El Caso Del Gato Del Portero
El Caso Del Gato Del Portero
El Caso Del Gato Del Portero
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Erle Stanley Gardner
ePub r1.1
Ronstad 16.10.2014
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Título original: The Case of the Caretaker’s Cat
Erle Stanley Gardner, 1935
Traducción: Guillermo López Hipkiss
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Guía del Lector
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Capítulo 1
Perry Mason, abogado criminalista, miró a Carl Jackson —uno de sus ayudantes
— frunciendo el entrecejo. A una esquina de la mesa, cruzada de piernas y con el
lápiz posado sobre su bloc de notas, hallábase sentada Della Street, secretaria del
abogado, mirando a los dos hombres con ojos contemplativos.
Mason tenía en la mano una nota escrita a pluma.
—Acerca de un gato, ¿eh? —dijo.
—Sí, señor —contestó Jackson—. Se empeña en verle a usted personalmente. Es
un maniático. Yo, en su lugar, señor, no perdería el tiempo hablando con él.
—Tiene una pierna estropeada y lleva muleta, me parece que dijo usted —
murmuró Mason, consultando la nota.
—Justo. Tendrá unos sesenta y cinco años de edad. Dice que fue víctima de un
accidente de automóvil hace unos dos años. Su señor conducía el coche. A Ashton,
pues así se llama el hombre que desea verle acerca del gato, se le fracturó la cadera y
se le cortaron algunos de los tendones de la pierna derecha. A su amo, Laxter, se le
rompió la pierna derecha por encima de la rodilla. Laxter no era joven ni mucho
menos. Creo que tenía unos sesenta y dos años cuando murió; pero se le curó
divinamente la pierna. Ashton no tuvo tanta suerte como él. Ha tenido que andar con
muleta desde el accidente.
»Supongo que ése sería uno de los motivos que impulsaron a Laxter a tener
cuidado en asegurar el porvenir de su portero en el testamento. No le legó cantidad
alguna a Ashton; pero estipuló que los herederos dieran a Ashton trabajo permanente
de portero mientras pudiese trabajar y que, cuando ya no pudiera, le amueblaran una
casa.
Perry Mason dijo, frunciendo el entrecejo:
—Es un testamento ése muy poco usual, Jackson.
El pasante asintió con un movimiento de cabeza.
—Vaya si lo es —dijo—. Laxter era abogado. Dejó tres nietos: dos varones y una
mujer. A la nieta la desheredó. Los dos varones se repartieron los bienes en partes
iguales, naturalmente.
—¿Cuánto hace que murió?
—Hace cosa de dos semanas, según creo.
—Laxter… Laxter… ¿no publicaron los periódicos algo acerca de él? ¿No leí yo
algo de un incendio relacionado con su muerte?
—Así es. Se decía que Peter Laxter era un avaro. No cabe la menor duda, desde
luego, que era un excéntrico. Tenía un palacio aquí, en la ciudad, pero no quería vivir
en él. Dejó a Ashton de portero en el mismo, para que lo cuidara. Laxter vivía en una
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quinta, en Carmencita. La casa se incendió de noche y Laxter murió carbonizado. Los
tres nietos y varios criados se hallaban en el edificio en el momento del siniestro.
Todos se salvaron. Ashton dice que el incendio empezó en la alcoba o cerca de la
alcoba de Laxter.
—¿Se encontraba el portero allí en aquellos momentos?
—No. Estaba encargado de cuidar el palacio aquí, en la ciudad.
—¿Están viviendo en él los nietos ahora?
—Dos de ellos, sí… los que heredaron: Samuel C. Laxter y Frank Oafley. La
nieta desheredada, Winifred Laxter, no se halla con ellos. Nadie sabe dónde se
encuentra.
—Y… ¿Ashton está aguardando en el despacho exterior?
—Sí. Se niega a hablar con todo el que no sea usted.
—¿Qué le ocurre exactamente?
—Sam Laxter reconoce que, de acuerdo con el testamento, está obligado a darle a
Ashton empleo como portero; pero asegura que no tiene obligación alguna de
permitir un gato de Angora, muy grande. Le profesa mucho cariño. Laxter ha dicho
que se deshaga del gato o que, de lo contrario, morirá envenenado. Yo podría
encargarme del asunto; sólo que Ashton dice que si no habla con usted no quiere
hablar con nadie. Yo no le haría perder el tiempo hablándole del asunto siquiera; pero
usted se empeña en saber todo lo que hace referencia a clientes que se presentan y se
niegan a permitir que nosotros nos hagamos cargo de sus asuntos.
Mason movió afirmativamente la cabeza y dijo:
—Ha hecho usted bien en hablarme. A veces, lo que parece trivial se convierte en
algo de importancia. Recuerdo la vez en que Fenwick intentó pasarle el asunto a uno
de sus empleados y el hombre se marchó furioso. Dos meses después de haber sido
ahorcado el cliente de Fenwick, éste descubrió que el hombre que le había visitado
quería pedirle que hiciera detener al testigo de cargo por haberle maltratado de
palabra y de obra como consecuencia de un accidente de automóvil. Si Fenwick
hubiese hablado con aquel hombre, habría descubierto que el testigo de cargo no
podía haber estado donde había declarado estar en el momento del asesinato.
No era aquélla la primera vez que Jackson oía la historia. Asintió cortésmente,
con un movimiento de cabeza. Y en tono que expresaba claramente que, en su
opinión, las preocupaciones del señor Ashton habían consumido más tiempo de lo
que merecían, inquirió:
—¿Quiere usted que le diga al señor Ashton que no podemos encargarnos de su
asunto?
—¿Tiene dinero? —preguntó Mason.
—No lo creo. El testamento le lega un empleo de portero mientras viva. Dicho
empleo le rinde cincuenta dólares al mes, casa y comida.
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—Y… ¿es un anciano?
—Bastante anciano. Es un maniático, si quiere que le dé mi opinión.
—Pero ama a los animales —observó Mason.
—Le profesa mucho cariño a su gato, si es lo que quiere usted decir.
Mason afirmó lentamente con la cabeza, y dijo:
—Eso es lo que quiero decir.
Della Street, más familiarizada con el humor de Mason que el pasante, metió baza
en la conversación con la familiaridad de quien trabaja en un despacho donde se
estilan poco los convencionalismos.
—Acaba usted de terminar un caso de asesinato, jefe. ¿Por qué no dejar que los
pasantes se encarguen de los asuntos mientras usted hace un crucero por Oriente? Así
tendrá un poco de reposo.
Mason la miró y la risita bailaba juguetona en sus ojos.
—¿Quién diablos se cuidaría del gato de Ashton, entonces? —inquirió.
—El señor Jackson.
—Se niega a hablar con Jackson.
—Pues que busque otro abogado. La población está infectada de ellos. No puede
usted perder el tiempo ocupándose de un gato.
—Un anciano —musitó Mason—; un maniático… probablemente sin amigos. Su
benefactor ha muerto. El gato representa el único ser vivo por quien siente cariño. La
mayoría de los abogados le echarían de su bufete a carcajadas. Si alguno se hiciese
cargo del asunto, no sabría por dónde empezar. Bien sabe Dios que no existe
precedente alguno que le sirva de guía.
»No, Della. Éste es uno de esos casos que tan triviales le parecen al abogado, pero
que significan tanto para el cliente. Un abogado no es un tendero que puede vender o
dejar de vender sus mercancías a capricho. Le ha sido concedido el don de la
habilidad para que lo administre en beneficio de los desgraciados.
Della Street, comprendiendo lo que iba a seguir, hizo un gesto con la cabeza y le
dijo al pasante:
—Puede usted decirle al señor Ashton que pase.
Jackson sonrió de mala gana, recogió sus papeles y salió del cuarto. Al cerrarse la
puerta tras él, Della Street asió a Perry Mason de la mano.
—Usted sólo acepta el caso, jefe, porque sabe que no puede pagar otro abogado
para que se encargue del asunto.
Mason, riendo, replicó:
—Tendrá usted que reconocer, por lo menos, que un hombre que tenga una pierna
estropeada, un genio difícil, un gato de Angora y que carezca de dinero, tiene derecho
a que se preocupen de él alguna vez.
Los ruidos de la muleta y de un paso se sucedieron alternándose por el largo
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pasillo. Jackson mantuvo abierta la puerta con el aire de quien, habiendo
desaconsejado un acto poco prudente, se mantiene claramente al margen de las
posibles consecuencias.
El hombre que entró en el despacho estaba apergaminado de puro viejo. Tenía
labios delgados, cejas canas pobladísimas, cabeza calva y facciones rígidas.
—Ésta es la tercera vez que vengo a verle —dijo con irritación.
Mason le indicó un asiento.
—Siéntese, señor Ashton. Lo siento mucho. He estado atendiendo un caso por
asesinato. ¿Cómo se llama usted?
—Escoria —contestó Ashton, sentándose en la cómoda butaca tapizada de cuero
negro, colocando la muleta derecha delante de él y asiéndola fuertemente con las dos
manos.
—¿Por qué Escoria? —inquirió Mason.
Ni el fantasma de una sonrisa apareció en los ojos ni en los labios del hombre.
—Un poco de humorismo —dijo.
—¿Humorismo?
—Sí; estuve encargado de encender el fuego de una caldera. La escoria es un
estorbo. Se mete en todas partes y lo obstruye todo. Al principio de tener el gato, le
llamé Escoria porque siempre estaba en el paso… siempre estorbaba y lo obstruía
todo.
—¿Le profesa usted cariño?
—Es el único amigo que me queda en este mundo —contestó el cojo con voz algo
ronca.
Mason enarcó las cejas.
—Soy un portero. Un portero no trabaja en realidad. Se limita a vigilar. La casa
grande lleva cerrada muchos años. El amo vivía en una quinta, en Carmencita. Yo no
hacía más que andar por la casa grande, limpiar el patio y barrer los escalones de la
entrada. Tres o cuatro veces al año el amo hacía limpiar la casa de arriba abajo. El
resto del tiempo las habitaciones estaban todas cerradas con llave, y todas las
ventanas tenían echadas las persianas.
—¿Nadie vivía en ella?
—Nadie.
—¿Por qué no la alquilaba?
—No era costumbre suya hacer esas cosas.
—Y… ¿dejó un testamento en el que se cuidaba del porvenir de usted?
—Sí, señor. El testamento estipula que no me quede sin empleo mientras pueda
trabajar y que nada me falte para vivir cuando ya no pueda hacerlo.
—¿Los herederos son los nietos?
—Tres. Pero sólo menciona a dos en el testamento.
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—Hábleme de lo que ocurre.
—El amo murió carbonizado cuando se incendió la quinta. Yo no me enteré hasta
que me lo dijeron por teléfono a la mañana siguiente. Después de su muerte, Sam
Laxter se hizo cargo de todo. Tiene cara de buena persona y le engaña a uno si uno se
deja; pero no le gustan los animales y no me gusta que la gente no se lleve bien con
los animales.
—¿Quién se hallaba en la casa en el momento del incendio?
—Winifred… es decir, Winifred Laxter. Es la nieta. Además, estaba Sam Laxter y
Frank Oafley… los nietos. Estaba allí la señora Pixley, que es el ama de llaves. Y una
enfermera… Edith de Voe.
—¿Alguien más?
—Jim Brandon, el chófer. Un vivo. Se arrima al árbol que da mejor sombra. ¡Si
viera usted cómo cepilla a Sam Laxter…!
Ashton golpeó el suelo con la muleta, para patentizar su disgusto.
—¿Quién más? —inquirió Mason.
Ashton contó con los dedos las personas que había nombrado. Luego agregó:
—Nora Abbingdon.
—¿Qué tal está? —preguntó Perry, divirtiéndose evidentemente viendo los
distintos personajes por los cínicos ojos del portero.
—Es una vaca. Un pedazo de carne con ojos… dócil, confiaba, bondadosa… Pero
no estaba allí cuando ardió la casa. Iba a trabajar a la quinta durante el día.
—Después de haberse quemado la casa…, ¿va no hubo trabajo para ella?
—No, ya no volvió después de eso.
—Así, pues, supongo que podremos eliminarla del cuadro. En realidad no figura
en el asunto.
—No figuraría —dijo Ashton expresivamente— si no fuera porque está
enamorada de Jim Brandon. Cree que Jim se casará con ella cuando ahorre dinero.
¡Bah! Yo intenté contarle unas cuantas cosas de Jim Brandon, pero ella no quiso
escucharme.
—¿Cómo es que conocía usted tan bien a toda esa gente, estando usted en la casa
de la ciudad y ellos en el campo?
—Iba allá en coche de cuando en cuando.
—¿Conduce usted?
—Sí.
—¿Un automóvil suyo?
—No; es uno que el amo conserva en la casa grande para mi uso… para que
pudiera ir a verle cuando quisiera darme instrucciones. No le gustaba venir a la
ciudad.
—¿Qué clase de automóvil?
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—Un «Chewy».
—¿La pierna mala no le impide conducir?
—El coche ese no. Lleva un freno especial. Cuando tiro de la palanca se para el
automóvil.
Mason dirigió a Della una mirada recogida y luego se volvió de nuevo hacia el
calvo.
—¿Por qué no se preocupó su señor de Winifred en el testamento? —preguntó.
—Nadie lo sabe.
—¿Usted estaba encargado de la casa de la ciudad?
—Sí.
—¿Qué casa es esa?
—El número 3824 de East Washington.
—¿Sigue usted allí?
—Sí… y Laxter, Oafley y la servidumbre también.
—En otras palabras, que cuando se quemó la casa de Carmencita se fueron a vivir
a la casa de la ciudad. ¿No es eso?
—Sí. Se trasladaron a ella en cuanto murió el amo. No es gente a quien le guste
vivir en el campo. Les gusta la vida de la ciudad.
—Y…, ¿les molesta la presencia del gato?
—A Sam Laxter, sí. Y es él quien está encargado de que se cumpla el testamento.
—¿En qué forma ha dado a conocer sus sentimientos, exactamente?
—Me ha dicho que me deshaga del gato o que lo envenenará.
—¿Ha dado algún motivo?
—No le gustan los gatos. No le gusta Escoria en particular. Yo duermo en el
sótano. Dejo la ventana abierta. Escoria sale y entra por ella… ya sabe usted cómo
son los gatos… no puede uno tenerlos encerrados continuamente. Teniendo la pierna
como la tengo, no paseo gran cosa. Escoria tiene que salir algo. Cuando llueve, se le
ensucian las patas. Luego salta por la ventana y me mancha de barro la ropa de la
cama.
—¿La ventana está por encima de su cama?
—Sí, señor. Y el gato duerme sobre mi cama. Lo hace desde hace años. A nadie le
había molestado eso antes. Sam Laxter dice que hace subir la cuenta de la
lavandera… porque se manchan mucho las colchas… ¡La cuenta de la lavandera…!
Con lo que él derrocha en una sola noche en el «cabaret» habría bastante para
pagarme a mí la lavandera diez años.
—¿Es pródigo en los gastos? —inquirió Mason, de buen humor.
—Lo era… Ahora ya no lo es tanto.
—¿No?
—No; no puede conseguir el dinero.
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—¿Qué dinero?
—El que dejó el amo.
—Creí que había usted dicho que se lo había dejado a medias a los dos nietos.
—A medias fue… lo que pudieron encontrar.
—¿No han podido encontrarlo todo? —inquirió Mason, con interés.
—Un poco antes del incendio —explicó Ashton, como si al contarlo le produjera
viva satisfacción— el amo hizo una liquidación completa. Cobró algo más de un
millón de dólares. Nadie sabe lo que hizo con el dinero. Sam Laxter dice que lo
enterraría en alguna parte; pero yo conozco al amo demasiado bien para creerlo. Yo
creo que lo depositaría en la cámara acorazada de algún banco bajo un nombre
supuesto. No se fiaba de los bancos. Decía que cuando los tiempos eran buenos, los
bancos prestaban su dinero y sacaban beneficios de él, y que cuando los tiempos eran
malos le decían que sentían mucho no poder hacer que se lo devolviesen. Perdió algo
de dinero en un banco hace un par de años. Y gato escaldado… El amo no se quiso
dejar pescar dos veces.
—¿Un millón de dólares en efectivo?
—Claro que en efectivo. ¿En qué iba a llevárselo si no?
Perry Mason miró a Della Street.
—¿Y Winifred…? ¿Dice usted que desapareció?
—Sí; se largó. Hizo bien. Los demás la trataban de una manera vergonzosa.
—¿Qué edad tienen los nietos?
—Samuel, veintiocho años; Frank Oafley, veintiséis; Winifred, veintidós… ¡y es
una belleza! Vale más que los otros dos juntos. Hace seis meses, el amo hizo
testamento, dejándolo todo a ella y legando tan sólo diez dólares a cada uno de sus
dos nietos. Luego, dos días antes de morir, hizo este testamento nuevo.
Mason frunció el entrecejo y dijo:
—Eso es duro para Winifred.
Ashton se limitó a soltar un gruñido.
—¿Cuánto dinero exactamente pensaba usted gastarse en hacer prevalecer su
derecho de quedarse con Escoria? —inquirió Mason.
Ashton se sacó una cartera del bolsillo y extrajo de ella un fajo de billetes.
—No soy miserable —dijo—. Los abogados buenos cuestan caros. Yo quiero el
mejor. ¿Cuánto va a costarme? ¿Quiere decírmelo?
Mason se quedó mirando el grueso fajo de billetes.
—¿De dónde ha sacado usted todo ese dinero? —preguntó con curiosidad.
—Lo he ahorrado. No tengo gastos y llevo veinte años ahorrando mi sueldo. Lo
invertí en acciones y obligaciones de confianza que el propio amo me recomendó… y
cuando el amo liquidó, liquidé yo también.
—¿Aconsejado por el señor Laxter?
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—Si quiere usted decirlo así…
—Y…, ¿está usted dispuesto a gastarse el dinero para conservar el gato?
—Estoy dispuesto a gastarme una cantidad razonable. No pienso tirarlo. Pero sé
que cuesta dinero conseguir un buen abogado y sé que no voy a encontrar un abogado
pobre.
—¿Y si yo le dijera a usted que le iba a costar quinientos dólares el retener mis
servicios?
—Eso es demasiado —dijo Ashton, irritado.
—¿Y si le dijera doscientos cincuenta?
—Eso es razonable. Los pagaré.
Ashton empezó a contar billetes.
—Aguarde un poco —exclamó Mason, riendo—. Tal vez no sea necesario gastar
una cantidad grande de dinero. Sólo estaba intentando determinar hasta dónde llegaba
el cariño que le profesaba usted al gato.
—Le tengo mucho cariño. Estoy dispuesto a gastar cualquier cantidad razonable
para poner a Sam Laxter en su sitio; pero no pienso dejarme atracar.
—¿Cómo se llama Laxter?
—Samuel C. Laxter.
—Quizá no sea necesario más que escribirle una carta. Si es así, no le costará a
usted gran cosa —se volvió a Della Street—. Della —dijo—, tome nota. Una carta
para Samuel C. Laxter, calle East Washington, número 3824. Muy señor mío: El
señor Ashton me ha consultado… No… un momento, Della… Más vale que ponga el
nombre completo… El señor Carl Ashton me ha consultado respecto a los derechos
que tiene según el testamento del difunto Peter Laxter. Las cláusulas de dicho
testamento estipulan que tiene usted la obligación de darle al señor Ashton la plaza de
portero durante todo el tiempo que se halle en condiciones de ejercerla.
»Es muy natural que el señor Ashton quiera conservar un gato. Un portero tiene
derecho a tener animales domésticos. Esto es precisamente cierto en el caso del gato
del señor Ashton, puesto que ya lo tenía en vida del testador.
»En el caso de que usted hiciera daño alguno al gato del señor Ashton, me veré en
la necesidad de acusarle a usted de infracción de una de las cláusulas del testamento y
que, por lo tanto, ha perdido todo derecho a la herencia.
Perry Mason rió, mirando a Della.
—Eso debiera de asustarle —comentó—. Si cree que está luchando por toda la
herencia y no sólo por un gato, decidirá no correr riesgos —se volvió a Ashton—:
Deposite diez dólares en manos de la tenedora de libros, para retener mis servicios.
Ella le dará un recibo. Si surge algo, ya le escribiré. Si usted descubre algo, telefonee
a este despacho y pregunte por la señorita Street, que es mi secretaria. Puede usted
darle cualquier recado que tenga para mí. Nada más, de momento.
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Las rudas manos de Ashton oprimieron con fuerza la muleta. Se puso en pie. Sin
pronunciar una sola palabra de agradecimiento, ni despedirse, salió cojeando del
despacho.
Della Street miró a Perry Mason, con sorpresa en los ojos.
—¿Es posible —inquirió— que el nieto ese perdiera la herencia si echase al gato?
—Cosas más raras se han visto. Depende de la forma en que esté redactado el
testamento. Si la cláusula acerca del portero es condición necesaria para disfrutar de
la herencia, quizá pudiera cumplir mi amenaza. Pero lo único que quiero hacer ahora
es meterle un susto a don Samuel C. Laxter. Me parece que tendremos noticias de ese
caballero en persona. Cuando esto ocurra, avíseme… Eso es lo que me gusta de la
carrera de leyes, Della… ¡la variación! ¡El gato de un portero!
Se echó a reír.
Della Street cerró el bloc, se dirigió a su despacho y se detuvo junto a la ventana
para echar una mirada a la concurrida calle.
—Le ahorró usted doscientos cuarenta dólares —dijo mirando distraída el tráfico
— y él ni siquiera le dio las gracias.
La brisa, entrando por la abierta ventana, le agitó el cabello. Ella se inclinó hacia
delante, como para salir al encuentro de la brisa, y se llenó así los pulmones de aire
fresco.
—Probablemente se trata de una rareza suya, nada más —contestó Mason—.
Desde luego, está hecho una verdadera momia… No se asome demasiado, Della…
Debe usted recordar que le gustan los animales y que ya ha perdido la juventud. Por
muchos años que pueda ocurrírsele quitarse, debe de tener más de setenta y cinco…
Della Street se irguió. Con un brusco movimiento de su ágil cuerpo, se volvió
hacia Perry Mason.
—Quizá le interesaría a usted saber —dijo— que alguien está siguiéndole los
pasos al cliente amante de los gatos.
Perry apartó el sillón y cruzó el despacho. Posó una mano en el alféizar de la
ventana y rodeó con un brazo la cintura de Della Street. Juntos se asomaron a la calle.
—¿Le ve usted? —murmuró ella—. Ese hombre del sombrero claro, de fieltro.
Salió del portal… Mire… está subiendo ahora a ese coche.
—Un «Packard» nuevo modelo —comentó Perry—. ¿Por qué cree usted que
sigue a Ashton?
—Por su forma de obrar. Estoy segura de ello. Dio un salto desde el portal…
Fíjese… el coche va a la mínima velocidad posible… para no perder de vista a
Ashton.
El cojo dobló la esquina de la izquierda. El automóvil le siguió a paso de
galápago.
Mason, observando el coche, con fruncido entrecejo, murmuró:
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—Un millón de dólares en efectivo es una barbaridad de dinero.
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Capítulo 2
Los rayos del sol matutino, que penetraban por las ventanas del despacho
particular de Perry Mason, caían sobre la encuadernación de piel de los libros de
leyes colocados en estantes, haciéndoles parecer menos sobrios e imponentes.
Della Street abrió la puerta de su despacho y entró con un archivador de
correspondencia y unos papeles. Perry Mason dobló el periódico que había estado
leyendo, al sentarse la joven, preparar la pluma estilográfica y disponerse a tomar
cartas al dictado.
—¡Caramba! —se quejó el abogado—. ¡Cuántas ganas de trabajar tiene usted! ¡Si
viera las pocas que yo tengo! Quiero hacer el vago. Quiero hacer algo que no debiera
hacer. ¡Voto a tal! ¡Si parezco el abogado de una sociedad sentado ante la mesa,
dando consejos, administrando fincas! Si yo me especialicé en criminología fue
exclusivamente porque odiaba el trabajo rutinario. Pero usted está consiguiendo que
mis actividades se parezcan cada día más al trabajo y menos a la aventura. Y eso es lo
que me gusta de mi profesión: que es una verdadera aventura. Uno ve a la humanidad
por dentro, como quien ve una función entre bastidores. El público, sentado delante,
no ve más que las posturas, cuidadosamente ensayadas, que adoptan los actores. El
abogado ve a la humanidad sin velos, sin artificio.
—Mientras se empeñe usted en encargarse de asuntos de menor cuantía —
contestó con acidez la secretaria, con confianza hija de larga y privilegiada asociación
en un despacho donde la disciplina convencional quedaba subordinada a la eficiencia
—, tendrá que organizar su tiempo de forma que pueda atender a su trabajo. El señor
Nathaniel Shuster se encuentra en el despacho general aguardando para verle.
Perry Mason frunció el entrecejo.
—¿Shuster? —dijo—. ¡Si ése es un sobornador de jurados, un picapleitos, un
marrullero! Se las da de gran criminalista, pero es un criminal mayor que la gente a
quien defiende. Cualquier idiota puede ganar pleitos si tiene sobornado al jurado.
¿Qué diablos quiere?
—Desea verle acerca de la carta que escribió usted. Le acompañan sus clientes,
señores Samuel C. Laxter y Frank Oafley.
Perry Mason se echó a reír.
—El gato del portero, ¿eh? —dijo.
Ella movió afirmativamente la cabeza.
Mason acercó el archivador de correspondencia.
—Bueno —dijo—; por cortesía profesional no haremos esperar al señor Shuster.
Echaremos una rápida ojeada a estos asuntos importantes y veremos si hay que
expedir algún telegrama —miró su carpeta e inquirió—: ¿Qué es esto?
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—Precios de la línea de vapores NYK, por un camarote de lujo a bordo del
Asama Maru… Hace escala en Honolulú, Yokohama, Kobe, Shanghai y Hong-Kong.
—¿Quién pidió esos precios?
—Yo.
Cogió una cartera del montón de correspondencia, la miró y dijo:
—Compañía de vapores Dollar… precio de un camarote de lujo a bordo del
Presidente Colidge… Honolulú, Yokohama, Kobe, Shanghai, Hong-Kong y Manila.
Della Street siguió mirando su libro de notas.
Perry Mason se echó a reír y apartó el montón de correspondencia.
—Lo dejaremos hasta habernos deshecho de Shuster —dijo—. Usted no se
mueva de donde está y, si le empujo la rodilla, empiece a tomar notas. Shuster es un
individuo muy escurridizo. Me gustaría que tuviese los dientes fijos.
Ella le miró con mucha interrogación.
—Tiene dientes Franklin —explicó— y hacen agua.
—¿Dientes Franklin?
—Sí; dientes con refrigeración por agua. Si hay algo de verdad en la teoría de la
reencarnación, debe de haber sido un lavandero chino en alguna existencia anterior.
Cada vez que ríe, da una ducha a los que le escuchan; le rocía a uno como rocía la
ropa un lavandero chino. Tiene la manía de estrechar manos. A mí, personalmente,
me resulta bastante antipático; pero no hay manera de insultarle. Supongo que la
situación exige que dé muestras de cierta cortesía profesional; pero si intenta venir a
mí con alguna de sus tretas, me voy a olvidar de la ética y echarle a puntapiés de
aquí.
—El gato —murmuró la muchacha— debe sentirse halagado de que tantos
abogados pierdan el tiempo para decidir si puede seguir poniendo las patas sucias de
barro sobre la colcha.
Perry Mason soltó una carcajada.
—¡Duro! —exclamó—. ¡Sigan los sarcasmos! Sea como fuere, ya estoy
comprometido y… ¡buena me espera! Shuster intentará azuzar a sus clientes para que
luchen y yo no tendré más remedio que retirarme o hacerle el juego. Si yo me retiro,
hará creer a sus clientes que me ha acobardado y les cobrará unos buenos honorarios.
Si no me retiro, les dirá que de este asunto dependerá toda su herencia y les exigirá
un buen tanto por ciento de ella. Esas son las consecuencias de tirarse unos faroles
como el de la pérdida de la herencia.
—El señor Jackson podría hablar con ellos —insinuó Della.
Perry Mason sonrió.
—No —contestó—. Jackson no está acostumbrado a que le salpiquen de saliva.
Yo ya he hablado con Shuster en otras ocasiones. Lo haremos pasar.
Descolgó el auricular del teléfono y le dijo a la muchacha que contestó:
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—Que pase el señor Shuster.
Della hizo una última súplica.
—¡Por favor, jefe! Deje que Jackson se encargue del asunto. Se meterá usted en
discusiones, y cuando quiera darse cuenta, estará perdiendo todo su tiempo peleando
por un gato.
—Gatos y cadáveres —contestó Mason—. Si no es lo primero, parece ser lo
segundo. He estado peleando por cadáveres tanto tiempo, que un buen gato vivo
constituirá una diversión más que bien venida de…
Se abrió la puerta. Una rubia, de ojos como platos, dijo con voz desmayada:
—El señor Shuster. El señor Laxter. El señor Oafley.
Los tres hombres entraron en el gabinete, Shuster, pequeño y activo, iba delante,
moviéndose como gorrión que va buscando alguna cosa comestible por debajo de las
hojas secas.
—Buenos días, señor Mason, buenos días, buenos días.
Cruzó rápidamente el cuarto con la mano tendida. Sus labios se entreabrieron
exhibiendo una dentadura completa, en la que los dientes tenían una separación bien
definida entre sí.
Mason, que parecía un gigante al lado del hombrecillo, le dio, de mala gana, la
mano y dijo:
—Aclaremos bien las cosas desde un principio. ¿Quién es Laxter y quién es
Oafley?
—Sí, sí, sí, claro, claro —dijo Shuster—. Éste es el señor Laxter… nieto de Peter
Laxter.
Un hombre alto, de tez morena, ojos negros y cabello cuidadosamente ondulado,
sonrió con esa afabilidad obsequiosa que demuestra más bien aplomo que sinceridad.
Llevaba en la mano izquierda un sombrero Stetson color crema.
—Y éste es el señor Frank Oafley. Frank Oafley es el otro nieto, señor Mason.
Oafley tenía el cabello pajizo y labios gruesos. Su rostro parecía incapaz de
cambiar de expresión. Sus ojos tenían el matiz azul acuoso singular de una ostra
cruda. No llevaba sombrero. Nada dijo.
—Mi secretaria, la señorita Street —presentó Mason—. Si no hay inconveniente,
permanecerá aquí durante la conferencia y tomará las notas que yo conceptúe
necesarias.
Shuster sonrió húmedamente.
—Y si hay algún inconveniente —murmuró— supongo que se quedará aquí de
todas maneras, ¿eh? ¡Ja ja, ja! Le conozco a usted, Mason. No olvide que no es igual
que si tratara usted con alguien que no le conociese. Le conozco a usted bien. Es
usted un luchador. Hay que tenerle en cuenta. Para mis clientes, es cuestión de
principio. No pueden dejarse dominar por un criado. Pero les espera una verdadera
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batalla. Les dije que usted era un luchador. Los advertí. No pueden decir que no les
advertí.
—Siéntese —dijo Mason.
Shuster hizo una seña a sus clientes, indicándoles qué asiento debían ocupar. Él se
dejó caer en la enorme butaca de cuero negro y pareció casi desaparecer en sus
profundidades. Cruzó las piernas, se estiró los puños, se ajustó la corbata, dirigió una
mirada a Mason y dijo:
—No puede usted salirse con la suya. Es cuestión de principios para nosotros.
Lucharemos hasta gastar el último cartucho. Pero es un asunto serio.
—¿Qué es un asunto serio? —preguntó Mason.
—Lo que usted dice acerca de que lo del gato es condición indispensable para
heredar.
—Y…, ¿cuál es la cuestión de principios?
—Pues el gato, naturalmente —contestó Shuster con sorpresa—. No podemos
soportarlo. Pero lo que es aún más, no podemos consentir que el portero se meta a
dictador. Se ha hecho demasiado pesado ya. Comprenderá usted que, cuando una
persona no puede despedir a un criado, no tarda mucho éste en desmandarse por
completo.
—¿Se les ha ocurrido a ustedes pensar alguna vez —inquirió Mason, mirando a
los dos nietos— que están haciendo una montaña de un grano de arena? ¿Por qué no
le dejan al pobre Ashton conservar su gato? El gato no vivirá eternamente, ni Ashton
tampoco. No hay motivo para gastar tanto dinero en abogados y…
—No vaya tan aprisa, Mason, no vaya tan aprisa —le interrumpió Shuster,
resbalando por el asiento de la butaca hasta quedarse sentado al borde—. Va a ser una
lucha cruenta. Yo ya he advertido a mis clientes. Es usted un hombre de recursos. Es
usted un hombre vivo. Y si no le molesta a usted la palabra le diré que es usted un
hombre astuto. Muchos de nosotros considerarían eso una alabanza. Yo lo considero
como tal. Mis clientes dicen con mucha frecuencia: «Shuster es astuto». ¿Me enfado
por eso? ¡Quiá!, digo que es una flor.
Della Street miró a Perry Mason, bailándole la risa en los ojos. El rostro de
Mason iba adquiriendo una expresión de dureza.
Shuster prosiguió, hablando rápidamente:
—Advertí a mis clientes que Winifred iba a intentar hacer que se anulara el
testamento. Sabía que lo intentaría por todos los medios a su alcance; pero no podía
alegar que el abuelo no estuviese bien de la cabeza ni podía afirmar que se hubiera
ejercido influencia alguna sobre él. Conque no tuvo más remedio que buscar algo a lo
que poderse agarrar. Y escogió a Ashton y a su gato.
La voz de Mason expresó ira.
—Oiga, Shuster, suprima todos esos adornos. Lo único que quiero es que dejen al
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portero en paz con su gato. Los clientes de usted no necesitan gastarse dinero
peleando. La cantidad que el celebrar esta conferencia cuesta, representa mucho más
que el lavado de todas las colchas que pudiera ensuciar el gato en 10 años.
Shuster movió afirmativamente la cabeza varias veces.
—Eso es lo que yo les he dicho desde el primer momento, Mason. Un mal arreglo
es mejor que un buen pleito. Pues bien, si usted está dispuesto a hacer un arreglo
amistoso, también lo estamos nosotros.
—¿Sobre qué base? —inquirió el abogado.
Shuster recitó su propuesta con una facilidad que demostraba cuánto la había
ensayado.
—Winifred firmará un documento asegurando que no impugnará el testamento.
Ashton firmará un papel diciendo que ese testamento es genuino; que fue hecho por
el viejo cuando se hallaba en plena posesión de todas sus facultades. Entonces Ashton
podrá quedarse con el gato.
La voz de Mason tenía un dejo de irritación.
—No sé una palabra de Winifred —declaró—. No la he visto en mi vida ni he
hablado con ella. No puedo pedirle a ella que firme cosa alguna.
Shuster dirigió una mirada de triunfo a sus clientes.
—Ya les dije a ustedes que era un hombre muy listo —murmuró—. Ya les dije
que iba a haber lucha.
—Winifred no figura en este asunto para nada —intervino Mason—. Ahora,
bajemos de las nubes y hablemos con sentido común. Lo único que me interesa es ese
maldito gato.
Hubo un momento de silencio, interrumpido tan sólo por la húmeda risa de
Shuster.
Sam Laxter, viendo que se acentuaba la expresión de ira en el semblante de Perry,
intervino en la charla.
—Naturalmente —dijo—, usted reconocerá que ha amenazado con anular mi
herencia. Sé que eso no puede partir de Ashton. Hemos estado esperando que
Winifred impugnaría el testamento.
Tenía el rostro algo obsequioso e insinuador que equiparaba su voz a la sonrisa de
una cortesana.
—Lo único que deseo —dijo Mason— es que dejen en paz al gato.
—Y…, ¿hará usted que Winifred firme ese documento? —inquirió Shuster.
Mason se encaró con él.
—No sea usted imbécil —dijo—. Yo no represento a Winifred. No tengo que ver
con ella.
Shuster se frotó las manos con regocijo.
—No podemos hacer arreglo alguno sobre ninguna otra base. Es cuestión de
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principios. Yo, personalmente, no creo que este asunto constituya, en el testamento,
condición sine qua non; pero la cosa admite discusión.
Mason se puso en pie como toro furioso que se vuelve hacia un perrito que le
ladra.
—Escúcheme usted bien —le dijo a Shuster—: no me gusta enfadarme más que
cuando se me paga para que me enfade; pero ya ha ido usted lo bastante lejos.
Shuster se echó a reír.
Mason se encaró con él.
—Demasiado sabe usted que yo no represento a Winifred. Sabía usted que mi
carta no tenía más significado que el literal; pero sabía que no podía engañar a sus
clientes hasta el punto de hacerles pagar honorarios elevados por un simple gato;
conque metió usted la cuestión de la impugnación del testamento. Usted ha puesto
este huevo y se ha traído a sus clientes para que lo vean incubar. No conociendo a
Winifred y no siendo representante suyo, mal puedo yo conseguir que firme cosa
alguna. Ha asustado usted a sus clientes hasta el punto de hacerles creer que les es
necesaria la firma de Winifred. Eso es colocar los cimientos para poder chuparse una
buena cantidad.
Shuster se puso en pie de un brinco.
—¡Eso constituye difamación! —aulló.
Mason se encaró con los dos nietos.
—Escuchen —dijo—: Yo no soy tutor de ustedes. No pienso romperme la crisma
intentando ahorrarles dinero. Si quieren ustedes dejar vivir al gato tranquilamente en
su casa, díganlo ahora; y quedará acabado el asunto. Si no lo hacen, obligaré a
Shuster a ganarse sus honorarios, metiéndoles a ustedes en la lucha más cruenta que
hayan conocido en su vida. No pienso dejarme usar como «coco» para asustarles a
ustedes y proporcionarle a Shuster una bonita cantidad de honorarios sin que él haya
hecho otra cosa que frotarse las manos para ganarlo…
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Shuster, bailando de indignación—. Usted no
puede hablar así. Eso constituye una infracción de la ética profesional. Le denunciaré
a la Comisión de Quejas. Le pondré pleito por difamación.
—¡Denúncieme y váyase al cuerno! —contestó Mason—. ¡Póngame pleito y que
se lo lleve el mismísimo demonio! Coja a sus clientes y lárguese de aquí. Tienen
ustedes hasta las dos de la tarde para notificarme que el gato se queda en casa. Si no
lo hacen, van a encontrarse con una pelea… los tres. Y no olviden una cosa: cuando
yo empiezo a luchar, nunca pego donde mi adversario espera que le dé. Ahora no
podrán decir que no les he avisado. Esta tarde a las dos. Lárguense de aquí.
Shuster se adelantó.
—A mí no me engaña usted ni un segundo, Perry Mason. Está empleando lo del
gato como pantalla. Winifred quiere impugnar el testamento y…
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Perry Mason dio dos pasos hacia él. El hombrecillo retrocedió a saltos, dio media
vuelta y corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón y salió.
—¡Lucharemos! —gritó por encima del hombro—. Soy luchador tan duro como
pueda serlo usted, Perry Mason.
—Sí; ya lo veo por sus actos —contestó el abogado, con sarcasmo.
Samuel Laxter vaciló unos instantes, como si estuviera a punto de decir algo;
luego dio media vuelta y salió del despacho, seguido de Oafley.
Perry Mason contestó con una sonrisa a la risa que sorprendió en los ojos de
Della.
—Ande —dijo—, diga usted: «Ya se lo decía yo».
Ella movió negativamente la cabeza.
—¡Luche con ese picapleitos hasta tumbarle de espaldas! —dijo.
Mason consultó su reloj.
—Telefonee a Paul Drake —ordenó— y pídale que esté aquí a las dos y media.
—¿Y a Ashton?
—No. Ashton ya tiene preocupaciones de sobra. Me parece que ésta va a ser
cuestión de principios para todos los que intervengamos en ella.
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Capítulo 3
El reloj que había sobre la mesa de Perry Mason marcaba las dos treinta y cinco.
Paul Drake, director de la agencia de detectives Drake, estaba sentado, cruzado, en la
butaca, con las piernas echadas sobre uno de los brazos y la espalda apoyada contra el
otro. Tenía las comisuras de los labios torcidas hacia arriba, lo que prestaba cierta
expresión humorística a su semblante. Era como si estuviera a punto de romper a
sonreír. Sus ojos eran grandes, saltones y vidriosos.
—¿Qué ocurre esta vez? —preguntó—. No me había enterado de que hubiese
ocurrido asesinato alguno.
—No se trata de un asesinato, Paul. Se trata de un gato.
—¿De un qué?
—De un gato…, un gato de Angora.
El detective suspiró y dijo:
—Bueno; un gato. Y…, ¿qué pasa?
—Peter Laxter —explicó Perry—, probablemente un avaro, tenía un palacio en la
ciudad en el que se negaba a vivir. Vivía en su residencia del campo: una quinta
situada en Carmencita. La quinta se incendió y Laxter ardió con ella. Dejó tres nietos:
Samuel C. Laxter y Frank Oafley, que son sus herederos, y Winifred Laxter, a la que
desheredó. El testamento contenía una cláusula en que se estipulaba que a Carl
Ashton, su portero, se le había de dar empleo permanente de por vida. Ashton tenía
un gato. Quería conservar el gato a su lado. Sam Laxter le dijo que se deshiciera de
él. Me condolí de Ashton, le escribí a Laxter una carta y le dije que dejara el gato en
paz. Laxter fue a ver a Nat Shuster. Shuster vio ocasión de embolsarse unos
honorarios crecidos y le dijo a Laxter que lo que yo pretendía era impugnar el
testamento. A mí me exigió la mar de condiciones imposibles para llegar a un arreglo,
y cuando no quise cumplirlas porque me era imposible hacerlo, sacó todo el producto
que pudo de mi negativa. Supongo que se había hecho pagar una cantidad bastante
crecida para retener sus servicios.
—¿Qué desea usted?
—Voy a hacer papilla ese testamento —contestó Mason, sombrío.
El detective encendió un cigarrillo e inquirió, arrastrando las sílabas:
—¿Va usted a hacer migas el testamento por un gato, Perry?
—Por un gato —asintió el interpelado—; pero en realidad, voy a hacer migas a
Shuster al mismo tiempo. Shuster se las ha estado dando de criminalista. Estoy harto.
Es un picapleitos, un perjuro y fomentador del perjurio y un sobornador de jurados.
Cuando tiene algún cliente, no sólo procura salvarle, sino que fabrica
deliberadamente pruebas que señalen a alguna persona inocente, a fin de que parezca
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aún menos culpable su defendido. Ha andado jactándose por ahí de que, si alguna vez
se encuentra frente a frente conmigo, va a demostrar todo lo listo que es. Estoy harto
de él.
—¿Tiene usted copia del testamento? —inquirió Drake.
—No; aún no. He mandado sacar una del Registro.
—¿Ha sido admitido ya para su probanza?
—Tengo entendido que sí. Sin embargo, puede impugnarse igual antes que
después de admitido.
—¿Dónde encajo yo en el asunto?
—En primer lugar, busque usted a Winifred. Luego averigüe todo lo que pueda de
Peter Laxter y de los dos nietos que heredan sus bienes.
—¿Me pongo a trabajar de la forma corriente o quiere usted que desarrolle toda la
actividad posible?
—Quiero que desarrolle toda la actividad posible.
Los ojos vidriosos de Paul Drake dirigieron una mirada especuladora al abogado.
—Debe de haber la mar de dinero en gastos —murmuró.
El rostro de Mason se tornó grave.
—Es muy posible que haya ocasión de ganar algún dinero, Paul. Evidentemente,
Peter Laxter era un avaro. No se fiaba mucho de los bancos. Poco antes de morir,
vendió acciones, obligaciones y papel de Estado por valor de un millón de dólares
aproximadamente. Después de su muerte, los herederos no pudieron encontrar el
dinero.
—¿Y si se hubiera quemado con él en la quinta? Lo tendría en billetes con toda
seguridad.
Es posible que se haya quemado; pero también es posible que no haya ocurrido
tal cosa. Cuando Ashton salió de mi despacho un hombre le seguía los pasos… un
hombre que conducía un «Packard» verde, nuevo.
—¿Sabe quién era ese hombre?
—No. Le vi desde la ventana. No pude distinguir su cara. Vi un sombrero de
fieltro claro y un traje oscuro. El «Packard» era tipo sedán. Claro está que a lo mejor
la cosa carecerá de importancia; pero… ¡cualquiera sabe! Sea como fuere, Winifred
Laxter está de suerte, porque voy a hacer que se anule ese testamento. Shuster ha
estado hablando de lo que me hará si se encuentra alguna vez enfrentado conmigo
ante el tribunal y yo le voy a proporcionar la ocasión de cumplir su palabra.
—A Shuster no puede usted enfadarle luchando con él; eso es lo que está
deseando. Usted lucha para salvar a sus clientes; él lucha para cobrar buenos
honorarios.
—No puede cobrar honorarios si sus clientes pierden todo lo que tienen. Un
testamento anterior lega toda la fortuna a Winifred. Si yo hago anular el último, el
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válido será el anterior.
—¿Va usted a representar a Winifred?
Mason movió negativamente la cabeza.
—A quien yo represento es a un gato. Tal vez necesite a Winifred como testigo.
Drake se puso en pie.
—Conociéndole a usted como le conozco —dijo—, supongo que eso significa
que quiere usted que desarrolle una actividad pasmosa.
Mason asintió.
—Y quiero que se ponga a trabajar a toda prisa. Consígame informes sobre todos
los aspectos que descubra: bienes, facultades mentales, influencia indebida, todo.
Al cerrar Drake la puerta del despacho tras sí, Jackson llamó con los nudillos y
entró con unas hojas de papel tamaño folio, escritas a máquina.
—He hecho sacar una copia del testamento y lo he repasado cuidadosamente —
dijo—. La cláusula referente al gato es un poco débil. Desde luego, no es condición
para la herencia de los bienes y hasta es posible que ni siquiera pueda cargársele el
coste de su manutención a la fortuna del difunto. Con toda seguridad no se trata más
que de la expresión de un deseo del testador.
En el rostro de Mason se leyó un desencanto.
—¿Hay alguna otra cosa más? —preguntó.
Al parecer, fue el propio Peter Laxter quien redactó el testamento. Tengo
entendido que ejerció la profesión de abogado durante varios años en un Estado del
Este. Como testamento en general, está demasiado bien redactado para que se le
pueda impugnar; pero contiene un párrafo algo raro. Tal vez podamos hacer algo con
ese párrafo si la cosa va a parar a los tribunales.
—¿Qué párrafo es ése? —inquirió Mason.
Jackson cogió la copia del testamento y leyó:
—«Durante mi vida me he visto rodeado del afecto y los cuidados, no sólo de mis
parientes, sino de aquellos que, al parecer, esperaban que alguna circunstancia
fortuita les incluiría en la lista de los beneficiados. Nunca he podido poner en claro
qué cantidad de dicho afecto era genuino y qué cantidad tenía por objeto alisar el
camino para una posible herencia. Si el motivo del afecto exteriorizado era este
último, mucho me temo que mis herederos van a llevarse un chasco para ellos. Sin
embargo, tengo un pensamiento que ofrecerles como condolencia, y al propio tiempo,
una sugestión. Mientras que aquellos que aguardaron con impaciencia mi muerte para
repartirse mi fortuna van a quedar desilusionados, a los que me profesaban un afecto
sincero no les ocurrirá lo propio».
Mason frunció el entrecejo y dijo:
—¿Qué mil diablos quiere decir con eso? Desheredó a Winifred y dejó todos sus
bienes a los otros dos nietos para que se los repartieran. No hay nada en este párrafo
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que pueda cambiar eso.
—No, señor —asintió Jackson.
—Ocultó un millón de dólares aproximadamente, poco antes de su muerte; pero
aun cuando se descubriera ese dinero, seguirá teniendo que ir a engrosar la fortuna
mueble e inmueble.
—Sí, señor.
—A no ser que haya hecho una especie de regalo antes de su muerte. En tal caso,
pertenecería a la persona a quien le hubiera sido hecho.
—Es una cláusula singular —observó Jackson—. Puede muy bien haber hecho un
regalo en usufructo, en administración o algo así.
Mason dijo lentamente:
—No puedo menos de acordarme del fajo de billetes que llevaba Carl Ashton en
el bolsillo cuando ofreció una cantidad en depósito para retener mis servicios… Sea
como fuere Jackson, si Peter Laxter le dio dinero a Ashton… bueno, pues va a
librarse una verdadera batalla campal para adueñarse de él, esté el dinero en depósito
o no.
—Sí, señor —asintió Jackson.
Mason, moviendo afirmativa y lentamente la cabeza, descolgó el teléfono que
comunicaba con el despacho de Della Street y, cuando oyó su voz, dijo:
—Della, póngase en comunicación con Drake y dígale que incluya a Carl Ashton
en sus investigaciones. Me interesa especialmente averiguar algo de la situación
económica de Ashton… quiero saber si tiene cuenta corriente en algún Banco, si ha
hecho alguna declaración al fisco; si posee alguna finca; si tiene dinero entregado a
crédito; cómo está clasificado en Hacienda y cualquier otra cosa que pueda averiguar
Paul.
—Está bien. ¿Tiene usted prisa por saber todo eso?
—Mucha.
—La línea de vapores «Dollar» dice que le reservará el camarote hasta mañana
por la mañana a las diez y media —observó Della.
Y luego colgó el auricular, cortando la comunicación, mientras Perry Mason
sonreía, mirando al teléfono.
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Capítulo 4
Los empleados del despacho se habían marchado hacía rato. Perry Mason, con los
pulgares metidos entre las sisas del chaleco, paseaba por el cuarto. Sobre la mesa,
delante de él, había una copia del testamento de Peter Laxter.
Sonó el teléfono. Mason se llevó el auricular al oído y oyó la voz de Paul Drake,
que decía:
—¿Ha comido usted algo?
—Aún no. No me hace mucha gracia comer cuando estoy pensando.
—¿Le gustaría escuchar un informe?
—Ya lo creo.
—Aún no está completo; pero tengo la mayor parte de los datos.
—Bueno. ¿Por qué no viene?
—Me parece que será mucho más conveniente que se reúna usted conmigo. Estoy
en la esquina de las calles Spring y Melton. Hay una cafetería por aquí, y podríamos
tomar un bocado. Yo no he comido aún, y mi estómago se cree que he declarado la
huelga del hambre.
Mason contempló, ceñudo, la copia del testamento.
—Bueno —dijo—; iré…
Apagó las luces, tomó un coche hasta el lugar mencionado por el detective y miró
a Drake.
—Parece traerse usted algo escondido, Paul. Tiene usted la misma expresión en la
cara que un gato que se está bebiendo la leche.
—¿Sí? Pues no me iría mal un poco de leche, se lo aseguro.
—¿Qué hay de nuevo?
—Se lo diré después de comer. Me niego a hablar con el estómago vacío… ¡Voto
a tal, Perry! ¡Déjese de este asunto! Por la furia con que usted lo ha cogido, se diría
que se trata de un asesinato en lugar de un gato. Apuesto a que no saca más de
cincuenta dólares como honorarios.
Mason se echó a reír y contestó:
—He sacado diez dólares justos.
—Ya lo decía yo —observó Drake, como si se dirigiera a un auditorio imaginario.
—Los honorarios nada tienen que ver con este asunto —dijo Mason—. Un
abogado se debe a su cliente. Puede fijar los honorarios que se le antojen. Si el cliente
no los paga, el abogado no tiene necesidad de aceptar el asunto; pero, si los paga, lo
mismo da que se trate de cinco centavos que de cinco millones de dólares. El
abogado tiene la obligación de emplear toda su habilidad, todas sus facultades en
beneficio del cliente.
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—No le sería posible ejercer la carrera con esta teoría, Perry, si no fuera usted un
individualista… Aquí está la cafetería. Entremos.
Mason se paró en la puerta, mirando, dubitativo, hacia el iluminado interior. Una
joven de cabello oscuro, ojos alegres y labios muy rojos y gruesos presidía ante una
batería de moldes para hacer buñuelos. El único parroquiano que había en el
establecimiento pagó su cuenta. La joven marcó el importe en una caja registradora,
le dirigió una sonrisa y se puso a limpiar el mostrador.
—Me parece que no tengo ganas de buñuelos ni de pastas de ninguna clase —
observó Mason.
El detective le asió suavemente del brazo y le empujó dentro, diciendo:
—¡Claro que quiere usted una pasta!
Se sentaron al mostrador. Unos ojos oscuros les miraron mientras unos labios
rojos sonreían.
—Dos tortitas —dijo Drake— con tiras de tocino.
Las manos de la muchacha se movieron con rapidez. Echó la harina disuelta en
agua sobre una plancha caliente y colocó sobre ella unas tiras de tocino.
—¿Café? —preguntó.
—Café —respondió Drake.
—¿Ahora?
—Ahora.
Llenó dos tazas de café y las colocó, junto con una jicara de leche, al lado de cada
plato. Sacó servilletas de papel, cubiertos de plata, agua y mantequilla.
Drake alzó la voz mientras se alzaba el humo de las planchas calientes.
—¿Cree usted poder hacer anular el testamento de Laxter, Perry?
—No lo sé —confesó el abogado—. Ese testamento tiene algo raro. He estado
estudiándolo tres horas.
—Parece raro que haya desheredado a su nieta predilecta —prosiguió el detective
en alta voz—. Sam Laxter era amigo de la juerga. Al viejo le hacía eso muy poca
gracia, Oafley es un tipo muy reservado y muy poco gregario. Al viejo no le era muy
simpático. Es demasiado negativo.
La joven que estaba detrás del mostrador dio la vuelta al tocino y les dirigió una
rápida mirada.
—Es difícil hacer anular el testamento, ¿no? —insistió Drake.
—Si intenta uno hacerlo anular alegando influencia indebida o trastorno mental,
sí. Pero le digo a usted, Paul, que voy a hacer migas ese testamento.
Un plato cayó explosivamente sobre el mostrador. Mason alzó perplejo la mirada
y se encontró con un rostro encendido, una boca decidida y ojos negros que
despedían chispas.
—Oiga —exclamó la muchacha—; ¿a qué se han creído ustedes que están
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jugando? Me estoy abriendo camino sin pedirle favores a nadie y ustedes vienen…
Paul Drake agitó la mano con el gesto estudiado de la persona que va a hacer algo
sensacional, pero que quiere que parezca una cosa corriente en él.
—Perry —dijo—, le presento a Winifred.
El rostro de Perry expresó una sorpresa tan grande y tan sincera, que la
indignación de Winifred Laxter se disipó.
—¿No lo sabía usted? —dijo.
Mason movió negativamente la cabeza.
Ella señaló el letrero que había sobre la puerta.
—Debiera usted de haberlo comprendido por el letrero: «Tortitas de Winifred».
—No leí el letrero —respondió Mason—. Mi amigo me trajo aquí. ¿Qué
pretendía usted, Paul? ¿Quería ser teatral, sacarse un conejo del sombrero o hacer
alguna cosa así?
Drake acarició los bordes de la taza con las yemas de los dedos y sonrió.
—Quería que se conocieran ustedes dos. Quería que mi amigo viera cómo llevaba
usted la tienda, señorita Laxter. La mayoría de la gente no se creería que una heredera
fuese capaz de regentar una cafetería.
—No soy heredera.
—No lo asegure usted tanto. Este señor es Perry Mason, el abogado.
Ella abrió los ojos desmesuradamente.
—Perry Mason —repitió.
—¿Ha oído usted hablar de él? —inquirió Drake.
—¿Y quién no? —contestó ella.
—Quería hacerle unas preguntas respecto a su abuelo —dijo Mason—. Empleé al
señor Drake para que la encontrara.
La joven abrió el molde y sacó dos tortitas bien doradas. Las roció con
mantequilla derretida, puso sobre el mostrador un tarro de melaza, y entregó una
tortita a cada uno y las lonchas de tocino dorado en otro plato.
—¿Un poco más de café? —preguntó.
—No; yo tengo bastante, gracias —aseguró Mason.
Echó melaza sobre la tortita, la cortó y su rostro reflejó sorpresa al cortarla.
Paul Drake rió y dijo:
—No sé cuánto espera usted cobrar en este asunto, Perry; pero estas tortitas
constituyen ya unos magníficos honorarios en sí.
—¿Dónde aprendió usted a hacer estas tortitas? —preguntó el abogado.
—Aprendí a cocinar y al abuelo le gustaban estas tortitas. Cuando me encontré
sola, me dije que sería un buen plan dedicarme a hacerlas. Ahora está esto un poco
parado; pero hace cosa de una hora estaba lleno y, a la salida de los teatros, volverá a
llenarse. Además, se despacha mucho por la mañana, como es natural.
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—¿Quién se encarga de despachar por la mañana? —inquirió Mason.
—Yo.
—¿Y a la salida de los teatros?
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
—Trabajo por mi cuenta, trabajo para mí misma, y no tengo empleados. Conque
no hay ley que pueda impedirme que trabaje todo lo que quiera…
Drake le dio un rodillazo a Mason y dijo, hablando por un lado de la boca:
—Fíjese en ese pájaro que está mirando por la ventana.
Mason alzó la mirada.
Nat Shuster, con la boca entreabierta, saludaba efusivamente con espasmódicos
movimientos de cabeza. En cuanto se dio cuenta de que le había visto Perry, se
marchó rápidamente. Mason observó la expresión intrigada que apareció en el
semblante de Winifred Laxter.
—¿Le conoce usted? —preguntó.
—Sí; es un cliente. Lleva dos o tres días comiendo aquí. Me hizo firmar un papel
esta noche.
Mason depositó lentamente cuchillo y tenedor al lado de su plato.
—¡Ah! —dijo—. Conque le hizo firmar un papel, ¿eh?
—Sí. Dijo que era un amigo y que sabía que yo quería ayudar a llevar a cabo las
intenciones de mi abuelo; que, aun cuando hubiese sido olvidada en el testamento,
sabía que tenía unas miras lo bastante amplias para comprender que el abuelo podía
hacer lo que se le antojase con sus bienes; que, a no ser que los otros nietos pudiera
acortar la tramitación, tendrían que esperar la mar de tiempo antes de que pudieran
tocar un centavo; pero que yo podía acortar los trámites y ayudarlos si firmaba un
papel.
—¿Qué clase de papel era?
—No lo sé. Era un papel que decía algo de que yo sabía que el abuelo no estaba
loco, que yo estaba satisfecha con el testamento y que no intentaría impugnarlo…
Pero, claro está, aun sin eso yo no lo hubiera hecho.
Drake miró expresivamente a Perry.
—¿Le pagó a usted algo? —inquirió Mason.
—Se empeñó en darme un dólar. Salió y lo dejó encima del mostrador. Me reí de
él y le dije que yo no quería nada; pero me contestó que tendría que aceptar el dólar
para que resultara legal. Se mostró muy amable. Me dijo que le gustaban las tortitas y
que iba a hacerme propaganda entre sus amigos y mandarme muchos parroquianos.
Perry Mason empezó a comer su tortita otra vez.
—Sí —dijo lentamente—: es su estilo.
Winifred Laxter apoyó las manos en el estante de los moldes de tortitas.
—Deduzco —dijo— que se han aprovechado de mi ingenuidad. ¿No es así?
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Mason la miró escudriñador. Fue Drake quien respondió a la pregunta. Movió
afirmativamente la cabeza y dijo:
—Vaya si se han aprovechado.
Winifred se inclinó hacia ellos.
—Bueno. Y ahora permítanme que les diga yo algo a ustedes. Me tiene sin
cuidado. Sabía que Sam Laxter había enviado a ese hombre aquí, y me figuraba que
era un abogado. Sabía que estaba intentando hacerme firmar una renuncia a algo, y
sabía que lo estaba haciendo porque temía que pudiese yo dar quehacer.
»No sé a qué han venido aquí ustedes dos; pero, con toda seguridad, para
convencerme y empezar un pleito. Conque dejémonos de tonterías, salgamos al
descubierto y entendámonos de una vez. Así podrán comer ustedes las tortitas más
tranquilos.
»Mi abuelo no era idiota. Sabía lo que se hacía. Decidió dejar su fortuna a los dos
muchachos. Magnífico. Yo lo encuentro muy bien. Hacía años que vivíamos los tres
con él. Nos habíamos acostumbrado a que nos pagase él las cuentas. No nos
preocupábamos por dinero. Nos tenía sin cuidado la depresión, la falta de trabajo y el
pánico de la Bolsa. El abuelo tenía dinero y lo tenía en efectivo. Nos lo daba con
generosidad.
»¿Cuál fue el resultado? Perdimos contacto con el mundo. No sabíamos qué
pasaba en el mundo y nos tenía sin cuidado. Éramos jóvenes; pero tanto hubiera sido
que hubiéramos estado retirados y viviendo en un asilo de ancianos e inválidos.
»Yo tenía un par de muchachos amigos que no me dejaban a sol ni a sombra. No
acababa de decidir cuál de los dos era el mejor. Ambos eran bastante buenos. A veces
creía que me gustaba más el otro. Fui desheredada. Tuve que salir y ponerme a
trabajar. Me hice con este negocio y empecé a aprender lo que era la vida. He visto a
más gente y conseguido más relaciones, me he divertido más viviendo y trabajando
aquí que siendo la favorita mimada de un abuelo rico. Y he acabado con todas las
envidias mezquinas y las intrigas de los dos nietos, que temían que me quedara yo
con toda la fortuna. Uno de mis amigos empezó a perder todo interés en mí cuando
averiguó que yo no iba a tener ya un millón de dólares o algo así a mi nombre. El otro
está encantado porque quiere ser él quien me mantenga.
»Ahora piense usted bien todo eso y dígame si cree que voy a presentarme yo
ante un tribunal y sacar a relucir los trapitos de mi abuelo y de los otros dos nietos
para despertarme luego con un dolor de cabeza o con unos bienes que no deseo para
nada.
Perry Mason empujó su taza por el mostrador.
—Deme otra taza de café, Winnie, y yo le mandaré aquí a todos mis amigos.
Sus brillantes ojos miraron al abogado unos instantes; y viendo en él un alma
gemela, rompió a reír y dijo:
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—Me alegro que comprenda usted. Temí que no comprendiera.
Paul Drake carraspeó.
—Escuche, señorita Laxter está muy bien que piense usted así, pero no olvide
que, a lo mejor, no pensará usted siempre igual. El dinero es una cosa difícil de
conseguir. Le han hecho a usted firmar con engaños algo que nosotros podríamos
hacer anular…
Winifred le entregó a Mason una taza llena de café y le dijo expresivamente:
—Explíquele usted la situación a su amigo, ¿quiere?
Mason interrumpió a Paul, pasando una mano sobre su brazo y aprentándole con
fuerza.
—Paul, usted no ha comprendido. Es usted demasiado comercial. ¿Por qué no
olvidarse del dinero y reírse de la vida? No es el porvenir lo que importa; es el
presente. No es lo que uno ahorra, sino lo que gana y la forma en que lo gana.
Winifred movió afirmativamente la cabeza. El detective se encogió de hombros.
—Usted se lo pierde —dijo.
Perry Mason acabó la tortita, comiendo despacio y saboreándola.
—Va usted a tener éxito —dijo apartando el plato vacío.
—El éxito lo he tenido ya; me estoy encontrando a mí misma; me estoy dando
cuenta de lo que soy capaz. La cuenta asciende a ochenta centavos.
Mason le entregó un dólar.
—La vuelta déjela debajo del plato. Es la propina para la camarera —sonrió—.
¿Qué tal se llevan usted y Ashton?
—Ashton es un cangrejo viejo —rió ella, manipulando la caja registradora.
Mason observó con estudiada despreocupación:
—Es una lástima que vaya a perder su gato.
Winifred se detuvo, con el cajón de la caja abierto y la mano posada sobre él.
—¿Qué está usted diciendo?
—Sam no quiere permitirle que tenga el gato.
—No tiene más remedio que consentirlo, según el testamento. Tiene que quedarse
con Ashton como portero.
—Pero no con el gato.
—¿Es posible que no quiera dejarle a Ashton que se quede con Escoria? —
exclamó la joven.
—Así es.
—Pero…, ¡no puede echar a Escoria!
—Dice que va a envenenarlo.
Mason dio un codazo disimulado a Drake y echó a andar hacia la puerta.
—Aguarde un momento —exclamó ella—. Tenemos que hacer algo para impedir
eso. No podemos consentir que se salga con la suya. ¡Si es un verdadero ultraje…!
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—Ya veremos lo que podemos hacer —prometió Mason.
—Pero…, escuche… Tiene usted que hacer algo. Tal vez pueda hacer algo yo.
¿Dónde podría encontrarle?
Perry Mason le dio una de sus tarjetas y dijo:
—Soy el abogado de Ashton. Si se le ocurre a usted algo que pudiera ser de
ayuda, no deje usted de decírmelo. Y no firme más papeles.
La puerta de la calle se abrió. Un joven de estatura corriente dirigió una sonrisa a
Winifred Laxter; luego miró a Perry Mason con mirada escudriñadora, y por último,
al fijarse en Paul Drake, se tornó bruscamente hostil.
El detective le llevaba un palmo de estatura, pero el joven se acercó a él
amenazador, y le miró fijamente con ojos grises que no parpadeaban.
—Oiga —preguntó—, ¿qué pretende usted?
Drake contestó sin inmutarse:
—Comer tortitas, amigo. No discuta lo más mínimo con la clientela.
—Es de confianza, Douglas —interpuso Winifred.
—¿Cómo sabes tú que es de confianza? —contestó el joven, sin apartar la mirada
de Drake—. Me vino a ver esta tarde con el cuento de que iba a meterse en el negocio
de contratista de obras y necesitaba alguien que entendiese de arquitectura para que
trabajase con él. Aún no había hablado cinco minutos con él, cuando me di cuenta de
que no sabía una palabra del negocio. Yo creo que es un detective.
Paul dijo, sonriendo:
—Es usted mejor detective que yo contratista de obras. No se equivocó en su
suposición. Conque…, ¿qué?
El joven se dirigió hacia Winifred.
—¿Quieres que le eche, Winnie? —inquirió.
—No te preocupes, Doug. Te presento al señor Perry Mason, abogado. Ya has
oído hablar de él. Este es Douglas Keene, señor Mason.
La expresión del joven cambió.
—Perry Mason —dijo—. ¡Ah…!
Mason le asió la mano y se la estrechó con fuerza.
—Encantado de conocerle, Keene —dijo—. Le presento a Paul Drake.
Al soltarle Mason la mano, la asió Drake.
—Encantado, muchacho. No guardo rencor. Achaques del oficio.
Los ojos grises observaron pensativos a los dos hombres. Luego su rostro reflejó
la determinación.
—Vamos a averiguar ahora mismo si todo está bien o no —dijo—. Yo tengo
derecho a meter baza en el asunto. Winifred y yo somos prometidos. Vamos a
casarnos. Si pudiera mantenerla, me casaría mañana con ella; pero no puedo
mantenerla y no quiero que me mantenga ella a mí. Soy arquitecto y ya saben ustedes
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las probabilidades de medrar que tiene un arquitecto en estos tiempos. Pero estoy
completamente seguro que las cosas van a cambiar. Antes de haber transcurrido dos
años, cuando la gente comprenda hasta qué punto se ha llegado a la inflación del
crédito y se dé cuenta de la escasez de viviendas que va a haber en cuanto las familias
se harten de vivir dos en una casa, voy a encontrarme en muy buena situación.
Mason observó el juvenil entusiasmo que se reflejaba en el rostro del muchacho y
movió afirmativamente la cabeza.
Paul Drake dijo sin inflexión:
—Sí…, un par de años.
—Y no crean que estoy aguardando a que pase esta crisis —prosiguió Keene—.
Estoy trabajando en una estación de gasolina y encantado de haber conseguido el
empleo. Hoy estuvo el director general de la compañía en la estación a comprar
gasolina, sin que nadie supiera quién era. Y cuando se fue, me dejó una tarjeta,
felicitándome por mi manera de atender el negocio.
—Muy bien —dijo Mason.
—Les estoy diciendo a ustedes todo esto —dijo Keene— para que conozcan mi
situación y mi actitud, porque voy a averiguar cuál es la actitud de ustedes.
Mason dirigió una mirada a Winifred Laxter. Tenía los ojos fijos en el semblante
de Douglas. Su rostro estaba encendido de orgullo.
Keene avanzó un paso, de forma que quedó entre los dos hombres y la puerta.
—Vamos —dijo—; yo he echado mis cartas boca arriba sobre la mesa y ustedes
van a hacer otro tanto. Peter Laxter murió. No le dejó a Winifred un centavo. En
cuanto a mí se refiere, me alegro de que fuera así. Ella no necesita su dinero. Está
mucho mejor ahora de lo que estaba cuando vivía con él. Y voy a mantenerla. Yo no
quiero un centavo del dinero de su abuelo y ella no necesita el dinero de su abuelo.
Pero me hace muy poca gracia la idea de que ustedes intenten aprovecharse de su
inocencia.
Mason dejó caer una mano sobre el hombro del muchacho.
—No intentamos aprovechamos de ella —aseguró.
—Entonces, ¿qué hacen ustedes por aquí?
—Quiero conseguir unos informes —contestó Mason— para poder representar a
un cliente.
—¿Quién es su cliente?
Mason se echó a reír.
—Créalo o no, mi cliente es un gato.
—¿Un qué?
Winifred interrumpió:
—Se trata de Carl Ashton, Doug. Ya sabes que los muchachos no tienen más
remedio que conservarle de portero; pero Sam ha amenazado con envenenar al gato.
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El señor Mason representa a Ashton y están intentando arreglar las cosas para que
Ashton pueda quedarse con su gato.
—¿Es posible que Sam Laxter se atreva a amenazar con envenenar a Escoria?
Ella movió afirmativamente la cabeza.
—Eso sí que es tener malas entrañas —murmuró Keene, hablando muy despacio.
Se volvió hacia Perry Mason.
—Escuche —dijo—: yo no pensaba meterme en el asunto; pero si Sam piensa
hacer cosas como ésta, pregúntele qué ha sido de los diamantes Kolstdorf.
Winifred exclamó con brusquedad:
—¡Doug!
El muchacho se volvió hacia ella.
—No me interrumpas —dijo—. Tú no sabes lo que yo sé. Sé unas cuantas cosas
de Sam que van a salir a la luz pública. No; no te preocupes, Winnie, no seré yo quien
las haga salir. Yo no pienso meterme en el asunto. Es Edith de Voe. Ella…
Winifred le interrumpió con determinación.
—Al señor Mason sólo le interesa el gato, Doug.
Keene se echó a reír, con una risa breve y nerviosa.
—Usted perdone. Es que me he exaltado un poco. No puedo soportar la idea de
que nadie envenene a un animal y, si a eso viene, Escoria vale por una docena de
Samuel Laxter. Bueno…, no me meteré yo en el asunto.
Paul Drake se sentó tranquilamente en uno de los taburetes.
—¿Qué es lo que va a salir a la luz pública respecto a Sam Laxter? —preguntó.
Mason dejó caer una mano sobre el hombro del detective.
—Espérese un poco, Paul. Esta gente se ha portado bien con nosotros;
portémonos nosotros bien con ellos.
Se volvió hacia Winifred.
—¿No quiere usted darnos información alguna? —preguntó.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No quiero meterme yo en el asunto, ni quiero que se meta Doug.
Mason asió a Drake del brazo y le empujó por el pasillo que había entre los
cubículos por un lado y los taburetes por otro.
—Vamos, Paul —dijo.
Al cerrarse la puerta de la calle tras ellos, Winifred les dirigió una sonrisa y los
saludó agitando un brazo.
—¿Por qué hizo usted eso? —protestó Drake—. Ese muchacho sabe algo. Ha
estado hablando con Edith de Voe.
—¿Quién es Edith de Voe?
—La enfermera que vivía en la quinta. Me daba el corazón que ella debía de
saber algo.
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Mason, mirando sombrío de un lado a otro de la calle, murmuró:
—Si pesco a Shuster merodeando por aquí le voy a romper las narices. ¡Mira que
entrar ese marrullero y aprovecharse de la muchacha haciéndole firmar un papel así!
—Es su estilo. ¿Qué puede hacer usted ahora? No tiene usted cliente alguno que
pueda reventar el testamento. Ese testamento es tan bueno como el otro, ¿verdad?
—Mi cliente es un gato —observó Mason, sombrío.
—¿Puede un gato impugnar un testamento?
El semblante de Mason reflejó la determinación de un luchador innato.
—Maldito si lo sé —contestó—. Acompáñeme. Vamos a visitar a Edith de Voe.
—Pero usted no puede impugnar un testamento a menos que represente a una de
las partes interesadas. Dos de las partes interesadas se benefician por el testamento
ese. La tercera ha firmado un documento renunciando a sus derechos —protestó el
detective.
—Le he dicho a usted antes —observó Mason— que nunca pego en el sitio en
que mi adversario espera recibir el puñetazo.
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Capítulo 5
Una vez en un taxi, el detective dio a Perry Mason unos cuantos informes
pertinentes.
—Su portero Carl Ashton me resulta un poco raro. Iba con Peter Laxter, su amo,
y tuvieron un accidente de automóvil. Ashton salió bastante malparado. Intentó
conseguir que le pagaran daños y perjuicios y fracasó. El conductor del otro coche no
estaba asegurado y no tenía un centavo. Ashton armó bastante jaleo para ver si sacaba
algo. Dijo que no había ahorrado un centavo.
—Eso no tiene nada de particular —observó Mason—. Se dice siempre eso en
casos así. Podía haber tenido un millón de dólares y haber dicho exactamente lo
mismo.
Drake prosiguió hablando con el tono de voz de la persona a quien interesan los
hechos principalmente, y no su interpretación.
—Tenía cuenta corriente en la sucursal de un Banco. Que hayamos podido
averiguar, es la única cuenta corriente que parece haber tenido en su vida. Depositaba
en ella su sueldo íntegro. Ahorró alrededor de cuatrocientos dólares. Después del
accidente lo gastó todo y aún debe algo a un médico.
—Un momento. ¿No cargó Peter Laxter con los gastos del accidente?
—No; pero no se precipite en formar juicios. Ashton le dijo a uno de sus amigos
que Laxter opinaba que tendría más probabilidades de sacar daños y perjuicios si
podía demostrar que había pagado de sus ahorros las cuentas de los médicos y del
hospital.
—Prosiga; está usted preparando el terreno para largarme algo. ¿De qué se trata?
—Poco antes de que ardiera la casa, Laxter empezó a hacer liquidación. No he
podido averiguar qué cantidad cobró; pero fue bastante grande. Tres días antes de que
se incendiara la casa, Ashton alquiló dos cajas fuertes, grandes. Las alquiló a su
nombre, pero le dijo al empleado del Banco que tenía un hermanastro al que quería
que se le permitiera abrir las cajas cuando quisiera. El empleado le dijo que tendría
que presentarse su hermanastro para hacer reconocer su firma. Ashton contestó que se
hallaba enfermo en cama y que no podía moverse; pero que podía llevarse él una de
las fichas y hacer que la firmara. Dijo que garantizaría él la firma, que indemnizaría
al Banco contra cualquier reclamación y todo eso. El Banco le entregó una ficha.
Ashton salió y regresó a la hora con la ficha firmada.
—¿Con qué nombre?
—Clammert… Watson Clammert.
—¿Quién es Clammert? ¿Se trata de un nombre supuesto?
—No; con toda seguridad es hermanastro de Ashton, en efecto. O mejor dicho, lo
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fue; porque ahora ya ha muerto. No encontré su nombre en el anuario; pero pregunté
en el Departamento de Automóviles y descubrí que un tal Watson Clammert tenía
licencia de chófer. Tomé nota de las señas, seguí su pista y averigüé que Watson
Clammert había muerto a las veinticuatro horas de haber firmado la ficha.
—¿Tenía algo de sospechoso su muerte?
—Nada en absoluto. Murió de muerte natural. Falleció en un hospital. Estuvo
asistido constantemente por enfermeras. Pero… y aquí viene lo raro, estuvo en estado
de coma cuatro días seguidos antes de morir. No había recobrado el conocimiento ni
un solo instante.
—Entonces, ¿cómo diablos pudo haber firmado la ficha?
Drake contestó con voz monótona:
—Eso. ¿Cómo pudo hacerlo?
—¿Que más hay de él? —inquirió Mason.
—Al parecer, él y Ashton son astillas del mismo palo. Ashton se pasó años
enteros sin verle ni hablarle. No fue hasta enterarse de que Clammert se estaba
muriendo en un hospital que se presentó Ashton a ayudarle.
—¿Cómo se enteró usted de todo eso?
—Ashton habló bastante con una de las enfermeras. A la muchacha le resultó el
viejo simpático. ¡Era tan vengativo y, sin embargo, tenía un corazón tan grande…! Se
había enterado de que Clammert estaba enfermo y sin un centavo. Conque empezó a
visitar todos los hospitales, uno por uno, hasta encontrar a Clammert sin
conocimiento y a las puertas de la muerte. Se rascó el bolsillo e hizo todo lo que
pudo. Llamó a especialistas, contrató enfermeras especiales y se pasó mucho tiempo
a la cabecera del enfermo. Dio instrucciones a la enfermera para que se le
proporcionara a Clammert todo lo que fuera necesario, sin reparar en gastos. Claro
está que la enfermera sabía que se estaba muriendo y los médicos lo sabían también;
pero naturalmente, no se lo dijeron a Ashton. Le hicieron creer que, a lo mejor, habría
alguna probabilidad de que se salvara, aunque era muy difícil.
»Pero para que vea usted lo estrambótico que es su cliente, exigió que cuando
Clammert recobrara el conocimiento, no se le dijera nunca quién había sido su
benefactor. Ashton les dijo a las enfermeras que habían regañado hacía muchos años
y que no se habían visto desde entonces. Y…, ¿por qué cree usted que regañaron?
Mason contestó, irritado:
—Pico, Piernas Largas. ¿Por qué regañaron el Zorro Cojo y la Bella Durmiente?
El detective rió y dijo:
—Por un gato.
—¿Un gato? —exclamó Mason.
—Eso. Un gato llamado Escoria… era muy pequeñito por entonces.
Mason hizo un mohín de disgusto.
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—Por lo que he podido averiguar —prosiguió Drake—, desde el momento en que
Ashton descubrió a su hermanastro hasta que Clammert murió un par de días
después, Ashton había gastado alrededor de quinientos dólares en cuentas de hospital
y de médico. Lo pagó todo al contado y en efectivo. La enfermera me dijo que
llevaba en la cartera un fajo imponente de billetes. Y dígame, ¿de dónde diablos sacó
Ashton todo ese dinero?
Mason hizo una mueca.
—Caramba, Paul, yo no quería que desenterrara detalles que perjudican a un
cliente mío. Quería que desenterrara usted algo que perjudicara a Sam Laxter.
—Bueno —observó Drake, en su voz seca y sin inflexión—; ésas son algunas de
las piezas del rompecabezas. A mí me paga usted para que le busque las piezas; a
usted le pagan para que las ponga en orden. Si van a formar un cuadro que no le
interesa a usted una vez puestas todas en orden, siempre le queda el recurso de perder
algunas de las piezas para que no pueda volverlas a encontrar nadie.
Mason se echó a reír; luego dijo, pensativo:
—¿Por qué quería facilitarle Ashton el acceso a la caja fuerte a Clammert?
—La única explicación que se me ocurría a mí —dijo Drake— era que si
Clammert se ponía bien, Ashton tenía la intención de darle dinero, pero que no
pensaba tener contacto personal alguno con él. Por eso habría acordado darle a
Clammert una llave de una de las cajas en las que pensaría poner dinero de cuando en
cuando para que Clammert pudiera sacarlo.
—Eso no pega —respondió Mason—; porque Clammert tendría que firmar para
que se le permitiera acercarse a la caja, y la firma que presentó Ashton como firma de
Clammert no puede haber sido la de él, puesto que se hallaba sin conocimiento.
—Usted gana —dijo Drake—. Eso es lo que yo quería decir cuando dije que los
datos que le estoy dando eran las piezas de un rompecabezas. Yo las estoy buscando y
usted las pone en orden.
—¿Fue alguien alguna vez a la caja fuerte usando el nombre de Clammert?
—No; Clammert nunca se ha acercado a la caja. Ashton fue varias veces. Fue a
ella ayer y volvió hoy. Aun cuando los empleados no querían hablar de ello, mi
impresión fue que creían que Ashton había sacado un fajo de billetes de una de las
cajas ayer, y otro hoy.
—¿Cómo saben ellos lo que puede sacar uno de una de las cajas?
—Normalmente no lo saben; pero uno de los empleados vio a Ashton meter
billetes en una cartera de esas que se usan para documentos.
Perry Mason se echó a reír.
—En la mayoría de los casos —dijo— no podemos averiguar datos hasta que
hemos hecho muchísimo trabajo preliminar. En este caso, los datos caen en nuestras
manos a espuertas.
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—¿Le habló su cliente de los diamantes Koltsdorf? —inquirió Drake.
—¡Caramba! —exclamó Mason—. Me siento igual que el interlocutor de una
pareja de payasos. No, señor Drake, el señor Ashton no me dijo una palabra de los
diamantes Koltsdorf. ¿Qué hay de los diamantes Koltsdorf…? Ahora, Paul, le toca a
usted hablarme de los diamantes Koltsdorf.
El detective se echó a reír.
—Los diamantes Koltsdorf son las únicas joyas que parecen haberle llamado la
atención a Peter Laxter. Dios sabe cómo se hizo con ellos. Eran algunas de las piedras
sacadas clandestinamente de Rusia por los antiguos aristócratas. Peter Laxter se los
enseñó a unos cuantos amigos. Eran, en realidad, brillantes muy grandes.
—Y…, ¿qué hay de ellos?
—Algunas de las otras cosas tal como los billetes, acciones y todo eso, podrían
haberse quemado en el incendio. No hubiera sido posible hallar rastro de ellos
siquiera. Pero los diamantes Koltsdorf no han sido hallados.
—Unos diamantes podrían esconderse divinamente en los escombros de una casa
incendiada —observó Mason.
—Han hecho migas los escombros, han tamizado las cenizas y no sé cuántas
cosas más. Pero no han podido dar con los diamantes. Un anillo con un rubí, que
Peter Laxter llevaba siempre en la mano izquierda, fue hallado en el cadáver; pero los
diamantes, no.
—Cuénteme lo demás. ¿Se ha presentado Ashton con esos diamantes?
—No; que yo haya podido averiguar, no. Pero ha hecho otras cosas raras que son
tan comprometidas como eso. Por ejemplo, poco antes del incendio, Laxter había
estado en tratos para adquirir una finca. Había ido Ashton con él para verla. Hace un
par de días, Ashton se presentó a ver al propietario de la finca y le hizo una oferta. La
oferta era de dinero contante y sonante.
—¿Fue rechazada?
—Temporalmente, sí; pero creo que las negociaciones aún están en curso.
Mason frunció el entrecejo, pensativo, y dijo:
—Parece ser que estoy revolviendo un verdadero avispero. Laxter puede haber
escondido bienes. Ashton puede haber estado al tanto de ello. En tal caso,
probablemente, no se creería obligado a entregarle el dinero a Sam Laxter en bandeja.
Me da en las narices que va siendo hora de que charlemos un rato con Ashton.
Drake dijo, con voz incolora:
—Los dos nietos parecen haber sido un poco juerguistas… sobre todo Sam.
Oafley es uno de esos hombres reservados y muy poco gregarios. Sam tenía afición a
los automóviles veloces, a los caballos de polo, a las mujeres.
—¿De dónde salía el dinero?
—Del viejo.
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—Creí que el viejo era un avaro.
—Era de la virgen del puño con todo el mundo menos con sus nietos. Con ellos
era muy liberal.
—¿Cuánto tenía?
—Nadie lo sabe. El inventario de sus bienes…
—Sí… —le interrumpió el abogado—; ya he repasado ese inventario. Al parecer,
lo único que quedaba eran los bienes inmuebles; lo demás no ha sido encontrado
todavía.
—A no ser que se lo encontrara Ashton —comentó Drake.
—No hablemos de eso. Lo que ahora me interesa es un gato.
—El día anterior al del incendio hubo una pelea bastante gorda en la casa. No he
podido averiguar exactamente qué ocurrió; pero creo que esa enfermera puede
decírnoslo. Aún no había llegado a hablar con la enfermera… Aquí está su casa.
—¿Cómo se llama…? ¿Durfey?
—No… De Voe… Edith de Voe. Según los informes que he recibido, no es fea la
chica. Frank Oafley parecía muy interesado por ella mientras estuvo cuidando al
viejo… y la ha seguido viendo después.
—¿Intenciones honorables?
—No me lo pregunte. Yo soy detective, no censor de moralidad. Bajemos.
Mason pagó el coche. Llamaron a la puerta y bajaron por un largo corredor hasta
un piso situado en la planta baja. Una mujer pelirroja, de mirada inquieta,
movimientos rápidos y nerviosos y cuerpo bien formado, realzado por el vestido que
llevaba, les aguardaba en la puerta del piso. Su rostro expresaba desencanto.
—¡Oh! —dijo—. Estaba esperando… ¿Quiénes son ustedes?
Paul Drake hizo una ligera reverencia a continuación y contestó:
—Yo soy Paul Drake. Éste es el señor Mason, señorita de Voe.
—¿Qué desean ustedes?
Hablaba con rapidez, atropelladamente incluso.
—Queríamos hablar con usted —dijo Mason.
—Respecto a trabajo —se apresuró a agregar Paul Drake—. Usted es enfermera,
¿eh?
—Sí.
—Bueno, pues queríamos hablar sobre el trabajo con usted.
—¿Qué clase de trabajo?
—Yo creo que podríamos discutirlo mejor si entráramos —aventuró Drake.
Ella vaciló unos instantes, miró arriba y abajo del pasillo, luego se apartó de la
puerta y dijo:
—Bueno, pueden ustedes entrar; pero sólo unos minutos.
El piso estaba tan limpio y bien cuidado como si se acabara de hacer limpieza
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general. La joven iba muy bien peinada; llevaba las uñas bien arregladas. Lucía el
vestido como quien se ha puesto el fondo de la arquilla.
Drake se sentó cómodamente, como si tuviera la intención de pasarse allí unas
horas.
Mason se sentó sobre el brazo de un sillón. Miró al detective y frunció el
entrecejo.
—El trabajo de que se trata tal vez no sea exactamente lo que usted se esperaba
—dijo Drake—; pero nada se pierde discutiéndolo. ¿Tiene usted inconveniente en
decirme qué acostumbra cobrar por día?
—¿Por dos o tres días, o…?
—No; un día nada más.
—Diez dólares.
Drake se sacó un billetero de bolsillo. Extrajo diez dólares, pero no se los dio en
seguida a la enfermera.
—Tengo trabajo para un día —dijo—. Podrá usted hacerlo en una hora; pero no
tengo inconveniente en pagar el día completo.
La muchacha se humedeció los labios con la punta de la lengua y miró
rápidamente de Mason a Drake. Su voz expresaba desconfianza.
—¿En qué consiste ese trabajo exactamente?
—Queríamos que recordara usted ciertos datos —contestó Drake, envolviéndose
los dedos en el billete de diez dólares—. Necesitaría usted, quizá, diez o quince
minutos para darnos una idea. Luego podría sentarse y escribirnos ordenadamente en
un papel todos los datos que nos hubiera dado.
—Datos…, ¿de qué? —inquirió la muchacha, poniéndose en guardia.
Los ojos vidriosos del detective la miraron sin expresión. Empujó el billete de
diez dólares hacia ella.
—Queríamos averiguar todo lo que usted supiese acerca de Peter Laxter.
La enfermera tuvo un sobresalto y miró, de un semblante a otro, con alarma,
diciendo:
—¡Ustedes son detectives!
—Pongámoslo de la siguiente manera —respondió Drake—. Buscamos ciertos
informes. Deseamos datos concretos y nada más que datos concretos. No vamos a
meterle a usted en ningún lío.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—; el señor Laxter me contrató como enfermera. Resultaría contrario
a la ética de la profesión el revelar ninguno de sus secretos.
Perry Mason se inclinó hacia delante y tomó parte en la conversación.
—¿Se quemó la casa, señorita De Voe?
—Sí; se quemó la casa.
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—Y…, ¿se hallaba usted en algún lugar de ella en aquellos momentos?
—Sí.
—¿Cómo ardió la casa…? ¿Bastante aprisa?
—Muy aprisa.
—¿Tuvo usted dificultad en salir?
—Estaba despierta. Olí humo y creí, al principio, que no sería más que un poco
de humo del incinerador. Luego decidí investigar. Me puse una bata y abrí la puerta.
La parte sur de la casa se hallaba envuelta en llamas entonces. Grité, y después de
unos minutos… Bueno, me parece que quizá no debiera decir una palabra más.
—¿Sabía usted que estaba asegurada la casa? —inquirió Mason.
—Sí; supongo que sí.
—¿Sabe usted si ha sido pagado el seguro?
—Creo que sí. Creo que le fue pagado al señor Samuel Laxter. El albacea es él,
¿verdad?
—¿Había alguien en aquella casa que no le resultara a usted muy agradable? —
preguntó Mason—. ¿Alguien que le fuera especialmente antipático?
—¿Por qué me hace usted semejante pregunta?
—Cuando ocurre un incendio —dijo Mason, lentamente— que puede tener por
resultado la pérdida de vidas y en el que una persona murió en efecto, las autoridades
acostumbran hacer una investigación. Esa investigación siempre se completa por la
fecha del incendio; pero cuando llega a llevarse a cabo, siempre es prudente que los
testigos declaren lo que sepan.
Meditó ella sobre estas palabras unos instantes, durante los cuales parpadeó
repetidas veces.
—¿Quiere usted decir con eso que si no hablase pudiera sospecharse que yo
hubiese prendido fuego a la casa para deshacerme de una persona que me fuera
antipática? Eso es absurdo.
—Se lo preguntaré de otra manera —dijo Mason—. ¿Había alguien en la casa que
le fuera a usted simpática?
—¿Qué quiere usted decir con eso, exactamente?
—Nada más que lo siguiente: No puede una persona hallarse reunida con otras
bajo el mismo techo durante una temporada sin sentir simpatías y antipatías.
Supongamos, por ejemplo, que hubiera una persona que le era simpática y otra que le
fuera antipática. Nosotros vamos a conseguir datos acerca del incendio. Vamos a
conseguirlos de alguien. Si los consiguiéramos de usted, tal vez fuera mejor para
todos que si los consiguiéramos de la persona que a usted le es antipática, sobre todo
si dicha persona intentara cargarle la responsabilidad a la persona que le era a usted
simpática.
Ella pareció ponerse rígida en su asiento.
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—¿Quiere usted decir con eso que Samuel Laxter ha acusado a Frank Oafley de
haber empezado el fuego?
—De ninguna manera —respondió Mason—. Me estoy absteniendo
deliberadamente de declarar hecho alguno. No estoy repartiendo información. He
venido a obtenerla.
Hizo una seña al detective con la cabeza.
—Vamos, Paul —dijo.
Se puso en pie.
Edith de Voe se puso en pie de un brinco y casi corrió a interponerse entre Mason
y la puerta.
—Un momento. No comprendí exactamente lo que deseaban ustedes. Les diré
todo lo que sé.
—Querríamos saber muchas cosas —dijo Mason dubitativamente, como si
vacilara en volver a su asiento—. No sólo del incendio, sino de las cosas que le
precedieron. Me parece que será mejor que obtengamos los informes por otro lado,
después de todo. Querríamos saber todo lo posible acerca de la vida y costumbres de
la gente que vivía en la casa y usted, siendo enfermera… Más vale que no le metamos
a usted en el asunto.
—¡No, no! ¡No hagan ustedes eso! Vuelvan aquí. Les diré cuanto sepa. Después
de todo, no hay nada que sea confidencial, y si van a conseguir los informes que
buscan, prefiero que los conozcan ustedes por mí. Si Sam ha insinuado siquiera que
Frank Oafley tuvo algo que ver con el incendio, ¡es un embuste mediante el cual Sam
espera salvar su propio pellejo!
Mason suspiró. Luego, con aparente mala gana, volvió al sillón, se sentó de nuevo
en el brazo y dijo:
—Estamos dispuestos a escuchar unos minutos, señorita De Voe, pero tendrá
usted que darse prisa. Nuestro tiempo es oro y…
La joven rompió a hablar con rapidez.
—Comprendo todo eso. Me pareció, por entonces, que el incendio tenía algo raro.
Se lo dije a Frank Oafley y él me dijo que debía callarme. Grité e intenté despertar al
señor Laxter… es decir, a Peter Laxter, el viejo. Para entonces las llamas envolvían
ya todo aquel extremo de la casa. Seguí gritando y subí, a tientas, la escalera. Allí
hacía calor y estaba lleno de humo; pero no había llamas. El humo me molestaba una
barbaridad. Frank me siguió y me detuvo. Dijo que nada podía hacer yo. Nos
quedamos parados en la escalera, gritando para intentar despertar al señor Laxter;
pero no obtuvimos contestación. Nubes de humo negro subían por la escalera. Volví
la cabeza y vi unas llamas que empezaban a arrancar del suelo cerca del pie de la
escalera y comprendí que tendríamos que marchamos de allí. Salimos por el ala norte.
Yo estaba casi asfixiada por el humo. Tuve los ojos enrojecidos e inyectados en
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sangre durante dos o tres días.
—¿Dónde estaba Sam Laxter?
—Le vi a él antes de ver a Frank. Iba en pijama y con albornoz y gritaba:
«¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!». Parecía haber perdido la cabeza.
—¿Qué hacían los bomberos?
—No llegaron hasta que la casa hubo quedado medio destruida. Estaba muy
aislado el edificio, ¿sabe?
—¿Es una casa grande?
—¡Demasiado grande! —contestó la enfermera, con vehemencia—. Había
demasiado trabajo en ella para la servidumbre que tenían.
—¿Qué servidumbre había?
—La señora Pixley; una muchacha llamada Nora, creo que se apellidaba
Abbingdon, pero no estoy segura, y Jim Brandon, el chófer. Nora era una especie de
criada para todo. No vivía allí. Se presentaba todas las mañanas a las siete. La señora
Pixley se encargaba de la cocina.
—¿Y el portero Carl Ashton? ¿No estaba allí?
—Sólo alguna que otra vez. Se cuidaba de la casa de la ciudad. Se presentaba a
veces en la quinta, cuando el señor Laxter se lo pedía. Había estado allí la noche del
incendio.
—¿Dónde dormía Peter Laxter?
—En el segundo piso, ala sur.
—¿A qué hora se declaró el incendio?
—A eso de la una y media de la madrugada. Debían de ser las dos menos cuarto
cuando me desperté yo. La casa llevaba ardiendo ya algún tiempo.
—¿Por qué la empleaba a usted? ¿Qué tenía el señor Laxter?
—Había sido víctima de un accidente de automóvil, y como consecuencia de ello
había quedado con los nervios en bastante mal estado. A veces no podía dormir, y le
inspiraban las drogas un disgusto profundo. No quería permitirle al médico que le
diera nada para dormir. Yo había sido masajista, y le daba masaje cuando tenía uno de
esos ataques de nervios. Le aliviaba la tensión. Tomándose un baño de agua caliente,
dejando que el agua le corriera por el cuerpo, y un masaje después, conseguía
relajarle y que se durmiera. Además, tenía complicaciones cardíacas. A veces tenía yo
que darle inyecciones… de estimulantes cardíacos, ¿comprende?
—¿Dónde estaba Winifred la noche del incendio?
—Estaba dormida. Nos costó algo de trabajo levantarla. Creí, durante unos
momentos, que habría sucumbido bajo los efectos del humo. Su puerta estaba cerrada
con llave. Los muchachos casi la echaron abajo antes de que se despertara.
—¿Dónde estaba? ¿En el ala norte o en la sur?
—En ninguna de las dos. Estaba en el centro de la casa, a Oriente.
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—¿Y los muchachos? ¿Dónde dormían?
—En el centro de la casa, a Occidente.
—¿Y la servidumbre?
—Toda ella ocupaba el ala norte.
—Si usted estaba allí como enfermera del señor Laxter y él padecía del corazón,
¿por qué no dormía usted donde se encontrara cerca de él por si le daba un ataque?
—Sí que dormía cerca de él. El señor Laxter tenía instalado un pulsador eléctrico
en su cuarto, de forma que no tenía más que hacerme una señal y yo le contestaba con
otra, para que supiera que acudía.
—¿Cómo le contestaba?
—Oprimiendo un pulsador.
—¿Que hacía sonar un timbre en su cuarto?
—Sí.
—¿Por qué no tocó usted ese timbre la noche del incendio?
—Sí que lo tocamos. Eso fue lo primero que hice. Corrí a mi cuarto y toqué el
timbre repetidas veces. Luego, al no recibir contestación, empecé a subir la escalera.
El fuego debió cortar los hilos.
—Ya. ¿Había mucho humo?
—Sí; la parte central de la casa estaba llena de humo.
—¿Qué había pasado el día anterior al que se produjo el incendio?
—¿Qué quiere usted decir?
—Se había regañado por algo, ¿eh?
—No… no precisamente eso. Había habido jaleo entre Peter Laxter y Sam. No
creo que Frank tuviera nada que ver en el asunto.
—¿Se metió a Winifred en la riña?
—No lo creo. No fue más que una discusión entre el viejo y Sam Laxter. Tenía
algo que ver con Laxter y el juego.
—¿Tiene usted la menor idea de cómo empezó el fuego? —inquirió Mason.
—¿Quiere usted decir si lo prendió alguien?
Mason dijo lentamente:
—Ya ha esquivado usted la cuestión demasiado, señorita De Voe… ¡díganos
usted lo que sabe acerca de ese incendio!
Ella respiró hondamente. Su mirada vaciló.
—¿Hay manera de que pudiera iniciar una persona un incendio mediante el
procedimiento de llenar un horno de gases procedentes del escape de un automóvil?
—preguntó.
Drake movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—; no son los gases de un escape. Baje de las nubes y…
—Aguarde un momento, Paul —le interrumpió Perry Mason—. Averigüemos
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exactamente lo que quiere decir con eso.
—No tiene importancia, a menos que se pudiera empezar un incendio así —
murmuró ella evasivamente.
El abogado, dirigiendo una mirada de aviso al detective, movió afirmativamente
la cabeza y dijo:
—Sí; creo que tal vez pudiera iniciarse un incendio así.
—Pero tendría que iniciarse varias horas después de haber metido los gases en el
horno.
—¿Quiere usted decirnos exactamente cómo fueron metidos los gases en el
horno? —inquirió Mason.
—Pues verá usted. El garaje formaba parte de la casa. Había tres coches en él. La
casa estaba construida sobre una pendiente y el garaje se hallaba en la esquina
sudoeste, abajo de la pendiente. Supongo que cuando construyeron la casa
encontraron que quedaba un poco más de sitio debajo de la cocina y el arquitecto
decidió montar un garaje allí en lugar de hacer un edificio separado o…
—Sí —se apresuró a decir Mason—; comprendo perfectamente lo que usted
quiere decir. Hábleme de los gases del escape.
—Bueno, pues había salido a dar un paseo y regresaba a la casa cuando oí el
ruido de un coche en marcha dentro del garaje. La puerta del garaje estaba cerrada;
pero el motor seguía en marcha. Creí que alguien se había ido y dejado el motor de su
coche en marcha, sin darse cuenta; conque abrí la puerta… hay una puertecita
lateral… no la puerta grande, corrediza, que se abre para sacar los coches… y
encendí las luces.
Mason se inclinó hacia ella.
—¿Qué encontró usted? —preguntó.
—Sam Laxter estaba sentado en su automóvil, con el motor en marcha.
—¿El motor de su automóvil estaba en marcha?
—Sí.
—¿Despacio?
—No; muy aprisa. Como si estuviese echando una carrera. Si hubiera estado
funcionando despacio, yo no lo hubiera oído.
—¿Y cómo metió los gases del escape en el horno? —preguntó Paul Drake.
—Eso es lo raro. Me fijé casualmente en que corría un tubo desde el escape hasta
la tubería de la calefacción. El horno era un horno de gas, que suministraba aire
caliente. Estaba en un sótano, en el fondo del garaje.
—¿Cómo sabe usted que el tubo de escape iba a parar a la tubería?
—¡Le digo a usted que lo vi yo misma! Vi un tubo que partía del escape, corría
por el suelo y luego se metía en una tubería. Las tuberías del horno… es decir,
algunas de ellas… subían del horno a la casa a través del garaje.
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—¿Sabía Sam Laxter que había usted visto el tubo que salía del escape?
—Sam Laxter —dijo con énfasis— estaba borracho. Apenas podía tenerse en pie.
Paró el motor y me habló de bastante mala forma.
—¿Qué le dijo?
—Dijo: «¡Váyase usted al mismísimo demonio! ¿Es que no puede una persona
estar a solas sin que tenga usted que asomar las narices?».
—¿Qué contestó usted?
—Di media vuelta y salí del garaje.
—¿No le dijo usted nada?
—No.
—¿Apagó usted las luces al salir?
—No; dejé la luz encendida para que Sam pudiera ver para salir.
—¿Cómo sabe usted que estaba borracho?
—Por la forma en que estaba tirado en el asiento y por el tono de su voz.
Mason contrajo las pupilas…
—¿Vio usted claramente su semblante? —preguntó.
Ella frunció el entrecejo unos instantes y dijo:
—Me parece que no vi su cara. Llevaba un sombrero «Stetson» grande, color
crema, y cuando encendí la luz, lo primero que vi fue su sombrero. Me acerqué, por
un lado, al coche. Estaba caído sobre el volante y cuando llegué al lado del
automóvil, bajó la cabeza… Ahora que lo pienso, no llegué a ver su cara en absoluto.
—¿Reconoció usted su voz?
—Tenía la voz gruesa y pastosa… como la tiene un hombre cuando ha estado
bebiendo.
—En resumen —dijo Mason—: que si tuviera que declarar ante un tribunal, no
podría usted jurar que fuese Sam Laxter el hombre a quien usted había visto en el
coche, ¿verdad?
—Claro que sí. No había ninguna persona en la casa que llevara un sombrero así,
más que él.
—En tal caso, está usted identificando el sombrero y no a la persona.
—¿Qué quiere usted decir?
—Cualquiera podía haberse puesto ese sombrero.
—Sí —contestó ella con acidez—; podía.
—Tal vez sea importante. Y si tuviera usted que prestar declaración, la
interrogarían sin piedad.
—¿Quiere usted decir con eso que tendría que prestar declaración acerca de cómo
empezó el incendio?
—Algo así. ¿Cómo sabe usted que no era Frank Oafley el que estaba al volante?
—Sé que no lo era.
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—¿Cómo?
—Pues, si quiere usted saber, porque había salido de paseo con Frank Oafley. Me
separé de él en la esquina de la casa. Él dio la vuelta hacia la parte de delante y yo me
dirigí a la parte de atrás. Por eso pasé por delante del garaje. Y entonces oí el motor
en marcha.
—¿Y el chófer? ¿Cómo se llama? Jim Brandon, ¿verdad?
—Así es.
—¿Podía haber sido el chófer?
—No; a menos de que llevara puesto el sombrero de Sam Laxter.
—¿A quién más ha hablado usted de esto?
—A Frank.
—¿Acostumbra usted llamarle por el nombre de pila?
La muchacha apartó rápidamente la mirada. Luego volvió a alzarla y lo miró con
desafío.
—Sí —dijo—. Frank y yo somos íntimos amigos.
—¿Qué dijo él cuando le habló usted del asunto?
—Dijo que los gases de un escape no podían ocasionar un incendio y que no haría
más que armar jaleo si hablaba del asunto. Conque era mucho mejor que me callara.
—¿A quién más se lo dijo usted?
—Al amigo de Winifred… no a Harry Inman… al otro.
—¿Se refiere usted a Douglas Keene?
—Eso es; a Douglas Keene.
—¿Quién es Harry Inman?
—Era un muchacho que la estaba apremiando para que se casase con él. Yo creo
que Winifred sentía por él cierta preferencia; pero en cuanto averiguó que no iba a
heredar un centavo, perdió interés en ella por completo.
—¿Qué dijo Douglas Keene cuando usted se lo dijo?
—Douglas Keene dijo que le parecía una prueba de la mayor importancia. Me
hizo infinidad de preguntas acerca de dónde iba a parar cada tubería y quiso saber si
la tubería que estaba acoplada al escape conducía a la alcoba de Peter Laxter.
—Y…, ¿conducía a dicho cuarto?
—Creo que sí.
—Y luego…, ¿qué?
—Me aconsejó que contara a las autoridades lo que había visto.
—¿Lo hizo usted?
—Aún no. Estaba aguardando a… un amigo… Quería que me aconsejara antes de
dar un paso que pudiera armar jaleo.
—¿A qué hora se encontró a Sam en el garaje?
—A eso de las diez y media.
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—Eso fue una cuantas horas antes del incendio. ¿Sabe usted si Sam entró en casa
inmediatamente después de eso?
—No; no lo sé. Me enfureció tanto lo que me dijo, que me marché para no
abofetearle.
—Pero… debió regresar a la casa antes del incendio, puesto que llevaba pijama y
albornoz cuando le despertó a usted el incendio.
—Sí; así es.
—¿Estaba vestido del todo cuando le vio usted en el coche?
—Creo que sí.
—¿Dice usted que encendió las luces?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Las luces del garaje estaban apagadas?
—Sí.
—¿La puerta estaba cerrada?
—Sí.
—Así, pues, la última persona que entrara un coche en el garaje tendría que haber
cerrado la puerta tras sí, ¿no es eso?
—Sí; naturalmente.
—Y…, ¿el interruptor estaba cerca de la puertecilla?
—A pocas pulgadas de ella. ¿Por qué?
—Porque —dijo Mason lentamente— si Laxter había entrado en el garaje con su
coche, tenía necesariamente que haberse bajado del coche, haberse acercado a la
puerta del garaje, haberla cerrado, haber apagado las luces y a continuación haber
vuelto a su coche. Después de todo, no es costumbre meter un coche en un garaje
haciendo que se filtre por una puerta cerrada.
—Bueno, y…, ¿qué?
—Si estaba tan borracho que no podía parar el motor y estaba tirado sobre el
volante dejándolo correr, apenas parece posible que pudiera levantarse, cerrar las
puertas del garaje, apagar las luces y volverse a subir a su coche.
Ella movió afirmativamente la cabeza.
—No había pensado en eso.
—¿Espera usted la llegada de ese amigo que ha de aconsejarle qué hacer?
—Sí; de un momento a otro.
—¿Tendría usted inconveniente en decirme su nombre?
—No creo que haya necesidad de meterle a él en el asunto.
—¿Se trata de Frank Oafley?
—Me niego a contestar.
—Y…, ¿no piensa usted hablar de esto a las autoridades, a no ser que su amigo le
aconseje que lo haga?
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—No pienso comprometerme en eso. No me pongo por completo en manos de mi
amigo. Sólo voy a pedirle un consejo.
—Pero tiene usted el presentimiento de que, de una manera o de otra, el incendio
fue provocado por los gases del escape. ¿No es eso?
—Yo no soy mecánico. No sé una palabra de automóviles. No sé una palabra de
hornos de gas. Pero si sé que hay una llama en el horno de gas continuamente y me
pareció a mí que si la mezcla del carburador era fuerte y hubiesen sido echados gases
de gasolina al horno, podían haber estallado y provocado un incendio.
Mason bostezó abiertamente, miró a Drake y dijo:
—Me parece a mí, Paul, que eso no va a ayudarnos gran cosa. No hay manera de
que esos gases puedan haber provocado un incendio.
Ella miró de uno a otro con desencanto.
—¿Está usted seguro?
—Completamente.
—Entonces, ¿por qué estaba enchufada esa goma al escape y a una de las tuberías
de la calefacción?
Mason le paró con otra pregunta:
—¿No había más que una luz en el garaje?
—Una nada más. Una luz muy brillante, que colgaba en el centro del garaje.
—¿No le parece a usted posible que lo que usted viera fuese una cuerda y no un
tubo?
—No, señor… era una tubería flexible de goma… e iba desde el escape del coche
de Sam Laxter hasta un agujero que había sido practicado en el tubo de la
calefacción. Era un tubo muy ancho, ¿sabe?, cubierto de asbesto. Ese aire caliente
subía por él a la alcoba y a la sala de Peter Laxter.
Mason movió afirmativa y pensativamente la cabeza.
—Le diré lo que haré —dijo—. Daré una vuelta y, si decide usted contarle todo a
las autoridades, tal vez pueda ayudarla a ponerse en contacto con algunos de los
miembros de la Brigada Criminal que no sean tan escépticos y duros como el
sargento Holcomb.
—Me gustaría eso —contestó ella, sencillamente.
—Bueno; reflexionaremos y la llamaremos por teléfono si se nos ocurre alguna
idea nueva. Entretanto, puede usted informarnos de lo que le aconseje hacer su
amigo. Si decide decírselo a las autoridades, avísenos.
Ella afirmó lentamente con la cabeza.
—¿Dónde puedo encontrarlos?
Mason asió a Drake del brazo y, mediante una suave presión, le empujó hacia la
puerta.
—La llamaremos más tarde, esta noche —dijo—. Le estamos sumamente
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agradecidos por haber hablado con nosotros.
—No ha resultado suplicio ni mucho menos —sonrió ella—. Yo les he contado,
con mucho gusto, cuanto sabía.
Una vez en el corredor, el detective miró al abogado.
—Bueno —dijo Mason riendo—, pues el gato se queda.
—Eso deduje —observó Drake—. Pero no veo claramente cómo piensa jugar las
cartas.
Mason condujo al detective al extremo del corredor y bajó la voz hasta hablar en
un suspiro.
—Cuando vuelva a ver a mi estimado contemporáneo Nat Shuster le diré que se
lea la Sección 258 del Código, que declara que ninguna persona culpable del
asesinato de otra tiene derecho a heredar parte alguna de sus bienes, sino que la parte
que pudiera corresponderle debe ir a los otros herederos.
—Veamos si calculamos la mecánica de este asunto de la misma manera —dijo
Drake.
—Claro que sí. Está claro. El horno de aire caliente tenía gran cantidad de
tuberías que iban a parar a distintas habitaciones de la casa. Cada una de dichas
tuberías tenía un regulador para poder cortar el calor de las habitaciones que no
estuvieran utilizándose. Sam Laxter cometió un asesinato por un procedimiento muy
sencillo. Metió su coche en el garaje, enchufó un trozo de goma flexible al escape,
hizo un agujero en la tubería que suministraba aire caliente a la alcoba de Peter
Laxter y cerró el regulador que había más abajo. Luego se sentó en su automóvil con
el motor en marcha. El mortífero gas de monóxido del escape del automóvil pasó por
el tubo flexible de la tubería de la calefacción, hasta la alcoba de Peter Laxter.
»Observe el diabólico ingenio de que dio muestras. No tenía más que poner en
marcha el motor de su automóvil para conseguir que muriera de muerte sin dolor otra
persona situada en un cuarto muy alejado del motor. Luego prendió fuego a la casa.
En la sangre de las personas que han expirado en edificios quemados acostumbra
hallarse monóxido de carbono: Era un hermoso caso de asesinato, y al parecer, el
único testigo es esta enfermera pelirroja que le pilló in fraganti y el único motivo de
que siga viva es que Sam Laxter cree que ella no se ha dado cuenta del significado de
lo que vio. O tal vez no sabe que la muchacha vio el tubo enchufado al escape.
El detective se sacó del bolsillo una tira de goma de mascar y dijo:
—¿Qué hacemos ahora?
—Nos ponemos en contacto con el fiscal —replicó Mason—. Siempre ha dicho
que un abogado criminalista usa su inteligencia para evitar que los asesinos paguen
las consecuencias de sus crímenes. Ahora voy a darle una sorpresa enseñándole el
asesinato perfecto que he descubierto donde sus propios agentes no han podido sacar
nada en limpio.
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—Parece un bastidor tan endeble de pruebas en que basar una acusación de
asesinato… —objetó el detective.
—No tiene nada de endeble. Fíjese en que la hora era a las diez y cuarto de la
noche aproximadamente. Hacía varias horas que anocheciera. Las puertas del garaje
estaban cerradas. Sam fingió hallarse borracho. Pero a la fuerza tiene que haberse
apeado, cerrado las puertas del garaje, vuelto a su asiento y conservado el motor en
marcha. Tiene que haber enchufado la goma al escape y luego haber empalmado con
la tubería que conducía al cuarto de su abuelo. Entonces ya no tenía nada que hacer
más que poner el motor en marcha. Con toda seguridad, no necesitó tenerlo en
marcha mucho rato. Si no recuerdo mal la medicina forense, el gas del escape de un
automóvil produce monóxido de carbono a razón de un pie cúbico por minuto por
cada veinte caballos de fuerza. Un garaje corriente puede llenarse de gases mortíferos
en cinco minutos con un solo motor en marcha. El exponerse a una atmósfera que
tenga aunque no sea más que 0,2 por ciento de gas, causa resultados letales con el
tiempo. Las indicaciones post morten son una sangre muy brillante, de color cereza.
El gas afecta a la sangre de forma que no puede distribuir oxígeno a los tejidos. Estas
indicaciones se acostumbran encontrar en la sangre de las personas que mueren en un
incendio.
»Hemos de reconocer que Samuel C. Laxter es muy inteligente. Si no hubiera
sido porque esa enfermera tropezó accidentalmente con él, hubiera cometido el
asesinato perfecto.
—¿Va usted a poner todo este asunto en manos del fiscal? —inquirió Drake, con
la cara desprovista de expresión.
—Sí.
—¿No sería mejor que averiguara primero qué pinta el cliente de usted toda esta
cuestión?
Mason respondió lentamente:
—No: me parece que no. Si mi cliente ha hecho mal no pienso intentar
escucharle. A mí se me ha contratado para que me encargue que se quede con su gato
y, ¡voto a tal!, que se quedará con su gato. Si él se ha encontrado dinero que
pertenece a la testamentaría y que ha cometido un desfalco, ése es un asunto
completamente distinto. Y no pierda usted de vista que Peter Laxter puede haberle
hecho un regalo válido de ese dinero antes de morir.
—Narices —respondió el detective—. Peter Laxter no esperaba morir, por lo
tanto, no había razón para que regalase su dinero.
—No esté usted tan seguro de eso —dijo Mason—. Alguna razón tendría para
convertir sus bienes en dinero contante y sonante. Pero dejemos de hacer cábalas
sobre eso, Paul. Lo principal, en un pleito, es que el cliente del adversario se vea
obligado a estar siempre a la defensiva y evitar que el cliente propio se vea en una
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posición que le obligue a dar la mar de explicaciones. Sea como fuere, telefonearé a
Ashton y le diré que creo que su gato está seguro.
El detective se echó a reír.
—Eso es como matar canarios a cañonazos —dijo—. ¡Cuidado que nos estamos
metiendo en ramificaciones nada más que para conservar vivo un gato!
—Y —agregó Mason— para demostrarle a Nat Shuster que no puede tomar
atajos conmigo y quedarse tan tranquilo. No olvide usted su parte, Paul.
—Hay un teléfono en el bar de la esquina.
—Bien, Paul. Telefonearemos a Ashton y al fiscal del distrito.
Doblaron la esquina. Mason echó una mirada al aparato, marcó el número que
figuraba en el listín bajo el nombre de Peter Laxter y preguntó por Carl Ashton.
Tardó varios minutos en oír la voz del hombre al aparato.
—Perry Mason al habla, Ashton. No creo que tenga usted necesidad de volverse a
preocupar del gato Escoria.
—¿Por qué no? —preguntó Ashton.
—Me parece que Sam Laxter va a tener las manos llenas —explicó Mason—.
Creo que va a estar la mar de ocupado. No le diga usted nada aún a ninguno de los
criados; pero creo que existe la posibilidad de que sea llamado Sam Laxter al
despacho del fiscal a responder a ciertas preguntas.
La voz del portero sonó con áspera estridencia:
—¿Puede usted decirme acerca de qué?
—No; ya le he dicho todo lo que me es posible decirle. Ahora sea usted reservado
y no hable a nadie del asunto.
En la voz de Ashton se notaba una inquietud creciente.
—Un momento, señor Mason. No quiero que vaya usted demasiado lejos en esto.
Tengo mis razones para no querer que el fiscal empiece a hacer preguntas.
El tono de Mason no admitía réplica. Dijo:
—Usted me contrató para que impidiera que fuese envenenado su gato. Yo voy a
hacer eso y nada más.
—Pero… esto es una cosa muy distinta —aseguró Ashton—. Quiero hablar con
usted del asunto.
—Véame mañana, pues. Entretanto, dele a Escoria un plato de leche de mi parte.
—Pero… es preciso que le vea a usted si el fiscal va a empezar una investigación.
—Bueno, pues véame mañana —contestó Mason, colgando el auricular.
Hizo una mueca al dejar el teléfono y encararse con el detective.
—Esos malditos casos de gatos —dijo— dan muchísimo más quehacer de lo que
valen. Vamos a buscar al fiscal.
—¿Parecía tener la conciencia poco tranquila? —inquirió Drake.
Mason se encogió de hombros.
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—Mis clientes nunca tienen la conciencia tranquila, Paul. Y después de todo, no
olvide que mi cliente es un gato.
Drake se echó a reír y dijo:
—Comprendo perfectamente; pero nada más que de paso, me gustaría saber de
dónde sacó Ashton ese dinero. Escuche, Perry; empieza a llover. Preferiría usar mi
automóvil si es que hemos de ir a alguna parte.
—Lo siento, Paul. Hemos de ir a algunas partes; pero no tendrá usted ocasión de
buscar su coche… iremos demasiado aprisa. Sacaré el mío. Podremos usarlo.
Drake soltó un gemido.
—Me lo estaba temiendo. Conduce usted a una velocidad de mil demonios por la
carretera mojada.
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Capítulo 6
El fiscal Hamilton Burger tenía algo que recordaba a un oso. Era de espaldas
anchas, cuello grueso y, cuando se movía, sus brazos tenían el ritmo peculiar de
músculos bien coordinados.
—Ya sabe usted, Mason —dijo—, que tengo ganas de cooperar con usted siempre
que sea posible la cooperación. Le he dicho antes, y volveré a decirle, que me
horroriza perseguir a una persona inocente; pero le digo también que no me gusta que
me use nadie como instrumento.
Mason estaba sentado, silencioso. Paul Drake estaba tirado en una silla, con las
larguísimas piernas estiradas y la vidriosa mirada fija en la puntera de sus zapatos y
se las componía para parecer aburrido.
—En la última causa que llevamos ante el tribunal, yo estaba dispuesto a cooperar
con usted; pero se las dio usted de listo conmigo —le acusó Burger.
—No me las di de listo con usted —contestó Mason—. Se negó usted a creerme
cuando le dije que no sabía dónde estaba aquella testigo. Usted creyó que yo estaba
protegiendo a la persona culpable. Empezó usted a hacer su juego; conque yo me
puse a hacer el mío.
—Cuando me hice cargo de la fiscalía —prosiguió Burger— intenté retener el
mayor número de ayudantes familiarizados con el trabajo que me fuera posible. He
descubierto que dichos ayudantes desconfían invariablemente de usted. Creen que
usted anda siempre intentando lucirse a costa de la fiscalía.
—La fiscalía estaba intentando siempre lucirse a costa mía —replicó Mason—.
Como es natural, yo procuraré defenderme. Si usted quiere jugar limpio conmigo, yo
jugaré limpio con usted. Si quiere usted gastarme jugarretas, se las gastaré yo a usted.
Burger se puso a pasear por el cuarto, nervioso. Volvió la cabeza como un oso que
olfatea el viento y dijo:
—Es usted un buen abogado, Mason.
Perry Mason guardó silencio.
Burger giró sobre sus talones y siguió andando en dirección contraria. Dijo,
lanzando las palabras por encima del hombro:
—Pero es usted mejor detective que abogado. Cuando se concentra en la solución
de un crimen, siempre saca usted la verdad. Eso no impide que usted defienda a
clientes culpables.
Mason nada dijo.
Burger dio una vuelta más; luego se detuvo bruscamente, se volvió a Mason, le
señaló con un dedo y dijo:
—Si la gente de mi despacho pensara que iba yo a dar paso alguno basándome en
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informes que usted me hubiese dado, creería que me estaba usted usando como
instrumento para sus fines.
—Ése es el motivo de que me haya dirigido a usted personalmente en lugar de
dirigirme a uno de sus ayudantes. Aquí tiene usted la oportunidad de hacer algo,
demostrar que lo que parecía una muerte accidental era, en realidad, un asesinato. No
le pido a usted favor alguno. No hago más que presentarle una ocasión para que se
luzca, puede usted dejarla o tomarla. A mí me interesa ese asunto por un gato y, si
quiere que le diga la verdad, mis honorarios en este caso son diez dólares justos.
Burger sacó un puro del bolsillo del chaleco, arrancó la punta de un mordisco,
encendió una cerilla en los ladrillos de la chimenea y prendió el cigarro. Suspiró y
dijo:
—Bueno; el doctor Jason ha venido a visitarme esta noche por casualidad. Voy a
llamarle. Si a él le parece la cosa razonable, vamos a hacer una investigación
relámpago. Sabré si quiero seguir adelante o correr a esconderme cuando empiece la
publicidad.
Perry Mason encendió un cigarrillo.
—Perdóneme un momento —dijo Burger—. Llamaré al doctor Jason y
telefonearé a Tom Glassman, el jefe de mis investigadores, y le haré venir aquí
inmediatamente.
Al cerrarse la puerta tras el fiscal, Paul Drake dirigió una mirada a Perry Mason.
Adornaba el semblante del detective su habitual expresión humorística.
—Observo que no le dijo usted nada de la extraña y brusca fortuna de su cliente
Carl Ashton.
—Sólo me interesa denunciar los hechos que puedan señalar hacia un asesinato
—contestó Mason.
Drake volvió a mirar la punta de sus zapatos.
—Si yo fuera fiscal —dijo—, no estoy seguro de que estaría dispuesto a cooperar
con usted, Perry.
—Cuando un hombre juega limpio conmigo, yo juego limpio con él —insistió el
abogado.
—Sí; pero que Dios le ampare si intenta alguna vez tomarle la delantera —dijo
Drake, lúgubre y suspirando.
Se abrió la puerta del cuarto y el doctor Jason, alto y delgado, de ojos pardos,
contempló a los dos hombres.
—Buenas tardes, Mason —dijo—. No creo conocer al señor Drake.
Drake dobló lentamente las rodillas, se alzó de su asiento y extendió con
languidez la mano.
—Encantado de conocerle, doctor —dijo—. Le he oído hablar mucho de usted a
Perry Mason. Nunca me olvido de lo que dijo de usted cuando estuvo examinando a
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uno de sus clientes para comprobar el estado de sus facultades mentales.
—¿Sí?
—Mason dijo que cuando usted empezaba a insinuarse y meterse en el
conocimiento de una persona, era usted tan persistente como una espiga de trigo al
meterse por la manga de uno.
—Lo que quisiera yo es que dijera eso públicamente. Eso no coincide
precisamente con lo que le dijo de mí al jurado en su último proceso.
Burger señaló asientos y chupó nerviosamente su cigarro.
—Doctor —dijo—, tengo un problema. Una casa arde. Se encuentra el cadáver de
un hombre. Al parecer ha muerto carbonizado en su lecho. No parecía existir nada
siniestro en aquella muerte. Ahora aparecen testigos que pueden declarar que un
hombre, que hubiese podido beneficiarse mediante la muerte de dicha persona, se
hallaba en un garaje, con un tubo flexible enchufado al escape de un automóvil y a un
agujero abierto en la tubería de un horno de aire caliente, que desemboca en el cuarto
de dicho hombre. El incendio puede, muy bien, haber sido intencionado. ¿Es posible
que haya podido introducirse así en el cuarto una cantidad suficiente de monóxido de
carbono para producir la muerte a dicho hombre?
—Muy posible —reconoció el doctor Jason transfiriendo la mirada de Drake a
Mason.
—¿Hubiera muerto el hombre mientras dormía?
—Es muy probable. El monóxido de carbono es un veneno muy insidioso. Se dan
numerosos casos de gente que ha estado trabajando en garajes cerrados, donde había
motores en marcha y que han muerto sin llegar al exterior.
—¿Cómo se sabe si una persona ha muerto de envenenamiento por monóxido
carbónico?
—Hay varios métodos. Uno de los más corrientes es fijarse en el color de la
sangre. Es de un color rojizo cereza brillante.
—Y, si una persona muriera carbonizada en un incendio, ¿podría descubrirse la
presencia del monóxido de carbono?
—Un momento —dijo el doctor lentamente—. Está usted pasando por alto una
cosa. Si una persona muriera quemada, tendríamos toda clase de motivos para esperar
que hubiese en sus pulmones monóxido de carbono. Es más; podría muy bien ser que
a la persona en cuestión la hubiera sofocado el monóxido carbónico originado en el
incendio.
—En tal caso, doctor, ¿sería posible saber, mediante un examen del cadáver, si el
hombre había sido asesinado por dicho método antes de que la casa ardiera?
Los ojos penetrantes del médico escudriñaron el semblante de Perry Mason.
—¿Cuánto tiempo antes del incendio fue introducido el monóxido en cuestión
mediante el escape del automóvil?
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—Dos o tres horas antes, probablemente.
El doctor Jason movió afirmativamente la cabeza.
—Creo —le dijo a Hamilton Burger— que podríamos saberlo examinando el
cadáver. Dependería, naturalmente, del estado en que haya quedado después del
fuego. Yo diría que es muy posible averiguar eso. Las ampollas formadas por el calor
cuando el tejido puede reaccionar, se diferencian bastante, generalmente, de las
señales de calor aplicado después de la muerte.
—En resumen, que debiéramos exhumar el cadáver, ¿no es eso? —inquirió
Burger.
El doctor Jason asintió.
Burger se puso en pie con un movimiento singular, como si estuviera a punto de
cargar contra un obstáculo.
—Bueno —dijo—: si vamos a meternos con esto, más vale que hagamos las
cosas bien. Obtendré un mandato judicial para proceder a la exhumación del cadáver.
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Capítulo 7
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Tom Glassman, investigador jefe del fiscal, se sonó ruidosamente la nariz.
—¿Qué es bueno para no acatarrarse en un tiempo tan frío como éste, doctor? —
preguntó.
—El quedarse en una cama calentita… Tenían que escoger una noche lluviosa
para hacer esto. El hombre lleva la mar de días enterrado; pero nadie se preocupa de
él hasta que empieza a llover.
—¿Cuánto tiempo necesitará usted para dictaminar una vez visto el cadáver?
—Quizá no necesite mucho rato. Dependerá hasta cierto punto de lo mucho que
haya quemado el fuego al cadáver.
—Traigan el rollo de cuerda —dijo uno de los cavadores— y prepárense a tirar.
Podemos meter la cuerda ya por las asas.
Unos momentos después se desalojó el féretro y empezó a salir del sepulcro.
—Tiren poco a poco de las cuerdas. No tiren más de un lado que de otro y vayan
con cuidado.
El féretro llegó a la superficie. Se metieron unos tablones debajo de él. Luego se
hizo resbalar por las tablas mojadas y cubiertas de barro, hasta hacerlo descansar en
tierra firme.
Uno de los hombres sacó un trapo y limpió la tierra de encima del féretro.
Apareció un destornillador. Unos instantes después, la tapa de la caja se abrió y una
voz dijo:
—Todo para usted, doctor.
El doctor Jason se adelantó; se inclinó sobre el féretro, soltó una exclamación y
sacó una lámpara eléctrica de bolsillo.
Los hombres formaron corro; pero aún no se le había ocurrido a ninguno alzar
una de las linternas de gasolina, de forma que el interior del féretro seguía sumido en
tinieblas.
—¿Qué opina usted, doctor? —inquirió el fiscal.
Jason iluminó el interior del féretro con una lámpara de bolsillo. Movió los dedos
por el cuerpo quemado.
—Va a costar su trabajo averiguarlo. Ha quedado demasiado tostado. Tendré que
buscar algún punto en que la ropa haya protegido algo la piel.
—¿Y el monóxido?
—No hay necesidad de preocuparse de eso. En cualquier caso contendría el
cuerpo ese gas.
—Bueno, y… ¿puede continuar su examen?
—¿Aquí, quiere usted decir?
—Sí.
—Sería difícil y el resultado no sería concluyente.
—¿Puede usted decirlo, aproximadamente?
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El doctor Jason suspiró con resignación y empezó a trabajar con el destornillador.
—Responderé a esa pregunta dentro de unos instantes —dijo.
Uno de los hombres alzó el farol. El doctor, exteriorizando su resentimiento
contra el tiempo y su desaprobación de todo el asunto, quitó la tapa del féretro.
—Traiga esa luz aquí… no; no tan cerca… No deje que la sombra caiga dentro.
Así… Póngase ahí aproximadamente… ¡No sea usted quisquilloso, voto a tal!
Rebuscó en el interior del abrigo y sacó un cuchillo afilado del bolsillo. El ruido
de la hoja al cortar la tela se oyó claramente por encima del continuo goteo de la
lluvia. Unos instantes más tarde, el doctor se irguió e hizo un gesto con la cabeza.
—¿Quería usted una deducción? —le preguntó a Hamilton Burger.
—Eso es: una deducción; pero lo más aproximada posible a la verdad.
El doctor Jason dejó caer la tapa del féretro.
—Siga adelante en su investigación —dijo.
Hamilton Burger se quedó mirando sombrío el féretro, luego movió
afirmativamente la cabeza y giró sobre sus talones.
—Conforme —dijo—: vámonos. Usted suba a nuestro coche, Mason. Paul Drake
puede seguirnos en el automóvil de usted. Usted encárguese del cadáver, doctor.
Mason siguió a Burger a su coche. Lo guiaba Tom Glassman. Los hombres iban
sombríos y silenciosos.
—¿Va usted a casa de Laxter? —inquirió Mason.
—Sí —contestó Burger—: a la casa en que están viviendo ahora… me parece que
la llaman casa de la ciudad. Quiero hacer unas cuantas preguntas.
—¿Va usted a hacer alguna acusación?
—Voy a hacer unas cuantas preguntas bastante fuertes —confesó el fiscal—. Me
parece que no haré ninguna acusación determinada. No quiero que se sepa lo que
intentamos averiguar hasta que esté preparado para hacerlo. No voy a hacer pregunta
alguna acerca del tubo que conducía del escape a la tubería, hasta que tenga una
buena base. Creo que sería mejor, Mason, que usted y su detective no se hallaran
presentes cuando hiciéramos las preguntas.
—Verá —contestó Mason—: si usted cree que ya hemos hecho cuanto nos era
posible, yo sé dónde hay una cama la mar de mullida, un ponche bien caliente, y…
—Aún no —le interrumpió Burger—. Usted ha sido el que ha empezado todo
esto y va usted a quedarse por aquí hasta que veamos si hemos pinchado en hueso o
no.
Mason suspiró y se arrellanó nuevamente en su asiento. El coche cruzó con
rapidez las calles desiertas y se metió por una carretera que serpenteaba colina arriba.
—Ésa es la casa, allá arriba —anunció Burger—: la casa grande. Procure no usar
luz a menos que no tenga más remedio, Tom. Me gustaría echar una mirada al garaje
antes de alarmar a nadie.
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Glassman arrimó el coche al bordillo, lo detuvo y paró el motor. No se oía más
sonido que el de la lluvia al caer sobre el techo del automóvil.
—Hasta ahora vamos bien —dijo.
—¿Lleva usted ganzúas? —preguntó Burger.
—Seguro —contestó Glassman—. ¿Quiere que abra la puerta del garaje?
—Me gustaría echar una ojeada a los coches, sí.
Glassman abrió la portezuela, se apeó en la lluvia y enfocó la luz de una lámpara
de bolsillo en el candado que sujetaba las puertas del garaje. Sacó un manojo de
llaves del bolsillo y, a los pocos instantes, hizo una señal a Burger con la cabeza y
descorrió la puerta del garaje.
—Tengan cuidado —advirtió el fiscal— de no cerrar esas puertas de golpe. No
nos interesa alarmar a nadie antes de haber examinado el lugar.
Había tres coches en el local. Glassman los enfocó por turno con una lámpara de
bolsillo. Mason contrajo las pupilas al ver un sedán «Packard» verde, nuevo. Burger,
viendo la expresión de su rostro, inquirió:
—¿Ha descubierto usted algo, Mason?
Perry Mason movió negativamente la cabeza.
Glassman iluminó los certificados de registro.
—Éste está extendido a nombre de Samuel C. Laxter —dijo, indicando un coupé
que llevaba los neumáticos de repuesto montados en huecos del estribo a ambos
lados.
Era un coche potente, bajo y de brillante esmalte.
—Está construido para correr mucho —murmuró Burger—. Dé su luz aquí, Tom,
en el escape.
Glassman iluminó el escape y Burger se inclinó para examinarlo. Movió
afirmativamente la cabeza.
—Aquí había sujeto algo.
—Bueno, pues vayamos a echar un párrafo con el señor Samuel Laxter, a ver qué
nos dice —sugirió Glassman.
Perry Mason, apoyado tranquilamente contra la pared del garaje, golpeó un
cigarrillo contra la uña de su pulgar, preparándose para encenderlo.
—Yo no quiero meterme donde no me llaman, naturalmente —dijo—; pero cabe
la posibilidad de que encuentre ese tubo flexible si se molestaran un poco en
buscarlo.
—¿Dónde? —inquirió Burger.
—En alguna parte del coche.
—¿Por qué cree usted eso?
—El incendio —observó Mason— tuvo su origen en un punto de, o cerca de, la
alcoba de Laxter. El garaje estaba a cierta distancia de allí. Lograron salvar los
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automóviles que estaban en el garaje. Este trozo de tubo flexible era una cosa
demasiado comprometedora para que Laxter la dejara normalmente donde pudiera ser
descubierta. Claro está que puede haberlo escondido después; pero existe la
posibilidad de que se encuentre en el coche.
Glassman, sin entusiasmo, alzó el asiento de repuesto de atrás, se metió en el
coche y empezó a explorarlo a la luz de su lámpara de bolsillo. Alzó el asiento
delantero, abrió la cartera de la portezuela, rebuscó en la parte de atrás del automóvil.
—Aquí hay un compartimiento que está cerrado con llave —señaló Burger.
—Es para bastones de golf —explicó Glassman.
—Pruebe a ver si tiene usted llave que lo abra.
Glassman probó una tras otra todas sus llaves y luego movió negativamente la
cabeza.
—Vea a ver si puede sacar la parte de atrás del asiento posterior. Así podría ver el
interior del compartimiento.
El coche basculó al moverse el pesado cuerpo de Glassman. Luego dijo éste, con
voz amortiguada:
—Hay algo que me parece el tubo de una aspiradora.
—Abra el compartimiento con palanqueta —ordenó Burger, algo excitado—.
Veamos qué es eso.
Glassman forzó con una palanqueta la cerradura, diciendo al propio tiempo:
—No es éste un trabajito bien hecho, que digamos. Va a ser causa de que se arme
la de San Quintín como nos hayamos equivocado.
—Empiezo a creer que no nos hemos equivocado —observó Burger, sombrío.
Glassman metió la mano y sacó unos cuatro metros de tubo flexible. En un
extremo tenía dos abrazaderas ajustables que podían apretarse por medio de una
tuerca. El otro extremo contenía una abertura de goma blanda en forma de seta.
—Bueno —dijo Burger—: sacaremos a Laxter de la cama.
—¿Quiere que le aguardemos aquí? —inquirió Mason.
—No; puede usted subir a la casa y aguardar en la sala. Tal vez no tengan que
esperar mucho rato. Al sacarle de la cama de esta manera, tal vez confiese.
La casa grande se alzaba sobre la colina. El garaje se encontraba a cierta distancia
de la casa y había sido excavado en la colina. Unos escalones de cemento conducían
a un paseo cubierto de grava. Otro paseo partía del garaje, subía una pendiente más
suave y daba la vuelta a la casa, sirviendo al propio tiempo de camino por el cual
podían llegar hasta la puerta principal, y como camino por el cual podían llevarse
combustible y provisiones a la parte de atrás del edificio. Los hombres subieron los
escalones, avanzando silenciosamente, en un grupo compacto. Arriba de la escalera,
Burger se detuvo.
—Escuchen —dijo—. ¿Qué es eso?
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De la brumosa oscuridad surgió el sonido de un golpe metálico y, un momento
después, fue seguido de un ruido singular, como de raspado.
—Alguien está cavando —dijo Mason, en voz baja—. Ese es el ruido que hace
una pala al dar contra un trozo de piedra suelto.
Burger murmuró:
—Tiene usted razón. Mason, usted y Drake caminen detrás de nosotros. Tom, más
vale que lleve preparada la lámpara portátil y métase una pistola en el bolsillo del
gabán… por si acaso.
Burger rompió a andar el primero. Los cuatro caminaron lo más silenciosamente
posible; pero la grava rechinaba bajo sus pies. Glassman murmuró:
—Haremos menos ruido por la hierba.
Y se acercó al borde del camino. Los demás le siguieron. La hierba estaba
húmeda, la tierra un poco esponjosa; pero les fue posible avanzar en silencio.
Había luces en la casa que se filtraban en cintas iluminadas por el borde de las
ventanas. El cavador seguía aplicado a su tarea.
—Detrás de esa trepadora —dijo Glassman.
No era preciso que señalara la dirección. La trepadora se agitaba por el peso que
había contra ella. Gotas de lluvia se desprendían en cascadas de las hojas, caía sobre
ellas un rayo de luz procedente del cristal romboidal de una de las puertas que no
estaba tapado con cortina alguna, y las convertía en lluvia de oro.
La pala hizo más ruido.
—Está arrastrando la maleza para volver a llenar el agujero —comentó Mason.
La luz de la lámpara de bolsillo de Glassman cortó la oscuridad.
Una figura, sobresaltada, retrocedió de un brinco y se agitó entre la trepadora que,
a la luz de la lámpara, resultó ser un rosal. Glassman dijo:
—Salga y tenga cuidado con las manos. Somos la ley.
—¿Qué hacen aquí? —inquirió una voz ahogada.
Apareció una figura, como mancha negra, al principio, en medio de las brillantes
hojas, cuyas húmedas superficies reflejaban la iluminación de la lámpara. Luego salió
del rosal y Perry Mason vio su rostro durante unos instantes.
—Es Frank Oafley —le dijo a Burger.
Burger se adelantó.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó.
—Oafley… Frank Oafley. Soy uno de los propietarios de este lugar. ¿Quiénes son
ustedes y qué hacen aquí?
—Estamos haciendo una investigación. Yo soy el fiscal del distrito. Éste es Tom
Glassman, mi ayudante. ¿Por qué está usted cavando ahí? ¿Qué busca?
Oafley soltó un gruñido, se sacó un telegrama del bolsillo y se lo dio al fiscal. El
haz luminoso de la lámpara de bolsillo iluminó un telegrama, una manga rota, una
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mano arañada y cubierta de porquería.
—Me asustó usted con la luz —dijo—. Del salto que di me metí entre todas esas
espinas. Pero es igual. Estaba bastante arañado ya de todas formas. Tengo hecho una
lástima el traje.
Se echó una mirada al traje y rió, como excusándose.
Ninguno de los cuatro hombres se preocupó de él. Todos ellos estudiaron el
telegrama, que decía:
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—Queríamos hacerle algunas preguntas.
Oafley vaciló unos instantes; luego preguntó lentamente:
—¿Han estado ustedes hablando con Edith de Voe?
—No —respondió Burger—; yo no.
Mason miró fijamente a Oafley.
—Yo sí —dijo.
—Ya sabía yo que había hablado usted con ella —contestó Oafley—. Es una
lástima que se meta usted donde no le llaman.
—Basta ya —intervino el fiscal—. Entremos en la casa. ¿Qué es eso de que los
diamantes Koltsdorf están escondidos en la muleta de Ashton?
—Ya sabe usted tanto como yo del asunto —respondió Oafley con hosquedad.
—¿No está Sam?
—No.
—¿Dónde está?
—No lo sé… Habrá ido a alguna cita, seguramente.
—Bueno; ábranos.
Llegaron a un porche enlosado. Oafley sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.
—Si quieren excusarme unos momentos, me quitaré un poco de este barro y me
mudaré de ropa.
—Aguarde un momento —intervino Glassman—: en este asunto se juega medio
millón de dólares. No dudamos de su palabra, pero mejor será que le registremos y…
—Glassman —advirtió Burger—, al señor Oafley no hay que tratarlo así —se
volvió a Oafley—: Siento mucho que el señor Glassman haya usado esas palabras
precisamente; pero ese pensamiento se me ha ocurrido, y sin duda, se le ocurrirá a
usted. Se trata de una importante cantidad de dinero. ¿Y si la persona que envió el
telegrama afirmara que usted había estado en el jardín y que había encontrado todo o
parte de ese dinero?
—Pero… ¡si no encontré un centavo! Si lo hubiese encontrado, hubiese sido
mío… por lo menos, la mitad.
—¿No le parece a usted que sería mejor, quizá, que tuviese pruebas
corroboratorias? —inquirió Burger.
—¿Cómo podría conseguirlas?
—Sometiéndose a un registro voluntario.
El semblante de Oafley se había tornado bastante hosco.
—Bueno —dijo—: regístreme.
Lo registraron.
Burger movió la cabeza afirmativamente, satisfecho.
—No es más que para comprobar la situación —afirmó—. Quizá se felicite
después por haber cooperado con nosotros.
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—Nunca me felicitaré; pero no protesto demasiado; porque comprendo la
situación de ustedes. ¿Puedo mudarme ahora de ropa?
Burger negó lentamente con la cabeza.
—Más vale que no. Mejor será que se siente y aguarde. Se secará usted muy
aprisa.
Oafley suspiró.
—Bueno —dijo—: tomemos por lo menos unos cuatro dedos de whisky cada
uno. Parecen ustedes haber andado por ahí entre la lluvia. ¿Bourbón, escocés, o cuál?
—Lo primero que encuentre —dijo Mason— con tal de que sea whisky.
Oafley llamó al timbre.
Apareció en la puerta un hombre, cuya mejilla estaba cruzada por una lívida
cicatriz que daba a su rostro una peculiar expresión de triunfo burlón.
—¿Llamaba usted? —le preguntó a Oafley.
—Sí, trae whisky, Jim. Trae un poco de escocés, soda y otro poco de bourbón.
El hombre movió afirmativamente la cabeza y se retiró.
—Es Jim Brandon —explicó Oafley—. Hace de chófer y de mayordomo también.
—¿Cómo se señaló así la cara? —inquirió Burger.
—Creo que fue en un accidente de automóvil… ¿Usted es el fiscal del distrito,
señor Burger?
—Sí.
Oafley dijo lentamente:
—Siento que Edith de Voe dijera lo que dijo.
—¿Por qué?
—Porque el incendio ése no fue iniciado por los gases del escape de un
automóvil. Eso es imposible.
Glassman preguntó:
—¿Dónde tienen ustedes el teléfono?
—En el vestíbulo. Yo le enseñaré… o le enseñará Jim, el mayordomo.
—No se preocupe. Usted siga sentado ahí y hable con el jefe. Ya lo encontraré yo.
Burger dijo:
—¿Ha oído usted hablar alguna vez de envenenamiento por monóxido carbónico,
señor Oafley?
—Claro que sí.
—¿Sabe usted que el motor de un automóvil genera monóxido carbónico?
—Pero…, ¿qué tiene que ver el monóxido carbónico con el asunto? No es un gas
inflamable, ¿verdad?
—Es un gas mortal.
El tono en que el fiscal dijo estas palabras hizo que Oafley enarcara las cejas.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Habla usted en serio…? Pero…, ¡si eso es
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increíble! No puedo creer…
—Déjese de lo que pueda o no pueda creer, señor Oafley. Deseamos ciertos
informes. Nos paramos en el garaje camino de aquí y registramos el automóvil de
Laxter. Encontramos un tubo largo, flexible.
Oafley dijo sin exteriorizar sorpresa:
—Sí; Edith dijo que lo había visto claramente.
—¿Dónde está Sam Laxter ahora?
—No lo sé. Salió.
—¿Cómo salió? Su coche está en el garaje.
—Sí —asintió Oafley—: el coche suyo, sí. No quería sacarlo y que se mojara. El
chófer le llevó a la ciudad en el «Packard»; luego volvió con el coche. No sé cómo
volverá Sam a no ser que esté el «Chewy» por la ciudad.
—¿El «Chewy»?
—Sí. Es un coche de servicio. Ashton acostumbra usarlo. Lo tenemos para cargar
cosas y hacer recados.
—¿Tiene usted automóvil?
—Sí: el «Buick» que hay en el garaje es mío.
—¿Y el «Packard» grande?
—Es el coche que compró mi abuelo poco antes de su muerte.
—¿Fueron salvados los coches al arder la casa?
—Sí; el garaje estaba en una esquina. Fue una de las últimas cosas en arder.
—En otras palabras, que el fuego empezó en un punto que estaba apartado del
garaje. ¿No es eso?
—Debió de iniciarse cerca de la alcoba de mi abuelo.
—¿Tiene usted la menor idea de cómo empezó?
—No, señor… Escuche, señor Burger, preferiría que hablase usted con Samuel de
esto. Mi posición es un poco delicada. Francamente, había oído el relato de Edith de
Voe ya; pero no le había prestado atención. Lo del monóxido de carbono,
naturalmente, no se me había ocurrido. No puedo creer que sea posible. Debe de
haber alguna otra explicación.
Glassman entró en el cuarto con el telegrama en la mano izquierda. Se paró en la
puerta y dio su informe:
—Es un telegrama auténtico. Fue puesto por teléfono. Había de ser firmado por
«Un amigo»; pero el número de teléfono del remitente era Exposición 6-2398. El
teléfono en cuestión figura en el listín bajo el nombre de Cafetería de Winnie.
Mason se puso en pie y dijo:
—¡Narices!
—Basta, Mason —le dijo Burger—; usted no se meta en este asunto.
—¡Que se cree usted eso! ¡A mí no me domina usted, Burger! Winifred Laxter no
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mandó el telegrama.
Oafley miró a Tom Glassman.
—Pero —dijo—, ¡sí, Winnie no mandaría un telegrama así! Debe haber un error.
—Lo mandó ella; de eso no cabe duda —insistió Glassman.
—¡Qué diablos había ella de mandar! —estalló Mason—. Es sencillísimo mandar
un telegrama por teléfono a nombre de otra persona.
—Sí —comentó Glassman—: siempre anda alguien conspirando contra los
clientes de usted.
—Ella no es cliente mía —dijo Mason.
—¿Quién es su cliente, exactamente?
Mason se echó a reír y murmuró:
—Creo que es un gato.
Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido del motor de un automóvil que
subía la pendiente. Unos faros dieron de lleno, momentáneamente, en la ventana;
luego sonó una bocina. Jim Brandon entró en el cuarto con una bandeja en la que
había whisky, copas y sifones. Lo soltó todo apresuradamente al sonar de nuevo la
bocina, y se dirigió a la puerta.
—Ése es el señor Sam —dijo.
Burger asió al hombre por la manga al pasar.
—No tenga usted tanta prisa —dijo.
Glassman cruzó el corredor y abrió la puerta principal de un tirón al volver a
sonar la bocina.
—Salga, Jim —dijo—, y vea lo que quiere.
Jim Brandon encendió la luz del porche y salió. Sam Laxter gritó:
—Jim, he tenido un accidente. Sal y guarda el coche.
Burger apartó unas cortinas. La luz brillante del porche iluminaba un «Chevrolet»
bastante anticuado, con parabrisas roto, guardabarros abollado y parachoques hecho
ciscos. Sam Laxter se apeaba del pescante. Tenía la cara cortada. Llevaba la mano
derecha vendada con un pañuelo ensangrentado.
Burger se dirigió a la puerta. Antes de que llegara a ella, unos faros volvieron a
iluminar la noche. Un automóvil que corría con suavidad apareció, dio la vuelta y se
detuvo. Se abrió la puerta de un sedán grande. Una figura pequeña saltó del coche y
corrió excitada hacia la casa, vio a Samuel Laxter y se detuvo sorprendido.
Perry Mason se echó a reír y le dijo a Burger:
—Tenemos entre nosotros a nuestro querido contemporáneo don Nathaniel
Shuster. Durante el transcurso de la próxima media hora puede usted intentar
descubrir si siguió a Sam Laxter porque sabía que iba usted a estar aquí o si su
llegada es puramente accidental.
Burger, soltando una exclamación de disgusto, se dirigió al porche.
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Shuster gritó, en voz que temblaba de excitación:
—¿Se ha enterado usted? ¿Se ha enterado usted? ¿Sabe usted lo que está
haciendo? ¿Sabe usted lo que ha ocurrido? Obtuvieron un mandato para exhumar el
cadáver de su abuelo. Fueron al cementerio y lo desenterraron en seguida.
El semblante ensangrentado de Sam Laxter reflejó sorpresa y consternación.
Frank Oafley, que se hallaba cerca de Burger, dijo:
—¿Qué demonios es eso?
—Cuidado —advirtió Glassman.
—Acabo de averiguar lo del mandato. He hecho una investigación. Ya han
exhumado el cadáver. ¿Quiere usted que tome medidas legales para…?
Su voz se apagó al ver a Burger a la luz del porche.
—Entre, Shuster —dijo el fiscal—. Se mojará usted ahí.
La lluvia brilló en el rostro de Sam. El corte de su mejilla goteaba sangre, sin que
se acordara de él. Sus labios se contraían de emoción.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Sólo estoy haciendo una investigación —dijo Burger—; y quería hacerle a
usted unas preguntas. ¿Tiene usted inconveniente alguno?
—Claro que no —replicó Laxter—; pero no me gusta la forma en que está usted
abordando el asunto. ¿Qué pretendía usted con exhumar…?
—¡Ni una pregunta! ¡Ni una pregunta! —gritó Shuster—. Ni una, mientras yo no
esté presente; y no debe usted contestar a menos que yo se lo diga.
—No diga tonterías, Shuster —respondió Laxter—. Puedo contestar
perfectamente a cualquier pregunta que desee hacerme el fiscal del distrito.
—¡No sea usted tonto! —gritó Shuster—. Ésta no es una investigación del fiscal
del distrito; es una investigación provocada por ese entrometido Mason. Todo es por
el maldito gato ése. No conteste. No conteste una palabra. Cuando quiera darse
cuenta se encontrará en la calle; y entonces, ¿qué? Toda su herencia desaparecida.
Mason dirigiendo la orquesta. Winifred heredando los bienes. El gato riéndose…
—Cállese, Shuster —le interrumpió Burger—. Voy a hablar con Sam Laxter y
voy a hablar con él sin tener que aguantar sus interrupciones estúpidas. Entre en casa,
Laxter. ¿Necesita un médico que le atienda las heridas?
—No lo creo —contestó el interpelado—. Patiné y me pegué contra un poste del
teléfono. Me sacudió bastante y tengo un corte en el antebrazo derecho; pero creo que
sólo necesita lavarse con un buen antiséptico y una venda limpia. Tal vez haga que
me lo cure un médico después; pero ahora no le haré esperar a usted.
Shuster corrió hacia él.
—¡Por favor! —dijo—. ¡Se lo ruego! ¡Se lo imploro!
—Cállese —volvió a repetir Burger, tomando el brazo de Sam al subir éste los
escalones hacia él.
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Laxter y Burger entraron en la casa seguidos de cerca por Glassman. Shuster
subió lentamente la escalera, moviéndose como un viejo para quien todo paso
representa un verdadero esfuerzo.
Mason miró a los tres hombres cruzar la sala y desaparecer tras una puerta. Entró
en la sala y se sentó. Drake sacó un cigarrillo del bolsillo, se sentó, cruzado, en un
sillón, y dijo:
—Bueno, pues; aquí estamos.
Jim Brandon se hallaba en la puerta y le dijo a Shuster.
—No sé si tiene usted derecho a estar aquí o no.
—No sea usted estúpido —respondió Shuster. Y luego bajó la voz y dijo algo que
Mason y el detective no pudieron oír. Brandon bajó la voz también. Los dos hombres
emprendieron una conversación en susurros.
El teléfono llamó repetidas veces. Después de varios minutos, una mujer obesa,
con ojos hinchados por el sueño, bajó arrastrando los pies por el pasillo, envuelta en
un albornoz. Descolgó el teléfono y dijo: «Diga», en voz soñolienta y poco cordial.
De pronto su semblante reflejó sorpresa.
—Oh, sí, señorita Winifred… —dijo—. Podría decírselo… Está dormido,
naturalmente… Le diré que haga que el señor Mason la llame a usted inmediatamente
a…
Perry Mason se acercó al teléfono.
—Si alguien pregunta por el señor Mason —dijo—, estoy aquí y hablaré por
teléfono.
La mujer le entregó el auricular.
—Es la señorita Winifred Laxter —dijo.
Mason dijo: «Diga», y oyó la voz de Winifred, frenética de excitación:
—Gracias a Dios que he podido dar con usted. No sabía dónde encontrarle;
conque pregunté por Ashton para darle un recado para usted. Ha ocurrido algo
terrible. Es preciso que venga usted en seguida.
—Estoy bastante ocupado aquí —contestó Mason—. ¿Podría usted darme una
idea general de todo cuanto ha ocurrido?
—No lo sé; pero Douglas se encuentra en apuros… Ya conoce usted a Douglas…,
le vio usted aquí… Douglas Keene…
—Y…, ¿qué le ha ocurrido?
—No lo sé; pero es preciso que le vea a usted ahora.
—Me marcharé de aquí antes de que hayan transcurrido diez minutos. No puedo
hacer más. Aquí hay otro asunto que me interesa ¿Dónde la encontraré?
—Estaré en la cafetería. No habrá luces encendidas… Abra la puerta y entre.
Mason respondió:
—Conforme; saldré de aquí dentro de diez minutos.
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Colgó el auricular en el preciso momento en que Shuster, dejando a Brandon a la
puerta, cruzaba el vestíbulo con paso rápido y nervioso. Cogió de la solapa a Mason.
—¡No puede usted hacerlo! —dijo—. No puede usted salirse con la suya. Es un
ultraje. Le haré comparecer a usted ante la Comisión de Quejas. ¡Esto es una
marrullería!…
Mason posó la palma de la mano contra el pecho del hombre, le apartó de su lado
y dijo:
—Debería usted meterse a dar conferencias, Shuster. Nadie podría acusarle a
usted nunca de dar una conferencia seca.
Mason sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara. Shuster saltó a su
alrededor con el mismo entusiasmo que un perro ante un toro.
—Usted sabía que no podía hacer anular el testamento, puesto que era legítimo.
Conque, ¿qué se le ocurrió hacer a usted? Intentó encajarles una acusación de
asesinato a mis clientes. No puede usted hacerla prosperar. Usted y su portero se van
a encontrar en un buen jaleo. ¿Me ha oído usted? En…
Se interrumpió al entrar nuevamente en el cuarto el fiscal, acompañado de
Glassman. Burger parecía enormemente intrigado.
—Mason —dijo—: ¿sabe usted algo de unos diamantes que tiene su cliente?
Mason movió negativamente la cabeza.
—Podríamos preguntárselo —propuso.
—Me parece que tenemos ganas de hablarle —dijo Burger—. Al parecer, está
mezclado en este asunto.
Mason movió la cabeza. Shuster dijo:
—¡Es un verdadero ultraje! ¡Es una conspiración! Mason preparó todo esto a fin
de reventar el testamento.
La sonrisa de Mason era tolerante al replicar:
—Le dije a usted, Shuster —murmuró—, ¡que siempre doy donde menos se lo
esperan mis adversarios!
—¿Quieren ustedes que llame al portero? —preguntó la mujer fofa, al entrar
Oafley, con albornoz y zapatillas, en el cuarto.
—¿Quién es usted? —inquirió Burger.
—El ama de llaves —interrumpió Oafley—. La señora Pixley.
—Me parece que será mejor ir a entrevistarse con el portero sin previo aviso —
anunció el fiscal.
—Escuche —dijo Mason—: en vista de las circunstancias, ¿no le parece a usted
que, en justicia, debía de decirme lo que anda buscando?
—Acompáñeme —le contestó el fiscal— y lo sabrá. Pero no interrumpa para
hacer pregunta alguna ni dar consejos.
Shuster dio la vuelta a la mesa.
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—Tendrán que vigilarle —advirtió—. Es él quien ha armado todo este enredo.
—Cierre el pico de una vez —ordenó Tom por encima del hombro.
—Ande —le dijo Burger a la señora Pixley— y enséñenos el camino.
La mujer cruzó el vestíbulo. Paul Drake se puso a andar al lado de Perry Mason.
Oafley se rezagó un poco para hablar con Shuster. Burger llevaba agarrado del brazo
a Sam Laxter.
—Es un tipo raro el ama de llaves —comentó Drake en voz baja—. Es todo fofo
menos la boca, y es difícil que la dureza de sus labios compense todas las demás
faltas.
—Debajo de esa blancura —respondió Mason estudiando a la mujer— hay
muchísima fuerza. Tiene los músculos envueltos en grasa; pero es fuerte. Fíjese en su
porte.
La mujer los condujo hasta una escalera que bajaba al sótano. Abrió una puerta,
cruzó un piso de cemento, se detuvo ante otra puerta y preguntó:
—¿Llamo?
—Si no está cerrado con llave, no —contestó Burger.
La mujer hizo girar el pomo de la puerta y se echó a un lado, abriendo las puertas
de par en par.
Mason no podía ver el interior del cuarto, pero le era posible ver su rostro. Vio la
luz de la habitación interior darle en la cara. Vio que la carne fofa de su semblante se
helaba con expresión de terror. Vio entreabrirse los duros labios y luego oyó un grito.
Burger se adelantó de un salto. El ama de llaves se tambaleó, alzó las manos y se
doblaron sus rodillas al caer la mujer al suelo. Glassman franqueó la puerta de un
brinco. Oafley cogió al ama de llaves por los sobacos.
—¡Cuidado! —dijo—. Tranquilícese. ¿Qué ocurre?
Mason pasó por su lado y entró en el cuarto.
La cama de Carl Ashton estaba junto a una ventana abierta del sótano. La ventana
se abría casi directamente a nivel de tierra. Estaba apuntalada para que permaneciese
abierta siempre unas cuatro o cinco pulgadas, lo suficiente para que pudiese entrar
con facilidad un gato.
Debajo mismo dé la ventana estaba la cama, cubierta con una colcha blanca. Y
sobre dicha colcha blanca había una serie de pisadas de gato, pisadas de barro que no
sólo cubrían la colcha, sino la almohada.
En la cama, con una expresión desagradable en el semblante, se hallaba el
cadáver de Carl Ashton. Sólo necesitaron aquellos expertos en homicidios echar una
mirada a los ojos desorbitados y a su lengua saliente para comprender de qué había
muerto aquel hombre.
Burger se volvió a Glassman.
—No deje entrar a nadie en ese cuarto —advirtió—. Llamé a la brigada criminal
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por teléfono. No pierda a Sam Laxter de vista hasta que se haya aclarado todo esto.
Yo me quedaré aquí y echaré una mirada alrededor. ¡Andando!
Glassman se volvió, hincó el hombro contra Perry Mason y dijo:
—Lárguese, amigo.
Mason salió del cuarto. Glassman cerró la puerta de golpe.
—Voy al teléfono. Oafley, no intente salir de aquí.
—¿Por qué habría de intentar yo salir de aquí? —preguntó Oafley, indignado.
—¡No haga usted declaración alguna! ¡No haga usted declaración alguna! —
suplicó Shuster con frenesí—. ¡Cállese! ¡Deje que hable yo todo lo que haya que
hablar! ¿No comprende usted? ¡Se trata de un asesinato! No hable con ellos. No tenga
usted nada que ver con ellos. No…
Glassman se adelantó, amenazador.
—O cierra usted el pico —dijo— o se lo cierro yo de forma que no pueda abrirlo
en una temporada.
Shuster huyó de él, sin dejar de hablar.
—Nada de declaraciones. Nada de declaraciones. ¿No comprende usted que yo
soy un abogado? Usted no sabe qué acusaciones habrán hecho. Cállese. Deje que
hable yo por usted.
—No hay necesidad de nada de eso —contestó Oafley—. Tengo yo tantas ganas
de aclarar este asunto como la policía. Está usted frenético. Cállese.
El grupo subió la escalera Perry Mason, rezagándose un poco, acercó los labios al
oído de Paul Drake.
—Quédese por aquí, Paul —dijo—, y entérese de lo que ocurra. Vea usted todo lo
que pueda y oiga todo lo que sea posible.
—¿Usted se larga?
—Sí.
Arriba de la escalera del sótano, Glassman corrió al teléfono. Perry Mason torció
a la derecha, cruzó una cocina, abrió una puerta, atravesó un porche, descendió una
escalera y se encontró en la calle bajo la lluvia.
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Capítulo 8
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—No. Ashton no estaba.
—¿Me permite que fume?
—Me gustaría fumar un cigarrillo a mí también. Debe usted creerme una criatura
insoportable.
Mason sacó una pitillera del bolsillo, le ofreció un cigarrillo y le arrimó una
cerilla cuando la muchacha se lo hubo metido en la boca.
—De ninguna manera —aseguró, encendiendo luego el suyo—. Es bastante
aburrido y solitario esto, ¿eh?
—No lo había sido. Ahora lo será.
—Cuéntemelo todo cuando esté dispuesta a hacerlo.
—Aún no lo estoy —hablaba con voz más firme ya; pero aún se notaba un dejo
de histeria—. He estado sentada aquí, en la oscuridad, demasiado tiempo, pensando,
pensando…
—Deje de pensar. Hablemos. ¿A qué hora se fue Douglas Keene de casa de
Ashton?
—Creo que a eso de las once. ¿Por qué?
—¿Estuvo allí cosa de una hora?
—Sí.
—¿Esperando a que volviera Ashton?
—Creo que sí.
—¿Y luego le trajo a usted el gato aquí?
—Sí.
—Veamos…, ¿cuándo empezó a llover? ¿Antes de las once o después de las
once?
—Oh, algo más temprano que eso. Me parece que alrededor de las nueve.
—¿Sabe usted exactamente qué hora era cuando Douglas trajo el gato? ¿Tiene
usted medio alguno de poder calcularlo?
—No. Estaba haciendo tortitas para la salida del teatro. ¿Por qué me hace todas
esas preguntas?
—Por hablar. Usted siente que soy demasiado extraño aún para que confíe en mí.
Estoy intentando tranquilizarla. ¿Le abrió la puerta alguno de los criados?
—¿En la casa de la población? No. Le di a Douglas mi llave. No quería que Sam
supiese que me llevaba el gato. El abuelo me había dado una llave de la casa. No la
había devuelto… Es más; supongo que no había a quién devolvérsela.
—¿Por qué no le dijo usted a Ashton que se había llevado el gato? ¿No estará
preocupado?
—Él ya sabía que Doug iba a buscar a Escoria.
—¿Cómo lo sabía?
—Yo le telefoneé.
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—¿Cuándo?
—Antes de que saliera.
—¿A qué hora salió?
—No lo sé; pero hablé con él por teléfono y decidimos, teniéndolo todo en
cuenta, que tal vez fuera preferible que me quedara yo con Escoria una temporada.
Dijo que estaría allí cuando llegara Doug y me dijo que diera a Doug mi llave para
que no se enterara Sam.
—Pero… ¿Ashton no estaba allí cuando llegó Douglas?
—No. Doug aguardó una hora. Luego cogió el gato y se fue.
Mason, recostado en la silla, contempló las espirales de humo que salían de su
cigarrillo.
—Escoria siempre duerme en la cama de Ashton, ¿no?
—Sí.
—¿Hay algún otro gato por allí?
—¿Por la casa?
—Sí.
—No. ¡Qué ha de haber! Escoria echaría a cualquier otro gato. Tiene unos celos
enormes, sobre todo tratándose de tío Carl.
—¿Tío Carl?
—Llamo a veces tío Carl al portero.
—Es un hombre un poco raro, ¿éh?
—Raro sí que lo es; pero es un hombre muy bueno.
—¿Honrado?
—Claro que es honrado.
—Algo avaro, ¿no?
—Lo sería si tuviera algo que guardar, seguramente. ¡Ha estado tanto tiempo al
lado del abuelo…! El abuelo siempre desconfiaba de los bancos. Cuando el país
abandonó el patrón oro, el abuelo por poco se murió. Había atesorado oro, ¿sabe?
Pero fue y entregó el oro a cambio de billetes. Fue un golpe bastante duro para él.
Estuvo trastornado la mar de tiempo.
—Debe de haber sido un hombre muy singular.
—Era muy singular… y muy simpático. Se hacía querer en seguida. Tenía un
sentido muy arraigado del bien y del mal.
—Su testamento no parecía indicarlo.
—No; yo creo que, en las circunstancias, es lo mejor que podía haber ocurrido.
Creo que estaba yo hipnotizada por Harry.
—¿Harry?
—Sí. Harry Inman. Me estaba metiendo prisa. Parecía, al pronto, uno de esos
jóvenes francos, nobles, sinceros y…
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—¿No lo era?
—No lo era, desde luego. En cuanto se enteró de que, según el testamento, yo no
iba a heredar un centavo, se apresuró a recoger velas y desdecirse de todo cuanto
había dicho hasta entonces. Creo que temía a última hora que intentaría yo casarme
con él para tener alguien que me mantuviese.
—¿Tiene dinero?
—Tiene una buena posición. Está ganando alrededor de seis mil dólares al año en
una casa de seguros.
—Douglas no la abandonó, ¿eh?
—No, señor. Se portó muy bien. Es el muchacho más maravilloso del mundo.
Nunca me di cuenta de todo lo que era. Ya sabe usted que las palabras no quieren
decir nada. Cualquiera que sepa hablar puede usar palabras. Alguna gente sabe
usarlas mejor que otra. Muchas personas muy poco sinceras tienen el don de saberse
expresar, parecen a veces más sinceras que aquellas que son muy leales.
Mason movió afirmativamente la cabeza y esperó a que continuara hablando.
—Quería hablar con usted acerca de Doug —prosiguió ella—. Ha ocurrido algo
terrible y Douglas teme que me vea yo complicada en el asunto. Está él complicado
de alguna manera; pero no sé cómo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un asesinato —dijo la muchacha.
Y se echó a llorar.
Mason se acercó al lecho, se sentó a su lado y le puso un brazo en el hombro. El
gato le miró, agachó levemente las orejas y luego, lentamente, volvió a tranquilizarse;
pero no reanudó el ronroneo.
—Tranquilícese —dijo Mason— y cuénteme lo ocurrido.
—No sé lo ocurrido. Dijo que se había cometido un asesinato y que no iba a
permitir que se me metiera a mí en el asunto; que iba a largarse y que no le volvería a
ver. Dijo que yo no debía decir nada ni contestar a pregunta alguna acerca de él.
—¿Quién fue asesinado?
—No me lo dijo.
—¿Cómo creyó que pudieran meterla a usted en el asunto?
—Supongo que nada más que por conocerle yo a él. Es tan estúpido todo eso…
Pero yo creo que debe de tener relación con la muerte de mi abuelo.
—¿Cuándo le telefoneó a usted?
—Cosa de un cuarto de hora antes de que yo le telefoneara a usted.
Intenté dar con usted en todos los sitios que se me ocurrieron: su despacho y su
residencia particular. En vista de que no conseguía respuesta, decidí llamar al tío
Carl. Me dijo que le había telefoneado usted algo de Sam y del fiscal del distrito, y
pensé que a lo mejor volvería a llamarle usted.
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—¿Sabía usted —le preguntó Mason— que su abuelo había muerto asesinado?
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Mi abuelo? No.
—¿No encontró algo raro en la forma en que ardió la casa?
—No. El incendio parecía tener su centro en los alrededores de la alcoba de mi
abuelo. Era una noche de viento y creí que achacaban el fuego a un cortocircuito.
—Volvamos al asunto del gato un momento. ¿Ha estado en su compañía desde las
once aproximadamente?
—Sí; desde poco después de las once creo que era.
Perry Mason movió afirmativamente la cabeza, cogió el gato y lo alzó en sus
brazos.
—Escoria —dijo—, ¿qué tal? ¿Te gustaría ir a dar un paseo conmigo?
—¿Qué quiere usted decir con eso? —inquirió Winifred.
Perry Mason la miró con fijeza y dijo lentamente:
—Carl Ashton ha sido asesinado esta noche. Aún no sé la hora exacta. Lo
estrangularon probablemente cuando estaba ya acostado. Había pisadas de gato por
toda la colcha y la almohada. Hasta había una pisada en su misma frente.
Ella se puso en pie, mirándole con los ojos desmesuradamente abiertos. Luego,
entreabrió los pálidos labios e intentó gritar. No emitió sonido alguno.
Perry Mason dejó caer el gato en la cama, cogió a Winifred entre sus brazos y le
acarició el cabello.
—Tranquilícese —dijo—. Voy a llevarme el gato. Si viene alguien a interrogarla
niéguese a contestar sean cuales fueran las preguntas.
Resbaló de entre sus brazos para sentarse en la cama. Era como si las rodillas se
negaran a sostenerla. Su rostro expresaba pánico.
—Él no lo hizo —dijo—. No puede haberlo hecho. Yo le quiero. ¡Es incapaz de
hacer el más mínimo daño a una mosca!
—¿Puede usted animarse un poco hasta que me deshaga de este gato?
—¿Qué va usted a hacer con él?
—Encontrarle casa… algún sitio donde podamos tenerle hasta que pase todo esto.
Comprenderá usted lo que significa el que se hayan encontrado las huellas del gato en
la colcha. Significa que el gato estaba allí después de haber sido cometido el
asesinato.
—Pero…, ¡eso es imposible!
—Claro que es imposible; pero tenemos que hacer ver a los demás que es
imposible. Lo que quiero saber es una cosa: ¿puede usted ser lo bastante animosa
para ayudarme un poco?
Ella afirmó silenciosamente con la cabeza.
Perry Mason cogió el gato y se dirigió rápidamente a la puerta.
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—Escuche —le dijo ella al posar el abogado la mano sobre el pomo de la puerta
—: no sé si lo comprende usted; pero es preciso que defienda a Douglas. Por eso le
telefoneé. Tiene usted que encontrarle y hablarle. Douglas no es culpable de un
asesinato. Ha de demostrar usted que no lo es y no permitir que se sacrifique.
¿Comprende usted lo que le digo?
—Comprendo —le contestó.
La joven se acercó a él y le posó las manos sobre los hombros.
—Es lo bastante listo para que nunca le encuentre la policía… ¡Oh!, no me mire
así. Ya sé que cree que le podrán encontrar; pero no se da usted cuenta de lo
inteligente que es Douglas. La policía jamás le cogerá. Y esto significa que será un
fugitivo mientras viva, a menos que pueda usted aclarar las cosas… Y sé lo que eso
significará en cuanto a mí se refiere. Supondrán que él intentará ponerse en contacto
conmigo. Vigilarán mi correspondencia; intervendrán mi teléfono; harán todo lo
posible por tender un lazo a Douglas.
Él afirmó con la cabeza y le dio unos golpecitos en el hombro con la mano
derecha, pues sujetaba a Escoria con la izquierda.
—No tengo gran cosa —prosiguió Winifred—. Estoy creando un buen negocio
aquí. Puedo ganarme la vida y algo más que la vida. Le pagaré a usted por meses. Le
daré todo lo que gane. Puede usted quedarse con el negocio y yo me encargaré de él
sin cobrar sueldo… salvo lo necesario para comer. Y puedo mantenerme divinamente
con tortitas y café y…
—Ya discutiremos eso más adelante —le interrumpió Mason—. Ahora lo
interesante es averiguar cuál es nuestra situación. Si Douglas Keene es culpable, lo
que debe hacer es confesarse culpable y alegar los atenuantes que pueda haber.
—Pero él no es culpable; no lo es; no puede serlo.
—Bueno, pues si no lo es, lo que usted tiene que hacer es deshacerse de ese
maldito gato. De lo contrario, será usted la que se vea complicada en el asesinato.
¿Comprende?
Ella afirmó con un movimiento de cabeza.
—Necesito una caja o algo en que meter el gato —dijo Perry.
Ella corrió a la alacena y sacó una sombrerera de cartón. Con un clavo hizo unos
cuantos agujeros en la tapa para que el animal pudiera respirar.
—Mejor será que le meta yo —afirmó—: comprenderá si lo hago yo… Escoria,
este hombre te va a llevar. Tienes que acompañarle y ser un gato bueno.
Metió el gato en la caja, le acarició unos instantes y luego puso la tapa
lentamente. Cogió un cordel y ató la caja; luego se la entregó al abogado.
Mason, cogiendo la caja por el cordel, le dirigió una sonrisa y dijo:
—Quédese aquí. Y recuerde que no debe contestar pregunta alguna. Tendrá usted
noticias mías dentro de poco.
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Ella abrió la puerta de la alcoba. Mason se dirigió a la calle, la abrió y salió a la
lluvia y al viento. El gato se agitó inquieto dentro de la caja.
Mason depositó la sombrerera en el asiento de su coche, se sentó al volante y
puso en marcha el motor. El gato maulló una débil protesta.
El abogado le habló con dulzura al animal, condujo el coche hasta unas cuantas
manzanas más allá y luego se detuvo ante un bar de los que están abiertos toda la
noche.
Se apeó y, cogiendo la caja, entró en el establecimiento, donde el dependiente le
miró con curiosidad.
Dejó la caja en el suelo de la cabina telefónica y marcó el número de Della Street.
Después de unos momentos oyó una voz soñolienta.
—Bueno, muchacha —dijo Perry—: despiértese. Échese agua fría en la cara,
póngase algo de ropa y prepárese a abrirme la puerta cuando llame. Voy allá ahora
mismo.
—¿Qué hora es?
—Alrededor de la una de la madrugada.
—¿Qué ha ocurrido?
—No puedo decírselo por teléfono.
—¡Cielos, jefe! Yo creí que usted sólo trabajaba toda la noche cuando se trataba
de asesinatos. Y ahora lo que hace usted es por un gato. ¿Cómo es posible que pueda
encontrarse usted en dificultades por un gato?
—Eso es lo que hago. Sí que puedo. Lo he hecho —dijo Perry, contestando a cada
una de las cosas que la muchacha había dicho.
Y riendo, colgó el auricular.
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Capítulo 9
Della Street, con una bata echada sobre el pijama de seda, se sentó al borde de su
cama y miró cómo desataba Perry Mason la sombrerera.
—¿Me ha sacado usted de la cama a la una de la madrugada para enseñarme la
última moda de sombreros? —preguntó.
El abogado quitó el cordel de la tapa y dijo:
—Esto demuestra simplemente lo fácil que es acostumbrarse al ambiente. Estaba
armando la de Dios es Cristo en la cabina telefónica.
Quitó la tapa de la sombrerera. Escoria se puso en pie, arqueó el lomo, bostezó,
olfateó el aire, alzó las patas delanteras al borde de la caja y saltó sobre la cama.
Olfateó a Della, inquisidor; luego se hizo un ovillo al lado de su pierna.
—Si se ha metido usted a coleccionista —murmuró la muchacha—, sería mejor
que se dedicara a sellos de correo. Ocupan mucho menos sitio.
Pasó los dedos alrededor de las orejas del gato.
—Me parece —le dijo Mason— que la manera en que se pega a usted puede
interpretarse como una alabanza. Si mal no recuerdo, este gato siente simpatía por
muy poca gente.
—¿Va usted a usarlo como compañero de juegos del gato del portero?
—Éste es el gato del portero.
—Entonces, ¿por qué no se lo deja al portero?
—La última vez que vi al portero, estaba muerto. Su rostro no resultaba muy
agradable. Las patas llenas de barro de un gato habían dejado sus huellas por toda la
cama.
Della Street se puso rígida y prestó mayor atención.
—¿Quién fue el culpable? —preguntó.
—No lo sé.
—¿Quién cree la policía que es?
—No lo sé. No creo que crean nada aún.
—¿Quién creerán que lo ha hecho cuando lleguen a ese punto?
—Puede haber varias personas interesadas en el portero. Hay indicios de que el
portero en cuestión tenía cosa de un millón de dólares en billetes en su poder. Parte de
ese dinero puede haber estado encerrado en una caja de banco; pero también puede
ser que lo de las cajas fuera para despistar. Hay gente capaz de llegar muy lejos por
un millón de dólares. Además, había unos diamantes de bastante valor. Puede ser que
Ashton los tuviera. He encontrado el «Packard» verde que siguió a Ashton desde
nuestro despacho. Se encuentra en el garaje de la casa que Peter Laxter tenía en la
ciudad.
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—¿A quién representamos?
—Al novio de la muchacha que tiene una cafetería.
—¿Han hecho depósito para retener sus servicios?
—¿Le gustan a usted las tortitas? —esquivó Perry.
La mirada de ella reflejó ansiedad.
—Oiga jefe: supongo que no irá usted a meterse en un caso de asesinato sin
primero cobrar sus honorarios.
—Pues ya lo hemos hecho.
—¿Por qué no se sienta usted en su despacho y aguarda a que vengan a buscarle
los clientes después de la detención, limitándose entonces a comparecer ante el
tribunal a defenderlos? Usted siempre anda por la línea de fuego, corriendo riesgos.
¿Cómo se hizo con este gato?
—Me lo dieron.
—¿Quién?
—La dueña de la cafetería. Pero eso es cosa que debemos olvidar.
—¿Quiere usted decir con eso que quiere que me quede yo con el gato?
—Eso es.
—¿A escondidas?
—Hasta donde sea posible. O, si tiene usted alguna amiga que pueda guardarlo,
tal vez sería mejor que tenerlo aquí. La policía puede andar buscándolo. Tengo la idea
de que el gato va a figurar en ese asesinato.
—Por favor —suplicó ella—, no arriesgue su fama profesional en un asunto como
éste. Déjelo. Váyase a Oriente en ese vapor. Cuando haya sido detenido alguien,
defiéndale si quiere; pero no se mezcle en el caso en sí.
Su mirada tenía algo de cariñosa y maternal.
Perry Mason le cogió la mano derecha y le dio unos golpecitos cariñosos.
—Della —dijo—: es usted una buena chica. Pero lo que usted pide es imposible.
Reposaría magníficamente en ese vapor unos tres días y, luego, la falta de actividad
me haría enloquecer. Quiero trabajar a gran velocidad. Voy a divertirme diez veces
más con este caso que haciendo un crucero por Oriente.
—¿Va usted a encargarse del asunto?
—Sí.
—¿Y cree usted que será acusado de asesinato el joven a quien usted representa?
—Probablemente.
—¿No ha hecho depósito alguno para retener sus servicios?
Mason movió negativamente la cabeza y luego dijo impacientemente:
—¡Al diablo con el dinero! Si a un hombre le acusan de asesinato y tiene dinero,
quiero llevarme yo una buena cantidad de él como honorarios. Si la gente que vive lo
mejor que puede se encuentra en apuros y se le acusa de crímenes que no han
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cometido, quiero ayudarlos a demostrar su inocencia.
—¿Cómo sabe usted que ese muchacho es inocente?
—Sólo por el efecto que me hizo cuando le conocí.
—¿Y si fuera culpable de verdad?
—En tal caso, averiguaremos qué atenuantes puede haber y le haremos confesar
su culpabilidad y procuraremos obtener para él la condena más leve posible o le
dejaremos que busque otro abogado.
—No es ésa la manera ortodoxa de ejercer la profesión —indicó ella. Pero ni su
mirada ni su voz expresaban reproche alguno.
—¿Quién diablo quiere que yo sea ortodoxo? —rió Perry Mason.
—Me preocupo por usted como una madre por un hijo descarriado. Es usted una
mezcla de chiquillo y de gigante. Sé que se va a meter en algo terrible y me entran
ganas de decirle: «No se acerque más al agua».
La sonrisa de Mason se hizo más expansiva.
—Maternal, ¿eh? Con mirar la solicitud que usted hizo para el puesto que ahora
ocupa, podría averiguar exactamente cuántos años menos tiene usted que yo. Calculo
que serán unos quince años menos.
—¿Con galanterías a estas alturas? Con repasar los registros de admisión podría
averiguar cuándo intenta usted adularme.
Él se dirigió a la puerta.
—Cuide bien el gato —dijo—. No lo pierda. Se llama Escoria. Quizá se vaya si
se le presenta ocasión. Es posible que podamos usarlo más adelante.
—¿Le buscará la policía aquí?
—No lo creo. No inmediatamente por lo menos. Las cosas no han llegado muy
lejos aún. ¿Va usted a decirme que no me acerque al agua?
Ella negó con la cabeza. Su sonrisa expresaba ternura y orgullo a la vez.
—No —dijo—; pero procure que el agua no le suba hasta la cabeza.
—Aún no me he mojado los pies siquiera; pero me da el corazón que me los voy
a mojar.
Cerró nuevamente la puerta, salió a la calle y se dirigió a casa de Edith de Voe.
La puerta de la calle estaba cerrada. Mason oprimió el botón que correspondía al
piso de la enfermera, y siguió oprimiéndolo durante varios segundos. No obtuvo
contestación. Sacó un llavero del bolsillo, escogió una ganzúa, vaciló unos instantes,
y luego volvió a tocar el timbre. Al no recibir respuesta, metió la llave en la cerradura
y, un momento después, abrió la puerta y entró en el edificio. Bajó por el corredor
hasta el piso de Edith de Voe y llamó dulcemente. Al no obtener contestación,
permaneció unos momentos concentrado; luego probó la puerta. No estaba echada la
llave ni el cerrojo. Abrió y entró en el cuarto que estaba sumido en la oscuridad.
—Señorita De Voe —dijo.
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Nadie contestó.
Perry Mason encendió la luz.
Edith de Voe yacía tirada en el suelo.
La ventana, que daba a una calleja, no estaba cerrada del todo. La cama no había
sido usada y el cadáver estaba vestido con pijama de seda muy delgada. Cerca del
cuerpo yacía un pedazo de madera de unas dieciocho pulgadas de longitud. Un
extremo estaba astillado. Cerca del otro había una mancha roja.
Perry Mason, cerrando la puerta cuidadosamente tras sí, avanzó y escudriñó el
cadáver. Tenía una herida en el cuero cabelludo, cerca de la nuca.
El pedazo de madera que yacía junto al cadáver había sido usado evidentemente
como mazo. Los extremos habían sido serrados. La madera estaba pulida y tenía un
diámetro de pulgada y media aproximadamente. En la parte superior había una huella
dactilar roja muy clara. El barniz del extremo inferior estaba todo él descascarillado.
Mason miró rápidamente por el piso. Entró en el cuarto de baño. Estaba vacío;
pero en el lavabo había una toalla manchada de sangre. Se acercó a la chimenea.
Había cenizas en el hogar y éste aún estaba caliente. Mason consultó su reloj. Era la
una y treinta y dos minutos. Por la abertura de la ventana había entrado algo de lluvia.
El alféizar brillaba de humedad y parte del agua había goteado al suelo de madera
debajo de la ventana.
Mason se dejó caer de rodillas junto al cuerpo yacente y le buscó el pulso,
aguzando el oído para escucharle la respiración.
Se alzó, se acercó al teléfono, envolvió el auricular en un pañuelo para no dejar
huellas dactilares y llamó a la policía. Hablando con rapidez y en una especie de
murmullo, dijo:
—Se está muriendo una mujer a consecuencia de un golpe en la cabeza. Envíen
una ambulancia sin perder tiempo.
Cuando estuvo seguro de que había sido comprendido su mensaje, dio las señas
en el mismo tono y cortó la comunicación.
Limpió el pomo de la puerta con el pañuelo por dentro y por fuera; luego apagó
las luces, salió al corredor, cerró la puerta tras sí y se dirigió a la calle.
Al pasar por delante de uno de los pisos, oyó reírse a un hombre, ruido de fichas
y, un momento después, la especie de murmullo que emite una baraja al ser barajada
por el procedimiento de proyección.
Mason siguió hasta el fin del corredor. Al llegar al vestíbulo, oyó detenerse un
automóvil junto al bordillo. Vaciló unos instantes, detrás mismo de la puerta; luego la
abrió unos milímetros y echó una escrutadora mirada al exterior.
Hamilton Burger acababa de apearse y estaba de espaldas a Perry mirando cómo
se apeaba Tom Glassman.
Mason cerró suavemente la puerta de la calle, dio media vuelta y se internó de
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nuevo por el corredor. Se detuvo ante la puerta tras la cual había oído el rumor de
fichas, y llamó.
Oyó el ruido de una silla al arrastrar por el suelo; luego silencio absoluto. Llamó
otra vez y, después de una breve pausa, se entreabrió la puerta y una voz de hombre
preguntó:
—¿Quién es?
Mason sonrió afablemente.
—Soy el inquilino del piso de al lado —dijo— y la partida de póquer que están
jugando ustedes no me deja dormir. ¿Por qué no se acuestan ustedes? O, si las
posturas no son demasiado crecidas, ¿por qué no me dejan entrar en juego? Lo mismo
me da una cosa que otra.
El hombre vaciló unos instantes. Una voz masculina, muy sonora, gritó desde el
interior del cuarto:
—Abre la puerta y déjale entrar. No nos irá mal otro jugador.
La puerta se abrió de par en par y Mason entró en el cuarto. Había tres hombres
reunidos alrededor de una mesa. La atmósfera era casi insoportable. Una silla
desocupada señalaba el lugar en que había estado sentado el hombre que se hallaba
junto a la puerta.
—¿Cuál es la postura máxima? —inquirió Mason, después de haber cerrado la
puerta.
—Cincuenta centavos, salvo en pases. En este último caso la postura máxima es
un dólar.
Mason sacó veinte dólares de la cartera.
—¿Tienen ustedes cabida para veinte dólares más?
—¿Que si tenemos cabida? —rió el hombre de la voz sonora—. Resultarían como
el maná caído del cielo. Sentimos mucho haberle desvelado. No sabíamos que nos
oyera.
—No se preocupen por eso. Prefiero jugar al póquer que dormir. Me llamo
Mason.
—Y yo, Hammond —dijo el que le había abierto la puerta.
Los demás dijeron sus nombres también.
Mason acercó una silla, compró fichas y oyó pisadas que bajaban por el corredor
y se dirigían al piso de Edith de Voe. Unos quince minutos después, cuando ganaba
doce dólares y treinta centavos, oyó una sirena y, poco después, el tañido de la
campana de una ambulancia.
Los jugadores se miraron unos a otros con inquietante alarma.
—Más vale que liquidemos y escondamos todo lo que permita suponer que se ha
estado jugando aquí —dijo Mason.
—No será usted detective por casualidad, ¿eh…?
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Mason se echó a reír.
—Que me registren. No creo que vengan aquí, muchachos. Suena como si
hubiera algo al otro extremo del corredor que les interesara. Con toda seguridad se
tratará de alguno que está dando una paliza a su mujer.
Los hombres se pararon a escuchar. Oían pisadas por el corredor. Hammond
cogió el gabán de encima de una silla y se lo puso, diciendo:
—Bueno, muchachos. Dejémoslo para la semana que viene. De todas formas, ya
era hora de retirarnos.
Mason se desperezó y bostezó mientras cambiaba las fichas del dinero.
—Me parece que será mejor que salga ahora a tomar un tortita y una taza de café
—observó.
—Tengo un coche ahí fuera. ¿Quiere que le lleve yo?
Mason movió afirmativamente la cabeza. Salieron juntos del piso. Dos coches de
la policía y una ambulancia estaban parados junto a la acera.
El compañero de Mason dio señales de curiosidad.
—¿Qué estará ocurriendo aquí? Parece como si le hubiese pasado algo a alguien.
—Quizá sea éste el momento más indicado para marcharse de aquí —observó
Mason—. No me importa pasarme las noches durmiendo o jugando al póquer; pero
me hace muy poca gracia pasar los ratos de ocio contestando las preguntas que hagan
un puñado de guardias estúpidos.
Su compañero movió afirmativamente la cabeza.
—Mi coche está a la vuelta de la esquina —dijo—. Vamos.
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Capítulo 10
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Shuster se presentó nada más que porque creía que sus clientes debían saber que el
cadáver había sido examinado, ¿verdad?
—Es probable que no —respondió Mason pensativo.
—Shuster es astuto —advirtió Drake—. No le estime usted en menos de lo que
vale.
—No lo haré, descuide. ¿Qué más sabe usted, Paul?
—Muchísimas cosas.
—Desembuche.
—¿Sabía usted que Frank Oafley y Edith de Voe estaban casados?
Perry Mason interrumpió su paseo de un lado a otro del despacho.
—Hace cuatro días —prosiguió Drake— solicitaron una licencia de matrimonio.
Obtuvieron la licencia hoy. Uno de mis hombres se enteró.
—Esa ha sido una buena faena, Paul. ¿Cómo lograron guardar el secreto?
—Dieron domicilios falsos. Oafley alquiló un piso de soltero por unos días y dio
esas señas como domicilio suyo al solicitar la licencia a nombre de F. M. Oafley.
—¿Está seguro de que se trata del mismo?
—Sí; uno de mis hombres se aseguró mediante una fotografía.
—¿Cómo sabe usted que están casados?
—No estoy seguro; creo que se casaron esta noche.
—¿Por qué cree usted eso?
—Oafley telefoneó a un cura protestante y acordó reunirse con él en cierto sitio.
El ama de llaves soltó esa información… Me la soltó a mí, no a la policía.
—¿No ha confesado Oafley aún?
—No; no ha dicho ni media palabra. Dijo que había salido a «ver a una persona
amiga» y Burger no insistió.
—¿Averiguó usted el nombre del cura?
—Se llama Milton. Conseguí el número de su teléfono; pero no sé su nombre de
pila. Podemos encontrar las señas en el listín.
Mason reanudó su paseo por el despacho pensativo.
—Lo malo de Shuster, Paul —dijo—, es que siempre quiere ayudar a la policía a
encontrar al «culpable». Si dejan a Shuster en paz, el «culpable» es siempre una
persona que no sea cliente de Shuster.
—Los dos clientes de Shuster pueden probar divinamente la coartada en este
caso, Perry.
—¿Qué quiere decir eso?
—Sam Laxter no se acercó para nada a la casa en toda la noche. Llegó después de
haberse presentado la policía. Frank Oafley estuvo ausente hasta eso de las once y
entonces entró. A Ashton lo mataron alrededor de las diez y media.
—¿Cómo han podido fijar la hora?
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—Mediante toda esa suerte de combinaciones vampirescas en que especializan
los médicos que se dedican a las autopsias. Saben a qué hora comió y pueden calcular
hasta qué punto había progresado la digestión.
Mason cogió el sombrero.
—Vamos, Paul; nos vamos de visita.
—¿Adónde?
—De visita, simplemente.
—Una de las características de los casos de que usted se encarga —observó
Drake— es que no puede uno dormir.
Mason salió a la calle.
—¿Tiene usted el coche aquí, Paul?
—Sí.
—Vamos a la avenida Melrose, 2961. Yo he guardado mi coche.
El detective repitió la dirección y luego dijo:
—Ahí es donde vive Douglas Keene.
—Justo. ¿Está la policía investigándole?
—No en particular. Sólo está coleccionando nombres y señas, de momento, y yo
tomé notas. Es el novio de Winnie, ¿no? Había otro llamado… ¿Cómo se llamaba? —
consultó su libro de notas—. Inman… Harry Inman.
—Así es. Vamos. Usaremos el coche de usted.
—Bueno —contestó el detective—: mi coche ha sido escogido cuidadosamente
para que no llame la atención. No se distingue, si es que usted me comprende…
—Calculo —dijo Mason riendo— que hay un millón de automóviles en este
Estado. Cien mil de ellos son nuevos. Doscientos mil son seminuevos… y éste es…
—Uno de los setecientos mil restantes —completó el detective, abriendo la
portezuela de un coche desvencijado. Mason se subió a él. Drake se colocó al volante
y puso en marcha el motor.
—¿Va a interesarse la policía por este muchacho? —inquirió Drake.
—Es un riesgo que hemos de correr.
—En tal caso —observó el detective— dejaremos el coche a una manzana o dos
de la casa y recorreremos a pie el resto de la distancia.
Mason afirmó con la cabeza, pensativo.
—Y pida usted a Dios que no nos interrumpan mientras estemos efectuando el
registro.
—¿Vamos a forzar la entrada? —inquirió Drake, mirándole de soslayo.
—Procuraremos no romper cosa alguna.
—Por lo que deduzco, usted lo que quiere es que yo lleve un equipo de abrir y
cerrar puertas.
—Algo así.
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—Llevo uno en el coche; pero… ¿qué será de nosotros si nos pesca la policía?
—Se trata del piso de Douglas Keene y el muchacho es cliente mío, aun cuando
él no lo sepa. Voy a entrar en el piso con el fin de proteger sus intereses. Ya sabe
usted que sólo puede llamarse «robo con escalo» cuando se entra ilegalmente en un
sitio con intención de llevar a cabo un acto criminal.
—Esas distinciones resultan demasiado rebuscadas para mí —confesó Drake—.
Dejo a cargo de usted el que no caigamos en la cárcel. Me parece que puedo ya correr
los mismos riesgos que usted. Vamos.
El coche de Drake era decididamente poco conspicuo en color, modelo y forma.
Mason suspiró resignado al ponerse el automóvil en movimiento.
—¿Figura Keene como sospechoso en algo? —inquirió el detective.
—Por eso vamos a su casa… Es preciso que lleguemos antes que nadie.
—¿Quiere usted decir con eso que entrará en escena más adelante?
Mason no respondió a la pregunta y Drake añadió:
—Deduzco que eso significa que lo que no sé no puede hacerme daño.
Un cuarto de hora más tarde paró el coche junto a una acera desierta, miró de un
lado a otro de la calle, apagó los faros y cerró el coche.
—Tenemos que recorrer a pie dos manzanas —observó—. Esto es lo más cerca
que se puede dejar el automóvil en un asunto de esta clase…
—Si se tratase de un robo de verdad —comentó Mason—, supongo que lo
hubiera dejado usted a una milla.
Drake afirmó enfáticamente con la cabeza.
—Y, además, me hubiera quedado sentado al volante —asintió—. Ustedes, los
abogados, corren demasiados riesgos con la ley para mi gusto.
—Yo no soy abogado —rió Mason— más que como diversión. Mi verdadera
profesión es la de aventurero.
Los dos hombres caminaron juntos, aprisa, sin decir una palabra; pero sus ojos,
inquietos, andaban alerta, buscando coches de la brigada volante de la policía, que
pudieran andar por allí. Doblaron la esquina, caminaron las tres cuartas partes de una
manzana y Drake dio un codazo al abogado.
—Ya hemos llegado —dijo.
—La puerta exterior debiera de ser fácil —dijo Mason.
—Sencillísima —asintió Drake con optimismo—. Están construidas estas puertas
para poderlas abrir con llave maestra. Casi cualquier cosa las abre. ¿Viene alguien por
las cercanías?
—No se ve un alma.
—Bueno, ábrase el gabán de forma que oculte la luz de mi lámpara de bolsillo.
Un momento después se abría la puerta y los dos hombres la franqueaban.
—¿Qué piso? —preguntó Drake.
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—El tercero.
—¿Qué puerta?
—La 308.
—Más vale que subamos por la escalera.
Subieron la escalera silenciosamente. En el tercer piso, Drake echó una mirada
profesional a la cerradura de las puertas.
—Son de las que se cierran de golpe —observó.
Encontró la 308, se detuvo y preguntó en un susurro:
—¿Y si llamáramos?
Mason movió negativamente la cabeza.
Drake suspiró:
—Iríamos más aprisa descorriendo el picaporte.
Mason contestó lacónicamente:
—Vayamos aprisa, pues.
Había una ranura muy pequeña entre la puerta y el marco. El detective extrajo un
estuche de cuero del bolsillo y sacó de él un instrumento que se parecía mucho a la
larga y delgada espátula que usan los pintores.
—Coja usted la lámpara, Perry.
Mason obedeció. Drake introducía la hoja de acero cuando el abogado le asió por
la muñeca.
—¿Qué es eso?
Drake miró las singulares huellas que le indicaba Perry Mason.
—Alguien se nos ha adelantado —dijo—. A lo mejor aún están ahí dentro.
Ambos hombres miraron al punto en que se había aplastado ligeramente la
madera.
—Un trabajo bastante mal hecho —observó Drake.
—Entremos —contestó Mason.
—Usted manda.
E introdujo la hoja de acero. La manipuló unos instantes. La cerradura se abrió.
—Haga girar el pomo y abra la puerta, Perry —dijo el detective, sujetando la
lengüeta de la cerradura para que ésta no volviera a cerrarse.
Perry Mason obedeció y ambos entraron en la casa.
—¿Luz? —inquirió Drake.
Mason asintió y dio el interruptor.
—Es el sitio más indicado para no dejar huellas digitales, Paul —dijo.
Drake le miró con cierta extrañeza que acentuó el aspecto humorístico de sus
facciones.
—¿Me dice usted eso a mí? —inquirió.
Mason miró a su alrededor.
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—No ha sido usada la cama —dijo.
—Está abierta —observó Drake— y la almohada está aplastada.
—A pesar de eso, nadie ha dormido en ella. No hay cosa más difícil de imitar que
la clase de arruga que se forma en una sábana con el prolongado contacto de un
cuerpo.
El piso era típico de un soltero. Los ceniceros estaban llenos de colillas. Había
una botella de whisky, un vaso sucio, un par de cuellos sucios y un sujetador de
corbata sobre la mesa. Media docena de corbatas colgaban del soporte del espejo. La
puerta de un armario ropero estaba abierta, exhibiendo varios trajes que colgaban de
una varilla. Los cajones de la cómoda estaban medio abiertos.
Mason los abrió del todo y los miró, pensativo.
—Una maleta —dijo— hecha a todo correr.
Sacó pañuelos, calcetines, camisas y ropa interior.
—Asomémonos al cuarto de baño, Paul —agregó.
—¿Qué es lo que busca?
—No lo sé. Busco, sencillamente.
Mason abrió la puerta del cuarto de baño y retrocedió bruscamente.
Drake, que se había asomado por encima de su hombro, emitió un silbido y dijo:
—Si es cliente de usted, más vale que le haga confesarse culpable.
Alguien que trabajaba con el frenesí inspirado por el pánico había intentado
evidentemente eliminar todo rastro de sangre de la ropa que había en el cuarto de
baño, y no había hecho bien el trabajo. El lavabo estaba salpicado de sangre. Habían
echado agua al baño, pero no lo habían desaguado después. Era esta agua de un color
rojizo achocolatado. Había sido lavado un pantalón y colgado a secar de la varilla de
metal de la que colgaba la cortina de la ducha. Habían sido lavados unos zapatos con
agua y jabón al parecer y el lavado había sido insuficiente. Aún quedaban manchas en
el cuero.
—Echaremos una mirada al armario —dijo Mason.
Y volvieron al armario. La lámpara de Drake iluminó los rincones oscuros y se
vio un montón de ropa sucia. Drake quitó la ropa de encima del montón y se detuvo
al dar la luz sobre prendas salpicadas de sangre.
—Bueno —dijo—; pues no hay nada más que ver.
Mason volvió a meter la ropa en un rincón de un puntapié.
—Bien, Paul —dijo—: ya hemos acabado aquí.
—Ya lo creo. Oiga, ¿cuál es la definición técnica de lo que estamos haciendo
aquí?
—Eso —respondió Mason— depende de si la definición la hago yo o de si la
hace el fiscal. Vamos; marchémonos de aquí.
Salieron del piso apagando las luces y cerrando la puerta tras sí.
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—Busquemos al cura ése —propuso Mason.
—No saldrá a la puerta —objetó Drake— ni nos dejará entrar nada más que para
contestar a nuestras preguntas… a estas horas de la madrugada, por lo menos. Es más
probable que llame a la policía.
—Usaremos a Della —dijo Mason—; y le haremos creer que se trata de dos
enamorados que se han escapado de casa para casarse.
Hizo que Drake condujera hasta un restaurante donde había teléfono y llamó a
Della Street. Oyó su voz soñolienta.
—Empieza a convertirse en costumbre mía eso de despertarla a usted a las tantas
de la madrugada —dijo—. ¿Qué tal le sentaría a usted fugarse y casarse a estas horas,
Della?
Se oyó una exclamación de asombro.
—Quiero decir —le explicó Mason— hacer creer que huye usted de casa para
casarse.
—¡Ah! —respondió ella con voz sin expresión—. ¿Conque es eso, eh?
—Eso es. Vístase, que vamos a buscarla. Será una experiencia nueva para usted.
Va usted a ir en un coche que cada vez que toque un bache hará que se le ondule la
espina dorsal; conque no se moleste en darse una ducha. Se despabilará usted a fuerza
de sacudidas.
Paul Drake bostezaba prodigiosamente al colgar Mason el auricular.
—La primera noche es siempre la más difícil —dijo—; después de eso me
acostumbro a pasarme sin dormir hasta el final… cuando se trata de casos de usted.
El día menos pensado, Perry, nos van a pescar y nos van a meter en la cárcel. ¿Por
qué demonios no se sienta usted en su despacho y aguarda a que le traigan los
asuntos, como todos los demás abogados?
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Capítulo 11
Perry Mason tocó el timbre. Della Street le dio un codazo a Paul Drake y le dijo:
—Diga algo y ríase. Vamos todos demasiado serios para una boda de esta índole.
Estaría usted más natural con una escopeta en la mano. Póngase más cerca de mí,
jefe. Lo más probable es que encienda la luz del porche y que se asome.
Drake comentó lúgubremente.
—¿Por qué habrá de reírse uno del matrimonio? El matrimonio es una cosa muy
seria.
Della Street soltó un gemido.
—Debiera yo haber tenido más sentido común y no haber acordado fingir una
fuga de enamorados con una pareja de solterones recalcitrantes. Tienen ustedes tanto
miedo de que algún pez pueda robarles el cebo, que no se atreven a acercar el anzuelo
al agua.
Perry Mason se acercó a su secretaria, la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.
—Lo malo de nuestro caso —dijo— es que ni siquiera tenemos sedal.
Se encendió una luz en el vestíbulo. Della le dio un puntapié a Paul Drake en la
espinilla y dijo:
—Dese prisa y ríase.
Ella prorrumpió en cascabelina risa al quedar el río inundado de la deslumbradora
luz por la bombilla del porche.
El detective hizo una mueca de dolor, se frotó la espinilla y dijo sin la menor
alegría:
—Ja, ja.
La puerta se abrió dos o tres pulgadas. Una cadena de seguridad impidió que se
abriera más. Los ojos de un hombre les miraban con cautela.
—¿El reverendísimo Milton? —inquirió Perry Mason.
—Sí.
—Deseábamos verle a usted… acerca de… una boda.
Los ojos del hombre expresaron extrema desaprobación.
—Éstas no son horas de casarse —dijo.
Mason se sacó una cartera del bolsillo y extrajo de ella un billete de cinco dólares,
luego otro, después un tercero y luego un cuarto.
—Siento mucho —dijo— haberle despertado.
Después de unos instantes de vacilación, Milton quitó la cadena de seguridad y
dijo:
—Pasen. ¿Tienen licencia?
Mason se echó a un lado mientras Della entraba en el vestíbulo; luego Drake y él
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entraron. Drake cerró la puerta de un puntapié. Mason se colocó de forma que se
hallara entre la puerta interior y el hombre que llevaba batín, pijama y zapatillas.
—Recibió usted esta noche la visita de un individuo llamado Oafley —afirmó
Mason.
—¿Qué tiene esto que ver con ese matrimonio? —preguntó Milton.
—Ésa es la boda de que veníamos a hablarle.
—Lo siento. Entraron ustedes aquí mediante engaño. Dijeron que deseaban
casarse. No me interesa responder a pregunta alguna respecto al señor Oafley.
Perry Mason enarcó las cejas, sorprendido. Luego frunció el entrecejo y dijo con
beligerancia:
—Oiga, ¿qué está usted diciendo? ¿Qué es eso de que hemos entrado aquí
mediante engaños?
—Dijo usted que querían casarse.
—No dije tal cosa. Le dijimos que queríamos hablarle de un matrimonio. Era del
matrimonio de Oafley con Edith de Voe.
—No dijeron ustedes eso.
—Bueno, pues lo decimos ahora.
—Lo siento mucho, señores; pero nada tengo que decir.
Mason miró expresivamente a Paul Drake, indicó con un gesto el teléfono que
había cerca de la puerta del vestíbulo y dijo:
—Bueno, Paul; llame a jefatura.
Drake se acercó al teléfono. Milton hizo una mueca, se humedeció los labios,
nervioso, y exclamó sorprendido:
—¿A jefatura?
—Naturalmente —respondió Mason.
—¿Quién es usted?
—Ese hombre —contestó el abogado, señalando a Drake— es un detective.
—Oiga —murmuró Milton, nervioso—: no quiero yo meterme en un lío por este
asunto.
—Eso ya me lo figuraba yo… Aguarde un momento, Paul. No llame a jefatura
aún. Pudiera ser que este hombre fuese inocente.
—¡Inocente! —exclamó Milton—. ¡Claro que soy inocente! Solemnicé un
matrimonio, de ahí todo.
El semblante de Mason expresó la más viva incredulidad.
—¿Y no sabía usted que la mujer tenía otro marido vivo? —preguntó.
—¡Claro que yo no sabía que la mujer tuviese otro marido vivo! ¿Qué es lo que
insinúa usted? Se atreve usted a decir que yo soy capaz de efectuar un enlace bigamo
sabiendo que se trataba de bigamia.
Y la voz de Milton se alzó en trémula indignación.
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Della Street se adelantó, le cogió del brazo y dijo apaciguadora.
—No se preocupe. No se altere. No es eso lo que quiere decir el jefe.
—¿El jefe? —exclamó Milton, desorbitando los ojos.
—¡Oh! Lo siento —murmuró Della—. No debí decir eso.
—¿Quién es usted exactamente y qué desea? —preguntó Milton.
—Contestaré primero a la pregunta segunda. Queremos saber exactamente a qué
hora casó usted a Edith de Voe con Frank Oafley.
Milton estaba ya dispuesto a hablar.
—Las dos partes tenían mucho interés en que no se divulgara su matrimonio; pero
yo no sospeché que pudiera tratarse de un caso de bigamia. Recibí una llamada
telefónica a eso de las nueve, pidiéndome que acudiera a ciertas señas. El que me
llamó por teléfono me aseguró que se trataba de un asunto de mucha importancia;
pero no me dijo quién era. Fui a dicha dirección. Encontré al señor Oafley, al que
había visto ya anteriormente, y a una joven que me fue presentada con el nombre de
Edith de Voe. Tenían una licencia matrimonial en regla, y como ministro del Señor,
solemnicé el matrimonio.
—¿Hubo testigos?
—Había unos hombres en el piso de al lado, que estaban… ah… ah… reunidos.
Creo que es posible que estuvieran jugando a las cartas. El señor Oafley se acercó a la
puerta y les pidió que hicieran de testigos en la ceremonia.
—¿A qué hora se efectuó el enlace?
—A eso de las diez.
—¿Cuándo salió de allí?
—Veinte minutos más tarde. Los hombres se mostraron muy amables, muy
cordiales, muy… bueno, muy buena compañía. Hubo una pequeña fiesta… Claro
está, yo no bebí nada y no puedo decir que aprobara aquello; pero, sin embargo, era
gente muy interesante y era imposible marcharse inmediatamente.
—¿Quiere usted decir que bebieron unos brindis a la salud de los novios?
—Brindaron repetidamente por la novia, por el novio y por mí.
—¿Sabe usted a qué hora exactamente salió de allí?
—No; serían aproximadamente las diez y cuarto, quizás unos minutos más.
—¿Le pagaron a usted bien?
—Muy bien; pero que muy bien.
Mason preguntó lentamente:
—¿Cuánto tiempo hacía que conocía usted a Frank Oafley?
—Ha estado en mi iglesia en varias ocasiones.
—¿Asistía con regularidad?
—No; con regularidad, no; pero había estado allí y había hablado yo con él.
—¿Le presentó a la muchacha?
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—Sí. Y el piso estaba a su nombre: al de la propia Edith de Voe.
—¿Le dijeron a usted por qué tenían deseos de guardar el secreto del matrimonio?
—No. Deduje que había algo de oposición por parte de la familia. Creo que la
joven era enfermera y el señor Oafley pertenece, según creo, a una familia bastante
rica. Sin embargo, no presté mucha atención a eso. Llevé a cabo la ceremonia y…
—Y besó a la novia, supongo —le interrumpió Mason con una sonrisa.
El reverendo Milton no pareció encontrar nada de gracioso en el comentario. Dijo
con mucha seriedad:
—Si quiere que le diga la verdad, no hice tal cosa. La novia me besó a mí cuando
se marchaba.
Mason hizo una seña con la cabeza a Paul Drake y se volvió hacia la puerta.
—Nada más —dijo.
—¿Era bígamo el matrimonio?
—En vista de lo que me dice, no creo que lo fuera. Pero quería comprobarlo. Ya
sabe usted que los matrimonios celebrados en circunstancias tan singulares resultan
siempre sospechosos.
El trío salió apresuradamente, dejando a Milton parpadeando y aturdido. Luego
cerró la puerta de golpe y oyeron el ruido de la cadena de seguridad al caer en su sitio
y el rechinar del cerrojo.
—Yo soy abogado —comentó Mason— y rara vez se me ocurre echar la llave a
mi puerta. Este individuo se supone ha de tener confianza ilimitada en la humanidad;
y, sin embargo, él se atrinchera tras toda suerte de dispositivos a prueba de ladrones.
—Sí —respondió Della Street con una risita nerviosa—; pero a usted no tiene que
seguirle ninguna recién casada para besarle.
Mason se echó a reír.
—Y ahora, ¿qué? —inquirió Paul Drake.
—Si podemos salir con vida de la prueba de hacer otro viaje en ese coche de
usted, vamos a visitar a Winifred.
—¿Sabe usted dónde encontrarla a estas horas de la noche? —preguntó Drake.
—Sí; vive en el fondo de la cafetería.
—No debemos armar jaleo por allí. Habrá vigilantes y…
—La telefonearemos y le diremos que vamos. Es decir, le diré que voy yo. Les
presentaré a ustedes dos en cuanto lleguemos.
—¿Se le ha ocurrido a usted pensar —inquirió Drake lentamente— que este
matrimonio se estaba celebrando a la misma hora que estaban asesinando a Ashton en
su casa y que, por lo mismo, tanto Oafley como Edith de Voe pueden probar, sin
dificultad, la coartada?
—Se me han ocurrido muchas cosas —contestó Mason— que no pienso discutir
de momento. Vamos.
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Subieron al coche de Drake. Mason detuvo el coche una vez para telefonear a
Winifred, y luego, cuando Drake hubo parado el coche delante de la cafetería, les
impuso silencio al hacer que se ocultaran en las sombras, cerca de la entrada,
mientras él se paraba ante la puerta vidriera y llamaba con los nudillos.
Un momento más tarde vio salir unos rayos de luz difusa de la puerta que había al
fondo del establecimiento, y luego la flexible figura de Winifred, en negligée de seda,
se dirigió a él. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Mason dijo:
—Usted conoce a Paul Drake. Me acompañaba la primera vez que vine aquí. Y
ésta es Della Street, mi secretaria.
Winifred soltó una fuerte exclamación de alarma.
—Yo no sabía que me iban a presentar gente —murmuró— y no quiero que sepa
nadie nada de…
—No se preocupe —le interrumpió el abogado—. Nadie sabe una palabra de
nada. Queremos hablar con usted.
Abrió la puerta y luego, cuando hubieron entrado sus compañeros, la cerró
cuidadosamente. Winifred abrió el camino hacia su alcoba, que, al parecer, se hallaba
exactamente igual que cuando Perry Mason la viera la última vez, salvo en que se
había dormido en la cama.
—¿Dónde está Douglas Keene? —preguntó Mason.
Ella frunció el entrecejo y dijo:
—Ya le dije a usted cuanto sabía de él.
—No quiero que se crea usted que estoy traicionando la confianza que ha
depositado usted en mí —le dijo Mason—; pero es necesario que esta gente sepa lo
que está ocurriendo porque han de ayudamos. Paul Drake es un detective que se
encarga de mucho trabajo mío. Della Street es mi secretaria y está siempre al
corriente de todos mis asuntos. Puede usted confiar a ciegas en su discreción. Y ahora
quiero saber dónde está Douglas Keene.
—No sé dónde está; sólo sé que mandó un mensaje diciéndome que iba a
marcharse adonde nadie pudiera encontrarle.
—Enséñeme ese mensaje.
Alzó la almohada y sacó un sobre en el cual iba escrito su nombre. No llevaba
ninguna otra cosa: ni dirección ni sello. Abrió el sobre y sacó de él un trozo de papel
doblado. Después de vacilar unos instantes, le entregó el papel a Perry.
Mason, en el centro del cuarto, con los pies muy separados, los hombros
cuadrados, leyó la carta con rostro inescrutable. Cuando acabó, dijo:
—Voy a leer esto en voz alta.
Y luego, con voz monótona:
Mason contempló la carta con fijeza unos instantes; luego se volvió bruscamente
hacia Winifred Laxter.
—No me enseñó usted esta carta cuando estuve aquí antes —dijo.
—No; aún no la tenía.
—¿Cuándo la recibió?
—La metieron por debajo de la puerta.
—¿Después de irme yo?
—Sí, supongo que sí. Tiene que haber sido después si no la vio usted al salir.
—Dijo usted que Douglas la había telefoneado.
—Sí.
—¿No le dijo a usted lo de los diamantes?
—No.
—¿Cómo sabía él dónde estaban los diamantes?
—No lo sé; no sé más que lo que dice la carta.
—¿Le quiere usted?
—Sí.
—¿Eran ustedes prometidos?
—Íbamos a casamos.
—Usted no le llamaba Douglas.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Le daba usted algún nombre cariñoso?
Ella bajó la vista y se ruborizó.
—Y —prosiguió Mason— cuando usted no le llamaba por el nombre cariñoso,
Perry Mason reía cuando Della Street conducía el automóvil hacia su despacho.
—Tuerza a la izquierda al llegar a la calle Quinta, Della —dijo—, y dirija el
coche hacia la estación de la Unión.
—¿A la estación de la Unión?
Él afirmó con la cabeza.
—No se va a poder parar en el despacho. Habrá demasiados policías, periodistas,
detectives, fiscales y qué sé yo. Quiero usar el teléfono y yo iré a la estación mientras
hace usted el equipaje.
Esquivó hábilmente a un peatón que iba mirando a las musarañas y dirigió a
Mason una mirada de soslayo.
—¿Mientras yo preparo el equipaje?
—Un par de maletas. Un baúl ligero, de los de viajar en aeroplano, si es que tiene
usted uno.
—Lo tengo.
—Toda su ropa de fiesta y de etiqueta. Va usted a parar en un hotel de primera, y
quiero que haga usted buen papel… que desempeñe bien su papel, ¿lo comprende
usted?
—¿Qué papel he de desempeñar?
—El de novia.
—¿Hay un hombre en el asunto? —inquirió, parando el coche al cambiar las
luces del tráfico.
—Sólo figurará el tiempo necesario para que lo llamen urgentemente a la ciudad,
interrumpiéndole la luna de miel.
Ella le miraba con ojos en los que brillaba la malicia.
—Y…, ¿quién va a ser el marido?
Él hizo una reverencia.
—A pesar de lo poco acostumbrado que estoy a las lunas de miel, haré lo posible
por desempeñar el papel de un novio torpe durante los pocos minutos que
transcurrirán entre el momento en que nos inscribamos en el hotel y aquel en que me
llamen a la ciudad para atender asuntos.
La mirada de ella se posó en su perfil. Delante de ella una luz cambió de rojo a
anaranjado, de anaranjado a verde, sin que le hiciera ella caso. Tras ella, un coro de
bocinazos procuró volverla a la tierra. Su voz vibraba.
—Usted siempre ha sido partidario de desempeñar un papel a la perfección —dijo
—. ¿Sería natural que un recién casado interrumpiera su luna de miel?
La creciente protesta de las bocinas le hizo darse cuenta de que el tráfico a su
Los botones descargaron rápidamente el equipaje del «Buick» nuevo. El sol, que
iba poniéndose por el océano Pacífico, silueteaba las frondas de las palmeras,
haciéndolas destacar negras y brillantes contra el oro del océano y el azul profundo
del cielo.
—Es un sitio ideal para pasar la luna de miel —dijo Mason, entrando
acompañado de Della.
El abogado se acercó al despacho. El dependiente le entregó una tarjeta de
registro y una pluma estilográfica.
Mason escribió el nombre «Watson Clammert», y luego oyó detrás de él una
excitada exclamación femenina, seguida de una risita.
Se volvió. Della Street, al sacudirse el gabán había hecho caer una cascada de
arroz al suelo[1]. El dependiente sonrió. Mason pareció completamente aturdido;
luego suspiró al observar la expresión maliciosa de su secretaria.
—Lo siento, querido —dijo.
Mason se volvió hacia el sonriente empleado.
Éste volvió la tarjeta para ver el nombre; luego metió la mano en una casilla que
había debajo del mostrador.
—Hay un telegrama para usted, señor Clammert —dijo.
Mason frunció el entrecejo, abrió el telegrama y lo extendió sobre el mostrador.
Della se acercó, echándole un brazo al cuello y apretando la mejilla contra su
hombro.
Soltó una exclamación de alarma al leer el telegrama. La exclamación de Mason
fue de disgusto.
—Pero… ¡tú no irás, nene! —protestó Della.
Mason se apartó del mostrador, olvidándose sobre él el telegrama.
—Claro que no; no pienso ir. Sin embargo…
—Los negocios siempre nos están separando —murmuró ella, con voz que
parecía muy próxima a quebrarse.
El dependiente y los botones contemplaban el cuadro.
—Sea como fuere —dijo Mason volviéndose hacia el dependiente—, nos iremos
a nuestro cuarto.
Se dirigió al ascensor.
—Pero…, ¡si no me ha dicho usted lo que quiere! —dijo el dependiente—.
Tenemos…
—Lo mejor que haya —contestó Mason— y aprisa.
—Sí, señor —respondió el dependiente, entregándole una llave a uno de los
* * *
—Esperamos demostrar —dijo Truslow— que este telegrama fue dado por
teléfono a Telégrafos; que fue telefoneado por el aparato de Winifred Laxter,
prometida del acusado.
Mason permaneció callado.
—¿Cavó usted en dicho sitio? —inquirió Truslow.
—Sí.
—¿Conocía usted a Edith de Voe?
—Sí.
—¿Le unía algún parentesco con ella en el momento de su muerte? El testigo
tragó saliva.
—Era mi esposa —dijo.
Mason le dijo a Truslow:
—Interróguele acerca de lo que Edith de Voe le dijo respecto a la muerte de su
abuelo.
Truslow exteriorizó cierta sorpresa; pero inmediatamente se volvió al testigo y le
preguntó:
—¿Le dijo a usted algo Edith de Voe respecto a la muerte de su abuelo o respecto
a ciertas circunstancias sospechosas que había observado la noche del incendio?
Nat Shuster se puso en pie de un brinco.
—¡Señor juez! ¡Señor juez! ¡Señor juez! —gritó—. Me opongo a la pregunta. Se
trata de un simple rumor. Esto nada tiene que ver…
El juez dio unos golpes con su mazo.
—Siéntese, señor Shuster —ordenó—. No está usted en orden. No tiene usted
representación legal alguna en este asunto, salvo como abogado de Samuel Laxter.
—Pero me opongo a la pregunta por cuenta de Samuel Laxter.
—Samuel Laxter no es parte de este juicio. El señor Mason es el único que tiene
derecho a objetar. Ya le he dicho a usted eso anteriormente.
—Pero…, ¡esto es un ultraje! Esto es condenar a mi cliente como asesino sin
darle ocasión a que se defienda. ¡Valiente juego el que están haciendo estos
abogados! Empiezan a acusar a otra persona de asesinato y luego se lo cargan a mi
cliente y yo no puedo hacer nada porque ninguno de ellos tiene nada que objetar.
A pesar suyo, el juez sonrió.
—Sí que es una situación un poco irónica, señor Shuster —dijo—; pero no cabe
Perry Mason estaba sentado en su despacho. Della Street lo miró desde el otro
lado de la mesa, con ojos que brillaban como estrellas.
—¿Va usted a defender a Peter Laxter? —preguntó con interés.
—Si le acusan de asesinato, sí.
—No comprendo cómo sabía usted lo ocurrido.
—No lo sabía al principio. Pero lo sospeché después. Había dos o tres cosas que
me dieron una idea bastante buena de lo ocurrido. Fíjese en la manera en que Frank
Oafley se casó con Edith de Voe. Durante el tiempo en que vivía con Peter Laxter,
dice que se veía con ella clandestinamente, por fuerza, porque Peter Laxter no miraba
el noviazgo con buenos ojos. Pero él creía que Peter Laxter había muerto al arder la
casa. No había necesidad ya de celebrar un matrimonio secreto, de privarse de una
luna de miel. Me veo obligado a creer, por lo tanto, que el motivo de que ambos
tuvieran tanta prisa en casarse era que se daban cuenta de que no puede hacerse
declarar a una mujer contra su esposo sin el consentimiento del mismo, ni a un
hombre contra su mujer. Esto era porque sabían que había probabilidades de que
fuese descubierta la conspiración y eso significa que, de una forma u otra, habían
averiguado ya que Ashton tenía conocimiento de ella. Creían a Peter Laxter muerto.
Por lo tanto, Ashton era el único que podía saberlo.
Pero el indicio verdaderamente expresivo es el de la muerte. La teoría del fiscal
era que la persona que había asesinado a Ashton había llevado la muleta al piso de
Edith de Voe y luego asesinado a la mujer. Eso hubiera sido manifiestamente
imposible de no haber sido Edith de Voe parte en el asesinato de Ashton, porque la
muleta no estaba serrada cuando la llevaron al piso. Había sido cortada en el piso y se
habían quemado trozos de ella en el hogar. Ello parecía indicar que Ashton había
estado en el piso; que sus asesinos habían serrado la muleta después de matarle.
—¿Cómo hubiera quedado usted si la policía no hubiese detenido al abuelo? —
inquirió Della.
—No lo sé. Quizás hubiera podido hacer prevalecer mi explicación; quizá no;
pero creo que hubiera podido hilvanar bien los hechos.
—¿Por qué no acusó usted a Oafley más pronto?
—Por la serie de factores que había en el asunto —respondió Mason, lentamente
—. En primer lugar, quería que Douglas Keene saliera bien y, en segundo lugar —se
echó a reír— quería figurar, dar un golpe teatral. Si hubiese advertido a la policía,
ésta se hubiera llevado el mérito y a lo mejor hubiera manejado el asunto tan mal que
la inocencia de Keene no hubiese resplandecido nunca por completo. Hasta pudiera
haberle tendido un lazo. Y yo quería que Oafley reconociese, bajo juramento, que