El Caso Del Complice Nervioso
El Caso Del Complice Nervioso
El Caso Del Complice Nervioso
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Erle Stanley Gardner
ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014
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Título original: The Case of the Nervous Accomplice
Erle Stanley Gardner, 1955
Traducción: Alfredo Crespo
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Prólogo
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Desde hace años, me esfuerzo, mediante estos prefacios, en atraer la atención del
público sobre el interés de estos métodos científicos en la investigación criminal.
Esos hombres poseen una experiencia y un valor sorprendentes. Algunos han hecho
incluso sus estudios de medicina antes de convertirse en abogados y todos conocen al
dedillo las técnicas criminales.
De los cinco hombres reunidos en mi casa, a cuatro de ellos ya les había dedicado
una de mis obras.
Había oído hablar mucho del doctor Spelman y había seguido con interés su
carrera. Aquella noche pude apreciar su discernimiento sin fallos, su inteligencia y su
sensatez. Es un hombre tranquilo y terriblemente tímido. Esta timidez disimula su
verdadero carácter: enérgico, competente y siempre lógico.
Por este motivo tengo hoy el placer de dedicar este libro a mi amigo:
El doctor Joseph Worcester Spelman.
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Capítulo 1
Una tal señora Harlan quiere hablarte —dijo Della Street, secretaria particular de
Perry Mason—. ¡Parece tener conflictos sentimentales!
Mason frunció el ceño, con aire divertido.
—Le he dicho que tú no te ocupas de casos de divorcio —prosiguió Della—,
pero, al parecer, no se trata de eso.
—¿Qué es?
—No me lo ha explicado.
—¿No quiere separarse de su marido?
—No.
—Entonces, ¿por qué diablos necesita un abogado?
—Es precisamente lo que quiere explicarte. Ha hablado de un plan del que quiere
ponerte al corriente.
—¿Es en relación con conflictos domésticos?
—Sí. Por lo que he entendido, su marido la engaña.
—A esa mujer le debe pasar algo poco corriente, Della, o de lo contrario no te
pondrías de su parte.
—¿De su parte?
—Deseas que la reciba.
Ella asintió sin decir palabra.
—¿Por qué?
—Tal vez por simple curiosidad. Me pregunto cuál puede ser su plan y si algún
día puede servir. En todo caso, ella se aparta mucho de lo corriente.
—¿Cómo es eso?
—Resulta difícil de explicar. Ante todo su ropa, y después su manera de andar, de
erguir la cabeza…
—¿Qué edad tiene?
—Unos veintiséis años.
—¿Bonita?
—En realidad, no se le puede decir bonita, pero tiene mucha personalidad,
pasión… En fin, si todo esto no te interesa, Perry, es que no eres un ser humano.
—¡Pues claro que me interesa! —se apresuró a decir Mason—. Quiero saber cuál
es su plan para dominar a un marido que la engaña, sin necesidad de pedir el
divorcio. Y sobre todo me pregunto, ¿por qué tiene necesidad de los consejos de un
abogado?
Della asintió con la cabeza.
—Estoy contenta de que la recibas. Tal vez tenga un truco que puede servirme
más adelante. ¿Quién sabe?
Después salió y regresó al cabo de un momento acompañando a la cliente, que
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lanzó una rápida ojeada a su alrededor, examinando el despacho. Después, sin esperar
más, avanzó hacia Mason con la mano extendida.
—Buenos días, señor Mason. Le agradezco que haya querido recibirme. ¿Puedo
sentarme?
Con un ademán, Mason le indicó el confortare sillón reservado para los clientes.
—He hablado de mis problemas con su secretaria. Supongo que ella le habrá
puesto al corriente. Me llamo Sybil Harlan, señora de Enright A. Harlan.
Con una seña con la cabeza, Mason la invitó a que prosiguiera.
Ella se sentó, dejó el bolso a su lado y cruzó las piernas.
—Mi marido me engaña y quiero hacer algo para que vuelva a mi lado.
—¿Cuánto tiempo llevan casados? —preguntó Mason.
—Cinco años… ¡Precisamente hoy es el quinto aniversario de nuestra boda!
—¿Es esta su primera aventura?
—No lo creo.
—¿Qué hizo usted las otras veces?
—Sólo ha ocurrido en otra ocasión. Esperé, sencillamente, a que él volviera a mí
y me esforcé por parecer más seductora que la otra.
—Pero esta vez…
—¡Es distinto!
—No sé lo que proyecta hacer —indicó Mason—, pero he de manifestarle que no
me ocupo de divorcios.
—Lo sé.
—Mi secretaria me ha dicho que no solicitaba usted la separación, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Tienen bienes en común?
—Sí, muchísimos. Pero también tengo bastantes terrenos a mi nombre.
—Así, pues, ¿no quiere pensión alimenticia?
—Sólo quiero una cosa: ¡A Enny!
Mason encogió los hombros, con expresión interrogadora.
—Enright —explicó ella—. Todo el mundo le llama Enny.
—¿Cree usted que esas relaciones son serias, señora Harlan?
—No hay que hacerse ilusiones, señor Mason. La mujer que lo tiene enredado, no
demuestra intención de soltarlo.
—¿Y qué piensa él de todo eso?
—De momento, se encuentra flotando en el aire. Está locamente enamorado.
Dentro de unos días vendrá a comunicármelo. Me dirá que está loco por ella y que yo
soy demasiado buena para estropearle su felicidad. Me propondrá la separación y el
divorcio, con todos los pronunciamientos a mi favor. Luego, decidirá que su abogado
y el mío celebren una entrevista para arreglar el asunto desde un punto de vista
financiero.
—¿Es para eso que me necesita?
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—¡No sea estúpido! Quiero recuperar a mi marido. Cuando se trate de arreglar
asuntos financieros, me encontraré en mala situación respecto a su bella conquista.
¡Todo habrá terminado! No; quiero dominar completamente la situación.
—¿Tratará de suplantarla?
—De momento es imposible. Está verdaderamente enamorado.
—Entonces, ¿qué quiere usted que haga?
—Tengo un plan. Mi marido se ocupa de bienes raíces.
—¿Qué edad tiene?
Unos cinco años más que yo.
—¿Es muy competente en su profesión?
—¡Terriblemente! Es inteligente, despierto y endiabladamente ingenioso. Le dará
trabajo, señor Mason. Necesitará usted actuar de prisa, o, de lo contrario en seguida
sospechará y mi plan fracasará.
—Espere antes a que acepte el asunto —contestó Mason.
—Lo aceptará. Estoy segura de que le interesará.
—Bueno, ¿cuál es su idea?
—¡Quiero que compre usted acciones!
—¿Qué clase de acciones?
—Las de una sociedad de bienes raíces.
—¿Y luego?
—Después —dijo ella— asistirá a la reunión de los principales accionistas, que se
celebrará la misma tarde, y se negará a colaborar.
—¿Colaborar con quién?
—¡Con el que sea! Quiero que les haga la vida difícil, que sea el grano de arena
en el engranaje, el peor disidente que haya tenido que sufrir un consejo de
administración.
—Esto no es propio de mí —dijo Mason sonriendo—. O al menos, ¡así lo espero!
—Lo sé, pero su única misión será ponerlo todo en marcha. Después, puede
entregar el asunto a otro abogado. ¡Ya ve lo que necesito! Un hombre indeciso,
quisquilloso, que tema las consecuencias de cualquier iniciativa.
—Y una vez alcanzado el objetivo, ¿qué haremos? —preguntó Mason.
—Lo dejaremos correr.
—No veo cómo esto pueda arreglar sus asuntos.
—Ya le he dicho que Enny está loco por esa pequeña Roxy. Sólo se preocupa de
ella y no ve a nadie más que a ella. Le gusta todo lo suyo, desde el color del cabello
hasta sus grandes ojos pensativos. Afortunadamente, la conoció a causa de los
negocios. Y es en este terreno donde voy a atacar, si sus asuntos van mal, la joven
Roxy pondrá en evidencia el aspecto malo de su carácter. Atormentará a Enny
hablando incesantemente de dinero. Sus arrullos serán sustituidos por las discusiones
de negocios, bastante embarazosas.
—¿Por qué embarazosas?
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—¡Ahí es donde interviene usted! —repuso ella.
—Y dígame, ¿dónde nos conducirá todo esto?
—Verá, yo tendré el papel simpático y ella le amargará la vida. La situación
quedará invertida. Cuando un hombre tiene una aventura, vacila entre su hogar, los
recuerdos en común con su esposa y el encanto la excitación de su nueva conquista.
Es el momento que escoge su esposa para hacerle escenas, para hostigarle echándole
en cara todo lo que ha hecho por él… los mejores años de su vida… acompañado
todo de lágrimas, de gritos, de ojos enrojecidos. Ella quiere provocar sus
remordimientos pero entonces él se pone a la defensiva. La mujer comete una
equivocación terrible al olvidar así sus atractivos e insistir en los reproches y en las
obligaciones conyugales.
—Sí… ¡Prosiga! —dijo Mason, observándola con aire pensativo.
—Es, entonces, cuando ella se precipita a casa del abogado. Se habla de
separación de bienes, de pensión alimenticia. Todo esto aleja aún más al marido. Sólo
piensa en su esposa bajo la forma de problemas financieros, de quejas, de acusaciones
y de pensión alimenticia. La otra mujer encuentra el terreno abonado y el marido ya
no desea más que una cosa: ¡su libertad a cualquier precio! Su mujer no es más que
un obstáculo entre él y «la muchacha más maravillosa del mundo», llena de simpatía
y de comprensión.
—Entiendo —comentó Mason.
—Por eso quiero invertir la situación —prosiguió ella—. Quiero que Enny acuda
a mí si necesita afecto, cuidados, distracción. Quiero que la otra le abrume con
preguntas financieras hasta el punto de darle jaqueca. ¡Entonces yo seré la seductora!
Mason sonrió:
—La experiencia me parece interesante.
—Entonces, ¿me ayudará?
—Sí.
—Habrá que actuar con rapidez.
—¿Es decir?
—Todo va a decidirse hoy mismo. Él va a venir hoy a informarme de su decisión.
Seguramente, ha olvidado que es el quinto aniversario de nuestra boda.
—¿No quiere que le hable de su aventura?
—¡En absoluto! Una mujer no debe perdonar nunca las infidelidades de su
marido. Debe fingir una absoluta ignorancia.
—Entonces, ¿qué he de hacer exactamente? —preguntó Mason.
—Llame al señor George C. Lutts, en la Sylvan Glade Company, y dése a
conocer. Propóngale, luego, la compra de sus dos mil acciones.
—¿Y después?
—Acepte su precio, cualquiera que sea. Luego vaya inmediatamente, con un
cheque y recoja los resguardos. Dígale que quiere asistir al consejo que se celebra por
la tarde…
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—¡Pero esta no es manera de actuar! —interrumpió Mason—. Puede estar segura
de que pedirá más del doble del valor de las acciones.
Ella sacudió la cabeza, con aire impaciente.
—Pero yo no compro acciones, señor Mason. ¡Compro un marido!
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Capítulo 2
George Lutts parecía muy nervioso. ¿Por qué demonios Perry Mason se interesa
por la Sylvan Glade Company?, se preguntaba. ¿Pagaría efectivamente la enorme
suma convenida por teléfono? La inquietud le atormentaba. ¿Tendrían las acciones
más valor del que sospechaba?
Mason depositó el cheque en la mesa del hombre de negocios.
—¡Aquí tiene! —dijo—. Treinta y dos mil setecientos cincuenta dólares contantes
y sonantes. Al dorso he anotado que se trata del pago por sus dos mil acciones de la
Sylvan Glade. Ahora, espero que pueda hacerme asistir al consejo de administración
de esta tarde. Deberá usted anunciar la venta y yo aprovecharé la ocasión para decir
unas palabras.
George Lutts tenía unos cincuenta años. Sus ojos grises, encuadrados por cejas
hirsutas, eran despiertos y duros. Se hubiese dicho que trataban continuamente de
taladrar una niebla espesa. Adelantó la cabeza para observar mejor a Perry Mason.
Parecía que estuviese al acecho, buscando una pista.
—¿Tiene las acciones? —inquirió Mason, con impaciencia.
—¡Sí, si!
—¿Están endosadas?
—No tengo más que firmarlas.
—El consejo se compone de cinco miembros, ¿verdad? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Podría decirme algo sobre ellos?
—Bueno… Son hombres muy capaces, muy inteligentes. Nuestras reuniones
están, generalmente, desprovistas de discusiones —repuso Lutts—. Por tal motivo
espero, señor Mason, que no se oponga usted a sus esfuerzos para engrandecer la
compañía. Esfuerzos que son siempre legales, desde luego.
Mason lo observó, durante unos instantes, antes de contestar. Esbozó una vaga
sonrisa.
—Sí, sí, desde luego —prosiguió entonces Lutts, apartando la mirada—, algunas
veces tenemos ciertas pequeñas… diferencias de opinión, lo que es perfectamente
normal. Después de todo, estamos en un país libre, señor Mason, y cada uno puede
manifestar sus puntos de vista.
—¿Quién, pues, va a presentar objeciones esta tarde? —inquirió Mason.
—Confieso que Ezekiel Elkins, a menudo necesita «informaciones
complementarias». ¡Es terriblemente práctico!
—Creo que, en realidad, quiere decir obstinado, ¿no?
—¡Como quiera!
—¿Contra quién se obstina?
—¡Oh, contra nadie absolutamente!
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—Sin embargo, acaba usted de hablarme de divergencias de opiniones.
—Ejem… Sí, en cierto modo.
—Por lo tanto, tiene que ser con alguien. ¿De quién se trata?
—Hágase cargo —intentó explicar Lutts—. Los directores tienen demasiada
personalidad para no ver las cosas a su manera y…
Mason asintió, sin decir palabra.
—Cleve Rector —prosiguió Lutts, con dificultades exactamente lo contrario de
Ezekiel Elkins. Son precisamente, los dos accionistas principales.
—¿Quiénes son los otros?
—Herbert Doxey, mi yerno.
—¿Importante?
—No, un pequeño accionista.
—Luego…
—Regerson Neffs… Debo hacerle observar, señor Mason, que mis acciones no
bastan para otorgar el dominio de la sociedad. A pesar de que soy presidente, los
otros accionistas son mucho más poderosos que yo.
—Comprendo. Pero si usted se pone de acuerdo con uno de los principales
accionistas, entonces dispone del control de la sociedad, ¿no es así?
—Bueno —vaciló Lutts—, sí y no.
—¿Qué quiere decir?
—Es muy difícil lograr una combinación de este tipo. La situación evoluciona
muy rápidamente, señor Mason. No puede estarse seguro de nada. No hay grandes
divergencias de opinión entre los accionistas. Estas se refieren, principalmente, a los
asuntos secundarios. Todos deseamos el desarrollo de la sociedad y servir lo mejor
posible a los intereses comunes.
—Sólo quería saber a qué atenerme —replicó Mason, con aire misterioso.
—Señor Mason —preguntó Lutts—, espero que no habrá comprado estas
acciones con el propósito de montar una combinación que le proporcione el dominio
de la sociedad, ¿verdad?
—¿Por qué me pregunta esto?
—Bueno, he de reconocer que sus preguntas, y… en fin, ¡ha comprado sin, ni
siquiera discutir el precio!
—Así pues —replicó Mason, con voz llena de recelo—, ¿las acciones no valen
tanto?
—¡Claro que sí, claro que sí! —afirmó en seguida Lutts con vehemencia—.
Incluso puedo asegurarle que hace un buen negocio.
—Entonces, ¿por qué tenía que regatear?
Lutts frunció el ceño, mientras reflexionaba.
—No estaba enterado de su interés por los terrenos de la Sylvan Glade.
—¿Por qué había de proclamarlo a los cuatro vientos? —preguntó Mason.
—¡Evidentemente! Sólo que ni siquiera ha investigado usted sobre su valor
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actual… o, al menos, no se nos ha informado de ello.
—¡Esto es!
—¿Cómo?
—¡Que no han sido informados! —manifestó Mason, imperturbable.
Lutts, incómodo, carraspeó y cambió de tema:
—¿Sabe que esperaba algo por el estilo?
—¿De veras? —exclamó Mason, sorprendido.
—Incluso he recibido una carta anónima esta mañana. Me gustaría enseñársela.
—¿En qué me afecta?
—Al menos, échele una ojeada.
Lutts le alargó una hoja de papel en la que había mecanografiadas estas pocas
líneas:
«Sus acciones de la Sylvan Glade valen tal vez más de lo que se figura.
Haría bien en moverse y vigilarlo todo más de cerca. ¡Créame, tal vez se lleve
una sorpresa!».
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—Supongo que no se opondrá a la nivelación de la colina, ¿verdad? —preguntó,
sin embargo.
—No tengo una idea concreta sobre este asunto —repuso Mason, con tono
glacial.
—¡Pero ese terreno carece de valor mientras no sea nivelado!
—Evidentemente, proyecto adquirir bienes raíces interesantes —observó Mason
—. En su opinión, ¿valen las acciones este precio?
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! —contestó Lutts apresuradamente—. Me expreso
mal, muy mal. Cuando nuestra sociedad compró este terreno, se encontraba en un
sector de segunda categoría. El lugar había conocido una época de esplendor, pero, al
extenderse la ciudad hacia el norte, la gente de categoría se había marchado. Se había
convertido en un barrio popular de pequeños comerciantes. Pero ellos abandonaron
también el barrio para instalarse más al norte. Ese terreno y la casa ocupan toda una
colina… En fin, debo reconocer que la hemos conseguido casi por nada.
»Hemos pensado que nivelando la colina, podríamos ganar mucho dinero. Es una
idea que vale su peso en oro, señor Mason, pues en ese sector va a construirse una
autopista. Por lo tanto, venderemos la tierra a la empresa que haga la autopista y
podremos…
—¿Están ya de acuerdo con esa empresa? —interrumpió Mason.
—Se puede decir que sí, aunque no se ha firmado nada. La propietaria del terreno
vecino ya ha vendido tierra a esa sociedad. He tenido noticias del asunto y se nos ha
adelantado. Hay que decir que no ha tenido que derribar edificios para efectuar la
nivelación. Esa señora Claffin, además tiene un consejero admirable. Enright Harlan.
Nos ha ganado por velocidad, pero al fin hemos conseguido ponernos de acuerdo.
—Así, pues, ¿han hecho derribar todas sus casas? —preguntó Mason.
—¿Es que lo ignoraba? —inquirió Lutts, sorprendido.
—Sí —replicó Mason, sin alterarse.
—Sólo queda una: una vieja mansión transformada en despachos. Pero, ¿cómo
podía valorar esas acciones si ignoraba lo de los derribos?
—¡Pero si ha sido usted quien ha fijado el precio!
—Sólo por el interés que ha demostrado usted por estas acciones —hizo observar
Lutts.
—Así, si lo he entendido bien, ¿su precio es demasiado elevado?
—Un momento —se apresuró a decir Lutts—. Sobre esto no quiero afirmar nada.
Ni yo mismo estoy seguro del precio. Tal vez sea demasiado baratas. ¡Voy a hacer
examinar los libros para llegar a una conclusión exacta!
—Sí, pero yo tengo prisa —cortó Mason—. Aquí tiene un cheque de treinta y dos
mil setecientos cincuenta dólares. Dentro de quince segundos saldré de este despacho.
Mañana le ofreceré veintidós mil dólares. Pasado mañana doce mil, y, al día siguiente
diez mil. Si entonces no está aún decidido, ¡puede quedárselas!
—Pero, ¿por qué? —exclamó Lutts—. ¡Aquí ocurre algo que yo ignoro!
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Mason indicó las acciones con la barbilla:
—Si no firma inmediatamente, rompo el cheque. ¡Escoja!
—¡Un momento, un momento! ¡Firmo! ¡Firmo! —exclamó Lutts—. Déjeme
tiempo para hacerlo: ¡Válgame Dios, qué impaciencia! Nunca había visto nada
parecido.
Estampó su firma al pie del certificado de venta y lo empujó hacia Mason, que le
entregó el cheque.
—¿Quién es el secretario de esta sociedad?
—Herbert Doxey.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—En el despacho vecino.
—¿Es que me espera?
—Bueno… Sí y no.
Mason sonrió levemente.
—Debe estar congestionado al verme pagar tal precio por sus dos mil acciones.
—No es esto lo que quiero decir.
—¿De veras? —ironizó Mason—. En fin, voy a verle. Después de esto, dio media
vuelta y salió del despacho, dejando a Lutts completamente perplejo. En la puerta del
despacho vecino se leía: «Herbert Doxey - Secretario». Mason entró sin llamar.
Un hombre en mangas de camisa, removía los papeles en signo de actividad. Sin
duda, había observado la sombra de Mason en la puerta de cristal y se esforzaba en
demostrar que trabajaba.
El abogado le observó, sin decir nada.
Doxey fingía no verle. Pero, ante la mirada aguda que le observaba, cesó de
interpretar la comedia, alzó los ojos y fingió sorpresa.
—Me llamo Mason. Tienen que poner dos mil acciones de la sociedad a mi
nombre. Sírvase rectificar los registros.
—¡Bien! ¿Ha llegado a un acuerdo con el viejo Lutts?
Mason le alargó el documento que el otro acababa de firmar. Doxey sacó del
cajón un libro enorme y el sello de la sociedad.
—Me interesa que la transferencia se efectúe inmediatamente, y que los títulos
estén a mi nombre: Perry Mason.
Doxey escribió el nombre del nuevo accionista y después, sin poder resistir más,
preguntó:
—¿Puede decirme en cuánto valora estas acciones?
—En bastante, en bastante —replicó Mason, vanamente—. ¿Cree usted que esta
tarde, en la asamblea, habrá jaleo?
Entonces fue el otro quien se mostró evasivo.
—¡Es muy posible! —dijo.
—Gracias —repuso Mason, marchándose.
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Capítulo 3
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Evidentemente, fueron abandonadas. Se construyeron nuevas carreteras más al norte.
En aquel momento, Lutts comprendió que podía ser interesante adquirir los terrenos,
derribar las casas y nivelar la colina. Se dijo que aquello podría constituir un lugar
maravilloso para un terreno de golf o para una serie de bungalows. Se esforzó,
también, en adquirir los terrenos vecinos. En este momento mi marido entró en
escena. Enny es un hombre de negocios muy listo y comprendió lo que Lutts
proyectaba hacer.
»En la misma época, Enny se enamoró de Roxy. Al principio no se trataba más
que de relaciones comerciales. Se trataba de una joven divorciada que necesitaba a un
hombre de negocios que cuidara de sus intereses y le proporcionara buenas
inversiones.
»Enny descubrió que iban a construir una autopista que pasaría junto a los
terrenos. Se dijo que podría venderles tierra como material. Mientras Lutts adquiría
opciones aquí y allá, le venció por velocidad. Compró bastantes terrenos a nombre de
Roxy y estableció un pacto con el contratista que construía la autopista para venderle
la tierra.
—¿Mucha?
—Toda la que tenía. Ya lo verá cuando lleguemos allí. Roxy hizo nivelar su
terreno hasta el borde del nuestro. Evidentemente, con las lluvias el terreno se ha
hundido y nuestra casa se ha inclinado y ha empezado a resbalar. Pero como el
contratista necesita más tierra, negocia con Lutts. Precisamente, es para discutir esto
que se celebra una reunión esta tarde.
—¿Aceptarán los accionistas el ofrecimiento?
—No pueden hacer otra cosa. El accede a comprar la tierra, a pagar el derribo de
la casa y construye una carretera que pasa ante nuestros terrenos y el de Roxy.
Además, Enny irá a la reunión.
—¿Para saber lo que deciden?
—Sí. Esto le afecta, especialmente. Ha vendido su tierra y ha hecho nivelar el
terreno de Roxy. Por lo tanto, está ansioso por ver construida la autopista. Su cliente
se beneficiará, también, pues necesitarán todavía más tierra.
—Pero, ¿y si la compañía de Lutts no acepta el trato?
—El ya no sabrá qué hacer con el material que le queda por vender. Como
comprenderá, la combinación conviene a todo el mundo, señor Mason. Es natural: el
contratista les necesita a ellos y ellos desean ver nivelada la colina.
—¿Y qué debo hacer en todo esto?
—Usted debe entorpecer los planes de Roxy en relación con esa autopista.
—¡Pero esto equivale a enfrentarme con todo el mundo!
—Sí. La Sylvan Glade desea que se construya la carretera para poderla utilizar, y
Roxy para vender su tierra. En cuanto al contratista, desea aprovechar la ocasión,
pues, de todas maneras, debe construir la carretera.
—Así, ¿están todos de acuerdo? —preguntó Mason.
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—Sí.
—¿Y qué debo hacer yo?
—Interponerse en su camino para que Roxy tenga preocupaciones. Haga lo que se
le ocurra para molestarles.
—Pero con esto corre el riesgo, de perjudicarse en su calidad de accionista.
—Ya le he dicho, señor Mason, que esto no me interesa. Quiero a mi marido, y
nada más.
Él asintió con la cabeza, encendió un cigarrillo y observó a hurtadillas el rostro de
la señora Harlan.
Sin apartar los ojos de la carretera, ella dijo:
—Veo que le intrigo… ¿Es pura curiosidad?
—No únicamente. Me interesa usted…
—Gracias, ¿cree que me será posible seducir de nuevo a mi marido?
—Ya lo hizo una vez.
Ella sacudió la cabeza.
—De eso hace cinco años. Esa mujer es mucho más joven que yo.
—No tiene importancia —replicó Mason—, pero dígame: ¿de dónde saca ella
todo ese dinero… seguros, inversiones rentables, o…?
—Diga más bien que lo saca de los hombres —interrumpió ella.
Mason le lanzó una mirada de sorpresa.
—Me había parecido entender que ella estaba muy bien económicamente.
—Lo está, pero nadie sabe de dónde procede su dinero.
—¿No tiene pensión alimenticia?
—No, nada de eso.
—¿E inversiones?
—Ahora las hace, pero para invertir dinero hay que tener un capital. ¡Oh, ha
sabido arreglárselas bien!
—¿Cree usted que su marido tiene algo que ver en ello?
—No. En la actualidad está muy enamorado de ella, pero la conoció por cuestión
de negocios. Tal como conozco a Roxy, creo que sus relaciones no permanecieron
mucho tiempo en este plan profesional.
Mason observó su perfil colérico.
La señora Harlan desvió el vehículo, cogió por un caminito mal pavimentado y,
después de un viraje cerrado, ascendió hasta lo alto de la colina.
—Ya está —dijo, indicándole una casa de tres pisos que había conocido días
mejores, antes de caer en un estado de abandono total—. Es la casa que hay que
derribar. Esos montones de madera, proceden de barracas derruidas. Sólo sirve para
leña. La compañía trata de venderla, incluso a bajo precio. Hemos puesto un anuncio
en los diarios.
Ella detuvo el coche y Mason se apeó.
—¿Quiere visitar la casa?
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—Me gustaría echarle una ojeada.
Ella abrió el compartimiento contiguo al volante y sacó un llavero y unos
gemelos.
—¿Qué hay detrás? —preguntó vivamente Mason.
Ella cerró el compartimiento, con un rápido ademán.
—Un revólver —repuso.
—¿Para qué?
—Para protegerme.
—¿Dónde lo ha encontrado?
—Es uno de los revólveres de Enny. Tiene toda una colección. Le gusta mucho la
caza.
—¿Por qué desea usted protegerse? —preguntó Mason.
Ella rehuyó su mirada y contestó:
—Porque, de vez en cuando, vengo aquí y esto está muy desierto. Siempre que
entro en la casa meto el arma en mi bolso. He leído demasiadas historias sobre
mujeres que han sido atacadas, para correr un riesgo inútil.
Cuando llegó ante la puerta de la casa, la señora Harlan metió una llave en la
cerradura.
—¡Está bien engrasada! —observó Mason.
—Sí, yo misma lo hice.
—¿Puedo ver las llaves?
Como ella vacilara, él alargó la mano con firmeza.
—Oh, claro está que sí —repuso, mientras le entregaba el llavero.
Él lo examinó cuidadosamente.
—Son imitaciones —señaló.
—Sí.
—¿Cómo las ha conseguido?
—Dios mío, señor Mason, me sorprende usted. ¿No sabe que todos los hombres
de negocios tienen varios juegos de llaves? He cogido estas a Enny.
—Pero él se habrá dado cuenta.
—Sí, pero no sabe a dónde han ido a parar. ¡Y además, ya tiene las otras!
—¿Cuáles son sus intenciones? —preguntó.
—Ahora iba, precisamente, a comunicárselas. Desde el tercer piso de la casa, se
distingue muy bien la casa de Roxy, el patio y la piscina. ¿No era eso lo que deseaba
saber, señor Mason?
—De modo, que ha espiado usted a su marido, ¿no?
—Exactamente.
—¿Y qué ha observado?
—¡Montones de cosas!
—Pero, si trata de demostrar que él la engaña, ¿por qué no contrataba un
detective?
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—¡Ya le he dicho que las pruebas no me interesan! No quiero obtener ni el
divorcio ni una separación de bienes. Quiero reconquistar a mi marido.
—¿Cuántas veces ha venido usted aquí?
—Las suficientes para descubrir todo el lío.
—Muy bien —dijo Mason—. ¡Vamos allá!
Ella abrió la puerta.
—Permítame que le enseñe el camino —dijo.
La casa olía a humedad y a cerrado. En la planta baja, los tabiques habían sido
derribados y, luego, levantados de manera que dividían las grandes habitaciones en
pequeños despachos. Los locales, ahora abandonados, estaban sembrados de
desperdicios, de diarios viejos, de sillas rotas, de restos de ropas, de maderas y de
ladrillos. Todo estaba recubierto por una espesa capa de polvo.
—Triste espectáculo, ¿verdad?
Mason asintió con la cabeza.
—Sígame —prosiguió ella—. Discúlpeme, señor Mason, pero todo esto está muy
sucio y llevo una falda blanca.
Uniendo el ademán a la palabra, se subió la falda por encima de las rodillas y la
sostuvo así, para subir la escalera.
Mason observó los zapatos blancos y las esbeltas piernas, enfundadas en medias
de nylon.
—Verdaderamente, no es una indumentaria para venir aquí —observó.
—Lo sé. Pero estoy citada con mi peluquero, y debo ir directamente al salir de
aquí. Discúlpeme por darle este espectáculo, pero no quiero ensuciarme.
—No se preocupe —indicó Mason.
Llegaron al segundo piso, el reservado en origen para dormitorios. Pero, también
allí, la gente había abandonado viejos colchones, somiers rotos y muebles carcomidos
por la edad y que ni siquiera se sostenían en pie.
La señora Harlan, que seguía con la falda levantada sobre las rodillas, para que no
rozara el polvo, subió hasta el tercer piso. Condujo a Mason hasta una habitación que
daba a la fachada norte. Dicha habitación estaba vacía y limpia. El único sillón,
cubierto por un diario, estaba colocado junto a la ventana.
La señora Harlan soltó su falda y después golpeó el suelo con los pies, para hacer
desaparecer el polvo que había ensuciado sus zapatos.
—¡Ya hemos llegado, señor Mason! —dijo, por fin.
Un poco más abajo se levantaba una casa en una pendiente abrupta.
—Uno no se siente tranquilo aquí —observó Mason—. Se tiene la impresión que
de un momento a otro vamos a resbalar colina abajo.
—Le comprendo —repuso ella—. Las lluvias han descamado por completo el
terreno. Pero dentro de un mes esta casa será derribada y la colina nivelada. Fíjese en
la otra casa, señor Mason. Ya ve lo que quiero decir… Las dos siluetas.
Se acercó a la ventana y entreabrió el batiente. La brisa ligera agitó la cortina de
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encaje. La señora Harlan la apartó a un lado.
Después sacó los prismáticos de su estuche de cuero.
—Siéntese aquí —invitó—. Lo verá perfectamente. Entregó los prismáticos a
Perry Mason. Lleno de curiosidad, éste se instaló en el sillón y los enfocó hacia el
patio de baldosas rojas.
Un hombre y una mujer estaban cerca de la piscina. Él iba vestido, pero la mujer
no llevaba casi nada. Estaba tendida en un colchón neumático.
—Está tomando su baño de sol —comentó Sybil Harlan—. ¡Siempre ocurre lo
mismo cuando Enny le hace una visita de negocios!
—¿Es su marido?
—Sí. Debe estarle hablando del consejo de esta tarde, y pedirle sus últimas
instrucciones.
Mientras Mason observaba, el hombre se inclinó y alargó la mano. La mujer la
cogió y se levantó melosamente, de un salto. Permaneció un momento inmóvil, frente
al hombre y después se puso una ligera bata.
La señora Harlan miraba por encima del hombro de Mason.
—¡Usted mismo ve lo que sucede!
—¿Quiere los prismáticos?
—No; no quiero dejarle sin ellos —repuso la joven—. Ahora ella se envuelve
púdicamente en una bata. Pero hace un rato, Enny ha podido observarla a su gusto.
Bonita silueta, ¿no cree, señor Mason?
—Sí, muy bonita.
—Es, precisamente, por esto que he comprado treinta y dos mil setecientos
cincuenta dólares de acciones que no me interesaban. Ahora ella le invita a entrar, a
beber una copa y…
Harlan seguía ante la joven que le sonreía. Mason vio que los labios de ella se
movían, mientras adelantaba su rostro, ligeramente levantado, hacia él.
De repente, el hombre la estrechó entre sus brazos y la besó con violencia.
Mason apartó los prismáticos para mirar a la señora Harlan. Esta estaba de
espaldas a la ventana y tenía los puños apretados.
—Bueno —dijo Mason—. Ya he visto el lugar.
—¿Nos vamos?
—Sí, será mejor. El consejo de administración se reúne a la una y media. No
quiero llegar tarde.
—Ahora Enny debe estar a punto de marcharse —comentó ella.
—¿Se construyó esa casa después de que el terreno…?
—¡No, no! Está ahí desde hace cierto tiempo, justamente al pie de la colina. La
piscina es hermosa, ¿verdad? A Enny le encanta nadar. La pared del patio les oculta,
y resulta perfecto. La pequeña barraca que hay más abajo, pertenece al contratista.
—Pero pueden verla a usted. ¿Nunca se les ha ocurrido mirar hacia aquí? —
preguntó Mason.
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Siempre he sido muy prudente. Y, además, ellos saben que la vieja mansión está
deshabitada, y esto les es suficiente. Ser la esposa de Enny, me bastaba a mí también,
antes de comprender que se me había escapado.
—Pero usted va hoy vestida de blanco, y hubiesen podido distinguirla cuando ha
abierto la ventana y…
—En general, me visto de oscuro para venir aquí. Hoy me interesaba enseñarle la
propiedad y las andanzas de esos dos. ¿Quiere que bajemos? Le indicaré los límites
de nuestro terreno.
—¿No se ven desde aquí?
—Sí, pero, como usted ha observado, vestida de blanco resulto demasiado visible.
Bajemos.
Mason guardó los gemelos en su estuche. Ella alargó la mano.
—Ya los llevaré yo —dijo él.
La señora Harlan se levantó de nuevo la falda y la mantuvo apretada contra sus
piernas.
—Tengo la impresión de exhibirme como esa mujer de ahí abajo, junto la piscina.
Pero esta casa está terriblemente polvorienta… No quisiera ensuciarme, y usted ya
habrá visto otras piernas, señor Mason.
—Pero no tan encantadoras.
Ella rió.
—Gracias. Es exactamente la clase de cumplido que necesito para recuperar
moral. Sé que mis piernas no están mal, pero también se lo que no me funciona bien.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Soy terriblemente emotiva. Mi buena educación sólo es superficial. A veces
tengo impulsos verdaderamente salvajes. Siento que… En fin, que ya no soy dueña
de mí misma. Prefiero no pensar en ello. A veces, tanta violencia interior me asusta.
»Algunas mujeres hubiesen tratado de entablar amistad con su rival para
descubrir lo que ella tiene de seductora. Las he visto que libran uno guerra fría,
disimulada, con una cortesía perfecta. Yo soy incapaz. ¡Me lanzaría a su cuello!
»Debo desconfiar de mis arrebatos y no acercarme a esa mujer. Eso es todo.
—En efecto, será mejor —observó Mason.
—¿Qué?
—Mantenerse a distancia.
—Sí, tiene razón. Pero dejemos de hablar de ella; ¿quiere?
Ella bajó la escalera delante de Mason. En la planta baja, dejó caer la falda y se
alisó los pliegues arrugados, después abrió la puerta y permaneció unos instantes en
el umbral. Sus piernas se silueteaban contra el sol, a través del ligero tejido. Ella alzó
los brazos, se alisó el cabello y echó una mirada a Perry Mason, por encima del
hombro.
—¿Cree que tengo alguna probabilidad?
—¡Oh, sí, estoy seguro!
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Ella salió. Después cerró la puerta y dio una vuelta a la llave.
—Nuestro terreno empieza allí abajo —dijo—. Fíjese: allí donde termina la
excavación de la propiedad vecina. Esta es la causa de que todo se desmorone.
¡Últimamente ha llovido tanto…!
—Esperemos que esto termine —indicó Mason.
—Sí. Pero, de todos modos, la casa debe ser derribada… ¡Cuando se piensa en
todas las historias que podía contarnos! Hace mucho tiempo era una suntuosa
mansión en el centro de un barrio elegante. Entonces, aún se utilizaban los caballos,
los coches. Hermosas mujeres han subido por estas mismas escaleras. Matrimonios,
nacimientos, muertos… La casa lo ha conocido todo. Después, la gente distinguida
dejó el lugar a otras, cada vez más vulgares. Uno se pregunta cómo es posible que
una gente que se marcha de una casa puede dejar tanta suciedad en ella. Es terrible
ver la agonía de una casa, señor Mason, incluso de una casa.
La joven estaba frente a él, a pleno sol. Su rostro era duro y amargo.
—¡Seis años! —dijo con violencia y claridad.
—Creía que era el quinto aniversario de su boda —observó Mason.
—Sí —repuso ella—, pero estoy hablando de esa hermosa joven de cuerpo
moreno. Tiene seis años menos que yo. Y es contra esto que debo luchar. Cuanto más
envejezco, más difícil me resulta. Siempre hay muchachas jóvenes y hermosas que
compadecen y… ¡Válgame Dios! ¡Esto me da ganas de llorar!
—Un momento —interrumpió Mason—. No olvide que es el quinto aniversario
de su boda. Vaya a hacerse peinar, arreglar. Estará espléndida y la superará.
—¿Cómo superarla? Ella es muy hermosa y posee un cuerpo admirable y moreno.
La he observado. Me he fijado en su piel dorada, me he fijado en todo, incluso en que
tiene seis años menos que yo.
—Sí, pero ahora empezará a hacer preguntas embarazosas a su marido, porque no
ha defendido mejor sus intereses y lo que él quiere decir con «apoyo legal».
—En efecto, ¿qué es eso? —preguntó la señora Harlan, demostrando curiosidad
de repente.
—Es una pregunta que también se harán los directores de la Syvan Glade
Company —dijo Mason, iniciando una sonrisa—. Ahora, si quiere saber la opinión
de alguien que entiende en eso, esa muchacha no le llega ni al tobillo, señora Harlan,
créame. Usted es tan atractiva como ella y, además, tiene mucha más personalidad.
—Gracias por el consuelo, señor Mason. Lo necesito. En este momento, me
siento terriblemente deprimida y…
Bruscamente, subió al coche, abrió el compartimiento y guardó los gemelos que
le alargaba Mason. Vaciló un instante y, después, sacó el revólver, que guardó en su
bolso.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar él.
Ella sonrió alegremente.
—Voy a devolverlo a su sitio. Después de todo creo que no lo necesitaré…
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Empiezo a tener con fianza en su plan. ¡Saldrá con bien de él!
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Capítulo 4
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—No.
Elkins se volvió hacia los otros miembros de la reunión.
—Propongo que aceptemos la dimisión de Lutts, como presidente de este comité.
No puede ocupar este cargo, pues ya no es accionista de la sociedad.
—¡Se acepta la proposición! —se apresuró a decir Regerson Neffs.
—Pero todavía no he presentado oficialmente mi dimisión —replicó Lutts.
—Ya no puede asistir a las asambleas. Para formar parte del comité director, hay
que ser accionista —repuso Elkins.
—Pero puedo obtener una acción de Herp Doxey, sólo por mera fórmula —
prosiguió Lutts—. Sigue; interesándome el…
—Su despido ha sido propuesto y aceptado por dos accionistas, miembros del
consejo de administración. Que todos los que estén de acuerdo digan sí.
Inmediatamente, se oyeron cuatro «síes».
—La cuestión queda, pues, zanjada —prosiguió Elkins—. Hemos de nombrar un
nuevo presidente.
—¡Propongo al señor Cleve Rector! —dijo Regerson Neffs.
—Y yo propongo a Ezekiel Elkins —intervino Herbert Doxey.
—Estamos empatados —constató Neffs—. Será preciso…
—Pero yo voto también por Elkins —dijo Rector.
—¿Sí?
—¡Desde luego!
—Pero —señaló Doxey—, el reglamento nos prohíbe elegir presidente, como no
sea en una asamblea general. Son los accionistas quienes han de escoger al
presidente.
—Convocaremos esta asamblea, cuando termine el consejo —concluyó Elkins—.
Y ahora, escuchemos al señor Mason. ¿Tiene algo que decirnos?
—Sólo deseaba anunciarles que soy accionista de la sociedad y que me interesa
todo lo que el comité director pueda decidir —dijo Mason.
—¿A quién representa usted? —preguntó Elkins.
—Las acciones están a mi nombre.
—Pero usted representa a alguien —insistió Elkins—. No puede haber decidido
de la noche a la mañana la compra de un paquete de acciones, sin negociaciones
previas, y a un precio tal, que Lutts no ha querido decírnoslo por miedo a que el
asunto se le escape de las manos.
—Representa a esa Claffin —intervino Cleve Rector—. Considero que esa mujer
se ocupa demasiado de nuestros asuntos. Nos ha ganado por velocidad, ha comprado
el terreno contiguo al nuestro y está dispuesta a…
—Aguarden un momento —interrumpió, rápidamente, Enright Harlan,
poniéndose en pie—. La señora Claffin es cliente mía y me resulta desagradable
escuchar tales insinuaciones a su respecto. Además, me consta que el señor Mason no
ha comprado nada por cuenta de ella.
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—¿Por qué se obstinan en creer que represento a alguien? —preguntó Mason.
—¡Hace mal en subestimarnos! —dijo Elkins.
—No tiene más remedio que negarse a confesar —dijo Rector—. En mi opinión,
este hombre está aquí con el propósito de espiarnos. Les aconsejo que no se fíen.
Trata de meterse en nuestros negocios en beneficio de Roxy Claffin. La sociedad no
lo interesa verdaderamente. Me opongo a que forme parte del comité director.
—Pero es que no tengo ninguna intención de formar parte de él —declaró Mason,
con impaciencia—. Sólo quiero hacer una sugerencia respecto al actual negocio.
—Bueno, después de todo está en su derecho; —admitió Elkins.
—Si lo he entendido bien, todos ustedes solo; piensan en una cosa: hacer nivelar
la colina que ocupa su terreno, ¿no es así?
—Sí, ¿por qué no? —preguntó Elkins—. Eso aumentaría el valor del terreno.
—Entendido —continuó Mason—. Pero, ¿qué harán después? Tendrán un terreno
llano y constituirá un grave problema el asunto del paso de las aguas. Creo que esa
colina podría ser arreglada, la casa restaurada, con una gran terraza con cristales. Esta
cristalería convertiría el lugar en un sitio ideal para un restaurante o una sala de
fiestas de lujo.
Mason calló. Todos le miraban estupefactos.
—¿Se ha vuelto loco? —preguntó, finalmente, Lutts.
—En este caso —prosiguió Mason, sin hacer caso de la interrupción—, pueden
ustedes entablar un proceso contra la señora Claffin, que posee el terreno vecino, por
haber prescindido del derecho de «apoyo medianero».
—¿De qué está hablando? —intervino, nuevamente, Lutts.
—Todo propietario tiene ciertas obligaciones respecto a un terreno contiguo. He
observado que la señora Claffin ha hecho nivelar su propiedad, rebasando incluso sus
límites. Esto ha dado como resultado dejar sin apoyo los cimientos de la casa que hay
en la colina. Es un perjuicio importante para la Sylvan Glade Company. Considero
que, antes de seguir adelante con los acuerdos para nivelar la colina, se debería
meditar, seriamente, mi idea. La casa puede ser restaurada y la señora Claffin
procesada por otra violación de la ley.
»También les llamo la atención sobre el hecho de que estos últimos años han sido
especialmente secos. Pero pueden surgir arroyos caudalosos por el norte y el este, si
se producen lluvias abundantes, los cuales inundarán el terreno, cuando esté nivelado,
mientras que, ahora, la colina es hermosa, está bien situada, y seca. La falta de
carretera ha sido siempre el principal inconveniente. Pero puesto que se va a construir
una, la casa recuperará valor.
—Tengo la impresión de que esta es una idea condenadamente buena —dijo
Cleve Rector—. Voy a pensar en ella.
—¡Un momento, un momento! —intervino Enright Harlan—. ¡Esto es puro
chantaje! ¡Ahora entiendo lo que viene a hacer el señor Mason! Trata de explotar la
situación. Pero deseo recordarles que si no firman un acuerdo con la señora Claffin,
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ella no les dejará utilizar la carretera que atraviesa su terreno. Pueden escoger: o
hacen nivelar la colina, o le pagan un peaje para poder transitar por la carretera.
—¿Quiere decir que le deberíamos dinero? —inquirió Lutts.
—Después de todo, ustedes necesitan su carretera, ¿no es así?
Ezekiel Elkins se volvió hacia Mason:
—¿Qué nos estaba diciendo sobre ese «apoyo medianero»?
—Un momento, señores —interrumpió Harlan—. Si desean ustedes atacarnos,
insisto en llamar a un abogado, y…
—Señor Harlan, aquí usted carece de voz —cortó Elkins—. No es accionista y
sólo le toleramos como caso excepcional. Sus intereses son opuestos a los nuestros.
Prosiga, señor Mason, explíquenos su idea.
—La ley es tajante a este respecto —indicó Mason—. Un propietario no tiene
derecho a causar ningún perjuicio a su vecino. El artículo 832 del Código Civil,
agrega incluso, que el propietario debe obtener una autorización escrita de su vecino,
antes de iniciar trabajo susceptible de deteriorar los terrenos del otro. ¿Les ha pedido
esta autorización la señora Claffin?
—En absoluto —dijo Rector.
—Aguarden un momento —interrumpió Harlan—. ¡Reflexionen antes de decidir!
—Deberíamos pedir consejo a un abogado —dijo Regerson Neffs.
—¡Pero si ya lo tenemos! —repuso Rector—. Propongo que se aplace la sesión.
—¡Aprobado! —dijo Herbert Doxey.
—Pero esperen un momento —insistió Harlan—. Deberíamos solucionar un
asunto. Nosotros…
—Se ha propuesto un aplazamiento —intervino Regerson Neffs, con frialdad—.
Que los que estén de acuerdo, levanten el brazo.
Cuatro brazos se levantaron.
Hubo un ruido de sillas.
—La reunión ha terminado —declaró Elkins—. Quisiera decirle unas palabras,
señor Mason.
Enright Harlan apartó a Elkins y se enfrentó con Mason. Pese a su expresión
furiosa, éste le encontró muy atractivo: alto, de anchos hombros, estrecho de caderas,
delgado, y de aspecto deportivo. Sus ojos grises brillaban de cólera:
—¿Qué se propone obtener? —preguntó.
—Espere y ya lo verá —repuso Mason, con una sonrisa.
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Capítulo 5
Mason cesó de dictar, apartó el montón de cartas que tenía delante y dijo:
—Ya basta por hoy, Della.
—Hemos trabajado de firme —indicó la secretaria—. Otras dos horas mañana y
todos los asuntos importantes quedarán liquidados.
Mason contempló, con hosquedad, el montón de correspondencia.
—¡Caramba, son las seis y veinte! Nos habíamos olvidado de la hora.
—¿Te marchas? —le preguntó Della.
—No; todavía he de solucionar ciertos detalles. Voy a pasar un par de horas en la
biblioteca. Pero tú puedes marcharte, Della. Discúlpame por haberte entretenido hasta
tan tarde.
Llamaron a la puerta. Gertie, la telefonista, asomó la cabeza por la abertura.
—No me ha dejado instrucciones respecto a la señora Harlan —dijo—, la mujer
que ha venido esta mañana.
—¿Y qué hace usted aquí? —preguntó Mason—. Creía que ya se había
marchado.
—Está al aparato. Quiere hablarle inmediatamente. Le he dicho que no sabía
dónde estaba usted, pero que trataría de localizarle. Ya me había marchado, pero he
vuelto para esperar a mi amigo, que pasará a recogerme. Entonces ha sonado el
teléfono.
—Páseme la comunicación, Gertie.
La telefonista salió y Mason descolgó el auricular. Se oyó un clic.
—¿Dígame?
—¿Señor Mason? ¿Es usted?
—Sí.
—Sybil… Sybil Harlan al aparato.
—¿Sí?
—Oh, señor Mason. Hay algo… ¡Tengo que verle inmediatamente! Ha pasado
algo increíble.
—Espere un momento —dijo—. ¡Tranquilícese! Parece a punto de sufrir una
crisis nerviosa.
—No… Estoy… estoy bien. Nerviosa, eso es todo.
—¿Dónde se encuentra en este momento? —preguntó Mason.
—En la Union Station. He ido en taxi. He creído que esto no llamaría la atención
y…
Con voz tranquila, Mason la interrumpió:
—No me diga nada por teléfono. Coja un taxi y venga a mi despacho lo más
aprisa posible. No pase por la entrada principal. Siga el pasillo hasta la puerta
contigua a la salida de socorro, en la que verá escrito «Particular». Llame y entre.
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—Gracias, gracias. ¡Tenía tanto miedo! Temía no poderle localizar.
—No se preocupe —dijo Mason—. Venga inmediatamente.
Colgó e hizo una seña a Della:
Llama a Paul Drake.
Ella se dirigió inmediatamente hacia el otro despacho.
—¡No, no! Utiliza la línea privada. Es más segura.
Della marcó el número, esperó un momento y después alargó el auricular a
Mason.
Drake estaba al aparato.
—Hola —dijo Mason.
—¡Hola, Perry! ¿Qué hay?
—¿Puedes esperarme una o dos horas?
—De acuerdo.
—Creo que se prepara alguna cosa urgente. ¿Tienes alguien a mano?
—Tengo a dos de mis muchachos que están haciéndome un informe, aquí en el
despacho. Si quieres, puedo pedirles que se queden.
—De acuerdo, retenlos —señaló Mason.
—¿De qué se trata?
—Todavía no lo sé, Paul, todo lo que hay es una llamada telefónica de una
clienta, completamente alterada. Sin embargo, es una muchacha que no pierde con
facilidad la brújula. De modo, que prefiero tenerte a mano.
—¿Qué hacías para ella?
—Su marido se disponía a plantarla. Ella no quería aceptar la situación sin tratar
de hacer algo. Pero me parece que su plan ha resultado mal.
—Oh, ya entiendo —dijo Drake—. Todo se ha vuelto confuso en su cabeza. Se ha
encontrado con un arma en la mano, y ha oído detonaciones. A sus pies, John estaba
tendido. Ella no comprendía lo que había ocurrido. Se ha precipitado hacia él,
gritando: «¡John, querido, háblame! ¡Oh, John, dime que no estás muerto!». Después
ha llamado a su abogado.
—¡No bromees! —dijo Mason—. Tal vez sea cierto. Quédate en el despacho,
Paul, y si te telefoneo, acude al mío.
Después de este diálogo, Mason colgó, consultó su reloj de pulsera y dijo a Della:
—Della, tendrías que quedarte. Te invito a cenar.
—De acuerdo. Pero, ¿no quieres que antes terminemos con el correo?
—No, basta de correo. Quiero pensar un poco en todo esto. Tengo la impresión de
que los acontecimientos van a precipitarse.
Mason se puso a pasear por el despacho con la cabeza inclinada y las manos en
los bolsillos, Della lo observaba con interés.
El abogado consultó la hora por lo menos diez veces durante los diez minutos
siguientes. Finalmente, Della oyó pasos ligeros en el pasillo y alguien llamó a la
puerta del despacho de Mason. La secretaria fue a abrir.
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Sybil entró con el rostro descompuesto.
—Pase —invitó Mason—, siéntese y cuénteme todo lo sucedido.
—George Lutts —dijo ella, mientras Della cerraba la puerta.
—Sí, ¿qué ha hecho?
—Ha… ha muerto.
—¿Cómo?
—Lo han matado de un disparo de revólver.
—¿Dónde?
—En el pecho. Yo…
—No, no —interrumpió Mason—. ¿Dónde estaba cuando le han matado?
—En la propiedad de la colina.
—¿Se encontraba solo?
—Yo estaba allí.
Mason avanzó un paso y dijo, con voz seca:
—¡Vamos, sea clara! Sosiéguese. ¿Había alguien más?
—Una sola persona.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Cómo es que no lo sabe?
—Había alguien oculto en la casa, alguien que debía tener la llave.
—¿Sí? —dijo Mason—. Prosiga.
—George Lutts es un negociante muy listo. Se ha dicho que si sus dos mil
acciones valían treinta y dos mil setecientas cincuenta dólares para usted, era que
iban a subir. Pero nadie sabía a qué precio se las había comprado usted. Según me
han dicho, Regerson Neffs ha protestado después de la reunión, porque Lutts había
vendido. Entonces, éste le ha propuesto comprarle las suyas a cualquier precio.
—¿Y qué?
—Pues que Neffs, que tenía tres mil acciones, ha encontrado que a ocho dólares
la unidad, representaba un buen negocio. Inmediatamente, Lutts le ha firmado un
cheque de veinticuatro mil dólares.
—De modo que Lutts se ha encontrado poseedor de tres mil acciones, en lugar de
las dos mil que tenía la víspera, y además, con ocho mil setecientos cincuenta dólares
de beneficio neto.
La señora Harlan asintió con la cabeza.
—¿Qué más?
—Lutts me esperaba cuando he salido de casa del peluquero.
—¿Qué hora era?
—Poco después de las cuatro.
—¿Cómo sabía él dónde encontrarla?
—Ha llamado a casa. Cuando yo he telefoneado la criada me ha dicho que un tal
señor Lutts me había llamado hacia las tres y media, diciendo que quería verme y que
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era muy importante. Entonces, ella le ha explicado que había ido al peluquero.
—¿Y qué quería él?
—Sonsacarme.
La mirada de Mason se volvió, de repente, aguda.
—Prosiga. ¡Y no olvide ningún detalle!
—¡Era listo, terriblemente listo, y exigente!
—No piense más en ello. Explíqueme lo que ha pasado.
—Me ha dicho que subiese a su coche. Yo lo he encontrado… En fin… he
desconfiado.
—¿Sí?
—Bueno, de una u otra manera, él sabía que usted había comprado las acciones
para mí.
—¿Cómo ha podido descubrirlo?
—No lo sé. Cuanto más pienso en ello, menos lo comprendo. Pero lo sabía;
parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Y qué ha hecho entonces?
—Ha intentado… Sí, una especie de chantaje. Me tenía… y yo no podía negarme.
—¿Por qué?
—Pero señor Mason, ¡yo no podía! Si Enny hubiese descubierto que yo le había
hecho comprar esas acciones para crearle problemas con Roxy Claffin, hubiese sido
el final de todo. Me hubiese abandonado definitivamente. Y Lutts me ha amenazado
con ir a ver a Enny y ponerle al corriente.
—¿Sí?
—Desde luego, no sabía exactamente lo que yo trataba de hacer. Simplemente ha
creído que yo había oído alguna noticia importante. Pensaba que quería meter miedo
a Roxy, para que ésta cediera su terreno por nada. Lutts sabía que Enny era incapaz
de traicionar los intereses de sus clientes. Por lo tanto, ha pensado que yo trabajaba
por mi cuenta y que no quería que Enny lo supiera.
»Entonces, me ha exigido que se lo explicara todo, o, en caso contrario, avisaría a
mi marido. Me encontraba en un mal paso. Me daba cuenta de lo que él se proponía.
Tenía la posibilidad de comprar acciones a ocho dólares y, gracias a mis informes,
revenderlas a más de dieciséis dólares cada una. Pero antes de invertir más dinero en
la combinación, quería saber cuál era el motivo de este interés repentino.
—¿No ha adivinado nada?
—No, solo pensaba en alguna información interesante. Me atribuía motivos
financieros.
—¿Y qué ha hecho?
—Me ha dicho que subiese a su coche y luego me ha conducido a la propiedad,
mientras trataba de hacerme hablar.
—¿Ha aparcado su coche?
—Sí.
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—Después, ¿ha entrado en la casa?
—No inmediatamente.
—¿Quién ha abierto la puerta?
—El tenía una llave.
—¿Y qué ha sucedido?
—Yo estaba verdaderamente alterada. Me he dicho que él subiría al tercer piso y
descubriría la ventana desde la que yo vigilaba el patio de Roxy. Le bastaría con
sumar dos y dos para comprenderlo todo. ¡Entonces sí que estaría en buena situación
para hacerme chantaje!
—¿Le ha impedido entrar?
—Desde luego, lo he intentado.
—¿Pero sin resultado?
—He pensado que si me quedaba en el coche sin moverme, tal vez él cambiase de
idea.
—¿Pero él ha subido?
—¡Si! ¡Sin embargo, ha estado a punto de salir bien! Ha permanecido sentado
junto a mí y hemos hablado durante varios minutos. Pero él debía pensar en esa casa,
que tan interesante se había vuelto para mí. Me he dado cuenta de que nada le
impediría ir a verla.
—Así pues, ¿ha entrado?
—Sí.
—¿Y usted se ha quedado en el coche?
—Sí.
—Y después, ¿qué ha hecho?
—He fingido indiferencia y he escuchado la radio, música de jazz.
—¡Bien! ¿Y qué ha ocurrido?
—Pues verá, al cabo de unos minutos, de repente, me he dicho que si iba a
reunirme con él tal vez podría distraer su atención de alguna manera. Quizá, no vería
la habitación dispuesta para observar la piscina. Compréndalo, si llega a decir a Enny
que yo le espiaba desde allá arriba… Oh, es terrible. Enny no me lo hubiese
perdonado nunca. ¡No, no podía dejarle subir!
—¿Qué ha hecho usted, entonces?
—He apagado la radio y he corrido hacia la casa. Le he llamado desde la puerta,
pensando distraerlo con un relato cualquiera.
—¿Y qué ha ocurrido cuando usted ha llamado?
Él no ha contestado.
¿Qué ha hecho usted?
He empezado a subir.
¿Y luego?
—He vuelto a llamar.
—Cualquiera que estuviese allí, ¿hubiera podido oírla?
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—Sí, desde luego.
—¿Qué ha hecho, entonces?
—Hasta el segundo piso, no he visto a nadie. Luego, de repente le he descubierto
tendido en los peldaños de la escalera, con la cabeza hacia abajo, la sangre manando
de su pecho y… ¡Oh, ha sido horrible!
—¿Había oído usted los disparos?
—No.
—¿Cuántas heridas tenía en el pecho?
—No lo sé. No he mirado.
—Pero, ¿ha visto si estaba muerto?
—Me he inclinado para tocarle la muñeca. El pulso no latía.
—¿Y, entonces?
—En ese momento he oído a alguien que andaba por encima mío.
—¿Por dónde dice?
—Por el tercer piso. Debía andar de puntillas. Pero una tabla ha crujido y después
otra. Entonces he distinguido, en el descansillo, una mano que empuñaba un revólver.
—¿Hombre o mujer?
—¡Dios mío, le aseguro que no lo sé! Cuando he oído el ruido, las piernas me han
flaqueado, pero, al ver el revólver, he lanzado un grito de terror y he bajado los
escalones, de cuatro en cuatro. He abierto la puerta, con tal violencia, que ha estado a
punto de saltar de sus goznes.
—¿Ha vuelto a gritar?
—Sí, tal vez una o dos veces, mientras corría hacia el pie de la colina. Después he
economizado aliento para correr más aprisa.
—¿No la han perseguido?
—No. He echado una ojeada hacia atrás, pero no he visto a nadie. Créame, señor
Mason, sólo pensaba en alejarme lo más aprisa posible.
—Ya. ¿Y, después?
—He corrido hasta quedar agotada. Estaba medio muerta de miedo y mi corazón
latía alocadamente. Me he detenido para recuperar la respiración y luego he seguido
colina abajo, hasta llegar a la carretera.
—¿Por qué no ha cogido el coche de Lutts?
—Se había llevado la llave de contacto. Sin duda, no quería correr el riesgo de
que yo me largara dejándolo en la casa. Quería hacerme más preguntas y descubrir mi
secreto. No podía perder tiempo, porque quería procurarse más acciones esta misma
noche, si era posible.
—¿Y cree usted que él no sabía por qué le había comprado sus acciones?
—Bueno —dijo ella, pensativamente—, seguía sin saberlo cuando ha entrado en
la casa. Pero, si ha ido hasta el tercer piso y ha visto la habitación limpia y el sillón
junto a la ventana, ha debido adivinarlo todo.
—¿Cuántos tiros se han disparado?
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—Lo ignoro. Tenía puesta la radio.
—¡Bien! ¡Prosiga!
—Al llegar a la carretera, he pensado que no tendría más remedio que hacer auto-
stop, pero, finalmente, no ha sido preciso.
—¿Por qué?
—Estaba completamente alterada y dispuesta a subir al primer vehículo, sin
importarme la dirección en que fuese. Pero he tenido suerte. Un taxi regresaba a la
ciudad. Debía volver del Country Club e iba vacío. Lo he visto desde lejos y le he
hecho ademanes. El chófer se ha detenido y he subido.
—¿Ha observado él que había corrido?
—Supongo que sí. ¡Debía tener un aire completamente trastornado!
—¿Qué ha dicho?
—Bueno, evidentemente, se… se ha sorprendido. Me ha preguntado si me
encontraba bien, si me había sucedido algo, si me habían atacado… En fin, cosas así.
—¿Qué le ha contestado usted?
—Que todo iba bien, pero que tenía prisa porque debía coger un tren.
—¡Un tren!
—Sí; le he pedido que me dejase en la estación. He pensado que allí podría
encontrar otro taxi…
—Pero, ¿no llevaba equipaje?
—No, ya lo sé. Le he dicho que mi marido me esperaba allí con las maletas, y que
debía reunirme con él, pero que iba retrasada.
—¿Y no le ha preguntado nada más?
—Ha intentado hacerme hablar, pero yo he callado y he adoptado un aire
distraído. En todo caso, me ha llevado a la estación, a toda velocidad.
—¿Cree haberle convencido?
—Sí. Después de reflexionar, mi historia le ha parecido satisfactoria.
—Pero, por Dios —suspiró Mason—, ¿por qué no ha avisado a la policía?
—No me he atrevido. Mi historia hubiese parecido ridícula, absurda. Pero, sobre
todo, Enny se hubiese enterado inmediatamente. No he comprado para nada treinta y
dos mil setecientos cincuenta dólares, de acciones. Sigo interesada en salvar mi
matrimonio.
—Un momento —dijo Mason—. Quiero que se meta una cosa en la cabeza, de
una vez.
—¿Qué?
—Tal vez esta mañana haya hecho una fuerte inversión, pero, desde entonces, han
ocurrido muchos acontecimientos.
—Pero yo sigo queriendo salvar mi matrimonio.
—¡Quizá tenga que luchar para salvar su vida! —advirtió Mason—. Está metida
hasta el cuello en un asunto de asesinato y le aseguro que su historia, parecerá muy
poco convincente a la policía.
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—¿Usted no me cree?
—Estoy dispuesto a creerla —dijo Mason—, porque ha venido a verme esta
mañana y porque empiezo a comprender su temperamento impulsivo. Es usted una
verdadera jugadora. Ha preparado un plan y lo ha apostado todo sobre el mismo. Pero
tratando de salvar su matrimonio, arriesga su libertad y su piel.
—¿Qué me importa la vida sin mi marido? —contestó ella—. ¡Lo… lo amo
demasiado!
Mason la contempló, pensativamente.
—Como abogado, únicamente puedo darle un consejo.
—¿Cuál?
—Déjeme telefonear a la policía, respecto a ese crimen.
—Es imposible, señor Mason.
—¿Por qué?
—Conoce muy bien el motivo. Cuando Enny sepa que he ido a la casa con
George Lutts, comprenderá que usted ha comprado las acciones por indicación mía.
He hecho esto para reconquistarlo, no para perderlo definitivamente.
—Me limito a indicarle que, según la ley, debe usted avisar a la policía.
—Si no lo hago, ¿me traicionará?
—Soy su abogado —contestó Mason.
—¿Y la señorita Street? —preguntó la señora Harlan, mientras lanzaba a Della
una mirada dura.
—Mi secretaria no dirá nada. Lo que ocurre aquí es estrictamente confidencial.
En este aspecto puede estar tranquila.
—¡Es lógico! —admitió ella.
—¿Qué quiere decir?
—¡He jugado, de acuerdo! Pero no me quejaré si pierdo. No se inquiete por mí,
señor Mason. Si las cosas salen mal, sabré aceptar mi mala suerte. Por lo demás, sin
mi marido, la vida no merece ser vivida.
—Me asusta usted —comentó Mason, frunciendo el ceño—. Es una jugadora y
cuando apuesta no tiene miedo de apostar fuerte. En fin, lo hecho hecho está, ¿avisará
a la policía?
—No.
—Legalmente, sería lo más adecuado.
—Al diablo la ley. Seamos prácticos. ¿Va usted a denunciarme?
—No, solo deseaba advertirla.
—¿Por qué?
—Porque es posible que descubra que estaba usted en la propiedad, con Lutts y
que no ha dicho nada…
—¿No es ya demasiado tarde para avisar a la policía?
—Confieso que es bastante tarde —admitió Mason.
Sybil Harlan aprovechó su ventaja.
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—Colóquese en el lugar de la policía o de los periodistas: he ido allí con Lutts. Él
ha intentado sonsacarme. Ha ocurrido algo y le encuentran muerto de un disparo. Yo
he huido, sin tratar de avisar a la policía. He subido a un taxi y me he hecho conducir
hasta la estación, para que no puedan seguirme la pista. Luego, he ido a ver a mi
abogado, que me ha aconsejado que les comunicara la muerte de Lutts. ¿Qué
deducirán de todo esto?
—Será usted la sospechosa número uno.
—Exactamente. De modo que lo mejor es dejarlo correr. Por lo demás, nadie
puede demostrar que yo estuviese con Lutts.
Mason seguía observándola, con aire pensativo.
—¿Dónde está el revólver que llevaba en su bolso?
—En el compartimiento para guantes de mi coche.
—Pero usted se lo había guardado en el bolso.
—Lo sé, pero finalmente lo he dejado en el coche, para ir al peluquero.
—¿Sigue estando allí?
—¡Dios mío, eso espero! He cerrado el compartimiento con llave antes de aparcar
el vehículo. Evidentemente, un ladrón puede haber forzado el compartimiento; no
sería la primera vez que ocurre.
Mason frunció los labios en señal de profunda meditación.
—Bueno, señor abogado —dijo ella—. ¡Mi suerte está en sus manos! ¿Qué
decide?
—En primer lugar, vayamos a ver si ese revólver sigue en su sitio.
—¿Y después?
—¡Espere! —exclamó Mason.
Su mirada era pensativa. Como Sybil iba a hacerle una pregunta, le hizo ademán
de que se callara.
—¿Se ha fijado especialmente en usted el chófer del taxi?
—Tengo la impresión de que, por desgracia, sí.
—¿Iba vestida de blanco?
—Sí. Como cuando nos hemos visto por la mañana.
—¡Resulta poco corriente encontrarse en la carretera, sola, a pie, tan lejos de la
ciudad!
—Lo sé.
—El taxista no dejará de recordarla.
—Eso temo.
—¿Qué tipo de taxi era?
—Uno de la Red Lines.
—¿Recuerda el número?
—No.
—¿Y ha ido en él hasta Union Station?
—Sí.
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Mason se encogió de hombros.
—En fin, creo que no hay nada que hacer… ¡Espere un momento! ¿Qué ha
ocurrido cuando ha pagado usted?
—El contador marcaba dos dólares y noventa y cinco centavos. Le he dado al
chófer tres dólares y medio.
—¿Ha detenido el contador?
—Sí.
—Y ha salido la ficha con el importe…
—Sí, lo recuerdo… el recibo.
—Supongo que lo habrá tirado, ¿verdad?
—No, todavía lo tengo.
—¡Perfecto! —exclamó Mason—. Démelo.
—¿Puede servirle?
—Sí. Siempre lleva el número del taxi y el de la carretera, además del importe de
ésta —explicó Mason, desdoblando el papelito arrugado.
Guardó el papel en su cartera y dijo:
—Della, advierte a Paul Drake que esté a punto. El taxi es el 761 de la Compañía
«Red Line». Que me localice el coche y lo haga seguir por uno de sus hombres.
Quiero conocer la posición de ese taxi hasta que el chófer haya terminado su jornada.
—No entiendo muy bien lo que trata de hacer —dijo la señora Harlan—. ¿Cuál es
su plan, señor Mason?
Sin responder a la pregunta, Mason dijo a Sybil Harlan:
—Vámonos, Della, espéranos aquí.
—De acuerdo, jefe —replicó ésta—. Voy a buscarte el sombrero.
Volvió del armario y se lo entregó.
—No olvides el papel que hay dentro —dijo—. Recuerda que este sombrero era
demasiado estrecho.
Mason asintió, con la cabeza, mientras pensaba en otra cosa.
—En el interior —repitió Della.
El metió la mano en el sombrero y tocó el papel que su secretaria había colocado.
—¡Ah, sí! Muy bien, Gracias, Della.
Mason mantuvo su sombrero contra él y consiguió desdoblar la nota en el
ascensor y leerla, rápidamente:
«Jefe, ella no lleva ni los mismos zapatos ni las mismas medias que esta
mañana. ¡Cuidado!».
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segunda manzana.
—¿Tiene el ticket de aparcamiento?
—Sí.
—Voy a dejarla a la entrada. Usted baje, recoja su coche y venga a buscarme cien
metros más lejos.
—Sí. ¿Y luego?
—Sígame hasta que encontremos suficiente espacio para aparcar los dos…
¿Puedo ver su bolso? Ella se lo alargó, abierto.
Mason se detuvo y examinó cuidadosamente su contenido.
—No parece tener mucha confianza en mí, señor Mason.
—Necesito estar seguro. Incluso, será preciso que haga otra comprobación que,
sin duda, no va a gustarle.
—¿De qué se trata?
—No quiero que salga del coche sin asegurarme de que no tiene un revólver en su
poder. Después, podría muy bien colocarlo en el compartimiento para guantes y…
—Pero, si desconfía de mí, ¿por qué no me acompaña?
—Imposible; si alguien nos viese juntos sería perjudicial. Hágase cargo, yo no
soy un desconocido. A veces los diarios publican mi fotografía. El vigilante del
aparcamiento puede reconocerme.
—¿De modo que va a registrarme?
—Quisiera asegurarme de que no lleva encima el revólver.
—¡Adelante!
Ella apretó los puños.
Mason notó que se ponía rígida mientras él la registraba.
—¿Satisfecho?
El asintió con la cabeza.
—Le he dicho la verdad. No voy a engañar a mi abogado.
—¡Es una historia tan absurda! —murmuró él, al tiempo que arrancaba.
Permanecieron silenciosos hasta que llegaron al aparcamiento.
—¡Es ahí! —dijo ella.
—La dejaré un poco más lejos. Aquí no hay sitio para aparcar dos coches. Saque
el suyo del aparcamiento y sígame.
Mason se detuvo. Sybil se apeó rápidamente. El abogado esperó, con los ojos
fijos en el retrovisor.
Detrás suyo, un coche se puso en movimiento, y él pudo aparcar, haciendo
marcha atrás.
¡No era momento para que le pusieran una multa por ocupar la segunda posición!
Poco después, distinguió a Sybil Harlan que salía del aparcamiento al volante de
su coche. Mason se puso a rodar ante ella después de haberle hecho una seña. Un
poco más lejos, consiguió encontrar sitio suficiente para que aparcaran los dos.
Hecho esto, se apeó y se acercó al coche de Sybil Harlan.
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—Fíjese, señor Mason —dijo ella inmediatamente.
La puerta del compartimiento para guantes había sido forzada.
—¡Ya lo veo! —repuso secamente Mason.
—¡Alguien ha roto la cerradura!
—Sí —replicó él, con el mismo tono—. Y supongo que el revólver ha
desaparecido, ¿verdad?
Ella sintió con la cabeza.
—Han debido hacerlo recientemente. ¿Será tal vez la policía?
—¿No se lo ha dicho al vigilante del aparcamiento? —preguntó Mason, sin alzar
la voz.
—¡Dios mío, no!
—¿Dónde ha encontrado el destornillador?
—¿Qué destornillador?
—El que ha utilizado para forzar la puerta.
—No he sido yo, señor Mason. Le aseguro que no he sido yo. Escuche, si lo
hubiese hecho yo, tendría el revólver, ¿no es así? En tanto que… En todo caso,
reconozco tener un destornillador. No tiene más que registrarme. ¡Vamos, regístreme!
Mason negó con la cabeza.
—Ya no es el momento. Usted es mi cliente. Si quiere mentirme, adelante. Sepa,
sin embargo, que mentir al abogado, o al médico, es una fantasía que puede costar
muy cara.
Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Pero, ¿qué puedo hacer para convencerle, señor Mason?
—Nada, ahora ya nada.
—Está usted enfadado… furioso, ¿verdad?
—No. Es usted mi cliente y debo protegerla. Voy a pasar por el tamiz todo
aquello de que van a acusarla. Contrainterrogaré a todo testigo que la acuse a usted.
—No me cree, pero, ¿se encargará de mi defensa?
—Mis opiniones sólo a mí me conciernen. Haré cuanto pueda por ayudarla. ¿Ha
matado a Lutts?
—¡No!
—Perfecto. Va a hacer exactamente lo que le diré. ¿Tiene una amiga, digna de
confianza?
—¿Para contarle lo que ha pasado?
—No, no —replicó Mason con cierta impaciencia—. Me refiero a una mujer
tranquila, equilibrada y lo bastante conocida para…
—Sí; tengo a Ruth Marvel.
—¿Quién es?
—La presidenta de un club literario femenino.
—¿Y es buena amiga suya?
—Sí, muy buena.
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—Entonces, haga exactamente lo que le diré —prosiguió Mason—. Coja su
coche, regrese a casa y cámbiese. Póngase un vestido completamente distinto, oscuro,
por ejemplo. Después pregunte a Ruth Marvel si quiere ir a visitar unos terrenos que
le interesan a usted. Dígale que es muy importante y que quiere conocer su opinión.
Pero no le diga dónde están.
Sybil Harlan hizo señal de compresión.
—Dígale que pasará a recogerla. Pero antes, coja el diario y busque los anuncios
de propiedades en venta. Escoja un lugar no muy lejano, pero fuera de la ciudad.
La señora Harlan asintió, de nuevo, con la cabeza.
—¿Me sigue? —preguntó Mason.
—Sí, es fácil.
—Quizá —dijo Mason—, pero puede ser condenadamente delicado. Tiene que
hacer exactamente lo que le digo.
—Entendido: paso a recoger a Ruth Marvel y tomo nota de las propiedades que
hay fuera de la ciudad.
—Sí. Pero aquí es cuando se complica el plan. Haga subir a Ruth Marvel a su
coche. Luego, al cabo de un rato, haga la observación que no es adecuado ir a ver
terrenos en venta con el propio coche. Siempre hay alguien que puede anotar el
número de matrícula y después se ve uno asaltado de representantes que vienen a
ofrecerle negocios fabulosos. Por lo tanto, finalmente decidirá tomar un taxi.
¿Entendido?
Ella asintió.
—Entonces, recordará que tiene que hacer una llamada telefónica. Deje su coche
junto a una cabina y llame a la Agencia de Detectives Drake. Aquí está el número, lo
he anotado en una tarjeta mía. Pregunte por Paul Drake. Dése a conocer, y él le dirá
dónde debe ir usted. Usted irá en su coche, lo aparcará en el primer sitio que
encuentre, y se apeará.
»Poco después, distinguirá a un taxi. Asegúrese de que se trata de uno de la Red
Line. No lo haga demasiado claramente. Cójalo, junto con su amiga, y diga al taxista
que se proponen visitar propiedades en venta. Entonces comente con su amiga que
lleva muy poco dinero encima. Propóngale que ella pague el taxi y que usted ya le
devolverá el dinero. Sobre todo, dígale que conserve el recibo de la carrera, porque
usted lo utilizará para sus reducciones de impuestos.
—Pero, señor Mason, esto es terriblemente complicado y…
—Cállese —interrumpió Mason—. Siga escuchándome. No disponemos de
mucho tiempo. Haga exactamente lo que le digo. Vaya a diversos sitios con el taxi.
Cuando el contador marque un dólar y sesenta y cinco centavos, hágale regresar al
sitio donde había aparcado su coche. Sobre todo, no diga nada. Haga pagar la carrera
a Ruth y arréglese para que ella hable lo máximo posible con el chófer del taxi.
Cuando el taxímetro marque dos dólares y noventa y cinco centavos, dígale que ya
está bien, que ya ha visto todo lo que le interesaba. Pídale al chófer que se detenga y
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deje que Ruth pague. Que le dé tres dólares y medio. ¡Ya se los devolverá usted! ¿Lo
ha entendido todo?
—¡Sí, desde luego! Pero, señor Mason, creo que con esto perdemos mucho
tiempo y no entiendo lo que…
—Lo único importante es que recuerde mis instrucciones. No vale la pena
discutirlas. ¡Confíe en mi!
Ella cogió la tarjeta que él le alargaba, con el número de Paul Drake anotado.
—Muy bien —dijo con aire pensativo—. Le obedeceré y…
—Deseo hacerle observar una cosa —prosiguió Mason—. ¡Su vida depende de lo
que va a hacer! Siga mis instrucciones al pie de la letra. ¿Me ha entendido?
—Sí, pero, ¿por qué no poner a Ruth al corriente? Confío en ella y…
—No; sobre todo no le diga nada —advirtió Mason—. Haga lo que le he dicho y
basta. Sólo deseo una cosa, que todo resulte como he previsto; de lo contrario…
arriesga usted mucho.
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Capítulo 6
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señal de interrogación, y Drake, oprimiendo un botón, conectó un altavoz.
Entonces pudieron oír la voz de una telefonista de línea de taxis que enviaba
mensajes:
«Taxi 328, a Brown Derby, Hollywood, a casa del señor Culbert… Vamos, 214,
regresa al depósito… El 214 al depósito…».
Luego se oyó, de repente, una voz masculina poco amable:
«Aquí taxi 214… Voy a conducir un cliente al 1100 de South Figueroa…».
Drake interrumpió la comunicación, se quitó uno de los auriculares y dijo:
—Hola, Perry. ¿Cómo va, Della? Es una emisora particular.
—¿Estás buscando el taxi 761? —preguntó Mason.
—Sí. Estoy sintonizado en la frecuencia del centro radiofónico de la Red Line.
—Caramba, Paul —exclamó Mason—, nunca se me hubiese ocurrido utilizar una
línea de escucha para saber dónde están sus taxis. ¿Quién te ha explicado el sistema?
—Tengo muchos más en reserva —señaló Drake—. A veces necesito este
receptor de radio para escuchar las llamadas de la policía o para localizar taxis… Esto
evita un trabajo enorme y, a menudo, no quieren darnos las informaciones que
pedimos.
—¿Has recibido una llamada telefónica de la señora Harlan? —preguntó Mason.
Drake dijo que no con la cabeza.
—Un momento —exclamó, de repente—. He aquí el taxi 761.
Escribió unas notas en una libreta y dijo:
—Ahora está en Beverly Hills y va por el Sunset Boulevard en dirección a
Hollywood. Regresa vacío después de haber dejado a un cliente allí.
—Permanece a la escucha —dijo Mason—. Espero que muy pronto recibiremos
una llamada telefónica de la señora Harlan. Evidentemente, ella tiene muchas cosas
que hacer.
—¿Qué estás tramando? —preguntó Drake.
—Vamos, Paul, ¿es que no me conoces? Sólo deseo saber dónde está el taxi…
—Es un testigo, ¿verdad?
Mason sonrió, lanzó una mirada a Della y repuso:
—Sí, un testigo.
Después de una espera de veinte minutos, el teléfono empezó a sonar. Paul
descolgó y dijo:
—Sí… Oh, sí, señora Harlan.
Mason alargó la mano:
—Pasámela, Paul. ¿Dónde está ahora el taxi 761?
—Según su último mensaje, acaba de hacer una carrera… Un momento,
precisamente ahora está hablando…
—¿Está dispuesta, señora Harlan? —preguntó Mason por el teléfono.
—Sí.
—¿Le acompaña Ruth Marvel?
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—Sí.
—¡Perfecto! —dijo—. Permanezca a la escucha un momento más.
—El taxi 761 se dirige de Hollywood a North La Brea, a casa de una actriz de
cine que lo ha llamado. Ella tiene un verdadero palacio en la colina.
—He aquí mis instrucciones, señora Harlan —indicó Mason—. Diríjase a North
La Brea, aparque su auto y espere. Un taxi regresará hacia Hollywood, vacío, y
pasará por Franklin Street. Asegúrese de que es uno de la Red Line y que se dirige
hacia el Sur. Yo permaneceré Junto al teléfono. Apresúrese. Tiene el tiempo justo
para entrar en contacto con el taxi en el lugar preciso. Si no tengo noticias suyas
dentro de quince minutos, es que todo ha salido bien. Si no ha resultado, llámeme.
¿Entendido?
—Sí.
—Entonces, ¡adelante!
Mason oyó el clic del teléfono. Se dejó caer en un sillón.
—Por Dios, Paul, ¿no podrías tener butacas más cómodas?
—No puedo permitírmelo —repuso Drake.
—Sin embargo, te pago lo suficiente para que puedas…
—No se trata de esto —interrumpió Drake—. No puedo permitirme dejar que mis
clientes se acomoden como tú lo haces. En mi oficio he de tenerles como sobre
ascuas: tensos, inquietos… ¿Permanezco a la escucha?
—Sí, sí —dijo Mason—. Quiero saber si cambia de cliente mientras regresa a la
ciudad.
Mason encendió un cigarrillo y se sumió en la lectura de la revista «Legislación
Criminal, Criminología y Policía Científica».
Della Street esperaba, discretamente sentada. Sabía que Mason no soportaba la
espera. Necesitaba ocupar su cerebro, o, de lo contrario, empezaría a andar de un lado
a otro del despacho. Hizo una seña a Paul Drake para que no le molestara.
Este asintió con la cabeza, pues había comprendido.
El silencio reinó en el despacho. Drake, con los dos auriculares en las orejas,
pergeñaba una frase de vez en cuando. Mason no apartaba los ojos de su revista. De
vez en cuando, Della intercambiaba fugaces miradas con Paul.
Finalmente, éste le hizo una seña con la cabeza y dibujó una o con el pulgar y el
índice. Ella estuvo a punto de decir algo, pero después se contuvo y esperó a que
Mason hubiese terminado de leer un artículo y tirara la revista, con impaciencia.
—¿Qué hay, Paul? —preguntó inmediatamente.
—El taxi 761 ha cargado clientes en North La Brea para ir a visitar terrenos en
venta hacia el sur de la ciudad.
Mason sonrió:
—Muy bien. Podemos regresar al despacho, Della. Así que la señora Harlan nos
telefonee, te invitaré a cenar.
—¿Y yo? —preguntó Drake.
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—¿Tú, qué quieres?
—¡Tengo mucha hambre!
—Oh, desde luego —exclamó Mason—. ¡Pobre Paul! No voy a dejarte
trabajando aquí sin ni siquiera haber cenado.
Al oír aquello, Paul se quitó los auriculares, cerró el contacto, estiróse y bostezó
ruidosamente.
—Un buen filete con patatas fritas, y después propongo…
—Será difícil hacerlo subir —observó Mason.
—¡Eh, oye un momento! —exclamó Drake—. ¿Quieres decir que no puedo irme
a cenar?
—¡No! Pide lo que quieras, pero permanece aquí durante cierto tiempo. Es
posible que dentro de poco ocurran muchas cosas.
Drake suspiró.
—¡Hubiese debido sospecharlo! Me he estropeado el estómago comiendo
bocadillos cada día, mientras Della y tú ganáis todo el dinero y os coméis sabrosas
chuletas.
—¡Es la vida! —dijo Mason, sonriendo—. ¿Te pido dos hamburguesas, Paul?
¿Cómo las quieres: naturales o con cebolla?
—¡Oh, vete al diablo! —gritó Drake, en el colmo de la exasperación.
Mason se contentó con sonreír y salió, seguido por Della.
—Me gustaría saber qué planes tienes —dijo ella.
—¡Ni hablar! —contestó Mason, meneando la cabeza—. Más vale que trates de
localizar a Herbert Doxey por teléfono.
Della anduvo, apresuradamente, por el pasillo, abrió la puerta del despacho y
después llamó a un número por el teléfono privado.
—¿Lo tienes? —preguntó Mason.
—Creo que sí.
Algunos momentos después:
—¿Señor Doxey? No se retire, por favor. El señor Mason desea hablarle.
Della pasó el auricular a su jefe.
—¿Oiga? Mason al aparato —dijo el abogado—. ¿Señor Doxey? Quisiera ciertos
informes en relación con la Sylvan Glade Company… La superficie total de la colina
que lo ocupa. ¿Queda bien delimitada la propiedad por el lado norte?
Doxey carraspeó y repuso, con tono lleno de importancia:
—Todos los detalles están indicados en los contratos con la empresa de
nivelación, así como el precio de la operación. Ha de saber, señor Mason, que cuando
compramos el terreno no podíamos prever este asunto de la autopista y de la tierra
para vender. Por lo tanto, calculamos cuidadosamente la superficie de la colina para
discutir el precio de la nivelación. Por la parte norte del terreno había una cerca pero
se ha derrumbado.
—¿Cómo es eso?
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—Los postes han sido arrastrados por el deslizamiento del terreno, después de las
lluvias, y otros se han hundido cuando se ha excavado el terreno de la señora Claffin.
—Ya veo —dijo Mason—. En resumen, que una parte de nuestra propiedad ha
sido nivelada, ¿no es así?
—En realidad, no. El terreno se ha hundido a causa de las excavaciones vecinas.
—Quisiera ver al señor Lutts lo antes posible.
—No es usted el único —dijo Doxey.
—¿Cómo es esto?
Herbert Doxey se puso a reír.
—Ha de saber que su pequeña transacción ha provocado una serie de reacciones.
Todo el mundo quiere saber a qué precio ha pagado esas acciones. Se dice, también,
que mi suegro ha vuelto a adquirir una participación importante en nuestra sociedad.
—¿Para sustituir a la que me ha vendido? —preguntó Mason.
—Personalmente, no me ha dicho nada —manifestó Doxey—. Sólo le repito los
rumores que corren. El teléfono no cesa de sonar. Yo también quisiera verle, pero no
sé dónde está.
—Si va al despacho —indicó Mason—, adviértale que le estoy buscando.
—Entendido —repuso Doxey—. No me olvidaré. ¿Dónde puede localizarle?
—No tiene más que llamar a mi despacho.
—¿Hay centralita?
—A esta hora ya no funciona. Tengo una línea privada.
—Muy bien, le diré que le llame.
—Lo antes posible, ¿eh?
—Evidentemente, aunque tendrá que hacer muchas llamadas telefónicas —le
advirtió Herbert Doxey, prudentemente—. Todo el mundo quiere verlo lo antes
posible. Pero no se preocupe. Le transmitiré su mensaje.
—Gracias, y dígale que es importante.
Mason colgó.
—Desconecta la centralita —dijo a Della—, para que todas las comunicaciones
pasen por mi teléfono personal.
Ella obedeció y después le preguntó:
—Jefe, ¿no te precipitas demasiado protegiendo así a la señora Harlan?
—No lo sé. Ni siquiera puedo revelar lo que ella me ha dicho.
—Pero, ¿hasta qué punto debes protegerla?
—Todo es relativo, Della. No existen reglas fijas. Imagina el caso de un doctor
llamado a la cabecera de un enfermo muy grave. En cierto modo, tiene derecho a
violar todos los reglamentos de la circulación. Sólo él puede juzgar.
Della Street meneó la cabeza.
—No se puede discutir contigo… Sin embargo…
El teléfono sonó y ella descolgó rápidamente.
—Despacho del señor Mason… Sí, sí, está aquí, señora Harlan. Le pongo.
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Della hizo una señal a Mason, que cogió el auricular de su propio teléfono,
mientras que Della permanecía a la escucha.
—Ya está, señor Mason. He regresado a casa.
—¿Puede hablar libremente?
—Oh, sí.
—¿Ha reconocido al taxista?
—Desde luego.
—¿Es él?
—Sin ninguna duda.
—Y él, ¿la ha reconocido?
—¡Ni siquiera se ha fijado en mí! Ha sido Ruth quien le ha hecho señal para que
se detuviera. Una vez en el taxi, yo le he dado la dirección, pero estaba justamente
detrás de él. Él ha vuelto la cabeza y ha visto a Ruth. No creo que me haya
distinguido bien. Sobre todo, porque iba vestida de manera distinta.
—¿Tiene un recibo de dos dólares y noventa y cinco centavos?
—Sí.
—Perfecto —dijo Mason—. Guárdelo en su bolso.
—¿Qué debo hacer ahora?
—Descansar y olvidarlo todo. Sólo espero que me haya dicho la verdad.
—¡Le aseguro que sí, señor Mason!
—Entonces, muy bien. Descanse y aproveche su velada de aniversario.
—Espero que mi marido asista a la fiesta, de lo contrario no la celebraré.
—Pero él debe regresar, ¿verdad?
—Sí, le espero. Oh, estoy terriblemente nerviosa… Ni siquiera sé cómo podría…
—Siga mi consejo: tranquilícese y olvídelo todo, usted misma dice que su
matrimonio está en peligro. Ha hecho ya sacrificios para salvarlo, de manera que,
adelante y aprovéchese de ello.
—Haré… haré cuanto me sea posible.
—Y estoy seguro de que resultará perfectamente —dijo Mason.
—Tiene usted razón, señor Mason, es preciso que todo resulte perfecto —
reconoció la señora Harlan, antes de colgar el teléfono.
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Capítulo 7
Mason consultó su reloj. Sólo habían pasado unos minutos desde la llamada de la
señora Harlan.
—Pensaba que, a estas horas, Doxey ya nos habría llamado. Seguramente debe
estar inquieto. Me gustaría que ocurriera algo antes de la noche. Lo siento por ti,
Della, pero me temo que no podrás cenar temprano. Trata de comunicarme con
Doxey, por favor.
Della se apresuró a marcar el número, y dijo:
—Un instante, por favor, el señor Mason al habla.
—Hola, Doxey —dijo Mason—. Me marcho del despacho. ¿Tiene noticias de su
suegro?
—No, y estoy preocupado. Cada día cenamos a las siete en punto, nunca más
tarde; en este aspecto es muy estricto. Ya le ha ocurrido alguna vez no poder regresar
a la hora a causa de importantes negocios, pero en tal caso, nunca ha dejado de
telefonearnos; en cambio hoy, ni una palabra. Y ahora ya se retrasa más de una hora.
Al final, nos hemos sentado a la mesa sin él…
—Oh, supongo que no tardará en comparecer. Estoy…
—Pues yo estoy seguro de que ha ocurrido algo, señor Mason. Un accidente de
automóvil, u otra cosa. ¿Por qué no ha telefoneado? Es tan meticuloso con las horas
de las comidas, siempre está protestando… Con la falta de servidumbre, a veces
resulta embarazoso. Él no se da cuenta de las dificultades actuales.
—No se preocupe —animó Mason—. Seguramente todo se aclarará. Quería
pedirle que me llevase a ver por donde pasa el límite norte del terreno. Me había
prometido que lo intentaría y yo hubiese querido ir antes que anocheciera.
—Estoy seguro de que desea ayudarle. Le está agradecido por no haber regateado
y por no haber actuado con prudencia en este asunto.
—Es algo que me interesa enormemente —dijo Mason—. Por lo demás,
necesitaría ciertos informes esta misma noche. ¿Podría llevarme usted a la propiedad?
Desearía ver sus límites antes de que anocheciera.
—Bueno… ¿Sabe dónde está el terreno?
—He estado en él.
—Entonces, podrá ver el primer poste justamente al norte de…
—Me gustaría mucho que usted me lo enseñara. No creo que tengamos para
mucho rato. ¿Puedo pasar a recogerle?
—De acuerdo —dijo Doxey—. No queda lejos, llegaremos en unos ocho
minutos. ¿Conoce mi dirección?
—Sí, la he encontrado en el listín.
—Perfecto. Toque el claxon, y en seguida saldré. Mi mujer está un poco
preocupada.
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—¿Por qué no llama a la policía y a los hospitales? Si ha ocurrido algo ellos
deben saberlo.
—Sí, he pensado en ello. Pero vacilo; ¡mi esposa se inquietaría todavía más!
—¿No puede estar en su despacho, sin hacer caso de las llamadas telefónicas?
—No, no. He estado allí. Ya no quedaba nadie.
—En fin, de todas maneras, no debe inquietarse —dijo Mason—. Comparecerá
de un momento a otro. Pasaré a recogerle… dentro de un cuarto de hora. ¿De
acuerdo?
Mason colgó.
—Muy bien, Della —dijo—. Ahora no tienes más que esperar…
—Pero tengo la intención de ir contigo, jefe. No te librarás de mí tan fácilmente.
Además, puedo ser útil y tomar notas.
Mason meneó la cabeza en ademán negativo.
—Pero necesitarás a alguien para…
—Sabes muy bien lo que va a ocurrir.
—¡No quiero perderme el espectáculo!
—Bueno, entendido —cedió Mason—. Coge una libreta y un lápiz, siéntate
detrás, en el coche y anota la conversación. Vamos, ya es hora.
No tuvieron ninguna dificultad en encontrar la casa de Doxey. Era una gran villa:
estucada, con techo de tejas, al estilo español, como es moda en California. Palmeras,
un porche, un césped lujuriante y verde y un caminito de cemento que conducía a la
puerta de entrada. Mason tocó el claxon dos veces y la puerta se abrió
inmediatamente. Doxey apareció, habló brevemente por encima del hombro, cerró la
puerta y bajó corriendo por el caminito.
—¿Tiene noticias de Lutts? —preguntó Mason.
—No, ni una palabra. Estamos verdaderamente inquietos por él.
Mason presentó a Doxey a Della Street.
—¿No quiere sentarse delante? —preguntó Doxey a la joven—. Yo estaré igual
bien…
—No, déjelo —dijo Mason—. Quisiera hablarle. Instálese a mi lado e infórmeme,
un poco, respecto a esta sociedad.
—No tengo gran cosa que decir —remarcó Doxey—. Usted parece estar muy al
corriente de los negocios y los planes que tenían los accionistas antes de la reunión de
esta tarde.
—Y ahora, ¿qué sucede?
—Bueno —contestó Doxey—, confieso que todo ha cambiado. Las opiniones
divergen. Yo estoy muy mal situado: debo ponerle al corriente a usted y permanecer
neutral al mismo tiempo.
—Sí, comprendo —dijo Mason—, y le agradezco su información. Pero ha
hablado usted de divergencias de opiniones. ¿Entre quién?
—Bueno, señor Mason, las cosas no son sencillas. No… no me creo autorizado
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para decirle más, antes de haber hablado con mi suegro.
—¿Qué valen realmente las acciones? —preguntó Mason.
—No… no es fácil de decir, así, de repente…
—Entonces, ¿cuánto valían cuando la sociedad compró el terreno? —prosiguió el
abogado.
—Oh, poco, muy poco, señor Mason. Infinitamente menos que ahora. La
sociedad ha especulado sobre el valor de esos terrenos, y esto ha redundado en su
beneficio.
—¡Ya entiendo! —dijo Mason, secamente—. ¿No ha habido más ventas desde
esta tarde?
—Bueno… Yo… Ha habido la transferencia de usted.
Sí, pero, ¿y después?
Doxey vaciló.
—Después de todo —señaló Mason—, no tiene usted por qué mostrarse
misterioso conmigo. Soy accionista y tengo derecho a tener esta información.
—En efecto, esta tarde ha habido otras ventas —acabó por reconocer Doxey, sin
comprometerse.
—¿Quién ha vendido?
—Un miembro del consejo.
—¿Y a quién?
—Me… me he enterado de esto por casualidad y no puedo repetir estas…
—¿No lo sabrá oficialmente hasta el momento de la transferencia?
—Sí, eso creo.
—¿No está hecha todavía?
—¿A qué acciones se refiere usted, señor Mason?
—¡A las que se hayan vendido esta tarde, sin importar las que sean! Y no vaya
con tantos misterios. Si quiere que nos entendamos, no trate de ocultarme lo que
ocurre.
—Tengo que entenderme con otros, además de con usted —observó Doxey—.
Tengo la impresión de que me encuentro entre dos fuegos.
—¿Dónde está el otro?
—Adivínelo usted.
—Vamos —dijo Mason, bruscamente— vamos, al grano. ¿Cuántas transferencias
se han hecho esta tarde, además de la mía?
—Una sola.
—¿Para quién?
—Para mi suegro. Ha vuelto a comprar acciones.
—¿A quién?
—A Regerson B. Neffs.
—¿Cuántas?
—El certificado que he extendido habla de tres mil.
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—¿A qué precio las ha comprado Lutts?
—Esto no consta en el acta de transferencia. Es una información de carácter
privado.
—Neffs es un individuo importante, ¿verdad? —preguntó Mason—. En todo
caso, tiene aspecto de considerarse importante.
—Lo siento —dijo Doxey, riendo—, pero el comité no me paga para que critique
a sus miembros.
Mason miró de reojo a Doxey. Se produjo un momento de silencio. Después este
último cambió de posición mientras explicaba:
—El sol me pega con fuerza en la espalda. ¡Estoy quemado! ¿Puede hacerme un
favor, señor Mason?
—¿Cuál?
—Decirme lo que ha pagado a mi suegro por su paquete de acciones.
—¿Por qué?
—Para especular.
—Corre el riesgo de quemarse también los dedos.
—No me importa correr este riesgo. Sé que mi suegro es… En fin, él…
—Exactamente —terminó Mason—. Le gusta enormemente el dinero, y ha
pensado que las acciones valiesen tal vez más de lo que él creía. Por eso ha vuelto a
comprar inmediatamente… y se ha olvidado de la hora de la cena.
Esto pareció irritar, ligeramente, a Doxey.
—De todos modos, hubiese podido telefonear a Georgina, y avisarla.
—¿Es su esposa?
—Sí. Mi suegro se llama George; quería dar su nombre a su hijo. Fue una hija y
entonces la llamaron Georgina. Resulta casi lo mismo.
—Entiendo.
—Pero sigue sin haberme contestado.
—Voy a decirle una cosa: el precio era ridículamente alto.
—Ya veo —se burló Doxey—. ¡Perry Mason despilfarra su dinero!
—Hagamos un trato —propuso Mason.
—¿De qué clase?
—Quisiera ciertas informaciones.
—¿Como cuáles?
—¿Sabe Lutts, quien es mi cliente?
Doxey echó una mirada a Mason, vaciló y acabó por responder:
—Sí, eso creo.
—Y usted, ¿lo sabe?
—No.
—¿Cómo ha podido descubrirlo Lutts?
—Esto lo ignoro. Ha podido utilizar un cheque facilitado por su cliente. Conoce a
un cajero de banco que está en deuda con él. Y mi suegro se aprovecha. Es todo lo
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que sé. Ahora le toca a usted.
—He pagado treinta y dos mil setecientos cincuenta dólares por las dos mil
acciones de Lutts —dijo Mason.
Doxey le miró, como si el abogado estuviera completamente loco.
—¿Cuánto? —preguntó con aire incrédulo.
—¡Lo ha entendido bien!
—¡Cielos, señor Mason! Pero es… ¿por qué, por qué no me ha advertido usted?
Yo hubiese podido conseguirle todas las que quisiera por ocho dólares cada una. Se
han vendido, incluso, a siete dólares.
—Lo sé —replicó Mason—. Yo mismo le he dicho que las había pagado
demasiado caras.
—Pero, ¿por qué motivo?
—No puedo explicárselo —repuso Mason—. Pero puede usted sacar sus propias
conclusiones.
—¿Quiere decir que quería… que deseaba eliminar a mi suegro?
—¿No ha vuelto a comprar otras acciones?
—Sí, desde luego. Pero como ya no era accionista, ha debido dimitir del comité.
Escuche, señor Mason, me parece que usted está jugando muy fuerte, con el
propósito de adquirir el dominio de la sociedad.
Mason hizo una mueca y se metió por el viejo camino que conducía a la
propiedad de la Sylvan Glade Company. Al pie de la colina cogió el cerrado viraje
que llevaba hasta lo alto. Cuando el coche llegó, Doxey exclamó con voz excitada:
—¡Cielos! Pero si es el auto de mi suegro. También él está aquí.
—Perfecto —declaró Mason—. Precisamente me interesaba verle.
—En verdad no comprendo por qué no ha acudido para la cena —continuó el otro
—. En fin, está bien y eso me tranquiliza. Debe tratarse de una cuestión importante.
¡Ah, es verdaderamente un gran negociante!
Se percibía un poco de envidia y de celos en la voz de Doxey.
Mason estacionó el coche y ambos descendieron.
—Espéranos aquí —dijo Mason a Della, sin insistir—. Será mejor.
—Solo tardaremos cinco minutos, señorita Street —indicó Doxey.
—¿Entramos?
—Si mi suegro está aquí, sí. La puerta está generalmente cerrada, pero él tiene la
llave.
Doxey empujó la puerta.
—Está abierta. Entremos.
—Eso está muy sucio —observó Mason.
—Los inquilinos sabían que iban a derribar la casa, de modo que han dejado
montones de porquería.
—Llame a Lutts, dígale que le esperamos aquí abajo.
—Tal vez esto no le guste. Le debo ciertas consideraciones en mi calidad de hijo
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político —dijo Doxey, sonriendo—. Subo a buscarle.
—Está muy oscuro. Vaya con cuidado.
—¡Oh, veo muy bien! —aseguró Doxey, emprendiendo la ascensión de la
escalera.
De repente, poco después del descansillo del primer piso se detuvo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mason.
—¡Suba… suba a ver, se lo ruego! —llamó Doxey, con voz ronca.
—Pero, ¿qué pasa?
—¡Suba!
Mason ascendió por la escalera. El otro estaba inclinado sobre el cuerpo de Lutts.
—¡Cáspita! —exclamó Mason—. Se ha caído de cabeza. ¿Qué le habrá ocurrido?
¿Un ataque? ¿Cuánto tiempo llevará aquí?
Doxey encendió una cerilla y protegió sus ojos de la llama.
—Fíjese: sangre. Ha manado del pecho.
—Compruebe el pulso —dijo Mason.
Doxey se inclinó, pero, en seguida, volvió a levantarse:
—Debe estar muerto. El cuerpo está casi frío. Se le nota casi… En fin, ya sabe,
rígido.
—Hay que avisar a la policía —señaló Mason.
—¿Por qué no incorporarlo, para que… bueno, para que su cabeza no…?
—Sobre todo, no toque el cuerpo —aconsejó Mason—. Más vale que llame a la
policía.
—Oh, Dios mío —suspiró Doxey—. Vaya historia. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo dar
la noticia a Georgina? Voy a coger su coche para ir…
—Hay que dejarlo todo exactamente como está —advirtió Mason—. No toque
nada. Me quedaré aquí mientras usted va a avisar a la policía. Coja mi auto.
—Puedo quedarme yo. Más vale que vaya usted.
—No. ¡A la policía no le gusta que yo descubra cadáveres!
—Sin embargo, está muy mezclado en este asunto —contestó Doxey—. Deseo
recordárselo para…
—Desde luego —dijo Mason—. Pero ha sido usted quien ha descubierto el
cuerpo, y por lo tanto es usted quien debe comunicárselo a la policía.
—¿Quiere esperarse aquí?
—Sí. No me moveré. Explique, por favor, a la señorita Street, que ha habido un
accidente.
—Puede sentarse en el coche de mi suegro, en espera de que…
Mason dijo que no con la cabeza:
—A la policía no le gustaría. Seguramente querrán examinarlo para buscar
huellas dactilares. Vaya a avisarles, que yo espero aquí.
—Entendido —dijo Doxey—. ¿A qué departamento debo llamar?
—Diga que quiere dar cuenta de un asesinato y que es urgente. En seguida le
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pondrán con la sección de homicidios.
—Bien —dijo Doxey—. ¿Cree usted que… tengo que llamar a Georgina?
—No es el momento —repuso Mason—. Más vale esperar.
Doxey bajó, corriendo, la escalera. Poco después, Mason oyó el ruido del coche
cuando arrancaba. Descendió hasta la puerta principal.
Diez minutos después, Doxey estaba de regreso seguido por un vehículo de la
policía, con la sirena funcionando.
Los dos automóviles se detuvieron uno detrás del otro. Un policía avanzó,
rápidamente, hacia Mason:
—¡Hola, señor Mason! ¿De modo que está mezclado en este asunto?
—No; sólo montaba la guardia esperándoles.
El policía lanzó al abogado una mirada breve, cogió una linterna eléctrica y entró
en la casa. Los otros permanecieron junto a la puerta, observando el lugar.
—Sí, es un asesinato —gritó el primer agente desde el interior de la casa.
Inmediatamente, el que había permanecido en el coche, emitió un mensaje, por
radio.
—¡Más valdrá que me expliquen todo lo que saben! —dijo el primer policía,
saliendo de la casa.
—Es mejor que pregunte a Doxey —indicó Mason, señalándolo con la barbilla—.
Es pariente del muerto, y el cuerpo lo ha descubierto él.
—No he tocado nada —dijo el aludido—. He querido incorporar el cuerpo, pero
el señor Mason me ha aconsejado que lo dejara así.
—¡En efecto!
—¿Qué parentesco les unía?
—Era mi suegro.
—¿Qué edad tenía?
—Cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años.
—¿Dónde vivía?
—Con mi esposa y conmigo.
—¿Cómo ha sabido que él estaba aquí?
—No lo sabía. He venido para otro asunto y he visto su coche.
Los policías estaban interrogando a Doxey sobre diversos detalles cuando un
vehículo, de la brigada de homicidios, trepó por la colina.
—Caramba, caramba —dijo el sargento Holcomb, mientras se apeaba del coche
—. ¡Miren quien está aquí! ¡Supongo que ha descubierto otro cadáver!
—No, señor, no he sido yo —replicó Mason.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Visito unos terrenos.
—Y debe haber quedado terriblemente sorprendido —observó el sargento.
—Es cierto.
—Oh —dijo Holcomb—, no sé por qué no graba en un disco esta frase. Así se
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cansaría menos.
—Sería preferible que visitase el lugar e interrogara al hombre que ha descubierto
el cadáver, porque resulta que no he sido yo.
—Sí, ya sé —comentó el sargento Holcomb, con aire asqueado—. Esta vez ha
preparado una variante.
Mason dio media vuelta y fue a sentarse en su coche.
—¿Me necesitas? —preguntó Della.
—Todavía no. ¿Ha telefoneado Doxey a su mujer?
—No; solo a la policía. Le han dicho que esperara. Cinco minutos después
estaban en la cabina telefónica.
—Buen trabajo —reconoció Mason.
El sargento Holcomb y dos detectives entraron en la casa, dejando de guardia a
los primeros policías.
Poco después, Holcomb salió, cambió unas palabras con ellos y se dirigió hacia
Mason.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó este último.
—¿Por qué está usted aquí?
—Represento a un cliente.
—¿A quién?
Mason se encogió de hombros.
—Ya lo descubriremos.
—Háganlo. Es su oficio y están en su derecho. El mío consiste en proteger a mi
cliente.
—¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Examinar los límites de este terreno. ¿Está satisfecho?
El sargento Holcomb le observó por un momento, después contestó, con
brusquedad:
—¡No!
Y dio media vuelta.
Mason hizo un ademán a Doxey:
—Vámonos; no tenemos nada más que decirles.
—¡Yo no estoy tan seguro! —dijo el sargento Holcomb, dando vueltas a su
alrededor.
—Bueno, pues yo sí. No tiene más preguntas que hacernos, ¿verdad?
—De momento, no, pero ya vendrán.
—Entonces, avíseme —replicó Mason—. ¿Viene, Doxey?
—Sí —contestó éste lanzando una mirada inquieta a los policías.
—Le dejaré en su casa. Así podrá anunciar, personalmente, a su esposa la mala
noticia. Es mejor que dársela por teléfono.
Doxey asintió. Se sonó y se enjugó a hurtadillas los ojos.
—He de reconocer que, en ciertos momentos, encontraba a mi suegro
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terriblemente difícil de soportar, pero sin embargo, le quería mucho y… ¡Pobre
hombre!
—Así, pues, ¿no es un suicidio?
—Oh, no, no lo creo. Estaba muy satisfecho de haberle vendido a usted las
acciones, y después se le ha ocurrido comprar otras para ganar más dinero. ¡Era
insaciable!
—Tal vez, después de reflexionar, lamentara haber vendido —insinuó Mason.
—Seguro que no. Era incapaz de lamentar un buen negocio. Sencillamente, no
comprendía la razón de su interés. Cuando más pensaba en ello, más extraño debía
encontrarle. ¡Era un jugador apasionado! La situación debía preocuparle pero no en el
sentido que uno puede creer. Ha debido oler que se tramaba algo y que no podía
intervenir… Bueno, ya me entiende. No quería que se le escapase la ocasión de ganar
más dinero.
—¿Lo necesitaba? —preguntó Mason.
—¡En absoluto! Era muy rico. Le gustaba especular, pero sin arriesgar nunca su
capital.
—En fin —dijo Mason—, le doy a usted mi más sentido pésame. Ahora tendrá
que anunciar esto a su esposa y con cuidado. ¿Le quería mucho ella?
—En cierto modo, sí. Eran… Sí se parecían mucho. A menudo, discutían, pero se
diría que esto les gustaba. Será un golpe terrible para ella.
—¿Es su esposa accionista de la Sociedad? —preguntó Mason.
—No. Mi suegro le había dicho que, cuando él muriera, lo heredaría todo. Pero
que hasta entonces, quería llevar los asuntos a su manera. Siempre era así, se burlaba
de ella, aludía a los padres demasiado generosos que se dejan enredar para luego ser
arrojados a la calle. Resulta difícil de explicar. Esta clase de historias parecen graves,
pero George y mi esposa disfrutaban bromeando sobre ello. ¡Lo va a echar
muchísimo de menos!
—Sí, va a ser un duro golpe —dijo Mason.
Doxey se sonó, de nuevo, y giró la cabeza, aparentemente interesado por el
paisaje.
Mason se detuvo en la primera estación de servicio donde había teléfono.
—Es solo un minuto —dijo a Doxey.
Llamó a Paul Drake.
—Paul, ¿sigues en buenas relaciones con periodistas bien introducidos en la
Criminal?
—Sí, ¿por qué?
—Porque un tal George C. Lutts ha sido asesinado en una casa desierta, en un
terreno de las afueras de la ciudad. ¡Quiero tener todos los informes posibles y tan
aprisa como la policía! Me interesa sobre todo el arma del crimen, si la han
encontrado, y a qué distancia estaba el asesino cuando disparó. Quiero saber también
el tiempo que la víctima ha sobrevivido a los disparos, y sí la policía cree que hay
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alguna mujer complicada en el asunto.
—¿Sólo esto? —preguntó Drake, con tono sarcástico.
—Claro que no —contestó Mason—. También me interesa todo lo demás.
—Entendido —suspiró Drake—. Por cierto, hay un mensaje para ti.
—Apresúrate, Paul, que tengo prisa…
—La señora Harlan ha telefoneado… Dice que todo se está arreglando. Que su
marido ha ido con Roxy a casa del abogado de ésta, y que, finalmente, ha recordado
que era el quinto aniversario de su boda. Debo repetirte las palabras exactas de ella:
«Se porta de manera satisfactoria y exactamente como yo esperaba».
—Bueno —dijo Mason, con una sonrisa forzada—. Por lo menos, no se ha
perdido todo.
—¿Entiendes algo de todo esto? —preguntó Drake.
—Por desdicha, sí. ¿Cuánto tiempo necesitas para informarme sobre este crimen,
Paul?
—El necesario para que los detectives regresen a la criminal y hagan su informe.
A los periodistas no se les escapa nada, puedes creerme.
—¿Has cenado?
—Oh, sí —dijo Drake, con ironía—. Dos bocadillos, café negro, y como postre
dos pastillas de bicarbonato. ¡Ahora estoy haciendo la digestión!
—Perfecto. Quédate ahí y aguarda los informes. Della y yo vamos a comer un
bocado. ¿No ha dejado ningún otro mensaje la señorita Harlan?
—Se ha limitado a observar que no le interesaba que la molestaran esta noche.
—Sí, me hago cargo —asintió Mason—. Bueno, Paul, haz lo que puedas. Te
llamaré más tarde.
Mason regresó al coche:
—Lamento haberle hecho esperar, Doxey.
—No importa. ¡Tengo tanta angustia al pensar que he de ir a casa a dar la noticia!
—¿Quiere que le acompañe? —se ofreció Della—. O bien podemos telefonear y
decir a su esposa que está usted en camino, pero que ha ocurrido un grave
accidente… Esto le evitaría la impresión demasiado brusca.
—Agradezco su oferta, pero prefiero arreglármelas solo. Creo que lo mejor será
hablar con franqueza.
—Como quiera —dijo Mason—. Pero si la señorita Street puede ayudarle, no
vacile. Ella lo haría con gusto.
—Gracias, pero me temo que nadie puede ayudarme. Esto he de hacerlo yo solo,
y cuanto antes mejor.
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Capítulo 8
Mason, con aspecto tranquilo, abrió la puerta de su despacho. Della Street, que
abría el correo, alzó la mirada y le sonrió.
—¿Cómo va esta mañana, Della? —preguntó Mason.
—Regular. Drake dice que ahora puede facilitarte un informe detallado.
—Perfecto. Telefonéale para que venga. ¿No hay nada en el correo?
—Los asuntos de costumbre. Las madres que juran por lo más sagrado que sus
hijos han sido condenados por error. Una carta de Cleve Rector, que quiere verte
sobre no sé qué asunto. Lo más pronto posible, ha insistido. Ezekiel Elkins quiere
verte también. Dice que tiene que proponerte algo muy interesante. Un abogado que
dice llamarse Arthur Nebitt Hagan, ha telefoneado dos veces. Dice que representa a
Roxy Claffin y que quiere verte respecto a tu intervención en la asamblea de la
Sylvan Glade Development Company. Has causado un grave perjuicio a su cliente al
falsear la verdad y al interpretar a tu manera el código. Parece que la señora Claffin
quiere demandarte, pero que Hagan le aconseja que sea prudente, y que trate de
arreglar las cosas por las buenas.
—¡Que interesante! —observó Mason.
—Quiere que le llames lo más pronto posible.
—Más vale que llames a Drake y le digas que venga.
Mason examinó, rápidamente, el correo mientras Della telefoneaba al detective.
—¿No hay noticias de la señora Harlan?
—No, todavía no.
—Bueno, ¿viene Paul?
—En seguida. Mira, ahí está.
La manera de llamar de Paul, estaba convenida. Della le abrió, inmediatamente.
—¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó Mason.
—¡Desastrosamente! Toda la noche he tenido dolor de estómago.
—¡Bebes demasiada cerveza! —dijo Mason—. Eso es malo para la digestión.
—Lo sé —replicó Paul—, pero de algún modo tengo que hacer bajar los
bocadillos; indigestan extraordinariamente. Si no trabajase para un abogado a quien
los informes siempre le corren prisa, no tendría por qué alimentarme de bocadillos.
Anoche hubiese podido muy bien ir a casa, tranquilamente, y regresar a las once para
telefonear a los periodistas.
—Sí —reconoció Mason—, pero no hubieses recibido la llamada de la señora
Harlan, relativa al quinto aniversario de su boda.
—Sí, vaya drama, ¿verdad? Bueno, Perry, ¿qué tienes que ver en este asesinato de
Lutts?
—Nada en absoluto. El pertenecía al consejo de administración de una sociedad
de la que soy accionista. Su muerte solo servirá para crear dificultades.
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—Entonces, ¿por qué te preocupas por las circunstancias de su muerte? Como
accionista, lo único que necesitas es un certificado de fallecimiento, y puedo
afirmarte una cosa: ¡está más muerto que mi tatarabuela!
—¿Y además de esto?
—Parece que la policía te encontró en el lugar del crimen.
—¡Sí, por desdicha! Me interesaba examinar la propiedad y el cadáver del señor
Lutts me lo ha impedido. Pero la policía tiene un espíritu muy estricto.
—Sí, es una lástima para ti. Entonces, ¿sabes exactamente dónde encontraron el
cuerpo?
—Sí, en una vieja mansión de tres pisos, abandonada desde hace tiempo. La
sociedad de Lutts la compró para derribarla y nivelar el terreno. Lutts había llegado
antes que yo. Alguien había disparado contra él.
—Con un revólver calibre 38, sostenido a unos sesenta centímetros de su pecho.
—¿De su pecho?
—Sí. Le seccionaron una arteria, la aorta, según creo. Se puede decir que murió,
en el acto.
—¿Le mataron de frente?
—Sí.
—¿A sesenta centímetros?
—O a ochenta, como máximo.
—Supongo que habrán determinado la distancia mediante el examen de la herida.
—Sí —repuso el detective—. Han enviado su americana y su camisa al
laboratorio. La pólvora ha dejado manchas. Su examen nos informa sin lugar a dudas.
Herida causada por un treinta y ocho, sostenido a sesenta centímetros de la víctima.
—¿Hacia qué hora?
—A las cuatro y media de la tarde de ayer.
—¿Cómo han determinado la hora?
—Se sabe que Lutts fue a comer algo después del consejo. La policía se ha
informado y ha descubierto lo que había comido y a qué hora. Gracias a la autopsia,
se ha comprobado el estado de los alimentos que tenía en el estómago. Esto permite
determinar la hora de la muerte y la temperatura del cuerpo confirma los resultados.
Delimita el momento, con un margen máximo de media hora.
—Supongo que habrán encontrado el revólver.
—No, pero tienen una pista.
—¿Sí?
—Han dado la noticia del crimen por la televisión… Pero lo que ahora te estoy
diciendo es confidencial, Perry…
—Sí, sí, prosigue.
—Pues bien, un taxista ha acudido poco después. Un sujeto que se llama Jerome
C, Keddie. Trabaja para la Red Line y tiene el taxi número 761.
—¿Sí? Bueno, continúa, Paul. ¿Por qué me miras así?
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—Me estoy preguntando por qué me hiciste buscar, ayer, la pista de ese taxi.
—No te preocupes —replicó Mason, con rostro imperturbable—. Cuéntame lo
que Keddie ha explicado a la policía.
—Ayer tomó como pasajera a una mujer muy atractiva. Iba vestida de blanco:
falda plisada, zapatos y una chaqueta beige. Lo detuvo no muy lejos del lugar donde
fue hallado el cadáver. Él regresaba del Country Club, vacío. Algo le intrigó con
respecto a aquella clienta. La recuerda perfectamente.
—¿Por qué?
—Dice que ella tenía aire de agotamiento. Había debido correr y parecía
trastornada y muy pálida bajo su maquillaje. Él pensó que tal vez hubiese sido
atacada por un automovilista y que había conseguido huir… No consiguió hacerla
hablar. La condujo a la Union Station. Está seguro de que ella debió tomar otro taxi
para ir a otro sitio. No llevaba equipaje y le contó que su marido la esperaba en la
estación con las maletas, lo que sin duda era una mentira.
»Keddie reconoce que ha mirado la televisión y ha leído los diarios convencido
de que se enteraría de que algo había ocurrido en aquella carretera: un accidente o un
crimen.
—¿Puede reconocer a la mujer? —preguntó Mason.
—Sí.
—¡Caramba, caramba! —dijo Mason, con mucha calma.
—Bueno, quisiera saber a dónde va a llevarnos todo esto, Perry.
—¿Por qué?
—¡He hecho seguir ese taxi por encargo tuyo!
—No es preciso explicarlo a la policía.
—¡Depende! ¿Por qué he debido seguirlo?
—No necesitas saberlo.
—Después de todo —dijo Drake—, tal vez querías sonsacar al taxista, gracias a
una amiga de tu cliente. Todo esto me inquieta. Si se descubre que se trata de tu
cliente, nos encontraremos en una situación muy fea.
—¿Por qué?
—A esto se llama enredar las pistas.
—¿Qué pistas?
—El taxista y su testimonio.
—¿Y qué?
—Pues que has tratado de influenciarlo.
—¿Para que haga qué?
—No lo sé, pero las que ocupaban su taxi, ayer tarde, lo saben seguramente.
—Entonces —replicó Mason—, no entiendo por qué te preocupas. ¿Qué más
hay?
—Ah, ¿esto no te basta?
—Venga, ¿hay algo más?
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—La policía considera que Keddie ha tenido una buena idea. Investigan los taxis
que se encontraban en la Union Station para saber quién ha cargado a una joven
vestida de blanco.
—¡Entiendo!
—¡Válgame Dios! —estalló Drake—. Desde luego no te comprometes. ¡Vaya
respuesta!
—¿Por qué habría de comprometerme? —preguntó Mason, con mucha calma.
—En fin, creía que por lo menos sabías…
El teléfono se puso a sonar.
—Debe de ser para mí —dijo Drake—. He dicho que en caso de urgencia me
llamen aquí.
Della ya había descolgado. Asintió con la cabeza.
—Para ti, Paul.
Este cogió el auricular y dijo:
—Sí, soy yo… ¿Quiere repetirlo? Muy bien, advertiré a Mason. ¿Nada más?
Bueno, gracias.
—Ya está —suspiró Drake, volviéndose hacia Mason.
—¿Qué?
—Un mal asunto: la policía ha encontrado el arma del crimen.
—¿Dónde?
—En la terraza, al norte de la casa.
—¿De veras? —dijo Mason—. ¿Y qué deduce de ello?
—Es un Smith y Wesson, calibre 38, con un tambor de cinco pulgadas. Se han
disparado tres balas. Como no se había borrado el número del revólver, la policía ha
descubierto que pertenecía a Enright A. Harlan. 609 Lamison Avenue.
»Al mismo tiempo, la policía ha localizado al taxista que ayer cogió una pasajera
en la Union Station. Esta corresponde a la descripción de Keddie. La condujo a
Lamison Avenue. Ha olvidado el número, pero era entre las calles quinta y novena.
»La policía ha ido con el taxista, para que localizara la casa: ¡Era el 609 de
Lamison Avenue! Por lo tanto, han invitado al señor y a la señora Harlan a que fueran
al cuartel general para charlar con el fiscal del Distrito. Ahora están allí.
—Bueno —dijo Mason—, ¡será uno de los casos más apasionantes!
—Bromeas —gruñó Paul—. Será un asunto endiablado. Sí, sobre todo, cuando
sepan lo que has tramado con ese taxista. Entonces…
—¿Y qué he hecho yo?
—¿Tú…? Bueno, yo no lo sé. Sin duda, has enredado las pistas de una u otra
manera. Tienes…
El teléfono volvió a sonar. Della descolgó el aparato e hizo un ademán a Paul:
—¡Otra vez para ti!
—Bueno, adelante —dijo el detective—. Paul al aparato… ¿Quién es, Jim? Oh, sí
entiendo. Han… ¡Bueno, explícate!
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Drake permaneció silencioso durante varios minutos y después volvió a hablar
con tono pensativo:
—Bueno, no creo que pueda hacerse nada, Jim. Tenme al corriente, ¿quieres?
Gracias por avisarme.
Colgó.
—Hubieses debido ser más listo, Perry, y aconsejar más prudencia a tu clienta.
—¿Por qué?
—Han encontrado el recibo de la carrera de Keddie en su bolso: dos dólares y
noventa y cinco centavos. El taxista lo recuerda, porque ella le dio tres dólares y
medio. Esto representaba cincuenta y cinco centavos de propina, de modo que,
¡imagínate! El número del taxi, 761, está marcado en el recibo. Hubiese podido tener
la precaución de hacerle mirar este recibo. Ahora estamos atrapados.
—¿Quién está atrapado? —preguntó Mason.
—Tú y yo.
—Pero tú no tienes nada que ver en esto.
—Qué más quisiera… Pero he localizado el taxi…
—Escúchame bien —le dijo Mason a Paul—. Trabajas mucho para mí, Paul, y
sabes que todo ha de quedar entre nosotros…
—Pero, ¿y si la policía me interroga? No puedo mentirle.
—Paul —prosiguió Mason—, tienes una úlcera de estómago. Comes demasiados
bocadillos y cebolla frita, y esto no te sienta bien. ¡Nunca comes a las horas
normales! Verdaderamente, necesitas descanso… ¡Será mejor que empieces ahora
mismo!
Drake le contempló con estupefacción.
—Tengo un asunto en La Jolla —dijo Mason—, y me interesa confiártelo.
—¿De qué se trata?
—Te enviaré las instrucciones cuando estés allí.
—¿Debo marcharme ahora mismo?
—En el acto. Alquila una habitación agradable en un motel, respira el aire marino
y descansa.
—¡Caramba, esto me gusta!
—Ya lo suponía —dijo Mason—. ¿Puede sustituirte alguien durante tu ausencia?
—Sí, Harry Blanton. Voy a pasar por el banco a buscar un poco de dinero.
—Más vale que le des dinero a Drake —dijo Mason a Della.
Ella hizo señas de que iba a ocuparse del asunto.
—Bueno —dijo Mason, consultando su reloj—. ¡Me parece, Paul, que ya nada te
retiene aquí!
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Capítulo 9
Mason se instaló frente a Sybil Harlan, detrás del enrejado de la sala de visitas. La
joven sonreía.
—Bueno, nadie creería que tiene usted preocupaciones —dijo Mason.
—Pero si no las tengo. Soy completamente feliz.
—No parece usted comprender que van a acusarla de asesinato, tan pronto como
el fiscal termine de reunir los informes.
—¿De veras? ¿Y qué?
—Se fijará la fecha para la audiencia preliminar.
—¿Qué es esto?
—Una entrevista ante los jueces. Si ellos estiman que ha habido delito y que usted
es sospechosa, comparecerá ante el Tribunal. El fiscal del Distrito es quien se ocupa
del expediente y del jurado.
—¿Y qué?
—Todo dependerá del taxista. El fiscal tiene los triunfos en la mano.
—¿Se refiere a la audiencia preliminar?
—Sí.
—¿Puede usted hacer algo?
—Sí, a condición de que se niegue usted a hablar.
—Soy muy capaz. El fiscal me había prometido la libertad a condición de que le
dijese lo que hacía en la carretera, de dónde venía y a dónde iba. Me he negado y por
eso estoy aquí.
—¿Qué ha hecho usted?
—Me he contentado con sonreír y repetir que sólo hablaría en presencia de mi
abogado.
—¿No sospechará su marido cuando se entere que ha acudido a mí?
—No; me las he arreglado muy bien, señor Mason. Él me había hablado de su
hábil intervención en la asamblea. Yo he dicho que en caso de dificultades recurriría a
usted. De modo que, cuando la policía ha venido y yo me he negado a hablar, ha sido
el propio Enny quien ha pensado en telefonearle.
—¿Cómo transcurrió su aniversario de boda?
—Exactamente como yo esperaba. Roxy había cazado a Enny en la trampa de sus
grandes ojos lánguidos, pero cuando se ha dado cuenta de que se exponía a un
proceso con la Sylvan Glade Company, su conducta ha cambiado, por completo. Ha
arrastrado a Enny a casa de su abogado, quien ha acusado a mi marido de haber
aconsejado mal a su cliente. Roxy asistía a la entrevista y aprobaba cada acusación.
Enny, asqueado, se ha dado cuenta de lo calculadora y egoísta que es ella. Ha jurado
que no volverá a verla nunca más.
—¿Qué ha pasado después?
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—Ha vuelto directamente a casa, dispuesto a confesármelo todo y a pedirme
perdón. Pero yo no he querido escuchar nada. Esta clase de confesión coloca al
marido y a la mujer en una situación falsa. He preferido fingir ignorancia… He
reconocido sonriendo, que era necesario hacer un poco la corte a las clientes como
Roxy. Tras de lo cual, he empezado a recordarle nuestro primer encuentro. Y de
repente, ¡zás!… he obtenido la victoria.
—¿Cómo es que han hablado de mí?
—Ha sido él quien ha planteado el tema. Me ha contado lo que había ocurrido en
el consejo. Yo estaba junto a él y le acariciaba la frente. Hacía tiempo que no le veía
tan tranquilo. Según el abogado de Roxy, es usted extraordinariamente ducho en su
profesión, completamente diabólico, en fin, el mejor abogado de California. Entonces
he dicho que tal vez, algún día podría sernos útil. Enny ha estado de acuerdo. Por
esto, cuando la policía ha invadido la casa y me han atormentado con preguntas,
respecto al revólver, y han descubierto el recibo del taxi en mi bolso… ¡Oh! —
exclamó ella—. Me pregunto si no habré cometido un error al conservar ese recibo.
—No, no. No se inquiete. Ha hecho bien en seguir mis consejos al pie de la letra,
Hábleme de ese revólver.
—Es uno de los de Enny.
—¿El que llevaba usted en su coche?
—Sí. El me lo había dado.
—¿Cómo explica su presencia en el lugar del crimen?
—Alguien me lo robó forzando el compartimiento para guantes.
—¿Cuándo?
—Pues… ¡Tuvo que ser después! Una cosa es segura, señor Mason: Lutts no
pudo ser asesinado con ese revólver.
—Sin embargo, no es esa la opinión de los expertos en balística.
—Mienten.
—¿Cómo lo sabe?
—Estoy… estoy segura. Atáqueles en este punto. Su teoría no puede sostenerse.
No es el arma del crimen.
—Pero sus afirmaciones se basan en exámenes científicos, señora Harlan.
—Es igual. No puede ser. Es una encerrona.
—Muy bien, lo comprobaré —suspiró Mason—. Y ahora, míreme bien a la cara.
—¿Sí?
—Contésteme: ¿mató su marido a George Lutts?
—Dios mío, no.
—¿Cómo puede afirmarlo?
—Enny no es capaz de hacer una cosa así… Y además, cuando fuimos a la vieja
casa, se iba con Roxy a casa del abogado.
—¿Está segura?
—Sí; Enny me lo había dicho. Tenían cita a las cinco en el despacho de Arthur
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Hagan.
—¿Les vio marcharse? ¿Estaba Roxy allí?
—Sí. Enny tocó el claxon para que ella se diese prisa. Odia tener que esperar.
—¿Está segura de haberlos visto a los dos?
—Sí. Bueno, a Roxy y al coche de Enny. Evidentemente, pensé que él estaba al
volante.
—¿No hay error posible?
—No; reconocería a esa joven desde varios kilómetros de distancia. Me pregunto
si ella se da cuenta de que lo ha perdido.
—Más bien creo que se siente llena de optimismo —contestó Mason—. Sabe que
la están interrogando a usted en relación con el asesinato de Lutts, y puede estar
segura de que tratarán de perjudicarla. Podría ser que usted estuviese, durante mucho
tiempo, retirada de la circulación.
—Nunca más volvería a dominar a Enny. Él no es tonto y ahora lo ve todo con
claridad.
—¿A qué hora fueron a casa del ahogado?
—Hacia las cinco.
—He observado una cosa. A pesar de que el revólver es de su esposo, la policía
parece dejarle al margen.
—Lo está. Han verificado todos sus movimientos. Salió de su despacho a las
cuatro para ir a buscar a Roxy. Los dos fueron al bufete de Hagan, y su entrevista
duró hasta las seis y media. Comprendo la preocupación de éste, señor Mason. Roxy
está completamente trastornada. No le importa tener aventuras sentimentales, pero
esto no debe afectar su capital. ¡Es terriblemente mezquina!
—Comprendo. ¿Qué ha dicho usted a la policía?
—Nada.
—¿Nada? —repitió él, sorprendido.
—No, absolutamente nada.
—¿Ni siquiera en el interrogatorio preliminar?
—No. He dicho que había pasado el principio de la tarde en el peluquero. De
todos modos, también lo hubiesen descubierto. Por lo, demás, mi criado lo sabía y así
lo ha dicho a todos los que han telefoneado. Después, he hablado de una cita
importante en relación con asuntos estrictamente personales…
—¿Y ni siquiera ha contado que…?
—No. Créame, señor Mason, no he dicho nada.
—Bueno, esto es perfecto. No tiene más que seguir de esta manera. Pero no
siempre será fácil.
—No se preocupe —repuso ella, con una sonrisa—. Ahora estoy dispuesta a
afrontarlo todo.
—Bien; siga mis consejos y todo irá bien.
El abogado hizo una seña a la guardiana para indicarle que la visita había
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terminado. Contempló cómo Sybil Harlan abandonaba la habitación y, después, se
apresuró a ir a telefonear a Harry Blanton, en el despacho de Paul Drake.
—Necesito saber dónde se encontraban ciertas personas ayer tarde, a las cuatro y
media. ¿Es posible?
—Desde luego, ¡pero costará bastante dinero! Y además, hay tipos que no tienen
testigos, hay que confiar en su palabra.
—De acuerdo; pero indíqueme de quién se trata.
—¿Hace el favor de darme los nombres? Haremos cuanto nos sea posible.
Mason sacó una lista de su bolsillo.
—Herbert Doxey, yerno de Lutts; Roxy Claffin; Enright Harlan; Ezekiel Elkins,
uno de los directores de la Sylvan Glade; Regerson Neffs, idem; Cleve Rector,
idem…
—Muy bien. ¿Esto es todo?
—Por el momento, sí. Empiece en seguida a trabajar. Ah, otra cosa: se dispararon
tres balas con el arma del crimen. Trate de averiguar a dónde fueron a parar dos de
ellas. Lutts solo recibió una.
—En cuanto a esto, no garantizo nada —confesó Blanton—. Conozco a muchos
tipos que están en la policía y que pagarían lo que fuese por obtener la información.
—En fin, haga todo lo que le sea posible —dijo Mason, antes de colgar el
teléfono.
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Capítulo 10
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—Sí. Pudo muy bien arrastrarse hasta allí.
—Ahora —dijo el fiscal—, háblenos de la trayectoria de la bala.
—Es ascendente. La víctima estaba frente a su asesino, que, sin duda, sostenía el
revólver a la altura de la cadera.
—¿A qué hora se produjo la muerte?
—Entre las cuatro y veinte y las cuatro y cuarenta —repuso el doctor.
—Gracias, ¿cómo puede afirmarlo?
—Por la temperatura del cuerpo y por el examen de los alimentos que contenía el
estómago.
—¿Sabe a qué hora ingirió la víctima, estos alimentos?
—Sí, gracias a un testigo…
—Ya hablaremos de eso más tarde —interrumpió Burger—. Mi colega puede
proceder a un contrainterrogatorio.
—Tiene usted la palabra, señor Mason —dijo el juez Hoyt—. Este Tribunal le
advierte que no tolerará ninguna pregunta que no esté relacionada con el testimonio
del doctor Oberon.
No tengo preguntas que hacer.
El juez Hoyt frunció el ceño.
—Que acuda a declarar Herbert Doxey —prosiguió Burger.
Doxey declaró que era el yerno de George Lutts, y que había visto por última vez
a la víctima en el restaurante, el día del asesinato. La víctima había tomado un
consomé, un bocadillo de salchichas, un café y pastel de manzana.
—¿Qué hora era? —preguntó el fiscal.
—Las tres y media.
—¿Qué pasó entonces?
—Mi suegro tenía trabajo. Lo dejé y regresé a mi casa.
—¿Está seguro de la hora?
—Sí; precisamente verifiqué mi reloj con el eléctrico. Eran las tres y dieciocho
cuando la camarera nos trajo los platos.
—Más tarde, ¿fue usted con el señor Mason a visitar una propiedad?
—Sí, y al llegar tuve la sorpresa de ver el auto de mi suegro ante la puerta.
—¿Qué hizo usted?
—Como ésta estaba abierta, subí. Fue al llegar al segundo piso cuando descubrí el
cuerpo en los escalones, cabeza abajo. Se hubiese dicho que…
—¡Es inútil! Limítese a mencionar los hechos. ¿Era, efectivamente, su suegro?
¿Vio, más tarde el cuerpo en el depósito, de cadáveres?
—Sí, era él, sin ninguna duda.
—¿Qué hora era en el momento de descubrirlo? —preguntó Burger.
—Las ocho y cuarto. Aun había luz diurna.
—Mi querido colega, el testigo está a su disposición.
—No hay preguntas —repuso Mason, con laconismo.
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El juez Hoyt le miró, pensativamente.
—Deseo volver a llamar al doctor Oberon —manifestó Burger.
Siguiendo las órdenes del juez, el doctor volvió al estrado.
—Ha escuchado el testimonio del señor Doxey en relación con la comida.
Basándose en esta afirmación, ¿puede decirnos a qué hora sucumbió la víctima?
—Sin duda alguna, entre cincuenta minutos y una hora y diez después de dicha
comida.
—¿Está seguro?
—Sí.
—La defensa puede efectuar el contrainterrogatorio —concluyó Burger.
—No hay preguntas.
Un poco sorprendido, Burger llamó a declarar a Sidney Dayton. Este declaró su
identidad y profesión.
—Como experto, ¿puede decirnos a qué distancia de la víctima se encontraba el
revólver, cuando fue hecho el disparo?
—Sí.
—¿Por qué sistema puede calcularlo?
—Gracias al examen de las huellas dejadas por la pólvora en la piel, o por las
partículas esparcidas en la ropa.
—¿Quiere explicarnos en qué consiste esto?
—Cuando se hace un disparo, ciertas partículas de pólvora, enteramente
quemadas, se transforman en gas. No todas. Otras escapan por el cañón del revólver
siguiendo cierta trayectoria. Es fácil determinar el número de partículas y las líneas
de fuerza de dichas trayectorias. Por este sistema, deducimos la distancia entre el
arma y el cuerpo.
—Tengo nociones bastante vagas sobre todo esto. ¿Cómo proceden?
—Colocamos la ropa salpicada de pólvora, en una tabla de planchar. Un papel
fotográfico especial se coloca debajo del tejido, y, por encima, se pone un secante que
contiene un producto. El calor produce una reacción química entre las partículas de
polvo y el secante. Ciertos puntos se inscriben en la placa fotográfica, lo que
representa la dispersión de las partículas.
—¿Utilizó usted esta prueba en los vestidos de Lutts? ¿Cuál es su conclusión?
—El asesino estaba a sesenta u ochenta centímetros de la víctima en el momento
de disparar.
—¿Hay rastro de pólvora en la mano de la víctima?
—No, en absoluto.
—Por lo tanto, si Lutts hubiese tratado de coger el revólver, o de rechazarlo,
¿hubiese encontrado rastros?
—Sí, seguramente. Pero la víctima no tuvo tiempo la bala le alcanzó antes de
poder hacer cualquier ademán defensivo.
—Puede interrogar al testigo, mi querido colega —dijo Burger.
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—Muchas gracias. Es inútil —repuso Mason. El juez Hoyt estuvo a punto de
decir algo, pero cambió de idea.
—Que acuda a declarar Alexander Redfield —solicitó Burger.
Redfield lanzó una mirada a Mason y sonrió débilmente. Ya había tenido ocasión
de tratar con él y sabía los apuros que podía hacer pasar a un testigo gracias a
preguntas insidiosas. Se prometió estar en guardia.
Redfield era experto en balística. Relató que había sido llamado al lugar de autos,
poco después del levantamiento del cadáver.
—¿Qué hora era? —preguntó Burger.
—Era el día siguiente —especificó Redfield.
—¿Qué hizo usted allí?
—Busqué el arma del crimen. Como la víspera la policía había registrado ya la
casa, yo me ocupé del terreno circundante.
—¿Cuándo encontró el arma?
—Unos cinco minutos después de mi llegada.
—¿Fue una coincidencia afortunada?
—No —explicó Redfield—. Por experiencia sé a qué distancia se puede lanzar un
arma así. Observé una señal en el terreno. El revólver estaba ligeramente enterrado.
—¿Y qué era?
—Un Smith y Wesson, calibre 38, número 910684. Lo dejé en el laboratorio,
donde lo examinaron sin éxito, en busca de huellas dactilares. Luego, yo examiné los
cartuchos: tres llenos y tres vacíos.
—¿Observó algo anormal en los vacíos?
—Dos eran Peters 38 Especiales, y el tercero un U. M. C.
—¿Y los otros?
—Eran Peters de 158 granos de plomo cada uno.
—¿Examinó también la bala homicida? —preguntó Burger.
—Sí. Procede de un Smith y Wesson, de calibre 38.
—¿Puede establecerse, científicamente, si la bala procede del revólver en
cuestión?
—Sí; hice la prueba. Se trata efectivamente di arma del crimen.
—¿La tiene aquí?
—Sí.
—Propongo —declaró Burger— que la bala sea aceptada como prueba, lo mismo
que el revolver. ¿Tiene algo que objetar la defensa?
—Nada en absoluto —contestó Mason, comedidamente.
—¿Qué hizo con los cartuchos restantes? —preguntó Burger.
—Los fotografié para tener su posición en el tambor, y después les di los números
uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis, así como a los cilindros correspondientes.
—¿Tiene esas fotografías?
—Sí —repuso Redfield—. En la una se ve el tambor y los cartuchos. Se puede
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observar que el alvéolo seis, se encuentra arriba, y es el que contenía la bala U. M. C.,
la última que se disparó.
—¿Qué hizo con esos cartuchos?
—Los coloqué en cajas numeradas. Lo mismo que las fotografías, están a
disposición del Tribunal.
Cuando Burger se volvió hacia Mason, este se apresuró a decir:
—No hay objeción.
El juez Hoyt carraspeó.
—Señor Mason…
—Dígame, Señoría.
—No le reprocho nada…
—Gracias, Señoría.
—Sin embargo, me doy cuenta de lo que, en un caso como este, puede hacer un
abogado con recursos: pretender que ha sido intimidado por las observaciones del
juez. Por lo tanto, deseo aclararle, señor Mason, que este Tribunal no coarta en
absoluto su derecho al contrainterrogatorio. Por el contrario, en interés de su cliente,
debe usted tratar de refutar los testimonios que se presenten contra ella.
—Sí, Señoría.
—Perfecto. Así pues, ¿quiere que se vuelva a llamar a los testigos?
—No, Señoría.
—Hago pues observar que la defensa rehúsa contrainterrogar, pese al
ofrecimiento del Tribunal.
—Es perfectamente justo —admitió alegremente Mason.
—Harold Ogelsby al estrado —llamó Burger, que irradiaba satisfacción.
Ogelsby prestó juramento y manifestó que era oficial de policía.
—¿Interrogó usted a la acusada el día cuatro por la mañana? Es decir, ¿al día
siguiente al descubrimiento del crimen?
—Sí. ¿Le rogó usted que hiciera una declaración?
—Le recordé sus derechos, y también, que sus palabras podrían utilizarse contra
ella. Le especifiqué que si nos daba una razón lógica que justificara su presencia a
aquella hora, en el lugar del crimen, la soltaríamos.
—¿Y se la dio?
—No.
—Un momento —interrumpió el juez Hoyt—, ¿quiere hacer alguna objeción,
señor Mason?
—No, Señoría, ninguna.
—Pues el Tribunal se encargará de ello —declaró el juez—. La acusada no tiene
ninguna obligación a responder. Tiene derecho a callarse si lo considera preferible. El
Tribunal hace esta objeción en interés de la encartada.
—Está bien, Señoría —admitió Burger—, pero no se trataba más que de una
aclaración preliminar.
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—Entonces, limítese a los hechos —exclamó el juez Hoyt, un poco excitado.
—Bien, Señoría.
Burger sonreía con aire triunfal e hipócrita a la vez. Le parecía ya leer los titulares
de los diarios y los artículos relatando la lucha entre Perry Mason y Hamilton Burger,
así como la derrota del primero durante la audiencia preliminar.
—¿Tuvo ocasión de registrar el bolso de la sospechosa? —prosiguió, dirigiéndose
a Ogelsby.
—Sí, después de haberle pedido permiso.
—No insistiré sobre los objetos sin importancia que podía contener. Pero, dígame,
¿no encontró un pedazo de papel?
—Sí.
—¿De qué se trataba?
—De un recibo del taxi 671, de la Red Line Cab Company, y entregado por la
carrera 984, cuyo importe ascendía a dos dólares noventa y cinco centavos.
—¿Tiene ese recibo?
—Sí.
—¿Es, sin duda, el que encontró en el bolso de la acusada?
—Sí.
—Solicito que se incluya como prueba —dijo Burger—, siempre que este
Tribunal no tenga inconveniente.
—Ninguno, ninguno —declaró Mason, alegremente.
—Puede proceder al contrainterrogatorio —propuso entonces, el fiscal.
—Es inútil —replicó Mason, con brevedad.
El juez Hoyt estuvo a punto de decir algo pero finalmente calló.
—Que convoquen a Jerome C. Keddie —propuso entonces, Burger.
El hombre prestó juramento. Era chófer de taxi en la Red Line.
—¿Qué taxi conducía el tres de este mes?
—El 761.
—¿Dónde estaba usted a las cinco menos cuarto?
—Regresaba de una carrera al Country Club. Iba vacío.
—¿Pasó usted cerca del punto señalado con una cruz en este plano?
—Sí.
—¿Y qué ocurrió en este cruce?
—Distinguí a una mujer muy elegante, vestida con una falda blanca, zapatos del
mismo color una chaqueta adornada de rojo… Andaba apresuradamente por la
carretera y…
—Un momento, se lo ruego. ¿Puede indicárnoslo en este plano?
El testigo se acercó y señaló con el dedo el punto exacto.
—Se trata —hizo observar Burger— del camino que conduce de la casa donde
fue descubierto el cadáver, a la autopista. Pero volvamos a lo que ocurrió el día de
autos.
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—La mujer parecía nerviosa, casi completamente fuera de sí. Me hizo una seña.
Al verla, yo había aminorado ya la marcha, porque pensé que tal vez buscase un taxi
y me alegraba no tener que regresar vacío. No me había equivocado. ¡Puede
asegurarse que estaba muy alterada! Ni siquiera conseguía decirme a dónde quería ir.
«A la ciudad», me dijo, mientras pensaba en otra cosa… Finalmente se decidió por la
Union Station, pero esto no era más que un pretexto, porque…
—Se lo ruego —interrumpió el juez Hoyt—. Si el Tribunal debe encargarse de
defender los derechos de la acusada, se esforzará en hacerlo. Pido, por consiguiente al
testigo, que se limite a mencionar los hechos y a guardarse sus opiniones.
—Entonces la conduje a la estación —prosiguió Keddie.
—¿Cambió alguna palabra con ella?
—Traté de preguntarle si había tenido algún accidente, y si podía ayudarla. Pero
ella me contestó que todo iba bien.
—¿Se fijó bien en esa persona?
—Sí.
—¿Puede indicárnosla?
Inmediatamente, Keddie señaló con el dedo a Sybil Harlan.
—Deseo hacer observar al Tribunal que el testigo ha reconocido a la acusada sin
la menor vacilación —intervino Burger.
—La defensa está de acuerdo —manifestó Mason, muy amable.
El juez Hoyt le lanzó una mirada severa.
—¿Qué hizo después? —prosiguió Burger.
—Bueno, la dejé en la Union Station y después me marché.
—¿A cuánto ascendió la carrera?
—Dos dólares y noventa y cinco centavos. Lo recuerdo porque ella me dio tres
dólares y medio. ¡Es una buena propina!
—¿A dónde se dirigió su pasajera?
—Entró en la estación y después encaminóse a la parada de taxis que hay al otro
lado. Como yo suponía…
—Le ruego que no haga conclusiones —interrumpió el juez Hoyt—. Es la última
advertencia que le hace este Tribunal, señor Keddie.
—Sí, señor.
—Llámeme «Señoría».
—Sí, Señoría.
—Puede continuar.
—Eso es todo.
—Un momento —dijo Burger—. ¿Está provisto su taxi de un taxímetro, como
todos los de la Red Line?
—Sí.
—¿Y el precio de la carrera se calcula automáticamente? Cuando usted levanta
bandera, al final del viaje, ¿el total queda inscrito en el recibo que sale del taxímetro?
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¿Se entrega este recibo al cliente?
—Sí, pero la mayoría no lo coge. Pero el papel siempre está allí, por si…
—Pero, ¿qué hizo la acusada?
—Lo guardó en su bolso.
—¿Puede decirme lo que representa este papel?
—¡Es el recibo que di a la acusada!
—¿Cuándo?
—El otro día, en la Union Station.
—¿A qué hora?
—Hacia las cinco.
—¿Quiere explicamos lo que representa este papel?
—984 es el número de la carrera, 761 el número de mi taxi, y finalmente dos
dólares noventa y cinco, el precio que hay que pagar.
—Perfectamente. Muchas Gracias —concluyó Burger.
El testigo se puso en pie.
—Un momento —se apresuró a decir Mason—. Con la venia del Tribunal,
quisiera hacer algunas preguntas al testigo.
El juez Hoyt pareció muy aliviado y se recostó en su sillón, en señal de
relajamiento.
—¿Reconoce este papel? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Y dice que vio a la acusada por primera vez aquella tarde en el punto señalado
en el plano?
—Sí.
—¿Está seguro de no haberla visto con anterioridad?
—¡Por completo!
—¿Y cuándo volvió a verla más tarde? —preguntó Mason, con voz sosegada.
—En la policía.
—¿Cuándo?
—El día cuatro por la mañana, hacia las once.
—Así, pues, ¿no volvió a verla entre el momento en que la dejó en la Union
Station y el de la identificación?
—No.
—¿Está seguro?
—Enteramente.
—¿No cabe la posibilidad, pues, de que la confundiera con otra persona que
utilizó su taxi durante la misma tarde del día tres?
—No, de ningún modo.
—¿Dejó usted a esta señora en la estación y después volvió a verla en la policía?
—¡Sí, exactamente!
—Pero veamos —prosiguió Mason—, ¿no anota usted todas las carreras que
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realiza?
—Sí, las apunto en una hoja diariamente.
—Me imagino que telefonea al centro de la compañía cada vez que carga un
cliente. ¿Comunicó su marcha hacia el Country Club?
—Sí.
—¿Les anunció su regreso, vacío, y el hecho de que encontrara una cliente por el
camino?
—Sí; y apunté en mi hoja: carrera a la Union Station.
—¿Tiene aquí esa hoja?
—Sí.
—¿Puede consultarla un momento, por favor?
—¡Me opongo! —exclamó Burger—. Esto no tiene nada que ver con el
contrainterrogatorio. Esas hojas no forman parte del informe oficial del testigo a la
compañía y constituye su propiedad privada.
—Se rechaza la protesta —declaró el juez Hoyt.
Burger sonrió triunfalmente. En lo sucesivo, no se podría tildar al Tribunal de
parcialidad. No sólo Mason había podido realizar su contrainterrogatorio, sino que
también el Tribunal había rechazado una objeción del fiscal.
—¿Puedo ver ese papel? —prosiguió Mason.
El testigo se sacó del bolsillo una hoja doblada y la alargó al abogado.
—Cada semana realizo una verificación con los libros de la compañía, para estar
seguro de que no hay errores.
—Entiendo. ¿A qué hora empieza su trabajo?
—Esto depende del servicio a que se me destina.
—¿A qué hora empezó el día tres?
—A las cuatro de la tarde. Terminé a medianoche.
—Así pues, ¿su carrera al Country Club debió ser la primera del día?
—No, la segunda. Conduje a un hombre al Jonathan Club.
—¿Había empezado a las cuatro en punto?
—No, un poco antes. Mi colega había terminado temprano. Son cosas que
ocurren. ¡Para mí es mejor! Disponía del taxi hasta medianoche y deseaba ganarme
muchas propinas. Si uno de nosotros llega con más de quince minutos de retraso y
esto se repite varias veces, se expone a tener un disgusto. Pero, esta vez, mi colega
iba adelantado.
—Por lo tanto, condujo usted a un hombre al Jonathan Club antes de las cuatro.
¿Qué hizo entonces?
—Me encaminé hacia el Bildmore Hotel. A aquella hora se encuentran clientes
con facilidad. Al cabo de cinco minutos, vi a un mozo con un saco de palos de golf.
Comprendí que me esperaba un buen paseo.
—Así, ¿la mujer que usted cree es la acusada, fue su tercer cliente del día?
—Sí.
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—Compruebo que empezó usted por el número 969. ¿Qué quiere decir esto?
—Es el de la primera carrera. El hombre del Jonathan Club, es el 969. El Country
Club, el 970…
—¿Y la acusada debe tener el número 971?
—Sí. Por lo demás, usted tiene la hoja.
—Entonces, ¿cómo es que en el recibo que le dio usted leo 984?
—¿Qué?
—Un momento, un momento —exclamó Burger—. Conceda tiempo al testigo
para que se serene y conteste con calma. Además, me interesa examinar este papel.
Protesto contra este sistema: las preguntas de la defensa no tienen nada que ver con
las declaraciones del testigo, y constituyen una escapatoria.
—Estimo que forman parte del contrainterrogatorio —replicó el juez Hoyt—.
Pero el testigo no debe contestar hasta que el Tribunal haya examinado ese recibo.
Burger se acercó al testigo y le quitó el recibo de los dedos.
—Un momento —observó el juez—. Éste Tribunal desea examinar el papel,
señor fiscal.
—Bien, Señoría —dijo Burger, alargándoselo—. Probablemente se trata de un
error de impresión, por lo demás, los hechos hablan por sí mismos. Esta situación se
aclarará sola, dentro de poco. Sería lamentable confundir al testigo para hacerle
explicar unos errores tipográficos.
—Señor Keddie —dijo el juez Hoyt, sin prestar atención a las palabras del fiscal
—, ¿puede informarnos a este respecto?
—¡No entiendo cómo se encuentra este número en el recibo!
—¿Tal vez sea falso el ticket?
—Veamos… Si me equivoqué, mi primera carrera sería la 981. No… 982 el
Jonathan Club, 983 el Country Club y 984 la carrera con la acusada. Pero nunca
hubiese podido cometer un error así: ¡Copiar 969 allí donde ponía 982!
—¿Se equivoca algunas veces? —preguntó el juez Hoyt.
—En alguna ocasión, me olvido de bajar la bandera, pero esto es todo, y además,
ocurre raramente. Pero los informes son verificados semanalmente. Todo esto se
comprueba con gran atención, ¿sabe? A un taxista le es muy fácil decir que ha ganado
un poco menos y hacer trampa en el informe. No, todo se verifica cuidadosamente,
créame.
—Así, habiendo empezado su jornada con el viaje 969, ¿la carrera con la acusada
debía ser la 971?
—Sí. ¡Por esto no entiendo por qué este recibo pone 984!
—¡Un momento! —exclamó Burger.
—No me interrumpa, se lo ruego —dijo, secamente, el juez Hoyt—. Deseo
verificar esto… La carrera hubiese debido ser…
Contó los viajes, dio vuelta a las páginas, se puso las gafas y después, tras de
mirar a Burger:
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—Bueno, señor Keddie —dijo—, veo que hay un viaje que usted ha anotado el
título de «visitas a terrenos».
El testigo observó cuidadosamente la hoja.
—Ah, sí —convino, frunciendo el ceño—. Ahora lo recuerdo. Dos señoras que
querían ir a ver propiedades. Me hicieron ir de un lado para otro, hasta que una de
ellas gritó con voz aguda: «¡Aquí, deténgase aquí!». Yo obedecí. Se apearon y me
pagaron.
—Una de esas dos mujeres, ¿era la acusada?
—Oh, no. No volví a verla entre la carrera a la estación y el día siguiente en la
policía.
—¿Está seguro? Sin embargo, ¿dice que eran dos señoras?
—Veamos —reflexionó Keddie—. La una era más bien gruesa y la otra… No lo
recuerdo bien. Cargo a tanta gente durante el día y…
—Por lo tanto, ¿no puede usted jurar que no se trataba de la acusada?
—No estoy seguro de…
—Con la venia del Tribunal —intervino Burger…
—Un momento, deseo terminar personalmente este interrogatorio —indicó el
juez.
—¿Puedo hacer una pregunta? —preguntó Mason.
—Cuando yo haya terminado, señor abogado defensor.
—Deseo hacer observar al Tribunal que me impide realizar el
contrainterrogatorio. Yo no…
—Quisiera saber si este recibo, encontrado en el bolso de la acusada, puede ser el
que entregó a dos mujeres que cogió en North La Brea, a última hora de la tarde —
prosiguió el juez, encarándose con el testigo.
Este se agitó, nerviosamente, en su asiento.
—¿Sí o no?
—Tal vez sea posible —admitió, por fin.
—¡Esto es todo lo que deseaba saber!
—¿Puedo hacer una pregunta? —insistió Burger.
—Pido perdón, pero todavía no he terminado mi interrogatorio —advirtió Mason.
—Pero esta pregunta trata de aclarar la situación, en beneficio del Tribunal —se
defendió Burger.
—Este Tribunal no necesita guardián ni intérprete —declaró el juez Hoyt.
—Pero Señoría, la evidencia salta a la vista: la acusada conocía a una de las dos
mujeres que hicieron la carrera hasta North La Brea. Fue gracias a ella que obtuvo el
recibo. Todo esto no es más que una trampa. La mujer dejó andar el taxi hasta que el
taxímetro marcó dos dólares noventa y cinco centavos y después lo hizo detener y
entregó el recibo a la acusada. Esta, hábilmente aconsejada, lo guardó en su bolso,
para prevenirse del testimonio del señor Keddie.
»Esta es una falta profesional muy grave, Señoría, y una prueba de culpabilidad.
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La acusada ya sabía que se la interrogaría en relación con esta carrera en taxi y se
preparó para engañar a la policía.
—¿Qué tiene usted que contestar, señor Mason? —preguntó Hoyt.
—Nada en absoluto. El señor fiscal hace una afirmación completamente gratuita.
El ignora lo que ocurrió exactamente. Deseo demostrar que el testigo ha sufrido un
error en la identificación.
El juez Hoyt se acarició, pensativamente, la barbilla.
—Prosiga su interrogatorio, señor Mason. La situación es poco corriente y el
Tribunal desea llegar al fondo del asunto.
—Esta es también mi opinión —añadió Hamilton Burger, con aire asqueado.
Mason se encaró con el testigo:
—Cuando cargó usted a la acusada en la carretera, a las cinco menos cuarto, ¿se
fijó en su indumentaria?
—Sí.
—¿Y en su rostro?
—¡Ya he dicho que estaba muy pálida!
—Pero, ¿iba destocada o llevaba sombrero?
—Ella… Veamos un momento… Yo…
—¡No responda, si no está bien seguro! —le advirtió Mason.
—Bueno, debo decir que… En fin, no me fijé…
—¿Llevaba pendientes?
—Lo ignoro.
—¿Y bolso?
—Sí, ¡de él sacó el dinero!
—Pero su rostro, señor Keddie, ¿cómo era?
—Ejem…, extremadamente pálido…
—Sin embargo, ¿afirma que se trataba de la acusada?
—¡Eso creo!
—Pero si reflexiona un poco, pudo muy bien haberse equivocado y confundirse
con una de las dos señoras que cogieron su taxi un poco más tarde. Cuando usted vio
a la acusada en la policía, recordó haber visto su rostro en algún sitio y la identificó.
El testigo se agitó, de nuevo, nerviosamente.
—Me opongo a que el testigo conteste esta pregunta —intervino Burger.
—¿Por qué? —preguntó el Juez Hoyt.
—¡Es una trampa!
—Como el abogado defensor tiene derecho al contrainterrogatorio, se rechaza la
objeción —determinó el Juez Hoyt.
El taxista, cada vez más inquieto, declaró:
—Bueno, la verdad es que ya no lo veo demasiado claro. Ya no sé si…
—Así, pues, ¿admite que pudo equivocarse? —se apresuró a preguntar Mason.
—¡Es muy posible!
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—En consecuencia, ¿pudo haber cargado a una mujer joven a las cinco menos
cuarto y a la acusada un poco más tarde de aquel mismo día?
—Sin embargo, hubiese asegurado que era ella —confesó Keddie—. Pero ahora,
ya no estoy seguro de nada.
—Muy bien, gracias —concluyó Mason. Inmediatamente, Hamilton Burger se
precipitó hacia el testigo:
—¡No permita que un abogado astuto le embrolle las ideas de esta manera! —
empezó a decir—. Usted sabía muy bien lo que había visto y cuándo. ¿No fue la
acusada la persona que transportó el día 3 de este mes?
El testigo vaciló.
—Sin embargo, es lo que afirmaba usted antes.
—Sí. La vi, puesto que al día siguiente la identifiqué ante la policía.
—Pero, entre el encuentro del tres y el del cuatro por la mañana, ¿volvió a verla?
—¡Ah, esto no! —declaró el testigo, con firmeza.
—De modo que usted vio a la acusada el tres de este mes en el lugar indicado en
el plano a las cinco menos cuarto, ¿no es así?
—Bueno, es lo que creía, pero ahora ya no estoy tan seguro. Tengo la impresión
de que la cabeza me da vueltas. En efecto, hice un viaje con ella, pero, ¿cuándo? ¡No
sabría decirlo!
—Está bien —concluyó Burger, con aire asqueado—. Muy bien, no le molestaré
por más tiempo.
Tras esto, el fiscal del Distrito, se sentó con aire cansado.
—En otras palabras —prosiguió Mason, con voz suave y clara—. ¿No sabe usted
cuándo vio a la acusada durante la tarde del día 3?
—¡En efecto!
—Pero, si la reconoció al día siguiente, ¿es que su rostro le parecía familiar? ¿Es
esto todo lo que recuerda?
—Un momento —terminó Burger—, esta pregunta es tendenciosa. El abogado
defensor no solo ha hecho todo lo posible para confundir al testigo, sino que
también…
—¿Se trata de una protesta? —preguntó Mason, secamente.
—¡En efecto!
—Entonces, diríjase al Tribunal.
—Señoría —dijo Burger—, este interrogatorio se realiza de una manera
deplorable. Las preguntas son improcedentes y no guardan relación con el testimonio
del testigo.
—Se rechaza la protesta —determinó el Juez Hoyt.
—En realidad —dijo el testigo—, cuando más pienso en ello, más seguro estoy de
que la acusada era una de las dos mujeres que cargué en North La Brea. No ceso de
observarla… Todo su aire… ¡Sí, es muy posible!
—Pero sin embargo, ¿solo la vio una vez durante aquel día?
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—Sí.
—¿Y fue en el momento de su tercera carrera? —interrumpió Burger.
—¡Protesto! La pregunta es tendenciosa —dijo Mason.
—Pero, Señoría —protestó Burger…
—No tiene usted derecho a sugerir las respuestas al testigo, cualquiera que sea su
intención. Sin embargo —prosiguió el juez Hoyt—, dado lo extraordinario de la
situación, pediré al testigo que conteste.
—Creía que era ella, pero ya no estoy seguro. ¡Pero si la hubiese visto después de
la carrera del Country Club, lo recordaría!
—O sea, ¿ella es su cliente de las cinco menos cuarto o bien la de North La Brea?
—Sí.
—Eso es todo —terminó Hamilton Burger.
—En efecto —intervino, inmediatamente, Mason, con gran amabilidad—, si esa
joven fuese la del Country Club, ¿la hubiese reconocido un poco más tarde?
—Sí. Y la prueba es que la reconocí… al día siguiente.
—Por lo tanto, sólo la vio una vez —recalcó el abogado.
—Sí.
—Esto es todo —dijo Mason.
—No hay más preguntas —añadió Burger.
—¿Tiene otras pruebas que aportar a este Tribunal? —preguntó el juez Hoyt.
—Señoría, afirmo que el revólver que sirvió para matar a Lutts, fue comprado por
el marido de la acusada, Enright A. Harlan. Pero, todavía, no tengo la prueba
definitiva.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque, alguien firmó con el nombre de Harlan en el registro del comerciante,
pero se trata de la escritura de otra persona. Según todas las apariencias, la de una
mujer.
—¿Es la de la acusada?
—No, Señoría. Lo siento mucho, pero he de reconocer que se trata de otra mujer.
Por ahora, el comerciante no recuerda, en absoluto, las circunstancias de esta compra.
—¿Cómo piensa demostrar a quién pertenece el arma?
—Necesitaría el testimonio del marido de la acusada, pero para ello necesito la
autorización de ésta.
—Comprendo —declaró el juez, con aire pensativo.
—Pero, hay una cosa segura —prosiguió el fiscal—, la sesión de esta tarde ha
sido cuidadosamente preparada con el fin de confundir a mi testigo. ¡Deseo llamar la
atención del Tribunal sobre esta maniobra grosera! Se trata de una ofensa a la
magistratura.
—No es esta mi opinión —repuso el juez Hoyt—, pero creo que el colegio de
abogados debería interesarse en todo esto.
Tras de lo cual, lanzó a Mason una mirada severa.
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—¡No lo entiendo! —declaró este último.
—Sin embargo, no ignora usted el código moral de los abogados. Si es este el
caso, le aconsejo que lo repase un poco.
—Es lo que he hecho precisamente —replicó Mason, imperturbable—. El
contrainterrogatorio tiene por finalidad, sondear la veracidad de las afirmaciones de
un testigo. Si este hubiese cargado a mi cliente, otra vez, durante la tarde del tres, le
hubiese dicho: «Buenas tardes, señora, hace un rato la he tenido ya como pasajera».
—Ella sólo cogió ese taxi una vez —dijo Burger—. Pero otra mujer hizo la
carrera de North La Brea y le entregó el recibo.
—¿Se trata de una acusación? —se apresuró a preguntar Mason.
—Sí —replicó Burger, con firmeza.
—¡De modo que afirma usted, ante el Tribunal, que mi cliente no cogió el taxi en
North La Brea! Dado que se está hablando del código de los abogados, haré observar
que el señor fiscal presenta los hechos de manera claramente arbitraria.
—Un momento, un momento —tartamudeó Burger—. Yo sólo afirmo lo que ha
dicho el testigo.
—Pero este último no estaba seguro de sí mismo y lo ha reconocido. De modo
que, ¿con qué derecho afirma…?
—No tiene usted por qué someterme a un interrogatorio —protestó Burger.
—¡Son sus afirmaciones públicas las que me obligan a ello!
—Vamos, vamos, señores —interrumpió el juez Hoyt—. Esta situación es
absurda. ¡Un poco de calma, por favor!
—No tengo intención de dejarme acusar de que falto a las reglas de mi profesión
—dijo Mason—. Si yo estuviese en el lugar del fiscal, hubiese comprobado cuál era
la carrera que correspondía al número 984 del recibo.
—Debo reconocer que esta es una inexactitud lamentable. ¿Por qué ha sido
confundido este recibo con otro? —preguntó el juez Hoyt.
—Porque era el mismo precio, la misma fecha y el mismo taxi —estalló Burger
—. ¡Y se encontraba en el bolso de la acusada!
—Sin embargo, este Tribunal considera que hubiese debido examinar esto con
mayor atención para saber de qué carrera se trataba.
Burger pareció a punto de querer decir algo, pero finalmente calló.
—El testigo debería ser capaz de reconocer formalmente a la acusada —continuó
Mason—. Vacila porque, al día siguiente, en la policía, fue sometido a la influencia
de las autoridades.
—Esta conclusión parece lógica —admitió el juez Hoyt—. Debe usted
reconocerlo, señor fiscal del distrito. El testimonio del señor Keddie es inutilizable y
no puede servir de identificación positiva ante un jurado.
—Este problema se resolverá en su momento —replicó Burger, con aire sombrío
—. Por ahora, trato de descubrir cómo ha podido montarse esta trampa… Su Señoría
debe darse cuenta de que la acusada pudo prever el interrogatorio y preparar la
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situación.
—También puede pensar que el testigo ha confundido a dos clientes que cargó el
mismo día —repuso el juez.
—Si esta es la actitud del Tribunal —exclamó Burger, furioso…
—El Tribunal se basa en las declaraciones del testigo —cortó el Juez, con tono
glacial.
—¡Bien, Señoría!
—Puede proseguir.
El fiscal tuvo un momento de vacilación.
—Queda bien entendido de que se trata de una audiencia preliminar —hizo
observar el juez Hoyt—. Debe usted probar, sencillamente, que se ha cometido un
crimen y que pesan graves cargos contra la acusada. Hasta ahora, las pruebas no han
sido muy convincentes.
—Puedo retirar esta acusación y presentar otra —dijo Burger.
—También puede comparecer ante el gran Jurado y evitar otra audiencia
preliminar —sugirió el juez Hoyt.
—Es lo que este Ministerio ha tratado de obtener —contestó Burger—. Todas las
ocasiones de interrogar al testigo han servido para plantear hechos secundarios y
alterar su significado.
—Entonces, ¿puede usted demostrar que la acusada se encontraba en el auto de la
víctima cuando ésta se dirigió a la casa del crimen? ¿Ha encontrado sus huellas
dactilares?
Burger se mostró humillado.
—Con franqueza, Señoría, he de confesar que no las hemos buscado. La
identificación de la acusada por este taxista, nos parecía una prueba bastante
convincente. Existía, además, el arma comprada por su marido. Ha sido sólo al
comprobar que otra persona había firmado en el registro cuando hemos lamentado
nuestro optimismo.
—¿Qué se propone hacer? —preguntó el Juez Hoyt.
—Solicito que la acusada sea encarcelada —trató de conseguir Burger.
Hoyt meneó la cabeza.
—Las pruebas no son lo bastante concluyentes.
—¡Pero el Tribunal no puede soltar a la acusada! —gritó Burger.
Entonces el juez Hoyt dejó escapar una exclamación.
—Señor fiscal del Distrito, me he esforzado en ser condescendiente con usted. El
Tribunal reconoce que un plan ingenioso, tal vez, haya creado una confusión respecto
a la identificación. Pero permanece el hecho de que dicha identificación no puede ser
considerada válida. ¿Quiere retirar las acusaciones que había presentado contra la
encartada?
—Sí, propongo que se dé por terminado este asunto.
—Perfectamente. La encartada queda en libertad —declaró el juez Hoyt.
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—Pero solicitaré al Tribunal que permanezca en prisión en espera de los
próximos acontecimientos —continuó Burger.
—Esto es imposible —indicó el juez Hoyt, moviendo la cabeza—. Solo unas
pruebas formales permitirán encarcelar a la acusada, antes de que se presente al gran
jurado. Pero este Tribunal considera insuficientes las pruebas presentadas.
—Bien, Señoría —dijo Burger.
—¡Se levanta la sesión! —concluyó el juez Hoyt.
Apenas se había levantado, cuando el fiscal del Distrito ya abandonaba la sala de
audiencia, con el rostro pálido de rabia.
Perry Mason, sonrió a Sybil Harlan.
—Ha sido el primer asalto —dijo.
—¿Qué debo hacer?
—Esperar los acontecimientos. Será detenida de nuevo.
—Y entretanto, ¿he de quedarme sin hacer nada?
—¡Sí!
—¿Qué ocurrirá con el taxista?
—Cuando Burger lo presente ante el jurado, contará una historia muy distinta —
repuso Mason—. Pero siempre tendremos las notas taquigráficas de su primer
testimonio. Me propongo darles mucha cuerda suelta. Sin duda, dirá que fue usted la
que cogió el taxi a las cinco menos cuarto, pero que volvió a tomarlo, más tarde,
junto con otra mujer.
—¿Qué podrá usted hacer?
—Le preguntaré por qué, cuando los acontecimientos estaban frescos en su
memoria, juraba que sólo la vio una vez aquel día. Se las haré ver de todos los
colores. Por cierto, ¿quién firmó por el revólver que compró su marido?
—Creo que su secretaria.
—Seguramente lo descubrirán y la convocarán para que certifique. ¡Ella declarará
que entregó el revólver a su esposo!
—Y, ¿entonces?
—Espero que de aquí a entonces hayamos descubierto alguna otra cosa. Voy a…
En aquel momento, Enright Harlan empujó la puerta que separaba la sala de
audiencia de la habitación contigua, reservada a los abogados y se les acercó.
Sybil Harlan le lanzó una breve mirada y, al ver la expresión del rostro de su
marido, pareció que había recibido un golpe en pleno corazón.
—Acabo de enterarme de algo, Sybil —dijo.
—¿Sí?
—La señora Doxey ha explicado a Roxy Claffin que fuiste tú quien contrataste a
Mason, para que comprara acciones de la Sylvan Glade Company y trabase el
engranaje.
—Espere —interrumpió Mason—. ¡Cálmese!
—Sin ni siquiera dirigirle una mirada, Harlan prosiguió, con los ojos fijos en el
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rostro de su mujer.
—¿Es esto cierto, Sybil?
—Un momento —se obstinó Mason—. Tenemos aquí a una nube de fotógrafos y
periodistas. No es momento para entablar una disputa matrimonial.
—¿Pretendes lo contrario? —insistió Harlan.
Entonces, Sybil se le encaró:
—¿Hemos de discutir ahora, Enny?
—¡Sí!
—¡Bueno, pues es cierto! Ella trataba de robarme algo que yo quería mucho y
decidí hacerla sufrir también a ella.
—¿Por qué has causado todo este daño a Roxy? Ella no puede dominar sus
sentimientos. Es humano el amar, o el dejar de amar. Tú tampoco puedes contenerlo.
Tú misma no eres siempre dueña de ti. Roxy nunca ha causado daño a sabiendas.
—¿Oh, no, de veras? Esa pequeña pécora… ¡Desde luego que no! Pues bien, si,
contraté al señor Mason. ¿Y qué?
—Lo siento mucho —dijo Harlan con voz helada y dio media vuelta.
—Un momento —intervino Mason—. ¡Acérquese otra vez!
El otro se detuvo y miró al abogado por encima del hombro.
—No puede usted hacer esto —dijo Mason—. Su esposa tiene ya suficientes
preocupaciones sin que haya necesidad de añadirle aún más. Los periodistas les
observan. Si le ven abandonarla así, sin una palabra, van a…
—Aunque me esté viendo el mundo entero, me da lo mismo —declaró Harlan,
volviéndole deliberadamente la espalda.
Mientras atravesaba la sala de audiencia, dos fotógrafos captaron un dramático
cliché de su rostro endurecido por la cólera.
Mason se situó frente a Sybil, a fin de ocultarla a los ojos de la prensa.
—Sobre todo, no llore —ordenó—. No olvide que se trata de una partida de
póker. ¿Se ve con ánimos para sonreír?
—¡Válgame Dios, no! Ya será mucho si consigo no llorar durante treinta
segundos. Haga venir a la guardiana, para que me haga salir de aquí.
Mason hizo una seña a Della Street.
—Ocúpate de ella, Della. ¡Hazla salir!
—Y tú, ¿qué piensas hacer? —preguntó ésta.
—Distraer la atención de estos periodistas —repuso Mason, mientras se
apresuraba a alcanzar a Enright Harlan.
Se reunió con él cuando el otro, con los labios apretados, pulsaba el timbre del
ascensor.
—Harlan —llamó.
Este dio media vuelta y lanzó a Mason una mirada desprovista de cordialidad.
—Y ahora, ¿qué quiere?
Mason, consciente de los periodistas agrupados a su espalda declaró:
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—¡No se librará con tanta facilidad!
—¿Qué quiere decir?
—Su esposa le ha hecho una pregunta y usted debe contestarla. ¿Cómo es que su
revólver fue hallado en el lugar del crimen?
Enright Harlan quedó atónito.
—¿Qué… qué diablos quiere insinuar?
—Soy el abogado de su esposa y trato de encontrar al asesino de Lutts.
—¡Entonces, interrogue al asesino!
—Pero por el momento, es a usted a quien hago estas preguntas. No puede
marcharse sin contestarme.
El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Después de un momento de
vacilación, Harlan entró en la cabina sin decir ni una palabra más.
Mason se encaminó, de nuevo, hacia la sala de audiencias. Los periodistas le
cortaron el paso.
—¿Qué hay respecto a ese revólver, señor Mason? ¿Qué trataba de insinuar?
¿Qué se está preparando? ¿Por qué ha hecho esta pregunta a Harlan?
—¡Porque el fiscal del Distrito dice que se trata de su revólver!
—Pero —intervino un periodista—, su esposa pudo utilizarlo.
—También él —replicó Mason.
—Válgame Dios, no querrá usted decir… Ha abandonado a ésta y…
—Ha dado su revólver a alguien. Quiero descubrir a quién.
Tras estas palabras, Mason franqueó el grupo de periodistas. Encontróse frente a
frente con Della, que salía de la sala, y se la llevó a un rincón.
—¿Todo arreglado?
—Sí. Ha conseguido contener las lágrimas durante el tiempo preciso de
abandonar la sala.
—¿Ha dicho algo?
—Me ha confesado: «Esto me enseñará a no subestimar a mi adversario. Ahora,
ya no me importa lo que puedan hacerme». Estaba pálida y temblorosa.
—¡Bien! Ahora que sabemos lo que trama el fiscal, nos podemos poner a trabajar.
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Capítulo 11
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Dando la espalda a la ventana, Mason alzó el revólver y oprimió el gatillo dos
veces. El eco de la explosión se extendió hasta lo lejos. En correspondencia, le
llegaron dos toques de claxon.
Esperó un minuto largo antes de disparar otras dos veces, pero nada le respondió.
Se metió el revólver en el bolsillo y bajó la escalera.
—¿Va bien? —preguntó Della.
—Sí. ¿Cómo los has oído?
—Los dos primeros, muy claramente; después, nada.
—¿Has prestado atención para los dos últimos disparos?
—En fin, he… he encendido la radio, me he sentado confortablemente como
aquel que escucha el programa…
—¿La has puesto bastante fuerte?
—Sí. No hasta el punto de ensordecerme, pero bastante fuerte.
—Si lo he entendido bien, ¿has hecho todo lo posible para ayudar a nuestra
clienta?
—¡He de confesarte que sí!
—Esto no vale —señaló Mason—. Es inútil hacer trampas.
Se sentó junto a Della y reguló la radio.
—Déjala así —ordenó.
Después volvió a subir al tercero y disparó dos tiros. Esta vez, dos toques de
claxon le contestaron. Eran breves, como si Della hubiese apretado el botón con
repugnancia.
Suspiró y se metió el arma en el bolsillo. Encontró a Della sentada aun en el
coche, con los ojos llenos de lágrimas.
—Vamos, no te lo tomes demasiado a pecho —le dijo, dándole palmadas en la
espalda—. Necesitaba saber a qué atenerme, eso es todo.
—¡Pero es que yo la aprecio, jefe!
—También yo, pero necesito estar al corriente de los hechos.
—¿Hará la policía esta experiencia?
—Tan pronto como haya contado su historia. ¿No has podido oír los disparos
cuando la radio funcionaba muy fuerte?
—No.
—Si no hubieses sabido que iba a disparar, ¿hubieras, de todos modos, oído los
tiros?
Della se enjugó las lágrimas.
—Me gustaría decir que no, pero es inútil. Se han oído claramente.
Mason asintió, sin gran entusiasmo.
—No puedo tenderle este cabo, Della. Sólo podré interrogarla hábilmente.
—¿Estaba encendida la radio, cuando llegaste con Doxey?
—No. La señora Harlan dijo que la apagó cuando entró en la casa.
—¿Y qué se ha hecho del auto? Tal vez sea útil saber qué emisora tenía
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sintonizada.
—Lo está examinando la policía. ¡Se han puesto a buscar huellas dactilares, con
cierto retraso!
—¿Las han encontrado?
—Hasta ahora no han dicho nada. Vamos —agregó Mason—, es hora de ir a
hablar con la señora Doxey. Quisiera saber si ha contado a Roxy Claffin que Sybil
Harlan me había pagado para que enredara la situación.
—Verdaderamente, ha sido poco elegante por su parte —constató Della— contar
esas cosas, cuando Sybil Harlan ve que su marido se le escapa para correr tras de
Roxy Claffin.
Mason asintió con la cabeza.
—Pero jefe, supón que la señora Harlan diga la verdad. Alguien debió esconderse
en la casa para esperar a Lutts. Después de todo, un hombre de negocios como él
debía tener muchos enemigos.
—Veremos todo esto desde muy cerca —dijo Mason—. El asesino debió disparar,
por lo menos, dos balas. Una que hirió a Lutts a unos cincuenta o sesenta centímetros
de distancia, y la otra que se clavó en la pared. ¿En qué orden las disparó?
—¿Qué quieres decir?
—Si el asesino apuntó al corazón de Lutts, desde tan poca distancia, no hubiese
vuelto a disparar contra la pared para ejercitarse.
Della estuvo de acuerdo.
—Podemos deducir que la primera vez falló.
De nuevo, Della asintió con un ademán.
—Tratemos de reconstruir el crimen. En el momento del primer disparo, Lutts
debía estar de espaldas.
—¿Qué te hace pensar esto?
—¡La lógica! El asesino no hubiese sacado el revólver, apuntado y tirado, si Lutts
le hubiese dado la cara.
—Pero recibió el balazo en medio del pecho.
—Sí —reconoció Mason—, lo que indica que estaba de espaldas en el momento
del primer disparo. El asesino falló. El ruido le hizo dar media vuelta. Vio al asesino,
que empuñaba el revólver. Entonces, o trató de huir o se precipitó sobre el criminal.
Aparentemente, es esto lo que hizo.
—¿Sí?
—Debió lanzarse sobre el homicida, o bien fue el otro quien avanzó. Por lo tanto,
la distancia entre ambos disminuyó bruscamente, entre el primer y el segundo
disparo.
—Es evidente.
—Sólo que, a cincuenta centímetros del cañón del revólver, la víctima hubiese
intentado protegerse.
Entonces, Mason sacó del bolsillo un metro desplegable y dijo:
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—Baja del coche, Della; quiero hacer una prueba. Toma, coge el revólver.
—¿Está vacío?
—Sí. Es el que tenía los cartuchos de fogueo.
Della lo cogió.
—Ahora, apúntame mientras alargas el brazo todo lo que puedas.
Ella obedeció. Mason midió cincuenta centímetros desde la boca del arma hasta
su propio pecho.
—¿Ves lo que quiero decir? A esta distancia, puedo arrancarte el revólver de la
mano.
—¡Si yo no esquivo el golpe!
—¿Mientras me apuntas? Me parece difícil. Ahora, dobla el brazo… Más. Coloca
el arma más abajo, cerca de la cadera. Recuerda que la bala siguió una trayectoria
ascendente.
Ella obedeció. Mason midió de nuevo la distancia indicada.
—Ahora, podría romperte la mandíbula antes de que tuvieses tiempo de apretar el
gatillo.
—¡Tal vez se hicieron ambas cosas al mismo tiempo! —observó Della.
—Es posible.
—¿Qué hacemos ahora?
—Vayamos a hablar con la señora Herbert Doxey. Pero antes quiero telefonear a
Paul Drake, para saber qué sospechosos tienen conocimientos sobre armas de fuego.
Pues, parece claro que el asesino falló su primer disparo a una distancia de pocos
metros.
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Capítulo 12
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—¿Lo sabía el día de su muerte?
Después de un momento de vacilación, reconoció:
—Sí.
—¿Cuándo?
—Lo supe por la noche, cuando mi padre no vino a cenar… Era tan
desacostumbrado por su parte… Le gustaba comer a horas fijas. Empezaron a
telefonear personas en relación con esas acciones.
—¿Tienen criada?
—Sí, pero sólo trabaja medio día.
—¿Siempre cenaban puntuales?
—Sí. Por eso me sorprendió su retraso. Era verdaderamente extraño, incluso
extraordinario. Si no podía llegar a tiempo, me telefoneaba para advertirme.
—Supongo que lo comentaría con su esposo, preguntándose qué había podido
retenerlo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando le habló de la venta de las acciones?
—Sí.
—¿Le dijo que yo las había comprado?
—Sí.
—¿Explicó que yo no era más que un hombre de paja?
—Me comunicó sus sospechas.
—¿Sin darle el nombre de mi cliente?
—No. Lo ignoraba.
—¿Está segura?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Le hizo preguntas sobre esto?
—Desde luego. Nos preguntábamos, quién podía ser el verdadero comprador.
Herbert sospechaba de Cleve Rector o de Ezekiel Elkins. Esos dos siempre trataban
de crear dificultades.
—Ya veo. Y, después, ¿descubrió usted la identidad de mi cliente?
—Hasta hoy no lo he sabido. Nadie me lo había dicho.
—¿Ni siquiera su esposo?
Ella apretó los labios y negó con la cabeza.
—Nos hemos visto varias veces.
—¿Cuántas?
—Tres o cuatro, como máximo.
—¿Son ustedes amigas o simplemente se saludan?
—¡Oh, cambiando unas palabras!
Mason reflexionó por un momento.
—Pero, ¿a qué vienen estas preguntas? —preguntó la señora Doxey.
—Me interesa aclarar un hecho muy importante.
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Ella permaneció silenciosa.
—¿Ha discutido usted en algún momento, con la señora Claffin, la posible
identidad de mi cliente?
—No.
—¿Ha hablado usted de la recuperación de las acciones?
—En absoluto. Desde entonces no he vuelto a verla.
A esta respuesta, Mason intercambió una ojeada con Della.
—Bueno, muchas gracias —terminó—. Me interesaba descubrir algo en relación
con la señora Claffin y sus reacciones.
—Siento no haberle podido ser útil, señor Mason.
Evidentemente, la señora Doxey esperaba que el abogado se marchase. De
repente, se abrió la puerta de entrada. Una voz alegre llamó:
—¿Dónde estás, querida?
—Tenemos visita, Herbert —avisó ella, poniéndose en pie.
—¿Sí? He visto un auto frente a la casa, y no sabía si alguien lo había dejado allí
o si… ¡Caramba, señor Mason! ¿Usted por aquí? ¡Y la señorita Della Street! Es un
placer.
—Me interesaba descubrir lo que ocurrió después del consejo del día 3 —explicó
Mason.
La cordialidad de Doxey desapareció inmediatamente.
—Mi esposa no sabe nada de estos asuntos de negocios.
—Es precisamente lo que ella me decía. ¿Sabía el señor Lutts a quién
representaba yo cuando le compré sus acciones?
—Sí, pero ya le dije que no me habló de esto.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—¡Después del consejo! Fuimos juntos al restaurante a comer dos bocadillos.
¡Esto ya se lo había contado!
—¿Le habló él de mi compra?
—Desde luego. Es más, fue el único tema de conversación. ¿De qué quería que
hablásemos en un momento así?
—¿Trataba él de averiguar quién era mi cliente?
—¡Claro! Nos interesaba a ambos. Era el interrogante número uno,
desdichadamente destinado a permanecer sin respuesta. Yo pensaba en Elkins. Mi
suegro, en cambio, se inclinaba a creer que era una persona que no formaba parte de
la sociedad. Después se le debió ocurrir una idea. Fue a telefonear. Creo que se enteró
de algo, pero no me dijo nada.
—¿Conoce usted a la señora Claffin?
—Nos hemos visto varias veces, pero, ¿de qué diablos se trata? ¿De un
contrainterrogatorio? Sí, la conozco. ¿Y qué?
—¿Ha comentado con ella mi compra de las acciones?
—Desde entonces, no la he visto, Enny Harlan se ocupa de sus negocios y
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siempre discuto con él.
—¿Le ha telefoneado?
—Sí. Harlan ha tratado de conseguir información. Le he declarado que no sabía
nada.
—Así, pues, ¿no ha contado a nadie el hecho de que yo representaba a alguien?
—¡No me gusta mucho que venga usted a mi casa a hacerme una serie de
preguntas, así como a mi esposa! —exclamó Doxey.
—Es usted secretario de una sociedad de la que soy accionista —replicó Mason
—, y tengo derecho a interrogarle.
—¡No como abogado de la señora Harlan en un caso de asesinato!
—Es posible, pero sigue habiendo una realidad: usted es el secretario de esa
sociedad.
—Bueno, bueno, ¿y qué?
—¿Ha discutido usted sobre la identidad de mi cliente con Roxy Claffin o Enright
Harlan, sí o no?
—No. ¿Era eso lo que deseaba saber?
—Exactamente —asintió Mason, sin hacer caso del tono desagradable de Doxey.
—Herbert —intervino su esposa—. El señor Mason ha sido muy amable y muy
considerado. ¡Es inútil contestarle con tanta dureza!
—¿Quieres dejar que yo me ocupe de todo esto?
—Bueno, gracias, esto es todo —terminó Mason.
—A su disposición —ironizó Doxey, mientras los acompañaba hasta la puerta.
—Bueno —preguntó Della a Mason, mientras regresaba al despacho—, ¿tiene
esto tanta importancia?
—¿Qué?
—Ese cambio en la actitud de Doxey.
—Aún no lo sé. Me pregunto por qué se ha mostrado de repente tan irritado.
—Tus preguntas no deben haberle gustado. Además, aunque Harlan afirma que
ha sido la señora Doxey quien ha informado a Roxy Claffin, es posible que no sea
cierto.
Mason estacionó el coche delante de su despacho. Al llegar a su piso, Della y él
se detuvieron en el despacho de Drake.
—¡Hola, Paul! ¿Qué tal por la Jolla? —preguntó Mason, mientras abría la puerta.
—Espléndidamente —replicó con ironía el detective—. Pasé un cuarto de hora
delicioso, antes de recibir el mensaje que me ordenaba regresar.
—Sí; finalmente, el asunto de la Jolla no ha sido tan importante como yo creía.
—Estoy enterado —dijo Paul, con voz seca—. Digamos, en realidad, que el
taxista se derrumbó y no pudo identificar a tu cliente. Por lo tanto, podía regresar sin
miedo a nuevas preocupaciones.
—Nunca he dicho nada semejante —protestó Mason—. El asunto de la Jolla no
tenía nada que ver con ese taxista.
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—Lo sé, lo sé —contestó Drake—. Ha sido una simple coincidencia. Son cosas
que ocurren, ¿verdad? Por lo demás, es curioso ver lo que pueden engañar las
apariencias.
—Vamos, déjalo correr —cortó Mason—. ¿Qué has descubierto en relación con
las personas incluidas en la lista que te di?
—Pues, a las cuatro y media de la tarde del día tres, Herbert Doxey estaba en su
casa junto con su esposa. Había regresado hacia las cuatro y tomaba un baño de sol
en un rincón recogido del jardín. ¡Su espalda enrojecida constituye la prueba! Enright
Harlan y Roxy Claffin, también estaban juntos.
—¿Seguro?
—Sí. Roxy estaba en su casa y tuvo una llamada telefónica de cuatro a cuatro y
cuarto. Harlan debió llegar un poco antes de las cuatro y media. Estaban citados en
casa del abogado Arthur Nebitt Hagan, y se marcharon casi en seguida.
»En cuanto a Neffs, aunque parezca increíble, estaba en la agencia de detectives
Sunbelt, encargando a un detective que siguiera a ciertas personas. Sospechaba de
una docena que podían ser clientes tuyos, y deseaba cerciorarse.
»Cleve Rector estaba reunido con el contratista Jim Bantry, de la Compañía
Constructora Bantry.
—¿Eran ya las cuatro y media? —preguntó Mason.
—Bueno, precisamente aquí hay algo que no encaja. Dejó a Bantry a las cuatro.
Pretende haber ido a beberse una copa antes de regresar a su despacho, pero no llegó
hasta las cinco.
—Así pues, ¿es imposible comprobar dónde estuvo entre las cuatro y las cinco?
—De todos modos, necesitó sus buenos veinte minutos para ir desde el despacho
de Bantry al suyo. Le queda pues muy poco tiempo para hacer algo. Pero hay que
reconocer que no tiene coartada.
—Pero, ¿hay efectivamente alguien que puede testimoniar haberlo visto? —
preguntó Mason.
—Dio el nombre del bar donde bebió la copa. Pero el barman estaba ocupado. La
descripción de Rector no le dice nada en absoluto. Podía muy bien estar allí sin
recordarlo.
—Bueno, prosigamos —suspiró Mason—. ¿Qué hay de Ezekiel Elkins?
—Ah, éste —exclamó Drake—, lo he guardado para el final. Es curioso: ¡No
quiere decir nada!
—¿A nadie?
—¡A nadie! Lo hemos intentado todo sin poderle sonsacar ni la menor
información. Incidentalmente deseo hacerte observar que tiene un ojo amoratado.
—Caramba, caramba —dijo Mason—, ¿tropezó con una puerta en la oscuridad?
—Más bien diría que se encontró con un puño en pleno día.
—¿Y no quiere decir nada?
—No. Sin embargo, ha celebrado una entrevista con el fiscal del distrito.
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—¿Ha hablado?
—¡Como si el fiscal fuese a hacerme confidencias!
—Pero ha debido hacerlas a los periodistas.
—Ha afirmado que tiene varios testigos del mayor interés. Elkins forma parte del
lote. Pero ni una palabra en relación con su entrevista y sí en cambio, una de sus
sonrisas misteriosas y confiadas.
—Es una manera de escabullirse —comentó Mason.
—En cuanto a la última bala —prosiguió Drake—, demuestra que, efectivamente,
se dispararon dos tiros en la casa. Pero la tercera sigue sin ser hallada. Me pregunto
contra qué pudo haber sido disparada.
—A mí también me gustaría saberlo —suspiró Mason.
—¿Oyó tu cliente los disparos?
—¿Qué te hace pensar que ella estuviese presente? —preguntó, en el acto Mason.
—¡Oh, ya está bien! Te aseguro que podría sernos muy útil si quisiese.
Simplificarían la encuesta.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, si ella nos dijese exactamente cuándo tuvo lugar el crimen. El médico
forense deja un margen de veinte minutos… ¡Y veinte minutos es mucho tiempo!
Sin responder, Mason movió la cabeza.
—También podría decirnos cuántos disparos se hicieron, y con qué intervalo. Por
ejemplo, si los dos disparos sonaron sin interrupción, o si hubo una larga pausa entre
ellos. Tal vez incluso hubiera un tercer disparo.
—¿Pero qué diablos podía hacer mi cliente allí? ¿Cómo podría haber ido y…?
Mason iba alzando el tono de su voz.
—Un momento —interrumpió Drake—. Es inútil que te sulfures. Me limitaba a
hacer una pregunta y, verdaderamente, mi trabajo sería mucho más fácil si tuviera la
respuesta.
—Pero Paul, nada prueba que mi cliente estúvose en el lugar del crimen. Por lo
menos, por ahora —rectificó Mason—. En todo caso, si ella hubiese estado allí,
hubiese estado sentada en el coche de Lutts escuchando la radio y no habría oído el
disparo.
—Los —rectificó Drake—, ¡en plural!
—De acuerdo, los disparos. Della y yo hemos ido a hacer unas pruebas. Sólo la
radio en marcha podía impedir que alguien sentado en el auto de Lutts oyese los
disparos.
—¿Estaba encendida cuando saliste tú, después de haber descubierto el cadáver
en compañía de Doxey?
—No.
—¿Quién tenía las llaves? —preguntó Drake.
—¿Las del auto?
—Sí.
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—¡Lutts, desde luego!
Drake movió negativamente la cabeza:
—No estaban en sus bolsillos cuando registramos el cadáver.
—¡No bromees! —exclamó Mason.
—¿Cambia en algo los hechos? —preguntó inmediatamente Drake, al observar el
rostro del abogado.
—¡Nunca se sabe! ¿Por qué el asesino tenía que coger las llaves de contacto?
—Para largarse con el coche —sugirió Paul.
—¿Busca la policía huellas dactilares?
—Deben estarse ocupando de esto —repuso Drake—. Toma, aquí tienes algunas
fotos. No valen gran cosa, pero, algo es algo.
Mason cogió las fotos 9x12, todas brillantes, y las observó con atención.
—¿Estaba exactamente así el auto cuando lo descubrieron?
—Sí.
Mason, se concentró en la foto del tablier.
—¿Hay algo que va mal? —preguntó Drake.
—Telefonea en seguida a la agencia que ha vendido este auto. Quiero saber si
puede hacerse funcionar la radio sin que la llave de contacto esté en su sitio.
—¡Oh, oh! —exclamó Drake.
—¡Adelante!
El detective cogió el teléfono.
—Sobre todo, no des ningún nombre —le advirtió Mason—. Hazte pasar por un
cliente e inventa una historia cualquiera.
Drake asintió y luego le hizo una seña para que callara.
—¿Oiga? Me interesaría saber si en su último modelo, se puede hacer funcionar
la radio cuando está cerrado el contacto… Sí… Mi vecino acusa a mi chico de que ha
ido a su garaje y ha conectado la radio… Tiene la batería descargada… ¡Ah, bueno!
¿Está seguro? ¿Todos los últimos modelos son así? Bueno, muchísimas gracias.
Mientras colgaba, Drake rehuyó la mirada de Mason.
—Es imposible hacer funcionar la radio sin la llave de contacto, Perry. Este
sistema se ha creado especialmente a causa de las quejas de los clientes. Los
guardianes de los garajes agotaban las baterías escuchando la radio durante toda la
noche.
—Bueno —exclamó Mason—. Ven, Della. ¡Vamos!
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Capítulo 13
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con la víctima, para acompañarla en lo que debía ser su último viaje.
»Después de eso, nos encontramos con la acusada, pálida y evidentemente
trastornada por la impresión, corriendo por la carretera que conduce desde el Country
Club a la ciudad. Podrán ver en el plano que esta carretera pasa por las cercanías del
lugar del crimen. Allí detuvo un taxi y se hizo conducir a la Union Station. Desde allí,
cogiendo otro taxi, regresó a su casa. ¡Tomen nota de esto! Ignoramos lo que ella
pudo hacer. Pero después, cogiendo el mismo vehículo, que la esperaba delante de la
puerta, se dirigió al aparcamiento en el que seguía su coche. Después de haber
manipulado la portezuela del compartimiento para guantes, telefoneó a su abogado y
después se dirigió al despacho del mismo, siempre en taxi.
»Contamos, además, demostrar que George Lutts fue asesinado por un revólver
del calibre 38 y que dicho revólver procedía de la colección de Enright Harlan.
»Basándome en estas pruebas, les pediré que pronuncien un veredicto de
homicidio en primer grado. Hablar ahora de la pena de muerte sería influir en
ustedes. Esta decisión les incumbe y no tengo por qué ocuparme de ella. Pese a la
culpabilidad de la acusada, tal vez no soliciten más que cadena perpetua. Esto queda
en sus manos.
Después de estas palabras, Burger dio media vuelta y regresó a su sitio, lanzando
a Mason una última mirada de satisfacción.
—¿Desea la defensa realizar unas observaciones preliminares? —preguntó el
juez.
—Señoría —dijo Mason—, desearía obtener un aplazamiento para reflexionar
sobre el problema. Las declaraciones del fiscal del Distrito se relacionan con ciertos
hechos que me son poco familiares.
—Protesto —intervino Burger—. El abogado defensor ha tenido ocasiones
sobradas para hablar con su cliente. ¡Los testimonios de la acusación preliminar
hubiesen debido ponerle al corriente!
—Pero, Señoría —insistió Mason—, el fiscal del Distrito no abordó este tema en
la audiencia preliminar.
—No me interesaba descubrir mis baterías en aquel momento —replicó Burger
—. Además, para ser sincero añadiré que ciertos testigos han sido localizados
después.
—En tal caso, el Tribunal acuerda una pausa de diez minutos —anunció el juez
Sedgwick.
Inmediatamente, Mason se encaró con Sybil Harlan:
—¿Pueden demostrar todo eso?
Los labios de ella temblaban cuando respondió.
—¡Ignoraba que me hubieran visto!
—¡De modo, que me mintió usted!
—Traté de… Quería arreglar un poco las cosas. Cuando vi que él estaba muerto,
pensé en el revólver que llevaba en el bolso y me azaré…
Paul Drake, Della Street y Mason estaban reunidos en el despacho de este último.
Los tres tenían una expresión sombría.
—De todos modos, Perry —dijo Drake—, hubieses podido provocar dudas en
ciertas identificaciones. Gracias a un contrainterrogatorio hábil, te…
—Desde luego —reconoció el abogado—, pero no es así como pienso llevar el
caso. Los jurados son muy listos, Paul. Si uno se ensaña con un testigo visiblemente
sincero el jurado cree que uno teme la verdad.
»Date cuenta de lo que ocurre. Burger espera su oportunidad. No ha olvidado su
derrota en la audiencia preliminar. Por lo tanto, ha preparado a sus testigos para que
me sea imposible desconcertarlos. Chocar de cabeza contra este muro de evidencias
era hacer su juego. Dos o tres puntos insignificantes a mi favor, me hubiesen costado
la simpatía del jurado. Gracias a Dios, he podido escoger.
»En este asunto, todo concuerda de manera perfecta. No hay ni que pensar en
abrir una brecha. Mi cliente me afirma que el revólver colocado en el compartimiento
para guantes, no es el arma del crimen. Dice que lo cogió al regresar a su casa para
cambiarse las medias y los zapatos, después del crimen. ¡Tal vez sea cierto! Pero me
mintió antes, y sin duda, seguirá haciéndolo. Una mujer en apuros intenta por
cualquier medio conseguir que los hechos parezcan más favorables para ella.
—Si yo estuviese en tu lugar —observó Drake—, no me gustaría defender a una
cliente que me dice mentiras.
—Entonces no tendrías muchos —observó Mason—, sobre todo en los casos
criminales. Ignoro por qué, pero la mitad de los clientes mienten a conciencia o
involuntariamente. Casi todos, por inocentes que sean, cuentan las cosas a su manera.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Drake.
—Insistir en el ojo a la funerala de Elkins. Durante el contrainterrogatorio, me
concentraré en el significado de esta equimosis, para tratar de echarle encima el
asesinato de Lutts. Si no, tendré que hacer declarar a Sybil Harlan y Burger no tendrá
ni para empezar.
—¿No hay ninguna otra solución?
—Por el momento, no —reconoció Mason.
—Puedo decirte una cosa, Perry… Elkins pudo tener un accidente de auto y pudo
no tenerlo. No me ha sido posible demostrar nada.
—En todo caso, lo que me interesa es asegurarme la simpatía del jurado —
prosiguió Mason—. No hago perder el tiempo al Tribunal y si me pongo a hacer
preguntas, será por un motivo muy importante. Me escucharán con atención. Es mi
método, y a él me atengo. No conceder importancia a esos testigos disminuye el
alcance de sus afirmaciones. Cuando me las tenga con Elkins, parecerá significativo.
—Así pues, ¿te propones hacer declarar a tu cliente?
El juez Sedgwick observó la repleta sala de audiencias y frunció el ceño, con aire
insatisfecho.
Un periodista había escrito un artículo sobre la estrategia de Mason en el caso
Harlan. ¡Era a la vez apasionante y preciso! Resultado: los espectadores habían
acudido, tan numerosos, como las moscas a un panal.
El artículo decía, claramente, que Perry Mason escondía algún triunfo en su
mano. Pero, ¿sería el fiscal capaz de contrarrestarlo? Según todas las apariencias
Mason concedía poca importancia a los testigos a fin de dar mayor relieve a dicho
triunfo.
Si el abogado no tuviera una idea, hubiese acumulado objeción tras objeción,
refutación sobre refutación, para tratar de vencer en aquel combate.
Finalmente, el periodista hacía observar la cantidad de ensayos balísticos de que
había sido escenario la casa del crimen. La policía había hecho pruebas, así como el
fiscal del Distrito. Por su parte, Mason había comprado cartuchos de fogueo. ¡Los
lectores podían deducir lo que les pareciese!
El triunfo secreto de la defensa dependía, sin duda, de un contrainterrogatorio. El
último testigo de la acusación había sido Ezekiel Elkins. Mason se las había arreglado
para que el término de su declaración coincidiese con su contrainterrogatorio a
primera hora de la mañana.
El periodista advertía que Mason podía volver a llamar a uno de los testigos, de
acuerdo con la táctica que le era familiar. Pero, como no había formulado ninguna
objeción, esta posibilidad parecía poco probable, en opinión de los entendidos.
De todos modos, la sesión matutina prometía ser muy animada. ¡Y nadie se la
quería perder!
Después de las fórmulas preliminares, el Tribunal comprobó la presencia del
jurado y de la acusada. Luego, el juez Sedgwick, observando la sala atestada, dijo:
—Este Tribunal desea recordar que esto es un proceso y no una función teatral.
No se tolerarán ni los murmullos ni las interrupciones. Esta clase de incidentes
provocaría la suspensión de la vista y el desalojar de la sala.
»Y ahora, el señor Mason puede proceder al contrainterrogatorio del testigo.
¿Quiere instalarse en el estrado, señor Elkins?
Éste se sentó en el sillón de los testigos, carraspeó, unió las manos sobre las
rodillas y clavó en Mason una mirada fría. Había leído los diarios y sabía a qué
atenerse. Su actitud demostraba, claramente, que estaba dispuesto a afrontarlo todo.
Mason se levantó:
—¿Estaba usted asociado con Lutts en los negocios? —empezó a preguntar.
—No.
—Pero, ¿ambos formaban parte del consejo de administración de la Sylvan Glade
Mason, Della Street, Paul Drake, así como Sybil Harlan y la mujer policía, se
reunieron en una habitación inmediata a la sala de audiencias.
—Y ahora, ten la amabilidad de ponernos al corriente —solicitó Drake—. ¿Cómo
pudo Lutts ser muerto por Doxey desde la barraca del contratista cuando las huellas
de pólvora indican que se disparó contra él a sesenta centímetros de distancia?
—Precisamente —dijo Mason, sonriendo—. ¡Ahí es donde interviene el tercer
cartucho!
—¿Qué quieres decir?
—El U. M. C. estaba trucado. Los balines habían sido sacados y sustituidos por
pólvora. ¡Un cartucho de fogueo, por decirlo así! Doxey quería hacer creer que Lutts
había sido muerto desde muy cerca. Por lo tanto, después del crimen se aproximó al
cadáver y disparó este cartucho sin bala, a sesenta centímetros de la víctima. Esto
explica los rastros de pólvora.
»Doxey tenía la intención de atraer o Lutts a la casa y matarlo, pero necesitaba
una coartada. La señora Harlan, al entrar en escena, le proporcionó la ocasión soñada.
—¿Cómo es esto?
—No olvidemos que Doxey se ocultaba a menudo en aquella barraca. Por el
agujero podía observar la casa de la colina. Sólo Roxy estaba enterada de su
presencia, y no era fácil que la revelase.
»Fue así como Doxey descubrió la vigilancia que realizaba Sybil Harlan sobre la
casa de Roxy. Se dijo que matando a Lutts con un revólver perteneciente a Harlan,
cometería el crimen perfecto, pues las sospechas recaerían sobre la señora Harlan.
»Se descubriría que iba diariamente a la casa; el hecho de encontrar su revólver
cerca del cadáver de Lutts sería una prueba irrefutable y…
—Pero —interrumpió Drake—, es precisamente esta historia del revólver la que
no entiendo.
—Sin embargo, es bien sencilla. Enright Harlan prestó un revólver a Roxy
Claffin. Doxey se apoderó de él. Compró otro idéntico y lo confió a Roxy. Cuando
ésta lo devolvió a Harlan, él no pensó en comprobar el número. ¿Por qué había de
hacerlo? Estaba persuadido de que se trataba de su revólver y lo guardó con los otros.
Pero en realidad, Herbert Doxey lo tenía en su poder.
»Éste sabía que la señora Harlan guardaba la segunda arma en el compartimiento
para guantes de su coche. Lutts le había dicho que aquel día ella iba al peluquero. Le
era imprescindible matar a su suegro con un revólver perteneciente a Harlan. Por lo
tanto, se precipitó hacia el aparcamiento y se apoderó de él. ¡Había cometido el
crimen perfecto!
»Pero Roxy Claffin se sintió inquieta en relación con las pruebas que ocultaba en
su garaje. Por eso fue a tirarlas a un depósito de chatarra. Cuando se lo dijo a Doxey,