Confusià N y Verdad - Raà Ces Histã Ricas de La Crisis de La Iglesia en El Siglo XX - Philip Trower 2

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RAÍCES HISTÓRICAS DE LA CRISIS DE LA IGLESIA EN EL SIGLO XX

Philip Trower

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RAÍCES HISTÓRICAS DE LA CRISIS DE LA IGLESIA EN EL SIGLO XX

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LIBRO I. CONFUSIÓN Y VERDAD

PRÓLOGO 13

PRIMERA PARTE. A VISTA DE PÁJARO

Capítulo 1. Reforma 19

Capítulo 2. La rebelión 33

Capítulo 3. El partido de la reforma. Dos carnes en una 47

Capítulo 4. Nombres y etiquetas 61

SEGUNDA PARTE. UNA MIRADA HACIA ATRÁS

Capítulo 5. Los pastores 73

Capítulo 6. La Iglesia ilustrada 85

Capítulo 7. La grey (1) 93

Capítulo 8. La grey (II) 103

TERCERA PARTE. LAS NUEVAS ORIENTACIONES

Capítulo 9. La Iglesia: de sociedad perfecta a cuerpo místico 115

Capítulo 10. Pedro y los doce 125

Capítulo 11. Los seglares: despertad al gigante dormido 139

Capítulo 12. La Iglesia y los otros cristianos 153

Capitulo 13. La Iglesia y las otras religiones 167

Capítulo 14. La Iglesia y nuestro quehacer en este mundo 179

CUARTA PARTE. AGGIORNAMENTO Y ASCENSIÓN

DEL MODERNISMO

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Capítulo 15. Los comienzos 199

Capítulo 16. Primeros signos del problema 209

Capítulo 17. Entra el modernismo 219

Capítulo 18. Dramatis personae 233

Capítulo 19. Fe e increencia 243

Capítulo 20. La crisis 259

Capítulo 21. Tres movimientos relacionados 271

Capítulo 22. Aggiornamento 1918-1958 281

Capítulo 23. ¿Qué significa todo esto? Una interpretación 293

LIBRO II. LA IGLESIA Y LA FE

PRIMERA PARTE. LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL EN LOS SIGLOS XX Y


XXI: CREENCIAS FUNDAMENTALES

Capítulo 1. Por favor, utilice la puerta principal 309

Capítulo 2. Qué fue la Ilustración 317

Capítulo 3. Las denominaciones 327

Capítulo 4. Progreso indefinido 337

Capítulo 5. Los principios de 1789 345

Capítulo 6. La salvación por la política 357

Capítulo 7. Derechos humanos y errores humanos 375

SEGUNDA PARTE. INFLUENCIAS SECUNDARIAS

Capítulo 8. El desplazamiento hacia el sujeto humano en la filosofía 389

Capítulo 9. Existencialismo: Heidegger y Sartre 411

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Capítulo 10. Personalismo: Buber, Marcel, Scheler 435

Capítulo 11. Personalismo: Maritain y Mounier 459

Capítulo 12. La idea evolucionista 479

Capítulo 13. Teilhardismo 499

Capítulo 14. Casi todo sobre Freud 521

Capítulo 15. Principalmente sobre Jung 539

Capítulo 16. Visiones plurales del hombre 559

Capítulo 17. Las palabras y su significado 579

Capítulo 18. El encuentro con el protestantismo 591

Capítulo 19. Barth y la neo-ortodoxia. 605

TERCERA PARTE. INFLUENCIA EN LA IGLESIA. UN TEÓLOGO Y LA


LITURGIA

Capítulo 20. Gran hermano 633

Capítulo 21. Las ropas del emperador 645

Capítulo 22. Desnudo, pero no avergonzado 659

Capítulo 23. Cambio litúrgico: El escenario histórico 677

Capítulo 24. La nueva liturgia 699

CONCLUSIÓN. POR FAVOR, SALGAN POR LA PUERTA

TRASERA 727

APÉNDICES 739

INDICE ONOMÁSTICO 763

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Las dos partes en que se divide esta obra, Confusión y verdad y La Iglesia y la fe, se
publicaron en origen como dos libros independientes (bajo los títulos de Turmoil &
Truth y The Catholic Church and the Counter-Faith, respectivamente). Para esta edición
de El Buey Mudo, he considerado que ambos conforman una unidad y por ello se
publican en un mismo volumen, al que hemos dado el título del primer libro, Confusión
y verdad. Creemos que el subtítulo Raíces históricas de la crisis de la Iglesia en el siglo
XX aclara muy bien cuál es el contenido y la importancia de esta obra, imprescindible
para comprender la evolución y la situación actual en que se encuentra la Iglesia
Católica.

PABLO CERVERA,

director de la colección de Religión de El Buey Mudo

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i intención original al escribir este libro era cubrir la historia de la Reforma
y de la rebelión en la Iglesia católica en los tiempos modernos, desde sus comienzos en
el siglo XIX hasta la actualidad, con el Concilio Vaticano II como pieza central. Pero
cuanto más profundizaba en el tema, más me convencía de que los principios de la
historia constituían la parte más importante, y se necesitaba un libro sólo para ellos.
Como ocurre siempre con los grandes acontecimientos históricos, todo lo ocurrido en el
Concilio, o lo sucedido con posterioridad, había estado preparándose con mucha
antelación. Así pues, la mayor parte de este libro trata de los acontecimientos anteriores
al Concilio. Y me parece que hay mucho que aprender de su estudio.

Puesto que he intentado hacer el libro lo más inteligible posible para cualquier tipo de
lector, pediría a los católicos bien informados que lo lean que tengan paciencia si a veces
explico detalladamente cosas que ellos dan por sentadas.

La mayor parte de lo que tengo que decir se refiere a las condiciones y los
acontecimientos de lo que yo llamo «el oeste» (occidente), refiriéndome a Europa
occidental, Norteamérica, Aus tralia y Nueva Zelanda, los países de la cultura europea
enriquecidos después de la Segunda Guerra Mundial, lo cual no significa que la Iglesia
de otros lugares no vaya a ser tenida en cuenta. Sin embargo, es en occidente, como
decimos, donde encontramos las raíces de la mayoría de las iniciativas, y también las
aberraciones que vamos a considerar.

Finalmente, me gustaría añadir algo sobre ese difícil asunto que es la herejía. Y digo
«difícil», porque, aun siendo un término técnico, tiene ahora, debido a pasados conflictos
ideológicos y religiosos, un sonido casi exclusivamente injurioso. Sin embargo, describe
un hecho que ha de tenerse en cuenta cuando se estudia cualquier sublevación dentro de
la Iglesia católica como las que tienen lugar hoy. Por el hecho de no usar la palabra, o
usar otras más suaves, como en general he hecho yo, no cambiamos la cosa en sí.

En principio, todos los que creen en una revelación divina aceptan el hecho o la
probabilidad de la herejía. Cualquier pretensión herética parte de la revelación o
auténtica creencia, pero en cierto modo la contradice, distorsiona o resulta ser un
añadido no autorizado. Para otros cristianos, muchas creencias católicas son, en sentido
técnico, herejías. La palabra no tiene sentido a no ser que se refiera a una revelación
divina, real o supuesta. Emplearla para describir desviaciones de las opiniones de
maestros puramente humanos, como Marx, Darwin o Freud, es hacer un mal uso del

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idioma o el equivalente a considerarnos como dioses. Todo conocimiento que provenga
exclusivamente de los hombres sólo puede pretender ser tal sobre la base de la evidencia
o la lógica.

Casi lo mismo se puede decir del «dogma». Si ha habido una revelación es razonable,
y desde luego necesario, que exista un dogma, es decir, una formulación sucinta e
inmutable de algún aspecto de lo revelado; de igual forma, no es lógico tratar de dar a las
opiniones humanas el estatuto de dogma, sino más bien claramente estúpido.

Otro punto. Aunque otros cristianos tienen creencias que en opinión de la Iglesia
católica son objetivamente heréticas, la Iglesia reconoce que pueden tenerlas de buena
fe, puesto que ellos no creen en una Iglesia que enseña con autoridad. Para los católicos
es diferente. Una vez que han conocido y aceptado las enseñanzas de la Iglesia en su
totalidad les es imposible rechazar una o varias de ellas sin culpa. Un católico, si es
auténticamente tal, no puede caer en la herejía sin resultar culpable.

Finalmente, me gustaría decir unas palabras sobre los católicos que adoptan o
promueven herejías y sobre por qué los católicos plenamente creyentes se sienten
obligados no sólo a continuar amándolos, sino también, y por amor, a oponerse a ellas.
No hacerlo equivaldría a decir que la revelación de Dios es cuestión opinable, que no se
encuentra del todo en las enseñanzas de la Iglesia católica o que en su transmisión a la
Iglesia contiene partes equivocadas.

Estas opiniones pueden ser aceptables para cualquier persona, pero no pueden ser
defendibles para un católico, puesto que lo contrario -Dios ha ofrecido una revelación
que puede ser conocida con certeza y la Iglesia es su guardián y su intérprete- está en el
mismo centro de nuestra religión. Amar, como saben incluso las familias más unidas,
nunca ha excluido hablar con claridad de lo que uno cree que va mal. Lo que cuenta es el
espíritu con el que se hace.

En cierto sentido, el único tema de este libro es la revelación de Dios, los esfuerzos
de sus guardianes para hacerla fructífera y sus vicisitudes en manos de unos hombres que
piensan que, para que sobreviva, debe ser alterada.

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uando la gente pregunta, como imagino que todavía hace a veces, «¿qué
demonios está pasando en la Iglesia católica?», la mejor respuesta, creo yo, es: «Dos
cosas contradictorias al mismo tiempo». Entonces, uno puede incidir, según el tiempo de
que disponga, en la relación que hay entre ellas: ése es uno de los objetivos de este libro.

En los años sesenta, un concilio general legítimo, que uno explicaría como la reunión
de los obispos católicos del mundo bajo la autoridad del Papa para debatir los asuntos de
la Iglesia (el número veintiuno de los de este tipo en su historia y el segundo celebrado
en el Vaticano en los últimos cien años), lanzó a la Iglesia a un importante programa de
reformas. Convocada por el papa Juan XXIII (1958-1963), la asamblea conciliar se
reunió durante dos meses de cuatro otoños sucesivos, los de 1961, 1963, 1964 y 1965.
Entre esas asambleas generales, los trabajos se llevaron a cabo mediante comités y
comisiones. El papa Pablo VI, que sucedió en 1963 a Juan XXIII, presidió las sesiones
segunda, tercera y cuarta.

Sin embargo, antes de que concluyera el Concilio, se desató una gran rebelión en
contra de las enseñanzas y la autoridad de la Iglesia, llevada a cabo en su mayor parte en
nombre del mismo Concilio.

En este primer capítulo me centraré en la primera de estas corrientes contradictorias:


el movimiento para la reforma.

Como con todas las auténticas llamadas a la reforma, en el corazón de las enseñanzas
del Concilio hay un llamamiento para la vuelta de los católicos a una mayor santidad
personal. Esto es reforma religiosa en el sentido más profundo. Si los católicos hubieran
sido más santos, como parece que fue la idea inicial del papa Juan XXIII, los cristianos
separados habrían sido atraídos de nuevo a la Iglesia por su simple poder de atracción, y
todos juntos habrían podido salir a convertir el mundo moderno.

Ahora bien, no era necesario reunir a más de dos mil obispos en Roma durante cuatro
otoños consecutivos para tan elementales objetivos. Los que tomaron las riendas del
Concilio tenían preocupaciones más concretas.

Antes del Concilio la mayoría de los católicos vivían en países que habían sido
durante mucho tiempo públicamente cristianos, con visiones y actitudes que se formaron

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de acuerdo con esa fe. En ellos prevalecía una cierta laxitud religiosa. Pasaba como en la
vida familiar. No hay por qué extrañarse excesivamente. A nadie le impresiona lo que se
ha dado en llamar «distancia entre la fe y la vida», o sea, que la forma en que la gente
vive a menudo no se corresponde, o no lo suficientemente, con lo que dice creer. Una
cosa es creer y otra practicar.

Otra característica de esos países de larga tradición cristiana era la asunción de que
no había nadie, o casi nadie, «a mano» para ser convertido. Al menos en teoría, todos
eran ya cristianos, por lo que el espíritu misionero tendía a atrofiarse. Convertir a otros,
se pensaba, quedaba para aquellos con una vocación especial a la propagación del
evangelio entre los infieles.

Sin embargo, el número de países que todavía podían ser llamados cristianos en
sentido auténtico estaba disminuyendo rápidamente. Los cristianos estaban
convirtiéndose por doquier en una minoría; una situación en la que sus defectos, en lo
que a la misión de la Iglesia se refiere, tenían consecuencias mucho más importantes.
Una minoría, sólo por serlo, siempre será contemplada críticamente, al menos hasta
cierto punto, y si se trata de una minoría religiosa su conducta será tomada como medida
de la verdad de su pensamiento.

Si la Iglesia ha de continuar cumpliendo su misión, e incluso si quiere sobrevivir en


ciertos países, los fieles deberán distanciarse con toda claridad de vivir mental y
espiritualmente en una cristiandad que ya no existe. Tienen que comprender que están
llamados a predicar a Cristo con el ejemplo, además de con la palabra, y han de aprender
a verse a sí mismos como misioneros, igual que lo hacían los primitivos cristianos.

Ahora bien, semejante cambio de perspectiva no puede lograrse con una simple
palabra o con una orden, sin un duro esfuerzo de adecuación mental. Presupone, por
parte de la Iglesia, algo similar a la mirada no condicionada que una persona echa sobre
sí misma, sobre su vida y sus pensamientos, cuando va de retiro espiritual. En el
Concilio Vaticano II, la Iglesia se fue, en cierto sentido, «de retiro» (aunque, como
veremos enseguida, se tratara de uno atribulado) y el resultado fue un reflejo de su
propia naturaleza, además de su misión y su relación con el mundo, que conduciría a una
reforma de la teología, o de su manera de presentar sus creencias. Para aquellos que
están interesados en estas cuestiones, una reforma de la teología católica era un
prerrequisito para una reforma de la vida católica. Si las creencias de los fieles no
tuvieron en ellos el impacto debido fue porque carecieron de la presentación adecuada. Y
aquellos no comprendieron suficientemente todas sus implicaciones. Hubo agujeros
negros en su comprensión; y esos agujeros negros fueron los responsables de los
distanciamientos entre fe y vida.

Una reforma de la teología no significa nuevas creencias. Pero los decretos


conciliares sí contienen importantes cambios de énfasis y perspectivas (son generalmente

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aludidos como «nuevas orientaciones») y los comienzos de algunos desarrollos
teológicos (la extensión de las implicaciones de aspectos de la fe no expresados
explícitamente en las «declaraciones» originales) cuyo propósito era no sólo hacer que
los católicos fueran más fervientes y apostólicos, sino también hacer la fe más fácilmente
comprensible por nuestros contemporáneos, desterrando las causas innecesarias de
equívocos y realizando lo que intenta ser una más amplia, mejor equilibrada y, si es
posible, más atractiva presentación de la fe.

Para la Iglesia, el objetivo de los cambios de énfasis era no excluir lo que


previamente había recibido mayor atención, sino dar mayor prominencia a lo que se
pensaba que no había recibido hasta ahora la suficiente con objeto de corregir el
desequilibrio.

Los misterios revelados por Dios, como los hechos de la naturaleza, constituyen una
armonía de diversas partes, muchas de las cuales aparecen ante nosotros como opuestos
complementarios. Igual que en la naturaleza existen la luz y la oscuridad, la alegría y la
pena, el cambio y la estabilidad, así también en los misterios cristianos Dios es uno y
trino, Cristo es divino y humano, rey y siervo. La misa es el sacrificio del Calvario hecho
presente sin derramamiento de sangre, y también la sagrada cena. La mente humana no
puede tener todo el contenido de la fe a la vista de un solo golpe y en todos sus detalles.
Pero sí debe tener una visión del «todo» basada en una presentación de lo fundamental
adecuadamente equilibrada. Esta visión de conjunto es la que debe producir la enseñanza
de la fe en el mundo domingo a domingo, a través de la liturgia, desde el púlpito y
mediante otras formas de instrucción. Pero esta fidelidad depende de la adecuada
distribución del peso de los acentos. No sólo deben estar presentes los rasgos más
destacados; deben también mostrarse en su co rrecta relación, tanto entre sí como en
relación al todo. Si el equilibrio no es el adecuado, la comprensión del sentido y la
importancia del todo se verán, hasta cierto punto, afectadas. A lo largo del libro se
ofrecerán numerosos ejemplos.

La más completa y equilibrada presentación de la fe que las enseñanzas conciliares


trataron de proporcionar ha sido la base teórica para los cambios en su práctica:
transformación de la liturgia, revisión de las leyes canónicas, iniciativas ecuménicas,
simplificación de la normativa de las órdenes religiosas, nuevos cuerpos administrativos
y consultivos como los sínodos episcopales trianuales en Roma, conferencias
episcopales nacionales, comisiones diocesanas, sínodos sacerdotales, consejos
parroquiales, etc. Los decretos conciliares, sin embargo, sólo señalaron las líneas
maestras para la configuración que debían tener las reformas.

Desde el Concilio, los cambios prácticos han sido fruto del trabajo que han
desarrollado el Papa y los obispos conjuntamente, o el Papa en solitario. En muchos
casos esos cambios van considerablemente más allá de lo que sugieren, y positivamente
requieren los decretos escritos.l

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Se pensaba que hacer a los católicos más fervientes y apostólicos, y lograr que la fe
resultara mejor comprendida por los de fuera, sería también un logro del proceso que el
papa Juan llamó aggiornamento, es decir, puesta al día o renovación.

El aggiornamento fue la segunda labor más importante del Concilio. La gente habla
frecuentemente de aggiornamento, o puesta al día, como si fuera idéntico a reforma. Sin
embargo, hay una diferencia. Aggiornamento, en sentido estricto, no es lo mismo que
reforma.

Hablando con exactitud, reforma significa devolver a su forma original algo que ha
sido parcialmente desposeído de ella o deformado. En religión puede ser la moral, la
espiritualidad, los tipos de culto, las instituciones eclesiásticas, los estilos de gobierno o,
como acabamos de ver, los modos predominantes de presentar la fe. Esto implicará con
frecuencia recuperar cosas buenas que han quedado a un lado en el curso de la historia, o
bien han sido olvidadas, o desprenderse de ciertos añadidos accidentales que impiden
apreciar la belleza o efectividad originales de lo que está siendo reformado.

Aggiornamento o puesta al día, por otro lado, es el discernimiento por parte de la


Iglesia de nuevas ideas y prácticas en un entorno cultural cambiante, la separación del
trigo de la paja para después «bautizar», o incorporar a su pensamiento o práctica,
aquello que considere legítimo; es decir, que todos esos elementos puedan ser bautizados
sin que ella descuide su misión oponiéndose a lo que es naturalmente bueno; esta actitud
hará su enseñanza más comprensible a cualquiera a quien tenga que predicar. En el
campo de las ideas significa mostrar la relación entre conocimiento natural y revelado.

Un monasterio es reformado, por ejemplo, si los monjes han abandonado la oración


en comunidad y un abad fuerte y exigente los saca de la cama y los hace volver a la
capilla por la mañana. Pero será aggiornamento o puesta al día si, con buenas razones,
decide instalar en el monasterio un teléfono u ordenador, o si incluye conferencias sobre
psicología moderna en los cursos de teología moral de sus novicios.

El proceso ahora llamado «inculturación» (lo que el misionero hace cuando con
permiso eclesiástico usa ciertos estilos artísticos locales en la arquitectura y decoración
de la iglesia, ciertas costumbres locales en la liturgia o ciertas formas de expresión y
conductas locales en la enseñanza o la vida de la fe) es simple aggiornamento o puesta al
día aplicado a nuevos lugares en vez de a nuevos tiempos.

Puesto que la historia del cristianismo ha sido un continuo encuentro con nuevas
culturas, ambas cosas -aggiornamento e inculturación-, siempre se han dado en la
Iglesia.

La Iglesia estaba inmersa en ellos cuando empezó por tomar la medida a la


civilización greco-romana para después adaptarse a su colapso; cuando comenzó a

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extraer y apropiarse del oro de la filosofía griega y del derecho imperial; cuando mitigó
la severidad de sus penitencias para facilitar a los caídos el regreso después de periodos
de persecución; cuando, al escuchar la voz de la ciencia contemporánea, aceptó por
razones prácticas -no como parte de su fe- la cosmología reinante ptolemaica; cuando en
occidente cambió del griego al latín su liturgia después de que la mayoría de los fieles
dejaran de ser de habla griego; cuando, al declinar el imperio, se alejó cada vez más de
las ciudades para convertir a la gente del campo; cuando recurrió a reyes ungidos,
alimentó el espíritu de la caballería, instituyó la tregua de Dios, excluyó a la nobleza
turbulenta romana y al populacho de la elección de los papas, confiándosela al colegio
cardenalicio, cuando hizo de la copia de manuscritos uno de los principales trabajos de
sus monjes, creó las universidades, puso las filosofías aristotélicas y musulmanas bajo el
microscopio, abrazó lo más valioso del renacimiento humanista (y, temporalmente,
ciertas cosas que no lo eran), introdujo la formación en los seminarios para que sus
sacerdotes pudieran hablar de igual a igual con los seglares educados y, en el siglo XVII,
empezó a entenderse con el nuevo aprendizaje científico.

Desgraciadamente, para llevar a cabo todos estos trabajos necesarios, la Iglesia se


vería entorpecida con frecuencia por el hecho de que buen número de sus hijos
mantenían un apasionado romance con «los tiempos». Los periodos del Feudalismo y el
Renacimiento proporcionan notables ejemplos, cuyas consecuencias tardarían después
mucho tiempo en superar, y con no poco esfuerzo, los santos. En el siglo XXI, muchos
van a tener, sin duda, un gran trabajo de este tipo. A menudo, también tendrá que tolerar
cosas que desaprueba pero que no puede remediar por el momento. Lo máximo que
puede hacer es mitigar los males más serios.

Estos encuentros con los nuevos tiempos y lugares, sin embargo, no causan a la
Iglesia más cambios en sus creencias que lo hacen las reformas teológicas, aunque la
necesidad de dar respuesta a las objeciones puede llevarle a clarificar ciertos aspectos,
definirlos con más precisión, organizarlos sistemáticamente o explicar sus
consecuencias. En otras palabras: pueden servir de catalizadores para el desarrollo
teológico o doctrinal.

Todo lo dicho tiene relación con el aggiornamento en el pasado. Por lo demás, se


entiende que resulte especialmente necesario en nuestros tiempos, cuando uno contempla
los tremendos cambios de los últimos ciento cincuenta años en las formas de la vida de
la gente y la catarata de ideas e ideologías nuevas a las que ha estado expuesta.

Para la Iglesia, presentan una mezcla de oportunidades y también de obstáculos a su


misión, por lo que, incluso en las circunstancias más favorables, sería adecuado realizar
algún tipo de inventario.

En cualquier caso, la prioridad básica sigue siendo hacer que los fieles sean más
piadosos y apostólicos. El objetivo de todo lo demás -reformas, aggiornamento,

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inculturación- es remodelar la disposición interior de los fieles y reavivar o liberar sus
energías espirituales, parcialmente bloqueadas (supuesta o realmente) debido a malos
hábitos, espíritu rutinario, comprensión inadecuada de las implicaciones de sus
creencias, formas ineficientes o poco efectivas de conducir los asuntos eclesiásticos o
fracasos en el aprovechamiento de las nuevas oportunidades.

Ahora bien, ¿por qué este repentino interés de cambio por parte de las autoridades
eclesiales en torno a 1960?

En realidad, no fue repentino. Desde mucho antes estaba en marcha un movimiento a


favor del doble tipo de «reforma» mencionado (sus orígenes se remontan a principios del
siglo XIX), ha biéndose ya logrado mucho en los años noventa entre los concilios
Vaticano 1 y II.

Sin embargo, durante las décadas de 1930, 1940 y 1950, un grupo de teólogos y
estudiosos, fundamentalmente franceses y alemanes que querían cambios de énfasis
radicales, empezaron a dar forma a ideas más atrevidas y acordes con los tiempos. La
presentación resultante de la fe que ofrecieron a la Iglesia para su aprobación se dio en
llamar «Nueva Teología».

Durante el pontificado de Pío XII (1939-1958), inmediato predecesor de Juan XXIII,


los nuevos teólogos no estaban muy bien vistos por el Papa y sus consejeros, que
consideraban sus ideas demasiado extremistas. Esa preocupación se puso de manifiesto
en la encíclica Humani Generis (1950), y a algunos les fue prohibido enseñar o escribir
durante un tiempo. Sin embargo, Juan XXIII decidió que debía permitírseles expresar
sus opiniones. La mayoría de los principales representantes de esa corriente asistieron al
Concilio Vaticano II. Algunos fueron invitados a trabajar en las comisiones que
elaboraron los documentos para las discusiones y otros estuvieron presentes como
consejeros teológicos de obispos individuales.

El término «nueva teología» -con un significado, en principio, peyorativo- se dice


que fue acuñado por el teólogo francés Reginald Garrigou-Lagrange, un líder de la rival,
y casi oficial, escuela de teología neoescolástica.2

La confrontación entre los neoescolásticos y los de la nueva teología estaba detrás de


muchos de los conflictos presentes en el Concilio. No era muy diferente a la disputa que
existió entre las escuelas teológicas de Antioquia y Alejandría, que empezó en torno al
año 400 sobre la relación entre las naturalezas divina y humana de Nuestro Señor y se
prolongó durante más de trescientos años y fue tratada en más de media docena de
concilios generales. La diferencia, hoy, es que la nueva teología es una recién llegada, en
tanto que las escuelas de Antioquia y Alejandría eran rivales en la misma época.

En Francia, los principales «nuevos teólogos» fueron Henri de Lubac, S. J., afincado

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en la casa jesuítica de Fourviére, en Lyon, y sus colegas Yves Congar, O. P. y su maestro
y amigo Marie Dominique Chenu, O. P., ambos profesores durante la mayor parte de sus
vidas en la casa dominica de Estudios Superiores en Le Saulchoir, Bélgica, más tarde
trasladada a las afueras de París. Y también Pierre Teilhard de Chardin, el paleontólogo
jesuita, figura clave por su influencia en el entorno, que había muerto en 1955, siete años
antes de iniciarse el Concilio.

El jesuita Karl Rahner era el principal representante de las nuevas tendencias en


Alemania, y el dominico Edward Schillebeeckx en los Países Bajos. El teólogo suizo
Hans Urs von Balthasar no asistió al Concilio. Había dejado los jesuitas unos años antes
para fundar una pequeña comunidad propia, pero era buen amigo de De Lubac, del que
había sido alumno, y profesaba simpatía por la mayoría de sus opiniones. Jacques
Maritain, laico y principal neoescolástico, no pertenecía al círculo de los nuevos
teólogos, pero la mayoría de ellos aprobaba sus ideas políticosociales que, junto con las
de su discípulo Emmanuel Mounier, tuvieron una profunda influencia en las enseñanzas
sociales del Concilio.

Los nuevos teólogos, apoyados por una minoría de influyentes obispos, fueron la
fuerza conductora que estuvo detrás del «grupo reformista» en el Concilio.

Por «grupo reformista» me refiero al más amplio grupo de hombres que apoyaba la
mayoría de las iniciativas de los nuevos teólogos, sin suscribir necesariamente todas sus
ideas ni comprender siempre todas sus implicaciones.

Además, había por toda la Iglesia numerosos clérigos y laicos ansiosos de cambios de
un tipo u otro, sin que tuvieran un programa global. El filósofo Dietrich von Hildebrand,
que más tarde protestó con vehemencia contra abusos litúrgicos y de otro tipo, quería
ampliar la enseñanza filosófica para incluir el método fenomenológico alemán y, viendo
sus consecuencias inmediatas, habló de la grandeza del Concilio Vaticano II, mientras
que el fundador del Opus Dei, el español San Josemaría Escrivá de Balaguer, es
reconocido por haber anticipado las enseñanzas del Concilio sobre los seglares, en
particular sobre la llamada universal a la santidad y el lugar del trabajo humano dentro
del plan creativo de Dios.3

Para concluir este capítulo, debemos mencionar tres puntos más sobre el Concilio.

El papa Juan XXIII, que lo convocó, dijo que iba a ser «pastoral», es decir,
preocupado, sobre todo, por conseguir que las enseñanzas de la Iglesia «dijeran» más a
las mentes y vidas de los fieles. No iba a haber grandes definiciones solemnes o
anatemas (condenas). De esto, no pocos católicos habían concluido que sus enseñanzas
doctrinales tendrían pocas consecuencias, que podían ignorar lo aparentemente nuevo o,
según el gusto y la tendencia, lo no suficientemente nuevo. Ésta, sin embargo, es una
idea equivocada. Los Papas, como cualquier hombre, pueden proponer, pero al final

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Dios dispone. No se produjo ninguna definición solemne ni se pronunció anatema
alguno, pero los dos documentos principales (sobre la Iglesia y sobre las fuentes de la
Revelación) se titulan «Constituciones Dogmáticas», y a través de todos los decretos,
como un todo, aparece un material de una gran riqueza doctrinal y del mayor valor, por
lo que sería injusto no reconocer a los nuevos teólogos y al grupo reformista buena parte
del mérito.

El segundo punto tiene que ver con el famoso pasaje del discurso de apertura del
papa Juan en el Concilio. La «doctrina inmutable» de la Iglesia, dijo, «ha de ser
presentada en la forma que demanda nuestro tiempo. Una cosa es el depósito de la fe,
que consiste en las verdades contenidas en la Sagrada Escritura, y otra es la manera de
presentarlo, aunque se mantenga siempre la misma significación»4.

La forma de entender y aplicar el pasaje, se convirtió en uno de los asuntos clave del
Concilio, y ha sido la causa de muchos problemas desde entonces. Esa remozada
presentación, ¿iba a significar únicamente un cambio de palabras y estilo, o también de
conceptos? Y, ¿se pueden cambiar los conceptos sin cambiar el sentido?

Una ojeada a la rima infantil inglesa sobre Jack y Jill permitirá apreciar las
dificultades del intento. «Jack y Jill subieron a la colina para traer un cubo de agua». Si
sustituimos la palabra «agua» por «líquido» no habremos alterado el significado, pero sí
la precisión. Sería posible sugerir que lo que iban a traer era un cubo de vino blanco o de
arsénico...

Es algo fundamental para aprovechar la imprecisión terminológica del Concilio; por


eso los teólogos en rebeldía contra la Iglesia han podido, desde entonces, introducir
cambios de significado con la cobertura de la autoridad conciliar.

El tercer punto es que la influencia de las enseñanzas y reformas conciliares no se ha


limitado a la Iglesia católica. La mayoría de las demás confesiones cristianas han visto
también agitadas o perturbadas, hasta cierto punto, sus prácticas y certezas por el
torbellino conciliar.

¿Fue la decisión del papa Juan XXIII de convocar un Concilio, como él creía, una
inspiración de Dios o no? En otras palabras, ¿fue una obra positiva o sólo permisiva de
la voluntad de Dios? Nadie puede saberlo.5 Pero incluso si sólo fuera lo segundo, ello no
descartaría que Dios hubiera usado el Concilio para hacer llegar algunos mensajes
importantes.

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ayamos ahora a la segunda de las dos corrientes que he mencionado al
principio del anterior capítulo: el rechazo de las enseñanzas de la Iglesia y de su
autoridad junto con el intento de sustituir antiguas creencias.

Ya se han dado rechazos masivos de creencias católicas, pero creo que nunca en la
misma escala. No hay prácticamente ningún punto de la enseñanza católica que no haya
sido puesto en cuestión o, incluso, repudiado: desde la divinidad de Cristo a la creencia
en la vida eterna. Muchos han abandonado la Iglesia abiertamente. Pero hay todavía
más: otros que han permanecido, al menos en apariencia, dentro de la Iglesia, durante
más de treinta y cinco años han estado extendiendo sus nuevas creencias entre el resto de
los fieles, ahora ya totalmente confundidos.

Las advertencias de las más altas autoridades han sido continuas. Las del papa Pablo
VI se pueden resumir en su conocido grito de 1972 de que «el humo de Satanás» ha
entrado en la Iglesia. También habló de los «destrozos causados en los cristianos por...
arriesgadas hipótesis» (Pablo VI, Exhortación Apostólica, Quinto aniversario de la
clausura del Concilio, 1970).

He aquí tres ejemplos más de las intervenciones de las principales autoridades:

Debemos asumir con realismo [...] que la mayoría de los cristianos de hoy se sienten
descarriados, confusos, perplejos e incluso decepcionados: ideas que contradicen la
verdad revelada enseñada desde el principio son libremente expandidas en todas
direcciones; en los campos del dogma y la moral se han propagado auténticas
herejías, creando dudas, confusiones y rebeliones; incluso la liturgia ha sido
manipulada. (Juan Pablo II, discurso a los sacerdotes el 6 de febrero de 1981).

No pocos de los ataques de hoy se dirigen a la yugular, a los mismos fundamentos de


nuestra fe: la divinidad de Cristo, su resurrección corporal de entre los muertos,
nuestra propia inmortalidad, etc. (Cardenal Oddi, ex Prefecto de la Sagrada
Congregación para el Clero, en Roma, Simposio sobre la catequesis, el 15 de mayo
de 1981).

Nadie puede negar que los últimos diez años hayan sido dañinos para la Iglesia. En

22
vez de la prometida renovación, nos han dado un proceso de decadencia que, en gran
medida, empezó en nombre del Concilio. Y no ha hecho más que desacreditar al
Concilio mismo. Podemos afirmar, por tanto, que no habrá renovación en la Iglesia
hasta que no haya un cambio de rumbo y un abandono de los errores adoptados
después del Concilio». (Cardenal Ratzinger, cuando era arzobispo de Múnich).

También lo evidencia la estadística y la experiencia directa. Ha habido un récord de


abandonos en masa del sacerdocio y de la vida religiosa; una devastadora caída de las
vocaciones religiosas; una igualmente devastadora caída de la asistencia a misa (el
corazón del cristianismo católico), de los bautizos de niños y de las conversiones; un casi
total abandono, en amplias áreas, del sacramento de la confesión; en muchos sitios, un
desvalijamiento de iglesias y venta de sus pertenencias, incluidos los vasos sagrados,
reminiscencias de la Reforma Protestante; la clausura de numerosas escuelas,
seminarios, casas religiosas, hospitales y orfanatos; un gran aumento del número de
divorcios y anulaciones matrimoniales; generaciones enteras que crecen en la ignorancia
de la fe; y ahora, en países latinoamericanos, un éxodo masivo de católicos a las sectas
fundamentalistas porque éstas continúan predicando sobre la seriedad del pecado, la
realidad del infierno y la salvación en la otra vida. Todo esto es ahora tan bien conocido
que no hay necesidad de esforzarse en mayores consideraciones.

Observando la situación como un todo, se puede describir como una rebelión de


intelectuales que han conseguido el apoyo de numerosos grupos de seglares occidentales
mediante un pacto silencioso.

Por razones que aparecerán más tarde, un cierto sector de la clase intelectual católica,
tras perder, al menos parcialmente, la fe, quiso modificar la doctrina. Los problemas
estaban generalmente en la moral de los seglares, en especial en la enseñanza de la
Iglesia sobre el matrimonio y la procreación. Así, a cambio de que se les permitiera la
anticoncepción y el divorcio, la mayoría de los seglares occidentales han consentido que
los teólogos rebeldes pusieran buena parte de las enseñanzas católicas en la trituradora.
Esto es ciertamente una simplificación de los acontecimientos, pero sin embargo creo
que ninguno de ellos resulta distorsionado.

El problema de esta gran rebelión doctrinal y moral empezó mucho antes del
Concilio con unos teólogos, pensadores y estudiosos que habían sido ganados, al menos
parcialmente, para la causa que pretendía cambiar la religión de Cristo adaptándola a las
opiniones o conveniencias de los hombres: el llamado modernismo.

El modernismo puede ser considerado como un producto del movimiento de


aggiornamento cultural e intelectual mencionado en el capítulo anterior, con más de
siglo y medio de vida.

En todo este asunto de cambiar y «bautizar» ideas y prácticas seculares, la palabra

23
clave es «legítimamente». Marca el límite que existe entre aggiornamento verdadero y
falso. Los practicantes genuinos del aggiornamento, son aquellos que están del lado
correcto del límite. Sin embargo, desde el principio del movimiento, alrededor de 1815,
hubo un goteo de pensadores que, abrumados o superados por las teorías que estaban
estudiando, empezaron a perder la fe, cruzaron la línea que marcaba el límite y agitaron
el ambiente bautizando ideas y prácticas que la Iglesia no puede legítimamente bautizar.

Para empezar, aquellos que cruzaron el límite rompieron realmente con la Iglesia.
Pero al llegar el siglo XX, los temas que estaban sometidos a estudio se multiplicaron y
se fueron haciendo más complicados, y entonces un creciente número que tenía dudas
sobre tal o cual punto o creencia permaneció, sin embargo, dentro de la Iglesia. El goteo
se convirtió en una corriente, y hacia 1950 era ya un pequeño lago. Cambiando la
metáfora podríamos decir que se desarrolló un movimiento herético consagrado a alterar
el significado de las creencias de la Iglesia, que fue como un cáncer en las entrañas del
movimiento para la reforma y el aggiornamento.

Al menos en su origen, el modernismo puede ser visto como un intento fallido de


aggiornamento (su lado oscuro o enfermedad profesional) siendo el mismo
aggiornamento totalmente legítimo.

Buena parte del daño puede ser atribuido al tipo de estudioso radical de la Biblia de
finales del siglo XVIII, que arroja buenas dosis de duda sobre la autenticidad y veracidad
de la Biblia. Las dudas incluían la Resurrección. Ahora bien, si la resurrección no fuera
un hecho histórico, ¿en qué se basaría el cristianismo? Esto condujo a una nueva teoría
sobre la forma de revelarse Dios a sí mismo.

Para los modernistas no ha existido una revelación de contenidos inmutables que


procedería de Dios a través de un portavoz especialmente nombrado y que habría
finalizado con la muerte del último apóstol. En la medida en que Dios habla a los
hombres, lo hace, sobre todo, o sólo, a través de la experiencia religiosa personal, y lo
que dice cambia constantemente, o se modifica, según cambia la situación del mundo y
del hombre. A esta idea se le llama hoy «revelación continua», y su interpretación por
los teólogos «teología en proceso».

De aquí se desprendería que la doctrina cristiana tiene sólo un significado simbólico


y debe ser continuamente reinterpretada. En su forma actual, representa los esfuerzos de
los primeros cristianos, menos ilustrados, por interpretar lo que Dios les iba diciendo a
través de sus experiencias particulares. Lo mismo puede decirse de la Biblia. La Biblia
es básicamente un documento que refleja lo que jesús y los primeros cristianos sentían o
pensaban sobre sus experiencias internas, y no lo que realmente se les dijo o les sucedió.
En el modernismo todo ocurre en el plano mental más que externamente.?

Estas dos visiones de la forma en que Dios se revela, la católica y la modernista, son

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descritas y contrastadas a menudo como enfoques deductivo e inductivo.

La deducción es el proceso mental por el cual el pensamiento va de los hechos


establecidos o del conocimiento a sus implicaciones o consecuencias. Esto es lo que los
teólogos hacen cuando intentan explicar los aspectos más misteriosos de la revelación
divina. Puesto que el cristianismo saca la mayor parte de lo que conoce directamente de
Dios, su pensamiento es deductivo.

Pensamos inductivamente cuando, partiendo de lo que podemos tocar y ver


(experiencia sensorial), ascendemos a un conocimiento de las causas, las leyes y los
primeros principios subyacentes a ello. Religiones naturales como el confucionismo o el
budismo están basadas en un pensamiento inductivo. Dependen sólo de lo que la mente
humana puede ir sacando de las cosas. Al conceder la primacía al enfoque inductivo, el
modernismo empuja al cristianismo hacia atrás, al estatus de una religión natural.

Estas teorías aparecieron en la Iglesia católica entre 1880 y 1910, cuando el


movimiento fue atajado, o se pensó que lo había sido, por San Pío X en su encíclica
Pascendi. Pero reapareció en el momento del Concilio, tan fuerte, al menos en
apariencia, como siempre. Entretanto, y bajo la influencia de las ideas seculares
contemporáneas, recibió algunas contribuciones importantes, lo que justificó el título de
neomodernismo.

Hacia los años cincuenta del siglo XX, el cristianismo había dejado de ser la religión
mayoritaria en buena parte de los países occidentales. En la medida en que es posible
decir que la mayoría de los occidentales han tenido una religión, ésta era algún tipo de
creencia en el progreso indefinido y en un paraíso terrenal de libertad, igualdad y
fraternidad como ingredientes indispensables de la felicidad humana, así como en la
democracia como único medio para conseguirlos. Neomodernismo es la asunción de
estas ideas de la primitiva teoría modernista de la revelación a través de la experiencia
personal.

Si la revelación acontece a través de la experiencia personal, los cristianos son los


árbitros finales de lo que ha de ser creído y hecho. El gobierno de la Iglesia deberá ser,
consecuentemente, transformado siguiendo el modelo de una democracia popular
moderna: después de un intercambio de experiencias, la gente alcanza un consenso que,
cuando está ampliamente extendido, es ratificado por los obispos convirtiéndose en la
enseñanza oficial de la Iglesia por el momento. Los obispos pasan a ser delegados del
pueblo. Sin embargo, una mirada más cercana a la teoría deja claro que son los teólogos,
y no el pueblo, quienes conservan la posición dominante. La gente por sí sola es incapaz
de articular sus experiencias adecuadamente. Sólo con la ayuda de los teólogos será
capaz de descubrir lo que Dios le está diciendo. Los teólogos serían, pues, como las
comadronas de la experiencia popular.8

25
Parece también que al revelarse a Sí mismo a través de las experiencias de la gente,
Dios estaría sujeto a las leyes de la lógica hegeliana (a la verdad sólo se puede llegar a
través del razonamiento dialéctico: tesis-antítesis-síntesis).

En cualquier momento de la historia de la Iglesia, las nuevas ideas de los teólogos


representan las experiencias y los conocimientos más profundos de los miembros más
despiertos de la comunidad de creyentes, y por tanto, de la misma divinidad. Éstos, sin
embargo, se verán automáticamente obstaculizados por los obispos. Los obispos, que son
conservadores por naturaleza, querrán aferrarse a las enseñanzas más consolidadas,
aunque reflejen en gran medida situaciones pasadas y experiencias periclitadas. Ahí se
produce un «choque creativo» entre los teólogos que disienten y los obispos que
amenazan con anatemas. Eventualmente, los obispos ceden y dan su aprobación a las
nuevas ideas. Pero una vez más, y equivocadamente, imaginan que lo que acaban de
refrendar permanecerá para siempre como enseñanza oficial, de manera que cuando las
situaciones y experiencias de la vida de los fieles vuelven a cambiar se hace necesario un
nuevo «choque creativo». Así es como el modernismo entiende el desarrollo de la
doctrina. Aunque la teoría tiene una base supuestamente democrática, de hecho,
convierte a los teólogos en obispos, y a éstos en chicos de los recados.

El neomodernismo también cambia el concepto de salvación. Salvación significa ser


liberado de las miserias físicas y espirituales de este mundo, no la liberación del pecado
en este mundo y de sus consecuencias en el próximo. «Transformar el mundo» material
y políticamente, por tanto, sustituye a propagar el Evangelio y a santificar a los hombres
como centro mismo de la misión de la Iglesia. La salvación en el otro mundo es una
certeza, pero sólo más o menos.

No es necesario decir que únicamente una minoría de católicos, si es que se les puede
llamar así, se han adherido o se adhieren de manera consciente a estos principios
radicales del modernismo. Sin embargo, su influencia está muy extendida y llega hasta el
mismo nivel parroquial. El efecto principal ha sido sugerir que, en palabras de un muy
conocido miembro de una orden religiosa, «todo está a disposición de cualquiera». Los
intentos más completos de poner en práctica el modernismo radical han tenido lugar
hasta ahora en Holanda y en las «comunidades de base» latinoamericanas inspiradas por
la teología de la liberación.9

Los intentos de imponer a los católicos o a otros cristianos un trastocamiento tan


completo de lo que siempre han creído sólo pueden ser descritos como una revolución;
de hecho, es así como sus partidarios y simpatizantes admiten verlo.

Se trata principalmente de una revolución de las ideas, desprovista, por tanto, de


consecuencias físicamente amenazadoras o desagradables. No hay bombas ni
escuadrones de fuego. Las ruedas de la vida diocesana y parroquial continúan rodando
mientras los revolucionarios mismos, y sus ahora numerosos simpatizantes, bien

26
atrincherados en la mayoría de las burocracias eclesiales occidentales, son hombres y
mujeres, profesionales respetables en su mayor parte, con sonrisas amistosas, maneras
agradables y con lo que ellos consideran como elevadas intenciones, capaces de hablar
un lenguaje religioso y de usar muletillas y teorías en vez de dinamita. Ahora que las
primeras sacudidas y conmociones han pasado, muchos católicos encuentran bastante
fácil persuadirse a sí mismos de que nada importante ha ocurrido, y de que si ha ocurrido
está ya superado. Pero una revolución o intento de revolución permanece aun si las
transformaciones están ahora mayoritariamente resueltas en las mentes y corazones de
los fieles sin que se den cuenta de ello.10

La gran revolución de los teólogos que he estado describiendo se extendió a


sacerdotes (no pocos arrastrados por la expectativa de que la Iglesia iba a ser forzada a
cambiar sus leyes sobre el celibato clerical), y de los sacerdotes a los seglares por las
razones ya referidas anteriormente. Más tarde, desgraciadamente, alcanzaría también a
los obispos.

Cuando vemos que numerosos obispos permiten, o incluso estimulan activamente,


enseñanzas diferentes a las del Papa y a las dadas constantemente por la Iglesia a lo largo
de los siglos, se puede presumir que han llegado a creer por lo menos algunas de esas
novedades doctrinales. Inevitablemente, muchos de los fieles han acabado por deducir, o
bien que la herejía no es tan importante o que la jerarquía local tiene la misma autoridad
que el Papa y, por tanto, puede seguir las enseñanzas que más le plazcan.

Esta revolución o colapso episcopal ha sido la segunda causa principal del caos y de
la pérdida de la fe.11

¿Por qué lo permite Roma? ¿Por qué inició Pablo VI una política de enseñar y
advertir, mientras evitaba (excepto en una ocasión) someter a disciplina o castigar? Esta
pregunta podrán responderla los historiadores futuros con mayor facilidad que nosotros.
Nosotros, sin embargo, podemos quizás adivinar el principio de una explicación en las
enseñanzas del Concilio sobre colegialidad y ecumenismo.

La doctrina de la colegialidad trata de una mayor participación de los obispos en el


gobierno de la Iglesia. Para aplicarla, la Santa Sede, inmediatamente después del
Concilio, se embarcó en una política de descentralización. En relación con los teólogos
disidentes, Roma hizo saber que quería que los obispos locales se encargaran de la
cuestión de la disciplina.

El ecumenismo hizo difícil también el uso de medidas rigurosas. ¿Cómo iban a


mantenerse las buenas relaciones con los cristianos separados si la Iglesia empezaba a
castigar o a excomulgar a teólogos u obispos por mantener enfoques similares a los de
los mismos hermanos separados?12

27
Otra iniciativa conciliar fue provocar un acercamiento entre la Iglesia y el «mundo
moderno» (la cultura secular occidental). Esto parece que generó el deseo de que la
Iglesia apareciera lo más posible como amiga de la libertad de opinión.

Sin embargo, no siempre han sido fáciles de armonizar las exigencias de estos tres
objetivos. En 1968, por ejemplo, el cardenal O'Boyle de Washington aplicó medidas
disciplinarias a diecinueve de sus presbíteros que habían desafiado la enseñanza de la
recientemente publicada encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, en la que se mantenía la
posición de la Iglesia sobre la no licitud de la contracepción. Aquellos sacerdotes
apelaron a Roma, y tres años después, bajo la presión del prefecto de la Congregación
para el Clero, el cardenal O'Boyle reincorporó a los que para entonces no habían
abandonado el presbiterado. A ninguno se le exigió que se retractara públicamente.

De manera parecida, en 1978 el obispo de Baton Rouge, Luisiana, fue llamado a


Roma y reprendido por la Congregación de Obispos, aunque esta vez parece que sin
conocimiento del Santo Padre, porque había prohibido predicar en su diócesis al teólogo
moral disidente Charles Curran.

En ambos casos, el respeto a las susceptibilidades liberales parece que se impuso


sobre el principio de colegialidad.

Cualesquiera que sean los pros y los contras de la nueva política -y podría muy bien
ocurrir que en este momento unas medidas especialmente fuertes empujaran a buen
número de católicos occidentales a un cisma más abiertamente expresado- ésta ha sido,
sin embargo, una de las cosas más difíciles de comprender por los fieles leales a la Santa
Sede, que fueron educados para poner la herejía en el mismo nivel del asesinato, robo o
adulterio. Sin embargo, ahora estaba siendo aparentemente tolerada como si fuera algo
de escasas consecuencias. Pero justamente por ser leales, siguen siéndolo a pesar de que
la estrategia del «cuartel general» ha ido con frecuencia más allá de su capacidad de
comprensión.13

En la práctica, a finales del pontificado de Pablo VI los teólogos revolucionarios


habían establecido un derecho de facto a enseñar sus errores en la Iglesia en igualdad de
condiciones que la enseñanza de la fe. Se podría decir, pues, que ellos han ganado el
primer asalto con su campaña para apoderarse de la Iglesia y cambiar su constitución y
enseñanzas.

28
i las cosas son realmente como las he descrito no será posible comprender lo que
ha pasado, a menos que uno ponga ambos aspectos de la situación -el movimiento para
la reforma y el intento de revolución- directamente en relación, confrontándolos de
forma equilibrada. Sin embargo, a muchos católicos esto les resulta francamente difícil.

Tienden a centrarse en un aspecto excluyendo el otro. O ven cualquier cambio como


una expresión más o menos legítima de la reforma, o detectan signos de intentos
revolucionarios cuando de hecho no existe ninguno, y esto si no interpretan el Concilio
como un desastre en el que habría sido mejor no haberse embarcado nunca.

La razón es bastante simple. Reforma y revolución fueron posiciones que estuvieron


íntimamente imbricadas, por haber brotado ambas de la misma fuente. Con la misma
fuente me refiero al cuerpo de teólogos mencionado en el capítulo 1, que lideraron el
partido de la reforma y fueron responsables de lo que es nuevo, o aparentemente nuevo,
en los documentos conciliares. Aunque no estuvieron de acuerdo en todo, sus objetivos
eran lo suficientemente parecidos como para trabajar juntos durante el Concilio como si
fueran uno, convirtiéndose rápidamente en sus principales intérpretes.

Los libros que explicaban lo que pensaban o lo que creían que debía hacerse habían
estado saliendo de las editoriales católicas desde el momento en que el papa Juan
convocó el Concilio y durante el Concilio mismo; entre las sesiones de la asamblea
general daban conferencias -algunas oficiales, otras no- a grupos de obispos y a sus
ayudantes para familiarizarlos con el nuevo pensamiento y los nuevos enfoques. Así,
fueron capaces de convencer a numerosos obispos de su visión de lo que se trataba en el
Concilio, mientras que gran parte de su trabajo estaba todavía por completarse.

Contaban también con otras ventajas. Desde 1963 habían tenido su propia agencia de
noticias, IDOC, puesta en marcha por la jerarquía holandesa, y desde 1965 su propia
revista teológica trimestral, Concilium, para explicar a los teólogos y a las altas esferas
del clero lo que se estaba haciendo en el Concilio. También tenían el apoyo de la prensa
mundial. Ellos eran el partido del cambio, y esto sugería que la Iglesia podía estar
dispuesta a abandonar algunas de sus más indigestas doctrinas.

En estas circunstancias, no sorprende que la nueva teología, de la cual ellos estaban

29
entre los principales representantes, llegara a ser identificada rápidamente con la voz de
la Iglesia.

Pero, ¿eran idénticas? Según avanzaba el Concilio, cada vez más gente empezó a
darse cuenta de que los errores que comenzaban a circular dentro de la Iglesia no
procedían en general de los grupos marginales del mundo de la teología, sino de dentro
del mismo partido de la reforma; que no sólo estaban algunos reformistas intentando
influir en los decretos de manera inaceptable para el magisterio, sino que la nueva
teología llevaba consigo -además de algunas ideas que la Iglesia podría usar- las semillas
de un renacido modernismo.14

Si esta estimación de los sucesos fuera incorrecta, si no hubiera nada impropio en la


nueva teología y en algunos de sus elementos, sería imposible explicar el resurgir del
modernismo. No parecería concebible que hubiera sido sólo fruto del trabajo de los de
fuera. Al final del Concilio el prestigio de los nuevos teólogos no tenía parangón.
Tendrían solamente que haberse juntado todos y gritar: «Callaos. No es eso lo que
estábamos diciendo», y cualquier intruso habría sido silenciado.

Los conflictos cruciales en el Concilio tuvieron que ver con esos intentos de dar un
significado heterodoxo, o parcialmente heterodoxo, a las nuevas orientaciones. El más
dramático afectó al pasaje de la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium, el
documento clave del Concilio) sobre la colegialidad. El hecho de que los obispos
gobiernen la Iglesia junto con el Papa de forma colegiada, ¿significa que el Papa es
meramente el portavoz del colegio? El papa Pablo VI tuvo que intervenir en el último
minuto para dejar claro que no. Tuvo también que publicar dos encíclicas durante el
Concilio: una sobre la Iglesia (Eclesiam Suam) y otra sobre la Eucaristía (Mysterium
Fidei) para explicar cómo debía entenderse la enseñanza del Concilio en estos temas.

Durante un tiempo, las autoridades fueron capaces de mantener oculto parcialmente


lo más desagradable de estos hechos. La ocultación resultó más fácil gracias a la euforia
posconciliar, bastante natural. Siempre hay algo llamativo en los comienzos, y cualquier
fiel que pensara sobre ello sabía que había mucho en la vida católica que podía ser
mejorado. Pero a partir de la publicación, en 1968, de la encíclica Humanae Vitae de
Pablo VI en contra de la anticoncepción ya no fue posible la simulación. Dirigida por
Karl Rahner y Edward Schillebeeckx, con la ayuda de Hans Küng (no un pensador
original, sino un propagandista de primera fila), la rebelión adquirió carácter público.
Durante los siguientes diez o quince años, Rahner y sus colegas iban a ser los intérpretes
del Concilio para los medios de comunicación y también para la mayoría de los católicos
occidentales.15 No sólo las de la Humanae Vitae, sino todo un espectro de creencias
católicas iban a ser puestas en cuestión abiertamente.

Era como si la rebelión de Lutero se hubiera retrasado quinientos años,


desencadenándose inmediatamente después de las últimas sesiones del Concilio de

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Trento con Lutero, Melanchton y Zwinglio como participantes en él con carácter de
expertos teólogos.

El papa Pablo VI se había preparado para la explosión declarando los doce meses,
desde junio de 1967 a junio de 1968, como «año de fe», celebración que cerraría con la
publicación de su Credo del Pueblo de Dios, en el que, tomando los artículos del credo
uno por uno, reafirmaba las creencias de la Iglesia en cada punto impugnado.

Nada de esto significa que el Concilio no fuera obra de Dios igual que del hombre,
aunque claramente fue una obra de Dios mucho más misteriosa de lo que mucha gente
estaba dispuesta a reconocer.

Las enseñanzas doctrinal y moral de un concilio general ratificado por el Papa serán
siempre susceptibles de una interpreta ción católica. Pero no están directamente
inspiradas como creen los cristianos que lo está el texto de la Biblia. Tampoco el hecho
de que los participantes en él se beneficien de la asistencia del Espíritu Santo significa
que vayan a responder plenamente y siempre a su inspiración. Esta asistencia no hará
que el trabajo conciliar sea necesariamente algo perfecto hasta en los detalles, en
consonancia con la voluntad de Dios. Las enseñanzas del Concilio de Éfeso (431) sobre
la relación entre las dos naturalezas de Cristo tuvieron que ser controladas y clarificadas
por el Concilio de Calcedonia veinte años después. La presencia de proto-monofisitas en
el Segundo Concilio de Constantinopla, unos cien años más tarde (553), llevó a que
algunas de sus condenas fueran expresadas de tal forma que provocaron equívocos y
rebeliones en el Imperio occidental, amén de un cisma en el norte de Italia que duró
cerca de medio siglo. Refiriéndose al Concilio Lateranense V (1517), el historiador
Philip Hughes subraya que uno casi no puede leer muchos de sus decretos sin
impacientarse viendo su ineficacia, teniendo en cuenta la necesidad de la reforma.

Tampoco carece de precedente el que la Iglesia tome algunas ideas de un famoso


teólogo y rechace otras, o que tal teólogo pueda después descarriarse. Si se trata de la
verdad, la Iglesia no es muy exigente en relación con la fuente. Mantiene en alta
consideración los escritos de los Padres de la Iglesia, Tertuliano, Orígenes y Teodoro,
aunque Tertuliano dejó la Iglesia para unirse a los montanistas, una secta que creía en la
inminente llegada de la Nueva Jerusalén, y Orígenes y Teodoro, aunque permanecieron
en la Iglesia, vieron condenadas algunas de sus ideas después de sus muertes por
concilios generales. Novaciano, antes de incurrir en cisma a mediados del siglo III, dio a
la Iglesia occidental su primer tratado completo sobre la Trinidad, del cual Juan Pablo II
citó un pasaje para ilustrar su encíclica, Veritatis Splendor. Más próximo a nuestra
época, Rosmini, que dio dos nuevas órdenes religiosas a la Iglesia, tuvo un gran número
de proposi ciones filosóficas censuradas16, y el padre Passaglia, que trabajó en la bula
Ineffabilis Deus (1854) que definía el dogma de la Inmaculada Concepción, se puso en
contra del papado en su lucha con el gobierno de Turín.

31
La mezcla natural del partido de la reforma y de la nueva teología es la primera y
principal razón por la que reforma y rebelión han estado tan desconcertantemente
imbricadas, y el porqué de que la rebelión empezara a manifestarse no sólo
simultáneamente al Concilio, sino también, y en cierto modo, a través de él.

Hay un problema más. Si pudiéramos hacer una clara división entre las dos alas del
partido de la reforma, atribuyendo todo lo bueno que se alcanzó a los miembros
ortodoxos y las deficiencias a los heterodoxos, las cosas resultarían razonablemente
sencillas. Pero los heterodoxos hicieron contribuciones positivas a las enseñanzas
conciliares. No todas sus ideas eran dañinas, aunque tal vez hubieran podido llegar a
serlo de haberse llevado demasiado lejos. Rahner, por ejemplo, ayudó a promover la idea
de la Iglesia como «sacramento universal de salvación», un concepto tomado de algunos
teólogos alemanes del siglo XIX. Por otra parte, no todas las propuestas de los ortodoxos
probaron ser inocuas. La Iglesia está lejos de haber asumido todas sus opiniones. A pesar
de todo, a menudo han continuado presionándola con ellas.17

Si los reformistas tuvieron una debilidad común parece que fue la incapacidad de
aceptar el que el Concilio era algo de Dios, no de ellos; que Él tenía otros instrumentos
en su caja de herramientas aparte de ellos; que, aunque fueran sus principales agentes
para formular las nuevas orientaciones, muchas de sus ideas sólo llegaban a ser
aceptables después de haber sido podadas, entalladas o puestas a punto por los obispos y
teólogos de diferentes tendencias, incluso (horror de los horrores) de tendencia
conservadora.

Sin embargo, no pocos de ellos parece que vieron la nueva teología, con su mezcla de
ideas aceptables, menos aceptables o inaceptables, como la expresión genuina del
pensamiento de Dios, al tiempo que consideraban las limitaciones que se ponían a sus
ideas como obstáculos puramente humanos, permitidos, sin duda, por Dios, pero
contrarios a su voluntad, que un próximo Concilio general o un Papa de pensamiento
más cercano al suyo suprimirían algún día.

Quizá la mejor forma de retratar la nueva situación sea ver el Concilio como un
cedazo sostenido por Dios para que los principales pensadores de la Iglesia pusieran en
él sus ideas. Después, el cedazo sería agitado (por los debates y las votaciones
conciliares) y a los documentos llegaría más o menos lo deseado por Dios. Digo más o
menos porque para que la analogía fuera más exacta tendríamos que imaginar a algunos
de los nuevos teólogos perforando algún que otro agujero aquí y allá en la tela metálica
del cedazo, de manera que pudiera pasar más cantidad de ciertas sustancias y menos de
otras, logrando que la mezcla resultante no quedara perfectamente equilibrada en todos
los casos. Lo que no atravesara la malla debería arrojarse al basurero. Ahora bien, los
teólogos, como los padres, tienden a amar a todos sus hijos, incluso a los más feos. Por
ello terminarían yendo al basurero a rescatar sus ofertas descartadas para mezclarlas de
nuevo con las que la Iglesia había aceptado, ofreciéndolas a los fieles a través de sus

32
libros y conferencias como enseñanzas conciliares.

En mi opinión, lo que la mayoría de los fieles de occidente han estado recibiendo


durante los últimos veinte años como en señanza conciliar es únicamente, cuando no
manifiesto modernismo, nueva teología antes de ser purificada por el proceso conciliar.

¿Por qué fueron tan lentos en reaccionar los reformistas más ortodoxos, una vez que
vieron descarriarse a sus antiguos socios?

Creo que, en parte, por la misma razón por la que tardó el magisterio en reaccionar: la
dificultad de ofrecer una explicación que no desacreditara totalmente al Concilio ante los
fieles. ¿Cómo se iba a poder admitir que algunos de los que habían influido en el diseño
de los documentos conciliares estuvieran atacando ahora doctrinas fundamentales sin
que quedaran comprometidos los documentos mismos?18

Además, hay que contar con el vínculo de intereses y objetivos compartidos que
trascendían los desacuerdos sobre doctrinas particulares. A pesar de los desacuerdos, el
pensamiento de ortodoxos y heterodoxos tenía todavía el mismo punto de arranque: era
necesario algún ajuste en las prácticas y formas de presentar la enseñanza de la Iglesia; y
el mismo objetivo final: un apostolado dirigido especialmente al hombre moderno. Había
también un acuerdo considerable sobre los aspectos de la vida y del pensamiento
moderno que podían y debían ser «bautizados». Lo que los dividía era el alcance que
podría llegar a tener lo que se tomara prestado de la cultura secular cuando se
incorporara a la teología de la Iglesia.

Donde estas simpatías y afinidades eran profundamente sentidas, uno tiene la


impresión de que la reforma y la puesta al día han llegado a considerarse como algo casi
más preciso y necesitado de protección que la misma fe de la Iglesia, a la que se supone
sirven. Quien se ponía del lado de la reforma y del aggior namento era automáticamente
considerado como aliado, aun cuando pudiera mostrar signos de tener dudas sobre
verdades reveladas por Dios; sin embargo, aquellos que expresaban reservas, incluso si
eran legítimas, sobre el posible acierto de algunas iniciativas conciliares eran
clasificados como oponentes, aunque aceptaran todo lo que la Iglesia enseña.

Este estado de ánimo creo que explica parcialmente los nombramientos episcopales
más desafortunados del papa Pablo VI; y también por qué dio a algunos de los fieles más
leales la inquietante impresión de que le resultaban engorrosos, al tiempo que buscaba
anhelante la aprobación de unas ovejas que estaban desafiándole y caminando hacia la
herejía. Su inusual psicología -más parecida a la de un poeta del siglo XIX hipersensible
que a la de un Papa normal- aumentó su desconcierto. Era como si Leopardi hubiera sido
llamado a luchar con Danton y Robespierre, o Gerard Manley Hopkins con Lenin.

Al final, sin embargo, el rápido desarrollo de los acontecimientos forzó a los

33
reformistas ortodoxos a enfrentarse al toro.

Concilium, revista teológica mensual, había sido considerada originalmente como


órgano del partido de la reforma; hasta principios de los años setenta, los más destacados
reformistas habían escrito en ella. Ahora bien, la principal intención de sus fundadores -
un hombre de negocios holandés, Antón van den Boogard, un editor holandés, Paul
Braud y el padre Edward Schillebeeckx- había sido, de hecho, proporcionar una
plataforma para Karl Rahner, el cual, junto con sus socios y seguidores, había ejercido
una influencia preponderante.

En 1972, la política de la revista se había hecho tan subversiva y su contenido había


llegado a ser tan cuestionable, que los padres Von Balthasar, Ratzinger y de Lubac se
separaron y fundaron otra revista de ámbito internacional y contenido teológico llamada
Colmnunio, a la que se adhirieron pronto otros miembros del grupo reformista aún leales
a la Santa Sede, como Louis Bouyer y René Laurentin. Yves Congar, quizá el más sólido
de los nuevos teólogos, adoptó -uno siente profundamente tenerlo que decir- una
posición de una no comprometida ambigüedad. De vez en cuando expresaba dudas o
inquietudes sobre tal o cual iniciativa de Concilium, pero, a pesar de ello, se mantuvo en
el consejo editorial hasta bien entrados los años ochenta.19

La oficina editorial de Concilium en la ciudad universitaria holandesa de Nimega (la


universidad de E. Schfflebeeckx) puede ser considerada como centro neurálgico
internacional del modernismo. Confiere a éste la unidad que tiene, y desde él se orquesta
la mayor parte de la agitación contra Roma.20

La fundación de Cotmnunio fue la primera señal pública de la existencia de serios


desacuerdos dentro del movimiento de la reforma, y creo que por ello será vista como
una fecha crucial y un punto de cambio de sentido en la historia de la Iglesia después del
Concilio. Con Von Balthasar, Rahner se vio confrontado a un rival de un peso teológico
y una erudición equivalentes a las suyas, que rápidamente ocupó la posición de principal
intérprete del Concilio para los seguidores del ala ortodoxa del grupo de la reforma.
Hacia 1980, se había convertido en una especie de Karl Rahner de los ortodoxos en
general.

Concilium y Colmnunio han sido desde entonces los dos polos en torno a los que
tienden a gravitar los teólogos según la catolicidad o no catolicidad de sus ideas,
llevando adelante una guerra de las galaxias teológica sobre las cabezas de los fieles,
aunque no sin que a éstos les alcancen muchas críticas de Concilium, y otras
consecuencias más.

La mezcla del grupo de la reforma con la nueva teología ha sido la causa principal de
la confusión entre los fieles, pero, a mi juicio, hay una causa complementaria, y me
refiero a la nueva terminología que empezó a usarse en la época del Concilio, con sus

34
términos prestados de la filosofía idealista alemana, de la teología neoprotestante y del
humanismo personalista francés.

Los fieles, ya nunca -o sólo rara vez- oían hablar del pecado, la gracia, la
santificación o la salvación. Los sermones estaban llenos de palabras como compromiso,
encuentro, comunidad, pluralismo, diálogo, reconciliación y experiencia de la fe. En
lugar de hablarles del alma, se les invitaba a pensar en «el hombre entero». En vez de
revelación divina, oían referirse a los «actos salvadores de Dios». La fe ya no se
enseñaba o se predicaba, sólo se proclamaba. La vida, muerte y resurrección de Cristo
eran evocadas como los «acontecimientos de Cristo».

Aunque la nueva terminología puede tener un significado perfectamente católico -las


razones de su introducción aparecerán después-, no resulta demasiado sorprendente que,
al escuchar la enseñanza conciliar y la herejía predicadas a un mismo tiempo en ese
lenguaje nada familiar, muchos fieles, bien con espanto, bien con regocijo, concluyeran
que el Concilio estaba cambiando realmente el sentido de la enseñanza de la Iglesia.

Una tercera y última confusión tuvo que ver con la especial naturaleza del trabajo
conciliar. Como hemos dicho, éste introdujo importantes cambios de énfasis y el
principio de nuevos desarrollos doctrinales. Y esas cosas son mucho más difíciles de
controlar que definir doctrinas y señalar errores (que es lo que casi todos los concilios
anteriores habían hecho).

Permítaseme explicarme.

Cuando un profesor cambia de lugar el acento de su reflexión, lo que está haciendo


realmente es modificar el centro de atención de su audiencia. Fundamentalmente
pretende situarlo en el punto medio. Eso quiere decir que reconoce que hasta ahora se
estaba moviendo demasiado en una determinada dirección, por lo que lo primero que
debe hacer es girar hacia el lado opuesto. Ahora bien, lo que ocurre es que, una vez que
la mente de las personas se pone en movimiento es difícil parar en el punto deseado.

Es esta tendencia de la mente a ser arrastrada por las ideas, como si éstas
respondieran a un impulso propio como los cuerpos físicos, lo que ha funcionado de
forma tan decisiva para ventaja de los innovadores teológicos.

Por ejemplo, si se habla todo el tiempo del amor de Dios y raramente sobre su
santidad y justicia, tu audiencia va a concluir sin ninguna duda que su salvación es una
certeza. Si se le dice suficientemente a menudo que es tan importante como el clero, es
fácil imaginar que en la realidad algunos por lo menos creerán que pueden decir misa y
perdonar los pecados. Si se vive convencido exclusivamente de la bondad de este mundo
y de la importancia de sacar lo mejor de él, probablemente muchos olvidarán el infierno,
o al menos ignorarán los obstáculos que hay que superar para no ir allí. Si se habla

35
únicamente de lo que los católicos, cristianos y otras religiones tienen en común, habrá
quien decida que lo peculiar de cada una no tiene consecuencias. En otras palabras, si se
habla sólo, o sobre todo, de los puntos a los que el Concilio quería dar mayor
importancia, pero no exclusiva, bajo la apariencia de fidelidad al Concilio se habrá
construido una religión diferente.

Lo mismo ha ocurrido con los nuevos desarrollos. En un esfuerzo por resolver ciertos
problemas teológicos urgentes (como la salvación de los no creyentes o el papel de la
civilización y el progreso en el plan de Dios), el Concilio permitió la introducción de
algunas soluciones sin definir con precisión sus límites. En relación con éstas, y tomando
prestadas las palabras de un escritor a propósito de otra reunión muy diferente, se podría
decir que el Concilio, más que «resolver asuntos», lo que hizo fue «abrir puertas». Todo
guardaba relación con la decisión del papa Juan XXIII de que fuera «pastoral». Ahora
bien, es sabido que abrir puertas facilita el paso tanto a visitantes no deseados como a los
que son bienvenidos. De esta forma, temporalmente se creó un desequilibrio mayor y
más peligroso que el que existía antes del Concilio.

La dificultad de controlar ambos procesos en marcha puede ilustrarse quizá mejor


mediante una escena de una película imaginaria.

Seis hombres están empujando un coche al que se le ha acabado la gasolina. Tres de


ellos, que iban en el coche, quieren empujarlo veinte metros para apartarlo. Los otros
tres, que han ofrecido su ayuda, piensan empujar el coche cincuenta metros y despeñarlo
por un acantilado, con el dueño y sus dos amigos. Una vez que los seis empiezan a
empujar, lo más probable es que el coche recorra más de los veinte metros que quieren el
dueño y sus amigos, aunque, al final, los tres logren impedir que caiga por el acantilado.

Ahora imaginemos lo que hará un grupo de gente que está observando la escena
desde una colina cercana. Empezarán asumiendo que los seis hombres tienen la misma
intención. El coche se mueve hacia delante de forma constante. Luego ven que tres se
separan de la parte trasera y corren a la parte delantera para intentar detenerlo. ¿Quiénes
son los agitadores? Seguramente aquellos que se oponen ahora al proceso que había sido
puesto en marcha.

Algo así ha ocurrido con las enseñanzas y reformas conciliares. Siempre que la Santa
Sede o un ardiente obispo han intenta do corregir o contener los abusos, los innovadores
los han acusado de intentar revertir el trabajo al Concilio. Sólo tenían que gritar:
«Tocadnos y tocaréis el Concilio y también las reformas», para que un gran número de
fieles los creyeran.

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ntes de seguir adelante, necesitamos decir unas palabras sobre los términos
«liberal» y «conservador», «progresista» y «tradicionalista». Su uso y abuso han
contribuido también a la confusión. Tomadas de la esfera política, tienen que ver con el
cambio. ¿Cuánto debe haber: mucho, poco, o nada?

Si «conservadurismo» sólo significa conservar lo bueno y «liberalismo» sólo cambiar


lo que es malo, o dar la bienvenida a lo nuevo en lo que tiene de bueno, todos los
hombres y mujeres deberían ser, y probablemente serían, ambas cosas: conservadores y
liberales. Pero, de las muchas cosas que la historia ha transmitido, o los nuevos tiempos
han aportado, ¿cuáles son buenas y cuáles malas? Ahí es donde empiezan los
desacuerdos.

En los primeros días del Concilio, la utilización de los dos términos para describir los
distintos enfoques de los participantes todavía guardaba alguna relación con lo que
estaba sucediendo. Las cosas instituidas, o permitidas por la Iglesia con su autoridad de
«atar y desatar» -oraciones, prácticas, métodos de gobierno, formas de presentar sus
enseñanzas, etc.- pueden cambiar, y puede haber diferencias de opinión legítimas sobre
lo que pueda ser beneficioso en mayor o menor medida.

Por otra parte, la idea de que existen opiniones progresistas o conservadoras sobre lo
que Dios ha revelado está al mismo nivel que pensar que pueden existir visiones
progresistas o conservadoras sobre la mentira, la circulación de la sangre o la fecha de la
muerte de Napoleón.

Por tanto, cuando resultó patente que había dos temas de debate, el primero sobre la
reforma y el segundo sobre las creencias, y que una parte de los reformadores no eran
tales, sino que se trataba de revolucionarios religiosos, términos como «liberal y
conservador», «progresista y tradicionalista» se convirtieron no sólo en inadecuados,
sino en positivamente engañosos. De hecho, los debates eran con frecuencia sobre tres,
cuatro o cinco enfoques o concepciones.

Un ejemplo: la simplificación de las oraciones de la misa y la introducción de la


lengua vernácula. El obispo A, digamos, estaba a favor del cambio porque creía
honradamente que ayudaría a los fieles a entender la misa y a participar en ella de una

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forma más provechosa. El obispo B, porque pensaba que eso convertiría la misa en una
simple comida memorial o recuerdo con el pan y el vino, que es lo que creía él que es la
misa, mientras que el obispo C, aunque en principio no se oponía a la lengua vernácula
ni a un cierto grado de simplificación, sí se oponía a las iniciativas del obispo B y de sus
seguidores porque sospechaba que intentaban introducir una concepción protestante de la
misa; y el obispo D, por su parte, estaba en contra del cambio por considerar satisfactoria
la liturgia de la misa en la forma en que estaba.

Esto explica en parte el tenor desigual de muchos pasajes que se puede apreciar en
los decretos conciliares. Es normal que haya diferentes escuelas de pensamiento y que
existan conflictos en un concilio general. Cuestión diferente es cuando la integridad de la
fe se convierte en un tema de debate.

Entre los que se llaman a sí mismos católicos existen hoy tres grupos o enfoques
reconocibles de las creencias y opiniones. En primer lugar, los católicos en el sentido
universalmente reconocido hasta ahora, que aceptan todas las enseñanzas de la Iglesia.
Vienen a continuación los modernistas, o semimodernistas, dedicados a modificar
algunos aspectos de la fe o de la moral. Los podemos llamar también innovadores o
disidentes. Parece el nombre más educado compatible con la exactitud. Finalmente, están
los seguidores del arzobispo francés Marcel Lefebvre.

Alrededor, o por los entresijos, de estos grupos más consolidados circula un amplio
número de laicos y de clero. Son indudablemente católicos en su intención, pero su
incertidumbre en las creencias y sus vacilantes lealtades hacen que resulten, al menos en
lo relativo a las creencias, difíciles de clasificar. Después de casi treinta y cinco años de
instrucción religiosa, de escoger y revolver, muchos se han vuelto, o neoepiscopalianos
(se conserva una inclinación por un culto digno, pero cada uno cree mucho o poco según
su deseo); protestantes de oración con la lectura de la Biblia; activistas secularizados y
«democratizados»; adeptos a una religión trivializada y psicologizada centrada en la
hermandad, con dos únicas doctrinas: «Dios te ama» y «básicamente, todo el mundo es
bueno»; o una mezcla de dos o más de estos credos diferentes.21

Los católicos, en el sentido habitualmente reconocido, suelen ser identificados por su


voluntad de seguir las enseñanzas del sucesor de San Pedro. En efecto, ¿para qué dio
Cristo a San Pedro y a sus sucesores una posición especial, sino para situaciones así?
Ahora bien, aunque unidos siempre en las creencias y en la obediencia, a menudo están
divididos sobre la manera de aplicar las reformas en la práctica, cuando esto no ha sido
claramente establecido por Roma; o también, sobre el tipo de adaptaciones a los tiempos
que sea prudente o posible realizar. Y, obviamente, pueden sentir distintos grados de
entusiasmo por las reformas. Este tipo de desacuerdos puede ser, en parte, un asunto de
temperamentos.22

En esta área, hablar sobre «progresistas» o «conservadores» tiene todavía una cierta

38
lógica.

Sin embargo, mientras algunos de los que los medios describen como conservadores
pueden estar motivados en gran medida por la aversión al cambio, la mayoría están
interesados, sobre todo, en evitar los cambios que se utilizan para cambiar las creencias.

Al mismo tiempo, esos presbíteros ansiosos por implantar las enseñanzas del
Concilio tan plenamente como puedan, a veces son llamados «progresistas» con la
posible implicación de que sean heterodoxos, cuando en realidad no lo son.

La dificultad suele estar en que los curas de las parroquias vecinas que hacen los
mismos cambios, y por tanto son llamados progresistas, pueden tener motivaciones
diferentes. Los primeros, tal vez han quitado las barandillas del altar porque no quieren
que la separación entre el presbítero y el laico sea tan marcada; los segundos, porque ya
no creen que deba existir ninguna separación. Las actividades de un tercero pueden ser
una mezcla de auténticas reformas que se desean implantar y de iniciativas inspiradas
inconscientemente por influencias heterodoxas. Así que las palabras «progresista» y
«conservador» tienden a ser ambiguas incluso cuando se aplican a creyentes católicos.

En el campo modernista o innovador -el segundo grupo de creencias u opiniones- no


existe una total unidad. Los únicos factores unificadores son la oposición a Roma y la
convicción de que muchas de las enseñanzas de la Iglesia no pueden significar ya lo que
parece, debiendo, en consecuencia, ser alteradas.

El conflicto fundamental que se da entre estos dos primeros grupos, los católicos y
los innovadores teológicos, versa sobre la auténtica sustancia de la creencia católica, y
no sobre formas legítimamente diferentes de interpretar e implantar el Concilio. Es una
lucha que varía en intensidad de una región a otra. Cuando los obispos y el clero
ortodoxo tienen ventaja, apenas es advertida. Pero allá donde permanezca la
confrontación, aun confusa y oscuramente, se hace notar en todos los niveles: parroquia,
escuela, universidad, diócesis, órdenes religiosas, e incluso en la curia romana.

Nuestro tercer grupo o enfoque de creencias y opiniones, lo componen los seguidores


del arzobispo francés Marcel Lefebvre. Representa, por comparación, una especie de
escaramuza en las afueras. Iniciado como un intento justificable de resistencia al
modernismo, muy pronto el lefebvrismo descarriló por completo, yo diría que porque no
pocos guardianes autorizados de la fe hicieron poco o nada para protegerla.

Escandalizada por su negligencia, la reacción lefebvrista puede resumirse así:


«Puesto que el cambio y la herejía han llegado juntos, que no se cambie nada. Apego a la
tradición». Sin embargo, ellos incluían en la tradición no sólo lo que siempre se ha
creído que fue instituido por Cristo (tradición en sentido estricto, o con una T mayúscula,
que es por supuesto inmutable), sino también una gran cantidad de cosas que, aun siendo

39
buenas en sí mismas, la Iglesia tiene poder para modificar o adaptar (tradición en sentido
lato, tradición con t minúscula). La fidelidad a la vieja liturgia se convirtió en el foco de
su oposición al cambio porque la nueva liturgia se la apropiaron inmediatamente los
innovadores como su principal instrumento para modificar creencias a nivel parroquial.

El hecho de que el papa Pablo VI eligiera al arzobispo Lefebvre para actuar


disciplinariamente contra él, mientras dejaba sin censurar a cardenales y obispos que
toleraban herejías desenfrenadas, aumentó inevitablemente las sospechas
tradicionalistas, endureció su oposición y les llevó a profundizar su cuestionamiento del
Concilio como tal.23

Sin embargo, la idea de que «la rebelión derechista», al ser cismática -el lefebvrismo-
es un peligro para la Iglesia comparable a la «rebelión izquierdista» de cuño modernista
no se corresponde ni remotamente con los hechos.

La confusión se crea por el uso del término «tradicionalista». Los lefebvristas se


consideran a sí mismos «tradicionalistas». Pero eso mismo hacen a menudo los católicos
que permanecen obedientes al Papa, aunque puedan seguir vinculados a la antigua
liturgia y tengan sus dudas sobre el acierto o la necesidad de mejorar las reformas.

En estas circunstancias, hablar sobre liberales y conservadores, progresistas y


tradicionalistas, aunque en general sea difícil de evitar, ha jugado casi exclusivamente a
favor de los innovadores.

Al dar la impresión, como lo hacen, de que hay un único tema de debate (la reforma)
en el que sólo están implicados dos bandos, los innovadores pueden hacerse pasar
simplemente como una es pecie de «extrema izquierda» del bando reformista, cuyos
intentos de modificar el sentido de las creencias son una legítima contribución al
aggiornamento, mientras tachan de «conservadores» a todos los que se opongan a esos
intentos, incluido el Papa. Si ellos son simplemente «liberales», ¿qué otra cosa puede ser
el Papa, sino un «conservador»? Lo que la Iglesia ha enseñado durante veinte siglos, por
una parte, y lo que el modernismo dice ahora que significan esas enseñanzas, por otra,
deben aparecer como versiones igualmente válidas de la fe católica. Defender el sentido
tradicional de las enseñanzas de la Iglesia es, sencillamente, la peculiaridad de una linea
de católicos, la línea conservadora, mientras que modificar su significado es una
alternativa legítima, progresista o liberal.

En cuanto a mí, sin embargo, pienso hacer el menor uso posible de esos términos. La
palabra liberal, cuando aparezca, tendrá su sentido ampliamente establecido. Se referirá a
los católicos que, desde principios del siglo XIX, han estado deseando que la Iglesia
aprobara, tanto cuanto fuera posible, la vida contemporánea, permitiendo el mayor grado
de libertad compatible con el mantenimiento de las creencias. Para los que quieran
modificar éstas, usaré sobre todo el término «disidentes».

40
Volviendo por un momento a los católicos plenamente creyentes, la debilidad con
que se han opuesto a las enseñanzas falsas ha sido ciertamente otra razón para el éxito de
la rebelión. Para muchos, esto se ha podido deber a falta de interés. Creo, sin embargo,
que es también explicable por hábitos, formación y creencias.

Ellos saben que la obediencia a la autoridad legítima es una virtud. La religión


también les enseña a ser caritativos y a no juzgar. Todo esto les hace temer el pecado
contra estas virtudes. El «otro frente» juega con estas susceptibilidades para socavar su
resistencia. Quieren también, como afirma el dicho, «pensar con la mente de la Iglesia».
En general, reconocen las posibilidades que las reformas ofrecen al bien común. Pero, en
medio de la confusión predominante, a menudo les resulta casi imposible descubrir cuál
es con exactitud la mente de la Iglesia; distinguir entre interpretaciones genuinas y
espurias de los decretos o, cuando se enfrentan a algún cambio, determinar si está
realmente apoyado por Roma o no. La prensa católica no les suele iluminar. En su mayor
parte, ha aceptado la interpretación del Concilio que hacen los disidentes o se entrega a
un juego de equilibrios tratando de contentar a todos.

Tales son las circunstancias en la que la Iglesia ha estado intentando aplicar los
decretos del Concilio Vaticano II durante treinta y cinco años.

Por ahora, todo lo que se consideraba que podía ser hecho con medios externos ha
sido hecho. Las adaptaciones prácticas se han llevado a cabo. Y entre los católicos
ortodoxos repartidos por el mundo -aunque no son normalmente los que hablan más alto
sobre la reforma o la renovación- hay signos de que el auténtico trabajo del Concilio está
empezando a dar frutos. Un auténtico renacer espiritual parece estar en camino. Los
signos se pueden apreciar, sobre todo, en los nuevos seglares o en las comunidades
religiosas de seglares y sacerdotes fundadas en el siglo XX, algunas antes del Concilio,
pero que van creciendo en número también desde entonces. Hay además muchas
conversiones en África y en países como Corea.

Sin embargo, en la mayor parte de occidente estos nuevos comienzos son como los
primeros brotes de vida de las plantas al principio de la primavera, que se detienen por
las persistentes heladas y los restos que cubren el suelo después de los huracanes. El
número de los de fuera que las reformas han logrado atraer a la Iglesia es aún pequeño,
comparado con el número de fieles a quienes la revolución y la disidencia han arrastrado
fuera de las creencias católicas.

Para cualquier Papa, la situación requeriría una gestión extremadamente cuidadosa.


La valoración de Juan Pablo II, como la de Pío XII sobre Hitler y los judíos, parecería
indicar que las medidas enérgicas -aunque aparentemente las más correctas- en este
momento harían empeorar las cosas. Durante casi treinta y cinco años, la Iglesia ha
estado viviendo con los principios de una segunda reforma; ¿es posible desactivar la
bomba sin hacerla detonar? ¿Se podrán separar los obispos equivocados de los teólogos

41
rebeldes, de los que muchos de ellos parecen enamorados? ¿Podrán ser expulsados los
teólogos rebeldes antes de su irrevocable ruptura con Roma?

Y también, ¿a cuántos seglares descarriados se podrá recuperar? ¿A cuántos se podrá


persuadir de que escuchen al papa Juan Pablo II más que a los rebeldes? El objetivo
principal de los numerosos viajes del Papa al extranjero parecía ser conseguir convencer
a la gente, y donde fuera necesario pasando por encima de las cabezas del establishment
teológico local.

Al mismo tiempo, su determinación fue facilitar que pudiera verse claramente que
combatir los abusos y las faltas en el campo de la enseñanza no significa condenar el
Concilio al trastero. No se trata de una cuestión meramente táctica. Juan Pablo II fue, en
todos los sentidos, un «hombre del Concilio», quiero decir, un creyente indiscutible en
su valor e importancia, como sabe cualquiera que conozca el papel que jugó en el
Concilio o que haya leído su libro La renovación en sus fuentes24, escrito como guía
para sus sacerdotes cuando era arzobispo de Cracovia. No se sabe de ningún otro obispo
que hiciera unos esfuerzos tan intensos para entender lo que Dios quería del Concilio y
aplicarlo.

Sus numerosos sermones pueden verse como un curso de catequesis para toda la
Iglesia, anclando las nuevas orientaciones e iniciativas en el lecho de roca de las
creencias tradicionales católicas, de manera que no flotaran a la deriva en un océano de
ambigüedades modernistas y semimodernistas.25

El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) tiene el mismo objetivo. Solicitado por el


cardenal Law al final del Sínodo de 1985, que conmemoraba el vigésimo aniversario de
la clausura del Vaticano II, apareció primero en francés en 1992, seguido de una versión
oficial en latín en 1997.26 Desde el Concilio, los modernistas se opusieron siempre a la
composición de un catecismo semejante. Un catecismo de esa naturaleza limita la
interpretación privada.

Aunque con la publicación del catecismo el conflicto está lejos de haber llegado a su
fin, se puede decir que la Iglesia ha ganado el segundo «round» de su lucha con el
modernismo.

La cuestión con la que nos enfrentamos ahora es por qué numerosos fieles se
rindieron tan rápidamente a los cantos de sirena de los innovadores.

42
43
ista desde fuera, la vida católica en la década y media entre 1945 y 1960
parecía, en lo fundamental, fuerte y saludable, y las perspectivas de la Iglesia se
mostraban espléndidas.

En Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, había una progresión creciente
de fervientes y fieles católicos, al menos en apariencia. Verdaderamente, parecía como si
los católicos fueran a convertir pronto a Estados Unidos en un país católico, simplemente
por tener más hijos y vencer sus ciudadanos en las votaciones. Los americanos,
alemanes, irlandeses y holandeses daban dinero generosamente y, junto con los italianos,
enviaron al extranjero un gran número de misioneros. Francia, Alemania e Italia,
gobernadas durante generaciones por políticos hostiles a la Iglesia, habían producido de
repente una cosecha de hombres de Estado o parlamentarios excepcionalmente capaces,
así como partidos políticos mayoritarios, o casi mayoritarios. España y Portugal estaban
bajo el control de autócratas católicos capacitados. La misa dominical todavía solía ser
muy concurrida. A pesar de las pérdidas, Roma parecía mantener a sus miembros mejor
que las tradicionales iglesias protestantes.

La Iglesia también había experimentado una notable, aunque limitada, recuperación


de prestigio intelectual, y durante varias generaciones había estado atrayendo una
corriente de notables conversos: escritores, pensadores, científicos. Estos conversos
contribuyeron a su recuperación, al tiempo que eran también su fruto. Naturalmente,
nadie pensaba que todo fuera perfecto. No hay periodos perfectos en la historia de la
Iglesia. Pero parecía haber razones para mirar al futuro con confianza y, para la mayoría,
el Concilio no puso en cuestión de forma inmediata esas prometedoras esperanzas.

Pues bien, en julio de 1968 el papa Pablo VI publica la Humanae Vitae y entonces se
empiezan a poner de manifiesto diferentes realidades de notable profundidad.

Contradiciendo lo que habían enseñado solemnemente sólo cuatro años antes en


Lumen Gentium, el documento conciliar sobre la Iglesia (a saber: que se debe mostrar
una especial sumisión religiosa de mente y voluntad a la enseñanza y autoridad
auténticas del Romano Pontífice, incluso cuando no habla ex cáthedra) y lo que habían
dicho explícitamente también sobre la anticoncepción en el documento Gaudium et Spes,
la mayor parte de las jerarquías occidentales, y unas pocas de otros lugares, repudiaron

44
ahora la encíclica del Papa con una serie de afirmaciones conjuntas, unas que rechazaban
abiertamente su enseñanza y otras que lo hacían a base de circunloquios.27

Entretanto, sacerdotes y seglares rebeldes llenaban los estudios de radio y televisión


asegurando a sus oyentes lo compasivos que eran y lo bien informados que estaban,
urgiendo a los católicos a no escuchar al Papa. Ahora había una autoridad más alta en la
Iglesia: «la madura conciencia católica».

La violencia de la explosión se atribuye normalmente a lo que tardó el papa Pablo en


decidirse, y ciertamente eso parece haber sido un factor. El retraso sirvió para dar la
impresión de que la enseñanza iba a cambiar. De ahí que muchas parejas católicas
empezaran a practicar la anticoncepción y que los obispos tácitamente lo permitieran.
Ahora los obispos tenían que enfrentarse con la papeleta de tener que decir a sus rebaños
que les habían conducido equivocadamente, y que debían abandonar lo que se había
convertido ya en un hábito.

Por otra parte, si el papa Pablo no hubiera estudiado el tema exhaustivamente podría
haber sido acusado de actuar con irreflexión.

Pero la Humanae Vitae no era el único problema. Rápidamente se vio con claridad
que en la enseñanza católica había bastante más que lo que muchos clérigos y seglares
podían soportar.

¿Qué era lo que había ido mal? No quiero apoyar las numerosas caricaturas de la vida
católica anterior al Concilio que se han difundido por todas partes en los últimos años.
Pero detrás de la fachada, muy aparente, de la práctica religiosa, debe haber habido algo
equivocado, algo que necesitaba ser reformado. Los católicos no habrían abandonado
repentinamente buen número de sus creencias y principios morales si hubieran estado
sirviendo a Dios como es debido.

Empezaré por los pastores. Para un católico, el obispo es «Cristo en la diócesis». Él


es la cabeza santificadora de su rebaño. Pero es también humano como el resto de
nosotros. Si no es, en todos los aspectos, el pastor que debe ser no tendrá la firmeza
debida cuando asome el lobo.

Una de las cosas que el mundo daba por supuesta antes del Concilio era que los
obispos católicos impartían siempre la misma enseñanza que el Papa. El hecho de que
muchos de ellos desafiaran al Papa, ¿significaba que toda la ortodoxia y la fidelidad a la
Santa Sede, tan visible en el reinado de Pío XII, había sido una ficción? No. Gran parte
de la nueva situación, sin embargo, puede que hubiera surgido a partir de motivaciones
tanto naturales como sobrenaturales. En aquella época, los obispos tenían fuertes razones
naturales para permanecer fieles a los ojos del mundo. Ser obispo es un éxito y, puesto
que todos los favores vienen de Roma, el éxito continuo dependía de hacer la voluntad

45
de Roma. No era simplemente un asunto de fríos cálculos. Muchos de nosotros nos
mantenemos en el camino correcto por la presión social tanto como por la virtud. Si
desaparecen los motivos naturales para la lealtad, sólo la gracia y las virtudes
sobrenaturales mantendrán a un obispo en unión y obediencia al sucesor de Pedro. Es
cierto, pues, que los obispos están más expuestos a una tentación que tiene sus
cimientos, por así decirlo, dentro del mismo palacio episcopal; la tentación del
resentimiento con tra la más alta autoridad y poder del Papa y su carisma especial y
único que ellos no comparten. Las enseñanzas del Concilio sobre la colegialidad
episcopal aumentaron en gran medida las posibles tentaciones en este campo.

Otro peligro para los obispos es tomar como modelo al hombre contemporáneo de
influencia y poder.

Ha habido obispos con blindajes y manejo de mazas, magníficos obispos del


Renacimiento con espléndidas mansiones y grandes colecciones de arte; la historia ha
conocido también acomodados obispos terratenientes dedicados sobre todo a la caza.
Ahora, el hombre de poder es el presidente de una compañía o su administrador. Así que
para un obispo de una diócesis importante es muy grande la tentación de entregarse a
una gran cantidad de trabajo temporal y puramente administrativo y terminar
convirtiéndose en un eficiente hombre de negocios. El apóstol se disuelve dentro del
ejecutivo, y esa transformación pasa inadvertida para el propio sujeto que la padece.

Ahora bien, el administrador existe para mantener en marcha la compañía. A él no le


importa demasiado lo que produce o vende la compañía, siempre que continúe su
funcionamiento de forma estable y tranquila. Éste es el punto de vista típico del
administrador.

Con Pío XII, el obispo-administrador-hombre de negocios, al menos sabía lo que


quería su jefe de Roma. El cuerpo episcopal debía generar ortodoxia en la fe y en la
moral, y no escándalos ni disputas públicas. Pues bien, si eso era lo que quería el jefe, lo
tendría. Sin duda, el obispo-hombre de negocios de aquellos días era también lo que
quería. Su fe no se había desgastado todavía por los bordes, de modo que él producía los
bienes y lo hacía con eficacia, siendo por ello recompensado por Roma. Pero ¿qué
ocurriría cuando el obispo-hombre de negocios descubriera que tenía un jefe con más
poder, y además más cerca de casa que el del Vaticano? Santo Tomás de Aquino decía
que un hombre puede desear ser obispo si está preparado para el sacrifi cio total; debe
estar listo para sufrir por sus ovejas, lo que no significa necesariamente que tenga que
morir por ellas. Después del Concilio, empezó a significar un mayor número de
incomodidades: estar mal representado y tener que vagar por Roma, ser desairado por
sus hermanos obispos en las conferencias episcopales, despreciado por los teólogos,
atacado en la prensa católica, engañado por sus oficiales diocesanos, intimidado por sus
sacerdotes en las parroquias, insultado por alguna reverenda madre de afilada lengua,
vestida con pantalones y pendientes y directora de un taller revolucionario. El amor de

46
Dios y el amor por su rebaño serán los que eleven al hombre sobre el miedo a todas estas
cosas, y con todo ello puede contar el fiel obispo.

Pero el obispo-hombre de negocios-ejecutivo, aun cuando siga siendo creyente, no


querrá ser un sacrificado total. (Nadie, lógicamente, quiere serlo; sólo la gracia lo hace
posible). Como no ama a sus ovejas con un amor profundo sobrenatural, tampoco estará
preparado para sufrir, ni siquiera las pequeñas vicisitudes recién descritas. Los hombres
no deben ser amenazados con violencia física antes de abandonar sus obligaciones, una
verdad que conocen bien los gobiernos. La amenaza de la incomodidad o la
impopularidad suele bastar, especialmente si se tienen más de cincuenta años.

Así, cuando el obispo-hombre de negocios descubra que hacer frente a sus clérigos
rebeldes es más desagradable que desafiar al Papa, su ortodoxia y lealtad empezarán a
evaporarse.

Otra debilidad puede ser la fe y la piedad sin una adecuada profundidad y amplitud
en el conocimiento y comprensión de las especulaciones y problemas teológicos
actuales.

Que un obispo deba ser ortodoxo y devoto es ciertamente una exigencia fundamental.
Pero el obispo es, sobre todo, un maestro, un «doctor». Si su conocimiento teológico está
subdesarrollado, será como un profesor universitario que tuviera un nivel de
conocimiento de su materia propio del bachillerato. Podrá defenderse con alumnos
dóciles, pero estará perdido cuando sea desafiado por los más brillantes y rebeldes. En el
pasado era suficiente con hacer callar a esos alumnos brillantes y rebeldes. Pero cuando
cambió el estilo de gobierno eclesiástico, el obispo se encontró teniendo que justificar
sus órdenes con razones y referencias, algo para lo que no estaba suficientemente
preparado.

Tampoco estaba preparado, al parecer, para afrontar la avalancha de ideas nuevas con
que se tropezó por primera vez en el Concilio. Sacudido en sus viejas certezas, su
tendencia fue rendirse en masa o dejarse llevar. Ésta es la razón por la que en muchos
lugares los teólogos se han convertido en los maestros principales de la Iglesia,
quedando los obispos en simples ecos de sus

Otra figura del pasado, el obispo autócrata, resultó también tener los pies de barro.
Aunque su aspecto era rocoso, luego no demostraba serlo. Sabía cómo exigir obediencia,
pero no cómo ganarse el corazón de los hombres. Ha sido parcialmente responsable de la
actual protesta contra el legalismo y el autoritarismo. Según parece, demasiados de ellos
no fueron padres adecuados para sus sacerdotes.

No cabe duda de que había muchos obispos santos y buenos antes del Concilio. En
toda esta reflexión me he estado refiriendo a tipos, tentaciones y tendencias, y no a

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individuos concretos. Ahora bien, tales tendencias estaban encarnadas en no pocos
individuos, lo que parece quedar confirmado por la insistencia del Concilio en que los
obispos fueran más pastorales y se entendieran a sí mismos sobre todo como siervos.

Sin embargo, lo que el Concilio quiere decir al hablar de servicio no es lo que la


gente de hoy, obsesionada por la autoridad, cree que significa esa palabra.

En el lenguaje diario «siervo» significa alguien sometido a la voluntad de otro, no a


la suya. Nuestro servicio a Dios es siempre de este tipo. Nosotros intentamos hacer de su
voluntad la nuestra. Entre los hombres, por otra parte, el servicio debe significar, antes
de nada, la atención al bienestar y a las necesidades de los demás, no principalmente
hacer su voluntad, porque los hombres no siempre quieren, ni quizá saben, lo que es
bueno. El servicio entre los hombres, por tanto, puede, y a menudo debe, consistir en no
dar a la gente, o a cierta gente, lo que quiere, aunque sólo sea porque al final saldrán
perdiendo con ello. Éste es el tipo de servicio que dan los padres, los médicos y los
gobernantes. Y es lo que, en mayor medida todavía, se exige a los obispos católicos.

Como guardián de la idea y del plan de Dios para el hombre, un obispo católico tiene
la obligación, como primer y superior servicio a su grey, de permanecer fiel a esa idea y
a ese plan, aun cuando pueda entrar en conflicto con los deseos y caprichos de una parte
de esa grey. Así, al hablar sobre los obispos como servidores, el Concilio no hacía sino
recordarles que su posición no es para su engrandecimiento personal y que deben ser
conscientes siempre de la dignidad humana de su grey cuando ejerzan la autoridad sobre
ellos. No quería decir que los obispos estén para servir como lo hacen los camareros o
los dependientes de las tiendas.

Malentendidos sobre la forma correcta de ser servidores han desembocado,


desgraciadamente, en el tipo autócrata, que, con demasiada frecuencia, termina siendo
reemplazado por el tipo de obispo que quiere ser amado. Ese tipo de obispo -el que
quiere ser amado- tiene terror a perder su reputación de hombre «afectuoso» y
«compasivo» si hace algo impopular, aunque ello sea una exigencia auténtica del amor.
Puede que también trate de servir como el político. Si su grey comete apostasía o herejía,
él procura mantenerla unida diciendo cosas contradictorias, buscando complacer a todos
y, si el asunto se pone feo, se esconde tras la burocracia diocesana. A veces, puede
convertirse en una especie de vendedor religioso. Si quiere atraer a votantes comunistas,
hará que la fe suene lo más posible como el marxismoleninismo. Si, por el contrario, se
dirige a ovejas prósperas o inclinadas al hedonismo, evitará hablar demasiado, o con
demasiada aspereza, sobre los vicios.

Todo esto es sintomático de un lento deslizamiento desde el nivel de la fe


sobrenatural al nivel de la creencia religiosa actual. Cuando esto ocurre, el pastor está
tentado de creer que, dado que la gente puede ser persuadida para creer en Dios, para ir a
la Iglesia los domingos, rezar y cumplir los mandamientos (por lo menos los que

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prohíben matar y robar), lo más importante de su trabajo ya está hecho. No puede
conscientemente dudar de cualquiera de las verdades de la fe, pero éstas, poco a poco,
llegan a parecer un extra que no es absolutamente esencial.29

Si predicar la verdad no basta para llenar las iglesias, se pueden sacar tres
conclusiones: algo falla en el predicador, algo falla en la asamblea o algo pasa con el
mensaje. Como es mucho más fácil cambiar el mensaje que el predicador o la asamblea,
el método escogido para la renovación de la Iglesia que resultará atractivo cuando la
perspectiva sobrenatural esté en declive será tratar de adaptar el mensaje. Pero no se
corrigen defectos pasados asumiendo otros de carácter opuesto.

Volviendo al resto del clero, algunas de las tentaciones de los sacerdotes eran las mismas
que las de los obispos.

De no ser un auténtico hombre de oración, el rector de una gran universidad católica,


el superior o provincial de una importante orden religiosa o el párroco encargado de una
gran parroquia con media docena de curas a sus órdenes pueden fácilmente convertirse
en hombres de negocios, o también en autócratas. Cuando llegue el momento de la
verdad, ¿a cuántos les preocupará lo que se está enseñando en su universidad, provincia
o parroquia?

Hubo también, como siempre ocurre, dificultades y tentaciones peculiares de los


sacerdotes. Éstas afectaban sobre todo a aquellos que, en términos mundanos, no eran
triunfadores, los que atendían parroquias pequeñas y poco importantes. Aparte de las
obligaciones estrictamente sacerdotales, tales sacerdotes no tenían realmente demasiado
que hacer. Por eso les resultaba más difícil engañarse a sí mismos ocultando la
naturaleza real de su vocación bajo una pila de trabajo de oficina. Tenían, como todavía
pueden seguir teniendo, que enfrentarse con una dura alternativa: ser sacerdotes o
aburrirse.

Pero ser sacerdote significa tratar con realidades fundamentalmente invisibles:


ofrecer el don de Dios-Hombre bajo la apariencia de pan y vino en sacrificio por los
pecados; enseñar unos misterios cuya verdad sólo conocemos por la palabra de Dios;
aplicar el don intangible e insensible de la gracia a los hombres en los sacramentos. Para
creer en la realidad e importancia de estas cosas se requiere tener fe, y para un sacerdote
que viva en una parroquia pequeña y aislada, o una a la que acude a misa muy poca
gente, tener una gran fe.

Por otra parte, un sacerdote cuyos parroquianos viven muy confortable y


prósperamente necesitará todavía más fe. Si su fe no es suficientemente fuerte, las cosas
sobrenaturales empezarán también a parecerle irreales. ¿Hacen éstas realmente mucho
bien? Mucha gente parece progresar bastante bien sin religión. El sacerdote se fija en el

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médico o en el abogado local. ¿No serán sus vidas más útiles? No, por supuesto que no.
El sacerdote todavía cree. Pero de todas formas...

Cuando la religión se iba apagando cada vez más, el peligro de esos sacerdotes era
convertirse en una especie de técnicos espirituales: dar servicio a las almas de sus
feligreses para mantenerlas en el camino. Al mismo tiempo, miraban otros campos
interesantes de la vida real donde poder realizarse humanamente: algún hobby, reparar el
presbiterio o quizás un curso de golf. El cura en la parroquia de la gran ciudad estaba
expuesto a esas tentaciones cuando el párroco no era el padre que debía ser.

Cuando un sacerdote estaba razonablemente bien preparado y autodisciplinado, y


tenía además un respeto reverencial a su obispo, todo esto tenía lugar sin que sus
feligreses lo notaran mucho. Pero se trataba verdaderamente de un semillero para el
desastre. El aburrido, infeliz o desnaturalizado sacerdote de hace treinta o cuarenta años
era rápido en abandonar las creencias para sumergirse en la promoción de otras nuevas o,
al menos, emergentes, para lograr hacer la vida más intensa e interesante.

Cuando la fe dejaba de ser algo vital, los miembros de las órdenes religiosas tenían
que hacer frente a dos tentaciones especiales.

La primera: hacer una obsesión de las normas y regulaciones.

Las reglas no deben ser despreciadas. Según los grandes maestros (hombres y
mujeres) de la vida espiritual, una observancia fiel de las normas es para los religiosos
un primer paso en el camino de la santidad. Las reglas hacen posible la vida en común.
Aplicadas adecuadamente, dan estabilidad a la mente y al corazón, ayudan a moderar la
propia voluntad, promueven la unidad y capacitan a aquellos que están sujetos a ellas
para amar a Dios con más intensidad al liberarlos de tener que tomar multitud de
decisiones de carácter menor.

Pero son sólo un primer paso. Algunos consiguen una satisfacción puramente
material al observar las reglas. Si se presentan con carácter amenazante, los que no
sienten atracción natural por ellas las encontrarán agobiantes en vez de factores de
estabilidad y liberadoras. Cuando ya no se aceptan para amar a Dios pueden acabar
generando fatiga de espíritu, aburrimiento o desagrado.

Que esa preocupación por las minucias estaba cargando con demasiado peso la vida
de muchas órdenes religiosas, lo pone de manifiesto el número de religiosos y religiosas
que, cuando no abandonaron sus monasterios y conventos por completo, interpretaron
los decretos del Concilio sobre la vida religiosa como si autorizaran a vivir más o menos
sin reglas, o con cuantas menos mejor.

La segunda tentación para los religiosos aburridos consiste en usar la erudición como

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distracción. Aquí el peligro radica en que la erudición es una actividad claramente
presentable. Si los miembros de una orden religiosa estuvieran viviendo lujosamente, o
actuando de forma inmoral, todo el mundo podría ver que estaban desviándose del
camino sin más. Pero nadie puede ver el declive de la fe, la esperanza y la caridad en el
alma de un religioso sentado tras una pila de doctos libros. Un conocido estudioso de la
Biblia ha descrito cómo empezó a estudiar las Escrituras: porque encontraba a sus
compañeros religiosos demasiado aburridos para hablar con ellos. Ahora bien, con este
estado de ánimo, ¿qué sentido puede tener estudiar las Escrituras que precisamente tratan
en gran medida sobre el amor a nuestros hermanos, sea aburrido o no? Pero al tocar este
punto, estoy ya adelantando el tema del capítulo siguiente.

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n este capítulo echaremos una mirada a la Iglesia intelectual.

El trabajo de los pensadores y estudiosos católicos es, a grandes rasgos, de dos tipos:
presentar, explicar y defender la fe católica; y relacionarla con el conocimiento
naturalmente adquirido y que esté vivo en una época concreta. El primero es el más fácil
y conlleva menos tentaciones. Sin embargo, no está al cien por cien libre de ellas. Los
guardianes de la fe oficialmente autorizados pueden convertirse en autócratas
intelectuales. Esto significa sobre todo que no estarán dispuestos a conceder suficiente
peso a las ideas o críticas de otros y a posibles rivales de otras escuelas de pensamiento.

Aunque había varias escuelas diferentes de tomismo en los años preconciliares, como
veremos más adelante, una en particular había recibido una aprobación semioficial, y
quizás los fallos de algunos de sus exponentes más autocríticos habrían tenido algo que
ver, al menos, con el maltrato y casi demolición que ha sufrido el tomismo desde el
Concilio. Lo que los autócratas enseñaban era sin duda veraz, pero la manera de decirlo
pudo ser repelente porque lo que es sagrado y misterioso se trataba como algo obvio y
diferente en sí mismo.

Otro riesgo de los guardianes de la fe autorizados era el profesionalismo. La fe había


dejado de ser un fuego vivo que arde en «el vientre y las venas» del maestro. Se había
convertido en «mi tema», en «aquello que domino». Los estudiantes ya no recibían algo
fascinante y hermoso, capaz de encender su amor, sino algo que parecía ser bien un
súper ingenioso crucigrama intelectual, bien un montón de polvo y huesos. En ambos
casos, los resultados tenían que ser desastrosos. Los estudiantes inteligentes estaban
tentados de ver la teología, o cualquier otra cosa que estudiaran, como temas para
ejercitar su agudeza mental. El resto, lo más que podía sentir era indiferencia y, peor aún,
aburrimiento y disgusto.

El profesional siempre estará tentado de ver todas las ideas -buenas o malas- ante
todo como productos interesantes de la mente humana. Esto quiere decir que cuando
aparezca la herejía, su reacción será muy parecida a la del doctor hacia la enfermedad y
la muerte. No le quitará el sueño. Será simplemente parte de un día más de trabajo. Y si
el hereje es un colega, continuarán las buenas relaciones con él.

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Sin embargo, mi interés en este capítulo se centra en los teólogos y estudiosos cuyas
vocaciones les llevaron a trabajar en el segundo tipo: el dedicado a la reforma y el
aggiornamento.

¿Por qué se derrumbó gran parte de la muralla de la Jerusalén celestial provocando


montones de escombros, cuando el mundo moderno marchaba a su alrededor y
empezaron a sonar las trompetas? En la cuarta parte examinaré el bagaje intelectual.
Aquí me fijaré brevemente en algunos problemas espirituales y psicológicos.

Uno de los principales riesgos de los estudiosos de cualquier tipo es que los árboles
no les dejen ver el bosque.

Ante cualquier creación de Dios, quizá lo más sorprendente es el contraste entre su


simplicidad y su carácter inteligible cuan do se contempla en su totalidad, y su
complejidad y oscuridad cuando se examina en detalle. Por esto es por lo que hay
biólogos que no pueden ver ninguna diferencia entre los hombres y los animales, y
mucha gente normal sí puede. Observar de cerca los detalles produce una especie de
miopía sobre el todo.

Lo mismo ocurre con la fe. En sus perfiles es tan simple que los niños pueden
entenderla. Sin embargo, ni una sola biblioteca contiene todo lo que ha sido escrito sobre
sus detalles. También aquí, estudiar los detalles puede acabar produciendo miopía sobre
la totalidad.

Fue por tales razones, según John Henry Newman, por lo que durante la crisis del
arrianismo en el siglo IV, con frecuencia los fieles normales daban un testimonio más
claro de su fe en ciertos puntos que los teólogos, incluyendo algunos Padres de la Iglesia.
Nos cuenta Newman que lo que hacían los fieles era simplemente devolver lo que se les
había enseñado, sin que su comprensión del gran diseño quedara enturbiada por
complejidades y sutilezas. De modo similar, cuando el jesuita converso anglo-irlandés
George Tyrrel empezó a predicar herejías desde el púlpito de la iglesia de Farm Street en
Londres a principios de siglo XX, la primera persona en advertirlo fue un hermano lego.

Otra trampa para intelectuales de todo tipo es la tentación de enamorarse de su


materia. El arqueólogo sir Leonard Cottrell, comentando estas debilidades, hacía notar
con buen humor que él había conocido a sociólogos que creían que los antiguos asirios
eran como se representaban en sus bellos bajorrelieves.

Cuando un estudioso católico se enamora muy profundamente de su tema -sea el


bautismo, el protestantismo, la paleontología o la sociología- éste podrá llegar a superar
en importancia, en su corazón, a la fe. Y entonces posiblemente se le presente la
tentación de adaptar la fe para cumplir con las exigencias de «mi tema».

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El nacionalismo puede también distorsionar el juicio de un estudioso o pensador. Una
famosa figura nacional será sobrevalo rada por el hecho de ser un compatriota. Se puede
ver esto, tanto ayer como hoy, en la presión de los católicos alemanes para que la Iglesia
bautice a Kant y a Hegel, y en la de los franceses para que dé su bendición a Descartes y
Bergson.

Cuando uno piensa en ello, se sorprende de que a los católicos no se les haya
enseñado a interesarse más por el bienestar espiritual de la «Iglesia ilustrada»; que no
haya órdenes religiosas dedicadas especialmente a orar y hacer sacrificios por sus
miembros, puesto que su trabajo es tan necesario y ellos ocupan lo que, en relación con
la fe, es una de las posiciones más expuestas en la Iglesia. En el mundo de las ideas
especulativas y de la acumulación masiva de datos es donde resulta más fácil caer en un
hoyo o ser arrastrado por una catarata; por otra parte, las implicaciones de las nuevas
ideas y hechos no resultan visibles normalmente hasta bastante tiempo después de su
primera aparición. También lo podemos comparar con los soldados de un puesto de
observación que están continuamente soportando el intenso fuego de proyectiles.

Al dedicarse a estudiar nuevos libros y otras publicaciones intelectuales, viven (a


menudo sin darse cuenta) bajo el aluvión de un tipo de tentaciones que la mayoría de los
fieles nunca experimentan. «¡Oh, qué idea tan brillante! ¿Qué pasa, sin embargo, con la
doctrina de la gracia? Quizá debería orar antes de seguir leyendo. No, no tengo tiempo.
Es más importante seguir con mi trabajo. Laborare est orare. La Iglesia puede estar
equivocada. Esto nunca ha sido definido. ¿Cómo se puede esperar de un obispo estúpido
que no tiene ni un doctorado que entienda un concepto tan matizado y sutil?».

El peligro no es tanto que tomen el camino erróneo -cualquiera puede equivocarse-,


sino que, habiéndolo tomado, sigan adelante ignorando las advertencias.

Para los estudiosos católicos, la protección de la infalibilidad acompaña, por


supuesto, a su disposición a someter sus conclusiones a la autoridad del magisterio de la
Iglesia.

Parte del misterio de la Iglesia reside en que, como preparación a la forma de


transmitir su verdad, Dios hizo que los filósofos griegos, o cualquiera como ellos,
quedaran subordinados a los pescadores de Galilea. La imagen de los tres hombres
sabios arrodillados ante la Divina Sabiduría visibilizada en un bebé, proporciona un
modelo o prototipo. Un papa o un obispo puede ser personalmente ilustrado, pero su
conocimiento no añade nada a su autoridad como papa u obispo. Su autoridad para
dictaminar sobre las ideas del más brillante pensador, en cuanto esas ideas puedan
afectar a la fe y a la moral, procede únicamente del hecho de ser el sucesor de uno de los
apóstoles menos ilustrados y humildes de Nuestro Señor. San Pablo, el brillante
universitario, fue incorporado más tarde y sólo después de una considerable dosis de
humillación.

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Para los católicos, el propósito oculto detrás de todo esto resulta difícil de apreciar.
En el plan de Dios, todas las cosas están dirigidas a mantenernos humildes en nuestra
propia autoestima, ya que ése es el único camino para entrar en el reino de los cielos, y
para ello nadie necesita más ayuda que los hombres y mujeres inteligentes. (No estaría
mal que sobre la entrada de todas las universidades católicas se grabaran las palabras de
Santa Teresa de Lisieux: «Dios no necesita ningún instrumento humano, y menos que a
nadie, a mí»).

Pero esta subordinación última de los filósofos a los «pescadores» no es algo que la
inteligencia encuentre fácil de aceptar de forma natural. Con un fuerte sentido de lo
sobrenatural lo podrá conseguir. Ahora bien, si la fe empieza a declinar, esa realidad
comenzará también a atragantarse. Entonces, en vez de verse a sí mismos como
servidores de Cristo y de su Iglesia, se acaban convirtiendo, sin darse cuenta, en esclavos
de los poderes mundanos -como Guillermo de Ockham en el siglo XIV, cuando huyó de
Avignon a la corte de Luis de Baviera- o del espíritu de los tiempos o de sus propias
opiniones y ambiciones.

Una de las cosas más reveladoras sobre algunos de los teólogos que han llegado a la
fama desde el Concilio es su aparente indiferencia ante la confusión en que han sumido a
los sencillos y humildes. Mientras puedan escribir lo que les plazca, no parece que les
importen las consecuencias. Si los médicos hubieran actuado así, dejando atrás un
reguero de cadáveres y de inválidos, no habrían conseguido reputación, sino infamia.

Pero claro, ellos no aceptan el plan de Dios para la Iglesia. Habiendo entrado en el
mundo en la era de los expertos, imaginan que deben ser ellos los que tienen que
dirigirlo de la misma forma en que muchos expertos seglares parecen pensar que deben
dirigir la sociedad civil. Es el gran sueño e ilusión de los intelectuales. Los auténticos
intelectuales casi nunca gobiernan, excepto brevemente y en periodos de desastre y caos.
La naturaleza de sus dones los incapacita para ello. Pensadores que son también
gobernantes naturales, como Calvino y Lenin, son excepciones raras -gracias a Dios- y el
mundo normalmente contempla con alivio su retirada.

El segundo hecho que los estudiosos católicos pierden fácilmente de vista, cuando su
perspectiva pierde el sentido sobrenatural bajo la influencia de sus estudios, es la
naturaleza única de la revelación divina. Viniendo como viene de Dios, no puede ser
objeto de un debate incontrolado como los agujeros negros o las enfermedades
nerviosas. Es cierto que para ayudar al magisterio a exponerla y desarrollarla, los
estudiosos católicos necesitan libertad para hacer su trabajo adecuadamente, y la Iglesia
lo reconoce y estimula. En su encíclica Divino Afflante Spiritu, Pío XII defendía esta
libertad necesaria; los fieles, decía, no iban a asumir que cada idea nueva que un teólogo
o estudioso propusiera tuviera que ser sospechosa sólo por el hecho de ser nueva. Sin
embargo, cuando se trata de la fe, los estudiosos católicos no pueden disfrutar de la
misma libertad académica, sin restricciones, que disfrutan sus colegas seglares, por

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mucho que la anhelen. Sería equivalente a decir que no se puede confiar en Dios o que
Él no ha blindado a la Iglesia contra el error. Realmente, los estudiosos laicos no
disfrutan tampoco de una libertad académi ca sin restricciones: por ejemplo,
¿conservaría su trabajo en Harvard o Cambridge un científico que enseñara física
ptolemaica?

Aquí los estudiosos católicos están expuestos a una tentación de un tipo especial: el
miedo a sus colegas no católicos arqueando las cejas, las risitas divertidas en la reunión o
en la sala de profesores de la universidad. («¡Oh, discúlpeme, padre, olvidaba que usted
tiene que pedir permiso al Papa antes de estar de acuerdo con... ! »).

Y entonces, el padre, en vez de contestar cortés, pero firmemente, que él es feliz


sometiendo sus ideas sobre cualquier tema que afecte a la fe o a la moral al juicio de su
obispo, o de la Santa Sede, puesto que si Dios ha hecho una revelación habrá dispuesto
que sea protegida de los caprichos humanos, empieza a pensar en por qué debería él
tener en cuenta la opinión de un obispo local con una sensibilidad cultural parecida a la
de una broca, o la de muchos italianos que trabajan en Roma pero que no saben nada
sobre ciencia. (¡Qué carga tan pesada tener que acarrear la fe por estos entornos
civilizados como si fuera un baúl andrajoso lleno de ropa vieja!).

Si los estudiosos católicos quieren permanecer fieles hoy día, van a necesitar una
formación especialmente intensa en el tema de la superación del respeto humano.

La revelación difiere de otras formas de conocimiento también de otra manera. En


otros tipos de estudio, la inteligencia, la imaginación y el trabajo duro son normalmente
suficientes. Por supuesto, los errores filosóficos y los defectos de carácter afectarán a los
resultados hasta cierto punto. El orgullo de Freud, por ejemplo, le cegó para ver lo que
era obvio para un más humilde Alfred Adler. Sin embargo, los dones y cualidades
naturales, por sí mismos, pueden lograr resultados sorprendentes. Para el estudio de la
teología bíblica o de la historia de la Iglesia, sin embargo, son necesarias otras cosas.

Primero, para comprender del todo, uno debe creer. Historiadores no creyentes que
estudian la Iglesia saben mucho más sobre su vida y enseñanzas que la mayoría de los
católicos, pero en un sentido profundo no entienden el tema que dominan. Lo mismo
empieza a ser cierto de los estudiosos católicos cuando se instalan las dudas en ellos.
Deben ser hombres de oración con su corazón preparado para avanzar en la virtud.

Cuando en lugar de eso, un estudioso católico se permite a sí mismo convertirse en


orgulloso, cínico, sardónico o seco, algo a lo que la naturaleza del trabajo intelectual
inclina a los hombres, su comprensión de la Iglesia y de la fe terminará siendo sin duda
defectuosa, por muy amplios que sean sus conocimientos. Una opinión excesivamente
elevada de sus propios poderes intelectuales parece haber sido lo que llevó a salir de la
Iglesia al historiador alemán del siglo XIX Ignaz Dóllingen y lo que hizo que el

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historiador inglés lord Acton fuera un miembro muy obstinado dentro de ella. ¿Cuántos
estudiosos católicos de hoy creen que la fe es un regalo que pueden perder o una virtud
contra la que pueden pecar?

Sin duda, la mayor parte de estas observaciones sobre las tentaciones y las
dificultades naturales que acosan a los estudiosos católicos son bastante obvias. Pero si
no se tienen en cuenta será más difícil entender por qué este siglo ha sido testigo no sólo
de un movimiento a favor de la reforma, sino también de una gran rebelión de estudiosos
y teólogos. Como muestra el periodo de los Concilios de Constanza y Basilea, pocas
cosas son tan peligrosas para la Iglesia como una reforma o un intento de reforma, que es
interpretada en gran parte por hombres insuficientemente espirituales. En esos desastres,
las causas son siempre morales y espirituales, antes que intelectuales.

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os dos últimos capítulos pueden haberme hecho susceptible de ser acusado de
ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Empezaré, por tanto, este capítulo
admitiendo que, al examinar los defectos de los seglares antes del Concilio, he tenido
casi siempre en mente tanto a mis compañeros católicos, tal como los conocía entonces,
como a mí mismo.

Tomando a los seglares como un todo, me parece que podemos, dado el objetivo de
nuestra investigación, dividirlos en cuatro grupos. Los llamaré: feliz, timorato, legalista
y descontento.

De nuevo me estoy refiriendo a tipos y tendencias, no a individuos, y una vez más


también estoy dejando fuera del análisis al extremadamente bueno y al santo. Éstos
siempre existen en la Iglesia. Son uno de los signos por los que los hombres pueden
reconocerla por lo que realmente es. Aunque su santidad sube y baja cada época, y varía
también según los diversos lugares, es en gran medida gracias a sus oraciones y
altruismo por lo que el resto de nosotros podemos permanecer espiritualmente a flote.

Empecemos por el primer tipo. Podemos decir que el seglar feliz, creyente y devoto,
igual que el clérigo feliz, amaba su religión y la disfrutaba. Veían a la Iglesia como una
familia (que lo es), creían que todas las enseñanzas de la Iglesia eran verdaderas (que lo
son) y daban la bienvenida a todas las prácticas autorizadas (por ser adecuadas debían
realizarse). Todo esto estaba bien.

Menos bien estaba el hecho de que, en no pocos de ellos, esa felicidad parece haber
producido, a menudo, una especie de cómoda satisfacción. Es posible que la gente
consiga un disfrute puramente natural de la religión. Cuando eso ocurre, la religión llega
a ser amada más por el confort y la satisfacción que proporciona que por expresar la
mente y la voluntad de Dios, que podría exigir algo diferente. La confusión a propósito
del confort espiritual, creo yo, puede explicar al menos alguna de las oposiciones a los
cambios en la liturgia y otras reformas.

La Iglesia era vista también en exceso como «nuestra», como algo para «nosotros».
Resultaba muy agradable dar cálidamente la bienvenida -normalmente, no siempre- a los
de fuera cuando preguntaban si se podía pasar. Sin embargo, no se ponía demasiado

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esfuerzo en tomar la iniciativa, invitándolos a entrar personalmente. Después de todo, si
la gente se sentía atraída a la Iglesia, siempre podrían tocar el timbre de la casa
sacerdotal.

Entre los sacerdotes esta actitud producía lo que podría llamarse «mentalidad del
capellán». El capellán existe para satisfacer las necesidades espirituales de una familia.
Cuando ha cumplido con esos deberes, se supone que puede, con la conciencia tranquila,
relajarse y ponerse a leer una novela. La mentalidad del capellán, como una forma
cómoda de satisfacción, mina el espíritu misionero y estrangula el evangélico.

Cuando esa cómoda satisfacción va más allá, la Iglesia y la fe tienden a confundirse


con algo que no es totalmente idéntico: el modo de vida católico del lugar. Y aquí entra
una gran cantidad de cosas, desde las fiestas y ceremonias de la Iglesia hasta la forma en
que la fiesta parroquial se ha llevado siempre a cabo. Era «a lo que estamos todos
acostumbrados» y contenía, además de lo esencial, elementos que son cambiantes y otros
(como el árbol de Navidad) no necesariamente católicos.

En su forma agravada de apego a la «forma de vida católica», se volvió una especie


de «nacionalismo católico» que produjo un clero y unos seglares beligerantes que, a
veces, confundían la beligerancia con el celo apostólico, y el apego a la forma de vida
católica con el amor a la Iglesia. No siempre es fácil apreciar la diferencia. «Ellos», los
no católicos, pasaron, de ser vistos con benevolente despreocupación, a ser
contemplados como una amenaza. Los católicos deben mantener un frente común ante
«ellos», protestantes, masones, judíos o quien quiera que sea. Cualquiera que fallara
delante de ellos no sería «un buen católico».

Donde esta actitud arraigaba, los pecados eran valorados no tanto según su gravedad,
sino sobre todo según la intensidad de su repercusión pública. Un católico cuyo nombre
salía en los periódicos por irse con la esposa de otro era automáticamente peor que un
empresario que pagaba mal a su gente o que hacía dinero de forma sospechosa y luego
daba generosas donaciones a la Iglesia para obras de caridad. La beligerancia tenía otro
aspecto. Los fieles saben que poseen la verdad revelada en su totalidad. Este
conocimiento a veces generaba una arrogancia intelectual inconsciente, sobre todo en la
forma de presentar sus creencias. La tentación consistía en presentarlas como si su
verdad fuera evidente por sí misma, algo cuya fuerza debería percibir instantáneamente y
cuya no aceptación sólo podría explicarse por mala voluntad.

Todo esto es bastante distinto de valorar la fe por encima de todas las cosas y de ser
decidido para defenderla y preservarla, o alegrarse por las bellezas, glorias y triunfos
espirituales. Los católicos beligerantes de este tipo tienden a olvidar que deben su
conocimiento de la verdad, primero y principalmente, a la gracia, no a su inteligencia o a
sus méritos, y que, sean cuales sean las razones para la no creencia de los no católicos
nunca constituían, en sentido ordinario, ninguna estupidez.

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Es fácil reírse de esta beligerancia, y no quiero insistir en ello más que lo justo. En
gran medida, se trataba, como suele suceder, de la reacción del débil frente el fuerte; del
social, educativa y culturalmente débil, frente al social, educativa y culturalmente fuerte.
Floreció en países donde los católicos eran minoría o donde la cultura no católica del
entorno era percibida como una amenaza. ¿Quién con una pizca de sentido común diría
hoy que no era así?

En otros tiempos, en países católicos de Europa, la beligerancia era un efecto


secundario de la lucha existente desde la Revolución francesa entre los católicos y los
diversos tipos de no creyentes organizados; mientras los católicos trataban de mantener,
o recuperar, el control del Estado y de las fuerzas sociales, los no creyentes trataban de
engañarlos.

La lucha, sobre la que hablaré detenidamente más adelante, resultó confusa, y en ella
las diferencias a propósito de los cambios políticos, económicos y sociales fueron tan
importantes como la propia defensa de la religión o su derrocamiento. En medio del
calor de todo ello, los católicos a veces olvidaban que no podían usar siempre los
métodos y el lenguaje de sus oponentes; que devolver abuso por abuso y dar curso a la
venganza o el odio es algo que está prohibido. La lucha fue más ardiente en Francia,
donde la vitriólica retórica clásica y la oratoria revolucionaria forman parte de la
tradición literaria nacional. Desgraciadamente, los escritores católicos de otros lugares
tendieron a copiar el polémico estilo francés. Las cosas no siempre significan lo que
aparentan, pero el papa Pablo VI parecía pensar en ellos cuando escribió: «Los católicos
de derechas detestan la hostilidad maliciosa e indiscriminada, así como el lenguaje vacío
y fanfarrón».

La batalla ya concluyó, y fueron los católicos los que la perdieron.

A los católicos satisfechos, que se podían encontrar en todas las clases profesionales,
no les afectaban todavía los cuestionamientos intelectuales. Aunque frecuentemente bien
informados sobre la fe, no leían arriesgándola. No obstante, muchos puntos de vista no
católicos habían empezado a colorear sus perspectivas religiosas.

La idea, muy difundida, de que los católicos antes del Concilio no habían entrado en
contacto con el mundo moderno no resiste un análisis.30 Formaban parte de él. Se
ganaban la vida dentro de él. La mayoría lo aprobaba totalmente y, en ciertas cosas,
demasiado. El papa Pío XI (1922-1939) calificó a esta aprobación demasiado
condescendiente del estado de cosas existentes como «modernismo social», con lo que
no quería referirse a un flirteo con el socialismo. Aludía en concreto a los intentos de
ciertos católicos franceses influyentes de impedir que se leyera desde los púlpitos una de
sus encíclicas sociales. Pero también pensaba en cualquier conformidad equivocada de
los católicos con modelos y prácticas en desacuerdo con sus creencias.

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La clave está no en que los católicos fallaran por apreciar el mundo moderno, sino en
que no aportaran un juicio católico correctamente informado sobre sus complejas
manifestaciones. Daba la impresión de que ellos sólo veían dos alternativas: tratar de
mantener el mundo a raya o fundirse con él en un cordial abrazo. El resultado normal
debería ser una síntesis, ciertamente incómoda, de ambos enfoques. La religión era para
la Iglesia el hogar y la fuente de los dos oasis; estaban persuadidos de que podían
aprobar y tomar parte sin escrúpulos en casi cualquier cosa que ocurriera en la sociedad,
con excepción de la indecencia sexual y la flagrante deshonestidad. De hecho, lo que
hacían era simplemente aceptar la clásica posición liberal del siglo XX, se gún la cual la
religión es un asunto puramente privado que debe coexistir con el resto de las realidades
de la vida, pero en compartimentos separados.

Se puede decir que, al aceptar tácitamente esta división (dejando la religión para la
Iglesia y para la parte de arriba, con sus cuentas de rosario, etc.), impedían que el mundo
moderno se encontrara con la Iglesia en la que podría descubrir a jesucristo, vivo y
reinante en el aquí y el ahora. Si vivían en un gueto o tenían «mentalidad de gueto» era
gracias a esta concepción.

En las clases adineradas y empresariales, el «modernismo social» normalmente


significaba una excesiva tolerancia con los salarios bajos y con las malas condiciones de
trabajo que afectaban a la mayoría; en efecto, en sus actitudes sociales y económicas, la
mayor parte eran irreflexivos liberales del laissez faire.31

El considerar un nivel de vida en ascenso como la mayor bendición de Dios iba a ser
otra forma de modernismo social. Igual que lo fue, en buena medida, la aceptación
entusiasta e incondicional de la televisión cuando entró en los hogares, presbiterios y
conventos católicos a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta.

El papel del aumento de la riqueza y de la televisión en el colapso posterior al


Concilio todavía tiene que ser evaluado. ¿Debían los obispos haberse anticipado a sus
efectos con procesiones de penitencia? ¿Cuántos conversos de San Pablo habrían sobre
vivido si hubieran estado expuestos todas las noches a los sucesos más sofisticados -
culturales, sociales, teatrales- de Roma, Antioquia y Alejandría?

Éstas eran las principales formas de modernismo social anteriores al Concilio. En las
clases medias y altas, el resultado pudo ser la atractiva mezcla de piedad y sofisticación
o egoísmo social, denostada por los clérigos franceses políticamente radicalizados
cuando hablan de «catolicismo Sin embargo, la burguesía católica francesa era ortodoxa
en otros aspectos (el fracaso fue de la caridad más que de la fe); el asalto en masa al
catolicismo burgués en Francia implicó también un desafío a las creencias católicas
esenciales y a las prácticas religiosas legítimas, que eran también parte integrante de la
forma de vida católica «burguesa».

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Terminaré esta sección analizando dos puntos de vista habituales ya en occidente,
que los fieles han empezado a asimilar semiconscientemente y cuya influencia resulta
bastante desproporcionada habida cuenta de su valor como ideas. Los podríamos resumir
así: «Cuando morimos, vamos todos al cielo, si es que existe un cielo»; y «todo el
mundo es básicamente bueno, a condición de que se comporte decentemente y con
limpieza».

Del primero podemos decir que, al margen de la cuestión de si todos vamos al cielo
(lo que a uno ciertamente le gustaría pensar), la idea de que ir al cielo es, más o menos,
una certeza hace difícil mantener que la difusión del evangelio sea realmente una
urgencia.

La segunda, el que todos son «básicamente buenos» con tal de que sean limpios y de
que tengan un comportamiento razonablemente correcto, inclinó a los católicos a
equiparar un compor tamiento decente y una buena educación con la bondad
sobrenatural. Se tenía la sensación de que la gente decente no puede ser culpable de
pecados serios. De hecho, los valores naturales, buenos en sí mismos, se deben
básicamente a la educación. Con la fuerza del hábito pueden sobrevivir también cuando
un hombre da la espalda a Dios.

Desde estos presupuestos, si los católicos practicaban su religión y se comportaban


bien no les resultaba difícil considerarse a sí mismos también como «buenos». En esto
eran estimulados, a menudo sin querer, por unos curas que hablaban demasiado
irreflexivamente sobre buenos y malos católicos, siendo los buenos los que iban con
frecuencia a la Iglesia y hacían lo que el párroco quería, mientras que los malos eran los
que raramente acudían, o iban el mínimo obligatorio.

Hablando con rigor, todos los católicos en estado de gracia forman parte de aquellos
a quienes la Escritura llama «los justos». Ahora bien, estos «justos», aun estando en
gracia -que es la primera necesidad- se supone que íntimamente se consideran pecadores.
Cuando San Felipe Neri, el gran apóstol de la Contrarreforma, fue preguntado por un
bobalicón indiscreto cuál era su nivel de santidad replicó con vehemencia: «Soy un
demonio». Y no estaba fingiendo piedad. Quería decir que sabía lo que era capaz de ser
y hacer si por un instante Dios retirara su gracia. San Francisco de Asís dio una respuesta
similar a un bobalicón parecido. Y lo mismo hizo el cardenal Newman.

Los cristianos, Dios lo sabe, deben valorar el estado de gracia por encima de todas las
cosas. Pero si pierden la costumbre de considerarse pecadores y se aficionan a cultivar el
sentimiento de su propia bondad tendrán la tentación si caen en pecado grave de, en vez
de sentir arrepentimiento por haber ofendido a Dios, enfadarse por no poder seguir
pensando bien de sí mismos.

Me parece que esta actitud mental tiene no poco que ver con la presión que ejercen

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hoy los seglares para que la Iglesia altere su enseñanza moral. Explicaría también la
ansiedad de tantos obispos europeos y americanos de acomodarse. La Iglesia debe
permitir la anticoncepción y el divorcio, se oye decir, porque «muchos de nuestros
mejores católicos lo desean». Por lo que se puede ver, la única razón por la que los
prelados en cuestión consideran a esos particulares católicos como «los mejores» es que
son acomodados, están bien educados y tienen buen comportamiento.

Esto es en gran medida un fenómeno de la clase media. Cuando los pobres deciden
romper la ley de Dios no esperan normalmente a que la Iglesia altere sus enseñanzas para
que puedan seguir pensando bien de sí mismos. No les asombra descubrirse como
pecadores. En esto tienen más en común con los ricos y los importantes, sean cuales sean
sus otros fallos. En general, no se interesan tanto por su reputación de rectitud moral.

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os tipos que nos quedan por estudiar son: el atemorizado, el cumplidor de la
ley y el descontento.

El atemorizado podía ser de dos clases: el que tenía una idea equivocada del temor
de Dios y de sus juicios y el que tenía miedo de analizar a fondo sus creencias pues
pensaba que, si lo hacía, no saldrían muy bien paradas de la prueba.

Los que tenían una idea equivocada del temor de Dios, de los que había un número
considerable, sufrían los últimos coletazos del jansenismo, un calvinismo de cuño
católico que entró en la Iglesia en el siglo XVII. El temor de Dios es el comienzo de la
sabiduría, pero cuando estamos intentando servirle nuestro temor debe ser filial, nunca
servil.

En cuanto herejía, el jansenismo fue condenado en el siglo XVIII, pero sobrevivió,


como mácula espiritual o predisposición, hasta bien entrado el siglo XX. Francia fue su
hogar y, desde allí, a través de Irlanda, se estableció con firmeza en el mundo
anglosajón. Los principales remedios que ofreció Dios fueron: la devoción al Sagrado
Corazón, la doctrina de la infancia espiritual de Santa Teresa de Lisieux y la
introducción de la Comunión frecuente por parte de San Pío X. Los remedios, sin
embargo, no se aplicaron tan extensamente como era preciso.

Con su énfasis unilateral en la justicia de Dios y en el castigo, la espiritualidad


jansenista tendía a enfriar el amor, obstaculizar la generosidad del alma y estimular los
escrúpulos: una preocupación excesiva y enfermiza por nimiedades espirituales. Fue
también responsable de ideas no católicas sobre el matrimonio y el sexo y, como
consecuencia, del rechazo, hasta cierto punto violento, de cualquier tipo de restricción en
este campo. El calvinismo produjo reacciones similares en el protestantismo.

El movimiento romántico, con su amor por lo sombrío, lo siniestro y lo lúgubre,


influyó también en el pensamiento y en las actitudes católicas, que terminaron
contribuyendo a hacer que la Iglesia apareciera demasiado preocupada por el pecado, la
tristeza, el demonio y la muerte. Los presbíteros influidos por el jansenismo tendían a ser
rigoristas en cuestiones morales. El rigorismo moral es la inclinación a ver la mayoría de
los pecados como graves. No hay nada que decir sobre ella, excepto que la laxitud o

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indiferencia moral son todavía peores. Todo pecado es importante, pero no todos los
pecados tienen la misma gravedad. La tentación para los rigoristas, cuando la fe empieza
a decaer, es hartarse del rigor de su esfuerzo y girar al extremo opuesto. Qué alivio de la
tensión pasar de ver pecado por todas partes y luchar contra él sin parar a no ver pecados
prácticamente en ningún sitio.

Del mundo del rigor moral proceden algunos de los principales revisionistas morales
de hoy. El difunto padre Bernard Háring, un redentorista perito en el Vaticano II, es un
ejemplo. Los redentoristas eran famosos por su rigor (aunque su fundador, San Alfonso
María de Ligorio, fue un apóstol de la delicadeza y comprensión en el confesionario).
Después del Concilio, como tuvo que viajar por el mundo explicando a los católicos
cómo podían mantener su adhesión a la enseñanza de la Iglesia en el tema de la
procreación, los gastos de Hring debieron constituir un punto considerable en el
presupuesto de su orden.33

La reacción contra la espiritualidad jansenista explica parcialmente la insistencia


bastante desesperada en el amor de Dios (como si nunca antes se hubiera oído de ello),
en la resurrección, en contraste con la pasión (incluso por los que dudan de la realidad de
la resurrección) y en la idea de que toda ocasión religiosa debe ser una «celebración»
(incluso la cuaresma debe ser vista como un tiempo de regocijo). Aunque otras cosas han
jugado también algún papel, para muchos católicos estos cambios concretos de énfasis
representan un intento confuso de recuperar un adecuado equilibrio entre lo que deben
ser las dos actitudes cristianas fundamentales: alegría y gratitud por las bendiciones de
este mundo y el próximo, y tristeza por lo que hacemos a lo largo del camino. En países
profundamente católicos, yo diría que el equilibrio nunca se ha visto seriamente
perturbado.

Los católicos con miedo a mirar muy de cerca sus creencias pertenecían, sobre todo,
a las clases profesionales. No investigaban intelectualmente fuera de sus propias
especialidades; estaban ocupados todo el día ganándose la vida, y por la noche, como
estaban cansados, sólo querían evasión.

Lo que temían era descubrir que la Iglesia les estaba pidiendo creer en «lo
imposible». Ellos sí creían, y querían seguir creyendo. Pero la única forma en que
sentían que podían aferrarse a sus creencias era manteniéndolas en estado de
hibernación. En vez de informarse sobre su religión y plantar cara a los problemas, se
escondían de ellos. Permitían que el conocimiento de su religión permaneciera a nivel de
escuela de catequesis, algo que ya deploraba Pío XII en los años cincuenta. Todo
conocimiento de su religión por parte de los católicos debe estar al mismo nivel que el
resto de su educación. Tenían necesidad real de una fe madura o adulta.

Menos hay que decir sobre los católicos «cumplidores de la ley». Muchos apenas
estaban vinculados a la fe. Para ellos, la religión tendía a ser un asunto consistente en

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guardar con gran esfuerzo personal la ley moral; eran todo menos «pelagianos», sin
saberlo. Dios, un jefe de órdenes imprevisibles, resultaba poco atractivo; y el cielo,
donde les parecía que se sentirían fuera de su elemento, era algo no excesivamente
anhelado; eso sí, era preferible al infierno. La costumbre les ayudaba a seguir en la
Iglesia, pero cuando el hábito se interrumpía los lazos con la Iglesia se rompían con
facilidad.

Otros, dentro de esta misma categoría, tenían una mejor comprensión y un mayor
aprecio de la fe, aunque contuviera un fuerte toque de estoicismo. Su religión les
importaba y la practicaban con fidelidad y sin gran alegría. Los clérigos sabios
reconocían sus méritos. En la crisis actual, han mantenido a menudo sus creencias mejor
que otros tipos más ostensiblemente religiosos. Pero, debido a que normalmente no
participaban demasiado en las actividades parroquiales, no siempre eran valorados como
debían. Además, como aparecieron en un momento en que todos los párrocos enseñaban
más o menos la doctrina de la Iglesia, oponerse a los clérigos en cuestiones de fe o de
moral parecía equivalente a mostrarse en desacuerdo con el Papa, por lo que tendían a
permanecer al fondo del escenario en estado de perplejidad. Más tremenda todavía les
resultaba la idea de tener que oponerse a un obispo. De haber estado mejor instruidos,
podían haberse desarrollado como fervientes y alegres católicos, igualmente capaces
para la tarea de transmitir y defender la fe. Alegres, además, con la auténtica alegría
espiritual de los santos y las santas servidoras italianas, y no como los grupos bastante
autocomplacientes de trabajadores del júbilo, a menudo una característica embarazosa de
la escena religiosa actual.

Llegamos, por fin, al cuarto y último tipo, el de los descontentos.

Una vez más podemos hablar de dos clases. Algunos estaban descontentos porque las
leyes sobre el matrimonio les creaban una tensión demasiado fuerte. La presión sobre el
clero para permitir el control de la natalidad no empezó en los años sesenta. «Padre,
usted no sabe lo que es. Si estuviera casado y con seis hijos...». No era siempre el
penitente la víctima en el confesionario cuando se decían cosas desagradables. Si en el
pasado el clero a veces se quejaba de tener que oír confesiones, como, de hecho, hicieron
algunos, ésta era, sin duda, una de las razones.

¿Qué iba a hacer un sacerdote con mentalidad de técnico espiritual en circunstancias


como ésas? Sobre todo, pensaba que iba a fallar a sus ovejas. No tenía nada que
ofrecerles. ¿Cómo podía persuadirles de que la gracia y la oración pueden conquistarlo
todo o de que la aceptación del sufrimiento es parte de la vocación cristiana cuando
todas estas cosas significaban tan poco para su propia persona? Sólo podía hacer una
cosa: dejar a un lado la ley, bien con rabia o con poco entusiasmo. En este encuentro en
el confesionario, sacerdote y penitente administraban inconscientemente una dosis de
escepticismo mutuo sobre la sabiduría y la certeza de la enseñanza de la Iglesia. Cuando
estalle la revolución, los técnicos espirituales serán los primeros, y los que más alto

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expresen sus quejas de que la Iglesia ha convertido la fe en un conjunto de reglas,
aunque ellos mismos hayan sido responsables, en parte, de hacerla aparecer así.

Los descontentos de la segunda clase venían de un mundo muy diferente, el de los


católicos cultos interesados en la literatura y en las artes. Representaban sólo un sector
de ese mundo, pero iban a convertirse en un grupo muy influyente y ruidoso. Estaban
expuestos a muchas de las mismas tentaciones que el mundo de los estudiosos católicos.
Estaban empezando a sentir la tensión entre el catolicismo y la cultura moderna de forma
directa y consciente. La dificultad de los católicos cultos de cualquier época es que la
cultura -o el disfrute de sus resultados- puede convertirse en una religión rival que tire
del corazón en dirección opuesta. En cierto modo, cualquier interés potente puede
hacerlo: la jardinería o el coleccionismo. Pero el amor al arte, a la literatura y a las ideas
suele plantear especiales problemas, porque a menudo repercute directamente en las
creencias religiosas. En los últimos siglos del Imperio romano, muchos cristianos cultos
como San Basilio y el poeta galo-romano Ausonio sintieron estos tirones de doble
sentido, de su fe y de una gran cultura cuyas bases no eran cristianas. Los fundamentos
de la cultura contemporánea occidental son en parte cristianos y en parte no. Lo mismo
se puede decir de lo que ha sido construido sobre ellos; por mi parte, no trataré de
determinar aquí cuál es la parte mayor. El hecho que permanece es que, a no ser que el
católico culto de hoy tenga, como San Basilio, una fe robusta, la cultura parece que se
convertirá en el polo de atracción más fuerte, como en el caso de Ausonio.

Cuando eso ocurra, el católico culto llegará a sentir más afinidad con los ideales y
objetivos de sus amigos cultos no católicos que con el grueso de sus compañeros
católicos, y empezará a mirar a la Iglesia a través de los ojos críticos de esos amigos,
como si él mismo fuera un no creyente extramuros.

¿Por qué, se preguntará con inquietud, contiene su religión tantas cosas que él
encuentra embarazosas: cardenales reacciona ríos, obispos conservadores, campesinos
ignorantes, actitudes negativas, milagros, indulgencias, devociones de estilo latino, cosas
como el agua bendita, todas ellas vinculadas obviamente con la magia? ¿Por qué no es la
Iglesia más progresista, menos anticomunista, más antifascista, menos timorata ante el
sexo y la ciencia y más favorable al arte moderno?

Es cierto que ese tipo de católicos reconocía la necesidad de un acercamiento más


decidido a ciertas ideas y problemas contemporáneos, y en eso estaban acertados. Sus
críticas a algunas de las actitudes que he estado describiendo eran también justas: la
estrechez mental del obispo X, la beligerancia del padre Z y la mezquindad de la
reverenda madre Y. Pero ningún defecto de los individuos o grupos era, creo yo, la causa
fundamental de su descontento. Sucesos posteriores sugieren que la causa principal
residía, y reside, en la naturaleza de la Iglesia y de su doctrina: el hecho de ser la Iglesia
una monarquía, aunque de un tipo muy especial, en la época de la democracia: Dios trino
y uno es un monarca (¿debería uno decir «desgraciadamente»?); el que en la era de la

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ciencia, la Iglesia enseñe misterios que no pueden ser probados en laboratorio (la mente
tiene que humillarse para aceptarlos); que en el campo de la fe y la moral, la Iglesia pida
obediencia, cuando todo alrededor insiste en una libertad sin restricciones. ¿Cómo
podían explicarse todas estas cosas a los no católicos cultivados en una sobremesa o en
un cóctel literario?

Los católicos cultos descontentos eran como un campo recién arado y rastrillado a la
espera de que los teólogos revolucionarios sembraran su semilla.

Cuando al ser elegido el papa Juan XXIII se abordó el tema de la reforma, ellos
inmediatamente la interpretaron como un quitarse de encima todas estas vergüenzas.

Tales, me parece a mí, fueron los principales defectos de los católicos occidentales en
vísperas del Concilio. Nada sensacional. En todos los periodos de la historia de la Iglesia
ha existido un buen grado de conformismo social, complacencia, tibieza, mínima
práctica, falta de celo apostólico y espíritu rutinario. Entonces, ¿cómo pudieron estas
cosas hacer tanto daño sin que nadie lo advirtiera? Los efectos parecen totalmente
desproporcionados en relación con las causas.

Por lo menos, antes de la Reforma, y también antes de la Revolución francesa, los


síntomas de decadencia -obispos ausentes, clérigos con concubinas, venta de oficios
eclesiásticos, rentas de conventos y monasterios desviadas a los bolsillos de los seglares-
habían sido visibles para todos, y durante mucho tiempo se esperó una catástrofe.

Por otra parte, como señaló el papa Pablo VI, antes del Concilio Vaticano II había
muy poco, si es que había algo, de todo eso para poder protestar. Prevalecían el orden y
la regularidad de la vida. Las irregularidades y los desórdenes -misas sacrílegas,
cohabitación de curas y monjas, clérigos manejando pistolas- habían seguido a las
reformas. La secuencia normal de acontecimientos había sido invertida. Esto es lo que
mucha gente encuentra tan sorprendente.34

¿Cuál es, entonces, la explicación?

Podemos, quizá, encontrar un principio de explicación en el clima social del


posrenacimiento europeo. Gracias a la influencia del protestantismo y al surgimiento de
la ciencia moderna, al espíritu del sistema y a la conducta pública ordenada se le
atribuyó una importancia creciente. Como resultado, y como suma a sus grandes y reales
logros, la Contrarreforma y el renacer religioso del siglo XIX tuvieron un inesperado
efecto secundario. Numerosos católicos de los países culturalmente dominantes del
Norte de Europa y de Estados Unidos, por primera vez en la historia, fueron
considerados ciudadanos respetables. Tardó cuatrocientos años, y supuso un
considerable esfuerzo. La respetabilidad es algo muy poco católico. Buena parte de ella
fue el resultado de no querer fallar ante los hermanos separados y los no creyentes. Pero,

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por fin, el trabajo estaba hecho. Muchas razones que provocaban la crítica de los no
católicos a las naciones católicas que habían sido la causa de tales complejos de
inferioridad: presbíteros arruinados, sotanas con manchas de grasa, mendigos llenando
los porches de las iglesias, irregularidades generales e ineficacias aparentes, al parecer
habían (si nos olvidamos de Sicilia y sus manchones que afean el paisaje) sido
corregidos o barridos por fin bajo la alfombra, y estábamos orgullosos de ello.35

En Francia, Alemania, los Países Bajos, Estados Unidos y Australia, por lo menos, un
católico puede ir con la frente bien alta con el mejor de sus vecinos protestantes o no
creyentes. Pero nuestra respetabilidad, duramente ganada, había ocultado a la mayor
parte del mundo y a nosotros mismos el hecho esencial: que la mayoría de nosotros se
preocupa por Dios mucho menos de lo que parece.

Los nuevos teólogos, sin embargo, no estaban entre los que quedaban aturdidos por
esa enorme fachada. Es hora ya, por tanto, de mirar a las «nuevas orientaciones» y
desarrollos del Concilio que iban a remediar los defectos ahora descritos y que se
esperaba que acabaran con la «separación entre fe y vida». Afectaban a cinco áreas de la
fe: la naturaleza y misión de la Iglesia como un todo; su gobierno por el Papa y los
obispos; el papel de los seglares en las relaciones de la Iglesia con otros cristianos y
demás religiones; y, finalmente, la relación entre la misión de salvación de la Iglesia y
las actividades mundanas de los hombres; o, dicho de otra manera, entre la historia de la
salvación y la historia de la civilización y el progreso humanos.

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a Iglesia, todos los seguidores de Jesucristo unidos a su cabeza por el bautismo
y la fe, no es algo que tenga que ser descubierto, inventado, construido o remodelado.
Simplemente, es. Ahora bien, su ser íntimo contiene un elemento de misterio.

Para descubrir ese misterio, la Biblia, los Padres de la Iglesia y ella misma mediante
su enseñanza oficial y la de los teólogos autorizados han usado muchas imágenes,
algunas de las cuales han recibido a lo largo de la historia más atención que otras. Pero
todas son parte de su autocomprensión general. Ninguna de ellas dice todo lo que puede
ser afirmado. El intento de explicar la Iglesia recurriendo a una sola imagen resulta
distorsionador. Muchos de sus actuales problemas son precisamente consecuencia de
este tipo de selección.

Entre las imágenes de la Iglesia mencionadas por el Concilio, están: Cuerpo de


Cristo, Novia y Esposa; redil para el que Cristo es la entrada y rebaño a favor del cual,
como Pastor Principal, ha entregado su vida; campo donde el trigo y la cizaña crecen
juntos hasta la cosecha; vid en la que las ramas y las hojas deben permanecer unidas a su
tronco para vivir; templo construido con piedras vivas; familia o casa de Dios; pueblo de
Dios, segundo Israel o nueva raza elegida que camina, como exiliado y peregrino en este
mundo, hacia su hogar en el cielo: la nueva Jerusalén celes tial.36

El elemento de misterio se debe a que este cuerpo social único, dentro del espacio-
tiempo -en el cielo, el purgatorio, igual que en la tierra- tiene un objetivo y un fin
principalmente sobrenatural. En otras palabras, tiene dimensiones tanto visibles como
invisibles.

Contemplada desde fuera, la Iglesia terrenal se asemeja mucho a otras organizaciones


civiles, con sus dirigentes, leyes, instituciones y actividades habituales. Así es vista por
el mundo. Y dentro de sus límites, el mundo está en lo cierto. Dios quiso que la Iglesia
fuera así. De hecho, en su propio reino, según una vieja definición, la Iglesia es una
«sociedad perfecta»: esto es, tiene en sí misma todo lo necesario para su vida y su
misión; tiene límites reconocibles; no depende de ninguna otra sociedad (no es, por
ejemplo, como tantos reyes, emperadores y hombres de Estado que han intentado hacer

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de ella un departamento o Estado).

Por supuesto, el estilo de gobierno de la Iglesia, no su esencia, sino la forma en que


es ejercido, se puede colorear con estilos seculares contemporáneos. En este sentido, la
época del absolutismo y de la grandeza principesca dejó ciertas huellas en la piel de la
Iglesia, de una forma a la que ya me he referido anteriormente. Huellas que han sido
borradas con facilidad, sin tener que tocar la sustancia del oficio papal o episcopal. Se
trataba, en general, de cambiar su modo de ejercer la autoridad y su forma de vida, así
como de quitar unos cuantos metros de moaré en ceremonias de Estado.

Tal es el comportamiento visible.

Pero esta sociedad, naturalmente organizada y gobernada, es también una comunidad


de creyentes que, tanto gobernantes como gobernados, cuando no se separan de Dios por
el pecado, viven la vida divina de gracia habitual o santificante, lo mismo que la vida
biológica y natural, actuando bajo el impulso del Espíritu Santo, no todo el tiempo, claro,
sino cuando le dejan. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia.

Esta dimensión de la Iglesia sólo pueden reconocerla los creyentes. Aparezcan o no


así ante los de fuera, y aunque a ellos mismos les pueda parecer a veces increíble, los
fieles son realmente, en palabras de San Pablo, una «nueva creación». Todos tienen
dones espirituales y carismas de algún tipo, incluso cuando con frecuencia fallan al
usarlos o desarrollarlos como es debido.

Sin embargo, la sociedad visible o Iglesia institucional, que es como les gusta
llamarla a los disidentes, y la comunidad guiada por el Espíritu no son dos realidades
separadas, o unidas artificialmente como bloques de piedra que se pegan con cemento.
Tampoco están opuestas entre sí (como en la teología del Concilio), con el Espíritu
Santo haciéndose la guerra a sí mismo con ellas. El Espíritu Santo actúa valiéndose de la
institución (pastores, sacramentos, leyes y formas de gobierno), y también directamente
sobre el alma individual, en una relación de subordinación: la dimensión institucional
está llamada probablemente a desaparecer en el último Día; hasta entonces, sin embargo,
es un instrumento del Espíritu Santo.37

Ésta es la comprensión de la Iglesia que los católicos deben tener, y que yo creo que
la mayoría siempre ha tenido. Sin embargo, por diversas razones, es posible que uno de
los dos aspectos o dimensiones, el visible o el invisible, el humano o el divino, sea
subrayado a expensas del otro. Cuando eso ocurre, pueden darse dos situaciones.

Cuando se pone demasiado énfasis en la organización, se termina cubriendo con un


velo la dimensión celestial dejando a la vista únicamente lo que es terrenal, y los fieles
identifican a la Iglesia fundamentalmente con sus dirigentes. Hasta cierto punto, esto es
bastante inevitable, puesto que el Papa y los obispos constituyen la matriz visible de la

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Iglesia. Dios convocó a la comunidad de los creyentes por medio de los Apóstoles, y a
través de sus sucesores continúa manteniéndola viva. La jerarquía precedió a la
comunidad; no surgió después de la comunidad bajo presión de la necesidad. El triple
poder de Cristo: de profeta, sacerdote y rey, se trasmite a la jerarquía en primer lugar.

Pero es verdad que, en no poca medida, la identificación de la Iglesia con sus


dirigentes tiende realmente a distorsionar la comprensión, por parte de los fieles, de lo
que es la Iglesia y de su verdadero papel dentro de ella. Se produce en sus mentes una
especie de separación entre ellos y la Iglesia (estoy hablando, desde luego, de ideas y de
actitudes inconscientes, o semiinconscientes). La Iglesia tiende a aparecer como algo
externo, como un hotel o unos grandes almacenes donde ellos acuden de cuando en
cuando para conseguir ciertos bienes y servicios espirituales, sin tener ninguna conexión
más profunda con el «negocio» que la de ser clientes habituales.

Y desde luego, aunque sea una caricatura, la comparación contiene un punto de


verdad. Porque incluso hoy, ¡con cuánta frecuencia, después de todo lo que han afirmado
muchos proclamando que «todos somos Iglesia», se les oye decir a ellos mismos: «¿Por
qué hace la Iglesia esto o aquello?», ¡como si ellos mismos estuvieran fuera, ajenos a
ella! De lo que hablan entonces no es de la Iglesia, sino del magisterio, o del
episcopado.38 Incluso los mismos documentos del Concilio no siempre evitan hacer esa
identificación.

Tal estado mental estimula un acercamiento individualista a la religión, algo tan


deplorado por los nuevos teólogos y por los partidarios de la reforma. La religión está
para conseguir el cielo evitando el pecado mortal y los clérigos para proporcionar los
medios. Los fieles son recipientes pasivos de los servicios de los clérigos. Extender la fe
es misión del clero, mientras que las obras de caridad a gran escala son para las órdenes
religiosas.

Alternativamente, los fieles pueden entender su relación con el clero en términos


militares. Los clérigos serían los oficiales y los fieles la tropa. Los oficiales dan las
órdenes y la tropa obedece, a menudo sin comprender las razones de las órdenes. Éstas
se fraguan lejos, en el cuartel general, nadie sabe bien por qué.

Esta forma de ver las cosas es menos metafórica que la del hotel o el gran almacén,
ya que en cualquier ejército los oficiales y los hombres de tropa al menos son
conscientes de pertenecer todos a un cuerpo con un único objetivo común: la derrota del
enemigo. Y como hemos visto, muchos fieles eran una tropa satisfecha unida a sus
oficiales y feliz de ser guiada por ellos. Tenían un fuerte sentido de pertenencia, pero no
de tomar la iniciativa.

Aun así, la analogía militar no da una imagen completamente precisa de la deseable


relación clérigos-laicos. Además de debilitar la iniciativa de los laicos, hace que la

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religión parezca demasiado como un asunto que se limita a «observar las normas».

Al decir todo esto, no estoy criticando ni la preocupación por la salvación personal -a


la postre nadie puede salvar el alma de un hombre, sólo él mismo con la ayuda de Dios-
ni la importancia de observar la ley. Ninguna santidad cristiana puede edificarse sin
ellas. Los mandamientos son como una rampa de lanzamiento sin la cual el cohete de la
vida espiritual no puede elevarse del suelo. Pero cuando la salvación personal y la
observancia de la ley se consideran como la única sustancia de la religión, el resultado es
una idea empobrecida de la vocación cristiana, que es, esencialmente, la incorporación a
un misterio sobrenatural.

También sería un error pensar que muchos fieles no tenían un conocimiento hondo y
práctico de la dimensión sobrenatural de la Iglesia. Poseían una fe firme en la realidad de
los milagros y de las apariciones de Cristo y de su Madre a algunas personas santas;
«experiencias religiosas» que, desgraciadamente, demasiados reformistas estaban
ansiosos de minusvalorar quitándoles importancia sobre la base de que el hombre
moderno difícilmente podría creer en ellas. Cristo, su Madre, los santos, y las almas del
purgatorio eran tan reales para ellos como sus propias familias y amistades. Sabían
también que, al ser fuentes de la gracia, los sacramentos realmente «funcionaban».
Habrían necesitado, eso parece cierto, una comprensión de las dos dimensiones
teológicamente más integrada.

Por otra parte, el énfasis en la dimensión invisible a expensas de la visible ha sido


normalmente el primer paso en el camino de la herejía. Fue el camino que escogió
finalmente Tertuliano, seguido por los fundadores de buen número de sectas medievales
y al final también por Lutero.

Para Lutero, la Iglesia era «solamente la congregación o asamblea de los santos, esto
es, de hombres creyentes y piadosos de este mundo, que se reúne, asistida y gobernada
por el Espíritu Santo». La Iglesia no tiene límites visibles; sólo los virtuosos pertenecen
a ella, y todos sus miembros son sacerdotes en igualdad de condiciones. El
nombramiento de ministros especiales para liderar o gobernar la comunidad ha de estar
en función de la conveniencia de los hombres. El clero no tiene poderes que no tengan
otros miembros de la comunidad. En relación con lo que hay que creer, el Espíritu Santo
lo hace saber a través del consenso de los fieles. Ésta era, al menos, la teoría. En la
práctica, las creencias de cada confesión las determinaba su fundador o sus miembros
dominantes.

Otra idea que se encuentra a menudo en movimientos de este tipo es la de una «nueva
edad o era del Espíritu Santo», que está aproximándose. La edad del Antiguo
Testamento pertenecía a Dios Padre, la del Nuevo Testamento y la de la Iglesia
pertenecían a Dios Hijo. El reino de la Iglesia, sin embargo, se ha terminado. El futuro
pertenece al Espíritu Santo que está a punto de inaugurar una era de libertad espiritual

74
perfecta en la cual el gobierno y las instituciones de la Iglesia serán innecesarios. El más
famoso exponente de esta teoría fue el abad de Calabria del siglo XII, Joaquín de Fiore.
Reencarnaciones fantasmales de todas estas ideas empezaron a aparecer otra vez después
del Concilio, particularmente entre las formas más extremas de pentecostalismo
protestante, un movimiento carismático.

Éstas pueden ser las consecuencias de subrayar con parcialidad la dimensión invisible
de la Iglesia.

En ningún momento de su historia dejó de hablar la Iglesia de ambas dimensiones,


pero en el periodo posterior a la Reforma, la necesidad de defenderse contra las teorías
de Lutero la llevó a poner un énfasis especial en su existencia como sociedad organizada
con límites reconocibles, cuyo liderazgo, leyes e instituciones tienen su origen en Dios.
Le pertenecen sólo los que aceptan su autoridad y creen como ella, incluyendo tanto a
pecadores como a santos. El teólogo y cardenal jesuita de los siglos XVIXVII, San
Roberto Belarmino, no acuñó el término «sociedad perfecta», pero fue el principal
responsable de que se convirtiera en la definición predominante de la Iglesia durante los
dos siglos y medio posteriores, con algunas de las consecuencias ya descritas.

El destacar la dimensión invisible fue, por tanto, una de las primeras preocupaciones
de los partidarios de la reforma. Con ello no hacían nada nuevo. Restablecer el equilibrio
adecuado había sido uno de los objetivos del movimiento para la reforma teológica en el
despertar de las guerras revolucionarias y napoleónicas.

La tentativa comenzó en Alemania bajo el liderazgo del teólogo bávaro Michael


Sailer, profesor en la recién fundada Universidad de Landshut, y con su alumno más
famoso Johann Adam Móhler (1796-1838), que enseñó en Tubinga y después en
Múnich, donde había sido trasladada la Universidad de Landshut.

Los primeros escritos de Móhler sobre la Iglesia fueron hechos siguiendo un molde
galicano. Aun poniendo el acostumbrado acento en la Iglesia como sociedad visible, el
Papa quedaba subordinado, en última instancia, al voto mayoritario de los obispos.
Luego, en parte bajo la influencia del romanticismo alemán, con su interés en la cultura
folklórica, y en parte como resultado de sus estudios de teología protestante,
emprendidos con el propósito de llegar a un conocimiento más profundo de los puntos de
acuerdo y desacuerdo, dio un giro en otra dirección e hizo de la acción del Espíritu Santo
en toda la comunidad el factor más importante. Según él, es el Espíritu Santo quien hace
que la comunidad exista. La fe y la caridad que imparte el Espíritu Santo a los creyentes
individuales proporcionan el impulso interior hacia la unidad personificada localmente
en el obispo, y en toda la Iglesia, en el Papa. La ordenación es una señal de que un
miembro concreto de la Iglesia se ha convertido en capaz de representar el amor de un
cierto número de creyentes.

75
El segundo estadio en el desarrollo del pensamiento de Móhler sobre la Iglesia,
encontró expresión en su libro, La unidad en la Iglesia39 (1825). Aquí, la jerarquía de la
Iglesia parece deber su origen, a veces, más al impulso de la comunidad hacia la unidad
que a su descendencia, por sucesión, desde los apóstoles.

Finalmente, sin embargo, al poner el acento principal en Cristo y en la Encarnación


logró un equilibrio que hacía justicia a ambas dimensiones de la Iglesia: la acción del
Espíritu Santo y la organización visible. La Iglesia, el cuerpo de Cristo con el Espíritu
Santo como su alma, es una extensión en el espacio y el tiempo de la Encarnación. Es un
cuerpo visiblemente organizado, porque Cristo tenía un cuerpo. También puso al Papa y
los obispos en una relación correcta.

Esta visión final de la Iglesia la expuso en su Simbólica.40

76
n el capítulo 3 mencioné la enseñanza del Concilio sobre la «colegialidad»,
que se refiere a la relación entre el Papa y los obispos como dirigentes, individual y
colectivamente, de la Iglesia universal. En otras palabras, trata del gobierno de la Iglesia
al más alto nivel. Una breve excursión al pasado es, creo yo, la mejor manera de mostrar
por qué se creía que este tema necesitaba una clarificación.41

La colegialidad no es una doctrina nueva en el sentido de que descubra algo que no


estuviera ya implícito antes. Todo lo que la Iglesia enseña ha existido siempre, bien en
su práctica pública o en su pensamiento consciente o inconsciente.

A propósito de la relación papa-obispos, las dos cosas existentes desde el principio,


eran: primero, que Cristo no quiso que el gobierno de la Iglesia fuera una monarquía
absoluta como las de los siglos XVII y XVIII, con el Papa como un rey capaz de alte rar
las cosas a voluntad y los obispos como cortesanos tipo Versalles diciendo «sí» a todos
sus antojos; segundo, y yendo al otro extremo, que tampoco se dedicó a preparar una
federación de pequeños principados independientes como el imperio germánico
medieval, con cada obispo sometiendo de mala gana parte de su poder a una autoridad
central en aras de la seguridad colectiva. Él intentó algo muy diferente.

La constitución de la Iglesia podría, quizá, describirse mejor como un sistema de


virreinatos bajo un virrey supremo sujeto a un monarca que se ha marchado de viaje por
un tiempo, o como una hermandad de pastores enseñando y gobernando juntos con y
bajo un pastor jefe.42 Si no fuera así, sería imposible explicar por qué en el momento en
que Constantino dejó a la Iglesia libre para actuar más o menos a su aire encontramos,
por una parte, a los obispos reuniéndose de cuando en cuando en concilios generales y
locales y, por otra, el reconocimiento de la posición especial del sucesor de Pedro, y su
derecho a resolver disputas doctrinales y a juzgar en materias disciplinares. El hecho de
que el reconocimiento fuera con frecuencia reticente, y a veces se sustanciara, incluso,
con oposición, sólo prueba que el derecho formaba parte de la fe de la Iglesia desde el
principio. Los papas nunca hubieran podido establecer un derecho así contra las
creencias de la Iglesia en su conjunto, si tal derecho no hubiera pertenecido a la
Tradición. Al mismo tiempo, aparecía explícitamente en San Mateo. No hubo críticos
bíblicos en los siglos III, IV, y V, que dijeran a la gente que las palabras: «tú eres Pedro
y sobre esta piedra... etc.», no significaban lo que parecían significar, o que eran una

77
interpolación posterior.

Lo que no fue comprendido exactamente, o se dejó de lado desde el principio, fue el


límite de los derechos de los papas como maestros supremos y gobernantes de la Iglesia
Universal en todos sus detalles y la manera de armonizarlos con los de los obispos como
representantes de Cristo en sus diócesis individuales, o con los de los grupos de obispos
que colaboraban en regiones determinadas. Se trata de algo que Dios quiso que fuera
saliendo a la luz a lo largo del tiempo, según pasaba la Iglesia de ser como una semilla
de mostaza a convertirse en «el mayor de los jardines». Pero no sería un crecimiento sin
problemas. Dios determinó que la Iglesia viviera en un mundo que no sólo lleva sobre sí
las señales de su bondad y poder, sino que permite que esté continuamente alterado,
especialmente en su parte humana, por las actividades de nuestro principal enemigo, que
siempre deja su huella en el desarrollo de la comprensión de la Iglesia, y lo haría
especialmente en el tema de las relaciones entre el Papa y los obispos, y en otras muchas
cosas.

Para sembrar la confusión, el instrumento más útil del enemigo fue y sigue siendo la
fragilidad humana. De cuando en cuando, la cobardía, el carácter mundano e incluso, en
unos pocos casos, la maldad manifiesta de ciertos papas provocaron la rebelión contra su
autoridad, mientras que realidades como los celos, la ambición y el orgullo nacional
fueron los problemas típicos de los menos santos del episcopado. En cualquier disputa
que implicara al papado, la tentación de los obispos menos espirituales era ponerse de
parte del gobierno local, siempre ansioso de limitar la autoridad papal y establecer
iglesias nacionales. Se puede decir que los gobernantes seglares son, casi «por
naturaleza», reacios a que una autoridad externa influya sobre los súbditos controlados
por ellos.

Éstos fueron los factores principales que llevaron al cisma entre la cristiandad
occidental y la oriental en 1054, que se hizo casi total después de la caída de
Constantinopla a manos de los turcos en 1453.

Cuando el Imperio romano se convirtió en lo que hoy llamaríamos Imperio bizantino,


los emperadores, con el apoyo de unos obispos hostiles a Roma por diversas razones,
asumieron gradualmente el papel, no en la práctica sino en la teoría, de cabeza, tanto de
la Iglesia como del Estado. Así nació lo que los historiadores llamaron cesaropapismo.
El César era, a la vez, jefe de la Iglesia y del Estado.

El cesaropapismo sólo triunfó tras una larga lucha. En el mismo oriente hubo durante
siglos un partido pro papista liderado por grandes santos como Máximo el Confesor y
Teodoro Estudita. Pero al final, conforme oriente y occidente se iban separando cultural
y políticamente cada vez más, el gobierno imperial, incitado por clérigos serviles,
ambiciosos o nacionalistas, terminó enajenando del papado las mentes de sus súbditos
más o menos por completo.

78
En occidente, la comprensión del ministerio papal se desarrolló al principio más
armoniosamente. Los obispos santos y los misioneros que llevaron la fe a los invasores
bárbaros se habían situado en el buen camino en relación con la autoridad de Pedro. Las
peleas entre la Iglesia y el Estado versaban fundamentalmente sobre cuestiones prácticas.
Hasta que los primeros principados medievales no empezaron a convertirse en naciones-
estado modernas, no empezó, en el plano teórico, el desafío a la autoridad papal.

Cronológicamente, el primero de estos desafíos adoptó la forma llamada


conciliarismo.

Conciliarismo es la teoría según la cual los obispos reunidos en concilio general


representan la más alta autoridad en la Iglesia. El Papa está vinculado y debe obedecer a
la mayoría del concilio.

Desde la época de los primeros concilios (siglos IV y V), ha habido intentos de


celebrar concilios generales sin el consentimiento papal o de legislar a través de ellos en
oposición al Papa reinante. Pero la teoría tomó forma explícita primero en occidente en
la época del Gran Cisma (1378-1417) y de los Concilios de Constanza (1414-1418) y
Basilea (1431). El Concilio de Constanza, en el que los sacerdotes excedieron en número
a los obispos en las primeras sesiones, trató de vincular al papa Martín V a los concilios
generales regulares; diez años después, en Basilea hubo intentos de imponer
restricciones similares al papa Eugenio IV.

A pesar de las repetidas condenas, el conciliarismo iba a perturbar la vida de la


Iglesia proporcionando las bases de unos cismas incipientes hasta finales del siglo
XVIII.

El galicanismo, movimiento hermano del conciliarismo, era simplemente una forma


occidental de cesaropapismo. Como teoría, empezó a tomar forma bajo el rey francés
Felipe el Hermoso (1268-1314), quien intentó subordinar el papado a la monarquía
francesa, pero ganó su nombre de los cuatro artículos de fe galicanos, un credo especial
de los franceses que Luis XIV intentó imponer a sus súbditos en el siglo XVII. Ya no era
posible que el gobierno francés convirtiera al Papa en un muñeco francés como lo había
hecho en el siglo XIV. Las monarquías rivales de España y Austria no lo habrían
permitido. La solución de Luis fue excluir al Papa lo más posible de la vida de la Iglesia
local, sin romper realmente con él como había hecho Enrique VIII.

Según los artículos galicanos, el Papa no sólo está subordinado al concilio general,
tampoco puede tocar las costumbres de la Iglesia local, ni criticar o censurar nada de lo
que los gobernantes hagan en asuntos temporales. Sobre la fe y la moral, sus juicios no
son definitivos hasta que no sean aceptados por toda la Iglesia. En la práctica galicana, ni
las bulas ni otros documentos papales pueden ser publicados sin el permiso (exequatur, o
placet) del gobierno local.

79
Posteriormente, Luis XIV retiró los artículos galicanos, pero siguieron siendo
enseñados en los seminarios franceses, y en el siglo XVIII se extendieron por toda la
Europa católica. Fuera de Francia, sus principales valedores fueron el emperador José II,
su hermano Leopoldo, gran duque de Toscana, y el apologista eclesiástico alemán de la
teoría, Nicholas von Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris, que usaba el sobrenombre de
Febronius. Según él, siendo iguales todos los obispos, el Papa no tenía autoridad fuera de
su propia diócesis; la constitución original de la Iglesia era «colegial», no «monárquica».

A pesar de esto, y aunque está extendida la idea de que el poder papal fue creciendo
desde la Baja Edad Media hasta el Concilio Vaticano II, de hecho, el poder papal había
ido menguando desde finales del siglo XVI, y hacia 1780 había alcanzado uno de sus
puntos más bajos. Parecía, entonces, como si una revolución general contra el papado
estuviera a punto de explotar en las monarquías católicas de Europa, seguida por el
establecimiento de iglesias nacionales, casi independientes; entonces, repentinamente,
todo los tumultuosos grupos de galicanos y febronianos -emperadores, reyes, hombres de
estado, obispos, sacerdotes y teólogos- fueron puestos en fuga, ejecutados, o
desaparecidos en las turbulencias de la Revolución francesa. Ésta fue, ciertamente, lo
que se llamaría hoy «una experiencia negativa» para la Iglesia, pero logró, por lo menos,
hacer ese gran servicio.

Aunque la mentalidad galicana sobrevivió a la Revolución, y en las monarquías


católicas supervivientes como Austria persistió hasta la Primera Guerra Mundial (sin
duda, nunca morirá por completo), ya no tenía el mismo vigor. Los políticos
revolucionarios se parecían ahora a los gobernantes católicos de Europa, unos
competidores más peligrosos para la lealtad de sus súbditos de lo que nunca lo habían
sido los papas. Además, después de 1850 los papas podían contar cada vez más con el
apoyo de los fieles normales, a los que, tanto los trenes como los periódicos, los estaban
acercando físicamente. El conciliarismo y el galicanismo nunca fueron movimientos
populares. Su atractivo estuvo siempre en los miembros de las clases dominantes, los
clérigos destacados, la alta burguesía y la «inteligencia». ¿Por qué los buenos y
honorables franceses y alemanes (hoy holandeses, ingleses o americanos) tendrían que
ceder ante miserables extranjeros, especialmente italianos?

Éste era, pues, el escenario de fondo de las definiciones del Concilio Vaticano 1
sobre el primado papal (la autoridad de los papas como gobernantes supremos de la
Iglesia Universal) y la infalibilidad (su protección frente al error cuando enseñan sobre la
fe y la moral). El primer Concilio Vaticano no sucedió como algo caído del cielo; fue
una reafirmación no provocada de las prerrogativas del Papa. Fue también la
culminación de una larga lucha entre visiones enfrentadas sobre cómo quería Cristo que
fuera gobernada su Iglesia al máximo nivel. Aunque efectivamente algunas veces los
fallos de ciertos papas habían dado pie a cuestiones como el conciliarismo y el
galicanismo, la gran mayoría de los católicos siempre supo «instintivamente», cuando no
explícitamente, que el Papa no está sometido al cuerpo de obispos (la Iglesia no es

80
episcopaliana) y que su autoridad como maestro y dirigente no se ejerce en una región
particular sólo con el consentimiento del episcopado local, sino que alcanza a toda la
Iglesia. Fue esto lo que finalmente puso fuera de toda duda el Concilio Vaticano I.

La interrupción y dispersión del Concilio por el estallido de la guerra franco-prusiana


(1870) antes de que tuviera tiempo de tratar la autoridad de los obispos pudo haber
provocado que muchos fieles llegaran a pensar que un obispo es simplemente una
especie de delegado o representante del Papa, como un nuncio. Sin embargo, es difícil
no ver el lapso de cien años antes entre los Concilios Vaticano 1 y II como algo
providencial. Dada la larga tradición de conciliarismo y galicanismo en Europa, se
necesitaba tiempo para que las enseñanzas del Vaticano 1 sobre el primado e
infalibilidad del Papa pudiera penetrar.

Sin embargo, todavía tenía que ser desarrollado el resto de los trabajos del Vaticano I.
Entonces, ¿cuáles son el rango y los límites de la autoridad de un obispo individual, o de
todos los obispos juntos, en relación con la autoridad propia del Papa?

No había dudas a propósito de la autoridad del obispo en su diócesis. Una vez


legalmente elegido o designado, y reconocido por el Papa, un obispo gobierna su
diócesis por derecho divino. Excepto en materias especialmente reservadas a la Santa
Sede, el obispo no tiene que pedir permiso al Papa para lo que dice y hace. En cada
diócesis, las dos autoridades, papal y episcopal, se penetran mutuamente. La más alta
autoridad del Papa está dirigida a apoyar, no a extinguir, el ejercicio de sus poderes por
parte del obispo.

La cuestión que ocupaba a los teólogos en el periodo preconciliar era si los obispos,
de alguna manera, comparten individual y colectivamente el gobierno de toda la Iglesia,
y de qué forma lo hacen. Indiscutiblemente lo hacen en un concilio general; pero, ¿y el
resto del tiempo? Y además, ¿cuál es el fundamento teológico de ese poder compartido?

Para contestar a estas dos preguntas, los teólogos empezaron examinando la idea de
que todos los obispos juntos, con y bajo el Papa, forman un «colegio o cuerpo
permanente», tal y como los apóstoles, con y bajo Pedro, formaron un colegio o cuerpo
permanente.

La dificultad que tuvo el Concilio para dar forma a sus enseñanzas -todas sus
implicaciones así como la forma de aplicación son todavía objeto de apasionantes
debates- procedía de dos causas. La primera era el compromiso de no emitir definiciones
formales. La segunda, la tendencia de la gente de hoy a pensar sobre prácticamente todo
en términos políticos, incluyendo, según parece, a no pocos de los que tomaban parte en
el Concilio.

El punto esencial que hay que comprender es que «colegio» no se refiere a los

81
obispos aparte del Papa. El colegio episcopal no es como el Congreso de Estados Unidos
«vis a vis» con el presidente, o como el parlamento inglés «vis a vis» con el monarca.
Sin el Papa, su miembro principal y su cabeza, no hay colegio. La primacía del Papa y la
colegialidad episcopal son nociones complementarias, no antitéticas.

¿Cómo participan los obispos concretamente en el gobierno de la Iglesia universal?

En primer lugar, naturalmente, gobernando su propia diócesis. Después, el gobierno


«colegial» significa que los obispos posean una actitud de cooperación volcada hacia
fuera, más que, como hasta ahora, de mantener derechos y deberes. Las palabras que usa
repetidamente el Concilio son preocupación y «solicitud». En la Iglesia, el interés de un
obispo no puede limitarse a su propia diócesis. Los obispos deben mostrar preocupación
y solicitud por el bien de toda la Iglesia. En lo que se refiere al Papa, la colegialidad
implica consultas generalizadas, aunque no sean vinculantes. Depende del Papa decidir
cuándo debe o quiere ejercer su autoridad suprema, y si lo quiere hacer personalmente o
con la ayuda del resto del colegio.

Siempre ha habido más cooperación y más consultas en ambas direcciones de lo que


generalmente se piensa. La historia nos brinda muchos ejemplos (San Hilario de Poitiers,
San Eusebio de Vercelli, San Bonifacio; y más cercano a nuestra época el cardenal
Lavigerie) de obispos que actúan fuera de su propia diócesis para ayudar a otros obispos
de la Iglesia. Muy frecuentes han sido también los casos de papas que se dirigían a
determinados obispos pidiéndoles consejo o haciéndoles llegar consultas. Además, los
papas consultan regularmente al colegio cardenalicio.

Para clarificar más todo esto, a partir del Concilio la Iglesia ha trazado una distinción
entre los actos estrictamente colegiales, y lo que son expresiones del espíritu colegial.43

Los actos estrictamente colegiales tienen que realizarse por el colegio entero. En este
sentido, el Concilio universal es la instancia más obvia. Pero aquí también debemos
darnos cuenta de que, como ocurre con el colegio, no puede haber un concilio universal
legítimo al margen del Papa. Para que sea un auténtico concilio general, debe ser
convocado, o subsecuentemente reconocido por un Papa. Tampoco los concilios
generales son para el gobierno diario de la Iglesia. Son convocados para tratar
emergencias o problemas particulares; y sólo tienen fuerza eclesial los actos que ratifica
la Santa Sede.

El otro único acto estrictamente colegial que el Vaticano II parece prever es el de la


petición del Papa a todo el episcopado de su asentimiento para alguna tarea o propuesta
sin que tengan sus miembros que salir de sus diócesis.

Por otra parte, cuando un obispo envía sacerdotes, dinero u otras ayudas a lugares
donde los necesitan, está mostrando también un espíritu colegial. Y lo mismo puede

82
decirse en relación con obispos de un país o región concretos cuando actúan
concertadamente. Sus acciones no son actos colegiales. El colegio es invisible. Una parte
no puede actuar por el todo.

Esto también se aplica a las conferencias episcopales. Alentadas por Pío XII, y
convertidas en algo obligatorio por el Concilio, las conferencias episcopales son una
expresión importante del espíritu colegial, pero no son parte de la constitución
fundamental de la Iglesia. Las autoridades principales siguen siendo el obispo individual
o el Papa junto con todos los obispos.

Para mantener el espíritu de colegialidad, el papa Pablo VI concedió a los obispos y a


las jerarquías nacionales poderes de decisión en un número creciente de casos hasta
entonces reservados a la Santa Sede. Aunque estas transferencias de poder no sean
irrevocables, necesariamente aumentan la autoridad episcopal del obispo local también a
ojos de su rebaño.

La internacionalización de la curia romana fue otra de las medidas tomadas por el


papa Pablo VI para promover el espíritu de colegialidad. El objetivo era implicar a
obispos y sacerdotes de tantas partes del mundo como fuera posible en el gobierno de la
Iglesia por el Papa. Hacia 1985, el número de italianos había sido reducido del 88 por
ciento al 44 por ciento, y en los niveles más bajos del 56 al 23 por ciento. El componente
italiano sería, sin duda, todavía más bajo si las condiciones de trabajo fueran más
atractivas. Un acomodo razonable en Roma es difícil de encontrar, y cuando se logra
resulta caro; los salarios de la curia son bajos, y no a todo el mundo le gustan los
espaguetis.

Sin embargo, la expresión más significativa del espíritu colegial es, sin duda, el
Sínodo episcopal, que fue establecido por el papa Pablo VI durante las últimas sesiones
del Concilio (septiembre de 1965), y fue oficialmente establecido unos días después
mediante su «motu proprio» Apostolica Sollicitudo.

El sínodo normal convoca a una reunión en Roma, cada tres o cuatro años, a un
grupo de obispos que, previamente elegidos según reglamento, representan a todo el
episcopado católico. Su finalidad (en palabras del papa Pablo VI) es demandar
«consultas y colaboración cuando nos parece oportuno para el bien general de la
Iglesia». Después de amplias consultas, el Papa elige el tema de discusión y un año más
tarde más o menos resume el trabajo de la reunión concretándolo en un documento
(Exhortación apostólica) dirigido a toda la Iglesia. Un secretariado general permanente,
supervisado por una comisión de obispos elegidos para ello, organiza las reuniones y ata
los cabos sueltos. El sínodo es un cuerpo estrictamente consultivo, aunque Juan Pablo II
insinuó que podría dar poderes deliberativos a una reunión concreta. Como en el caso de
un concilio general, si las circunstancias pudieran exigirlo.

83
Siempre que la enseñanza del Vaticano II sobre la colegialidad sea considerada como
complementaria a la del Vaticano 1 sobre el primado y la infalibilidad papales, los
resultados serán sin duda alguna buenos. Entre otras cosas, deberían ser más fáciles las
reuniones entre católicos y ortodoxos.

Desgraciadamente, las doctrinas de los dos Concilios fueron interpretadas, en alguna


medida, como contradictorias -la colegialidad sólo puede alcanzarse reduciendo la
autoridad papal- utilizándose en beneficio de un conciliarismo y un galicanismo
revividos.

Al final del Concilio, muchos esperaban que los sínodos pudieran convertirse en
concilios generales que dieran órdenes al Papa cada tres o cuatro años. Esto fue
particularmente visible en el primer sínodo de 1967. Antes de que empezara, se había
puesto en circulación la idea de que el Papa usaría la ocasión para despojarse de algunos
de sus poderes. La esperanza de que esto fuera así fue manifestada en la reunión del
Tercer Congreso Mundial de Laicos que se celebraba en Roma al mismo tiempo. No he
sido capaz de descubrir quién fue el que pensó que sería una buena idea hacer coincidir
esta clamorosa asamblea -imbuida de la convicción de que la autoridad y la infalibilidad
residen en última instancia «en la comunidad»- con el primer sínodo. Pero la intención
parece que fue representar una repetición de los Estados Generales de 1789. Las
ridículas demandas y ataques a la autoridad del congreso seglar estaban dentro de la
mejor tradición del histrionismo francés.44

Con tintes más moderados, en el aula sinodal prevaleció una mentalidad de carácter
también antirromano. La agenda preparada por la Santa Sede fue rechazada, y el sínodo
nombró una comisión de teólogos y obispos «para expresar el parecer del sínodo en
cuestiones teológicas». Hubo también peticiones para instituir una comisión teológica
permanente en Roma. En el pensamiento de algunos, debía ser algo así como un rival de
la Congregación para la Doctrina de la Fe para, con responsabilidad ante el sínodo más
que ante el Papa, poder ser una base desde la que combatir a «la teología romana» en su
propio territorio. Pero Pablo VI permaneció firme. Cuando un año más tarde instituyó la
Comisión Teológica Internacional, ésta quedó firmemente bajo su autoridad y sigue
siendo un cuerpo consultivo. Durante los últimos once años de su pontificado fue más
listo que los que intentaban convertir el sínodo en un concilio general permanente,
dándole la forma que tiene hoy. Esto, dadas las circunstancias, no fue un logro pequeño;
por él, Pablo VI merece más crédito como gobernante de lo que normalmente se
reconoce. La dimensión de su éxito puede ser medida por la irritación de sus oponentes.
En una entrevista en 1992, el cardenal Koening, el retirado arzobispo de Viena, se
quejaba de que «la colegialidad episcopal simplemente no está funcionando. El sínodo
de obispos es sólo un arreglo provisional» (The Tablet, 17 de octubre de 1992).

Entretanto, según progresaban los años ochenta y las esperanzas de tomar el control
de la Iglesia en su centro se desvanecían, las fuerzas disidentes se concentraban en

84
reclamar medidas para incrementar la autoridad e independencia de las Iglesias locales.
El término Iglesia «local», o «particular», no significaba en este caso la diócesis local.
Significaba el conjunto de diócesis nacionales o regionales bajo el liderazgo de la
conferencia episcopal local de ámbito nacional, demasiadas de las cuales han
demostrado estar bajo el control más de burócratas que de obispos.

Ya en el Concilio, el cardenal Ottaviani había señalado que, mientras que los obispos
son sucesores de los apóstoles las conferencias episcopales no tienen tal precedente; y la
Lumen Gentium (n. 25), así como el Código de Derecho Canónico de 1983 (can. 455),
han sacado las consecuencias.45 Las conferencias tienen autoridad cuando reiteran las
enseñanzas universales de la Iglesia; en todos los demás casos, «la competencia de cada
obispo diocesano permanece intacta». A pesar de esto, los intentos de separar a los
obispos individuales de Roma subordinándolos a los dictados de las conferencias
continuaron; y en la década de los ochenta, empezó un movimiento para ampliar la
autoridad de las enseñanzas de las conferencias. A finales del Sínodo de 1985, el
presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos pidió al Papa que estableciera
una comisión para investigar su estatuto teológico. Esto era en sí mismo algo bastante
legítimo, y los motivos del mencionado obispo podían resultar perfectamente aceptables.
Pero al menos en el caso de alguna, la idea parece haber sido que las conferencias
episcopales deberían tener localmente el mismo tipo de autoridad doctrinal vinculante
que tienen los concilios generales para toda la Iglesia. Juan Pablo II estableció la
comisión tal como se había pedido, y trece años después, sobre la base de su
investigación, publicó su «Motu Proprio» Apostolos Suos en cuyo número 18 dice: «Las
conferencias episcopales con sus comisiones y dependencias existen para ayudar a los
obispos, pero no para sustituirlos».

Sin embargo, un único documento papal no puede controlar un amplio movimiento, y


un cierto neogalicanismo puede continuar siendo un problema para la Iglesia durante el
siglo XXI, como lo fue en los siglos XVII y XVIII.46

85
n la Iglesia católica, los años que van de 1860 a 1960 fueron un siglo en que
los movimientos y las asociaciones de seglares empezaron a prosperar de diferentes
maneras, poniéndose todas al servicio de la Iglesia y de sus contemporáneos. Pero sólo
alcanzaban a una fracción de la población total de la Iglesia. ¿Cómo sería persuadido el
resto de los fieles de que la Iglesia es algo más que una agencia de servicios sociales
para llevarnos sanos y salvos al cielo?

El principal remedio del Concilio para la pasividad y el individualismo de los


seglares fueron sus enseñanzas sobre la llamada de todos los miembros de la Iglesia a la
santidad (el «sed perfectos como lo es vuestro Padre de los cielos», no se dijo sólo para
clérigos, monjes y monjas), y el hecho es que los seglares, lo mismo que los clérigos,
comparten con Cristo su triple función de profeta, sacerdote y rey (aunque no de la
misma manera, ni en todos los aspectos).

Ser profeta significa, en primer lugar, ser un maestro de la verdad divina. Aunque
dentro del esquema católico los obispos son los principales guardianes y maestros de esa
verdad, el derecho y la obligación de los laicos de dar testimonio de ella (sea de palabra,
o con el ejemplo) surgen con el bautismo. Deben asegurarse de que lo que están
predicando, o el testimonio que están dando, es realmente la fe de la Iglesia, pero no
necesitan ninguna otra autorización. Si alguien les pregunta: ¿por qué los católicos
adoran las estatuas? No tienen que ir corriendo a su sacerdote o a su obispo para pedirles
permiso para responder que no lo hacen. El bautismo convierte a los seglares en
apóstoles desde el principio.

También hace de ellos, si no sacerdotes en sentido estricto, sí miembros de un pueblo


sacerdotal. Cuando Pedro dijo a los primeros cristianos que eran una raza escogida, una
nación consagrada, un sacerdocio real, no estaba hablando sólo del clero. Los seglares,
es cierto, no pueden decir misa, perdonar los pecados, confirmar, ungir o consagrar curas
y obispos. La Iglesia insiste en la distinción entre «el sacerdocio común» de todos los
fieles y el de los sacerdotes ordenados; es una distinción esencial, y no sólo de grado. Sin
embargo, la vocación del seglar es sacerdotal en la medida en que ha sido llamado por
Dios para ofrecerle su adoración, intercesión y reparación por los pecados, con y bajo
sus sacerdotes, en unión con el Dios-Hombre-Jesucristo. Dios quiere el sacrificio y el
ofrecimiento de todo el pueblo, no sólo de unos clérigos en sentido estricto. Al perfecto

86
sacrificio efectuado siempre que un sacerdote ordenado celebra la misa, el resto del
«pueblo sacerdotal» se une con todos sus «pensamientos, palabras, alegrías, acciones y
sufrimientos», por lo menos una vez por semana mediante la presencia física, y en
cualquier momento con la intención.

La misa, sacrifico de Cristo perpetuado a través del tiempo y el espacio en unión con
su «cuerpo», el pueblo cristiano, es el corazón del misterio cristiano. Es lo que lo activa.
La misa pone en movimiento y hace posible ese morir al pecado y renacer a la nueva
vida que es la esencia del cristianismo.

Esta obra de culto, sacrificio, intercesión y reparación no es sólo para beneficio de los
cristianos. Es para toda la humanidad. Cuando ofrecen alabanzas a la Santísima
Trinidad, oraciones por las necesidades del mundo, y también mediante sus penitencias,
«completando lo que falta a la pasión de Cristo» (Col 1, 24), los fieles son el cuerpo que
existe para atraer la gracia necesaria para que todos los hombres, si así lo quieren,
lleguen al otro mundo sanos y salvos, tratando al mismo tiempo de mantener a éste lejos
de toda corrupción. Se puede comprobar en gran medida cómo actúan los miembros del
cuerpo místico, si son más o menos fieles a su llamada, viendo su situación en el mundo
en un momento dado, lo mismo que el lugar en la otra vida de muchos de sus
compañeros.

En relación con el mundo, la Iglesia o los cristianos cumplen, de alguna forma, el


mismo papel que la tribu de Leví con las otras once tribus en tiempos del Antiguo
Testamento, aunque la relación del clero con los seglares dentro de la Iglesia no es
diferente de la existente dentro de la tribu de Leví entre los sacerdotes mismos que
podían ofrecer solos los sacrificios del templo, mientras que el resto de la tribu se
dedicaba a formas menores de servicio del templo.

Si fuera posible que un gobernante pagano entendiera esas verdades sin convertirse al
cristianismo, uno -esto es reconocer que la fidelidad o infidelidad de sus súbditos
cristianos podría afectar al bienestar de su país entero- no podría imaginarlo forzando a
los cristianos a vivir de acuerdo con su vocación bajo pena de muerte.

Si todo esto fuera mejor comprendido, habría quizá menos cristianos preguntándose,
¿para qué vale la Iglesia?, título de una serie de meditaciones cuaresmales preparadas
para un comité ecuménico inglés hace unos años.

Según el Concilio, los seglares comparten el poder regio de Cristo, en primer lugar,
para vencer el reino del pecado en ellos mismos; después, para servir a Cristo en sus
hermanos (servir a Cristo, que reinó sirviendo, es también reinar) y, en tercer lugar, para
«implicarse en asuntos temporales dirigiéndolos hacia la voluntad de Dios» (Lumen
Gentium, 31, 36).

87
Ahora bien, en relación con este último modo de reinar, el Concilio advierte: el fiel
«debe distinguir cuidadosamente entre los derechos y las obligaciones que tiene como
miembro de la Iglesia y los que le afectan como miembro de la sociedad humana».

Aunque «todo el poder en el cielo y en la tierra» fue dado a Cristo en recompensa por
su «obediencia hasta la muerte», sin embargo, en el tiempo entre su primera y su
segunda venida, Cristo quiere gobernar a la Iglesia pública y directamente sólo en el
campo de su reino espiritual, a través de los sucesores de los apóstoles. «Mi reino no es
de este mundo». La dirección de este mundo es entregada a los hombres, sean o no
ciudadanos de su reino espiritual. Sólo después de su segunda venida gobernará sobre
todas las cosas directamente. Ésta es la base para la distinción entre Iglesia y Estado, que
debe ser reconocida, incluso en comunidades de estados cristianos.

Los seglares católicos, por tanto, como miembros de la sociedad civil, hombres y
mujeres como los demás, tienen un poder regio directo sobre las cosas creadas, un poder
derivado del mandato de Dios al primer hombre de «llenar y dominar la tierra». Las
gobiernan por derecho natural. Como miembros del reino espiritual de Nuestro Señor, su
poder es indirecto. No derivan de su bautismo su poder de gobernar sobre las cosas
creadas. Aunque, eso sí, su bautismo les obliga a intentar ordenar los asuntos de este
mundo, tanto como las circunstancias lo permitan, en sentido cristiano. En palabras del
nuevo Código de Derecho Canónico, deben intentar «penetrar y perfeccionar el orden
temporal con el espíritu del Evangelio». Los seglares son el medio a través del cual la
autoridad directa de Nuestro Señor en la Iglesia es traída indirectamente para influir en la
vida social y cultural de la humanidad en general.

Para llevar a cabo sus obligaciones terrenas ordenadamente, los seglares cumplen su
papel profético o de enseñanza. Enseñan con el ejemplo.

Dentro de la Iglesia, los padres ejercen una autoridad directa sobre sus hijos; lo
mismo hacen, presumiblemente, los gobernantes elegidos en las asociaciones de
seglares. En otros sectores de la Iglesia, la autoridad ejercida por los seglares sería una
autoridad delegada.

¿Era nueva toda esta enseñanza sobre los seglares? En sentido amplio, no. Nada
fundamental en la Iglesia está totalmente ausente de su práctica, ni le resulta del todo
desconocido, aunque no siempre sea plenamente consciente de su acervo.

Aunque la constitución de la Iglesia sea en última instancia monárquica, en otros


sentidos su vida y su práctica han sido siempre profundamente «populistas» (la palabra
«democrática» sería aquí engañosa). En todas las épocas, el sacerdocio, y por tanto su
liderazgo, ha estado abierto a los hombres de todas las clases; todos empiezan la vida
como seglares. La ley es la misma para todos, mentir o cometer adulterio no son menos
punibles en un obispo que en un barrendero; y lo único importante de todo, el rango más

88
alto, la santidad, está al alcance de todos.

Pocas cosas en la historia de la Iglesia son tan notorias como la forma en que los
papas, cardenales y obispos han estado dispuestos a dejarse aconsejar en asuntos vitales
por seglares santos de cualquier clase social: sirvientes, reinas, nobles, madres de
familia, granjeros, hombres de negocios, artesanos. Las profesiones de Santa Catalina de
Siena y de la Beata Ana María Taigi, esposa de un criado romano del siglo XIX,
consultadas por los más altos dignatarios de la Iglesia, no tienen paralelo en la historia de
la sociedad civil. La Iglesia es, en sentido real, la única sociedad sin clases, y el
calendario de los santos está ahí para demostrarlo.

A través de su historia, también, relativamente pocas tareas han empezado desde


arriba. La fiesta del Corpus Christi debe su origen a una niña huérfana de los Países
Bajos, la beata Juliana de Montcornillon; los nueve primeros viernes y la hora santa son
devociones de una monja de Borgoña, Santa Margarita María de Alacoque; la Sociedad
Mundial para la Propagación de la Fe se debe a una soltera francesa de clase media
llamada Pauline Jaricot. Entre los primeros apologistas, había seglares como San Justino,
Lactancio, Minicio Félix. Entre las mejores mentes de la cristiandad medieval se
encontraban poetas como Dante y Langland, y lo mismo se puede decir de autores
desconocidos de obras teatrales medievales de misterio. La tradición ha continuado hasta
los tiempos modernos con escritores como Chateubriand, Górres, Péguy, Gertrud von le
Fort, Manzini, Chesterton, Belloc, Claudel y Tolkien. Su influencia sobre la mentalidad
católica general ha sido tan poderosa, a su manera y en su época, como la de los
teólogos. Y lo mismo ha ocurrido también en la Iglesia con los grandes pintores,
arquitectos y músicos, la mayoría de ellos, seglares.

El ascenso de las órdenes terceras en el siglo XIII, así como los movimientos de la
vida en común en el siglo XIV, como los Hermanos de Gerardo Grótte o la Compañía
del Santísimo Sacramento en el XVII, muestran que la llamada de todos los miembros de
la Iglesia a la santidad, seglares tanto como clérigos, no se perdió nunca de vista.

Durante los primeros cuatro o cinco siglos puede que hubiera pocos cristianos que no
supieran que su vocación era una llamada al apostolado. Lo que trajo el primer gran
cambio de perspectiva en los seglares fue el hecho de que para el siglo VII, tanto en el
oriente bizantino como en el occidente bárbaro, los miembros de la Iglesia y del Estado
habían pasado a ser una misma cosa. El resultado fue no tanto el dominio clerical, como
se ha afirmado a menudo, sino una división más nítida de las competencias. El clero
velaba por las cosas espirituales; los seglares, santificados e instruidos en sus
obligaciones por el clero, cuidaban las cosas temporales, ordenándolas según lo que ellos
interpretaban como voluntad de Dios. Ésa, al menos, era la teoría; sin embargo, buena
parte de la práctica no estaba a la misma altura. Aun así, había una gran variedad de
interpretaciones, por no mencionar las interferencias ilegítimas entre los límites, tanto
por un lado como por otro. Desde el momento en que el Imperio romano pasó a ser

89
cristiano, buena parte de la historia de la Iglesia ha sido la historia de su lucha por
librarse del control secular. Son bien conocidas sus batallas con los emperadores
romanos y con los magnates medievales.47

Pero las interferencias o intervenciones de los seglares no se limitaban a los reyes y


los nobles. Las turbulencias ocasionadas por los seglares fueron una de las razones que
llevaron a la Iglesia a abandonar las elecciones episcopales populares. En un cónclave
medieval, como los cardenales no habían alcanzado una decisión después de un año, los
seglares locales quitaron la techumbre del edificio donde se reunían para que
concentraran más sus mentes al dejar entrar dentro las inclemencias del tiempo. Incluso
en el más decoroso siglo XVIII, supimos que las gentes de Prato quemaron los libros y el
trono episcopal de su obispo, jansenista, cuando éste quitó una valiosa reliquia de su
catedral y les prohibió encender más de catorce velas ante una imagen.

Cito estos casos simplemente para corregir la imagen de una supuesta y total
pasividad de los seglares durante los largos siglos en que Europa era pública y
oficialmente cristiana. La razón fundamental de esa atrofia durante esos siglos, como
dije antes, fue la del espíritu misionero de los seglares, porque todo el mundo era, al
menos en teoría, cristiano.

Sin embargo, a mediados del siglo XIV, habían empezado a suceder dos cosas.
Donde la Iglesia no tenía o había perdido el apoyo del Estado, los fieles supervivientes
tendían a considerar a su clero como líderes, tanto civiles como religiosos. La
dependencia excesiva del clero fue un fenómeno del siglo XIX y principios del XX sobre
todo.

Al mismo tiempo, algunos seglares empezaron a despertar a su vocación misionera.


Había entonces suficientes paganos para convertir sin tener que salir de sus propios
pueblos y ciudades. Pero se trataba de paganos con una peculiaridad. A diferencia de los
paganos no bautizados de tierras lejanas, éstos empezaban por mostrar un profundo
prejuicio contra la Iglesia y el clero católicos. Obispos y sacerdotes con visión de futuro
se dieron cuenta de que si se quería recuperar a todos estos millones de nuevos no
creyentes, tendría que hacerse convirtiendo en activos apóstoles a muchos más seglares.
En ambos casos -seglares y clérigos- estamos hablando de minorías, incluso de pequeñas
minorías. Pero todas las cosas que valen la pena tienen pequeños principios.

Ellos también empezaron a darse cuenta de que, como Europa se iba


descristianizando, ordenar la sociedad de acuerdo con la idea de Dios, desde arriba,
apoyándose en el Estado, iba a resultar cada vez más difícil. Si se pretendiera hacer de
alguna manera, tendría que ser un trabajo de penetración desde abajo y desde dentro.
Todo lo que se ha llamado Acción Católica -movimientos seglares como la Legión de
María para la expansión de la fe y la defensa de la Iglesia, o para la mejora de las
condiciones sociales-, fuera directamente bajo el control de la jerarquía o no, fluía de

90
esta nueva conciencia y situación.

Ahora bien, toda esta actividad seglar, ¿cómo se justificaría teológicamente? Las
escuelas teológicas imperantes no preveían una participación seglar de este tipo, o a esta
escala, en la misión de la Iglesia.

Una vez más, el cardenal Newman fue un pionero. Él fue uno de los primeros en
centrar la atención de nuevo en la participación de los seglares en la triple función de
Cristo, siendo su principal preocupación la participación en la función «profética». Su
ensayo «Consulta a los fieles en materia doctrinal» es la expresión más clara de su
pensamiento sobre el tema.

Por «consulta», Newman tuvo cuidado en explicar, no quería decir aceptar el tipo de
opinión de un experto que resuelve una cuestión. Tampoco estaba sugiriendo que las
creencias o prácticas de la Iglesia debieran resolverse por voto mayoritario. Por consulta,
decía, quería referirse a pedir información sobre las creencias y sentimientos de los
cristianos; y ello por dos razones. La primera para facilitarles la aceptación de las
decisiones del magisterio. La segunda, porque los fieles, en su conjunto, son una de las
fuentes (o loci teologici, e. d., lugares teológicos), a través de las que se pueden conocer
las creencias de la Iglesia. Como profetas, deben pensar sobre las creencias de las que
han de dar testimonio, y al hacerlo, cuando son realmente fieles, tienen lo que se llama
sensus fidei (que el Concilio describió como «una apreciación sobrenatural de la fe»)
para guiarlos. Sin embargo, las creencias de los seglares son sólo uno de los diversos loci
teologici, y no el principal. Además, para tener algún valor, sus percepciones deben estar
de acuerdo con lo que ha sido creído siempre y en cualquier lugar.48

Puede apreciarse la poca confianza que puso Newman en la opinión corriente de este
sector de la Iglesia cuando se lee lo que escribía: «Tirad una pajita al aire y veréis de
dónde sopla el viento; someted vuestro principio herético o católico a la acción de la
multitud y seréis capaces de pronunciaros de inmediato sobre si está imbuida por la
verdad católica o por la herética falsedad». Para Newman, consultar a los fieles era algo
que tenía que ver con lo que es apropiado, más que con lo que es obligatorio, y
presupone, en primer lugar, el poder de discernimiento en los obispos.

Antonio Rosmini, otro pionero, quería que los seglares tuvieran una comprensión
mejor de su papel sacerdotal. En su Las cinco llagas de la Santa Iglesia, ve la primera en
la «excesiva separación en el culto del clero y los fieles». Las gentes deben ser actores en
la liturgia, y no sólo oyentes. También quería que los seglares fueran más conscientes de
su dignidad como miembros de la Iglesia. Esto ayudaría a unir al clero con el estamento
seglar. Después de todo, «ser cristiano es el primer paso para el sacerdocio». Por no
haberse hecho suficiente hincapié en la dignidad bautismal de los seglares, demasiados
clérigos y seglares entendían la pertenencia al clero como un unirse a una casta
privilegiada.

91
Después de Newman y Rosmini, se escribió mucho sobre la actividad seglar, pero
más sobre las formas que deben adoptar que sobre su significado teológico. El Código de
Derecho Canónico de 1917 contenía pocas referencias al papel de los seglares. El libro
de Yves Congar, Jalons pour une théologie du lazcat (1953)49 fue el primer intento a
gran escala de una teología de los seglares.

En opinión de Congar, no podrá haber un pensamiento adecuado sobre los seglares


sin una previa reconsideración a gran escala sobre la Iglesia (eclesiología). Una adecuada
teología de los seglares no puede simplemente ser añadida a la eclesiología imperante.
Por tanto, el desarrollo comenzado por Newman y Móhler, debe ser llevado un paso más
allá. La definición de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo era satisfactoria hasta
cierto punto. Por lo menos, hizo justicia a la dimensión invisible de la Iglesia. Pero,
según Congar, insistía demasiado en el orden jerárquico, o en los niveles de autoridad y
responsabilidad, aunque sólo fuera por implicación. Para que la Iglesia atraiga al hombre
moderno se debe desviar el acento de la noción de jerarquía a la de comunidad. La
eclesiología debe comenzar con lo que es común a todos los miembros de la Iglesia.
Todo esto llevó a Congar y a sus compañeros de armas dominicos (como él los llamaba),
Chenu y Féret, a elegir «pueblo de Dios» como la mejor y principal definición de la
Iglesia.

No era un término nuevo. La liturgia está llena de referencias al santo Pueblo de


Dios, y los visitantes de la basílica de Santa María la Mayor en Roma pueden leer esas
palabras en los mosaicos del siglo V sobre el altar mayor. La inscripción dice: «Sixto,
Obispo del Pueblo de Dios» (Xstus. Epis. Pop. Dei). Pero ni en teología, ni en el habla
normal había sido nunca un término ampliamente usado. Únicamente después de la
Primera Guerra Mundial comenzó a atraer la atención, cuando los teólogos se empezaron
a interesar en la idea de la Iglesia como primera y más destacada comunidad de
creyentes. Los odios que trajo el periodo de la guerra generaron, como reacción, un
clima favorable a las ideas de hermandad universal, igualitarismo democrático y acción
social popular.so

En el prólogo de The people of God (1937) (El pueblo de Dios), Anscar Vonier, abad
de Buckfast Abbey, Inglaterra, lo describía como «un modesto intento de unir mi voz a
otras muchas, inmensamente más poderosas, para fortalecer el espíritu de los católicos
en una ferviente toma de conciencia de su existencia corporativa».

Las voces más poderosas incluirían, eventualmente, la del dominico alemán Mannes
D. Koster, cuya obra sobre la Iglesia como Pueblo de Dios -Ekklesiologie in Werden-
apareció en 1940; la del redentorista J. Eger, y la del benedictino A. Schaut, cuyos
estudios sobre el mismo tema aparecieron en 1947 y 1949; y la de Lucien Cerfaux, cuya
obra La théologie de l'Église suivant St. Paul51, enfatizaba la influencia de esta noción
sobre el pensamiento primitivo cristiano. Una década antes, Robert Grosche había
llamado la atención de los teólogos sobre la noción de Iglesia como pueblo peregrino en

92
camino hacia la tierra prometida, una idea popular entre los teólogos luteranos.

Pero en esta como en otras materias, la voz de Congar iba a ser en adelante la más
poderosa. El documento conciliar sobre la Iglesia, Lumen Gentium, después de tratar en
su primer capítulo sobre «la Iglesia como Misterio», dedica el segundo capítulo, con el
título «El pueblo de Dios», específicamente a lo que tienen en común todos los
miembros de una comunidad. Sólo en el capítulo tercero se explican los derechos y
obligaciones de la jerarquía.

Una mayor atención prestada a la parte descuidada o poco subrayada de la doctrina


de la Iglesia no debería significar, como explicamos antes, la negación de la importancia
de su opuesto complementario. Con esta salvedad, se podría decir que en sus enseñanzas
sobre los seglares el Concilio pasó de poner el énfasis en la obligación de obediencia de
los seglares a las enseñanzas y la autoridad de la jerarquía, a ponerlo en la obligación de
participar en su misión.52

93
LOS CÍRCULOS DEL DIÁLOGO

os ajustes en el pensamiento de los fieles que hemos venido observando hasta


ahora han tenido que ver con la Iglesia y con su vida interna. Los tres que veremos en
este capítulo conciernen al significado y a la misión de la Iglesia en relación con el resto
de la humanidad, a su historia y a la creación como un todo.

Los largos siglos durante los que la Cristiandad ha tenido que defenderse de los
ataques externos, ya fuese de los vikingos, árabes, mongoles o turcos, seguidos por el
periodo de conflictos católico-protestantes y, tras éstos, por la lucha para preservar el
carácter católico de Europa contra los asaltos de organizaciones no creyentes, habían
inclinado a muchos creyentes a ver a la Iglesia y al resto de la humanidad como dos
bloques opuestos que, aunque no permanentemente en guerra, deben vivir, en el mejor
de los casos, en estado de una armada neutralidad. Desde una perspectiva religiosa, la
gente de fuera de la Iglesia fue considerada como objeto del esfuerzo misionero, o como
un tipo de adversarios, siempre dentro de un oscurantismo sumamente profundo y con
distintos grados de intensidad.

No fue diferente la actitud de los judíos del Antiguo Testamento hacia los gentiles.
Fue también una simplificación o más aún, una caricatura de la doctrina de las «dos
ciudades» del gran San Agustín, que aparece en su obra maestra La ciudad de Dios, la
primera teología de la historia de la humanidad.

Según San Agustín, en el corazón de la historia de la humanidad se libra una lucha


espiritual entre las fuerzas del bien y las del mal en la que están involucrados individuos
y naciones; se trata de una lucha que durará hasta el final de los tiempos; en ella los
cuarteles generales y los altos mandos de ambas partes contendientes no están al alcance
de la vista. Su tema central es la salvación o la perdición de las almas y sus momentos
decisivos son la creación y la caída, la vida, muerte y resurrección de Cristo, y el juicio
final.

Aquello por lo que el hombre se incline determinará la ciudad a la que pertenece.


Sólo hay dos amores que realmente importan. El primero pone a Dios y al prójimo por
delante de uno mismo. El segundo pone a uno mismo por delante de Dios y el prójimo.

94
El primero es esencialmente un amor social. El segundo es individualista y antisocial;
mira a todos y a todo como si existiera sólo para satisfacer su propio placer, orgullo y
sed de dominio. Caín y Abel son los prototipos de estos dos amores. Los que se mueven
por el primer tipo de amor pertenecen, o al menos son potenciales miembros, a la ciudad
de Dios; los movidos por el segundo pertenecen a la ciudad del mundo, o del diablo.
Mundo en este contexto significa los hombres cuando están organizados en oposición a
Dios o viven como si no existiera. En este sentido se comprende la frase: «Las cosas que
el hombre venera son abominables a los ojos de Dios».

Sin embargo, en la mayoría de los hombres ningún amor predomina de manera


absoluta. Por tanto, en este mundo no siempre es claramente perceptible el límite entre
las dos ciudades, y la lucha resulta confusa. Las tropas que contienden cambian de bando
con frecuencia, trabajan un poco en ambas causas a la vez, confraternizan con el otro o
simplemente se sientan y no hacen nada. Esto se aplica tanto dentro como fuera de la
Iglesia. Mientras la Iglesia en la tierra puede ser comprendida correctamente como la
avanzada del cuartel general de la ciudad de Dios, todo lo que existe fuera de ella no
forma la ciudad del mundo, o del diablo, gobiernos incluidos. La oposición no se da
entre Iglesia y Estado. Para San Agustín, el Estado y los gobiernos son necesarios debido
al pecado original, aunque algunas veces los maltrata en sus escritos como si fueran un
grupo de ladrones. Sin gobernantes, las cosas serían mucho peor. Por tanto, a diferencia
de la ciudad de Dios, la ciudad del mundo no tiene un centro permanente y visible en la
tierra, por más que ciertos gobiernos, partidos políticos o movimientos ideológicos
puedan haber competido por el título.

Comprendiendo esto se puede ver claramente cómo la visión de San Agustín de la


relación entre los miembros de la Iglesia y el resto de la humanidad no tiene nada que
ver con la caricatura que hemos mencionado. Una vez más estamos ante actitudes
semiconscientes y suposiciones sin fundamento más que ante creencias mantenidas
conscientemente, una situación que empieza a declinar. Sin embargo, no existía
alternativa adecuada para reemplazarlas. Allí donde sobrevivieron fueron responsables
de esa mentalidad combativa descrita anteriormente. Los reformistas tenían dos
soluciones, una práctica y otra teórica. La solución práctica era el uso del diálogo, o de la
discusión amistosa como método para extender la fe. El diálogo debía reemplazar a la
apología, la controversia o la polémica. Consideraban que éstas son, sobre todo,
obstáculos para el entendimiento porque pueden ocultar las verdaderas cuestiones. El
diálogo, por otra parte, al deshacer los prejuicios y quebrar las desconfianzas
innecesarias, facilita a los adversarios la labor de ver dónde residen las verdaderas zonas
de acuerdo o desacuerdo. Esto es especialmente cierto hoy. Seguir dirigiéndose a otros
cristianos, no cristianos o no creyentes, en escritos oficiales u oficiosos, como si fueran
católicos no practicantes (de cualquier nación tradicionalmente católica) que deben saber
más, resultará contraproducente. La apología, la controversia o la polémica presuponen
un auditorio que, cuando menos, pone atención. Ahora bien, el hombre moderno

95
simplemente no escucha. Por tanto, lo primero que habrá que hacer será estimular el
interés haciendo hablar al interlocutor.

La solución teórica era lo que el papa Pablo VI en su Encíclica Ecclesiam Suam


llamaba «los círculos del diálogo»53.

Como forma de ver a la Iglesia en relación con el resto de la humanidad, los círculos
de diálogo subrayan lo que los católicos tienen en común con sus semejantes más que lo
que les distingue o separa. En palabras del Concilio, repetidas constantemente por Juan
Pablo II, Cristo, al tomar forma humana, «en cierto sentido se ha unido a todos los
hombres». No hay excusas ante su juicio exigente: «Lo que hagáis al menor de mis
hermanos, me lo hacéis a mí». Si hay que ayudar a un pordiosero o a un prisionero, no
les podemos preguntar antes si son o no cristianos.

Partiendo de esto, se nos pidió imaginar la Iglesia como centro religioso de la


humanidad con el resto del género humano alineado a su alrededor formando una serie
de círculos concéntricos. Quienes tengan más en común con ella (otros cristianos)
estarán en los círculos interiores y los que tengan menos (los no creyentes) en los
círculos externos. Todos, sin embargo, están de alguna forma relacionados con ella
porque todos están hechos a imagen y semejanza de Dios; todos están potencialmente
redimidos, aunque no todos saquen provecho de su redención aceptando implícita o
explícitamente a Cristo; y todos, presumiblemente, poseen algún destello de verdad.

La enseñanza de San Agustín sobre «las dos ciudades» y la de Pablo VI sobre «los
círculos de diálogo», deben ser consideradas doctrinas complementarias, no
contradictorias. «Las dos ciuda des» tienen que ver fundamentalmente con el estado del
corazón de los hombres; ¿Hasta qué punto se han acercado o alejado de Dios como
individuos? Los «círculos de diálogo» miran a sus creencias o puntos de vista
filosóficos, sobre todo como grupos o colectivos, para mostrar el grado de verdad natural
o revelada que poseen. Poco o nada nos dicen de lo cerca o lejos que están de Dios, o de
la Iglesia como individuos. Un musulmán que cree en un solo Dios no es ni más ni
menos probable que llegue a ser cristiano que un hindú que cree en muchos dioses. La
Iglesia es accesible en cualquier momento tanto para los pertenecientes a los círculos
más lejanos como a los más cercanos.

Sin embargo, la frontera entre católicos y otros cristianos es claramente diferente de


la que separa a los católicos y otros cristianos del resto de la humanidad; por eso voy a
examinar primero esta relación. ¿Cómo se armoniza lo que la Iglesia dice ahora sobre su
relación con otros cristianos con lo que dijo antes?; y, ¿por qué no existió con
anterioridad un movimiento para la unidad cristiana?

De nuevo una pequeña referencia a la historia iluminará la pregunta.

96
LA UNIÓN Y DESUNIÓN DE LOS CRISTIANOS

Los Hechos de los apóstoles nos dicen que inmediatamente después de Pentecostés todos
los bautizados tenían «un solo corazón y una sola mente». Cristo había dado a los
apóstoles, con San Pedro a la cabeza, autoridad para enseñar, gobernar y santificar a su
pueblo; y éste, respondiendo a la gracia, creyó lo que le enseñaron y obedeció las
instrucciones de los apóstoles. Se cumplieron los tres requisitos básicos para la unidad:
plenitud de fe, bautismo y obediencia a la autoridad apostólica. Idealmente, así deberían
haber permanecido las cosas.

Pero Dios no suprimió el libre albedrío. Y por eso casi desde el principio,
encontramos grupos de bautizados que abandonaban la unidad de la Iglesia y establecían
comunidades rivales cada una de las cuales pretendía ser la única que ofrecía la auténtica
enseñanza. Por tanto, los católicos piensan que no sólo siempre existió la unidad deseada
por Dios (en la Iglesia católica), sino que también, y al mismo tiempo, hay grupos de
cristianos separados de esa unidad.

Por su parte, estas desviaciones han adoptado siempre una de estas dos formas: o el
que se separa quiere cambiar la fe o, yendo al extremo opuesto, rechaza el derecho de la
Iglesia para hacer cambios en sus prácticas -rechaza obedecer, más que negarse a creer-.
La gente se va, se podría decir, por puertas opuestas. Los primeros, por la puerta de la
innovación doctrinal o herejía; los segundos, por la puerta del excesivo apego a la
costumbre, terminando en cisma.

Teniendo en cuenta todo esto, creo que podemos entender mejor de qué trata
realmente el ecumenismo y qué debería o no significar. Puesto que ni los malabarismos
teológicos ni la ingeniería eclesiástica son capaces de asegurar que los cristianos se
pongan de acuerdo u obedezcan por siempre jamás, el objetivo deberá ser capacitar a
tantos hombres y mujeres como sea posible para encontrar la fuente y el centro de la
unidad.

Si no hay un centro de unidad donde se haya conservado plenamente la fe en la


revelación, y con autoridad para resolver disputas sobre su significado, la unidad será
siempre efímera. Lo que se acuerda hoy puede deshacerse mañana. O la unidad deseada
por Dios ha existido siempre o nunca existió.

A lo largo de los siglos, grupos e incluso grandes masas de cristianos separados


redescubrieron con cierta periodicidad el centro de la unidad. A finales del siglo VIII, la
mayoría de los arrianos de España e Italia habían encontrado el camino de vuelta. Los
esfuerzos para curar la ruptura entre Roma y Constantinopla prosiguieron a lo largo de la
Edad Media. Pero las circuns tancias del pasado -lentitud en los viajes, servicios postales
rudimentarios, aislamiento cultural y político...- hicieron difíciles los contactos y el
entendimiento. Además, los cristianos separados, igual que los católicos, mantuvieron

97
sin fisuras dos ideas fundamentales: que la verdad revelada por Dios a tan alto precio (la
pasión y muerte de su Hijo) no se podía haber perdido; y por otra parte, que sólo una
versión de esa verdad puede ser plenamente auténtica.

A principios de este siglo, sin embargo, estas verdades estaban siendo cuestionadas
en las principales iglesias protestantes. Dudas sobre la fiabilidad de la Biblia,
experiencias en tierras de misión (donde los misioneros se encontraban compitiendo no
sólo con misioneros católicos, sino también entre ellos), y los fríos vientos de la edad de
hielo fueron inclinando a un creciente número de protestantes a verse entre ellos con una
mayor simpatía. La vieja pregunta se volvía a presentar aún más insistentemente: ¿es mi
versión del mensaje de Cristo realmente la verdadera?

El resultado fue el movimiento moderno para el reencuentro de los cristianos, que


empezó con la Conferencia Mundial de Misioneros Protestantes en 1910, que puede ser
contemplada como un cambio de rumbo en la tendencia hacia la fragmentación puesta en
marcha en la Reforma gracias a la interpretación privada de la Biblia. La idea subyacente
al movimiento era que nadie tiene toda la verdad. No existe un centro de la unidad. La
unidad se ha perdido. Puesto que cada Iglesia sólo posee parte de la verdad no es más
que una rama. Al unirse las ramas pueden devolver la vida al árbol, aunque el tronco
haya desaparecido.

Enseguida, sin embargo, aparecieron dos tendencias en conflicto. Los protestantes


tradicionales, que continuaron viendo la Biblia como una fuente de conocimiento digna
de confianza, no estaban dispuestos a comprar la unidad, por muy importante que fuera,
diluyendo el sentido de la Palabra de Dios tal como ellos la entendían. Las creencias
seguían siendo importantes. La un¡ dad significaba, en primer lugar, un acuerdo sobre las
creencias. El resto daba prioridad a la «acción cristiana». (Entre los protestantes
intelectualmente sofisticados, el modernismo ya estaba extendido). Al no creer en una
fuente de revelación digna de confianza, consideraron la acción conjunta, el culto, el
bautismo y el amor a los hombres, como las únicas bases viables para la unidad. En
relación con las creencias, era suficiente afirmar que «Jesucristo es Dios y Salvador».
Esto no se afirmaba explícitamente, pero cada vez más se fue convirtiendo en la visión
aceptada. Además, conforme iba decayendo la certeza sobre la divinidad de Cristo, esta
frase más ambigua: «Jesucristo es Señor y Salvador», se ponía por delante como
afirmación alternativa básica.

Estos enfoques conflictivos se reflejaron en los dos grupos iniciales organizados del
movimiento: el Movimiento Fe y Orden puesto en marcha por el obispo episcopaliano
Brent de Estados Unidos, y el Movimiento Vida y Trabajo fundado por el arzobispo
luterano sueco Sóderbloom que tuvieron sus primeras asambleas principales en 1925 y
1927.

Al principio estaban más o menos igualados, o de haber algún desequilibrio era a

98
favor de los protestantes tradicionales. Pero según transcurría el siglo, se alejaba cada
vez más la posibilidad de un acuerdo acerca de las creencias; el empuje para la unidad
empezó a venir sobre todo del sector modernista o semimodernista al que los
protestantes tradicionales trataban de frenar. También tomaron parte varias Iglesias y
obispos de rito oriental, pero su participación fue prudente pues pensaban que toda la
verdad no había sido perdida. Las sectas protestantes basadas en la Biblia, normalmente
se mantenían distantes del movimiento en su conjunto. Vale la pena notar que el fracaso
de los grupos participantes a la hora de alcanzar un acuerdo en los cincuenta años que
van de 1910 a 1960 no tuvo nada que ver con la «intransigencia de Roma». En ese
periodo de tiempo Roma no formaba parte del movimiento. Teóricamente, no había nada
que impidie ra la unidad de los miembros protestantes. Pero aun con todo lo que tenían
en común, les resultó imposible.

Entretanto, Roma observaba el crecimiento del movimiento, permitió algunos


contactos extraoficiales y tomó algunas iniciativas por su cuenta, pero no tomó parte
oficialmente en el movimiento, que hasta 1960 permaneció como una empresa
fundamentalmente protestante. La prudencia de la Iglesia católica no estaba motivada
por orgullo, indiferencia o mala voluntad, aunque muchos individualmente hayan podido
pecar de todo ello. Tenía un horizonte más difícil de abordar y gestionar. Su
participación pública en el movimiento podía entenderse mal: como aceptación de la
idea subyacente de que no existe un centro de unidad en el que resida la plenitud de la fe
conservado a lo largo de los siglos, lo que, lógicamente, cuestionaba o ponía en duda su
propia pretensión. También debía tener en cuenta la fe de sus hijos.

Sin embargo, el papa Juan creyó que había llegado la hora de un cambio de política y
de una participación más estrecha de los católicos en el movimiento. Como hemos visto,
él entendía la unidad de los cristianos como un prerrequisito para un apostolado exitoso
en el mundo moderno. Consecuentemente, cualquier riesgo quedaría compensado por las
ventajas. Su principal interés era el reencuentro con los ortodoxos. Entre 1934 y 1944
había sido nuncio en Grecia y Turquía.

LA NUEVA POLÍTICA

La gestión de la nueva política cayó de forma natural en manos de los ecumenistas


reformistas, quienes, además de las iniciativas prácticas, querían un replanteamiento
teológico de la relación entre la Iglesia y los otros cristianos. Durante los años 1930,
1940 y 1950, los católicos ecuménicos habían producido una cantidad considerable de
literatura sobre el tema. Entre los más conocidos podemos nombrar a Karl Adam,
Lambert Beauduin, Max Pribilla, Agustín Bea, Georges Tavard, Louis Bouyer. Pero
igual que en eclesiología y en teología del laicado, quien estaba llamado a jugar un papel
especialmente importante era Yves Congar. En sus dos libros Chrétiens désunis (París,

99
1937) y Vraie et fausse réforme dans l'église54 (París, 1950) trató la cuestión con la
máxima amplitud.

Su primera preocupación era mostrar que los cristianos separados están de alguna
forma unidos a la Iglesia, aunque no como miembros de pleno derecho. Esto significaba
un cambio de énfasis desde lo que la Iglesia considera como errores materiales a las
implicaciones de su bautismo cuando esos errores se mantienen de buena fe.

Por lo menos desde el siglo III, la Iglesia ha considerado válido el bautismo


celebrado en las Iglesias y grupos separados; y al ser válido, sus efectos, con una sola
excepción, aunque crucial, son los mismos para todos. «Cuando el bautismo es conferido
y aceptado con las debidas disposiciones incorpora al hombre a Cristo de manera real y
verdadera», dice el Concilio. Pero para ser plenamente miembro de la Iglesia deberá
también pronunciar la profesión de fe. «Por su propia naturaleza, el bautismo está
orientado a la plena profesión de la fe». «Solamente aquellos que hayan sido regenerados
en las aguas del bautismo y profesen la auténtica fe serán tenidos como miembros de la
Iglesia» (Pío XII, Mystici Corporis Christi, art. 21).55

Así, el cristiano no católico, al no ser miembro de pleno derecho de la Iglesia, está de


alguna manera ligado a Cristo con unos vínculos que sólo un rechazo deliberado y
explícito del Señor podría romper. Sin embargo, el conocimiento doctrinal defectuoso o
incompleto que posee no puede implicar el rechazo de que hablamos, porque nunca
reconoció que la Iglesia hablara en nombre de Cristo. Se acepta habitualmente que, sin
una gracia adicional que permita ver la Iglesia bajo este prisma, cosas como ascética,
costumbre, hábito o factores culturales y psicológicos constituyen, por ahora, obstáculos
para una vida de fe plena, sin que ello implique culpabilidad.56

Por otra parte, quien una vez ha reconocido libremente la verdad de las exigencias y
doctrinas de la Iglesia no puede volverse atrás sin separarse de Cristo y de la Iglesia.
«Los hermanos nacidos y bautizados fuera de la Iglesia católica han de ser distinguidos
cuidadosamente de aquellos que, aunque estén bautizados en la Iglesia católica, hayan
abjurado públicamente de su fe» (Directorio Ecuménico, 1). Un luterano y un católico no
practicante pueden tener idénticas creencias, pero, mientras el primero (por su bautismo
y buena fe) estaría en Cristo, el segundo (por su infidelidad) no lo estaría.

En un principio, esta diferencia fue explícitamente reconocida a principios del siglo


XIX, cuando a petición del inglés Ignatius Spencer (pariente colateral de Winston
Churchill), la Santa Sede dejó de referirse a los protestantes en sus documentos oficiales
como heretici (herejes) sustituyendo la palabra por acatholici (a-católicos). Haciéndolo
así, estaba reconociendo la diferencia entre aquellos que a sabiendas inician una herejía y
los que, por así decirlo, la heredan. Aquellos a quienes la Iglesia se siente forzada al
principio de una herejía o cisma a considerar como «lobos» (sus propios hijos apóstatas),
con el paso del tiempo generan descendientes espirituales que son corderos inocentes.

100
Por eso la Iglesia puede hoy decir de los cristianos separados: «Los cristianos separados
que ya pertenecen de alguna manera a la Iglesia de Dios, deben incorporarse plenamente
a ella». En la medida en que no reconocen la verdad de los postulados de la Iglesia
católica, disfrutan de algún tipo de vinculación con ella, todavía no determinada
claramente.

Pero ¿cuál es el estatus de los cristianos separados en cuanto forman Iglesias y


comunidades independientes? Desde el comienzo, el movimiento ecuménico se ocupó,
casi por definición, de acercar grupos y colectividades más que individuos. Aquí, el
Concilio fue más cauto, en parte quizás para evitar herir sentimientos. Para la Iglesia
católica, una Iglesia o comunidad separada, con obispos y sacerdotes válidamente
ordenados, así como con sacramentos válidamente celebrados, puede ser considerada
como «pieza» separada de la Iglesia más de lo que pueden serlo otras comunidades que
no los tengan. «Aunque estas Iglesias o comunidades sean defectuosas no dejan de tener
sentido dentro del misterio de la salvación; algunos, incluso muchos, de los elementos
más significativos que juntos van a construir y dar vida a la propia Iglesia pueden existir
fuera de los límites de la Iglesia católica». Los elementos mencionados son la Escritura,
los dones y carismas del Espíritu Santo y ciertos elementos «visibles». Ésta es la
doctrina de Yves Congar: vestigiae ecclesiae o elementos de «Iglesia» existentes fuera
de los límites de la Iglesia católica. Pero los desacuerdos sobre la doctrina y la disciplina
producen «impedimentos» y «serios obstáculos» en el camino que lleva a la plena
pertenencia a la Iglesia.

Quizá la mejor manera de comprender la importancia de la enseñanza del Concilio


sea dibujar la Iglesia como un sol rodeado, a diferentes distancias, por planetas y nubes
de polvo de estrellas separadas de él en el pasado por una sucesión de calamidades
históricas y espirituales, pero que aún dibujan la luz y fuerza que conservan del sol y
están sostenidas dentro de su órbita por la misma fuerza gravitatoria. De alguna forma
tienen que ser nuevamente trazadas para formar con el sol un solo cuerpo celeste. El
poder de atracción del sol es la santidad de Cristo y su Iglesia irradiando desde el centro.
Los factores que debilitan su fuerza gravitatoria son la falta de santidad en muchos de los
átomos que forman las capas exteriores del sol (nosotros), y la fuerza centrífuga
transmitida a las iglesias y comunidades separadas, por aquellos que originalmente
tiraban de ellas hacia fuera del sol.

Sin embargo, hacia el final del Concilio un gran número de católicos ecuménicos
habían adoptado aparentemente ideas modernistas-protestantes sobre la unidad.

Parecía que habían decidido que los acuerdos sobre la doctrina y la disciplina no
debían ser considerados obstáculos serios para la unidad, o simplemente obstáculos en
general. Los cristianos están ya unidos en todo lo que importa: el bautismo y la fe en
Cristo como «Señor y Salvador». Por tanto, a los católicos y otros cristianos se les debe
permitir ya recibir la comunión en cualquier iglesia de otra confesión sin más. Las

101
diferencias doctrinales pueden solventarse más tarde o ser toleradas como expresiones de
un legítimo pluralismo dentro de una única, ya existente, Iglesia cristiana.

Por otra parte, el reencuentro con los ortodoxos deberá hacerse de forma encubierta
puesto que un influjo de los cristianos orientales en la Iglesia católica reforzaría las
mismas creencias y puntos de vista que los teólogos revolucionarios estaban ansiosos de
rechazar.

102
ay dos maneras de mirar a las demás religiones. Pueden ser vistas, bien
como sistemas de creencias que reclaman del hombre una lealtad absoluta, y entonces
aparecen como rivales del cristianismo y como un obstáculo para su aceptación, o como
parte de un esfuerzo general del mundo no cristiano por dar sentido a la vida y al
universo sin la ayuda de la revelación divina, todo lo más con alguna débil reliquia de la
revelación primitiva dada a Adán; un esfuerzo que contiene siempre elementos de la
verdad acompañado de un número mayor o menor de errores. Desde este punto de vista,
los elementos de verdad pueden ser contemplados como «preparación para el
Evangelio». (Por supuesto, la excepción es la religión de Israel, pues su complemento es
el cristianismo).

Ambas maneras de mirar a las religiones no cristianas dicen algo cierto sobre ellas.
Pero con el Concilio Vaticano II, el magisterio de la Iglesia llegó al convencimiento de
que debía otorgar un lugar prioritario al segundo enfoque de mayor simpatía y más
abarcador.

La presión para este cambio procedía en parte de los misioneros. Apuntaban a la falta
de éxito del enfoque tradicional en relación con los musulmanes, hindúes, budistas,
confucionistas, etc. ¿Cómo es posible que siglos de esfuerzo misionero no hubieran
producido más conversiones? El misionero sagaz, se argüía, no confronta a su auditorio
de golpe con lo equivocado de sus creencias. Como San Pablo en el Areópago (la cámara
baja de Atenas mencionada en los Hechos de los apóstoles), busca puntos de encuentro;
en el caso de San Pablo, el conocimiento de los atenienses de la existencia de un Dios
«desconocido». Este fue también el enfoque de los jesuitas del siglo XVII Mateo Ricci y
Roberto de Nobili en su relación con los chinos y los indios.

Los nuevos teólogos, por otra parte, favorecieron el enfoque de mayor simpatía y más
abarcador por razones teológicas. Cuadraba con su «universalismo». A Dios le interesan
todos los hombres, no sólo los cristianos.

En su libro The Salvation of the Nations57, el jesuita Jean Daniélou describe las
cuatro fases por las que pasó el pensamiento sobre las religiones no cristianas en las
décadas anteriores al Concilio.58

103
PRIMERA FASE

Las religiones no cristianas más que falsas son inadecuadas; por tanto, son un puente
más que una barrera para la fe. Ésta parece haber sido la visión del padre Pierre Charles
que escribió sobre 1929. Al hablar de las verdades morales y religiosas que se
encontraban en las religiones no cristianas, el mártir y apologista del siglo II San Justino
utilizó la frase «semillas de la Palabra»; estas «semillas de la Palabra» las atribuía, de
alguna manera, al hijo de Dios, Palabra Eterna, y no sólo a razones humanas. ¿Quería
decir con ello que eran una especie de proto-revelación?

SEGUNDA FASE

¿No deberíamos pensar en una revelación en tres momentos? Primero: Dios habla a
través de la creación. De esta revelación preliminar las religiones no cristianas son los
principales receptores y beneficiarios (aunque tal vez no la hayan captado siempre
correctamente en todos sus elementos). A continuación viene la revelación a los judíos y,
finalmente, su culminación en Cristo. Las religiones no cristianas, por tanto, representan
el primer paso o momento de una triple «misión de la palabra». Dios no podría haber
llamado a Abraham hasta que los esfuerzos de las religiones no cristianas hubieran
elevado la «conciencia religiosa» de la humanidad a un nivel suficientemente alto como
para poder recibirla.59

TERCERA FASE

Las religiones no cristianas y sus respectivas culturas matrices contienen riquezas


espirituales escondidas que son necesarias para el posterior desarrollo y para la
culminación del cristianismo. Según Daniélou es muy posible que existan aspectos del
cristianismo que no hemos descubierto todavía, y que no descubriremos hasta que el
cristianismo haya sido refractado a través del prisma de la civilización humana. Hasta
ahora lo ha sido solamente a través del de los mundos griego y romano, pero tendrá que
serlo también a través del de las peculiaridades culturales chinas e indias para alcanzar
su plena realización. Por tanto, más que buscar la conversión de los individuos, los
misioneros deben concentrarse en provocar «una evolución dentro de la misma cultura».
Esto, al parecer, se logrará mediante debates de alto nivel entre los expertos, en los que
los católicos traten de persuadir al otro de que su religión, siendo desde luego buena, está
ya madura para una mutación evolutiva. Sin dejar de ser una «experiencia religiosa»
diferente, debe abrirse ahora a recibir un contenido plenamente cristiano.

CUARTA FASE

104
Las religiones no cristianas son caminos válidos para la salvación en y por sí mismas.
Por tanto, intentar convencer a los no cristianos de que cambien su religión es una
equivocación. Las tradiciones «diferentes» deben vivir y dejar vivir, concentrándose en
esfuerzos comunes para hacer del mundo un lugar mejor.

Las conclusiones de las fases segunda, tercera y cuarta -no es necesario decirlo- no
han sido aceptadas por la Iglesia, y tampoco lo fueron, hasta donde yo sé, por el padre
Daniélou; sin embargo, se han presentado frecuentemente como interpretacio nes
legítimas de las enseñanzas del Concilio o como si conservaran su espíritu.

El Concilio se limitó a mencionar las «semillas de la Palabra» de San Justino,


haciéndose eco de Eusebio de Cesarea quien describió las «semillas de la Palabra» como
«preparación para el Evangelio» (Lumen Gentium, 16), recomendando que se enseñara a
los fieles a mirar a las religiones no cristianas con mayor simpatía y comprensión.

Aunque la primera tarea de la Iglesia -dice Nostra Aetate, el documento del Concilio
sobre las religiones no cristianas- es predicar el Evangelio, también tiene «la obligación
de promover la unidad y la caridad entre los individuos e incluso entre las naciones».
«Permítase a los cristianos, mientras dan testimonio de su propia fe y modo de vida,
reconocer, conservar y estimular las verdades morales y espirituales que se encuentran
entre los no cristianos, así como su vida social y su cultura». (Nostra Aetate, 2). A lo que
el papa Pablo VI añadiría que la Iglesia «estima a estas religiones no cristianas porque
son una expresión viva del alma de un gran número de

El enfoque de mayor simpatía y más abarcador de las religiones no cristianas ha sido


la justificación para la extensa inculturación litúrgica. El principal problema aquí es que
una religión es más que una colección de enseñanzas y prácticas. Es un todo organizado,
con un ethos que penetra las partes; por tanto, una idea o práctica individual, aunque
parezca verdadera o inocente, cuando es trasmitida al cristianismo puede llevar consigo
más de lo que es por sí misma, como, por ejemplo, muchos católicos temen que haya
estado sucediendo con algunos intentos de hacer más hindú la liturgia de la misa por
parte de la jerarquía india.

LA IGLESIA Y LA SALVACIÓN DE LOS NO CRISTIANOS

Junto al tema del estatus de las religiones no cristianas estaba la pregunta por la
salvación de los no cristianos. Acerca de esto había cuatro temas de debate en los
círculos teológicos «avanzados» antes del Concilio:

salvación de los no cristianos;

salvación de los no creyentes;

105
salvación universal, todos se salvan;

(d) La salvación integral, todos y todas las cosas se salvan: almas, cuerpos, animales,
plantas, estrellas, etc., en otras palabras, la transfiguración final de todo el
cosmos.

En este capítulo estudiaré los puntos a, b y c. «La salvación integral» se abordará en


otro capítulo.

a) La salvación de los no cristianos. No era una cuestión sobre la que hubiera mucha
especulación, hasta donde es posible apreciarlo, durante los primeros mil quinientos años
de existencia de la Iglesia. En la medida en que se le dedicó atención, parece que existía
consenso en pensar que las posibilidades eran escasas. Fue la expansión misionera que
acompañó a la conquista de América y del Extremo Oriente, llevada a cabo por
españoles y portugueses, lo que puso el tema en el punto de mira de la Iglesia. El
conocimiento de estos nuevos ámbitos causó una profunda impresión en las mentes de
los hombres, al caer en la cuenta del número tan grande de personas que nunca habían
sido cristianas, ni probablemente lo serían jamás. No se discutía si todos los hombres
pueden salvarse o no. El Nuevo Testamento lo deja claro. Sólo los jansenistas de los
siglos XVII y XVIII tenían dudas. Dios quiere la salvación de todos. Cristo murió por
todos, aunque no todos pudieran llegar a beneficiarse. Él es «la verdadera luz» que
«alumbra a todo hombre que viene a este mundo». El tema de debate era cómo se salvan
los no cristianos, habida cuenta de la definición de la Iglesia como «única arca de
salvación» presente en la Escritura, de la insistencia bíblica y patrística en la necesidad
de la fe, el bautismo, y de las antiguas enseñanzas, formuladas por primera vez de forma
explícita en el siglo III por Orígenes y Cipriano: extra ecclesiam nulla salus (fuera de la
Iglesia no hay salvación).

San Pedro se expresa en una línea similar: «No hay otro nombre (aparte del de jesús)
por el que el hombre pueda salvarse»; y lo mismo San Pablo: «Tampoco hay salvación
en ningún otro». Los textos se multiplican hasta el cansancio, culminando en el claro
mandato de Cristo: «Predicad el Evangelio a todas las naciones. El que crea y se bautice
se salvará; el que se niegue a creer será condenado». La Iglesia siempre ha insistido, y
continúa haciéndolo, en que escuchar la predicación del Evangelio es la mayor
oportunidad y en que la forma en que los hombres responden a ella tiene consecuencias
muy importantes. El Concilio reafirmó la enseñanza tradicional. «Basándose en la
Escritura y en la Tradición, la Iglesia enseña que es necesaria para la salvación». (Lumen
Gentium, 14).

Entonces, ¿cómo podrán conciliarse los dos grupos de textos?

El Concilio, después de decir que «La Iglesia sabe que está unida, en muchos
sentidos, a los bautizados que no profesan la fe católica», habla provisionalmente de

106
«aquellos que todavía no han recibido el Evangelio» y que están «relacionados con el
pueblo de Dios de varias maneras» (Lumen Gentium, 15). Se puede deducir claramente,
por el contexto, que está pensando en la salvación. Parece que la consecuencia es que si
ellos están en buena disposición recibirán la gracia para que persevere en ellos a través
de la Iglesia, y que finalmente entrarán en el cielo como miembros de la Iglesia por
haber recibido lo que se llama «el bautismo del deseo». Se asume pues, que si hubieran
escuchado y comprendido el mensaje del Evangelio lo habrían aceptado y habrían
pedido ser bautizados.

La correcta predisposición presupone, como mínimo, fe en un Dios que premia y


castiga, rechazo y arrepentimiento por los pecados y deseo de complacerle. En todas las
naciones, dice San Pedro, cualquiera que tema a Dios y «haga lo que es correcto, es
aceptable para Él». Y a San Pablo, al comienzo de su apostolado a los corintios, le dice
Dios que contrariamente a las apariencias, ya hay en Corinto «mucha gente de mi parte».
Corinto era, a pequeña escala, algo así como una mezcla de Los Angeles y Las Vegas.

Ahora bien, nadie sabe el momento exacto en que los no cristianos que quieren servir
a Dios sinceramente, aunque sea de manera confusa, se apropian este tipo de bautismo.
Algo, sin embargo, es cierto. No deberán su salvación a Buda, Confucio, Mahoma,
Visnú, ni a cualquier otro personaje religioso real o imaginario. Sólo Cristo fue capaz de
dar su vida por los pecados de la especie humana, ganando para ellos la vida eterna. Sólo
como miembros de su Cuerpo Místico podrán disfrutar los hombres de la visión de Dios.

Fue para hacer justicia a esta visión más amplia por lo que los nuevos teólogos
empezaron a buscar una alternativa a la definición de la Iglesia como «única arca de
salvación», una definición que todavía la presentaría como único instrumento de
salvación, sin implicar en apariencia que la salvación fuera imposible sin ser miembro
visible de la Iglesia. La fórmula que adoptó el Concilio fue ésta: «Señal universal, y
sacramento de salvación»61.

b) La salvación de los no creyentes. La principal preocupación en este sentido a este


respecto se centraba en «el buen ateo», ansioso por mejorar las condiciones de vida y de
trabajo de los demás hombres. En la Francia de los años treinta, cuarenta y cincuenta del
siglo XX, esto quería decir, sobre todo, socialistas y comunistas comprometidos. Puesto
que no mostraban signo alguno de cumplir las condiciones necesarias para el bautismo
de deseo, era mucho más difícil explicar teológicamente cómo podrían entrar en el reino
de los cielos, a no ser que recibieran una iluminación en el lecho de muerte.

La solución más simple de las propuestas era que el servicio a nuestros semejantes
equivale a creer en Dios. «Lo que hicisteis a uno de éstos me lo hicisteis a mí». Otros
construyeron sus teorías sobre las teologías de la naturaleza y gracia de Karl Rahner o de
Henri de Lubac. Todo lo que hay que decir en este punto es que parece que se acepta que
todo hombre tiene en sí por naturaleza un germen de, o una disposición hacia, lo

107
sobrenatural. Tiene un deseo innato de lo sobrenatural, incluso cuando niega su
existencia, lo que llevó a Karl Rahner a postular la existencia de millones de «cristianos
anónimos».

Ni el Concilio ni el magisterio han aceptado ninguna de estas soluciones. El Concilio


dice simplemente que la divina providencia no «negará la asistencia necesaria para la
salvación a aquellos que sin ninguna culpa no han llegado a un conocimiento explícito
de Dios y a quienes, no sin la gracia, luchan por llevar una vida buena». (Lumen
Gentium, 16).

c) Salvación Universal. Hacia los años cuarenta iba en aumento el número de teólogos
«avanzados» que ansiaban que la Iglesia abandonara, o al menos restara fuerza, a la
doctrina del castigo eterno. Algunos como De Lubac y Von Balthasar favorecían la idea
de que, aunque exista el infierno y sea «una posibilidad para todos los individuos», no
podemos estar seguros de que alguien en particular esté en él; y debemos «atrevernos a
esperar» que todos los hombres se salven. Otros se inclinaban a resucitar, de forma
modificada, la antigua teoría, repudiada por la Iglesia pero mantenida por Orígenes, San
Gregorio de Nisa y San Jerónimo durante un tiempo, conocida como Apocatástasis.
Aunque algu nos vayan al infierno, o incluso muchos, al final todos o casi todos serán
liberados, incluidos los demonios. El infierno es sencillamente un tipo de purgatorio más
doloroso. Estas ideas tampoco consiguieron pasar la criba del Concilio.

Sin embargo, hay que decir que el cambio de énfasis pasando de los defectos a las
virtudes de las religiones no cristianas, y a las mayores posibilidades de salvación fuera
de los límites visibles de la Iglesia, ha sido, de todas las nuevas orientaciones, el más
difícil de controlar.

El colapso del esfuerzo misionero, acompañado de buen número de sacerdotes y


religiosas predicando distintas formas de sincretismo religioso (el cristianismo es sólo
una de tantas religiones, todas ellas destinadas un día a ser absorbidas dentro de una más
alta «fe universal») ha sido una de las consecuencias más impactantes.62

En teoría, no había ninguna razón para que se hubiera dado éste resultado. Cuando la
fe es fuerte, el cristiano quiere obedecer el mandato de Cristo y compartir lo que
considera como un tesoro que no tiene precio con el mayor número posible de gente.
Cómo se relaciona Dios para entrar en contacto con aquellos a los que no llega el
mensaje es algo que deja en manos de Dios. Pero cuando la fe no es fuerte, predicar el
evangelio se convierte en un asunto menos urgente.

Ya antes del Concilio, ciertos misioneros franceses desanimados por su fracaso en


convertir a los musulmanes norteafricanos empezaron a sugerir que, más que transmitir
la fe, deberían ser una «presencia silenciosa», predicando sólo con el buen ejemplo y las
buenas obras.63

108
Esto llevó a De Lubac y Daniélou a proponer un motivo alternativo para el
entusiasmo misionero. Argumentaban así: aun en el caso de que la salvación fuese
posible fuera de los límites visibles de la Iglesia, los cristianos deberían ansiar la venida
final del reino de Dios cuanto antes. Esto, sin embargo, no sucederá hasta que el
Evangelio no haya sido predicado a todas las naciones.

Pero su alternativa no fue capaz de contrarrestar el sentido debilitador de la


«unicidad» e importancia del cristianismo, generada por las teorías que hemos estado
examinando. Éstas iban a tener mucho más peso que cualquier texto conciliar.64

109
emos estado considerando la salvación en el otro mundo. ¿Qué ocurre con
nuestro quehacer en éste?

La mayoría de los católicos comprenden suficientemente bien que para conseguir la


vida eterna, las actividades estrictamente religiosas como oración, ayuno, entrega a los
demás o búsqueda de la virtud no son suficientes. Tenemos que ganarnos la vida,
construir una familia, usar nuestros talentos. Un médico que empleara en ponerse a rezar
de rodillas el tiempo que debe dedicar a sus pacientes no estaría agradando a Dios. En
este asunto, ponerse de rodillas sería, como se dice ahora, «contraproducente». Tampoco
es difícil comprender por qué. El mundo, el tiempo y la historia existen, en primer lugar,
en virtud de la creación, para entrenar y examinar a los futuros ciudadanos del cielo. La
vida es, esencialmente, una escuela con un gran examen final. Mientras dura, los
potenciales ciudadanos del cielo han de ser alimentados, vestidos, provistos de techo y
preparados para crear, a su vez, futuros ciudadanos del cielo. Además, el uso de nuestros
talentos da gloria a Dios, del mismo modo que la obra de arte da categoría al artista.

Ahora bien, el uso de nuestros talentos y de los recursos de la naturaleza, ¿ocupa


algún lugar en el plan de Dios? Todas las realidades que constituyen eso que llamamos
cultura -los diálogos de Platón, el teatro de Shakespeare, la escultura griega, la pintura
florentina, la arquitectura palatina, las sonatas de Beethoven, las novelas de Balzac, la
física de Newton, los motores de vapor, los aviones, la luz eléctrica, los teléfonos, los
fuegos artificiales, la agricultura-, ¿son sólo bienes accidentales destinados a endulzar la
vida aquí, durante nuestro tiempo de prueba, o tienen un significado duradero? En otras
palabras, si al crear el universo Dios pretendió fundamental o exclusivamente llenar el
cielo de gente (¿no fue un poeta inglés el que llamó al mundo una fábrica de dioses?),
¿fue ése, sin embargo, su único objetivo?

Si se les preguntara, creo que la mayoría de los fieles contestarían que los productos
de la ciencia y la cultura son bienes accidentales destinados a desaparecer para siempre
en la gran hoguera final. Después de todo, los hombres pueden salvar sus almas con o sin
los beneficios de la cultura y del progreso material. En cuanto a las referencias en la
Sagrada Escritura a una «nueva tierra» y un «nuevo cielo» después del último Día, la
idea de que podrían significar la recreación y transfiguración del mundo actual (como de
hecho hacen), a la mayoría le parecería como añadir a los artículos del Credo la fe en

110
cenicienta. Tienden a pensar en su recompensa eterna como algo puramente espiritual.
Las razones que sustentan la fe en la resurrección de la carne (¿por qué un cuerpo
material debería de tener un espacio permanente en un cielo inmaterial?) siguen siendo
oscuras. Aparentemente no hay razón alguna para ello, parece un capricho divino, como
tal vez ningún otro asunto dentro de la comprensión de la fe.

Las razones por las que la Iglesia ha dicho tan poco hasta ahora sobre el tema son
evidentes. Conseguir que la mayoría, hombres y mujeres, presten algo más que una
somera atención a Dios y al otro mundo nunca ha sido fácil. Decir a la gente que debería
apreciar más profundamente lo bueno de este mundo sería más duro todavía. También
existe el peligro de dar la impresión de que el otro mundo será algo parecido a un paraíso
musulmán. Por eso, en su enseñanza diaria, la Iglesia se ha limitado a dirigir y estimular
cualquier cosa que a sus ojos contribuya a la civilización, la cultura y el bienestar terreno
de los hombres, confiando en que Dios sabrá ponerla en un lugar dentro de su plan y
cuidar de ella.

Sin embargo, hacia la mitad del siglo XX todo esto dejó de ser posible. Ante la gran
cantidad de pensadores extranjeros que inundaban el mundo con sus teorías sobre el
significado del progreso, la civilización y la cultura, se hizo imperativo para la Iglesia
desarrollar una enseñanza propia.

EL ESFUERZO HUMANO

¿Cómo ve la Iglesia el «esfuerzo humano»? (término que los nuevos teólogos empezarán
a utilizar para el progreso cultural y social). ¿Se trata del viejo intento de los hombres
por dominar la fuerza de la naturaleza, desarrollar sus talentos, organizar la vida social
de la mejor manera posible y, en general, hacer del mundo un sitio más agradable para
vivir, sin un significado teológico? ¿Se mueven la historia de la civilización y la de la
salvación en líneas paralelas sin punto de contacto, encontrando la última su plena
realización sólo en otra parte? ¿O están de alguna manera conectadas? ¿Hasta qué punto
puede mejorarse el mundo y de qué manera y en qué medida deben los católicos
permitirse tomar parte en los esfuerzos de sus contemporáneos para transformarlo en un
paraíso terrenal?

Al formular sus respuestas a estas preguntas los reformistas fueron hipersensibles a


las críticas de los ateos a la Iglesia.

Éstas pueden resumirse de la siguiente manera. «¿Por qué, ¡Oh, Iglesia católica!
habiendo estado en el mundo durante casi dos mil años has fracasado a la hora de
producir ese mundo perfecto que nosotros vamos a crear en breve? Tu doctrina de
salvación celestial es condenable. Enseñando a los hombres a pensar en salvar sus almas

111
en el otro mundo, los conviertes en egoístas e individualistas, despreocupados de mejorar
este mundo. Tú eres el enemigo del bienestar terreno de los

Ateos de la línea dura, o Prometeos, fueron todavía un paso más allá:

Tu enseñanza no sólo es inútil. Es positivamente dañina. La fe en la existencia de la


divinidad significa la extinción de los derechos del hombre, de su dignidad, libertad y
bienestar. Bien sea como un hecho o como una idea, Dios es el enemigo natural del
hombre, que reduce el supuesto parecido del hombre con él a la apariencia del
esclavo. Como supuesta representante de Dios, tú, ¡Oh, Iglesia!, eres el último
obstáculo para el pleno florecimiento de la personalidad, creatividad, genio y
autorrealización del hombre. Ecrásez l'infame! («Aplastad a la

Difícilmente puede exagerarse hasta qué punto los decretos conciliares, sobre todo el
decreto sobre La Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et Spes), intentan contestar a
esas acusaciones suprimiendo todo aquello que, real o aparentemente, pudiera servirles
de base en la manera de presentar la fe y la moral.

Sin algún conocimiento de lo que son (conocimiento que la mayoría de los fieles no
tiene), el tono, el estilo e incluso algo de la sustancia de la enseñanza conciliar, esas
acusaciones no pueden ser sino malentendidas. Pasaje tras pasaje se dedica a rebatir la de
que la Iglesia es indiferente o un obstáculo para el bienestar terreno de los hombres.

Sin embargo, los objetivos inmediatos de los reformistas eran prácticos. Para rebatir
la acusación principal, los católicos deberán ser estimulados a colaborar lo más posible
con hombres de cualquier religión, o de ninguna, en el «esfuerzo humano». La
colaboración entre católicos y «todos los hombres de buena voluntad» deberá convertirse
en el principio básico de la religión católica. Ahora bien, para colaborar trabajando
relajadamente, se debían despejar dos malentendidos.

Uno, la actitud que los cristianos debían tener hacia «el mundo». ¿Era verdad, como
los críticos de la Iglesia decían, que enseñaban a sus hijos a despreciar, odiar o temer al
mundo? ¿Veía la Iglesia al mundo fundamentalmente como fuente de tentaciones?

La respuesta de la Iglesia fue «no», pero algunos fieles tenían la impresión de que la
respuesta debía ser «sí». Esto, según los nuevos teólogos, era culpa de ciertos escritores
espirituales influidos por el dualismo filosófico (la materia es mala, sólo el espíritu es
bueno). Estas ideas equivocadas deben ser corregidas. A los fieles se les debe enseñar a
amar y a apreciar el mundo.

¿Qué pasa entonces con todas las advertencias, no sólo de los escritores espirituales,
sino de la misma Sagrada Escritura, contra los peligros de llegar a estar demasiado
atados a las cosas de este mundo; o de Cristo cuando decía a sus discípulos que el mundo

112
los odiaría?

Para ellos, la presión procedía de una sola vertiente. Para corregir ese desequilibrio
deberá recordarse a los fieles más a menudo que «Dios no odia nada de lo que ha
creado» y que «amó al mundo tanto, que entregó a su único Hijo para morir por él».

Evidentemente, el problema estaba en el doble significado de la palabra «mundo»: las


cosas creadas en general o un amor desordenado hacia ellas. Todos estaban de acuerdo
que están para ser odiadas (mantenidas espiritualmente a distancia) en la medida en que
apartan nuestros corazones de Dios. La disputa se centraba en cómo interpretar eso.
Después del Concilio, se impuso la visión de los que, no lejos quizás de lo que ocurre en
el centro de Las Vegas, mantenían que el mundo tiene en sí poco que nos pueda apartar
del camino angosto y la puerta estrecha.

El otro punto a esclarecer era lo que el Concilio llamaría «autonomía legítima de la


realidad secular».

Esto significa que, aunque toda la realidad esté sujeta a una dependencia de Dios, su
morfología y funcionamiento físico y biológico no pueden conocerse a través de la
revelación divina. Por consiguiente, aunque la Iglesia tenga derecho a juzgar la
moralidad de los actos humanos y a referirse a los significados profundos de las cosas,
no es asunto de los eclesiásticos, como eclesiásticos, decirles a los científicos cómo
deben realizar sus experimentos, a los pintores cómo deben pintar, a los hombres de
estado cómo han de gobernar o a los empresarios cómo llevar los negocios.

Ansiosos por despejar el fantasma de la controversia sobre Galileo, los reformistas


enviaban mensajes a sus numerosos oponentes de la intelectualidad secular. «No más
interferencia de los hombres de la Iglesia en materia científica; no más obispos
ignorantes y pasados de moda atacando a Picasso o Le Corbusier, o influyendo en los
políticos en sentido conservador». Los seglares católicos y «hombres de buena voluntad»
pueden trabajar juntos en las tareas humanas con la mínima intervención eclesiástica.

Ahora que muchos eclesiásticos occidentales quieren liderar la transformación del


mundo, más que concentrarse en poner a salvo a su rebaño llevándolos al lugar adecuado
en el otro mundo, oímos hablar menos sobre «la autonomía de las realidades seculares»
o «las realidades seculares» que son asunto de los laicos más que de los clérigos.

CREANDO UN HUMANISMO CRISTIANO

Los intentos de responder a la cuestión teórica «¿tiene algún significado teológico la


historia de la civilización, de la cultura y el progreso?» cristalizaron en el «humanismo
cristiano» del Concilio, del cual Gaudium el Spes fue la primera expresión oficial y que,

113
desde entonces, ha sido desarrollada más plenamente por los papas Pablo VI y Juan
Pablo II.

Muchos católicos son alérgicos a la palabra «humanismo» porque, desde que se


empezó a utilizar, alrededor de 1815, ha ido asociada a la falta de fe y a un culto casi
idólatra del hombre. Pero si definimos el humanismo como la filosofía de la civilización
y el progreso, o del desarrollo de los talentos naturales del hombre, y de las
potencialidades de la naturaleza, resulta ser un término neutral, y cuando hablamos sobre
el humanismo cristiano lo hacemos sobre lo que ha sido un hecho y una realidad desde el
comienzo mismo de la Iglesia. La Iglesia ha sido la mayor civilizadora y una de las
grandes promotoras de la cultura.67

Comparado con la forma en que fue presentada previamente la fe, el «humanismo


cristiano», conciliar y posconciliar, implica un doble cambio de énfasis: de la
importancia de alcanzar la salvación en el otro mundo a nuestras obligaciones en éste; y
de la soberanía de Dios a la dignidad y los derechos del hombre. El segundo cambio se
refiere normalmente al «giro antropológico», o «al cambio hacia el sujeto humano»
acaecidos en la filosofía y la teología. El objetivo era encontrar una base común para el
diálogo con los ateos, ya que el ateísmo moderno en sus diferentes variantes es ahora la
«religión» dominante en occidente y representa la influencia cultural más poderosa en
todo el mundo.

«¿Qué clase de ser es el hombre?». Se pensó que esta pregunta podría ser un punto de
partida para la discusión con los ateos mejor que esta otra: «¿Existe Dios?». Sobre la
existencia de Dios hay un conflicto abierto. Sobre la dignidad y los derechos del hombre
y sobre la forma en que se debe o no actuar, la Iglesia y el ateísmo moderno están de
acuerdo en algunos puntos. Se esperaba que, analizando las experiencias humanas más
importantes, aquellas que son comunes a todos los hombres, sería posible mostrar que el
hombre es un ser necesariamente orientado hacia Dios, y que si esto no fuera así, todas
las teorías acerca de su dignidad, derechos o su perfección y felicidad últimas se
desvanecerían como humo.

En palabras del papa Pablo VI, cuando se cree en la dignidad y derechos del hombre
sin aceptar la existencia de un Dios que se las confiere, ocurre como con las rosas que
sólo pueden vivir por poco tiempo una vez que se cortan de su mata (el cristianismo), en
la cual crecen.

Ésta ha sido la idea clave en la argumentación de la Iglesia en su discusión con el


ateísmo desde el Concilio, una argumentación basada en la filosofía «personalista» de
Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, Martin Buber, Gabriel Marcel y Max Scheler. El
«personalismo» de Maritain y Mounier está más orientado política y socialmente que el
de Buber y Marcel. Pretendían dejar claro que el «esfuerzo humano» forma parte del
«único plan de creación y salvación de Dios», como dice Lumen Gentium. Buber y

114
Marcel se concentraron más en la vida interior del hombre que en su actividad externa.
El hombre es un «Yo» que sólo encuentra su realización el entrar en comunicación con
un «Tú», con responsabilidad y autoentrega.

Los otros pensadores principales que influyeron en el «giro antropológico» o


«cambio hacia el sujeto humano» fueron Martin Heidegger, fundador del existencialismo
y mentor filosófico de Karl Rahner y el equivalente francés de Heidegger, Jean-Paul
Sartre.

Todos estos hombres Buber, Marcel, Scheler, Heidegger y Sartre- podrían ser
llamados filósofos del espíritu humano, y aunque Buber era judío, Marcel católico,
Scheler un vagabundo espiritual que entró y salió de la Iglesia en diferentes momentos y
Heidegger y Sartre ateos, todos ellos tomaron prestado mucho material del escritor danés
del siglo XIX Sóren Kierkegaard (1813-1855), el escritor religioso, puede afirmarse, más
influyente, ya que sus obras fueron traducidas a los principales idiomas europeos a
principios del siglo XIX.

El «giro antropológico» que contó con el apoyo de Juan Pablo II ha significado


inevitablemente la introducción en la filosofía católica de un enfoque más subjetivo de lo
hasta entonces permitido. En general, se puede decir que los ortodoxos han utilizado
principalmente a Buber, Marcel y Scheler, mientras los heterodoxos favorecían a
Heidegger y Sartre.

Los principales fundamentos del humanismo cristiano conciliar están en el primer


capítulo del Génesis; en la doctrina de la Encarnación; y en lo que podría llamarse
«textos cosmológicos» que aparecen en las epístolas de San Pablo. Henri de Lubac fue
su cabeza y primer exponente.68

En el primer capítulo del Génesis Dios declara que la creación es buena, hace al
hombre «a su imagen y semejanza» y le ordena «llenar y dominar la tierra».

La Encarnación (Dios toma un cuerpo humano con su alma) echó por tierra, de una
vez por todas, la idea, promovida por muchas religiones y filosofías orientales, de que la
materia puede ser mala o ilusoria. La naturaleza humana fue elevada a alturas
inimaginables, y lo más sorprendente de todo es que, gracias a, y mediante, la adopción
divina se hizo posible la divinización del hombre (un término familiar en la teología
oriental).

En sus enseñanzas sobre la divinización del hombre, los nuevos teólogos vieron la
posibilidad de hacerse con alguna de las reivindicaciones humanistas de los ateos. ¿Qué
era su culto del hombre comparado con lo que la Iglesia ofrece? Esto explica las
observaciones repetidas del papa Pablo VI en su discurso al concluir el Concilio: «La
Iglesia también tiene su propio culto del hombre».

115
Quizás no fuera una observación muy inteligente. Como sucedía muy a menudo, el
Papa concentraba su mirada en los no creyentes cultos más que en los fieles normales,
muchos de los cuales se escandalizaron no poco. ¿Iban a ser las estatuas de Beethoven y
Einstein consideradas objetos de culto? Sus palabras, sin embargo, no dejaban de tener
fundamento teológico. El hombre no es un objeto de culto, pero es cierto que en todos
los hombres se debe venerar, aunque aparezcan desfigurados, la imagen de Dios y el
reflejo de Cristo, y también se debe ver la promoción de su bienestar corporal y
espiritual como una obligación tanto religiosa como moral.

Lo que he dado en llamar «textos cósmicos» de San Pablo son aquellos en los que el
apóstol de los gentiles nos da una pincelada sobre la forma en que están vinculados los
destinos del universo y del hombre. La naturaleza ha sido misteriosamente «condenada a
la frustración»; se «queja» mientras espera «la adopción de los hijos de Dios»69. Todas
las cosas se «reconciliarán en Dios» cuando Cristo, habiéndolas primero «sometido» a
Él, «se las pase a su Padre».

Algunos Padres griegos habían especulado también sobre la dependencia de la


naturaleza del destino en el del hombre y sobre la forma de su transformación final,
intentando reconciliar los textos paulinos con la filosofía neoplatónica. Por esta razón
eran también apreciados por los nuevos teólogos.

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

Los arquitectos del nuevo humanismo también sacaron mucho provecho del
mandamiento de Nuestro Señor que invitaba a «leer los signos de los tiempos». Si sus
oyentes hubieran leído correctamente los signos de los tiempos, deberían haberlo
reconocido en su verdadera identidad. A partir de los signos de los tiempos podemos
aprender algunas veces cómo quiere Dios que actuemos. Ciertamente, la teología más
reciente ha venido dando a la expresión un significado más amplio. Los signos de los
tiempos nos pueden aportar una visión del futuro. Nos pueden enseñar la forma en que se
desarrolla el plan de Dios y su significado teológico. Para el teólogo neoprotestante Kart
Barth, el teólogo inteligente lleva la Biblia en una mano y un periódico diario en la otra.
Desde aquí podría haber sólo un paso -el paso dado por los modernistas- a una
comprensión evolutiva de la revelación. A través de los sucesos actuales, Dios nos está
revelando nuevas verdades. El Concilio hace referencias ocasionales, si bien no
claramente definidas, a la lectura de los signos de los tiempos, pero no los entiende en el
último sentido.

¿Qué signos de los tiempos, o rasgos de la historia contemporánea, consideraron los


nuevos teólogos que tenían una mayor influencia en el desarrollo de su humanismo
cristiano al estar más cargados de significado teológico?

116
Parece que hubo tres: los modernos movimientos políticos democráticos, en los que
vieron un fruto tardío de la Encarnación; la creciente unificación del mundo gracias a los
viajes rápidos y a las comunicaciones, y la lluvia de riqueza, en forma de conocimiento
científico, tecnología y dinero que ha estado cayendo a cántaros en los países cristianos
industrializados de occidente durante los últimos ciento cincuenta años, y que desde la
Segunda Guerra Mundial se ha convertido en una auténtica inundación.

Movimientos políticos democráticos

Los reformistas más concienciados políticamente, como Maritain, Emmanuel Mounier y


Marie-Dominique Chenu querían que la Iglesia reconociera a los movimientos sociales y
políticos de los últimos doscientos años, llevados adelante en nombre de la libertad,
igualdad, fraternidad y democracia, como inspirados en cierta medida por Dios. También
querían que los fieles se lanzaran en masse a la búsqueda del perfecto sistema social y
político.

El Concilio dio su consentimiento a estas dos peticiones con las debidas reservas. Se
urge a los fieles para que tomen totalmente en serio sus obligaciones sociales y políticas.
Se multiplicaron las comisiones de «justicia y paz» (comités parroquiales, diocesanos y
regionales para aplicar la enseñanza social de la iglesia).70

Ahora bien, ¿cuánta justicia es posible? ¿Es alcanzable una justicia perfecta? ¿Cuál
es el fin a alcanzar? ¿Se deben incrementar o disminuir los poderes del Estado?

Aquí el Concilio rehusó comprometerse. Se quedó en los principios generales sobre


la conducta social y política. «Las formas, estructuras y organizaciones concretas de la
autoridad pública adoptadas en cualquier comunidad política pueden variar de acuerdo
con el carácter de los distintos pueblos y de su desarrollo histórico» (Gaudium et Spes,
7). Sin embargo, el pensamiento de la mayoría de los responsables de redactar el texto,
reflejado en su ethos, tendía a ser utópico y democrático.

Un Mundo

La unificación de la humanidad como clímax de la historia, es una idea que ha estado


rondado la mente occidental durante dos siglos por lo menos, y bajo la influencia de las
ideas evolucionistas de Teilhard de Chardin llegó a dominar también el pensamiento de
los nuevos teólogos: la historia se mueve ineluctablemente hacia su consumación o
plenitud.

Sin embargo, los hombres no están unidos simplemente por el hecho de mantener un

117
mayor contacto físico o por vivir unidos bajo un gobierno determinado. La auténtica
unidad presupone un cierto acuerdo sobre la finalidad de la vida y sobre la forma de
alcanzarla.

Entonces, ¿en torno a qué ideas se podrán finalmente unir los hombres de manera
duradera?

La respuesta de la Iglesia sólo puede ser: en torno a la fe en Cristo. Por ello el


Concilio, después de llamar a la Iglesia «sacramento universal de salvación», va más allá
en su definición: la Iglesia es «signo e instrumento de comunión con Dios y de unidad
entre todos los hombres». Fuera la que fuese la pretensión de los nuevos teólogos, el
Concilio rechazó las pretensiones del marxismo, del humanismo secular, de la masonería
y de todos los demás «ismos» de ser instrumentos válidos para la unificación definitiva
de la humanidad. Un signo o sacramento no tiene que lograr lo que significa. La gente es
libre de utilizarlo o no. Pero si ha de llegar a este mundo la unidad última y definitiva,
sólo podrá ser bajo el señorío del Dios-Hombre, cabeza y redentor del género humano.
Una unidad basada simplemente en la tolerancia mutua de las diversas visiones no sería
unidad definitiva.71

Prosperidad Occidental

Sobre la forma correcta de utilizar el inmenso caudal de conocimientos y riquezas, las


respuestas estaban de nuevo a disposición de todos en la doctrina social de la Iglesia.
Todos los bienes deben tener un origen honesto. Aquellos a quienes Dios les ha colmado
de abundancia deben ser generosos y compartirla. Compartir incluye ayudar al menos
dotado para que pueda ayudarse a sí mismo.

Estos principios habían sido reconocidos hacía bastante tiempo para su aplicación a
la vida interna de las naciones. Pero los reformistas, apoyados por las órdenes
misioneras, quisieron dejar claro que había que aplicarlo también a la relación entre
naciones y regiones. Ésta es, en pocas palabras, la enseñanza de Gaudium el Spes sobre
este asunto.

Pero ¿cuál es el significado profundo de ese inmenso caudal? ¿Podría ser también,
como el movimiento de los derechos civiles y políticos -y como el pensamiento
reformista- una continuación de la obra liberadora de la Encarnación? Para empezar, los
hombres tenían que ser liberados de las falsas creencias, falsos miedos y malos deseos.
Ése había sido el logro principal de los primeros quinientos años de la Historia de la
Iglesia: la liberación espiritual. Pero, empezando por el declive de la esclavitud y
siguiendo con la aceleración que se produce al aproximarnos a los tiempos modernos,
¿no podemos ver que, a partir de la liberación interior, va surgiendo y se establece una

118
liberación externa del hombre? Como las fuerzas de la naturaleza son cada vez más
utilizadas al servicio del hombre, ¿cómo será algún día la liberación de todos del
hambre, el dolor, la enfermedad y la dureza del trabajo?72 En otras palabras: Dios quiere
algo más que la salvación de las almas. Quiere la salvación integral: La «salvación»
también de los cuerpos y, a través de los hombres, la de la naturaleza en su totalidad.73

Pero si esto es lo que significa la «reconciliación de todas las cosas en Cristo», ¿se
trata sobre todo de una obra del hombre completada antes del último día o es más bien
una obra de Dios provocada después del último día? En otras palabras: ¿se debe o no se
debe identificar la construcción del reino de Dios con la realización de una utopía
terrena?

A esta pregunta, que yace en el corazón de la lucha de la Iglesia con el modernismo,


y sobre la que estaban divididos los nuevos teólogos, el Concilio pronunció un No
definitivo: no debe haber tal identificación. Aunque a veces esa respuesta no sirviera
para silenciar a aquellos que querían que fuera sí.74

«No sabemos ni el momento de la consumación de la tierra y del hombre ni la forma


en la que el universo será transformado. La forma de este mundo, distorsionada por el
pecado, está muriendo; y se nos ha dicho que Dios está preparando una nueva morada y
una nueva tierra en la que habite la bondad» (Gaudium et Spes, 39) Los papas Pablo VI
y Juan Pablo II han insistido repetidamente en que el «esfuerzo humano» y la
construcción del reino de Dios no se deben identificar. La construcción del reino de Dios
no depende del éxito del esfuerzo humano. El Reino es construido principalmente por la
suma de los salvados.75

Sin embargo, el Concilio hizo suya la idea de que mejorar este mundo es una
actividad adecuada de los cristianos como tales.

«La Iglesia fue fundada para expandir el reino de Cristo en toda la tierra [...] para
hacer que todos los hombres sean parte de la salvación y la redención, y a través de ellos
establecer la correcta relación del mundo entero con Cristo». (Decreto sobre los laicos,
art. 2). 0 como lo expresa la Gaudium et Spes, los órdenes espiritual y temporal «aunque
distintos, están tan vinculados al único plan de Dios que Él mismo intentó en Cristo
destinar a todo el universo a una nueva creación, inicialmente aquí en la tierra, y plena y
definitivamente después del último día». En otras palabras, la Iglesia, como el
matrimonio, tiene un fin pri mario y uno secundario, que en la medida de lo posible
deben de ir de la mano. Hacer a los hombres cristianos no sólo es ponerlos en el camino
de la salvación, sino que contribuye también a mejorar el mundo; y el esfuerzo humano
por mejorar el mundo ha de ser visto como una extensión del acto originario de la
creación.

Construir un mundo mejor es la respuesta de la Iglesia a la idea del ateísmo moderno

119
de construir un mundo perfecto, y para poner correctamente el acento, Pablo VI lanzó la
idea de construir una «civilización del amor». Sin amor ninguna prosperidad, por grande
que sea, hará el mundo mejor. Será peor.

Pero si todos los productos del arte y la cultura terminarán convirtiéndose en humo,
como nos dijo el primer Papa (2 P. 3,7), «¿cuál es el sentido final de la actividad del
hombre en el universo?, preguntaron los padres del Concilio (Gaudium et Spes, 11).
¿Cómo habrán contribuido a la «nueva tierra» a la que se refieren? Sobre este punto la
Iglesia no ha dicho nada explícito, aunque hay indicios en Gaudium et Spes y hacia el
final de la encíclica de Juan Pablo II sobre el trabajo Laboreen Excercens de que, en
algún sentido, los productos de nuestro cerebro y de nuestras manos en esta vida tendrán,
si son dignos, un lugar en forma transfigurada en la «nueva creación». Ningún
documento va tan lejos como para decir que escucharemos a Chopin o que disfrutaremos
las pinturas impresionistas, pero la dirección del pensamiento parece indicarlo como una
posibilidad.

Hemos cubierto ya, si no todas, al menos las nuevas orientaciones principales.


Nuestra próxima tarea va a ser tratar de ver por qué la nueva teología, que fue en gran
medida responsable de ellas, llegó a ser contaminada por el error, produciendo también,
por otra parte, valiosas intuiciones y aportaciones. Por eso debemos volver al principio
del siglo XIX y a los comienzos del movimiento para vérnoslas con el «pensamiento
moderno», al que, grosso modo, podemos definir como la suma de los conocimientos,
opiniones, ideas e ideologías de los siglos XIX y XX deudoras de las doctrinas de la
Ilustración del siglo XVIII.

120
121
n el capítulo 1 dije que el objetivo de un aggiornamento intelectual o cultural
era separar el trigo de la paja en el pensamiento y vida contemporáneos, para que los
fieles no se opongan a lo que es naturalmente bueno, poniendo lo bueno al servicio de la
Iglesia. El principal peligro o enfermedad ocupacional que amenaza a sus militantes es
intentar forzar a la Iglesia a comer la paja como si fuera trigo. Vamos a ver ahora cómo
suceden ambas cosas.

Los principales cambios de actitud y estrategia de la Santa Sede encajan bien, para
nuestro propósito, en cuatro periodos: de 1815 a la muerte de Pío IX, en 1878; de la
elección de León XIII en 1878 hasta su muerte, en 1903; de la elección de Pío X en 1903
a su muerte, en 1914; y de la elección de Benedicto XV en 1914 a la muerte de Pío XII y
elección del papa Juan XXIII, en 1958.

Hasta 1958, estos cambios de estrategia nunca fueron cambios totales de rumbo, sino
frenazos o aceleraciones más o menos enérgicas, según procediera la fuerza de la
presión, por una parte, de la necesidad de algún tipo de adaptación, y por otra, de la
necesidad de proteger la fe y las creencias de la mayoría de los fieles.

El papa Juan XXIII inició un quinto periodo -en el que todavía estamos- soltando los
frenos con una rapidez sin precedentes. Fue un cambio de rumbo total en lo referente a la
estrategia; por su parte, el papa Pablo VI, su sucesor, pisó los frenos tan suavemente, si
es que los pisó, que los resultados fueron apenas perceptibles.

Volviendo a nuestro punto de partida, hacia mediados del verano de 1815, acabadas
ya las revueltas revolucionarias de la era napoleónica y gozando Europa nuevamente de
paz, empezaron a dejarse sentir los efectos de lo que podríamos llamar las «nuevas
realidades»: los cambios en las formas de vida y de pensar del hombre, y los factores
responsables de ellos que distinguen la Europa pre-revolucionaría de la
posrevolucionaria. La revolución no causó estos cambios. Habían estado preparándose
durante mucho tiempo. Pero por derrocar a las antiguas aunque no decrépitas
instituciones políticas que los habían estado manteniendo vigilados, la Revolución
francesa y las invasiones napoleónicas los dejaron fuera de control, como los vientos de
Eolo soplando de aquí para allá como una fuerte tempestad.

Para la Iglesia, la más significativa de las «nuevas realidades» fue su pérdida de

122
liderazgo cultural e intelectual. Un alto porcentaje de los pensadores más dotados -
escritores, artistas y científicos- la abandonaron. Lo mismo hicieron, en gran número,
representantes de las activas y emprendedoras clases medias. Su partida marcó el
principio de la larga lucha de la Iglesia con las diferentes clases de no creyentes
organizados (liberales, masones, socialistas, comunistas) a los que ya nos hemos
referido. Era el principio del fin de la Cristiandad como la historia la había conocido
hasta entonces.

Las otras nuevas realidades importantes eran: la expansión de las ideas políticas
democráticas o republicanas; la revolución industrial y el éxodo que acompañaba a las
poblaciones campesi nas hacia las ciudades, con sus devastadores efectos sociales; el
consiguiente crecimiento de los movimientos para conseguir o defender los derechos de
los trabajadores, encabezado por varias formas de socialismo revolucionario; según
avanzaba el siglo, la educación masiva; la avalancha de inventos y descubrimientos
científicos y, finalmente, el torrente de teorías filosóficas eruditas que de formas
diferentes parecían socavar las bases de la fe.

De esta inmensa colección de conocimientos, especulaciones y supuestos hechos,


¿cuántos eran verdad?; y en consecuencia, ¿a cuáles podía dar su bendición la Iglesia?

Como casi todas las nuevas iniciativas importantes, los comienzos del movimiento
para asimilarlas fueron difíciles. Se trataba menos de una actuación concertada que de un
intento de abordar este o aquel asunto por individuos aislados que, al principio, parecían
ser parte del renacer religioso de carácter general que se extendía por toda la Europa
católica y protestante, y que, sin embargo, aunque los mismos hombres estaban activos a
menudo en ambas empresas, sus objetivos eran diferentes.

El renacer religioso estaba ocupado en volver a despertar el fervor espiritual (sumido


en el aburrimiento debido al tibio deísmo del siglo anterior); en restaurar o preservar lo
que hay de perenne en la vida de la Iglesia y, bajo el estímulo del movimiento romántico,
en el redescubrimiento de los tesoros del pasado de la Iglesia, no sólo lo que había sido
arrasado por la guerra y la revolución, sino también todas las cosas que habían caído en
desuso por el desgaste del tiempo.

Por otra parte, el aggiornamento estaba interesado por las ideas y prácticas que se
originaban fuera de la Iglesia. Por razones que nacen de sus distintas historias, adoptó
formas bastante diferentes en Francia y Alemania, los dos países donde ha tenido
siempre una demanda más fuerte.

Durante la mayor parte del siglo XIX, en Francia fue posible cierto tipo de actividad
política, pero la Iglesia quedó excluida de las universidades. En Francia, por tanto, los
líderes del movi miento fueron, sobre todo, escritores, oradores o algún tipo de figura
pública no universitaria. Lo que ellos buscaban era una forma de adaptación a las teorías

123
y practicas liberales del siglo XIX. De ahí el nombre de «catolicismo liberal» que se da a
esta rama del movimiento. Las figuras más representativas fueron el abad de
Lammenais, el dominico Lacordaire, el vizconde de Motalembert y el arzobispo de
Orleans, Félix Dupanloup. Aunque mantenían diferencias sobre lo más valioso del
acervo del liberalismo, estaban unidos en el deseo de que la Iglesia aprobara una
constitución política, un gobierno elegido representativamente, igualdad ante la ley,
derecho de libre asociación, etc. (en un principio, no había objeción para ninguna de
estas reivindicaciones). También querían que la Iglesia hablara bien de la libertad
individual, particularmente de la libertad de expresión y de opinión, y que aceptara la
libertad religiosa y la separación de la Iglesia y el Estado como si fueran bienes
absolutos siempre y en todo lugar. Esto era otra cuestión. Toda esta agenda ha sido
llamada «El bautismo de los principios de 1789».

En Alemania prevaleció un estado de cosas opuesto. Los gobiernos monárquicos


dieron poca oportunidad para la actividad política. El interés por las teorías y prácticas
liberales era, por consiguiente, relativamente débil. Los escritores católicos del periodo,
como Górres estaban más interesados en las libertades corporativas dentro de las
ciudades medievales alemanas. Por otra parte, la Iglesia seguía manteniendo puntos de
apoyo en algunas universidades. Por tanto, fue sobre todo en las universidades donde se
desarrolló el movimiento; los líderes eran en su mayoría profesores, y lo que
generalmente querían de la Iglesia era que diera su bendición a los elementos de la
filosofía idealista germana y a la utilización del método histórico crítico y literario.

EL IDEALISMO ALEMÁN

Esta escuela de pensamiento inmensamente influyente tiene dos ramas principales. La


primera es heredera de «La revolución copernicana en filosofía» de Immanuel Kant (o
«idealismo crítico» como él lo llamó); la segunda procede del idealismo «absoluto» u
«objetivo» de Hegel.

La de Kant (1724-1804), construida sobre las ideas de Descartes, Locke y Hume,


estableció que no podemos conocer las cosas tal como son, sino sólo como aparecen,
siendo estas apariencias creación de nuestras mentes. Nuestras mentes se imponen al
flujo entrante de impresiones que recibimos a través de nuestros sentidos, un patrón
creado por ellos. El mundo parece ser lo que se ve, no porque sea como es, sino porque
es como nuestras mentes hacen que parezca. Entre el mundo de las cosas como aparecen
(el mundo de los phenomena) y el mundo de las cosas como realmente son (el mundo de
los noumena, o de «las cosas en sí mismas») existe un gran abismo. El mundo
«nouménico» permanece siempre desconocido. No es necesario para nuestro actual
propósito explicar las razones de Kant para avanzar estas sorprendentes ideas. Sólo
necesitamos mencionar las dos consecuencias más importantes de su «revolución
copernicana».

124
En primer lugar, destruyó los fundamentos de la teología natural. Si el orden y el
diseño aparente de la naturaleza son creación de nuestras mentes no pueden ser
utilizados como argumento para la existencia de Dios. Tampoco podemos tener
conocimiento alguno de la clase de ser que es Dios viéndolo reflejado en sus obras. El
contorno y la forma de las cosas está dictada por nosotros. La voz de la conciencia es la
única evidencia que tenemos de la existencia de Dios.

Kant, aunque era luterano, de hecho contradecía lo que San Pablo había dicho
claramente al pueblo de Listra (por no mencionar lo mucho que se dice sobre el
particular en cualquier parte de la Biblia): que Dios, su voluntad, así como la clase de ser
que es, pueden ser conocidos a través de sus obras. Kant es, en este sentido, el padre del
agnosticismo religioso moderno.

El idealismo de Kant es denominado «crítico» porque cuestiona la convicción, de


sentido común, de que la apariencia de las cosas habitualmente revela más que esconde
lo que ellas esencialmente son.

Las teorías de Kant sobre la relación de la mente con la realidad fueron también
responsables del enfoque tan subjetivo de la religión, y de las grandes preguntas que
llevan a la religión con las que ahora estamos todos familiarizados. «La forma que tengo
de sentir las cosas es la manera de ser que tienen».

Por su parte, Hegel, más que silenciar las mentes de los hombres, nos hizo
minúsculas partículas de la mente de Dios. Nosotros, y todo lo que existe en el universo,
somos aspectos o pensamientos de una gran Mente universal que intenta alcanzar una
más completa comprensión de sí misma. Las consecuencias, en este caso, iban a encerrar
a gran parte de la filosofía europea moderna en un molde panteísta fuertemente
evolucionista.

LOS MÉTODOS HISTÓRICOS CRÍTICOS Y LITERARIOS

Ésta es la segunda disciplina que se esperaba que la Iglesia bendijera; se trata de un


sistema de normas para comprobar los documentos en los que está basado nuestro
conocimiento del pasado, con el fin de determinar su autoría, su valor y su grado de
evidencia, así como para llegar a una comprensión más exacta de lo que quiso decir el
autor. Usadas ya en la época clásica, fueron recuperadas en el Renacimiento por
humanistas como Lorenzo Valla. Su aplicación y desarrollo alcanzó su apogeo en el
siglo XIX bajo el nombre de la «más alta crítica».

Estas normas no son como las que acompañan a las evidencias en un proceso judicial.
Su objeto es determinar si los supuestos autores escribieron realmente los documentos
examinados, hasta qué punto fueron veraces, y si se demuestra que no fueron los autores,

125
cuándo y cómo fueron redactados los documentos. Las conclusiones se alcanzan, en
parte, estudiando el lenguaje de los documentos, el estilo y las inconsistencias y
anacronismos que contienen (evidencias internas), y, en parte, aportando información
externa que lo sostenga. ¿Lenguaje y estilo proceden de una misma mano, o no?
¿Encajan con la supuesta fecha del documento? ¿Están de acuerdo entre sí los hechos
registrados? ¿Coinciden o chocan con otras evidencias históricas?

Se presume que la crítica no sólo tendrá un buen conocimiento de los idiomas


necesarios, sino también una buena comprensión de las condiciones bajo las que fueron
escritos los textos y, en la medida de lo posible, un buen conocimiento de las ideas
predominantes en el momento. Todo esto le ayuda a arrojar luz sobre el sentido de los
pasajes oscuros, así como sobre la fecha de los textos. El método fue también utilizado
para determinar la fecha y la autoría de obras literarias como La Ilíada y La Odisea.

Inicialmente, «la más alta crítica» tuvo un efecto estimulante en los historiadores
católicos. La laboriosidad de los críticos, lo exigente de los valores morales y el dominio
de los materiales representaban un desafío. De los varios historiadores católicos que se
igualaban en erudición y laboriosidad, probablemente el más distinguido fue Karl Joseph
von Hefele (1800-1893), historiador de los concilios de la Iglesia.

Estas diferencias de acento en el enfoque -en la teoría y práctica liberales al oeste del
Rin, en la filosofía y crítica erudita al este- se encontrarían también entre los expertos del
Concilio Vaticano II.

Fuera de Francia y Alemania, la curiosidad estaba menos compartimentada. En Italia,


Rosmini y Gioberti trataron, de formas distintas y con diferentes grados de éxito, de
llegar a acuerdos tanto con el liberalismo como con la filosofía alemana, mientras que en
Inglaterra lord Acton fue un apóstol del liberalismo y de la crítica más alta.

El movimiento social católico -la respuesta católica a los males de la urbanización, de


la rápida expansión industrial, y del liberalismo económico no controlado- se
desarrollaron por separado. En Francia, la mayoría de los primeros reformistas sociales
no fueron políticos liberales (Armand de Melun, Albert de Munn, René de la Tour du
Pin); tampoco lo era el cardenal Manning, ni el obispo Ketteler de Mainz, el principal
protagonista del movimiento en Alemania. Ketteler también desconfió de las crecientes
pretensiones del mundo erudito de los católicos alemanes.

Lamentablemente, el movimiento social y el intento católico liberal de bautizar los


principios de 1789, introducidos en la vida católica francesa, y más tarde en todo el
mundo católico, constituyeron un forcejeo interno que finalmente llegó a ser tan caliente
y amargo como el conflicto externo entre católicos y no creyentes organizados.

En ese forcejeo interno, así como en el externo, los intereses de clase, económicos y

126
políticos, y los prejuicios ayudaron nuevamente a confundir los asuntos. Tampoco
estuvieron todas las faltas del lado liberal o «social» católico. Si los liberales tendían a
ver los principios de 1789 a través de cristales de color rosa -más tarde vinieron
generaciones de «social católicos» a idealizar el socialismo- sus oponentes trataron a
menudo de dar al gobierno monárquico la apariencia de dogma de fe, o interpretaron
cualquier intento de corregir el mal social como un apoyo a la revolución. Los liberales y
los social-católicos estaban también frecuentemente a matar. Liberales como
Montalembert y Dupanloup se inclinaban a ver la defensa de los derechos de los
trabajadores como una violación de los principios liberales, o como social y
políticamente peligrosos.

Finalmente, el conflicto llegó a ser más que una pregunta tan clara como ésta:
«¿Debe ser Francia una monarquía o una repú blica?», o también: «¿Tienen los
trabajadores derechos con respecto a los patronos?». Poco a poco fue surgiendo una
cuestión más profunda. ¿Deben las leyes y las costumbres de una nación expresar el
pensamiento y el deseo de Dios o el parecer de la mayoría de los habitantes? A la larga,
por supuesto, las leyes y costumbres de un país siempre reflejan el parecer de la mayoría
(igualmente, ayudan a su formación), tanto si reflejan o no, también, la ley de Dios. La
cuestión sólo resultaba candente porque las naciones de Europa y América estaban en un
estado de transición, pasando de ser públicamente más o menos cristianas, a ser (lo que
son ahora mayoritariamente) públicamente nada, o ateas. Por tanto, el debate finalmente
sería, o bien oponerse a las tendencias anticristianas, y salvar tantas leyes públicas
cristianas como pudieran ser salvadas, o inclinarse a lo que es considerado como fair
accompli, y, por respeto a la opinión mayoritaria, entregar el campo de las leyes públicas
a las tendencias anticristianas, sin lucha previa.

Por supuesto, la discusión está ahora en su punto más álgido con relación al aborto y
la eutanasia, con el modernismo favoreciendo la cooperación al trabajo de demolición y
entrega.

Tales fueron los comienzos del intento de llegar a acuerdos con «las nuevas
realidades», unos primeros pasos que abrieron el camino que llevaría a las «nuevas
orientaciones» del Concilio Vaticano II.

127
udo haberse previsto que habría problemas, máxime viendo cómo algunos
estudiosos de los que hemos mencionado hablaban del trabajo que tenían entre manos,
por ejemplo, Gioberti. La Iglesia, se decía, debe reconciliarse con los «tiempos
modernos», o con el «espíritu de la época», ya que ambos podían ser objeto de
bendición.

Si se piensa que la época es dirigida por espíritus diversos -un caótico parlamento,
por así decirlo- el problema puede tener solución. Los católicos pueden entablar amistad
con los buenos y cerrar la puerta a los malos, principio rector de todo verdadero
aggiornamento.

También se hablaba mucho sobre «aproximar fe y razón» o «fe y ciencia». Uno ya


sabe lo que quería decir. Un hecho naturalmente establecido, si es realmente un hecho,
permanece siempre como tal. Nuestra religión no nos pide que lo neguemos. Pero puede
tardar mucho tiempo hasta que se comprenda la importancia de un hecho determinado,
mientras que, con frecuencia, los misterios revelados por Dios parecen contradecir lo que
to mamos como hechos naturales o apariencias; eso es lo que ocurre con ciertos hechos
científicamente establecidos, como el movimiento de la tierra alrededor del sol. Las
cosas no siempre son lo que parecen a primera vista. Cuando hablamos sobre reconciliar
razón y fe, ¿es nuestro objetivo realmente hacer que los misterios revelados por Dios
aparezcan como todo aquello que es considerado razonable por la media de los hombres
formados científicamente o de otra manera?

Hay otra dificultad. Puesto que la fe es ampliamente considerada como un asunto de


vagas intuiciones o sentimientos, mientras que la ciencia tiene fama de tratar sólo con
hechos y ser infalible, este tipo de argumento da inmediatamente ventaja a «la razón y la
ciencia» -bien se considere a éstas como representantes de las exigencias del
conocimiento natural, o del punto de vista del no creyente- antes de que haya comenzado
la discusión del problema de tratar de armonizar la fe y la razón. El asunto hubiera
resultado más llevadero si, en vez de hablar acerca de fe y razón, o de fe y ciencia, los
católicos hubieran hablado sobre el conocimiento sobrenatural y natural, dos fuentes de
información, la primera de ellas la más valiosa porque enseña al hombre cuál es su fin
último.

128
La primera y más famosa víctima de este periodo que empezaba fue Felicité de
Lamennais (1782-1854). Converso, cura y brillante polemista, comenzó por defender al
papado contra el galicanismo superviviente de la restaurada monarquía y jerarquía
francesas. Pero cautivado gradualmente por las ideas de soberanía popular y de progreso,
empezó a tratar de reformar la Iglesia al estilo de un pacto rousseauniano entre el Papa y
el pueblo a expensas de los obispos, transformando entonces su misión enfocándola a la
promoción del bienestar temporal de los fieles. La Iglesia sería la que los liberaría de los
gobernantes opresores, de los patronos y de los gobiernos extranjeros.

«El catolicismo libera al hombre del yugo del hombre», escribiría después de su
ruptura con la Iglesia; y también: «se acerca el día en que (la Iglesia) moldeará a todas
las naciones formando una gran sociedad» y apareciendo «entre el cielo y la tierra como
un signo reconfortante»76. Pero primero debe regenerarse, despojándose de los bienes y
enredos terrenales. Por primera vez oímos los acentos de la teoría de la liberación,
teología de ahora. Se trata de un viejo sueño.

Posteriormente, iba a convertir al «pueblo» en fuente de la verdad religiosa. El


cristianismo es verdadero porque lo que es esencial en él coincide con lo que la mayoría
de los hombres ha pensado siempre sobre el sentido de la vida y sus orígenes.

Se dice que mientras Lamennais defendía todavía el papado, el papa León XII había
pensado hacerle cardenal. Si el Papa realmente hubiera tenido tal intención, la
Providencia habría tenido que intervenir para hacerle cambiar de opinión. Su sucesor,
Gregorio XVI tuvo que condenar las principales tesis de Lamennais en la encíclica
Mirari Vos, y en 1834 fue excomulgado. Excomulgar a un cardenal habría sido una
vergüenza considerable.

Los roces de otros pensadores y eruditos católicos con la autoridad fueron menos
dramáticos. En momentos diferentes, tanto Montalembert como lord Acton, fueron
reprendidos por insistir en sus ideas liberales más de lo aceptable. La mayoría de los
libros de Gioberti fueron puestos en el índice de libros prohibidos por razones filosóficas
o políticas. Su religión se había llegado a mezclar con su apasionado nacionalismo
italiano hasta tal punto que pretendía que el Papa se viera a sí mismo como un
instrumento nombrado para la liberación y unificación de Italia. Sin embargo, la
fidelidad y santidad de Rosmini nunca fueron puestas seriamente en duda, a pesar de las
proposiciones censuradas de sus escritos filosóficos.

El orgullo erudito parece haber sido la perdición del historiador alemán Ignaz
Dóllinger, quien rehusó aceptar la definición de la infalibilidad papal en 1870. ¿Cómo
podía un ignorante obispo italiano tener razón en el tema de la autoridad papal y un
maestro del más alto criticismo estar equivocado? (incluso Karl Hefele, por entonces
obispo de Rottenburg, había dudado durante todo un año antes de suscribir la
definición). Con anterioridad, en un congreso que había organizado en Múnich,

129
Dóllinger había pedido libertad total de todo control eclesiástico para los estudiosos
católicos.

Si embargo, con la perspectiva del paso del tiempo, tal vez las figuras más
significativas que se metieron en profundidades antes de 1878 fueron los dos teólogos y
filósofos Georg Hermes (1775- 1831), profesor de seminario en Bonn, y Antón Günther,
un sacerdote independiente que vivía en Viena.77

Hermes, cuya fe se había tambaleado al leer a Kant y a su discípulo Fichte siendo


estudiante, pretendía que el hecho de creer les resultara más fácil a los más cultos. Con
este fin dividió a los fieles entre filósofos y no filósofos, justificando este paso por la
adopción de la distinción de Kant entre razón teórica y práctica. Los filósofos, o las
personas cultas, sólo tienen que aceptar la verdad de la revelación en la medida que
satisfaga las exigencias de la razón teórica. En contraste, los incultos, o quienes sean
incapaces de entender las objeciones que la razón teórica plantea a la fe, están limitados
a aceptar las enseñanzas de la Iglesia sin cuestionarlas, siempre que tengan la convicción
práctica interior suficientemente fuerte de que ha existido realmente una revelación.
Parece que ignoraba el papel de la gracia en relación a la fe. También enseñó que la
teología debe empezar con la duda metódica.

Günther pensaba que, con una mezcla razonable de Kant y Hegel, misterios como el
de la Trinidad y la Encarnación podrían ser demostrados sólo con la razón. La revelación
no era absolutamente necesaria. Además, con el progreso de la ciencia y la filosofía,
tales misterios se harían aún más claros y más fácilmente demostrables. Las definiciones
doctrinales de la Iglesia, por tanto, estaban sujetas siempre a revisión y mejora.

Durante algún tiempo, el hermesianismo tuvo su continuación en tierras del Rin, con
la suficiente importancia como para causar una seria inquietud en Roma, mientras que
las ideas de Günther tuvieron repercusión a lo largo de la Alemania católica. Ambos
murieron dentro de la Iglesia, pero sus esfuerzos por poner el idealismo de Kant y Hegel
al servicio de la Iglesia fueron condenados en 1835 y 1857. Varios discípulos de Günther
abandonaron la Iglesia después del Concilio Vaticano 1, uniéndose algunos de ellos a los
Viejos Católicos.78

¿Cuál fue la actitud del Magisterio hacia estos primeros intentos de hacer de la
filosofía alemana, la crítica erudita y los «principios de 1789» servidores de la revelación
divina?

Es sorprendente que la mayoría de los papas y obispos de la época pensara que no era
mucho lo que podía reconciliarse con la fe de lo que entonces constituía el pensamiento
moderno. La lucha por preservar el carácter católico de la Europa católica estaba en su
punto álgido; tenían que seguir luchando contra los ataques a la Iglesia y a la fe,
procedentes de distintas direcciones. Muchas de las nuevas ideas, además, parecían estar

130
estrechamente vinculadas al ateísmo, materialismo y naturalismo, o a otras posiciones
filosóficas igualmente indeseables. En estas circunstancias, intentar hacer pequeñas
distinciones acerca de los méritos o deméritos de la posición del enemigo podría
confundir a los fieles en lo esencial. Parecía mejor atenerse a la condena de los errores y
equivocaciones manifiestos.

El punto álgido de esta política fue el Syllabus (1864) de Pío IX, con su famosa
condena final de la propuesta de que el Papa se debe reconciliar con el «liberalismo, el
progreso y la civilización moderna». Pío IX se refería a la civilización y al progreso tal
como el liberalismo continental los entendía: no revelación divina, no influencia
religiosa en el gobierno o la educación, legislación sobre el divorcio, expulsión de las
órdenes religiosas, conscripción de los seminaristas para destruir vocaciones,
confiscación de las propiedades de la Iglesia.

Con la muerte de Pío IX llegó el primer cambio de política. En León XIII, sucesor de Pío
IX, por primera vez la Iglesia acogió a un Papa receptivo a alguna forma de
entendimiento con las ideas contemporáneas desde que Pío VII reconociera
provisionalmente la posibilidad de bautizar los principios de 1789 poco después de su
elección en 1803, mientras que Pío IX había jugado con la teoría y práctica liberales
durante los primeros dos años de su pontificado (1846-1848). El hecho de que este
pontífice se hubiera «pillado los dedos» en el curso de aquellos experimentos, explica su
determinación de no repetirlos.

Entre los signos más destacados del cambio de política de León XIII estaban su
decisión de abrir los archivos del Vaticano a los estudiosos del mundo y su llamada a los
católicos franceses para que aceptaran la Tercera República como gobierno legítimo. La
llamada no fue bien recibida por muchos de los hijos de la hija mayor de la Iglesia.

En 1879, a petición del duque de Norfolk, León XIII hizo cardenal a Newman, una
forma indirecta de acabar con las dudas sobre su teología, que incluían sus teorías sobre
el desarrollo de la doctrina y el papel de los seglares.

La primera encíclica del reinado de León XIII, Aeterni Patris (1879) estuvo dedicada
a «la recuperación de la filosofía cristiana». Con filosofía cristiana quería referirse al
realismo filosófico de la Alta Edad Media, de la que Santo Tomás de Aquino está
considerado como máximo exponente. Para el papa León, amante de la filosofía y hábil
diplomático, una sólida filosofía era el necesario punto de partida para el éxito en
cualquier confrontación con las ideas e ideologías contemporáneas. A este fin estimuló
la fundación del más alto instituto de filosofía de la universidad católica de Lovaina en
Bélgica, bajo la dirección de Désiré Mercier (más tarde cardenal). Era necesaria una
restauración porque se creía que las tradiciones escolástica y tomista habían sido

131
distorsionadas por la introducción de ideas filosóficas ajenas durante los siglos XVI y
XVII. La edición y publicación de los textos exactos de Santo Tomás fue parte de esa
restauración.

Lovaina, arrasada durante la revolución, y refundada en 1834, era por entonces el


principal centro de la erudición católica en Europa, aparte de las universidades alemanas.
Aunque el instituto de filosofía, en consecuencia, interpretó la filosofía de Santo Tomás
de forma que es difícil pensar que a León XIII le hubiera gustado, el apoyo del Papa para
«la restauración de la filosofía cristiana, según el pensamiento de Santo Tomás»,
subtitulo de Aeterni Patris, puede ser considerado providencial. Los estudiosos católicos
que habían intentado llegar a acuerdos con la filosofía contemporánea fueron barridos
casi todos por las poderosas corrientes del subjetivismo alemán.

Más tarde vino la encíclica Rerum Novarum (1891) sobre los derechos y
obligaciones del capital y del trabajo, la primera de las modernas «encíclicas sociales»
papales. Escrita por impulso de los líderes del movimiento social, como el obispo
Ketteler y el cardenal Manning, su doctrina sobre cooperación -«el capital necesita del
trabajo y el trabajo necesita al capital»- era la respuesta de la Iglesia a la doctrina de
Marx del progreso social a través de la lucha de clases. Puso las bases para la enseñanza
social de los papas del siglo XX.

Sin embargo, el cambio de política de León XIII no era una ingenua «apertura al
mundo» del tipo que favorecía el modernismo. Él no era menos sensible que sus
predecesores a los problemas planteados por el nuevo aprendizaje y por la necesidad de
señalar las zonas de peligro. Tampoco, a pesar de su tacto diplomático, estuvo su
pontificado libre de problemas políticos, como la campaña contra la Iglesia iniciada por
el recientemente fundado gobierno imperial alemán de Bismarck y la persistencia de los
estadistas que gobernaban la nueva Italia unida durante los primeros años de la década
de 1870; por otra parte, en 1877 cuando los diputados de afiliación masónico-liberal
consiguieron el control de la República francesa, ese gobierno también se embarcó en
una política agresivamente anticatólica.79

Mientras tanto, el movimiento para el aggiornamento intelectual y cultural crecía en


fortaleza y se iba consolidando.

Al final de la década de 1870, la Iglesia se dio cuenta de que no iba a recuperar el


control de las universidades en un futuro previsible, pero que no obstante, para replicar
con eficacia a los ataques intelectuales a sus creencias, debería formar intelectuales
capaces de enfrentarse con los maestros de la nueva erudición y filosofía histórica en su
propio terreno. Un grupo de obispos franceses empezaron por fundar cinco institutos
católicos de estudios superiores, o universidades libres (los Institutos Católicos) en París,
Toulouse, Lille, Angers y Lyon.

132
Otros centros de pensamiento católico en Francia y los Países Bajos en esta época
eran las casas de estudio de los jesuitas en París y en Fourviére, en las afueras de Lyon,
así como la universidad San Michael de los jesuitas en Bruselas. Los miembros de esta
última, conocidos como los bolandistas por uno de los fundadores de la universidad,
habían sido fundados en el siglo XVII para recoger y editar las fuentes de las vidas de
los santos. Dispersados cuando los jesuitas fueron suprimidos en 1773 y unidos otra vez
con el mismo propósito tras el restablecimiento de la Compañía de jesús en 1814, los
bolandistas habían estado aplicando el método histórico-crítico en su trabajo con
creciente rigor.80

Una serie de congresos internacionales para estudiosos católicos organizados por


monseñor D'Hulst, rector del Instituto de París entre 1888 y 1900, también ayudaron a
consolidar el movimiento. Hubo seis congresos en total: en París en 1888, 1891 y 1892;
en Bruselas en 1894, en Friburgo en 1897 y en Múnich en 1900. Permitieron a los
estudiosos, que hasta entonces se conocían sólo a través de sus libros o cartas,
encontrarse y hablar informalmente. Su objetivo era, por usar sus propias palabras, «la
reforma o renovación de los estudios católicos». Con ello se referían a una mayor
utilización del método crítico en el estudio de la Biblia y de la historia de la Iglesia, la
aceptación de un mayor o menor número de conclusiones de los más críticos y la
admisión de la «filosofía moderna» en los currículos de las universidades y seminarios
católicos, en lugar de, o al mismo tiempo que, la escolástica reinante.

Éstas fueron las circunstancias en las que el modernismo hizo su primera aparición en
la Iglesia católica. El aggiornamento estaba a punto de dar a luz a su hijo ilegítimo. Pero,
como sistema de ideas, el modernismo no era una invención católica. Sus ci mientos
habían sido puestos unos sesenta años antes en Alemania, cuando los sabios luteranos
empezaron a aplicar el método crítico a la Biblia. ¿Por qué fueron los resultados tan
devastadores? Para responder a esta pregunta, antes debemos decir algo sobre el estudio
de la Biblia en general.

133
a Biblia, Palabra de Dios en lenguaje humano, no es como un manual de
instrucciones, aunque con frecuencia haya sido tratada así. Mientras que casi toda ella es
suficientemente clara, contiene también muchos pasajes cuyo significado está lejos de
ser comprensible por sí mismo de forma inmediata. Por esta razón, el estudio de la Biblia
tiene una historia que se remonta a los tiempos del Antiguo Testamento.

Los puntos oscuros son básicamente de tres clases.

Los primeros se deben a errores de los copistas. En la transmisión de los manuscritos


a través de las épocas, la atención de los copistas a veces divagaba, o añadían
comentarios al margen que más tarde se acababan incorporando al texto. Como
resultado, los manuscritos supervivientes contenían numerosas lecturas diferentes. El
investigador que intenta determinar cuál de las diferentes lecturas se acerca más al
original es llamado crítico de textos. Su cometido consiste, sobre todo, en comparar los
manuscritos para determinar cuál parece más fiable.81

Creo que no es difícil ver por qué Dios, en su providencia, permitió que los textos
llegaran a distorsionarse de esta forma. Si lo hubiera evitado, habría asegurado que los
miles de copistas que trabajaron durante dos o tres milenios nunca hubieran cometido un
error y la Biblia aparecería tan obviamente como una obra de origen divino que la fe no
sería ya un acto libre. La diversidad de lecturas nunca es suficiente para convertir en
falso lo sustancial de los libros bíblicos. Afecta solamente a sentencias o frases
particulares.

Los puntos oscuros del segundo tipo proceden de las limitaciones humanas y de los
rasgos de carácter de los autores humanos inspirados. Aunque asegurando que escribían
lo que quería, Dios lo hizo así a través y por medio de sus personalidades y particulares
estilos y géneros literarios característicos de su época. Puesto que escribieron hace
mucho tiempo no debe sorprendernos que usaran formas de expresión, o se refirieran a
acontecimientos y cosas concretas que, a veces, están más allá de la posibilidad de
comprensión de los lectores posteriores.

Las dificultades que surgen de este segundo tipo de causas se resuelven, hasta donde
es posible, mediante el estudio de las lenguas antiguas, de la historia, de la arqueología y
de las formas o géneros literarios (que no ha de confundirse con «crítica de las formas»).

134
¿Deben tomarse algunas palabras literal o metafóricamente? ¿Es historia en el sentido
estricto un determinado libro o pasaje que pretende serlo o es tan sólo una alegoría o
parábola? ¿Se trata de una combinación de ambas cosas? El objetivo es buscar qué
pretendieron decir y cómo los autores humanos. A esto se le llama el «sentido literal».

Estas primeras dos formas de estudio de la Biblia preparan simplemente el terreno


para la tercera, lo que, a ojos de la Iglesia, ha sido siempre la dimensión más importante:
el estudio del sentido religioso o del significado teológico de los textos.

Los puntos oscuros en este campo son debidos a la naturaleza misteriosa del asunto,
según San Agustín a que son puestos allí por el mismo autor divino deliberadamente.
«Los Libros Sagrados inspirados por Dios fueron a propósito intercalados con
dificultades por Él, tanto para estimularnos a estudiarlos y examinarlos con atención
como para darnos una saludable experiencia de las limitaciones de nuestra mente y que
así nos ejercitemos en la adecuada humildad»82. Dios no nos descubre el sentido
completo de lo que nos dice para hacernos más eruditos, para aumentar nuestra
inteligencia.

La mayoría de los problemas relacionados con estas tres ramas del estudio de la
Biblia eran familiares a los sabios del mundo antiguo; la escuela de Antioquía era
especialista en el significado literal y la de Alejandría en la posible interpretación
simbólica o espiritual de los textos. El enfoque crítico no era desconocido tampoco.
Orígenes y San jerónimo, por ejemplo, basándose en la evidencia interna, dudaron de
que la carta a los Hebreos fuera realmente de San Pablo.83 Pero cualesquiera que fueran
los problemas hace doscientos años, el objetivo final era siempre el mismo: fortalecer la
fe, profundizar la comprensión y aumentar el amor de Dios.

Por otra parte, aproximadamente desde 1800, la investigación bíblica «avanzada»


siguió un curso marcadamente diferente, con resultados opuestos. Al método crítico se le
concedió el lugar de honor por encima de cualquier otro enfoque; la atención se centró
en cuestiones técnicas más que espirituales (cuándo y en qué circunstancias fueron
escritos los libros), con un alto porcentaje de estudiosos que perdieron la fe mientras
trataban de responder las preguntas fundamentales. Esto es simplemente un hecho
histórico al que sorprendentemente se presta poca atención. ¿Signi fica que la Biblia no
resiste un examen en profundidad? No. Tenemos que distinguir entre el método y el
espíritu con el que se usa, y entre el método crítico y el movimiento crítico.

Era previsible que el método crítico, una vez formulado, se aplicara a la Biblia, pero
se trataba evidentemente de una cuestión mucho más delicada que su aplicación a otros
documentos históricos, puesto que su uso implicaba la aceptación de que el origen de
algunos libros no era el que hasta entonces se había pensado.

El método lleva consigo también numerosas tentaciones. A los expertos les gusta

135
ejercitar sus habilidades. Pero si un texto es la obra de un autor, sin adiciones o
interpolaciones, y fue escrito cuando se piensa que lo fue, el crítico no podrá hacer nada.
El método, por su naturaleza, lleva consigo una especie de prejuicio contra la autoría
única. Produce una tendencia a ver cualquier texto antiguo como un mosaico de
fragmentos literarios reunidos por grupos de editores, con considerable posterioridad a
los hechos que describen, lo cual es diferente a reconocer, como siempre se ha hecho,
que los autores bíblicos, como otros escritores de sucesos pasados, cuando no escriben
sobre acontecimientos en los que ellos mismos han tomado parte dependen de fuentes
externas. Podemos ver cómo funciona la tendencia en los estudios sobre Homero del
siglo XIX, cuando se daba por supuesto que cualquier obra anterior al siglo V o VI
después de Cristo debía tener una autoría múltiple. La propia existencia de Homero era
puesta en duda y la autoría de La Ilíada y La Odisea se asignaba a un conjunto de poetas
griegos que abarcaban varios siglos. Desde entonces, ha cambiado la orientación de los
estudios sobre Homero. La mayoría de los épicos acepta la autoría de un Homero real.84
Sin embargo, esta clase de cambio de orientación no se ha dado en los estudios
avanzados de la investigación bíblica.

Otra tentación sería intentar imitar a las ciencias exactas adjudicando a las
conclusiones una certeza que, por la naturaleza del tema, sólo puede ser la propia de las
conjeturas.85 Sin embargo, como hemos dicho ya, no hay nada que objetar al método en
sí mismo. La Iglesia lo ha aprobado y su utilización por los biblistas creyentes y con
sentido de la proporción ha iluminado numerosos puntos oscuros secundarios de las
Escrituras.

El movimiento crítico es otro asunto. Aunque los precursores, como el sacerdote


retórico francés Richard Simon y el médico francés del siglo XVIII Jean Astruc, eran
católicos, podemos tomar como punto de partida del movimiento la publicación de los
Fragmente Bines Ungenannten (1774-1778) [Fragmentos de un innombrado] a cargo del
dramaturgo y escritor luterano alemán Gotthold Lessing. Los «fragmentos» eran
realmente extractos de un manuscrito sin publicar del erudito racionalista Herman
Samuel Reimarus que Lessing pretendía haber encontrado en la biblioteca real de
Hannover en Wolffenbuttel. Pocos años después, Gottfried Eichorn, profesor luterano de
lenguas orientales en Jena (y posteriormente en Gotinga), publicó sus Introductions to
the Old and New Testament (1780-1783 y 1804-1812) [Introducciones al Antiguo y
Nuevo Testamento] y desde entonces el movimiento estuvo dominado por sabios cuyas
conclusiones sobre el tiempo y la manera en que se escribieron los libros bíblicos fueron
influidas tanto por prejuicios filosóficos y culturales como por evidencias concretas.

Su principal presupuesto fue que los fenómenos sobrenaturales como los milagros y
las profecías son imposibles, y por tanto, una gran parte de la Biblia debe ser folklore.
También tendían a ver a la gente del pasado como necesariamente inferior, no interesada
en la verdad objetiva e incapaz de transmitir hechos con exactitud, mientras miraban a
los sacerdotes como gente falsa por naturaleza, únicamente interesada en mantener su

136
autoridad colectiva. Se ignoraba o se quitaba importancia a la evidencia de que el arte de
escribir ya fue practicado por los hebreos, al menos en la época del Éxodo, y a la
constatación de la capacidad de la gente iletrada para trasmitir fielmente las tradiciones
religiosas durante largos periodos de tiempo.86 Estos presupuestos existían la mayoría
de las veces antes de ponerse a trabajar.

El Pentateuco y los Evangelios fueron los principales objetos de atención. La


pregunta crucial sobre la composición del Pentateuco no es: «¿Cuándo fueron escritos o
unidos como los tenemos ahora los libros que lo componen?», sino: «¿Fue transmitida
con exactitud a través de los siglos la información que contiene, proceda de Moisés o de
otros autores?».

La pregunta crucial sobre la composición de los Evangelios es ésta: «¿Fueron escritos


por testigos oculares o por personas con un mayor o menor acceso directo a los testigos
oculares, o no?».

A ambas preguntas las conclusiones de los críticos tienden a responder


negativamente.

Si Moisés existió, se mantenía, poco se puede saber sobre él, excepto que no fue el
autor del Pentateuco, ni el legislador de Israel. El Pentateuco fue compilado después del
Exilio a partir de cuatro colecciones de documentos y tradiciones orales, la más antigua
escrita cuatrocientos o quinientos años después de la muerte de Moisés, siendo los
últimos los libros de la Ley. El Deuteronomio habría sido compuesto en tiempos de la
reforma religiosa del rey Josías (640-609 a. C). El clero responsable pretendía haber
encontrado el libro en una parte del Templo que estaba en reconstrucción. Con
anterioridad, los judíos no tenían leyes fijas. Vivían con una masa cambiante de normas
y regulaciones de las costumbres. La mayor parte del Levítico, obra también de los
sacerdotes, fue escrita durante y después del Exilio. Pero para convencer al pueblo judío
de que esos dos códigos de leyes no eran innovaciones, debían presentarse como
procedentes de sacerdotes posteriores al Exilio, combinados con dos grupos de
tradiciones orales y escritas («yahwista» y «elohista») que contenían la supuesta historia
primitiva del mundo y del pueblo judío, ahora encontrado en el Génesis, Éxodo,
Números y Josué.

La mayor parte de estas ideas están asociadas a Julius Wellhausen (1844-1918). Pero
mucho antes de que hubiera nacido, Eichorn había sugerido que el Levítico, para el que
inventó el nombre de «código sacerdotal», tenía un origen diferente al de los otros cuatro
libros del Pentateuco, mientras que entre 1802 y 1805, J. S. Vater había introducido la
«teoría de los fragmentos» del sacerdote católico escocés, suspendido, Alexander
Geddes. Según éste, el Pentateuco había sido compilado a partir de 39 fuentes distintas
hacia la época del Exilio. En 1833, E. Reuss enseñaba que no se podían encontrar
vestigios de la Ley en los primitivos escritos proféticos e históricos y, por consiguiente,

137
que la Ley no pudo haber existido en el primer periodo de la historia judía. En un libro
publicado en Gotha en 1850, Eduard Riehm atribuyó el Deuteronomio al reinado del rey
Manasés.

No fue tan fácil rechazar los milagros y mitos del Nuevo Testamento tildándolos de
mosaico folklórico. Entre la muerte de Cristo y la composición de los evangelios no
pasaron largos siglos durante los que se pudieran formar mitos volviéndose confusa la
información oralmente transmitida. Todo lo que pudieron hacer los críticos fue datar los
Evangelios lo más posteriormente87 posible a la muerte de los últimos testigos oculares.
En cierto sentido, esto es lo que gran parte de los estudiosos del Nuevo Testamento no
católicos han venido haciendo desde siempre.

Para Reimarus los milagros del Nuevo Testamento se debieron a engaños


conscientes. En el caso de la Resurrección, los apóstoles sencillamente robaron el cuerpo
y después mintieron sobre el asunto. (Reimarus también parece haber sido el primer
estudioso moderno que presentó a Cristo como un agitador político). Menos burdas
fueron las teorías de críticos como Semler (m.1791) y Paulo (m.1803) que atribuyeron
los milagros a causas naturales mal entendidas por los testigos. Los apóstoles pensaron
que vieron a Cristo caminar sobre las aguas cuando en realidad caminaba por la orilla del
lago. Pero si el cristianismo hubiera empezado de esta manera (mentiras o visiones
equivocadas), ¿cómo explicamos su fenomenal expansión y posterior triunfo? Los
esfuerzos para contestar a esta pregunta tomaron una forma filosófica más sofisticada.

El líder de esta nueva escuela de pensamiento, Ferdinand Christian Baur, fundador de


la escuela de Tubinga, eludió la pregunta sobre qué incitó a los apóstoles a inventar los
mitos o a darles la forma que le dieron. Se concentró, más bien, en la forma en que tales
mitos se desarrollaron. Explicó el crecimiento del cristianismo utilizando la teoría
hegeliana de que el progreso tiene lugar por el choque de ideas contradictorias.

De acuerdo con Baur, un partido judío conservador dirigido por Pedro y Santiago
(tesis) entró en conflicto (o chocó) con el partido de orientación gentil bajo la dirección
de Pablo (antítesis). El resultado posterior fue un compromiso (síntesis) del que surgió la
Iglesia católica. Los evangelios de Mateo y Marcos representarían la visión
conservadora, mientras que el de Lucas y las cartas de Pablo la innovadora, y los
«escritos joánicos» (no de la pluma de San Juan) la posición del partido del compromiso.
Baur atribuyó la composición del grueso del Nuevo Testamento al siglo II. Fue también
uno de los primeros críticos en contemplar los Evangelios principalmente como un
registro del pensamiento colectivo de los primitivos cristianos más que como un relato
de sucesos y de hechos. Sin embargo, fue al menos lo suficientemente honesto para
admitir que si los evangelios hubieran sido escritos por testigos oculares o amigos de
éstos, sus teorías no se podrían sostener.

Pero Bruno Bauer, otro critico del periodo, se pregunta: ¿cómo una conciencia

138
colectiva puede producir una narrativa vinculada? Buena pregunta. Sin embargo, Bauer
(con «e») fue aún más radical que Baur (sin «e). Para Bruno Bauer, el cristianismo se
originó con el autor del evangelio de Marcos, un italiano que vivió en tiempos del
emperador Adriano y que nunca intentó que su libro fuera algo más que una simple obra
de ficción. No obstante, se divulgó la idea de que el protagonista era una persona real, se
formó una secta de admiradores y luego siguieron los otros libros del Nuevo Testamento.
Posteriormente, Bauer perdió su puesto de profesor.

Tales fueron, grosso modo, los principios del movimiento crítico bíblico. Parecería
que la Biblia fuera como un reactor atómico. Cualquiera que trabaje en él sin la coraza
protectora de la oración y la reverencia muy pronto encontrará su fe reducida a cenizas.

Éste no es el lugar para considerar cuántas teorías de las que hemos estado
describiendo siguen teniendo peso en la investigación contemporánea. Aquí sólo nos
preocupan los resultados inmediatos.

A primera vista, no parece importar mucho cuándo o por quién fueron escritos los
libros bíblicos, siempre que se siga pensando que están inspirados por Dios tal y como él
quiso. Es cierto, sin embargo, que la mayoría asumirá, acertadamente o no, que cuanto
mayor sea el lapso de tiempo entre el suceso y su composición por escrito, menor
probabilidad habrá de que el relato resultante sea cierto.88 Por tanto, no fue mucho antes
de que los lectores de Reimarus, Eichorn y sus sucesores consideraran también la Biblia,
en su mayor parte, como ficción, cuando la inmensa erudición de los críticos se
convirtiera en el principal factor que les permitió triunfar. Entre sus lectores se incluían,
en número creciente, pastores luteranos que estaban simultáneamente influidos por la
idea kantiana de que la existencia de Dios ya no podía probarse por sus obras.

Sabiendo que, como luteranos, no creían en una Iglesia infalible ni en una tradición
complementaria a la Escritura, parecía no haber ya ninguna base fidedigna para la fe. La
religión parecía estar dando sus últimas boqueadas, y para muchos efectivamente lo
estaba. La mayor parte de los padres del moderno ateísmo alemán, como Feuerbach,
precursor de Karl Marx, empezaron su vida como luteranos estudiantes de teología.

Sin embargo, los hombres pueden, con razón, seguir creyendo en Dios, incluso
siendo incapaces de responder a las objeciones formales a la fe, y así ocurrió con
frecuencia en este caso. La situación de las pobres víctimas del escepticismo de
Reimarus, las dudas de Eichorn y el agnosticismo de Kant, fue salvada -o ellos creyeron
que lo había sido- por el teólogo luterano Friedrich Schleiermacher.

Friedrich Schleiermacher (1768-1834), una figura muy importante del movimiento


romántico alemán, había visto, asimismo, socavada su creencia en la fiabilidad de la
Escritura, y en el valor de la teología natural, por Eichorn y Kant, pero creyó que había
encontrado una salida a este impasse.

139
Su mensaje, grosso modo, fue éste: «Animaos. No todo está perdido. La religión no
necesita evidencias externas para justificar su verdad interna. La religión no es
conocimiento, bien sea en forma de credos, doctrinas o contenidos de libros sagrados.
Tampoco necesita de la reflexión filosófica. La esencia de la religión es la piedad, y ésta
es sentimiento. Si tenéis un sentimiento de dependencia de Dios tendréis todo lo
necesario para haceros miembros de la comunión universal de los santos o de la
compañía de lo auténticamente religioso. Las diversas creencias y practicas de las
distintas religiones a través del tiempo y el espacio son simplemente formas diferentes,
todas más o menos válidas, de cultivar y expresar este instinto o actitud fundamental,
que es suficiente en sí misma»89.

Tal era el tenor del libro Sobre la religión: discursos a sus menospreciadores
cultivados, escrito en (1799)90, que hizo famoso a Friedrich Schleiermacher.

Igualar religión y sentimiento ha sido durante mucho tiempo un rasgo de ciertos tipos
de protestantismo, entre ellos el de los hermanos de Moravia, a una de cuyas escuelas
asistió Schleiermacher de niño. Pero ningún profesor de teología había negado hasta
entonces el valor objetivo de la Biblia y de los credos, ni convertido el sentimiento -
aunque fuera el sentimiento de dependencia absoluta de Dios- en la única sustancia del
cristianismo.

En 1811, a Schleiermacher, que había estado enseñando en Halle, le ofrecieron la


cátedra de teología de la recién fundada Universidad de Berlín, puesto que mantuvo
hasta 1830; y entre 1821 y 1822 publicó en dos partes el otro libro en que descansa
fundamentalmente su fama: The Christian Faith [La fe cristiana].

En La fe cristiana, a pesar de su título, Schleiermacher no da marcha atrás de su


anterior posición. El cristianismo queda únicamente como una de las muchas
expresiones del sentimiento de dependencia, o «conciencia de Dios». Intenta, sin
embargo, mostrar por qué es la mejor expresión, hasta ahora: Cristo fue el hombre en
quien la conciencia de Dios alcanzó su más alta intensidad. Cristo no era Dios. No fundó
una Iglesia. Pero sus seguidores quedaron impresionados por su personalidad, su forma
especial de sentimiento de dependencia de Dios y más tarde, al formar ellos mismos una
comunidad permanente, fueron capaces de transmitir su forma especial de sentimiento a
través de los siglos. Nosotros no sabemos cuántas palabras -si hay algunas- de las
atribuidas a Cristo por el Evangelio, salieron realmente de su boca. Pero todo cristiano
recibe el impacto de la manera de sentir de Cristo, al vivir y experimentar el sentido de
absoluta dependencia dentro de la comunidad cristiana. Lo que distingue a la conciencia
religiosa cristiana de otras formas de conciencia religiosa, haciéndola superior a las
demás, es el sentido de haber sido redimidos del pecado por Cristo. Esto no significa que
Cristo pagara la deuda de los pecados humanos con su muerte en el Calvario. Tal noción
bordea lo mágico. La redención significa que, al recibir la huella de la personalidad de
Cristo, el cristiano es más capaz de vencer al pecado (o a cualquier cosa que suponga un

140
obstáculo para el sentimiento de dependencia absoluta), y alcanzar el más alto nivel de
conciencia divina de la que es capaz.

Un siglo después, uno se inclina a coincidir, con Karl Barth, en que una nota
característica de Schleiermacher es su asombrosa confianza en sí mismo. Él es el
auténtico padre fundador del modernismo, y todo lo esencial de éste nos llega con
Schleiermacher. La investigación bíblica radicalizada destruye la fe. Después continúa
con un intento desesperado de construir un refugio religioso de pacotilla a partir de las
ruinas, con la ayuda de alguna forma de moderno subjetivismo religioso. Esto, a su vez,
lleva a la propuesta de las dos tesis modernistas fundamentales. Primera: puesto que no
hay una fuente externa de conocimiento religioso que sea fiable, éste sólo se puede
encontrar en la experiencia personal (los primitivos modernistas se inclinaban a acentuar
la experiencia individual y los actuales la experiencia comunitaria). Segunda: las
doctrinas -por lo menos las que parecen «difíciles», o como se diría hoy «faltas de
credibilidad»- no han de ser vistas como declaraciones de realidades, sino como
expresiones simbólicas de la experiencia personal. Sucesos sobrenaturales como la
división de las aguas en el Mar Rojo o la Resurrección tienen lugar en la mente de la
gente, en su imaginación, nunca en el mundo real.

La experiencia personal es, por tanto, el juez ante el que cualquier declaración
objetiva de fe (sea de la Biblia, los credos o cualquier otra fuente) tendrá que justificarse
a sí misma. Si una enseñanza encuentra eco en una experiencia personal puede ser
aceptada, si no, debe ser dejada a un lado o rechazada. Por ello, en La fe cristiana,
Schleiermacher relega la Trinidad al apéndice: «Lo que no es dado directamente a la
conciencia cristiana», como dice un admirador contemporáneo de Schleiermacher, «no
es objeto de preocupación primordial para la fe». Podemos tener un sentimiento de
pecado (concupiscencia) o de que nuestros pecados han sido perdonados (redención).
Estas ideas son «sig nificativas», pero ya no sentimos como importante el que en el
único Dios haya tres personas, cuatro, cinco o seis.

Schleiermacher se encuentra en el punto de inflexión de la historia del


protestantismo, donde las certezas agresivas de Lutero, Calvino y demás patriarcas de la
Reforma empiezan a desmoronarse y las doctrinas, o cualquier afirmación clara de fe,
llegan a ser vistas como algo repulsivo.

Según avance el siglo XIX, este alejamiento de la doctrina se convertirá primero en


fuga, después en estampida y finalmente en desbandada, hasta que, a mediados del siglo
XX, llegue a las rocas del fondo del acantilado con el condescendiente agnosticismo de
Rudolph Bultmann, y la apenas disimulada increencia de Paul Tillich. Los católicos
ahogados en la estampida expresarán su incomodidad ante la certeza religiosa con este
lamento: «¡Oh no, otra doctrina infalible, no!».

El rasgo más interesante de la teología de Schleiermacher, desde el punto de vista

141
católico, es el cambio de acento de la Biblia a la «comunidad cristiana». Lo que
Schleiermacher quería decir con esta expresión no es lo mismo que lo que significa para
los católicos. Sin embargo, él reintrodujo en el protestantismo en su conjunto la
conciencia de que para el cristianismo la Iglesia es un factor de, por lo menos, igual
importancia que la Biblia. La Biblia podía tener una autoridad discutible. Pero la
comunidad cristiana, con sus experiencias personales, tenía un pasado indiscutible y
constituía un hecho presente irrefutable.

142
n la Iglesia católica, el primer brote de modernismo tuvo lugar entre 1875 y
1910 y, a diferencia de la otra erupción después del Vaticano II, se limitó a los muy
formados. Francia, Italia e Inglaterra fueron los países principalmente afectados. Lo que
sucedió fue uno de esos hermanamientos intelectuales de hombres de ideas afines que
parecen surgir espontáneamente; hombres que leen los mismos libros, piensan las
mismas cosas y nadan en los mismos mares ideológicos.

La participación de Inglaterra en el drama resulta sorprendente, considerando los


pocos católicos que había. Quizá pueda explicarse por el prestigio de que disfrutaba
como cabeza de un imperio en el mundo y por el hecho de que el modernismo estaba
presente ya en la iglesia establecida en ese imperio. La relativamente modesta
participación de Alemania es, incluso, más desconcertante, dada la dependencia del
modernismo de la investigación y de las ideas filosóficas alemanas.

La figura más activa fue el baron Friedrich von Hügel, un austriaco de nacimiento,
nacionalizado en Inglaterra, donde resi dió la mayor parte de la segunda mitad de su
vida. Devoto seguidor de Schleiermacher, Friedrich von Hügel era un hombre de gran
cultura, con amplias lecturas, y un prolífico escritor de libros sobre misticismo y vida
espiritual. Se dedicó sobre todo a poner en contacto a clérigos y laicos de ideas dudosas
o extremistas, animándolos a persistir en su trabajo cuando mostraban signos de
decaimiento e intentando, por lo general, mantenerlos unidos como grupo. Sin duda,
quería sinceramente provocar un renacimiento espiritual e intelectual, aunque siempre
demasiado de acuerdo con sus propias ideas.

Como escritor, siempre ha disfrutado de una considerable reputación entre los


ingleses católicos y los anglicanos cultos; algunos han minimizado y otros han preferido
no reparar en que los malentendidos eran debidos sobre todo (a mi juicio) a su extraña y
blanda personalidad (uno estaría tentado de decir intelectualmente escurridiza). Además
de a escribir, dedicó bastante tiempo a actuar como guía espiritual de almas afligidas.

No es fácil determinar lo que pensaba exactamente en los diferentes momentos entre


1880 y 1910. Pero que puede ser calificado de modernista, al menos durante este
periodo, está fuera de duda. Después de oírle hablar una tarde sobre religión, George
Tyrrell resumió así su punto de vista: «Nada es verdad, pero la suma total de todas las

143
nadas es sublime»91. Aunque Tyrrell estaba, obviamente, exagerando, el testimonio de
otros contemporáneos no es muy distinto.

Según uno de sus amigos más cercanos, el profesor Clement Webb, Von Hügel no
suscribía la doctrina de un kernel, o «núcleo duro», de verdades reveladas, que para los
creyentes debe estar más allá de la crítica, y «fue hasta el final completamente
inquebrantable en su adhesión a las modernas visiones críticas de los libros sagrados».

De la misma opinión era Maude Petre, que estaba profundamente implicada en el


movimiento. «Sin el barón», escribía a Alec Vidler, «Tyrrell habría sido un pionero
moral y espiritual, pero no un modernista en sentido estricto». A pesar de todo esto, Von
Hügel era ostensiblemente piadoso, para sorpresa de sus «más lógicos» amigos
franceses.92

Aunque no pueda ser llamado líder del movimiento, su conocimiento de idiomas,


posición social e independencia financiera, sí le permitieron actuar como su empresario
de una forma que habría sido imposible para cualquiera de los demás miembros. Vidler
lo llama «ingeniero jefe» del movimiento, mientras que su contemporáneo liberal francés
Paul Sabatier se refería a él como a su «obispo seglar». En concreto, ayudó a que
franceses, ingleses e italianos mantuvieran contacto con lo que estaba pasando en el
ámbito de la investigación bíblica e histórica alemana. De esta manera cohesionó el
movimiento que, sin su actuación, no habría sido posible, y sin el cual las medidas
tomadas por San Pío X para poner punto final habrían sido innecesarias.

Los congresos de monseñor D'Hults también ayudaron a consolidar el movimiento.


Los participantes, de inclinación modernista, descubrieron que había más gente
decantándose por su pensamiento de la que podían imaginar.

Friedrich von Hügel no fue nunca públicamente reprobado, pero la censura y


excomunión de alguno de sus amigos le produjo una conmoción, lo que sugiere que
quizá sólo él entendió, en parte, aquello en lo que estaba implicado. Parece que antes de
su muerte en 1925, había vuelto a una posición más católica. Quizá su devoción -su rezo
diario del rosario y sus visitas al Santísimo Sacramento- fue la responsable de ello.

De las otras figuras claves, el estudioso de la Escritura Alfred Loisy (1857-1949) es,
quizás, el más conocido. Seminarista excepcionalmente brillante y, como Von Hügel,
también devoto, Alfred Loisy fue enviado por su obispo, el obispo de Chalons, a
completar estudios en el Instituto Católico de París. Después de una breve temporada
como párroco, volvió en 1881 para convertirse en lector de hebreo y, más tarde, en
profesor de Exégesis Bíblica. Muchos años después (1930), cuando empezó a escribir
sus memorias, admitió que, a pesar de sus repetidas pretensiones en contra, había
empezado a perder la fe sobre 1880. Por la época en que se hizo cargo de su lectoría en
el Instituto Católico de París, había empezado a asistir a las conferencias de Renan en el

144
Colegio de Francia.

Lucien Laberthonniére, orador, y Edouard Leroy, un seglar, fueron filósofos. Marcel


Hébert fue el director de la Escuela Fénelon, una muy conocida escuela parisina de
muchachos; sus intereses incluían filosofía, Escritura e historia. Albert Houtin, profesor
de Historia en la Escuela Diocesana de Angers, se convirtió en autoproclamado, y quizás
no muy fiable, historiador del movimiento, y el protestante Paul Sabatier, ya aludido,
autor de una vida de San Francisco de Asís de mucho éxito, dio su apoyo desde fuera.

Los principales modernistas italianos fueron Salvatore Minnocchi, Ernesto Bonaiuti y


Giovanni Semaria, así como el novelista Antonio Fogazzaro. Minnocchi y Bonaiuti
editaron reseñas. Semaria, miembro de la orden barnabita, fue un estudioso de la
Escritura. Como escritor de éxito, Fogazzaro fue capaz de introducir al gran público en
la perspectiva religiosa modernista. El héroe de su novela, El santo, hizo por el
modernismo lo que el vicario Savoyard de la novela de Rousseau, Emilio, había hecho
por la Ilustración del siglo XVIII, proporcionar al movimiento un hombre santo ideal.

En Inglaterra, George Tyrrell, irlandés del norte, y protestante de nacimiento y


educación, había entrado en los jesuitas en 1880, un año después de hacerse católico a
los dieciocho años. Ordenado en 1891, trabajó unos cuantos años en una parroquia antes
de ser enviado a enseñar filosofía en Stonyhurst, la escuela de chicos y universidad de
los jesuitas. El momento decisivo de su vida fue su encuentro con Von Hügel a mediados
de la década de 1890. Von Hügel lo introdujo en los escritos de Schleiermacher, Loisy,
Bergson, y Blondel. Antes de su encuentro, había sido un tomista entusiasta, pero con su
característica personalidad de «prontos», se convirtió en lo sucesivo en un igualmente
ferviente devoto del subjetivismo religioso y filosófico, y del escepticismo de Loisy
hacia la Biblia. Entre sus amigos tenía reputación de pensador místico y de reformista de
la filosofía de la religión.93

Tanto en Loisy como en Tyrrell había un fuerte toque de enfant terrible, ese niño
dotado de un incontrolable impulso por escandalizar, llamar la atención y enfadar a los
mayores.

Éstos fueron los hombres que se hicieron notar; estaban preparados para decir
abiertamente lo que otros sólo pensaban y para llevar al límite o más allá, las ideas que
esos otros estaban simplemente empezando a atisbar.

Hombres de mayor sabiduría mundana como el estudioso de la liturgia inglés, seglar


y converso, Edmund Bishop, sólo expresaban sus opiniones en cartas a amigos, y de
cualquier forma, siempre con timidez. El abad Brémond, historiador de la espiritualidad
del siglo XVII francés, otro enfant terrible religioso, entraba y salía del juego como una
flecha, pero sobre todo recorría la banda de arriba abajo, manteniéndose al margen de los
problemas serios. Entretanto, el historiador de la Iglesia francesa Louis Duchesne (1843-

145
1922), podríamos decir que se sentaba en la tribuna mirando el juego, sin quemarse ni
mojarse, animando a alguien de repente o gritando y advirtiendo a otro más tarde.

Louis Duchesne, esta famosa y enigmática figura que en 1877 se convirtió en


profesor de Historia de la Iglesia en el Institut de París, fue el primer estudioso católico
francés importante en aplicar los principios de la alta crítica a la historia eclesiástica de
forma minuciosa. Toda una generación de estudiosos y profesores católicos jóvenes
fueron adiestrados por él. Loisy, su discípulo más dotado, parece que tomó de él su
creencia, carente de sentido crítico, en la infalibilidad del método crítico.

Durante un tiempo, las opiniones de Duchesne le llevaron a ser suspendido como


profesor. Sin embargo, reconoció pronto que la Iglesia no iba a aprobar ninguna de las
demandas modernistas y rápidamente se despojó de toda apariencia de liderazgo. En
1897 fue nombrado director de la Escuela Francesa en Roma, donde se mantuvo hasta su
muerte. Su apartamento se convirtió en un centro donde los insatisfechos visitantes de la
Ciudad Eterna podían expresar sus resentimientos contra la Santa Sede, o hacer de ella
blanco de sus ironías. Su reputación descansa, sobre todo, en su edición del Liber
Pontificalis y en sus tres volúmenes de History of tbe Early Cburcb [Historia de la
Iglesia primitiva].

Indiscutiblemente aprendida, su actitud con las autoridades reinantes parece haber


sido, sobre todo, de sarcástico desdén. Hébert dijo que Duchesne le ayudó a comprender
las razones para no creer en la Resurrección. Duchesne lo negó posteriormente.
Siguiendo sus instrucciones, fueron quemados sus papeles después de su muerte. Loisy
siempre subrayó el escepticismo de Duchesne, pero más que escéptico, las cartas que
perduraron, sugieren a un hombre que se movía con dificultad en una especie de tierra de
nadie entre el escepticismo y la fe. He aquí parte de una carta a Hébert, fechada el 18 de
enero de 1900, urgiéndole a no renunciar a la dirección de la École Fénelon:

La autoridad religiosa cuenta con sus tradiciones y con los miembros más devotos de
su personal, que son también los menos inteli gentes. ¿Qué se puede hacer?
¿Esforzarse para reformarla? El único resultado de tales intentos sería conseguir que
le arrojaran a uno por la ventana... Enseñemos, pues, lo que la Iglesia enseña... No
necesitamos negar que en todo esto hay mucho de simbolismo que pide una
explicación. Pero dejemos que la explicación se abra su propio paso privadamente.
Puede ser que, después de todas las apariencias, el viejo edificio eclesiástico termine
desmoronándose un día... Si esto ocurriera, nadie nos culpará por haber apoyado al
viejo edificio tanto como era posible.94

Por otra parte, después de la dimisión de Hébert, Duchesne le urgió para que se
hiciera cargo de una parroquia en el campo, que según le dijo, reavivaría su fe, pues
encontraba que la suya era inviable por sus visitas anuales a Gran Bretaña. Y en 1903
escribiría a Loisy: «En conjunto, no creo que el catolicismo sea irreconciliable con la

146
clase de crítica que tú practicas... pero no veo a cardenales ni teólogos presidiendo la
fiesta que les vayas a ofrecer... Dentro de cincuenta años, se me dice, todos encontrarán
naturales estas ideas. Posiblemente. Pero, ¿serán estos "todos", todavía cristianos?»95.

Finalmente, en Eudoxe Mignot, arzobispo de Albi, los modernistas tuvieron un


prudente patrocinador episcopal.

El filósofo Maurice Blondel (1861-1949) actuó como intermediario, intentando atraer


de nuevo al redil a los espíritus más exaltados, mientras explicaba a la autoridad lo que
los más moderados (injustamente sospechosos de modernismo) estaban realmente
diciendo. Sin suscribir él mismo los principios modernistas, como otros, y presionando
para la «reforma de los estudios católicos», simpatizaba con alguno de los objetivos
prácticos de los modernistas, como sus peticiones para terminar con la privilegiada
posición de la filosofía escolástica.

Según Maurice Blondel, la metafísica tradicional (realismo cristiano clásico) «es


impotente cuando se trata de atraer a los espíritus modernos al cristianismo... Si hay una
conclusión a la que se adhiere como certeza la filosofía moderna es la idea, básicamente
justificable, de que nada puede penetrar en el hombre que no proceda de él»96. Por ello,
toda la filosofía del futuro debe empezar por algún aspecto de la vida interior del
hombre. En otras palabras, él fue el primer católico prominente en preguntar por lo que
se ha dado en llamar «giro antropológico».

Su propia filosofía, que él llamó, quizá engañosamente, «una filosofía de la acción»,


se centraba en nuestros actos de escoger y desear. Si analizamos lo que pasa cuando
queremos algo, decía, llegamos inevitablemente a lo sobrenatural. El más mínimo acto
de voluntad está hecho con la visión de algo bueno, pero ningún bien que se alcanza en
este mundo agota la capacidad de la voluntad de querer algo más: un bien supremo que
sólo se encuentra en otra parte. El orden natural, por tanto, presupone el orden
sobrenatural, hacia el que la voluntad tiene una tendencia natural, como a su necesaria
realización.

Blondel llamó a su método «método de la inmanencia». Su objetivo era competir con


el materialismo y el ateísmo imperantes en la mayoría de los departamentos de filosofía
de la universidad francesa. Probablemente, fue la expresión «método de inmanencia» y
la afirmación de que en los tiempos modernos éste era el único método filosófico eficaz,
lo que inicialmente atrajo sobre él la sospecha de modernismo. Para sus oponentes
filosóficos, olía a subjetivismo kantiano. La idea de que el orden natural requiere de
alguna manera el orden sobrenatural para su perfección o realización fue otra patata
caliente filosófica y teológicamente. A pesar de ello, en diferentes periodos de su vida,
fue elogiado por su obra y su fidelidad a León XIII, Pío X y Pío XI y, después de su
muerte, contó con un positivo admirador en Juan Pablo II.

147
Las teorías de Blondel sobre la relación entre los órdenes natural y sobrenatural («el
natural presupone al sobrenatural»), tomadas en la década de 1930 por Henri de Lubac,
iban a convertirse en centrales para la nueva teología. En este sentido, es una figura
clave. Su relación con el modernismo anticipó la de los nuevos teólogos ortodoxos con
el neomodernismo: «Esto sí, pero eso no; hasta allí sí, pero más allá no».

148
n qué se distinguía el modernismo católico del modernismo de
Schleiermacher y sus seguidores?

Fundamentalmente eran iguales. La investigación bíblica radical sacudió, o destruyó,


la fe, y entonces se apeló a una especie de subjetivismo filosófico para apuntalar sus
ruinas: los dogmas serían expresiones simbólicas de la experiencia personal. Sin
embargo, en los cincuenta años transcurridos desde la muerte de Schleiermacher en
1834, se dieron algunos desarrollos, tanto en el movimiento crítico como en la filosofía,
e hicieron su aparición otros nuevos de diferente cariz. Su impacto aportó al
«modernismo católico» una coloración relativamente distinta y típicamente suya. De
estas nuevas apariciones, la «evolucionista» fue, con mucho, la más vigorosa.

DARWIN Y LA EVOLUCIÓN

Con un relato de la creación de las especies aparentemente diferente del de la Biblia, y


un relato manifiestamente distinto del origen del hombre, las obras El origen de las
especies (1859) y El origen del hombre (1871), de Charles Darwin, aparecieron como un
desafío frontal a la verdad y fiabilidad de la Biblia. Y desde entonces, y por el mismo
motivo, bastantes doctrinas fundamentales enseñadas constantemente por la Iglesia,
como el pecado original, parecieron quedar seriamente cuestionadas. La fe en la Iglesia
como maestra digna de confianza empezaba a tambalearse. Si Adán y Eva, el Paraíso y
la Caída eran mitos que tenían que desaparecer, ¿dónde se pararía el proceso? Un hilo
había quedado cortado y todo el entramado de la revelación parecía a punto de
deshacerse.

La idea de que los seres vivos llegaron a existir gracias a la acción de un accidente (la
selección natural) parecía reducir a Dios a una fría y remota Causa Primera que
implícitamente repudiaba su providencia, o postular claramente la negación total de su
existencia. ¿Qué lugar quedaba para que Él cuidase de sus gorriones?

Finalmente, de tener que creer al filósofo Herbert Spenser, la evolución sería una ley
universal que lo gobernaría todo: la vida evoluciona, la historia evoluciona, la
civilización evoluciona, la religión evoluciona. Después de todo la religión no es, quizás,
sino un fenómeno natural más, como la música y la danza, una forma a través de la que

149
el hombre se expresa a sí mismo,97

Aunque el papel jugado por la investigación bíblica radical en la destrucción de la fe


iba a ser mayor al final, las consecuencias tardaron más en percibirse. El efecto de los
libros de Darwin fue instantáneo. Para muchos de la generación de Von Hügel, entre los
que destacaría el joven Teilhard de Chardin, esas teorías parecían ser hechos probados
empíricamente y, en consecuencia, toda la fe católica debería ser reinterpretada según
sus parámetros.

ESTUDIOS SOBRE EL NUEVO TESTAMENTO

En este campo el suceso más trascendental desde la muerte de Schleiermacher fue la


publicación en 1835 de Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet [Vida de jesús] de David
Friedrich Strauss (1808-1874), un alumno del crítico Ferdinand Baur, que enseñó
Teología y Filosofía en Tubinga antes de ser obligado a retirarse a la vida privada. Das
Leben Jesu llevó las teorías de los críticos más allá del mundo de la investigación y del
clero, al público lector en general. La novelista George Eliot lo tradujo al inglés, y el
príncipe consorte Alberto, marido de la reina Victoria, fue su entusiasta admirador.
Strauss hizo por las clases altas anglosajonas mucho de lo que Voltaire había hecho en el
siglo anterior por la cultura francesa y por los europeos cultos.

Para Strauss, el origen de los mitos del Nuevo Testamento no constituía un problema.
La esencia de la religión es revestir las verdades o ideas espirituales universales con
imágenes concretas. En todas las religiones, los mitos y los hechos están entretejidos
desde el principio, y el cristianismo no es una excepción. Revestir ideas con mitos era
tan natural para los primeros cristianos como distinguir los mitos de los hechos resulta
totalmente natural para el hombre de hoy. Además, en el caso de los apóstoles, el trabajo
estaba ya medio hecho para ellos porque sencillamente asumieron los mitos sobre el
Mesías que ya eran corrientes entre los judíos de la época.

De esta manera, Strauss presumiblemente justificó ante sí mismo sus, por otra parte,
poco sinceras pretensiones de que sus ataques al valor histórico de los Evangelios no
ponían en peligro la fe cristiana. «El nacimiento sobrenatural de Cristo, sus milagros, su
resurrección y ascensión, permanecen como verdades eternas, cualesquiera que sean las
dudas que se puedan proyectar sobre su realidad como hechos históricos»98. En su
último libro The Old and the New Faith (1872) [La fe antigua y la nueva] declaró muerto
al cristianismo y demandó una nueva religión construida sobre el arte y la ciencia.

Poco menos de treinta años después de Strauss, La vida de Jesús (1863), de Ernest
Renan, llevó las dudas y negativas del movimiento crítico al público católico de habla
francesa.

150
Lo que creo que demuestran esas dudas y negativas, es, sobre todo, que el camino a
la increencia no ha sido lineal, comenzando con interrogantes provisionales y siguiendo
por serias sospechas que llevan, a su vez, a convicciones absolutas. Nada de lo dicho por
Bultmann o Tillich en el siglo XX habría sorprendido o espantado a los primeros
miembros del movimiento. Las posiciones más extremas se tomaron desde el principio.

Sin embargo, en torno a 1850, empezó una reacción. Los críticos más moderados
debían estar tan poco interesados en creer en milagros como lo estaban Reimarus,
Eichorn, Baur o Strauss. Pero no estaban preparados para ver desaparecer a Cristo por
completo en medio de una bruma de dudas de eruditos. En su opinión, una vez
descartados los mitos y los milagros, quedaba en los evangelios el suficiente material
histórico para construir una imagen razonablemente ajustada del tipo de hombre que fue
Cristo y de las enseñanzas que trasmitió; o, como se dirá desde entonces, la distinción
entre el «Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe» (producto éste de la primitiva
imaginación cristiana). La búsqueda del jesús histórico había comenzado.

Lo que los investigadores, con todo su aprendizaje y trabajo, iban descubriendo era
un maestro de la ética, como Confucio o Buda, que predicaba una religión sencilla del
amor del Padre del cielo, y un reino de rectitud interior liberado de los dogmas a los que
consideraban desarrollos de planteamientos filosóficos helenísticos. Su visión de Cristo
y del cristianismo, sacada de la visión liberal, se convirtió en la «ortodoxia» del
protestante del siglo XX que ocasionalmente va a la Iglesia. En el mundo erudito se
mantuvo aproximadamente desde mediados de la década de 1860 hasta el final del siglo.
Los pilares de la posición liberal fueron Albrecht Ritschl (1822-1889) y el famoso
teólogo y estudioso de Berlín Adolf von Harnack (1851-1930).

Hacia 1890, volvió de nuevo la corriente de opinión del movimiento crítico. Un


panfleto (1892) de Johannes Weiss, anunció el cambio. Según Weiss, que enseñaba en
Gotinga, el jesús de los liberales era un anacronismo histórico producto de las ilusiones,
no de la evidencia histórica. El Cristo de los liberales era un pastor luterano ilustrado del
siglo XIX, vestido con ropas del siglo I. La totalidad de los textos fiables del Evangelio
nos ofrece una figura bastante diferente: un típico rabino de la tradición apocalíptica
judía que creía en la inminente llegada del fin del mundo y en la inauguración de una
nueva creación sobrenatural que precipitaría su muerte. Su visión del mundo había
muerto para bien de todos.

Albert Schweitzer (1875-1965) daría a estas opiniones su clásica expresión en Quest


for Historical Jesús (1906)99, cuyo mensaje básico era que la búsqueda había terminado:
como documento histórico, los evangelios eran casi inútiles. El movimiento crítico había
dado una vuelta completa, situándose de nuevo donde había empezado.100

A estas corrientes precisamente fueron arrastrados Von Hügel, Loisy y sus colegas en
la década de 1890.

151
FILOSOFÍA

Entre 1890 y 1914, las filosofías de moda en Francia eran la de la evolución creativa de
Henri Bergson (1859-1941) y el pragmatismo del americano William James (1842-
1910); ninguna de ellas se ubicaba directamente en la tradición idealista alemana. Ambas
filosofías eran complementarias y los filósofos se hicieron amigos. Su éxito fue debido
en parte a su encanto como oradores y escritores, pero aún más, al hecho de que estaban
desafiando al determinismo y al materialismo de los que estaban ya hartos los elementos
más refinados de las clases cultas europeas. Los dos pensadores hablaban bien de la
religión, reconocían algún tipo de «fuerza superior» e insistían en la espiritualidad del
alma y en la realidad del libre albedrío. Lógicamente, creyentes de todos los orígenes les
dieron la bienvenida más entusiasta.

Bergson, que se había hecho un nombre en 1889 con su Essai sur les donnés
immédiates de la conscience101 se convirtió casi en objeto de culto después de la
publicación de su L'evolution créatice (1900)102. ¿No reconciliaba evolución y religión
al dotar de espíritu a la evolución (el élan vital)? Desgraciadamente, debido a la
excitación del momento, muchos católicos tendieron a pasar por alto algunas de las
deficiencias más serias de su pensamiento.

Las ideas de Bergson sobre el creador, la creación y la criatura eran, de hecho,


profundamente ambiguas. Nada está nunca completamente hecho, sino que todo está
siempre haciéndose o, si ya está hecho, su forma es diferente. Esto se aplica al élan vital
o impulso vital -el «creador» panteísta de Bergson- tanto como a sus criaturas. Al ser
incompleto, el élan vital necesita de sus criaturas como objetos de amor y como
cooperadores en la obra de la creación. También crea sin previsión o plan, puesto que
ello limitaría su libertad, y lo que limita la libertad mata la vida. Las consecuencias
necesarias son un proceso y un cambio permanentes.103

Si todo esto no fue suficientemente apreciado con anterioridad, se debió, en opinión


de Bergson, a que la filosofía europea había sobrevalorado la inteligencia. Al fragmentar
la indivisible continuidad de la realidad en categorías y mundos separados, la mente
oculta su naturaleza fundamental, que sólo puede ser descubierta por empatía, o
intuición. Para conocer la realidad como verdaderamente es debemos sumergirnos en el
fluir de la conciencia y en la experiencia de la duración. Son éstas las que revelan que la
sustancia de la realidad es el cambio.

Bergson estableció también una dicotomía entre «cerrado» y «abierto», o estático y


dinámico, religión y moralidad. Cerradas o estáticas, las religiones y las morales
dependen de creencias, principios y prácticas fijas, que pueden tener una cierta utilidad
social, pero básicamente impiden la creatividad y el ascenso del impulso vital. La
religión y la moralidad abiertas y dinámicas son obra de espíritus religiosos libres, como
Cristo y Buda. Tales espíritus libres y sus discípulos (¿estaba Bergson pensando en

152
Tolstoy?) pueden prescindir de creencias y prácticas fijas porque están en sintonía con la
creatividad evolutiva del impulso vital. (De hecho, si las creencias son verdad y las
prácticas buenas, lo primero que suelen hacer es proteger a la religión y a la moral de
convertirse en juguetes de caprichos privados y excentricidades personales).

Mientras Bergson proporcionaba a sus contemporáneos una metafísica evolucionista,


William james les ofrecía una ética evolucionista. Siendo psicólogo experimental, se
hizo un filósofo especialmente interesado en las consecuencias prácticas de la fe
religiosa y de los fenómenos que la acompañan. Sus Principles of Psychology habían
aparecido en 1890, y fueron seguidos en 1902 por su mucho más ampliamente leído
Varieties of Religious Experience.104

El peso de esta última obra está en que, mientras algunos de los fenómenos descritos
pueden ser atribuidos a perturbaciones emocionales o a enfermedades mentales, es
razonable suponer que a veces el creyente o el místico haya estado en contacto con otro
orden de la realidad. Por razones de conveniencia, james estaba dispuesto a llamar a ese
otro algo «Dios». Pero prefería pensar en Dios, o en «lo otro», como finito y limitado,
más que como algo infinito y soberano, y en el universo como un estado del ser
experimentalmente unificado, ya que un Dios omnipotente con un plan previo implicaría
un «universo estático, muerto».

Sin embargo, para nuestro presente objetivo, lo importante es la visión de la verdad


en James. En su filosofía, una idea es verdadera no cuando se corresponde con la
realidad, sino: (a) si está viva, o (b) si produce resultados que parezcan beneficiosos.
Una idea está viva cuando mucha gente cree en ella y es beneficiosa cuando hace
mejores o más felices, o produce satisfacción espiritual, a las personas.
Presumiblemente, por tanto, la creencia en Moloch era viva, y en ese sentido, «verdad».
Para los cananeos, cuando arrojaban a sus bebés al horno, el culto de Moloch tenía,
como dice la gente hoy, «sentido». Cuando ya no hubo más devotos de Moloch, pues la
gente se había volcado en otras formas de satisfacción espiritual, la idea murió, y dejó de
ser verdad. Las creencias cristianas son ciertas mientras hagan a la gente generosa o
actúen como estabilizadores psicológicos. El valor de las ideas ha de ser juzgado de
acuerdo con su «valor en dinero». Tal es el corazón de su pragmatismo.

(La gente que usa la palabra verdad de esta manera no está hablando realmente de la
verdad, sino de la utilidad o conve niencia de los hombres, aunque la mayoría pretenda
que lo que percibe como útil es también correcto y bueno).

La visión de Henri Bergson sobre la verdad tiene implicaciones igualmente


desafortunadas. Puesto que todo lo que sucede es parte de una realidad tal como ella se
hace a sí misma, cualquier cosa puede parecer justificable en mayor o menor medida.

No es necesario decir que ninguno de estos dos filósofos actuaba estrictamente según

153
la lógica de sus ideas. Ambos eran hombres plenamente honestos. Su influencia en los
modernistas católicos aparecerá en breve.105

LA ALTA CRÍTICA Y LA HISTORIA DE LA IGLESIA

Hacia 1880 el método crítico aplicado a los registros del pasado de la Iglesia estaba
suscitando las mismas dudas sobre el origen divino de la Iglesia que su uso de la Biblia
había creado a propósito de la inspiración bíblica. Las causas, en este caso, eran en gran
medida psicológicas.

Desde los tiempos del Renacimiento, una multitud de estudiosos, doctores, abogados,
monjes, curas, párrocos, nobles excéntricos y terratenientes -junto con historiadores
profesionales- habían estado buscando en bibliotecas como nunca y coleccionando con
cariño manuscritos dispersos a causa de gue rras y revoluciones. Hacia mediados del
siglo XIX, sus trabajos - una de las glorias de la civilización europea- habían producido
una avalancha de estudios especializados, y habían redescubierto algunos hechos.

Sin embargo, en cualquier tema, la repentina aparición de nueva información masiva


puede producir un incremento temporal de oscuridad, más que de luz, y algo así les
sucedió a los estudiosos católicos cuando se dedicaron a clasificar y valorar la avalancha
de nuevos documentos y monografías sobre el pasado de la Iglesia. Sobre todo, como la
divinidad de Cristo se iba haciendo menos visible por el impacto de los golpes y heridas
de la Pasión, el carácter sobrenatural de la Iglesia empezó a desaparecer al mirarla a
través de una cortina cada vez más espesa de apariencias naturales y humanas. «Mirad al
hombre», había gritado Pilatos a la multitud. «Mirad la institución meramente humana»,
parecía ser el mensaje de la montaña de datos históricos. Existía también la tentación de
adoptar una visión neoprotestante de la historia de la Iglesia; la auténtica naturaleza de la
Iglesia se ha perdido, pero puede ser reconstruida desde los documentos que han
sobrevivido, aunque cada vez menos de ellos se consideraban dignos de confianza.

La tentación de perder de vista la dimensión sobrenatural de la Iglesia se agravó por


un factor de carácter diferente, el espíritu de los críticos radicales alemanes -líderes en el
tema- que en su mayoría eran protestantes o no creyentes. A mediados del siglo XIX,
habían convertido la crítica radical en algo parecido a una religión, ocupando ellos el
lugar de una clase dominante capaz de derribarlo todo, hasta a los más duros oponentes,
con su erudición y autoconfianza.106 Debido a su prestigio, los estudio sos católicos,
estuvieron tentados de tratar los archivos históricos de la Iglesia, sus tradiciones orales y
su vida devocional con el mismo espíritu iconoclasta.

Hemos visto la influencia de este aspecto de la crítica radical en Dóllinger, Acton, y


Duchesne (aunque Duchesne, al ser francés, tuvo que ver más con unas afectadas

154
maneras volterianas, que con el estilo imperial del autócrata universitario). También
influyó en los bolandistas, y dejó su marca en Lives of the Saints [Vidas de los santos]
de Thurston-Butler.107 Las intenciones eran merecedoras de elogio: mostrar que la
Iglesia no tiene miedo a los hechos. En esta área, además, los hechos no se situaban en el
mismo nivel que los de la Biblia. La revelación divina no estaba de por medio. Pero
demasiado a menudo, los autores dejaban a sus lectores con la impresión de que la
ciencia era la protectora y conservadora de la verdad, mientras que la Iglesia era la
madre de las falsificaciones.

No estoy sugiriendo que la erudición católica tuviera que presentarse bajo un


revestimiento artificial de piedad. Pero hay as pectos del debate de los estudiosos -la
ácida nota a pie de página, el sarcástico aparte, el enfoque fríamente clínico- que pueden
ser apropiados para disputas sobre los archivos de los impuestos ptolemaicos, pero que
se convierten en seriamente dañinos cuando los que se debaten son temas sagrados. El
daño a la fe y la devoción de los propios eruditos fue con frecuencia bastante grave.
Cuando este espíritu termina alcanzando a los no especialistas, las consecuencias pueden
ser ruinosas. El tosco manejo por parte de los estudiosos católicos de las tradiciones
sobre los orígenes de muchas diócesis francesas fue uno de los factores que
contribuyeron a la pérdida de la fe del abad Albert Houtin.

HISTORICISMO, HISTORIA DEL DOGMA Y


DESARROLLO DOCTRINAL

El gran incremento del conocimiento histórico, al centrar las mentes sobre el factor del
cambio, intensificó el clima evolucionista de una época que a su vez preparaba el camino
para el relativismo histórico, o «historicismo», cuyo principal representante en este
periodo fue el filósofo alemán Ernst Troeltsch.

Historicismo no es lo mismo que sensibilidad al hecho de que la mayoría de las


cosas, ya sean ideas, prácticas o instituciones, llegan a su realización con el curso del
tiempo, siendo influenciadas, hasta cierto punto, tanto por el tiempo en que existen como
por la forma como éste contribuye a configurarlas.

Con historicismo me refiero a la idea de que nuestros pensamientos y actos están


determinados, total o parcialmente, por el periodo de tiempo en que vivimos. Nuestras
mentes son incapaces de alcanzar un tipo de conocimiento no condicionado por su
tiempo. Los tiempos, siempre cambiantes, hacen a los hombres, a las ideas y a las
instituciones lo que temporalmente son, antes de que el río del tiempo, que nunca cesa,
los convierta en algo diferente. Se acepta que sólo el historiador, por razones
inexplicables, es capaz de permanecer fuera de ese flujo y formar un juicio no
condicionado por su tiempo.108

155
Hacia el cambio de siglo, los estudiosos más proclives a la seducción del historicismo
fueron los historiadores del dogma.

Para la Iglesia, la historia de la doctrina y del dogma es la historia de la comprensión


cada vez más profunda de la revelación divina. Cuando Dios confió su revelación al
cuidado de los apóstoles y de sus sucesores, no lo hizo de una forma pulcra y ordenada,
como ya hemos señalado en relación con la Biblia. Utilizó un torrente de una variedad
casi desconcertante de formas -historia, profecía, poesía, parábolas, proverbios, leyes,
meditaciones, instrucciones religiosas, rituales sagrados, etc.- junto a todo lo que Cristo
dijo a los apóstoles que hicieran y enseñaran, además de todo lo que ellos habían
aprendido por simple observación y convivencia con Él. Todo esto, si podemos decirlo
sin ser irreverentes, fue lo que vertió Dios en el regazo de la Iglesia, en lo que sólo se
puede calificar como un denso y confuso montón. Los principales rasgos destacaban con
bastante claridad. El resto quedaba sin ordenar, como en una selva virgen. Se había
dejado a la Iglesia, que es parte misma de la revelación, organizar esta densa
acumulación (el «depósito de la fe», como es llamado), interpretarla y extraer sus
implicaciones con la ayuda del Espíritu Santo.

El catalizador del proceso sería la normal curiosidad humana. Puesto que la


comunicación divina no sólo estaba profundamente desorganizada, sino que además
versaba fundamentalmente sobre misterios sobrenaturales, era normal que tan pronto
como los fieles empezaran a hablar de ella al mundo, sus oyentes empezasen a hacer
preguntas. Los mismos fieles se las hacían. Así nació la teología cristiana, que es el
intento de dar una explicación racionalmente inteligible de los diferentes aspectos de la
revelación, una explicación que sea compatible con la naturaleza misteriosa de lo que se
está explicando.

Desde el principio, sin embargo, no todas las explicaciones resultaron satisfactorias.


Algunas fueron rechazadas por la Iglesia como heréticas. Las que aprobó se convirtieron
en parte de su enseñanza oficial (doctrina). Los dogmas son sencillamente doctrinas que
han sido proclamadas con un mayor grado de solemnidad, normalmente por haber sido
puestas en cuestión antes de una u otra manera.

Por esta razón hay doctrina y dogma, porque tienen una historia y porque sufren un
desarrollo. Sin embargo, no todos los puntos se desarrollan simultánea ni
continuadamente. El desarrollo no es un proceso con «final abierto». El dogma es el
punto final del desarrollo doctrinal dentro de un campo o punto concreto de los
contenidos de la fe. Por ejemplo, el hecho de que en un solo Dios haya tres personas, en
una sustancia e iguales en dignidad, es en sí mismo incapaz de más desarrollo, aun
cuando se pudiera tal vez arrojar más luz sobre algún aspecto subordinado del misterio.
En torno al año 1900, el punto en cuestión era si la historia de la doctrina debía ser
considerada como un desarrollo (el movimiento hacia una comprensión más profunda,
más completa y más clara del significado de una creencia y de sus implicaciones). Es

156
también la cuestión central de la crisis de hoy.

Von Harnak dominó el tema. Sus siete volúmenes de History of Dogma (1894-1899)
[Manual de historia de los dogmas] presentaron esa historia como evolución. La obra
tenía también un propósito práctico: liberar por completo al cristianismo del dogma,
mostrando cuánto se había desviado la doctrina cristiana del sentido original. El
sulpiciano francés Joseph Tixeront repli có desde el punto de vista católico con su
historia en tres volúmenes (1904), y el jesuita Jules Lebreton, con su Histoire des
origines du dogme de la Trinite (1910, 6' ed. 1927), pero esto ocurrió no antes de que un
buen número de católicos hubieran sufrido ya la influencia de los puntos de vista de
Adolf von Harnack.

RELIGIÓN COMPARADA

Desde el tiempo en que Colón descubrió América, los mercaderes, colonos y misioneros
de los imperios español, portugués, holandés, británico y francés proporcionaron a
Occidente un conocimiento de otras gentes y de otras religiones como nunca hasta
entonces había existido. La aportación alcanzó su clímax a mediados del siglo XIX. El
resultado fue el estudio comparado de las religiones. Hacia la última década del siglo,
uno de sus más conocidos productos, el ahora desacreditado estudio de religión primitiva
y magia, The Golden Bough de sir James Frazer109, remplazaba a la Biblia en las
mesillas de noche de los anglosajones cultos.

El objeto no era descubrir si una religión era más aprobada que otra por Dios o cuál
contenía más verdad. Se trataba, más bien, de determinar lo que las creencias y prácticas
de cada religión significaban para sus miembros, tratando de encontrar explicaciones
psicológicas, o de otra índole, para ellas. Si en el proceso la fe entrara en declive sería
probablemente, al menos en parte, porque el sentido común estaba también afectado.

Concluir que por el hecho de que todas las religiones tengan ciertos rasgos en común
(la oración de sus miembros, el ayuno, la limosna, la ofrenda de sacrificios a un ser, o
seres, invisible) no es posible que una de ellas sea la única verdadera es como pensar que
como todas las casas tienen cosas comunes, como ventanas y puertas, ni la Casa Blanca
ni el Palacio de Buckingham tienen nada de especial. Los rasgos comunes son simples
rastros de las verdades religiosas naturales (las semillas de la Palabra con que nos
encontramos antes) que pueden ser conocidas en principio por todos los hombres,
aunque estén con frecuencia distorsionadas o sean invisibles.

Los estudiantes de religión comparada son fácilmente inducidos a considerar la


sustancia de esos rasgos comunes como la esencia de la religión, terminando como
devotos de algún tipo de monoteísmo ético universal hacia el que, según ellos piensan,

157
evoluciona la conciencia religiosa de la humanidad. Esta idea contribuyó también de
forma importante al desarrollo del primitivo modernismo.

158
en cuánto de lo que hemos venido describiendo en los dos últimos
capítulos podría estar de acuerdo la Iglesia? Concretamente, y de haber alguna, ¿cuántas
teorías de los críticos de la Biblia sobre el origen y la fecha de composición de los libros
bíblicos serían admisibles, al menos como hipótesis?

A finales de la década de 1880, algunos biblistas católicos presionaron a la Iglesia


para abandonar la autoría mosaica del Pentateuco; para admitir que el diluvio no tuvo
dimensiones universales; para reconocer la segunda mitad de Isaías como obra de un
profeta que vivió después del exilio y, por tanto, después de los acontecimientos que
parece predecir; para admitir la dependencia de los autores de los evangelios sinópticos
de una desaparecida fuente documental de autoría desconocida, designada «Q»; para
aceptar la idea de que San Juan no fue el autor del cuarto evangelio y de que ese
evangelio es más «teología» que historia.

En 1893 León XIII publicó una encíclica sobre el estudio de la Biblia,


Providentissimus Deus. Era la primera respuesta oficial de la Iglesia al movimiento
crítico. En ella el Papa pedía a los estudiosos católicos que respondieran a los críticos en
su propio terreno y con sus mismas armas. Nueve años después, en 1902, creó la
Pontificia Comisión Bíblica para dar respuestas de máxima autoridad a preguntas sobre
la Biblia. En 1909 fue erigido el Instituto Bíblico como departamento de la Universidad
Gregoriana de Roma para formar un profesorado versado en los nuevos métodos y
problemas. Entretanto, los dominicos franceses bajo la dirección de Marie-Joseph
Lagrange, habían fundado LP École Biblique en Jerusalén (1890), y en 1892 echó a
andar la Revue Biblique.

Pero en el círculo de Von Hügel había profundas dudas.

En 1881, la época en que se había hecho cargo de su puesto de lector en el Instituto


Católico de París, Loisy había empezado a asistir a las conferencias de Ernest Renan en
el Collége de France. «Me instruí en su escuela», escribía más tarde, «con la esperanza
de demostrarle que todo lo que era cierto en su ciencia resultaba compatible con un
catolicismo sanamente entendi

Lo que significaba para Loisy una «sana comprensión» se empezó a desvelar en

159
1890. En ese año completó una tesis sobre el canon del Antiguo Testamento (los libros
que se consideraron inspirados por Dios, y el porqué de ello) en la que proponía una
visión de la inspiración divina incompatible con la de la Iglesia. A esto siguió una
historia del canon del Nuevo Testamento (1891), y un trabajo sobre los primeros
capítulos del Génesis (1892) que planteaba preguntas sobre su historicidad. Como
resultado, a los estudiantes de San Sulpicio, el mayor seminario de la archidiócesis de
París, se les prohibió asistir a sus conferencias. Para proteger a su profesor, tranquilizar a
las autoridades y defender un uso controlado del método crítico, monseñor D'Hulst,
rector del Instituto Católico, publicó un artículo titulado «La question biblique». Pero
sólo consiguió atraer más atención sobre Loisy, y D'Hulst fue forzado a destituirlo.111

La encíclica Providentissimus Deus apareció muy poco después. En 1900 el cardenal


Richard de París condenó una serie de artículos de Loisy sobre la religión de Israel,
después de lo cual el gobierno, siempre feliz poniendo a la Iglesia en una situación
embarazosa, le ofreció un puesto en la Escuela de estudios superiores de la Sorbona.

Loisy era ya en esta época una figura de gran importancia. Nombrado capellán de un
convento de monjas en Neuffly, en las afueras de París, tuvo tiempo para desarrollar sus
ideas que se movían cada vez más en la dirección de Weiss y Schweitzer. En 1902
publicó L'Evangile et l'Église [El Evangelio y la Iglesia]. Pretendiendo ser crítico de
Ritschl y de Von Harnack con su «liberalismo bíblico», los utilizó para exponer sus
propias opiniones, mucho más radicales.

Alfred Loisy entendía ahora a Cristo como un visionario apocalíptico, falible en su


conocimiento y sus juicios, que no tuvo intención de fundar una Iglesia o enseñar
verdades perdurables. Puesto que está claro que Cristo esperaba el fin inmediato del
mundo, fundar una Iglesia no habría tenido ningún sentido. El cristianismo, tal como lo
conocemos, fue invención de los primeros cristianos. El logro de Cristo fue el
lanzamiento de un nuevo ideal o espíritu religioso que la Iglesia encarna y perpetúa. Ése
es el valor de la Iglesia. Pero para sobrevivir debe cambiar continuamente la enseñanza
en la que encuentra expresión en cada generación ese espíritu, mientras el mundo y las
experiencias de los hombres cambian. «La razón nunca deja de plantear preguntas a la
fe, y las formulaciones tradicionales se ven sometidas a un trabajo constante de
interpretación.112

«La evolución incesante de la doctrina», escribía Loisy hacia el final del libro, «se
hace por el trabajo de los individuos [... ] y estos individuos son quienes piensan para la
Iglesia, mientras piensan con ella»113. Pero lo que la Iglesia negaría sería, precisamente,
que el pensamiento de Loisy estuviera en comunión con la Iglesia. Y estaba claro que,
pensando así, Loisy no era una figura solitaria. Von Hügel y el escritor católico inglés
Wilfred Ward, entre otros, encontraron en El Evangelio y la Iglesia una valiosa apología
del catolicismo.

160
Las opiniones de Georg Tyrrell empezaron a salir a la luz en una serie de libros y
artículos anónimos, y en otros firmados (o con seudónimos) durante un periodo
aproximado de diez años, empezando en 1899 con A Perverted Devotion [Una devoción
pervertida], que postulaba una postura agnóstica sobre el castigo de los condenados.

Para Tyrrell, lo que importaba en la Iglesia no era la doctrina o la jerarquía, sino el


«subconsciente colectivo del populus Dei, a través del que se desarrolla la idea religiosa
cristiana adquiriendo una conciencia más clara, en infinidad de direcciones y grados».
Pero «por la propia naturaleza del asunto, su percepción del orden trascendental [...]
nunca puede ser más que simbólico [...] lo trascendental nunca se puede expresar
adecuadamen

Sin embargo, mientras las doctrinas o «símbolos» de la Iglesia continúen


promoviendo la vida espiritual de las almas, la Iglesia tiene el deber de protegerlos
aunque llegaran a evidenciarse como falsos. Lo que dice la Iglesia «es a menudo
absolutamente erróneo, pero la verdad (o idea espiritual) en cuya defensa dice que está
revelada [...] Que una mentira deba a veces proteger la verdad es una consecuencia de la
visión de la verdad como algo relativo a la mentalidad de una persona o pueblo»115.
Sólo cuando una doctrina o símbolo dejan de ser beneficiosos, cuando empiezan a
asfixiar la vida espiritual (como creía Tyrrell que era el caso con la mayoría de los
dogmas de la Iglesia), debemos deshacernos de ellos.

¿Cuál es la esencia de la idea cristiana que busca siempre nuevas formas de


expresión? «El otro mundo». Cristo y la Iglesia ven este mundo «como una preparación
y un purgatorio». El otro mundo es el que realmente importa. Pero en jesús esa idea
estaba en un estadio primitivo de desarrollo. Jesús pensaba que el periodo de purgatorio
iba a acabar pronto. Ahora sabemos más.

A esto se podría replicar que, aun cuando estuviera bien proteger la verdad con
mentiras, nos seguiríamos preguntando por qué necesitaría la Iglesia levantar tal bastión
de mitos y falsedades para proteger una idea tan simple.

En el desarrollo del modernismo católico, Loisy y Tyrrell jugaron, en gran medida, el


mismo papel que habían jugado Eichorn y Schleiermacher en el desarrollo del
modernismo luterano. La crítica bíblica radical de Loisy, igual que la de Eichorn,
destruía la fe. Tyrrell, como Schleiermacher, intentó reconstruir algún tipo de fe a partir
de la experiencia subjetiva.

En Lucien Laberthonniére vemos, sobre todo, la influencia de Bergson y de James.


La filosofía, en su opinión, «se resuelve viviendo [...] no es un conjunto de propuestas
abstractas [...] derivadas de ciertos axiomas o principios fundamentales. Su verdad es ser
viable».

161
Para apoyar su opinión contrastó el «idealismo» griego (refiriéndose
presumiblemente a la metafísica de Platón) con el realismo cristiano, para desprecio del
primero. Su realismo cristiano le llevó finalmente a ver la caída de Adán, no como un
acontecimiento pasado, sino como la expresión simbólica de algo que somos conscientes
de que existe en nosotros mismos, y al mismo Cristo como una realidad que el creyente
experimenta en su vida diaria, más que como una persona histórica que vivió en una
época concreta.116

La «filosofía de la acción» de Le Roy era una síntesis de la visión evolutiva de la


realidad de Bergson y de la visión oportunista de la verdad de James. He aquí un
ejemplo de la forma en que aplica sus principios filosóficos a la interpretación de los
dogmas católicos. Los dogmas, explicaba en su Dogme et critique, no dan información;
no son verdades en las que creer, sino guías para la acción. La doctrina de la Trinidad,
por ejemplo, no nos dice nada sobre Dios, sino que es una manera de enseñarnos a
valorar las relaciones personales.

En otro pasaje, después de decir «creo sin reserva ni restricción que la resurrección
de jesús es un hecho real objetivo», empieza a reducir esta atrevida profesión de fe,
declarando que ningún concilio ha definido lo que es un hecho real. La Resurrección, se
nos dijo, no tiene nada que ver con la «vulgar noción» de la «reanimación de un
cadáver». ¿Cómo puede entonces decir que es un hecho real? Reinterpretando la palabra
«real». Las cosas son reales (realmente, él habla en este punto sobre ideas, no sobre
cosas) si se pueden usar sin que se rompan y si son «fértiles de por vida». La creencia de
que Cristo resucitó de entre los muertos ha inspirado a generaciones para llevar vidas de
sacrificio. En este sentido es real y es un hecho. Macquarrie llama a Le Roy «el
pragmático más radical de los modernistas»117.

Todas estas evasivas nos muestran, creo yo, lo antiguas que son la mayoría de las
«novedades» del modernismo de hoy, bajo esas pelucas rojas y sombras de ojos.

En 1905, en el famoso artículo «Qu'est ce qu'un dogme?», Le Roy pidió


públicamente que la Iglesia se comprometiera a consi derar sus doctrinas como
expresiones meramente simbólicas de intuiciones inefables. Poco antes, Hébert había
hecho la misma petición.

Tomado el modernismo como un todo, en la medida en que tendía a reducir la fe a un


teísmo refinado y aguado bajo un barniz cristiano, podemos entenderlo como parte de
una decadencia de la sociedad culta europea de fin de siglo. En los veinticinco años
anteriores a la guerra mundial fue al mismo tiempo racionalista y antirracionalista,
escéptico y supersticioso, uniendo «incredulidad científica» con un interés por el
misticismo y los fenómenos paranormales, al tiempo que ansiaba experimentar
espiritualmente en cualquier dirección, fuera religiosa o no. El poeta alemán Rilke y su
mecenas la princesa Von Thurn und Taxis tipificaban esas tendencias, que aparecen

162
también acertadamente reflejadas en La montaña mágica de Thomas Mann.

Y dadas sus dudas y negaciones, ¿cómo es que los modernistas no abandonaron la


Iglesia? Por la misma razón por la que otros se han puesto a reformar el cristianismo
según su propia forma de pensar. Se consideraban como una élite destinada a salvar a la
Iglesia de sí misma. La masa normal de católicos, incluyendo a San Pío X (a menudo
llamado con esnobismo «el Papa campesino»), así como la mayoría del episcopado,
puede que no entendieran sus elevados propósitos. Pero por el bien de la Iglesia y del
mundo deberían ser obligados a ello. Aceptar las tesis modernistas que afirmaban que las
doctrinas católicas son sólo torpes intentos del sentido religioso de expresar lo
inexpresable no significaba que la Iglesia tuviera que «jubilarse». Los mitos, como las
parábolas, pueden tener un efecto espiritualmente inspirador. Aunque deje las
dificultades de los hechos objetivos y los detalles prácticos al cuidado de la ciencia, ella
puede seguir siendo la «educadora moral de la humanidad».

Si aceptara este enfoque de su papel -esposa de la ciencia y del pensamiento


moderno- aunque se pueda pensar que es, objetivamente, bastante sumisa y comadrona
del «sentido religio so» del hombre, todavía tendría ante sí un gran futuro. Pero si
ignorase las advertencias modernistas e insistiera en que sus enseñanzas deben ser
tomadas literalmente, entonces el mundo moderno y ella se verían abocados a un choque
frontal en el que terminaría sucumbiendo.

Para los hombres de gran cultura, los modernistas de ayer y de hoy tenían -y tienen-
una actitud extrañamente nueva hacia la ciencia, tanto por lo que es como por lo que
puede conseguir. Eran en cierta manera como los chicos listos de la escuela que acaban
de descubrir la ciencia con «C» mayúscula.

Por otra parte, eran totalmente distintos de los escépticos abades del siglo anterior,
que estaban satisfechos con su falta de fe mientras vivían confortablemente de las rentas
de la Iglesia. Para el escéptico abad del siglo XVIII, la religión era una superstición, y
eso era todo. ¿Por qué montar un escándalo? Los modernistas, muchos de los cuales
tenían sus raíces psicológicas en niñerías devotas y felices, estaban fascinados por la
religión. Como fenómeno universal, era de un interés totalmente absorbente para ellos.
Si una religión concreta era verdadera o falsa les importaba menos, y en algunos casos,
nada en absoluto. Esto explica parcialmente su hostilidad a Roma. Ésta no sólo
bloqueaba sus esfuerzos para llevar al hombre moderno a su reinterpretada fe cristiana,
que luego encontraría aceptable; su oposición parecía poner en cuestión su pretensión de
ser hombres espirituales. Roma era áspera, brutal e ignorante. El resto de los fieles eran
bobos, supersticiosos o ciegos. Ellos mismos, en palabras de monseñor Mignot, eran
ámes sincéres et inteligentes («almas sinceras e inteligentes»). Desde la elevada visión
de su papel, los más perspicaces desarrollaron el principio práctico que vimos
recomendar a Duchesne. No te muevas. Transforma la fe desde dentro.

163
Hacia 1900 parecía que estaban teniendo éxito. Sus ideas se extendían al clero de
mayor cultura y estaban introduciéndose en los seminarios. Los sacerdotes empezaron a
tener crisis de fe. (La hija de Von Hügel había tenido una crisis de fe en 1899, cuando su
padre le desveló sus dudas espirituales y sus esperanzas de un cambio en el significado
de ciertas doctrinas. Se llamó a Tyrrell para que calmara su espíritu).

Para contener el daño, las autoridades empezaron a publicar advertencias, se pusieron


libros en el índice y se prohibieron revistas. En 1902, el cardenal Richard de París,
condenó L'Evangile et l'Église [El evangelio y la Iglesia] de Loisy. Éste adoptó una
sumisión matizada, pero sin cambiar de rumbo. El año siguiente publicó Autour d'un
petit livre [En torno a un librito], en defensa de L'Evangile et l'Église, que trataba las
memorias del querido discípulo de su maestro como una fantasía teológica. Roma
respondió poniendo cinco libros de Loisy en el índice de libros prohibidos. Tyrrell, que
había estado retirado del trabajo activo, también continuó produciendo libros y artículos.
En 1906 sus superiores jesuitas lo expulsaron de la orden. También fue suspendido de su
función sacerdotal.

Y entonces, en julio de 1907, el Santo Oficio publicó el decreto Lamentabili, que


enumeraba y condenaba sesenta y cinco errores modernistas. Von Hügel corrió a Italia,
donde se encontró con Fogazarro, Bonaiuti y otros, para decidir los términos de su
sumisión. Lamentabili fue seguido de la encíclica papal Pascendi, que analizaba y
sintetizaba las enseñanzas modernistas, mostrando cómo se mantenían unidas formando
un sistema.

Tyrrell atacó la encíclica en dos cartas al Times de Londres y fue excomulgado poco
después. Murió dos años más tarde.118 La respuesta de Loisy fue un ofensivo librito
sobre las autoridades de Roma que le llevó a su excomunión en 1908. A partir de 1910
se exigió a los sacerdotes que hicieran un juramento especial antimodernista, y los
obispos fueron instruidos para asegurarse de que ningún profesor de sus seminarios
mantenía opiniones mo dernistas. También se les pidió que establecieran un comité
diocesano de vigilancia.

San Pío X es criticado, a menudo amargamente, por estas medidas. Pero la Iglesia
tiene que pensar en los fieles normales igual que en sus eruditos y teólogos. ¿Quién
puede culpar a un Papa por condenar teorías que llevan a la negación de la divinidad de
Cristo, al rechazo de la autoridad de la Iglesia para enseñar y gobernar en su lugar o a la
reducción de sus doctrinas y dogmas a meros simbolismos? No hay que ser un erudito
para imaginar lo que San Pedro y San Pablo habrían dicho.

El Papa, de hecho, mostró mucha paciencia. Seis años pasaron en el caso de Loisy,
cinco en el de Tyrrell, entre la aparición de los libros en los que se hacía patente su
increencia y sus condenas. A Semaria, se le permitió hacer el juramento antimodernista
con reservas119, y cuando Romolo Murri, a quien conoceremos en el siguiente capítulo,

164
pasó más tarde por una difícil época, San Pío X secretamente, le proporcionó una renta
vitalicia.

El clero y los seglares que encabezaban la oposición al modernismo también fueron


severamente criticados. Mucho se ha dicho de Sodalitium Pianum, una red internacional
de comités para informar a la autoridad sobre casos clandestinos de modernismo, o
supuesto modernismo, fundada y dirigida en Italia por monseñor Benigni, cuyas
actividades resultaron sospechosas de ir dirigidas injustamente contra cierto número de
estudiosos y clérigos. Escritores comprensivos, si no con el modernismo al menos con
algunos objetivos modernistas, hablaron de «terror blanco». Pero el hecho es que, por
muy lamentable o deplorable que sea, en cualquier conflicto realmente serio sobre ideas
o sobre casos materiales algunas personas, aun con la razón de su lado, van a actuar mal,
y en el calor de la disputa van a dar golpes bajos. En este caso, dado lo que estaba en
juego, cuando se justi ficaron todos los incidentes y se lanzaron acusaciones contra el
blanco equivocado, y dado que algunos sacaron ventaja de la crisis utilizándola para
desprenderse de resentimientos o potenciar sus intereses, no debería sorprender la
fortaleza de la reacción antimodernista. En el siglo III, los fieles de Alejandría
respondieron de forma similar a ciertas ideas de Orígenes. Aunque tales ideas no fueron
condenadas por la Iglesia hasta mucho después de su muerte, tuvo que huir de
Alejandría. Los fieles, dice Newman escribiendo sobre la crisis arriana del siglo IV,
cuando son verdaderos fieles, experimentan la herejía como algo completamente
repulsivo.

Sin embargo, cuando la reacción a las herejías es demasiado violenta puede existir el
peligro de que los fieles empiecen a situarse como árbitros de la ortodoxia y la
heterodoxia, ocupando el lugar del magisterio, y terminen fuera de la Iglesia
precisamente desde la dirección opuesta.120

Algo así empezó a suceder en Francia, donde la reacción al modernismo fue la más
fuerte e hizo nacer el movimiento que, tanto sus exponentes como sus oponentes,
llamaron «catolicismo integral» o «integrismo». Los integristas se veían a sí mismos
como defensores de la fe tal y como había sido tradicionalmente expuesta. Veían
sospechosa cualquier concesión, real o aparente, a la intelectualidad o a la filosofía
contemporáneas. La cuestión era si todo lo que veían como tradicional lo era realmente,
en el sentido de ser algo intocable.

El movimiento tuvo también un lado sociopolítico. Para los integristas, «catolicismo


integral» significaba la conjunción de la fe católica con una sociedad o estado
enteramente católicos, y preferiblemente monárquicos. Los intentos por bautizar los
principios de 1789, pensaban ellos, no sólo socavarían la fe, sino que terminarían
destruyendo el carácter cristiano de la vida y la cultura francesas.

Fue desde esta reserva desde donde el movimiento político L'Action Francaise,

165
fundado en 1908, extrajo gran parte de sus apoyos. Charles Maurras, su líder y espíritu
impulsor, fue un no creyente con talento para la retórica y la polémica, que valoró la
monarquía y el catolicismo como partes inseparables de la forma de vida nacional, y
después de la moda de Napoleón, como forma de cimiento social. En 1929 Pío XI
prohibió a los católicos pertenecer al movimiento bajo pena de excomunión. Sus
principales razones fueron: su agresivo racionalismo, la subordinación de la religión y la
moral al Estado y su dañina influencia en la juventud católica. No pocos monárquicos e
integristas franceses ignoraron la prohibición. Cualquier enemigo de la República,
parecía, iba a ser considerado un aliado apropiado. Fueron a menudo tan severamente
castigados por su desobediencia como los modernistas por sus herejías. Muchos líderes
católicos franceses se desligaron públicamente del movimiento y comenzó una
reconciliación en 1937, cuando Maurras escribió al Papa una carta de disculpa. Pío XII
levantó la prohibición a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.121

En el plano sociopolítico, el integrismo puede ser considerado como equivalente del


humanismo integral de Maritain.

La ruptura entre estos dos puntos de vista y sus disputas sobre quién tenía razón
fueron la continuación, en un plano más teórico, de la pelea que, como hemos visto,
perturbó la vida interna de la Iglesia francesa durante el siglo anterior. Finalmente, el
conflicto se tragaría a toda la Iglesia con el modernismo como el tertius gaudens o
principal beneficiario.

166
ntes de dejar los comienzos del modernismo, debemos hablar de tres
movimientos relacionados con él, que también nos proporcionan otros tantos ejemplos
de un aggiornamento que descarrila, presagiando algunas cosas que iban a suceder el
pasado siglo XX.

FRANCIA E ITALIA

El primero fue el intento de los católicos franceses e italianos, interesados en los


derechos y condiciones de los trabajadores, de pasar de la acción social a la acción
política a través de la creación de partidos políticos católicos que actuaran
independientemente de la jerarquía.

Por la década de 1930, habían llegado a pensar que la acción social en sí misma -la
fundación de sindicatos, cooperativas, escuelas nocturnas, préstamos bancarios,
educación del público en sus obligaciones sociales- no podría conseguir los anhelados
cambios. Era necesaria la intervención del Estado, y en Estados con gobiernos
parlamentarios eso significaba ganar elecciones.

Al mismo tiempo, en el plano teórico empezaron buscando un sistema político ideal


que, además de asegurar los derechos de todos, encarnara a la perfección la libertad, la
igualdad y la fraternidad. Esto implicaba llegar a acuerdos sobre el significado de la
democracia y su realización en la práctica. En parte suponía retomar los trabajos que
Lammennais había intentado llevar a cabo tan conspicuamente hacía ya sesenta años con
el conocido fracaso. Así, veremos al catolicismo liberal de Montalembert y al
«catolicismo social» de Munn y Ketteler discurrir juntos y asistiremos a los dolores de
parto de la «democracia cristiana» del siglo XX.

Los asuntos alcanzaron un punto crítico en Francia con los sillonistas y los abbés
démocrates y en Italia con la Opera dei Congressi.

Le Sillon era una asociación católica seglar fundada hacia 1894 por un grupo de
estudiantes universitarios en París para reevangelizar a los jóvenes trabajadores,
mostrándoles que, como católicos y cristianos, eran comprensivos con sus necesidades y

167
pretensiones y estaban ansiosos por ayudar a satisfacerlas con una orientación cristiana.
Su líder, Marc Sangnier, tenía un espíritu apostólico, dotes de organización, ortodoxia,
un encanto excepcional y una gran fortuna privada. El nombre Le Sillon (El surco),
venía de un pequeño periódico que adquirió la asociación.122

Una vez en marcha, el movimiento se extendió con rapidez y pronto alcanzó a las
provincias. Se fundaron salas de lectura, círculos de estudio e institutos populares. En
1904 sólo en París había cincuenta círculos de estudio. L'Eveil Démocratique, un popular
periódico, alcanzó una circulación de sesenta mil ejemplares dentro del año de su
fundación en 1905. Había frecuentes debates públicos y conferencias, así como un
congreso nacional anual. Los retiros anuales favorecían la vida espiritual de sus
miembros. El bien que obviamente producía el movimiento se ganó la aprobación de
numerosos obispos. León XIII concedió a Sangnier la Orden de San Gregorio Magno y
en 1903 San Pío X recibió a una peregrinación sillonista en Roma.

Los problemas empezaron realmente cuando las publicaciones sillonistas y las


declaraciones públicas comenzaron a mostrar signos crecientes de influencia de ideas
políticas seculares inaceptables; el mismo Sangnier dio los primeros pasos para la
fundación de un partido político. Para conseguir más libertad de maniobra, anunció que
Le Sillon «no era, hablando propia y directamente, una obra católica». En su encíclica
Graves de Communi de 1901, León XIII había prohibido a los católicos formar parte o
unirse a un partido cristiano democrático.123

Cercanos a los sillonistas en objetivos y perspectivas, y sensibles finalmente a las


mismas influencias, los abbés démocrates eran un grupo de sacerdotes vinculados entre
sí, aunque no muy estrechamente, y ansiosos por extender las enseñanzas sociales de
Leon XIII. No eran un grupo organizado. Daban a conocer sus opiniones como
periodistas, oradores públicos, editores de periódicos y, en algunos casos, como
miembros del parlamento.

La asociación italiana Opera dei Congressi fue un primer ejemplo de lo que después
se llamaría Acción Católica (acción seglar organizada bajo la guía de uno o varios
obispos). Surgida de una serie de reuniones públicas a principios de 1870 y aprobada
oficialmente en 1874, la asociación se formó para permitir a los católicos italianos
defender y promover sus derechos como ciudadanos y miembros de la Iglesia frente a las
estrategias anticristianas del nuevo gobierno de Roma dominado por liberales radicales y
masones. Esto no lo podían hacer por medios normales. Puesto que la participación
política parecería un reconocimiento tácito del nuevo Estado italiano y de su derecho a
Roma y a los viejos territorios papales, la Iglesia había prohibido a los católicos italianos
significarse en el Parlamento o votar en las elecciones.

Pero en la década de 1890, la asociación cayó bajo el control de don Romolo Murri,
un sacerdote con un don especial para la aguda oratoria política. Murri, un entusiasta de

168
la Rerum Novarum de León XIII, al igual que Sangnier y los abbés démocrates, empezó
una campaña para que la Santa Sede levantara el non expedit, la prohibición de
participar en política, e hizo de la defensa de los trabajadores y sus derechos frente a los
empresarios, además de la de los derechos de los católicos y la Iglesia frente al gobierno,
la principal preocupación de la asociación. El cambio de objetivos dividió al grupo. Los
oponentes de Murri apelaron a la Santa Sede para que interviniera.

Podemos llamar a los miembros de estos tres grupos -los sillonistas, los abades
demócratas, y los congresistas italianos- «demócratas católicos». No todos los objetivos
e ideas de los demócratas eran inaceptables para la Iglesia. El paso del tiempo y el
cambio de circunstancias permitieron suscribir muchas de ellas. Los que objetaron de
forma inmediata fueron los que usaban con ambigüedad y torcida intención la palabra
democracia, tratándola como única forma legítima de gobierno; enseñando que la
autoridad del gobierno viene del pueblo, más que de Dios; sugiriendo que el gobierno de
la Iglesia debería, de alguna forma, hacerse democrático; rechazando la guía de la Iglesia
en materias sociales y políticas; cuestionando el derecho a la propiedad privada e
identificando democracia y socialismo.

Los sillonistas fueron también censurados por estimular en sus mítines la discusión
de opiniones morales y religiosas en con flicto (conservando el ideal de libertad de
expresión) y por alentar a sus miembros de la clase trabajadora a unirse a sindicatos
afiliados a la anarquista Confederación General del Trabajo más que a los sindicatos
católicos, sobre la base de que los primeros representaban mejor los intereses de la clase
trabajadora.

León XIII había intentado controlar la situación despolitizando la noción de


democracia cristiana que él había definido en Graves de colmnuni como «actividad
cristiana benevolente para con la gente». Pero según pasaba el tiempo, la retórica de los
demócratas se iba haciendo cada vez más feroz. Las teorías de Robespierre y Danton
fueron descritas como «la sustancia del Evangelio» y «los anarquistas rusos de alma
mística» como «testigos de Cristo». La Santísima Trinidad fue propuesta como arquetipo
de igualdad democrática y la Eucaristía, de democrática hermandad.124

En 1904, Pío X decidió que no había forma de separar la Opera de Congressi del
control de Murri. El año anterior, en Bolonia, en el mitin de la asociación, la mayoría de
los miembros le habían dado una ovación. Así pues, el Papa disolvió la organización,
reemplazándola por una nueva, el Movimiento Católico Italiano, del que Murri fue
excluido. Éste fundó enseguida su propia Liga Nacional Democrática. Fue suspendido de
sus funciones sacerdotales en 1907, y excomulgado en 1909. En 1908 los dos principales
periódicos de les abbés démocrates fueron condenados. Le Sillon fue suprimido en 1910.
La reacción de Sangnier y los sillonistas fue ejemplar. No hubo oposición ni rebelión del
tipo que había existido entre los estudiosos condenados por Pascendi. La mayoría de los
abbés démocrates también se sometieron. Sólo Murri se resistió. Poco antes de su muerte

169
en 1944, no obstante, se reconcilió con la Iglesia.

¿Pueden los intentos de los católicos demócratas de hacer de la democracia un bien


absoluto o un artículo de fe ser descritos como modernismo social y político? En opinión
de la mayoría de los escritores, en sentido estricto, no. Von Hügel y su círculo no tenían
un interés perceptible por las cuestiones sociales y políticas, mientras que los demócratas
estaban mayoritariamente desinteresados en las teorías de los críticos bíblicos, o en la
relación de la experiencia religiosa con la doctrina. Cualquier vínculo de proximidad
parece haber sido debido a que ambos suscitaron la desaprobación de Roma.125 No
había auténtica convergencia de objetivos e ideas. La incorporación de las utopías social
y política al cristianismo de experiencia evolucionista del primitivo modernismo, sólo se
iniciaría hacia el final de la década de 1930, y no alcanzaría su clímax hasta la aparición
de la Teología de la Liberación a finales de los años sesenta. Murri parece haber sido el
único demócrata con un interés real en el modernismo teológico; era el único demócrata
en el mitin convocado por Von Hügel en agosto de 1907 para encontrar condiciones de
sumisión a la Pascendi.

ALEMANIA

El segundo de los tres movimientos relacionados entre sí, fue el fenómeno alemán
conocido como Reformkatholizismus. Para distinguirlo del reformismo propiamente
dicho, Jean Riviére, autor de la primera gran historia del modernismo, lo describe como
«liberalismo de universidad». Inspirado por Franz Xaver Kraus, profesor de Historia de
Friburgo, y por un profesor de apologética en Würzburg, Herman Schell, parece haber
sido, sobre todo, una manifestación del nacionalismo alemán del siglo XIX, reforzado
con un notable toque del más viejo espíritu galicano o josefinita del siglo XVIII.

El nacionalismo alemán del siglo XIX debía mucho de su fuerza original a un


complejo de inferioridad nacional sobre las culturas dominantes de Italia, España y
Francia. Uno de sus resultados fue la insistencia en la superioridad de la cultura alemana
sobre la inferior «civilización latina», especialmente en todo lo que emanaba de su
centro, Roma. El sentimiento protestante y la erudición alemana, además de los triunfos
científicos y militares a lo largo del siglo XIX, ayudaron a alimentar esos prejuicios que,
finalmente, afectaron también a los católicos.126

Los partidarios de la Reformkatholicismus clamaron contra el centralismo de Roma,


la filosofía escolástica, los jesuitas, el índice, el ultramontanismo, el uso opresivo de la
autoridad eclesiástica y la intervención de la Iglesia en política, mientras pedían libertad
de investigación, «el progreso de la religión y la cultura», el «germanismo» y la
aceptación del arte moderno. También les gustaba describirse a sí mismos como
«católicos progresistas», posiblemente el primer uso del término.

170
Todo esto no suena muy distinto de Hans Küng en agresividad. Buena parte del
espíritu del movimiento parece haber sobrevivido a los periodos de la guerra y de
entreguerras para reforzar el modernismo alemán en desarrollo durante los años
cincuenta y con el anuncio del papa Juan XXIII del Concilio que estaba a punto de
producirse. Alguna de las demandas menos absurdas del movimiento encontrarían un
lugar en la agenda de los nuevos teólogos.

ESTADOS UNIDOS

Para completar nuestro trío de movimientos cuasimodernistas, debo presentar al


Americanismo. Éste, como el Reformkatholicismus, era una forma de nacionalismo
religioso. Podría ser descrito como la absorción por la mentalidad católica americana de
los rasgos del secular espíritu americano. En este punto, como en el caso del integrismo,
se trataba más de una tendencia que de un movimiento.

Se da por supuesto que la quintaesencia del espíritu americano es la creencia de que


todo hombre es tan bueno como su vecino, que no hay dificultades que no pueda vencer
por sí mismo si es la clase de persona que debe ser y que no necesita ayuda de la
autoridad exterior. Es el espíritu independiente, práctico y autosuficiente de un pueblo
pionero que, correctamente situado, resulta admirable. Pero «en crudo», no se concilia
fácilmente con el catolicismo y con el espíritu del Evangelio.

La traducción francesa de la vida de Paul Haeker, fundador de la Orden Paulina


Americana, y más aún, la introducción a esa traducción hecha por el abad francés Félix
Klein, puso en alerta a la Santa Sede de ciertos peligros. León XIII explicó cómo veía
esos peligros en su carta apostólica Testem Benevolentiae (1899) dirigida al cardenal
Gibbons de Baltimore. Eran éstos: hacer de las buenas obras el corazón de la religión,
más que la obediencia, la humildad y la unión con Dios; quitar importancia al papel de la
«gracia» y la afirmación de que ciertos aspectos de la fe y la moral deben ser adaptados
para que puedan encajar en la cultura de cada pueblo. Él había advertido previamente a
la jerarquía americana en contra de tomar la Constitución americana como modelo para
las relaciones entre la Iglesia y el Estado, siempre y en todo lugar (Longinqua Oceani,
1895). La separación de la Iglesia y el Estado no debía ser considerada como un ideal.
La mejor de las situaciones se daba cuando un pueblo mayoritariamente religioso tenía
una sola forma de pensar y, como cuerpo políticamente organizado, reconocía y adoraba
a Dios de acuerdo con la única religión verdadera.127

Puesto que pocos católicos dieron voz explícita a las ideas censuradas por el Papa fue
fácil negar que alguno las sostuviera, y así el americanismo fue conocido en broma como
«la herejía fantasma». La Santa Sede, se decía, no entendía cómo funcionaba la mente
americana, o en la jerga actual «la experiencia americana». Sin embargo, los últimos
veinticinco años han dejado claro que el fantasma tiene más sustancia de la prevista.
También parece haber tenido esta experiencia gran acogida en otros muchos países.

171
172
unque la expansión de las ideas modernistas había hecho inevitable un cambio
de rumbo parcial de los programas de León XIII, se trataba sólo de un cambio temporal.
En su primera encíclica Ad Beatissimi, Benedicto XV, que sucedió a San Pío X en 1914,
empezó a relajar la fuerza de la frenada. Refiriéndose al modernismo como «herejía
manifiesta», y hablando de sus «monstruosos errores», dijo, sin embargo, que «con
respecto a cuestiones sobre las que la Santa Sede no se ha pronunciado, a nadie le está
prohibido presentar y defender su opinión».

Incluso cuando la crisis estaba en su punto álgido, el aggiornamento había


continuado. Los estudiosos católicos ortodoxos habían estado aplicando el método
crítico a la Biblia y a la Historia de la Iglesia sin perder su fe ni su sentido de la
proporción. Entre los ejemplos más notables estaban los jesuitas Jules Lebreton y
Leonce de Grandmaison; los dominicos Marie-Joseph Lagrange, Battifol, Tixeron y
Labrioelle; Ludwig von Pastor, y Orace Mann.

Henri Pesch estaba desarrollando una ética social basada en el principio de


«solidaridad», una idea usada después por los papas Pío XI y Juan Pablo II. Pierre
Duhem, el físico teórico e historiador de la ciencia, demostraba que las bases de la física
moderna fueron puestas en la Alta Edad Media y no en el Renacimiento como se había
asumido previamente, quitando base a la idea de que los avances de la ciencia moderna
estaban conectados de alguna manera con el crecimiento del ateísmo.

Las trayectorias de Pesch y Duhem muestran que no son siempre los pensadores que
más ruido hacen durante sus vidas los que llevan a cabo un trabajo más valioso. Sólo
recientemente han adquirido nombre fuera de sus propios países.

En el campo social, Marius Gonin y Adiodat Boissard fueron los fundadores de las
Semaines sociales (1904), conferencias anuales para estimular el interés por la enseñanza
social católica.

Las décadas de 1890 y 1900 vieron también el comienzo del resurgimiento literario
católico del siglo XX. Péguy estaba ya en plena carrera, y los primeros libros de Claudel
estaban apareciendo entonces. Léon Bloy también estaba ejerciendo ya su influencia.
Fueron seguidos, una o dos décadas después, por Mauriac y Bernanos. Tampoco hay

173
ningún signo de que la condena del modernismo controlara el flujo de destacados
conversos literarios a la Iglesia.128

Luego vino la Primera Guerra Mundial, a cuya conclusión la Iglesia, como todos los
demás, se encontró en un nuevo mundo.

Las monarquías rusa, alemana y austriaca habían sido barridas, los modelos
económicos de vida establecidos durante mucho tiempo se rompieron, antiguas naciones
volvieron a la vida y otras nuevas fueron creadas. En Rusia, los bolcheviques habían
establecido el primer estado oficialmente ateo. En otros sitios, por influencia de los
vencedores, los gobiernos parlamentarios especialmente hostiles al catolicismo vieron
reforzada su presencia. Pero a sus líderes parecía faltarles la fibra moral o el tino político
suficientes para manejar la paralización económica y el resultante malestar social de los
años posteriores a la guerra. La inclusión entre ellos de una humillada Alemania, o de
una Italia descontenta, no contribuyó a convertirlas tampoco en unas fuerzas de
estabilidad internacional.

La devastación de las almas fue aún mayor. Millones de hombres y mujeres que
habían crecido en pueblos donde la fe se daba por sentada y estaba protegida por la
costumbre, habían sido repentinamente desarraigados y arrojados en tropel en medio de
hombres con otras formas de pensar, y con sufrimientos y daños morales para los que la
fe de la mayoría no coincidía en sus respuestas con la suya. Europa era todavía el
corazón de la Cristiandad, pero ahora había un agujero en ese corazón; un agujero mayor
que medio corazón mismo, y era sólo cuestión de tiempo que algo distinto fuera a
llenarlo.

Por eso, los veinte años de entreguerras fueron una época de una paz intranquila, y
por eso también, los partidarios de ideologías totalitarias plantearon su amenaza a las
inestables democracias, con el fascismo italiano y el nazismo alemán ganando paso a
paso el liderazgo sobre el comunismo de la Unión Soviética. Occidente miraba cada vez
más a la política, y no a la religión, para su salvación.129

El éxito de los totalitarismos fue debido tanto a la bancarrota filosófica del


liberalismo continental como a su ineficacia económica y política. Para dar sentido a la
vida, los liberales sólo podían ofrecer más irreligiosidad (como una droga en el
mercado), aumento de la propiedad material (en lo que estaban fracasando) o promesas
de una libertad individual todavía mayor (inútil para los que estaban en la cola del pan, y
como ideal filosófico, una de las causas radicales de la desintegración social). ¿Por qué
debían los hombres vivir juntos en armonía, si se presentaba la libertad y la satisfacción
individual como los supremos objetivos? En otras palabras, éstas no podían llenar el
hueco del corazón ni el agujero del estómago, mientras que como motivo de cohesión
social sólo podían ofrecer una doctrina de hermandad universal vaga e ineficaz.

174
El totalitarismo, por otra parte, ofrecía una ideología y disciplina de partido. La
ideología (queriendo decir en este caso la deificación de la nación, raza o clase
trabajadora), llenaría temporalmente el vacío espiritual. Poner la ambición individual por
encima del interés egoísta daba a la vida, al menos, un sentido casi trascendente. La
disciplina de partido y el total control del Estado, se pensaba, resolverían los problemas
del bienestar material.130

A este respecto, los totalitarismos, de derechas o de izquierdas, tenían más en común


entre ellos que con sus víctimas, las democracias debilitadas. Su éxito se debía también a
su novedad. Los pueblos de Europa eran como inválidos que corren desesperadamente
de un médico a otro. Los totalitarismos tenían la ventaja de no haber demostrado todavía
su incompetencia.

Las autocracias que consiguieron el control en España y Portugal, y también en


alguna otra parte, eran algo sui generis. De estar presente la ideología, se trataba de algo
secundario.

Intentar explicar todo esto como un simple conflicto entre la derecha y la izquierda,
el rico y el pobre, la dictadura y la democracia, el bien y el mal, como ocurre demasiado
a menudo en Inglaterra y Estados Unidos, es como intentar alumbrar con una linterna
cuya batería no es la adecuada.

Los católicos europeos se vieron confrontados con tres filosofías o sistemas sociales,
políticos y económicos -liberal, fascista y comunista- que eran ateos, y todos ellos, desde
el punto de vista católico, aunque de modos distintos y en grados diferentes, también
indeseables. Ésta es la clave para comprender buena parte de la enseñanza papal durante
los años de entreguerras, así como las actividades diplomáticas de la Santa Sede.
También explica el cambio de alineamiento de muchos católicos, incluidos los
intelectuales, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Era cuestión de
decidir cuál de las tres hermanas feas era la menos repulsiva.

Entonces llegaron los seis años de la Segunda Guerra Mundial que, uniendo a grupos
de católicos y protestantes en Alemania en contra de Hitler, y grupos de católicos y
comunistas en Francia contra el régimen de Vichy y el ejército de ocupación alemán,
estimularon el interés por los encuentros de cristianos buscando una mayor comprensión
del marxismo. También fue responsable de grandes dosis de sentimiento de culpa y de
no pocos exámenes de conciencia. ¿Por qué no hubo más católicos abiertamente del lado
de los aliados? La locura y crueldad del régimen nazi, unidas a la propaganda aliada en
favor de Rusia, ayudaron a disfrazar la vileza de la igualmente brutal Unión Soviética,
una forma de totalitarismo no tan demente aunque mucho más universal y duradero, y la
equívoca naturaleza de su «triunfo de la libertad y la democracia» que dejó a Europa
partida en dos, con la mitad oriental sometida a Stalin.

175
Europa Occidental, apuntalada por el poder y la riqueza de Estados Unidos, estaba
ahora comprometida con el liberalismo político-económico modificado por las políticas
semisocialistas de asistencia social, con las Naciones Unidas reemplazando a la Sociedad
de Naciones, que era teóricamente el cemento para mantener unida a la comunidad
internacional. La recuperación económica resultante, que esta vez beneficiaría a casi
todas las clases, produjo posteriormente un estado de euforia que estaba acercándose a su
clímax justo cuando el papa Juan XXIII anunció su plan de convocar un Concilio.
¿Estaría realmente a la vuelta de la esquina un mundo de plenitud para todos?

El desmantelamiento de los imperios francés, inglés, portugués y holandés afectó


principalmente a los misioneros. Ansiosos por identificarse con sus rebaños,
sensibilizados por la carga de haber sido agentes de los poderes coloniales, muchos
empezaban a ver en las culturas locales sólo virtudes, y en la cultura europea y en el
pasado colonial sólo defectos, incluyendo la forma en que se gestionaban los asuntos de
la Iglesia.

Éstos eran los principales factores que influían en el aggiornamento desde fuera. Éste,
una vez recuperado tras la Primera Guerra Mundial, adoptó tres formas.

En primer lugar, se dio ese tipo de adaptación a los tiempos que los católicos de todas
las épocas hacen sin esperar a las encíclicas papales o a las pastorales de los obispos.
Nuevas ideas y acontecimientos se les adelantan antes de que el magisterio haya tenido
tiempo de valorar su significación y de dar su consejo. Algo, pues, normalmente al azar.
A veces, el sentido católico de los fieles indica la solución correcta. Otras, una fe débil o
una imperfección moral conducen a ese tipo de compromiso mundano, o «modernismo
social», reprobado por Pío XI. En último caso, el posterior veredicto del magisterio
probablemente sea mal recibido. En los dramáticos trastornos político-sociales ocurridos
entre 1920 y 1958 debió haber habido mucho de esa adecuada «adaptación a los
tiempos», que preparaba el terreno, de buena o mala manera, para lo que estaba por
venir.

En segundo lugar, se dio una continuación de esa forma de aggiornamento


permanente estimulado o guiado por los papas, que había empezado ya con León XIII.

Durante un periodo de treinta y ocho años, en un fluir de encíclicas y discursos a los


peregrinos, Pío XI y Pío XII instruyeron a los fieles en casi todos los aspectos de la vida
moderna, desde las obligaciones de los gobiernos a los deberes de las comadronas,
señalando lo que era o no compatible con la fe y la práctica católicas. Ellos también
empezaron a abrir la puerta a algunas de las ideas e iniciativas que luego triunfarían en el
Concilio. Las enseñanzas de Pío XII están entre las de las autoridades más
frecuentemente citadas en los documentos conciliares.

Pero los Papas no enseñan aisladamente. Sus enseñanzas incorporaban el trabajo de

176
los estudiosos en numerosos campos. Ésta fue la tercera forma que tomó el
aggiornamento de entreguerras.

En teología, hombres como el jesuita belga Emile Mersch, estaban preparando el


terreno para una concepción más orgánica y espiritual de la Iglesia como la descrita en el
capítulo 9. Fue aprobada oficialmente por Pío XII en su encíclica Mystici Corporis
Christi (1943).

En filosofía, la vuelta del tomismo fue probablemente el logro más llamativo de este
moderado aggiornamento. Fuera de la Iglesia, Santo Tomás y los escolásticos habían
sido tratados durante siglos como «no-personas» en filosofía. Pero en los años de 1940,
sesenta después de la llamada de León XIII a la recuperación de la filosofía cristiana, la
situación había dado la vuelta por completo. Pensadores como Gilson y Maritain habían
forzado, incluso a los acérrimos partidarios de la escuela «religión igual a superstición»,
representada por Bertrand Russell, a admitir que Santo Tomás, aun equivocado, era una
figura de talla mundial.131

La guerra y la revolución que habían sacudido la fe en lo inevitable del progreso en la


primera mitad del siglo XX vieron también la publicación de varios influyentes filósofos
de la historia, con La decadencia de occidente, Oswald Spengler, y el Estudio de la
historia de Arnold Toynbee a la cabeza. Buscaban determinar las leyes que gobernaban
el ascenso y caída de las civilizaciones, y si, instalada la decadencia, habría alguna forma
de detener el proceso. El filósofo napolitano del siglo XVIII Giovanni Battista Vico, se
hizo popular con su visión cíclica de la historia. Si la historia, para los marxistas, iba a
terminar con el triunfo del proletariado, otros, inspirados por Vico, la vieron como una
repetición indefinida de sí misma. Éste era el fondo de escenario del interés de los
nuevos teólogos por el significado de la historia laica. El historiador católico ingles,
Christopher Dawson hizo una de las mejores contribuciones a este debate.

Los dramáticos cambios políticos y sociales ayudaron a estimular el desarrollo de la


enseñanza social de la Iglesia. Pío XI tenía cosas muy severas que decir sobre el
desenfrenado liberalismo económico, igual que sobre el comunismo, el fascismo y el
nacionalsocialismo. Propuso «un sano sistema corporativo» como la mejor base para un
justo y pacífico orden social. Por corporativo no se refería al sistema fascista italiano de
industrias reguladas por el Estado. Quería decir que debía tener en cuenta el orden
natural jerárquico del talento de los hombres, estimulándolos a formar asociaciones
profesionales autogobernadas a cualquier nivel, y hacer que esas asociaciones
cooperaran entre sí, en vez de intentar derribarse unas a otras.

Durante el periodo de entreguerras, el cura italiano don Luigi Sturzo, fundador del
Partido Popular Italiano, suprimido por Mussolini en 1921 y renacido como Partido
Demócrata Cristiano después de 1945, hizo importantes contribuciones a la teoría de la
«democracia cristiana», o republicanismo parlamentario católico.132 Eso también hizo,

177
tanto antes como después de la Prime ra Guerra Mundial, jaques Maritain, una figura aún
más influyente en este campo. En 1950, Pío XII reconocía la legitimidad de nacionalizar
un limitado número de industrias y servicios allí donde lo requiriera el bien común.

Por esta época, en la que el número de gobiernos que podían llamarse remotamente
cristianos había caído casi a cero, y el de gobiernos activamente hostiles al cristianismo
superaba ya las dos cifras, empezó un cambio en la enseñanza papal, desde las
obligaciones de los Estados hacia la religión católica, hasta el derecho de los cristianos a
adorar a Dios sin la interferencia del Estado.

Entretanto, se habían dado ya los primeros pasos hacia la participación católica en el


movimiento para la unidad cristiana. En 1924, Pío XI llamó a los benedictinos a trabajar
por la unión con los ortodoxos. En Amay-sur-Meuse, Bélgica (después trasladado a
Chevetogne), se estableció un centro para estudiar las causas de la separación bajo la
dirección de Lambert Beauduin. Poco después, el dominico Christophe Dumont abrió un
centro de estudios similar, el Istina, en París. Más tarde, ambos ampliaron su trabajo,
incluyendo las relaciones católico-protestantes.

La unión con las iglesias protestantes fue también el objetivo del Instituto Móhler y
de la fraternidad Una Sancta iniciada en Alemania por Josef Metzger, quien más tarde
sería ejecutado por los nazis. En 1935, el abate Paul Couturier empezó «la semana de
oración universal por la unidad cristiana». Todos los cristianos iban a tomar parte en ella.
Dos años después, observadores católicos no oficiales participaron en la conferencia
ecuménica protestante Fe y Orden, en Edimburgo. Después de la Segunda Guerra
Mundial, llegaron las «Instrucciones para el movimiento ecuménico» del Santo Oficio,
estableciendo directrices para la participación católica y la fundación de dos casas más
para el estudio y trabajo ecuménico: Unité Chrétienne, en Lyon, en recuerdo de
Couturier, y la Unitas de Charles Boyer, en Roma.

Los años cincuenta vieron igualmente los primeros cambios litúrgicos: la reposición
de la vigilia pascual, la misa dialogada (con los fieles participando en varias respuestas),
la misa por la tarde y la relajación de las leyes del ayuno para recibir la Sagrada
Comunión (para hacer la asistencia a misa durante la semana más fácil a los trabajadores
de las ciudades).

Otros cambios en las prácticas o en las normas fueron: la solución de las disputas
entre la Santa Sede y el Gobierno italiano sobre los antiguos Estados Pontificios, y el
establecimiento del actual Estado de la Ciudad del Vaticano (por el Tratado Lateranense
de 1929); la consagración de un creciente número de obispos nativos en territorios de
misión y la conclusión de la controversia de siglos sobre los derechos de los chinos
(¿podían los chinos convertidos seguir venerando a sus ancestros?, ¿era ese culto a los
ancestros un «culto» en el sentido estricto? Roma, finalmente, decidió que no lo era).

178
Los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX se destacaron también por
el crecimiento de los movimientos laicos internacionales: el Opus Dei, Schoenstatt, la
Legión de María, los Focolares, Comunión y Liberación, Foyers de Charíté. Menos
directamente controlados por los obispos locales, también eran menos sociopolíticos que
los movimientos de Acción Católica como la juventud Obrera Cristiana, que habían
surgido en el siglo anterior en Italia y en Francia.

Incluso sin el Concilio, no hay razón para pensar que esta moderada puesta al día no
hubiera continuado.

Entretanto, tomaban forma los planes de los nuevos teólogos para un aggiornamento
de más largo alcance. Pío XII intentó mantenerse al corriente de ellos durante los años
cuarenta y cincuenta, con tres principales encíclicas Divino Afflante Spiritu (1943) sobre
el estudio de la Biblia, Mediator Dei (1947) sobre el culto divino y la liturgia y Humani
Generis (1950) sobre las nuevas ideas filosóficas y teológicas, pero es verdad que sólo
con un éxito parcial. ¿Por qué, además de proporcionar a la Iglesia nuevas perspectivas,
el aggiornamento de los nuevos teólogos se convirtió en el vehículo para un renacer del
modernismo?

Ahora tenemos claro que fue, en parte, porque el modernismo como forma de
pensamiento o estado mental no había muerto -como fue ampliamente asumido- con los
golpes de la encíclica Pascendi.133 Los jóvenes estudiosos tocados por el modernismo
cuando estaban formándose en los seminarios hacia 1907, tenían, a finales de la Segunda
Guerra Mundial, poco más de sesenta años. Donde la fe sobrevivió, había descontento o
una actitud reticente hacia la autoridad. Hasta entonces, a lo largo de las décadas de los
años veinte y treinta, los principales modernistas producían libros y apologías,
agrandando así ese fondo de malestar.

Loisy, cuyas memorias aparecieron en 1930-1931, vivió hasta 1940. Laberthonniére,


a pesar de la prohibición de publicar, siguió escribiendo, y sus últimas obras aparecieron
después de su muerte en 1932. Le Roy sobrevivió hasta 1954.

Como seglar que era, y profesor en el Collége de France, a Leroy no se le prohibió


publicar. Sus libros eran simplemente censurados cuando salían. Siempre se sometió,
pero sin cambiar de rumbo. Las mismas ideas serían desarrolladas en el libro siguiente.
Mantenía que las formas oficiales deben recibir sólo una sumisión oficial, y deben ser
interpretadas para que puedan ser portadoras de un significado aceptable; no estaba
tratando con una autoridad infalible.

Otros escritos modernistas, o semimodernistas, circulaban mimeografiados en los


ambientes intelectuales. Uno de los más influyentes contribuidores a este círculo eclesial
fue Teilhard de Chardin. Sus especulaciones empezaron a circular gracias a su amistad
con Le Roy. Este último confesaba que Teilhard y él habían discutido tan a menudo sus

179
ideas que ya no podía decir cuáles eran de Teilhard y cuáles suyas.

Pero sería un error atribuir la persistencia del modernismo sólo, o incluso


principalmente, a un puñado de supervivientes de la primera fase. El modernismo
persistió porque las causas que lo habían originado subsistían: una cultura
crecientemente secularizada en la que vivía la mayoría de los católicos de occidente, y
también la enorme complejidad de muchas de las cuestiones planteadas por el
pensamiento moderno.

¿Cuánta erudición bíblica neo-protestante, y cuánto de la teoría evolucionista se


podían incorporar a una visión genuinamente católica del mundo? ¿Qué aspectos de la
filosofía moderna, qué ideas sociopolíticas democráticas? ¿Hasta dónde puede arrojar luz
sobre las doctrinas y los dogmas la experiencia personal?, ¿o sólo a la luz de la
revelación divina se hace plenamente inteligible la experiencia personal?

Estas preguntas, y las teorías que las hicieron surgir, son examinadas, discutidas y
explicadas de forma más completa posteriormente en la segunda parte de este libro.
Junto a un estudio del movimiento para la reforma litúrgica, y del papel único jugado por
Karl Rahner en los dramas conciliares y posconciliares, se abordarán temas como el
existencialismo y las ciencias humanas que, aunque tuvieron poca o ninguna presencia
en la primera crisis modernista, sí tuvieron impacto en el pensamiento católico posterior.
La aparición de estos recién llegados es lo que justifica hablar de las aberraciones de hoy
como «neomodernismo».

180
olvemos prácticamente a nuestro punto inicial: la confusión que se produjo,
con el despertar del Vaticano II, al que comparamos con un tamiz que separara lo que da
vida de los elementos tóxicos del pensamiento moderno y del programa del partido de la
reforma.

Podríamos compararlo también con un filtro de agua. Desde el momento en que el


papa Juan XXIII anunció su intención de convocar un Concilio, los fieles se vieron
inundados por un torrente de ideas y opiniones de teólogos, estudiosos y escritores de
toda clase sobre lo que era necesario hacer, cómo debería ser reinterpretada la fe, o qué
elementos del pensamiento moderno podrían ser «llevados a bordo» con seguridad.

En la medida en que eran canalizadas a través de los decretos conciliares o de las


instrucciones de la Santa Sede sobre la forma en que debían entenderse los documentos,
estas ideas podrían calificarse como «seguras para beber» o «seguras para bañarse». Sin
embargo, la mayor parte de la marea -expresada en libros, artículos, conferencias,
sermones o seminarios- arrasó en su crecida la «planta depuradora», llevándose con ella
al grueso de los fieles occidentales y conduciéndolos a una inmensa e inexplorada laguna
ideológica y teológica donde la mayoría está todavía revolcándose o nadando
espiritualmente. Como cuerpo visible, se mantienen unidos dentro de los límites de la
parroquia o la diócesis, pero interiormente sus creencias pueden variar tanto como las
especies de los reinos animales, insectos, reptiles y aves. Lo que creen como individuos
depende en gran medida del grupo espontáneo de teólogos o escritores religiosos que les
haya influenciado más.

Al examinar los orígenes de este estado de cosas espero haber conseguido arrojar, al
menos, un poco de luz sobre cómo y por qué ocurrió todo.

Los síntomas de una genuina renovación en el mundo occidental, como he


mencionado antes, han de ser vistos básicamente en los «nuevos movimientos». Pero
Cristo no intentó que la Iglesia fuera una federación de movimientos. Movimientos y
órdenes religiosas han jugado siempre un papel auxiliar -con la oración, la predicación,
el ejemplo y las buenas obras- para elevar el nivel espiritual de la Iglesia en su conjunto.

181
Una completa renovación sólo se afianza cuando empieza a afectar a las diócesis y las
parroquias, lo que presupone una renovación del episcopado como el que se produjo en
los siglos XVI-XVII, a través de la mediación de grandes santos como Felipe Neri,
Carlos Borromeo y su primo Federico. Un ejemplo sorprendente de lo que puede lograr
un obispo verdaderamente fiel a su vocación son las reformas llevadas a cabo por el papa
Juan Pablo II cuando era arzobispo de Cracovia. Si el número de sus imitadores o iguales
en Occidente no es todavía grande, la esperanza de futuro radica en que vaya habiendo
cada vez más.

Los obstáculos que tiene que afrontar la Iglesia son una presión creciente para aceptar
la ordenación de mujeres y para hacer aceptable moralmente la practica homosexual; un
ecumenismo orientado casi exclusivamente hacia los protestantes liberales que prima la
camaradería sobre la verdad; y el regreso de los planes, frustrados por Pablo VI, para
recortar la autoridad papal y transferir el grueso de ella a las conferencias episcopales
nacionales. Se piensa que así todas las conferencias serán libres para adaptar la fe y
atender las demandas de la mayoría

Una Kulturkampf («cultura de la guerra») llevada a cabo por unos gobiernos liberales
políticamente correctos parece ser otra posibilidad en un futuro no demasiado
distante.135 Un reciente artículo de periódico comenta una medida que estaba siendo
discutida por el parlamento sueco para que se considere un agravio punible decir que la
práctica homosexual es moralmente incorrecta. ¿Qué debe hacer entonces un obispo o un
maestro auténticamente católicos? Sin embargo, esta última eventualidad no sería en sí
misma obstáculo para una renovación. De hecho, podría tener el efecto opuesto.

Entonces, sigue en pie la pregunta: ¿qué significa todo esto? Dando por supuesto que
Dios no estaba satisfecho, en conjunto, con nosotros y con nuestra forma de ser antes del
Concilio, y con la convicción de que eran necesarios ciertos ajustes en nuestro
comportamiento y pensamiento, ¿por qué permitió que aquello que quería que se dijera,
se escribiera y se presentara a su pueblo, se trasmitiera de forma que casi con seguridad
induciría a error a gran número de fieles? ¿Por qué permitió que un tropel de teólogos
heterodoxos se convirtieran en buena medida en los intérpretes más influyentes del
Concilio y de sus nuevas orientaciones?

Supongo que la mayoría de mis lectores se han preguntado esto mismo alguna vez.
En cuanto a mí, la única respuesta que puedo encontrar es que, en el misterio de los
designios de Dios, el Concilio tenía un doble propósito.

El objetivo principal y más duradero, sugiero yo, sería ofrecer unas directrices para
una posterior renovación que allanara el camino a aquellos que, viniendo de cualquier
raza y nación, iban a encontrarse con la Iglesia en los primeros siglos del nuevo milenio.
Estos recién llegados serían diferentes de cualquier converso potencial que se hubiera
encontrado antes con la Iglesia.

182
Permitid que me explique. Con sus formidables logros científicos, técnicos y de
investigación, Occidente está destruyendo todas las demás culturas desde su raíz. La
atracción de su experiencia y la riqueza que ha acompañado hasta ahora sus logros
aparecen ante la gran masa de la población mundial como algo probadamente
irresistible. Pero es casi imposible adoptar un estilo de vida occidental y, más aún, una
educación occidental, sin asimilar antes a fondo las ideas filosóficas y las actitudes
mentales de las que ha dependido en gran medida ese éxito de Occidente.

Creo que, una vez que sus miembros quedan expuestos al desarrollo industrial de
occidente y adoptan la perspectiva de su clase media, todas las religiones, incluido el
islam, tienen que pasar una crisis modernista, que además será mucho más dura para
ellas que para el cristianismo. Y no sólo porque los fundamentos de éste sean más
sólidos, sino también porque está mejor equipado para hacer frente al espíritu occidental
de investigación racional, en parte porque ayudó a su nacimiento, habiéndose alegrado
siempre de poder usarlo.

Esto significa que muchos hombres y mujeres del siglo XXI de origen no europeo
terminarán siendo hijos adoptivos de la Ilustración europea, lo que significa llevar a
bordo una gran cantidad de ideas y actitudes cristianas enraizadas en suelo cristiano, y
trasplantadas a tierras laicas o ateas. La Ilustración, que se desarrolló a lo largo de
muchos siglos de civilización, debe ser vista como una herejía cristiana secularizada. Por
eso no serán como quienes se encuentran con el cristianismo por primera vez; serán,
casi, ex cristia nos sin que ni siquiera lo sepan. Con su educación occidental se habrán
embebido no sólo de unas ideas cristianas desarraigadas y distorsionadas, sino también
de la típica incomprensión laica occidental del cristianismo y de muchos de sus
prejuicios en su contra.

Creo que por eso fue necesario que la Iglesia se embarcara en ese aggiornamento de
amplio espectro iniciado por el papa Juan al dar sus orientaciones para el Concilio
Vaticano II. Si no por otras razones, al menos era necesario para que así los no
occidentales pudieran saber lo que es compatible con la fe de todo lo que han asimilado
de occidente, y que ahora dan por supuesto, y lo que entra en conflicto con ella, y
también qué es cristiano ya desde su origen. Era necesario también por el bien de la
mayoría de occidentales contemporáneos que ahora ignoran el origen de buena parte de
las ideas de las que viven, y cuya evidencia dan por supuesta; sin olvidar a los cristianos
supervivientes que necesitan que este conocimiento los equipe para la tarea
evangelizadora de estas huestes de casi ex cristianos.

Yo creo que éste fue el objetivo principal, o a más largo plazo, del Concilio, y que no
será plenamente comprendido hasta que la mayoría de los que tomaron parte en él, y sus
inmediatos sucesores, hayan obtenido su recompensa.

Sería injusto y poco generoso no dar crédito a los reformistas por haber visto que era

183
necesario llevar a cabo ese trabajo y por haber preparado el terreno para ello. Tampoco
puede el hecho de que algunos de ellos cayeran en herejía durante el proceso, hacer
recaer toda la culpa en el grupo en su conjunto o ser utilizado como base para desestimar
el trabajo como si fuera innecesario. Ahora bien, como la mayoría de los reformistas, en
su afán de que prevalecieran sus ideas tendían a exagerar la gravedad de los defectos que
intentaban corregir, el resultado fue que crearon nuevos desequilibrios que han
demostrado ser mucho más peligrosos.

Su principal debilidad, que era la admiración poco crítica de las bondades y virtudes
del modernismo, se manifestó claramente enseguida. Poco después de que terminara el
Concilio, el mismo mundo moderno empezó a tener serias dudas sobre la modernidad, y
muchos jóvenes empezaron a cambiar sus compromisos políticos por la meditación
trascendental, y la eficiencia occidental por lo poco práctico del mundo hippie.

A este respecto, fue la falta de equilibrio de los modernistas lo que muy a menudo les
hizo ser -y aún más a sus seguidores- tan malos jueces sobre lo que era importante
conservar de la vida y la cultura del pasado de la Iglesia, y también de lo relacionado con
las cuestiones de fe y de moral. No es que uno quisiera que hubieran condenado la vida
moderna in toto, pero sí que hubieran tenido un mayor sentido de la proporción.

Yo diría que precisamente por esto el Pueblo de Dios ha tenido que sufrir tanto dolor
en la mesa de operaciones. La operación era necesaria. Pero el cirujano divino tuvo que
utilizar instrumentos que -con algunas excepciones- ni eran buenos ni estaban
suficientemente afilados. Parecían no haberse dado cuenta de que el «hombre eterno»
que vive bajo la piel de todos los hombres y mujeres que han existido o existirán no
puede quedar nunca satisfecho con la modernidad como tal, excepto en su dimensión
más superficial.

Es la voz del hombre eterno la que oímos siempre que se cantan o recitan los salmos.
Si no fuera así, no tendría sentido cansar los oídos de Dios con ellos; no podríamos hacer
nuestras las palabras y sentimientos de los salmistas. Es de los crímenes, locuras y
miserias del hombre eterno de lo que nos hablan a diario en los periódicos. Son
esencialmente lo mismo que nos cuentan los relatos de los once hermanos de José y de la
esposa de Putifar. Karl Barth hablaba sobre «el extraño mundo de la Biblia». Pero ésta
sólo puede resultar extraña a la gente que piensa que con la modernidad ha nacido una
nueva clase de ser humano. Nada, excepto una miopía similar por parte de los
reformistas, puede explicar el afán de tantos de ellos por intentar alimentar a la fuerza al
pobre hombre moderno con más y más cosas que detesta en lo profundo de su alma,
incluso mientras se revuelca en ellas.

Si la Iglesia, que se preocupa sobre todo por el hombre eterno, ajusta el tono de su
voz, o sus formas de expresión como ha hecho de cuando en cuando a lo largo de la
historia, su mensaje podrá perforar más fácilmente el caparazón de la modernidad en la

184
que el hombre eterno está encerrado para siempre y resonar en esas profundidades de su
ser que nunca se alteran. Ésta es la única razón por la que la «modernidad» como tal ha
de ser tenida en cuenta. En sí misma, la modernidad es siempre un fenómeno pasajero,
siendo la mayor parte de ella un asunto de modas, como podemos apreciar viendo la
rapidez con la que una moda determinada se pasa. El aumento de los conocimientos
tampoco modifica al hombre eterno. Puede agrandar provechosamente su comprensión
de los aspectos particulares de lo que estudia, pero también puede llenarlo de unas
ilusiones sobre sí mismo que terminan ocultándole las necesidades de su ser más
profundo.

Lo mismo que con el «hombre moderno» les ocurría a menudo a los reformistas con
la valoración del «mundo moderno». Éste era para ellos, por supuesto, el mundo
occidental industrializado y, por las razones que acabamos de explicar, resultaba
importante clarificar el papel de la Iglesia en relación con sus objetivos y ambiciones.
Desgraciadamente, muchos de los implicados en la tarea acabaron por dar la impresión
de que los objetivos y ambiciones del mundo moderno eran todo menos idénticos a los
de la Iglesia. Como resultado, la visión de la historia de San Agustín, que en su nivel
más profundo aparece como una lucha entre las fuerzas del bien y del mal, ha
desaparecido de la conciencia de los fieles para ser reemplazada por la convicción de que
la salvación personal no es un asunto de especiales consecuencias, y de que no existen
serios obstáculos para construir un mundo mejor con hombres que mantengan una visión
radicalmente diferente de lo que significa «mejor»136.

Son desequilibrios como éstos los que han retrasado hasta ahora la completa
realización de lo que he sugerido que era el objetivo del Concilio a largo plazo.

Pero antes iba a tener un objetivo más inmediato, o a corto plazo. Antes de que la
deseada renovación pudiera tener lugar, Dios iba a someter a su pueblo a una prueba.
Dando rienda suelta a todo un rebaño de teólogos y estudiosos heterodoxos que ofrecían
una interpretación alternativa a las enseñanzas del Concilio -diferente en aspectos
primordiales de la de la Iglesia- se iban a poner de manifiesto los secretos de los
corazones. ¿Qué era lo que quería realmente su pueblo? ¿La versión de Dios de la
enseñanza conciliar, mediada en última instancia por su vicario, o una versión
modernista o semimodernista?

Ésta ha sido la prueba para la mayoría de los católicos a lo largo y ancho de


occidente. Ahora bien, creo que todos nosotros, de una u otra forma, estamos siendo
probados sea cual sea nuestro rango, inclinación u opinión.

Es justo aborrecer la herejía. Era la señal de los fieles del siglo IV -como notaba
Newman- en su resistencia al arrianismo. La fe ha de ser defendida. Pero hay mejores y
peores formas de hacerlo, y si uno no es cuidadoso puede llegar a confundir el amor a la
Iglesia y la fe con la belicosidad natural o el espíritu de dominación. Podemos olvidar

185
que nuestros oponentes necesitan oraciones más que maldiciones. En nuestro afán por
detener un insulto o establecer una verdad, nos podemos encontrar pidiendo o
requiriendo más de lo que la Iglesia pide, o denigrando algo que Dios quiere promover,
aunque no siempre y en todas partes esté siendo hecho de la manera que Él desea. La
gracia que debemos implorar es el don del discernimiento.

¿Cuándo terminarán las pruebas? Nadie puede decirlo. Todo lo que sabemos es que,
después del brote de cualquier gran he rejía en la Iglesia, es bastante inusual encontrar,
tanto a los críticos como a los que han adoptado esas ideas, viviendo mezclados durante
varias generaciones en lo que parece ser un mismo redil, antes de que las cosas se hayan
aclarado. Sucedió en el Imperio romano en los siglos IV, V, VI, VII y VIII, y en Europa,
en parte del siglo XVI, y en los siglos XX y XXI, ha venido existiendo un estado de
cosas comparable durante casi cuarenta años. Ciertamente habrá un final de la situación
porque la Iglesia no podría sobrevivir si permitiera que la verdad y la falsedad tuvieran
los mismos derechos en sus púlpitos y lugares de aprendizaje. Pero, por el momento, es
imposible prever exactamente cuándo y cómo se restablecerán la unidad de creencias y
la estabilidad. La historia y la lógica parecen permitir una de las dos posibilidades
siguientes.

Ha habido ocasiones en que la mayoría de los que se han adherido a una nueva
herejía la abandonan y vuelven a ser absorbidos por la Iglesia. Ése fue el caso de los
arrianos del siglo IV, de los monoteletas del siglo VII, y de los iconoclastas del siglo
VIII. Ésa es una posibilidad. Pero en las instancias apenas mencionadas, el Estado
después de haber promovido primero la herejía, tras un cambio en la dirección, ayudó a
llevarla a su fin. Hoy no hay ningún Estado que se considere a sí mismo obligado a hacer
semejante cosa.

La alternativa a la reabsorción es la separación. El dinamismo del que están imbuidas


todas las herejías -apenas tendrían éxito sin él- acaba por llevar a sus miembros fuera de
la Iglesia. Una vez que ven que no pueden dominarla, se establecen, más o menos
permanentemente, como entidad separada, como hicieron los nestorianos y los
monofisitas del siglo VI, los valdenses en el siglo XII, y los protestantes en el XVI. Se
rompió entonces la comunión de la Iglesia. Pero mucho antes de eso, el cuerpo disidente
había demostrado que no tenía verdadero deseo de comunión.

Hoy la situación es diferente. El mundo cristiano está ya dividido en tres grandes


bloques (católico, ortodoxo y protestante), y en todos ellos el modernismo se ha
establecido como si estuviera empezando a intentar reconciliar sus diferencias. Sin
embargo, en otros aspectos, las posibilidades de cara al futuro permanecen más o menos
iguales. O bien el liderazgo modernista experimentará un cambio de intención, y se
dejará reabsorber por uno de los bloques, o continuará en sus esfuerzos por
conquistarlos. En el caso de la Iglesia católica, creemos que esta última alternativa nunca
tendría éxito y, al menos de momento, las jerarquías, ortodoxa y protestante tradicional

186
parecen firmemente determinadas a no ser «conquistadas».

El futuro más probable, por tanto, parece que podría ser la emergencia del
modernismo como una «cuarta denominación» independiente, formada por protestantes
liberales, ex católicos y cualquier otro que mantenga una inclinación a un cristianismo
sin sustancia. Y esto es lo que realmente parece estar ocurriendo. Ya el Consejo Mundial
de la Iglesias actúa como una especie de sede modernista internacional, mientras mucho
de lo que se ofrece bajo el nombre de ecumenismo, en contraste con el genuino
ecumenismo, parece como la reunión, no de cristianos que tratan de discutir sus
desacuerdos, sino de modernistas que comparten ya unas mismas creencias, aunque la
mayoría de ellas puedan ser puras negaciones. Una vez establecidos públicamente como
institución y sistema de creencias separados, uno puede imaginar a esta nueva cuarta
denominación con una carrera bastante larga por delante, protegida por los gobiernos
laicos occidentales, una versión de la iglesia patriótica china.

Pero aún no hemos llegado a ese punto. Tampoco creo yo que vaya a llegar pronto;
aunque sólo sea por las razones ya explicadas, la Iglesia católica está comprometida con
una política de reconciliación a través de un diálogo lo más humana y sobrenaturalmente
admisible.137

Siendo esto así, sugiero que cualquiera con más de cuarenta años sea suficientemente
inteligente como para aceptar el hecho de que es en esta confusa situación actual donde
va a tener que practicar su fe durante el resto de su vida.

¿Debería esto causar nostalgia y pesar? Creo que no, si entendemos nuestra fe
adecuadamente. La práctica del cristianismo nunca ha dependido de condiciones ideales,
en el campo político, social o incluso eclesial. Es más, en las condiciones menos
comprometidas no hay nada que impida a los cristianos hacer las cosas necesarias con
más fervor: amar, alabar y agradecer a Dios en todo tiempo y lugar; profundizar en
nuestras vidas espirituales; cumplir más fielmente las obligaciones de nuestro estado;
intentar ser apóstoles en nuestro entorno; no dejar pasar cualquier oportunidad para tener
pequeños actos de caridad, compasión, perdón y penitencia que las circunstancias
presentes proporcionan en abundancia. Y si estamos tentados de ver todo esto como
poco probable para lograr hacer algo de «importancia mundial», ahí tenemos la
enseñanza y el ejemplo del último santo nombrado doctor de la Iglesia, Santa Teresita
del Niño Jesús, para recordarnos que es a través de pequeñeces como ésas -o lo que el
mundo considera pequeñeces-, si se hacen con suficiente amor, como Dios obra los
mayores milagros, como la salvación de grandes pecadores y la conversión de naciones
enteras.

De las dos únicas cosas que sabemos con certeza sobre el futuro, una es que, antes de
que Cristo vuelva otra vez, el Evangelio debe ser predicado a todas las naciones, ¿y
quién puede decir que eso ya ha sucedido en la mayoría de los pueblos de Asia, excepto

187
de forma rudimentaria? Ellos son las «islas» a las que se refiere la Escritura, que están
todavía esperando la luz de Cristo y su ley; podemos contribuir, de la forma que acabo
de describir, a llevarles esa luz y esa ley, incluso si vivimos en el Bronx o en
Bermondsey. Entonces, ciertamente, «muchas islas estarán alegres».

188
189
190
or razones que resultan comprensibles, cuando no plenamente justificables,
muchos de nosotros tenemos una aversión considerable a los prólogos e introducciones.
Queremos ir al grano, hincar el diente a la cuestión y al asunto. Tendemos a considerar
los prólogos como «rollos» superfluos con los que el autor nos hace perder el tiempo,
bien sea excusando sus limitaciones, discutiendo con los oponentes o explicando
cuestiones que debería dejar claras en el cuerpo principal del texto. En caso de que
lleguemos a leer algún prólogo, lo hacemos casi siempre después de haber terminado la
lectura del libro, cuando hemos olvidado ya no poco de lo leído y bastante de aquello a
lo que el prólogo se refiere.

Ésta es la razón por la que he disimulado mi prólogo presentándolo como un capítulo


abierto. Probablemente, usted tendrá una menor sensación de haber perdido el tiempo si
no lo lee al principio, y a menos que lo haga, no podrá entender su planteamiento o sus
principales objetivos. De modo que espero que pueda perdonar esta pequeña decepción
inicial. Será la única que provoque yo a sabiendas.

Mi primer e inmediato propósito, por tanto, es completar la investigación sobre las


raíces históricas de la actual crisis que afecta a la Iglesia católica realizada en el Libro 1,
Confusión y verdad. Sin embargo, el objetivo de este Libro II es de mayor y más amplio
calado. Pienso que un libro de estas características hubiera sido posible incluso sin los
cambios y convulsiones que han marcado las cuatro últimas décadas del siglo XX.

Me explico. Hasta hace poco tiempo, los cristianos de Occidente daban por supuesto
que vivían en una cultura que era todavía básicamente cristiana. Las creencias y
principios cristianos constituían la norma de la que dependían todas las demás creencias,
o formas de increencia, en relación con las cuales aparecían como desviaciones, por muy
extendidas que estuvieran. Entonces, súbitamente, esos cristianos se han encontrado
formando parte de una cultura dentro de la cual son no sólo minoritarios, sino que
además parece cada vez más extraña en relación con sus convicciones y prácticas
anteriores. La consecuencia es que con mucha frecuencia se encuentran perdidos sin
saber hasta qué punto pueden caminar por la senda que marcan las nuevas formas de
pensamiento y acción. ¿Cómo conocer la linea divisoria? ¿Siguen siendo válidas las
indicaciones del pasado? Y de serlo, ¿dónde, o cómo deben funcionar?

191
En realidad, su situación no es tan distinta de la de los cristianos del siglo 1 de
nuestra era convertidos del paganismo, si exceptuamos que, para los primitivos paganos
que se convertían, la situación era idéntica, aunque el contexto en el que se movían fuera
diferente. Los primeros conversos del paganismo habían crecido adoptando como norma
de vida las ideas y prácticas del mundo grecorromano en el que habían nacido.

Ahora bien, tras su conversión se dieron cuenta de que pertenecían a una minoría con
una visión de la vida distinta de la que mantenía la mayoría. La opinión mayoritaria no
podía considerarse ya como parte del orden natural de las cosas, empezando porque
muchos tuvieron que reconocer que era difícil determinar lo aceptable e inaceptable de la
antigua forma de vida paga na, igual que los cristianos de hoy se dan cuenta de la
amenaza que suponen para su enfoque de vida los dramáticos cambios de los últimos
cincuenta años. ¿Hasta dónde pueden compartir el camino que marca el nuevo estado de
cosas? ¿Tiene que ser rechazado en su totalidad? Y de no ser así, ¿qué campos de lo que
previamente ha sido su vida y pensamiento cotidianos pueden continuar en pie como
antes?1 Como podemos ver en los Hechos de los Apóstoles, esta última pregunta, una
vez planteada, desencadenó rápidamente un proceso de discernimiento que afectó no
sólo a cuestiones prácticas (como por ejemplo, si se podía comer carne sacrificada a los
ídolos), sino que alcanzó a la reflexión y valoraciones de los pensadores.

Los Padres de la Iglesia antigua asumieron el liderazgo. Sin embargo, debió haber
incontables cristianos, clérigos y laicos, que colaboraron con ellos en menor medida,
aunque sus palabras nunca llegaran a escribirse y sus escritos se hayan perdido.

En la primera parte de este Libro II, que es también la más larga, se trata de hacer una
contribución a un proceso de discernimiento con respecto a lo que llamamos
«pensamiento moderno»: el sustrato mental de las modernas sociedades occidentales, y
la fuente de muchos de nuestros presupuestos semiconscientes. Como traté de mostrar en
Confusión y verdad, este proceso está en marcha en la Iglesia desde hace más o menos
doscientos años; y pocas de las nuevas teorías e ideas en vigor durante todo este tiempo
han escapado a la orientación o enseñanza de la Iglesia. El número de documentos es
ingente. Todavía mayor es la literatura profana sobre el tema. Tenemos, incluso,
diccionarios de pensamiento moderno. Ahora bien, hasta donde yo sé, no ha existido un
análisis de sus principales componentes e implicaciones para la fe cristiana desde un
punto de vista católico, al menos, para los lectores no especialistas de lengua inglesa.

Los principales elementos que he elegido son éstos: las doctrinas de la Ilustración del
siglo XVIII; la teoría de la evolución y sus derivaciones; las escuelas de la filosofía
poscartesiana2 que han tenido una enorme influencia en el pensamiento católico; las
ciencias humanas; y las teorías más radicales del protestantismo liberal del siglo XX. El
único elemento de importancia que he omitido es el de los descubrimientos de las
ciencias exactas, porque, en la medida en que efectivamente son exactas, ya no pueden
plantear ningún obstáculo serio a una visión del mundo cristiana y católica. De todos

192
estos componentes, el más importante, dentro de nuestra perspectiva y objetivos, es el
que se refiere a las doctrinas o ideas de la Ilustración.

El «pensamiento moderno» puede definirse como la suma total de lo que saben o


creen saber los hombres, y tiene su alma o principio rector en las doctrinas de la
Ilustración. Son estas doctrinas las que dotan ahora de coherencia al pensamiento
moderno y a la cultura occidental, las que lo configuran y le aportan sentido y
orientación.

En el mundo antiguo, ningún sistema de pensamiento universalmente aceptado como


el que constituyen estas doctrinas parece haber existido nunca. Incluso después de que
Roma unificara políticamente el mundo mediterráneo, su vida intelectual y cultural
permaneció lejos de constituir una oferta universal para todos que anulara los enfoques
particulares, conformando una única cosmovisión. Carece de importancia, en
consecuencia, el orden de lectura de los demás capítulos o grupos de capítulos de esta
parte del libro, siempre que se empiece con los cinco primeros sobre la Ilustración.3

De modo que el objetivo principal de las dos primeras y más largas partes de este
Libro II es proyectar la luz de la revelación sobre el pensamiento del mundo occidental
en el paso del segundo al tercer milenio, y en el paso, también, de la cristiandad a un
secularismo aparentemente omniabarcante.

La parte última y más breve del libro se refiere a acontecimientos recientes de la


Iglesia católica. Está elaborada para mostrar la enorme dificultad que supone llevar a la
práctica el proceso de discernimiento del que hablo previamente. Para ilustrar el asunto,
se dedican tres capítulos al último pensamiento de Karl Rahner, el jefe del movimiento
teológico con más peso en la Iglesia durante treinta años (1960 a 1990). Los teólogos (o
los teólo gos importantes), son los principales canales a través de los que penetran en la
corriente básica del pensamiento católico los desarrollos o desviaciones doctrinales.
Ellos crean también el estilo intelectual con el que la revelación divina se transmite,
mediante el clero, al pueblo católico en una época determinada. En ambos aspectos,
Rahner merece ser estudiado con preferencia a los demás teólogos de la época.

Los dos capítulos restantes describen la historia del movimiento de la reforma


litúrgica, la dirección que le imprimió el Concilio Vaticano II y la forma en que se
interpretaron y completaron los decretos del Concilio sobre este tema, habida cuenta de
que la liturgia es la expresión de la vida de la Iglesia que afecta de una forma más directa
a las creencias y a la vida espiritual de clérigos y laicos como un todo. La liturgia es el
instrumento que utiliza la Iglesia como colectividad para responder al don de la divina
revelación y de la divina autodonación. Es algo así como el «sí» de una joven al «¿me
amas?» de un muchacho enamorado.

Pero de momento quedan muchos capítulos para la teología rahneriana y los asuntos

193
litúrgicos. Estamos todavía, por así decirlo, en el pórtico del edificio, y desde aquí nos
disponemos a entrar en el salón principal donde las doctrinas de la Ilustración,
precedidas por un breve análisis de la forma en que se han desarrollado desde que fueron
predicadas por primera vez hace cerca de trescientos años, se han puesto encima de la
mesa para que las estudiemos.

A todos nos son familiares, aunque no siempre las tengamos unidas en nuestra mente
formando un credo. Se pueden clasificar así: creencia en el progreso indefinido; en el
poder de una razón que no necesita apoyaturas para resolver todos los problemas
humanos, para asegurar que sean respetados los derechos y la dignidad de todos y para
conducir a la humanidad a un estado final de felicidad y perfección espiritual y material;
fe en la libertad, igualdad y fraternidad como ingredientes indispensables de esa
felicidad; aceptación incondicional de la democracia y de la realización de los derechos
humanos como medios infalibles para asegurarla. El mal, cuando se le presta atención, es
considerado fundamentalmente como producto de la ignorancia que, en consecuencia,
puede superarse con eficacia con una correcta educación.

Estamos tan familiarizados con este catálogo de principios para un correcto vivir y
pensar que no somos conscientes de que pueda haber algo nuevo o sorprendente que
decir sobre los mismos. Tendemos a considerarlos como verdades autoevidentes, sin
historia ni misterio en su trastienda, como el célebre «dos y dos son cuatro», o si somos
creyentes, como algo tan indiscutible, verdadero y obligatorio como los Diez
Mandamientos.

Ahora bien, ¿son realmente verdaderos total o parcialmente? Y si lo son, ¿en qué
sentido, o en qué aspecto? ¿Y cuál es su origen?

Por favor, pasen a la siguiente habitación y descubran por sí mismos la respuesta a


estas preguntas.

194
ay dos hechos sobre la Ilustración que es indispensable asumir si queremos
comprender su verdadera significación histórica. El primero es que, independientemente
de cuándo comenzó, se convirtió en algo de mayor envergadura que cualquier otro
movimiento en la historia de las ideas, como por ejemplo el movimiento romántico. Lo
que ocurrió en los salones, bibliotecas y cafeterías de la Europa del siglo XVIII, se
pareció, al menos en un aspecto crucial, a lo sucedido en los desiertos de Arabia en el
siglo VII de nuestra era. Se estaba creando una nueva religión mundial.

Existieron, y existen, notables y evidentes diferencias. El islam tuvo un único


fundador. La Ilustración, por su parte, como un cuerpo coherente de ideas dinámicas, fue
la obra de una sucesión de hombres de letras, y sus primeros conversos fueron nobles y
sofisticados habitantes de ciudad. Los convertidos al islam fueron en su mayor parte
gentes pertenecientes a diferentes tribus.

Sin embargo, el título de «religión» puede justificarse, en mi opinión, en la medida en


que las enseñanzas que examinaremos enseguida detalladamente ofrecen su propia y
particular explicación del significado y finalidad de la vida, así como de nuestro destino
final en cuanto raza humana; nos presentan estas enseñanzas como el único camino de
salvación universalmente válido para todos los pueblos; y son difundidas en buena
medida por sus fieles con celo misionero.

Que nos las vemos realmente con una religión lo sabía bien el papa Pablo VI cuando,
en su discurso de clausura del Concilio Vaticano II, dijo: «En el Concilio, la religión del
Dios hecho hombre se ha confrontado con la religión del hombre que aspira a ser Dios».
Evidentemente, no pretendía decir que en el aula conciliar habían estado presentes
representantes oficiales de las sociedades seculares humanistas debatiendo con los
obispos de la Iglesia. Se refería al hecho de que gran parte del trabajo del Concilio iba
dirigido a mostrar hasta qué punto las doctrinas de la Ilustración resultan compatibles
con la fe católica. Por parte del Concilio, existía un reconocimiento implícito de que el
culto al «hombre que aspira a ser Dios», tal como el papa Pablo VI lo formuló, se ha
convertido ahora en el principal rival intelectual y espiritual de la Iglesia, al lado del cual
palidece, hasta resultar insignificante, el mismo islam.

El liberalismo4, el secularismo o humanismo secular, el socialismo, y el comunismo,

195
son simplemente las denominaciones principales de la nueva fe, siendo la
francmasonería un superviviente de la forma original del siglo XVIII. Sus partidarios
pueden diferir sobre la forma de conseguir el objetivo final (¿cuál debe ser el principal
instrumento de salvación: la política, la revolución, la ingeniería social, la mejora de la
educación, el incremento de la productividad, la manipulación ideológica o la ingeniería
genética?) y sobre cuál debe ser el ingrediente fundamental para lograr la felicidad (la
libertad, la igualdad, la fraternidad, los de rechos humanos, la abundancia económica o
la permisividad sexual... ). Pero están totalmente de acuerdo en lo que se refiere al nuevo
mensaje de salvación en sí mismo: el paraíso en este mundo, construido principal o
totalmente gracias al esfuerzo humano.

Aunque esta nueva «fe» no fue considerada inicialmente como incompatible con la
creencia en Dios, y a ojos de la mayoría de los occidentales es considerada de esta
forma, para un núcleo de creyentes comprometidos el hombre remplazó rápidamente a
Dios, si no como objeto de culto, sí, al menos, como merecedor de una veneración cuasi-
religiosa. En adelante, ya no podía existir un Dios al que uno pudiera ofender con el
pecado, pero sí existe una Humanidad contra la que se pueden cometer crímenes.

Durante los primeros cien años, más o menos, esta increencia tenía un carácter
directamente racionalista, el ateísmo de los escépticos clérigos franceses del siglo XVIII,
que persiste en gran parte en el occidente no creyente. La religión es, sencillamente, un
sinsentido supersticioso, válido sólo para esclavos y campesinos, que está promovido por
sacerdotes que buscan su ventaja personal; cuanto antes se acabe con ella mejor. Pero
después de pasar por el sombrío túnel del romanticismo y de la filosofía germánica,
cuyas principales ramificaciones políticas han sido el marxismo y el nazismo, surgió un
ateísmo más «místico» que debe su origen, sobre todo, al filósofo alemán Ludwig
Feuerbach (1804-1872). A éste parecía referirse Pablo VI cuando habló de la «religión
del hombre que aspira a ser Dios».

Según Feuerbach, el hombre ha inventado la idea de Dios antes de ser lo


suficientemente adulto como para darse cuenta de que lo que imaginaba que eran
atributos de un ser supremo -omnipotencia, omnisciencia, bondad absoluta- no eran más
que sus propios atributos, aunque en forma latente. En consecuencia, el hombre nunca
alcanzará su plenitud hasta que Dios, o la idea de Dios haya sido borrada de la mente de
los hombres. Dios, o la idea de Dios, es el enemigo natural del hombre. Por tanto, el
progreso humano exige luchar a muerte contra Él o Ella. Feuerbach fue el padre de lo
que podemos llamar ateísmo prometeico.5

Actualmente, estamos tan acostumbrados al ateísmo como profesión de fe


socialmente aceptable que es difícil caer en la cuenta de hasta qué punto es un fenómeno
exclusivamente moderno. Indudablemente, desde el comienzo de la historia han existido
ateos, ya fueran ateos incultos o intelectuales sofisticados como algunos de los antiguos
filósofos griegos, o los mandarines sung en la China del siglo XII. Sin embargo, nunca

196
habían existido grupos de ateos comprometidos, persuadidos de poseer la única solución
verdadera para todos los sufrimientos y problemas de la humanidad, y decididos a
convertir a la gran masa humana a sus puntos de vista mediante la razón, la persuasión o,
de ser necesario, utilizando la fuerza. Nuestros hermanos ateos no dudarán en clamar
contra esta descripción. Pero si miran de frente los hechos históricos, ¿cómo podrán
refutarla? No puede ponerse en duda que la inmensa mayoría de los ateos quieren
realmente beneficiar a sus conciudadanos. Lo que no pueden o no quieren admitir es que
son apóstoles de una visión del mundo de carácter misionero que lleva consigo casi todas
las marcas de una fe religiosa. El ateísmo, como ya hemos señalado, no es un
componente necesario de esta fe. Pero después de tres siglos, es triste decirlo, se ha
convertido en el componente culturalmente más intenso.6

El segundo hecho que resulta necesario captar si queremos comprender el pleno


significado histórico de la Ilustración es que esta nueva «religión mundial» constituye,
en sus raíces más profundas y en la mayoría de sus objetivos prácticos, una herejía
cristiana.

Tomadas individualmente, sus enseñanzas, o bien tienen su origen en el cristianismo,


como la redención de los pobres y los humildes, o bien, como la idea de la hermandad de
los hombres, siempre han tenido un lugar prominente en el esquema cristiano de ver las
cosas. Colectivamente, son el producto de dos mil años de una forma cristiana de ver el
mundo. Es imposible imaginarlas, en la forma en que existen, en cualquier cultura o
civilización conocida desde tiempos remotos, fuera del marco o esquema de pensamiento
judeocristiano. Y de hecho, nunca lo han estado. Pueden ser descritas con precisión
como «cristianismo secularizado» o como productos de una ruptura con el cristianismo
que, sin embargo, ha seguido llevando consigo buena parte del patrimonio total cristiano.
Esto es especialmente cierto en el terreno político y social, donde el énfasis sobre el
gobierno constitucional o los derechos humanos y la dignidad de la persona representan
una recuperación de temas bien conocidos por la Edad Media, pero engullidos por el
culto de la fama, de la gloria y del absolutismo de los príncipes, propio del Renacimiento
tardío, un desarrollo que ayuda a explicar el entusiasmo, que de otra forma resultaría
sorprendente, por muchos aspectos de la Revolución francesa mostrado por el católico
Hilaire Belloc.7

Esto es lo que hace que el «paquete» total de la Ilustración resulte tan llamativamente
difícil de asumir por la Iglesia. No se trata de algo totalmente ajeno a ella como lo fue el
paganismo. Todos nosotros hemos sido influidos por él en alguna medida, mientras
muchos cristianos parecen creer que, con excepción de los desacuerdos sobre Dios y
Cristo, y tal vez sobre los mandamientos sexto y noveno, ellos y sus compañeros
secularistas o humanistas seculares están en la misma onda en lo que se refiere al resto
de la mayoría de todos los demás asuntos. A propósito de no pocas cosas puede que
estén en lo cierto. Lamentablemente, demasiados tienden a ser primero hijos de la
Ilustración y, sólo después, como algo añadido, cristianos. No son capaces de ver que,

197
cuando se las saca de su contexto cristiano y se las eleva al rango de absolutos, las ideas
a las que los hijos de la Ilustración conceden prioridad, por ejemplo, libertad e igualdad,
al margen de lo buenas que puedan ser en sí mismas, pueden recibir un significado
bastante diferente, e incluso convertirse en terriblemente destructivas, algo así como
cajones que, al romperse por una tormenta desatada en el barco que los transporta,
chocan unos con otros hasta arrojar fuera su contenido. Fuera del contexto de un mundo
diseñado por un Creador con un objetivo determinado, es imposible lograr que formen
un todo armonioso.8

Algunas observaciones del papa Juan Pablo II en una de sus últimas visitas a Polonia
muestran hasta qué punto las doctrinas de la Ilustración son, desde un punto de partida
católico y cristiano, una mezcla confusa de elementos beneficiosos y tóxicos. «En
nombre del respeto a la dignidad humana, en nombre de la libertad, igualdad y
fraternidad», exclamó en uno de sus discur sos, «yo grito: "No tengáis miedo. Abrid las
puertas a Cristo"». Sin embargo, en otra intervención se sintió obligado a hablar de la
necesidad de defender la libertad humana «en un contexto social penetrado por ideas de
democracia inspiradas en la ideología liberal», y de una «desorientación espiritual»
producida por «algunas tendencias liberales y seculares».

Por esto, Chesterton y Bernanos pudieron decir que el mundo moderno estaba lleno
de virtudes (o ideas) cristianas distorsionadas, explicando por qué resultan tan
sumamente costosos los intentos de la Iglesia para reconducir estas derivas cristianas y
resituarlas en su verdadero contexto.

También se comprende la advertencia de Pablo VI dirigida a los humanistas bien


intencionados. Él fue el Papa más en sintonía y con mayor sensibilidad con respecto a
los valores positivos de los principios de la Ilustración. Sin embargo, decía a sus oyentes
que sólo seguirían viviendo mientras se mantuvieran unidos al tronco paterno (el
cristianismo). Desgajados de él, terminarían muriendo.

Tal vez se podría resumir la posición católica y cristiana así. Desde la perspectiva de
todo el conjunto de los bienes humanos, el credo de la Ilustración es doblemente
deficitario como guía de la vida y del esfuerzo humano: por lo que excluye y por dar la
máxima importancia a bienes que son secundarios.

Una tercera característica de la Ilustración es generalmente aceptada. Todas las


religiones tienen miembros más fervientes y menos fervorosos. Pero, aparte de esto, las
ideas que estamos considerando han sido, ya desde el principio, encarnadas de dos
formas distintas: una forma europea fuertemente dogmática, con la Francia republicana
en vanguardia, y una forma anglosajona o anglonorteamericana, más suave o moderada,
con Estados Unidos como escaparate deslumbrante. Mientras el ateísmo y su promoción
han estado siempre en la página principal de la agenda de la forma dogmática, la forma
anglosajona nunca ha sido considerada como irreconciliable con la fe en Dios, o con el

198
cris tianismo. Evidentemente, siempre ha habido países anglosajones plenamente
adheridos a la forma europea, así como seguidores de la anglosajona en Europa.9 Sin
embargo, la distinción sigue siendo válida, y resulta de la mayor importancia si se quiere
comprender la historia de los dos últimos siglos y las marañas en las que ha sumido a los
hombres.

En lo que se refiere a la tolerancia, en la que la Ilustración siempre ha insistido


sobremanera y que todos valoramos cuando nos resulta ventajosa, pueden decirse dos
cosas. Ninguna sociedad lo ha tolerado siempre todo; lo que distingue a unas sociedades
y civilizaciones de otras es aquello que hacen y aquello que no toleran. En segundo
lugar, es un punto débil de todos los que son, o se consideran, guardianes de un
determinado cuerpo de creencias u opiniones considerar las ideas que mantienen como
propiedad personal, interpretando cualquier ataque o crítica a esas ideas como un ataque
a sus personas, y reaccionando en consecuencia. La relación del papa Urbano VIII con
Galileo es un ejemplo evidente. Ahora bien, la debilidad no es patrimonio exclusivo de
los cristianos o de la gente religiosa. Para ilustrar esta cuestión, podemos ver ahora una
confesión de un distinguido paleontólogo:

«Mi amigo Steve Gould, que ha desarrollado conmigo la noción de equilibrios


puntuados [y yo] [...] hemos sido acusados en muchas ocasiones [de saltacionismo, una
herejía a ojos de un darwinismo estricto]. Soy, casi odio admitirlo», sigue diciendo el
protagonista, «básicamente más conservador, y me dejo llevar, al menos en parte, por el
deseo de ser tomado en serio. Esto siempre ha significado permanecer dentro del campo
de la ortodoxia, mientras, desde luego, se sigue buscando un mejor aco modo entre el
mundo material y nuestra descripción de Finalmente, existe una vinculación
ampliamente aceptada entre la Ilustración, con su ateísmo asociado y el desarrollo de la
ciencia y tecnología modernas. Sin embargo, esta idea tan popular es un ejemplo del post
hoc, ergo propter hoc («después de esto, luego a causa de esto»); dicho de otra manera,
lo que ocurre primero debe ser necesariamente la causa de lo que sucede después. Los
fundamentos de la ciencia occidental fueron puestos por hombres que eran, casi todos,
cristianos de una u otra forma. Si, a partir del siglo XVIII, se han ido haciendo ateos más
y más científicos, podemos considerarlo como un efecto más que como una causa del
avance científico. Cuanto más éxito tenemos y más poderosos llegamos a ser, más arduo
resulta mantener el sentido de la proporción sobre nosotros mismos.

Me parece que es también ilusorio pensar que sin la Ilustración no gozaríamos en


Occidente de las ventajas sociales y políticas que tenemos. Ciertamente, podríamos
haberlas conseguido por un camino menos tortuoso y doloroso.

Con estas ideas generales en mente, podemos ahora considerar el camino que han
seguido en su desarrollo las ideas que estamos tratando, así como su interrelación,
durante los últimos trescientos años. No voy a ocuparme de personalidades, ni voy a
tratar de afirmar cuánto bien o cuánto mal ha hecho cada denominación en sus esfuerzos

199
por conseguir sus objetivos. Lo que pretendo en este capítulo es simplemente mostrar
cómo llegaron a existir.

Se trata de una historia familiar, pero espero arrojar alguna luz que ponga de relieve
ciertos rasgos que usted tal vez no haya advertido previamente.

200
uando trato de fijar un punto de partida, veo que nos podemos situar a
comienzos de la segunda mitad del siglo XVII. La Paz de Westfalia (1648) puso fin a las
guerras de religión, y somos conscientes de que entonces nace un nuevo clima espiritual.
Fue como la calma después de la tempestad. Se abría un tiempo para reflexionar y
cundía un cierto cansancio sobre los asuntos religiosos. ¿Había merecido la pena todo
aquello? ¿Iban a ser capaces los hombres de vivir en paz, aun manteniendo diferencias
sobre la religión? Probablemente podrían ponerse de acuerdo sobre la existencia de Dios
y sobre las leyes de la naturaleza, puesto que estas verdades están abiertas a la razón,
pero quedando la cosa ahí. Gracias a la mejora de las comunicaciones, este clima se
extendió por toda Europa hasta Rusia en el este, llegando, a través del Atlántico, hasta el
Nuevo Mundo en Occidente.

Por supuesto, estoy hablando de las clases pensantes y de las personas dedicadas a la
lectura y a la escritura. La gran masa de hombres y mujeres no eran conscientes de todo
ello y todavía no les había alcanzado el cambio. Evidentemente, hoy día todos pensamos
y leemos. Sin embargo, para las personas del tipo al que me estoy refiriendo, pensar, leer
y escribir era la carne y sangre de su vida.

En la Europa católica, la educación jesuítica hizo mucho más asequible esta


aristocracia intelectual a jóvenes brillantes procedentes de familias pobres. Pierre Bayle
(1647-1706) es un ejemplo. Hijo de un pastor protestante, estudió filosofía con los
jesuitas de Toulouse durante algún tiempo. Después ayudó a transformar lo que había
sido un estado de ánimo en un movimiento, dándole cohesión internacional a través de
su diario literario, Nouvelles de la République des lettres, y de su Dictionnaire historique
et critique.11 No estaba solo. La proliferación de publicaciones periódicas de esta
naturaleza tuvo, en miniatura, un efecto no demasiado distinto al de nuestro Internet de
hoy.

El resultado fue que se disolvió rápidamente la sensación de desánimo, siendo


remplazada por una creciente confianza. Los éxitos en matemáticas, astronomía, química
y física de hombres como Descartes, Leibniz, Kepler, Galileo, Boyle y Newton
comenzaron por fin a dar la vuelta a una mentalidad que seguía mirando atrás, al
Renacimiento. Terminaron enseñando al hombre europeo a considerarse superior a los
griegos y romanos, a no verse como su perpetuo pupilo y, consecuentemente, a dirigir su

201
pensamiento hacia un futuro lleno de nuevas posibilidades, en vez de hacia un pasado
del que podría haber sido competidor pero nunca vencedor. La idea de construir un
mundo perfecto, que Santo Tomás Moro y el italiano Campanella habían acariciado más
de un siglo antes, aparecía en el horizonte, y cada vez más parecía poder convertirse en
una realidad.I2

Acabamos de alcanzar el cambio del siglo. En adelante, el flujo de ideas fue


cambiando la forma de pensar de los hombres mediante una especie de ósmosis a la que
dieron entrada decisivamente Inglaterra y Holanda. Les aportaron nuevos puntos de
vista, nuevas expectativas y nuevos entusiasmos (el progreso es inevitable; la naturaleza
es el mejor maestro; la razón debe tener la última palabra; Dios ha puesto en marcha la
máquina, pero a los hombres les toca hacer el resto). Sin embargo, hasta el surgimiento
de la masonería en Inglaterra, y el advenimiento de los filósofos en Francia, no existía
una fuerza rectora o dirigente.13

No voy a intentar valorar el papel de la masonería en la promoción de los ideales de


la Ilustración durante los tres siglos siguientes, sobre todo por la dificultad de lograr un
juicio afinado si no se ha llevado a cabo una enorme cantidad de investigación detallada.
Existe un cuerpo de literatura, procedente tanto del lado masónico como del no
masónico, pero, en lo que me es posible alcanzar, ningún historiador de la distinción en
el campo no masónico ha estado suficientemente preparado para escribir un informe a
gran escala sobre la masonería, en su forma deísta o atea, como fuerza cultural, social y
política dentro de la sociedad occidental. Hay que asumirla simplemente como una
presencia de fondo, como un factor entre otros. No es un estado de la cuestión
demasiado satisfactorio, es, más bien, como si la historia de Inglaterra desde la Reforma
tuviera que escribirse sin mencionar a la Iglesia anglicana. Pero así es.

En cuanto a los filósofos, masones o de otro tipo, las ideas que habían ido
perfilándose no se abandonaron para que pudieran realizar su recorrido de la mejor
manera posible. Tuvieron que promover los logros ampliamente conseguidos mediante
obras, relatos y poemas de Voltaire, y mediante la Enciclopedia de Diderot. Pronto
ocurrió que difícilmente se podía encontrar una biblioteca de un caballero, entre San
Petersburgo y Lisboa, cuyas estanterías no estuvieran adornadas por estas obras. Para las
clases nobles y medias europeas, se convirtieron en lo que fueron los Padres de la Iglesia
para los monjes en sus todavía no saqueados monasterios y prioratos. Simultáneamente,
los filósofos encontraron un adversario a batir en la Iglesia católica, o en la religión en
general, algo que siempre ayuda al avance de las causas.

Esta primera fase del desarrollo y expansión de las doctrinas de la Ilustración en su


forma dogmática francesa fue optimista y relativamente apolítica. Existía una
admiración por la Constitución inglesa, y después por las colonias americanas en su
guerra de independencia. Existió también, no sin razón, una crítica de la organización
social francesa existente. Pero esos filósofos, que en su mayor parte eran brillantes

202
escritores y publicistas más que propiamente filósofos, no tenían aversión a los monarcas
absolutos que habían impulsado las ideas correctas y habían llevado a cabo reformas que
ellos aprobaban. Momentáneamente se quebró la confianza por el terremoto de Lisboa
de 1755 -¿cómo es posible que la benéfica Naturaleza hundiera a sus hijos de esta
forma?-; pero enseguida se recuperó, durando hasta la época de la Revolución.14

La siguiente etapa, que se solapa con la primera, comienza con la llegada a París del
joven Jean-Jacques Rousseau. No resul ta demasiado fácil apreciar hasta qué punto iba a
ser extraordinaria y trascendental su influencia, y hasta qué punto llamativa la disparidad
entre el tipo de persona que era y una sociedad a la que él hipnotizó hasta redactar su
propia acta de defunción. Es como si un hippy de los años sesenta se hubiera presentado
a una reunión de la Royal Society, o de la American Academy of Sciences, y hubiera
sido elegido presidente por unanimidad. Enseguida voy a decir más cosas sobre él. Lo
único que quiero señalar aquí es que Rousseau fue el primero en politizar las doctrinas
de la Ilustración, inyectando en ellas un dinamismo mesiánico y religioso. Desde la
publicación de El contrato social, calificado justamente como la Biblia de la Revolución,
la política, más que la educación, empezó a ser considerada como la principal autopista
hacia el paraíso en la tierra.

Podemos considerar su papel también como ampliamente experimental y misionero,


igual que la misma Revolución y el periodo napoleónico. Bajo la Revolución, París se
convierte en una especie de laboratorio para experimentar lo que sucede cuando se ponen
en práctica las ideas de Rousseau, mientras que los ejércitos revolucionarios y
napoleónicos, con el celo de los primitivos cristianos, llevaron las ideas de libertad,
igualdad, fraternidad y democracia, hasta entonces únicamente conocidas en su mayor
parte por gente con educación, hasta los hombres y mujeres de todos los estratos sociales
a lo largo y ancho de Europa. ¿Resulta poco delicado compararlo con una yihad
islámica?

Fuera de la esfera de influencia francesa, dogmática y misionera, la Ilustración


anglosajona o angloamericana, más suave y relajada, reforzada además por el éxito de la
guerra de independencia americana, fue también consolidándose y extendiéndose, y
cuando el mundo comenzó a considerar las cosas de nuevo después de 1815, los
seguidores de ambas formas empezaron a llamarse a sí mismos «liberales», una decisión
que no ha facilitado las cosas a profesores, historiadores y alumnos.

El liberalismo de este periodo reinó con pequeñas dificultades hasta 1914, y durante
la primera mitad del siglo XIX fue la religión (en el sentido de camino de salvación),
tanto de los pertenecientes al alto mundo financiero y económico como de los modestos
ciudadanos urbanos e industriales, hasta que después de la mitad del siglo, estos últimos,
desencantados, y sus campeones comenzaron a mirar en otra dirección. Fue también la
religión par exellence y el credo político de una gran parte de la nueva clase media y de
la ya notablemente ampliada intelligentsia europea. En cuanto fuerza cultural compitió

203
con el clero en el liderazgo espiritual. El acento se ponía en la libertad individual,
salvaguardada y facilitada en su práctica por instituciones representativas y gobiernos
republicanos. En nombre de la libertad y de la democracia se borraron cosas buenas y
malas y se introdujeron, para remplazarlas, otras también buenas o malas.
Inevitablemente, algunas veces chocaron intereses y aspiraciones. El «libre comercio»,
una panacea para algunos, resultaba anatema para otros. Dígase lo mismo del amor libre.
Surgieron muchos campeones de los derechos de las minorías y de grupos sometidos
para los que la abolición de la esclavitud era una prioridad evidente. En los asuntos
internacionales, toda la energía se dirigía a tratar de minar imperios ampliamente
consolidados, apoyando y promoviendo movimientos de liberación nacional. Sin
embargo, antes de final del siglo, no todos los regímenes liberales se oponían a colaborar
en la adquisición de posesiones coloniales de ultramar.

En Francia, epicentro del liberalismo dogmático, el gobierno de Luis Felipe


constituyó un intento de rechazar las interpretaciones más radicales de la idea
democrática que podían haber puesto en peligro la libertad individual con un
compromiso inglés. En España y en Italia se intentaron compromisos similares que
duraron largo tiempo. Pero en Francia el compromiso fracasó rápidamente, y al final se
impuso el liberalismo dogmático con la llega de la Tercera República.

A partir de este momento, podemos justificar el uso de la palabra «secularismo» para


caracterizar esta rama típicamente francesa del liberalismo, una vez que el primer punto
de su agenda para los cuarenta años siguientes era su guerra contra el catolicismo y su
intento de convertir el ateísmo, si no de hecho sí en las leyes, en una religión de Estado.
El segundo artículo era el republicanismo. El intento francés era el modelo para
parecidos experimentos en el mundo latinoamericano, convirtiéndose Turquía y México
en los primeros estados totalmente secularistas a principios de los años veinte del pasado
siglo. En Francia, sin embargo, la marcha hacia un estado totalmente secular fue
impedida por el todavía amplio número de católicos practicantes, y por la necesidad de
mantener la unidad nacional durante la Primera Guerra Mundial.

Durante la Primera Guerra Mundial y la subsiguiente crisis económica de los años


veinte y treinta, el liberalismo clásico decimonónico en sus dos versiones, dogmática y
moderada, después de triunfar durante un siglo, se encontró con su Gótterd¿i mnerung; y
con el éxito de la Revolución rusa, su influencia cultural y su prestigio intelectual se
trasladaron a las teorías colectivistas del gobierno, de la vida social, y de los partidos
políticos colectivistas que habían surgido durante e inmediatamente después de la
Revolución francesa. Durante la mayor parte de los dos siglos fue la religión de una gran
parte de la clase trabajadora de la Europa industrial que crecía con gran rapidez y, en sus
formas más moderadas, logró para ellas grandes beneficios. Antes de 1918, las formas
más extremadas vivieron durante no poco tiempo una vida clandestina, saliendo a la
superficie de vez en cuando en estallidos revolucionarios que se producían aquí y allá
por toda Europa.

204
Dentro de esta denominación colectivista igualitaria, Marx ocupa una posición
semejante a la de Rousseau en la tradición democrática liberal. Él fue el fundador y
profeta de su corriente más poderosa, él fue también el autor de sus escrituras, él fue el
que le dotó de un dinamismo misionero sin paralelos y el que le proveyó de un grito de
guerra incomparablemente desafiante: «Proletarios del mundo uníos; no tenéis nada que
perder, únicamente vuestras cadenas». Tras esto, la llamada a la «libertad, igualdad y
fraternidad» suena casi como algo pálidamente abstracto.15

Así, después de 1922, cuando el marxismo se convirtió en la religión estatal de la


Unión Soviética, nos encontramos con tres denominaciones fundamentales luchando por
el primer puesto más que dos jinetes, y al mismo tiempo, provocando movimientos de
resistencia en cuerpos de opinión y creencias, fundamentalmente movimientos
nacionalistas locales, que discrepaban o se les oponían.

Después de 1930, la reacción de muchos liberales occidentales de ambos tipos, el


europeo y el angloamericano, frente a su nuevamente empobrecido rival, no deja de
parecerse a la de las mariposas frente a una llama o la de los conejos frente a una cobra.
Algunos se sintieron atraídos y otros experimentaron repulsión. Pero las raíces comunes
y la subyacente unidad de objetivos que ligaban a las tres denominaciones produjeron
este curioso fenómeno: «Ningún enemigo a la izquierda». Y esta aberración igualmente
curiosa: gentes que se llamaban a sí mismas liberales admirando o excusando la que ha
sido probablemente la mayor y más duradera tiranía, social y psicológicamente
devastadora, conocida en la historia.

Dentro de la intelligentsia liberal occidental, el prestigio intelectual del marxismo


permaneció en cotas muy altas a partir de 1930, hasta que se produjo el colapso de la
Unión Soviética en 1989, mientras que de 1918 a 1960, el rancio liberalismo del siglo
XIX quedó casi eclipsado como fuerza espiritual y sociocultural. Sin embargo, con la
revitalización de las economías occidentales después de 1960, comenzó lo que parecía
una segunda gran era liberal. Ahora bien, ¿de qué clase?

A primera vista, da la impresión de ser una amalgama de diversas formas. A pesar del
entrometimiento marxista, las revueltas estudiantiles de los años sesenta y los comienzos
de la revolución sexual, dejan la impresión de que el espíritu de Bakunin, padre del
anarquismo, había revivido temporalmente. Sin embargo, cuando las cosas se calmaron y
la siguiente generación decidió que hacer dinero era más satisfactorio que holgazanear,
fumar drogas y pasar de la autoridad, pareció que iba a empezar a convertirse en la
fuerza rectora y en la guía de la época naciente un liberalismo anglosajón redivivo, o
angloamericano, con su práctico sentido común y la acentuación de la libre empresa. Y
así ha sido hasta cierto punto por lo menos en Estados Unidos. En Europa, sin embargo,
las cosas son diferentes. El liberalismo dogmático o secularismo, con su antipatía a la fe
religiosa y su determinación de imponer su propio código de lo que considera bueno y
malo, olvidándose de su otrora estridentemente proclamada devoción a la libertad de

205
expresión, parece haber suplantado a la forma angloamericana.

Después de esta rápida panorámica que nos ha permitido ver la forma en que las
principales denominaciones se fueron configurando a partir del núcleo central de la fe
«ilustrada», podemos pasar ahora a revisar cada una de estas doctrinas individualmente.

206
uando se proclamó por primera vez el mensaje de que las cosas no sólo iban a
ir cada vez mejor, sino que, además de ir cada vez mejor terminarían por llegar a ser
perfectas, los destinatarios de la proclama -afortunadamente para los predicadores-
estaban bien predispuestos a escucharla.16

No sólo estuvieron disfrutando de un prolongado periodo de paz doméstica. Las


clases altas y medias experimentaron un crecimiento general en su riqueza y confort, una
situación que tiende a animar a la gente a creer que su buena fortuna personal significa
que todo va cada vez mejor para todo el mundo.

Como primera providencia, como ya hemos visto, el progreso se atribuía a la


inteligencia humana. Los hombres estaban atrasados porque eran ignorantes: una
correcta educación pondría las cosas en el lugar correcto. Pero pronto el progreso llegó a
ser visto como una tendencia que actúa en la naturaleza independientemente del hombre.
Lo más corriente era pensar en él como una fuerza física semejante a cualquier elemento
de la naturaleza. Entonces, Hegel introdujo la idea de que la marcha de las cosas hacia
un futuro mejor sigue el esquema de un argumento entre filósofos, Darwin la hizo
depender de la lucha por la supervivencia entre especies enfrentadas entre sí y Marx de
la confrontación de las clases.

¿Cómo pudieron infiltrarse estas ideas con tanta facilidad en la conciencia europea
sin que nadie cayera en la cuenta de su novedad? Nadie ha dudado nunca de que las
cosas han ido mejorando en diferentes épocas y lugares, pero también es cierto que
normalmente, tras un determinado espacio de tiempo, han vuelto a empeorar. ¿Qué razón
había para creer que ahora, aunque tuvieran que producirse ocasionales recaídas, estaba
todo destinado a marchar mejor hasta alcanzar la perfección total?

Efectivamente, no había razones. Pero existía un fuerte clima cultural que inclinaba a
la gente a pensar de esta manera. La idea procedía de la convicción judeocristiana de que
la historia tiene un comienzo, un intermedio y un final: una dirección, y una meta.
Aunque hoy la idea se da por sentada, en ninguna parte se ha establecido fuera del
mundo judeocristiano.

Todas las otras grandes civilizaciones que nos son conocidas, cuando han sido

207
inmunes a la influencia judía o cristiana, han adoptado la visión de que el tiempo y la
historia, al igual que los planetas, siguen un recorrido cíclico. Todo lo sucedido ya una
vez, volverá a ocurrir de nuevo una vez transcurrido suficiente tiempo, y estos ciclos
recurrentes se repetirán ad infinitum. La creencia científica en la teoría de un universo
oscilatorio parece ser el retorno, hasta cierto punto, de esta vieja idea. La historia es
esencialmente fútil, mientras que la materia es considerada con frecuencia como ilusoria
o mala. La sabiduría consiste en escapar de la rueda del tiempo o del peso de la materia
mediante la contemplación que conduce a la absorción espiritual del individuo en el
«Uno»17.

El hecho de que muchos occidentales hayan seguido creyendo en una historia que
tiene un comienzo, un final, una dirección y una meta, al tiempo que rechazaban los
fundamentos de esta convicción, es un tributo al poder de la pereza mental, pero nada
más. Obviamente, existen notables diferencias entre los tiempos del Neolítico y el
momento presente, pero no hay nada en la filosofía, la ciencia, o la historia que nos
asegure que la mejora en el conocimiento natural y artístico, y en los logros técnicos
deba proseguir indefinidamente, o que esté destinada a alcanzar un clímax triunfal en
este mundo. La Ilustración sencillamente se apoderó de la concepción lineal de la
historia propia del cristianismo, quitó de en medio a Dios, y colocó el «reino de los
cielos» dentro, en vez de fuera del tiempo. En este sentido, podemos llamar a la religión
del progreso indefinido una herejía cristiana.

Supone también una simplificación de la historia humana, que únicamente logra


imponerse a base de ignorar sus factores misteriosos e inabordables.

Cuando decimos que las cosas van cada vez mejor, ¿estamos simplemente pensando
en coches más rápidos, en una más perfecta calefacción central, y en naves espaciales
más poderosas? Probablemente no. ¿Quién querría ser tan craso? ¿No es el conjunto de
ideas, actividades y logros lo que construye eso que llamamos «civilización», y
«cultura»? Sin embargo, su valor es di verso, y no todas progresan en la misma
dirección, o de acuerdo con las mismas leyes.

Tal vez, la forma mejor de entender el problema es imaginar la civilización como si


estuviera dotada de «alma» y «cuerpo». La religión, la filosofía, las costumbres, y la
moral conforman el «alma». El cuerpo comprende cosas como la literatura, el arte, la
arquitectura, la ciencia y la tecnología, a las que podemos agrupar bajo el término
«cultura». Alma y cuerpo interactúan. Forman un todo. Pero, a menos que establezcamos
una distinción entre ambos elementos de la forma que he sugerido, las ambigüedades
implícitas en la noción de progreso seguirán siendo insolubles.

Occidente, incluso cuando persigue objetivos espirituales como el reino de justicia y


de paz, concede más importancia al «cuerpo». La justicia y la paz se lograrán por
procedimientos técnicos, unas estructuras políticas mejores, y la manipulación

208
psicológica o ingeniería social.

Para la Iglesia, la prioridad la tiene el «alma». Una civilización no se mide ante todo
siguiendo parámetros culturales o logros técnicos, por buenos que puedan ser en sí
mismos y agradables a Dios. El mayor logro de una civilización es la transformación del
corazón humano bajo la influencia de la gracia. Una familia unida en la que reina el
amor, sean cuales sean sus circunstancias materiales, o su nivel de cultura, es una
realidad «más plenamente humana», y consecuentemente, más civilizada (en cualquier
caso sobrenaturalmente), que otra cuyos miembros, aunque puedan poseer formas
refinadas, son fríos y egoístas. Tampoco la justicia depende de los avances en el
conocimiento. Una sociedad primitiva puede ser más justa y pacífica que una sociedad
industrial altamente desarrollada.

Lo mismo sucede cuando pasamos de considerar la situación de los corazones


humanos a fijarnos en los contenidos de sus mentes. Si comparamos una comunidad
culturalmente atrasada, donde no existe un conocimiento de Dios ni un respeto por sus
leyes, con una sociedad instruida, anclada en la increencia y el relativismo moral, la
oscuridad intelectual total está en mucho mayor grado, desde el punto de vista de la
Iglesia, en la última.

Civilización, en este sentido más profundo, significa la construcción lenta de hábitos


mentales y morales, más que saltos sensacionales hacia delante en las esferas cultural y
tecnológica, y su continuación depende de millones de personas desconocidas que
mantienen lo previamente conseguido hasta entonces.18

Indudablemente, de no haber existido la Caída, «alma» y «cuerpo» habrían


progresado paralelamente. Sin embargo, la realidad es que un crecimiento demasiado
intenso y demasiado rápido del «cuerpo» puede impedir el desarrollo del «alma», o
llevarla a su declive. Por hacernos más ricos o más poderosos, no necesariamente nos
hacemos mejores. Es tan simple como esto. El progreso en la virtud no es un ascenso
lineal, como tiende a ser el crecimiento en el conocimiento y en el saber, sino que avanza
y retrocede, tanto en los individuos como en las civilizaciones, junto a, o dentro de otras
formas de cambio histórico.

Otros muchos componentes de la civilización parecen seguir esta fluctuación más que
un curso siempre ascendente. Como obra de arte que es, la catedral de Chartres no
constituye ni un avance ni un retroceso con respecto al Partenón. Ambos son
simplemente diferentes, como diferentes son la rosa y el narciso. Es más, mientras que
las técnicas arquitectónicas y artísticas pueden mejorar con el progreso técnico, a éste
muchas veces va unida una pérdida de vigor artístico.

Lo mismo se puede aplicar a las civilizaciones en su conjunto. Los mejores periodos,


aparecen frecuentemente pronto, y están marcados por una cierta simplicidad. Conforme

209
crecen y madu ran en riqueza y maestría técnica, empieza a aparecer una cierta
vulgarización. Lo vemos cuando comparamos el siglo V de Atenas con el periodo
helenístico, o la Florencia del siglo XV con la de los grandes duques Médicis en los
siglos siguientes. Además, al ser cosas distintas, con sus propios encantos y cualidades,
las civilizaciones crecen, florecen y declinan, ahora en un lugar, luego en otro, y una vez
destruidas o disueltas en una cultura diferente, terminan por caminar en buena dirección.

La idea de una supercultura al final del tiempo, capaz de combinar en alguna medida
todas las virtudes y bellezas de las culturas pasadas, puede ser hermosa, pero pasa por
alto esta estructura de crecimiento y declive. El siglo XIX lo intentó en arquitectura y
decoración interior, y el resultado fue, en su mayor parte, una colección de pastiches.
Que es imposible mezclar culturas sin acabar con ellas, es algo que reconocen los
conservadores. Éstos se oponen a la noción, muy querida de Teilhard de Chardin, de que
lo que es complejo y encierra un mayor vigor, es, en un cierto sentido, necesariamente
mejor, o más bello.

Los avances científicos y técnicos de los tres últimos siglos no encajan fácilmente en
una estructura nítida de progreso. Hasta la Baja Edad Media, las principales
civilizaciones del mundo se desarrollaron hasta cierto punto independientemente, aunque
una, la europea, alcanzó un mayor nivel tecnológico y científico, para terminar pronto en
un colapso o ralentización de su desarrollo. Súbitamente, de ella nació una manifestación
deslumbrante de descubrimientos que han enriquecido al conjunto de los pueblos con
formas que dejarían apabullados a los emperadores romanos.

La concreta civilización que parecía iba a surgir como consecuencia tendría que ser,
indudablemente, «más alta» en el sentido de más poderosa. El «cuerpo» sería
físicamente más fuerte, y lleno de posibilidades para lo mejor y lo peor que cada uno
pudiera imaginar. Ahora bien, y ¿el «alma»? Es posible concebir una gran civilización
de gente rica, sana e inteligente, que tal vez haya «resuelto» todos sus problemas
sociales, pero siga siendo, sin embargo, fundamentalmente débil. Ahora mismo, de
hecho, gran parte de lo que nuestros contemporáneos ven como progreso representa
realmente un retroceso, y así es indudablemente como debería ser visto desde una
perspectiva cristiana.

Aquí, los escritores de ciencia ficción demuestran muchas veces más sabiduría que
muchos teólogos y profesores de universidad. En sus «mundo del futuro», o en otros
espacios, la lucha entre el bien y el mal permanece inmutable, a pesar de la
supertecnología.

El principal problema para la Iglesia es que, al ofrecer su renovada enseñanza sobre


el papel propio de la civilización y el progreso, lo ha tenido que hacer viendo cómo sus
adversarios le ponían la soga al cuello, y cómo muchos de sus hijos prestaban ambos
oídos al mensaje del rival. Cuanto más insiste en que no va a haber un cielo en la tierra

210
antes del último Día, más se expone a la acusación de no comprometerse cordialmente
con el bienestar humano, mientras que cuanto más habla sobre «transformar» el mundo,
o construir uno mejor, más tienden a concluir sus hijos -haciéndolo, de hecho- que en el
fondo sí cree en una utopía terrena y que este convertir el mundo en un hotel Hilton
universal es el objetivo principal para el que ella existe. Muchos fieles de todo tipo y de
todo nivel en Occidente, son ante todo hijos de la Ilustración, y sólo en segundo lugar
católicos. La mayoría piensa con categorías propias de la Ilustración, fijan
autónomamente sus prioridades, y consideran como tema central de la historia humana el
progreso, más que la lucha entre el bien y el mal, y la salvación de las almas.19

Gane o no la Iglesia la batalla de las palabras con su nuevo adversario religioso, las
realidades de la historia y la naturaleza humana, muestran con claridad que es ella,
mucho más que ese rival, el amigo más fiel del bienestar humano, a pesar de no estar en
condiciones de prometer un cielo en la tierra. Diciendo a sus hijos que deben hacer
siempre el bien, avance o retroceda la civilización, no puede fracasar a largo plazo a la
hora de «producir» los benefactores más perseverantes de la humanidad. La mejor
prueba la podemos encontrar en San Benito, con su regla y su orden religiosa sembrando
la semilla de una nueva civilización, mientras la suya se iba desmoronando a su
alrededor, y parecían existir buenas razones para desesperar del futuro de la civilización.
¿Qué argumento comparable en favor del coraje y la perseverancia podrá ofrecer el
ateísmo ante las inevitables tragedias y retrocesos de la historia?20

211
e ha dicho con razón que en la religión de la Ilustración, libertad, igualdad y
fraternidad ocupan el lugar que fe, esperanza y caridad tienen en el cristianismo. Sin
ellas no hay «salvación». Vamos a comenzar poniendo bajo el microscopio a la libertad,
no sólo porque es la primera de la tríada, sino porque Occidente siempre ha llevado a
gala que ocupara ese lugar. Los revolucionarios franceses plantaron «árboles en honor de
la libertad». No hemos oído nunca que alguno de ellos plantara árboles en honor de la
igualdad, o de la fraternidad.

LIBERTAD Y LIBERTADES

La libertad es un misterio que pertenece a la interioridad más profunda de nuestro ser, y


la valoramos, comprensiblemente, como una de nuestras más preciosas posesiones.
Unida a la facultad de pensar, es lo que nos convierte en humanos. Ambas real¡ Jades
son inseparables. Una voluntad sin inteligencia que la dirija sería como una hoja que se
lleva el viento, en este caso, el viento del impulso; y una inteligencia sin poder para
decidir qué pensar no sería una inteligencia sino una máquina movida por fuerzas
nacidas de algo distinto que ella misma: los ritmos bioquímicos del cerebro. El patrón
sería el esclavo del siervo. Y todavía valoramos más el ser capaces de expresar
exteriormente esta libertad y racionalidad.

De modo que la libertad tiene dos significados: el poder de elección (que sólo es una
verdadera elección cuando es racional); y la ausencia de cualquier restricción, tanto
interna como externa, que nos impida realizar nuestras opciones.

Al hombre occidental le interesa casi exclusivamente la ausencia de restricciones


externas. En lo que se refiere al poder de elección, la mayoría de las veces se expresa de
forma contradictoria. Mientras afirma rotundamente su derecho a elegir según le plazca,
frecuentemente sólo suscribirá las explicaciones deterministas y conductistas de la
conducta humana que privan de sentido a la libertad. Anhela ser libre para hacer lo que
quiera; pero, al parecer, carece de libertad cuando se le plantea la cuestión de la
responsabilidad moral.

La Iglesia, por el contrario, mantiene resueltamente el poder de la libre elección, y la

212
importancia de que ésta no sea impedida por restricciones ilegítimas. Pero pone el acento
en una elección correcta, y concede el puesto de honor a la necesidad de evitar las
restricciones internas a la hora de su ejercicio: impulsos desordenados, pasiones, y
hábitos de pecado.21

Sin embargo, el mejor camino para entender hasta qué punto están distanciadas estas
visiones de la libertad es, a mi juicio, dar un vistazo a la historia del culto occidental a la
libertad.

Dejando a un lado la llamada de Lutero para que a cada hombre le sea permitido
interpretar la Biblia a su manera, po demos tomar como punto de partida la lucha de los
terratenientes ingleses del siglo XVII con la monarquía. En otras palabras, sus orígenes
fueron aristocráticos. El aristócrata, en cuanto aristócrata (esto es, antes de ser alcanzado
por la gracia), desea hacer lo que quiere con su propiedad y sus dependientes, sin ser
interferido a la hora de gozar de sus placeres y diversiones. La libertad, por tanto,
significa ser, en miniatura, un monarca absoluto dentro de las fronteras de su propio
estado.

El grito por la libertad fue enarbolado a continuación por los mercaderes. Para el
comerciante y el industrial como tales, la libertad significaba, sobre todo, poder hacer
dinero de la forma más provechosa sin restricción de ninguna clase. A continuación, la
libertad se convirtió en el grito de guerra de escritores y artistas, con una autoexpresión
más y más carente de trabas entendida como condición imprescindible para una literatura
y un arte de calidad.

Adam Smith es un símbolo del concepto mercantil de libertad; Lord Byron,


simultáneamente, lo es de los ideales aristocráticos y artísticos. Posteriormente, los
literatos y filósofos liberales pretendieron, incoherentemente, prohibir que el mercado
liberal produjera dinero a su placer, insistiendo, al mismo tiempo, en su propio derecho a
expresar en cualquier lugar y tiempo todo tipo de opiniones que tuvieran por
convenientes. (La exigencia de libertad raramente ocupó el primer lugar de la agenda de
los movimientos de los trabajadores. Unas condiciones decentes de vida y salario, así
como una cierta seguridad, se consideraron como lo más urgente).

Finalmente, como he afirmado en el capítulo anterior, el culto a la libertad se


convirtió, con algunos devotos de la libertad en Alemania, en una revolución prometeica
contra la idea de cualquier forma de limitación, incluyendo las de la propia naturaleza, o
contra la condición de ser creatura. El grito por la libertad se convirtió en un grito a favor
de una autonomía y un poder de carácter divino, que en los escritos más frenéticos de
Nietzsche, alcanza un alto grado de estridente desafío.

Aunque todas estas llamadas a la libertad, con la excepción de la última, contenían


con frecuencia exigencias razonables y justas, junto a otras que no lo eran, se ve cómo

213
gradualmente va tomando forma y finalmente prevaleciendo una idea concreta de la
misma: la libertad es un estado beatífico que hay que gozar para el propio bien, una idea
que Rousseau ayudó a que pareciera respetable, dotándola de fundamentos filosóficos.

El joven Rousseau era un vagabundo natural. Para él, la felicidad consistía en vagar a
placer por Europa sin una ocupación fija. (Hoy día podemos ver cómo se multiplican por
millones los jóvenes estudiantes que recorren el mundo como el joven Rousseau). La
vida en sociedad debe considerarse, por tanto, como una caída de ese primitivo estado de
inocencia. El playboy millonario con todo el tiempo y dinero que desea para satisfacer
sus caprichos y antojos se convierte, consecuentemente, en el hombre verdaderamente
afortunado. (El anarquismo es un intento de extender esta compresión individualista de
la libertad a la sociedad en su conjunto). El resultado fue una tremenda colisión con el
principio de igualdad, ya que ésta sólo puede establecerse limitando el libre juego de la
libertad. (Convertir en absolutos bienes parciales produce, inevitablemente, conflictos de
esta naturaleza). Ésta es la razón de que, ya desde el principio, el liberalismo occidental
se haya expresado siempre con dos voces, encarnadas subsiguientemente en sistemas
políticos opuestos: «Haz lo que quieras», y «haz lo que yo te diga»; o de que, aunque
empezando con un fuerte individualismo, gran parte del liberalismo occidental haya
desembocado en colectivismo y autoritarismo. Ahora bien, ambos tipos de «liberales», el
libertario y el autoritario, siguen siendo, en principio, hostiles a la ley y a la autoridad,
aunque acepten que éstas deban ser toleradas, e incluso intensificadas, hasta que la
aplicación de procedimientos sociales y políticos correctos conviertan a todo el mundo
en virtuoso.

Para la Iglesia, en contraste, la libertad no es un estado beatífico que uno deba gozar
para su propio bien. El poder de elección y la libertad para realizar nuestras opciones,
existen para que podamos servir a Dios como hombres, no como máquinas. Las
restricciones en la libertad, internas o externas, son malas siempre que nos impiden hacer
lo que Dios ha querido para nosotros como nuestra vocación. La libertad es un medio y
no un fin, una pre-condición para realizar un trabajo; un trabajo que, añado
inmediatamente, no excluye la relajación y el recreo. Necesitamos la libertad por la
misma razón que un maderero tiene que sacar fuera de su chaqueta su hacha antes de
cortar.

Todo esto lo sabemos por experiencia personal. Uno de los misterios de la libertad es
que, tan pronto como utilizamos nuestro poder de elección, nuestra libertad parece
quedar reducida. Si quiero ser un buen pianista, tengo que ser fiel a mi instrumento, aun
cuando al mismo tiempo pueda sentir la urgencia de hacer otras cosas. Si soy invitado a
visitar India, no puedo ir al mismo tiempo a España. Efectivamente, todo el mundo sabe
que la impresión de haber perdido algo de la propia libertad es falsa; que yo no podría
aumentar mi libertad abandonando el teclado, o admitiendo segundos pensamientos
sobre mi billete de avión; que al hacer una opción y someterme a ella, lejos de haber
perdido mi libertad, lo que he hecho en realidad ha sido encontrar su sentido y poder

214
sentirme verdaderamente libre. Al revés, es cuando somos incapaces de reconciliarnos
con nuestras mentes, cuando nos sentimos menos libres. Decimos que somos
«prisioneros de la indecisión», igual que el playboy millonario es frecuentemente
prisionero del aburrimiento. El desempleado tiene libertad; la tragedia del desempleo es
la falta de medios para poder usarla.

Cuando la libertad es entendida de esta forma, como condición necesaria para realizar
una tarea, la ley y la autoridad aparecen como aliadas y amigas de la libertad, y no como
sus enemigas. Tampoco la libertad, la ley o la autoridad existen como fin en sí mismas.
Las tres juntas están al servicio de un bien mayor, que es el servicio a la verdad y la Para
hacer lo que es correcto, que lo sabemos después de haber descubierto la verdad,
necesitamos la autoridad interna de la autodisciplina que, en sí misma, es un acto de libre
elección. La autodisciplina nos capacita para escuchar la voz de la razón, más que para
bajar el volumen de las voces deseables. Mientras tanto, una correcta autoridad externa,
y un adecuado sistema de leyes deben impedir que otros interfieran en nuestra libertad a
la hora de tomar las decisiones correctas, manteniéndonos a nosotros sin interferir en
ellas. Nos rodean con el necesario «espacio para la acción».

También nos ayudan a mantenernos en las decisiones adecuadas. Si estamos


poniéndonos en peligro, porque abusamos de nuestra libertad, es una bendición disponer
de un medio que impida ese peligro. Como ingredientes de la felicidad, la amistad de
Dios y una buena conciencia son, al menos para los creyentes en Dios, infinitamente
superiores a la libertad física.

Poseer una comprensión verdaderamente equilibrada de lo que está en juego es, tal
vez, mejor que pensar sobre la libertad en plural más que en singular. La libertad
prospera cuando los hombres ansían un número limitado de «libertades» reconocidas. En
esta situación, se necesitan menos leyes procedentes de las alturas. La autoridad puede
ser delegada. Cuando la libertad en abstracto se convierte en grito, la autoridad tiene,
antes o después, que hacerse más dura y multiplicar leyes para contrapesar las
consecuencias socialmente desintegradoras de la abstracción.

Ahora bien, la libertad, la ley, y la autoridad, están vinculadas en un nivel todavía


más profundo. Las creaturas, precisamente por serlo, sólo pueden realizarse plenamente
y ser felices siguiendo las leyes de su ser, que deben reflejar idealmente las de los
estados. Ir contra las leyes del propio ser puede ser un ejercicio de libre voluntad, pero
no es un ejercicio de auto-realización. Es un acto de autofrustración. Demuestra la
existencia de libertad sólo en la forma en que la enfermedad demuestra la existencia de
la salud. Por ejemplo, si comemos en exceso, nos veremos obligados a guardar cama.

Estas «leyes de nuestro ser», no son un corsé que nos rodea desde fuera. Son la causa
y la fuente de nuestra libertad. Como sucede con nuestra estructura ósea, la mantienen
desde dentro. Son las que hacen posible cualquier actividad, ya sea libre o de otra

215
naturaleza.

Como consecuencia de todo esto, se puede ver que, debido a su enseñanza sobre la
naturaleza del alma humana, y sobre su semejanza con Dios, la Iglesia es hoy día,
filosóficamente, la principal, y con frecuencia, la única campeona de una auténtica
posibilidad de opciones y acciones libres. Mientras tanto, la confusión doctrinal en la
Iglesia, los abandonos del ministerio sacerdotal, la desintegración de las órdenes
religiosas, y la frecuente parálisis de la autoridad cuando teólogos disidentes gritan «la
libertad está en peligro», muestran cuán profundamente ha penetrado en las mentes
católicas el concepto de libertad anárquico y no cristiano de Occidente.

IGUALDAD E IGUALDADES

La igualdad y la fraternidad son más fáciles de entender que la libertad, porque a


diferencia de ésta, no son un misterio de nuestro ser interior. Tienen que ver con nuestras
relaciones con los demás.

Cuando miramos a los hombres en general, lo que vemos no es tanto igualdad cuanto
igualdades. Evidentemente, somos iguales porque tenemos una naturaleza común, y
determinadas necesi Jades y facultades físicas y espirituales comunes también. Entonces,
con el despertar de la conciencia moral, nos damos cuenta de que compartimos algunos
derechos y obligaciones, un estado de cosas que nos distingue de nuestros amigos y
enemigos de piel, plumas, o escamas.

Éstas son cualidades que conocemos mediante la observación y la reflexión. El


conocimiento de nuestras otras igualdades esenciales se lo debemos a Dios. Todos
nosotros, desde el más perfecto física o mentalmente, hasta el más deformado -nos lo ha
dicho Él- estamos creados a su imagen. A todos nos ama con un amor inconmensurable.
A todos nos quiere salvar. Envió a su Hijo para que muriera por los pecados de todos y
cada uno. En el Cuerpo de su Hijo, la Iglesia, el bautismo otorga a todos una igualdad
fundamental al margen de la posición social o racial. Más aún, no hay «judío ni gentil,
esclavo ni libre, varón ni mujer». Uno podría pensar que éstas son igualdades suficientes
como para satisfacer a cualquier ser razonable. Pero después vienen las desigualdades.

Incluso el más ferviente igualitarista se da cuenta de que somos desiguales en


inteligencia, dotación artística, fuerza de voluntad, equilibrio psicológico y emocional,
capacidad de liderazgo, y fuerza física; no podría ser de otra manera, viendo que toda su
vida está dedicada a impedir las consecuencias naturales de estas desigualdades.
Probablemente, reconocerá también, al menos secretamente, que somos desiguales en la
virtud, ya que, al preocuparse por la igualdad más que sus vecinos, en último término
tiene que verse a sí mismo, en este asunto, como mejor que ellos. En el mundo futuro,

216
las desigualdades amenazan con ser más todavía. En el cielo existen ángeles de
categorías superiores e inferiores, premios mayores y menores, los últimos serán los
primeros, y aunque Dios nos ama a todos mucho más de lo que pueda imaginarse, sin
embargo, sabemos que ama más a unos que a otros. Podríamos decir que la igualdad no
es algo en lo que Dios esté especialmente interesado. Justicia, armonía, servicio mutuo,
sí; pero, al parecer, igualdad como tal, no.

Cuando volvemos la vista al mundo moderno, lo encontramos tan en desacuerdo


consigo mismo a propósito de la igualdad, como lo está con respecto a la libertad. Su
ascendiente cristiano le ha legado una querencia apasionada por la idea de igualdad,
aunque sus caprichos filosóficos y científicos favoritos sólo le dejaron espacio para el
mínimo más desnudo de ella. Si no somos descendientes de una única pareja humana
creada por Dios, es perfectamente posible que puedan existir razas, mental y físicamente,
«superiores», o «inferiores», dependiendo del propio patrón de juicio.

Probablemente, la principal contribución a la confusión intelectual ha consistido en


identificar igualdad con total identidad, y ésta con la justicia. Si las personas, en un
sentido profundo, son iguales (ésta es la percepción) necesariamente no pueden ser
diferentes. Al menos, no deben tener distinta cantidad de bienes de este mundo y del
otro.

Esta visión de la igualdad parece haber persuadido a muchos católicos de que la


desigualdad es algo intrínsecamente desagradable para Dios, y que, como cristianos,
están obligados a suprimirla allá donde la encuentren, ya sea promoviendo a las mujeres
al sacerdocio, o introduciendo a un buen número de laicos en la esfera de lo sagrado.
También parecen haber sido infectados por un prejuicio profundamente arraigado contra
la auténtica noción de jerarquía (funciones y grados de autoridad más altos o bajos).

Ciertamente, la jerarquía, como diseñada por Dios, no tiene por qué ser en los asuntos
humanos como el sistema de castas de la India: algo totalmente fijado para siempre
desde el nacimiento. Su objetivo es el funcionamiento armonioso de un todo diverso, ya
sea la Iglesia, la sociedad o el universo, buscando la gloria de Dios y el beneficio de
todos con el amor, el servicio y el respeto mutuos como señas de identidad. La idea
cristiana de jerarquía contempla también las igualdades básicas como algo más
fundamental que las desigualdades. El ideal cristiano se complace en lo pequeño, ya esté
uno situado en la cumbre, en la zona media, o en el nivel más bajo de la escala. Sin
embargo, la jerarquía es hasta tal punto parte de la forma como Dios ha diseñado los
mundos visibles e invisibles, incluyendo la Iglesia, que su lugar en el esquema divino
difícilmente puede ser ignorado sin producir un serio daño a la felicidad, y también a la
fe y al sentido común.

217
FRATERNIDAD NATURAL Y SOBRENATURAL

La fraternidad o hermandad es, de los «principios de 1789», el más cercano a la


condición de bien absoluto, aun cuando muchos intentos recientes por establecer una
fraternidad universal le hacen a uno pensar en aquel revolucionario francés desilusionado
que andaba diciendo en son de burla: «Sé mi hermano, o te mataré», hasta que fue
arrestado y guillotinado. Si no actuamos de una forma suficientemente fraterna en esta
vida, perderemos nuestro billete de entrada a la eterna fraternidad en la otra.

Hay que examinar dos cuestiones. ¿Son realmente hermanos los hombres? Y de
serlo, ¿cómo pueden ser llevados a comportarse de manera más fraternal?

La Iglesia, siguiendo la divina revelación, dice que ciertamente los hombres son
hermanos: descendientes de una única pareja humana, son miembros de la misma
familia. En su dimensión más elevada, tienen capacidad para una forma más alta de
fraternidad: la fraternidad en Cristo. Cristo es el vínculo entre estas dos formas de
fraternidad, la natural y la sobrenatural. Al asumir la naturaleza humana, nos dice el
Vaticano II, Cristo «en cierto sentido» se unió con cada hombre. Por esto, todos los
hombres son hermanos de Cristo, y en cuanto tales, reflejos de Él dañados. Cuando
vemos a Cristo en los pobres, por ejemplo, no preguntamos para empezar si son
cristianos o hindúes. Ahora bien, los hombres sólo se convierten en hermanos en Cristo
cuando, entrando en la Iglesia, se hacen miembros de su cuerpo místico.

Pero por hermanos que puedan ser de estas dos maneras, los hombres no pueden
llegar a actuar de forma fraternal únicamente por medios naturales. Poseen una tendencia
natural a amar a sus parientes y allegados, y en circunstancias normales mantendrán un
cierto sentimiento de cercanía similar fuera de la familia: pero ni siquiera el instinto será
lo suficientemente fuerte por sí mismo para resistir los fuertes impulsos y pasiones de
naturaleza opuesta. Para esto necesitan la gracia.

Inicialmente, el pensamiento de los padres de la Ilustración y de la Revolución sobre


la fraternidad tuvo ciertos puntos en común con el de la Iglesia. Ellos creían en una
auténtica fraternidad de los hombres basada en nuestra común naturaleza humana, y si
eran deístas, en la paternidad de Dios también. Pero los fundamentos de esta creencia
fueron rápidamente destruidos de diversas formas, primero por Rousseau y después por
Darwin.

Rousseau atomizó la humanidad. Nosotros pensamos de los hermanos como personas


que pertenecen a una familia; para Rousseau, sin embargo, hombres y mujeres llegan al
mundo como individuos aislados. La familia no cuenta en absoluto. Para mantener estos
principios, puso a sus cuatro hijos ilegítimos en un orfanato nada más nacer. La única
relación que contaba para Rousseau era la de carácter legal (el «Contrato social»). Los
hombres se ponen de acuerdo en enajenar algo de su libertad para que cobre ventaja la

218
vida común. Darwin minó todavía más la fraternidad humana, al abolir a nuestros
primeros padres y convertir el comportamiento de Caín con Abel en modelo para el
progreso humano.

Sin embargo, hacer que los hombres se comporten como hermanos sigue
proclamándose como una obligación y una posibilidad. Se piensa que esto se puede
realizar obligándoles a pensar en el otro como hermano, y acostumbrándoles a someterse
a determinadas reglas para poder producirse correctamente. Además, existe ahora el
instrumento del condicionamiento psicológico. Las modernas doctrinas de la fraternidad
humana son realmente formas de pelagianismo, y parecen haber llevado también a
muchos católicos occidentales u occidentalizados al pelagianismo o semipelagianismo,
sin que la mayoría sea consciente de ello.23

Para estos cristianos supernaturalizados, la fraternidad natural se sitúa por encima de


la fraternidad en Cristo, al tiempo que se equipara hacer a la gente sociable y amigable
con hacerla santa. La confianza se pone en medios naturales, como por ejemplo,
dinámicas de grupo y técnicas psicológicas similares, más que en medios sobrenaturales
como enseñar a la gente su fe, o animarla a orar, ayunar, y confesar sus pecados. El
hombre, se piensa, puede perfeccionarse a sí mismo simplemente con su propio esfuerzo.
Creyentes y no creyentes son igualmente capaces de «transformar el mundo».

Abandonados a sí mismos, como podemos ver por la historia de los dos últimos
siglos, los principios de 1789 son como toros salvajes fuera de control. Sólo la Iglesia
puede domesticarlos. Pero nos podemos preguntar, ¿puede volver a hacerse con ellos
antes de que embistan al «mercado chino» occidental?

219
s ya más o menos un lugar común que la Revolución francesa fue, en realidad,
dos revoluciones en una. Una revuelta puesta en marcha por la aristocracia contra los
intentos de la monarquía de reformar el Antiguo Régimen, se convirtió en revolución a
manos de un sector de las clases medias educadas que, en nombre de los derechos del
hombre y de la democracia, se hicieron con el poder del rey y de la aristocracia para
desencadenar una revolución social en la que un proletariado urbano trataría de
conquistar el poder de las clases medias educadas. La primera triunfó. El triunfo de la
segunda se retrasó cerca de cien años, y cuando por fin se impuso bajo la bandera del
socialismo en un país en el otro extremo de Europa, terminó siendo, no el triunfo del
proletariado, sino de los profesionales revolucionarios y de una intelligentsia que
gobernó en favor de un supuesto beneficio del proletariado con un rigor que sobrepasaba
ampliamente el de cualquier otro manifestado previamente.

¿Son, entonces, la democracia y el socialismo teorías políticas opuestas, o pertenecen


y forman parte de la misma cosa? La res puesta tiene algo de ambas posibilidades. Los
fines son los mismos: la felicidad humana mediante el reino de la libertad, la igualdad y
la fraternidad. Las diferencias se centran en las prioridades. ¿Qué debe venir primero, la
libertad, los derechos y los intereses del individuo, o la igualdad y los derechos de la
colectividad? Veamos esta cuestión más de cerca.

¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA?

Cuando nos preguntamos por lo que la gente de hoy quiere decir con la palabra
democracia, nos encontramos con dos concepciones en conflicto que afectan a las
mentalidades occidentales. Las llamaré democracia de sentido común, que no es
democracia en sentido literal, y democracia teórica, que no resulta practicable en su
sentido literal.

Para la mayoría de la gente, democracia de sentido común quiere decir sistemas


políticos como los de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, etc. Es obligada la
separación de poderes; los gobernantes son elegidos para periodos de tiempo limitados,
con lo que se pretende que estén atentos a los deseos de los gobernados; todos los
adultos tienen derecho a voto; la función pública está abierta a cualquiera que aspire a

220
trabajar en ella; las decisiones se toman por mayoría; nadie puede ser detenido sin una
orden judicial, ni encarcelado sin juicio previo, y la ley es igual para todos. Hablamos de
esta democracia como sistema de «gobierno representativo». Algunas características que
se acaban de señalar se encuentran en diferentes formas de gobierno. Las he mencionado
porque están en la mente de la mayoría de la gente cuando piensa sobre los principales
valores de la democracia.

Las ideas subyacentes son que el gobierno, al menos hasta cierto punto, debe buscar
el beneficio de todos, y que el pueblo o la sociedad es algo orgánico: una unión de
familias e individuos que, aunque tienen muchas cosas en común -incluyendo una
historia y cultura comunes- también constituyen grupos conformados naturalmente con
distintos intereses y puntos de vista diferentes.

Los demócratas de sentido común, podría decirse, no creen en un gobierno


totalmente a cargo del pueblo, sino en el mayor grado de consenso, consulta y
representación que sean compatibles con una gobernación estable y eficaz. Si las
contemplamos sin prejuicios, nos damos cuenta de que las democracias de sentido
común se parecen básicamente a sistemas mixtos apoyados ya por Santo Tomás, que
combinan rasgos monárquicos, aristocráticos y populares.

Esto es especialmente cierto en el caso de Estados Unidos, y de la actual República


Francesa. Los sistemas políticos no son siempre lo que parecen. Estados Unidos y
Francia, consideradas democracias plenas, son, en realidad, monarquías elegidas,
limitadas por instituciones representativas poderosas. Inglaterra es una república con un
presidente hereditario privado de poder. La Rusia Soviética, aunque atea, recordaba a
una teocracia: los mismos hombres decidían lo que se tenían que creer, y también cómo
debía ser gobernada la nación.

La tradición revolucionaria francesa ha propagado algunos de los principios de la


democracia de sentido común, pero no los ha creado. Lo que puso en marcha, basándose
en Rousseau, fue una democracia teórica.

Los principios básicos de una democracia teórica son estos: que existe algo así como
«el pueblo», un agregado de unidades iguales que tienen todas ellas las mismas
necesidades, un mismo pensamiento, e idénticos deseos; que todos juntos son la fuente
de la verdad, del derecho, y del poder legitimado para reclamar obediencia; que el
pueblo debe gobernar, bien directamente interviniendo día a día en los detalles de la
gobernación, sin que se adopte decisión alguna sin su conocimiento y consentimiento, o
entendiendo que los gobernantes son meramente sus portavoces. Para un hombre tener
que someterse a una autoridad que no sea la suya propia es una afrenta a su dignidad y
una limitación de su humanidad.

Existe una estrecha conexión entre la idea de la democracia de Rousseau y el

221
concepto que tenía Lutero de la Iglesia como pueblo que actúa unido bajo la inspiración
directa del Espíritu Santo. La dificultad en el caso de Rousseau era que, al dejar fuera al
Espíritu Santo, no era capaz de explicar por qué el pueblo debía tener siempre un mismo
pensamiento y unos mismos deseos. De ahí, su segunda idea más famosa.

¿En virtud de qué derecho pueden la mente colectiva y los deseos comunes obligar a
los individuos, absolutamente libres por nacimiento, que son los que crean el pueblo, a
obedecer a su autoridad y a sus leyes? Gracias al Contrato social. Una vez aceptado
libremente (¿en la persona de sus remotos ancestros?), la libertad individual sigue siendo
el principio rector de la persona, porque la mente colectiva y los deseos del conjunto son,
ahora, su mente y deseo. ¿Puede retractarse del contrato? No. Está para ser mantenido.
Aquellos que disientan de la mente y voluntad colectivas, dejan de formar parte del
pueblo, convirtiéndose en ramas cortadas y enemigos del pueblo. El pueblo es... ¿la
mayoría? ¿Los que tienen ideas correctas? Aquí, la democracia teórica se vuelve evasiva.

La teoría del contrato social constituye un intento de explicar el origen de la sociedad


y de la autoridad política al margen de Dios; un intento para mostrar por qué hombres y
mujeres, que se supone están sometidos, no a alguien determinado, sino a sí mismos,
deben aceptar unas leyes que manifiestamente proceden de fuera de ellos, y no siempre
les están vinculadas. Es normalmente aceptado que la vida social es artificial, y no
natural.

Debido a la influencia de Hobbes, Locke y Rousseau en la educación occidental,


muchos demócratas de sentido común en Occidente, cuando hablan de la democracia,
tienen también con frecuencia en mente, por desgracia, no pocas de estas ideas. Este
solapamiento de dos concepciones discordantes de la democracia (la de sentido común y
la teórica) basadas en principios fundamentalmente diferentes, explica la mayoría de
confusiones que rodean el tema, y no pocas de las dificultades políticas presentes que
afectan a nuestro mundo.

Todo el mundo sabe que un gobierno por «el pueblo», es algo imposible. Incluso con
las instituciones más representativas, el gobierno real lo lleva un número relativamente
pequeño de hombres y mujeres. Ellos saben también que la aprobación de una política, o
de una medida por un cincuenta y uno por ciento, no la convierte en correcta. Y, ¿en qué
sentido una actividad como la formación de la opinión pública, bien a través de los
medios o de la clase intelectual, es un cometido democrático? ¿No es, más bien algo,
típicamente aristocrático? Si un escritor o un pensador forma opinión pública sobre un
tema determinado, y después el pueblo vota según sus propios criterios, ¿qué ha
prevalecido, los criterios del pueblo o los del escritor? Voltaire no tenía dudas sobre el
particular: «La opinión gobierna el mundo, y los filósofos gobiernan la opinión», aunque
los filósofos que él tenía en mente deberían llamarse más propiamente propagandistas.

Ciertamente, cualquier forma de liderazgo es difícil de conjugar con la idea de

222
gobierno por el pueblo, o de soberanía popular. La mayoría de las naciones y culturas
han sido moldeadas por hombres notables que, buenos o malos, han solido aparecer
inesperadamente en el escenario de la historia como los conejos en la chistera de un
prestidigitador.24

A pesar de esto, la democracia teórica, es considerada ampliamente como el ideal.


Ésta es la razón de que tengamos tantos liberales bienintencionados que tratan de realizar
los principios de la democracia teórica dentro del marco de nuestras democracias de
sentido común hasta que terminan estallando. Estos liberales se sienten culpables cuando
ven que, por la voluntad de la mayoría, tiene que hacer, hasta cierto punto al menos, lo
que no es correcto, aun sin querer; cuando se dan cuenta de que el pueblo tiene que
gobernar, aun cuando no pueda hacerlo; y cuando constatan que la libertad y la igualdad
tienen que ser magnificadas aunque ese empeño lleve a quemar por completo la
democracia. El fracaso de las democracias parlamentarias en la Europa de los años
veinte y treinta se debe atribuir, al menos en parte, a esta causa.

¿Dónde se sitúa la Iglesia?

«Por su misión y naturaleza, la Iglesia no está vinculada a ninguna cultura, y tampoco


a ningún sistema político, económico o social»25. Bendice cualquier institución social o
política legítima, en la medida en que encarne los principios de su enseñanza social
(sobre la que vendremos enseguida). Con respecto a la democracia, se podría decir que
apoya la del tipo de sentido común contra el tipo teórico. En el mundo de hoy, las
democracias de sentido común parecen ofrecer el mejor marco para lograr ese equilibrio
entre los derechos individuales y comunitarios que su doctrina social preconiza.

El componente de las democracias de sentido común que la Iglesia no aprueba es su


actitud hacia la «soberanía popular». Las democracias de sentido común han aceptado de
la democracia teórica la idea de que la soberanía (el derecho a exigir obediencia) procede
«del pueblo», o del voto mayoritario, y no de Dios. En la medida en que aceptan este
principio, convertido en ley por primera vez por la asamblea constituyente francesa en
junio de 1789, los estados modernos han pasado de tener un fundamento cristiano a uno
de carácter humanista y ateo. Por eso, podemos entender la Revolución francesa como
un acontecimiento que incorpora, no dos, sino tres revoluciones. Una revolución política,
una social, y una metafísica, como ha sido llamada la transferencia de poder de Dios al
Demos.26

El hecho de que muchos católicos piensen ahora que la democracia (se entienda
como se entienda) es la única forma legítima de gobierno, que no se debe contradecir la
opinión mayoritaria (excepto cuando es una opinión con la que ellos no están de
acuerdo), y que la Iglesia debe reestructurarse «democráticamente», es otro ejemplo de
hasta qué punto sus mentes están formadas por las enseñanzas de la Ilustración y de la
Revolución en mucho mayor medida que por la doctrina de la Iglesia.

223
SOCIALISMO Y DOCTRINA SOCIAL

Hasta la llegada de Rousseau, nadie, excepto el filósofo extravagante, había pensado que
era necesario presuponer un contrato social en el origen para explicar por qué la gente
vivía junta formando familias, tribus, y naciones. Daban por supuesto que la vida
humana había sido social desde un principio. De modo que el nacimiento del socialismo
puede ser visto, en primer lugar, como una reacción al individualismo libertario de
Rousseau y al individualismo económico de Adam Smith (la buena sociedad es resultado
de la búsqueda por cada hombre del propio interés personal). Pudo ser también, desde
luego, una reacción a los horrores de la primera industrialización. Individualmente, los
pobres eran débiles; pero unidos, podían llegar a ser fuertes.

Cualquiera que haya pensado alguna vez sobre esta materia, está familiarizado con
los tres principios básicos del socialismo: cooperación más que competición en el
trabajo; plena o casi plena igualdad en la distribución de los productos del trabajo; y
propiedad común. El énfasis se pone en la interdependencia. La igualdad y la fraternidad
van delante de la libertad.

Antes de la Revolución francesa, los hombres y mujeres que habían llevado a la


práctica estos principios básicos de una forma más profunda habían sido los monjes y
monjas de Europa. Encontramos también movimientos como los Dijjers de la Guerra
Civil Inglesa (1640-1650) que trataron de realizarlos en un contexto no religioso.
Entonces, después de que los ejércitos revolucionarios y napoleónicos hubieran sacado
de sus casas a muchos monjes y monjas en nombre de la libertad, la igualdad y la
fraternidad, algunos de los primeros intentos por aplicar los principios básicos en un
marco secular los llevó a cabo el primitivo socialista Robert Owen, que fundó un buen
número de comunidades organizadas cooperativamente en Gran Bretaña y en Estados
Unidos en los años 1820 y 1830. La palabra «socialismo» empezó a ser utilizada en
torno al año 1835. Las comunidades de Owen realmente fracasaron. Sin embargo, los
siglos XIX y XX han visto la fundación de incontables proyectos cooperativos y
comunitarios similares con una inclinación fuertemente utópica o religiosa.

Los orígenes parcialmente religiosos del socialismo han influido en todas las formas
posteriores de socialismo, incluido el no religioso. También explican el atractivo que
ejercen sobre ciertos católicos. Si monjes y monjas pueden vivir, mediante lo que parece
un proyecto por el reino de los cielos, como una rápida lucha contra las condiciones
sociales horrendas (si se olvida el pecado original), ¿por qué no deberá cada uno hacer lo
mismo?

De modo que el socialismo comienza como una teoría sobre la propiedad y las
relaciones humanas, y sólo termina siendo una teoría sobre el gobierno cuando sus
mentores intentan aplicar los principios básicos al conjunto de las naciones y sociedades.

224
Fourier y Saint-Simon (un descendiente del malicioso duque, y diarista en la corte de
Luis XIV) estuvieron entre los primeros pensadores que diseñaron planes para una
sociedad industrial «racionalmente organizada». Su interés prioritario era la eficacia y la
productividad. El sistema de Saint-Simon prefiguró el socialismo corporativo de
Mussolini y del primer fascismo. Ponía el acento en la cooperación de las clases bajo el
liderazgo de los capitanes de la industria y de los científicos.

Los principales socialistas, por el contrario, permanecieron vinculados a los


principios de la democracia teórica: no se debía confiar en los poderosos; el poder debía
estar en el pueblo; el pueblo, o los trabajadores, debe ser la fuerza rectora. Se dio
también un importante cambio terminológico: la propiedad común llegó a ser
identificada con la propiedad estatal. El Estado debe poseer los medios de producción e
intercambio. ¿Todos? Las diferentes escuelas de socialismo se pueden distinguir,
precisamente, por el grado de propiedad y control estatal que preconizan.

Si la historia hubiera seguido a la lógica, la siguiente etapa habría sido algo parecido
al moderno estado del bienestar. Pero esto estaba más allá de los objetivos de los
partidos socialistas del siglo XIX. Y así, el Estado del bienestar sólo llegó unos treinta
años después de que la implantación del primer estado plenamente socialista con la
Revolución de 1917, propinara a los gobiernos de Europa un susto de proporciones tan
gigantescas que sólo ahora se están recobrando de él. Los revolucionarios rusos
denominaron a su sistema comunismo, pero tiene mucho más sentido llamarlo
socialismo despótico.

El socialismo despótico, que justifica su pretensión de ser democrático apelando a la


teoría roussoniana junto con el juego de magia lingüístico (el partido encarna la voluntad
popular), consiste, en esencia, en la imposición sobre el conjunto del pueblo de una
nueva forma de vida que sólo puede ser desarrollada eficazmente mediante el
consentimiento libre de pequeños gru pos con una fuerte motivación religiosa. Al faltar
la motivación y el consentimiento, los gobernantes tienen que hacer frente a la misma
dificultad que tuvieron Calvino en Ginebra, y los revolucionarios franceses en París:
¿Puede ser llevado el pueblo a vivir en un alto nivel de virtud utilizando únicamente la
autoridad del gobierno y la vigilancia policial?

El marxismo es, simplemente, el intento más amplio y devastador por contestar a esta
pregunta afirmativamente. Sin duda, es deliciosamente irónico que haya tenido que
colapsar en Europa en el doscientos aniversario (1989) del comienzo de la Revolución
francesa, y que los medios occidentales se hayan tenido que referir a sus ancianos y
agotados dirigentes, calificándolos de «conservadores».

Sin embargo, el socialismo despótico sigue siendo una tentación real, no sólo para
aquellos gobernantes que deben afrontar serias dificultades económicas, sino también
para gente joven de corazón generoso que se ve confrontada súbitamente y por primera

225
vez con una extrema pobreza a escala masiva.

¿Hasta qué punto pueden ser parcialmente incorporados a los sistemas democráticos
de sentido común los objetivos e ideales de cuño no marxista sin que queden
desnaturalizados o arruinados económicamente? Ésta es la pregunta a la que se enfrentan
ahora la mayoría de las naciones del mundo, tanto nuevas como viejas.

Para entender lo que la Iglesia tiene que decir sobre este tema, debemos distinguir
entre el socialismo como filosofía de las relaciones humanas y de la posesión de la
propiedad, y el socialismo como teoría de gobierno. La Iglesia posee una filosofía social
y unos principios sociales, pero no un plan específico de carácter social y económico,
igual que tiene unos principios sobre el justo gobierno, sin estar comprometida con
ningún sistema político concreto.

El primero de estos principios es lo que ahora se denomina principio de solidaridad.


El principio de solidaridad no excluye una razonable competitividad o la noción del
orden o jerarquía social, sino que pone el acento en la cooperación. Dice que, sea cual
sea la situación económica o social, los hombres deben vivir juntos como hermanos sin
luchar o querer imponerse unos sobre los otros. Ni la liquidación de la libre empresa, ni
la lucha de clases pueden ser los mecanismos del progreso social; sólo puede serlo la
ética. Sin ética sólo puede producirse retroceso social.

El principio de solidaridad es una ampliación del principio de León XIII, «el capital
necesita del trabajo, el trabajo necesita del capital», a todas las esferas de la vida. Para
resumir su pensamiento, la Iglesia ha utilizado recientemente la palabra «socialización».
Ninguna sociedad tiene obligación de ser socialista. Pero las instituciones de todas las
sociedades deben reflejar el hecho de ser una commonwealth, o una common weal.
Parece existir aquí una cierta afinidad con el pensamiento de los «cristianos socialistas»
del tipo del anglicano del siglo XIX Frederick Maurice.

En segundo lugar, la Iglesia sólo reconoce como absolutamente necesarias e


inmutables dos unidades o agrupaciones sociales: la familia gobernada por los padres, y
el conjunto social (tribu, comunidad, nación, o Estado) gobernado por un gobierno
legítimamente establecido. Entre estas dos puede darse un buen número de otros cuerpos
y asociaciones, públicos o independientes, que dirijan la vida económica y social en
condiciones de igualdad o en orden ascendente, de acuerdo con el principio de
subsidiariedad (un estamento superior no debe hacer lo que puede realizar igualmente
bien un estamento inferior).

El hecho de la que la familia sea la unidad social más pequeña no significa, sin
embargo, que deba ser la menos importante. Al revés, todas las demás asociaciones
existen para beneficio de las familias y de los individuos. La familia es el lugar donde
los futuros ciudadanos reciben su más profunda formación, tanto para la virtud personal

226
como para la vida social. Aquellas sociedades que, como las occidentales, minan la vida
familiar, simplemente están poniendo bombas en sus cimientos.

Los elementos del socialismo que primero concitaron la condena de la Iglesia fueron
los métodos revolucionarios para alcanzar el poder preconizados por los socialistas más
influyentes del siglo XIX: sus planes para un control total del Estado, y su negación del
derecho a la propiedad privada. «La propiedad es un robo», dijo el socialista francés
Proudhon en 1880.27

La Iglesia permite la deposición de los tiranos por la fuerza únicamente en


circunstancias extremas. Parafraseando a Pío XI: «El remedio no puede ser peor que la
enfermedad». En lo que se refiere a un control absoluto del Estado, la Iglesia no
reconocerá que Dios haya concedido a ningún hombre o grupo el derecho o el poder de
establecer el reino de la justicia universal. Esto vendrá después, y será acción suya. Lo
que parece haber decretado para el entretanto es que exista una mezcla de suficiente
autoridad y libertad que permita a los hombres buscarle y servirle libremente en paz y
tranquilidad.

Por la misma razón, la Iglesia ha defendido el derecho a la propiedad privada.


Muchos han visto esto como el triunfo de los acomodados. Sin embargo, hay millones de
pequeños propietarios extendidos por el mundo que, según los patrones occidentales, son
pobres. Al liderar el derecho de los hombres a la propiedad privada, la Iglesia se pone al
frente en favor de su libertad y su independencia. La ecuación «asalariado = esclavo»
aplicada a los trabajadores carentes de propiedad, sigue teniendo sentido.

Sin embargo, la Iglesia no contempla la propiedad privada como un derecho


absoluto. Por ejemplo, un hombre no debe quemar sus Rembrandts, o romper un montón
de apuntes bancarios, simplemente por pura diversión. La propiedad no debe entenderse
en primer lugar como una presa. Además, debe ser distribuida lo más equitativamente
posible. Grandes concentraciones de riqueza pueden impedir a otros ejercer derecho a la
propie dad. El salario y el precio justo también deben limitar la libre búsqueda de
riqueza. La vida económica no debe abandonarse enteramente a la actuación de fuerzas
ciegas, o de egoísmos en conflicto.

Para hacer comprender estos puntos, la Iglesia se ha referido recientemente a la


propiedad privada adjudicándole una «dimensión social» (debe ser usada de forma que
beneficie a nuestro prójimo, o al menos, no le haga daño), y poniendo el acento en la
doctrina bíblica sobre el destino universal de los bienes de la tierra.

El fin universal de los bienes de la tierra no significa que todo pertenezca a todos del
mismo modo y en la misma medida. Significa que el mundo ha sido creado para
beneficio y disfrute de todos, y que todo el mundo tiene derecho a una participación
equitativa.

227
Resumiendo: si nos fijamos en los cambios sociales y políticos, incluidas las
revoluciones, de los dos últimos siglos llevados adelante en nombre de la libertad, la
igualdad, la fraternidad y la democracia, lo que vemos avanzar como una corriente
cristalina a través del espesor de los horrores y locuras, es una búsqueda confusa de un
sistema de leyes e instituciones que pueda proteger los derechos e intereses de los
miembros más débiles o menos favorecidos de la sociedad, sin sofocar las energías e
iniciativas de los fuertes o intelectualmente más valiosos, que también son necesarios
para el bien común. Ésta es la aportación crucial del cristianismo a la historia política
moderna. Los gobiernos y las instituciones sociales y económicas son queridas por Dios
para bien y ventaja de todos, y no sólo de unos pocos. Pero, ¿cómo deberá realizarse este
objetivo? ¿Deberá conseguirse limitando o incrementando los poderes del Estado? Aquí
es donde empieza la locura.

Las locuras mayores consisten en pensar que el gobierno es básicamente un mal que
sólo algún día podrá eliminarse; que su principal tarea debe ser promover la libertad e
igualdad, más que el bien común; que existe una única fórmula política para todas las
situaciones; que la política puede realizar el trabajo de la ética y la religión; y que al final
del camino nos espera un paraíso sociopolítico.

Estas locuras subyacen a los intentos de comprometer a la Iglesia con la promoción


de diferentes formas de «emancipación» política o social, de los que la teología de la
liberación sudamericana ha sido, hasta hace poco, el más notable. La teología de la
liberación puede ser vista como la última y más radical versión del Evangelio social
protestante de comienzos del siglo xx. El principal empeño de la práctica cristiana debe
ser elevar la situación de los pobres en todas partes, al menos hasta conseguir un nivel
razonable de prosperidad. La pobreza, entendida como miseria, puede y debe ser abolida.

Antes de la Revolución Industrial, una idea semejante habría parecido inconcebible a


la mayoría de la gente. Una distribución más amplia de la riqueza existente habría tenido
sus abogados, pero no la abolición de la pobreza como tal. La masa humana siempre
había sido pobre, y con la escasez de recursos de la época, era difícil ver cómo las cosas
podrían ser de otra manera. Sin embargo, conforme fue cobrando fuerza la Revolución
Industrial, se produjo un cambio de mentalidad. Lo que una vez pareció inconcebible,
ahora se antojaba posible. Durante la década de 1960, la idea de que las naciones pobres
del mundo podrían realmente ser elevadas al nivel del Occidente rico mediante el
«desarrollo», era casi un lugar común entre la gente preocupada por estos temas.
Desarrollo significaba transformar los viejos países y civilizaciones agrícolas para
conducirlos al nivel de eficacia de los industrializados, a través de préstamos,
subvenciones, y un asesoramiento tecnológico procedente de Occidente. «El desarrollo»,
dijo el papa Pablo VI, «es el nuevo nombre de la paz», introduciendo de este modo otra
idea: que la guerra se debe principalmente a la necesidad.28

Éstas no son ideas que se puedan despachar a la ligera, ni mucho menos obviarse por

228
completo. Preconizar que todos compartan las cosas buenas de la vida, a condición de
que no se hayan descalificado a sí mismos al ejercer su libre albedrío, es algo, como
hemos visto, perfectamente cristiano. El problema de la Iglesia ha sido éste: a ella no le
corresponde producir utopías, pero sí tiene la obligación de hacer justos a los hombres, y
de curar las heridas de los afligidos. ¿Cómo se las arreglará para lograr que sus hijos
vean la diferencia? El nacimiento de la teología de la liberación fue el ejemplo más
notable de su falta de éxito en los años ochenta del pasado siglo.

Como doctrina específica, la teología de la liberación comenzó en 1960, cuando


algunos teólogos latinoamericanos heterodoxos, con puntos de vista sociales muy
radicales, empezaron a desencantarse de la convicción del papa Pablo VI de que la
pobreza podría vencerse mediante el «desarrollo». El desarrollo era un proceso
excesivamente lento. Ellos querían una solución total para los pobres ya. Por eso,
desembocaron inevitablemente en la revolución. Pero su Evangelio social radicalizado
no era simplemente un marxismo «catolizado» de cuño soviético. Ciertamente, de Marx
tomaron la idea de conflicto de clases como mecanismo para el progreso social. Pero el
resto de su sistema, como quedará claro en un capítulo posterior, era la crítica bíblica
luterana del modernismo religioso de Rudolf Bultmann en versión política.29

Según la teología de la liberación, la Iglesia existe para establecer «el reino», un reino
de igualdad y de La Iglesia, sin embargo, según los liberacionistas, no es el reino, ni
siquiera, como dice el Vaticano II, «la semilla del reino». Existe para servir al reino, para
ayudar a traerlo. Esto es cierto, en último término, aplica do a la «Iglesia institucional»,
los dirigentes de la Iglesia con sus leyes, regulaciones y «estructuras» como las diócesis
y las parroquias. Sin embargo, por encima y en contra de la Iglesia institucional, está la
«Iglesia del pueblo», la «Iglesia popular». En la iglesia popular el pueblo se organiza en
pequeñas comunidades31 bajo el liderazgo de laicos que, a su vez, se parecen a los
«trabajadores pastorales» (clérigos o laicos), para cuya formación, según se nos dice, se
desarrolló la teología de la liberación (y no, en primer lugar, para los niveles
académicos, ni para el pueblo como tal). De los trabajadores pastorales, los miembros de
las pequeñas comunidades aprenden a interpretar la Biblia a la luz de sus experiencias, y
de las situaciones de la vida en donde descubren el principal mensaje de la Biblia: el
derecho y la obligación que tiene el hombre de promover su total liberación de toda
forma de opresión, empezando por las estructuras sociales y políticas injustas de su
propio tiempo y lugar. Todo esto conducirá indudablemente a la liberación del universo
entero de todo sufrimiento y limitación. Ambas cosas son parte de un único proceso
cósmico.

Nadie negará que el mundo está lleno de injusticias de todo tipo, ni tampoco el
derecho de los hombres a corregirlas mediante medios legítimos, en la medida de sus
posibilidades, sin cometer injusticias mayores o peores. Pero que todos puedan leer la
Biblia y pensar que éste es su principal o único mensaje, es algo inasumible. Lo que a
uno le sorprende sobre todo, es lo cercano que está el mensaje de los teólogos de la

229
liberación al de los zelotes judíos de la época del Nuevo Testamento, cuya influencia fue
una de las razones de que muchos oyentes de Cristo fueran incapaces de

En cuanto a las etapas por las que la revolución debe pasar, o a la forma como será
organizada la sociedad una vez que todas las estructuras opresoras hayan sido superadas,
la teología de la liberación, a diferencia del marxismo, guarda un deliberado silencio.
Para la teología de la liberación, la verdad se descubre en y a través de la acción. Una
vez puesta en marcha la revolución, las siguientes etapas necesarias se irán apareciendo
automáticamente.33 Lo mismo cabe decir de la organización «del reino» cuando llegue.
Hay que admitir que se trata de una forma ingeniosa de evitar numerosas preguntas
francamente incómodas.

La teología de la liberación estuvo en su cénit de influencia entre la segunda


asamblea de los obispos americanos en la Conferencia de Medellín (Colombia) el año
1968, y la tercera asamblea de Puebla (México) en 1979, en la que Juan Pablo II
comenzó el proceso para su desmantelamiento. A mediados de los 80, la Congregación
para la Doctrina de la Fe publicó en Roma dos documentos, el primero de los cuales
detallaba sus errores, mientras que el segundo sentaba las ideas cristianas sobre la
libertad y la Desde entonces, la teología de la liberación ha sufrido dos golpes: el colapso
del comunismo en Europa Oriental que ha desacreditado temporalmente las rápidas
soluciones revolucionarias; y la fuga de un gran número de pobres sudamericanos hacia
sectas protestantes porque querían oír men sajes sobre una vida mejor en el mundo
futuro, y no tanto sobre un improbable paraíso en el presente.35 Ahora bien, esto no
significa que los principios que subyacen a la teología de la liberación no sigan estando
operativos. Aparecen en el feminismo radical, que ya está manifestando, incluso, una
mayor capacidad de contagio, y han jugado también un papel en la revolución religiosa
de la clase media norteamericana y europea, fuertemente sorprendidas viendo que, a
pesar de los intentos en contrario de los teólogos de la liberación latinoamericanos, su
teología es un subproducto del modernismo político europeo.36

La principal diferencia entre los dos grupos es que el europeo y la clase media
americana, disfrutando precisamente de todas las ventajas políticas, económicas y
sociales que puedan apetecer, la emprenden contra las «estructuras» eclesiásticas, más
que contra las sociales y políticas. Con Hans Küng como su Bolívar, ven con simpatía el
liberacionismo político en el exterior, mientras que en casa favorecen parroquias sin
sacerdotes, o pequeños grupos liderados por laicos, bien porque esto ayuda a difuminar
la distinción entre clérigos y laicos, o porque acostumbra a los fieles a ver a las mujeres
cumpliendo funciones aparentemente «sacerdotales». Los católicos holandeses fueron
los primeros que, inmediatamente después del Concilio, se mostraron pioneros de esta
visión de la Iglesia, que ha sido llamada apropiadamente «mal del olmo holandés». El
movimiento «Somos Iglesia» nacido a mediados de los años noventa en Alemania y
Austria, es otro ejemplo de la misma mentalidad, que, como veremos después, tiene sus
raíces en las ideas de Bultmann sobre los orígenes cristianos.

230
231
37 El original inglés dice Human Rights and Human Wrongs, cuya traducción sería
algo así como «aciertos humanos y equivocaciones humanas», con el doble sentido de
«derechos». Al traducirlo al español pierde este doble sentido. (N. del T.)

reo en los derechos humanos». Podríamos considerar a éste el último


artículo del credo del hombre occidental «ilustrado». Ahora bien, ¿qué son los derechos,
y de dónde proceden? Los derechos, que incluyen nuestras legítimas libertades, pueden
ser definidos como el reconocimiento legal de todo aquello que necesitamos para lograr
plenamente nuestro destino. Necesitamos vida, alimento, trabajo, verdad, amor, una
familia, una razonable seguridad, y todo tipo de cosas. Pero el derecho a todo esto, no es
algo que nos damos a nosotros mismos. Igual que la ley, los derechos son un don del
autor de la existencia. Sin él, no hay derechos; sólo existe la superioridad de la fuerza o
de la astucia. Si Dios no existe, dijo Dostoievsky, todo es posible. Nietzsche dijo lo
mismo con otras palabras. Ésta fue la piedra fundacional de su filosofía del
superhombre.
Una mirada a los Diez Mandamientos (la declaración más antigua de los derechos y
las obligaciones humanas), nos aporta una luz adicional. Desde el punto de vista del
hombre occidental, los Diez Mandamientos enfocan las cosas de manera incorrecta. El
Decálogo es una lista de los derechos de nuestro prójimo en relación a nosotros, y no de
nuestros derechos en relación a él. El mandamiento de no matar es una declaración de su
derecho a la vida; no robar, de su derecho a la propiedad; no cometer adulterio, del
derecho de las personas casadas a que no les roben sus cónyuges. En otras palabras, a
cada derecho corresponde una obligación, y se nos dice que debemos pensar en nuestras
obligaciones hacia nuestro prójimo antes de comenzar a pensar en sus obligaciones hacia
nosotros. Los tres primeros mandamientos, por supuesto, se refieren a los derechos de
Dios sobre nosotros. Sobre Él, nosotros no tenemos ningún derecho.

Tanto los grupos como los individuos tienen también derechos, igual que los tiene la
comunidad como un todo, o el gobierno cuando actúa en representación de la comunidad
o de Dios, porque, puesto que la vida humana es social, existe un bien común que ha de
ser buscado igual que han de serlo los numerosos bienes individuales.

Armonizar esta multiplicidad de bienes y objetivos interrelacionados ha sido siempre

232
una de las principales tareas y dificultades de todo gobierno. Donde los individuos,
grupos, y la comunidad en su conjunto tienen sus derechos, allí hay justicia. Justicia no
es igualdad o igualitarismo, sino un orden correcto: todos haciendo lo que debe
realizarse, y recibiendo lo que deben recibir. Ahora bien, cualquier aproximación a este
estado de cosas es solamente posible cuando los hombres son justos, lo que significa dar
a Dios, y también al prójimo, lo que se les debe. Puesto que ahora la justicia significa,
sobre todo, justicia entre hombres sin referencia a Dios, la antigua palabra «rectitud»
describe mejor lo que la Biblia tiene en mente cuando habla de «justicia». La verdadera
justicia lleva consigo tres partes, no dos.

Y aquí es donde la Iglesia entra en escena. No es asunto de la Iglesia, como ya hemos


visto, ofrecer un detallado proyecto en relación con la vida social y política. Su papel es
hacer a los hombres justos en el sentido ya indicado, alimentándoles con la verdad
religiosa y moral, y con los medios de la gracia. Unas buenas leyes e instituciones
pueden ayudar a mantener a los hombres en la justicia o la rectitud. Pero no pueden
hacerlos así.

Junto a todo esto, la Iglesia ha insistido recientemente en que la búsqueda de los


derechos y la justicia será una tarea vana sin la compasión y la caridad, otra lección que
deberíamos haber aprendido del siglo XX.

Tendemos a pensar en la compasión como algo opuesto a la justicia, una concesión al


sentimiento. Pero nos acercamos más a verdad si la entendemos como una justicia que
contempla a los hombres y a las cosas desde una perspectiva más elevada, siendo capaz,
por tanto, de entender las motivaciones y mitigar aquellas circunstancias que con
frecuencia resultan invisibles a la justicia humana. «Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen», fue la voz de la justicia contemplando la injusticia desde esta posición
más elevada. Una pasión por la justicia que no va acompañada de compasión,
indudablemente corrompe el corazón igual que lo hace la pasión por el dinero. «La
justicia sin compasión se hace fría y cortante»38.

Éste es, más o menos, el punto de vista de la Iglesia sobre la justicia y los derechos
del hombre del que la moderna búsqueda de la justicia y de los derechos humanos es un
vástago bienintencionado, pero descarriado. Una vez más, la historia nos ayuda a
explicar qué es lo que se fue estropeando conforme el movimiento fue soltándose paso a
paso de sus amarras cristianas.

Originariamente anglosajón, el movimiento comenzó, como la búsqueda de la


libertad, con la exigencia de la aristocracia y la pequeña nobleza de una limitación de la
autoridad del gobierno central o real (posteriormente inserta en la Declaración Inglesa de
Derechos, la Declaración Americana de Independencia y la Declaración Americana de
Derechos, así como la revolucionaria francesa Declaración de los Derechos del Hombre).
Desde un principio, por tanto, existió una tendencia a absolutizar los derechos del

233
individuo, sin que se pusiera un énfasis equivalente en sus obligaciones, un desequilibrio
que dañó seriamente el bien común.

Algunos primeros borradores de la Declaración Francesa trataron de introducir una


lista de obligaciones.39 Pero el intento fue derrotado. Si se hubiera confeccionado una
lista de obligaciones, o se les hubiera concedido la misma importancia en estas
declaraciones, y si las clases medias europeas, que eran sus inmediatas beneficiarias,
hubieran prestado más atención a esas obligaciones, el siguiente siglo no hubiera tenido
que ver cómo la exigencia de derechos se convertía, en la medida en que lo hizo, en una
conflictiva exigencia de la clase trabajadora de una limitación del poder de los
empleadores en favor de los empleados, con su correspondiente agitación para lograr una
mayor autoridad del gobierno central.

Mientras tanto, los derechos de Dios fueron siendo ignorados cada vez más, al tiempo
que se hacía más honda la convicción de que las relaciones entre los hombres pueden
llegar a ser justas, y que es posible también lograr un estado de absoluta justicia sin que
previamente sea necesario que los hombres se conviertan en justos. Las «estructuras
sociales y políticas» pueden realizar el trabajo de la religión y de la ética.

Ciertamente, cuando los derechos son auténticos y se enmarcan en el contexto del


bien común, la Iglesia apoya su prosecución sin vacilación de ningún tipo.
Indiscutiblemente, unas leyes e instituciones malas deben ser corregidas dentro de los
límites de lo posible. Pero si al pueblo se le da la impresión de que, en general, en lo
único que tiene que pensar es en sus derechos, entonces no sólo empezará a imaginar que
tiene derechos a cosas a las que no los tiene, sino que se le estará entrenando para una
guerra social más que para una vida social.

Sin embargo, lo que le ha acarreado más dificultades a la Iglesia desde 1960 es un


derecho particular, más que la prosecución de los derechos en general. Me refiero al
derecho a la libertad de expresión y de opinión, y particularmente la libertad de fe y
opinión religiosas.

En el campo liberal existe un acuerdo general de que este derecho, igual que otros,
procede del hombre, no de Dios; pero hay desacuerdo sobre el alcance de cualquier
posible limitación. Para el liberalismo libertario sólo una cosa es cierta: las restricciones
deben ser las menos posibles. No deben fomentarse aquellas afirmaciones que pueden
desembocar en algún daño a la persona o a la propiedad. Pero se desprecia como algo
carente de consecuencias la posibilidad de que puedan causar algún daño espiritual o
moral.

El liberalismo autoritario o dogmático, por otra parte, aunque coincide con su colega
libertario en que la cuestión del daño moral o espiritual es irrelevante, siempre ha sido
más restrictivo. Cuantas veces se ha impuesto, no ha tenido empacho a la hora de limitar

234
la libre expresión sobre asuntos que le conciernen. Películas que para los cristianos son
blasfemas, deben ser toleradas. Sin embargo, las referencias insultantes a la raza o el
sexo de la gente, deben ser castigadas por ley, y las opiniones políticas que huelan a
«fascismo» deben ser reprimidas, entendiéndose muy frecuentemente por fascismo algo
o alguien que se opone a las opiniones liberales. El liberalismo dogmático ni es
permisivo ni carece de principios. Simplemente tiene principios y opiniones
diferentes.40

Los puntos de vista de demasiados católicos occidentales son ahora una difícil
síntesis de los enfoques libertario y liberal estricto. Lo que condena el liberalismo
autoritario (racismo, sexismo, fascismo) será condenado por ellos, y lo que preconice el
liberalismo libertario (aborto, divorcio, pornografía) será considerado, en nombre del
pluralismo, como algo permisible, al menos hasta cierto punto; por su parte, los teólogos,
en nombre de la libertad académica, exigirán un derecho ilimitado a enseñar lo que les
plazca, aún cuando entre en conflicto con los objetivos de la universidad o colegio que
los emplea. Al obrar de esta forma, de hecho, no hacen sino invocar un derecho
individual, ilegítimo, a destruir el derecho de otras personas a la libertad de asociación.

Para la Iglesia, lo que nos ha dado Dios en primer lugar, no es un derecho a pensar y
decir lo que nos parezca, sino una obligación de buscar y proclamar la verdad. El
hombre, por naturaleza, es un ser creado para buscar la verdad, sobre todo, la Verdad que
es Dios. Esto, y no una ilusoria autonomía humana, es la base del derecho a la libertad
religiosa.

El derecho a la libertad religiosa, por consiguiente, no es un derecho a pensar o decir


lo que podría ser incorrecto o erróneo. Puesto que Dios quiere que los hombres vayan a
Él libremente, es simplemente un derecho (tanto para grupos como para individuos) a no
ser imposibilitados por el Estado para expresar nuestras creencias y opiniones religiosas
mantenidas con sinceridad, incluso cuando son erróneas, a menos que realmente
produzcan un serio daño a nuestro prójimo, a la moralidad pública, al orden público, o al
bien común. Ésta es la principal idea que contiene la Declaración sobre la libertad
religiosa del Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae.

De ahí que la Iglesia haya enseñado que otras religiones deban ser toleradas en vistas
al bien común, aunque en cuanto tales no tengan derecho a la existencia. Se refería a esas
religiones en cuanto sistemas de creencias que están impregnados, en mayor o menor
medida, por el error, que no puede ser sujeto de derechos. Dignitatis Humanae desplazó
el centro de atención de los sistemas a sus miembros, considerados como hombres y
mujeres buscadores, de alguna forma, de Dios, que tratan de agradarle.

Al ofrecer esta enseñanza, afirma la Declaración, está desarrollando la doctrina de los


recientes Papas sobre los derechos inviolables de la persona humana y el orden
constitucional de la sociedad (en las notas a pie de página son citados León XIII, Pío XI,

235
Pío XII, y Juan XXIII), al tiempo que deja intacta la enseñanza tradicional sobre las
obligaciones morales de los individuos y las sociedades hacia la única religión
verdadera. Si descubren que ésta es la verdadera, deben abrazarla y mantenerla.41

Ahora bien, ¿qué significan los términos «hacer daño a nuestro prójimo», «moralidad
pública», «orden público», y «bien común», únicas limitaciones de este derecho? ¿Hasta
dónde llegan los derechos del Estado a la hora de limitar la expresión pública de la fe
religiosa?

Para la Iglesia, «orden público» y «moralidad pública» significan algo más que
reducir la criminalidad al mínimo y prevenir los disturbios en las calles («paz pública»).
Orden público significa que el Estado tiene la obligación de velar para que la vida
pública y las leyes de una nación estén de acuerdo con la ley natural. (El Estado no
puede prevenir todos los vicios, pero tiene la obligación de intentar limitarlos, y desde
luego, no promoverlos). Dios ha dotado, tanto a la vida personal como social, de una
configuración, cuyos contornos son la ley natural. También debe favorecer la fe más que
la irreligión. Puesto que somos seres sociales, el mejor estado de cosas, incluso cuando
deja de ser el normal, se da consecuentemente cuando un pueblo reconoce públicamente,
junto a sus gobernantes, la existencia y la soberanía de Dios. Entonces las cosas
discurren mejor para todos, incluso para los no creyentes. Éste era, claramente, el punto
de vista de la mayoría de los padres fundadores de América: In God we trust (Confiamos
en Dios).

Dignitatis Humanae no considera ideal un estado moral y religiosamente neutral, aun


cuando una lectura superficial pueda dar esa impresión. También permite el
reconocimiento estatal de la religión mayoritaria, siempre que las religiones minoritarias
puedan practicar libremente sus creencias con las salvedades expuestas. En cuanto a los
estados que utilizan la fuerza «para acabar con la religión en el mundo o en una región
determinada» dice que están violando los derechos de los hombres y de Dios.42

Donde Dignitatis Humanae difiere principalmente de la antigua enseñanza sobre la


obligación del Estado, es en no exigir que los gobiernos tengan en toda circunstancia la
obligación de reconocer las exigencias de la Iglesia católica.

Aquí, me parece, vemos que la Iglesia reconoce las implicaciones no sólo de una
situación histórica cambiante, sino del hecho de que la fe es un don.

Durante muchos siglos sus enseñanzas en este campo se dirigieron principalmente a


los dirigentes y sociedades cristianas. Se daba por supuesto que conocían o tenían
posibilidad de conocer quién y qué era la Iglesia. Pero a partir de 1920, ha ido entrando
en relación de manera creciente con gobernantes no cristianos, y con estados que no
tenían (hasta el momento) el don de la fe. La Iglesia es portadora de signos manifiestos
de su origen divino. Pero para aceptar plenamente sus requerimientos se necesita una

236
gracia especial que no se ha concedido a todos. Los dirigentes no católicos y no
cristianos pueden, sin embargo, tener acceso a las verdades de la religión natural
(existencia de Dios y ley natural) a través del ejercicio de su razón. De ahí que tengan
obligaciones morales y religiosas.

Así pues, en relación con la religión, el «bien común» tiene dos elementos. Todos
deben ser capaces de buscar y servir a Dios libremente; pero no de una forma que
amenace la paz pública, vaya en contra de la ley natural (orden y moralidad públicas), o
ponga en peligro los genuinos derechos y la estabilidad de otras religiones.43

La confusión sobre la enseñanza de Dignitatis Humanae se debe a la sorprendente


rapidez con que desplazó el foco de atención desde las exigencias del bien común al bien
de los individuos, y al hecho de haber fallado a la hora de mostrar satisfactoriamente
cómo sus desarrollos estaban en relación con la doctrina tradicional.44 Los comienzos
de un intento de tender un puente para salvar la distancia en el nivel de los documentos
oficiales, puede encontrarse en el Catecismo de la Iglesia Católica.

¿Cómo debemos interpretar, a la luz de la actual enseñanza de la Iglesia, las


restricciones impuestas en el pasado a las minorías religiosas en los estados católicos?
Teniendo en cuenta las exigencias de los distintos elementos del bien común en
circunstancias particulares. No tenemos por qué mantener que los hombres de Estado y
de Iglesia hayan aplicado estas exigencias de la mejor forma posible en todos los
tiempos. Pero debemos recordar que la mayoría de las religiones minoritarias con las que
tuvo que vérselas la Iglesia hicieron su aparición en la historia como movimientos
revolucionarios comprometidos con su destrucción, sin mencionar el statu quo político y
social.

Esto plantea una pregunta de carácter más general. ¿No tratará de protegerse a sí
misma contra los intentos que amenacen destruir sus más preciosas posesiones cualquier
sociedad, ya sea secular o religiosa? Nos guste o no, la actitud de la Iglesia en el pasado
no fue diferente de la de los aliados después de la Segunda Guerra Mundial, al condenar
a muerte a los dirigentes nazis. ¿Y cuáles son las mayores preocupaciones de los
liberales hoy? ¿Las libertades religiosas de las sectas fundamentalistas? ¿O más bien la
necesidad de controlarlas?45

Nosotros, pienso yo, necesitamos también preguntar si cualquier gobierno o estado


puede ser alguna vez totalmente neutral, religiosa o filosóficamente, como parece haber
creído el P. Courtney Murray.46 ¿Puede un pueblo o un estado mantener la cohesión a
largo plazo, sin algún tipo de consenso sobre el significado de la vida, o sobre lo que
debe y no debe hacerse? Y si este consenso no es cristiano y católico, ¿de qué tipo será?
La historia del siglo xx sugiere que el Estado liberal, teóricamente neutral, es, o una
ilusión, o una etapa transitoria en el camino hacia algo muy diferente. La «corrección
política» nos está dando ya un anticipo de lo que será este algo diferente. En la

237
«corrección política» podemos ver cómo el «fundamentalismo liberal» fuerza el
asentamiento de su propio decálogo. El liberalismo genuinamente libertario pronto será
algo perteneciente a un lejano pasado.

Esto no debería sorprender. Hace más de doscientos años, Jeremy Bentham, el más
antiguo «teólogo moralista» del liberalismo inglés, un hombre lleno de planes
bienintencionados para hacer felices a los hombres según su propia visión de lo que era
mejor para ellos, llamó al discurso sobre los derechos «sinsentido sobre zancos». Y así
es realmente, si prescindimos de un Dador trascendente de los derechos.

238
239
¿POR QUÉ LA FILOSOFÍA?

cría difícil negar que el intento de poner «la moderna filosofía» al servicio de la
Iglesia no ha producido todos los frutos que se esperaban; por el contrario, es indudable
que ha sido el responsable de muchos de los actuales problemas de la Iglesia.

Ahora bien, ¿por qué tiene que relacionarse la Iglesia con la filosofía? ¿La necesita
para algo?

Si se les pidiera una respuesta verdaderamente auténtica, sospecho que la reacción de


muchos católicos no sería muy diferente de la del invasor árabe de Egipto en el siglo
VII, que, cuando le preguntaron por qué había quemado la gran biblioteca de Alejandría,
contestó que, si los libros que albergaba contradecían la palabra de Dios, eran malos,
mientras que si estaban de acuerdo con ella, resultaban superfluos.

Sin embargo, ésta no ha sido jamás la actitud de la Iglesia, aunque San Pablo tuviera
dificultad para explicar que lo que predicaba era algo más que una filosofía. Ya sea
utilizando o refutando las ideas filosóficas, la Iglesia siempre las tomó en serio, porque
enseguida se dio cuenta de que, si las ideas «filosóficas» fundamentales de los hombres
no eran correctas, les resultaría mucho más difícil aceptar y comprender la verdad
revelada.

La filosofía formal se dedica sencillamente a hacer de una forma detallada y


sistemática lo que todos los hombres hacemos de vez en cuando de una manera liviana y
desordenada: usar la capacidad mental natural para encontrar sentido a uno mismo y al
mundo que nos rodea. ¿Qué es esto? ¿De qué está hecho? ¿Quién lo ha hecho? ¿Para qué
sirve? ¿Cuál es el origen primero de las cosas? ¿Es toda la realidad algo en permanente
cambio, o existe algo que permanece estable por debajo de los cambios? Además de
preguntas como éstas, fueron surgiendo diversas ramas de filosofía formal porque,
aunque el sentido común se impone la mayor parte de las veces, no es siempre una guía
infalible; las cosas no son siempre lo que parecen ser, vistas superficialmente.

Las principales ramas de la filosofía formal son, o eran: filosofía natural, llamada hoy

240
«filosofía de la ciencia», que se ocupa de los mundos físico y biológico; epistemología,
el estudio de cómo conocemos; lógica, sobre la forma correcta de razonar; filosofía
moral, que se ocupa de la bondad o maldad de los actos humanos; metafísica, que
penetra en el mundo que captan los sentidos, pretendiendo alcanzar su «estructura»
última inmaterial o abstracta: podríamos llamarla ciencia de las causas primeras, de los
primeros principios y esencias; y teología natural, la búsqueda de una causa suprema y
una meta última de las cosas. Cuando no se lo impiden los prejuicios, la mente se mueve
naturalmente desde la especulación sobre las cosas creadas hacia la búsqueda de sus
causas increadas.

A pesar de la fama que tiene la filosofía de ser algo recóndito, la forma improvisada
de pensamiento filosófico anterior a la filosofía formal es, de hecho, una actividad tan
normal como respirar y comer; y, al contrario de lo que afirma habitualmente la mayor
parte de la opinión común, la metafísica es la más normal de todas. El hombre es una
criatura metafísica por naturaleza. Si usted lo duda, trate de llevar una conversación
sobre cualquier asunto razonablemente serio sin utilizar abstracciones como «algo» o
«nada», «causa» y «efecto», «cantidad» y «calidad», o «materia» y «forma». Hablamos
de estar «sustancialmente» de acuerdo, o de cosas que son «esencialmente» lo mismo,
aunque no podemos tocar o medir qué queremos decir en este caso por «sustancia», ni
tampoco por «esencia»47.

Entonces, ¿de dónde proceden estas ideas?

Una visión de moda entre algunos pensadores y teólogos, como hemos visto antes, es
que nos han sido impuestas culturalmente. En Occidente habríamos sido adoctrinados
por las estructuras del pensamiento griego o helenístico. Pero de ser así, ¿cómo
explicamos el hecho de que numerosos pueblos que no conocen nada sobre los antiguos
griegos posean palabras para conceptos equivalentes, o de no ser así, los puedan asimilar
con toda facilidad?; ¿o que la gente que se niega a dar ningún tipo de valor a palabras
como «sustancia» y «esencia», se agarren a ellas en el uso diario?

La explicación alternativa es que estos materiales de construcción básicos del


pensamiento, se generan (casi se podría decir instantánea y automáticamente) tan pronto
como la mente humana entra en contacto con la realidad. El entendimiento, por decirlo
así, «los lee entre líneas» a partir de los datos que le aportan los sentidos. Los filósofos
griegos usaron expresiones como materia y forma, sustancia y accidente, esencia y
existencia, no porque tuvieran una forma especial de mirar las cosas, propia del siglo IV
a. C.; como ha señalado Gilson, adelantándose a los filó solos formales, ellos fueron los
primeros que vieron estas verdades elementales.48

Otros filósofos negaban la realidad del cambio, o mantenían que la materia es mala o
una ilusión. A partir de todo esto, podemos ver la importancia que tiene para la Iglesia
que las nociones fundamentales de los hombres sean correctas. La no creencia en la

241
realidad del cambio haría imposible el arrepentimiento o la Presencia Real, mientras que
la idea de que la materia es mala o una ilusión entraría en conflicto con su enseñanza
sobre la bondad de la creación, y sobre la realidad de la naturaleza humana de Cristo.

FILOSOFÍA CRISTIANA

Ahora bien, ¿dónde podía encontrar la Iglesia un sistema válido de ideas filosóficas
mediante el cual pudiera explicar su enseñanza, al margen de aquellos ya ofrecidos por el
sentido común?

La respuesta era: en ninguna parte. Cuando entró en relación con el mundo,


semejante sistema no existía. Los sistemas a los que podía tener acceso -pitagórico,
platónico, aristotélico, estoico, epicúreo, neoplatónico-, aunque contenían diversas dosis
de verdad, ninguno resultaba plenamente satisfactorio. Llevó tiempo descubrirlo. Pero
con el tiempo aprendió que para po seer una explicación filosófica de la realidad
totalmente a su gusto debía forjarla por sí misma, asumiendo todo lo bueno de las
filosofías existentes, y haciendo las debidas correcciones allá donde fueran necesarias
con la ayuda de la revelación, para construir a partir de ahí.

De esta forma, empezó a existir ese cuerpo de verdades filosóficas conocido como
philosophia perennis (filosofía para todos los tiempos), o filosofía cristiana, de la que los
filósofos-teólogos medievales llamados escolásticos fueron los principales constructores,
con Santo Tomás de Aquino como luminaria principal.

La philosophia perennis no trata de ofrecer un cuadro acabado de la realidad en todos


sus detalles. Su pretensión es doble: que desde el punto de partida filosófico ha logrado
obtener las líneas principales de una correcta pintura; y que ofrece un cuerpo de
principios y conceptos permanentemente válidos, que ninguna explicación filosófica de
éste o aquél aspecto de la realidad, o de la realidad en su totalidad, puede ignorar
impunemente. Por ejemplo, nunca puede dar cabida a la negación por parte del budismo
zen del principio de contradicción (las afirmaciones contradictorias de una misma cosa y
al mismo tiempo, no pueden ser verdaderas). Sin embargo, puede asumir explicaciones
filosóficas de partes de la realidad hasta el momento no examinadas o no completamente
examinadas, siempre que no estén en contradicción con sus principios básicos. Lo único
que importa es que cualquier tipo de novedad puede mostrar ser verdadera.

La aproximación analítica y el método sistemático de los escolásticos, junto con el


valor que atribuían a la razón, más su convicción de que el universo es en último término
inteligible porque es la obra de un Hacedor inteligente que posee un objetivo (contiene
misterios, pero no absurdos), creó un clima de opinión que tuvo mucho que ver con el
surgimiento de la ciencia moderna.49

242
La principal debilidad de la philosophia perennis, tal y como la dejaron Santo Tomás
y los escolásticos medievales, reside en su imbricación con antiguas ideas griegas sobre
física, que sus guardianes no fueron proclives a cambiar cuando sufrieron el desafío de la
nueva física mecanicista surgida en las escuelas de París de la baja Edad Media, y de la
astronomía de Copérnico y Galileo.50

Amigos y enemigos coincidían en que existía una necesaria conexión entre los
componentes estrictamente filosóficos de la philosophia perennis, de valor permanente, y
aquellas hipótesis científicas refutadas. Así, como las ciencias exactas y aplicadas
empezaron a ir de triunfo en triunfo, la escolástica fue desacreditándose teniendo que
cargar con cierta culpabilidad no sólo a los ojos de los adversarios de la Iglesia, sino
también poco a poco ante algunos de sus propios hijos. Mientras tanto, Lutero con su
aproximación subjetiva y emocional a la religión (no «¿es esto verdad?», sino «¿qué
significa esto para mí?»), puso a la mayor parte del mundo protestante en contra de la
philosophia perennis. Su espíritu apasionado, con un ego y una voluntad
sobredimensionados, se vio abocado a considerar repugnante su ordenada objetividad.

Finalmente, en el siglo XVII la philosophia perennis tuvo que sufrir intentos mal
orientados que pretendían reconciliarla con los comienzos de lo que hoy se llama
«filosofía moderna».

FILOSOFÍA MODERNA

René Descartes (1596-1650), una de las inteligencias más potentes del mundo, y un
matemático de primer orden, es considerado habitualmente como el padre de la filosofía
moderna. Sin embargo, introdujo en el pensamiento europeo dos ideas sin las que
probablemente el mundo habría sido más feliz.

La primera fue su método de duda sistemática. Todo debe ponerse en cuestión, nada
debe ser aceptado como verdad, hasta que su verdad haya sido establecida con una
certeza inconmovible.51 Esto le llevó a la convicción de que lo único que podemos saber
con absoluta certeza es el hecho de que pensamos. Lo que parece ser el mundo exterior,
puede parecer real, pero podría ser que estuviéramos soñando, que tuviéramos una
alucinación, o que fuéramos víctimas de una trampa diabólica. Sin embargo, sé de
manera totalmente incuestionable que mis pensamientos son reales, y que por tanto, yo
que los pienso también soy real. Cogito ergo sum: pienso, luego existo. Todas las demás
certezas dependen de ésta. Por consiguiente, el punto de partida de cualquier filosofía
futura deberán ser nuestros pensamientos y no las cosas. El mundo exterior existe, pero
no lo conocemos mediante un contacto directo. Su existencia debe ser probada mediante
deducción lógica a partir de lo que conocemos sobre nuestros pensamientos.

243
Al romper la conexión entre la mente humana y el mundo exterior, que la mente
pretende penetrar y comprender, Descartes hundió a la mayor parte de la filosofía
moderna en un lodazal epistemológico52 del que, desde entonces, se ha esforzado por
salir, convirtiéndose, de esta forma, en el progenitor del moderno idealismo o
subjetivismo. Si lo único que conocemos de una manera indiscutible son nuestros
pensamientos, ¿cómo podemos establecer la existencia de cualquier otra realidad? A
pesar de heroicos esfuerzos para mostrar que es posible hacerlo, nadie hasta el momento
lo ha logrado a satisfacción de todos, considerándolo muchos imposible.

Lo contrario al idealismo moderno es el realismo. Para el realista, lo primero que


conocemos, el punto de partida del conocimiento, no es el pensamiento sino las cosas.
Res sunt: «Las cosas existen». Conocemos por intuición directa, esto es, sin pensar
conscientemente sobre lo conocido, sin pensar que las cosas que tocamos y vemos están
fuera de nuestras mentes. Sólo después de un primer conocimiento de las cosas, nos
damos cuenta de que hemos pensado sobre ellas.53

La posición de la Iglesia, de gran parte del mundo, y de gran parte de la filosofía


anterior a Descartes, es realista. La ruptura entre estos dos puntos de partida, realista e
idealista, uno objetivo en su aproximación, el otro subjetivo, explica no poco de lo que
está sucediendo hoy, incluyendo, así lo sugiero, algunos comportamientos de nuestros
hijos, y no poco de lo que podemos escuchar a los políticos.

El método de duda sistemática de Descartes (la duda metódica) introdujo también el


«espíritu crítico» en la vida de Occidente. Nadie duda de la importancia de un correcto
sentido crítico (no considerar todo como igualmente valioso). Pero el espíritu crítico es
algo muy diferente. Frecuentemente puede ser el enemigo, más que el amigo, de un
sentido crítico. Comienza con la asunción de que, hasta ahora, lo que ha prevalecido en
el mundo fundamentalmente, ha sido el error. Todo lo pensado o realizado, ahora y en el
pasado, es y ha sido, casi con toda seguridad, equivocado; una idea ésta que se convirtió
en axioma para los pensadores de la Ilustración, y que ahora parece haberse convertido
también en axioma para un gran número de cristianos.

Si el método de duda metódica-sistemática fue el primer legado menos deseable de


Descartes, el segundo fue su idea de que todo pensamiento y toda prueba deben seguir
un modelo matemático, lo que hizo nacer el racionalismo moderno. Por racionalismo no
entiendo los grandes sistemas metafísicos de los seguidores inmediatos de Descartes
como Spinoza, Leibniz y Malebranche (sacerdote católico), que actualmente están tan
muertos como Dodós.54 A lo que me refiero es al racionalismo vulgar de la «edad de la
razón» del siglo XVIII, que hasta cierto punto, pervive todavía entre nosotros: sólo las
ideas simples y claras pueden ser verdad, y viceversa: todo lo que existe debe poder
expresarse en ideas claras y simples.

La objeción al racionalismo no es que éste valore la razón, o incluso que la

244
sobrevalore, sino que limita nuestra capacidad de conocer no-racionalmente. La restringe
a una forma particular de conocimiento, haciendo depender su certeza de esa clase de
pruebas que, como en las matemáticas, nos obligan a asentir. Ahora bien, muchas, si no
la mayoría, de las cosas que en la vida merecen verdaderamente la pena, no son
conocidas de esta manera, ni su certeza es buscada así. Un ejemplo son las parejas
casadas. Un hombre puede saber que su mujer le ama. Lo puede saber con certeza. Pero
si pretende lograr una certeza matemática, deberá renunciar a dormir; tendrá que
escudriñar el día y la noche de su mujer, lo cual frustrará su objetivo. Ante semejantes
circunstancias, ella dejará de amarle. Este camino lleva a la locura.

La otra gran objeción al racionalismo es el empobrecimiento de la visión del mundo


que genera. Donde se impone un enfoque racionalista, se esfuman como la luz de un
paisaje cuando el sol desaparece tras el horizonte, los rasgos más llamativos de la
creación de Dios, su majestad, misterio, poesía, y «magia».

Con el tiempo, esta forma de racionalismo provocaría esa explosión que conocemos
como movimiento romántico, con su culto de lo individual, y sus sentimientos que
encontraron expresión filosófica en el idealismo alemán. Por una ironía de la historia,
Descartes resultó ser involuntariamente el que originó ambos movimientos.55

LA REVOLUCIÓN COPERNICANA DE KANT

Después de que Descartes encerrara filosóficamente a los hombres en sus mentes, el


filósofo inglés John Locke (1632-1704) redecoró el interior de la prisión, el escocés
David Hume (1711- 1776) cerró la puerta, y el prusiano Inmanuel Kant (1724-1804)
arrojó fuera la llave.

Para Locke, el material básico de la mente no era el puro pensamiento o las ideas
innatas, sino las impresiones sensoriales. Él fue el padre de la filosofía empírica inglesa,
y menos directamente de lo que podemos llamar «empirismo vulgar» (sólo existe o
puede ser objeto de un auténtico conocimiento lo que podemos tocar y ver). La filosofía
que está en boga hoy generalmente entre los cientistas y el hombre de la calle, es una
mezcla de racionalismo vulgar y empirismo también vulgar.

Al convertir a la experiencia sensorial en el punto de partida del conocimiento, Locke


volvía a la afirmación inicial de Santo Tomás y los escolásticos. Ahora bien, ¿cómo se
originan las ideas? Aquí, encerrado dentro de la prisión mental cartesiana, Locke siguió
un camino diferente. Concluyó que las ideas surgen del mismo grupo de impresiones
sensoriales que aparecen repetidamente juntas sobre la pantalla interior de la conciencia.
Al verlas siempre juntas, formamos la idea de un objeto (roca, gato, árbol), de leyes (los
objetos sólidos siempre caen hacia abajo), o de causa y efecto (un golpe sobre el cuerpo

245
va seguido de fuertes gritos). Locke no dudaba de que nuestras ideas nos dicen algo
verdadero sobre el mundo exterior, pero parece no haber visto todas las implicaciones de
su manera de explicar su origen. El más astuto David Hume sí lo hizo.

Hume afirmó que si un grupo o una secuencia de impresiones sensoriales se


presentan formando una unidad cincuenta veces, no hay razón alguna para pensar que
esas mismas impresiones sensoriales volverán a presentarse juntas las cincuenta
próximas veces. Nuestra fe en la existencia de cosas que poseen una naturaleza fija, o
una sustancia o esencia permanente, no tiene fundamento racional. Como tampoco lo
tiene nuestra fe en la causa y el efecto. De lo único que podemos estar seguros es de la
presencia en nuestras mentes de una co rriente de experiencias sensoriales, no
necesariamente relacionadas.

Hume, por supuesto, no dudaba de la existencia de los objetos, de las leyes o de la


causa y el efecto. Ningún hombre es empirista o idealista a la hora de cenar o de sacar
dinero del banco. Hume quería acabar con la metafísica, porque la metafísica, como
hemos visto, es la escalera por la que la mente asciende desde las cosas creadas hasta su
Causa increada. Una vez logrado su objetivo -una vez, como él creyó, facilitado el
suicidio de la filosofía- se aficionó a escribir la historia. Se podría decir que con Hume el
pecado penetra en la filosofía moderna.

Hume fue también el padre de la idea según la cual los juicios de valor -los que
reconocen que una acción o una cosa son nobles o innobles, hermosas o feas, correctas o
incorrectas- no son sino expresiones de gustos o desagrados personales. No nos dicen
nada objetivamente cierto sobre el objeto o la acción juzgadas. Hoy, a esto se le llama
«separar los hechos de los valores». Esta idea divulgada en el siglo XX por el filósofo
inglés A. J. Ayer, está contenida también en esta otra: «No es posible obtener un debe
ser a partir de un es».

La respuesta a esta afirmación carente de sustancia es: «¿Y por qué no?»

Supongamos que Hume o Ayer ven una jirafa con tres patas. ¿Habría sido su
reacción: «Esto prueba nuestra teoría de que la colección de impresiones sensoriales a las
que otorgamos el nombre de "jirafa" no hace referencia a nada fijo, en cualquier
momento podría incluir "jirafas" con dos, seis patas o sin cabeza? No es más verosímil
que su reacción hubiera sido: "¿Qué es lo que está mal en esta jirafa? Debería tener
cuatro patas. ¿Cómo ha perdido una?". Toda criatura tiene su propia y especial forma. Si
vemos que se desvía de esta forma, decimos que es o está "deformada"».

Ocurre lo mismo cuando nos movemos de los objetos a las acciones. Las acciones
físicas, como las cosas físicas, son recono codas por toda la gente sana como poseedoras
de una «forma» correcta o incorrecta. Sucedieron o no de la forma en que lo hicieron.
Así pues, supongamos en esta ocasión que uno de nuestros dos filósofos ha sido

246
golpeado en la cabeza por un atracador. ¿Podemos imaginarlo, mientras cae al suelo,
diciendo: «No pasa nada. Se trata sólo de un hecho, no de un valor»; o «se trata sólo de
un es. No es posible sacar de ello un debe (o no debe ser) ».

Evidentemente, lo que Hume pretendía mostrarnos principalmente era que no existe


una base absolutamente inmutable para los juicios morales. De ello se sigue que todo lo
que es posible hacer está permitido hacerlo, una idea ampliamente extendida hoy día en
los campos de la ciencia, de la medicina y también de la moral.56 Éste era, más o menos,
el estado de cosas existente cuando Kant descubrió a Hume, y tal como él lo descubrió,
«despertó de su sueño dogmático».

Convencido, como Locke y Descartes, de que la filosofía debe comenzar dentro de la


mente, y profundamente impresionado por los argumentos de Hume sobre el origen de
las ideas, Kant no quiso, sin embargo, seguir a Hume en el escepticismo. Él era un
filósofo hasta las últimas consecuencias; no estaba preparado para ayudar a la filosofía a
ahogarse a sí misma. Se dio cuenta, además, de que la visión de Hume sobre el origen de
las ideas constituía un desafío tanto para la ciencia como para la filosofía. Si creer en la
causa y el efecto, o en la realidad de los objetos, era una asunción injustificable, ¿qué
pasaba, por ejemplo, con la newtoniana ley de la gravedad? Si Hume estaba en lo cierto,
¿cómo podía estar uno seguro de que no llegaría un día en que las manzanas aparecieran
cayendo de los árboles hacia arriba, en vez de hacia abajo? Kant era también un
admirador de Newton, y estaba convencido de que también él era, en alguna medida,
científico.

Su intento de responder a Hume desembocó en su «revolución copernicana»


filosófica. Copérnico había mostrado que la Tierra gira alrededor del Sol, y no el Sol
alrededor de la Tierra. Kant mostraría que la mente humana determina cómo aparece la
realidad más que reflejar cómo es la realidad. Sin embargo, puesto que la «estructura de
la mente humana es básicamente la misma en todos, equiparando los datos que ofrecen
los sentidos, las manzanas siempre parecerán manzanas, y seguirán cayendo hacia abajo
y no hacia arriba, aun en el caso de que no existan unas cosas como las "manzanas", y un
"hacia arriba" y "hacia abajo" en el misterioso mundo "nouménico" de las "cosas en sí
mismas"»57.

Así pues, Kant pensó que había salvado a la ciencia del escepticismo de Hume, y que
había insuflado vida a los cadáveres de la filosofía y la moral; que triunfara en el empeño
es realmente otra cuestión. Lo que hizo, indiscutiblemente, fue desplazar la mirada de la
filosofía, más decisivamente que nunca, desde las cosas al pensamiento, convirtiendo a
la mente humana en árbitro de lo que es o debe ser.

EL PANTEÍSMO EVOLUTIVO DE HEGEL

247
Hegel, el sucesor más influyente de Kant, se sitúa en alguna medida al margen de éste y
de la marea de subjetivismo filosófico que desencadenó.

Para Hegel (como hemos visto anteriormente), todo -gatos, perros, niños, montañas,
gobiernos, ejércitos, ideas, apetitos, sentimientos, doctores, zanahorias, poemas, alta
cocina, usted, yoes un pensamiento, o parte de un pensamiento, de la Mente absoluta, o
Geist, en cuanto se afirma a sí mismo dentro del autoconocimiento en forma de zigzag a
través de nuestras mentes y de los acontecimientos de la historia. Un primer pensamiento
da lugar a un segundo pensamiento contrario para desembocar fundiéndose en un tercer
pensamiento que, a su vez, genera un opuesto contrario seguido de otra fusión, y así
sucesivamente. Ésta es la famosa dialéctica de Hegel (tesis, antítesis, síntesis).

Karl Marx «se quedó con esto en la cabeza»: la mente es un producto de la materia, y
no la materia de la mente, y convirtió esta versión invertida en la base de su
materialismo dialéctico. Para Marx, el motor de la historia es la lucha de clases; para
Hegel, la lucha de las ideas. Hegel resumió su versión del proceso así: «Ser es devenir»,
lo que equivale a decir «estar de pie es lo mismo que estar

Antes de comenzar a pensar, el Absoluto parece haber vivido en un estado subliminal


parecido al sueño, habiéndose traído inicialmente a sí mismo a la existencia -«auto-
situado»- a partir de la nada. En sus últimos años, Hegel llegó a contemplar el Estado
prusiano como la expresión más avanzada del intento del Absoluto por conocerse y
expresarse a sí mismo.

Sin embargo, conforme la Mente Absoluta crece en autoconsciencia, los objetos de


esa auto-consciencia suya (los contenidos materiales y biológicos del universo)
terminan, de alguna manera, separados de él, como si disfrutaran de una existencia
independiente y autónoma. Se oponen al Pensante como algo distinto a Él mismo. El
resultado es un sentimiento, por parte del Absoluto, de un parcial extrañamiento o
«alienación» de Sí mismo que repugna a su deseo de ser una totalidad unificada. El
tiempo y la historia representan el esfuerzo del Absoluto no sólo por descubrir quién es,
sino también por reconciliar Su autoconocimiento objetivado con Su yo objetivo.59

Podría decirse que Hegel dio comienzo a la obsesión por el cambio, que es un rasgo
característico del pensamiento contem poráneo. Es verdad que la idea de una evolución
biológica estaba ya en el ambiente. El surgimiento de un conocimiento histórico, y una
creciente familiaridad con otras civilizaciones, ayudaron probablemente a preparar el
camino; si las costumbres cambian, empezó la gente a pensar, tal vez quiere decir que
todo es cuestión de gusto y opinión. Sin embargo, el panteísmo evolutivo de Hegel
otorgó al cambio su posición filosófica dominante como el rasgo decisivo de la
realidad.60

Kant y Hegel siguieron dominando la filosofía europea durante todo el siglo XIX, y

248
todavía hoy son fuerzas poderosas. Pero en este punto debemos hacer una pausa para ver
los efectos de las corrientes filosóficas que hemos venido exponiendo en el pensamiento
teológico.

LA REACCIÓN RELIGIOSA

Como primera providencia, puesto que las ideas de Descartes terminaron formando parte
del espíritu de la época, se produjo un sometimiento general a su racionalismo. En la
enseñanza oral o por escrito los teólogos tendían a sostener la doctrina cristiana como si
fuera una especie de matemática religiosa, cuyas proposiciones debieran llevar por su
propia naturaleza a su aceptación, o ser negadas únicamente por gente culpable de
estupidez o de mala fe. Los protestantes se vieron afectados tanto como los católicos. Por
más ajena que fuese la idea al espíritu de su fundador, los teólogos luteranos, influidos
por filósofos como el luterano Christian Wolff (1679-1754), empezaron a sistematizar su
teología dentro de lo que se llegó a llamar escolástica luterana.

Consecuentemente, cuando comenzó la reacción con el movimiento romántico, tomó


la forma de un prejuicio profundo e irracional, no sólo contra las ideas abstractas, sino
también contra toda forma de pensamiento sistemático claro vinculado con la religión. El
sistema y las abstracciones, así se percibía, deforman o falsifican, por su propia
naturaleza, la religión. El sistema y la claridad eran para la ciencia; el conocimiento
religioso debía ser indefinido y nebuloso. Bajo la influencia de esta idea, se creyó
descubrir una supuesta oposición entre la mentalidad griega y hebrea.61 El pecado del
pensamiento griego, descrito como «esencialismo», consistía, así se llegó a mantener, en
su incapacidad para pensar algo que no fueran «esencias estáticas». La virtud del
pensamiento hebreo residía en su amor a lo concreto, dinámico e histórico. Lo abstracto
se ponía en contra de lo concreto, lo estático contra lo dinámico, como si estos aspectos
complementarios de la realidad sólo pudieran ser enemigos incapaces de convivir juntos
en paz en el mismo mundo.62

Éste es el origen remoto del grito de guerra neomodernista: «La fe no es un conjunto


de proposiciones abstractas que hay que creer». Aunque hoy día este grito se haya
convertido en una voz de protesta contra la obligación de creer todo lo que la Iglesia
enseña, estamos escuchando también los últimos ecos de la objeción del mo vimiento
romántico al intento de Descartes de reducir todo el pensamiento y el conocimiento a un
modelo matemático.

Como hemos visto, la reacción al racionalismo entre los teólogos comenzó en la


Alemania luterana. Al menos para un hombre, sus líderes del pensamiento religioso
convirtieron la experiencia religiosa en el único campo válido para la investigación
filosófica y religiosa. Con Schleiermacher fue un «sentimiento de absoluta

249
dependencia». Con Otto fue un «sentimiento de lo santo», con Lotz una «consciencia del
valor», y así sucesivamente. Estos fenómenos espirituales o psicológicos, creían ellos,
constituían la única vía de escape mediante la que el yo cartesiano prisionero podía
encontrar su camino hacia Dios.

Por las circunstancias de la época, este «retiro al interior» o «desplazamiento al sujeto


humano» filosófico y teológico, tal como es hoy denominado, suscitó una llamada a
tácticas inteligentes. La increencia condujo su guerra de nervios contra la religión,
usando la ciencia como ariete. Se presumía o se insinuaba que lo que la ciencia no era
capaz de explicar hoy, podría hacerlo mañana, ofreciendo en el futuro una explicación
natural del mismísimo universo. Pero la ciencia no pudo seguir al hombre hasta el
santuario de su corazón, y atribuir todo lo que ocurría en él a causas materiales y
mecánicas como se habían persuadido de ello nuestros campeones en la lucha por una
aproximación filosófica subjetiva. Desgraciadamente, no habían previsto la llegada de la
psicología clínica con su invasión del santuario a través de su propio cimiento, donde era
posible atribuir todo lo que allí se encontraba a unas relaciones insatisfactorias con
mamá y papá, y cosas más escabrosas todavía.

Entre los católicos, la influencia del racionalismo cartesiano duró más, teniendo en
cuenta el papel tan amplio que siempre concedió la Iglesia católica a la razón en el
campo religioso, muy superior a lo acostumbrado entre los protestantes.63

Cuando con el paso del tiempo llegó, la reacción católica tuvo dos formas. La
primera, en respuesta a la encíclica del papa León XIII sobre la filosofía cristiana Aeterni
Patris, como ya vimos anteriormente, comenzó la búsqueda de un tomismo purificado de
las distorsiones cartesianas y poscartesianas. Esto llevó a la formación de, al menos, tres
escuelas tomistas diferentes: el neotomismo cuasi oficial de Garrigou-Lagrange y
Jacques Maritain, que presentaban su tomismo puesto al día de una manera más o menos
intemporal; el tomismo «histórico» de Étienne Gilson y los investigadores de la casa
francesa de altos estudios de los dominicos en Le Saulchoir, en Bélgica, que, en su
interpretación de los escolásticos medievales, querían que se diera mayor peso a las
condiciones históricas que les habían influido (decían que los neoescolásticos
maritainianos dependían excesivamente de los comentaristas de Santo Tomás del siglo
XVI Juan de Santo Tomás y Cayetano, siendo su tomismo no plenamente fiel al
pensamiento del Maestro); y finalmente, el tomismo «trascendental» o «de Lovaina»,
que tuvo su origen en el cardenal Mercier, aunque fue plenamente desarrollado por el
jesuita Joseph Maréchal.64

El tomismo trascendental quería desplazar el realismo de Santo Tomás hacia una


fundamentación cartesiano-kantiana. Afirmaban que la premisa básica cartesiano-
kantiana tenía que ser aceptada. En esta cuestión Descartes y Kant estaban en lo
correcto. No podía haber marcha atrás. La mente lo primero que conoce es únicamente
su propio pensamiento. Pero esto no significa que esté encerrada para siempre dentro de

250
los muros de su experiencia personal. Un correcto análisis del acto de pensamiento,
muestra que el «dinamismo» interno, o «intencionalidad» de la mente humana, de su
auténtica naturaleza, presupone un mundo exterior a ella sobre el que es posible un
genuino conocimiento. Por esta razón, el tomismo trascendental llamaba a su método
«realismo

Todo esto tal vez parezca bastante absurdo en un libro como éste. Pero la
«subjetivización» de la epistemología de Santo Tomás fue un factor importante en la
lucha de la segunda mitad del siglo XX, aunque la mayoría de los tomistas mantuvieran
que los resultados de la «subjetivización» no eran auténtico tomismo.66

Otros pensadores católicos, reaccionando contra la influencia racionalista,


comenzaron, como sus correspondientes luteranos, a presionar en favor de un
«desplazamiento hacia el sujeto humano» filosófico y teológico, que tendría que llevar
consigo una mayor apertura al idealismo alemán, presión que se fue incrementando
conforme la nueva teología se fue configurando durante los años 1940 y 1950.

En principio, es perfectamente razonable una consideración filosófica y teológica de


la experiencia subjetiva. Nuestras emociones y estados mentales forman parte de la
realidad, igual que la Vía Láctea y la vida de las plantas. También ellos pueden utilizarse
para señalar el camino hacia Dios y ayudarnos a comprender sus intenciones para con
nosotros. San Agustín, San Buenaventura y Newman utilizaron esta aproximación más
personal o psicológica. Las preguntas cruciales eran si el «desplazamiento» debía ser
total o parcial, si los elementos de la aproximación subjetiva alemana debían usarse para
completar o suplantar la philosophia perennis, y también, de qué subjetivismo filosófico,
de los numerosos que había, debía hacer uso la Iglesia.

Desde principios de 1900, aparecieron dos nuevos visitantes en el campo de la


filosofía alemana. A ellos vamos a dedicar ahora nuestra atención.

251
espués del final del primer estallido modernista, la Evolución creativa de
Bergson siguió ejerciendo su influencia en Francia, y el Pragmatismo de James en
Estados Unidos, mientras que entre los años 1920 y 1930, los filósofos ingleses fueron
ocupándose cada vez más de los intrincados entresijos de la filosofía del lenguaje. Pero
en torno a 1960, las tres escuelas de pensamiento se vieron superadas por un formidable
alemán recién llegado, muy potente no sólo en los círculos académicos, sino con
seguidores a nivel popular por todo el mundo.

La llegada de una nueva filosofía que se pone de moda es como una tormenta
tropical. Durante un corto tiempo empapa todo lo que encuentra, mientras que todos los
que carecen de una raíz con sólidas convicciones religiosas en sus mentes, o con el
paraguas de una filosofía rival, terminan calados. Después, la lluvia para, y la gente se
dice: «Ya pasó». Pero se equivocan, por lo menos parcialmente. Tanto su terminología
como sus actitudes han llegado a formar parte del vocabulario común y del almacén
común de las ideas, y durante un largo periodo continúa ejerciendo su influencia de
forma subliminal, a pesar de los subsiguientes aguaceros de ideas bastante diferentes.
Esto es lo que sucedió con el existencialismo.67 Desde que Rousseau desencadenara una
tormenta en la educada Europa de finales del siglo XVIII, no ha habido nada parecido a
esta filosofía.

Las primeras gotas empezaron a caer con la liberación de París en 1944, y con el
descubrimiento de la nueva filosofía por los miembros más cultivados del ejército aliado.
A lo largo de los años cincuenta, conforme un creciente número de pertenecientes a la
intelligentsia occidental cayeron bajo su hechizo, el chaparrón se convirtió en un
aguacero. A finales de 1950 éste se había convertido ya en un diluvio que alcanzó
proporciones torrenciales al final de los años sesenta y comienzo de los setenta, la época
de la revolución estudiantil. Después, su fuerza empezó a decrecer, y a mediados de los
ochenta empezó a ser visto como algo perteneciente al pasado. Pero en todos los niveles
sociales dentro del mundo occidental, sigue influyendo profundamente en el
pensamiento, el discurso, y las actitudes seculares y cristianas. Para caer en la cuenta de
ello, sólo será necesario reconocer la cantidad de palabras características del
existencialismo que hemos destacado en este capítulo y que forman parte del lenguaje de
cada día. Sin embargo, antes de entrar en el existencialismo propiamente dicho, debemos
dar un vistazo a tres pensadores que brindaron gran parte del material para su

252
construcción.

LOS PIONEROS

Sóren Kierkegaard (1813-1855)

Kierkegaard, el verdadero padre del movimiento, el que usó por primera vez la palabra
existencial en su sentido filosófico moderno, fue un luterano danés bien dotado, pero
peculiar y excéntrico, cuya visión de la vida y de la naturaleza humana estaba basada en
la experiencia de su conversión (había perdido la fe en la universidad y la recuperó
cuando tenía aproximadamente veinticinco años), que a su vez estuvo influida por sus
reacciones neuróticas a ciertos episodios vinculados a su padre y a su novia. Su padre
había maldecido a Dios, y el hijo pensó que debía compartir su culpa.

Para Kierkegaard, la fe es básicamente un acto irracional, un salto en la oscuridad.


Un hombre se compromete con Cristo sin tener ninguna razón para hacerlo; lo que le
obliga a dar ese salto es una situación emocional experimentada previamente. El vacío y
el absurdo de una vida sin Dios, y la consciencia de su propia nada, le lleva de la
ansiedad y el temor, a través de la angustia, a la desesperación. El dolor de la
desesperación le conduce a saltar fuera de sí mismo, y al hacerlo, encuentra a Dios. (Es
verdad que Dios utiliza frecuentemente la infelicidad para hacernos pensar en él. Pero el
pensamiento, bajo la atracción de la gracia, debe llevar al conocimiento, a la confianza y
al amor, y no a saltar por un precipicio).

Incluso después de su conversión, el cristiano kierkegaardiano sigue viviendo en un


estado de temor parcial y de angustia, porque a diario se ve confrontado con la necesidad
de tomar decisiones sin tener forma de saber qué le pide Dios. Tiene total libertad y
responsabilidad sobre sus actos, pero carece de guía para saber qué será lo correcto o lo
equivocado en diferentes situaciones, o qué consecuencias tendrán sus actos.

Como muchos pensadores que ya hemos estudiado, Kierkegaard albergaba un


apasionado desagrado con respecto a la me tafísica y la objetividad; sus obras están
llenas de diatribas contra ambas. (Una comprensible antipatía hacia el sistema altamente
abstracto y artificial de Hegel fue, en parte, responsable de ello). Parecido disgusto le
proporcionaban la doctrina y los principios morales universalmente aplicables en
religión. El criterio de la verdad, que es diferente para cada uno de nosotros, es la forma
en que se presentan las cosas al individuo, la manera en que éste las siente o
experimenta. Toda decisión debe ir regida por la situación en la que se realiza, igual que
ocurre en el caso de la opción moral. Debemos mantener nuestro coraje en ambas manos,
dice Kierkegaard, sin saber si el desenlace será la salvación o la condenación.68

La brillantez psicológica y retórica de Kierkegaard, el hecho de que sus argumentos


ofrezcan munición sumamente útil contra las formas más crasas de racionalismo,

253
determinismo, y materialismo; el que intentara hacer caer a sus contemporáneos en la
cuenta de que la fe y el seguimiento de Cristo deben ser asuntos de profunda convicción,
más que de conformidad social, llevó lamentablemente a muchos de los pensadores
cristianos más influyentes del siglo XX, deseosos de zarandear a los cristianos al ver
extenderse la increencia, a infravalorar sus limitaciones como pensador. Para los
intelectuales era una especie de ardiente predicador que exponía su mensaje por escrito
en vez de hacerlo desde un púlpito. Sin embargo, permaneció durante mucho tiempo
desconocido fuera de Dinamarca hasta bastante después de su muerte. Sólo cuando
apareció una edición alemana de sus escritos, justo antes y durante la Primera Guerra
Mundial, co menzó a sentirse ampliamente su influencia.69 Desde entonces, ha sido
incalculable. Sus escritos han transformado el pensamiento cristiano por doquier.

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

La contribución de Nietzsche no fue tan grande, pero sí significativa. Hijo de un pastor


luterano, fue el clásico estudioso al que le ofrecieron la cátedra de Filología en Basilea
antes de que terminara su doctorado. Se le considera más un visionario chiflado y un
vidente que un filósofo en sentido académico. Su principal obra, construida mediante
una serie de ataques escritos apasionadamente contra los hombres, y también contra las
creencias y la cultura de su tiempo, podría resumirse en la negación del sentido de todo
lo construido por el cristianismo durante mil novecientos años, y en la exaltación de
todas las pasiones desordenadas que éste había intentado encauzar.

La idea clave de su mensaje era que «Dios ha muerto», expresión con la que quería
decir que no sólo no existe un ser como Dios, sino que la mayoría de la gente influyente
del mundo occidental lo sabe. Sin embargo, la gente oculta este hecho porque teme las
consecuencias; esta situación no debe permitirse ya. Por doloroso que pueda ser, es
necesario que los hombres afronten el hecho de que sólo pueden contar con ellos
mismos. Puesto que el hombre es absolutamente libre, ninguna ley le ata. Puesto que no
existe algo así como una verdad absoluta, todo puede ser permitido. El hombre debe ser
audaz y madurar construyendo su propia moralidad y «verdad». Sin embargo, la mayoría
son medio cridades. Por tanto, el futuro tiene que estar en manos de los fuertes, de los
auto-disciplinados y astutos.

Lo único que puede impedir el triunfo de los superhombres de Nietzsche son los
valores de un cristianismo decadente. El cristianismo está basado en un resentimiento de
clase sublimado. Exaltar virtudes como la humildad es el camino del pobre y del débil
para vengarse de los capaces y los fuertes. Por consiguiente, debe darse una
«transvaloración de los valores»; la mansedumbre cristiana debe ser condenada, y
aplaudido el orgullo; la debilidad contemplada como algo despreciable, y glorificada la
fortaleza. Su sociedad ideal era aristocrática en el peor sentido posible, con una ley para
la clase gobernante y otra para la gobernada. El sufrimiento de los esclavos no tiene

254
consecuencias. Los proyectos eugenésicos deben considerarse como típicamente
nietzscheanos.70

Algunas de sus críticas del cristianismo del siglo XIX tal vez hayan dado
parcialmente en el clavo. Pero la talla de un filósofo no se mide por las cosas malas que
descubre, sino por los proyectos que ofrece para enderezar las cosas.

El ateísmo de Nietzsche, lo veremos, posee una cualidad apasionada y dramática que


lo hace diferente del ateísmo autosatisfecho y presumido de la Ilustración francesa. Él
odiaba con la vehemencia de un Karl Marx, al que sobrepasó ampliamente en sus
implacables invectivas. Detestó a Kierkegaard. Sus doce últimos años tuvo perdido el
juicio. Sin embargo, no fue un nacionalista alemán, ni un antisemita, a pesar del efecto
desastroso que tuvieron sus ideas sobre el nazismo. Quizá lo más sorprendente sea la
reputación de que sigue gozando en los círculos filosóficos. Es como si Genghis Khan
fuera honrado con una estatua en el hall de la Asamblea General de la ONU.

Edmund Husserl (1859-1938)

Durante las últimas décadas del siglo XIX, el idealismo alemán sufrió un cambio sutil.
Hasta entonces, el objeto de la investigación solía ser algún aspecto particular o facultad
del alma humana, razón, conciencia, voluntad, sentimientos de cualquier tipo, o, en el
caso de Fichte, del yo subyacente, o ego. Pero hacia finales del periodo, el hombre
interior comenzó a ser contemplado como un mar indiferenciado de fenómenos mentales
y físicos, todos ellos de categoría y valor más o menos igual, dentro del cual el filósofo
podía arrojar su red para extraer todo lo que atrajera su interés con el fin de examinarlo.
Este mar de fenómenos terminó siendo denominado «contenidos de conciencia».

Uno de los logros de los grandes novelistas de los siglos XVIII y XIX fue
confeccionar un mapa de los movimientos del espíritu humano, de sus deseos, reacciones
y emociones, en cualquier circunstancia imaginable, de una forma no-sistemática. No
podía haber emoción, estado de ánimo, o situación mental y cordial, sin que fuera
descrita o analizada por ellos. Sin embargo, ninguno había pensado todavía utilizar este
material para construir una filosofía del hombre -tanto lo que es como lo que debe ser-
basada en sus respuestas subjetivas a la vida, tal como se manifiesta desde el nacimiento
hasta la muerte.

El pensador que hizo más para poner el balón en juego haciéndole rodar en esta
dirección, fue Edmund Husserl, el padre de la fenomenología. Como filósofo, sin
embargo, Husserl, que enseñó filosofía en Gotinga de 1900 a 1916, y después en
Friburgo, fue más importante por su método que por sus conclusiones.

El método fenomenológico consiste en aislar, o «poner entre paréntesis», una

255
experiencia emocional o espiritual particular -culpa, vergüenza, ansiedad, amistad,
fidelidad- y estudiarla con un total desapego. Todas las anteriores preconcepciones sobre
su origen, naturaleza, o relación con el resto de los contenidos de la conciencia, deben,
ante todo, ser puestas a un lado. Después, el ejercitante se mueve lentamente alrededor
de la experiencia, mirándola desde cada ángulo, y en la medida de lo posible, empatiza
con ella, con la esperanza de que al final revele su verdadero significado como un
componente del «sujeto humano», y el lugar que ocupa en su jerarquía.

¿Qué relación existe entre los contenidos de la conciencia y el mundo exterior? ¿Nos
proporcionan aquéllos un conocimiento objetivo de éste?

En la primera parte de su carrera, Husserl pareció que se movía desde una posición
idealista a otra más realista. Había estudiado en Viena con el filósofo católico Brentano,
y los católicos interesados en estos temas empezaron a aguzar los oídos. En torno al
comienzo de la Primera Guerra Mundial, como muchos alumnos suyos se habían hecho
católicos, se pensó que él seguiría sus pasos. Pero estas esperanzas fueron en vano. No
entró en la Iglesia, y cualquier movimiento en una dirección realista, terminó revirtiendo
hacia el final de su vida. Tal vez, durante toda ella fue un idealista.

LOS FUNDADORES

Martín Heidegger (1889-1976)

A pesar de su rechazo del nombre «existencialista», Martin Heidegger fue el padre


fundador del existencialismo. Inspirándose en las ideas de Kierkegaard, Nietzsche y
Husserl, fue él quien en los años 1920 y 1930 las fundió, construyendo una nueva teoría
filosófica reconocible como diferente.

Católico fallido y ex seminarista, Heidegger regentó las cátedras de filosofía, primero


en Marburgo (1923-1929), y después en Friburgo (1929-1945), siendo obligado a
retirarse el último año por sus conexiones con los nazis. Él creía, y lo sostuvo
públicamente, que desde los tiempos de Platón, todos los filósofos se habían acercado a
la realidad de una manera equivocada. Ahora, por primera vez, él iba a poner la filosofía
en la senda correcta. Pero, igual que otros pensadores, tan tenaces como desorientados,
se topó con que sus ambiciones eran mayores que sus capacidades. Nunca fue capaz de
terminar su principal obra, Ser y tiempo, 1927, en la que iba a establecer sus objetivos.

En el existencialismo de Heidegger, la mente no es solamente destronada, sino


totalmente abolida. Usarla para pensar de forma normal, distinguiendo objeto de objeto
(un gato de un ratón, o el rabo de un ratón de su cuerpo), u objetos exteriores a nosotros
de objetos que están en nuestras mentes (objeto del sujeto), es considerado como una
especie de pecado. Se ve como una falsificación de la realidad a la que se contempla

256
como una especie de líquido continuo, como melaza o sopa.

Para conocer la realidad o el Ser (la realidad en su forma más general), debe existir
un total sometimiento del yo a la experiencia, un zambullirse uno mismo en la melaza o
sopa (bien entendido que el yo es parte de la sopa, aunque posiblemente la sopa, o la
experiencia de estar en la sopa, es, precisamente, una extensión del yo; no está
totalmente clara la alternativa). Este sometimiento del yo a la experiencia es denominado
apertura, o apertura al Ser.

Lo que de hecho parece tratar de hacer Heidegger es reestablecer el contacto con la


realidad exterior -de la que se ha separado a sí mismo al adoptar el punto de partida
idealista-, pero pasando a través del pensamiento reflexivo. Mediante una experiencia
pasiva del Ser o Apertura al Ser, parece creer que no sólo volverán a estar en contacto la
realidad y la mente, sino que la realidad se revelará a sí misma al filósofo en sus
verdaderos colores.

Ahora bien, se puede preguntar, ¿cuál es el uso de esta forma de conocimiento,


excepto, tal vez, para el individuo que lo recibe, si el intento de expresarlo en
afirmaciones o proposiciones inteligibles lo falsifica radicalmente? No hace falta decir
que, habiendo destronado teóricamente a la mente, en la práctica Heidegger pasa a usarla
en la forma habitual, empleando abstracciones y proposiciones, igual que hacen otros
hombres, para explicar, mediante el método fenomenológico de Husserl, qué tipo de ser
piensa él que es esencialmente el hombre.

La respuesta parece ser un torrente de conciencia «desencarnado» en busca de una


solidez que nunca encuentra. Hombres y mujeres no son seres con una realidad
sustancial desde su concepción en adelante. Son no-seres que se materializan en un vacío
como recipientes de experiencia. La existencia del hombre, como sostiene el famoso
axioma existencialista, precede a su esencia. Sus experiencias acumuladas determinan lo
que será un día. Pero, de hecho, el hombre existencialista nunca tiene una esencia,
porque lo que él es esencialmente sólo se manifiesta en el momento de la muerte, cuando
las unidades de experiencia acumuladas pueden sumarse -presumiblemente por sus
amigos después del funeral-, y entonces él ya no es en ningún sentido. Cuando los
existencialistas hablan de la nada del hombre, no se refieren a su nada ante Dios como
hacen los cristianos; quieren decir esto otro más o menos literalmente. Aunque los
hombres son distintos de las cosas, y nunca pueden ser totalmente absorbidos por ellas,
sin cosas que experimentar, dejarían de existir.

Dado, pues, que cada uno de nosotros vive dentro de la burbuja de su vida personal,
no hay forma de mostrar que, en cuanto descripciones de la realidad, las experiencias de
uno sean algo mejor que las de cualquier otro. Por esta razón, aquel puede «hacer su
cosa», mientras yo «hago la mía» sin perjudicar a la sociedad, o a uno mismo.71

257
Sin embargo, existen una serie de experiencias fundamentales que son comunes a
todos los hombres.

El hombre heideggeriano se ve a sí mismo arrojado al mundo sin saber quién es, por
qué está ahí, o de dónde viene; en realidad, donde se encuentra a sí mismo no es tanto en
el mundo, cuanto prisionero en un campo de visión subjetivo llamado su horizonte.72
Sus situaciones básicas son preocupación (está condenado a una preocupación con tareas
aparentemente sin sentido), y angustia. Igual que Kierkegaard, constantemente tiene que
tomar decisiones, pero aunque es responsable hasta de las últimas o remotas
consecuencias de sus actos más mínimos, cada situación es diferente, y no existen reglas
que le guíen. Y así se mueve por la vida abrumado por el paso del tiempo, bajo el peso
de un sentido de culpa, mientras intenta buscar una autocomprensión de sí mismo a
través de la experiencia de las situaciones de su vida, y realizar sus posibilidades. Otra
condición de su existencia es su auto-proyección hacia el futuro. Como su situación es
siempre cambiante, ello lleva consigo un moverse de horizonte en horizonte,
modificando su comprensión del sentido de la existencia conforme lo va haciendo, hasta
que llega a la muerte, el horizonte final, y la última de sus posibilidades, que supone su
final.

La literatura existencialista está llena de discursos más que pretenciosos sobre la


muerte, como si se tratara de un descubrimiento reciente. El hombre existencialista no
está suficientemente enfadado y triste consigo mismo como para no poder experimentar
a la vez increencia, felicidad e inmortalidad. Existen, incluso, teólogos católicos que
hablan ahora de la muerte como si fuera una triste indignidad.

Las palabras que parecen en cursiva en el párrafo anterior, se conocen como


existenciales. Los existenciales son, supuestamente, las experiencias humanas más
fundamentales. Todos ellos definen lo que es el hombre. Son constituyentes
fundamentales del «ser humano», o de la naturaleza humana, en la medida en que
Heidegger permitiera semejante término. Lo que él ha hecho realmente es metafisicalizar
y universalizar los sentimientos y opiniones de un ateo infeliz y marcado por la culpa.
No es sorprendente, por tanto, que le veamos concluir que la vida es un sinsentido y
absurda.

La palabra que en tiempos estuvo de moda en conexión con el teatro y las artes,
«acontecimiento», expresa bien este punto de vista. Un «acontecimiento» es un evento u
objeto que deliberadamente pretende conmover o impresionar por su falta de sentido.

Otro existencial es la experiencia o estado de caída, equivalente existencialista del


pecado original. Al descubrirse a sí mismo arrojado al mundo, o en un estado de «estar
ahí» (Dasein), el hombre está continuamente en peligro de caer en una vida inauténtica.
Vida inauténtica significa sumergirse uno mismo en cosas y preocupaciones del mundo,
adoptando los modelos y valores de la masa para evitar preguntarse por las cuestiones

258
verdaderamente importantes de la vida; uno se convierte a sí mismo en parte de la masa
(Das Man, el hombre colectivo, como Heidegger le llama). Das Man está siempre
buscando algo nuevo en lo que ocuparse, para no tener que afrontar su situación real.
Todo esto constituye la base para una crítica dura, y no carente de justifica ción, de las
sociedades occidentales modernas, y de su excesiva preocupación por la tecnología y
ocupaciones.

Sin embargo, subyaciendo a la inautenticidad, o superficial preocupación por las


cosas externas del Das Man, aun en la hipótesis de que no sea consciente de ello, existe
una profunda angustia o ansiedad (Angst); y aquí es donde se encuentra su camino a la
salvación. Angst, cuando es suficientemente intensa, puede catapultar al hombre hacia
una vida auténtica. Una vida auténtica significa afrontar las realidades de nuestra
situación, nuestra nada, y la inevitabilidad de la muerte, comenzando a plantear las
preguntas verdaderamente importantes: ¿Qué significa existir como hombre? ¿Qué es
realmente la existencia?

Heidegger, sin embargo, no responde realmente a estas preguntas. Todo lo que nos
dice es que, para vivir auténticamente, debemos «pensar el Ser». Al volvernos de las
cosas y abrirnos al Ser, encontraremos luz y alegría. De hecho, en su última filosofía,
bajo la influencia del poeta alemán Rilke, Heidegger parece muchas veces estar
promoviendo una especie de misticismo ateo. En vez de pensar en el sentido ordinario, el
filósofo, a través de su apertura pasiva, o contemplación del Ser, busca una especie de
comunión con él.73

Indudablemente, esta conclusión altamente insatisfactoria, explica por qué tantos


existencialistas decidieron que, puesto que la vida iba a seguir siendo absurda se pensara
o no en el Ser, cada individuo estaba en su perfecto derecho de darle a ésta el «sentido»
que le viniera en gana.

Jean-Paul Sartre (1905-1980)

Sartre, un propagandista de primer orden, es más conocido como escritor y dramaturgo


que como filósofo, y fue fundamentalmente gracias a sus novelas y dramas como las
ideas existencialistas llegaron realmente al gran público. Después de comenzar su vida
como profesor de filosofía con un breve periodo en Berlín (1933-1934), ya había escrito
una novela, un volumen de relatos breves, y dos estudios fenomenológicos cuando
estaba en la mitad de su tercera década. Entonces estalló la Segunda Guerra Mundial.
Fue llamado a filas en 1939, un año después fue cogido prisionero, y poco después de un
año, fue liberado. De vuelta a París, se unió a la resistencia, pero al mismo tiempo pudo
completar su principal obra filosófica, El ser y la nada (1943).74 Salió de la guerra como
un activo simpatizante comunista, si no miembro del partido, y siguió siendo un
propagandista en favor de las causas de la izquierda hasta el final de su vida, a pesar de
disputas sobre el estalinismo con estalinistas en diferentes ocasiones. A su funeral

259
asistieron veinte mil personas.

Como filósofo, la visión de las cosas de Sartre es básicamente la misma de


Heidegger, pero, siendo hijo de la Revolución francesa, concede más atención a la
voluntad y libertad del hombre que a sus supuestas experiencias fundamentales.

Para Sartre, la mera recepción pasiva de la experiencia no es suficiente para otorgar


existencia. Un hombre sólo existe verdaderamente mediante continuos actos de voluntad.

La voluntad humana es dibujada como una especie de remolino en el agua siempre en


movimiento de la realidad. El hombre es el agujero realizado por el remolino de su libre
voluntad en la melaza o la sopa. Si deja de ejercer su voluntad, el agujero se cierra, y su
existencia es engullida por la melaza. Cualquier restricción ejercida sobre su libre
voluntad se convierte, por tanto, en un ataque a su existencia. Ésta es la razón de que los
personajes en las novelas y dramas de Sartre, si es que no se trata del propio Sartre,
encuentran a los demás y a las cosas «nauseabundas». El «otro» puede oponer resistencia
a sus deseos, y consiguientemente amenazar su existencia.

Es también una de las razones por las que las gentes hoy se convierten en personas,
en vez de ser personas. Uno se convierte en persona en la medida en que es capaz de
actuar conscientemente, tomar decisiones y realizar sus posibilidades. Si por enfermedad
o pobreza se es incapaz de hacer cualquiera de estas cosas, se deja de ser persona, lo
cual, aunque Sartre no lo diga así, significa que, en principio, deberá ser tratado en
consonancia. Unas ideas filosóficas abstrusas tienen una sorprendente facilidad de
producir consecuencias públicas de largo alcance.75

Sin embargo, en este punto de la exposición del existencialismo de Sastre se produce


un cambio de clave de menor a mayor, o de lo trágico a lo heroico. Superando la
distinción entre vida auténtica e inauténtica propia de Kierkegaard y Heidegger, Sartre
dio a la vida auténtica un estilo y un objetivo diferentes. El desesperado existencialista
sartriano, en vez de reposar en brazos de Dios como Kierkegaard, o de perderse
«pensando sobre el Ser» como Heidegger, se compromete al servicio del hombre
siguiendo el ejemplo de los héroes que aparecen en las novelas de Albert Camus. Al
hacerlo, se trasciende a sí mismo y encuentra al otro. Se abre, se comunica, o entra en
una relación con el otro llena de sentido. Es consciente de un nuevo sentido de
responsabilidad. Se convierte en un «hombre para los demás», poniéndose a su
disposición. De esta forma, rompe el mundo de soledad de su experiencia personal.

De hecho, si la vida es realmente un entramado de acontecimientos ininteligibles, es


evidente que no hay razón que justifique el que un tipo de compromiso sea superior a
otro. Cuidar el jardín, coleccionar sellos o atacar al Estado deben ser ocupaciones
igualmente auténticas. Muy pronto, sin embargo, se aceptó en la práctica que la única
causa merecedora de un compromiso personal era «transformar el mundo» en alianza

260
con algún partido de la izquierda radical. Los existencialistas franceses, tenían ahora un
proyecto para realizar sus posibilidades y construir su futuro.

La historia del pensamiento humano está llena de extrañas alianzas, pero ninguna ha
sido tan extraña como ésta, que con Sartre y otros existencialistas de izquierda como
Merleau-Ponty, como rompedores del matrimonio, ha puesto, tal vez, la filosofía más
individualista jamás inventada (si exceptuamos el objetivismo de Ayn Rand) al servicio
del colectivismo político.

¿Cómo llegaron a esta decisión?

La encíclica Humani Generis (1950) lo explica así: «Ellos (los existencialistas)


atribuyen a nuestra naturaleza volitiva una especie de facultad intuitiva, de modo que un
hombre que no puede mentalmente encontrar la verdadera respuesta a algunos problemas
intelectuales, sólo necesita recurrir a su voluntad; la voluntad (sin referencia a la mente)
hace opciones libres entre dos alternativas intelectuales». Y el Papa prosigue: «Una
extraña confusión entre pensamiento y

Mientras tanto, los que viven de forma «inauténtica», el Das Man colectivo, reciben
de Sartre un castigo todavía más severo que en el caso de Heidegger. Son como el
réprobo del calvinismo destinado a la condenación, o el burgués del marxismo que sólo
vale para terminar en un pelotón de ejecución. Sin embargo, como la muerte borra por
igual lo «auténtico» y lo «inauténtico», Das Man en su paso por la vida, como se supone
que hace, sin comprometerse con nada en particular (excepto, posiblemente, sostener a
su familia, educar en el amor y el servicio de Dios a sus hijos cumpliendo serenamente
las obligaciones de su estado) ha elegido, tal vez, el camino más sabio.

Pero, ¿cómo se prevendrá a los fieles recientemente comprometidos para que no


recaigan en el nihilismo que lleva a la gente necesariamente a toda forma de
existencialismo ateo?

La situación fue salvada por el filósofo Ernst Bloch, que mientras buceaba en los
contenidos de la conciencia, descubría el fenómeno de la esperanza humana. Ésta era
claramente un elemento constitutivo de la existencia humana tan fundamental como la
angustia o la culpa, y a partir de ella construyó su filosofía de la esperanza,
posteriormente barnizada cristianamente por el teólogo luterano alemán Jürgen
Moltmann. Sin embargo, la esperanza existencialista de Bloch no es la esperanza
cristiana, confianza en la providencia de Dios y en sus promesas de eterna felicidad. Es
esperanza en el hombre. Representa al hombre existencialista atemorizado, que se pone a
silbar en la oscuridad cuando teme no poder controlar las fuerzas que ahora tiene, y que
el mundo estalle antes de que pueda construir el único paraíso en curso.

A lo largo de los años sesenta y setenta, los dos existencialismos que acabo de

261
describir, el nihilista y el social-activista, caminaron codo con codo. Pero al final, el
mensaje nihilista ganó la mayoría de los apoyos. La gente que quería ser activista social
se fijaba en Marx o en Marcuse; y así, el existencialismo se convirtió en la puerta por la
que un gran número de occidentales entraron en la que hoy se llama «era posmoderna»;
en otras palabras, dejaron de poner sus esperanzas en un progreso indefinido para
adoptar como filosofía de la vida el «dedicarse a sus propias cosas»77.

EVALUACIÓN DE LOS RESULTADOS

Aunque sus dos exponentes de mayor peso eran ateos, el existencialismo, evidentemente,
no tiene por qué serlo. Kierkegaard, su progenitor, era, como ya hemos visto, cristiano,
como lo es el filósofo protestante francés Paul Ricoeur; y el filósofo alemán Karl Jaspers
(1883-1969) puso en marcha una influyente escuela de existencialismo teísta.78

La apelación del existencialismo a los cristianos reposa, en primer lugar, en sus


enseñanzas sobre una vida auténtica o inauténtica; sobre la importancia de no ir a la
deriva por la vida, y de ponerse al servicio o a disposición de los demás. Si se pudiera
mostrar filosóficamente que un hombre preocupado únicamente por sus intereses
privados, o un hombre que se engaña a sí mismo con distracciones o trabajos de diverso
tipo para evitar el plantearse preguntas sobre el verdadero significado de la vida, es sólo
la mitad de un hombre; que para ser plenamente hombre es imprescindible, al menos
hasta cierto punto, que la persona tenga que hacer una serie de opciones decisivas,
saliendo de sí mismo, y siendo un hombre para los demás, y, lo que es más importante
todavía, como Kierkegaard, deba buscar un encuentro con algo exterior y por encima de
este mundo, entonces la visión cristiana del hombre estaría bien situada en el punto de
partida para ser demostrada filosóficamente. En estos aspectos, el existencialismo puede
ser entendido como una filosofía de conversión espiritual. Sin embargo, separar las
formas benignas de los elementos tóxicos, se ha demostrado más difícil de lo esperado.

Me parece que su defecto principal como filosofía es la ambigüedad que acompaña al


uso que hace de la palabra «experiencia».

La mayoría de la gente, cuando habla de «experiencia» se refiere a algo que le ha


sucedido o que ha vivido; en otras palabras, a su contacto con algo que acontece fuera de
ella (experiencia objetiva). Cuando las personas quieren referirse a lo que acontece
dentro de ellas, la mayoría dice tener un «sentimiento», o una «impresión» (experiencia
subjetiva). Como el existencialismo usa la misma palabra para referirse a las realidades
objetivas y a los sentimientos subjetivos, éstos son elevados al mismo nivel, y se les
concede el mismo valor que al conocimiento real. Supuesto que todas las formas de
idealismo moderno han tenido dificultad a la hora de trazar la línea entre vigilia y sueño,
o visión e imaginación, difícilmente podrían haber sido las cosas de otra manera.

262
Su segundo defecto principal, me atrevo a sugerir, está en la forma en la que opone
«experiencia» a pensamiento reflejo, como si fueran formas rivales de conocimiento,
siendo la experiencia la instancia superior, en vez de mirar a ambas realidades como
etapas complementarias de un mismo proceso. En el existencialis mo, esta corriente
antiintelecual ampliamente consolidada ya, alcanza su apogeo.79

La experiencia, ya sea externa o interna, es sólo el punto de partida del conocimiento.


Es verdad que el conocimiento de segunda mano necesita con frecuencia ser completado
por la experiencia. La práctica hace profundizar nuestra comprensión de la teoría. Pero la
experiencia por sí misma nos dice muy poco, aparte de si, de hecho, está siendo
agradable o desagradable. Mucha gente tiene las mismas experiencias una y otra vez, y,
como no reflexiona sobre ellas, comete repetidamente los mismos errores. Para adquirir
conocimiento no es suficiente ver, tocar, oír, oler, y gustar. Tenemos que pensar sobre
aquello que hemos visto y tocado. Pensar, sin embargo, presupone necesariamente por lo
menos un mínimo de ideas y proposiciones abstractas.

Para ilustrar este asunto, pongamos el ejemplo de un hombre de un lugar remoto del
mundo que nunca ha estado en contacto con la electricidad. En su dormitorio ve un cable
eléctrico suelto. Al tocarlo, recibe un calambrazo y queda convencido de que ha sido
picado por alguna clase de serpiente, hasta que el propietario de la casa le explica qué es
la electricidad. No tendríamos un alto concepto de su inteligencia, si respondiera así:
«Me niego a creerlo: su conocimiento abstracto no se corresponde con mi experiencia».

Como todos sabemos, la manera de ser de las cosas no se corresponde siempre con la
forma en que aparecen, o con el modo en que las experimentamos nosotros. La anciana
que en el avión ofrece al apuesto joven del asiento contiguo algo de su dinero para
invertir, lo hace sin duda porque ha «experimentado su en canto». Pero algo de reflexión,
no exenta de abstracciones y proposiciones como «éste podría ser un ladrón», le habría
resultado mucho más útil. Si nos quedáramos permanentemente en el nivel de la
experiencia, todavía estaríamos creyendo que el Sol gira alrededor de la Tierra.

Digo todo esto porque persuadir a los fieles de que la experiencia personal es una
forma de conocimiento superior a la enseñanza de la Iglesia, y que debe convertirse en la
autoridad última a la hora de determinar qué es lo que hay que creer o hacer, ha sido el
arma más eficaz del modernismo en su guerra contra el magisterio de la Iglesia.

Para mostrar cómo ha sido usada, pongamos otro ejemplo. Ticio y Caya se han
casado. La Iglesia, siguiendo la divina revelación, les dice que ya son una sola carne
«hasta que la muerte los separe», y así lo sienten ellos durante algún tiempo. Pero las
cosas empiezan a ir mal, y su experiencia les envía un mensaje diferente. Ahora se
sienten como dos piezas de carne separadas y en conflicto, y entonces oyen al padre X
decirles que por esa razón ya han dejado de estar casados. Al haber asumido la idea de
que la verdad debe adecuarse siempre a la «experiencia» personal, rápidamente llegan a

263
la conclusión de que, puesto que la «experiencia» de recibir la santa comunión les
recuerda la experiencia de comer y beber pan y vino, entonces lo que ellos están
consumiendo es en realidad justamente eso. Esto explicaría por qué repetidas encuestas
muestran que en países como Estados Unidos, algo así como el 75 por ciento de los
católicos ya no cree en la Presencia Real.

El mismo enfoque aplicado a la enseñanza religiosa escolar arroja similares


resultados. Desde finales de los años sesenta, la mayoría de los jóvenes católicos
occidentales se han borrado, una vez han dejado la escuela, si no antes, porque en vez de
habérseles dado doctrina católica, se les ha enseñado (si es que a esto se le puede llamar
enseñanza) a analizar sus sentimientos o reacciones con respecto a Dios, a sus padres, a
la «experiencia de ser católicos», o a la vida en general. Sus maestros casi están felices
con este método, porque, como ellos mismos son los primeros que han perdido la fe, se
sienten reluctantes a enseñar como verdadero aquello que ellos creen que no lo es.

En realidad, pocas cosas reveladas por Dios son accesibles directamente a la


experiencia. Si lo fueran, difícilmente habría sido necesario revelarlas.80 Lo mismo es
cierto a propósito de muchas proposiciones científicas; son evidentemente inaccesibles a
una experiencia directa. Ciertamente, y con frecuencia, parecen burlarse de ella.

Lo que hacen los modernistas, en realidad, cuando oponen la experiencia a la


doctrina, es explotar el hecho de que el conocimiento empírico es siempre más vivo que
el teórico, o que el de segunda mano, y al ser más «vívido» es experimentado como más
«real» o «verdadero». Ver a alguien aplastado hasta la muerte por un camión justo
delante de nosotros nos causa una impresión mucho mayor que la muerte de cientos de
personas aplastadas en un terremoto a tres mil kilómetros de distancia. Nos exige un
esfuerzo mental hacernos conscientes de que cada una de esas muertes tiene idéntica
importancia. La cruda experiencia nos dice todo lo contrario: que la muerte de la que
acabo de ser testigo es más importante. Se trata de la diferencia entre lo que Newman
llama asentimiento nocional y real en su Gramática del asentimiento. Aquello que nunca
hemos experimentado puede parecer irreal, aunque sepamos que es verdad, o que ha
sucedido.81

Este problema, en gran medida psicológico, significa, por supuesto, que por razones
pastorales es importante que la «experiencia» de la parroquia cristiana y la vida familiar
no sea un contratestimononio frente a las verdades sobrenaturales que encarnan estas
instituciones, y que éstas deben enseñar. En este sentido, la forma en que la gente
«experimenta las cosas» sí es importante. La gracia puede triunfar, y de hecho triunfa, en
las circunstancias más adversas. Pero la parroquia y la vida familiar no deben ser un
obstáculo para facilitar la fe. No deben ofrecer experiencias auténticas desagradables.

Sin embargo, si queremos medir el verdadero valor de la «experiencia» como fuente


de conocimiento religioso, sólo necesitamos mirar a las religiones no cristianas en el

264
pasado y el presente. Con excepción del judaísmo, el islam, y algunos cultos posteriores
basados en revelaciones reales o supuestas, todas tienen o han tenido su origen en lo que
debieron ser «experiencias» de algún tipo. ¿Por qué, entonces, han terminado siendo tan
diferentes?

El existencialismo parece ser responsable también de la utilización, ampliamente


extendida hoy entre los católicos, del término «fe experiencial».

Éste puede tener diversos significados. Puede querer decir que el que habla piensa
que la fe es algo que cae sobre la cabeza de la persona como un martillazo sin más
explicaciones. Ahora no crees, dentro de un minuto sí, y esto es todo lo que ocurre. O
puede referirse a sus propias experiencias de oración. Por otra parte, puede describir lo
que él piensa que sucedió el primer domingo de Pascua: cuando los discípulos vieron a
Nuestro Se ñor, tuvieron «experiencias de fe». Si no hubieran creído ya que Él estaba
vivo, no le habrían visto.

Durante el Sínodo de Obispos sobre la catequesis el año 1977 en Roma, se sugirió


seriamente que los fieles deberían ser sondeados de algún modo para recoger sus
experiencias espirituales personales como base para la construcción de un peculiar
«catecismo de la experiencia». Habrían existido entonces dos catecismos haciéndose la
competencia: uno basado en la experiencia, y el otro en la doctrina. La petición no
prosperó, y la Iglesia volvió a tratar la cuestión más de una década después incluyendo
numerosas citas de los escritos de los santos, místicos y otra gente venerable en el
Catecismo de la Iglesia Católica.

Por supuesto, los escritos de los santos son una fuente de auténtico conocimiento
religioso. Ellos ofrecen la mayor parte del material para lo que se ha dado en llamar
teología mística. Ahora bien, aunque sus escritos pueden ayudar a profundizar nuestra
comprensión de lo que Dios ha revelado, nunca lo contradicen.

Resumiendo: de hecho, el existencialismo está lejos de ser la filosofía de la


existencia, o la realidad concreta que pretende. La philosophia perennis y Santo Tomás
tienen mucho mejores títulos para ostentar este honor, puesto que nos dicen cómo
existen las cosas en sí mismas. El existencialismo sólo nos dice cómo parecen existir, o
qué sentimos ante ellas; o, en el caso de nuestras mentes, deseos y voluntades, no lo que
son objetivamente, sino cómo experimentamos su acción. El nombre más correcto para
el existencialismo habría sido «experiencialismo»82.

265
omo corriente filosófica reconocible, el «personalismo» data de comienzos del
siglo XX, y fue parte, como la «evolución creativa» de Bergson, de la reacción general
contra el craso materialismo de gran parte de la filosofía de mediados y finales del siglo
XIX, esa clase de filosofía que Belloc llamó adecuadamente «enano vulgar» de la
filosofía, que a lo largo de la historia ha seguido forzando repetidamente su marcha hacia
una alta sociedad filosófica sólo para ser repetidamente marginada. La consecuencia de
la reacción fue un creciente número de «filosofías del espíritu» de las que la más
duradera ha sido el personalismo. No es necesario tener certeza sobre la existencia de
Dios para discernir que en nosotros hay algo más que carne, sangre, huesos, y un sistema
nervioso.83

En este capítulo me voy a fijar en el personalismo de Martin Buber, Gabriel Marcel,


y Max Scheler, dejando para el próximo el personalismo de Jacques Maritain y
Emmanuel Mounier.

El personalismo de Buber, Marcel, y Scheler, que podríamos llamar «personalismo


espiritual», hunde sus raíces en Kierkegaard. Como el existencialismo, con el que
mantiene una estrecha relación, trata de establecer qué clase de seres somos, analizando
nuestros estados espirituales y nuestras emociones. Sin embargo, hay una diferencia
significativa. Los líderes personalistas, a diferencia de los existencialistas, han sido todos
teístas o cristianos. Podría decirse algo toscamente que donde los reformadores
heterodoxos favorecieron el existencialismo, los ortodoxos se inclinaron al
personalismo.

El personalismo de Maritain y de Mounier es diferente. Anteriormente lo califiqué


como «personalismo sociopolítico».

Martín Buber (1878-1965)

Si a uno le obligaran a decidir qué dos palabras influyeron más, o incluso cambiaron el
discurso religioso en la segunda mitad del siglo XX, creo que sería difícil no elegir las
palabras «diálogo» y «comunidad».

266
Antes de 1950, «diálogo» y «comunidad» eran palabras con significados
relativamente limitados y rutinarios. Después, y súbitamente, no sólo se empezó a oírlas
porque se utilizaban con mucha mayor frecuencia y en una más amplia variedad de
contextos, sino que daba la impresión de que habían terminado investidas de un
significado casi místico, como si se refirieran a realidades de naturaleza metafísica o
sobrenatural. Ciertamente, uno empezaba a encontrarse con cristianos que daban la
impresión de que para ellos todo el contenido de su fe podía resumirse en estas dos
palabras; una situación que, creo que estarán de acuerdo conmigo, persiste todavía.

Ésta es la razón de que vaya a fijarme en las ideas del hombre responsable en mayor
medida de este cambio, y que lo haga con más detalle de lo que lo he hecho en el caso de
otros pensadores. Mi esperanza es que al final del recorrido se entenderá con mayor
claridad en qué sentido la Iglesia católica ha dado su asentimiento a los significados que
acompañan a estas dos palabras, y en qué aspectos se separa de ellos. También pienso
que esto arrojará bastante luz para que se pueda comprender por qué la liturgia de la
misa se comprende y se practica ahora con mucha frecuencia de la forma que nos es
dado ver.

Nacido en Viena de padres judíos, y educado allí y en Berlín, Martin Buber enseñó
historia y filosofía de la religión en la Universidad de Frankfurt de 1922 a 1933.
Después, el año 1936, marchó a Palestina donde se convirtió en profesor de historia
social en la Universidad Hebrea de Jerusalén hasta 1951. En el periodo posterior a la
guerra, trabajó para lograr unas mejores relaciones entre judíos y árabes, y judíos y
alemanes. Indiscutiblemente parece haber sido en todos los aspectos un hombre no sólo
de gran inteligencia, sino también de una excepcional nobleza de carácter.

Sin embargo, más que como filósofo en el estricto sentido de la palabra (alguien que
aborda problemas filosóficos técnicos), es mejor comprenderlo como un sabio que
predica un «camino» espiritual basado en un humanitarismo teísta místico, fuertemente
influido por el judaísmo y el cristianismo, al que él llamó «la vida del diálogo».

Como sus familiares eran los típicos miembros de lo que se dio en llamar «la
Ilustración judía», su formación intelectual fue, al comienzo, como la de otros jóvenes de
su clase y generación, con un ateísmo educado o agnosticismo y un racionalismo radical
como principio conductor. A pesar de esto, al comienzo de su vida adulta emprendió un
camino diferente.

Tres cosas ayudaron a su cambio de mentalidad: el hasidismo, el misticismo oriental


y cristiano, y los escritos de Kierkegaard, a las que llegó en este orden, aunque en un
nivel más superficial siguió siendo el típico intelectual europeo mentalmente sofisticado
e interesado en todo el discurrir del pensamiento y la ciencia presentes en el mundo.

El hasidismo, un movimiento revivalista que se extendió por los enclaves judíos

267
europeos en los siglos XVIII y XIX, ha tenido un efecto muy duradero. Sus seguidores,
los hasidim, insistían en el amor, la alegría, el fervor religioso, y el deleitarse en la
creación de Dios, en contraste con la insistencia en la observancia de la Ley propia de
los rabinos ortodoxos. En sus celebraciones religiosas danzaban con la Torah, y rezaban
con llamativas gesticulaciones.

Buber entró en contacto por primera vez con los hasidim cuando, siendo chaval, su
padre le llevó a visitar una comunidad hasídica cercana a la casa de su abuelo en Galitzia
(sur de Polonia). Allí vio, o pensó que veía, por primera vez lo que nunca habría de
olvidar: una auténtica «comunidad». Esta visión de la «comunidad» como algo vivo y
vigoroso en contraste con la aparente artificialidad y el aspecto mortecino de las normas
sociales habituales se iba a convertir en el principio rector de todo su pensamiento en el
futuro.

El efecto de esta experiencia no fue instantáneo. Pero en 1904, cuando tenía


veintiséis años, experimentó algo parecido a una conversión, si no al hasidismo, como lo
interpretaron sus seguidores, al menos a alguna de sus ideas, muchas de las cuales habían
sido tomadas de la kábala, que es una sub-corriente mística antiquísima presente en el
pensamiento medieval judío, fuertemente influenciada, a su vez, por el gnosticismo de
los siglos II y III.

Estas ideas semi-gnósticas tenían que ver con una ayuda para liberar las divinas
chispas de la shekinah o divinidad y gloria de un Dios exilado que supuestamente se
había separado de su ensof, o esencia trascendente, quedando prisionero de la creación
durante el proceso de su construcción. Cada chispa se mantenía para que fuera rodeada
por un armazón duro, u oscuridad (Kuelipot), el cual, aunque era una forma de mal, no
era considerado como una fuerza activa o personal, sino que estaba representado en
cualquier lugar no totalmente sometido al dominio de Dios, o que pudiera considerarse
resistente a su voluntad. La re-unión de esas chispas divinas con el mismo Dios, y la
restauración de la armonía original existente antes de que tuviera lugar la creación,
produce la redención del mundo. En la medida en que las chispas divinas están presentes
en el hombre, cada uno de nosotros puede ayudar a liberarlas, perfeccionando su propia
vida, y ayudando a los demás a perfeccionar las suyas.

Suficiente para el hasidismo.

El estudio del misticismo oriental y cristiano también ayudó a Buber a distanciarse


del racionalismo y de la increencia de su educación. Pero en torno al año 1920 estas
influencias empezaron a declinar. La búsqueda de una unión personal con Dios propia de
la mística, decidió Buber, estaba excesivamente auto-centrada, y separaba a los hombres
excesivamente de la vida diaria.

Entonces, hacia el final de la Primera Guerra Mundial, encontró a Kierkegaard. El

268
descubrimiento le ayudó a fusionar sus ideas dentro del sistema o doctrina que le iban a
hacer famoso. Aunque posteriormente adaptó y amplió esta enseñanza, nunca cambió
sus fundamentos. Por primera vez vio la luz en su libro Yo y tú (1922).

Este pequeño volumen de ciento veinte páginas no muy grandes ha tenido un impacto
en el pensamiento occidental, no menor al de todos los libros de Kierkegaard juntos. En
forma y estilo recuerda a una colección de dichos de cualquier sabio indio o chino (por
ejemplo, el Tao-Te-King) más que a una obra de filosofía. El lenguaje es semi-poético,
los pensamientos se formulan en párrafos breves conectados libremente, o aforismos, y
de vez en cuando aparecen conversaciones que tienen lugar entre interlocutores
desconocidos. En cuanto al mensaje, aunque en una primera lectura parece un tanto
enigmático, en realidad es relativamente simple, y vuelve una y otra vez sobre unos
pocos temas recurrentes que podemos ver ahora, espero que con mejores oportunidades
de comprender cómo llegó a ellos.

La Vida de Diálogo

En «La Vida de diálogo» de Buber, la realidad suprema es la persona humana en


relación con otros seres. Estamos siempre en estado de relación con alguien o algo
distinto de nosotros, y sólo podemos existir en este estado. Las relaciones, más que los
individuos, pueden ser llamadas el material de la realidad. Sin embargo, están sometidas
a importantes diferencias cualitativas. Todas las relaciones, bien entre los hombres y
Dios, entre los hombres entre sí o entre los hombres y los animales, plantas y objetos
inanimados, son de una de estas dos clases: relaciones Yo-Tú, o relaciones Yo-Ello. Un
Tú es una persona; un Ello es una cosa.

Las relaciones Yo-Ello son aquellas en las que miramos o tratamos a los otros seres
de alguna manera como cosas, ya lo sean o no, y se da por supuesto que esto ocurre
necesariamente siempre que las miramos o las consideramos objetivamente, o con un
cierto distanciamiento. Al hacerlo así, se afirma, las convertimos en objetos para ser
usados. Buber caracteriza todas las relaciones Yo-Ello como más o menos interesadas.
Una observación distanciada y un pensamiento objetivo, por consiguiente, implican
desde el principio algo que, en el mejor de los casos, parece que debe ser lamentable, y
en el peor deplorable. Un pensamiento objetivo sobre Dios es especialmente lamentable
porque «convierte a Dios en un objeto», una objeción que no parece excesivamente
razonable teniendo en cuenta que no podemos pensar sobre nada sin convertirlo, en
último término, en un objeto de pensamiento.

En las relaciones Yo-Tú, por otra parte, nos encontramos con el Otro no como con
una cosa, sino como con una persona. En vez de tratar de comprender al otro
objetivamente y alcanzar conclusiones concretas sobre él, ella o ello, el Yo se hace
«presente» al Tú, o al Otro. Esto significa algo más que estar físicamente presente.

269
Significa algo más que tratar de prestar al Tú una plena atención sin prejuicios o
preconcepciones. Lleva consigo una forma de intercomunión espiritual, no muy distinta
de la que describen los poetas y los místicos de la naturaleza cuando se sienten unidos en
un instante a todo lo que están contemplando, como si toda la realidad se hubiera
convertido de repente en parte de ellos. Sin embargo, para Buber esta clase de comunión
interpersonal debe ser la norma que se alcanza mediante un acto mental consciente. En
contraste, el pensamiento Yo-Ello sitúa al otro en una especie de oscuridad exterior que
recuerda el quelipot de los hasidim, que es todo lo contrario de un «estar presente».

Las relaciones Yo-Tú y Yo-Ello son vistas también como constitutivas de dos
mundos espirituales, o campos de realidad diferentes, en uno de los cuales nosotros
siempre estamos inmersos. Ni un minuto de nuestras vidas queda al margen de uno u
otro. Para los objetivos ordinarios de la vida, es cierto, el pensamiento y las relaciones
Yo-Ello son inevitables, e incluso necesarias; pero sólo las relaciones Yo-Tú son
plenamente reales. Ellas traen a la existencia el mundo del «espíritu», siendo el espíritu
lo que posee más realidad. Por tanto, cuanto más capaces son los hombres de generar
relaciones Yo-Tú, más crece el elemento de «espíritu», o la realidad. Las relaciones Yo-
Ello, por otra parte, tienen lugar en mundo cuasi-irreal enemigo del espíritu, y cuanto
más prevalecen, más disminuyen el espíritu y la realidad.84

Sin embargo, las relaciones Yo-Tú no son en absoluto un asunto de comunión


interpersonal. Después de hacerse presentes uno al otro, el Yo y el Tú entran en
«diálogo». En el diálogo, cada parte afirma la «verdad» del otro, o el derecho a ser de la
manera en que cada uno es, al tiempo que se presentan cada uno de ellos sin pretensiones
u ocultamientos. Intentar influir en el otro, o cambiar su punto de vista, convertiría la
relación Yo-Tú en una relación Yo-Ello.85

Las situaciones y acontecimientos se deben enfocar de manera similar. Debemos ver


cada situación y acontecimiento como algo único, y permitir que su carácter único nos
diga cómo debemos tratarlos. Intentar aplicar reglas prefabricadas nos impedirá verlas
como son.

Todo lo que hemos dicho hasta ahora se refiere a las relaciones entre individuos.
Ahora bien, somos miembros también de una sociedad, y la mayoría de las relaciones de
grupo son del tipo Yo-Ello. Sin embargo, alimentando un espíritu de diálogo, los
conglomerados de individuos sin espíritu, que son la mayor parte de las sociedades
modernas, pueden convertirse en comunidades vivas.

Como las comunidades son el lugar donde los hombres son ellos mismos de una
manera más completa, y la realidad está más plenamente acabada, construir
comunidades de personas con relaciones Yo-Tú es el verdadero objetivo del «camino de
Buber». Si los miembros tienen una sola mente y un solo corazón, ello es bueno, pero al
parecer, no es esencial.

270
En la medida en que las comunidades tienen una sola mente, el modelo para sus
relaciones con los grupos que piensan de modo diferente debe ser el de las relaciones
Yo-Tú entre individuos: paciencia mutua, y afirmación del derecho de cada uno a seguir
el camino en el que está.

Finalmente, en el nivel más alto, la enseñanza de Buber apunta a una red mundial de
comunidades con relación Yo-Tú, y esto es lo que «La vida de diálogo» resume para que
lo promuevan sus seguidores. «La solidaridad de todos los grupos separados en una
ardiente batalla para lograr una única humanidad, es, en la hora presente, la mayor
obligación de cada uno»86.

Como se habrá podido ver, todo esto constituye mucho más que una filosofía de
armonía social para el amplio mundo. Podría llamarse hasidismo; un hasidismo desnudo
de sus elementos abiertamente gnósticos, que, sin embargo, mantiene su idea gnóstica
central, la de la redención de la creación mediante la liberación de chispas de bondad
exiliadas en los hombres y en el mundo, procedentes del mal, o de la oscuridad de que
esas chispas están llenas. Para Buber, sin embargo, el mal no era una fuerza personal o
positiva en mayor medida que lo había sido para los hasidistas. Parece identificarlo con
nuestros instintos y pasiones elementales en su estado salvaje. Éstas, junto con todas las
fuerzas de la vida, buenas y «malas», serán llevadas a una armonía entre ellas y el
supremo Tú, a través de «el camino de diálogo» y la construcción de la comunidad,
logrando de esta forma la redención de todo el universo.

Buber parece haber creído también que Dios tuvo que crear el universo para tener un
Tú con el que entrar en diálogo.

Así es, por tanto, el camino espiritual, o la «vida de diálogo» de Buber. Examinaré
sus pros y sus contras en lo que afecta a la Iglesia católica después de dar un vistazo algo
más rápido al personalismo de Gabriel Marcel.

Gabriel Marcel (1889-1973)

Gabriel Marcel fue un filósofo de los siglos XIX y XX de un tipo todavía menos
convencional que Buber.

Hijo de padre agnóstico y madre protestante, para la que la religión era, sobre todo,
un asunto de conducta ética, dejó la Sorbona sin completar su doctorado, y a partir de
entonces, se dedicó a la crítica, a la edición y al ensayo. También escribió obras de teatro
y música, usando aquéllas como vehículo para exponer sus ideas filosóficas, aunque sin
lograr el éxito de taquilla de Sartre. Filosóficamente, comenzó como muchos otros
jóvenes de su tiempo como idealista, pero se convirtió a un planteamiento
«existencialista» gracias a sus experiencias como trabajador de Cruz Roja durante la
Primera Guerra Mundial. Esto significó el rechazo de una filosofía sistemática. Un

271
filósofo, vino a pensar, debe participar en la vida ordinaria, más que observarla con
distanciamiento desde una cátedra universitaria, si quiere tener algo que decir
filosóficamente útil.

Interesado cada vez más en «la dimensión religiosa de la experiencia», se hizo


católico en 1929, y desde los años cuarenta fue una influyente figura en los círculos
intelectuales católicos de París. Su rechazo del existencialismo pesimista de Sartre y
Camus, así como su adhesión a Kierkegaard y Buber, marcará su paso del
existencialismo al personalismo. Aunque su método y muchas de sus ideas recuerdan
notablemente a las de Buber, él insistió siempre en que había llegado a ellas
independientemente. Sus conclusiones son también más modestas y de menor alcance.
No albergó fórmulas ambiciosas para la armonía del mundo como Buber.87

Dos ideas en particular muestran el significado de su pensamiento. Dibuja una


distinción, en primer lugar, entre problemas y misterios, y en segundo lugar, entre tener
y ser.

«Problemas» son asuntos que afrontamos desde fuera y que resuelve la inteligencia.
«Misterios» son cosas que experimentamos -como amor, libertad, amistad, mal, la
misma existencia- y en las que tenemos que implicarnos si queremos comprenderlas.
Pensar sobre ellas tiene su valor, pero un enfoque meramente objetivo, y unas respuestas
meridianamente claras resultan imposibles. En los misterios, el sujeto y el objeto están
imbricados de tal forma que no pueden separarse.

La distinción entre «tener» y «ser», que es mencionada específicamente en Gaudium


et Spes, subraya la sencilla verdad de que la clase de persona que seamos es algo más
importante que las cosas que podamos poseer. Tener (se afirma) establece una relación
egocéntrica con la gente y con las cosas; nos da poder sobre los objetos, ya sean
posesiones o ideas. No podemos evitar el tener; sin embargo, ser (es decir, la clase de
personas que somos) es más importante, puesto que transforma nuestras relaciones.
Cuando la gente valora el ser más que el tener, la dicotomía entre el yo y su opuesto, u
objeto, se disuelve en un intercambio mutuo, o comunión interpersonal.

Otras sencillas verdades especialmente relevantes en la filosofía de Marcel se pueden


resumir así:

Las personas son más importantes que cualquier otra cosa; cada una es única y
preciosa. Nunca debemos considerarlas por su función profesional -como mecánicos,
banqueros, cantantes de ópera, hoteleros- para mitigar nuestra conciencia de que son,
ante todo y sobre todo, seres humanos. Siempre deben ser tratadas como personas, y no
como cosas. Por otra parte, a pesar de nuestro carácter único, somos seres sociales.
Ahora bien, la sociedad debe ser algo más que un aglomerado de individuos.

272
Al igual que otros pensadores influidos por el subjetivismo moderno, Marcel tiende a
ver al hombre, en principio, como un prisionero dentro de sí mismo, aunque un
prisionero de su yo, más que de su pensamiento. La forma de escapar es implicarse con
los demás. Esto forma parte de la esencia del ser humano. Si un hombre es fiel al
verdadero dinamismo de su ser, esto le llevará «al otro» sacándole de sí mismo, más allá
del otro a la comunidad, y a través de la comunidad, al descubrimiento de Dios. Marcel
resumió esta progresión en la fórmula siguiente: «persona-engagement (compromiso)-
comunidad-realidad». La comunidad aparece como la realidad más alta. Centrarse en
uno mismo es el mayor pecado porque impide el nacimiento de una auténtica comunidad
donde sólo los hombres llegan a ser plenamente hombres, y la realidad existe en
plenitud. Él llamó a su enseñanza una «metafísica de la esperanza». La metafísica de la
esperanza fue su respuesta al existencialismo del absurdo y la desesperación.

PROS Y CONTRAS

El atractivo del personalismo de Buber y Marcel es indiscutible, y su llamada a un


cambio de mentalidad resulta fácil de entender. El hombre moderno puede no tener la
seguridad de si tiene un alma; incluso puede llegar a negar con ardor que la tenga. Sin
embargo, no es fácil que pueda negar que sí es «persona» (queriendo decir con esto que
es algo más que un animal, una máquina, o una cosa), y que debe ser tratado según ello.
Sin embargo, un análisis de la noción de persona conduce inexorablemente a admitir la
existencia de un componente no material, no biológi co. El argumento en favor de la
existencia del alma tiene ya media batalla ganada.

Se pensó que poner el acento en nuestra «realidad personal» podría también acabar
con malentendidos sobre la enseñanza de la Iglesia a propósito del tema de la relación
cuerpo-alma mencionado anteriormente (véase capítulo 8, nota 55). Para la Iglesia, el
cuerpo es parte constitutiva del ser, o la persona humana (en contraste con la persona
angélica). Aunque el alma es la parte más importante, teniendo en cuenta que la manera
de actuar del alma decide el destino final del alma y el cuerpo unidos, un alma sin un
cuerpo (por ejemplo un alma en el cielo antes de la resurrección general) es, no obstante,
un ser humano incompleto. Sorprendentemente, muchos católicos dan la impresión de no
haber apreciado este rasgo particular de su fe en la medida que cabía esperar.
Ciertamente, no pocos parecen haber pensado que sería más hermoso estar para siempre
en el cielo sin el propio cuerpo, dando con eso al humanismo ateo otra arma para golpear
a la Iglesia en la cabeza. La Iglesia, se podría decir y de hecho se dijo, es anti-cuerpo, y
por tanto, anti-humana. Precisamente para corregir este falso enfoque se empezó a poner
de moda hablar de la salvación del «hombre entero» más que de la salvación de «las
almas», aunque «salvar el alma» sea una expresión bíblica.88

La insistencia en la persona humana como el bien mayor de este mundo («el

273
hombre», dirá el Concilio Vaticano II, «es la única criatura en el universo que Dios ha
querido por sí misma») tenía otras ventajas. Era un enfoque inteligible para los dirigentes
y los empleados que ya no se moverían por miedo a Dios o al más allá, y también muy
útil para combatir los factores deshumanizadores de la vida contemporánea: la primacía
de lo económico y lo productivo sobre la religión, la moral, la cultura, y el bien de las
familias; una perspectiva exclusivamente tecnológica, burocrática, o empresarial; los
campos de esclavos y las cámaras de tortura del siglo xx.

El atractivo del «diálogo» como método de expansión de la fe ha sido ya puesto de


relieve. La explosiva situación mundial lo recomienda ahora como el camino más
saludable, y aparentemente más cristiano, para resolver los conflictos sociales e
internacionales.

Finalmente, los aspectos comunitarios del personalismo parecían ofrecer los


principios para una «tercera vía» cristiana entre los extremos del colectivismo marxista y
del individualismo liberal.

Estos eran los principales «pros» del personalismo.

En cabeza de la lista de los «contras» debemos situar los malentendidos a los que la
distinción de Buber entre las relaciones Yo-Tú y Yo-Ello están sujetos. Es verdad que,
con frecuencia, nos utilizamos los unos a los otros, o tratamos inconscientemente a los
demás como si fueran cosas. En este sentido, las relaciones Yo-Ello son
indiscutiblemente malas. Pero es también bastante posible pensar objetivamente sobre
los otros, sus virtudes, defectos, cualidades, y también peculiaridades, sin que, en último
término, los veamos como cosas, y todavía menos como cosas para ser utilizadas. Por
otra parte, una implicación personal y emocional muy íntima entre las personas puede
llevar consigo prácticas seriamente equivocadas, o una incapacidad para ver una serie de
cosas que, por afectar a la relación interpersonal, sería mejor para unos y otros que no
permanecieran ocultas. ¿Qué pareja que haya tenido una aventura amorosa ilícita no
querría insistir en que su relación era del tipo Yo-Tú, generadora de espíritu?

Esta identificación de la implicación personal con la corrección moral, y de la


objetividad con el pecado (al menos hasta cierto punto), parece haber sido parcialmente
responsable, al menos de esa pérdida de sentido común en relación con la naturaleza y
las relaciones humanas característica de tantos cristianos compasivos de hoy día que no
han sido vistos, a mi parecer, como hombres y mujeres de Rousseau de sentimientos
desbordados en la Europa de finales del XVIII que hurtan sus almas y sensibilidades a la
mirada pública.

La idea de «diálogo» está expuesta también a malas interpretaciones. La de Buber no


es idéntica a la de la Iglesia. Para ésta, el diálogo, o hablar las cosas en una atmósfera de
caridad y buena voluntad, es un método apostólico. Su objetivo principal es buscar un

274
consenso sobre una verdad objetiva. Para Buber, lo principal del diálogo es promover un
respeto mutuo seguido de un mayor sentido amistoso, o una tolerancia universal de todos
los puntos de vista que no puedan dañar físicamente, o de otra forma inmediatamente
observable, al hombre. En este sentido, podría brindar a los cristianos una excusa para
evitar asuntos difíciles y relegar verdades impopulares colocándolas en el reino de lo
irrelevante, o de lo imposible de descubrir.

En tercer lugar, encontramos de nuevo la idea de que la gente no es plenamente


humana desde el principio, sino que se va haciendo así, esta vez mediante un Tú con el
que es posible entrar en relación. Así, mientras que teóricamente la persona humana es el
centro de atención de la filosofía de Buber, en la práctica las relaciones entre la gente
parecen más importantes. Robinson Crusoe apenas era humano en su isla, hasta que
volvió el Señor Viernes, y cuando lo hizo, lo verdaderamente maravilloso fue el
encuentro en cuanto tal, mientras que ellos sólo resultaban significativos como los polos
entre los que aquél había tenido lugar haciéndolo posible. Los encuentros y las
relaciones son tratados como bienes y fines en sí mismos, y se les otorga esa especie de
sustancialidad que normalmente va asociada con las cosas concretas.89

Esta objeción es aplicable más todavía en el nivel comunitario. Como la comunidad


es una red de relaciones personales que generan «espíritu» en una escala más grande, la
comunidad, o «construir comunidad» es visto como algo dotado de un poder de
santificación cuasi sacramental, y se convierte frecuentemente en un objeto de culto. En
la comunidad, los atribulados son reconciliados consigo mismos y serenados
psicológicamente, mientras los desunidos aprenden a vivir juntos olvidando sus
desacuerdos. Sólo cuando toma parte en las actividades de una comunidad, la persona es
plenamente persona. Lo que crea la comunidad se convierte fácilmente en un asunto
secundario.90

De hecho, como todos sabemos, en la vida hay relaciones y encuentros que deben ser
evitados, y comunidades de las que uno debe separarse (como Abraham de Ur, Lot de
Sodoma, Elías de los sacerdotes de Baal, y los cristianos del siglo XX de determinados
partidos políticos). Para amar a los demás, es decir, para querer y trabajar por su bien,
muchas veces tenemos que decirles «no»; estar cerrados y no abiertos al menos a algunas
de sus pretensiones y deseos. Y aunque es verdad que siempre estamos en relación con el
Supremo Tú, sin cuya presencia no podríamos existir, Dios es un Yo que no necesita un
Tú para ser; y por deliciosa y necesaria que sea la compañía humana, no es la fuente de
nuestro ser, y ocasionalmente debe ser obviada. Algunas veces necesitamos estar menos
con los otros para ser más nosotros mismos, para ser como Dios quiere que seamos.
Quizás deberíamos también añadir que los egoístas son tan seres humanos como los no
egoístas. Son, desde luego, seres humanos dañados, pero no seres semi-humanos.

El personalismo de Buber, como camino o religión espiritual con su propia


estructura, podría convertirse en un rival del camino de Cristo si no se reconocen

275
claramente sus limitaciones. Los cristianos que adoptan su terminología y sus ideas
terminan fácilmente adoptando el sistema en su totalidad. Uno no necesita especiales
poderes de penetración para ver que muchos católicos de hoy están mucho más
interesados en predicar la doctrina de Buber sobre la redención del mundo a través del
diálogo, de la construcción de la comunidad y de la promoción de la armonía social, que
la redención y salvación de jesucristo. Buber tuvo las más nobles intenciones, y la
armonía social es un gran bien natural, pero no es lo mismo que la redención y salvación
en jesucristo, y cuando se asume como un sustituto del evangelio, se convierte en algo
parecido a una traición a éste.

El personalismo de Marcel, más modesto en sus pretensiones, no está de ninguna


manera en conflicto directo con la fe católica. Sus principales puntos débiles son su anti-
intelectualismo, el peso que concede a la implicación personal como factor para alcanzar
la verdad, y su incapacidad para ofrecer un método lógico para moverse de lo particular
a lo general. ¿Cómo podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre la condición humana
como un todo, si estamos reducidos al nivel de las experiencias personales y de las
situaciones de la vida?

Max Scheler

Ninguno de los principales reformadores conciliares parece haber tenido especial interés
en Scheler. Sin embargo, su personalismo ejerció una importante influencia sobre el
papa Juan Pablo II, y aunque sólo fuera por esta razón, requeriría que se dijera algo sobre
él. El personalismo de Juan Pablo II incorporó elementos de todos los principales
personalistas: Buber, Scheler, Marcel, y Emmanuel Mounier. Sin embargo, sólo Scheler
fue objeto de uno de sus trabajos doctorales.

Hijo de un funcionario luterano, con una esposa intelectualmente ambiciosa, Max


Scheler (1874-1928) entró dos veces en la Iglesia católica, y otras dos la abandonó.

Su primera conversión, aparentemente superficial, a la edad de catorce años, duró


poco. Le siguió un periodo moralmente caótico cuando era estudiante y joven profesor
universitario que le llevó a perder su puesto en Múnich, y a anular la posibilidad de
acceder al profesorado en cualquier parte de la Alemania del káiser. En lo referente a
capacidades, carácter y estilo de vida se parecía más a un novelista bien dotado, o a un
intelectual de café, que a un académico. Pero tal vez precisamente por esto era un
profesor excepcionalmente exitoso y cautivador.

Se trasladó a Gotinga para estar cerca de Husserl, y allí sus conferencias no oficiales,
en las que aplicaba el método fenomenológico de Husserl al análisis de sentimientos
como el amor, el odio, la vergüenza y el resentimiento, empezaron pronto a atraer más

276
oyentes que las de su maestro; como lograba hacer la fenomenología de Husserl más
inteligible y atractiva, Scheler ayudó a situar la fenomenología en el mapa.

En 1912 se casó con una católica, y tres años más tarde experimentó una segunda y
más seria conversión. (Desde el punto de vista de la Iglesia había existido ya un primer
matrimonio irregular seguido de divorcio). Bajo la influencia de Scheler, algunos
miembros del círculo de Husserl, judíos, gentiles, y no creyentes, se hicieron católicos
también. Entre ellos se encontraba Edith Stein, quien después se convirtió en monja
carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, martirizada en Auschwitz, y
canonizada el año 1998.

Durante la Primera Guerra Mundial pronunció numerosas conferencias por toda


Alemania y el extranjero encargadas por los poderes centrales. Sin embargo,
inesperadamente el fracaso trabajó a su favor. La República de Weimar, de la que teórica
mente estaba en contra, se mostró indiferente a la delincuencia moral de sus profesores
universitarios, y en 1919 recibió un acta de profesor en la recientemente fundada
universidad de Colonia. Poco después, se divorció de su segunda mujer y se casó por
tercera vez, dejando de nuevo la Iglesia, esta vez para siempre. Murió en 1928,
inmediatamente después de haber obtenido un nuevo nombramiento de profesor en
Friburgo.

En el personalismo de Scheler (totalmente durante su segundo periodo católico), el


hombre es persona, sobre todo porque es capaz de buscar y responder a Dios (tiene una
«permanente posibilidad de responder a la experiencia religiosa»), y se conoce a sí
mismo como un ser responsable de sus actos, se conoce a sí mismo como «sujeto» adulto
responsable, y no como un objeto. Reflexionando sobre sus actos es como puede
descubrir mejor qué clase de persona es, distinguiendo entre lo que tiene en común con
los animales, y lo que le es peculiar. La personalidad, por tanto, es algo que crece y se
encoge. Crece cuanto más se aproxima uno a Dios y más responsable es de sus actos, y
disminuye cuando hace lo contrario. En otras palabras, uno puede ser un ser humano sin
ser plenamente una persona. Para los cristianos, la plenitud personal sería la santidad.

El hombre es también un ser que responde a «valores». Éste es el rasgo más


distintivo del personalismo de Scheler. La capacidad de reconocer y responder a una
escala de «valores» ascendente, y a sus opuestos, o «contra-valores», es la segunda
dimensión que sitúa al hombre sobre todos los demás seres que conocemos directamente.
El hombre puede ver o valorar cosas y acciones como agradables o desagradables, útiles
o inútiles, nobles o vulgares, bellas o feas, santas o no santas (valores religiosos).
Además, existen valores morales (y contravalores) que determinan la bondad o maldad
de los actos humanos. Los valores morales pueden coexistir con cualquiera de las otras
cinco categorías. Ellos las conectan entre sí como los ojos de un puente.

La filosofía de los valores es conocida como axiología. La moderna filosofía de los

277
valores es responsable de que ahora nosotros hablemos de «valores» religiosos,
evangélicos, familiares, o políticos, más que de bienes, verdades, principios, o
enseñanzas. Muchos consideran que esto es una peligrosa concesión al subjetivismo, ya
que debido a Hume (como hemos visto), no son pocos los filósofos modernos que
consideran los juicios de valor como un simple asunto de gusto y opinión. Algo es bueno
o es verdad dependiendo del valor que los hombres le adjudiquen.91

Sin embargo, en este punto Scheler discrepaba de la corriente principal del idealismo
alemán. Él entendía «los valores» como algo que existe independientemente de nuestra
mente (incluso cuando por la forma en que escribe sobre ellos, algunas veces de la
impresión de que se mueven en un vacío como las ideas platónicas, manteniendo con las
cosas concretas una relación meramente pasajera).

¿Cómo aprehendemos o reconocemos los valores, concretamente los valores


morales? En este punto, aunque escribiendo todavía como católico, comenzó a
distanciarse de la Iglesia. Para la Iglesia, los juicios sobre lo correcto e incorrecto son
actos de la razón. Scheler, por su parte, creía que se emitían mediante el sentimiento y la
experiencia de actuar en «nuestra situación vital». Una vez más encontramos que los
sentimientos y la voluntad tienen preferencia sobre el pensamiento. Sabemos si un acto
es bueno o malo al realizarlo. Lógicamente, aunque Scheler no decía esto, tendríamos
que haber cometido un crimen para saber realmente si eso era algo malo. En segundo
lugar, Scheler dice que los valores sólo pueden funcionar «sin coerción». Debe, por
tanto, permitirse que nos atraigan o repelan en función de los sentimientos de amor y
odio. Jamás deben ser impuestos por la fuerza. Tampoco pueden adquirir la forma de un
mandamiento universal. Como cada hombre está en una situación diferente, y vive
ligado a experiencias también diferentes, no pueden existir principios morales
universalmente aplicables. Cristo fue un modelo, no una autoridad legal. Sus
mandamientos eran expresiones de sus sentimientos «intencionales» en momentos
determinados y ante situaciones concretas. El único factor común en la ética es si «todo
el hombre» está orientado hacia la Persona Suprema o no. En estos aspectos Scheler ha
contribuido a la idea de la opción fundamental, y a la difusión de una ética de situación.

Las teorías éticas de Scheler, que tuvieron su puesta de largo en su libro El


formalismo en la ética y la ética material de los valores (Parte 1, 1913; Parte II, 1916), se
interpretaron como una vía media entre la ética subjetiva de Kant (un sentido interior de
obligación nos dice qué es lo correcto), y lo que él consideraba una ética excesivamente
«legalista» de la Iglesia católica (existen algunas cosas que deben hacerse en cualquier
circunstancia sin excepción, y aunque no siempre podamos ver por nosotros mismos el
por qué, los católicos pueden estar seguros de todo ello porque así se lo dice la Iglesia).

Scheler estaba también fascinado por la sociología. Esto le llevó a hablar de unos
valores que llegan a personificarse o encarnarse en determinados tipos ideales, que
entonces se convierten en modelos para sociedades concretas. Le llevó también a lo que

278
son conclusiones que ahora están bastante pasadas de moda. Él creyó que la Primera
Guerra Mundial era, sobre todo, un conflicto entre «sistemas de valores» rivales. Los
poderes centrales representaban las virtudes de las sociedades tradicionales ordenadas e
integradas jerárquicamente, donde la primacía se le otorgaba al trabajo y a la
cooperación; los aliados se pusieron de parte de los ideales burgueses del mundo
anglosajón dirigidos hacia la satisfacción y el provecho individuales.

EL PERSONALISMO Y JUAN PABLO II

El descubrimiento de Scheler por parte de Juan Pablo II tuvo lugar accidentalmente,


como suele suceder con frecuencia.

¿Puede la filosofía de los valores de Scheler servir de base para un sistema ético
católico? Éste fue el tema que eligió el futuro pontífice para su segunda tesis doctoral. Su
respuesta fue «no». Un sistema ético válido no se puede construir exclusivamente sobre
los sentimientos y experiencias personales. Pero una vez introducido en Scheler,
encontró en su personalismo otras cosas que le agradaron: el método fenomenológico; el
hombre como «persona soberana», responsable, abierta a los valores exteriores a ella; la
insistencia de Scheler en construir un «hombre completo» -cuerpo y alma, mente,
voluntad y emociones- como punto de partida.

La vida devocional de la Iglesia siempre ha concedido un amplio espacio a los


afectos y emociones. La teología, sin embargo, al menos en tiempos recientes, ha
tendido a mirar las emociones y sentimientos con algo menos de confianza, casi como si
hubiera sido mejor que Dios nos hubiera creado sin ellos.

Para Juan Pablo II, por otra parte, el hombre es, por encima de todo, un ser que siente
en la misma medida que piensa y desea. Como definición de hombre, el punto de partida
debe ser «animal racional». Sin embargo, hay que decir mucho más. Jesús, el hombre
perfecto, experimentó todas las emociones, incluso la angustia; un hombre sin
sentimientos sería un hombre defectuoso.

En todo esto, el Papa, como el filósofo Dietrich von Hildebrand, otro fenomenólogo,
vio la posibilidad de lo que nunca anteriormente parecía haberse intentado: desarrollar
una filosofía y una teología de esa misteriosa entidad que es el corazón humano,
entendido no sólo como «sede de los sentimientos», sino como el centro más profundo
del hombre, donde todas las facultades del cuerpo y el alma interaccionan y reciben su
especial tono y color; donde si «el corazón» está bien dispuesto, ellas re sultan cálidas y
se convierten en radiantes; y si está enfermo, frías o congeladas. La Sagrada Escritura
cuando habla de este centro más profundo utiliza la palabra «corazón» con mucha mayor
frecuencia que «alma» o «espíritu», e incluso se refiere al «Corazón» de Dios. Juan
Pablo II se refirió a Dios llamándole «el Gran Corazón»92.

279
Sin embargo, sería una equivocación sugerir que el personalismo de Juan Pablo II se
preocupa únicamente de nuestros afectos y emociones. No es casualidad que el título de
la traducción inglesa de su principal obra filosófica sea The Acting Person (Persona y
Acción).93 Su principal interés filosófico era ético: la acción correcta, el papel de la
voluntad, y su libertad. Pocos Papas han sido capaces de ensalzar tanto la libertad, pero
como las sociedades occidentales han usado cada día más la llamada a la libertad como
pretexto para relativizar la moralidad, él fue insistiendo cada vez más, sobre todo en la
encíclica Veritatis Splendor, en que la libertad deja de ser verdadera libertad cuando no
va unida al conocimiento de la verdad.94

El deslizamiento hacia el sujeto humano producido en la filosofía y en la teología


católicas ha sido indiscutiblemente una de las operaciones más arriesgadas autorizadas
jamás por la Iglesia; es, tal vez, una de las razones que explican por qué, en la
providencia de Dios, Juan Pablo II llegó a ser Papa. Sólo él, de las figuras elegibles
entonces, parecía tener la cualificación necesaria para guiar la Iglesia a través del
laberinto subjetivista alemán, sin rendirse totalmente a él. Sin embargo, en los veintidós
años que hay entre el comienzo de la rebelión posconciliar y su elección al papado en
1978, el daño filosófico ya infligido estaba más allá de las posibilidades que podía tener
cualquier hombre para remediarlo. La philosophia perennis fue objeto de una campaña
internacional de vilipendio y mofa. Incluso allí donde no era totalmente rechazada y
abandonada, quedaba, sin embargo, marginada. Subjetivismo y relativismo penetraron
en la enseñanza de la teología, y en aquella confusión general, la misma filosofía terminó
desacreditada.

280
JACQUES MARITAIN (1882-1973)

1 personalismo de Maritain, escasamente deudor de la filosofía alemana, hunde


sus raíces en Santo Tomás, la Ilustración, y el humanismo francés; sus objetivos eran
tanto prácticos como especulativos.

Hijo de padre republicano no creyente y de madre protestante, en su juventud se


sintió atraído por el socialismo. Se produjo después su conversión al catolicismo (1902),
y el descubrimiento de Santo Tomás. Como metafísico y tomista, labró Maritain su
reputación entre entonces y 1927. Durante este tiempo adoptó los puntos de vista
políticos más o menos conservadores del grupo de dominicos con los que entró en
contacto por primera vez, y durante algún tiempo se le asoció con L'Action Francaise.

Pero al ser condenada por Roma, repensó su posición política. Volvió a ser un liberal
social y político, y así permaneció. Sin embargo, el tono y la intensidad de su liberalismo
fueron variando con el tiempo.

Durante la crisis económica de los años treinta estaba más «a la izquierda» (es decir,
era más crítico de la libre iniciativa, o del capitalismo liberal), que durante los años
cuarenta, cuando enseñaba en América. Un contacto más estrecho con los Estados
Unidos le proporcionó un mayor aprecio de las virtudes de la democracia de estilo
americano. A esto siguió un cierto flirteo con el radicalismo político americano del
agitador populista Saúl Alinsky. Siendo ya muy anciano, después de la muerte de su
mujer, se retiró a un convento de una orden religiosa.

No fue invitado a participar en los trabajos del Vaticano II, sólo a leer un mensaje en
las ceremonias conclusivas. Sin embargo, el grueso de lo que había escrito sobre la
persona humana y sobre la sociedad había sido ya incorporado al cuerpo principal de la
doctrina social de la Iglesia, había influido profundamente en el desarrollo de esta
enseñanza por parte del Concilio, y había sido utilizado ampliamente por los tres «Papas
conciliares», Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Como lo esencial se encuentra en lo
que he escrito en los capítulos 6 y 7 sobre la doctrina social de la Iglesia, no hace falta
volver ahora sobre ello; me centraré en los problemas surgidos a partir de su célebre
libro Humanismo integral (1936), en el que comenzó a dar a sus principios personalistas

281
un desarrollo histórico y evolutivo.95

Tan pronto como terminó el Concilio, él mismo llegó a hacerse consciente, no sin
dificultad, de que empezaba a haber problemas.

«Gracias especialmente a Emmanuel Mounier», escribió en El campesino del Garona


«las expresiones "personalista y comunitario" se han convertido en algo así como un
lema para el pensamiento católico francés. No carezco de cierta responsabilidad sobre
ello [...] creo que Mounier las tomó de mí [...] pero cuando veo la forma como están
siendo usadas ahora no me siento nada orgulloso. Porque está claro que, después de
defender de boquilla la de "personalista", lo que fomentan los que la usan es realmente la
expresión

También se lamentó de la gran cantidad de clérigos y laicos para los que «lo único
que cuenta es la vocación temporal de la raza humana con su marcha, ardua pero
victoriosa, hacia la justicia, la paz y la felicidad. [...] Apenas es pronunciada la palabra
"mundo", un relámpago de éxtasis ilumina el rostro de todos y cada uno».

Hoy día es difícil leer estas palabras sin quedar consternados, viendo que, en la
opinión de no poca gente, Humanismo integral, o algunos de sus elementos, fueron
responsables de la situación real que él terminó lamentando.

A pesar de sus grandes contribuciones al pensamiento social y político católico,


Maritain siempre conoció menos el terreno que pisaba en este campo que en el de la
metafísica. Su bondad de corazón, su débil sentido histórico, y probablemente su pobre
comprensión de la forma de ser de la mayoría de la gente corriente, le llevaron con
frecuencia a identificar lo que le hubiera gustado que fueran ciertas cosas con lo que era
posible o factible que fueran de hecho. Y cuando escribió Humanismo integral conocía
todavía menos el terreno que pisaba. La Guerra Civil española estaba a punto de estallar;
Hitler estaba ya en el poder en Alemania; Francia estaba enredada en luchas entre el
Frente Popular y la derecha política; todos estos conflictos seculares efímeros dejaron su
huella en el libro. Sin embargo, la fuente de los problemas, según el cardenal Sir¡ de
Génova, se encuentra en un nivel más profundo.

El cardenal Sir¡ de Génova llamó al Humanismo integral «una filosofía-teología de la


historia humana», y es aquí, dice él, donde encontramos la clave para todo el
pensamiento de Maritain sobre la sociedad, la política, y el sentido de la historia. Una
clave que es la separación radical que efectúa entre nuestras vocaciones terrena y
celestial, o entre lo secular y la historia de la salvación. Ambas realidades son queridas
por Dios. Pero se mueven sobre pistas separadas, una encima de la otra, dirigiéndose
hacia distintas metas, como camiones en una super-autopista californiana de dos pisos.

El cardenal Sir¡ ilustra este punto con dos citas de Humanismo integral.

282
La primera es: «El orden secular ha construido por sí mismo durante la Edad
Moderna una relación autónoma con respecto al orden espiritual, o consecratorio, que,
de hecho, excluye la idea de instrumentalidad. En otras palabras, ha alcanzado la
mayoría de edad. Esto es [...] un logro histórico, que una nueva cristiandad debe saber
cómo preservar».

La segunda cita es la última y enigmática afirmación del libro. «Por tanto, la historia
humana crece porque no existe un proceso de repetición, sino de expansión y progreso
[...] acercándose, al mismo tiempo, a su doble consumación: en el abajo absoluto, donde
el hombre es dios sin Dios, y en el arriba absoluto, donde él es dios en Dios».

La Iglesia siempre ha distinguido entre el orden natural y el sobrenatural, igual que


los escolásticos distinguían entre la vocación o «fin» natural y sobrenatural de los
hombres. Sin embargo, para la escolástica, los dos fines estaban relacionados entre sí. A
mi parecer, ningún escolástico antes de Maritain forzó hasta tal punto su separación. Es
más, para los escolásticos el fin natural del hombre era algo realizado en el aquí y el
ahora. Ellos no creían que la historia tuviera un fin natural.

La razón por la que Maritain separaba los dos órdenes de una forma tan radical era
parcialmente táctica. Como ya se ha dicho, él quería que los laicos católicos tuvieran
libertad para colaborar con todos los «hombres de buena voluntad» en lo que él llamaba
«la tarea común», sufriendo una mínima interferencia por parte del clero. Hasta este
extremo, la idea entrará en la enseñanza conciliar como «la autonomía de las realidades
seculares» (vésae el capítulo 14 del Libro l). La «tarea común» de Maritain era el
equivalente sociopolítico del «esfuerzo humano» de los nuevos teólogos, y ello
significaba más que lograr un salario y unas condiciones decentes para el «cuarto
estado», que es como él llamaba a las clases trabajadoras. La tarea común significaba
«una sustancial mutación, donde el cuarto estado llegará [...] a la propiedad, a la libertad
real, y a una auténtica participación en los asuntos políticos y económicos» (H.L).

En este punto nos topamos con una idea que nos introduce más profundamente en la
mente de Maritain. Cada hombre es un individuo; pero sólo un hombre que es su propio
dueño es plenamente persona. Por ejemplo, un jardinero que trabaja para ventaja
personal de otro, más que para sí mismo o para la comunidad, es plenamente individuo,
pero sólo parcialmente persona. Por esta razón, cualquier forma de «paternalismo» social
o industrial (es decir, empleadores filantrópicos que cuidan del bienestar de sus
empleados más que de que los trabajadores se lo busquen por sí mismos), es reprensible.

La tarea común, por tanto, tiene como segundo y principal objetivo llevar a los
hombres a una «personalidad» plena, liberándolos de todo lo que limite su «expansión y
autonomía personal». «El fin natural de la historia del mundo es el dominio de la
naturaleza por el hombre, y la conquista de la autonomía humana»; o «liberar a la
persona humana y a los diversos grupos humanos (razas, clases y naciones) de cualquier

283
servidumbre o sujeción a otros hombres»97. Alcanzar este fin es la «vocación histórica
del hombre».

Es también la dirección en la que se mueve la historia en su conjunto. A pesar de


serios retrocesos, «la historia» está del lado de la tarea común. Cuando la tarea se
complete, la historia secular habrá llegado a su fin. Esto no significa, Maritain nos lo
asegura inmediatamente, que esté inevitablemente abocada a ello; él no predica una
doctrina del progreso inevitable como la del enciclopedista francés del siglo XVIII
Condorcet. Ahora bien, si el proceso se frustra, «el final es prematuro y el libro termina
en la mitad» (H.L). Tendremos la impresión de que, en lo que concierne a este mundo, el
plan de Dios ha fracasado.

Aunque el espíritu de los Evangelios ha jugado su parte, los agentes principales de


este movimiento necesariamente progresivo de la historia son los apetitos naturales de
libertad en la voluntad humana, y el ideal de libertad en la mente humana. El apetito
conduce a los hombres hacia su meta desde dentro, a la manera del élan vital de Bergson,
mientras que el ideal, como un reluciente espejismo en el futuro, tira de ellos hacia
adelante como un imán. Las acciones combinadas, una propulsiva y otra atractiva, son
responsables de las «fuerzas ascendentes de la historia».

Las fuerzas ascendentes son todos los movimientos políticos, o de otra naturaleza,
que trabajan hacia la meta de una total emancipación. La colaboración con los marxistas,
por consiguiente, resultaba posible en ocasiones por razones tácticas. Aunque los
marxistas distorsionaran horriblemente el movimiento de la historia, no se oponían a su
empuje general, al revés que los fascistas, quienes oponiéndose al movimiento de la
historia, jamás podían ser aliados. Los movimientos políticos y sociales «de la
izquierda» encarnaban la marcha interna de la historia. En ellos vio Maritain el
nacimiento de una «tercera edad del mundo». Aunque la historia terrenal es «impura y
oscura», nos dice, sin embargo, es «la historia de una humanidad infeliz en marcha hacia
una liberación absolutamente misteriosa» (H.L).

De cualquier forma, quedan colgando en el aire una serie de preguntas de la mayor


importancia. Esta liberación, ¿es natural o sobrenatural? Si es natural, presumiblemente
tiene lugar en el tiempo. ¿Tenemos, entonces, que asumir que, una vez sean libres y
autónomos, los hombres se comportarán todos ellos como ángeles? ¿Y qué decir de
todos los que han muerto sin llegar a ser libres y autónomos? ¿Son personas incompletas
en el cielo? Se nos dice simplemente que «la historia del tiempo prepara
enigmáticamente su consumación final en el Reino de Dios» (H.I_), y que una vez que
«el ideal al que aspira la persona humana» se haya realizado y la historia haya
«alcanzado su fin», la humanidad habrá «superado la historia»98.

A mi juicio, no carece de significación que Los derechos del hombre y la ley natural
ponga de relieve las semejanzas entre su pensamiento sobre estos temas y el de «el gran

284
paleontólogo Teilhard de Chardin». Ciertamente, el «evolucionismo de Humanismo
integral podría considerarse el equivalente político del evolucionismo cultural y cósmico
del P. Teilhard. Después, cuando la gente empezó a comprender mejor qué decía
realmente «el gran paleontólogo», Maritain adoptó decididamente un punto de vista
diferente del suyo. Sin embargo, los problemas comenzaron realmente cuando Maritain
intentó explicar cómo debía llevarse a la práctica la «tarea común».

Habiendo hecho de la «libertad, expansión y autonomía» del individuo o de la


persona humana el principio fundamental de la vida sociopolítica, el ideal tiene que ser
la sociedad, o estado, «pluralista» (la única con una amplia variedad de puntos de vista
sobre las cuestiones fundamentales). Que todas las sociedades occidentales sean ahora
pluralistas, no es simplemente un hecho, es un «logro histórico». «Debemos entregarnos
a buscar en una profesión de fe común la fuente y el principio de unidad en el cuerpo
social» (H.I.).

Maritain había heredado de su pasado socialista y de sus antepasados republicanos


franceses una aversión profundamente enraizada a la idea del «estado confesional» (un
Estado en el que los gobernantes y las leyes expresan las convicciones y principios de
una religión, porque es la religión de la gran mayoría del pueblo, mientras que los
«credos minoritarios» adquieren un bajo perfil). Necesario quizás en su tiempo, hoy debe
ser relegado al baúl de los recuerdos. La Iglesia no debe tener influencia directa en los
intentos de realizar el fin natural o temporal de la humanidad.

Por otra parte, como filósofo católico, Maritain sabe que la verdad y el derecho
siguen siendo bienes más altos, y que para los hombres, sociales por naturaleza, existe
un bien común lo mismo que existe un bien individual. ¿Cómo podrán hacerse hueco
estos bienes más altos en un estado tan radicalmente pluralista? ¿Cómo se podrán
mantener unidos los ciudadanos como un pueblo sin alguna forma de consenso sobre los
asuntos básicos?

Para responder a estas preguntas, Maritain inventó su estado «humanista integral», o


nueva «cristiandad» no-denominacional (evidentemente uno de los ejercicios más
curiosos nunca realizado por un autoproclamado demócrata en filosofía política).99

Su estado humanista integral, nos dice, será políticamente democrático


(presumiblemente tendrá sufragio universal e instituciones representativas de algún tipo),
y de inspiración cristiana. Sin embargo, el poder real lo ostentarán los que él llama vives
praeclari (ciudadanos especialmente ilustrados). Los cives praeclari, que pueden
pertenecer a cualquier religión o a ninguna, no son funcionarios estatales elegidos por el
pueblo o por parte del sistema político. Son autoproclamados grupos de intelectuales y
miembros de la «élite proclamada», que guían a la opinión pública hacia el
cumplimiento de la tarea común desde la inteligen cia, como miembros de células del
partido comunista o de las logias masónicas. El mismo Maritain dice que ellos llevarán a

285
cabo la misma función que los reyes en el pasado; en otras partes los compara a las
órdenes religiosas medievales (H.I_).

La «inspiración cristiana procederá de los cives praeclari católicos, de los que se da


por supuesto que habrá pocos en cada grupo. No intentarán imponer sus creencias
religiosas a los otros miembros del grupo. Pero sus ideas prácticas sobre lo que hay que
hacer serán finalmente adoptadas por su intrínseca razonabilidad, y por lo adecuado de
sus proposiciones. Así pues, dice Maritain, el punto de vista cristiano «habrá prevalecido
[...] pero de una forma secular y pluralista»

Ahora bien, ¿por qué deberían aceptar sin vacilar los no creyentes y los no cristianos
lo que es correcto y razonable? ¿No es esto pelagianismo, es decir, creer que los hombres
pueden infaliblemente ver y hacer lo correcto en virtud únicamente de su propia fuerza?
No, dice Maritain, la razón es que los cives praeclari -«incluso cuando [...] ignoran o son
ajenos a la profesión de cristianismo» (H.I_)- están ya en estado de gracia. Queriendo,
como quieren, perseguir fines social y políticamente correctos, están situados «en un
estado de rectitud moral»; son, por definición, hombres virtuosos, y en virtud de ello,
deben estar bajo la influencia de la gracia. Más aún, al abrazar los ideales sociopolíticos
de Maritain, están abrazando inconscientemente el mismo cristianismo. «Asumido en la
plenitud y perfección de las verdades que (la tarea común) implica, abarca en su
totalidad el cristianismo; sí, la totalidad de la ética y dogmática cristiana», aunque no
exija «en sus comienzos una profesión de todo lo que implica el cristianismo de cada
hombre» (H.L). Por consiguiente, afirma Maritain, «realmente una ciudad animada por
semejantes elementos estará, hasta cierto punto, bajo el reino de Cristo» (H.L).

La estatura moral de los vives praeclari les hará también aceptables a las masas,
aunque éstas no sean capaces de apreciar la sabiduría de las políticas de sus líderes. No
se explica por qué las masas deben estar dispuestas a seguir a los líderes buenos más que
a los malos. De hecho, la actitud de Maritain hacia las masas es equívoca. Algunas veces
se refiere a ellas como si fueran instrumentos pasivos de los vives praeclari, o incluso
obstáculos para sus objetivos. Otras, las propias masas parecen ser la principal fuerza
conductora de la historia. Se nos habla de su «misión histórica». Se nos dice que el
«destino de la humanidad depende ampliamente de su actitud y de su acción» (H.L).
¿Están también todas las masas en estado de gracia? Frecuentemente así lo parece. «La
estrella conductora [...] de este nuevo humanismo, la idea que está en su corazón [...] no
será la del sagrado imperio (sic) de Dios sobre todas las cosas, sino más bien la de la
sagrada libertad (sic) de la criatura ala que la gracia une a Dios»

¿Y qué pasa con los ciudadanos que rechazan su gracia? Éste, sin embargo, es un
punto accidental. Estén o no las masas en estado de gracia, los cives praeclari y las
masas prepararán juntos las bases para la nueva cristiandad con «un trabajo vasto y
multiforme [...] de propaganda y organización». «Una guerra espiritual», y «una
contienda social y temporal» tendrán que ser «libradas por todos aquellos que comparten

286
el mismo ideal humano» (H.I.).

Pero, ¿será suficiente por sí mismo trabajar en la tarea común para mantener unidos a
los ciudadanos de la «nueva cristiandad»? Aquí Maritain se contradice. En primer lugar,
nos dice que «debemos renunciar a la búsqueda de una profesión de fe común». Será
suficiente una «simple unidad de amistad», y la persecución de metas religiosa y
moralmente neutrales. Los ciudadanos se unirán con una «mínima forma de unidad en el
plano de lo temporal». En la siguiente página, sin embargo, nos dice que «la simple
unidad de amistad no basta para dar forma a un cuerpo social». Tampoco bastan unos
objetivos prácticos comunes. Sin una «especificación claramente ética y religiosa», la
ciudad «no puede ser verdaderamente humana» (H.L). De modo que los ciudadanos
tienen que tener una religión común, la nueva cristiandad será, después de todo, un
estado de una religión, por más que Maritain llame a esto un ideal espiritual, y por más
que éste tenga su centro en el hombre más que en Dios. Sus principales artículos de fe
son «la dignidad de la persona humana y su vocación espiritual, y el amor fraternal que
es su obligación».

En otras palabras, después de haber excluido cuidadosamente a la Iglesia de cualquier


influencia directa sobre los asuntos temporales, Maritain, de hecho, vuelve a meter la
religión y la política juntas por la puerta de atrás. El civis praeclarus es una especie de
obispo de la religión de la dignidad humana, la libertad y hermandad, que dirige los
asuntos tanto espirituales como temporales.

En este periodo de su vida resulta desconcertante también, en otro orden de cosas, la


forma en que los clichés izquierdistas dominaron su pensamiento político, y la aparición,
a veces, de una retórica revolucionaria en sus escritos. Todos los estados modernos son
calificados como comunistas, fascistas, o liberalburgueses. Los únicos grupos valiosos
parecen ser los intelectuales, trabajadores, y campesinos. Los estados liberales-burgueses
son tratados como incapaces de reforma. Tratar de negociar con ellos es «oportunismo»
o «empirismo»; deben ser «liquidados». «La civilización moderna es un vestido
gastado». El futuro «sólo puede nacer de una ruptura esencial» con el pasado.102

¿Tiene el Estado obligación de mantener una moral natural? Sólo en la medida en que
el pueblo se adhiera a ella. «El cuerpo político no conoce otra verdad que la que conoce
el pueblo». Siendo el Estado pluralista, esto significa que «la legislación civil debe
adaptarse a la diversidad de credos morales de las diversas líneas espirituales que
esencialmente soportan el bien común del cuerpo social»103. Pero, ¿qué ocurre si
suponemos que el pueblo tiene modos de vida en conflicto? ¿O modos de vida
inmorales?

Existe una curiosa semejanza entre los puntos de vista expresados en Humanismo
integral y los de algunos tradicionalistas franceses. En ambos hay una convicción
subyacente de que es posible lograr una sociedad compuesta fundamentalmente por no

287
cristianos que vaya a vivir como cristianos. La diferencia está en los medios. Donde los
tradicionalistas piensan que es posible haciéndose con el control del Estado, Maritain
imaginaba que se podía hacer a hurtadillas.

Uno lamenta tener que criticar a este gran filósofo católico que en tantas cosas era un
hombre bueno y entrañable. Humanismo integral no fue su última palabra sobre el
hombre y la sociedad. Pero fue su «palabra» más leída, y la amplitud de su influencia
abarcó desde la ortodoxia del papa Pablo VI a las heterodoxias de Gustavo Gutiérrez. Se
convirtió en la principal fuente del utopismo político del catolicismo de

En El campesino del Garona lanzó un grito final de angustia ante la forma en que
habían sido usadas sus ideas, acusando a los católicos de después del Concilio de
arrodillarse ante el mundo. Pero uno no puede sustraerse al sentimiento de que él mismo
le había hecho también algunas profundas reverencias.

EMMANUEL MOUNIER (1904-1950)

Emmanuel Mounier, más que cualquier otra figura de su tiempo, ejemplifica, a mi juicio,
el dilema de los jóvenes católicos franceses de mente generosa, que queriendo «hacer
algo» ante las atroces condiciones sociales, se encontraron atrapados entre las tres
siniestras hermanas políticas: comunismo, fascismo y liberalismo antirreligioso.105

Emmanuel Mounier, un joven de Grenoble graduado en la Sorbona, inicialmente


piadoso e introvertido, apareció por primera vez en la escena católica francesa alrededor
de 1927, cuando comenzó a frecuentar los encuentros semanales de intelectuales
católicos en la casa de Maritain en Meudon en las afueras de París, y rápidamente se
hizo un nombre como editor de la revista mensual Esprit, que él mismo fundó con la
ayuda y el apoyo de Maritain y Gabriel Marcel en 1932. La década siguiente, Maritain y
Mounier estuvieron ligados por una curiosa relación maestrodiscípulo, en la que
frecuentemente daba la impresión de que el maestro trataba de correr para ponerse a la
altura del discípulo.

Mounier había recibido una formación filosófica limitada, como limitada era su
capacidad para el pensamiento filosófico. (Maritain en una ocasión se lamentó de que
sus artículos eran «una multitud de afirmaciones contradictorias»). Pero tenía
determinación, una fuerte adhesión a ciertas ideas clave, y estaba dotado como
publicista. A ello se añade que se hizo portavoz de lo que muchos de su generación
pensaban de manera confusa, lo que para Maritain suponía frecuentemente una atracción
irresistible. Consecuentemente, mientras Maritain regañaba a menudo a Mounier por sus
excesos e imprudencias, no pocos de esos excesos se abrieron camino en los propios
escritos del Maritain de este periodo, aunque casi siempre en un lenguaje más cuidado.

288
Humanismo integral representa la cumbre de la influencia de Maritain sobre
Mounier. Tras la marcha de Maritain a Estados Unidos el año 1939, esa influencia
decayó, debido sobre todo a sus visiones opuestas sobre los méritos y deméritos de la
democracia y el fascismo. Maritain nunca flaqueó en su oposición al fascismo. A pesar
de los numerosos guiños amorosos hacia la extrema izquierda presentes en Humanismo
integral, siempre permaneció fuertemente adherido a la idea democrática (gobierno, en
cierto grado, por el pueblo, y también para el pueblo).

La posición de Mounier era más equívoca. Aunque muchas veces ha sido presentado
como un típico católico «de izquierdas», y durante los últimos cinco años de su vida
apoyó el diálogo cristiano-marxista, previamente había hablado favorablemente de
ciertos movimientos fascistas (Hitler era el traidor al verdadero fascismo), y al estallar la
guerra brindó un apoyo cualificado a Vichy. Creía sin avergonzarse en el papel de las
élites. Pero era valiente, y en algún sentido tenía poco mundo. Cuando las autoridades de
Vichy le encarcelaron durante nueve meses, inició una huelga de hambre como protesta.
A pesar de ello, siguió considerándoles como el gobierno legítimo, y saludó la liberación
de Francia por los aliados con sentimientos encontrados.

Sin embargo, el salto al tren marxista tan pronto como se constituyó la IV República
no fue fruto de un oportunismo cínico como parece a primera vista. Dadas las creencias
de Mounier, tenía su lógica.

Mounier se veía a sí mismo como un reformador religioso que, según él mismo


admitía, sabía poco y se preocupaba menos de las cuestiones políticas, aunque sin
embargo era lo suficientemente simple como para creer que podría utilizar los grandes
movimientos políticos del momento para sentar las bases de una revolución espiritual
que traería el reino universal de la hermandad y el desprendimiento a través de un
cambio o «transvaluación» de los «valores» en vigor.

El gran obstáculo a esta revolución, según su visión, era el individualismo egoísta de


la «civilización burguesa» con sus instituciones parlamentarias podridas, y su economía
capitalista. Viéndola exclusivamente como un instrumento de este egoísmo, Mounier
sólo tenía palabras duras para la democracia parlamentaria. Democracia equivalía a III
República Francesa. Fueran los que fuesen los pecados del fascismo y el comunismo (y
Mounier fue uno de los primeros en denunciar las brutalidades de Stalin, y la
persecución de los judíos por Hitler), ellos, al menos, reconocían que la vida social debía
ser cooperativa o corporativa. En consecuencia, si uno u otro podía ser utilizado para
acabar con la civilización burguesa, mejor que mejor. Mounier y sus grupos de lectores
de Esprit, a los que desde mediados de la década de 1930 había unido formando un
cierto movimiento -se reunían para charlas y discusiones- podían infiltrarse y
espiritualizar cualquier sistema político.106

Hoy día, sólo se recuerda el apoyo de Mounier al diálogo cristiano-marxista, en parte

289
porque sus contactos con el fascismo se demostraron inconvenientes para sus
admiradores de izquierda, y en parte porque después de la Segunda Guerra Mundial,
Mounier reescribió ampliamente la historia de su movimiento. Igual que otros
reformadores, él no tuvo inconveniente, cuando fue necesario, en sacrificar las
particularidades históricas a los intereses de su propia visión.

Ahora bien, ¿hasta qué punto era católica esta visión? Éste es otro campo de
ambigüedad. Subyaciendo a su catolicismo estaba una «religión del espíritu» privada,
que es la que él estaba principalmente interesado en propagar, y que iba a activar su
revolución espiritual. Tenía tres componentes.

El primero era una variante del personalismo de Maritain con elementos de Scheler,
Marcel, y Buber. Mucho de esto, que ya nos resulta familiar, era coherente con el
catolicismo. La persona humana es el bien creado más importante, pero sólo se descubre
a sí misma en una comunidad inspirada por el amor fraterno. Sin embargo, Mounier puso
mucho menos énfasis que Maritain en la libertad y autonomía del individuo. El amor
fraterno y la vida social venían primero. El personalismo era el instrumento destinado a
regenerar Europa poniendo de rodillas a la civilización burguesa. A través del
personalismo, la gente podría por fin aprender a preferir a las personas que a las cosas, y
el bien de la comunidad a su propio bien privado. Estos aspectos del personalismo de
Mounier dejarían su huella en las encíclicas sociales de Juan XXIII, Pablo VI, así como
en el humanismo cristiano de Juan Pablo I1.107

El segundo componente era una visión evolutiva del mundo, unida a un énfasis en la
primacía del espíritu sobre la materia que él había adquirido inicialmente de su profesor
de filosofía en Grenoble Jacques Chevalier, discípulo de Bergson. Chevalier implantó en
él también una aversión típicamente bergsoniana al pensamiento abstracto o sistemático.

En el pensamiento de Mounier, cualquiera que creyera en el «espíritu» se convertía


en un potencial aliado para su revolución religiosa. En palabras de Hellmann, vio el
cristianismo, primero y principalmente, como «una forma de vida superior para todos,
aunque no todos compartieran sus convicciones sobrenaturales». No se negaban
doctrinas específicas, pero en orden de importancia, la fe en el «espíritu» y en el amor
fraternal tendían a llevar la delantera a la fe en Dios Creador, en la Santa Trinidad, y en
«los actos centrales del drama cristiano» -pecado, redención y resurrección- que debían
ponerse «al margen»108.

Posteriormente, Mounier cayó bajo la influencia de Teilhard de Chardin. El número


de Esprit de diciembre de 1937 «presentó la obra de Teilhard como de [...] excepcional
importancia». El editor encontró «tranquilizante» la idea de Teilhard según la cual los
movimientos políticos en conflicto, democráticos, fascistas, y comunistas «terminarían
convergiendo», al ser todos ellos parte de una única marcha evolutiva hacia el futuro.109

290
Finalmente estaba Nietzsche, al que Mounier descubrió durante la Segunda Guerra
Mundial. Nietzsche influyó en él mucho más que lo hizo nunca Marx. Ciertamente, en
un momento confesó conocer poco sobre Marx, aunque esperaba leer más sobre él. En
Nietzsche, Mounier encontró apoyo para algunas simpatías y antipatías ya existentes,
que procedían más de su temperamento que de su inteligencia. Más bien tímido e
indeciso por naturaleza, lo que le llevaba a despreciarse a sí mismo, se sentía atraído por
la gente con cualidades que compensaban su modo de ser, como por ejemplo el
compartir, la energía, el vigor, la fuerza de voluntad, la actividad, o la virilidad; figuras
heroicas, e incluso la violencia. Al creer, como hizo él, en las élites como únicos agentes
verdaderamente eficaces del cambio histórico, desarrolló un desprecio similar hacia lo
que juzgaba debilidad, mediocridad, búsqueda de sí mismo, y compromiso.

La lectura de Nietzsche no sólo avivó estas simpatías y antipatías, sino que le


proveyó de un formidable arsenal de invectivas para atacar a la civilización burguesa
(bete noire también para Nietzsche), y para todo lo que le disgustaba de la Iglesia
católica.

La hostilidad de Mounier hacia la mayor parte de la vida y práctica del catolicismo


existente, no comenzó con su descubrimiento de Nietzsche, y ya ha quedado
meridianamente claro que realmente había cosas que criticar. Lo que es menos fácil de
explicar es por qué su hostilidad tuvo que ser tan global y sin paliativos desde el
principio. No parece que hubiera tenido padres ásperos, o una niñez poco feliz. Tal vez
pueda atribuirse inicialmente a haber escuchado las conversaciones entre Jacques
Chevalier y sus descontentos amigos modernistas. De todas formas, leer a Nietzsche
llevó su animosidad cerca de la paranoia. Terminó haciéndose incapaz para ver algo
bueno en el catolicismo pasado y presente. ¿Por qué no ha sido capaz la Iglesia de abolir
la pobreza, de persuadir a la gente para que valore las cosas del espíritu por encima de
los bienes materiales, y de hacer que todos los hombres se amen unos a otros? Al final de
los años cua renta se preguntaba si el cristianismo no había sido una ruina, más que una
bendición, para el género humano. Tal vez nunca ha existido un genuino cristianismo.
Tal vez sólo ahora estaba comenzando. «¿Quiénes son los primeros cristianos?», se
preguntaba; y respondía: «Tal vez, nosotros», refiriéndose a él y a los lectores de su
Esprit.11°

Ésta fue la mezcla explosiva de cosas aceptables e inaceptables que este


(retóricamente hablando) feroz profeta y apóstol del amor fraterno extendió a través de
Esprit inmediatamente antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Esprit no tuvo
una gran circulación. Pero el apoyo de Maritain y los distinguidos escritores que tanto él
como Marcel lograron convencer para que colaboraran, le otorgó su prestigio. El elenco
de primeros lectores incluía muchos nombres que terminarían siendo famosos: los
futuros cardenales Journet, de Lubac, Congar, y Daniélou; el P. Marie-Dominique
Chenu, cristianos no católicos como Berdiaev, y no creyentes como el filósofo Merleau-
Ponty. Fuera de Francia, su mayor impacto estuvo en Québec, Bélgica y Polonia.111

291
292
a idea evolucionista es hasta tal punto parte del pensamiento de Occidente, que
nadie con una educación occidental puede no estar afectado por ella. Ahora bien, con las
ideas forjadas en nuestras mentes desde el comienzo mismo de la infancia, sucede con
frecuencia que no somos conscientes de qué es exactamente lo que asumimos. Por eso,
este capítulo se va a dedicar no a determinar si existió la «evolución» tal como se la
entiende habitualmente, sino a desentrañar la «idea» para ver qué es lo que realmente
contiene, y para ver también a qué están dando su adhesión los cristianos, muchas veces
sin darse cuenta, cuando tratan de «bautizarla».

Incluso gente altamente cualificada acepta la idea sin reparar en que la palabra
«evolución» tiene actualmente cuatro significados bastante diferentes. Éstos están
apoyados por la evidencia, o se mantienen abiertos a objeciones de distinto peso y valor,
de modo que no es sorprendente que se trate de un tema sumamente espinoso. Todos
nosotros estamos familiarizados con estos diferentes significados sin mayores
dificultades, pero casi siem pre existen en nuestras mentes formando un todo no
plenamente asimilado.

Ahora bien, como estamos en una situación en la que plantear la más mínima crítica a
la teoría evolucionista le expone a uno al peligro de ser considerado un chiflado, lo
primero que quiero hacer es asegurar que cuando hago algunos comentarios críticos no
estoy solo, sino que puedo ser visto en buena compañía. He aquí, pues, cuatro citas
tomadas de hombres con unas credenciales científicas impecables:

«Ninguna cantidad de argumentos o de sabios epigramas pueden ocultar la intrínseca


improbabilidad de una teoría evolucionista ortodoxa; sin embargo, muchos biólogos
sienten que es mejor pensar en términos de acontecimientos improbables que no
renunciar totalmente a pensar» (James Grey, zoólogo de Cambridge, 1954).

«Decir que el desarrollo y supervivencia de los más aptos es consecuencia absoluta de


mutaciones debidas al azar, me parece una hipótesis que no se basa en la evidencia, y
que es irreconciliable con los hechos. Las teorías evolucionistas clásicas son una
inmensa simplificación de una masa enormemente compleja e intrincada de hechos, y
me admira que estén siendo tragadas tan acrítica y rápidamente durante tanto tiempo por
tantos científicos sin el menor murmullo de protesta» (sir Ernest Chain, premio nobel,

293
co-descrubridor de la penicilina, 1970).

«La visión según la cual la evolución puede ser definitivamente entendida en términos
de genética y biología molecular, es claramente errónea» (Steven M. Stanley de John
Hopkins University, 1974).

«La evolución [se ha convertido] en algún sentido en una religión científica; casi todos
los científicos la han aceptado, y muchos están preparados para "plegar" sus
observaciones de forma que encajen en ella [...]. Siempre he albergado ciertas sospechas
en relación con la teoría de la evolución por su capacidad para explicar cualquier
propiedad de los seres vivos. En consecuencia, he tratado de ver si los descubrimientos
biológicos de los últimos treinta años encajan en la teoría de Dar win. No creo que lo
hagan. En mi opinión, la teoría no se mantiene en pie en absoluto» (H.S. Lipson, C.B.E.,
profesor de Física, Universidad de Manchester, Institute of Science and Technology,
Phisics Bulletin, mayo 1980).

Se podría hacer una larga lista de afirmaciones parecidas, pero no tenemos un espacio
ilimitado.112

Un segundo punto introductorio: la evolución tiene que ver con el cambio. Por tanto,
antes de embarcarnos en el tema, debemos, al menos, tener ideas claras sobre la
diferencia entre las dos principales formas de cambio.

Éstas son: cambio accidental y sustancial. Los cambios accidentales son aquellos que
modifican la apariencia o «superficie» de una cosa sin hacer de ella otra diferente. El
cambio sustancial (en la medida en que es posible) transforma una clase de cosa en otra
nueva. Ésta recibe una naturaleza o forma diferente. Ha sido transformada.
Alternativamente, se ha descompuesto en sus componentes físicos, y deja de existir
como esta cosa concreta y particular, tal como sucede con nuestros cuerpos al morir.113

Esto nos ayuda a ver la diferencia entre evolución y esa forma aparentemente similar,
pero realmente diferente, de cambio que llamamos «desarrollo». Las dos palabras suelen
usarse de manera intercambiable para cualquier movimiento de un estado de cosas a
otro. Pero desde Darwin se ha hecho necesario distinguir entre ellas.

Evolución se refiere básicamente a un cambio sustancial: una clase de cosas se


convierte en otra clase de cosas. Desarrollo, en contraste, no se refiere a cosas que se
transforman en otras diferentes, sino a cosas que alcanzan una mayor plenitud en ellas
mismas. Se refiere a un sacar a la luz poderes y posibilidades ocultos de las cosas,
aunque las cosas mismas sigan siendo lo que eran. Se podría llamar forma suprema de
cambio accidental.

Ahora estamos probablemente mejor preparados para seguir tratando de buscar

294
nuestro propósito original.

DESCENDENCIA DE UNA ÚNICA FORMA DE VIDA

El primer significado de la palabra «evolución» es la que conocemos mejor. Según esta


teoría, las diferentes especies de animales y plantas no fueron creadas desde el principio
como distintas, sino que llegaron a la existencia descendiendo de una única forma
primitiva de vida, y a través de un proceso de cambio y transformación que duró
millones de años. Las formas superiores, incluyendo a los hombres, «crecieron», o
salieron mediante una ruptura, de grupos de formas inferiores. La palabra francesa
transformisme usada inicialmente como alternativa al término «evolución» para describir
este proceso real o supuesto, nos ofrece la mejor idea de lo que se supone que
aconteció.114

La evolución, en este primer y más básico sentido, no es un hecho establecido sino


una hipótesis científica sugerida por el trabajo de naturalistas de los siglos XVIII y
comienzos del XIX como Buffon, Linnaeus y Cuvier, que no se mostraron
excesivamente interesados en cómo llegaron a existir las diferentes especies de animales
y plantas en las forma en que ahora son, sino en clasificarlas en grupos y subgrupos
(órdenes, familias, géneros, especies, etc.), basándose en sus similitudes anatómicas, y
en la posición que ocupaban en los fósiles en los diferentes estratos. Si las formas vivas
pueden agruparse en familias como éstas, ¿no podrán descender de un tipo ancestral
común, más que de un grupo de arquetipos separados y distintos? Darwin no inventó
esta idea. El primero que parece haberla formulado sistemáticamente por primera vez fue
Lamarck. Sin embargo, lo que hizo Darwin fue recoger el mayor volumen de
información posible sobre la vida de animales y plantas que aparentemente apoyaban esa
idea.

Al decir esto, no estoy negando el fantástico poder de observación, la paciencia,


atención al detalle, y tenacidad del objetivo de Darwin, que le situó entre los naturalistas
de primerísima clase. Lamentablemente, la naturaleza de sus estudios, y todavía más, lo
que le pareció que eran sus implicaciones, le llevaron al mundo de la filosofía y de la
metafísica, para el que no estaba igualmente preparado. Al desarrollar una cosmología y
antropología que ignoran problemas de un orden más elevado que el geológico y el
biológico -problemas como los orígenes y el papel del bien, la bondad, el amor y la
inteligencia- terminó, tal vez sin pretenderlo, como Marx y Freud, modificando para mal,
y no para un amplio beneficio, la mentalidad general del mundo occidental.115

A pesar de esto, la evolución en este primer sentido no es incompatible con la fe en


Dios. Dios podría haber traído a la existencia a los animales y las plantas por este
procedimiento. La pregunta decisiva es: ¿Lo hizo así realmente? ¿Es adecuada la

295
evidencia que se ofrece en favor de la teoría? Como acabamos de ver, no todos los
científicos piensan que lo es, al menos si se trata de la evidencia que hemos contemplado
ampliamente.

Ya desde el comienzo, el mayor quebradero de cabeza para los evolucionistas no


cristianos y cristianos, ha sido la falta de lo que se llama «formas intermedias». Si la
evolución ocurrió, como se supone, indudablemente las rocas deberían haberse llenado
de fósiles, criaturas en un estado de semitransformación entre una especie y la siguiente.
No sólo existiría la dificultad específica para clasificar un caso determinado, de lo que
con un esfuerzo de imaginación podría ser una forma intermedia, sino la dificultad de
hacerlo literalmente con miles de formas intermedias indiscutibles. Pero sencillamente
ellas no están ahí.

Como sabe cualquiera que se haya ocupado de este asunto, las especies aparecen en
los estratos de las rocas en forma de fósiles, y «muestran pocos o ningún cambio
repentino durante su existencia en la huella, para después, súbitamente, desaparecer».
Así lo dice el conservador del Field Museum de Chicago, David Raup, en un escrito de
1979. Mucho antes de esto, un amigo y aliado de Darwin, Thomas Huxley, había
observado que la idea de un cambio gradual era incompatible con la huella fósil. ¿Cómo
explicamos también cosas como los fósiles de árboles que recorren algunos estratos de
rocas (polystrata), que supuestamente yacieron en intervalos superiores a millones de
años? ¿O los innumerables mamuts encontrados en la permafrost116 siberiana con
hierba fresca en su estómago? (Sin una súbita o catastrófica caída de temperatura, la
hierba se habría encontrado digerida). Existen abundantes ejemplos de fenómenos
geológicos como éstos que sugieren que el desafío al cambio geológico gradual y
duradero, uno de los fundamentos de la teoría evolucionista, está todavía sumamente
vivo.

Estos y otros problemas similares pueden no ser argumentos concluyentes contra el


origen evolutivo de las especies, pero no se pueden despachar con facilidad. En el estado
actual del conocimiento, sigue siendo profundamente misteriosa la información que nos
envían las rocas, los fósiles y los animales sobre el pasado más remoto. Es algo así como
tener que descifrar una inscripción en una lengua que nadie conoce todavía plenamente.

Con mucho, la afirmación más autorizada de la Iglesia sobre la evolución se


encuentra en la encíclica Humani Generis de Pío XII (1950). Los católicos, decía,
pueden creer que Dios podría haber creado los animales y las plantas mediante un cierto
proceso evolutivo, e incluso que podría haber utilizado el cuerpo de alguna especie de
simio superior para la formación del cuerpo del primer hombre. El resultado final de
todo ello era, sin embargo, algo completamente nuevo y diferente. El cuerpo estaba
unido a un alma humana inmortal creada directamente por Dios, y era formado en el
proceso. Con respecto a la evolución en general, advertía el Papa, los católicos deben
recordar que se enfrentan con algo que es todavía solamente una hipótesis. Aunque los

296
primeros capítulos del Génesis no son historia, ni una descripción científica en el sentido
moderno, no deben ser tratados como una mezcla de folklore judío sin ningún tipo de
doctrina o verdad. En algún sentido todavía no determinado «llegan bajo el señorío de la
historia»117.

ELECCIÓN POR AZAR

La segunda idea que la gente tiene en mente cuando habla sobre la evolución es la teoría
de la «selección natural», o «la supervivencia de los más aptos». Se trata de una
hipótesis sobre cómo funciona realmente la transformación de una especie en otra, y en
su forma inicial fue ciertamente creación de Darwin, aunque él la construyó en gran
medida a partir del uniformitarianismo geológico de su amigo Sir Charles Lyell.118 Por
tanto, para marcar la dife rencia entre estos dos significados de la palabra «evolución»,
podemos justificadamente llamar «darwinismo» al segundo.

En realidad, la «selección natural» tampoco era una idea completamente nueva. El


hecho de que los miembros débiles o enfermos de una especie tiendan a ser eliminados
es materia de observación, y ha sido lógicamente interpretado como uno de los caminos
que sigue la naturaleza para mantener sana a una determinada especie. La novedad de la
teoría de Darwin estaba en dar la vuelta a la idea, pretendiendo que ahí podía estar el
punto de partida para la producción de nuevas especies. Si la naturaleza elimina a los
miembros débiles y más inadaptados de una especie, debe favorecer a los fuertes o mejor
adaptados. A esta idea añadió entonces otros dos hechos bien conocidos, ampliamente
explotados por jardineros y cuidadores de animales domésticos. No sólo se diferencian
ligeramente todos los miembros de una especie; emparejando aquellos que se diferencian
en la misma línea, es posible reforzar una determinada tendencia hasta conseguir, no una
nueva especie, sino un subtipo diferente reconocible. Las formas variantes, producidas
por los hombres o por la naturaleza, son el desarrollo de posibilidades latentes y ocultas
en un tipo o especie. Es algo parecido a lo que ocurre en la música con el tema principal
y las variaciones. En relación con las especies en su conjunto, la variación es siempre
una cuestión de cambio accidental.

Ahora bien, el mismo Darwin se preguntaba: ¿no es posible que la naturaleza haga
ciegamente lo que el cuidador hace conscientemente, yendo, incluso, mucho más lejos?
Paso a paso, generación tras generación, ¿no es posible que una acumulación de
pequeñas variaciones favorables a determinados animales en su lucha por la
supervivencia, desemboque en un nuevo órgano o estructura corporal que pueda terminar
convirtiéndose en una nueva especie de criatura, en el sentido de ser ya incapaz de inte
ractuar con la forma «parental» de la que surgió? En otras palabras, ¿no puede ser que
una larga cadena de cambios accidentales conduzca a un cierto cambio sustancial, no en
los miembros individuales de una especie, pero sí en un sector de la propia especie? Por

297
supuesto, «especie» es una abstracción, porque lo que se contempla es un cambio
metafísico.

Desde luego, lo que Darwin proponía no era una «selección natural», ya que
selección significa elección, y sólo las mentes pueden elegir. Ésta es la razón por la que
su teoría proporcionó enseguida a su inventor tantos quebraderos de cabeza como lo
había hecho la teoría de la evolución.

Como hemos visto, Darwin pensaba en términos de pequeñas variaciones, y de un


contexto que cambia con extrema lentitud. Una acumulación de pequeñas variaciones
suficientes para producir un nuevo órgano o estructura corporal, debe requerir
indudablemente millones de años. Ahora bien, ¿qué valor tiene un órgano en desarrollo
hasta que es apto para ser utilizado?

El camino se hace todavía más duro cuando tratamos de imaginar la evolución de


órganos complejos como el ojo, o el aparato digestivo. Tenemos que imaginar un
conjunto de cambios, cada uno de ellos inútil en sí mismo, que sin embargo, hacer
converger a todos ellos a lo largo de millones de años en un fin común sin conocerlo.
Hoy día, los críticos del darwinismo describen semejante hipótesis como violación del
«principio de complejidad irreductible». En efecto, afirman que, mientras que sí es
posible hacer añadidos a un sistema ya existente (como por ejemplo el motor de
combustión interna), cambios que no estaban previstos desde el comienzo, es imposible
para las exigencias básicas que permiten al sistema funcionar como el sistema particular
que él es, formar al azar una colección de partes vinculadas entre sí sin plan o propósito
alguno.119

El mismo Darwin admitió que no podía probar «en cada caso concreto» que la
selección natural había «cambiado una especie en otra»120, mientras Huxley confesó
que la idea de un cambio gradual era incompatible con el libro de los fósiles, y se
preguntó por qué, en caso de un cambio gradual, debían darse variaciones.

A partir de 1920, los darwinistas empezaron a encontrar cada vez más difícil poder
disimular las fallas. Rebautizada como «neodarwinismo», la teoría ya había tenido que
ser modificada para dar cuenta de los descubrimientos en genética, igual que tuvo que
hacer posteriormente para asimilar los descubrimientos de la biología o microbiología
molecular. Mientras tanto, tuvo lugar un parcial retorno a algunas ideas de Cuvier.
Podría llamársele «neo-catastrofismo». Un creciente número de geólogos y
paleontólogos empezó a explorar de nuevo la evidencia, decidiendo que la configuración
de la superficie de la tierra, lejos de haber sido siempre lenta y uniforme, se debía en
gran parte a convulsiones periódicas a escala mundial, y que las diferentes especies que
conocemos hoy no surgieron lentamente a lo largo de millones de años, tal como
elucubró hipotéticamente Darwin, sino rápidamente: en «saltos» de miles, e incluso
posiblemente sólo cientos, de años. Este aspecto del neodarwinismo, populari zado por

298
Stephen J. Gould, es descrito como «equilibrio puntual». Cuando estalla una de esas
catástrofes, según David Jablowski de la Universidad de Chicago, «no sobrevive
necesariamente el mejor; frecuentemente lo hace el más afortunado».

Pequeños cambios o «tirones» en el código genético, se afirma, posiblemente


producidos por repentinos cambios ecológicos, pudieron operar amplios cambios en la
aparición de un organismo. Obviamente, esto es un intento de abordar el problema de la
ausencia de formas intermedias. Pero, ¿un cambio de qué dimensión? Si el tirón produce
lo que es todavía una variación, sea cual sea su envergadura, en una especie ya existente,
entonces la necesidad de formas intermedias en los estratos de las rocas permanece junto
a un nuevo problema añadido: el código genético tiene que «conocer» cómo provocar el
tipo de tirón exactamente adecuado al particular desastre ecológico que lo precipitó. Si,
por otra parte, un tirón suficientemente fuerte puede producir una especie totalmente
nueva, entonces toda la teoría darwiniana del transformismo por selección natural queda
arruinada. Porque de acuerdo con esta versión, el origen de las especies podría
encontrarse no en un largo proceso de supuestos juicio y error, sino en súbitos cambios
en el código genético que tienen lugar por razones y de formas que nadie conoce todavía.
Esto puede solamente significar que nos encontramos de nuevo donde comenzó todo el
debate: en el mecanismo que conduce el proceso evolutivo a partir de una única forma
primitiva de vida.121

Pero otro reto al cuerpo principal del darwinismo (antiguo y moderno) ha surgido de
los partidarios del «principio antrópico», que significa que, cuando se contempla como
un todo, el universo parece haber sido especialmente «afinado minuciosamente» para
producir un contexto capaz de aceptar y mantener la vida humana. En innumerables
puntos en el curso del desarrollo del universo bastaría con que las cosas se hubieran
producido con pequeñísimas diferencias, para que la vida humana hubiera resultado
imposible. ¿Cómo podría haberse producido ésta por accidente?

Para eludir esta estocada aparentemente letal, los campeones de un universo auto-
producido, como los infatigables Richard Dawkins y Daniel Dennett, han sugerido que el
universo existente es sólo uno de un número interminable de otros tantos universos
alternativos. Como se trata de un proceso sin fin, igual que es auto-generativo pretenden
que está estadísticamente obligado un día a suscitar un universo capaz de acoger y
mantener la vida humana sin la ayuda de ningún agente inteligente. Aunque sólo fuera
por esto, uno no puede por menos que quedar impresionado por su ingenuidad y

Ahora bien, a través de todas estas adaptaciones, se ha preservado lo que a ojos del
darwinismo de cualquier cuño es el rasgo esencial de la teoría. Darwin hizo posible que
los hombres que no quieren creer en Dios puedan creer lo imposible sin parecer locos; a
saber: que las cosas se pueden hacer a sí mismas.

Así, mientras los argumentos en contra de la evolución en el primer sentido

299
(transformismo) tienen que ver con la evidencia, los que lo están, a favor y en contra, en
el segundo sentido (selección natural) se refieren ampliamente a la lógica, o intentan
evadirla.

Veremos también que el debate sobre el origen de las cosas no se plantea


sencillamente entre evolucionistas y creacionistas; existen dos debates interrelacionados.
El primero entre creyentes y no creyentes sobre si puede darse una «creación» sin un
Crea dor, y una «ley» sin un Legislador. El segundo, entre creyentes sobre si Dios trajo
las cosas a la existencia rápidamente, y en lo que se refiere a los seres vivos a partir
directamente de especies creadas, o a lo largo de millones de años, a partir de una única
forma de vida inicial («creacionistas» contra «teístas evolucionistas»). De hecho, aunque
los «creacionistas» miren a los evolucionistas cristianos como un Caballo de Troya
dentro de la «Ciudad de Dios», ambos son «creacionistas» en el sentido de que
consideran a Dios como la causa suprema y final de todo. Lo que les divide es la
cuestión de los métodos usados por Dios, y la naturaleza de las dificultades que deben
superarse. Mientras los creacionistas tienen que reconciliar su postura con los datos
anatómicos y geológicos (¿por qué, por ejemplo, la naturaleza era aparentemente tan
salvaje antes de la caída del hombre?), la cuestión más espinosa para los «creacionistas
ampliados», o teístas evolucionistas, es, si Dios no intervino directamente en el proceso
evolutivo, cómo utilizó causas segundas para obtener los resultados apetecidos. La
selección natural, como hemos visto, es incapaz de encajar la idea de previsión aunque
ésta está implícita en la auténtica naturaleza de las formas biológicas.123

Antes de dejar el darwinismo, debemos decir algo sobre sus consecuencias sociales.

Los cristianos no fueron los únicos en darse cuenta de los efectos embrutecedores que
debería tener la teoría una vez que poblaciones enteras aprendieran a pensar que el
mecanismo del progreso era una competición despiadada. Marx, los nazis y una caterva
de propietarios sin principios apelaron a ella para justificar sus teorías o su práctica,
mientras que no creyentes como Bernard Shaw, el filósofo-novelista Samuel Butler y el
pensador socialista Kropotkin levantaron su voz en tono de protesta. Incluso Huxley,
aliado de Darwin, era consciente de sus implicaciones. «El progreso moral de la
sociedad», escribió, «depende no de imitar el proceso cósmico (es decir, la lucha
evolucionista por la supervivencia), sino de combatirlo»124. Pero, ¿por qué tendría que
existir algo así como un progreso moral en un universo amoral y carente de objetivo, y
cómo podremos explicar un proceso cósmico ciego que, repentinamente, revierte para
producir ese progreso?

Resulta curioso qué pocos darwinistas devotos y convencidos, si es que hay alguno,
tratan de afrontar la inconsistencia de su posición en este aspecto. Frecuentemente se
trata de pacifistas y convencidos luchadores contra la guerra, que al mismo tiempo se
niegan a reconocer que su visión del mundo justifica, es más, demanda, no sólo la
guerra, sino el genocidio. Creen en la igualdad. Ahora bien, si descendemos de una

300
multitud de competitivos homínidos (poligenismo), más que de una única pareja humana
creada directamente por Dios (monogenismo), sería perfectamente posible que existieran
razas superiores e inferiores. Una vez más, nos encontramos ante actitudes cristianas
residuales que sobreviven en contextos ampliamente anticristianos.

La raíz del problema parece residir en una estructura mental científica que a lo largo
de los dos últimos siglos se ha centrado cada vez más en las dos primeras de las cuatro
causas de Aristóteles, para despreciar la tercera y la cuarta. La tendencia hace su
aparición por primera vez de manera noticiable con el Novum Organum de Francis
Bacon (1620), que en el siglo XVIII recibe un poderoso impulso de la Enciclopedia de
Diderot, con su énfasis en la consecución de un conocimiento «exclusivamente útil».

Con el término «causas», Aristóteles se refería a las respuestas a las cuatro preguntas
más fundamentales que todos planteamos cuando nos las vemos con algo nuevo. ¿De
qué está hecho esto? (causa material). ¿Cómo está hecho, y cómo funciona? (causa
instrumental). ¿Qué hace que sea como es y lo mantiene en esa forma? (causa formal).
¿Para qué ha sido hecho? (causa final). Resulta difícil decir si la aparentemente exclusiva
preocupación de la mayoría de los científicos de hoy sobre las causas material e
instrumental, y su indiferencia hacia las causas formal y final es consecuencia o causa
del moderno ateísmo. Lo que resulta incuestionable es la comprensión empobrecida y
desequilibrada del cosmos que ha generado.

Ningún cristiano debe dudar de que investigar los secretos de la naturaleza es algo
bueno en sí mismo. Ahora bien, donde la búsqueda científica es llevada a cabo sin un
mínimo interés o respaldo filosófico sobre las causas formal y final, podemos observar
también una tendencia a que termine siendo espiritual, e incluso físicamente, letal. El
original de la leyenda de Fausto parece haberlo previsto medio siglo antes de que
comenzara.125

EVOLUCIÓN PERMANENTE

Llegamos al tercer significado de la idea de evolución. Mucha gente da por supuesto que
el proceso sigue en marcha. Sin em bargo, es difícil obtener cualquier tipo de evidencia
de ello. Si la evolución continuara tendríamos que ver incontables criaturas con rasgos
físicos en cada estado de semi-desarrollo. Sin embargo, no sólo están ausentes del
registro fósil; están ausentes cuando tendrían que estar presentes aquí y ahora ante
nuestros ojos. No es bueno decir, como hace la gente: «Bien, lo que ocurre es que la
evolución camina lentamente. Por eso, no es posible ver cómo está sucediendo». Al
margen de la lentitud del proceso evolutivo, la lógica de la teoría exige una multitud de
formas en todos los estados concebibles de semi-desarrollo en cualquier momento de la
historia biológica.

301
A mi parecer, la única razón por la que la gente cree en una evolución continua es
que, una vez que alguien acepta la existencia de un proceso semejante, es difícil explicar
por qué tendría que parar. El biólogo Julián Huxley y su amigo Teilhard de Chardin
intentaron abordar la dificultad manteniendo que la «marcha evolutiva» se expresa ahora
a sí misma a través del progreso humano. Ya no afecta a los animales y a las plantas.
Pero esto es precisamente una suposición para poder abordar un hecho inconveniente.

EVOLUCIÓN COMO DEMIURGO

La cuarta y última idea que parece tener en mente la gente cuando habla sobre la
evolución, es que algo llamado Evolución, con mayúscula, es responsable de toda la
historia del universo. Bajo el impulso de esta misteriosa fuerza todo está cambiando
constantemente y caminando hacia algo diferente y mejor, a pesar de estertores como la
Primera y Segunda Guerra Mundiales.

En este momento ya nos hemos movido: hemos pasado de la ciencia a la filosofía,


aunque pueda sonar excesivo darle el nombre de «filosofía». Sencillamente se trata en
realidad de la doc trina de la Ilustración sobre el progreso indefinido biologizada y
cosmologizada.

Ahora bien, ¿qué tienen en común con el proceso fortuito llamado «selección
natural» y las leyes físicas y químicas aparentemente inmutables que han gobernado la
formación de las galaxias los planetas y la tierra? ¿Es que los átomos y moléculas varían
también como los animales y las plantas, de modo que algunos resultan «seleccionados»
por circunstancias favorables para un posterior desarrollo, mientras otros son
rechazados? ¿Luchan las estrellas entre sí buscando su supervivencia? Si no es así, ¿por
qué incluir su formación bajo el concepto de evolución? Otorgar un único nombre a
actividades que tienen lugar en diferentes campos, y que actúan de acuerdo con
diferentes leyes, debería causar sonrojo al descaro de cualquier auténtico científico o
filósofo.

Los evolucionistas de este cuño tienden también a no tener en cuenta la evidencia de


todas aquellas cosas que en numerosos lugares han pasado de una situación mejor a otra
menos buena, por ejemplo, los desiertos donde en su día existieron sabanas y bosques.
La tierra y el universo muestran con frecuencia más signos de actividad destructora que
constructora. Podrían compararse con un coche que un día será desechado, pero mientras
tanto tiene suficiente energía y capacidad para llevar pasajeros a su destino, una visión
que parece concordar con la segunda ley de la termodinámica, y con la noción de
entropía, por no mencionar la escatología cristiana.

Cuando científicos y filósofos no creyentes hablan sobre la evolución como una

302
especie de demiurgo responsable del origen y de la historia del universo, simplemente
están pretendiendo introducir por la puerta de atrás un sustituto de Dios, después de
haberlo expulsado por la puerta principal. La razón es que resulta tan obvio que el
universo tiene una inteligencia, un diseño, un objetivo, y una finalidad escrita en su
propio ser, que es imposible hablar de cualquiera de sus partes sin tener que recurrir al
lenguaje de la inteligencia, el diseño, el objetivo y la finalidad.126 Es igualmente
imposible pensar sobre las cosas como un todo sin buscar una causa última, la pretensión
permanente de Einstein al buscar una única fórmula que fuera capaz de explicar todos
los fenómenos físicos. El estado de búsqueda permanente de causas omnicomprensivas
es la vocación de toda mente auténticamente científica. Ahora bien, ¿puede ser la
suprema causa del universo algo distinto del universo mismo?

Hablar sobre evolución con mayúscula permite a la gente disfrutar el lujo de una
causa suprema que está a mitad de camino entre un Algo y un Alguien, y ambos «en» el
universo, aunque no exactamente idénticos a él. Les permite, cuando conviene, referirse
a él como si tuviera inteligencia, y cuando no conviene, como si no la tuviera. Lo
importante es que no debe tener un plan, de modo que los hombres queden libres para
hacer con el mundo lo que les plazca.

Se comprueba lo sabio que fue Pío XII al advertir a los estudiosos católicos que se
movieran con «la mayor cautela», cuando estudiaran la hipótesis científica, y que
trataran de reconciliar los auténticos descubrimientos con los datos de la revelación; y lo
mismo podría haberse dicho sobre la teoría filosófica.

Una de las desgracias de la Iglesia ha sido que el hombre que hizo el intento más
ambicioso de reconciliación, Teilhard de Chardin, no fue suficientemente permeable a
estas advertencias.

303
uede que sea difícil ahora para aquellos lectores que todavía no eran adultos
durante los años de Teilhard-manía, aproximadamente entre 1958 y 1982, comprender
por qué he dedicado un capítulo entero a las ideas de este eminente y peculiar teólogo.
Seguramente, pensarán para sus adentros que no es posible que una persona razonable
pueda tomar en serio unas cosas tan extravagantes. Entonces, ¿por qué ocuparse de ello
una vez más? Indudablemente, sus vuelos de fantasía, si bien pudieron captar alguna vez
la imaginación de ciertas personas durante más o menos tiempo, era imposible que
lograran tener cualquier efecto duradero sobre el común de los católicos.

Lamentablemente, hay que decir que están en lo cierto. Mucha gente distinguida, por
razones que explicaré enseguida, pensó y sigue pensando todavía que el padre Teilhard
de Chardin fue un genio mundial, y que su evolucionismo místico ha modificado
profundamente la forma en que numerosos católicos occidentales u occidentalizados
interpretan los fundamentos y prioridades de su fe.127

De todas formas, tal vez la mejor manera de presentar y explicar la radical


reinterpretación de la fe católica y cristiana realizada por Teilhard sea comenzar con las
peculiaridades del hombre.

EL HOMBRE

En primer lugar, al igual que Loisy, Tyrrell y Bremond, siempre tuvo una vena
fuertemente adolescente, aunque de diferente clase. Si en los tres primeros podemos
observar síntomas del enfant terrible, Teilhard acentúa los rasgos del adolescente
encerrado en sí mismo, y obsesionado por una única idea o hobby -el «chiflado»
solitario- cuyos más profundos pensamientos ni siquiera sus propios padres logran
alcanzar.128

Nacido en 1881, Teilhard entró en la Compañía de jesús en 1899, estudió en Hersey,


en Inglaterra, cuando los jesuitas fueron expulsados de Francia en 1902, con un
interludio de tres años en el que enseñó en El Cairo. Fue ordenado en Inglaterra en 1911.
Durante la estancia en Inglaterra estuvo implicado en el descubrimiento del fraudulento
hombre Piltdown, aunque, al parecer, en calidad de primo del falsificador, más que como

304
un colaborador consciente. De 1912 a 1914 estudió paleontología en París. Durante la
Primera Guerra Mundial rechazó actuar como capellán, enrolándose, en vez de ello,
como camillero, y recibiendo la Legión de Honor por su valentía. Tras el armisticio, fue
nombrado profesor de geología en el Instituto Católico de París. Por tanto, era
excesivamente joven como para jugar algún papel en la primera crisis modernista, y
permaneció desconocido para el público general durante toda su vida. Sin embargo,
desde 1922 -cuando llegó a Roma incidentalmente un ensayo que cuestionaba el pecado
original- se convirtió en una persona sobre la que cada vez se preocupaban más las altas
autoridades de la Iglesia. ¿Estaban ante un nuevo Galileo, o ante un gran hereje? Las
opiniones estaban divididas. Aunque se le prohibió enseñar o publicar, escribió
prolíficamente, y toda esa producción no publicada fue leída por aquellos que estaban
interesados en la materia.

Como sus superiores estaban ansiosos por mantenerle fuera de escena en la medida
de lo posible, de 1926 a 1946 vivió la mayor parte del tiempo fuera, en China y en otras
partes, viajando y tomando parte en expediciones antropológicas y paleontológicas. En
China participó en el descubrimiento del Hombre de Pekín, cuya autenticidad ha sido
también puesta en cuestión. Los fragmentos se perdieron durante la ocupación japonesa;
sólo sobreviven en vaciados de yeso. Sin embargo, su colaboración en el descubrimiento
llevó a que fuera considerado como un paleontólogo de renombre, y cuando volvió a
Europa en 1946 fue recibido por gran parte de la intelligentsia de París como un rey que
vuelve del exilio. Lo que esperaban sus admiradores, lo que su reivindicación, de existir
alguna vez, podía representar, era la muerte y entierro de Adán y Eva, la Caída, el
pecado original y la eterna condenación, esas «doctrinas crueles», que es como
terminaron siendo llamadas, junto con el bautismo de la evolución en uno o en los cuatro
significados discutidos en el capítulo anterior. Se montaron presiones para que se le
permitiera publicar sus obras principales, El fenómeno humano129, y El medio
divino130 pero las autoridades de Roma se mantuvieron firmes. Como a pesar de las
prohibiciones siguió con sus ideas adelante, en 1951 sus superiores le enviaron a Estados
Unidos donde murió cinco años después.

Tras su muerte comenzó a publicar sus manuscritos un comité internacional de


amigos y admiradores llamado Foundation et Association Teilhard de Chardin.
Empezaron a salir de las imprentas libros por y sobre Teilhard, adobados con una
campaña publicitaria masiva de carácter internacional. Es verdad que existieron
disidentes del coro de la adulación: tanto Gabriel Marcel como Daniélou plantearon
serias dudas. Y lo mismo hizo Von Baltasar. Gilson llamó al teilhardismo «teología
ficción» que, de significar algo, significaría «que el cristianismo debe desaparecer».
Maritain (después del Concilio) lo describió como una «teogonía gnóstica al estilo de
Hegel». Von Hildebrand habló del «craso naturalismo» de su autor, y el cardenal Journet
incluyó entre las creencias a las que la adhesión al Teilhardismo tendría que decir adiós:
«Creación, espíritu, mal [...] pecado origi nal, la Cruz, la Resurrección, la Segunda

305
Venida y el Juicio Final»131. Pero los críticos estaban en minoría. Entre la mayor parte
de los católicos ilustrados hizo rápidamente furor. El medio divino y El himno del
universo132 se convirtieron en lectura espiritual de muchos clérigos, incluidos obispos,
y durante el Concilio terminó llegando a los púlpitos un teilhardismo de segunda y
tercera mano.

El 30 de junio de 1962, el Santo Oficio de Roma emitió un monitum contra las


«ambigüedades» e «incluso serios errores» que, afirmaba, «abundan en los escritos de
Teilhard». A los obispos y a otras personas con autoridad se les exhortaba «a proteger las
mentes» de aquellos a su cargo contra esos peligros. Sin embargo, casi nadie hizo caso
de las advertencias. En general, se aceptaba que Teilhard había reconciliado a Darwin
con el cristianismo, y todos respiraban aliviados. De lo que la mayoría no se dio cuenta
fue de hasta qué punto Teilhard había inmolado el cristianismo en el altar de Darwin, en
parte porque Teilhard había fusionado El fenómeno humano y El medio divino, sus dos
libros más leídos, para lograr que pasaran la censura eclesiástica; en parte, porque sus
editores no publicaron inmediatamente los ensayos y cartas en las que aparecían sus
puntos de vista en toda su crudeza; y en parte por sus propias peculiaridades como
escritor y pensador.133

EL PENSADOR

A pesar de sus afirmaciones en sentido contrario, las suyas y las de otras personas,
Teilhard fue científico en un sentido muy reducido; sus logros en este campo fueron, por
decir lo menos, modestos. Tampoco fue filósofo ni teólogo, aunque se movió
ampliamente por los tres campos. Era un visionario. No buscaba la verdad. Ya la había
encontrado. Invocó a la ciencia, a la filosofía, y a la teología para hacer creíble a otras
personas la verdad que él ya había «visto». Pero no eran el camino que conduce a ella.

Esta «verdad» que él había visto comenzó a tomar posesión de su mente, al parecer,
mientras era todavía un muchacho. Aunque muy inteligente, con las máximas
calificaciones en todas las materias, dice el abate Brémond, profesor suyo durante algún
tiempo en el colegio de los jesuitas de Auvergne, que resultaba imposible suscitar el más
mínimo destello en sus ojos porque vivía en otro mundo «totalmente absorto en una
pasión dominante». En aquella época su pasión eran las piedras y la geología. Pero en
torno a 1914 descubrió la «evolución», y de entonces en adelante, la evolución -en el
sentido de que nada es completo, todo está haciéndose, incluido Dios, formando Dios y
el universo un único todo evolutivo- se convirtió en la idea principal, que no sólo
dominaba su pensamiento, sino que recibía algo así como culto y adoración. «El hombre
no es otra cosa que la evolución que se ha hecho consciente de sí misma [...] la
consciencia de cada uno de nosotros es la evolución que se mira a sí misma y
reflexiona...». El hombre «al mismo tiempo está plenamente de acuerdo con y es
totalmente responsable de un Todo evolutivo». «Puede darse o negarse a sí mismo» (D.,
pp. 28-29). Ésta es su visión. En Le Christique (escrito un mes antes de su muerte),

306
expresó su admiración por la «superioridad de lo que veo comparado con lo que me han
enseñado».

En segundo lugar, Teilhard era un misionero. «Lo que cada vez domina más mis
intereses», escribió a su prima Léontine Zanta en 1936, «es el esfuerzo por establecer
dentro de mí, y difundir a mi alrededor, una nueva religión (llámalo, si quieres, un
cristianismo mejor), donde el Dios personal deje de ser el gran propietario neolítico del
pasado para convertirse en el Alma del Mundo que reclama el estadio que hemos
alcanzado religiosa y culturalmente»134. Muchos años después, asombraría a Étienne
Gilson cuando coincidieron en una conferencia en Nueva York, y éste habló de pasada
de «un cristianismo sin religión sobre el que todos estamos esperando oír hablar».
Aproximadamente una hora más tarde, Gilson quedó no menos impresionado al verle
leyendo el breviario con toda atención. «Si no esperaba oír hablar sobre un cristianismo
sin religión», comentó Gilson, «¿por qué imaginar que se trataba de un jesuita
incendiario? Y si realmente lo es, ¿por qué pierde el tiempo leyendo el breviario?».
También advirtió la curiosa forma en que Teilhard «incrementaba la atención» cada vez
que se mencionaba la palabra «evolución» durante la conferencia: como «un clérigo en
el coro levanta su bonete al nombre de Jesús»135. Inicialmente, Teilhard tuvo
abundantes escrúpulos sobre el proyecto en el que se había embarcado. «Algunas veces»,
había escrito en 1922, «estoy algo atemorizado al pensar en la transposición a la que
tengo que someter las nociones corrientes de creación, inspiración, milagro, pecado
original, resurrección, etc., etc., para poder aceptarlas».136 Pero da la impresión de que
sus temores pronto se evaporaron.

Una última peculiaridad es su indiferencia ante la lógica y la solidez, y su auto-


admitida preferencia por la intuición y la «sensación». «No conozco ningún otro
pensador», escribió Von Hildebrand, «que con tanta maestría salte de una posición a su
contraria, sin que el salto le perturbe, o ni siquiera sea consciente de él»137. Muchas
veces es difícil también saber cuándo está utilizando figuras oratorias y cuándo se debe
tomar literalmente lo que dice. Constantemente pretendía estar escribiendo como
científico, y por tanto, sobre material experimentalmente verificable, pero el grueso de
sus escritos son una mezcla de especulación filosófica y teológica en la que las
realidades metafísicas y sobrenaturales son consideradas como si actuaran de acuerdo
con las leyes de la física y la química. Su indiscutible talento estaba al servicio de hacer
surgir brillantes espejismos cosmológicos de una retórica espiritual de altos vuelos.

Esto hizo que resultara relativamente fácil el que sus admiradores, al ser confrontados
con cualquier afirmación especialmente llamativa, preconizaran que, a la luz de pasajes
alternativos, aquello no significaba realmente lo que parecía. Sin embargo, pronto hubo
suficiente material no publicado hasta el momento, acompañado de estudios críticos
capaces de mostrar que las afirmaciones más «asombrosas» representaban los niveles
más profundos de su pensamiento, y que tomadas en conjunto, ponían de manifiesto un
sistema diferente, o una cosmovisión distinta.138

307
Básicamente esta cosmovisión es una mezcla de Darwin y Bergson, y en ella Cristo
juega el papel del élan vital de Bergson.

EL UNIVERSO DE TEILHARD

El hecho de que todo se esté moviendo hacia delante y hacia arriba a partir de un estado
de dispersión y de azar, para conver ger en un estado de organización y unidad era más
importante para Teilhard, y también más fascinante, al menos en algunos aspectos, que
la naturaleza de ese estado final, o del Ser responsable de hacerlo posible. «Si tuviera
que perder sucesivamente mi fe en Cristo, mi fe en un Dios personal y mi fe en el
espíritu», escribió en 1934 en China, «me parece que seguiría teniendo fe en el mundo
(su valor, su infalibilidad, y su bondad), esto es [...] definitivamente la primera y la única
cosa en la que creo» (W.S., p. 129, citando Christianity and Evolution, p. 99).

Sin embargo, no se trataba ciertamente del mundo o del universo tal como la mayoría
de sus compañeros cristianos lo entendían. Los cristianos siempre han visto el universo
como una armonía de cosas o grupos particulares y de diversos tipos de cosas. Dentro de
esta armonía, cada cosa o grupo particular tiene su propio valor y lugar que reflejan de
alguna manera la bondad y sabiduría del Creador y, todos juntos, con su existencia y
actividad, le cantan un himno de alabanza.

Para Teilhard, ninguna cosa particular, ningún grupo de cosas tiene valor en sí
mismo. Todo es un simple paso o etapa en el camino hacia algo mejor y más complejo, y
una vez ha terminado su utilidad evolucionista, puede ponerse aparte sin lamentarlo. Por
temperamento, Teilhard, como Hegel, era monista, es decir, un pensador para el que los
conjuntos o totalidades son lo único importante.

¿DE QUÉ ESTÁ HECHO EL UNIVERSO?

Al principio de su vida, Teilhard rechazó la distinción entre materia y espíritu. Materia y


espíritu son las caras «exterior» e «interior» de una única realidad o sustancia (Weltstof)
cósmica. En cada grano o átomo de materia está ya un germen diminuto de espíritu, bien
entendido que Teilhard identificaba espíritu con conciencia. Las semillas de espíritu o
consciencia crecen y se desarrollan cuando la materia se organiza a sí misma, o es
organizada hacia unidades o totalidades cada vez más complejas, siguiendo una supuesta
ley de «complejidad-conciencia». Ésta parece haber sido al menos la posición final de
Teilhard, aunque a veces habla como si originalmente sólo hubiera materia.139

A pesar de la adulación brindada por Teilhard a la materia -«mi divina materia» (D.,
p. 46 de The Heart of the Matter)la emergencia del espíritu o auto-conciencia fuera de la

308
materia es la meta básica de la evolución, un proceso que él llama «personalización».
«Todo lo que existe es materia que se ha convertido en espíritu» (W.S., p. 34). La vida
vegetal y animal que envuelve el planeta, a la que él llama «biosfera» y describe como
una especie de piel, es meramente la fase preparatoria para la personalización.

Sin embargo, la aparición del hombre, o de los hombres individuales, no es la meta


final de la evolución. Según una segunda ley teilhardiana, además de ser un proceso de
«complejización», la evolución es todavía más un proceso de «unificación». Su meta
final es fundir todas las conciencias humanas individuales en una única super-conciencia
o super-mente, a la que él llama «noosfera», dedicada a la explotación de los recursos de
la tierra mediante la investigación científica y la tecnología. Cuando la noosfera esté
plenamente formada, la humanidad habrá pasado a lo «trans-humano». (Lo trans-
humano es el sustituto de Teilhard para lo sobrenatural). En esta etapa final -el
advenimiento al ser de la noosfera- es donde ha entrado ahora la humanidad.

Realmente, si queremos pensar el universo como el despliegue gradual de


potencialidades latentes, se trata de un proceso de diversificación más que de
unificación. Primero existía una única forma de vida y después una multitud de formas
diferentes. Pero esto es algo que cae de su peso.

¿Es la noosfera realmente un estado del mundo dominado por los científicos (las
mejores células cerebrales de la noosfera), o tenemos que remitirnos a una super-
persona? Muchos textos parecen favorecer la segunda alternativa. ¿«Qué es», pregunta,
«la creciente pulsión para pensar y actuar colectivamente para que nos desasosiegue
tanto», sino «los primeros portentos del super-organismo que», añade (tal vez
percibiendo la aversión que semejante idea podría suscitar en sus lectores), «se está
preparando [...] no para mecanizarnos y hundirnos, sino para elevarnos a una mayor
consciencia de nuestra personalidad»? (W.S., p. 178). (Este intento de dar a la noosfera
una apariencia más plausible, sin embargo, debe compararse con la visión de Teilhard
sobre su derecho a usar la fuerza y los impulsos citada después). En otros lugares dice de
ella que «de todas las cosas vivientes que conocemos ninguna es más real, más
intensamente viva que la noosfera» (W.S., p. 87).

En otra parte describe la «noosfera» como «un estrato protoplasmático sensible [...]
una envoltura última que asume su propia individualidad y se desprende gradualmente
de ella como un aura luminosa». Es «no sólo consciente, sino pensante», y «desde el
momento en que por primera vez me di cuenta de su existencia», encontró concentrada
en ella «la esencia, o mejor, la auténtica alma de la Tierra» (W.S., p. 89).

EL DIOS DE TEILHARD

309
Pero, ¿de dónde procede todo, y cómo comenzó todo? Según Santo Tomás existe una
estrecha conexión entre el modo como uno comprende a Dios y la forma de comprender
la creación (S.T. 1 a 32, 1 ad 3), y a nadie es tan aplicable este principio como a
Teilhard, que llegó pronto a la conclusión de que «como Dios no puede ser concebido
sino como quien posee en Sí mismo el monopolio de la totalidad del ser, entonces, o bien
el mundo es mera apariencia, o además es en sí mismo una parte, un aspecto, o una fase
de Dios» (W.S., p. 111; S.C., p. 80). Él eligió la segunda alternativa, y llamó a su
sistema «forma superior de panteísmo», añadiendo que las autoridades eclesiásticas
acertaban plenamente sospechándolo así (D., p. 42).140

Entonces, ¿cómo se relacionan las dos partes del todo, Dios y el mundo? Su respuesta
recuerda los intentos de los neoplatónicos del siglo III d. C. para explicar las relaciones
entre el «Uno» y los «muchos» (= lo múltiple).

Antes de que comenzara el cosmos, la materia, aun la de la especie más tenue, existía
unida a Dios en un estado de simplicidad no organizada. Teilhard lo llama «pura
multiplicidad», «una especie de nada positiva», o «la sombra dispersa de la unidad de
Dios, que desde toda la eternidad Dios vio debajo de sus pies», y que «pedía a voces
existir», un grito al que Dios finalmente «no fue capaz de resistirse». Ésta es la razón por
la que Teilhard mantiene su insistencia en que «crear es unir», en vez de, como enseña el
cristianismo, producir algo de la nada. Lo que pide a voces existir debe poseer ya algún
tipo de existencia. Y si nos queda alguna duda, no tenemos más que ponderar textos
como éste: «Dios sólo se completa a Sí mismo uniéndose a Sí mismo»; y también: «Lo
que otorga al cristianismo su vitalidad no es el sentido de la contingencia de la creación,
sino el sentido de la mutua imbricación de Dios y el mundo» (M., p. 264).

Esto parece ser la base para la objeción de Teilhard a la distinción entre el orden
natural y el sobrenatural, y explica su fa moso arranque frente a Von Hildebrand sobre
San Agustín: «No mencione a ese desdichado. Fue él quien arruinó todo introduciendo lo
sobrenatural» (W.S., p. 201).

Y entonces, ¿cómo satisface Dios el grito de la «pura multiplicidad que pide una
existencia más plena, y su propia necesidad de plenitud»? La primera impresión que uno
tiene es la de un nadador al tirarse a una piscina. Dios tiene que «sumergirse a Sí mismo
en lo múltiple para incorporarlo a Sí», organizándolo y unificándolo desde dentro (M., p.
265), pero ha de hacerlo según el estilo de un creador inteligente y todopoderoso.
Asumiendo esa inmersión, Él es transformado en una ciega fuerza vital bergsoniana que
va buscando a tientas su camino hacia delante a través de el ensayo y el error. Se nos
dice, incluso, que Dios se «corpusculiza» a Sí mismo, en cuanto que la sustancia divina
termina atomizándose y mezclándose con lo «múltiple» como azúcar en sal (D., p. 37).
Por esta razón, la materia, por desarrollarse hacia el espíritu, puede llamarse «divina». Se
trata de la corteza exterior de Dios, o el abrigo que Dios se va tejiendo para sí mismo
gradualmente.

310
Por extraño que pueda sonar todo esto, se sigue lógicamente de la indiscriminada
aceptación de la teoría de la selección natural por parte de Teilhard. Si hemos de tener un
Dios y una selección natural, Dios debe crear sin plan alguno. Hemos de descartar «la
intervención de una inteligencia extra-cósmica» (W.S., p. 21). «Dios sólo puede crear de
manera evolutiva» (W.S., p. 14, citando C.E., p. 179), y la evolución procede
«únicamente a través de golpes de azar». Al sumergirse en lo «múltiple», Dios se
convierte en sujeto de la ley general del desarrollo evolutivo. «Buscar a tientas es azar
dirigido. Significa penetrarlo todo para intentarlo todo, e intentarlo todo para encontrarlo
todo» (W.S., pp. 11-14).

Esto nos lleva al origen del «mal». Muy pronto, en Elfenómeno humano, Teilhard
nos dice que su libro «no es más que el relato de la lucha que existe en el universo entre
lo múltiple un¡ ficado y la pluralidad no-organizada» (W.S., p. 86). Lo múltiple o
numeroso, aunque originalmente pidiera a voces existir, tuvo que presentar resistencia a
los esfuerzos de lo (el) Uno para organizarlo y elevarlo a un estado superior de
existencia. Consiguientemente aprendemos que el mal no se debe a una malicia angélica
o humana, es un efecto colateral inevitable del proceso evolutivo. «En nuestra moderna
perspectiva de un Universo en un proceso de cosmogénesis», el problema del mal «deja
de existir» (sic). Como lo Múltiple está «esencialmente sometido al juego de
probabilidades del azar en sus disposiciones», es «absolutamente incapaz de progresar
hacia la unidad sin engendrar Mal aquí o allá, por necesidad estadística» (M., p. 265).
Así, el pecado en nuestros ancestros más primitivos (múltiple, no singular) apenas podría
haber sido merecedor de culpa. Incluso en nuestra presente fase de «hominización» debe
ser, sobre todo, una cuestión de ignorancia, incompetencia, y cálculo equivocado. Se ha
dicho, incluso, que el mal es un «signo y efecto del progreso» (M., p. 123). De existir
algo así como el pecado, éste será el rechazo a cooperar con la evolución, o la oposición
a la dirección en la que se puede ver que camina el proceso.

En esta encrucijada, sin embargo, Teilhard introdujo una idea conflictiva. Parece
como si sintiera que, reducido a una mera línea de fuerza, el (lo) Uno no sería
suficientemente fuerte por sí mismo para vencer la intratabilidad de lo múltiple. También
se comprometió con la creencia de que la evolución no era sólo un proceso de
unificación, sino que todo en ella convergía, a través del espacio y el tiempo, en
dirección a un único punto de llegada como el vértice de un cono que apunta hacia el
futuro, una convicción que requería una explicación diferente. Y así, divide a Dios en
dos, dejando una mitad todavía inmersa en su lucha con lo «múltiple», para colocar la
otra mitad al final del proceso evolutivo del que tira lo múltiple hacia delante y hacia
arriba por atracción. A esto lo llamó «punto Omega». El clímax del proceso evolutivo
será el encuentro y unificación de la noosfera con el punto Omega, momento en el cual
la noosfera pasa a lo ultrahumano. «Veo en el Mundo un misterioso producto de plenitud
y acabamiento del Mismo Ser Absoluto». Dios «de alguna manera "se transforma a sí
mismo" cuando nos incorpora» (W.S., p. 104).

311
EL CRISTO DE TEILHARD

Ésta era la cosmología a la que, según el pensamiento de Teilhard, debía adaptarse la fe


católica si quería tener alguna oportunidad de sobrevivir.

Lo más curioso era su convicción de que estaba en condiciones de demostrar


«científicamente» que el universo no era sólo un proceso de «complejización» y
«convergencia» que daba lugar a estados de conciencia todavía más elevados, todos ellos
convergiendo en una conciencia suprema o Persona, sino que esta Persona debía ser
Cristo. Tal era la base de su apologética de cara a los científicos nocreyentes. Es la
Eterna Palabra la que, como el «Cristo Cósmico», se sumergió en lo múltiple para
convertirse en el motor de la evolución, y permanece simultáneamente al final del
proceso como punto Omega (Cristo Omega). Los científicos han sido mucho menos
receptivos a la idea que los teólogos.

En apoyo de sus tesis, Teilhard invocaba doctrinas cristianas como la de la Iglesia


Cuerpo Místico de Cristo, y la del pleroma, o definitiva «reconciliación de todas las
cosas en Cristo» en el último día. Sin embargo, él les da un significado radicalmente
diferente del de la Iglesia. Teilhard identifica el Cuerpo Místico no con los creyentes en
Cristo que se adhieren a sus enseñanzas, sino con su noosfera o conciencia colectiva de
los elementos más elevados de la raza humana cuando ésta pase al (estadio) transhumano
al final de la historia. Mientras tanto, su pleroma, o reconciliación de todas las cosas en
Cristo, es, empleando una en voltura terminológica cristiana, una neoplatónica
yuxtaposición de lo Múltiple y lo Uno, o dos aspectos de un todo cósmico
divino/subdivino eternamente existente.

Ciertamente podemos decir sin exagerar que Teilhard no estaba interesado en el


cristianismo. Había retenido de su piadosa infancia una devoción a la idea o «persona»
de Cristo. Como jesuita se había comprometido también a predicar a Cristo. Sin
embargo, las enseñanzas de Cristo no significaban nada para él. La única verdad
indiscutible era el humanismo evolutivo occidental, cuyo mensaje, llega a sugerir en
algún sitio, es la voz de la misma evolución que marca el camino hacia adelante. La
única carencia del humanismo evolucionista era la existencia de un lugar para un Dios de
alguna forma parecido al que el cristianismo tenía el privilegio de suministrar. Aparte de
esto, el cristianismo debía de ser rediseñado de nuevo. Debemos «sin dilación [...]
modificar la posición ocupada por el núcleo central del cristianismo [...]. El "Dios de
Arriba" debe ser sustituido por un cristianismo reencarnado en las energías espirituales
de la materia» (W.S., pp. 23-24).

Una vez logrado esto, «creación, caída, encarnación, redención, estos grandes
acontecimientos de carácter universal, dejan de presentársenos como accidentes fechados
y distribuidos a lo largo del tiempo (una perspectiva infantil), que constituye un
escándalo permanente para nuestra experiencia y nuestra razón: los cuatro son co-

312
extensivos con la duración y totalidad del mundo» (T.P., 1, p. 13). La redención no es el
Hombre-Dios que satisface por los pecados; redención significa la evolución cósmica de
Cristo que va venciendo gradualmente los errores estadísticos de la evolución, mientras
lucha para conducirla hacia lo «transhumano». «Quien salva verdaderamente es Cristo,
pero ¿no deberíamos añadir inmediatamente que, al mismo tiempo, Cristo es también
salvado por la evolución?» (W.S., p. 118).

Ahora bien, si desde el comienzo, como él dice, Cristo «estaba presente en todas las
cosas como un alma que está uniendo dolorosamente sus elementos embrionales», ¿por
qué tuvo que aparecer en la carne? (W.S., p. 124). Parece que para que pudiera emerger
del proceso cósmico y ocupar su lugar fuera o al «final» de él como «Cristo Omega»
atrayendo «hacia sí todas las cosas». Con la Ascensión, Él fue «elevado a la posición del
Primer Motor del movimiento evolutivo de la conciencia de complejidad» (W.S., p. 96).
Sin embargo, sigue siendo difícil comprender cómo, si Cristo es el Primer Motor de la
evolución, puede ser llamado también «el producto final de la evolución, incluso de la
evolución natural de todos los seres» (D., p. 63, citando El himno del universo).141

Como en el caso de su comprensión de la Iglesia, sus puntos de vista se ven más


claramente en su carta de 4 de octubre de 1950 a un ex dominico que había perdido la fe,
explicándole por qué permanecía en la Iglesia en vez de dejarla.

«El cristianismo», dice a su destinatario, es «una corriente mística amplia» con «la
impresionante realidad del "Cristo Resucitado" como objeto», que tiene «poderes
extraordinarios de adaptación y vitalidad». Sin embargo, entre los distintos canales por
los que ha circulado la corriente a lo largo de los tiempos, sólo «el canal romano» o
phylum, como él llama a la Iglesia católica, tiene la fuerza biológica y la flexibilidad
suficiente (a pesar de los signos contemporáneos de esclerosis) «como para llevar a cabo
y sostener la transformación que preveo en el futuro». Por consiguiente, lo correcto es
permanecer en la Iglesia y «trabajar por una transformación desde dentro». (D., p.
66).142

Es digno de notarse, también, que aunque Teilhard se convirtió desde entonces en un


icono New Age, estuvo lejos de ser un «amigo de la tierra», o en otras materias, lo que
hoy se considera como «políticamente correcto». Muchas cartas privadas revelan que
una crueldad nietzscheana, y una idolatría cuasi faustiana de la ciencia aplicada, quedaba
escondida por el rostro sonriente y cortés de las fotografías.

«Haciendo explotar la bomba atómica», dice en El futuro del hombre, «hemos dado
el primer mordisco en el fruto del gran descubrimiento, y esto ha sido suficiente para que
entrara en nuestras bocas un sabor que ya nunca se podrá eliminar». Y no era mayor
causa de regocijo el que «los mayores triunfos científicos del hombre sean aquellos en
los que podían unirse en un único organismo el mayor número de cerebros» (W.S., p.
192). Pero la aparición de la energía nuclear era un mero preludio para las glorias que

313
esperaban más adelante. Éstas incluían: «La vitalización de la materia gracias a la
creación de supermoléculas»; la «remodelación del organismo humano por medio de las
hormonas»; «el control de la herencia y del sexo en virtud de la manipulación de los
genes y los cromosomas»; el «reajuste y la liberación interna de nuestras almas mediante
la acción directa sobre los condicionamientos, sacados gradualmente a la luz por el
psicoanálisis» (W.S., p. 194).

Pocos años antes, había calificado a la guerra italiana contra Abisinia como «guerra
de construcción». La tierra, escribió a un amigo, tenía derecho «a organizarse,
reduciendo, incluso por la FUERZA (sic), los elementos refractarios y retardatarios [...].
En último análisis, yo estoy con Mussolini» (Carta a Maurice Brillant). En la misma
onda, en Sauvons l'humanité (1937), cree que «el fascismo abre sus brazos al futuro», es
un «proyecto para el mundo de mañana», e incluso «una fase necesaria durante la cual
los hombres tienen que aprender sus obligaciones como tales». La resistencia francesa a
Alemania era una «defensa del egoísmo y del statu quo» (T.P., I).

Tras la Segunda Guerra Mundial, trasladó su apoyo al marxismo. El fascismo había


demostrado ser una «tentativa» que evolucionaba en la mala dirección. El marxismo y el
cristianismo, descubrió entonces, estaban «fundamentalmente inspirados en una idéntica
fe en el Hombre». De acuerdo con esto, «¿no era indiscutible que algún día llegarían
juntos a la misma cumbre?». «En la naturaleza de las cosas, todo lo que es fe debe
elevarse, y todo lo que se eleva debe converger [...]. En adelante, nosotros sólo podemos
sumergirnos resueltamente, aunque algo perezca en nosotros, en el crisol de la
socialización», o «en la corriente del todo para llegar a ser parte de él» (W.S., pp. 186-
189).

Sus puntos de vista sobre la raza eran de idéntico cuño. No todos los hombres están
igualmente «hominizados», es decir, no son igualmente humanos. Por ejemplo, los
chinos eran «primitivos encarcelados [...] cuya sustancia antropológica es inferior a la
nuestra». Para que el «estrato humano no resulte homogéneo, sería necesario encontrar
para los chinos y también para los negros su función especial, que no podría ser (por
imposibilidad biológica) la de los blancos» (T.P., III).

Consideraba a los etíopes «supervivientes de un espléndido tipo humano, pero


incapaces, al parecer, de seguir nuestra marcha hacia adelante» (enero de 1929).
Entonces, temiendo haber causado una mala impresión en su destinatario, añadió: «J.
dirá que soy cruel y no suficientemente católico», pero «el progreso implica una fuerza
imparable que insiste en la destrucción de todo lo que ha sobrevivido a su tiempo».
Anteriormente había anticipado con ecuanimidad la liquidación de los mai de Tailandia,
«que son muy pintorescos, pero que pertenecen a una época pasada», junto con los
cercanos «ciervos, elefantes, y pavos reales». «Temperamentalmente», añadía, «no estoy
inclinado a pensar de esta forma; es mediante la reflexión y deliberación como acojo
cordial y apasionadamente la vida que está llegando sin permitirme lamentar nada del

314
pasado» (mayo de 1926, T.P., III).

La historia del mundo occidental desde el Renacimiento está llena de intelectuales a


quienes gustaba jugar con fuego, sin caer en la cuenta de que quema. Max Stirner, un
profesor en una escuela femenina de Berlín, fue el autor del más violento de los tratados
anarquistas del siglo XIX. Por eso no tenemos que concluir que, de haber tenido su
poder, Teilhard hubiera puesto en práctica necesariamente alguna de estas ideas.
Podemos decir con el premio nobel sir Peter Medawar, que «antes de decepcionar a
otros, ha puesto mucho empeño en decepcionarse a sí mismo» (W.S., p. 110). Es poco
verosímil, también, que sus ideas más esotéricas fueran siempre ampliamente
entendidas, y ya en los años ochenta dejó de ser un best-seller. Por todo esto, como ya
hemos dicho, su influencia en los fieles sería en general profunda.

¿Qué pensaban que estaba diciendo? Podemos comenzar con las tres verdades que
aparecen en el conjunto del mensaje. Probablemente no ha habido nunca un gurú,
independientemente de lo engañado que pudiera estar, cuyo mensaje fuera falso en su
totalidad, y el hecho de que estas verdades concretas no fueran las que se habían
enseñado hasta entonces a los fieles viene tal vez a explicar su aparente efecto
intoxicador. La primera era que el universo es algo grande y glorioso, algo que es
obligado admirar y apreciar religiosamente. La segunda, que el desarrollo de los recursos
de la naturaleza formaba parte, desde el comienzo, del conjunto del plan de Dios. La
tercera era que Cristo debe ser adorado no sólo como Dios, sino también como Señor del
Universo y de su historia; por Él ha sido creado todo.

En cuanto a la interpretación del resto del conjunto, se puede resumir de la siguiente


manera. La evolución lo explica todo. En general, todas las cosas marchan cada vez
mejor y la cultura contemporánea occidental expresa la dirección en la que se mueven
habitualmente las fuerzas de la evolución. En consecuencia, la Iglesia debe adaptarse a
ella lo más posible. Su principal tarea debería ser cooperar con las fuerzas del progreso
en la construcción de un mundo mejor o perfecto, lo que es lo mismo que construir el
Reino de Dios. Muchas, si no la mayoría, de las doctrinas y prácticas de la Iglesia,
pertenecen a fases periclitadas del proceso evolutivo, y deben, por tanto, ser
abandonadas, o reinterpretadas. En muchos asuntos, el liberalismo occidental acierta, y
la Iglesia se equivoca. El pecado no es algo tan serio en sí mismo o en sus consecuencias
como habíamos pensado previamente. «Salvar el mundo» -una acción colectiva en favor
de mejoras materiales- es tan importante o más que salvar almas.

Los escritos de Teilhard crearon algo que puede ser más poderoso que un credo;
crearon un ethos, y una mentalidad. Llegaría a ser la mentalidad de numerosos católicos
en el periodo posconciliar. ¿Cómo no iba a terminar experimentando dificultades la
interpretación del Concilio?

315
enemos que incluir las principales «ciencias del comportamiento» o
«humanas» -psicología, sociología y antropología- en nuestro recorrido sobre el
«pensamiento moderno», sobre todo porque tanto ellas como la Iglesia se ocupan del
mismo objeto: hombres y mujeres en su calidad de seres espirituales: la Iglesia considera
como campo principal suyo las facultades más elevadas del alma (el área de la acción
racional libre), mientras que las ciencias humanas estudian sobre todo los pensamientos
y comportamientos impulsivos, condicionados o motivados inconscientemente. Sería
más exacto denominarlas «ciencias semi-humanas». Son genuinas ramas del
conocimiento, pero se ocupan de aquello que es menos racional en nosotros.

Sobre el valor del contenido real de las ciencias humanas (cuando verdaderamente es
real) nadie tiene dudas. Han acumulado un volumen de datos sumamente útiles sobre el
comportamiento humano y sus motivaciones. Y no tuvo que esperar la Iglesia al
Concilio Vaticano II para reconocer su derecho a ocupar un lugar en el panteón
científico. El cardenal polaco Wy szynski (m. 1981) era licenciado en ciencias sociales
por la Universidad de Lublin, y después fue profesor de sociología. En cuanto al
Concilio, su decreto sobre la formación de los sacerdotes dice que los responsables de
las vocaciones sacerdotales y los propios sacerdotes en su trabajo pastoral deben utilizar
las enseñanzas tanto de la moderna sociología como de la psicología y la pedagogía.143
Lo que con toda seguridad los padres conciliares no esperaban era que su modesto
requerimiento fuera interpretado como un mandato para liquidar la confianza, basándose
en teorías psicológicas y sociológicas de valor francamente desigual.

Existen no pocas razones que explican el que las ciencias humanas planteen
problemas a la Iglesia. La primera es que hay áreas en las que los campos de
competencia del sacerdote y del científico humanista, aunque sean distintos, se
entrecruzan. Unas mismas acciones humanas, individuales o colectivas, pueden incluir
elementos compulsivos o condicionamientos psicológicos, y elementos relacionados con
la culpa moral.

Dicho esto, nos topamos con el hecho de que, mientas la mayoría de los estudiosos de
las ciencias humanas insisten en que la investigación científica tiene que proceder «libre
de valoraciones previas», es decir, no contaminada por presuposiciones metafísicas o
morales, hay unos pocos que no dejan de hacer determinadas incursiones en los campos

316
de la filosofía y la ética. Esto es indudablemente cierto de los científicos en general, pero
se aplica sobre todo a los estudiosos de las ciencias humanas. Difícilmente podría ser de
otra manera.144 ¿Cómo se puede estudiar a los seres humanos o su comportamiento sin
formarse una idea sobre lo que ellos son esencialmente (juicio metafísico), y aún más,
sobre cómo deben actuar (juicio moral)? Vemos que muchos que cultivan las ciencias
humanas no sólo están dispuestos a ello, sino que la mayoría están ansiosos por hacerlo.
Lamentablemente, sin embargo, los «valores» de las figuras más relevantes en estos
campos pocas veces han coincidido por completo con los de la Iglesia.

Esto nos lleva al ethos prevalente en las ciencias humanas. Reflejando la mentalidad
de los líderes en este campo, éste tiende a ser determinista o reduccionista, o ambas
cosas. Apenas es necesario definir el determinismo: todas las acciones humanas están
condicionadas externamente. Reduccionismo significa creer que sobre los seres humanos
no se puede decir nada al margen de lo que afirme sobre ellos una determinada ciencia.
A mi juicio, es difícil, incluso para los que no son reduccionistas o deterministas, no
quedar afectados por este ethos.

Finalmente, existe una tendencia bastante generalizada, ante la que los católicos no
son inmunes, a considerar cualquier cosa que se autoproclama como ciencia como si se
tratara de una ciencia exacta, una clase de ciencia que, por su propia naturaleza, no
pueden ser las ciencias humanas, lo que impide, en consecuencia, verlas como la
máxima autoridad sobre todo lo humano.

De hecho, lo que la Iglesia sabe de los seres humanos es mucho más, y lo será
siempre, que lo que cualquier ciencia humana pueda decirnos, y esto porque ella sabe
por la revelación y la razón qué son fundamentalmente los hombres, y, en virtud de su
larga experiencia de pastorearlos durante la historia con todas sus vicisitudes, cómo
ofrecerles la mejor forma de salud «psicológica» y cómo guiarlos hacia su fin último.
Ser católico, por sí mismo, no convierte a nadie en un buen psicólogo o sociólogo. Pero
se puede afirmar que los mayores avances en las ciencias humanas llegarán solamente
cuando los que las practiquen incorporen el conocimiento del hombre que posee la
Iglesia como una luz capaz de guiarlos.

Comenzaré con la psicología.145

DE ARISTÓTELES A FREUD

La psicología, ciencia del alma, no es una nueva ciencia. Por lo menos desde el tiempo
de los griegos, pensadores y escritores han discutido la naturaleza del alma y de sus
facultades tratando de dar cuenta de los diferentes tipos de temperamentos y
comportamientos humanos.

317
El De Anima de Aristóteles es la primera obra, y más impresionante además de
duradera, sobre la materia. Igual que Santo Tomás y los escolásticos medievales, centró
su atención principalmente en aquello que es común a todos los hombres: virtudes y
vicios, pasiones y apetitos, la forma de relacionarse entre sí, así como sus efectos sobre
la personalidad en su conjunto, más que en intentar explicar las peculiaridades
individuales. La última tarea fue abordada sistemáticamente por su discípulo y editor de
sus manuscritos Teofrasto. Caracteres de Teofrasto fue traducida al francés en el siglo
XVII por La Bruyére, que añadió una colección de retratos de «carácter» de su propia
cosecha. Los grandes dramaturgos, poetas y novelistas han producido también una buena
cantidad de reflexiones sobre el comportamiento humano y las diferencias de

Más o menos así era la psicología hasta finales del siglo XIX. Se llamaba psicología
racional, porque se ocupaba de los hombres en un estado mental normal. Obviamente, se
conocía la locura, pero era menos comprendida.

La psicología moderna nació cuando a finales del siglo XIX, el centro de interés se
desplazó de una correcta salud mental a la enfermedad mental y emocional, dando lugar
a la aparición de nuevas teorías sobre la naturaleza del alma y sus actividades.

Sin embargo, para evitar malentendidos, antes de considerar estas teorías quiero
hacer hincapié en la distinción entre las ideas de las figuras famosas que las propusieron
por primera vez y la práctica de millones de psiquiatras y psicólogos que trabajan hoy
por todo el mundo.

Un psiquiatra actual dispone básicamente de dos remedios: las drogas, que cada vez
se usan más para casos serios, y la conversación con sus pacientes a los que invita a
dialogar con él. En cuanto a este segundo recurso, los éxitos, que no deben ser
minusvalorados, parecen depender sobre todo de la experiencia, inteligencia y sabiduría
natural del terapeuta, y no tanto de la teoría; el sabio escoge únicamente lo que considera
útil de lo que le ofrecen las diferentes ortodoxias psicológicas. Por eso, la crítica de
algunos aspectos de las modernas teorías psicológicas no debe ser vista como una crítica
global de la medicina psiquiátrica en general.147

Lo principal que hay que decir sobre la moderna teoría psicológica es que ya no se
ocupa del alma. En cuanto a la diferencia entre el espíritu y la materia, o no se reconoce,
o no se comprende. La psyjé ha venido a significar todo lo que acontece en nuestro
interior por encima del nivel biológico, y la psicología su explicación en términos de
dinamismos cuasifísicos. Para el psicólogo moderno, psyjé es el equivalente de los
«contenidos de consciencia» del filósofo fenomenólogo.

Por consiguiente, en la medida en que los psicólogos modernos no creen en el alma, o


en los factores que contribuyen a la salud o enfermedad espiritual (en contraste con la
psicológica), como por ejemplo virtud y vicio, pecado y tentación, conciencia y culpa (la

318
auténtica, no la culpa neurótica), desconocen de qué va, en esencia, aquello con lo que
están tratando. Son como los médicos que intentan tratar los cuerpos de la gente
ignorando el hecho de que tienen cabezas.

Las principales líneas de la mayor parte del pensamiento público sobre esta materia,
han llegado a nosotros procedentes del psicólogo ruso Ivan Paulov (1849-1936), del
austríaco Sigmund Freud (1856-1939) y del suizo Carl G. Jung (1875-1961).

La contribución de Paulov a las teorías psicológicas modernas fue bastante sencilla.


Lo pretendiera o no, su «conductismo»148, basado en sus estudios de los «reflejos
condicionados» (su perro que producía saliva llegaría a ser tan famoso como Hamlet o
Hitler) dieron renovado vigor a la idea, ya familiar durante más de un siglo, de que el
hombre es simplemente un cuerpo, y el cuerpo una máquina. La Mettrie había propagado
la idea en su El hombre máquina (1747), y el educador americano John Dewey (fallecido
en 1952) la popularizó con su explicación de la mente como «una función adaptativa»
del cuerpo. Paulov puede ser considerado como el padre de la moderna psicología
experimental, que somete a la gente, tanto normal como anormal, a tests para ver cómo
reaccionará, con la posibilidad de descubrir caminos para lograr que actúen de manera
diferente.

Las teorías de Freud eran más sutiles, pero en último término no menos materialistas.
El papel del inconsciente como elemento determinante fundamental del comportamiento
humano fue su primera idea, que estaba llamada a revolucionar el pensamiento
occidental. No se trataba del descubrimiento de un terreno absolutamente desconocido,
sino del intento de una exploración organizada, así como de una más profunda
penetración en él a través de la interpretación de los sueños y de la asociación de
palabras e ideas.

LAS PROFUNDIDADES OCULTAS

Aunque no fue inmediatamente apreciado, este nuevo o mayor conocimiento de las


profundidades ocultas del psiquismo ofreció una sorprendente confirmación de lo que
siempre había enseñado la Iglesia sobre los efectos del pecado original: cuán
profundamente enraizados están el amor propio, las pasiones y deseos desordenados,
hasta qué punto existe algo que escapa a un fácil control por parte de la razón, qué
inclinados estamos a disimular u ocultar nuestras verdaderas motivaciones. La moderna
psicología ha quebrado el fácil optimismo de Pelagio y de Rousseau privándolo de
cualquier traza de plausibilidad de una vez por todas. Igualmente, ha hecho que todos
sean más conscientes de los factores que disminuyen la importancia de la culpa.
Podemos entender más fácilmente por qué se nos manda con tanta insistencia no juzgar,
y podemos decir con Cristo de nuestros adversarios: «Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen», incluso cuando parecen ser plenamente conscientes de sus actos. Todo
esto puede ayudar a los confesores.

319
Como técnica terapéutica, explorar el inconsciente se demostró beneficioso en la
medida en que descubría las causas de ciertos tipos de comportamientos obsesivos hasta
entonces incurables: la supresión de recuerdos dolorosos de experiencias pasadas
enterrados hace mucho tiempo. Se vio que hacerlos salir a la superficie podía por sí
mismo aliviar o devolver la salud. Era algo parecido a explotar un grano, o a purgar el
estómago. Tal es la idea fundamental que subyace al psicoanálisis, y también a buena
parte de la práctica psicológica de cada día. En un plano superficial guarda alguna
afinidad con el desahogo de la propia mente a través de la conversación con un amigo al
que se le cuentan los problemas. El psicoanálisis no goza ya del prestigio que una vez
tuvo. Pero drenar el inconsciente sacando a la superficie las causas de unos problemas
determinados es una buena terapia que sigue manteniendo su valor e influencia.

La dificultad ha residido siempre en saber si los recuerdos son auténticos o se deben a


autosugestión, o a un deseo de agradar o impresionar al terapeuta, y también si sacarlos
al aire no puede ser en muchos casos como quitarle la costra a una herida. Aparece
entonces el problema del consejo que el terapeuta da a su paciente sobre cómo manejarse
a sí mismo y a su vida una vez se ha curado total o parcialmente. Muchos psicólogos
dirían que esto no es asunto del terapeuta. Sin embargo, dada la naturaleza de la relación
entre terapeuta y paciente, parece difícilmente posible que un terapeuta no traslade a sus
pacientes alguna idea de lo que él personalmente cree que es la forma correcta o racional
de pensar y vivir, y que consecuentemente no tenga alguna influencia sobre ellos. Aquí
es donde, desde un punto de vista cristiano, el carácter, las creencias y principios del
terapeuta se mostrarán como de vital importancia.

Los padres de la modernidad se ocuparon obviamente de los trastornos mentales más


serios (locura o psicosis). Freud llegó a la psicología después de ser testigo de las
curaciones, a veces parciales, de pacientes mentalmente trastornados, conseguidas
gracias a la hipnosis en la que trabajó con Breuer en Viena, y con Charcot en París, con
los que estudió durante algún tiempo. Pero posteriormente consideró la hipnosis
insatisfactoria, y desarrolló el psicoanálisis para sustituirla.

Sin embargo, una vez que se descubrió que los trastornos nerviosos tenían
frecuentemente unas raíces más psicológicas que fisiológicas, todos ellos emplearon
cada vez más tiempo en tratar a pacientes neuróticos. (Aunque los neuróticos graves son
muchas veces víctimas de extrañas compulsiones, es gente emocionalmente perturbada,
pero no loca). Así pues, durante los años 1920 y 1930, un creciente número de médicos
pasaron de tratar a personas seriamente neuróticas, a hacerlo con neuróticos moderados
(gente que sufría miedos y angustias irracionales), y de allí a gente normal que sufría la
presión o el estrés de la vida (el trasfondo de la mayoría de las consultas psicológicas de
nuestros días).

Durante el proceso se introdujo una distinción entre el inconsciente y el


subconsciente. No todo lo que está debajo del nivel de la consciencia debía considerarse

320
ubicado a la misma profundidad psíquica. Los contenidos del inconsciente se situaban
más allá del conocimiento de su poseedor. Sin un psicólogo no podían ser recuperados.
Con el subconsciente, las cosas funcionaban de otra manera. El subconsciente debe ser
visto como la región que se encuentra inmediatamente debajo de la consciencia donde
constantemente estamos absorbiendo impresiones, formando ideas, buscando
conclusiones e incluso tomando decisiones sin darnos cuenta de ello plenamente. Ahora
bien, los contenidos no están tan profundamente enterrados que no puedan sacarse a la
superficie con cierta facilidad por su propio dueño, con o sin ayuda exterior. Se trata de
la región, en terminología bíblica, de los «secretos pensamientos» del corazón, el lugar
donde podemos enterrar los recuerdos desagradables sin que ello produzca
necesariamente en nosotros resultados perturbadores, o esconder «los secretos
designios» del tipo de los que provoca la Sagrada Escritura al hablar de la «falsedad» del
corazón.

El subconsciente es importante para el tema de este capítulo porque es el área donde


el consejo psicológico y la guía religiosa o dirección espiritual se solapan de forma
importante. Un hombre que está todo el rato hablando de sí mismo es posible que sea
víctima, en mayor o menor medida, de una compulsión. Es su forma de vencer un
sentimiento de inseguridad. O puede ser que se trate de una falta moral: esa persona está
totalmente centrada en sí misma. Cuando Santa Teresa de Ávila decía que una de sus
tareas más duras era lograr que sus monjas asumieran sus propias faltas, no estaba
diciendo ni que ellas estuvieran mintiendo deliberadamente, ni que fueran incapaces de
descubrir esas faltas con un cierto esfuerzo y buena

La extensión del campo de operaciones del psicólogo que acabo de mencionar tuvo
un buen número de consecuencias que, para bien o para mal, terminarían siendo
importantes tanto para la sociedad occidental como para la Iglesia. Ello ayudó a que se
extendieran las teorías de la nueva psicología a un público mucho más amplio de lo que
hubiera sido el caso si los psicólogos se hubieran reducido a tratar a los dementes. Esto
convirtió a los psicólogos en autoridades universales sobre cómo ser más o menos
felices. Y lo que es todavía más importante, comenzó a oscurecer la comprensión
pública de la diferencia entre enfermedad y salud psicológicas por una parte, y trastorno
y bienestar espiritual y moral por otra, lo que en el caso de los católicos equivalía a la
diferencia entre consulta psicológica y dirección espiritual.

Una pequeña anécdota ilustrará los tres puntos. Un sacerdote que conozco fue
llamado al lecho de un trabajador de la construcción fatalmente herido al caerse de un
edificio. Cuando llegó al hospital, encontró a la familia reunida alrededor del lecho en el
que el hombre se estaba muriendo. Después de celebrar los últimos ritos, el sacerdote se
volvió hacia la esposa tratando de ofrecerle algunas palabras de consuelo y ánimo. En
vez de ello, la esposa pidió ver a un «consejero» del hospital.

La reacción de muchas autoridades de la Iglesia cuando empezaron las crisis de fe de

321
sacerdotes y religiosos después del Concilio, nos transmite una historia similar. En vez
de enviar a directores espirituales sabios y experimentados para poder recuperarlos,
acudieron a psicólogos, como si la pérdida de la fe o los problemas que le van unidos
fueran un trastorno psicológico. Y en un seminario muy conocido, durante mucho
tiempo se impartía un curso de psicología, pero no el curso sobre la Trinidad. Todo esto,
sin embargo, ilustra el gran prestigio de la psicología más todavía que la confusión sobre
su verdadero papel.

La otra cara de esta moneda es la idea ampliamente prevalente entre el gran público
de que hombres y mujeres psicológicamente equilibrados, es decir, de mente sana, que
saben controlar sus emociones y que están razonablemente satisfechos con la vida, no
tienen por qué tener ya ninguna preocupación. Ésta ha sido, a mi juicio, una de las
causas del declive del «sentido del pecado» que se ha producido entre los cristianos, y de
que se vaciaran los confesionarios en las iglesias.

Sin embargo, la principal consecuencia negativa de la nueva exploración del


inconsciente por parte de la psicología, ha sido la idea de que la inmensa mayoría de las
faltas y errores de la gente se puede atribuir a unas causas sobre las que tiene poco o
ningún control. La gente ha sido seducida para convertirse en «no juzgadora», no sólo de
su prójimo, lo que puede ser algo bueno, sino también de sí mismos, y de la rectitud o
maldad objetiva de acciones que por su naturaleza exigen un juicio adverso. Se nos ha
dicho que en nuestros días hasta los criminales han aprendido a echar la culpa de sus
crímenes a sus padres. Un resultado ha sido la tendencia que existe entre el clero a ver el
ministerio de la confesión como una ocasión para ofrecer ayuda psicológica.
Evidentemente, a la gente le afecta su educación, y una minoría está seriamente herida
psicológicamente. Ahora bien, nuestra simpatía hacia ellos no debe oscurecer el hecho
de que muchos tienen capacidad, con la ayuda de Dios, de superar experiencias
negativas, e, incluso cuando estas experiencias han dejado su huella, de aprender a
convivir con ellas. Sólo en casos extremos está lo espiritual tan absolutamente
subordinado a lo psicológico que una persona deja por completo de ser responsable de
sus actos.

En la Iglesia, lo que más ha sufrido por la creciente reluctancia a admitir la


responsabilidad de los propios actos, bien atribu yéndolos a lesiones psicológicas en la
infancia o a una supuesta inmadurez, ha sido el vínculo matrimonial.

En una época en la que se proclama profusamente que por fin los hombres «han
alcanzado la mayoría de edad», los tribunales matrimoniales diocesanos de la Iglesia
católica están viendo cada día más procesos de nulidad basados en que las parejas que
los entablan -consideradas suficientemente mayores para votar, recibir grados
académicos, ocupar puestos de trabajo bien remunerados en los que manejan dineros de
los demás, procrear, etc.- eran excesivamente inmaduras cuando se casaron como para
entender el significado de lo que estaban haciendo y las obligaciones que llevaba

322
consigo. A lo largo de la historia han existido muchos matrimonios entre parejas de
adolescentes. ¿Tendremos que considerarlos a todos inválidos? Roma sigue protestando,
pero se le hace poco caso.

LOS REBELDES EN EL SÓTANO

Otra contribución de Freud a la transformación del pensamiento occidental es, desde


luego, el papel dominante que atribuyó al instinto sexual.

El cuadro que él pinta del psiquismo humano es el de una casa con tres pisos. En el
sótano está la libido (una especie de guardería de tendencias y pasiones descontroladas,
la mayoría de carácter sexual, que claman por salir a la superficie); encima está el ego o
yo central (fuente de las decisiones racionales); y sobre éste, una vez más, descansa el
dominio del superego, que es una especie de «ático» del psiquismo desde el que se
siguen transmitiendo, frecuentemente contra la voluntad del propietario de la casa, todas
las influencias recibidas en la infancia de los padres, profesores, y otras voces investidas
de autoridad. (Es como tener un estéreo que no se puede apagar y que suena
incesantemente en el ático). El ego aparece como una especie de Cenicienta psíquica
entre dos hermanas feas que siguen instrucciones contradictorias. En su género, no es
una mala descripción de cómo en nuestro estado de naturaleza caída nos percibimos a
nosotros mismos.

Sin embargo, el ego freudiano no debe ser identificado con el alma cristiana -aquello
que mantiene la unidad del ser humano- como tampoco debe equipararse el superego a la
voz de la recta razón o conciencia.150 Para Freud, la libido es la parte más sustancial del
psiquismo humano. El ego es una mera superestructura psíquica que crea la libido
sometiéndose a ella para sobrevivir. La libido sabe, hasta cierto punto, que se
autodestruiría, o sería destruida por egos rivales, si diera rienda suelta a sus impulsos
(matar a su padre e irse a la cama con su madre, por ejemplo). Y así, lo que hace es
reprimir sus energías y deseos más desordenados, dirigiéndolos hacia canales
socialmente aceptables mediante el miedo a la desaprobación. Sin embargo, aunque ya
bajo control, la naturaleza fundamental de estas energías permanece intacta. El hombre
es esencialmente un animal sexual.

Comprensiblemente, la conclusión que ha sacado de todo esto el hombre del siglo


XX es que la felicidad debe consistir en liberar al máximo estas energías, y que la
infelicidad y el daño a la salud proceden de controlarlas o reprimirlas. Controlar es
frustrar. Si el mundo posfreudiano reconoce algún pecado, éste es indudablemente la
«frustración». Ni siquiera algunas traducciones de la Biblia han sido inmunes a esta idea.
En un análisis del ateísmo moderno (14 de abril de 1999), Juan Pablo II disintió de la
idea de que Dios sea una proyección de «la imagen reprimida del padre terrenal», de la

323
que los adultos deban liberarse si quieren desarrollarse como es debido.

Apenas suele interesar que Freud no considerara la permisividad sexual como


remedio de la neurosis, y que en su vida personal fuera, al parecer, un fiel hombre de
familia. Sin la idea de Freud de que el hombre es fundamentalmente un ser sexual, es
imposible imaginar la degradación de uno de los mayores misterios de la naturaleza que
se convierte en una «actividad divertida» y en un asunto universalmente discutible hasta
los detalles más morbosos, en todas partes y por parte de todos, una de las señas de
identidad que distinguen a las sociedades occidentales de hoy. Un pequeño cambio
lingüístico nos dice gran parte de esta historia: el uso de la expresión «tener sexo» y
«vida sexual», en lugar de «hacer el amor» y «vida de amor».

La «revolución sexual» que ha venido después, con su ataque al matrimonio y a la


familia, y con su política de una educación sexual explícita que incluye la exposición a
los más jóvenes, y también niños, de cualquier desviación sexual concebible, sería
imposible de registrar sin Freud.151 Una vez presentado el instin to sexual como el
puntal de la personalidad humana, todo esto era, indudablemente, perfectamente
previsible.

Lo que difícilmente podía haberse previsto era la velocidad con la que gran número
de católicos iban a adoptar ideas cuasifreudianas sobre el sexo después del Concilio.
Para algunos clérigos el camino lo había preparado sin duda el Informe Kinsey de
principios de los años cincuenta del siglo XX. Por lo menos, algunos parecen haber
utilizado este documento, ahora desacreditado152, para arrojar lo que ellos pensaban que
era luz sobre los grados de responsabilidad moral en lo referente a los pecados sexuales.
Sin embargo, esto difícilmente explica la forma tan irresponsable en que los fieles fueron
repentinamente inundados con ideas, mal consideradas psicológicas, de una clase que a
ellos hasta entonces les habían enseñado a evitar, y la sabiduría de los siglos sobre el
dominio de los «acontecimientos de la vida» fue abruptamente desechada como una
bolsa de plástico usada.

Aparentemente sin reflexión, en los seminarios los jóvenes fueron expuestos a cursos
en los que «exploraban su sexualidad» para descubrir «quiénes eran», pasando a decidir
no pocos de ellos, durante el proceso, que el celibato era contrario a la naturaleza, dañino
psicológicamente con toda probabilidad, y finalmente imposible, excepto para los
neuróticos. La culpa se fue considerando progresivamente una excrecencia psicológica.
Sacerdotes y monjas célibes fueron puestos al mando de programas de educación sexual
que hubieran hecho enrojecer a Carlos II de Inglaterra con toda su corte.153 Muchos que
tenían cargos de autoridad parece que habían olvidado que, además del pecado, existen
las «ocasiones de pecado». La Iglesia está pagando ahora el precio no sólo con la pérdida
de vocaciones y también la pérdida de la fe, que es lo verdaderamente importante, sino -
para compensar los ataques clericales- también con el vaciamiento de sus arcas. No es
necesario insistir hasta qué punto todo esto ha contribuido a la pérdida de fe de muchos

324
laicos, especialmente jóvenes.

También encontramos que las ideas freudianas están siendo utilizadas para impedir la
entrada en ciertos seminarios de jóvenes de probada ortodoxia. En un caso que conozco
el aspirante fue preguntado por el sacerdote y la monja que le entrevistaban para
comprobar si era psicológicamente apto, si «había tenido novia alguna vez». Cuando
contestó que no, se le dijo que pusiera remedio a esa situación y volviera a plantear la
solicitud. La piedad y la ortodoxia pueden ser también obstáculos para la aceptación.
Son tratadas como signos de inmadurez psicológica. La teoría del complejo de Edipo
exige que un joven psicológicamente sano sea hasta cierto punto rebelde.

La lógica de la antropología freudiana parece haber alimentado la demanda de


anulaciones, así como la oposición a la Humanae Vitae. Si el instinto sexual es la piedra
de toque de la personalidad humana, el matrimonio deberá incluir un máximum de
satisfacción sexual con un mínimum de restricciones.

No voy a multiplicar los ejemplos. La Iglesia en occidente está llena de ellos. Creo
que he aportado lo suficiente para poner de relieve el papel jugado por el freudianismo
en el colapso de la fe y la moral católicas.

325
arl Jung (1874-1961) ha influido en el pensamiento occidental de forma
diferente.

A su abuelo se le atribuyó haber sido hijo ilegítimo del poeta alemán Góethe, y la
mente libre y capaz, la imaginación inquieta, la curiosidad voraz, y el amor a lo
misterioso hizo que su nieto se pareciera más a su supuesto antepasado que a hombres de
ciencia como Pavlov y Freud. Era también por naturaleza un mago de la palabra. Existen
numerosos informes de la fascinación que ejercía gracias a su personalidad como
conversador. Pero ninguna de estas cualidades por sí misma explica su reputación.

Para comprender su influencia tenemos que distinguir entre el Jung psiquiatra y el


Jung gurú espiritual y fundador de algo así como un culto religioso. Precisamente me
voy a ocupar aquí de esta última característica. Ningún otro psicólogo moderno de fama
ha mezclado psicología y religión en tan alto grado.

Como psicoterapeuta, Jung comenzó a explorar el inconsciente más o menos al


mismo tiempo que Freud, y juntos fundaron la Asociación Psicoanalítica, de la que Jung
fue presidente durante algún tiempo. En 1912, sin embargo, como pensó que Freud
estaba subrayando en demasía el papel de la sexualidad infantil, Jung rompió y fundó su
propia escuela de análisis.

Para el Jung terapeuta, el psiquismo humano es el ámbito de opuestos


complementarios y a veces en conflicto, por lo que el objetivo de su terapia será
reconciliarlos o integrarlos de forma que cada uno de ellos pueda tener posibilidad de
expresarse. A este proceso lo llamó «individuación». A él debemos términos como
«complejo» (utilizado para un grupo de sentimientos de culpa subconscientes o
semiconscientes); «introvertido» y «extrovertido», (empleados para los dos tipos
psicológicos más comunes); «animus» y «anima» (que se aplican a rasgos de la
personalidad masculina y femenina supuestamente presentes en cada individuo);
«inconsciente colectivo» (aplicado a recuerdos genéticamente transmitidos de
experiencias raciales, que él pensaba que cada uno de nosotros llevamos encima junto
con energías que tienen su origen en experiencias personales), y «arquetipos» (aplicado a
las imágenes mediante las que se expresan esos dinamismos o ideas colectivamente
adquiridas).

326
Se suele decir que utilizando estas ideas y principios, la gran mayoría de los
terapeutas jungianos parecen obtener como analistas los mismos niveles de éxito o
fracaso que los de otras escuelas, y que saben poco sobre las ideas religiosas más
originales de su maestro. Si son conscientes de ellas, la mayoría dan por supuesto que se
trata de formas simbólicas de describir fenómenos psíquicos. Esto sucede, en parte, por
el volumen y oscuridad de muchos escritos de Jung, y en parte porque él sólo confió la
totalidad de sus teorías religiosas a un círculo interno de iniciados; sólo recientemente
estas ideas han salido a la luz en su totalidad.154 Poseen un tono muy diferente.

Como padre de un culto religioso, Jung era un representante típico de la decadencia


fin-de-siécle, que describí anteriormente como uno de los factores que influyeron en el
primer modernismo. Desde la adolescencia estaba fascinado por las religiones orientales,
el gnosticismo, la magia, el hermetismo, la alquimia, el espiritualismo y lo oculto.
También sufrió la influencia de Wagner, Nietzsche y los movimientos y cultos
germánicos que revivían el paganismo teutónico treinta años antes de la Primera Guerra
Mundial.

Finalmente, combinando el fruto de sus amplias lecturas sobre estos temas con sus
experiencias como psiquiatra, unió lo que un distinguido ex-jungiano ha descrito como
«politeísmo místico pagano en el que "múltiples imágenes de los instintos" (la definición
más concisa de Jung de los "arquetipos") son veneradas como "dioses"»155. Igual que
muchas religiones de los misterios del mundo antiguo representaban el descenso de un
héroe al mundo inferior, del que emergía purificado después de una serie de pruebas y
luchas con poderes subterráneos, los adeptos del camino de salvación de Jung buscaban
su meta después de luchar con poderes espirituales en las profundidades del
inconsciente. De éstas, la más terrible es «la Madre tierra» que representa los principios
de la materia y de la tierra.

¿Entendió realmente Jung estos poderes como fenómenos puramente psíquicos? ¿O


les atribuyó una realidad objetiva? La respuesta parece que debe ser afirmar lo segundo.
A lo largo de su vida, Jung tonteó con el espiritualismo y creyó en un guía espiritual al
que llamó Filemón.

En la religión y la espiritualidad jungianas, los instintos y pulsiones dinámicas del


inconsciente aparecen como reflejos, dentro del psiquismo individual, de actividades de
seres trascendentes que, como los dioses o diosas de la mitología griega, están siempre
luchando entre sí. El papel del neófito jungiano consiste en dominarlos y vencerlos, de
manera que de su unión pueda surgir el ser superior al que Jung llama el Yo (con Y
mayúscula). Como en la filosofía hermética, el dios único ha nacido de la unión de los
muchos. El Yo es el «dios dentro», o «el dios-imagen en el Hombre» con el que los
jungianos están siempre urgiéndonos a entrar en contacto. Pero como veremos, no es el
Dios de la revelación judeocristiana; parece estar más cerca del «Yo Universal», o
«Alma del Mundo» del hinduismo, mediante la que el hombre iluminado descubre que

327
en su yo más profundo, él es también Dios.

Otras dos cosas deben señalarse. La psiquiatría de Jung trata de reconciliar facetas
complementarias de la personalidad que son buenas en sí mismas: por ejemplo, cosas
como el vigor masculino y la ternura femenina, o la necesidad de equilibrar trabajo y
ocio. Su religión pretende reconciliar el bien y el mal. Forzando a los instintos
contendientes a yacer juntos como el león y el cordero de la Biblia, el neófito jungiano,
como el superhombre de Nietzsche, va más allá del bien y el mal, entrando en un reino
donde estas categorías ya no se aplican. Para el Jung gurú espiritual no existen malos
instintos o pasiones. Lo que llamamos «mal», él lo llamaría el lado oscuro de la vida, y
la oscuridad es igual de necesaria, como parte de la existencia, que la luz. Todos los
instintos y dinamismos son teóricamente buenos. Digo «teóricamente», porque Jung
ciertamente no habría recomendado robar o matar como formas socialmente aceptables
de conducta. Por lo que parece haber estado preocupado sobre todo es por el libre
disfrute de los placeres sensuales sin sentimientos de culpa; unos sentimientos que, como
otros europeos cultivados de este periodo que reaccionaban contra una educación
protestante muy estricta, parece haber considerado erróneamente como seña de identidad
de la Antigüedad pagana.

Por tanto, no es sorprendente que encontremos su religión cargada de un elemento


decididamente erótico. Él lo justificaba en términos de teoría y práctica alquímica. En la
reconciliación de opuestos complementarios, o del bien con el mal, vio una analogía con
la mezcla que hace el alquimista de metales básicos para producir oro, un trabajo que en
la literatura alquimista se realizaba frecuentemente con la ayuda de una «hermana
mística» (soror mystica), y culminaba en un matrimonio místico del que nacía un ser
bisexual o «andrógino»156.

En un contexto jungiano, el analista sería el alquimista, su paciente (caso de ser una


mujer), la soror mystica, el clímax del proceso analítico el «matrimonio» místico, y la
persona plenamente individuada resultante, la descendencia bisexual, que lo es a causa
de darle una idéntica expresión a los lados masculino y femenino del psiquismo. Que en
la práctica el matrimonio místico haya podido tener una dimensión física, parece algo
bien establecido. «El mismo Jung y un reducido número de sus discípulos más
próximos», nos dice el doctor Satinover, «encontró un camino para vivir no sólo
simbólica, sino también explícitamente, en las prácticas centrales del ocultismo». La
principal soror mystica de Jung fue durante cuarenta años su mujer.

Todo esto explica por qué el doctor Satinover puede afirmar que la mayoría de los
analistas jungianos no saben en absoluto de «quién han sido compañeros de viaje», ni
que «las ideas ocultas que contiene la teoría y práctica jungiana, incluso tomadas
simbólicamente, tienden a minar los esquemas morales. La psicología, por así decirlo,
flota sobre las cumbres de la «espiritualidad», absorbiendo algo de la «salmuera», igual
que el casco de una barca de madera absorbe el agua del mar.

328
JUNG Y EL CRISTIANISMO

Jung era también, por debajo de muchas palabras aparentemente amables,


profundamente anticristiano. Consideraba que el cristianismo, como expresión de
realidades psicológicas y espirituales, era muy inferior al gnosticismo, al hermetismo y a
las ideas ocultistas sobre las que se basaban sus propias teorías. Estas ideas, procedentes
de los chamanes de tiempos remotísimos, conocidas por las religiones mistéricas del
mundo antiguo y reprimidas durante dos mil años por el cristianismo, han sobrevivido en
las enseñanzas de sectas heterodoxas, pero ahora pueden ser directamente recuperadas
por el psicoanálisis y la interpretación de los sueños. Aquí, más que en el cristianismo, se
encuentra la más profunda sabiduría del género humano.

El cristianismo es una religión «triste», y enormemente patriarcal. Puede que exista


algún valor en alguno de sus símbolos o de sus doctrinas, pero para que éstas resulten
útiles hoy tienen que ser radicalmente reinterpretadas. «Al símbolo-Cristo le falta
totalidad en el sentido psicológico moderno», nos dice Jung, «puesto que no incluye el
lado oscuro de las cosas, sino que lo excluye específicamente en forma de un oponente
luciferino (sic)»157. Para rectificar la situación, Jung sugirió en un momento dado
incluir a la Virgen María en la Trinidad. Para ser psicológicamente correcta, la Trinidad
debe tener un lado oscuro. Debe ser una «Cuaternidad» más que una Trinidad. Y esto,
sin saberlo, es lo que la Iglesia hizo con el dogma de la Asunción. María fue llevada a la
Trinidad para convertirse en esa cuarta persona necesaria. El único error de la Iglesia
consistió en convertirla en un símbolo de pureza y de luz. Los jungianos pueden llegar a
verla como el principio de la oscuridad maternal.158 Otras reinterpretaciones tienen un
sello típicamente maniqueo. En su Ensayo sobre Job, Jung representa al Señor Dios
como un tirano sin sentido, indiferente al dolor humano. Posteriormente, influido por su
segunda mujer, Sophia, o Sabiduría (Jung adjudica al Señor dos mujeres: Israel es la
mujer número uno), Dios se arrepiente y se hace hombre para expiar sus pecados.

«Lo que Jung preveía como posible futuro para el cristianismo», escribe el eminente
analista jungiano Murray Stein, «estaría, en muchos campos, en continuidad con la
tradición cristiana, pero al mismo tiempo sería muy diferente de ella [...] el Nuevo
Testamento se convertiría para la nueva versión transformada en lo que fue el Antiguo
Testamento para el cristianismo: una prefiguración y anticipo de la nueva
revelación»159.

Sería más correcto decir que Jung no sólo previó la transformación del cristianismo,
sino que la pretendió y trabajó en su favor. No pretendió decir que ese neopaganismo
psicologizado tuviera que permanecer para siempre como coto cerrado de sus íntimos.
Con o sin un barniz cristiano, lo intentó para la regeneración espiritual del mundo
entero.160

Por un camino distinto al de los primitivos modernistas, Jung llegó al mismo destino.

329
Como el conocimiento religioso aflora desde el subconsciente y habla a la mente
consciente en mitos y símbolos, no es necesaria una revelación pública, ni tampoco una
Iglesia ni unos sacramentos, excepto cuando son útiles como símbolos.

¿Hasta qué punto resulta o ha resultado preocupante todo esto para la Iglesia?

Hace treinta años, uno probablemente habría dicho que «muy poco». Jung nunca fue
un hombre familiar, como sí lo fue Freud. Su atractivo se limitó inicialmente a clases
medias europeas y norteamericanas espiritualmente desarraigadas que buscaban sentido
a la vida, junto a un escaso número de cristianos como el dominico inglés Victor White,
un primitivo entusiasta de la psiquiatría jungiana. Los primeros admiradores cristianos
de Jung no parece que apreciaran hasta qué punto su psiquiatría era una envoltura de una
religión rival. Sin embargo, en los años sesenta cambió la situación dramáticamente.
Conforme fue creciendo el número de occidentales espiritualmente desarraigados fueron
aumentando también los seguidores de Jung, tanto dentro como fuera del movimiento
New Age. Aproximadamente diez años después, algunos católicos desorientados
empezaron a moverse en la misma dirección.

Desde finales de los años setenta, escribe el doctor Satinover, «la espiritualidad
jungiana, o relacionada con Jung, se ha infiltrado profundamente en las Iglesias
(especialmente en la Iglesia anglicana, y en la Iglesia católica) con su énfasis en la
«sabiduría» gnóstica, la libertad sexual, el misticismo oriental, el panteísmo, el culto a
las diosas y la adaptación al mal»; y para confirmarlo está un torrente de reportajes
periodísticos aparecidos durante la última década y media. Según el periodista
norteamericano Paul Likoudis, «la espiritualidad católica, tal como es enseñada en las
mayoría de las diócesis norteamericanas, es casi totalmente jungiana»; los anuncios de
retiros muestran que una gran proporción están inspirados en Jung; los libros más
vendidos sobre espiritualidad en muchas librerías católicas son de autores que divulgan
el culto de Jung.161

Una espiritualidad auténticamente jungiana no es en absoluto católica, por supuesto.


La espiritualidad católica trata de ayudar al individuo a acercarse a Dios con la ayuda de
la gracia a través del olvido de sí mismo, de la práctica de la virtud, de la mortificación y
de la obediencia a la voluntad de Dios. Los objetivos de la espiritualidad jungiana son el
cultivo del yo, su realización plena y la provocación de sentimientos de bienestar
psicológico. El cristianismo eleva el alma al orden sobrenatural, la espiritualidad de
Jung, en la medida en que conserve algún contacto con la realidad, la deja firmemente
asentada en lo natural, o expuesta a lo preternatural.

La educación católica sufre también inyecciones de jungianismo. En A New Vision


of Religious Education162 encontramos a un autor americano, el doctor Kevin Treston,
aconsejando a los profesores que «preparen un encuentro de oración con el tema "La
tierra nuestra madre", diciendo a los participantes que «los cristianos están siendo

330
desafiados a escuchar y celebrar la divina revelación en diversas narraciones y
tradiciones y religiosas del mundo», y preguntando: «¿Se han dado ustedes cuenta de
que nuestros mitos y símbolos se están desintegrando?». Esto es Jung en estado puro.
Como comenta un crítico inglés astutamente: «Para esa gente, símbolos significan
sacramentos, y mitos doctrinas».

Los profesores católicos ingleses están recibiendo dosis parecidas de Jung y de


ideología New Age. En una conferencia patrocinada diocesanamente a cargo de un
«socialcientífico» sacerdotal, el padre Diarmuid O'Murchu, miembro de los misioneros
del Sagrado Corazón y autor de un libro titulado Reclaiming Spirituality, un grupo de
profesores le hizo saber que la «religión oficial» es «no simplemente inadecuada; de
hecho, podría ser un gran espejismo basado en un inflado instinto patriarcal de una
especie loca de poder. Necesitamos deshacernos de todo el tinglado con sus aditamentos
de dogmas, rituales, leyes y regulaciones». En contraste, «brujería, totemismo,
chamanismo o adivinación merecen una valoración positiva [...] despachar el culto del
sol, la luna o elementos de la naturaleza como prácticas paganas primitivas pone de
relieve la enorme ignorancia espiritual de una humanidad "civilizada"».

Después de leer materiales como éste, uno no encuentra que el veredicto de Richard
Noll, de que Jung representa el mayor desafío a la Iglesia católica desde Julián el
Apóstata, sea tan sorprendente como podría haber pensado. Corrigiendo educadamente a
Noll, Satinover llama a Jung «el mayor desafío [...] desde el padre del gnosticismo,
Simón Mago, con el que (además de con sus discípulos Basilides y Valentino) Jung se
identificó explícitamente, a sí mismo y a su obra». En cualquier caso, se puede decir que,
puestos en la necesidad de elegir, la «espiritualidad» de Jung parece más peligrosa que el
crudo ateísmo de Freud.

Probablemente resulta ilustrativo del estado de desorientación de la vida espiritual e


intelectual de Occidente, el que Al fred Adler (1870-1937), otro primitivo
discípulo/socio de Freud, que, como Jung, rompió posteriormente con él y fundó una
escuela propia, tenga que ser el menos conocido y menos influyente de los tres pioneros.

Adler no construyó un gran sistema como Freud y Jung. Tal vez menos imaginativo,
su captación de las realidades básicas era más sólida y, aunque a lo largo de la mayor
parte de su vida tuvo poco tiempo para la religión, no le fue hostil, y sus ideas resultan
más aceptables para un uso cristiano. Él mantenía que la vida nos presenta tres tareas:
familia, trabajo y vida social. La neurosis es el resultado de huir de ellas, y una terapia
exitosa consistirá en llevar al paciente a su aceptación. El ego, y no la libido, es la parte
realmente importante del psiquismo, y el ansia de poder, y no el sexo, es el elemento
dominante del subconsciente. El corazón de su terapia era el reforzamiento del ego, el yo
racional.163

331
ALGUNAS FIGURAS POSTERIORES

Después de su inicial lanzamiento a cargo del original triunvirato, la moderna psicología


produjo varias escuelas diferentes y pensadores independientes de talento, de los que
para mi actual propósito sólo necesito mencionar a dos: la psicología evolutiva del suizo
Jean Piaget (+ 1980), y su discípulo canadiense Laurence Kohlberg, y la psicología
humanista o no directiva de Carl Rogers (+ 1987).

Piaget fue un psicólogo experimental preocupado fundamentalmente por el desarrollo


mental de los niños, y por su capaci dad real o supuesta de asumir o no diversos tipos de
ideas y de información a diferentes edades. Se dice que en cada edad o etapa la mente
produce su propia «estructura cognitiva» especial, y tratar de alimentarla con material
apropiado a una estructura cognitiva todavía no asentada es como intentar instalar
software dentro de un tipo de ordenador equivocado. Partiendo de esto, muchos
educadores católicos han sacado la conclusión de que los niños son incapaces de asimilar
ideas sobre el bien y el mal, o sobre las obligaciones morales, hasta relativamente tarde
en su niñez, y que, en consecuencia, no se les deben enseñar estas cuestiones hasta que
se crea que ya poseen el equipamiento psicológico necesario. Según los principios
piagetianos, se podría afirmar también que los niños pequeños no tienen las estructuras
cognitivas para aprender sobre la Trinidad.

La principal contribución de Kohlberg consistió en mantener que la moralidad se


desarrolla espontáneamente, y que para hacerlo correctamente lo más importante de todo
es que no sea enseñada. La enseñanza de principios morales específicos la rechazaba
como «indoctrinación», o transmisión de «una bolsa de virtudes». En vez de instruir, los
profesores deben ayudar a estimular la comprensión moral de los niños mediante la
reflexión sobre su propia experiencia. Kohlberg no era católico, pero fue descubierto por
el empuje de la generación de educadores católicos gracias al golpe de las olas de una
mala interpretación posconciliar.

Entre los escritores más influyentes en textos catequéticos que iban a aplicar estas
ideas a la enseñanza de la fe y la moral, se encontraba el seguidor canadiense de
Kohlberg Christianne Brusselmans, cuyos textos catequéticos han sido ampliamente
utilizados a ambos lados del Atlántico. En los libros de Brusselmans, los niños tienen
que descubrir sus propias ideas sobre moralidad mediante el aprendizaje de las ideas de
paz, justicia, compartir, cuidado y amor, etc. Su texto para preparar a los niños a la
primera comunión, The Gold Book, les enseña que la eucaristía consiste en celebrar,
hacer la paz, escuchar, cuidar de los demás, compartir una comida en la que reciben un
pan muy especial.

Las teorías de Piaget y Kohlberg subyacen también a la negativa de ciertos sacerdotes


a enseñar a los niños cómo hacer su primera confesión antes de comulgar por primera
vez. Con frecuencia, han caído antes de que se considere que existen ya las «estructuras

332
cognitivas» apropiadas, y así nunca aprenden cómo acudir a confesarse.

El americano Carl Rogers, por su parte, es famoso por el gran número de vocaciones
religiosas que ayudó a destruir al final de los años sesenta y setenta. Comenzando como
un terapeuta disciplinado de estricta educación luterana, consolidó su reputación en la
zona de Chicago en los años cuarenta y cincuenta entre personas moderadamente
perturbadas o neuróticas del medio oeste, que como el propio Rogers, conservaban
todavía ciertos principios religiosos. Con gente como ésta, su método y mensaje
funcionaron bastante bien. Escuchando todo lo que decían sus pacientes, sin expresar
aprobación o desaprobación, Rogers les facilitaba abrirse, para, al hacerlo, recuperar el
camino correcto más o menos por ellos mismos. Él no tenía teorías arcanas como la del
complejo de Edipo, o del inconsciente colectivo, para confundirlos. Posteriormente
dirigió un equipo de investigación en Wisconsin. Mientras tanto, había ido publicando
una serie de libros. En los años sesenta era el psicólogo más conocido de América. En el
año 1963 se trasladó a California, y California le transformó. De ser una persona con
principios y responsable, pasó a convertirse, en palabras de un crítico, en un
«adolescente de setenta años»; y según otro, en «uno de los revolucionarios sociales más
importantes de nuestro tiempo». Los roles no son incompatibles.

Durante este tiempo, sus intereses habían derivado hacia lo que él llamó «Terapia
para normales» (TFN), es decir, gente vulgar y corriente sin problemas psicológicos.
Éstos podían ser normales, pero Rogers creía que con su terapia no-directiva, liberando
«todo el potencial humano» que tenían dentro de ellos, podrían encaminarse hacia un
estado de «super-normales». En otras palabras, se estaba moviendo desde la psicología
hacia la dirección espiritual o formación del carácter.

Para completar la idea, inventó los «grupos de encuentro», o «sesión sensitiva». En


un encuentro de grupo, la gente explora en común sus sentimientos para descubrir «sus
verdaderos yoes». La ironía está en que esto es justamente lo que la gente normal,
mientras sigue siendo normal, no suele querer hacer. Perciben que hay en ello algo de
insano y los resultados prueban que tenían razón. Los grupos de encuentro de Rogers
eran una receta para transformar a gran número de personas, hasta entonces normales, en
locatis sentimentales, o libertinos sexuales. Al comienzo, Rogers quedó turbado por los
resultados, pero no obstante siguió adelante. El problema era que él no creía en el hecho
obvio de que el «yo real» de cada uno contiene una gran cantidad de material no muy
agradable. En otras palabras, no creía en el mal. Había cambiando también su mensaje
fundamental. «Sé tu yo real», no significaba ya: «Haz lo que sabes que es correcto»,
sino: «Haz lo que tu yo real quiere hacer», y «todo aquello para lo que se te ha
preparado, o se te ha dicho que hagas por alguien, no es parte de tu yo real». Es
sorprendentemente parecido al mensaje de Jung, sin sus sofisticadas apoyaturas. El
hambre y la locura convirtieron a Rogers en uno de los fundadores de la sociedad
permisiva. Como psicólogo ya no es estimado tanto como lo fue. Pero las consecuencias
de la revolución que ayudó a poner en marcha persisten.

333
Ésta era la situación cuando, entre 1965 y 1967, los dirigentes de las órdenes y
organizaciones religiosas católicas en América empezaron a llamar a Rogers y a sus
ayudantes para que les ayudaran a poner en marcha y desarrollar las reformas surgidas
del Vaticano II que acababa de concluir. Se les había dicho que debían renovar sus
instituciones a la luz del carisma de sus funda dores. Es revelador que para este objetivo
tuvieran que acudir también a los psicólogos más que a los teólogos o directores
espirituales. «Docenas de organizaciones religiosas católicas» recibieron tratamiento de
grupos de encuentro rogerianos.164 Entre ellos había jesuitas, franciscanos y un montón
de órdenes femeninas. Las consecuencias fueron catastróficas. Curas y monjas, al
principio con abundancia, después por centenares, descubrieron que su respuesta a la
llamada de Dios no procedía de su yo real. Algunos tuvieron aventuras entre sí, o con sus
terapeutas. Otros dejaron sus órdenes sin más explicaciones. Se multiplicaron las
solicitudes de secularización. En el plazo de año y medio, una orden femenina dedicada
a la enseñanza, muy conocida y respetada, se vio reducida a escombros: los efectivos
cayeron de 615 miembros a cerca de dos docenas; de sus sesenta colegios, sólo sigue en
pie uno. Entre los jesuitas, se discutió seriamente «la tercera vía». La tercera vía fue
propuesta como una alternativa legítima al matrimonio y al celibato; significaba que los
sacerdotes pudieran tener novia.165

Las ideas de Rogers han influido también en el campo de la catequesis. En su


Libertad y creatividad en la educación (1969), considerado como la Biblia de la
educación «humanista», él mismo avanzaba la siguiente opinión: «A mi juicio, la mejor
educación debe producir una persona muy similar a la producida por la mejor
psicoterapia», con lo que se refiere a «una exploración de los sentimientos cada vez más
extraños, desconocidos y peligrosos de uno mismo, exploración que se muestra posible
únicamente porque el individuo cae en la cuenta gradualmente de que es aceptado
incondicionalmente».

La mala psicología ha castigado también a la Iglesia fuera del mundo de habla


inglesa. A finales de los años ochenta, comenzó en Alemania un renovado éxodo del
sacerdocio provocado por el cura-psicoterapeuta Eugen Drewermann y su libro Clérigos:
psicodrama de un ideal (1989). Éste y los otros treinta y cinco libros de Drewermann,
que se dice vendieron más de un millón de copias, parece ser una mezcla de Jung y de la
investigación bíblica modernista. Las doctrinas de la Iglesia «tienen carácter simbólico».
«No son exposiciones de hechos externos al hombre, sino que contienen una
reproducción de su experiencia interior». Nos ponen en contacto con «una persona
absoluta» a través de «imágenes inherentes a nuestro espíritu». Sin embargo, éstas están
mucho mejor expresadas en otras religiones. Seríamos más «auténticamente cristianos»
con unas buenas dosis de religión del antiguo Egipto. En lo referente a la Iglesia católica,
se trata de una institución «de represión, despersonalización, y destrucción de los

El caso de Drewermann es interesante, no porque Drewermann tenga algo nuevo que


decir -es un material en su mayor parte gastado- sino por el apoyo que encontró entre los

334
católicos alemanes de clase media, y por la débil respuesta de la mayor parte de la
jerarquía alemana. El arzobispo Dyba de Fulda, que habló de la «profunda apostasía» de
Drewermann, parece que estuvo en minoría. Para el obispo Lehmann de Mainz (hoy
cardenal), presidente de la Conferencia Episcopal Alemana y líder teológico,
Drewermann «acertaba en su intento de rescatar los tesoros escondidos en la fe bíblica»,
y, consiguientemente, reprendió a los teólogos alemanes por «haber fallado» a la hora de
seguir el camino iniciado por Drewermann.

LA VOZ DE LA IGLESIA

Como he explicado al principio del capítulo 14, el objetivo principal de este breve repaso
a la teoría psicológica y a su impacto en los católicos no es escribir sobre psicología
exhaustivamente, sino mostrar dónde están las ideas filosóficas, éticas y religiosas que
malamente tiene que acarrear, y que además no necesita sembrar en absoluto, si pretende
aprovechar todo su potencial como ciencia.

El primer Papa en reconocer este hecho oficialmente fue Pío XII. Acababa de
comenzar el boom del psicoanálisis que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial.
Durante la década de 1950, se ocupó de este asunto en cuatro discursos (14 de
septiembre de 1952; 13 de abril de 1953; 2 de octubre de 1958, y 10 de abril de 1958).
Su mayor preocupación era defender el libre albedrío, y la responsabilidad moral.

Mientras la Iglesia «mira con satisfacción la nueva psiquiatría», dijo, los psiquiatras
deben «no perder la luz de [...] los preceptos obligatorios de la ética». Nuestros
dinamismos psíquicos, «no son irresistibles [...] la naturaleza ha confiado su dirección al
centro de mando, el alma espiritual [...] que normalmente es capaz de gobernar esas
energías». Tampoco, «sin mayor reflexión» deben los psicoterapeutas tratar las
inhibiciones del ego «como una especie de fatalidad». «Todo hombre debe ser
considerado normal hasta que no se demuestre lo contrario [...] Las condiciones
psicológicas anormales no son siempre fuerzas paralizantes».

Al tratar de los límites de la investigación y de los tratamientos, puso en guardia


contra una exploración ilimitada de la vida sexual del paciente. «Un hombre no tiene
libertad para suscitar en sí mismo, por mor de objetivos terapéuticos, todos y cada uno
de los apetitos de orden sexual». Tampoco puede suprimir a voluntad el espíritu
religioso, la autoestima, la modestia y la decencia. El terapeuta, por su parte, cuando se
enfrenta al «pecado material» (lo que es objetivamente pecado, lo perciba así el paciente
o no), no puede permanecer neutral. Un terapeuta no puede aconsejar a un paciente que
cometa pecados graves apoyándose en que lo haría sin culpa subjetiva. Más aún, con
respecto a la culpa, se debe distinguir la culpa mórbida de la real. «Ningún tratamiento
puramente psicológico puede curar un genuino sentido de culpa». En el caso de una falta

335
moral real, los medios para eliminarla «no pertenecen al orden meramente psicológico».

El Papa abordó también la cuestión más amplia de los orígenes de la religión.


Refiriéndose a la posibilidad de un dinamismo psíquico que dirigiría el hombre hacia
Dios, dijo que, de demostrarse su existencia, lo único que haría sería confirmar las
palabras de San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti». Sin embargo, rechazó la idea de que un dinamismo semejante
fuera la base de la fe religiosa. «Sabemos», dijo, «que [...] el conocimiento natural y
sobrenatural de Dios, y el culto que se le tributa no proceden del inconsciente o del
subconsciente, tampoco de un impulso de los afectos, sino del conocimiento claro y
cierto de Dios a través de su revelación natural y sobrenatural».

Ahora bien, cualquier resultado que pudieran haber obtenido las advertencias del
Papa cuando fueron formuladas, quedó sin efecto rápidamente en aquellos que
asumieron la dirección a la hora de interpretar la psicología moderna para los fieles
después de 1965.

Los comienzos de una restauración de la sanidad, al menos en lo referente al sexo y


su significado, se produjeron a principios de los años ochenta cuando Juan Pablo II
desarrolló su «teología del cuerpo» en las alocuciones de sus audiencias generales de los
miércoles. Desplazando al sexo del puesto central, el Papa lo devolvió a su lugar más
correcto como expresión física de una unión fundamentalmente espiritual, por ser
personal, y que, al proceder así, restaura su dignidad. El mensaje tiene que penetrar
todavía en el nivel parroquial. Pero cuando lo haga, estoy convencido de que tendrá un
tremendo poder de atracción para todos aquellos, hombres y mujeres, que están de vuelta
de la cultura y mentalidad tan ampliamente extendidas de los Play Boy/Play Girl.

336
a influencia de la sociología y de la antropología en el pensamiento católico, y
en el desarrollo del neo-modernismo, no ha sido proporcional a la de la psicología, pero
no obstante, ha sido significativa. Probablemente el clero la ha sentido más. Por ejemplo,
en julio de 1999, Juan Pablo II dijo a un grupo de obispos irlandeses que «un concepto
de la Iglesia más sociológico que teológico» era responsable de las llamadas que se
producían en Irlanda en favor del final del celibato sacerdotal. Básicamente, esto
significaba que se estaba perdiendo la visión de la dimensión sobrenatural de la Iglesia.

La sociología y la antropología, al revés que la psicología, son ciencias relativamente


nuevas, cuyo surgimiento a finales del siglo XIX puede atribuirse en parte a la pérdida
de la idea, ocurrida tras el fin de la era de la razón, de que es natural que los hombres
vivan juntos en sociedad o de que indudablemente existe algo así como una
«naturaleza». Si Dios hizo al hombre y a la mujer el uno para el otro, junto con el poder
de engendrar nuevos seres humanos con necesidades de comida, abrigo, compañía y el
ejercicio de sus facultades, entonces la vida social y todo lo que procede de ella como la
tribu, la nación, el gobierno, la agricultura, la arquitectura, las artes y oficios, etc., se
vuelven autotransparentes. Ahora bien, si no existen ni Dios, ni naturaleza, ni una razón
última para las cosas; si la naturaleza es un campo de fútbol en el que interactúan fuerzas
físicas sin rostro, surge una batería de preguntas que hasta entonces difícilmente parecía
merecer la pena plantear. ¿Por qué viven los hombres en sociedad? ¿Por qué las
sociedades cambian? ¿Qué es lo que las impide romperse? ¿Son iguales todas las
formas? ¿Son necesarias las formas fundamentales como la familia, o podemos
organizarnos del modo que nos plazca? ¿Cuáles son las principales causas del cambio
social? ¿Existen leyes discernibles del cambio social?167

La destrucción de las formas sociales tradicionales que comenzó con la Revolución


Francesa, o su transformación, provocada por la Revolución Industrial, contribuyeron
también al nacimiento de la sociología. ¿Qué iba a remplazar a las instituciones que
habían sido ahogadas una tras otra, o habían pasado a considerarse como socialmente
inútiles?

Algunas de estas preguntas habían sido abordadas ya por pensadores no considerados


habitualmente como sociólogos: por ejemplo, Montesquieu, Rousseau, Saint-Simon («el
hombre de ciencia es la nueva religión»), su ayudante durante algún tiempo, August

337
Compte (que acuñó el término «sociología» para su ciencia del hombre que en su
religión «positivista» iba a remplazar a la teología), Herbert Spencer, y, por supuesto,
Marx y Engels. Los pensadores católicos De Maistre, De Bonald y De Tocqueville se
incluyen también entre los pioneros. Sin embargo, todos ellos fueron más filósofos
sociales y políticos que sociólogos en el moderno sentido de la palabra.

La sociología como ciencia autónoma comienza con el intento de estudiar la vida y


las instituciones sociales con todas sus variaciones y cambios, como si se tratara de una
ciencia exacta como la física o la química, que empieza con la recopilación de hechos
sociológicos para tratar luego de explicarlos lo más ampliamente posible en términos de
causas no racionales y leyes de carácter general.168 También incluía el estudio del
pensamiento y el comportamiento colectivos. Si a los elementos químicos se les podía
poner bajo el microscopio, y a los cuerpos físicos se les podía hacer rodar situándolos
sobre un plano inclinado para descubrir las leyes determinantes de sus movimientos,
¿por qué no iban a poder ser tratados los hombres en su conjunto? Me estoy refiriendo a
una actitud mental más que a una agenda explícita. El término «física social» ha sido ya
sugerido como nombre para la nueva ciencia.

La recopilación de hechos puede verse en obras como el estudio de Frédéric Le Play,


Les ouvriers européenes (1877-1899), y el de Booth, Lije and Labour of tbe People of
London (1892- 1897). Sin embargo, los alemanes Ferdinand Tónnies (1855- 1936), Max
Weber (1864-1920) y George Simmel (1858-1918); el francés Émile Durkheim (1858-
1917) y el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923), economista y sociólogo que destacó en
matemáticas, son considerados habitualmente como los verdaderos fundadores de la
sociología.169

En su Comunidad y asociación (1887), Tónnies distinguía entre sociedades y


comunidades. Todos los principales problemas sociales se debían al desplazamiento de
unas sociedades del pasado concéntricas, comunales, con base estatal, a las sociedades
impersonales e individualistas a gran escala del periodo industrial. Las comunidades,
sean cuales sean sus errores, tienen calidad humana. Son «naturales». Las sociedades
que son artificiales tienden a hacerse inhumanas. Esta lamentación encuentra eco en
Weber, Simmel y Durkheim. No es porque pensaran en un retorno al pasado posible,
sino porque creían que las sociedades industriales modernas de carácter impersonal
deben hacerse más humanas y comunitarias. Simmel subrayaba la relativa ayuda del
individuo en la sociedad moderna. Weber, que se opuso a la política exterior alemana
durante la Primera Guerra Mundial y ayudó en el borrador de la constitución de Weimar,
favoreció pronto la expansión imperial con la esperanza de que haría más responsables a
las clases medias alemanas. Para Durkheim, el objetivo último de la sociología debía ser
dirigir el comportamiento del pueblo hacia una mayor solidaridad. Y aquí, justo al
comienzo, nos topamos con un dilema en el corazón mismo de la sociología. Si quería
ser una ciencia pura, tendría que reducirse a proporcionar hechos y explicaciones de los
hechos, dejando a otras instancias autorizadas, o más o menos competentes -gobiernos,

338
industriales, empresarios, reformadores sociales e incluso, de ser necesario, Iglesias-, la
decisión sobre cómo aplicar los hechos y sus explicaciones para remediar los males o
promover el bien, que es como muchos sociólogos han entendido siempre su tarea. Es
necesario subrayar con fuerza hasta qué punto unos estudios sociales bien ajustados han
hecho posible una legislación para mejorar las condiciones de trabajo y de vida.

En un campo diferente, el final de los años sesenta y el principio de los setenta vio
cómo los sociólogos católicos comenzaban a plantear preguntas sobre el acierto de
algunas reformas litúrgicas desde un punto de vista sociológico.170 Desde un plan
teamiento similar se ha criticado la pretensión de quitar importancia al carácter católico
de instituciones católicas (universidades, escuelas, hospitales) por ciertas burocracias
diocesanas. Según los sociólogos, para poder sobrevivir y florecer durante largos
periodos, toda comunidad necesita una «estructura de plausibilidad», término técnico
para referirse a una red de organizaciones y prácticas que incorporan las convicciones
particulares o creencias de una comunidad y que juntas configuran el «hogar cultural y
espiritual de la comunidad». Esto es verdad, sobre todo, en el caso de las comunidades
religiosas, que no pueden vivir permanentemente en un vacío cultural, sin adaptarse a la
comunidad. En otras palabras, el asalto al «gueto católico» (el término utilizado por los
teólogos disidentes para referirse a la «estructura de plausibilidad católica»), violaba un
principio sociológico fundamental. Hay que recordar que el papa Juan XXIII lo único
que pedía era una cierta apertura de las ventanas del «hogar».

Sin embargo, un número mucho mayor de sociólogos, incluyendo a los padres de la


disciplina, creían, como acabamos de ver, que les correspondía no sólo ofrecer
explicaciones, sino también decir la última palabra sobre la forma en que debían
utilizarse sus descubrimientos. Y además de esto, como creyentes en el progreso y la
evolución, muchos de ellos mantuvieron puntos de vista no sólo sobre determinados
problemas sociales, sino también sobre la forma en que debía organizarse toda la
sociedad, o la dirección en que debía apuntar. El comportamiento humano y las
instituciones pueden estar ampliamente condicionados por factores extrahumanos, pero
indudablemente no deben ser dejados como están. Desde su primera aparición, la
sociología ha sido la ciencia más «prescriptiva». En otras palabras, lo que en nombre de
una ciencia libre de prejuicios se suprimió de la fachada (la metafísica y la ética), casi
inmediatamente después se coló de nuevo por el patio de atrás de una forma diferente.

Así pues, con la llegada de la sociología, comenzaron a existir gran número de


nuevas fuerzas, para bien o para mal, no muy distintas de la energía atómica; su
surgimiento y existencia fueron ya un hecho sociológico en sí mismo, tan necesitado de
análisis y discusión como los conflictos sociales o de clase, cuyo atractivo residía en no
poca medida en la sensación de poder que ofrecía. Cuando tratan de aplicar sus
«valores», los sociólogos han tenido siempre ventaja sobre los ciudadanos normales, al
poseer información y técnicas que les facilitan enormemente ganarse la audiencia de las
autoridades o de la gente influyente. Hasta tal punto llega la cosa que los conservadores

339
políticos han visto frecuentemente a la sociología como un instrumento al servicio de la
revolución. Algunas veces lo ha sido. Revoluciones aparte, «la ingeniería social» es
ahora una actividad reconocida, apoyada por gobiernos y sometida a la presión de grupos
como las ONG, la mayoría de las cuales sólo guardan las apariencias de realizar
consultas públicas. En lo que respecta a los propios cambios, cada uno debe ser juzgado
por sus propios méritos.

No es posible ni necesario describir aquí las diferentes escuelas y aproximaciones


(por lo menos una docena) que aparecieron inmediatamente, una vez que la sociología se
estableció como una ciencia plenamente reconocida, pero se pueden agrupar en una o
dos clases: las que centraban su atención en las sociedades como sistemas estables auto-
regulados, como el cuerpo humano, ajustándose gradualmente a irregularidades y nuevas
condiciones (sociología orgánica o estructural funcional); y las escuelas de acción social
preocupadas por los cambios y conflictos sociales. Ambos tipos han caminado juntos
durante cerca de ciento cincuenta años de historia sociológica, con distinta fortuna según
los acontecimientos del mundo exterior.

La mayoría de los sociólogos de Estados Unidos que dominaron el panorama desde


principios de 1920 hasta el comienzo de los años sesenta, a pesar de haber sido la
sociología inicialmente un producto europeo, eran favorables al enfoque funcionalista.
La escuela de Chicago y, posteriormente, la de Talcott Parsons, en Harvard,
promovieron una sociología determinista, positivista (sólo existen los hechos
observables) y supuestamente independiente, que sintonizaba con la dimensión
pragmática del temperamento americano y con la relativa estabilidad de las instituciones
americanas. Ninguna escuela, por supuesto, era realmente independiente, pero sus
miembros, por lo menos, se rendían ante la idea de objetividad científica.

En Europa, la agitación de las décadas entreguerras (1918- 1939) restringió el interés


hacia la nueva disciplina, pero éste revivió con el retorno de la paz en 1945, bajo la
influencia socialista y marxista que invadió la sociología americana en los años sesenta.
Ésta y otras acciones sociales en curso, como la sociología feminista, un producto
fundamentalmente autóctono de América, no tuvieron ninguna vergüenza en declarar
que para ellas la objetividad estaba subordinada a la ideología. La sociología debía ser
un instrumento al servicio de causas de progreso, mayor que cualquier otra ciencia. En
gran parte porque les convenía, su enfoque fue también menos determinista que el
mantenido por la principal sociología americana hasta entonces. Esto era cierto también
incluso de los marxistas, cuyo marxismo procedía más de Frankfurt que de Moscú. Éstos
dieron más espacio a la libre voluntad humana y a la iniciativa individual como causas
del cambio social y servidores de la revolución.

El rasgo principal que ambos enfoques sociológicos tenían en común era una casi
exclusiva preocupación por el avance de las sociedades occidentales.

340
Mientras tanto, los antropólogos se habían dedicado a estudiar los grupos sociales
tradicionales, tribales, o primitivos. Esta división del trabajo más o menos fortuita
persistió hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La antropología era también, en
su originen, más auténticamente independiente. Las sociedades se estudiaban por lo que
eran. Una podía ser más interesante que otra. Pero todas las formas sociales -excepto, tal
vez, comerse a los enemigos, quemar a las viudas, o cosas por el estilo- se consideraban
igualmente legítimas y merecedoras de ser conservadas. Los antropólogos podían creer
en la evolución, pero estaban en contra del cambio social aplicado a las sociedades o
culturas primitivas. Era como preservar a las ballenas y otras especies amenazadas.

El enfoque de los antropólogos, en otras palabras, era descriptivo y explicativo más


que «prescriptivo». Los estudios de los isleños de los Mares del Sur llevados a cabo por
la antropóloga Margaret Mead (1901-1978) son ejemplos típicos, pero suscitan la
pregunta de si incluso el enfoque descriptivo puede ser siempre independiente. Su
informe de algunos de los hábitos sexuales desinhibidos de algunos de los isleños fue
tomado ampliamente como prueba de que el matrimonio es una construcción
estrictamente deudora del hombre y la promiscuidad una alternativa social no dañina. En
algunos asuntos, ser éticamente «neutral» puede constituir en sí mismo la proclamación
de un «valor»171.

Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial empezaron a difuminarse las


fronteras entre la sociología y la antropología, sus campos de estudio se hicieron más
parecidos, y se convocó a la psicología (con el nombre de «psicología social») para que
arrojara luz sobre las oscuras motivaciones sociales.

El estudio de grupos sociales, primitivos o avanzados, incluye también, por supuesto,


el de sus culturas; no precisamente la forma en que los miembros se organizan para
poder vivir juntos en armonía, sino todo lo que piensan, construyen, o hacen. En este
asunto, la sociología y antropología de hoy ofrecen mensajes contradictorios.

Por otra parte, existe una tendencia a presentar cada civilización o cultura como una
fortaleza cuyos miembros apenas pueden comunicarse con los habitantes de otras
fortalezas. Podemos llamarlo «compartimentación cultural». Cada cultura: hindú, árabe,
confuciana, nativo-americana, etc., tiene su propia forma de pensar y de expresarse. Lo
mejor que pueden hacer sus habitantes es gritar los mensajes fundamentales a través del
espacio existente entre las fortalezas. Todo, con excepción de los mensajes
fundamentales, será ininteligible. La compartimentación cultural es el resultado de
definir al hombre en términos de lo que le es accidental (sus hábitos tribales), en vez de
lo que le es esencial, y es igual en cualquier parte. Nos hemos encontrado ya con esto en
la época inicial del modernismo, al considerar la supuesta oposición entre las
mentalidades griega y hebrea, una idea que todavía encuentra defensores, a pesar del
evidente acuerdo entre ambas mentalidades existente en la última literatura bíblica
sapiencial.

341
En contraste con la compartimentación cultural está el «muticulturalismo», o
pluralismo cultural, la idea de que un país determinado puede acoger una variedad de
culturas diferentes sin sufrir serias tensiones, y sin una cultura rectora como columna
vertebral. El pluralismo cultural es propuesto como ideal sociológico para las sociedades
occidentales en las que existen amplias poblaciones inmigrantes. Es promovido en parte
en interés de la armonía social, y ahí es donde reside su atractivo. Pero sería ingenuo
pensar que éste es el único motivo. Para los devotos secularistas occidentales, el
pluralismo cultural es visto como una vía para limpiar los restos del pensamiento,
práctica y legislación cristianas a lo largo del que fue una vez Occidente cristiano.

Ahora bien, ¿puede sobrevivir una sociedad si los grupos culturales no tienen
suficiente vitalidad espiritual para mantener lo que frecuentemente serán puntos de vista
en conflicto? Promo ver diferencias culturales deliberadamente parece ser una receta
para crear problemas sociales. Las ideas de pluralismo y comunidad no van fácilmente
de la mano, a pesar de ser promovidas tantas veces por los mismos. La esencia de una
comunidad es que los miembros piensen y sientan en buena medida de forma parecida en
aquello que más les interesa. Una nación formada por comunidades que piensan y
sienten de forma diferente, evidentemente no será, ella misma, comunitaria.

Un ejemplo tomado de Inglaterra ilustrará este punto. Los matrimonios acordados


han sido durante mucho tiempo parte de la cultura paquistaní (y, por supuesto, de
muchas otras), y un buen número de padres anglo-paquistaníes deciden todavía cuál de
sus hijos se casará. Esto puede llevar consigo hacer volver a su hijo o hija a Paquistán
para realizar allí una preselección de esposa. Mientras tanto, los grupos feministas
ingleses están moviéndose constantemente contra esta práctica. Si están o no en lo
correcto, no es ahora la cuestión. Lo que suelen decir las feministas, que es lo que el
liberalismo occidental en su conjunto suele decir también, es que nosotros aprobamos
aquellas cosas propias de vuestra cultura, siempre que no entren en conflicto con los
principios liberales de Occidente; o, en otras palabras, en la medida en que su expresión
quede confinada a lo exterior, y a las cosas insignificantes como el turbante o la
gastronomía con sus peculiaridades. Las doctrinas de la Ilustración deben informar con
sus principios la cultura dominante de las sociedades occidentales.

De hecho, ni la compartimentación cultural ni el pluralismo cultural en sus formas


extremas resisten un análisis. Toda la evidencia sugiere que las culturas sólo pueden
permanecer fijas y estables allí donde existe un cierto grado de aislamiento, una verdad
reconocida por los gobiernos chinos durante un periodo de tres mil años: los miembros
de culturas ajenas eran «demonios extranjeros». Sin embargo, esto no significa que la
«estructura de la mente humana» no sea la misma en todas partes, o que, con buena
voluntad, no sea posible la comprensión mutua. Cierta mente, una vez que las culturas
han entrado en contacto, los préstamos culturales son más regla que excepción. Pueden
ser superficiales (como la adopción de la costumbre de beber té por los ingleses en el
siglo XVII), o profundos (como, digamos, la influencia de la meditación trascendental en

342
el XX). De ser profundos, harán nacer a no tardar una nueva cultura, igual que la cultura
bizantina emergió de la grecorromana.

En estas transformaciones culturales, el «pluralismo cultural» parece ser un estado


transitorio debido a la invasión extranjera o a la inmigración masiva. Aquí, a menos que
alguno de los componentes culturales sea suficientemente fuerte para predominar dando
cierta forma al conjunto, el cuerpo político finalmente se escindirá o la cultura
dominante será una vez más transformada en una nueva cultura al absorber no pocos
elementos de la cultura inferior.172

¿Cómo ha influido la sociología en los católicos? Su principal efecto a partir del


Vaticano II, uno siente tener que decirlo, ha sido «secularizar» el pensamiento católico
hasta un punto mayor incluso que lo hizo el deísmo en el siglo XVIII. Por «secularizar»
se quiere decir aquí crear un esquema mental que mira a la Iglesia y a la fe desde un
punto de partida básicamente natural, tratando de inclinarlas contundentemente hacia
una preocupación por las cosas naturales y animándolas a confiar sobre todo en medios
naturales para lograr los fines La sociolo gía produce este efecto más que la psicología
aunque sólo sea porque el psiquismo humano es, por su propia naturaleza, más
misterioso que la sociedad humana. Es mucho más fácil pensar sobre esta última como
una pieza de maquinaria con la que trabajar utilizando diversas palancas.

Era previsible en gran parte que se diera un resultado como éste a menos que la
sociología se humanizara y cristianizara; así lo vio el brillante grupo de sociólogos
católicos americanos que fundaron en 1938 la American Catholic Sociological Society,
un colectivo suficientemente eficaz para influir en figuras tan eminentes como Pitirim
Sorokin en Harvard. Desde los años veinte del pasado siglo se han impartido a «millones
de estudiantes americanos» a lo largo de todos los Estados y con un amplio impacto
sobre una cultura que estaba en último término condenada a afectar a los católicos
americanos, a menos que se tomaran medidas para contrarrestar, «miles de cursos de
sociología» con un enfoque fundamentalmente secularista y Estos pioneros reconocieron
lo que de hecho estaba claro desde el principio: que una sociología que no incorpora una
dimensión filosófica o antropológica es un imposible. Lamentablemente, sus esfuerzos
por consolidar este hecho quedaron abortados al surgir el Vaticano II. Para el nuevo
católico «de la casta intelectual» opuesto al Magisterio -reclutado entre ciertos
burócratas y activistas sociales, así como también entre diversos profesores de teología y
filosofía-, la idea de una sociología específicamente católica basada en una visión
católica de lo que son los seres humanos se convirtió en un tabú. Abrazaron la principal
sociología secular americana como si fuera ciencia en estado puro. Durante el proceso, la
Catholic Sociological Society murió por falta de apoyo.

Se nos dice que hoy «los departamentos de sociología de todos los colegios y
universidades católicas en Estados Unidos lo único que hacen es reflejar y propagar una
visión del mundo anticatólica sobre la familia y sobre todos los demás aspectos de la

343
existencia social»175. Incluso en alguna escuela o colegio donde la instrucción
catequética o la teología son ortodoxas, el trabajo es frecuentemente contrarrestado
parcialmente por un curso de sociología secularizada.

Fuera del mundo de la educación, la influencia secularizadora de la sociología se


puede apreciar, a mi juicio, en la dependencia de los burócratas de la Iglesia de los
estudios y sondeos sociológicos y la fruición con que los aplican.

Un ejemplo entre muchos es el costoso estudio de quinientas páginas de los obispos


australianos titulado, Woman and Man: One in Christ Jesus, publicado en 1999, en el
que se presentan los resultados de un esfuerzo para descubrir lo que pensaban los fieles
sobre el papel de las mujeres en la Iglesia. Dejando a un lado su aspecto de pieza de una
pretendida ingeniería social -su pretensión era crear la impresión de que la mayoría de
las mujeres católicas australianas sentían «sufrimiento y alienación [...] angustia [...]
marginación [...] pobreza, irrelevancia y falta de reconocimiento en la Iglesia»-, todo
esto reveló realmente, después de tres años de trabajo, lo que ya era manifiesto durante
treinta años sin tener que recurrir a ninguna estadística: una amplia mayoría de las
mujeres católicas australianas que van a la Iglesia no se sienten como quieren que lo
hagan los burócratas.176

Además, subyaciendo a todo el proyecto está una teología o esquema mental


totalmente en desacuerdo con el Vaticano II, concretamente, con sus afirmaciones de
que, a menos que uno tenga un trabajo vinculado en alguna medida a la Iglesia, no está
«participando» en ella. A lo que se podría añadir que cualquier mujer católica, o para
este asunto, cualquier hombre que se sienta ofendido por «ser indigente», ha perdido el
norte cristiano. Ser indigente es ser bendito. Lo que estas personas necesitan no son
trabajos eclesiásticos, sino dirección espiritual e instrucción religiosa.

La condescendencia mostrada en algunos círculos episcopales americanos con las


opiniones del sociólogo católico americano Andrew Greeley es otro ejemplo del efecto
de-supernaturalizador de un enfoque sociológico secularizado. En 1987, Greeley publi
có en colaboración con el obispo William McManus un volumen titulado Catholic
Contributions: Sociology and Poliey. El objetivo de este estudio estadístico era descubrir
por qué los católicos estaban dando menos dinero a la Iglesia. La mejor respuesta que los
autores pudieron destacar fue el desagrado con Humanae Vitae. Para un sociólogo como
Greeley parece ser que la oposición a la encíclica Humanae Vitae constituye un dato
sociológico inamovible que sólo puede eludirse sometiéndose a las exigencias de sus
oponentes. Uno habría esperado, al menos, que el obispo hubiera considerado que las
razones del declive en la financiación de la Iglesia fueran, en su origen, sobrenaturales y
no sociológicas. Los católicos opuestos a la Humanae Vitae ya habían empezado a
perder la fe antes. Los católicos que mantuvieron su fe no iban a dar su dinero a un
sacerdote o a un obispo a los que consideraban heterodoxos.177

344
En la medida en que el clero parroquial se ha visto afectado por una mentalidad
sociológica secularizada, se han empezado a dar por doquier cursos sobre actualización
de la Iglesia, comisiones radicalizadas de justicia y Paz, o enseñanzas de teología
pastoral en seminarios liberales.178

Deudora de la afirmación del papa Juan de que el Vaticano II iba a ser


fundamentalmente un Concilio pastoral, la teología pastoral ha recibido un énfasis
mucho mayor que en el pasado, acompañada en los seminarios liberales de un fuerte
componente psicológico y sociológico que no excluía el conocimiento de algunas de sus
técnicas de manipulación. La mentalidad sociológica secularizada, probablemente no ha
sido la causa principal de la vaporización del «sentido de lo sagrado» que ha conducido a
la vandalización de las iglesias, y a la indiferencia hacia las cosas sagradas, pero ha
contribuido indiscutiblemente a ello. Allí donde prevalece, ocurre como cuando se cae
una plancha de acero: no desaparece de la vista el mundo sobrenatural, pero se vuelve
ampliamente irreal.

Los mensajes contradictorios de la sociología y la antropología sobre la cultura han


afectado principalmente a los misioneros. Han existido dos tendencias. Los influidos por
el enfoque «compartimentalista» han tendido a atribuir una especie de sustancialidad
metafísica a cada cultura, que deberá permanecer intocable en la mayor medida posible.

Esto ha hecho surgir la idea de que cada zona del mundo debe tener su propia y
especial teología, o su versión de la fe católica; su propia liturgia absolutamente distinta,
y la salvaguarda de cualquier práctica precristiana considerada esencial a su cultura. En
más de un Sínodo en Roma han existido presiones para que la Iglesia permitiera la
poligamia sobre la base de que se trata de una expresión fundamental del alma africana.

Éste es el reverso de la «inculturación» como la ha entendido y practicado la Iglesia


hasta ahora y puede conducir a que la fe y la liturgia queden sumergidas en la cultura
local y transformadas hasta hacerse irreconocibles durante el proceso. Por supuesto, es
perfectamente correcto que los misioneros amen a la gente a la que han ido a
evangelizar, y que aprecien lo bueno de su cultura, pero no hasta el punto de que deban
tener una aventura amorosa con alguno de ellos. Una inculturación que quiera tener éxito
no puede ser algo que se realice rápidamente, ni que la dirijan burócratas eclesiásticos
según un plan determinado.

Los adictos del pluralismo cultural, por otra parte, tienden a ser igualitaristas
culturales. No existen culturas superiores o inferiores o, de existir, resulta poco elegante
mencionarlo. Esto puede llevar a denigrar o infravalorar las realizaciones culturales del
pasado de la Iglesia, sobre todo el hecho de que a las antiguas culturas judía y
grecorromana siempre se les haya reconocido con toda justicia un puesto preeminente en
cualquier presentación auténtica del cristianismo, porque fueron los medios elegidos por
Dios para la revelación divina, y su primera explicación en la enseñanza de los

345
Padres.179

Viendo que hasta el siglo actual la religión ha sido el corazón de toda cultura
conocida, las mentalidades pluralistas e igualitarias han contribuido también a la
expansión del sincretismo religioso (esto es, la idea de que todas las religiones son
medios válidos de salvación).

Karl Rahner puso los cimientos para esta particular desviación, cuyas implicaciones
se han ido desarrollando desde entonces más plenamente, llegando a ser expresadas por
el teólogo de Sr¡ Lanka, Tissa Balasuriya, al poner objeciones a la idea de jesús como
«único redentor universal», así como por el teólogo francés Jacques Dupuis SJ.

En su Towards a Christian Theology of Religious Dupuis afirma que el pluralismo


religioso es «parte del plan de Dios», que todas las religiones son sendas válidas hacia la
salvación, que todas son directamente queridas por Él y que convergen hacia un mismo
fin. Las religiones existen «de jure y no meramente de facto». Para respaldar esta
afirmación cita a Schillebeeckx. «La multiplicidad de religiones no es un mal que deba
evitarse, sino más bien una riqueza a la que hay que dar la bienvenida, debiendo todos
disfrutarla». ¿Es el cristianismo la única religión absolutamente verdadera? «Hablar
sobre su carácter absoluto debe ser evitado», nos dice Dupuis, porque «lo absoluto es un
atributo exclusivo de la Realidad última, del Ser Infinito, que no debe predicarse de
ninguna realidad finita, ni siquiera de la existencia humana del Hijo-de-Dios-hecho-
hombre. El que jesucristo sea Salvador "universal" no le convierte en el "Salvador
Absoluto", que es Dios mismo»181. Las palabras «universal» y «único» pueden tener un
significado relativo. Hay otras figuras salvadoras «universales». «El principio de
pluralidad» descansa «sobre todo en la sobreabundante riqueza y diversidad de la auto-
manifestación de Dios a la humanidad»182. Uno se queda pensando sobre el culto a Baal
y los aztecas.183

El 28 de enero del año 2000 Juan Pablo II intervino personalmente. En un escrito a la


Congregación para la Doctrina de la Fe, al final de un encuentro de una reunión de
cuatro días de su asamblea plenaria, insistió en que la revelación cristiana es «definitiva
y completa», y se refirió a los «errores y ambigüedades» en relación con el carácter
único y la universalidad de la salvación de Cristo, errores que, dijo, se están extendiendo.
«Por tanto», insistió, «la teoría del carácter limitado de la revelación de Cristo, que
alcanzaría su complemento en otras religiones, es contraria a la fe de Cristo [...] es
erróneo considerar a la Iglesia como un camino de salvación igual al de las otras
religiones, que sería complementario al de la Iglesia, aunque terminaría convergiendo
con ella en el escatológico Reino de Dios»184. El día 6 de agosto del año 2000 fueron
confirmados y reforzados estos es trictos planteamientos en un importante documento de
la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el carácter único y la universalidad de la
obra salvífica de Cristo. El título del documento es Dominus Iesus.

346
Volviendo al igualitarismo cultural en contraste con el religioso, no hay razón, a mi
parecer, para que nadie se ofenda por la idea de que existan culturas superiores e
inferiores, si se piensa lo suficientemente en serio sobre el particular. Las tribus
germanas y escandinavas de las que descienden la mayoría de los europeos del norte de
hoy, no pueden estar demasiado orgullosas de sus formas culturales previas a su
encuentro con Roma y el cristianismo. Esto no impidió a Tácito reconocer que tenían
virtudes de las que carecía la más culta Roma, ni puede impedir tampoco que Dios
escogiera «al último de todos los pueblos» para que fuera la cuna de la salvación de las
naciones.

347
ingüística, semántica, y filosofía del lenguaje -el estudio de la forma como
usamos las palabras para comunicarnos- pueden parecer temas excesivamente abstrusos
como para interesar a la temática de este libro. Pero no tenemos más que recordar que la
revelación divina y la enseñanza de la Iglesia se transmiten mediante palabras para
darnos cuenta de que las nuevas teorías sobre el significado de las palabras, como signos
o vehículos de significado, pueden afectar en buena medida a la fe de los estudiosos
católicos cuya dedicación les lleva a implicarse en estas materias.

Y de hecho, como espero mostrar enseguida, esto es exactamente lo que ha ocurrido.


Siguiendo los pasos de algunos de los más destacados exponentes de esta rama del saber,
nos encontramos con ciertos teólogos católicos que llegan a la conclusión de que es
imposible lograr ninguna certeza sobre nada que no sean proposiciones estrictamente
científicas.

En la medida en que los arriba mencionados nos han ayudado a ser más cuidadosos
sobre la forma en que usamos las palabras, o más sensibles a sus significados, han
realizado y, sin duda siguen haciéndolo, un gran servicio. Sin embargo, considerando el
trabajo en su conjunto, parece que frecuentemente han terminado haciendo más difícil
que fácil la expresión de aquello que queremos decir.

Comencemos por la lingüística. El estudio científico de la formación de las lenguas,


cómo se mantienen, cambian y se relacionan, equivale a la antigua gramática y filología
con un nuevo nombre. Sin embargo, se trata de una gramática y una filología con
algunas nuevas premisas y con un alcance notablemente más extenso. Como botón de
muestra, ya no se da por supuesto que Dios dotó al hombre del habla desde el principio.
El hombre comenzó como un animal, y sus primeras palabras fueron gruñidos. Entonces,
¿cómo evolucionaron las palabras y cómo se juntaron gramaticalmente formando frases?
¿Cómo se relacionan con nuestros pensamientos?

Algunas ideas conductoras se pueden encontrar ya en el pasado en la obra de los


filósofos franceses Condorcet (1743-1794) y Maine de Biran (1766-1824), pero es al
lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) a quien se suele considerar el padre
de la lingüística moderna dentro de la cual encontramos dos tendencias que no se
excluyen mutuamente.

348
Una considera el lenguaje como una especie de matemática, con leyes y vida propia,
que, más que ser el medio para su expresión, dicta nuestros pensamientos. Sin palabras -
así discurre la argumentación- es imposible formular pensamientos, y si no podemos
hacerlo, tampoco podemos saber lo que estamos pensando. Ahora bien, las palabras nos
vienen del grupo lingüístico en el que hemos nacido. En consecuencia, nuestros
pensamientos siempre son expresados de una forma que nosotros no hemos construido.

Durante mucho tiempo ésta fue una idea rectora de los «lingüistas puros», pero la
modificó Noam Chomsky (1928), al dar prioridad a «estructuras profundas»
(pensamientos informes) sobre «estructuras superficiales» (lenguaje). Él reconocía que
los pensamientos tienen prioridad. Gilson defendía también la primacía del pensamiento
sobre el lenguaje. En su estudio Lingüística y filosofía apunta al dato simple de que
frecuentemente nos vemos obligados a tachar y reescribir una frase varias veces antes de
que exprese con exactitud nuestro pensamiento. El pensamiento está ahí antes de que
encontremos las palabras adecuadas con las que envolverlo.

La segunda tendencia se ha caracterizado por entender el lenguaje como un sistema


de signos que reflejan estructuras de comportamiento o necesidades. El animal humano
lleva a cabo «juegos de lenguaje»; para cada conjunto de actividades que organiza,
utiliza los signos en un contexto diferente (una idea básica en la sociolingüística). Los
abogados juegan una clase de juego, los programadores informáticos otro. Cada uno de
ellos es un reflejo de la forma en que grupos de individuos «estructuran» sus vidas.

Hay que decir que ninguna de las dos tendencias hace mucha justicia a las metas
primarias del lenguaje: reflejar la realidad y comunicar nuestras ideas sobre ella,
trasladándola de una mente a otra.

Esto nos lleva al siguiente paso de esta historia. Resulta que los filósofos del
lenguaje, o analistas del lenguaje, crecieron al margen de estos estudios y teorías sobre el
lenguaje como sistema de signos. Hasta cierto punto, las filosofías del lenguaje
mantienen con la lingüística la misma relación que la física con la metafísica. La
lingüística brinda la materia sobre el significado de aquello sobre lo que entonces
empiezan a especular los filósofos, que estudian el significado de lo que decimos más
que el vehículo que utilizamos para hacerlo.185

Tras originarse con los pensadores de Cambridge, G.E. Moore, Bertrand Russell, y
Ludwig Wittgenstein, antes y durante la Primera Guerra Mundial, la filosofía del
lenguaje empezó a consolidarse y desarrollarse gracias al Círculo de Viena de Moritz
Schlick (+ 1935) y Rudolf Carnap (1891-1970), fundadores del positivismo lógico. En
1935, Carnap emigró a Estados Unidos donde se convirtió en profesor de filosofía en
Chicago, y después en la UCLA. Los posteriores filósofos de la escuela analítica de
Oxford (con Ryle, Aller, y J.L. Austin, entre los más célebres), extendieron las ideas del
Círculo de Viena a Inglaterra.186

349
Fuertemente influida por la lógica, la filosofía analítica tiene poco que decirnos sobre
la persona humana, la usuaria del lenguaje. «Se caracteriza más por estilos de
argumentación e investigación que por contenido doctrinal. Así, es posible que
practiquen esta clase de filosofía gentes de convicciones ampliamente

Uno de los objetivos, si no el principal, de las escuelas de Viena, Cambridge y


Oxford, era clarificar el uso y significado de las palabras en beneficio de la ciencia y de
las matemáticas, y aquí es donde reside, sin ninguna duda, el valor de sus contribuciones.

Lamentablemente, la mayoría de sus miembros eran explícitamente hostiles a la


metafísica y a la religión. Mantenían que la gente normal no sólo desconoce lo que
quiere decir la mayoría de las veces, sino que también sucede lo mismo con gran parte
de los filósofos. Cuando las afirmaciones metafísicas son correctamente analizadas, la
mayor parte de los problemas que han mortificado a los filósofos a lo largo de la historia,
simplemente desaparecen. Las palabras que utilizan cuando son inverificables por los
sentidos, carecen de sentido. De hecho, la filosofía no tiene nada positivo que decir sobre
el mundo de su propia cosecha. Lo único que puede hacer es limpiar el pavimento de
basura metafísica antes del progresivo avance triunfal de la ciencia empírica. Bajo este
aspecto, la filosofía del lenguaje representa el último baluarte de la tradición
antimetafísica, que pretende, como Hume, poner la filosofía al margen de la existencia.

En Inglaterra, las ideas de la escuela de Cambridge llegaron a un público más amplio


a través de escritores y artistas conocidos colectivamente como el grupo de Bloomsbury,
al que estaban aso ciados Moore y Russell. Incluía al satírico Lytton Strachey, los
novelistas Virginia Wolf y E.M. Forster, así como el economista John Maynard Keynes,
consejero de Roosevelt en la época del New Deal. Una típica réplica bloomsburita a una
observación tópica como: «¡Vaya lata el tiempo tan malo que estamos teniendo!», podía
verosímilmente ser: «¿Qué quiere usted decir exactamente con "tiempo"?», o «¿por qué
le llama usted malo?».

Por tanto, cuando hoy oímos a un teólogo decirnos que la Iglesia está reexaminando
parte de su enseñanza moral para descubrir qué es exactamente lo que significa, o que la
palabra «persona» en referencia a la Santísima Trinidad tiene que ser reconsiderada a la
luz de los conocimientos modernos, siendo tal vez necesarios años de investigación antes
de que los expertos lleguen a una respuesta, no estamos oyendo simplemente la voz de
un eclesiástico desorientado, sino los ecos del análisis lingüístico. El que fue cardenal de
Génova, monseñor Sir¡, nos ha brindado un interesante sumario de las opiniones del
principal «niño terrible» teológico del mundo de habla alemana sobre este tema. «La
Iglesia no debe formular nunca proposiciones seguras para definir su fe», porque «tendrá
que contar con la problemática inherente a todas las proposiciones en general», no
pudiéndose nunca «concebir ni expresar ninguna verdad con certeza». Según la nueva
filosofía del lenguaje, «las proposiciones de fe nunca son directamente la palabra de
Dios»; «no corresponden a la realidad»; «son traducibles sólo relativamente»; «están en

350
movimiento»; pueden ser «ideológicamente explotadas», incluso «la proposición "Dios
existe"». «Así es», concluye el cardenal Sir¡, «como Hans Küng expone en cinco puntos
su credo sobre la imposibilidad de tener jamás un credo seguro».

Las palabras entrecomilladas en el párrafo anterior pertenecen a Küng.188 Entre los


pensadores que cita Küng en apoyo de sus puntos de vista, están, además de
existencialistas como Heidegger, Jaspers, y Merleau-Ponty, Wittgenstein, Frege, y
Chomsky.

Estamos aquí en el corazón mismo de la encrucijada teológica modernista. El papa


Juan XXIII, habrá que recordarlo, había dicho que las enseñanzas de la Iglesia debían
expresarse de una forma adaptada al hombre moderno, pero siempre con el mismo
sentido y significado, mientras que Küng y sus amigos han pretendido alterar desde el
exterior el significado de gran parte de estas enseñanzas. Ahora, da la impresión de que
han creído encontrar la correcta excusa para sus posiciones y el instrumento para sus
propósitos en la «superficie» y las «estructuras de profundidad» de Chomsky.

¿Dónde reside el significado? Como señalé al final del primer capítulo de este libro
II, todo el mundo sabe que se pueden expresar habitualmente las mismas ideas o
conceptos con diferentes palabras. Esto era precisamente lo que tenía en mente el papa
Juan XXIII. Pero, ¿se puede expresar la misma realidad con una idea o concepto
diferente sin descubrir que se está pensando o hablando sobre una realidad distinta? ¿Se
puede pensar en un recambio para la idea de justicia que siga manteniendo el significado
de justicia?189 Küng, que pretende que el significado de las ideas debe ser tan fluido y
abierto a las diferentes interpretaciones como puedan serlo los significados de las
palabras, parece responder que sí. Para él, da la impresión de que, en la medida en que
nuestros pensamientos tienen alguna conexión con la realidad, ello acontece únicamente
en el nivel de las «estructuras de profundidad» de Chomsky (informes, o como los llama
Rahner, pensamientos «atemáticos»). Tan pronto como intentamos «conceptualizar» o
formular estas comunicaciones subterráneas, se transforman en «estructuras de
superficie» que nunca pueden reflejar la realidad con total exactitud, o ser portadoras de
un significado inmutable.

Uno comprende que ésta es la razón por la que Hans Küng encuentra que las
proposiciones de fe son siempre «problemáticas». Dios se ha revelado a los profetas,
apóstoles y autores inspirados de ambos Testamentos, en el nivel de las «estructuras de
profundidad». Las palabras e ideas en las que ha tomado cuerpo la divina comunicación,
al ser estructuras de superficie, tienen un origen totalmente humano, y por consiguiente,
pueden cambiar indefinidamente. Cambiar las ideas y también las palabras en las que se
ha expresado la fe se ha denominado «re-conceptualización». La reconceptualización
cambia la dirección del ataque a la estabilidad de la verdad y a la doctrina revelada
trasladándola del nivel del lenguaje al de los conceptos, o de la forma en la que son
expresadas a la sustancia de lo que se expresa.

351
Después de todo esto, parecería difícil crear una «nube del no saber» más
impenetrable. Sin embargo, este intento se ha realizado bajo la influencia de
movimientos que se conocen ahora como posmodernidad con su subsiguiente
deconstruccionismo.

La posmodernidad, como ya he explicado unos capítulos atrás, es más un estado de


ánimo general que una postura filosófica en sentido estricto; fruto del existencialismo
nihilista de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, ha afectado, aunque
de formas diferentes, tanto a la élite intelectual como al público general. Es un síntoma
de una muy extendida, aunque en absoluto universal, pérdida de confianza en la idea del
progreso indefinido, que es remplazada por un individualismo radical que, en la esfera
pública, se justifica a sí mismo como la única actitud sensible en un mundo sin sentido
en el que sólo tenemos una vida que disfrutar.

Sobre estos presupuestos, y bajo la influencia de este estado de ánimo, los


posmodernos dirigieron a finales de los años sesenta una especie de rapto de las sabinas.

Hasta ese momento, la lingüística y la filosofía del lenguaje habían sido vistas, más o
menos, como la propiedad privada de la escuela filosófica, árida y nada emocional,
anglosajona. Pero en torno al tiempo que acabamos de mencionar, fueron
repentinamente captados e integrados por filósofos alemanes y franceses, la mayoría de
ellos seguidores, de una u otra forma, de Heidegger, y colocados al servicio de sus
propios objetivos.

La escuela anglosajona se contentó con utilizar la lingüística para que les ayudara a
abolir la metafísica. El objetivo de los recién llegados era más radical: la
«deconstrucción» de la idea corriente de verdad para sustituirla por su comprensión
existencialista de la misma. Creyendo como creían que no existe una realidad estable a la
que asignar un significado permanente, apelaron a la lingüística para desacreditar el
poder de las palabras para revelar la verdadera naturaleza y significado de las cosas, y
reforzar la idea de que es imposible hacer una afirmación que tenga siempre el mismo
significado para todos, y en todo tiempo y lugar. El hombre hace que las palabras, las
suyas y las de los demás, signifiquen lo que él quiera. Los líderes «deconstruccionistas»
habían sido el alemán Hans Georg Gadamer (1900) y el francés Jacques Derrida (1930).
Utilizando una técnica diferente de la de Kant, asumieron a fondo la tarea de éste, y
llevaron el divorcio entre mente y realidad hasta el final.190

El principal campo de interés de los deconstruccionistas ha sido siempre la


«hermenéutica», es decir, la ciencia de la interpretación, y especialmente de la
interpretación de textos antiguos. ¿Podemos saber qué quisieron realmente decir sus
autores? Su respuesta es que no; o, en el mejor de los casos, que no del todo.

Los seres humanos son constitucionalmente incapaces de, en primer lugar, dar cuenta

352
con precisión u objetivamente de los acontecimientos, y en segundo lugar, de entender lo
que escribieron los hombres de una época más antigua. Todo testigo de un
acontecimiento lo interpreta según su propia visión subjetiva y condicionada de las cosas
(sólo ve lo que quiere ver, o aquello para lo que está programado), y toda posterior
lectura del texto es, del mismo modo, una interpretación condicionada. No existe
ninguna afirmación que no sea una «interpretación». Según Heidegger, el lenguaje
mismo es ciertamente una interpretación; el que habla está ya «interpretando su mundo».

Siendo así las cosas, parecería razonable seguir el ejemplo de los protagonistas de la
revolución cultural china. ¿Para qué vale la acumulación de documentos y textos que ya
no se pueden entender? ¿Por qué leer a Platón o la Biblia, si no podemos hacernos una
idea de lo que quisieron decir los autores? Lo único verdaderamente sensato sería
quemarlos todos para hacer hueco en las estanterías, o -para no pecar contra la
corrección política- para reciclarlos. Y reciclar es justamente, y en algún sentido, lo que
propuso Gadamer. Por supuesto, no reciclar los papiros, los pergaminos o los papeles en
los que están escritos los textos. Todo este material debe ser preservado con auténtica
reverencia. Lo que debe reciclarse es el significado de los textos. Cada generación los
usará para sus propios objetivos y les asignará su propio significado; los interpretará de
tal forma que den expresión a su particular forma de mirar el mundo en su propio
tiempo.

Un texto, dice Gadamer, «ya sea ley o Evangelio [...] debe entenderse en cada
momento y en cada situación concreta de una forma nueva o diferente». «Interpretar
significa precisamente usar las propias preconcepciones, de forma que el significado del
texto pueda realmente hablarnos». Tratar de comprender lo que quiso decir el autor
original sería «no más que el descubrimiento de un significado muerto». «Una
interpretación que fuera "correcta en sí misma" sería un ideal enloquecido, incapaz de
dar cuenta de la naturaleza de la tradición»191.

Es cierto que Gadamer habla de una posible «fusión de horizontes» entre el autor
original y el lector moderno de un texto, pero, sea cual sea el significado de esta frase
ambigua, da la impresión de que no limita seriamente la libertad del intérprete a la hora
de hacer que un texto signifique más o menos lo que él quiere.192

Una vez que la «nueva hermenéutica», como es denominada, hace imposible


cualquier forma de conocimiento histórico, resulta difícil captar qué tienen en mente los
deconstruccionistas, a no ser que sea hacer el significado de la Biblia totalmente
inaccesible. Para los deconstruccionistas, por más cantidad de investigación histórica y
lingüística que exista, no será posible que entendamos lo que pasaba por la cabeza de los
autores bíblicos.

A pesar de esto, un observador bien informado habla de la «pausa para respirar» de la


posmodernidad y el deconstruccionismo, «no sólo en el discurso de altos vuelos

353
culturales, sino también en la teología académica». «La crisis de interpretación», dice el
mismo autor, «está agravada por el torbellino de confusión en el que ha entrado la
filosofía del lenguaje con la

Ya el papa Pablo VI parece que fue consciente de todo esto muy pronto, el año 1968.
«El objetivo de la interpretación, o hemenéutica», escribe en su Credo del Pueblo de
Dios, «es comprender y deducir el significado que expresa el texto haciéndose cargo de
las palabras que utiliza, y no inventar algún nuevo significado sobre la base de una
arbitraria conjetura».

Dos años después, el Papa volvió sobre el tema en un discurso a la Semana Bíblica
organizada por la Asociación Bíblica Italiana. Mientras dejaba claro con dificultad que
reconocía el elemento subjetivo inherente a todo escrito histórico y a su posterior
interpretación, el Papa insistía en que el significado del autor original de un texto es, al
mismo tiempo, recuperable, inmutable e inteligible.

El hecho de que tuviera que insistir ampliamente en estas obviedades, indica hasta
qué punto el «nuevo pensamiento hermenéutico» había empezado a afectar a los
estudiosos católicos de la Biblia. Ciertamente, ya les había empezado a afectar mucho a
través del teólogo protestante Bultmann, como veremos en el próximo capítulo.

354
racias a una serie de contactos llevados a cabo durante la Segunda Guerra
Mundial, muchos católicos franceses y alemanes descubrieron por primera vez las
virtudes y el amor a Cristo de sus hermanos protestantes, llegando a una mejor
valoración de las creencias que tenían en común con ellos, lo que, a su vez, al terminar la
guerra, condujo a un interés renovado por el movimiento en favor de la unión de los
cristianos.

Sin embargo, da la impresión de que no pocos comenzaron a mirar con simpatía lo


que, desde una perspectiva católica, eran errores protestantes y que son de dos clases,
reflejando claramente la gran división que existe dentro del protestantismo
contemporáneo entre el protestantismo histórico y el protestantismo moderno.

El protestantismo histórico exhibía aquellas tentaciones permanentes: no a un Papa, y


por tanto, no a un árbitro último sobre lo que se debe creer; interpretación privada de la
Biblia como única fuente de revelación; supremacía e infalibilidad de la conciencia
individual; y la Eucaristía como simple banquete me morial. Para Lutero, el Evangelio
había dado al traste con el sacerdocio, el sacrificio y el ritual. El profeta o maestro de la
palabra había remplazado al sacerdote como líder de la comunidad. Existe una oposición
radical entre Evangelio y Ley (para Lutero, ley significaba tanto la autoridad eclesiástica,
como las instituciones y las prácticas piadosas). La libertad cristiana significaba,
precisamente, liberación de esta «ley»194.

El modernismo protestante presentaba tentaciones de distinto signo. En la primera


parte de esta obra nos fijamos en la situación del modernismo protestante a principios del
siglo XX. Los estudiosos católicos se encontraban ahora con los desarrollos llevados a
cabo durante los años veinte y treinta en Alemania y en Suiza por teólogos
neoprotestantes como Barth, Brunner, Bultmann, Tillich y Gogarten.

Como hombres de la misma generación, tenían una serie de cosas en común. Todos
habían reaccionado contra el optimismo del protestantismo liberal de Scheliermacher,
Ritschl y Harnack. ¿Qué utilidad tenía una religión que, según Harnack, predicaba
simplemente el amor del Padre celestial, la universal benevolencia y el progreso, así
como la convicción de que los hombres serían naturalmente buenos si se les
suministraran únicamente las ideas adecuadas, y se lo decía a un pueblo que acababa de

355
pasar por los horrores de la Primera Guerra Mundial y había asistido al colapso del
antiguo orden europeo?

Al mismo tiempo, se veían confrontados con las teorías del historiador social y
filósofo Ernst Troeltsch. Éste y sus discípulos de la escuela de la «Historia de las
Religiones» estaban enseñando que el cristianismo se originó en un batiburrillo de ideas
judías, griegas y orientales, fruto de la fusión de nacionalidades dentro de los imperios
griego y romano. El cristianismo es importante para los europeos porque ha formado su
cultura. Es el instrumento de Dios para hablar a los europeos, pero no lo será para otras
culturas cuyas religiones son instrumentos de Dios para hablarles a ellas. En
consecuencia, debe cesar el empeño misionero occidental.

Aquella situación de cien años atrás parecía estar repitiéndose. El intento de


Schleiermacher de basar el cristianismo en el sentimiento, o en la experiencia religiosa,
había fracasado, y por tanto, el cristianismo como religión de significado universal
parecía, una vez más, estar en las últimas.

Fue la ocasión para que Barth pusiera en marcha la operación rescate. Hijo de un
ministro calvinista o evangélico, y pastor él mismo en la pequeña ciudad suiza de Safen
Ville, Karl Barth se había sentido conmocionado no sólo por el fracaso de sus profesores
de teología a la hora de preocuparse de las cuestiones sociales, sino todavía más por el
hecho de todos ellos habían firmado un manifiesto apoyando las intenciones bélicas del
gobierno del Imperio germánico. En 1916, empezó a estudiar de cerca a San Pablo, y en
1919 publicó su Epístola a los romanos. La segunda edición (1922), que al parecer
marcó su ruptura final con el protestantismo liberal, fue un succés de scandale (éxito de
escándalo). En las subsiguientes controversias, Bultmann, Brunner y Gogarten acudieron
en defensa de Barth, y durante diez años aproximadamente trabajaron juntos para
desarrollar una alternativa a las ideas liberales imperantes, propagando sus puntos de
vista a través de la pequeña pero influyente revista, Zwischen den Zeiten, que se publicó
de 1922 a 1933.

Su alternativa vino a ser llamada teología «dialéctica», o de la «crisis». La teología de


la crisis, una mezcla de Kierkegaard y de ciertos temas primitivos luteranos que se
habían incorporado hasta cierto punto a los presupuestos comunes, estaba diseñada para
zarandear a sus colegas protestantes, sacándolos de lo que ellos veían como un estado de
autosatisfacción, falta de fervor y espíritu de rutina.195

Para combatir estos males pusieron el acento en los lados oscuros de la vida,
mostrando que la lucha contra el pecado es un componente de la existencia humana tan
fundamental como la respiración y el pensamiento; que los hombres son incapaces de
elevarse y salir del estado de pecado por sus propios esfuerzos; que una vez que la gracia
de Dios entra en escena, la esencia de la fe y de la vida cristiana es más una dramática
toma de decisiones y un compromiso que un conformarse a las leyes y prácticas

356
establecidas. También convirtieron la naturaleza paradójica y asombrosa de las creencias
cristianas en el desafío que ofrecían para recibir una visión acertada de la vida.

Por otra parte, estaban también convencidos de que las conclusiones de críticos como
Schweitzer, Weiss y Loisy eran prácticamente irrefutables. La búsqueda del «Jesús
histórico» en el Nuevo Testamento resultaba infructuosa. Él había quedado definitiva y
demasiado profundamente enterrado bajo las capas de los escombros míticos, de modo
que resultaba imposible devolverlo de nuevo a la superficie.

Ahora bien, si la Biblia carecía de credibilidad para ser fundamento de la fe, y si el


intento de Schleiermacher por sustituirla por el sentimiento y la experiencia había
fallado, ¿cuál era su alternativa para fundamentarla? Sobre esta cuestión los teólogos de
la crisis empezaron a seguir caminos separados en torno a 1930.

Aunque el líder del grupo era Barth, me ocuparé primero de Bultamann y Gogarten,
ya que ellos ofrecieron las respuestas más indiscutiblemente modernistas.

EL CRISTIANISMO «DESMITOLOGIZADO» DE BULTMANN

Rudolf Bultmann (1884-1977), que era más experto en las escrituras que teólogo, dedicó
la mayor parte de su larga vida a enseñar en Marburg. Hubo un interludio, pero fue
francamente importante. Entre 1912 y 1921 fue lector en Breslau, y allí, en Breslau,
escribió su influyente Historia de los evangelios sinópticos. Sin embargo, sólo después
de su jubilación en 1951, adquirieron notoriedad internacional tanto él, como su famosa
«desmitologización de la Biblia».

Su alternativa a la teología liberal era una mezcla de existencialismo y «crítica de las


formas», o fe ciega unida a un replanteamiento de los orígenes cristianos a la luz de las
últimas teorías sobre los orígenes del Nuevo Testamento. La crítica de las formas había
sido inventada por dos estudiosos del Antiguo Testamento, siendo aplicada después al
Nuevo por Dibelius y Gunkel.

Para los críticos de las formas, el creador del cristianismo no fue Cristo, sino la
primera comunidad o comunidades cristianas, cuyos miembros, para ayudarse a encajar
el golpe psicológico de ver a su líder ajusticiado como un vulgar criminal, se
autopersuadieron, violentando los hechos, de que Cristo había resucitado corporalmente
de la tumba y estaba vivo todavía en alguna parte. Pascua, Ascensión y Pentecostés no
describen acontecimientos separados acaecidos en intervalos de cuarenta y cincuenta
días. Son intentos de expresar en lenguaje simbólico la abrumadora agitación
psicológica, o «experiencia de fe», de los primeros cristianos. Y así «la fe pascual» y «el
pueblo de la pascua», un grupo de gente decepcionada pero bienintencionada, fueron
lanzados a la historia.

357
Rápidamente, los primitivos cristianos añadieron otros mitos. Cristo era un ser divino
preexistente. Había venido para expiar los pecados de los hombres. Volvería al final de
los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos. Los evangelios, en consecuencia, no
nos hablan de Cristo. Nos hablan de las necesidades, creencias y prácticas religiosas,
espirituales y psicológicas de las primeras comunidades. Sin embargo, todas éstas no son
presentadas sistemáticamente. Para el crítico de las formas, el Nuevo Testamento es una
composición de tradiciones orales en diferentes formas literarias que reflejan las
circunstancias de las «situaciones vitales» que les dieron origen. La forma de cada uno
de los relatos o dichos viene dictada por las exigencias de la predicación, o también de la
catequesis, y desde luego, del culto. La tarea del crítico de las formas es deslindar y
clasificar las diferentes formas para valorar su verdadero significado, y desvelar el
kerygma o mensaje cristiano central que anida en su corazón. Es imposible separar los
hechos de la vida de jesús de la forma como los recibieron aquellos que fueron sus
testigos. En otras palabras, puesto que cada hecho histórico está afectado hasta cierto
punto por las impresiones subjetivas de los testigos, es imposible una información
objetiva. Aplicado con carácter general, el principio mina la investigación histórica con
tanta eficacia como el empirismo de Hume mina la ciencia.196

El resto de la doctrina cristiana expresa las necesidades espirituales y psicológicas de


las posteriores generaciones cristianas, fundidas con las creencias de sus predecesores.

¿Cuál es este mensaje? Durante cuatro mil años Dios ha estado tratando de decir a los
hombres de una manera confusa, primero a través de los mitos del Antiguo Testamento y
después a través de los del Nuevo, lo que en el siglo XX Heidegger y los existencialistas
habían sido capaces por fin de formular claramente: que la finalidad de la existencia
humana es pasar de una vida inauténtica (o egoísta) a una auténtica (o no-egoísta).
Imitando al «Cristo kerygmático», la figura ampliamente ficcional de la proclamación de
la primera comunidad, estas gentes aprende rán a ser «hombres para los demás»,
llegando a ser más plenamente humanos conforme vayan caminando de una decisión
responsable a otra. Este kerygma es la «Palabra final y definitiva de Dios» a la
humanidad. Todo lo demás en el cristianismo pertenece, en mayor o menor medida, a
una visión del mundo caducada, que ha dejado de ser inteligible para el hombre
moderno.

Bultmann llamó a esta conversión de la Biblia en una filosofía existencialista de


carácter simbólico, «desmitologización». Puesto que realmente implicaba convertir
hechos en mitos, y no mitos en hechos, «mitologización» habría sido un nombre más
adecuado para esa tarea. Y que «es una primitiva mitología» fue su final y definitivo
juicio sobre el texto sagrado.

Para Bultmann, por consiguiente, el único fin de la vida, enseñanza, culto y práctica
cristianas es mover a la gente para que tome «decisiones de fe» existencialistas. Esto se
realiza, sobre todo, mediante las lecturas bíblicas y el sermón del domingo. Son los

358
medios que usa Dios para inspirar a su pueblo para que realice diversas clases de buenas
obras: alimentar a los pobres, cuidar de los enfermos, e incluso puede uno pensar,
cambiar gobiernos injustos donde fuere necesario. Estas inspiraciones se conocen como
«actos revelatorios».

Cuando los actos revelatorios van seguidos de «decisiones de fe», se dice que ambas
realidades juntas constituyen «un acontecimiento escatológico». Para Bultmann,
«escatología» no significa -como ha sido desde entonces- la Segunda Venida, la
resurrección de los muertos, el juicio final o el establecimiento final del Reino de Dios.
Son simples metáforas para describir la forma en que responden los hombres aquí y
ahora a los «actos revelatorios» de Dios. El cielo es actuar con autenticidad, el infierno
hacerlo de forma inauténtica, y la decisión de seguir una u otra senda lleva consigo su
propio juicio. La resurrección corporal, ya sea la de Cristo o la de la humanidad en
general, es una metáfora para indicar la transformación del individuo de una vida egoísta
a otra no egoísta. Por esta razón, podemos hoy día oír a veces cómo se nos dice desde el
púlpito: «No importa lo que ocurrió hace dos mil años; lo verdaderamente importante es
si Cristo resucita en los corazones del pueblo cristiano». Cristo «ha resucitado» donde
quiera que alguien decide convertirse en «un hombre para los demás».

Los sacramentos son igualmente instrumentos para provocar decisiones de fe, y no


medios especiales de la gracia instituidos por Cristo. Son «señales», o «mojones» usados
por la comunidad peregrina para celebrar su autocomprensión mientras camina hacia el
horizonte final.

En cuanto al liderazgo en la comunidad, éste surge de las necesidades del pueblo


sancionadas por el consentimiento general. De entrada, la presidencia de la Eucaristía era
sólo uno de una docena o más de diversos tipos de «ministerio» abierto a todo el mundo.
Profetas, apóstoles, lectores, taumaturgos, cuidadores de viudas y huérfanos disputaban
su puesto en lo que el cardenal Ratzinger caracterizó adecuadamente en su discurso
inaugural al Sínodo de 1990, como «anarquía pneumática (o inspirada por el Espíritu)».
Únicamente en el siglo II, cuando la comunidad sintió la necesidad de un liderazgo más
fuerte y más centralizado, aparecieron presidentes de la Eucaristía o sacerdotes (como
equivocadamente terminaron llamándose) con carácter estable y permanente.

¿Por qué, podría preguntarse, tardó cerca de dos mil años el «pueblo de la Pascua» en
descubrir que sus creencias no tenían que interpretarse literalmente? Por su relativa
pobreza y falta de antecedentes. Dada la dureza de la vida en el pasado, era natural que
pusieran todas sus esperanzas en una vida mejor después de la muerte. El progreso y la
madurez intelectual, sin embargo, habían llevado a los cristianos occidentales de este
siglo (la vanguardia de la «comunidad de fe») a la convicción de que las referencias a la
«salvación» y «al Reino» en el libro de Dios de relatos piadosos se referían
principalmente a este mundo.

359
Ahora bien, si el Nuevo Testamento no ofrece un relato verídico de las palabras y
milagros de Cristo, ¿cómo sabe Bultmann que Dios habla de alguna manera a través de
sus páginas? No hay razones que lo demuestren. Cuando la Palabra de Dios «interpela a
un hombre», él puede saberlo intuitivamente o no. Pero es incapaz de explicar por qué.
El cristianismo no es demostrable. Tampoco existen motivos de credibilidad. Pero
tampoco resulta indemostrable. Nadie puede afirmar categóricamente que este y aquel
hombre, o esta y aquella comunidad no hayan tenido una iluminación interior semejante.

En el cristianismo desmitologizado de Bultmann, los únicos elementos vagamente


cristianos que sobreviven son que los hombres necesitan constantemente la conversión;
que son incapaces de lograr la perfección sin la ayuda de Dios y que el cristianismo es,
en algún sentido, único. Bultmann puede que no creyera en el pecado original, pero sí
creía que los hombres son, en cierto sentido heideggeriano, «caídos». Vivir
auténticamente no es algo que ellos puedan hacer con facilidad o naturalmente, aunque
no sea culpa suya.

Paul Tillich (1886-1965), cuyo nombre se vincula frecuentemente al de Bultmann,


sólo necesita una breve mención, ya que su «cristianismo» existencializado difiere del de
Bultmann, sobre todo, en cuestiones no esenciales. Comenzó su carrera como profesor
en Berlín inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Posteriormente fue
profesor de teología en otras tres universidades alemanas, y en diversas ocasiones fue
colega de Bultmann y Heidegger. Se suele decir que desarrolló su teología en oposición
a la «neoortodoxia» de Karl Barth.

Su principal importancia, sin embargo, reside en que llevó su «cristianismo»


existencializado a Estados Unidos, donde se trasladó después de haber sido despojado de
su cátedra por los nazis. Enseñó, sobre todo, en el Union Theological Seminary, y en la
Columbia University de Nueva York, y entre 1951 y 1964 publicó su Teología
sistemática en tres volúmenes. Cuando se jubiló en 1955, le ofrecieron un puesto como
profesor universitario en Harvard. Sus especulaciones independientes sobre Dios y el sig
nificado de la vida humana están más cerca de la filosofía natural que de la teología
cristiana.

Su punto de partida es la condición humana, y en esto ningún cristiano tiene por qué
discutir con él. A su juicio, el hombre viene al mundo en un estado permanente de
«extrañamiento» de su verdadero yo (el equivalente existencialista para referirse a los
efectos del pecado original), un estado que no puede solucionarse mediante cualquier
panacea secularista o por medios exclusivamente humanos, y que sólo comienza a
mejorar cuando él convierte a la religión en su «preocupación definitiva»197. La
salvación, o «curación» como Tillich prefiere llamarla, tiene que venir de fuera de la
naturaleza. Y ésta es la función de jesús. Jesús aparece en medio de la historia como el
hombre existencialista «no extrañado», auténtico y ejemplar, en el que los hombres
pueden, ya desde ahora, fijarse como modelo, entrando consecuentemente en un nuevo

360
estado de existencia. Jesús es el sanador del estado de extrañamiento del hombre, no sólo
con respecto a Dios, sino también con respecto a sí mismo. Llamar curación a la
salvación tiene la ventaja de lograr que el pecado suene menos desagradable. Sugiere
que somos, sobre todo, víctimas de una enfermedad más que de un mal comportamiento.

¿Es sólo a través de Cristo como los hombres pueden aprender a vivir
auténticamente? No: el tiempo y el espacio están llenos de «acontecimientos
revelatorios» similares, que animan a los hombres a pasar de una vida inauténtica a otra
auténtica. Ahora bien, igual que Schleiermacher, Tillich probablemente diría que, de las
diversas medicinas religiosas para sus enfermedades, el cristianismo es probablemente la
mejor. Recordaba a Schleiermacher en su ansia por hacer la religión aceptable a su
«despectivo mundo de la cultura».

¿Creía que jesús es Dios? Da la impresión de que era nestoriano. La encarnación es


«una comunidad y el centro de una vida personal, que resiste los intentos de romperla
dentro del extrañamiento existencial».

Después de Bultmann y Tillich parecería imposible ir más allá en el vaciamiento del


cristianismo de sus contenidos. Sin embargo, pensar así sería subestimar la ingenuidad
humana o el poder de la lógica para llevar las ideas a su necesario término.

CRISTIANISMO SECULAR Y NO RELIGIOSO: GOGARTEN Y


BONHOEFFER

El cristianismo secular o no religioso que invadió Europa occidental y Norteamérica


durante los años sesenta, la década del Concilio Vaticano II y de los primeros pasos para
su aplicación, es una de esas ideas grotescas como la fe en el noble salvaje o en el mejor
de los mundos posibles, que han cautivado al caprichoso mundo occidental cada cierto
tiempo, desde hace trescientos años, y sobre la cual uno no sabe si reír o llorar.
Probablemente lo mejor sea la risa. Como teoría teológica, rápidamente se quemó como
tienden a hacerlo las locuras meteóricas de esta clase, aunque no sin provocar que el
humo de su combustión siga asfixiando y afectando a los sistemas respiratorios de la
mente de mucha gente. Pablo VI habló de «el humo de Satanás» que había entrado en la
Iglesia después del Concilio. Los humos de un cristianismo no religioso estuvieron entre
los más inmediatamente penetrantes, si es que no entre los más dañinos.

Su punto de arranque fue la idea de Kant de que «el hombre moderno ha alcanzado la
mayoría de edad»198. El proceso de crecimiento comenzó con el pueblo y la religión de
Israel. El gran logro de la religión de Israel fue «desacralizar» la naturaleza y el Estado.
La desacralización liberó a los hombres de la idea de que la naturaleza estaba sujeta a
deidades tutelares, y que cualquier Estado particular contaba permanentemente con la

361
bendición de Dios.

Sin embargo, durante mucho tiempo no se apreciaron todas las implicaciones de la


desacralización. Sólo con el siglo XVII empezó a declinar la verdad. El resultado fue la
«secularización» y la «historización» de la comprensión del hombre, de sí mismo y de su
destino. «Secularización» significa que el hombre ya no necesita la ayuda de Dios para
gestionar el mundo. Lo único que realmente interesa es la mejora del mundo, y Dios
quiere que el hombre lo haga por sí mismo. «Historización» significa que naturaleza y
sociedad no son sistemas basados en principios inamovibles, sino que son procesos de
cambio permanente. Por consiguiente, los hombres pueden manipularlos a placer. Lo
único imposible es todo aquello que los propios hombres consideren dañino.

Estas ideas fueron propagadas por primera vez por Barth, y por Friedrich Gogarten,
el aliado de Bultmann en su inicial ataque a la teología liberal. Sin embargo, es poco
probable que el cristianismo secular de Gogarten hubiera gozado de la notoriedad que
tuvo, breve pero desgraciadamente, en los años sesenta, si no hubiera sido asumido y
amplificado por el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), mucho más joven
que él, que fue asesinado por su participación en el complot para matar a Hitler.

Lo que sacó a la luz el cristianismo secular fue el libro de Bonhoeffer, Resistencia y


sumisión.199 Su valentía y entrega personal parecían confirmar la verdad de sus ideas,
lo que desgraciadamente no era el caso.

Construyó su teología para explicarse a sí mismo el hecho de que tantos


contemporáneos suyos, a los que respetaba o admiraba, o no creían, o no parecían
capaces de creer. Él lo atribuía, en primer lugar, al mal ejemplo de los cristianos (algo
que no discutiremos), y en segundo lugar a lo absurdo de las enseñanzas de la Iglesia (lo
que sí debatiremos).

Desde siempre, se ha asumido que el hombre es por naturaleza un animal religioso.


Pero esto, mantenía Bonhoeffer, ha demostrado ser falso. La historia ha dado a luz a un
hombre no religioso, cuyo respeto sólo puede ganarse si se puede ver a los cristianos
empeñados también en convertir a este mundo en un lugar mejor. La Iglesia, por tanto,
debe confinarse o reducirse a un servicio silencioso de sus compañeros los hombres.
Sobre Dios, que es casi totalmente incognoscible, no debería decir nada. El culto, los
sacramentos y las oraciones públicas deben abandonarse. La edad de la religión ha
pasado. Y ello no debe lamentarse. «La secularización» es algo bueno, un signo de la
salida del hombre de una dependencia inmadura de la religión. «Dios nos enseña que
debemos vivir como hombres que pueden apañárselas muy bien sin Él». Dios debe ser
pensado más en conexión con los triunfos y la prosperidad del hombre, que con sus
sufrimientos y fallos, sobre los cuales «me parece mejor mantener la paz y dejar el
problema sin resolver».

362
Sin embargo, en este último punto -luchando como estaba con los impulsos de un
corazón generoso y los absurdos de una escuela teológica en sus estertores de muerte- no
resultaba consistente. Habla igualmente de Dios, identificándole, en cierta medida y
exclusivamente, con la impotencia y el sufrimiento. Ahora sólo podemos encontrar a
Dios, si es que eso es posible, en los márgenes de la vida.

Para comprimir todas estas ideas, adoptó y popularizó la idea de Nietzsche de la


«muerte de Dios», que en el vendaval de los años sesenta desembocó en las «teologías
de la muerte de Dios». Ahora bien, por «muerte de Dios» no entendía lo mismo que
Nietzsche, es decir, el reconocimiento de que Dios no existe. Para él, todas las ideas de
Dios hasta ahora existentes, habían terminado siendo insostenibles. Un Ser Supremo
absoluto en poder y bondad es «una concepción espuria».

El cristianismo secular o no religioso puede compararse con el Evangelio social


anglosajón en sus últimos momentos. En los años setenta, La ciudad secular de Harvey
Cox se encargaría de llevarlo a lo largo y ancho de los países de habla inglesa.20°

363
ras su separación de Bultmann, Brunner y Gogarten, Karl Barth (1886-1968)
desarrolló una alternativa a la teología liberal a mitad de camino, al menos
aparentemente, entre el protestantismo histórico y el modernismo protestante.

La carta a los romanos no sólo le hizo famoso, también le hizo pasar de pastor a
profesor de teología, tarea en la que después llegaría a alcanzar renombre mundial. Entre
la aparición de la primera y segunda edición de La carta, le ofrecieron una cátedra en
Gotinga, trasladándose a Münster en 1925, y a Bonn en 1930. Con el ascenso de los
nazis, se unió a la minoría protestante alemana de oposición y asumió el liderazgo en la
redacción de la «Declaración de Barmen» contra las pretensiones pseudo-religiosas de
los nazis (1934). Cuando le obligaron a dejar Alemania, al año siguiente, le ofrecieron
un puesto en la Universidad de Basilea, y allí permaneció el resto de su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial utilizó su reputación para endurecer la


resistencia suiza al régimen nazi, uniéndose, incluso, al ejército suizo como gesto de
solidaridad con la oposición antinazi. Pero después, igual que Buber, sin excusar en
modo alguno los crímenes de guerra nazis, trabajó para reconciliar a Alemania con sus
conquistadores. Durante la guerra fría, por otra parte, asumió lo que entonces era la
posición «políticamente correcta» de la mayor parte de la intelligentsia occidental: puso
un especial empeño en separarse de las campañas anticomunistas.201 En 1962 se jubiló
de la enseñanza, pero siguió escribiendo y continuó siendo, en términos generales, un
oráculo en asuntos religiosos, políticos y sociales hasta su muerte seis años después.

Mientras tanto, desde finales de 1920, había estado trabajando en su impresionante


Esbozo de dogmática (Church Dogmatics), un repaso a, y una reinterpretación de, la
mayor parte de la teología previa a la Reforma y de la Reforma, a la luz de sus principios
y enfoques renovados. Cuando murió, la Dogmática era más extensa que la Summa de
Santo Tomás. Existen trece volúmenes en cuatro partes dedicados, respectivamente, a la
Palabra de Dios, Dios, la Creación, y la Reconciliación.202 Como los volúmenes fueron
apareciendo uno a uno, su reputación fue crecien do al mismo ritmo hasta llegar a
convertirse en el mayor pensador protestante de la época. El primer volumen revisado,
que se publicó en 1932, marcó el final de su ruptura con Bultmann. El volumen quinto y
la parte final del dedicado a la redención quedaron sin escribir.

364
Creo que su reputación puede atribuirse también al hecho de que era algo más que un
simple teólogo. Era todo un carácter, una «personalidad» en el sentido en que por
ejemplo Gladstone y Churchill fueron personalidades. Uno tiene la impresión de que
cualquier cosa que hubiera hecho en su vida habría dejado huella. Tenía una voluntad
extraordinariamente fuerte y una impresionante confianza en sí mismo unida a una
llamativa constancia que le permitieron mantener las posiciones peor orientadas contra la
oposición procedente de todas las direcciones, sin perder su nervio ni su prestigio. Sin
ser malicioso o vengativo -su natural espíritu combativo se veía atemperado por un
sentido del humor aplicado también a sí mismo- disfrutaba también con una buena pelea.
Ante su éxito, se sentía fascinado al tiempo que divertido.203

A primera vista, la mezcla de Kierkegaard, Lutero y un calvinismo reconstruido que


aparece en Barth daba la impresión de constituir un rechazo total del modernismo. De
ahí el nombre de neo-ortodoxia.

Dios, insistía Barth contra cualquier pensamiento teológico germano-suizo a la moda,


no es un Ser inmanente, semi-panteísta y capaz de evolucionar, que habla a los hombres
principalmente a través de los sentimientos o experiencias religiosas. Igual de
deplorables resultaban los intentos de Bultmann por poner al cristianismo al servicio del
existencialismo de Heidegger. No. Todos estos intentos de rebajar a Dios al nivel de la
comprensión del hombre tienen tan poco que ver con el único verdadero Dios como el
hinduismo y el budismo. El Dios real, el Dios de la Biblia, es un Ser todopoderoso,
incomprensible, trascendente, totalmente «Otro», situado como juez por encima y fuera
de su creación, aunque controlándola plenamente. Entre este Dios y su creación, el
abismo es infranqueable. El pobre y miserable hombre, ahogado en el pecado, es incapaz
de remediar su situación por cualquier medio, hasta que Dios tome la iniciativa.

Sólo si el hombre se abre a la Palabra de Dios y a su gracia, cuando ésta le


«confronta» en la incesante «proclamación» de la Iglesia, y responde con fe, empiezan a
mejorar las cosas.204 La Palabra de Dios, y no la experiencia humana, es la fuente de
nuestro conocimiento y salvación. Su Palabra plena y final es la Persona de jesucristo,
Dios y hombre, el único Señor y Dueño de la creación que resucitó verdaderamente de la
muerte, no simplemente en espíritu, iniciando un reino que no debe ser confundido con
ninguna utopía terrena. Los cristianos deben amar y hacer el bien a sus semejantes, pero
la construcción del reino de Dios no debe ser equiparada en modo alguno con el
progreso humano. No existe forma alguna de armonizar la sabiduría de este mundo con
la locura de la Cruz.

En el clima teológico de los años veinte y treinta, todo esto resultaba sumamente
sorprendente. Los protestantes tradicionales empezaron a entusiasmarse, y los teólogos
católicos aguzaron el oído. Lo que decía Barth podía no coincidir exactamente con la
doctrina católica, pero sonaba bastante mejor que la mayoría de lo que había ido
viniendo de las facultades teológicas de la Alemania protestante durante los últimos cien

365
años. Parecía evidente que estaba surgiendo, por fin, una importante figura protestante
con una fe suficientemente sólida para lograr que el debate mereciera la pena.

Conforme fue pasando el tiempo, Barth empezó a hacer que su Dios calvinista
quedara menos lejano e inhóspito; comenzó a hablar menos sobre «Dios el Otro», que
está permanentemente juzgando a los hombres y a las naciones, y más sobre «la
humanidad de Dios», y sobre el «Dios que está a favor del hombre» y que se implica en
la historia humana. Aunque Dios tiene que decir No al hombre con frecuencia, es, sobre
todo, un Dios que le dice Sí. Esto significaba tener que encontrar una vía de
circunvalación frente a la doctrina de Calvino sobre la doble predestinación (es decir,
que algunos están predestinados desde toda la eternidad a la salvación, y otros a la
condenación).

Sin desalentarse en absoluto, Barth siguió trabajando y concluyó que la doble


predestinación era aplicable solamente a Cristo. Como representante de la humanidad
culpable, Cristo primero fue rechazado en la cruz y, después, en la resurrección, fue
aceptado y elevado a la gloria. Se ha dicho de la última teología de Barth que estaba
«totalmente sumergida en la gracia». Siendo como era un pastor -y en ese espíritu
permaneció a lo largo de toda su vida- insistía repetidamente en la necesidad de que los
cristianos pusieran toda su confianza en Cristo, y fueran alegres y esperanzados. «Dios
estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo». Éste es el núcleo central del kerygma,
es decir, de la «proclamación» de la Iglesia más antigua. Ésta es la buena noticia de la
que tiene que dar testimonio la comunidad cristiana como su primera obligación. ¿Qué
más puede nadie esperar? Como portadora y transmisora de la Palabra de Dios, la Iglesia
es tan importante como la Biblia, ciertamente más importante.205

Ya en 1920 comenzaron los contactos con teólogos católicos. En 1928, Barth se


dedicó a estudiar a Santo Tomás, al que encontró «extraordinariamente instructivo» y
difícil de responder, por lo que invitó al teólogo jesuita alemán Erich Przywara (1889-
1972) a un debate en su seminario. Przywara se había hecho ya un nombre con su
Filosofía de la religión. Barth estaba impresionado, y la primavera siguiente pidió a
Przywara que diera una conferencia sobre la Iglesia. Przywara, anotó Barth, «brilló
durante otras dos horas en mi seminario, y terminó abrumándome durante dos tardes
Durante este tiempo, Barth enseñaba en Bonn, y parece indiscutible que experimentó la
atracción del catolicismo. Estaba en contacto con otros teólogos católicos, colegas de
Pryzwara, y visitaba con frecuencia a los monjes de María Laach, algunas veces con sus
alumnos. En el prefacio a la parte 1, volumen 3 de su Dogmática, habla de haber sido
objeto de reproches por parte de colegas protestantes por estudiar a San Anselmo y a
Santo Tomás, y de haber tenido que defenderse contra la acusación de «catolizar». En
1931, sólo pudo encontrar una razón para no hacerse católico; todas las demás
denominaciones cristianas eran «de cortas miras y frívolas». Parece que esto incluía
también a la Ortodoxia. Después de recibir una visita del teólogo ortodoxo Georges
Florovsky, Barth habló de no tener «una impresión abrumadora de que realmente

366
necesitemos esta teología oriental», y se refirió al «efecto oscurantista de los esquemas
de pensamiento ruso»207. El único obstáculo para hacerse católico era, aparentemente,
la doctrina de la Iglesia que afirma que Dios puede ser conocido, al menos hasta cierto
punto, a partir de sus obras. (El término técnico para esta cuestión es analogía entis -
analogía del ser-, al que Barth llegó a describir como «la invención del Anticristo»).
Veremos pronto por qué era esto un obstáculo.

Al final de la década, sin embargo, se produjo un cambio. Barth se fue enrocando


cada vez más en una posición que implicaba un ataque a las objeciones de protestantes
tradicionales y existencialistas cristianos como Bultmann y Brunner, por una parte, y una
autojustificación frente a las posiciones y prácticas de «Roma», por otra, quedando
Roma como blanco principal de sus polémicas y sarcasmos.

Los jóvenes católicos de una nueva generación que empezaron a visitarle en la


siguiente década, tras la publicación de los primeros volúmenes de su Dogmática,
tuvieron que vérselas, por tanto, con una figura más dura y confiada en sí misma. Barth
no descubría ya maravillas en el catolicismo. A pesar de ello, sus visitantes católicos
buscaron en él algo de luz. Deseosos como estaban de un cambio en la teología católica,
creyeron ver en él a un posible y útil aliado.

En 1940, Urs von Balthasar, un pupilo de Przywara, asistió a un seminario de Barth


sobre el Concilio de Trento, comenzando a partir de entonces una larga amistad; en
1948-1949 pronunció una serie de diez conferencias sumamente discutidas y publicadas
posteriormente como Karl Barth y el catolicismo (1951). El jesuita francés Henri
Bouillard prosiguió con una tesis de mil doscientas páginas sobre Barth, a cuya
exposición asistió Barth en la Sorbona. Posteriormente, Hans Küng hizo un doctorado
sobre la teoría de la justificación en Barth, manteniendo durante algún tiempo
correspondencia regular con él, igual que lo hiciera Karl Rahner. El propio Barth habló
de un «gran coro de amigos alemanes, especialmente franceses», que «de diferentes
formas y con diversos acentos parecen querer todos ellos mirar de manera renovada
hacia el centro», y «que sólo es posible hacer o intentar una teología propiamente dicha
en una comprensión ecuménica»208. El dominico belga Jérome Hamer también hizo un
trabajo doctoral bajo la dirección de Barth, pero posteriormente se fue distanciando de
él.

Mientras tanto, fueron apareciendo más y más volúmenes de la Dogmática, y a


mediados de 1950, hasta Roma empezó a reconocer a Barth como una figura de relieve.
Fue invitado a ser observador laico en el Concilio, pero declinó el ofrecimiento por
motivos de salud; en 1966, participó en un Congreso Internacional de teólogos católicos
en Roma, «donde fue saludado por los presentes con una larga ovación»; Pablo VI le
recibió en audiencia, y cada cierto tiempo intercambiaban correspondencia; finalmente,
Juan Pablo II habló de él como uno de los teólogos que habían contribuido a la
renovación inaugurada por el Vaticano II.

367
Los aspectos de su teología que parecen haber atraído más a los miembros del partido
de la reforma eran éstos: su «cristocentrismo», es decir, su empeño por relacionar todas
las cosas con la Persona y Obra de Cristo, que es el único que hace posible a los hombres
comprender lo que ellos son209; su «universalismo, es decir, que Dios quiere, y hace
posible y expedita, la salvación a todos los hombres; la omnipresencia de la gracia; su
énfasis en la importancia del testimonio cristiano; su hacer de la Iglesia, más que de la
Biblia, el principal vehículo de la revelación; su insistencia en que la Iglesia es una
comunidad más que una institución; y, finalmente, el hecho de que ella existe en
beneficio de toda la humanidad, y no exclusivamente de sus propios miembros».

Ahora bien, en la teología de Barth había más de «neo», y menos de «ortodoxa» de lo


que parecería a primera vista. Las novedades tardaron tiempo en manifestarse, en parte
porque conforme iba progresando su magnum opus él cambiaba su posición en ciertos
puntos y, en parte, porque, aun usando la misma terminología que los católicos, su
significado era frecuentemente diferente. La Dogmática es protestante en el tono, pero
no totalmente protestante en la sustancia, y es perfectamente posible leer largos pasajes
sin caer en la cuenta de algo llamativamente nuevo o heterodoxo. Me limitaré a las
«irregularidades» más

RAZÓN Y REVELACIÓN

El gran problema de Barth era que quería preservar la idea de una revelación divina,
histórica, y al mismo tiempo, como hemos dicho, seguir teniendo tan poca fe, igual que
Bultmann, en la historicidad de aquellas partes de la Biblia cuyos autores las
pretendieron manifiestamente históricas.211 ¿Cómo reconciliar estas dos posiciones?
Hasta cierto punto, la Revelación tenía que adquirir una forma, o elevarse a un ámbito
donde ser impermeable a las investigaciones y críticas de los filósofos, científicos y
biblistas. Esto lo realizó el primero, construyendo un abismo infranqueable entre el
conocimiento natural y el revelado.

Sea cual sea la validez que el conocimiento natural, incluyendo el de los estudiosos
radicales de la Biblia, pueda tener en su propia esfera, no podemos tener ningún
conocimiento genuino de Dios y de sus intenciones hasta que Él nos hable sobre Sí
mismo. Hasta ese momento estamos absolutamente a oscuras. Los intentos de alcanzar
un conocimiento natural de Dios mediante la razón y la analogía son peores que la
ausencia de conocimiento. Ciertamente, la distancia entre Dios y el hombre es tan
enorme, ambos son tan absolutamente distintos, que el uso de la analogía roza la
blasfemia. El Dios de la teología natural es una caricatura, un ídolo, un no-Ser. Los
esfuerzos de los filósofos, particularmente los existencialistas y los católicos, para
vincular a este no-Ser con el Dios de la Biblia, deben ser, en consecuencia, resistidos con
total determinación. Por esta razón, comienza Barth su Dogmática con la Palabra de

368
Dios, y sólo en la parte II pasa a tratar de Dios mismo.

Los esfuerzos de los místicos por conocer a Dios a través de un contacto directo son
igualmente fútiles. Y lo mismo hay que decir de los esfuerzos de los hombres por
encontrar su propia salvación en este mundo. Aunque Barth tenía mucho que decir sobre
las obligaciones de los cristianos en este mundo, la lógica de sus esquemas deja tan poco
espacio para un humanismo cristiano como para una teología natural.

LA PALABRA DE DIOS

El siguiente paso de Barth fue separar la Palabra de Dios de la Biblia. Mucha gente, en
su primer contacto con Barth, probablemente da por descontado que cuando habla de la
«Palabra de Dios» se refiere a la Biblia. Sin embargo, al tiempo que asegura basar su
teología exclusivamente en la Biblia, mantiene que ésta es únicamente «testigo» de la
Palabra de Dios. Ella misma no es la Palabra de Dios. Es cierto que para distanciarse de
la «desmitologización» de Bultmann, hace una distinción entre mito y saga. Los mitos
son formas simbólicas para expresar verdades intemporales; una saga tiene alguna base
en los acontecimientos históricos. Ahora bien, nos deja en la oscuridad sobre cuánto de
mito y cuánto de saga podemos encontrar en la Biblia. Eso lo tienen que decidir los
estudiosos bíblicos. El teólogo tiene preocupaciones más importantes como veremos en
breve.

En la medida en que Dios hable a los hombres, lo hará a través de acontecimientos y


acciones más que de palabras; a través de las «obras poderosas» de las que da fe el
Antiguo Testamento, y que culminan en su Palabra definitiva, el «acontecimiento
Cristo» -la Encarnación, vida, muerte y Resurrección de la Palabra hecha carne-
testimoniada por el Nuevo La ventaja de entender la Revelación principalmente como la
manifestación de una Persona más que como un cuerpo de conocimientos, o como la
transmisión de un mensaje, es que entonces ya no importa tanto si poseemos o no las
palabras literales de esa Persona. El carácter de una Persona puede ser expresado
mediante acontecimientos y conversaciones imaginarias como sucede en las novelas
históricas.213

En cuanto a la forma como debemos entender el significado de las obras y


acontecimientos recogidos en la Biblia, Dios ha permitido que los hombres realicen la
mejor interpretación que les sea posible. No existe jamás ninguna garantía de que vayan
a proceder correctamente en este menester. Tanto los profetas como los escritores
inspirados del Antiguo Testamento, así como los apóstoles y evangelistas del Nuevo,
«fueron culpables de error en sus palabra escritas y habladas». «Cuanto más claramente
habla el testimonio bíblico de jesucristo, más se pierde lo que dicen en eso que hoy
llamamos el reino de la pura La Iglesia tampoco es más fiable como intérprete. La

369
Iglesia, dice Barth, «va caminando a lo largo de la historia [...] comprendiendo y mal-
comprendiendo lo que le ha sido dicho»215.

La Palabra de Dios, en otras palabras, no está situada en un texto concreto ni en una


enseñanza determinada. Flota en un vacío detrás de la corriente de los acontecimientos
históricos que los «testigos bíblicos» tratan de interpretar con gran esfuerzo. Ni
inspirada, ni vacia, la Biblia es meramente un instrumento que, como en el sistema de
Bultmann, utiliza a Dios para transmitir a la comunidad aquello que quiere que ésta
comprenda sobre Él y sobre sus planes en el aquí y el ahora. Se da por supuesto que el
pueblo oye la Palabra de Dios mediante la escucha de los textos bíblicos,
independientemente de si las palabras humanas que perciben son verdaderas o falsas. La
Revelación que está permanentemente en marcha es un asunto puramente interior. Tiene
lugar siempre que un hombre o una mujer «responde en la fe» a la proclamación de la
Iglesia, que puede ser, bien las lecturas de la Escritura, o bien el sermón u homilía
dominical. (Lógicamente, es difícil entender por qué Dios no podría utilizar con la
misma eficacia las obras de Shakespeare, o la Ilíada y la Odisea). Dios habla también a
través de los acontecimientos de cada día, y ésta es la razón por la que el teólogo
barthiano camina siempre con su Biblia en una mano y el periódico en la otra.

Ahora bien, ¿cómo puede saber el fiel si ha comprendido todos estos mensajes
correctamente? La respuesta oficial de Barth es la misma que la de Bultmann: un hombre
que ha entendido correctamente, lo sabe intuitivamente; es incapaz de explicar por qué
está en onda. En la práctica, sin embargo, son los teólogos los que tienen la llave que
abre la puerta a una recta comprensión de la Palabra.

TEOLOGÍA Y TEÓLOGOS

En las iglesias originales evangélicas o calvinistas, el predicador o ministro de la Palabra


determinaba cómo debía ser entendida la Biblia o la «proclamación» de la Iglesia. Sin
embargo, se daba por supuesto que la Biblia poseía un significado estable y determinado,
que en su mayor parte sería el ofrecido por Calvino. Ahora bien, como los estudiosos
que mantenían posiciones como las de Barth y Bultmann sobre la Sagrada Escritura
habían suplantado al ministro de la Palabra, la proclamación de la Iglesia había
terminado comprendiéndose como algo permanentemente abierto a la revisión. La
teología, dice Barth, «no es una cuestión de afirmar viejas o nuevas proposiciones que
uno pueda llevarse a casa negro sobre blanco [...]. Si existe algo así como una ciencia
crítica, que tiene que estar constantemente comenzando desde el principio, esa ciencia es
la dogmática». Los teólogos deben poner en cuestión permanentemente los textos
bíblicos «si, y hasta el punto en que, es posible realmente escuchar en ellos un
testimonio auténtico de la Palabra de Dios». Este permanente volver sobre la
«proclamación» se aplica no sólo a la Biblia, sino también a todo el cuerpo de la doctrina

370
y la teología cristianas. El «pensamiento y discurso de la comunidad tiene detrás de sí
una larga historia que, en gran medida, es confusa y capaz de confundir». La tarea
principal del teólogo, por tanto, nos dice Barth, es verificar que la proclamación actual
de la Iglesia es coherente con la Palabra de Dios.216

En este momento, sin embargo, comienza él a caminar de forma circular. «La


dogmática», dice, «mide la proclamación de la Iglesia basándose en el modelo de la
Sagrada Escritura», y en otras partes, «mediante la Escritura y la Palabra». Ahora bien,
la Escritura, ya hemos sido informados, no merece credibilidad en lo que a una
transmisión fidedigna de la Palabra se refiere. Entonces, ¿a quién se le ha encomendado
decir al rebaño que Dios ha tratado de hablar a través de su Santo Libro: a la
proclamación pasada de la Iglesia, o al periódico de esta semana? No puede ser otro que
el teólogo. ¿Y a qué otro parámetro tendrá que referirse éste, sino a su intuición?

«Como el péndulo que regula el reloj, así la teología es responsable de un servicio


razonable de la comunidad»217.

Barth nos dice que, aunque la teología es una ciencia humilde, ha sido elevada, de
hecho, a una posición indistinguible de la divina Revelación, y los teólogos a un estado
equivalente al de los profetas y los apóstoles. Es verdad que habla de testigos primarios y
secundarios de la Palabra. Los profetas y los apóstoles pertenecían a la primera
categoría, teólogos como San Ireneo, San Agustín, San Buenaventura, Santo Tomás, o
Barth, y Bultmann, a la segunda.218 Los primeros fueron testigos directos de las ac
ciones de Dios hasta el acontecimiento Cristo. Pero como Dios sigue hablando a través
de acontecimientos públicos, ¿existe realmente una diferencia sustancial entre las dos
categorías? Jeremías testimonió la caída de Jerusalén, Barth la caída del régimen de
Hitler. Más aún, como hemos visto hace un momento, todos fueron igualmente proclives
a realizar una mala lectura del significado de las acciones de Dios, tal como ellas se han
manifestado o desplegado en la historia. En otras palabras, no existe una frontera entre
Revelación y teología. Todo lo que ha existido, desde el escritor más primitivo del
Antiguo Testamento hasta el más reciente libro debido a un estudioso crítico
contemporáneo, es una corriente de «teologización» con un cambio constante de lecho
sobre el que ha discurrido. En este movimiento de la marea de la especulación, los
únicos puntos fijos parecen ser estas afirmaciones: «Jesucristo es Señor y Salvador», y
«Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo».

A pesar de su aparentemente sólida estructura y coherencia, la Dogmática de Barth


es, en realidad, como un ligero castillo que flota en el aire. Así es como, en cierta
medida, la veía también el propio Barth. Comparaba su teología con un pájaro en vuelo.
Toda la teología, además de flotar en el aire, se mueve por el aire cambiando de aspecto
según va volando. Barth amaba la teología y estaba fascinado por ella, por todo el
cúmulo de opiniones y controversias sobre los misterios cristianos habidas durante
siglos, pero de la forma en que un coleccionista ama sus adquisiciones. Me parece que

371
no sería descortés comparar a su teólogo ideal con un malabarista que tira al aire bolas
de cristal de colores para hacerlas brillar y que deslumbren a la luz del sol. Lo que no
debe hacer jamás el malabarista es dejar que una «bola» se quede excesivo tiempo en
una de sus manos para que no se convierta en una definición doctrinal o dogma.219

LA TRINIDAD

Según un teólogo dominico muy conocido, la actitud subjetiva de Lutero ante la verdad,
su preocupación por lo que Dios ha hecho «por mí» o por nosotros y la relativa
indiferencia hacia lo que Dios es en sí mismo, es uno de los dos clásicos temas luteranos
que han penetrado en la teología católica gracias a Karl Barth.220 El mismo Lutero
resumía su actitud de esta forma tan característica: «Cristo tiene dos naturalezas: ¿cómo
me afecta eso a mí? Que sea Él hombre y Dios por naturaleza, es asunto suyo. Ahora
bien, que haya derramado Él [...] su amor para convertirse en salvación mía [...] es en
esto en lo que yo encuentro mi consuelo y mi bien». Con Barth, este enfoque parece
haber afectado a su visión de la Trinidad. Él rechazaba considerar a la Tri nidad en sí
misma desvinculada de los actos de creación y redención, con la aparente implicación de
que, si Dios no hubiera decidido crear el universo y redimir a los hombres, no habría
sido el mismo Dios. La creación y la historia humana, por consiguiente, vinieron a
parecer una parte del ser de Dios. «La idea de una Trinidad ontológica auto-contenida»
(es decir, una Trinidad para la que la creación no era, en alguna medida, una necesidad),
fue objeto de «un consistente ataque de Barth y La idea aparece de una forma todavía
más acentuada en el último Karl Rahner.

CRISTOCENTRISMO

Aunque el «cristocentrismo» de Barth ha sido muy alabado, hay una notable diferencia
entre la forma como él entiende esta palabra y la comprensión que tiene de ella la Iglesia.
La enseñanza de la Iglesia está, y ha estado siempre, «centrada en Cristo» en el sentido
de que propone a Cristo como modelo de perfección humana, como el único mediador
entre los hombres y Dios, y como Cabeza y Rey de la humanidad. En todas las iglesias
cuelga una representación del Cristo crucificado. El Cristo resucitado está presente en
todos los tabernáculos. Ahora bien, como sistema de creencias, el cristianismo es
primariamente trinitario. La doctrina de la Trinidad es lo que lo distingue de todas las
demás religiones, y sus primeras afirmaciones de fe, los credos, tienen forma trinitaria.
El cristocentrismo de Barth, por otra parte, significa que el «acontecimiento Cristo» es la
única fuente de conocimiento de Dios, y el sentido de la vida humana. El
«acontecimiento Cristo» es como una pequeña apertura en el de otra forma impenetrable
muro que separa al mundo natural del so brenatural.222 La teología de Barth ha sido
llamada, correctamente a mi juicio, «cristomonista», más que «cristocéntrica»223.

372
RECONCILIACIÓN

La reconciliación de Dios y el género humano, consecuencia del «acontecimiento


Cristo», es, sin ninguna duda, el tema central en la teología de Barth. Para éste, la Iglesia
existe, precisamente y sobre todo, para proclamarla.224 Pero él lo presenta con un
significado omniabarcante que la enseñanza católica no permite. La doctrina católica
distingue entre reconciliación y justificación. Dios y la humanidad han sido
reconciliados en Cristo. Como representante del género humano, Cristo ha pagado el
precio por los pecados de todos los hombres. Pero no todos los hombres se han
beneficiado de este hecho. Sólo aquellos que han realizado un acto de fe, recibiendo el
bautismo de agua o de deseo, son, por la infusión de la gracia santificante,
«justificados», y sólo si perseveran en ese estado alcanzarán la salvación.

Por otra parte, Barth tiende a identificar reconciliación y justificación. Dios y la


humanidad no sólo han sido reconciliados «en Cristo». «Según la enseñanza de Barth en
la Dogmática, un hombre es justificado en Cristo haga lo que haga [...] y sea miembro de
la Iglesia o no. Un hombre no entra en la Iglesia para ser justificado, sino para ser testigo
ante el mundo de fuera de la Iglesia del hecho de la justificación»225. La única
diferencia entre los cristianos y el resto de la humanidad es, según Barth, que los
cristianos saben que han sido justificados y los otros no. ¿Quiere esto decir también que
todo el mundo es salvado? Aunque no podemos afirmarlo, dice Barth, tampoco podemos
negarlo.226

GRACIA, NATURALEZA, CREACIÓN, MAL, LEY MORAL

Siguiendo a alguno de los primeros Padres griegos, Barth tiende a no distinguir


prácticamente entre la gracia como don de la vida divina a los hombres y el acto creativo
por el que Dios los trae a la existencia, o el poder sustentador con el que los mantiene en
ella. Todo lo que hace Dios es «gracia». Esta ampliación del significado de la palabra no
sólo oscurece la importancia de la gracia en el sentido con que habitualmente se la
entiende, es decir, como algo vital para la perseverancia en la virtud y para la salvación
definitiva, sino que rebaja la actividad de las criaturas al rango de causas segundas
(secundarias), superfluas o inexistentes. Crea la impresión de que, igual que los hombres
necesitan la gracia para alcanzar la salvación, las abejas necesitan una asistencia divina
especial, más allá de lo que les es dado por su naturaleza, para fabricar la miel. Él no ha
concedido a las cosas creadas ninguna existencia o consistencia con independencia de
una sucesión de intervenciones directas por su parte.

Hasta cierto punto, todo esto surge de las extravagantes ideas de Barth sobre el acto
inicial de Dios en la creación. Al crear el universo, se nos dice, Dios dio la espalda a la
nada o el caos, y es solamente su minuciosa atención minuto a minuto la que impide que
el mundo retorne a aquel estado. Esta permanente tendencia de las cosas a recaer en la
nada o el caos es el origen del sufrimiento y del mal. No existen malos espíritus. Los

373
ángeles tienen una cierta existencia, pero sólo cuando actúan como mensajeros de Dios,
no, al parecer, el resto del tiempo. ¿Son meras manifestaciones simbólicas del poder de
Dios? Eso parece. El alma humana no es inmortal por naturaleza. Sobrevive tras la
muerte gracias a un acto especial de Dios. Esto convierte al infierno en algo
problemático. ¿Tiene que intervenir Dios para que la gente vaya al infierno, cuando
abandonados a sí mismos dejarían sencillamente de existir? En el campo de la moral ha
prestado su autoridad al desarrollo de una ética de situación: no pueden existir reglas
aplicables a todas las situaciones.

LA IGLESIA

Para Barth, la Iglesia, o comunidad cristiana, es la totalidad de las denominaciones


cristianas independientemente de sus discrepancias. Algunas han comprendido mejor
que otras la palabra de Dios, y se supone que los evangélicos barthianos son los que la
han entendido mejor. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial, ninguna
denominación ha realizado un trabajo tan pobre en la interpretación de la Palabra de
Dios como para que se pueda considerar como no perteneciente ya a la Iglesia. La
herejía, teóricamente posible, difícilmente lo es en la práctica. En el terreno práctico
también, sería mejor si pudiéramos evitar la palabra «Iglesia». «Comunidad cristiana»
describe mejor lo que queremos decir. La forma que han escogido los cristianos para
organizarse en los diversos tiempos y lugares es una cuestión de elección personal o de
accidente cultural.

A pesar de esto, la Iglesia, o comunidad, está en el centro mismo de la teología de


Barth, ya que sólo a través de la existencia de la Iglesia y de su constante proclamación
podemos saber algo. Por eso afirma Barth con tanto énfasis que, en último término, «el
sujeto de la dogmática es», no Dios o la Encarnación, sino «la Iglesia cristiana»227.

FE Y RELIGIÓN

«Religión» es algo distinto de fe, y en conjunto, perjudicial para ésta. La fe, la auténtica
fe bíblica, procede de Dios. La religión es obra del hombre. Por eso, nadie busca a Dios
antes de que Dios le haya llamado a él. Sólo el hombre que tiene una «fe» bíblica
encuentra al verdadero Dios. Religión es todas las prácticas y devociones reunidas en el
culto de Dios, que no sólo pueden ser, sino que la mayoría de las veces son la tumba de
la fe. Da la impresión de que, hasta la última parte de su vida, Barth veía a la Iglesia
católica como la forma de cristianismo en la que la fe estaba absolutamente enterrada
bajo la losa «religión».

Resumiendo, podríamos decir que Barth creía indiscutiblemente -ciertamente creía


con gran profundidad- en Dios, en su poder soberano, en su justicia y su misericordia; en

374
Cristo como portavoz, en algún sentido, de Dios, y agente suyo que pone paz entre la
tierra y el cielo; en la existencia de un pueblo especial llamado a llevar la Buena Noticia
al resto del mundo; en el Sermón de la Montaña como regla de vida cristiana; y en la
importancia de la oración, el ayuno y la limosna. Pero casi todo lo demás en su teología
parece problemático.

Muy pronto, tras la muerte de Barth, empezó a decrecer su influencia en el mundo


protestante, algo que puede suceder durante algún tiempo, incluso a escritores cuyas
obras tienen un valor perdurable. Sin embargo, en el caso de Barth existía, a mi juicio,
otra razón. Él había intentado lo imposible. No hay forma de mantener un cuerpo sólido
de doctrina o de creencias cristianas una vez que se aceptan las conclusiones de los
estudiosos bíblicos radicales, y me atrevería a decir que esto ha quedado demostrado por
el recorrido del protestantismo desde su muerte. «Comunidades eclesiales protestantes
avanzadas» y teólogos, una vez asumidas las posiciones sobre la infalibilidad del método
crítico, siguieron moviéndose más y más hacia un relativismo doctrinal y moral,
mientras los protestantes «conservadores», ansiosos por mantener las enseñanzas
tradicionales (desde los estudiosos evangélicos de educación más elitista, hasta los
miembros de las sectas fundamentalistas) se empeñaron con mayor o menor eficacia en
la defensa de la autenticidad de la Biblia. Para el protestantismo, no hay tercera vía,
como creyó Barth que existía. Ciertamente, todo sugiere que en el largo plazo, sólo la
Iglesia católica será capaz de mantener unos estudios críticos sin ser liquidada por ellos,
aunque tal vez, en el entretanto, muchos de sus estudiosos reciban serios cortes o
quemaduras, llegando a ser, incluso, mortalmente heridos.

Que la influencia de la neo-ortodoxia barthiana sobre los católicos no ha sido, como


se esperaba, tan beneficiosa, lo verán fácilmente los lectores católicos, si tienen en
cuenta lo que se ha dicho en este capítulo, por lo que me limitaré a señalar algunos otros
efectos claramente adversos en atención a los lectores no católicos.

En justicia, no podemos cargar sobre Barth toda la culpa de la revolución teológica


católica. Él no profesaba la fe católica. Pero sus puntos de vista sobre la naturaleza de la
teología, y sobre el papel de los teólogos dieron a los teólogos católicos disidentes
justamente los argumentos que necesitaban en sus esfuerzos por elevarse a una posición
de autoridad equiparable a la de los obispos.228

No fue el único teólogo en promover la idea de «revelación permanente», pero sí fue


probablemente el de más autoridad.

Su separación de fe y razón nos ayuda a entender por qué Pablo VI tuvo que lamentar
varias veces la extensión del «fideísmo» entre los católicos (se entiende por fideísmo
interpretar la fe como un acto absolutamente irracional), y el progresivo y amplio
abandono de la apologética (se entiende por apologética el arte de explicar los
fundamentos racionales de la fe, algo anatematizado por Barth). Su abandono después

375
del Concilio, cuando se convirtió en una palabra prácticamente sucia, es, a mi parecer,
una de las razones principales de que muchos católicos occidentales sean ahora
incapaces de discernir por qué debe preferirse una versión o enfoque del cristianismo a
otro, o también una religión a otra.

Entre los estudiosos, su irracionalismo ha llevado a un renacimiento de lo que se


conoce como «averroísmo» (la teoría según la cual la revelación y los descubrimientos
de la razón pueden contradecirse mutuamente, aunque ambos, en un cierto e inexplicado
sentido, sean «verdaderos»229. Esta posición no fue exclusiva de Barth; actualmente es
común entre los estudiosos católicos. Un ejemplo es el biblista americano Raymond
Brown en lo referente a la resurrección y al nacimiento virginal. Como historiador
crítico, Brown sabe que se trata de leyendas piadosas; «por la fe», cree que fueron
acontecimientos reales.

Finalmente, debemos mencionar la permanente oposición de Barth a la mayoría de


los asuntos católicos. Excepto en el período en el que sintió el hechizo de Przywara, y
hacia el final de su vida, cuando se dulcificó por influencia del ecumenismo, nunca dejó
de considerar a la Iglesia católica como blanco de sus denuncias y salidas de tono. Es
difícil pensar que este aluvión de comentarios desfavorables procedentes de un hombre
de su categoría académica, con el que la política eclesial invitaba a mantener una buena
relación, no fuera, al menos en parte, responsable de que mucha gente influyente en la
Iglesia en tiempos del Concilio, desde el último cardenal Suenens hasta incontables
peritos conciliares, terminaran creyendo y empezaran a propagar la idea de que todo
había empezado a marchar mal en la Iglesia desde el reinado de Constantino.

A la larga, la influencia de Barth en los fieles católicos ha sido más indirecta. Se


empezó a sentir de forma significativa, igual que la de Bultmann y Bonhoeffer, cuando
los clérigos comenzaron a leer libros que les aplaudían, cuando a los estudiantes para el
sacerdocio les dio por seguir cursos en seminarios protestantes y cuando los resultados
les hicieron dormirse en las homilías dominicales.

376
377
sta última parte del libro, intenta destacar la influencia de las tendencias
existentes en todos los niveles del pensamiento católico que hemos venido estudiando;
analizando sus efectos, en primer lugar, sobre un teólogo importante y, después, sobre
los esfuerzos por hacer de la liturgia algo más significativo en cuanto instrumento de
transformación espiritual. Dedicaré tres capítulos al teólogo, y dos al cambio en la
liturgia.

El teólogo que he escogido es Karl Rahner, sobre todo porque durante los veinte años
siguientes al Concilio Vaticano II se convirtió para muchos en su intérprete más
autorizado.

Como dije en el capítulo 1 de este Libro II, «los teólogos (o los teólogos
importantes), son los principales canales a través de los que penetran en la corriente
básica del pensamiento católico los desarrollos o desviaciones doctrinales. Ellos crean
también el estilo intelectual con el que la revelación divina se transmite, mediante el
clero, al pueblo católico en una época determinada. En ambos aspectos, Rahner merece
ser estudiado con preferencia a los demás teólogos de la época». Además, él ilumina
mejor que cualquier otra figura del periodo conciliar lo que dije en la primera parte de
este libro sobre los estudiosos católicos que se enamoran de su propio tema y terminan
subordinando la fe a él.

Para Rahner, «su tema» era, desde luego, la filosofía idealista alemana. Sin embargo,
antes de analizar cómo afectó ésta a su teología y a su fe, explicaré algo sobre su vida y
su carrera por si pueden arrojar alguna luz sobre el desarrollo de sus ideas.

Era bávaro, y procedía de lo que él llamaba «una familia cristiana normal de clase
media». Era normal para aquellos días. Su padre, profesor en una facultad de formación
de maestros de Friburgo en Breslau, tuvo siete hijos. Para completar sus ingresos, ejercía
también como tutor, y su esposa salía a cuidar niños. La pareja nunca tuvo una casa en
propiedad.

A los 18 años, Karl, que era el tercer hijo, entró en el noviciado de los jesuitas en
Feldkirche, Austria. Su hermano Hugo, que llegó a ser un escritor de temática religiosa
muy conocido, había entrado en la orden tres años antes. Allí Karl siguió los cursos
normales de la formación jesuítica: tres años de filosofía, fundamentalmente en Pullach,

378
cerca de Múnich (1924-1927); dos años de enseñanza del latín a los novicios de vuelta
en Feldkirche (lo que le dio un dominio del latín que le resultaría a la larga inapreciable
para comunicarse con los miembros del Concilio que no hablaban alemán); para su
formación teológica (1929-1933) fue enviado a Valkenburg en Holanda. Fue ordenado
en Múnich en 1932 por el cardenal Faulhaber. Acabados sus estudios, se decidió que
enseñara Historia de la Filosofía, y entonces volvió a su casa en Friburgo para conseguir
el necesario doctorado.

Como Heidegger estaba enseñando en ella, la Universidad de Friburgo se consideraba


en esa época uno de los centros de filosofía más estimulantes de toda Alemania. Sin
embargo, al ser Heidegger favorable a los nazis, los superiores de Rahner no le
consideraron adecuado para ser su tutor. En su lugar, fue elegido como director de sus
estudios Martin Honecker, que tenía la cátedra de Filosofía Católica. Rahner y él no eran
muy compatibles. Honecker era poco comprensivo con las nuevas tendencias en filosofía
y teología. Rahner, por su parte, era ya un seguidor del idealismo alemán. Durante su
estancia en Pullach había realizado un cuidadoso estudio de Kant, Maréchal, y
Rousselot, y ya estaba bien desarrollada su antipatía de toda la vida por la escolástica, de
la que pudo ser responsable la forma en que se enseñaba teología en Valkenburg. La
relación con su director fue un anticipo, en miniatura, de los choques que tendrían lugar
más tarde en el Concilio.

Para su tesis doctoral, Rahner escogió un texto de Santo Tomás. La tesis pretendía ser
un estudio de la teoría del conocimiento de éste. Pero Rahner, que nunca fue un adorador
de la autoridad -desde luego, no de la autoridad religiosa- y cuyo «espíritu innovador y
sistemático»230 se estaba dejando ya sentir, la usó para demostrar lo que él creía que era
una afinidad entre la epistemología de Santo Tomás y la de Kant o Heidegger. Honecker
rechazó la tesis y forzó a Rahner a marcharse de la universidad sin su título. Sin
embargo, intervinieron unos superiores comprensivos. Rahner fue trasladado
precipitadamente a Innsbruck, donde se le otorgó su titulo en Teología, y fue nombrado
profesor en la Facultad de Teología de los jesuitas. Rahner iba a enseñar teología durante
el resto de su vida.

En 1939 se publicó una versión ampliada de su tesis doctoral bajo el titulo Geist im
Welt (Espíritu del mundo), y dos años después aparecieron como Hórer des Wórtes
(Oyente de la Palabra) una serie de conferencias sobre filosofía de la religión
pronunciadas en el verano de 1937. Estos dos libros, que consagraron su reputación,
«fueron las obras seminales y fundacionales desde las que Rahner iba a desarrollar su
teología filosófica»231.

Aunque Rahner siempre insistía en que él era un teólogo y no un filósofo, su carrera


posterior sugiere que la filosofía le importaba más. En una alocución con motivo del
cincuenta cumpleaños de Heidegger, Rahner se refirió a él como su «único maestro [...]
sin el que la teología católica no sería ya concebible»232.

379
Tras la invasión de Austria, los nazis cerraron la facultad de los jesuitas, y ordenaron
a Rahner salir de la ciudad. Pero no parece que tomaran más medidas en contra suya. La
mayor parte de los años de la guerra los pasó en Viena como asesor teológico de la
Archidiócesis y miembro del Instituto Pastoral Diocesano. También daba conferencias
sobre teología allí y en otras ciudades del Tercer Reich. Mientras tanto, se había ganado
la confianza del arzobispo de Viena, cardenal Innizer.

En enero de 1943, el arzobispo de Friburgo, ciudad donde estaba la casa de Rahner,


escribió una carta a todos los obispos de Alemania y Austria advirtiéndoles contra las
innovaciones peligrosas en la doctrina y la liturgia, e Innizer, que estaba en desacuerdo
con él, utilizó a Rahner para redactar su respuesta. Ésta mostraba un «agudo sentido de
la necesidad [...] de una reforma de la enseñanza y la liturgia de la Iglesia»233. Rahner
se iba haciendo famoso cada vez más entre todo el episcopado de habla alemana.

En 1948, la Facultad de Teología de Innsbruck volvió a abrir sus puertas, y la larga


carrera de Rahner como maestro y profesor de teología empezó en serio.

Un antiguo alumno le llamó «maestro estimulante». «Creo que la principal razón de


su atractivo para los alumnos era que sus clases eran vivas: no se limitaba a repetir lo
escrito en el libro. De hecho, raramente se refería al libro de texto», aunque «nos decía
que aprendiéramos lo que estaba en él». Iba de tesis en tesis preguntando lo que
significaban y cómo se aplicaban a la situación del cristianismo hoy. Era también
bastante ingenioso a su manera. A menudo nos sorprendía dando breves resúmenes de
las teologías de varios teólogos o filósofos». El escritor también habla de la regularidad
de su vida. «Se levantaba [...] muy temprano, Misa y breviario antes de las 7 a.m.
Después de desayunar, iba a su mesa de despacho para el resto del día. Tenía ese viejo
Sitzfleish alemán»234.

Sin esta vieja autodisciplina, uno se da cuenta de que su enorme producción


difícilmente habría sido posible. Para Rahner, la década de 1950 fue un periodo
extraordinariamente prolífico en escritos y publicaciones. La mayor parte de su obra iba
apareciendo en forma de artículos que empezaron como conferencias, y después vieron
la luz en periódicos, léxicos, y enciclopedias. Fue miembro activo de varias sociedades
teológicas de Alemania de gran prestigio, interesadas en el ecumenismo y en las
relaciones entre la ciencia y la fe. Fue coeditor de media docena de ambiciosas empresas
editoras que incluyeron la serie de más de 100 volúmenes Quaestiones Disputatae
(Cuestiones debatidas) a las que contribuyó con ocho libros propios y ocho más en
colaboración con otros. Entre tanto, se dedicaba también a editar las ediciones 28 a 31 de
Denzinger, la colección definitiva de los decretos y declaraciones doctrinales de los
concilios y los papas. El conocimiento enciclopédico de la doctrina católica que adquirió
de esta forma le sería muy útil para penetrar en profundidad en las difíciles aguas
teológicas, una incursión que, de hecho, había empezado ya.

380
En 1950, la encíclica Humani Generis de Pio XII había destacado el existencialismo
como una filosofía capaz de poner en cuestión «la validez del razonamiento metafísico»,
incluso sin llegar a socavar la misma fe en la existencia de Dios. Y como Rahner era
conocido por ser un ardiente heideggeriano, se dio por supuesto ampliamente que las
autoridades de Roma estaban pensando en él. La encíclica afirmaba que la idea de que el
existencialismo podría armonizarse con la doctrina católica añadiendo simplemente
«unas pocas correcciones», y rellenando algunos vacíos, era una «palpable ilusión».

El ser una figura controvertida no significa en si mismo que un teólogo sea malo. Eso
dependerá de si sus ideas están de acuerdo con la enseñanza católica -cosa que no
siempre resulta evidente de forma inmediata- y del juicio definitivo de la Iglesia. Sin
embargo, el siguiente roce con la autoridad reveló un rasgo de carácter típicamente
rahneriano.

En 1951, las autoridades jesuíticas le prohibieron publicar un largo artículo titulado


«Problemas de la Mariología contemporánea». Era la forma que escogió Rahner de
expresar su opinión sobre la proclamación por Pio XII del dogma de la Asunción el año
anterior. Aparentemente era una docta defensa de la doctrina, y empezaba en la primera
página con esta declaración: «Dejemos una cosa clara desde el principio. Toda palabra
en esta definición nos resulta a primera vista desalentadora»235. Este tono altivo iría
creciendo con los años hasta que finalmente adquirió un acento imperial que sugería que
todo el cuerpo doctrinal de la Iglesia era de su propiedad privada, pudiendo disponer de
él a voluntad.

Tres años más tarde, alguien llamo la atención de Roma sobre un artículo que había
publicado Rahner en 1949: «Las muchas Misas y el único Sacrificio». Además de abogar
por la concelebración, que la Iglesia recuperó desde entonces (una contribución
positiva), el articulo planteaba algunas preguntas sobre «los frutos de la Misa» y el valor
de multiplicar el número de misas. Sin mencionar el nombre de Rahner, Pío XII
contradijo parte de ello en una audiencia en 1954.

Todavía habría otro roce unos meses después de la apertura del Concilio. En 1960
Rahner había publicado un artículo sobre la virginidad perpetua de Nuestra Señora, en el
que establecía una distinción entre «el contenido real y la sustancia de una doctrina, y lo
que puede considerarse parte de la forma históricamente condicionada en que se
expresa»236. ¿Qué quería decir? ¿Que Nuestra Señora era virgen o que no lo era?
¿Cómo puede el condicionamiento histórico afectar a ese hecho central?

Al parecer, en un principio el artículo pasó desapercibido; pero, de repente, en


octubre de 1962 Rahner fue informado de que en el futuro todo lo que escribiera tendría
que pasar por Roma antes de publicarse. Rahner contestó que, en ese caso, dejaría por
completo de escribir. Sin embargo, ese paso tan drástico no se dio. Los tres cardenales de
habla alemana, Frings de Colonia, Dópfner de Múnich y Kónig de Viena, líderes del ala

381
germano-parlante del partido de la reforma en el Concilio, intervinieron y persuadieron
al papa Juan XXIII para que suspendiera la censura. La Paulus Gesellschaft, una
sociedad científica de profesores de ciencias y humanidades, también fue movilizada en
apoyo de Rahner. Doscientas cincuenta y cinco firmas fueron reunidas para pedir a
Roma que retirara la censura.

Debido al contratiempo, Rahner intervino poco en el trabajo de comisiones


preparatorias conciliares. La reposición del diaconado permanente parece haber sido el
único tema sobre el que fue oficialmente consultado. Tampoco fue inicialmente
nombrado perito oficial, o consejero teológico del Concilio. Llegó a éste como consejero
personal del cardenal Kóning, papel que cumplió también para el cardenal Dópfner, y
sólo fue peritus conciliar después de comenzado el Concilio. Desde entonces, con el
respaldo de sus patrocinadores, se convirtió rápidamente en una figura dominante.

Congar califica su influencia como «enorme». «El clima», decía Congar, «había
pasado a ser: Rahner dixit. Ergo verum est. («Lo ha dicho Rahner. Entonces es verdad»).
Déjenme darles un ejemplo: si había dos micrófonos en la mesa, Rahner tenía
monopolizado uno. A menudo sucedía que Franz Kóning, cardenal arzobispo de Viena,
del que Rahner era experto, se dirigía a Rahner diciendo, como instándole a intervenir:
Rahner, quid? Entonces, por supuesto, intervenía Rahner»237.

«Trazos de su teología», escribe Dych, «pueden encontrarse en las enseñanzas del


Concilio sobre la Iglesia a propósito del primado del Papa y del episcopado, en el tema
de la Revelación y en el de la relación entre Escritura y Tradición; en la inspiración de la
Biblia, en los sacramentos y el diaconado, en la relación de la Iglesia con el mundo
moderno, en la posibilidad de la salvación fuera de la Iglesia (la Iglesia visible) incluso
para los no creyentes, y en muchas otras áreas». Esto, sin embargo, no significa que el
Concilio adoptara masivamente las opiniones de Rahner sobre todos estos temas. No
debemos negar que hizo contribuciones muy positivas a los textos. Pero también hay
evidencia de que ejerció una influencia negativa en el sentido de que las posiciones
tradicionales podían haber sido apoyadas con más fuerza de lo que lo

Sin embargo, el punto principal en todo este asunto es que saliera del Concilio como
el intérprete no oficial de mayor autoridad de todo lo sucedido allí. Sobre esta época,
Von Baltasar escribió: «¿Quién no toma hoy como punto de referencia a Karl
Rahner?»239.

Entre tanto, con su impresionante capacidad de trabajo había seguido enseñando


teología en Innsbruck hasta que pasó a la Universidad de Múnich en 1964, y finalmente
en 1967, a Münster, donde fue profesor de Teología Dogmática hasta su jubilación en
1981.

Después del Concilio, su posición frente a Roma puede ser comparada a la del

382
Archiduque de Austria del siglo XIX, que apoyaba los movimientos independentistas en
los territorios del Imperio sin salir personalmente al campo, ni romper las relaciones con
su padre en Viena. Las confrontaciones directas con la autoridad fueron dejadas en
manos de Schillebeeckx, Küng y otros subordinados. Siempre cuidadoso de su
reputación de «gran teólogo», Rahner tuvo mucho más cuidado que las «tropas de
choque» de la revolución para hacer que sus ideas parecieran legítimos desarrollos
teológicos, más que las innovaciones que con mayor frecuencia se daban. Éste fue un
periodo de viajes por el extranjero dando conferencias a extasiadas audiencias de
sacerdotes y laicos.

Roma, por su parte, hizo todo lo que pudo, por razones estratégicas, para disimular el
alcance de su responsabilidad en la rebelión y su relación con la naturaleza concreta de
lo que parecía que estaba diciendo. Por ejemplo, fue uno de los primeros miembros de la
Comisión Teológica Internacional del papa Pablo VI. Más tarde se decidió que la
Comisión y él fueran «por caminos separados» debido a incompatibilidades en la
perspectiva teológica.240

Más de una década antes, en noviembre de 1963, había escrito desde Roma a su
amigo Volgrimler, que le resultaría muy útil una Festschrift en honor de su sesenta
cumpleaños porque no era en absoluto cierto que «mis «cosas más peligrosas» hayan
sido escritas ya»241. Pero las «cosas peligrosas» sí estaban siendo escritas ya, y
conforme se multiplicaban, lo mismo ocurría con la importancia de sus críticos.

Los cardenales Frings y Ratzinger habían empezado a tener reservas sobre aspectos
de su teología antes del final del Concilio.242 Los críticos incluirían finalmente no sólo
a figuras de «orientación tradicional» como el cardenal Sir¡ de Génova, sino a antiguos
simpatizantes o colegas como Von Balthasar, y De Lubac. Von Balthasar había revisado
rápidamente su opinión sobre Rahner como «punto de referencia»243.

A pesar de esto, en ningún momento sus enseñanzas fueron oficialmente puestas en


duda, ni tampoco, como ocurrió con hombres de menor rango, fue invitado a Roma para
explicarlas. Él podría ser visto como la artillería pesada de la revolución, disparando
desde atrás para debilitar una doctrina antes de que sus seguidores se lanzaran al ataque.

Pasó sus años de jubilación escribiendo y dando conferencias en casa y fuera. En


1984, para su ochenta cumpleaños, hubo ce lebraciones en Friburgo, Innsbruck, Londres,
y Budapest. Murió tres semanas después, y para entonces, generaciones enteras habían
ya asimilado su forma de pensar. Uno de sus últimos actos fue una carta a los obispos de
Perú en apoyo de la teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez.

383
s indudable que un hombre que reflexionó sobre las enseñanzas de la Iglesia
durante cincuenta años, escribiendo y publicando libros y artículos sobre ello, diría casi
con total seguridad muchas cosas útiles y verdaderas. También podemos aceptar que,
hasta un determinado momento de su vida, Rahner aceptó todas las enseñanzas de la
Iglesia tal y como ésta las ha entendido siempre. Los hombres caen en los errores
gradualmente. Esto explica el gran número, aunque ahora quizás en disminución, de
admiradores católicos de Rahner. Resulta siempre refrescante oír las mismas verdades de
siempre expresadas con nuevas palabras, o desde un ángulo novedoso. Es como leer los
Evangelios en otro idioma.

Pero como acabamos de ver, a mediados de la década de 1960, los que antes eran
admiradores empezaban a darse cuenta de que algo iba seriamente mal. No era cosa de
un error aquí o allí, sino de una transformación de la sustancia subyacente de su
pensamiento desde el catolicismo a algo menos que eso. Y es la situación más o menos
definitiva de esa sustancia la que trataré de poner de relieve tal como se manifestó con la
publicación de su Curso fundamental sobre la fe. Tanto Von Balthasar como Ratzinger
notaron síntomas de la transformación en el nivel devocional: el primero menciona el
decreciente interés de Rahner hacia el Sagrado Corazón; el segundo sus fríos
sentimientos hacia Nuestra Señora.

Antes de la publicación del Curso fundamental, la mayoría de sus escritos


estrictamente teológicos habían aparecido en periódicos en forma de artículos sobre
temas particulares. Estos eran recogidos y publicados gradualmente en series de varios
volúmenes, traducidos al español con el título de Escritos de Teología. Otros pueden
encontrarse en diccionarios y enciclopedias. Todo esto hizo que fuera difícil ver en
conjunto lo que iba diciendo. Su famoso estilo retorcido fue otro obstáculo para su
comprensión. Sin embargo, todo ello cambió con la aparición del Curso fundamental,
que Ratzinger llama una «Summa comprehensiva». Pero es una summa en un volumen
de menos de quinientas páginas. No es precisamente placentera de leer. No obstante,
cualquiera con una educación razonablemente buena, una adecuada determinación, y un
conocimiento, aunque sea rudimentario, de epistemología kantiana, debería ser capaz de
captar lo esencial de ella.

Desde entonces la comprensión se ha hecho más fácil aún gracias al libro de Dych.

384
Este esclarecedor estudio de la trayectoria y teología de su maestro, tuvo la aprobación
personal de Rahner, y el candor y la claridad de estilo del autor le confiere un valor
adicional. Con estos dos libros resulta posible para los no expertos comprender lo básico
de la última teología de Karl Rahner.244

Al principio, uno debe ser consciente de que Rahner era esencialmente un teólogo
con una misión, que no es precisamente lo mismo que una vocación. Todo teólogo tiene
una vocación -meditar sobre la fe católica y explicarla- y podemos estar seguros de que
eso es también lo que Rahner consideró que estaba llamado a hacer. Pero desde el
principio contaba con dos objetivos específicos más.

El primero era la «necesidad de disipar la idea de que la teología católica era


monolítica, y que todo lo importante estaba establecido ya»245. Éste era un punto de
vista compartido por la mayoría de los reformistas conciliares. De hecho, el mismo
Concilio abrió el debate sobre un número de cuestiones teológicas sin haberlas resuelto
previamente. La diferencia en el caso de Rahner era que él llegó a considerar casi todo
como «no resuelto», lo que, como veremos, incluía la doctrina de la Trinidad.246

Su segundo objetivo parece haber tomado forma cuando estaba trabajando


pastoralmente en Viena. Un mayor conocimiento de los problemas pastorales le habría
llevado a la conclusión con la que ya estamos familiarizados. La fe y la práctica estaban
en declive porque la forma en que se presentaba la fe era demasiado distante de las
experiencias de la gente. Por tanto, la fe católica en su totalidad debe ser reformulada en
términos que se correspondan con esas experiencias. Aun cuando esto fuera cierto, lo
raro sería pensar que usando la terminología y los conceptos de la moderna filosofía
alemana -la más remota de todas las filosofías desde una visión del mundo con sentido
común- se podría remediar la situación.247

La tarea ha sido comparada con el uso que Santo Tomás de Aquino hace de
Aristóteles. Pero con una notable diferencia. Las principales fuentes de la teología de
Santo Tomás fueron las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia, a quienes el santo
cita abundantemente; y después, Aristóteles, Platón, y un PseudoDionisio a quien utiliza
para sacar a relucir la armonía entre razón y revelación.

Para Santo Tomás la filosofía era la sierva de la teología. Por el contrario, Rahner
convierte a la teología en sirvienta de la filosofía. Un distinguido estudioso alemán habla
de «la inseguridad» de Rahner en el terreno de las Sagradas Escrituras. Cosa que
fácilmente se confirma en sus libros. Sorprendentemente, contienen pocas referencias a
las Sagradas Escrituras, los Padres de la Iglesia, o cualquier otra fuente eclesiástica, tanto
en el texto como en las notas a pie de página.

De modo que Kant proporcionará al «nuevo Santo Tomás» su teoría del


conocimiento, Heidegger su filosofía del hombre, y Hegel su cosmología, o visión

385
general del mundo. Juntos permearán, por así decirlo, su teología desde abajo, hasta
transformarla en una filosofía religiosa, en gran medida independiente de la revelación
divina.

El alcance de la transformación puede ser juzgado por su declaración de que «una


teología desmitificadora, correctamente entendida, necesitará ser consciente de que
propuestas como: "Hay tres personas en Dios", "Dios envió a su Hijo al mundo", "somos
salvados por la sangre de jesucristo", son, pura y simplemente, incomprensibles para el
hombre moderno, si siguen representando, como en la vieja teología, el punto de partida
y de llegada del mensaje cristiano. Generan además la misma impresión que la pura
mitología de una religión del pasado»248. «El hombre moderno se da cuenta de que
miles de afirmaciones teológicas son sólo formas de mitología». Ya no puede tomar más
en serio las palabras «Jesús es Dios hecho hombre», igual que el hecho de que «el Dala¡
Lama se considere él mismo la reencarnación de Buda».

Aunque en menor medida, Teilhard y los estudiosos bíblicos radicales ejercieron


sobre él influencias significativas. ¿Quién del mundo de la alta teología, de su
generación y perspectiva, podría sustraerse a ellas?

Aunque Teilhard no tuvo tiempo para el existencialismo -era demasiado lúgubre-


Rahner aprendió de él «a mirar el universo como un proceso en el que todo nivel del ser
da origen a uno superior a través de un proceso de «auto-trascendencia». Es como si el
universo se estuviera reponiendo a sí mismo por sus propios esfuerzos. Todos los seres
están dotados de este deseo fundamental. «Si se toma realmente en serio la
transformación, ésta debe ser entendida como una auténtica auto-trascendencia, como un
superarse a sí mismo; como el vacío que termina alcanzando activamente su propia
plenitud...». «Es propio de la naturaleza intrínseca de la materia desarrollarse en la
dirección del espíritu» (C.F.F.)249.

En cuanto a la erudición bíblica, aunque no tuviera demasiado interés personal en


ella, parece dar por sentadas sus conclusiones más radicales. «Los informes a partir de
los que podemos adquirir conocimiento sobre jesús de Nazaret, si es que los podemos
adquirir realmente, son [...] cada uno y todos ellos afirmaciones de fe» (C.F.F.). Desde
«un punto de vista histórico, en una investigación sobre la pre-resurrección de jesús, han
de quedar abiertas muchas cuestiones» (C.F.F.). Nuestro «conocimiento histórico de
jesús, de su propia auto-comprensión, y de la justificación que da de ella, está cargado de
numerosos problemas, incertidumbres, y ambigüedades» (C.F.F.). «Jesús se veía a sí
mismo, no simplemente como uno entre muchos profetas [...] sino [...] como el absoluto
y definitivo salvador, aunque [...] lo que pueda significar un salvador definitivo, requiere
una reflexión más profunda» (C.F.F.).

Sin embargo, la filosofía alemana permaneció como la influencia dominante, y para


entender cómo cambió la comprensión de Rahner de las principales doctrinas católicas,

386
debemos empezar asomándonos a su teoría del conocimiento. Con los idealistas
empiezan siempre los problemas.

Para un seguidor de Kant, se recordará, hay tres tipos de conocimiento: categórico,


trascendental, y el que dicta la «razón práctica», que es el que nos proporciona nuestra
idea de la verdad y el error. Aquí nos interesan sólo los dos primeros, el conocimiento
categórico que nos llega de fuera por los sentidos y el trascendental, que de alguna
manera se genera dentro. Para adquirir el conocimiento de Dios, Rahner considera el
conocimiento categórico como decididamente inferior al trascendental. El conocimiento
categórico -que incluye la revelación divina y la doctrina de la Iglesia-, por venir de
fuera, no puede nunca decirnos cómo son realmente las cosas «en sí mismas». Por tanto,
las declaraciones categóricas sólo pueden ser aproximaciones a la verdad y están siempre
abiertas a revisión. Interiormente, por otra parte, somos objeto directo de la auto-
comunicación de Dios». Tenemos un contacto con Él, o una «pre-comprensión»
(Vorgrif~ que, sin importar lo vago (o atemático) que sea, es mucho más genuino. Dice
Rahner: «Cuando atribuimos a los milagros, a las poderosas acciones de jesús y a su
resurrección, la función de fundamento de la fe, no quiere decir que mantengamos que
tales conocimientos llevan a la fe y la justifican desde fuera» (C.F.F.). La fe se
corresponde con «nuestra sobrenatural [...] experiencia de absoluta auto-comunicación
de Dios». Por eso las formulaciones doctrinales deben ponerse siempre en
correspondencia con la experiencia interior. También explica el creciente agnosticismo
de Rahner (no sobre la existencia de Dios, pero sí sobre la posibilidad de saber realmente
algo acerca de Él) y también, creo yo, lo que tiene en mente el McCool del Rahner
Reader, cuando habla de que «la dialéctica entre el conocimiento categorial de la
realidad sensible, y su consciente, aunque no objetiva captación de Dios en cuanto
término de su dinamismo», es «crucial para la teología dogmática de Rahner»250. Esto
se puede traducir como «la dialéctica entre lo que la Iglesia ha dicho que significan sus
doctrinas y lo que la no-objetiva captación de Dios de Rahner le ha dicho a él que
significa». Esto es lo crucial para la teología dogmática de Rahner.251

Estamos ya en condiciones de contemplar la forma en que el diálogo entre


conocimiento trascendental y conocimiento categorial de la teología de Rahner, junto
con las filosofías de Hegel y Heidegger, alteró la comprensión por parte de Rahner de la
Encarnación y la Trinidad.

¿Quién y qué es Cristo? La Iglesia siempre ha dicho: «Dios y Hombre»; y cuando se


le pregunta cómo puede ser ambas cosas, responde citando el Concilio de Calcedonia:
asumiendo la naturaleza humana, sin perder la naturaleza divina. Es una única persona
divina con dos naturalezas, una divina y otra humana. Ahora bien, Rahner,
sencillamente, no tendrá esta idea.

Ya desde el principio del Concilio escribía a su amigo Vorgrimler desde Roma:


«Cuando me siento alrededor de la mesa con Daniélou, Ratzinger, Schillebeeckx, etc.,

387
me doy cuenta de que aún no me he hecho mayor. Desde mi punto de vista siguen sin
percatarse de la poca agua que una cristología abordada de arriba abajo llevaría hoy.
Empieza con la simple declaración de que Dios se hizo hombre.252

Posteriormente mantiene una persistente polémica en contra de la idea de que Cristo


fue un «ser divino preexistente». La Cristología descendente de Calcedonia -el descenso
de Cristo a la tierra para asumir una naturaleza humana sin dejar de ser Dios- tiene un
olor mitológico, nos dice repetidamente. Deja la impresión de que la naturaleza humana
de Cristo era sencillamente una especie de disfraz que la Divinidad se puso durante su
visita a la tierra como un dios griego. Sugiere que Dios no se hizo un hombre real. Esa
idea es incomprensible para el hombre moderno, o de poder entenderla, no la aceptará.
Por tanto, la Cristología pasada, procedente de Calcedonia, debe ser remplazada por una
adecuada y resuelta Cristología ascendente que pueda comprender el pueblo real de hoy.

¿En qué difieren entonces estas dos cristologías, ascendente y descendente? Desde
luego, podría querer decir que Cristo fue un hombre bueno que gradualmente se fue
convirtiendo cada vez más en «semejante a Dios», o que en un momento determinado
Dios vino a vivir en él, o lo adoptó como hijo (la antigua herejía adopcionista). Pero no
era propio del carácter de Rahner ir vendiendo una idea tan manida, aunque no hubiera
tenido otras razones para pensar de forma diferente.253

Para entender la «cristología ascendente» de Rahner tenemos que mirar en primer


lugar a su doctrina de la Trinidad, que, de quedarnos solos ante ella, podríamos encontrar
francamente difícil de comprender; afortunadamente, sin embargo, nos ha sido dada una
clave para acceder ella. La clave la proporcionó monseñor Theobald Beer, un estudioso
alemán, en una serie de artículos y entrevistas sobre Rahner aparecidos en la revista
mensual in ternacional 30 Days, entre finales de 1992 y principios de 1993. Von
Balthasar llamó a Beer «el más grande experto en Lutero, vivo». La entrevista tuvo lugar
en la Gustav Siewerth Akademie, en Alemania, y su fundadora y directora, la profesora
Alma von Stockhausen, una autoridad en Hegel, tomó también parte en ella.

Básicamente, afirmaba monseñor, Rahner no cree en la Trinidad tal como la entiende


la Iglesia. Él ha remplazado el Dios del cristianismo por un Dios que recuerda a la Mente
Absoluta de Hegel, de cuyo pensamiento son proyección el universo y la humanidad.

El artículo produjo un coro de furiosas protestas a cargo de entusiastas de Rahner de


toda Alemania. Neufeld, profesor del archivo de Rahner en Innsbruck, reivindicó que
Rahner nunca reveló «ningún tipo de deuda» para con Hegel. En respuesta al autor de la
entrevista, Guido Horst citó a Hans Küng, que en una materia así es sin duda una
autoridad: «La gran mente -escribe Küng- que está detrás de esta consideración en
profundidad y de cerca de la Cristología clásica, aun aceptando la influencia de
Heidegger, no es otra que Hegel»254. Dych y McCool, ambos devotos rahnerianos, dan
por sentada igualmente la deuda de Rahner con Hegel. Pero quizás la evidencia más

388
convincente de la verdad del argumento de monseñor Beer, no es esta o aquella
autoridad, sino el torrente de luz que arroja sobre la completa deriva del último
pensamiento de Rahner.

Si monseñor Beer está en lo cierto, para Rahner el Hijo y el Espíritu Santo no son
personas en el sentido que les da la Iglesia. No existieron con el Padre desde toda la
eternidad. Serían funciones de Dios, o «modos de subsistencia» que sólo llegan a operar
cuando Él empieza a crear o a objetivizarse a sí mismo. Rahner, dice monseñor Beer,
«no acepta que la persona tenga una base bíblica distinta del Padre, del Hijo, y del
Espíritu Santo». Él «busca un Dios para quien la historia del mundo creado es sólo un
momento en la historia del mismo

Rahner confirma esto. «Uno [...] debe tener sumo cuidado en alejar todo lo que pueda
sugerir tres subjetividades del concepto de persona. De ahí que, incluso dentro de la
Trinidad, no haya un "Tú" recíproco. El Hijo es la auto-expresión del Padre que, una vez
más, no puede ser imaginado "hablando"; el Espíritu es el regalo que una vez más, no
"crea"».256 Así, por citar otra vez a Beer, en la teología de Rahner «no hay amor
intertrinitario, no un auténtico Tú a quien el Padre pueda dar su corazón». De hecho,
Rahner rechaza desdeñosamente los intentos de comprender la vida interior de la
Trinidad. De «las impositivas especulaciones en las que, desde tiempos de Agustín, la
teología cristiana ha intentado concebir la vida interior de Dios... quizá podamos decir
finalmente que no sirven de gran cosa» (C.F.F.). Como Lutero, Rahner está sólo
interesado en Dios en la medida que hace cosas «para nosotros». Además, antes de la
creación, efectivamente, no existía una Trinidad que tuviera una vida interior sobre la
que especular.

Sin embargo, el Dios de Rahner no es tan carente de amor como el de Hegel. La


Mente Absoluta de Hegel «objetiviza», o se convierte en otra distinta de sí misma para
comprenderse. En su objetivización descubre lo que es. El Dios de Rahner quiere
comunicarse con «el otro» para suscitar una respuesta de amor. Ahí es donde la
Cristología ascendente, o modo de comprender Rahner la encarnación, aparece en
escena. Cristo es el clímax de los esfuerzos de Dios para producir una criatura capaz de
responder adecuadamente a su auto-comunicación, cuando pone en marcha el proceso
evolutivo. «Cuando Dios quiere ser aquello que no es Dios, llega a ser el hombre ». Uno
está tentado de añadir: y muchas otras cosas también. Dinosaurios, jirafas, pájaros. ¿Y
por qué omitir a los ángeles?

Pero la evolución es un asunto lento. Incluso cuando aparece por fin el hombre, su
respuesta a la autocomunicación divina estuvo durante cientos de miles de años bajo
mínimos. Finalmente, sin embargo, el largo proceso de autotrascendencia cósmica
alcanzó su clímax. El avance inicial, presumiblemente, había sido el primer antropoide
completamente hominizado. El hombre representa «la tendencia básica de la materia
para descubrirse a sí misma, en su espíritu a través de la autotrascendencia». El final del

389
proceso será «la completa autotrascendencia del hombre en Dios mediante la
autocomunicación de Dios»; y es ésta etapa final del viaje ascendente la que empieza
con el nacimiento de Cristo. En Cristo, la evolución produce el primer hombre cuyo «sí»
a Dios fue total, y como respuesta, Dios dijo «sí» a la humanidad en su conjunto.

La «garantía absoluta de que esta autotrascendencia final [...] triunfará, y ha


empezado ya, es lo que llamamos "unión hipostática". El Dios-hombre es el triunfo
inicial y definitivo del movimiento de la autotrascendencia del mundo en la absoluta
cercanía al misterio de Dios. En primer lugar, esta unión hipostática no puede ser vista
tanto como algo que distingue a jesús de nosotros, sino más bien como algo que debe
suceder una vez, y sólo una, cuando el mundo empiece a entrar en su fase final» (C.F.F.).

Sólo en este sentido está dispuesto Rahner (el Rahner de sus últimos años) a aceptar a
Cristo como salvador y redentor. Es tan reacio a la idea de que la pasión y muerte de
Cristo fueran un sacrificio por nuestros pecados, como lo es a la idea de que Él fuera un
«ser divino pre-existente». No hay espacio en su sistema para una teología de la Cruz.
Nos dice que no debemos hacer tanto caso del «amargo sufrimiento» de Cristo como de
su muerte. Mantiene «una polémica constante contra una doctrina legalista de la
satisfacción». No hace intentos de explicar la declaración del Nuevo Testamento de que
Cristo cargó con nuestros pecados en la Cruz. Atribuye nuestra redención a la voluntad
salvadora de Dios, más que a algo que Cristo hiciera por nosotros.

«Para Rahner», dice monseñor Beer llanamente, «Cristo fue sólo un hombre»257, y
tomando las palabras en su sentido normal, monseñor Beer naturalmente tiene razón.
Pero rara vez se puede hacer una afirmación tan franca sobre Rahner sin encontrar que al
final hay que matizarla de alguna manera.

Por ejemplo, en las páginas del Curso fundamental sobre la fe donde trata sobre la
Encarnación, pide a sus lectores repetidamente que consideren lo que quiere decir el
Credo cuando dice que Cristo se hizo hombre, con un énfasis especial en las palabras se
hizo. No debemos, nos dice, «entender este dogma fundamental del cristianismo en un
sentido mitológico» (C.F.F.). ¿Qué quiere decir? Después de suficientes repeticiones, se
cae en la cuenta. Está usando la noción de kenosis, el autovaciamiento de Dios, para
insinuar que Dios, o la parte de Él que cambió a noDios, se transformó literalmente en
un hombre. Él, o ello, dejó de ser divino. (El credo latino, por supuesto, dice que Cristo
«se encarnó» o «se hizo carne», que es bastante diferente). Sin embargo, puesto que lo
que es no-Dios ha emanado todo de Dios, y será finalmente absorbido otra vez en Dios,
todo, desde Cristo hasta las arenas de la playa, puede considerarse divino en ese sentido.

Así es como lo explica Rahner. Después de rechazar la idea de que Dios pueda
asumir la naturaleza humana sin que quede afectada su naturaleza divina, escribe: «Al
contrario, el elemento básico según nuestra fe, es el autovaciamiento (sic), el llegar a ser,
la kenosis y la génesis de Dios mismo, que puede llegar a ser al convertirse en otra cosa

390
[...] sin tener que cambiar su propia y verdadera realidad, que es de origen no originado.
Por el hecho de que permanece en su infinita plenitud, mientras se vacía a sí mismo [...]
el subsiguiente otro es su propia verdadera reali Si uno intentase dar consistencia a estas
especulaciones, tendría que decir que la Encarnación empezó realmente con el Big-Bang,
o cuando Dios dijo: «Hágase la luz», y que los millones de años que preceden a la
aparición histórica de jesús fueron el tiempo de su gestación en la matriz. Todo esto es
muy ingenioso, pero difícilmente es cristianismo.

391
a otra novedad principal de la teología de Rahner es su enseñanza sobre la
relación entre los mundos natural y sobrenatural, y entre naturaleza y gracia. La mayoría
de los principales reformadores del siglo XX fueron, hasta cierto punto, críticos con la
manera de presentar la Iglesia su enseñanza sobre este tema. Casi todos hicieron
propuestas para ofrecer explicaciones mejores o alternativas. Sus propuestas tampoco
fueron un tema más entre el resto de los de su agenda. Cambiar la forma de concebir las
relaciones entre lo natural y lo sobrenatural, la naturaleza y la gracia, era el nervio
central o el corazón de la «nueva teología».

Sus críticas y propuestas se pueden agrupar así: las de la escuela moderada


encabezada por De Lubac, y las de la escuela radical o extremista liderada por Rahner.
Para mostrar cómo se desvía la teología de Rahner de la enseñanza tradicional de las
nuevas orientaciones conciliares, empezaré fijándome en lo que la Iglesia tiene que
decir, para pasar después a las ideas y propuestas de De Lubac.

No se puede entender el cristianismo católico sin comprender su enseñanza sobre la


gracia; a lo que se podría añadir que si no se entiende la enseñanza sobre la gracia,
resultará más arduo decir lo que es y lo que no es este cristianismo católico. No obstante,
y aunque lo que ha definido la Iglesia está suficientemente claro, no hay que olvidar que
estamos tratando con un misterio y que sigue habiendo preguntas y problemas sin
resolver conectados directamente con su enseñanza.

Las dos parejas de términos «natural y sobrenatural» y «naturaleza y gracia», se usan


a menudo de forma intercambiable, como si se aplicaran igual a dos temas diferentes
aunque relacionados -la relación de Dios con el universo creado, y la acción de Dios en
el alma humana-, lo que para los no teólogos frecuentemente puede ser causa de no poca
confusión. Por eso usaré «natural y sobrenatural» para el primero, y «naturaleza y
gracia» para el último.

La enseñanza sobre la relación del mundo sobrenatural (Dios, el cielo, la eternidad)


con el natural plantea relativamente pocos problemas. Dios produjo la existencia del
mundo natural, lo mantiene «siendo» (es decir, en el ser o en la existencia) cada instante,
y es inmanente a él, o sea que está presente con su poder en todas partes. Al mismo
tiempo, Él lo trasciende, en el sentido de que no forma parte de él. No es una extensión

392
de su ser o de su sustancia. Ésta es la enseñanza tradicional sobre la relación entre los
órdenes natural y sobrenatural.

En cuanto a la palabra gracia, desde el siglo V fue usada con sentido amplio para
referirse a toda clase de dones de Dios, naturales y sobrenaturales, materiales y
espirituales; para los beneficios y milagros del universo, y también para la inspiración y
los dones sagrados. Sin embargo, en el Occidente latino después del siglo V se llegó a
reservar exclusivamente para los dones sobrenaturales y espirituales de Dios. Además, la
Iglesia llegó a distinguir gradualmente pero con creciente claridad -como se refleja en las
Escrituras, los Padres y en su práctica sacramental de siglos- entre los diferentes dones
sobrenaturales. (Entre tanto, continuó en Oriente el uso generalizado del término por los
Padres griegos, y fue reintroducido en Occidente por el movimiento para el
resourcement, asociado a la nueva teología.)

En la doctrina y la teología occidentales, la gracia significaba en primer lugar la vida


de Dios mismo (gracia no creada), y después (el principal sujeto de discusión teológica)
la «participación» en esa vida que Dios ofrece a través de su Espíritu Santo a los ángeles
y a los hombres para que puedan alcanzar su objetivo final: la visión beatífica. Dentro
del reino de la gracia creada, se hizo una distinción más entre la gracia real y la gracia
santificante. La expresión «gracia real» se usa para actos separados de asistencia
sobrenatural que hace Dios a todos los hombres en momentos diferentes cuando surge la
necesidad como respuesta a la oración. La «gracia santificante» es la expresión del
estado de amistad o justificación duradero en que entran los hombres cuando aceptan la
oferta de Dios del don de la fe, reciben el bautismo y cumplen los mandamientos. La
costumbre lo suele llamar «estado de gracia». Es lo que hace que el alma merezca ser
«templo del Espíritu Santo». Uno debe estar en estado de gracia cuando muere para
poder alcanzar la salvación.259

Esta enseñanza sobre la gracia fue articulada en primer lugar por San Agustín, y
desarrollada y clasificada después por Santo Tomás y los escolásticos, y cuando en el
siglo XVI fue impugnada por los reformadores produjo disputas entre los teólogos
católicos que intentaron responder a sus objeciones. Éstas fueron principalmente sobre la
relación entre gracia y libre albedrío. Cuando las disputas empezaron a amenazar la paz
de la Iglesia, el Papa de la época prohibió las discusiones, y durante tres siglos reinó la
tranquilidad. Pero hacia finales del siglo XIX Blondel sacó de nuevo a relucir la relación
entre lo natural y lo sobrenatural en términos filosóficos, con lo cual, y elevada al plano
teo lógico, se convirtió en el centro del debate entre De Lubac y los nuevos teólogos, y
los neoescolásticos, liderados por el Padre Garrigou-Lagrange.

El núcleo central de la doctrina en torno al que han gravitado las controversias del
siglo XX está en que la gracia y la promesa de vida eterna que la gracia prepara y ayuda
a realizar son dones «gratuitos». No pertenecen a la naturaleza humana como tal. Como
criaturas del orden natural, los hombres no tienen derecho a ellos. Tampoco pueden

393
acceder a ellos por sus propios esfuerzos. Pueden o no cooperar con la gracia una vez
ofrecida. Pueden rezar implorándola. Pero ni siquiera pueden empezar a querer rezar sin
una gracia que ponga en marcha su deseo.

Esta doctrina sobre la «gratuidad» de la gracia y de la vida eterna estaba demasiado


consolidada como para que cualquiera que lo deseara pudiera desafiarla. Todos los
nuevos teólogos estaban de acuerdo en un punto. Bien al referirse a Dios y al cosmos, o
a la acción de Dios en el alma individual, la teología imperante, al hacer excesivamente
aguda la distinción entre los dos órdenes -natural y sobrenatural- daba la impresión de
que Dios no había pensado en un destino sobrenatural para el hombre desde un principio,
sino que se trataba de una ocurrencia tardía añadida después. A menudo se hacían
referencias llenas de sorna a la doctrina imperante, describiéndola como la teoría de los
«dos pisos», o de los «dos niveles». Con todo, había diferencias de opinión sobre cómo
se podrían aproximar los dos niveles sin colisionar con las doctrinas o los dogmas
definidos.

Las críticas de De Lubac se centraron, en primer lugar, en la enseñanza de los


neoescolásticos sobre el destino final del hombre.

De hecho, el hombre sólo tiene un destino final: la visión beatífica en un universo


transfigurado, cuando el orden natural sea asumido en el sobrenatural. Los escolásticos,
por otra parte, también Santo Tomás, habían hablado de dos fines del hombre: uno
natural y otro sobrenatural. Su propósito era doble: en primer lugar, poner de relieve la
diferencia entre lo que los hombres pueden hacer en este mundo sólo con sus fuerzas
naturales, y todo aquello en lo que dependen de la gracia; en segundo lugar, mostrar que
Dios no está obligado en modo alguno a premiarnos con la vida eterna en el cielo. La
cuestión se podría exponer de esta manera: Dios nos creó con una necesidad de alimento;
podemos, pues, contar con Él para proporcionárnoslo. Pero no hay nada en nuestra
naturaleza como tal que obligue en absoluto a Dios a darnos, ya sea la gracia o un
premio celestial, en la forma en que la bondad le «obliga» a darnos alimento. Una
eternidad de dicha natural sería una justa y suficiente recompensa para nosotros (lo que
la teología tradicional llamaba el «limbo» de los justos). La gracia y el cielo son regalos
inmerecidos, aparte de, o además de la existencia natural.

La importancia de esta doctrina se aprecia mejor viendo el clima espiritual que


genera su desconocimiento. Donde no se explica, los cristianos pueden llegar fácilmente
a pensar no sólo que está muy bien dedicar a Dios algo de su tiempo y atención, sino
también que tienen derecho al cielo. Algo menos que eso sería escandalosamente injusto.
Se vuelven incapaces de entender su propia insignificancia, o la inmensa generosidad de
Dios.

Por supuesto, los escolásticos no querían decir que el servicio de los hombres a Dios
en este mundo, con sus facultades y capacidades naturales (su fin natural), esté al mismo

394
nivel que su fin sobrenatural, ni que éste pueda conseguirse sin la ayuda de la gracia.
Creían que ambos fines estaban entrelazados y discurrían en paralelo.

Sin embargo, para clarificar aún más el tema, sus sucesores del siglo XVI
introdujeron en el debate el concepto de «naturaleza pura». El estado de naturaleza pura
era una hipótesis sobre lo que un hombre ideal habría sido en su estado natural si Dios le
hubiera creado y dejado solo en este mundo durante toda su vida y sin la necesidad de la
gracia. El objetivo era proteger la «gratuidad» de lo sobrenatural.260

El «estado de naturaleza pura» fue el segundo objetivo de De Lubac. Este sostenía


que, puesto que Dios no nos creó para una existencia o una felicidad puramente
naturales, sino que nos destinó (siempre que nosotros cooperáramos) a una visión
beatífica desde el principio, la discusión sobre la «naturaleza pura», sería sólo engañosa.

La justificación neoescolástica de la hipótesis se basaba en un principio tomado


prestado de Aristóteles: todo ser creado debe tener en su interior la capacidad de alcanzar
el fin para el que fue creado. Por tanto, si los hombres son incapaces de alcanzar su fin
sobrenatural mediante sus propias fuerzas, deberán tener un fin natural identificable que
esté dentro de sus capacidades

Tonterías, replicó De Lubac. El hombre no es como el resto de la naturaleza. Como


espíritu, dotado de razón y libre albedrío, es una excepción dentro de la naturaleza. Era
un buen argumento, que habría sido aún más fuerte si hubiera añadido que cada espíritu,
al estar creado directamente por Dios, procede de la naturaleza exterior.

No obstante, guardó el grueso de su artillería para lo que creyó que era una
consecuencia del tratamiento neoescolástico de los dos órdenes. Al subrayar con
excesiva fuerza su diferencia, insiste una y otra vez, los escolásticos del siglo XVI
habían preparado el camino para el deísmo del siglo XVIII, y el moderno ateísmo.
Habían proporcionado a los ateos un orden natural, en gran medida autoexplicativo, del
que Dios podría ser fácilmente excluido sin que sufriera un daño visible. Un excesivo
énfasis en la trascendencia de Dios había tenido consecuencias parecidas. Para este
exceso de énfasis, De Lubac inventó el término «extrinsecismo». Con el término
«extrinsecismo», se refería a una visión de Dios como exterior en gran medida a Su
creación, sugiriendo que alguna vez -sin duda estaba siendo deliberadamente
provocativo- ese «extrincesismo» podría llegar a ser una herejía tan peligrosa como el
modernismo. El remedio era otorgar más espacio en la teología a la inmanencia de Dios
y a su actividad omnipresente dentro del universo.

Otras críticas importantes de De Lubac tenían que ver con la forma de manejar los
escolásticos la relación entre naturaleza y gracia en el alma individual. Cualquier
enseñanza efectiva sobre el hombre debe mostrar de una u otra manera que «lo natural
presupone a lo sobrenatural». Como hemos visto, éste fue el punto de arranque de la

395
filosofía apologética de Blondel y que De Lubac estaba desarrollando hasta cierto punto.
Ésta era, creía él, la única manera de responder el ateísmo científico.

Hasta cierto punto, De Lubac, tenía a San Pablo de su parte: «Toda la creación gime
esperando la adopción de los hijos de Dios.» Y San Agustín: «Nuestros corazones están
impacientes hasta que descansen en Ti». Y aunque él probablemente no le conoció,
Chesterton en El hombre eterno: «La Naturaleza está [...] buscando algo; la naturaleza
siempre busca lo sobrenatural». Pero esto lo único que sugiere es que la Naturaleza
percibe una carencia, una ausencia, y en el caso de los hombres, todo lo que la doctrina
en vigor permitía era afirmar que ellos tienen una obedientia potentialis, una capacidad
de recibir la gracia cuando es ofrecida. Sin embargo, De Lubac quería algo más, y creía
que lo había encontrado en el pasaje en el que Santo Tomás habla de los hombres que
tienen un «deseo natural» de ver a Dios. «Todo intelecto desea naturalmente la visión de
la divina sustancia», dice Santo Tomás en la Summa contra Gentiles.262

Desgraciadamente no parece haber un acuerdo general sobre lo que Santo Tomás


quería decir con este «deseo natural». Él vuelve sobre la idea más de una vez, y los
pasajes donde habla de ello no son fáciles de armonizar. La dificultad reside en que si se
interpreta el «deseo» como inicialmente parece hacer De Lubac, es decir, como un cierto
tipo de movimiento natural hacia Dios incrustado en el alma humana desde el principio,
se entra en conflicto con la enseñanza de que «sin la gracia de Dios, (el hombre) no
puede, por su libre albedrío, moverse por sí solo hacía la justicia, a los ojos de Dios»
(C.C.C. 1993, citando el Concilio de Trento). También hace del cielo algo que
aparentemente se debe a la naturaleza humana, algo que Dios nos debe dar como si fuera
alimento.

«La naturaleza del problema», escribe el tomista anglicano Eric Mascall «aparece con
toda claridad en la dificultad experimentada por generaciones de eruditos del tomismo
para conciliar las repetidas afirmaciones de Santo Tomás de que el fin del hombre -el
objetivo último para el que está hecho- es la visión sobrenatural de Dios, con su
insistencia no menos subrayada en que el hombre ni tiene derecho a la gracia y a lo
sobrenatural, ni el poder de alcanzarlas con sus propias fuerzas».263

Fueron los esfuerzos de De Lubac para resolver el problema en sus dos libros,
Surnaturel (1946) y El misterio de lo sobrenatural (1965), lo que le causó problemas en
Roma en las décadas de 1940 y 1950.264 En el segundo intentaba clarificar su posición
en relación con las objeciones recibidas por el primero. Más tarde escribió un libro más
popular sobre el tema, A Brief Catechesis on Nature and Grace265, en el que, enfrentado
con la devastación producida por las especulaciones de Rahner, acentuaba de nuevo la
distinción entre natural y sobrenatural.

Que De Lubac tenía argumentos en contra de la forma en que los escolásticos


presentaron su enseñanza sobre los dos fines del hombre y el «estado de naturaleza

396
pura», y que puede ser peligroso subrayar con exceso la distinción entre natural y
sobrenatural, lo hemos visto ya al tratar la forma de abordar la cuestión que tiene
Maritain en Humanismo integral.266 Por otra parte, los intentos de la nueva teología por
reducir la separación, poniendo el énfasis en la inmanencia de Dios, nos llevaría al
panteísmo (con Teilhard y Rahner, como hemos visto). Así pues, el debate entre
neoescolásticos y la nueva teología no era un «buscarle los tres pies al gato»
academicista. Afectará a la forma de percibir los fieles las realidades más
fundamentales.267

¿Cómo resolverá la Iglesia finalmente esta cuestión? No lo sabemos. Lo único que


cabe decir aquí es que, tanto en relación con Dios y el cosmos como con Dios y el alma
individual, De Lubac procuró corregir lo que vio como (y puede haber sido) un genuino
desequilibrio teológico, y al mismo tiempo, resolver un problema genuinamente
teológico.

Rahner, por otra parte, cualquiera que fuera su intención original, suprimió el
problema aportando como sustitución una enseñanza por completo diferente. Hemos
revisado sus teorías sobre la relación de Dios y el cosmos; los mundos natural y
sobrenatural son dos aspectos de una sola y hegeliana transformación divina. Con su
teología de la naturaleza y la gracia en el individuo, pasamos del mundo de Hegel al de
Heidegger.

Ante todo, Rahner amplía el significado de la gracia para incluir cualquier tipo de
don divino. Las distinciones entre gracia creada y no creada, y entre gracia real y
santificante, desaparecen totalmente, y si son mencionadas, resultan irrelevantes. Para la
mayor parte, Rahner usa la palabra «gracia» como don de Dios o comunicación de Sí
mismo (gracia no creada), sin más distinciones. Puesto que Dios está en todas partes,
ello permite que Rahner diga que la gracia está por doquier. «Ahora Dios y la gracia de
Cristo están en todas las cosas como la esencia secreta de toda realidad que podamos
escoger» (C.F.F.., p. 228). 0 por resumir críticamente la visión de Rahner: «Dios y la
gracia de Cristo están en todas las cosas como la secreta esencia de toda realidad
cambiante»268. La gracia impregna a toda la naturaleza como el agua a la esponja.

Paradójicamente, la idea de que la gracia está en todas partes llevó a ésta a


convertirse en una palabra raramente oída en la enseñanza católica después del Concilio,
hasta que empezó a destacar otra vez en 1990 por el CIC. El don fue identificado con el
Donante, y muchos creyentes empezaron a hablar como si sus actos fueran hechos bajo
la inspiración directa del Espíritu Santo.

¿Y qué ocurre con el receptor del don? ¿Cuándo y cómo se recibe la gracia? En este
punto el problema de la salvación de los no cristianos empieza a afectar al pensamiento
de Ranher. Él está ansioso -y no le culpamos por ello- por abrir la red de la salvación lo
más posible, y en la filosofía de Heidegger además de en su propia y nueva concepción

397
de la gracia definida con flexibilidad, piensa haber encontrado los medios para ello.

Como hemos visto, en Heidegger los hombres ya no tienen una naturaleza humana.
Sólo existe la existencia o experiencia humana, o la «realidad humana» como le gusta
llamarla a Ranher. Todo individuo experimenta la vida de manera diferente. Sin
embargo, hay más experiencias básicas que son comunes a todos nosotros, y que
Heidegger llama «existenciales», y a éstas añade Ranner una sobrenatural. ¿Qué
significa esto? «La auto-comunicación de Dios», explica Rahner, «está presente en el
hombre como existencial» (C.F.F.). En otro lugar lo llama parte de «la constitución
trascendental del hombre». A lo que su alumno Dych añadió «la autocomunicación de
Dios es existencial e impregna toda la historia»269. En palabras de Rahner, no es «a-
cósmica, dirigida sólo a una subjetividad aislada e individualizada» (C.F.F.).270

Pero ¿Cómo puede reconciliarse la idea de que la autocomunicación de Dios sea


parte de la constitución humana, con la constante enseñanza de la Iglesia de que la gracia
no es parte de la naturaleza? Una interpretación común ha sido que lo mismo que, según
Ranher, todo hombre tiene un conocimiento de Dios semiconsciente y no articulado,
todos nosotros disfrutamos de esa presencia de Dios que mora en nuestro interior que la
Iglesia siempre ha enseñado que poseen sólo aquellos que han sido bautizados por agua,
sangre, o deseo.271

Una de las conclusiones de esta enseñanza es la idea ampliamente mantenida ahora


de que los sacramentos no comunican la gracia, sino que meramente «celebran» la
presencia de algo que ya está allí.

Incluso es más conocida la conclusión extraída por el mismo Rahner de que el mundo
está lleno de «cristianismo anónimo» y de «cristianos anónimos». «Cualquiera», dice él,
«que acepta su existencia en paciente silencio (o mejor aún, con fe, esperanza, y
caridad), está diciendo sí a Cristo aunque no lo sepa», lo mismo que «cualquiera que
acepta [...] la humanidad de los otros ha aceptado al Hijo del Hombre, porque en Él,
Dios ha aceptado al hombre» (C.F.F.). «El cristiano no es tanto una excepción entre los
hombres como simplemente es el hombre que

Por el contrario, replica Ratzinger: «¿No es la fe [...] de ambos Testamentos que el


hombre es lo que debe ser sólo por conversión, esto es, cuando deja de ser lo que es? [...]
Espiritualmente», concluye Ratzinger, «esta mezcla de ser cristiano y "ser hombre como
tal", equivale a la autoafirmación del hombre»273.

No se pone en duda que ese Dios esté siempre y en todo lugar dando la gracia real
por igual a cristianos y no cristianos. Pero aparte de eso, sabemos poco, o nada, sobre
cómo distribuye Él los dones espirituales fuera de la Iglesia. Hasta donde yo sé, no hay
nada en la Escritura o en la Tradición que indique con precisión cuándo los no cristianos,
si perseveran en una vida y unas obras buenas, reciben el bautismo de deseo, que es lo

398
único que puede hacerlos cristianos. Por Hechos de los Apóstoles sabemos que
cualquiera que tenga temor de Dios y haga lo que está bien, como el centurión Cornelio,
es de su agrado. Pero con todo el misterio que representa, el Nuevo Testamento, también
nos enseña que, incluso el más santo del Antiguo Testamento, disfrutaba de un «estatus»
o «condición» en cierto modo inferior al del menor de los hijos de la Nueva Alianza. San
Juan Bautista fue el más grande de los hijos de mujer; fue santificado en el vientre de su
madre. Pero el más pequeño miembro del reino de los cielos, nos dice el Redentor, es, de
alguna indescifrable manera, «más grande» de lo que él fue durante su existencia terrena.
San Pedro no bautizó a Cornelio sólo para celebrar una inhabitación de Dios, o un
carácter filial en adopción que ya estaba presente en él. Lo bautizó para atraerlo y
acercarlo.274

Como escribe Von Balthasar: «Cualquiera que hable de "cristianos anónimos" no


puede evitar la conclusión de que finalmente no hay diferencia entre los cristianos que lo
son por nombre, y los que no. Por lo tanto, y a pesar de las consiguientes protestas, no
puede importar si uno profesa o no el nombre cristia no.275

También discrepa de la forma que tiene Rahner de tratar los dos «mandamientos más
importantes». Aunque el Dios de Rahner es un «Misterio Absoluto» sobre el que no
puede decirse casi nada definido, el amor de Dios sólo puede expresarse realmente en el
amor al semejante. Esto significa que los actos estrictamente religiosos son inferiores a
las buenas obras. De esto, Von Baltha sar dice: «Cualquiera que presenta [...] el amor del
propio vecino como significado primordial del amor de Dios, no debe sorprenderse [...]
si declarar si cree o no en Dios se convierte en un asunto indiferente. Lo principal es que
tiene amor» (en su corazón). Y concluye con este comentario: «Una teología que se
desarrolla desde principios de reclamo o eslóganes, es siempre una teología [...] que
finalmente se liquida y se agota. Lo quiera o no, se acerca al ateísmo de forma

Es cierto que Rahner da pie para que alguien diga «no» a la universal y continua
autocomunicación de Dios. Pero decir «sí» implica un conocimiento consciente, o
creencia positiva, tan pequeño que es difícil prever en qué consistiría decir «no». Aquí
tenemos las raíces de la teoría de la opción fundamental en teología moral. Dado que
habéis dicho ese oscuro «sí» a Dios en lo profundo de vuestra psique, incluso sin
saberlo, y que no os comportáis groseramente con vuestro vecino, nada que hagáis puede
ofenderle seriamente a Él.

En cuanto a la Revelación, el evangelizador o misionero que predica el mensaje del


Evangelio «no ha producido realmente la comprensión [...] (él) sólo lo ha acercado al
nivel de conceptualización objetiva [...] que se ofrece al oyente como interpretación de
su ya presupuesta comprensión de la fe». «Una comprensión que se ofrece a la libertad
de la fe, está ya presente en el centro de la existencia del oyente» (C.F.F.).

Otras religiones son interpretaciones menos afortunadas de esta «comprensión» que

399
hemos dicho está en el centro de la existencia de todos. No obstante, son vehículos de la
Revelación y la salvación. «La historia de la Salvación y de la Revelación coexiste con
toda la historia de la raza humana». (F.C.F., p. 142). El cristianismo es «sólo una
especie, un segmento de la categórica historia universal de la Revelación». (F.C.F., p.
155). O como lo expresa Dych: «La Revelación es la presencia de la verdadera realidad
de la Trinidad misma, no la comunicación de una idea sobre ella»277. «Como un todo, la
moralidad de un pueblo y una época es la forma concreta y legítima de la ley divina».
Debido a esto, «al predicar el cristianismo a los no cristianos, el futuro misionero ya no
empezará con la idea de que está pretendiendo cambiarlos a lo que no son»278.

En cuanto a las razones por las que los cristianos creen, Rahner empieza diciendo que
lo hacen en base a evidencias (los milagros, la Resurrección, etc.), pero luego afirma que
sólo aceptan las evidencias porque ya creen. «La relación entre los sucesos históricos
que fundamentan la fe y la fe misma llega a existir dentro de la fe. (C.F.F.). Difícilmente
puede uno pensar en un ejemplo más típico de lo que el cardenal Sir¡ llama «las
interminables acrobacias lingüísticas» de Rahner. Las acrobacias eran inevitables en la
medida en que su teología se convertía cada vez más en un intento de reconciliar lo
irreconciliable. Aquí se complace en ellas, en parte porque no acepta la realidad objetiva
del relato evangélico, en parte porque no quiere ser acusado de promover una
concepción protestante de la fe (la fe como un salto en la oscuridad), y en parte porque
rehúsa reconocer ninguna distinción entre las diferentes formas en que Dios se
«comunica» con nosotros. Sí, nosotros no podemos alcanzar la plenitud de la fe sin la
ayuda de la gracia. Pero la gracia adopta diferentes formas. Como saben todos los
conversos, lo que ellos reciben inicialmente, al investigar en los fundamentos de la fe,
son gracias «reales», no el «don» o «la virtud sobrenatural de la fe» poseída por el
creyente consumado. Las gracias reales les ponen en marcha y los mantienen así. Pero
hasta es tar convencidos, con la ayuda de Dios, de la verdad de la evidencia, son aún
incrédulos. El «don de la fe» sólo llega al final del proceso, cuando dicen «sí» a lo que se
les propone.

Rahner, en la misma medida que Barth, ha sido el responsable de la extensión del


«fideísmo» entre los católicos, un hecho que lamentó Pablo VI.

Con su creciente gnosticismo sobre la posibilidad de decir algo definido sobre la


naturaleza y los atributos de Dios, no es tampoco sorprendente descubrir en la teología
tardía de Rahner una dimensión marcadamente sociopolítica. Él encuentra necesario
«elaborar los principios de una "teología política" [...] sólo así la reducción individualista
de la revelación a la salvación de todos los hombres, quedará sobrepasada»279. Esto era
de esperar. Si hay muy poco que podamos decir con certeza sobre Dios, y la Iglesia no
es, de alguna forma, reconocida como necesaria finalmente para la salvación del hombre,
resulta difícil ver qué otro fin tiene la Iglesia aparte del de mejorar la sociedad. Sobre
este tema Rahner seguía a sus discípulos Schillebeeckx y Johann Baptist Metz. Aunque
había preparado el terreno, aquí estaba de seguidor, no de líder.280

400
Rahner también parece haber sido tocado por el «cristianismo no religioso» de
Bonhoeffer y los teólogos de la-muerte-de-Dios. «Con el avance de la historia de la
gracia, el mundo se vuelve más independiente, maduro, profano...». Esta creciente
«mundanización» del mundo -a pesar de las censurables ambigüedades y deformaciones-
[...] no es una desgracia que se opone obstinadamente a la gracia y a la Iglesia, sino por
el contrario, es la manera en que la gracia se va realizando poco a poco en la
creación»281.

Éstas eran, presumiblemente, las «cosas peligrosas» que Rahner dijo que estaba
planeando escribir en su carta a su amigo Vorgrimler en 1963. Pero, ¿por qué un teólogo
católico querría escribir cosas peligrosas? Uno se puede imaginar a Abelardo o a Lutero
diciéndolo. Pero, ¿San Ireneo, San Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, San
Francisco de Sales, San Alfonso Ma de Ligorio?

401
e nuestro estudio de un importante teólogo pasamos ahora a examinar los
factores que influyeron en el cambio litúrgico y sus consecuencias en los campos de la fe
y la práctica.

En ningún sitio se han interrelacionado tanto los aspectos de la reforma y la rebelión


como en la revisión de la liturgia. Intentaré separarlos para que se vea a cada uno por lo
que es. Pero no es fácil. A ningún otro sector de la actividad conciliar se puede aplicar
mejor la imagen de los seis hombres que van empujando un coche, y tres quieren tirarlo
por un terraplén. (Véase el capítulo 3 del Libro 1, p. 59).

Los profundos cambios producidos en este campo forzosamente tenían que resultar
perturbadores, independientemente de las circunstancias, habida cuenta de que para la
mayoría de los fieles, la Misa del domingo y los ritos del bautismo, matrimonio,
extremaunción y enterramiento cristiano son los principales puntos externos de contacto
con la Iglesia. Pero probablemente no hubieran sido tan perturbadores como realmente
fueron si hu biesen sido menos repentinos y numerosos, y si los reformistas heterodoxos
no hubieran sacado ventaja de su puesta en práctica para intentar alterar la fe.282 Por
ello he pospuesto cualquier discusión sobre la liturgia hasta después de haber analizado
las ideas e ideologías que la han desorientado. De cualquier forma, volveré sobre los
abusos más adelante. Para entender las reformas, uno debe de tener alguna idea sobre
cómo y por qué surgió su demanda, así como la historia del movimiento que condujo a
ellas.

EL CULTO PÚBLICO DE LA IGLESIA

En la época clásica, la palabra «liturgia», de origen griego, significaba servicio público


al Estado, y fue adoptada por la Iglesia para referirse a su culto oficial. En el siglo XX,
Pio XII ofreció dos definiciones de liturgia en su encíclica Mediator Dei (1947): la
liturgia es «el culto público que nuestro Redentor, Cabeza de la Iglesia, ofrece al Padre
Celestial, y que la comunidad de fieles de Cristo tributa a su Fundador, y por medio de
Él, al Padre Eterno» (art.4).

Se dan tres componentes principales: las oraciones y ceremonias que acompañan la

402
Misa; las oraciones y ceremonias utilizadas en la administración de los sacramentos y
sacramentales; y el «oficio divino», es decir, el rezo diario de los salmos y otras
oraciones y lecturas por los sacerdotes de forma individual, o por los monjes, monjas y
otros grupos religiosos de forma comunitaria, para todos los cuales es obligatorio. Los
seglares que rezan el oficio divino no están obligados a hacerlo. El oficio divino asegura
que la alabanza a Dios sea continua, día y noche. Cualquier otra cosa cambia, pero este
centro de la liturgia no lo hace.

Ahora bien, dejar aquí el asunto daría una idea muy inadecuada del significado global
de la liturgia. Casi todas las religiones tienen un culto público con oraciones y
ceremonias de algún tipo. Pero la liturgia de la Iglesia católica es mucho más que eso. Es
el instrumento que hace activamente presente ese misterio que es la misma Iglesia. Se
podría decir que el objetivo final de la liturgia es el culto y la adoración del Padre, y el
objetivo precedente es la santificación de los hombres para que el Padre pueda tener
auténticos y devotos fieles en «espíritu y verdad»283.

Por tanto, la primera preocupación de la Iglesia es que la Misa sea celebrada, y los
sacramentos sean administrados válidamente. Eso no quiere decir que la liturgia, o lo
que rodea y hace presente el misterio, no sea importante. Pero con tal de que las
oraciones y ceremonias sean reverentes y adecuadas, es decir, si logran transmitir un
sentido sagrado de lo que está sucediendo, y no contienen declaraciones contrarias a la fe
de la Iglesia sobre el misterio, que impedirían que fuera actualizado, deberán ser
entendidas como subordinadas al misterio mismo.284

¿Por qué se pensó en la necesidad de cambiar la liturgia? Durante siglos ha habido


adiciones y desarrollos, así como recortes ocasionales. La liturgia latina había existido en
la forma en que tenía hasta 1970 con pocos cambios sustanciales, durante más de mil
años; en la Iglesia, el grueso de los católicos más devotos parece que estaban encantados
con ella, y fue valorada, incluso por los no creyentes más cultos, como fuente y origen
de la gran música y del arte, e incluso como obra de arte en sí misma.285

Todos los argumentos para el cambio y la adaptación, tomados conjuntamente,


tuvieron como punto de partida las quejas y demandas del padre Rosmini cien años
antes. En su Las cinco llagas de la Santa Iglesia, se recordará que la primera herida era la
excesiva separación entre el clero y los fieles en la Misa, dejando la impresión, y
ayudando a crearla en los fieles mismos, de que ellos eran, si no simples espectadores, sí
receptores más o menos pasivos de lo que estaba sucediendo. La reforma litúrgica del
siglo XX está vinculada a la vuelta a una visión más populista y «orgánica» de la Iglesia,
iniciada por pensadores como Móhler y Newman.

La necesidad de una reforma que incorporara, al menos, ciertos elementos vernáculos


(los idiomas locales) a la liturgia, podría no haberse convertido en urgente si los países
católicos hubiesen permanecido como tales. Cuando la fe es parte constitutiva del

403
entorno cultural y no es impugnada desde el exterior, se puede asumir que los católicos
tienen un conocimiento suficiente, aunque implícito, de su papel como parte del pueblo
cristiano. Muchos liturgistas, creo yo, han exagerado en el pasado su condición
supuestamente servil y de ignorancia. Existe mucha evidencia de lo contrario. Pero una
vez que esto dejó de ser así, una vez que los católicos se dieron cuenta de que eran
minoría y de que su fe era cuestionada, cuando no atacada, se hizo imprescindible ser
explícitos más que implícitos en aras de hacerse entender.

Sin embargo, antes de llegar al movimiento para el cambio litúrgico que condujo a
las reformas conciliares, me gustaría hacer tres consideraciones de tipo general que
pueden afectar al juicio de la gente en materia litúrgica.

La primera es una simple cuestión de gusto. En arte, arquitectura y música, algunos


son atraídos por la simplicidad, otros por lo ornamental y complejo. Se trata de
inclinaciones personales. No tienen nada que ver con lo bueno o lo malo, lo correcto o lo
equivocado. Pero por lo general se vuelven objeto de sentimientos fuertes, especialmente
cuando se trata de lo que se cree que es más adecuado para dar culto a Dios. Un ejemplo
notable del grado de conflicto que pueden causar estas diferencias de gusto, es la famosa
disputa entre San Bernardo y Pedro el Venerable, abad de Cluny en el siglo XII. La
relativa austeridad de la arquitectura y estilo litúrgico cisterciense se explica en parte por
la oposición de San Bernardo al elaborado ceremonial de la cercana abadía benedictina.

Mi segunda consideración no trata de cuestionar lo elaborada o ceremoniosa que deba


ser la liturgia, sino que, aceptando que una liturgia concreta pueda necesitar cierta
ornamentación, plantea el asunto de la amplitud y cantidad de la misma. Aquí entra en
escena lo que llamaré el «síndrome del decorador de interiores». Un decorador de
interiores tiene un deseo natural de cambiar las cosas que encuentra a su alrededor, sea o
no necesario hacerlo. Es una debilidad muy humana. Cualquier experto o especialista de
algún tipo enseguida quiere presumir de ello, se le pida o no que muestre su habilidad. Y
también creo que los liturgistas no son inmunes a esta tentación. En ellos, adopta la
forma de un deseo de revivir las plegarias y prácticas antiguas sólo por ser antiguas, y
por el hecho de conocerlas. Pío XII censuraba esto en su encíclica Mediator Dei. Lo
llamaba «arqueologismo». Las plegarias y prácticas antiguas, decía, sólo se deben revivir
si se demuestran beneficiosas para los fieles de hoy. Este principio es aceptado en teoría
por todos los respetables liturgistas. Pero es difícil aceptar que todos los responsables de
las recientes reformas lo hayan puesto siempre en práctica.

Finalmente está lo que podríamos llamar las «tentaciones protestantes». Pueden ser
resumidas así: «Lo que es anterior, debe ser mejor que lo que es posterior porque está
más próximo a la fuente, y todo lo que se aparta de la esencia, es superfluo».

Aunque es razonable suponer que la primitiva liturgia cristiana fuera bastante


sencilla, deducir de ello que la forma de culto más sencilla, la que tiene menos

404
ceremonial, es la preferida por Dios no está garantizado en la Escritura ni en ningún otro
sitio. La idea de que el culto cristiano es mejor cuanto más simple y con menor aparato
ornamental se celebra surge de una situación anímica que querría mantener la semilla de
mostaza de la parábola perpetuamente como tal.

Es también un hecho que, desde que la Iglesia se empezó a sentir libre para «pasar a
ser pública», aparecieron más evidencias concretas de que su liturgia empezaba a resultar
más elaborada y ceremoniosa, y así continuó siéndolo en Oriente y Occidente hasta el
siglo XVI. El culto ceremonial consiste también en apropiarse de los destellos de la
liturgia celeste surgidos del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la que la liturgia
terrenal debe ser un buen reflejo.

COMIENZOS REMOTOS

Acercándonos ahora al movimiento para la reforma litúrgica, sus orígenes remotos se


encuentran en la gran corriente de investigación de documentos del pasado que empezó
en el Renacimiento, y del cual formó parte enseguida el estudio de la historia de la
liturgia. Sin embargo, la investigación más seria no comenzó hasta el siglo XVII con
figuras como los cardenales Bona y Tommasi en Italia, y los benedictinos Dom Mabillon
y Dom Marténe, junto al orador padre Lebrun, en Francia.286

Aunque toda esta investigación no incluía inicialmente la exigencia de cambios, -esto


sólo aconteció poco tiempo después de que San Pio V, de acuerdo con los deseos de los
Padres del Concilio de Trento hubiera legislado una liturgia uniforme para toda la Iglesia
latina- era probablemente inevitable que tal demanda se produjera finalmente. La idea de
reforma estaba en el aire, y al hacer consciente a más gente de que la liturgia latina,
como otras liturgias, no había sido siempre igual, sino que se había desarrollado a través
de los siglos, cambiando hasta cierto punto según los lugares, tenía necesariamente que
terminar sugiriendo, a ciertas mentes al menos, que la adaptación litúrgica podría
constituir otro medio para una mejora de la calidad de la vida y la práctica espiritual de
los fieles.287

Entre los católicos, la demanda de cambios se dejó sentir primero en Francia a


mediados del siglo XVII, extendiéndose durante el siglo siguiente a las católicas
Alemania, Austria e Italia. Desgraciadamente, la mayoría de quienes hacían las
peticiones eran, hasta cierto punto, heterodoxos, y por tanto, comprensiblemente
sospechosos. Las peticiones procedían, por lo general, de católicos con influencias
jansenistas o galicanas.

Para los jansenistas, una liturgia perfecta sería una reconstrucción de lo que pensaban
que había sido la liturgia en tiempos de San Agustín. Ahora bien, esto era también otra

405
forma de mostrar su hostilidad a Roma. Si el culto romano pudiera ser presentado como
un conjunto de impurezas o corruptelas litúrgicas, ello insinuaría que lo mismo podía ser
cierto de sus doctrinas. Los galicanos, por otra parte, querían revivir las prácticas y
plegarias litúrgicas antiguas de Francia, eficazmente suprimidas por la reforma de San
Pío V, para subrayar la independencia o las particularidades galicanas. Algunas de estas
«liturgias neo-galicanas» sobrevivieron hasta finales del siglo XIX.

Tenemos alguna idea de la forma en que cambiaban las mentalidades desde las
innovaciones del famoso abad Jubé de Asniére, un pueblo cercano a París, a finales del
siglo XVII. El abad, nos cuenta Louis Bouyer, antes que nada insistía en «el carácter
público y colectivo de la Misa». Por ejemplo, él nunca «usaba el altar mayor en su
iglesia, excepto los domingos y días festivos, cuando se reunía la asamblea. También
recuperó el antiguo uso romano (que había durado más en Francia que en la misma
Roma) de poner el paño de lino sobre el altar sólo antes de la Misa, y el no tener sobre el
altar otra cruz u otras luces que la cruz procesional y las velas, que eran colocadas en su
sitio al principio de la Misa». Decía el salmo Judica y el Confiteor junto con la gente;
cantaba el Kyrie, el Gloria, y el Credo también con ella; escuchaba la epístola y el
Evangelio cantados por los ministros asistentes; recuperó la procesión del ofertorio «que
nunca había desaparecido por completo de las iglesias francesas», y «hacía ofrecimientos
de todo tipo [...] en esta procesión que luego bendecía [...] al final del canon, según la
práctica original». Nunca empezaba el canon hasta que el Sanctus había sido cantado por
completo, y «decía el canon lo bastante alto para que fuera oído por toda la
asamblea»288.

Claramente, el abad no era sólo un especialista en liturgia más, sino que se adelantó a
su tiempo al dar su aprobación para «poner en práctica tus propias ideas».

Entre tanto, según corría el siglo XVIII, un creciente número del alto clero, erudito y
jerárquico, estaba siendo influido por el racionalismo de la Ilustración. Aquí tenemos
que distinguir entre moderados y extremistas: aquellos que querían cortar lo que
consideraban «superfluas extravagancias», para dar prominencia a «lo fundamental» sin
perder su fe en el carácter esencialmente misterioso y sobrenatural de la fe; y los que,
como el emperador de Austria José y su hermano Leopoldo, gran duque de Toscana,
hicieron de las «exigencias de la razón» el patrón por el que juzgaban lo que debía
conservarse o ser descartado. Para ellos, el propósito principal del culto público era la
instrucción moral para producir «buenos ciudadanos».

Para empezar, estos tres cuerpos de opinión jansenista, galicano, e «ilustrado»,


estaban a menudo muy enfrentados entre ellos. Mientras vivió Luis XIV, la mayoría de
los galicanos eran antijansenistas porque el rey lo era; mientras que para los «ilustrados»
la piedad jansenista era a menudo objeto de burla. Pero durante la segunda mitad del
siglo, unidos por su hostilidad a Roma, estos grupos, enfrentados hasta entonces, fueron
adoptando progresivamente las mismas ideas sobre las reformas religiosas y litúrgicas.

406
En sus combinadas peticiones vemos ya emerger unos principios, muchos de los
cuales serían adoptados por los padres del Vaticano II como base para la reforma en su
Constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium, doscientos años más tarde. La
gente debe tomar una parte más activa en el culto; los ritos de ben, por tanto, ser
simplificados; han de ser tan «inteligibles» como sea posible; deben ser vehículos para la
instrucción, además de actos de culto; algunas partes han de estar en lengua vernácula; la
liturgia debe ser la base y el centro de la vida de oración del pueblo, y debe haber un
mayor uso de las Escrituras, no sólo por lo que son en sí mismas, sino también para
facilitar la unión con los protestantes; la simplificación de los ritos también servirá a ese
propósito.

Si la Iglesia se resistió tanto a esas peticiones fue, sobre todo, por los círculos en los
que surgieron. Aunque las peticiones fueran razonables en sí mismas, la motivación que
las sustentaba era, como hemos visto, frecuentemente heterodoxa. Algo «correcto», o al
menos tolerable, estaba siendo solicitado apoyándose en una razón incorrecta, una
situación que afronta hoy la Iglesia al tratar de aplicar sus reformas.

Demandas más específicas eran la concelebración (varios sacerdotes celebran juntos


la Misa), el ciclo temporal, al que debería darse prioridad sobre el santoral (la
celebración de las fiestas de los santos no debe oscurecer el modelo general del año
litúrgico), la Misa de cara al pueblo, la comunión más frecuente, la reforma del breviario
con la supresión de errores históricos, el derecho de los episcopados locales a alterar la
liturgia y la autorización a los párrocos para modificarla, en la medida en que haciéndolo
así se clarificaran las verdades y los deberes de la religión.

Encontramos también entre los protagonistas de la reforma litúrgica del siglo XVIII
un prejuicio en contra de las «devociones populares» (el rosario, la bendición, la
adoración eucarística, la devoción al Sagrado Corazón, la «excesiva» veneración de los
santos), similar a la de muchos reformadores de la liturgia del siglo XX. Las devociones
populares eran vistas como rivales de la liturgia más que como complemento de ella. Las
misas «privadas» eran desaprobadas sobre la base de que la Misa no se debe celebrar
nunca si no es ante una asamblea. Debería, por tanto, haber un solo altar por cada Iglesia.
Al mismo tiempo, el gobierno austriaco estaba promoviendo la idea de que los
sacerdotes no fueran obligados a celebrar misa diariamente. Las peregrinaciones, las
cofradías o hermandades y otras asociaciones piadosas eran objeto de ataques, como lo
eran las estatuas e imágenes consideradas excesivamente numerosas. Para el emperador
José, una orden religiosa dedicada al cuidado de los enfermos y heridos como los
Hermanos de San Juan de Dios resultaba aceptable, mientras que una orden dedicada a la
oración y la contemplación era considerada inútil.

Las exigencias más radicales alcanzaron su apogeo en el Sínodo de Pistoia en 1786,


invento del obispo jansenista de Prato, en Toscana, y de su soberano el gran duque
Leopoldo. Pío VI condenó 86 de las propuestas sinodales en la Bula Auctorem Fidel*

407
(1794). Incluían una apelación para el uso exclusivo de la lengua vernácula en la liturgia
con un solo altar por iglesia, y la fusión de todas las órdenes religiosas en una sola orden
gigante con un hábito común.

Sin embargo, en la época que estamos considerando, fuera de Austria e Italia, esas
peticiones y experimentos difícilmente incidían en la vida de la Iglesia en su conjunto.
Permanecieron como preocupación de una minoría de especialistas, y en el siglo XIX
quedaron reducidas a un susurro.289 La Revolución había hecho a la mayoría de los
eclesiásticos más sensibles a los peligros de una alteración abrupta de las prácticas
largamente establecidas, y el movimiento romántico trajo consigo un renovado aprecio
de la importancia de la belleza en el culto y de los logros de la liturgia en la Edad Media.

Inmediatamente después de la época napoleónica, el teólogo bávaro Johann Michael


Sailer (1751-1832) presionó a favor de «una modesta revisión del misal y del breviario,
con alguna reducción del culto de los santos en ambos, y una mayor coherencia en la
elección de las lecturas bíblicas». Pero al mismo tiempo pudo escribir: «Sé que es
incomparablemente mejor respirar la letra y el espíritu de la liturgia existente [...] que dar
el premio a la arbitraria, mutuamente contradictoria, mejora de la liturgia realizada por
los individuos, que sólo lleva finalmente a una completa anarquía litúrgica, y más que
mejorar la letra de aspectos accidentales, destruye la esencia y el espíritu de todo»290.

Realmente, con Sailer vemos que un enfoque alternativo a la renovación litúrgica


empieza a tomar forma. Todos los interesados en el tema estaban de acuerdo en que los
fieles debían tener una mejor comprensión de lo que ocurría. Pero la nueva escuela de
pensamiento creía que esto podría alcanzarse mejor enseñando a los fieles a apreciar la
liturgia existente, en vez de alterarla drásticamente, simplificarla, o introducir en ella la
lengua vernácula.

El primer partidario y practicante con éxito de este nuevo enfoque fue Dom Prosper
Guéranger (1805-1875), fundador de la restablecida comunidad benedictina de Solesmes
en el centronorte de Francia.291

Dom Guéranger, que es quizá más conocido por la restauración del canto gregoriano,
no se oponía a todos los cambios. Su objetivo inicial era despojar a los ritos y
ceremonias de lo que él consideraba desfiguraciones -más que nada artísticas- de los
siglos XVII y XVIII. Por tanto, él habría entendido su obra como una purificación más
que como una alteración o adaptación. Su ideal era la liturgia romana de Pío V,
ejecutada en el estilo y con la forma artística de la Edad Media, que, en su opinión, era el
punto álgido del desarrollo litúrgico. Una vez que la forma ideal hubiera sido
restablecida, lo que faltaba era hacerla más conocida y apreciada.292

Empezó haciéndolo a través de dos series de publicaciones: sus Institutions


liturgiques y su Année liturgique, que llevaron sus ideas a un amplio público lector

408
católico, contribuyendo a la nueva ola de erudición litúrgica que había comenzado sobre
la misma época. La fundación de una abadía-hija en Beuron, en tierras del Rin, ayudó a
extender sus ideas por Alemania.

El paso siguiente llegó de la suprema autoridad de la Iglesia. Entre 1903 y 1913, San
Pío X publicó una serie de instrucciones, tres de las cuales, por modestas que hoy
puedan parecer, afectaban directamente a los laicos en general. La primera, dirigida a
purificar la música sacra, estimulaba el uso del canto gregoriano a nivel parroquial.293
Los fieles, hasta entonces completamente silenciosos en Misa, iban a aprender a cantar el
Kyrie, el Gloria, el Credo, el Sanctus y el Agnus Dei, con o sin coro. La segunda
instrucción estimulaba a la comunión frecuente. La tercera rebajaba la edad para recibir
la comunión hasta los siete años aproximadamente.

Dos instrucciones posteriores se referirían al misal y al breviario. Se redujo el número


de fiestas con lecturas propias y oraciones especiales que podían sustituir las lecturas y
oraciones usuales de domingo. En el siglo XVIII Benedicto XIV había considerado una
reforma de ese tipo, pero, según un relato, fue desestimada por el radicalismo del cura
consultado.

EL MOVIMIENTO REFORMADOR CONTEMPORÁNEO: 1909-1947

Sin embargo, a pesar del trabajo de Dom Guéranger y San Pío X, el principio del
movimiento que culminó en la liturgia revisada de Pablo VI (1970) es atribuido a un
documento leído por Dom Lambert Beauduin, monje de la abadía benedictina de Mont
César (Louvain, Bélgica), en el congreso de Malinas sobre la liturgia, en 1909. Los
benedictinos, dado el importante papel del oficio divino en su vida, han continuado en
vanguardia del movimiento desde entonces. El tema del documento era «la participación
de los fieles en el culto cristiano».

Para empezar, el principal avance del movimiento consistía en hacer a nivel


parroquial lo que Dom Guéranger había hecho para los cultivados lectores de su Années
liturgiques: estimular el interés y el aprecio por la liturgia existente. Para lograrlo, Dom
Beauduin y su grupo organizaron semanas litúrgicas, alentaron la publicación de libros y
periódicos sobre liturgia popular, hicieron misales con traducciones vernáculas junto al
latín, y siguiendo las instrucciones de San Pío X, promovieron el canto gregoriano. La
piété de l'église (1914) de Dom Beauduin fue llamada «el manifiesto del movimiento
litúrgico».

Más tarde, el centro de actividades se trasladó a Alemania. Esto fue en parte porque
los intereses de Dom Beauduin quedaron divididos entre la renovación litúrgica y el
ecumenismo. En 1925, a petición del papa Pío XI, fundó un monasterio en Amay,

409
Bélgica (trasladado después a Chevetogne) dedicado a promover el entendimiento entre
católicos y ortodoxos. Luego, en 1928, cayó en desgracia y tuvo que salir de Amay
debido a sus «atrevidas opiniones» sobre liturgia y eclesiología. No obstante, siguió
activo en ambos campos, aunque ya no en la vanguardia del movimiento litúrgico; un
retiro que predicó en París en 1942 condujo a la fundación del influyente Centro de
Pastoral Litúrgica en la capital francesa.

Alemania y Austria produjeron en 1920 y 1930 un gran número de buenos escritores


y maestros dedicados a educar a los fieles en liturgia, de los que el más leído y eficaz fue
probablemente Pius Parsch, canónigo agustino austríaco de Klosterneuburg, en las
afueras de Viena. A su trabajo él lo llamó «apostolado litúrgico popular». Aunque era un
hombre de notable erudición litúrgica, su primer interés era siempre pastoral y sus
abundantes explicaciones populares sobre liturgia llevaron a que su monasterio fuera
descrito como «el centro litúrgico de las tierras germano-parlantes». Dio la misma
importancia a la profundización de los fieles en el aprecio y la comprensión de la Biblia.
Pensaba que el aprecio de la liturgia y de la Biblia deberían ir de la mano.

Entre tanto, la abadía benedictina de Maria Laach, en tierras del Rin, suministraba al
movimiento algunas aportaciones teológicas de altura. Bajo el liderazgo del Abad
Ildefonso Herwegen (1874-1946), Maria Laach se había convertido ya en un importante
centro de investigación litúrgica. Pero lo que más atención y posterior controversia
suscitó fue «la teología del misterio» de Dom Odo Casel (1886-1948). Se puede decir
que mientras Pius Parsch enfocaba su trabajo tratando de llevar la liturgia a la
comprensión de los fieles normales, Dom Odo apuntaba sobre todo a lograr su
comprensión en un nivel más alto.

La teoría de Dom Odo no es fácil de resumir. Pero intentaré ofrecer lo esencial de


ella, por su posterior influencia, tanto negativa como positiva.

Toda la liturgia, según Dom Odo, incluyendo el oficio divino, consiste en hacer
presente de forma sacramental el Misterio Pascual, que él define como el paso de Cristo,
o transitus, a través de la muerte hacia la vida eterna, y que incluye todos sus actos,
desde su Encarnación a su Ascensión. Al tomar parte en la liturgia, los fieles son
arrastrados en este único movimiento desde la muerte a la vida, siendo transformados en
el proceso. Es como si la liturgia en su conjunto hiciera para el Misterio Pascual lo
mismo que las palabras de la consagración hacen en la misa para el Cuerpo y la Sangre
de Cristo. Igual que el Cuerpo, la Sangre, y el Sacrificio de Cristo se hacen presentes
mediante las palabras del sacerdote que celebra la Misa, el Misterio Pascual se hace
también presente en su integridad a través de la liturgia.

Para empezar, Dom Odo presentó su teoría del Misterio Pascual como la realización
de lo que «las religiones mistéricas» del mundo antiguo estaban intentando conseguir;
una idea que no contribuyó a una mayor aceptación de la teoría en muchos círculos, y

410
que él finalmente minimizó en su alcance concreto.294 Sin embargo, no modificó la
teoría en sí misma; Louis Bouyer, ardiente admirador de Dom Odo, afirma que ésta fue
canonizada por el documento conciliar sobre liturgia Sacrosanctum Concilium.295 Creo
que esto es una exageración. Aunque ciertamente se pueden encontrar allí rastros de la
influencia de Dom Odo, la teoría como tal no está explícitamente explicada o enseñada.
És ta parece ser la opinión del padre Aidan Nichols OP, que señala, no obstante, que
algunas dosis de la concepción mística de la liturgia de Dom Odo serían un buen
antídoto contra el funcionalismo litúrgico de hoy.

Pero sea lo que sea lo que Dom Odo haya querido decir, ¿importaban tanto sus
elevadas ideas teológicas? ¿Cómo podían tener consecuencias prácticas? El hecho, en
opinión de alguno de sus admiradores, es que sí, y que sí las tenían. Por ejemplo, las
encontramos cuando se reprocha a los fieles el concentrarse demasiado en la Misa en la
Pasión de Nuestro Señor, y preocuparse excesivamente de la presencia real. Sin
embargo, en el contexto de la teología del misterio de Dom Casel, es algo bastante
lógico. Si toda la vida de Nuestro Señor, desde la concepción hasta la ascensión, fue un
único e indiferenciado proceso, entonces ningún episodio aislado tiene más valor
redentor que otro.296

Pío XII discrepó de esta interpretación de la teoría de Dom Odo en su encíclica


Mediator Dei, sobre el Culto Cristiano (1947):

«Puesto que sus amargos sufrimientos (de Cristo) constituyen el principal misterio de
nuestra redención, es adecuado que la fe católica le conceda la mayor importancia. Este
misterio es el centro mismo del culto divino» (art. 164). Y en el artículo precedente
había advertido a aquellos que, «engañados por la ilusión de un mayor misticismo, se
atreven a afirmar que no se debe poner la atención en el Cristo histórico, sino en un
Cristo «neumático» o glorificado. Ellos no dudan en afirmar que «ha tenido lugar un
cambio en la piedad de los fieles», quienes «al destronar al Cristo glorificado [...] han
puesto en Su lugar a ese Cristo que vivió en la tierra»297. Por este motivo, observa el
Papa, ha habido voces que pedían la retirada de crucifijos de las Iglesias.

Entre tanto, la idea, nunca del todo extinta, de que explicar a la gente la liturgia
existente y enseñarle a apreciarla no era suficiente, estaba creciendo con fuerza, y
encontraba cada vez más apoyos el que pensamiento de que si ello fuera a tener un
efecto transformador en sus vidas espirituales, la misma liturgia debería ser cambiada. El
periodo entreguerras en Alemania fue una época de extensa experimentación litúrgica,
en su mayoría con carácter no oficial. Por ejemplo, el padre Parsch, ya había intentado la
Misa de cara al pueblo para beneficio de los estudiantes de excursión por el país, y en
países de habla alemana hubo mucho uso no autorizado de la lengua vernácula.

Quizá lo más interesante a propósito de estos experimentos y las exigencias de


cambio que los acompañaban, fue lo mucho que se parecían a las de los reformadores

411
litúrgicos de los siglos XVII y XVIII que vimos con anterioridad, aunque las
motivaciones que las sustentaban no eran probablemente las mismas: mientras que el
enfoque de los reformistas de la Ilustración era utilitario -la liturgia es sobre todo para la
instrucción y la mejora moral de los fieles- los reformistas de los años veinte y treinta del
siglo XX, entendían todavía la liturgia principalmente como la representación de un
misterio dirigido al culto de Dios.298 Esta situa ción, sin embargo, no iba a ser duradera.
El resurgimiento del enfoque utilitario de la Ilustración en el periodo de después de la
Segunda Guerra Mundial, y su triunfo a raíz del Concilio, sería, como veremos,
responsable de la mayoría de las malas interpretaciones de la nueva liturgia.299

Las controversias suscitadas por los experimentos litúrgicos de los años treinta y
cuarenta fueron responsables, en gran medida, de la encíclica de Pío XII.

Mediator Dei no tenía la intención de romper el movimiento litúrgico en marcha. Por


el contrario, pretendía derribar las barreras dentro de las que podría moverse. Sin
embargo, ha de decirse que, al mismo tiempo que alaba el movimiento litúrgico por sus
esfuerzos, hay en ella tantos, si no más, pasajes dedicados a advertir contra las ideas y
abusos heterodoxos. Los elementos que desorientarán luego la reforma están ya
presentes en el movimiento. En la lista del Papa destacaba la idea de que no hay
diferencia entre el sacerdocio ordenado y el sacerdocio de los bautizados; el sacerdote es
un mero delegado de la comunidad. También se censura una comprensión de la Misa
como simple comida fraternal.

A pesar de esto, poco después de la aparición de la encíclica, el Papa estableció una


comisión para considerar las posibilidades de la reforma, lo que, a su vez, condujo a los
ya mencionados cambios litúrgicos de los años cincuenta (restablecimiento de la Vigilia
Pascual y reforma de las celebraciones de Semana Santa; posibilidad de celebrar la misa
por la tarde, un ayuno previo a la comunión más corto, etc.).

EL MOVIMIENTO DE REFORMA: 1947-1970

La figura que gozaba de mayor reputación en el periodo de posguerra era el jesuita,


especialista en liturgia de Westfalia, Josef Jungmann, que enseñó pastoral, catequesis y
liturgia en Innsbruck de 1925 a 1963, y que llegó a ser mundialmente famoso con la
publicación de su El sacrificio de la misa en 1948. Fue perito en el Vaticano II,
trabajando en las comisiones preparatorias y conciliares de liturgia, y actuando después
como consultor para la comisión que aplicó la Constitución conciliar.

En el periodo de posguerra se asistió también a dos importantes desarrollos. El


primero fue una nueva y vigorosa aportación francesa al movimiento litúrgico, inspirada,
dice Bouyer, «por algunos dominicos y unos cuantos seglares», y también, como hemos

412
visto, por Dom Beauduin. Su sede fue el Centro de Pastoral Litúrgica en París, con La
Maison Dieu, como revista o boletín interno.

Desde esta ramificación francesa saldrían muchas de las peticiones y experimentos


más radicales de los años siguientes. Sus líderes no parecen haber tenido mucho interés
en la liturgia misma, en su historia o en su belleza, como vehículo de culto y de
expresión de la fe de la Iglesia durante dos milenios. La impresión es que la veían, en
términos generales, como un instrumento que se podía adaptar y cambiar a voluntad con
fines puramente misioneros; los neófitos en los que pensaban eran trabajadores,
estudiantes, y generalmente paganos modernos. Estaban poco interesados en «ayudar a
los fieles cristianos [...] a redescubrir sus propios te soros»300. Muchos estaban
dispuestos a abandonar la parroquia como centro normal del culto cristiano.

El segundo desarrollo afectó a la principal corriente del movimiento, algo todavía


básicamente alemán y austríaco. «La época decisiva del movimiento litúrgico», escribe
el padre Nichols, «fue [...] lo que podríamos llamar su "fase política", es decir, cuando se
estableció para ser una fuerza en el escenario de la Iglesia universal de 1945 en
adelante». Con esto, el autor no quiere decir que los estudiosos litúrgicos subieran al
púlpito o tomaran las calles para agitar a las masas. Se refiere, más bien, a la formación
gradual, dentro del movimiento, de un partido en el sentido de un grupo organizado de
personas con ideas similares, y un programa con fines prácticos. No carecían de aliados
en Roma. El principal entre ellos fue el secretario de la comisión litúrgica para la
reforma de Pío XII, monseñor Annibale Bugnini. Pero la Congregación de Ritos, el
departamento del gobierno papal responsable de la liturgia, no simpatizaba con sus
objetivos. Por tanto, ellos fueron avanzando en su causa preparando medidas privadas de
reforma, y «ganándose el apoyo de la bien dispuesta jerarquía episcopal nacional. Gran
cantidad del trabajo preparatorio se hizo en una serie de conferencias internacionales de
«liturgistas» que empezó en 1951, «los inventos del Centro de Pastoral Litúrgica y del
Liturgical Institute of Trier».

«Lo extraordinario de estas reuniones», escribe Nichols, «era que, salvo pocas
excepciones, se mantenían a puerta cerrada, sólo por invitación, e... incluso en el caso de
las excepciones, las sesiones a las que había acudido más público estaban siempre
precedidas por lo que (Dom Bernard) Botte llama une réunion de techniciens». Dom
Bernard, él mismo uno de esos techniciens, para quien «la revisión práctica de las formas
externas de la liturgia era excesivamente importante», se convertiría en uno de «los
principales autores de la liturgia revisada». «Una considerable continuidad», con tinúa
Nichols, «vincula estas reuniones de los años cincuenta a la composición del cuerpo
consultivo establecido para elaborar el esquema (del Concilio) sobre la liturgia, y
después de eso... al Consilium posconciliar (la comisión encargada de su aplicación).

Ami juicio, tenemos aquí el primer punto débil en el proceso de la reforma. La


antigua liturgia era, en sentido real, un «proyecto comunitario», el resultado de múltiples

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pequeñas contribuciones de diferentes épocas y lugares durante un periodo de dos mil
años. Su reforma del siglo XX era, casi exclusivamente, producto de expertos, con
algunas de las consecuencias previstas más de cien años antes por Sailer. «Con todas
estas ventajas», escribe el cardenal Ratzinger, «el nuevo misal fue publicado como si
fuera un libro confeccionado por profesores, no como la fase de un proceso en continuo
crecimiento. Una cosa así nunca había sucedido antes. Es absolutamente contrario a las
leyes del desarrollo litúrgico»301.

En una línea similar, Nichols la describe como una «revolución de los técnicos que
adquirió un sello general de aprobación del papado y del episcopado».

Aunque puedan haber sido necesarias las reformas, y los objetivos de los reformistas
sean dignos de elogio, resulta difícil ver cómo puede reconciliarse este modo de proceder
con el mandato del Concilio de que «cualquier nueva forma debe, de alguna manera,
crecer orgánicamente a partir de formas

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odemos recapitular lo que ocurrió una vez que Roma decidió dar rienda suelta,
más o menos, a los técnicos, en tres apartados: Lo que el Concilio pedía; lo que el
Consilium, o comisión para su aplicación, hizo; y cómo se entendió y aplicó todo ello en
los ámbitos nacional y diocesano.

Lo QUE EL CONCILIO PEDÍA

«La reforma de la liturgia en el espíritu del movimiento litúrgico no era», nos dice
Ratzinger, «una prioridad para la mayoría de los Padres»; e incluye entre ellos al papa
Pablo VI. «Para muchos», continúa, «ni siquiera constituía una preocupación [...]. La
liturgia y su reforma, desde el final de la Primera Guerra Mundial, se había convertido
en una cuestión urgente sólo en Francia y Alemania». Tampoco lo fue el hecho de que la
liturgia «se convirtiera en el primer objeto de discusiones del Concilio» debido al
particular interés que tenían en ella los Padres del Concilio. Se trató de un movimiento
táctico del partido reformista para impedir que fueran discutidos otros temas hasta que
los borradores de los documentos sobre esos otros asuntos hubiesen sido reescritos.
Ninguno de los Padres, continúa Ratzinger, habría considerado el texto que finalmente
aprobaron como «una «revolución» que significara el «fin de la Edad Media», tal y
como algunos teólogos creyeron que debían interpretarlo posteriormente»303.

Por esto, Sacrosanctum Concilium, la Constitución sobre la liturgia, fue


relativamente moderada. Como hemos visto, sólo establecía los principios generales, y
para la mayoría de los Padres del Concilio que votaron a favor de esos principios,
indudablemente nada podría haber sonado más razonable que el hecho de incrementar la
participación de los laicos, y simplificar un poco los ritos para hacer más claro su
significado, permitiendo también una cierta presencia de la lengua vernácula. Debieron
asumir que todo esto sería relativamente fácil de realizar llevando a cabo alguna limpieza
de los textos existentes e introduciendo cosas como la «oración de los fieles,» la
procesión del ofertorio, la preparación de lectores para los textos no evangélicos, y la
inclusión de aclamaciones ocasionales de la asamblea. Sin embargo, todos estos
principios generales resultaban susceptibles de interpretación.

Por ejemplo, la primera ambigüedad aparece en el significado de las palabras «noble

415
simplicidad». Lo que es simple para un liturgista, puede ser muy complicado para otro; y
«nobleza» es una cualidad para la que no poca gente es ciega o sorda. Por tan to, «noble
simplicidad» fácilmente llega a ser solo «simplicidad». Además, ¿qué queremos decir
con «inteligible»? ¿Cómo hace uno «inteligibles» los misterios sobrenaturales?304
¿Recortando la ceremonia, la belleza, el ornamento, y el ritual? ¿Disminuyendo las
expresiones de reverencia y asombro? ¿Estimulando una atmósfera de alegre bonhomie?
¿Exponiendo todo a la vista para que la gente pueda ver «exactamente lo que está
pasando»? ¿O de esta forma consigues hacer menos inteligible el misterio, suponiendo
que no equivoques a la gente sobre el particular? Lo mismo pasa con la «participación
activa». ¿Cuánta participación?; y, ¿qué tipo de actividad? ¿Son actividades la
contemplación y la adoración? ¿O la «actividad» tiene que ser continuamente corporal o
vocal?

Según la lengua vernácula, dado que la Iglesia es universal, y el latín ha sido el


lenguaje oficial de gran parte de ella durante unos mil setecientos años, mantener una
cierta presencia del latín en el rito romano parece muy lógico. El latín ha sido el vínculo
de unión que ha enlazado épocas y naciones a través de todo Occidente, desde finales del
siglo III_ Sólo tiene uno que asistir a una liturgia toda ella en lengua vernácula en un
país extranjero, para apreciar cómo ha debilitado este vínculo su casi total abandono.
Ami juicio, el «final abierto» de los principios establecidos en Sacrosanctum Concilium,
y los amplios poderes que el documento da a las conferencias episcopales locales para
adaptar o reinterpretar sus instrucciones más específicas, pueden ser vistos como un
segundo punto débil. No sólo dio a los técnicos libertad para llevar a cabo una revisión
de los textos más extensa de lo que parecería haber sido necesario, sino que desbloqueó
la com puerta para que las corrientes heterodoxas mantenidas hasta entonces bajo control
por Mediator Dei, llegaran a la Iglesia de manera más o menos torrencial, sin ser
revisadas.

Los intentos de empujar el coche de la liturgia, acercándolo cada vez más al terraplén
de la heterodoxia, no han sido el único factor de desorientación en el uso de la nueva
liturgia. Durante el resto de este capítulo deberemos tenerlo presente como un hecho
significativo.

LO QUE HIZO EL CONSILIUM

El tercer punto débil fue la velocidad con que fue puesta en marcha la nueva liturgia. En
1964, tan pronto como la Constitución de la liturgia fue aprobada por el Concilio, y
mientras éste estaba aún celebrando sesión, el papa Pablo VI encargó al cardenal
Lercaro, arzobispo de Bolonia, que estableciera la Comisión (Consi ium) para la
aplicación de la reforma. «El proyecto debía ser completado tan pronto como fuera
posible, de acuerdo con los profesionales expertos teóricos y pastorales para que no se

416
perdiera la oportunidad creada por el Concilio». El Consilium estaba compuesto por
prelados, los techniciens como consultores, y monseñor Annibale Bugnini como
secretario. Aquí fue donde los techniciens tuvieron que actuar. Monseñor Bugnini
orquestó y dirigió su trabajo. Se llegó a decir que, «más que ninguna otra persona»,
monseñor Bugnini «debería ser llamado el arquitecto ejecutor de la reforma litúrgica [...]
ocupó una posición crítica en los sucesivos grupos para la revisión de la liturgia
oficial»305. En 1969, cuando el papa PabloVl suprimió la vieja Congregación de Ritos e
incorporó al Consilium a la nueva Con gregación para el Culto Divino, monseñor
Bugnini permaneció como secretario, siendo finalmente investido como arzobispo.
Antes de que fuese destituido abruptamente por el papa Pablo VI en 1975306, había
sufrido un desaire: no había sido nombrado secretario de la comisión conciliar para la
liturgia; sólo era peritus. Pero el desaire sólo duraría un año.

¿Cómo llegó este oficial, relativamente menor, a manejar semejante poder en un


campo que podría afectar en profundidad la vida de los católicos de cualquier parte
durante generaciones? El hecho de que fuera el principal intermediario entre el papa
Pablo VI y el Concilio durante el trabajo de revisión es sólo una explicación parcial. Para
el resto, la situación no carece de precedentes. Este monseñor, sea lo que sea lo que se
piense de sus opiniones, tenía claramente esas cualidades que a lo largo de la historia han
recomendado subordinados a hombres en puestos de altura: laboriosidad, dedicación,
firmeza, capacidad organizativa, destreza para manejar a la gente y hacer que trabajen en
equipo, todo lo cual al final les hace parecer imprescindibles. Uno piensa en Thomas
Cromwell, en Richelieu, Roosevelt o Harry Hopkins.

Junto con monseñor Bugnini, el fallo principal de los techniciens parece haber sido
su negativa a dejar cualquier cosa al tiempo y a Dios, y su determinación de sacar las
reformas adelante, no sólo tan pronto como fuera posible, sino también consultando lo
menos posible. No hubo sondeos sistemáticos a las conferencias episcopales, como
seguramente lo requería la colegialidad; y cuando en 1967 se presentó un modelo
experimental de Misa para conocimiento de los obispos asistentes al primer Sínodo en
1967, a pesar de que tuvo una acogida mayoritariamente desfavorable, fue aplicado sin
tener en cuenta este detalle. Además, los cambios llegaron mucho más lejos de lo que en
general se esperaba.

«Era razonable y correcto por parte del Concilio», escribe el cardenal Ratzinger,
«ordenar una revisión del misal tal como había sucedido antes, la cual debía ser ahora
más completa [...], pero ahora ocurrió algo más: el viejo edificio fue demolido y se
construyó otro», aunque en gran medida «utilizando materiales del antiguo, e incluso
usando los planos del viejo edificio». Esto «hizo un daño

Finalmente, en 1970, tras un periodo de introducción de las modificaciones, la nueva


liturgia de la Misa llego a ser el culto oficial de la Iglesia Latina, quedando suprimida de
hecho la antigua liturgia.

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También esto lo considera el cardenal Ratzinger como un serio error de juicio.
Describe el desánimo que sintió con la «casi total prohibición» de la antigua liturgia
«después de sólo medio año de transición... nada parecido había pasado nunca en toda la
historia de la liturgia». No sólo los fieles habían sido privados del rito al que estaban
fuertemente vinculados en su mayoría, y que hasta entonces había sido obligatorio; se
esperaba además de ellos que rechazaran y aborrecieran lo que hasta entonces se les
había enseñado a venerar. Nunca antes había pensado nadie en «enfrentar un misal
contra otro».

El padre Congar parece haber sido de la misma opinión que el cardenal. «No puedo
entender por qué no aparecía ninguna autorización para salvaguardar la Misa (la antigua
liturgia) [...]. Intervine personalmente ante el arzobispo, y en el Vaticano [...]. Presenté
repetidas peticiones para que ambos ritos fueran permitidos, pero sin éxito»308.

No sin razón dice el padre Aidan Nichols que el papa Pablo VI fue mal aconsejado.

Los tradicionalistas también tenían buenas razones a propósito de no pocos de los


cambios, y más aún a la vista de la forma en que se habían introducido. Pero
habitualmente no prestan excesiva atención a la historia del movimiento de la reforma, y
a la naturaleza plural de sus miembros. Los objetivos e intenciones de hombres como
Romano Guardini, Parsch, Jungmann y Bouyer parecen ser mayoritariamente
desconocidos o ignorados por ellos.

Es imposible detallar aquí los méritos y los puntos débiles del trabajo del Consilium.
Entre otras cosas hay que decir que fue producto de hombres que, aunque estaban de
acuerdo en lo fundamental, tenían diferentes centros de interés. «Eran necesarios muchos
compromisos para satisfacer los distintos elemen Hablaré también sobre todo de la
liturgia de la Misa porque es lo que más ha afectado a la gente.

El aspecto primero y más perceptible es, por supuesto, el gran número de


oportunidades que se proporcionaron a los seglares para que se convirtieran en parte
visible y audible de la celebración. En este sentido, sí se logró uno de los dos fines
primordiales del movimiento reformista. Quedó superada la excesiva separación entre el
sacerdote y los fieles en la Misa. Rosmini se habría alegrado.

El aumento de lecturas de la Escritura puede considerarse como el segundo logro de


importancia. Creo que el uso de las lenguas vernáculas habría sido una auténtica
bendición si no hubiera sido tan total.

Un tercer rasgo sorprendente es la cantidad de oraciones adicionales o alternativas,


así como de lecturas de la Escritura: tres nuevas plegarias eucarísticas, o cánones,
algunas variantes del Kyrie, gran número de nuevos prefacios, con muchas citas de las
antiguas liturgias. Las rúbricas (normas y regulaciones litúrgicas) son ahora menos en

418
cantidad y en rigidez. La intención subyacente al gran número de alternativas parece
haber sido prevenir la rutina, y hacer la liturgia más adaptable a los condicionamientos
de carácter local.

Menos beneficiosos son, obviamente, los numerosos pequeños cambios introducidos


aparentemente para adaptarse a la supuesta psicología del «hombre moderno». Los
liturgistas, teniendo al «hombre moderno» in mente, parecen haber sentido aversión a la
repetición. Las triples invocaciones se reducen a dos, y las doxologías y finales de
oración que invocan a la Trinidad son frecuentemente omitidas. Cuando se conservan las
oraciones de la vieja liturgia, con frecuencia son innecesariamente truncadas; por
ejemplo, la hermosa oración del ofertorio que empieza Deus, qui bumanae substantiae,
que Étienne Gilson amaba recitar. También desapareen las formas de dirigirse a Dios
que pueden parecer demasiado «halagadoras». Por dar otro ejemplo: en la oración
anterior a la comunión «Que la recepción de tu cuerpo...» (Perceptio Corporis tuis), las
palabras «que aun que yo no lo merezca espero recibir», han sido eliminadas. Los
adjetivos «sagrado» y «santo» son evitados lo más posible. Esta tendencia es
particularmente apreciable en las traducciones inglesas, en las que a Dios, a menudo, se
le dan instrucciones, o se le ordena, más que rogarle, que conceda determinados favores.
Se da por supuesto que el hombre moderno es práctico y realista. Una vez llegado a la
mayoría de edad, habla a Dios como alguien mayor lo hace a otro, sólo acepta un
mínimo de ceremonia, y su capacidad de atención para lo que sea, excepto para
cuestiones concretas, es limitada. Siempre tiene prisa. Quiere llegar al campo de golf o a
la playa el domingo. La brevedad se ha añadido, convirtiéndose en principio rector de la
reforma.310

Las consideraciones ecuménicas jugaron un papel aún mayor en el trabajo de


reconstrucción. «El Rito de Pablo VI contiene más rasgos de origen oriental que los que
nunca había conocido históricamente el rito romano [...] y de forma destacada en las
nuevas anáforas» metro nombre para la Plegaria Eucarística central, o canon.311 Pero
hay muchos más cambios con la mirada puesta en los protestantes. La breve Plegaria
Eucarística, o Anáfora II, por ejemplo, es susceptible de una interpretación, bien
protestante o bien católica, y ha sido alabada por ello por un prominente evangélico.
Estos fueron los cambios que suscitaron mayores críticas.312

La principal acusación era que la nueva liturgia, particularmente la de la Misa, no


protegía adecuadamente la Eucaristía católica, ni la doctrina sacramental. Por su parte, la
Instrucción General del Misal Romano, el documento que la introducía, encontró
objeciones más fuertes todavía. La IGMR es una declara ción teológica de principios
sobre la Misa, junto a normas para celebrarla. Pues bien, la mayoría de sus descripciones
y explicaciones de lo que es la Misa evitaban tan cuidadosamente la terminología
católica que daba la impresión de que intentaba promover una teología protestante de la
Eucaristía. El número 7, por ejemplo, afirmaba que «La Cena del Señor, o Misa, es la
asamblea sagrada del pueblo de Dios reunida bajo la presidencia de un sacerdote para

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celebrar el memorial del Señor».

Precisamente por esto, la publicación del nuevo Misal tuvo que ser pospuesta seis
meses. En septiembre de 1969 los cardenales Ottaviani y Bacci, ambos figuras
destacadas del Concilio, enviaron un documento fuertemente crítico tanto del Nuevo
Orden de la Misa como de la Instrucción General que la acompañaba. Como resultado, el
Papa hizo revisar la Instrucción General y añadió un prólogo de ocho páginas
defendiendo su ortodoxia. Hubo dieciséis páginas de enmiendas, pero los críticos
siguieron manteniendo que las correcciones eran más formales que sustanciales. Las
correcciones, decían, no alteraban el ethos subyacente al documento.313

De hecho, existía inquietud ante el camino que iba tomando la reforma litúrgica ya
antes de la época del Concilio. Ésta se había generado, en parte, por rumores de lo que se
estaba planeando, y en parte también, por una explosión de experimentos litúrgicos de
sacerdotes individuales a los que había desorientado la propaganda favorable al cambio.
Esas explosiones iban desde intentos bienintencionados, pero desacertados en su
mayoría, de realizar lo que se pensaba que quería la Iglesia, hasta caídas directas en la
herejía y el vandalismo. El Santísimo Sacramento fue retirado a un armario en una pared
lateral, o a una remota «sala de oración»; los santuarios fueron despojados, las
barandillas del altar retiradas; se escondieron las esculturas, estatuas, y estaciones del vía
crucis, los vasos de plata o plateados fueron remplazados por copas y platos de cerámica.
Se abandonó la confesión, junto con la Bendición, el Rosario, y las procesiones de Mayo
o del Corpus. Los sacerdotes empezaron a referirse a sí mismos como «presidentes» o
«animadores» de la asamblea, y en el peor de los casos, se atrevieron, incluso, a celebrar
la Misa vestidos como payasos, como Papá Noel, y hasta como conejitos de Pascua (bien
porque San Pablo habla de «la locura de la cruz», o para tener a los niños contentos).
También se intentaron danzas litúrgicas.

La consecuencia inmediata fue la aparición de varios movimientos «tradicionalistas»


dedicados a conservar la vieja liturgia no sólo por sí misma, sino también como baluarte
contra la herejía. El más conocido de estos movimientos es la Sociedad de San Pío X del
arzobispo Lefebvre, cuyos líderes fueron automáticamente excomulgados cuando en
1988 el arzobispo, en contra de las instrucciones del papa Juan Pablo II, consagró cuatro
obispos para perpetuar su obra y su organización después de su muerte.

Sin embargo, Juan Pablo II fue más comprensivo con las aspiraciones tradicionalistas
que Pablo VI. En 1988 se fundó la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, bajo la
autoridad de una comisión en Roma -la Comisión Ecclesia Dei- para formar y
proporcionar sacerdotes que atendieran a los católicos que encontraran los nuevos ritos
demasiado perturbadores y para dar refugio a curas lefebvrianos que, vinculados todavía
a la vieja liturgia, quisieran volver a unirse a la Santa Sede. La Fraternidad de San Pedro,
que tiene sus propios seminarios, está en comunión con la Santa Sede y dirige parroquias
extra-territoriales con la antigua liturgia, donde los obispos locales lo permiten. El Santo

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Padre ha pedido a los obispos que sean generosos, permitiendo la celebración de la
antigua liturgia donde haya demanda de ella. Algunos obispos han seguido este consejo.

A mi parecer, los principales puntos que deben tenerse en cuenta sobre la nueva
liturgia, son: que ahora es la principal li turgia autorizada de la Iglesia Latina (aunque el
uso del latín esté temporalmente reducido); que es claramente válida en el sentido de que
la Misa y los Sacramentos pueden ser efectivamente celebrados con ella (la mayoría de
los tradicionalistas aceptan ahora esto); que la Iglesia no va a abolirla para volver
totalmente a una liturgia silenciosa, toda ella en latín, para el conjunto de la Iglesia
Latina, o al Rito Romano de 1962 para todo el mundo lo que sería difícilmente posible,
aunque un Papa quisiera hacer un cambio tan radical; que tiene muchas virtudes y
también defectos; que estos últimos pueden ser corregidos, y que, adecuadamente
ejercitada, es capaz de lograr los legítimos objetivos del movimiento reformista.

La frase clave es «adecuadamente ejercitada o ejecutada». En cierto sentido se podría


aplicar a la liturgia paulina la ocurrencia de Chesterton sobre el cristianismo en su
conjunto: no es que fuera experimentado y se revelara deficiente, es que nunca se llegó a
experimentar. Esto no es realmente verdad: hay catedrales, parroquias y casas religiosas
donde la nueva liturgia se celebra plenamente y con dignidad. Pero hay algo de verdad
en esa generalización. Suficiente en cualquier caso como para que, no mucho después
del Concilio, el padre Bouyer escribiera: «No hay prácticamente una liturgia hoy en la
Iglesia católica digna de ese nombre [...] quizá en ninguna otra área haya una distancia
tan grande, e incluso una oposición formal, entre lo que el Concilio decidió y lo que
realmente tenemos [...] ahora yo tengo la impresión, y no soy el único, de que quienes
asumieron la misión de aplicar las directrices del Concilio [...] han vuelto la espalda
deliberadamente a lo que Beauduin, Casel y Pius Parsch se propusieron hacer»314.

Ya desde entonces, Benedicto XVI, cuando era cardenal, se había referido a la


«desintegración de la liturgia»315. «Uno se estremece», dice, «ante el deslucido aspecto
que ha llegado a tener la liturgia posconciliar». También dijo que hay menos diferencia
entre la vieja y la nueva liturgia que la existente entre la nueva liturgia adecuadamente
celebrada, y la que normalmente se celebra.

CÓMO HA SIDO APLICADA LA NUEVA LITURGIA

¿Qué ha ido mal entonces? ¿Por qué hay tantas celebraciones según la Nueva Liturgia
que resultan deslucidas, o como otros lo han expresado, «banales», «secularizadas» y
faltas de «sentido sagrado», hasta tal punto que las críticas ni siquiera proceden ya de los
tradicionalistas, sino de distinguidos católicos que aceptan la Nueva Liturgia y ven en
ella aspectos potencialmente positivos?

421
Podemos atribuir algunos problemas a la influencia de la cultura del entorno. La
sociedad occidental en su conjunto tiene cada vez menos tiempo para interesarse en la
compresión de las ceremonias, el simbolismo y la idea de lo sagrado. No hay nada que
simbolizar. Lo único que hay es lo que se puede tocar y ver, objetos y fuerzas físicas; ¿y
cuántos de nosotros podemos decir que no estamos en absoluto afectados por este
«ethos»? Sin embargo, esto sólo es una parte de la explicación. La Iglesia ha tenido que
resistirse a menudo a este tipo de influencias.

Para llegar a la raíz del problema tenemos que empezar por la forma en que el
establishment litúrgico empezó a cambiar durante el Concilio, y fijarnos en cómo se ha
desarrollado desde entonces. Ya no se trata de un número relativamente pequeño de
eruditos europeos. Ahora es ya un asunto internacional. Todas las conferencias
episcopales nacionales y todas las diócesis tienen una comisión litúrgica, cuyos líderes
se han convertido en maestros y jueces oficiales de lo «políticamente correcto» en lo
referente a la actuación y al pensamiento litúrgico.

La base original de este pensamiento, como hemos visto, ha sido el purismo litúrgico
de las generaciones más antiguas. La liturgia romana de los siglos IV y V era la ideal;
sólo tiene valor real la oración litúrgica; las oraciones populares deben de ser
desaconsejadas, si no abolidas; la participación popular ha de ser la primera
consideración en cualquier teoría o práctica litúrgica. Los hombres con estas
convicciones veían la liturgia de Pablo VI como la cima de la perfección litúrgica; la
liturgia del Papa Pablo VI debía ser tratada como sacrosanta.

La liturgia de los siglos IV y V ha sido el ideal de esta clase de reformistas de la


liturgia desde el siglo XVIII, porque después del siglo V disminuyó la participación
visible del pueblo, y con la invasión de los bárbaros el latín dejó de ser una lengua
comprendida por la mayoría de los fieles. Al mismo tiempo, debemos recordar que en
algunos aspectos la última liturgia, especialmente la Misa, se desarrolló de forma que
facilitaba la comprensión de lo que sucedía en la Misa, lo que estaba menos o peor
logrado en la liturgia latina anterior. Una «vuelta a las fuentes» que excluyera el
desarrollo, iría en contra de la actitud mental de la Iglesia.316

Sin embargo, la liturgia paulina apenas estaba empezándose a aplicar antes de que
fuera considerada simplemente como una puerta para posteriores desarrollos.

El latín ya se iba abandonado antes de que terminara el Concilio, y la Misa de cara al


pueblo se convirtió en universal poco después. Luego se fueron introduciendo una serie
de cambios a nivel nacional, unas veces con y otras sin el apoyo de los obispos locales,
contra los deseos de Roma; por ejemplo, la Comunión recibida de pie y la Comunión
entregada en la mano. Cuando estas prácticas se extendieron ampliamente, se pidió a
Roma que autorizara las innovaciones basándose en que ya se habían convertido en
tradiciones establecidas, o en costumbres locales. Los motivos que se encontraban detrás

422
de éstas y de otras medidas, como veremos enseguida, variaban. Pero en general han
tendido a debilitar la comprensión y la reverencia de la Presencia Real, y de la Misa
como sacrificio.

La tendencia continúa. En una La reforma litúrgica: una relectura, publicada en 1994,


Dom Adrien Nocent, uno de los cofundadores del Pontificio Instituto Litúrgico de Roma,
propuso más abreviaciones del Misal, incluyendo la eliminación del rito de penitencia
del principio, el lavatorio de manos del sacerdote en el ofertorio, y la elevación de las
sagradas especies en la consagración; todo ello para que hubiera más tiempo para las
lecturas de la Escritura, y para la homilía. Quería también que cada grupo idiomático
escribiera sus propias oraciones colectas sobre la base de que la concisión del latín no
puede aplicarse en los demás idiomas. Aunque las propuestas de este autor nunca
llegaron a aplicarse, representan una visión ampliamente arraigada.317

Entre tanto, el pensamiento litúrgico se iba transformando cada vez más, no sólo por
las teorías protestantes sobre la Iglesia y la Eucaristía, sino también por otras ideas e
ideologías que hemos venido examinando en este libro: las doctrinas de la Ilustración, el
subjetivismo filosófico, el evolucionismo teilhardiano o el comunitarismo de Buber.318

Para no perdernos en demasiados detalles, resaltaré las cuatro ideas dominantes del
pensamiento litúrgico actual que me parece que han sido principalmente responsables de
devaluar la celebración de la liturgia paulina.

En primer lugar, y ejemplificada por las propuestas de Dom Nocent, vemos la


influencia del racionalismo de la Ilustración. De acuerdo con este esquema mental, el fin
principal de la liturgia es instruir. Nadie dice explícitamente que el culto de Dios no sea
el objetivo primordial de la liturgia; pero cuando prevalece este esquema mental, el culto
tiende a ser algo así como un joven compañero. Por supuesto que en la liturgia existe
espacio para la «instrucción» (las lecturas de la Escritura y las homilías, la única parte de
la Misa a la que se puede llamar apropiadamente «instrucción»). No aprendemos de las
lecturas de la Escritura y del resto de la liturgia como lo hacemos en «clase» de
catecismo, o estudiando libros sobre la fe donde los temas están dispuestos en un orden
lógico. En la liturgia, la verdad divina es transmitida a nuestras almas de manera
diferente. Cuando la liturgia se utiliza sobre todo como herramienta de enseñanza, puede
dejar de enseñar.

La segunda idea dominante es que la liturgia debe ser utilizada para generar cohesión
social. La gente debe sentirse ella misma en Misa y verse claramente como lo que es,
una comunidad fuertemente unida. La influencia de Buber en esta área ha sido
abrumadora. Por supuesto que los cristianos han de ser reconocidos por su amor a sus
semejantes, pero eso debe quedar patente en la totalidad de sus vidas. No es necesario
presumir de ello en la Iglesia. El espíritu del culto sufre si se centra la atención, al
margen de Dios, en la asamblea.

423
Aquí no puedo hacer otra cosa sino citar de nuevo a Nichols: «Un sentido
comunitario que no surge del de la celebración ritual del culto, sino que es buscado por
sí mismo, pronto resulta evanescente, superficial o ambas cosas. Lo más que puede hacer
es producir una atmósfera transitoriamente condescendiente que es finalmente
frustrante». Y añade aún más oportunamente: «Igual que pasa con la felicidad, la
comunidad no surge si se la busca directamente; más bien es una consecuencia indirecta
y vital de estar inmerso en otras

Casi la misma opinión había sido mantenida mucho antes por Guardini. En El
espíritu de la liturgia explica por qué la liturgia ha de ser desprendida, objetiva y estar
bien regulada, por qué no debe conceder espacio para la expresión de sentimientos
personales. La Iglesia universal, señala, acoge a hombres y mujeres de todo tipo de
temperamentos. Para que todos ellos se puedan unir en el culto, la liturgia debe estar por
encima del nivel de sus diferencias emocionales. Las expresiones de sentimiento
personal y entusiasmo en el culto público, insiste, son características de las sectas
religiosas.

Estas dos primeras ideas dominantes en el pensamiento litúrgico actual, que los fines
principales de la liturgia son: a) la instrucción, y b) generar sentimientos comunitarios,
se establecieron pronto como preceptos sagrados en el pensamiento litúrgico
internacional. La tercera y la cuarta tardaron más en progresar, pero ahora ya están
extendidas también.

En la tercera vemos la influencia del subjetivismo filosófico combinada con las ideas
políticas democráticas. La liturgia no es algo que recibimos de Dios a través de la
Iglesia, sino que debe ser una expresión de la experiencia popular y de la creatividad
humana. Todas las parroquias o comunidades deben, por tanto, hacer su propia liturgia.
El cardenal Ratzinger ya había previsto esto como una de las consecuencias de una
reforma conducida fundamentalmente por expertos. Al introducir una «brecha en la
historia de la liturgia», se creó la impresión de que la liturgia no es «algo dado con
antelación», sino «algo creado», que consecuentemente depende de nuestro propio poder
de decisión. De esto se deduce que «al final, todas y cada una de las comunidades deben
proporcionarse a sí mismas sus propias

La cuarta idea expresa el evolucionismo imperante. La liturgia debe estar cambiando


constantemente porque la situación de la gente también lo está.

Es difícil concebir un tipo de culto mejor calculado para alejar de la Iglesia a


hombres y mujeres con ansia de Dios, que una liturgia celebrada siguiendo estos
principios. Una liturgia demasiado instructiva es como una conversación con un rey
constantemente interrumpida por cortesanos y secretarios. Una liturgia diseñada para
generar sentimiento comunitario en lugar de elevarnos temporalmente de los lugares
comunes diarios, nos deja firmemente plantados en ellos. Una liturgia creada por la

424
comunidad local, significa una liturgia planeada por las figuras dominantes del grupo
parroquial. Y una liturgia constantemente cambiante, viola los principios socio-
antropológicos fundamentales según los cuales lo que la gente quiere y necesita con el
culto, por encima de todo, es permanencia y estabilidad.

Si estas opiniones fueran a perdurar, sería el final, no solo del rito latino, sino de
cualquier otro rito. No creo que perduren, porque allí donde lo hicieran, la asistencia a
Misa y las vocaciones sacerdotales caerían en picado. Finalmente morirán aunque tengan
una vejez protegida.

Entre tanto, no podemos aceptar que incluso las parroquias ortodoxas permanezcan
inmunes a ellas. Los fieles las absorben inconscientemente a partir de los libros, de los
medios católicos, de los extraños comentarios oídos casualmente después de Misa, en las
reuniones diocesanas o en un sermón en una extraña parroquia, junto con un montón de
otras ideas que tienen el efecto de socavar la dignidad y la nobleza del culto católico.
Leen o escuchan, por ejemplo, que «la Iglesia no es la casa de Dios sino la casa del
Pueblo de Dios». Queriendo decir que Dios quiere que socialices en la Iglesia como lo
harías en una reunión parroquial. O cogen un librito sobre la Eucaristía de Bernard
Haering donde descubren que a Teilhard de Chardin «le gustaba gritar con alegría "
¡todo es sagrado ! "». Pero si todo es sagrado, el santuario no es más sagrado que el
cuerpo de la Iglesia, y ésta no es más sagrada que la calle de ahí fuera. Por lo que se
puede uno comportar de la misma manera informal en ambas. La consagración de las
iglesias resulta también algo sin sentido. ¿Por qué lo hace el obispo? Presumiblemente es
sólo un vestigio simbólico del pasado.

A mi juicio, la segunda razón que explica por qué tantas celebraciones de la nueva
liturgia resultan desvaídas o banales, reside en las dificultades inherentes a la actividad
conciliar fundamental. En la caótica situación de después del Concilio, ¿cómo iban un
párroco y una comunidad normales a comprender y llevar a cabo los cambios de énfasis
requeridos sin llevarlos demasiado lejos y sin hacer peligrar, por ende, tanto la doctrina
como la dignidad de las celebraciones?

Centrémonos en los cuatro aspectos principales del culto católico que la Iglesia ha
estado intentando reubicar, o ha querido devolverles su importancia.

LA DIMENSIÓN SOCIAL

La Iglesia quería, sin duda, que los fieles se dieran cuenta más específicamente de su
carácter sacerdotal, o por usar la hermosa frase de Dom Guéranger, «la sociedad de la
divina alabanza», pero no que la liturgia se convirtiera en un evento social. El principal
mensaje que la liturgia de la Eucaristía debe transmitir es que lo que ocurre en el altar es

425
algo maravilloso, inspirador, glorioso, y distinto -incluso lejano- de la vida y de las cosas
diarias. Unos malos medios han producido unos malos resultados.

LA UNIÓN DE PUEBLO Y SACERDOTE EN MISA

Siguiendo a Rosmini y a otros, la Iglesia quería que los papeles del sacerdote y del
pueblo estuvieran más integrados en la Misa y que el papel de la gente fuera expresado
de una forma más completa. Sacerdotes y pueblo deben ser vistos y ser conscientes de
estar implicados en un mismo trabajo, aunque el sacerdote sea identificado con Cristo y
sea más necesario para la celebración, o lo sea de una forma en que la gente no lo es.
Hay cambios en el nuevo Misal que los tradicionalistas consideran, creo que
erróneamente, que han tenido una intención heterodoxa, y que de hecho, tuvieron esa
intención in mente. La nueva disposición de las plegarias antes de la Comunión es un
ejemplo. Ahora bien, muchas innovaciones introducidas desde que la promulgación del
nuevo Misal, acentúan la participación de los laicos hasta el punto de que también ellos
tienden a introducir una nota del lugar común, así como a oscurecer la distinción de
papeles, incluso allí donde no existe una intencionalidad heterodoxa. El principal
ejemplo es la introducción de ministros laicos en la Eucaristía.

En el Sínodo de Roma sobre los Laicos en 1987 se expresó esta preocupación: «El
laicismo del clero, y el clericalismo de los laicos» (un clero que se preocupa demasiado
de los asuntos político-sociales y unos laicos que son utilizados innecesariamente para lo
que hasta ahora había sido considerado como tareas específicas del clero). Pese a ello, la
Santa Sede, tan pronto acabó el Sínodo, autorizó lo que desde mediados de los setenta, si
no desde antes, había estado sucediendo: laicos dirigiendo celebraciones de la comunión
en países donde poca gente tiene coche y no hay curas que residan cerca. Según las
nuevas normas, serían llamados «ministros extraordinarios» de la Eucaristía, y sólo se
echaría mano de ellos allí donde las circunstancias realmente así lo requirieran. Sin
embargo, a niveles nacional y diocesano fueron rápidamente introducidos en todos lados,
fuesen necesarios o no, re-nombrados como «ministros de la eucaristía» y utilizados con
regularidad, de forma que los fieles llegaron a acostumbrarse a ver a numerosos laicos
vestidos de forma normal, moviéndose por el santuario sin ceremonia alguna y porque sí,
haciendo cosas como abrir el tabernáculo -lo que sólo podían hacer los curas- y
entregando las formas sin haberse purificado los dedos, como aún tenían que hacer los
curas.

ACCIÓN DE GRACIAS Y ALEGRÍA

Había, sin lugar a dudas, muchos católicos antes del Concilio a quienes se les tenía que
recordar lo que significa Eucaristía. En primer lugar, «acción de gracias». El padre
Jungmann insistió particularmente en este punto. Por nuestra redención es por lo que

426
principalmente damos gracias en Misa; el precio pagado por ella fue la pasión y muerte
de Cristo. Nuestra acción de gracias, por tanto, tiene que ser de un carácter distinto a la
gratitud que sentimos al recibir una gran cantidad de dinero, o un generosísimo regalo de
Navidad.

Pasa lo mismo con la alegría cristiana. La alegría cristiana no es la misma que la


alegría natural o mundana. Nos regocijamos ante la perspectiva de la felicidad eterna.
Pero al mismo tiempo sabemos que ésta sólo se alcanza pasando a través de una estrecha
puerta. Nada ha degradado tanto la celebración de la liturgia paulina como la confusión
acerca del significado de la palabra «celebración»: la idea de que una atmósfera de fiesta
debía ser clave para el culto cristiano, incluso en el caso de los funerales y de la
cuaresma. La pérdida del «sentido de lo sagrado» parece estar estrechamente relacionada
con la pérdida del «sentido del pecado», lo que lamentaban los Padres de la asamblea del
Sínodo de 1983 sobre la penitencia.

RECOBRANDO EL ASPECTO DE «CENA» DE LA MISA

En la fe católica el sacrificio que como ofrecimiento al Padre realizó Cristo en el


Calvario por nuestros pecados, y continúa ofreciéndolo durante toda la eternidad en el
cielo, se hace nuevamente presente en el tiempo, aunque sin sangre, mediante las
palabras del sacerdote que consagra. Éste ha sido siempre el momento principal de la
Misa. Durante un instante, la eternidad y el tiempo se entrecruzan. Para este auto-
ofrecimiento de Cristo, con el que las personas se unen espiritualmente, el «banquete
sagrado» al final de la Misa es el complemento o realización, sin ser algo añadido o
accidental. En el pasado esta relación entre los dos componentes se entendía bastante
bien. Pero era quizás inevitable que, una vez la Iglesia comenzó a alentar la comunión
frecuente, el rito de la Comunión atrajera una mayor atención.

Sin embargo, el uso de la palabra «cena» no sólo es ambiguo en este contexto; a lo


largo de la mayor parte de Occidente ha sido tan enfatizada que muchos fieles piensan
ahora que la Comunión de la gente es el único punto sobresaliente de la celebración. Aun
cuando continúen creyendo en la Presencia Real -y las encuestas en Estados Unidos y en
otros sitios han mostrado que, algo así como el 75 por ciento de los católicos, ya no lo
hacen- muchos parecen ver la consagración como una simple manera de hacer presente a
nuestro Señor para que ellos lo puedan recibir en Sagrada Comunión.321

En una parroquia media, la menor conciencia de lo que está ocurriendo


fundamentalmente en Misa, debida a la imperfección de la catequesis y a un énfasis mal
situado, como hemos visto, parece ser la principal razón por la que hay tantas
celebraciones poco estimulantes. Lejos de explotar las potencialidades de la nueva
liturgia, la mayoría de ellas son ignoradas o desaprovechadas. El único principio
dominante que sirve de guía es, con demasiada frecuencia, la «brevedad». De las cuatro
oraciones eucarísticas disponibles, las dos más cortas son las más utilizadas. Ceremonias

427
como la bendición de las cenizas, o la liturgia del domingo de Ramos y la vigilia de
Pascua, se llevan a cabo normalmente en su forma más breve. El incienso, una forma de
honrar a Dios y a las cosas sagradas, poderosamente simbólica, que representa la oración
de los fieles, es, en muchos sitios, algo casi desconocido. Aquella esperanza de los
reformistas de que las oraciones del breviario de la mañana y de la tarde (Laudes y
Vísperas) llegaran a formar parte de la vida de oración de los laicos, no se ha llevado a
cabo. Sólo un puñado de parroquias tiene Laudes como preparación para la Misa, o
Vísperas el domingo por la tarde. Y es claro que de esta forma no crecerá demasiado la
capacidad de atención del hombre moderno; incluso pueden peligrar las nuevas lecturas
dominicales de la Escritura. En Francia y en Alemania, la primera de las tres es omitida a
menudo, mostrando una vez más que cuando se permite una alternativa, se suele elegir
casi siempre la que consume menos tiempo.322

UNA MIRADA MÁS ALLÁ

La situación que acabamos de describir posiblemente constituya una de las razones por
las que en octubre de 1998 Juan Pablo II, tras hablar de los «abusos» y «graves
escándalos» litúrgicos, dijo a un grupo de obispos de Estados Unidos que, mientras la
participación activa de los laicos debe ser estimulada, su disposición fundamental «debe
ser de reverencia y adoración». Esto explicaría también por qué Joseph Ratzinger pidió
un «nuevo movimiento litúrgico que haga renacer la herencia real del Concilio Vaticano
II»323. De hecho, inspirado por esto, ya hay un movimiento para la «reforma de la
Reforma». Eso no significa la recuperación del rito tradicional, que continuará como una
alternativa (siguiendo el motu proprio Ecclessia Dei Adflicta de Juan Pablo II). La
intención es ajustar los textos, reforzar algunas rúbricas, y sobre todo, recuperar el
sentido, perdido o disminuido, de lo sagrado. Sin duda, llevará tiempo. Pero así es como
tradicionalmente ha cambiado siempre la liturgia.

Los principales campos problemáticos, en adelante, parece que serán las


celebraciones de comunión dirigidas por laicos y el feminismo radical con su presión
para lograr un lenguaje inclusivo y el sacerdocio femenino.

Las celebraciones de comunión dirigidas por laicos, con invitados que han sido
consagrados por un sacerdote, como hemos visto, fueron pensadas en su origen para los
países de misión. En Occidente, donde también son comunes ahora, muchos de los fieles
están empezando a verlas como un sustituto «a mano» de la Misa, si es que son
realmente conscientes de que haya todavía alguna diferencia.

El feminismo radical representa un desafío mucho mayor, puesto que apunta a algo
en sí mismo inadmisible. Estos problemas empezaron con la decisión de permitir
ministros laicos para la Eucaristía. Restringir el privilegio a los hombres habría dado la
impresión de que se trataba a las mujeres como inferiores. Pero que las mujeres den la
Comunión hace mucho más difícil que los fieles puedan comprender por qué ellas no

428
pueden decir Misa también. Ciertamente, las feministas radicales ven como un paso
hacia sus objetivos el que las mujeres actúen como ministros de la Eucaristía; y durante
los años ochenta y noventa hubo signos de que muchos curas, e incluso obispos, estaban
empezando a ponerse de su parte. Pocos, de haber alguno, piden la ordenación de las
mujeres sin ambages. La petición se hace para que la cuestión quede abierta a una futura
discusión. Pero si la cuestión es susceptible de discusión, no queda resuelta, las mujeres
sacerdotes pasan a ser una posibilidad. Por ello, en 1996 Juan Pablo II finalmente se
plantó, y en su carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis reafirmó solemnemente lo que
siempre se había creído: la incapacidad de la Iglesia para ordenar a mujeres. Según la
convicción católica, 500 obispos podrían imponer sus manos sobre una mujer mientras
invocan al Espíritu Santo, y seguiría sin convertirse en sacerdote. La principal razón de
ello es que en cosas fundamentales la Iglesia sostiene que lo que siempre ha hecho o
dejado de hacer, ha sido, o instituido por Cristo o inspirado por el Espíritu Santo.

¿Cómo superan los partidarios del sacerdocio de las mujeres un obstáculo tan
importante? Principalmente poniendo por delante dos argumentos: bien que al no
ordenar a mujeres Cristo estaba limitado por la mentalidad y costumbres de su tiempo; o
bien que les estaba haciendo una concesión temporal. Sin em bargo, sólo una pequeña
reflexión nos muestra lo inadecuado de ambas posturas. Si la primera fuera verdad, si la
comprensión de Cristo y su voluntad estuvieran limitadas de la forma sugerida, entonces
no podría seguir siendo el Salvador universal. Implicaría que su divinidad estaba
sumergida en su humanidad hasta el punto de no ser operativa, mientras, al mismo
tiempo, haría que el Evangelio ya no fuera un mensaje universal, y el mismo para todas
las épocas y lugares.

Por otro lado, el argumento de que Nuestro Señor estaba haciendo una concesión a
los prejuicios o al espíritu de su época, hasta que las mentes de los hombres estuvieran
mejor preparadas para recibir lo que el realmente quería enseñar, se contradice con los
hechos históricos más obvios. Los paganos estaban bastante acostumbrados a la idea de
la mujer sacerdote; las mujeressacerdote no habrían sido obstáculo para su conversión. Y
en cuanto al propio pueblo de Nuestro Señor, los judíos, Él estaba preparado para
desafiar sus ideas sobre el divorcio, la necesidad de la circuncisión y sus normas sobre el
Sabbath. Su actitud hacia las mujeres, como vemos en el Evangelio, entraba también en
conflicto con las costumbres judías. Si hubiera querido que las mujeres fueran
ordenadas, ¿por qué prefirió no hacerlo Él mismo?

La petición de que haya mujeres-sacerdote muestra cuán profundamente se han


incrustado las doctrinas de la Ilustración en el pensamiento católico occidental. Tiene el
mismo origen que la petición de los hombres homosexuales de ser quirúrgicamente
modificados para poder tener hijos. La igualdad demanda que lo que un sexo puede
hacer, el otro deba también poder hacerlo.

Sin embargo, un cristiano que quiere conocer el pensamiento de Dios sobre algún

429
tema, no toma a un pensador seglar como Jean Jacques Rosseau como guía o punto de
partida. Si no puede aceptar la autoridad de la Iglesia católica, tendrá que empezar, al
menos, con la Sagrada Escritura, y es allí, por encima de todo, donde podemos descubrir
las razones por las que Nuestro Señor instituyó un sacerdocio puramente masculino.
Lógicamente, estas razones no serán comprendidas por las personas que no sean capaces
de reconocer que los caminos de Dios no son siempre nuestros caminos, que estamos
tratando con un misterio sobrenatural, o tratando de apreciar la importancia del
simbolismo religioso.

Básicamente, estas razones se reducen a la enseñanza de las Sagrada Escritura sobre


la relación de Dios con el género humano. A lo largo de ambos Testamentos se proyecta
el modelo del matrimonio humano. Dios es el esposo, la raza humana la esposa. Cristo es
el novio, y su pueblo la novia. Si hubiera mujeres sacerdotes el mensaje se haría
ininteligible. Podemos no entender o apreciar esta forma que Dios ha escogido para
explicar nuestra relación con Él. Pero resulta innegable que Él le confiere
importancia.324

Poco después de la Ordinatio Sacerdotalis, Juan Pablo II dio finalmente permiso a las
mujeres para ser servidoras en el altar, como una decisión que parecería haber sido
dirigida a satisfacer a las mujeres laicas y a las monjas, decepcionadas por el hecho de
no poder ser ordenadas. Desde el principio de su pontificado y hasta ese momento, había
resistido con resolución la pretensión de las mujeres de servir en el altar.

La presión en pro de un lenguaje inclusivo (es decir, utilización de la palabra


«persona» o «pueblo» en vez de «hombre», o no usar «el» cuando se refiere a una
colectividad en la que están los dos sexos), es otro asunto de la agenda feminista que está
ya causando dolores de cabeza. Después de una lucha con la burocracia de la
Conferencia Episcopal de Norteamérica, Roma logró quitar el lenguaje inclusivo de la
traducción inglesa del Nuevo Catecismo, pero es de uso común en los conventos y es
estimulado en algunas parroquias, siendo objetivo principal de las feministas conseguir
que se prohíba el pronombre «el» en relación a Dios, o usar «Creador», «Redentor», y
«Santificador» en vez de «Padre», «Hijo» y «Espíritu Santo».

Sin embargo, lo que está demostrando la celebración de la Comunión dirigida por


laicos es que constituye el arma táctica más efectiva del feminismo radical. Una mujer
ministra de la Eucaristía, vestida con una especie de vestidura eclesiástica, que recita
toda la liturgia de la Misa antes de dar la Comunión, parece que es ya una práctica
habitual en algunas parroquias de Estados Unidos. Sólo tendría que incluir las palabras
de la consagración y elevar la Hostia y el Cáliz, para que pareciera que se había
conseguido el principal objetivo feminista. Cuando esto se haya convertido en
«costumbre local», todo lo que aparentemente se necesitará será que el obispo local lo
bendiga imponiendo sus manos sobre ella.

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La Iglesia terminará recuperándose. Pero da la impresión de que la batalla contra los
que buscan negar las diferencias innatas entre los sexos va a ser tan dura como la batalla
contra las grandes herejías de la historia.

431
robablemente es innecesario pedirte que leas este capítulo final, porque no
solemos tener el mismo rechazo a las posdatas, conclusiones, y epílogos que el que
tenemos a los prólogos y las introducciones. De hecho, nuestras expectativas sobre las
posdatas, conclusiones, y epílogos tienden, si acaso, a ser demasiado altas.
Subconscientemente, las esperamos como el punto donde todo terminará felizmente, o
quedará cuidadosamente atado. Pero eso, por supuesto, es imposible cuando nos las
vemos con hechos históricos más que con temas de ficción. Un libro de este tipo está
diseñado para ayudarte en tu camino como cristiano y católico durante los años
venideros, no para predecir cuál será la situación de tu entorno. Por tanto, puedes estar
decepcionado, aunque espero que no lo estés.

Como dije en el capítulo 1, este Libro II es como el primero, Confusión y verdad,


porque ambos se ocupan de la crisis provocada por la desintegración de la cristiandad y
su sustitución por un adversario intelectual y espiritualmente poderoso, el acento en el
primero estaba puesto en el debate y los conflictos dentro de la Iglesia, mientras que en
el Libro II lo está sobre los debates y desacuerdos con grupos y cuerpos de opinión fuera
de la Iglesia, así como sobre la crisis moral y espiritual por la que está atravesando todo
el mundo occidental.

Por tanto, para hacer una valoración final de esa crisis y de su impacto en la Iglesia,
empecemos por recordar el camino que hemos venido siguiendo, regresando desde el
punto que hemos alcanzado, hasta nuestro punto de arranque en el primer capítulo de
este Libro II.

En los últimos cinco capítulos hemos estado explorando la influencia del


pensamiento y la cultura occidentales de nuestra época moderna sobre dos de las áreas
más sensibles de la vida de la Iglesia: la teología y la liturgia. Los problemas resultantes
sólo puede solucionarlos la propia Iglesia. Es, en primer lugar, un asunto del magisterio,
y su contenido es la protección y propagación de la revelación divina.

Sin embargo, es diferente de la mayor parte del libro. Dejando de lado los capítulos
sobre Karl Barth y la teología liberal protestante, los restantes capítulos tienen que ver
con los campos de estudio reconocidos, o con la investigación filosófica y científica,
donde el factor que predomina es la razón más que la Revelación. El debate aquí está

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entre los eruditos y pensadores de la Iglesia y sus oponentes no cristianos, que al menos
en teoría, sólo están interesados y comprometidos en descubrir la verdad sobre las cosas
que están dentro del ámbito de la mente humana, y funcionan con su propia autonomía.
En este debate la imparcialidad es la virtud que todos los participantes deberían -y les
gustaría- ser capaces de reivindicar; y el tema principal será si una propuesta o hipótesis
particular puede demostrarse como verdadera. Si puede serlo sin lugar a dudas, entonces
vendrá a continuación otra cuestión que afectará fundamentalmente a la Iglesia: cómo
puede afectar a nuestra comprensión de tal o cual verdad revelada.

Finalmente, nuestro viaje hacia atrás nos lleva a los primeros siete capítulos, que una
vez más son diferentes. Aquí, en las doc trinas de la Ilustración, nos encontramos frente
a una construcción ideológica basada en una mezcla de verdades naturales, actitudes
mentales, y aspiraciones cristianas heredadas; una gran cantidad de ilusiones, y un celo
misionero que podría avergonzar a muchos cristianos. Es la universalidad del mensaje de
la Ilustración y su celo misionero, como hemos dicho, el que, siguiendo el ejemplo del
Papa Pablo VI, justifica que lo describamos no sólo como una religión y una herejía
cristiana, sino como el alma del pensamiento moderno, y hoy, el principal adversario de
la Iglesia.

¿Qué éxito ha tenido la Iglesia en sus esfuerzos por llegar a un acuerdo o modus
vivendi con este nuevo rival desde que los activó en el Concilio Vaticano II hace unos
cuarenta o cuarenta y cinco años? Superficialmente, poco. En ambos lados del Atlántico,
pero particularmente en el flanco europeo, los «cuadros comprometidos» del laicismo,
como podríamos llamarlos, han estado dirigiendo una campaña crecientemente agresiva
contra el cristianismo en su conjunto, y contra la Iglesia católica en particular, con el
aparente propósito final de reducir la influencia cristiana en la ley pública y en la vida
social, hasta lograr que desaparezca.

Hasta donde podemos ver, ningún gesto por parte de la Iglesia ha ablandado los
corazones de los laicistas más radicales, ni les ha persuadido de que la Iglesia pueda
hacer una contribución beneficiosa a su búsqueda de una sociedad ideal. Ni siquiera la
disculpa sin precedentes del Papa Juan Pablo II en el año del segundo milenio por los
crímenes, fechorías, y errores de los católicos durante los dos mil años de historia de la
Iglesia suscitó una respuesta comprensiva. El gesto fue ignorado, como lo fue la
invitación del Papa a otros grupos, naciones, religiones y cuerpos de opinión para que
presentaran disculpas parecidas por las barbaridades y crímenes cometidos en sus
nombres durante un período de tiempo menor.325

¿Qué puede destacar más claramente la falta total de respuesta del laicismo, que el
reciente borrador de la Constitución europea, cuyo preámbulo atribuye la formación de
la Civilización europea exclusivamente a las antiguas culturas de Grecia y Roma, para
referirse luego -saltándose mil quinientos años- a la Ilustración, omitiendo cualquier
referencia a la influencia del cristianismo?

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Más revelador aún es el creciente número de casos judiciales en los que los creyentes
religiosos son perseguidos por ofender las sensibilidades laicas, o por violar los
sustitutos laicos de los Diez Mandamientos. Van desde las investigaciones policiales, por
decir lo que ha sido reconocido como verdad en la mayoría de las sociedades desde el
principio de la historia, o sea, que la práctica homosexual es antinatural, equivocada y
socialmente dañina, hasta los casos judiciales para retirar de la esfera pública los
símbolos cristianos y otros símbolos religiosos. Creo que es razonable prever, por lo
menos como una posibilidad, lo absurdo de la última persecución anticristiana dirigida
por personas que una vez se llamaron liberales o librepensadoras.

Por supuesto, todo esto es realizado bajo la rúbrica de la separación de la Iglesia y el


Estado. Sin embargo, hay una marcada diferencia entre la forma en que el Estado liberal
no confesional de tipo anglosajón la entiende, y la forma en que un Estado laico de tipo
anticlerical (p. ej., francés) lo interpreta.

Un Estado no confesional es aquel en el que a ninguna creencia religiosa se le da


prioridad sobre otra. El gobierno impide favorecer o imponer una visión particular del
mundo y, sin ser dogmático sobre ello, intenta, en la medida de lo posible, tratar a las
diferentes comunidades religiosas de la misma manera. Esto, presumiblemente, era lo
que pensaban los padres fundadores de América. Se le puede llamar solución pragmática
a una situación histórica particular.

Una cuestión diferente es si un Estado no confesional puede o debe tratar códigos de


conducta de forma imparcial. Éste es un tema que toqué en el capítulo sobre derechos
humanos y errores humanos. Difícilmente se puede tener un Estado o nación con una
pluralidad de códigos de conducta; al menos no sobre lo fundamental, puesto que si ése
fuera el caso, ¿dónde están los preceptos básicos para saber de dónde viene tal código de
conducta? Éste es un problema al que no parecen atender los padres fundadores. Puesto
que la mayoría eran deístas, es probable que nunca se les ocurriera que un considerable
número de ciudadanos podría llegar a cuestionar la existencia de un Creador, o la verdad
de la ley natural tal como se formula en los Diez Mandamientos.

Por otro lado, un Estado laico es aquel en el que la religión como tal -la idea, o aun la
mención de Dios- queda excluida de la vida pública, de los asuntos públicos, de los
documentos públicos y también de los lugares públicos, tanto como sea posible, con el
fin de privarla en el futuro de Dios, unido todo ello a una adulación humanista del
hombre y de sus logros, fe dominante de la mayoría de los ciudadanos.

¿Fueron inconsecuentes los padres fundadores de América cuando, para establecer un


tratamiento igualitario -al menos en teoría- para todos los cuerpos de opinión, religiosos
o no, permitieron referencias a Dios y a la ley natural en sus declaraciones de
independencia y en la Constitución? No, porque creer en el Creador, en la ley natural y
en la conciencia moral no es cuestión de fe. Son deducciones lógicas basadas en la

434
evidencia de los sentidos, o en experiencias interiores, y como tales, son actos de la
razón al alcance de todos los hombres. Es mucho más razonable pensar que el universo
es obra de una Inteligencia Omnipotente -indepen dientemente del misterio del
sufrimiento y del mal- que aceptar que se generó a sí mismo por accidente y se mantiene
sin causa alguna. Comparativamente, el ateísmo es un acto de insensatez.

Obviamente no estoy argumentando que los ateos no puedan ser hombres de gran
inteligencia. Hay muchas razones por las que las personas se vuelven ateas. El Concilio
Vaticano II da como una de ellas el mal ejemplo de los creyentes. Ésta es una verdad
melancólica. Sin embargo no constituye un argumento en contra de las creencias mayor
que el de que la existencia de malos abogados pueda ser un argumento contra la
posibilidad de tener leyes y personas para administrarlas. Así, cuando en un genuino
Estado no confesional los devotos laicistas y sus descendientes sostienen que se sienten
«intimidados», o «provocados», por las referencias a Dios en espacios públicos, los
creyentes religiosos deberían disfrutar de un derecho igual para sentirse intimidados y
provocados por la exclusión de su Dios.326 La tolerancia, que nuestros hermanos
laicistas dicen tener, al menos «de boquilla», significa aguantar lo que consideras que
son peculiaridades y manías de tu vecino, siempre que no sean groseramente inmorales,
o socialmente perturbadoras, aunque ofendan tu sensibilidad.

Sin embargo, en Europa Occidental, si no tan lejos como en Estados Unidos, empieza
a dar la impresión de que los días de los Estados auténticamente aconfesionales están
contados. En la práctica, aunque aún no en la ley, como señalé en el capítulo 3 de este
Libro II, lo que se está intentando es el establecimiento del ateísmo como religión del
Estado, tal como era, y aún lo es, bajo el marxismo.327

¿Estaban equivocados los padres del Concilio Vaticano II al tratar de llegar a


acuerdos con los Ilustrados y sus partidarios más fervientes? Aunque no pocos católicos
dirán que sí, en este punto yo tengo que estar en desacuerdo. El trabajo tenía que hacerse
por las razones que di al final de la primera parte de este libro. Era necesario por las
oleadas de emigrantes que llegaban a los países occidentales mientras sus poblaciones
nativas disminuían. Ellos también necesitan saber qué parte de la cultura de sus países de
adopción es debida al cristianismo, y cuál no.

Y hay otra consideración que hacer. Aunque los laicistas sean cada vez más
influyentes en Occidente, y sean capaces de influir en la opinión pública de una forma
que no debe ser minusvalorada, son todavía minoritarios, incluso muy minoritarios.328
De los millones de hombres y mujeres occidentalizados que suscriben más o menos
conscientemente los principios objetivos de la Ilustración, el mayor número, con mucho,
son liberales del tipo anglosajón no dogmático, ya vivan en Inglaterra, Norteamérica,
Francia, España o en cualquier otro sitio. Los liberales de este tipo han sido siempre
fuertes en obras filantrópicas; son, par excellence, los «hombres de buena voluntad» a
los que se refieren a menudo recientes documentos del magisterio. Su principal debilidad

435
ha sido siempre una defectuosa o inadecuada filosofía de la naturaleza y del hombre que
los lleva repetidamente a infra valorar los obstáculos que hay que superar para alcanzar
sus fines. Se podría decir que un buen liberal de este tipo se despierta cada mañana en
estado de frustración y desilusión al descubrir que el mundo está todavía muy lejos de la
perfección. Pero valoran realmente la capacidad de decir lo que honestamente se piensa,
y con ellos la discusión siempre ha sido posible, dejando a un lado el hecho de que
siempre haya habido entre ellos un gran número de cristianos.

¿Cómo van a reaccionar, pues, estos liberales conforme el gobierno de sus antiguos
aliados laicistas se vaya haciendo más y más opresor bajo la pulida capa de «las mejores
intenciones», y la «preocupación afectuosa», y al mismo tiempo, menos capaz de
enfrentarse con los problemas sociales que están produciendo sus políticas?

Por ejemplo, hace más o menos una década, asistí a unas conferencias sobre la
familia en Stuttgart, donde durante la mayor parte de la semana escuchamos a políticos y
funcionarios de Bonn explicando cómo estaban afrontando la quiebra de la familia.
Después de escucharles durante dos días, me vino a la cabeza un pensamiento: «Aquí
tenemos al liberalismo intentando abordar las consecuencia de sus propias torpezas
filosóficas». Desde entonces, la situación en Europa se ha deteriorado aún más. Ya no se
trata de que los gobiernos aborden consecuencias no previstas, sino de unos gobiernos
que promueven activamente políticas sin reparar en sus consecuencias. No es sólo la
familia la que está siendo atacada. La vida moral y espiritual de toda la población está
siendo corrompida, y no estoy pensando ahora en la «revolución sexual». Pienso en el
sermoneo de los políticos y élites culturales que no tienen cosa mejor que ofrecer que
una «calidad de vida siempre en aumento» (podría argüirse que para muchos de nosotros
la calidad de vida sería más alta si fuera más «baja»), y una desequilibrada doctrina de
los derechos humanos (que convierte lo derecho en torcido, y lo torcido en derecho).
Ambas cosas unidas al chaparrón sin precedentes de comodida des y riquezas parecen
estar creando en Occidente grandes núcleos de poblaciones tan exigentes como los
aristócratas del siglo XVIII, y además, crecientemente ingobernables.329

No estoy previendo el colapso inminente de la sociedad occidental. Mientras siga


estando económicamente a flote, parece muy improbable que se produzca. Pero sí la veo
embarcada en un rumbo que los historiadores futuros podrían calificar como «el declive
y muerte del liberalismo».

De hecho, ¿cómo gobernar a una nación en la que la mayoría de sus ciudadanos son,
al menos en la práctica, ateos? ¿Cómo gobernar, realmente, a cualquier tipo de gente?

Éste es un problema al que los gobiernos liberales y laicistas no han tenido que hacer
frente hasta hace poco, y parece que ni siquiera se ha reconocido todavía como tal
problema. Aunque ha habido gobiernos liberales de uno y otro tipo durante doscientos
años, han estado viviendo a costa del capital de otros. Han estado gobernando sociedades

436
en las que la mayoría de los ciudadanos eran todavía cristianos, o estaban profundamente
influidos por el cristianismo.

Por supuesto, los marxistas no tenían problemas. Si acaso, como último recurso
tenían la policía secreta, los campos de prisioneros y las cámaras de tortura. Por esto los
neomarxistas maniobran para conseguir un lugar en los sistemas políticos de tipo
occidental, donde esas cosas no son aceptables, y discuten sobre lo que ellos llaman «el
problema del control social». Con su sombría visión de la naturaleza humana, herencia
de su fundador, reconocen, al menos, que hay un problema: que la gente «en masa» no
se comportará automáticamente de forma razonable, ordenada y cooperativa, a no ser
que hayan sido educados desde la niñez para escuchar a la razón y la conciencia y hayan
sido dotados de la adecuada motivación para seguir en la misma línea.

También podría ser llamado «el problema del policía interior y el exterior». Al
debilitar la fuerza policial interior, uno tiene que fortalecer la externa.

Así pues, queda la esperanza de que cuando los laicos se conviertan, como sus
ancestros durante la Revolución Francesa, cada día en más dictatoriales, confusos y
llenos de malentendidos, intenten hacer a las poblaciones infieles absolutamente libres,
iguales sin distinción y forzadamente fraternas, los genuinos liberales empezarán por fin
a ver la luz y a oponerse a ellos. Por tanto, por su bien, ha sido necesario que la Iglesia
llegue a ciertos entendimientos con la Ilustración.

Para concluir -si es que debe haber conclusiones- la ironía y la complejidad de las
relaciones entre la Iglesia y la Ilustración pueden quizá ser mejor expresadas adaptando -
si ello es admisible- la parábola del hijo pródigo.

Había una vez, como en la historia original, un hombre que tenía dos hijos, y el más
joven dijo a su padre: «Dame mi parte de la herencia». Luego, después de recibirla, se
marchó a un país lejano llevando consigo toda su recién adquirida riqueza. No obstante,
en vez de gastársela en una vida de desenfreno, la empleó para empezar una gran
cantidad de negocios altamente productivos. En poco tiempo se había convertido en
millonario, y cuando volvió a su país de origen, empezó a comprar grandes extensiones
de las propiedades de su padre, quien por entonces estaba de viaje por el mundo, y que
su hermano mayor estaba manejando.

El hermano mayor intentó rechazar las acciones de su hermano menor. Pero carecía
de la astucia financiera de él, y siempre se veía superado. ¿Qué debía hacer? Tuvo que
admitir que los negocios de su hermano estaban bien llevados. Estaban siendo
beneficiosos para los empleados al igual que para los clientes y los socios capitalistas.

También recibió instrucciones de su padre para continuar las buenas relaciones con
su hermano pequeño, siempre que fuera posible. Al principio pensó sugerir que su

437
hermano y él se asociaran para llevar las dos herencias como si fueran una sola. Sin
embargo, reflexionando pensó que, además de ser improbable un cambio de intenciones
por parte de su hermano, sería imposible porque no todos los negocios de su hermano
estaban llevados de una manera que su padre aprobaría. Recientemente por ejemplo
había estado financiando una cadena internacional de burdeles de alto nivel. Había
estado también diciendo a la gente que no era necesario preocuparse por lo que pensara
su padre, puesto que había muerto. Sus agentes incluso habían extendido rumores entre
sus clientes jóvenes y sus empleados de que el padre nunca existió en realidad. Que era
un invento de su hermano mayor. Que en el pasado la gente no tenía padres. La tierra
generaba gente espontáneamente.

¿Sería capaz el hermano mayor de llevar a su hermano pequeño a una mejor


disposición? Y cuando regresara el padre, ¿encontraría a sus dos hijos llevando juntos las
propiedades en fraternal armonía, siguiendo los principios que él les había enseñado? ¿O
descubrirá que su hijo mayor había tenido que refugiarse en un lejano país, mientras el
pequeño controlaba el patrimonio ancestral por su cuenta, y de acuerdo con sus propias
luces?

Excepto aquellos hombres o mujeres dotados del don profético, a los demás no nos es
dado saber estas cosas.

438
439
e recordará que en el período anterior a 1920, la historia del dogma había sido un
tema de interés primordial -los dogmas, como sabemos, no surgieron completamente
formados como Atenea de la cabeza de Zeus- y durante ese tiempo la Iglesia tuvo que
combatir dos ideas o tendencias interrelacionadas, llamadas conjuntamente
«historicismo». La primera presentaba la historia de las formulaciones dogmáticas como
una evolución más que como un desarrollo, la segunda tendía a ver las formulaciones
como totalmente determinadas por la cultura o la manera de pensar del tiempo en que
tomaron su forma definitiva. Las formulaciones dogmáticas, se argumentaba, tienen sólo
un valor efímero. Con el tiempo llegan a no significar nada, o a ser ininteligibles.
Entonces, la «verdad» subyacente ha de ser repensada y reformulada (aunque no hay
evidencia de que la Iglesia haya encontrado necesario esto, o lo haya intentado).

Después de 1920, estas preocupaciones y los problemas concomitantes se


extendieron a la teología en su conjunto. La petición surgió para que a los estudiosos se
les permitiera mayor libertad al examinar la forma en que los factores históricos habían
afectado, hasta cierto punto, a la manera en que se planteaban y resolvían los problemas
teológicos a lo largo del tiempo, y para que los resultados de sus investigaciones fueran
incluidos en los cursos de teología para los estudiantes. La teología y la doctrina no
debían presentarse exclusivamente como un todo atemporal. El enfoque histórico
permitiría a los estudiosos penetrar más profundamente en la mente de los teólogos del
pasado que estaban estudiando, facilitando la distinción entre lo perdurable y lo efímero
de sus ideas, y haciendo surgir la conexión del depósito de la fe, o de las «fuentes», con
la enseñanza actual.

En sí misma, la petición era bastante razonable. Más aún teniendo en cuenta que los
investigadores de fuera de la Iglesia estaban examinando la teología cristiana desde un
punto de vista histórico. Era necesario saber lo que estaban diciendo, aunque sólo fuera
para corregir lo que, desde un punto de vista católico, pudieran ser conclusiones
erróneas. Pero, ¿podía satisfacerse esa demanda sin permitir que se introdujeran los
problemas que habían estado rondando el estudio de la historia del dogma? ¿Terminarían
los estudiantes sus cursos de teología histórica o positiva, como desde entonces se ha
llamado, creyendo que una opinión teológica era tan buena como otra, y que ninguna
podría resistir permanentemente la prueba del tiempo? La pregunta es particularmente
pertinente porque la introducción del enfoque histórico en todas las ramas de los estudios

440
religiosos iba a ser un rasgo central del programa reformista de los nuevos teólogos.
Algunos hablarían, incluso, como si se hubiera encontrado por primera vez un sentido de
la historia.

La respuesta a esta pregunta dependerá, desde luego, de la sabiduría y del sentido de


la proporción individual del sabio o profesor. Como un dominico versado en el tema ha
expuesto con esmero: «En vez de decir que hay un espacio importante para el estudio
histórico dentro de la teología», ¿habrá que aceptar la realidad de «la historia que se
convierte en el

La transición del primer estado de ánimo al segundo está bien ejemplificada en el


curso de los acontecimientos en la casa de estudios Le Saulchoir, de los dominicos
franceses, entre su fundación en 1904 y su clausura tras el Concilio, cuando la orden
empezó a enviar a sus estudiantes a universidades normales; o entre las actitudes de su
primer rector, y en cierto sentido fundador, el padre Ambrose Gardeil, y lo que
finalmente se convirtió en actitudes de su segundo hijo más importante, el padre
MarieDominique Chenu.

CHENU, LA TEOLOGÍA HISTÓRICA Y EL HISTORICISMO

Gardeil estableció inicialmente su posición en una serie de conferencias, más tarde


publicadas como Le Donné revelé et la Théologie, en el Instituto Católico de París, en
1908. Fue una decisión valiente. La primera crisis modernista estaba en su apogeo.
Posteriormente, en colaboración con el medievalista padre Mandonnet, y con el apoyo
del biblista padre Lagrange, introdujo el enfoque histórico en Le Saulchoir. La
enseñanza y la investigación se centraron en la teología medieval con particular atención
a la teología de Santo Tomás.

La autoridad, más sensible en este periodo a los peligros que a las posibles ventajas,
aceptó finalmente el enfoque de Gardeil, pero mostrándose reticente durante mucho
tiempo. Se podría decir, quizá, que la teología histórica era algo que tenía que ser
abordado, igual que los estudios bíblicos críticos, tuviera o no riesgos. Rechazarla habría
sido como rechazar el uso del coche porque alguna vez haya accidentes. Y para empezar,
todo fue bien. Pero a finales de la década de 1930, empezaron a manifestarse las
tendencias historicistas. Roma se enteró de esta situación, primero a través de un
pequeño libro de Chenu, basado en una conferencia que celebraba la fiesta de Santo
Tomás en marzo de 1936, y que se editó privadamente el año siguiente para su
circulación dentro de la orden dominica, bajo el título de Une école de théologie; Le
Saulchoir. Chenu era en esta época rector de estudios, y el libro describe los métodos de
investigación y enseñanza que se seguían entonces en Le Saulchoir. En 1942, el libro fue
condenado y a Chenu se le prohibió enseñar. Más tarde fue reincorporado, y como

441
hemos visto, llegó a ser un miembro activo del partido de la reforma en el Concilio.

Pero, ¿fue Roma o fueron los oficiales que tenían entonces responsabilidades en
Roma los que tomaron, totalmente equivocados, la medida contra él? No hubo ninguna
edición pública de su libro hasta 1985, cuando fue publicada por Les Editions du Cerf,
París, con extensos comentarios de un grupo de importantes teólogos disidentes. En
adelante, la abreviatura «S.» se referirá a las citas de este libro, y «T.L.» a las citas de Un
théologien en liberté, una entrevista con el periodista Jacques Duquesne (Le Centurión,
París, 1975).

Que el padre Chenu tenía mucho atractivo y mucho crédito, es la impresión que deja
la entrevista, así como el obituario aparecido en 30 Days escrito por su compañero
dominico Spiazzi, a pesar de que éste representaba una posición teológica bastante
diferente. Chenu no era un pensador original, pero sí era claramente un excelente
historiador y un profesor de primera clase, con un entusiasmo casi juvenil por su tarea, y
un gran amor a su especialidad. Si no lo hubiera sido, Gilson difícilmente habría
maquinado a su favor para que fuera designado por el gobierno francés para fundar el
Nuevo Instituto de Estudios Medievales en Montreal, donde, desde 1930 hasta la guerra,
fue lector durante dos meses al año. De su Toward Understanding Saint Thomas dice
Spiazzi: «Miles de nosotros nos formamos con ese li bro»; también fue ardientemente
honesto (no intentaba disfrazar sus opiniones como Teilhard), parece haber sido
personalmente poco ambicioso, y tuvo un amor auténtico por los pobres con deseos de
mejorar sus condiciones. Su apoyo a los curas obreros puede ser atribuido a este amor y
a este deseo, como pueden serlo, sin duda, las actividades de la mayoría de esos mismos
curas obreros, aunque estuvieran equivocados en muchas de sus ideas y métodos.

Yo diría que la debilidad que finalmente le llevó a extraviarse fue otro rasgo juvenil.
Era un luchador por naturaleza. Una vez que una idea había captado su imaginación, se
mataba por ella. Todo lo que viniera después, era blanco o negro; o percibido en
términos de «nosotros» y «ellos». Lo habría negado ardientemente, pero la entrevista con
Duquesne lo atestigua constantemente.

Lo vemos ya al principio de su carrera. Habiendo rechazado la oferta de Garrigou-


Lagrange para ocupar un puesto como su asistente en Roma (Garrigou tenía una gran
opinión de su talento), y habiendo repudiado la neoescolástica en favor de la teología
histórica y de la escuela de Le Saulchoir, el enfoque histórico llegó a ser, en cualquier
intento y objetivo, el único enfoque que merecía la pena. Ninguna propuesta teológica
puede ser entendida adecuadamente sin un conocimiento de su contexto histórico. «La
arqueología, etnología, lingüística o filología, que pueden parecer una parte periférica de
los estudios sagrados, son en realidad las claves indispensables [...] para una fe
inteligente» (S., p. 170). Esta falta de sentido de la proporción abrió el camino, aún más,
a un historicismo cada vez más radical que llevaría finalmente a un modernismo
marchito, donde el depósito de la fe toma la forma de un instinto no verbalizado en el

442
subconsciente colectivo de los fieles, desde el que están continuamente brotando siempre
nuevas formas, mientras se esfuerza por expresarse, aunque nunca con pleno éxito.

«La comprensión del misterio sólo puede conseguirse a través de la historia en la que
se desarrolla, que es una historia sagrada. Esto está claramente en contra de la
concepción de la teología atemporal, e inmóvil a través del espacio y el tiempo. Por
tanto, la teología queda relativizada. Es como decir que se hunde dentro de la compleja
interacción de las relaciones que se modifican continuamente, por supuesto no por su
contenido de fe radical, sino por sus expresiones» (S., pp. 7-8; T.L., p. 119). «La palabra
"depósito" está abierta a la crítica porque para mí crea la impresión de una verdad
exterior a mí, extendida frente a mí» (T.L., p. 47). «Descubro la Palabra de Dios, no en
toda una serie de proposiciones enseñadas por el magisterio; la encuentro, aunque esté
condicionada por ese magisterio, en acción, en efervescencia, en la gente a la que, con
los ojos de la fe, veo como el lugar del Espíritu Santo» (T.L., p. 69). La teología «no es
un conocimiento caído del cielo para ajustarse a las cautelosas proposiciones del
magisterio», sino que «está inmersa en la vida del pueblo de Dios, ligada al mundo»
(T.L., p. 68). «El interés fundamental del teólogo [...] es [...] la vida en plenitud del
pueblo cristiano, incluyendo sus actividades económicas, que son la base de su cultura»
(T.L., p. 119). «La comunidad de la Iglesia es, de hecho, el objeto inmediato de estudio
de los teólogos» (T.L., 19). «La experiencia colectiva del Pueblo de Dios, organizada
como una comunidad jerárquica, debe de ser la base de una revisión de formulas» (T.L.,
p, 199). «El portador de la Palabra de Dios [...] es la humanidad en proceso de
construcción por la ciencia y el trabajo humano» (S., p. 176).

Este último pasaje sugiere que Chenu se basó en Teilhard así como en el Humanismo
integral de Maritain que, nos cuenta, había leído muchas veces.

A la vista de todo esto, ¿cómo ve Chenu la relación de los teólogos con los obispos?
Sabemos que hay dos fuerzas fundamentales activas en la Iglesia: pouvoir (poder),
ejercido por los obispos, y savoir (conocimiento), el campo de los teólogos, y entre
ambos se abre un gran abismo. Los obispos, se supone, son en su gran mayoría
ignorantes en teología, y los teólogos objeti vos y desinteresados. No negamos la
necesidad de algún grado de pouvoir, pero como quiera que el savoir es infinitamente
superior, su superioridad debería ser admitida públicamente, y la autoridad de los
poseedores de pouvoir restringida radicalmente en interés del savoir. Esto quiere decir:
más pouvoir para los teólogos, que al final resulta que es para lo que las teorías de Chenu
sobre la naturaleza de la teología habían preparado el terreno.

«Los teólogos [...] están mejor preparados que los hombres del poder para dar un
testimonio puro y desinteresado» (T.L., p. 20). «Los teólogos no son meramente
expertos al servicio del poder [...] tienen una función autónoma». El teólogo «es la
conciencia de la comunidad, la conciencia crítica del nacimiento del mundo bajo la
influencia de la fe» (T.L., p. 21). Él «vigila la acción de la palabra de Dios en la

443
comunidad [...] día tras día la sigue, según se expresa en la historia [...]. El teólogo tiene
que ser, de algún modo, un profeta que toma el pulso a un mundo en marcha» (T.L., p.
22). «El poder», por otro lado, «tiene la tentación de reivindicar que procede
directamente de Díos» (T.L., p. 19). «El carisma episcopal, en sí mismo, no implica
elemento profético alguno». (T.L., p. 23). «El Papa [...] algunas veces utiliza un
vocabulario adaptado a la comunidad cristiana italiana [...] El trabajo del teólogo es
utilizar su discernimiento para tener en cuenta que las perspectivas y situaciones de la
gente no son las mismas en Francia que en Alemania. Lo que dice el Papa tiene que ser
adaptado a ellas» (T.L., p. 19).

La teología histórica tiene su lugar en los estudios católicos. Pero creo que se verá
que los presentimientos de los que tuvieron reservas sobre el particular, no fueron del
todo ilusorios.

444
1 otro principal partidario de la «experiencia» como primera fuente de
conocimiento religioso, o del factor que debe determinar la forma en que ésta es
expresada, ha sido, por supuesto, el padre Edward Schillebeeckx.

SCHILLEBEECKX Y LA EXPERIENCIA

Líder como Küng de la revuelta contra del magisterio desde el Concilio, y teólogo casi
tan leído como Rahner, él también merecería por sí mismo uno o dos capítulos. Sin
embargo, recuerda tanto a Rahner que supondría examinar lo mismo por segunda vez.
Aunque media generación más joven que Rahner, los dos estuvieron sujetos a las
mismas influencias culturales, reflexionaron sobre las mismas preguntas, adquirieron
una similar animadversión a la filosofía y teología escolásticas, y en sus últimos años,
mientras se alejaban más y más de la plenitud de la fe católica, adoptaron unas
posiciones parecidas acerca de lo fundamental de las doctrinas.

Schillebeeckx se diferencia de Rahner en que es menos original como pensador,


menos sistemático, y en que, como teólogo, es moderadamente filosófico; también les
distingue que el dominico pone un énfasis mayor en el papel de la «experiencia». Su
teología postrera es poco más que un Bultmann politizado, con un fuerte toque de los
nuevos hermenéuticos. «Cristo ya no está presente como el Hijo de Dios Encarnado, sino
como un profeta que disfruta de la más alta relación con Dios; la Resurrección tampoco
es ya el suceso en que Cristo se levantó de la tumba [...]. Las narraciones de las
apariciones [...] expresan la experiencia en la que jesús fue reconocido como la salvación
de Dios para el hombre»331. Además de todo esto, con la colaboración de Johann
Baptist Metz, trabajó su propia versión de la teología de la liberación. También le dio
menos problemas que a Rahner disimular su alejamiento de la fe católica y su apoyo a
los disidentes. Por ejemplo, uno no puede imaginarse a Rahner celebrando Misa
públicamente con dos curas excomulgados y dos muje res.332

Lo más interesante, quizás, acerca de él, así como revelador del estado de muchos
creyentes inmediatamente después del Concilio, son las circunstancias que condujeron al
colapso final de su fe.

445
Hasta el Concilio sus escritos son generalmente considerados como capaces de
aportar un significado propiamente católico, e incluso de tener positivos méritos. Esto
incluye su ampliamente leído Cristo, sacramento del encuentro con Dios (1959). Es
verdad que en 1962 empezó a colaborar en la confección del nuevo cate cismo holandés.
Pero hasta 1964, sigue siendo posible decir que sus enseñanzas acerca de Cristo «de
ninguna forma [...] revelan separación alguna del dogma de la Sin embargo, en 1969,
«las separaciones» estaban haciéndose cada vez más pronunciadas, y el resto del artículo
las seguía paso a paso. Lo que no menciona (no era el propósito del artículo) es la
dramática naturaleza de los sucesos que precipitaron el cambio.

Segú Philip Kennedy OP, admirador y compañero dominico de Schillebeeckx, el año


1966 marcó un punto de inflexión que ha de ser «claramente destacado al considerar la
historia de Schillebeeckx», iniciándose en él «una época de maduración intelectual» que
duraría hasta mediados de los setenta. Empujado por lo que Schillebeeckx mismo llama
un «sentido casi febril de urgencia», comenzó «una búsqueda frenética para reformular
el sentido de la fe en Dios y en Cristo, y la función de la fe en las sociedades
secularizadas»334. Desde entonces hasta finales de los años sesenta sus escritos vendrían
marcados por las palabras «crisis», «novedad», y «cambio». Kennedy enumera hasta
dieciocho asuntos que durante este periodo de lectura voraz y replanteamiento ayudaron
a transformar sus creencias, siendo la «nueva hermenéutica», la filosofía del lenguaje y
el marxismo «crítico» de la escuela de Frankfurt, quienes le infligieron las más
profundas heridas.

¿Qué había pasado? ¿Por qué en 1966 decidió de repente que la doctrina católica ya
no resultaba inteligible, a no ser que se adecuara a la experiencia humana, que, como
Scheffczyk señala astutamente, equivale a decir que el que recibe una carta sólo será
capaz de comprenderla y aceptarla si antes ha decido sobre los contenidos, y además la
ha escrito él mismo?335

Un factor parece haber sido su designación para dar un curso de hermenéutica en


Nijmegen, que le puso en contacto con el pensamiento bíblico radical de una forma que
no había experimentado antes. Otro factor fue un artículo del agustino holandés Ansfried
Hulsbosch, que mantenía que la enseñanza del Concilio de Calcedonia sobre la
naturaleza humana y divina de Cristo era «dualística», y por tanto, debía ser abandonada
por entrar en conflicto con la antropología moderna. Pero parece que el suceso realmente
crucial fue su primera visita a Estados Unidos en 1966, seguida por una segunda en
1967.

Para comprender el efecto de estas visitas, necesitamos, creo yo, tener en cuenta el
bien tejido mundo católico en que vivieron la mayoría de los católicos holandeses y
belgas antes del Concilio; un tejido más firme y consistente, al parecer, que el de sus
correspondientes franceses y alemanes, y ciertamente mucho más que el de los del
mundo anglosajón.

446
Como contraste, en Estados Unidos se encontró con una sociedad que no sólo era
deslumbrante, triunfadora y expansiva, sino que se caracterizaba por una amplia
diversidad de opiniones religiosas y filosóficas que sus miembros no se avergonzaban de
discutir y expresar públicamente. Es como si en Estados Unidos conociera por primera
vez el mundo moderno, ese mundo sobre el que había empleado tanto tiempo en escribir
y pensar, y que le dejó de piedra.

También encontró entusiastas audiencias entre curas, religiosos y laicos a los que
daba conferencias, conversando no sólo de temas sobre los que apenas había
profundizado, sino también entrando en un estado de mayor incertidumbre religiosa del
que él mismo había alcanzado. Por ejemplo, relata que con frecuencia le preguntaban:
«¿Es Cristo realmente Dios?». Pienso que éste es un punto que interesa destacar cuando
se valora el colapso posconciliar. Hacia 1966, las ovejas estaban socavando la fe de los
pastores. En ciertos casos, los fieles habían sido más rápidos en ver las implicaciones de
algunas de las nuevas tendencias teológicas que los propios protagonistas que las
promovían.

Hacia 1968 los resultados de sus visitas transatlánticas, y de sus «frenéticas» lecturas
habían empezado a mostrarse en sus escritos. En ese año Roma le informó de que estaba
investigando su teología, particularmente sus opiniones sobre la revelación, puesto que
parecían implicar una revelación continua a través de la experiencia religiosa. Hubo más
investigación en los años setenta, esta vez sobre sus dos volúmenes más leídos En torno
al problema de jesús: las claves de una cristología (1974) y jesús en nuestra cultura
(1977). En los ochenta, se le pidió que explicara ciertos pasajes de su libro sobre el
sacerdocio, Ministerio eclesial (1980), en el que argumentaba que el sacramento del
orden no es absolutamente necesario: en casos excepcionales, para hacer que un cura
fuera válidamente ordenado sería suficiente su elección por parte de la comunidad.
Finalmente, Roma anunció que se habían hecho algunas correcciones, pero que las
ambigüedades permanecían.336 Sin embargo, no hubo medidas disciplinarias o censuras
formales.

Para Roma el problema era el mismo que con Rahner. Estigmatizar cualquiera de las
opiniones de Schillebeeckx como heterodoxas podría parecer que comprometía al
Concilio, y estando todavía la mayoría de la intelectualidad más refinada en un estado
de, al menos parcial, contestación, la situación empeoraría. El resultado fue que, desde
mediados de los ochenta, Schillebeeckx fue más o menos abandonado a su suerte a pesar
de permanecer en el centro de la oposición a Roma internacionalmente organizada, y
dentro de Holanda, a la jerarquía holandesa.

Unas pocas citas del librito Soy un teólogo feliz, una entrevista con el periodista
italiano Francesco Strazzari nos transmitirán, quizá, el aroma de sus últimos escritos.

La Trinidad

447
«Personalmente soy un poco reticente sobre la Las tres personas «son formas de
existencia de Dios en la historia»; «ciertamente hay una relación entre Dios y jesucristo
[...] pero, ¿es ésta relación entre Dios y jesús una tercera persona?». «No es un dogma
que tengamos que aceptar a las personas».

Cristo

«Los seres humanos están hechos a imagen de Dios, y Cristo es la pura imagen de Dios
[...] pero hay una diferencia. En jesucristo la imagen de Dios está concentrada; en otras
palabras, Cristo es la imagen de Dios con una exclusiva singularidad». «La criatura jesús
es una creación concentrada y condensada cuya entera participación en Dios está
realizada de una forma excepcional sin parangón en otros seres humanos». «Los seres
humanos son inteligibles incluso sin referencia a Dios [...] pero esto es imposible para
Cristo como tal. Su humanidad como tal está relacionada con Dios».

La Iglesia

«Aunque jesús no instituyera directamente la Iglesia, porque creía que el fin del mundo
estaba cerca, y no pensaba, por tanto, en una historia larga en el tiempo, de hecho
después de su muerte, la proclamación del significado universal y definitivo del mensaje
y estilo de vida de jesús continuó». «Jesús simplemente transmitió un movimiento, una
comunidad viva de creyentes conscientes de ser el nuevo pueblo de Dios». «No se puede
decir que los obispos, sacerdotes y diáconos fueran instituidos por Cristo». «¿Cómo se
puede ejercer el ministerio de Pedro? ¿Puede ser, por ejemplo, un triunvirato?, ¿o un
colegiado?, ¿o un sínodo? Se trata de una cuestión histórica sujeta a cambios».

La Biblia

«La palabra de Dios es la palabra de los seres humanos que hablan a Dios. Decir
simplemente así que la Biblia es la palabra de Dios es sencillamente incierto. Es sólo
indirectamente la palabra de Dios [...] Cuando la Biblia dice "Dios lo ha dicho", o
"Cristo lo ha dicho", en sentido estricto no es Dios ni Cristo quien lo ha dicho, sino los
seres humanos que han contado su experiencia de Dios».

Ética

«No hay revelación en asuntos de ética, la ética es un proceso humano. No es Dios quien
dice «esto está éticamente permitido o prohibido». Son los seres humanos quienes, con
reflexión y experiencia, deben decirlo y establecerlo». «Para los cristianos, ni la
revelación ni la fe imponen normas éticas, aunque a veces haya inspiraciones y

448
orientaciones». «Estoy en contra de ciertas posiciones éticas de la Iglesia oficial que se
hacen pasar por cristianas [...] uno piensa con exasperación en las actitudes tan rígidas
hacia la sexualidad y el matrimonio».

Teología de la Liberación

«Venga tu reino [...] ésta es una política y una acción en las que tanto Dios como los
seres humanos pueden realizarse a sí mis mos, y finalmente alcanzar la felicidad, cada
uno confirmando al otro, y siendo así ambos felices».

Sobre Cristo y la Iglesia, el punto de vista general parece diferir poco del de Loisy,
cien años anterior a él. A este respecto, es divertido encontrar a los autores del catecismo
de 1992, más jóvenes, y por tanto, presumiblemente una o dos décadas más «modernos»
que Schillebeeckx, no teniendo dificultad en comprender las enseñanzas de Calcedonia
sobre Cristo, ni en proponerlo a la aceptación creyente de los aún más modernos
hombres y mujeres del siglo XXI (C.C.C., artes. 464-478). El ser un teólogo feliz no
garantiza ser preciso o digno de confianza.

449
a discusión de los nuevos teólogos sobre la forma más apropiada de presentar
la fe, y su petición de «vuelta a las fuentes» (ressourcement), con los neoescolásticos, se
entiende mejor si la vemos como el último episodio de un debate que reaparece de
cuando en cuando a lo largo de la historia de la Iglesia.

De Lubac y la vuelta a las fuentes

Para los católicos, las «fuentes» son la Biblia y los Padres de la Iglesia, es decir, aquellos
pensadores y pastores que explicaron muy al principio cómo debía entenderse la
Escritura y registraron las prácticas y tradiciones orales que no están explícitamente
mencionadas en la Escritura. La idea de «vuelta a las fuentes», pues, no significa que la
Iglesia no haya estado empleándolas. Significa básicamente dos cosas: hacer un mayor
uso de ellas para que los fieles tengan una valoración de los misterios de la fe más rica y
más profunda; una valoración que las fórmulas y las necesariamente breves citas del
catecismo y de los textos teológicos populares no pueden, por su propia naturaleza,
transmitir; y reafirmar las actuales enseñanzas a la luz de aquéllas, no para descubrir si la
Iglesia ha estado enseñando errores, sino para asegurar que todos los aspectos de la fe
reciben siempre la atención debida.

Sobre esto no había debate. Todos los teólogos verdaderamente católicos estaban de
acuerdo. La controversia a la que me refiero versó sobre hasta qué punto, al exponer las
fuentes, debe la Iglesia organizar sus enseñanzas sistemáticamente, y utilizar la filosofía
y la lógica para explicarlas, definirlas, o defenderlas. Hasta cierto punto ha existido un
desacuerdo entre dos tipos de temperamento fundamentalmente diferentes: el de aquellos
a quienes gustan las ideas y el pensamiento abstracto, y el de aquellos que sienten
aversión hacia todo ello. Esto, a su vez, ha hecho surgir recientemente disputas de un
cariz mucho más profundo sobre la relación de las fuentes, o del «depósito de la fe», con
las doctrinas y dogmas de la Iglesia. ¿Es, en cierto modo, la doctrina inferior a las
fuentes?, y ¿hasta qué punto es capaz de darles adecuada expresión?

Aunque, según el uso actual, la palabra «depósito» tiende a sugerir algo pequeño, la
revelación divina es, de hecho, -como vimos antes, al hablar sobre la historia del dogma
(Primera parte, capítulo 19)- una efusión sin precedentes de conocimiento de inspiración

450
divina que fue entregado a la Iglesia para que lo organizara e interpretara. Por tanto,
podemos ver «el depósito de la fe», y su explicación por los Padres de la Iglesia, como la
carne y la sangre de la revelación divina, siendo la doctrina y el dogma algo así como su
esqueleto. El desarrollo y organización de esta estructura, que con la ayuda de la
filosofía, alcanzó un primer punto culminante en la escolástica de la Edad Media, es
como la concreción gradual de la estructura de los huesos del feto según se va formando
éste en el interior de su cuerpo, es decir, en el útero materno.

Por tanto, la revelación y la doctrina no son rivales como muchos las consideraban en
los últimos años, sino que son parte integrante de una misma cosa. La única diferencia es
la forma en que se expresa un mismo mensaje. Es una diferencia de lenguaje, estilo y
objetivo, más que de contenido. La Escritura, los Padres y la Iglesia en sus enseñanzas
diarias, emplean sobre todo el lenguaje metafórico y de los símiles, símbolos e imágenes
para explicar lo sobrenatural. Pero para proteger de la distorsión el sentido de los
misterios, la Iglesia tiene que usar a menudo una terminología más precisa y abstracta.
Hay un mundo de diferencia entre el estilo y el tono de la pastoral de los obispos
normales, o de un sermón de domingo, y una definición conciliar, o un tratado teológico
de carácter «científico».

En lo que se refiere a la Iglesia, no es una cuestión de esto o aquello, sino de la


acertada mezcla de estilos y métodos en el momento y el sitio adecuados. En una
presentación equilibrada de la fe para uso general, la estructura esquelética debe poder
detectarse bajo la carne, pero sin que sobresalga de manera desagradable.

O utilizando dos metáforas diferentes: podemos ver la doctrina y el dogma como una
valla protectora en torno al depósito de la fe, manteniendo fuera interpretaciones
extrañas; o como un mapa de los senderos y otras características destacadas del terreno.
Sólo aquellos que estén dentro de la valla protectora, o usen el mapa, pueden especular
sobre el significado del «depósito» sin peligro de malinterpretarlo.

Tal es, más o menos, el escenario del debate periódicamente recurrente, que he
mencionado. La mayoría del tiempo, los dos estilos o métodos, la teología «científica» y
la enseñanza diaria de la fe, han convivido uno junto a otro, o se han interrelacionado
con bastante comodidad. Sin embargo, cualquier crisis doctrinal o espiritual puede
generar fuertes diferencias de opinión sobre qué estilo o método debe preponderar en
determinado momento.

Los oponentes de una excesiva carga de filosofía, razón y lógica, mantendrán que
tanto uso de éstas ensombrece la naturaleza esencialmente misteriosa de las realidades
que se esfuerzan por explicar, distorsionándolas al final. Sus partidarios argumentarán
que el lenguaje metafórico y de imágenes, aun siendo más fluido, deja pasar más
fácilmente ideas e interpretaciones no pretendidas por el autor que se interpreta. Los
religiosos independientes nunca han tenido ninguna dificultad para hacer que la Biblia

451
signifique lo que ellos desean. Sin un componente doctrinal fuerte, la fe se disuelve en
un protoplásmico montón de opiniones privadas.

El lado opuesto quizá replique luego; pero un esqueleto no es para ser visto
públicamente, excepto en escuelas de anatomía (que es lo que en gran medida es una
escuela de teología). Para el hombre y la mujer medios, la doctrina está
insuficientemente envuelta en la carne de la palabra de Dios, las enseñanzas de los
Padres y las obras de los grandes escritores espirituales de la Iglesia; pueden parecer
secas y poco estimulantes.

Éstos han sido, pues, los polos de un debate del que supimos por primera vez en la
época del Concilio de Nicea, cuando un cierto número de Padres objetaron el uso de la
palabra «sustancia» para definir la unidad divina, porque era un término filosófico que
no se encontraba en la Biblia. Pero el debate sólo empieza a repetirse a intervalos
regulares con el redescubrimiento de la antigua filosofía en las escuelas episcopales, y
universidades de Europa Occidental en el siglo XI. En el siglo XII, San Bernardo
protestó contra el excesivo uso de la lógica y la dialéctica por Abelardo. San
Buenaventura, aunque era un escolástico, profirió gritos de angustia similares en el
siguiente siglo. Thomas de Kempis, representando a toda una escuela de escritores
religiosos de los siglos XIV y XV (la devotio moderna), respondió de la misma forma a
una escolástica en decadencia. Cien años después, las principales figuras del Concilio de
Trento tendieron a dividirse en líneas parecidas sobre la mejor manera de tratar con el
pro testantismo. Los spirituali, como eran denominados los pertenecientes a una de las
tendencias, pedían una vuelta adfontes (a las fuentes), es decir un regreso a los orígenes
para discutir con los protestantes basándose sobre todo en la Biblia, posponiendo las
definiciones doctrinales hasta que hubiera un clima más favorable. Otros que podían ser
llamados teologi, desde 1541, antes de la apertura del Concilio, juzgaron que la
confusión sobre la fe estaba ya tan extendida, y el deslizamiento hacia el protestantismo
era tan rápido, que las definiciones doctrinales no se podían retrasar más.338

En la época de Newman, estos dos enfoques o tendencias psicológicas se reafirmaron


en los debates sobre la infalibilidad del Papa antes del Concilio Vaticano 1, en el que
Newman se mostró como un spirituale natural. No veía la necesidad de definir las
doctrinas sobre las que los católicos estaban de acuerdo. Las definiciones, en su opinión,
eran más una dolorosa necesidad que un lujo.

Y esto, pienso yo, resume con bastante claridad la forma en que De Lubac
contemplaba el asunto en el siglo XX. La disputa de los nuevos teólogos con los
neoescolásticos era en parte una reedición de la disputa entre los spirituali y los zelanti
en Trento. Su petición de un ressourcement estaba parcialmente dictada, como vimos
antes, por lo que ellos consideraban como la huella del racionalismo cartesiano en la
teología católica. En su opinión no había suficiente carne y sangre sobre los huesos de la
teología católica contemporánea, y esto es lo que su movimiento para el ressourcement

452
iba a recuperar. Y a propósito, al hablar de las «fuentes» se referían a algo más que a la
Biblia y a los Padres de la Iglesia. Podía incluir los escritos de santos y místicos, e
incluso las obras de pintores y escultores, así como cualquier auténtica expresión
artística o literaria de la fe a lo largo del tiempo. Éstas también se consideraban capaces
de dar mayor profundidad a la comprensión de la doctrina y el dogma.

El primer fruto de sus trabajos fue Sources chrétiennes, la edición en varios


volúmenes de los primeros escritores cristianos inspirada por De Lubac y Daniélou. El
segundo, aunque no tuvieron participación directa en él, el Catecismo de 1992. Puede
que no tuviera la claridad y concisión del Catecismo de Trento y sus sucesores (que
fueron escritos para una audiencia diferente, y con un fin parcialmente distinto). Pero por
su riqueza en citas de fuentes tan diversas como La carta a Diogneto, Santa Juana de
Arco, y Santa Teresa del Niño jesús, resulta más completa, rica, y profunda. El
Catecismo de Trento fue escrito para un mundo que daba por sabidos los fundamentos
básicos del cristianismo. Para estos destinatarios tan diferentes era necesario mostrar con
mucho más detalle cómo se conectaban con las fuentes estas doctrinas que habían sido
desarrolladas durante dos mil años. Esto es el ressourcement, como debe de ser.

El modernismo, sin embargo, lo veía de forma diferente. En las fuentes, como he


dicho, la creencia existe de manera más flexible. Hasta finales del siglo IV, por ejemplo,
no fue establecida formalmente la divinidad del Espíritu Santo, aunque había sido
continuamente enseñada y creída. Por tanto, un maestro que confía solo en las fuentes,
tiene más posibilidades de interpretación de las creencias particulares en formas nuevas.
Esto explica la oposición modernista a la confección de un nuevo catecismo después del
Concilio, y la controversia, en la década de 1980, sobre la serie francesa de catequesis
Pierres Vivantes (piedras vivas), que fue abandonada oficialmente sólo después de que
interviniera la Santa Sede. Las «Piedras Vivas» eran textos de las fuentes sin una
infraestructura o marco (armazón) doctrinal, que dejaban hacer al alumno o al maestro lo
que quisiera con ellas.

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1 Los altares mirando a los fieles, no mencionados en el decreto sobre la liturgia, son
un ejemplo de una iniciativa que va más allá de lo que pidió el Concilio. Por otro lado, el
extendido abandono de la filosofía y la teología temista es un alejamiento de la
enseñanza conciliar.

2 El término «nueva teología» fue usado inicialmente para las ideas procedentes de
los círculos teológicos franceses. Posteriormente, el término se amplió para incluir a
pensadores de la misma tendencia al otro lado del Rin y en los Países Bajos. Mientras la
teología neoescolástica tendía a presentar las enseñanzas de la Iglesia de forma
atemporal, la nueva teología acentuaba el elemento de desarrollo histórico. En filosofía
favorecía un punto de partida subjetivo y una visión evolucionista de la realidad por la
que el «llegar a ser» era considerado más importante que el «ser».

3 «Vuestro ideal es realmente grande. Desde sus principios anticipaba la teología de


los seglares, que iba a caracterizar a la Iglesia posconciliar». Juan Pablo II en su homilía
a los miembros del Opus Dei del 19 de agosto de 1997. Para ver las razones por las que
San Josemaría Escrivá declinó dos invitaciones a participar directamente en el Concilio
como cabeza de un instituto religioso o peritus, véase Alvaro Portillo, Inmersed in God,
Scepter, Princeton, 1992, pp. 9-14 (Una vida para Dios: reflexiones en torno a la figura
de josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1992).

4 La primera traducción inglesa de los documentos del Concilio (Abbott y Gallagher)


omite la frase crucial, «siempre con el mismo sentido y significado», y más tarde se
pretendió que nunca fue usada por el papa Juan; se dijo que había sido introducida a
escondidas en el texto impreso oficial por oficiales vaticanos sin principios, después de
que fuera pronunciado el discurso. Esa pretensión fue eficazmente refutada por el
profesor John Finnis de Oxford en la columna de corresponsal de The Tablet (enero-
febrero de 1992). El punto fundamental es éste: ¿por qué iban a desear vivamente
algunos católicos que el Papa no hubiera dicho «siempre con el mismo sentido y
significado», sino porque querían cambiar el significado?

5 El papa Juan XXIII fue beatificado por Juan Pablo II e13 de septiembre de 2000,
convirtiéndose en el Beato Juan XXIII. Dejo que el lector saque sus propias
conclusiones.

6 El divorcio seguido de nuevo por matrimonio no está permitido en la Iglesia


católica. Pero en muchos lugares se acepta silenciosamente que las parejas divorciadas y
nuevamente casadas reciban la Sagrada Comunión, lo que llega a ser una práctica, una
validación local, mientras que las anulaciones (declaraciones eclesiales de que nunca
hubo un matrimonio válido de origen) son a menudo concedidas con razones
insuficientes, dejando la impresión de que se trata de una forma de divorcio católico.

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7 Los padres reconocerán aquí los orígenes de la catequesis « experiencial», esas
clases de religión en las que, en vez de enseñar las verdades de la fe, se invita a los niños
a escribir o debatir lo que piensan o sienten sobre Dios, su mundo y las formas de
agradarle. Como resultado de ello, durante más de treinta años la mayoría de los
católicos jóvenes en occidente han crecido ignorando en gran medida el contenido de su
fe. La experiencia o forma de vivir nuestras creencias puede profundizar nuestra
comprensión de ellas, pero ni las altera ni las aumenta. De manera similar, la teología
mística hace uso de las experiencias de los santos en su vida de oración, pero sin
considerar esas experiencias como una revelación rival.

8 Véase, por ejemplo, Bernard Lonergan S. J., Method in Theology (Método en


teología, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2006), especialmente el capítulo 5, donde se
sugiere que el punto de arranque de la teología no debe ser la revelación divina sino la
«vida cristiana», y las doctrinas son aparentemente juzgadas como valiosas siempre que
promuevan o no impidan la vida cristiana de más calidad.

9 «Estas negativas que he descrito con toda la severidad de sus consecuencias


raramente son expresadas de forma tan abierta. Los movimientos, sin em bargo, son
claros y no se ven confinados al reino de la teología». (Cardenal Ratzinger dirigiéndose a
los presidentes de la Comisión Doctrinal Europea en el invierno de 1992-1993). «Desde
luego», continuaba el cardenal, son «incluso más pronunciados» en la predicación y la
catequesis que en la literatura estrictamente teológica.

10 En el invierno de 1982-1983 el semanario católico londinense The Tablet publicó


una serie de artículos sobre el sentido del Concilio Vaticano II llamados, «La revolución
del Vaticano II». Cuando el que esto escribe sugirió al editor que una revolución
significa reemplazar lo existente por algo completamente distinto, y que ése no era el
objetivo del Concilio, él continuó insistiendo en que la palabra «revolución» describía
con precisión el trabajo del Concilio. El diccionario inglés de Oxford define revolución
como un «cambio completo, poner del revés, gran trastocamiento de las condiciones,
reconstrucción fundamental, sustitución forzosa por sujetos de un nuevo gobernante o
política por el viejo».

11 Para ser justos, debemos decir que en el periodo posterior al Concilio muchos
obispos, y sacerdotes que más tarde llegaron a obispos, fueron encargados de hacer
cursos de puesta a punto a cargo de expertos que, con frecuencia, o eran heterodoxos o
estaban confusos.

12 Parece haber razones para creer que en tiempos del Concilio las más altas
autoridades estaban persuadidas de que si Lutero no hubiera sido excomulgado, la
Reforma nunca habría tenido lugar. Un poco más de diálogo, y Lutero y sus seguidores
habrían vuelto al redil. Esto explicaría el manejo del asunto de Hans Küng.
Irónicamente, Küng ha dado numerosas muestras de querer ser un nuevo Lutero. Hizo

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todo lo que estaba en su mano para lograr ser excomulgado. Sin embargo, la Santa Sede
pareció igualmente determinada a no complacerle. Debe estar profundamente
decepcionado.

13 Explicando la nueva estrategia, hace más de quince años, el entonces secretario de


una congregación romana (ahora cardenal prefecto de otra diferente), dijo al autor que,
más que de condenar los errores, la Santa Sede era hoy partidaria de «sumergir los
errores con la verdad» o, en palabras de Juan Pablo II a André Frossard, «permitir que el
error se destruyera a sí mismo» (Catholic World Report, noviembre, 1995). Esto es
simplemente una extensión del principio del papa Juan de que «es mejor el uso de la
clemencia que el de la condena». La mayoría de los católicos pensaron que el papa Juan
estaba hablando sobre su utilización durante el Concilio. No se dieron cuenta de que el
principio continuaría siendo aplicado más o menos indefinidamente. Sin embargo, el
cardenal Ratzinger iluminó profundamente los orígenes de la nueva estrategia en sus
Princzples of Catholic Tehology, Ignatius Press, 1987, pp. 229. (Teoría de los principios
teológicos, Herder, Barcelona, 2005). Después de hablar de la gran «tensión y
confusión» en la Iglesia, de la petición de muchos fieles de «un claro diseño de las líneas
y de la imposibilidad del Papa y de los obispos de decidir ya a favor de tales acciones»,
él lo atribuye al resentimiento que ha crecido en la última mitad del siglo por las
innumerables decisiones defectuosas y, sobre todo, por un uso de la disciplina en la
Iglesia demasiado estricto (en el pasado); un resentimiento que él describe «como el
crecimiento interno de un tumor en la conciencia eclesial, que ha creado una alergia a la
condena de la que podemos esperar un incremento mayor de la enfermedad que de su
curación». En cuanto a si la verdad logrará sumergir el error, a la larga el cardenal se
limita a la prudente afirmación de «tendremos que ver si [...] este enfoque disciplinario
en materias doctrinales puede servir de modelo para el futuro».

14 El padre Chenu, con su característico candor, ofreció numerosos ejemplos de la


forma en que él y sus colegas fueron capaces de influir en los textos, a veces en su
propia ventaja y a veces no. En un caso describe cómo cuando el texto principal había
sido votado, y por tanto no podía ser cambiado, ellos fueron capaces de introducir un
párrafo adicional que contradecía el anterior. Véase: Jacques Duquesne, Jacques
Duquesne, interroge le Pire Chenu: Un théologien en liberté, Le Centurión, París, 1975,
pp. 17, 18, 63, 81, 106, 177- 179, 184. Para Y. M. Congar el Vaticano II «no era algo
perfecto, pero debido a la amplitud de su mirada [...] fue capaz de promover
movimientos que llegaron más allá del mismo Concilio» (Forty Years of Catholic
Theology, S. C. M. Press, 1987, pp. 56, 68).

15 ¿Es el Concibo responsable de la actual crisis? «La respuesta a esta pregunta


formulada en términos tan generales debe ser un resuelto NO [...] Sin embargo, no
negaremos que el Concilio ha jugado un papel en lo que ha crecido dentro de la crisis».
Yves Congar, Challenge to the Church, Collins 1976, pp. 50-57. El padre Chenu va más
allá: «La causa de la crisis está en el mismo Concilio [...], en la lógica de sus

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procedimientos y dinamismo», Jacques Duquesne, op. cit., p. 195.

16 Juan Pablo II, más simpatizante que sus antecesores de las ideas filosóficas de
Rosmini, y quizá por ello entendiendo mejor lo que pretendía proponer, había levantado
las censuras.

17 Un pequeño ejemplo para evitar temas complicados y controvertidos en este


punto: al padre Chenu le gustaba mucho decir que la obediencia es una virtud mediocre.
Era un error, aunque estuviera pensando en casos en los que lo que parece ser obediencia
es, de hecho, una excusa para la cobardía o para eludir las propias responsabilidades.
Pero terminó siendo positivamente pernicioso en una situación de abierta rebeldía de la
mayor parte de los intelectuales de la Iglesia. Pues bien, no obstante lo dicho, él continuó
manteniéndolo. (Jacques Duquesne, op. cit.).

18 De hecho, algunas dudas sobre determinadas actividades de ciertos peritos estaban


ya bastante extendidas antes de que acabara el Concilio. Los Comentarios de
Westminster del cardenal Heenan fueron bien acogidos en aquel momento.

19 Véase The Tablet, 8 de junio de 1991. En el foro teológico de Cambridge,


organizado por Concilium en 1981, el señor Van den Boogard, «un formidable
recaudador de fondos», dio la impresión de entender el Vaticano II como complemento o
continuación del trabajo de la Reforma Protestante. El US National Catholic Reporter y
en Inglaterra The Tablet son los principales canales a través de los cuales la teología de
Concilium y sus puntos de vista llegan a los laicos de habla inglesa. Los amigos de Yves
Congar destacan que él permaneció en el consejo editorial de Concilium para actuar
como influencia de contención. De ser cierto, sería como un Papa que se imaginara
poder contener a Hitler.

20 Por ejemplo, las diversas firmas de protesta, a principios de los años noventa,
protagonizadas por una serie de teólogos de distintos países contra la política y las
enseñanzas de Juan Pablo II. «Somos Iglesia» es un movimiento que funciona en
Austria, Alemania y otros países, y puede ser visto como un producto claramente laico.
Se trata de un movimiento que pretende presionar a la jerarquía para modificar las
enseñanzas de la Iglesia que están en conflicto con el nuevo estilo de vida de las clases
medias europeas.

21 Según una encuesta alemana de mediados de la década de los años ochenta del
pasado siglo, el 23 por ciento de los católicos alemanes consideraban las decisiones
papales como vinculantes y el 64 por ciento decían que las consideraban vinculantes
cuando estaban de acuerdo con ellas (Allenbach Institute Poll, citado por The Tablet el 7
de diciembre de 1985).

22 Las prácticas que son variables en principio pueden, sin embargo, ser importantes

470
salvaguardas de las creencias. El abandono por la mayor parte de occidente, por ejemplo,
del Corpus Christi y las procesiones de mayo, a menudo calificadas con esnobismo como
«devociones populares», ha contribuido al debilitamiento de las creencias en la Presencia
Real y en el poder intercesor de Nuestra Señora.

23 En 1973, el papa Pablo VI suspendió a divinis al arzobispo, es decir, suspendió el


ejercicio de su sacerdocio y de sus poderes episcopales por seguir ordenando presbíteros
después de haber sido condenado a cerrar su seminario. Él era ya muy conocido por su
oposición a la reforma litúrgica y por su cuestionamiento del decreto conciliar sobre la
libertad religiosa. Su excomunión, en verano de 1988, fue consecuencia de su
consagración ilegal de cuatro obispos con el fin de que prosiguieran su labor después de
su muerte. De acuerdo con el Derecho Canónico, cualquier obispo que consagre a otro
obispo contra el mandato del Papa será automáticamente excomulgado. La animosidad
modernista para con el arzobispo se debió a que él fue el responsable, durante el
Concilio, de controlar un buen número de sus más cuestionables iniciativas. Lefebvre
representaba también una tradición sociopolítica francesa derechista opuesta a las
visiones sociopolíticas de inclinación izquierdista de los reformadores franceses.

24 Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1982.

25 En enero de 1985 empezó su llamativa serie de mensajes sobre el credo,


publicados ahora en forma de libro por Pauline Press, Boston. (Creo en la Iglesia.
Catequesis sobre el Credo, Ediciones Palabra, Madrid, 1998).

26 El cardenal Law parecía responder a los deseos del Papa. Según el editor jesuita
de un periódico de Estados Unidos había habido peticiones para un nuevo catecismo que
incorporara las enseñanzas del Vaticano II en todos los sínodos episcopales en Roma
desde 1974. Pero hasta 1985 Roma no creyó contar con el suficiente apoyo episcopal
para actuar. El editor en cuestión había informado a todos los sínodos desde 1974.

27 A petición del Concilio, el papa Pablo estableció una comisión para ver si las
enseñanzas sobre la anticoncepción podían ser modificadas. Después de un primer
informe, amplió la comisión. En ambos casos, la mayoría recomendó un cambio. Las
deliberaciones duraron cuatro años. El informe final fue filtrado a la prensa. Con un gran
coraje, el Papa mantuvo la enseñanza perenne en contra del consejo de sus expertos, y en
medio de una campaña hostil de la prensa mundial. No es posible repasar aquí toda la
fundamentación en que se apoya la decisión de la Iglesia. Razones filosóficas,
teológicas, sociológicas y demás, pueden encontrarse en los escritos del papa Juan Pablo
II (ver sus alocuciones en las audiencias generales de 1979-1984, publicadas como The
Theology of the Body: Human Love in the Divine Plan, Pauline Books, Boston, 1997.
(El amor humano en el plan divino: catequesis sobre la redención del cuerpo y la
sacramentalidad del matrimonio, dadas en Roma del 5 de septiembre de 1979 al 28 de
noviembre de 1984, Fundación Gratis Date, Pamplona, 1993). Sin embargo, creo que es

471
más fácil que lo era antes de la «revolución sexual», ver la vinculación entre la
anticoncepción y el colapso del matrimonio y la familia con todas sus desastrosas
consecuencias sociales. La anticoncepción crea un clima en el que los niños, sean o no
deseados, llegan a ser vistos como algo accidental al matrimonio, en lugar de ser su
principal significado. Si, por otra parte, el principal significado es el amor, y uno
ciertamente puede perder el amor, ¿por qué molestarse con el matrimonio? Es también
más fácil ver la relación entre anticoncepción y sexo no natural. Si el sexo sólo es una
actividad física placentera como comer, beber o nadar -sexo recreativo se le llama ahora-
, ¿por qué el sexo no natural no debería ser socialmente aceptable? No hay argumentos
contra el sexo no natural, si el sexo no tiene un significado más profundo que el placer
de los participantes.

28 Esta inversión de los papeles fue lamentada por Antonio Rosmini ya en 1846. En
su apasionada petición de ciertas reformas, The Five Wounds of the Church (Hay una
edición en español: Las cinco llagas de la Santa Iglesia, Edicions 62, Barcelona, pero
está agotada), recuerda repetidamente que en los primeros siglos la mayoría de los
principales teólogos eran obispos.

29 La influencia del deísmo en el siglo XVIII había tenido consecuencias parecidas.


Daniel-Rops cita a un obispo francés que sobrevivió a la revolución. «Dios mío,
perdónanos», le informaron que había dicho. «Nosotros casi nunca hablamos sobre
Nuestro Señor Jesucristo en el púlpito, sólo hablamos del Ser Supremo».

30 Los acusadores parece que querían decir que los católicos en conjunto no habían
leído a los escritores y pensadores no cristianos que habían influido decisivamente en la
configuración mental de la sociedad occidental.

31 Pío XI llamó a la pérdida de la clase trabajadora europea «la gran tragedia» para la
Iglesia en los tiempos recientes. Había dos tragedias más. Una, el abandono de tantos
hombres de negocios, profesionales, directivos industriales de la nueva clase media
(pasados en gran número al escepticismo y al librepensamiento durante el siglo xIx), que
quedaron así fuera de la influencia de la Iglesia. La otra, el fracaso a la hora de instruir al
grueso de los que permanecieron en la Iglesia en sus obligaciones como empresarios. El
desarrollo de la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, trabajo de una minoría de
obispos, clérigos y seglares llenos de celo apostólico en colaboración con la Santa Sede,
fue un intento de remediar la situación.

32 Las novelas de Francois Mauriac Nido de víboras, El desierto del amor y La


farasea dan una buena idea de lo que pensaban. Vale la pena recordar que Santa Teresa
de Lisieux, ahora Doctora de la Iglesia, fue alimentada en una piedad que habría sido
calificada de burguesa.

33 Que la forma en que algunos manuales de teología moral presentaban su temática

472
estaba abierta a la crítica puede haber sido cierto. Por ejemplo, a un manual anterior al
Concilio muy utilizado se le ha reprochado no citar casi nunca la Escritura, aunque la
misma acusación se puede hacer contra Karl Rahner. Sin embargo, revisar la forma de
presentación no justifica intentar revisar el contenido. La tragedia del caso de Bernard
Háring es que su The Law of Christ (La Ley de Cristo, Herder, Barcelona, 1973) escrita
antes del Concilio, goza de una alta consideración por haber dado un frescor valioso y
nuevo a la teología moral. Una década más tarde, en Morality isfor Persons (La moral y
la persona, Herder, Barcelona, 1973) escribía: «Si... ofrecemos a los jóvenes sólo una
"norma sagrada" que permanezca siempre, como ocurría al principio, sin relación con el
aquí y ahora, sólo seremos capaces de atraer a los enfermos que sufren el complejo de
inseguridad». Repasando la revista católica mensual de Estados Unidos, Triumph, de
noviembre de 1971, encontramos que Vincent Miceli, SJ, atribuía la transformación a
una sobredosis de Heidegger, Teilhard de Chardin, Sartre, y Bultmann.

34 Es curioso, en cierto modo, que los teólogos disidentes debieron haber enseñado a
los católicos a deplorar todo lo supuestamente emanado del Concilio de Trento y la
Contrarreforma, viendo que fue en Trento donde se estableció una disciplina más estricta
eclesiástica que puso fin a la mayor de las irregularidades y escándalos que fueron los
que supuestamente provocaron y justificaron la revuelta protestante.

35 Para la réplica de Newman a la crítica protestante de las naciones católicas, véase


su Dificulties ofAnglicans, vol. 1, Part. II.

36 Otras imágenes bíblicas o de la Tradición la representan (a la Iglesia) como un


barco que navega por los mares de la historia con San Pedro como timonel; una red de
pescar; una pesca muy variada que sólo el último día será separada; el arca de Noé -
único lugar donde escapar de ahogarse en el diluvio del pecado-; una madre que concibe
en su vientre, y en él forma, al hombre nuevo que es el cristiano.

37 «Entre los dones (del Espíritu), dice el Concilio, «la primacía pertenece a la gracia
de los apóstoles a cuya autoridad el Espíritu somete incluso a los que están agraciados
con carismas» (Lumen Gentium, 7). Santos como Santa Brígi- da de Suecia o Santa
Catalina de Siena, suscitadas por Dios para criticar a los papas y obispos, no aparecen
nunca desafiando su autoridad, sino únicamente su fracaso a la hora de vivir según las
exigencias del Evangelio.

38 Técnicamente, la palabra magisterium se usa para las enseñanzas del episcopado,


no para su oficio de gobierno, aunque popularmente tienden a confundirse ambos
significados.

39 Ediciones Eunate, S. A., Pamplona, 1996.

40 Ediciones Cristiandad, Madrid, 2000.

473
41 La doctrina está expuesta en los dos documentos Lumen Gentium, sobre la Iglesia,
y Christus Dominus, sobre los obispos.

42 El recelo frente a la monarquía en la tradición democrática occidental es una


mezcla de dos cosas, una buena y otra mala: la desconfianza hacia una forma
desordenada de monarquía y la aversión a cualquier tipo de soberanía que no tenga su
origen en uno mismo. Todo hombre debe ser su propio monarca absoluto.

43 Al hacer suya la idea, el Concilio no usó la palabra «colegialidad», aunque se ha


convertido en el término aceptado para ambas formas de participación episcopal.

44 «Fue espantoso», me dijo una vez un monseñor de la curia que había estado
presente. Sin palidecer, realmente parecía alguien que hubiera sido testigo de la invasión
de las Tullerías por el populacho de París.

45 Yves Congar también planteó problemas. Tales conferencias, mantenía durante el


Concilio, «no deben destruir la responsabilidad personal de los obispos, imponiéndoles
los dictados de una organización. Tampoco deben, siquiera remotamente, amenazar la
unidad católica». Ralph M. Wiltgen, The Rhine Flows into the Tiber, Hawthorn Books
Inc., Nueva York, 1967. (El Rin desemboca en el Tíber, Criterio Libros, Madrid, 1999).

46 Me di cuenta de este galicanismo revivido por primera vez en una conferencia de


prensa de obispos de Estados Unidos, durante uno de los sínodos en los años ochenta.
Un periodista preguntó al que era entonces presidente de la conferencia de Estados
Unidos qué harían los obispos estadounidenses si la Santa Sede insistiera en pedir que se
hicieran realmente serios esfuerzos para predicar la Humanae Vitae. La respuesta fue
aproximadamente ésta: «No creo que la Santa Sede quiera aceptar el reto de una
conferencia episcopal verdaderamente grande en estos días».

47 Alrededor de la época del Concilio, las fuerzas de la oposición lanzaron la


expresión «Iglesia de Constantino». La idea que encerraba era que con Constantino la
Iglesia había entrado en alianza permanente con el Estado -aparentemente con todos y
cada uno de los estados- para mantener a los fieles laicos en una situación de
sometimiento infantil en lo político y lo religioso, situación que duraría desde entonces
(313) hasta 1958. De una tacada yen cuatro palabras quedaban impugnados mil
seiscientos años de la vida de la Iglesia. La más cara agencia de relaciones públicas no lo
habría hecho mejor. Uno se pregunta si no estaría apoyando desde arriba esta ficción
histórica algún famoso miembro «reformista» del sacro colegio.

48 La misma idea la expresa hoy, por ejemplo, Benedicto XVI cuando dice que
sabemos lo que debe ser creído, por lo que es creído diacrónicamente (a lo largo del
tiempo), y por lo que se cree sincrónicamente (en cualquier parte, en la actualidad).

474
49 Hay una edición en español, agotada: Jalones para una teoría del laicado, Estela,
Barcelona, 1969.

50 Sin embargo, en su libro Iglesia, ecumenismo y política: nuevos ensayos de


eclesiología, (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2005), el papa Benedicto XVI
ha señalado que aunque el término «Pueblo de Dios» aparece en el Nuevo Testamento,
sólo en dos sitios se refiere a la Iglesia. En los demás significa pueblo de la Antigua
Alianza.

51 Hay una traducción al español, La Iglesia en San Pablo, Bilbao, 1959, agotada.

52 La forma de esa participación ha sido notablemente mal entendida. La teología


modernista ve los papeles del clero y de los seglares como más o menos intercambiables.
La enseñanza conciliar es que son complementarios: el clero santifica a los seglares y los
seglares, a su vez, intentan santificar a la sociedad o al mundo. Ésta es
fundamentalmente la forma en que los seglares se van a implicar en la misión de la
Iglesia. Desgraciadamente, muchos de los clérigos, la mayoría quizá bastante
inocentemente, entienden la enseñanza en un sentido modernista, o semimodernista.
Piensan que significa cooptar con tantos seglares como sea posible en las actividades
estrictamente eclesiales, mientras que ha habido una creciente tendencia por parte de
algunos clérigos a involucrarse principalmente en actividades políticas y sociales. El
Sínodo sobre los Laicos de 1987 se refería a esto como «clericalizar a los seglares y
secularizar a los clérigos», y los Padres que usaron la expresión no lo hicieron como un
cumplido. Desde luego, siempre hay necesidad de que los seglares ayuden en el trabajo
parroquial, y es un trabajo que vale la pena. Pero no es la esencia de la contribución de
los seglares a la misión de la iglesia. Si lo fuera, el grueso de los parroquianos no
tendrían vocación. No hay nunca suficiente trabajo estrictamente eclesial para ocupar
más que un pequeño porcentaje del total de la población parroquial.

53 Para «círculos de diálogo» véase: Lumen Gentium, arts. 15, 16; Ecclesiam Suam,
arts. 96, 97.

54 Hay edición española: Verdaderas y falsas reformas en la iglesia, Centro de


Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1973.

55 Congar no fue un entusiasta de la encíclica. «Yo, naturalmente, sitúo lo que se


llama el magisterio en su debido lugar. No puedo ser acusado de haber desatendido eso,
pero se expresa en la historia: Bula Unam Sanctam, Syllabus, Encíclica Mystici
Corporis! ... » (pronunciado en la Conferencia que celebraba el aniversario de la
fundación de Concillium, Cambridge, 1981. Texto en posesión del autor). Congar no
quería que los límites de ser miembro total o real de la Iglesia estuvieran tan claramente
definidos. En una conversación con él después de la conferencia me dijo que había sido
responsable de la palabra «subsistir» en el decreto sobre ecumenismo en el pasaje que

475
declara que «la unidad [...] que Cristo confirió a su Iglesia desde el principio [...] subsiste
en la Iglesia católica como algo que nunca puede perder». (n. 4) El término «subsistir
en» tiene una cierta indefinición. Podría significar que la única Iglesia de Cristo subsiste
en cualquier otro sitio también. Dijo también que los anglicanos tendrían que ser
aceptados en la Iglesia sin que se les exija aceptar las doctrinas de la Inmaculada
Concepción y de la Asunción. «¿Por qué?», pregunté yo. «Porque», contestó, «no
tuvieron parte en su definición; por tanto, nunca las aceptarán». «Pero, por supuesto no
las aceptarán mientras sigan siendo anglicanos», dije. «No han recibido aún en plenitud
el don de la fe». «Ah» dijo, «nuestras experiencias han sido diferentes». En sus últimos
años, desencantado por la evolución dentro del protestantismo, depositó la mayor parte
de sus esperanzas en el reencuentro con los ortodoxos. En su Iglesia ideal habría
patriarcas en cada región bajo un papado muy disminuido en su autoridad. Los concilios
generales en los que los ortodoxos no tomaron parte (esto es, desde Constantinopla IV,
de 869 a 870), los consideraba como concilios regionales de la Iglesia latina. Como
teólogo hizo indudables servicios a la Iglesia, y poco antes de su muerte Juan Pablo II le
hizo cardenal. Pero durante muchos años su actitud hacia Roma había sido la de un
sirviente gruñón, que, incluso delante de los invitados, no se molesta en disimular su
insatisfacción y descontento con la forma como se lleva la casa. Creo que es justo
afirmar que su actitud hizo gran daño después del Concilio.

56 Sólo Dios sabe si, en casos particulares, un individuo ha recibido tal gracia y no
ha respondido a ella. La Iglesia dice simplemente: «No podrán ser salvados quienes,
sabiendo que la Iglesia católica fue fundada por Dios a través de Cristo, rechazaran
entrar en ella o no permanecer en ella». (Const. Sobre la Iglesia, 14 y sobre Misiones, 7).

57 Sheeds & Ward, Londres, 1949.

58 Para conocer la visión de Daniélou sobre el estatus religioso de los no cristianos,


véase también su Holy Pagans of the Old Testament (Santos paganos del Antiguo
Testamento). Daniélou más tarde convertido en cardenal por Pablo VI, era un hombre
cercano a Henri de Lubac. Inmediatamente después de la Guerra empezaron la
publicación de los escritos primitivos de la Iglesia bajo el título de Sources Chrétiennes,
que hasta ahora lleva 320 volúmenes.

59 Es difícil reconciliar la idea de una «conciencia religiosa» envolvente, aunque


pueda ser compatible con el evolucionismo del padre Teilhard de Chardin, con los
hechos históricos y antropológicos. ¿Vamos a imaginar que hoy tenemos una conciencia
religiosa más desarrollada que Abraham? Y ¿cómo explicamos el hecho de que los
indios sudamericanos y los africanos hayan aceptado la fe sin mucha dificultad, mientras
que las culturas religiosas «superiores» de la India y de China han sido más resistentes?
Las obras de Buda o de Confucio podrían, en la providencia de Dios, haber constituido
un intento de cierta preparación para el Evangelio. Pero las cosas no han resultado así.
En la práctica parecen haber sido un obstáculo para la recepción asiática del Evangelio.

476
El tema no admite evidentemente soluciones fáciles.

60 Constitución Apostólica Evangelii Nuntiandi, 53, resumiendo el trabajo del


Sínodo sobre evangelización de 1974. En otro lugar del documento, el Papa creía
necesario decir que apreciar los buenos aspectos de las demás religiones no dispensa a
los misioneros de su obligación de predicar el Evangelio.

61 Los documentos del Concilio, de hecho, expresan la idea de diversas formas. Esa
revelación contiene aparentemente afirmaciones contradictorias; no debería
sorprendernos más que el hecho de que, en la física moderna, la materia se presente bajo
aspectos contradictorios, a veces como partículas y otras como ondas energéticas.
Nuestra incapacidad para reconciliarlas no demuestra más que, evidentemente, no somos
omniscientes.

62 Véase el programa inglés de catequesis «Weaving the Web» que introduce a los
católicos jóvenes en los ritos y creencias del hinduismo y el islam junto con los de la
Iglesia, como si los primeros fueran variantes viables.

63 La idea de «estar presente» para otros sin intentar que ellos compartan tus
creencias parece tener su origen en el «personalismo» del filósofo judío alemán Martin
Buber. El santo sacerdote francés Charles de Foucauld parece haber sido tocado por esta
idea antes de la Primera Guerra Mundial.

64 Hacia el año 2000, la situación se había deteriorado lo suficiente como para que la
Santa Sede publicara un documento, Dominus lesus, insistiendo en que Cristo es el
primero y único Salvador, y la Iglesia católica la primera y única Iglesia fundada por Él.
Como respuesta, el modernismo agitó un clamor internacional acusando a Roma, como
siempre, de no tener caridad; una acusación que, de acuerdo con su visión de las cosas,
podría ser fácilmente utilizada para volverse contra Cristo.

66 Prometeo: Figura legendaria griega que fue castigada por robar el fuego de los
dioses en beneficio de la humanidad.

65 «¿Por qué se dice tantas veces que el cristianismo no funciona? Habéis estado
trabajando casi durante dos mil años en este mundo: ¿Qué se puede mostrar? -así reza la
acusación familiar». Jean Daniélou, The Lord of History, Longmans, Londres, 1958, p
87. Para Teilhard de Chardin «la gran objeción contra el cristianismo en nuestro tiempo
[...] es [...] que nuestra religión hace inhumanos a sus seguidores» (Le Milieu Divin,
Collins 1960, p. 41. Ed. española: El medio divino, Alianza Editorial, Madrid). En
relación con la historia de la Iglesia como un todo, difícilmente puede ser más absurdo.
La Iglesia no está dentro del negocio de crear utopías. En vez de eso, son los cristianos
los que han llenado el mundo no cristiano de hospitales, escuelas, orfanatos y refugios
para los pobres, y no los discípulos apostólicos de Voltaire y de Marx. Desde el colapso

477
del comunismo en la Europa del Este, podemos señalar también la devastación que estos
acusadores han conseguido para todo el mundo en tan sólo setenta años.
Desgraciadamente los reformistas no tuvieron el beneficio de esta visión retrospectiva.
Quizás les hubiera hecho menos sensibles a las acusaciones.

67 El Renacimiento había utilizado la palabra «humanista», no la palabra


«humanismo», pero la idea ya existía, en referencia, por ejemplo, a esa erudición,
aprendizaje y desarrollo del talento y el bienestar humanos que no tienen por qué ser de
carácter estrictamente religioso para agradar a Dios. Santo Tomás Moro, San Juan el
Pescador y Erasmo son ejemplos bien conocidos de humanistas cristianos. Muchos más
ejemplos se pueden encontrar en Vite di uomini illustri del secolo xv del librero
florentino Vespasiano da Bisticci, publi cado por primera vez a partir de un manuscrito
de la Biblioteca Vaticana en 1839 (traducción inglesa con el título: The Vespasiano
Memoirs, Routledge, Harper and Row, Nueva York, 1963). El humanismo como idea
sólo empieza a hacerse tóxica cuando se asume que la búsqueda del bienestar terreno del
hombre y de su desarrollo pueden llevarse a cabo sin referencia a su fin sobrenatural.

68 Véase su obra Catolicismo: aspectos sociales del dogma, Ediciones Encuentro,


Madrid, 1988.

69 Las más antiguas traducciones de la Carta a los Romanos 8, 22 hablan de la


naturaleza, o de la creación, «gimiendo con los dolores del parto», o «quejándose y
esforzándose juntos», a lo cual los traductores ingleses de la Biblia de Jerusalén añaden
la frase «en un gran acto de alumbramiento». Ahora bien, estas últimas palabras, que
parecen implicar algún tipo de clima evolucionista teilhardiano de la historia, no se
encuentran en el texto griego.

70 En muchos casos, desgraciadamente, sólo para convertirse en canales


involuntarios para propaganda izquierdista.

71 Henri de Lubac vio en la reconciliación o unidad final de la humanidad otro


motivo para un renovado celo misionero. Antes de que Cristo vuelva, el cristianismo
debe, por lo menos, ser inspirador de esa reconciliación o unidad final.

72 Véase El drama del humanismo ateo, de Henri de Lubac (Ediciones Encuentro,


Madrid, 1997). Tanto si las maravillas científicas de los tiempos modernos son parte de
la obra liberadora de la Encarnación como si no, se puede fácilmente pensar sobre otros
objetivos que pudieran tener: a) Facilitar la predicación del Evangelio a todas las
naciones. b) Al poner un inmenso poder para el bien y el mal en nuestras manos,
someternos a pruebas más exigentes (estamos siendo trasladados a una clase más
avanzada en la escuela de Dios, no a un apartamento permanente en un hotel Ritz
cósmico). c) Antes de que termine el mundo, la naturaleza humana va a poder mostrar
todas sus potencialidades ante la mirada perpleja de multitud de ángeles a los que se

478
refiere San Pablo. En El campesino del Garona (Desclee de Brouwer, Bilbao, 1968)
Maritain expresa que la manifestación de todas las potencialidades de la naturaleza
humana es uno de los fines naturales del hombre.

74 Debe recordarse que buena parte del pensamiento «avanzado» sobre este tema en
las décadas pre-conciliares estaba muy influenciado por el optimismo evolucionista de
Teilhard de Chardin, en cuyo esquema mental es difícil distinguir «el esfuerzo humano»
de la construcción del reino de Dios. Los hombres primero «transforman el mundo» y
cuando la obra está terminada Cristo vuelve y se encarga de ella.

73 El concepto de «salvación integral» fue inicialmente destinado a ser un correctivo


del malentendido que mencioné al principio de este capítulo: la idea de que Dios no está
demasiado interesado en nuestros cuerpos o en la creación material, que son incidentales
para su plan general. Por desgracia, el concepto rápidamente recibió interpretaciones
heterodoxas. Como es obvio, para la Iglesia, el cuerpo sólo es «salvado» en un sentido
metafórico. Su «salvación» depende del alma. Si el alma se pierde, el cuerpo más
perfecto físicamente se perderá con ella. A la inversa, si el alma se salva, el cuerpo
compartirá su gloria. El cuerpo no puede hacer nada para la salvación sin el alma. Por
otra parte, el modernismo rápidamente dio a la «salvación del cuerpo» un significado -de
este mundo- más amplio. La salvación del cuerpo empieza aquí abajo con los avances en
medicina, el cuidado de la salud y conservación del cuerpo. El bienestar de los cuerpos
de las personas debe, por tanto, ser objeto de preocupación del clero tanto como el
bienestar de las almas. Pensar de otra manera es hacerse culpable del «dualismo
platónico». Todo esto ayuda a explicar por qué en muchos sitios la espiritualidad
tradicional de la auto-negación ha sido reemplazada por una espiritualidad de la
autorrealización, y tenemos tantos «centros de desarrollo humano» como casas de retiro.

75 «Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no


es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse
con el progreso de la civilización, de la ciencia o de las técnicas humanas [...]» (Pablo
VI, Credo del pueblo de Dios 1, 17). Y Juan Pablo II, a quien nadie puede acusar de
desinterés en «transformar el mundo» tanto como sea posible, dirigiéndose a los obispos
brasileños sobre la entonces próxima celebración del nuevo milenio, observó que «no es
cosa de complacerse en un nuevo milenarismo (Tertio Millennio Adveniente 23) con la
tentación de predecir cambios sustanciales en él, observando la vida de las comunidades
y de cada individuo. La vida humana continuará, la gente continuará experimentando el
éxito y el fracaso, los momentos de gloria y las épocas de declive, y Cristo Nuestro
Señor siempre será la fuente de la salvación hasta el final de los tiempos» (L'Osservatore
Romano, 7 de febrero, 1996).

76 Henri Daniel-Rops, The Church in an Age of Revolution, Dent. Londres, 1965, p.


202. (La Iglesia de las revoluciones, Círculo de Amigos de la Historia, Madrid, 1976).

479
77 Eugene Kevane ha sugerido que el caso de Hermes y de Günther debe ser visto
como una pieza preliminar del modernismo católico. Véase su Creed and Cathechetics
[Credo y catequesis].

78 Viejos Católicos, una fusión de dos grupos cismáticos: los jansenistas de la


«Iglesia de Utrecht» que rompieron con Roma en 1724, y el grupo de católicos que
abandonaron la Iglesia después de la definición de la infalibilidad papal en 1870.

79 La campaña de Bismarck, conocida como la Kulturkampf estaba dirigida a la


completa sujeción de la Iglesia al Estado. La necesidad de asegurar la unidad del nuevo
imperio alemán era la supuesta justificación. La resistencia católica llevó a Bismarck a
alcanzar un acuerdo con León XIII gracias al cual las leyes fueron modificadas. La
campaña en Francia alcanzó su clímax entre 1901- 1904 con la supresión de las órdenes
religiosas, el cierre de las escuelas católicas y la confiscación de las propiedades de la
Iglesia.

80 La Compañía fue suprimida por Clemente XIV bajo presión de los reyes de
Francia, España, Portugal y Nápoles y sus ministros seguidores de Voltaire. La
emperatriz María Teresa, hasta entonces pro jesuita, influenciada por su canciller
Kaunitz, permaneció neutral.

81 El término «alta crítica» se reservaba a los análisis de textos, bien fueran bíblicos
o profanos con el fin de dilucidar su autoría, fecha y significado. Los críticos de más
altos vuelos consideraban la crítica textual como una rama menor de la investigación.

82 Citado de Pío XII, Divino Afflante Spiritu, 47.

83 Para las dudas de Orígenes, véase Eusebio de Cesarea, Hast. Eccles, 6.25, pp. 11-
13.

84 Véase Geschichte der Griechaschen Lzteratu, Franke Verlag, Berna, 1963.

85 Algunos ejemplos nos ayudarán a ilustrar las dificultades de evaluar el significado


de las diferencias estilísticas. (a) Dos relatos del doctor Samuel Johnson de su viaje a las
islas occidentales -uno en cartas escritas en el lugar y otro en un libro publicado tras su
vuelta- son tan distintos en el estilo que, en opinión de Macaulay, si no supiéramos lo
contrario, encontraríamos difícil acreditar que estaban escritas por la misma persona. (b)
A la mística del siglo XVII Santa Margarita María de Alacoque sus superiores le
ordenaron que escribiera sus memorias. El resultado fue considerado demasiado tosco
para los lectores a los que se dirigía, de modo que fueron reescritas en un estilo propio
del «Grand Siécle». ¿Deberemos deducir de esto que Santa Margarita María no tenía
nada que ver con ellas? (c) Hay versiones de Chaucer en inglés contemporáneo. Si sólo
hubieran perdurado éstas, ¿qué conclusiones se sacarían en relación con su autoría? El

480
estilo de un texto puede pertenecer a un periodo posterior al del autor, permaneciendo su
contenido esencialmente suyo.

86 Véase Historia de Israel, de José Ricciotti, quien cita una sucesión de casos en los
que textos de enorme longitud habían sido transmitidos oralmente, con aparentemente
poca o ninguna alteración durante siglos. Véase también William Darlrymple, City of
Djinns, HarperCollins, 1996. Según este autor, todavía hoy hay «bardos» que pueden
recitar de memoria todo el Mahabharata, una épica más larga que la Biblia.

87 Al sostener esta opinión, los críticos estaban haciendo, incluso para sus propios
estándares, una deducción ilegítima, a saber: que los libros del Nuevo Testamento se
formaron necesariamente de la misma manera que los del Antiguo Testamento, como si
la composición literaria y la cultura hubieran permanecido sin cambios entre el periodo
del Senaquerib o Ciro, y la época de los primeros césares. De hecho, después de dos
siglos de debate no parece haber una razón convincente para no aceptar la ya antigua
tradición contenida en la Historia de Eusebio de Cesarea (264-340), de que los
Evangelios fueron escritos por los cuatro evangelistas, más o menos en la época y de la
forma que siempre se creyó. Justino Mártir (100-165) los llama «Memorias de los
Apóstoles». El Vaticano II afirma tanto su «origen apostólico» como su «historicidad».
(Dei Verbum, 18 y 19). ¿Cómo pudo San Juan haber recordado largos sermones como
los de Nuestro Señor en la última Cena? Sólo tenemos que recordar hazañas de memoria
de Thomas Macaulay y Mozart para darnos cuenta de que es completamente posible,
incluso sin contar con una especial asistencia divina.

88 Ahora es común, en grupos católicos de estudio de la Biblia y en comentarios


populares, escuchar los milagros del Éxodo descritos como meros ingenios literarios
usados por el autor para transmitir la idea del poder de Dios. Véase, Oscar Lukefahr,
Guía católica para la biblia, Liguori Publications, Missouri, 2006. (Esta editorial
americana publica libros religiosos en español, la edición inglesa, A Catholic Guide to
the Bible, está publicada en la misma editorial).

89 James C. Livingston, Modern Christian Though, Macmillan, Nueva York, 1971,


pp. 96-113

90 Tecnos, Madrid, 1990.

91 Véase Alec Vidler, A Variety of Catholic Modernists, Cambridge University


Press, 1970, p. 117. El autor, un anglicano que ha escrito mucho sobre el modernismo
católico, está lejos de ser poco comprensivo con Ven Hügel. Para las otras figuras
mencionadas en este capítulo, véase Jean Riviére, Le modernisme dans l'église, París
1929, el primer estudio del movimiento en profundidad, y Michele Ranchetti, The
Catholic Modernists, Oxford University Press, 1969.

481
92 Para el profesor Webb y Maude Petre, véase Alec Vidler, op. cit., p. 111

93 Filosofía de la religión: lo que antes se llamaba teología natural.

94 Alec Vidler, op. cit., p. 71. Es posible que con el «viejo edificio», Duchesne se
refiriera a la Iglesia tal como era entonces gobernada, no a la Iglesia en sí.

95 Michele Ranchetti, op, cit., p. 33.

96 Les premiers écrits de Maurice Blondel, París, 1956, citado por John K. Ryan,
Twentieth-Century Thinkers, Nueva York, 1967. Sin embargo, pocas décadas más tarde
la conversión de Maritain iba a falsificar el dictamen.

97 Es bueno recordar que Spenser planteó su filosofía evolutiva antes de que Darwin
publicara El origen de las especies.

98 Life of Jesús, Londres, 1906, citado en James C. Livingston, op. cit.

99 Investigación sobre la vida de jesús, Edicep, Valencia.

100 Pero ¿por qué los textos de Weiss y Schweitzer deben ser considerados más
históricos que los preferidos por Ritschl y Ven Harnack? Weiss y Schweitzer fueron de
hecho tan selectivos como sus oponentes.

101 Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Ediciones Sígueme,


Salamanca, 2006.

102 La evolución creadora, Espasa Calpe, Madrid, 1985.

103 Más tarde, al censurar «el inmanentismo», la Iglesia tendría en mente, sin duda, a
Bergson y a Hegel.

104 Las variedades de la experiencia religiosa, Ediciones Península, Barcelona, 2002.

105 Desde el punto de vista católico, hay algo misterioso a propósito del papel
providencial de pensadores como Bergson y James, cuyos escritos llevan a algunos a la
fe, mientras que a otros les ocurre lo contrario. Bergson declaró su voluntad de adhesión
moral al catolicismo. Si no pidió ser bautizado fue únicamente porque, como judío, no
quería parecer que desertaba de su pueblo en el momento clave de la persecución nazi.
Para ver resúmenes útiles de Bergson y James, consultar Twentieth-Century Religious
Thought, de Jonh Macquarrie. (El pensamiento religioso en el siglo xx, Editorial Herder,
Barcelona, 1975).

106 Sobre las protestas de distinguidos historiadores contemporáneos contra la

482
presuntuosa autoconfianza de los más críticos, véase: Thomas Hodgkin, Italy and her
Invader, siete volúmenes, Londres 1892, y E. A. Freeman, History of Sicily, Londres
1881.

107 Véase el correspondiente al día 5 de febrero, Santa Águeda, donde los relatos de
su martirio son calificados llanamente de carentes de valor histórico, mientras que en
1911 la Enciclopedia Católica dice de ellos que sus «detalles no tienen credibilidad
histórica». Esto puede significar una de estas tres cosas: que toda la información es falsa
(ahora bien, ¿cómo puede saberse?), que donde no hay evidencia que lo corrobore el
material registrado no ha de ser considerado histórico (en ese caso, buena parte de la
historia aceptada ha de ser tirada por la borda) o que el contenido del relato parezca
improbable a los autores. Sin embargo, lo que puede parecer improbable para los
estudiosos que viven en la relativa seguridad de principios del siglo xx puede muy bien
no parecerlo a las generaciones familiarizadas con la historia de los regímenes nazi y
comunista. Desde luego, la conducta de los torturadores de Santa Águeda suena
decididamente contemporánea. Véase también el martirio de un jefe indio americano,
recién bautizado, presenciado por el jesuita San Isaac Jogues en 1638. Si los increíbles
sufrimientos de este jefe indio hubieran sido registrados como los de un primitivo mártir,
sin duda habrían sido desestimados como fantasías. Véase Francis Talbot, Saint Among
Savages: The Life of Isaac Jogues, Image Books 1961, pp. 136-137.

108 En What as Christianity, Adolf ven Harnack había intentado llegar a la «esencia»
del cristianismo. La conclusión final de Ernst Troeltsch fue que no hay tal esencia. El
cristianismo es un proceso histórico sin forma. «La esencia del cristianismo sólo puede
ser entendida como una fuerza productiva para crear nuevas interpretaciones y
adaptaciones», James C. Livingston, op, cit., p. 305.

109 La rama dorada: magia y religión, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2005.

110 Citado por James C. Livingston, op. cit., p. 277.

111 Monseñor D'Hulst, aunque entusiasta del aggiornamento intelectual, fue


políticamente un monárquico, otro ejemplo de lo insatisfactorias que pueden resultar las
categorías «progresista» y «conservador».

112 James C. Livingston, op. cit., p. 281.

114 Christianity at the Crossroads, en james C. Livingston, op. cit., p. 286.

115 Ibíd.

113 Ibíd., p. 282.

116 En John Macquarrie, op. cit., p. 183.

483
117 En James C. Macquarrie, op. cit., p. 184-185. Le Roy, como veremos enseguida,
iba a transmitir su punto de vista al joven Teilhard de Chardin.

118 De la enfermedad de Brigth. Su comienzo puede parcialmente achacarse a su


inestabilidad intelectual y psicológica.

119 Según Michele Ranchetti, op. cit., p. 31, sólo a Semana se le concedió este
privilegio.

120 Para un caso parecido, ver el cisma en el norte de Italia, después del Concilio II
de Constantinopla, clausurado unos cincuenta años más tarde por San Gregorio Magno.

121 Henri Daniel-Rops, A Figth for God, Dent, Londres, 1965, pp. 296-303. (Un
combate por Dios, Círculo de Amigos de la Historia, Barcelona, 1971). En enero de
1914 una condena de siete libros de Maurras y su periódico fue llevada a cabo por
instrucciones de San Pío X. Pero retrasó la publicación para no dividir aún más a los
católicos franceses, a la vista de la proximidad de la guerra.

122 Los fundadores habían sido alumnos de Blondel en el College Stanislaus, un


colegio católico de París.

123 Las reservas de la Iglesia sobre partidos específicamente católicos eran debidas a
la posibilidad de que pudieran comprometerla con ideas y planes que ella no pudiera
asumir y sobre el término «democracia cristiana» por las ambigüedades que lo rodean.

124 Henri Daniel-Rops, A fight for God, op. cit. pp. 194-195.

125 Aunque Alec Vidler (op. cit., p. 195) nota que Le Rey estaba asociado con Le
Sillon en sus primeros días y que Laberthonniére se hizo amigo de Sangnier y
contribuyente del periódico del movimiento, no concede una especial importancia a ese
hecho.

126 El nacionalismo francés y el nacionalismo inglés tenían aspectos no menos


ridículos. Eran meras expresiones de distintos prejuicios e ilusiones.

127 En 1939, en la encíclica Sertum Laetitiae, que conmemoraba el 150 aniversario


del establecimiento de la jerarquía americana, Pío XII, aun alabando los grandes logros
de la Iglesia en Estados Unidos, creía necesario llamar la atención, una vez más, sobre
aspectos de la cultura americana incompatibles con una verdadera perspectiva católica.

128 Los « maritainianos» llegaron a la Iglesia en 1906 atraídos en gran medida por
Bloy. Otros conversos muy conocidos, llegados entre 1900 y 1960, incluían a Ernst
Pischari (sobrino de Renan), Jacques Riviére, Julien Green, Alexis Carrel, Gertrud ven
Le Fort, Edith Stein, Sigrid Undset, Johannes Jogersen, G. K. Chesterton, Christopher

484
Dawson, Maurice Baring, Graham Greene, Evelyn Waugh, Edith Sitwell, Dorothy Day y
Walker Percy.

129 La palabra fascismo tiene hoy uno de estos tres significados: a) los movimientos
políticos anticomunistas que surgieron en Italia, Alemania y España después de la
Primera Guerra Mundial como respuesta a la crisis económicopolítica de esos países: es
el sentido original e históricamente más preciso; b) cualquier régimen autoritario o
reacción nacionalista a las tendencias universalizadoras de las filosofías políticas
resultantes de la Ilustración; c) término insultante del vocabulario de la izquierda política
para cualquiera que se oponga o critique sus políticas o prácticas.

130 Ideología: teoría política o social que actúa como sustituto de la religión mientras
pretende ser capaz de resolver problemas de la vida hasta en los últimos detalles.

131 Para el historiador francés Octave Hamelin, Descartes fue «en la sucesión de los
antiguos, casi como si no hubiera habido (filosóficamente) nada, excepto un espacio
vacío entre medias», One Hundred Years of Thomism, Houston, 1981, p. 34.

132 Véase Luigi Sturzo, Church and State, Notre Dame, 1962, y Richard Webster,
Chrzstian Democracy in Italy 1860-1960, Hollis and Carte, Londres, 1961.

133 Escribiendo aproximadamente medio siglo después de la primera crisis


modernista, Joseph Crehan habla de «esta herejía medio olvidada» (Father Thurston,
Sheed and Ward, 1952, p. 48); Henri Daniel-Rops (op. cit., p. 238) citando al autor, J.
Rouquette lo llama «un fenómeno completamente demodé», mientras que monseñor
Philip Hughes en su A Short History of the Catholic Church, Burns & Oates, Londres,
1939, (Síntesis de la historia de la Iglesia, Herder, Barcelona, 2008) dice del
modernismo: «En un corto espacio de tiempo la Iglesia se deshizo de ellos».

135 La Kulturkampf de Bismarck (1871-1878) incluía la expulsión de las órdenes


religiosas y el encarcelamiento de varios sacerdotes y obispos.

134 Ver «Battle for the Keys», Inside the Vatican, junio-julio, 2002. Los «planes»
han sido esbozados en una serie de artículos de Giancarlo Zizola, un autor italiano e
influyente periodista «experto en el Vaticano», aparecidos en la revista italiana del clero
Rocca.

136 En el Sínodo para Europa de 1999, el cardenal Rouco Varela de Madrid hizo una
conexión directa entre la crisis en la Iglesia y la forma de inter pretar la fe «de manera
secular como estrategia para organizar mejor las cosas de este mundo» (Challenge,
Canadá, diciembre, 1999).

137 En el siglo Iv, nadie pudo preocuparse más sobre la fe o sufrir más a manos de

485
los arrianos que San Atanasio. Pero como dice el cardenal John Henri Newman en los
últimos capítulos de su Arians of the Fourth Century, el santo destacó en sus esfuerzos
por facilitar en lo posible el retorno a la Iglesia de sus antiguos oponentes en el
episcopado.

1 Hacia el final de las persecuciones, los cristianos estaban frecuentemente divididos


a propósito de esta cuestión: si a pesar de las persecuciones, el Estado romano era un
instrumento de la providencia divina o más bien, a causa de las persecuciones, debía
considerarse como una obra del diablo. (Fliche-Martin, Historia de la Iglesia, Ediceps,
Valencia, vols. 1 y II).

2 «Cartesiano»: se refiere a René Descartes (1596-1650), considerado como el padre


de la moderna filosofía occidental.

3 La «Posmodernidad» y la «Nueva Era» (New Age) son consideradas


frecuentemente como religiones que habrían suplantado la concepción progresista y
autosatisfecha característica hasta ahora de la civilización occidental. Mi lectura de las
evidencias que poseemos es distinta. Para mí, la Posmodernidad se parece más a un fallo
temporal en el nervio que afecta a los miembros más sensibles de nuestras élites
culturales. No hay signo alguno de la extensión de este fallo en la literatura procedente
de los departamentos gubernamentales occidentales, de la mayoría de nuestras
universidades, o de las Naciones Unidas. Las religiones de la «Nueva Era» son otra
cuestión. Pueden ser consideradas razonablemente como paliativos tendentes a suavizar
el sufrimiento producido por el declive de la cristiandad, un mal que el optimismo
ingenuo del proyecto de la Ilustración es incapaz de suavizar o de curar. La Ilustración
tiene grandes cosas que decir sobre la humanidad como conjunto y sobre un futuro más o
menos remoto, pero puede aportar poco consuelo al individuo insatisfecho o infeliz en el
presente. Por eso, las religiones tipo Nueva Era nos acompañarán, probablemente,
durante bastante tiempo. Sin embargo, yo las consideraría como un fenómeno
sustancialmente superficial, parecido a los cultos mistéricos que florecieron con el
crecimiento del Imperio Romano y el declive de las lealtades religiosas locales. Pueden
compararse a líquenes sobre árboles, patos en estanques, o helados sobre bizcochos, que
no afectan ni al árbol ni al estanque ni al bizcocho, igual que los cultos mistéricos no
afectaron a la estructura política del Estado romano, ni a los grandes planteamientos de
la cultura grecorromana.

4 En este capítulo y en los siguientes, la palabra «liberal» es utilizada en sentido


filosófico; enseguida irá quedando más claro su significado.

5 Prometeo: antiguo héroe griego que robó el fuego de los dioses para beneficiar a los
hombres a costa de los dioses.

6 Tal vez una de las observaciones más penetrantes sobre el ateísmo moderno se

486
encuentra en la obra Signo de contradicción del papa Juan Pablo II, una serie de
sermones predicados durante un retiro de Cuaresma a la Curia romana cuando era
arzobispo de Cracovia. Cuando, subraya el Papa, el Demonio le dijo a Adán y a Eva que
si comían del fruto prohibido serían como Dios, nuestros primeros padres realmente no
le creyeron, ni tampoco cuando se ha ido repitiendo la tentación a lo largo de los siglos,
lo ha hecho ninguno de sus descendientes. Esa proposición viola demasiado obviamente
el sentido común. Sólo en los doscientos últimos años ha encontrado Satanás a gente
realmente preparada para tomar en serio sus palabras.

8 A pesar de intenciones muchas veces nobles, más personas han sido asesinadas en
las guerras y revoluciones de los dos últimos siglos, que trataban de establecer de una u
otra forma los principios de la Ilustración como panacea universal para todos los males
humanos, que en todas las otras guerras y cruzadas religiosas desde los tiempos de
Constantino (por ejemplo, los muertos por el comunismo se han estimado entre
cincuenta y cien millones de personas), teniendo en cuenta, eso sí, que en el pasado la
población era mucho más reducida.

7 Benjamín Franklin, por ejemplo, nos dice que sus contribuciones a la Constitución
de Estados Unidos estuvieron influidas por sus conversaciones con los benedictinos de
París. Podemos también establecer una conexión, a través de Descartes, entre el
racionalismo del siglo XVIII y la escolástica medieval.

9 John Stuart Mill es un ejemplo de personaje inglés comprometido con la forma


europea (pueden verse sus cartas a August Compte sobre las dificultades de predicar en
Inglaterra el positivismo de éste), mientras Chateaubriand, y más todavía Tocqueville,
son representantes de un liberalismo anglosajón en Francia.

10 Niles Eldredge, The Pattern of Evolution, Freeman and Co., Nueva York, 1999.

11 Diccionario histórico y crítico, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997.

12 Desde luego, podríamos haber comenzado con los humanistas del Renacimiento.
Entre algunos predecesores y contemporáneos de Santo Tomás Moro, descubrimos una
intención similar a la de los líderes de la Ilustración: el lanza miento de una cultura
puramente humanística, divorciada de cualquier dimensión sobrenatural. Sin embargo,
no fueron suficientemente numerosos en aquel tiempo como para convertir esas ideas en
un movimiento autosuficiente.

13 Clemente XII, en 1738, fue el primer Papa que prohibió a los católicos hacerse
masones, y los siguientes Papas dictaron prohibiciones similares. La razón: el repudio
por parte de la masonería de la revelación judeocristiana, y también su pretensión de ser
una religión superior capaz de subsumir bajo su égida a todas las demás religiones.

487
14 Para una exposición de la Ilustración hasta el final del siglo xvIII se pueden
consultar: Carl Bekker, The Heavily City of the French Philosophers, (1935); Paul
Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) y Elpensamiento europeo en el
siglo XVIII. Estos manuales siguen siendo todavía estudios muy penetrantes y
provechosos.

15 Probablemente es una ironía histórica que lo que parece haber hecho más para
soltar las cadenas de los trabajadores occidentales sea la tecnología y un sofisticado
sistema de prestar e invertir el dinero (el capitalismo).

16 Aunque la creencia en un progreso indefinido pareció inicialmente una idea


suficientemente inocua, desde el principio se puso en marcha con dinamita política y
social. La gente inteligente, próspera, y rica puede divertirse con la idea de un paraíso en
la tierra en un futuro lejano. Para ellos, la vida es ya un razonable facsímil del cielo. Para
los pobres, sin embargo, las cosas no son así. Si el cielo en la tierra tiene que remplazar
al cielo de después de la muerte, querrán el cielo en la tierra inmediatamente. Tal vez, el
mayor daño causado por la Ilustración es haber mantenido tantas promesas cruelmente
irrealizables, al tiempo que ofrecía a otros lo que de hecho sí podía realizarse.

17 La exclusividad de la cosmovisión judeocristiana y su importancia para el


desarrollo de la ciencia moderna, las presenta convincentemente el historiador de la
ciencia Stanley Jaki, a partir de la obra del físico francés de comienzos del siglo xx
Pierre Duhem. Véase, Stanley Jaki, The Road of Science and the Ways to God, y The
Saviour of Science, Scottish Academic Press, Edimburgo, 1978 y 1990. [La ciencia y la
fe, Ediciones Encuentro, Madrid, 1996].

18 El pensamiento ilustrado sobre el progreso es frecuentemente contradictorio. Si el


pasado fue algo tan malo como muchas veces se pretende, y si todo debe ser
reconstruido desde cero, entonces quiere decir que nunca ha existido progreso alguno.

19 Según el Catecismo de la Iglesia Católica, «Dios creó el mundo para la comunión


con su vida divina, una comunión que construye la "convocación" de los hombres en
Cristo, y ésta "convocación" es la Iglesia. La Iglesia es la meta de todas las cosas» (n.
760).

20 «El cristiano ortodoxo está obligado a creer en la victoria definitiva del bien sobre
el mal, pero no necesariamente en el triunfo de la Iglesia... en este mundo... ¿Dónde se
dice en los evangelios que Él (Cristo) aseguró a sus seguidores una marcha triunfal por
la historia?» Tampoco pretendió Él «que si sus seguidores encontraban dificultades y
oposiciones debían trabajar para revisar sus enseñanzas adaptándolas al espíritu de la
época. Lo que trató de hacer fue mantener la lealtad» (Frederick Copleston SJ, Memoirs
of a Philosopher, Sheed & Ward, Londres, 1993, pp. 205-206). Con respecto a la
civilización y a la cultura, los antiguos griegos tuvieron, tal vez, una intuición de esta

488
verdad en el mito de Sísifo. Cada vez que el ex rey de Corinto subía su piedra a lo alto
de la colina y casi lograba ponerla allí, ésta se resbalaba y caía hasta el suelo. La historia
de la civilización y la cultura es algo parecido a esto: son parte del plan de Dios; son la
piedra que tenemos que subir a la colina. Pero en este mundo no vamos a lograr nunca la
cima. Después del último Día, cuando hayamos hecho todo lo posible, Dios la subirá
hasta la cima para nosotros.

21 Véase la Encíclica Libertas Praestantissimum de León XIII, año 1888.

22 Véase la Encíclica, Veritatis Splendor, de Juan Pablo II. El principal acento de la


enseñanza del Papa está en la necesaria vinculación de la verdad con la libertad. La
libertad, separada o desvinculada de la verdad, deja de ser libertad.

23 Pelagio (Ca. 360-ca. 420) negaba la realidad del pecado original y la necesidad de
la gracia para alcanzar la perfección y la salvación. Fue el único británico que propuso
una herejía mayor. En los últimos treinta años se han registrado frecuentes advertencias
sobre una nueva ola de pelagianismo en la Iglesia.

24 Un proceso similar de moldeamiento de las mentes está actualmente en marcha en


la Comisión Europea en Bruselas. Si la Unión Europea tiene éxito, incluso después de un
referéndum, ese moldeamiento será esencial para el resultado final.

26 Debo esta distinción tripartita a Geneviéve Esquier, del semanario católico francés
L'Homme Nouveau.

25 Gaudium et Spes, 42.

27 Pierre-Joseph Proudhon, es la propiedad?, Ediciones Folio, Barcelona, 2003.

28 En la medida en que la idea de abolir la pobreza incluye también la idea de


«abolir» a los pobres, es una idea, sugiero, a la que los cristianos deben prestar cuidadosa
atención.

29 Los principales teólogos de la liberación eran Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff,


Jon Sobrino, Juan Luis Segundo...

31 Comunidades pequeñas, o comunidades de base. Es necesario distinguir entre las


comunidades de base heterodoxas y politizadas de la teología de la liberación, y esas
numerosas pequeñas comunidades, extendidas por todo el mundo, que se reúnen para la
reflexión o la oración bajo el liderazgo de laicos debido a la escasez de sacerdotes. A
éstas, la Iglesia las apoya.

30 ¿El «reino» es para este mundo o para el futuro? ¿O el primero desemboca en el


segundo sin ningún tipo de ruptura? Estas preguntas se dejan en el aire.

489
32 Cristo «no quiso ser un Mesías político, que dominara por la fuerza [...] su reino
no se abre paso a golpes». (Dignitatzs Humanae, 11).

33 Esta idea procede del marxismo antidogmático y «crítico» del Instituto para la
Investigación Social de Frankfurt fundado en 1923 en parcial oposición a lo que sus
miembros veían como marxismo soviético, craso y no sofisticado. El marxismo de
Frankfurt era un marxismo para intelectuales occidentales sofisticados que no querían
ser objeto de dictados. Ellos «desenterraron» y concedieron un puesto de honor a los
escritos del supuestamente más «libertario» y menos dogmático joven Marx. El miembro
más conocido de la escuela de Frankfurt fue Herbert Marcuse, que se hizo ciudadano
americano en 1930, siendo el héroe de los estudiantes radicales americanos en los años
sesenta.

35 ¿Fue esta huida un signo de los tiempos? De serlo, ha habido una considerable
torpeza a la hora de leerlo.

36 El teólogo católico de Tubinga Johann Baptist Metz, alumno de Karl Rahner y


miembro del consejo editorial de la revista Concilium, estuvo entre los líderes del
movimiento que rechazó la opción del papa Pablo VI en favor del desarrollo como
método adecuado de progreso social, pasándose a la revolución.

34 Instrucción sobre Determinados Aspectos de la Teología de la Liberación, agosto


1984, e Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación, marzo 1986.

38 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1998.

39 W. Doyle, Oxford Hastory of the French Revolution, Oxford University Press,


1989.

40 El caso del sociólogo francés Roger Garaudy, convertido al islam, es un buen


ejemplo reciente. En febrero de 1998 fue multado con doce mil libras por infringir una
ley que consideraba ilegal poner en cuestión cualquier cosa definida por el Estado
francés como «crimen contra la humanidad». (Daily Telegraph, 28/2/98). Había
postulado que el holocausto, aunque una «atrocidad», no era moralmente peor que los
bombardeos de Hiroshima y Dresde. Sin embargo, ni la ley francesa ni la europea
contempla estos dos últimos acontecimientos como crímenes. Por tanto, es legítimo
aprobarlas, igual que lo es aprobar la del aborto.

41 «No podría salvarse quien sabiendo que la Iglesia católica fue fundada como algo
necesario por Dios a través de Cristo, rechazara entrar o permanecer en ella». Lumen
Gentium, 14 y Ad Gentes, 7.

42 En contra de lo que muchos católicos parecen pensar ahora, Dignitatis Humanae

490
no contempla la religión y la irreligión en el mismo plano. «La autoridad civil [...1 debe
reconocer y mirar favorablemente la vida religiosa de sus ciudadanos [...] debe ayudar a
crear condiciones favorables para el desarrollo de la vida religiosa [...1. Tiene derecho a
protegerse contra posibles abusos cometidos en nombre de la libertad religiosa» (art. 6).
«Es una seria transgresión de la voluntad de Dios y de los derechos de los hombres
aplicar la fuerza para anular o reprimir la religión, ya sea en todo el mundo o en una
determinada región (art. 7). Sin embargo, el americano John Courtney Murray, uno de
los principales defensores de un desplazamiento o desarrollo de la enseñanza de la
Iglesia sobre la libertad religiosa, y un importante contribuyente al texto de Dignitatis
Humanae consideró cuestionable «la prominencia otorgada (en el texto final) a la
obligación moral del hombre de buscar la verdad como fundamento último, en alguna
medida, del derecho a la libertad religiosa». El hecho de que «la idea aparezca cuatro
veces» lo encuentra excesivo, y lo considera una mala comprensión por parte de los
padres conciliares «del estado de la cuestión en el siglo xx». Sin embargo, el punto
principal, indiscutiblemente, no es el número de veces que aparece la idea, sino si es
verdad para los siglos xx, XXI o cualquier otro.

43 Bien común: «La suma total de aquellas condiciones de la vida social, que
permiten a los hombres obtener una mayor perfección con más facilidad. Consiste
principalmente en salvaguardar los derechos y obligaciones de la persona humana», la
cual «tiene la obligación moral de buscar la verdad, y especialmente la verdad religiosa»
(Dignitatis Humanae, art. 6).

44 «Una sustancial identidad de doctrina fue, ciertamente, afirmada, pero no


demostrada». Estas palabras que podían perfectamente haber sido dichas de Dignitatis
Humanae, fueron en realidad escritas sobre el Concilio de Calcedonia, año 451, en
relación con alguna de las fórmulas del anterior Concilio de Éfeso, del año 431 a.C.
(Tixeront, History of Dogmas, Christian Classics, Maryland,1984). Según el obispo de
Brujas, monseñor De Smedt, que fue el relator que introdujo y defendió el proyecto de
Dignitatis Humanae en el Vaticano II, la demostración de la identidad de su enseñanza
con la doctrina tradicional debían haberla realizado los teólogos después del Concilio.
Lamentablemente, demasiados de sus intérpretes han confundido «orden público» con
«paz pública». En otras palabras: sólo permiten al Estado el derecho a intervenir en
materias religiosas donde consideran probable que se provoquen desórdenes públicos, no
donde incluyen una infracción de la ley natural.

46 Una crítica de Murray sobre este punto se puede ver en David L. Schindler,
Communio, Invierno 1997, pp. 748-749. En la crítica de Murray que hace Schindler
subyace su diferente visión de la relación entre naturaleza y gracia.

45 Fuera de la esfera política anglosajona, los estados llamados «liberales» nunca han
tenido empacho alguno a la hora de restringir la libertad religiosa; por ejemplo, la
Tercera República Francesa, Suiza, México, la Turquía de Ataturk o la Rusia

491
contemporánea.

47 «Todos los seres humanos son, en algún sentido, filósofos, y tienen su propia
concepción filosófica con la que dirigen sus vidas», Juan Pablo II, Encíclica Fides et
Ratio, 30. La palabra «sustancia» no significa en filosofía lo mismo que en el lenguaje
ordinario. No se refiere a una clase de materia como la melaza o la crema capilar.
Significa, en primer lugar, el «núcleo» inmutable de una cosa, y por tanto, su ser total
que trasciende, y al mismo tiempo, abraza las partes.

48 El papa Pablo VI llamó a esta capacidad universal para el pensamiento metafísico


«la metafísica natural de la humanidad» (Mysterium Fidei [1965], 24). Contestaba así a
los católicos que habían intentado lograr que la Iglesia dejara caer su enseñanza sobre la
transubstanciación (forma de explicar lo que ocurre con el pan y al vino en la Misa)
basándose en que la filosofía moderna había rechazado la idea de una sustancia
metafísica, y por tanto, los hombres modernos ya no podían entender de qué hablaba la
Iglesia. El Papa replicó que el concepto de sustancia no es peculiar de una escuela de
filosofía determinada; pertenece a la estructura natural del pensamiento humano en todas
partes.

49 A principios del siglo xx lo defendió por primera vez el físico francés Pierre
Duhem, y desde entonces ha sido presentado cada vez más convincen temente en el
ámbito de la lengua inglesa por el historiador de la ciencia Stanley Jaki.

50 Del mismo modo que la ciencia hoy día parece estar hipotecada por irrelevantes
ideas filosóficas.

51 Descartes trataba de buscar un camino que bordeara el elegante escepticismo de su


predecesor, el ensayista francés Montaigne (1533-1592) en su Apología de Raimundo
Sabunde. Montaigne mantuvo la no muy original posición de que, como todos los
filósofos discrepan, no existe un camino para establecer cuál de ellos está en lo correcto.

52 Epistemología: rama de la filosofía que estudia las relaciones entre la realidad y


las ideas e imágenes que tenemos de ella en nuestras mentes; o también, el camino que
nos lleva a conocer todo aquello que conocemos.

53 Me gustaría ir más allá y sugerir que el punto de partida real del conocimiento
acontece cuando un bebé reconoce por primera vez que los objetos exteriores (su madre,
en primer lugar) no son parte de sí mismo.

54 Dodós: pájaro enorme incapaz de volar y actualmente extinguido. (N. del T.).

55 Tal vez debería mencionarse un tercer legado cartesiano indeseable: su solución a


lo que se denomina hoy día el problema mente-cuerpo. En la philosophia perennis un ser

492
humano es una única entidad o sustancia compuesta de materia y forma, siendo el alma
la forma del cuerpo. Descartes tendía a identificar el alma con la mente, y convirtió a la
mente y al cuerpo en dos «sustancias» separadas. De esta forma, tanto él como sus
seguidores tuvieron que hacer equilibrios fantásticos para explicar cómo interactúan
ambas. Su separación radical de alma y cuerpo facilitó también que pensadores del siglo
XX como el filósofo inglés Gilbert Ryle, caricaturizaran el concepto cristiano de alma,
considerando a ésta como «el fantasma dentro de la máquina». También explica por qué
a ciertos teólogos contemporáneos les gusta hablar sobre «el hombre como un todo», en
vez de referirse a nuestros cuerpos y almas. La intención es corregir la idea de que la
Iglesia suscribe el «dualismo cartesiano». Sin embargo, la Iglesia suscribe la
supervivencia separada del alma después de la muerte. Tratar de corregir los errores de
Descartes no justifica evitar la palabra alma o espíritu como ha sucedido en las
traducciones inglesas de la Biblia y la liturgia. El ejemplo más llamativo es la versión
inglesa de la Biblia de Jerusalén, donde las palabras de Cristo «¿de qué le sirve al
hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» son cambiadas por «pierde su vida», lo
que convierte al pasaje en algo carente de sentido, además de ser una traducción
incorrecta. La palabra griega psyche no significa vida. Bien merecería la pena ganar todo
el mundo, si sólo fuéramos a perder nuestras vidas. Todos hacemos esto, querámoslo o
no. Un dominico ilustrado, nos han dicho, ha escrito un tratado en el que mantiene que
en la muerte, en vez de ir directamente al cielo, el alma es colocada en una especie de
frío almacén hasta la resurrección general. Presentarse en el cielo sin un cuerpo (da la
impresión) sería indecente.

56 Resulta irónico que la empresa de Descartes, que comenzó como un intento de


refutar el escepticismo de Montaigne, terminara necesariamente en el escepticismo
mucho más profundo de Hume.

57 Es verdad que nuestro conocimiento está condicionado por las limitaciones de


nuestra mente. Como dice Santo Tomás: « Receptum reczpitur in modo recipientis: una
cosa es recibida según la forma de aquel o aquello que la recibe (el recipiente)». Dios y
los ángeles ven las cosas con mayor profundidad de lo que nosotros podemos. Pero no es
esto lo que Kant nos está diciendo. Para Kant, todo conocimiento es básicamente
conocimiento sobre, o de las operaciones que realizan nuestras mentes. Sólo el flujo de
los datos sensoriales que recibimos tiene una cierta conexión con la realidad exterior a
nosotros. Después de esto, la mente se apodera de esos datos, procesándolos en tres
etapas. Lo primero, da a los datos sensoriales las «formas» del sentido y el tiempo.
Después, los «categoriza», es decir, los configura como cosas de diferentes clases y tipos
en sus distintas relaciones de los unos con los otros. El resultado es el «conocimiento
categorial». Este es el terreno en el que opera la ciencia. Finalmente, para dar coherencia
a esta vasta masa de datos sensoriales procesados, para simplificar el proceso y hacerlo
más manejable, la mente concibe ideas como la de Dios, el mundo y el alma. Éste, el
mundo de la metafísica que ahora surge, es el nivel «trascendental» del conocimiento.

493
En el lenguaje coloquial de cada día, «trascendental significa aquello que tiene que ver
con un mundo exterior y superior a nosotros. En Kant significa precisamente lo
contrario. Hace referencia a la parte del entendimiento separada de la realidad externa en
el máximo grado. Las ideas trascendentales no tienen validez objetiva. Son convenciones
mentales, como etiquetas o pestañas de identificación que permiten manejar mejor
bloques de papel. El rechazo de una verdad revelada en favor de la «experiencia» parece
tener sus raíces en la separación que hace Kant de la realidad fenoménica de la
nouménica, y del conocimiento «categorial» del «trascendental». Explica también la
terrorífica empresa que acomete el filósofo alemán para reconciliar sujeto y objeto.

58 En el colmo de la exasperación, el físico alemán Ehrenfest describió la dialéctica


hegeliana como «una sucesión de saltos de una mentira a otra a través de falsedades
intermedias» (Stanley Jaki, The Road of Science and the Ways of God, p. 198).

59 El idealismo objetivo o absoluto de Hegel comparte una cierta semejanza con la


visión del mundo neoplatónica, habitual en los tres primeros siglos de nuestra era, que
influyeron en algunos Padres de la Iglesia. Éstos vieron el universo como una efusión o
emanación de «los muchos» procedentes del Uno cósmico, seguida de un retorno que
culmina en una reconciliación general. No obstante, ellos se distinguían de los modernos
panteísmos en que su pensamiento no era evolutivo. La idea de progreso estaba ausente.
Cuanto más se separan las cosas de la fuente, menos reales y buenas terminan siendo.

60 Los documentos papales de los siglos xix y xx tenían sin ninguna duda en mente
el idealismo absoluto de Hegel o sus derivaciones, cuando censuraron el
«inmanentismo». En la enseñanza católica, Dios es a un mismo tiempo trascendente e
inmanente. Trascendente, por cuanto la creación no es parte de Él; inmanente, porque Él
está presente en todas partes por su poder. Las ideas censuradas son que Dios se está
desarrollando con y a través del universo, que es parte de Él (inmanentismo hegeliano), o
que sólo habla a los hombres, o puede ser encontrado por ellos en las profundidades de
sus corazones (inmanentismo, o agnosticismo kantiano). El inmanentismo ateo mantiene
que el universo contiene dentro de sí todo lo necesario para su existencia y expansión; es
auto-moviente y auto-expansivo.

61 Esta idea se encuentra en escritores tan diversos como Matthew Arnold y Lucien
Laberthonniére.

62 Las ideas abstractas, o los aspectos de la realidad exterior a nuestras mentes a las
que corresponden, no existen independientemente de las cosas concretas, como pensó
Platón. Pero forman parte de la realidad como el plan de un arquitecto para una casa o
las leyes físicas que impiden que ésta se caiga.

63 El crítico literario francés Charles du Bost, cuenta cómo cuando se hizo católico
alrededor de 1930, algunos de sus compañeros católicos le miraban con suspicacia

494
porque él insistía en que los misterios de la fe no pueden alcanzarse únicamente por la
razón. Estos católicos contradecían inconscientemente la declaración del Vaticano 1
(lograda principalmente en Günther) de que hay misterios revelados inaccesibles a la
sola razón humana. El racionalismo cartesiano es una especie de caricatura de la
escolástica de la que él parcialmente se deriva.

64 Dentro de estas tres escuelas, como cabía esperar, había diferencias de opinión
sobre puntos particulares. Por ejemplo, entre los neoescolásticos del primer tipo, existían
desacuerdos en los años 1930 sobre de quién era la prioridad, si de los derechos del
individuo o de las exigencias del bien común. Mientras tanto, el tomismo «de Lovaina»
había producido una vigorosa ramificación, favorecida por Karol Woijtyla, el futuro
papa Juan Pablo II, en la Universidad Católica de Lublin, en Polonia, donde enseñó
filosofía durante algún tiempo.

66 Véase «Trascendental Thomism, A Critical Study», en One Hundred Years of


Thomism de Robert J. Henle SJ, Houston, Texas, Centre for Thomistic Studies, 1981. A
principios del siglo XX el filósofo americano Josiah Royce ya previó «que un tomismo
resurgente podría abrir el camino a las legiones kantianas y a su exigencia de que la
cuestión epistemológica se debatiera en primer lugar (esto es, antes de que cualquier otro
asunto pudiera ser debatido), un miedo compartido después por Étienne Gilson». (Véase
Jude p. Dougherty, decano de filosofía CUA, Washington, FCS quaterly, invierno,
1998). De hecho, Gilson mantuvo en dos libros que una vez que se adopta la premisa
cartesiana no hay forma de solucionar lo que se llamó le probléme du pont (el problema
del puente), es decir, cómo salvar el abismo entre el ego cartesiano encarcelado y el
mundo exterior. Véase Réalzsme méthodique, y Réalzsme thomiste et critique de la
connaissance, Vrin, París, 1936 y 1939.

65 Esto no es diferente de la creencia de Blondel de que, cuando se analiza, la acción


humana presupone necesariamente la búsqueda de un fin exterior a este mundo. A este
respecto, el «método de inmanencia» de Blondel y el tomismo trascendental pertenecen
claramente a la misma tendencia filosófica, al analizar el primero el «dinamismo» de la
voluntad, y el segundo el del entendimiento. Los principales tomistas trascendentales
después de Maréchal, han sido los alemanes Rahner y Johannes Lotz, el austriaco
Emerich Coreth, y el canadiense Bernard Lonergan.

67 Desde que estoy escribiendo este capítulo, he empezado a mirar el existencialismo


bajo una luz más favorable. En el existencialismo escuchamos la voz del hombre del
siglo xx que grita desesperadamente pidiendo auxilio, y que anhela aire al sentirse a sí
mismo sofocado por el racionalismo y el cientifismo de la Ilustración. Como alternativa
a la asfixia, el existencialismo no tenía por qué haber sido el mejor remedio, pero ayudó
a muchos a encontrar su camino de vuelta desde la infidelidad a alguna forma de fe en
Dios. Sin embargo, he decidido dejar el capítulo tal como está, porque los «argumentos
en su contra» son escuchados con mucha menor frecuencia que los «argumentos en su

495
defensa».

68 Una visión de las cosas que ha tenido profundas repercusiones en la teología


moral. «Ética de situación», «proporcionalismo» y «consecuencialismo» desembocan en
una misma afirmación: la ley moral nunca puede ser exactamente la misma para todos en
todas las circunstancias. Para algunos existencialistas, el Sitz im Leben o la situación
vital de uno es visto como inseparable del propio yo. «Yo soy yo y mis circunstancias»,
como afirmó el existencialista español José Ortega y Gasset.

69 La traducción, publicada bajo la firma de Eugen Diederich (1911-1917), podría


considerarse como un mojón en la historia intelectual europea, comparable a la
publicación de Wolfenbuttel Fragments de Lessing, que marcó radicalmente la
investigación bíblica en curso ciento cincuenta años antes.

70 «La clarificación de los valores» en la educación parecería tener sus raíces en la


«transvaloración de los valores» de Nietzsche. Puede tener un uso legítimo;
«clarificamos nuestros valores» cuando hacemos un retiro: ¿Estamos poniendo en primer
lugar lo que es primero?, nos preguntamos; y también: ¿hasta qué punto se conforma
nuestra vida a los valores esenciales? Pero también puede ser y es empleada como una
técnica para persuadir a la gente, para que ponga en cuestión los «valores» a los que han
estado adheridos hasta entonces, cuando no son aprobados por el profesor.

71 Hasta los agentes de viaje han sido tocados por las ideas y la terminología
existencialista. En vez de invitamos, como hacían antiguamente, a visitar África, o a
tener unas vacaciones africanas, nos urgen ahora a tener «una experiencia africana». La
razón es que, en un mundo existencialista, uno no va a países extranjeros, o a encontrarse
con pueblos, animales y cosas concretas, va a zambullirse en un torrente de impresiones
subjetivas. En los primeros 90, un pub situado frente al Támesis, exhibía un anuncio que
no decía «tome nuestros sándwiches», sino «haga la experiencia de nuestro sándwich».
La gran pregunta era: ¿Llevaba consigo la experiencia un sándwich real?

72 Uno pensaría que la experiencia principal de la mayoría de la gente sería la de


«reposar en manos de su madre», y no estar «arrojado al mundo».

73 Quizás debamos ver en la identificación que hace Heidegger de la moderna


sociedad industrial con la vida inauténtica, y su rechazo del Das Man en favor de la
contemplación del Ser, una reliquia de su época como novicio jesuita. El Ser se ha
convertido en un sustituto ateo de Dios, y lo mismo ocurre con el paso de la vida
inauténtica a la auténtica. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio tienen un objetivo
similar. Sólo es diferente el objetivo final.

74 Los contactos entre intelectuales franceses y sus colegas alemanes afiliados al


ejército alemán durante la ocupación de París, parecen haber sido, aunque tal vez no

496
demasiado propalados, una parte aceptada de la escena del tiempo de guerra. (Véase el
obituario de Ernst Junger, The Daily Telegraph, Londres, 18 de febrero de 1998).

75 Traducido a terminología cristiana, algunas veces es visto esto como queriendo


significar que la gente no es cristiana como consecuencia de su bautismo y de su fe.
Permanece en un estado de perpetuo «realizarse», sin llegar nunca a ser plenamente
cristiana, debiendo demostrar su cristianismo, a sí mismo y a los demás, mediante la
práctica conspicua de buenas obras.

76 Humani Generis, 33.

77 Que la idea de «dedicarse a sus propias cosas» triunfó sobre la de «ser un hombre
para los demás», lo demuestra con seguridad la velocidad con que el matrimonio y la
vida familiar empezaron a romperse precisamente cuando el aguacero existencialista
estaba en su apogeo. En una época en que «comprometerse» o «estar comprometido» no
es algo de lo que se hable excesivamente, cada vez menos gente quiere comprometerse
permanentemente con algo.

78 Existencialismo cristiano: definido por el canónigo anglicano de Westminster


David Edwards como «un estilo de teología inspirado por Sóren Kierkegaard, que mide
todas las doctrinas en función de su procedencia, de la experiencia humana, y en
función, también, de su capacidad de iluminar la existencia humana. Rechaza la
especulación metafísica sobre las esencias eternas, incluso cuando son sacralizadas por
el dogma, intentando, al mismo tiempo, desmitologizar la Biblia» (Fontana Dictionary of
Modern Thought, 1981). La desmitologización de la Biblia, sin embargo, siendo
característica del existencialismo de Bultmann, no es algo necesario para el
existencialismo cristiano como tal. Kierkegaard difícilmente lo hubiera tolerado.

79 El número de verano de la revista Communio del año 1996 está dedicado


ampliamente a «la experiencia cristiana» y los problemas que acompañan a esta noción.
«La complejidad que lleva consigo una cuidada definición de ambos conceptos
(experiencia y teología) aumenta prodigiosamente siempre que intentamos hacer una
afirmación coherente sobre ambas», admite el autor del artículo inicial.

80 Éste es el significado de la célebre frase de Tertuliano Credo quia absurdum


(«Creo precisamente porque es absurdo»). No «absurdo» en el sentido moderno; sino no
directamente accesible a la razón o a los sentidos.

81 Por esto es tan importante la meditación para los cristianos. Necesitamos hacer
que las verdades reveladas por Dios bajen del plano nocional al real, ya se trate de
misterios sobrenaturales más allá del alcance de la imaginación, o de contenidos del
Evangelio que podamos imaginar. Esto, mantiene Newman, se realiza siempre más
eficazmente, al menos en el caso de la predica ción, cuando la fe se presenta con

497
imágenes concretas más que con una terminología abstracta. Lo que se ofrece a la mente
en términos abstractos tiende a permanecer como algo « nocional». Las imágenes
concretas hacen real la fe de tal manera que tiene un impacto en la vida personal. Esto,
probablemente, es verdad en términos generales. Lo único que parece haber olvidado el
gran cardenal es la gran cantidad de gente perdidamente enamorada de abstracciones
como libertad, igualdad y fraternidad.

82 Los problemas que acompañan a toda esta materia proceden también de considerar
lo abstracto y lo concreto como pertenecientes a reinos separados. Ahora bien, si lo
abstracto no informara lo concreto, lo concreto sería una masa sin contornos de
partículas subatómicas cercana a la nada.

83 El concepto de «persona» procede de la teología trinitaria cristiana del siglo IV.


Con anterioridad apenas existía en la filosofía antigua. El primer pensador en usar el
término «personalismo» (alrededor del año 1903) parece haber sido Charles Renouvier,
un discípulo de Auguste Compte que se convirtió en un teísta ético.

84 Por «espíritu», Buber parece querer referirse a algo que recuerda a lo que los
cristianos entienden por «gracia» y «caridad».

86 Discurso de 27 de septiembre de 1953, tras recibir el premio de la paz del gremio


de libreros alemanes. A la vista de lo que padeció su pueblo, el punto de vista de Buber
resulta comprensible. Pero para los cristianos, la humanidad no tiene que llegar a ser
una. En Adán es ya realmente una. La cuestión es si la batalla, ardiente o como sea, se
libra contra el bien o contra el mal.

85 El que el boletín litúrgico de la archidiócesis de París se pueda llamar Présence et


Dialogue es un buen indicador del grado de influencia de Buber.

87 No hay razón para dudar de que Marcel llegara a sus conclusiones


independientemente. Las semejanzas muestran simplemente que el pensamiento de
hombres sujetos a las mismas influencias, y preocupados por las mismas cuestiones,
convergen fácilmente. Por otra parte, atípicamente tratándose de un intelectual francés de
su estilo, terminó comprometiéndose en los años treinta con el movimiento de rearme
moral, un compromiso que parece haber sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. En
1958, editó un volumen de «testimonios» para apoyar el movimiento, llamado Fresh
Hope for the World.

88 Mt. 16, 26 y 1 Pe. 1, 9. San Atanasio habla de «la salvación de todo el hombre» en
su carta a Epicteto de Corinto. Sin embargo, el revuelo que provoca el modernismo a
propósito de «todo el hombre», como ya conocemos, tiene una motivación diferente.
Como éste no distingue entre materia y espíritu y considera la salvación eterna de «todo
el hombre» como algo más o menos cierto, se sigue necesariamente que mejorar las

498
condiciones terrenas («salvación del cuerpo») es lo único verdaderamente importante.

89 La philosophia perennis es acusada frecuentemente de «cosificar» los conceptos,


esto es, de tratar las abstracciones como si fueran cosas, pero da la impresión de que no
existe ninguna filosofía que no haga lo mismo en mayor o menor medida.

90 Detallar los efectos de todo esto sobre la práctica litúrgica católica occidental
desde comienzos de 1970 sería superfluo. En no pocas parroquias, la tarea de crear un
sentimiento de comunidad ha suplantado el culto a Dios. Éste ha quedado para objetivos
meramente pastorales.

91 La idea de valor puede entenderse como equivalente subjetivo del concepto de


bien. Ve lo bueno tal como aparece ante nosotros, más que como es en sí.

92 El libro The Sacred Heart, Helicón, Baltimore y Dublín, 1965, de Ven Hildebrand,
se subtitula «Un análisis de la afectividad humana y divina».

93 El título trae inmediatamente a la mente a Blondel, lo que es correcto. En su obra


The Mind of John Paul (p. 148), Goerge Huntston Williams, durante muchos años
profesor de teología (Divinity) en Harvard, y vinculado personalmente al Papa, habla de
la influencia de L'Action de Blondel en su pensamiento. Y en el antiguo debate entre
tomistas y escotistas (seguidores del escolástico medieval Duns Scoto, muy estimado por
el poeta y jesuita inglés Gerard Manley Hopkins) sobre si es la inteligencia o la voluntad
humana quien juega el papel más importante en nuestro camino hacia la eterna felicidad,
el Papa se alinea claramente con los escotistas, coronando su preferencia con la
beatificación de Escoto en 1992.

94 Antes de embarcarse en su tesis doctoral sobre Scheler, el papa Juan Pablo II


había estudiado el tomismo bajo la guía de Garrigou-Lagrange en Roma, y es frecuente
que su filosofía sea presentada como una mezcla de tomismo y personalismo. Esto es
cierto en la medida en que su epistemología es realista: tenemos conocimiento real de un
mundo exterior que es también real. Sin embargo, Huntston Williams da la impresión de
que encuentra el método analítico escolástico menos de su gusto que la aproximación
fenomenológica más sugestiva.

95 Humanismo integral, Ediciones Palabra, Madrid, 2002. El libro era inicialmente


una serie de seis conferencias dictadas en la Universidad de Santander durante el verano
de 1934. A partir de ahora, las referencias al libro en el texto se harán con las siglas H.I.

96 Jacques Maritain, Le paysan de la Garonne, Desclée de Brouwer, París,1966, pp.


81-82. [El campesino de Garona, Desclee de Brouwer, Vizcaya, 1968].

97 Jacques Maritain, El campesino de la Garona.

499
98 Jacques Maritain, Les droits de l'homme et la lo¡ naturelle, Editions de la Maison
Francaise, Nueva York, 1942. [Los derechos del hombre y la ley natural: cristianismo y
democracia, Ediciones Palabra, Madrid, 2001].

99 Maritain era por naturaleza un aristócrata intelectual y no podía saberlo, igual que
no supo que la democracia en sentido literal es una ficción, y que existen límites a las
libertades que incluso el Estado más perfectamente «pluralista» tiene que permitir. Sus
reticencias ante estas realidades -dictadas por su añoranza de un mundo libre de
injusticias- explican ampliamente, en mi opinión, las contorsiones y contradicciones que
caracterizan su libro.

100 Es curioso que en el mismo momento en que Maritain introducía a sus oyentes
españoles en estas ideas, un desconocido sacerdote español estaba preparando a jóvenes
laicos para una tarea que tenía, al menos, cierto parecido con lo de los cives praeclari de
Maritain. Sin embargo, los objetivos del fundador del Opus Dei eran mucho menos
ambiciosos y más inequívocamente católicos.

101 La exaltación de la sagrada libertad del individuo por parte de Maritain provocó
una célebre controversia entre un grupo de sus seguidores y el tomista canadiense
francés Charles de Koninck, que mantenía que eso haría la vida social prácticamente
imposible. Véase su libro De la primauté du bien commun contre les personalistes,
Québec, 1943. Maritain replicó en 1947 con La persona y el bien común.

102 La ruptura y la «inauguración de un nuevo orden cristiano», dice Maritain,


«exige "medios' proporcionados a este fin». ¿Incluyendo el uso de la fuerza? Hasta cierto
punto. Por instinto y convicción, Maritain estaba, por supuesto, a favor de medios
pacíficos a los que da clara preferencia. Pero se encontraba en un dilema. La izquierda le
atacaba por haber predicado en un libro anterior el «desentendimiento» político.
Respondió citando la doctrina de la Iglesia sobre las condiciones necesarias para una
guerra justa y una justa insurrección. «Mantengo que el cristiano no debe rechazar
semejante utilización de una fuerza justa, cuando es absolutamente necesaria» (H.L).
Pero llegó también a provocar afirmaciones como éstas: «La fuerza y el uso de la fuerza
implica también violencia, terror, y el uso de todos los medios de destrucción. Estas
cosas pueden ser justas también en determinadas condiciones concretas» (H.L): y «el
miedo a mancharnos al entrar en el contexto de la historia es farisaico... manchar
nuestros dedos no es manchar nuestros corazones» (H.L). Afirmaciones de esta
naturaleza servirán de pretexto a los teólogos latinoamericanos de la liberación, que se
verán a sí mismos como deudores, en parte, de Humanismo integral en alguno de sus
conceptos clave.

103 Jacques Maritain, El hombre y el Estado, citado por Charles E. Rice en su


artículo «Maritain, Personhood and the State», The Wonderer, 9 de septiembre de 1982.

500
105 Para este esbozo de Mounier y de su personalismo me he basado en el detallado
y equilibrado estudio de John Hellman, Emmanuel Mounier and the New Catholic Left,
1930-1950, University of Toronto Press, 1981.

104 Sobre Gutiérrez en relación con el humanismo integral, véase Siri, op. cit., p. 96.

106 Inicialmente, Maritain parece haber visto los grupos de la revista Esprit de
Mounier como una prefiguración de sus cives praeclari. «Incluso ahora», escribía en
1936, «bajo unas condiciones de lo menos prometedoras, y con la torpeza de los
primeros intentos, se habían dado los primeros pasos» (H.L). Hacia el final de su vida,
Mounier fundó una pequeña comunidad dedicada a vivir una vida en común de acuerdo
con los principios personalistas.

107 The New Catholic Enyiclopedia resume así este aspecto del personalismo de
Mounier: «Fe en la persona como ser espiritual, mantener la propia existencia asumiendo
una jerarquía de valores adoptados y asimilados libremente... La persona se implica
libremente en el mundo, al tiempo que mantiene un desapego y una trascendencia sobre
los aspectos materiales de la civilización. El personalismo (así cualificado) significa
"compromiso en la acción" en la civilización contemporánea» (art. «Mounier,
Emmanuel»).

108 John Hellmann, op. cit., p. 255.

109 Ibíd. p. 128.

111 Hellmann señala la influencia de Mounier en el grupo Znak de Polonia, en la


revista de vanguardia Cross Currents de Estados Unidos y en el magazine canadiense
Cité Libre, uno de cuyos fundadores fue el futuro primer ministro canadiense Pierre
Trudeau. Znak publicó artículos del futuro Juan Pablo II. Las otras dos publicaciones se
diseñaron como versiones, americana y canadiense, de Esprit (EmmanuelMounier and
the New Catholic Left, p. 328). Según el padre Chenu, Esprit era erudita y bastante
difícil de leer, no obstante lo cual consideraba su influencia como decisiva. Sus
posiciones, afirma, eran «vulgarizadas» en revistas como Sept y Temps Présent y en
«numerosos libros» (Jonh Hellmann, p. 292). Viendo que los críticos del «catolicismo
burgués» tendían a vincular a éste con una fidelidad a la vida devocional y a las prácticas
de la Iglesia, estas «vulgarizaciones» deben haber contribuido considerablemente al
violento asalto posconciliar a estas prácticas.

110 Ibíd., p. 199.

112 Estas citas, y otras similares que aparecen en este capítulo, están tomadas de
Stanley Jaki, The Purpose of It All. Otras afirmaciones críticas con la teoría a cargo de
autoridades cualificadas se pueden encontrar en Phillip Johnson, Darwin on Trial, Inter-

501
Varsity Press, 1991 [Juicio a Darwin, Homo Legens, Madrid, 20071; Michael Behe,
Darwin's Black Box, 1996, [La caja negra de Darwin: el reto de la bioquímica a la
evolución, Andrés Bello, Barcelona, 20001 y William A. Dembski, The Design
Inference, 1998. El libro más reciente que resume los puntos problemáticos del
darwinismo desde el punto de vista filosófico y científico es William A. Dembski,
Uncommon Dissent: Intellectuals Who Find Darwinism Unconvincing, ISI Books,
Wilmington, Del., 2004.

113 Los cuentos de hadas están llenos de cambios sustanciales (príncipes que se
transforman en ranas, etc.) pero en la vida real, fuera de lo que los católicos creen que
acontece en la misa, parece que existen muchos menos cambios sustanciales de los que
imaginamos. Con razón llamamos al cambio del gusano de seda en mariposa o al cambio
de un pecador en un santo, transformaciones; siguen siendo los mismos seres en estados
físicos o espirituales diferentes. Tal vez, la historia de las civilizaciones y de los
gobiernos nos ofrezcan los mejores ejemplos de cambios sustanciales, o
«transformismo».

114 Por ejemplo, F. Le Dantec, La crzse du transformisme, F. Alcan, París, 1910.


Dantec, reconocido materialista, era profesor de Fisiología en la Sorbona. Ya en 1910 -
tan pronto- se creía que la teoría estaba en crisis.

115 La historieta que cuenta que la belleza de la cola del pavo real le hizo sentirse
enfermo, tal vez no sea auténtica, pero explica lo dicho arriba. Hay buenas razones que
explican que la existencia de la belleza en el mundo de los animales y las plantas debería
revolver el estómago de cualquier entusiasta darwinista. Si la forma y el sistema
implican una Mente superior, la belleza exige un Artista superior.

116 Término técnico usado en geología que significa la primera capa


permanentemente helada del subsuelo. (N. del T.)

118 Uniformitarianismo: teoría según la cual la superficie de la tierra ha ido


configurándose lentamente durante inmensos periodos de tiempo por las mismas fuerzas
que actúan hoy igual que en el pasado. El uniformitarianismo de Lyell, basado en las
teorías del geólogo escocés James Hutton, desplazó al « catastrofismo» previamente
imperante, sistematizado por el anatomista francés Cuvier: la teoría según la cual los
principales rasgos físicos de la tierra fueron el resultado de cataclismos geológicos
ocurridos por todo el mundo, y no por pequeños movimientos de tierra locales,
erupciones volcánicas y mareas. La teoría de Cuvier cayó en descrédito junto con
muchos científicos de después de la Ilustración, en parte -aunque yo creo que se podría
decir tranquilamente que en gran parte- porque daba crédito al relato bíblico del diluvio,
una na rración que no se limita, desde luego, a la Biblia, sino que se encuentra de
distintas formas en las tradiciones de numerosas culturas de todo el mundo.

502
117 Denzinger, 3.898 (conocido como Denzinguer por el nombre de su autor,
Enrique Denzinguer, el Enchiridion Symbolorum aparecido por primera vez en 1854,
reúne de manera sucinta los textos doctrinales originales de los Papas, de los Concilios y
de otras fuentes autorizadas del Magisterio Eclesiástico). Posteriormente, en su Mensaje
a la Pontificia Academia de las Ciencias (de menor rango doctrinal) el 22 de octubre de
1996, Juan Pablo II habló de la evolución como de una teoría, más que de una hipótesis,
adjudicándole, por tanto, un mayor grado de probabilidad. Éste es el punto al que dieron
más importancia los medios de comunicación. Sin embargo, más importante, aunque
ampliamente silenciada, fue la insistencia del Papa en que cada alma humana es creada
directamente por Dios, es decir, no es un producto de la evolución o de la naturaleza.

119 En palabras del filósofo y profesor de Lógica Peter Heach, «no puede haber
origen de las especies, en cuanto opuesto a un caos empedocliano de diversas
monstruosidades, a menos que las criaturas se reproduzcan más o menos según su
especie; el elaborado y ostensiblemente teleológico mecanismo de esta reproducción no
puede ser explicado lógicamente como producto de una evolución por selección natural a
partir de variaciones casuales, porque, a menos que se presuponga el mecanismo, no
puede darse ninguna evolución». (Tomado de: «An Irrelevance of Omnipotence»,
Philosophy, 1973, p. 330, citado en Brian Davies, An Introduction to the Philosophy of
Religion, OUP, 1993, pp. 112-113). Véase también Neil Broom, How Blind is the
Watchmaker?, Inter-Varsity Press, 2001, cap. 10

120 Ni tampoco ha sido posible producir una auténtica nueva especie mediante
emparejamiento selectivo, incluso utilizando la famosa generación rápida de la mosca de
la fruta. Por otra parte, la producción de una auténtica nueva criatura por ingeniería
genética sería prueba, por supuesto, de una intervención inteligente, no de una evolución
por selección natural.

121 Merece la pena señalar que en nuestros propios días podemos ser testigos de
repentinos cambios ecológicos que producen la muerte de especies, y no su dramática
transformación en otras nuevas.

123 Evidentemente, estoy simplificando una situación extraordinariamente compleja.


Dentro, y entre estos dos grupos, se dan muchos matices. Tomados en conjunto, van
desde los fundamentalistas bíblicos en un extremo a los panteístas teilhardianos en el
otro. En medio encontramos, por ejemplo, cualificados científicos antievolucionistas
que, siguiendo el ejemplo de San Agustín, no interpretarían los seis días de la creación
literalmente y basarían sus objeciones totalmente en hechos científicamente observados
y establecidos. Por otra parte, ser un cristiano evolucionista no significa necesariamente
despachar los primeros capítulos del Génesis como folklore judío irrelevante; se
reconoce que Dios ha tenido un objetivo al permitir que fueran compuestos como los
conocemos. En ambos casos me estoy refiriendo a cristianos seriamente interesados en
esta materia. Como en el caso de la mayoría de los cristianos de hoy, pienso que su

503
actitud podría resumirse así: «Al margen de cómo se entienda, la evolución es un hecho.
En cuanto a la forma en que Dios lo dispuso todo, sólo el cielo lo sabe. Dejemos que los
teólogos se ocupen de ello».

122 En el siglo Iv antes de jesucristo, el filósofo griego Epicuro también postuló la


existencia de un número infinito de universos. Sin embargo, en su caso parece que
habrían llegado a la existencia y después se habrían ido desintegrando uno detrás de otro.
(Cfr. San Agustín, La Ciudad de Dios, XI, cap. 5).

124 T. H. Huxley, Evolution and Ethics and Other Essays, Nueva York, 1914, p. 37,
citado por StanleyJaki, op. cit.

125 Véase John Morton, Man, Science and God, Collins, 1972, especialmente p. 16.

126 El oculto «vitalismo», la presunta -si no admitida- presencia dentro del proceso
evolutivo de una orientación favorable a la vida, o de un «impulso de transformación»,
que es aceptado por gente que niega la existencia de un diseño o una finalidad, es
analizado con elegancia por el filósofo E. Tomlin. En el nivel de cada día es más
fácilmente detectable en los programas de televisión sobre la naturaleza, donde se alaba
o denigra a animales y plantas por haberse adaptado bien o mal a los nuevos desafíos,
como si cada especie poseyera una mente colectiva y supiera lo que está haciendo. El
problema, por supuesto, fue abordado por el filósofo francés Bergson hace más de cien
años. Dándose cuenta de que es imposible en el largo plazo discutir sobre el cosmos y su
historia de una forma inteligible, sin reconocer y tratar de explicar la aparente finalidad
que acompaña o es inherente al proceso, construyó su panteísta élan vital (= impulso
vital), o Dios en evolución.

127 El Teilhard de Chardin de Quenot (Burns & Oates, Londres, 1965) fue el primer
gran estudio realizado por un admirador, y el Rome et Teilhard de Chardin del carmelita
Philippe de la Trinité (Fayard, París, 1964), el más crítico de los más ampliamente
leídos. Las mejores guías para la comprensión del pensamiento de Teilhard que todavía
se pueden encontrar en inglés son Teilhardism and the New Religion (TAN Books,
1988), un detallado análisis de su visión del mundo basado en sus escritos publicados a
cargo del matemático americano Wolfang Smith, y Teilhardism and the Faith, el
magistral pequeño resumen y crítica de sus ideas conductoras, a cargo de G. H. Duggan,
S.M. Nacido en Viena, tras una notable carrera como investigador en aerodinámica y
diversos puestos de profesor en MIT UCS, Wolfang Smith,se convirtió en profesor de
Matemáticas en la Universidad del estado de Oregón. El padre Duggan fue durante
muchos años profesor de Teología en el seminario marista en Nueva Zelanda. Las citas
de Teilhard (W.S.) y (D.) que aparecen en el texto están tomadas de estos dos primeros
escritores. Ambos ofrecen referencias apropiadas a las obras de Teilhard. Las citas (M.)
están tomadas de The Pheasant of the Garonne de Maritain. Las citas (T.P.) están
tomadas de The Teilhard Papers,1, II y III, publicados en el mensual americano Triunph,

504
entre noviembre de 1971 y enero de 1972. Contienen pasajes de las cartas, y la mayor
parte del texto de tres ensayos en los que Teilhard expresa sus puntos de vista con menos
circunspección de la habitual. Incluyen la sección de The Human Sense, que cuando se
publicó en 1971 la omitió la Fundación Teilhard de Chardin.

128 El ejemplo más embarazoso de esta vena adolescente -embarazoso en alguien a


quien se supone un pensador católico de primera- es su actitud de «enamorado del
teatro» hacia la ciencia. Identificando el progreso espiritual con el científico, abordará la
investigación científica como la actividad superior del espíritu humano. La ciencia
«absorberá el espíritu de guerra y brillará con la luz de la religión» (W.S. p. 163).

129 Editada en España por Ediciones Orbis, Barcelona, 1985.

132 Trotta, Madrid, 1996.

130 Editada en España por Alianza Editorial, Madrid, 2005.

133 «Evidentemente debo encontrar una cierta forma ortodoxa para plantear las cosas
si quiero expresar mi experiencia sin distorsionarla o debilitarla» (Duggan, p. 12 citando
The Making of a Mind, Collins, 1965, p. 244). Incluso críticos como Maritain y Gilson
estuvieron enganchados algún tiempo. Maritain en el texto principal de El campesino del
Garona, y Gilson en un artículo titulado «Le cas Teilhard de Chardin», retrocedieron
para conceder a Teilhard el beneficio de la duda allí donde fuera posible. Posteriormente,
después de leer las críticas de Claude Tresmontant y del cardenal Journet, Maritain
añadió un apéndice a su libro admitiendo que había subestimado el grado en que
Teilhard se había separado de la fe. La posición final de Gilson aparece más abajo.

131 Nova et Vetera, oct-nov, 1962.

135 Letters of Étienne Gilson to Henri de Lubac, Ignatius Press, 1988, p. 5.

137 Véase « Teilhard de Chardin a False Prophet» en Trojan Horse in the City of
God, Franciscan Herald Press, 1967, p. 229. Esta sección apareció también en la edición
en lengua inglesa de' L'Osservatore Romano de 2 de agosto de 1973.

134 Letters to Léontine Zanta, París 1965, pp. 127-128; en J.M., p. 118.

136 Tomado de Letters, Grasset, París, p. 32.

138 Mientras algunos de sus admiradores han intentado mantener que no tenía un
sistema, Quenot sostiene que sí lo tenía.

139 La idea, conocida como panpsiquasmo, según la cual en cada cosa hay un
fragmento de «alma», tenía ya su historia. Teilhard le dio un giro diferente, pero no fue

505
su creador.

140 En El medio divino, por otra parte, llega a negar hasta cierto punto la acusación
de panteísmo. Sin embargo, cualquiera que crea todavía que El medio divino es algo más
que una mera fachada, o que los caprichos cósmicos de Teilhard tienen realmente algo
de cristiano y católico, debería leer The Human Sense, donde se expresa con la mayor
crudeza su desprecio hacia la Iglesia y la fe.

141 En este punto, Teilhard hace afirmaciones contradictorias. La mayor parte del
tiempo habla como si Cristo sólo empezara a existir cuando comenzó la evolución: el
universo está en un proceso de engendramiento de Cristo (cristogénesis). En otras partes
habla como si Cristo estuviera ya cumpliendo el papel que imaginábamos había sido
asignado a Dios Padre, o el Uno. «El Redentor puede penetrar todo el material del
cosmos, puede derramarse en el torrente sanguíneo vital del universo, sólo si, como
primera providencia, se disuelve a sí mismo en la materia para renacer después a partir
de ella». (W.S., p. 121). Sin embargo, en vano se buscaría en Teilhard cualquier
coherencia en este tema, mucho menos una doctrina coherente de la Trinidad.

142 Teilhard quedó conmovido y al mismo tiempo indignado cuando descubrió que
el destinatario de la carta se dedicó a mostrarla a su alrededor, y después sus admiradores
tuvieron bastante empeño en ocultar su contenido. Parece que apareció por primera vez
impresa en Maxime Gorce, Le Concile et Teilhard, New Chátel, 1963, y después en
Francia en un artículo de Henri Rambaud en 1965, que fue traducido al inglés, y
publicado el siguiente año en el periódico inglés Approaches y más tarde en The
Wanderer.

143 Véase Optatam Totius sobre la formación de los sacerdotes, nn. 11 y 20. «La
Iglesia no desprecia el estudio serio de los elementos psicológicos y sociológicos del
fenómeno religioso, pero rechaza firmemente la interpretación de la religiosidad como
proyección del psiquismo humano, o resultado de los condicionamientos sociológicos»
(Juan Pablo II, Audiencia General, 14 de octubre de 1999).

144 Si consideramos atentamente el asunto, nos daremos cuenta de que todo el


pensamiento científico, y también la literatura de este género, pertenece a una de estas
tres clases que podemos denominar: descriptiva (sobre las cosas que existen y la forma
en que actúan o se desarrollan); explicativa (sobre por qué son como son y actúan como
lo hacen); y finalmente, prescriptiva (sobre cómo deben utilizarse o cómo deben
disponerse para actuar). Mientras que sería posible, e incluso deseable, mantener las dos
primeras actividades «libres de valoraciones previas» (descripción y explicación o
investigación científica en sentido estricto), ello es imposible cuando se trata de decidir
qué se debe hacer con el conocimiento adquirido. Sólo una minoría de científicos cree
que precisamente porque algo puede hacerse, es siempre correcto hacerlo. Muchos
físicos que contribuyeron a la escisión del átomo quedaron profundamente perturbados

506
ante la producción de la bomba atómica. En nuestros días, otros muestran sus reservas
sobre la ingeniería genética.

145 Habitualmente, la historia se considera una ciencia humana. Sin embargo,


siempre ha sido ampliamente reconocido que la comprensión y la escritura de la historia
es más un arte que una ciencia. La recogida y verificación de los hechos, la parte
estrictamente científica, es únicamente la construcción de los cimientos. Para ver cómo
afectaron los estudios históricos a la comprensión de la doctrina y de la teología en el
periodo posterior a 1920. (Véase apéndice l).

146 Teofrasto y La Bruyére utilizaron la palabra «carácter» donde nosotros


probablemente usaríamos la palabra «temperamento», para referirse a las cualidades y
peculiaridades de que estamos dotados desde el principio. Por «carácter» nos referimos
normalmente a lo que hacemos de nosotros mismos con nuestras opciones libres, con o
sin la ayuda de los demás. De ahí, expresiones como «construcción del carácter» y
«formación del carácter». Una debilidad de gran parte de la psicología moderna es la
carencia de cualquier base teórica para esta importante distinción. Construimos nuestro
carácter con y mediante nuestro temperamento, pero para lograrlo algunas veces
necesitamos ir contra él. La palabra «personalidad» abarcaría temperamento y carácter a
un mismo tiempo. Durante siglos, la explicación más popular para las diferencias de
temperamento fue, por supuesto, la teoría de los cuatro humores. Se atribuían a la
prevalencia de uno de los cuatro fluidos corporales: sangre, flema, bilis amarilla y bilis
negra; a los temperamentos resultantes se les llamaba: «sanguíneo», «flemático»,
«colérico», y «melancólico».

147 Incluso los «ortodoxos» son empujados a veces a hacer que la teoría se incline
ante el sentido común. Conozco a una estricta freudiana que estaba describiendo una vez
a una paciente a la que había analizado y con la que había tenido poco éxito. «Al final»,
concluyó, «decidí que se trataba simplemente de una mujer absolutamente egoísta».

148 También se le conoce como behaviorismo, del inglés behaviour, que significa
conducta, comportamiento. (N. del T.)

149 Alfred Adler cuenta una historia que ilustra perfectamente este punto. Un chaval
estaba haciendo la vida imposible a sus padres. Éstos llevaron al muchacho a su
consulta. Un principio de su terapia consistió en destruir lo que llamaba «falsa buena fe»,
de modo que al final de la primera sesión dijo: «Y ahora hay algo que quiero que te digas
a ti mismo cada mañana al despertarte». Los ojos del chaval se abrieron con curiosidad.
«Quiero que te digas a ti mismo», prosiguió Adler, «debo recordar que hoy tengo que
hacer a mis padres tan miserables como me sea posible». En este momento, el muchacho
le miró con admiración. La curación había comenzado.

150 Para los cristianos, lo que los psiquiatras llamarían superego, incluiría la

507
conciencia, pero sin limitarse a eso. Tampoco pertenece a la esfera de lo bueno y lo malo
aquello que «las figuras de autoridad» les dicen a los pequeños que deben o no deben
hacer. El crecimiento consiste, en buena parte, en aprender a determinar el valor relativo
de las cosas que hemos llegado a aceptar como más o menos obligatorias. Esto significa
aprender a distinguir entre moralidad y costumbre social. Pero, aunque de factura
humana, las costumbres sociales tienen también su valor; no todas son desechables como
si fueran clínex. En gran parte son expresiones de una sabiduría natural que aportan un
marco psicológico necesario para una vida ordenada, o un baluarte contra la anarquía
moral. Lamentablemente, muchos psicólogos ven el «ático» del psiquismo a una luz muy
poco favorable. La madurez o salud psicológica consiste en silenciar o rechazar sus
voces.

151 Sin embargo, es interesante observar que el mismo Freud, aunque en sus
primeros años era favorable a la contracepción, posteriormente llegó a definir la
perversión sexual como la supresión del aspecto procreativo en la actividad sexual: «Es
una característica común a todas las perversiones, el que en ellas es marginado el
objetivo de la reproducción. Éste es realmente el criterio por el que juzgamos si una
actividad sexual es perversa, si tiene entre sus objetivos la reproducción y persigue la
consecución del placer independientemente. Entenderá, por tanto, que el gozne en el
desarrollo de la vida sexual está en el punto de su subordinación al objetivo de la
reproducción».

152 Véase: Judith A. Reisman y E. W. Eilchel, Kinsey, Sex and Fraud, The
Indoctrination of a People, editado por John H. Court y J. Gordon Muir, Huntingdon
House, 1990.

153 En los años 80, el autor fue invitado a llevar una remesa de un material de
educación sexual particularmente llamativo a la Santa Sede. El cardenal que lo recibió lo
miró y dijo enérgicamente: «El Santo Padre ya tiene una biblioteca llena de material
pornográfico como éste».

154 Véase Richard Noll, The Jung Cult, Princeton University Press, 1994, y The
Arian Christ, Macmillan, Londres, 1997. El doctor Noll es psicólogo clínico e
investigador posdoctoral en Historia de la Ciencia en Harvard. Siempre ansioso por
proteger su reputación como científico, Jung tendía a dar más o menos espacio a sus
ideas religiosas dependiendo de la audiencia a la que se dirigía.

155 El doctor Jeffrey Satinover, antiguo analista jungiano, graduado por el C.G. Jung
Institute de Zúrich, y presidente en una ocasión de la C.G. Jung Foundation de Nueva
York. La cita está tomada de su larga carta-artículo en The Wanderer, de 27 de julio de
1995, tomada libremente por seguidores y admiradores de Jung.

156 Es irónico que Freud, al que se suele vincular intensamente con el sexo, haya

508
sido probablemente más casto que Jung con su reputación de «espiritual». En mi
tratamiento de la «religión de Jung», soy deudor, sobre todo, de los doctores Noll y
Satinover. El magistral artículo de este último le permite a uno mirar la jungla de las
ideas religiosas de Jung con la debida perspectiva.

157 Véase el artículo de Satinover ya citado.

159 Jeffrey Satinover, op. Cit. En 1912, Jung, según Noll, convocó a «un
derrocamiento intrapsíquico de la costumbre, una revolución en las tradiciones europeas
interiorizadas, que esclavizan a la personalidad individual». (Paul Likoudis, The
Wonderer, 29 de diciembre de 1994).

160 Richard NoII, The Jung Cult, p. 254. Sobre la creencia de Jung de que había
recibido una llamada especial para esta empresa, véase Philip Rieff, The Triunph of the
Therapeutic, Harper Torchbook, pp. 112-113. El autor describe cómo a la edad de doce
años Jung tuvo una serie de sueños que culminaron con la visión de Dios dejando caer
una pieza enorme de estiércol en la catedral de Basilea, a la que aplastaba.
Posteriormente, Jung describió el incidente, al que dio un sentido profético de misión,
como, en palabras de Rieff, su primera y formativa «experiencia de gracia»,
interpretándola como una llamada a «ayudar a los que como su padre, que sufrió por el
fracaso del milagro cristiano de la gracia, a encontrar una nueva gracia». Su padre se
había suicidado.

158 Las reinterpretaciones del cristianismo de Jung están tomadas de un escrito no


publicado del doctor Pravin Thevathasan, de Shrewsburi, Inglaterra. Véase también,
David Wulff, Psychology and Religión, John Wiley and Sons.

161 Likoudis, The Wanderer, diciembre-enero 1994-1995. «El Kordes Enrichment


Center, dirigido por monjas benedictinas en la diócesis de Evansville, Estados Unidos,
tiene programas con títulos como éstos: "Descubrir cómo curarse uno mismo mediante el
análisis de los sueños', "Alimentar la espiritualidad y la sexualidad', y "Sueños y
crecimiento espiritual'».

162 Kevin Treston, A New Vasion of Religious Education, Twenty-Third


Publications, 1993.

163 Según el padre Louis Bouyer, antes de morir Adler «llegó a una conversión
religiosa y cristiana a través de la práctica de una psicología individual, que era
especulativamente modesta, pero absolutamente honesta en su práctica». The Invisible
Father, T & T Clark, Edimburgo, 1999, cap. II, pp. 35-36.

164 Sobre las ideas y carrera de Rogers, véase William Coulson: (1) «The
Californication of Carl Rogers», en Fidelity, noviembre, 1987, y (2), en The Latin Mass,

509
enero-febrero 1994. El doctor Coulson fue el ayudante más próximo de Rogers durante
ocho años.

165 En la psicología humanística, «la prueba de autenticidad [...1 es ir en contra de


aquello para lo que ha sido preparado, suscitar todo lo fraudulento, y decir lo que de más
profundo hay en tu interior... ahora bien, eso más profundo que hay en tu interior son
ciertos deseos no realizados, incluyendo deseos sexuales. Hemos provocado una
epidemia de conducta sexual desviada entre clérigos y terapeutas» (William Coulson, «
We Overcame their Traditions»). Los grupos de encuentro han sido una de las armas
más efectivas del modernismo en su campaña contra la fe y la moral católica. Como
método para cambiar las actitudes y las ideas de la gente, se ha probado casi tan efectivo
como las armas y las bombas en las guerras modernas.

166 Guido Horst, 30 Days, 4, 1992.

167 Como lo ha formulado el sociólogo Peter Berger, con la secularización la vida


social se ha hecho «problemática». Peter Berger, Sociology: a Biographical Approach,
Basic Books, Nueva York, 1975.

168 En la medida en que los seres humanos son racionales y libres, su conducta no
está sometida, por supuesto, a leyes. Sólo existen tendencias que varían en intensidad.

169 Le Play fue una excepción. No creía en el progreso o evolución universal, lo que
no equivale a decir que fuera indiferente a los males sociales concretos.

170 Véase Victor Turner, The Ritual Process, Structure and Anti-structure, Ithaca,
1969 [El proceso ritual, Taurus, Madrid, 19881; Mary Douglas, Natural Symbols,
Explorations in Cosmology, Londres, 1970 [Símbolos naturales: explo raciones en
cosmología, Alianza Editorial, Madrid, 19881; David Martin, Two Critiques of
Spontaneity, Londres, 1973. En los años noventa se les han unido algunos teólogos
anglicanos del movimiento conocido como «Radical Orthodoxy».

171 Algunos sucesores de Mead en este campo han afirmado que fue deshonesta en
su presentación de los hechos, al subordinarlos a la teoría.

172 Los dos principales puntos débiles de los liberales occidentales son su
reluctancia a encarar estos hechos culturales obvios y su rechazo a reconocer que ellos
mismos representan una cultura poderosa y omni-abarcante que exige el asentimiento
general a sus premisas fundamentales, ya se expresen en actividades buenas como el
remedio del hambre, algunas malas como el aborto, o en absurdeces como perseguir a la
gente por no ser suficientemente amable con los murciélagos.

173 La palabra secular (lo que pertenece al mundo presente en contraste con el

510
mundo que ha de venir) y sus derivados, secularizar, secularismo, secularidad, pueden
tener una connotación neutral, a-religiosa, o anti-religiosa. Los humanistas seculares
rechazan a Dios y a lo sobrenatural. Un estado secular o secularista rechaza reconocer
públicamente una religión determinada o la existencia de Dios. Secularizar puede
significar hacerse con la propiedad de las órdenes religiosas y dispersar a sus miembros.
Pero también puede tener el significado que acabo de ofrecer, y los términos
«secularidad» o «realidades seculares» se usan hoy en un contexto católico
perfectamente ortodoxo para significar aquellas cosas y actividades que pertenecen al
orden natural, o que no tienen directamente un significado religioso. El mundo o el orden
natural o secular, obviamente, no pueden existir aparte del orden sobrenatural. Sin
embargo, una distinción entre ellos viene dictada, entre otras cosas, por el sentido
común, y algunos intentos recientes de acabar con ella han terminado en el panteísmo.

174 Véase la contribución de Joseph A. Varacalli en Proceedings of the Fellowsheps


of Catholic Scholars's Convention, 1992, con el título «Secular Sociology's War Against
Familiaris Consortio». El doctor Varacalli es miembro fundador de la recientemente
inaugurada Society of Catholic Social Scientists, que ha asumido el trabajo de la
primitiva Society, y publica The Catholic Social Sciences Review. Irónicamente, según
Varacalli, la situación de los sociólogos católicos ha mejorado desde la llegada de las
escuelas más ideologizadas, ya sean marxistas, feministas, o «posmodernistas». Al caer
en la cuenta de que la idea de una ciencia del hombre «independiente» tiene
necesariamente que ser auto-contradictoria, están queriendo reconocer la posibilidad de
una sociología específicamente católica en mayor medida que sus principales
equivalentes de más edad.

175~Joseph A. Varacalli, op. cit., p. 164.

177 Joseph A. Varacalli, «Sociology, Catholicism and Andrew Greeley», en Lay


Witness, junio, 1992.

176 Catholic World Report, octubre, 1999. Los obispos norteamericanos se habían
embarcado antes en un proyecto similar. En 1992, después de trece años y de una
consulta a 75.000 mujeres católicas, abandonaron el proyecto sabiamente. El hecho de
que con frecuencia surjan objeciones al gasto de dinero para resaltar la belleza y
dignidad del culto (cálices de plata en vez de cerámica, por ejemplo; que el dinero había
que dárselo a los del tercer mundo), pero no contra dispendios de esta naturaleza,
evidencia con mayor fuerza, me atrevo a sugerir, la general desnaturalización del
empeño.

178 La teología pastoral no es teología en el sentido habitual de la expresión. Podría


llamarse «teología aplicada» o cómo llevar el mensaje de la Iglesia a la práctica. Incluye
el aprendizaje de la administración de los sacramentos, la preparación al matrimonio, la
visita a los enfermos, el consuelo de los moribundos, etc.

511
179 Esto parece que es mejor apreciado en África que en Europa. En 1990, un obispo
senegalés dijo al Sínodo de los obispos sobre la formación sacerdotal que en su
seminario los estudiantes aprendían latín y griego para penetrar lo más posible en el
pensamiento de los Padres, a los que como recientemente convertidos se sentían
especialmente cercanos.

181 Ibíd., p. 282.

182 IbÍd., p. 387.

183 El arzobispo D'Souza de Calcuta expresó su apoyo al p. Dupuis, su molestia


porque Roma investigara su teología, y su convicción de que «los que siguen
construyendo muros alrededor de la fe, la privarán de las ricas intuiciones que puede
obtener de compartir e intercambiar la presencia del Espíritu fuera de sus frontera» (The
Tablet, 21 de noviembre de 1999). A propósito de Balasuriya, véase The Tablet,
Londres, 11 de mayo de 1999.

180 Jacques Dupuis, Towards a Chrastian Theology of Religious Pluralism, Orbis


Books, Nueva York, 1997. [Hacia una teoría cristiana del pluralismo religioso, Sal
Terrae, Santander, 2000].

184 Be Tablet, 5 de febrero de 2000.

185 La semántica, que estudia la relación entre las palabras y su significado de una
manera más técnica, es, si es que se puede considerar como una disciplina distinta, el
punto medio entre la lingüística y la filosofía del lenguaje.

186 Algunos consideran a Gottlób Frege (1848-1925) como el padre de la filosofía


del lenguaje. Profesor de matemáticas en Jena, trató de construir un lenguaje «ideal» y
universal matemáticamente fundado e incapaz de error, e influyó tanto en Russell como
en Wittgenstein. Cuando se comprobó que al lenguaje no se le puede hacer funcionar
con la precisión de las matemáticas, Wittgenstein volvió al lenguaje ordinario. Frege,
junto con Boole, De Morgan, Russell y Whitehead, fue también uno de los fundadores
de la lógica moderna, un tema excesivamente técnico como para entrar aquí en él. Pero
resulta que los oponentes de Santo Tomás, algunas veces sacan argumentos de ella
contra sus pruebas de la existencia de Dios. Se dice que no satisfacen los requerimientos
de la lógica moderna. Si esto es así, uno se inclina a pensar, bien que la moderna lógica
exige más de lo requerido para esta clase de prueba (rigor matemático), o bien que tiene
más trabajo por hacer.

187 «Twenty Opinions Common among Modem Anglo-American Philosophers»,


Elisabeth Anscombe, en Persona, veritá e morale, Roma, 1986. El artículo circula
privadamente en traducción inglesa. Anscombe, que es católica, fue pupila y ejecutiva

512
literaria de Wittgenstein. Las veinte opiniones que Anscombe encuentra «implícita o
explícitamente entre los filósofos analíticos», son, en su totalidad y a su juicio, contrarias
al cristianismo. Incluyen algunas como las siguientes: «No existen prohibiciones morales
absolutas que obliguen siem pre» (n.° 8). «Llamar a algo virtud o vicio sólo indica
aprobación o desaprobación del comportamiento que lo ejemplifica... Evaluaciones o
"juicios de valor" no son, en cuanto tales, verdaderos o falsos» (n.° 10). «Es necesario, si
somos agentes morales, que actuemos siempre buscando las mejores consecuencias» (n.°
13). «Dios, si es que hay algún Dios, es mutable, sujeto a pasiones, a veces
inconvenientes, debe suponerse que toma las mejores decisiones que puede basándose en
la evidencia de aquello a partir de lo que forma sus opiniones» (n.° 19). «Las leyes de la
naturaleza, si se pueden encontrar, aportan una explicación plena de todo lo que sucede»
(n.° 20). Para Wittgenstein, la ciencia no puede explicarlo todo, pero debemos guardar
silencio sobre todo lo que por su naturaleza es incapaz de explicar.

188 Joseph Cardinal Sir¡, Gethsemane, Reflections on the Contemporary Theological


Movement, Chicago, 1981, pp. 270-271. El cardenal cita de la edi ción italiana del libro
de Küng Infalible, pp. 114-118. Karl Rahner, más cauto que Küng, parece no menos
inquieto por sacar a la Iglesia de un hablar con autoridad. «En el futuro», dice, «el
Magisterio sólo podrá emitir muy pocas declaraciones doctrinales». Según Rahner, la
razón de esto es que para hacer una afirmación universal y permanentemente válida es
imprescindible saberlo todo sobre todo. Ahora bien, la suma del saber humano es
actualmente tan vasta que la necesaria omnisciencia no es ya posible. Ninguna mente
puede abarcarlo y sintetizarlo todo. Además, la clase de asentimiento teológico necesario
para las definiciones doctrinales ha desaparecido para siempre. El pluralismo teológico,
que incluye, al parecer, la contradicción teológica, es ahora un hecho irreversible (Siri,
pp. 134 y 352). Esto le hace preguntarse si es ya posible en el futuro la herejía.

189 Hubo gente en el movimiento reformista que quería redefinir la gracia como una
«relación» más que como una cualidad. (Austin Vaughan, obispo americano, al autor.
Roma, 1993). Si la nueva definición trata de excluir la idea de que la gracia es algo
nuevo, un valor añadido, e inherente a la persona que la recibe, entonces el significado
ha sido cambiado. La idea de que la gracia es puramente cuestión de entrar en una nueva
relación con Dios sin ningún cambio sustancial en el recipiente sería una comprensión
luterana de la gracia.

190 «El significado de una palabra es su uso», fue un eslógan de la escuela de Viena,
lo que implicaba que las palabras no tienen un significado objetivo. Existe también una
afinidad entre el «deconstruccionismo» y el budismo zen. También para el zen el
lenguaje es una construcción arbitraria sin relación con las cosas. La conciencia es real,
pero sus objetos no lo son.

191 Véase Brian Harrison, The Teaching of Paul VI on Sacred Scripture (tesis
doctoral, Pontificio Ateneo de la Santa Cruz), Roma 1997, capítulo IV, « Modern

513
Hermeneutical Problems». También, Aidan Nichols, Chistendom Awake, T. & T. Clark,
Edimburgo, 1999, p. 58. Puede requerir un esfuerzo penetrar en la mente de gentes de
diferentes épocas y lugares. Pero se puede suponer que para esto se nos ha dado la
imaginación.

192 Es difícil apreciar mucha diferencia entre la posición de Gadamer y la de


Humpty Dumpty de Lewis Carroll:

«Cuando utilizo una palabra», dijo Humpty Dumpty en un tono muy despectivo,
«significa exactamente lo que yo he querido que signifique, ni más ni menos».

«La cuestión es», dijo Alicia, «si tú puedes hacer que las palabras signifiquen cosas
tan diferentes».

«La cuestión es», dijo Humpty Dumpty, «quién es el que manda; eso es todo». Lewis
Carroll, Alicia a través del espejo, cap. VI.

193 Aidan Nichols, op. cit., p. 55.

194 Sobre la influencia de estas ideas en los exégetas y teólogos católicos, véase
Joseph Ratzinger, Called to Comunión, Ignatius, 1991, cap. 4, una edición resumida del
discurso inaugural del sínodo de 1990 sobre la educación sacerdotal a cargo del cardenal.

195 Dostoievsky fue otra influencia importante. El principal ataque de Dostoievsky


contra la Iglesia católica -la leyenda del Gran Inquisidor en su novela Los hermanos
Karamazov- iba a tener un profundo efecto desestabilizador sobre la intelligentsia
católica de los años cuarenta y cincuenta, contribuyendo a la pérdida general de nervio
sobre el ejercicio de la autoridad en la Iglesia.

196 Bultmann y su escuela siguen aquí, como vimos en el capítulo anterior, la misma
dirección de Hans Georg Gadamer, que aplicó el principio en los campos de la crítica
literaria y de la filosofía.

197 A los existencialistas hay que recomendarlos, al menos, por su oposición al


optimismo desequilibrado de Rousseau con respecto a la naturaleza humana. Por otra
parte, la experiencia difícilmente justifica la creencia de que un gran número de hombres
viven en un estado de culpa, angustia, y temor. El rasgo más llamativo de las sociedades
occidentalizadas es, seguramente, la gran cantidad de gente que no se siente angustiada o
culpable cuando sí tendrían que estarlo.

198 Sobre «la mayoría de edad» alcanzada por el hombre moderno se pueden decir
dos cosas. Ser maduro no significa ser mejor. Con la madurez se hacen mayores las
posibilidades de debilidad. En segundo lugar, la idea de que el hombre es capaz de
controlar su destino totalmente por sí mismo es indiscutiblemente un signo de

514
adolescencia más que de madurez.

199 Publicado por primera vez en 1951. La edición americana es de 1954 con este
título, Prisoner of God. En español, su título es: Resistencia y sumisión: cartas y apuntes
desde el cautiverio, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2008.

200 En todo lo dicho en este capítulo y en el siguiente, soy deudor y estoy muy
agradecido a james C. Livingstone por su Modern Christian Thought, from the
Enlightenment to Vatican II, MacMillan, Londres y Nueva York, 1971. Los católicos
que quieran comprender los desarrollos que han tenido lugar en el protestantismo de los
siglos xix y XX, y que han afectado al pensamiento católico en la segunda mitad del
siglo xx, así como conocer el papel jugado en estos desarrollos por la filosofía,
especialmente, la alemana, no podrían, a mi juicio, encontrar una guía mejor que
Twentieth-Century Religious Thought, de John McQuarrie, SCM, 1971, que aunque no
tan detallado como el anterior, es también muy bueno. (En español se publicó con el
título El pensamiento religioso en el siglo xx, Editorial Herder, Barcelona 1975).

201 A mi juicio, el fenómeno «ningún enemigo a la izquierda» -los comunistas


siempre debían ser excusados en alguna medida, los nazis no- puede ser explicado, en
parte, por el hecho de que la idea comunista es naturalmente más vendible. Los
comunistas proclamaban que podrían lograr un mundo perfecto para todos. Los nazis
sólo ofrecían hacerlo más agradable para los alemanes.

202 Dogmática: «En la teología cristiana, la presentación sistemática de las doctrinas


de forma que compongan un todo coherente [...1 más familiar en conexión con el intento
barthiano de cubrir la totalidad del campo teológico a la luz de una nueva comprensión
de la Biblia» (Fontana Dictionary of Modem Tought, Collins, Londres, 1981). La
palabra «dogmática» le da a la teología un tono relativamente sustancial sin hacerla
excesivamente sólida. Barth tenía aversión a la idea de las verdades universalmente
vinculantes que implica la palabra «dogma». Puede verse un resumen de la Dogmática
realizado por un admirador católico, no exento de sentido crítico, en Hugo Meynel,
Grace versus Nature, Sheed and Ward, Londres, 1965.

203 Se dice que tenía retratos de los teólogos famosos colgando de las paredes de su
escalera, culminada por un espejo. Sin embargo, igual que ha sucedido casi siempre con
caracteres de parecido vigor, la mezcla de cualidades y defectos que le caracterizaban no
siempre hizo fácil la vida a su mujer y a sus hijos. Existe una cierta crueldad en hombres
fuera de lo común cuando no son santos. Es indiscutible que consideró a su secretaria
Charlotte von Kirschbaum, que parece haber sido una mujer de mayor nivel intelectual
que su mujer, como alguien indispensable para su trabajo y para el desarrollo de sus
ideas, y probablemente lo era. Sin embargo, resultaba bastante poco delicado insistir en
que viviera en la casa con la familia, así como salir frecuentemente con ella de
vacaciones, dejando al margen a su mujer; una planificación que causó indudablemente

515
tensiones, «que conmovió (a la familia) en lo más profundo», y provocó «un sufrimiento
indeciblemente profundo» (Eberhard Busch, Karl Barth, his Lije from Letters and
Autobiographical Tests, SCM Press, Londres, 1976, pp. 185-186). Barth, dice Busch,
«no dudó en asumir [...] la culpa por la situación que había creado [...] pero creyó que no
podía cambiarse».

204 La palabra «proclamación» tiene un significado específico en la teología de


Barth. La fe sólo puede ser proclamada. No admite una justificación o explicación
racional.

205 En este punto la teología de la revelación de Barth, como veremos, pone al


luteranismo del revés. Se sustituye el sola scriptura por sola ecclesia, o incluso por sola
communitas.

207 Ibíd., p. 215.

206 Eberhard Busch, op,cit., p. 183.

208 Barth se dio cuenta de que sus visitantes «contemplaban alguna clase de reforma
de la Iglesia católica y de la teología católica desde dentro. Y ahora yo iba a ser
introducido como un nuevo caballo de Troya para llevarla a buen puerto» (contra Santo
Tomás y también contra San Agustín). Ibíd., p. 362.

209 Podemos, tal vez, ver aquí una anticipación de la enseñanza del Concilio, que
afirma que «Jesucristo revela al hombre a sí mismo».

210 Una amiga y devota católica, gran amante de la antigua liturgia, desconcertada
por muchos de los cambios posconciliares, me dijo que había leído una vez los trece
volúmenes de la Dogmática sin caer en la cuenta de que hubiera en ellos algo
inconveniente. Un lector presbiteriano, por otra parte, empezó a sospechar que Barth «no
era tan ortodoxo como parecía», cuando comprobó cómo «muchos antiguos barthianos
se habían convertido en teólogos de la "muerte de Dios"» UCO'Neill, profesor de lengua,
literatura y teología del Nuevo Testamento, Universidad de Edimburgo; carta privada al
autor).

211 «Oponentes de Barth, como Bultmann, estaban furiosos por sus aparentes
afirmaciones en el sentido de que creía que la resurrección sucedió (en el sentido normal
de que la tumba quedó vacía y el cuerpo transformado de Jesús abandonó este universo),
cuando en realidad no creía nada de todo esto; Barth, sin embargo, nunca ocultó
realmente su verdadera posición a aquellos que se tomaron la molestia de leer
cuidadosamente lo que él había escrito... (él) es totalmente explícito sobre que la historia
de los cuarenta días no forma parte de los hechos de la historia a la que pertenece la vida
de jesús desde su nacimiento hasta su muerte» GCO'Neill, The Bible's Authority, T. &

516
T. Clark, Edimburgo, 1991, p. 272). Para justificar su posición, dice O'Neill, Barth
distingue entre «Mirakles» (= milagros) y «Wunders» (= prodigios). Un «Mirakle» es lo
que todos los cristianos han tomado siempre por milagro hasta el siglo xix, a saber: actos
de Dios que, al margen de lo extraordinarios que puedan ser, pertenecen al continuum de
los acontecimientos históricos. Un «Wunder» es algo parecido a un signo que procede de
Dios y que penetra en la mente del pueblo, independientemente del continuum de los
acontecimientos históricos. La resurrección y el nacimiento virginal son ambos
«Wunders» y no «Mirakles».

212 El neologismo «acontecimiento Cristo» parece deber su origen a la metafísica y


teología del «proceso» del filósofo inglés Alfred North Whitehead (+ 1947). Para
Whitehead, el mundo es un compuesto de acontecimientos y procesos más que de cosas.

213 Desde el Vaticano II, los estudiosos católicos influidos por la investigación
bíblica radical han mostrado una preferencia similar por entender la Revelación como la
manifestación de una persona, y no tanto como la comunicación de un mensaje. Por
ejemplo, William Nicholson SJ, perteneciente en el pasado a la Forham University de
Nueva York, nos dice que «la tarea magistral de la Iglesia consiste en preservar en sí
misma y comunicar la Palabra revelada de Dios, no algo (por ejemplo, una interpretación
de la realidad), sino alguien». Citado en American Fellowship of Catholic Scholars
Newsletter, septiembre, 1994. Para la Iglesia, la Revelación culmina en una persona, eso
es cierto, pero se trata de una persona que habló, y cuyas palabras implicaban muy
decisivamente «una interpretación de la realidad». Cristo, dice el Vaticano II, «completó
y perfeccionó la Revelación... mediante el hecho total de su presencia y
automanifestación, mediante palabras y obras, signos y milagros» (Dei Verbum, 4). Y Él
«encomendó a los apóstoles predicar el Evangelio [...1 que Él mismo llevó a plenitud en
su propia persona y promulgó con sus propios labios» (Ibíd., 7).

214 Véase «The Christian Understanding of Revelation» en Against The Stream:


Sorter Post-War Writings, 1946-1951, SCM Press, Londres, 1954, p. 222. De esta
extraña, algunas veces casi perversa, manera trata Barth de convertir en virtud esta
supuesta inaccesibilidad de la Sagrada Escritura, incluso para gloriarse en ella. «Porque
no pertenece a la auténtica naturaleza de la Revelación, que la forma en la que nos
confronta con ella sea relativa y problemática». Ibíd., 223. Cuanto más incomprensible
es la Revelación, más humillada queda la razón.

215 Karl Barth, Dogmatics in Outline, SCM Press, Londres, 1960, p. 10. [Un esbozo
de dogmatica, Editorial Sal Terrae, Santander, 2000].

216 Ibíd., p. 12., y Evangelical Theology: an Introduccion, T. & T. Clark,


Edimburgo, 1963, pp. 44 y 45. [Introducción a la teología evangélica, Ediciones
Sígueme, Salamanca, 2006].

517
217 Karl Barth, Dogmatics in Outline, op. cit., p. 42. El profesor O'Neill comenta:
«como él (Barth) es el único verdadero guardián de la "Revelación", todo esto significa
que los demás tenemos que humillarnos en su presencia» (Carta al autor).

218 «Los testigos del Antiguo y Nuevo Testamento... eran teólogos» (Evangelical
Theology, p. 30, el subrayado es el Barth). Otras afirmaciones características sobre este
tema pueden verse en Evangelical Theology, pp. 44, 46, 47. La teología debe
«arriesgarse» y considerar la Sagrada Escritura «como hipótesis de trabajo». «Ningún
dogma o artículo del credo puede situarse por encima de lo no verificado por la teología
a partir de la Antigüedad eclesiástica». Lo que la teología «supone saber y pensar hoy
(sic), sólo algunas veces estará totalmente de acuerdo con lo que los padres de ayer
pensaron y dijeron».

219 «Creo que la clave de la audacia de la Dogmática está en que Barth creía que
todas las grandes obras de arte se sostenían a sí mismas suspendidas en un vacío... Todo
el pensamiento humano en un vacío» (O'Neill, carta al autor). Esta actitud, mantiene
O'Neill, fue característica de muchos contemporáneos de Barth en Alemania (op. cit., pp.
277-278). Debemos actuar, mantenían, como si determinadas cosas fueran ciertas,
aunque no lo sean o no se pueda ya probar que lo son: como si Dios existiera, como si
existiera una ley natural, como si los hombres tuvieran libre albedrío. Podríamos añadir:
como si hubiera una divina revelación. O'Neill ofrece una lista de nombres y obras que
expresan este punto de vista desde La decadencia de occidente de Spengler, hasta El ego
y el ello de Freud, a los que él dice que pertenece la Carta a los romanos de Barth. Tal
vez esto explique que a Barth no le gustara Bach y le entusiasmara Mozart. Bach, se
lamentaba, «predica». Mozart, presumiblemente, simplemente interpreta con preciosos
sonidos.

221 Cornelius van Til, The New Modernism, Londres, 1946, p. IX.

220 Aidan Nichols OP, Be Shape of Catholic Theology, Edimburgo, 1991, p. 315.

222 Es imposible no ver aquí la influencia de Kant. El acontecimiento Cristo permite


que nos asomemos a través del velo de los fenómenos al mundo de «las cosas en sí
mismas».

223 Barth va incluso más lejos, hasta el punto de mantener que «para los cristianos la
existencia de Dios revelada en jesucristo es la certeza definitiva; y que Jesucristo vino al
mundo como un hombre es la prueba de la existencia del mundo y el hombre», un
ejemplo de duda cartesiana llevado, indudablemente, hasta el extremo. (Hugo Meynell,
op. cit., p. 89, resumiendo un pasaje de la Dogmática, parte 3, vol. I). En 1951, Von
Balthasar hizo referencia a «la estrechez cristológica» de Barth, una observación que
produjo un temporal enfriamiento en sus relaciones. La palabra «cristomonismo», sin
embargo, fue utilizada por primera vez por los oponentes protestantes de Barth, como

518
nos dice el mismo Barth (Dogmática, parte 3, vol. III, p. xi). Más recientemente apareció
en un artículo escrito por el cardenal (entonces no lo era todavía) Avery Dulles SJ sobre
la teología de Juan Pablo II (Communio, invierno 1977, p. 720). El cardenal Dulles dice
que la cristología del Papa es cristocéntrica, pero «evita el cristomonismo». Dulles no
menciona a Barth, pero da la impresión de que quiere distanciar la enseñanza del Papa de
la de Barth. Concluye el párrafo con estas palabras: «la teología de Juan Pablo II, al
tiempo que se mantiene como cristocéntrica, es pneumatológica y trinitaria». El
cristomonismo de Barth no era enteramente original. «Sólo en Cristo encontramos a
Dios», era un dictum de su profesor Wilhelm Herrmann. ¿Creía Barth, a pesar de todo
esto, que Cristo era verdaderamente Dios? Von Balthasar habló de una «importancia a la
baja» de la Encarnación en la teología moderna, «porque es imposible para el Dios santo
encarnarse (como en el protestantismo consecuente), por ejemplo de Karl Barth...» («Los
padres, los escolásticos y nosotros», Communio, verano, 1997).

224 El gran énfasis que se pone en la Iglesia católica en el concepto de


«reconciliación», por ejemplo al usar la palabra para describir el sacramento de la
penitencia, podría también reflejar la influencia de Barth; de igual modo, la enseñanza
conciliar de que, a través de la Encarnación, «Cristo se ha unido, en algún sentido, con
cada hombre» (Gaudium et Spes, 22).

225 Hugo Meynell, op. cit., p. 257.

226 «Según Barth, todos los hombres son salvados por Dios en Cristo, y los
cristianos se diferencian de los demás únicamente en el conocimiento que tienen de este
hecho». (Hugo Meynell, op. cit., p. 161). Para el universalismo de Barth, véase
Dogmática, 2.2.

227 Dogmatics in Outline, op. cit., p. 9.

228 Por ejemplo, «a ninguna autoridad eclesiástica se le debe permitir que dificulte a
la teología proseguir honestamente su tarea crítica, y lo mismo debe aplicarse a cualquier
voz atemorizadora procedente del centro de la comunidad» (Evangelical Theology, p.
43).

229 Averroes quería avanzar proposiciones filosóficas que contradecían el Corán. Por
tanto, su teoría estaba diseñada, en parte, para aplacar a los teólogos musulmanes.
Repudiada por la Iglesia en el siglo XIII, conoció un breve renacimiento entre los
católicos a principios del siglo Xvi con el título de «averroísmo latino».

230 Véase Geral McCool, A Rahner Reader, p. XIX.

231 William V. Dych, Karl Rahner, Geoffrey Chapman. Series de destacados


pensadores cristianos p. 8. Dych, alumno de Rahner, actuó como intérprete en su

519
recorrido de conferencias americanas y tradujo Spirit in the Wordl [Espí ritu en el
mundo, publicada en español por la editorial Herder, actualmente no disponible] y, a
petición del propio Rahner, Foundations of Cristian Faith.

232 30 Days, ñ 10, 1992, p. 53. A modo de contraste, en 1931 Heidegger dijo a Edith
Stein, quien él erróneamente pensó que estaba aspirando a un trabajo como ayudante
suya, que «si intentaba tomar la línea católica, sería imposible que trabajara para él»
(Hermana Teresita del Espíritu Santo, Edith Stein, Sheed and Ward, 1952, p. 92).

233 William V. Dych, op. cit., p. 9.

234 Carta al autor de Kenneth Baker SJ, editor de The Homiletic and Pastoral
Review. Sitzfleish es una vieja expresión alemana para el concepto de perseverancia.

235 Tablet, 14 de julio, 1984.

236 William V. Dych, op. cit., p. 12.

239 Citado en 30 Days, 1992. Sosteniendo un libro de Ranher dijo al autor un futuro
arzobispo en 1967: «Pensé que debía descubrir de qué trata ba la nueva teología».
Durante las primeras dos décadas y media después del Concilio, la nueva teología
significaba Rahner, Schillebeeckx y Küng para la mayoría de los católicos, como puede
verse dando un vistazo a la mayoría de las bibliotecas de presbíteros de esa época. Al
menos en Inglaterra era inusual encontrar algo de De Lubac o Congar.

238 Algunos de sus menos afortunados intentos pueden encontrarse en el relato del
Vaticano II que hace Ralph Wiltgen en The Rhine Flows Into de Tiber, Hawthom Books,
1967. El gran mérito de este libro es que aunque «estaba lleno de precisos detalles»
(Yves Congar), el autor, misionero del Verbo Divino, supo cómo mantenerse por encima
de ellos. Él llevaba un servicio internacional de noticias durante-el Concilio y conoció y
entrevistó a numerosos Padres del Concilio yperitai.

237 Entrevista de Congar en 30 Days, ñ 3, 1993.

240 Del cardenal Seper al autor, en octubre 1980. Seper era por entonces prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe. En 1993, en una muy prudente carta a la
revista mensual internacional 30 Days (n.° 3, p. 7), el carde- nal Kóning, aunque admitía
que «puede haber deseos de desacuerdo con algunos aspectos de la teología de Rahner»,
lo defendió de la acusación de hetero- doxia sobre la base de que si alguno de sus
escritos hubiese merecido censura, la Congregación para la Doctrina de la Fe se habría
visto obligada a tomar medidas. Este cardenal seguramente debe haber sabido que, con
su antiguo protegido acusando constantemente a Roma y a la CDF de intentar sabotear el
Concilio, cualquier medida habría resultado casi imposible.

520
241 30 Days, n.° 4, 1993. p. 31

242 Ralph Wiltgen, op. cit., p. 285.

243 Cordula Order der Ernstfall, 1966 (The Moment of Christian Witness), Ignatius
Press, 1994, pp. 100-130. Para las críticas del cardenal Ratzinger véase Principles of
Catholic Theology, Ignatius Press, 1987 (original alemán, 1982) pp. 162-171.

244 Los artículos de Rahner «Encarnación» y «Jesucristo», de la enciclopedia


teológica Sacramentum Mundi, también arrojan luz sobre ello, y párrafos introductorios
de Rahner Reader (1975) de McCool son una guía de primera clase para el conjunto de
su teología. Desgraciadamente éste último precede en un año al original alemán del
Curso fundamental (1976).

245 Wilham V. Dych, op. cit., p. 10).

246 Un experimentado misionero del Verbo Divino habla de «su genio para convertir
conceptos perfectamente claros en lo más confuso posible», y de su don para «crear
problemas sin resolverlos». H. van Straelen S.V.D., The Catholic Encounter with World
Religions, 1966, p. 102. El autor fue profesor de filosofía moderna y religión comparada
en la Universidad de Nagoya, Japón.

247 Véase apéndice II.

248 «Direcciones Teológicas Fundamentales» en Summary of Twentieth Century


Theology, Herder, 1970, III, p. 539, citada en «Rahner el intocable», 30 Days, n.° 4,
1993.

249 A partir de ahora nos referiremos con las siglas C.F.F. al Curso fundamental
sobre la fe.

250 Geral McCoo1, Rahner Reader, op. cit., pp. XXV-XXVI.

252 30 Days, Octubre 1992, p. 50.

251 Es obvio que nunca podemos conocer a Dios como Él es en Sí Mismo, igual que
no podemos conocer a las personas como Dios las conoce. Pero aún podemos decir cosas
sobre Dios y sobre otros que son verdades duraderas.

253 Un miembro caritativo de la Congregación para la Doctrina de la Fe trató una


vez de persuadirme de que la «ascendencia Cristológica» simplemente significaba que
debemos empezar por concentrarnos en la humanidad de Cristo porque ése fue el orden
en que los apóstoles llegaron a conocerle a Él. Rahner de hecho toca este punto. Pero tan
simple idea por ella misma difícilmente le habría requerido dedicar tantas páginas al

521
tema.

254 Hans The Incarnation of God, T&T Clark, Edimburgo, 1987, p. 539. [La
encarnación de Dios, Editorial Herder, Barcelona, 1974].

255 30 Days, n.° 10,1992.

256 Karl Rahner, Mysterium Salutis II, p. 462, citado por Horst, 30 Days, n.°4, 1993.

257 30 Days, octubre, 1992, p. 53.

258 Karl Rahner, Theologicallnvestigations, vol. 4, citado por Beer, 30 Days, n.° 4,
1993.

259 Véase C.C.C., artículos 1987-2029.

260 Sin una adecuada distinción entre los fines natural y sobrenatural del hombre, la
enseñanza del Vaticano II sobre la «autonomía del laico» se hace inin teligible. Si el
orden natural no pudiera ser estudiado por la razón independientemente de la revelación,
o fuera dependiente de la gracia para su funcionamiento diario -en el sentido que la
palabra gracia ha tenido durante 1.500 años- los científicos tendrían que llamar a los
teólogos para que les ayudaran a comprender lo que está sucediendo en el laboratorio. El
hecho de que la «autonomía del laico» no se acomode fácilmente a la idea
complementaria de aproximar entre sí a los dos órdenes, da una idea, creo yo, de la
complejidad de las contracorrientes que afectan a la composición de algunos textos del
Concilio.

261 He presentado la posición neoescolástica más o menos como lo hace De Lubac


en su obra El misterio de lo sobrenatural. La manera en que la veía era contra la que él
argumentaba.

262 Textos similares pueden encontrase en El misterio de lo sobrenatural, Encuentro


Ediciones, Madrid, 1991.

265 Ignatius Press, 1984: Francés original, 1980.

264 Su amistad y su defensa de Teilhard de Chardin habría sido otro factor. Era el
talón de Aquiles de De Lubac. Hay un interesante paralelismo con Teodoreto de Cyro y
Nestorio en el siglo v. Aunque Teodoreto fue aprobado por el Concilio de Calcedonia,
por lealtad con Nestorio, amigo y compañero de estudios, nunca diría en público una
palabra crítica en su contra. Tixeront, vol. II.

263 (The Openness of Being, p. 152). El mismo De Lubac admite que la existencia
de este «deseo natural» no puede ser demostrada por la experiencia, mientras la

522
profesora Alice ven Hildebrand en una conferencia en Oxford en 1990 hablaba de que
los hombres manifestaban a menudo su «aversión natural a lo sobrenatural».

266 Humanismo integral, en efecto, despejó la vida social y política de cualquier


influencia directa de la Iglesia. Esto pudo no haber sido un tema preocupante para De
Lubac. Pero explica por qué encontramos al cardenal Sir¡ criticando a Maritain, el
insigne lider neoescolástico, junto con De Lubac y Rahner que se situó en el polo
opuesto de la gran división filosófica. Para el escenario histórico del debate entre los
neoescolásticos y los nuevos teólogos, véase el apéndice III.

267 Ratzinger ve otra, y más recóndita, motivación subyacente a la doctrina de la


gracia de Rahner. Desde el siglo xvüi, el mundo de la teología académica alemana
(protestante al principio, pero posteriormente también católica), ha sido sacudido por una
objeción al cristianismo planteada en primer lugar por el crítico y dramaturgo Lessing.
Ningún acontecimiento histórico, decía Lessing, puede tener significación universal. Por
acontecimiento histórico particular quería decir, por supuesto, la vida y muerte de Cristo.
Una respuesta simple puede ser ¿por qué no? Si la Tierra colisionara con otro planeta, la
explosión tendría significado «universal», cuando menos, para la raza humana. A pesar
de esto, la objeción de Lessing ha seguido siendo contemplada por ciertos académicos
cristianos alemanes como un escollo que debe ser eliminado a toda costa. El problema
está descrito en los Principies of Catholic Theology de Ratzinger (pp. 153-190), junto
con la solución de Rahner y sus implicaciones. Ratzinger, aunque admirando hasta cierto
punto la ingenuidad de Rahner, compara su labor con el intento de lograr la «cuadratura
del círculo». Si he comprendido correctamente la exposición de Ratzinger, la solución, a
pesar de su ingenuidad, termina por disolver lo particular en lo universal, hasta el punto
de que lo particular no desaparece. El cristianismo es reducido a un conjunto de lugares
comunes sobre el hombre como ser histórico autotrascendente, con el que cualquier
pagano moderno podría estar de acuerdo. Como Ratzinger lo expresa, para Rahner el
cristianismo es sólo «una comprensión particularmente triunfadora de lo que siempre
está, más o menos conscientemente, reconocido», o en palabras del propio Rahner: «El
cristiano y la Iglesia no dicen algo a lo que se puede uno oponer. Dicen, más bien, que lo
indecible [...1 que se revela a sí mismo [...1 es la Cercanía». A esto Rahner replica que
«los cristianos dicen mucho de lo que es particular. Si no, ¿cómo podrían ser una señal
que es rechazada? (op. cit., pp. 164, 165, 166.). El único rasgo específicamente cristiano
que puede encontrar Ratzinger en la teología del C.F.F. de Rahner es la «persona de
Jesús», y lo único que hace especial a jesús es el hecho de que Él es «la forma más
triunfante de auto-trascendencia humana»: el primer miembro de la especie evolutiva
humana en alcanzar la «apertura total a Dios». Esto es seguramente un alto precio que
hay que pagar para satisfacer a Lessing.

268 Urs Von Baltasar, Moment of Christian Witness, p. 102, citando Escritos de
Teología, 4.

523
269 William V. Dych, op. cit., p. 72.

270 La Sagrada Escritura tiene una visión diferente. Aunque Dios desea la salvación
de todos los hombres, el Nuevo Testamento nos dice que en tiempos pasados Él dejó a
las naciones en un estado de «ignorancia» y «les permitió que construyeran su propio
camino». Tampoco su ignorancia era completamente inocente. Podrían, al menos, haber
sabido de su existencia, y algo sobre su naturaleza por las señales impresas en su
creación. Hasta aquí «no tenían excusa» (Hechos 14:16 y 17:30). Estos reparos de San
Pablo no contradicen lo que dijo San Justino sobre las «semillas del Verbo» que se
encuentran en otras religiones y son subrayadas ahora por el magisterio. Pero describe un
estado de cosas difícilmente compatible con la «Auto-comunicación divina» de Rahner,
continua, generalizada y no diferenciada.

271 De acuerdo con un reportaje en The Wanderer (29 de mayo, 1999), el padre
Richard McBrien afirma que el teólogo de Sr¡ Lanka Tissa Balasuriya, como «Karl
Rahner y un creciente número de otros teólogos católicos, sostiene que todos nacemos en
estado de gracia». En cuanto a Rahner, McBrian puede estar equivocado. Rahner puede
no haber querido decir nada más que Dios está continuamente ofreciendo a todos la
gracia; este continuo ofrecimiento es una de las condiciones básicas de la existencia
humana. Desgraciadamente, para existencialistas como Rahner, las condiciones de
nuestra existencia constituyen nuestra existencia. Nosotros somos su producto. Desde ahí
es fácil inferir que la gracia misma, no sólo el ofrecimiento de la gracia, es parte de
nuestra existencia. Vale la pena también notar que, mientras en 1953 Rahner mantenía
las doctrinas del pecado original y de la Inmaculada Concepción, en 1968 sostenía que la
Inmaculada Concepción «no significa [...1 que el nacimiento de un ser venga
acompañado por algo contaminante, por una mancha, y que para evitarla María debe
haber tenido un privilegio» (citado en Sir¡, op. cit., pp. 87-88). Simplemente significa
que «desde el principio de su existencia» estaba «envuelta» en gracia como el resto de
nosotros. Su teología de gracia omnipresente, lo llevó aparentemente a subir nuestro
valor mientras, simultáneamente, disminuía el de Nuestra Señora.

272 Citado por Ratzinger en Principles of Catholic Thology, p. 166.

273 Ibíd.

275 Hans Urs Von Baltasar, Moment of Christian Witness, op. cit., p. 120.

274 Véase Hans Urs ven Balthasar, Cordula oder der Ernstfall, p. 120, y Catecismo
de la Iglesia Católica, 1987-2029.

277 William V. Dych, op. cit., p. 157.

278 Van Straelen, op. cit., pp. 105 y 29. La segunda cita es de una conferencia a

524
estudiantes alemanes. Van Straelen habla de «el efecto paralizante», de afirmaciones
como esas sobre los esfuerzos misioneros, y de la ignorancia de Rahner, tanto de las
religiones asiáticas como del actual estado de cosas en Oriente.

276 Asintota: curva que se aproxima a una recta y corre lo más cerca posible de ella
sin llegar a tocarla.

279 Sir¡, op. cit., p. 173.

280 En sus Principies, pp. 167-168, Ratzinger ve una conexión directa entre la
banalidad del último cristianismo de Rahner y las teologías de inspiración marxista de la
siguiente generación de teólogos.

281 Citado por Sir¡, op. cit., p. 172.

282 La revisión de los libros litúrgicos de la Rusia ortodoxa realizada por el Patriarca
Nikon en el siglo XVII provocó oposición, aunque no hubo intento de cambiar la
doctrina. El cisma de los «antiguos creyentes», que se oponían a los cambios, persiste en
nuestros días.

284 He trazado esta distinción entre la liturgia y lo que encierra, por la forma en que
los católicos que han desarrollado una alergia a la liturgia de Pablo VI, se refieren
normalmente a ella como «la nueva Misa». No puede haber algo parecido a una «nueva
Misa». Cuando un sacerdote se sitúa ante un altar, representa el misterio, suponiendo que
está válidamente ordenado, si dice las palabras correctas, usa el material adecuado y no
tienen una intención deliberadamente contraria a la de la Iglesia. Si se cumplen estas
condiciones, lo que tiene lugar más allá del nivel del tacto y la visión humana es
incomparablemente más maravilloso que la más hermosa de las liturgias.

285 El Times de Londres de 6 de Julio de 1971 contenía una carta a la Santa Sede,
firmada por un grupo de escritores, artistas y críticos que solicitaban que se conservara la
liturgia antigua.

283 Véase Louis Bouyer, The Liturgy Revived, p. 44, Darton. Longmon and Todds,
1965. Este es el mayor relato corto conocido del autor sobre lo que los reformistas
ortodoxos deseaban lograr.

286 Ahora se está más o menos de acuerdo en que Lutero, Melanchton, Calvino y
Cranmer sabían poco sobre la historia de la liturgia. Si hubieran sabido más, les habría
resultado mucho más difícil justificar los cambios que introdujeron.

287 La reforma de Pío V no fue una reforma en el sentido del siglo xx; fue más bien
como un poner orden. Antes de Trento, la liturgia latina había sido básicamente igual en
todas partes, aunque con varias pequeñas variaciones. Éstas, a no ser que tuvieran más

525
de 200 años, fueron suprimidas sobre todo para evitar desviaciones doctrinales. La
reforma estaba en su punto álgido. Es posible incluso que «reforma» sea la palabra
equivocada para los cambios del siglo xx, puesto que sugiere que hay un momento en
que la liturgia alcanza un punto de perfección al que siempre hay que volver. «Revisión»
sería quizá más precisa.

288 Louis Bouyer, Lije andLiturgy, Sheed and Ward, Londres,1956, p. 53. En su
Looking at the Liturgy, Ignatius Press, 1996, se refiere a Jubé como un jansenista.
Bouyer, que admiraba a Jubé como un valiente precursor de las reformas del siglo xx,
dice que «sólo se le puede reprochar el haber firmado el llamamiento contra la bula
papal Unigenitus, que condenó las principales proposiciones Jansenistas».

289 Es verdad que la ya mencionada petición de Rosmini de terminar con la


separación del clero y el pueblo en la misa, difícilmente puede ser descrita como un
susurro. Era un angustioso cri de coeur y causó sensación, que resultó breve porque, en
obediencia a la Santa Sede, retiró la primera edición del libro, y la edición revisada no se
publicó hasta después de su muerte. La modesta primera edición «para unos pocos
amigos», que fue ampliamente pirateada, contenía lo que sonaba como una llamada en
favor de la lengua vernácula. La edición revisada omitía los pasajes que parecían
favorecer la liturgia vernácula, pero incluía pasajes adicionales argumentando sobre la
permanencia del latín.

290 Citado en Aidan Nichols, The Shape of Catholic Theology, op. cit. p. 39.

291 Para apreciar los logros de Dom Guéranger, merece la pena recordar lo que nos
decía Montalembert en el segundo capítulo de su Les Moines de l'Óccident. De modo tan
efectivo acabó con las órdenes religiosas en Francia la Revolución, que el autor creció
sin tener la menor idea de lo que era un monje y sin haber visto nunca uno.

292 Después de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en costumbre referirse


condescendientemente a Dom Guéranger. Era representado como un esteta romántico
con poco atractivo más allá del de los piadosos y cultivados lectores de sus Années
liturgiques. Estudios recientes han demostrado que esto era incierto. Sus preocupaciones
eran tan sociales y pastorales como las de cualquiera de los reformistas del siglo XX.
(Véase Aidan Nichols, The Shape of Catholic Theology, p. 41.)

293 Tanto predominio de música sacra era bastante inapropiado. Los italianos hasta
cantaban himnos y cánticos de óperas de Puccini y Verdi, aunque ahora no estamos en
una posición como para menospreciar esto.

294 Las primeras religiones mistéricas del mundo antiguo eran ritos vegetales. Al
volver a representar la muerte y vuelta a la vida de un dios, el renacer de la naturaleza en
primavera estaba asegurado. En las religiones mistéricas que florecieron en tiempos de

526
Cristo, estos elementos casi habían desaparecido. Aquellos que se unían al culto
esperaban asegurar su supervivencia después de la muerte. Fue esta última clase la que
Dom Odo vio como un presagio providencial del cristianismo.

La confusión sobre lo que él pudo tener en mente, debió ser la causa del
malentendido.

295 Louis Bouyer, The Liturgy Revived, op. cit., p. 31.

296 Ésta parece serla opinión del padre Ambrosio Verheul, en su Introducción a la
liturgia (Herder, Madrid, 1967), donde los fieles y la Iglesia de los tiempos recientes han
sido criticados por «dividir» el Misterio Pascual al tratar la Pasión y la Resurrección
como eventos separados y de significados distintos. No estamos para pensar en la Cruz
excepto como el trono reinante de Cristo y un signo de victoria. Para Jungmann, crítico
de Casel (El sacrificio de la Misa, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid), «por
ejemplo, no se puede decir en Navidad, cuando se canta hodie christus natus est: El
nacimiento de Cristo se hace presente... Similarmente en Pascua, la resurrección de
Cristo no se realiza en sentido alguno de nuevo».

297 Mediator Dei, III.

299 Nadie comprendió los peligros para la liturgia del enfoque utilitario mejor que el
padre Romano Guardini, un seguidor de la reforma litúrgica y líder de la renovación
católica en los años veinte y treinta en Alemania. En su famoso librito El espíritu de la
liturgia explica que, mientras la liturgia tiene sentido (la glorificación de Dios), el intento
de darle una intención directamente pragmática, la destruye. «Solamente los que no se
escandalizan por ello comprenden lo que la liturgia significa. Muy desde el principio,
todo tipo de racionalismo se ha vuelto en contra de ello», Seed & Ward, 1930,p.105.

298 La similitud de los objetivos de los reformadores de la Ilustración y los del siglo
xx llegó a estar completamente clara con la reedición en 1979 de un libro de Waldemar
Trapp, publicado con anterioridad en Regensburg en 1940. Hasta su reedición parece
haber sido poco conocido aun en su país de origen. El padre Trapp, un reformador y
estudioso de la liturgia, parece haber quedado no poco desconcertado por sus
descubrimientos. Los detalles están en el libro del padre Nichols, con el que me siento
profundamente en deuda. Sus 126 páginas arrojan más luz que cualquier otro libro que
haya encontrado sobre las causas de que las reformas hayan descarrilado en parte.

300 Louis Bouyer, Lije and Liturgy, op. cit., p. 67.

301 Joseph Ratzinger, Feast of Faith, Ignatius, 1986, p. 86. [La fiesta de la fe: ensayo
de teología litúrgica, Desclee de Brouwer, Bilbao, 2007].

527
302 El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado casi treinta años después, añade:
«Ni siquiera la suprema autoridad de la Iglesia puede cambiar la liturgia arbitrariamente,
sino sólo en la obediencia de la fe, y con religioso respeto hacia el misterio de la
liturgia» (art. 1.125). Como contraste, ésta es la opinión de un técnico: «La Iglesia ha
sido siempre consciente del poder que ostenta de Cristo para la regulación de la
celebración cultual del misterio de Cristo, un poder, que, según los teólogos
contemporáneos, va mucho más allá de lo que previamente se suponía» (A. Verheul,
Introducción a la liturgia). Sin embargo, Verheul en otros aspectos se pone del lado de
los ángeles. «La liturgia es, al final, honrar, alabar y adorar a Dios».

303 Joseph Ratzinger, Milestones, Ignatius Pres, 1998, pp. 122-123 [Mi vida:
(recuerdos, 1927-1977), Ediciones Encuentro, Madrid, 20051. Véase también La fiesta
de la fe, (ya citado) un libro corto totalmente dedicado a la liturgia (original, 1981), y sus
dos libros de entrevistas Dios y el mundo: creer y vivir en nuestra época: una
conversación con Peter Seewald (Nuevas Ediciones Debolsillo, Barcelona, 2005) y La
sal de la tierra: quién es y cómo piensa Benedicto XVI (Ediciones Palabra, Madrid,
2007).

304 Un misionero alemán obispo en Filipinas pedía que en la liturgia de Misa todos
los presentes «incluso si diera la casualidad de que iban a Misa por vez primera,
pudieran entender sin explicación alguna». Éste, desde luego, era el objetivo de los
reformistas del siglo xvi, y el resultado fue un cambio en la comprensión. No puedes
entender la Misa sin conocer antes la doctrina sobre ella, y ésta queda reforzada por las
ceremonias y ritos. (Ralph Wiltgen, op. cit., p. 38).

306 En 1975 abruptamente Pablo VI restituyó al arzobispo y lo envió a un exilio


diplomático en Irán, donde permaneció hasta su muerte en 1982 y donde, en respuesta a
sus muchos oponentes, escribió su propio informe de las reformas litúrgicas, La reforma
litúrgica (1948-1975) un trabajo de cerca de 1.000 páginas. Fue publicado tras su muerte.

305 Las dos reseñas en este párrafo son del New Catholic Enciclopedia, vol. 18,
artículo « Bugnini», F. R. McManus.

307 Joseph Ratzinger, Mi vida. Las críticas por el último cardenal Antonelli son más
detalladas. Reformador litúrgico y él mismo miembro del Consilium, habla de su
negatividad, injusticia y espíritu destructor: su intolerante y crítica actitud a la Santa
Sede: la falta de «teólogos verdaderos»: fue «como si todos hubieran sido excluidos»; la
ausencia de «cualquier sentido de lo sagrado» y «conciencia de verdadera piedad»; la
forma desorganizada y ramplona de llevar las discusiones; y el fracaso a la hora de
establecer un buen sistema de votación. «Normalmente procedíamos a levantar la mano,
pero nadie decía claramente o proclamaba cuántos participantes aprobaban o
desaprobaban. ¡Una desgracia real!». Inside the Vatican, agosto- septiembre, 1999,
revisión de tesis doctoral por Nicola Giampietro, publicada en Roma en junio de 1998.

528
308 Entrevista con Stefano Paci en 30 Días, n.°. 3, 1993.

309 New Catholic Enciclopedia, art. «Reforma litúrgica». Hay gente devota que ve la
crítica de la nueva liturgia como crítica al Espíritu Santo. Claramente ésta no es la visión
del papa Juan Pablo II. Ya en 1975, escribía: «De momento, no podemos entrar en la
cuestión de hasta qué punto los pasos dados por la reforma litúrgica eran mejoras reales,
o auténticas trivializaciones [...1 hasta qué punto eran sabias o necias desde un punto de
vista pastoral». (Joseph Ratzinger, La fiesta de la fe, citada en Dios y el mundo: creer y
vivir en nuestra época: una conversación con Peter Seewald, op. cit.). Antes del
Concilio, Jungmann se había opuesto a la opinión de que la antigua liturgia debía ser
atribuida por completo al Espíritu Santo. De no haber tomado esta posición, podría no
haber habido un movimiento para la reforma de la liturgia.

311 Aidan Nichols, op. cit, p. 121.

312 La Plegaria Eucarística II, algunas veces denominada «Canon de Hipólito», un


padre de la Iglesia del siglo III, de hecho es bastante diferente del original.

310 Véase F. R. McManus, op. cit., donde explícitamente incluye la brevedad como
criterio de la reforma.

313 Lamentablemente, la inicial Instrucción General del Misal Romano abrió el


camino para esos errores que la encíclica del papa Pablo VI Mysterium Fidei publicada
cinco años antes había tratado de revisar o refutar.

315 Joseph Ratzinger, Milestones, op. cit., p. 148

314 Louis Bouyer, The Descomposition of Catholicism, Sands & Co., Londres, p. 99.
[Descomposición del catolicismo, Herder, Barcelona, 1969].

316 Es bueno recordar que nuestro conocimiento de la liturgia más primitiva es una
«reconstrucción hipotética», y por eso la de los siglos Iv y v depende principalmente de
las fuentes «en gran parte de los siglos vi y vII» (Jungmann, op. cit.).

317 Aidan Nichols, Looking at the Liturgy, Ignatius Press, 1996, p. 116. El
argumento opuesto ha sido anticipado por los primeros traductores de la liturgia al
inglés. No pudiendo seguir el latín fielmente, según decían, por ser el latín tan florido y
el inglés moderno tan conciso.

318 ¡Incluso el marxismo dejó sus huellas! En 1983 el Missel des Dimanches,
mencionaba el centenario de la muerte de Karl Marx. Y yo recuerdo una declaración de
un miembro de la comisión de obispos de los Estados Unidos para los laicos, dos o tres
años después: «La acción de la Misa lleva a la acción en la calle».

529
319 Aidan Nichols, op. cit., pp. 33 y 42.

320 Joseph Ratzinger, op. cit., pp. 146-8.

321 Los años veinte y treinta, nos dice Ratzinger, vieron un elevado debate sobre la
«estructura» básica de la Misa, en contraste con su dogmáticamente definido
«contenido». ¿Era la estructura básica una cena? Ratzinger, siguiendo a Jungmann,
muestra decisivamente que no. Según Jungmann hay una sola referencia en el Nuevo
Testamento a la Eucaristía como «Cena» (1 Cor 11:20). Después de eso la palabra no se
vuelve a oír hasta la Reforma. Joseph Ratzinger, La fiesta de la fe, op. cit.

322 Véase The General Instruction of the Roman Missal, art. 318. Para la forma
adecuada de celebrar la Liturgia paulina véase Ceremonies of the Modern Roman Rite,
The Eucarist and the Liturgy of Hours, por monseñor Peter Elliott, Ignatius Press, 1995,
y su más popular Liturgical Question Box de los mismos editores. Si todas las parroquias
se ajustaran a los requerimientos y sugerencias de estos dos admirables manuales,
cesaría el caos litúrgico.

323 No es difícil ver una conexión cercana entre el movimiento para las mujeres
sacerdotes y el menosprecio de la maternidad. Pero lo último debería de ser imposible
una vez que miramos a la maternidad desde un punto de vista verdaderamente cristiano.
¿Para un cristiano, qué es un niño? Un hermano o hermana potencial de Cristo y un
futuro ciudadano del cielo. Es habitual que normalmente la madre juegue, con mucho, el
papel más importante: tanto dando vida al niño como preparándolo para este destino.
Entonces, ¿por qué las mujeres deben estar disgustadas por no ser también sacerdotes?
¿No hay un cierto grado de glotonería espiritual en todo esto?

324 Hay varias buenas razones en contra del servicio de las mujeres al altar. No
tienen nada que ver con pensar que las mujeres son inferiores. La primera es una razón
de sentido común. Los hombres comunes, lo que son la mayoría de los sacerdotes, van a
encontrar una distracción en la preciosa chica o mujer que sirve en el altar. Difícilmente
serían normales si no fuera así. En segundo lugar, el servicio del altar ha sido por mucho
tiempo reconocido como cuna de la semilla para la vocación sacerdotal. Pero igualmente
bien reconocido es el hecho de que, a un cierto nivel de desarrollo, a los chicos no les
gusta hacer lo que podría ser visto como cosas de chicas. Normalmente esto es lo que
pasa cuando una actividad supone a ambos sexos la utilización de prendas que podrían
parecer vestidos. Tener chicas como servidoras del altar es, por tanto, como liderar la
disminución del numero de verdaderas vocaciones entre los chicos y un incremento de
imaginarias «llamadas al sacerdocio» entre chicas y mujeres jóvenes. La tercera y última
razón en contra de las mujeres como servidoras del altar tiene que ver con el simbolismo
teológico mencionado arriba. En un aspecto, La Misa es el banquete nupcial de Cristo
con la Iglesia. El que el sacerdote represente a Cristo el Novio, concuerda con que deba
estar rodeado de asistentes masculinos. Ésta es la manera en que los novios han llegado a

530
sus bodas, no con novias. Las mujeres servidoras del altar, como las mujeres sacerdotes,
envían un mensaje teológico erróneo.

325 Es difícil ver cómo puede ser posible un acuerdo con los auténticos radicales
comprometidos más de lo que podría haber sido posible con Calvino o John Knox
mientras que sigan viendo a la Iglesia católica como un equivalente laico del anticristo.
Sin embargo, uno nunca puede estar seguro. En el siglo XIX, el marqués de Ripon, que
había sido Gran Maestro de los masones ingleses, se hizo católico e iba directamente de
los mítines del gabinete de Gladstone a los mítines de la Sociedad de San Vicente de
Paúl.

327 Hoy en día en Europa «hay una agresiva ideología laica que es preocupante [...1.
En política es inadecuado hablar de Dios, como si eso fuera un ataque a la libertad de los
no creyentes». Entrevista con el cardenal Ratzinger en La Repubblica, 19 de septiembre
de 2004. «El laicismo significa que no hay más religión que el Estado; es nada menos
que ateísmo de Estado», cardenal Jean-Louis Tauran, archivero Vaticano. Para ambos,
véase Catholic World Report, diciembre de 2004.

326 Según un reciente documento del gobierno francés, el que los niños lleven
símbolos religiosos en escuelas estatales (por ejemplo, niñas musulmanas que cubren sus
cabezas con pañuelos), constituye un acto de intimidación y provocación para los otros
niños no creyentes y sus padres. Daily Telegraph, Londres 20 de septiembre de 2004.

328 El cardenal Ratzinger, citando al historiador y filósofo Arnold Toynbee,


observaba en una entrevista en Radio Vaticano que Toynbee «tenía razón cuando dijo
que el destino de la sociedad siempre depende de las minorías creativas» (Recogido en
The Wanderer, 16 de diciembre de 2004). Realmente, estaba previendo un posible papel
de los cristianos en un entorno crecientemente hostil. Pero las reflexiones de Toynbee se
aplican igualmente a los laicistas.

329 Una pequeña observación: de unos años a esta parte, el Estado inglés ha
regentado hospitales en los que había carteles que advertían que serían detenidos por la
policía quienes insultaran o atacaran a médicos y enfermeras.

330 Aidan Nichols OP, The Shape of Catholic Theology, p, 332.

332 Van der Ploeg, «E. Schillebeeckx and the Catholic Prieshood», Homiletic and
Pastoral Review, marzo, 1982.

331 Recensión de J. Galot. SJ, del libro de Schillebeeck Expérience humaine etfoi en
Jésus, en Esprit et Vie, 23 de julio, 1981.

335 Leo Scheffczyk, op. cit., p. 407.

531
333 Leo Scheffczyk, «Christology and Experience: Schillebeeckx en Crhrist», The
Thomist, julio, 1984.

334 Philip Kennedy OP, Schillebeeckx, Chapman, Londres, 1993, p. 43.

336 Véanse las cartas de la CDF L'Osservatore Romano, del 13 de julio de 1981 y del
28 de enero de 1985.

337 Las citas son traducciones de la edición inglesa: Pm a Happy Theologian, SCM
Press, 1994.

338 Véase Dermont Fenlon, Heresy and Obedience in Tridentine Italy: Cardinal Pole
and the Counter-Reformation, Cambridge, 1972. A la «derecha» de los teologici estaban
los que ahora serían considerados como grupo de la «línea dura»: los zelanti, tipificados
por por el cardenal Caraffa (después, Pablo IV) como aquellos cuya principal
preocupación era la introducción de medidas prácticas para poner a la herejía fuera de
combate lo antes y más eficazmente posible. No resultan, sin embargo, relevantes para lo
que estoy tratando aquí.

532
Índice
PRÓLOGO 10
Capítulo 1. Reforma 13
Capítulo 2. La rebelión 21
Capítulo 3. El partido de la reforma. Dos carnes en una 28
Capítulo 4. Nombres y etiquetas 36
Capítulo 5. Los pastores 43
Capítulo 6. La Iglesia ilustrada 51
Capítulo 7. La grey (1) 57
Capítulo 8. La grey (II) 63
Capítulo 9. La Iglesia: de sociedad perfecta a cuerpo místico 70
Capítulo 10. Pedro y los doce 125 76
Capítulo 11. Los seglares: despertad al gigante dormido 85
Capítulo 12. La Iglesia y los otros cristianos 93
Capitulo 13. La Iglesia y las otras religiones 102
Capítulo 14. La Iglesia y nuestro quehacer en este mundo 109
Capítulo 15. Los comienzos 121
Capítulo 16. Primeros signos del problema 127
Capítulo 17. Entra el modernismo 133
Capítulo 18. Dramatis personae 142
Capítulo 19. Fe e increencia 148
Capítulo 20. La crisis 158
Capítulo 21. Tres movimientos relacionados 166
Capítulo 22. Aggiornamento 1918-1958 172
Capítulo 23. ¿Qué significa todo esto? Una interpretación 180
Capítulo 1. Por favor, utilice la puerta principal 190
Capítulo 2. Qué fue la Ilustración 194
Capítulo 3. Las denominaciones 200
Capítulo 4. Progreso indefinido 206
Capítulo 5. Los principios de 1789 211
533
Capítulo 6. La salvación por la política 219
Capítulo 7. Derechos humanos y errores humanos 231
Capítulo 8. El desplazamiento hacia el sujeto humano en la filosofía 239
Capítulo 9. Existencialismo: Heidegger y Sartre 251
Capítulo 10. Personalismo: Buber, Marcel, Scheler 265
Capítulo 11. Personalismo: Maritain y Mounier 280
Capítulo 12. La idea evolucionista 292
Capítulo 13. Teilhardismo 303
Capítulo 14. Casi todo sobre Freud 315
Capítulo 15. Principalmente sobre Jung 325
Capítulo 16. Visiones plurales del hombre 336
Capítulo 17. Las palabras y su significado 347
Capítulo 18. El encuentro con el protestantismo 354
Capítulo 19. Barth y la neo-ortodoxia. 363
Capítulo 20. Gran hermano 377
Capítulo 21. Las ropas del emperador 383
Capítulo 22. Desnudo, pero no avergonzado 391
Capítulo 23. Cambio litúrgico: El escenario histórico 401
Capítulo 24. La nueva liturgia 414
TRASERA 431
APÉNDICES 438

534

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