Una Historia Del Museo en Nueve Conceptos

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ISBN978-84-376-3321-3

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1.a edición: 2014

Directora de la colección: Estrella de Diego

Diseño de cubierta: INGenius


Ilustración de cubierta: Tate Modern © M. Steel/Anaya
Créditos fotográficos: AGE Fotostock, Álbum, Archivo Anaya (Boé. O., Cruz, M., García
Pelayo, Á., Hernández Moya, B., Martín, J., Ramón Ortega, E - Fototeca de España, Sánchez, J.,
Zafra, J. C.), Corbis/Cordon Press, EFE, Getty Images, Peter Willi / Index - Bridgeman

© María Dolores Jiménez-Blanco, 2014


© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2014
Juan Ignacio Lúea de Tena, 15. 28027 Madrid
www.catedra.com

ISBN: 978-84-376-3321-3
Depósito legal: M. 18.345-2014
Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. E l contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para
quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una
obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fija da
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Indice
I ntroducción................................................................................................ 11
C apítulo 1. Trofeo .............................................................................. 17
Sémiophores: el significado de los objetos......................... 19
Recontextualización y trofeo.......................................................... 20
El concepto de trofeo en la Roma clásica: Cicerón contra Vferres .. 23
Después de Roma: imperialismo y cultura................................. 25
C apítulo 2. Maravilla ......................................................................... 37
El caos como reflejo de un orden superior: los tesoros medie­
vales ............................................................................................. 39
De los studioli renacentistas a las cámaras de maravillas manie-
ristas............................................................................................. 43
C apítulo 3. Gusto ............................................................................... 53
Gusto, código y representación ................................................... 55
Mercantilización, especialización, estandarización.................... 56
Transformaciones: sentido ceremonial y placer privado en las
colecciones cortesanas del Barroco ........................................ 59
Las galerías romanas del siglo xvm como antecedente del mu­
seo m oderno............................................................................... 52
C apítulo 4. Enciclopedia................................................................... 73
La Ilustración y la democratización de la cultura...................... 75
Museo, enciclopedia y universalidad........................................... 78
UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

sin ser casi cuestionadas: el «bautismo» automático de retratos y figuras


anónimos, y su drástica restauración. Ya en 1728, cuando las primeras pie­
zas de la colección Albani estuvieron en el mercado, alguien dijo a Mon-
tesquieu que «en Roma, cuando ven un hombre serio sin barba, es un cón­
sul; cuando tiene barba larga, es un filósofo; y cuando es un muchacho
joven, un Antinoo». Viajeros posteriores repitieron una y otra vez que «el
cardenal Albani es el principal restaurador de piezas de la Antigüedad de
nuestros días. A través suyo las piezas más mutiladas, desfiguradas o incu­
rables recuperan la flor de la juventud, novafadt omnia. El fragmento de un
busto que, incluso si estuviese completo, sería una testa incognitissima para
todos los anticuarios, recibe de él una nueva vida y un nombre que decide
su destino de forma indeleble». Y es destacable que estas acusaciones de
falsificación se lanzasen mucho antes de que se produjese el impacto de las
ideas actualmente predominantes sobre la nomenclatura y la restauración,
un impacto producido precisamente por un hombre a quien el apoyo del
cardenal Albani le proporcionó su mayor lama a ojos de la posteridad: su
bibliotecario, Johan Joachim Winckelmann.
Más apremiante era la amenaza de los ingleses. En 1749 Matthew
Benningham el Joven estaba en Roma para comprar esculturas —con el
apoyo del cardenal Albani, que usó su influencia para evitar las leyes de
exportación inconvenientes-- para Mr. Coke (ahora Earl of Leicester), el
mismo que cuarenta años antes sé había llevado a Inglaterra la Diana y
otras piezas importantes, y poco después otros dos ingleses, Thomasjen-
kins y Gavon Hamilton, estaban enviando a Inglaterra grandes cantidades
de escultura antigua^ en buena medida procedente de la Villa de Adriano.
[...] En esas circunstancias, el papa Clemente X iy que había sido en­
tronizado en 1769; decidió actuar de forma drástica. De forma casi simul­
tánea, comenzó a comprar lo que estuviese disponible —el Meleagro, por
ejemplo, fue comprado en 1770—y a construir un museo detrás del Pala­
cio Vaticano para albergar las adquisiciones que estaba haciendo, planifi­
cando su ampliación a gran escala Clemente XTV murió en 1774,
muy criticado (como los papas renacentistas) por su supuesto paganismo
—quizá no fuese extraño, porque hizo más por la apreciación pública de la
escultura antigua que ninguno de sus predecesores en dos siglos.
C apítulo 4
Enciclopedia
22. Hubert Robert, La Gran Galería del Louvre, 1795
L a I lustración y la d em ocratización de la cultu ra
En el siglo xviii aparecieron los primeros museos públicos, fijando
la tipología de una institución que se consolidaría en el siglo xix y que
hasta mediados del siglo xx presidiría sin sobresaltos la vida cultural de
las grandes ciudades en el mundo occidental. Aunque no hubiesen sido
posibles sin el recorrido histórico que hemos analizado en capítulos an­
teriores {la idea del objeto como trofeo propia de la Antigüedad clásica,
la tesaurizfldón medieval, el deslumbramiento por lo excepcional pro­
pio de las cámaras de maravillas manieristas, los códigos de gusto de las
colecciones barrocas y su exposición), los museos públicos responden
en muchos sentidos a dos grandes ideales típicamente contemporál
neos: la democratización de la cultura y la sistematización del conoció
miento (Maleuvre, 1999). Nos detendremos ahora en el primero.
El Louvre no fue el primer museo público tal como hoy los entende­
mos [22], pero su inauguración en el marco de la Revolución Francesa
como metáfora del Nuevo Régimen y de su afán igualitario lo convirtió
en modelo de todos los posteriores (McClellan, 1994). La apertura del
Louvre se inscribe en un ciclo histórico que se había iniciado mucho an­
tes, y que estudios recientes han acotado entre la creación del Museo
Capitolino en Roma, en 1734, y la de la Alte Pinakothek en Múnich,
en 1836 (Paul, 2012, vii). Entre ambas fechas se crean o abren sus puer­
tas al público el British Museum en Londres, la Gallería degli Uífizi en
Florencia, el Museo Pio-Clementino en el Vaticano, las Gemäldegalerie o
galerías de pinturas de Dresde, Düsseldorf y Kassel, el Kunsthistorisches
Museum y el Belvedere en Viena, el Museo Nacional / Museo Real en
80 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

todo ello se formulase una historia ejemplar, clara y ordenada de la crea­


tividad humana, estableciendo un relato que sumase el sentido norma­
tivo y la vocación didáctica de la enciclopedia. La forma en que las colec­
ciones se disponían en el espacio, igual que la forma en que se decoraba
ese espacio, eran elementos importantes de esta construcción intelectual
y fueron compartidas por muchos de los primeros museos públicos. En
las salas y en las guías y catálogos que comenzaban a publicarse las
obras debían disponerse en el lugar que les correspondiese de forma
clara y específica. El relato de la historia del arte quedaría así formal­
mente estipulado. Y por lo tanto también sus límites.
Los nuevos museos dispondrían sus piezas de acuerdo con un dise­
ño racionalizador dirigido a un público no iniciado. A mediados del si­
glo xvm en la galería de pinturas de Dresde y luego en la de Dusseldorf,
se empezó a agrupar las obras en función de su origen geográfico, descri­
biendo escuelas. Algo parecido comenzó a hacerse de manera más siste­
mática ya en tomo a 1770 en el Belvedere de Viena, donde además se or­
denaron las pinturas cronológicamente dentro de cada escuela para
mostrar el desarrollo de las distintas tradiciones y la evolución de cada uno
de sus artistas, y se colocaron cartelas con información sobre cada cuadro.
Esta instalación, que combinaba geografía e historia, estableció una tipo­
logía que se extendió rápidamente, y en los museos de mayor afluencia
turística aún se considera eficaz para un público de formación cada vez
más diversa —y también más escasa. Como veremos, esta sistematización
serviría igualmente a finalidades políticas o nacionalistas, pues contribui­
ría al ensalzamiento de las escuelas nacionales y permitiría situar a los ar­
tistas locales en el marco más amplio del canon internacional.
En el terreno de la escultura clásica, que formaba una sección des­
tacada en muchos de los primeros museos públicos europeos, el recorri­
do cronológico tardó más en imponerse debido a la escasa información
que se poseía en cuanto a autores y fechas de las piezas, que solo a fina­
les del xvm empezaban a ser estudiados por anticuarios y arqueólogos.
Se sabe que en el Museo Capitolino de Roma los bustos ya se disponían
según una ordenación histórica de los emperadores romanos retratados,
aunque la propia agrupación de estos bustos suponía también criterios
de tipo temático y de formato. Pero habría que esperar casi un siglo has­
ta que, al abrirse la Glyptothek de Múnich en 1830 [23], se produjera
23. Interior de la Glyptothek de Munich, 1830
82 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

por primera vez una ordenación de tipo claramente cronológico, de lo


egipcio a lo romano. Aquella secuencia continuaba después hasta la es­
cultura de la propia época, concretamente en la obra del escultor neo­
clásico Antonio Canova, lo que apoyaba la existencia de una conexión
esencial entre la Antigüedad grecorromana y el neoclasicismo moder­
no. Este montaje, pues, otorgaba legitimidad histórica a los planteamien­
tos normativos de la Academia.
La idea de una historia lineal que, partiendo de la Antigüedad clá­
sica y sus antecedentes, pasaba por la Edad Moderna y llegaba al mun­
do contemporáneo podía aplicarse también a discursos mixtos, es decir,
que incluyeran diversos formatos artísticos como escultura y pintura. En
algunos museos una y otra aparecían como capítulos sucesivos pero en­
trelazados. Así, en el Louvre, por ejemplo, se instalaban las esculturas
antiguas en la planta baja [24] y en las escalinatas que conducían a las
plantas superiores, que estarían ocupadas por la pintura [25]. De este
modo se describía una ruta ascendente que enlazaría dos clases de obje­
tos —escultura y pintura—y dos épocas de grandeza —la Antigüedad y
la Edad Moderna. Y también, dos culturas geográficamente distintas: la
grecorromana y la francesa.
En ocasiones podría plantearse la disyuntiva entre un criterio histó­
rico, de vocación enciclopédica, y otro de calidad, y por tanto de carácter
selectivo. No eran, en todo caso, visiones excluyentes: conocer la evolu­
ción creativa de la humanidad podría servir para educar una capacidad
de apreciación artística y, desde un punto de vista romántico, provocar
respuestas emotivas hacia las obras de arte. Se trataba de conciliar, pues,
las estrategias históricas con las temáticas. El sentido de autoridad que
desprendiesen las salas del museo a través de su arquitectura, su decora­
ción y su iluminación no debía impedir el placer estético. Al contrario,
se trataba de crear un ambiente adecuado para todo ello, necesariamen­
te distinto de aquel en que se originaron las piezas. El museo sería, en
ese sentido, una máquina de descontextualizar. Esta visión, clave para la
museografía posterior —y también para su crítica—, sería expresada cla­
ramente por Wilhem von Bode, uno de los fundadores de la influyente
museología germana:
enciclopedia

24. Salas de arte romano del Museo del Louvre, París

25. Salas de pintura francesa del Museo del Louvre, París


84 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

el goce artístico es una manera específica de contemplación y es en los


museos donde mejor se le alcanza, siempre que —y así ocurre en la mayo­
ría de los museos modernos— dispongan de espacios favorables y buena
iluminación y la exposición esté montada con buen gusto. En algunos de
ellos se ha procurado incluso, y con buenos resultados, proporcionar en
cierto modo, mediante decoración y mobiliario, la adecuada disposición
anímica (Bode, 1913).
Bode llevaría estas ideas a la práctica en la concepción espacial
del Kaiser Friedrich Museum de Berlín con la colaboración del arqui­
tecto Ernst von Ihne. Su visión, despojada y elegante, sentaría las ba­
ses de lo que se entendería como espacio ideal para la contemplación
artística en el mundo posterior a las grandes revoluciones burguesas, y
se extendería hasta los museos de arte moderno del siglo xx. Se trata­
ba, en definitiva, de visualizar el anhelo de honradez cívica propio de
los primeros museos públicos, para lo que era necesario proponer una
arquitectura mucho más austera que la de las galerías aristocráticas
que les precedieron.
No por casualidad, en este sentido es un buen ejemplo el Louvre.
Cuando la Grande Galerü del museo parisino fue preparada para su
apertura a finales del siglo xvm, tal como muestran algunas pinturas de
Hubert Robert [26], los añadidos decorativos propios de un espacio pa­
laciego se redujeron al mínimo: el espacio de las salas que antes había
servido a lujosos propósitos cortesanos se convertiría ahora en un marco
uniforme, con iluminación cenital y paredes pintadas de color verde oli­
va. Ambos elementos llegarían a ser típicos de los museos de pintura, y
serían también considerados ideales en el caso de las salas dedicadas a
escultura.
En su exterior, la tipología arquitectónica del museo público, monu­
mental y clasicista, quedaría definitivamente fijada entre la construcción
de dos edificios de estilo neogriego: el diseñado por Robert Smirke para
el British Museum en 1753 y la Glyptothek de Múnich realizada por
Leo von Klenze en 1830. Muy en línea con el espíritu de la época, que
consideraba la historia de la arquitectura un catálogo del que escoger
(Kostoff, 1988, 966), los arquitectos de aquellos edificios optaron por
una solemnidad de herencia grecorromana, con grandes frontones y
majestuosas escalinatas, a las que añadieron elementos necesarios para
26. Hubert Robert, Una galería de museo, si.

el funcionamiento del museo, como rotondas centrales, largas galerías


iluminadas cenitalmente y salas sucesivas. Su austera grandeza evoca­
ba las cualidades cívicas de la democracia ateniense o de la Roma repu­
blicana. Todo en ellos debía lanzar un mensaje de claridad y respetabi­
lidad, al tiempo que respondía a cuestiones prácticas: la ortogonalidad
de las plantas, por ejemplo, contribuiría a una mejor orientación del vi­
sitante; la simetría equilibraría su circulación y transmitiría sutilmente el
sentido de ecuanimidad del discurso museográfíco. Por su parte, la loca­
lización del edificio, casi siempre en un lugar prominente del tejido ur­
bano, hablaba de la centralidad de este nuevo templo del conocimiento
en la vida ciudadana.
86 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

D el L ouvre al M etropolitan: el modelo ilustrado,


sus problemas y su pervivencia
El Museo del Louvre y el Metropolitan Museum constituyen ejem­
plos venerados y relevantes en relación con la tipología de museo que
estamos analizando en este capítulo, aunque tienen configuraciones e
historias bastante distintas. El primero suele aparecer en la historiogra­
fía como arquetipo del museo público en su sentido más político, mode­
lo de la institución democratizadora de la cultura que después se exten­
dería intemacionalmente. Del segundo, una institución privada con
vocación de servicio público, se alaba la variedad y la calidad de su co­
lección, a la que suelen aplicarse los adjetivos de universal y enciclopédica.
Creado por la Convención en julio de 1793, un mes antes de que
diese comienzo el período del Terror que siguió a la Revolución France­
sa de 1789, el Museo del Louvre creó a finales del xvm el prototipo de
museo público que se desarrollaría plenamente con la cultura burguesa
del xix. Ya hemos dicho que el Louvre (primero llamado Museo de la
Nación y luego Museo Napoleónico) no fue el primer museo público.
Tampoco fue el primero en abrir sus puertas a la población general, ni
el primero en representar la idea de una promoción política de la cultura
a través de una selección de objetos materiales. Pero sí es el que, tanto en
el imaginario popular como en el contexto académico, suele tomarse
como modelo del museo público. Algunas de las piezas que atesora,
como la Victoria de Samotrada o la Mona Lisa, son mundialmente consi­
deradas obras cumbre de la historia del arte, y sus salas, especialmente
su Grande Galerie, configuran lo que entendemos por espacio de museo
clásico.
Es evidente que el acceso al museo no proporcionaría por sí solo un
conocimiento claro de la historia del arte, ni tampoco convertiría auto­
máticamente al visitante en ciudadano de pleno derecho (algo que solo
lograrían los varones con títulos de propiedad). Pero «en el museo todos
eran, en principio, iguales, y si el iletrado no podía usar los bienes cultu­
rales que el museo ofrecía, sí podía al menos maravillarse por la magni­
tud de sus tesoros» (Duncan, en Preziosi y Farago, 2004, 252). Se había
operado un cambio interesante: en las antiguas galerías principescas
tanto el cultivado visitante como las piezas expuestas reforzaban el lugar
enciclopedia 87

que ya tenían en un sistema de sentido elitista y excluyente; por el con­


trario, en el nuevo escenario el visitante redefinía su identidad política y
los suntuosos objetos expuestos, ahora convenientemente identificados
y explicados, cambiaban de significado al convertirse en instrumentos
de reforma social. A través de ellos se oficiaba una nueva relación a tres
bandas entre individuo, cultura y Estado. El ciudadano que entraba en
el antiguo palacio del Louvre convertido en museo público encontraría
un contexto en el que la cultura le pondría en contacto con otros ciuda­
danos, fuese cual fuese su posición social, y también con el Estado que
el museo representaba. Y el Estado aparecería como benefactor y guar­
dián de lo más elevado que había podido llegar a alcanzar el espíritu hu­
mano a través de la historia.
Es tentador pensar que el concepto museográfico del Louvre, por
su sentido racionalizador y su deseo de pulcritud cívica, tenía un carác­
ter neutro, pero es obvio que aquel y otros museos públicos poseerían
también una utilidad ideológica. Aún se construirían sobre la base de un
canon excluyente —de cuya pertinencia nadie dudaba—, y la idea de dar
especial relevancia al genio de las escuelas nacionales apoyaría el poder
de los nuevos Estados. Cuando el Museo del Louvre reabrió sus puertas
en 1810 como Museo Napoleónico, se organizó definitivamente por es­
cuelas y dentro de ellas, con las obras de los maestros importantes for­
mando grupos propios. Aprovechando ,la solemnidad de los espacios
originales, el nuevo museo tendió a desarrollos axiales que permitirían
a los visitantes pasar de unas salas a otras y mantener siempre largas
perspectivas. El visitante, al recorrer las salas, era invitado a recorrer
también el progreso del genio a lo largo de la historia, pero también el
de Francia en el marco de la historia de la humanidad. La historia del
arte se convertiría así en una historia de la civilización occidental, con
sus orígenes en Egipto y Grecia, su revitalización en el Renacimiento y
su florecimiento en la Francia del momento. Volveremos sobre la co­
nexión entre museo y nacionalismo en el capítulo 5.
La consolidación del museo prototípico del Estado burgués que re­
presenta el Louvre coincide, además, con el progreso de la disciplina de
la historia del arte. A lo largo del siglo xix y al amparo del romanticismo
se desarrollaría el concepto de genio, en el que se había basado ya Le Vite
de’pin eccellenti architetti,pittori, etscultori, publicado por Vasari en 1550. La
88 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

protección de los genios convertía al Estado en ejemplo de virtud, y la


contemplación de sus obras daba al ciudadano una oportunidad de ele­
vación espiritual. En todo ello el nuevo museo desempeñaría un papel
activo: algunas piezas, como la Gioconda de Leonardo da Vinci, cobra­
rían un valor aurático que aún hoy perdura (y que la convertiría en ob­
jetivo de diversas acciones desmitificadoras en los primeros años del si­
glo xx), y desde el Louvre se recuperarían nombres de artistas a los que
pronto se asociarían biografías apropiadamente ejemplares —en muchos
casos mediante exposiciones retrospectivas y catálogos monográficos—,
lo que a su vez dio lugar a la aparición de los conservadores de museos,
preparados para servir a esas tareas.
Ahora bien, la cantidad y la disposición de los objetos ofrecidos al
visitante de las salas del Louvre podían producir un efecto contrario a la
claridad discursiva y exaltación espiritual pretendidas. Quatremére de
Quincy, en una de las primeras críticas conocidas al museo tal como hoy
lo concebimos, titulada Consideraciones morales sobre el destino de las obras
de arte y la influencia de su empleo y fechada en 1815, lo acusa de poner en
riesgo la supervivencia de la cultura tradicional al almacenar y disponer
de los objetos arbitrariamente, desligándolos de sus verdaderos empla­
zamientos y contextos: el principio de autenticidad cultural entra en
riesgo con la descontextualización a que el museo somete al objeto. Más
tarde, en un texto titulado Elproblema de los museos, el escritor Paul Valéry
se queja también de la confusión y perplejidad que producía la sobrea­
bundancia de piezas en las salas del Louvre, cuya consecuencia cultural
más peligrosa sería la superficialidad. La propia disposición de las pie­
zas en hileras podía llegar a anular toda posibilidad de placer, reducien­
do su contemplación al cumplimiento de una obligación {a veces ingrata
por represiva: no se puede tocar) o una convención social (Valéry, 1923).
El problema había variado: no se trataba ya de una cuestión moral, sino
estética. Comentando aquel texto de Valéry, y aplicando su crítica a los
museos en general, Adorno hablaría después de una convergencia de
«fatiga y barbarismo». Y añadiría: «ni una civilización hedonista ni una
racionalista podía haber construido una casa de tales disparidades. Aquí
se entierran visiones muertas... (una metáfora, podríamos decir, de la
anárquica producción de bienes de consumo en la sociedad burguesa
desarrollada)» (Adorno, 1967, 176-179).
ENCICLOPEDIA 89

27. Lobby del Metropolitan Museum, Nueva York

Con sus luces y sus sombras, el Louvre inspiraría muchos museos


posteriores, surgidos tanto espontáneamente como impuestos por el po­
der napoleónico. Algunos de ellos respondían aún al modelo tradicional
de galería principesca, porque el efecto deseado era más el de asombrar
al visitante que aún llegaba en razón de su privilegio que el de educar al
que accedía como ciudadano y por derecho propio. Hacia 1825 prácti­
camente todas las capitales europeas tenían un museo, ya fuese de ini­
ciativa imperial, monárquica, parlamentaria o republicana. Algo más
tarde, la onda expansiva del Louvre se extendería también al floreciente
Nuevo Mundo. En la década de 1870 se formaron en Estados Unidos
tres grandes museos ya mencionados, el Museüm of Fine Arts en Bos­
ton, el Art Institute en Chicago y el Metropolitan Museum of Art en
Nueva York [27]. A ellos les siguieron muchos otros, que debieron adap­
tar un relato típicamente europeo a las claves de la sociedad americana.
Los museos americanos tomaron de sus equivalentes europeos no
solo la idea general de constituirse como institución cultural, sino también
90 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

su discurso estructurado en tomo a las grandes civilizaciones del pasado.


Pero se diferenciaron de los europeos en aspectos igualmente importan­
tes: la política de reforma social que en el Louvre conectaba directamente
con la Revolución Francesa no era allí tan radical, y la idea de reafirma­
ción imperialista tardaría en llegar: faltaban varias décadas para que Esta­
dos Unidos alcanzase el estatus de gran potencia mundial. Pero quizá la
disparidad mayor entre los museos europeos y los americanos consistiría
en que estos eran fondados, financiados y gobernados por particulares, no
por políticos. Los dueños de grandes fortunas surgidas a partir de la Guerra
de Secesión querían mostrar su inmensa riqueza, pero también les movía
un interés por el bien público que canalizarían a través de los museos.
Como consecuencia no solo fondarían instituciones, sino que consegui­
rían importantes piezas para nutrir sus colecciones produciendo un movi­
miento sin precedentes en el mercado artístico.
La finalidad declarada por aquellos museos americanos, como por
el Louvre, era proponer al espectador un conocimiento enciclopédico. Era
obviamente una meta ligada a las ideas de la Ilustración y limitada por
la perspectiva cultural y social desde la que se crearon: no significó nun­
ca una cobertura completa de los grandes logros de la humanidad —lo
cual es, como hemos visto, una tarea imposible—ni tampoco una visión
equilibrada respecto a las diversas culturas del mundo: algunas nunca
formaron parte del discurso de los llamados museos enciclopédicos y
otras han tenido siempre un carácter, si no marginal, ciertamente secun­
dario o literalmente exótico en el conjunto de lo representado en ellos.
Con el tiempo, algunas de aquellas instituciones han deseado modificar
aquella visión para adecuarla a las nuevas realidades y objetivos cultura­
les, políticos, sociales y económicos.
El objetivo de la fundación del Metropolitan Museum había que­
dado establecido el 4 de julio de 1866 precisamente en París en tomo
al eminente abogado John Jay. La fecha tenía un alto componente sim­
bólico: en el Día de la Independencia, el triunfo del capital industrial
en la Guerra Civil y la consolidación de Estados Unidos como un Es­
tado moderno llevaron a un grupo de americanos a reunirse en la ciu­
dad del Louvre para proclamar a su país heredero de la cultura europea
(Tomkins, 1973). Además de crear un museo que pudiera competir y su­
perar al Louvre, había que edificar un monumento público que respon-
ENCICLOPEDIA 91

diese a un deseo de afirmación social de aquel grupo, igualando su po­


sición con la de los reyes o la de los Estados europeos. La relación que
se establecería entre aquellos ciudadanos y el Estado americano se ma­
nifestaría en la forma de propiedad y administración del museo. Lo pri­
vado se disfrazaría de público. El museo se situaría en una parcela del
ayuntamiento, pero su colección sería propiedad de los ciudadanos re­
presentados en el patronato.
Tampoco en lo arquitectónico había que copiar al Louvre, demasia­
do ligado a la historia francesa, sino emular el programa ceremonial que
aquel palacio permitía y alojaba. Para ello se escogieron las formas del
eclecticismo Beaux-Árts que se impondría en general en la arquitectura
representativa americana —ya fuese para ministerios, bancos, bibliotecas
o universidades—: el nuevo edificio, que debía situarse en la Quinta Ave­
nida junto a Central Park, incorporaría elementos de la arquitectura clá­
sica, renacentista y barroca para acomodarse a la función a la que estaba
destinado.
Como el Louvre, el Metropolitan Museum era un monumento a lo
público, pero su relación con la historia era diferente a la del museo fran­
cés. En lugar del nombre de sus gobernantes, en las paredes aparecerían
los nombres de los ricos donantes cuyas colecciones acogía el museo. La
historia americana, por otra parte, no tenía como punto focal el giro de
sociedades monárquicas a sociedades democráticas: su punto de inflexión
se situaba, más bien, en su independencia frente a la metrópolis y en su
ascenso internacional con la expansión del capitalismo. El relato era dis­
tinto, pero es fácil observar un paralelismo básico: el objetivo de crear una
fuente de conocimiento apoyada en objetos materiales rigurosamente sis­
tematizados para confirmar el canon consensuado. Siguiendo los discursos
programáticos establecidos en el Louvre, desde el frontón de la entrada
del Met se proclama la importancia del legado de la Antigüedad en la cul­
tura occidental, y lo que encontrará el visitante después de traspasarlo
confirmará esa visión con un discurso de marcada axialidad: lo griego y
lo romano a un lado, lo egipcio al otro [28], y de frente, subiendo una so­
lemne escalinata, la colección de pintura europea a partir del Renaci­
miento. Todo el programa museográfico confirma la importancia de la
tradición occidental, cuyo clímax estaría en el Renacimiento italiano. Las
colecciones de arte medieval o de culturas no occidentales son invisibles
92 una historia del museo en nueve conceptos

28. Salas de arte egipcio del Metropolitan Museum, Nueva York

desde la entrada del museo, o incluso se sitúan físicamente lejos de él


(como ocurre con buena parte del arte medieval, conservado en el edificio
de The Cloisters, al norte de Manhattan).
Es innecesario recordar que creación artística, coleccionismo y mu­
seos están íntimamente ligados a la actividad económica y, como tales,
son muy sensibles al estatus político local. Si los grandes museos de París,
Londres o Berlín pueden entenderse como monumentos a la clase bur­
guesa que emergió de la era de las grandes revoluciones y como lugares
de afirmación del poder colonial de sus respectivos países, la creación del
Metropolitan Museum de Nueva Ifork por parte de un grupo social, eco­
nómica y políticamente poderoso señalaba un momento en el que el cen­
tro de gravedad histórico parecía desplazarse al otro lado del Atlántico.
Pero, más que a posibles cambios, el Metropolitan apunta a la superviven­
cia del modelo que aún define lo que se entiende por museo clásico, de
sentido universal. No en vano en él están representados, como ha desta­
cado su antiguo director Philippe de Montebello, «cinco milenios de arte
de todo el planeta con todo tipo de obras» {Montebello, 2010, 10).
ENCICLOPEDIA 93

Fuentes
En los años inmediatamente posteriores a la creación del Museo del
Louvre se alzaron algunas voces críticas acerca de su función descontéxtua-
lizadora de las obras de arte. En ese sentido se expresa Quatremére de
Quincy, que opone razón a sentimiento en el acercamiento al arte. Ya en el
siglo xx esta cuestión volvería a ser señalada desde puntos de vista diferen­
tes por pensadores como Proust, Valéry o Adorno. Por otra parte, el origen
revolucionario del museo sería apuntado por Georges BataiUé, que expresa
también otros aspectos clave en el desarrollo de los museos públicos.

Textos seleccionados
H Antoine-Chrysostome Quatremére de Quincy, Consideraciones morales
sobre el destino de las obras de arte o déla influencia de su empleo
nio y el gusto de los que las producen o lasjuzgan, y sobre el sentimiento de los
que disfrutan y reciben impresiones de ellas, París, L’Imprimerie de Crape-
let, 1815,46 y ss. (traducción de la autora. Nótese que Quatremére dé
Quincy se refiere de forma casi indistinta a las colecciones privadas y
a las primeras colecciones públicas francesas, los museos)
Las colecciones, se dice, tienen la propiedad de hacer producir aman­
tes del arte esclarecidos, que aprenden a distinguir las épocas, las escuelas
artísticas, las maneras particulares de cada uno de los maestros. Algunos,
estoy de acuerdo, aprenderán a razonar sobre determinadas cualidades téc­
nicas, sobre alguna parte de la teoría, sobre las causas de los defectos ó las
bellezas de una obra. Pero a cambio de un puñado de buenos jueces, ¡cuán­
tos críticos incompletos acostumbran a no apreciar más que con el espíritu
lás operaciones del sentimiento, llevan el desánimo a los artistas, y les ins­
piran el temor de cometer faltas en lugar de darles la audacia que podrían
excusarlas! En todos los sentidos, el artista tiene menos necesidad de jueces
esclarecidos que de amantes apasionados. El público para el qué tiene que
trabajar es el público que siente, no el que razona.
[...] El público pierde de vista, en medio de las colecciones, las causas
que hicieron nacer a las obras de arte, las relaciones a las que éstas estaban
sometidas, los afectos con los que demandaban ser consideradas, y esa
UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

multitud de ideas morales, de armonías intelectuales que íes proporciona­


ban tantos medios diversos para actuar sobre nuestra alma.
[...] Las bellas obras de arte, las que fueron producidas por el senti­
miento profundo de su concordancia con su lugar de destino, son las que
pierden más al ser condenadas al rol inactivo que les espera en los gabine­
tes. Las que hablan más al alma y a la imaginación son las que se vuelven
más mudas, ¿Y cómo no iba a ocurrir eso? Para impedirlo, haría falta por
parte de los espectadores un esfuerzo de imaginación, una sensibilidad de
la que ya no se es capaz en esos lugares donde ningún sentimiento acceso­
rio prepara el alma ni la dispone a los afectos correspondientes a la obra.
[..,] No es que me proponga cuestionar toda suerte de utilidad a las
colecciones clásicas de obras de arte. A nadie le place que, en el estado ac­
tual, ise prive al artista de sus apoyos! Lo que yo combato es el abuso mo­
ral de las colecciones, su exceso, el principio mal entendido del uso que de
ellas se hace. Que se abran galerías con las obras que reclame la enseñan­
za, y en las cuales el público, como el estudiante, encontrara donde formar
su gusto y su talento. Que se destinen, en fin, gabinetes a las obras de arte
clásicas. Pero que no se destinen todas las obras de arte a ser más que ob­
jetos de gabinete.
[...] Desplazar todos los monumentos, recoger así los fragmentos des­
compuestos, clasificar metódicamente sus minas, es hacer de tal reunión
un curso práctico de cronología moderna; es, para una nación existente,
constituirse en estado de nación muerta. Es asistir a sus propios funerales
estando vivo; es matar al arte para hacer con él historia; no es hacer la his­
toria, sino el epitafio.
Georges BataiUe, «Musée», en Dictionnaire critique; Documente, 1930.
Reproducido en Georges Bataáfré, Isabelle Waldberf y Robert Lebel
(eds.), Enciclopedia Acephalica: Comprisingthe Critical Dictionary andRe-
lated Texis, Londres, Atlas Press, 1955, 64, y en October, num, 36, Nue­
va York, primavera de 1986, 25 (traducción de la autora)
Según la Gran Encicpledia, el primer museo eñ sentido moderno (es
decir, como colección pública) fue fundado en Francia por la Convención
el 27 de julio de 1793. El origen del museo moderno está, pues, ligado al
desarrollo de la guillotina. Sin embargo, la colección del Ashmolean Mu-
seum dé Oxford, fundado al finaldel siglo xvn, ya era pública, pues perte­
necía a láTJniversidad.
ENCICLOPEDIA 95

Obviamente, el desarrollo del museo ha excedido incluso las expec­


tativas más optimistas de sus fundadores. El conjunto de los museos del
mundo no solo representa una colosal riqueza, sino que la totalidad de los
visitantes de los museos de todo el mundo ofrece seguramente el más
grandioso espectáculo de una humanidad momentáneamente liberada de
preocupaciones materiales y dedicada a la contemplación.
Debemos ser conscientes de que las salas y obras de arte no son más
que el contenedor, cuyo contenido es constituido por los visitantes. Es este
contenido el que distingue a un museo de una colección privada. El museo
es como el pulmón de una gran ciudad. Cada domingo el publico fluye
como la sangre al museo, y emerge purificada y fresca. Las pinturas no son
más que superficies muertas, y es en el público donde se produce el conti­
nuo juego de luz radiante que ha sido técnicamente descrito por jueces
autorizados. Es interesante observar el flujo de visitantes que visiblemente
se dejan llevar por el deseo de asemejarse a las visiones celestiales que des­
lumbran sus ojos.
C apítulo 5
Identidades
29. Fragmento del grafoscopio realizado por Laurent y Cía. en la galería central
del Museo del Prado entre 1882 y 1883
E l m useo ro m á n tico y colonia l c om o fo rja d o r d e id en tid a d es

El museo nacional y el museo colonial pueden verse como realida­


des complementarias que reflejan una misma cultura: la de la Europa
del xix, testigo de la formación de los Estados primero y del desarrollo del
colonialismo después. Ambos aluden, en definitiva, a la capacidad del mu­
seo ¿ecimoimnico p ara definir identidades,
Gracias a la autoridad intelectual que alcanzaron los museos a lo
largo del siglo xix, las decisiones sobre lo que incluían o excluían en
sus salas adquirían inmediatamente un significado trascendente (Dun-
can, 1995). Convertidos en el nuevo centro espiritual de la comunidad,
podían ser un instrumento clave al servicio de los nacionalismos emer­
gentes: los museos no solo transmitirían el poder de la nación que los
había creado*.jino también su carácter (Maleuvre, 1999, 107). Así, más
que una entidad geopolítica precisa, la Francia posrevolucionaria repre­
sentada en el Museo del Louvre era una noción sublimada, destilada a tra­
vés de los siglos de historia, que el visitante podía reconocer en una serie
de piezas artísticas.
Aquella idea no era del todo hueva. El hecho de que una identidad
colectiva se reflejase en una serie de objetos, fuesen o no obras de arte,
contaba con muchos antecedentes. Por ejemplo'los tesoros de los templos
clásicos y las iglesias posteriores: el tesoro de la iglesia de San Marcos
de Venecia sería una suerte de protomuseo nacional porque, desde el
siglo xui, exponía varias veces al año en el altar mayor una selección de
objetos que servían para narrar una historia local y singularizarla frente
a otras. Más tarde, las colecciones reales y aristocráticas alabarían el
100 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

origen —geográfico, biográfico y hasta mítico—de sus dueños para distin­


guirlos de sus pares, y en ese proceso solía ensalzarse también la creati­
vidad diferencial de sus súbditos. Partiendo de estos y otros antecedentes
que vinculan colecciones de objetos y comunidades, el museo público
del xix aporta una importante novedad: la consciencia de su capacidad
discursiva [29]. Los Estados europeos descubrieron enseguida que el va­
lor de los conjuntos artísticos que custodiaban sus museos debía enten­
derse no solo en términos patrimoniales o económicos sino también, y
quizá sobre todo, enunciativos. Sus colecciones, generalmente hereda­
das de monarcas o aristócratas, podían verse como el poso de la cultura
local, lo que venía a reforzar la idea del museo como contenedor de un
concepto resbaladizo pero de gran fuerza emocional en el contexto del
romanticismo: la identidad nacional El museo podía hacer visible un
imaginario compartido: en sus salas se hilvanaba una tradición, unas ex­
periencias, una memoria o unas ideas con las que el pueblo pudiese sen­
tirse identificado (y enardecido), pero también irnos rasgos distintivos
que sugiriesen al público extranjero la esencia cultural y antropológica
que distinguía a ese país frente a otros.
Ahora bien, desde mediados del siglo xix y en paralelo a esos dis­
cursos destinados a enaltecer lo propio en conexión con el desarrollo de
los Estados nacionales europeos, en las grandes capitales surge otro dis­
curso contrapuesto, desarrollado en buena medida para explicar lo otro
y justificarlo como tal en el contexto del colonialismo. En ese sentido,
lo otro no se refería a los distintos países europeos, a quienes las rivalida­
des políticas o los elementos geográficos pudiesen caracterizar como
realidades más o menos extrañas o hasta opuestas, pero de rango similar.
| Lo otro se refería a lo situado en latitudes remotas, más allá de los esce-
j narios hasta entonces conocidos por la población europea. Sometidos
i política y económicamente, aquellos lugares se considerarían no solo di-
/ ferentes sino también inferiores. Por eso su producción material sería
I confinada a museos también otros, generalmente tiñúado^ etnológicos.
Para conjurar el miedo ante lo diferente, Occidente confinó lo otro en
una categoría única que, aunque admitiese la existencia de matices —lo
primitivo, lo exótico, lo oriental—, acabaría por englobar realidades muy
[ dispares solo relacionadas entre sí por ser ajenas a la cultura occidental
! (Said, 1978). Excluyéndolas del museo de arte convencional y limitando
IDENTIDADES 101

su presencia al espacio de museos otros, se resaltaba su diferencia. Los dos


discursos, el de lo propio y el de lo otro, asociados respectivamente a na­
cionalismo y colonialismo, se configuran en el siglo xix como las dos ca­
ras inseparables de la misma moneda.

M useos e identidades nacionales:


el P rado y otros casos de estudio

Muchos de los grandes museos del xix europeos estaban ligados a


poderes estatales, e incluso estaban abiertamente destinados a presentar
una historia del arte entendida en clave local. La organización de las sa­
las según la noción de escuelas ofrecería una extraordinaria oportuni­
dad para transmitir discursos jerarquizados y vinculados a ideas nacio­
nalistas. El éxito del museo en este sentido haría que una visita a sus
salas significase una muestra de respeto a una identidad colectiva.
Para entender hasta qué punto resultó eficaz el museo como crea­
dor de identidades nacionales, y también para valorar cuánto tiene de
contingente y cuánto de cierta la imagen de una nación reflejada en un
museo, podrían tomarse muchos casos de estudio. El Museo del Prado
suele citarse como un buen ejemplo porque a medio y largo plazo ser­
viría para formular el concepto de Escuela Española (García Felguera y
Portús, 2003, 115), y también porque acabaría por ser visto como la des­
tilación estética de un «ser nacional». Desde la perspectiva de finales del
siglo xx, esta relación se resumía diciendo que
se ha asociado muy estrechamente el nombre de nuestro país con el de su
principal museo, cuyas obras han servido para reflexionar sobre la persona­
lidad histórica de la nación y los rasgos más sobresalientes del carácter de
sus habitantes. Unos encontraron un pueblo original y heroico reflejado en
las obras de sus pintores, otros hallaron en ellas numerosos rasgos que de­
mostraban sus ideas sobre el temperamento bronco y pasional del español,
y abundan los que vieron el museo como la más bella de las expresiones de
la historia de España entre los siglos xvi y xvn (Portús, 1994, 13).
Junto a la identificación del Prado con lo español, estas palabras
desvelan la inevitable polisemia de una colección artística abierta a la
102 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

contemplación pública durante casi dos siglos y también lo que toda


identidad nacional tiene de construcción (Álvarez Junco, 2013). De
acuerdo con ello, el primer montaje del Museo del Prado respondía al
objetivo prioritario de llamar la atención hacia el arte español y procurar
su difusión entre el público europeo. Pero revelaba también que, a pesar
de su supuesta apelación a unos rasgos identitarios de carácter inmanen­
te y atemporal, el concepto de escuela nacional depende siempre de la
perspectiva desde la que se formula la narración (Schulz, 2012, 252).
En el primer catálogo del museo más de la mitad de las piezas per­
tenecían a cuatro artistas: tres de ellos, Velázquez, Murillo y Ribera,
eran entonces los más apreciados por los artistas, escritores y viajeros
románticos, por lo que era lógico que se escogieran para representar el
Siglo de Oro español en todo su esplendor. El cuarto, menos obvio, era
el bodegonista del siglo xvm Luis Meléndez, cuyas piezas se encontra­
ban repartidas en salas diferentes según criterios más estéticos que his-
toricistas. Goya, por su parte, estaba representado solo por los retratos
ecuestres de Carlos IV y María Luisa —que subrayaban la continuidad
borbónica a pesar de la guerra—, y en lugar de figurar entre los nombres
esenciales de la idiosincrasia artística española como se haría posterior­
mente, aparecía junto a artistas como Luis Paret, Francisco Bayeu, Maria­
no Maella, Carnicero, José de Madrazo o José Aparicio, mucho menos
conocidos por el público actual y que interesaban por mostrar la cerca­
nía del arte español del momento a la sensibilidad neoclásica internacio­
nal. Por su parte, El Greco, a quien hoy juzgaríamos imprescindible en
cualquier aproximación al Prado y también a lo que la generación del 98
llamó «alma española», simplemente no estaba presente.
De este modo, en el contexto que alumbró el museo, la identidad
patria quedaba reflejada en una combinación de artistas [30] que no ne­
cesariamente coinciden con lo que hoy consideraríamos esencial, y dos
pintores hoy Considerados artistas clave de la colección por su centrali-
dad en la conformación de una personalidad artística típicamente espa­
ñola, Goya y El Greco, recibían una interpretación muy distinta de la
actual o brillaban por su ausencia. Por supuesto, este hecho puede expli­
carse no solo por las circunstancias políticas, sino también en relación
con las variaciones producidas en la recepción de los artistas: sobre la
omisión de El Greco debe recordarse que no fue valorado hasta el cam-
30. Laurent y Cía, vista de la galería principal del Museo del Prado, 1882-1883

bio de siglo xix al xx, reivindicado ya desde una sensibilidad moderna. El


caso de Goya es algo más complicado. Su inmensa fortuna crítica en el si­
glo xx tuvo mucho que ver con dos ideas: la primera, su actitud de com­
promiso con la realidad circundante, que hizo que posteriormente se le
considerase «origen del temperamento moderno en el arte» (Lácht, 1979),
pero le colocaba en dificultades en el entorno absolutista de la tercera
década del xix. La segunda, su caracterización como pionero de la mo­
dernidad por su sinceridad expresiva y su capacidad para visibilizar el
lado oscuro del espíritu humano se apoyaba en buena medida en las Pin­
turas Negras, que Goya realizaría precisamente entre 1819 y 1823 y que
no llegarían al Museo del Prado hasta 1881.
Ahora bien, si hay un artista que funciona en el imaginario colecti­
vo tanto nacional como internacional como emblema de la Escuela Es­
pañola y simultáneamente como símbolo del Museo del Prado, ese es
104 UNA HISTORIA DEL MUSEO EN NUEVE CONCEPTOS

Yfelázquez. No es extraño que las fortunas de ambos, a su vez ligadas a


las de la Escuela Española, hayan corrido paralelas y hayan sido objeto
de revisiones desde distintas generaciones y sensibilidades.
La conexión entre museo e identidad nacional que Vblázquez puede
encamar como ningún otro artista es compleja y cambiante: más que
como indicador de una esencia inmutable, en buena medida puede to­
marse como el registro de un &itgeist. En ese sentido, el caso del Museo
del Prado demuestra que la capacidad que tienen los museos para proyec­
tar e incluso inventar identidades nacionales apela a cuestiones que en
muchas ocasiones superan lo puramente artístico. Por eso, desde su funda­
ción, este museo ha ocupado también una parte de las meditaciones de
quienes buscaban las claves de una identidad nacional desde la literatura
o la filosofía. Así, los escritores de la generación del 98, en su ansiosa bús­
queda de unos rasgos antropológicos que distinguieran a nuestro país, en­
contraron en El Greco —un extranjero que proyecta su mirada sobre Es­
paña— «una puerta idónea para adentrarse en nuestra intrahistoria».
Ortega, mientras tanto, «halló en Velázquez y Goya sendos vehículos para
conocer la monarquía y la sociedad españolas de los siglos xvn y xvm. Y
quien habla de Velázquez y Goya está aludiendo al Museo del Prado, que
desde el siglo [xix] se convirtió en la institución que los españoles consi­
deraban más genuinamente nacional» (Portús, 1994, 14). A esa misma
idea alude una frase atribuida a Manuel Azaña: «El Museo del Prado es
más importante para España que la monarquía y la república juntas».
Si cuando se responsabiliza a los museos de formular la imagen de
una nación, más que hablar de un carácter invariable hablamos de ellos
como espejo de sus inquietudes históricas, es lógico pensar que puedan
servir tanto de estandarte de glorias pasadas como de estímulo de reno­
vadas identidades patrias. Un caso revelador en este último sentido son
los museos surgidos en los países del Este después de la caída del muro
de Berlín con el deseo de rescatar sus tradiciones culturales diferencia­
das o, en un contexto más cercano, los museos refundados en décadas
recientes con el deseo de recuperar y poner en valor legados culturales
propios en un contexto político y social sensible al nacionalismo, como
el MNAC, Museo Nacional d’Art de Catalunya, en Barcelona.
Ahora bien, aunque la idea de un pasado compartido puede obrar
muy eficazmente como precipitador identitario, no es imprescindible
IDENTIDADES 105

contar con una historia previa ni guardar un patrimonio histórico de si­


glos de Antigüedad para que un museo asuma el papel de institución
depositaría de la imagen de un país o de una comunidad. El factor
identitario puede asimilarse también al arte moderno y plantearse como
reflexión de futuro. En países de trayectoria histórica comparativamen­
te más breve, como Estados Unidos, el museo ha desempeñado preci­
samente ese papel, aunque con sus propias connotaciones. Así, por
ejemplo, ocurre en dos museos neoyorquinos aparentemente contra­
puestos en su origen: de una parte el Whitney Museum of American
Art, creado en 1931 para poner en valor el arte americano que hasta el
momento carecía del respaldo institucional de un museo propio, y de
otra el Museum of Modem Art —cuya visión pariscéntrica provocó como
reacción la creación del Whitney. Desde su instauración en 1929, el
MoMA se convertiría en el mejor emblema de la centralidad neoyor­
quina en el panorama de la modernidad internacional, algo que podía
verse como un reflejo del relieve de Estados Unidos en el concierto po­
lítico y económico mundial.
Algo así, aunque con matices y resultados discutibles, parecieron
entender los gestores españoles de las últimas décadas del siglo pasado
cuando decidieron lanzar una nueva imagen del país a través de una
red de museos y centros de arte dedicados fundamentalmente a la pro­
ducción contemporánea (Doctor, 2010), que tendría como buque insig­
nia el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía —atención al nom­
bre, en el que permanecen tanto el vocablo nacional como la advocación
de la monarquía—, destinado al arte del siglo xx. De hecho, algunos es­
tudiosos internacionales vieron simbolizada la renovación de la imagen
identitaria del país durante los años de la Transición democrática en la
contraposición entre viejos y nuevos museos. A ello aludiría el título de
un conocido libro del momento: Más allá del Prado (Holo, 1999). Aun­
que es difícil estar de acuerdo con el título de este libro, que parece pro­
poner la superación de un museo insuperáble, sí puede asumirse la
idea básica que subyace en su planteamiento general: la identificación
de la imagen de un país con sus museos tiene tanto de tradición como de
construcción.
106 U NA H IST O R IA D EL M USEO E N N U EV E CO N C EPTO S

iI Lo o tro : m useo s etn o g rá fico s y a n tr o po ló g ic o s


j Y OTRAS CONSECUENCIAS
I
La aproximación de Europa a lo exótico comenzaría a producirse
de forma sistemática en el siglo xix, aunque las expediciones comercia­
les habían empezado mucho antes a traer noticias de la existencia de
otros mundos y a despertar la curiosidad hacia ellos. A partir de la Ex­
posición Universal de Londres de 1851 se desplegaría regularmente
ante los atónitos ojos de los burgueses europeos todo un abanico de
productos de las colonias que, generalmente exhibidos como artefac­
tos extravagantes, a veces acompañados de los grupos humanos que
los habían producido, venían a confirmar la superioridad industrial, eco­
nómica e intelectual de los países colonizadores. Podemos pensar que la
atracción por aquellas piezas, que a veces se presentaban en montajes
muy espectaculares, daba continuidad a la seducción por lo extraño que
siglos atrás se había reflejado en las cámaras de maravillas, e incluso en los
gabinetes ilustrados de historia natural. Pero su exposición pública y en
espacios oficiales indica también la continuidad de otra función: la que,
en el contexto de todos los imperialismos, desde el romano hasta el na­
poleónico, hemos descrito como trofeo.
La manera de sentirse a salvo frente a toda aquella inquietante rare­
za era confirmarla como el oscuro reverso de la rutilante cultura europea.
Para ello había que someterla a control a través de los mismos mecanis­
mos racionalizadores sobre los que se había construido el edificio in­
telectual de la modernidad: había que etiquetarla y alojarla en su casi­
lla correspondiente dentro de la gran enciclopedia del conocimiento
(Diego, 2008, 69). Este tratamiento podía parecer similar al que había
servido para visibilizar y singularizar a las escuelas nacionales en los
museos de arte del xix, pero apuntaba en dirección opuesta: no se trata­
ba de insertar las diversas culturas recién descubiertas en la trama gene­
ral de la producción artística de la humanidad tal como hasta ese mo­
mento se había conocido y definido, sino de aislarlas profilácticamente.
Y para ello se concebirían espacios claramente separados y distintos de
los museos convencionales: los museos etnológicos y etnográficos, unos
espacios otros con misiones y reglas de funcionamiento diferentes de las
de los museos dedicados a la cultura occidental (Bhábha, 2002).
31. Sala oceánica (París, Musée d’Etnographie du Trocadéro, 1895)

Quizá el más conocido de los museos etnológicos surgidos en el


contexto colonial fuese el Musée d’Etnographie du Trocadéro en París,
abierto ya a finales del xix, en 1878. Fotografías tomadas en las salas de
aquel museo a finales del xix muestran abigarrados conjuntos [31] cuya
presentación se acercaba más a la de las cámaras de maravillas de la Edad
Moderna, con su extraña mezcla de pasión por lo misterioso y búsque­
da de un oscuro conocimiento, que a los museos ilustrados, conforman­
do series tipológicas en una especie de magtna ahistórico y confuso cuya
principal característica básica sería la alteridad. Esa debió de ser la sen­
sación de Picasso, que visitó el Troca cuando preparaba Les demoiselles
d’Avignon: «Cuando fui por primera vez, por recomendación de Derain
[...] el olor a humedad y la podredumbre atacaron mi garganta. Esto me en­
tristeció tanto que me entraron ganas de salir a todo correr, pero me quedé
108 U NA H IST O R IA D EL M USEO E N N U EV E CO N CEPTO S

y estudié» {Clifford, [1981] 2002). El mal estado del museo sería denun­
ciado en 1929 por un destacado museólogo del que volveremos a ha­
blar, Georges-Henri Rivière, que llegaría a ser su codirector. Rivière,
cercano a Cari Einstein, Georges Bataille y Louise Leiris, promovería
nuevas aproximaciones al arte no occidental intentando tratarlo sin el
halo genérico de magicismo que solía asociarse a «lo primitivo». Pero su
voluntad de cientifismo chocaba con su entusiasmo por un art nègre que
podía referirse tanto a la escultura africana como al jazz norteamerica­
no, y tanto al pasado como al presente. A mediados de los treinta, refun­
dado como Musée de l’Homme e instalado en el Palais Chaillot, el vie­
jo museo colonial pareció volverse chic y, ya en pleno siglo xxi, su
sucesor, el Musée du Quai Branly, avivaría la polémica no solo sobre la
diversidad cultural y su tratamiento en los museos, sino también sobre
el uso del pasado colonial francés y sus narrativas. En sus sucesivas fases,
pues, el principal museo etnográfico francés revelaría la forma, literal­
mente prejuiciada, en que los aficionados europeos consumían produc­
tos exóticos. Una forma que podría resumirse como différance, el térmi­
no acuñado por Derrida para aunar el significado de distancia conceptual
(en el sentido del vocablo griego diapherein) con el de lejanía temporal
(según el término latino diferre) (Derrida, 1967). A la sombra del museo
colonial lo otro se presentaba como diferente y diferido: su carácter remoto
se refiere tanto al espacio como al tiempo.
Enfatizar la lejanía temporal era especialmente importante cuando,
como ocurría en el caso de Estados Unidos, lo otro se había producido en
el mismo territorio que lo propio. Así ocurriría en museos como el creado
por el pintor Charles Wilson Peale en la Filadelfia del siglo xvm [32], un
foco local de las ideas ilustradas. Siguiendo los principios ordenadores
del Systema naturae de Linneaus, Peale se propuso crear un itinerario ma­
terial que guiase al espectador desde el Nuevo Mundo, caracterizado
como un lugar situado en un distante y salvaje pasado prehistórico, hasta
la civilizada América posrevolucionaria (Peale, 1792). El viaje sé sustan­
ciaba en un montaje en el que se mezclaban el esqueleto de un mastodon­
te proveniente de una granja del valle del río Hudson, piezas extraídas de
tumbas de nativos americanos o trofeos procedentes de la expedición al
Oeste de Lewis y Clark. Esta idea se asumiría después en el Museum
of Natural History de Nueva York, donde los fósiles y los indios forma-
rían igualmente parte de un mismo relato: el de la historia natural
(Bal, 2006, 170). De nuevo, différmce y différance: el viaje a lo lejano y el
viaje atrás en el tiempo eran uno mismo, como quedaba demostrado a
ojos del espectador occidental cuando se observaba directamente a gru­
pos humanos otros. Desde el presente occidental, la contemplación de lo
remoto en el espacio o en el tiempo daba liigar a comparaciones que
servían para justificar la superioridad de quien narraba la historia, cuya
voz solía quedar escondida para no interferir las ficciones que se desple­
gaban ante el espectador (Friedl, 2011).
Tanto en el museo de Peale ya en el xvm como en otros estableci­
dos posteriormente en Europa, desde el mencionado Musée du Troca-
33. Vista del Pitt Rivers Museum a finales del siglo xix

déro hasta el reputado museo de Pitt Rivers [33] en Oxford o en el más


reciente Quai Branly [34], la aproximación puramente tipológica a los
objetos daría lugar a métodos comparativos que combinarían lo arqueo­
lógico con lo antropológico. La formulación de esa aproximación en las
salas de los museos fertilizaría las visiones puramente formalistas cuyas
consecuencias podrían verse, por ejemplo, en la célebre exposición Pri-
mitivism in 20th Century Art, Affinity of the Tribal and the Modera, celebrada
en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1984 [35]: cuando el
id e n t id a d e s 111

34. Interior del Musée du Quai Branly, Paris

arte no occidental entraba en el museo junto al occidental, no se produ­


cía en igualdad de condiciones. Por el contrario, se enfrentaba primitivo
contra moderno, tótem contra obra de arte, artesano contra artista, aje­
no y nuestro, allí y aquí. Algo parecido, con matices, ocurriría en la ex­
posición Les magiciens de la Terre, en el Centro Pompidou [36]. La compa­
ración servía de nuevo para construir y visibilizar el binomio entre lo propio
y lo otro y afianzaba el antagonismo entre ambos mundos desde la supe­
rioridad del occidental.
Las consecuencias de la convicción casi religiosa de que el museo
dictamina lo que debe considerarse culturalmente adecuado han resul­
tado, especialmente desde mediados del siglo xx, polémicas. En el contex­
to del pensamiento poscolonial, los grupos sociales excluidos han tomado
consciencia de su situación desde una perspectiva crítica y estratégica
(Spivak, 1990). Todo ello haría evidente que ni los criterios geográficos
112 U N A H IST O R IA D E L M U SEO EN N U EV E C O N C E PTO S

35. Cubierta del catálogo de la


exposición Primitivism in 20th
Century Art (Nueva York, Museum
of Modem Art, 1984)

IN 20™ CENTURY ART 36. Instalación de Les magiciens


de la Terre (Paris, Centro
THE MUSEUM OF MODERN ART NEW YORK
Pompidou, 1989)
IDENTIDADES 113

ni los estéticos eran las únicas barreras que había que superar. Hasta dé- j
cadas recientes, otros colectivos incluidos en la sociedad occidental —el í
ejemplo más claro es el de las mujeres artistas, pero no es el único—fue- f
ron generalmente ignorados en el relato, y, cuando no fue así, aparecie- )
ron solo en clave de marginalidad (Nocblin, 1971). Partiendo de esaj
constatación, en las últimas décadas algunos museos tradicionales han *
abierto sus salas a manifestaciones contrahegemónicas en un movimien­
to difícil de calificar: ¿es una forma de autocrítica frente al museo-guillo­
tina de Bataille o una manera de incluir en la cultura de la comente
principal unos movimientos sociales reivindicativos cada vez más pode­
rosos, desactivándolos en cierto modo? En otros casos, estos movimien­
tos son acogidos por instituciones nuevas, que ya no responden a la idea
decimonónica del museo como centro expendedor de ideas para ser
consumidas acríticamente por el espectador, sino que se constituyen
como lugares de cruce, como centros de discusión en los que las comu­
nidades ignoradas encuentren una vía de reconocimiento mediante ex­
posiciones y actividades entendidas desde parámetros distintos de los
habituales. La cuestión es hasta qué punto estos nuevos museos o cen­
tros de arte, más conscientes de la pluralidad y porosidad que adquieren
conceptos como identidad y comunidad en el mundo contemporáneo, lle­
gan a retar la ideología subyacente en el museo tradicional. Es evidente
que consiguen relativizar la noción de identidad por el simple hecho de
alterarla cuantitativamente, multiplicándola. Pero ¿es suficiente este
cambio cuantitativo para difuminar el sentido delimitador y normativo
de los museos tal como quedaron establecidos en el siglo xix? Afolvere-
mos sobre ello en el capítulo 7.
îU UNA HISTORIA D EL M U SEO E N N U EV E C O N C E tT O S

Fuentes
Como productores de significados y centros espirituales de la comu-
nidad en que se inscriben, en el marco euroamericano los museos de arte ;!fl
actuaron, especialmente en el siglo xix pero no solo entonces, como catar ;§.-
lizadores de identidades nacionales o colectivas. Los pueblos que confor- ,lfj
maban la civilización occidental se definían desde parámetros artísticos, |¡¡
reconociéndose en ciertos rasgos creativos y en la personalidad de deter- >f¡
minados artistas. Por su parte, la aproximación a los pueblos no occiden- S|
tales, de carácter esencialmente ahistórica y excluida del museo de arte, se ;|j
proponía en el mejor de los casos desde la ciencia o la historia natural y | |
a través de los llamados museos etnográficos. En los textos seleccionados :|
pueden verse reflejadas, con diferentes matices, ambas posiciones. :%

Textos seleccionados
■ Gustave Geiïfoy, Les musées d’Europe, Madrid, Nilsson, s.a., ii-iii (repro- .'¡I
ducido en Javier Portus, Museo del Prado. Memoria escrita. 1819-1994, -
Madrid, Museo del Prado, 1994, 282-283)
Se entra en el Museo del Prado sabiendo de antemano que es uno de
los¡más hermosos de Europa. Pero a la vista de las obras maestras que con­
tiene la opinión aprendida se trueca pronto en admiración entusiasta y ra­
zonada. Da a conocer sobre todo la Escuela Española. Es verdad que se
creería encontrar en ella un resumen de los pueblos, de los campos y de la
humanidad entrevista entre la frontera y Madrid, y que esta esperanza re­
sulta decepcionada: no muestra más que algunos aspectos y unos cuantos
tipos. La naturaleza que despliega su hechizo salvaje y grandioso mientras
se atraviesa Castilla, ciudades como Burgos, Avila o Segovia, o un lugar
significativo como El Escorial se encuentran ausentes en el arte español,
que es sobre todo italiano y religioso. ¿Dónde se hallan los poetas de este
paisaje, los historiadores de este pueblo? Es lamentable que no haya habi­
do aquí una fuerte escuela nacional que nos hable de España y los españo­
les. Los italianos fueron grandes y se encargaron de la educación de todos;
pero han depravado Europa, han impedido que sea ella misma, primero
en España y Francia.y después en Flandes y Holanda, y por último en frigia-
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í térra. En otros lugares este proceso no ha sido puro y se ha visto afectado


por las expansiones ardientes de la raza; pero en España hubiera existido
una sumisión completa si no hiera por algunos individuos que verdadera­
mente crearon un arte a la vez local y humano: el Greco supo añadir su
áspera originalidad a su educación veneciana; Velázquez, que quiso igno­
rar todas las influencias y no conocía más que la verdad, aparece en la his­
toria del arte tan libre y personal como Rembrandt; Goya, el más español
de todos, rabioso de vida española, tomando partido en la batalla que se
libraba en su país, ofrece la imagen que faltaba, de la calle, de las pasiones
populares.

■ Georges-Henri Rivière, Museo etnográfico del Trocadero, 1929 (repro­


ducido en María Bolaños, Memoria del mundo, Cien años de museolo­
gia, 1900-2000,178-180)
El Museo de Etnografía, creado en 1879 e instalado, pese ala opinión
contraria de Viollet-le-Duc, en el Palacio del Trocadero, [ha conocido] for­
tunas dispares. El aliento que le insuflaron sus primeros fundadores fue
grande, y tras sucesivos reagrupamientos, expediciones y legados, las co­
lecciones aumentaron su vitalidad. Fúe en sus tiempos un gran museo.
¿Cuáles son las causas de su declive actual?
Presupuesto: desde su origen, parece que los poderes públicos evalua­
ron mezquinamente las cantidades necesarias para el desarrollo de dicho
museo. En 1879, 16.300 francos anuales para el personal y 8.200 para el
material; con 6.000 objetos. En 1928, 69.000 francos anuales para el per­
sonal y 20.000 francos para el material; con 100.000 objetos.
Actividad decreciente: en los primeros tiempos, el tesón y la habili­
dad del Dr. Hamy atemperaron los efectos de esta pobreza; misiones cien­
tíficas, que incluían un material considerable, publicaciones, conferen­
cias, etc. Poco a poco la falta de dinero se hizo sentir. El personal, reducido,
se limitaba a realizar una leve atención, se cenaron algunas salas, los archi­
vos se dispersaron.
Condiciones físicas: las cristaleras dan en verano un calor espantoso; en
invierno algunas estufas desprenden humo y ensucian las salas que, además,
no consiguen caldear. Anochece, a falta de limpieza en los cristales.
Desarrollo de métodos museográficos: cuando el museo se encuentra
en declive, los grandes museos extranjeros, particularmente de América,
U N A H IST O R IA D E L M U SEO E N N U EV E C O N C EPTO S

Alemania, Escandínavia, progresan, descubren y aplican métodos científi- =:j


eos
- para el mantenimiento,
. ■la■ conservación y•. la ampliación de las colec-
clones.
¿Estaban en peligro de extinción las colecciones del Trocadero? Y Fran­
cia, responsable de sus colonias, ¿iba a dejar corromper ó desaparecer las
civilizaciones tornasoladas de su imperio sin intentar, por prudencia poli- ,
tica, por gusto por los clásicos, conservar su identidad? Era necesario un
gran esfuerzo: el Dr. Rivet, profesor del Musèo, quiso intentarlo.
Adopción de una medida primordial: la unión con el Museo Nacio­
nal de Historia Natural. Así, el Museo sale de su aislamiento y se asocia a
uno de los primeros centros eruditos de là nación, [manteniéndose] siem­ *

pre fiel a su objetivo: la etnografía.


[...] Siguiendo el gusto establecido por nuestros poetas, artistas y mú­
sicos más modernos, el interés de las élites se dirige hacia el arte de los
pueblos llamados primitivos y salvajes. Un gustó dictatorial pero versátil
distribuye certificados de belleza al Maniquí de Malleolo, al marfil del
Congo, a la Máscara dé Vancouver; los capiteles de Vezelay y los már­
moles, helenísticos quedarán relegados, para admiración de ancianas y
[ancianos].
Esto provoca en la etnografía extrañas [interferencias], acrecentándo­
se una confusión que conviene mitigar. El Trocadero renovado podría ba­
sarse en este contrasentido y convertirse en un Museo de Bellas Artes,
donde los objetos se ordenarían según principios estéticos. Sin embargo, es
un pobre principio, que no conduce sino a destacar del conjunto, y al azar,
algunos de sus elementos esenciales: un imponente y armonioso conjunto
que la etnografía debe trazar desde las civilizaciones arcaicas; conjunto más
sutil, familiar, folclórico que las relaciones que engendra el contacto con los
instintos populares sobre las concepciones eruditas y oficiales en el seno
de las civilizaciones más evolucionadas.
C a p ít u l o 6

Canon

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