El Caso Del Complice Nervioso

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La

señora Harlan está segura de que su marido la está engañando y está a


punto de divorciarse de ella, así que acude a Mason aunque éste no se
ocupa de los casos de divorcio. Se las arregla para despertar su interés e
inicia un complejo plan para recuperar el cariño de su marido. Todo parece ir
bien hasta que alguien es asesinado y la señora Harlan es acusada de
asesinato.

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Erle Stanley Gardner

El caso del cómplice nervioso


Perry Mason - 48

ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Case of the Nervous Accomplice
Erle Stanley Gardner, 1955
Traducción: Alfredo Crespo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Prólogo

El doctor J. W. Spelman, médico legista, miembro del cuadro de enseñanza de la


universidad de Vermont, es un hombre dotado de sentido común, de inteligencia, y
muy experto en su profesión. Puede incluírsele en un grupo de hombres,
desgraciadamente demasiado pequeño, que se interesa en las investigaciones
policíacas desde un punto de vista científico. Por su temperamento, sus gustos y su
formación, son capaces de determinar la hora de la muerte y la causa de ésta. La
ciencia ha hecho progresos enormes en este sentido y es increíble lo que puede
revelar el examen de un cadáver.
Ayudado por el doctor R. Ford, profesor médico en la universidad de Harvard y
de Boston, el doctor Spelman ha trabajado largos años en la confección de unas
láminas de color que muestran todos los aspectos de una muerte violenta.
Entre los dos han recogido miles de reproducciones que abarcan desde heridas
poco frecuentes de balas hasta las huellas que deja la pólvora en la piel, y los orificios
de entrada y de salida de los proyectiles. Se ven casos de asesinato disfrazados de
suicidios, y de suicidios que, un policía poco hábil, hubiese podido tomar por
crímenes.
Esas láminas, clasificadas en numerosos apartados, constituyen un arma
inestimable para la persecución de los criminales. Desdichadamente, habrán de pasar
años antes de que su utilidad sea completamente reconocida y que se emplee.
El doctor Spelman no se interesa solamente en el examen de los cadáveres y en el
descubrimiento de los crímenes, sino también en los problemas relativos a las
pruebas, la culpabilidad, el castigo y la rehabilitación de los culpables. Es
singularmente diestro en la tarea de allanar las dificultades que surgen entre este
sistema moderno y científico y el antiguo sistema del juez de paz.
Pero lo que yo admiro sobre todo es la claridad de visión del doctor Spelman.
Esta no es fácil de definir. Ciertos hombres muy expertos en su oficio, abordan con
dificultad los problemas que les resultan extraños. Pero, este no es el caso del doctor
Spelman, cuyo espíritu, especialmente vivo e inteligente, puede afrontar toda clase de
problemas.
Últimamente, reuní a un grupo de hombres en mi rancho de California. Eran el
doctor R. Ford, de Harvard, el doctor R. Fisher, de Baltimore, el doctor S. Gerber, de
Cleveland, el doctor LeMoyne, de Lansing, Michigan, y el doctor J. Spelman, de
Vermont, y eran los hombres más capacitados en los dominios del crimen. Sabían
más acerca de ello que todos los autores de novelas policíacas reunidos.
Discutimos hasta el alba, comentando los aspectos poco conocidos, e incluso
secretos, de los grandes asuntos policíacos de aquellos últimos años. En un momento
u otro, aquellos hombres habían participado en casos célebres en todos los Estados
Unidos.

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Desde hace años, me esfuerzo, mediante estos prefacios, en atraer la atención del
público sobre el interés de estos métodos científicos en la investigación criminal.
Esos hombres poseen una experiencia y un valor sorprendentes. Algunos han hecho
incluso sus estudios de medicina antes de convertirse en abogados y todos conocen al
dedillo las técnicas criminales.
De los cinco hombres reunidos en mi casa, a cuatro de ellos ya les había dedicado
una de mis obras.
Había oído hablar mucho del doctor Spelman y había seguido con interés su
carrera. Aquella noche pude apreciar su discernimiento sin fallos, su inteligencia y su
sensatez. Es un hombre tranquilo y terriblemente tímido. Esta timidez disimula su
verdadero carácter: enérgico, competente y siempre lógico.
Por este motivo tengo hoy el placer de dedicar este libro a mi amigo:
El doctor Joseph Worcester Spelman.

ERLE STANLEY GARDNER

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Capítulo 1

Una tal señora Harlan quiere hablarte —dijo Della Street, secretaria particular de
Perry Mason—. ¡Parece tener conflictos sentimentales!
Mason frunció el ceño, con aire divertido.
—Le he dicho que tú no te ocupas de casos de divorcio —prosiguió Della—,
pero, al parecer, no se trata de eso.
—¿Qué es?
—No me lo ha explicado.
—¿No quiere separarse de su marido?
—No.
—Entonces, ¿por qué diablos necesita un abogado?
—Es precisamente lo que quiere explicarte. Ha hablado de un plan del que quiere
ponerte al corriente.
—¿Es en relación con conflictos domésticos?
—Sí. Por lo que he entendido, su marido la engaña.
—A esa mujer le debe pasar algo poco corriente, Della, o de lo contrario no te
pondrías de su parte.
—¿De su parte?
—Deseas que la reciba.
Ella asintió sin decir palabra.
—¿Por qué?
—Tal vez por simple curiosidad. Me pregunto cuál puede ser su plan y si algún
día puede servir. En todo caso, ella se aparta mucho de lo corriente.
—¿Cómo es eso?
—Resulta difícil de explicar. Ante todo su ropa, y después su manera de andar, de
erguir la cabeza…
—¿Qué edad tiene?
—Unos veintiséis años.
—¿Bonita?
—En realidad, no se le puede decir bonita, pero tiene mucha personalidad,
pasión… En fin, si todo esto no te interesa, Perry, es que no eres un ser humano.
—¡Pues claro que me interesa! —se apresuró a decir Mason—. Quiero saber cuál
es su plan para dominar a un marido que la engaña, sin necesidad de pedir el
divorcio. Y sobre todo me pregunto, ¿por qué tiene necesidad de los consejos de un
abogado?
Della asintió con la cabeza.
—Estoy contenta de que la recibas. Tal vez tenga un truco que puede servirme
más adelante. ¿Quién sabe?
Después salió y regresó al cabo de un momento acompañando a la cliente, que

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lanzó una rápida ojeada a su alrededor, examinando el despacho. Después, sin esperar
más, avanzó hacia Mason con la mano extendida.
—Buenos días, señor Mason. Le agradezco que haya querido recibirme. ¿Puedo
sentarme?
Con un ademán, Mason le indicó el confortare sillón reservado para los clientes.
—He hablado de mis problemas con su secretaria. Supongo que ella le habrá
puesto al corriente. Me llamo Sybil Harlan, señora de Enright A. Harlan.
Con una seña con la cabeza, Mason la invitó a que prosiguiera.
Ella se sentó, dejó el bolso a su lado y cruzó las piernas.
—Mi marido me engaña y quiero hacer algo para que vuelva a mi lado.
—¿Cuánto tiempo llevan casados? —preguntó Mason.
—Cinco años… ¡Precisamente hoy es el quinto aniversario de nuestra boda!
—¿Es esta su primera aventura?
—No lo creo.
—¿Qué hizo usted las otras veces?
—Sólo ha ocurrido en otra ocasión. Esperé, sencillamente, a que él volviera a mí
y me esforcé por parecer más seductora que la otra.
—Pero esta vez…
—¡Es distinto!
—No sé lo que proyecta hacer —indicó Mason—, pero he de manifestarle que no
me ocupo de divorcios.
—Lo sé.
—Mi secretaria me ha dicho que no solicitaba usted la separación, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Tienen bienes en común?
—Sí, muchísimos. Pero también tengo bastantes terrenos a mi nombre.
—Así, pues, ¿no quiere pensión alimenticia?
—Sólo quiero una cosa: ¡A Enny!
Mason encogió los hombros, con expresión interrogadora.
—Enright —explicó ella—. Todo el mundo le llama Enny.
—¿Cree usted que esas relaciones son serias, señora Harlan?
—No hay que hacerse ilusiones, señor Mason. La mujer que lo tiene enredado, no
demuestra intención de soltarlo.
—¿Y qué piensa él de todo eso?
—De momento, se encuentra flotando en el aire. Está locamente enamorado.
Dentro de unos días vendrá a comunicármelo. Me dirá que está loco por ella y que yo
soy demasiado buena para estropearle su felicidad. Me propondrá la separación y el
divorcio, con todos los pronunciamientos a mi favor. Luego, decidirá que su abogado
y el mío celebren una entrevista para arreglar el asunto desde un punto de vista
financiero.
—¿Es para eso que me necesita?

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—¡No sea estúpido! Quiero recuperar a mi marido. Cuando se trate de arreglar
asuntos financieros, me encontraré en mala situación respecto a su bella conquista.
¡Todo habrá terminado! No; quiero dominar completamente la situación.
—¿Tratará de suplantarla?
—De momento es imposible. Está verdaderamente enamorado.
—Entonces, ¿qué quiere usted que haga?
—Tengo un plan. Mi marido se ocupa de bienes raíces.
—¿Qué edad tiene?
Unos cinco años más que yo.
—¿Es muy competente en su profesión?
—¡Terriblemente! Es inteligente, despierto y endiabladamente ingenioso. Le dará
trabajo, señor Mason. Necesitará usted actuar de prisa, o, de lo contrario en seguida
sospechará y mi plan fracasará.
—Espere antes a que acepte el asunto —contestó Mason.
—Lo aceptará. Estoy segura de que le interesará.
—Bueno, ¿cuál es su idea?
—¡Quiero que compre usted acciones!
—¿Qué clase de acciones?
—Las de una sociedad de bienes raíces.
—¿Y luego?
—Después —dijo ella— asistirá a la reunión de los principales accionistas, que se
celebrará la misma tarde, y se negará a colaborar.
—¿Colaborar con quién?
—¡Con el que sea! Quiero que les haga la vida difícil, que sea el grano de arena
en el engranaje, el peor disidente que haya tenido que sufrir un consejo de
administración.
—Esto no es propio de mí —dijo Mason sonriendo—. O al menos, ¡así lo espero!
—Lo sé, pero su única misión será ponerlo todo en marcha. Después, puede
entregar el asunto a otro abogado. ¡Ya ve lo que necesito! Un hombre indeciso,
quisquilloso, que tema las consecuencias de cualquier iniciativa.
—Y una vez alcanzado el objetivo, ¿qué haremos? —preguntó Mason.
—Lo dejaremos correr.
—No veo cómo esto pueda arreglar sus asuntos.
—Ya le he dicho que Enny está loco por esa pequeña Roxy. Sólo se preocupa de
ella y no ve a nadie más que a ella. Le gusta todo lo suyo, desde el color del cabello
hasta sus grandes ojos pensativos. Afortunadamente, la conoció a causa de los
negocios. Y es en este terreno donde voy a atacar, si sus asuntos van mal, la joven
Roxy pondrá en evidencia el aspecto malo de su carácter. Atormentará a Enny
hablando incesantemente de dinero. Sus arrullos serán sustituidos por las discusiones
de negocios, bastante embarazosas.
—¿Por qué embarazosas?

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—¡Ahí es donde interviene usted! —repuso ella.
—Y dígame, ¿dónde nos conducirá todo esto?
—Verá, yo tendré el papel simpático y ella le amargará la vida. La situación
quedará invertida. Cuando un hombre tiene una aventura, vacila entre su hogar, los
recuerdos en común con su esposa y el encanto la excitación de su nueva conquista.
Es el momento que escoge su esposa para hacerle escenas, para hostigarle echándole
en cara todo lo que ha hecho por él… los mejores años de su vida… acompañado
todo de lágrimas, de gritos, de ojos enrojecidos. Ella quiere provocar sus
remordimientos pero entonces él se pone a la defensiva. La mujer comete una
equivocación terrible al olvidar así sus atractivos e insistir en los reproches y en las
obligaciones conyugales.
—Sí… ¡Prosiga! —dijo Mason, observándola con aire pensativo.
—Es, entonces, cuando ella se precipita a casa del abogado. Se habla de
separación de bienes, de pensión alimenticia. Todo esto aleja aún más al marido. Sólo
piensa en su esposa bajo la forma de problemas financieros, de quejas, de acusaciones
y de pensión alimenticia. La otra mujer encuentra el terreno abonado y el marido ya
no desea más que una cosa: ¡su libertad a cualquier precio! Su mujer no es más que
un obstáculo entre él y «la muchacha más maravillosa del mundo», llena de simpatía
y de comprensión.
—Entiendo —comentó Mason.
—Por eso quiero invertir la situación —prosiguió ella—. Quiero que Enny acuda
a mí si necesita afecto, cuidados, distracción. Quiero que la otra le abrume con
preguntas financieras hasta el punto de darle jaqueca. ¡Entonces yo seré la seductora!
Mason sonrió:
—La experiencia me parece interesante.
—Entonces, ¿me ayudará?
—Sí.
—Habrá que actuar con rapidez.
—¿Es decir?
—Todo va a decidirse hoy mismo. Él va a venir hoy a informarme de su decisión.
Seguramente, ha olvidado que es el quinto aniversario de nuestra boda.
—¿No quiere que le hable de su aventura?
—¡En absoluto! Una mujer no debe perdonar nunca las infidelidades de su
marido. Debe fingir una absoluta ignorancia.
—Entonces, ¿qué he de hacer exactamente? —preguntó Mason.
—Llame al señor George C. Lutts, en la Sylvan Glade Company, y dése a
conocer. Propóngale, luego, la compra de sus dos mil acciones.
—¿Y después?
—Acepte su precio, cualquiera que sea. Luego vaya inmediatamente, con un
cheque y recoja los resguardos. Dígale que quiere asistir al consejo que se celebra por
la tarde…

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—¡Pero esta no es manera de actuar! —interrumpió Mason—. Puede estar segura
de que pedirá más del doble del valor de las acciones.
Ella sacudió la cabeza, con aire impaciente.
—Pero yo no compro acciones, señor Mason. ¡Compro un marido!

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Capítulo 2

George Lutts parecía muy nervioso. ¿Por qué demonios Perry Mason se interesa
por la Sylvan Glade Company?, se preguntaba. ¿Pagaría efectivamente la enorme
suma convenida por teléfono? La inquietud le atormentaba. ¿Tendrían las acciones
más valor del que sospechaba?
Mason depositó el cheque en la mesa del hombre de negocios.
—¡Aquí tiene! —dijo—. Treinta y dos mil setecientos cincuenta dólares contantes
y sonantes. Al dorso he anotado que se trata del pago por sus dos mil acciones de la
Sylvan Glade. Ahora, espero que pueda hacerme asistir al consejo de administración
de esta tarde. Deberá usted anunciar la venta y yo aprovecharé la ocasión para decir
unas palabras.
George Lutts tenía unos cincuenta años. Sus ojos grises, encuadrados por cejas
hirsutas, eran despiertos y duros. Se hubiese dicho que trataban continuamente de
taladrar una niebla espesa. Adelantó la cabeza para observar mejor a Perry Mason.
Parecía que estuviese al acecho, buscando una pista.
—¿Tiene las acciones? —inquirió Mason, con impaciencia.
—¡Sí, si!
—¿Están endosadas?
—No tengo más que firmarlas.
—El consejo se compone de cinco miembros, ¿verdad? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Podría decirme algo sobre ellos?
—Bueno… Son hombres muy capaces, muy inteligentes. Nuestras reuniones
están, generalmente, desprovistas de discusiones —repuso Lutts—. Por tal motivo
espero, señor Mason, que no se oponga usted a sus esfuerzos para engrandecer la
compañía. Esfuerzos que son siempre legales, desde luego.
Mason lo observó, durante unos instantes, antes de contestar. Esbozó una vaga
sonrisa.
—Sí, sí, desde luego —prosiguió entonces Lutts, apartando la mirada—, algunas
veces tenemos ciertas pequeñas… diferencias de opinión, lo que es perfectamente
normal. Después de todo, estamos en un país libre, señor Mason, y cada uno puede
manifestar sus puntos de vista.
—¿Quién, pues, va a presentar objeciones esta tarde? —inquirió Mason.
—Confieso que Ezekiel Elkins, a menudo necesita «informaciones
complementarias». ¡Es terriblemente práctico!
—Creo que, en realidad, quiere decir obstinado, ¿no?
—¡Como quiera!
—¿Contra quién se obstina?
—¡Oh, contra nadie absolutamente!

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—Sin embargo, acaba usted de hablarme de divergencias de opiniones.
—Ejem… Sí, en cierto modo.
—Por lo tanto, tiene que ser con alguien. ¿De quién se trata?
—Hágase cargo —intentó explicar Lutts—. Los directores tienen demasiada
personalidad para no ver las cosas a su manera y…
Mason asintió, sin decir palabra.
—Cleve Rector —prosiguió Lutts, con dificultades exactamente lo contrario de
Ezekiel Elkins. Son precisamente, los dos accionistas principales.
—¿Quiénes son los otros?
—Herbert Doxey, mi yerno.
—¿Importante?
—No, un pequeño accionista.
—Luego…
—Regerson Neffs… Debo hacerle observar, señor Mason, que mis acciones no
bastan para otorgar el dominio de la sociedad. A pesar de que soy presidente, los
otros accionistas son mucho más poderosos que yo.
—Comprendo. Pero si usted se pone de acuerdo con uno de los principales
accionistas, entonces dispone del control de la sociedad, ¿no es así?
—Bueno —vaciló Lutts—, sí y no.
—¿Qué quiere decir?
—Es muy difícil lograr una combinación de este tipo. La situación evoluciona
muy rápidamente, señor Mason. No puede estarse seguro de nada. No hay grandes
divergencias de opinión entre los accionistas. Estas se refieren, principalmente, a los
asuntos secundarios. Todos deseamos el desarrollo de la sociedad y servir lo mejor
posible a los intereses comunes.
—Sólo quería saber a qué atenerme —replicó Mason, con aire misterioso.
—Señor Mason —preguntó Lutts—, espero que no habrá comprado estas
acciones con el propósito de montar una combinación que le proporcione el dominio
de la sociedad, ¿verdad?
—¿Por qué me pregunta esto?
—Bueno, he de reconocer que sus preguntas, y… en fin, ¡ha comprado sin, ni
siquiera discutir el precio!
—Así pues —replicó Mason, con voz llena de recelo—, ¿las acciones no valen
tanto?
—¡Claro que sí, claro que sí! —afirmó en seguida Lutts con vehemencia—.
Incluso puedo asegurarle que hace un buen negocio.
—Entonces, ¿por qué tenía que regatear?
Lutts frunció el ceño, mientras reflexionaba.
—No estaba enterado de su interés por los terrenos de la Sylvan Glade.
—¿Por qué había de proclamarlo a los cuatro vientos? —preguntó Mason.
—¡Evidentemente! Sólo que ni siquiera ha investigado usted sobre su valor

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actual… o, al menos, no se nos ha informado de ello.
—¡Esto es!
—¿Cómo?
—¡Que no han sido informados! —manifestó Mason, imperturbable.
Lutts, incómodo, carraspeó y cambió de tema:
—¿Sabe que esperaba algo por el estilo?
—¿De veras? —exclamó Mason, sorprendido.
—Incluso he recibido una carta anónima esta mañana. Me gustaría enseñársela.
—¿En qué me afecta?
—Al menos, échele una ojeada.
Lutts le alargó una hoja de papel en la que había mecanografiadas estas pocas
líneas:

«Sus acciones de la Sylvan Glade valen tal vez más de lo que se figura.
Haría bien en moverse y vigilarlo todo más de cerca. ¡Créame, tal vez se lleve
una sorpresa!».

Mason examinó la carta, con aire escéptico.


—¡Ese truco no vale nada!
—Sin embargo, es una coincidencia curiosa, ¿no? Puede decirse que su oferta
llega en el momento oportuno.
El abogado contuvo un bostezo.
—No parece tomar esto muy en serio —observó Lutts.
—¡No, en efecto!
—Si lo he entendido bien, ¿conoce usted el valor exacto de estas acciones?
—¿No he aceptado el precio que me ha pedido?
—Si —admitió Lutts—, pero era mi primer precio.
—¿De veras? ¿Pensaba pedir más?
—¡No, no! Pero… en fin, su manera de tratar este asunto me sorprende. Confío
que si cerramos el trato, cuento con que me comunique sus intenciones.
—¡No veo la necesidad! —replicó Mason.
—Sin embargo, me parece que es lo correcto.
Mason observo a Lutts un instante, y luego, cogiendo el cheque, se encaminó
hacia la puerta.
—¡Un momento… espere! —llamó el hombre de negocios, completamente
desorientado—. ¿Qué hace? ¿A dónde va?
—Si lo he entendido bien, ya no le interesa vender. Creía que el trato estaba
cerrado y usted dice: «Si cerramos…». Por lo tanto, yo…
—Me ha entendido mal. Sólo deseaba aclarar ciertos puntos.
Mason volvió a colocarse delante de la mesa, con el cheque en la mano. Lutts,
subyugado, abrió un cajón y sacó los certificados.

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—Supongo que no se opondrá a la nivelación de la colina, ¿verdad? —preguntó,
sin embargo.
—No tengo una idea concreta sobre este asunto —repuso Mason, con tono
glacial.
—¡Pero ese terreno carece de valor mientras no sea nivelado!
—Evidentemente, proyecto adquirir bienes raíces interesantes —observó Mason
—. En su opinión, ¿valen las acciones este precio?
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! —contestó Lutts apresuradamente—. Me expreso
mal, muy mal. Cuando nuestra sociedad compró este terreno, se encontraba en un
sector de segunda categoría. El lugar había conocido una época de esplendor, pero, al
extenderse la ciudad hacia el norte, la gente de categoría se había marchado. Se había
convertido en un barrio popular de pequeños comerciantes. Pero ellos abandonaron
también el barrio para instalarse más al norte. Ese terreno y la casa ocupan toda una
colina… En fin, debo reconocer que la hemos conseguido casi por nada.
»Hemos pensado que nivelando la colina, podríamos ganar mucho dinero. Es una
idea que vale su peso en oro, señor Mason, pues en ese sector va a construirse una
autopista. Por lo tanto, venderemos la tierra a la empresa que haga la autopista y
podremos…
—¿Están ya de acuerdo con esa empresa? —interrumpió Mason.
—Se puede decir que sí, aunque no se ha firmado nada. La propietaria del terreno
vecino ya ha vendido tierra a esa sociedad. He tenido noticias del asunto y se nos ha
adelantado. Hay que decir que no ha tenido que derribar edificios para efectuar la
nivelación. Esa señora Claffin, además tiene un consejero admirable. Enright Harlan.
Nos ha ganado por velocidad, pero al fin hemos conseguido ponernos de acuerdo.
—Así, pues, ¿han hecho derribar todas sus casas? —preguntó Mason.
—¿Es que lo ignoraba? —inquirió Lutts, sorprendido.
—Sí —replicó Mason, sin alterarse.
—Sólo queda una: una vieja mansión transformada en despachos. Pero, ¿cómo
podía valorar esas acciones si ignoraba lo de los derribos?
—¡Pero si ha sido usted quien ha fijado el precio!
—Sólo por el interés que ha demostrado usted por estas acciones —hizo observar
Lutts.
—Así, si lo he entendido bien, ¿su precio es demasiado elevado?
—Un momento —se apresuró a decir Lutts—. Sobre esto no quiero afirmar nada.
Ni yo mismo estoy seguro del precio. Tal vez sea demasiado baratas. ¡Voy a hacer
examinar los libros para llegar a una conclusión exacta!
—Sí, pero yo tengo prisa —cortó Mason—. Aquí tiene un cheque de treinta y dos
mil setecientos cincuenta dólares. Dentro de quince segundos saldré de este despacho.
Mañana le ofreceré veintidós mil dólares. Pasado mañana doce mil, y, al día siguiente
diez mil. Si entonces no está aún decidido, ¡puede quedárselas!
—Pero, ¿por qué? —exclamó Lutts—. ¡Aquí ocurre algo que yo ignoro!

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Mason indicó las acciones con la barbilla:
—Si no firma inmediatamente, rompo el cheque. ¡Escoja!
—¡Un momento, un momento! ¡Firmo! ¡Firmo! —exclamó Lutts—. Déjeme
tiempo para hacerlo: ¡Válgame Dios, qué impaciencia! Nunca había visto nada
parecido.
Estampó su firma al pie del certificado de venta y lo empujó hacia Mason, que le
entregó el cheque.
—¿Quién es el secretario de esta sociedad?
—Herbert Doxey.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—En el despacho vecino.
—¿Es que me espera?
—Bueno… Sí y no.
Mason sonrió levemente.
—Debe estar congestionado al verme pagar tal precio por sus dos mil acciones.
—No es esto lo que quiero decir.
—¿De veras? —ironizó Mason—. En fin, voy a verle. Después de esto, dio media
vuelta y salió del despacho, dejando a Lutts completamente perplejo. En la puerta del
despacho vecino se leía: «Herbert Doxey - Secretario». Mason entró sin llamar.
Un hombre en mangas de camisa, removía los papeles en signo de actividad. Sin
duda, había observado la sombra de Mason en la puerta de cristal y se esforzaba en
demostrar que trabajaba.
El abogado le observó, sin decir nada.
Doxey fingía no verle. Pero, ante la mirada aguda que le observaba, cesó de
interpretar la comedia, alzó los ojos y fingió sorpresa.
—Me llamo Mason. Tienen que poner dos mil acciones de la sociedad a mi
nombre. Sírvase rectificar los registros.
—¡Bien! ¿Ha llegado a un acuerdo con el viejo Lutts?
Mason le alargó el documento que el otro acababa de firmar. Doxey sacó del
cajón un libro enorme y el sello de la sociedad.
—Me interesa que la transferencia se efectúe inmediatamente, y que los títulos
estén a mi nombre: Perry Mason.
Doxey escribió el nombre del nuevo accionista y después, sin poder resistir más,
preguntó:
—¿Puede decirme en cuánto valora estas acciones?
—En bastante, en bastante —replicó Mason, vanamente—. ¿Cree usted que esta
tarde, en la asamblea, habrá jaleo?
Entonces fue el otro quien se mostró evasivo.
—¡Es muy posible! —dijo.
—Gracias —repuso Mason, marchándose.

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Capítulo 3

Mason abrió la puerta del despacho.


—La señora Harlan te espera —dijo Della, sonriendo—. ¡Llegas a punto!
—En seguida la recibo —repuso el abogado mientras lanzaba su sombrero sobre
el busto de Gladstone, que quedó ridículamente cubierto.
Della hizo entrar a la señora Harlan.
—¿Ha resultado todo bien? —preguntó inmediatamente.
—Sí —repuso Mason—. ¡Pero hubiese podido conseguírselas por mucho menos!
Ella hizo un ademán de impaciencia.
—Espero que no lo habrá intentado, ¿verdad? Le había dicho que pagase sin
discutir.
—He pagado.
—Compréndalo —añadió ella—. Él hubiese podido sospechar y llamar a mi
marido para hacerle alguna pregunta. En tal caso no sé lo que hubiese ocurrido. Es mi
última oportunidad, señor Mason, y debo llegar hasta el final. Si no hubiera resultado,
debería empezarlo todo desde el principio.
—Sí, comprendo —repuso Mason—. ¿Qué hacemos ahora?
—Pues bien, dado que es usted accionista de la Sylvan Glade Company, voy a
tener el gusto de enseñarle lo que he comprado. Mi coche está abajo y podemos
marcharnos inmediatamente. Me interesa enseñarle el lugar hoy mismo. A partir de
mañana, será mejor que evitemos ser vistos juntos. Seguramente habrá detectives en
el lugar, tratando de descubrir por cuenta de quién ha comprado usted estas acciones.
Deben comprender que no son para usted.
—Eso espero —señaló Mason, recuperando el sombrero y dejando pasar a Sybil
Harlan.
—¿Por qué? —preguntó ella, lanzándole una rápida mirada desde la puerta.
—No quiero que se sepa que pago un precio tan elevado, sin ni siquiera discutir.
¡Si hubiese visto a Lutts! Ha debido creer que habíamos descubierto uranio en su
terreno. Ya no sentía ningún deseo de vender y, sin embargo, se moría de miedo de
que yo me marchase y no volviera. Verdaderamente, estaba en un apuro.
Mason comunicó a su secretaria adónde se dirigía, y después siguió a la señora
Harlan hasta su coche.
—Cuénteme más cosas de esos terrenos —pidió Mason, mientras corrían a través
de la ciudad.
—Están en el extremo sur. En cierta época fue un sector extremadamente
elegante, dividido en propiedades de valor. Después, en 1935 o en 1934, el fuego
destruyó algunas mansiones. Fue entonces cuando aparecieron las primeras barracas.
Durante cinco o seis años, éstas fueron invadiendo el sector. Causaba un efecto muy
extraño ver las vastas mansiones rodeadas de horrendas edificaciones.

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Evidentemente, fueron abandonadas. Se construyeron nuevas carreteras más al norte.
En aquel momento, Lutts comprendió que podía ser interesante adquirir los terrenos,
derribar las casas y nivelar la colina. Se dijo que aquello podría constituir un lugar
maravilloso para un terreno de golf o para una serie de bungalows. Se esforzó,
también, en adquirir los terrenos vecinos. En este momento mi marido entró en
escena. Enny es un hombre de negocios muy listo y comprendió lo que Lutts
proyectaba hacer.
»En la misma época, Enny se enamoró de Roxy. Al principio no se trataba más
que de relaciones comerciales. Se trataba de una joven divorciada que necesitaba a un
hombre de negocios que cuidara de sus intereses y le proporcionara buenas
inversiones.
»Enny descubrió que iban a construir una autopista que pasaría junto a los
terrenos. Se dijo que podría venderles tierra como material. Mientras Lutts adquiría
opciones aquí y allá, le venció por velocidad. Compró bastantes terrenos a nombre de
Roxy y estableció un pacto con el contratista que construía la autopista para venderle
la tierra.
—¿Mucha?
—Toda la que tenía. Ya lo verá cuando lleguemos allí. Roxy hizo nivelar su
terreno hasta el borde del nuestro. Evidentemente, con las lluvias el terreno se ha
hundido y nuestra casa se ha inclinado y ha empezado a resbalar. Pero como el
contratista necesita más tierra, negocia con Lutts. Precisamente, es para discutir esto
que se celebra una reunión esta tarde.
—¿Aceptarán los accionistas el ofrecimiento?
—No pueden hacer otra cosa. El accede a comprar la tierra, a pagar el derribo de
la casa y construye una carretera que pasa ante nuestros terrenos y el de Roxy.
Además, Enny irá a la reunión.
—¿Para saber lo que deciden?
—Sí. Esto le afecta, especialmente. Ha vendido su tierra y ha hecho nivelar el
terreno de Roxy. Por lo tanto, está ansioso por ver construida la autopista. Su cliente
se beneficiará, también, pues necesitarán todavía más tierra.
—Pero, ¿y si la compañía de Lutts no acepta el trato?
—El ya no sabrá qué hacer con el material que le queda por vender. Como
comprenderá, la combinación conviene a todo el mundo, señor Mason. Es natural: el
contratista les necesita a ellos y ellos desean ver nivelada la colina.
—¿Y qué debo hacer en todo esto?
—Usted debe entorpecer los planes de Roxy en relación con esa autopista.
—¡Pero esto equivale a enfrentarme con todo el mundo!
—Sí. La Sylvan Glade desea que se construya la carretera para poderla utilizar, y
Roxy para vender su tierra. En cuanto al contratista, desea aprovechar la ocasión,
pues, de todas maneras, debe construir la carretera.
—Así, ¿están todos de acuerdo? —preguntó Mason.

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—Sí.
—¿Y qué debo hacer yo?
—Interponerse en su camino para que Roxy tenga preocupaciones. Haga lo que se
le ocurra para molestarles.
—Pero con esto corre el riesgo, de perjudicarse en su calidad de accionista.
—Ya le he dicho, señor Mason, que esto no me interesa. Quiero a mi marido, y
nada más.
Él asintió con la cabeza, encendió un cigarrillo y observó a hurtadillas el rostro de
la señora Harlan.
Sin apartar los ojos de la carretera, ella dijo:
—Veo que le intrigo… ¿Es pura curiosidad?
—No únicamente. Me interesa usted…
—Gracias, ¿cree que me será posible seducir de nuevo a mi marido?
—Ya lo hizo una vez.
Ella sacudió la cabeza.
—De eso hace cinco años. Esa mujer es mucho más joven que yo.
—No tiene importancia —replicó Mason—, pero dígame: ¿de dónde saca ella
todo ese dinero… seguros, inversiones rentables, o…?
—Diga más bien que lo saca de los hombres —interrumpió ella.
Mason le lanzó una mirada de sorpresa.
—Me había parecido entender que ella estaba muy bien económicamente.
—Lo está, pero nadie sabe de dónde procede su dinero.
—¿No tiene pensión alimenticia?
—No, nada de eso.
—¿E inversiones?
—Ahora las hace, pero para invertir dinero hay que tener un capital. ¡Oh, ha
sabido arreglárselas bien!
—¿Cree usted que su marido tiene algo que ver en ello?
—No. En la actualidad está muy enamorado de ella, pero la conoció por cuestión
de negocios. Tal como conozco a Roxy, creo que sus relaciones no permanecieron
mucho tiempo en este plan profesional.
Mason observó su perfil colérico.
La señora Harlan desvió el vehículo, cogió por un caminito mal pavimentado y,
después de un viraje cerrado, ascendió hasta lo alto de la colina.
—Ya está —dijo, indicándole una casa de tres pisos que había conocido días
mejores, antes de caer en un estado de abandono total—. Es la casa que hay que
derribar. Esos montones de madera, proceden de barracas derruidas. Sólo sirve para
leña. La compañía trata de venderla, incluso a bajo precio. Hemos puesto un anuncio
en los diarios.
Ella detuvo el coche y Mason se apeó.
—¿Quiere visitar la casa?

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—Me gustaría echarle una ojeada.
Ella abrió el compartimiento contiguo al volante y sacó un llavero y unos
gemelos.
—¿Qué hay detrás? —preguntó vivamente Mason.
Ella cerró el compartimiento, con un rápido ademán.
—Un revólver —repuso.
—¿Para qué?
—Para protegerme.
—¿Dónde lo ha encontrado?
—Es uno de los revólveres de Enny. Tiene toda una colección. Le gusta mucho la
caza.
—¿Por qué desea usted protegerse? —preguntó Mason.
Ella rehuyó su mirada y contestó:
—Porque, de vez en cuando, vengo aquí y esto está muy desierto. Siempre que
entro en la casa meto el arma en mi bolso. He leído demasiadas historias sobre
mujeres que han sido atacadas, para correr un riesgo inútil.
Cuando llegó ante la puerta de la casa, la señora Harlan metió una llave en la
cerradura.
—¡Está bien engrasada! —observó Mason.
—Sí, yo misma lo hice.
—¿Puedo ver las llaves?
Como ella vacilara, él alargó la mano con firmeza.
—Oh, claro está que sí —repuso, mientras le entregaba el llavero.
Él lo examinó cuidadosamente.
—Son imitaciones —señaló.
—Sí.
—¿Cómo las ha conseguido?
—Dios mío, señor Mason, me sorprende usted. ¿No sabe que todos los hombres
de negocios tienen varios juegos de llaves? He cogido estas a Enny.
—Pero él se habrá dado cuenta.
—Sí, pero no sabe a dónde han ido a parar. ¡Y además, ya tiene las otras!
—¿Cuáles son sus intenciones? —preguntó.
—Ahora iba, precisamente, a comunicárselas. Desde el tercer piso de la casa, se
distingue muy bien la casa de Roxy, el patio y la piscina. ¿No era eso lo que deseaba
saber, señor Mason?
—De modo, que ha espiado usted a su marido, ¿no?
—Exactamente.
—¿Y qué ha observado?
—¡Montones de cosas!
—Pero, si trata de demostrar que él la engaña, ¿por qué no contrataba un
detective?

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—¡Ya le he dicho que las pruebas no me interesan! No quiero obtener ni el
divorcio ni una separación de bienes. Quiero reconquistar a mi marido.
—¿Cuántas veces ha venido usted aquí?
—Las suficientes para descubrir todo el lío.
—Muy bien —dijo Mason—. ¡Vamos allá!
Ella abrió la puerta.
—Permítame que le enseñe el camino —dijo.
La casa olía a humedad y a cerrado. En la planta baja, los tabiques habían sido
derribados y, luego, levantados de manera que dividían las grandes habitaciones en
pequeños despachos. Los locales, ahora abandonados, estaban sembrados de
desperdicios, de diarios viejos, de sillas rotas, de restos de ropas, de maderas y de
ladrillos. Todo estaba recubierto por una espesa capa de polvo.
—Triste espectáculo, ¿verdad?
Mason asintió con la cabeza.
—Sígame —prosiguió ella—. Discúlpeme, señor Mason, pero todo esto está muy
sucio y llevo una falda blanca.
Uniendo el ademán a la palabra, se subió la falda por encima de las rodillas y la
sostuvo así, para subir la escalera.
Mason observó los zapatos blancos y las esbeltas piernas, enfundadas en medias
de nylon.
—Verdaderamente, no es una indumentaria para venir aquí —observó.
—Lo sé. Pero estoy citada con mi peluquero, y debo ir directamente al salir de
aquí. Discúlpeme por darle este espectáculo, pero no quiero ensuciarme.
—No se preocupe —indicó Mason.
Llegaron al segundo piso, el reservado en origen para dormitorios. Pero, también
allí, la gente había abandonado viejos colchones, somiers rotos y muebles carcomidos
por la edad y que ni siquiera se sostenían en pie.
La señora Harlan, que seguía con la falda levantada sobre las rodillas, para que no
rozara el polvo, subió hasta el tercer piso. Condujo a Mason hasta una habitación que
daba a la fachada norte. Dicha habitación estaba vacía y limpia. El único sillón,
cubierto por un diario, estaba colocado junto a la ventana.
La señora Harlan soltó su falda y después golpeó el suelo con los pies, para hacer
desaparecer el polvo que había ensuciado sus zapatos.
—¡Ya hemos llegado, señor Mason! —dijo, por fin.
Un poco más abajo se levantaba una casa en una pendiente abrupta.
—Uno no se siente tranquilo aquí —observó Mason—. Se tiene la impresión que
de un momento a otro vamos a resbalar colina abajo.
—Le comprendo —repuso ella—. Las lluvias han descamado por completo el
terreno. Pero dentro de un mes esta casa será derribada y la colina nivelada. Fíjese en
la otra casa, señor Mason. Ya ve lo que quiero decir… Las dos siluetas.
Se acercó a la ventana y entreabrió el batiente. La brisa ligera agitó la cortina de

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encaje. La señora Harlan la apartó a un lado.
Después sacó los prismáticos de su estuche de cuero.
—Siéntese aquí —invitó—. Lo verá perfectamente. Entregó los prismáticos a
Perry Mason. Lleno de curiosidad, éste se instaló en el sillón y los enfocó hacia el
patio de baldosas rojas.
Un hombre y una mujer estaban cerca de la piscina. Él iba vestido, pero la mujer
no llevaba casi nada. Estaba tendida en un colchón neumático.
—Está tomando su baño de sol —comentó Sybil Harlan—. ¡Siempre ocurre lo
mismo cuando Enny le hace una visita de negocios!
—¿Es su marido?
—Sí. Debe estarle hablando del consejo de esta tarde, y pedirle sus últimas
instrucciones.
Mientras Mason observaba, el hombre se inclinó y alargó la mano. La mujer la
cogió y se levantó melosamente, de un salto. Permaneció un momento inmóvil, frente
al hombre y después se puso una ligera bata.
La señora Harlan miraba por encima del hombro de Mason.
—¡Usted mismo ve lo que sucede!
—¿Quiere los prismáticos?
—No; no quiero dejarle sin ellos —repuso la joven—. Ahora ella se envuelve
púdicamente en una bata. Pero hace un rato, Enny ha podido observarla a su gusto.
Bonita silueta, ¿no cree, señor Mason?
—Sí, muy bonita.
—Es, precisamente, por esto que he comprado treinta y dos mil setecientos
cincuenta dólares de acciones que no me interesaban. Ahora ella le invita a entrar, a
beber una copa y…
Harlan seguía ante la joven que le sonreía. Mason vio que los labios de ella se
movían, mientras adelantaba su rostro, ligeramente levantado, hacia él.
De repente, el hombre la estrechó entre sus brazos y la besó con violencia.
Mason apartó los prismáticos para mirar a la señora Harlan. Esta estaba de
espaldas a la ventana y tenía los puños apretados.
—Bueno —dijo Mason—. Ya he visto el lugar.
—¿Nos vamos?
—Sí, será mejor. El consejo de administración se reúne a la una y media. No
quiero llegar tarde.
—Ahora Enny debe estar a punto de marcharse —comentó ella.
—¿Se construyó esa casa después de que el terreno…?
—¡No, no! Está ahí desde hace cierto tiempo, justamente al pie de la colina. La
piscina es hermosa, ¿verdad? A Enny le encanta nadar. La pared del patio les oculta,
y resulta perfecto. La pequeña barraca que hay más abajo, pertenece al contratista.
—Pero pueden verla a usted. ¿Nunca se les ha ocurrido mirar hacia aquí? —
preguntó Mason.

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Siempre he sido muy prudente. Y, además, ellos saben que la vieja mansión está
deshabitada, y esto les es suficiente. Ser la esposa de Enny, me bastaba a mí también,
antes de comprender que se me había escapado.
—Pero usted va hoy vestida de blanco, y hubiesen podido distinguirla cuando ha
abierto la ventana y…
—En general, me visto de oscuro para venir aquí. Hoy me interesaba enseñarle la
propiedad y las andanzas de esos dos. ¿Quiere que bajemos? Le indicaré los límites
de nuestro terreno.
—¿No se ven desde aquí?
—Sí, pero, como usted ha observado, vestida de blanco resulto demasiado visible.
Bajemos.
Mason guardó los gemelos en su estuche. Ella alargó la mano.
—Ya los llevaré yo —dijo él.
La señora Harlan se levantó de nuevo la falda y la mantuvo apretada contra sus
piernas.
—Tengo la impresión de exhibirme como esa mujer de ahí abajo, junto la piscina.
Pero esta casa está terriblemente polvorienta… No quisiera ensuciarme, y usted ya
habrá visto otras piernas, señor Mason.
—Pero no tan encantadoras.
Ella rió.
—Gracias. Es exactamente la clase de cumplido que necesito para recuperar
moral. Sé que mis piernas no están mal, pero también se lo que no me funciona bien.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Soy terriblemente emotiva. Mi buena educación sólo es superficial. A veces
tengo impulsos verdaderamente salvajes. Siento que… En fin, que ya no soy dueña
de mí misma. Prefiero no pensar en ello. A veces, tanta violencia interior me asusta.
»Algunas mujeres hubiesen tratado de entablar amistad con su rival para
descubrir lo que ella tiene de seductora. Las he visto que libran uno guerra fría,
disimulada, con una cortesía perfecta. Yo soy incapaz. ¡Me lanzaría a su cuello!
»Debo desconfiar de mis arrebatos y no acercarme a esa mujer. Eso es todo.
—En efecto, será mejor —observó Mason.
—¿Qué?
—Mantenerse a distancia.
—Sí, tiene razón. Pero dejemos de hablar de ella; ¿quiere?
Ella bajó la escalera delante de Mason. En la planta baja, dejó caer la falda y se
alisó los pliegues arrugados, después abrió la puerta y permaneció unos instantes en
el umbral. Sus piernas se silueteaban contra el sol, a través del ligero tejido. Ella alzó
los brazos, se alisó el cabello y echó una mirada a Perry Mason, por encima del
hombro.
—¿Cree que tengo alguna probabilidad?
—¡Oh, sí, estoy seguro!

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Ella salió. Después cerró la puerta y dio una vuelta a la llave.
—Nuestro terreno empieza allí abajo —dijo—. Fíjese: allí donde termina la
excavación de la propiedad vecina. Esta es la causa de que todo se desmorone.
¡Últimamente ha llovido tanto…!
—Esperemos que esto termine —indicó Mason.
—Sí. Pero, de todos modos, la casa debe ser derribada… ¡Cuando se piensa en
todas las historias que podía contarnos! Hace mucho tiempo era una suntuosa
mansión en el centro de un barrio elegante. Entonces, aún se utilizaban los caballos,
los coches. Hermosas mujeres han subido por estas mismas escaleras. Matrimonios,
nacimientos, muertos… La casa lo ha conocido todo. Después, la gente distinguida
dejó el lugar a otras, cada vez más vulgares. Uno se pregunta cómo es posible que
una gente que se marcha de una casa puede dejar tanta suciedad en ella. Es terrible
ver la agonía de una casa, señor Mason, incluso de una casa.
La joven estaba frente a él, a pleno sol. Su rostro era duro y amargo.
—¡Seis años! —dijo con violencia y claridad.
—Creía que era el quinto aniversario de su boda —observó Mason.
—Sí —repuso ella—, pero estoy hablando de esa hermosa joven de cuerpo
moreno. Tiene seis años menos que yo. Y es contra esto que debo luchar. Cuanto más
envejezco, más difícil me resulta. Siempre hay muchachas jóvenes y hermosas que
compadecen y… ¡Válgame Dios! ¡Esto me da ganas de llorar!
—Un momento —interrumpió Mason—. No olvide que es el quinto aniversario
de su boda. Vaya a hacerse peinar, arreglar. Estará espléndida y la superará.
—¿Cómo superarla? Ella es muy hermosa y posee un cuerpo admirable y moreno.
La he observado. Me he fijado en su piel dorada, me he fijado en todo, incluso en que
tiene seis años menos que yo.
—Sí, pero ahora empezará a hacer preguntas embarazosas a su marido, porque no
ha defendido mejor sus intereses y lo que él quiere decir con «apoyo legal».
—En efecto, ¿qué es eso? —preguntó la señora Harlan, demostrando curiosidad
de repente.
—Es una pregunta que también se harán los directores de la Syvan Glade
Company —dijo Mason, iniciando una sonrisa—. Ahora, si quiere saber la opinión
de alguien que entiende en eso, esa muchacha no le llega ni al tobillo, señora Harlan,
créame. Usted es tan atractiva como ella y, además, tiene mucha más personalidad.
—Gracias por el consuelo, señor Mason. Lo necesito. En este momento, me
siento terriblemente deprimida y…
Bruscamente, subió al coche, abrió el compartimiento y guardó los gemelos que
le alargaba Mason. Vaciló un instante y, después, sacó el revólver, que guardó en su
bolso.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar él.
Ella sonrió alegremente.
—Voy a devolverlo a su sitio. Después de todo creo que no lo necesitaré…

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Empiezo a tener con fianza en su plan. ¡Saldrá con bien de él!

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Capítulo 4

George C. Lutts, sentado en un extremo de la mesa de caoba, dio un golpecito con


su martillo y dijo, con voz seca y autoritaria:
—Declaro abierta la sesión.
Luego, los hombres sentados, alrededor de la mesa, se inmovilizaron en señal de
atención.
—El comité aquí reunido, debe examinar la oferta de la sociedad constructora de
carreteras y de la compañía de nivelación de terrenos, en relación con el proyecto de
derribar la casa, de nivelar la colina y de vender la tierra a la autopista. Pero antes de
discutir este asunto, debo participarles una noticia de otro género.
Se interrumpió, carraspeó y siguió hablando:
—Acabo de vender todas mis acciones. Estas han sido compradas por el señor
Perry Mason. Deseo pues, presentarles al señor Mason, abogado, y presentarles mi
dimisión como presidente de este comité.
»Propongo que nuestro nuevo accionista nos diga unas palabras. También quiero
destacar, que el señor Enright Harlan, ha sido admitido en esta reunión, con carácter
excepcional. Representa a la señora Roxy Claffin, cuyos terrenos están situados al
norte del nuestro. Y ahora, si el señor Mason quiere hacer el favor…
—Un momento. Desearía hacer algunas preguntas —interrumpió, secamente,
Ezekiel Elkins.
—¿Sí? ¿Sobre qué? —preguntó Lutts, sin disimular su impaciencia.
Elkins empujó su silla hacia atrás y se levantó. Debía tener unos cincuenta años;
era pesado, de mandíbula cuadrada, ojos recelosos y brillantes, cabellos rubios y
rostro pecoso. Incluso, mientras hablaba, tenía las manos metidas en los bolsillos.
—¿A qué precio ha vendido sus acciones?
—¡No tengo por qué decirlo! —replicó Lutts, inmediatamente.
—Creía que estábamos de acuerdo sobre este punto: en caso de venta, el
accionista debía dar prioridad a los demás, antes que a un extraño.
—¡Nunca he firmado nada semejante!
—No hablo de un contrato, sino de un simple acuerdo verbal.
—No lo recuerdo.
Hubo un murmullo general de protesta.
—¡Pero si lo habíamos decidido aquí mismo, al establecer los estatutos de esta
sociedad!
—Alguien debió hacer esta sugerencia —se obstinó Lutts—, pero no decidimos
nada concreto.
—Sí —protestó Elkins, con tono rencoroso.
—Pues bien, he vendido mis acciones, eso es todo —concluyó Lutts, colérico.
—¿Y no nos quiere decir a qué precio?

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—No.
Elkins se volvió hacia los otros miembros de la reunión.
—Propongo que aceptemos la dimisión de Lutts, como presidente de este comité.
No puede ocupar este cargo, pues ya no es accionista de la sociedad.
—¡Se acepta la proposición! —se apresuró a decir Regerson Neffs.
—Pero todavía no he presentado oficialmente mi dimisión —replicó Lutts.
—Ya no puede asistir a las asambleas. Para formar parte del comité director, hay
que ser accionista —repuso Elkins.
—Pero puedo obtener una acción de Herp Doxey, sólo por mera fórmula —
prosiguió Lutts—. Sigue; interesándome el…
—Su despido ha sido propuesto y aceptado por dos accionistas, miembros del
consejo de administración. Que todos los que estén de acuerdo digan sí.
Inmediatamente, se oyeron cuatro «síes».
—La cuestión queda, pues, zanjada —prosiguió Elkins—. Hemos de nombrar un
nuevo presidente.
—¡Propongo al señor Cleve Rector! —dijo Regerson Neffs.
—Y yo propongo a Ezekiel Elkins —intervino Herbert Doxey.
—Estamos empatados —constató Neffs—. Será preciso…
—Pero yo voto también por Elkins —dijo Rector.
—¿Sí?
—¡Desde luego!
—Pero —señaló Doxey—, el reglamento nos prohíbe elegir presidente, como no
sea en una asamblea general. Son los accionistas quienes han de escoger al
presidente.
—Convocaremos esta asamblea, cuando termine el consejo —concluyó Elkins—.
Y ahora, escuchemos al señor Mason. ¿Tiene algo que decirnos?
—Sólo deseaba anunciarles que soy accionista de la sociedad y que me interesa
todo lo que el comité director pueda decidir —dijo Mason.
—¿A quién representa usted? —preguntó Elkins.
—Las acciones están a mi nombre.
—Pero usted representa a alguien —insistió Elkins—. No puede haber decidido
de la noche a la mañana la compra de un paquete de acciones, sin negociaciones
previas, y a un precio tal, que Lutts no ha querido decírnoslo por miedo a que el
asunto se le escape de las manos.
—Representa a esa Claffin —intervino Cleve Rector—. Considero que esa mujer
se ocupa demasiado de nuestros asuntos. Nos ha ganado por velocidad, ha comprado
el terreno contiguo al nuestro y está dispuesta a…
—Aguarden un momento —interrumpió, rápidamente, Enright Harlan,
poniéndose en pie—. La señora Claffin es cliente mía y me resulta desagradable
escuchar tales insinuaciones a su respecto. Además, me consta que el señor Mason no
ha comprado nada por cuenta de ella.

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—¿Por qué se obstinan en creer que represento a alguien? —preguntó Mason.
—¡Hace mal en subestimarnos! —dijo Elkins.
—No tiene más remedio que negarse a confesar —dijo Rector—. En mi opinión,
este hombre está aquí con el propósito de espiarnos. Les aconsejo que no se fíen.
Trata de meterse en nuestros negocios en beneficio de Roxy Claffin. La sociedad no
lo interesa verdaderamente. Me opongo a que forme parte del comité director.
—Pero es que no tengo ninguna intención de formar parte de él —declaró Mason,
con impaciencia—. Sólo quiero hacer una sugerencia respecto al actual negocio.
—Bueno, después de todo está en su derecho; —admitió Elkins.
—Si lo he entendido bien, todos ustedes solo; piensan en una cosa: hacer nivelar
la colina que ocupa su terreno, ¿no es así?
—Sí, ¿por qué no? —preguntó Elkins—. Eso aumentaría el valor del terreno.
—Entendido —continuó Mason—. Pero, ¿qué harán después? Tendrán un terreno
llano y constituirá un grave problema el asunto del paso de las aguas. Creo que esa
colina podría ser arreglada, la casa restaurada, con una gran terraza con cristales. Esta
cristalería convertiría el lugar en un sitio ideal para un restaurante o una sala de
fiestas de lujo.
Mason calló. Todos le miraban estupefactos.
—¿Se ha vuelto loco? —preguntó, finalmente, Lutts.
—En este caso —prosiguió Mason, sin hacer caso de la interrupción—, pueden
ustedes entablar un proceso contra la señora Claffin, que posee el terreno vecino, por
haber prescindido del derecho de «apoyo medianero».
—¿De qué está hablando? —intervino, nuevamente, Lutts.
—Todo propietario tiene ciertas obligaciones respecto a un terreno contiguo. He
observado que la señora Claffin ha hecho nivelar su propiedad, rebasando incluso sus
límites. Esto ha dado como resultado dejar sin apoyo los cimientos de la casa que hay
en la colina. Es un perjuicio importante para la Sylvan Glade Company. Considero
que, antes de seguir adelante con los acuerdos para nivelar la colina, se debería
meditar, seriamente, mi idea. La casa puede ser restaurada y la señora Claffin
procesada por otra violación de la ley.
»También les llamo la atención sobre el hecho de que estos últimos años han sido
especialmente secos. Pero pueden surgir arroyos caudalosos por el norte y el este, si
se producen lluvias abundantes, los cuales inundarán el terreno, cuando esté nivelado,
mientras que, ahora, la colina es hermosa, está bien situada, y seca. La falta de
carretera ha sido siempre el principal inconveniente. Pero puesto que se va a construir
una, la casa recuperará valor.
—Tengo la impresión de que esta es una idea condenadamente buena —dijo
Cleve Rector—. Voy a pensar en ella.
—¡Un momento, un momento! —intervino Enright Harlan—. ¡Esto es puro
chantaje! ¡Ahora entiendo lo que viene a hacer el señor Mason! Trata de explotar la
situación. Pero deseo recordarles que si no firman un acuerdo con la señora Claffin,

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ella no les dejará utilizar la carretera que atraviesa su terreno. Pueden escoger: o
hacen nivelar la colina, o le pagan un peaje para poder transitar por la carretera.
—¿Quiere decir que le deberíamos dinero? —inquirió Lutts.
—Después de todo, ustedes necesitan su carretera, ¿no es así?
Ezekiel Elkins se volvió hacia Mason:
—¿Qué nos estaba diciendo sobre ese «apoyo medianero»?
—Un momento, señores —interrumpió Harlan—. Si desean ustedes atacarnos,
insisto en llamar a un abogado, y…
—Señor Harlan, aquí usted carece de voz —cortó Elkins—. No es accionista y
sólo le toleramos como caso excepcional. Sus intereses son opuestos a los nuestros.
Prosiga, señor Mason, explíquenos su idea.
—La ley es tajante a este respecto —indicó Mason—. Un propietario no tiene
derecho a causar ningún perjuicio a su vecino. El artículo 832 del Código Civil,
agrega incluso, que el propietario debe obtener una autorización escrita de su vecino,
antes de iniciar trabajo susceptible de deteriorar los terrenos del otro. ¿Les ha pedido
esta autorización la señora Claffin?
—En absoluto —dijo Rector.
—Aguarden un momento —interrumpió Harlan—. ¡Reflexionen antes de decidir!
—Deberíamos pedir consejo a un abogado —dijo Regerson Neffs.
—¡Pero si ya lo tenemos! —repuso Rector—. Propongo que se aplace la sesión.
—¡Aprobado! —dijo Herbert Doxey.
—Pero esperen un momento —insistió Harlan—. Deberíamos solucionar un
asunto. Nosotros…
—Se ha propuesto un aplazamiento —intervino Regerson Neffs, con frialdad—.
Que los que estén de acuerdo, levanten el brazo.
Cuatro brazos se levantaron.
Hubo un ruido de sillas.
—La reunión ha terminado —declaró Elkins—. Quisiera decirle unas palabras,
señor Mason.
Enright Harlan apartó a Elkins y se enfrentó con Mason. Pese a su expresión
furiosa, éste le encontró muy atractivo: alto, de anchos hombros, estrecho de caderas,
delgado, y de aspecto deportivo. Sus ojos grises brillaban de cólera:
—¿Qué se propone obtener? —preguntó.
—Espere y ya lo verá —repuso Mason, con una sonrisa.

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Capítulo 5

Mason cesó de dictar, apartó el montón de cartas que tenía delante y dijo:
—Ya basta por hoy, Della.
—Hemos trabajado de firme —indicó la secretaria—. Otras dos horas mañana y
todos los asuntos importantes quedarán liquidados.
Mason contempló, con hosquedad, el montón de correspondencia.
—¡Caramba, son las seis y veinte! Nos habíamos olvidado de la hora.
—¿Te marchas? —le preguntó Della.
—No; todavía he de solucionar ciertos detalles. Voy a pasar un par de horas en la
biblioteca. Pero tú puedes marcharte, Della. Discúlpame por haberte entretenido hasta
tan tarde.
Llamaron a la puerta. Gertie, la telefonista, asomó la cabeza por la abertura.
—No me ha dejado instrucciones respecto a la señora Harlan —dijo—, la mujer
que ha venido esta mañana.
—¿Y qué hace usted aquí? —preguntó Mason—. Creía que ya se había
marchado.
—Está al aparato. Quiere hablarle inmediatamente. Le he dicho que no sabía
dónde estaba usted, pero que trataría de localizarle. Ya me había marchado, pero he
vuelto para esperar a mi amigo, que pasará a recogerme. Entonces ha sonado el
teléfono.
—Páseme la comunicación, Gertie.
La telefonista salió y Mason descolgó el auricular. Se oyó un clic.
—¿Dígame?
—¿Señor Mason? ¿Es usted?
—Sí.
—Sybil… Sybil Harlan al aparato.
—¿Sí?
—Oh, señor Mason. Hay algo… ¡Tengo que verle inmediatamente! Ha pasado
algo increíble.
—Espere un momento —dijo—. ¡Tranquilícese! Parece a punto de sufrir una
crisis nerviosa.
—No… Estoy… estoy bien. Nerviosa, eso es todo.
—¿Dónde se encuentra en este momento? —preguntó Mason.
—En la Union Station. He ido en taxi. He creído que esto no llamaría la atención
y…
Con voz tranquila, Mason la interrumpió:
—No me diga nada por teléfono. Coja un taxi y venga a mi despacho lo más
aprisa posible. No pase por la entrada principal. Siga el pasillo hasta la puerta
contigua a la salida de socorro, en la que verá escrito «Particular». Llame y entre.

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—Gracias, gracias. ¡Tenía tanto miedo! Temía no poderle localizar.
—No se preocupe —dijo Mason—. Venga inmediatamente.
Colgó e hizo una seña a Della:
Llama a Paul Drake.
Ella se dirigió inmediatamente hacia el otro despacho.
—¡No, no! Utiliza la línea privada. Es más segura.
Della marcó el número, esperó un momento y después alargó el auricular a
Mason.
Drake estaba al aparato.
—Hola —dijo Mason.
—¡Hola, Perry! ¿Qué hay?
—¿Puedes esperarme una o dos horas?
—De acuerdo.
—Creo que se prepara alguna cosa urgente. ¿Tienes alguien a mano?
—Tengo a dos de mis muchachos que están haciéndome un informe, aquí en el
despacho. Si quieres, puedo pedirles que se queden.
—De acuerdo, retenlos —señaló Mason.
—¿De qué se trata?
—Todavía no lo sé, Paul, todo lo que hay es una llamada telefónica de una
clienta, completamente alterada. Sin embargo, es una muchacha que no pierde con
facilidad la brújula. De modo, que prefiero tenerte a mano.
—¿Qué hacías para ella?
—Su marido se disponía a plantarla. Ella no quería aceptar la situación sin tratar
de hacer algo. Pero me parece que su plan ha resultado mal.
—Oh, ya entiendo —dijo Drake—. Todo se ha vuelto confuso en su cabeza. Se ha
encontrado con un arma en la mano, y ha oído detonaciones. A sus pies, John estaba
tendido. Ella no comprendía lo que había ocurrido. Se ha precipitado hacia él,
gritando: «¡John, querido, háblame! ¡Oh, John, dime que no estás muerto!». Después
ha llamado a su abogado.
—¡No bromees! —dijo Mason—. Tal vez sea cierto. Quédate en el despacho,
Paul, y si te telefoneo, acude al mío.
Después de este diálogo, Mason colgó, consultó su reloj de pulsera y dijo a Della:
—Della, tendrías que quedarte. Te invito a cenar.
—De acuerdo. Pero, ¿no quieres que antes terminemos con el correo?
—No, basta de correo. Quiero pensar un poco en todo esto. Tengo la impresión de
que los acontecimientos van a precipitarse.
Mason se puso a pasear por el despacho con la cabeza inclinada y las manos en
los bolsillos, Della lo observaba con interés.
El abogado consultó la hora por lo menos diez veces durante los diez minutos
siguientes. Finalmente, Della oyó pasos ligeros en el pasillo y alguien llamó a la
puerta del despacho de Mason. La secretaria fue a abrir.

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Sybil entró con el rostro descompuesto.
—Pase —invitó Mason—, siéntese y cuénteme todo lo sucedido.
—George Lutts —dijo ella, mientras Della cerraba la puerta.
—Sí, ¿qué ha hecho?
—Ha… ha muerto.
—¿Cómo?
—Lo han matado de un disparo de revólver.
—¿Dónde?
—En el pecho. Yo…
—No, no —interrumpió Mason—. ¿Dónde estaba cuando le han matado?
—En la propiedad de la colina.
—¿Se encontraba solo?
—Yo estaba allí.
Mason avanzó un paso y dijo, con voz seca:
—¡Vamos, sea clara! Sosiéguese. ¿Había alguien más?
—Una sola persona.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Cómo es que no lo sabe?
—Había alguien oculto en la casa, alguien que debía tener la llave.
—¿Sí? —dijo Mason—. Prosiga.
—George Lutts es un negociante muy listo. Se ha dicho que si sus dos mil
acciones valían treinta y dos mil setecientas cincuenta dólares para usted, era que
iban a subir. Pero nadie sabía a qué precio se las había comprado usted. Según me
han dicho, Regerson Neffs ha protestado después de la reunión, porque Lutts había
vendido. Entonces, éste le ha propuesto comprarle las suyas a cualquier precio.
—¿Y qué?
—Pues que Neffs, que tenía tres mil acciones, ha encontrado que a ocho dólares
la unidad, representaba un buen negocio. Inmediatamente, Lutts le ha firmado un
cheque de veinticuatro mil dólares.
—De modo que Lutts se ha encontrado poseedor de tres mil acciones, en lugar de
las dos mil que tenía la víspera, y además, con ocho mil setecientos cincuenta dólares
de beneficio neto.
La señora Harlan asintió con la cabeza.
—¿Qué más?
—Lutts me esperaba cuando he salido de casa del peluquero.
—¿Qué hora era?
—Poco después de las cuatro.
—¿Cómo sabía él dónde encontrarla?
—Ha llamado a casa. Cuando yo he telefoneado la criada me ha dicho que un tal
señor Lutts me había llamado hacia las tres y media, diciendo que quería verme y que

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era muy importante. Entonces, ella le ha explicado que había ido al peluquero.
—¿Y qué quería él?
—Sonsacarme.
La mirada de Mason se volvió, de repente, aguda.
—Prosiga. ¡Y no olvide ningún detalle!
—¡Era listo, terriblemente listo, y exigente!
—No piense más en ello. Explíqueme lo que ha pasado.
—Me ha dicho que subiese a su coche. Yo lo he encontrado… En fin… he
desconfiado.
—¿Sí?
—Bueno, de una u otra manera, él sabía que usted había comprado las acciones
para mí.
—¿Cómo ha podido descubrirlo?
—No lo sé. Cuanto más pienso en ello, menos lo comprendo. Pero lo sabía;
parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Y qué ha hecho entonces?
—Ha intentado… Sí, una especie de chantaje. Me tenía… y yo no podía negarme.
—¿Por qué?
—Pero señor Mason, ¡yo no podía! Si Enny hubiese descubierto que yo le había
hecho comprar esas acciones para crearle problemas con Roxy Claffin, hubiese sido
el final de todo. Me hubiese abandonado definitivamente. Y Lutts me ha amenazado
con ir a ver a Enny y ponerle al corriente.
—¿Sí?
—Desde luego, no sabía exactamente lo que yo trataba de hacer. Simplemente ha
creído que yo había oído alguna noticia importante. Pensaba que quería meter miedo
a Roxy, para que ésta cediera su terreno por nada. Lutts sabía que Enny era incapaz
de traicionar los intereses de sus clientes. Por lo tanto, ha pensado que yo trabajaba
por mi cuenta y que no quería que Enny lo supiera.
»Entonces, me ha exigido que se lo explicara todo, o, en caso contrario, avisaría a
mi marido. Me encontraba en un mal paso. Me daba cuenta de lo que él se proponía.
Tenía la posibilidad de comprar acciones a ocho dólares y, gracias a mis informes,
revenderlas a más de dieciséis dólares cada una. Pero antes de invertir más dinero en
la combinación, quería saber cuál era el motivo de este interés repentino.
—¿No ha adivinado nada?
—No, solo pensaba en alguna información interesante. Me atribuía motivos
financieros.
—¿Y qué ha hecho?
—Me ha dicho que subiese a su coche y luego me ha conducido a la propiedad,
mientras trataba de hacerme hablar.
—¿Ha aparcado su coche?
—Sí.

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—Después, ¿ha entrado en la casa?
—No inmediatamente.
—¿Quién ha abierto la puerta?
—El tenía una llave.
—¿Y qué ha sucedido?
—Yo estaba verdaderamente alterada. Me he dicho que él subiría al tercer piso y
descubriría la ventana desde la que yo vigilaba el patio de Roxy. Le bastaría con
sumar dos y dos para comprenderlo todo. ¡Entonces sí que estaría en buena situación
para hacerme chantaje!
—¿Le ha impedido entrar?
—Desde luego, lo he intentado.
—¿Pero sin resultado?
—He pensado que si me quedaba en el coche sin moverme, tal vez él cambiase de
idea.
—¿Pero él ha subido?
—¡Si! ¡Sin embargo, ha estado a punto de salir bien! Ha permanecido sentado
junto a mí y hemos hablado durante varios minutos. Pero él debía pensar en esa casa,
que tan interesante se había vuelto para mí. Me he dado cuenta de que nada le
impediría ir a verla.
—Así pues, ¿ha entrado?
—Sí.
—¿Y usted se ha quedado en el coche?
—Sí.
—Y después, ¿qué ha hecho?
—He fingido indiferencia y he escuchado la radio, música de jazz.
—¡Bien! ¿Y qué ha ocurrido?
—Pues verá, al cabo de unos minutos, de repente, me he dicho que si iba a
reunirme con él tal vez podría distraer su atención de alguna manera. Quizá, no vería
la habitación dispuesta para observar la piscina. Compréndalo, si llega a decir a Enny
que yo le espiaba desde allá arriba… Oh, es terrible. Enny no me lo hubiese
perdonado nunca. ¡No, no podía dejarle subir!
—¿Qué ha hecho usted, entonces?
—He apagado la radio y he corrido hacia la casa. Le he llamado desde la puerta,
pensando distraerlo con un relato cualquiera.
—¿Y qué ha ocurrido cuando usted ha llamado?
Él no ha contestado.
¿Qué ha hecho usted?
He empezado a subir.
¿Y luego?
—He vuelto a llamar.
—Cualquiera que estuviese allí, ¿hubiera podido oírla?

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—Sí, desde luego.
—¿Qué ha hecho, entonces?
—Hasta el segundo piso, no he visto a nadie. Luego, de repente le he descubierto
tendido en los peldaños de la escalera, con la cabeza hacia abajo, la sangre manando
de su pecho y… ¡Oh, ha sido horrible!
—¿Había oído usted los disparos?
—No.
—¿Cuántas heridas tenía en el pecho?
—No lo sé. No he mirado.
—Pero, ¿ha visto si estaba muerto?
—Me he inclinado para tocarle la muñeca. El pulso no latía.
—¿Y, entonces?
—En ese momento he oído a alguien que andaba por encima mío.
—¿Por dónde dice?
—Por el tercer piso. Debía andar de puntillas. Pero una tabla ha crujido y después
otra. Entonces he distinguido, en el descansillo, una mano que empuñaba un revólver.
—¿Hombre o mujer?
—¡Dios mío, le aseguro que no lo sé! Cuando he oído el ruido, las piernas me han
flaqueado, pero, al ver el revólver, he lanzado un grito de terror y he bajado los
escalones, de cuatro en cuatro. He abierto la puerta, con tal violencia, que ha estado a
punto de saltar de sus goznes.
—¿Ha vuelto a gritar?
—Sí, tal vez una o dos veces, mientras corría hacia el pie de la colina. Después he
economizado aliento para correr más aprisa.
—¿No la han perseguido?
—No. He echado una ojeada hacia atrás, pero no he visto a nadie. Créame, señor
Mason, sólo pensaba en alejarme lo más aprisa posible.
—Ya. ¿Y, después?
—He corrido hasta quedar agotada. Estaba medio muerta de miedo y mi corazón
latía alocadamente. Me he detenido para recuperar la respiración y luego he seguido
colina abajo, hasta llegar a la carretera.
—¿Por qué no ha cogido el coche de Lutts?
—Se había llevado la llave de contacto. Sin duda, no quería correr el riesgo de
que yo me largara dejándolo en la casa. Quería hacerme más preguntas y descubrir mi
secreto. No podía perder tiempo, porque quería procurarse más acciones esta misma
noche, si era posible.
—¿Y cree usted que él no sabía por qué le había comprado sus acciones?
—Bueno —dijo ella, pensativamente—, seguía sin saberlo cuando ha entrado en
la casa. Pero, si ha ido hasta el tercer piso y ha visto la habitación limpia y el sillón
junto a la ventana, ha debido adivinarlo todo.
—¿Cuántos tiros se han disparado?

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—Lo ignoro. Tenía puesta la radio.
—¡Bien! ¡Prosiga!
—Al llegar a la carretera, he pensado que no tendría más remedio que hacer auto-
stop, pero, finalmente, no ha sido preciso.
—¿Por qué?
—Estaba completamente alterada y dispuesta a subir al primer vehículo, sin
importarme la dirección en que fuese. Pero he tenido suerte. Un taxi regresaba a la
ciudad. Debía volver del Country Club e iba vacío. Lo he visto desde lejos y le he
hecho ademanes. El chófer se ha detenido y he subido.
—¿Ha observado él que había corrido?
—Supongo que sí. ¡Debía tener un aire completamente trastornado!
—¿Qué ha dicho?
—Bueno, evidentemente, se… se ha sorprendido. Me ha preguntado si me
encontraba bien, si me había sucedido algo, si me habían atacado… En fin, cosas así.
—¿Qué le ha contestado usted?
—Que todo iba bien, pero que tenía prisa porque debía coger un tren.
—¡Un tren!
—Sí; le he pedido que me dejase en la estación. He pensado que allí podría
encontrar otro taxi…
—Pero, ¿no llevaba equipaje?
—No, ya lo sé. Le he dicho que mi marido me esperaba allí con las maletas, y que
debía reunirme con él, pero que iba retrasada.
—¿Y no le ha preguntado nada más?
—Ha intentado hacerme hablar, pero yo he callado y he adoptado un aire
distraído. En todo caso, me ha llevado a la estación, a toda velocidad.
—¿Cree haberle convencido?
—Sí. Después de reflexionar, mi historia le ha parecido satisfactoria.
—Pero, por Dios —suspiró Mason—, ¿por qué no ha avisado a la policía?
—No me he atrevido. Mi historia hubiese parecido ridícula, absurda. Pero, sobre
todo, Enny se hubiese enterado inmediatamente. No he comprado para nada treinta y
dos mil setecientos cincuenta dólares, de acciones. Sigo interesada en salvar mi
matrimonio.
—Un momento —dijo Mason—. Quiero que se meta una cosa en la cabeza, de
una vez.
—¿Qué?
—Tal vez esta mañana haya hecho una fuerte inversión, pero, desde entonces, han
ocurrido muchos acontecimientos.
—Pero yo sigo queriendo salvar mi matrimonio.
—¡Quizá tenga que luchar para salvar su vida! —advirtió Mason—. Está metida
hasta el cuello en un asunto de asesinato y le aseguro que su historia, parecerá muy
poco convincente a la policía.

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—¿Usted no me cree?
—Estoy dispuesto a creerla —dijo Mason—, porque ha venido a verme esta
mañana y porque empiezo a comprender su temperamento impulsivo. Es usted una
verdadera jugadora. Ha preparado un plan y lo ha apostado todo sobre el mismo. Pero
tratando de salvar su matrimonio, arriesga su libertad y su piel.
—¿Qué me importa la vida sin mi marido? —contestó ella—. ¡Lo… lo amo
demasiado!
Mason la contempló, pensativamente.
—Como abogado, únicamente puedo darle un consejo.
—¿Cuál?
—Déjeme telefonear a la policía, respecto a ese crimen.
—Es imposible, señor Mason.
—¿Por qué?
—Conoce muy bien el motivo. Cuando Enny sepa que he ido a la casa con
George Lutts, comprenderá que usted ha comprado las acciones por indicación mía.
He hecho esto para reconquistarlo, no para perderlo definitivamente.
—Me limito a indicarle que, según la ley, debe usted avisar a la policía.
—Si no lo hago, ¿me traicionará?
—Soy su abogado —contestó Mason.
—¿Y la señorita Street? —preguntó la señora Harlan, mientras lanzaba a Della
una mirada dura.
—Mi secretaria no dirá nada. Lo que ocurre aquí es estrictamente confidencial.
En este aspecto puede estar tranquila.
—¡Es lógico! —admitió ella.
—¿Qué quiere decir?
—¡He jugado, de acuerdo! Pero no me quejaré si pierdo. No se inquiete por mí,
señor Mason. Si las cosas salen mal, sabré aceptar mi mala suerte. Por lo demás, sin
mi marido, la vida no merece ser vivida.
—Me asusta usted —comentó Mason, frunciendo el ceño—. Es una jugadora y
cuando apuesta no tiene miedo de apostar fuerte. En fin, lo hecho hecho está, ¿avisará
a la policía?
—No.
—Legalmente, sería lo más adecuado.
—Al diablo la ley. Seamos prácticos. ¿Va usted a denunciarme?
—No, solo deseaba advertirla.
—¿Por qué?
—Porque es posible que descubra que estaba usted en la propiedad, con Lutts y
que no ha dicho nada…
—¿No es ya demasiado tarde para avisar a la policía?
—Confieso que es bastante tarde —admitió Mason.
Sybil Harlan aprovechó su ventaja.

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—Colóquese en el lugar de la policía o de los periodistas: he ido allí con Lutts. Él
ha intentado sonsacarme. Ha ocurrido algo y le encuentran muerto de un disparo. Yo
he huido, sin tratar de avisar a la policía. He subido a un taxi y me he hecho conducir
hasta la estación, para que no puedan seguirme la pista. Luego, he ido a ver a mi
abogado, que me ha aconsejado que les comunicara la muerte de Lutts. ¿Qué
deducirán de todo esto?
—Será usted la sospechosa número uno.
—Exactamente. De modo que lo mejor es dejarlo correr. Por lo demás, nadie
puede demostrar que yo estuviese con Lutts.
Mason seguía observándola, con aire pensativo.
—¿Dónde está el revólver que llevaba en su bolso?
—En el compartimiento para guantes de mi coche.
—Pero usted se lo había guardado en el bolso.
—Lo sé, pero finalmente lo he dejado en el coche, para ir al peluquero.
—¿Sigue estando allí?
—¡Dios mío, eso espero! He cerrado el compartimiento con llave antes de aparcar
el vehículo. Evidentemente, un ladrón puede haber forzado el compartimiento; no
sería la primera vez que ocurre.
Mason frunció los labios en señal de profunda meditación.
—Bueno, señor abogado —dijo ella—. ¡Mi suerte está en sus manos! ¿Qué
decide?
—En primer lugar, vayamos a ver si ese revólver sigue en su sitio.
—¿Y después?
—¡Espere! —exclamó Mason.
Su mirada era pensativa. Como Sybil iba a hacerle una pregunta, le hizo ademán
de que se callara.
—¿Se ha fijado especialmente en usted el chófer del taxi?
—Tengo la impresión de que, por desgracia, sí.
—¿Iba vestida de blanco?
—Sí. Como cuando nos hemos visto por la mañana.
—¡Resulta poco corriente encontrarse en la carretera, sola, a pie, tan lejos de la
ciudad!
—Lo sé.
—El taxista no dejará de recordarla.
—Eso temo.
—¿Qué tipo de taxi era?
—Uno de la Red Lines.
—¿Recuerda el número?
—No.
—¿Y ha ido en él hasta Union Station?
—Sí.

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Mason se encogió de hombros.
—En fin, creo que no hay nada que hacer… ¡Espere un momento! ¿Qué ha
ocurrido cuando ha pagado usted?
—El contador marcaba dos dólares y noventa y cinco centavos. Le he dado al
chófer tres dólares y medio.
—¿Ha detenido el contador?
—Sí.
—Y ha salido la ficha con el importe…
—Sí, lo recuerdo… el recibo.
—Supongo que lo habrá tirado, ¿verdad?
—No, todavía lo tengo.
—¡Perfecto! —exclamó Mason—. Démelo.
—¿Puede servirle?
—Sí. Siempre lleva el número del taxi y el de la carretera, además del importe de
ésta —explicó Mason, desdoblando el papelito arrugado.
Guardó el papel en su cartera y dijo:
—Della, advierte a Paul Drake que esté a punto. El taxi es el 761 de la Compañía
«Red Line». Que me localice el coche y lo haga seguir por uno de sus hombres.
Quiero conocer la posición de ese taxi hasta que el chófer haya terminado su jornada.
—No entiendo muy bien lo que trata de hacer —dijo la señora Harlan—. ¿Cuál es
su plan, señor Mason?
Sin responder a la pregunta, Mason dijo a Sybil Harlan:
—Vámonos, Della, espéranos aquí.
—De acuerdo, jefe —replicó ésta—. Voy a buscarte el sombrero.
Volvió del armario y se lo entregó.
—No olvides el papel que hay dentro —dijo—. Recuerda que este sombrero era
demasiado estrecho.
Mason asintió, con la cabeza, mientras pensaba en otra cosa.
—En el interior —repitió Della.
El metió la mano en el sombrero y tocó el papel que su secretaria había colocado.
—¡Ah, sí! Muy bien, Gracias, Della.
Mason mantuvo su sombrero contra él y consiguió desdoblar la nota en el
ascensor y leerla, rápidamente:

«Jefe, ella no lleva ni los mismos zapatos ni las mismas medias que esta
mañana. ¡Cuidado!».

Entonces metió la nota en su bolsillo y siguió a su cliente.


Una vez en el coche, preguntó a Sybil Harlan:
—¿Dónde ha dejado aparcado su auto?
—Siga derecho hasta la calle setenta, y después a la izquierda, a la altura de la

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segunda manzana.
—¿Tiene el ticket de aparcamiento?
—Sí.
—Voy a dejarla a la entrada. Usted baje, recoja su coche y venga a buscarme cien
metros más lejos.
—Sí. ¿Y luego?
—Sígame hasta que encontremos suficiente espacio para aparcar los dos…
¿Puedo ver su bolso? Ella se lo alargó, abierto.
Mason se detuvo y examinó cuidadosamente su contenido.
—No parece tener mucha confianza en mí, señor Mason.
—Necesito estar seguro. Incluso, será preciso que haga otra comprobación que,
sin duda, no va a gustarle.
—¿De qué se trata?
—No quiero que salga del coche sin asegurarme de que no tiene un revólver en su
poder. Después, podría muy bien colocarlo en el compartimiento para guantes y…
—Pero, si desconfía de mí, ¿por qué no me acompaña?
—Imposible; si alguien nos viese juntos sería perjudicial. Hágase cargo, yo no
soy un desconocido. A veces los diarios publican mi fotografía. El vigilante del
aparcamiento puede reconocerme.
—¿De modo que va a registrarme?
—Quisiera asegurarme de que no lleva encima el revólver.
—¡Adelante!
Ella apretó los puños.
Mason notó que se ponía rígida mientras él la registraba.
—¿Satisfecho?
El asintió con la cabeza.
—Le he dicho la verdad. No voy a engañar a mi abogado.
—¡Es una historia tan absurda! —murmuró él, al tiempo que arrancaba.
Permanecieron silenciosos hasta que llegaron al aparcamiento.
—¡Es ahí! —dijo ella.
—La dejaré un poco más lejos. Aquí no hay sitio para aparcar dos coches. Saque
el suyo del aparcamiento y sígame.
Mason se detuvo. Sybil se apeó rápidamente. El abogado esperó, con los ojos
fijos en el retrovisor.
Detrás suyo, un coche se puso en movimiento, y él pudo aparcar, haciendo
marcha atrás.
¡No era momento para que le pusieran una multa por ocupar la segunda posición!
Poco después, distinguió a Sybil Harlan que salía del aparcamiento al volante de
su coche. Mason se puso a rodar ante ella después de haberle hecho una seña. Un
poco más lejos, consiguió encontrar sitio suficiente para que aparcaran los dos.
Hecho esto, se apeó y se acercó al coche de Sybil Harlan.

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—Fíjese, señor Mason —dijo ella inmediatamente.
La puerta del compartimiento para guantes había sido forzada.
—¡Ya lo veo! —repuso secamente Mason.
—¡Alguien ha roto la cerradura!
—Sí —replicó él, con el mismo tono—. Y supongo que el revólver ha
desaparecido, ¿verdad?
Ella sintió con la cabeza.
—Han debido hacerlo recientemente. ¿Será tal vez la policía?
—¿No se lo ha dicho al vigilante del aparcamiento? —preguntó Mason, sin alzar
la voz.
—¡Dios mío, no!
—¿Dónde ha encontrado el destornillador?
—¿Qué destornillador?
—El que ha utilizado para forzar la puerta.
—No he sido yo, señor Mason. Le aseguro que no he sido yo. Escuche, si lo
hubiese hecho yo, tendría el revólver, ¿no es así? En tanto que… En todo caso,
reconozco tener un destornillador. No tiene más que registrarme. ¡Vamos, regístreme!
Mason negó con la cabeza.
—Ya no es el momento. Usted es mi cliente. Si quiere mentirme, adelante. Sepa,
sin embargo, que mentir al abogado, o al médico, es una fantasía que puede costar
muy cara.
Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Pero, ¿qué puedo hacer para convencerle, señor Mason?
—Nada, ahora ya nada.
—Está usted enfadado… furioso, ¿verdad?
—No. Es usted mi cliente y debo protegerla. Voy a pasar por el tamiz todo
aquello de que van a acusarla. Contrainterrogaré a todo testigo que la acuse a usted.
—No me cree, pero, ¿se encargará de mi defensa?
—Mis opiniones sólo a mí me conciernen. Haré cuanto pueda por ayudarla. ¿Ha
matado a Lutts?
—¡No!
—Perfecto. Va a hacer exactamente lo que le diré. ¿Tiene una amiga, digna de
confianza?
—¿Para contarle lo que ha pasado?
—No, no —replicó Mason con cierta impaciencia—. Me refiero a una mujer
tranquila, equilibrada y lo bastante conocida para…
—Sí; tengo a Ruth Marvel.
—¿Quién es?
—La presidenta de un club literario femenino.
—¿Y es buena amiga suya?
—Sí, muy buena.

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—Entonces, haga exactamente lo que le diré —prosiguió Mason—. Coja su
coche, regrese a casa y cámbiese. Póngase un vestido completamente distinto, oscuro,
por ejemplo. Después pregunte a Ruth Marvel si quiere ir a visitar unos terrenos que
le interesan a usted. Dígale que es muy importante y que quiere conocer su opinión.
Pero no le diga dónde están.
Sybil Harlan hizo señal de compresión.
—Dígale que pasará a recogerla. Pero antes, coja el diario y busque los anuncios
de propiedades en venta. Escoja un lugar no muy lejano, pero fuera de la ciudad.
La señora Harlan asintió, de nuevo, con la cabeza.
—¿Me sigue? —preguntó Mason.
—Sí, es fácil.
—Quizá —dijo Mason—, pero puede ser condenadamente delicado. Tiene que
hacer exactamente lo que le digo.
—Entendido: paso a recoger a Ruth Marvel y tomo nota de las propiedades que
hay fuera de la ciudad.
—Sí. Pero aquí es cuando se complica el plan. Haga subir a Ruth Marvel a su
coche. Luego, al cabo de un rato, haga la observación que no es adecuado ir a ver
terrenos en venta con el propio coche. Siempre hay alguien que puede anotar el
número de matrícula y después se ve uno asaltado de representantes que vienen a
ofrecerle negocios fabulosos. Por lo tanto, finalmente decidirá tomar un taxi.
¿Entendido?
Ella asintió.
—Entonces, recordará que tiene que hacer una llamada telefónica. Deje su coche
junto a una cabina y llame a la Agencia de Detectives Drake. Aquí está el número, lo
he anotado en una tarjeta mía. Pregunte por Paul Drake. Dése a conocer, y él le dirá
dónde debe ir usted. Usted irá en su coche, lo aparcará en el primer sitio que
encuentre, y se apeará.
»Poco después, distinguirá a un taxi. Asegúrese de que se trata de uno de la Red
Line. No lo haga demasiado claramente. Cójalo, junto con su amiga, y diga al taxista
que se proponen visitar propiedades en venta. Entonces comente con su amiga que
lleva muy poco dinero encima. Propóngale que ella pague el taxi y que usted ya le
devolverá el dinero. Sobre todo, dígale que conserve el recibo de la carrera, porque
usted lo utilizará para sus reducciones de impuestos.
—Pero, señor Mason, esto es terriblemente complicado y…
—Cállese —interrumpió Mason—. Siga escuchándome. No disponemos de
mucho tiempo. Haga exactamente lo que le digo. Vaya a diversos sitios con el taxi.
Cuando el contador marque un dólar y sesenta y cinco centavos, hágale regresar al
sitio donde había aparcado su coche. Sobre todo, no diga nada. Haga pagar la carrera
a Ruth y arréglese para que ella hable lo máximo posible con el chófer del taxi.
Cuando el taxímetro marque dos dólares y noventa y cinco centavos, dígale que ya
está bien, que ya ha visto todo lo que le interesaba. Pídale al chófer que se detenga y

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deje que Ruth pague. Que le dé tres dólares y medio. ¡Ya se los devolverá usted! ¿Lo
ha entendido todo?
—¡Sí, desde luego! Pero, señor Mason, creo que con esto perdemos mucho
tiempo y no entiendo lo que…
—Lo único importante es que recuerde mis instrucciones. No vale la pena
discutirlas. ¡Confíe en mi!
Ella cogió la tarjeta que él le alargaba, con el número de Paul Drake anotado.
—Muy bien —dijo con aire pensativo—. Le obedeceré y…
—Deseo hacerle observar una cosa —prosiguió Mason—. ¡Su vida depende de lo
que va a hacer! Siga mis instrucciones al pie de la letra. ¿Me ha entendido?
—Sí, pero, ¿por qué no poner a Ruth al corriente? Confío en ella y…
—No; sobre todo no le diga nada —advirtió Mason—. Haga lo que le he dicho y
basta. Sólo deseo una cosa, que todo resulte como he previsto; de lo contrario…
arriesga usted mucho.

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Capítulo 6

Mason abrió la puerta de su despacho. Della apartó la mirada del diario de la


noche:
—¿Cómo va el asunto? —preguntó.
—Hacemos lo que podemos, Della. Gracias por la nota.
—¿Te has fijado en sus medias y en sus zapatos, jefe?
—Confieso que no he visto ninguna diferencia. Se diría que son los de la mañana.
—¡Oh, no, en absoluto! Los zapatos de la mañana tenían un corte en el extremo y
un adorno de cuero rojo en el tacón. Pero, esta tarde llevaba zapatos blancos sin corte
ni adorno.
—¿Y las medias? —preguntó Mason.
—Bueno, esta mañana me he fijado en cómo iba vestida. ¡Ya sabes cómo son las
mujeres! He admirado su elegancia. Sus zapatos blancos estaban adornados de rojo
para hacer juego con su chaqueta blanca, adornada de rojo, su bolso y su falda blanca
plisada. Pero me he fijado sobre todo en sus medias, muy claras, para que la pierna no
resaltara demasiado en relación con la falda blanca. Además, eran medias sin costura.
En cambio, esta tarde eran más oscuras, y con costura.
—Bueno, ha podido cambiarse —observó Mason, con mucha calma.
—Sí, ¿pero cuándo? ¿No te ha conducido a la casa antes de ir al peluquero?
—Tal vez haya cambiado de idea; no se lo he preguntado.
—¿Por qué?
Mason sonrió irónicamente.
—He pensado que sería inútil saber demasiado sobre sus andanzas. Gracias por la
información, Della, pero, después de todo, se trata de nuestra cliente. Hemos de
confiar en su palabra.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Vamos al despacho de Paul. Debe haber localizado el taxi. La señora Harlan va
a buscar a su amiga y luego telefonearé a Drake.
—¿Seguía su revólver en el coche?
Mason permaneció impasible.
—Han forzado el compartimiento para guantes —dijo—. El revólver ha
desaparecido. ¡Vamos a ver Drake!
Mason abrió la puerta y dejó pasar a Della. Siguieron el pasillo hasta el despacho
del detective.
La telefonista alzó la mirada, les reconoció y con la cabeza indicó el pasillo
cerrado por una reja, donde se sucedían varios despachos pequeños.
Mason empujó la reja y enfiló el pasillo, seguido por Della.
Al oírlos entrar, Drake alzó la cabeza y después púsose de nuevo a escuchar,
atentamente, por los auriculares que tenía junto a las orejas. Mason marcó las cejas en

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señal de interrogación, y Drake, oprimiendo un botón, conectó un altavoz.
Entonces pudieron oír la voz de una telefonista de línea de taxis que enviaba
mensajes:
«Taxi 328, a Brown Derby, Hollywood, a casa del señor Culbert… Vamos, 214,
regresa al depósito… El 214 al depósito…».
Luego se oyó, de repente, una voz masculina poco amable:
«Aquí taxi 214… Voy a conducir un cliente al 1100 de South Figueroa…».
Drake interrumpió la comunicación, se quitó uno de los auriculares y dijo:
—Hola, Perry. ¿Cómo va, Della? Es una emisora particular.
—¿Estás buscando el taxi 761? —preguntó Mason.
—Sí. Estoy sintonizado en la frecuencia del centro radiofónico de la Red Line.
—Caramba, Paul —exclamó Mason—, nunca se me hubiese ocurrido utilizar una
línea de escucha para saber dónde están sus taxis. ¿Quién te ha explicado el sistema?
—Tengo muchos más en reserva —señaló Drake—. A veces necesito este
receptor de radio para escuchar las llamadas de la policía o para localizar taxis… Esto
evita un trabajo enorme y, a menudo, no quieren darnos las informaciones que
pedimos.
—¿Has recibido una llamada telefónica de la señora Harlan? —preguntó Mason.
Drake dijo que no con la cabeza.
—Un momento —exclamó, de repente—. He aquí el taxi 761.
Escribió unas notas en una libreta y dijo:
—Ahora está en Beverly Hills y va por el Sunset Boulevard en dirección a
Hollywood. Regresa vacío después de haber dejado a un cliente allí.
—Permanece a la escucha —dijo Mason—. Espero que muy pronto recibiremos
una llamada telefónica de la señora Harlan. Evidentemente, ella tiene muchas cosas
que hacer.
—¿Qué estás tramando? —preguntó Drake.
—Vamos, Paul, ¿es que no me conoces? Sólo deseo saber dónde está el taxi…
—Es un testigo, ¿verdad?
Mason sonrió, lanzó una mirada a Della y repuso:
—Sí, un testigo.
Después de una espera de veinte minutos, el teléfono empezó a sonar. Paul
descolgó y dijo:
—Sí… Oh, sí, señora Harlan.
Mason alargó la mano:
—Pasámela, Paul. ¿Dónde está ahora el taxi 761?
—Según su último mensaje, acaba de hacer una carrera… Un momento,
precisamente ahora está hablando…
—¿Está dispuesta, señora Harlan? —preguntó Mason por el teléfono.
—Sí.
—¿Le acompaña Ruth Marvel?

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—Sí.
—¡Perfecto! —dijo—. Permanezca a la escucha un momento más.
—El taxi 761 se dirige de Hollywood a North La Brea, a casa de una actriz de
cine que lo ha llamado. Ella tiene un verdadero palacio en la colina.
—He aquí mis instrucciones, señora Harlan —indicó Mason—. Diríjase a North
La Brea, aparque su auto y espere. Un taxi regresará hacia Hollywood, vacío, y
pasará por Franklin Street. Asegúrese de que es uno de la Red Line y que se dirige
hacia el Sur. Yo permaneceré Junto al teléfono. Apresúrese. Tiene el tiempo justo
para entrar en contacto con el taxi en el lugar preciso. Si no tengo noticias suyas
dentro de quince minutos, es que todo ha salido bien. Si no ha resultado, llámeme.
¿Entendido?
—Sí.
—Entonces, ¡adelante!
Mason oyó el clic del teléfono. Se dejó caer en un sillón.
—Por Dios, Paul, ¿no podrías tener butacas más cómodas?
—No puedo permitírmelo —repuso Drake.
—Sin embargo, te pago lo suficiente para que puedas…
—No se trata de esto —interrumpió Drake—. No puedo permitirme dejar que mis
clientes se acomoden como tú lo haces. En mi oficio he de tenerles como sobre
ascuas: tensos, inquietos… ¿Permanezco a la escucha?
—Sí, sí —dijo Mason—. Quiero saber si cambia de cliente mientras regresa a la
ciudad.
Mason encendió un cigarrillo y se sumió en la lectura de la revista «Legislación
Criminal, Criminología y Policía Científica».
Della Street esperaba, discretamente sentada. Sabía que Mason no soportaba la
espera. Necesitaba ocupar su cerebro, o, de lo contrario, empezaría a andar de un lado
a otro del despacho. Hizo una seña a Paul Drake para que no le molestara.
Este asintió con la cabeza, pues había comprendido.
El silencio reinó en el despacho. Drake, con los dos auriculares en las orejas,
pergeñaba una frase de vez en cuando. Mason no apartaba los ojos de su revista. De
vez en cuando, Della intercambiaba fugaces miradas con Paul.
Finalmente, éste le hizo una seña con la cabeza y dibujó una o con el pulgar y el
índice. Ella estuvo a punto de decir algo, pero después se contuvo y esperó a que
Mason hubiese terminado de leer un artículo y tirara la revista, con impaciencia.
—¿Qué hay, Paul? —preguntó inmediatamente.
—El taxi 761 ha cargado clientes en North La Brea para ir a visitar terrenos en
venta hacia el sur de la ciudad.
Mason sonrió:
—Muy bien. Podemos regresar al despacho, Della. Así que la señora Harlan nos
telefonee, te invitaré a cenar.
—¿Y yo? —preguntó Drake.

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—¿Tú, qué quieres?
—¡Tengo mucha hambre!
—Oh, desde luego —exclamó Mason—. ¡Pobre Paul! No voy a dejarte
trabajando aquí sin ni siquiera haber cenado.
Al oír aquello, Paul se quitó los auriculares, cerró el contacto, estiróse y bostezó
ruidosamente.
—Un buen filete con patatas fritas, y después propongo…
—Será difícil hacerlo subir —observó Mason.
—¡Eh, oye un momento! —exclamó Drake—. ¿Quieres decir que no puedo irme
a cenar?
—¡No! Pide lo que quieras, pero permanece aquí durante cierto tiempo. Es
posible que dentro de poco ocurran muchas cosas.
Drake suspiró.
—¡Hubiese debido sospecharlo! Me he estropeado el estómago comiendo
bocadillos cada día, mientras Della y tú ganáis todo el dinero y os coméis sabrosas
chuletas.
—¡Es la vida! —dijo Mason, sonriendo—. ¿Te pido dos hamburguesas, Paul?
¿Cómo las quieres: naturales o con cebolla?
—¡Oh, vete al diablo! —gritó Drake, en el colmo de la exasperación.
Mason se contentó con sonreír y salió, seguido por Della.
—Me gustaría saber qué planes tienes —dijo ella.
—¡Ni hablar! —contestó Mason, meneando la cabeza—. Más vale que trates de
localizar a Herbert Doxey por teléfono.
Della anduvo, apresuradamente, por el pasillo, abrió la puerta del despacho y
después llamó a un número por el teléfono privado.
—¿Lo tienes? —preguntó Mason.
—Creo que sí.
Algunos momentos después:
—¿Señor Doxey? No se retire, por favor. El señor Mason desea hablarle.
Della pasó el auricular a su jefe.
—¿Oiga? Mason al aparato —dijo el abogado—. ¿Señor Doxey? Quisiera ciertos
informes en relación con la Sylvan Glade Company… La superficie total de la colina
que lo ocupa. ¿Queda bien delimitada la propiedad por el lado norte?
Doxey carraspeó y repuso, con tono lleno de importancia:
—Todos los detalles están indicados en los contratos con la empresa de
nivelación, así como el precio de la operación. Ha de saber, señor Mason, que cuando
compramos el terreno no podíamos prever este asunto de la autopista y de la tierra
para vender. Por lo tanto, calculamos cuidadosamente la superficie de la colina para
discutir el precio de la nivelación. Por la parte norte del terreno había una cerca pero
se ha derrumbado.
—¿Cómo es eso?

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—Los postes han sido arrastrados por el deslizamiento del terreno, después de las
lluvias, y otros se han hundido cuando se ha excavado el terreno de la señora Claffin.
—Ya veo —dijo Mason—. En resumen, que una parte de nuestra propiedad ha
sido nivelada, ¿no es así?
—En realidad, no. El terreno se ha hundido a causa de las excavaciones vecinas.
—Quisiera ver al señor Lutts lo antes posible.
—No es usted el único —dijo Doxey.
—¿Cómo es esto?
Herbert Doxey se puso a reír.
—Ha de saber que su pequeña transacción ha provocado una serie de reacciones.
Todo el mundo quiere saber a qué precio ha pagado esas acciones. Se dice, también,
que mi suegro ha vuelto a adquirir una participación importante en nuestra sociedad.
—¿Para sustituir a la que me ha vendido? —preguntó Mason.
—Personalmente, no me ha dicho nada —manifestó Doxey—. Sólo le repito los
rumores que corren. El teléfono no cesa de sonar. Yo también quisiera verle, pero no
sé dónde está.
—Si va al despacho —indicó Mason—, adviértale que le estoy buscando.
—Entendido —repuso Doxey—. No me olvidaré. ¿Dónde puede localizarle?
—No tiene más que llamar a mi despacho.
—¿Hay centralita?
—A esta hora ya no funciona. Tengo una línea privada.
—Muy bien, le diré que le llame.
—Lo antes posible, ¿eh?
—Evidentemente, aunque tendrá que hacer muchas llamadas telefónicas —le
advirtió Herbert Doxey, prudentemente—. Todo el mundo quiere verlo lo antes
posible. Pero no se preocupe. Le transmitiré su mensaje.
—Gracias, y dígale que es importante.
Mason colgó.
—Desconecta la centralita —dijo a Della—, para que todas las comunicaciones
pasen por mi teléfono personal.
Ella obedeció y después le preguntó:
—Jefe, ¿no te precipitas demasiado protegiendo así a la señora Harlan?
—No lo sé. Ni siquiera puedo revelar lo que ella me ha dicho.
—Pero, ¿hasta qué punto debes protegerla?
—Todo es relativo, Della. No existen reglas fijas. Imagina el caso de un doctor
llamado a la cabecera de un enfermo muy grave. En cierto modo, tiene derecho a
violar todos los reglamentos de la circulación. Sólo él puede juzgar.
Della Street meneó la cabeza.
—No se puede discutir contigo… Sin embargo…
El teléfono sonó y ella descolgó rápidamente.
—Despacho del señor Mason… Sí, sí, está aquí, señora Harlan. Le pongo.

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Della hizo una señal a Mason, que cogió el auricular de su propio teléfono,
mientras que Della permanecía a la escucha.
—Ya está, señor Mason. He regresado a casa.
—¿Puede hablar libremente?
—Oh, sí.
—¿Ha reconocido al taxista?
—Desde luego.
—¿Es él?
—Sin ninguna duda.
—Y él, ¿la ha reconocido?
—¡Ni siquiera se ha fijado en mí! Ha sido Ruth quien le ha hecho señal para que
se detuviera. Una vez en el taxi, yo le he dado la dirección, pero estaba justamente
detrás de él. Él ha vuelto la cabeza y ha visto a Ruth. No creo que me haya
distinguido bien. Sobre todo, porque iba vestida de manera distinta.
—¿Tiene un recibo de dos dólares y noventa y cinco centavos?
—Sí.
—Perfecto —dijo Mason—. Guárdelo en su bolso.
—¿Qué debo hacer ahora?
—Descansar y olvidarlo todo. Sólo espero que me haya dicho la verdad.
—¡Le aseguro que sí, señor Mason!
—Entonces, muy bien. Descanse y aproveche su velada de aniversario.
—Espero que mi marido asista a la fiesta, de lo contrario no la celebraré.
—Pero él debe regresar, ¿verdad?
—Sí, le espero. Oh, estoy terriblemente nerviosa… Ni siquiera sé cómo podría…
—Siga mi consejo: tranquilícese y olvídelo todo, usted misma dice que su
matrimonio está en peligro. Ha hecho ya sacrificios para salvarlo, de manera que,
adelante y aprovéchese de ello.
—Haré… haré cuanto me sea posible.
—Y estoy seguro de que resultará perfectamente —dijo Mason.
—Tiene usted razón, señor Mason, es preciso que todo resulte perfecto —
reconoció la señora Harlan, antes de colgar el teléfono.

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Capítulo 7

Mason consultó su reloj. Sólo habían pasado unos minutos desde la llamada de la
señora Harlan.
—Pensaba que, a estas horas, Doxey ya nos habría llamado. Seguramente debe
estar inquieto. Me gustaría que ocurriera algo antes de la noche. Lo siento por ti,
Della, pero me temo que no podrás cenar temprano. Trata de comunicarme con
Doxey, por favor.
Della se apresuró a marcar el número, y dijo:
—Un instante, por favor, el señor Mason al habla.
—Hola, Doxey —dijo Mason—. Me marcho del despacho. ¿Tiene noticias de su
suegro?
—No, y estoy preocupado. Cada día cenamos a las siete en punto, nunca más
tarde; en este aspecto es muy estricto. Ya le ha ocurrido alguna vez no poder regresar
a la hora a causa de importantes negocios, pero en tal caso, nunca ha dejado de
telefonearnos; en cambio hoy, ni una palabra. Y ahora ya se retrasa más de una hora.
Al final, nos hemos sentado a la mesa sin él…
—Oh, supongo que no tardará en comparecer. Estoy…
—Pues yo estoy seguro de que ha ocurrido algo, señor Mason. Un accidente de
automóvil, u otra cosa. ¿Por qué no ha telefoneado? Es tan meticuloso con las horas
de las comidas, siempre está protestando… Con la falta de servidumbre, a veces
resulta embarazoso. Él no se da cuenta de las dificultades actuales.
—No se preocupe —animó Mason—. Seguramente todo se aclarará. Quería
pedirle que me llevase a ver por donde pasa el límite norte del terreno. Me había
prometido que lo intentaría y yo hubiese querido ir antes que anocheciera.
—Estoy seguro de que desea ayudarle. Le está agradecido por no haber regateado
y por no haber actuado con prudencia en este asunto.
—Es algo que me interesa enormemente —dijo Mason—. Por lo demás,
necesitaría ciertos informes esta misma noche. ¿Podría llevarme usted a la propiedad?
Desearía ver sus límites antes de que anocheciera.
—Bueno… ¿Sabe dónde está el terreno?
—He estado en él.
—Entonces, podrá ver el primer poste justamente al norte de…
—Me gustaría mucho que usted me lo enseñara. No creo que tengamos para
mucho rato. ¿Puedo pasar a recogerle?
—De acuerdo —dijo Doxey—. No queda lejos, llegaremos en unos ocho
minutos. ¿Conoce mi dirección?
—Sí, la he encontrado en el listín.
—Perfecto. Toque el claxon, y en seguida saldré. Mi mujer está un poco
preocupada.

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—¿Por qué no llama a la policía y a los hospitales? Si ha ocurrido algo ellos
deben saberlo.
—Sí, he pensado en ello. Pero vacilo; ¡mi esposa se inquietaría todavía más!
—¿No puede estar en su despacho, sin hacer caso de las llamadas telefónicas?
—No, no. He estado allí. Ya no quedaba nadie.
—En fin, de todas maneras, no debe inquietarse —dijo Mason—. Comparecerá
de un momento a otro. Pasaré a recogerle… dentro de un cuarto de hora. ¿De
acuerdo?
Mason colgó.
—Muy bien, Della —dijo—. Ahora no tienes más que esperar…
—Pero tengo la intención de ir contigo, jefe. No te librarás de mí tan fácilmente.
Además, puedo ser útil y tomar notas.
Mason meneó la cabeza en ademán negativo.
—Pero necesitarás a alguien para…
—Sabes muy bien lo que va a ocurrir.
—¡No quiero perderme el espectáculo!
—Bueno, entendido —cedió Mason—. Coge una libreta y un lápiz, siéntate
detrás, en el coche y anota la conversación. Vamos, ya es hora.
No tuvieron ninguna dificultad en encontrar la casa de Doxey. Era una gran villa:
estucada, con techo de tejas, al estilo español, como es moda en California. Palmeras,
un porche, un césped lujuriante y verde y un caminito de cemento que conducía a la
puerta de entrada. Mason tocó el claxon dos veces y la puerta se abrió
inmediatamente. Doxey apareció, habló brevemente por encima del hombro, cerró la
puerta y bajó corriendo por el caminito.
—¿Tiene noticias de Lutts? —preguntó Mason.
—No, ni una palabra. Estamos verdaderamente inquietos por él.
Mason presentó a Doxey a Della Street.
—¿No quiere sentarse delante? —preguntó Doxey a la joven—. Yo estaré igual
bien…
—No, déjelo —dijo Mason—. Quisiera hablarle. Instálese a mi lado e infórmeme,
un poco, respecto a esta sociedad.
—No tengo gran cosa que decir —remarcó Doxey—. Usted parece estar muy al
corriente de los negocios y los planes que tenían los accionistas antes de la reunión de
esta tarde.
—Y ahora, ¿qué sucede?
—Bueno —contestó Doxey—, confieso que todo ha cambiado. Las opiniones
divergen. Yo estoy muy mal situado: debo ponerle al corriente a usted y permanecer
neutral al mismo tiempo.
—Sí, comprendo —dijo Mason—, y le agradezco su información. Pero ha
hablado usted de divergencias de opiniones. ¿Entre quién?
—Bueno, señor Mason, las cosas no son sencillas. No… no me creo autorizado

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para decirle más, antes de haber hablado con mi suegro.
—¿Qué valen realmente las acciones? —preguntó Mason.
—No… no es fácil de decir, así, de repente…
—Entonces, ¿cuánto valían cuando la sociedad compró el terreno? —prosiguió el
abogado.
—Oh, poco, muy poco, señor Mason. Infinitamente menos que ahora. La
sociedad ha especulado sobre el valor de esos terrenos, y esto ha redundado en su
beneficio.
—¡Ya entiendo! —dijo Mason, secamente—. ¿No ha habido más ventas desde
esta tarde?
—Bueno… Yo… Ha habido la transferencia de usted.
Sí, pero, ¿y después?
Doxey vaciló.
—Después de todo —señaló Mason—, no tiene usted por qué mostrarse
misterioso conmigo. Soy accionista y tengo derecho a tener esta información.
—En efecto, esta tarde ha habido otras ventas —acabó por reconocer Doxey, sin
comprometerse.
—¿Quién ha vendido?
—Un miembro del consejo.
—¿Y a quién?
—Me… me he enterado de esto por casualidad y no puedo repetir estas…
—¿No lo sabrá oficialmente hasta el momento de la transferencia?
—Sí, eso creo.
—¿No está hecha todavía?
—¿A qué acciones se refiere usted, señor Mason?
—¡A las que se hayan vendido esta tarde, sin importar las que sean! Y no vaya
con tantos misterios. Si quiere que nos entendamos, no trate de ocultarme lo que
ocurre.
—Tengo que entenderme con otros, además de con usted —observó Doxey—.
Tengo la impresión de que me encuentro entre dos fuegos.
—¿Dónde está el otro?
—Adivínelo usted.
—Vamos —dijo Mason, bruscamente— vamos, al grano. ¿Cuántas transferencias
se han hecho esta tarde, además de la mía?
—Una sola.
—¿Para quién?
—Para mi suegro. Ha vuelto a comprar acciones.
—¿A quién?
—A Regerson B. Neffs.
—¿Cuántas?
—El certificado que he extendido habla de tres mil.

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—¿A qué precio las ha comprado Lutts?
—Esto no consta en el acta de transferencia. Es una información de carácter
privado.
—Neffs es un individuo importante, ¿verdad? —preguntó Mason—. En todo
caso, tiene aspecto de considerarse importante.
—Lo siento —dijo Doxey, riendo—, pero el comité no me paga para que critique
a sus miembros.
Mason miró de reojo a Doxey. Se produjo un momento de silencio. Después este
último cambió de posición mientras explicaba:
—El sol me pega con fuerza en la espalda. ¡Estoy quemado! ¿Puede hacerme un
favor, señor Mason?
—¿Cuál?
—Decirme lo que ha pagado a mi suegro por su paquete de acciones.
—¿Por qué?
—Para especular.
—Corre el riesgo de quemarse también los dedos.
—No me importa correr este riesgo. Sé que mi suegro es… En fin, él…
—Exactamente —terminó Mason—. Le gusta enormemente el dinero, y ha
pensado que las acciones valiesen tal vez más de lo que él creía. Por eso ha vuelto a
comprar inmediatamente… y se ha olvidado de la hora de la cena.
Esto pareció irritar, ligeramente, a Doxey.
—De todos modos, hubiese podido telefonear a Georgina, y avisarla.
—¿Es su esposa?
—Sí. Mi suegro se llama George; quería dar su nombre a su hijo. Fue una hija y
entonces la llamaron Georgina. Resulta casi lo mismo.
—Entiendo.
—Pero sigue sin haberme contestado.
—Voy a decirle una cosa: el precio era ridículamente alto.
—Ya veo —se burló Doxey—. ¡Perry Mason despilfarra su dinero!
—Hagamos un trato —propuso Mason.
—¿De qué clase?
—Quisiera ciertas informaciones.
—¿Como cuáles?
—¿Sabe Lutts, quien es mi cliente?
Doxey echó una mirada a Mason, vaciló y acabó por responder:
—Sí, eso creo.
—Y usted, ¿lo sabe?
—No.
—¿Cómo ha podido descubrirlo Lutts?
—Esto lo ignoro. Ha podido utilizar un cheque facilitado por su cliente. Conoce a
un cajero de banco que está en deuda con él. Y mi suegro se aprovecha. Es todo lo

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que sé. Ahora le toca a usted.
—He pagado treinta y dos mil setecientos cincuenta dólares por las dos mil
acciones de Lutts —dijo Mason.
Doxey le miró, como si el abogado estuviera completamente loco.
—¿Cuánto? —preguntó con aire incrédulo.
—¡Lo ha entendido bien!
—¡Cielos, señor Mason! Pero es… ¿por qué, por qué no me ha advertido usted?
Yo hubiese podido conseguirle todas las que quisiera por ocho dólares cada una. Se
han vendido, incluso, a siete dólares.
—Lo sé —replicó Mason—. Yo mismo le he dicho que las había pagado
demasiado caras.
—Pero, ¿por qué motivo?
—No puedo explicárselo —repuso Mason—. Pero puede usted sacar sus propias
conclusiones.
—¿Quiere decir que quería… que deseaba eliminar a mi suegro?
—¿No ha vuelto a comprar otras acciones?
—Sí, desde luego. Pero como ya no era accionista, ha debido dimitir del comité.
Escuche, señor Mason, me parece que usted está jugando muy fuerte, con el
propósito de adquirir el dominio de la sociedad.
Mason hizo una mueca y se metió por el viejo camino que conducía a la
propiedad de la Sylvan Glade Company. Al pie de la colina cogió el cerrado viraje
que llevaba hasta lo alto. Cuando el coche llegó, Doxey exclamó con voz excitada:
—¡Cielos! Pero si es el auto de mi suegro. También él está aquí.
—Perfecto —declaró Mason—. Precisamente me interesaba verle.
—En verdad no comprendo por qué no ha acudido para la cena —continuó el otro
—. En fin, está bien y eso me tranquiliza. Debe tratarse de una cuestión importante.
¡Ah, es verdaderamente un gran negociante!
Se percibía un poco de envidia y de celos en la voz de Doxey.
Mason estacionó el coche y ambos descendieron.
—Espéranos aquí —dijo Mason a Della, sin insistir—. Será mejor.
—Solo tardaremos cinco minutos, señorita Street —indicó Doxey.
—¿Entramos?
—Si mi suegro está aquí, sí. La puerta está generalmente cerrada, pero él tiene la
llave.
Doxey empujó la puerta.
—Está abierta. Entremos.
—Eso está muy sucio —observó Mason.
—Los inquilinos sabían que iban a derribar la casa, de modo que han dejado
montones de porquería.
—Llame a Lutts, dígale que le esperamos aquí abajo.
—Tal vez esto no le guste. Le debo ciertas consideraciones en mi calidad de hijo

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político —dijo Doxey, sonriendo—. Subo a buscarle.
—Está muy oscuro. Vaya con cuidado.
—¡Oh, veo muy bien! —aseguró Doxey, emprendiendo la ascensión de la
escalera.
De repente, poco después del descansillo del primer piso se detuvo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mason.
—¡Suba… suba a ver, se lo ruego! —llamó Doxey, con voz ronca.
—Pero, ¿qué pasa?
—¡Suba!
Mason ascendió por la escalera. El otro estaba inclinado sobre el cuerpo de Lutts.
—¡Cáspita! —exclamó Mason—. Se ha caído de cabeza. ¿Qué le habrá ocurrido?
¿Un ataque? ¿Cuánto tiempo llevará aquí?
Doxey encendió una cerilla y protegió sus ojos de la llama.
—Fíjese: sangre. Ha manado del pecho.
—Compruebe el pulso —dijo Mason.
Doxey se inclinó, pero, en seguida, volvió a levantarse:
—Debe estar muerto. El cuerpo está casi frío. Se le nota casi… En fin, ya sabe,
rígido.
—Hay que avisar a la policía —señaló Mason.
—¿Por qué no incorporarlo, para que… bueno, para que su cabeza no…?
—Sobre todo, no toque el cuerpo —aconsejó Mason—. Más vale que llame a la
policía.
—Oh, Dios mío —suspiró Doxey—. Vaya historia. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo dar
la noticia a Georgina? Voy a coger su coche para ir…
—Hay que dejarlo todo exactamente como está —advirtió Mason—. No toque
nada. Me quedaré aquí mientras usted va a avisar a la policía. Coja mi auto.
—Puedo quedarme yo. Más vale que vaya usted.
—No. ¡A la policía no le gusta que yo descubra cadáveres!
—Sin embargo, está muy mezclado en este asunto —contestó Doxey—. Deseo
recordárselo para…
—Desde luego —dijo Mason—. Pero ha sido usted quien ha descubierto el
cuerpo, y por lo tanto es usted quien debe comunicárselo a la policía.
—¿Quiere esperarse aquí?
—Sí. No me moveré. Explique, por favor, a la señorita Street, que ha habido un
accidente.
—Puede sentarse en el coche de mi suegro, en espera de que…
Mason dijo que no con la cabeza:
—A la policía no le gustaría. Seguramente querrán examinarlo para buscar
huellas dactilares. Vaya a avisarles, que yo espero aquí.
—Entendido —dijo Doxey—. ¿A qué departamento debo llamar?
—Diga que quiere dar cuenta de un asesinato y que es urgente. En seguida le

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pondrán con la sección de homicidios.
—Bien —dijo Doxey—. ¿Cree usted que… tengo que llamar a Georgina?
—No es el momento —repuso Mason—. Más vale esperar.
Doxey bajó, corriendo, la escalera. Poco después, Mason oyó el ruido del coche
cuando arrancaba. Descendió hasta la puerta principal.
Diez minutos después, Doxey estaba de regreso seguido por un vehículo de la
policía, con la sirena funcionando.
Los dos automóviles se detuvieron uno detrás del otro. Un policía avanzó,
rápidamente, hacia Mason:
—¡Hola, señor Mason! ¿De modo que está mezclado en este asunto?
—No; sólo montaba la guardia esperándoles.
El policía lanzó al abogado una mirada breve, cogió una linterna eléctrica y entró
en la casa. Los otros permanecieron junto a la puerta, observando el lugar.
—Sí, es un asesinato —gritó el primer agente desde el interior de la casa.
Inmediatamente, el que había permanecido en el coche, emitió un mensaje, por
radio.
—¡Más valdrá que me expliquen todo lo que saben! —dijo el primer policía,
saliendo de la casa.
—Es mejor que pregunte a Doxey —indicó Mason, señalándolo con la barbilla—.
Es pariente del muerto, y el cuerpo lo ha descubierto él.
—No he tocado nada —dijo el aludido—. He querido incorporar el cuerpo, pero
el señor Mason me ha aconsejado que lo dejara así.
—¡En efecto!
—¿Qué parentesco les unía?
—Era mi suegro.
—¿Qué edad tenía?
—Cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años.
—¿Dónde vivía?
—Con mi esposa y conmigo.
—¿Cómo ha sabido que él estaba aquí?
—No lo sabía. He venido para otro asunto y he visto su coche.
Los policías estaban interrogando a Doxey sobre diversos detalles cuando un
vehículo, de la brigada de homicidios, trepó por la colina.
—Caramba, caramba —dijo el sargento Holcomb, mientras se apeaba del coche
—. ¡Miren quien está aquí! ¡Supongo que ha descubierto otro cadáver!
—No, señor, no he sido yo —replicó Mason.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Visito unos terrenos.
—Y debe haber quedado terriblemente sorprendido —observó el sargento.
—Es cierto.
—Oh —dijo Holcomb—, no sé por qué no graba en un disco esta frase. Así se

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cansaría menos.
—Sería preferible que visitase el lugar e interrogara al hombre que ha descubierto
el cadáver, porque resulta que no he sido yo.
—Sí, ya sé —comentó el sargento Holcomb, con aire asqueado—. Esta vez ha
preparado una variante.
Mason dio media vuelta y fue a sentarse en su coche.
—¿Me necesitas? —preguntó Della.
—Todavía no. ¿Ha telefoneado Doxey a su mujer?
—No; solo a la policía. Le han dicho que esperara. Cinco minutos después
estaban en la cabina telefónica.
—Buen trabajo —reconoció Mason.
El sargento Holcomb y dos detectives entraron en la casa, dejando de guardia a
los primeros policías.
Poco después, Holcomb salió, cambió unas palabras con ellos y se dirigió hacia
Mason.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó este último.
—¿Por qué está usted aquí?
—Represento a un cliente.
—¿A quién?
Mason se encogió de hombros.
—Ya lo descubriremos.
—Háganlo. Es su oficio y están en su derecho. El mío consiste en proteger a mi
cliente.
—¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Examinar los límites de este terreno. ¿Está satisfecho?
El sargento Holcomb le observó por un momento, después contestó, con
brusquedad:
—¡No!
Y dio media vuelta.
Mason hizo un ademán a Doxey:
—Vámonos; no tenemos nada más que decirles.
—¡Yo no estoy tan seguro! —dijo el sargento Holcomb, dando vueltas a su
alrededor.
—Bueno, pues yo sí. No tiene más preguntas que hacernos, ¿verdad?
—De momento, no, pero ya vendrán.
—Entonces, avíseme —replicó Mason—. ¿Viene, Doxey?
—Sí —contestó éste lanzando una mirada inquieta a los policías.
—Le dejaré en su casa. Así podrá anunciar, personalmente, a su esposa la mala
noticia. Es mejor que dársela por teléfono.
Doxey asintió. Se sonó y se enjugó a hurtadillas los ojos.
—He de reconocer que, en ciertos momentos, encontraba a mi suegro

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terriblemente difícil de soportar, pero sin embargo, le quería mucho y… ¡Pobre
hombre!
—Así, pues, ¿no es un suicidio?
—Oh, no, no lo creo. Estaba muy satisfecho de haberle vendido a usted las
acciones, y después se le ha ocurrido comprar otras para ganar más dinero. ¡Era
insaciable!
—Tal vez, después de reflexionar, lamentara haber vendido —insinuó Mason.
—Seguro que no. Era incapaz de lamentar un buen negocio. Sencillamente, no
comprendía la razón de su interés. Cuando más pensaba en ello, más extraño debía
encontrarle. ¡Era un jugador apasionado! La situación debía preocuparle pero no en el
sentido que uno puede creer. Ha debido oler que se tramaba algo y que no podía
intervenir… Bueno, ya me entiende. No quería que se le escapase la ocasión de ganar
más dinero.
—¿Lo necesitaba? —preguntó Mason.
—¡En absoluto! Era muy rico. Le gustaba especular, pero sin arriesgar nunca su
capital.
—En fin —dijo Mason—, le doy a usted mi más sentido pésame. Ahora tendrá
que anunciar esto a su esposa y con cuidado. ¿Le quería mucho ella?
—En cierto modo, sí. Eran… Sí se parecían mucho. A menudo, discutían, pero se
diría que esto les gustaba. Será un golpe terrible para ella.
—¿Es su esposa accionista de la Sociedad? —preguntó Mason.
—No. Mi suegro le había dicho que, cuando él muriera, lo heredaría todo. Pero
que hasta entonces, quería llevar los asuntos a su manera. Siempre era así, se burlaba
de ella, aludía a los padres demasiado generosos que se dejan enredar para luego ser
arrojados a la calle. Resulta difícil de explicar. Esta clase de historias parecen graves,
pero George y mi esposa disfrutaban bromeando sobre ello. ¡Lo va a echar
muchísimo de menos!
—Sí, va a ser un duro golpe —dijo Mason.
Doxey se sonó, de nuevo, y giró la cabeza, aparentemente interesado por el
paisaje.
Mason se detuvo en la primera estación de servicio donde había teléfono.
—Es solo un minuto —dijo a Doxey.
Llamó a Paul Drake.
—Paul, ¿sigues en buenas relaciones con periodistas bien introducidos en la
Criminal?
—Sí, ¿por qué?
—Porque un tal George C. Lutts ha sido asesinado en una casa desierta, en un
terreno de las afueras de la ciudad. ¡Quiero tener todos los informes posibles y tan
aprisa como la policía! Me interesa sobre todo el arma del crimen, si la han
encontrado, y a qué distancia estaba el asesino cuando disparó. Quiero saber también
el tiempo que la víctima ha sobrevivido a los disparos, y sí la policía cree que hay

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alguna mujer complicada en el asunto.
—¿Sólo esto? —preguntó Drake, con tono sarcástico.
—Claro que no —contestó Mason—. También me interesa todo lo demás.
—Entendido —suspiró Drake—. Por cierto, hay un mensaje para ti.
—Apresúrate, Paul, que tengo prisa…
—La señora Harlan ha telefoneado… Dice que todo se está arreglando. Que su
marido ha ido con Roxy a casa del abogado de ésta, y que, finalmente, ha recordado
que era el quinto aniversario de su boda. Debo repetirte las palabras exactas de ella:
«Se porta de manera satisfactoria y exactamente como yo esperaba».
—Bueno —dijo Mason, con una sonrisa forzada—. Por lo menos, no se ha
perdido todo.
—¿Entiendes algo de todo esto? —preguntó Drake.
—Por desdicha, sí. ¿Cuánto tiempo necesitas para informarme sobre este crimen,
Paul?
—El necesario para que los detectives regresen a la criminal y hagan su informe.
A los periodistas no se les escapa nada, puedes creerme.
—¿Has cenado?
—Oh, sí —dijo Drake, con ironía—. Dos bocadillos, café negro, y como postre
dos pastillas de bicarbonato. ¡Ahora estoy haciendo la digestión!
—Perfecto. Quédate ahí y aguarda los informes. Della y yo vamos a comer un
bocado. ¿No ha dejado ningún otro mensaje la señorita Harlan?
—Se ha limitado a observar que no le interesaba que la molestaran esta noche.
—Sí, me hago cargo —asintió Mason—. Bueno, Paul, haz lo que puedas. Te
llamaré más tarde.
Mason regresó al coche:
—Lamento haberle hecho esperar, Doxey.
—No importa. ¡Tengo tanta angustia al pensar que he de ir a casa a dar la noticia!
—¿Quiere que le acompañe? —se ofreció Della—. O bien podemos telefonear y
decir a su esposa que está usted en camino, pero que ha ocurrido un grave
accidente… Esto le evitaría la impresión demasiado brusca.
—Agradezco su oferta, pero prefiero arreglármelas solo. Creo que lo mejor será
hablar con franqueza.
—Como quiera —dijo Mason—. Pero si la señorita Street puede ayudarle, no
vacile. Ella lo haría con gusto.
—Gracias, pero me temo que nadie puede ayudarme. Esto he de hacerlo yo solo,
y cuanto antes mejor.

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Capítulo 8

Mason, con aspecto tranquilo, abrió la puerta de su despacho. Della Street, que
abría el correo, alzó la mirada y le sonrió.
—¿Cómo va esta mañana, Della? —preguntó Mason.
—Regular. Drake dice que ahora puede facilitarte un informe detallado.
—Perfecto. Telefonéale para que venga. ¿No hay nada en el correo?
—Los asuntos de costumbre. Las madres que juran por lo más sagrado que sus
hijos han sido condenados por error. Una carta de Cleve Rector, que quiere verte
sobre no sé qué asunto. Lo más pronto posible, ha insistido. Ezekiel Elkins quiere
verte también. Dice que tiene que proponerte algo muy interesante. Un abogado que
dice llamarse Arthur Nebitt Hagan, ha telefoneado dos veces. Dice que representa a
Roxy Claffin y que quiere verte respecto a tu intervención en la asamblea de la
Sylvan Glade Development Company. Has causado un grave perjuicio a su cliente al
falsear la verdad y al interpretar a tu manera el código. Parece que la señora Claffin
quiere demandarte, pero que Hagan le aconseja que sea prudente, y que trate de
arreglar las cosas por las buenas.
—¡Que interesante! —observó Mason.
—Quiere que le llames lo más pronto posible.
—Más vale que llames a Drake y le digas que venga.
Mason examinó, rápidamente, el correo mientras Della telefoneaba al detective.
—¿No hay noticias de la señora Harlan?
—No, todavía no.
—Bueno, ¿viene Paul?
—En seguida. Mira, ahí está.
La manera de llamar de Paul, estaba convenida. Della le abrió, inmediatamente.
—¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó Mason.
—¡Desastrosamente! Toda la noche he tenido dolor de estómago.
—¡Bebes demasiada cerveza! —dijo Mason—. Eso es malo para la digestión.
—Lo sé —replicó Paul—, pero de algún modo tengo que hacer bajar los
bocadillos; indigestan extraordinariamente. Si no trabajase para un abogado a quien
los informes siempre le corren prisa, no tendría por qué alimentarme de bocadillos.
Anoche hubiese podido muy bien ir a casa, tranquilamente, y regresar a las once para
telefonear a los periodistas.
—Sí —reconoció Mason—, pero no hubieses recibido la llamada de la señora
Harlan, relativa al quinto aniversario de su boda.
—Sí, vaya drama, ¿verdad? Bueno, Perry, ¿qué tienes que ver en este asesinato de
Lutts?
—Nada en absoluto. El pertenecía al consejo de administración de una sociedad
de la que soy accionista. Su muerte solo servirá para crear dificultades.

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—Entonces, ¿por qué te preocupas por las circunstancias de su muerte? Como
accionista, lo único que necesitas es un certificado de fallecimiento, y puedo
afirmarte una cosa: ¡está más muerto que mi tatarabuela!
—¿Y además de esto?
—Parece que la policía te encontró en el lugar del crimen.
—¡Sí, por desdicha! Me interesaba examinar la propiedad y el cadáver del señor
Lutts me lo ha impedido. Pero la policía tiene un espíritu muy estricto.
—Sí, es una lástima para ti. Entonces, ¿sabes exactamente dónde encontraron el
cuerpo?
—Sí, en una vieja mansión de tres pisos, abandonada desde hace tiempo. La
sociedad de Lutts la compró para derribarla y nivelar el terreno. Lutts había llegado
antes que yo. Alguien había disparado contra él.
—Con un revólver calibre 38, sostenido a unos sesenta centímetros de su pecho.
—¿De su pecho?
—Sí. Le seccionaron una arteria, la aorta, según creo. Se puede decir que murió,
en el acto.
—¿Le mataron de frente?
—Sí.
—¿A sesenta centímetros?
—O a ochenta, como máximo.
—Supongo que habrán determinado la distancia mediante el examen de la herida.
—Sí —repuso el detective—. Han enviado su americana y su camisa al
laboratorio. La pólvora ha dejado manchas. Su examen nos informa sin lugar a dudas.
Herida causada por un treinta y ocho, sostenido a sesenta centímetros de la víctima.
—¿Hacia qué hora?
—A las cuatro y media de la tarde de ayer.
—¿Cómo han determinado la hora?
—Se sabe que Lutts fue a comer algo después del consejo. La policía se ha
informado y ha descubierto lo que había comido y a qué hora. Gracias a la autopsia,
se ha comprobado el estado de los alimentos que tenía en el estómago. Esto permite
determinar la hora de la muerte y la temperatura del cuerpo confirma los resultados.
Delimita el momento, con un margen máximo de media hora.
—Supongo que habrán encontrado el revólver.
—No, pero tienen una pista.
—¿Sí?
—Han dado la noticia del crimen por la televisión… Pero lo que ahora te estoy
diciendo es confidencial, Perry…
—Sí, sí, prosigue.
—Pues bien, un taxista ha acudido poco después. Un sujeto que se llama Jerome
C, Keddie. Trabaja para la Red Line y tiene el taxi número 761.
—¿Sí? Bueno, continúa, Paul. ¿Por qué me miras así?

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—Me estoy preguntando por qué me hiciste buscar, ayer, la pista de ese taxi.
—No te preocupes —replicó Mason, con rostro imperturbable—. Cuéntame lo
que Keddie ha explicado a la policía.
—Ayer tomó como pasajera a una mujer muy atractiva. Iba vestida de blanco:
falda plisada, zapatos y una chaqueta beige. Lo detuvo no muy lejos del lugar donde
fue hallado el cadáver. Él regresaba del Country Club, vacío. Algo le intrigó con
respecto a aquella clienta. La recuerda perfectamente.
—¿Por qué?
—Dice que ella tenía aire de agotamiento. Había debido correr y parecía
trastornada y muy pálida bajo su maquillaje. Él pensó que tal vez hubiese sido
atacada por un automovilista y que había conseguido huir… No consiguió hacerla
hablar. La condujo a la Union Station. Está seguro de que ella debió tomar otro taxi
para ir a otro sitio. No llevaba equipaje y le contó que su marido la esperaba en la
estación con las maletas, lo que sin duda era una mentira.
»Keddie reconoce que ha mirado la televisión y ha leído los diarios convencido
de que se enteraría de que algo había ocurrido en aquella carretera: un accidente o un
crimen.
—¿Puede reconocer a la mujer? —preguntó Mason.
—Sí.
—¡Caramba, caramba! —dijo Mason, con mucha calma.
—Bueno, quisiera saber a dónde va a llevarnos todo esto, Perry.
—¿Por qué?
—¡He hecho seguir ese taxi por encargo tuyo!
—No es preciso explicarlo a la policía.
—¡Depende! ¿Por qué he debido seguirlo?
—No necesitas saberlo.
—Después de todo —dijo Drake—, tal vez querías sonsacar al taxista, gracias a
una amiga de tu cliente. Todo esto me inquieta. Si se descubre que se trata de tu
cliente, nos encontraremos en una situación muy fea.
—¿Por qué?
—A esto se llama enredar las pistas.
—¿Qué pistas?
—El taxista y su testimonio.
—¿Y qué?
—Pues que has tratado de influenciarlo.
—¿Para que haga qué?
—No lo sé, pero las que ocupaban su taxi, ayer tarde, lo saben seguramente.
—Entonces —replicó Mason—, no entiendo por qué te preocupas. ¿Qué más
hay?
—Ah, ¿esto no te basta?
—Venga, ¿hay algo más?

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—La policía considera que Keddie ha tenido una buena idea. Investigan los taxis
que se encontraban en la Union Station para saber quién ha cargado a una joven
vestida de blanco.
—¡Entiendo!
—¡Válgame Dios! —estalló Drake—. Desde luego no te comprometes. ¡Vaya
respuesta!
—¿Por qué habría de comprometerme? —preguntó Mason, con mucha calma.
—En fin, creía que por lo menos sabías…
El teléfono se puso a sonar.
—Debe de ser para mí —dijo Drake—. He dicho que en caso de urgencia me
llamen aquí.
Della ya había descolgado. Asintió con la cabeza.
—Para ti, Paul.
Este cogió el auricular y dijo:
—Sí, soy yo… ¿Quiere repetirlo? Muy bien, advertiré a Mason. ¿Nada más?
Bueno, gracias.
—Ya está —suspiró Drake, volviéndose hacia Mason.
—¿Qué?
—Un mal asunto: la policía ha encontrado el arma del crimen.
—¿Dónde?
—En la terraza, al norte de la casa.
—¿De veras? —dijo Mason—. ¿Y qué deduce de ello?
—Es un Smith y Wesson, calibre 38, con un tambor de cinco pulgadas. Se han
disparado tres balas. Como no se había borrado el número del revólver, la policía ha
descubierto que pertenecía a Enright A. Harlan. 609 Lamison Avenue.
»Al mismo tiempo, la policía ha localizado al taxista que ayer cogió una pasajera
en la Union Station. Esta corresponde a la descripción de Keddie. La condujo a
Lamison Avenue. Ha olvidado el número, pero era entre las calles quinta y novena.
»La policía ha ido con el taxista, para que localizara la casa: ¡Era el 609 de
Lamison Avenue! Por lo tanto, han invitado al señor y a la señora Harlan a que fueran
al cuartel general para charlar con el fiscal del Distrito. Ahora están allí.
—Bueno —dijo Mason—, ¡será uno de los casos más apasionantes!
—Bromeas —gruñó Paul—. Será un asunto endiablado. Sí, sobre todo, cuando
sepan lo que has tramado con ese taxista. Entonces…
—¿Y qué he hecho yo?
—¿Tú…? Bueno, yo no lo sé. Sin duda, has enredado las pistas de una u otra
manera. Tienes…
El teléfono volvió a sonar. Della descolgó el aparato e hizo un ademán a Paul:
—¡Otra vez para ti!
—Bueno, adelante —dijo el detective—. Paul al aparato… ¿Quién es, Jim? Oh, sí
entiendo. Han… ¡Bueno, explícate!

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Drake permaneció silencioso durante varios minutos y después volvió a hablar
con tono pensativo:
—Bueno, no creo que pueda hacerse nada, Jim. Tenme al corriente, ¿quieres?
Gracias por avisarme.
Colgó.
—Hubieses debido ser más listo, Perry, y aconsejar más prudencia a tu clienta.
—¿Por qué?
—Han encontrado el recibo de la carrera de Keddie en su bolso: dos dólares y
noventa y cinco centavos. El taxista lo recuerda, porque ella le dio tres dólares y
medio. Esto representaba cincuenta y cinco centavos de propina, de modo que,
¡imagínate! El número del taxi, 761, está marcado en el recibo. Hubiese podido tener
la precaución de hacerle mirar este recibo. Ahora estamos atrapados.
—¿Quién está atrapado? —preguntó Mason.
—Tú y yo.
—Pero tú no tienes nada que ver en esto.
—Qué más quisiera… Pero he localizado el taxi…
—Escúchame bien —le dijo Mason a Paul—. Trabajas mucho para mí, Paul, y
sabes que todo ha de quedar entre nosotros…
—Pero, ¿y si la policía me interroga? No puedo mentirle.
—Paul —prosiguió Mason—, tienes una úlcera de estómago. Comes demasiados
bocadillos y cebolla frita, y esto no te sienta bien. ¡Nunca comes a las horas
normales! Verdaderamente, necesitas descanso… ¡Será mejor que empieces ahora
mismo!
Drake le contempló con estupefacción.
—Tengo un asunto en La Jolla —dijo Mason—, y me interesa confiártelo.
—¿De qué se trata?
—Te enviaré las instrucciones cuando estés allí.
—¿Debo marcharme ahora mismo?
—En el acto. Alquila una habitación agradable en un motel, respira el aire marino
y descansa.
—¡Caramba, esto me gusta!
—Ya lo suponía —dijo Mason—. ¿Puede sustituirte alguien durante tu ausencia?
—Sí, Harry Blanton. Voy a pasar por el banco a buscar un poco de dinero.
—Más vale que le des dinero a Drake —dijo Mason a Della.
Ella hizo señas de que iba a ocuparse del asunto.
—Bueno —dijo Mason, consultando su reloj—. ¡Me parece, Paul, que ya nada te
retiene aquí!

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Capítulo 9

Mason se instaló frente a Sybil Harlan, detrás del enrejado de la sala de visitas. La
joven sonreía.
—Bueno, nadie creería que tiene usted preocupaciones —dijo Mason.
—Pero si no las tengo. Soy completamente feliz.
—No parece usted comprender que van a acusarla de asesinato, tan pronto como
el fiscal termine de reunir los informes.
—¿De veras? ¿Y qué?
—Se fijará la fecha para la audiencia preliminar.
—¿Qué es esto?
—Una entrevista ante los jueces. Si ellos estiman que ha habido delito y que usted
es sospechosa, comparecerá ante el Tribunal. El fiscal del Distrito es quien se ocupa
del expediente y del jurado.
—¿Y qué?
—Todo dependerá del taxista. El fiscal tiene los triunfos en la mano.
—¿Se refiere a la audiencia preliminar?
—Sí.
—¿Puede usted hacer algo?
—Sí, a condición de que se niegue usted a hablar.
—Soy muy capaz. El fiscal me había prometido la libertad a condición de que le
dijese lo que hacía en la carretera, de dónde venía y a dónde iba. Me he negado y por
eso estoy aquí.
—¿Qué ha hecho usted?
—Me he contentado con sonreír y repetir que sólo hablaría en presencia de mi
abogado.
—¿No sospechará su marido cuando se entere que ha acudido a mí?
—No; me las he arreglado muy bien, señor Mason. Él me había hablado de su
hábil intervención en la asamblea. Yo he dicho que en caso de dificultades recurriría a
usted. De modo que, cuando la policía ha venido y yo me he negado a hablar, ha sido
el propio Enny quien ha pensado en telefonearle.
—¿Cómo transcurrió su aniversario de boda?
—Exactamente como yo esperaba. Roxy había cazado a Enny en la trampa de sus
grandes ojos lánguidos, pero cuando se ha dado cuenta de que se exponía a un
proceso con la Sylvan Glade Company, su conducta ha cambiado, por completo. Ha
arrastrado a Enny a casa de su abogado, quien ha acusado a mi marido de haber
aconsejado mal a su cliente. Roxy asistía a la entrevista y aprobaba cada acusación.
Enny, asqueado, se ha dado cuenta de lo calculadora y egoísta que es ella. Ha jurado
que no volverá a verla nunca más.
—¿Qué ha pasado después?

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—Ha vuelto directamente a casa, dispuesto a confesármelo todo y a pedirme
perdón. Pero yo no he querido escuchar nada. Esta clase de confesión coloca al
marido y a la mujer en una situación falsa. He preferido fingir ignorancia… He
reconocido sonriendo, que era necesario hacer un poco la corte a las clientes como
Roxy. Tras de lo cual, he empezado a recordarle nuestro primer encuentro. Y de
repente, ¡zás!… he obtenido la victoria.
—¿Cómo es que han hablado de mí?
—Ha sido él quien ha planteado el tema. Me ha contado lo que había ocurrido en
el consejo. Yo estaba junto a él y le acariciaba la frente. Hacía tiempo que no le veía
tan tranquilo. Según el abogado de Roxy, es usted extraordinariamente ducho en su
profesión, completamente diabólico, en fin, el mejor abogado de California. Entonces
he dicho que tal vez, algún día podría sernos útil. Enny ha estado de acuerdo. Por
esto, cuando la policía ha invadido la casa y me han atormentado con preguntas,
respecto al revólver, y han descubierto el recibo del taxi en mi bolso… ¡Oh! —
exclamó ella—. Me pregunto si no habré cometido un error al conservar ese recibo.
—No, no. No se inquiete. Ha hecho bien en seguir mis consejos al pie de la letra,
Hábleme de ese revólver.
—Es uno de los de Enny.
—¿El que llevaba usted en su coche?
—Sí. El me lo había dado.
—¿Cómo explica su presencia en el lugar del crimen?
—Alguien me lo robó forzando el compartimiento para guantes.
—¿Cuándo?
—Pues… ¡Tuvo que ser después! Una cosa es segura, señor Mason: Lutts no
pudo ser asesinado con ese revólver.
—Sin embargo, no es esa la opinión de los expertos en balística.
—Mienten.
—¿Cómo lo sabe?
—Estoy… estoy segura. Atáqueles en este punto. Su teoría no puede sostenerse.
No es el arma del crimen.
—Pero sus afirmaciones se basan en exámenes científicos, señora Harlan.
—Es igual. No puede ser. Es una encerrona.
—Muy bien, lo comprobaré —suspiró Mason—. Y ahora, míreme bien a la cara.
—¿Sí?
—Contésteme: ¿mató su marido a George Lutts?
—Dios mío, no.
—¿Cómo puede afirmarlo?
—Enny no es capaz de hacer una cosa así… Y además, cuando fuimos a la vieja
casa, se iba con Roxy a casa del abogado.
—¿Está segura?
—Sí; Enny me lo había dicho. Tenían cita a las cinco en el despacho de Arthur

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Hagan.
—¿Les vio marcharse? ¿Estaba Roxy allí?
—Sí. Enny tocó el claxon para que ella se diese prisa. Odia tener que esperar.
—¿Está segura de haberlos visto a los dos?
—Sí. Bueno, a Roxy y al coche de Enny. Evidentemente, pensé que él estaba al
volante.
—¿No hay error posible?
—No; reconocería a esa joven desde varios kilómetros de distancia. Me pregunto
si ella se da cuenta de que lo ha perdido.
—Más bien creo que se siente llena de optimismo —contestó Mason—. Sabe que
la están interrogando a usted en relación con el asesinato de Lutts, y puede estar
segura de que tratarán de perjudicarla. Podría ser que usted estuviese, durante mucho
tiempo, retirada de la circulación.
—Nunca más volvería a dominar a Enny. Él no es tonto y ahora lo ve todo con
claridad.
—¿A qué hora fueron a casa del ahogado?
—Hacia las cinco.
—He observado una cosa. A pesar de que el revólver es de su esposo, la policía
parece dejarle al margen.
—Lo está. Han verificado todos sus movimientos. Salió de su despacho a las
cuatro para ir a buscar a Roxy. Los dos fueron al bufete de Hagan, y su entrevista
duró hasta las seis y media. Comprendo la preocupación de éste, señor Mason. Roxy
está completamente trastornada. No le importa tener aventuras sentimentales, pero
esto no debe afectar su capital. ¡Es terriblemente mezquina!
—Comprendo. ¿Qué ha dicho usted a la policía?
—Nada.
—¿Nada? —repitió él, sorprendido.
—No, absolutamente nada.
—¿Ni siquiera en el interrogatorio preliminar?
—No. He dicho que había pasado el principio de la tarde en el peluquero. De
todos modos, también lo hubiesen descubierto. Por lo, demás, mi criado lo sabía y así
lo ha dicho a todos los que han telefoneado. Después, he hablado de una cita
importante en relación con asuntos estrictamente personales…
—¿Y ni siquiera ha contado que…?
—No. Créame, señor Mason, no he dicho nada.
—Bueno, esto es perfecto. No tiene más que seguir de esta manera. Pero no
siempre será fácil.
—No se preocupe —repuso ella, con una sonrisa—. Ahora estoy dispuesta a
afrontarlo todo.
—Bien; siga mis consejos y todo irá bien.
El abogado hizo una seña a la guardiana para indicarle que la visita había

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terminado. Contempló cómo Sybil Harlan abandonaba la habitación y, después, se
apresuró a ir a telefonear a Harry Blanton, en el despacho de Paul Drake.
—Necesito saber dónde se encontraban ciertas personas ayer tarde, a las cuatro y
media. ¿Es posible?
—Desde luego, ¡pero costará bastante dinero! Y además, hay tipos que no tienen
testigos, hay que confiar en su palabra.
—De acuerdo; pero indíqueme de quién se trata.
—¿Hace el favor de darme los nombres? Haremos cuanto nos sea posible.
Mason sacó una lista de su bolsillo.
—Herbert Doxey, yerno de Lutts; Roxy Claffin; Enright Harlan; Ezekiel Elkins,
uno de los directores de la Sylvan Glade; Regerson Neffs, idem; Cleve Rector,
idem…
—Muy bien. ¿Esto es todo?
—Por el momento, sí. Empiece en seguida a trabajar. Ah, otra cosa: se dispararon
tres balas con el arma del crimen. Trate de averiguar a dónde fueron a parar dos de
ellas. Lutts solo recibió una.
—En cuanto a esto, no garantizo nada —confesó Blanton—. Conozco a muchos
tipos que están en la policía y que pagarían lo que fuese por obtener la información.
—En fin, haga todo lo que le sea posible —dijo Mason, antes de colgar el
teléfono.

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Capítulo 10

El fiscal del Distrito, Hamilton Burger, era un hombre de elevada estatura. Se


puso en pie cuando el juez Hoyt, dijo «El caso Sybil Harlan».
—Señoría —atacó inmediatamente—. Estamos aquí en audiencia preliminar para
determinar si se ha cometido un crimen y si hay que considerar culpable a la
encausada. Generalmente, los hechos permiten llegar rápidamente a una conclusión.
Pero cuando el señor Mason está encargado de la defensa, tenemos derecho a
investigaciones sobre balística, a contrainterrogatorios espectaculares y a testimonios
dramáticos. Consideramos que estas maniobras no tienen razón de ser en una
investigación preliminar. En consecuencia, deseo llevar ésta personalmente, para
condenar el uso de tales procedimientos.
El juez Hoyt lanzó a Perry Mason una mirada severa.
—El Tribunal no tiene intención de privar a la defensa de sus derechos, pero
reconoce que ciertos espectáculos, muy hábiles, son excesivos para una audiencia
preliminar. ¿Tiene algo que decir el señor Mason?
—No, Señoría —repuso éste, con aire inocente—. Estoy seguro de que el
Tribunal es incapaz de privar a la defensa de su derecho al contrainterrogatorio.
—¡Desde luego que no! Pero éste debe ser llevado según las reglas y dentro de
los límites de la ley.
—Le doy las gracias, Señoría.
Al oírle, cualquiera diría que el juez acababa de concederle un gran favor.
—Tiene usted la palabra —dijo el juez a Burger, que estaba visiblemente irritado
por la actitud de Mason, demasiado cortés para dar base a una reprimenda.
—Llamaré, ante todo, al doctor Jules Oberon —empezó el fiscal del distrito.
Este subió al escaño de los testigos y manifestó su identidad. Él era quien había
practicado la autopsia de George Lutts.
—Según usted, ¿cuál fue la causa de su muerte?
—Una bala de revólver, calibre 38, que penetró en el pecho seccionando la
carótida.
—¿Murió de esta herida?
—Sin duda posible. Encontré la bala.
El doctor Oberon sacó de su bolsillo un frasquito:
—La he colocado en este recipiente. La bala está envuelta en una hoja de papel
que lleva mi firma. Únicamente los expertos en balística han podido examinarla antes
de que yo sellara el tapón.
—¿Murió la víctima, de repente? —preguntó Burger.
—Es posible que diera algunos pasos antes de derrumbarse.
—El cuerpo yacía en la escalera, cabeza abajo. ¿Cree usted, por la naturaleza de
la herida, que la víctima trató de bajar antes de morir?

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—Sí. Pudo muy bien arrastrarse hasta allí.
—Ahora —dijo el fiscal—, háblenos de la trayectoria de la bala.
—Es ascendente. La víctima estaba frente a su asesino, que, sin duda, sostenía el
revólver a la altura de la cadera.
—¿A qué hora se produjo la muerte?
—Entre las cuatro y veinte y las cuatro y cuarenta —repuso el doctor.
—Gracias, ¿cómo puede afirmarlo?
—Por la temperatura del cuerpo y por el examen de los alimentos que contenía el
estómago.
—¿Sabe a qué hora ingirió la víctima, estos alimentos?
—Sí, gracias a un testigo…
—Ya hablaremos de eso más tarde —interrumpió Burger—. Mi colega puede
proceder a un contrainterrogatorio.
—Tiene usted la palabra, señor Mason —dijo el juez Hoyt—. Este Tribunal le
advierte que no tolerará ninguna pregunta que no esté relacionada con el testimonio
del doctor Oberon.
No tengo preguntas que hacer.
El juez Hoyt frunció el ceño.
—Que acuda a declarar Herbert Doxey —prosiguió Burger.
Doxey declaró que era el yerno de George Lutts, y que había visto por última vez
a la víctima en el restaurante, el día del asesinato. La víctima había tomado un
consomé, un bocadillo de salchichas, un café y pastel de manzana.
—¿Qué hora era? —preguntó el fiscal.
—Las tres y media.
—¿Qué pasó entonces?
—Mi suegro tenía trabajo. Lo dejé y regresé a mi casa.
—¿Está seguro de la hora?
—Sí; precisamente verifiqué mi reloj con el eléctrico. Eran las tres y dieciocho
cuando la camarera nos trajo los platos.
—Más tarde, ¿fue usted con el señor Mason a visitar una propiedad?
—Sí, y al llegar tuve la sorpresa de ver el auto de mi suegro ante la puerta.
—¿Qué hizo usted?
—Como ésta estaba abierta, subí. Fue al llegar al segundo piso cuando descubrí el
cuerpo en los escalones, cabeza abajo. Se hubiese dicho que…
—¡Es inútil! Limítese a mencionar los hechos. ¿Era, efectivamente, su suegro?
¿Vio, más tarde el cuerpo en el depósito, de cadáveres?
—Sí, era él, sin ninguna duda.
—¿Qué hora era en el momento de descubrirlo? —preguntó Burger.
—Las ocho y cuarto. Aun había luz diurna.
—Mi querido colega, el testigo está a su disposición.
—No hay preguntas —repuso Mason, con laconismo.

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El juez Hoyt le miró, pensativamente.
—Deseo volver a llamar al doctor Oberon —manifestó Burger.
Siguiendo las órdenes del juez, el doctor volvió al estrado.
—Ha escuchado el testimonio del señor Doxey en relación con la comida.
Basándose en esta afirmación, ¿puede decirnos a qué hora sucumbió la víctima?
—Sin duda alguna, entre cincuenta minutos y una hora y diez después de dicha
comida.
—¿Está seguro?
—Sí.
—La defensa puede efectuar el contrainterrogatorio —concluyó Burger.
—No hay preguntas.
Un poco sorprendido, Burger llamó a declarar a Sidney Dayton. Este declaró su
identidad y profesión.
—Como experto, ¿puede decirnos a qué distancia de la víctima se encontraba el
revólver, cuando fue hecho el disparo?
—Sí.
—¿Por qué sistema puede calcularlo?
—Gracias al examen de las huellas dejadas por la pólvora en la piel, o por las
partículas esparcidas en la ropa.
—¿Quiere explicarnos en qué consiste esto?
—Cuando se hace un disparo, ciertas partículas de pólvora, enteramente
quemadas, se transforman en gas. No todas. Otras escapan por el cañón del revólver
siguiendo cierta trayectoria. Es fácil determinar el número de partículas y las líneas
de fuerza de dichas trayectorias. Por este sistema, deducimos la distancia entre el
arma y el cuerpo.
—Tengo nociones bastante vagas sobre todo esto. ¿Cómo proceden?
—Colocamos la ropa salpicada de pólvora, en una tabla de planchar. Un papel
fotográfico especial se coloca debajo del tejido, y, por encima, se pone un secante que
contiene un producto. El calor produce una reacción química entre las partículas de
polvo y el secante. Ciertos puntos se inscriben en la placa fotográfica, lo que
representa la dispersión de las partículas.
—¿Utilizó usted esta prueba en los vestidos de Lutts? ¿Cuál es su conclusión?
—El asesino estaba a sesenta u ochenta centímetros de la víctima en el momento
de disparar.
—¿Hay rastro de pólvora en la mano de la víctima?
—No, en absoluto.
—Por lo tanto, si Lutts hubiese tratado de coger el revólver, o de rechazarlo,
¿hubiese encontrado rastros?
—Sí, seguramente. Pero la víctima no tuvo tiempo la bala le alcanzó antes de
poder hacer cualquier ademán defensivo.
—Puede interrogar al testigo, mi querido colega —dijo Burger.

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—Muchas gracias. Es inútil —repuso Mason. El juez Hoyt estuvo a punto de
decir algo, pero cambió de idea.
—Que acuda a declarar Alexander Redfield —solicitó Burger.
Redfield lanzó una mirada a Mason y sonrió débilmente. Ya había tenido ocasión
de tratar con él y sabía los apuros que podía hacer pasar a un testigo gracias a
preguntas insidiosas. Se prometió estar en guardia.
Redfield era experto en balística. Relató que había sido llamado al lugar de autos,
poco después del levantamiento del cadáver.
—¿Qué hora era? —preguntó Burger.
—Era el día siguiente —especificó Redfield.
—¿Qué hizo usted allí?
—Busqué el arma del crimen. Como la víspera la policía había registrado ya la
casa, yo me ocupé del terreno circundante.
—¿Cuándo encontró el arma?
—Unos cinco minutos después de mi llegada.
—¿Fue una coincidencia afortunada?
—No —explicó Redfield—. Por experiencia sé a qué distancia se puede lanzar un
arma así. Observé una señal en el terreno. El revólver estaba ligeramente enterrado.
—¿Y qué era?
—Un Smith y Wesson, calibre 38, número 910684. Lo dejé en el laboratorio,
donde lo examinaron sin éxito, en busca de huellas dactilares. Luego, yo examiné los
cartuchos: tres llenos y tres vacíos.
—¿Observó algo anormal en los vacíos?
—Dos eran Peters 38 Especiales, y el tercero un U. M. C.
—¿Y los otros?
—Eran Peters de 158 granos de plomo cada uno.
—¿Examinó también la bala homicida? —preguntó Burger.
—Sí. Procede de un Smith y Wesson, de calibre 38.
—¿Puede establecerse, científicamente, si la bala procede del revólver en
cuestión?
—Sí; hice la prueba. Se trata efectivamente di arma del crimen.
—¿La tiene aquí?
—Sí.
—Propongo —declaró Burger— que la bala sea aceptada como prueba, lo mismo
que el revolver. ¿Tiene algo que objetar la defensa?
—Nada en absoluto —contestó Mason, comedidamente.
—¿Qué hizo con los cartuchos restantes? —preguntó Burger.
—Los fotografié para tener su posición en el tambor, y después les di los números
uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis, así como a los cilindros correspondientes.
—¿Tiene esas fotografías?
—Sí —repuso Redfield—. En la una se ve el tambor y los cartuchos. Se puede

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observar que el alvéolo seis, se encuentra arriba, y es el que contenía la bala U. M. C.,
la última que se disparó.
—¿Qué hizo con esos cartuchos?
—Los coloqué en cajas numeradas. Lo mismo que las fotografías, están a
disposición del Tribunal.
Cuando Burger se volvió hacia Mason, este se apresuró a decir:
—No hay objeción.
El juez Hoyt carraspeó.
—Señor Mason…
—Dígame, Señoría.
—No le reprocho nada…
—Gracias, Señoría.
—Sin embargo, me doy cuenta de lo que, en un caso como este, puede hacer un
abogado con recursos: pretender que ha sido intimidado por las observaciones del
juez. Por lo tanto, deseo aclararle, señor Mason, que este Tribunal no coarta en
absoluto su derecho al contrainterrogatorio. Por el contrario, en interés de su cliente,
debe usted tratar de refutar los testimonios que se presenten contra ella.
—Sí, Señoría.
—Perfecto. Así pues, ¿quiere que se vuelva a llamar a los testigos?
—No, Señoría.
—Hago pues observar que la defensa rehúsa contrainterrogar, pese al
ofrecimiento del Tribunal.
—Es perfectamente justo —admitió alegremente Mason.
—Harold Ogelsby al estrado —llamó Burger, que irradiaba satisfacción.
Ogelsby prestó juramento y manifestó que era oficial de policía.
—¿Interrogó usted a la acusada el día cuatro por la mañana? Es decir, ¿al día
siguiente al descubrimiento del crimen?
—Sí. ¿Le rogó usted que hiciera una declaración?
—Le recordé sus derechos, y también, que sus palabras podrían utilizarse contra
ella. Le especifiqué que si nos daba una razón lógica que justificara su presencia a
aquella hora, en el lugar del crimen, la soltaríamos.
—¿Y se la dio?
—No.
—Un momento —interrumpió el juez Hoyt—, ¿quiere hacer alguna objeción,
señor Mason?
—No, Señoría, ninguna.
—Pues el Tribunal se encargará de ello —declaró el juez—. La acusada no tiene
ninguna obligación a responder. Tiene derecho a callarse si lo considera preferible. El
Tribunal hace esta objeción en interés de la encartada.
—Está bien, Señoría —admitió Burger—, pero no se trataba más que de una
aclaración preliminar.

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—Entonces, limítese a los hechos —exclamó el juez Hoyt, un poco excitado.
—Bien, Señoría.
Burger sonreía con aire triunfal e hipócrita a la vez. Le parecía ya leer los titulares
de los diarios y los artículos relatando la lucha entre Perry Mason y Hamilton Burger,
así como la derrota del primero durante la audiencia preliminar.
—¿Tuvo ocasión de registrar el bolso de la sospechosa? —prosiguió, dirigiéndose
a Ogelsby.
—Sí, después de haberle pedido permiso.
—No insistiré sobre los objetos sin importancia que podía contener. Pero, dígame,
¿no encontró un pedazo de papel?
—Sí.
—¿De qué se trataba?
—De un recibo del taxi 671, de la Red Line Cab Company, y entregado por la
carrera 984, cuyo importe ascendía a dos dólares noventa y cinco centavos.
—¿Tiene ese recibo?
—Sí.
—¿Es, sin duda, el que encontró en el bolso de la acusada?
—Sí.
—Solicito que se incluya como prueba —dijo Burger—, siempre que este
Tribunal no tenga inconveniente.
—Ninguno, ninguno —declaró Mason, alegremente.
—Puede proceder al contrainterrogatorio —propuso entonces, el fiscal.
—Es inútil —replicó Mason, con brevedad.
El juez Hoyt estuvo a punto de decir algo pero finalmente calló.
—Que convoquen a Jerome C. Keddie —propuso entonces, Burger.
El hombre prestó juramento. Era chófer de taxi en la Red Line.
—¿Qué taxi conducía el tres de este mes?
—El 761.
—¿Dónde estaba usted a las cinco menos cuarto?
—Regresaba de una carrera al Country Club. Iba vacío.
—¿Pasó usted cerca del punto señalado con una cruz en este plano?
—Sí.
—¿Y qué ocurrió en este cruce?
—Distinguí a una mujer muy elegante, vestida con una falda blanca, zapatos del
mismo color una chaqueta adornada de rojo… Andaba apresuradamente por la
carretera y…
—Un momento, se lo ruego. ¿Puede indicárnoslo en este plano?
El testigo se acercó y señaló con el dedo el punto exacto.
—Se trata —hizo observar Burger— del camino que conduce de la casa donde
fue descubierto el cadáver, a la autopista. Pero volvamos a lo que ocurrió el día de
autos.

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—La mujer parecía nerviosa, casi completamente fuera de sí. Me hizo una seña.
Al verla, yo había aminorado ya la marcha, porque pensé que tal vez buscase un taxi
y me alegraba no tener que regresar vacío. No me había equivocado. ¡Puede
asegurarse que estaba muy alterada! Ni siquiera conseguía decirme a dónde quería ir.
«A la ciudad», me dijo, mientras pensaba en otra cosa… Finalmente se decidió por la
Union Station, pero esto no era más que un pretexto, porque…
—Se lo ruego —interrumpió el juez Hoyt—. Si el Tribunal debe encargarse de
defender los derechos de la acusada, se esforzará en hacerlo. Pido, por consiguiente al
testigo, que se limite a mencionar los hechos y a guardarse sus opiniones.
—Entonces la conduje a la estación —prosiguió Keddie.
—¿Cambió alguna palabra con ella?
—Traté de preguntarle si había tenido algún accidente, y si podía ayudarla. Pero
ella me contestó que todo iba bien.
—¿Se fijó bien en esa persona?
—Sí.
—¿Puede indicárnosla?
Inmediatamente, Keddie señaló con el dedo a Sybil Harlan.
—Deseo hacer observar al Tribunal que el testigo ha reconocido a la acusada sin
la menor vacilación —intervino Burger.
—La defensa está de acuerdo —manifestó Mason, muy amable.
El juez Hoyt le lanzó una mirada severa.
—¿Qué hizo después? —prosiguió Burger.
—Bueno, la dejé en la Union Station y después me marché.
—¿A cuánto ascendió la carrera?
—Dos dólares y noventa y cinco centavos. Lo recuerdo porque ella me dio tres
dólares y medio. ¡Es una buena propina!
—¿A dónde se dirigió su pasajera?
—Entró en la estación y después encaminóse a la parada de taxis que hay al otro
lado. Como yo suponía…
—Le ruego que no haga conclusiones —interrumpió el juez Hoyt—. Es la última
advertencia que le hace este Tribunal, señor Keddie.
—Sí, señor.
—Llámeme «Señoría».
—Sí, Señoría.
—Puede continuar.
—Eso es todo.
—Un momento —dijo Burger—. ¿Está provisto su taxi de un taxímetro, como
todos los de la Red Line?
—Sí.
—¿Y el precio de la carrera se calcula automáticamente? Cuando usted levanta
bandera, al final del viaje, ¿el total queda inscrito en el recibo que sale del taxímetro?

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¿Se entrega este recibo al cliente?
—Sí, pero la mayoría no lo coge. Pero el papel siempre está allí, por si…
—Pero, ¿qué hizo la acusada?
—Lo guardó en su bolso.
—¿Puede decirme lo que representa este papel?
—¡Es el recibo que di a la acusada!
—¿Cuándo?
—El otro día, en la Union Station.
—¿A qué hora?
—Hacia las cinco.
—¿Quiere explicamos lo que representa este papel?
—984 es el número de la carrera, 761 el número de mi taxi, y finalmente dos
dólares noventa y cinco, el precio que hay que pagar.
—Perfectamente. Muchas Gracias —concluyó Burger.
El testigo se puso en pie.
—Un momento —se apresuró a decir Mason—. Con la venia del Tribunal,
quisiera hacer algunas preguntas al testigo.
El juez Hoyt pareció muy aliviado y se recostó en su sillón, en señal de
relajamiento.
—¿Reconoce este papel? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Y dice que vio a la acusada por primera vez aquella tarde en el punto señalado
en el plano?
—Sí.
—¿Está seguro de no haberla visto con anterioridad?
—¡Por completo!
—¿Y cuándo volvió a verla más tarde? —preguntó Mason, con voz sosegada.
—En la policía.
—¿Cuándo?
—El día cuatro por la mañana, hacia las once.
—Así, pues, ¿no volvió a verla entre el momento en que la dejó en la Union
Station y el de la identificación?
—No.
—¿Está seguro?
—Enteramente.
—¿No cabe la posibilidad, pues, de que la confundiera con otra persona que
utilizó su taxi durante la misma tarde del día tres?
—No, de ningún modo.
—¿Dejó usted a esta señora en la estación y después volvió a verla en la policía?
—¡Sí, exactamente!
—Pero veamos —prosiguió Mason—, ¿no anota usted todas las carreras que

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realiza?
—Sí, las apunto en una hoja diariamente.
—Me imagino que telefonea al centro de la compañía cada vez que carga un
cliente. ¿Comunicó su marcha hacia el Country Club?
—Sí.
—¿Les anunció su regreso, vacío, y el hecho de que encontrara una cliente por el
camino?
—Sí; y apunté en mi hoja: carrera a la Union Station.
—¿Tiene aquí esa hoja?
—Sí.
—¿Puede consultarla un momento, por favor?
—¡Me opongo! —exclamó Burger—. Esto no tiene nada que ver con el
contrainterrogatorio. Esas hojas no forman parte del informe oficial del testigo a la
compañía y constituye su propiedad privada.
—Se rechaza la protesta —declaró el juez Hoyt.
Burger sonrió triunfalmente. En lo sucesivo, no se podría tildar al Tribunal de
parcialidad. No sólo Mason había podido realizar su contrainterrogatorio, sino que
también el Tribunal había rechazado una objeción del fiscal.
—¿Puedo ver ese papel? —prosiguió Mason.
El testigo se sacó del bolsillo una hoja doblada y la alargó al abogado.
—Cada semana realizo una verificación con los libros de la compañía, para estar
seguro de que no hay errores.
—Entiendo. ¿A qué hora empieza su trabajo?
—Esto depende del servicio a que se me destina.
—¿A qué hora empezó el día tres?
—A las cuatro de la tarde. Terminé a medianoche.
—Así pues, ¿su carrera al Country Club debió ser la primera del día?
—No, la segunda. Conduje a un hombre al Jonathan Club.
—¿Había empezado a las cuatro en punto?
—No, un poco antes. Mi colega había terminado temprano. Son cosas que
ocurren. ¡Para mí es mejor! Disponía del taxi hasta medianoche y deseaba ganarme
muchas propinas. Si uno de nosotros llega con más de quince minutos de retraso y
esto se repite varias veces, se expone a tener un disgusto. Pero, esta vez, mi colega
iba adelantado.
—Por lo tanto, condujo usted a un hombre al Jonathan Club antes de las cuatro.
¿Qué hizo entonces?
—Me encaminé hacia el Bildmore Hotel. A aquella hora se encuentran clientes
con facilidad. Al cabo de cinco minutos, vi a un mozo con un saco de palos de golf.
Comprendí que me esperaba un buen paseo.
—Así, ¿la mujer que usted cree es la acusada, fue su tercer cliente del día?
—Sí.

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—Compruebo que empezó usted por el número 969. ¿Qué quiere decir esto?
—Es el de la primera carrera. El hombre del Jonathan Club, es el 969. El Country
Club, el 970…
—¿Y la acusada debe tener el número 971?
—Sí. Por lo demás, usted tiene la hoja.
—Entonces, ¿cómo es que en el recibo que le dio usted leo 984?
—¿Qué?
—Un momento, un momento —exclamó Burger—. Conceda tiempo al testigo
para que se serene y conteste con calma. Además, me interesa examinar este papel.
Protesto contra este sistema: las preguntas de la defensa no tienen nada que ver con
las declaraciones del testigo, y constituyen una escapatoria.
—Estimo que forman parte del contrainterrogatorio —replicó el juez Hoyt—.
Pero el testigo no debe contestar hasta que el Tribunal haya examinado ese recibo.
Burger se acercó al testigo y le quitó el recibo de los dedos.
—Un momento —observó el juez—. Éste Tribunal desea examinar el papel,
señor fiscal.
—Bien, Señoría —dijo Burger, alargándoselo—. Probablemente se trata de un
error de impresión, por lo demás, los hechos hablan por sí mismos. Esta situación se
aclarará sola, dentro de poco. Sería lamentable confundir al testigo para hacerle
explicar unos errores tipográficos.
—Señor Keddie —dijo el juez Hoyt, sin prestar atención a las palabras del fiscal
—, ¿puede informarnos a este respecto?
—¡No entiendo cómo se encuentra este número en el recibo!
—¿Tal vez sea falso el ticket?
—Veamos… Si me equivoqué, mi primera carrera sería la 981. No… 982 el
Jonathan Club, 983 el Country Club y 984 la carrera con la acusada. Pero nunca
hubiese podido cometer un error así: ¡Copiar 969 allí donde ponía 982!
—¿Se equivoca algunas veces? —preguntó el juez Hoyt.
—En alguna ocasión, me olvido de bajar la bandera, pero esto es todo, y además,
ocurre raramente. Pero los informes son verificados semanalmente. Todo esto se
comprueba con gran atención, ¿sabe? A un taxista le es muy fácil decir que ha ganado
un poco menos y hacer trampa en el informe. No, todo se verifica cuidadosamente,
créame.
—Así, habiendo empezado su jornada con el viaje 969, ¿la carrera con la acusada
debía ser la 971?
—Sí. ¡Por esto no entiendo por qué este recibo pone 984!
—¡Un momento! —exclamó Burger.
—No me interrumpa, se lo ruego —dijo, secamente, el juez Hoyt—. Deseo
verificar esto… La carrera hubiese debido ser…
Contó los viajes, dio vuelta a las páginas, se puso las gafas y después, tras de
mirar a Burger:

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—Bueno, señor Keddie —dijo—, veo que hay un viaje que usted ha anotado el
título de «visitas a terrenos».
El testigo observó cuidadosamente la hoja.
—Ah, sí —convino, frunciendo el ceño—. Ahora lo recuerdo. Dos señoras que
querían ir a ver propiedades. Me hicieron ir de un lado para otro, hasta que una de
ellas gritó con voz aguda: «¡Aquí, deténgase aquí!». Yo obedecí. Se apearon y me
pagaron.
—Una de esas dos mujeres, ¿era la acusada?
—Oh, no. No volví a verla entre la carrera a la estación y el día siguiente en la
policía.
—¿Está seguro? Sin embargo, ¿dice que eran dos señoras?
—Veamos —reflexionó Keddie—. La una era más bien gruesa y la otra… No lo
recuerdo bien. Cargo a tanta gente durante el día y…
—Por lo tanto, ¿no puede usted jurar que no se trataba de la acusada?
—No estoy seguro de…
—Con la venia del Tribunal —intervino Burger…
—Un momento, deseo terminar personalmente este interrogatorio —indicó el
juez.
—¿Puedo hacer una pregunta? —preguntó Mason.
—Cuando yo haya terminado, señor abogado defensor.
—Deseo hacer observar al Tribunal que me impide realizar el
contrainterrogatorio. Yo no…
—Quisiera saber si este recibo, encontrado en el bolso de la acusada, puede ser el
que entregó a dos mujeres que cogió en North La Brea, a última hora de la tarde —
prosiguió el juez, encarándose con el testigo.
Este se agitó, nerviosamente, en su asiento.
—¿Sí o no?
—Tal vez sea posible —admitió, por fin.
—¡Esto es todo lo que deseaba saber!
—¿Puedo hacer una pregunta? —insistió Burger.
—Pido perdón, pero todavía no he terminado mi interrogatorio —advirtió Mason.
—Pero esta pregunta trata de aclarar la situación, en beneficio del Tribunal —se
defendió Burger.
—Este Tribunal no necesita guardián ni intérprete —declaró el juez Hoyt.
—Pero Señoría, la evidencia salta a la vista: la acusada conocía a una de las dos
mujeres que hicieron la carrera hasta North La Brea. Fue gracias a ella que obtuvo el
recibo. Todo esto no es más que una trampa. La mujer dejó andar el taxi hasta que el
taxímetro marcó dos dólares noventa y cinco centavos y después lo hizo detener y
entregó el recibo a la acusada. Esta, hábilmente aconsejada, lo guardó en su bolso,
para prevenirse del testimonio del señor Keddie.
»Esta es una falta profesional muy grave, Señoría, y una prueba de culpabilidad.

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La acusada ya sabía que se la interrogaría en relación con esta carrera en taxi y se
preparó para engañar a la policía.
—¿Qué tiene usted que contestar, señor Mason? —preguntó Hoyt.
—Nada en absoluto. El señor fiscal hace una afirmación completamente gratuita.
El ignora lo que ocurrió exactamente. Deseo demostrar que el testigo ha sufrido un
error en la identificación.
El juez Hoyt se acarició, pensativamente, la barbilla.
—Prosiga su interrogatorio, señor Mason. La situación es poco corriente y el
Tribunal desea llegar al fondo del asunto.
—Esta es también mi opinión —añadió Hamilton Burger, con aire asqueado.
Mason se encaró con el testigo:
—Cuando cargó usted a la acusada en la carretera, a las cinco menos cuarto, ¿se
fijó en su indumentaria?
—Sí.
—¿Y en su rostro?
—¡Ya he dicho que estaba muy pálida!
—Pero, ¿iba destocada o llevaba sombrero?
—Ella… Veamos un momento… Yo…
—¡No responda, si no está bien seguro! —le advirtió Mason.
—Bueno, debo decir que… En fin, no me fijé…
—¿Llevaba pendientes?
—Lo ignoro.
—¿Y bolso?
—Sí, ¡de él sacó el dinero!
—Pero su rostro, señor Keddie, ¿cómo era?
—Ejem…, extremadamente pálido…
—Sin embargo, ¿afirma que se trataba de la acusada?
—¡Eso creo!
—Pero si reflexiona un poco, pudo muy bien haberse equivocado y confundirse
con una de las dos señoras que cogieron su taxi un poco más tarde. Cuando usted vio
a la acusada en la policía, recordó haber visto su rostro en algún sitio y la identificó.
El testigo se agitó, de nuevo, nerviosamente.
—Me opongo a que el testigo conteste esta pregunta —intervino Burger.
—¿Por qué? —preguntó el Juez Hoyt.
—¡Es una trampa!
—Como el abogado defensor tiene derecho al contrainterrogatorio, se rechaza la
objeción —determinó el Juez Hoyt.
El taxista, cada vez más inquieto, declaró:
—Bueno, la verdad es que ya no lo veo demasiado claro. Ya no sé si…
—Así, pues, ¿admite que pudo equivocarse? —se apresuró a preguntar Mason.
—¡Es muy posible!

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—En consecuencia, ¿pudo haber cargado a una mujer joven a las cinco menos
cuarto y a la acusada un poco más tarde de aquel mismo día?
—Sin embargo, hubiese asegurado que era ella —confesó Keddie—. Pero ahora,
ya no estoy seguro de nada.
—Muy bien, gracias —concluyó Mason. Inmediatamente, Hamilton Burger se
precipitó hacia el testigo:
—¡No permita que un abogado astuto le embrolle las ideas de esta manera! —
empezó a decir—. Usted sabía muy bien lo que había visto y cuándo. ¿No fue la
acusada la persona que transportó el día 3 de este mes?
El testigo vaciló.
—Sin embargo, es lo que afirmaba usted antes.
—Sí. La vi, puesto que al día siguiente la identifiqué ante la policía.
—Pero, entre el encuentro del tres y el del cuatro por la mañana, ¿volvió a verla?
—¡Ah, esto no! —declaró el testigo, con firmeza.
—De modo que usted vio a la acusada el tres de este mes en el lugar indicado en
el plano a las cinco menos cuarto, ¿no es así?
—Bueno, es lo que creía, pero ahora ya no estoy tan seguro. Tengo la impresión
de que la cabeza me da vueltas. En efecto, hice un viaje con ella, pero, ¿cuándo? ¡No
sabría decirlo!
—Está bien —concluyó Burger, con aire asqueado—. Muy bien, no le molestaré
por más tiempo.
Tras esto, el fiscal del Distrito, se sentó con aire cansado.
—En otras palabras —prosiguió Mason, con voz suave y clara—. ¿No sabe usted
cuándo vio a la acusada durante la tarde del día 3?
—¡En efecto!
—Pero, si la reconoció al día siguiente, ¿es que su rostro le parecía familiar? ¿Es
esto todo lo que recuerda?
—Un momento —terminó Burger—, esta pregunta es tendenciosa. El abogado
defensor no solo ha hecho todo lo posible para confundir al testigo, sino que
también…
—¿Se trata de una protesta? —preguntó Mason, secamente.
—¡En efecto!
—Entonces, diríjase al Tribunal.
—Señoría —dijo Burger—, este interrogatorio se realiza de una manera
deplorable. Las preguntas son improcedentes y no guardan relación con el testimonio
del testigo.
—Se rechaza la protesta —determinó el Juez Hoyt.
—En realidad —dijo el testigo—, cuando más pienso en ello, más seguro estoy de
que la acusada era una de las dos mujeres que cargué en North La Brea. No ceso de
observarla… Todo su aire… ¡Sí, es muy posible!
—Pero sin embargo, ¿solo la vio una vez durante aquel día?

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—Sí.
—¿Y fue en el momento de su tercera carrera? —interrumpió Burger.
—¡Protesto! La pregunta es tendenciosa —dijo Mason.
—Pero, Señoría —protestó Burger…
—No tiene usted derecho a sugerir las respuestas al testigo, cualquiera que sea su
intención. Sin embargo —prosiguió el juez Hoyt—, dado lo extraordinario de la
situación, pediré al testigo que conteste.
—Creía que era ella, pero ya no estoy seguro. ¡Pero si la hubiese visto después de
la carrera del Country Club, lo recordaría!
—O sea, ¿ella es su cliente de las cinco menos cuarto o bien la de North La Brea?
—Sí.
—Eso es todo —terminó Hamilton Burger.
—En efecto —intervino, inmediatamente, Mason, con gran amabilidad—, si esa
joven fuese la del Country Club, ¿la hubiese reconocido un poco más tarde?
—Sí. Y la prueba es que la reconocí… al día siguiente.
—Por lo tanto, sólo la vio una vez —recalcó el abogado.
—Sí.
—Esto es todo —dijo Mason.
—No hay más preguntas —añadió Burger.
—¿Tiene otras pruebas que aportar a este Tribunal? —preguntó el juez Hoyt.
—Señoría, afirmo que el revólver que sirvió para matar a Lutts, fue comprado por
el marido de la acusada, Enright A. Harlan. Pero, todavía, no tengo la prueba
definitiva.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque, alguien firmó con el nombre de Harlan en el registro del comerciante,
pero se trata de la escritura de otra persona. Según todas las apariencias, la de una
mujer.
—¿Es la de la acusada?
—No, Señoría. Lo siento mucho, pero he de reconocer que se trata de otra mujer.
Por ahora, el comerciante no recuerda, en absoluto, las circunstancias de esta compra.
—¿Cómo piensa demostrar a quién pertenece el arma?
—Necesitaría el testimonio del marido de la acusada, pero para ello necesito la
autorización de ésta.
—Comprendo —declaró el juez, con aire pensativo.
—Pero, hay una cosa segura —prosiguió el fiscal—, la sesión de esta tarde ha
sido cuidadosamente preparada con el fin de confundir a mi testigo. ¡Deseo llamar la
atención del Tribunal sobre esta maniobra grosera! Se trata de una ofensa a la
magistratura.
—No es esta mi opinión —repuso el juez Hoyt—, pero creo que el colegio de
abogados debería interesarse en todo esto.
Tras de lo cual, lanzó a Mason una mirada severa.

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—¡No lo entiendo! —declaró este último.
—Sin embargo, no ignora usted el código moral de los abogados. Si es este el
caso, le aconsejo que lo repase un poco.
—Es lo que he hecho precisamente —replicó Mason, imperturbable—. El
contrainterrogatorio tiene por finalidad, sondear la veracidad de las afirmaciones de
un testigo. Si este hubiese cargado a mi cliente, otra vez, durante la tarde del tres, le
hubiese dicho: «Buenas tardes, señora, hace un rato la he tenido ya como pasajera».
—Ella sólo cogió ese taxi una vez —dijo Burger—. Pero otra mujer hizo la
carrera de North La Brea y le entregó el recibo.
—¿Se trata de una acusación? —se apresuró a preguntar Mason.
—Sí —replicó Burger, con firmeza.
—¡De modo que afirma usted, ante el Tribunal, que mi cliente no cogió el taxi en
North La Brea! Dado que se está hablando del código de los abogados, haré observar
que el señor fiscal presenta los hechos de manera claramente arbitraria.
—Un momento, un momento —tartamudeó Burger—. Yo sólo afirmo lo que ha
dicho el testigo.
—Pero este último no estaba seguro de sí mismo y lo ha reconocido. De modo
que, ¿con qué derecho afirma…?
—No tiene usted por qué someterme a un interrogatorio —protestó Burger.
—¡Son sus afirmaciones públicas las que me obligan a ello!
—Vamos, vamos, señores —interrumpió el juez Hoyt—. Esta situación es
absurda. ¡Un poco de calma, por favor!
—No tengo intención de dejarme acusar de que falto a las reglas de mi profesión
—dijo Mason—. Si yo estuviese en el lugar del fiscal, hubiese comprobado cuál era
la carrera que correspondía al número 984 del recibo.
—Debo reconocer que esta es una inexactitud lamentable. ¿Por qué ha sido
confundido este recibo con otro? —preguntó el juez Hoyt.
—Porque era el mismo precio, la misma fecha y el mismo taxi —estalló Burger
—. ¡Y se encontraba en el bolso de la acusada!
—Sin embargo, este Tribunal considera que hubiese debido examinar esto con
mayor atención para saber de qué carrera se trataba.
Burger pareció a punto de querer decir algo, pero finalmente calló.
—El testigo debería ser capaz de reconocer formalmente a la acusada —continuó
Mason—. Vacila porque, al día siguiente, en la policía, fue sometido a la influencia
de las autoridades.
—Esta conclusión parece lógica —admitió el juez Hoyt—. Debe usted
reconocerlo, señor fiscal del distrito. El testimonio del señor Keddie es inutilizable y
no puede servir de identificación positiva ante un jurado.
—Este problema se resolverá en su momento —replicó Burger, con aire sombrío
—. Por ahora, trato de descubrir cómo ha podido montarse esta trampa… Su Señoría
debe darse cuenta de que la acusada pudo prever el interrogatorio y preparar la

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situación.
—También puede pensar que el testigo ha confundido a dos clientes que cargó el
mismo día —repuso el juez.
—Si esta es la actitud del Tribunal —exclamó Burger, furioso…
—El Tribunal se basa en las declaraciones del testigo —cortó el Juez, con tono
glacial.
—¡Bien, Señoría!
—Puede proseguir.
El fiscal tuvo un momento de vacilación.
—Queda bien entendido de que se trata de una audiencia preliminar —hizo
observar el juez Hoyt—. Debe usted probar, sencillamente, que se ha cometido un
crimen y que pesan graves cargos contra la acusada. Hasta ahora, las pruebas no han
sido muy convincentes.
—Puedo retirar esta acusación y presentar otra —dijo Burger.
—También puede comparecer ante el gran Jurado y evitar otra audiencia
preliminar —sugirió el juez Hoyt.
—Es lo que este Ministerio ha tratado de obtener —contestó Burger—. Todas las
ocasiones de interrogar al testigo han servido para plantear hechos secundarios y
alterar su significado.
—Entonces, ¿puede usted demostrar que la acusada se encontraba en el auto de la
víctima cuando ésta se dirigió a la casa del crimen? ¿Ha encontrado sus huellas
dactilares?
Burger se mostró humillado.
—Con franqueza, Señoría, he de confesar que no las hemos buscado. La
identificación de la acusada por este taxista, nos parecía una prueba bastante
convincente. Existía, además, el arma comprada por su marido. Ha sido sólo al
comprobar que otra persona había firmado en el registro cuando hemos lamentado
nuestro optimismo.
—¿Qué se propone hacer? —preguntó el Juez Hoyt.
—Solicito que la acusada sea encarcelada —trató de conseguir Burger.
Hoyt meneó la cabeza.
—Las pruebas no son lo bastante concluyentes.
—¡Pero el Tribunal no puede soltar a la acusada! —gritó Burger.
Entonces el juez Hoyt dejó escapar una exclamación.
—Señor fiscal del Distrito, me he esforzado en ser condescendiente con usted. El
Tribunal reconoce que un plan ingenioso, tal vez, haya creado una confusión respecto
a la identificación. Pero permanece el hecho de que dicha identificación no puede ser
considerada válida. ¿Quiere retirar las acusaciones que había presentado contra la
encartada?
—Sí, propongo que se dé por terminado este asunto.
—Perfectamente. La encartada queda en libertad —declaró el juez Hoyt.

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—Pero solicitaré al Tribunal que permanezca en prisión en espera de los
próximos acontecimientos —continuó Burger.
—Esto es imposible —indicó el juez Hoyt, moviendo la cabeza—. Solo unas
pruebas formales permitirán encarcelar a la acusada, antes de que se presente al gran
jurado. Pero este Tribunal considera insuficientes las pruebas presentadas.
—Bien, Señoría —dijo Burger.
—¡Se levanta la sesión! —concluyó el juez Hoyt.
Apenas se había levantado, cuando el fiscal del Distrito ya abandonaba la sala de
audiencia, con el rostro pálido de rabia.
Perry Mason, sonrió a Sybil Harlan.
—Ha sido el primer asalto —dijo.
—¿Qué debo hacer?
—Esperar los acontecimientos. Será detenida de nuevo.
—Y entretanto, ¿he de quedarme sin hacer nada?
—¡Sí!
—¿Qué ocurrirá con el taxista?
—Cuando Burger lo presente ante el jurado, contará una historia muy distinta —
repuso Mason—. Pero siempre tendremos las notas taquigráficas de su primer
testimonio. Me propongo darles mucha cuerda suelta. Sin duda, dirá que fue usted la
que cogió el taxi a las cinco menos cuarto, pero que volvió a tomarlo, más tarde,
junto con otra mujer.
—¿Qué podrá usted hacer?
—Le preguntaré por qué, cuando los acontecimientos estaban frescos en su
memoria, juraba que sólo la vio una vez aquel día. Se las haré ver de todos los
colores. Por cierto, ¿quién firmó por el revólver que compró su marido?
—Creo que su secretaria.
—Seguramente lo descubrirán y la convocarán para que certifique. ¡Ella declarará
que entregó el revólver a su esposo!
—Y, ¿entonces?
—Espero que de aquí a entonces hayamos descubierto alguna otra cosa. Voy a…
En aquel momento, Enright Harlan empujó la puerta que separaba la sala de
audiencia de la habitación contigua, reservada a los abogados y se les acercó.
Sybil Harlan le lanzó una breve mirada y, al ver la expresión del rostro de su
marido, pareció que había recibido un golpe en pleno corazón.
—Acabo de enterarme de algo, Sybil —dijo.
—¿Sí?
—La señora Doxey ha explicado a Roxy Claffin que fuiste tú quien contrataste a
Mason, para que comprara acciones de la Sylvan Glade Company y trabase el
engranaje.
—Espere —interrumpió Mason—. ¡Cálmese!
—Sin ni siquiera dirigirle una mirada, Harlan prosiguió, con los ojos fijos en el

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rostro de su mujer.
—¿Es esto cierto, Sybil?
—Un momento —se obstinó Mason—. Tenemos aquí a una nube de fotógrafos y
periodistas. No es momento para entablar una disputa matrimonial.
—¿Pretendes lo contrario? —insistió Harlan.
Entonces, Sybil se le encaró:
—¿Hemos de discutir ahora, Enny?
—¡Sí!
—¡Bueno, pues es cierto! Ella trataba de robarme algo que yo quería mucho y
decidí hacerla sufrir también a ella.
—¿Por qué has causado todo este daño a Roxy? Ella no puede dominar sus
sentimientos. Es humano el amar, o el dejar de amar. Tú tampoco puedes contenerlo.
Tú misma no eres siempre dueña de ti. Roxy nunca ha causado daño a sabiendas.
—¿Oh, no, de veras? Esa pequeña pécora… ¡Desde luego que no! Pues bien, si,
contraté al señor Mason. ¿Y qué?
—Lo siento mucho —dijo Harlan con voz helada y dio media vuelta.
—Un momento —intervino Mason—. ¡Acérquese otra vez!
El otro se detuvo y miró al abogado por encima del hombro.
—No puede usted hacer esto —dijo Mason—. Su esposa tiene ya suficientes
preocupaciones sin que haya necesidad de añadirle aún más. Los periodistas les
observan. Si le ven abandonarla así, sin una palabra, van a…
—Aunque me esté viendo el mundo entero, me da lo mismo —declaró Harlan,
volviéndole deliberadamente la espalda.
Mientras atravesaba la sala de audiencia, dos fotógrafos captaron un dramático
cliché de su rostro endurecido por la cólera.
Mason se situó frente a Sybil, a fin de ocultarla a los ojos de la prensa.
—Sobre todo, no llore —ordenó—. No olvide que se trata de una partida de
póker. ¿Se ve con ánimos para sonreír?
—¡Válgame Dios, no! Ya será mucho si consigo no llorar durante treinta
segundos. Haga venir a la guardiana, para que me haga salir de aquí.
Mason hizo una seña a Della Street.
—Ocúpate de ella, Della. ¡Hazla salir!
—Y tú, ¿qué piensas hacer? —preguntó ésta.
—Distraer la atención de estos periodistas —repuso Mason, mientras se
apresuraba a alcanzar a Enright Harlan.
Se reunió con él cuando el otro, con los labios apretados, pulsaba el timbre del
ascensor.
—Harlan —llamó.
Este dio media vuelta y lanzó a Mason una mirada desprovista de cordialidad.
—Y ahora, ¿qué quiere?
Mason, consciente de los periodistas agrupados a su espalda declaró:

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—¡No se librará con tanta facilidad!
—¿Qué quiere decir?
—Su esposa le ha hecho una pregunta y usted debe contestarla. ¿Cómo es que su
revólver fue hallado en el lugar del crimen?
Enright Harlan quedó atónito.
—¿Qué… qué diablos quiere insinuar?
—Soy el abogado de su esposa y trato de encontrar al asesino de Lutts.
—¡Entonces, interrogue al asesino!
—Pero por el momento, es a usted a quien hago estas preguntas. No puede
marcharse sin contestarme.
El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Después de un momento de
vacilación, Harlan entró en la cabina sin decir ni una palabra más.
Mason se encaminó, de nuevo, hacia la sala de audiencias. Los periodistas le
cortaron el paso.
—¿Qué hay respecto a ese revólver, señor Mason? ¿Qué trataba de insinuar?
¿Qué se está preparando? ¿Por qué ha hecho esta pregunta a Harlan?
—¡Porque el fiscal del Distrito dice que se trata de su revólver!
—Pero —intervino un periodista—, su esposa pudo utilizarlo.
—También él —replicó Mason.
—Válgame Dios, no querrá usted decir… Ha abandonado a ésta y…
—Ha dado su revólver a alguien. Quiero descubrir a quién.
Tras estas palabras, Mason franqueó el grupo de periodistas. Encontróse frente a
frente con Della, que salía de la sala, y se la llevó a un rincón.
—¿Todo arreglado?
—Sí. Ha conseguido contener las lágrimas durante el tiempo preciso de
abandonar la sala.
—¿Ha dicho algo?
—Me ha confesado: «Esto me enseñará a no subestimar a mi adversario. Ahora,
ya no me importa lo que puedan hacerme». Estaba pálida y temblorosa.
—¡Bien! Ahora que sabemos lo que trama el fiscal, nos podemos poner a trabajar.

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Capítulo 11

Mason pisó el acelerador y ascendió velozmente la colina. Se detuvo ante la vieja


casa.
—Quédate aquí —dijo a Della, mientras cerraba el contacto—. Voy a subir y a
hacer dos disparos. Tú toca el claxon, cada vez que oigas el disparo. Después, abre la
radio. Dispararé de nuevo. Tú harás la misma señal.
Della asintió con la cabeza, pues había comprendido.
Mason se sacó de un bolsillo el duplicado de la llave.
—Tal vez a la policía no le gusten estos métodos —observó Della.
—¿Cuáles?
—¡Entrar en una casa con una llave falsa!
—Pero yo soy accionista de la compañía. Ni siquiera Burger puede criticarme por
eso —dijo Mason, riendo.
—¿Ha terminado ya la policía el examen del lugar?
—Sí. Lo han inspeccionado todo. Además, han descubierto otra bala.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—La noche pasada. Estaba empotrada en la pared, al lado Sur y procede del arma
del crimen.
—No me lo habías contado.
—Hasta esta mañana no lo he sabido. Es una Peters. La U. M. C., sigue sin
aparecer.
—¿Utilizarás cartuchos de fogueo?
—Sí.
—¿Hacen tanto ruido como los otros?
—Eso espero. No me atrevo a disparar con balas. Sin embargo, creo que la prueba
será útil.
—¿Qué tratas de demostrar?
—Las afirmaciones de mi cliente.
—¿Y si dice la verdad?
—Estaré encantado. En caso contrario, también seguirá siendo mi cliente —
agregó Mason, mientras introducía la llave.
Subió al primer piso, lanzando al pasar una mirada a las habitaciones oscuras,
respirando el olor a moho. Al emprender la ascensión al segundo piso, observó la
mancha oscura que estaba impregnada en la madera, allí donde Lutts había caído.
Al llegar al tercer piso, Mason echó una ojeada por la ventana. Distinguía la casa
de Roxy Claffin, estucada de blanco, con tejas rojas, piscina de mosaico azul, césped
y arbustos muy verdes. El lugar, lujoso y cuidado, contrastaba con la barraca del
contratista, situada en la parte baja de la pendiente, donde se había empezado a
nivelar la colina.

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Dando la espalda a la ventana, Mason alzó el revólver y oprimió el gatillo dos
veces. El eco de la explosión se extendió hasta lo lejos. En correspondencia, le
llegaron dos toques de claxon.
Esperó un minuto largo antes de disparar otras dos veces, pero nada le respondió.
Se metió el revólver en el bolsillo y bajó la escalera.
—¿Va bien? —preguntó Della.
—Sí. ¿Cómo los has oído?
—Los dos primeros, muy claramente; después, nada.
—¿Has prestado atención para los dos últimos disparos?
—En fin, he… he encendido la radio, me he sentado confortablemente como
aquel que escucha el programa…
—¿La has puesto bastante fuerte?
—Sí. No hasta el punto de ensordecerme, pero bastante fuerte.
—Si lo he entendido bien, ¿has hecho todo lo posible para ayudar a nuestra
clienta?
—¡He de confesarte que sí!
—Esto no vale —señaló Mason—. Es inútil hacer trampas.
Se sentó junto a Della y reguló la radio.
—Déjala así —ordenó.
Después volvió a subir al tercero y disparó dos tiros. Esta vez, dos toques de
claxon le contestaron. Eran breves, como si Della hubiese apretado el botón con
repugnancia.
Suspiró y se metió el arma en el bolsillo. Encontró a Della sentada aun en el
coche, con los ojos llenos de lágrimas.
—Vamos, no te lo tomes demasiado a pecho —le dijo, dándole palmadas en la
espalda—. Necesitaba saber a qué atenerme, eso es todo.
—¡Pero es que yo la aprecio, jefe!
—También yo, pero necesito estar al corriente de los hechos.
—¿Hará la policía esta experiencia?
—Tan pronto como haya contado su historia. ¿No has podido oír los disparos
cuando la radio funcionaba muy fuerte?
—No.
—Si no hubieses sabido que iba a disparar, ¿hubieras, de todos modos, oído los
tiros?
Della se enjugó las lágrimas.
—Me gustaría decir que no, pero es inútil. Se han oído claramente.
Mason asintió, sin gran entusiasmo.
—No puedo tenderle este cabo, Della. Sólo podré interrogarla hábilmente.
—¿Estaba encendida la radio, cuando llegaste con Doxey?
—No. La señora Harlan dijo que la apagó cuando entró en la casa.
—¿Y qué se ha hecho del auto? Tal vez sea útil saber qué emisora tenía

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sintonizada.
—Lo está examinando la policía. ¡Se han puesto a buscar huellas dactilares, con
cierto retraso!
—¿Las han encontrado?
—Hasta ahora no han dicho nada. Vamos —agregó Mason—, es hora de ir a
hablar con la señora Doxey. Quisiera saber si ha contado a Roxy Claffin que Sybil
Harlan me había pagado para que enredara la situación.
—Verdaderamente, ha sido poco elegante por su parte —constató Della— contar
esas cosas, cuando Sybil Harlan ve que su marido se le escapa para correr tras de
Roxy Claffin.
Mason asintió con la cabeza.
—Pero jefe, supón que la señora Harlan diga la verdad. Alguien debió esconderse
en la casa para esperar a Lutts. Después de todo, un hombre de negocios como él
debía tener muchos enemigos.
—Veremos todo esto desde muy cerca —dijo Mason—. El asesino debió disparar,
por lo menos, dos balas. Una que hirió a Lutts a unos cincuenta o sesenta centímetros
de distancia, y la otra que se clavó en la pared. ¿En qué orden las disparó?
—¿Qué quieres decir?
—Si el asesino apuntó al corazón de Lutts, desde tan poca distancia, no hubiese
vuelto a disparar contra la pared para ejercitarse.
Della estuvo de acuerdo.
—Podemos deducir que la primera vez falló.
De nuevo, Della asintió con un ademán.
—Tratemos de reconstruir el crimen. En el momento del primer disparo, Lutts
debía estar de espaldas.
—¿Qué te hace pensar esto?
—¡La lógica! El asesino no hubiese sacado el revólver, apuntado y tirado, si Lutts
le hubiese dado la cara.
—Pero recibió el balazo en medio del pecho.
—Sí —reconoció Mason—, lo que indica que estaba de espaldas en el momento
del primer disparo. El asesino falló. El ruido le hizo dar media vuelta. Vio al asesino,
que empuñaba el revólver. Entonces, o trató de huir o se precipitó sobre el criminal.
Aparentemente, es esto lo que hizo.
—¿Sí?
—Debió lanzarse sobre el homicida, o bien fue el otro quien avanzó. Por lo tanto,
la distancia entre ambos disminuyó bruscamente, entre el primer y el segundo
disparo.
—Es evidente.
—Sólo que, a cincuenta centímetros del cañón del revólver, la víctima hubiese
intentado protegerse.
Entonces, Mason sacó del bolsillo un metro desplegable y dijo:

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—Baja del coche, Della; quiero hacer una prueba. Toma, coge el revólver.
—¿Está vacío?
—Sí. Es el que tenía los cartuchos de fogueo.
Della lo cogió.
—Ahora, apúntame mientras alargas el brazo todo lo que puedas.
Ella obedeció. Mason midió cincuenta centímetros desde la boca del arma hasta
su propio pecho.
—¿Ves lo que quiero decir? A esta distancia, puedo arrancarte el revólver de la
mano.
—¡Si yo no esquivo el golpe!
—¿Mientras me apuntas? Me parece difícil. Ahora, dobla el brazo… Más. Coloca
el arma más abajo, cerca de la cadera. Recuerda que la bala siguió una trayectoria
ascendente.
Ella obedeció. Mason midió de nuevo la distancia indicada.
—Ahora, podría romperte la mandíbula antes de que tuvieses tiempo de apretar el
gatillo.
—¡Tal vez se hicieron ambas cosas al mismo tiempo! —observó Della.
—Es posible.
—¿Qué hacemos ahora?
—Vayamos a hablar con la señora Herbert Doxey. Pero antes quiero telefonear a
Paul Drake, para saber qué sospechosos tienen conocimientos sobre armas de fuego.
Pues, parece claro que el asesino falló su primer disparo a una distancia de pocos
metros.

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Capítulo 12

Mason detuvo su automóvil delante del bungalow de estilo california y abrió la


portezuela.
—Sujétala —dijo Della Street—. Saldré por tu lado.
La joven se deslizó sobre el asiento, pasando las piernas por debajo del volante.
Una vez en la acera, se alisó la falda, se colocó el bolso debajo del brazo y siguió a
Mason hasta la puerta.
El abogado llamó.
La mujer que acudió a abrirle era una pelirroja de ojos azules y pómulos altos y
pronunciados. Debía tener unos treinta años. Mason observó que, a pesar de sus
esfuerzos, el carmín no ocultaba la línea estrecha y dura de sus labios.
—Buenos días.
—¿La señora Doxey?
—¿Sí?
—Soy Perry Mason.
—Es lo que me parecía. Ya le he visto en fotografía.
—Esta es la señorita Street, mi secretaria. ¿Podemos entrar un momento?
—¡Mi marido no está!
—Es a usted a quien desearía hacer algunas preguntas.
—Estos últimos días he estado muy trastornada, señor Mason y…
—Lamento tener que insistir, pero se trata de un asunto importante —dijo Mason
—. Si su pesar…
—No se trata sólo de mi pesar, sino también de la casa. Llevo varios días sin
ocuparme de ella. Pero, en fin, entre.
Los condujo a un salón grande y confortable, cuyo mobiliario era de estilo, según
apreció Mason.
—Es demasiado grande —dijo ella, siguiendo la mirada del abogado—.
Demasiado grande para dos personas, ahora que papá ha muerto. Vivía con nosotros,
¿sabe?
—Sí —repuso Mason.
—Siéntense, se lo ruego.
—Iré directamente al grano —empezó el abogado.
—Es justamente el método que prefiero —señaló la señora Doxey.
—¿Estaba muy unida con su padre?
—En cierto modo. Nos comprendíamos y nos queríamos, sin que por eso papá se
confiara a mí.
—Sin embargo, ¿sabía usted que había vendido sus acciones de la Sylvan Glade
Company?
—Ahora, sí.

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—¿Lo sabía el día de su muerte?
Después de un momento de vacilación, reconoció:
—Sí.
—¿Cuándo?
—Lo supe por la noche, cuando mi padre no vino a cenar… Era tan
desacostumbrado por su parte… Le gustaba comer a horas fijas. Empezaron a
telefonear personas en relación con esas acciones.
—¿Tienen criada?
—Sí, pero sólo trabaja medio día.
—¿Siempre cenaban puntuales?
—Sí. Por eso me sorprendió su retraso. Era verdaderamente extraño, incluso
extraordinario. Si no podía llegar a tiempo, me telefoneaba para advertirme.
—Supongo que lo comentaría con su esposo, preguntándose qué había podido
retenerlo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando le habló de la venta de las acciones?
—Sí.
—¿Le dijo que yo las había comprado?
—Sí.
—¿Explicó que yo no era más que un hombre de paja?
—Me comunicó sus sospechas.
—¿Sin darle el nombre de mi cliente?
—No. Lo ignoraba.
—¿Está segura?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Le hizo preguntas sobre esto?
—Desde luego. Nos preguntábamos, quién podía ser el verdadero comprador.
Herbert sospechaba de Cleve Rector o de Ezekiel Elkins. Esos dos siempre trataban
de crear dificultades.
—Ya veo. Y, después, ¿descubrió usted la identidad de mi cliente?
—Hasta hoy no lo he sabido. Nadie me lo había dicho.
—¿Ni siquiera su esposo?
Ella apretó los labios y negó con la cabeza.
—Nos hemos visto varias veces.
—¿Cuántas?
—Tres o cuatro, como máximo.
—¿Son ustedes amigas o simplemente se saludan?
—¡Oh, cambiando unas palabras!
Mason reflexionó por un momento.
—Pero, ¿a qué vienen estas preguntas? —preguntó la señora Doxey.
—Me interesa aclarar un hecho muy importante.

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Ella permaneció silenciosa.
—¿Ha discutido usted en algún momento, con la señora Claffin, la posible
identidad de mi cliente?
—No.
—¿Ha hablado usted de la recuperación de las acciones?
—En absoluto. Desde entonces no he vuelto a verla.
A esta respuesta, Mason intercambió una ojeada con Della.
—Bueno, muchas gracias —terminó—. Me interesaba descubrir algo en relación
con la señora Claffin y sus reacciones.
—Siento no haberle podido ser útil, señor Mason.
Evidentemente, la señora Doxey esperaba que el abogado se marchase. De
repente, se abrió la puerta de entrada. Una voz alegre llamó:
—¿Dónde estás, querida?
—Tenemos visita, Herbert —avisó ella, poniéndose en pie.
—¿Sí? He visto un auto frente a la casa, y no sabía si alguien lo había dejado allí
o si… ¡Caramba, señor Mason! ¿Usted por aquí? ¡Y la señorita Della Street! Es un
placer.
—Me interesaba descubrir lo que ocurrió después del consejo del día 3 —explicó
Mason.
La cordialidad de Doxey desapareció inmediatamente.
—Mi esposa no sabe nada de estos asuntos de negocios.
—Es precisamente lo que ella me decía. ¿Sabía el señor Lutts a quién
representaba yo cuando le compré sus acciones?
—Sí, pero ya le dije que no me habló de esto.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—¡Después del consejo! Fuimos juntos al restaurante a comer dos bocadillos.
¡Esto ya se lo había contado!
—¿Le habló él de mi compra?
—Desde luego. Es más, fue el único tema de conversación. ¿De qué quería que
hablásemos en un momento así?
—¿Trataba él de averiguar quién era mi cliente?
—¡Claro! Nos interesaba a ambos. Era el interrogante número uno,
desdichadamente destinado a permanecer sin respuesta. Yo pensaba en Elkins. Mi
suegro, en cambio, se inclinaba a creer que era una persona que no formaba parte de
la sociedad. Después se le debió ocurrir una idea. Fue a telefonear. Creo que se enteró
de algo, pero no me dijo nada.
—¿Conoce usted a la señora Claffin?
—Nos hemos visto varias veces, pero, ¿de qué diablos se trata? ¿De un
contrainterrogatorio? Sí, la conozco. ¿Y qué?
—¿Ha comentado con ella mi compra de las acciones?
—Desde entonces, no la he visto, Enny Harlan se ocupa de sus negocios y

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siempre discuto con él.
—¿Le ha telefoneado?
—Sí. Harlan ha tratado de conseguir información. Le he declarado que no sabía
nada.
—Así, pues, ¿no ha contado a nadie el hecho de que yo representaba a alguien?
—¡No me gusta mucho que venga usted a mi casa a hacerme una serie de
preguntas, así como a mi esposa! —exclamó Doxey.
—Es usted secretario de una sociedad de la que soy accionista —replicó Mason
—, y tengo derecho a interrogarle.
—¡No como abogado de la señora Harlan en un caso de asesinato!
—Es posible, pero sigue habiendo una realidad: usted es el secretario de esa
sociedad.
—Bueno, bueno, ¿y qué?
—¿Ha discutido usted sobre la identidad de mi cliente con Roxy Claffin o Enright
Harlan, sí o no?
—No. ¿Era eso lo que deseaba saber?
—Exactamente —asintió Mason, sin hacer caso del tono desagradable de Doxey.
—Herbert —intervino su esposa—. El señor Mason ha sido muy amable y muy
considerado. ¡Es inútil contestarle con tanta dureza!
—¿Quieres dejar que yo me ocupe de todo esto?
—Bueno, gracias, esto es todo —terminó Mason.
—A su disposición —ironizó Doxey, mientras los acompañaba hasta la puerta.
—Bueno —preguntó Della a Mason, mientras regresaba al despacho—, ¿tiene
esto tanta importancia?
—¿Qué?
—Ese cambio en la actitud de Doxey.
—Aún no lo sé. Me pregunto por qué se ha mostrado de repente tan irritado.
—Tus preguntas no deben haberle gustado. Además, aunque Harlan afirma que
ha sido la señora Doxey quien ha informado a Roxy Claffin, es posible que no sea
cierto.
Mason estacionó el coche delante de su despacho. Al llegar a su piso, Della y él
se detuvieron en el despacho de Drake.
—¡Hola, Paul! ¿Qué tal por la Jolla? —preguntó Mason, mientras abría la puerta.
—Espléndidamente —replicó con ironía el detective—. Pasé un cuarto de hora
delicioso, antes de recibir el mensaje que me ordenaba regresar.
—Sí; finalmente, el asunto de la Jolla no ha sido tan importante como yo creía.
—Estoy enterado —dijo Paul, con voz seca—. Digamos, en realidad, que el
taxista se derrumbó y no pudo identificar a tu cliente. Por lo tanto, podía regresar sin
miedo a nuevas preocupaciones.
—Nunca he dicho nada semejante —protestó Mason—. El asunto de la Jolla no
tenía nada que ver con ese taxista.

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—Lo sé, lo sé —contestó Drake—. Ha sido una simple coincidencia. Son cosas
que ocurren, ¿verdad? Por lo demás, es curioso ver lo que pueden engañar las
apariencias.
—Vamos, déjalo correr —cortó Mason—. ¿Qué has descubierto en relación con
las personas incluidas en la lista que te di?
—Pues, a las cuatro y media de la tarde del día tres, Herbert Doxey estaba en su
casa junto con su esposa. Había regresado hacia las cuatro y tomaba un baño de sol
en un rincón recogido del jardín. ¡Su espalda enrojecida constituye la prueba! Enright
Harlan y Roxy Claffin, también estaban juntos.
—¿Seguro?
—Sí. Roxy estaba en su casa y tuvo una llamada telefónica de cuatro a cuatro y
cuarto. Harlan debió llegar un poco antes de las cuatro y media. Estaban citados en
casa del abogado Arthur Nebitt Hagan, y se marcharon casi en seguida.
»En cuanto a Neffs, aunque parezca increíble, estaba en la agencia de detectives
Sunbelt, encargando a un detective que siguiera a ciertas personas. Sospechaba de
una docena que podían ser clientes tuyos, y deseaba cerciorarse.
»Cleve Rector estaba reunido con el contratista Jim Bantry, de la Compañía
Constructora Bantry.
—¿Eran ya las cuatro y media? —preguntó Mason.
—Bueno, precisamente aquí hay algo que no encaja. Dejó a Bantry a las cuatro.
Pretende haber ido a beberse una copa antes de regresar a su despacho, pero no llegó
hasta las cinco.
—Así pues, ¿es imposible comprobar dónde estuvo entre las cuatro y las cinco?
—De todos modos, necesitó sus buenos veinte minutos para ir desde el despacho
de Bantry al suyo. Le queda pues muy poco tiempo para hacer algo. Pero hay que
reconocer que no tiene coartada.
—Pero, ¿hay efectivamente alguien que puede testimoniar haberlo visto? —
preguntó Mason.
—Dio el nombre del bar donde bebió la copa. Pero el barman estaba ocupado. La
descripción de Rector no le dice nada en absoluto. Podía muy bien estar allí sin
recordarlo.
—Bueno, prosigamos —suspiró Mason—. ¿Qué hay de Ezekiel Elkins?
—Ah, éste —exclamó Drake—, lo he guardado para el final. Es curioso: ¡No
quiere decir nada!
—¿A nadie?
—¡A nadie! Lo hemos intentado todo sin poderle sonsacar ni la menor
información. Incidentalmente deseo hacerte observar que tiene un ojo amoratado.
—Caramba, caramba —dijo Mason—, ¿tropezó con una puerta en la oscuridad?
—Más bien diría que se encontró con un puño en pleno día.
—¿Y no quiere decir nada?
—No. Sin embargo, ha celebrado una entrevista con el fiscal del distrito.

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—¿Ha hablado?
—¡Como si el fiscal fuese a hacerme confidencias!
—Pero ha debido hacerlas a los periodistas.
—Ha afirmado que tiene varios testigos del mayor interés. Elkins forma parte del
lote. Pero ni una palabra en relación con su entrevista y sí en cambio, una de sus
sonrisas misteriosas y confiadas.
—Es una manera de escabullirse —comentó Mason.
—En cuanto a la última bala —prosiguió Drake—, demuestra que, efectivamente,
se dispararon dos tiros en la casa. Pero la tercera sigue sin ser hallada. Me pregunto
contra qué pudo haber sido disparada.
—A mí también me gustaría saberlo —suspiró Mason.
—¿Oyó tu cliente los disparos?
—¿Qué te hace pensar que ella estuviese presente? —preguntó, en el acto Mason.
—¡Oh, ya está bien! Te aseguro que podría sernos muy útil si quisiese.
Simplificarían la encuesta.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, si ella nos dijese exactamente cuándo tuvo lugar el crimen. El médico
forense deja un margen de veinte minutos… ¡Y veinte minutos es mucho tiempo!
Sin responder, Mason movió la cabeza.
—También podría decirnos cuántos disparos se hicieron, y con qué intervalo. Por
ejemplo, si los dos disparos sonaron sin interrupción, o si hubo una larga pausa entre
ellos. Tal vez incluso hubiera un tercer disparo.
—¿Pero qué diablos podía hacer mi cliente allí? ¿Cómo podría haber ido y…?
Mason iba alzando el tono de su voz.
—Un momento —interrumpió Drake—. Es inútil que te sulfures. Me limitaba a
hacer una pregunta y, verdaderamente, mi trabajo sería mucho más fácil si tuviera la
respuesta.
—Pero Paul, nada prueba que mi cliente estúvose en el lugar del crimen. Por lo
menos, por ahora —rectificó Mason—. En todo caso, si ella hubiese estado allí,
hubiese estado sentada en el coche de Lutts escuchando la radio y no habría oído el
disparo.
—Los —rectificó Drake—, ¡en plural!
—De acuerdo, los disparos. Della y yo hemos ido a hacer unas pruebas. Sólo la
radio en marcha podía impedir que alguien sentado en el auto de Lutts oyese los
disparos.
—¿Estaba encendida cuando saliste tú, después de haber descubierto el cadáver
en compañía de Doxey?
—No.
—¿Quién tenía las llaves? —preguntó Drake.
—¿Las del auto?
—Sí.

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—¡Lutts, desde luego!
Drake movió negativamente la cabeza:
—No estaban en sus bolsillos cuando registramos el cadáver.
—¡No bromees! —exclamó Mason.
—¿Cambia en algo los hechos? —preguntó inmediatamente Drake, al observar el
rostro del abogado.
—¡Nunca se sabe! ¿Por qué el asesino tenía que coger las llaves de contacto?
—Para largarse con el coche —sugirió Paul.
—¿Busca la policía huellas dactilares?
—Deben estarse ocupando de esto —repuso Drake—. Toma, aquí tienes algunas
fotos. No valen gran cosa, pero, algo es algo.
Mason cogió las fotos 9x12, todas brillantes, y las observó con atención.
—¿Estaba exactamente así el auto cuando lo descubrieron?
—Sí.
Mason, se concentró en la foto del tablier.
—¿Hay algo que va mal? —preguntó Drake.
—Telefonea en seguida a la agencia que ha vendido este auto. Quiero saber si
puede hacerse funcionar la radio sin que la llave de contacto esté en su sitio.
—¡Oh, oh! —exclamó Drake.
—¡Adelante!
El detective cogió el teléfono.
—Sobre todo, no des ningún nombre —le advirtió Mason—. Hazte pasar por un
cliente e inventa una historia cualquiera.
Drake asintió y luego le hizo una seña para que callara.
—¿Oiga? Me interesaría saber si en su último modelo, se puede hacer funcionar
la radio cuando está cerrado el contacto… Sí… Mi vecino acusa a mi chico de que ha
ido a su garaje y ha conectado la radio… Tiene la batería descargada… ¡Ah, bueno!
¿Está seguro? ¿Todos los últimos modelos son así? Bueno, muchísimas gracias.
Mientras colgaba, Drake rehuyó la mirada de Mason.
—Es imposible hacer funcionar la radio sin la llave de contacto, Perry. Este
sistema se ha creado especialmente a causa de las quejas de los clientes. Los
guardianes de los garajes agotaban las baterías escuchando la radio durante toda la
noche.
—Bueno —exclamó Mason—. Ven, Della. ¡Vamos!

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Capítulo 13

El juez Sedgwick se volvió hacia Perry Mason:


—¡Tiene la palabra la defensa!
—¡La defensa se abstiene!
Entonces, mirando a Hamilton Burger, sentado junto a su destacado ayudante,
Marvin Pierson, propuso:
—¡La acusación tiene la palabra!
—La acusación se abstiene.
—Perfecto —dijo el juez Sedgwick—. El jurado podrá ocupar su sitio y prestar
juramento.
Las cinco mujeres y los siete hombres se levantaron con aire solemne, tal como
corresponde a unos jurados que van a decidir sobre la vida de un ser humano.
—Señor Burger, puede proceder a las observaciones preliminares —declaró
después el juez Sedgwick.
El fiscal no pudo contenerse y lanzó una mirada a Mason. Estaba satisfecho: ¡Sus
argumentos vencerían por completo a la defensa! Había hecho todo lo posible para
guardar el secreto, con el fin de que sus revelaciones causaran mayor efecto.
Hamilton Burger se aproximó al jurado.
—Mi exposición preliminar será sin duda la más breve de mi carrera —empezó
—. Esperamos demostrar, gracias a los testimonios oportunos, que la señora Harlan,
muy enamorada de su marido, sospechaba una aventura entre éste y la señora Claffin.
Por eso contrató a Perry Mason, su abogado en este asunto, con el fin de introducir un
elemento de discordia en lo que temía se tratase de unas relaciones serias.
»Veremos en el plano que el asesinato se cometió en una casa vieja, situada en
una colina que debía ser nivelada en un futuro próximo. La acusada poseía una llave
que le permitía entrar libremente en dicha casa. Se sentaba, provista de unos
prismáticos, en una habitación del tercer piso, desde donde podía observar la casa
vecina, que pertenecen a la señora Claffin.
»Su marido, gran deportista, posee una colección de armas de fuego que
comprende veintiocho fusiles y siete revólveres.
Entonces, Burger lanzó una mirada triunfal a Mason:
—Tenemos la intención de demostrar —prosiguió—, gracias al testimonio del
empleado del garaje que cuida del auto de la señora Harlan, que el día del asesinato
ésta tenía unos prismáticos y un revólver en el compartimiento para guantes. La
víctima, George Lutts, se encontró con la acusada cuando ésta salía de su peluquero.
Ignoramos si estaban citados y de quién había partido la iniciativa. Una cosa es
segura: ella subió al coche del señor Lutts, que la condujo al lugar de aparcamiento
donde había dejado su vehículo. El guardián declara que ella abrió el compartimiento
para guantes y que sacó el revólver, el cual deslizó en su bolso. Luego se fue a reunir

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con la víctima, para acompañarla en lo que debía ser su último viaje.
»Después de eso, nos encontramos con la acusada, pálida y evidentemente
trastornada por la impresión, corriendo por la carretera que conduce desde el Country
Club a la ciudad. Podrán ver en el plano que esta carretera pasa por las cercanías del
lugar del crimen. Allí detuvo un taxi y se hizo conducir a la Union Station. Desde allí,
cogiendo otro taxi, regresó a su casa. ¡Tomen nota de esto! Ignoramos lo que ella
pudo hacer. Pero después, cogiendo el mismo vehículo, que la esperaba delante de la
puerta, se dirigió al aparcamiento en el que seguía su coche. Después de haber
manipulado la portezuela del compartimiento para guantes, telefoneó a su abogado y
después se dirigió al despacho del mismo, siempre en taxi.
»Contamos, además, demostrar que George Lutts fue asesinado por un revólver
del calibre 38 y que dicho revólver procedía de la colección de Enright Harlan.
»Basándome en estas pruebas, les pediré que pronuncien un veredicto de
homicidio en primer grado. Hablar ahora de la pena de muerte sería influir en
ustedes. Esta decisión les incumbe y no tengo por qué ocuparme de ella. Pese a la
culpabilidad de la acusada, tal vez no soliciten más que cadena perpetua. Esto queda
en sus manos.
Después de estas palabras, Burger dio media vuelta y regresó a su sitio, lanzando
a Mason una última mirada de satisfacción.
—¿Desea la defensa realizar unas observaciones preliminares? —preguntó el
juez.
—Señoría —dijo Mason—, desearía obtener un aplazamiento para reflexionar
sobre el problema. Las declaraciones del fiscal del Distrito se relacionan con ciertos
hechos que me son poco familiares.
—Protesto —intervino Burger—. El abogado defensor ha tenido ocasiones
sobradas para hablar con su cliente. ¡Los testimonios de la acusación preliminar
hubiesen debido ponerle al corriente!
—Pero, Señoría —insistió Mason—, el fiscal del Distrito no abordó este tema en
la audiencia preliminar.
—No me interesaba descubrir mis baterías en aquel momento —replicó Burger
—. Además, para ser sincero añadiré que ciertos testigos han sido localizados
después.
—En tal caso, el Tribunal acuerda una pausa de diez minutos —anunció el juez
Sedgwick.
Inmediatamente, Mason se encaró con Sybil Harlan:
—¿Pueden demostrar todo eso?
Los labios de ella temblaban cuando respondió.
—¡Ignoraba que me hubieran visto!
—¡De modo, que me mintió usted!
—Traté de… Quería arreglar un poco las cosas. Cuando vi que él estaba muerto,
pensé en el revólver que llevaba en el bolso y me azaré…

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—Lo sé —dijo Mason, con voz cansada—, pensó que contándome mentiras yo la
defendería con mayor convicción. ¿Cogió verdaderamente un taxi para regresar a su
casa desde la Union Station?
Ella asintió.
—Sólo subí para cambiarme de medias y de zapatos.
—¿Desde dónde me telefoneó? ¿Desde el aparcamiento?
De nuevo ella asintió con la cabeza.
—Volví a dejar el revólver en el compartimiento para guantes. Alguien debió
verme y luego forzó la portezuela mientras yo estaba en su despacho.
—Pero, ¿eso sucedió después de la muerte de Lutts?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo es que fue asesinado con ese revólver?
—Le aseguro que es imposible, señor Mason. O alguien miente o las balas han
sido cambiadas una vez en posesión del fiscal.
—Es absurdo —comentó Mason—. Si piensa hacerme creer esto está lista. He de
encontrar otra cosa.
Ella le miró fijamente a los ojos.
—¿Tiene alguna otra idea, señor Mason?
—No —reconoció el abogado.
—Pues, por eso hay que creerme. Es nuestra única probabilidad —suplicó ella.
Mason se quedó pensativo.
—Sin embargo, no tiene usted aspecto de mentirosa —dijo por fin—. ¿Por qué
me contó todas estas historias? ¿Es porque mató usted a Lutts?
—¡No!
—Entonces, ¿por qué?
Después de un momento de vacilación ella habló con sinceridad:
—Estoy enormemente descontenta de mí misma, señor Mason. Le he mentido, es
cierto. Pero es a causa de… En fin, cuando regresé a casa para cambiarme de calzado,
Ruth Marvel vino a verme. Es mi mejor amiga y vive en la casa de al lado. Me vio
llegar en taxi. Como sabía que había cogido mi coche, se inquietó.
»Entonces, se lo conté todo. Ruth es una chica verdaderamente lista. Me dijo que,
puesto que no había advertido a la policía en el acto, no convenía hacerlo en aquel
momento.
»Estuvo de acuerdo cuando le expliqué que iba a verle a usted. Pero me hizo
observar que un abogado es mejor cuando trabaja con entusiasmo en el asunto que se
le confía. Lo mejor, según ella, era ocultarle mi visita a la casa junto con Lutts. La
policía no dejaría de encontrar una pista que condujese hasta el verdadero asesino y
yo no sería interrogada, ni se sospecharía de mí.
»Finalmente, si se demostraba mi presencia en el lugar del crimen, debía decir
que había temido por mi vida y que había huido completamente aturdida. Por eso se
le ocurrió hacerme hablar de los pasos del asesino y de su mano sosteniendo el

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revólver…
—En realidad, ¿no vio ni oyó nada? —preguntó Mason.
—¡Nada en absoluto! Estaba escuchando la radio en el coche; de verdad, se lo
juro, señor Mason. Cuando le encontré, ya estaba muerto. Sin duda el asesino estaba
oculto en el tercer piso, y si llego a subir me hubiese matado o aturdido para huir de
la casa. Pero probablemente sólo deseaba matar a Lutts. Al oírme llegar, huyó. Me di
cuenta de todo esto: verle significaba firmar mi sentencia de muerte. ¡Por eso huí
corriendo!
—Pero, ¿y las llaves del coche? —interrumpió Mason—. ¿Cómo podía escuchar
la radio si…?
—Estaban en el coche, señor Mason, se lo aseguro, y la radio funcionaba.
—¿Fuerte?
—¡Sí, bastante!
—Eso espero, porque según un experimento que hice, era necesario para no oír
los disparos… Pero la policía no ha encontrado las llaves —observó Mason—.
Ellos…
—He cometido una falta grave, señor Mason.
—Ha cometido más de una, créame —replicó éste con tono de descontento—.
Bueno, ¿qué me dice de esas llaves de contacto?
—Casi nunca voy en auto en compañía de alguien. Siempre conduzco yo. Por
eso, al bajar del coche, automáticamente cogí las llaves. Antes de subir a ver lo que
podía entretener a Lutts en la casa, cerré la radio y corté el contacto. Fue al descubrir
el cuerpo y huir corriendo cuando me acordé de las llaves.
—¿Qué hizo con ellas?
—Le aseguro, señor Mason, que no hay miedo de que nadie me cause
preocupaciones sobre este tema. Las oculté de manera que nadie volverá a
encontrarlas.
—¿Sabe Ruth Marvel esto también?
—No, nadie —afirmó la señora Harlan.
Mason lanzó un suspiro.
—¿Se da cuenta de lo que ha hecho? Si me lo hubiese explicado todo, hubiese
podido aconsejarla. Pero me mintió usted y le aseguro que esto es un mal comienzo.
Hizo mal en explicárselo a Ruth Marvel.
—Pero puedo confiar en ella —replicó la señora Harlan—. Nunca dirá nada.
—¿Qué sabe usted? Imagine que el fiscal del Distrito la cita. Si se hubiese usted
confiado a mí, su abogado, yo siempre podría haber invocado el secreto profesional.
»Pero no sucede lo mismo con Ruth Marvel. Si el fiscal tiene la menor sospecha y
la hace acudir al estrado, tendrá que decir la verdad o inventar una mentira que se
sostenga.
—Pero, ¿cómo podría sospechar algo de…?
—Puede llegar hasta su amiga gracias a su viaje en taxi con ella. Hamilton Burger

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no deja nada al azar, créame. El barrio debe estar lleno de detectives en busca de una
pista, y hay ese taxista… ¿Qué le sucede? —preguntó, al ver que el rostro de ella se
demudaba.
—Efectivamente, ha convocado a Ruth a su despacho —confesó Sybil,
angustiada—. Le ha hecho varias preguntas inofensivas y ella ha quedado muy
satisfecha de haberse librado con tanta facilidad. Pero…
—La satisfacción de su amiga se debe, sobre todo, a su inexperiencia —repuso
Mason, con amargura—. Puede estar segura que se ha metido usted en un bonito
avispero.
El ujier llamó:
—¡Señores del jurado, por favor!
Éstos, mientras regresaban a la sala de audiencias, lazaron miradas llenas de
curiosidad a Mason y su cliente, cuyo rostro parecía muy pálido.
El juez Sedgwick salió de una habitación inmediata y se instaló en su sitio.
Mason, con un profundo suspiro, dio vuelta a la silla para encararse con el estrado de
los testigos.

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Capítulo 14

Burger hizo una exposición notablemente concreta y vigorosa del asunto. Se


notaba que lo había estudiado desde todos sus ángulos. Presentó un plano del lugar,
citó los testimonios de la policía, después la de los expertos en balística. Éstos
hablaron de la bala fatal y de las pruebas que habían efectuado. La bala procedía, sin
duda alguna, del revólver encontrado frente a la casa.
El taxista que había conducido a la señora Harlan desde la Union Station hasta su
domicilio, después al aparcamiento y al despacho de Mason la identificó sin error
posible.
En el descanso de mediodía, el fiscal había reunido todos los elementos del
corpus delicti. Estaba dispuesto para convocar a los testigos realmente abrumadores
para la acusada.
Bastaba con seguir atentamente el proceso para darse cuenta de que el testimonio
de Jerome Keddie, que Mason había destruido en el curso de la audiencia preliminar,
no sería mencionado. El fiscal del Distrito esperaba para eso que las pruebas reunidas
fuesen lo suficientemente concluyentes para contrarrestar la identificación fracasada
recientemente.
Después del descanso del mediodía, Hamilton Burger se levantó
majestuosamente:
—¡Que se cite a Jacques Lamont!
Éste cumplió las formalidades usuales y dijo que era guardián de un
aparcamiento.
—¿Conocía a la acusada? —empezó a interrogar Burger.
—Sí, de vista.
—¿Cómo es eso?
—Ella va regularmente al peluquero vecino y dejó su coche en mi aparcamiento.
—¿Recuerda haberla visto el día tres de este mes?
—Sí.
—¿A qué hora?
—Hacia las dos y media.
—¿Qué pasó?
—Ella vino a aparcar su coche.
—¿Volvió a verla?
—Sí, hacia las cuatro o tal vez un poco antes… Entró en el aparcamiento con aire
de estarme buscando y yo me…
—Limítese a relatarnos los hechos, se lo ruego —le interrumpió el fiscal del
Distrito.
—Iba mirando a su alrededor. Luego, no viendo a nadie, se dirigió a su coche y
abrió el compartimiento para guantes.

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—¿Puede decirnos dónde se encontraba usted?
—Bueno, estaba desplazando un auto para sacar otro. Por lo tanto, estaba muy
cerca de la acusada.
—¿A qué distancia?
—Unos pocos metros.
—¿Qué hizo ella?
—Sacó del compartimiento para guantes cigarrillos y un revólver azul.
—¿Quiere decirnos si se trata de este revólver, señalado como prueba D?
—No podría asegurarlo. De todos modos se le parece mucho.
—Bien. ¿Qué pasó después?
—Ella metió el revólver en su bolso y salió del aparcamiento para subir al coche
de un hombre, que la esperaba en la entrada.
—¿Vio usted a ese hombre?
—No muy bien. No sería capaz de reconocerlo. Sólo vi una silueta al volante de
un coche azul del que incluso ignoro la marca.
—¿Cuándo volvió a ver a la acusada?
—Un poco más tarde, hacia las seis menos cuarto.
—¿En qué circunstancias?
—Yo estaba en un extremo del aparcamiento. La vi cuando bajaba de un taxi. Se
dirigió hacia su coche y me pareció que iba a buscarlo. Me acerqué para que me
pagara y…
—Sí, ¿qué vio usted? —preguntó Burger, suavemente.
—Que ella había abierto el compartimiento para guantes y que buscaba
febrilmente. Después fue a telefonear antes de volver a subir al taxi que seguía
esperándola.
—¿Esta fue la última vez que la vio aquel día?
—No; media hora más tarde estaba de regreso Esta vez me pagó y se llevó el
auto.
Hamilton Burger se volvió con aire triunfante hacia Mason:
—La defensa puede realizar el contrainterrogatorio.
Después de una ojeada al reloj, Mason disimuló un bostezo:
—¡No tengo ninguna pregunta que hacer! —manifestó.
—¿Cómo es esto? —exclamó Burger, visiblemente sorprendido.
—No, no tengo nada que preguntar —repitió Mason.
El fiscal del Distrito pareció desorientado. Finalmente, con tono lleno de
importancia, gritó:
—¡Jamison Bell Gibbs al estrado!
Éste prestó juramento y después miró a Burger con aire despierto.
—Trabaja usted en un garaje, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y conoce a la acusada?

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—Sí, muy bien.
—¿Es usted quien se cuida de su automóvil?
—Sí.
—¿Cuándo lo repasó por última vez?
—El tres de junio, por la mañana.
—¿Quién lo llevó al garaje?
—La propia acusada. Tenía prisa y quería un engrase rápido y una comprobación.
Nivel de aceite, neumáticos, batería…
—¿No le pidió nada más?
—No. Pero de todos modos limpié la parte delantera del auto que estaba un poco
sucio. También cepillé la alfombrilla.
—Sí, ¿y qué más?
—Como de costumbre, metí la nota en la rendija del compartimiento para
guantes.
—¿Y qué ocurrió?
—Bueno, la portezuela debió estar mal cerrada, porque el papel resbaló hasta el
interior. Yo tuve miedo de que mi cliente no lo encontrara. Por lo tanto, abrí el
compartimiento para sacarlo.
—¿Qué descubrió entonces?
Mason observó a los jueces: todos se inclinaban hacia adelante, con aire
profundamente interesado.
—Encontré un revólver y unos prismáticos… Bueno, eso creo. Éstos estaban en
un estuche.
—¿Cómo estaban dispuestos estos objetos?
—El revólver se encontraba delante, ocultando a medias los prismáticos.
—¿Qué hizo usted?
—Bueno —contestó el testigo—, como a menudo se producen robos, pensé…
—Omita los detalles —interrumpió Burger—. Ya nos dará sus razones en el curso
del contrainterrogatorio. De momento, sólo nos interesan sus actos.
—Saqué el revólver.
—¿Está usted familiarizado con el manejo de armas de fuego?
—Sí.
—Examine por favor este revólver, prueba D del proceso. ¿Puede decirnos si lo
había visto ya?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el compartimiento para guantes del auto.
—¿Era, sin ninguna duda, éste?
—Desde luego, no me fijé en el número pero era de la misma marca.
—Tiene la palabra la defensa —manifestó Burger, embriagado por su triunfo.
—No hay preguntas —replicó Mason, con tono indiferente.

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—Señoría —prosiguió entonces el fiscal del Distrito—. Mi próximo testigo me es
netamente hostil, únicamente una convocatoria ha podido obligarla a presentarse hoy.
Sin entrar en detalles, haré observar al Tribunal que tal vez parezca que este
testimonio no guarda relación con el asunto. Pero todo se explicará un poco más
adelante.
—Bien —decidió el juez Sedgwick— puede llamar al testigo. Si sus preguntas
provocan objeciones, este Tribunal las examinará a medida que se presenten.
—Señora Ruth Marvel —llamó, el fiscal del Distrito.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró Sybil Harlan, abrumada.
—Cuidado, no se abandone —le aconsejó Mason en voz baja—. Piense que está
jugando al póker. ¡El jurado la observa!
Luego, tras una ojeada al reloj, el abogado se arrellanó cómodamente en su
butaca, como si todos aquellos testigos anunciados dramáticamente le pareciesen sin
gran importancia para el desarrollo del proceso.
Evidentemente, Ruth Marvel había llorado. Prestó juramento, eludiendo la mirada
de Sybil Harlan, y fijó en Burger unos ojos llenos de hostilidad.
—¿Es usted amiga de la acusada? —preguntó el fiscal, con voz meliflua.
—Sí —contestó ella, con brusquedad.
—¿La vio usted el tres de este mes?
—Sí, varias veces.
—Hábleme de la última vez.
—Era… por la tarde.
—¿Cuándo, exactamente?
—No lo sé.
—¿A primera hora?
—Sí.
—¿Qué hizo usted entonces?
—La acompañé a visitar varios terrenos.
—¿A qué sitio?
—No lo recuerdo.
—¿Le explicó ella por qué se interesaba en dichos terrenos?
—Me pidió que la acompañara.
—Repítame sus propias palabras, se lo ruego.
—Me encargó que dijese al taxista que íbamos a visitar unas propiedades en
venta.
—Señora Marvel —prosiguió Burger pomposamente—, es usted testigo en un
caso de asesinato. Ha prestado juramento. ¿Sabe cuál es la pena por falso testimonio?
¿Y por complicidad? Ahora, díganos qué motivos le dio la acusada para justificar ese
viaje en taxi.
—Un momento, Señoría —intervino Mason—, no me gusta interrumpir las
declaraciones y exposiciones preliminares, pero…

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—¡Preliminares! —rugió Burger, pálido de rabia.
Mason le lanzó una mirada de sorpresa.
El fiscal del Distrito pareció a punto de estallar, pero se encontró con la mirada
del juez y calló.
—Tiene usted la palabra —dijo éste a Mason.
—En este caso, el fiscal procede al contrainterrogatorio de su propio testigo y se
extralimita en sus derechos. Sus preguntas están llenas de insinuaciones y de
amenazas. Además, este testimonio no guarda relación con el asunto que aquí se
debate.
—Pido la palabra —solicitó Hamilton Burger.
El juez Sedgwick se la concedió.
—Deseo hacer observar al Tribunal que la señora Marvel puede repetir ciertas
declaraciones de la acusada, que la colocarían en una posición muy delicada. Pero la
testigo es amiga suya y debo vencer su hostilidad. Aún no he obtenido nada de ella.
Me he enterado de sus declaraciones por terceras personas. Pero el Tribunal puede
creerme cuando afirmo que estos hechos se relacionan con el caso.
—La objeción de la defensa es, sin embargo, válida —anunció el juez Sedgwick
—. No obstante, propongo que escuchemos este testimonio y no intervengamos, a no
ser que no se confirme lo que anticipa el fiscal del Distrito. Por lo tanto, puede
responder a la pregunta, señora Marvel.
—Ella me dijo que quería tomar cierto taxi…
—¿Le explicó el motivo?
—Me, me confió que…
—Sí, sí, prosiga —invitó Burger.
—En fin, comprendí que ya había cogido dicho taxi aquel mismo día.
—¿Le dijo ella que no quería ser reconocida por el taxista?
—¡Sí, en efecto!
—Prosiga.
Pero Ruth Marvel se puso a llorar.
—¿Qué motivos tenía para actuar así? —insistió Burger.
—Su abogado le había aconsejado que hiciese un recorrido conmigo en ese taxi,
hasta que el taxímetro marcase dos dólares y noventa y cinco centavos.
—¿Podría reconocer a ese taxista?
Ella asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra.
—Señor Jerome Keddie… ¿Quiere levantarse, por favor? —solicitó Burger.
Cuando el otro obedeció, preguntó:
—¿Es éste?
—Sí —susurró Ruth Marvel.
—Mi colega puede proceder al contrainterrogatorio —exclamó Burger,
triunfalmente.
Mason sonrió, con aire tranquilizador, y se acercó a la testigo.

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—No tiene usted motivo para sentirse turbada a causa de su testimonio, señora
Marvel. La acusada actuaba por consejo mío y así se lo dijo. Ella sospechaba que el
taxista sería requerido para que la identificase y quería comprobar si era o no capaz.
—Protesto —intervino Burger— contra la posición visiblemente parcial de la
defensa. Esto es inadmisible y…
—La testigo ha respondido a sus preguntas sin oponer dificultades —replicó
Mason—. Estoy en mi completo derecho de realizar el contrainterrogatorio.
—No se admite la protesta —decidió el juez Sedgwick.
—¿No es eso, en líneas generales, lo que ocurrió? —prosiguió Mason, lleno de
simpatía.
—Sí —reconoció Ruth Marvel.
—En tal caso, puede usted hablar sin temor, pues sus palabras no pueden
perjudicar a la acusada. Ella le dijo que obedecía mis instrucciones al realizar esta
verificación, ¿verdad?
—¡Sí! —asintió Ruth Marvel, con rapidez.
—Así, pues, ¿cogieron ustedes el taxi conducido por Jerome Keddie, el hombre
que acaba de levantarse?
—Sí.
—Y él no reconoció a su amiga, ¿verdad? ¿Ni un sólo momento, por lo que usted
pudo juzgar?
—¡No!
Mason sonrió ligeramente.
—Eso es todo. El Tribunal habrá comprendido ahora el objetivo que perseguía mi
cliente. En su maniobra no hay nada de secreto.
—Ahora ya no, desde luego —estalló Hamilton Burger—. ¡Pero, porque su plan
ha fracasado!
—¿A qué se refiere usted? —preguntó Mason mientras miraba al fiscal, como si
éste hubiese perdido el juicio.
—Con esto basta —interrumpió el juez Sedgwick—. Se ruega a los señores
abogados que no intercambien así, directamente, sus puntos de vista. Señor fiscal del
Distrito, deseo hacerle observar que sus palabras son improcedentes. El testigo puede
retirarse.
—Ahora deseo llamar a declarar a Jerome Keddie —prosiguió Burger.
Éste cumplió los requisitos preliminares.
—¿Vio a la acusada el tres de julio? —preguntó Burger.
—Sí. Regresaba yo del Country Club y…
—¿Puede mostrarnos el lugar en este plano?
El testigo se acercó al mismo.
—Yo estaba aquí —indicó, señalando con el dedo un lugar preciso—. La vi que
iba corriendo por la carretera. Después de detenerse para recobrar el aliento prosiguió
su carrera. Cuando me vio, me hizo una señal.

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—Puede regresar al estrado —dijo Burger—. Y, ¿luego?
—Ella estaba jadeante cuando subió a mi taxi y, al mismo tiempo, nerviosa y
agotada. Le pregunté dónde quería ir. De momento fue incapaz do contestar. Después
me dijo que a la Union Station.
—¿Y usted le obedeció?
—Sí.
—¿Qué hora era?
—Veamos, debí cogerla un poco antes de las cinco y dejarla allí hacia las cinco y
cuarto.
—El testigo está a disposición de la defensa —declaró Burger.
Con sonrisa afable, Mason preguntó:
—¿Cuándo volvió a ver a mi cliente, señor Keddie?
—¡Lo ignoro!
—¿Cómo es eso? —exclamó Mason, fingiendo sorpresa.
—Sólo estoy seguro de una cosa: al día siguiente durante la identificación. Pero,
es posible que la viera la misma tarde… ¡No puedo afirmarlo! Se ve desfilar a tantas
personas, que resulta imposible…
—Limítese a contestar mi pregunta —interrumpió Mason—, y no dé
explicaciones.
—Pero, Señoría —intervino Burger—, el testigo tiene derecho a explicarse para
hacer más clara su respuesta. Solicito que se le deje terminar con toda tranquilidad.
—Hubiese debido contar todo esto durante su interrogatorio —le hizo observar el
juez Sedgwick—. Ha dispuesto usted de todo el tiempo que ha querido.
—¡Muy bien! —admitió Burger, de muy mala gana.
—En el curso de la audiencia preliminar —continuó Mason—, afirmó usted no
haber vuelto a ver a la acusada entre la carrera del Country Club y el día siguiente.
¿Es exacto?
—Sí.
—Muchas gracias, eso es todo —terminó Mason.
—Pero —intervino inmediatamente el fiscal—, ¿ese día se equivocó usted?
—Estaba bastante turbado —admitió el testigo.
—Por lo tanto, ¿se equivocó?
—Sí.
—Muchas gracias —concluyó Burger, muy satisfecho.
—Un momento —atacó Mason—. ¿Reconoce haberse equivocado, señor Keddie?
—Sí.
—Así, pues, ¿afirmó usted bajo juramento una cosa inexacta?
—¡Protesto, Señoría! ¡La defensa utiliza procedimientos innobles! ¡Esta es una
tentativa de intimidar al testigo!
—Nada de eso —rectificó Mason—. Recalco un hecho que me parece evidente.
—Si el testigo se equivocó, lo hizo con la mejor buena fe.

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—¿Qué intenta explicar? —preguntó Mason—. No es preciso que nos describa
usted el estado de espíritu del testigo.
—Me contento con exponer la situación al Tribunal.
—¡Deje que lo haga Jerome Keddie!
—No se acepta esta objeción, señor fiscal del Distrito —dijo el juez Sedgwick.
—Así, pues, testimonió usted un hecho inexacto —prosiguió Mason.
—Confieso que, en efecto, me equivoqué. Estaba completamente desconcertado.
—Entonces, ¿cómo es que ahora reconoce su error? —insistió Mason.
—Bueno, el fiscal encontró la persona que cogió el taxi y me la enseñó. Me dijo
que era amiga de…
—Conténtese con exponer los hechos —advirtió Burger, inmediatamente.
—No, no, prosiga —dijo Mason al testigo—. Repítame las palabras del señor
fiscal.
El juez no pudo contener una sonrisa.
—¡Pero Señoría! —exclamó Burger—. El testigo no tiene por qué revelar estas
conversaciones estrictamente privadas.
—Sin embargo, ello explica sus reacciones —dijo Mason, con voz tranquila, que
contrastaba con la excitación del fiscal.
—Conteste al abogado defensor —ordenó el juez, siempre sonriendo.
—Bueno, me dijo que los detectives seguían a los amigos de la acusada para
descubrir quién estaba en el taxi con ella. Cuando me enseñó la señora Marvel, la
reconocí.
—¿Dónde tuvo lugar esa entrevista? —preguntó Mason, sonriendo.
—En su despacho.
—¿Le vio a usted el último testigo?
—No; yo estaba en una habitación vecina. En la pared había un espejo, ya sabe…
¡Yo podía ver a través de él, pero lo contrario era imposible!
—¿Fue el fiscal quien le hizo entrar en esa habitación?
—Sí, y me hizo que mirase por el espejo.
—Después, ¿colocó a la señora Marvel frente al otro lado? —preguntó Mason.
—Sí.
—Y entonces, ¿recordó haberla llevado en su taxi, junto con la acusada?
—Sí.
—Sin embargo, en la audiencia preliminar estaba usted seguro de no haber visto a
mi cliente entre el primer viaje del día tres y la identificación del día cuatro. Lo
declaró bajo juramento.
—¡En efecto!
—Puesto que después sostuvo usted «entrevistas» con el fiscal del Distrito, creo
que se puede afirmar que éstas han influido en su nuevo testimonio.
—Es posible, sí.
—Muchas gracias, eso es todo —terminó Mason con calma.

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Hamilton Burger estaba furioso y habló con voz exasperada:
—¡Solicito la presencia de Stephen Admore!
Éste prestó juramento y declaró que era detective.
—¿Ha tenido ocasión de examinar la casa de la acusada y de su esposo Enright
Harlan?
—Sí.
—¿Cuándo?
—El cuatro de este mes.
—¿Tuvo en sus manos ciertos objetos pertenecientes a la acusada?
—Sí.
—¿No había, concretamente, un par de guantes?
—Sí.
—¿Qué puede decirnos sobre ellos?
—Bueno, los coloqué en un aparato para recoger el polvo. En el filtro descubrí
sustancias extrañas.
—¿Las identificó?
—Entre otras cosas, había azúcar.
—¡Azúcar! —repitió Burger, sonriendo al jurado.
—Sí.
—¿Azúcar ordinario?
—Efectivamente.
—¿Qué hizo después?
—Penetré en la casa de la señora Harlan para examinar los diversos recipientes
que contuvieran azúcar.
—¿Descubrió algo?
—Sí. Unas llaves en el fondo de un azucarero.
—¿De veras? —exclamó Hamilton Burger—. ¿Las marcó usted para poderlas
reconocer más tarde?
—Sí.
—Entonces, ¿puede decirme si se trata de éstas?
—En efecto, éstas son —afirmó el testigo al ver las dos llaves que le mostraba el
fiscal.
—¿Puede decirnos de dónde son?
—Una es la llave de contacto del automóvil de George Lutts, que éste conducía el
día de su muerte y la otra es la del portamaletas.
—¿Las ha probado usted para asegurarse de que no se equivocaba?
—Sí.
—Mi colega puede proceder al contrainterrogatorio.
Mason sonrió desilusionado.
—Si he entendido bien, ¿ignora usted quién pudo meter las llaves en el azucarero,
señor Admore?

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—Observé la presencia de azúcar en los guantes de la acusada —replicó éste.
—Conténtese con responder a mi pregunta. ¿Ignora quién las metió?
—Sí, en efecto.
—¿Registró usted la casa antes de hacer este descubrimiento?
—Sí.
—¿En unión de otros policías, supongo?
—Sí.
—¿El marido de mi cliente habita en la misma casa?
—En efecto.
—Creo que allí se interrogó a unos testigos, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no examinó el azucarero antes de que todas aquellas
personas tuviesen ocasión para dejar pruebas por todas partes?
—No podía hacerlo todo al mismo tiempo, señor Mason.
—¡Era preciso precintar la casa después de haberla registrado! —replicó éste.
—Es que… Bueno… no podíamos prever que…
—¡Comprendo! ¡Es preciso que ocurra algo para que adopten ustedes medidas
contra ello! ¡La previsión no es su mayor virtud!
—¡Pero yo no creo que esa prueba fuese colocada allí adrede!
—Su opinión no me interesa —replicó Mason—. ¿Por qué no examinó el
azucarero antes de todas esas idas y venidas por la casa?
—¡Ignoraba la presencia de las llaves!
—Y —prosiguió Mason—, ¿pensó, por lo menos, en examinar los guantes, los
vestidos y las uñas de las otras personas, para buscar rastros de azúcar?
—¡Reconozco que no!
—El marido de la acusada vive allí. ¿Sabe si tenía restos de azúcar en las uñas?
—No.
—Eso es todo —terminó Mason.
—¡No hay más preguntas! —dijo Hamilton Burger.
Después, el fiscal llamó a Janice Gordon. Ésta había sido secretaria de Harlan
durante tres años. Fue su jefe quien le ordenó que fuese a buscar el arma del crimen a
casa del armero, y que firmara en su lugar.
Ella sabía que aquello era ilegal. El comerciante tampoco lo ignoraba, pero como
Harlan era un buen cliente, no había dicho nada y había mirado hacia otro lado,
mientras ella firmaba el registro.
—Puede proceder al contrainterrogatorio —ofreció Burger a Mason.
—No hay preguntas —respondió éste con tono indiferente—. Pero, deseo hacer
constar que esta testigo no ha aportado nada nuevo al caso y que hubiese podido
refutarlo.
—Había que decirlo antes —replicó Burger.
—A condición de haber tenido la posibilidad —dijo Mason, siempre sonriente y

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tranquilo.
—Señores, basta, por favor —intervino el juez Sedgwick—. Señor fiscal del
distrito, sírvase proseguir.
—Señoría, deseo hacerle observar que son más de las cuatro. Tengo que hacer
comparecer a otro testigo. Pero he de reconocer que este asunto me ha causado
algunas sorpresas. El jurado fue formado ayer por la tarde y la vista no ha empezado
hasta las diez y media de esta mañana. Calculaba que necesitaría tres días para
presentar mis testigos. Pero, deseo hacer observar al Tribunal que la defensa no ha
efectuado, prácticamente, ningún interrogatorio ni ha presentado objeciones. Esta
situación es desacostumbrada. Voy adelantado sobre mi horario y considero natural
solicitar un aplazamiento.
El juez Sedgwick, visiblemente desorientado por la táctica de Mason, dirigió su
mirada hacia éste.
El abogado sonrió y dijo:
—Hemos hecho verdaderos progresos, Señoría. He de confesar que no tenía
motivo para discutir unas declaraciones clarísimas, o interrogar a unos testigos
evidentemente sinceros. Sin embargo, considero que el fiscal del Distrito podría
presentar su último testigo antes de que se produzca el aplazamiento a la hora
prevista.
—Pero, Señoría —protestó Burger—, inevitablemente éste será sometido a un
contrainterrogatorio largo y agotador. Su testimonio será completamente inesperado
y…
—Por lo que veo —interrumpió Mason—, el señor Burger confía en el efecto de
la sorpresa para conseguir una ventaja. Pero, insisto en que se proceda como de
costumbre y que el testigo comparezca ahora mismo.
Después de esto, el juez Sedgwick dictaminó:
—Considero que la posición de la defensa es perfectamente comprensible.
Proceda a llamar a testigo, señor fiscal del Distrito.
—Ezekiel Elkins —anunció Burger, a regañadientes.
Elkins se acercó al estrado y prestó juramento con los labios apretados en señal de
determinación.
—¿Es usted miembro del comité de dirección de la Sylvan Glade Company y
accionista de dicha sociedad?
—Sí.
—¿Al igual que George Lutts, la víctima?
—Sí.
—¿Tuvo consecuencias el consejo de administración que celebraron ustedes el
tres de junio?
—Sí.
—Deseo hacer observar al Tribunal y a la defensa que voy a confirmar estos
puntos concretos —anunció Burger.

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—No tengo ningún inconveniente —declaró Mason.
—¿Puede hablarnos de ese consejo? ¿Qué ocurrió en él? —preguntó Burger.
Elkins lo explicó en unas pocas palabras.
—¿Qué hizo usted después?
—Me imaginé que Lutts debía tramar algo, de modo que…
—No es necesario que nos dé sus opiniones —interrumpió Burger—. Sólo nos
interesan los hechos.
—Decidí seguir a Lutts, pensando que iba…
—¡Sólo los hechos! ¿A dónde fue?
—A almorzar con su yerno, Doxey, secretario de la sociedad. Después, se dirigió
en coche al salón de peluquería Acmé.
—Y ¿después?
—Estacionó su coche y esperó.
—¿Mucho tiempo?
—¡Oh, no, ni cinco minutos!
—¿Dónde estaba usted?
—Detrás, a poca distancia.
—¿Qué sucedió?
—La acusada salió del peluquero y Lutts abrió la portezuela para llamarla.
—¿Sí?
—Entonces, ella subió al auto. Hablaron un momento y después Lutts la condujo
a un lugar de aparcamiento.
—¿Y qué?
—Ella bajó del coche para ir a buscar el suyo, y…
—Espere —intervino el fiscal—. ¿Cómo sabe que trataba del auto de ella?
—Yo… Bueno, lo supongo.
—Limítese a mencionar solamente lo que esté bien seguro —advirtió Burger.
—Bien. Ella se dirigió hacia un coche en el que abrió el compartimiento para
guantes. No pude ver lo que hacía.
—¿No?
—No. Apenas se distinguían sus manos en el tablier… Después cerró la
portezuela y reunióse con Lutts. En seguida arrancaron.
—¿Qué hizo usted?
—Le seguí hasta darme cuenta de que se dirigían a la propiedad de la Sylvan
Glade.
—Le repito que se abstenga de hacer deducciones. ¿Hasta dónde le siguió?
—Hasta un cruce que hay a seis kilómetros de la ciudad. Ellos tomaron el camino
que conduce a la propiedad.
De repente, el testigo calló y su rostro adquirió una expresión embarazada.
—¡Sírvase proseguir!
—Debo confesar… Bueno, solo pensaba en seguirles y… En fin, choqué con otro

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auto.
—¿Cómo ocurrió?
—Debía ir demasiado a la izquierda. Mi guardabarros se enganchó con el del
otro. Fui literalmente arrojado de la carretera.
—¿Sí?
—Evidentemente, tuvimos una… una pequeña discusión.
—¿De veras? ¿Qué quiere decir?
—Tenía prisa, estaba nervioso. Quería volver a alcanzar a Lutts y a la señora
Harlan. El hombre se mostró agresivo e injurioso… Supongo que perdí la paciencia
y… de una cosa a otra…
—¡Prosiga!
—El otro me dio un puñetazo en un ojo —confesó finalmente Elkins.
—¿Después?
—Se detuvieron varios coches… Contesté con un gancho de izquierda, él me
golpeó en el estómago y… yo me sentí bastante mal. Ya no me sostenía bien. El otro
volvió a subir en su auto y se marchó.
Necesité cierto tiempo para recuperarme y después regresé a mi casa.
—¿Volvió a ver al señor Lutts, tras este incidente?
—¡En el entierro!
—El testigo está a su disposición —dijo Hamilton Burger a Mason, con voz
suave.
Después de consultar el reloj, Mason sonrió al Tribunal.
—Deseo hacer observar que ya es hora de aplazar la vista —indicó.
El juez Sedgwick, comprendiendo la táctica de Mason, le devolvió su sonrisa.
—Exacto —corroboró.
—Pero, Señoría —suplicó Burger—, me parece que el abogado defensor podría
proceder inmediatamente a realizar el contrainterrogatorio para que el caso no quede
así en suspenso…
—Cabe la posibilidad de que dicho contrainterrogatorio sea muy largo —hizo
observar el juez—. Es hora de suspender la vista como usted mismo ha señalado hace
un momento. El Tribunal propone que se aplace la vista hasta mañana.

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Capítulo 15

Paul Drake, Della Street y Mason estaban reunidos en el despacho de este último.
Los tres tenían una expresión sombría.
—De todos modos, Perry —dijo Drake—, hubieses podido provocar dudas en
ciertas identificaciones. Gracias a un contrainterrogatorio hábil, te…
—Desde luego —reconoció el abogado—, pero no es así como pienso llevar el
caso. Los jurados son muy listos, Paul. Si uno se ensaña con un testigo visiblemente
sincero el jurado cree que uno teme la verdad.
»Date cuenta de lo que ocurre. Burger espera su oportunidad. No ha olvidado su
derrota en la audiencia preliminar. Por lo tanto, ha preparado a sus testigos para que
me sea imposible desconcertarlos. Chocar de cabeza contra este muro de evidencias
era hacer su juego. Dos o tres puntos insignificantes a mi favor, me hubiesen costado
la simpatía del jurado. Gracias a Dios, he podido escoger.
»En este asunto, todo concuerda de manera perfecta. No hay ni que pensar en
abrir una brecha. Mi cliente me afirma que el revólver colocado en el compartimiento
para guantes, no es el arma del crimen. Dice que lo cogió al regresar a su casa para
cambiarse las medias y los zapatos, después del crimen. ¡Tal vez sea cierto! Pero me
mintió antes, y sin duda, seguirá haciéndolo. Una mujer en apuros intenta por
cualquier medio conseguir que los hechos parezcan más favorables para ella.
—Si yo estuviese en tu lugar —observó Drake—, no me gustaría defender a una
cliente que me dice mentiras.
—Entonces no tendrías muchos —observó Mason—, sobre todo en los casos
criminales. Ignoro por qué, pero la mitad de los clientes mienten a conciencia o
involuntariamente. Casi todos, por inocentes que sean, cuentan las cosas a su manera.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Drake.
—Insistir en el ojo a la funerala de Elkins. Durante el contrainterrogatorio, me
concentraré en el significado de esta equimosis, para tratar de echarle encima el
asesinato de Lutts. Si no, tendré que hacer declarar a Sybil Harlan y Burger no tendrá
ni para empezar.
—¿No hay ninguna otra solución?
—Por el momento, no —reconoció Mason.
—Puedo decirte una cosa, Perry… Elkins pudo tener un accidente de auto y pudo
no tenerlo. No me ha sido posible demostrar nada.
—En todo caso, lo que me interesa es asegurarme la simpatía del jurado —
prosiguió Mason—. No hago perder el tiempo al Tribunal y si me pongo a hacer
preguntas, será por un motivo muy importante. Me escucharán con atención. Es mi
método, y a él me atengo. No conceder importancia a esos testigos disminuye el
alcance de sus afirmaciones. Cuando me las tenga con Elkins, parecerá significativo.
—Así pues, ¿te propones hacer declarar a tu cliente?

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—Depende. Si consigo hacer recaer sospechas sobre Elkins, tal vez pueda
evitarlo. Tengo una posibilidad entre cien de lograrlo.
—Prefiero encontrarme en mi piel que en la tuya —dijo Drake—. Este asunto no
me gusta.
—A mí tampoco —admitió Mason—. Pero cuando se tienen malas cartas, hay
que arreglárselas con ellas. ¡No pretenderás que abandone! ¿Qué has descubierto en
relación con los tiradores, Paul?
—¿Cómo dices?
—Te había dado una lista.
—Ah, sí —dijo Paul, abriendo su agenda—. He aquí las personas que hubiesen
fallado a Lutts, a menos de tres metros. Se las puede contar con los dedos de una
mano.
»Primero, Elkins. En su vida ha manejado un revólver. Después, tu cliente: dice
que siempre cierra los ojos cuando aprieta un gatillo. También Roxy Claffin es mala
tiradora, o por lo menos, eso es lo que se supone. Por lo demás, Harlan está
enseñándola a tirar, pero no creo que sea una buena discípula.
»Los otros son: Regerson B. Neffs, que pretende ser buen tirador, o haberlo sido
en su juventud. Enright Harlan, tirador destacado. Herbert Doxey, que ha ganado
montones de medallas y Cleve Rector, que afirma que no es demasiado malo.
—¡Maldita sea! ¿Cómo diablos descubrió Lutts que la señora Harlan era mi
cliente? —dijo Mason.
—Este es uno de los puntos oscuros del asunto —repuso Paul encogiéndose de
hombros—. Aparentemente, lo supo gracias a sus relaciones bancarias. Sin duda
encontraron rastros del cheque que depositaste en tu cuenta.
—¡No me gusta! Estos informes nunca deben hacerse públicos. La orden es
tajante.
—Lo sé, pero de todos modos, puede ocurrir.
Mason se puso de nuevo a pasear por el despacho.
—Jefe —preguntó Della, con solicitud—, ¿proyectas pasar la noche aquí,
reflexionando sobre esto?
—Es un verdadero rompecabezas —replicó el abogado con rostro sombrío—.
Algunas piezas encajan, pero otras no hay manera. Tengo que mezclarlas todas y
encontrar alguna combinación que las ordene bien.
De repente se volvió hacia Drake.
—¿Has obtenido algún resultado con tus muchachos encargados de seguir a Roxy
Claffin?
—Parece estar embriagada por su triunfo. Harlan se deja manejar como un
muñeco. Debe haber decidido subarrendar su casa, porque ha empezado a limpiarlo
todo. Esta mañana se ha desembarazado de un montón de objetos sin valor.
—¿Ah, sí? ¿De qué? —preguntó Mason, de repente muy atento.
—De bidones, potes de pintura, una maleta rota, un taburete, tubos metálicos,

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sacos rotos, en fin, cosas por el estilo.
—¿Dónde está ahora todo esto?
—En el depósito de chatarra. Pero carece de interés. Blanton ha ido a verlo
después de que ella se ha marchado.
—Dile que me lo reúna todo —dijo Mason—. ¿Dónde está él?
—Ocupado en un asunto, pero puedo pedirle que…
—Válgame Dios, Paul, ya sabes que en este asunto todo puede tener importancia.
Necesito estos objetos lo más aprisa posible…
—Está bien —suspiró Drake, mirando el reloj.
—¿De dónde proceden esos tubos metálicos? ¿Por qué los ha tirado?
—Ha limpiado la casa y ha liquidado una serie de cosas, eso es todo…
—No importa, debo recuperar todo esto.
—Bueno, pero el despacho quedará lleno de una serie de porquerías —observó
Drake, asqueado.
—Es exactamente lo que deseo —replicó Mason—. Que me lo traigan todo aquí.
Della y yo nos divertiremos de lo lindo. ¿Nos encontramos, por ejemplo, a las nueve?
—¿Esta misma noche?
—Claro —exclamó Mason, con impaciencia—. ¿Te figuras que voy a esperar
hasta mañana?
—Oh, no sé nada —replicó Drake.
—¡Pues ahora ya estás enterado! —remarcó Mason.
Luego se volvió hacia su secretaria.
—¡Vámonos, Della!
Dos horas más tarde, los tres estaban reunidos en el despacho de Mason, frente a
un detective.
—¿Cómo? ¿No los ha encontrado?
—No. Y sin embargo, sé dónde ella lo ha tirado todo, pues la he visto.
—¿Dónde lo ha tirado?
—Junto al depósito de chatarra, a cinco o seis kilómetros de su casa. Es un
terreno abandonado que la gente de allí utiliza desde hace tiempo.
—¿Qué se encuentra en él? —preguntó Mason.
—Oh, latas de conserva, bidones…
—¿Qué ha hecho exactamente, la señora Claffin?
—Bueno, esta mañana, hacia las siete, ha ido a su garaje. He cambiado de sitio en
mi coche para poderle observar con los prismáticos.
—¿Qué hacía?
—Metía cosas en el maletero.
—¿Ha visto de qué se trataba?
—En aquel momento, no, pero luego, cuando se ha marchado del depósito, sí. He
pensado que valía más la pena ir a ver lo que había tirado, que no seguirla a ella.
—¿Y qué había?

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—Tubos metálicos, chapas, un rollo de alambre, un taburete bastante nuevo,
sacos desgarrados…
—Hábleme de esos sacos.
—Hace tiempo debían ser muy buenos. Debían servir para transportar el dinero
de un banco. Pero estaban descosidos y rasgados por los costados.
—¿Y la chatarra?
—Piezas metálicas, cerrojos y otras cosas por el estilo. Ah, sí, una barra y una
rueda de hierro. Por lo menos pesaba cincuenta kilos.
—¿Cómo ha podido Roxy Claffin levantar esto para meterlo en el maletero? —
preguntó Mason.
—Se lo explicaré. En el coche había una caja y ella lo ha metido todo dentro. Una
vez en el depósito, ha utilizado una plancha para vaciarlo todo y dejarlo allí.
»Cuando se ha ido, he vacilado. Tenía órdenes de seguirla, pero quería ver lo que
había tirado. Poco después, la he localizado en su casa.
—¿Ha regresado directamente?
—Sí. He permanecido al acecho hasta que se ha ido al Tribunal. Yo había
trabajado desde las cuatro de la madrugada hasta mediodía. Entonces, han venido a
relevarme. He hecho mi informe. En él encontrará la descripción completa de los
objetos…
—¡Qué importa, si han desaparecido! —observó Mason.
—Esta desaparición puede tal vez explicarse, señor Mason. Los objetos metálicos
tienen cierto valor. Incluso hubiera podido ahorrarse el tirar todo aquello. Un
comerciante de chatarra hubiese ido a buscarlo a domicilio. El taburete estaba aún
muy bien, así como los cerrojos.
—Una cosa es segura. ¡Todo ha desaparecido!
—¡Sí, por desdicha! —admitió Blanton.
—Supongo que no hay nada que hacer, por lo menos de momento —declaró
Mason—. Como no sea intentar comprender por qué ha desaparecido todo esto.
—Lo siento, no se me ocurre que otra cosa hubiese podido hacer —manifestó
Blanton—. La he seguido y…
—Sí, sí, perfectamente. Pero hubiese debido telefonear en seguida a Drake para
que le enviara ayuda. Hay que poner a dos muchachos sobre la pista, Paul. Que no se
separen de Roxy Claffin ni un momento. Quiero saber a quién ve y lo que hace. Si
ocurre algo, avisadme en seguida.
—Entendido, en seguida empiezo —dijo Drake.
Mason se volvió hacia Della.
—Bueno, ya puedes marcharte —dijo, con voz cansada—. Mañana tal vez sea el
día más sombrío de mi carrera.
Drake y Blanton salieron del despacho. Della apagó la lámpara del techo y dejó
sólo encendida la de sobremesa. Después se acercó al abogado y fijó en él su mirada:
—Jefe, no es por culpa tuya. Si la señora Harlan no hubiese montado toda esa

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comedia antes de llamarte…
—Lo sé, pero… de todos modos, soy responsable.
—No es un motivo para que pases la noche atormentándote.
—No puedo perder el tiempo durmiendo, Della, mientras este asunto no quede
solucionado.
—Pero, ¿de qué sirve estrellarse contra una pared?
—¡Tal vez encuentre un sistema para rodearla! ¿Por qué ha desaparecido esa
chatarra?
—Me quedo contigo —decidió Della.
—No, no; vete a dormir.
Ella se le acercó más.
—Anotaré las ideas que se te vayan ocurriendo. Mason la abrazó.
—Este asunto te preocupa tanto como a mí. ¡Gracias!
—Ella es culpable, y tú no puedes evitarlo.
—Lo sé —repuso Mason, abrazándola con más fuerza—, pero es maravilloso
tenerte aquí, siempre fiel y confiada.
—Desde luego, puedes confiar en mí, jefe.
Él se inclinó y le dio un beso. Della le pasó una mano por el cuello.
—Oh, quisiera…
De repente se apartó al notar que Mason se ponía rígido.
—¿Qué hay? ¿Qué sucede?
—¡Se me ha ocurrido algo! Hay que ocuparse de la desaparición de esos objetos,
Della. ¡Esto tiene sentido!
—Bueno —murmuró ella, con voz pensativa—. El cliente siempre es el primero.
—En efecto, Della. Con los abogados siempre ocurre así. Siéntate. Voy a hacerte
varias preguntas. La voz de Mason reflejaba su excitación.
—Vamos a analizar el asunto. Cuando un químico se enfrenta con una sustancia
desconocida, trata de descubrir sus componentes a base de diversos ensayos.
Hagamos lo mismo.
—Supongo —dijo Della, secamente— que si el día de nuestra boda se te ocurre
una idea, no vacilarás en plantarme para irla a comprobar, ¿verdad? Bueno, adelante,
jefe; ya estoy a punto.
—Primero: ¿por qué han desaparecido las piezas metálicas?
Della trazó rápidamente unas notas taquigráficas. Mason iba y venía, cada vez
más excitado.
—Esta desaparición constituye el núcleo del asunto. Es la oportunidad que
esperábamos. ¿Quién ha cogido esos objetos?
—Desde luego, no han desaparecido solos.
—No, y no creo que Roxy Claffin haya regresado a buscarlos.
—¡Eso no lo sabemos!
—Sí, puesto que era seguida por el muchacho de Paul. ¿Te das cuenta de lo que

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todo eso significa?
Della estuvo a punto de responder, pero se contuvo, Mason estaba absorto en sus
pensamientos.
—Apunta también: de los tres disparos hechos, se han encontrado dos balas.
¿Dónde está la tercera? ¿Por qué es de marca diferente que las otras?
»Otro punto oscuro: Lutts obtuvo, por un banco, el informe referente a mí. Pero,
¿de dónde lo ha sacado Harlan? El pretende que se lo dijo la señora Doxey, pero ésta
lo niega.
El abogado prosiguió, con voz rápida:
—Hazme una lista de estas preguntas y dámela. Della. Buscaremos todas las
respuestas posibles. ¡Presiento que seguimos una buena pista!
Mason, con el rostro sombrío y tenso, proseguía sus idas y venidas. De repente,
cogió el teléfono y llamó a Drake.
—Escucha, Paul. Búscame un carricoche para equipajes, de esos que se utilizan
en los hoteles o las estaciones. Saca las ruedas y límpialas de aceite. Si es preciso,
pon resina para que chirríen mucho. Amontona en el carricoche unas planchas, un
taburete, objetos metálicos, y recúbrelo todo con una lona. Cuando te dé orden,
mañana, éntralo en la sala de audiencias. No trates de saber por qué. Sólo te pido que
encuentres todo eso.
Cuando colgó, Mason estaba sonriendo.

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Capítulo 16

El juez Sedgwick observó la repleta sala de audiencias y frunció el ceño, con aire
insatisfecho.
Un periodista había escrito un artículo sobre la estrategia de Mason en el caso
Harlan. ¡Era a la vez apasionante y preciso! Resultado: los espectadores habían
acudido, tan numerosos, como las moscas a un panal.
El artículo decía, claramente, que Perry Mason escondía algún triunfo en su
mano. Pero, ¿sería el fiscal capaz de contrarrestarlo? Según todas las apariencias
Mason concedía poca importancia a los testigos a fin de dar mayor relieve a dicho
triunfo.
Si el abogado no tuviera una idea, hubiese acumulado objeción tras objeción,
refutación sobre refutación, para tratar de vencer en aquel combate.
Finalmente, el periodista hacía observar la cantidad de ensayos balísticos de que
había sido escenario la casa del crimen. La policía había hecho pruebas, así como el
fiscal del Distrito. Por su parte, Mason había comprado cartuchos de fogueo. ¡Los
lectores podían deducir lo que les pareciese!
El triunfo secreto de la defensa dependía, sin duda, de un contrainterrogatorio. El
último testigo de la acusación había sido Ezekiel Elkins. Mason se las había arreglado
para que el término de su declaración coincidiese con su contrainterrogatorio a
primera hora de la mañana.
El periodista advertía que Mason podía volver a llamar a uno de los testigos, de
acuerdo con la táctica que le era familiar. Pero, como no había formulado ninguna
objeción, esta posibilidad parecía poco probable, en opinión de los entendidos.
De todos modos, la sesión matutina prometía ser muy animada. ¡Y nadie se la
quería perder!
Después de las fórmulas preliminares, el Tribunal comprobó la presencia del
jurado y de la acusada. Luego, el juez Sedgwick, observando la sala atestada, dijo:
—Este Tribunal desea recordar que esto es un proceso y no una función teatral.
No se tolerarán ni los murmullos ni las interrupciones. Esta clase de incidentes
provocaría la suspensión de la vista y el desalojar de la sala.
»Y ahora, el señor Mason puede proceder al contrainterrogatorio del testigo.
¿Quiere instalarse en el estrado, señor Elkins?
Éste se sentó en el sillón de los testigos, carraspeó, unió las manos sobre las
rodillas y clavó en Mason una mirada fría. Había leído los diarios y sabía a qué
atenerse. Su actitud demostraba, claramente, que estaba dispuesto a afrontarlo todo.
Mason se levantó:
—¿Estaba usted asociado con Lutts en los negocios? —empezó a preguntar.
—No.
—Pero, ¿ambos formaban parte del consejo de administración de la Sylvan Glade

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Company?
—Sí.
—Así, pues, ¿asistieron a la reunión del tres de junio?
—Sí.
—Fue en el transcurso de la misma cuando el señor Lutts anunció la venta de sus
acciones, ¿no es así?
—Sí.
—¿No habían decidido los directores concederse la prioridad entre sí, en caso de
venta?
—Sí.
—¿Esta decisión fue objeto de un acuerdo escrito?
—No.
—¿Se sintió usted descontento al ver que Lutts violaba este acuerdo?
—No.
—¿Pero hizo usted destacar que faltaba a la palabra dada?
—Sí.
—¿Está seguro de que ello no provocó su cólera?
—Completamente seguro.
Mason sonrió al testigo.
—¿Terminó ayer su testimonio, señor Elkins?
—Sí.
—¿Y dónde ha estado esta noche?
—Señoría —protestó Hamilton Burger—, esta pregunta no tiene nada que ver con
el asunto, y concierne a la vida privada del testigo.
—¡Se acepta la objeción!
—¿Ha estado encerrado durante dos horas con el fiscal del distrito? —prosiguió
Mason.
El juez Sedgwick lanzó una rápida mirada al fiscal.
—Señoría —intervino, inmediatamente éste—, esto no es un contrainterrogatorio.
Pero con la venia del Tribunal contestaré que esta noche pasada he conversado con
mi testigo. Deseaba precisar ciertos puntos y tenía derecho a ello.
—Señoría —contestó Mason—, la declaración de mi colega tiene por objeto
influir en el jurado.
—¡Protesto! —exclamó Burger, con indignación.
—Se desestima la protesta. Se ruega al testigo que conteste a la defensa. Pero
sería mejor que el señor Mason se abstuviese de hacer afirmaciones difamatorias —
dijo el juez.
—¿Qué me preguntaba? —consultó Elkins.
El taquígrafo releyó la pregunta.
—¿Ha estado encerrado durante dos horas con el fiscal del distrito?
—No.

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—¿Durante menos de dos horas? —insistió Mason.
—No.
—¿Más entonces? ¿Tres horas? ¿Han hablado durante tres horas?
—Sí.
Mason prosiguió, muy seguro:
—¿Por qué antes ha contestado que no?
—Porque no estaba encerrado con el fiscal —replicó Elkins—. La puerta del
despacho no estaba cerrada…
El público empezó a reír. Con un leve fruncimiento del ceño, el juez restableció el
silencio.
—¡Ya entiendo! —dijo Mason—. Digamos, entonces, que ha conversado usted
con el fiscal en relación con su contrainterrogatorio.
El testigo se agitó nerviosamente. Hamilton Burger se irguió de repente:
—He advertido a mi testigo que el contrainterrogatorio sería agotador, pues
constituiría la última tentativa de la defensa para…
—Se ruega al señor fiscal que se abstenga de hacer comentarios —indicó el juez.
—Bien, Señoría.
—Hemos hablado de muchas cosas —repuso Elkins.
—Su manera de responder con «sí» o «no», a mis preguntas, ¿no se debe a una
advertencia del fiscal? ¿Y hecho con la finalidad de desconcertarme? —insistió
Mason.
Por primera vez, Elkins bajó la mirada. Carraspeó y, después, dirigió una ojeada a
Burger. También el juez Sedgwick tenía la vista fija en este último, que hizo ademán
de levantarse pero después, se contuvo.
—Sírvase responderme —ordenó Mason.
—Pues…, sí. Me ha dicho algo por el estilo —admitió Elkins.
—¡De modo que su táctica le ha sido sugerida por el señor Burger esta noche
pasada!
—Puedo responder a sus preguntas como me plazca.
—¡Ciertamente, ciertamente! Pero la idea procede de él, ¿verdad?
—Él me ha aconsejado… Me ha dicho que era el mejor sistema para defenderme.
—¡Para defenderse! —exclamó Mason—. ¿Es que le hace falta?
—Bueno, de corroborar mi testimonio.
—¿Por qué se propone sostener lo que afirmó ayer?
—¡Era la verdad!
—Pero le ha sido necesario conspirar esta noche con el fiscal para mantener a
cualquier precio su relato de ayer, ¿no es así?
—Oh, Señoría —intervino Hamilton Burger sin poderse contener más—, ¡esto es
intolerable! El empleo de la palabra «conspirar» resulta claramente abusivo. Con esta
pregunta la defensa trata de desconcertar al testigo. Y, además, ya ha contestado esta
pregunta.

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—Se acepta la objeción. Efectivamente, ya ha aclarado usted este punto, señor
Mason. Sírvase proseguir el contrainterrogatorio.
—Cuando salió del consejo el día tres, se dio cuenta de que allí había gato
encerrado y de que Lutts estaba al corriente, ¿verdad?
—Comprendí que Lutts había recibido una oferta por sus acciones. Si hubiese
sido a un precio normal, nos lo habría dicho… Por lo tanto, pensé… Creo que diré
que sí, señor Mason.
—Sería preferible no tener en cuenta los consejos del fiscal —observó Mason.
—Deseo hacer resaltar al Tribunal que el testigo es libre —declaró Burger.
—Mis preguntas son legítimas, Señoría —replico Mason—. El testigo es libre,
mientras conteste de manera completa y sincera. ¡El jurado y mi cliente tienen
derecho a ello! Deseo hacerle observar que con su proceder prolonga la duración de
mi contrainterrogatorio. ¡Llamo la atención del Tribunal sobre esta táctica que se
propone limitar mis derechos!
—Su declaración es inútil, señor Mason —declaró el juez Sedgwick—. Nadie le
limitará su contrainterrogatorio. El Tribunal se hace cargo de la situación y le deja
plena libertad. Prosiga, se lo ruego.
—Se imaginó que habían debido ofrecer a Lutts una enorme suma para que éste
no hablara de la oferta a los otros accionistas, ¿es esto?
—Sí —reconoció Elkins.
—¿Y usted, deseaba estar al corriente de toda combinación interesante?
—¿Por qué no?
—¡Y por lo tanto decidió seguir a Lutts para descubrir lo que pasaba!
—¡Esto ya lo he declarado yo!
—¿Qué hizo usted, exactamente?
—Me limité, simplemente, a tratar de que no me viera.
—¿Se quedó en las oficinas hasta la marcha de Lutts?
—Sí, en el despacho exterior.
—¿Podía ver el de Lutts?
—Sólo unas siluetas vagas. La puerta es de cristal esmerilado.
—¿Qué sucedió?
—Regerson Neffs estuvo discutiendo con él un buen rato.
—¿Qué hizo usted entretanto?
—Fingí que tomaba notas en relación con los suministros a la sociedad.
—¿Qué sucedió después de la marcha de Neffs?
—Lutts salió con unos documentos en la mano. Al verme, trató de disimularlos y
después entró en el despacho de su yerno, Doxey.
—¿Supuso usted que se trataba de un certificado de venta, debidamente firmado,
y que Lutts acababa de comprar las acciones de Neffs?
—Sí. Después me dije que mi presencia podía resultar sospechosa. Fui a sentarme
en mi coche, desde donde podía vigilar la entrada del edificio.

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—¿Estaba Doxey con Lutts, cuando éste salió?
—Sí. Serían las tres y media. Fueron a un restaurante vecino donde a menudo
almorzamos. Lutts tenía prisa; se notaba en su manera de comer.
—¿Y qué más?
—Fue al teléfono.
—¿Le habían llamado?
—No, fue él quien llamó, y después regresó a su sitio.
—¿Está seguro de que sólo telefoneó una vez?
—Sí. Le vi marcar el número, pero no hubo manera de saber cuál era.
—¿Y no lo perdió de vista?
—No. Regresó a su sitio y terminó la comida. Cuando se marchó dio algunas
instrucciones a Doxey antes de subir a su coche.
—¿Le siguió usted?
—Sí. Hasta un salón de peluquería. Allí esperó a que saliera la señora Harlan.
Mason observó al testigo, con expresión meditabunda.
—¿Y continuó siguiéndolos hasta el cruce cercano a la propiedad de la Sylvan
Glade?
—Sí. Primero hubo esa detención en el aparcamiento, de la que ya he hablado
antes.
—Después de su disputa con el automovilista, ¿regresó a la ciudad?
—Sí.
—¿Su ojo amoratado le hizo abandonar la pista? ¿O adivinó a dónde iban y
regresó a su casa?
—¡Regresé a mi casa!
—¿Directamente?
—No. Me detuve por el camino.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En una carnicería, para comprar un filete para ponérmelo en el ojo —confesó
Elkins.
Hubo un estallido de risa general. Incluso el juez Sedgwick sonrió; pero
inmediatamente levantó la mano para reclamar silencio.
—¿Regresó a su casa después de esta adquisición?
—Sí. Necesitaba tranquilidad. Estaba nervioso y colérico. Tenía la presión
demasiado alta. Por lo tanto, tomé un calmante para hacerla bajar y permanecí en
casa toda la tarde.
—¿Ya no pensó más en esta historia de las acciones?
—No.
—¡Me parece que abandonó usted con mucha facilidad, señor Elkins! —dijo
Mason—. Sin embargo, estaba firmemente decidido a aclarar el asunto.
—Tenía un ojo amoratado —señaló Elkins sombrío—. ¡Mi salud me pareció más
importante! Además, estaba decidido a reanudar mis investigaciones al día siguiente.

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—¿Cómo?
—Visitando al señor Doxey. Quería ver los libros para saber cuántas acciones
había comprado Lutts a Regerson Neffs.
—Este último, ¿no siempre estaba de acuerdo con usted durante las discusiones
de negocios?
—No, lo reconozco.
—Y Lutts —prosiguió Mason—, ¿era brutal en sus reacciones?
—¡Protesto! ¡Esta pregunta tiende a solicitar una opinión del testigo! —exclamó
Burger.
—¡Se rechaza la protesta!
—He de reconocer que no le gustaba que tratasen de aprovecharse de él —
admitió Elkins.
—Supongo que si hubiesen disparado contra él sin éxito se habría lanzado contra
el atacante, ¿no?
—Señoría —protestó el fiscal—, esta pregunta es tendenciosa y puede
impresionar al jurado; además…
—Es inútil que prosiga —interrumpió el juez Sedgwick—. Este Tribunal está de
acuerdo. ¡Sus procedimientos deben ceñirse a lo que señalan las leyes, señor Mason!
—Sólo deseaba demostrar un hecho que…
—El Tribunal comprende perfectamente sus intenciones. Pero debo recordarle
que en este momento efectúa un contrainterrogatorio y no una litigación. Prosiga, se
lo ruego.
—¡Considero que he llegado todo lo lejos posible! —declaró Mason.
—El Tribunal opina lo mismo. Pero, tal vez tenga que hacer alguna pregunta
suplementaria…
—En el curso de ese misterioso altercado con el automovilista, ¿tuvo usted…?
—Protesto contra ese calificativo de «misterioso» —interrumpió Hamilton
Burger—. El abogado defensor presenta los hechos de manera parcial…
—Se rechaza la protesta. El testigo es libre de explicar la situación, si lo desea.
No tenga en cuenta esta interrupción, señor Mason —agregó el juez Sedgwick.
—¿Puede decirnos quién fue el otro protagonista de este misterioso altercado?
—¡Fue un simple incidente! —protestó Elkins.
—¿Sabe quién era su adversario?
—No.
—¿Anotó usted su número de matrícula?
—No.
—¿Por qué?
—No quería dar parte.
—¿Qué conducía el otro?
—Un auto grande.
—¿De qué marca? —insistió Mason.

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—Lo ignoro.
—Muchas gracias —declaró entonces Mason con brusquedad—. ¡No tengo más
preguntas que hacer!
El juez Sedgwick pareció sorprendido. Hamilton Burger, por su parte, lanzó un
suspiro de alivio.
—Yo también renuncio —se apresuró a decir.
—Entonces, que la defensa prosiga —propuso el juez.
—Perfectamente, Señoría —repuso Mason.
—Puede llamar a su primer testigo, o proceder a su exposición de los hechos.
—Con la venia del Tribunal, voy a hacer comparecer a mi primer testigo —
decidió Mason, contemplando la sala de audiencias—. ¡Se trata de Enright Harlan!
Hamilton Burger mostró una expresión estupefacta muy graciosa.
—Se ruega al señor Harlan que se aproxime al estrado —ordenó el juez.
Éste se acercó y prestó juramento.
—¿Es usted esposo de la acusada? —empezó Mason.
—Sí.
—¿Vive en el 609 de Lamison Avenue?
—Sí.
—¿Le gustan los deportes?
—La caza y la pesca, sí.
—Trabaja usted en asuntos relacionados con la propiedad inmobiliaria, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Vendió usted a la señora Claffin una propiedad situada al norte de la Sylvan
Company?
—Un momento —interrumpió Hamilton Burger—. Protesto contra esa pregunta,
es improcedente.
—Es sencillamente preliminar —observó Mason.
—Deseo hacer observar al Tribunal —insistió Burger— que yo no he podido
utilizar ese testigo. Según la ley, hubiese necesitado el consentimiento de su esposa.
Sólo el abogado de la defensa puede interrogarle. Insisto pues en que dicho
interrogatorio sea llevado de manera regular.
—Sin embargo, el testigo puede responder a esta pregunta preliminar —decidió el
juez Sedgwick.
—Efectivamente, he trabajado para la señora Claffin —reconoció Harlan.
—¿Cuándo tuvo lugar su primer encuentro?
—Hace… ocho o diez meses.
—¿Cómo se conocieron?
—Ella vino a consultarme a mi despacho.
—¿No le fue presentada por un miembro del consejo de administración de la
Sylvan Glade Company?
—No —repuso Harlan, con una ligera sonrisa—. Al contrario, fue ella quien me

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presentó a Herbert Doxey.
—¿Fue éste al único a quien conoció por mediación de ella?
—Sí.
—¿Posee usted una colección de armas de fuego? —prosiguió Mason.
—Sí.
—¿Cuántas tiene?
—Tantas como me autoriza la ley. Como es lógico, me falta la que la policía
retiene como prueba.
—¿Le quedan, pues, seis revólveres?
—Sí.
—¿Ha escuchado la descripción del arma del crimen?
—Sí.
—¿Cree usted que se trata de un revólver?
—Señor Mason —observó el testigo—, me hace usted una pregunta muy
embarazosa, no deseo testificar contra mi esposa en este asunto y he…
—Desagradable o no, le ruego que conteste a mi pregunta.
—Pues bien, sí, es mi revólver. Envié a mi secretaria a buscarlo de parte mía. Por
eso el registro no está firmado por mí.
—Y ahora, dígame: ¿ha intimado usted mucho con su cliente, la señora Claffin?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Harlan.
—¿Se veían frecuentemente?
—Teníamos que discutir sobre sus…
—¡Contésteme, por favor! ¿Se veían frecuentemente?
—Sí, yo la visitaba.
—¿Habitaba ella en una casa vecina a la de Sylvan Glade Company?
—Sí.
—¿Habló usted con ella de su seguridad y del aislamiento en que vivía? —
inquirió Mason.
—Esta pregunta es completamente inadmisible —interrumpió Hamilton Burger.
—Se acepta la objeción.
—¿Decidió usted darle lecciones de tiro? —prosiguió Mason.
—Sí.
—¿Qué revólver utilizó?
—Uno de los míos.
—¿Se lo dio usted con el fin de que se protegiera?
—Protesto —intervino el fiscal—. Esta pregunta es insidiosa y el testigo no
tiene…
—Se rechaza la protesta —interrumpió el juez Sedgwick, cuya voz mostró de
repente interés.
—Conteste, se lo ruego —insistió Mason.
—Ejem… En efecto, le di un arma.

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—¿Cuándo?
—Veamos… En abril.
—¿Dos meses antes de que se cometiera el crimen?
—Aproximadamente.
—¿Sigue teniendo esta arma la señora Claffin?
—No, me la devolvió.
—¿Cuándo?
—El testigo no tiene por qué contestar a esta pregunta —declaró Hamilton
Burger.
El Juez Sedgwick miró a Mason y después al fiscal. La expresión del rostro del
primero le llamó la atención. Acomodóse en un sillón.
—Este Tribunal considera que la objeción no es válida. Sírvase contestar, señor
Harlan.
—Me devolvió el arma el 30 de mayo —dijo éste—. Pretendió que el revólver le
daba más miedo que los ladrones, y que disparaba demasiado mal para poder
defenderse.
—¿Qué hizo usted con él?
—Lo guardé con los otros, el mismo día.
—¿De qué marca era?
—Smith y Wesson.
—¿Idéntico al que ha presentado la acusación?
—Sí. Compro todos mis revólveres a pares para poder ejercitarme con un amigo.
—¿Están asegurados?
—Sí. La póliza cubre el robo, la pérdida…
—¿Tiene usted una lista de sus números?
—Esta pregunta es improcedente —observó Burger.
—Se rechaza la objeción.
—Sí. Tengo un registro.
—¿Lo lleva encima?
—¡Claro que no! —dijo Harlan.
Mason se volvió un momento y buscó con la mirada a Paul. Después le hizo un
ligero ademán con la cabeza. Luego observó atentamente a Enright Harlan antes de
proseguir.
—¿Dónde guarda sus armas?
—Los fusiles en unos armarios cerrados, y los revólveres en una caja.
—¿También cerrada?
—Sí, siempre. En esto soy muy estricto. La cerradura es fuerte y sólo hay dos
llaves. No quiero que un ladrón se introduzca en mi casa y robe mis revólveres para
utilizarlos en el curso de su carrera criminal. Además, la caja está en una cavidad de
la pared, disimulada por un tablero deslizante.
—¿Sólo existen dos llaves, de la que una está en su poder?

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—Sí.
—¿Y la otra?
—Un momento —interrumpió el juez Sedgwick—. No conteste esta pregunta,
señor Harlan. ¡Señor Mason!
—Dígame, Señoría.
—Esta situación es muy curiosa, tal como ha indicado el fiscal del distrito. Éste
no puede interrogar al testigo, sin autorización de la acusada.
—No lo ignoro, Señoría —dijo Mason.
—El señor Harlan puede hacer declaraciones contrarias a los intereses de su
cliente y sólo usted puede inducirlo a que las haga…
—Es exacto.
—Debo recordarle que representa usted a la señora Harlan. Este Tribunal desea
que vele usted por sus intereses y se dé cuenta de la responsabilidad que le incumbe.
—Muy bien, Señoría.
—¿Sigue deseando que el testigo conteste su pregunta?
—Sí, Señoría —repuso con calma Mason.
—Su obstinación es poco corriente —comentó el juez Sedgwick.
—Este caso todavía lo es menos, Señoría.
—El Tribunal no puede oponerse a este interrogatorio, a menos que… Señora
Harlan —llamó el juez Sedgwick con los labios apretados en signo de determinación.
Ella irguió la cabeza.
—¿Quiere hacer alguna objeción sobre que su marido testifique en este asunto?
—preguntó.
—No, siempre que el señor Mason lo desee.
—Bien, bien —suspiró el juez—. El testigo puede contestar a la pregunta hecha.
—¿Quién posee la otra llave? —repitió Mason.
—¡Mi esposa!
El juez Sedgwick frunció el ceño, pareció a punto de hablar, pero luego cambió
de idea.
—Por lo tanto, sólo dos personas tienen acceso a la caja: su esposa y usted —
subrayó Mason.
En aquel momento, las puertas de la sala de audiencias se abrieron, dando paso a
Paul Drake, quien, ayudado por un ujier, empujaba una carretilla de equipajes,
cubierta de una lona, cuyas ruedas chirriaban de una manera horrible.
—¿Qué es esto?
—Ruego al Tribunal que se sirva disculparme —dijo Mason—. He de presentar
ciertas pruebas de… En fin, pruebas voluminosas. Esto explica la presencia de la
carretilla. Lamento haber interrumpido la vista de esta manera, pero…
—Hubiese podido esperar al descanso —remarcó, severamente el juez—. Esta
interrupción es intolerable.
—Señoría, esta prueba me es necesaria para demostrar mis afirmaciones.

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—Bien —admitió el juez y, volviendo la cabeza hacia Drake, dijo—: Póngalo ahí.
—Sí, Señoría.
—Espere en silencio a que el abogado defensor termine con el testigo y a que el
Tribunal se retire.
»Ahora, prosiga, señor Mason. Deploramos esta clase de incidentes… ¡Me parece
que hubiese podido encontrar un vehículo menos ruidoso!
—Sí, Señoría.
Seguidamente, Mason se encaró de nuevo con Enright Harlan.
—¿Puede usted verificar los revólveres que le quedan, con ayuda de su lista de
números, y dármela?
—Deseo hacer observar al Tribunal —interrumpió Burger— que todo esto no
tiene nada que ver con el asunto.
—Tengo la intención de demostrar lo contrario —repuso Mason— si el Tribunal
me autoriza. Este inventario es absolutamente preciso para completar mi defensa.
—Siento curiosidad en saber por qué —dijo el juez Sedgwick—. Puesto que el
testigo admite que el arma le fue devuelta, ¿qué puede obtenerse del examen de los
otros revólveres?
—La prueba indirecta de que alguien más tiene acceso a esa caja —dijo Mason
—. Alguien que no es la señora Harlan.
—En tal caso, la cosa cambia —admitió el juez, acariciándose la barbilla con aire
pensativo.
Luego, encarándose con el testigo preguntó:
—¿Cuánto tiempo necesita para ir a su casa y efectuar esta verificación?
—De cuarenta y cinco minutos a una hora, Señoría.
—Me interesa mucho que el testigo haga esta gestión —insistió Mason.
—¿Puede hacer comparecer a alguien más durante esta interrupción? —inquirió
el juez.
—Desdichadamente, no, Señoría. Lamento tener que pedir al Tribunal que
suspenda la vista hasta la una y media de la tarde. Me permito hacer esta petición
pues sé que llevamos adelanto sobre el horario, y deseo presentar al Tribunal todos
los hechos posibles.
—Le agradezco su cooperación —aprobó el juez Sedgwick inclinando la cabeza
—. Pero este aplazamiento es muy largo. En fin, el Tribunal admite una interrupción
hasta las once y media. Se ruega a la policía que escolte al señor Harlan para
facilitarle el camino. Actúe lo más aprisa que pueda, señor Harlan, se lo ruego.
Los espectadores empezaron a evacuar la sala, Mason se levantó e hizo un signo a
Paul Drake, que asintió con la cabeza. Después, el detective empujó la carretilla hasta
el fondo de la sala, con la colaboración de un ayudante. Todo el mundo observó con
curiosidad aquel cargamento.
Mason se volvió hacia Sybil Harlan.
—Vamos, la suerte está echada —dijo—. Lo hemos apostado todo a un número.

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A las once y media sabremos si se ha librado usted, o está definitivamente atrapada.
Mason sostuvo la puerta para dejar que pasara la carretilla, y preguntó a Drake:
—¿Está todo bien cubierto?
—Sí; ¡no hay peligro! Y si alguna de las personas de la lista abandona la sala de
audiencias, será vigilada por dos detectives que no se dejarán despistar. Sobre todo,
por una persona que tenga prisa.
—Desde luego, este será el caso.
—¿Puede saberse de qué se trata? —preguntó Drake.
Mason sonrió enigmáticamente:
—Tiendo una trampa a un cómplice demasiado nervioso —dijo por fin.

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Capítulo 17

A las once y media, Drake hizo pasar una nota a Mason:

«Doxey ha regresado a su casa, conduciendo como un loco. Se ha dirigido a


su garaje y ha abierto un armario cerrado con llave. Ahora regresa a marcha
razonable».

En el mismo momento, el juez Sedgwick reanudó la vista.


—¿Están presentes los jurados y la acusada? —preguntó.
—Sí, Señoría —dijo Mason.
—Estaba usted interrogando al señor Harlan…
—Desdichadamente, aún no ha regresado —dijo el abogado—. Yo…
—Entonces, haga comparecer a otro testigo. El señor Harlan volverá al estrado
tan pronto como llegue.
—Muy bien —declaró Mason—. ¡Señor Herbert Doxey, por favor!
Éste se adelantó. Después de las formalidades preliminares:
—¿Es usted yerno del difunto? —preguntó Mason.
—Sí —repuso Doxey en voz baja.
—¿Está al corriente de los asuntos de la Sylvan Glade Company?
—Sí.
—¿Conoce la propiedad vecina, perteneciente a la señora Claffin?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a esta última?
El testigo vaciló.
Mason simuló sorpresa.
—¿No puede responder?
—Intento… intento acordarme.
Hamilton Burger, viendo la expresión del rostro del testigo, se levantó vivamente.
—Me opongo a esta pregunta. ¡Es innecesaria!
—Pero se trata de una pregunta preliminar —hizo observar Mason.
—No veo la diferencia —dijo Burger, muy agresivo—. Afirmo que esta pregunta
es insidiosa y hecha con el propósito de…
—Se acepta la objeción —interrumpió el juez—. ¡El Tribunal considera que su
pregunta es improcedente, señor Mason!
—Sin embargo, puedo asegurar al Tribunal que…
Luego, cambiando de idea, Mason se volvió hacia el testigo.
—La señora Claffin guardaba una serie de objetos inútiles. ¿Sabía usted que ayer
por la mañana decidió tirarlos?
—¡Un momento, un momento! —gritó Hamilton Burger—. Repito la misma

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objeción, Señoría. La defensa realiza el contrainterrogatorio de su propio testigo.
¡Esto es inadmisible!
—Se acepta la objeción. Los procedimientos deben ajustarse a las leyes, señor
Mason —dijo el juez Sedgwick.
Después de echar una mirada hacia la puerta, éste prosiguió:
—Veo que Enright está de regreso, Señoría. Deseo dar las gracias al testigo y
hacer venir al estrado al señor Harlan, con la venia del Tribunal.
—Proceda —asintió el juez.
Enright Harlan se aproximó con aire vacilante. Se instaló en el sillón de los
testigos y miró a Mason, con expresión intrigada.
—¿Ha ido a su casa durante la suspensión? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Ha abierto usted la caja donde guarda sus revólveres?
—Sí.
El abogado lanzó una mirada al reloj de la sala de audiencias.
—¿Ha encontrado la cerradura en buen estado, sin señales haber sido forzada?
—En absoluto.
—¿El cofre está efectivamente en una cavidad mural, oculto por un tablero
móvil?
—Sí. Todo es normal.
El testigo vaciló y prosiguió, seguidamente:
—Sin embargo, hay algo que me preocupa…
—¿Tenía la lista de revólveres?
—Sí…
—¿Ha verificado los números en presencia de un policía?
—Sí…
—¿No faltaba ningún revólver?
—No, pero… uno de ellos no es mío.
—¿De veras? —exclamó Mason, como si la respuesta le sorprendiese—. ¿De qué
marca es?
—Es un Smith y Wesson del calibre 38 y con el tambor igual que el mío… Se
diría que es el mío, pero su número no está en mi lista.
—¿Ignora cómo puede encontrarse allí?
—No; en fin… me doy cuenta de que falta uno de mis revólveres.
—Escuche atentamente esta pregunta —dijo entonces Mason—. ¿No es ese
revólver el que la señora Claffin le devolvió el 30 de mayo?
—Sí, en efecto, es posible.
—O sea que usted lo guardó en su caja, contentándose con contar sus armas de
fuego, sin comprobar los números.
—¡No tenía ningún motivo para hacerlo! Sabía que mi esposa tenía uno en el
compartimiento para guantes de su auto, pues me había advertido que lo cogía.

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—Gracias —dijo Mason—, eso es todo.
—Ha llegado la hora de interrumpir la vista. Ésta proseguirá a las dos de la tarde
—declaró el juez Sedgwick.
Mason hizo un gesto a Drake.
—¡Paul! Es completamente preciso que salgamos de aquí sin encontrar a los
periodistas. Pasemos por las salas vecinas y por el pasillo de atrás. ¡Vamos! ¿Has
dejado a un hombre que vigile la carretilla?
—Sí, y podemos confiar en él —dijo Drake—. Nadie la tocará antes de que tú lo
permitas.
Se escabulleron por una salida de socorro, corrieron por un pasillo y bajaron la
escalera. Mason se metió en su automóvil.
—Hemos de estar en casa de Doxey antes de que éste sospeche algo.
—¿Qué sucede?
—Pronto lo sabremos —declaró Mason—. Hay una cosa segura: es la tercera bala
más importante de la historia.
—¡Pero si es precisamente la que no ha podido ser hallada! —observó Drake,
sorprendido.
—Sí, este es precisamente el problema. ¿Quieres que te diga lo pienso? ¡No existe
esa bala!
—¿Cómo? —exclamó Drake—. ¡No lo entiendo!
—¡Paciencia! —replicó Mason.
Condujo rápidamente, pese a las dificultades de la circulación. Cuando llegaron a
la casa de Doxey, ambos se precipitaron, seguidos por Della, hasta la puerta de la
casa. La señora Doxey les abrió y pareció sorprendida.
—Quisiéramos comprobar algo en su garaje. Sólo tardaremos cinco minutos —
dijo el abogado.
—Pero… ¿dónde está Herbert?
—Le hemos dejado en el Palacio de Justicia. Estaba hablando con…
—Bueno, si él está de acuerdo, por mí no hay inconveniente —manifestó ella—.
Pasen.
—Gracias —dijo Mason, dirigiéndose inmediatamente hacia el garaje, seguido
por los otros. Se paró delante de un armario cerrado con llave, en el fondo del garaje.
—¿Tiene usted la llave? —preguntó a la señora Doxey después de haber tratado
inútilmente de abrirlo.
—Espere, debo tener una en mi llavero. Hace poco tiempo que lo cerramos. Fue
una idea de Herbert. Guarda aquí sus herramientas porque no cesan de manosearle
sus cosas y…
—Sí, lo sé —interrumpió Mason con impaciencia—. Pero quisiéramos comprobar
en seguida…
—Bueno, corro a buscarla.
Un minuto más tarde, la señora Doxey estaba de regreso con una llave en la

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mano. Mason abrió la puerta del armario y se la devolvió.
—Muchas gracias.
Ella vaciló un momento antes de marcharse.
—Bueno, si me disculpan, he de ir a poner la mesa porque Herbert llegará de un
momento a otro.
Mason encendió la luz del armario.
—Aquí tienes —dijo a Paul—, tú que buscabas los trastos desaparecidos.
—Sí, ya lo veo —contestó éste—. Pero, ¿de dónde procede todo esto?
—Pues veamos… Las planchas forman parte de un puesto de tiro. La caja de
chatarra servía para sujetarlo al suelo. Estos sacos de tela desgarrados contenían
arena. Fíjate, aun se ven rastros. Con una lupa deben distinguirse claramente.
»¿Sabes cómo se entrena un buen tirador, Paul? Se sienta en un taburete, apoya el
brazo en un soporte mientras la mano que sujeta el arma descansa sobre un saco
medio lleno de arena, a fin de que encaje confortablemente. Así puede apuntar
cuidadosamente antes de disparar.
»Este puesto estaba instalado en la barraca del contratista. Hay una plancha
agujereada, según he observado. Por lo tanto, pudieron muy bien colocar el revólver
de modo que la bala, pasando por ese agujero, fuese a alojarse directamente en el
pecho de Lutts. ¡Eso explica la trayectoria ascendente!
Drake lanzó a Mason una mirada llena de la más viva sorpresa.
—¡Pero esto es una locura!
—¿Por qué?
—Bueno, ¿de dónde proceden los rastros de pólvora hallados en el pecho de
Lutts? ¡La bala sólo pudo ser disparada a sesenta centímetros para dejar aquellas
marcas! Además, tanto Roxy Claffin como Herbert Doxey tienen coartada. Él tomaba
un baño de sol y…
—En un cercado rodeado de trozos de lona —hizo resaltar Mason.
—Pero verdaderamente ha tomado demasiado el sol. Le he visto la espalda.
Estaba roja como un cangrejo, Perry, de tanto tiempo como estuvo expuesto al sol.
—Confieso que su plan no es malo —reconoció Mason, sonriendo irónicamente
—. ¡Pero no se sostendrá!
—Quisiera saber por qué.
—Aguarda a la sesión de esta tarde —aconsejó Mason.

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Capítulo 18

El Tribunal se reunió. El juez Sedgwick se acomodó en su asiento y observó a


Mason con aire pensativo.
—El señor Harlan estaba en el estrado —recordó.
—No tengo más preguntas que hacerle —repuso el abogado.
—Puede usted proceder al contrainterrogatorio —dijo el juez volviéndose hacia
Burger.
Éste se mostró muy turbado.
—Ahora no, Señoría. Con la venia del Tribunal le haré unas preguntas un poco
más adelante.
—Con mucho gusto —asintió Mason, muy amable—. Así, pues, llamaré de
nuevo al señor Doxey… ¡Aproxímese al estrado, por favor!
No hubo la menor respuesta. El juez hizo un gesto al ujier, cuya voz tranquila
resonó en la sala. Fuera se oyó un altavoz: «Señor Herbert Doxey… Señor Herbert
Doxey».
—Probablemente no habrá terminado de almorzar —se limitó a decir Mason—.
Entretanto, interrogaré a la señora Claffin.
Ésta se irguió bruscamente.
—Pero, ¿por qué?, ¿por qué? —exclamó ella—. Yo no sé nada y…
—Sírvase subir al estrado y prestar juramento.
Ella se adelantó con una repugnancia evidente. Su rostro delicioso estaba pálido
de miedo. La mano que alzó para jurar sobre la Biblia temblaba visiblemente.
—Desearía saber ciertos detalles con respecto a esa chatarra que tiró usted ayer
por la mañana —empezó Mason.
—¡Protesto! —intervino Burger—. Esta pregunta es improcedente por completo.
—Voy a demostrar lo contrario, Señoría —repuso Mason.
—Sería preciso que lo hiciera inmediatamente —declaró el juez Sedgwick—. Por
lo demás, el Tribunal considera que la objeción es válida.
—Muy bien —dijo Mason.
Luego, encarándose con la testigo:
—¿Sabía usted que Herbert Doxey utilizaba la barraca del contratista para
entregarse a ciertas actividades?
—Pero yo… Bueno, ¿es que no tenía derecho? Era secretario de una sociedad con
la que yo…
—¡Limítese a contestar mi pregunta! —interrumpió Mason—. ¿Estaba usted al
corriente de sus actividades?
—Sí. Me dijo que iba a instalar una mesa de dibujo para realizar un trabajo de
carácter privado. Me pidió que no dijese nada a nadie.
—¿Es exacto que Enright Harlan le prestó un revólver?

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—Sí.
—¿Qué hizo con él?
—Se lo devolví el 30 de mayo. Él mismo se lo ha dicho.
—¿Por qué se desprendió de él?
—Tenía miedo. Tiro muy mal y… temo las armas de fuego, eso es todo.
—¿Había enseñado ese revólver a Herbert Doxey?
—Sí, en efecto. Él sabía que yo me ejercitaba con Enright Harlan, y como es muy
buen tirador, quiso darme algunos consejos.
—¿Tuvo ocasión de manejar el arma que le había dado el señor Harlan?
—Bueno… Sí, creo que sí.
—¿Tuvo oportunidad para realizar una sustitución, de modo que el revólver
devuelto al señor Harlan, el 30 de mayo, no fuera el que él le había prestado?
—¡Señoría! —exclamó Hamilton Burger—. ¡Este proceder es completamente
inadmisible! Se trata de una afirmación gratuita que el abogado defensor no puede
razonablemente mantener. ¡No existe la menor prueba de que se haya efectuado tal
sustitución!
El juez Sedgwick observaba meditabundo el rostro de la testigo.
—El Tribunal considera conveniente escuchar la respuesta de la declarante —
manifestó.
—Pero, Señoría… El jurado está presente y…
—Se rechaza la objeción.
—Conteste a mi pregunta, se lo ruego —insistió Mason.
Roxy Claffin dijo entonces con voz casi inaudible:
—Creo que… En efecto, es posible que se produjese una sustitución.
—Y usted lo sabía, ¿verdad? —insistió Mason, implacable.
—¡Señoría! El abogado defensor está haciendo el contrainterrogatorio de su
propio testigo. Además, me parece que nos hemos apartado mucho del tema —
protestó Hamilton Burger.
—El Tribunal no comparte esta opinión, señor fiscal —repuso el juez Sedgwick
—. Este interrogatorio puede aclarar muchas cosas. Señora Claffin…
—¿Sí?
—Llámeme Señoría, se lo ruego.
—Sí, Señoría.
—¿Sabía usted que el revólver que devolvió al señor Harlan no era el mismo que
él le había prestado?
—Creo… creo que no debo responder a esta pregunta —balbuceó ella.
—No es esta mi opinión —prosiguió el juez—, y su negativa puede ser
considerada como un desacato a la magistratura o incluso puede hacerla incriminar.
¿Era el mismo revólver, por favor?
Bruscamente, ella se puso a llorar.
—Sírvase responderme.

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—No… —acabó por decir—. ¡Fue cambiado!
—¿Lo sabía usted? —preguntó el juez.
—Sí.
—¿Quién se lo había dicho?
—El propio Herbert Doxey. Él sabía… en fin… que yo deseaba apartar de mi
camino a la señora Harlan. Me dijo que sabía un sistema y que si le obedecía tendría
a Enright Harlan para mí sola.
Se produjo un prolongado silencio. Nadie chistaba. Luego, de repente, todo el
mundo habló al mismo tiempo.
El juez Sedgwick dio violentos golpes con su martillo.
—¡Silencio! —reclamó con voz firme—. Señor Mason, sírvase proseguir su
interrogatorio.
—¿Sabía usted que Doxey quería matar a su suegro? —preguntó el abogado.
Roxy Claffin, con los ojos llenos de lágrimas, hizo un ademán negativo.
—En aquel momento, no.
—¿Se enteró más tarde?
—¡Nunca he llegado a… enterarme!
—Pero, ¿sabía que Doxey estaba en la barraca cuando Harlan y usted se fueron a
casa de su abogado?
—Sí.
Su voz era apenas un cuchicheo.
—Se dio cuenta de lo que había ocurrido y tuvo miedo de verse complicada. ¡Por
eso sacó los objetos de la barraca para deshacerse de ellos!
—No. Fue Herbert Doxey quien los ocultó en mi garaje. Una vez calmada la
agitación, yo fui a tirarlos al depósito de chatarra.
—¿Y se lo dijo al señor Doxey?
—Sí.
Mason sonrió amablemente a Hamilton Burger.
—¡El señor fiscal puede proceder al contrainterrogatorio!
Éste observaba a la testigo con expresión profundamente asombrada.
—Yo… yo… Me parece que… Señoría, desearía una suspensión de la vista.
El juez Sedgwick asintió con la cabeza.
—Se la concedo. El Tribunal se reunirá dentro de media hora. Recuerdo a los
señores del jurado que no deben hablar con nadie, ni discutir entre ellos este caso.
Después se levantó y se dirigió hacia un despacho contiguo.
En la sala, el tumulto estaba en su apogeo.
—Bueno, vamos —dijo Mason a Della Street—, estamos a la vista de la meta y es
inútil preocuparse.
Y dirigió una sonrisa tranquilizadora a su estupefacta cliente.

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Capítulo 19

Mason, Della Street, Paul Drake, así como Sybil Harlan y la mujer policía, se
reunieron en una habitación inmediata a la sala de audiencias.
—Y ahora, ten la amabilidad de ponernos al corriente —solicitó Drake—. ¿Cómo
pudo Lutts ser muerto por Doxey desde la barraca del contratista cuando las huellas
de pólvora indican que se disparó contra él a sesenta centímetros de distancia?
—Precisamente —dijo Mason, sonriendo—. ¡Ahí es donde interviene el tercer
cartucho!
—¿Qué quieres decir?
—El U. M. C. estaba trucado. Los balines habían sido sacados y sustituidos por
pólvora. ¡Un cartucho de fogueo, por decirlo así! Doxey quería hacer creer que Lutts
había sido muerto desde muy cerca. Por lo tanto, después del crimen se aproximó al
cadáver y disparó este cartucho sin bala, a sesenta centímetros de la víctima. Esto
explica los rastros de pólvora.
»Doxey tenía la intención de atraer o Lutts a la casa y matarlo, pero necesitaba
una coartada. La señora Harlan, al entrar en escena, le proporcionó la ocasión soñada.
—¿Cómo es esto?
—No olvidemos que Doxey se ocultaba a menudo en aquella barraca. Por el
agujero podía observar la casa de la colina. Sólo Roxy estaba enterada de su
presencia, y no era fácil que la revelase.
»Fue así como Doxey descubrió la vigilancia que realizaba Sybil Harlan sobre la
casa de Roxy. Se dijo que matando a Lutts con un revólver perteneciente a Harlan,
cometería el crimen perfecto, pues las sospechas recaerían sobre la señora Harlan.
»Se descubriría que iba diariamente a la casa; el hecho de encontrar su revólver
cerca del cadáver de Lutts sería una prueba irrefutable y…
—Pero —interrumpió Drake—, es precisamente esta historia del revólver la que
no entiendo.
—Sin embargo, es bien sencilla. Enright Harlan prestó un revólver a Roxy
Claffin. Doxey se apoderó de él. Compró otro idéntico y lo confió a Roxy. Cuando
ésta lo devolvió a Harlan, él no pensó en comprobar el número. ¿Por qué había de
hacerlo? Estaba persuadido de que se trataba de su revólver y lo guardó con los otros.
Pero en realidad, Herbert Doxey lo tenía en su poder.
»Éste sabía que la señora Harlan guardaba la segunda arma en el compartimiento
para guantes de su coche. Lutts le había dicho que aquel día ella iba al peluquero. Le
era imprescindible matar a su suegro con un revólver perteneciente a Harlan. Por lo
tanto, se precipitó hacia el aparcamiento y se apoderó de él. ¡Había cometido el
crimen perfecto!
»Pero Roxy Claffin se sintió inquieta en relación con las pruebas que ocultaba en
su garaje. Por eso fue a tirarlas a un depósito de chatarra. Cuando se lo dijo a Doxey,

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éste se preocupó: ¡Alguien podría descubrir los sacos, el taburete y las planchas del
puesto de tiro! Temió que alguien familiarizado con el tiro pudiese intuir la verdad.
»Por lo tanto, se apresuró a ir a buscar estas pruebas y a ocultarlas en su propio
garaje. Fue esta maniobra la que nos puso sobre la pista. Queriendo rectificar el error
de Roxy Claffin, se ha traicionado.
»De todos modos, hubiésemos podido descubrir el pastel, incluso sin esta
maniobra.
—¿Cómo?
—¡Gracias al testimonio de Elkins! Acuérdate: Lutts se moría de ganas de saber
quién era mi cliente. Fue a almorzar con Doxey y durante la comida se enteró de lo
que deseaba.
—¡Por un Banco! —interrumpió Drake.
—¡No pudo ponerse en contacto con un Banco!
—¡Claro que sí, Perry! Recuerda que telefoneó.
—Una sola vez —observó Mason.
—Bueno, sí ¿y no es suficiente? —replicó Drake, impaciente ante la estupidez de
Mason.
—Una sola llamada —subrayó el abogado— y a casa de Enright Harlan.
Acuérdate de lo que dijo la criada. Había explicado a Lutts que su ama estaba en la
peluquería. Ahora bien, Elkins afirma que sólo hubo una llamada telefónica.
—Entonces, ¿cómo Diablos pudo adivinarlo? —exclamó Drake.
—Vamos, Paul, está bien claro. Doxey se lo dijo.
—¿Doxey?
—Claro. Este vigilaba la propiedad de la colina. Se había dado cuenta de los
manejos de Sybil y no le fue difícil comprenderlo todo al verme intervenir. Durante
ese almuerzo, dijo a Lutts que ella me había contratado. Lutts se preguntó lo que ella
había podido descubrir que cambiara el valor del terreno. Doxey, que deseaba que
fuese a la casa, le propuso que llevara a Sybil a ella para hacerla hablar. Ya había
enviado una carta anónima a su suegro para despertar sus sospechas.
»Todo se presentaba maravillosamente para Doxey. Pasó por su casa, para
prepararse la coartada, y después corrió a la barraca del contratista, mientras Lutts
telefoneaba a la señora Harlan para irla a buscar.
»Por lo tanto, Doxey era el único que podía revelar a Lutts el nombre de mi
cliente. El hecho de que hablara de informes dados por un Banco, demuestra que
mintió.
»Veamos su coartada: ¡Un exceso de exposición al sol! Podía muy bien
conseguirlo tomando el sol toda la tarde, según nos dijo, o después de la muerte de su
suegro, utilizando una lámpara de rayos infrarrojos.
—¡Caramba! —exclamó Drake, estupefacto—. Pero, ¿cómo es que después de
haber fallado el primer disparo él…?
—¡He aquí el error! —explicó Mason—. Esa primera bala fue disparada dos días

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antes del crimen, cuando Doxey quiso comprobar su puntería. Quería estar seguro de
alcanzar a Lutts de un sólo disparo.
»Esto es lo relativo a los hechos… Por lo que se refiere a los motivos… Lutts me
había dicho que iba a efectuar una revisión de los libros de la sociedad. Confieso que
de momento no presté atención a este punto. Ahora pienso que Herbert Doxey debía
haber cometido ciertas faltas. Su suegro sentía sospechas.
—¿Y dónde está Doxey, ahora? —preguntó Drake.
—Huyendo. Demostrándonos su culpabilidad.
La puerta se abrió bruscamente y Enright Harlan entró en la sala. Sybil se irguió
en el acto.
—¡Querida! —dijo él, tendiéndole los brazos.
—¡Oh, Enny! Ha sido terrible. Gracias por haberme ayudado cuanto has podido.
Su marido adoptó una expresión culpable.
—Un momento, Sybil —trató de explicar—. Debí perder la cabeza… Nunca
hubiese debido… Bueno, yo…
Sybil se puso en tensión.
—¿De qué estás hablando, Enny? Ya me hago cargo de que no podías abandonar
a tu cliente, por lo menos en apariencia. Ella es rica, exigente y debías tenerle
atenciones. Has hecho bien, Enny. ¡No puedes abandonar tus asuntos!
—¿Me perdonas? —preguntó él.
—¡Vamos, no hay nada que perdonar! —replicó ella, riendo con ligereza—. No
seas tonto y no hablemos más de ello.
Llamaron a la puerta.
—El juez Sedgwick reúne el Tribunal —dijo el ujier—. La señora Claffin ha
hecho una confesión completa y la policía está buscando a Herbert Doxey. El jurado
va a declarar a la señora Harlan inocente.
Entonces, Sybil cogió a su marido por un brazo.
—¡Vamos y terminemos de una vez! ¡Así podremos olvidarlo todo, Enny!
Mason, Della Street y Drake les siguieron.
—Bueno, que me ahorquen —exclamó Drake, cuando los Harlan hubieron salido
de la habitación—. ¡Nunca había visto nada igual! Ella ha dado la vuelta a la
situación en un abrir y cerrar de ojos, y todo con el aire más inocente del mundo.
—Cuando las mujeres adoptan ese aire, es cuando son más peligrosas —observó
Mason.
Della Street le lanzó una rápida mirada.
—Vamos, jefe —dijo, llena de solicitud—. No has cerrado un ojo en toda la
noche. Termina con este asunto y márchate a casa. ¡Necesitas rehacerte!
Drake, que observaba el rostro de Della, exclamó:
—¡Señor! ¡Vaya airecillo inocente, también!
Una cosa es segura: ¡la mirada que ella le lanzó, distaba mucho de ser amable!

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