Caligula El Dios Cruel I y II Siegfried Obermeier

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SIEGFRIED OBERMEIER Nacido en 1936

en Munich, su dedicaci¢n a la literatura se inici¢ hace m s de


veinte a¤os. En el curso de estos a¤os ha escrito numerosos
cuentos, ensayos, novelas, glosas y otras obras de diversa ¡ndole.
Al mismo tiempo ha colaborado de forma habitual en la
realizaci¢n de programas de radio, as¡ como en peri¢dicos y
revistas.

Muchos de los textos de su autor¡a han sido incluidos en los


libros de lengua alemana y de arte para su utilizaci¢n en las
escuelas superiores.

En 1986 le fue concedido el premio cultural de Schlebbeim.


Cal¡gula, el joven inteligente y ambicioso que supo jugar sus
bazas en el seno de la familia imperial, conseguir llegar a la
cumbre del poder haciendo uso de una crueldad legendaria
y una total ausencia de escr£pulos. Primero emperador, y
luego dios, nada se resiste ante la voluntad caprichosa de
este hombre que sembr¢ su trayectoria de cr¡menes
dif¡cilmente imaginables, y que en pocos a¤os se granje¢ el
odio de sus contempor neos. Entre ellos el de Cornelio
Sabino, un joven de buena familia que, junto con su amigo
el centuri¢n Querea, participar en la conspiraci¢n que
pondr fin al desgraciado gobierno de Cal¡gula.

SALVAT - HISTORIAS DE GRECIA Y ROMA

CALÖGULA
EL DIOS CRUEL

(I)

SALVAT - HISTORIAS DE GRECIA Y ROMA

SIEGFRIED OBERMEiER

CAL¡GULA
EL DIOS CRUEL
SALVAT

Titulo original: Cal¡gula. Der grausame Gott

Traducci¢n: Basilio Losada


Traducci¢n cedida por Editorial Edhasa
Dise¤o de cubierta: BaseBCN

¸ 1998 Salvat Editores, S.A. (De la presente edici¢n)


¸ 1990 by nymphenburger in der F.A. Herbig Verlagsbuchhandlung
GmbH, M£nchen
¸ 1995 Basilio Losada (De la traducci¢n)
1995 Edhasa

ISBN: 84-345-9851-5 (Obra completa)


ISBN: 84-345-9862-O (Volumen 11)
Dep¢sito Legal: B-36.850-1998
Publicada por Salvat Editores, S.A., Barcelona

Impresa por CAYFOSA - Santa Perp‚tua de Mogoda (Barcelona)


Printed in Spain - Impreso en Espa¤a

PREFACIO

Sobre los montes Sabinos se estaba formando una tormenta. Era una
hora m s de la medianoche. Los £ltimos d¡as de septiembre hab¡an
sido excepcionalmente calurosos y pesaban sobre Roma como un te-
cho ardiente. Pero aquella noche, un viento procedente del Adri tico
barr¡a el pa¡s, amontonaba nubes pre¤adas de tormenta que ahora
quedaban prendidas de las cumbres hasta que las r fagas huracanadas
las ahuyentaron hasta el Valle del T¡ber. El lejano retumbar del true-
no se iba acercando ensordecedor y los rayos lam¡an con lenguas de
fuego el monte Pincio.
El emperador se despert¢ sobresaltado. Hab¡a pasado hasta la me-
dianoche sin encontrar el momento de acostarse. Se qued¢, al fin,
dormido, completamente borracho, pero ahora, con el fulgor des-
lumbrante de los rayos y el estr‚pito de los truenos, se despert¢. Nada
pod¡a contra su miedo a las tormentas, por mucho que se dijera una y
otra vez que aqu¡, en su palacio del monte Palatino, estaba tan seguro
como en el Olimpo. Aunque cayera un rayo en el tejado, por todas
partes hab¡a templos y palacios donde hubiera podido refugiarse.
Se hab¡a incorporado y, tembloroso, se agarraba a la s bana de seda.
-Guardia! -chill¢ con voz destemplada.
La puerta se abri¢ bruscamente, y saludaron dos pretorianos.
-S¢lo quer¡a ver si hab¡ais escapado aterrorizados por la tormen-
ta -intent¢ bromear el emperador.
-Pero, imperator...
-Ya est bien. Se acab¢! Fuera!
Aquellos eran los £nicos en los que segu¡a confiando. Sab¡a que en
los c¡rculos del Senado se tramaban conjuras. Yen el talante servil con
que todos se le acercaban, sent¡a el odio que lo rodeaba. L‚mures!

L.
r
M scaras tras las cuales acechaba el crimen. A docenas los hab¡a he-
cho ejecutar, hab¡a sofocado las conjuras en su origen, hab¡a hecho
torturar y matar, hab¡a poblado con ellos las canteras, pero volv¡an a
crecer como las cabezas de la hidra. ¨Qu‚ pod¡a hacer? Y pens¢, como
hab¡a hecho en tantas ocasiones, que si Roma entera tuviera un solo
cuello no dudar¡a en cortarlo de un tajo. Pero en esta Roma, en esta
fruta podrida y hedionda del rbol del Imperio, hab¡a muchos cue-
l¡os, muchas cabezas. Cabezas en las que a menudo pod¡a -con ayuda
de los dioses- leer pensamientos sombr¡os encaminados s¢lo a ani-
quilarle, a aniquilarle a ‚l, el augusto, el divino, el emperador Cayo
Julio C‚sar Germ nico, gemelo de J£piter, amo del mundo, a quien,
sin el debido respeto pero desde ni¤o, llamaban ~Zai¡gula, porque en
su infancia usaba siempre c ligas o sandalias militares. Y permit¡a que
lo hicieran porque le pusieron este apodo los soldados en un tiempo
que ‚l consideraba el m s feliz de su vida.
En las largas noches en que el sue¤o hu¡a de ‚l como de un lepro-
so, trataba de consolarse y calmarse con im genes del pasado. Nadie
pod¡a quitarle estos recuerdos: eran su tesoro m s preciado, su regazo
c lido y acogedor en el que se reclu¡a, y en el que, por pocas horas, se
sent¡a seguro y protegido.
Empezaba a caer la lluvia. La tormenta se iba alejando. Se reclin¢
en las almohadas y volvieron a ‚l las familiares im genes del pasado.
Ven¡an de un tiempo muy lejano, cuando s¢lo ten¡a tres a¤os. Su pa-
dre, Germ nico, jefe militar supremo de Germania, y vencedor de
Arminio, pr¡ncipe de los queruscos en dos batallas, restaurando as¡ el
honor de las armas romanas. Y‚l, ni¤o de tres a¤os, hab¡a estado all¡.
El y sus hermanos. Un d¡a, el peque¤o Cayo quiso tener tambi‚n san-
dalias como las que llevaban los oficiales romanos, y su padre -siem-
pre dado a las bromas- mand¢ que le hicieran unas. Eran id‚nticas a
las de los legados y tribunos, pero eran min£sculas, hechas a la me-
dida de un ni¤o de tres a¤os. Los legionarios se re¡an al verle ir y venir
con sus hermosas c ligas por el campamento.
-Mirad, ah¡ viene Cal¡gula -exclamaban los soldados-. Ya es
todo un legionario!
El padre le dejaba hacer, orgulloso de este hijo en quien ve¡a ya a
un futuro jefe del ej‚rcito.
Cal¡gula sonre¡a y pensaba: "No te he decepcionado, padre. No
s¢lo soy jefe del ej‚rcito, tambi‚n soy emperador. S¡, emperador y
dios, azote de senadores, omnipotente, imortal, £nico, genial...~.
Ahora ya no aguantaba m s la cama. Como al pensar en su condi-
ci¢n divina le ocurr¡a con frecuencia, se hab¡a puesto de buen humor.
Aquellos pensamientos le daban alas para cualquier actividad. Y ahora
quer¡a bailar, bailar de alegr¡a. Salt¢ de la cama y palmote¢.

'o
Entraron inmediatamente los pretorianos, pero ‚l orden¢:
-No os necesito a vosotros. Despertad a los m£sicos! Quiero oir
flautas y tambores!
Y necesitaba a su p£blico! Su prodigiosa memoria hab¡a almace-
nado muchos nombres, y, en seguida, record¢ a tres antiguos c¢nsu-
les que siempre hab¡an ovacionado sus danzas con especial entusias-
mo. Orden¢ que los trajeran a su presencia. Entretanto, se visti¢ a
toda prisa con una t£nica y un manto oriental con flecos. Se puso las
sandalias adornadas con campanillas. Los adormilados m£sicos mi-
raron sorprendidos, y Cal¡gula los increp¢:
-No mir‚is as¡, como gallinas decapitadas! Entonad los cantos
de los templos egipcios; ya sab‚is lo que quiero...
Empez¢ el canto, marc¢ el comp s y se adelant¢ en direcci¢n a la
sala de audiencias. All¡ empez¢ a hacer piruetas: brincaba, pateaba
para que las campanillas sonaran con fuerza. S¡, esto es! Encontr¢ el
comp s correcto y se sinti¢ feliz. Un aut‚ntico baile de dioses! Apare-
cieron en la puerta los tres patricios, adormilados y temblorosos. Ca-
l¡gula orden¢ que les acercaran unos asientos. Hizo una se¤al a
los m£sicos y empez¢ a bailar, entregado al son de las flautas y de los
tambores. Vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha, un giro r pido,
salt ndose dos compases, los brazos levantados, y vuelta a empezar,
hasta que sinti¢ que le fallaba la respiraci¢n y se detuvo. Los patricios
aplaud¡an.
-. Un baile divino, imperator! Nuestra m s fervorosa gratitud por
habernos permitido asistir a esta maravilla. Placer, por cierto, que de-
sear¡amos poder disfrutar con mayor frecuencia...
El divino emperador permaneci¢ callado, y callado se alej¢ dan-
zando. Los tres hombres suspiraron aliviados. Por esta vez hab¡an so-
brevivido al capricho del emperador...
Satisfecho y maravillosamente fatigado, Cal¡gula volvi¢ a meterse
en la cama. Sin duda su t¡o, su padre adoptivo, el inmortal emperador
Tiberio, le hab¡a subestimado. El, Cal¡gula, no necesitaba esconderse
en tina isla. El permanec¡a aqu¡ en Roma, y los desafiaba a todos, por-
que sab¡a leer sus pensamientos. Trataba con los dioses como si fuera
uno de ellos, y vivir¡a eternamente, eternamente, eternamente, eter-
namente.
En este momento, le quedaban a Cal¡gula exactamente tres meses
y veintis‚is d¡as de vida.
L
11
U
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Casio Querea era natural de la regi¢n de Preneste, ciudad famosa por


su templo dedicado a la diosa Fortuna. Sus padres eran campesinos
arrendatarios y pertenec¡an a la clientela del latifundista Casio B bu-
lo, cuyo nombre -como era costumbre- hab¡an a¤adido al suyo.
Querea recordaba haberle o¡do decir a su padre:
-No hay duda de que es un honor, pero tambi‚n una carga. Es
cierto que somos personas libres y ciudadanos romanos, pero, en el
fondo, llevamos una existencia de esclavos. S¢lo nos quedar¡a una po-
sibilidad: dejar las tierras arrendadas, irnos a Roma, formar parte de
la plebe y que nos alimente el emperador. Yo, por mi parte, prefiero
seguir al servicio de B bulo, aunque nos haga trabajar hasta deslo-
marnos.
Tendr¡a entonces Querea tinos quince a¤os y empezaba a hacerse
sus reflexiones. Era el segundog‚nito, y aunque no ten¡a muy claro lo
que quer¡a, de una cosa s¡ estaba seguro: no seguir¡a siendo un labrie-
go atado de por vida a una tierra que pertenec¡a a otro. En esto, su
padre ten¡a toda la raz¢n, porque era un hombre libre pero, a todos
los efectos, era un esclavo. Adem s, era a su hermano mayor a quien
corresponder¡a en su d¡a hacerse cargo de las tierras.
-Entonces solo te queda tina soluci¢n -le aconsej¢ su padre-,
enrolarte en el ej‚rcito, aunque gente de nuestro nivel social no suele
pasar de centuri¢n, pero algo es algo. Cuando ya no sirvas para la
guerra, ser s un emeritus o veterano, te dar n un trozo de tierra, po-
dr s comprar un par de esclavos y ser s tu propio due¤o.
-Eso en el supuesto de que llegue a veterano...
-Claro, para eso tambi‚n has de tener suerte. La suerte se necesi-
ta para todo, pero t£ naciste bajo la influencia de la diosa Fortuna.
L 13
Antes de irte a Roma, peregrinar s a Preneste para hacerle una ofren-
da a la diosa.
Querea sigt¡i¢ el consejo de su padre y, realmente, hasta ahora la
diosa Fortuna se hab¡a mostrado ben‚vola con ‚l. Con apenas veinte
a¤os, va era centuri¢n y ten¡a excelentes perspectivas de seguir ascen-
diendo. Todo hab¡a ocurrido as¡:
Tras la muerte del emperador Augusto se amotinaron las legiones
del Rin. Hab¡an llegado noticias de que Tiberio, hijo adoptivo del
gran Augusto, iba a sucederle, pero los legionarios prefer¡an a su ama-
do Germ nico, que era entoncesjefe supremo de las legiones del Rin.
Aquellos soldadotes bonachones e ingenuos ten¡an raz¢n, y sus su-
periores lo sab¡an. Pero lo m s importante en un ej‚rcito es el mante-
nimiento de la disciplina y, ante esto, el que la tropa tenga o no tenga
raz¢n resulta secundario. Pero ~qui‚n deb¡a restablecer el orden?
Esto, como todo lo que en el ej‚rcito hab¡a de desagradable, era fun-
ci¢n de los centuriones, y ellos fueron tambi‚n el blanco primero del
mot¡n. Al alba, los soldados se lanzaron sobre las tiendas de los centu-
riones con las espadas desenvainadas.
Querea lo hab¡a previsto y se enfrent¢ a ellos con la coraza y las
armas a punto. Su figura atl‚tica impon¡a, pero la soldadesca parec¡a
haber perdido la cabeza y se lanz¢ sobre ‚l como una manada de lo-
bos. Espada en mano, y tomando la iniciativa, mat¢ a uno e hiri¢ a
varios m s hasta que consigui¢ abrirse paso. Por aquel entonces pres-
taba sus servicios en la legi¢n vig‚sima primera, y ‚sta, como se com-
prob¢ m s tarde, perdi¢ en el mot¡n cincuenta y uno de sus sesenta
centuriones. La furiosajaur¡a los descuartiz¢ y ech¢ al Rin sus cuerpos
mutilados. Querea consigui¢ llegar hasta la tienda del tribuno, cuya
guardia siria permaneci¢ leal. Inform¢ de lo ocurrido y, all¡ mismo
recibi¢ honores y alabanzas por su valor.
La siniaci¢n tard¢ a£n varios d¡as en estabilizarse. Doce de los ca-
becillas fueron ejecutados en el acto, y as¡ concluy¢ el mot¡n, pero el
deseo de la tropa de ver a Germ nico convertido en emperador se-
gu¡a vivo. Los soldados enviaron una delegaci¢n a Germ nico inst n-
dole a que derrocara a Tiberio y se dec larara emperador. Germ nico,
no obstante, se mantuvo firme. Con ayuda de las legiones del Rin hu-
biera podido marchar a Roma y hacerse cargo del Imperio, pero el
divino Augusto hab¡a determinado que s¢lo tras la muerte de Tiberio
-quien le hab¡a adoptado- estaba previsto como sucesor. Ya esto se
aten¡a. Esta decisi¢n apenas rrierm¢ su popularidad, pues los legiona-
rios valoraron muy positivamente su lealtad para con ellos, aunque
se opusiera a sus intenciones. Para quien no fuera soldado, esto era
algo dificil de entender, pero la fidelidad, el concepto defides, era algo
muy excelso entre la tropa, y por ello se personificaba y veneraba
como diosa. En cualquier caso, Casio Querea lo comprend¡a y, en su
lealtad, se hubiera dejado cortar una mano por German¡co.
Semanas despu‚s del mot¡n, y a petici¢n de su tribuno, le fue con-
cedida a Querea una condecoraci¢n por su valor. Si estaba cerca, a
Julio C‚sar Germ nico le gustaba protagonizar estos homenajes~ por-
que valoraba el contacto directo con sus soldados. Y ‚sta era tina de
las razones por la que ellos lo distingu¡an, no s¢lo con su lealtad, sino
tambi‚n con su afecto.
Germ nico recibi¢ a la entrada de su tienda a los hombres que
iban a ser condecorados. Llevaba de la mano a Cal¡gula, de cuatro
a¤os, un ni¤o vivaracho con cara de pilluelo, que hac¡a cucamonas a
los soldados y les sacaba la lengua. Se merece una buena azotaina,
pensaba Querea, pero la guardia de Germ nico se divert¡a con ‚l. Por
lo visto, encontraban graciosa cualquier travesura de aquel diablillo.
Pero Germ nico se dio cuenta sin duda, mir¢ a su hijo, le tir¢ de las
orejas y, de un empell¢n, lo devolvi¢ a la tienda. Despu‚s, recorri¢
las filas de la tropa, cambi¢ algunas palabras con los que iban a ser
condecorados, y, personalmente, les impuso las insignias. Querea re-
cibi¢ la medalla de plata, en la que aparece la personificaci¢n del
valor, la Virtus, en forma de mujer con yelmo que apoya su pie sobre
un arn‚s.
A primera vista, el hermoso rostro viril de Germ nico, con ~u boca
suave y ojos so¤adores, se asemejaba poco al de un soldado. Pelo esta
impresi¢n enga¤aba. Germ nico ten¡a una voluntad de hierro y, en
situaciones de peligro, demostraba valor y decisi¢n. Sin embargo, ha-
b¡a tambi‚n otro matiz en su forma de ser: escrib¡a tratados eruditos,
compon¡a poemas en lengua griega y ten¡a fama de ser un brillante
orador.
-A£n eres muy joven, centuri¢n. ¨De d¢nde eres?
-De Preneste, general.
Germ nico sonri¢:
-Entonces, sin duda, la Fortuna est contigo. Sigue as¡, y' no te
quedar s en cenrurion.
-Quiz s hasta llegue a convertirse en emperador -exchim¢ el
peque¤o Cal¡gula, que hab¡a salido de la tienda a hurtadillas y se re¡a.
Germ nico le propin¢ un cachete:
-Al menos, yo estoy seguro de que t£ no llegar s a serlo. Vuelve a
la tienda ahora mismo!
El peque¤o volvi¢, lloriqueando y frot ndose la mejilla. Los hom-
bres esbozaban una sonrisa ben‚vola.
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Durante los meses siguientes comenzaron las expediciones contra los
n~arsos y los c teros. Germ nico aprovech¢ la ocasi¢n para visitar el
lugar donde Arminio, jefe de los queruscos, hab¡a vencido siete
a¤os antes al general romano Varo. Despu‚s dirigi¢ una breve arenga
a sus soldados.
-Aquella verg£enza sigue manchando el honor militar romano.
Fueron tres las legiones aniquiladas entonces, y ahora nuestra misi¢n
es lavar esta mancha y borrar de la faz de la tierra a Arminio y a sus
guerreros.
Esto era m s f cil de decir que de hacer. Pero, finalmente, Ar-
~i¤nio fue acorralado y vencido en el extremo norte de Germania,
en la llanura de Idistaviso, aunque ‚l, personalmente, consigui¢ es-
capar.
Entonces, el emperador Tiberio fue lo suficientemente razonable
como para renunciar a aquella parte de Germania. A la larga, aquella
tierra fr¡a e inh¢spita, pa¡s de largos inviernos y rebeldes e indomables
habitantes, no representaba ning£n beneficio para Roma. Su decisi¢n
se precipit¢ porque en el oto¤o la flota romana de transporte se hun-
di¢ casi enteramente en el Mar del Norte a causa de una tempestad.
Germ nico fue relevado de su cargo de jefe supremo del ej‚rcito del
Rin y trasladado al este del Imperio.
En los a¤os siguientes, Casio Querea ascendi¢ a centuri¢n de primera
clase, sigui¢ prestando sus servicios en Germania y en las Galias y no
volvi¢ a ver nunca m s a Germ nico. Pero no consegu¡a olvidarlo,
aunque s¢lo fuera porque el posterior desarrollo de los acontecimien-
tos relativos a la vida de su hijo Cal¡gula fue tan distinto y le desmostra-
ni cumplidamente que ‚ste no hab¡a heredado ni el m s m¡nimo ras-
go del car cter de su padre.
Tras la pacificaci¢n de Armenia y Capadocia, Germ nico inici¢ un
viaje de estudios a Egipto para el que -como hubiera sido su obliga-
ci¢n- no solic¡t¢ la autorizaci¢n del emperador. Desde Augusto,
Egipto era propiedad particular del emperador y, como granero del
Imperio, estaba sometido a la administraci¢n personal del pr¡ncipe.
,como un alzamiento pol¡tico en Egipto hubiera representado un gra-
ve peligro para Roma, los caballeros, senadores o miembros de la casa
reinante ten¡an que solicitar al mismo emperador la autorizaci¢n
para el viaje.
Germ nico no lo hizo, y nadie sabe por qu‚. Quiz fuera porque
realizaba el viaje como particular y no se sent¡a afectado por las reglas
que reg¡an para los hombres de Estado. Y permiti¢ tambi‚n que su
hijo Cal¡gula, de siete a¤os, le acompa¤ara a Alejandr¡a, ruidosa y

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r
muy poblada ciudad, no mucho menor que Roma. Pero all¡ a£n no se
percib¡a nada de Egipto, del viejo Egipto cuya cultura contaba tres mil
a¤os de existencia. Como hab¡a ocurrido con tantas otras ciudades,
Alejandro Magno hab¡a fundado Alejandr¡a atendiendo a motivos es-
trat‚gicos, y la dinast¡a de los Ptolomeos hab¡a gobernado all¡ durante
trescientos a¤os, hasta que Roma venci¢ a Cleopatra y asumi¢ la sobe-
ran¡a sobre Egipto, explic¢ Germ nico a su hijo.
Hicieron los dos una visita de cortes¡a al prefecto romano, que
-- administraba el pa¡s en nombre del emperador y que s¢lo respond¡a
ante ‚l. Al final de la intrascendente conversaci¢n, el prefecto pre-
gunt¢ con cautela:
-Noble C‚sar Germ nico, supongo que habr s informado de tu
viaje a tu padre, el emperador Tiberio.
-¨Deber¡a haberlo hecho? -pregunt¢ Germ nico con aire mo-
cen te.
El prefecto carraspe¢ desconcertado:
-Bien, C‚sar, seguramente conocer s las reglas. Los caballeros,
senadores y miembros de la casa imperial deber¡an...
-No, qu‚ va! -le interrumpi¢ Germ nico-. No soy senador ni
viajo por el pa¡s en calidad de pr¡ncipe imperial, sino como simple
particular que quiere ampliar su formaci¢n. Mis tropas se han queda-
do en Siria, viajo s¢lo en compa¤¡a de mi hijo y de algunos sirvientes.
No vale la pena ni comentarlo siquiera. Silo exigen tus obligaciones,
puedes informar a Roma de mi viaje, y hasta te ruego que lo hagas.
Cuando haya regresado, yo mismo ver‚ al emperador y asumir‚ mi
responsabilidad.

D¡as m s tarde, Germ nico inici¢ el viaje hacia el sur desde el puerto
de Canope, en el Nilo. Pero antes visit¢ con su hijo el sepulcro del
gran Alejandro, en el centro de la ciudad. Los Ptolomeos hab¡an dis-
puesto sus tumbas en torno al sepulcro real, pero Germ nico declin¢
con un adem n el ofrecimiento de los gu¡as, empe¤ados en ense¤arle
los sarc¢fagos de aquellos reyes griegos.
-No, amigo, los sepulcros de los griegos no significan nada para
m¡. Quiero rendirle honores a Alejandro, y s¢lo a ‚l.
El rey macedonio, conquistador del mundo, yac¡a embalsamado
en un sarc¢fago de oro cuya tapa estaba formada por finas l minas
de cristal. Respetuosos, se fueron acercando. Cal¡gula cogi¢ la mano de
su padre y ya no la solt¢ mientras permanecieron en aquel recinto
con la atm¢sfera muy cargada e iluminado con antorchas. A trav‚s del
cristal empa¤ado, apenas se distingu¡a la faz del rey muerto, pero el
rostro hundido y ceniciento irradiaba una dignidad m gica. Su cuer-
17

L
PO estaba cubierto por una coraza de oro: la parte inferior y los pies
estaban envueltos en un pa¤o de p£rpura.
Como ofrenda, Germ nico deposir¢ una corona de laurel de oro
ante el sepulcro. Se inclin¢ hasta Cal¡gula y susurro:
-Los egipcios lo han convertido en un dios, los griegos lo veneran,
el mundo entero lo adora. Pero piensa tambi‚n que todo es pasajero,
efimero, perecedero. Alejandro Magno est muerto y descansa aqu¡
eternamente en su sarc¢fago, y la mayor¡a de los paises conquistados
por ‚l pertenecen ahora al Imperio romano. Tambi‚n Grecia y Egipto.
Pero la coraza de oro con sus hermosas im genes le gust¢ tanto a
Cal¡gula que pregunt¢ a su padre:
-Si ahora todo lo que entonces era de Alejandro pertenece a
Roma, ¨su coraza de oro tambi‚n nos pertenece a nosotros? ¨No pue-
des quit rsela?
Germ nico mir¢ a su hijo y vio qtie la codicia brillaba en los ojos
del muchacho. "Tonter¡as de ni¤o¯, pens¢. Pero aquella pregunta le
decepcion¢, y respondi¢ indignado:
-Esto es una blasfemia, Cayo. Un hombre noble no puede pensar
eso. Pero eres a£n un ni¤o, y olvidar‚ tt¡s palabras.
No obstante Cal¡gula no olvid¢ la hermosa coraza de oro labrado.
Viajaron en un barco por el Nilo hasta la ciudad de Menfis, an-
tigua capital del reino egipcio. Pero a medida que Alejandr¡a hab¡a
ido creciendo hasta convertirse en una ciudad inmensa, con millones
de habitantes, Menfis se hab¡a ido reduciendo y degradando. La
mayor¡a de los templos y palacios, anta¤o suntuosos, hab¡an quedado
reducidos a ruinas. No obstante, el gran templo de Ptah segu¡a en pie,
y se manten¡a a£n el culto al buey Apis. Visitaron el cercado donde se
hallaba el buey sagrado, que era considerado "alma viviente¯ del dios
creador Prah, que segu¡a siendo venerado por muchos creyentes.
-¨Y dicen que eso es un dios? -pregunt¢ Cal¡gula decepciona-
do, se¤alando, con sonrisa jocosa, al buey negro moteado de blanco.
-No hay que burlarse de la religi¢n de otros pueblos, hijo. El
buey Apis ya era venerado mil a¤os antes de que existiese Roma. Cada
pueblo tiene sus dioses, y no est bien bt¡rlarse de otras formas de fe.

Continuaron viaje en una barcaza por el Nilo desde Menfis hasta Te-
bas, que fue tambi‚n, durante mucho tiempo, capital y residencia de
los reyes egipcios. Un sacerdote los gui¢ por los amplios templos, y
una y otra vez el sacerdote mencion¢ el nombre del fara¢n Rams‚s.
-Los reyes del viejo Egipto eran dioses -explic¢ el sacerdote-,
seres sagrados, intangibles, colocados muy por encima de los hom-
bres. Sol¡an casarse casi siempre con sus hermanas para no manchar
r
su sangre divina. Su palabra era ley, y ni el pueblo ni el Consejo sacer-
dotal pod¡an limitar su poder. Sus t¡tulos eran "Dios absoluto e hijo
del Sol", y quien se atreviera a tocarlos era ejecutado en el acto.
Cal¡gula era a£n demasiado peque¤o para comprenderlo todo,
pero aquellas palabras dejaron una profunda huella en su esp¡ritu.
Antes de que comenzara el calor del verano, abandonaron Egipto y
regresaron a Siria, donde se hallaba el resto de la familia. Ah¡ surgie-
ron dificultades con el gobernador Calpurnio Pis¢n, que sent¡a celos
de Germ nico y hab¡a entorpecido y vetado el cumplimiento de mu-
chas de sus disposiciones. Pronto surgi¢ una fuerte enemistad entre
ambos hombres, una guerra a muerte, hasta el punto de que, mutua-
mente, procuraban evitarse. De manera imprevista, Pis¢n parti¢ de
viaje, e inmediatamente despu‚s C‚sar Germ nico cay¢ gravemente
enfermo. Los m‚dicos no consegu¡an encontrar la causa de la enfer-
medad, pero Germ nico sosten¡a que Pis¢n le hab¡a administrado un
veneno de efecto retardado, y que, a continuaci¢n, hab¡a partido de
viaje para no despertar sospechas. Al menos, eso era lo que cre¡a Agri-
pina, su esposa.
En octubre muri¢ Julio C‚sar Germ nico, echando espumarajos
sanguinolentos por la boca y el cuerpo cubierto de manchas extra¤as.
Cuando despu‚s de la incineraci¢n se recogieron las cenizas, se en-
contr¢ su coraz¢n intacto entre los huesos calcinados. Movieron en-
tonces los m‚dicos dubitativamente sus sabias cabezas y dieron a en-
tender a su viuda que semejante fen¢meno aparec¡a a veces en los
casos de personas muertas por efecto de un veneno. No era necesaria
esta explicaci¢n: la vengativa Agripina acus¢ inmediatamente a Pis¢n
del asesinato de su esposo. En el transcurso del proceso, Pis¢n se suic¡-
d¢; otros dec¡an que Tiberio hab¡a ordenado que lo eliminaran antes
de que el caso trascendiera.
La muerte de su padre puso punto final a la feliz infancia de Cayo
C‚sar Cal¡gula. De ahora en adelante vivir¡a con sus hermanos -dos
hermanos y tres hermanas- en casa de su madre. Pero era aquella
una existencia mortecina, exenta de alegr¡a. Agripina era dominante
e iracunda, y viv¡a adem s enteramente entregada a su venganza, que
ni siquiera qued¢ satisfecha tras la muerte de Pis¢n. Para Agripina,
Pis¢n era s¢lo un instrumento de Tiberio, en quien ve¡a al verdadero
culpable de la muerte de su esposo. En este sentido se pronunci¢
abiertamente y sin tapujos, como si quisiera poner a prueba la pacien-
cia de su suegro el emperador.
Pero hab¡a algo que nadie podr¡a reprocharle nunca: que descui-
dara la educaci¢n de sus hijos. Llam¢ a los mejores maestros para que
formaran a los ni¤os en el conocimiento de la historia, la geografia, el
derecho, la teor¡a del Estado y la literatura.
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Cal¡gula aprend¡a con facilidad y rapidez, y pose¡a una excelente
memoria, de la que, no obstante, s¢lo hac¡a uso cuando lo cre¡a con-
veniente. Durante algunos meses Agripina contrat¢ a un maestro de
ret¢rica y estil¡stica. Sus hermanos se aburr¡an durante estas leccio-
nes, pero Cal¡gula, con los ojos brillantes, escuchaba prendado de los
labios del maestro y pronto pudo recitar de memoria los m s impor-
tantes discursos de Cicer¢n. Yno s¢lo esto, sino que se esforzaba por
analizar con sentido cr¡tico la oratoria del insigne estadista. El discur-
so que m s le gustaba era la defensa de Marco Celio Rufo. Entonces el
muchacho de quince a¤os se relajaba al comentarle, riendo, a su
maestro:
-El inicio del discurso de Cicer¢n es ya admirable. Nada mas em-
pezar deja reducida a una nimiedad la acusaci¢n, compadeci‚ndose
de los jueces que, por semejante ridiculez, tienen que estar sentados
all¡, pese a haber fiestas y estar los dem s en la celebraci¢n de las
mismas. As¡, de entrada, el caso queda ya desprovisto de severidad,
convirtiendo a los acusadores en fantoches que act£an de forma irres-
ponsable y ego¡sta. Y no hay que olvidar qt¡e se trataba de una acusa-
ci¢n de haber participado en la conjuraci¢n de Catilina.
El maestro levant¢ las manos en se¤al de advertencia:
-Pero, veamos. Realmente, tampoco es del todo as¡, mi joven
amigo. Ciertamente, era intenci¢n de Cicer¢n minimizar la actuaci¢n
de Celio, incluso atenuarla hasta convertirla en un disculpable pe-
cadillo de juventud. Pero, por favor, no olvides que los jueces eran
viejos sesudos y experimentados que no se dejaban enga¤ar f cilmen-
te por la astucia de los abogados.
Cal¡gula golpe¢ el rollo con la mano:
-Y, no obstante, los dej¢ encandilados, los engatus¢ e influy¢ en
su sentencia. Los jueves absolvieron a Celio cuando todo el mt¡ndo
sabia que era un in£til, t¡n ad£ltero y un pol¡tico de temeridad incluso
punible. A m¡ eso me da que pensar. El car cter de Celio era conocido
por todos, y un orador como Cicer¢n consigue limpiarlo de toda cul-
pa y lograr su absoluci¢n. A m¡ me parece, admirado maestro, que
la oratoria es un arma, un arma mas afilada que cualquier espada.
m s peligrosa que cualquier veneno, m s eficaz que cualquier me-
dicina.
-Tienes raz¢n, Cayo, lo hasjuzgado correctamente. Un h bil ora-
dor puede convertirse en asesino de inocentes y rehabilitar a culpa-
bles, aunque en ese caso deber¡a ser ‚l quien fuese moralmente con-
denado, pues su misi¢n es s¢lo avndar a la inocencia y sacar a la Itiz
p£blica la culpabilidad.
Los ojos at¢nitos de Cal¡gula brillaban intensamente. ¨Hab¡a escu-
chado las observaciones de su maestror

20

Ii
r
Pasado un rato, dijo en voz baja y con el rostro vuelto en otra di-
recci¢n:
-¨Moral? A fin de cuentas ¨qu‚ es la moral? Lo £nico que cuenta
es la fuerza, y un h bil orador puede ser m s fuerte que una legi¢n
entera.
-Esa es una observaci¢n c¡nica, Cayo, que suena mal en labios de
un muchacho.
Cal¡gula se ech¢ a re¡r y dijo:
-¨Acaso suena mejor en labios de un adulto?
El maestro temblaba de escalofr¡os. Indefenso, confes¢:
-Tus... Tus hermanos no dir¡an eso nunca, nunca...
Imperturbable, Cal¡gula lo cort¢ con un adem n:
-Mis hermanos son unos imb‚ciles. ¨A£n no te has dado cuenta,
admirado maestro?
21
JI

Vipsana Agripina llam¢ a su hijo Cal¡gula. Ten¡a qt¡e hablar con ‚l.
No rogaba nunca, ordenaba siempre.
Cal¡gula ten¡a ahora dieciseis anos; sabia adular, halagar, fingir,
pero jam s descubr¡a ante nadie sus verdaderos deseos. Aquel mucha-
cho alto y espigado de piernas delgaduchas y peludas, rostro p lido y
aspecto envejecido, no resultaba atractivo, precisamente. Sus ojos
hundidos, que no dejaban traslucir enioci¢n alguna, lo ve¡an todo,
pero nada se reflejaba, nada penetraba en ellos.
Agripina estaba sentada ante la ventana, leyendo un escrito que
dej¢ de lado al ver entrar a su hijo. Su rostro arrogante, con ojos de
brillo agresivo, boca fina y obstinada y bella nariz de osada curvatura,
parec¡a no tener edad. Hab¡a pasado ya la treintena, pero nadie lo
advert¡a; tampoco se notaba que hab¡a parido nueve hijos.
-Que los dioses te protejan... -murnutr¢ Cal¡gula como saludo.
-Los dioses, los dioses! Lo mejor es que cada uno se encargue de
su propio destino. ¨Qu‚ les ha importado a los dioses cuando Calpur-
nio Pis¢n, por orden del emperador, envenen¢ a tu padre, un hom-
bre en la flor de la vida, m s amado por el pueblo de lo que fue nunca
aquel viejo libertino de Capr¡? El emperador odia a nuestra familia,
Cayo. Le gustar¡a asesinarnos a todos, a m¡, a ti y a tus hermanos. ,Es
que hace algo para impedir que su protegido Sejano, en su af n de
venganza, persiga a tus hermanos Ner¢n Druso? Nada! Absoluta-
mente nada!
-Tal vez ni siquiera lo sepa -opin¢ Cal¡gula.
-No quiere saberlo. Le deja mano libre a Sejano, pero ahora sur-
ge una ocasi¢n para hac‚rselo saber. Quiere volver a verte a ti, a su
amado sobrino en segundo grado. Cuidate de stms intrigas! Capri es
un nido de v¡boras. Tiberio lo ha empapado como una esponja en
sangre de sus adversarios. Este a¤o cumple los setenta ese viejo mons-
truo, y todos los d¡as rezo para que de una vez se vaya al Averno.
Cal¡gula no se dej¢ impresionar.
-A£n parece tener buena salud. El pa¡s necesita a un emperador.
Su £nico hijo est muerto, sus nietos son a£n menores de edad. Seja-
no codicia el trono, pero seria insensato que le hici‚ramos notar que
nos damos cuenta. Hay que esperar, madre, hay que esperar.
-Alg£n d¡a tu espera te costar la cabeza, querido. A ti, por ser el
m s joven, Sejano a£n no te tiene en la lista negra, pero no te pierde
de vista...
Cal¡gula esboz¢ una sonrisa sombr¡a.
-Yo tampoco a ‚l, madre; a ‚l y a algunos m s.
-Ojal llegue a saber lo que realmente piensas.
-De momento, lo £nico que quiero es seguir vivo, nada mas.
-. Cobarde! Si yo hubiera antepuesto mi vida a mi venganza con-
tra Pis¢n, aquel asesino cobarde seguir¡a vivo a£n hoy. No le haces
honor a tu padre, hijo m¡o.
Cal¡gula se volvi¢. Tem¡a que su rostro le traicionara y su madre
viera basta qu‚ punto le afectaba este reproche. En voz baja dijo:
-Hay que mantenerse con vida para poderse vengar, y hay que
ser astuto y paciente. Con Tiberio no se juega. Deber¡as tenerlo en
cuenta, madre, antes de llamarme cobarde.

Desde hac¡a tiempo, el emperador pasaba todo el a¤o en Capr¡, don-


de se hab¡a construido la suntuosa Villa de J£piter en una elevada
colina situada en el extremo nordeste de la isla. Era all¡ donde ahora
lat¡a el coraz¢n del Imperio romano; all¡ donde converg¡an los hilos,
aunque ya no todos.
Una parte de estos hilos los manejaba Lucio Sejano, protegido del
emperador. Como prefecto casi omnipotente de los pretorianos, eje-
cutaba en Roma las ¢rdenes del emperador, mientras el Senado, im-
potente y constantemente humillado, temblaba ante ‚l y lo adulaba
desvergonzadamente. Ya no exist¡an adversarios abiertos, demasiados
hab¡an perdido la cabeza.

Agripina y Cal¡gula fueron sometidos a un largo y exhaustivo registro


por si llevaban consigo armas u otros objetos sospechosos.
-Quitame las manos de encima! -gruli¢ Agripina dirigi‚ndo-
se al pretoriano-. No tendr el emperador miedo a una mujer... ¨Es-
t is al servicio de un hombre o de una gallina?
22 23
El pretoriano prefiri¢ no hacer caso de semejantes palabras.
El emperador los recibi¢ en el peristilo oval, una maravilla arqui-
tect¢nica. Las columnas se hab¡an labrado con distintos tipos de pre-
cmoso m rmol, un baldaquino de seda azul cubr¡a parte del patio, y
debajo de ‚l hab¡a una mesa de ‚bano con marqueter¡a de marfil.
Hacia m s (le medio a¤o que Cal¡gula no ve¡a a su t¡o abuelo y lo
encontr¢ mu~ envejecido. Como casi todos los miembros masculinos
de la estirpe Julia Claudia, Tiberio era alto, pero andaba muy encorva-
do y su cabeza casi calva temblaba levemente. Los abscesos que desde
hacia a¤os aparec¡an con frecuencia en su rostro, estaban cubiertos
de emplastos, con lo que su apariencia resultaba grotesca, pues su
rostro era de corte noble, con grandes ojos y nariz bien dibujada so-
bre una boca con las comisuras marcadamente ca¡das.
Salud¢ fugazmente a Agripina y despu‚s se dirigi¢ a Cal¡gula.
-Sigues creciendo, Cayo. Lo oir s decir a menudo, pero hace va
mucho tiempo que no te veo. ¨Qu‚ se dice en Roma de mi? SAma el
pueblo a su emperador como es debido?
Cal¡gula hizo caso omiso de la ironma.
-El pueblo te echa de menos, se¤or. Le dar¡as una alegr¡a muy
especial si vinieras m s a menudo a Roma. La gente no habla de otra
cosa.
Agripina intervino en la conversacmon.
-Adem s estamos hartos de ser vapuleados por Sejano, que, natu-
ralmente, siempre dice que cumple ¢rdenes tuyas. Persigtme a mis hi-
jos Ner¢n y Druso; va no s‚ ni c¢mo defenderme.
El emperador frunci¢ el entrecejo, cosa que le result¢ dificil a cau-
sa de los emplastos.
-Ner¢n es un hombre hecho y derecho, Druso tambi‚n, y sabr n
defenderse, aunque supongo que estar s exagerando, como de cos-
tumbre. Ptiedo fiarme de que Sejano no se atrever¡a a atentar, sin
orden expresa, contra un miembro de nuestra ffimilia.
-Ordenes que, naturalmente, no le has dado...
-No! -dijo Tiberio con voz cortante-. No le he dado ninguna
orden en este sentido! ~Has venido para provocarme, Agripina?
Ella no se desconcert¢:
-Sejano se pasea por Roma como un lobo vido por encon-
trar una presa, y ejecuta todas sus vilezas en tu nombre, Tiberio. Con
esto da¤a cada d¡a m s ni reputaci¢n. El Senado entero lo halaga
como si fuera ‚l y no t£ quien ocupa el trono de los C‚sares. Lo m s
sensato ser¡a hacerlo vigilar por gente de confianza. Vigilarlo d¡a y
noche.
-Ya lo estoy haciendo.
Agripina solt¢ una risa dura e ir¢nica.

24
-Claro que lo est s haciendo, pero ‚l compra a los que t£ pones
para vigilarlo. Los compra a todos, uno tras otro.
Cal¡gula hab¡a escuchado la conversaci¢n con rostro herm‚tico.
Tiberio se dirigi¢ a ‚l:
~Qu‚ opinas t£ de esto, Cayo?
-A£n llevo la pretexta de los muchachos, ilustre emperador, y no
tengo derecho a opinar. A mi, hasta ahora, Sejano no me ha hecho
nada.
- Cobarde! -sise¢ Agripina.
-¨Llamas cobarde a tu hijo por decir la verdad?
La verdad, la verdad! S¢lo dice lo que t£ quieres o¡r. Ve a Roma
y ver s la verdad con tus propios ojos.
-Roma me da asco, por eso me quedar‚ aqu¡. Pero, t£, cuida tu
lengua, hijita. Cada palabra tuya es un delito de lesa majestad. Basta
ya! No quiero o¡r nada m s de Roma ni de Sejano.
Dio unas palmadas:
- Traed la comida!
La mesa de Tiberio no era espl‚ndida, la comida no le importaba
gran cosa. Se sirvi¢ fais n asado, morena en salsa de mostaza y Ofelli
Ostienses, una especie de rag£ en una salsa de pimienta. Agripina s¢lo
tom¢ platos de los que com¡a el emperador. Se abstuvo de tomar vino,
y s¢lo bebi¢ del agua con que Tiberio mezclaba su falerno. A conti-
nuaci¢n sirvieron fruta: manzanas, uvas y tajadas de mel¢n ba¤a-
das en miel. El emperador rechaz¢ la fruta, pero se la ofreci¢ a Agri-
pina.
-S¢lo he hecho servir la fruta por ti, porque s‚ que te gusta. ¨Por
qu‚ no tomas algo?
-Mi est¢mago no la tolera muy bien, y, adem s, ya he comido
bastante.
Cal¡gula alarg¢ la mano para coger una manzana.
1D‚jala! Tampoco a ti te sienta bien la fruta. Estas manzanas
verdes seguro que te dan dolor de est¢mago.
Tiberio dirigi¢ una mirada extra¤a a su nuera:
-No creer s que...
-No creo nada, Tiberio, salvo que tu fruta no nos sienta bien.
Tiberio se reclin¢ y se ri¢ en voz baja. Ten¡a un aire relajado y
divertido, cosa muy rara en ‚l.
-Al menos, ahora s‚ por qui‚n me tomas. Ya en Roma hablaste
una vez de tus sospechas. Entonces lo tom‚ a broma, pero ahora ya s‚
m s. Incluso a los setenta a¤os me gusta aprender cosas nuevas.
Se levant¢ y cogi¢ a Cal¡gula del brazo:
-Caminemos un poco, quiero hablar un rato contigo.
El emperador dej¢ a Agripina sentada, como si ya no existiera.

25
Cuan do se alejaron lo suficiente para que ella no pudiera o¡rlos, Tibe-
r¡o pregunt¢:
-¨Hay algo de cierto en lo que afirma tu madre? Nattmralmente s‚
que no me entero de todo lo que ocurre en Roma, pero no pue-
do creer que Sejano me enga¤e.
Cal¡gula se pens¢ muy bien la respuesta:
-Seguro que no te enga¤a, se¤or, pero quiz s amplia demasiado
su esfera de poder. Puede que mi madre tenga raz¢n al decir que la
gente lo adula demasiado. No todos merecen la confianza qtme uno
deposita en ellos. Lo digo en un sentido general.
-No creas que confio del todo en ‚l. La verdad es que no me fo
de nadie! Lo que tmno dice y lo que piensa, son, a menudo, cosas dis-
tintas. Pero tu madre se pasa. Desde que muri¢ tu padre, resulta dificil
entenderse con ella. Pero, dej‚moslo ya! Ahora quiero ense¤arte las
hermosas vistas de que uno goza desde aqu¡ arriba.
Mientras sub¡an por una estrechisima escalera de caracol. Cal¡gula
pensaba: ~Toda Roma se alegrar¡a sm se muriera de una vez, pero
mmentras Sejano tenga el poder, conviene que siga con vida. Primero
Sejano, despu‚s ‚l!".

Hacia algunos a¤os que Lucio Elio Sejano ten¡a una sola meta: quer¡a
llegar a ser emperador~ pero la fecundidad de la familia Julia Claudia
le dificultaba el acceso al poder. Para lograr esta meta, hab¡a que eli-
minar a tanta gente que, muchas veces, incluso hab¡a pensado en re-
nunciar. Pero el ansia de poder era en ‚l tan dominante qtme siempre
volv¡a a encontrar un camino para acercarse a esa meta, paso a paso,
pasando por encima de alg£n cad ver.
El obst culo m s fuerte hab¡a sidojulio C‚sar Druso, el hijo carnal
de Tiberio y su indiscutido sucesor al trono. Cuando el emperador
confiri¢ a Druso la dignidad de tribuno, Sejano pens¢ que ten¡a que
actuar.
Empez¢ a rondar a Claudia, la esposa del pr¡ncipe, y la atrajo cau-
telosamente a su c¡rculo. Pens¢ que su propia mujer, Apicata, era un
obst culo considerable para sus intenciones, y la ech¢ de casa a ella y
a sus dos hijos. El poder tiene un precio, nadie sabia eso mejor que
Sejano. Y estaba dispimesto a pagar este precio, para alcanzar su meta:
Lucius Aelius Sejaflus Imperator Augustus. Mentalmente saboreaba su
nombre con su futura dignidad, y se sent¡a perfectamente capaz de
tomar el relevo de la casa tilia Claudia, pues era primo, hermano y
sobrino de c¢nsules y estaba emparentado con las m s ilustres familias
de la vieja Roma. Hab¡a traspasado ya la frontera de los cuarenta, pero
se sent¡a fuerte y saludable, en condiciones de hacer frente a cual-
quier eventualidad. Al fin y al cabo, Tiberio ya hab¡a cumplido los
cincuenta y seis cuando accedi¢ a la dignidad imperial.
Claudia era boba, pero ‚l daba gracias a los dioses porque lo fuera.
Cay¢ en la trampa de sus descaradas zalamer¡as, tanto m s cuanto que
Druso se iba convirtiendo cada vez m s en un borrach¡n prostibulario,
y ella se sent¡a abandonada. Tampoco los emperadores pueden elegir
a sus hijos, pens¢ satisfecho, y no tard¢ mucho en tener acceso a la
cama de Claudia. No fue ning£n placer especial. Al principio, ella se
hacia la vergonzosa y manten¡a ciertas distancias, pero aquella bobali-
cona perdi¢ pronto toda continencia, y acab¢ chillando y gimiendo
como una marrana bajo el verraco.
Y aquel Druso, el hijo mimado del emperador... Cierto que, como
soldado, en el campo de batalla estuvo a la altura de las circunstancias
e interpret¢ bien el papel de h‚roe, pero no estaba en condiciones de
hacer frente a una ciudad como Roma; para esto se necesitaban otras
cualidades. Sejano se frot¢ la mejilla. Hubo algo que no le perdon¢
jam s a aquel tipo. Cuando Druso estaba ejerciendo su segundo con-
sulado tuvo una discusi¢n con Sejano a causa de Claudia:
-En el futuro te prohibo que en los simposios te quedes mirando
a mi mujer como un doctrino a su primer amor. Os hac‚is gui¤os
como si fuerais una pareja de enamorados. Soy c¢nsul, Sejano, y no
quiero ser objeto de habladur¡as; adem s, los dos estamos casados.
Sejano esboz¢ una sonrisa maliciosa:
-Menos mal que te acuerdas. ¨Acaso queda alguna mujer en
Roma con la que no te hayas acostado?
Druso se le acerc¢ con semblante amenazador:
-~Est s buscando pelea o pretendes distraerme con ese ardid
para que me olvide de umestros coqueteos? Sin mi padre serias un cero
a la izquierda, Sejano, no ser¡as nadie!
-Yt£ no serias c¢nsul, Druso. En el mejor de los casos, pescadero
o tabernero en la Subura, el barrio de las putas.
Druso le dio un bofet¢n que Sejano a£n sent¡a arder en su meji-
l¡a. Despu‚s, fingi¢ ante Claudia una pasi¢n ardiente, la acechaba
en todo momento y le dijo que si estuviera libre se casar¡a con ella en
el acto.
-Tambi‚n t£ sigues casado. Apicata ha parido tres hijos tuyos y
no dejar voluntariamente su sitio.
-Deja que me ocupe yo de eso. Mi amor por ti vencer todas las
dificultades. Nuestro gran problema es Druso, tu marido. Por consm-
deraciones de clase no podr divorciarse aunque quiera. Adem s, el
emperador se lo prohibir¡a.
En su cara est£pida se notaba el esfuerzo que hacia para pensar.
Sejano la ayud¢:
26 27
-Soy el segundo hombre en lajerarquia del Imperio, y Tiberio es
viejo. Si muriese y Druso ya no estuviera vivo, s¢lo es una hip¢tesis,
pi‚nsalo!, y si yo estuviera casado con la mujer del sucesor al trono...
Ser emperatriz!, la idea pas¢ por la cabecita hueca de Clat¡dia, la
primera mujer del Imperio, Augusta! Se le aceler¢ la respiraci¢n. X
aquel Sejano estar¡a atado de por vida, pues le deber¡a el trono a ella,
al menos en parte, y, adem s, un emperador no se divorcia. A fin de
cuentas, ¨qu‚ le ofrec¡a Druso? Desde el nacimiento de Julia evitaba
su cama, y las mujeres galantes de Roma se lo pasaban de um¡a a otra,
de alcoba en alcoba. Dirigi¢ la mirada a Sejano:
-Tendr¡a que parecer un suicidio...
Sejano hizo un gesto negativo con la cabeza. S¢lo Claudia pod¡a
ser tan tonta:
-No, querida; precisamente, eso no. Tu marido no tiene ning£n
motivo para suicidarse, pero con lo trag¢n y bebedor que es, un pesca-
do en mal estado, um-m plato de setas, una ostra podrida..., eso s¡ seria
m s f cil de creer.
Una vez que Claudia se hubo decidido por este camino, actu¢
de prisa. Su m‚dico Et¡demo, un liberto que sent¡a pasi¢n por ella,
prepar¢ un veneno que, administrado poco a poco, daba toda la apa-
riencia de una enfermedad consuntiva. El praegustator (el esclavo
encargado de probar antes los manjares) fue sobornado y accedi¢ a
colaborar. El sucesor del trono enferm¢, pero nadie lo tom¢ muy en
serio, tampoco el emperador. A la saz¢n, a£n viv¡a en Roma, iba todos
los d¡as a la Ctmria y parec¡a no estar muy preocupado. Pero la "enfer-
medad" sigui¢ su intencionado curso mortal.
Sejano hab¡a dado un buen paso a stm meta, y poco a poco empez¢
a alejarse de Claudia. S¢lo hab¡a sido su instrumento; y, ahora, ten-
dr¡a que liberarse de ella. Naturalmente, era demasiado inteligente
como para hac‚rselo notar. Con fingido entusiasmo hablaba de boda
y de un futuro brillante. Envi¢ una carta a Tiberio, pidi‚ndole la
mano de Claudia. Sab¡a exactamente c¢mno iba a reaccionar el empe-
rador. Tiberio contest¢ con una larga y amistosa carta en la que, con
muchas palabras, dec¡a s¢lo una cosa: ®No te lies con Claudia; tengo
otros proyectos para ti y para ella".
A partir de entonces cambi¢ el comportamiento de Sejano para
con Claudia. La trataba con brusquedad e indiferencia, y ella se pa-
saba todo el d¡a con cara de haber llorado, y esto no llamaba la aten-
ci¢n, pues se atribt¡ia a su luto por Druso. Un d¡a, Claudia amenaz¢ a
Sejano con revelar el asesinato, pero ‚l se limit¢ a sonre¡r y le pas¢ el
dedo por el cuello.
-Seria una verdadera l stima. Una cabecita tan hermosa... Ay,
hija m¡a! Al fin y al cabo, s¢lo tienes treinta y cinco a¤os. Para mi, eres

28

J
ir
ya un poco vieja, tienes que comprenderlo, pero para morir eres
demasiado joven.
¨Qu‚ pod¡a hacer? Sent¡a apego por la vida, y ahora ten¡a que ver
desesperada c¢mo Sejano cortejaba a su hija Julia. Era la nieta del
emperador. Sejano quer¡a contraer un matrimonio que lo acercara lo
m s posible al trono. Pero ah¡ se presentaba igualmente un obst culo:
tambi‚n Julia llevaba tres a¤os casada; casada con Ner¢n C‚sar, hijo
de German¡co.
Los hijos de Germ nico! Sejano sabia que no pod¡a eludirlos. Ca-
l¡gula a£n era un muchacho. Por el momento, pod¡a olvidarlo; pero
los otros dos, sobre todo el marido de Julia... Sin embargo, resultaba
imposible continuar su obra de persecuci¢n bajo la mirada del empe-
rador. El viejo representaba un estorbo mientras permaneciera en
Roma. Entonces no le result¢ muy dificil convencer al emperador Ti-
berio de las ventajas de una residencia m s lejana.
Hacia mucho tiempo que conoc¡a la isla de Capri, pues al empera-
dor Augusto le encantaba pasar temporadas en su villa estival, adonde
invitaba con frecuencia a Tiberio. La idea le iba resultando cada vez
m s atractiva. Estaba harto de aquella Roma. No le gustaban los ro-
manos, y tampoco ‚l gustaba a los habitantes de la capital. En Capr¡ se
rodear¡a de algunos amigos, como su maestro Trasilo, a quien estima-
ba sobremanera y que sent¡a por Roma la misma animadversi¢n que
‚l. Qu‚ horror, pensar en aquella camarilla de la corte, en la Curia,
en los senadores, en sus numerosos parientes que siempre quer¡an
algo! Sejano ten¡a raz¢n! Al menos, podr¡a intentarlo.

En el decimotercer a¤o de su reinado, el emperador Tiberio traslad¢


su residencia a Capri y dej¢ Roma en manos de Lucio Sejano, en
quien confiaba como en nadie. As¡ el prefecto ten¡a el camino libre y
se propon¡a ahora eliminar a los hijos de Agripina y del difunto Ger-
manmco.
Hacia tiempo que Sejano sabia que Tiberio no sent¡a mucha sim-
pat¡a por aquella familia, y empez¢ por aniquilar a la persona que
menos gustaba al emperador: Vipsania Agripina, la vengativa y domi-
nante madre de Ner¢n, de Druso el Joven y de Cal¡gula.
Desde Capri recibi¢ la indicaci¢n de que pod¡a proceder como
quisiera, ya que, de todas formas, aquella mujer consideraba al empe-
rador un vulgar envenenador. Tiberio no hab¡a olvidado ni perdona-
do el comportamiento de Agripina en aquella comida.
Sejano estaba embriagado por sus ‚xitos. Naturalmente, se mante-
n¡a en un segundo plano yjam s se traicion¢ ante nadie. Todo ocu-
rr¡a por orden del emperador, todo era legal.

29
Para desvirtuar el reproche de arbitrariedad, Sejano retmni¢ ®prue-
bas" contra Agripina. Hizo que la espiaran d¡a y noche a ella y a sus
dos hijos mayores, y anotaba en un libro todas sus palabras, de las que
era informado en secreto. Por lo visto, hab¡a manifestado su intenci¢n
de ponerse, a si misma y a sus hijos, bajo la protecci¢n del ej‚rcito del
Rin, donde su difunto marido gozaba a£n de un respeto general.
Tambi‚n se dijo que hab¡a considerado la posibilidad de presentarse
en el Foro en un d¡a de mucha aglomeraci¢n para implorar all¡ ayuda
al pueblo y al Senado. Quien conociera a la orgullosa Agripina, sabia
perfectamente que antes de humillarse de este modo ir¡a al pat¡bulo
con la cabeza muy alta. Pero Sejano intent¢ atemorizar a los amigos
de Agripina. Difundi¢ el rumor de qtme se estaba considerando una
acusaci¢n contra Agripina por alta traici¢n, (le irmodo que los asustadi-
zos y los prt¡dentes empezaron a esquivarla. As¡, al fln-aI;iaorgullosa,
apasionada e irreflexiva Agripina se qued¢ comnpletamente sola. Cal¡-
gula invocaba su toga praete la, y los dos hijos adultos no le eran de
ninguna ayuda. El apacible Ner¢n estaba tan confundido que no sa-
b¡a qu‚ decir, qu‚ pensar o c¢mo comportarse. Druso, que no quer¡a
ni a su madre ni a sus hermanos, ten¡a un talante impulsivo y salvaje,
por lo que Sejano s¢lo esperaba que cometiera un error.
En el caso de Agripina consider¢ que ya hab¡a llegado la hora. El
Senado formnul¢ contra ella la acusaci¢n de lesa majestad, basada, en-
tre otras cosas, en haber acusado a Tiberio de em¡venenador. Al co-
nocerse estas acusaciommes el pueblo se congreg¢ em¡ el Foro, rode¢ la
Curia con aclamaciones al emperador, e hizo saber al Senado, por
medio de portavoces, que el emuperador hab¡a siclo enga¤ado por fal-
sas acusaciones. Ahora Sejano actu¢ con presteza.
Hizo detener a Agripina por sus pretorialmos. La mujer profiri¢
graves invectivas e insultos contra el emperador, y se defendi¢ como
un gato acorralado hasta el punto c¡e que qued¢ muy malparada y
perdi¢ un ojo en el forcejeo, pero Sejano opin¢ que la culpa hab¡a
sido suya y s¢lo suya.
Cal¡gula hab¡a visto venir a los pretorianos y escap¢ r pidamemmte
por la puerta trasera. Ya le hab¡a extra¤ado que Sejano -o Tiberio-
tardaran tanto en detenerla. El no quer¡a saber nada de aquello, y,
para sus futuros planes, Agripina s¢lo hubiera representado un es-
torbo, pese a ser su madre.
Metido ya de lleno en el asunto, Sejano hizo tabla rasa. D¡as m s
tarde hizo detener a Ner¢n, el hijo mayor de Agripina, y a Druso lo
hizo poner bajo arresto domiciliario.
En cuanto a Cal¡gula, ‚ste hizo lo £nico adecuado: se refugi¢ en
brazos de su bisabuela Livia, que gozaba, como viuda del divinizado
emperador Augusto, de tina especial veneraci¢n y no sent¡a el menor

30

j
temor ni ante Sejano ni ante su hijo adoptivo Tiberio. Livia ten¡a casi
noventa a¤os, pero manten¡a un vivo inter‚s por todo, aunque ya
apenas se inmiscu¡a en los asuntos de Estado. Desaprobaba aquella
persecuci¢n contra Agripina y sus hijos, pero no hizo nada para pro-
tegerlos. No obstante, cuando Cal¡gula acudi¢ a su casa en busca
de protecci¢n, se la concedi¢ complacida, y, con su temblorosa voz de
anciana, le dio un consejo:
-Qu‚date aqu¡ hasta que haya pasado el peligro, y luego m rcha-
te a Capri con Tiberio. S¢lo all¡ estar s seguro mientras el emperador
proteja a ese Sejano. Tambi‚n ‚l caer , y creo que no va a tardar mu-
cho en hacerlo. Lo mejor seria que cayera antes de que muera Tibe-
rio. ;Me oves? De lo contrario, presiento d¡as sombr¡os para Roma.
Cal¡gula le dio la raz¢n a Livia, se la dio mil veces. Siempre, desde
que ten¡a uso de raz¢n, hab¡a apreciado y admirado su buen juicio,
hasta el punto de ver en ella una especie de pitia, cuyos or culos
-atmnque oscuros a veces- resultaban siempre verdaderos. De aque-
lla mujer siempre se pod¡a aprender algo.
-Pero, admirada Livia, ¨c¢mo crees que podr¡a caer Sejano? An-
tes de capturarlo, habr¡a que llevar a media Roma al pat¡bulo. No s¢lo
est rodeado de aduladores, sino que muchos lo admiran de verdad.
Para ellos, Tiberio no es m s que una oscura sombra que pesa sobre
Roma y que, con ayuda de Sejano, desaparecer pronto.
El rostro arrugado de la anciana se¤ora no mostr¢ la menor emo-
ci¢n. S¢lo sus ojos, cuyo brillo le daba a£n un aire joven, dejaban
adivinar el esp¡ritu gil y desinhibido en aquel cuerpo amojamado.
-Esio es lo que parece, pero Roma no es el Imperio. Los procura-
dores y los legados de las provincias son orgullosos y leales servidores
del Estado, casi sin excepci¢n, y no sienten ninguna simpat¡a por los
usurpadores, como tampoco la sienten los prefectos y tribunos de las
legiones. Frente a ellos, los pretorianos de Roma no son nada, s¢lo un
min£sculo cuerpo militar urbano que ser barrido con rapidez. Seja-
no piensa: si tengo de mi parte a la ciudad de Roma, lo dem s caer
por su propio peso. Pero es exactamente lo contrario; Octavio no lo
olvid¢ jam s. Dificilmente habr¡a llegado a ser nuestro ilustre Augus-
to si no hubiera vencido antes a sus adversarios en las provincias, para
someterse luego al Senado. Entonces, s¢lo entonces, caer Roma en
tus manos. Puede que Sejano sea astuto, valiente y decidido, pero aun
asi es un imb‚cil, porque no es capaz de ver la realidad. No hay que
olvidar que proviene de la peque¤a nobleza provinciana; es incapaz
de valorar la situaci¢n real y, en consecuencia, fracasar , Cayo, cr‚e-
me. Todo esto es tan seguro como que ma¤ana saldr el sol.
-Pero ¨qu‚ pasar si consigue mantenerse dos, tres o cinco a¤os
mase

31
Cal¡gula no estaba seguro de que la mueca que se dibuj¢ en el
rostro arrugado de Livia significara una sonrmsa.
-¨Qu‚ habr¡a pasado si Antonio hubiera vencido a mi Octavio?
Nada, porque entonces Octavio hab¡a afirmado ya su legitimidad, y
contra ella nada pod¡a Antonio. Estaba apoltronado en el trono egip-
cio, junto a su Cleopatra, y desde all¡ hab¡a decidido actuar contra
Roma. En el caso de Sejano no es tan evidente, pero si sigue intentando
actuar como una carcoma para penetrar en el seno de nuestra familia,
ir socavando al mismo tiempo su pretensi¢n de legitimidad y traicio-
nar a Roma. S¢lo espero tina cosa y rezo a los dioses que me dejen vivir
hasta que haya sido derrocado Sejano y descubierta su tramcmomi.
Cal¡gula bes¢ respetuosamente la mano de la anciana y dijo:
-Comparto ttm deseo, admirada Livia. - --
Y pens¢: "Mi deseo es sobreviviros a los dos, y ctmantos m s miem-
bros de mi familia elimine Sejano, menos trabajo sucio me quedar a
m¡ por hacer, y tanto m s r pido ser mi camino hacia el poder".
En Roma se hab¡a abierto el proceso contra Agripina y, tras un breve
juicio, la sentencia era segura: destierro de por vida a Pandateria, la
des‚rtica y alejada isla del Tirreno. Poco desptm‚s. su hijo primog‚nito
Ner¢n se vio agraciado con la misma sentencia. A ‚l, lo enviaron a las
islas Pomitinas. En cambio. del ind¢mito y arrogante Druso, se octmp¢
personalmnente Sejano. Durante algunos meses lo dej¢ en paz y hasta le
daba esperanzas de compartir el poder. La cosa sigui¢ as¡ hasta que el
impetuoso Druso empez¢ a comportarse tan torpemente que acab¢ en-
cerrado en el Palatino. Sejano hab¡a dado con esto un paso importante
para acercarse a stm mneta. Julia, la mujer del desterrado Ner¢n, hab¡a
qtmedado ahora libre para ‚l.Julia, nieta carnal del emperador, era aho-
ra su verdadera meta, y esta vez no quiso pedirle permiso a Tiberio.
Cortej¢ tenazmente a la muchacha, pero ni siquiera habr¡a sido
necesario semejante esfuerzo. Hacia va tiempo qtme la chica, de veinti-
d¢s a¤os, se hab¡a cansado de su aburrid¡simo marido y admiraba en
silencio al astuto y poderoso Sejano. Estaba de acuerdo con que se
prometieran en secreto, porque no todos los adversarios hab¡an que-
dado a£n fuera de combate.
Fugazmente, se acord¢ Sejano de que segu¡a libre Cal¡gula, hijo
menor de Agripina, pero pens¢ que era s¢lo un ni¤o y, que, de mo-
mento, no representaba ning£n peligro. Esta err¢nea conclusi¢n
tendr¡a fatales consecuencias para Sejano.
Cal¡gula, en cambio, sigui¢ el consejo de su bisabuela, y se puso
bajo la protecci¢n de su t¡o abuelo Tiberio, que legalmente, debido a
haber adoptado a Germ nico, era su abuelo.

32

III

Cornelio Sabino proced¡a de la rama patricia de una familia de la


vieja Roma que ten¡a tras si una nada desde¤able serie de c¢nsules,
senadores y generales, un linaje que se remontaba hasta muy lejos en
los tiempos republicanos. En el transcurso de los siglos, los Cornelios
se hab¡an ido ramificando en lineas secundarias y principales, y en
lineas m s pobres y en otras m s ricas. Su padre, Cornelio Celso, des-
cend¡a de una l¡nea familiar de menor importancia que, desde hacia
varias generaciones, no daba ni c¢nsules ni generales, sino s¢lo terra-
tenientes, eruditos y poetas.
Celso vivi¢ dedicado a sus estudios hasta que se agot¢ la herencma.
Realmente, no ten¡a muchas posibilidades de hacer fortuna siendo
escritor o erudito. Publicar su propia obra le pareci¢ demasiado caro
e inseguro, y decidi¢ ser librero y editor. No tom¢ para ello el camino
habitual, comprando esclavos letrados y copistas, que eran muy caros
y, adem s, ten¡an que ser alimentados y alojados. Decidi¢ emplear
como copistas a viejos maestros en dificultades econ¢micas y a estu-
diantes que necesitaban ganarse algo y a secretarios malpagados que
precisaban un ingreso adicional para mantener a sus familias. A ‚stos
no ten¡a que vest¡rlos ni que alimentarlos, y, al final de la jornada
laboral, volvian a sus casas sin causarle proh¡ema alguno. Al contrario
de algunos esclavos, todos ellos trabajaban duro, porque no quer¡an
perder aquel empleo bien remunerado. De este modo y de acuerdo
con los pedidos en marcha, Celso daba empleo a sesenta y hasta a cien
copistas. Por su propio riesgo publicaba s¢lo textos de salida f cil,
como los de Plat¢n, Virgilio, Ovidio, Catulo y Cicer¢n, o editaba un
ciclo de leyendas griegas, que dedicaba al emperador Tiberio. Todo
el mundo sabia que estas leyendas constitu¡an la lectura preferida del

33
mperador y lo mucho que apoyaba su divulgaci¢n entre el pueblo.
Aveces, editaba tambi‚n obras de autores vivos, como Lucio Anneo
S‚neca, que hab¡a publicado ya dos tragedias, aparte de unos tratados
de moral.
Cornelio Celso consigui¢ reunir as¡ en pocos a¤os una considera-
irle fortuna, de modo que su £nico hijo Sabino se cri¢ en un ambien-
te de gente acomodada. Parec¡a que se hubiera propuesto hacer, en
todo, lo contrario de su padre. Celso apenas hab¡a traspasado los
montos de Roma; su hijo, en cambio, se escap¢ por primera vez a
los catorce a¤os, aunque s¢lo lleg¢ hasta Ostia. Celso apreciaba una
confortable vida de erudito, con comidas regulares, un ordenado
transcurso del d¡a y el menor n£mero posible de cambios. El mero
irecho de que hubieran canabiado de sitio un arc¢n o de que apare-
ciera en la casa un mueble nuevo consegu¡an sacarlo de quicio,
modentras que su hijo amaba el cambio constante. Celso era un marm-
do fiel, aunque m s bien por comodidad, mientras qtme Sabino,
coando apenas ten¡a doce a¤os, se acost¢ con una vieja lavandera
~ae casi ni se enter¢ de lo que le estaba ocurriendo, tan grande fue
so sorpresa. A partir de entonces persegu¡a a todas las mujeres y a los
dieciocho, ten¡a ya una experiencia sexual que otros no consiguen
ca toda una vida.
-¨De qui‚n habr heredado esto? -se preguntaban sus padres, y
se miraban el uno al otro moviendo extra¤ados la cabeza.
-De mi, no! -dijo Celso con firmeza, y aventur¢-: Hubo un
t¡o, Crispo, hermano de mi padre, que se las gastaba del mismo ca-
libre. A los veinte a¤os march¢ a Hispania, y nunca m s volvimos a
saber de ‚l.

Sabino se fue convirtiendo en un adolescente de buena planta. Era


delgado, nervudo, de mediana estatura y hab¡a heredado de su madre
cl cabello casta¤o y los o azules. En ‚l, aquel azul hab¡a adoptado
tates de una intensidad inquietante. Las mujeres quedaban prenda-
das de su sonrisa l nguida, como las avispas de la miel, y cada una
cre¡a que aquella mirada, de un azul intenso, le iba especialmente
destinada a ella y s¢lo a ella. Pero lo cierto era lo contrario. Esa mirada
iba dedicada a todas las mujeres de Roma, de Italia, de las provincias,
del mundo entero.
Sabino se cri¢ en un ambiente intelectual. Escritores, poetas y eru-
ditos entraban y sal¡an de su casa; las conversaciones giraban en torno
ala literatura, la ciencia y el arte. Sabino, que ten¡a una memorma
prodigiosa, no s¢lo sabia mucho de mujeres, sino que hubiera podido
[ronunciar un discurso de tres horas sobre la literatura de la era de
Augusto. Pero aqu‚l era el mundo de su padre, y ‚l hac¡a ver que le
aburr¡a profundamente, aunque esto no se ajustaba del todo a la ver-
dad, y, en el circulo de sus amistades, presum¡a en ocasiones de sus
conocimientos. En casa, no obstante, adoptaba una actitud displicen-
te, como si nada de aquello tuviera que ver con ‚l. All¡ hablaba con
entusiasmo de las carreras de caballos del Circo M ximo, y sabia de
memoria los nombres de los ganadores de los Auzzles, del grupo
de los Verdes, de los Blancos y de los Rojos de los £ltimos tres anos.
Ahora Sabino hab¡a cumplido los diecinueve, y llevaba la toga vi¤-
lis, y a£n segu¡a sin saber lo que quer¡a hacer en la vida. Viv¡a al d¡a.
Cuando se sent¡a con ganas de hacer algo, ayudaba a su padre a atar
los vol£menes de pergamino, y era el ojito derecho de su madre Va-
leria que, si bien no ignoraba sus debilidades, no les daba demasiada
importancia. Sol¡a decir con indulgencia: ®Tiene que desbravarse y
hace bien en disfrutar de su juventud. Tambi‚n para ‚l soplar n otros
vientos cuando sea mayor¯.

Esta ma¤ana, en cambio, Sabino se hab¡a levantado, tras haber des-


cansado m s de lo suficiente, y se dispon¡a a vivir un d¡a £til. Quer¡a
darle una alegr¡a a su padre -amaba a aquel hombre generoso,
distra¡do e indulgente-, y as¡ compareci¢ a la hora segunda de la
ma¤ana ante el sorprendido Cornelio Celso y le pidi¢ que le diera un
trabajo.
-Como bien sabes, padre, lo s‚ hacer casi todo: pegar el papiro,
recortar los frontis (la primera y la £ltima p gina), alisar el pergamino
con piedra p¢mez; como nuestro Catulo dice en la primera de sus
canciones: anda modo pu mice expolitum;* y luego atarlo todo en el umbi-
licus (palo de madera). ¨He olvidado algo?
Celso sonre¡a. Aceptaba el car cter inconstante de su hijo como
una carga recibida de los dioses, y ve¡a en cada uno de sus raros arre-
batos de trabajo un comienzo de mejora, una esperanza de que al fin
estuviera llegando a la madurez.
-Si, hijo. Lo m s importante: en la punta del umbilicus hay que
colocar el ¡ndice. De lo contrario, el rollo carecer¡a de titulo y seria
dificil de encontrar en una biblioteca.
Con fingida desesperaci¢n, Sabino se golpe¢ la frente:
-Por las nueve musas a las que debemos nuestro pan: el titulo!
Seria realmente grave que nuestro vanidoso S‚neca fuera a una bi-
blioteca y no encontrara nada bajo la letra '5', porque el negligente
hijo de un librero se ha olvidado del indice!

* Que la seca piedra p¢mez ha alisado con precislon.


34 35
Su padre esper¢ pacientemente:
-Si ha concluido tu introducci¢n te¢rica, puedes comenzar ya el
trabajo pr ctico.
Sabino le mir¢ con destellos de iron¡a en sus ojos azules.
-Soy un desastre: perd¢name, padre. Los dioses no te han hecho
precisamente un favor al darte un hijo tan in£til.
-¨Qui‚n sabe...? -exclam¢ Celso esperanzado, y le pas¢ un mon-
t¢n de papiros.
Sabino se puso en seguida a trabajar, tarareando en voz baja una
canci¢n. Pero era incapaz de estarse callado mucho tiempo.
-Padre, ¨por qu‚ no utilizamos m s a menudo los Codices membra-
nei (libros encuadernados), que son tan pr cticos? Cabe mucho m s
texto y las hojas se pueden pasar c¢modamente en vez de tener que
sostener el rollo con las dos manos, y adem s...
-Sabino, ya me has hecho la misma pregunta un mont¢n de ve-
ces -le interrumpi¢ su padre-, y s¢lo puedo repetir una y otra vez:
tienes raz¢n, pero la mayor¡a de nuestros clientes son conservadores.
Si encuentran en la librer¡a dos ediciones de Catulo: una encuaderna-
da y la otra enrollada, y las dos cuestan lo mismo, la mayor¡a escoge el
rollo. Cambios de este tipo requieren su tiempo.
As¡ transcurrieron las horas, y, de repente, Sabino sinti¢ que se
apoderaba de ‚l una fuerte sensaci¢n de aburrimiento. Sus bostezos
se iban haciendo cada vez m s persistentes, miraba el reloj de arena,
comprobaba la posici¢n del sol y finalmente se levant¢, se desperez¢ y
dijo:
-Creo que ya es mediod¡a. Tengo un hambre de perros.
-Media hora m s -pidi¢ Celso-. Tendr¡as todav¡a que untar
con aceite de cedro el Arte de amar de Ovidio. Todos los d¡as se presen-
tan clientes que se quejan de que los insectos han carcomido sus li-
bros.
Cuando acab¢ este trabajo, se fueron ambos a comer.

La casa de Cornelio Celso estaba situada en los alrededores de la coli-


na Viminal, un barrio elegante y muy apreciado, con grandes jardines
y casas se¤oriales. Celso hab¡a ido vendiendo poco a poco la propie-
dad heredada, que, originariamente, era tres veces m s grande, y s¢lo
hab¡a quedado la noble y vetusta casa, seguida de un peque¤o y cuida-
do jard¡n.
Como hacia buen tiempo, Valeria hab¡a hecho poner la mesa en
‚l. Siguiendo la tradici¢n de la antigua Roma, la cocinera, el jardinero
y una adolescente, que hac¡a de ®muchacha¯ para todo, com¡an con
sus se¤ores, aunque en una mesa aparte. El hecho de que fueran es-

36
ir
clavos no ten¡a ninguna importancia en casa de Cornelio Celso; ni ‚l
ni Valeria se lo hac¡an notar. Como casm siempre, en las raras ocasmo-
nes en que su hijo se encontraba en casa, Valeria le hab¡a hecho pre-
parar uno de sus platos preferidos. Esta vez era un Minu tal maninum,
una mezcla de pescado, mejillones y medusas, preparada con puerros,
cilantro, or‚gano, levistico y pimienta. De postre, rosquillas de sart‚n
a base de d tiles, nueces, pi¤ones, pimienta y miel, revuelto en sal y
luego frito.
Sabino se limpi¢ los labios, satisfecho.
-Ahora voy a dar una vuelta; es bueno para la digesti¢n.
-No tardes; a£n tengo trabajo para ti -dijo Celso.
Sabino mir¢ a su padre con a¡re ingenuo.
-Comprendido, mi due¤o y se¤or!

Incluso al mediod¡a, la ciudad segu¡a estando muy animada. Iban y


ven¡an mensajeros y esclavos cargados de pesados bultos; algunos pre-
torianos atravesaban las calles al trote de sus caballos; ven¡an del otro
lado del Viminal, donde Sejano les hab¡a levantado un extenso cam-
pamento. Los pretorianos eran te¢ricamente la guardia del empera-
dor, pero, en realidad, eran los hombres de Sejano, y con su ayuda
esperaba acceder al supremo poder alg£n d¡a.
Sabino paseaba de aqu¡ para all , cruz¢ la calle Mayor (Vicus Lon-
gus) y la calle Alta (Alta Semita), y ahora sabia ya cu l era su meta, a la
que, no obstante, se iba acercando vacilante, pues se habiajurado que
no iba a llevar las cosas demasiado lejos. Se trataba de los ejercicios de
armas en el Campo de Marte, a los que, desde hacia alg£n tiempo, se
hab¡a aficionado especialmente.
¨Qu‚ buscaba all¡ el hijo del rico librero y editor Cornelio Celso,
entre sudorosos soldados rasos (gregat-ii) que realizaban sus pr cticas?
Naturalmente, no era esta la £nica actividad en el Campo de Marte:
grupos de j¢venes practicaban all¡ sus ejercicios deportivos, corr¡an,
saltaban, nadaban, luchaban y practicaban la esgrima, pero Sabino
odiaba tales juegos en grupo. Era un solitario convencido y solo hacia
siempre aquello que en aquel preciso momento le apetec¡a. ¨Por qu‚,
entonces, se sent¡a atra¡do por el Campo de Marte?
Semanas antes hab¡a estado paseando por all¡ y hab¡a asistido a los
ejercicios pr cticos de un grupo de pretorianos. Entonces le llam¢ la
atenci¢n un hombre -llevaba los distintivos de centuri¢n de clase
superior- que realizaba los ejercicios con su pelot¢n sin que, como
era de costumbre entre militares, recurriera a gritos, a amenazas o a
gesticulaciones de loco. El centuri¢n media m s de seis pies y ten¡a la
musculosa figura de un luchador. Su rostro, de aspecto ligeramente

37
campesino, manten¡a la serenidad y la concentraci¢n, y daba sus ¢rde-
nes con voz aguda. Era un esgrimista de enorme habilidad, con ata-
ques fulminantes, asaltos sorprendentes y golpes tan vigorosos que,
por dos veces, salt¢ hecha pedazos la espada de su adversario.
De pronto, surgi¢ en Sabino el deseo de emularle. Tambi‚n ‚l
quer¡a ser tan r pido y h bil, y defenderse con el mismo vigor.
Tras el ejercicio, el centuri¢n dej¢ que sus hombres se retiraran; ‚l
mmsmo se quit¢ el casco y la coraza y se puso una toga. Luego se alej¢
con paso r pido en direcci¢n a las termas de Agripa, como supon¡a
Sabino.
No quiso seguirle directamente, sino que dio la vuelta al peque¤o
templo de Neptuno, atraves¢ el callej¢n entre el teatro Pompeyo y el
Hecatostylum, y as¡ lleg¢ dando un rodeo a las termas, a las que tam-
bi‚n hubiera podido ir por un camino directo. Estas instalaciones,
construidas veinte a¤os antes por Marco Agripa, amigo de Augusto,
ofrec¡an ba¤os de vapor, grandes piscinas de agua fr¡a y caliente, salas
de reposo,jardines, un lago artificial, refectorios y otros servicios para
comodidad de los clientes.

En los ba¤os de vapor Sabino encontr¢ al hombre al que buscaba,


se sent¢ cerca de ‚l y esper¢ a que el aire recalentado le hiciera bro-
tar el sudor por los poros de la piel. Al salir el centuri¢n, Sabino le
sigui¢, y se tir¢ de cabeza a la piscina de agua fr¡a Jrigidarium,). All¡
estaban desnudos la mayor¡a de los hombres; el centuri¢n, en cam-
bio, llevaba un estrecho taparrabos. Sabino se hab¡a zambullido
adrede muy cerca de ‚l, y se disculp¢ ampulosamente al subir a la
superficie.
-No te preocupes. Hay cosas peores que este par de salpicaduras
-dijo el otro.
-¨Me equivoco o te he visto antes practicar la esgrima en el cam-
PO de pr cticas? Llevabas un penacho de centuri¢n.
-Si, era yo. ¨Perteneces a un grupo juvenil?
-No, no, s¢lo estuve un rato observ ndote y, realmente, me has
impresionado. Dar¡a cualquier cosa por saber manejar la espada
como t£. Por cierto, me llamo Cornelio Sabino.
El otro sonri¢ halagado.
-Esto de manejar la espada es algo que se puede aprender. Eres
joven y fuerte, nadie te impide intentarlo.
Luego le tendi¢ la mano y dijo su nombre:
-Casio Querea, centuri¢n de la guardia de los pretorianos.
-¨Estar¡as dispuesto a darme clases? Naturalmente, pagando.
Querea declin¢ la invitaci¢n con un gesto:
rs
-No tengo tiempo. Sejano no nos deja ni respirar. Pero dos o tres
veces por semana me puedes encontrar en el Campo de Marte y, des-
pu‚s de los ejercicios, podr¡a ense¤arte un par de golpes.

Sabino acept¢ la oferta. Hab¡a ido ya cuatro veces a practicar con


Querea, aunque, naturalmente, s¢lo con espada de madera. A conti-
nuaci¢n, iban a las termas y Sabino puso como condici¢n que, al me-
nos, le permitiera pagar a ‚l. En la sala de reposo charlaron en voz
baja, y Sabino se enter¢ de que Querea ten¡a ya treinta y cinco a¤os,
que hab¡a participado en varias campa¤as en Germania y que llevaba
seis a¤os en Roma, entre los pretorianos.
-El sueldo es m s alto que en las legiones de las fronteras, y esto
me ha permitido fundar aqu¡ una familia. Llevo cinco a¤os casado y
tengo dos hijos, un ni¤o y una ni¤a. Yno queremos m s, porque nues-
tra morada nos resulta ya peque¤a. Vivimos en una casa de alquiler
cerca del Quirinal, as¡ no tengo que andar mucho hasta el cuartel.
A Marc¡a le gustar¡a tener una casita al otro lado del T¡ber, porque
all¡ las viviendas son m s asequibles.
As¡, poco a poco, se hab¡an ido contando las circunstancias de sus
vidas, y Sabino notaba que aquel hombre era exactamente lo contra-
rio de ‚l mismo. Desde el principio, Querea hab¡a planeado su vida,
serenamente y con claridad; viv¡a en un mundo de obligaciones y de-
beres a los que se somet¡a de buen grado. La tropa era su patria, la
familia su casa. Y cuando se jubilara del servicio como em‚rito, se
comprar¡a tierras en Preneste, donde ahora su hermano trabajaba
unas tierras arrendadas por sus padres. Tambi‚n en lo referente a su
vida amorosa ten¡a las ideas muy claras.
-No soy partidario de las juergas y de las org¡as. No me gustaban
ni cuando a£n estaba soltero. Se pierden fuerza y dinero. Es mejor ir
ahorrando todo lo que se pueda para casarse lo antes posible con una
mujer laboriosa, no con una desastrada. Con una as¡ lo £nico que se
consigue son peleas y enfados que le amargan a uno la vida. Con Mar-
cia, desde luego, he hecho una buena elecci¢n.
Esto era todo lo que Sabino sabia hasta ahora de su nuevo amigo.
Si, en sus pensamientos ya lo llamaba as¡. Pese a tener temperamentos
tan diferentes, Sabino apreciaba la serena seguridad, la certeza con
que Casio Querea encauzaba su vida, y su fidelidad a las virtudes ca-
racteristicas de la antigua Roma. Pero lo que Sabino no sab¡a es lo que
el otro pod¡a encontrar en ‚l, tan joven a£n.
38 39
Hab¡a llegado, entretanto, al campo de pr cticas, que se hab¡a ido
quedando cada vez m s peque¤o por las construcciones de las £ltimas
d‚cadas. Ahora el campo estaba rodeado por un circulo de templos,
p¢rticos y peristilos. Ya desde lejos, Sabino percib¡a los t¡picos sonidos
familiares: el choque agudo de las espadas y el sordo retumbar al gol-
pear contra los escudos.
Este del campo era un mundo de hombres. Aunque, realmente,
ninguna ley prohib¡a la presencia de mujeres, pero era muy raro en-
contrar all¡ a alguna, y las pocas que por all¡ se acercaban sol¡an llevar
velo. A las .prostitutas les estaba vetada la entrada; ten¡an que perma-
necer en un barrio de mala reputaci¢n llamado Subura, situado entre
el monte Capitolino y el Esquilmo.
Sabino busc¢ con los ojos la familiar y maciza figura de su amigo;
pero, antes de descubrirlo, una mano se pos¢ atr s en su hombro.
Sabino se dio la vuelta y vio el rostro sereno de Querea, que esbozaba
una sonrisa contenida. Querea ya se hab¡a cambiado de ropa y pa-
rec¡a alegrarse del encuentro.
- Salve Sabino! Pensaba que no ibas a venir hoy. Ya no me queda
tiempo para practicar; tengo una hora para ir a las termas. Sejano ha
dado orden de que todos los mandos de los pretorianos se presenten
esta noche para una reuni¢n.
Mientras permanec¡an sudorosos sentados en los ba¤os de vapor,
Querea titube¢ un rato. Al fin, dijo:
-Tengo que hacerte una pregunta; mejor dicho, tengo que pe-
dirte algo. En una ocasi¢n, quisiste pagarme el entrenamiento de ar-
mas. Entonces no quise aceptar dinero, y tampoco lo quiero ahora,
pero podr¡as mostrarme tu gratitud de otro modo, es decir, si te pa-
rece bien...
La curiosidad de Sabino se despert¢:
-Desembucha, Querea, que ya somos viejos conocidos. Si puedo
hacer algo por ti, lo har‚.
Querea se acerc¢ a ‚l y dijo en voz baja:
-Quiero aprender a escribir, ¨comprendes? No es que lo necesi-
te, pero estoy empezando a cansarme de las burlas de gente m sjoven
que yo, que proviene de familias adineradas y pudo permitirse tener
un maestro. Adem s, s¢lo me ascender n si s‚ leer y escribir. As¡, qui-
z incluso me asciendan a tribuno.
Sabino puso la mano en el brazo de Querea:
-Ser un placer, amigo m¡o. Con mucho gusto. Pero no creas
que es tan f cil!
-F cil o no -dijo Querea con determinaci¢n- me he propuesto
aprenderlo, y lo har‚. Lo £nico que pasa es que, hasta ahora, no me rl
hab¡a atrevido a ped¡rselo a nadie. Y a un maestro, de todas formas,
no le hubiera podido pagar. Me imagino la cara de Marcia cuando...
-;Cu ndo?
-Cuando haya llegado el momento, cuando ya sepa leer y escri-
bir. Lo cierto es que s‚ garabatear mi nombre, esto es algo que se
exige en mi posici¢n, pero he aprendido s¢lo a dibujar las letras, y no
s‚ lo que significan.
-Ya nos las arreglaremos -dijo Sabino confiado-. Si un ni¤o
de ocho a¤os es capaz de aprenderlo, tambi‚n lo ser un hombre de
treinta. ¨Y d¢nde quieres que te d‚ las clases? ¨En tu casa? ¨En las
termas? ¨En el campo de pr cticas?
Querea se ech¢ a re¡r:
-~ Por C stor y P¢lux! Para tomarme el pelo, me basto y me sobro
yo mismo. En casa, no puede ser, no hay espacio. Podr¡amos ir a alg£n
lugar al aire libre.
Sabino hizo un gesto negativo con la cabeza.
-No, Querea, esto no me parece adecuado. El mundo de la pa-
labra escrita ama la tranquilidad, la reclusi¢n. Vendr s a mi casa y no
se hable m s. Vivo en una gran morada en el Viminal. Tengo dos
habitaciones para mi solo, y mis padres estar n encantados de te-
nerme m s a menudo en casa.
-Te lo agradezco, Sabino. Si puedo, pasado ma¤ana volver‚ aqu¡;
entonces hablaremos de los detalles, pero ahora tengo que darme
prisa. A nuestro comandante, Sejano, no le gusta esperar.

Sabino permaneci¢ en las termas una hora m s, pero empez¢ a abu-


rrirse, y, adem s, sent¡a claramente la necesidad de estar con una mu-
jer. Pens¢ cu l de sus amigas viv¡a m s cerca, y se acord¢ de Lidia. Era
una griega liberta, no muyjoven y ya dos veces viuda. Hab¡a sido coci-
nera de un rico comerciante de cereales, que liber¢ en su testamento
a todos sus esclavos. Despu‚s, Lidia se hab¡a casado dos veces con
hombres mucho mayores que ella. Los maridos murieron pronto y le
dejaron una bonita herencia.
-La tercera vez -dec¡a ella- puedo permitirme el lujo de ca-
sarme con un hombre m sjoven, y tampoco es necesario que sea rico.
Claro que, mientras no encuentre el adecuado, mi cama no se debe
enfriar.
Hasta hacia unas semanas, Sabino se babia ocupado de esto, pero
a medida que iba m s a menudo al Campo de Marte, menos frecuen-
tes se iban haciendo sus visitas.
®Ya es hora de que me deje ver por all¡®, pens¢ Sabino, y se puso
en marcha hacia el Capitolio viejo, en cuyas inmediaciones se encon-
traba la casa de Lidia. Era un edificio algo antiguo, de cuatro pisos, de
40 41
los que ella ten¡a alquilados tres. Era muy severa en el cobro de los
alquileres y no toleraba tonter¡as en su casa. Por el ambiente tranqui.
lo del barrio y la cercan¡a del Quirinal apenas ten¡a problemas con sus
inquilinos, que eran en su mayor¡a trabajadores de alguno de los nu-
merosos templos que all¡ hab¡a.

-Vaya, vaya. ;Que hombre tan caro de ver! ¨Qu‚ ocurre para que
asomes otra vez las narices por aqu¡? Por cierto, ¨recuerdas a£n mi
nombre?
-Guarda bien tu lengua, descarada, si no quieres que me vuelva a
marchar -dijo Sabino con una sonrisa divertida.
-; Pu es ya te puedes ir! -le espet¢ ella con un centelleo furioso
de sus ojos color gris pizarra.
-Esto es precisamente lo que no voy a hacer, mi casta Lidia -bro-
me¢ Sabino, y la apart¢ para entrar en casa.
La puerta que daba al peque¤o jard¡n estaba abierta. Sabino se
sent¢ en el banco cubierto de cojines y bostez¢ con fuerza.
-Las termas dan sue¤o; sue¤o y sed. Puedes agasajar a tu querido
hu‚sped, hermosa griega...
Lidia se hab¡a calmado y mir¢ cari¤osamente a Sabino.
-Agasajar ¨con qu‚?
-Con vino, pan, queso, nueces, frutos secos, con lo que tengas a
mano.
-Comer y beber s¢lo da a los hombres fatiga y lasitud. Te dar‚ un
poco de vino que avive el fuego de tu entrepierna.
-T£ llamas a las cosas por su nombre. Eso es lo que m s me gusta
de ti.
Atrajo a la regordeta griega a su regazo, y le solt¢ el cabello, negro
como el azabache, que la mujer llevaba recogido en un mo¤o. Lidiase
escap¢ de sus manos y corri¢ las cortinas de la ventana y las de las
puertas. Luego dej¢ caer despreocupadamente la t£nica, que le llega-
ba hasta los tobillos.
-Eres una reencarnaci¢n de Juno, patrona de Roma. Quien te
abraza, siente el aliento de la divinidad. Y algo m s...
-No seas tan redicho! Se nota que tu padre trata con libros y con
poetas.
Le ayud¢ a desprenderse de su ropa y le rode¢ el sexo suavemente
con las manos.
-¨Seguro que todo sigue en su sitio, mi cabritillo? Se le nota bien
repleto.
-Lo he guardado todo para ti; desde hace semanas vivo en casti-
dad. Mi fuerza viril es toda tuya, s¢lo tuya.
r

Lidia rompi¢ a re¡r a carcajadas.


-Si, si, y me lo voy a creer...
Cayeron sobre la cama, y Sabino sinti¢ su disponibilidad. La pe-
netr¢ con fuerza, y sus brazos, acerados por la lucha con las armas,
apretaron su cuerpo gordonzuelo como si quisiera ahogar¡a.
-Despacio, querido, despacio... -jade¢ Lidia-. Guarda un poco
para despu‚s.
Si, realmente era la amante ideal, aunque algo zafia e incapaz de
sostener una conversaci¢n de cierta altura. Pero tampoco era ‚ste el
motivo por el que Sabino la visitaba.

1
42 43
Iv

El prefecto de los pretorianos, Lucio Elio Sejano, ten¡a la sensaci¢n


de estar muy pr¢ximo a su meta. Hab¡a eliminado a la familia de Ger-
m nico, conviv¡a con Julia, nieta carnal del emperador, y, sin embar-
go, no ten¡a ahora muy claro c¢mo seguir. No hab¡a nadie a quien
Tiberio hubiera nombrado sucesor; sobre este punto, el emperador
guardaba silencio.
En su £ltima visita a Capr¡ ni siquiera recibi¢ a Sejano. Tiberio le
mand¢ sus disculpas, pero su estado actual no le permit¡a someterse a
conversaciones prolongadas.Jam s hasta entonces Sejano se hab¡a vis-
to tratado de ese modo, y volvi¢ a Roma muy pensativo. All¡ hab¡a algo
sospechoso, y conven¡a averiguar qu‚ era.
Sejano coment¢ la situaci¢n con sus amigos m s ¡ntimos y les
pregunt¢:
¨Qui‚n sigue teniendo derechos leg¡timos a la sucesi¢n al
trono?
-Ya queda s¢lo el peque¤o Tiberio Gemelo, hijo de Druso y Livia.
Es nieto carnal del emperador.
-Pero no tiene m s que diez a¤os -objet¢ Sejano.
-Seria a£n mejor que no existiera... -exclam¢ alguien.
-¨Y d¢nde est ahora?
-En Capri.
Sejano se qued¢ de piedra. En Capri, junto al emperador. Esto
significaba: en un lugar seguro, inalcanzable para sus esbirros y sus
esp¡as. Todos sus planes, su obstinada y sangrienta aproximaci¢n al
poder a lo largo de tantos a¤os, ¨iba a fracasar por culpa de un nifio?
Ciudado! Tambi‚n quedaba Cayo Cal¡gula, el £ltimo de los hijos de
Germ nico que segu¡a en libertad, y era nieto adoptivo de Tiberio.

44

J
Y Cal¡gula ya hab¡a dejado de ser un ni¤o, tendr¡a ahora unos diecisie-
te o dieciocho a¤os. ¯Lo he perdido de vista -pens¢ Sejano-, pero
seria posible incluirlo en las £ltimas jugadas de esta partida de juego
de damas por el poder.¯
Sejano volvi¢ a recuperar el terreno, y suspir¢.
-S¡, seria un buen camino: organizar la sucesi¢n al trono de Cal¡-
gula y lograr que este eliminara al peque¤o Tiberio. Entonces queda-
r¡a s¢lo uno bloqueando el camino hacia el trono: el propio Cal¡gula.
Ahora ten¡a que introducirlo en su circulo de amigos m s ¡ntimos,
adularlo y engatusarlo. Aquel silencioso y poco llamativo Cayo C‚sar
no era adversario serio. Esto pensaba Sejano, y volvi¢ a perderse en
sus viejos sue¤os de hacerse proclamar emperador, sue¤os cuya reali-
zaci¢n estaba ahora ya tocando con la mano. El nombre de Lucio Elio
Sejano. Lucius Aelius Sejanus Augustus Imperator como tercer empera-
dor del Imperio Romano se grabar¡a en las p ginas de la Historia con
letras de oro. Y tendr¡a hijos con Julia, y fundar¡a la casa imperialJulia
A‚lica.
De todos modos, en Roma ya era soberano indiscutible. Sus diez
cohortes de pretorianos s¢lo esperaban una se¤al en su campamento
junto al Virinal, y lo proteger¡an con sus cuerpos como un muro vi-
viente. Pero hacia ya mucho tiempo que incluso esto hab¡a dejado de
ser necesario. El pueblo lo veneraba porque manten¡a a raya al Se-
nado y a los patricios. Desde hacia algunos a¤os, su cumplea¤os se
celebraba oficialmente, y en todas partes de la ciudad hab¡a estatuas
suyas de tama¤o natural. ®El segundo hombre de Estado, y pronto el
primero! Hab¡a valido la pena, -pensaba Sejano-, pero ya se sabe
que el camino hacia el poder est lleno de cad veres. S¢lo hab¡ aque
mirar atr s! ~C¢mo hab¡a tratado Octavio a sus adversarios antes de
convertirse en soberano £nico bajo el nombre de Augusto? Hab¡a pa-
sado por las armas a medio Senado, hasta que qued¢ libre el camino.
Despu‚s hab¡a podido permitirse el lujo de ser un soberano excelente
y popular, pues ya no ten¡a necesidad de pactar con posibles adversa-
rios. Se limitaba a perdonarlos, sencillamente, dej ndolos as¡ en ri-
d¡culo ante todo el mundo.¯
Sejano sent¡a c¢mo crec¡a algo en su pecho, c¢mo sal¡a a la luz el
futuro Augusto Sejano, indulgente y justo, como el cuerpo de una
serpiente que muda su piel vieja y con ella los viejos errores y pecados.

Cayo Cal¡gula segu¡a viviendo a£n en casa de su bisabuela Livia, obser-


vaba exactamente lo que ocurr¡a y esperaba. No le sorprendi¢ el he-
cho de que, un buen d¡a, se presentara ante su puerta un centuri¢n
de los pretorianos con un mensaje de Sejano.

45
-Cayo C‚sar, el prefecto te invita, si te apetece, a celebrar con ‚l y
sus amigos la fiesta conmemorativa de la fundaci¢n de la ciudad.
Cal¡gula reflexion¢ r pidamente. ¨Se tratar¡a de una trampa? Al
a¤o siguiente llevar¡a la toga viril y se convertir¡a en un serio adversa-
rio para Sejano.
-S¡, centuri¢n; dile al prefecto que ir‚ con mucho gusto.
Inmediatamente, Cal¡gula pidi¢ ser recibido por Livia, que guar-
daba cama desde hac¡a algunas semanas. Le comunic¢ que se trataba
de un asunto de m xima urgencia y la anciana le recibi¢ diciendo con
Noz d‚bil:
-S‚ breve, Cayo, no me quedan muchas fuerzas.
-Perdona, venerable Augusta, pero me be acostumbrado a pedir
tu consejo antes de tomar decisiones de importancia. Ahora, el pre-
fecto Sejano me ha invitado a las fiestas conmemorativas de la funda-
ci¢n de Roma. He aceptado su invitaci¢n, pero quiero que, si me pasa
algo, sepas d¢nde estoy.
Cal¡gula vio cruzar una sonrisa por aquel rostro arrugado.
-Has hecho bien, hijito. Ve a la fiesta e intenta averiguar en una
conversaci¢n a solas lo que Sejano se propone. Si intenta hacerte ape-
tecible la sucesi¢n al trono imperial, eso significa que el peligro es
may£sculo. Acepta de buen grado sus proposiciones y trasl date in-
mediatamente despu‚s a Capri para ponerte bajo la protecci¢n del
emperador.
Cal¡gula bes¢ fugazmente la piel apergaminada de la mano de la
anciana, y se despidi¢ respetuosamente. Una vez fuera, se estremeci¢.
C¢mo le repugnaba aquella momia! ¨No se morir¡a de una vez? Aho-
ra no la necesitaba ya.

Con los brazos abiertos, Sejano se dirigi¢ a ‚l y exclam¢:


-Dejad sitio a Cayo C‚sar, mi hu‚sped de honor para la fiesta del
setecientos ochenta y tres aniversario de la fundaci¢n de Roma. Gra-
cias a ti, C‚sar, de la estirpe Julia Claudia, este jubileo se convierte en
una fiesta.
Cal¡gula dio las gracias con palabras cordiales y procur¢ hacerse el
ingenuo. Adul¢ a Sejano, ensalz¢ su beneficiosa influencia sobre
Roma, elogi¢ su fidelidad al emperador que, sin duda, daba gra-
cias todos los d¡as a los dioses por haberle dado un colaborador tan
leal.
-Con tu ayuda, admirado Sejano, debe de ser un placer gobernar
y regentar un imperio.
-No soy m s que un simple soldado -dijo Sejano con fingida
modestia- que intenta hacerlo lo mejor que sabe.
-Exactamente. As¡ es como lo ve tambi‚n nuestro egregio empe-
rador, mi venerad¡simo abuelo.
-La £nica pena es que nuestro emperador tenga ya una edad tan
avanzada. Un hombre como ‚l deber¡a gobernar a£n durante muchas
d‚cadas.
-Tus palabras expresan exactamente lo que yo siento. Pero con-
tra la naturaleza nada podemos hacer.
-Pero la naturaleza nos ha dado la raz¢n, y ‚sta nos capacha para
tomar ciertas precauciones.
Cal¡gula fingi¢ no entender.
-¨Precauciones?, ¨qu‚ precauciones?
®Si ‚ste llega a emperador alg£n d¡a -pens¢ Sejano-, Roma se
hunde en un par de a¤os.¯
-Puestos ya a discutir estas cosas, convendr¡a hacerlo a fondo,
admirado Cayo C‚sar. Aqu¡ hay demasiado ruido y nos oye demasiada
gente. Te ruego que me acompanes.
Sej ano se levant¢, y con ‚l sus dos guardias. Cal¡gula le sigui¢ a una
peque¤a estancia contigua.
-Vosotros, vigilad la puerta y no dej‚is entrar a nadie, a no ser
que aparezca en persona el emperador. ¨Quieres un trago de vino,
C‚sar?
-No, no. No estoy acostumbrado a beber tanto. En casa de la
admirada Livia Augusta se vive de un modo muy sobrio. All¡ se siguen
practicando las virtudes de la antigua Roma.
Sejano se ech¢ a re¡r:
-¨C¢mo se encuentra la augusta se¤ora?
-Est en todo, y me ha pedido expresamente que celebre contigo
la conmemoraci¢n de la fundaci¢n de la ciudad. Porque, normalmen-
te, vivo demasiado recluido.
-As¡ que ella sabe que est s aqu¡... -dijo Sejano m s bien para s¡
mismo.
-Lo sabe todo, ilustre Sejano, m s de lo que pensamos.
-Bien, bien. Pero vamos a hablar de otra cosa. Me gustan las cosas
claras, C‚sar, todos lo saben. El augusto emperador Tiberio ha sobre-
pasado con creces su s‚ptima d‚cada y, de acuerdo con la ley de vida,
a la que todos estamos sometidos, se reunir dentro de pocos a¤os,
quiz incluso antes, no lo quiera el gran J£piter, con sus divinos an-
tepasados. Soy ambicioso, Cayo C‚sar, lo confieso abiertamente, y
quiero seguir siendo tambi‚n prefecto de los pretorianos tras la muer-
te del veneradisimo emperador. Pero ¨qui‚n ser su sucesor? ¨Qui‚n?
Cal¡gula pens¢ para sus adentros: ®Esto es exactamente lo que no
quieres seguir siendo, maldito zorro, pero quieres que yo te abra el
camino hacia el trono imperial¯.
46 47
~Lo comprendo, prefecto. ¨Qui‚n va a querer empeorar su posi-
ci¢n cuando las circunstancias cambien? Yo lo veo muy sencillo: po-
dr¡as asumir la regencia por el peque¤o Tiberio C‚sar hasta su mayo-
r¡a de edad. En cuanto a m¡, al menos, yo interceder¡a en tu favor.
Sejano no hab¡a contado con semejante respuesta. Parec¡a que,
realmente, Cal¡gula no se sent¡a en absoluto atra¡do por el poder.
~No s‚ si soy el adecuado para ello. Yo, como simple soldado...
-Eres demasiado modesto, Sejano. Quien dirige casi por si solo
los destinos de Roma desde hace m s de una d‚cada, es tambi‚n ade-
cuado para una regencia. Tiberio C‚sar tiene ahora once a¤os, y si
durante los pr¢ximos a£os su abuelo deja el trono libre, s¢lo tendr¡as
que asumir la regencia por cuatro o cinco anos.
~¨Y t£, Cayo? -pregunt¢ Sejano abiertamente.
~No soy tan ambicioso como mis hermanos, a quienes su ambi-
ci¢n, por otra parte, no les ha beneficiado precisamente. Yo prefiero
una vida tranquila, contemplativa; leo mucho, voy con frecuencia al
teatro y estoy planeando escribir una biografia de mi padre. Probable-
mente soy m s parecido a mi t¡o Claudio, que est escribiendo en
estos momentos una historia del Imperio. Una actividad como ‚sta
me seduce m s que un cargo p£blico.
Sejano le crey¢, porque quer¡a creerle.
~Me alegra que no5 entendamos tan bien, C‚sar Cayo.
Los finos labios de Cal¡gula esbozaron una sonrisa.
..~-¨Y por qu‚ no? Conozco suficientemente bien la historia de
Roma como para saber que debe su grandeza a hombres capacitados.
A hombres como t£, prefecto Sejano.
En esta conversaci¢n, los dos hab¡an estado mintiendo a concien-
cia. Especialmente Cal¡gula demostr¢ ser un maestro del fingimiento.
No viv¡a ni mucho menos tan recluido como hab¡a querido dar a en-
tender al prefecto, sino que, al contrario, hab¡a aprovechado los £lti-
mos tiempos para establecer contactos con los a£n numerosos amigos
y seguidores de su difunto padre. ¨Qui‚n no se acordar¡a deiLgi-acio-
so ®Cal¡gula¯, al que su padre sol¡a llevar consigo a todas partes? El
destinO de Agripina y de sus hijos mayores hab¡a causado indigna-
ci¢n en mucha gente, aunque no pod¡an demostrarlo. Cal¡gula se li-
mitaba a dar se¤ales de vida. El ej‚rcito y el pueblo deb¡an saber que
a£n segu¡a existiendo un sucesor masculino de la familia de Germa-
nico.
Naturalmente, ello no hab¡a quedado oculto para Sejano, pero le
daba poca importancia. Tampoco fue tomado en serio por sus esp¡as.
Por otra parte, encajaba bien en los planes de Sejano que, en princi-
~ hab¡a querido preparar a Cal¡gula como sucesor al trono. Pero
tras esta conversaci¢n, le hab¡a empezado a gustar tanto la idea de
una regencia, con eljoven C‚sar Tiberio como menor de edad, que se
preparaba por entero para este plan.
®Cal¡gula, en cambio, -pens¢ Sejano satisfecho-, tendr que com-
partir tarde o temprano el destino de sus hermanos, aunque no ambi-
cione el poder.¯ As¡ quedar¡a eliminado el obst culo principal, la fami-
lia de Germ nico, y el pueblo encontrar¡a otro ¡dolo al que venerar.
El emperador Tiberio llevaba tres a¤os viviendo en la isla de Capri,
y hasta el momento no hab¡a sentido ning£n deseo de volver a Roma.
No s¢lo porque en la gran ciudad se cre¡a rodeado de enemigos y
traidores, sino porque eran demasiados los ojos que observaban todo
lo que hac¡a: lo que com¡a, cu ndo dorm¡a, con qui‚n trataba en pri-
vado, a qu‚ efebo conced¡a sus favores, a qu‚ vicios se entregaba, todo
era tergiversado y comentado hasta la saciedad. Tiberio se hab¡a can-
sado de esto. Era un hombre vicioso, y cuanto m s viejo se hacia m s
vicioso era. No es que se avergonzara de serlo, pero no le gustaba que
el pueblo lo supiera y se empa¤ara as¡ la imagen de una majestad
hecha a la imagen de un dios.
La imagen que el emperador quer¡a dar de s¡ mismo al pueblo se
mostraba en las frecuentes cartas que enviaba a los senadores. Cartas
como ‚sta:

®Senadores!:
®Admito ante vosotros y deseo que tambi‚n la posteridad lo man-
tenga en la memoria, que soy un hombre que cumple con sus obliga-
ciones de hombre y se conforma con ocupar su lugar de pr¡ncipe. La
posteridad honrar mi memoria lo suficiente, y m s que suficiente-
mente, s¡ cree de m¡ que fui digno de mis antepasados y que he cuida-
do solicito de vuestros asuntos, que en los peligros he sido intr‚pido e
imp vido en la lucha por el bienestar p£blico. Estos ser n los templos
que edificar‚ en vuestros corazones, ‚stas las estatuas m s admirables
y duraderas! Porque los retratos que se hacen en piedra son destrui-
dos como las l pidas si el juicio de la posteridad se convierte en odio.
Por esto dirijo mi ruego a los conciudadanos, a los pueblos amigos y a
los mismos dioses: que me concedan hasta el final de mi vida un esp¡-
ritu sereno capaz de reconocer ante ellos y ante los hombres lo que es
justo, para que, cuando yo haya abandonado la vida, se dediquen elo-
gios a mis actos y se rinda homenaje a mi memoria.¯

Lamentablemente, hacia mucho tiempo que esta imagen hab¡a deja-


do de corresponderse con la realidad. Un emperador as¡ hab¡a exis-
tido, en los primeros a¤os tras su ascenso al trono, pero desde que Seja-
no iba ganando en poder e influencia y envenenaba el aire los absur-
48 49
dos ®procesos de lesa majestad¯, esta imagen del emperador ya no era
m s que una quimera.
Ante sus amigos m s ¡ntimos, los que viv¡an con ‚l en Capri, no
ocultaba sus vicios, pero tampoco los invitaba a participar en ellos. De
todos modos, para el viejo Trasilio, su antiguo maestro y actual astr¢-
logo, estos vicios no ten¡an importancia, y con su intimo amigo Co-
ceyo Nerva, antiguo c¢nsul, s¢lo hablaba de literatura y de filosofia.
La vida de Tiberio Augusto correspond¡a as¡ a tres aspectos: en
primer lugar el emperador y el estadista; despu‚s, el hombre recluido
en su vida privada, rodeado de algunos amigos; y, por fin, el libertino
que, en su lascivia senil se mostraba desmedido y exigente.
En la vejez Tiberio se entregaba desenfrenadamente al alcoholis-
mo, al que hab¡a puesto freno de m s joven. Le gustaban los vinos
fuertes y arom ticos, y no era raro que sus sirvientes tuvieran que car-
gar con ‚l a cuestas para llevarlo a la cama. A sus espaldas, el pueblo lo
llamaba ®el Borracho¯ (Biberius), pero lo que la plebe pensaba o dec¡a
de ‚l, no ten¡a ninguna importancia para el emperador Tiberio.
Para prevenir que sus fuerzas viriles fallaran, su m‚dico de c mara
Candes le preparaba diversos afrodisiacos que no dejaban de tener
efecto, pero que poco a poco iban envenenando la sangre del empera-
dor. Ello se hacia patente en los persistentes eccemas que desfiguraban
su rostro y que reventaban constantemente en abscesos exudantes. A ‚l
le daba igual. Quer¡a amortiguar su miedo a su pr¢xima muerte, y para
ello necesitaba el sexo, necesitaba juventud para deleitarse con juegos
lascivos en los que ‚l mismo muy limitadamente pod¡a participar.
Lleno de curiosidad, Tiberio esperaba ahora la pr¢xima ®remesa¯.
Eran bellos adolescentes, capturados en las inmediaciones por sus es-
birros y arrebatados a sus padres con numerosos pretextos. Se intenta-
ba tranquilizar a la gente diciendo que el emperador buscaba nuevo
personal de servicio, y que era un extraordinario honor poder vivir y
trabajar en su corte. Pero, con el tiempo, la gente hab¡a empezado a
desconfiar, porque no volv¡an a saber nada de sus hijos, y de algunos
llegaba incluso la noticia de que hab¡an tenido un accidente mortal
en su trabajo. No se permit¡an visitas en Capri, y si alguien intentaba
poner clandestinamente pie en la isla, era detenido pir los guardias y
ejecutado inmediatamente.
Poco importaban al emperador semejantes nimiedades. No le
afectaba el hecho de que, de aquella multitud de all fuera, una multi-
tud sin nombre y sin rostro, faltaran unos cuantos.
Cr¡t¢n, un liberto griego, atleta mudo e incondicional del empera-
dor, entr¢ silenciosamente en la peque¤a sala de lectura. El empera-
dor le dirigi¢ una mirada interrogativa, y Crit¢n esboz¢ una sonrisa.
Hizo unos cuantos gestos explicativos, pero Tiberio le cort¢ impacien-
te. El mudo le ayud¢ a levantarse del sill¢n y luego volvi¢ a colocarse
en la puerta.
Encorvado y cojeando levemente, el emperador sali¢ y ahuyent¢
con un brusco adem n a algunos sirvientes que quisieron acerc rsele.
Lo hizo en silencio, pues evitaba toda palabra superflua; s¢lo manten¡a
conversaciones m s prolongadas en su circulo de amigos ¡ntimos; con
Trasilio, por ejemplo, a quien acuciaba con cuestiones de astrolog¡a.
Crit¢n segu¡a a corta distancia a su se¤or, para poderle ayudar en
cualquier momento si daba un traspi‚ o si alguien osaba acerc rsele
espont neamente.
Una estrecha escalera llevaba a la parte inferior del extenso com-
plejo de la villa, donde se agrupaban en torno al ba¤o particular del
emperador algunos recintos retirados a los que s¢lo se pod¡a acceder
por un £nico pasadizo, constantemente vigilado. El mayor de estos
recintos estaba repleto de cojines forrados de piel, esparcidos por to-
das partes como al azar. Al fondo se encontraba una oscura ornacina
con un sill¢n c¢modo en el que Tiberio tom¢ asiento. La peque¤a
caminata le hab¡a fatigado tanto que no paraba de jadear y sent¡a una
fuerte sensaci¢n de v‚rtigo. Se hizo servir una copa de vino arom tico
caliente, que apur¢ con avidez, y, al instante, se hizo llenar la copa de
nuevo. Dio unas palmadas.
Trajeros a dos muchachas y a otros dos muchachos de edades que
oscilaban entre los catorce y los diecis‚is a¤os, vestidos con t£nicas
que les llegaban hasta la rodilla. Se les notaba un aire t¡mido y se
apretaban unos a otros como ovejas camino del matadero.
~Qu‚ os pasa? -exclam¢ el emperador desde su oscura horna-
cina-. No est is aqu¡ para ser torturados sino para mi placer y para el
vuestro. Re¡d, hijos m¡os, quiero ver caras alegres!
O no lo entendieron, o estaban demasiado asustados como para
esbozar una sonrisa. Se limitaron a mirar aterrorizados hacia el lugar
de donde proced¡a la ronca voz del anciano. Uno de los guardianes
blandi¢ su l tigo y lo hizo restallar sobre las piernas desnudas de los
jov‚nes. Estos gritaron, corrieron de ac para all hasta que el empe-
rador exclam¢:
-Basta ya! Habr tiempo despu‚s. Traed ahora a los spintriae.
Eran ‚stos la tristemente c‚lebre cohorte de efebos y prostitutas
que practicaban todo g‚nero de lascivias. Estaban adiestrados para
ello y tan embotados en su inteligencia que obedec¡an las ¢rdenes
inmediatamente sin pesta¤ear. Cuando se cansaba de ver sus rostros
lascivos y torpes, el emperador los hac¡a cambiar por otros. Para que
nada trascendiera, esclavos mudos los llevaban hasta lo alto de los
acantilados y desde all¡ los despe¤aban. En la playa esperaban hogue-
ras preparadas para quemar sus cuerpos. Sus cenizas se arrojaban lue-
50 51
1
go a paladas al mar. Pero Tiberio no perd¡a su tiempo pensando en
esto; ve¡a en ellos un mero instrumento para su placer y cuando resul-
taban in£tiles, los eliminaba como si fueran basura.
Los cuatro spintriae desnudos -las dos chicas y los dos mucha-
chos- se ocuparon inmediatamente de los reci‚n llegados. Los ado-
lescentes arrastraron a las muchachas, por m s que se resistieron, has-
ta los cojines esparcidos por el local y les arrancaron la ropa, les
abrieron las piernas a la fuerza y las violaron entre sonoros gemidos y
exclamaciones obscenas, como le gustaba al emperador.
muchachos! ni¤as, lo
ahora, los Adelante, demostrad que
sab‚is hacer! -grit¢ Tiberio anim ndolas.
Una sonrisa c¡nica cruz¢ su rostro estragado, desfigurado por los
sarpullidos. Puesto que para las mujeres resulta pr cticamente impo-
sible forzar a un hombre contra su voluntad, las spint¤ae femeninas
desarrollaban otros m‚todos. Ci¤eron sus cuerpos a los de los mucha-
chos, los besaron, los acariciaron e intentaron despertar con h biles
gestos sus fl ccidos falos.
-~Desbravad a estos potrillos rebeldes, hop, hop!
Suavemente, las muchachas hicieron caer a los adolescentes sobre
los cojines, se sentaron sobre sus cuerpos, se balancearon de arriba
abajo y exclamaban: ®Hop, hop!¯, para agradar al emperador. Hacia
mucho tiempo que circulaba el rumor de que su desaprobaci¢n signi-
ficaba la muerte.
Tiberio iba apurando copa tras copa, pero hoy no se sabe por qu‚,
no consegu¡a animarse. Su viejo y fl ccido sexo no daba se¤ales de
vida, y pronto se cans¢ de los juegos de sus spintriae. Se retir¢ malhu-
morado y mand¢ buscar a Trasilo. Con la lengua pastosa por el vino,
orden¢:
-Toma una copa conmigo, mi erudito amigo, y dime por qu‚ la
vida es una mierda tan grande. Cuando naces, ya tienes la sombra de
la muerte a tus espaldas, y, cuando mueres, nadie sabe por qu‚ has
vivido; pero lo curioso es que quien menos lo sabe eres t£ mismo.
Trasilo levant¢ las manos para aplacar al emperador:
-Esto puede ser cierto para otros, se¤or, pero no para ti. T£ has
continuado con vigor y habilidad la obra del divino Augusto conser-
vando al Imperio en paz y bienestar.
-Paz y bienestar... -balbuce¢ Tiberio-. Si, si, puede que sea
cierto. ¨Y c¢mo me lo agradecen? El tres veces maldito Senado conspi-
ra a mis espaldas, y £ltimamente me est n llegando rumores de todo
tipo sobre Sejano, la £nica persona en la que confiaba. Pero no quiero
aburrirte con pol¡tica, sabio observador de las estrellas. Me consta que
t£ no me has enga¤ado jam s, jam s me has mentido. Y ahora dime
una cosa, dime, di...
r
El emperador se pas¢ la mano por la cara como para espantar un
mal pensamiento. Luego inclin¢ la cabeza y se qued¢ dormido.
-. Gracias sean dadas a J£piter! -susurr¢ Trasilo en voz baja-.
Cuando Tiberio se empe¤a en saber la verdad, me entra p nico.

Cal¡gula hab¡a sacado las conclusiones acertadas de la conversaci¢n


que mantuvo con Sejano. Para el prefecto, ‚l no era m s que una
figura de la que aqu‚l se servia y a la que eliminar¡a tan pronto resulta-
ra in£til o se convirtiera incluso en un obst culo para ‚l. La inteligen-
cia aguda e intensa de Cal¡gula se hab¡a dado cuenta de las intencio-
nes de Sejano. E hizo lo £nico adecuado: volver a casa de Livia con el
pretexto de que iba s¢lo a despedirse.
Sali¢ luego a caballo para Ostia, acompa¤ado por un sirviente, y
all¡ tom¢ un velero r pido hasta Capri. Su t¡o lo recibi¢ con sorpren-
dente amabilidad, porque se negaba a creer lo que personas leales le
contaban de Sejano y ped¡a constantemente nuevas noticias.
-Cayo! Tu llegada es muy oportuna. Parece que Sejano no tiene
m s que enemigos en Roma. S‚ que es ambicioso, pero no puedo
creer que ambicione mi trono. No quiero creerlo. Y ahora quiero oir
tu opini¢n.
Cal¡gula ocult¢ su estupor por el aspecto del emperador tras su
expresi¢n impenetrable.
-Salve, imperator!Me alegro sinceramente de encontrarte con un
aspecto tan saludable.
Tiberio desconfi¢ de inmediato.
-¨Y por qu‚? ¨Creias que ibas a encontrar a un moribundo?
-No precisamente esto, pero en Roma corren rumores...
-¨Rumores? ¨Qu‚ tipo de rumores? Dime la verdad, Cayo, te lo
ordeno!
-Por los manes de nuestra familia y por todo lo que me es sagra-
do, s¢lo puedo decirte la verdad que conozco. Igual que estoy ahora
sentado frente a ti, estuve hace dos d¡as hablando con Sejano. De
nuestra conversaci¢n te informar‚ con mucho gusto. Parece ser que
el prefecto supone que no vas a vivir mucho, y se ve como futuro re-
gente de tu nieto C‚sar Tiberio, a£n menor de edad. Sejano gobierna
Roma como un dictador y da todas sus ¢rdenes en tu nombre. Por
prometido en secreto con Julia? Cuando t£
cierto, ¨sabes que est
mueras, quiere casarse con tu nieta y sentarse en el trono con ayuda
de sus pretorianos. No es que me haya dicho esto a la cara, pero no
dej¢ ninguna duda sobre sus intenciones.
-Deber¡a haberlo pensado -dijo Tiberio-. Sus cartas ten¡an un
tono inofensivo y modesto, nada corriente en ‚l. Por lo dem s, me
52 53
pidi¢ que le permitiera casarse con Claudia, pero no me compromet¡
a nada. Le di largas al asunto.
-No era m s que una artima¤a. Hace ya tiempo que ha roto
con Claudia, porque ya no la necesita. Toda Roma habla de que fue
Claudia quien envenen¢ a Druso por orden de Sejano. ¨No sabes
nada de esto?
Se crisp¢ el rostro del emperador.
-¨Dices que envenen¢ a mi hijo? No puede ser verdad, no lo
creo!
-Tal vez sea s¢lo un rumor, pero, por lo que s‚, parece que es la
triste verdad. Sejano es un hombre eficiente, de esto no hay duda, y yo
le hubiera otorgado mi confianza plena, igual que has hecho t£. Pero
el gozar de tu favor, Majestad, lo ha hecho pretencioso e indulgente.
Tengo la impresi¢n de que fue demasiado d‚bil para resistirse al
atractivo del poder y ha rebasado con mucho los l¡mites de su cargo.
Has alimentado a una v¡bora en tu pecho. Lamento tener que decirte-
lo, pero no hago m s que cumplir tu orden de decirte toda la verdad,
la verdad tal como yo la conozco. Quiz recibas de otros noticias m s
agradables...
El emperador permaneci¢ callado, rasc ndose los eccemas de su
cara. Arranc¢ un emplasto y lo tir¢ al suelo. Despu‚s pos¢ en Cal¡gula
sus opacos ojos de anciano.
-No, Cayo, no tengo mejores noticias. Todo encaja perfectamen-
te, y lo que me has contado, confirma las sospechas de amigos en quie-
nes confio. No obstante, de momento no me parece sensato inquietar
a Sejano. Que contin£e alg£n tiempo m s con sus deslealtades. S¢lo
as¡ podr‚ probar al final su culpabilidad. Tengo incluso intenci¢n de
elevarlo pr¢ximamente al consulado, a mi lado. Quiero que se sienta
seguro, due¤o de mi confianza y de mi favor. Esto har que cometa
imprudencias, y, entonces, actuar‚. Lo aniquilar‚ a ‚l y a todos sus
amigos y seguidores, y a toda su familia; lo aplastar‚ como a una ser-
piente. Confio en ti, Cayo. Ni una sola palabra de lo que te he dicho
debe salir de aqu¡! T£ eres sangre de mi sangre, y esto cuenta m s que
los planes de ese ambicioso arribista, en quien he confiado durante
tanto tiempo. Durante demasiado tiempo sin duda!
Cal¡gula estaba exultante. Todo se desarrollaba de acuerdo con
sus deseos, y cuando Sejano se viera despojado del poder, llegar¡a su
hora, la hora de Cayo C‚sar a quien todo el mundo llamaba Cal¡gula.
Cal¡gula se re¡a para sus adentros: ~El Cal¡gula se convertir r pida-
mente en una c liga, y esa c liga, antes de que os hay is dado cuenta
de lo que os est ocurriendo, os doblar el espinazo¯.
Cornelio Sabino comunic¢ con breves palabras a su padre que, de
ahora en adelante, acudir¡a a su casa, varias veces por semana, un
centuri¢n de los pretorianos para recibir lecciones de escritura y lec-
tura.
Celso movi¢ la cabeza desesperado.
-Mi hijo, con veinte a¤os, juega a ser maestro antes de haber
aprendido nada. ¨Te paga bien, al menos, ese valiente guerrero? Por
lo que se dice, los pretorianos perciben buenos salarios, a costa nues-
tra, naturalmente.
-No -dijo Sabino pacientemente-. El valiente guerrero no
paga nada. En primer lugar es amigo mio, y, en segundo, ‚l tambi‚n
me ha hecho un gran favor. Por cierto, Querea es bastante mayor que
yo, est casado y tiene dos hijos. Como puedes ver, no se trata de
ninguna travesura de mozalbetes que usan tu casa como protecci¢n.
Querea quiere ascender, y para ello tiene que saber leer y escribir
perfectamente.
-Bien, bien, hijo mio, no voy a meterme donde no me llaman.
Siempre ser mejor eso a que pierdas el tiempo corriendo tras cual-
quier falda por ah¡ fuera. ¨Y a santo de qu‚ iban a entrar y salir s¢lo
eruditos y poetas en nuestra casa? Seguro que el firme paso de Marte
no perjudicar para nada nuestra casa, en la que, quiz por influencia
de Apolo, reina un ambiente demasiado blando.
-Es muy bonito lo que acabas de decir, mi querido antepasado, y,
en este caso, te doy por una vez la raz¢n con toda mi alma.
Celso sali¢ moviendo la cabeza, desconcertado. De aquel hijo
siempre se pod¡a esperar una sorpresa. En su fuego interno estaba
orgulloso de Sabino, pero este orgullo lo guardaba para s¡.
Al d¡a siguiente, Casio Querea se present¢ tan pronto como se vio
libre de servicio.
-Al final he acabado por decirselo a Marcia. A fin de cuentas ha
de saber d¢nde estoy y lo que estoy haciendo. De ella puedo fiarme,
no le dir nada a nadie.
-No es ninguna verg¤enza no saber escribir. La mayor¡a de los
romanos no saben hacerlo y, por lo visto, tampoco lo necesitan. Ven,
Querea, si‚ntate aqu¡, no perdamos m s tiempo.
Sabino se hab¡a propuesto empezar sus clases con unas nociones
generales.
-Comenzaremos por tu propio nombre, que incluso sabes ya es-
cribir.
Sabino le pas¢ a Querea una tablilla, le puso un punz¢n o estilete
en la mano y le invit¢ a escribir su nombre. Despacio y con gran es-
fuerzo, Querea garabate¢ las dos palabras.
Sabino hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
54 55
-All¡ est escrito: Casio Querea. Si pronuncio despacio tu nom-
bre, se oye cada letra por separado. C-a-s-i-o. ¨Conoces otros nombres
que empiecen por ®C¯?
Querea reflexiono:
-Por ejemplo tu apellido: Cornelio. O el del antiguo c¢nsul Co-
ceyo.
-Bien, Querea. Pero hay que tener en cuenta que la ®C¯, la terce-
ra letra del alfabeto, se pronuncia de diferente modo ante ®i> y "e¯. Es
la misma letra, pero cambia su pronunciaci¢n. T£ eres un centuri¢n,
y esta palabra empieza tambi‚n por ®C¯, igual que Casio. O el nombre
de Cicer¢n, el famoso orador.
Con semejantes ejemplos Sabino intentaba hacerle ver a su amigo
que toda la lengua latina, con miles de palabras, ten¡a s¢lo veinticua-
tro letras.
Querea se mostr¢ sorprendido:
~De verdad, s¢lo son veinticuatro? Yo pensaba que serian
cientos.
Sabino se echo a reir:
-Pero no te creas que es tan f cil. Aunque pronto sabr s escribir
las veinticuatro por separado, te costar mucho tiempo formar con
ellas palabras y leerlas de corrido. Fui a la escuela durante cuatro
a¤os, y me cost¢ medio a¤o aprender a leer y escribir m s o menos
bien.
-¨Medio a¤o? ¨Y qu‚ hiciste durante los otros tres a¤os y medio?
-Durante este tiempo uno emplea sus conocimientos para seguir
form ndose, en geografia, historia, literatura, filosofia y en otras disci-
plinas. Las materias de ense¤anza est n recogidas en libros, y como
uno est ahora en condiciones de leerlos, ya no se necesita maestro
para seguir los estudios posteriores. Quien tiene dinero, se forma su
propia biblioteca; otros hacen uso de bibliotecas p£blicas. Pero no
adelantemos acontecimientos. Y, adem s, no quieres ser ni erudito ni
poeta. Necesitas la escritura s¢lo para su utilizaci¢n pr ctica. Los re-
glamentos militares, las listas con los nombres de los legionarios, vues-
tros a¤os de servicio, vuestras distinciones, pero tambi‚n los delitos y
las penas, todo est recogido en alg£n lugar. Cuando te asciendan,
tendr s acceso a esas listas, podr s averiguar r pidamente cu ndo y
d¢nde naci¢ un legionario, durante cu nto tiempo y en qu‚ unidad
estuvo sirviendo, c¢mo se port¢, y todo esto sin tener que pregunt r-
selo a ‚l mismo. Saber es poder, Querea, esto es algo que uno com-
prueba d¡a a d¡a.
Querea aprend¡a despacio, pero con empe¤o y paciencia. Cuando
lleg¢, al fin, el momento en que ya sabia leer breves palabras, a trom-
picones, pero sin ayuda de nadie, se levant¢ de un salto y le dio a
Sabino una palmada tan fuerte en la espalda que estuvo a punto de
tirarlo al suelo.
-~ Sabino, la cosa funciona! Es como un milagro! Ah¡ hay un par
de rayas, yo las miro y leo pilum. Con la de jabalinas que he visto, pero
nunca he sabido leer la palabra, y mucho menos escribirla. Yah¡ est
escrito ®Marte¯, ®Venus¯, ®H‚rcules¯, nombres de dioses, y yo los leo
como si nada! Oh, Sabino, has hecho de m¡ otra persona!Jam s te lo
podr‚ pagar con aquellos sencillos ejercicios de esgrima.
Sabino comparti¢ la alegr¡a de su amigo.
-Ya lo creo que podr s! Tambi‚n hemos practicado ya el tiro
con arco y el lanzamiento dejabalina. As¡ uno aprende del otro lo que
no sabe. Es un trueque entre amigos.

S¡, realmente se hab¡an hecho muy amigos en estas semanas dedica-


dos al empe¤o de instruirse mutuamente. Al igual que Querea, tam-
bi‚n Sabino mostraba su alegr¡a por cada paso adelante que conse-
gu¡a en las artes marciales, gracias a su tenacidad y perseverancia. Sa-
bino no sol¡a distinguirse precisamente por una dedicaci¢n excesiva,
pero all¡ estaba el otro, el amigo, ante quien hubiera tenido que ayer-
gonzarse. Si Sabino erraba el blanco con el arco veinte veces, segu¡a
colocando la flecha, aunque se le hubiera cansado ya el brazo, por
vig‚simo primera, o, si hac¡a falta, hasta por trig‚sima vez en la cuer-
da. Y m s tarde o m s temprano acertaba en el blanco, y lleg¢ un
momento en que ya era normal que la quinta o sexta flecha diera en
el disco, aunque no siempre en el centro.
Entretanto, tambi‚n sus padres sab¡an de qu‚ modo Querea pa-
gaba sus clases y Celso reaccion¢ con sentimientos encontrados. Por
un lado, se alegraba de que su hijo hiciera ejercicios fisicos, pues ad-
miraba a los viejos griegos y apreciaba las pr cticas atl‚ticas. Por otro,
hubiera preferido que se dedicara m s al negocio, un negocio del que
Celso esperaba que se hiciera cargo alg£n d¡a. Pero, precisamente en
los £ltimos tiempos, su hijo hab¡a dejado de dedicarse por completo
al negocio.
-Dame tiempo, padre. Todo llegar . La juventud debe medir sus
fuerzas; cuando tenga tu edad, ya ser demasiado tarde.
¨Qu‚ iba a contestar Celso a esto? No era hombre que impusiera
sus deseos a la fuerza y que se comportara como un patriarca airado.
S¢lo le quedaba la esperanza, aunque en este sentido, le advert¡a a ‚l,
hombre experto en literatura, la voz de Cicer¢n: Ofallacem hominum
spem!*

* Cu n traidora es la esperanza de los hombres!


57
56
Un d¡a, Celso conoci¢ tambi‚n a Marcia, la esposa de Querea. Fue
cuando su amigo le dijo:
-Sabino, mi mujer empieza a desconfiar, y no puedo tom rselo a
mal. Cuando llego tarde a casa despu‚s de nuestras clases, ;y t£ bien
sabes lo tarde que terminamos aveces!, me mira de un modo extra¤o,
y saca su lengua viperina hasta burlarse de mi llam ndome seriptor o
lit¡eratus, y resulta imposible mantener con ella una conversaci¢n ra-
zonable. Le he hablado mucho de ti, pero creo que sospecha que eres
una mujer. Ya ha dejado caer un par de veces, aunque en broma, que
mi maestro m s bien parec¡a ser una maestra, y tras estas bromas in-
tuyo una seria sospecha. Deber¡as venir a vernos alg£n d¡a.
Sabino esboz¢ una sonrisa ir¢nica, muy satisfecho de su expe-
riencia.
-Si, s¡, las mujeres -dijo adoptando un tono de experto- nunca
se sabe qu‚ pensar de ellas. El mismo Virgilio no tuvo m s remedio
que decir: Varzum et mu¡ahde semperftmina.* Pero eso es algo que no
hace falta ser poeta para saberlo. Antes de terminar, vamos a trabajar
sobre esta frase, mi aplicado alumno. Escribe pues: Varium el...
Querea suspir¢, pero cogi¢ obediente el punz¢n y se li¢ con la
frase.
-M s adelante tendr s que aprender a escribir con mayor rapi-
dez -dijo Sabino ri¤‚ndole a su modo, y revis¢ el resultado.
-En semper falta la £ltima letra y tienes que conseguir una ®m¯
m s bonita. Pero, visto como lo hac¡as cuando empezamos, podemos
sentirnos orgullosos: yo, de mi paciencia como maestro; y t£, de tu
celo como alumno. Yni una sola vez he tenido que emplear la vara...
Querea rompio a reir:
-S¢lo faltar¡a que un imberbe como t£ le diera de palos a un
centuri¢n. Adem s, en nuestra relaci¢n queda compensado, porque,
en el Campo de Marte el alumno eres tu.
-Vale, pero ahora dime de verdad, ¨qu‚ te parece m s dificil,
escribir o manejar las armas?
-Es muy sencillo: para ti resultan m s dificiles los ejercicios de
armas, y para mi la escritura. Y, adem s, t£ al menos has empezado a
tiempo, mientras que para mi, como hombre ya mayor, es muy dificil
manejar estos trastos. Yno lo hubiera hecho si no fuera porque creo
que es mejor dejar el servicio activo siendo tribuno.
-Sin duda tienes raz¢n, pero, por favor, acost£mbrate a no lla-
mar trastos a los instrumentos de escritura. Al fin y al cabo, esperamos
que sean la clave de tu ascenso. Por cierto, podr¡a echarte una mano
en esto. Cornelio L‚ntulo es t¡o mio. Hace cuatro a¤os fue c¢nsul y

* Las mujeres son caprichosas y variables.


1
luego legado en Germania. Seguramente ya habr s o¡do hablar de ‚l.
Si yo...
Querea se enfad¢.
No! Si te importa algo nuestra amistad, no vuelvas a decirme
esto nunca m s! No quiero deber mi ascenso a la protecci¢n de un
patricio~ aunque sea t¡o de un amigo.
-Pero Querea, no es ninguna verg£enza si es una persona efi-
ciente la que se beneficia de ella... Lo grave es cuando se favorece a
una persona incapaz o indigna.
-Puede que tengas raz¢n, pero yo quiero deber mis ascensos a m¡
mismo, como hasta ahora. Si quieres, ll malo orgullo de plebeyo. Yno
hablemos m s del asunto.
Sabino asinti¢ con la cabeza.
-Como quieras, Querea, no se hable m s. ¨Y cu ndo quieres que
aclare mi verdadero sexo a tu desconfiada mujercita?
-Pasado ma¤ana tengo el d¡a libre. Si quieres, pasamos la clase a
la ma¤ana y despu‚s te invito a comer.

La casi nonagenaria Livia Augusta se estaba muriendo. Desde hacia


casi setenta a¤os viv¡a en una modesta casa junto al Palatino, y duran-
te cuatro d‚cadas lo hizo como esposa del emperador Augusto, que
dio al mundo la Pax Romana.
No siempre fue f cil para ella la vida con el emperador, en cuyo
honor las provincias ya hab¡an levantado templos en vida de Augusto
y cuya sencilla y modesta forma de vivir se convirti¢ pronto en le-
yenda. El, el arist¢crata, el patricio, consigui¢ pronto tener el pueblo
a su lado. Cuando alguien desayuna un pu¤ado de pasas y un vaso de
agua, como las gentes sencillas, el pueblo lo considera inmediatamen-
te como ejemplo de moralidad p£blica.
Pero tampoco para el emperador fue f cil vivir con Livia Augusta.
No era precisamente una mujer complaciente que aprobara todo lo
que su esposo y se¤or hiciera y decidiera. Pero volv¡an a reconcil¡arse
siempre, y Augusto la apreciaba sobremanera.
Ahora que Livia estaba a punto de entrar en los Campos El¡seos,
ahora que el mundo terrenal iba sumergi‚ndose a su alrededor, se
sent¡a m s pr¢xima a su esposo de lo que a veces se hab¡a sentido en
vida de ‚l.
Una voz la llam¢ para devolverla al presente.
-Augusta, el m‚dico te ha recetado una nueva medicina...
La anciana declin¢ con un adem n d‚bil.
-Ya no necesito nada; la mejor medicina es la muerte, que nos
libera de la carga de la vida.
58 59
De nuevo cay¢ en un sopor, y volvi¢ a verse en el barco, el d¡a en
que Augusto quiso acompa¤ar a su hijo adoptivo, Tiberio, en una par-
te de su camino hasta Iliria. Atracaron en Capri, porque Octavio ama-
ba aquella isla y pose¡a all¡ una bonita residencia estival.
-No deber¡amos haber hecho el viaje en pleno verano -se quejo
Livia-, no olvides que ya no eres tan joven. Tiberio tambi‚n se las
hubiera arreglado solo.
-Ya lo s‚, querida. Pero, precisamente en agosto Capr¡ es muy
recomendable. La isla est situada mar adentro y siempre sopla una
brisa fresquita. En vez de desterrar al campo a los delincuentes, habr¡a
que condenarlos a pasar el mes de agosto en Roma. Me encuentro
bien y estoy contento de que estemos aqu¡.
Se quedaron en Capr¡ cuatro d¡as. Sub¡an a los acantilados agarra-
dos del brazo, y contemplaban desde lo alto el mar moteado de abiga-
rradas velas, refulgiendo bajo el sol.
-Luz! Luz! Aqu¡ puedo respirar de nuevo.
Apret¢ el brazo de Livia y la mir¢ con cari¤o. La preocupaci¢n de
que su esposo, de setenta y siete a¤os, pudiera sufrir alg£n da¤o en
este viaje, se desvaneci¢ al momento. En el barco hab¡a padecido una
fuerte diarrea, pero aqu¡ en tierra se sent¡a mejor. Por los sagrados
dioses!, qu‚ contento se puso cuando pasaron en barco procedente
de Alejandr¡a ante la bah¡a de Put‚oli y la tripulaci¢n de un buque
que acababa de entrar en el puerto form¢ en su honor en cubierta,
aclam ndolo. En estas ocasiones, ‚l, tan poco exigente cuando se tra-
taba de su propia persona, pod¡a sentirse muy generoso. Hizo repartir
dinero y regalos y se mostr¢ en cubierta durante largo rato.
Tampoco en Capri vivia recluido ni mucho menos, sino que con-
templaba a los j¢venes en sus competiciones atl‚ticas, recompensaba
a los ganadores, y com¡a luego con ellos en animada conversaci¢n.
Livia lo ve¡a rejuvenecer durante estos d¡as, pero aun as¡, ten¡a que
ahuyentar constantemente la idea de que tal vez fuera el £ltimo re-
galo de los dioses antes de llev rselo al reino de las sombras.
La siguiente escala fue N poles, la alegre ciudad extendida bajo el
Vesubio que, desde hacia tiempos inmemoriales, se mostraba pac¡fica
y exhalaba s¢lo una fina e inofensiva nube de humo.
Las im genes on¡ricas se volv¡an difusas; una vez m s, Livia des-
pert¢ a la existencia terrenal.
-¨Deseas alguna cosa, Augusta? -oy¢ preguntar a alguien. La
voz sonaba muy baja y la percib¡a como desde una gran lejan¡a.
-¨Un deseo? No, s¢lo deseo que me dejen en paz. Ah si, traed a
Cal¡gula, quiero verlo.
-Cayo C‚sar ha partido para Capr¡, Augusta. Anteayer se despi-
di¢ de ti.
-;Para Capri? Ah, eso est bien... Ahora quiero dormir...
dormir...
Livia cerr¢ los ojos. Parti¢ para Capri... resonaban en ella las pa-
labras. Capri donde Tiberio ha anidado como en una madriguera de
zorro, estaba all¡ con su hijo, el hijo que ella aport¢ al matrimonio y
que Augusto hab¡a adoptado. Realmente, hab¡a conservado y admi-
nistrado honradamente la herencia recibida, pero desde que era em-
perador~ algo innombrable los distanciaba, interponi‚ndose entre
ellos.
~Abora s¢lo le queda este Cal¡gula¯, pens¢ con maliciosa alegr¡a,
despu‚s de haber eliminado a toda su parentela con ayuda del ambi-
cioso Sajano: Druso, Agripina, los dos hijos de ‚stas -muertos o des-
terrados-, y ahora s¢lo le queda un nieto de doce a¤os y ese Cayo
Cal¡gula que lo encantar , lo engatusar y acabar por dominarlo...
Hab¡an vivido un tiempo uno al lado del otro, Livia y Cal¡gula,
pero la vieja y experimentada conocedora de seres humanaos no se
hab¡a dejado enga¤ar por su aire silencioso y cort‚s. Hubo ocasiones
en que ni ‚l fue capaz de dominar la expresi¢n de su rostro, ocasio-
nes en las que incluso ‚l se hab¡a traicionado. ®Pobre Roma -pens¢
Livia-, estallar s en j£bilo y bailar s cuando Cal¡gula pronuncie el
discurso f£nebre de Tiberio, pero ay de ti si llegas a entronizar a esa
v¡bora!, una v¡bora que abrir sus fauces y os engullir a todos, que os
chupar la sangre sin saciarse jam s. Y no os quedar m s remedio
que aplastarla.¯
El pensar hab¡a fatigado tanto a Livia que se dej¢ caer de nuevo
en el pasado, porque de all¡ las im genes surg¡an solas. Octaviano...
¨No se hallaba de pie en el barco ba¤ado por el sol, en medio del mar
de un azul zafiro, como en una isla, un barco sin velas...? Pero se es-
taba acercando, o ella se estaba acercando a ‚l, y la figura se iba ha-
ciendo m s clara. Una blanquisima toga, sin rayas de p£rpura, senci-
lla, como le gustaba a ‚l. Su rostro, si, su rostro no ten¡a edad, era
majestuoso, lleno de gracia, y as¡ ten¡an que reflejarlo los escultores.
S¢lo toleraba dos retratos de su persona: el retrato de juventud, que lo
mostraba a la edad de veinte o treinta a¤os y que pod¡a verse en todo
el Imperio y las provincias en miles de copias de m rmol o bronce. Lo
mantuvo aproximadamente hasta que llevaba veinte a¤os en el poder.
Despu‚s se labraron bustos que lo mostraban como un hombre vi-
goroso, pero sin edad, con un rostro embellecido, casi transfigurado,
un rostro que ahora, ya en su radiante majestad, adornaba los tem-
p¡os, aunque s¢lo los de las provincias. Divino Augusto! Dentro de las
fronteras de su Imperio prohibi¢ tajantemente que lo veneraran
como dios. Nunca se hizo hacer un retrato que lo mostrara viejo, y lo
razonaba asi:
60 61
-La mayor¡a de los romanos no me han vistojam s en persona, ni
me ver n. Pero identifican Roma con mi persona, y ¨por qu‚ han de
tener la impresi¢n de que Roma haya envejecido? Soy viejo, es verdad,
y no se puede ocultar, pero Roma sigue siendo joven, eternamente
joven, y fuerte, y poderosa. Y cuando los ciudadanos miren mi rostro
de m rmol, quiero que vean en ‚l a esa Roma joven y fuerte.
Ahora Livia se hallaba de pie sobre una barca que se dirig¡a, silen-
ciosa y sin remeros, por un mar oscuro y quieto, hacia la radiante
figura de Augusto. El no se encontraba en la cubierta de un barco,
sino en una peque¤a isla ba¤ada por el sol, con palmeras, cipreses y
pinos esbeltos. Su barca se iba acercando a la orilla, y Octavio saluda-
ba con la mano. No o¡a su voz pero vio su boca formando su nombre:
Livia. La barca atrac¢, y ‚l la levant¢ en brazos como si fuera una
pluma. Percibi¢ su olor familiar, vio su hermoso rostro con su fina
nariz, que sobresal¡a osada, y ‚l hablaba, pero ella no o¡a su voz; se
sent¡a reconfortada y protegida en sus fuertes brazos, en aquella solea-
da isla verde, ba¤ada de luz...
-Augusta! Livia Augusta!
El m‚dico le cogi¢ la mu¤eca y le tom¢ el pulso. Hizo un ges-
to negativo con la cabeza. Su ayudante le tendi¢ un peque¤o espejo
de metal que el m‚dico coloc¢ largo rato ante la boca y la nariz de la
anciana.
-Livia Augusta ha cambiado la vida terrenal por los Campos
El¡seos -dijo solemne. Y se alej¢.
62
y

Al cabo de pocos d¡as de estancia en Capri, la aguda y r pida inteli-


gencia de Cal¡gula hab¡a comprendido los entresijos de la Corte de su
abuelo. Una contemplaci¢n superficial pod¡a dar la impresi¢n de que
all¡ se viv¡a como en la villa de un terrateniente. Hab¡a esclavos, sir-
vientes de diferentes rangos, un mayordomo, supervisores y superviso-
ras; lo £nico que no encajaba en esta imagen eran los pretorianos.
Y estaba ‚l, el se¤or que lo dirig¡a todo, a quien todo pertenec¡a,
a quien todos obedec¡an, pero este se¤or sol¡a estar invisible casi
siempre.
Esta era la imagen que se obten¡a tras una contemplaci¢n superfi-
cial, pero no era propio de Cayo Cal¡gula contentarse con esto. Sobre
todo, ya al cabo de pocos d¡as se dio cuenta de una cosa: Tiberio era
completamente imprevisible. Y no se pod¡a saber si algunas de sus
decisiones eran fruto de un determinado estado emocional o si lo
eran de una larga y profunda reflexi¢n.
Cal¡gula conoc¡a de anteriores visitas, algunas de ellas de mayor
duraci¢n, el circulo de los amigos m s ¡ntimos del emperador, y ahora
le sorprendi¢ encontrar all¡ s¢lo a Trasilo. La verdad es que en su
mayor¡a se trataba de hombres de edad avanzada, pero Cal¡gula no se
qued¢ tranquilo; ten¡a que averiguar qu‚ hab¡a sido de ellos.
Se las arregl¢ para dar un peque¤o paseo con Trasilo. Elogi¢ el
aspecto saludable y la lozan¡a del astr¢logo, que ya hab¡a sobrepasado
los ochenta a¤os, y pregunt¢ como de pasada:
-¨Y qu‚ ha sido de los otros viejos amigos de mi t¡o? Echo en falta
a Vesculario Flaco y ajulio Marino; tampoco he vuelto a ver a Coceyo
Nerva. No quise pregunt rselo personalmente al emperador; podr¡a
ser que, bueno...

63

L
Lleno de expectaci¢n, permaneci¢ callado. El viejo Trasilo se pas¢
la mano por su barba de fil¢sofo y dijo:
-Has hecho bien, Cayo. Efectivamente, es mejor no preguntarle
por ellos, sobre todo por los dos que has nombrado en primer lugar.
Flaco y Marino fueron ejecutados por alta traici¢n. Ah¢rrame deta-
lles. Y Nerva, bien, pues Nerva se dio muerte ‚l mismo. Se meti¢ en
cama, y dej¢ de comer y de beber hasta que muri¢. Sent¡ especialmen-
te su muerte, y tambi‚n el emperador demostr¢ lamentarla.
-Pero ¨por qu‚? -pregunt¢ Cal¡gula-. ¨Por qu‚ lo hizo? ¨Se
sospechaba de ‚l o fue acusado de alg£n delito? ¨Le esperaba un pro-
cedimiento judicial?
Trasilo movi¢ la cabeza negativamente.
-Nada de esto. Segu¡a gozando del favor del emperador, como
siempre, pero a todos los que lo visitaron en su lecho de muerte, les
dijo el motivo de su suicidio. Fue pena, pena por la situaci¢n del Im-
perio, pena por el gran n£mero de hombres y mujeres inocentes que
Sejano ha llevado a la muerte, y pena, parece que principalmente por
los viejos amigos a los que Tiberio conoc¡a en parte ya de sus tiempos
de Rodas, por ejemplo a mi.
-Pero t£ sigues con vida... -se le escap¢ a Cal¡gula.
Trasilo no se lo tom¢ a mal.
-Si, Cay o, yo sigo a£n vivo, y te puedo decir por qu‚, pues mu-
chos otros lo saben tambi‚n. Dos a¤os atr s, Tiberio decidi¢ mi muer-
te por una nimiedad. Se propal¢ que lo hab¡a calumniado y que lo
hab¡a puesto en rid¡culo, qu‚ s‚ yo! No se necesita precisamente
gran cosa para caer en manos del verdugo. Pero como el emperador
me tiene en gran estima como astr¢logo, quiso probarme por £ltima
vez y me pidi¢ que comprobara meticulosamente el pron¢stico actual
de nuestros hor¢scopos. Lo hice, y con voz triste, le anuncie:
-Oh, se¤or, nos espera a ambos un gran peligro...
-¨A ambos? -pregunt¢ el emperador sorprendido.
Yyo le repliqu‚:
-Si. Los hilos de nuestros destinos est n ligados de manera
extra¤a, seg£n voy descubriendo. Si a mi me alcanzara la muerte,
tambi‚n a ti te amenaza inmediatamente despu‚s una desgracia. No
puedo expresarte cu nto me entristece el que los astros unan mi des-
gracia a la tuya.
Trasilo permaneci¢ callado, Cal¡gula no sab¡a si aquel viejo zorro
hab¡a dicho la verdad.
-¨Y, entonces, a ninguno de los dos os ocurri¢ nada malo?
-Ya lo ves -dijo Trasilo con una sonrisa satisfecha.
Cal¡gula admiraba a aquel viejo, porque la astucia y la sutileza eran
las caracter¡sticas humanas que m s le impresionaban.
-Por motivos evidentes no me vas a decir la verdad, pero aun as¡
te pregunto: ¨realmente le¡ste este pron¢stico en el hor¢scopo o s¢lo
quer¡as sobrevivir?
Trasilo se coloc¢ el dedo indice en la nariz.
-Algo as¡ estaba escrito en las estrellas, pero en astrolog¡a lo que
cuenta es la correcta interpretaci¢n.
-Yen esto eres un maestro, querido Trasilo, todo el mundo te lo
reconoce sin envidia.

De todo aquello Cal¡gula sac¢ la conclusi¢n de que tampoco en Capri


su vida estaba completamente segura, pero era algo que ten¡a que
aceptar como mal menor. En Roma habr¡a sido v¡ctima de Sejano, y
aunque hubiera sobrevivido no quer¡a ser el sucesor del segundo
hombre del Estado, sino del primero. Todo el poder emanaba de esta
peque¤a isla, y por lo tanto se trataba de seguir con vida aqu¡.
Cal¡gula notaba c¢mo a veces el emperador lo pon¡a a prueba.
Una inocente pregunta sobre tal cosa o tal otra, y luego escuchaba la
respuesta como de pasada, con aire distra¡do, pero Cal¡gula sent¡a
que lo registraba todo y que no olvidaba nada.
Otra prueba consisti¢ en iniciar a su nieto en sus depravadas diver-
siones. Le mostr¢ a sus prostitutas y efebos preferidos, y se comport¢ de
un modo tan desvergonzadamente senil como si no tuviera testigos.
Se meti¢ en la piscina de su peque¤o tepidarzum* con unos cuantos
muchachos de unos ocho a¤os, yjugaba y chapoteaba con ellos como
si fueran sus hijos. Contra su voluntad, Cal¡gula se ech¢ a re¡r y pre-
gunt¢ si pod¡a participar tambi‚n.
-Espera un poco, Cayo, eljueguecito a£n no ha terminado, quiz
resulte que no te gusta tanto.
Hizo una se¤al a los muchachos y se puso de pie en el agua con las
piernas abiertas. Los ni¤os pasaron buceando entre sus flacos muslos,
y tocando juguetonamente su falo, lo acariciaron y lo frotaron hasta
que se alz¢ ligeramente.
-Ahora te toca a ti, Fauno, ven aqu¡!
Un muchacho algo gordezuelo, pero hermosisimo, se acerco na-
dando, sonri¢ al emperador, buce¢ e intent¢ atrapar como un pez el
miembro semierecto. El rostro del emperador, desfigurado por los
eccemas, se volvi¢ hacia Cal¡gula.
¨o ves, apreciado nieto? Ah, ah, qu‚ agradable! S¡, sigue Fau-
no, trabaja con tu boquita, no seas melindroso, pececito mio, mi cer-
dito rollizo...

* Ba¤o de agua tibia.


64
65
1
Mientras tanto, no perdi¢ de vista a Cal¡gula. Despu‚s ech¢ fuera a
los ni¤os y se hizo secar por un esclavo.
-Bien, ¨te ha gustado?
Cal¡gula asinti¢ con rostro impasible.
-Es un juego divertido. Tambi‚n me podr¡a gustar a m¡. Invitame
la pr¢xima vez a participar en ‚l, Augusto. En Roma no ten¡a ocasi¢n,
pero siempre estoy dispuesto a aprender algo nuevo.
-No hay mucho que aprender, Cayo. S¢lo tienes que abrirte de
piernas. Silos senadores me vieran as¡...
Cal¡gula hizo un adem n de disgusto.
-Ellos tambi‚n tienen sus jueguecitos; cada uno busca su pla-
cer donde lo encuentra. ¨Qu‚ perjuicio puede representar para el
Imperio romano el que su emperador se divierta? Quien se divier-
te est satisfecho, y un pr¡ncipe satisfecho es una bendici¢n para
su pueblo.
-Me alegro de que lo veas as¡.
Cal¡gula movi¢ sorprendido la cabeza:
-¨Y c¢mo se podr¡a ver de otro modo?
-Siempre hay alg£n palurdo moralista a quien le gustar¡a hacer
lo mismo, pero que es demasiado cobarde para intentarlo.
-Esos son los peores -dijo Cal¡gula, y se dio cuenta de que hab¡a
vuelto a pasar un examen.

Unos d¡as despu‚s regres¢ de Roma Sertorio Macr¢n, prefecto de los


vigiles; la guardia personal del emperador. Era a£n joven y gozaba de
la plena confianza del emperador. Cal¡gula lo sabia y lo trataba con
especial respeto. Tiberio le hizo llamar para que asistiera a la entre-
vista.
-Cayo, escucha las informaciones que trae Macr¢n. Te van a inte-
resar.
-El prefecto Sejano est a punto de preparar un golpe de Estado;
existen pruebas inequ¡vocas de que es as¡.
-Desde hace a¤os no hace m s que prepararse para eso -obser-
v¢ Cal¡gula.
El emperador asinti¢.
-Desgraciadamente es as¡. Y he sido enga¤ado y burlado de la
peor manera posible. Pero ahora se acab¢. Tenemos que actuar inme-
diatamente. Re£ne a tus mejores hombres, Macr¢n, pero que sean
muchos, y toma ma¤ana un velero hasta Roma. Te dar‚ un escrito
de mi pu¤o y letra que te autoriza a detener a Sejano. Otra carta infor-
mar a los senadores. ¨Existe la posibilidad de que sus pretorianos se
subleven?
-De esto me cuidar‚ yo, Majestad. Sejano se est comportando
£ltimamente de manera imprudente. Lo detendr‚ de noche, para
que toda Roma se encuentre a la ma¤ana siguiente ante los hechos
consumados.
Cal¡gula se frot¢ las manos.
-Roma estallar de j£bilo, Roma bailar y alabar al emperador.
Nadie quiere a Sejano, aunque ‚l diga lo contrario. Su desmedido
orgullo repele a mucha gente. Con este acto, liberar s a no pocos de
una carga insoportable. Ultimamente, todo lo que hacia era en su
propio beneficio, y lo hac¡a abusando de tu nombre.
-Los soberbios tienen los pies de barro -asever¢ el emperador
citando el viejo refr n popular-. Ya ti, Cal¡gula, te vestir‚ con la toga
viril y te dar‚ el cargo de Quaestor. Si quieres, puedes acompa¤ar a
Macr¢n en esta misiva que le encomiendo.
Un asomo de brillo apareci¢ en los apagados y fr¡os ojos de Cal¡-
gula.
-Con mucho gusto participar‚ en este acto de justicia, como
corresponde a un buen funcionario romano.
66 67

\JI

En el transcurso de su corta vida, Sabino ya hab¡a recorrido gran parte


de su ciudad natal, pero, como suelen hacer los j¢venes, prefer¡a
aquellos barrios que ofrec¡an posibilidades de diversi¢n, los barrios
donde hab¡a termas, tiendas, anfiteatros, hip¢dromos o tabernas. En
realidad, s¢lo el Vi cus longus le separaba del barrio donde vivia su ami-
go Querea, pero desde all¡, Sabino siempre hab¡a ido hacia el oeste,
en direcci¢n al Campo de Marte.
Ahora se dirig¡a al nordeste y vio, ya desde lejos, alzarse las espan-
tosas moles de viviendas a las que poco a poco iban cediendo las viejas
villas con sus hermosos jardines. Algunas se hab¡an mantenido a£n
como viejos guerreros rodeados de enemigos, pero las altas casas de
alquiler les quitaban la luz y el aire. En consecuencia, los propietarios
abandonaban sus casas uno tras otro. Y la verdad es que resultaba muy
rentable deshacerse aqu¡ de una vieja casa, pues los constructores pa-
gaban precios elevad¡simos por los terrenos. Apenas los propietarios
de una de estas villas la hab¡an abandonado, aparec¡a un ej‚rcito de
obreros de la construcci¢n con pesados mazos y picos. Pocos d¡as des-
pu‚s, la casa hab¡a desaparecido, y ya nadie se acordaba de que ha-
b¡an nacido, crecido y muerto all¡ generaciones de patricios. Con las
casas mor¡a tambi‚n el recuerdo, y con el dinero obtenido por la ven-
ta los antiguos propietarios pod¡an construirse hermosas residencias
con grandes jardines en T£sculo o Tibur.
Pero Sabino no se paraba a pensar en estas cosas, porque ten¡a
que encontrar el camino de la casa de Querea, y no result¢ f cil. Pre-
guntaba a todo bicho viviente, se equivoc¢ un par de veces de camino,
y, al fin, se hall¢ ante la casa de cinco pisos, donde Quereaya le estaba
esperando en la entrada.
-No fue nada f cil encontrar tu casa -le salud¢ Sabino-. Espe-
ro no llegar tarde.
-No, no, ya cont bamos con que te ibas a retrasar un poco. Mira
a tu alrededor! ¨Es ‚ste un barrio para que viva en ‚l el futuro tribuno
Casio Querea?
-No, realmente mereces algo mejor.
-Y no tardar‚ mucho en tenerlo -dijo Querea, mientras iban
subiendo por la estrecha y empinada escalera-. Por suerte, vivi-
mos en el primer piso; as¡ no hay que recorrer tanto camino cuan-
do se tiene que ir a la letrina. Estas condiciones resultar n nuevas
para ti.
-Si, la diosa Fortuna se mostr¢ m s ben‚vola conmigo. Espe-
ro que Marc¡a no se haya tomado demasiadas molestias por mi
culpa.
Entraron en el piso donde se percib¡a un prometedor olor a asado
de ave. Marcia sali¢ de la cocina, se sec¢ cuidadosamente las manos y
salud¢ a su hu‚sped con una leve inclinaci¢n.
-Salve, Cornelio Sabino. Me alegro de conocer al fin al amigo y
maestro de mi esposo. Aveces llegu‚ a sospechar que fueras un fantas-
may que mi Querea, bueno, ya se sabe c¢mo se las gastan los hombres
fuera de casa.
Sabino se ech¢ a re¡r, y sus ojos azules centellearon tan alegres que
Marcia sent¡a c¢mo se le iba ablandando el corazon.
-Como puedes ver, apreciada Marc¡a, ni soy un fantasma ni una
magistra...
-Aunque para ser maestro eres a£n muy joven.
Sabino la cort¢ con un adem n.
-Dejemos ya de hablar de maestro y alumno. Somos amigos, y yo
le he ense¤ado a tu esposo algo que va a necesitar, y a la inversa fue lo
mismo. Si ahora s‚ manejar las armas discretamente, se lo debo £nica-
mente a ‚l.
Marc¡a pareci¢ oir un ruido en la cocina, pues se disculp¢ apresu-
radamente y corri¢ a la puerta.
Querea condujo a su invitado al sal¢n, abarrotado de arcones, una
larga mesa, sillas y dos grandes armarios.
-Estamos un poco apretados aqu¡ -se disculp¢ Querea- y
por falta de espacio, precisamente, el sal¢n tiene que hacer tambi‚n
las veces de comedor. Normalmente, comemos en la cocina, pero
cuando hay invitados... Bueno, si‚ntate ya y tomemos un trago de
bienvenida
A Sabino le resultaba desacostumbrado estar sentado para comer,
pues en su casa ten¡an un gran triclinio con lechos para comer, habi-
tuales en las familias de buena posici¢n. Estos lechos estaban dispues-
68 69
tos en forma de herradura alrededor de tina gran mesa. Querea llen¢
las copas hasta la mitad y, luego, a¤adi¢ agua.
-Un joven vino sabino para mi Sabino...
Levantaron sus copas para brindar, y se miraron con afecto.
-Me alegro de verdad de que seas mi invitado, Sabino. No es fre-
cuente que un patricio se pierda en este barrio de plebeyos, y sobre
todo si es un Cornelio...
-. Cierra la boca! -dijo Sabino amablemente, y le propin¢ una
palmada en el hombro a su amigo-. Fortuna es caprichosa, y a menu-
do ha convertido a patricios en gente pobre, y a antiguos esclavos en
terratenientes o ricos comerciantes.
Fueron interrumpidos por Marcia, que entr¢ con el pato asado.
Lo sirvi¢ con una salsa de hierbas, preparada con miel y garo. En ho-
nor a su invitado, se ofreci¢ un fino pan de trigo sin aditivos de cente-
no o cebada, reci‚n hecho.
A primera vista, Marcia parec¡a m s bien insignificante. Su cabello
corto y rizado enmarcaba un rostro redondo y amable, con una fina
nariz y ojos de mirada algo t¡mida, pero alegre. Proced¡a de una fami-
lia de artesanos romanos y parec¡a una mu¤eca al lado de aquel gigan-
t¢n de Querea.
Sabino alab¢ la comida, de la que realmente disfrut¢, porque el
asado de aves era su plato preferido.
-¨Y d¢nde est n hoy vuestros hijos? -pregunt¢.
-Los hemos llevado a casa de los abuelos para no estar demasiado
apretados en el piso.
-Pues la pr¢xima vez quiero verlos -dijo Sabino.
-Quiz entonces estemos ya en nuestra propia casa. Pero sirvete,
Sabino, ah¡ queda a£n un ala apetitosa y crujiente.
Sabino suspir¢:
-Estoy tan harto que apenas puedo moverme.
-Pero todav¡a queda el postre -dijo Marc¡a t¡midamente.
-Si es algo dulce...
Marc¡a se ech¢ a re¡r:
-Hablas como mi esposo. Tambi‚n ‚l quiere siempre algo dulce
para acabar la comida. Hay dulcia domestica, en seguida la traigo.
-De esto podr¡a comer hasta morirme -dijo Querea-. Incluso
la he preparado yo mismo. Hay que deshuesar d tiles secos y rellenar-
los de nueces y pimienta molida. Luego se revuelven en sal, se fr¡en en
miel, y se sirven calientes, porque, de lo contrario, la miel vuelve a
solidificarse. Un bocado de dioses!
Pero no pudieron disfrutar de aquel placer. De fuera lleg¢ un re-
sonar de fuertes pisadas y el tintineo de armas. En aquel momento
Marc¡a abri¢ la puerta y dijo asustada:

70
-Dos pretorianos...
Entraron en la estancia, completamente uniformados y saludaron
militarmente.
-Salve, centuri¢n! Orden del emperador, transmitida por el
prefecto Sertorio Macr¢n: todos los tribunos y centuriones han de
presentarse inmediatamente en el cuartel de los pretorianos.
Querea se hab¡a levantado.
-Gracias, soldados. Esperad fuera, ahora mismo voy. Sabino qu‚-
date un rato y hazle compa¤¡a a Marc¡a. No te olvides de que a£n
queda el postre.
-No, Querea, no estar¡a bien. Perd¢name, Marc¡a, pero quiero
acompa¤ar a Querea. Yte agradezco la exquisita comida. En las mesas
de los patricios no se come mejor.
Marcia se sonroj¢, orgullosa.
-Mejor que no nos acompa¤es. Si no, parecer que te han deteni-
do. Nos veremos pasado ma¤ana en tu casa.
Sabino estaba preocupado. ¨Qu‚ habr¡a ocurrido para que a Querea
se le ordenara presentarse en el cuartel en su d¡a libre? En la ciudad,
no se percib¡a nada anormal, no hab¡a aglomeraciones, no se barrun-
taban aires de mot¡n, no hab¡a gente discutiendo. En su casa tampoco
se sabia nada. Su padre dijo:
-Quiz Sejano se haya puesto nervioso, pues dicen que el empe-
rador ya no le tiene tanta simpat¡a. Quiz , para tranquilizarse, ha con-
vocado un ejercicio extraordinario. ¨Qui‚n puede saber lo que pasa
por la cabeza de uno de estos soldadotes?
La £ltima frase hab¡a sonado tan despectiva que Sabino crey¢ que
deb¡a defender a su amigo.
-No todos son tan tontos como crees. No olvides que Querea ha
aprendido a leer y escribir en medio ano...
-Lo digo en general -lo tranquiliz¢ su padre.
-Tambi‚n Germ nico fue soldado, y pese a serlo, escribi¢ come-
dias en griego.

Durante el viaje de Capr¡ a Roma, Cal¡gula no perdi¢ de vista al pre-


fecto Macr¢n. Siempre que pod¡a, trataba de entablar conversaci¢n
con ‚l e intentaba tirarle de la lengua como fuera. Pero no result¢
nada f cil establecer comunicaci¢n con aquel oficial parco en pala-
bras. En una ocasi¢n, el emperador le hab¡a dicho a Cal¡gula:
-¨Sabes por qu‚ aprecio tanto a ese Macr¢n? Porque no hace
preguntas super~1uas, porque no es un charlat n y porque ejecuta mis

71

¢rdenes sin vacilar. Yno es tonto, ni mucho menos. Si una orden no


ha quedado claramente definida, se da cuenta en seguida y pide acla-
raciones con preguntas certeras. Un hombre aprovechable.
Pero Cal¡gula not¢ inmediatamente una cosa. Macr¢n era ambi-
cioso. Lo ocultaba inteligentemente tras su forma de ser, ¡ntegra y
parca en palabras, propia de un soldado, pero Cal¡gula ten¡a un fino
olfato para descubrir a las personas que pretend¡an llegar a lo m s alto.
Estaban de pie en cubierta, y miraban en silencio la cercana costa,
donde las fastuosas villas de Baul¡ y Baia brillaban como motas blancas
entre el verde de los pinos y de las palmeras.
-No estar¡a nada mal tener una casa all¡... -dijo Cal¡gula como
hablando consigo mismo.
Macr¢n se limit¢ a encogerse de hombros, como si quisiera dar
a entender que ni siquiera consideraba aceptable semejante posi-
bilidad.
-No me digas que te resultar¡a desagradable tener all¡ una casa
de verano.
-No precisamente desagradable, Cayo C‚sar, pero no me gusta
perder mi tiempo pensando en algo tan inalcanzable.
-¨Inalcanzable? ¨Por qu‚? Supongo que el emperador te toma en
consideraci¢n como sucesor de Sejano. Al menos puedes estar seguro
de que yo interceder‚ en tu favor, aunque con mi venerado abuelo
hay que esperar siempre cualquier sorpresa.
No le hab¡a pasado inadvertido a Cal¡gula el breve brillo de los
peque¤os y hundidos ojos de Macr¢n al escuchar estas palabras. ®Aj
-pens¢ Cal¡gula-, ahora he dado en el clavo.¯
-Claro que me gustar¡a, pero no es como prefecto de los preto-
rianos como se hace uno rico. Quienes se hacen ricos son los c¢nsules
si tras dejar su cargo ocupan un puesto de gobernador. De las provin-
cias s¡ se puede sacar algo siempre.
-¨Y por qu‚ no vas a poder llegar a c¢nsul un d¡a? Procedes de
una familia respetada...
-Pero no soy patricio!
Estas palabras se le hab¡an escapado sin querer. Cal¡gula lo mir¢
sorprendido.
-Esto no es ning£n problema! Ano tras a¤o se asciende en su
rango a hombres que han demostrado sus m‚ritos.
-Pero el emperador hace uso muy pocas veces de esta prerro-
gativa.
-El emperador es viejo, t£ a£n eresjoven. Lo que Tiberio ha deja-
do de hacer lo puede hacer su sucesor...
Cal¡gula not¢ con satisfacci¢n que el r¡gido e inexpresivo rostro
del oficial se hab¡a animado.
-Su sucesor... -repiti¢ inseguro.
-Pero Macr¢n, no somos ilusos ninguno de los dos. Le deseo con
toda el alma una larga vida a mi abuelo. Por m¡, que pase de los cien,
pero la naturaleza nos ense¤a que esto ocurre muy raramente. En
noviembre, el emperador cumplir su septuag‚simo tercer a¤o de
vida. Mira a tu alrededor! ¨Qui‚n de tus amigos o conocidos ha alcan-
'zado una edad como ‚sta? S¢lo quiero decir con esto que hemos de
contar en los pr¢ximos a¤os con un cambio de persona en la m xima
magistratura.
Macr¢n permaneci¢ callado; Cal¡gula hizo un gesto de confirma-
ci¢n con la cabeza y se dirigi¢ a la c mara bajo cubierta. El prefecto
reflexion¢ largo rato sobre esta conversaci¢n y lleg¢ a la conclusi¢n
de que Cayo C‚sar sent¡a afecto por ‚l. ®Pero tambi‚n ‚l tiene su pre-
cio -pens¢ Macr¢n con realismo-, y alg£n d¡a sabr‚ a cu nto
asciende.¯

Lucio Elio Sejano, el todopoderoso prefecto de los pretorianos, hab¡a


conseguido aquello con lo que muchos romanos -incluso los de las
familias m s elegantes- s¢lo sue¤an durante toda una vida: le hab¡a
sido otorgado el consulado, conjuntamente con el emperador Tibe-
rio. Para tal ocasi¢n, el emperador le hab¡a escrito una carta muy ama-
ble en la que hablaba incluso, con palabras sugerentes, de un paren-
tesco que pretend¡a establecer con Sejano.
¨Sabia que Sejano estaba comprometido en secreto con Julia? En
cualquier caso, ten¡a la impresi¢n de ser el £nico en quien Tiberio
confiaba y a quien tal vez tomaba incluso en consideraci¢n para
su sucesi¢n, una sucesi¢n legitimada mediante el matrimonio con su
nieta Julia. ®Parece que lo he hecho todo como deb¡a -pensaba Seja-
no satisfecho, prepar ndose en sus sue¤os para un futuro brillante-.
¨Vivir el emperador para celebrar su pr¢ximo cumplea¤os, el 16 de
noviembre? Justo dentro de un mes -reflexion¢ Sejano-, pero por
mi que viva uno o dos a¤os m s; yo ya no voy a soltar el poder. Ese
viejo de Capri es ya s¢lo, en realidad, un emperador en la sombra; lo
que pasa es que a£n no lo sabe.¯
Sejano mir¢ la clepsidra labrada en bronce. La cuarta hora de la
noche; ~valdria a£n la pena ir a ver ajulia? La idea de su futuro poder
le hab¡a excitado tambi‚n sexualmente. A fin de cuentas, Julia repre-
sentaba el £ltimo pelda¤o en su camino hasta el trono, y con ella fun-
dar¡a una nueva dinast¡a imperial. Se ver¡a obligado a desterrar a su
anterior esposa Apicata y a sus tres hijos, para no poner en peligro a la
dinast¡a, por consideraci¢n al Estado. ¨O seria incluso mejor incoar
contra ella un procedimiento por alta traici¢n? Sejano apart¢ estos

72 73

pensamientos de su mente. En su momento ya ver¡a cu l era la solu-


ci¢n adecuada.
Bostez¢ y tom¢ un £ltimo trago de vino. Luego se levant¢, ci¤¢ el
cintur¢n con la espada corta y se fue a la habitaci¢n de Julia. ®Mi m s
valioso tesoro...¯, as¡ la llamaba ‚l, yJulia sabia muy bien qu‚ ambig£e-
dad encerraban estas palabras. Pero Sejano era un hombre como a
ella le gustaban: fuerte, sin ning£n miramiento, un amante perseve-
rante, lo contrario de Ner¢n C‚sar, su primer marido. Corr¡an rumo-
res de que Sejano le hab¡a dejado morir de hambre en su lugar de
destierro, pero a Julia poco le importaba su destino. Estaba contenta
de haberse librado de ‚l. Hab¡a cosas m s importantes en qu‚ pensar.
Sejano revist¢ la guardia ante la villa, cambi¢ unas palabras ama-
bles con los hombres, y volvi¢ a la casa. Julia a£n estaba despierta;
Sejano se quit¢ la t£nica y se desliz¢ en la cama junto a ella. Bes¢ sus
pechos.
-Pronto nos casaremos. ¨Qu‚ te parece, tesoro m¡o?
-¨Est el emperador de acuerdo?
-Lo parece. Ya has le¡do su carta. Dice que pretende establecer
una relaci¢n de parentesco conmigo; al decir esto, s¢lo puede referir-
se a ti, que eres su nieta. Fundaremos una nueva estirpe,Julia; tendr‚
que hacerte un mont¢n de hijos.
Ella se ri¢ en voz baja.
-Entonces empieza ya. No perdamos tiempo!
Era un aut‚ntico soldado que no se andaba con remilgos. No era
amigo de largos proleg¢menos. Y con Julia tampoco le hac¡an falta;
ella estaba siempre dispuesta desde el mismo momento en que entra-
ba ‚l en su habitaci¢n.
La agarr¢ como un luchador, la tom¢ con rapidez y brutalidad,
pero luego prolong¢ durante largo rato el agradable juego hasta que
Julia profiri¢ un sonoro grito gutural, como una gata cuando el ma-
cho la monta.
Despu‚s permanecieron tumbados uno al lado del otro,jadeantes
y exhaustos; Julia hab¡a puesto su mano en se¤al de posesi¢n sobre el
sexo de su amante.
De repente, Sejano se incorpor¢ y aguz¢ el o¡do.
-¨No oyes nada?
Julia neg¢ perezosamente con la cabeza.
-¨Qu‚ va a ser? La guardia hace la ronda en torno de la casa, y se
habr ca¡do al suelo una espada o una lanza.
Sejano salt¢ de la cama, se puso r pidamente la t£nica y ech¢
mano de su espada. Se acercaban voces y un tintineo de armas. La
puerta se abri¢ de golpe, y algunos vigiles de la guardia personal del
emperador rodearon al aterrado Sejano. Le quitaron su espada y se lo
llevaron fuera. Nadie hab¡a prestado atenci¢n a Julia, pero un ce:
nela se qued¢ apostado ante su puerta.
Sejano empez¢ a maldecir, col‚rico. Llam¢ a sus pretorianos, p.
uno de los vigiles le golpe¢ en la boca con la empu¤adura de su
da, destroz ndole algunos dientes y cort ndole los labios.
-Habla s¢lo cuando te pregunten.
En el atrio, Cal¡gula y Macr¢n hab¡an tomado asiento en u:
sillaS.
-Salve, Sejano! -lo salud¢ Cal¡gula-. Disculpa nuestra visitla
una hora tan intempestiva, pero, por orden del Senado, tenemos c
detenerte. Si eres inocente, ya se demostrar en el juicio. El motivo'd
tu detenci¢n es un escrito del emperador en el que se refiere a ti en~
t‚rminos muy cr¡ticos, un escrito que fue le¡do ayer ante los sena do-
res. El emperador mismo orden¢ tu detenci.¢n preventiva. Entretiian-
to, ya se han hecho p£blicos algunos cargos de la acusaci¢n: alta tuirai-
ci¢n y asesinato.
-~Asesinato? -balbuce¢ Sejano entre sus maltrechos labios.
-S¡, el asesinato de Druso, hijo del emperador, con ayuda dela
esposa de ‚ste, Livia, y su m‚dico Eudemo. Adem s, por asesinato de
numerosos hombres y mujeres, en su mayor¡a de familias patricias,
que bloqueaban tu camino al poder y a quienes has llevado a los tri-
bunales abusando descaradamente de la confianza del emperacLor.
Ytambi‚n por el asesinato de mi hermano Ner¢n C‚sar, a quien dejas-
te morir de hambre en el destierro, como ha quedado ahora denimos-
trado. A esto se a¤ade adem s que durante a¤os has traicionadQ al
emperador, tergiversando expresamente sus ¢rdenes y, por £ltirmo,
conspiraci¢n contra la vida del emperador, cuya dignidad pretend¡as
alcanzar a trav‚s de Julia. Con esto te he citado s¢lo los puntos princi-
pales de la acusaci¢n, puntos que, si eres inocente, tendr s que reba-
tir. Pero me temo que te va a resultar dificil.
Con todas sus fuerzas, Sejano intentaba mantener la entereza, la
dignidad y la compostura, pero era evidente que no le resultaba nada
f cil.
-Voy.., voy a encontrar testigos que declaren en favor de mi ino-
cencia. No permitir‚... que..., que...
Escupi¢ sangre y algunas esquirlas de sus dientes.
-Guarda tus fuerzas para el proceso -dijo Cal¡gula, y se levant¢.
-Llev oslo! -orden¢ Macr¢n.
Cal¡gula se dirigi¢ a ‚l.
-Ahora me voy a dormir un par de horas. Prepara para ma¤ana
las listas con los nombres de los tribunos y centuriones que han pres-
tado servicio en Roma bajo las ¢rdenes de Sejano. Por la tarde hablar‚
Con ellos y les informar‚ de la nueva situacion.
74 75
-¨Por qu‚ esperar hasta la tarde, C‚sar? Los soldados est n acos-
tumbrados a recibir ¢rdenes durante la formaci¢n de la ma¤ana.
Cal¡gula lo mir¢ con frialdad.
-No es preciso que me digas eso a mi; lo s‚ desde que ten¡a tres
a¤os. Pero necesitamos a£n algunas pruebas para poder demostrar la
culpabilidad de Sejano. Es decir: hay que tomarle declaraci¢n a Livia;
hay que interrogar y, casi con seguridad, habr que torturar a su m‚di-
co; hay que aclarar sin dejar lugar a dudas la muerte de mi hermano
Ner¢n. Espero que nos baste la ma¤ana para hacerlo, ya que estos
casos est n bastante claros. A los dem s nos dedicaremos m s tarde,
pero cuando me dirija ma¤ana a los pretorianos, tengo que presentar
a un culpable, a un hombre cuya culpabilidad ha quedado demostra-
da sin la menor duda.
-A la orden, C‚sar! -dijo Macr¢n con concisi¢n militar.

A la ma¤ana siguiente, primero habl¢ con los pretorianos. Cal¡gula


hizo que algunos de sus oficiales, los m s conocidos y populares, los
informaran de que ten¡an que permanecer en estado de alerta, por-
que exist¡a un plan para atentar contra el emperador. Cuando algia-
nos veteranos preguntaron por Sejano, se les dijo que tambi‚n el pre-
fecto se estaba ocupando de este asunto, pero que por la tarde se les
dar¡an noticias m s precisas.
Entretanto los m s h biles torturadores se esforzaron para conse-
guir a la fuerza las confesiones de algunos hombres y mujeres. En
primer lugar se cuidaron del m‚dico Eudemo, que hab¡a prepara-
do el veneno, y del praegustator Ligdo que se lo hab¡a administrado a
Druso.
Ligdo, un joven y hermoso eunuco, confes¢ de plano al primer
latigazo que lacer¢ sus finas espaldas. El m‚dico Eudemo result¢ ser
m s resistente; era un liberto, hab¡a conseguido riqueza y respeto y
ten¡a mucho que perder. Ni el l tigo ni la m quina descoyuntadora
consiguieron soltarle la lengua, pero cuando el verdugo emple¢ efr
£ltimo recurso, las placas candentes de hierro, la confesi¢n sali¢ a~

borbotones de sus labios. Dijo que Livia le hab¡a confesado que Dru-~
so era un peligro para el Imperio y que el deseo secreto del empe-~<
rador era que fuera eliminado. Pero, al tratarse del hijo del empera-
dor, nadie deb¡a saber nada y ten¡a que parecer que Druso se iba con~
sumiendo poco a poco hasta morir.
Con Claudia Livia, la viuda de Druso, no fue necesario recurrir a la
tortura. Ella confes¢ voluntariamente su participaci¢n en el crimen,'
aunque atribuy‚ndole al prefecto Sejano la mayor parte de culpa. Ma-
nifest¢ que Sejano no s¢lo le hab¡a prometido matrimonio sino que,
r
adem s, hab¡a afirmado que el emperador deseaba en secreto la
muerte de su hijo y que s¢lo a ‚l, Sejano, le hab¡a hecho participe de
estos deseos. Esta declaraci¢n coincid¡a con la del m‚dico, y as¡ que-
daba demostrada la culpabilidad de Sejano como verdadero instiga-
dor del crimen.
Cal¡gula se mostr¢ satisfecho. Con esto, ya ten¡a bastante; poco le
importaba c¢mo hab¡a encontrado la muerte su hermano Ner¢n en
las islas Pontinas, a las que hab¡a sido desterrado. Estaba contento de
que su hermano estuviera muerto. Su segundo hermano en edad,
Druso C‚sar, segu¡a consumi‚ndose todav¡a en la mazmorra palatina,
pero el emperador no hab¡a dado orden de ponerlo en libertad, cosa
que a Cal¡gula le quitaba un peso de encima. Ese Druso, a quien todo
el mundo llamada el Menor para distinguirlo del hijo del emperador,
era ahora el £nico que segu¡a interponi‚ndose entre ‚l y el trono. En
alguna ocasi¢n, el emperador hab¡a insinuado que, en cualquier caso,
a£n quedaba Druso C‚sar y que estaba contento de saberle a salvo en
la c rcel. Cal¡gula hab¡a interpretado esta observaci¢n como una ad-
vertencia, y desde entonces consideraba a su hermano como un peli-
gro, aunque, tal vez, no le daba demasiada importancia.

Lleg¢ el d¡a en que se convoc¢ a todos los oficiales pretorianos, y en-


tre ellos estaba tambi‚n Casio Querea. Cal¡gula hab¡a ordenado, ade-
m s, la presencia de una docena de los veteranos de mayor edad, pues
conoc¡a bien el ej‚rcito y sab¡a la influencia que ejercen estos viejos
espadones sobre los soldados m s j¢venes. Estaban, pues, formados,
en aquel d¡a lluvioso y ya algo fresco de octubre, en el patio del cuar-
tel: delante los tribunos, detr s los centuriones y a ambos lados los
veteranos, flanque ndolos.
Primero, se adelant¢ Macr¢n.
-Pretorianos! Os hemos hecho llamar para informaros de deter-
minados cambios que ha ordenado el emperador. Como sab‚is, Tibe-
rio Augusto es nuestro jefe supremo, y como tal, ejecuta la voluntad
de los dioses, con cuya ayuda ha descubierto una conspiraci¢n dirigi-
da contra ‚l y contra el Estado. Una conspiraci¢n que, tal vez, hubie-
ra podido provocar una sangrienta guerra civil. Todo parece indicar
que vuestro prefecto Lucio Elio Sejano fue el instigador de semejante
conspiraci¢n, y, en breve, tendr que asumir su responsabilidad.
Estas palabras provocaron cierta inquietud, pero Macr¢n levant¢
la mano.
-S‚ cu nto os afecta esta noticia, y, en consecuencia, no nos va-
mos a limitar a este breve comunicado. Cayo C‚sar os explicar los
detalles
76 77

Cal¡gula se adelanr¢, 15, levant¢ la mano y exclam¢:


-Salve, pretorianos! !¡.s! Sois el puntal del Imperio, y por esto
agradeceros en nombre ~ e del emperador vuestra constante lean
vuestro cumplimiento de~lxlel deber. Tambi‚n quiero daros las gra
por haber cumplido con non precisi¢n y sin vacilaciones las ¢rdenes
vuestro antiguo prefecto. .o~o. Era vuestro superior, y no es misi¢n de
subordinados preguntar ~ ir por el sentido y la correcci¢n de las ¢rden
Ahora sabemos que ha ~ abusado de vosotros para sus fines, pero
culpa no recae sobre vo~o~osotros, sino sobre ‚l, £nicamente sobre
Cal¡gula ten¡a un fincxDÖiao olfato y not¢ el alivio que cundi¢ entre
hombres. Su honor comofmo soldados leales y cumplidores no se PC
en duda, sino que, por el L~l contrario, era elogiado y confirmado ex1
samente. Con esto, el in,nnteligente Cal¡gula, que hab¡a crecido eni
soldados, se hab¡a ganadebido ya a la mayor¡a de ellos. Pero Cal¡gula
noc¡a tambi‚n los marice ~res m s sutiles y sabia que a£n ten¡a que tr
quilizar a aquellos que e~ estaban a punto de ascender o de retirars~
que ahora tem¡an que toclcidas las disposiciones de Sejano hubieranaj
dado anuladas. Pero se g~ guard¢ este detalle para el final, como di
postre.
-Ahora vais a escuch sfzhar de qu‚ se acusa a Sejano y en qu‚ se
la declaraci¢n de culpab¡ icibilidad. Esta ma¤ana dos hombres han coi
sado haber envenenado l.lo lentamente hace ocho a¤os a Druso, hijo
emperador, por instigaci i3ci¢n de Sejano y con conocimiento de I~
Todos, incluso vuestro v~'rvenerado emperador, creyeron en su d¡a q
su muerte hab¡a sido co o?onsecuencia fatal de una enfermedad, ix
ahora conocemos la trist~.te verdad. Bajo la presi¢n de las pruebas,
no ha confesado su crimc~nen. Por otra parte, sin expreso consentiml
to del emperador, proce.~edi¢, sin consideraci¢n y de manera inju
contra la familia de mi pa.soadre Germ nico, contra mi propia familia.
madre ha sido desrerrad~Lla, y a mi hermano Ner¢n se le dio muerte
un modo que a£n est pcnoor aclarar. ¨Por qu‚ motivo Sejano repu
su mujer y tom¢ por amasnante primero a Livia y despu‚s a Julia? Es
algo que se ve clarament~I te si se conocen sus intenciones: quer¡a dei
car al venerado Tiberio y-y y usurpar el trono. Es decir, ha incurrido
delito de alta traici¢n. B8iBastaria esto para condenarle a muerte.
soldados y sab‚is que vu~uesrra virtud m xima es la lealtad. Por eso
nozco de antemano la sei~aentencia que dictar¡ais contra Sejano. Mt
te! Cien veces muerte!
No hubo manifestaciixir¡ones de j£bilo, pero se percibieron claraITI
re algunos murmullos aflilifirmarivos. Macr¢n qued¢ asombrado. A~
jovenzuelo sabia exacram-¡nnente lo que impresionaba a las gentes, lo
las conmov¡a, lo que las o ~ calmaba. Y sabia hablar!
Cal¡gula esper¢ hasta iiia que se calmaron los murmullos.
~ra, otra cosa. Como sab‚is, me cri‚ en un campamento,
como vosotros, y por esto adivino tambi‚n vuestra preocu-
L‚ sucede con las disposiciones pendientes de Sejano que
lo en el aire? ミ l hab¡a hecho ya las listas de los ascensos
s aqu¡ y all ha a¤adido alguna observaci¢n; adem s hay que
mobre las instancias que contienen peticiones de traslado, soli-
de retirada y otras. Os prometo por mi honor, como pr¡ncipe
que ninguna de estas peticiones ser olvidada, pasada por
ricluso denegada por el mero hecho de que Sejano las haya
~. El prefecto era un superior capaz y eficiente; esto es algo
pone en duda. Vosotros no vais a pagar por el hecho de que
usado de su poder.
ahora un j£bilo clamoroso, y se oyeron con claridad gritos

e, Cal¡gula! Viva el emperador!


su j£bilo va dirigido a m¡ y al emperador. Pronto su j£bilo
o a m¡ como emperador¯, se dijo.
que ejecutar adem s otra orden del emperador. Ultima-
Tiberio hab¡a empezado a hablar cada vez con mayor fre-
,de las hermanas de Cal¡gula, y, de repente, tom¢ la decisi¢n
conven¡a que estas muchachas hu‚rfanas se vieran bajo la
n de un esposo. Como siempre que alguna idea se le met¡a
~za, quiso ponerla en pr ctica r pidamente. Durante varios
Là las listas de las familias nobles o senatoriales, comprob¢ la
o la prosperidad de los posibles candidatos, hizo averigua-
>bre silos interesados estaban ya comprometidos, y encontro
candidatos al matrimonio, cuyos nombres comunic¢ a Ca-

>pta las medidas necesarias cuando vayas a Roma a ver a tus


is. He comprobado la situaci¢n de esos tres, la he aprobado y
ue los matrimonios se celebren con prontitud.
ula se guard¢ muy mucho de contradecirle. No sent¡a ma-
‚s por las vidas de sus hermanas, y si a la postre las cosas se
as, un matrimonio se podr¡a anular f cilmente.
pa¤ado por cuatro pretorianos se dirigi¢ a pie al Palatino y
cte ver que la gente lo reconoc¡a. Si su rostro resultaba desco-
>ara alguien, otros se encargaban de aclararle su identidad.
.To, hombre, si es Cayo C‚sar, hijo de Germ nico! A nuestro
lo conoce toda la ciudad!
lalmente, todos los romanos conoc¡an los nombres de los
ide la familia imperial, pero el destino de los hijos de Ger-
~ segu¡a con especial inter‚s. En amplios c¡rculos se daba
las supuestas atrocidades propaladas por Sejano sobre los

78 79
y
hermanos de Cal¡gula, y, adem s, el mismo emperador los hab¡a de-
clarado enemigos p£blicos. As¡ es como qued¢ solo Cal¡gula, y gozaba
ahora de la simpat¡a del pueblo. Si el emperador lo hab¡a introducido
en su c¡rculo m s ¡ntimo en Capri, no le faltar¡an motivos, pensaba la
gente, y as¡ Cal¡gula se convirti¢ de pronto en el preferido de los ro-
manos, sin hab‚rselo ganado ni hecho m‚rito alguno para ello. Esto,
en definitiva, le beneficiaba, pues m s adelante le ahorrar¡a muchos
esfuerzos.
Las hermanas de Cal¡gula viv¡an en el Palatino en el palacio co-
nocido como la Domus Augustiana. Se trataba de todo un complejo de
edificios que el emperador Augusto hab¡a ido adquiriendo poco a
poco para crear un hogar para s¡ mismo, para su familia y para algu-
nos parientes sin recursos. No era un palacio en el sentido habitual,
sino un acogedor espacio de mansiones desordenadas, algunas muy
viejas, con habitaciones peque¤as y sinuosos jardines.
®C¢mo pudo un gran hombre vivir de un modo tan miserable!¯,
pens¢ Cal¡gula, frunciendo las narices con desprecio.
Hab¡a anunciado su visita, y estaban ya las tres presentes: Agripina,
que no s¢lo hab¡a heredado el nombre, sino tambi‚n la spera belleza
de su madre, Livila, la testaruda y silenciosa, y Drusila, de diecis‚is
a¤os, cuyo aspecto sorprendi¢ a Cal¡gula. Un brillo c lido apareci¢ en
sus ojos fr¡os y muertos.
-Cuando nos vimos por £ltima vez, eras a£n una ni¤a, y ahora re
encuentro convertida en una mujer. Est s muy guapa, Drusila, tu futu-
ro esposo puede estar contento.
-¨Qu‚ esposo? -pregunt¢ Drusila sin comprender.
Cal¡gula sabore¢ su sorpresa con fr¡o placer.
-Con esto hemos llegado ya al motivo de mi visita. Nuestro vene-
rado emperador ha tenido la bondad de buscar esposos adecuados
para vosotras. Para Drusila ha escogido a Casio Longino; para Livila a
Marco Vinicio, y para Agripina a Domicio Enobarbo. Todos son here-
deros de las mejores familias, pero pueden sentirse muy orgullosos de
establecer v¡nculos familiares con la familia imperial. Vuestra ado-
lescencia ha terminado, queridas hermanas. Estar‚is al frente de un
hogar, vais a parir hijos...
Cal¡gula interrumpi¢ su discurso con una sonrisa c¡nica. No le
hab¡a pasado inadvertido que cada una de sus hermanas reaccion¢
de un modo distinto, pero ninguna parec¡a alegrarse. Agripina adop-
r¢ un aire orgulloso y testarudo, haciendo ver que la cosa no iba con
ella. El rostro de Livila permaneci¢ inalterado, pero sus ojos chispea-
ban furiosos, mientras que el rostro juvenil de Drusila reflejaba espan-
ro y rechazo.
Con fingida inocencia, Cal¡gula levant¢ las manos.
-No me ech‚is la culpa a m¡. Se trata de una decisi¢n del empera-
dor, pero creo que est bien tomada. Tiberio es viejo, y quiere saber
que est is bien atendidas y cuidadas. ミ l adopr¢ a nuestro padre, por lo
tanto, seg£n la ley, es vuestro abuelo. Le debemos obediencia, aunque
a veces resulte dificil doblegarse a sus deseos.
-¨Y qu‚ pasa contigo, Cal¡gula? ¨No ha escogido Tiberio esposa
para ti?
Agripina hizo esta peregrina pregunta, mir ndole con aire ir¢-
nico.
-Soy un hombre -respondi¢ Cal¡gula son acritud- y s‚ cuidar
de mi mismo. Hasta ahora el emperador no se ha pronunciado al
respecto.
80 81
1

VII

La detenci¢n de Sejano trajo consigo una ola de arrestos. Ahora nadie


quer¡a haber sido amigo del antiguo prefecto, y si resultaba evidente
que alguien lo era lo achacaba a las circunstancias.
-Habr¡a sido mortal enemisrarse con Sejano... -se o¡a decir en
todas partes, y quieras que no era la pura verdad. Ahora si resultaba
mortal ser considerado su amigo o su c¢mplice, y muchos romanos
corrieron a refugiarse en sus casas de campo, pese a lo tard¡o de la
estaci¢n. Quien no pose¡a casa de campo o tard¢ demasiado en mar-
charse, se vio arrastrado r pidamente por la peligrosa corriente, y s¢lo
muy pocos lograron volver a salir de ella sin haber sufrido alg£n da¤o.

Con relaci¢n a Sejano la decisi¢n fue r pida. Tres d¡as despu‚s de su


detenci¢n, el verdugo le cort¢ la cabeza y su cuerpo desnudo fue
arrastrado hasta la escalinata Gemonia (la escalinata del monte Aven-
tino, cerca del Capitolio), donde lo dejaron tirado para que sirviera
de advertencia. Pero no permaneci¢ mucho tiempo solo. Horas des-
pu‚s, recibi¢ la compa¤¡a de otros cad veres decapitados, y al cabo de
dos d¡as los muertos formaban verdaderos montones all¡. Cuando no
qued¢ ya espacio en la Puerta Gem¢nica arrojaron los cuerpos de los
ejecutados al T¡ber. D¡a tras d¡a les segu¡an otros, mujeres y hombres,'
j¢venes y viejos, y al final incluso ni¤os. Sus hijos eran los £nicos su-
pervivientes de la familia de Sejano, pero un tribunal con excesivo
celo crey¢ hacerle un favor al emperador entreg ndolos al verdugo.'
Ambos fueron estrangulados y arrojados a las Gemonias.
La ni¤a, que no contaba m s de once a¤os, tuvo que ser v¡olada~.
antes por un esbirro, porque, seg£n una vieja tradici¢n, no se pod¡ak

82
ejecutar a una virgen. Fue un espect culo miserable que Qaus¢ indig-
naci¢n entre el pueblo. La opini¢n general era que la ver~ganza con-
tra Sejano y sus secuaces hab¡a sido ya ejecutada y que no ten¡a senti-
do castigar a todo aquel que en alguna ocasi¢n hubiera h ablado con
‚l o le hubiera pedido un favor.

Cal¡gula, que en esta ‚poca realizaba frecuentes viajes en tre Roma y


Capri, not¢ en seguida que no seria sensato practicar m~5 detencio-
nes. Con palabras prudentes advirti¢ al emperador, imploir ndole a la
vez que aprovechara la ocasi¢n y se presentara personalmente en el
Senado. Tiberio no rechaz¢ la propuesta en redondo, peru se mostro
vacilante. Un temor supersticioso lo manten¡a alejado de la ciudad, y
tampoco esta vez se decidi¢ a realizar una visita a la capital.

En aquellos d¡as, compareci¢ en el Senado un noble romano, Marco


Terencio, acusado de haber sido amigo de Sejano y expr~so ante los
senadores lo que muchos pensaban.
-Puede que para mi destino sea menos ventajoso admitir la acu-
saci¢n que negarla. Pero cualquiera que sea el final de ~sre asunto,
quiero confesar haber sido amigo de Sejano, haber ambicionado con-
vertirme en su amigo y cuando llegu‚ a serlo, haberme ~éegrado de
ello. Le hab¡a visto llegar a ocupar el mismo cargo que habia tenido su
padre, como jefe de las cohortes pretorianas y vi que m~s tarde ob-
ten¡a cargos administrativos, tanto municipales como militares. Sus
parientes y familiares se vieron elevados a puestos de honor. Cuanto
mayor era la familiaridad que uno ten¡a con Sejano, tanto mejor con-
siderado era tambi‚n por el emperador. En cambio, quien estaba ene-
mistado con ‚l, ten¡a que luchar con el temor y la pobreza. No quiero
nombrar a nadie, sino intentar por mi exclusivo riesgo defender a
todos aquellos que no tuvimos participaci¢n en su £ltimo atentado.
Pues no era un Sejano cualquiera aquel a quien vener bamos, sino a
un miembro de la familia Julia Claudia, a la que hab¡a accedido por
v¡a matrimonial. Hemos venerado a tu yerno, C‚sar, a tu co-c¢nsul, a
tu representante en la direcci¢n de los asuntos del Estado...
Esto y m s dijo Terencio en un largo y valiente discurso, que con-
cluy¢ con estas palabras:
-Pero la amistad y las atenciones para con Sejano deber¡an que-
dar impunes, puesto que terminaron para nosotros el mismo d¡a que
terminaron para ti.

83
1
Dos d¡as m s tarde, Tiberio ten¡a el discurso en sus manos. Un discur-
so bien fundamentado y valeroso ten¡a las m ximas posibilidades de
merecer la comprensi¢n de Tiberio. Necesitaba delatores y falsos tes-
tigos para sus procesos de lesa majestad, pero los despreciaba, y ahora
ten¡a la posibilidad de demostr rselo. Aquellos que hab¡an llevado a
Terencio al banquillo de los acusados, fueron detenidos y cayeron
ahora en la fosa que hab¡an preparado para ‚l. Terencio fue puesto
en libertad, y as¡ se dio por concluida la persecuci¢n contra los amigos
de Sejano.

Cayo C‚sar hab¡a logrado en este tiempo hacerse tan indispensable


para el emperador que incluso aquel Tiberio suspicaz y patol¢gica-
mente desconfiado le hab¡a ido otorgando poco a poco su confianza.
Un a¤o antes, ni siquiera habr¡a considerado la posibilidad de pensar
en Cal¡gula como sucesor suyo, pero ahora esta idea hab¡a penetrado
ya seriamente en su cabeza. S¢lo hab¡a una persona en su entorno
m s intimo a quien de tiempo en tiempo abr¡a su coraz¢n, y esta per-
sona era Trasilo, su antiguo maestro y ahora astr¢logo.
Una noche, cuando el emperador hab¡a vaciado ya unas cuantas
copas de vino puro, sin mezcla, sinti¢ de repente la imperiosa necesi-
dad de hablar abiertamente de Cal¡gula con su amigo.
-Si‚nrare conmigo, Trasilo, necesito a alquien que me ayude a
vaciar esa jarra.
Dio unos golpeciros en lajarra de vino medio vac¡a, y Trasil o supo
en seguida que esta era la introducci¢n a una conversaci¢n seria.
-Vin'um lac senum*~dijo el astr¢logo bromeando.
Sus palabras provocaron en Tiberio tal ataque de risa que a punto
estuvo de ahogarse. El amigo le dio unas fuertes palmadas en la espal-
da hasta que la ros remiti¢. Tiberio se reclin¢ e intent¢ recuperar el
aliento.
-De este modo podr¡as matarme. Pero no se lo digas a nadie, si
no, alguien seria capaz de intentarlo. Cal¡gula, por ejemplo, me con-
tar¡a los mejores chistes para que me riera hasta morirme. ¨Qu‚ im-
presi¢n re causa a ti?
Trasilo acarici¢ pensativo su barba de fil¢sofo.
-Si te he de ser sincero, Tiberio, me resulta dificil contestarte. No
es f cil calar las intenciones de Cal¡gula, y, si he de expresar una im-
presi¢n, re dir‚ que se trata de una persona que puede ponerse todas
las m scaras hasta resultar irreconocible. A veces uno cree ver tras la
m scara, pero s¢lo consigue descubrir otra m s. Es, sin duda, hombre

* El vino es la leche dc los ancianos.


de aguda inteligencia y un buen orador. Es notable su capacidad para
penetrar r pidamente en las intenciones de los dem s. Pero ¨qu‚ hay
detr s de todo esto? ¨Cu l es su verdadera forma de ser?
Tiberio levant¢ la copa y se encogi¢ de hombros.
-Su verdadera forma de ser es el disimulo. Detr s de esto no se
distingue nada m s, al menos por el momento. Si llegara a ser mi suce-
sor y tener el poder en las manos, no quisiera asumir yo la responsabili-
dad de afirmar que va a utilizarlo con sensatez y con justicia. A veces
tengo la impresi¢n de estar educando a una v¡bora para el pueblo ro-
mano, una v¡bora que alg£n d¡a envenenar a todo el Imperio. Puede
que yo haya cometido muchos errores, pero nadie puede reprochar-
me que le haya causado da¤o al Imperio romano. Trasilo, t£ sabes
como nadie que yo no ambicion‚ este cargo. Hubiera preferido seguir
siendo un hombre con una vida privada y nada m s, pero fue ‚sta la
voluntad del gran Augusto, y le obedec¡. ¨He administrado mal su he-
rencia, Trasilo? D¡melo sinceramente ,¨me he mostrado indigno?
El astr¢logo conoc¡a estas preguntas, que ya le hab¡an sido formu-
ladas en otras ocasiones.
-Conoces mi opini¢n sobre esto, Tiberio. Mi opini¢n es que Au-
gusto no hubiera podido encontrar ning£n sucesor m s digno. Lo
qt¡e te reprocho, y conmigo muchos romanos, es tu reclusi¢n.Jam s
Sejano hubiera podido abusar de su poder como lo hizo si re hubieras
dejado ver de tiempo en tiempo en Roma, o, a£n mejor, si nunca te
hubieras marchado de all¡. Respeto tu decisi¢n, incluso la entiendo,
pero, aun as¡, la considerado equivocada.
Tiberio suspir¢. Conoc¡a la opini¢n de su viejo amigo, y no se la
tomaba a mal.
-Dej‚moslo estar, Trasilo, escog¡ este camino y tendr‚ que se-
guirlo hasta el final. Pero ¨qu‚ me aconsejas con respecto a Cal¡gula?
Poco a poco voy pensando en ‚l como el sucesor id¢neo, pero dudo
mucho antes de disponerlo as¡ en mi testamento. Mejor dicho: algo
me hace dudar, algo me retiene antes de dar este paso. ¨Qu‚ poder
quiere impedirmelo y parece prevenirme contra semejante decisi¢n?
T£ crees tan poco como yo en los dioses del Olimpo. ¨Son acaso los
astros los que me advierten?
Trasilo neg¢ sonriente con la cabeza.
-Los astros ni advierten ni aconsejan, s¢lo indican un posible ca-
mino. Tu propia desconfianza re hace volverte prudente, tu responsa-
bilidad frente al pueblo re hace dudar, y lo comprendo. Si Cal¡gula
revelara algo m s de su forma de ser, ser¡a m s f cil para ti tomar tu
dec¡sion
Tiberio asinti¢ con la cabeza.
-Eso es, Trasilo, lo has visto con claridad. Rem involutam emere;
84 85
1

como nos advierte el lenguaje popular: no hay que comprar el pa¤o


cuando est en el arca. Hay que verlo primero. Cayo es inteligente,
instruido, tiene una visi¢n aguda, es un brillante orador que sabe con-
vencer; pero ¨d¢nde est ‚l mismo? ¨Qui‚n es ‚l en realidad? Varias
veces he intentado llegar al fondo de su car cter, pero este hombre
no se quita la m scara. Y eso cuando apenas tiene veinte anos.
-Deber¡as conferirle alguna responsabilidad, un cargo en el que
tenga que demostrar su val¡a. Quiz as¡ llegues a conocerle mejor...
-La propuesta no es mala. Pero primero voy a buscarle esposa.
Tal vez ella consiga encontrar un camino hacia su corazon.
"Esto es en el caso de que tenga coraz¢n¯, pens¢ Trasilo para si, y
sorbi¢ con deleite el magnifico vino de C‚cuba.
A petici¢n del emperador hab¡a consultado el hor¢scopo de Cal¡-
gula, pero ni siquiera ah¡ se percib¡a nada importante. Era un hor¢s-
copo como el de una persona cualquiera, y s¢lo indicaba la existencia
de un car cter inteligente y due¤o de si. Hab¡a nacido bajo el signo de
Virgo y ten¡a a Saturno como ascendente. El signo del zod¡aco domi-
nado por Mercurio indicaba gran inteligencia, aunque Saturno...
Trasilo se prohibi¢ a si mismo m s especulaciones. Todo ten¡a su
lado negativo y su lado positivo. Una aguda inteligencia puede ser
utilizada en beneficio del pa¡s, pero tambi‚n permite enga¤ar y per-
judicar a otros. El, al menos, era demasiado viejo para perderse en
reflexiones sobre el futuro de Cal¡gula.

Tras la ca¡da de Sejano, los pocos amigos que a£n le quedaban a Agri-
pina esperaban la inmediata anulaci¢n de su destierro, un destierro
cuyo responsable fue -como todos cre¡an- el prefecto de los preto-
rianos que ambicionaba cada vez mayor poder. Eran muy pocos los
que sab¡an que fue el emperador quien quiso quitarse de encima a su
dominante e insolente nuera. Sejano se convirti¢ ahora en el chivo
expiatorio de todos los delitos, de los propios y de los del emperador.

La peque¤a isla rocosa de Pandareria estaba situada en mar abierto, a


unas cuarenta millas de distancia de tierra firme. Era una isla rida,
batida por los fuertes oleajes, sin ninguna isla vecina y habitada s¢lo
por cabras, conejos y algunos pescadores, y por doce soldados de
guardia que expiaban aqu¡, bajo el mando de un centuri¢n, su trasla-
do forzoso. Su misi¢n era vigilar a una prisionera que habitaba en el
norte de la isla en una caba¤a de madera medio derruida y desvencija-
da por el viento. S¢lo pod¡a abandonar la casa seguida de una fuerte
vigilancia, pero no hab¡a all¡ muchas posibilidades de pasear. Un em-
pinado e inc¢modo sendero bajaba hasta el mar; otro daba una am-
plia vuelta a la caba¤a. Por este sendero caminaban los hombres, sus
perros guardianes, d¡a tras d¡a, noche tras noche, para impedir la huida
de la orgullosa y callada mujer, una huida que de todos modos dificil-
mente hubiera sido posible.
Una sirvienta hab¡a seguido voluntariamente a su se¤ora al des-
tierro, pero hab¡a muerto meses antes por haber comido algo en mal
estado. Ahora, Agripina viv¡a sola en la choza semiderruida, en com-
pa¤¡a de ratas y murci‚lagos, desde hacia casi cuatro a¤os. Su esperan-
za de que el viejo emperador falleciera no se hab¡a cumplido a£n, y
poco a poco la hab¡a ido abandonando su valor. Con sus cuarenta
y seis a¤os pod¡a suponer que el emperador, que ten¡a ahora seren-
ray cinco, morir¡a antes que ella, pero la larga espera hab¡a mermado
sus fuerzas y se sent¡a desalentada. En estos a¤os, la que un d¡a fue
esposa de Germ nico, se hab¡a vuelto vieja y fea. El ojo que perdi¢
durante su detenci¢n, y la p‚sima e insuficiente alimentaci¢n, hab¡an
dejado su rostro demacrado y cubierto de arrugas. Los legionarios,
amargados por su servicio forzoso, descargaban de vez en cuando su
rabia en ella, prohibi‚ndole durante d¡as que saliera de casa, y, para
humillar¡a, dejaban que el pan se enmoheciera y el vino se agriara.
Ya s¢lo le quedaba su orgullo, que mimaba, cuidaba y conservaba
como si fuera su tesoro m s preciado. Se aferraba a este orgullo, y as¡ le
cost¢ menos tomar la decisi¢n de poner fin a aquella vida sin sentido.
Dos d¡as antes hab¡a arrojado ante la puerta el pan enmohecido y el
pescado podrido. El centuri¢n estaba perplejo. ¨Qu‚ deb¡a hacer? Man-
d¢ un velero r pido a Capr¡, situado a una distancia de cincuenta millas,
para recabar instrucciones para este caso especial. Su regreso se retraso
debido a vientos contrarios, y cuando al fin lleg¢, Agripina se encontra-
ba ya muy debilitada y desfallecida. La orden del emperador dec¡a: si no
hay m s remedio, la prisionera deber ser alimentada a la fuerza.

El centuri¢n se dirigi¢, pues, con cuatro de sus hombres a la casa de


Agripina. P lida y demacrada yac¡a la mujer sobre su lecho desastrado
esperando la muerte. El centuri¢n hab¡a hecho asar un pollo; se lo
coloc¢ ante la nariz y dijo:
-¨Huele bien, o no? El emperador ordena que comas. Lo tengo
por escrito. Obedece, pues, y come!
Agripina aparr¢ la cabeza y apret¢ los dientes. Hac¡a ya tiempo
que hab¡a dejado de sentir hambre, y el olor del po¡¡o asado s¢lo le
provocaba n useas. Al ver que de este modo no se iba a conseguir
nada, el centuri¢n orden¢:

-Sujeradle las manos y los pies!

86 87

Con una sonrisa ir¢nica, los legionarios cumplieron la orden, y el


centuri¢n intent¢ abrir a la fuerza la boca de Agripina para introdu-
cirle una parte del asado. Y realmente lo consigui¢, pero ella volvi¢ a
escupirlo en el acto. El centuri¢n blasfem¢ y le propin¢ unos bofeto-
nes. Con sus £ltimas fuerzas, Agripina logr¢ atraparle la mano e hin-
car en ella sus dientes. El centuri¢n aull¢, mientras los soldados son-
re¡an maliciosamente. Durante los pr¢ximos d¡as, volvi¢ a reperirse el
intento varias veces m s, pero sin el menor ‚xito. Agripina escup¡a en
el acto todo lo que consegu¡an meterle en la boca, hasta que, al fin, la
dejaron en paz.
Al d¡a siguiente, cay¢ en un profundo desvanecimiento. Horas
m s tarde le fall¢ la respiraci¢n. Su £ltimo pensamiento fue una mal-
dici¢n dedicada a Tiberio y una jaculatoria implorando a los dioses
que dieran a uno de sus hijos la posibilidad de vengar su muerte. Pen-
saba en Druso C‚sar, su segundog‚nito, pues no sab¡a que llevaba tres
a¤os encarcelado en el Palatino. No pens¢ para nada en Cal¡gula,
porque de este hijo no esperaba nada.
D¡as m s tarde lleg¢ a Capri la noticia de la muerte de Agripina. El
emperador tom¢ nota de ella sin mostrar ninguna emoci¢n.
-Esa mujer era un estorbo, incluso para si misma. Transmiridle la
noticia a Cayo C‚sar -a¤adi¢ y se distrajo en leer sus escritos.
-¨Muerta? -pregunt¢ Cal¡gula-. ¨Muerta, a causa de qu‚?
El pretoriano se puso firme.
-No lo s‚ con exactitud, C‚sar. Se dice que muri¢ de hambre.
Voluntariamente...
-Voluntariamente. Vaya!
El destino de su madre apenas lo conmovi¢, pero le molesr¢ que
fuera Tiberio el causante. ®¨Por qu‚ ese viejo monstruo seguir con
vida? -pens¢ furioso-, ¨por qu‚ los dioses no lo empujan de una vez
al Averno? No voy a esperar mucho m s, tambi‚n mi paciencia tiene
limites.¯
A partir de ese d¡a, Cal¡gula tom¢ la decisi¢n de adelantar el falle-
cimiento natural de su t¡o. Con aquella salud suya, el viejo pod¡a lle-
gar a los ochenta y cinco o incluso a los noventa. ¨Esperar otros diez
o quince a¤os? No y no! Pero no quer¡a precipitar los acontecimien-
tos; ten¡a que planearlo todo con paciencia y sistem ticamente. Du-
rante largo rato pens¢ y repens¢ cu l seria la mejor manera de inten-
tarlo, y una y otra vez se acord¢ de un hombre: Macr¢n. Tiberio Lo
hab¡a nombrado sucesor de Sejano, Macr¢n era la clave del poder.
Desde que era prefecto de los pretorianos, se mostraba muy fr¡o con
Cal¡gula.

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®Esto ha de cambiar, Sertorio Macr¢n, porque yo te necesito igual
que t£ vas a necesitarme a m¡ alg£n d¡a.¯ Como en estos momentos
Macr¢n resultaba inaccesible, Cal¡gula decidi¢ influir en ‚l a trav‚s de
su esposa, Ennia Nevia. ®Tengo que estimular su ambici¢n, tengo que
conseguir que sue¤e con el poder y la riqueza, mucho m s de lo que
lo ha hecho hasta ahora.¯
A partir de entonces, Cal¡gula empez¢ a cortejar a la esposa del
prefecto. Se fing¡a enamorado, la acechaba, se la com¡a con los ojos, y
al fin logr¢ atraerla a su lecho.
A primera vista, Nevia parec¡a ser solamente una guapa bobalico-
na, algo caprichosa, coqueta y no reacia a una aventura extramatrimo-
nial. Hac¡a pocos a¤os que Macr¢n se hab¡a casado con ella. La mujer
era veinte a¤os m s joven que ‚l, y hasta ahora el matrimonio no ha-
b¡a tenido ning£n hijo. Como el servicio agotador de Macr¢n lo man-
ten¡a constantemente a caballo entre Roma y Capri, Nev¡a ve¡a poco a
su esposo, y la oportunidad que se le presentaba no parec¡a desagra-
dable en absoluto.
El prefecto se hab¡a hecho cargo de la casa de Sejano, junto al
Viminal. En realidad, la casa pertenec¡a a Julia, la £nica nieta carnal
del emperador. Era una de las contad¡simas personas que hab¡an so-
brevivido a la ca¡da de su amante, porque el emperador tem¡a enta-
blar un proceso contra su nieta, que ya hab¡a visto c¢mo su padre era
asesinado por Sejano. Livia, su madre, hab¡a sido ejecutada como
principal culpable, pero Tiberio reconoci¢ a Julia como heredera de
sus padres, y viv¡a ahora desterrada en una de sus propiedades rurales,
en los montes Albanos.
Ennia Nevia odiaba la estrechez de Capr¡ y el vivir encerrada en la
corre del emperador. Hab¡a logrado imponer sus deseos de trasladar-
se a Roma, y resid¡a ahora en el antiguo nido de amor del derrocado
Sejano. Compart¡a una caracter¡stica con la anterior propietaria: era
desmesuradamente ambiciosa y no cre¡a, ni mucho menos, que el fi-
nal de su carrera fuera su ascenso a esposa del prefecto de los preto-
rianos. Nevia proced¡a de una adinerada familia plebeya y so¤aba con
ascender alg£n d¡a a los c¡rculos patricios. Desgraciadamente, Ma-
cr¢n parec¡a poco adecuado para estos sue¤os, pues, tras la ca¡da de
su antecesor, hab¡a rechazado todos los honores que el Senado hab¡a
solicitado para ‚l. A Macr¢n le bastaba ser prefecto de los pretorianos,
y con ello, la mano derecha del emperador.
Ahora que la cortejaba Cayo C‚sar, un pr¡ncipe imperial, Nevia
sent¡a una satisfacci¢n evidente, pero, de momento no quer¡a com-
prometer su honor. Al fin y al cabo no era ninguna mujerzuela
dispuesta a mererse en cualquier cama, aunque fuera de alta nobleza.
Conoc¡a a Cal¡gula de Capri, y, como hombre, no le gustaba gran

89

cosa. Le horrorizaban sus ojos fr¡os, de mirada fija, y sobre todo le


repel¡a su aspecto de viejo, pese a que ‚l era algunos a¤os m s joven
que ella.
Cal¡gula notaba su instintivo rechazo, e intu¡a la imagen que ella
quer¡a de ‚l; en consecuencia, empleaba su capacidad casi m gica
para el fingimiento. Un c lido brillo se apoderaba de su mirada fija
cuando se dirig¡a a ella, y en sus palabras y en sus gestos hab¡a una
pasion que no sent¡a pero que fing¡a a la perfeccion.
Result¢ muy provechoso para esta relaci¢n el hecho de que el vie-
jo emperador quisiera tener siempre cerca de s¡ a uno de sus dos con-
fidentes mientras el otro supervisaba lo que ocurr¡a en Roma. Cuando
Macr¢n estaba de servicio en Capr¡, Cal¡gula se quedaba en la capital,
y cuando el prefecto conviv¡a con sus pretorianos, Tiberio quer¡a
tener a su lado a su sobrino.

Cal¡gula ya hab¡a visitado en varias ocasiones a Nevia en la peque¤a


~illa junto al Viminal con el pretexto de que, en ausencia de Macr¢n,
ten¡a que vigilar a la guardia pretoriana.
Hizo un gesto de sorpresa, como si le extra¤ara algo que no pod¡a
comprender.
-No te habr pasado inadvertido el hecho de que en Capri yo no
tuviera ojos para ninguna otra mujer que no fueras t£. Venus es testi-
go de que el verte me causaba un profundo trastorno, y de que, en mi
iinaginacion, he hecho el amor contigo muchas m s veces de las que
tu esposo lo haya hecho a lo largo de todo vuestro matrimonio.
Los grandes y h£medos ojos bovinos de Nevia miraban conmovi-
dos, pero se mostr¢ arrogante:
-No he notado nada de esto, Cayo C‚sar. O has escondido tus
sentimientos con much¡sima habilidad, o me est s mintiendo ahora.
-No, Nevia, no podr¡a mentirte jam s, a ti, no! En Capri fue tu
belleza para mi un rayo de luz en medio de todos aquellos ancianos
que rodean a mi venerado r¡o, fuiste un refugio de juventud y de her-
nosura. Cuando entrabas en una habitaci¢n, pod¡a sentir c¢mo se
desvanec¡a aquella mohosa atm¢sfera de ancianidad y dejaba su lugar
auna maravillosa impresi¢n de frescor. En secreto he ofrecido sacrifi-
cios aj£piter para que cambie tu forma de pensar y te atraiga a Roma.
AJ~ora estas aqu¡, y me siento a punto de estallar de alegr¡a.
Nevia no habr¡a sido mujer si estos y parecidos halagos no hubie-
tai~ su rechazo, un rechazo que en realidad era s¢lo fingido.
Los OJOS fijos, inexpresivos, de Cal¡gula ya no le daban miedo, y en-
contraba ahora excitante su cuerpo cubierto de vello viril. Al fin y al
cabo, y esto fue lo decisivo, era un aut‚ntico pr¡ncipe imperial. Entre-
tanto toda Roma sabia que Tiberio ve¡a en ‚l a su sucesor, y no pocos
hubieran deseado ver convertido en emperador al hijo menor de Ger-
m nico. Y mejor hoy que ma¤ana.

Tiberio, en cambio, se hab¡a hecho odioso ahora para el pueblo.


Mientras fue posible suponer que Sejano falsificaba las ¢rdenes impe-
riales o que persegu¡a a sus adversarios por af n de poder, el pueblo
mimaba la imagen del emperador enga¤ado y burlado, la imagen de
un emperador que, en realidad, no era un hombre malvado. Ahora,
en cambio, Sejano y su c¡rculo de amigos hab¡an sido aniquilados,
pero las persecuciones continuaban en vez de disminuir, y una y otra
vez se trataba de ®delitos de lesa majestad¯. Este delito inclu¡a cual-
quier cosa que irritara de alguna manera al emperador. Quien com-
pon¡a un panfleto contra ‚l, era ejecutado, como lo era un buf¢n que
hacia re¡r al populacho con una farsa inocente sobre el emperador.
Entre los patricios, bastaba a menudo una simple sospecha, una ob-
servaci¢n imprudente, una denuncia an¢nima, para someterlos al ha-
cha del verdugo. En la Puerta Gem¢nica volv¡an a amonronarse los
cad veres, vigilados por soldados que deten¡an a todo aquel que se
lamentaba en voz alta o a quien inrentara llevarse el cuerpo de un
amigo o pariente para enterrarlo debidamente. De vez en cuando, los
cad veres en descomposici¢n eran arrojados al T¡ber para dejar espa-
cio a nuevos cuerpos.
El emperador Tiberio Augusto permanec¡a en Capri como una
ara¤a que acecha incansablemente a sus v¡ctimas y no suelta a ningu-
na que se haya enredado en su telara¤a. Pese a estar pr¢ximo a la
octava d‚cada de su vida, gozaba de una salud perfecta. No mostraba
la menor consideraci¢n con su cuerpo, no se absten¡a de nada, com¡a
y beb¡a lo que le apetec¡a, consum¡a fuertes estimulantes para avivar
su fuerza viril, pero sus excesos a lo largo de los a¤os empezaban aho-
ra a cobrarse. Las prostitutas y los efebos eran sustituidos cada vez con
mayor frecuencia, pero sin ‚xito, porque hab¡a una cosa que ‚l, el
amo del mundo, el todopoderoso, no pod¡a hacer: enga¤ar o sobor-
nar a la naturaleza. Su m‚dico le aconsej¢ que inrentara una abstinen-
cia m s prolongada, y el emperador, que normalmente no sol¡a mos-
trarse dispuesto a aceptar este remedio, sigui¢ su consejo.
Aguanr¢ diez d¡as. El decimoprimero baj¢ a los recintos ocultos
donde estaban alojados los spintriae. Hab¡a bebido ya algunas copas de
vino ar¢matico caliente, y sent¡a c¢mo por la entrepierna le ascend¡a
un calorcillo ameno. Ten¡a, pues, grandes esperanzas. Hab¡a ordena-
do a los guardianes que cambiaran a toda aquella canalla: quer¡a ver
caras nuevas.
90 91
Cuando un asustado grupiro de muchachos y muchachas desnu-
dos entr¢ en la sala, apret ndose unos contra otros, Tiberio se arre-
pinti¢ de su orden. Deber¡a haberse quedado con algunos de sus
experimentados efebos, que sab¡an mejor que nadie lo que de ellos
esperaba.
El emperador se sent¢ en un espacio sombreado de aquel recinto
en forma de gruta, y dio la se¤al de comenzar los juegos er¢ticos.
~Adelanre, adelante!
El guardi n dio unas palmadas.
-Cada uno de los muchachos coge a una chica; el emperador
quiere ver a unajuvenrud alegre, que se divierte. Jomad ejemplo de
aquellos!
El hombre se¤al¢ cuatro grupos de figuras de tama¤o natural
colocados sobre pedestalesjunto a las paredes: un fauno copulaba por
detr s con su ninfa, otra se sentaba a horcajadas sobre el cuerpo pelu-
do del dios del bosque. Los adolescentes sab¡an lo que se esperaba de
ellos, pero estaban inquietos e intimidados, y s¢lo algunos consiguie-
ron aparearse torpemente.
Estos intentos divirtieron al principio al emperador, pero luego le
aburrieron. El vino le hacia senrirse cansado, y bostez¢ largamente; ni
siquiera ten¡a ya fuerzas para enfadarse. Se levant¢ jadeando.
1Seguid, seguid! -exclam¢ dirigi‚ndose a los j¢venes-. Quiz
la pr¢xima vez todo funcione mejor.
Con gran esfuerzo volvi¢ a subir las escaleras y se recluy¢ en sus
estancias privadas.
- Trae a la nubia! -orden¢ al sirviente.
Silenciosa como una gata, entr¢ en la habitaci¢n la esclava negra,
vestida £nicamente con un taparrabos. Se arrodill¢ ante el empera-
dor y bes¢ la costura de su toga.
~D‚jare de tonter¡as, Nig-ra, ya nos conocemos. Hoy quiero un
masaje de arriba abajo; agarra cada m£sculo por separado y dale a
fondo.
La nubia apenas entend¡a el lat¡n, pero Tiberio subray¢ sus deseos
con expresivos gestos. La mujer lo desvisti¢ con rapidez y habilidad y
empez¢ por las pantorrillas. Con gran destreza golpe¢, estir¢, frot¢
y lo masaje¢ m£sculo por m£sculo. Gir¢ el cuerpo viejo y fl ccido en
distintas posturas, mientras su hermoso rostro oscuro segu¡a serio y
concentrado.
®¨Qu‚ edad tendr ?¯, pens¢ Tiberio. Ni siquiera conoc¡a su verda-
dero nombre; desde siempre la hab¡a llamado Nigra, negra. Su nervu-
do cuerpo felino ol¡a a clavo y a canela, y parec¡a no tener edad, como
una estatua de marfil.
Qu‚ edad tienes, Nigra?
r
Los oscuros ojos lo miraron, y una leve sonrisa cruz¢ su rostro.
Nunca contestaba a una pregunta: se limitaba a sonre¡r amablemente.
De repente el emperador se dio cuenta de que jam s hab¡a o¡do
su voz.
-Di algo, Nigra, cualquier cosa, aunque sea en tu idioma.
Otra vez la mujer se limir¢ a sonre¡r. ®Tal vez deber¡a hacerla azo-
tar una vez -pens¢ Tiberio-, s¢lo suavemente, para oir su voz.¯ Pero
desech¢ la idea, pues con sus artes le resultaba demasiado valiosa.
Quer¡a intentarlo de otro modo. Con un adem n le orden¢ que pa-
rara. Inmediatamente ella rerir¢ las manos y lo mir¢ interrogante.
-Nigra -dijo Tiberio, se¤alando su bien trazada boca-. Nigra,
Nigra -repiti¢, moviendo afirmativamente la cabeza. Ahora ella en-
tendi¢.
-Nigra -escuch¢ el emperador su voz oscura, y, otra vez, tras una
entra¤able sonrisa, con m s intensidad y determinaci¢n-: Nigra!
-~ Bien! -la elogi¢ el emperador-. Muy bien! Ahora puedes
continuar.
Se coloc¢ boca arriba, y ella empez¢ a trabajar sus muslos. De
pronto, el emperador se sinti¢ excitado por su aspecto, su olor, su
oscura voz que resonaba a£n en sus o¡dos. Su falo se levant¢. Al verlo,
Nigra par¢ y se ech¢ a re¡r con todas sus ganas. Tiberio hizo como si
nada hubiera ocurrido; quiso esperar su reacci¢n. Tras vacilar breve-
mente, ella se desprendi¢ de su taparrabos, se subi¢ a la cama y dej¢
que el falo la penetrara.
El emperador pens¢ con enardecida aprobaci¢n: ®Qu‚ gracia y
qu‚ naturalidad tiene al hacerlo; sin est£pidas risitas y aspavientos,
como si fuera la cosa m s natural del mundo¯.
Con un suave contoneo de sus caderas ella lo condujo lentamente
y con gran deleite al cl¡max. Despu‚s fue a buscar un pa¤o h£medo,
lo limpi¢ y continu¢ con su tratamiento como si nada hubiera ocu-
rrido.
Tiberio cay¢ en un profundo sue¤o del que se despert¢ tres ho-
ras despu‚s. Se sent¡a de maravilla, fresco como un jovencillo, y muy
emprendedor.
El d¡a, con rodo, hab¡a empezado mal. Apenas hab¡a despertado
cuando se apod.er¢ de ‚l un asco general, un asco de si mismo, de su
entorno, de su avanzada edad, de sus vicios incorregibles, de su af n
de venganza. Esta ma¤ana se apoder¢ de ‚l con todas sus fuerzas un
deseo ocasional que nunca hab¡a tomado muy en serio, el deseo de
abandonar aquella vida, que se hab¡a convertido en una carga, como
quien se desprende de un abrigo que pesa y apesta a suciedad.
Cuando su secretario pregunt¢ si ten¡a ¢rdenes o consultas para el
Senado, dijo iracundo:
92 93
-S¡, las rengo. Env¡ales el siguiente mensaje: ®¨Qu‚ quer‚is que
os escriba, senadores, o c¢mo he de escribirlo, o qu‚ es lo que en este
momento no debo escribir? Si lo s‚, que los dioses me hagan reventar
de un modo m s miserable del que ahora mismo ya me siento reven-
tar d¡a tras d¡a...¯.
Al o¡r estas frases, el secretario puso una cara imperturbable, p‚-
trea, pero no le incumb¡a a ‚l comentar las palabras del emperador.
Cuando Tiberio call¢, esper¢, estilete en ristre, una continuaci¢n,
pero el emperador se levant¢ de repente y grit¢:
-¨A qu‚ esperas, imb‚cil? Hoy no rengo nada m s que decirles a
los padres venerables. Que lo interpreten como les plazca!
Pese a todo, ahora no se arrepent¡a de haber dirigido estas de-
sesperadas l¡neas al Senado. Sonre¡a al imaginar c¢mo se quemar¡an
los sesos intentando descubrir el sentido oculto de su mensaje.
-¨Est cerca mi amado sobrino?
Esta pregunta, impregnada de iron¡a, no habr¡a sido necesaria,
pues Cal¡gula, siempre que permanec¡a en Capr¡, estaba constante-
mente en la inmediata cercan¡a del emperador.
-Si‚nrare, Cayo.
El emperador mir¢ detenidamente a su sobrino. ®No hay quien lo
imite, con este aire de ¡ntegra respetabilidad perfectamente fingi-
do -pens¢ con involuntaria admiraci¢n-. Vamos a ver si consigo
sacarle hoy de sus casillas.¯
-He decidido casarte.
Cal¡gula fingi¢ alegr¡a.
-Ya insinuaste algo en este sentido. ¨En qu‚ mujer ha reca¡do tu
elecci¢n?
®No hay quien logre perturbar a mi se¤or sobrino¯, se dijo, y a¤a-
di¢ en voz alta:
-He pensado en la hija mayor de Marco Silano, enjunia Claudia.
-Sin la menor duda, es una magn¡fica elecci¢n. ;Cu ndo ser la
boda?
El emperador se sent¡a algo molesto por no haber consegui-
do tampoco hoy despertar en Cal¡gula alg£n sentimiento percep-
tible.
~Lo antes posible! -dijo brevemente y a¤adi¢-: Esto es todo.
Ahora, quiero descansar...
Cal¡gula se inclin¢ profundamente.
-Siempre a tu disposici¢n, venerado r¡o.
Pero en su fuero interno ard¡a en ira. Hoy el viejo monstruo
parec¡a tan fresco y juvenil como si hubiera tomado alg£n embrujo.
-Semejante hechizo exige un contrahechizo! -murmur¢ lleno
de odio.
Y decidi¢ hacer participe de sus intenciones a Macr¢n, costara lo
que costara. ®Aunque tenga que promererle todo el oro del mundo
~pens¢-, habr alg£n se¤uelo que le haga reaccionar. ¨Quiz s aspi-
re a ser senador o proc¢nsul? Todo el mundo tiene un precio, y este
precio no Siempre tiene que ser en dinero.¯
Agradablemente excitado por estos pensamientos, Cal¡gula fue a las
termas y se ba¤¢ parsimoniosamente. Despu‚s se fue a la cama, y su
£ltimo pensamiento antes de dormirse, fue, como desde hacia tiempo,
el fervoroso deseo de que Tiberio no sobreviviera a aquella noche.

Cornelio Celso no sabia ya qu‚ hacer. Los nuevos planes de su hijo le


parecieron tan descabellados que apenas encontr¢ argumentos en
contra. Se le hac¡a cuesta arriba reivindicar simplemente su autori-
dad paterna y prohibir sin m s. Quer¡a convencer con razones, pero
nada apropiado se le ocurri¢. Hab¡a pedido, pues, que viniera aver¡es
su t¡o Cornelio Calvo que apreciaba a Sabino y se sent¡a muy prox¡-
mo a ‚l.
Calvo pertenec¡a a la rama adinerada de los Cornelios, pero el
destino lo hab¡a tratado con gran dureza. Tras un breve y feliz matri-
monio, su mujer falleci¢ a consecuencia de un mal parto. El otro hijo,
de dos a¤os, sigui¢ semanas despu‚s a su madre a la tumba. Amarga-
do, Calvo se hab¡a recluido en el campo, donde, seg£n rumores, tra-
bajaba en una extensa historia de la familia de los Cornelios. Por mo-
rivos dificilmenre comprensibles sent¡a desde hac¡a a¤os un gran
afecto por su sobrino nieto, y se daba por seguro que en ‚l ve¡a a su
heredero.
En consecuencia, a Celso se le hab¡a ocurrido pedir su consejo.
Era un hombre de casi setenta a¤os, flaco y ligeramente encorvado,
pero su rostro severo y herm‚tico trasluc¡a inteligencia y bondad. Tras
el primer trago de vino, Celso se descolg¢ con las siguientes palabras:
-Sabino quiere entrar a formar parte de los pretorianos. Desde
hace alg£n tiempo tiene amistad con un centuri¢n, quince a¤os
mayor que ‚l, que le ha impresionado de tal modo con el tintineo de
sus armas que ahora la espada y el escudo se le antojan la m xima gala
viril. Un muchacho que se sabe medio C rulo de memoria, quiere
ahora hacerse soldado! ¨Qu‚ dices a esto?
Calvo movi¢ la cabeza.
-Sabino es joven y tiene fantas¡a. No puede conformarse a su
edad con un futuro de editor y librero. Quiere emplear sus fuerzas,
Vivir aventuras... Puedo entenderle perfectamente.
Celso suspir¢:
-Tienes un coraz¢n muy comprensivo, Calvo, especialmente

94 95
1

cuando se trata de tu sobrino preferido. Pero, en realidad, lo que que-


r¡a es que me dieras un consejo.
Pensativo, Calvo dej¢ vagar la mirada por el jard¡n hasta llegar a
los cipreses altos y esbeltos.
-¨Cu nto tiempo m s vas a poder mantener tu villa? En los al-
rededores se est n levantando casas de alquiler, feas, mal construidas:
una ofensa para nuestra hermosa Roma.
-No tengo intenci¢n de marcharme de aqu¡. De todas formas, ya
he vendido la mitad del parque, y con esto basta. Los negocios no van
mal, y me puedo permitir perfectamente esta casa.
-~YSabino, querr vivir aqu¡?
-Este cambia de opini¢n de semana en semana. Pero volvamos al
tema. ¨Qu‚ he de hacer con el muchacho?
-Realmente, yo podr¡a hacer una propuesta... -dijo Calvo vaci-
lante.
-Adelante, dilo ya!
-Sabes que desde hace a¤os padezco jaquecas e insomnio. Como
estoico, lo aceptaba y esperaba una mejor¡a. Pero, lamentablemente,
esta mejor¡a no se ha producido, y he decidido marcharme a Epidau-
ro. De aquel lugar se cuentan verdaderos milagros, incluso en casos
sin esperanza. Si no se produce una mejora, habr sido al menos un
bonito viaje. Sabino podr¡a acompa¤arme hasta all¡. Nos dar la posi-
bilidad de hablar de muchas cosas, y ‚l podr disranciarse de la vida
que ha llevado hasta ahora.
Celso se sinti¢ aliviado.
-Tu propuesta es buena, incluso muy buena. De todas formas,
Sabino habla siempre de largos viajes que deber¡a hacer para conti-
nuar su formaci¢n. Contigo, lo dejo en buenas manos, y tal vez consi-
gas que siente la cabeza.
-La pregunta es si querr hacer el viaje.
Celso se puso tenso.
-Claro que si! Insisrir‚. Es lo que ‚l siempre hab¡a querido. Aho-
ra va a hacer lo que desde hace tanto tiempo deseaba.
Calvo se dispon¡a a partir cuando Sabino lleg¢ a casa.
-Pero, r¡o! ¨Ahora que yo llego quieres marcharte? Vienes raras
veces a vernos; qu‚dare al menos a tomar una copa de vino.
Calvo abraz¢ a su sobrino.
-Quiz re canses pronto de mi compa¤¡a cuando oigas lo que
vamos a proponerte.
En contra de lo esperado, Sabino se mostr¢ en seguida entusias-
mado.
-Epidauro! Grecia! Se cumple mi sue¤o dorado. Oh, r¡o, po-
dr¡a darte mil abrazos!
Calvo estaba visiblemente emocionado por la alegr¡a espont nea
de su sobrino.
~Quiero, ya ver s c¢mo tu entusiasmo desaparece cuando veas lo
que es viajar con un viejo enfermo.
Sabino se ech¢ a re¡r alegremente.
-¨Viejo y enfermo? Todav¡a les das mil vueltas a muchos j¢venes,
y seguramente all¡ se acabar n tus jaquecas. Al fin podr‚ emplear en
serio mis conocimientos de griego. Mi amigo Querea se va a llevar una
sorpresa...
Celso y Calvo fueron lo suficientemente inteligentes como para no
insistir en este tema. Hablaron de la fecha del viaje.
-A£n es demasiado pronto; los vientos del Egeo tienen fama de
traidores en invierno. La mejor ‚poca ser entre mediados y finales
de mayo.
-Entonces me queda tiempo suficiente para prepararlo todo
-asinti¢ Calvo.
Cuando Calvo se hubo marchado, Sabino dijo:
-No importan unos meses m s o menos. Tambi‚n puedo entrar a
formar parte de los pretorianos medio a¤o m s tarde.
-De esto hablaremos cuando hayas vuelto. En cualquier caso
espero que no hagas nada sin mi consentimiento.
-Claro que no, padre! ¨Qu‚ es lo que piensas de mi? -se defen-
di¢ Sabino, indignado.
Celso suspir¢.
-Este hijo, este hijo... -murmuro con un movimiento dubitativo
de cabeza.

Sabino no pudo contenerse y, apenas vio a su amigo, le solt¢ la no-


ticia:
-Me marcho a Epidauro, Querea, imaginare! Un viaje por mar
de varias semanas! Fiaremos escala en diferentes puertos: en N poles,
en Mesina, quiz incluso en algunas islas del mar Egeo, y despu‚s...
-Para, para! -le interrumpi¢ Querea-. Me alegro de que pue-
das ver mundo, pero, en realidad, tenias otros planes, quer¡as pedirle
a tu padre que te inscribiera entre los pretorianos, y cuando dec¡as
esto sonaba como si re murieras de impaciencia por coger las armas.
Sabino vio la decepci¢n en el rostro de su amigo e intent¢ apaci-
guarle.
-Y sigo pensando lo mismo! Aunque deber¡as haber o¡do a mi
padre cuando le comuniqu‚ mi plan. Se puso furioso. A mi regreso
vamos a hablar nuevamente de este asunto, y ya ver s c¢mo consigo
convencerle. Hasta ahora siempre he conseguido lo que me he pro-

96 97

puesto. Pero no pod¡a dejar escapar este viaje. A fin de cuentas, t£


tambi‚n has visto mundo, estuviste en la Galia y en Germania...
Como soldado!
-Pero has visto otros paises y has tenido experiencias por ah¡ fue-
ra. Ahora no me envidies a mi este placer!
Querea se echo a re¡r.
Por Marte y J£piter! No creer s en serio que re envidio este
viaje! Pronto re dar s cuenta de que un viaje tan largo no es una suce-
si¢n de placeres. Tambi‚n en mayo hay tempestades en el mar, y
cuando lleves d¡as sin poder dejar de vomitar...
-D‚jalo ya, Querea. Jam s han conseguido impresionarme los
pron¢sticos de futuras desgracias. Ocurrir lo que tenga que ocurrir;
las diosas del destino no dejan ver sus cartas. Omnia leTfl momento pen-
dent.* Creo que fue Livio quien lo dijo en una ocasi¢n. Lo hemos visto
con Sejano: por la noclw se acost¢ con su amante convencido de ser
el segundo hombre del Estado, y horas despu‚s lo llevaron preso
como criminal peligroso. ¨Sabes t£ lo que ser de nosotros ma¤ana?
¨De ti, de m¡, de Marcia?
-Deja ya de filosofar, Sabino. A fin de cuentas no hay que pensar
siempre que nos puede alcanzar una desgracia en el pr¢ximo instan-
te. Para esto, mejor seria cortarse las venas sin pens rselo m s.
Sabino rompi¢ a re¡r, triunfante.
-¨Lo ves? Ahora t£ mismo has llegado al punto clave, como cual-
quier persona razonable. Fuiste t£ quien empez¢ a prevenirme de
posibles peligros del viaje. La vida es peligrosa, eso es algo que no se
puede cambiar, y s¢lo los muy imb‚ciles cierran los ojos ante esto.
Pese a todo no nos vamos a desalentar, Querea. Naturalmente, a m¡,
como hijo de librero, me vuelven siempre a la mente las palabras de
nuestros poetas. ¨Sabes lo que Virgilio dijo sobre esto? Tu ne cede malis,
sed contra audentior ito.**
Querea esboz¢ una sonrisa triste.
-Los poetas lo tienen f cil. Est n sentados en su c¢modo sal¢n y
dan sabios consejos. ¨Acaso el Virgilio ese atraves¢ alguna vez los bos-
ques de Germania con el miedo de que tras cualquier arbusto acechara
un gigant¢n rubio y sanguinario que, con suerte, se contentar¡a con
degollarre, pero que tambi‚n podr¡a desollarte, o cortarte los cojones
de un tajo? En situaciones as¡ empiezas a sudar, amigo mio, y maldices
a todos los poetas juntos, y deseas que se vayan de una vez al Averno!
-La intenci¢n de estos consejos es s¢lo simb¢lica. Pero, ahora,
otra cosa. ¨Qu‚ tal Sertorio Macr¢n, vuestro nuevo prefecto?

* Todo pende de un hilo.


** No hay que resignarse ante la desgracia, sino enfrentarse valientemente a ella.
Querea se encogi¢ de hombros.
-Lo hace lo mejor que puede. Se ha ganado muchas simpat¡as
por no haber accedido a las adulaciones del Senado. Tambi‚n se le
tuvo muy en cuenta el que impidiera que se ajusriciara a la gente sin
m s, s¢lo porque hab¡an tratado superficialmente a Sejano. Nadie la-
ment¢ que se condenara a muerte a algunos de los compinches de
Sejano, aunque fueran pretorianos. Gente as¡ no se hace nunca popu-
lar entre la tropa. Ah¡ s¢lo vale lo que un hombre logra por sus pro-
pios medios.
-Precisamente esto es lo que me gusta. ¨Crees que ser aprobada
tu solicitud de ascenso? Por los a¤os de servicio y por tu capacidad
hace va tiempo que tendr¡as que ser tribuno.
Querea esboz¢ una sonrisa:
-Ya s‚ que t£ deseas para mi ese rango. Se dice que Cal¡gula com-
prueba las peticiones una por una, y, por lo visto, tiene fama de ser
muy generoso.
-¨Yno se r¡a mejor que mi primo, el senador Cornelio...?
-No! Eso no! Basta con que me hayas ense¤ado a leer y escribir.
No quiero nada m s de los Cornelios.
-Est bien, Querea, s¢lo pensaba que si re dejaran de lado injus-
ramenre, tal vez valdr¡a la pena...
-Esperemos a ver qu‚ pasa. Entre las virtudes de un soldado se
cuenta ante todo la paciencia.
98 99
1

VIII

Desde el d¡a en que el emperador envi¢ al Senado su escrito marcado


por la desesperaci¢n y la melancol¡a propias de la edad, volv¡a a sen-
tirse mejor, como si se hubiera quitado un peso de encima. Com¡a
con gran apetito, disfrutaba del a¡re fresco de los primeros d¡as de
primavera y hab¡a vuelto a encontrar su tono cortante, agudo e iron¡-
co, el tono que su entorno conoc¡a y tem¡a en ‚l.
Con el bienestar fisico y ps¡quico aumentaba su desconfianza
siempre despierta, que tampoco se deten¡a ante sus allegados. Tiberio
sospechaba que Macr¢n -a quien hab¡a otorgado los plenos poderes
de que gozaba su antecesor- sucumbir¡a poco a poco a las tentacio-
nes hasta abusar del cargo de confianza. Tampoco le agradaba el que
Cal¡gula fuera adquiriendo una popularidad creciente entre el pue-
blo. Su sobrino intentaba quitarle importancia a este hecho, diciendo
que su popularidad se deb¡a £nicamente a su parentesco con el empe-
rador y no a unos m‚ritos de los que no pod¡a alardear en absoluto.
Tiberio fingi¢ creer sus argumentos y decidi¢ hacer vigilar a Macr¢n
por Cal¡gula y a ‚ste por Macr¢n.
-Lo que te voy a decir, Cayo, tiene que quedar entre nosotros;
apelo a ti como a mi sucesor en potencia y a mi nieto adoptivo, rog n-
dote que no reveles absolutamente nada de esto. Y, por cierro, re lo
digo tambi‚n en tu propio inter‚s. Se trata de Macr¢n.
Cal¡gula levant¢ la mano como si quisiera poner alguna objeci¢n,
pero Tiberio le orden¢:
-No, no digas nada ahora y esc£chame con atenci¢n. Vaya esto
por delante: sigo estando contento del prefecto, s‚ que puedo fiarme
y rengo confianza en ‚l. Pero siempre tengo tambi‚n presentes estas
palabras: Homines su mus, non dei* y como tales estamos expuestos a
ciertas tentaciones. Este es un hecho que precisamente un soberano
ha de tener Siempre muy presente. Macr¢n no parece ambicioso, esto
en el caso de que su rechazo de los honores propuestos por el Senado
haya sido sincero y no s¢lo fruto de su prudencia. Tambi‚n habr¡a
que considerar esta posibilidad. S‚ que me romas por un viejo des-
confiado y excesivamente prudente, pero no lo olvides: no se trata de
m¡, sino del Imperio. Yo he vivido ya mi vida, llevo veinte a¤os como
emperador, pero mientras viva, no podr‚ descargar en nadie esta res-
ponsabilidad. S¢lo de esto se trata.
~Qu‚ sincero y qu‚ honrado suena todo esto!, y, aun as¡, no le
creo ni una palabra -pens¢ Cal¡gula-. El viejo se aferra a la vida
como una lapa y est medio loco de miedo y de desconfianza. Es
repugnante!¯ Pero ninguno de estos pensamientos se reflejaba en el
rostro de Cal¡gula. Con una c lida comprensi¢n miraba a los ojos de
su t¡o.
-Yo har¡a lo mismo, venerado r¡o, y har‚ todo lo que est‚ en mi
mano para apoyarte. Pero temo cometer alg£n error. ¨Qu‚ es lo que
esperas de m¡?, ¨cu l es la mejor manera de serte £til?
-De ahora en adelante quiero que pases siempre unos d¡as con
Macr¢n en Roma. Obs‚rvalo un poco, hazle preguntas con cara de
inocente, observa sus reacciones, pero procura que no empiece a des-
confiar. No ha de tener la sensaci¢n de estar vigilado. Ya re lo he di-
cho: sigue gozando de mi confianza. Pero tengo que ser cauto. El caso
de Sejano me ha ense¤ado mucho.
¯Las cosas empiezan a ponerse en marcha -pens¢ Cal¡gula-; y,
por lo dem s, querido r¡o, acabas de cometer un gran error.¯ Estaba
de rin humor excelente, y sus finos labios esbozaron una sonrisa ma-
liciosa.
D¡as despu‚s, Macr¢n recibi¢ orden de presentarse ante el empe-
rador. El prefecto se puso firme.
~Salve, imperator!
-Ponre c¢modo, Macr¢n, y olvida que eres prefecto. Quiero ha-
blar contigo como con un amigo. Necesito tu consejo, tal vez tu ayuda.
Se trata de Cayo C‚sar. Qu‚date tranquilo. No rengo nada que repro-
charle; ‚l goza, como t£, de mi confianza plena. Pero una cosa me
preocupa: su creciente popularidad entre la plebe. No me interpretes
mal. Le deseo el aplauso de todo coraz¢n, incluso me alegra, pero
temo que pueda provocar sentimientos equivocados en ‚l. Es joven,
sin formar y algo impaciente. T£ le llevas al menos dos decenios, eres
hombre maduro, experimentado y sabes tan bien como yo que el

* Somos humanos, no dioses.


100 101

aplauso del populacho vale muy poco, o nada. Hoy dedican su j£bilo a
‚ste, ma¤ana a otro. Quiero ahorrarle decepciones a mi sobrino y
evitar que saque conclusiones equivocadas y que, en consecuencia,
act£e de un modo inadecuado. ¨Qu‚ he de hacer, Macr¢n? ¨Qu‚ me
aconsejas?
-Es un honor para mi que me pidas consejo, imperator, pero dudo
de poder serte £til. En este caso, mi impresi¢n es que Cayo valora
correctamente su popularidad entre el pueblo. No le concede mayor
importancia, y hace poco emple¢ ante mi palabras similares a las que
t£ acabas de pronunciar. Creo que dijo m s o menos que el favor del
pueblo es una moneda peque¤a que se gasta r pidamente, e insisti¢
en que apreciaba mucho m s tu confianza. Dijo incluso que ‚l mismo
se dar¡a muerte si la perdiera.
-Esto me alegra, Macr¢n, pero no disipa ni mucho menos mis
dudas. Dale a entender, y haz ver que se trata de tu opini¢n, que no es
sensato despertar la desconfianza del emperador e ins¡n£ale que se
mantenga en un segundo plano y no siga pronunciando discursos en
p£blico. Supongo que esta indicaci¢n ser suficiente.
-Puedes confiar en m¡, imperator.
Pero pens¢ para sus adentros: ®Me guardar‚ muy mucho de deni-
grar a Cayo C‚sar ante ti, Tiberio. Ma¤ana mismo puede ocupar tu
puesto, y sabr valorar a quien se haya mostrado leal con ‚l¯.

En Macr¢n se empezaban ya a notar las insinuaciones de su esposa,


que le aconsejaba encarecidamente que aposrara por Cal¡gula.
-No est‚s tan apegado a un viejo que ma¤ana puede estar muer-
to. Piensa en tu futuro, en nuestro futuro, querido. Y el futuro se
llama Cal¡gula! Dichoso aquel que se haya dado cuenta a tiempo.
Macr¢n adoraba a su joven esposa y ten¡a en gran estima sus con-
sejos. Poco a poco fue abandonando sus reservas ante Cal¡gula.
Para Nevia, en cambio, su esposo, al que no amaba, era un instru-
mento que deb¡a allanarle el camino, y, en su imaginaci¢n, este cami-
no iba a ascender verticalmente hasta lo m s alto. La £ltima vez que
estuvieron juntos, Cal¡gula -seg£n cre¡a ella- hab¡a dejado caer su
m scara, revel ndole sus verdaderos planes. Al principio hizo ver que
le costaba mucho empezar. Titubeaba y evitaba su mirada hasta que,
finalmente, ella le animo:
-A ti te preocupa algo, Cal¡gula. Anda, dilo ya. Normalmente,
siempre encuentras las palabras adecuadas.
El hizo como si tuviera que vencer cierta reservas.
-S¡ empiezo ahora a hablar, querida Nevia, me pongo completa-
mente en rus manos. Desde aqu¡ podr¡as ir a ver directamente al em-
perador y, cr‚eme, te recompensar¡a generosamente si le revelaras los
planes de Cayo C‚sar. Si me confio ahora a ti, pongo mi destino en tus
manos. Lo hago solamente porque te quiero, porque re quiero hasta
la locura...
Se la com¡a con los ojos, y la luz vacilante de las l mparas de aceite
iluminaba sus ojos duros y muertos con un brillo apasionado. Ennia
Nevia estaba fascinada. Por fin, se hab¡a abierto a ella, se confiaba a
ella, un¡a su destino al de ella. Nevia cogi¢ un esbelto pu¤al y lo colo-
c¢ en sus manos.
-Si alguna vez revelara yo lo que ahora me vas a confiar, m tame
con este pu¤al! ;Ni los sufrimientos de la rortura me arrancar¡an una
confesi¢n!
Sus ojos bovinos chispeaban, y sobre su rostro se extend¡a un brillo
transfigurado.
¯Segt¡ramenre ella misma se cree en este instante lo que est di-
ciendo¯, pens¢ Cal¡gula. Puso una cara emocionada y dijo con aire
solemne:
-Te creo, querida, y como re amo y confio ciegamente en ti, quie-
ro que seas mi mujer. Naturalmente no en seguida~ pues antes tene-
mos que eliminar tres obst culos: a tu esposo, a mi esposa y al empera-
dor. Estoy consiguiendo atraer a Macr¢n a mi lado; tambi‚n ‚l ha
descubierto ahora su ambici¢n y no quiere seguir siendo siempre pre-
fecto: quiere ascender a senador o a gobernador. Ahora s¢lo es cues-
ti¢n de esperar una ocasi¢n propicia; trat ndose de una persona de
casi ochenta a¤os, nadie pensar en una muerte violenta. Yeso a pe-
sar de qr¡e ahora vuelve a senrirse como un jovenzuelo. Tal vez debe-
r¡a intentar convencer al emperador de que viaje a Roma. Entonces
tendr¡amos que acompa¤arle los dos, Macr¢n y yo...
Los ojos de Nevia brillaban febriles.
-¨Yqu‚ oct¡rre con junia Claudia? Hace s¢lo unas semanas que te
casaste con ella.
-Que tuve que casarme, querida, por orden del emperador. Un
divorcio es algo cotidiano, y cuando sea emperador no me costar
m s que un plumazo. Fortuna re ha destinado para ser mi esposa,
irrevocablemente, por los tiempos de los tiempos.
-Yyo, ¨yo ser‚ emperatriz? -pregunt¢ Nevia con voz fr gil y du-
bitativa.
Cal¡gula asinti¢ solemnemente con la cabeza.
-Julia Ennia Nevia Augusta, ‚sta ser tu futura dignidad, y fun-
daremos una nueva estirpe. Nuestros hijos y nietos gobernar n el
mundo.
En aquel momento, un breve rel mpago de clarividencia la des-
lumbr¢. ¯Jam s -susurr¢ en ella una voz baja-, eso no podr ser

102 103

jam s. Cal¡gula s¢lo quiere cegarre para que le sirvas de instrumento.


Vas hacia el abismo, Ennia Nevia...¯
Entonces volvi¢ a o¡r la voz de Cal¡gula, y los susurros se acallaron
en ella.
-Esta ser nuestra meta, a la que nos aproximaremos pruden re-
mente, paso a paso. Soy a£n joven, Nevia, pero no soy irreflexivo. Ante
el Senado y el pueblo ha de dar la impresi¢n de que todo ha transcu-
rrido por sus cauces normales. Despu‚s no se ha de poder culpar de
nada a la pareja imperial; hemos de estar fuera de toda sospecha. En
este momento, lo que los dos necesitamos es paciencia, paciencia y
paciencia
Las palabras objetivas y sensatas de Cal¡gula volvieron a afirmar la
fe de Nevia en el futuro. No, aquel hombre no era ning£n cazaforru-
nas que intentaba deslumbrar¡a con promesas vacias; elaboraba sus
planes minuciosamente y con prudencia. Pod¡a fiarse de ‚l.
-No har‚ ni lo m s m¡nimo sin tu consentimiento; consultar‚
contigo cualquier nimiedad.
Cal¡gula asinti¢ con expresi¢n seria.
-Eso est bien, Nevia, s¢lo la tenacidad y la paciencia conducen a
la meta.
Poco despu‚s, Cal¡gula mantuvo una conversaci¢n confidencial con
Macr¢n
-Quiero que sepas una cosa, Macr¢n, algo que el emperador con-
sidera un secreto entre ‚l y yo, un secreto que te afecta a ti. Estoy
faltando a mi palabra, pero he de hacerlo, por el futuro de los dos.
Primero quiero hacer constar una cosa: si, por lealtad mal interpreta-
da, le comunicaras algo de todo esto al emperador, no s¢lo caer mi
cabeza, sino tambi‚n la tuya. ¨Quieres saberlo o prefieres que me
calle?
Los ojos peque¤os y hundidos de Macr¢n buscaron la mirada de
Cal¡gula como si quisiera comprobar si pod¡a fiarse de ‚l. Pero aque-
llos ojos fr¡os y severos no revelaban nada; permanecieron vac¡os e
inexpresivos
~S¢lo nos afecta a nosotros dos?
-Afecta a todo el Imperio romano, pero por ahora s¢lo a ti y a mi.
-Entonces, habla, C‚sar, pues t£ representas el futuro.
Cal¡gula esboz¢ una parca sonnsa.
-Me alegro de que re hayas dado cuenta. Escucha, pues. En nues-
tra £ltima entrevista el emperador me pidi¢ que te espiara. Quiere
que busque en Roma tu compa¤¡a, que me fije en tus palabras y en tus
actos y que le informe de cualquier detalle por peque¤o que sea. Su-
pongo que imaginas por qu‚ quiere que yo haga esto: empieza a des-
confiar de ti. Teme que el caso Sejano pueda reperirse y toma sus
precauciones. Si en el futuro no actuamos de acuerdo, nos arruinar a
ambos.
Esta vez Cal¡gula pensaba realmente lo que estaba diciendo.
-Te agradezco tu franqueza, C‚sar, y quiero corresponder con la
misma franqueza. Tambi‚n yo mantuve una conversaci¢n con el em-
perador. Le preocupa tu popularidad entre el pueblo y la tropa. Quie-
re que te impida pronunciar discursos en p£blico y que re aconseje
que te mantengas en un segundo plano y con mayor reserva. Me ha
dicho que te hable de esto como si se tratase de mi propia opini¢n.
Esto demuestra que el emperador desconfia de los dos, y quiere que
nos espiemos mutuamente.
Cal¡gula asinti¢ con un movimiento de cabeza.
-Yo tambi‚n lo veo as¡. Pero su edad avanzada y su desconfianza
patol¢gica le han vuelto ciego para otros aspectos de la naturaleza
humana. No s¢lo existen la suspicacia, la desconfianza y la perfidia,
tambi‚n existen la franqueza, la confianza y la sinceridad. Nosotros
dos lo hemos demostrado, y esto ha de redundar en beneficio de am-
bos. Tienes mi palabra, en calidad de futuro emperador, de que voy a
recompensar tu lealtad con generosidad principesca. Ser s senador,
c¢nsul o gobernador, o, si quieres, podr s ocupar estos cargos uno
tras otro.
-Confio en ti, Cayo C‚sar. Y ahora ¨qu‚ propones? ¨Qu‚ hemos
de hacer?
-Obedecer al emperador. Yo le informar‚ de ti, y t£ lo har s de
m¡; nimiedades, naturalmente. Aparte de esto, me emplear‚ a fondo
para hacerle apetecible a Tiberio un viaje a Roma. Si no lo consiguie-
ra, tendr¡amos que encontrar otro camino.
-~Ysi entretanto el emperador muriera de muerte natural? ¨Son
v lidas tambi‚n entonces rus promesas?
®Zorro astuto -pens¢ Cal¡gula-, piensas en todas las posibilida-
des.¯
-Esto no cambiar nada; mi palabra vale para cualquier caso.
-Otra cosa, C‚sar. Quiero aprovechar la ocasi¢n para recordarte
que tu hermano Druso sigue todav¡a encarcelado en la mazmorra pa-
latina. Hasta ahora el emperador no ha dictado ninguna disposici¢n,
pero habr¡a que resolver este asunto de un modo o de otro. El pr¡ncl-
pe puede morir en cualquier momento, y el Senado, ¡omo m¡nimo,
considerar la posibilidad de que Druso sea su sucesor. No hay que
Olvidar que es tu hermano mayor...
-Si, ya he pensado tambi‚n en esto. ¨Sigue Druso con buena
salud?

104 105

-No est demasiado bien. Necesitar¡a luz, aire, una comida me-
jor...
-Olvidaos de ‚l sencillamente. Que sus guardianes lo omitan en
el reparto de la comida, como si ya estuviera muerto. Despu‚s cambias
la guardia, y si el emperador pregunta por ‚l, dices justamente que
acaba de morir. ¨Es esto viable?
-Se podr arreglar.
Quedaba as¡ dictada la sentencia de muerte para Druso C‚sar, se-
gundog‚nito de Agripina y Germ nico. En su desesperaci¢n, Druso,
hambriento, masticaba la paja de su colch¢n, pero nadie en el barrio
palatino o¡a sus d‚biles y desesperados gritos desde la profundidad de
la mazmorra. Macr¢n hizo eliminar en silencio su cad ver y los guar-
dianes fueron ascendidos y trasladados a provincias lejanas. Ahora
s¢lo uno de los hijos de Germ nico segu¡a con vida: Cayo Julio C‚sar
Germ nico, llamado Cal¡gula.

Sabino ard¡a en deseos de que llegara el d¡a de la partida y rezaba


diariamente a los dioses para que su r¡o no cayera enfermo o se murie-
ra. Pero Cornelio Calvo segu¡a las ense¤anzas de los estoicos, y no
hab¡a nada que pudiera perturbarle. Horas antes de la partida se en-
frasc¢ en la lectura de su amado Horacio.
®En tiempos dificiles intenta conservar siempre la serenidad, y en
tiempos bonacibles un coraz¢n que sepa dominar con sensatez la loca
alegr¡a.¯
En compa¤¡a de tres criados, r¡o y sobrino subieron a un velero
r pido perfectamente construido. Esta, desde luego, era una manera
cara de viajar, pues la ruta de Grecia la cubr¡an numerosos buques de
carga que, en su mayor¡a, transportaban tambi‚n pasajeros. Pero Cal-
vo dec¡a que no quer¡a dormir junto a unas apestosas nforas de acei-
te y fardos de pescado salado. La verdad es que los pesados y lentos
cargueros tomaban una ruta directa por mar abierto, mientras que,
por motivos de seguridad, los ligeros veleros iban de puerto en puer-
to, de modo que s¢lo se viajaba de d¡a, y los viajeros pod¡an dormir y
cenar en tierra casi todos los d¡as.
-Y esto tiene sus ventajas, Sabino, ya lo ver s, aunque el viaje se
prolongue un poco.
Un d¡a soleado y ventoso de mediados de mayo partieron de Ostia,
no sin antes haber ofrendado por la ma¤ana un toro a Neptuno. De
esta ofrenda se hicieron cargo a partes iguales el gubernator o capit n
del buque, y los pasajeros. El sacerdote cortaba a machetazos con ayu-
da de un auxiliar el h¡gado, los pulmones y el coraz¢n y los llevaba al
ara de los sacrificios, junto al muro del puerto, donde fueron quema-
dos. Murmur¢ algo sobre buenas omina, como llamaban a los augu-
rios, cogio dos patas del toro y desapareci¢. Por suerte, nadie hab¡a
estornudado al subir al barco ni tampoco se hab¡a posado ninguna
corneja ni ninguna urraca en el m stil o en la vela. Hab¡a muchos
otros malos presagios posibles, y los supersticiosos marineros compro-
baban estrictamente que ninguno se manifesrara. De lo contrario, el
viaje se habr¡a aplazado, y hubiera sido necesario realizar una nueva
ofrenda.
Calvo se hab¡a asegurado una de las tres cabinas, mientras que
Sabino permanec¡a en cubierta con otros viajeros. Ah¡ se extend¡an
toldos por la ma¤ana, de modo que, quien quisiera, pod¡a pasar a
cubierto las horas de sol hasta la ca¡da de la tarde.
Catorce viajeros ricos y elegantes, entre ellos tambi‚n algunas mu-
jeres, emprend¡an el viaje a Epidauro. Algunos apenas pod¡an cami-
nar, otros se pasaban el d¡a entero en cubierta, sentados en silencio
mirando al mar. Todos iban acompa¤ados por tres o m s criados que
se ocupaban de la comida y de las bebidas, pues el gubernator s¢lo se
hac¡a cargo del transporte; lo dem s no le incumb¡a.
En esta ‚poca sol¡an soplar los vientos esresios o del norte, de
modo que el barco avanzaba r pidamente. Antes incluso de caer la
noche atracaron en N poles, y Sabino abandon¢ con su t¡o el barco.
Calvo ten¡a en la vieja ciudad griega un buen amigo, en cuya casa
pasaron la noche.
Sabino se hizo despertar media hora antes del amanecer y aprove-
ch¢ el tiempo del alba para dar una apresurada vuelta por la ciudad,
pues poco despu‚s de la salida del sol continuar¡a el viaje. Visit¢ el
magn¡fico Forum, con sus amplias columnatas, alz¢ la mirada hasta los
frontispicios de los enormes templos, y tuvo que quirarse de encima a
un par de prostitutas medio adormiladas que lo agarraron de la toga
en su camino de regreso.
Pasaron la noche siguiente en Mesiana, junto al estrecho de Sici-
lia, y salieron despu‚s por tres o cuatro d¡as a mar abierto; todo el
mundo esperaba esta parte del viaje con preocupaci¢n, pues el velero,
de construcci¢n ligera, no estaba en condiciones de hacer frente a las
fuertes tempestades como pod¡a hacerlo un pesado carguero.
S¢lo Calvo permaneci¢ sereno.
-Es poco probable que en mayo nos sorprenda una tempestad.
En esta ‚poca, el mar j¢nico es tan pac¡fico como el lago Nemi en un
tranquilo d¡a de verano. Por lo dem s un fuerte viento no nos vendr¡a
nada mal, porque acortar¡a nuestro viaje.
Y Calvo ten¡a raz¢n. En la tarde del tercer d¡a apareci¢ Zanre, la
bella isla citada por Homero. A partir de all¡, el viaje ya s¢lo era un
paseo a trav‚s del estrecho de Corinto, contemplando siempre las ori-

106 107

l¡as a ambos lados. Cuando avistaron el puerto de Lequea, Calvo dijo:


-Pronto vas a experimentar una sensaci¢n muy extra¤a; creo que
en ning£n lugar existe nada parecido.
Naturalmente, Sabino supo en seguida a qu‚ se refer¡a su r¡o, pues
los ge¢grafos lo hab¡an descrito reiteradamente. Pero no quiso quitar-
le la ilusi¢n, e hizo ver que no sab¡a nada. Y, adem s, era la primera
vez que lo ve¡a con sus propios ojos. No obstante, pasaron a£n unas
cuantas horas hasta que unas docenas de pesados bueyes de carga
fueron uncidos ante el barco. Arrastaron al velero a una fina ranura
donde sujetaron unos barrotes de hierro a la quilla como si fueran
patines de trineo, y sobre ellos se movi¢ el barco, que antes hab¡a sido
descargado completamente, sobre el diolkos, una v¡a deslizante que
llevaba de un puerto al otro. Las tasas por su utilizaci¢n eran muy
elevadas.
Calvo observ¢:
-Se dice que, en £ltimo t‚rmino, Corinto debe su riqueza en
gran parte a los dos puertos y al diolkos. En el otro lado se halla Cen-
creas, y desde all¡ continuaremos nuestro viaje a Epidauro. Entretanto
vamos a aprovechar el tiempo para hacerle una visita al viejo Corinto.

Sin embargo, hac¡a mucho tiempo que el ®viejo Corinto¯ del que ha-
blaba Calvo hab¡a dejado de existir. Ciento ochenta a¤os antes, los
romanos hab¡an destruido completamente la ciudad, pero Julio C‚sar
la reconstruy¢.
-Lo £nico que nuestros piadosos legionarios han dejado en pie
es el antiguo templo dedicado a Apolo -dijo Calvo.
Pero Sabino se sent¡a decepcionado. Nada recordaba que, origina-
riamente, Corinto hubiera sido una ciudad griega. Todo parec¡a tan
romano, especialmente el Forum con la vasta Bas¡licaJulia, un edificio
dedicado a sede del tribunal que databa de los tiempos del empera-
dor Augusto. Pero desde entonces la ciudad hab¡a iniciado un floreci-
miento notable, y, en definitiva, la gente en la calle hablaba en griego,
con lo que Sabino se reconc¡li¢ con la poblaci¢n. Sin embargo, era
una forma de griego que apenas entend¡a, pese a que sabia leer a
Homero y Safo en su lengua original.
-Es un griego muy extra¤o el que habla la gente de aqu¡ -mam-
fesr¢ Sabino.
Calvo se ech¢ a re¡r:
-Por tus labios habla el hijo de un editor. No has de olvidar que
estas gentes de la calle no hablan como Homero, S¢focles o Esquilo.
Ellos hablan de cosas cotidianas, y, con el tiempo, el idioma se va em-
pobreciendo y se convierte en dialecto que, no obstante, tiene tam-
bi‚n sus propias reglas. No obstante, cualquier corintio medianamen-
te culto entender tu griego.

No tuvieron mucho tiempo para vagar por la ciudad, pues ptontO el


barco lleg¢ a Cencreas, el puerro del lado oriental del istmo donde
fue botado de nuevo al agua. Los sirvientes volvieron a cargar el equi-
paje, y todos continuaron viaje.
-Hubiera sido m s sencillo construir un canal entre ambos puer-
tos. Calculo que tendr¡a unas cuatro millas de longitud. No me parece
que plantee ning£n problema de importancia.
Cornelio Calvo sonri¢ al escuchar las palabras de su sobrino.
-Para vosotros, los j¢venes, nada es un problema. S¢lo hay que
querer, y ya est . Desde luego, no plantear¡a ning£n problema tec-
nico, tienes raz¢n. Pero ¨qui‚n lo va a pagar? Corinto no ve motivo
para ello, pues el diolkosy los dos puerros son una constante fuente de
dinero. Los propietarios de los almacenes y de las tiendas de los puer-
ros son ricos y, con ello, influyentes. Son consejeros municipales yja-
m s permitir¡an la apertura del canal. El Imperio romano no se in-
miscuye nunca en los asuntos internos de las ciudades griegas. Hasta
ahora le ha ido muy bien asi.
-Y, sin embargo, alg£n d¡a se har -dijo Sabino-, porque lo
exige el bienestar de todos.
-Alg£n d¡a, ciertamente.

El viaje a Epidauro s¢lo dur¢ unas horas. Estaba situado en la costa


este de la Arg¢lida, pero unas cuantas millas tierra adentro. Desde
hac¡a cuatro o cinco siglos era un lugar consagrado a Apolo y a Escula-
pio que era visitado por enfermos de todo el mundo por sus milagro-
sas curaciones.

Cornelio Sabino se sent¡a decepcionado por el desarrollo del viaje


hasta aquel momento. Lo hab¡a imaginado m s variado y lleno de
aventuras, pero ahora se le antojaba igual que cuando en Roma se
sub¡a a una silla de manos y se hacia llevar al Forum o al Campo de
Marte. Con nostalgia pens¢ en su amigo Querea, que ten¡a una verda-
dera tarea y una vida a pleno placer. Ahora, un paseo por Roma le
parec¡a m s excitante que el viaje a Epidauro.
Cuando se dirig¡an al santuario montados en mulos y Sabino se vio
rodeado de viejos, todos enfermos y achacosos, se sinti¢ desanimado.
Implor¢, con una jaculatoria a Esculapio, que concediera una r pida

108 109
curaci¢n a su r¡o para que as¡ la estancia en Epidauro fuera lo m s
breve posible.
Pero todo ocurri¢ de un modo muy distinto a como Sabino hab¡a
imaginado. Poco despu‚s, sus rezos imploraban lo contrario, pues
cada d¡a que pasaba aqu¡ le parec¡a un regalo del alado mensajero del
amor, hijo de Venus y de Marte.

Otra vez volv¡a Tiberio a sentir sus anos como una pesada carga. No
ten¡a trastornos serios, parec¡a que nada pod¡a con su f‚rrea salud,
pero notaba sus sentidos cada vez m s embotados. Ve¡a y o¡a mal, y su
sentido del gusto hab¡a disminuido hasta tal punto que apenas distin-
gu¡a ya los alimentos y las bebidas. Daba lo mismo que bebiera vino
r‚rico, un falerno, un faustino, un caleno o un sorrento, todos ten¡an
para ‚l el mismo aroma. Ycon la comida ocurr¡a lo propio. Bien fuera
cerdo, cordero, po¡¡o o ternera, todo sabia igual, nada era capaz de
regalar su paladar. Adem s, desde hacia unos meses era pr cticamen-
te impotente. Segu¡a conservando a sus spint¤ae, pero sus apetencias
eran tan escasas que hab¡an pasado ya algr¡nas semanas sin que los
hubiera ido a ver.
Su £nico placer consist¡a en la caza de delincuentes de lesa majes-
tad, y Macr¢n result¢ ser un excelente cazador. Pero ocurr¡a como
con la hidra: en cuanto se cortaba una cabeza, volv¡an a crecer inme-
diatamente otras dos.
C¢mo se retorc¡an! C¢mo temblaban en espera de cada una de
sus cartas! Se calumniaban, acusaban y se incriminaban mutuamente;
a veces el castigo alcanzaba al calumniador, otras al inculpado.
-Pero siempre alcanza a quien lo merece! -dijo el emperador en
voz alta, y con sus palabras asust¢ al sirviente que tra¡a lajarra de vino.
-¨Qu‚ es esto?
-El vino, se¤or, el vino que mandaste traer.
Tiberio lo prob¢ e hizo una mueca.
-El bodeguero parece haber abierto la espita de un barril de vi-
nagre. Tr eme otro! ~Un sorrenro!
El emperador empezaba a desconfiar en vista de que Cayo y Ma-
cr¢n, que deb¡an vigilarse mutuamente, no tra¡an informes negativos
el uno sobre el otro. Se despert¢ inmediatamente su recelo, y envi¢ a
dos espias para vigilarlos. Los informes de estos espias tampoco apor-
taron ninguna novedad, cosa que para Tiberio era prueba de que
Cayo y Macr¢n se comportaban con gran habilidad. Pero ‚l ten¡a
que ser m s listo; siempre lo hab¡a sido. Llevaba d¡as pensando en
c¢mo podr¡a atraer a los dos a una trampa, porque ahora estaba abso-
lutamente convencido de que se tra¡an algo entre manos.
Pero tal vez Macr¢n era realmente inocente, un soldado leal que
no hacia otra cosa que cumplir con su deber. A Cayo C‚sar, en cam-
bio, lo consideraba perfectamente capaz de una traici¢n; hacia ya
a¤os que estaba a la espera de su muerte. El emperador se ri¢ ma-
liciosamente para sus adentros.
ATendr que esperar a£n mucho tiempo! Estoy sano como un
jovenzuelo. Quiz seria mejor enviar al Averno a toda la corte, con
Macr¢n y Cayo incluidos, y cambiarlos por hombres honrados, pero
¨d¢nde hay gente as¡? Apenas tienen un cargo, y ya quieren m s, ape-
nas les doy mi confianza y ya me enga¤an. ¨Ser que todo el Senado se
ha puesto ya de parte de Cayo y de sus partidarios?¯
Tiberio empez¢ a temblar y sinti¢ que se apoderaba de ‚l un te-
mor g‚lido. ¨Estar¡an ya los asesinos de camino? Bebi¢ r pidamente
tres copas del sorrenro y comprob¢ que tambi‚n ‚ste sabia a vinagre.
¨Qu‚ hacer? ¨Qu‚ hacer? Entonces apareci¢ ante ‚l la soluci¢n como
un rel mpago. Ir a Roma! Ten¡a que ir inmediatamente a Roma,
mostrarse ante el pueblo y gritar: ¯Aqui estoy, yo, vuestro emperador y
se¤or, estoy vivo y no os he olvidado. ¨Hab‚is olvidado vosotros que
despu‚s del incendio del Mons Caelius indemnic‚ a todos los afectados
de mi propio bolsillo? Vuestro emperador est siempre a vuestro servi-
cio cuando lo necesit is¯.
As¡ hablar¡a al pueblo, para presentarse luego ante el Senado y
exigir responsabilidades. Entonces no tardar¡an los lobos en separar-
se de las ovejas.
La idea le entusiasm¢. Ir a Roma! Aquel era exactamente el mo-
mento adecuado.
®Si no hubiera hecho siempre lo adecuado en el momento ade-
cuado, ya no estar¡a vivo¯, pens¢ Tiberio satisfecho.
Luego hizo llamar a Trasilo.
-Salve, Astrologus!
- Salve, P¤nceps!
Trasilo se dio cuenta inmediatamente de que su amigo imperial
estaba de excelente humor. Seguramente le apetecer¡a una conversa-
ci¢n erudita.
-Amigo miv, echa tu sabia mirada al cielo y dime si los pr¢ximos
d¡as son favorables para un viaje.
La sorpresa de Trasilo fue tan grande que no pudo articular palabra.
-¨Un..., un viaje? -balbuce¢.
Tiberio asinti¢ alegremente.
-Voy a Roma para ver si todo est en orden. He ido aplazando el
viaje durante mucho tiempo, pero ahora ha llegado el momento.
-Una buena idea, se¤or. En seguida me pongo a trabajar. ¨Quie-
res que re acompa¤e?
110 111

-Naturalmente! No voy a viajar sin mi astr¢logo.


Luego hizo llamar a Macr¢n y le dio instrucciones.
-Y haz que Cayo venga de Roma! Durante el viaje quiero teneros
a los dos a mi lado.
-As¡ se har , imperator!
®Al fin -pens¢ Macr¢n con alivio-, al fin se pone en marcha y
deja este lugar. Ahora llega nuestra hora; Cal¡gula va a dar saltos de
alegr¡a.¯ Pero inmediatamente consider¢ que este pensamiento era
indecoroso. Un Cayo C‚sar no da ning£n salto de alegr¡a, pero suspi-
rar de alivio.
En Roma, Cal¡gula resid¡a siempre en la Domus Augustiana, pues sus
hermanas hab¡an abandonado la casa tras contraer matrimonio. Para
su esposa, Junia Claudia, hab¡a hecho ampliar y arreglar un ala, pero
la visitaba cada vez con menor frecuencia. Tras la boda se hab¡a acos-
tado un par de veces con ella, cumpliendo un deber y sin gran deseo.
Ahora, Claudia estaba embarazada, y Cal¡gula se limitaba a breves visi-
tas de cortes¡a en largos intervalos. Pasaba la mayor parre de su tiem-
po con Ennia Nevia, que tambi‚n le aburr¡a desde hacia tiempo, pero
con quien no quer¡a indisponerse antes de haber alcanzado su mera.
Y aqu¡ le encontr¢ el mensajero llegado de Capr¡. Le ley¢ las bre-
ves l¡neas de Macr¢n:
®El emperador desea tu presencia, Cayo C‚sar, pues quiere hacer
un viaje a Roma. Tambi‚n yo tendr‚ el honor de acompa¤arle con un
destacamento¯.
Estuvo a punto de dar un salto de alegr¡a, pero no pod¡a descu-
brirse ante el mensajero.
-Est bien, re acompa¤o inmediatamente en el viaje de vuelta.

Cal¡gula encontr¢ la Villa Jovis completamente alborotada. Aparte de


un £nico intento, el emperador jam s hab¡a abandonado la isla. Tam-
bi‚n en aquella ocasi¢n el destino iba a ser Roma, pero ante las puer-
tas de la ciudad dio la vuelta, sin explicar sus motivos. Nadie contaba
ya con que abandonara Capri dada su avanzada edad.
Pero ahora mostraba mucha prisa. Vigilaba personalmente los
preparativos y dio una serie de ¢rdenes in£tiles y superfluas de las que
luego ni se acordaba.
-Y no olvid‚is la Vipera! No puedo viajar sin ella.
Trasilo le hab¡a regalado aquella v¡bora que ‚l mimaba y amaba
como mascota. El mismo le daba de comer lagartos y ratones y cuida-
ha minuciosamente su bienestar. En sus c lculos astrol¢gicos, Trasilo
no hab¡a descubierto ning£n peligro, aunque tampoco nada indicaba
que la ‚poca fuera especialmente favorable para viajar.
-Caben todas las posibilidades, se¤or. Es una ‚poca neutra y, con
seguridad, no hay ning£n motivo para aplazar el viaje.
Tiberio asinti¢ impaciente. Estaba tan decidido a partir que una
informaci¢n desfavorable tampoco le habr¡a impedido realizar el
viaje.
Cuando lleg¢ Cal¡gula, Macr¢n lo atrajo hacia un rinc¢n. En voz
baja le dijo:

-Ha llegado el momento, C‚sar! Est completamente decidido a

1
emprender el viaje. Si dudara, animalo con palabras convincentes! Es
la gran ocasi¢n, no habr ninguna mejor.
-Al fin, Macr¢n, al fin. Ya estaba a punto de perder la paciencia.
Macr¢n ech¢ una mirada cautelosa a su alrededor.
-Me parece que lo mejor es que no hagamos ning£n plan. El
viaje durar varios d¡as, y ya encontraremos la ocasi¢n m s propicia.
Cal¡gula asinti¢.
-Estoy de acuerdo. ¨Verdad que puedo contar contigo, Macr¢n,
en cualquier situaci¢n?
-Tienes mi palabra. Ha llegado el momento.
-Otra cosa m s: de ning£n modo debe llegar a Roma. All¡ tiene
el Senado a sus pies y todo se complicar¡a mucho m s.
Macr¢n le cort¢ con un adem n.
-Aunque llegara a Roma. El pueblo lo odia tanto que te elevar¡an
a emperador en plena calle si as¡ lo quisieras. Yyo re apoyar¡a con mis
hombres.
-No, Macr¢n, no voy a correr este riesgo. No quiero ser tenido
por ladr¢n del trono, seria algo que pesar¡a sobre mi futura dignidad.
Macr¢n asinti¢.
-Sin duda tienes raz¢n. Nosotros, los soldados, siempre confia-
mos demasiado en nuestras armas. Todo tiene que hacerse en se-
creto.

A la ma¤ana siguiente, el Praefectus Classis, almirante, anunci¢ que la


flota imperial estaba lista para hacerse a la mar. Aquella ma¤ana el
emperador estuvo a punto de perder por completo sus ganas de via-
jar, y se arrepinti¢ de su decisi¢n juzg ndola precipitada. Cuando
Cayo y Macr¢n se acercaron a ‚l dici‚ndole que en toda Roma reina-
ba un nimo festivo y que su llegada se convertir¡a en un d¡a de fiesta,
su nimo volvi¢ a alegrarse.
-Realmente, es ya hora, amigos m¡os, realmente es ya hora. Pero
no me quedar‚ all¡; no deb‚is darle esperanzas al pueblo en este sent¡-

112 113

do. De todas formas, el Senado se alegrar de que me vuelva a Capri


tras una breve estancia en Roma.
®Desde hace a¤os el pueblo est deseando que revientes de una
vez¯, pens¢ Cal¡gula, y levant¢ las manos como lament ndose.
-Te implorar n que te quedes por m s tiempo, pero, natural-
mente, eres t£ quien debe tomar la decisi¢n.
Aquel fr¡o d¡a de marzo soplaba un viento fuerte del norte, pero el
sol ten¡a ya suficiente fuerza para calentar el aire fresco. El mar, pro-
fundamente azul y algo agitado, refulg¡a bajo el sol matinal como ba-
¤ado en oro.
-A pesar de todo es la decisi¢n adecuada -murmur¢ Tiberio, al
pisar los tablones del barco.

En Roma, Macr¢n y Cal¡gula llevaban meses preparando la situaci¢n.


Entretanto, el emperador era odiado por igual por el Senado, el pue-
blo y el ej‚rcito. Los senadores, constantemente amenazados por nue-
vos procesos de lesa majestad, ten¡an sus buenos motivos para sentir
aversi¢n por el emperador, y el pueblo estaba cansado de un sobera-
no que no hacia ni lo m s m¡nimo para divertirlo. Aquel emperador,
espejo de avaros, ni repart¡a regalos ni organizaba combates de ani-
males ni luchas de gladiadores. Tampoco se celebraban desfiles sun-
tuosos o cualquier tipo de fiestas presididas personalmente por el em-
perador. Era como si no existiera aquel viejo ro¤oso.
El que entretanto se hubiera hecho ran~ibi‚n impopular entre el
ej‚rcito, se deb¡a a varios motivos. Por una parre, desde hacia ya a¤os
que no se repart¡an legados, como hab¡a sido costumbre en la ‚poca
de Augusto, y, por otra, denegaba en una orden expresa la retirada de
los veteranos antes de haber cumplido los cincuenta y cinco a¤os, por-
que quer¡a ahorrarse las indemnizaciones que hab¡a que pagar. Ma-
cr¢n alimenr¢ con habilidad el creciente descontento.
Casio Querea, que llevaba ya cuatro a¤os esperando su ascenso,
pregunt¢ cort‚smente a su superior si se le reprochaba algo o si hab¡a
alguna otra cosa que objetar contra ‚l. Macr¢n lo hizo llamar.
-Salve, Centuria!
Querea se puso firme.
-Salve, Praefectus!
-No re puedo tomar a mal, Querea, que est‚s descontento. Ya
comprobamos tu caso el a¤o pasado. Tu expediente es intachable, y
tambi‚n se hizo anotar en ‚l que has aprendido a leer y escribir per-
fectamente. Entre nosotros, Querea: Hoy mismo re ascender¡a a tribu-
no, y, por cierro, con el total consentimiento de Cayo C‚sar, pero las
disposiciones del emperador son contrarias, y a ellas hemos de atener
nos. El emperador es un hombre ahorrativo, centuria; s¢lo a rega¤a-
dientes confirma las jubilaciones y los ascensos. Ambas cosas cuestan
dinero, y ‚ste es un tema delicado para nuestro imp erator. Mi honor de
soldado me proh¡be decir nada m s sobre este punto, lo comprendes,
¨verdad?
-Si, prefecto!
-No obstante, puedo darte la seguridad de que t£ y varios otros
ser‚is ascendidos inmediatamente tras el fallecimiento del empera-
dor. Lo garantiza Cayo C‚sar, y t£ sabes muy bien cu n pr¢ximo se
siente a las tropas.
Era un consuelo, pues, al fin y al cabo, Tiberio no iba a vivir eterna-
mente.
Las mismas esperanzas que Macr¢n hab¡a dado al centuri¢n Que-
rea se las dio tambi‚n a muchos otros, y pronto corri¢ la voz de que el
viejo emperador ya no sent¡a ning£n inter‚s por su ej‚rcito, muy al
contrario de su sobrino y presunto sucesor Cayo C‚sar.
As¡, pueblo, Senado y ej‚rcito esperaban impacientes la muerte de
aquel viejo asqueroso, que permanec¡a aposentado en Capr¡ como un
sapo adiposo sin mostrar la menor disposici¢n a renunciar a su cargo.

Casio Querea ten¡a otro motivo m s para sentirse impaciente. Hab¡a


pedido un cr‚dito de elevada cuantia para, al fin, poderse trasladar
del bloque de viviendas de alquiler a una casa propia. Entretanto, ha-
b¡a tenido lugar el traslado, y Marc¡a se sent¡a muy orgullosa de la
peque¤a casita en el Trast‚vere, aunque el huerto fuera m¡nimo y las
deudas tan elevadas que Querea ten¡a a veces la sensaci¢n de estar
oyendo crujir los cabrios bajo su carga.
Pero era una vida completamente distinta. La casa estaba conecta-
da con un acueducto, ten¡a letrina propia, y Marc¡a pod¡a cultivar en
su propio huerto sus hierbas de cocina, adem s de algunas lechugas y
otras verduras.
Su alegr¡a y la de sus hijos compensaba a Querea de las preocu-
paciones que el cr‚dito le provocaban. Ciertamente, gracias a una dis-
posici¢n imperial, los intereses no eran demasiado elevados, pero
todo el mundo hab¡a olvidado ya que esta ventaja se deb¡a al odiado
imperator.

114 115

Ix

El emperador Tiberio no quiso que su viaje llamara la atenci¢n, pues


odiaba la curiosidad del populacho y le repugnaban las aglomeracio-
nes y el gent¡o. Por otra parte, no consideraba digno de ‚l utilizar un
simple velero. Su nave de Estado era un hermoso trirreme, adornado
profusamente con tallas y dorados. En la vela p£rpura estaba bordada
la loba romana con hilos de oro. Cuatro veleros r pidos, en los que
iban pretorianos, acompa¤aban al pomposo barco imperial.
El fuerte viento, que soplaba ya desde hacia d¡as, hab¡a provocado
que el mar estuviera muy agitado, por lo que Tiberio -a quien, de
todas formas, no agradaban los viajes en barco- orden¢ que atraca-
ran en el pr¢ximo puerro.
Se trataba de Ancio, la antiqu¡sima ciudad, fundada por los volscos
y, por cierro, el £ltimo asentamiento de este pueblo que hab¡a acepta-
do la sumisi¢n a la soberan¡a romana. Cualquier escolar conoc¡a su
nombre, pues los volscos fueron vencidos en una batalla naval, y los
mascarones de sus barcos se expon¡an todav¡a en el Forum.
Bajo el emperador Augusto, la peque¤a ciudad mar¡tima se hab¡a
ido convirtiendo en un apreciado lugar de residencia estival de los
ricos y elegantes romanos. Cicer¢n, L£culo y Mecenas ten¡an aqu¡
suntuosas villas; una de las m s hermosas pertenec¡a a la familia impe-
rial Julia Claudia. Aqu¡, veinticinco a¤os antes hab¡a venido al mundo
Cayo C‚sar, y ahora consideraba un buen presagio el que atracaran en
este lugar.
El emperador se encontraba visiblemente mal. Apoyado en el bra-
zo de Macr¢n, abandon¢ el barco, encorvado, vacilante, p lido y con
gotas de sudor perl ndole la frente. Pero no quer¡a que se notara su
estado, e intentaba disimularlo con bromas lastimosas.

116
Cal¡gula pregunt¢ preocupado:
-¨Quieres descansar un poco aqu¡, honorable padre?
Cuando hab¡a otros escuchando, a Cal¡gula le gustaba dirigirse a
su r¡o y abuelo adoptivo con la palabra familiar ®padre¯, para demos-
trar as¡ su estrecha uni¢n.
-Quiero continuar viaje desde aqu¡ por tierra; no soporto la agi-
taci¢n del mar. Pasaremos aqu¡ la noche, y ma¤ana por la ma¤ana
partiremos para Roma.

Al mayordomo de la villa imperial se le cay¢ el cielo encima al ver


llegar al emperador con su s‚quito. Nada estaba preparado, pero Cal¡-
gula lo tranquiliz¢.
-Se trata de una estancia breve e imprevista. El emperador no se
encuentra bien, y por eso hemos interrumpido aqu¡ el viaje en barco.
A ti, como viejo sirviente de confianza, re lo puedo decir: el princeps se
encuentra mal; para un hombre de casi ochenta a¤os este viaje ha
sido demasiado. Pero gu rdalo para ti, no conviene que nadie lo sepa.
El viejo esboz¢ una ancha sonrisa, pues la confianza de Cayo C‚sar
representaba para ‚l un gran honor. Cal¡gula, en cambio, se hab¡a
limitado a preparar el terreno. Conven¡a disponer de varios testigos
de confianza que podr¡an atestiguar m s adelante el mal estado de
salud del emperador.

Con un vaso de vino, Tiberio se recuper¢ r pidamente y brome¢ con


Trasilo y con su m‚dico Candes. Cuando ‚ste quiso tomarle el pulso,
por simple h bito, el emperador le increp¢:
-No me pasa nada! Ahora me encuentro bastante bien. Y no
necesito a ning£n m‚dico!
Para demostrar lo bien que se encontraba, ‚l mismo se llen¢ la
copa de vino, y lo consigui¢ sin que apenas le temblara la mano.
-Ya es la cuarta copa -le advirti¢ Candes-. Quiz deber¡as
mostrarte hoy algo m s comedido.
-Pero, ¨por qu‚? Me encuentro bien, y una copa de vino jam s
me ha hecho da¤o. Por lo dem s, quiero recordarte el dicho: Praesente
medico nihil nocet. *
Candes se ech¢ a re¡r, Trasilo esboz¢ una sonrisa, y Cal¡gula si-
gui¢ mirando con fingida preocupaci¢n al emperador. Luego fue a
buscar a Macr¢n; salieron al jard¡n y se alejaron hasta un lugar donde
nadie pudiera o¡rles.
* En presencia del m‚dico, nada hace da¤o.

117

-Vuelve a estar mejor; tiene una naturaleza de caballo. Aqu¡ no


quiro hace nada, pues ‚sta es m¡ casa natal...
hcr¢n rompi¢ a re¡r:
-¨Eres supersticioso? ¨T£? No nos queda mucho tiempo, ma¤ana
onhauaremos viaje a Roma.
-Ele hablado con Candes. Cree que la recuperaci¢n es s¢lo apa-
r~nr. en realidad, le queda poca vida al emperador.
-;Quieres decir que es mejor esperar?
-;Por qu‚ correr un riesgo si la naturaleza hace el trabajo en
nurro lugar?
-Acepto tu opini¢n, pero mantengo mis dudas.
-lodo saldr bien, ya lo ver s.

œ1 operador pas¢ la noche tranquilo, pero a la ma¤ana siguiente se


smnircansado y sin fuerzas. Aun as¡, insisti¢ en continuar viaje, y con
las nimeras luces de la ma¤ana subi¢ a una c¢moda silla de manos.
~arrfa como ausente y distra¡do; hasta se olvid¢ de dar de comer a su
~ibca. Los robustos nubios que portaban la silla de manos corr¡an al
troav se turnaban de trecho en trecho, de modo que la procesi¢n
inprrial avanzaba con rapidez.
labian llegado a la V¡a Apia y pasaban en aquel instante el s‚p-
tinnrrniliario cuando, de repente, el emperador orden¢ que se de-
tnn~ran.
-;D¢nde est mi Vipera? Hace ya d¡as que no le he dado de co-
raeTraedme la cesta!
Iii cesta en que guardaba a la serpiente se encontraba perdida
mt: el equipaje, pero la encontraron pronto. Tiberio la abri¢.
\Jacr¢n iba a caballo junto a la silla de manos y oy¢ un grito con-
tenlo.
-!mperator!
S:ape¢ y se inclin¢ sobre la silla de manos. P lido y mudo, Tiberio
se¤ai el interior de la cesta con mano temblorosa. All¡ estaba la v¡bo-
ra, nerta, medio devorada ya por las hormigas, adheridas a ella en
graales y bulliciosos montones.
-;Esa, esa es la se¤al! Hade¢ Tiberio, excitado-. Los dioses
~aien advertirme! Esto mismo me ocurrir a mi si entro en Roma;
ireriquilar n. Demos la vuelta! Quiero regresar inmediatamente a
Cap:.. Volvamos ahora mismo!
l¡gula y Macr¢n se miraron. Ninguno de los dos se sent¡a des-
conaato por la marcha de los acontecimientos.
L procesi¢n regres¢, pues, a toda prisa a Ancio, y subieron todos
alu~arcos. El emperador los apremiaba. Sent¡a p nico quiz de no
llegar vivo a Capr¡. Pero el viaje por mar le sent¢ tan mal que tuvieron
que atracar en una ca¡a y el emperador fue llevado a tierra y alojado
en la primera villa que hab¡a en el camino.
Candes dijo a Cal¡gula en voz baja:
-Creo que se aproxima el final. Quiz vuelva a recuperarse una
vez m s, pero su tiempo ha terminado. Es s¢lo cuesti¢n de d¡as.
Con fuerza incre¡ble, Tiberio se aferraba a la vida. ミ l, que ya se
hab¡a sentido a menudo cansado de su existencia, no quer¡a descen-
der ahora al Averno, sino seguir viendo la luz del sol durante un tiem-
po mas.
®La primavera no es ‚poca apropiada para morir -pens¢-, aho-
ra que los d¡as se alargan y los campos recobran su verdor; es ‚poca de
lozan¡a y de vida.®
Su f‚rrea voluntad logr¢ lo que Candes hab¡a considerado impro-
bable: Tiberio se recuper¢ tan bien que se tom¢ la decisi¢n de conti-
nuar viaje.
A Cal¡gula todo aquello le pareci¢ una pesadilla de la que espera-
ba despertar pronto. Le dijo a Macr¢n:
-Esto tiene que acabar. No quiero y no puedo esperar m s. Yya
tengo un plan.
-¨Y en qu‚ consiste?
-En principio, lo har‚ solo. No re alejes, tal vez necesite tu ayuda.
Como el emperador se neg¢ a subir a un barco, el viaje continn¢
por v¡a terrestre.

Pararon en Astura, una peque¤a ciudad de la costa, para pasar all¡ la


noche. Como siempre que el emperador se sent¡a mejor, tom¢ tras
la cena una copa tras otra de vino puro, sin mezcla, hasta que el can-
sancio se apoder¢ de ‚l.
Con cari¤osa preocupaci¢n, Cal¡gula le dijo:
-Todos estamos muy contentos de que re sientas mejor, venerado
padre, y por esto re pido que no pongas de nuevo en peligro tu salud
bebiendo vino puro.
El emperador se mostr¢ condescendiente y de excelente humor.
-Est bien, Cayo, de ahora en adelante dejar‚ de beberlo puro;
a¤ dele agua, pues.
Cal¡gula cogi¢ Lajarra de agua y llen¢ la copa medio vac¡a hasta el
borde. Previamente, el vino hab¡a sido probado por el degustator, de
modo que el emperador sigui¢ bebiendo sin ninguna preocupaci¢n.
Tras haber tomado otras tres copas de vino aguado, pidi¢ que lo lleva-
ran a la cama. Cal¡gula tom¢ lajarra de agua, y dijo riendo:
-Entonces preparar‚ algunas copas para m¡...

118 119
El perspicaz Macr¢n se dio cuenta en seguida de que Cal¡gula ha-
b¡a utilizado el agua para su crimen, y que ahora ‚l mismo se cuidaba
de eliminar las pruebas.
®Muy listo -pens¢ con admiraci¢n-, a mi no se me habr¡a ocu-
rrido.¯

Aquella noche Tiberio se puso gravemente enfermo y, en consecuen-


cia, de momento, no se pod¡a pensar en continuar viaje.
Cal¡gula y Macr¢n no perd¡an de vista al emperador. Candes le
administraba reconstituyentes, y le recer¢ descanso absoluto. Tiberio
se recuperaba r pidamente, pero segu¡a d‚bil, hablaba a trompicones
y a veces parec¡a no saber d¢nde se hallaba. El tercer d¡a se despert¢
por la tarde de un sue¤o ligero y pidi¢ ver a Trasilo.
-Ya estamos en Capr¡, ¨verdad? -pregunt¢.
-No, Majestad -dijo el sirviente-, seguimos todav¡a en Astura.
El emperador le mir¢ sin comprender.
-¨En Asrura? ¨D¢nde est eso?
-En la costa, situado a una distancia de un d¡a, como m ximo, de
Capri -dijo Cal¡gula.
-¨Y por qu‚ no estamos a£n all¡? Yo di la orden de regresar. ¨Por
qu‚ no se cumplen mis ¢rdenes?
-Te has puesto enfermo, venerado padre, pero ahora vas camino
de mejorar. Tan pronto como Candes lo permita, continuaremos
viaje.
-Candes no es qui‚n para permitir nada! -se encoleriz¢ el em-
perador-. Ma¤ana seguir‚ viaje! Ma¤ana mismo!
Yasi sucedi¢. Avanzaron hasta Circe, y all¡ el emperador se encon-
traba tan restablecido que quiso asistir a unas competiciones de los
pretorianos organizadas en su honor. Candes le pidi¢, en vano, que
no se sometiera a semejante esfuerzo. Cuando celebraban combates
con animales y los hombres luchaban contra los jabal¡es, el empera-
dor pidi¢ una lanza, se levant¢ y la arroj¢ con todas sus fuerzas. Le dio
a un verraco en el flanco, pero el esfuerzo hab¡a sido excesivo. Con un
gemido de dolor, cay¢ en su sill¢n, l¡vido como un muerto y con el
pulso aceleradisimo, como comprob¢ de inmediato el m‚dico.
A partir de este momento, fue de mal en peor. El emperador es-
taba cada d¡a m s d‚bil, y ya no ten¡a prisa por volver. Ahora que
en toda la costa, entre Roma y N poles, sabia todo el mundo d¢nde se
hallaba, a Tiberio se le meti¢ en la cabeza tener que demostrar que
estaba sano y con vida.
La siguiente parada fue Miseno, donde se hallaba parre de la flora
romana. Aqu¡ el emperador se aloj¢, en compa¤¡a de Cal¡gula, Ma-

120
cr¢n, Trasilo y Candes, en la suntuosa villa de L£culo. Los herederos
del general y gran go'urmet se la hab¡an vendido a la casa imperial, de
modo que Tiberio resid¡a ahora en su propia casa. Este hecho, y la
circunstancia de que s¢lo le separaba de Capr¡ un corto viaje por mar,
aumentaron su sensaci¢n de seguridad, y el viejo imperatorse preparo
para representar su £ltimo papel ante el mundo. Recib¡a delegacio-
nes de las ciudades circundantes y casi todas las noches daba cenas en
las que, siguiendo la tradici¢n, desped¡a a cada uno de los invitados
de pie. Los criados ten¡an que sostenerlo y, con una sonrisa fingida,
coment¢ que ya se sab¡a que los huesos de un viejo son algo d‚biles.
Durante los simposios enga¤¢ a sus hu‚spedes haciendo ver que
com¡a con buen apetito, pero todos pod¡an ver que apenas probaba
bocado. En cambio, beb¡a much¡simo, y Cal¡gula consigui¢ varias ve-
ces administrarle con el agua algo del veneno de efecto lento.
Al s‚ptimo d¡a ya no pod¡a levantarse de su lecho sin ayuda de
alguien. Candes comprob¢ que ten¡a una fiebre muy alta, y le orden¢
reposo absoluto. Por la noche, Tiberio a£n bebi¢ dos copas de vino.
Pas¢ una noche inquieta, ardiendo de fiebre, y hacia la madrugada
cay¢ en un sue¤o similar a la muerte.
-Este es el final -dijo Candes.
Inmediatamente, Cal¡gula hizo enviar correos r pidos a Roma y a
los legados de las diferentes legiones. El mensaje dec¡a que el empera-
dor, en su lecho de muerte, le hab¡a nombrado sucesor a ‚l, Cayo
C‚sar. Pero el emperador segu¡a todav¡a con vida.
Turn ndose, o conjuntamente con Macr¢n, Cal¡gula velaba junto
a su cama. Por la tarde, el moribundo empez¢ a respirar fatigosamen-
te y a mostrarse inquieto. Cal¡gula hizo un gesto afirmativo en direc-
ci¢n a Macr¢n y quit¢ su sello del dedo del emperador. Como si hu-
biera sentido que con este acto simb¢licamente se le quitaba su
poder, Tiberio abri¢ de repente los ojos y, con voz d‚bil, llam¢ a
su sirviente. Entonces sus ojos empa¤ados por la fiebre reconocieron
a su sobrino, que permanec¡a de pie, como petrificado, con el anillo
en la mano.
-~Devu‚lveme el anillo! Todav¡a no es tuyo...
Estas palabras no eran m s que un susurro, pero claramente per-
ceptibles; tambi‚n Macr¢n las hab¡a o¡do.
-Ahora, basta ya!
Con pasos r pidos, el prefecto se acerc¢ a la cama, cogi¢ una al-
mohada y la apret¢ contra la cara del emperador. En aquel momento
se abri¢ la puerta y un sirviente quiso entrar. Cal¡gula le hizo retroce-
der de un empell¢n y grit¢ a los pretorianos que hac¡an guardia fuera:
-Matad inmediatamente a este hombre! Quiso robarle al em-
perador.

121

Macr¢n rerir¢ la almohada y conrempl¢, moviendo negativamente


la cabeza, aquel rostro hundido y desfigurado por los eccemas. Luego
cerr¢ cuidadosamente sus ojos a£n medio abiertos.
-Ave Imperator GajusJulius CaesarAugustus! -salud¢ al nuevo em-
perador, espada en alto.
La tensi¢n de tantos d¡as hab¡a desaparecido del rostro de Cal¡gu-
la, y en sus ojos fijos y fr¡os apareci¢ algo de vida.
-Gracias, prefecto. Creo que lo mejor seria que hicieras que rus
pretorianos juraran fidelidad al nuevo emperador.
Macr¢n asinti¢.
-Se har inmediatamente, imperator.
Sali¢ fuera, donde yac¡a a£n el cad ver del sirviente asesinado.
~Quirad de en medio esta basura! Despu‚s, que todos los preto-
rianos formen fuera en filas!
Cal¡gula sali¢ entonces de la casa. Se hab¡a colocado la toga de
p£rpura de su r¡o, y llevaba el sello en el ¡ndice.
Macr¢n exclam¢:
Atenci¢n!
Todos se pusieron firmes y dirigieron sus miradas a su nuevo se-
nor.
-El emperador Tiberio ha muerto; que los dioses lo acojan con
clemencia. En su £ltima hora nombr¢ sucesor a Cayo Julio C‚sar, tal
como todos dese bamos y esper bamos. Disfrut is del privilegio de
ser los primeros en jurarle lealtad. Por los manes de Tiberio, por
J£piter y Marte, en nombre del Senado y del pueblo de Roma!
-juramos! -resonaron las voces.
Y despu‚s se rompi¢ la disciplina militar.
-Salve, emperador Cayo C‚sar, una larga vida le sea dada a nues-
tro Cal¡gula!
Finalmente exclamaron todos:
-Vivat Cal¡gula! Vivat Cal¡g'u la!
No le molesr¢ que ahora, siendo ya emperador, siguieran llam n-
dole por el viejo apodo de Gal¡gu la, el de las peque¤as c ligas. Lo
consideraba un apelativo de honor, otorgado por legionarios en el
campamento, y pens¢ que no estaba mal que continuaran d ndole
ese nombre.

Durante los siguientes d¡as llegaron mensajeros y felicitaciones de ro-


dos los puntos del Imperio. Ante ellos, Cal¡gula pronunci¢ uno de sus
discursos espont neos.
~Amigos m¡os! Ciudadanos del Imperio romano! Los dioses
han concedido una edad avanzada a mi venerado r¡o, el difunto em-
perador Tiberio. Tal vez, y dicho sea con respeto, incluso una edad
demasiado avanzada. Durante los £ltimos a¤os ya no le fue dado ad-
ministrar la herencia de Augusto de acuerdo con la voluntad de ‚ste.
Hubo errores e injusticias, todos lo sabemos. Ahora, esto se ha acabado,
amigos m¡os! De ahora en adelante, los denunciantes ser n tratados
como si fueran delincuentes, y ser a ellos, y no a los que han sido de-
nunciados, a quienes se perseguir en primer lugar. Pero esto regir
s¢lo para el futuro; de lo pasado vamos a olvidarnos. En el futuro, el
emperador volver a residir en Roma, junto a su pueblo, y de tiempo en
tiempo rendir las necesarias cuentas ante el Senado, como exige de un
pr¡ncipe una vieja tradici¢n romana. Juntos acompa¤aremos al difunto
Tiberio a Roma, y all¡ lo enterraremos, para iniciar un futuro mejor.
Sus palabras se vieron recompensadas por una entusiasta aproba-
ci¢n. Eran palabras que correspond¡an a lo que realmente sent¡a Cal¡-
gula. Se ve¡a ahora como sucesor directo del gran Augusto, e intenta-
ba emular su vida y sus actos.
¨Acaso Augusto no hab¡a perseguido y eliminado con dureza cruel
a sus adversarios cuando a£n se llamaba Octavio? Pero cuando fue
soberano indiscutido y el Senado le concedi¢ el nombre honor¡fico
de Augusto, se volvi¢ ben‚volo y justo, y el pueblo lo idolatraba. Lo
mismo quer¡a hacer ‚l, Cal¡gula, y sent¡a c¢mo estos prop¢sitos con-
vert¡an en calor su vacio interior y su dureza; notaba c¢mo las futuras
tareas le estimulaban y le daban alas.
No fue consciente de que tambi‚n esta vez estaba representando
s¢lo un papel que no sabia si podr¡a dominar. Al menos, durante
aquellos d¡as ten¡a la sincera intenci¢n de interpretarlo bien.

Cuando la noticia de la muerte del viejo emperador lleg¢ a Roma, no


suscir¢ tristeza ni mucho menos, sino una alegr¡a general. Hac¡a ya
mucho tiempo que Tiberio hab¡a dejado de tener amigos y seguido-
res. No los ten¡a ni entre el pueblo ni en el Senado. S¢lo era temido y
odiado. Las gentes saltaban y danzaban por las calles gritando:
-~Al T¡ber con Tiberio! Al Averno, con los condenados! Arrojad
su cad ver a las Gemonias!
Todos esperaban con ardiente impaciencia la llegada del joven em-
perador que, en estos momentos, acompa¤aba al cad ver de su antece-
sor en un cortejo f£nebre desde Miseno a Roma. Este cortejo f£nebre
se convirti¢ en una marcha triunfal para Cal¡gula. Aunque iba vestido
de luto y adoptaba un alre serio y resignado, se notaba en su rostro y en
sus gestos c¢mo gozaba con las aclamaciones de la multitud.
Junto a los caminos, las gentes hab¡an levantado altares adornados
de flores; las ciudades lo recib¡an con arcos de triunfo levantados a

122 123

toda prisa y ornados con laurel; por la noche portadores de antorchas


se turnaban en las aceras.
En su fuero interno se alegraba de que nadie pareciera apenado
por la muerte de su antecesor; a trav‚s de los gritos de j£bilo escucha-
ba incluso maldiciones dedicadas al fallecido, pero hacia ver que no
las o¡a. A ‚l, en cambio, lo colmaban de apodos cari¤osos, lo llamaban
chiquito, gallito, mu¤equiro, aparre del ya popular Cal¡gula.
®Deber¡a haber enviado antes al viejo al Averno -pens¢ Cal¡gu-
la-, as¡ me hubiera ahorrado a mi y al pueblo unos dolorosos a¤os
de espera.¯
Su entrada en Roma se convirti¢ en una fiesta popular. La gente ha-
b¡a saqueado los jardines y hab¡a reunido montones de flores, de ra-
mos floridos, de abedules y de laureles para adornar las calles.
La comitiva cruz¢ la Porta Appia y camin¢ por la Via T¤umphalis en
direcci¢n al Foro. All¡ el gent¡o casi lo habr¡a aplastado si no hubie-
sen formado los pretorianos de Macr¢n un callej¢n por el cual eljo-
ven emperador se encamin¢ hacia la tribuna de oradores. Permane-
ci¢ en silencio all¡ arriba, con un aire impenetrable, esperando que la
multitud se calmara. Entonces levant¢ la mano, y casi de inmediato se
hizo el silencio. Con voz poderosa, que llegaba hasta los puntos m s
alejados, inici¢ su discurso f£nebre dedicado al emperador Tiberio, y
‚l, el perfecto actor, consigui¢ incluso derramar l grimas sinceras. El
pueblo estaba fascinado. Qu‚ hombre! Con el debido respeto deplo-
r¢ la p‚rdida de su r¡o y antecesor, como exig¡an la tradici¢n y la pie-
dad. Precisamente por el hecho de ser Tiberio tan impopular, se valo-
r¢ m s en Cal¡gula el que rindiera al fallecido los debidos honores:
-Aunque durante los £ltimos a¤os el difunto se convirti¢ en un
extra¤o para vosotros, hemos de estarle agradecidos por haber dedi-
cado toda su preocupaci¢n al bienestar del Imperio, incansablemen-
te, descuidando su £ltimamente ya muy quebrantada salud. Para ‚l no
era v lida la frase de Cicer¢n: jucundi acti labores,* pues no se conced¡a
descanso alguno como primer servidor que era del Estado. Quiero
emularle en esta caracter¡stica, aunque s¢lo sea en ‚sta...
El pueblo entendi¢. Cal¡gula hab¡a envuelto h bilmente sus criti-
cas contra Tiberio en un elogio y hab¡a dado a entender de este modo
que no tolerar¡a ®procesos de lesa majestad¯ ni persecuciones. Se
abr¡a una edad de oro, y parec¡a que iban a volver los tiempos de
justicia y paz de Augusto. Durante los pr¢ximos meses nada hacia pen-
sar que pudiera ocurrir de un modo muy distinto.

* Quien bien trabaj¢, mejor descans¢.


Cal¡gula confi¢ a Macr¢n la lectura del testamento de Tiberio, pero
el prefecto no se mostr¢ nada entusiasmado con este encargo. Ten¡a
la sospecha de que Cal¡gula quer¡a escudarse en ‚l, pues el testamen-
to no citaba a ning£n sucesor, sino que nombraba s¢lo herederos a
parres iguales a Tiberio C‚sar, nieto del difunto emperador, y a Cal¡-
gula.
Macr¢n hizo lo que se le hab¡a ordenado y dio lectura al testamen-
to ante los honorables padres all¡ reunidos. Pero como Cal¡gula era
desde hacia tiempo el sucesor deseado, se pasaron por alto los dere-
chos del joven Tiberio y se le concedi¢ a Cayo la totalidad de la heren-
cia. Esto fue lo que Cal¡gula hab¡a querido conseguir, y, en conse-
cuencia, hizo un esfuerzo para tener un gesto generoso: concedi¢ a su
primo, de dieciocho a¤os, la toga viril, y lo adopr¢.
Entretanto, Macr¢n ten¡a que poner al d¡a un mont¢n de trabajo
arrasado. Inmediatamente, tras la llegada de Cal¡gula a Roma, los pre-
rorianos juraron fidelidad al emperador, y durante los d¡as siguientes
Macr¢n cumpli¢ las promesas que hab¡a hecho a tantos de ellos. Ya
no ten¡a necesidad de comprobar las instancias de ascenso, traslado o
retiro, salvo en los nuevos casos. Cal¡gula le hab¡a dejado mano libre,
aunque con la condici¢n de a¤adir a cada acto la coletilla: ®por orden
de Cayo Julio C‚sar Augusto¯.
De este modo cientos de veteranos con un largo servicio a sus es-
paldas obtuvieron una honrosajubilaci¢n con un premio en dinero o
tierras, seg£n los a¤os de servicio y su rango. Con pocas excepciones,
fueron estimados casi todos los ascensos. Cal¡gula hab¡a dicho:
-Quiero sangre joven entre mis pretorianos! Cualquiera de los
veteranos que desee marcharse, que lo haga, y, adem s, le premiar‚
esta opci¢n con un hermoso obsequio. Esto representar un gasto
elevado, pero es preciso hacerlo.
Macr¢n asinti¢ contento.
-Comparto tu idea de todo coraz¢n. Cuantos m s sean los hom-
bres que re juren fidelidad por primera vez a ti, mejor.

Con esto tambi‚n el centuri¢n Casio Querea logr¢ la mera de su vida.


En un acto solemne fue ascendido a tribuno, conjuntamente con
algunos m s, y era el £nico de ellos que proced¡a de una familia
plebeya.
Macr¢n entreg¢ la plaquira de bronce, grabada y pulida, que acre-
ditaba documentalmente su ascenso y dijo:
-El emperador ha comprobado tu caso y ha dado su aprobaci¢n
a tu ascenso. Viva Cayo Julio C‚sar Augusto!
-Viva el emperador!

124 125

Como exig¡a la tradici¢n, al iniciar su gobierno, Cal¡gula hab¡a


repartido premios entre los pretorianos; a esto se a¤ad¡an adem s los
legados del testamento de Tiberio. As¡, Querea se encontr¢ en condi-
ciones de devolver la mayor parte de su cr‚dito de una sola vez, y con
su sueldo de tribuno podr¡a costear f cilmente el resto de pagos men-
suales.
~Ahora empieza una nueva ‚poca! -le dijo entusiasmado a
Marcia-, y no s¢lo para nosotros. Anteayer el emperador orden¢ que
se suspendieran todos los procesos de la ‚poca de Tiberio y que se
quemaran p£blicamente las diligencias. Para muchos habr termina-
do una pesadilla. Y t£, Marc¡a, eres ahora la esposa de un tribuno de
los pretorianos. No es poca cosa!
La levant¢ y dio unas vueltas con ella en brazos.
-Ahora, tendr¡a que estar aqu¡ Sabino! Creo que se alistar¡a in-
mediatamente entre los pretorianos con un emperador como ‚ste...!
-Con cuidado, Querea depos¡t¢ a su esposa en el suelo y prosi-
gui¢-: No s‚ lo que le ha pasado a este muchacho. Hace ya casi un
a¤o que se march¢; escribi¢ una sola carta hace ya mucho, y desde
entonces no ha roto su silencio. ¨T£ cre es que deber¡a preguntar a su
padre por ‚l?
-No s‚... -dijo Marcia vacilante-. A sus padres no les gustaba
mucho que se tratara contigo.
-Porque tem¡an que pudiera alisrarse en la tropa. Lo que quiere
Cornelio Celso es convertir a su hijo en un chupatintas. Como si esa
fuera profesi¢n para un hombre!
Marc¡a sonre¡a.
-Te est s olvidando de que Sabino re ha convertido a ti en un
chupatintas. Si no supieras leer y escribir, jam s hubieras llegado a
tribuno.
-Bueno, si es verdad... -dijo Querea, desconcertado.
-Y, adem s, est s contento y feliz de poder contestar por ti mismo
las cartas de tu amigo.
-Las cartas! S¢lo ha escrito una. No le habr sucedido nada
malo, supongo...

No, a Cornelio Sabino no le hab¡a ocurrido nada malo, al menos nada


que pusiera en peligro su integridad f¡sica o su vida. Adem s, semanas
despu‚s de su primera carta, hab¡a enviado una segunda a Querea,
pero ‚sta no lleg¢ a su destino porque el buque de carga se estrell‚
contra los acantilados en una tempestad cerca de Sicilia.
Durante las primeras semanas en Epidauro, Sabino ten¡a la impre-
si¢n de haber entrado en un mundo diferente. Todo transcurr¡a con
calma y mesura solemnes, sin prisas, sin gritos, era ‚sta una situaci¢n
casi angustiosa para un romano.
Hab¡a acompa¤ado a su t¡o por la V¡a Sacra hasta el templo. Con
este peregrinaje comenzaba el ritual de estricto cumplimiento para
todos aquellos que aqu¡ buscaban la curaci¢n. Durante el d¡a, el tem-
P¡o estaba abierto para todo el mundo. En la semioscura capilla, en
penumbra~ se hallaba la estatua de gran tama¤o del m‚dico Escula-
pio, labrada en oro y marfil. El barbudo dios ten¡a en su mano dere-
cha una vara, y la izquierda descansaba sobre la cabeza erguida de una
serpiente. Su segundo s¡mbolo, un perro, yac¡a a sus pies. El templo
impresionaba menos por su tama¤o que por la suntuosidad de sus
adornos, en cuya elaboraci¢n hab¡an participado muchos renombra-
dos artistas.
Aqu¡, el peregrino ten¡a que exponer sus ruegos y purificarse a
continuaci¢n en la fuente sagrada. A Sabino le sorprendi¢ ver con
qu‚ seriedad su t¡o, habitualmente esc‚ptico, realizaba estos actos.
M s tarde dijo:
-No tiene sentido hacer las cosas a medias. Quien viene a Epidau-
ro en busca de curaci¢n, tiene que aceptar y cumplir con el venerable
ritual. Quien lo encuentre rid¡culo que se quede en su casa.
Una de las obligaciones m s importantes era la ofrenda del sacrifi-
cio, que sol¡a consistir en animales: bueyes, cabras, corderos, ocas o
gallos. Los peregrinos sin recursos pod¡an ofrendar frutas, pan o dul-
ces. Quien venia desde lejos, pod¡a dar dinero, y Sabino tuvo la impre-
si¢n de que este era el sacrificio preferido por los sacerdotes de Escu-
lapio.
Sabino pudo acompa¤ar a su r¡o hasta la ofrenda del sacrificio. Lo
que segu¡a era £nicamente cosa del enfermo. Se trataba de largas con-
versaciones confidenciales con los sacerdotes, que intentaban averi-
guar de este modo d¢nde radicaba la ra¡z del mal, a fin de preparar la
curaci¢n.
Los acompa¤antes de los enfermos, como todos los que no busca-
ban curaci¢n, ten¡an que alojarse fuera de las instalaciones. Hab¡a
diferentes tipos de alojamiento, desde albergues sencill¡simos, pero
escrupulosamente pulcros, hasta villas lujosas equipadas con todas las
comodidades y situadas en las suaves laderas arboladas del monte
Kynortion.
Durante el largo ceremonial, que duraba d¡as, los que hab¡an veni-
do en busca de curaci¢n se alojaban en el interior de las instalaciones
del templo y dorm¡an en el santuario, en el lado norte del templo.
Quien quer¡a quedarse despu‚s por m s tiempo, ten¡a que buscarse
un alojamiento fuera, y pod¡a s~guir aprovechando la variada serie de
ofertas para entretenimiento de los peregrinos.

126 127

Quien quer¡a dedicarse a actividades deportivas, iba al gimnasio,


donde sacerdotes con formaci¢n especial supervisaban los ejercicios.
En el hip¢dromo se pod¡a alquilar un caballo y dar unas vueltas al
galope, y quien quer¡a moverse por s¡ mismo, iba al estadio, donde la
juventud se desfogaba con carreras, saltos, con el lanzamiento de dis-
co y de jabalina.
No obstante, la mayor¡a de los enfermos prefer¡a entretenimien-
tos pasivos. Para este fin serv¡a ante todo el colosal teatro, levantado
tres mil a¤os antes por el famoso arquitecto Policlero. El teatro go-
zaba de fama mundial por su extensi¢n -ten¡a un aforo de doce
mil asientos- y por su excelente ac£stica. Aqu¡ actuaban famosos
artistas, y el programa de actuaciones abarcaba comedias griegas cl -
sicas, autos solemnes dedicados a Apolo y Esculapio, pero tambi‚n
farsas ligeras de autores romanos. Los amantes de la m£sica frecuen-
taban el peque¤o Ode¢n donde se ofrec¡an cantos corales, bailes y
recitales. Hab¡a, pues, entretenimiento adecuado para todos los gus-
ros, aunque no se representaban tragedias por consideraci¢n con los
enfermos.

Cornelio Sabino entr¢ a formar parte de un grupo de j¢venes, en su


mayor¡a parientes o amigos de gente que hab¡a venido en busca de
curaci¢n, y estos j¢venes empleaban su tiempo en simposios, depor-
tes, excursiones y visitas mutuas. El idioma que utilizaban entre ellos
era el griego; el lat¡n se consideraba vulgar y apenas empleado, ni
siquiera entre los romanos. Los j¢venes con quienes se relacionaba
Sabino proced¡an de todo el mundo grecorromano, sobre todo del
Asia Menor, de las islas del Egeo o de las grandes ciudades de Grecia,
como Atenas, Corinto, Esparta o Calcis. Los romanos eran minoria.
Hab¡a tambi‚n peregrinos procedentes de Siria, Palestina y Africa, y
de otras provincias del Imperio.
Y estaba Helena de Efeso, muchacha griega de dieciocho a¤os que
hab¡a llegado acompa¤ando a su madre a Epidauro. El padre de He-
lena era un acaudalado naviero, y su esposa buscaba curaci¢n de una
extra¤a enfermedad del pecho.
Como era costumbre en ‚l, Sabino hab¡a iniciado de inmediato
varias relaciones amorosas, pero aqu¡ no avanzaba tan deprisa como
en la fr¡vola Roma. Finalmente fue la joven esposa de un peregrino
enfermo quien busc¢ y encontr¢ en Sabino aquellas alegr¡as que des-
de hacia mucho tiempo echaba de menos en su matrimonio. No obs-
tante, la pareja se fue pronto, y la mayor¡a de las j¢venes griegas eran
demasiado pudibundas. Tambi‚n ellas miraban con placer los ojos
azules de Sabino, que chispeaban alegres, y admiraban en el estadio
sus proezas en el lanzamiento dejabalina, y la mayor¡a acced¡a a dejar-
se besar, pero no le permit¡an entrar en su lecho. A Sabino no le im-
portaba gran cosa, contaba los d¡as que faltaban para el viaje de regre-
so y se divert¡a lo mejor que pod¡a.
Al principio, r¡o Calvo no se pronunciaba sobre la duraci¢n previs-
ta de la estancia; parec¡a disfrutar de los d¡as que paraba en Epidau-
ro. Asist¡a con regularidad a las representaciones de teatro, utilizaba
diligentemente la extensa biblioteca, y hab¡a encontrado algunos con-
trincantes fijos para su amado ludus latrunculorum, una especie dejue-
go de ajedrez. Sus jaquecas hab¡an mejorado visiblemente, y conse-
gu¡a tambi‚n dormir toda la noche sin despertarse.
No es que su sobrino Sabino se aburriera, pero no habr¡a lamenta-
do en absoluto que iniciaran pronto, muy pronto, el viaje de regreso.
Eso fue as¡, hasta el d¡a en que conoci¢ a Helena de Efeso.
Dentro del santuario hab¡a una peque¤a y lujosa piscina para los
peregrinos, situada al lado mismo del templo de Esculapio. En el nor-
te, fuera del recinto sagrado, exist¡a otra, de dimensiones mucho
mayores, que hab¡a sido construida por los romanos. Todo el mundo
pod¡a acceder libremente a esta piscina, y de este modo se convirti¢
en el punto de encuentro de losj¢venes tras un ejercicio deportivo en
el estadio o simplemente para pasar el raro. Los griegos no eran ni
mucho menos pudibundos, pero ciertos sucesos hab¡an motivado que
la administraci¢n dividiera los ba¤os tres veces en intervalos de dos
d¡as. Durante dos d¡as, las termas quedaban reservadas en exclusiva a
las mujeres, durante otros dos a los hombres, y durante otros dos d¡as
a ba¤os mixtos, pero con la imposici¢n preceptiva de llevar un ta-
parrabos o una t£nica corta, mientras que las mujeres o los hombres,
cuando estaban a solas, pod¡an meterse desnudos en el agua.
Sabino, a quien aburr¡an la mayor¡a de los hombres con sus est£pi-
das habladur¡as, prefer¡a los ba¤os mixtos y contemplaba con deleite
el elemento femenino, en su mayor¡a joven. Como para mujeres y
muchachas se consideraba indecente mostrar el pecho, todas sin ex-
cepci¢n llevaban t£nicas corras que alcanzaban a tapar sus muslos,
mientras que casi todos los hombres se contentaban con un escueto
taparrabos.
Aquel d¡a, aquel d¡a especial que Sabino no olvidar¡a ya nunca,
hab¡a comido con su t¡o Calvo y fue despu‚s al estadio para lanzar sin
ganas un par de jabalinas. Despu‚s, sinti¢ demasiado calor -eran ya
los £ltimos d¡as dejunio-~y se fue a la piscina.
Durante largo raro nad¢ con deleite en el frigidanum; luego fue al
jard¡n colindante para dejarse secar al sol.

128 129

Bajo un arbusto estaba sentada una joven pein ndose el cabello


a£n mojado. La fina r£nica, de color azul celeste, estaba pegada a su
esbelto cuerpo y mostraba con bastante plasticidad los peque¤os y
firmes pechos. Vergonzosa, hab¡a extendido una toalla sobre sus mus-
los para no ofrecer ning£n punto de ataque a las miradas lascivas.
Sabino, que ya hab¡a visto desnudas a muchas mujeres, clav¢ la
mirada en el pecho de la muchacha y estaba pensando qu‚ resultaba
m s atractivo en las mujeres: un pecho desnudo o escasamente ta-
pado.
En aquel momento una voz aguda lo arranc¢ de sus meditaciones:
-¨Ya has visto bastante, o quieres que me quite la t£nica? Esto re
ahorrar¡a tener que desnudarme con la mirada...
Sabino se acerc¢ unos pasos.
-Disculpa, hermosa ninfa, si mis miradas te han molestado, pero
ante los atractivos femeninos soy un hombre indefenso, miserable-
mente d‚bil e indefenso. Y los tuyos son encantos considerables, si
me permites este comentario.
Ella se sacudi¢ el pelo mojado.
-Claro que re lo permito. S¢lo las tontas se sienten ofendidas por
un cumplido, pero ha de ser sincero.
El se inclin¢:
-Te lo juro por Eros y Afrodita. Me llamo Casio Sabino. Soy de
Roma y he acompa¤ado hasta aqu¡ a mi t¡o.
-Me llamo Helena y soy de Efeso.
Sabino mir¢ a Helena y sinti¢ una sensaci¢n extra¤a, desconocida
hasta entonces para ‚l. Se sent¡a como si unas corrientes c lidas pro-
cedentes del vientre se agolparan en su pecho. Su cabeza ard¡a, su
garganta se secaba, sus o¡dos se llenaban de misteriosas resonancias.
Trag¢ varias veces saliva antes de articular palabra:
-Ah, de Efeso... Helena de Efeso. Eres bell¡sima, Helena, bell¡si-
ma... Pero ya lo dije antes, bueno, pues...
-Te has quedado sin habla -dijo Helena en tono ir¢nico.
Sabino hab¡a recuperado el dominio de si mismo:
-La belleza puede provocar perfectamente este tipo de reacci¢n.
En aquel momento fueron interrumpidos por dos muchachas y un
muchacho. Los tres se acercaron riendo a Helena y una de las chicas
exclam¢:
-Ah¡ est s, al fin! Te hemos estado buscando por todas partes.
Vamos al hip¢dromo. Hay una carrera.
Helena se levant¢, y la toalla se desliz¢ de sus muslos. Era alta y
esbelta, su cabello oscuro enmarcaba un rostro fino y serio con gran-
des ojos algo rasgados de color mbar.
Tambi‚n Sabino se levant¢.
-Si me permit¡s acompa¤aros... -dijo con voz d‚bil.
-No re lo puedo prohibir, el estadio es para todos -contest¢ ella
en tono algo arrogante.
Los otros se echaron a re¡r y arrastraron a Helena con ellos.
Sabino permaneci¢ de pie, como si estuviera so¤ando, y sinti¢
fr¡o, pese al abrasador sol de junio. ¨Qu‚ hab¡a sido aquello? ¨Por qu‚
aquella criatura flaca le hab¡a impresionado de esta manera? Era de-
masiado flaca y, adem s, algo m s alta que ‚l. Movi¢ la cabeza con un
gesto de negaci¢n. Ya se me pasar , tal vez me qued‚ demasiado tiem-
po al sol.
Se visti¢ y pase¢ por delante de la stoa y el peque¤o templo dedica-
do a Afrodita hasta llegar a la cisterna. Se mostraba indeciso, y, sin
embargo, sabia perfectamente qu‚ lugar le atra¡a. Se dirigi¢~ pues, en
direcci¢n este y entr¢ en el hip¢dromo. En la pisra compet¡an un par
de muchachos con caballos alquilados intentando poner al galope a
los viejos corceles. Para alegr¡a del arrendatario, siempre hab¡a algu-
nos que organizaban carreras por aburrimiento, pero el avispado grie-
go no ten¡a la menor intenci¢n de comprar caballos veloces y fogosos:
en principio, a causa del precio, pero tambi‚n por el peligro de acci-
dentes de los que ‚l hubiera tenido que asumir la responsabilidad. Le
hab¡a costado muy caro comprar al templo el derecho de alquilar ca-
ballos, y no quer¡a arriesgar esta mina de oro.
Sabino mir¢ con des nimo la pista polvorienta. Hab¡a pocos es-
pectadores, pero en primera fila, junto a la rampa, descubri¢ a Hele-
na, que llevaba ahora una r£nica blanca de manga corta que le cubr¡a
las rodillas. Con sus largos y delgados brazos rodeaba la cintura de sus
dos amigas. Gritaba algo a los jinetes. Tras ellas se hallaba de pie el
muchacho de antes, que clavaba su mirada en las piernas de las mu-
chachas.
Sabino se acerc¢ y le dio una palmada en el hombro. El otro se
gir¢ de mala gana, pero Sabino se coloc¢ el dedo en la boca y lo apar-
t¢ a un lado.
-¨Conoces a las tres muchachas?
-Ah, esto es lo que quieres! Tanto como conocerlas, seria una
exageraci¢n. Uno anda por aqu¡ y por all , y conoce gente...
-¨Tienes intenciones respecto a ellas?
El muchacho esboz¢ una sonrisa y se¤al¢ con la barbilla el grupo
de chicas.
-Ya me gustar¡a llevarme a la cama a la peque¤a Nike. Mira su
trasero redondo e impertinente, me gustar¡a hacerlo bailar un rato.
-Pero no lo vas a conseguir si te limitas a mirarle las piernas en
Silencio A m¡ me interesa Helena. Tal vez podr¡amos hacer algo con-
jUntamente

130 131

-¨La flaca? Quiero decir, la esbelta Helena. No est mal la chica,


pero me parece algo inaccesible.
Sabino sonri¢ con expresi¢n de superioridad.
-A menudo lo parecen, y luego resultan todo lo contrario.
-T£ sabr s...
-Pues s¡, amigo mio, ¨c¢mo re llamas?
-Me llamo Le¢n y soy de la isla de Andros, a una distancia aproxi-
mada de un d¡a de aqu¡. Mi hermano mayor padece epilepsia, lo
acompa¤o para...
-Por favor, ah¢rrame las historias de enfermos, se oyen demasia-
das aqu¡. Me llamo Sabino y soy de Roma. Y ahora vamos a ver a
esas muchachas, y las invitamos a un simposio esta noche. ¨Est s de
acuerdo?
Le¢n neg¢ resignado con la cabeza.
-Ya he intentado algo parecido. Tras la puesta del sol no hay
quien las haga salir de sus madrigueras. Cuidan su reputaci¢n, por lo
visto. Tengo otra propuesta m s f cil, ahora que somos dos. Invitemos
a las muchachas a una excursi¢n por tierra siguiendo la costa. Alqui-
lamos unos mulos, montamos hasta la costa, nadamos un poco, co-
memos y bebemos...
-Buena idea, Le¢n. ¨Y qu‚ haremos con la tercera? Sobra una.
-Se llama Ismene, la silenciosa. Con esa, de todos modos, no hay
nada que hacer. Si no hay m s remedio, que venga con nosotros.
Sabino neg¢ con un gesto de cabeza.
-Una que sobra es siempre un obst culo; tengo experiencia en
este sentido. ¨Lo intentamos, pues?
Le¢n asinti¢ y se fueron a ver a las mozas, que se dispon¡an en
aquel momento a marcharse.
-No fue nada especial la carrera, ¨verdad?
-Pues a ver si vosotros nos mostr is algo mejor.
La peque¤a y descocada Nike mir¢ a Le¢n al decir esto.
Helena la secund¢ inmediatamente:
-Puede resultar incluso muy divertido verlos caerse del caballo
en la primera curva.
-Si eso es lo que te divierte, lo har¡a con mucho gusto -dijo
Sabino solicito.
-¨Caerte del caballo?
-Lo que t£ quieras: montar del rev‚s, de pie, tumbado...
Ahora Helena se ech¢ a re¡r:
-Quiz re pida pronto que cumplas tus promesas. Pero entonces
no valdr n excusas!
-Ninguna! Me encontrar s dispuesto. Pero ¨qu‚ hacemos hasta
entonces? Tenemos una propuesta Le¢n y yo. Alquilamos unos mulos
y vamos hasta la costa a la salida del sol. Ma¤ana o pasado ma¤ana,
cuando os parezca. Podremos nadar, comer, beber vino...
Las muchachas se miraron. Nike, con su rostro redondo e infantil
y la peque¤a naricira chata de ni¤a traviesa, dijo al fin:
-Lo hablaremos y os daremos la respuesta a la hora de la cena.
Se marcharon cuchicheando. Le¢n movi¢ dubitativamente la ca-
beza:
-No me lo tomes a mal, pero ¨qu‚ ves en esa criatura larga y
escuchimizada? Es m s alta que nosotros dos.
-Ni yo mismo lo s‚ -dijo Sabino desvalido-, pero cuando la
miro se me doblan las piernas.
Le¢n asinti¢ con gesto comprensivo:
-Un caso muy claro, amigo mio; te has enamorado.

132 133

Desde que Cal¡gula era emperador, su familia hab¡a pasado a centrar


el inter‚s general. Se lamentaba la tr gica muerte de sus padres y de
sus dos hermanos y se dijo abiertamente, sin tapujos, que Tiberio ha-
b¡a deseado y causado la ca¡da de la familia.
Cal¡gula, con su fino olfato para actuaciones que causaran efecto,
se arriesg¢, pese al tempestuoso tiempo de abril, a realizar un viaje a
las islas Ponrinas para rescatar de all¡ personalmente las cenizas de su
madre Agripina y de su hermano Ner¢n. Consigui¢ convertir este
acto en una especie de consagraci¢n solemne.
Vestido de luto, permaneci¢ de pie en la cubierta del barco impe-
rial cuando ech¢ anclas en el puerro de Ostia. Desde all¡ viaj¢ en una
barcaza T¡ber arriba hasta Roma. En la cubierta se hab¡an colocado
en un lugar bien visible las dos valiosas urnas de m rmol, vigiladas por
dos pretorianos, mientras Cal¡gula permanec¡a sentado delante de
ellas, mostrando una profunda aflicci¢n. En las orillas hab¡a mucha
gente que lo ve¡a pasar en silencio; aqu¡ y all se o¡an lamentaciones.
El profundo dolor del emperador era respetado y admirado y le dio a
Cal¡gula una popularidad a£n mayor que aquella de la que ya gozaba.
Hacia el mediod¡a, atrac¢ el barco en Roma junto al puente Fabri-
cio. Delegaciones de todas las familias patricias recibieron al empera-
dor y llevaron las urnas en una solemne comitiva f£nebre hasta el
mausoleo de la familiaJulia Claudia, donde estaban enterrados ya los
emperadores Augusto y Tiberio as¡ como otros miembros de la fami-
lia, entre ellos tambi‚n Germ nico, el padre de Cal¡gula.
Cuando dos nobles romanos colocaron las urnas en sus nichos, a
Cal¡gula se le pas¢ fugazmente por la cabeza que alg£n d¡a tambi‚n
sus cenizas encontrar¡an descanso aqu¡. Inmediatamente reprimi¢ es-
tos pensamientos. Este momento estaba tan infinitamente lejano, tan
alejado en el futuro, que no val¡a la pena de pararse a pensar en ‚l.
Para la noche, el emperador hab¡a fijado una cena homenaje a la
que hab¡a invitado a lo m s selecto de la sociedad romana. Se trataba de
un escogido grupo de unas sesenta personas que fueron elegidas por el
maestro de ceremonias. Cal¡gula complet¢ personalmente la lista.
-Cuando yo empiece a construir edificios -dijo el emperador a
un empleado de la corte- har‚ salones de banquetes para seiscientos
invitados y no s¢lo para unas docenas.
Realmente, el tortuoso palacio de Augusto con habitaciones en su
mayor¡a reducidas, resultaba inadecuado para la celebraci¢n, pero el
palacio de Tiberio, que todos conoc¡an por Domus Tiberiana, situado a
poca distancia, ofrec¡a suficiente espacio. Tiberio hab¡a hecho cons-
truir este palacio en los primeros a¤os de su gobierno. El palacio re-
sultaba algo fr¡o y excesivamente sobrio, pero era espacioso y m s ade-
cuado que el otro para fines de representacion.
La familia imperial com¡a en un triclinio sobre un estrado eleva-
do. Estaban all¡ las tres hermanas de Cal¡gula, su sobrino Tiberio C‚-
sar, de dieciocho a¤os, y el tan poco conocido t¡o Claudio, que llevaba
una vida muy recluida. Este personaje, erudito, de casi cincuenta
a¤os, resultaba poco presentable, pues cojeaba y, de tiempo en tiem-
po, se le contra¡a el rostro en unos rictus espasm¢dicos. Debido a su
tartamudeo, resultaba muy dif¡cil mantener una conversaci¢n con ‚l.
La mayor¡a de la gente lo consideraba un chiflado inofensivo, pero los
especialistas lo apreciaban como autor de interesantes obras de histo-
ria, especialmente sobre los imperios extinguidos de los etruscos y de
los cartagineses. Cal¡gula no le prestaba mayor atenci¢n, pero no de-
jaba de pertenecer a la familia y no se le pod¡a dejar de lado en una
comida f£nebre. El emperador planeaba incluso nombrarlo c¢nsul
pr¢ximamente, no para honrar a Claudio, sino para humillar al Se-
nado al conferir el segundo cargo en importancia del Imperio a un
chiflado tartamudo. Ya ahora disfrutaba al imaginar las caras estupe-
factas y ofendidas de los senadores.
Aquella noche, Cal¡gula s¢lo ten¡a ojos para su hermana Drusila.
Su hermoso rostro ten¡a algo misterioso, algo de esfinge, y su car cter
coqueto y caprichoso ejerc¡a sobre Cal¡gula un extra¤o encanto. Ella
resist¡a con serenidad la mirada de sus ojos duros y fr¡os, y permitia
con una sonrisa ambigua que ‚l la sirviera personalmente, que llenara
su copa y que l~e pusiera los mejores bocados en su plato. Este trato
preferente resultaba tan evidente que Agripina, la hermana mayor,
observ¢ con su car cter impetuoso:
-Tambi‚n nosotras existimos, apreciado hermano, ¨o es que el
habernos invitado fue una equivocaci¢n?

134 135

Cal¡gula no se desconcerr¢:
-Lo hice por sentido del deber, Agripina, por esto os invit‚ a
vosotras y a vuestros esposos.
El matrimonio de Agripina con el libertino y borracho Domicio Eno-
barbo no era feliz, y sus vicios eran de dominio p£blico. Ella trataba
con fr¡o desprecio a su esposo, que le llevaba un buen n£mero de
a¤os. Ahora se encontraba en avanzado estado de gestaci¢n, y de este
modo hab¡a conseguido, al menos, que su odiado marido no pudiera
tocarla.
Debido a su estado, Cal¡gula trat¢ a su hermana mayor con indul-
gencia. Con un vago adem n se¤al¢ a los invitados, sentados a un
nivel inferior. Al principio, ni siquiera quiso invitar a los esposos de
sus hermanas, que les hab¡an sido impuestos por Tiberio, pero el
maestro de ceremonias le llam¢ la atenci¢n diciendo que as¡ lo exig¡a
la antigua tradici¢n romana.
-¨Qu‚ tal re sienta el matrimonio con Longino? Cada d¡a est s
m s guapa.
Drusila dirigi¢ a su hermano una sonrisa hechicera.
-No es m‚rito suyo. Y, por cierro, tampoco se le pregunt¢ a ‚l si
me quer¡a a m¡ por esposa.
-Puedes pedir el divorcio...
-¨Y no perjudicar¡a esto la reputaci¢n de nuestra familia?
Cal¡gula se inclin¢ y le musir¢ al o¡do:
-Tambi‚n puedo darle un cargo que lo aleje de Roma.
Drusila asinti¢ sonriente como si Cal¡gula le hubiera hecho un
cumplido.
-Es una estupenda idea -dijo en voz alta y bien perceptible para
todo el mundo.
Con una mirada severa, el maestro de ceremonias se inclin¢ ante
Cal¡gula:
-Ahora deber¡as conceder una breve audiencia a algunos de los
presentes. Ya son diecis‚is los que la han pedido; algunos viejos patri-
cios de grandes m‚ritos desean ser o¡dos como era ya costumbre bajo
el divino Augusto...
-Me aburres, viejo! -le cort¢ Cal¡gula bruscamente...-. Me
aburres, pero, naturalmente, tienes raz¢n. Haz que esa manada de
borregos empiece a desfilar.
Drusila cambi¢ una mirada divertida con su hermano, mientras
que Agripina adopt¢ un aire arrogante de rechazo.
Livila, la silenciosa y testaruda Livila no hab¡a tomado parte en la
conversaci¢n hasta aquel momento. Era una estoica, y soportaba a
su esposo con impasibilidad. El no la hab¡a querido a ella, ni ella a
‚l; pero convivian sin molestarse, haciendo cada uno su propia vida.
Livila se hab¡a entregado a la literatura y estaba formando sistem -
ticamente una biblioteca de autores griegos y romanos. Desde que
Cal¡gula le hab¡a restituido el patrimonio confiscado por Tiberio, dis-
pon¡a de los medios necesarios. Con especial inter‚s segu¡a la obra de
Lucio Anneo S‚neca, una obra que crec¡a constantemente, y en la
que apreciaba tanto sus dramas al modo griego como las obras filos¢-
ficas, marcadas por el esp¡ritu de Zen¢n, el iniciador del estoicismo.
En ocasiones, Marco Vinicio, su esposo, sol¡a comentar que hab¡a te-
nido mucha suerte en su matrimonio, pues Livila se llevaba a la cama
libros y no amantes.
Mientras el emperador conced¡a sus audiencias y dirig¡a palabras
condescendientes o a menudo burlonas a unas espaldas profunda-
mente inclinadas, la mirada de Livila buscaba a S‚neca, de quien sa-
bia que hab¡a sido invitado. Pronto descubri¢ su cabeza alargada y
aguda de pensador, con las m£ltiples arrugas en la frente y la abun-
dante cabellera algo desali¤ada. El poeta no prestaba atenci¢n al gen-
tio qr¡e se apretujaba en torno a la mesa de Cal¡gula, sino que se entre-
gaba con dedicaci¢n a una gran langosta que part¡a con estilo y
engull¡a con visible deleite.
-Basta! -dijo Cal¡gula-, ahora no recibo a nadie m s. Tal vez
en otra ocasi¢n.
Su mirada se dirigi¢ a Drusila.
-Nos vamos a retirar ahora, querida hermana, para sostener una
conversaci¢n familiar.
Lo dijo en un tono tan ambiguo que Agripina frunci¢ el ce¤o y
estuvo a punto de decir algo, pero Livila se le adelant¢.
-Quiero que recibas a S‚neca, el poeta. Conozco su obra y quiero
verlo de cerca.
-Vaya! Quien lo hubiera dicho! Nuestra Livila tiene voz! Hasta
ahora re ten¡a por muda...
Las burlas de su hermano dejaron impasible a Livila:
-Entonces, ¨qu‚?
Cal¡gula cedi¢ e~ hizo una se¤al al maestro de ceremonias. S‚neca
parec¡a dudar, pero al fm se levant¢, se lav¢ cuidadosamente las ma-
nos en el lebrillo que le ofrecieron y se encamin¢ despacio hacia la
tribuna.
-Salve, Augusto!
-Salve Lucio Anneo. No soy yo quien quiere verte y hablar conti-
go, pues conozco la indiferencia de los fil¢sofos estoicos frente al po-
der estatal, y no quer¡a molestarte. Se trata del deseo de mi hermana
Livila

136 137

S‚neca se inclin¢ ante ella y dijo:


-¨Qu‚ ser¡a de la poes¡a s¡ no existieran las numerosas lectoras
que estudian nuestras obras con pasi¢n, mientras sus esposos se dedi-
can fuera del hogar a cosas m s prosaicas?
Livila sonri¢:
-Tus palabras suenan bastante ir¢nicas, S‚neca, pero es exacta-
mente as¡. Conozco cada una de las lineas que has escrito, no quisiera
renunciar a ninguna. Que los dioses re concedan una larga vida para
que puedas multiplicar tu obra.
-Omne nimium nocet!* -dijo Cal¡gula.
-En esto rengo que darle la raz¢n a nuestro pr¡ncipe. Es mejor
poco y bueno que mucho y malo.
-Tambi‚n yo conozco parte de tus escritos. Tus dramas son im-
presionantes y llenos de fuerza, aunque la mayor¡a est n basados en
obras de los antiguos griegos. Pero tus versos, tus versos los tengo por
argamasa sin cal.
S‚neca no pareci¢ ofendido, y pregunt¢ con curiosidad:
-¨C¢mo hay que interpretar esta met fora, pr¡ncipe?
-Muy sencillo. Comparo un poema con una casa cuyas paredes se
mantienen unidas gracias a la argamasa. La argamasa se compone de
cal y arena. Si se prescinde de la cal, la argamasa no fragua y la casa se
desmorona. Lo que queda es una masa confusa de piedras, o de pa-
labras, si nos referimos a un poema.
-Una comparaci¢n fascinante! Y muchas gracias por la indica-
ci¢n; en lo sucesivo me esmerar‚ en a¤adir m s cal.
Mientras pronunciaba estas palabras, S‚neca miraba a Livila y se
sinti¢ atra¡do por su belleza serena y contenida.
-De ahora en adelante, te har‚ llegar cada una de mis obras con
una dedicatoria, noble Livila.
-Me haces feliz.
Cal¡gula estall¢ en una sonora carcajada:
-Por todas las musas! Qu‚ f cil resulta para un poeta hacer feliz
a alguien! Un emperador tiene que esforzarse mucho m s.
Su mirada se dirig¡a a Drusila, y un brillo lascivo asom¢ en sus ojos
fr¡os e inexpresivos.

El prefecto de los pretorianos, Sertorio Macr¢n, se sinti¢ enga¤ado


al no recibir recompensa alguna por su crimen, pues cre¡a haber ac-
tuado correctamente en el momento decisivo al ahogar con una al-
mohada al moribundo Tiberio. Desde que Cal¡gula era emperador,

* Cualquier cosa en exceso es da¤ina.


trataba a Macr¢n con una condescendencia altanera, sin insinuar si-
quiera cu ndo y c¢mo pensaba recompensar su actuaci¢n. Y Macr¢n
no insist¡a, porque quer¡a dar algunos meses de tiempo al joven em-
perador, hasta que se hubiera acostumbrado a su nuevo cargo.
No menos decepcionada se sent¡a la esposa de Macr¢n, Ennia
Nevia. Cal¡gula le hab¡a dado a entender que ahora ya no resultaba
adecuado que se siguieran viendo. Como emperador ten¡a que cui-
dar su buen nombre: el pueblo se mostraba muy exigente con el
primer hombre del Estado. Por lo dem s, que siguiera esperando;
sus planes no hab¡an sido anulados, sino solamente aplazados. Pero
la ambiciosa Nevia no se conformaba con esta vaga promesa. Si antes
hab¡a incitado a su esposo contra Tiberio, y le hab¡a instigado a to-
mar parre por Cal¡gula, ahora intentaba incitarle contra el empe-
rador.
-Ya ha conseguido lo que quer¡a, y falta a la palabra que re dio.
Sigues siendo lo mismo que con Tiberio: prefecto de los pretorianos.
Con la £nica diferencia de que Tiberio era odiado, mientras que a
Cal¡gula lo idolatran. Yt£ est s bajo su sombra, Macr¢n, tu influencia
va disminuyendo; pronto el emperador re cesar y re sustituir por
otro m s joven.
-No lo creo... -dijo Macr¢n d‚bilmente.
En el fondo le daba la raz¢n a su esposa. Pero ¨qu‚ pod¡a hacer?
Cal¡gula era popular y estaba asentado en el trono con tanta seguri-
dad como lo estuvo anta¤o el venerado Augusto. En sus o¡dos a£n
resonaban las palabras de Cal¡gula: ®Cuando yo ocupe el trono, po-
dr s tener el cargo que quieras: senador, c¢nsul, gobernador, lo que
desees¯.
Macr¢n esper¢ un tiempo m s y aprovech¢ un d¡a a las horas del
anochecer, cuando Cal¡gula sol¡a estar de buen humor, para pregun-
tarle:
-No exijo nada, emperador, tampoco quiero insistir, pero desea-
r¡a recordarte las posibilidades que me hab¡as ofrecido.
Los ojos duros y fr¡os de Cal¡gula posaron su mirada en Macr¢n
y dijo:
-No lo he olvidado Macr¢n, pero re agradezco que me lo recuer-
des. El peso de mi cargo me deja poco tiempo. Bien, re promet¡ que
serias senador, c¢nsul o gobernador o todo, una cosa tras otra. Me has
servido con lealtad, Macr¢n, y quiero confiarte un alto cargo: te nom-
bro gobernador de Egipto.
Macr¢n se inclin¢, balbuce¢ unas palabras de gratitud, y no sabia
muy bien si deb¡a alegrarse o enfurecerse. El cargo de gobernador de
una provincia romana sol¡a ser codiciado, pues era respetado y muy
rentable. En sus dominios, el proc¢nsul ten¡a mano libre para hacer y

138 139

deshacer, y su £nica obligaci¢n frente al Senado consist¡a en recaudar


una determinada cantidad como impuestos. No obstante, hab¡a una
excepci¢n, y esta excepci¢n era Egipto. Debido a su importancia para
la subsistencia de Roma, esta provincia estaba sometida directa y £ni-
carnente al emperador y, en consecuencia, el gobernador de Egipto
estaba obligado a determinadas normas, y no ten¡a derecho a llamarse
proc¢nsul, sino s¢lo prefecto. En resumidas cuentas, se trataba de un
cargo peligroso, pues en Alejandr¡a estallaban constantemente moti-
nes, y a menudo hab¡a que hacer intervenir a las tres legiones estacio-
nadas all¡.
Nevia estuvo a punto de estallar de ira:
-Para esto re podr¡a haber nombrado directamente director de
la c rcel! Cualquier senador obtiene de su cargo m s ventajas que el
prefecto de Egipto. Nos ha enga¤ado, el astuto Cal¡gula te ha ascendi-
do en apariencia, pero en realidad re ha arrinconado. Egipto es pro-
piedad personal del emperador. No eres m s que un administrador
de su patrimonio, alguien que tiene que temblar cuando le rinde
cuentas a s£ se¤or, porque no sabe si las va a aceptar o no.
-Ya lo s‚ -grit¢ Macr¢n, furioso-, pero ¨qu‚ pod¡a hacer yo?
¨Rechazar el cargo? Cal¡gula no admite bromas, y si llego a rechazar
su nombramiento, ver¡as c¢mo acababa. Voy a resistir, aguanrar‚, y tal
vez pueda llegar despu‚s a senador.
-Despu‚s, despu‚s! -se burl¢ Nevia, pero no pod¡a confesar la
proi?nesa que Cal¡gula le hab¡a hecho a ella. Ahora no ten¡a m s reme-
dio que seguir al lado de su despreciado esposo y esperar tiempos
mejores.

Al contrario de Macr¢n y de su esposa, Casio Querea se contaba entre


los muchos que se sentian felices y satisfechos con el cambio. Querea
se hubiera hecho matar por el joven emperador, y ya hab¡a tenido
ocasi¢n de encontrarse cara a cara con ‚l.
Pocos d¡as despu‚s de hacerse p£blicos los ascensos, Cal¡gula se
hizo presentar a los nuevos centuriones y tribunos. Sabia que, en de-
terminadas circunstancias, su vida depend¡a de la lealtad de estos
hombres, y no quer¡a desaprovechar ninguna ocasi¢n para ganarse su
simpat¡a. Encontr¢ palabras elogiosas para cada uno de ellos, y cuan-
do Querea se inclin¢ ante ‚l, Cal¡gula, que hab¡a estudiado de-
tenidamente las listas, supo en seguida que se trataba de un soldado
de origen plebeyo con largos a¤os de servicio.
-Durante bastante tiempo perteneciste a una de las legiones de
mi padre, y ya entonces demostraste una enorme eficacia. Guardo un
buen recuerdo de tu nombre.
-Quien tuvo la suerte de poder servir bajo Germ nico, no lo olvi-
dar jam s y trasladar a ti la lealtad que sent¡a hacia ‚l.
-Bien dicho, Casio Querea. Un emperador puede felicirarse si
tiene hombres como t£.
Con qu‚ facilidad sal¡an las mentiras de sus labios! Pero necesitaba
a estos hombres como instrumentos d£ctiles, y ning£n buen artesano
descuidar sus herramientas. Le cost¢ un esfuerzo reprimir un comen-
tario ir¢nico al oir la voz aflautada del atl‚tico Querea. Un H‚rcules
con voz de un reci‚n nacido, pens¢ Cal¡gula, y se dirigi¢ al siguiente.

Lucio Anneo S‚nea no consegu¡a olvidar su encuentro con Livila.


Como patricio y senador, sabia que su matrimonio fue forzado por
Tiberio, y ahora la ve¡a como una criatura suave y graciosa que hab¡a
sido entregada a alguien indigno de ella. No conoc¡a personalmente a
Marco Vinicio; s¢lo sabia que proced¡a de una familia de nobles que
ten¡an sus propiedades en alg£n lugar de cualquier provincia.
S‚neca acababa de terminar su tratado De Tranquillitate (De la
tranquilidad del alma) y qr¡iso enviar una de las primeras copias a
Livila, pero luego cambi¢ de idea. ®Le entregar‚ el escrito personal-
mente; entonces podremos charlar un rato, y tal vez...¯ Sus pensa-
mientos se perd¡an en diversas especulaciones, pero su esp¡ritu claro y
sobrio volvi¢ pronto a la realidad. Envi¢ una carta formal a Livila,
preguntando si podr¡a recibirle y cu ndo, pues quer¡a hacerle entre-
ga de un ejemplar de su £ltima obra. La respuesta lleg¢ de inmediato.
Se alegrar¡a de su visita, una visita que, tanto a ella como a su esposo,
le resultar¡a siempre grata. S‚neca sonri¢ con amargura. Como buena
romana, mencionaba a su esposo. S‚neca anunci¢ su visita para dos
d¡as despu‚s, y se fue preparando para una conversaci¢n aburrida y
banal con Marco Vinicio. Pero las cosas ocurrieron de otro modo,
y esta visita cambiar¡a su vida.

El mayordomo condujo a S‚neca al arrio de la hermosa y amplia casa.


All¡ Livila lo recibi¢ con una cordial sonrisa.
-Mi esposo te pide disculpas, no quiso perderse un importante
Simposio.
S‚neca sinti¢ que una gran alegr¡a se apoderaba de ‚l.
-S¡, a veces estos simposios pueden ser muy importantes.
Con una inclinaci¢n, le entreg¢ a Livila su £ltima obra.
-La he hecho coser y encuadernar; ahora se empieza a preferir
este tipo de libros a los antiguos vol£menes. Para la lectura, al menos,
ofrecen grandes ventajas.

140 141

-Yo me aclaro tambi‚n con los vol£menes -dijo Livila y empez¢


a leer-: ®¨C¢mo conseguir un estado de nimo constante y saluda-
ble? ¨C¢mo valorarnos justamente a nosotros mismos, c¢mo contem-
plar con deleite nuestra propia obra sin volver a destruir la alegr¡a que
tal contemplaci¢n nos ha proporcionado? ¨C¢mo conservar esta pla-
cidez sin ser altaneros o deprimidos?¯.
Livila levant¢ la vista y dirigi¢ una mirada interrogante a S‚neca:
-¨Has encontrado la respuesta a estas preguntas?
-Lo espero. Quiz no sea una respuesta v lida para todo el mun-
do, pero, para muchos, mi libro puede ser una ayuda.
-¨Tambi‚n para las mujeres? ¨O lo has escrito exclusivamente
para hombres?
-Soy hombre y s¢lo puedo sentir como tal, pero espero que resul-
te provechoso tambi‚n para las mujeres.
Livila iba delante, y se sentaron en una terraza cubierta desde don-
de se pod¡a ver el jard¡n peque¤o y cuidado.
-Me gustas, S‚neca. Desde que te conoc¡ en la comida f£nebre,
no s¢lo me interesa la obra sino tambi‚n el autor. Tal vez hable con
demasiada franqueza para tu gusto y no me comporte de acuerdo
con las severas reglas de la antigua Roma. Seg£n ellas, una mujer ca-
sada ha de evitar el trato con hombres que no sean parientes, a no ser
que su marido est‚ presente. Es as¡, ¨verdad? No puedo quejarme de
mi esposo; es un hombre tratable y considerado, pero no tenemos
nada que decirnos, nada en com£n. Tengo fama de ser callada; mi
hermano siempre se burla de m¡ por eso. Soy silenciosa por hastio,
S‚neca, pues donde no hay nada que decir, hablar no es m s que pura
charlataner¡a.
-La filosofia ense¤a a actuar, no a charlar, se dice en uno de mis
libros.
-¨Qu‚ puede hacer una mujer? Siempre son los hombres quie-
nes configuran la vida y determinan al mismo tiempo nuestro destino,
el de las mujeres. Un hombre, el emperador Tiberio, me impuso este
matrimonio, y s¢lo un hombre, mi hermano, el emperador, puede
anularlo.
-Tambi‚n t£ puedes actuar, Livila: puedes crearte un mundo
propio.
-Esto es lo que he hecho; mi mundo son los libros.
-Un mundo de pergamino...
-¨Y esto lo dices t£, poeta y fil¢sofo?
Algo indujo a S‚neca a no seguir contestando con palabras, sino
con actos. Se inclin¢ hacia Livila, cogi¢ su cabeza con ambas manos y
la bes¢ con ardor.
Livila se deshizo de su abrazo:
-No ahora, y no aqu¡, amigo m¡o.
-¨Es una promesa?
-Puedes tomarlo como quieras. Y ahora ven, voy a ense¤arte mi
biblioteca.

Aquella noche, en el palacio de Tiberio, Cal¡gula hab¡a seguido con la


mirada a S‚neca, que se retiraba. Le hab¡a dicho lo que pensaba, y se
sent¡a orgulloso de aquello de la argamasa sin cal. Y, sin embargo,
no se sent¡a satisfecho. Aquel individuo no hab¡a dicho ni hecho
nada que se pudiera interpretar como ambiguo o como una falta de
respeto, pero hab¡a un tono en su voz... Cal¡gula no dedic¢ m s
tiempo a este pensamiento. Apur¢ una copa de vino y sinti¢ c¢mo la
embriaguez empezaba a envolverle. Satisfecho, mir¢ a sus invitados,
y se deleitaba con la idea de que con una sola palabra podr¡a cam-
biar su destino. A aquel le pod¡a cortar la cabeza, a aquel otro ha-
cerlo senador, a este podr¡a desrerrarlo de por vida o arrebatarle a la
esposa.
-Seg£n me plazca, seg£n me plazca -dijo en voz alta, y solt¢ una
sonora carcajada.
T¡o Claudio comparti¢ su risa y balbuce¢:
-Me, me al-alegro de que-que re enc-encuentres ta-tan bien,
Cavo.
-Si, me encuentro bien, apreciado r¡o, y para que tambi‚n t£ ten-
gas una alegr¡a, el a¤o que viene re nombrar‚ c¢nsul, tal vez conjun-
tamente conmigo.
La mirada de Claudio demostraba desconcierto, y su aspecto resul-
taba tan lastimero que Cal¡gula lo se¤al¢ con una carcajada.
-~Mirad a nuestro Claudio! Le prometo el segundo cargo en im-
portancia del Estado, y ‚l pone una cara como una carpa fuera del
agua.
-Gr-gracias, p-principe -balbuce¢ el erudito.
-¨Ya mi qu‚ me das, en vista de que te sientes con un nimo tan
generoso? -pregunt¢ Drusila.
-¨Qu‚ es lo que deseas?
-Quiero marcharme de aqu¡.
Cal¡gula se levant¢:
-Entonces re pasa como a mi. Hace tiempo que estoy harto. Ven
conmigo, re conducir‚ por el palacio del divino Tiberio.
El emperador levant¢ la mano, y en el acto se acallaron los mur-
mullos de los invitados.
-Me voy a retirar, amigos m¡os. Quedaos el tiempo que os plazca.
Comed y bebed...

142 143

Arrastr¢ a Drusila consigo, cogi‚ndola de la mano, y desapareci¢.


Cuando, ya fuera, dos pretorianos quisieron acompa¤arle, orden¢:
-Quedaos donde est is! ¨Qui‚n me iba a hacer da¤o a mi? To-
dos me aman...

Cal¡gula llev¢ a su hermana entre nobles estancias vacias, con colum-


nas de ricos m rmoles y paredes decoradas con frescos que represen-
taban en animadas escenas los trabajos de H‚rcules y otras f bulas
m¡tol¢gicas.
-Esa es la sala peque¤a de audiencias, y aqu¡... -abri¢ una puer-
ta no visible desde fuera-, aqu¡ Tiberio se hab¡a preparado su nidito
de amor. S¡, toda su vida fue un libertino, aunque aqu¡, en Roma,
¡nrerpretara el papel de puritano.
Una gran cama ocupaba casi la mitad de la peque¤a habitaci¢n; la
cama estaba cubierta con una colcha de p£rpura y, encima, hab¡a coji-
nes negros.
Cal¡gula coloc¢ el candelabro en una cornisa y se¤al¢ una horna-
cina.
-¨Sabes qui‚n es?
Drusila mir¢ la alt¡sima estatua de oro de una diosa. En la cabeza
llevaba una cornamenta de vaca con un disco solar, en la mano una
espiga y flores de loto; sus pies descansaban sobre una luna en cuarto
creciente de plata.
-Es una divinidad extranjera, ¨tal vez de Siria o Egipto?
Cal¡gula aplaudi¢:
-S¡, si! La has reconocido, es la divina Isis! Est casada con su
hermano, el dios Osiris. El hijo de ambos se llama Horus y es tambi‚n
venerado en forma de halc¢n. Ante ellos vamos a celebrar nuestra
boda, t£, mi esposa-hermana, y yo, tu divino novio.
Drusila no sinti¢ miedo; o¡a las palabras de su hermano, aunque
no entend¡a del todo su sentido. ¨Celebrar una boda? Seria sin duda
una boda m¡stica, simb¢lica, en honor de los dioses egipcios que Cal¡-
gula veneraba desde hac¡a mucho tiempo, seg£n sabia toda la familia.
Cal¡gula, no obstante, empez¢ a desvestir¡a parsimoniosamente.
Le quit¢ la toga y la estola y solt¢ el cintur¢n de su r£nica cuando
Drusila cruz¢ las manos sobre el pecho.
-¨Qu‚ est s haciendo? Eres mi hermano...
-S¡, tambi‚n soy tu hermano. Los reyes egipcios s¢lo se pod¡an
casar con sus hermanas, para no manchar su sangre divina. Tambi‚n
yo contraer‚ contigo mi primer matrimonio como emperador. Mi
sangre arde en deseos de poseer tu cuerpo, Drusila, divina hermana.
Isis, Venus y Luna se confunden en ti en una sola figura...
Con manos febriles le pas¢ la t£nica por la cabeza y conrempl¢ su
cuerpo desnudo.
-Eres hermosa, hermosa como una diosa.
Toc¢ las puntas de sus pechos.
-Eres realmente de carne y hueso!
Se arranc¢ bruscamente la ropa y apret¢ su cuerpo peludo contra
el de ella, la abraz¢ fuertemente con ambas manos y la arroj¢ sobre la
cama. En sus ojos ard¡a un fuego fr¡o; con su falo erecto y el pecho
cubierto de vello tupido, a Drusila le parec¡a Fauno, el dios de los
bosques. Ella abandon¢ su resistencia y se sinti¢ inflamada, y as¡ reci-
bi¢ a su divino hermano, le ofreci¢ su cuerpo como un sacrificio que
se ofrece a un dios. La voluptuosidad lat¡a en todo su cuerpo, y se
aprer¢ contra su hermano, gimiendo y jadeando. Cruz¢ entonces
como un rel mpago por su cabeza la idea de que aquello no era un
sacrificio sino una entrega voluptuosa.
-A partir de ahora eres mi esposa, y levantar‚ un templo en ho-
nor de la diosa Isis -dijo Cal¡gula m s tarde.
-¨Y mi esposo? ¨Qu‚ ser de Longino?
Cal¡gula sonri¢ sarc stico:
-En este mismo instante has quedado divorciada de ‚l. El pobre
estar tumbado en su cama, ¨o seguir todav¡a sentado en el triclinio?
No importa, acabo de divorciaros. Ante Roma, que primero tiene que
adquirir la suficiente madurez para aceptar un imperio divino, ante
Roma interpretaremos una comedia. Te casas pro forma con mi amigo
Emilio L‚pido, que no se atrever a tocarte. As¡ te habr s librado de
Longino y me pertenecer s solamente a m¡. Si alg£n d¡a yo me casara
con una mujer seg£n el derecho romano, no olvides una cosa: m¡
verdadera y divina esposa eres t£, por los tiempos de los tiempos!
®¨Cu ndo voy a despertar de este extra¤o sue¤o?¯, pens¢ Drusila,
y se relaj¢ cansada. Las luces se hab¡an apagado, y desde lejos o¡a
fuera los pasos de la guardia. Se qued¢ dormida y despert¢ antes de
que saliera el sol.
®F£e un sue¤o¯, pens¢ divertida, y se dio la vuelta. Ah¡ yac¡a en la
penumbra, medio de costado, roncando levemente, un cuerpo mas-
culino, velludo. Drusila se asusr¢. Se puso en pie.
®Por lo visto no ha sido un sue¤o.¯ Sin embargo, no sinti¢ ni ver-
g£enza ni arrepentimiento. Incluso le result¢ agradable que la reali-
dad fuera ‚sta.

144 145

XI
Cornelio Sabino esperaba impaciente que llegara la noche. El refecto-
rio de la pensi¢n se encontraba en parte bajo una arcada y en parte al
aire libre. Durante el d¡a, a causa del calor, se tend¡an toldos sobre las
mesas y los bancos. Los toldos volv¡an a retirarse por la noche.
Le¢n deglut¡a con hambre canina un rag£ de codornices, h¡gado
de cerdo y verduras, mientras que Sabino remov¡a inapetente su pla-
to de pescado.
-Hoy nada me sabe bien, aunque durante el d¡a apenas he to-
mado bocado.
Le¢n se ech¢ a re¡r y dijo con la boca llena:
-Lo que re pasa es que est s enamorado, y los enamorados bus-
can alimento para el coraz¢n, no para el est¢mago. Pero ya se te pa-
sara.
-¨Qu‚ les habr pasado para que a£n no hayan venido? Queda-
mos en que nos dar¡an su respuesta a la hora de la cena.
-Tranquilo, amigo! Las mujeres son imprevisibles. Quiz lo que
quieren es que nos pongamos nerviosos y hacen ver que no se acuer-
dan de nada.
-Pero Nike nos promerio...
Le¢n le cort¢ con un adem n:
-Nike es una bruja caprichosa; no se puede uno fiar de ella. Pero
me gusta. Demonios, la adoro! Tiene que ser m¡a, aunque haya que
poner paras arriba todo Epidauro.
-Por lo que se ve, no est s t£ mejor que yo.
-Quiz en mi caso no es m s que un reto, ¨qui‚n sabe? Oh, all¡
vienen!
Pero era Ismene, la silenciosa, la que ®sobraba¯.
-Me mandan deciros Helena y Nike que os esperar n pasado ma-
¤ana en los propileos. Dicen que os encargu‚is vosotros de los mulos
y de las bebidas. Ellas traer n la comida.
-¨Y t£, Ismene? ¨Qu‚ pasa contigo?
-Tengo otras obligaciones -dijo malhumorada, y se march¢ a
toda prisa.
-Otras obligaciones! No me hagas re¡r! Lo que le pasa es que
est enfadada por no tener a nadie.
-Y no es nada fea -dijo Sabino.
-Es igual. Ma¤ana nos ocuparemos de los mulos. El due¤o de
este restaurante vende vino de Andros; nos llevaremos una jarra.
-¨No es demasiado amargo? Sabes que las mozas prefieren vino
dulce.
-Soy de all¡ y conozco el vino. Nos llevaremos un tarro de miel,
as¡ podr n endulzarlo si quieren.
Los dos d¡as de dolorosa espera se les hac¡an muy largos. El reloj
de arena parec¡a estar lleno de barro, tan lento resultaba el goteo del
tiempo. El segundo d¡a, Sabino se qued¢ perplejo cuando su r¡o Calvo
le dijo, como de pasada, que era hora de ir pensando en el regreso.
-¨Ya re quieres marchar? Pero si acabamos de llegar!
Calvo mir¢ de reojo a su sobrino:
-Llevamos aqu¡ m s de seis semanas. La mayor¡a de la gente no
est m s de una semana en Epidauro. Adem s, hace poco me pregun-
taste a£n cu ndo nos ¡bamos de una vez.
-Si, eso era antes...
Calvo se detuvo.
-¨Qu‚ quieres decir con ®si, eso era antes'>? Empiezas a hablar
con enigmas, Sabino. ¨Qu‚ re retiene aqu¡?
-Una muchacha! -dijo trabajosamente Sabino-. Una mucha-
cha incre¡ble. Se llama Helena, es de Efeso y es..., es...
-Bien, dime -Calvo mir¢ con curiosidad a su sobrino-. ¨Qu‚ le
sucede?
Sabi¤o levant¢ las manos, desvalido:
-No sigas preguntando, ni yo mismo lo s‚. Pero re lo pido de todo
coraz¢n: dame unas semanas, o regresa t£ solo si no aguantas mas
aqu¡.
Calvo se ech¢ a re¡r.
-Claro que aguanto! En comparaci¢n con Roma, el clima de
aqu¡ resulta en verano muy sano y soportable. Si quieres, podemos
pasar aqu¡ julio y agosto, pero despu‚s tengo que regresar.
Sabino abraz¢ fuertemente a Calvo:
-Eres el mejor t¡o de todo el Imperio! Dentro de poco te presen-
tar‚ a Helena, quiz entonces me entiendas mejor.

146 147

Los nervios despertaron a Sabino dos horas antes de la salida del sol.
No consegu¡a conciliar el sue¤o; se pas¢ el tiempo dando vueltas en el
lecho pensando sin cesar en Helena. Yse dio cuenta de que no hab¡a
pensado ni una sola vez en acostarse con ella, como si fuera una ima-
gen de ensue¡io, y no una muchacha de carne y hueso, con brazos,
piernas, pechos, muslos y una dulce y h£meda entrepierna. En sus
relaciones amorosas, estas cosas sol¡an representar la meta a la que
aspiraba desde el principio, pero ahora...
Suspir¢ hondo y se incorpor¢. ¨En qu‚ l¡o se hab¡a metido? Sa-
bino no se reconoc¡a a s¡ mismo. Ten¡a la sensaci¢n de que un ex-
tra¤o estuviera sentado en su cama. Se levant¢, se puso su t£nica y
sali¢ fuera, esa direcci¢n a los lavatorios. All¡ se ech¢ un cubo de agua
fr¡a en la cabeza, y luego otro.
Entregado a sus pensamientos, olvid¢ vesrirse y volvi¢ a su habita-
ci¢n, desnudo, con la t£nica bajo el brazo y chorreando agua. Una
moza de cocina, que hab¡a ido a buscar agua, se qued¢ parada con la
boca abierta, mirando a Sabino fijamente, con el estupor reflejado en
los ojos, cono si viera un fantasma. Sabino salud¢ amablemente a la
chica, y s¢lo despu‚s se dio cuenta de que estaba desnudo.
Naturahuente, Sabino fue el primero en llegar al lugar acordado,
luego vino el mulero y poco despu‚s apareci¢ Le¢n.
-Las damas se hacen esperar, pero yo ya contaba con eso. Lo
hacen para que nos enfademos, pero no les vamos a hacer este
favor.
-¨Enfadarnos? ¨Por qu‚ ¡bamos a enfadarnos? -pregunt¢ Sabi-
no distra¡do.
El sol ya hab¡a traspasado m s de medio palmo la l¡nea del hori-
zonte cuando aparecieron las dos, acompa¤adas por un criado que
llevaba dos cestas de mimbre. Cargaron las cestas y lajarra de vino en
el asno y subieron a las mulas.
-El honbre ese ha dicho que son muy mansas -grit¢ Sabino a
sus acompa¤antes cuando trotaban en hilera hacia la costa.
Pese a redo, la mu¡a de Helena empez¢ a corcovear, se par¢ en
seco, dio unos coletazos y arranc¢ de nuevo al trote tan bruscamente
que la muchacha estuvo a punto de caerse.
-¨Quieres que cambiemos? -le ofreci¢ Sabino-. Lo digo con la
mejor intenrion.
Helena se encogi¢ de hombros, indecisa, pero Sabino ya hab¡a
desmonrador baj¢ en brazos a la muchacha. Al percibir su aroma y al
sentir el roce de los cabellos de ella en el rostro, flaquearon las pier-
nas de Sabino. La deposir¢ en el suelo, aunque sin soltarla.
-Oh Helena, ojal pudiera sujerarre siempre as¡!
La muchacha se deshizo de su abrazo.
-Eso quisieras, pero no re hagas ilusi¢nes. Y, adem s, no necesito
ayuda para bajar de una mu¡a.
-Tienes que comprenderlo -dijo Nike con su lengua afilada-,
‚stos aprovechan cualquier oportunidad para tocarnos, por esto se
fingen serviciales caballeros.
-No es fingido -la contradijo Sabino pacientemente-. Lo ha-
cemos de coraz¢n.
Pronto se abri¢ ante ellos la panor mica del mar, y siguieron un
tramo de la costa hasta que encontraron una peque¤a ca¡a con un par
de pinos umbrosos.
-Esto es! -excam¢ Le¢n encantado-, un lugar sombreado con
vistas al mar, arena y acantilados...
-De todas formas ya me duele el trasero -se quej¢ Nike.
-¨Ser posible que algo tan encantador pueda doler? -dijo
Le¢n sorprendido.
Helena baj¢ de la mu¡a y se desperezo.
-En ミ feso, las damas no montan, s¢lo usamos sillas de manos.
-Propongo que nos demos un ba¤o refrescante antes de sacar las
exquisiteces que hemos tra¡do.
-Si prerend‚is andar desnudos por aqu¡, voy a pedir socorro
-dijo Nike con fingido temor.
Le¢n se echo a reir:
-Nadie re oir ; est is completamente a nuestra merced.
-Entonces voy a seguir la propuesta de Le¢n -dijo Helena de
repente, y se pas¢ su blanca r£nica por encima de la cabeza.
Boquiabiertos, los dem s la contemplaron, pero debajo llevaba su
t£nica azul para el ba¤o.
-En casa no puedo hacerlo -exclam¢ en direcci¢n a los otros, y
se fue corriendo al agua.
Sabino se levant¢ de un salto, se deshizo de su ropa y la sigui¢
corriendo.
-R pido como el rayo! -dijo Le¢n mirando a Nike, que no sa-
bia muy bien c¢mo comportarse.
A Helena, el agua le llegaba ya hasta las rodillas cuando Sabino
la alcanz¢. La muchacha vacil¢, pero ‚l tom¢ su delicada mano y la
arrastr¢ suavemente.
-No me lleves a lo hondo -le pidi¢-, no s‚ nadar.
-En el agua del mar no es necesario, te aguanta sola.
Sabino se ech¢ sobre las olas, se sumergi¢, nad¢ un trayecto y re-
gres¢.
-Ven, Helena! -exclam¢-. Deja que tambi‚n los peces pue-
dan disfrutar de tu belleza. Quiz hasta Poseid¢n se sienta atra¡do y
aparezca.

148 149

Helena avanz¢ valientemente hasta que el agua le lleg¢ hasta los


hombros.
-Te ense¤ar‚ a nadar -dijo Sabino, y coloc¢ una mano bajo su
espalda mientras con la otra sosten¡a la cabeza.
-Tienes que hacer como las ranas, limitare a remar con brazos
y piernas.
El contacto de su cuerpo le produjo un dulce estremecimiento,
y sinti¢ c¢mo su falo se levantaba.
Helena se agitaba desvalida y se solt¢ de las manos de Sabino para
volver a ponerse de pie. Resoplaba, re¡a y se echaba hacia atr s el ca-
bello mojado. Sus ojos ambarinos centelleaban alegres al mirar al mu-
chacho.
-As¡ no lo voy a aprender jam s. Ven, volvamos adonde est n los
otros.
pero Sabino ten¡a una erecci¢n tan poderosa que no se atrev¡a a
salir del agua.
-En seguida voy -exclam¢ tras ella, y nad¢ con fuertes brazadas
hacia el mar abierto. Sigui¢ nadando hasta que sinti¢ que su excita-
ci¢n iba declinando. En la orilla, s¢lo encontr¢ a Helena, que estaba
preparando la comida. Sobre una gran s bana iba colocando dos po-
l¡os fritos, pan blanco, hinojo fresco y algunos frutos secos.
-Ya s¢lo re queda hacer de escanciador -lo recibi¢.
-¨D¢nde est n los otros? -pregunt¢ Sabino.
-Se han marchado a cualquier lugar -dijo ella con fingida indi-
ferencia.
Sabino mir¢ a su alrededor:
-¨Se han ido as¡, por las buenas? Pero si quer¡amos...
-Si‚nrare ya; seguro que esos dos no se han perdido.
Sabino se puso su t£nica y contempl¢ el fino perfil de la hermosa
lidia.
Tuvo que dominarse para no lanzarse sobre ella como un lobo y
pens¢: ®En comparaci¢n con ella, nuestras romanas tienen cara de
campesinas. Esto debe ser lo que sienten los soldados, cuando han
tomado al asalto una ciudad y la han conquistado para, despu‚s, lan-
zarse como vencedores voraces sobre las mujeres¯. Hizo un esfuerzo
por dominarse y dijo en voz baja:
-Helena, te amo. S¡, re amo de verdad, ahora estoy seguro. Te
amo...
Ella le mir¢ fijamente a los ojos.
-¨Est s completamente seguro? -pregunt¢-. Si apenas nos
conocemos. No digas tonter¡as, Sabino, el calor re ha turbado los sen-
tidos.
Sabino susp¡r¢ y se levant¢.
-Ojal tuvieras raz¢n.
La tom¢ de las manos y la oblig¢ a ponerse de pie. Realmente era
m s alta que ‚l, pero no le import¢.
-¨Puedo besarre, Helena?
Ella neg¢ con la cabeza.
-Tengo que besarre!
Tom¢ su cabeza y la atrajo hacia si. Apenas ofreci¢ resistencia
cuando ‚l apret¢ los labios contra los suyos, hasta que se abrieron
vacilantes. Ol¡a a sal y a mar y a mujer y estaba a£n h£meda. Sabino
bes¢ sus hombros, su cuello, sus mejillas, cubri¢ su cara de besos hasta
que ella lo aparr¢ de un empell¢n.
-Sabino, Sabino, por favor! No estamos solos.
Cogidos de la mano, se acercaron Le¢n y Nike.
-Me parece que estamos molestando -dijo en tono ir¢nico.
Helena ech¢ hacia atr s sus cabellos h£medos.
-No, no molest is! La comida est ya preparada, ya os est bamos
esperando.
-¨Qu‚ hay de bueno? -pregunt¢ Le¢n, y se sent¢ en la arena-.
El amor abre el apetito -dijo con una sonrisa, y alarg¢ la mano para
tomar el po¡¡o asado.
La habitualmente tan descocada y despreocupada Nike dijo azo-
rada:
-No dices m s que tonter¡as; s¢lo hemos estado dando un paseo.
-Hasta el jard¡n de Venus -complet¢ Le¢n, masticando.
Sabino abri¢ lajarra de vino y llen¢ dos copas de estano.
-S¢lo tenemos dos, pero espero que las damas nos permitan be-
ber de las suyas.
Los po¡¡os asados desaparecieron r pidamente, y tambi‚n el vino
se acababa. El calor del mediod¡a los hab¡a fatigado y se quedaron en
silencio.
-Podr¡amos dormir un poco a la sombra -propuso Le¢n.
Nike bostez¢:
-Es una buena p~opuesra. Al fin y al cabo, no perdemos nada.
Helena protest¢:
-Ahora no me apetece dormir. Amo la hora de Pan.
Sabino acogi¢ la idea:
-Paseemos un poco por la playa, quiz nos encontremos con el
cornudo.
-Tal vez... -dijo Helena y esboz¢ una sonrisa.
-¨No re importa el sol? -pregunt¢ Sabino cari¤osamente y con
cierta preocupaci¢n.
-Amo el calor del mediod¡a, cuando la naturaleza se queda petri-
ficada bajo el sop¡o ardiente. Es entonces cuando los pinos despren-

150 151

den su aroma m s fuerte, las cigarras permanecen calladas y hasta las


serpientes se recluyen en sus agujeros. Es la hora de Pan. ¨Lo has visto
alguna vez?
-No, no lo he visto, pero lo he intuido.
Siguieron paseando, pero la arena dorada se hab¡a calentado tan-
ro que se escaparon a la sombra.
Sabino se detuvo y atrajo a Helena contra si. Acarici¢ sus muslos
frescos y esbeltos y explor¢ cuidadosamente su entrepierna, pero ella
apart¢ su mano.
-T£ no eres Pan, Sabino, y yo no soy ninguna ninfa.
Tom¢ su mano y la coloc¢ sobre su tieso falo.
-¨Lo sientes? Te deseo, Helena, re amo, quiero poseerte!
Ella se solt¢ y sali¢ corriendo. Sabino la sigui¢, pero ella saltaba en
zigzag como una liebre hasta que tropez¢ y cay¢ en la arena ardiente.
Sabino se ech¢ encima de ella, coloc¢ a la fuerza sus rodillas entre sus
muslos, agarr¢ sus pechos y busc¢ su boca.
-No, Sabino, no!
Ella aprer¢ los muslos y se deshizo de sus brazos.
Sabino desisti¢:
-No quiero forzarre a nada; jam s he tomado una mujer a la
fuerza.
-Eso espero! -dijo Helena en tono severo, y sacudi¢ la arena de
su r£nica. Regresaron uno al lado del otro, pero a una distancia deco-
rosa. Nike y Le¢n segu¡an durmiendo, fuertemente abrazados.
-Esos dos ya se han encontrado -d~jo Sabino lleno de envidia.
Helena se ri¢ en voz baja:
-¨Se han encontrado? ¨Por cu nto tiempo? ¨Por unas horas, por
d¡as, por a¤os, para siempre?
-¨Es eso lo importante? El amor no pregunta por el tiempo. Una
hora puede significar una eternidad y diez a¤os un solo instante.

Las cuatro mulas y el asno permanec¡an a la sombra y contemplaban


el ajetreo de las personas con miradas perezosas y bobaliconas. Dis-
frutaban de la hora de tranquilidad en que ninguna carga pesaba en
sus lomos y nadie les ped¡a nada.
XII

Roma, el centro del mundo zumbaba como una colmena. El ahorrati-


vo emperador Tiberio hab¡a reunido un inmenso erario, y su sucesor,
Cayo C‚sar Augusto, se dedicaba a gastarlo. En el monte Palatino se
hallaban verdaderas masas de arquitectos, de constructores, de escul-
tores y de tallistas, y todos ten¡an una expresi¢n alegre, porque hab¡a
pedidos para todos.
Se termin¢ la construcci¢n del templo de Augusto y del teatro de
Pompeyo, ambos iniciados bajo Tiberio; y se emprendi¢ la edificaci¢n
de un nuevo acueducto desde Tibur hasta Roma.
Ciertamente, Cal¡gula pensaba tambi‚n en su propio placer y en
sus obligaciones de representaci¢n como emperador. Encarg¢ la
construcci¢n de un ostentoso barco, de un lujo como hasta entonces
no se hab¡a visto jam s. No ten¡a que resistir los viajes por alta mar ni
ser muy r pido, pero, en cambio, ten¡a que ofrecer tanto lujo y co-
modidad como un palacio. El emperador exig¡a ba¤os, jardines, p¢r-
ticos, salas de banquetes, y llev¢ casi a la desesperaci¢n a una docena
de navieros. Y s¢lo pod¡an emplearse los materiales m s valiosos. Las
velas se hicieron de seda bordada, y como, por motivos de peso, para
los p¢rticos s¢lo se pod¡an emplear soportales de madera, hab¡a que
darles un ba¤o de oro y adornarlos con piedras preciosas. Todo pura
Ostentaci¢n.
Pero la gente no reprochaba al emperador su tendencia al des-
pilfarro, y apenas se suscitaron criticas. A£n es joven, dec¡an, y quie-
re desfogarse. Adem s estos proyectos daban pan y trabajo a verda-
deros ej‚rcitos de empresarios y artesanos. El emperador se mostraba
muy impaciente y preguntaba una y otra vez si esto o aquello estaba
listo al fin.

152 153

Su primer encargo, pocos d¡as despu‚s de iniciar su mandato, fue


para los mejores arquitectos de Roma, y consist¡a en una complera
transformaci¢n del palacio de Tiberio. Significaba, ante todo, dupli-
car su anterior extensi¢n.
Cal¡gula se pasaba horas sentado con los arquitectos ante mesas
de dibujo, y estos especialistas intentaban convertir sus propuestas de
profano en planes concretos. No se pod¡a construir libremente en el
Palatino sin tropezar inmediatamente con templos, p¢rticos o casas
particulares. Cal¡gula resolvi¢ este problema a su manera e hizo com-
prar a un elevado precio todos los edificios privados que representa-
ban un obst culo para su palacio.
-No quiero que nadie se vea perjudicado por mi culpa -v orde-
n¢ a sus secretarios pagar a los propietarios lo que pidieran. Pero Ia-
die se atrev¡a a fijar precios demasiado altos para no tener que hacer
despu‚s frente al reproche de haber querido perjudicar al empe-
rador.
As¡, en direcci¢n nordeste se cre¢ un espacio libre, y el palacio fue
ampliado hasta el Foro situado m s abajo. All¡, sin embargo, se halla-
ba el templo de los divinos gemelos C stor y P¢lux, hijos de Zeus y de
Leda. Cal¡gula no se atrevi¢ a derribar el templo y acab¢ convirti‚ndo-
lo en vest¡bulo del nuevo palacio.
Cal¡gula se frotaba las manos al ver que la construcci¢n crec¡a e
iba tomando forma. Ojal hubiera podido despertar a la vida a su
antecesor s¢lo por una hora para ense¤arle c¢mo su tesoro, temerosa-
mente guardado, estaba transformando la faz de la capital tan odiada
por ‚l.
En el rea del monte Quirinal exist¡a ya desde tiempos de la Rep£-
bica un peque¤o templo dedicado a Serapis, para que los soldados
que proced¡an de Egipto pudieran venerar al dios que les era familiar.
Cal¡gula lo hizo derrocar y sustituir por una nueva edificaci¢n mucho
mayor, dedicada ahora a Isis y a Serapis. Su predilecci¢n por las divini-
dades egipcias era tanta que mand¢ a Macr¢n a Egipto con el encargo
de buscar all¡ algunos obeliscos de considerable tama¤o y de enviarlos
por barco a Roma.

No obstante, el nuevo gobernador a£n no hab¡a partido para Egipto;


por motivos inexplicables, el emperador se reservaba el cumplimien-
ro de la orden. Macr¢n, que de todos modos se sent¡a profundamente
decepcionado por el comportamiento de Cal¡gula, empez¢ a hacer
comentarios imprudentes en su circulo de amigos y de conocidos. El,
que siempre se hab¡a mostrado moderado con el vino, beb¡a ahora de
aburrimiento y de hastio, pues Cal¡gula no le exig¡a ning£n servicio y
lo exclu¡a sencillamente de sus c¡rculos. Hab¡a sido relevado de su
cargo de prefecto de los pretorianos, y no se le dejaba tomar posesi¢n
de su nuevo cargo como gobernador.
Una noche, en un simposio con algunos senadores y tribunos ami-
gos suyos, y tras haber vaciado ya la segunda jarra de vino, Macr¢n
descarg¢ todo su enfado:
-Si no le hubiera dado mi palabra a Cal¡gula de mantener silen-
cio, os podr¡a contar cosas que...
Con un adem n m s propio de un borracho, cort¢ su propia ver-
borrea. Al cabo de un rato volvi¢ a empezar:
-Si ahora ocupa el trono nuestro Cal¡gula, me lo debe exclusiva-
mente a mi, a mi r pida actuaci¢n en un momento de peligro. Lo que
hice, dificilmente lo har¡a un hijo por su padre, o un hermano por su
hermano, pero yo, yo... Si, yo corr¡ el riesgo y cargu‚ con todo para
que despu‚s pudi‚ramos recoger los frutos conjuntamente.
Solt¢ una risa de borracho.
-Pero ‚l, nuestro joven y excelso emperador, no se acuerda de
que su lecho est manchado de sangre, porque tiene cosas m s impor-
tantes que hacer. Se hace celebrar por el pueblo como gran liberador,
como fundador de una nueva era. Ellos gritan hasta desgarrarse las
gargantas para celebrar a su mu¤equiro, mientras Macr¢n, el est£pi-
do e ingenuo Macr¢n, que ha puesto en peligro su cabeza, que ha
arriesgado su vida...
No sigui¢ hablando, pero la conversaci¢n entre los dem s se hab¡a
acallado, y la mayor¡a de ellos escuchaba con rostro impasible su som-
br¡o discurso.
-Est s entre amigos, Macr¢n. Dinos lo que re preocupa, lo que le
reprochas al emperador, y veremos lo que se puede hacer.
Pero Macr¢n a£n no estaba lo suficientemente borracho para ba-
jar del todo la guardia. Sus ojos hundidos centelleaban con astucia.
-¨Reprochar? ¨Qu‚ voy a tener que reprocharle? Pero me ofende
que ya no busque mi consejo, que haya olvidado lo que hubo entre
nosotros.
-¨Yno quieres decirnos qu‚ fue lo que hubo? -pregunt¢ uno de
los invitados.
-No -dijo Macr¢n-. A£n no. Pero quiz abra la boca pronto si
me sigue marginando as¡. ¨Ha hecho venir ya a Avilio Flaco de Alejan-
dr¡a? ¨Ten‚is noticias de que lo haya hecho?
Nadie sabia nada. Pero en este simposio hab¡a un sopl¢n que in-
form¢ al emperador de las sorprendentes palabras de Macron.

154 155

®Se siente postergado -pens¢ Cal¡gula-, quiere conseguir a la fuer-


za una mayor recompensa, y puede resultar peligroso. Hice bien en
retenerlo aqu¡ de momento. ¨Qui‚n sabe lo que este ambicioso po-
dr¡a hacer en Egipto? Me resulta una carga, tanto aqu¡ como en Egip-
ro. En mi nuevo imperio ya no hay sirio para ‚l.¯
Y todos los buenos prop¢sitos de seguir los pasos de Augusto, una
vez asumido el poder, quedaron olvidados. Hab¡a que eliminar a Ma-
cr¢n. Y empez¢ Cal¡gula a difundir el rumor de que Macr¢n le deb¡a
a ‚l el seguir con vida, pues en los £ltimos tiempos Tiberio proyectaba
eliminarle. El, Cal¡gula, protegi¢ a su amigo, y Macr¢n se lo agradec¡a
calumni ndole ahora. Era un comportamiento que tambi‚n podr¡a
ser llamado traici¢n, incluso alta traici¢n.
Cal¡gula pens¢ c¢mo podr¡a terminar con Macr¢n y con su esposa
sin provocar un esc ndalo; pues el antiguo prefecto ten¡a amigos y
seguidores en el Senado y en la corre.
Pero, de momento, no hubo ocasi¢n, porque en oto¤o Cal¡gula
enferm¢ gravemente. Padec¡a v¢mitos, arroces jaquecas y accesos de
fiebre que hac¡an arder su cuerpo. En todo el pa¡s se ofrendaron sa-
crificios a los dioses y se hicieron promesas por el r pido restableci-
miento del amado soberano. M s de uno se maldijo tiempo despu‚s
por no haber implorado entonces de los dioses la muerte de Cal¡gula.

En su fuero interno, Casio Longino sinti¢ un gran alivio cuando se le


comunic¢ que el emperador hab¡a disuelto su matrimonio con Drusila.
No quer¡a arriesgar su reputaci¢n de intachable ciudadano romano.
Desde que Cal¡gula admit¡a abiertamente que Drusila compartia su
mesa y su lecho, seg£n ®sagrado rito egipcio¯, como hermana-esposa, sus
amigos compadec¡an a Longino por haber sido agasajado por Fortuna
con semejante esposa. Ahora se hab¡a librado de ella, y sinti¢ su honor
restablecido. Pero no todos ten¡an un sentido del honor tan sensible.

Emilio L‚pido, considerado desde hacia tiempo amigo del empera-


dor, se sinti¢ extraordinariamente honrado cuando Cal¡gula le orde-
n¢ lac¢nicamente que ten¡a que casarse con Drusila, pero que no de-
b¡a tocarla.
El compinche del emperador, aproximadamente de su misma
edad, ten¡a fama de hedonista y de c¡nico, pero en ‚l ard¡a una ambi-
ci¢n oculta que no quer¡a conformarse con ser s¢lo amigo del empe-
rador. Descend¡a de una muy antigua familia de patricios que gozaba
de gran prestigio y hab¡a dado a Roma una larga serie de c¢nsules y
senadores.
®El pensamiento es libre -pens¢ L‚pido-~ y pongamos por caso
que por alg£n motivo Cal¡gula es derrocado. ¨Qui‚n seria entonces su
sucesor?¯ Probablemente Tiberio C‚sar, a quien su abuelo hab¡a
nombrado heredero conjuntamente con Cal¡gula. Pero el caso era
que el muchacho no ten¡a familia y, adem s, era todav¡a demasiado
joven. ¨Claudio C‚sar, el erudito tartamudo y cojo? Impensable!
Quedaban, pues, las hermanas, con sus esposos. El marido de Agripi-
na, Enobarbo, bebedor y libertino, quedaba descartado. El esposo de
Livila, el dulce y amable Vinicio, no ten¡a ambici¢n ni resultaba ade-
cuado para semejante cargo. Adem s, su familia no proced¡a de
Roma. Quedaba, pues, s¢lo ‚l, Marco Emilio L‚pido. Y pod¡a ofrecer
una l¡nea familiar de antepasados brillantes como muy pocas familias
romanas. El matrimonio con la hermana preferida del emperador au-
mentar¡a a£n m s sus posibilidades.
®Pero se trata de vanas reflexiones -se dec¡a L‚pido-, pues Cal¡-
gula est vivo y Tiberio C‚sar tambi‚n lo est . Adem s, el emperador
es tan querido y popular como s¢lo antes lo fue Augusto.¯ Este razo-
namiento fascinaba, sin embargo, a Lepido, y no se cansaba de me-
dirlo en todas sus posibles variantes. Pero pronto tendr¡a ocasi¢n de
considerar sus reflexiones no s¢lo como mero ejercicio meditativo.

Cornelio Sabino experimentaba todos los altibajos de un enamorado.


Una palabra amable de ella, un beso que le conced¡a, lo elevaban a los
Campos El¡seos, una cita a la que ella no acudiera o una expresi¢n de
enfado le provocaban suplicios de T ntalo.
Helena no manifestaba si amaba a Sabino. A ‚ste, aunque a veces
ten¡a la impresi¢n de que no le era del todo indiferente, una palabra
malhumorada o algo fr¡a lo volv¡a a hundir inmediatamente en las
profundidades de la m s negra desesperaci¢n.

Tal como hab¡a prometido a su r¡o Calvo, le present¢ a Helena. Ella


mostr¢ una acritud ejemplar, escuch¢ sus palabras con respeto, aunque
contestaba con respuestas vagas a sus preguntas a veces muy directas.
-¨Es que mi sobrino no significa nada para ti? Miralo, con sus
fieles ojos azules, mendigando de ti una palabra amable -le pregun-
t¢ Calvo bromeando, y Sabino se sinti¢ avergonzado, pese a que la
pregunta fue hecha en broma.
-Significa mucho para mi, noble Cor~3eliO Calvo. Aprecio su
compa¤¡a en las termas y tambi‚n en las excursiones. Es cort‚s, atento
y considerado; una muchacha joven que se precie no podr¡a desear
nada mejor que conocer a Sabino.

156 157

Calvo hizo una mueca:


-Creo que esto es exactamente lo que Sabino no quer¡a oir. Pero
esto es un asunto que vosotros ten‚is que arreglar solos. Yo no me
meto.
Sabino estaba furioso. En el camino de vuelta, increp¢ a Helena:
-Por lo visto, a tus ojos soy s¢lo un fantoche, un imb‚cil a quien la
se¤ora utiliza para distraerse. Ahora me arrepiento de no haberte for-
zado aquella vez en la playa; tal vez entonces hablar¡as de mi de otra
manera.
Los ojos de mbar de Helena chispeaban de indignaci¢n:
-Ah, eso es lo que re importa, s¢lo eso! Tus palabras me demues-
tran que no me amas como aseguras constantemente, sino que ves en
mi s¢lo un trozo de carne que no sirve para nada m s que para satis-
facer tu lascivia. ¨Por qu‚ no re buscas una puta y te la llevas a la cama?
Las hay a montones! T£, con rus ojos azules, ni tendr s que pagar.
Pero, a m¡, d‚jame en paz de ahora en adelante!
Sabino se arrepinti¢ inmediatamente de sus palabras. Se arrodill¢
y abraz¢ sus esbeltas piernas:
-No quise decir eso, Helena, por favor, perd¢name! C¢rrame la
lengua, abofer‚ame, p‚game, pero no me abandones. Por favor, cr‚e-
me: lo que estoy pensando es justo lo contrario. No me lo perdonar¡a
nunca si entonces re hubiera forzado. Di que me perdonas, d¡melo!
-Lev ntate! -dijo Helena en tono desabrido-. No es muy agra-
dable ver a unjoven patricio romano retorci‚ndose por el suelo como
un esclavo apaleado.
-Soy tu esclavo, Helena, lo soy enteramente. Disp¢n de mi! Tal
vez ahora re parezca rid¡culo, pero no puedo evitarlo. He estado ena-
morado muchas veces, y en Roma siempre he tenido alguna amante,
pero amar, amar de verdad, no lo he hecho nunca hasta que re co-
noc¡. Lo que dar¡a por poder despertar en ti los mismos sentimien-
tos! Pero resulta que me aprecias s¢lo como compa¤¡a para tomar un
ba¤o! ¨Nada m s, Helena, nada m s? Dime la verdad ahora, re lo
ruego!
Helena hab¡a apartado la vista y miraba la lejana monta¤a de Arac-
naion, de la que se dec¡a que era uno de los lugares donde habitaban
Zeus y Hera.
-Sabino, realmente no me eres indiferente. Y por esto tampoco
quiero que ocurra entre nosotros lo que ocurre entre Nike y Le¢n.
Unas palabras amables, unos escarceos en la cama y, luego, todo olvi-
dado. Me valoro demasiado para esto, Sabino y tambi‚n te valoro de-
masiado a ti.
ミ l estuch¢ atentamente y permaneci¢ callado, porque esperaba
que ella a¤adiera algo m s, pero Helena no abri¢ la boca.
-Si, ¨y qu‚ m s, Helena? Para esto me aprecias demasiado, pero
¨para qu‚ te sirvo? Dimelo! Yate lo he dicho un mont¢n de veces: me
casar¡a ahora mismo contigo; me marcho a ミ feso contigo o, silo pre-
fieres, re llevo conmigo a Roma...
Helena lo abraz¢ sin pronunciar una sola palabra. Para hacerlo,
tuvo que inclinarse un poco; se prendi¢ de sus labios como un vampl-
ro, lo bes¢ apasionada, pero pronto volvi¢ a deshacerse del abrazo.
-Esta es mi respuesta, Sabino, no tengo otra, no existe ninguna
otra. No puede haberla.
Sabino permaneci¢ de pie con los brazos colgando.
-¨No puede haberla?
-No, porque estoy prometida. Tarde o temprano tenias que sa-
berlo, amor. Est s malgastando tu pasi¢n con una mujer que no pue-
de corresponder a ella. Hace mucho tiempo que he sido prometida a
un hombre joven. Sus padres son amigos de los m¡os, son socios en los
negocios, como ya lo fueron antes nuestros abuelos. Conozco a Pe-
tr¢n desde que era ni¤a, y nuestros padres nos prometieron hace
a¤os. A mi regreso se celebrar la boda. Y mi futuro esposo quiere
tener una virgen en la cama, ¨lo entiendes? Sin duda, un romano pen-
sar¡a igual.
Sabino estaba petrificado; no consegu¡a formular ning£n pensa-
miento claro.
-Pero, pero, ¨por qu‚ no me lo dijiste al principio, o, al menos,
m s pronto...?
-~Habria esto cambiado algo? Soy y sigo siendo Helena, tal como
me encuentro ante ti, prometida o no. ¨Por qu‚ iba a estropear tu
alegr¡a? No me vi con fuerzas para hacerlo.
-Tienes raz¢n -dijo Sabino con voz entrecortada-. No habr¡a
cambiado nada. Claro, ‚l quiere que seas virgen, tu prometido, mien-
tras ‚l, sin duda, ser cliente habitual de todos los burdeles de Efeso.
El se desfoga antes del matrimonio, y t£ tienes que esperarlo mante-
ni‚ndote casta.
-Si, esta es la costumbre en mi pa¡s. Yen Roma, ¨es distinto all¡?
¨Es que all¡ tambi‚n las mujeres se desfogan antes y aportan hijos al
matrimonio? En nuestro caso, hablo de las mujeres, el desfogarse sue-
le tener a menudo consecuencias, desgraciadamente.
-¨Desgraciadamente? ¨Entonces te gustar¡a.., quiero decir si no
hubiera consecuencias?
-Contigo si, ¨por qu‚ no?
-Pero no tiene por qu‚ haber consecuencias -dijo Sabino con
obsrinaci¢n......, porque existen ciertos medios. Claro que, de esto, t£
no sabes nada. Por ejemplo, el coitus interruptus; es decir cuando el
hombre...

158 159

-No! -le interrumpi¢ ella-. No quiero saber nada de eso!


S¢lo mi futuro marido podr hablar conmigo de estas cosas.
-Pero yo re quiero, Helena, re amo, y s¢lo quer¡a mostrarte un
camino, quiero decir... Bueno, pues me callo. ¨Y ahora qu‚?
-Nos iremos de aqu¡ dentro de nueve o diez d¡as, Sabino. Mi ma-
dre ya ha reservado dos plazas en el barco. Lo siento much¡simo, pero
esta es la verdad, y tenemos que conformarnos co¡i ella.
Sabino vio un rayo de esperanza.
-¨Hemos de conformarnos? Lo has dicho refiri‚ndore a los dos.
Entonces ¨tambi‚n re afecta a ti? ¨Tambi‚n a ti re cuesta?
-Me gustas, Sabino, y si no estuviera prometida, ¨qui‚n sabe si los
dos...? Pero los dioses lo han determinado de otro modo, y hemos de
aceptarlo.
-Los dioses, los dioses -refunfu¤¢ Sabino-. Cuando no parece
haber una salida, les echamos la culpa a los dioses. Tendr¡as que leer
a nuestro S‚neca! En una ocasi¢n dijo: Facen' docet philosophia, non di-
cere.* Actuar! Por ejemplo, podr¡amos huir! ¨Por qu‚ no? Mis padres
son ricos y re recibir¡an con los brazos abiertos. Con un amigo de
juventud no llegar s a ser feliz. Esto lo sabe todo el mundo. Los ami-
gos de juventud se cr¡an casi como hermano y hermana, y en estos
casos, un matrimonio as¡ es casi un incesto. Lo sabes, mo?
At¢nita, Helena neg¢ con la cabeza:
-Pero ¨qu‚ est s diciendo, Sabino? No tiene nada de raro que los
padres prometan a sus hijos siendo ‚stos unos ni¤os. Si a esto lo lla-
mas incesto...
-No es que lo llame as¡, s¢lo que lo comparo con el incesto. Olvi-
dare de este Perr¢n y ven conmigo a Roma. Empecemos desde cero,
nosotros dos. El futuro es nuestro, Helena, tuyo y m¡o!
-Oh Sabino, rus apasionadas palabras no pueden convencerme.
No debemos pensar s¢lo en nosotros, sino tambi‚n en nuestros pa-
dres, parientes y amigos. Nadie est solo en el mundo, existen otras
consideraciones, otras obligaciones...
-No para los amantes! Afrodita pone su mano sobre ellos.
-Ahora recurres t£ tambi‚n a los dioses. Tengo fr¡o, hace ya tiem-
po que el sol se ha puesto. Ma¤ana ser otro d¡a, y seguiremos hablan-
do, si a£n lo deseas.
-¨Qu‚ otra cosa puedo hacer? No te voy a dejar, Helena, no pue-
do. S¢lo te dejar‚ en paz cuando est‚ muerto.
Helena le cerr¢ la boca con un beso y se alej¢. Sabino sinti¢ unas
l grimas resbalar por sus mejillas.
Cuando ya iba alej ndose, ella le grit¢ desde lejos:

* La filosof¡a ense¤a a actuar, no a perorar.


-Ma¤ana tengo que dedicarle el d¡a entero a m¡ madre. Nos vere-
mos dentro de dos o tres d¡as.
,.Por qu‚ hab¡a llorado? ¨Era aquello un indicio de esperanza? Tal
vez pensar¡a en su propuesta, ¨quiz se dejar¡a arrastrar por ella?

Al ver que, al d¡a siguiente, Helena no aparec¡a ni dio se¤ales de vida


la ma¤ana del tercer d¡a, Sabino pregunt¢ por ella. Le dijeron que se
hab¡an marchado al d¡a siguiente de su £ltima conversacion.
Sabino lo sinti¢ como si recibiera una bofetada. Como un perse-
guido, corri¢ a los bosques de pinos al pie del monte T¡rrhion, donde
naci¢ Esculapio en tiempos remotos. Se escondi¢ como un animal
herido y llor¢ hasta que se qued¢ sin l grimas.
Al d¡a siguiente, se present¢ con el rostro petrificado ante su r¡o y
dijo con voz d‚bil:
-Lo dejo a tu libre albedr¡o, r¡o Calvo, decide t£ cu ndo quieres
que nos marchemos. A mi, ya nada me retiene aqu¡.
Calvo quiso iniciar una pregunta, pero se dio cuenta de que no era
el momento oportuno. Y se limit¢ a asentir en silencio.

Dos d¡as antes de caer enfermo, Cal¡gula o¡a de tiempo en tiempo un


extra¤o rumor que no venia desde fuera, sino -o as¡ le parec¡a- del
interior de su cabeza. Casi siempre sol¡a desaparecer al cabo de poco
rato, pero una vez persisti¢ durante varias horas. Le segu¡a una ex-
tra¤a sensaci¢n de sordera, como si una pared lo separara del mundo.
Cal¡gula sent¡a entonces necesidad de gritar en voz alta para que los
dem s lo entendieran. A la vez, padec¡a una extra¤a inquietud. No
pod¡a permanecer mucho tiempo en el mismo lugar; al cabo de un
rato algo lo empujaba a marcharse, lo hac¡a ir durante todo el d¡a
de un lugar a otro, y de noche no pod¡a conciliar el sue¤o. Hizo lla-
mar a Emilio L‚pido.
-Tengo ganas de emprender algo esta noche. ¨Qu‚ te parece?
L‚pido esboz¢ una sonrisa:
-Es una buena idea. ¨Te apetece una ronda por los lupanares?
¨O quieres que act£e un grupo de baile? Tambi‚n podr¡amos pasar-
nos la noche bebiendo, en compa¤¡a de algunas cachondas...
Los ojos fr¡os y duros de Cal¡gula se clavaron en un punto en el
vacio, sin detenerse en el amigo.
-No lo s‚ muy bien... Hoy, me cuesta pensar... Hay algo en mi
cabeza que zumba y alborora, como si quisiera salir a la luz. Tengo fr¡o
y calor al mismo tiempo, y eso que fuera la temperatura es suave, no
hace ni fr¡o ni calor. Ya estamos en octubre, ¨verdad?

160 161
-S¡, Cayo, desde hace tres d¡as. Creo que deber¡as salir, as¡ te
distraer s.
-¨Salir? ¨A d¢nde?
-A la ciudad, disfrazados, como ya lo hemos hecho otras veces.
Por cierto,junto al Circo M ximo hay un nuevo lupanar de lujo. Fui a
verlo. Todas las chicas son j¢venes, guapas y muy limpias, sin excep-
cion. Tiene un laconicum* y un frigidarium para que uno pueda quitar-
se toda la porquer¡a de las putas. Adem s, el propietario tiene una
bodega...
L‚pido besaba absorto las puntas de sus dedos.
-Visto que, de todos modos, no tenemos nada mejor que hacer...
-dijo Cal¡gula, distra¡do, y se levant¢.
Emilio L‚pido lo vio con satisfacci¢n. Cuanto m s a menudo rea-
lizaba estas correr¡as de inc¢gnito, tanto m s se iba haciendo a la
idea de que alg£n noct mbulo borracho lo matara en una discusi¢n.
Desde luego, iban siempre acompa¤ados por un pelot¢n de pretoria-
nos, pero ‚stos ten¡an que guardar cierta distancia para que nadie
sospechara. Cuando estaba borracho, Cal¡gula se mostraba penden-
ciero, se acaloraba y se comportaba de manera impertinente. En una
ocasi¢n, un gladiador borracho lo derrib¢ de un pu¤etazo. Los preto-
rianos descuartizaron a aquel hombre, pero otra vez podr¡an llegar
demasiado tarde.

La noche de octubre era ya bastante fresca, y se pusieron ambos unas


capas de lana parda y se hicieron llevar en sillas de manos hasta las
inmediaciones del burdel. Los £ltimos pasos los recorrieron a pie.
A sus espaldas se o¡a el paso de marcha de los pretorianos.
L‚pido llam¢ a la portezuela, y alz¢ en el aire una moneda de oro.
La puerta se abri¢ inmediatamente. Un hombrejoven y maquillado se
inclin¢ profundamente.
-Bienvenidos, se¤ores, ¨qu‚ os apetece? ¨Vino?, ¨muchachas?,
¨una comida deliciosa?, ¨un ba¤o? ¨Por qu‚ orden?
-Primero una jarra de aquel viejo sorrento que prob‚ la £ltima
vez.
L‚p ido dirigi¢ una mirada interrogante a Cal¡gula.
Este asinti¢ con la cabeza.
-Bien, despu‚s ya veremos.
Fueron conducidos a una peque¤a habitaci¢n, iluminada con una
luz mortecina. La habitaci¢n estaba aromatizada por especias finas.
Cal¡gula se dej¢ caer sobre los cojines. Asombrado, movi¢ la cabeza:

* Ba¤o de vapor.
-Voy a un lupanar como cualquier ciudadano, cuando podr¡a
tener a cualquier mujer de todo el Imperio. Es extra¤o, ¨verdad?
-No, no es extra¤o. Es el atractivo de lo secreto y de lo oculto. T£
siempre has disfrutado de eso. Espera, ya ver s cuando vengan las mu-
chachas.
Cal¡gula sinti¢ que le sub¡a una oleada de calor hasta casi cortarle
la respiraci¢n. Apur‚ de golpe varias copas del vino fr¡o de la bodega.
Esto indujo a L‚pido a creer que hab¡a acertado con el gusto del em-
perador.
El calor remiti¢ tan r pido como hab¡a venido. De pronto, Cal¡gu-
la se sinti¢ ya bastante bien.
~Qu‚ f cil seria envenenarme en una ocasi¢n semejante -pen-
s¢-. Deber¡a traerme al pregustador.¯ Esta idea le divirtio.
-Te nombro mi pregustador, Marco Emilio L‚pido, pero por hoy
ya has cumplido con tu deber. ¨D¢nde est n las mozas?
L‚pido dio unas palmadas, y les presentaron unas cuantas meretri-
ces. Cada una ten¡a un modo distinto de pregonar sus cualidades ante
los hombres. Una pasaba despacio y desenvuelta, contoneando las ca-
deras y adoptando un aire de aparente indiferencia, otra bailoteaba
moviendo las ancas seductora, otra andaba con pasos solemnes como
una reina, y en ella se qued¢ prendada la mirada de Cal¡gula. Llam¢
su atenci¢n porque no ten¡a aspecto de prostituta, sino de una mujer
elegante que paseara meditabunda por su propia casa. La llam¢ con
una se¤al de la mano:
-~C¢mo te ha as, hermosa~
La muchacha se s nt¢ sin temor en un coj¡n al lado de Cal¡gula.
-P¡ralis.
-~Eres griega?
-Mi padre era de N poles.
-Bueno, N poles sigue siendo a£n hoy una ciudad casi griega.
Me gustas, P¡ralis.
En realidad, no se pod¡a decir que la muchacha fuera una belleza.
Ten¡a tui rostro agradable, orgulloso, algo spero, unos ojos verdes,
una nariz fina y arrogante y una boca suave bien trazada que amorti-
guaba la severidad de su rostro.
-T£ tambi‚n me gustas -dijo al cabo de un rato, y a¤adi¢-:
Seguro que eres un senador.
Cal¡gula estuvo a punto de estallar de risa. L‚pido jam s le hab¡a
O¡do re¡rse tan libremente y tan a gusto.
-¨Tal vez eres un militar? ~Un tribuno?
-En cierto modo, tambi‚n eso es cierto. P¡ralis, t£ vales el dinero
que cuestas, aunque s¢lo sea porque contigo uno puede re¡rse a gus-
to. ¨Qu‚ otras artes dominas?

162 163

Ella esboz¢ una sonrisa:


-Depende. Puedo darte un masaje en la nuca, puedo acariciarre
las plantas de los pies, s‚ tocar el la£d y la flauta...
Cal¡gula convers¢ tan animadamente con la muchacha que se olvi-
d¢ completamente del motivo por el que estaban all¡...
-Trae tu la£d y t¢canos algo.
Ella se levant¢ y sali¢.
El due¤o del burdel se desliz¢ hacia el interior.
-¨No est n contentos los se¤ores?
-S¡, s¡, much¡simo. Con esta Piralis re has agenciado un tesoro.
-Ella no es esclava, se¤or. Trabaja en mi casa, por as¡ decirlo, en
alquiler, es libre y puede marcharse cuando quiera. Pero, precisamen-
te, los se¤ores elegantes la aprecian por su cultura y su car cter alegre.
Yo tampoco s‚ por qu‚ se gana la vida haciendo de prostituta.
Regres¢ Piralis y se sent¢. Afin¢ su la£d y cant¢:

Vivamus, mea Lesbia, atque amemus rumores que senum severtorum...

Cuando hubo terminado, Cal¡gula aplaudi¢.


-Ojal en nuestros d¡as tuvi‚ramos un nuevo C rulo! Aqu‚l si
que sab¡a hacer versos; a su lado S‚neca y su pandilla son verdaderos
somn¡feros.
Cal¡gula tom¢ a P¡ralis de la mano:
-D‚janos poner en pr ctica lo que C tulo propone: Da mi basia
mille, deinde centum. . A'
A£n antes de levantarse, empezaron los zumbidos en su cabeza y
fueron aumentando hasta converrirse en una tempestad que lo des-
garraba. Gimiendo, se desplom¢ al suelo, se retorci¢, vomit¢ el vino,
aull¢ y apenas fue capaz de balbucear:
-Trae a los.., a los pre...
L‚pido corri¢ afuera, llam¢ con un gesto a los portadores de las
sillas de manos y volvi¢ a toda prisa. El emperador yac¡a encorvado en
el suelo y apenas se mov¡a. Lo sacaron cuidadosamente y lo deposita-
ron en la silla de manos.
P¡ralis permaneci¢ de pie en la puerta, con su la£d en los brazos,
contemplando la escena. Cuando el pelot¢n de los pretorianos rode¢
la silla de manos como un baluarte, el due¤o del burdel dijo:
-Debe de ser un pez muy gordo!
P¡ralis permaneci¢ callada mirando el reci‚n acu¤ado ureo que
L‚pido le dio en el £ltimo momento. Se fij¢ con m s detenimiento en
la imagen del emperador. Los grandes ojos de mirada fija, la vigorosa

* Dame mil y luego otros cien besos mas.


nariz, la boca estrecha y apretada. Aquel hombre dijo que no era se-
nador, pero algo parecido. Adem s, la guardia de pretorianos... ®Era
Cal¡gula", pens¢ Piralis sin excirarse en demas¡a, pues nunca la hab¡a
impresionado excesivamente el rango de un hombre. En cierto
modo, aquel hombre le hab¡a dado pena, pero no sab¡a por qu‚. Tras
sus ojos fr¡os asomaba una profunda vulnerabilidad y algo parecido a
la tristeza.
Cuando, al d¡a siguiente, la noticia de la grave enfermedad del
emperador conmocion¢ a toda la ciudad, Piralis supo que no se hab¡a
equivocado al identificar a su hu‚sped.

Hacia medio a¤o que Lucio Anneo S‚neca se hab¡a separado de su


mujer; el matrimonio se hab¡a convertido para ‚l en una jaula de la
que ten¡a necesidad de escapar. De tiempo en tiempo visitaba a sus
dos hijos, que viv¡an en casa de sus abuelos, con su madre. A veces
echaba de menos a sus hijos, pero tem¡a encontrarse con su mujer
y tener que escuchar sus reproches y sus peloteras. Necesitaba paz y
tranquilidad para su trabajo, y a esto ten¡a que quedar supeditado
todo lo dem s, incluso su cargo pol¡tico. Se desprender¡a sin dudarlo,
de su toga de senador, ribeteada de p£rpura, si en alg£n momento se
convirtiera en una carga para ‚l.
S‚neca era uno de los pocos que no sent¡an simpat¡a por el nuevo
emperador, y sri aversi¢n hab¡a ido en aumento desde que se encon-
tr¢ frente a ‚l en aquella breve audiencia. ¨Estaba S‚neca enfadado
porque Cal¡gula hab¡a tachado sus poemas de ®argamasa sin cal"?
Como pensador sistem tico y libre de prejuicios, ‚l mismo se hab¡a
hecho a veces esta pregunta, pero hab¡a llegado a la conclusi¢n de
que la cr¡tica de Cal¡gula no le afectaba. ミ l mismo antepon¡a sus trata-
dos filos¢ficos a sus trabajos dram ticos y l¡ricos, y la aceptaci¢n por
parte de la mayor¡a de los verdaderos conocedores de la literatura le
importaba m s que la palabra de un pr¡ncipe joven y veleidoso.

Con el rigor m ximo de las formas, S‚neca hab¡a invitado a Livila a su


finca r£stica en Tibur, herencia de su padre, reci‚n fallecido.
En su amable respuesta la mujer le comunic¢ que aceptaba gusto-
sa la invitaci¢n y que le har¡a saber a tiempo cu ndo ir¡a a verle.
Apareci¢ un hermoso y dorado d¡a de oto¤o a finales de septiem-
bre, elogi¢ la magn¡fica situaci¢n de la villa, desde cuyo jard¡n se dis-
tinguian a£n a lo lejos, en direcci¢n oeste, los palacios y los templos
de la extensa Roma.
Livila pareci¢ husmear algo:

164 165

-Aqu¡ arriba el aire es completamente otro; es como si uno salie-


ra desde una profunda mazmorra a la naturaleza libre. ¨Por qu‚ no re
quedas aqu¡ para siempre?
-No puedo abandonar mi casa de Roma, por dos motivos. En
primer lugar, aprecio el estrecho contacto con mi editor Cornelio
Celso; en segundo lugar, soy tambi‚n senador, y, como sabes,
para ello hay que poder demostrar que se dispone de domicilio en la
urbe. No obstante, encuentro tu comparaci¢n muy acertada: Roma
como profunda mazmorra, desde la que uno asciende a la luz y al aire
libre.
-As¡ es como lo siento yo a veces, aunque, desde que mi hermano
ocupa el trono imperial, se haya convertido en mi jaula de oro. El
idolarra a Drusila, y nos ha transmitido tambi‚n algo de este senti-
miento a Agripina y a m¡. En la f¢rmula oficial de juramento, se han
de citar nuestros nombres, y todos los informes oficiales comienzan
ahora con la f¢rmula: A la salud de Cayo C‚sar y de sus hermanas.
A mi me resulta embarazoso, pues va corren los rumores m s extra-
¤os. Claro que estas disposiciones s¢lo est n destinadas al honor de su
Drusila, por la que est tan loco que, si pudiera, se la comer¡a. Entre-
tanto circulan ya versos sat¡ricos en los que se dice que Cal¡gula se
acuesta con las tres a la vez.
S‚neca se ech¢ a re¡r.
-No lo tomes en serio! Ya sabes c¢mo son nuestros romanos. ;Lo
sabe Cal¡gula?
-Naturalmente, pero no le importa. Al contrario, creo incluso
que est orgulloso de lo que se dice.
S‚neca hab¡a hecho preparar una comida opulenta para su invita-
da. Una comida que se compon¡a £nicamente de diversos tipos de
mariscos. Antes hab¡a hecho preguntar en secreto a su cocinero, y
as¡ se hab¡a enterado de su preferencia por todo tipo de animales
marinos.
Se sirvieron, pues, langostas hervidas y asadas con numerosas sal-
sas; despu‚s hab¡a rodaballo en una salsa de miel, pimienta, cebolla y
garo. Especialmente orgulloso se sent¡a S‚neca de los calamares relle-
nos, cuya complicada preparaci¢n hab¡a durado toda la tarde. El re-
lleno consist¡a en una mezcla de sesos de ternera, huevos, alb¢ndigas
y pimientos; una vez rellenados, los calamares se cos¡an. Entre plato y
plato se sirvieron tres diferentes tipos de mejillones en distintas salsas
arom ticas; y, como colof¢n, hubo congrio aderezado con comino,
or‚gano, cebolla, huevos, vinagre, frutos secos y vino tinto.
La gr cil Livila com¡a tales cantidades que S‚neca pens¢ que no
tardar¡a en reventar. Parec¡a que no iba a hartarse jam s. Despu‚s
tomaron un ligero vino r‚rico, puro y sin aromatizar.
S‚neca lo prob¢ y asinti¢ con un gesto afirmativo de la cabeza.
-No me gusta que se estropeen los buenos vinos a¤adi‚ndoles
miel, canela, pimienta u otros aditivos. A trav‚s del vino hay que sabo-
rear el sol, la tierra, el viento...
-Eres un so¤ador, Anneo S‚neca.
-Todos los poetas lo somos.
Livila conrempl¢ el jard¡n bajo la luz vespertina. La roja bola del
sol pend¡a entre las negras siluetas de cipreses y pinos. S‚neca con-
rempl¢ su fino y gracioso perfil y cuando quiso abrazar cari¤osamente
su cabeza, Livila dijo:
-Quiero acostarme contigo, Lucio Anneo S‚neca. He esperado
este momento desde que, a la edad de diecis‚is a¤os, re o¡ recitar rus
poemas en el ode¢n. Fue un sue¤o de adolescente, pero un sueno
que jam s se desvaneci¢, que me acompa¤¢ siempre, incluso hasta mi
fr¡a cama nupcial, cuando Marco Vinicio cumpli¢ en m¡ sus obligacio-
nes de esposo, imagin‚ que me encontraba en rus brazos, y as¡ pude
superar aquella noche y muchas otras.
S‚neca le hab¡a tomado la mano, que acarici¢ suavemente.
-Te has adelantado a mi con tu deseo, Livila. Estaba a punto de
pedirte que re quedaras conmigo esta noche.
-Ahora nos vuelve a sonre¡r la diosa Fortuna, pero cuando los
dos pronunciamos nuestros votos matrimoniales, seguro que miraba
para otro lado.
-Nunca lo hace por mucho tiempo; lo ves en nosotros. Nos he-
mos encontrado, porque estaba determinado as¡.
El mayordomo carraspe¢ y entr¢ en la habitaci¢n.
-¨Quiere que haga encender las luces, se¤or?
-No, Rufo, vete a dormir si quieres, y d¡selo tambi‚n a los dem s.
Hoy ya no voy a necesitar nada.
S‚neca bes¢ a Livila en el cuello, en los labios y en las mejillas.
-Vamos a imaginarnos que estamos completamente a solas en la
casa; una joven pareja que espera anhelante su primera noche de
amor.
-Para esto, no tengo que fingir nada -dijo Livila-. Para m¡ no
cuenta lo que hubo antes.
S‚neca la llev¢ de la mano al dormitorio, mientras Livila pronun-
ciaba en voz baja las palabras de los votos matrimoniales: Ubi tu Gajus,
ego Gaia.*

166 167
* Antiguas denominaciones de los desposados.

XIII

El emperador llevaba ya tres d¡as gravemente enfermo postrado en


cama. El pueblo de Roma daba vueltas, como de puntillas, en torno al
monte Palatino. Todos hablaban en voz baja, e incluso los voceadores
de mercado se limitaban a se¤alar su mercanc¡a s¢lo con gestos.
De tiempo en tiempo remit¡an los ardientes brotes de fiebre; en-
tonces Cal¡gula despertaba y miraba a su alrededor con ojos apaga-
dos. Dos m‚dicos velaban de d¡a y de noche a la cabecera de su cama,
pero ninguno sabia a ciencia cierta qu‚ nombre deb¡a darse a la en-
fermedad del emperador. Un envenenamiento quedaba descartado,
pues no hab¡a ning£n indicio que hiciera pensar en semejante contin-
gencia. Como Cal¡gula se quejaba de constantes cefaleas, la llamaron
encefalitis acompa¤ada de fiebre, y la trataron aplic ndole cataplas-
mas y remedios para bajar la fiebre; para calmar el dolor de cabeza, le
administraron de vez en cuando una bebida a base de opio.
Cal¡gula ten¡a breves momentos de lucidez en que reconoc¡a a
rodo el mundo y llamaba a cada uno por su nombre, pero despu‚s
volv¡a a recaer en sus delirios febriles, daba vueltas, inquiero, sobre su
lecho, gritaba algunas palabras sin sentido hasta que segu¡a una breve
fase de sue¤o intranquilo.
El nombre de Tiberio aparec¡a como una constante amenaza en sus
fantas¡as febriles. Sent¡a c¢mo los pretorianos lo arrastraban de la cama
hasta el Senado, pese a que ‚l no dejaba de gritar: ¯El emperador soy
yo! El emperador soy yo!¯. Pero en la Curia, a la cabeza de los senado-
res, estaba sentado, inm¢vil, como una estatua, su tio Tiberio. Los pre-
rorianos tiraban a Cal¡gula de los cabellos hasta que gritaba de dolor.
-All¡! Mira all¡ arriba! Aquel es el emperador! Est sentado all¡
arriba y te va a Juzgar.
Despu‚s lo soltaron, y Cal¡gula dio unos pasos adelante. Inconfun-
diblemente era el viejo Tiberio con sus repulsivos eccemas en la cara,
pero sus ojos estaban semicerrados, su boca entreabierta, parec¡a no
respirar.
-~Esr muerto! -exclam¢ Cal¡gula-. Ysi ‚l est muerto, el em-
perador soy yo!
En aquel momento, la figura inanimada se levant¢, se hab¡a trans-
formado de repente, y Tiberio C‚sar, su primo, dejaba caer su mirada
burlona sobre ‚l.
-Yo soy el nieto del emperador, y s¢lo yo tengo derecho al trono!
¯¨Qui‚n es ahora realmente el pr¡ncipe -pens¢ Cal¡gula des-
concertado-, aqu‚l de all¡ arriba o yo, o es que sigue el viejo con
vida?"
Los pretorianos lo arrastraron afuera tir ndole de los cabellos y de
nuevo unos dolores infernales contra¡an su cabeza.
Cal¡gula despertaba de sus delirios, llorando:
-Mi cabeza, mi cabeza, no lo aguanto m s. Soltad mis cabellos,
me hac‚is da¤o!
Se volvi¢ hacia el m‚dico que velaba al lado de su cama:
-¨Qui‚n eres t£?
-Tu m‚dico, Majestad.
-Y, ahora, dime la verdad, ¨qui‚n es actualmente el emperador
del Imperio romano?
-T£ mismo, Cayo C‚sar Augusto, desde hace ya medio a¤o.
Los finos labios se torcieron para esbozar una sonrisa triunfante.
-Esto es lo que les dije a ellos. Entonces, era yo quien ten¡a ra-
z¢n! ¨Y qu‚ ocurre con Tiberio C‚sar?
-Tu hijo adoptivo est vivo y sano.
-¨Qu‚ hace?, ¨d¢nde est ?
El m‚dico mir¢ inseguro.
-No lo s‚, Majestad. ¨Quieres que haga llamar a un pretoriano, o
quieres ver a alg£n amigo?
-~D¢nd~ est Drusila?
-Se ha pasado veinte horas velando junto a tu cama, y ahora est
durmiendo.
-Est bien, est bien. ¨Volver‚ a estar sano?
El viejo m‚dico esboz¢ una sonrisa tranquilizadora:
-Claro que s¡, Majestad. Pero la enfermedad es grave, y a£n tarda-
r s tiempo en curarte.
-Mi cabeza, mi cabeza -empez¢ Cal¡gula a quejarse de nuevo.
El m‚dico tom¢ una copa de plata y ech¢ en ella unas gotas de un
frasquiro de cristal, las mezcl¢ con un poco de vino y se lo puso en los
labios al emperador.

168 169

Cal¡gula sent¡a remitir poco a poco los dolores y notaba que su


cuerpo se tornaba m s ligero, m s ligero. Sus £ltimos pensamientos
claros fueron: ®Son los dioses quienes env¡an los sue¤os, yJ£piter qui-
so darme una se¤al a mi, su representante en la tierra, una indicaci¢n,
una advertencia, contra Tiberio C‚sar, mi hijo, y si muero, mi sucesor.
Pero no voy a morir!¯.
-No me voy a morir! -dijo Cal¡gula con voz claramente percep-
tible, se dio la vuelta y se qued¢ dormido.

-Me ha enga¤ado -replic¢ Sabino, completamente amargado, y di-


rigi¢ a su r¡o una mirada tan llena de reproche como si ‚l tuviera la
culpa del comportamiento de Helena.
Los dos estaban sentados sobre un banco a la sombra, en unjardin
que colindaba con la casa de hu‚spedes y se extend¡a casi hasta el
teatro.
-Ella quiso que fuera m s f cil para ti, hijo mio -intent¢ Calvo
consolarle-. Est prometida, est obligada frente a sus padres, y
as¡ ha...
-Ha huido! -le interrumpi¢ Sabino indignado-. Una huida
cobarde, tan poco honrosa como la huida de un soldado ante el ene-
migo.
Calvo sonr¡o.
-La comparaci¢n cojea un poco. Al fin y al cabo, t£ no eres ene-
migo de Helena.
-Pero yo era un elemento perturbador que pon¡a en peligro sus
hermosos planes para el futuro. Prometida desde su infancia, los pa-
dres de ambos son amigos, y socios. En estos casos, el matrimonio se
convierte en un miserable negocio. No entiendo que Helena se aven-
ga a algo as¡, no puedo entenderlo! Estuvo llorando cuando nos des-
pedimos; as¡ que no puedo haberle resultado indiferente.
-Seguro -asinti¢ Calvo-, pero ella antepuso a esta situaci¢n el
deber para con su familia, y este comportamiento no me parece ni
cobarde ni deshonroso. Tambi‚n en Roma los hijos han de someterse
a los deseos de sus padres; no todos tienen un padre tan condescen-
diente como t£.
Sabino se encogi¢ de hombros.
-Ahora las cosas son como son. Cambiemos de tema. Hace ya
tiempo que terminaste tu cura, r¡o Calvo. Decide, ¨cu ndo regre-
samos?
-Ya me he informado, para finales de agosto quedan unas plazas
libres en el barco.
-Bien, bien -dijo Sabino distra¡do, y volvi¢ inmediatamente a su
tema-. Pero no me conformar‚ tan f cilmente con los hechos. No
creo en eso de ®ojos que no ven, coraz¢n que no siente¯. Si piensa
esto, se ha equivocado conmigo, se ha equivocado de pies a cabeza!
-¨Qu‚ piensas hacer? -pregunt¢ Calvo pacientemente.
-A£n no lo s‚. Lo m s probable es que me aliste en el ej‚rcito.
All¡ me distraere.
-Pero tambi‚n podr¡as entrar en el negocio de tu padre; pienso
que seria lo m s l¢gico.
-;Para mantener conversaciones sobre las bellas letras con me-
ditabundos y aburridisimos poetas? No, y cien veces no! Ahora no
seria capaz de hacerlo. Tal vez m s adelante. Compr‚ndeme, r¡o Cal-
vo, tengo que superarlo a mi manera.
-Te comprendo, Sabino, pero ahora vamos a hablar realmente
de otra cosa. Quisiera contarte c¢mo me libr‚ de mis jaquecas. ¨Quie-
res o¡rlo?
Sabino hizo un esfuerzo por mostrarse atento.
-Hace ya mucho tiempo que me interesa saber qu‚ es lo que los
sacerdotes hacen con los enfermos. Nadie cuenta detalles.
-Porque no se deben dar, a fin de no irritar al dios. Los sacerdo-
res no lo prohiben expresamente, pero, sin duda, la mayor¡a se aten-
dr a ello. Yyo s¢lo re lo cuento a ti. Escucha, pues:
¯Despu‚s de haberse uno ba¤ado y de haber hecho la ofrenda, los
sacerdotes conciertan una cita para una conversaci¢n confidencial.
Tuve que esperar bastante tiempo, pues en esta ‚poca del a¤o es
cuando vienen m s peregrinos. El tercer d¡a por la ma¤ana, el sacer-
dore de Esculapio me recibi¢ en un locutorio, hizo preguntas, pero,
por lo dem s, habl¢ mux' poco. Me dej¢ hablar a mi, escuch¢ atenta-
mente y tom¢ notas. Lo extra¤o es que apenas parec¡a interesarse por
mi enfermedad; se limir¢ s¢lo a hacer un gesto afirmativo con la ca-
beza cuando le dije que padec¡a insomnios y frecuentes y fuertes ja-
quecas. Me pregunt¢ por mi infancia y por mis padres hasta que la
conver~aci¢n conduy¢ despu‚s de que le hablara de la muerte de mi
mujer y de-mi hijo. Por lo visto, no quiso saber nada de lo que pas¢
despu‚s. Transcurrieron los siguientes d¡as en compa¤¡a de otros en-
fermos. Hac¡amos suaves ejercicios gimn sticos, interrumpidos por
lecturas del miro de Esculapio, o nos dedic bamos a escuchar a un
coro de himnos que cantaba las viejas canciones sagradas. No hay que
ser creyente para adentrarse poco a poco en un estado on¡rico e
irreal. La vida cotidiana se va alejando cada vez m s, y uno entra en un
estado en que los pensamientos absurdos re parecen l¢gicos y los l¢gi-
cos absurdos.
-Es algo que me cuesta imaginar trat ndose de ti -objet¢
Sabino.

170 171

-Y, no obstante, fue as¡. Ahora que he recobrado el distancia-


miento necesario de los hechos, no me parece menos extra¤o que a
ti. Los sacerdotes deben de haber observado con atenci¢n a cada uno,
porque de vez en cuando algunos de nosotros desaparec¡an y se nos
juntaban otros nuevos. Y as¡ tambi‚n a mi me instaron tras ocho o
nueve d¡as, no lo recuerdo con exactitud, uno pierde la noci¢n del
tiempo, a presentarme al d¡a siguiente para el sue¤o curativo. Me ex-
hortaron a permanecer en ayunas durante el d¡a; s¢lo por la noche
nos dieron en el Adyton, se trata de la extensa sala de reposo en el lado
norte del templo, un trozo de pan blanco y una copa de vino. Hay que
hacer notar que aquella bebida sabia s¢lo parcialmente a vino y estaba
mezclada con algunas medicinas.
¯En el Adyton se puede pasar la noche de distintas maneras. En la
parte inferior hay un gran dormitorio donde los enfermos descansan
a una distancia de unas ocho a diez varas sobre sencillas y duras literas.
Parece que en el piso superior existen tambi‚n habitaciones indivi-
duales. Yo, por mi parte, me acost‚ en la gran sala y me qued‚ dormi-
do con tanta rapidez como nunca me hab¡a pasado. En plena noche,
no s‚ cu nto tiempo llevaba ya durmiendo, me despertaron suave-
mente. La sala estaba iluminada por una media luz azulada, y, medio
dormido, vi algunas figuras pasearse entre los enfermos all¡ acosta-
dos. Me incorpor‚, y ante mi se encontraba de pie un sacerdote con
una vestidura talar, propia de una ceremonia. En una mano llevaba una
cesta, con la otra sujetaba de una corta correa a un perro. Se arrodill¢
junto a m¡, abri¢ la cesta, vi una culebra de Esculapio que levantaba su
cabeza con suaves silbidos y, aunque re r¡as ahora de mi, Sabino, cre¡
percibir una voz en los silbidos, una voz que me hablaba con tono
tranquilizador y reconfortante, pero no sabr¡a repetirte ni una sola de
sus palabras. Despu‚s cerraron la cesta, y el sacerdote dijo en voz baja
unas palabras al perro, a la vez que aflojaba la correa. El animal puso
sus patas sobre mi cuerpo y me lami¢ brevemente la cara. Entonces
me sent¡ extra¤amente vac¡o, como si aquellos animales sagrados se
hubieran llevado una parte de mi. Volv¡ a dormirme en el acto y, al
d¡a siguiente, me dieron el alta del tratamiento. Lo dem s lo sabes t£
mismo: misjaquecas han desaparecido, y de d¡a en d¡a duermo mejor.
Claro que hay reca¡das; por ejemplo anoche sent¡ la leve y sorda ti-
rantez que precede al dolor de cabeza. Pero el dolor no apareci¢, y las
palpitaciones remitieron. Pues bien, le di las gracias a aquel dios con
un exvoto y un donativo en met lico. Desde entonces llevo esperando
pacientemente la decisi¢n que adoptar mi sobrino, desgraciadamen-
te enamorado.
-Perdona, r¡o Calvo -dijo Sabino avergonzado-, pero sabr s
que los enamorados, tanto si su amor es afortunado como si es des
graciado, muestran poca consideraci¢n con los que les rodean. De
ahora en adelante no pienso seguir molesr ndore con mis preocupa-
ciones, y me alegro de que, al menos para ti, este viaje haya sido un
‚xito.
-¨No crees que lo enfocas mal? ¨Hubieras preferido no haber
encontrado a Helena?
Era ‚sta una pregunta dificil de contestar. Sabino hizo varios in-
tentos, pero, finalmente, s¢lo fue capaz de balbucear:
-No, no lo s‚...

Sertorio Macr¢n esper¢ a ver qu‚ curso tomar¡a la enfermedad del


emperador. Cuando oy¢ de c¡rculos de la corte que Cal¡gula estaba
muy mal, actu¢ con rapidez. Fue a ver a Tiberio C‚sar que habitaba,
junto con un par de sirvientes, la casa demasiado grande de sus difun-
ros padres. La adopci¢n apenas hab¡a cambiado su s¡ruacion. Ahora
pod¡a hacerse llamar hijo del emperador, pero no ten¡a ning£n car-
go, ninguna funci¢n, ninguna influencia; se le tributaba el respeto
protocolario, pero, fuera de esto, apenas se le ten¡a en cuenta.
En efecto, Tiberio era una figura sin relieve. Ten¡a poca ambici¢n,
no le gustaba hablar en p£blico y ten¡a pocos amigos. Su desgraciada
infancia estaba adherida a ‚l como un estigma, y ‚l parec¡a notarlo.
Cuando su padre muri¢ a causa de la perfidia de Sejano, acababa de
cumplir cuatro a¤os, y cuando, por orden de Tiberio, su madre fue
ejecutada por asesinato de su marido, era un muchacho que apenas
hab¡a cumplido los doce. Jam s hab¡a superado este golpe. Tiberio
interpretaba el papel del abuelo amante e hizo traer a su nieto a Ca-
pr¡, pero nunca quiso verlo. Viv¡a con sus preceptores en una de las
doce villas imperiales que estaban diseminadas por la isla, pero se le
dejaba sentir que resultaba molesto y, en realidad, superfluo. Yasi no
era extra¤o que hubiera desarrollado un car cter t¡mido y apocado,
que no mirara a nadie a los ojos y que prefiriera jugar con sus perros,
sus £nicosamigos.
Naturalmente, Macr¢n sabia que su visita no pasar¡a inadvertida,
pero ten¡a que correr este riesgo.
-Cuando te vi por £ltima vez en Capri, Tiberio C‚sar, eras a£n un
muchacho, y ahora ya llevas la toga viril.
Tiberio mir¢ al suelo.
-Yno ha pasado tanto tiempo -dijo vacilante.
-¨Puede o¡rnos alguien aqu¡?
-No, Sertorio M.~icr¢n, s¢lo vivo en compa¤¡a de mis perros.
-¨Y los criados?
-Est n en alg£n lugar de la casa...

172 173

-Podr¡a haber espias entre ellos -consider¢ Macr¢n, y abri¢ la


puerta-. Mejor que salgamos aljardin, all¡ ya se ve desde lejos a cual-
quiera que prerenda escuchar.
Se quedaron parados bajo un pino. Desconfiado, Macr¢n mir¢ a
su alrededor, y empez¢ en voz baja:
-Tiberio, soy soldado y no me gusta andarme por las ramas. Cal¡-
gula est enfermo, incluso muy enfermo. Nadie lo dice abiertamente,
pero, por lo visto, se cuenta con su muerte. Eres su hijo adoptivo, y,
adem s, nieto carnal del difunto emperador. No hay ninguna duda de
que es a ti a quien corresponde la sucesi¢n; el Senado tendr que con-
firmarre lo quieras o no lo quieras. Pero est Drusila. Tal vez no lo
sepas, aunque Cal¡gula no lo oculta para nada: la ha nombrado su un¡-
ca heredera. Ser¡a posible que los pretorianos se dejaran comprar y
proclamaran emperador a su esposo, al depravado Emilio L‚pido. Aun-
que pague unos cientos de sestercios a cada uno de los soldados y unos
cuantos miles a los oficiales, ella no ser mucho m s pobre, pese a que
Cal¡gula ya ha despilfarrado una parte de la fortuna familiar. Pero Dru-
sila es mujer, y as¡ rus derechos prevalecen. ¨Qu‚ piensas al respecto?
-No me importa gran cosa ser emperador -dijo Tiberio en voz
baja, y su mirada pasaba de largo sin detenerse en Macron.
-Un pr¡ncipe imperial tiene obligaciones -dijo Macr¢n en tono
severo-. Hay cosas que se tienen que hacer, lo quiera uno o no. En
cualquier caso, tu entronizaci¢n es l¢gica, mientras que la del esposo
de Drusila podr¡a provocar una guerra civil, pues L‚pido tiene mu-
chos enemigos. Te ofrezco mi ayuda, Tiberio C‚sar. Hasta la fecha, el
emperador no ha nombrado un nuevo jefe de los pretorianos. Estoy
dispuesto a volver a asumir mi viejo cargo y a apoyarte con mis preto-
rianos. Ninguno de los soldados levantar una mano en favor de aque-
lla prostituta incestuosa.
-A no ser que una bolsita llena de sestercios lo anime a hacerlo.
Macr¢n esboz¢ una sonrisa sombr¡a.
-Exactamente, Tiberio, y esto es precisamente lo que yo quiero
evitar.
El joven pr¡ncipe llam¢ con un silbido a uno de sus perros y le
acarici¢ cari¤osamente la cabeza.
-No deseo una guerra civil, pero no har‚ valer mis derechos has-
ta que me encuentre ante el f‚retro de Cal¡gula. Tengo que ver su
cad ver! S¢lo entonces aceprar‚ gustoso tu ayuda como prefecto de
los pretorianos.
-Bien -dijo Macr¢n l conicamenre-. La decisi¢n no tardar en
producirse.
Tiberio sigui¢ con la mirada a su visita, que arraves¢ el jard¡n con
paso firme y castrense.
-Ojal hubiera nacido hijo de un panadero o de un carpintero
-musit¢ Tiberio al o¡do de su perro, y este lo mir¢ con tanto cari¤o y
comprensi¢n como si lo hubiera entendido todo.

Al editor y librero Cornelio Celso se le notaba el alivio que sent¡a al


poder abrazar de nuevo a su hijo.
-Hijo, pareces m s serio y m s hombre que antes de tu partida
-dijo.
-Es que me han pasado algunas cosas, pero ahora no quisiera
hablar de eso.
-Ya me lo imagino -dijo Valeria-. Has vuelto a hacer desgracia-
das a una serie de muchachas.
Sabino dirigi¢ una mirada cari¤osa a su madre.
-¨Por qu‚ dices que las he hecho desgraciadas? Normalmente
suelo hacerlas felices. No, esta vez fue distinto, pero primero tengo
que superarlo. Luego os lo contar‚.
Se dirigi¢ a su padre.
-¨C¢mo van los negocios? ¨C¢mo est n nuestros poetas? ¨Has
descubierto alg£n genio in‚dito?
-Desgraciadamente los poetas no crecen como las manzanas en
los rboles, de modo que basta con recogerlas. Actualmente, S‚neca
no trabaja mucho; se dice que tiene un amor¡o con Livila, la hermana
menor del emperador. Pero la gente habla mucho.
-Las habladur¡as suelen tener un fondo de verdad.
-Puede ser, pero a mi me interesa el poeta S‚neca, no el amante.
-A veces una cosa es causa de la otra.
Celso se ech¢ a re¡r.
-¨Ya hemos llegado a tu tema preferido? Creo que S‚neca no
tiene necesidad de esto. Es como un barril repleto a rebosar, y hay que
esperar de ‚l muchas ideas y genialidades.
-¨Ha preguntado por mi Casio Querea?
-Vino a vernos una vez. Es un ferviente admirador de nuestro
joven emperad¢r, a quien toda Roma ama y adora como si fuera un
regalo de los dioses. Pero ya habr s o¡do hablar de esto.
-En Epidauro, la gente no suele ocuparse de pol¡tica, all¡ se tie-
nen otras preocupaciones.
-Bien, tu amigo Querea re lo contar rodo. Supongo que piensas
ir a verlo pronto.
En la observaci¢n de su padre, Sabino percibi¢ la temerosa pre-
gunta de si no habr¡a renunciado finalmente a sus planes de conver-
tirse en soldado. Pero, en aquellos momentos, Sabino no estaba en
condiciones de hablar de estos temas.

174 175

-Habr tiempo para todo; primero tengo que volver a aclimatar-


me. ¨Tienes trabajo para mi?
Celso respir¢ aliviado.
-Ya lo creo! De todas formas, ten¡a intenci¢n de contratar proxi-
mamenre a otro copista m s. Tambi‚n es necesario desde hace tiem-
po realizar una revisi¢n y hacer un listado de nuestros viejos fondos.
-Todo se har ! -dijo Sabino en‚rgicamente, pues le venia bien
cualquier trabajo que le impidiera pensar.

El s‚ptimo d¡a despu‚s de haber ca¡do enfermo, el emperador pas¢ la


noche tranquilo, y por la ma¤ana estaba casi sin fiebre. No le sorpren-
di¢ el haber superado la enfermedad, pues en sus sue¤os febriles se le
apareci¢ un par de veces J£piter, quien le dio a entender que Cayo
C‚sar y ‚l formaban una unidad desdoblada en dos seres: como J£pi-
ter en el Olimpo y como emperador en la Tierra.
-Lo que est s haciendo ah¡ en la Tierra est en total consonancia
con mis planes e intenciones -le hab¡a explicado el lanzador de
rayos.
Al o¡r estas palabras, Cal¡gula alz¢ la vista hasta el hermoso arteso-
nado en el techo de su alcoba. All¡ arriba hab¡a aparecido el rostro
majestuoso del padre de los dioses y hab¡a mantenido largos di logos
con ‚l.
La enfermedad hab¡a purificado a Cal¡gula convirri‚ndolo en
dios; lo que antes no era m s que una intuici¢n, se hab¡a convertido
en certeza, y le recorr¡a como un elixir la sensaci¢n de tener unas
posibilidades ilimitadas. Pod¡a elevar y degradar, ten¡a la vida y la
muerte en sus manos y pod¡a recompensar o castigar a su libre albe-
dr¡o. Un hombre, nacido para soberano o elegido por el pueblo, ten¡a
que subordinarse a ciertas leyes, pero un doble enviado a la Tierra por
J£piter pod¡a o incluso deb¡a comportarse como un dios siendo em-
perador. Sus decisiones eran inescrutables y se sustra¡an a la valora-
ci¢n por parte de los humanos. Sus actos pod¡an ser todo lo capricho-
sos o arbitrarios como lo eran desde siempre los actos de los que
habitaban el Olimpo.
Cal¡gula se estremeci¢ ante este abismo de posibilidades. Si ma¤a-
na decidiera hacer ejecutar a todo el Senado, este acto no tendr¡a
nada que ver con el derecho a lajusricia, sino que deber¡a ser conside-
rado y aprobado como un acto divino.
Sent¡a que de todas partes aflu¡an a ‚l fuerzas misteriosas, y su
naturaleza humana se le antojaba ya s¢lo un necesario camuflaje,
pues, aqu¡ en la Tierra, nadie pod¡a preguntar por lo divino en su
forma pura ni pretender comprenderlo.
Por primera vez en su vida, Cal¡gula sent¡a algo parecido a la felici-
dad. Hab¡a encontrado su verdadera naturaleza, se hallaba en paz
consigo mismo.
Pese a ser un dios, gobernaba en la Tierra, y en la Tierra ten¡a que
arreglar ahora unas cuantas cosas. Tiberio C‚sar! Macr¢n! Ennia
Nevia! Cal¡gula pronunci¢ estos nombres y se ri¢ en voz baja.
-A£n no saben que ya est n muertos: Tiberio, Macr¢n, Nevia,
nombres de muertos. Naturalmente, yo, como dios, lo s‚, preveo el
futuro. All¡ arden ya las hogueras, all¡ esperan ya las urnas para acoger
un monronciro de blancas cenizas.
Muchos otros nombres pasaron por la cabeza de Cal¡gula, nom-
bres de personas que a£n estaban vivas, pero que, en realidad, estaban
ya muertas. Cal¡gula sent¡a florecer su cuerpo, que sanaba, sent¡a vo-
lar sus pensamientos, al pasado, al futuro, semejante a los dioses, om-
nisciente, muy por encima de los seres humanos que estaban pegados
a la tierra como gusanos. Entonces tambi‚n hay que tratarlos como
a gusanos: a algunos hay que aplastarlos, otros se refugian en las
profundidades de la tierra, y a otros uno los caprura, los encierra
ylos rortura para divertirse, siempre para divertirse.
Los vuelos maravillosos de su fantas¡a hab¡an fatigado a Cal¡gula.
Bostez¢, se dio la vuelta y se qued¢ dormido.
Fuera, en las calles, ard¡an las fogatas en se¤al de alegr¡a, y sobre
miles de altares se ofrec¡an sacrificios en acci¢n de gracias. El mu¤e-
quito, el Cal¡gula, el pollito, se estaba recuperando; urbi et orbi, Roma y
el orbe estaban salvadas. Pero hab¡a una cosa que la gente no sabia,
que a£n no sab¡a: un emperador que se esforzaba, contra su naturale-
za, por ser un pr¡ncipe bueno yjusro hab¡a muerto, y su lugar lo ocu-
paba un dios, un dios cruel.

P lido y con el rostro demacrado, el emperador recibi¢ a los tribunos


de los pretorianos. Se cuadraron, en fila, y Cal¡gula los contempl¢
largo rato en silencio. Los m s fieles de los fieles! Sus instrumentos!
Su voz fr¡a y- dura a£n no hab¡a recuperado su antigua fuerza, pero
llenaba f cilmenre~ la peque¤a sala de recepci¢n.
-Tribunos! Vuestro emperador y el pueblo de Roma os miran
con orgullo! Mientras una enfermedad sagrada me alejaba de vues-
tros ojos, estuvisteis de servicio con lealtad inquebrantable y con f‚-
rrea disciplina, y no os hab‚is dejado confundir por insinuaciones
traidoras, por deshonrosos intentos de alejaros de vuestro empera-
dor. Puesto que he renacido fuerte y rejuvenecido de la fiebre y de la
enfermedad, como renace el F‚nix de sus cenizas, aquellos desertores
ser n erradicados como una camada de serpientes venenosas. S‚ que

176 177

me sois fieles, y os recompensar‚ por vuestra fidelidad. Os doy las


gracias!
Los hombres no sab¡an muy bien qu‚ deb¡an pensar de aquellas
palabras, pero se sent¡an honrados y elogiados, y un largo clamor de
j£bilo sigui¢ a las palabras del emperador.
Cal¡gula pase¢ la mirada por aquellos hombres que rodeaban el
trono como un baluarte viviente con sus yelmos adornados con plu-
mas, con sus corazas refulgentes, con sus espinilleras y sus c ligas ata-
das con cordones de cuero.
Su mirada se clav¢ en Casio Querea que sacaba la cabeza a la
mayor¡a de sus camaradas. Cal¡gula ten¡a una excelente memoria Y se
acord¢ inmediatamente del nombre de aquel gigant¢n, cuya voz agu-
da y aflautada recordaba todav¡a. Con una se¤al de la mano orden¢
que los hombres se retiraran, ech¢ fuera a los criados, con excepci¢n
de sus dos gigantescos guardias germ nicos, pero retuvo a Querea.
Cal¡gula se levant¢ y dio vueltas alrededor del gigante, que se mante-
n¡a en posici¢n de firme, como si quisiera contemplarlo mejor desde
todos los ngulos.
-¨Qu‚ tal re sienta tu nuevo rango, tribuno? Siento una gran simpa-
t¡a por los hombres que alcanzan un alto cargo, no por su nacimiento,
sino por su valor, su obstinaci¢n y su fidelidad. Y por eso te he elegido a ti
por encima de los otros para ejecutar una orden imperial que resulta...,
resulta algo delicada. Mi primo Tiberio -ahora ya no puedo llamarle
hijo- ha cometido un delito de alta traici¢n durante mi enfermedad.
Ah¢rrame los detalles, Querea, pero el caso es que tengo pruebas. En
consecuencia, re doy la orden siguiente: elige un centuri¢n y un par
de pretorianos, ve a casa del traidor y le transmites mi orden personal de
que ponga fin a su ignominiosa existencia. Si se muestra demasiado co-
barde, ay£dale a cumplir mi orden. ¨Tienes alguna pregunta?
Querea salud¢ militarmente.
-Comprendido, emperador!
-Retirare!

En su vida de soldado, Querea hab¡a matado a muchas personas, cara


a cara, espada contra espada, y aquello le parec¡a correcto y honroso,
pero jam s hab¡a ejecutado una orden semejante. No dud¢ ni lo m s
m¡nimo de que estuviera probada la culpabilidad de Tiberio C‚sar, de
que hubiera cometido un delito de alta traici¢n, pero aquel individuo
era casi un ni¤o. Sinti¢ un leve malestar, como si estuviera a punto de
cometer un acto no del todo honroso, pero luego record¢ las palabras
del emperador. Quien recib¡a una orden de ‚l, del pr¡ncipe, del em-
perador, del Augusto, quedaba justificado ante todo el mundo.
Querea hizo llamar a un centuri¢n conocido suyo y le orden¢:
-Elige seis hombres y pres‚nrare ante m¡ con ellos listos para
partir!
El camino no era largo, la casa se hallaba entre el Palatino y el
Celio.
En los ojos del viejo mayordomo, que ya hab¡a servido bajo Druso y
Claudia Livia, se reflej¢ un profundo espanto cuando Querea pidi¢
ser conducido ante Tiberio C‚sar.
-¨Qu‚ quer‚is de ‚l, se¤or?
-Se lo dir‚ personalmente. Ll‚vame hasta ‚l!
Se dirigi¢ al centuri¢n:
-Y t£ vigila la casa con rus hombres!
Tiberio estaba sentado en eljardin cepillando a uno de sus perros,
que empezaron inmediatamente a ladrar.
-Ll‚vare a los perros dentro de casa -orden¢ al mayordomo.
-Salve, Tiberio C‚sar. Soy el tribuno Casio Querea y te traigo un
mensaje del emperador.
Querea vacil¢, pero Tiberio dijo sereno:
-Adelante, contin£a, tribuno, creo conocer ya tu mensaje.
Querea carraspe¢ y mir¢ al suelo.
-Debes... Se ha demostrado que eres culpable de alta traici¢n, y
el emperador espera de ti que obres en consecuencia.
Aquellas palabras no parecieron asustar al joven.
-¨Esto es lo que espera de mi mi primo Cal¡gula? Por lo visto,
sigue consider ndome peligroso, pese a que apenas abandono esta
casa, y ni tengo amigos ni seguidores. Pero esto le importa poco, tribu-
no, ¨verdad? Una orden es una orden...
-He dicho lo que hay que decir.
Tiberio se levant¢ y dijo con la dignidad de un pr¡ncipe imperial:
-Entonces, sal ahora y espera con rus hombres ante la casa hasta
que el mayordomo os informe.
Querea salud¢ militarmente, y se alej¢.
Tiberio dio unas palmadas, y el viejo mayordomo apareci¢ con
aire preocupado.
-Haz que mare¤ a los perros -orden¢ Tiberio-, pero de mane-
ra que no se enteren. Quiero que sean quemados conmigo. Y, para
mm, prep rame un ba¤o.
Entonces el viejo supo cu l era el mensaje que el tribuno hab¡a
transmitido. Rompi¢ a llorar. Tiberio puso su mano en el hombro del
Sirviente para consolarle.
-No llores, amigo. M s tarde o m s temprano ten¡a que ocurrir.
No puedo dejaros gran cosa, pues Cal¡gula ha puesto sus manos sobre
mi herencia. Desde hace algunos meses los documentos de manumi-

178 179

si¢n para ti y los dem s est n depositados en el despacho de un caus¡-


dico. Ser‚is hombres libres. No queda nada m s que hacer. Adi¢s, has
servido fielmente a mi familia. Pero ahora ha dejado de existir, y eres
libre.
-No quiero la libertad, as¡ no! -grit¢ el mayordomo sollozando.
Tiberio se volvi¢ y entr¢ en la casa.
Fuera, Querea esperaba en silencio, con sus hombres.
En un momento dado, el centuri¢n dijo:
-¨Y si pese a todo huye? En las casas antiguas existen a veces pasos
subterr neos u otros caminos secretos para huir.
-AA d¢nde va a huir un Tiberio? Toda Roma lo conoce.
Volvieron a esperar en silencio hasta que el mayordomo les abri¢
la puerta. Querea y el centuri¢n entraron en la casa. Los criados ha-
b¡an acostado a Tiberio sobre su lecho en el cubiculum; ten¡a las mu¤e-
cas vendadas. El joven pr¡ncipe yac¡a all¡, p lido y con los ojos cerra-
dos. En el suelo estaban los dos perros, degollados.
Querea le coloc¢ la hoja de su pu¤al ante la boca y la nariz. El
metal no qued¢ empa¤ado. Despu‚s toc¢ la mano que yac¡a sobre la
cama. Estaba fr¡a.
-Pod‚is quemar a vuestro se¤or y enterrarlo. Cualquier otra dis-
posici¢n os ser notificada.

El mismo d¡a inform¢ al emperador. Cal¡gula estaba ansioso por


conocer todos los detalles.
-¨Se neg¢?, ¨implor¢ clemencia?, ¨llor¢?, ¨grit¢?
-Nada de eso, emperador. M s bien tuve la impresi¢n de que
esperaba la sentencia.
-Entonces es que no ten¡a la conciencia limpia. Buenos motivos
tendr¡a para ello! ¨Yno dijo nada m s?
-No, todo fue muy r pido.
Esto no pareci¢ gustarle al emperador.
-¨Muy r pido? Vaya, vaya, muy r pido. Me cuidar‚ de que sea
menos r pido en el futuro en casos de alta traici¢n.
Despu‚s, de repente, Cal¡gula se mostr¢ amable.
-Estoy contento contigo, Querea. ¨Te apetece servir como tribu-
no en la guardia de palacio? El sueldo es mejor y el servicio m s varma-
do. Con tu estatura impresionar s a mis germanos.
-Gracias, emperador! Es para mi un gran honor poder estar tan
cerca de ti.
-Pero tambi‚n una mayor responsabilidad, .tribuno! Aqu¡ hay
que estar atento, d¡a y noche, estar alerta al menor detalle, pues la
traici¢n ama lo inadvertido, lo oculto.
-¨Qui‚n podr traicionarte a ti, al mejor de los emperadores?
Los ojos duros y fr¡os de Cal¡gula se posaron ben‚volos en Querea.
-Ojal todos pensaran como t£, amigo mio. Pero desgraciada-
mente no es as¡, ya lo ver s.

A Cornelio Sabino le cost¢ m s de lo esperado superar lo ocurrido en


Epidauro. El nombre del famoso santuario de Esculapio encerraba
para ‚l todo lo que hab¡a vivido con Helena, lo que hab¡a sentido por
ella. D¡a tras d¡a le mortificaba esa idea que poblaba sus sue¤os noc-
turnos como un fantasma. Se imaginaba c¢mo seria la boda de Hele-
na con Perr¢n. Naturalmente pensaba en una boda romana, como ya
hab¡a vivido algunas. Ve¡a a Helena de novia, vestida de fiesta, con el
velo en la cabeza, ve¡a a los invitados a la boda reunirse en su casa y al
sacerdote sacrificando un cordero. Ante el altar, los novios pronuncia-
r¡an su promesa matrimonial; despu‚s dar¡a comienzo el banquete
nupcial con m£sica y baile hasta muy avanzada la noche.
Con especial claridad, imaginaba la £ltima fase, la m s dolorosa
para ‚l. En alg£n momento de la noche, se levantar¡a el joven esposo
para llevar a casa a su flamante y joven esposa. Pero ella se fingir¡a
temerosa, se refugiar¡a en los brazos de su madre, y s¢lo tras una me-
drosa vacilaci¢n, se decidir¡a a acompa¤ar al esposo. Les seguir¡a una
animada marcha nupcial con m£sica y viejas canciones, mientras arro-
jaban dinero y dulces a los espectadores. Dos portadores de antorchas
ir¡an delante, hasta llegar a la casa del novio. Todos se quedar¡an pa-
rados, y se har¡a el silencio. Con br¡o propio del ritual, se arrojar¡an
ahora muy lejos las antorchas y quien consiguiera atraparlas, se las
llevar¡a a casa como talism n. Entretanto, la novia ungir¡a con aceite
la jamba de la puerta y cruzar¡a la entrada con una cinta de lana.
Despu‚s, unos amigos del novio la levantar¡an en brazos y atravesar¡an
con ella el umbral de la casa que ahora tambi‚n era la suya. Les segui-
r¡an las doncellas de honor, con husos y ruecas en las manos para
recordar la venerable actividad de un ama de casa romana. Entonces
el esposo ofrecer¡a a la esposa un recipiente con carb¢n candente y
otro con agua, los el‚menros m s importantes del hogar. A continua-
ci¢n, se retirar¡a al cubiculum, la alcoba donde, poco despu‚s, seria
entregada la esposa por las doncellas de honor, ahogando unas risitas
de complicidad. Fuera, los invitados cantar¡an canciones nupciales,
mientras en el interior el esposo le soltar¡a a su esposa el cintur¢n.
Todo el mundo sab¡a lo que venia despu‚s, y tambi‚n Sabino lo sabia,
y siempre le hab¡a parecido la cosa m s natural del mundo. Pero esta
vez no, porque en el lecho nupcial esperaba un esposo que no era ‚l,
Cornelio Sabino, a quien correspond¡a en justicia ocupar aquel lugar.

180 181

Sabino se dec¡a una y otra vez que esta idea era est£pida e infantil,
pero no servia de nada. No quer¡a lamentarse ante sus padres, pues
s¢lo hubiera conseguido un indulgente asentimiento con la cabeza;
de sus amigos tem¡a la burla. Y, puestas as¡ las cosas, fue a ver a Que-
rea. De ‚l, mayor y m s maduro, pod¡a esperar comprensi¢n.
Hacia mucho que no se ve¡an, pero Querea no le hizo reproches; su
bondadoso rostro s¢lo reflejaba la alegr¡a del reencuentro, pero no le
pas¢ inadvertida la cara ser¡a y marcada por las cavilaciones de su
joven amigo.
-¨Qu‚ re sucede? Pareces un campesino a quien el granizo le ha
echado a perder la cosecha.
-¨Tanto se me nota? Entonces no es necesario que ande por las
ramas, s¢lo tengo que pedirte un poco de paciencia.
As¡ tuvo conocimiento Querea de lo ocurrido en Epidauro y de los
vanos intentos de su amigo por superarlo. Hizo un gesto negativo con
la cabeza.
-No s‚ qu‚ decirte. Pero me da la sensaci¢n de que re ocurre
como a una planta de maceta a la que se le quita el agua. Has de hacer
algo para superarlo. Como soldado re aconsejar¡a no mirar atr s con
cobard¡a y lamentarse como una pla¤idera, sino adelante, al ataque.
Si tienes alguna posibilidad de hacerlo, viaja a ミ feso y conrempla la
felicidad del hogar de Helena. Rera a duelo a su esposo, secuestra a
Helena, haz algo!
Sabino no hubiera cre¡do capaz de semejantes propuestas al apaci-
ble Querea.
-¨Quieres decir que debo...?
Querea le coloc¢ su vigorosa manaza en el brazo.
-No tomes al pie de la letra lo que re be aconsejado. S¢lo quiero
decir que has de ser activo, pues este constante estar sentado cavilan-
do acabar por llevarte a la tumba.
-Ya lo s‚, pero ¨c¢mo he de hacerlo? Mi padre perder la pacien-
cia conmigo si me vuelvo a marchar.
Querea pens¢ un instante.
-Te aconsejo lo siguiente: lleva a la pr ctica tu viejo plan y sol¡cita
un puesto en el ej‚rcito. En Asia hay tres legiones, una de ellas est
estacionada en Efeso. Pide que re trasladen all¡. Con tus relaciones,
no re resultar dificil. Vienes de una conocida familia patricia; mu-
chos j¢venes como t£ han empezado su carrera en el ej‚rcito. Si hicie-
ra falta, yo, el tribuno Casio Querea, confirmar‚ con mucho gusto que
re he instruido a fondo en el manejo de las armas.
Sabino abraz¢ fuertemente a su amigo.
-Qu‚ har¡a yo sin ti! Lo que has sugerido, se me antoja la mejor,
incluso la £nica posibilidad. Aunque para la cuestura soy a£n dema-
siadojoven, pues la edad m¡nima son los treinta a¤os. Solicitar‚, pues,
un puesto de tribuno.
-Para llegar a serlo he necesitado yo media vida...
Sus palabras sonaron algo amargas, pero en ellas no resonaba ni
envidia ni reproches.
-S‚ muy bien, Querea, que no es justo, pero no podemos cam-
biar las leyes. Lo importante es que hay que hacer algo, y as¡ no ten-
dr‚ que reprocharme m s adelante haber renunciado a Helena sin
luchar.
Cornelio Celso, a quien la tristeza de su hijo preocupaba honda-
mente, respir¢ aliviado, pese a que segu¡a sin aprobar que iniciara
una carrera militar.
-No es mi intenci¢n quedarme en las legiones, padre, te lo pro-
meto. En cualquier caso, no es extra¤o ni deshonroso que un Corne-
lio sirva a Roma como soldado.
¨Qu‚ iba a contestar Celso? Se limir¢ a suspirar y murmuro:
-Este hijo! Este hijo!

Hab¡a un hombre que iba ocupando cada vez m s un primer plano en


la corte imperial. Se trataba del liberto Calixto, un hombre extraordi-
nariamente inteligente, capaz -como se demostr¢ m s tarde- de
enfrenrarse a cualquier tarea. Su aspecto era m s bien insignificante,
era peque¤o, gordo, algo torpe, pero se mostraba complaciente y
amable con todo el mundo. Calixto asesoraba al emperador en cues-
tiones financieras, negociaba con los arquitectos como si fuera uno de
ellos, organizaba representaciones teatrales y banquetes y hasta era el
confidente y secretario privado de Cal¡gula. Hombre polifac‚tico, ca-
llado y leal, se hizo pronto imprescindible para el emperador, y quien
quer¡a llegar hasta ‚l ten¡a que empezar hablando con Calixto. Nadie
pod¡a reprocharle que fuera venal, pese a que, naturalmente, acepta-
ba dinero y regalos. Quien se presentaba ante Calixto y le ofrec¡a una
determinada cantidad a cambio de una audiencia con el emperador
era expulsado de all¡ a cajas destempladas. Quien lo conoc¡a, lo hacia
de otro modo: le expon¡a sus problemas, y si hab¡a fundadas esperan-
zas de poder encontrar alguna soluci¢n, Calixto dec¡a que no pod¡a
prometer nada, pero que har¡a lo que estuviera en su mano. Cuando
el asunto hab¡a quedado resuelto, el peticionario le enviaba dinero o
regalos, y Calixto daba las gracias y hacia saber que los obsequios no
eran realmente necesarios. As¡, en poco tiempo se hizo inmensamen-
te rico sin robar a nadie y sin ganarse enemistades.

182 183

Calixto no s¢lo dominaba los signos abreviados de los amanuenses


que hab¡a desarrollado Tulio Tir¢n, sino que lo hab¡a perfeccionado
y hab¡a creado un sistema propio. M s de una vez Cal¡gula se hab¡a
divertido dict ndole tan de prisa como era capaz de hablar, pero a
Calixto no se le escapaba ni una sola palabra y le¡a el texto sin cometer
falta alguna. Esta capacidad resultaba muy beneficiosa para la prisa e
impaciencia del emperador, que ya hab¡a hecho azorar a amanuenses
que le resultaban demasiado lentos.
Calixto estaba sien¡pre disponible, incluso de noche, y precisa-
mente era a estas horas cuando el emperador lo necesitaba con fre-
cuencia, pues Cal¡gula ten¡a el sue¤o inquiero y se despertaba varias
veces durante la noche. Entonces se sent¡a impulsado a hacer algo, y
en esta ocasi¢n se le ocurri¢ escribirle a Avilio Flaco una carta que
hab¡a querido escribirle mucho antes. Hizo, pues, llamar a Calixto.
-A tu servicio, Majestad!
El emperador llevaba un manto de seda de color violeta bordado
con flecos dorados y jerogl¡ficos egipcios. Desde que sufriera aquella
enfermedad, apenas pod¡a ya cerrar el manto, pues hab¡a engordado
considerablemente.
-El caso es que ahora existen dos prefectos de Egipto -observ¢
Calixto, y sus palabras sonaban a una comprobaci¢n neutral.
-Correcto -dijo Cal¡gula sonriendo maliciosamente-. Uno
est , por as¡ decirlo, en reserva por si le ocurre algo al otro. Sea lo que
fuere, de momento, Flaco sigue ejerciendo el cargo; que haga, pues,
algo por su emperador. Toma tu estilete, Calixto, y escribe:
®Para embellecer Roma y para subrayar su rango como centro del
mundo, quiero adornar algunos lugares con obeliscos egipcios. Deseo
que pr¢ximamente env¡es al menos uno de ellos a Roma de la manera
m s r pida. En caso de que la carga resultara demasiado pesada para
los barcos comunes, haz construir uno adecuado. Adem s deseo que
visites la tumba del gran Alejandro. El rey lleva una coraza de oro. La
haces copiar por el mejor orfebre de Alejandr¡a y me la env¡as... ¯
El emperador hizo una pausa, y Calixto alz¢ la mirada, interro-
gante.
-Bien, Calixto, ¨c¢mo sigue? ¨Me quedar‚ con el original de la
coraza o me conformar‚ con la copia?
No hab¡a manera de perturbar a Calixto.
-La pregunta tiene f cil respuesta. Alejandro fue en su d¡a el amo
del mundo, ahora lo eres t£. Al muerto no le importa llevar una copia
sobre su cuerpo. La coraza de oro te corresponde a ti, divino Augusto,
s¢lo a ti.
Cal¡gula sonri¢ halagado. Le gustaba que Calixto no le adulara de
manera servil, sino que razonara sus opiniones con l¢gica aplastante.
-Sigue, pues: <~... y me envias el original. He dado orden de le-
vantar en el campo de Marte un segundo templo dedicado a Isis. Para
conferir a la construcci¢n una especial solemnidad, necesito una her-
mosa estatua antigua de la diosa. Debe ser de piedra noble -p¢rfido
o m rmol verde- y debe medir al menos diez varas de alto. Paga el
precio que corresponde y apela a mi si los sacerdotes no quieren
entregarla. Mi actitud hacia ti seguir siendo ben‚vola si cumples
estos encargos a mi plena sarisfaccion¯.
-¨Esto es todo?
-Si. ¨Has seguido los avances de la construcci¢n del templo de
Isis en el campo de Marte?
Calixto asinti¢.
-Progresa con rapidez. Dentro de dos o tres meses estar terminado.
-Y, ahora, acu‚state, Calixto.
El emperador bostezo.
-Te deseo buenas noches, Majestad.
Calixto lo dijo con toda seriedad, pese a que estaba ya amane-
ciendo.
El emperador se ech¢ sobre la cama, pero sus pensamientos se-
gu¡an trabajando incansablemente. Se le ocurri¢ otra cosa. Hizo lla-
mar de nuevo a Calixto. Sin muestra de cansancio o de irritaci¢n, el
secretario se acerc¢ a la cama.
-¨Majestad?
-Hay que arreglar otro asunto. Sabes que hace unos d¡as he hecho
poner bajo arresto domiciliario a Macr¢n. Se trata de una situaci¢n
provisional, y creo que ahora ocurrir lo que antes insinu‚. A uno de
los dos prefectos de Egipto le va a pasar algo... No le puedo enviar a un
mensajero cualquiera; se lo debo a su antiguo rango. Ve t£ a verle y
comun¡cale que dentro de tres d¡as ser acusado de alta traici¢n.
-¨Nada m s?
-Nada m s!
Calixto se rerir¢, pero como para entonces el sol de la ma¤ana se
reflejaba ya en el m rmol de las casas, de los templos y de los palacios,
el incansable secretario renunci¢ a volver a acostarse. Tom¢ un ba¤o,
se hizo rapar la barba y desayun¢ copiosamente. Su cansancio desapa-
reci¢. Con el mejor humor subi¢ a la silla de manos para ir a ver a
Sertorio Macron.
Calixto carec¡a de conciencia, esto le hacia semejante a su se¤or, y
en eso resid¡a su fuerza.

184 185
XLV

Una vez que Cornelio Sabino hab¡a tomado la decisi¢n de entrar en la


legi¢n, activaba su solicitud con insistencia y aprovechaba todas sus
relaciones. Cornelio Casio, un pariente suyo, hab¡a sido c¢nsul en
tiempo de Tiberio y se contaba ahora entre los senadores m s an-
tiguos de la Curia. Dirigi¢ la solicitud por los cauces adecuados, y no
pas¢ mucho tiempo hasta que Sabino fue convocado a comparecer
ante una comisi¢n militar. Fue el emperador Augusto quien cre¢ es-
tas comisiones examinadoras, pues se acumulaban las solicitudes de
hijos de patricios que quer¡an alcanzar de este modo, sin gran esfuer-
zo, un alto y respetado rango militar.
Cuando Sabino entr¢ en la sala, alcanz¢ a£n a oir que uno de los
hombres dec¡a:
-Esperemos que no sea otro de estos nobles imb‚ciles que ape-
nas saben manejar la espada...
Hizo como si no hubiera o¡do nada y se puso firme ante los tres
oficiales.
Un escribiente empez¢ a leer:
-Cornelio Sabino, veintis‚is a¤os de edad, hijo de Cornelio Celso
y de Valeria, patricio, sol¡cita el cargo de tribuno militar y desea ser
destinado a una de las legiones estacionadas en Asia.
Uno de los oficiales, un veterano con el rostro cosido de cicatrices
y un parche negro en el ojo, exclam¢ ir¢nicamente.
-As¡ que el joven se¤or desea ser destinado a Asia. Sin duda, a
ミ feso, porque all¡ est n las prostitutas m s hermosas.
Querea hab¡a aconsejado a Sabino que no contradijera jam s a
los superiores militares y que, en caso de duda, dijera siempre ®Si,
se¤or¯.
-dijo Sabino con rostro impasible.
has sido lo que rompieron a re¡r.
es sincero. El tribuno Casio Querea nos confirma que
instruido a fondo en el uso de todas las armas. Querea es un
soldado, y no tenemos motivo de dudar de sus palabras.
podemos hacer por ti. De todos modos ya es hora de
Cornelio sirva al Estado con las armas.
se¤or! -dijo Sabino.
Retirare!
fuera, suspir¢ aliviado. El primer paso estaba dado. Sabino
sent¡a c¢mo remit¡a su inquietud y c¢mo recobraba su capacidad de
re¡r y alegrarse. Ahora quer¡a hablar con alguien, pero, desde su re-
greso de Epidauro, no hab¡a establecido contacto con ninguno de
sus amigos y se hab¡a encerrado por entero con su pena. Querea
estaba de servicio, as¡ que le qued¢ solamente la posibilidad de ir a
las termas o a un lupanar. Con s¢lo pensar en una muchacha, Sabi-
no sinti¢ que su falo despertaba. ¨Cu nto tiempo hacia que no hab¡a
estado con una mujer? Hizo una mueca dubitativa. ¨Tres meses?
¨Cuatro meses? Para lo que era normal en ‚l, aquello era un tiempo
increiblemente largo. ¨Deb¡a ir a casa de Lidia, su vieja amiga? Qui-
z , entretanto, se hubiera casado por tercera vez. ®No -se dijo a si
mismo-, no voy a enga¤ar a Helena hasta que me encuentre cara a
cara con ella en Efeso.¯
Sabino se decidi¢, pues, por el lupanar, porque todos los hombres
del mundo est n de acuerdo en que con una prostituta uno no puede
enga¤ar a una mujer decente.

Cuando la guardia tom¢ posiciones ante la casa de Macr¢n, el anti-


guo prefecto de los pretorianos supo que sus posibilidades de sobre-
vivir al reinado de Cal¡gula hab¡an quedado muy reducidas. Ante
Nevia se guard¢ para si su opini¢n, pero tambi‚n ella sacaba sus con-
clusiones.
-Parece que no es a Alejandr¡a a donde quiere mandarte, sino a
la c rcel. ¨Qu‚ otra cosa puede significar la guardia ah¡ fuera?
Nevia lo pregunt¢ en un tono muy tranquilo, pero Sertorio Ma-
cr¢n vio llamear el miedo en los ojos bovinos de su esposa, y era lo
suficientemente realista como para saber que s¢lo tem¡a por su pro-
pia vida.
Desde que se encontraba inmovilizado en Roma se hab¡a dado
cuenta de que no significaba nada para Nevia, de que sus esperanzas y
sus ambiciones apuntaban en otra direcci¢n. No quiso pregunt rselo,
pues todav¡a segu¡a amando a su esposa.
186 187

-¨Los guardias fuera? S¢lo puede trararse de una medida de pre-


cauci¢n, pues Cal¡gula no es menos desconfiado que su antecesor.
Si su presencia significara alg£n peligro, entonces se refiere un¡ca-
mente a mi, t£ no tienes nada que ver en esto.
Nevia estuvo a punto de confesarle su antigua relaci¢n con Cal¡-
gula para que viera que no s¢lo ‚l hab¡a sido enga¤ado y burlado por
el emperador, pero reprimi¢ este impulso y decidi¢ esperar. Quiz ,
pese a todo, Cal¡gula hubiera conservado un resto de gratitud y la
dejaba al margen de todo.
Al d¡a siguiente, apareci¢ Calixto, el confidente intimo y secreta-
rio del emperador. Desde el principio, Macr¢n hab¡a sentido anti-
pat¡a por ‚l, y Calixto correspond¡a a esta aversi¢n, pero sin demos-
trarlo. En general, le parec¡a conveniente ocultar sus sentimientos.
-Salve, prefecto! Hoy tenemos un d¡a hermosisimo. No parece
de invierno. Hasta se podr¡a sentar uno en el jard¡n...
Sertorio Macr¢n permaneci¢ callado. Su orgullo de soldado le
prohib¡a corresponder a semejante charlataner¡a. Calixto no se dej¢
perturbar. Al ver que no hab¡a reacci¢n, sigui¢ hablando:
-El emperador ha tenido a bien confiarme esta misi¢n, veo que
est s impaciente; seamos, pues, breves, se ha demostrado que eres cul-
pable de alta traici¢n, has conspirado con Tiberio C‚sar mientras
nuestro bondadoso pr¡ncipe guardaba cama enfermo y desvalido.
Hay testigos! Tendr s que rendir cuentas ante el Senado.
-¨Acaso est prohibido hablar con alguien? El emperador con-
vierte una breve visita de cortes¡a en una conspiraci¢n. En el caso de
que hubiera testigos, sus informaciones son falsas!
Calixto rompi¢ a re¡r con placer.
-Para esto est n los tribunales. El emperador es justo, todo que-
dar aclarado, a no ser que prefieras no esperar al proceso. A veces los
soldados se muestran impacientes cuando se trata de su honor.
Macr¢n entendi¢ la indirecta.
-¨Qu‚ ocurre con Ennia Nevia, mi esposa? Al menos, supongo
que a ella la dejar n en paz, ¨no?
Calixto neg¢ con la cabeza, con fingido pesar.
-Desgraciadamente, no. Ella es tu c¢mplice, y tendr que asumir
sus responsabilidades conjuntamente contigo.
-¨Esto es todo?
Calixto asinti¢.
-De momento, no hay nada m s que decir.
-Entonces desaparece! Fuera de aqu¡! No entiendo c¢mo el
emperador es capaz de soportar d¡a tras d¡a tu cara gordinflona y
arrogante. Pero pronto tambi‚n yacer s t£ en las Gemonias, despu‚s
de ser decapitado.
Calixto no dej¢ traslucir si estas palabras hab¡an llegado a afec-
rarle.
-En cualquier caso, vas antes -dijo con sarcasmo. Y tras una leve
inclinaci¢n, abandon¢ la estancia.
Macr¢n grit¢ una maldici¢n tras ‚l, se fue al atrio y se sent¢ en un
banco.
¯Ni siquiera has cumplido los cuarenta -pens¢-, y tu vida ha
llegado a su fin. Has llegado lejos, Sertorio Macr¢n, pero no lo sufi-
cientemente lejos para estar seguro de la venganza del joven pr¡n-
cipe.

Hab¡a cometido aquel error £nico y decisivo cuando tom¢ en su mo-


mento partido por Cal¡gula contra Tiberio. Cuando el viejo empera-
dor le pidi¢ que vigilara a su sobrino, podr¡a haberle denigrado y ani-
quilado. El trono habr¡a sido ocupado por el d‚bil y bondadoso nieto
del emperador Tiberio C‚sar, y ‚l, Macr¢n, podr¡a haber representa-
do el papel de hombre fuerte que se mantiene a la sombra.
Dio un fuerte pu¤etazo en el banco.
-Pero no, tuve que ponerme de lado de Cal¡gula y ayudarle ade-
m s a asesinar al viejo.
¨C¢mo deb¡a hacerlo? ¨Con el pu¤al, con la espada, con veneno o
abrirse las venas en el ba¤o? ¨Y Nevia? Ni siquiera ella se salvaba. An¡-
qtmilar, aniquilar hasta que ya no tenga que deberle gratitud a nadie,
hasta que nadie pueda recordarle nada. Deber¡a haberme dado cuen-
ta de sus intenciones. Pero ahora es demasiado tarde.
Macr¢n se dirigi¢ a la ventana y mir¢ fuera. All¡ estaba la guardia,
los hombres se re¡an, charlaban, pero no perd¡an la casa de vista. Po-
dr¡a correr espada en alto, derribar a algunos hombres hasta caer ‚l
mismo en la lucha.
No. ¨Por qu‚ iba a atacar a los pobres soldados que all¡ fuera no
hac¡an otra cosa que obedecer ¢rdenes? Ten¡a que haber otra posibi-
lidad. Pero ¨c¢mo iba a decirselo a Nevia? Sin duda estar¡a a£n en la
cama. Dio unas palmadas y orden¢ al criado que despertara a su se-
nora. Pero Nevia ya se hab¡a levantado y apareci¢ sin dilaci¢n.
-¨Tuviste una visita?
-Una visita muy desagradable: Calixto, el secretario del empera-
dor. Van a acusarme de alta traici¢n.
-¨A ti? De...
El espanto hizo que a Nevia le fallara la voz.
-¨Pensabas que los guardias apostados ante nuestra casa eran
tina broma? ¨O crees que Tiberio C‚sar se ha suicidado voluntaria-
mente? Hemos subestimado a nuestro Cal¡gula, Nevia, ahora empieza

188 189

a poner las cosas en orden. No hay que olvidar que su r¡o fue el mejor
maestro imaginable.
-¨Y qu‚ piensas hacer? Al fin y al cabo tienes un mont¢n de ami-
gos, tambi‚n entre los senadores. Arri‚sgate, haz frente al proceso y
proclama la verdad.
Macr¢n la cort¢ con adem n cansino.
-¨La verdad? ¨A qui‚n siguen interesando estas viejas historias?
Docenas de testigos jurar n lo contrario para congraciarse con el
emperador. Estamos perdidos, Nevia. Es mejor que afrontes la rea-
lidad.
-¨Estamos? -pregunt¢ Nevia furiosa-. ¨Qu‚ quieres decir con
®estamos¯? Yo no tengo nada que ver con todo eso.
-Cal¡gula no opina lo mismo. Calixto ha hablado expresamente
de un proceso contra los dos. Se re acusa de complicidad.
-Pero eso es..., eso es...
La cara de Nevia enrojec¡a de indignaci¢n, y brotaron de sus ojos
bovinos l grimas de ira.
-Quisiera pod‚rrelo evitar, pero Cal¡gula quiere aniquilarte tam-
bi‚n a ti. A sus ojos, sabes demasiado.
-S¡! -grit¢ Nevia- y a£n s‚ m s! Aquel sapo peludo me arras-
tr¢ hasta su cama para que influyera en ti. Y, tonta de m¡, lo hice, por
ti, por mi, tambi‚n por ‚l. A fin de cuentas, todos quer¡amos librarnos
de aquel cabr¢n viejo, lascivo y asesino. Y as¡ nos lo agradece!
Macr¢n solt¢ una risa sarc stica.
-¨Eres realmente tan ingenua como para esperar gratitud de Ca-
l¡gula? El hecho de que hayas subido a su cama m s bien agrava el
asunto, aunque ahora ya da lo mismo. Ahora comprendo por qu‚
quiere eliminarre tambi‚n a ti. Quiere borrar todo lo que le recuerde
aquella ‚poca turbia. En las escaleras de las Gemonias pronto volve-
r n a amonronarse los cad veres.
-¨As¡ que no quieres esperar al proceso? -pregunt¢ Nevia, que
hab¡a recuperado la calma.
-No. No pienso interpretar el papel de protagonista en esta mala
comedia, y tampoco lo deseo para ti. De un modo o de otro acabar¡a-
nios bajo el hacha del verdugo. No lo voy a permitir; no pienso darle
esta alegr¡a. No nos quedar m s remedio que suicidamos.
Nevia dirigi¢ a Macr¢n una mirada que reflejaba el espanto que le
atenazaba.
-Pero.., pero no ahora... -balbuce¢.
-En este instante o dentro de una hora o ma¤ana por la ma¤ana,
¨d¢nde est la diferencia?
Una ira s£bita se apoder¢ de ‚l.
-Si pudiera enfrentarme a ‚l, espada en mano, har¡a... har¡a...
No sigui¢ hablando. Como soldado, sab¡a cu n in£til resultaba
semejante idea.
Macr¢n se dirigi¢ a la mesa sobre la que se hallaba su espada, un
valioso regalo del emperador Tiberio. Pero no la tom¢, sino que ech¢
mano al pu¤al que llevaba siempre encima. Iba observando a Nevia,
que permanec¡a acurrucada en su sill¢n con las piernas encogidas
como una ni¤a que tiene miedo de algo. Una fuerte compasi¢n se apo-
der¢ de ‚l, y se dio cuenta de que a£n la segu¡a amando, pese a todo.
¯No merece acabar de este modo -pens¢-, pero no puedo de-
jarla atr s y entregarla a la venganza de Cal¡gula.¯
Tom¢ el pu¤al, se acerc¢ desde atr s a Nevia, la agarr¢ del cabello,
tir¢ la cabeza hacia atr s y la degoll¢. Despu‚s dej¢ caer el arma, tom¢
su espada y se coloc¢ la punta a la altura del coraz¢n. Su £ltimo pensa-
miento fue el ruego dirigido a las diosas de la venganza para que Cal¡-
gula pagara por sus actos.
Pocas horas despu‚s, Cal¡gula recibi¢ la noticia de la muerte de
Sertorio Macr¢n y de su esposa Ennia Nevia.
-Era un tipo del que uno siempre se pod¡a fiar -dijo con una
mal disimulada sonrisa a Calixto-. Ahora me ha librado de su moles-
ta presencia. Quiero que los dos tengan un entierro decente.
-Dar‚ las instrucciones pertinentes.
-Dediqu‚monos ahora a cosas m s importantes. ¨C¢mo van los
trabajos de construcci¢n del templo de Isis?
-Est n pr cticamente terminados. Ahora mismo est n colocando
un techo de madera en la capilla donde estar la estatua de la diosa.
A m s tardar, dentro de diez d¡as, el templo podr ser inaugurado.
-Pensar‚ en algo especial para la inauguraci¢n. Quiero que la
divina Isis tenga en Roma un hogar digno de ella.
En los ojos duros y fr¡os de Cal¡gula asom¢ una expresi¢n ace-
chante cuando pregunt¢:
-Calixto, ¨crees que soy un dios?
-Irradias algo divino, Majestad, cualquiera lo nota...
-Soy un dios! Lo s‚ desde hace alg£n tiempo. Pero resulta dificil
hac‚rselo entender a mi entorno. Mi aspecto externo es el de un ser
humano: como, bebo, me visto, pero en mi interior siento el fuego
divino. No me deja dormir, Calixto, me despierta por la noche, una y
otra vez, me hace abandonar la cama... Lo siento arder y bramar den-
tro de mi, en mi pecho, en mi cabeza, en mis miembros. ¨Acaso es
propio de un ser humano dormir s¢lo tres o cuatro horas? Se dice que
los dioses no necesitan dormir. Y de noche, cuando reina el silencio
m s absoluto, los oigo cuchichear, conversar, a veces escucho mi nom-
bre... Las voces son cada vez m s claras, Calixto, espero poder hablar
pronto con ellos como ahora estoy hablando contigo, y entonces se lo

190 191

anunciar‚ a todo el mundo, y tendr n que construir templos en mi


honor...
Calixto, hombre seco y realista, sinti¢ que le recorr¡a un h lito
g‚lido, pero no permiti¢ que se notara.
-Lo divino no es reconocible inmediatamente y sin m s por noso-
tros, los humanos. Se precisa de un esclarecimiento, indicaciones...
¨Podemos esperar que tu apocalipsis nos ser revelado a tiempo? En-
tonces el pueblo re amar a£n m s que ahora.
-S¡, si, Calixto, ya lo sabr n, y algunos lo notar n.
El emperador se dirigi¢ a sus aposentos privados, donde encontr¢
a Drusila visri‚ndose. Hizo a las esclavas una se¤al para que se marcha-
ran, y desde atr s coloc¢ las manos en los peque¤os y firmes pechos
de Drusila.
-Dentro de pocos d¡as el templo de Isis estar terminado. Quiero
que en las festividades de inauguraci¢n aparezcas a la manera de la
diosa Luna. Ya re veo caminando solemnemente, con un vestido de
color azul bordado con estrellas doradas, y en la cabeza la plateada
luna en cuarto creciente, oliendo a mbar...
Bes¢ su nuca, sus orejas y le aprer¢ con tanta fuerza los pechos que
Drusila se estremeci¢ de dolor.
-Yo me presentar‚ vestido de mujer, como tu hermana divina.
Ser una fiesta para las mujeres; las invitar‚ a todas: a Agripina, a Livi-
la, a las Vestales y a las mujeres m s hermosas de Roma...
Conforme iba hablando aumentaba su entusiasmo.
-¨Qu‚ re parece? La nueva sala de fiestas est terminada; all¡ pue-
den comer al menos quinientas personas a la vez, y la voy a inaugurar
con una fiesta para las mujeres.
-Es una hermosa idea, querido, las mujeres de Roma re glorifica-
r n como a un dios.
Cal¡gula estaba exultante.
-Como a un dios, si! Con esta fiesta quiero celebrar a dos diosas:
a Isis y a ti. Somos una pareja divina, Drusila. Cuando yaces de noche a
mi lado, re conviertes en Luna, y realmente re pareces a su estatua en
el templo del Avenr¡no. Tal vez deber¡amos celebrar all¡ nuestra boda,
ante todo el mundo, para que hasta el £ltimo esclavo sepa que eres mi
divina esposa, por los tiempos de los tiempos. Mi esposa divina es
como deber n llamarte, porque alg£n d¡a voy a tener que casarme
con una mujer humana, por motivos pol¡ticos, ¨comprendes? Hemos
de ser inteligentes! Ante el mundo, Emilio L‚pido es considerado tu
esposo, y si dieras a luz a un ni¤o, ser¡a de ‚l. Pero esto no tiene nada
que ver con nosotros dos.
Un brillo h£medo asom¢ a sus ojos fr¡os e imperturbables.
-¨Verdad que me perteneces a mi, Drusila, solamente a mi?
Ella esboz¢ su cautivadora sonrisa de bruja.
-Lo sabes perfectamente. Los dioses nos han predestinado el
uno para el otro. Cualquier otro hombre me habr¡a causado horror.
Cal¡gula la atrajo bruscamente hacia si, le levant¢ la t£nica y ex-
tendi¢ la mano hacia su entrepierna como se extiende la mano para
tomar una fruta. Ella gimi¢ quedamente, coloc¢ los brazos alrededor
de las caderas de Cal¡gula y sinti¢ su miembro duro. De repente, Dru-
sila se solt¢, atraves¢ el recinto y se escondi¢ tras una de las columnas
de p¢rfido.
Cal¡gula exclam¢ riendo:
-La columna es m s esbelta que t£, a£n puedo ver lo suficien-
re de ti.
Intent¢ arrapar¡a, pero ella lo esquiv¢, salt¢ sobre la cama y lo hizo
correr de un lado a otro hasta que Cal¡gula se par¢ con la respiraci¢n
agitada.
-Ahora has perdido las ganas, ¨verdad? -pregunt¢ Drusila en
tono burl¢n, levant¢ su indice y lo dobl¢ repentinamente hacia abajo.
Cal¡gula hab¡a recuperado el aliento.
-Jam s pierdo las ganas de tenerte a ti; tendr¡a que estar muerto.
Drusila se quit¢ la r£nica, se estir¢ sobre la cama y extendi¢ los
brazos.
-Entonces ven y demn‚stramelo.
Cal¡gula le sonri¢ y, por un momento, su rostro inexpresivo se
anim¢ y parec¡a casi amable.

La influencia y el prestigio de los Cornelios consiguieron un trato pre-


ferente para Sabino, y a principios del nuevo a¤o le fue comunicado
su nombramiento de tribuno. Su servicio iba a comenzar cuando que-
dara disponible un puesto de tribuno en Asia, cosa que se esperaba
para la primavera. As¡, Sabino era considerado ahora un tribuno que,
de momento, estaba de vacaciones. Pod¡a llevar yelmo con penacho,
espada y armadura en los d¡as de fiesta, pero estas cosas no le importa-
ban mucho.
Pidi¢ a Casio que celebrara con ‚l el nombramiento, nombra-
miento al que, en opini¢n de Sabino, hab¡a contribuido con su dic-
tamen.
-Al fin y al cabo no es ninguna mentira calificarte de soldado
perfectamente adiestrado. M s de una vez has hecho saltar mi espada
por los aires.
Estaban sentados en una elegante rabernajunto al puente de Agr¡-
pa y contemplaban el T¡ber con la crecida invernal. Las aguas parduz-
cas se encrespaban alrededor de los pilones del puente.

192 193

Sabino esboz¢ una sonrisa divertida.


-Hasta hoy sigo sin saber si s¢lo fue m‚rito mio o si, de vez en
cuando, dejabas tu espada un poco suelta para darme una alegr¡a.
Querea le cort¢ con un ademan.
-¨Qu‚ importa eso? F¡sicamente, al menos, sirves maravillosa-
mente para ser soldado, y como empiezas siendo tribuno, no te fasti-
diar n las ¢rdenes est£pidas de los superiores. Hasta yo he estado a
veces a punto de perder las ganas de seguir la carrera de las armas por
culpa de semejantes ¢rdenes.
-Pero tambi‚n tengo un superior: por ejemplo, el proc¢nsul
de Asia, luego el legado de mi legi¢n y los tribunos con m s a¤os de
servicio.
-No se puede comparar con la situaci¢n de un simple legionario
que ha de obedecer a un centuri¢n. A veces son aut‚nticos negreros.
Sabino esboz¢ una sonrisa mordaz:
-T£ lo sabr s, no en vano fuiste uno de ellos durante mucho
tiempo...
-Pero no un negrero, y, adem s, esto ha quedado atr s.
Querea levant¢ la copa.
-Brindemos por lo que hemos conseguido.
Llevaban m s de dos horas comiendo en la taberna, y ahora es-
taban vaciando una jarra de excelente vino de Falerno.
-Este es un vino para ocasiones especiales! -dijo Sabino entu-
siasmado-, pero tambi‚n hay motivo para celebrar tu ‚xito, puesto
que ahora formas parre de la guardia de palacio y ves al emperador
casi a diario. Un puesto envidiable.
Pero Querea no correspondi¢ a aquella muestra de alegr¡a.
-¨Envidiable? Seg£n como se mire. ¨Encuentras envidiable que
el emperador te env¡e con un centuri¢n a ver a su propio hijo, un
muchacho de diecinueve a¤os, al que has de anunciar que aquel mis-
mo d¡a ha de suicidarse o, de lo contrario, los pretorianos le ayudar n
a hacerlo? No me corresponde a mi criticar una orden imperial, pero
tuve la impresi¢n de que aquel muchacho, que en aquel momento
estaba jugando con sus perros, era completamente inofensivo.
-¨Te refieres a Tiberio C‚sar? Toda Roma ha hablado de eso,
pero la mayor¡a lo ve¡a como un asunto de familia que no ata¤e a
nadie m s.
-Si, tambi‚n se puede ver as¡. Pero no encuentro tan descabella-
do que algunas personas pensaran en la sucesi¢n durante la grave
enfermedad del emperador. Al fin y al cabo, Tiberio era hijo adoptivo
del emperador. Y si entonces Macr¢n le pregunt¢ si estar¡a dispuesto
a asumir la sucesi¢n tras la muerte de Cal¡gula, aquello no es ni mu-
cho menos una conspiraci¢n.
-No re rompas la cabeza, Querea. El que re hagas rus propias
reflexiones es algo que re honra, pero le debes obediencia al empera-
dor, y ‚l es el £nico que ha de asumir la responsabilidad.
-Tienes raz¢n, un viejo soldado no debe volverse sensiblero. Es el
emperador quien ha de asumir la responsabilidad, y entretanto se han
ido acumulando unos cuantos casos: Macr¢n y su esposa Ennia, Mar-
co Silano, su antiguo suegro, luego media docena de senadores que
no se mostraron demasiado entusiasmados al ver que Cal¡gula se con-
vert¡a en el sucesor de Tibero, despues...
-Querea, Querea -lo interrumpi¢ Sabino- ¨de qu‚ sirve esta
enumeraci¢n? Ninguno de los dos sabemos lo que ocurre entre basti-
dores. Tal vez aquellos hombres eran realmente enemigos del Estado, y
es mejor deshacerse de ellos al principio que arriesgar una guerra civil.
-Esto mismo me digo yo, pero uno no puede evitar pensar aun-
que no quiera. Ten¡a necesidad de sincerarme con alguien, y s¢lo
puedo hacerlo contigo. Entre oficiales no se habla de estas cosas.
-Tampoco seria aconsejable. Por cierto, ¨conoces los detalles del
suicidio de Marco Silano? Era un hombre absolutamente inofensivo y
apol¡tico, ¨o no?
Querea neg¢ con la cabeza.
-No s‚ m s que t£. En un simposio oi decir a un oficial medio
bebido: lo que pasa es qr¡e Silano era demasiado rico. El emperador
dec¡a que era una oveja de oro con la que hay que acabar. Luego sus
amigos lo hicieron callar. Pero la verdad es que lo que se le reproch¢ a
Silano suena algo rid¡culo: que no hubiera acompa¤ado a Cal¡gula al
mar tempestuoso cuando reparri¢ las cenizas de su madre y de su her-
mano. Y que, adem s, hubiera querido aprovechar la ausencia del em-
perador para usurpar el poder.
Sabino estaba bebiendo, le entr¢ la risa, se arraganr¢ y, tosien-
do, intent¢ recuperar el aliento. Querea le dio un manotazo en la
espalda.
-Perdona que me haya entrado la risa, pero eso suena a cuento
de terror. Pero dej‚moslo. El pueblo idolarra al emperador, y ‚l mere-
ce este afecto. Frecuentemente organiza juegos gratuitos, no ha es-
tablecido nuevos impuestos, embellece Roma con sus edificaciones,
son cosas que hay que tener en cuenta.
Querea asinti¢ a disgusto.
-Sobre todo si se le compara con Tiberio, aquel taca¤o. El dinero
hay que gastarlo, eso lo sabe todo el mundo. Tambi‚n yo creo que
Cal¡gula recobrar el buen sentido cuando haya eliminado a todos sus
verdaderos y presuntos adversarios. En el caso del emperador Augus-
to fue tambi‚n as¡: despu‚s de haber eliminado a sus enemigos, go-
bern¢ con clemencia y justicia.

194 195
-Brindemos por esto!
Sabino levant¢ la copa, y bebieron a la salud del emperador Cayo
Julio Augusto Germ nico.

El patricio romano Calpurnio Pis¢n ya hab¡a traspasado la treintena


cuando, cediendo a la insistencia de su padre, viejo y enfermo, deci-
di¢ casarse. Su elecci¢n recay¢ en Livia Orestilla, una pariente lejana.
La muchacha hab¡a quedado hu‚rfana en la m s temprana edad, y,
como £nica heredera, aportaba al matrimonio una considerable for-
runa. Pero ‚ste no era el motivo decisivo para que Pis¢n la pretendie-
ra. Era unajoven alegre, algo coqueta, que disfrutaba haciendo alarde
de su belleza y que no bajaba la mirada cuando la miraba un hombre.
Pis¢n se sentia obligado frente a su antigua y respetada familia a
organizar una boda pomposa a la que, aparte de los primeros ciudada-
nos de la ciudad, invit¢ tambi‚n al emperador. Su r¡o Pis¢n hab¡a
mantenido una estrecha amistad con el emperador Tiberio, y ‚ste lo
hab¡a nombrado prefecto de Roma.
Cal¡gula recib¡a a diario invitaciones a fiestas, pero eran muy pocas
aquellas a las que distingu¡a con su presencia. Las invitaciones respon-
d¡an siempre a lo mismo: que algunas personas quer¡an conseguir
algo de ‚l.
-¨Te parece que debo aceptar la invitaci¢n, Calixto?
Como siempre, el hombre de confianza, que se hab¡a vuelto gordo
y pesado, no dio un consejo terminante.
-Aparte de muchos motivos para no ir, hay dos para aceptar la
invitaci¢n. Calpurnio Pis¢n pertenece a una de las m s importantes
y antiguas familias patricias, y su novia tiene fama de ser muy her-
mosa.
-Ah, Calixto, hay montones de mujeres hermosas en Roma, y casi
todas considerar¡an un honor entrar en m¡ cama. Las puedo tener
a todas, Calixto, a todas, y eso me aburre.
-Al menos una re est negada, Majestad: Livia Oresrila, pues pa-
sado ma¤ana se casar con Calpurnio Pis¢n.
Calixto hab¡a hablado adoptando un tono sosegado, pero sabia
c¢mo irritaba al emperador el hecho de que algo resultara inaccesible
para ‚l.
Inmediatamente se despert¢ la oposici¢n de Cal¡gula:
-Al emperador todo le tiene que estar permitido! Este derecho
divino coloca al Augusto muy por encima de todos los hombres. ¨Lo
admires?
-Naturalmente, Majestad! Ya sabes que hago todo lo que est‚ en
mi mano para alejarte de las banalidades terrenales. Para esto est n
los esclavos, los criados, los funcionarios, los secretarios y los senado-
res. El emperador est por encima de estas cosas.
Cal¡gula se ech¢ a re¡r.
-Tienes suerte de haber citado tambi‚n a los senadores; si no,
tendr¡a que hab‚rrelo recordado. ¨Sabes por qu‚ estoy tan por enci-
ma de los hombres, por qu‚ incluso c¢nsules o reyes de provincias no
son m s que miserables esclavos comparados conmigo? Te lo voy a
explicar: los pastores de reba¤os de animales no son, ellos mismos, ni
terneros, ni cabras, ni ovejas, sino hombres a los que la suerte ha dis-
ringuido con un destino superior. Pero yo soy el gu¡a de la manada
m s importante que existe: la del g‚nero humano; por lo tanto mi
naturaleza no debe ser considerada semejante a la de los humanos,
sino que hay que verla en posesi¢n de un destino m s elevado, de un
signo divino. Es algo absolutamente l¢gico, y cualquier ni¤o es capaz
de comprenderlo.
-S¢lo has expresado lo que pienso yo, lo que pensamos todos.
Cal¡gula asinti¢ con indulgencia.
-Est bien, asisrir‚ a la boda, pero muy brevemente.
Calixto hizo, pues, saber al novio que pod¡a contar con la llegada
del emperador, aunque el pr¡ncipe se limitar¡a a hacerles una visita
muy breve.
Las fiestas estaban ya en pleno auge cuando fuera sonaron las fan-
farrias y la silla de manos imperial apareci¢ en medio de una decuria
de pretorianos a caballo.
Calpurnio Pis¢n acompa¤¢ al ilustre invitado hasta su asiento de-
corado para la ocasi¢n, mientras los comensales celebraban con vivas
al emperador. Cal¡gula estaba de mal humor, porque en los £ltimos
d¡as Drusila le hab¡a negado varias veces su cama. Dijo que no se en-
contraba bien, que tuviera paciencia, que en otra ocasi¢n... Cal¡gula
pensaba que se trataba de excusas y estaba molesto. Ahora estaba en-
cogido en un sitial con expresi¢n sombr¡a. No prob¢ los alimentos
que le ofrecieron, pero en r pida sucesi¢n se ech¢ al gaznate varias
copas de vino. El silencio se hab¡a extendido entre los asistentes a
la fiesta, pues todos los ojos estaban puestos en el emperador, todos
esperaban que dijera algo, una felicitaci¢n, unas cuantas palabras
amables.
-~Mu‚strame a tu novia, Calpurnio Pis¢n!
El hombre a quien se hab¡a dirigido tom¢ a Oresrila de la mano y
la condujo hasta Cal¡gula. La muchacha no vio ning£n motivo para
bajar los ojos ante el emperador, le dirigi¢ una mirada atrevida e in-
tencionada y os¢ esbozar una leve y audaz sonrisa.
Cal¡gula, acostumbrado a espaldas inclinadas y miradas bajas, le
devolvi¢ la sonrisa, y lo hizo casi contra su voluntad. Su enfado se
196 197
disip¢, y mir¢ m s detenidamente a la novia. Le gustaba, le gustaba
incluso mucho.
Como siempre que quer¡a poseer algo, se apoder¢ de ‚l la embria-
gadora conciencia de un poder ilimitado, un poder que no le negaba
nada y que se lo permit¡a rodo. Tom¢ la mano de Oresrila y la arrastr¢
hasta su sitial. Ella apenas opuso resistencia.
-No re acerques tanto a mi esposa -dijo Cal¡gula con una sonri-
sa mal‚vola y a¤adi¢-: Como ves, tu boda queda en nada, Calpurnio
Pis¢n, pero tengo que darte las gracias, porque acabas de darle una
emperatriz a Roma.
Todos oyeron estas palabras dichas en voz alta, y ahora toda la
congregaci¢n festiva contuvo la respiraci¢n. S¢lo pod¡a trararse de
una de las bromas de Cal¡gula, que eran a menudo burdas y siempre
ridiculizaban a los demas.
Pis¢n, qr¡e no estaba dispuesto a malquistarse con el emperador,
correspondi¢ inmediatamente a las palabras de ‚ste. Se inclin¢ pro-
fundamente y dijo:
-De este modo una palabra imperial me ha ascendido de novio a
padrino de boda. Y digo ascendido porque valoro mucho m s el ho-
nor de haberte presentado a una esposa de tu gusto que poseerla yo
mismo.
Cal¡gula asinti¢ satisfecho.
-De un patricio romano no esperaba otra actitud. Pero ahora
vamos a escuchar la opini¢n de Oresrila.
La atrevida sonrisa de la novia se hab¡a esfumado. Tambi‚n ella
hab¡a tomado a broma las palabras del emperador, y apenas se atrev¡a
a creer que las hubiera dicho en serio.
-Pero si casi no me conoces, Majestad. Temo decepcionarte...
Cal¡gula le cort¢ con un ademan.
-. Nada de eso! Me gustas y re voy a convertir en emperatriz. Aho-
ra ser‚ yo quien se haga cargo de los gastos de la fiesta, y ruego a los
venerables invitados que me acompa¤en a mi y a la novia al Palatino.
Y todos volvieron a estallar en j£bilo. ¨Qu‚ remedio les quedaba?
La novia de Pis¢n se hab¡a convertido en Oresrila Augusta, y as¡, como
primera dama del Imperio romano, estaba muy por encima de ellos.
Era suficiente motivo para estallar en j£bilo.
Las gentes sal¡an de sus casas atra¡das por la estrepitosa marcha
nupcial, y la noticia recorri¢ Roma como un viento huracanado. El
emperador Cayo Augusto le hab¡a arrebatado la novia a Calpurnio
Pis¢n. La plebe lo encontraba magnifico, fabuloso, £nico. Quien tra-
raba as¡ a los patricios se merec¡a el aplauso.
~7
Drusila esboz¢ una sonrisa hechicera cuando Cal¡gula le present¢ a la
novia.
-Mi enhorabuena, Orestila. Vaya sorpresa, ¨verdad? Si, mi vene-
rado hermano lo quiere todo muy r pido, todo!
Drusila conoc¡a a Cal¡gula como nadie y sab¡a lo que deb¡a pensar
de esta elecci¢n de novia.
Cal¡gula, en cambio, ten¡a prisa, arrastr¢ a Oresrila a su alcoba y la
tir¢ sobre el lecho.
-Vamos a anticipar la noche de bodas. Para el acto oficial queda
tiempo despu‚s. Estoy impaciente, Orestila, ¨t£ tambi‚n?
-Si, si -balbuce¢ la muchacha y vio bajo la luz titilante de las
l mparas de aceite c¢mo un monstruo peludo iba apareciendo bajo
sus ropas. El apodo secreto del emperador era ®el chivo¯, pero ella no
pensaba que esta denominaci¢n fuera tan acertada. La aterrada Ores-
rila vivi¢ algo as¡ como una violaci¢n que la hizo gritar de dolor, y
despu‚s, cuando aquel monstruo peludo dorm¡a a su lado, roncando
y despidiendo un tufo a vino, s¢lo qued¢ el asco.

Al d¡a siguiente, Cal¡gula ya hab¡a perdido el inter‚s por su ®esposa¯.


Tras otro coito fugaz, el emperador la mand¢ de vuelta a su casa con
la orden expresa de que nunca m s en la vida deber¡a unirse a un
hombre.
-Quien fue la esposa del emperador, aunque s¢lo fuera por unos
d¡as, ha sido consagrada y enaltecida de un modo que parecer¡a un
sacrilegio el que otro la rocara. Tenlo presente!
Aquello no fue ninguna broma, y la desconcertada Orestila apenas
sabia ya c¢mo seguir adelante con su vida.
-No te portaste bien con la muchacha -observ¢ Drusila, pero en
su voz no hab¡a ning£n reproche. Fue una mera comprobaci¢n.
-El emperador act£a como le viene en gana! No te llegaba ni a la
suela de los zapatos, Drusila. Me has mimado en la cama, y ahora mi-
do a todas las mujeres compar ndolas contigo. Me has hecho inservi-
ble para el matrimonio.
-Ya veremos. Eres joven y re queda mucho tiempo. Y me tienes
a m¡...
Cal¡gula la bes¢ en el cuello, y ella rode¢ posesiva con la mano su
falo a medida que se iba levantando.
198 199

xv
Los barcos procedentes de Alejandr¡a, que Cal¡gula esperaba con im-
paciencia, llegaron en primavera. Uno era un buque de carga de
inmensas dimensiones, construido con la £nica finalidad de trans-
portar el gigantesco obelisco desde Heli¢polis. Los sacerdotes egip-
cios del viejo santuario al Sol protestaron cuando Avilio Flaco les
comunic¢ que el emperador quer¡a tener el obelisco en Roma, pero
un regalo en dinero dobleg¢ su voluntad. Flaco lo pag¢ de su propio
bolsillo, pues sabia lo inseguro que estaba su cargo de prefecto y
quer¡a ganarse la benevolencia del emperador. El segundo barco
conten¡a la deseada estatua de Isis, adem s de dos esfinges de alabas-
tro, una figura de Serapis de tama¤o natural, de piedra negra, y mu-
chas otras cosas que podr¡an servir para adornar el templo de la
diosa.
Flaco escribi¢ que no hab¡a sido posible fabricar en tan poco tiem-
po la coraza de oro que llegar¡a con uno de los pr¢ximos barcos. Cal¡-
gula estuvo a punto de estallar en c¢lera al oir la noticia, pero Calixto
lo tranquilizo.
-Lo comprendo, Majestad, pero trabajar realmente con dedica-
ci¢n y esmero exige su tiempo. Pero nunca hubiera contado con que
el gran obelisco llegara tan de prisa. ¨D¢nde hay que colocarlo?
-No corre prisa. Lo m s probable es que haga ampliar el peque-
¤o circo que est junto a los jardines del Vaticano y lo har‚ colocar
all¡. Lo que m s me importa es la inauguraci¢n del templo de Isis.
¨Cu ndo puede celebrarse?
-Todo est preparado para la gran procesi¢n. Los sacerdotes
egipcios dicen que ahora, en primavera~ es la mejor ‚poca para una
celebraci¢n dedicada a Isis, porque es cuando despierta la naturaleza,
La procesi¢n se congreg¢ en el campo de Marte. Acudieron cantantes,
m£sicos y bailarines; sacerdotes y sacerdotisas vestidas de blanco se
apearon de sus sillas de manos. El vestido de Drusila, con las estrellas
doradas, hacia el efecto de un cuerpo extra¤o en aquel mar blanco.
Se iba formando la comitiva. Delante iban muchachas con coronas
de flores. Estas muchachas portaban cestas de las que arrojaban p‚ta-
los, ofrec¡an jarras llenas de vino y dispersaban sustancias olorosas.
Las segu¡a un grupo de mujeres y hombres con antorchas, l mparas y
velas, elementos que pretend¡an hacer alusi¢n a Isis como se¤ora de
los astros. Un grupo de m£sicos acompa¤aba con tubas, flautas y tam-
bores el canto del coro formado por muchachos y muchachas. Se
enronaron las viejas melod¡as sagradas en honor a la diosa:

Te saludamos, estrella que alumbras y precedes al sol!


Te saludamos, puente que conduces de la tierra al cielo!
Te saludamos, a ti que llenas las redes de los pescadores!
Te saludamos, rayo que iluminas las almas!
Te saludamos, a ti que, cual trueno, espantas a los enemigos!
Te saludamos, horror de los malos esp¡ritus!
Te saludamos, a ti que traes la alegr¡a a todos los humanos!

Unos sacerdotes con las cabezas rapadas, ataviados con largas vesti-
duras blancas, portaban los s¡mbolos sagrados de Isis: una l mpara en
forma de barco, peque¤os altares de madera sobredorada, una palma
de oro, un alado caduceo, una mano izquierda hecha de madera, un
recipiente de oro en forma de pecho femenino, un bieldo y unajarra
de agua. Estos s¡mbolos deb¡an ilustrar el poder de la diosa que abar-
ca la tierra y el cielo.
Los sacerdotes iban acompa¤ados por muchachas y mozos que
agitaban sistros y hac¡an sonar incansablemente sus instrumentos de
oro, de plata y de bronce. A ambos lados caminaban hombres con
200 201
cuando se reanuda la navegaci¢n y el sol asciende de d¡a en d¡a hasta
un punto m s alto en el firmamento.
-Bien, Calixto, que se haga lo antes posible. Se me ha ocurrido
algo especial para la ocasion.
®¨Qui‚n ser el perjudicado esta vez?¯, pens¢ Calixto con males-
tar, pues siempre hay una v¡ctima.
En aquella ‚poca, Calixto, que se hab¡a convertido en un hombre
riqu¡simo, empez¢ a pensar por primera vez en la posibilidad de que
alg£n d¡a tambi‚n ‚l podr¡a ser la v¡ctima de las ®bromas¯ del empera-
dor. Pero se jur¢ a si mismo que har¡a lo que fuera para evitarlo.
incensarios, de modo que la procesi¢n avanzaba envuelta en una
nube olorosa.
Le segu¡a a gran distancia un grupo de sacerdotes y sacerdotisas
disfrazados de dioses. Se pod¡a ver a Anubis con su cabeza de chacal, a
Arn¢n con su cabeza de carnero; a Serapis con su rostro barbudo lle-
vando el celem¡n en la cabeza. Durante los £ltimos siglos hab¡a ido
ocupando el lugar del dios de la muerte Osiris, y tambi‚n a los ro-
manos les resultaba familiar. Este grupo estaba encabezado por Drusi-
la vestida de Luna, pero esto era contrario a toda tradici¢n, pues la
religi¢n egipcia no conoc¡a ninguna diosa lunar.
A los espectadores romanos apostados a ambos lados del camino
poco les importaba. Para ellos era un espect culo agradable que inte-
rrump¡a la monoton¡a de la vida cotidiana.
Tras las deidades, caminaba sola, con paso majestuoso, cubierta
por un tupido velo, la diosa en persona; en la cabeza el disco solar
engarzado en la cornamenta liriforme; en una mano el sistro de oro,
en la otra la copa de plata. A gran distancia la acompa¤aban a ambos
lados dos sacerdotes con las insignias principales de la diosa: la cesta
de oro con la Luna en cuarto creciente y la serpiente y el jarr¢n con
agua del Nilo.

Ante el nuevo templo, la procesi¢n se disolvi¢; s¢lo los sacerdotes pa-


saron al interior. Para sorpresa de todos, la diosa Isis se desprend¡a
ahora de su corona y de su velo, y apareci¢ el rostro del emperador.
Nadie dijo una palabra, hasta que Cal¡gula anuncio:
-Las deidades tienen capacidad para rransformarse, y para la
fiesta de hoy he adoptado la figura de Isis, que manrendr‚ hasta
la medianoche.
Se inici¢ un t¡mido aplauso, y algunos murmuraron:
-Una ocurrencia divina, una deliciosa innovaci¢n...
Pero, para este d¡a, Cal¡gula hab¡a ideado m s sorpresas. En honor
a la diosa Isis se hab¡a convocado para la noche un banquete en el
nuevo palacio, al que s¢lo hab¡a invitado a mujeres. Se entusiasm¢
con la idea y le dijo a Drusila:
-Siempre los simposios y banquetes han sido s¢lo para hombres,
pero como he creado un hogar aqu¡ en Roma para Isis, la encantado-
ra diosa, quiero honrar su sexo todos los a¤os con un gran fest¡n.
¨Qu‚ re parecer
-Es magnifico, hermano mio, y demuestra lo sensible, considera-
do y polifac‚tico que eres. De todos modos, eres ya el ¡dolo de las
mujeres romanas, pero con esto te erigir s un monumento entre
ellas.
Como siempre, Drusila hab¡a comprendido y aprobado lo que
produc¡a su cabeza incansablemente activa.
Durante d¡as, Cal¡gula estuvo confeccionando la lista de invitadas,
con ayuda de su secretario Calixto, para no olvidar a ninguna romana
importante. Luego, consultaron adem s con Emilio L‚pido, que tam-
bi‚n a¤adi¢ algunas sugerencias.
-No re olvides de la sacerdotisa de las Vestales -le record¢ al
emperador.
Cal¡gula esboz¢ una sonrisa c¡nica.
-Esa vieja casta encontrar poco placer en semejante fiesta, pero
tienes raz¢n, tiene que estar presente. Ahora se me ocurre algo! Si
invito a la superiora de las virgenes, tambi‚n tiene que estar presente,
como compensaci¢n, una prostituta. ¨Te acuerdas de Piralis?
L‚pido reflexion¢ y despu‚s de gran esfuerzo, pregunt¢:
-¨Qui‚n es ‚sa?
-~Tienes mala memoria! Aquella noche en el lupanar, antes de
caer yo enfermo, la hab¡a elegido a ella, pero luego cay¢ sobre mi el
rayo divino, y vosotros me trajisteis de vuelta a casa.
-Ahora me acuerdo: es aquella hermosajoven griega. Si, invitala.

De este modo, los invitados del emperador -qr¡e segu¡a llevando a£n
ropa de mujer- eran patricias romanas, sentadas codo con codo con
prostitutas, sacerdotisas y princesas imperiales. La £nica que no acu-
di¢ fue Agripina, pues su esposo, el vividor y libertino Domicio Eno-
barbo, se estaba muriendo, y su esposa permaneci¢ a su lado, porque
era lo que esperaba de ella como madre de su hijo. Cuando, tras el
parto, Enobarbo lleg¢ a casa y levant¢ a su hijo, como era tradici¢n,
con manos temblorosas, se hab¡a re¡do en su borrachera diciendo:
-;Vas a ser una buena pieza! Un hijo de nosotros dos s¢lo puede
acabar siendo un monstruo.
Le dieron el nombre de Claudio Ner¢n.
Livila, en cambio, compareci¢ y permaneci¢ sentada, con rostro
de piedra, al lado de su hermano disfrazado que cog¡a lajarra de vino
con movimientos amanerados y resultaba muy extra¤o en su man¡a
de comporrarse de un modo femenino.
La Virgo Vestalis Maxima* estaba sentada a corta distancia, en un
lugar de honor. Llevaba la ¡nfula frontal adornada con cintas, y con-
templaba con apenas disimulada repugnancia el extra¤o traj¡n. Ten¡a
ahora treinta y seis a¤os, y dentro de dos podr¡a abandonar el servicio
entre las Vestales iniciado cuando contaba tan s¢lo ocho a¤os. Pero le

* La m s anciana de las Vestales.

202 203
daba horror una vuelta a la vida terrenal, le daba horror este empera-
dor y sus bromas blasfemas. A¤oraba su tranquila morada en el tem-
P¡o y decidi¢ abandonar la fiesta lo antes posible.
Cuarenta y dos cocineros con m s de cien ayudantes llevaban des-
de primeras horas de la ma¤ana preparando una larga y complicada
sucesi¢n de platos. Cal¡gula, en persona, se hab¡a cerciorado de que
sus sugerencias se hubieran puesto en pr ctica con exactitud, y aho-
ra, cuando tra¡an ya los alimentos, esperaba anhelante ver los rostros
asombrados de sus invitadas.
Hab¡a altas bandejas con pilas de cochinillos asados, corderos,
ocas, grullas, palomas y codornices; una parte de estos animales lleva-
ba una capa de pan de oro, a algunos se les hab¡a vuelto a colocar su
plumaje original, y otros ten¡an el aspecto que un asado ha de tener:
tostados y crujientes. Pero quien intent¢ cortar un trozo, se vio decep-
cionado, pues la mayor¡a de estos animales hab¡an sido moldeados en
madera o en barro y s¢lo recubiertos de una crujiente piel. Los que
parec¡an hechos de oro, en cambio, eran los aut‚nticos, y este enga¤o
inofensivo provoc¢ a£n cierta diversi¢n. No obstante, aquello cambi¢
cuando sirvieron a las invitadas faisanes, palomas y codornices que un
cocinero anunci¢ como: ®aves rellenas de higos y nueces¯. Las nueces
resultaban ser cagarrutas de liebre, y los higos vainas rellenas de pi-
mienta picante. La consecuencia fue que quien no hacia una mueca
de asco intentaba apagar el fuego en la garganta con grandes cantida-
des de vino. Tambi‚n all¡ se pod¡a ver mala suerte, pues entre las ja-
rras de vino aut‚ntico de Falerno, sorrenrino o de vino de M sico,
tambi‚n las hab¡a que conten¡an vinagre o vino en mal estado.
El emperador observ¢ exactamente la reacci¢n de los comensales,
y el regodeo hizo aparecer un c lido brillo en sus ojos fr¡os e inexpre-
sivos. Se alegraba especialmente con las muecas de dolor de aquellas
invitadas que, con un suspiro de alivio, hab¡an alargado la mano para
tomar el dulce de miel con distintas clases de nueces de aspecto ino-
fensivo. Con las nueces de verdad se hab¡an entremezclado piedras de
id‚ntico aspecto, y algunas de las mujeres las mordieron con tanta
fuerza que sus muelas saltaron hechas trizas.
Entretanto, la Virgo Vestalis Maxima se hab¡a retirado. Abandon¢ la
sala con la cabeza muy erguida, despidi‚ndose del emperador s¢lo
con una leve inclinaci¢n de cabeza. Como no pod¡a hacerle da¤o al-
guno a aquella sacerdotisa sacrosanta, Cal¡gula se conform¢ con la
alegr¡a de haberla molestado. Cal¡gula com¡a y beb¡a ingentes canti-
dades. Se atiborraba de comida y de bebida como si hubiera ayunado
hasta casi morir de hambre. Cuando sinti¢ n useas, se hizo traer una
palangana de oro y vomir¢ repetidamente. Drusila se ri¢, pero su her-
mana Livila se apart¢ asqueada.
r
Cal¡gula se enjuag¢ la boca, erucr¢ y se dirigi¢ a Livila.
-En la mesa de tu amigo S‚neca las maneras ser n m s finas,
¨verdad? All¡ no se traga sino que se come y no se empina el codo sino
que uno se moja los labios con vino mezclado con agua. ¨Es as¡, o no?
Incluso puedo imaginar que un esclavo de exquisita instrucci¢n
acompa¤ar la comida recitando versos de tu amante. Este S‚neca me
da asco, ¨lo sabes? Que no se sienta tan seguro! Dale este recado de
parte del emperador!
-T£ tampoco eres inmortal -dijo Livila, y se levant¢-. ¨O eres
inmune al veneno y al pu¤al?
En sus grandes y fr¡os ojos centelleaba un odio implacable y, como
Livila comprob¢ satisfecha, este odio estaba mezclado con una buena
dosis de miedo.
-Si hace falta, no s¢lo tengo una isla para ti sino tambi‚n el hacha
de un verdugo. Cuida tu lengr¡a!
Livila sali¢ sin decir palabra.
Cal¡gula la sigui¢ con la mirada y empez¢ a aburrirse. A fin de
cuentas, ‚l era una mujer. ¨Acaso no hab¡a nada para entretener a
una mujer? ¨Qu‚ es lo que anhela una mujer cuando la soledad y el
vacio llenan su corazon? A un hombre!
Cal¡gula sofoc¢ unas risitas y llam¢ con voz aguda y afectada a un
oficial.
-Oh, Querea, ¨re ha tocado a ti estar de servicio hoy, bombonc¡-
ro mio? ~C¢mo te sientes entre tantas mujeres? Como el gallo en el
gallinero, ¨verdad? Con tu voz de pito no cantar¡as nada mal. Hala,
int‚nralo!
Querea mir¢, azorado, a su alrededor.
-Pero no ante todas estas damas de alta posici¢n y tan respe-
tables...
-Si, tienes raz¢n, un hombre ha de cuidar de su dignidad. Haz
traer al palacio a L‚pido, a mi amigo del alma, Emilio L‚pido. A£n no
ha visto nunca a su emperador vestido de mujer.
®Yo tampoco¯, pens¢ Querea, y, por primera vez, empez¢ a dudar
de que Cal¡gula estuviera bien de la cabeza. Pero luego se dijo a s¡
mismo: ®El muchacho es a£n joven y lo quiere probar todo. Se trata de
un capricho, de una broma para burlarse a su manera de las mujeres¯.
No tardaron en encontrar a L‚pido, que quer¡a estar disponib]e
para cuando Cal¡gula lo hiciera llamar de vez en cuando, cosa que en
los £ltimos meses hab¡a ocurrido con poca frecuencia.
-Salve, patricio! El emperador re pide que acudas a su fiesta de
mujeres. Quiere que me acompa¤es ahora mismo hasta all¡.
®Ya s¢lo me necesita para estupideces -pens¢ L‚pido, mientras
su sirviente le puso la toga-. ¨Cu nto tiempo va a durar esto?>'
204 205
Cal¡gula lo recibi¢ con impaciencia.
-Oh, querido, por fin llegas! Ll‚vame a otro lugar, estoy harto
de la compa¤¡a de mujeres, quiero sentir los m£sculos de un hombre.
Cal¡gula pellizc¢ el brazo de L‚pido y chill¢ entusiasmado:
-Qu‚ fuerte eres! Ven, Drusila, hermanita, toca: un hombre de
verdad, un h‚rcules, capaz de protegernos a nosotras, el hombre ade-
cuado para las d‚biles mujeres.
La voz de Cal¡gula sonaba pesada de embriaguez, y con la terque-
dad de un borracho quiso interpretar hasta el final su papel de mujer.
Casi la mitad de las invitadas se hab¡an marchado ya; el resto contem-
plaba la escena con asco, azoramiento, expresi¢n divertida o con indi-
ferencia.
Piralis, en cambio, la hermosa y cuidada prostituta, fue la £nica
que sent¡a compasi¢n por el emperador. ®Qu‚ desgraciado ha de sen-
tirse este hombre para comporrarse de este modo¯, pens¢ y dese¢ que
se le hubiera permitido a ella acompa¤arlo.
En cambio, Drusila se re¡a. Pellizc¢ con tanta fuerza en el brazo a
L‚pido -al fin y al cabo, era su esposo- que ‚ste lanz¢ un sofocado
grito.
-Para que re des cuenta de que yo tambi‚n existo -le musit¢ al
o¡do, y luego dijo en voz alta-: Querido, c¢mo re envidio este hom-
bre! Ll‚varelo r pidamente de aqu¡, las mujeres ya se lo est n comien-
do con los ojos.
Cal¡gula intent¢ componer una risita chispeante, pero s¢lo le sa-
lieron unos sonidos estrepitosos.
-¨Has o¡do esto, amado? Ven, retir‚monos.

Los guardias germanos siguieron a la pareja con rostros impasibles. El


emperador les daba una paga doble y, con frecuencia, regalos. A cam-
bio de esto, le hubieran rendido honores hasta a un cerdo.
Cuando estuvieron a solas, L‚pido crey¢ que Cal¡gula dejar¡a aho-
ra de interpretar su papel para pasar la noche de juerga con ‚l en
alg£n lugar. Pero las bolas de bronce de la clepsidra a£n no hab¡an
dado la medianoche, y, hasta entonces, Cal¡gula era una mujer.
-¨Por qu‚ no eres cari¤oso conmigo? -le susurr¢ a L‚pido-.
Hazme feliz, querido.
Se desprendi¢ de su ropa de mujer, cay¢ al suelo, gate¢ a cuatro
paras hasta la cama y levant¢ en alto su p lido y peludo trasero.
-Vi¢lame, L‚pido, haz conmigo lo que quieras, soy tuyo. -Cal¡-
gula volvi¢ la cabeza y grit¢ a L‚pido-: Ven de una vez y l meme el
culo! No ser la primera vez, pero ahora al menos puedes hacerlo de
verdad. A ver: m‚remela!
L‚pido se desprendi¢ despacio de su ropa, pero aquel trasero pe-
ludo no le excir¢. Como la mayor¡a de los libertinos romanos, ya lo
hab¡a intentado tambi‚n con muchachos, pero aquellos eran criatu-
ras con redondeces de piel lisa; en cambio, aquel monstruo peludo...
Cal¡gula se incorpor¢.
-As¡ que no funciona, ¨verdad? Mi divinidad re invita a una fu-
si¢n m¡stica, me convierto expresamente en mujer, y t£ re quedas ah¡
parado con tu pilila colgando como una lombriz muerta. Ser¡a igual
que re la cortaran ¨no? Uno ha de querer sin duda librarse de algo t~in
muerto y tan in£til.
Cal¡gula fue en busca del pu¤al que ten¡a siempre a mano junto a
la cama, y se dirigi¢ a L‚pido.
®Si me pone la mano encima, hago saltar el pu¤al por los aires y lo
estrangulo.¯ Mientras estaba pensando esto, la bola de bronce de la
clepsidra cay¢ con un suave tintineo en el recipiente de metal.
Cal¡gula aguz¢ el o¡do, devolvi¢ el pu¤al a su sitio y dijo:
-Ahora vuelvo a ser un hombre! Fortuna se mostr¢ ben‚vola
contigo, L‚pido. Y, puesto que ahora soy un hombre, vamos a acabar
de interpretar el papel.
Arrastr¢ al desnudo L‚pido a la cama y orden¢:
-Echate boca abajo!
L‚pido a£n se sinti¢ tan paralizado por la amenaza del pu¤al que
obedeci¢ d¢cilmente. Luego oy¢ la voz de Cal¡gula:
-No me quisiste como mujer; ahora tendr s que aguantarme
como hombre.
Y L‚pido sinti¢ c¢mo penetraba en su cuerpo, y en el mismo ins-
ranre se le pas¢ una idea como un rel mpago por la cabeza: ®Has ido
demasiado lejos, Cal¡gula, y esto te costar la vida¯.

Al d¡a siguiente a la <>fiesta de las mujeres¯, Livila envi¢ una misiva


a S‚neca y le pidi¢ que se encontrara con ella en la biblioteca de
Augusto.
A eso del mediod¡a, Livila acudi¢ a la biblioteca, con el rostro cu-
bierto por un velo y acompa¤ada por una criada.
El emperador Augusto hab¡a donado la biblioteca y la hab¡a he-
cho a¤adir al templo de Apolo Musagetes,* junto al monte Palatino.
En la sala principal estaba instalada una estatua colosal de Apolo que
ten¡a los rasgos de Augusto. En hornacinas, en la pared, estaban colo-
cadas figuras de m rmol de famosos poetas, fil¢sofos y oradores ro-
manos y griegos.

* El que gu¡a a las musas.


206 207

S‚neca estaba ya sentado ante una de las mesas entregado al estu-


dio absorbente de uno de los rollos. Livila se sent¢ a su lado y le roz¢
con suavidad el brazo, pero, inmediatamente, coloc¢ un dedo sobre
la boca.
-Aqu¡ no -dijo en voz baja.
S‚neca asinti¢ con la cabeza, se levant¢ y le puso un par de sester-
cios en la mano a uno de los guardianes.
--¨Hay alguna sala libre?
El hombre asinti¢ y pregunt¢:
-¨Para una horar
--S¡, es suficiente.
En las salas los autores le¡an fragmentos de sus obras m s recien-
tes, se discut¡a, se criticaba y, a menudo, aqu¡ se cerraban tambi‚n los
contratos con los editores. El guardi n cerr¢ la puerta. S‚neca bes¢ a
Livila en la boca y en las mejillas.
---> Qu‚ es esto tan importante que dices que ocurre?
--Est s en peligro, amado. Ayer Cal¡gula hizo un comentario que
no hay que tomar a la ligera. Te odia, hace mucho que lo s‚, pero
hasta ahora nunca lo hab¡a visto tan claro. Me pidi¢ que re dijera que
no te sientas demasiado seguro. Lo conozco, y buscar cualquier ni-
miedad para acusarre. Est rodeado de gente miserable y servil que
Jurar¡a cualquier cosa para conseguir su favor. Estoy preocupada por
ti, S‚neca.
S‚neca le tom¢ la mano y la acarici¢ cari¤osamente.
--Te agradezco la advertencia y la tomo en serio. Ha quedado de-
mostrado que hay que ponderar cada palabra de tu hermano. Es ver-
dad, no me tiene ninguna simpat¡a; ya tuve ocasi¢n de comprobarlo
en el Senado. Cada vez que aparece, me lanza miradas venenosas
como si preguntase: ®¨A£n est s vivo?¯. Pero ¨qu‚ puedo hacer?
--Simula que est s enfermo y m rchare a alg£n lugar lejano. Qu‚-
date all¡ hasta que su b£squeda de nuevas victimas le haya hecho olvi-
darte.
--No tengo que simular nada -dijo S‚neca con expresi¢n se-
ria-. Estoy realmente enfermo. Dos m‚dicos, independientemente
el uno del otro, han coincidido en el diagn¢stico. Mis pulmones est n
destrozados, a veces hasta escupo sangre al toser. Uno habl¢ de una
tisis incipiente y me aconsej¢ que me marchara al sur. Pero no quiero
irme de Roma; tengo miedo de perderte.
-S‚neca, S‚neca -dijo Livila suplic ndole-, se trata de tu vida!
En Roma re acechan dos peligros: Cal¡gula y el aire viciado. M rchate
antes de que los pretorianos rodeen tu casa.
---Y la verdad es que no representar¡a ning£n problema -dijo
S‚neca-. Mi amigo Sereno me ofreci¢ el otro d¡a su villa en Bayas,
pues ‚l quiere pasar el verano en Rodas. Podr¡a vivir all¡ bajo un nom-
bre falso, y en Roma me buscar¡an en vano.
-Hazlo, S‚neca, hazlo! M rchate inmediatamente. Si quieres, yo
te seguir‚ en mayo o en junio.
-Pero ¨y tu esposo? ¨Qu‚ dice a esto Marco Vinicio?
Livila se ech¢ a re¡r.
-¨Es que no lo sabes t£ como senador?
S‚neca se golpe¢ la frente.
-Claro que lo s‚; tu esposo ha sido nombrado proc¢nsul de Asia.
no lo vas a acompa¤ar?
-No, Cal¡gula quiere que, de momento, me quede aqu¡. Podr s
imaginar cu n a gusto me doblego esta vez a sus deseos.
S‚neca estaba exultante. Su expresi¢n seria y pensativa se re-
laj¢.
-Si pudiera creer en los dioses dir¡a ahora que Apolo pone su
mano protectora sobre m¡, pero como no creo, lo acepto s¢lo como
una providencia del destino.
-¨No crees en los dioses?
-No, pero creo en un poder divino que est en todo, del que
todo est imbuido: los humanos, los animales y las plantas, un po-
der que, no obstante, resulta incomprensible para nuestro entendi-
miento.
-Pese a todo, voy a ofrecerle un sacrificio a la diosa Fortuna. Pon-
te a salvo, S‚neca, no dudes m s. Si Cal¡gula pregunrara por ti, le dir‚
que re has marchado a un balneario por consejo de rus m‚dicos, y que
no s‚ a d¢nde has ido.
-Est bien, Livila, as¡ lo haremos. Este verano ser nuestro, Livila,
tuyo y mio. Te amo, Livila, te amo!
La mujer le sonri¢.
-Vamos a enga¤ar a Cal¡gula; los dioses siempre ayudan a los que
se aman.
-Los dioses, dios, el destino, quien sea. Omnia vincit amor,* dice
Virgilio, y yo creo en sus palabras.

Cornelio Sabino tuvo la suerte de poder viajar a Asia en uno de los


excelentes barcos de la flota romana. No llevaban carga in£til, no se
hac¡an paradas impuestas por el propietario del buque para cargar o
descargar mercanc¡as. Viajaban en un barco de cinco remos de buena
l¡nea que s¢lo desplegaba sus dos grandes velas cuando el viento era
especialmente favorable, pero que, normalmente, era impulsado gra-

208 209
* El amor lo supera todo.

cias a la fuerza de los esclavos remeros, independientemente del vien-


ro, del tiempo y de las corrientes marinas.
El motivo de este viaje era llevar a Efeso al reci‚n nombrado pro-
c¢nsul de Asia, y con ‚l viajaban oficiales, funcionarios y, naruralmen
te, un numeroso grupo de esclavos.
Sabino era el m s joven entre los oficiales, y no le pasaba inad-
vertido que algunos de estos viejos soldados frunc¡an ir¢nicamente
sus rostros llenos de cicatrices cuando ‚l se presentaba. Nadie se lo
dijo a la cara, pero Sabino sospechaba lo que pensaban de ‚l: un hijo
mimado de un patricio que, por aburrimiento, o porque lo quiere su
se¤or pap , juega durante un tiempo a tribuno.
Pero Sabino no hac¡a caso de estas opiniones. Sus pensamientos se
le adelantaban volando hasta Efeso, donde Helena viv¡a con su esposo
y no pod¡a sospechar que Sabino le segu¡a la pista. Se propuso acosar-
¡a hasta que escapara de aquel matrimonio impuesto y comenzara una
nueva vida a su lado. Pero Sabino ten¡a edad suficiente para despertar
inmediatamente de aquellos sue¤os de adolescente. Y entonces su ra-
z¢n le dec¡a que, para un tribuno romano, resultaba pr cticamente
imposible secuestrar a la mujer de un comerciante griego sin expo-
nerse a una inmediata acci¢n penal. Al fin y al cabo, Helena no era
una esclava que uno pod¡a comprar a su amo, sino miembro de una
rica familia de patricios de su ciudad.
En Grecia, que hab¡a sido ocupada por Roma, pero que hab¡a con-
quistado a los romanos por su cultura, que hab¡an acabado por hacer
tambi‚n suya, los militares actuaban con especial prudencia. En senti-
do estricto, Efeso no formaba parte de la antigua H‚lade, pero no
dejaba de ser una ciudad griega, y, adem s, una de las m s grandes y
m s brillantes del Imperio romano. En estas condiciones, un tribuno
romano que ofendiera a una familia griega seria repatriado a Roma,
encadenado y sometido ajuicio. Hab¡a pasado mucho tiempo desde
el rapto de las sabinas.
Naturalmente sabia todo esto, y cuando, como siempre, la raz¢n
se impuso a sus suenos exuberantes, Sabino esboz¢ una estrategia su-
til para aproximarse a Helena. Pero desconoc¡a las condiciones en
que ella viv¡a y as¡ qued¢ en el aire m s de una pregunta, mientras su
impaciencia iba creciendo.
En los d¡as de mar en calma, o¡a los gemidos de los remeros que
realizaban, encadenados, su duro trabajo siguiendo los cadenciosos y
firmes martillazos del capataz que marcaba el ritmo. Al cabo de unos
anos, la fuerza de estos esclavos estaba agotada, y el banco de remos se
convert¡a en lecho de muerte. Una vez, Sabino fue casualmente testi-
go del final de uno de estos esclavos: lo arrastraron hasta cubierta y
tiraron el cuerpo al agua. La piel de su espalda estaba totalmente l¡e-
na de cicatrices a las que se a¤ad¡an los verdugones ensangrentados
de los latigazos recientes.
-Los sufrimientos de ‚ste ya han terminado -dijo uno de los
marineros sonriendo ir¢nicamente- y, aun as¡, esos de all abajo
tienen el mismo amor a la vida que nosotros. Resulta realmente
extrano...
®Si -pens¢ Sabino-, resulta verdaderamente extra¤o. Estos apa-
leados remeros se aferran a su existencia sin esperanza mientras que
el rico vividor Marco Gav¡o Apicio opr¢ por la copa de veneno al ver
que s¢lo le quedaban seis millones de sestercios de su parr¡mon¡o.®
S‚neca le hab¡a contado la historia y, siguiendo su consejo, su padre
hab¡a editado las famosas recetas culinarias de Apicio en forma de
libro. Hab¡a ganado as¡ mucho dinero.
Estos pensamientos pasaron repetidamente por la cabeza de Sabi-
no durante el largo y mon¢tono viaje, pero cuando avistaron Efeso,
las cavilaciones terminaron de golpe.
Sabino conoc¡a el extenso puerto de su ciudad natal, pero lo que
ve¡a aqu¡ superaba con mucho a Ostia. Se llegaba al imponente puer-
to, situado en el interior, bien protegido, por un ancho canal. Los
barcos se alineaban uno al lado del otro. Pesados lanchones de carga
con velas de m£ltiples remiendos, galeras con dos, tres, cuatro y cinco
lineas de remos, esbeltos veleros r pidos con complicadas jarcias, y a
su lado, las peque¤as barcas de los comerciantes de cabotaje y de los
pescadores de la costa. Entre ellos se apretujaban como p jaros abiga-
rrados los barcos de los peregrinos con sus velas coloradas, barcos que
ven¡an de todos los rincones del Imperio para rendir culto a la gran
Artemisa de Efeso, la de los m£ltiples pechos.
Durante el breve viaje hasta el puerto, apenas se distingu¡a la ciu-
dad, pues Efeso se recostaba en una amplia depresi¢n entre los mon-
tes Pi¢n y Koressos. En el muelle esperaban mulos, asnos, sillas de
manos y porteadores para conducir al proc¢nsul y su s‚quito a Efeso,
donde le esperaba una magn¡fica mansion.
Sabino y algunos otros oficiales bajaron a lomos de mulos media
milla en direcci¢n sur, donde, al pie del monte Koressos, se hallaban
los cuarteles de la und‚cima legi¢n, cerca del muro de Lis¡maco, ahora
destrnido. Aquel general del gran Alejandro se hab¡a apoderado de
Efeso y, con un trabajo que dur¢ a¤os, embelleci¢ y fortific¢ la ciudad.
Los seis tribunos de la und‚cima legi¢n se alojaban en amplias
casas situadas fuera del cuartel.
A Sabino le fue asignado el asistente de su predecesor, que hab¡a
muerto de unas fiebres tras un breve servicio. El mozo se llamaba Ma-
rinos, hablaba una mezcla de griego y lat¡n dificilmente inteligible, y
su bondadosa cara campesina esbozaba una constante sonrisa.

210 211

-¨Qu‚ edad tienes? -le pregunt¢ Sabino.


- ~Eh~
-¨Qu‚ edad, quiero decir cu ntos a¤os tienes?
-No lo s‚.
-~Pero tienes que saber qu‚ edad tienes! ¨Veinte, treinta, cua-
renta?
-Tal vez treinta.
Sabino se dio por vencido. Dos esclavos se ocupaban de la casa y
del jard¡n. Para el legado y los seis tribunos se dispon¡a de un refecto-
rio especial donde com¡an todos juntos. El legado era un hombre
mayor y distra¡do que contaba los d¡as que le faltaban hasta terminar
su servicio y dejar a los tribunos al mando de sus legiones, pero ante
todo, a su sustituto, el tribuno de rango m s elevado.
®Resu]ra m s f cil entenderse con los que tienen la misma posi-
ci¢n que con los centuriones, pues son la verdadera espina dorsal de
la legi¢n", le hab¡a dicho Querea, yya durante los primeros d¡as de su
servicio, Sabino comprob¢ lo oportuna que era esta observaci¢n. Bajo
su mando ten¡a diez destacamentos de ochenta legionarios cada uno~
a la cabeza de cada destacamento se encontraba un centuri¢n. Por lo
tanto, Sabino ten¡a a sus ¢rdenes diez centuriones. Ocho de ellos eran
soldados veteranos que miraban a su nuevo tribuno con un escepticis-
mo mal disimulado.
Sabino los hab¡a invitado a su casa a tomar unas copas de vino para
conocerlos m s de cerca. El era su superior, y se dominaban, pero,
finalmente, uno no pudo contenerse, y dijo que para ese cargo Sabino
era ®bastante joven".
-¨C¢mo rengo que entender esto? -le pregunt¢ Sabino-. ¨Se
trata de una cr¡tica o de un reproche? La vejez y la juventud no son
m‚ritos sino cursos biol¢gicos a los que todo el mundo est sometido.
-Disculpa, tribuno, s¢lo fue un comentario, porque..., pues por-
que resulta ins¢lito.
-Ya os ir‚is acostumbrando.
Tard¢, sin embargo, alg£n tiempo hasta que los hombres lo aceptaran
de verdad, y esto no ocurri¢ m s que despu‚s de un duelo. Uno de los
centuriones, un veterano con cuarenta y ocho a¤os de servicio a sus
espaldas, no dejaba de criticar las ¢rdenes del nuevo tribuno y las de-
sobedec¡a o las cambiaba seg£n le venia en gana. Sabino pidi¢ al le-
gado permiso para un duelo con espadas romas, permiso que le fue
concedido en el acto.
-Es una buena idea, tribuno, una buena idea. La inactividad va
corrompiendo aqu¡ poco a poco a los hombres. La mayor¡a de ellos ya
Sabino transmiti¢ su reto al centuri¢n; el viejo guerrero esboz¢ una
sonrisa impertinente.
-Pues vas a tener que entrenarte a fondo, tribuno. ¨Cu nto tiem-
po necesitas: tres d¡as, cinco d¡as, diez d¡as?
Sabino sonri¢ amablemente.
-No necesito prepararme. Si quieres podemos enfrentarnos ma-
¤ana mismo.
Esto tampoco le pareci¢ bien al viejo.
-¨Qu‚ dices? ¨Ma¤ana ya? Deber¡amos concedernos alg£n tiem-
po, quiz dos o tres d¡as.
-Como quieras. Entonces dentro de tres d¡as en el campo de
pr cticas.

Pese a todo, quiso prepararse, y pidi¢ al mejor espadachin de entre


los tribunos que lo entrenara. Era un sirio flexible, de cabello negro,
que proced¡a de una familia principesca y manejaba la espada como
un artista su instrumento. Al cabo de una hora hab¡a hecho saltar tres
veces por los aires el arma de Sabino, pero no perd¡a la paciencia.
-No eres malo, Cornelio Sabino, pero re faltan detalles. Lo im-
portante es, ante todo, descubrir r pidamente la debilidad del contra-
rio. Un veterano tiene siempre alg£n punto d‚bil aunque, natural-
mente, se cuida mucho de ocultarlo. Quiz ya no sea tan r pido, o vea
mal, o le fallen las piernas. Descubre su debilidad, y tendr s media
batalla ganada.

Naturalmente acudieron todos los soldados libres de servicio. Pese a


que por su severidad el viejo centuri¢n no era muy popular, la mayo-
r¡a esperaba que fuese ‚l el ganador, aunque s¢lo fuera porque re-
sultaba m s divertido ver derrotado a un alto oficial. El legado hab¡a
aceptado hacer de rbitro. Lo hizo entre otros motivos porque le im-
212 213
u
s¢lo conoce una verdadera lucha por los relatos de los veteranos.
1-lace d‚cadas que la paz reina en Asia, y la misi¢n de nuestra legi¢n es
meramente decorativa. Adelante, pues! Demuestra a los legionarios
de lo que es capaz un joven tribuno. Espero que tengas pr ctica en la
lucha con espada, ¨es as¡?
-No se preocupe, legado, he pasado por una dura escuela.
Naturalmente, la simpat¡a del legado estaba de parte del joven ofi-
cial, porque tambi‚n ‚l hab¡a tenido que imponerse a los centuriones
a lo largo de sus a¤os de servicio.

portaba la reputaci¢n de sus oficiales y quer¡a suspender la lucha


antes de tiempo si llegaba a ser preciso.
El centuri¢n fue lanzando ataques repetidos contra Sabino hasta
que saltaron chispas. Las viejas espadas romanas entrechocaban con
tanta fuerza que el ruido resonaba muy lejos. Pero Sabino iba aguan-
tando, y lo hacia retrocediendo una y otra vez para mitigar la vehe-
mencia de los golpes. No tard¢ en descubrir el punto d‚bil del
veterano: sus piernas, cosidas a cicatrices. Se notaba que eran algo
r¡gidas y torpes y ya no obedec¡an con presteza a la voluntad del solda-
do. La lucha oscil¢ largo rato a favor de uno o de otro. Sabino not¢
que su brazo empezaba a cansarse, mientras que el otro iba tensando
sus enormes m£sculos y segu¡a golpeando con la misma vehemencia.
Entonces Sabino se concentr¢ en el punto m s d‚bil de su adversario
y le oblig¢ una y otra vez a girarse y volverse hasta que dio un traspi‚s y
cay¢ de costado. En la ca¡da se lesion¢ levemente con la espada. Quiso
reanudar inmediatamente la lucha, pero el legado levant¢ la mano.
-No, amigos. No puedo permitir esto. El centuri¢n est herido y.
en consecuencia, en desventaja. Ya no seria una lucha limpia. Los dos
os hab‚is batido magn¡ficamente, cada uno a su manera, y no hay ni
vencedor ni vencido. La lucha ha terminado honrosamente y el resul-
tado es un empate.
Todos se mostraron satisfechos con esta soluci¢n, y los hombres
aclamaron a los dos: al joven tribuno y al viejo centuri¢n. A partir de
aquel momento, Sabino ya no volvi¢ a tener problemas con sus centu-
riones. Lo respetaban y ‚l no se met¡a en sr¡s asuntos mientras cum-
plieran minuciosamente las ¢rdenes.
Pronto, sin embargo, surgieron problemas que preocuparon mu-
cho m s a Sabino que su servicio en la legi¢n.
xv'

Siguiendo los consejos de su m‚dico, el esposo de Agripina, el borra-


cho y libertino Domicio Enobarbo, se hab¡a desplazado al balneario
de Pyrgi, situado unas millas al norte de Roma, para recuperar su sa-
lud en las termas. Pero su cuerpo estaba tan destrozado por la intem-
perancia en la bebida, por la comida fuertemente condimentada, y
por el frecuente uso de afrodisiacos, que muri¢ al cabo de pocos d¡as
sin que nadie lamenrara su muerte. S¢lo lo echaban en falta algunas
prostitutas, a las que hab¡a remunerado siempre con generosidad.
Pero se trataba de un patricio, de un senador y c¢nsul, de modo
que su cuerpo no se pod¡a arrojar sencillamente al desolladero,
sino que hab¡a que enterrarlo con todos los honores.

La comitiva f£nebre pas¢ por la V¡a Apia hasta las tumbas de los no-
bles, que se alzaban a ambos lados de la calzada y que, a veces, su-
peraban con creces las dimensiones de los edificios destinados a vi-
viendas. Este era tambi‚n el caso del mausoleo de los Domicios. Se
trataba de una construcci¢n en forma de torre octogonal revestida
con m rmol de Paros. A su lado se alzaba la pira de madera de pino y
de s ndalo, con ofrendas de parientes y amigos: jarrones que conte-
n¡an valiosos aceites, coronas de laurel, flores, frutas, aves sacrificadas,
hojas de pergamino y exvotos.
La comitiva f£nebre la abr¡an m£sicos que con tubas, tambores y
flautas hac¡an m s ruido que m£sica. Les segu¡an portadores de an-
torchas y pla¤ideras, cuyos chillidos y lamentos se entremezclaban
con la ®m£sica¯ hasta producir un estruendo horr¡sono. Detr s de
ellos caminaban los actores con la cara cubierta con m scaras de cera

214 215

con los rasgos de algunos venerables antepasados del difunto. Hab¡a


generales, proc¢nsules, legados, cuyos nombres y haza¤as se recorda-
ban junto a los de Julio C‚sar y Augusto. Todos hab¡an sido convoca-
dos para recibir en el m s all a su £ltimo v stago, el libertino y holga-
z n Domicio Enobarbo.
Con rostro impasible, Agripina caminaba detr s del f‚retro, acom-
pa¤ada por la nodriza, que llevaba en brazos a Claudio Ner¢n, de a¤o
y medio de edad. Agripina hab¡a anhelado este d¡a como ning£n otro
para ser libre, por fin libre, y ahora quer¡a emplear todas sus fuerzas
para que su hijo no se convirtiera en el vivo retrato de aquel hombre
cuyo cuerpo los enterradores colocaban en aquel instante sobre la
pira funeraria. Seg£n la vieja tradici¢n, era el hijo del difunto quien
ten¡a que dar la se¤al para encender la hoguera. Agripina tom¢ de la
mano al peque¤o Ner¢n, que contemplaba aquel desacostumbrado
traj¡n con ojos muy abiertos. Luego, levant¢ el brazo del ni¤o como si
quisiera decir un £ltimo adi¢s a su padre. La madera impregnada en
resma empez¢ a arder por las cuatro esquinas; las llamas ascend¡an
r pidamente, lam¡an el f‚retro y segu¡an ascendiendo, se aferraban a
la vestimenta del cad ver, se incrustaban en el cuerpo podrido e hin-
chado, absorb¡an la grasa y el agua de la carne achicharrada, hac¡an
hervir el cerebro y reventaban los ojos e iban convirtiendo poco a
poco aquella repelente envoltura en cenizas blancas y limpias.
Siguiendo la tradici¢n, Agripina busc¢ en compa¤¡a de algunos
parientes los restos de huesos entre las cenizas, los roci¢ con vino y los
coloc¢ en una urna de plata.
Por orden del emperador, Emilio L‚pido tuvo que acompa¤ar a la
comitiva f£nebre.
-Como esposo de Drusila formas parte de la familia imperial,
¨verdad? Y, en consecuencia, re encargo el honor de representarme
en el entierro del viejo libertino. Pero hazlo con dignidad, L‚pido,
con dignidad, pues, aunque sea para poco tiempo, eres mi represen-
tante.
La expresi¢n maliciosa en el rostro r¡gido de Cal¡gula, y sus pa-
labras ir¢nicas, molestaron tan desmedidamente a L‚pido que tuvo
que volver la cara por un instante para no traicionarse. L‚pido nunca
se hab¡a sentido amigo de Cal¡gula, m s bien un compa¤ero de fecho-
r¡as, un compinche para beber y para ir a los lupanares, pero desde
aquella noche en la que el buco peludo y lascivo se hab¡a abalanzado
sobre ‚l, desde aquella noche lo odiaba. No obstante, L‚pido era de-
masiado inteligente como para malgastar en salvas la fuerza que ani-
daba en su odio. Drusila, su esposa ficticia, era una criatura de Cal¡gu-
la que resultaba in£til para L‚pido, al igual que la inteligente Livila,
que se consum¡a en amor por su poetastro. Pero ahora quedaba libre
Agripina, la hermana mayor del emperador. Era orgullosa y ambicio-
sa, y despreciaba a su hermano.
L‚pido pensaba que tendr¡a que unir la ambici¢n de ambos, el
odio de ambos, para preparar conjuntamente el hundimiento de
aquel megal¢mano.
Agripina coloc¢ la urna en el monumento f£nebre. La comitiva
se iba disolviendo. Cuando se dispon¡a a subirse a una silla doble
de manos, junto con su hijo y la nodriza, L‚pido se dirigi¢ a ella di-
ciendo:
-Si necesitas alguna ayuda, Agripina, puedes contar conmigo,
con mi apoyo y con m¡ consejo.
El rostro orgulloso, de spera belleza, se volvi¢ hacia ‚l:
-Te lo agradezco, amigo mio. Si, habr que comentar algunas
cosas. Si tu tiempo lo permite, ven a yerme uno de los pr¢ximos d¡as.
-Lo har‚, lo har‚, Agripina, y no est‚s demasiado triste.
La mujer esboz¢ una sonrisa fugaz.
-Sabr‚ soportarlo.
L‚pido sigui¢ con la vista la silla de manos y pens¢ que Agripina
era ahora una de las mujeres m s ricas de Roma, pues toda la fortuna
de los Domicios hab¡a reca¡do sobre ella y sobre su hijo.

Durante los primeros meses de gobierno, Cal¡gula hab¡a mostrado


a£n un inter‚s superficial por los asuntos de Estado, pero desde que
sinti¢ en si su naturaleza divina consideraba impropio dedicarse a se-
mejantes banalidades. Para esto estaba el Senado, los dos c¢nsules y,
en las provincias, los gobernadores con su plana mayor de funciona-
rios. Augusto, creador del Imperio romano, hab¡a ido construyendo a
lo largo de muchos a¤os este engranaje de precisi¢n, una maquinaria
ajustada hasta el £ltimo detalle para que pudiera funcionar incluso
sin el pr¡ncipe.
El joven emperador, en constante lucha con el aburrimiento, se
esforzaba por encontrar la manera de que ‚l, y, en ocasiones, tambi‚n
el pueblo, pasaran el tiempo del modo m s agradable posible.

El Circo M ximo, a cuyo palco imperial se pod¡a acceder directamen-


te desde palacio, servia desde hacia siglos para juegos de toda clase.
En primer lugar para las carreras de caballos; Cal¡gula era un fan tico
seguidor del partido de los Verdes, y hacia fabulosos regalos a Eurico,
su auriga. El segundo lugar en importancia lo ocupaban las luchas de
animales y los juegos de gladiadores, y en d¡as especiales de fiesta, se
suced¡an los espect culos diversos.
216 217

Habr¡a sido contrario a la naturaleza de Cal¡gula organizar juegos


gratuitos para el pueblo, como hab¡an hecho otros emperadores o
altos dignatarios. Esto lo encontraba demasiado f cil y poco excitante.
Para cada una de sus representaciones ideaba una ¯broma¯ especial, y
as¡ ocurri¢ tambi‚n en esta ocasi¢n.
Habitualmente, los asientos m s pr¢ximos a la arena estaban reser-
vados a los nobles y a los senadores, mientras que los asientos gratuitos
para el pueblo sencillo, estaban en el grader¡o superior. Para humillar a
la odiada nobleza romana, Cal¡gula hizo repartir pases gratuitos para los
asientos inferiores. Cuando los nobles, que insist¡an en su derecho, en-
contraron sus asientos ocupados, estallaron graves enfrentamientos en
los que encontraron la muerte varias docenas de hombres. Para Cal¡gu-
la, aquello era un magnifico comienzo. Su rostro estaba ligeramente
enrojecido por el entusiasmo, sus fr¡os ojos centelleaban.
-Estos son juegos de otro tipo -coment¢ orgulloso a Calixto-.
En los de mis antecesores s¢lo hab¡a muertos en la arena; conmigo,
en cambio, los hay tambi‚n entre los espectadores. Magn¡fico, ¨ver-
dad? Se me ha ocurrido otra cosa. Recordar s que durante mi enfer-
medad hubo quien hizo promesas para mi restablecimiento. Uno
quer¡a luchar contra los gladiadores en el circo; otro ofreci¢ sri vida.
Bien, vuelvo a estar sano y salvo, y no se debe enga¤ar a los dioses.
Localiza a los dos; han de cumplir sus promesas en el circo.
Cuando el emperador apareci¢ en la tribuna, fue recibido por
aplausos atronadores, unos aplausos que, sin embargo, proven¡an
principalmente de la plebe, pues los nobles y los senadores se sent¡an
ofendidos por no haber sido respetadas sus prerrogativas.
La representaci¢n comenz¢ con actuaciones art¡sticas. Hab¡a un
grupo que saltaba sobre caballos al galope y pasaba por debajo del
vientre de los animales que segu¡an su carrera enloquecida, hasta que
volv¡a a saltar al suelo gilmente y sin da¤o. Actuaron tragadores
de fuego, acr¢batas y fun mbulos, pero el pueblo romano era dificil de
contentar, y pronto empez¢ a aburrirse.
~Queremos sangre! -se oy¢ una voz procedente de las filas su-
periores; otros se hicieron eco de la exclamaci¢n, y acab¢ oy‚ndose
en todo el anfiteatro.
~Qu‚ pasa con las luchas de animales? Sangre, sangre!
Cal¡gula frunci¢ el ce¤o.
>Por qu‚ el populacho ser tan sanguinario? -pregunt¢ a Dru-
sila-. A veces me entran ganas de coger a unos cuantos de esos albo-
rotadores y hacerlos luchar entre si. Pero, naturalmente, no es su pro-
pia sangre la que quieren ver.
~Pues, hazlo! -le exhorr¢ Drusila, y esboz¢ una sonrisa hechice-
ra-. Para algo eres el emperador.
Cal¡gula hizo una se¤al a un pretoriano.
-En compa¤¡a de un par de hombres re das una vuelta por el
circo y detienes a los que griten m s fuerte.
Los espectadores empezaban a impacientarse, pues a£n segu¡an
actuando unos acr¢batas cuando el siguiente n£mero era la esperada
>~comida de las fieras¯. En este espect culo, unos condenados a muer-
te, armados con espadas de madera y garrotes se enfrentaban a fieras
hambrientas: leones, tigres y osos.
Cuando los pretorianos llevaban cazados a una veintena de al-
borotadores, Cal¡gula hizo anunciar que hoy el programa hab¡a sido
modificado y que los gladiadores se enfrentar¡an a ¯volunrarios¯ de
entre el p£blico. Los veinte hombres fueron equipados con redes,
yelmos y espadas y salieron a la arena empujados por los pretoria-
nos, que sonre¡an maliciosamente. Naturalmente, los experimenta-
dos gladiadores profesionales los vencieron con facilidad, y los des-
cuartizaron despu‚s de haberse divertido acos ndolos durante un
rato.
Cal¡gula se levant¢ de un salto y exclam¢ a la multitud:
-Ahora corre la sangre! Miradlo bien! Quien se comporte inde-
bidamente en el futuro, podr deleirarse all¡ abajo viendo correr su
propia sangre.
No todos entendieron sus palabras en el inmenso espacio alarga-
do del Circo M ximo, pero se corri¢ la voz, y el pueblo empez¢ a pro-
testar.
-Tienes que intentar tranquilizarlos -exclam¢ Drusila-. No es
sensato pasarse.
Cal¡gula era incapaz de negarle a Drusila ning£n deseo, y dio la
se¤al para que se iniciara la lucha de animales. La multitud alborota-
ba y chillaba cuando un le¢n arrancaba el brazo a una de las v¡ctimas,
que agitaba desvalida la espada de madera, o cuando la agarraba de la
cabeza y la arrastraba por la arena.
Cal¡gula bostez¢.
-No s‚ qu‚ ven en todo esto. En el fondo es de mal gusto. Otra
cosa es una ejecuci¢n refinada que se prolonga durante horas, pero
esto es demasiado r pido: no tiene ning£n inter‚s...

Entretanto, hab¡a llegado la hora del mediod¡a, y tendieron toldos de


lino sobre las gradas para protegerlas del sol. Habitualmente, se hacia
una pausa de dos horas, en la que los espectadores com¡an los alimen-
tos que llevaban, pues nadie quer¡a abandonar su asiento antes de
que finalizaran los espect culos. El emperador se retir¢ con su s‚quito
para tomar un ba¤o refrescante antes de la comida. Eran los £ltimos

218 219

d¡as de mayo, y en esta ‚poca los d¡as eran ya muy calurosos en Roma y
anunciaban la llegada del verano.
Durante la comida, Cal¡gula dijo a Drusila:
-Si sigue haciendo este calor tendremos que marcharnos pronto
a nuestra villa de Baules. Las reformas han terminado hace poco, creo
que te gustar .
Drusila se desperez¢ placenteramente.
-A m¡ no me importa el calor, y me gustar¡a seguir aqu¡ hasta los
idus de junio.
-Como quieras, amada. Ya me encargar‚ de que tampoco nos
aburramos aqu¡.

Hacia la ocrava hora del d¡a, es decir, a las dos de la tarde, el sol ca¡a
con tanta fuerza que parec¡a que quisiera echar a las gentes de la ca-
lle. Tambi‚n empezaba a senrirse el sofoco bajo los toldos del circo.
Cal¡gula interpretaba el papel del soberano preocupado por sus s£b-
ditos e hizo distribuir zumos de fruta a todo el inundo, un gesto que le
vali¢ algunas aclamaciones ben‚volas. Pero despu‚s sigui¢ la siguien-
te ®broma¯: retiraron los toldos y los pretorianos ocuparon las salidas
armados hasta los dientes. Un grito al un¡sono de indignaci¢n se ele-
v¢ hasta el palco imperial. Las gentes se cubr¡an las cabezas con sus
togas para proregerse de los rayos abrasadores, mientras Cal¡gula da-
ba la se¤al para la siguiente actuaci¢n. Se trataba de una cuadrilla de
gladiadores viejos y lisiados que se golpeaban mutuamente sin fuerza
con palos y con espadas rotas. Entre ellos pululaban enanos, tullidos y
animales inofensivos como ovejas, perros viejos, monos y bueyes de
mirada est£pida. Pero los espectadores se re¡an en vez de enfadarse, y
Cal¡gula se levant¢ de un salto, indignado.
-. Mi intenci¢n no era diverrirlos! -exclam¢ furioso.
Drusila se r¡o.
-¨Quer¡as molestarlos? Pues la pr¢xima vez tendr s que pensar
algo mejor.

Anneo S‚neca hab¡a tomado muy en serio el consejo de Livila, pero


era senador romano y no pod¡a desaparecer sencillamente sin que
nadie lo advirtiera. Le comunic¢, pues, al Senado en la forma habi-
tual que su mal estado de salud le obligaba a pedir durante medio a¤o
la excedencia de su cargo.
Cuando se encontraba en plenos preparativos para el viaje, se pre-
sent¢ un mensajero del Palatino comunic ndole que Calixto, secreta-
rio del emperador, ped¡a que fuera a verle.
S‚neca era un estoico y se hab¡a acostumbrado a permanecer im-
pasible en cualquier situaci¢n de la vida; no obstante, no pudo evitar
que esta noticia le sobresaltara. ®Cal¡gula se ha enterado de mi peti-
ci¢n y ahora alarga las garras hacia mi. Lo har como lo ha hecho con
los otros: me amenazar con acusarme de un delito de lesa majestad,
pero, gracias a su generosidad y a su indulgencia, se me permitir
eliminarme a mi mismo. -S‚neca se desperez¢-: Aunque as¡ sea, el
Cal¡gula ese no conseguir jam s intimidar a Anneo S‚neca!¯ Se obli-
go, pues, a si mismo a acabar de comer con toda calma, le comunic¢ a
su mayordomo d¢nde estaba depositado su testamento y se encam¡n¢
al Palatino.
Calixto le recibi¢ en su despacho oficial, cort‚s, amable y respe-
tuoso.
-Salve, senador! Es un honor para mi que hayas aceptado mi
invitaci¢n con tanta celeridad. Toma asiento!
Un esclavo trajo vino, agua, frutos secos, nueces y pastas. Un re-
pentino ataque de ros sacudi¢ con tanta fuerza a S‚neca que la frente
se le cubri¢ de sudor.
Calixto le dirigi¢ una mirada preocupada:
-S‚ lo enfermo que est s y no re voy a entretener mucho tiempo.
Nuestro divino emperador ha tomado nora de tu petici¢n y me ha
pedido que re comunique que su espada llega hasta las provincias m s
lejanas y que observar minuciosamente tu comportamiento futuro.
Esto es todo.
-¨A qu‚ se refiere el pr¡ncipe al hablar de las provincias m s leja-
iias? Siguiendo el consejo de mi m‚dico, pasar‚ el verano en la zona
de N poles. Y por lo dem s, ignoro por qu‚ emplea la palabra ®espa-
da¯. No soy consciente de haber cometido delito alguno.
-Lo ignoro igual que t£, venerado senador -dijo el obeso Calixto
y se encogi¢ de hombros con tanta fuerza que su voluminosa barriga se
estremeci¢. Despu‚s, mezcl¢ un vaso de vino, tom¢ un d til, lo mastic¢,
lo trag¢ y dej¢ el hueso cuidadosamente en una bandeja.
-Esto es, por as¡ decirlo, la parre oficial de nuestra conversacion.
Pese a su corpulencia, se levant¢ con agilidad, abri¢ la puerta y
mir¢ fuera. Luego, en voz baja, dijo:
-Y, ahora, unas palabras en privado a S‚neca, a quien yo, como
cualquier romano instruido, admiro como poeta y como fil¢sofo.
-Pues la opini¢n de tu emperador es muy distinta. El compara
mis poemas con argamasa sin cal.
-Eso es asunto suyo -dijo Calixto impasible-. No permito que
nadie me imponga a qu‚ poetas rengo que apreciar y a qui‚nes no.
®¨Se trata de una trampa? -reflexion¢ S‚neca-, ¨o me quiere
orientar en una direcci¢n determinada?¯
220 221

Entonces Calixto continu¢:


-Para que nos entendamos: soy un fiel servidor de mi se¤or y
cumplir‚ estrictamente todas sus ¢rdenes, mientras est‚ vivo. Quiero
decir que tambi‚n un joven emperador puede morir repentinamen-
te, como estuvo a punto de ocurrir hace medio a¤o. Y como soy un
hombre precavido, pienso tambi‚n en el despu‚s. Es decir que, en
caso de sobrevivir yo al emperador, no quiero que nadie pueda repro-
charme que haya abusado de mi cargo o que, arbitrariamente, haya
causado la desgracia de alguna persona. Ejecuto la voluntad del pr¡n-
cipe, me gusten o no sus decisiones, pero no quiero que nadie pueda
decir de mi que he aprovechado mi posici¢n para una venganza per-
sonal. Y como re rengo mucho aprecio, voy a darte un consejo muy
meditado: est‚s donde est‚s, en Roma o en esa casa de campo junto a
N poles, cuidare de que los mensajeros del emperador te encuentren
en la cama. Ten un m‚dico en casa que se encuentre junto a tu lecho
de enfermo cuando los pretorianos irrumpan en tu alcoba. No re digo
que forzosamente tenga que ocurrir as¡, pero el emperador es veleido-
so y podr¡a sentir unas repentinas ganas de vengarse de S‚neca por el
simple hecho de que escribe con mejor estilo que ‚l.
-¨Y esto lo dices t£, la mano derecha del emperador, su instru-
mento siempre leal?
Calixto sonri¢ con amargura.
-Oh, S‚neca, ¨qu‚ sabes t£, qu‚ saben los dem s de mis dificulta-
des? ¨Crees que resulta tan f cil adaprarse a los caprichos de un... de
un dios? El se da perfecta cuenta de cu ndo uno le lleva demasiado la
corriente; en ocasiones quiere realmente escuchar un consejo, una
opini¢n. Pero no se re ocurra ser demasiado categ¢rico, pues enton-
ces se pone furioso y se siente tutelado. Macr¢n y algunos otros han
pagado este error con su vida. Si, me considera su amigo, y me siento
orgulloso de que as¡ sea. Pero puede llegar el d¡a en que esta amistad
se convierta en un peligro, y no soy de los que sacrifican su vida por
otro.
-Son palabras sinceras, Calixto, pero ¨las dices tambi‚n sincera-
mente?
-No re tomo a mal que desconfies de mi; sin duda yo, en tu lugar,
har¡a lo mismo. Pero re aprecio, S‚neca, te aprecio de verdad. Ade-
m s no puedo evitar pensar siempre que cualquier escolar conoce el
nombre y las obras de un Homero, pero nadie, ni siquiera los erudi-
ros, sabr¡an nombrar un solo soberano de aquella lejana ‚poca. Tam-
bi‚n entonces exist¡an pr¡ncipes, tiranos y reyes. Sus nombres se han
desvanecido como humo, mientras que Homero sigue tan vivo, inclu-
so en nuestros d¡as, como si hubiera vivido en la ‚poca de Tiberio.
¨Entiendes lo que quiero decir?
-Creo que si y seguir‚ tu consejo.
Calixto asinti¢ satisfecho.
-Es lo m s inteligente que puedes hacer, S‚neca. Tal vez en algu-
na ocasi¢n nos encontremos frente a frente en circunstancias m s
agradables, ¨qui‚n sabe? Y otra cosa: esta conversaci¢n jam s ha teni-
do lugar. Si por cualquier motivo afirmaras que, aparte de la adverten-
cia del emperador, yo re comuniqu‚ alguna otra cosa, lo negar‚, y
encontrar‚ testigos que lo confirmen.
-He comprendido, Calixto; la claridad bien entendida empieza
por uno mismo.
Calixto se levant¢ y se acarici¢ la doble papada.
-T£ naciste en cuna dorada, S‚neca, pero mi padre fue un escla-
vo. Si un liberto como yo logra respeto y riqueza, no la arriesga. Su-
pongo que lo entender s. Me importa de verdad que lo entiendas.
-Te comprendo, re respeto y re doy las gracias, Calixto. Yo, como
t£, espero que tengamos ocasi¢n de proseguir alguna vez nuestra con-
versaci¢n en circunstancias m s favorables.
-Yo tambi‚n lo espero! -dijo el secretario, y abri¢ la puerta a su
visitante.
Una vez fuera, S‚neca tom¢ una silla de manos y se hizo llevar a la
seh ola medicorum.* Su propio m‚dico de cabecera era viejo y ten¡a mu-
chos pacientes en Roma. Adem s, era un pedante y un charlat n. S‚-
neca explic¢ con exactitud al administrador lo que buscaba. Deb¡a
trararse de un m‚dico joven y eficaz que a£n no tuviera su propia
consulta, que tuviera ganas de viajar y fuera independiente.
-El asunto es urgente -recalc¢ S‚neca-, los interesados pue-
den venir a yerme hoy mismo.
Y, realmente, aquel mismo d¡a se presentaron dos, pero ninguno
de ellos le gust¢ a S‚neca. Otros tres comparecieron a la ma¤ana si-
guiente, y S‚neca se decidi¢ por Eusebio, que hab¡a sido durante tres
a¤os ayudante de un conocido m‚dico romano, muerto hac¡a poco
tiempo. Su rostro inteligente y abierto y su cuidado aspecto gustaron
en seguida a S‚neca.
-Hay una cosa que tienes que tener clara desde el principio, Eu-
sebio. Jam s deber s poner en duda el diagn¢stico de mi m‚dico de
cabecera. Padezco una tisis pulmonar y estoy enfermo de muerte. In-
cluso si llegaras a otra conclusi¢n, una vez que me hayas examinado,
has de confirmar este diagn¢stico si alguien re lo pregunta. No quiero
herir tu dignidad de m‚dico, pero tengo motivos de peso, motivos
vitales, para imponer esta condici¢n.
-¨Puedo examinarte a pesar de todo?

* Colegio de m‚dicos.
222 223

S‚neca se desprendi¢ de la parte superior de su vestimenta. Euse-


bio golpe¢ y auscult¢ el pecho y la espalda, pidi¢ que respirara de
prisa y despacio, lo que provoc¢ un ataque de ros. S‚neca se rap¢ la
boca con un pa¤uelo hasta recuperar el aliento. El m‚dico tom¢ el
pa¤uelo y dijo:
-Hay sangre. S¢lo puedo confirmar el diagn¢stico de tu m‚dico
de cabecera.
-Bien, nos entendemos. Pasado ma¤ana tomaremos un velero de
cabotaje para ir a Baules.

Emilio L‚pido esper¢ los tres d¡as que exig¡a el decoro hasta que
anunci¢ a Agripina su visita para aquella tarde. Como esposo de su
hermana, era considerado un pariente, y en consecuencia su apari-
ci¢n no pod¡a despertar ninguna sospecha. La casa de Agripina estaba
sometida a vigilancia, pero L‚pido no se preocup¢ por esto. En los
c¡rculos de la corte hab¡a mencionado varias veces su intenci¢n de
visitar a Agripina y no dudaba de que Cal¡gula se hab¡a enterado.
Agripina recibi¢ a L‚pido vestida de luto y, mientras la servidum-
bre pod¡a escuchar, interpret¢ el papel de afligida esposa. En cuanto
estuvieron a solas, dej¢ caer la m scara.
-Resulta indigno, pero la casa est llena de espias. No qr¡iero que
nadie pueda decir de mi que no haya cumplido escrupulosamente
mis obligaciones como esposa de un patricio romano.
-Pero, pese a todo, re sientes aliviada, y yo re lo noto. Espero que
Cal¡gula no haya urdido ya nuevos planes de matrimonio para ti.
-En cualquier caso, insistir‚ en el a¤o de luto. Qui‚n sabe lo que
pasar luego...!
-S¡, Agripina, eso s¢lo los dioses lo saben. Pero tambi‚n nosotros,
los humanos, tenemos la posibilidad de tomar nuestras precauciones
y de hacer proyectos. Las personas como t£ y como yo no somos
capaces de esperar en un rinc¢n tranquilo lo que el destino vaya a
decidir.
Estas palabras despertaron la atenci¢n de Agripina.
-Te doy la raz¢n, pero ¨c¢mo tengo que entender rus palabras?
-¨Est esta habitaci¢n protegida contra escuchas?
-Si hablas en voz baja, s¡.
-No soy ning£n cobarde, Agripina, pero temo por nuestras vidas.
-Especialmente por la tuya, ¨verdad?
-Agripina, lo digo en serio. Claro que, en primer lugar, me preo-
cupo de mi propio bienestar, pues no tengo hijos y Drusila s¢lo es mi
esposa de nombre. Pero hay personas por las que siento afecto y cuya
ca¡da quiero evitar. T£, Agripina, eres una de esas personas.
La mujer esboz¢ una sonrisa iron¡ca.
-Deja ya de hablar con vaguedades. Si no me equivoco, ni t£ ni yo
corremos en estos momentos un peligro inmediato.
-Eso puede cambiar r pidamente, Agripina. Yo trato a Cal¡gula
m s que t£, y te digo que cada d¡a resulta m s imprevisible. Sus ®bro-
mas'> rondan £ltimamente la locura. Ning£n estadista inteligente ha
osado jam s contrariar al pueblo, pero ‚l provoca y molesta a todos: a
los senadores, a los patricios, a los plebeyos, hasta al vulgo de la calle,
al que regala primero entradas gratuitas y luego los hace encerrar en
el circo y asarse al sol. A£n goza de popularidad, a£n lo aclaman,
pero los senadores tiemblan ante ‚l, y muchos patricios se han retira-
do a sus alejadas casas de campo. Se a¤ade, adem s, que mes tras mes
despilfarra millones de sestercios. S‚ por economistas de la corte que
el erario p£blico estar agorado dentro de medio a¤o. Y ¨qu‚ pasar
entonces? Tendr que aumentar los impuestos, se convertir en here-
dero de acaudalados romanos a los que un Senado d¢cil condenar a
muerte. Sabemos que no tiene ninguna consideraci¢n con sus parien-
tes. Ahora eres rica, Agripina, y tambi‚n mi patrimonio es considera-
ble. Piensa tambi‚n en tu hijo! Tendremos que tomar precauciones.
Lo que L‚pido no dijo abiertamente era el desenfrenado odio que
sent¡a por Cal¡gula, que hab¡a abusado de su amistad y lo hab¡a degra-
dado a la condici¢n de efebo. Ten¡a aquello clavado en su carne
como una llaga ulcerada, y cuando pensaba en aquella escena se apo-
deraba de ‚l tal sed de venganza que le temblaban las manos.
Agripina volvi¢ hacia ‚l su rostro atractivo, tan parecido al de su
madre. Pero tambi‚n hab¡a heredado el car cter de la difunta: era
orgullosa, altiva, ambiciosa y -si hacia falta- astuta como una vulpe-
ja. Para ella, los hombres s¢lo eran un medio para conseguir un fin, y
si se acostaba con alguno no lo hacia por placer, sino por conseguir
un objetivo que ella ten¡a muy claro. Corr¡an rumores de que en una
ocasi¢n Cal¡gula se la hab¡a llevado a la cama, pero que su frialdad le
hab¡a servido de escarmiento y no volvi¢ a insistir.
-¨Precauciones? ¨Qu‚ quieres decir?
-Primero, conr‚srame a una pregunta, pero, por favor, con abso-
lura sinceridad: ¨quieres a Cal¡gula como a un hermano?
-No! -dijo Agripina con firmeza-, quiero y aprecio a mi her-
mana Livila, pero a ‚l lo desprecio, y no eres el £nico a quien se lo
digo. El mismo ha tenido ocasi¢n de escucharlo varias veces de mis
propios labios.
-Pero ¨no te sientes amenazada por ‚l?
-Antes quiz no, pero, desde que naci¢ mi hijo, tengo mis dudas.
Cal¡gula ve una amenaza en todo pariente masculino. Es algo sobra-
damente conocido.
224 225

-Y ninguno sigue con vida, salvo r¡o Claudio, a quien nadie toma
en serio.
-Te has olvidado de mi hijo, L‚pido. Mientras Cal¡gula no tenga
hijos propios ve en cualquier reto¤o masculino de nuestra familia a
un futuro rival, a alguien que puede arrebatarle el trono.
-S‚ que tienes raz¢n. Por lo que a m¡ respecta, no temo nada
mientras siga compartiendo su lecho con Drusila. Si llega el momento
en que se cansa de ella o prefiere a otra mujer, entonces tambi‚n yo
veo un peligro. Tal vez no deber¡amos permitir que esto ocurriera...
Agripina neg¢ con la cabeza.
-Drusila, esa bruja, lo domina de un modo dificilmenre com-
prensible. Conozco a los dos y re puedo asegurar que ninguna otra
mujer podr retenerlo durante m s de un par de d¡as mientras Drusi-
la viva. S¢lo quiero recordarte el caso de Oresrila.
-Oh Agripina! Ojal Tiberio me hubiera casado contigo! Las
cosas habr¡an sucedido de un modo nvuy distinto.
-Te hubiera preferido mil veces a Enobarbo, re lo aseguro.
L‚pido se inclin¢.
-Me alegra oir esto. Pero a£n no es demasiado tarde; por suerte,
muchas cosas a£n se pueden recuperar.
Agripina, que ve¡a en L‚pido a una posible ayuda y un aliado, in-
tent¢ componer una sonrisa c lida.
-Todav¡a no nos amenaza ning£n peligro inmediato, y durante
mi ‚poca de luto no quiero que nadie pueda decir nada de mi. Pero
me gustas, L‚pido, y rus palabras francas me han impresionado y me
han dado esperanza; quiero decir esperanzas de que las cosas puedan
cambiar.
-Eres hermosa, Agripina, ¨lo sabes? Si ‚sta no fuera una casa en la
que se est de luto, podr¡a...
Agripina le tap¢ la boca con un dedo.
-~C llare! Por hoy es suficiente.
Roz¢ sus labios para darle un beso fraternal y apart¢ sus manos,
que quisieron agarrarla en seguida.
-Cada cosa en su momento, L‚pido, tenemos que tener pacien-
cia, por mucho que nos cueste.
L‚pido consider¢ un ‚xito esta visita. Ahora hab¡a que esperar
hasta que el odio de Cal¡gula se fuera extendiendo. Tendr¡an que ser
tantos que no pudiera aplastarlos, sino que fuera ‚l el aplastado por la
masa de sus adversarios.
Cornelio Sabino se hab¡a acostumbrado r pidamente a su servicio,
que apenas le exig¡a esfuerzo mental y que consist¡a principalmente
en una serie de rutinas invariables. Hab¡a que hacer formar a los ma-
n¡pulos, inspeccionar el armamento, comprobar s£plicas y peticiones,
comentar con el legado los ascensos y algunas cosas m s que, a los ojos
de Sabino, ten¡an escasa importancia. De vez en cuando, llegaban a
ミ feso romanos de alto rango, y ten¡an que ser saludados por un tribu-
no y acompa¤ados a la ciudad por una decuria de soldados a caballo.
Resumiendo, Sabino realizaba su servicio meticulosamente pero sin
participar interiormente. Pero se encontraba en Efeso, y esto era lo
£nico que le importaba.
Dedic¢ su primer d¡a libre a visitar a fondo la ciudad. Su centro, el
gora, se compon¡a de una parte superior y otra inferior y estaba situa-
da exactamente en el centro de una hondonada. Las casas de la ciu-
dad, que hab¡an experimentado un considerable crecimiento en los
£ltimos decenios, escalaban las laderas de los montes Pi¢n y Koressos
hasta donde los roquedales casi verticales imped¡an toda posibilidad
de construir.
Para los comerciantes, Efeso era un para¡so. Cientos de tiendas se
alineaban bajo los soportales umbrosos entre la zona del templo y el
gran teatro, cuyo inmenso semic¡rculo se recostaba en la ladera occi-
dental del monte Pi¢n. All¡ cab¡an m s de veinte mil personas, yen los
d¡as de fiesta de Artemisa, no quedaba ni un solo asiento libre, como
le dijo con orgullo un habitante de Efeso.
Tras una primera visita fugaz, Sabino se sinti¢ atra¡do hacia la calle
del puerto, que descend¡a casi media milla suavemente desde el tea-
tro hasta las d rsenas. A ambos lados estaba jalonada de galer¡as bajo
los soportales, en los que las tiendas mejores y m s caras de la ciu-
dad ofrec¡an todo aquello que un exigente p£blico de una gran ciudad
ped¡a y esperaba.
Pero Sabino no ten¡a ojos para los fardos de seda de brillantes
colores, las vajillas de cer mica, los trabajos art¡sticos en madera no-
ble, las joyas, los aceites arom ticos y todo lo dem s que hacia que esta
rica ciudad fuera un emporio de riqueza.
Toda una serie de tiendas se dedicaba exclusivamente a la venta
de recuerdos religiosos y ofrendas. La mundialmente famosa figura
de Artemisa Polimastros, ®la de los m£ltiples pechos<>, se pod¡a encon-
trar en im genes que iban desde simples ejemplares de un palmo,
hechos de madera o barro, hasta figuras de enorme tama¤o, en m r-
mol o en bronce. Seg£n el modelo tradicional, la diosa estaba repre-
sentada en actitud r¡gida, erguida, con las manos levantadas, bendi-
ciendo, y con una triple fila de rebosantes pechos que cubr¡an la parte
superior de su cuerpo. Su ajustado vestido llegaba hasta los pies y mos-
226 227

traba en seis filas im genes de abejas, leones, ciervos, cangrejos, grifos


y sirenas. En la cabeza llevaba una alta corona que representaba a
Efeso y a su famoso templo. Sabino s¢lo dedic¢ una mirada fugaz a la
extra¤a diosa, porque a ‚l le atra¡a m s el puerto.
Todo lo que sabia de Helena y de su familia era su relaci¢n con los
barcos. Hab¡a mencionado que su padre era naviero y que su futuro
esposo, el tres veces maldito Perr¢n!, proced¡a de una familia de
constructores de navios.
Sabino estaba furioso porque all¡, en Epidauro, no se hab¡a acor-
dado de preguntarle por el nombre de su padre. ¨Por d¢nde pod¡a
empezar, pues? Sin duda habr¡a miles de Helenas en Efeso, y, al fin y
al cabo, no pod¡a pasearse por las instalaciones portuarias y preguntar
por un naviero cuya hija se llamaba Helena. Le quedaba, pues, s¢lo
aquel Petr¢n con el que estaba casada ahora, partiendo de la base de
que le hab¡a dicho la verdad.
Sin pens rselo m s, Sabino entr¢ en una de las agencias navales
y pregunt¢ si conoc¡an all¡ al propietario de unos astilleros llamado
Perr¢n.
-¨Petr¢n? Que yo sepa, no. Los astilleros se hallan all¡ enfrente
en el otro lado, junto a los diques secos. Pregunta all¡, pero si necesi-
tas un pasaje para un barco, re puedo...
Sabino se apresur¢ a abandonar la tienda, y se abri¢ paso a trav‚s
de la multitud hasta llegar al lado sur del puerto. En el dique seco
estaban carenando un velero. Obreros medio desnudos arrancaban
con rasquetas la capa de lapas y de algas del casco del barco, otros
serraban y martilleaban en cubierta. Sabino se dirigi¢ al supervisor.
-Perdona que te moleste en tu trabajo, pero soy nuevo aqu¡, y me
gustar¡a saber cu ntos astilleros hay.
Sin despegar la vista de sus obreros, el hombre barbudo refun-
fu¤¢:
-Aqu¡ en el puerto, dos. M s abajo, siguiendo el canal, hay algu-
nos mas.
-¨Se llama Petr¢n uno de los propietarios?
El barbudo se limir¢ a negar con la cabeza, se aparr¢ unos cuantos
pasos y grit¢ algo a uno de los obreros.
®Ahora s‚ tanto como antes -pens¢ Sabino-; tendr‚ que enfo-
carlo de otra manera.¯

Cuando tuvo de nuevo un d¡a de asueto, se puso sus mejores ropas y se


hizo llevar en una cara silla de manos a la administraci¢n del puerto.
Con aire displicente dijo al portero que ten¡a que hablar urgentemen-
te con el prefecto, y le tir¢ una moneda.
-¨A qui‚n puedo anunciar, se¤or?
-A Tito Cesrio de Roma; rengo intenci¢n de comprar un velero
aqu¡.
El prefecto del puerro lo recibi¢ en el acto y levant¢ las manos,
lament ndose.
-Me remo no ser la persona que pueda ayudarte. Mis competen-
cias abarcan las rasas portuarias y aduaneras, superviso la carga y des-
carga de los barcos en determinados fondeadores. Lo mejor ser que
vayas personalmente a los astilleros y expongas all¡ rus deseos.
-Bien, pens‚ que tal vez podr¡as recomendarme a alg£n cons-
tructor naval. Alguien me habl¢ de un tal Petr¢n, o algo parecido.
-¨Perr¢n? Ninguno de los propietarios de astilleros de nuestra
ciudad se llama as¡, de eso estoy seguro. ¨No habr s entendido mal el
nombre?
Sabino dio las gracias y se march¢. Ya fuera, se le ocurri¢ de repen-
te la idea salvadora.

Entr¢ en una de las raberuas, donde marineros, jornaleros y ociosos es-


taban sentados ante sus jarras, comiendo, charlando o simplemente ob-
servando el variopinro traj¡n del puerto. Sabino se dirigi¢ al tabernero.
-Necesito un mensajero. ¨Puedes recomendarme a uno de rus
parroquianos?
El tabernero ech¢ un vistazo al interior de la taberna y llam¢:
-C¡e¢n! Levanta el trasero de ah¡ y ven!
Un joven esbelto se levant¢ sin prisa y se acerc¢ a paso lento.
-El se¤or tiene un encargo para ti.
-¨Conoces bien la ciudad? -pregunt¢ Sabino.
Cle¢n esboz¢ una sonrisa iron¡ca.
-Nac¡ aqu¡, y jam s he salido de ミ feso.
-Bien, vamos.
Fuera, Sabino pregunt¢:
-¨Hay amanuenses en la ciudad?
Cle¢n asinti¢ y se adelanr¢.
Los escribientes esperaban a los clientes en peque¤os cobertizos
de madera.
-¨Qu‚ puedo hacer por ti, se¤or?
-V‚ndeme un trozo de pergamino y una pluma.

Sabino escribi¢ el primer verso de Catulo que le vino a la memoria,


dobl¢ el papel y lo hizo sellar con cera por el escribiente. Se lo dio a
Cle¢n.

228 229

-En el puerro hay dos astilleros y unos cuantos m s siguiendo el


canal, lo sabr s, ¨no? En uno, no s‚ en cu l, hay un tal Petr¢n. Acu‚r-
date bien del nombre: Perr¢n. No dejes de preguntar hasta haberlo
encontrado. El es el destinatario de mi escrito. ¨A cu nto asciende tu
sueldo de mensajero?
Cle¢n esboz¢ una sonrisa taimada.
-Puedo emplear en eso mucho tiempo, sobre todo si rengo que
buscar a lo largo del canal. Tendr s que soltar cinco sestercios.
Sabino asinti¢.
-Bien, aqu¡ tienes. Esperar‚ tu vuelta all¡ enfrente, en tu taberna,
y entonces re dar‚ otros cinco, pues rengo que saber d¢nde has en-
contrado a ese Petr¢n.
-Entendido, se¤or. Ahora mismo me pongo en marcha.

Sabino regres¢ lentamente a la taberna, pidi¢ una salchicha con ajo


y unajarra de vino. Hab¡a un par de mesas al aire libre; all¡ se sent¢ y
esper¢. La salchicha estaba tan fuertemente condimentada que s¢lo
trag¢ a duras penas un bocado y ech¢ el resto a un perro vagabun-
do. Este lo arrap¢ h bilmente y lo engull¢ con avidez. Luego movi¢
el rabo medio pelado en espera de m s. '<Tambi‚n t£ mereces tener
una alegr¡a¯, se dijo Sabino, y pidi¢ un par m s. En contra de lo
esperado, el vino se pod¡a tomar perfectamente, y as¡ se dedic¢ a dar
de comer al perro, a vaciar lajarra y a esperar. El tiempo transcurri¢
con cruel lentitud. Se hizo traer una segunda jarra y contempl¢ los
barcos, situados a muy poca distancia uno de otro, cuyos m stiles se
mov¡an con el leve oleaje como bailarines. Entonces apareci¢ Cle¢n
corriendo, y se dej¢ caer en una silla con la respiraci¢n entrecor-
tada.
-Orden cumplida! Tu carta ha llegado a buenas manos. Ahora
me sentar¡a bien una copa.
Sabino le pas¢ lajarra.
-A£n est casi llena. ¨D¢nde la has entregado?
Cle¢n sonri¢ y fror¢ el dedo pulgar contra el indice. Sabino le
desliz¢ un denario que desapareci¢ en un santiam‚n.
-Eres realmente generoso, se¤or. Bien, si sigues el canal, llegas
primero a dos grandes almacenes, luego a un edificio bajo donde se-
can y ah£man pescado, se nota por el olor. Inmediatamente despu‚s
llegas a un peque¤o astillero; en el dique hay una gabarra medio ter-
minada. La empresa pertenece a un tal Polibio, y all¡ parece trabajar
ese Perr¢n; al menos, aceptaron inmediatamente tu carta.
-Has hecho un buen trabajo, Cle¢n. A£n podr s ganarte m s di-
nero a condici¢n de que sigas mostr ndote tan h bil. Quiero aver¡-
guar algunas cosas sobre ese Perr¢n, pero hay que hacerlo de manera
que no llame la atenci¢n. ¨Te crees capaz de conseguirlo? ¨Qu‚ me
respondes?
El rostro taimado de Cle¢n se abri¢ en una ancha sonrisa.
-¨Qu‚ piensas, se¤or? Hace mucho tiempo que me habr¡a muer-
to de hambre si no hubiera cumplido siempre mis encargos con dis-
creci¢n y puntualidad. Puedes confiar en mi, pero este asunto requie-
re su tiempo, tal vez tres d¡as, cinco d¡as, tal vez m s. ¨Qu‚ es lo que
quieres averiguar sobre este Petr¢n?
-Todo, o mejor no. S¢lo se trata de dos cosas: quiero saber d¢nde
vive y con qui‚n est casado.
Cle¢n se llev¢ lajarra a la boca y tom¢ un buen trago.
-Ah, esto sienta bien. Si, se puede hacer. ¨Puedes estar nueva-
mente aqu¡ dentro de tres d¡as?
Sabino reflexion¢.
-Si, pero no hasta la noche, aproximadamente una hora antes de
la puesta del sol.
-Vale, y re costar otros tres denarios.
-De acuerdo. Por cierto, no tengo malas intenciones, s¢lo
quiero...
-No soy curioso, se¤or. Lo que hagas con mis informaciones es
asunto tuyo. Yo suministro, y t£ pagas.
Sabino se levant¢.
-Bien, entonces hasta dentro de tres d¡as.

Cuando Livila recordaba m s tarde este verano, le parec¡a la ‚poca


m s feliz de su vida. Hab¡a estado pensando durante mucho tiempo si
deb¡a emprender este viaje de inc¢gnito, pero ten¡a demasiado orgu-
l¡o para hacerlo as¡. Inform¢ a Cal¡gula y pidi¢ un velero.
-As¡ que vas a ir a ver a unos amigos en Baules; espero que al
menos se trate de gente correcta. Una princesa imperial tiene que
cuidar de su reputaci¢n.
-Como Drusila... -dijo Livila en tono mordaz.
Cal¡gula dirigi¢ su mirada fija a la hermana.
-¨Qu‚ es lo que quieres decir con eso?
-No s‚ si resulta muy favorable para su reputaci¢n el que compar-
ta el lecho con su hermano.
Cal¡gula permaneci¢ extra¤amente sereno.
-No lo entiendes, nadie lo entiende. Son los dioses los que han
querido nuestra uni¢n. Ella es mi hermana-esposa, ‚sta es la forma
m s sagrada de una uni¢n matrimonial. Los reyes egipcios lo hicieron
as¡ durante m s de tres milenios.
230 231

-T£ no eres un rey egipcio, sino el emperador romano. Pero, en


fin, ¨para qu‚ vamos a pelearnos? A mi no me incumbe. ¨Me das el
barco o no?
-Toma uno, y si quieres, toda la flota. La hermana del emperador
no debe viajar como una persona cualquiera.
-Uno me basta, Cal¡gula, te lo agradezco.

En un espl‚ndido d¡a de principios de verano subi¢ al r pido y es-


belto barco. Pasaron por delante de Ancio, bordearon el ventoso cabo
de Circe y echaron anclas en Anxur, donde pasaron la noche. La an-
tigua ciudad de los volscos se hab¡a convertido en una elegante ciu-
dad de veraneo, si bien no tan distinguida como Bayas o Baules, pero
se beneficiaba de ser r pida y c¢modamente accesible desde Roma.
Por la tarde del d¡a siguiente bordearon el cabo de Miseno, donde
estaba anclada parte de la flota romana, y poco despu‚s entraron en
el peque¤o y protegido puerro de Bayas.
El capit n del barco quiso informar a la administraci¢n del puerto
para preparar una debida recepci¢n para Livila, pero ella lo rechaz¢.
-No, capit n, no quiero llamar la atenci¢n. Voy a visitar a unos
amigos en Bayas, y quiero que mi visita se realice con sigilo.
Acompa¤ada por sus dos damas de compa¤¡a, subi¢ en el puerto a
una silla de manos y se hizo llevar a la villa de Sereno. La casa era algo
antigua y parec¡a m s bien modesta, pero ten¡a la ventaja de disponer
de un gran jard¡n, oculto a las miradas. La finca estaba cercada por
arroyos y terminaba en una min£scula ca¡a bordeada por altos acanti-
lados.
S‚neca estaba exultante.
-¨Te ha dejado Cal¡gula escapar de su rurela? ¨Hasta cu ndo po-
dr s quedarte?
-Todo el tiempo que quiera.
Livila mir¢ a su alrededor.
-Nunca hubiera pensado que en el abarrotado Bayas quedara un
rinc¢n tan tranquilo.
-Hace mucho tiempo que la villa es propiedad de la familia. Sere-
no, si quisiera, la hubiera podido vender por varios millones de sester-
cios; los especuladores no le dejan en paz. Aqu¡ se podr¡an edificar
f cilmente cuatro o seis casas en forma escalonada, como terrazas.
Pero mi amigo es rico y le tiene mucho cari¤o a este lugar, donde
pas¢ parre de su infancia.
-Lo comprendo perfectamente -dijo Livila- y deber¡amos es-
tarle agradecidos por haber puesto a nuestra disposici¢n un nidito
tan hermoso para este verano.
-Aqu¡ estamos completamente solos, querida. Los pocos criados
no molestan. Por precauci¢n me he tra¡do a un joven m‚dico que
permanecer junto a mi lecho de enfermo por si los pretorianos in-
tentaran sacarme de aqu¡. Se llama Eusebio, ‚l no nos molestar .
La tom¢ del brazo.
-Ven, quiero mostrarte una cosa.
Bajaron hasta la ca¡a por el sendero serpenteante, bordeado de
cipreses y rododendros. El sendero desembocaba en unas escaleras
de m rmol que conduc¡an a una peque¤a fuente consagrada a las
ninfas y un estrecho arroyo se desplomaba por los acantilados al mar.
El lugar se hab¡a ensanchado hasta formar una piscina natural, y en
las rocas se hab¡a abierto una gruta. En dos hornacinas se hallaban
las figuras de m rmol de tama¤o natural de una ninfa y de un sileno.
-El agua baja de las monta¤as y est helada, pero es muy adecua-
da para quirarse la sal tras un ba¤o en el mar. ¨Sabes nadar?
Livila se ech¢ a re¡r.
-Claro que si! Nuestro padre era un gran deportista y, tras su
muerte, nuestra madre se cuid¢ de que hici‚ramos ejercicios gimn sti-
cos tambi‚n las mujeres. A los tres a¤os sabia nadar como una nereida.
-Me gustar¡a verlo! -exclam¢ S‚neca-, ven, vamos a hacer una
carrera.
-Yo pensaba que estabas enfermo de muerte...
S‚neca rompi¢ a re¡r.
-El m‚dico me ha ordenado que me ba¤e regularmente en el
mar.
La condujo a la peque¤a playa bordeada por oscuros acantilados
que parec¡an garras empe¤adas en sujetarla. Se detuvieron, cogidos
del brazo. El silencio inflamado por el sol vespertino s¢lo era in-
rerrumpido por la leve respiraci¢n del mar y el lejano canto de los
grillos.
-No me extra¤ar¡a que ahora la ninfa y el sileno salieran de sus
hornacinas -dijo Livila en voz baja.
S‚neca la mir¢ con expresi¢n de sorpresa.
-Estaba pensando exactamente lo mismo. En cualquier caso, uno
se olvida aqu¡ de que existe una Roma ruidosa, sucia y hedionda.
-Yo lo he olvidado ya -dijo Livila, y se desprendi¢ de su ropa-.
~Nadamos mar adentro?
-No -dijo S‚neca-, primero rengo que contemplarte con cal-
ma. Ahora s‚ por qu‚ la ninfa se queda en su hornacina! Teme tener
que medirse con tu belleza.
Livila se ech¢ a re¡r.
-Se nota que sabes muy bien lo que una mujer quiere escuchar.
Pero la ninfa podr¡a ganar el concurso.
232 233

-No, si fuera yo quien tuviera que tomar la dec¡sion.


S‚neca se desprendi¢ de sus ropas y atrajo a Livila hacia s¡.
-A£n no puedo creer que re tenga en mis brazos, que nos perte-
nezcamos el uno al otro, mientras Cal¡gula, esa voraz ara¤a, quiz ya
est‚ tejiendo sus hilos mortales. Odia a las personas felices...
Livila le rap¢ la boca.
-Ni una palabra de Cal¡gula. Que sea la £ltima vez que escuche
aqu¡ su nombre. No merece ser nombrado en este lugar tan hermoso.
-Tienes raz¢n -dijo S‚neca, y cerr¢ la boca de Livila con un
largo beso.
Entonces se despert¢ su deseo y acost¢ a la amada en la c lida
arena. Tambi‚n ella estaba dispuesta, y se amaron en la peque¤a y
silenciosa ca¡a mientras el mar alcanzaba sus cuerpos con sus largos
brazos.
Despu‚s nadaron, y, realmente, Livila era m s h bil que S‚neca.
Buce¢ por debajo de ‚l como si formara parre del s‚quito de Neptuno
que surca los mares con sus tritones y nereidas. Despu‚s fueron a la
gruta y se sumergieron, gritando, en el agua g‚lida de la fuente, se
salpicaron y volvieron a salir r pidamente.
Livila sacudi¢ su larga cabellera suelta que se le pegaba al pecho y
a la espalda. S‚neca tom¢ un pa¤o y la sec¢ no sin besarla largamente
en los hombros y en la nuca. Desde atr s, le acarici¢ suavemente los
pechos.
-Est n hechos para mis manos, se ajustan a ellas como hechos a
medida.
-Como debe ser entre hombre y mujer. Mientras dos personas se
amen sinceramente, cada uno no es m s que medio cuerpo. Mis pe-
chos piden rus manos, mi boca tu beso, mi vulva pide tu falo. Nos
unimos y nos convertimos en un solo cuerpo, as¡ lo han querido los
dioses, alabados sean.
-Me est s disputando mi rango de poeta -dijo S‚neca con una
sonrisa.
-S¢lo quiero a¤adir a rus palabras que yo misma me he sentido
como un dios en la uni¢n contigo. Este regalo nos lo han hecho los
seres del Olimpo para proporcionarnos la idea de la divinidad. Pero,
envidiosos como son, han limitado a contados momentos esta sen-
sacion.
Livila se puso su t£nica.
-X esto lo dices t£, que no crees en los dioses!
-Creo en lo divino sin preguntar de d¢nde viene. Ahora nos va-
mos a casa, nos sen tamos en la terraza y celebramos la puesta del sol
con una copa de vino de Sorrenro.

234
XVII

Claudio C‚sar, el t¡o del emperador, sabia que le resultar¡a muy dificil
permanecer vivo durante el reinado de su sobrino. Se manten¡a en lo
posible alejado de Roma y trabajaba en su quinta, en la Campania, en
voluminosas obras hist¢ricas. Pero era un pr¡ncipe imperial, y ten¡a
que cumplir con ciertas obligaciones oficiales. As¡, por dos veces los
nobles romanos lo hab¡an elegido portavoz, era miembro extraordi-
nario del colegio de los sacerdotes de Augusto y desempe¤aba toda
una larga serie de cargos honor¡ficos.
Inmediatamente despu‚s de tomar posesi¢n de su cargo, Cal¡gula
lo nombr¢ c¢nsul, pero no lo hizo para honrar a Claudio, sino m s
bien para desprestigiar a los senadores. No obstante, Claudio valoraba
correctamente su dificil situaci¢n y hacia todo lo posible para reforzar
su imagen de tartamudo, retra¡do y olvidadizo. El que guardaba en su
memoria bibliotecas enteras de Historia, fing¡a no ser capaz de recor-
dar nada, confund¡a nombres y acontecimientos e interpretaba en la
corte de Cal¡gula el papel de buf¢n, como se esperaba de ‚l. Al ver
que Cal¡gula lo trataba con maldad y sin respeto, la corre lo emulaba
en este trato.
Si Claudio estaba invitado a la mesa imperial, todos esperaban ilu-
sionados su aparici¢n, pues aquel bobo tartamudo que no dejaba de
hacer muecas promet¡a siempre converrirse en una diversi¢n no espe-
rada. Por distracci¢n -¨o era intencionado?- Claudio aparec¡a fre-
cuenremenre el £ltimo, y los presentes se divert¡an enormemente mo-
vi‚ndose de aqu¡ para all en sus sitiales para que tuviera que cojear
largo tiempo de un lado a otro hasta encontrar un sirio. Como Clau-
dio trabajaba hasta muy avanzada la noche, sobre el mediod¡a le en-
traba el sue¤o y frecuentemente se quedaba dormido despu‚s de la

235

L
comida. Para la camarilla de la corte esto era un motivo m s para
utilizarlo como blanco para sus huesos de aceitunas y de d tiles. Si se
despertaba, todos fing¡an no haber tenido nada que ver y Cal¡gula
preguntaba:
-Bien, apreciado r¡o, ¨con qu‚ has estado so¤ando? ¨Quiz con
las aventuras de tu esposa Plaucia? ¨Eres el £nico que no sabe que se
acuesta con media Roma? Pero esto ocurre a menudo, el esposo suele
ser el £ltimo en enterarse.
Los comensales se desternillaban de risa, y uno exclam¢:
...Al menos,
ahora lo sabe!
Claudio fing¡a oir mal y no respond¡a nunca a estas alusiones. Si
no lo dejaban en paz contestaba como si se hubiera tratado de una
broma o como si hubiera entendido mal. Hacia mucho tiempo que
sabia que Plaucia Urgulanila lo enga¤aba con frecuencia, pero esto
hab¡a dejado de preocuparle.
Tras su m scara de buf¢n, segu¡a siendo un observador inteligente
y despierto, y no se le pasaba por alto que, poco a poco, Cal¡gula iba
perdiendo popularidad, sobre todo entre la nobleza. Tambi‚n Clau-
dio ten¡a amigos que lo tomaban en serio y que se daban cuenta de
que aquel papel de buf¢n era fingido. Eran estos amigos los que a
veces le insinuaban que los d¡as de Cal¡gula estaban contados y que
pon¡an grandes esperanzas en ‚l como Claudio C‚sar emperador.
Pero era lo suficientemente inteligente como para hacerse el sordo.
En estas ocasiones, su rostro se contra¡a con especial virulencia, y re-
sultaba imposible deducir de su desvalido tartamudeo si hab¡a enten-
dido la insinuaci¢n.
As¡, por instinto de auroconservaci¢n, Claudio C‚sar llevaba dos
existencias distintas: la del buf¢n y tartamudo, v¡ctima de una precaria
inteligencia, y sordo por a¤adidura, y la del erudito que investigaba
en su aislada villa la historia de los pueblos con ayuda de una inmensa
biblioteca. Y, desde luego, jam s tartamudeaba, ni hac¡a muecas rid¡-
culas cuando daba ¢rdenes a los esclavos de su casa.
En raras ocasiones Cal¡gula se atrev¡a ya a salir a la calle disfrazado,
pues tem¡a ser reconocido y caer v¡ctima de la ira popular. Pero se
trataba de un temor infundado, pues, frente a la creciente enemistad
de los c¡rculos nobles, su popularidad se manten¡a inquebrantable
entre el vulgo. Y le perdonaban r pidamente sus ®bromas¯ porque
una y otra vez volv¡a a engatusarlos con pan y juegos.

236

j
F
Pero un d¡a le entraron ganas de participar en los Ludi Piscatorii* en
las nonas dejunio** sin ser reconocido.
Con motivo de esta alegre fiesta popular se celebraba una compe-
rici¢n de pesca en el T¡ber, dedicada al dios Vulcano, que terminaba
con un gran banquete a base de pescado, en el que, seg£n la tradi-
ci¢n, el emperador pagaba el vino.
Uno de los motivos por los que Cal¡gula quer¡a participar era porque
su donativo de vino iba unido, naturalmente, a una ®inocentada¯. Hab¡a
dado orden de mezclar los barriles de buen vino del pa¡s con otros que
conten¡an vinagre en mal estado y agua putrefacta. Se visti¢ a si mismo y
a sus pretorianos al estilo de los sencillos ciudadanos romanos, pero, bajo
sus togas, sus acompa¤antes llevaban sus afiladas espadas.
La fiesta transcurrio con normalidad, la pesca result¢ regular,
pero, gracias a donativos que llegaron de todas parres, la comida fue
incluso opulenta. Con regodeo, Cal¡gula observaba que algunas caras
se retorc¡an al probar el vino y que el vinagre era escupido acompa¤a-
do de obscenas maldiciones. Aqu¡ y all estallaban disputas, porque
uno reprochaba a otro que no sabia apreciar el vino del emperador,
que era realmente excelente.
-~ Llamas vino a esto? O el emperador nos ha tomado el pelo o le
han enga¤ado sus bodegueros. Esto es vinagre, y podrido adem s!
Pero el otro, cuya copa mostraba un vino excelente, protestaba:
-Nunca est is contentos con nada; ya quisiera yo poder beber
todos los d¡as un vino como ‚ste!
~Pues pru‚balo! -dijo el otro y le ech¢ el vinagre a la cara a su
oponente.
Y, para diversi¢n de Cal¡gula, empezaron a estacazos.
Por doquier, juglares y bufones se entremezclaban entre los que
participaban en la comilona.
Cal¡gula, ya de regreso al Palatino, se detuvo al ver a unos artistas
callejeros que pon¡an en escena una farsa.
Los personajes representaban el papel de maccus o tonto, el de
bu cro, el fanfarr¢n y charlar n, y el de possenus, el ratero y estafador.
Bucco iba disfrazado de emperador y llevaba un manto de color rojo
chill¢n y una corona de laurel. Cal¡gula le oy¢ decir:
Soy el Botitas
y grito: arre, arre!
Voy montado en un burrito
y me hago llamar dios!

* Competici¢n de pescadores.

** El 5 de junio.

237

Y mi hermanita
salta a mi cama.
Nos construimos un nidito,
¨no resulta encantador?

Monto a la herman ita


gritando arre, arre,
le hago un beb‚ bonito
que es un peque¤o dios.

Cal¡gula se ri¢, aplaudi¢ muy divertido y orden¢ a un pretoriano


que llevara un donativo en dinero a los int‚rpretes.
-Averigna qui‚n ha escrito la farsa -le susurr¢ el emperador en
voz baja.
El soldado volvi¢ con la informaci¢n:
-El mismo la ha escrito.
-Derenedlo y encerradlo! -orden¢ Cal¡gula.
El emperador reflexion¢ durante un tiempo sobre qu‚ respuesta
podr¡a dar a las farsas. Finalmente, encontr¢ una soluci¢n que le pa-
reci¢ magn¡fica. Una parte de las piezas de teatro la constitu¡an le-
yendas griegas que eran representadas por actores. Para dar mayor
vivacidad a las representaciones, Cal¡gula orden¢ que las escenas san-
grientas no fueran fingidas: al p£blico hab¡a que ofrecerle algo aut‚n-
tico. S¡ por ejemplo se interpretaba la historia de Acte¢n, que hab¡a
sorprendido en secreto a Artemisa mientras la diosa se ba¤aba, y
como castigo fue convertido en ciervo y despedazado por los perros,
un actor de verdad representaba al desgraciado hasta el punto critico
y, a continuaci¢n, abandonaba la escena. Entonces se disfrazaba de
ciervo a un condenado a muerte, se le empujaba a la arena y era des-
pedazado por perros hambrientos. As¡ corr¡a sangre de verdad y los
gritos de la v¡ctima no eran fingidos.
Cal¡gula mand¢ un emisario a la c rcel para comunicar al autor de
la farsa que tendr¡a el honor de representar a H‚rcules, aunque s¢lo
en el £ltimo acto. El hombre reflexion¢ y se dio cuenta de su espeluz-
nante condena a muerte.

En una de las siguientes funciones teatrales se representaron los tra-


bajos de H‚rcules. Los organizadores hab¡an recurrido a la imagina-
ci¢n para dar vivacidad a la escena. El le¢n de Nemea era un le¢n de
verdad, aunque viejo y desdentado; la hidra era una aut‚ntica serpien-
te gigante, y el toro de Creta con su macizo esplendor provoc¢ el
asombro y el aplauso del p£blico.
Despu‚s de superar con ‚xito los doce trabajos que le han sido
encomendados, H‚rcules prepara un gran sacrificio en acci¢n de gra-
cias. Sin embargo, Deyanira, su esposa, siente unos celos locos de la
hermosa lola y env¡a a su esposo una r£nica empapada en la sangre
del centauro Neso. Con esta vestimenta, H‚rcules quiere ofrecer su
sacrificio, pero cuando se la pone, se quema en ella bajo horrorosos
sufrimientos.
El desgraciado autor de la farsa ten¡a que interpretar ahora este
papel final y, a tal fin, le pusieron a la fuerza una camisa empapada en
resma y aceite a la que prendieron fuego. Envuelto en llamas, el infe-
hz corri¢ gritando por la arena, cay¢ al suelo, se revolc¢ como loco,
volvi¢ a levanrarse de un salto, se tambale¢ gimiendo y humeante has-
ra que, al fin, se desplom¢. Pero a ‚l no le fue dado como a H‚rcules
ascender despu‚s como dios al cielo. Su cad ver carbonizado fue sa-
cado a rastras de la arena acompa¤ado de exclamaciones burlescas.
Cal¡gula estall¢ en una sonora carcajada y dijo a sus acompa-
¤antes:
-Su £ltima farsa es la que interpret¢ con mayor realismo. Es una
l stima que no se le pueda volver a utilizar en otra ocasion.
El p£blico aplaudi¢ con j£bilo la representaci¢n, y en este j£bilo
se entremezclaban vivas a Cal¡gula. El vulgo estaba orgulloso de tener
un emperador con tanto amor por el arte y una tan profunda afici¢n
al teatro.

Cornelio Sabino lleg¢ puntualmente a la cita con su esp¡a Cle¢n. Es-


taba ya sentado ante la taberna, levant¢ la copa y dijo con voz titu-
beanre:
-Me he tomado la libertad de pedir una jarra para beberla a tu
salud. Pide que re traigan una copa. Entonces podr s...
-Esc£chame bien -le interrumpi¢ Sabino impaciente-, nues-
tro pacto no consiste en que te emborraches a mi costa, sino en que
me proporciones noticias.
Cle¢n esboz¢ una sonrisa de borracho:
-El pacto se ha cumplido, se¤or. A ver si uno no va poder echar
un trago. S¢lo que los tres denarios que hab¡amos acordado no ser n
suficientes, pues he tenido que untar a unos cuantos...
-Te pagar‚ los gastos que hayas tenido; pero, ahora, dominare,
y al grano!
Con gesto decidido, Cle¢n alej¢ lajarra del alcance de su mano y
se desperez¢:
-Bien, se¤or, vamos, pues, al grano. Como la gente del astillero
ya me hab¡a visto, no quise despertar su curiosidad y enfoqu‚ el pro-
238 239

blema de otro modo. Preguntando aqu¡ y all , me enter‚ de los nom-


bres de los capataces; ambos son hombres libres, mientras que el resto
de los empleados del astillero son esclavos:-El mayor de los dos tiene
familia y se va casi todas las noches a su casa, mientras que el m s
joven es a£n soltero y come casi todos los d¡as aqu¡ en el puerto. Esto
que re estoy contando en pocas palabras me ha costado mis buenos
dos d¡as de pesquisas. Ayer me sent‚, sin llamar la atenci¢n, a la mesa
del capataz, que se llama Boidas, e inici‚ una conversaci¢n con ‚l.
Presum¡ bastante, dije que hab¡a ganado jugando a los dados y le invi-
t‚ a una jarra del mejor vino. Me cost¢ caro, se¤or, como podr s ima-
ginar. Mostr‚ inter‚s por su trabajo, le ped¡ detalles y, finalmente, le
pregunt‚ si Polibio, el due¤o del astillero, ten¡a un hijo que en su d¡a
se hiciera cargo del negocio. Claro, dijo Boidas, es Petr¢n, pero no es
capaz de llevar el negocio, no le gusta el trabajo y le da muchos que-
braderos de cabeza al viejo. Pues, entonces, tendr que casarlo, suge-
r¡; cuando tenga la responsabilidad de una familia, seguro que cam-
biar . Pero si ya est casado!, exclam¢ Boidas y dio un golpe en la
mesa. Pero hay algo raro en ese individuo, pues Helena, su esposa,
acudi¢ una vez llorando a su suegro, para quejarse de Perr¢n. ¨Yaho-
ra qu‚ dices, se¤or? Perr¢n y Helena, ‚stos eran los nombres que que-
r¡as saber. Si ahora lo sumo todo...
-Para! -exclam¢ Sabino-, te has olvidado de lo m s importan-
te. Tengo que saber adem s d¢nde est la casa de Petr¢n.
Cle¢n se qued¢ un poco cortado.
-Bueno, ni el mismo Boidas lo sabia con exactitud, y yo no pod¡a
pregunt rselo directamente. Dijo algo de ®cerca de la acr¢polis¯, m s
no pude averiguar. ¨Quieres que siga investigando para ti?
Sabino reflexion¢.
-¨Por qu‚ no? Ser mejor que yo no entre personalmente en es-
cena, al menos de momento. Voy a escribir unas cuantas lineas, pero
s¢lo debes entreg rselas a Helena en persona. Si consigues encontrar
su casa, insiste en que sea ella misma la que reciba la carta.
-¨Y si su esposo est en casa? ¨Qu‚ excusa tengo que inventarme?
-Hazlo de la siguiente manera: pregunta primero por Petr¢n y si
el portero dice que el se¤or est en casa, farfullas una disculpa y de-
sapareces. Eso no va a ser dificil, digo yo...
-Algo arriesgado es; quiz alguien me persiga, me detenga, y no
tendr‚ m s remedio que hacer el papel de un ratero a quien han
cogido con las manos en la masa.
Sabino le gui¤¢ un ojo:
-Supongo que ya habr s salido airoso de situaciones m s dific¡-
les. ¨Cu nto re debo hasta ahora?
-Con cinco denarios mis gastos quedar¡an cubiertos, aunque...
-Bien, cinco, pues.
Sabino los puso sobre la mesa.
-Te ofrezco otros tres denarios, y ni uno m s!, para el siguiente
encargo. Por lo visto, Petr¢n trabaja en la empresa de su padre, ¨no?
En cualquier caso, durante el d¡a no es probable que est‚ en casa.
Pres‚nrare a £ltima hora de la ma¤ana y no habr problemas.
-Vale, pues. Como hasta ahora re has mostrado siempre genero-
so, yo tambi‚n quiero serlo. Si me resulta m s caro, entonces es asun-
to m¡o. Voy a cumplir el encargo por tres denarios.
Sabino le dio a Cle¢n una palmada en el hombro:
-Eres un viejo zorro. Pero la verdad es que eres bastante h bil, y
re creo capaz de entregar mi escrito. Por cierto, espera la respuesta,
oral o por escrito.
-Lo que faltaba -exclam¢ Cle¢n con fingida desesperaci¢n.
Sabino sac¢ su recado de escribir y ech¢ un poco de agua en el
1
tintero. Con el c lamo diluy¢ la tinta, y escribi¢ en un trozo de perga-
mino:

®Salud para Helena, la esposa de Perr¢n: Un viejo amigo est en


ミ feso y desea verte. Comunicame cu ndo y c¢mo podr hacerlo. Pien-
so a menudo en los d¡as en Epidauro. C.S.¯

Sabino dobl¢ el papel var¡as veces, le ar¢ un cordel, ech¢ unas


gotas de cera y esramp¢ sobre ellas su sello.
-~Hermes re acompa¤e y te proteja!
Cle¢n le cort¢ con un adem n.
-Los dioses no son muy de fiar. Prefiero fiarme de mi mismo,
pero re agradezco los buenos deseos. ¨Cu ndo volveremos a encon-
trarnos?
-¨Dentro de cuatro d¡as, a esta hora?
-Bien. Pero tambi‚n es posible que necesite m s tiempo.
Se sirvi¢ otra copa y se march¢.

Sabino se sent¡a muy animado por las noticias que hab¡a conseguido
averiguar hasta la fecha. ¨Acaso el capataz no hab¡a dicho que Petr¢n
era un in£til? Pero aquellas palabras tambi‚n pod¡an tener otro senti-
do. ¨Quiz estaban los dos tan enamorados que Perr¢n rehu¡a su tra-
bajo para poder pasar m s tiempo con su esposa? Las l grimas en el
rostro de Helena pod¡an tener otra causa. En fin, por la respuesta de
Helena se ver¡a cu l era la situaci¢n. Si no daba respuesta o ‚sta era
negativa, no le quedar¡a m s remedio que renunciar a ella. Pero si
aceptaba la cita... Sabino apenas se atrevi¢ a seguir urdiendo sus pen-

240 241
samientos. Pero ya ahora sabia que no seria capaz de renunciar a ella,
ni aunque estuviera felizmente casada; jam s, bajo ning£n concepto,
pasara lo que pasara.
Lo mejor seria que a Petr¢n se le cayera en la cabeza el m stil de
un barco; entonces Helena volver¡a a ser libre y podr¡a comenzar una
nueva vida con ‚l. Apenas hubo pensado esto sinti¢ verguenza y se
rerracr¢. ®Pero no dejar¡a de ser una buena soluci¢n¯, le susurr¢ una
voz al o¡do.
-dijo Sabino Tiene haber ~
con que otra ~
lidad.

Cal¡gula era un fan tico de los caballos, o, al menos, aparentaba serlo.


A menudo pasaba semanas enteras sin ocuparse de los caballos ni de
las carreras de carros, pero despu‚s volv¡a a su afici¢n, y durante d¡as
enteros no se alejaba de la pisra; incluso dorm¡a en el local social de
los Verdes. Se hab¡a integrado en este partido y persegu¡a con odio a
los Azules, a los Blancos y a los Rojos.
Consideraba incompatible con su dignidad imperial participar
personalmente en una competici¢n, pero a veces hacia cerrar la pisra
y conduc¡a una cuadriga en vertiginosa carrera alrededor de la espina
que divid¡a como una espina dorsal en dos mitades el ovalado Circo
M ximo.
Para su valioso caballo de carreras Incitatus, por lo ®r pido¯ que
era en las carreras, hizo construir entre el palacio y el circo una cua-
dra de m rmol noble con un pesebre de marfil y de ‚bano. Esclavos
estaban siempre a su disposici¢n para atenderlo; de noche se le prote-
g¡a con mantas de brocado, sus arreos eran de oro y de piedras precio-
sas. En una ocasi¢n, Cal¡gula incluso lleg¢ a decir a su orondo secreta-
rio Calixto, en presencia de testigos:
-Antes de volver a nombrar c¢nsul al imb‚cil de Claudio, nom-
brar‚ a Incitatus. Si, ¨por qu‚ no? Su cabeza tiene mejor juicio que la
de mi t¡o y las de todos esos viejos del Senado.
®¨Por qu‚ no lo nombras directamente tu sucesor? -pens¢
Calixto-; entonces, tras tu muerte, muchos ya no tendr n motivos
para temblar.¯ El mismo no temblaba a£n, pero su malestar se acre-
centaba cuando, cada vez m s a menudo, el emperador alud¡a a su
riqueza.
-Yo soy cada d¡a m s pobre, porque lo doy todo al pueblo para
formarlo y entrerenerlo. En cambio, de ti se dice que adquiriste re-
cientemente en una subasta por m s de un mill¢n de sestercios la
finca del endeudado Tulio. Pronto ser s m s rico que yo, apreciado
Calixto. ¨Me permitir s entonces que re pida dinero prestado?
Esta manera de hablar no le gustaba nada al secretario y, por pre-
cauci¢n, estaba ya empezando a invertir su dinero a nombre de un
lejano pariente. Con Cal¡gula no se pod¡a saber nunca...
No obstante, el emperador mismo parec¡a disponer a£n de recur-
sos inagotables. Unos d¡as antes del previsto viaje a Baules para pasar
all¡ el verano, dio un enorme banquete al auriga Eurico, banquete al
que invit¢ a todos los seguidores de los Verdes, que pod¡an traer tam-
bi‚n a sus amigos y parientes.
Acudieron, pues, cientos de personas a la sala imperial, cuya sun-
tuosidad quit¢ el habla a los normalmente ruidosos fan ticos de los
caballos. En su mayor¡a, era gente sencilla y ruda, que entend¡a mu-
cho de espl‚ndidos corceles y de carreras de carros, pero que, por lo
dem s, no ten¡a mayores exigencias. Esta gente sol¡a alimenrarse de
papillas de trigo, de verduras, de fruta, y s¢lo en los d¡as de fiesta
pon¡an en su mesa un sencillo asado o un pescado. Y ahora se ve¡an
colmados con un torrente de platos raros, de los que ni siquiera cono-
c¡an el nombre, y que en realidad tampoco gustaban a la mayor¡a.
Cal¡gula observ¢ con aparente placer a sus invitados, que se afana-
ban con aquellos inusitados alimentos. Uno masticaba asustado y con
caurela un muscardino adobado en miel, otro remov¡a con rostro p li-
do en un moje de pimienta, miel, vinagre y d tiles en el que flotaban
criadillas de soro y de cordero.
Cal¡gula apenas com¡a, divertido con aquella gente. Pero cuando
se dio cuenta de que algunos no tomaban de los platos sino que se
limitaban a comer pan y a beber vino, envi¢ al maestro de ceremonias
a recorrer las filas con la estricta indicaci¢n de que el emperador to-
maba como una ofensa personal el que se rechazaran sus platos.
Tuvieron, pues, que dar buena cuenta de la comida y abrir sus
bocas reticentes a las grullas rellenas de jengibre, al rag£ de sesos de
pavo y de fais n, a las lenguas de alondras y de ruise¤ores. Tuvieron
tambi‚n que meter la mano en la gran olla de bronce, que herv¡a
a borbotones, y en la que flotaban vaginas estofadas de terneras y
de marranas. Cuando, para finalizar, trajeron a una aut‚ntica sirena de
agraciado rostro, pechos desnudos y cola de pez, colocada sobre una
gran bandeja de plata, aquel prodigio de h biles cocineros fue saluda-
do por murmullos sorprendidos y asustados.
Cal¡gula asinti¢ satisfecho.
-. Ha sido una comida muy lograda! Por fin esos pobres mozos de
cuadra han tenido ocasi¢n de comer como un emperador.
Eurico, el auriga, se ech¢ a re¡r. Era el favorito del emperador y
pod¡a permis¡rse alg£n comentario.
-S¢lo que me temo que no sabr n apreciar tu generosidad y yo-
mirar n la mayor parre por las esquinas de las callejuelas.
242 243

Cal¡gula se encogi¢ de hombros.


-Entonces lo saborear n los perros. ¨Te quedar s en Roma du-
rante el verano, Eutico?
El nervudo auriga, tostado por el sol, esboz¢ una sonrisa ir¢nica.
-¨A d¢nde quieres que vaya, Majestad? ¨Qu‚ posibilidades tiene
un modesto auriga de tener una casa de veraneo? Adem s, quiero
entrenar unos cuantos caballos para las carreras de oto¤o. No quiero
que tengas que avergonzarte de los Verdes.
-Siempre has dado lo mejor de ti, amigo mio. Pero tambi‚n t£
necesitas un descanso. Te voy a regalar una villa en los montes Al-
banos. Desde all¡ podr s hacer el viaje montado hasta Roma en un par
de horas para comprobar c¢mo est n tus caballos.
Eutico se arrodill¢ y bes¢ la mano del emperador.
-Mis m s devoras gracias, Majestad. Pagar‚ tu regalo con un do-
ble esfuerzo.
Se dieron instrucciones al tesorero para poner a nombre del auri-
ga Eutico una de las fincas r£sticas del emperador. Con sus campos,
tierras, bosques, con los esclavos y el ganado, la finca representaba un
valor de unos dos millones de sestercios.

La corte imperial llevaba d¡as preparando la partida para Baules cuan-


do, una noche, Drusila cay¢ repentinamente enferma. Hab¡a pasado
el d¡a con Cal¡gula junto al lago de Nem¡, donde inauguraron con
una fiesta uno de los dos barcos de gran pompa que el emperador
hacia construir all¡.
Cuando se iban acercando a Roma, Drusila sinti¢ unos s£bitos es-
calofr¡os. Sus dientes casta¤eteaban, se estremec¡a constantemente, y
sus ojos de bruja mostraban un brillo h£medo a causa de la alt¡sima
fiebre que la consum¡a.
Los m‚dicos opinaban que primero habr¡a que esperar a que se
manifestaran m s n¡tidos otros s¡ntomas de la enfermedad, pero no
hab¡a m s s¡ntoma que la fiebre, que sub¡a y bajaba bruscamente y
que congelaba durante horas el cuerpo de Drusila para hacerlo arder
despu‚s con tanta fuerza que la enferma arrojaba la manta que la
cubr¡a y gritaba:
-Estoy ardiendo! Ayudadme, me ahogo, me estoy quemando!
Cal¡gula estaba desesperado. En sus ojos se reflejaba el p nico y
una inmensa ira por su impotencia. Inquiero, iba de un lado a otro de
su palacio, apartaba a empellones a los esclavos, no dirig¡a ni siquiera
una sola mirada a Calixto, hac¡a llamar constantemente a nuevos me-
dicos a quienes amenazaba con la tortura o con la muerte, para volver
a prometerles de inmediato fincas e inmensas cantidades de dinero.
Realmente, los m‚dicos lo intentaron todo para dominar la fiebre.
Envolvieron el cuerpo ardiente de Drusila en pa¤os refrescantes y,
cuando empezaban los escalofr¡os, lo envolv¡an en mantas de lana
previamente calentadas. Consultaron sus libros para encontrar reme-
dios que a£n no conocieran para bajar la fiebre. Pero Drusila vomita-
ba lo que le administraban y era incapaz de retener nada, salvo agua,
que beb¡a con gran avidez entre los accesos de la fiebre. Estos interva-
los sol¡an durar aproximadamente una hora, y entonces daba casi la
sensaci¢n de que la enfermedad la hubiera abandonado. Su cuerpo
yac¡a relajado, ni caliente ni fr¡o, y Drusila conversaba con voz serena,
aunque cada vez m s d‚bil.
Cal¡gula permanec¡a sentado junto a su cama, sosten¡a su mano
fresca y seca y apenas pod¡a creer que Drusila, la £nica persona a la
que amaba de verdad, estuviera enferma de muerte.
-¨Voy a morir? -le pregunt¢ en uno de aquellos enga¤osos des-
cansos.
Cal¡gula neg¢ vehemente con la cabeza.
-No, queridisima, no lo permitir‚. Los dioses no pueden querer
esto. La fiebre persistir durante unos d¡as m s, despu‚s remitir len-
tamente, y la enfermedad terminar con un sue¤o largo y salut¡fero.
Esto es lo que me han explicado los m‚dicos, y no veo ning£n motivo
para dudar de su palabra.
Drusila intent¢ componer una d‚bil sonrisa, pero s¢lo logr¢ es-
bozar una mueca.
-Aunque muera seguir‚ a tu lado. Soy Luna, la diosa de la noche,
y velar‚ por ti hasta que volvamos a unirnos en el Olimpo, donde
celebraremos fiestas eternas conjuntamente con los gloriosos dioses,
unas fiestas no empa¤adas por la enfermedad, por la muerte o por
otros peligros. S¢lo tienes que tener paciencia, querido.
-No -dijo Cal¡gula con obstinaci¢n-, no quiero tenerte en
el Olimpo, sino aqu¡. A£n somos j¢venes, tenemos toda la vida por
delante. Te prohibo que me abandones. Te lo prohibo, y basta!
Drusila cerr¢ los ojos. Hab¡a abandonado la lucha y s¢lo quer¡a
dormir, dormir, dormir. Su cuerpo estaba agotado por los accesos de
fr¡o y de calor, al igual que una piedra se desmorona cuando es calen-
tada varias ve ces y luego se le vierte agua fr¡a encima.
-Echare a mi lado, Cal¡gula, hasta que me haya dormido...
Se desliz¢ en su cama y puso suavemente una mano sobre aquel
cuerpo enflaquecido. ®Si la mantengo agarrada -pens¢ desespera-
do-, no podr escap rseme. Mi voluntad divina la ata a la tierra; ten-
go que permanecer despierto y cuidar de que no se vaya...¯
Cal¡gula intu¡a que en esta lucha era el m s d‚bil, pues arriba en-
tre las estrellas estaba sentado en su trono el otro, su hermano geme-
244 245

lo, el barbudo lanzador de rayos, que tal vez, pese a todo, acabar¡a por
demostrar que era el m s fuerte. Para predisponerlo a su favor, a ‚l y a
los otros dioses, el emperador hizo degollar en los altares manadas
enteras de toros, corderos y cabras. De d¡a y de noche ard¡an lenta-
mente las piras de los sacrificios; sobre la estival Roma se extend¡a una
nube de humo grasiento, y toda la ciudad apestaba a carne achicha-
rrada. Ante los sacerdotes reunidos, Cal¡gula hizo la solemne promesa
de que, una vez hubiera Drusila superado la enfermedad, har¡a derri-
bar el templo de Esculapio en la isla del T¡ber para volver a edificar
otro tres veces mayor.

Pero todo fue in£til. El gemelo del Olimpo result¢ ser m s fuerte. AA
despuntar el alba del s‚ptimo d¡a de su enfermedad, Drusila va no
despert¢ de su sueno. El emperador se hab¡a hecho preparar un le-
cho junto a su cama y hab¡a pasado la noche entera escuchando la
pesada respiraci¢n de su hermana. Cuando ‚sta se hizo m s pausada y
suave, tambi‚n Cal¡gula se qued¢ dormido hasta que uno de los m‚di-
cos lo despert¢ cuidadosamente.
-Julia Drusila ha ascendido al reino de los dioses -dijo el joven
m‚dico temblando de miedo.
Cal¡gula se incorpor¢ como si le hubiera mordido una serpien-
te. Se fue corriendo a la cama de Drusila. All¡ yac¡a la muchacha como
si estuviera profundamente dormida. En sus labios quedaba a£n un
resto de su sonrisa hechicera. Incr‚dulo, le pas¢ la mano por la me-
jilla.
-Pero si a£n est caliente -dijo.
-Si, debe de haber muerto hace s¢lo unos instantes.
-Ahora, d‚janos solos.
Con un suspiro de alivio, el m‚dico se retir¢. Cal¡gula conte¡npl¢
durante mucho tiempo a su esposa-hermana. Aparr¢ la manta, y all¡
yac¡a su cuerpo en su desnudez, todav¡a hermoso, todav¡a adorable.
Cal¡gula le pas¢ la mano suavemente por los pechos, por el vientre y la
entrepierna, acarici¢ los muslos lisos y frescos y dijo:
-Nunca sol¡as permanecer tan quieta, amada, cuando mi mano
se paseaba por tu cuerpo divino. Entonces re animabas en seguida, tus
pezones se endurec¡an, tu vientre se apretaba contra mi cuerpo, tu
c lida entrepierna se mostraba h£meda y dispuesta.
Se arrodill¢ y cubri¢ el cuerpo desnudo de cari¤osos besos; no
omiti¢ ni un solo punto. Cuando se inclin¢ sobre su cara, que empe-
zaba a tener una apariencia c‚rea y a hundirse, la cruel verdad le con-
mocion¢ con tal fuerza que se desplom¢ llorando sobre ella. Ba¤¢ el
cuerpo muerto con sus l grimas, y solloz¢ con tanta fuerza que un
soldado de guardia abri¢ suavemente la puerta. Al ver lo que ocurr¡a,
volvi¢ a cerrarla cuidadosamente.
Aquellas fueron las primeras l grimas que brotaron de los fr¡os
ojos de Cal¡gula desde que llevaba la toga viril, y serian las £ltimas
hasta su muerte.

A la ma¤ana siguiente, los heraldos anunciaron la muerte de la ®div¡-


najulia Drusila¯ y comunicaron las ¢rdenes del emperador referentes
a este acontecimiento.
®A partir de esta misma hora, todo el comercio quedar paraliza-
do, est prohibido re¡rse, ba¤arse, celebrar bodas u otras festividades
y organizar simposios, se cerrar n las termas y durante los pr¢ximos
tres d¡as en los templos s¢lo se podr n ofrecer sacrificios dedicados a
los manes de Drusila.¯
Como perseguido por las furias, Cal¡gula corr¡a por su gran pa-
lacio, daba ¢rdenes inconexas, revocaba las ¢rdenes para volver a dar-
las de nuevo. Luego convoc¢ de repente a un consejo de m‚dicos.
-Quiero que el cuerpo de Drusila sea conservado; me desgarra el
coraz¢n la idea de entregar ese cuerpo divino a las llamas. He decidi-
do, pues, hacerla enterrar a la manera egipcia, tras un minucioso em-
balsamamiento.
Los m‚dicos se dirigieron miradas desconcertadas. Desde hacia
siglos en Roma s¢lo se practicaba la cremaci¢n, de modo que ya nadie
dominaba el arte del embalsamamiento.
El portavoz de los m‚dicos carraspe¢ y dijo azorado:
-Majestad, creo que la ciencia de embalsamar se ha ido perdien-
do. Hasta en Egipto ocurre as¡. Adem s, por lo que rengo entendido,
se hubiera tenido que empezar inmediatame¤re tras la..., tras la con-
versi¢n de Julia Drusila en diosa. Ya ha transcurrido demasiado
tiempo.
Cal¡gula no contest¢; permaneci¢ con aire sombr¡o sentado en su
sill¢n...
-De todos modos, es igual... -dijo en voz baja-. Que la que-
men, pues. Yo no asisrir‚. No puedo, no puedo...

Durante los d¡as siguientes Cal¡gula no tom¢ ning£n alimento; s¢lo


beb¡a vino, puro sin mezcla, y empezaba a hacerlo ya a primeras horas
de la ma¤ana. Beb¡a hasta desplomarse sin sentido, luego, dorm¡a un
par de horas y volv¡a a empezar a beber. Durante la noche, los guar-
dias lo ve¡an errar por los p¢rticos y por los atrios de su gigantesco
palacio conversando con seres invisibles que lo acompa¤aban, o con
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los que se encontraba en su camino. M s de uno de los pretorianos,


elegidos por su fuerza, y armados hasta los dientes, se ech¢ a temblar
al ver al emperador deambular de noche vestido con sus abigarradas
vestimentas orientales y conversando largo raro con las estatuas de los
dioses en sus hornacinas.
No asisti¢ a la incineraci¢n de Drusila, y cuando Calixto le pregun-
t¢ cu ndo deber¡a celebrarse la ceremonia f£nebre, Cal¡gula empez¢
a tiritar como si, de repente, sintiera fr¡o.
-¨La ceremonia f£nebre? Si, quiero una ceremonia como Julia
Drusila merece, con todos los honores y con toda la pompa que se
debe a una princesa imperial. Ella era m s, ella era m s... Que no se
escatime nada, ¨me oyes?, nada! Pero yo abandonar‚ Roma; que
Agripina o Livila representen a la casa imperial.
-En estos momentos, la princesa Livila no est en Roma...
-Si, si, lo s‚, desde que su esposo ha partido para Asia anda liada
desvergonzadamente con su amante; tendr‚, tendr¡a que..., pero una
cosa tras otra. De todos modos, Agripina, como primog‚nita, es m s
adecuada; que presida ella la ceremonia f£nebre. Emilio L‚pido pro-
nunciar el serm¢n f£nebre, ya lo he acordado con ‚l. Yo me retirar‚
a mi Albano, quiz ma¤ana mismo.
Desde la muerte de Drusila, la mirada fija de Cal¡gula se volvi¢
titubeante e inquieta. El, que antes era capaz de mirar fijamente con
sus ojos fr¡os y duros a una persona hasta que le entraba un sudor fr¡o,
ahora parec¡a mirar a trav‚s de los dem s o su mirada pasaba de largo
sin detenerse en ellos.
-Dar‚ las instrucciones pertinentes -confirm¢ Calixto.
El emperador permaneci¢ callado, frunciendo el ce¤o, como si
estuviera reflexionando profundamente. Luego dijo:
-Calixto, ahora quiero escuchar tu opini¢n personal. No quiero
que seas cort‚s ni que me adules, no quiero que contestes en tu ca-
lidad de secretario del emperador, sino como particular. ¨Por qu‚?, re
lo pregunto, ¨por qu‚ los dioses me han hecho esto? ¨Por qu‚ me han
quitado a Drusila, a£n casi una ni¤a? Nada ocurre sin motivo. No
quiero suponer que s¢lo sea un capricho de los dioses. Oh s¡, se lo he
preguntado, en largas conversaciones nocturnas, pero me reh£yen...
¨Qu‚ opinas t£, amigo m¡o?
Calixto levant¢ las manos con un gesto solemne:
-¨Y esto me lo preguntas a m¡, a un insignificante liberto? ¨Me lo
preguntas a m¡ cuando t£, que est s mucho m s pr¢ximo a los dioses
que cualquier hombre en la Tierra, cuando ni t£ mismo recibes una
respuesta clara?
-Me entiendes mal, Calixto -dijo el emperador con desacostum-
brada paciencia-. No exijo que penetres en los c¡rculos de los dioses,
esto es algo que tampoco te corresponder¡a. S¢lo quiero oir tu opi-
ni¢n como ser humano.
-Veamos, lo imagino de la siguiente manera: los dioses se sintie-
ron tan encantados por el car cter de Drusila que decidieron acoger-
la entre ellos. Tambi‚n se dice: ®los dioses hacen morir j¢venes a
aquellos a quienes aman¯. Seguramente esto quiere decir que le aho-
rran todas las molestias de la vejez, todo el sufrimiento que la vida
depara a un ser humano a lo largo de su existencia. Lo deduzco tam-
bi‚n por la manera como murio: sin dolor. Se ha quedado dormida
tras una breve enfermedad. ¨He dicho enfermedad? Los m‚dicos no
fueron capaces de descubrir nada que fuera un indicio de una de las
enfermedades habituales. A una persona como yo, todo aquello no
deja de resultarle extra¤o.
Cal¡gula hab¡a escuchado con la cabeza baja.
-Eres un hombre inteligente, Calixto, creo que re has acercado a
la verdad, que re has acercado much¡simo a la verdad.
Dos d¡as despu‚s, Cal¡gula parti¢ para el lago Nem¡, en cuyas in-
mediaciones se hab¡a hecho construir una magn¡fica villa. Pero no
aguanr¢ mucho tiempo all¡ y siguio viaje de un lugar a otro: a Ancio,
Asrura, Miseno y Pur‚oli. Permaneci¢ durante nueve d¡as en N poles
y desde all¡ fue a Siracusa. Hab¡a visitado ya en varias ocasiones la
capital de Sicilia y le hab¡a tomado un extra¤o afecto. Por orden suya
fueron reconstruidos los templos medio derruidos y restaurados el
teatro griego y las murallas de la ciudad.
Las gentes jubilosas vieron a un Cal¡gula muy cambiado en su as-
pecto externo, pues desde la muerte de Drusila se hab¡a dejado crecer
el cabello y la barba, en se¤al de un luto que no sent¡a necesidad de
fingir porque era muy real. En este viaje, el dolor por Drusila fue un
fiel acompa¤ante para ‚l, y no pasaba una hora sin pensar en ella. Con
especial frecuencia lo hostigaba una idea que no era capaz de ahuyen-
tar con nada: era el momento en que el hermoso cuerpo de Drusila se
encontraba colocado en la pira y las llamas lo lam¡an primero como
acarici ndolo para envolverlo despu‚s en una llamarada y convertirlo
en cenizas.

Cuando esto ocurri¢, el emperador ya se encontraba lejos de Roma.


Agripina y Claudio C‚sar encabezaban el cortejo f£nebre que llevaba
la urna de Drusila al mausoleo de Augusto, donde estaban enterrados
todos los miembros de la casa imperial.
En primera fila caminaba tambi‚n el ®esposo¯ de Drusila, Emilio
L‚pido, que ten¡a que interpretar ahora el papel de afligido viudo,
papel que, por cierto, cumpli¢ decorosamente.
248 249

Hac¡a ya unas cuantas semanas que era el amante de Agripina,


pero no fue ni afecto ni pasi¢n lo que hab¡a unido a estas dos perso-
nas, sino ambici¢n, odio y un objetivo com£n: estaban de acuerdo en
que hab¡a que eliminar a Cal¡gula, y la mcta de Agripina era convertir
se en emperatriz al lado de L‚pido para asegurar la sucesi¢n a su hijo
Ner¢n. Era un plan atrevido y ambicioso que parec¡a, no obstante,
tener muchas posibilidades de ‚xito. El chiflado de Claudio no era
tenido en cuenta para la sucesi¢n, y Livila y su impopular esposo que-
daban descartados de antemano. Qued¢, pues, £nicamente Agripina,
hija mayor de Germ nico, dotada de una ardiente ambici¢n, orgullo-
sa y dominante como su madre. Puesto que ella misma no pod¡a suce-
der a su hermano, necesitaba a un hombre de una de las mejores
familias romanas. A sus ojos, Emilio L‚pido era el m s adecuado. Te-
nido por amigo y confidente de Cal¡gula, pertenec¡a ya a la casa im-
perial debido a su matrimonio con Drusila. S¡, sin duda, ten¡an las
mejores posibilidades de realizar su sueno, pero la condici¢n mas im-
portante era granjearse el apoyo de una parte considerable del ej‚rci-
to. S¢lo as¡ le ser¡a posible a L‚pido conseguir el poder tras la muerte
de Cal¡gula.
Cuando, unos d¡as despu‚s de la ceremonia f£nebre, L‚pido fue a
ver a Agripina, ]e confi¢ sus futuros planes. Tras un abrazo fugaz, dijo:
-La muerte de Drusila resulta beneficiosa para nosotros, pero
tambi‚n entra¤a peligros. La ventaja consiste en que Cal¡gula ya no
podr urdir m s planes con su amiguita de cama, aparte de la mala
influencia que ella ejerc¡a sobre ‚l. Pero el inconveniente podr¡a con-
sistir en que se acerque ahora a otras mujeres, que se case quiz con
una de ellas y que engendre un hijo con ella. Entonces no s¢lo ten-
dr¡amos que eliminarle a ‚l sino a toda una familia, y esto ser¡a un mal
comienzo. Se trata, pues, de actuar con prisas o, al menos, con toda la
prisa que permitan las circunstancias. Pero primero necesitamos un
apoyo en el ej‚rcito, y para esto creo haber encontrado al hombre
adecuado: L‚ntulo Get£lico, el legado de la Germania superior. ~Son
nada menos que cuatro legiones! Y lo que es a£n m s importante: se
desplazan a Roma en menos tiempo que las legiones de otras provin-
cias. Antes de que en Siria, Asia o Africa lleguen a saber lo que ha
ocurrido, ya tenernos aqu¡ el poder en la mano. Sus soldados idola-
tran a Get£lico y su cu¤ado es comandante de otras cuatro legiones
en la Germania inferior. Y odia al emperador! Desde hace semanas
mantengo una correspondencia secreta con ‚l, y ahora s‚ tambi‚n
por qu‚ lo odia. Cuando la ca¡da de Sejano, Get£lico estaba en la lista
de los condenados a muerte por Cayo C‚sar, y s¢lo su familiaridad
con el emperador Tiberio le salv¢ la vida. Desde entonces Cal¡gula lo
mira con gran desconfianza; adem s le envidia su popularidad entre
la tropa. Aprovechar‚ la ausencia del emperador y partir‚ en los pr¢-
ximos d¡as para Germania.
Agripina hab¡a estado escuchando con gran inter‚s. Su rostro her-
moso, algo spero, estaba ligeramente enrojecido por la excitaci¢n.
Ahora sab¡a que con L‚pido hab¡a apostado por el hombre adecuado,
y valoraba su energ¡a y su decisi¢n.
-Resulta muy extra¤o que t£, amigo de juventud y compinche de
borracheras de Cal¡gula, te hayas convertido en su ac‚rrimo adversa-
rio. Dime, ¨por qu‚ lo odias tanto?
-Tengo mis motivos -dijo L‚pido eludiendo la pregunta-. Por
lo dem s, nunca me ha gustado el papel de esposo ficticio de Drusila.
Eso me podr¡a haber convertido r pidamente en una figura rid¡cula.
Pero ¨c¢mo pod¡a defenderme? Cal¡gula ahoga cualquier resistencia
en sangre, lo sabes t£ tan bien como yo. Como Drusila ha muerto, he
cumplido mi cometido, ya ha terminado mi papel, y veo ya al verdugo
afilando el hacha para mi cuello. No quiero esperar hasta que sea
demasiado tarde.
-Me gustan los hombres decididos, los que est n dispuestos a de-
fender su piel. Tambi‚n nuestro Senado se compone ya s¢lo de un
mont¢n de ovejas temblorosas a las que Cal¡gula va matando una tras
otra. ¨D¢nde est n los hombres de Roma? Aveces, a¤ora una los tiem-
pos de la Rep£blica, aunque entonces tambi‚n corr¡a la sangre y aun
m s que hoy.
-La culpa de la situaci¢n actual la tiene el emperador Tiberio.
Aquel zorro c¡nico y redomadamente astuto ha sabido castrar literal-
mente al Senado. Nuestro Cal¡gula lo tiene as¡ muy f cil.
Agripina se ech¢ a reir.
-Para nuestros planes esto resulta m s beneficioso. Te aceptar n
a ti como emperador igual que han aceptado a Cal¡gula si tienes el
apoyo de una parte importante del ej‚rcito. Y el pueblo es f cil de
entusiasmar con regalos.
-Este es otro punto importante. Cal¡gula despilfarra desenfrena-
damente el erario p£blico, y pronto estos fondos estar n agotados.
De d¢nde quieres que su sucesor saque el dinero para regalos? No
nos queda mucho tiempo, Agripina.
-Pese a todo, no debes precipitar las cosas. Por cierto, ¨quieres
que confie nuestros planes a Livila? Ella siente por Cal¡gula tan poca
simpat¡a como nosotros.
-No hasta que haya regresado de Germania. Cuanto m s amplios
sean los c¡rculos de una conspiraci¢n, m s fuerte resulta, pero tam-
bi‚n aumentan los peligros. Cualquiera que se una a nosotros puede
ser un traidor. Excluyo a Livila, pero no me fo de ning£n romano.
Me basta estar apoyado por las legiones germanicas.
250 251
r
Atrajo a Agripina hacia si y la bes¢:
-Hablemos ahora de otra cosa.
Ella esboz¢ una sonrisa ir¢nica:
-¨Quieres decir que vayamos a la cama? No tengo nada que obje- XVIII
tar...
No deseaba a este hombre -tampoco a ning£n otro- pero consi-
deraba conveniente atarlo tambi‚n fisicamente. Era un excelente
amante, y en sus brazos se sent¡a mujer y no un trozo de carne del que
se abusa, como le hab¡a ocurrido con el libertino de Enobarbo.
®Que sus cenizas descansen en paz¯, pes¢ divertida al recordarlo, y
abri¢ sus muslos bajo el firme y dominador abrazo de Emilio L‚pido.

Poco antes de la partida de Cal¡gula, Casio Querea le hab¡a pedido


vacaciones por motivos personales. El emperador, que no estaba para
conversaciones y ten¡a un aire sombr¡o, se hab¡a limitado a asentir
con la cabeza.
-¨Un caso de muerte? -pregunt¢ distra¡do.
-Se trata de problemas familiares, se¤or. Hace poco muri¢ mi
hermano mayor, y ahora su viuda tiene problemas con el propietario
de las tierras. Quisiera ocuparme personalmente de este asunto.
En el rostro p lido de Cal¡gula asom¢ un destello de curiosidad.
-No toleres injusticias, Querea! Como tribuno de mi guardia
personal puedes invocar mi nombre si ese terrateniente trata de ma-
nera injusta a tu cu¤ada. Se ha permitido que los latifundistas aumen-
ten descaradamente sus riquezas y su poder. Son ovejas a las que es-
quilar‚ en su momento.
-Si, se¤or, y muchas gracias.
Era de dominio p£blico que Cal¡gula se preocupaba mucho por el
bienestar de su guardia personal. As¡ se aseguraba la lealtad de los
hombres que le rodeaban. Sin su protecci¢n se hubiera sentido des-
nudo, y en aquella ‚poca Cal¡gula a£n no cometia el error dejugarse
su devoci¢n con burlas y cinismo.

En este caso, Querea consider¢ conveniente presentarse como tribu-


no del emperador acompa¤ado de algunos de sus pretorianos. Los
hombres agradec¡an este cambio en la monoton¡a diaria y, entre bro-
mas y risas, ascend¡an a los montes Albanos por la V¡a Prenestina a
lomos de sus caballos.
252 253
Desde la muerte de sus padres, Querea apenas hab¡a tenido contacto
con su familia. Pero ahora hab¡a muerto su hermano mayor dejando
viuda y tres hijos. El terrateniente Casio B bulo aplicaba criterios muy
distintos a los de su padre, del mismo nombre, fallecido a¤os antes.
B bulo el Mayor hab¡a ejercido el papel de patriarca, y si uno de sus
arrendatarios suministraba durante dos o tres a¤os menos de lo habi-
tual, no consideraba que eso fuese motivo para echarlo junto con su
familia. Siempre encontraba alguna soluci¢n, y todos estaban conten-
ros. Su hijo, en cambio, administraba los latifundios exclusivamente
seg£n el principio de rentabilidad.
®S¡ una gallina deja de poner huevos, hay que matarla¯, era su
f‚rrea ley. Y algunos de sus arrendatarios hab¡an sufrido ya las amar-
gas consecuencias de sus normas.
No sin emoci¢n, Querea se reencontr¢ con el paisaje de su infan-
cia pr cticamente intacto. All¡ en la encrucijada estaba el avellano con
cuya madera hab¡a tallado sus flautas de pastor, y cerca de la casa se-
gu¡a murmurando el arroyo junto al cual se hab¡a pasado horas ace-
chando la presa con su primitiva ca¤a de pescar.

Porcia, su cu¤ada, era una mujer ajada y consumida por el trabajo,


que tem¡a ahora que la echaran a la calle, a ella y a su prole. Su hijo
mayor, de quince a¤os, era va tan fuerte como un hombre adulto,
pero a£n no hab¡a alcanzado la mayor¡a de edad, y B bulo pensaba
que le iba a ser f cil expulsarlos de las tierras. Porcia recibi¢ a su cu-
¤ado con alegr¡a y alivio.
-No re habr¡a pedido ayuda, Querea, si no estuvi‚ramos con el
agua al cuello. Es cierto que llev bamos un retraso en los censos,
pero no fue culpa nuestra! Tu hermano estuvo mucho tiempo en-
fermo y ya no pod¡a trabajar, y los dos veranos de sequ¡a tambi‚n
han contribuido a qr¡e nos vi‚ramos incapaces de pagarlos sin morir-
nos de hambre. B bulo quiere ahora que sus esclavos exploten la
finca y cree que as¡ las cosas ir n mejor para ‚l. Nuestra suerte no le
preocupa. Ya me ha dicho que vayamos a pedir limosna a Roma, que
eso tampoco seria ninguna verg£enza. Dijo que el emperador ali-
menta a miles de personas con donativos y que no importar¡an unos
cuantos mas.
Querea neg¢ con la cabeza.
-Mientras yo exista, ese B bulo no os va a degradar al nivel de la
chusma de las calles de Roma. ¨Cu ndo quiere que os march‚is?
-Lo tiene muy bien pensado. Quiere que le entreguemos la co-
secha de este verano. Despu‚s, ya no quiere vernos m s por aqu¡.
Querea se ech¢ a re¡r, furioso:
-Me parece que lo ha calculado sin contar con el tabernero. ¨Est
ese se¤orito en casa ahora?
Porcia asinti¢.
-El verano lo pasa siempre aqu¡. Seguro que lo encontrar s. Pero
antes deber¡ais tomar algo para recuperar las fuerzas. A£n queda una
jarra de vino, pan reciente y algo de queso...
-Lo aceptamos con mucho gusto.
Querea se sent¢ con sus hombres a la sombra de una encina. To-
maron el vino mezclado con agua fresca del manantial y comieron
con deleite el pan crujiente, caliente a£n del horno.

La finca de B bulo estaba situada sobre una loma desde la cual


se distingu¡a perfectamente Prenesre, con su gran templo dedicado
a la diosa Fortuna. La extensi¢n de los barracones de los esclavos
daba una idea exacta de la gran riqueza de Casio B bulo, que era uno
de los mayores terratenientes de la zona situada entre T£sculo y Pre-
ueste.
El portero abandon¢ extra¤ado su cobertizo al ver hombres arma-
dos.
-El tribuno de los pretorianos Querea pide hablar con Casio B -
bulo. Inmediatamente!
-Si, se¤or; en seguida re anunciare.
Querea se ape¢ del caballo:
-Ah¢rrare la molestia. Voy directamente contigo.
Se dirigi¢ a sus hombres y orden¢ en tono brusco:
-Y, entretanto, vosotros vigil is la entrada. Mientras yo est‚ con
B bulo, que nadie entre ni salga.
Casio B bulo era un hombre elegante y cuidado, de mediana
edad. En aquel momento estaba acostado en su lecho de descanso en
el jard¡n, dedicado a la lectura.
-Perdona, B bulo, que irrumpa de este modo en tu casa, pero mi
tiempo es limitado y muy urgente lo que te rengo que decir. Me llamo
Casio Querea, y soy tribuno de los pretorianos de la guardia del empe-
rador.
-~Casio...? -balbuce¢ el terrateniente.
-Si, Casio, el nombre de tu venerada familia. Mi padre era
campesino arrendatario de tu padre, y as¡, seg£n la costumbre y
la tradici¢n, a¤adimos vuestro nombre al nuestro. Ahora se trata de
mi cu¤ada Porcia, cuyo esposo, mi hermano mayor, falleci¢, como
bien sabes. Por lo visto quieres echar a Porcia con sus tres hijos. ¨Es
as¡?
B bulo se movi¢ inquieto.
254 255

-Bueno, yo no lo dir¡a de un modo tan rudo. Llevan un retraso


en la entrega de los censos, y les he pedido que se busquen la vida en
otro lugar.
Querea estall¢ en una sonora carcajada:
-Buscar la vida en otro lugar; re expresas en t‚rminos muy refina-
dos. Pero el resultado es el mismo. ;Quieres quitarle la casa, las tierras
y el pan a una viuda con tres hijos!
-Mi casa... -objet¢ B bulo timidamenre.
-Si, de momento, a£n es tu casa. Pero Porcia y sus hijos no son
rus esclavos, sino romanos libres, aunque dependan de ti. Por cierto,
antes de que el emperador partiera para el sur, tuve tina larga conver-
saci¢n con ‚l. Dijo que los latifundistas se han hecho demasiado ricos
y que habr¡a que vigilarlos m s de cerca. El Imperio necesita dinero,
B bulo. El emperador responde del bienestar p£blico, y el presupues-
to del Estado cuesta ingentes cantidades de dinero. Pero esto lo digo
s¢lo de pasada. Quiero comprarte la finca que le tienes arrendada a
mi cu¤ada, y la quiero comprar con suficientes tierras como para que
su familia pueda vivir de ellas, incluso cuando la cosecha sea mala.
Hazme, pues, una oferta.
B bulo, que estaba ya bastante intimidado por el comportamiento
de Querea, intent¢ protestar.
-Pero yo no quiero venderla. Que Porcia se quede en la finca.
Bien, har‚ la vista gorda, me callar‚, pero no quiero venderla.
Querea sonri¢ y sinti¢ la embriagadora sensaci¢n de tener poder
sobre otros, como soldado privilegiado y apreciado por el emperador.
-Oh, B bulo, no me lo pones f cil. Fuera est n mis pretorianos,
y basta una palabra m¡a para hacerte detener por un delito de lesa
majestad.
-Pero..., pero si yo no he ofendido al emperador...
-No a ‚l en persona, pero a m¡, prolongaci¢n de su brazo. Me
niegas un deseo justificado, y esto equivale a un insulto. ¨Quieres ver
por dentro las mazmorras de Roma? Pueden pasar meses hasta que el
emperador regrese, y tal vez hasta entonces las ratas habr n acabado
ya contigo.
B bulo se dio por vencido. Vendi¢ la finca a un precio muy favo-
rable, y Querea hizo inscribirla a partes iguales a nombre de Porcia
y de ‚l.
Con su sueldo de tribuno, Querea no se hubiera podido permitir
la compra, pero el emperador era generoso y recompensaba encargos
delicados con dinero y con regalos. La verdad era que a Querea no le
gustaba nada recordar todo lo que hab¡a tenido que hacer -es decir,
lo que le hab¡an ordenado que hiciera-, pero hab¡a dejado de refle-
xionar sobre las ¢rdenes del emperador, al fin y al cabo ¢rdenes son
¢rdenes. Aun as¡ quedaba un aguij¢n que le dol¡a a veces remotamen-
re. Entonces, le sentaba bien poderse vengar un poco con personas
como B bulo.

Gracias a la negligencia del legado, Cornelio Sabino y los otros le-


gados de la legi¢n und‚cima no estaban sometidos a un horario fijo
de servicio. Se esperaba de ellos que estuvieran disponibles por la ma-
nana, pero, despu‚s, bastaba con que informaran a los centuriones, y
durante el resto del d¡a, pod¡an hacer lo que quisieran.
De los seis tribunos, s¢lo dos eran veteranos. Para los dem s aquel
cargo s¢lo representaba un escal¢n hacia posiciones m s elevadas, un
escal¢n por el que se pasaba de prisa y a paso ligero. En otras palabras:
se trataba de un cargo que no se tomaba muy en serio. Los centurio-
nes estaban m s que contentos con esta situaci¢n. Cada uno de estos
soldados profesionales se sent¡a plenamente responsable de su desta-
camento de setenta u ochenta hombres y no s¢lo sabia el nombre de
cada uno de sus hombres, sino tambi‚n su edad, su situaci¢n familiar
y la del registro penal. De los oficiales ni se exig¡a ni se esperaba esto.
Sabino cumpl¡a a gusto con sus deberes, pero igualmente se des-
prend¡a por la tarde de su armadura y se pon¡a la acostumbrada ropa
de paisano.
El d¡a de su cita con Cle¢n le cost¢ trabajo dominar su impacien-
cia. Ya mucho antes de la hora acordada iba y venia por el puerro;
contemplaba, sin perder de vista la taberna, a los descargadores de
barcos. Al fin, se sent¢ a una mesa y pidi¢ un po¡¡o asado y una jarra
de vino. Cuando estaba trinchando el ave, apareci¢ Cle¢n, que volvi¢
a fingirse fatigado y jadeante. Se dej¢ caer en un taburete al lado de
Sabino y cogi¢ la jarra de vino.
-Puedo ,¨no?
Se llev¢ la jarra a los labios, y durante un rato s¢lo se oyeron sus
jadeos y sus tragos. Luego Cle¢n volvi¢ a posar lajarra en la mesa y
eruct¢.
-Me has hecho correr bastante, se¤or. La dificultad era encon-
trar la casa. Nadie conoc¡a la casa de un tal Perr¢n, porque hace poco
tiempo que vive all¡ con su esposa. Est al este del teatro, al pie de la
ladera del monte Pi¢n. Al lado mismo hay una escalera que lleva a las
casas situadas m s arriba. Lo mejor es preguntar por la ®casa del sacer-
dore¯ pues antes vivi¢ all¡ un sacerdote de Serapis.
Cle¢n bostez¢ y se¤al¢ el pollo.
-No comes nada. ¨Es que no tienes hambre? ¨Puedo servirme un
trozo?
Sabino arranc¢ un muslo y se lo ofreci¢.
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257
1
-Acaba tu informe antes de hincarle el diente. ¨Entregaste mi
carta?
Pero Cle¢n masticaba va con avidez y asinti¢ con la boca llena.
-Naturalmente. Tal vez vaya en detrimento de mi reputaci¢n si
cuento lo sencillo que result¢ el asunto, pero detesto la mentira y la
exageracion.
Cle¢n dirigi¢ a Sabino una mirada que buscaba su aprobaci¢n.
-Si, s¡, te creo. Y ¨qu‚ m s?
-Ocurri¢ lo que los dos supon¡amos. Petr¢n no estaba en casa;
criado me llev¢ al ~'esribulo y as¡ pude entregarle tu escrito a He-
el
lena.
Sigui¢ un silencio significativo por parre de Cle¢n que tom¢ otro
trozo de po¡¡o sin pedir permiso, lo meti¢ entre dos rebanadas de pan
y lo mordi¢ con apetito.
Sabino dio un pu¤etazo en la mesa.
-¨Es que tengo que arrancarte cada palabra con tenazas? ¨Conse-
guiste una respuesta?
Cle¢n se limpi¢ la boca.
-Deja que re cuente primero c¢mo Helena acogi¢ tus lineas:
arranc¢ el cordel, rompi¢ el sello y ley¢ con el ce¤o fruncido. Luego
su cara mostr¢ el mismo asombro de la de un ni¤o que lleva horas
pidiendo una galleta de miel y recibe de repente una cesta llena. De
este modo me enter‚ tambi‚n de tu nombre, se¤or, que hasta la fecha
no me lo has dicho.
-¨C¢mo fue eso? -pregunt¢ Sabino asombrado.
-Cuando Helena termin¢ la lectura, me pregunt¢: ®¨Conoces a
Cornelio Sabino? ,D¢nde vive? ;Cu ndo tiempo lleva aqu¡? ¨Qu‚
hace en Efeso?¯. Muchas preguntas de una sola vez, y no pude contes-
rar a ninguna. Le dije que yo era un simple mensajero y que ten¡a que
esperar la respuesta. Tom¢ tu escrito y garabate¢ algo en el dorso.
Aqu¡ lo tienes.
Sabino ley¢: ®Por la ma¤ana, en el mercado situado junto a la par-
re inferior del gora¯.
Dej¢ caer las manos que sosten¡an el papel e hizo un gesto negati-
yo con la cabeza. Helena se hab¡a olvidado de decir cu ndo: ~ma¤ana,
pasado ma¤ana, dentro de tres d¡as?
-¨No dijo ninguna fecha? -pregunt¢ a Cle¢n.
-No entiendo...
-En la nota indica un punto de encuentro y la hora, pero no
el d¡a.
-No, se¤or. S¢lo me dio la nota sin decir nada m s. Si no es mo-
g£n secreto re ruego que me digas en qu‚ consiste su mensaje. Quiz
yo encuentre una soluci¢n.
r
®Por la ma¤ana, en el mercado situado junto a la parre inferior del
gora¯, ley¢ Sabino.
-S¢lo existen dos posibilidades. O con las prisas se olvid¢ de indi-
carte el d¡a, o ella hace all¡ a diario sus compras. En la parte inferior
del gora hay por las ma¤anas un mercado de verduras, y tambi‚n
montan all¡ sus tenderetes algunos panaderos y carniceros.
-Si, es posible. Cle¢n, me has ayudado mucho. Aqu¡ tienes rus
tres denarios y otro m s para que re olvides de todo. Que re aprove-
che el po¡¡o y el vino! Adi¢s!
Cle¢n sonrio:
-No re conozco, se¤or, no te he visto jamas.
Levant¢ lajarra y la agit¢ como despedida.
Precisamente la ma¤ana era el peor momento para Sabino, pues
tendr¡a que pedirle permiso urgente al legado para abandonar sus
obligaciones, o bien ir al mercadillo s¢lo en los d¡as que estaba libre
de servicio. Como su impaciencia no le permit¡a esperar m s, invent¢
una historia de un lejano pariente que viv¡a en Efeso, viejo, solo y sin
recursos, y que necesitaba su ayuda y apoyo para regresar a Roma.
El legado se limir¢ a esbozar una sonrisa ir¢nica, y Sabino se dio
cuenta de que no le cre¡a ni una palabra.
-¨Cu ntos d¡as necesitas, tribuno?
-Tres o cuatro...
-Bien, cuatro d¡as, pues. Pero espero que, en caso de necesidad,
suplas a otros que rengan dificultades semejantes.
Sabino lo prometi¢, y se puso en marcha nada m s despuntar el
d¡a siguiente.
La parte inferior del gora con sus dobles p¢rticos de trescientas varas
de longitud, gozaba de cierta fama. En el centro se alzaba sobre un
podio de m rmol el gran reloj de sol y de agua, que se pod¡a ver desde
lejos. All¡ se pod¡a leer la hora del d¡a con una exactitud de un cuarto
de hora m s o menos. Tambi‚n servia a mucha gente de punto de
encuentro. A ambos lados de las arcadas hab¡a tiendas y puestos cu-
biertos, y la administraci¢n municipal controlaba estrictamente que
s¢lo se ofrecieran all¡ las mercanc¡as mas selectas. Quien buscara por
ejemplo violetas escarchadas u hojas de rosal, pescados poco frecuen-
tes o caza selecta, aqu¡ pod¡a encontrarlo. La fruta y la verdura es-
raban en perfecto estado, y cada uno de los carniceros ten¡a por lo
menos un esclavo que se ocupaba de alejar las moscas de las mercan-
c¡as pulcrarn ente expuestas. Naturalmente, todo era aqu¡ mucho m s
caro, pero Efeso estaba lleno a rebosar de gente rica, y as¡ ninguno de
los mercaderes se quedaba sin vender su mercancia.
258 259

Al ver a aquella multitud, Sabino se desan¡m¢. ¨C¢mo iba a encon


trar aqu¡ a Helena? Incluso contando con los cuatro d¡as de que dis-
pon¡a, seria una casualidad. Pens¢ en la indicaci¢n de Cle¢n de que
ella tendr¡a que comprar las cosas necesarias para su hogar, y, en con-
secuencia, arraves¢ una y otra vez la sala dedicada a la venta de verdu-
ras, pas¢ por delante de las panader¡as y tampoco perdi¢ de vista a los
carniceros. Por dos veces pens¢ haber divisado su esbelta figura, se
abri¢ paso con impaciencia entre la espesa multitud y el resultado fue
encontrarse con un rostro desconocido. Sobre el mediod¡a, los mer-
caderes cerraban sus tiendas y el gent¡o disminuy¢ sensiblemente en-
tre las columnas del gora.
Sabino fue a una de las abarrotadas tabernas del mercado y tom¢
de pie un potaje de verdura con carne. El plato era realmente ex-
quisito, pero pronto Sabino dej¢ caer la cuchara. Efeso ten¡a m s de
un cuarto de mill¢n de habitantes, de los cuales algunos miles pulula-
ban por la parte inferior del gora y los puestos del mercado.
Sabino no acab¢ el potaje y sali¢. ¨Quer¡a Helena burlarse de ‚l?
¨Hab¡a propuesto este lugar de encuentro para evitar que se encon-
traran, para darle largas? No pod¡a creerlo. En este caso hubiera bas-
tado con escribir: ®D‚jame en paz¯. Lo m s probable era que s¢lo
hubiera pensado en lo m s inmediato, su compra diaria en el merca-
do, creyendo que all¡ seria f cil encontrarla.
Ten¡a que enfocarlo de otra manera; aqu¡ en el mercado no hac¡a
m s que perder el tiempo. En aquel momento le vino a la mente una
idea como una iluminaci¢n: resultaba facil¡simo! S¢lo tendr¡a que
vigilar su casa durante las primeras horas de la ma¤ana, cuando ella
-sin duda acompa¤ada por una criada- bajaba al mercado. Se pro-
puso, pues, hacerse el encontradizo.
Regres¢ al cuartel, hizo llamar a sus centuriones y orden¢ una re-
vista especial. Los viejos soldados quedaron tan sorprendidos de la
diligencia de su tribuno que obedecieron sin rechistar y sin hacer co-
mentarios mordaces. Con el ce¤o fruncido, Sabino comprob¢ el ar-
mamento de los hombres, revis¢ las listas de bajas por enfermedad e
impuso unos cuantos castigos leves. Todo para que el tiempo pasara
m s de prisa.

Livila y S‚neca llevaban su existencia buc¢lica en la villa de Sereno,


sin preocuparse de los acontecimientos que ten¡an lugar fuera del
protegido jard¡n. Pero un d¡a el mayordomo se dirigi¢ a su se¤or:
-Se¤or, s‚ que quieres que re dejen en paz aqu¡, y puedes estar
seguro de que no re hubiera molestado si la noticia no fuera grave.
Livia Drusila, hermana del emperador, ha muerto. Por lo visto Caligu-
la est muy apenado y se ha ido de viaje: nadie sabe exactamente a
d¢nde.
-Te agradezco la noticia, amigo mio. Si el emperador apareciera
por aqu¡, en Bayas, avisame.
S‚neca reflexion¢ si deb¡a callar la noticia de la muerte de Drusila
para no enturbiar la alegr¡a de Livila en sus vacaciones, pero luego
[ pens¢ que era mejor informarla.
A £ltima hora de la ma¤ana nadaron en la bah¡a, se dejaron secar
al sol y subieron a la villa para tomar una comida ligera.
-Ahora vas a ser muy bueno -pidi¢ Livila- y me vas a leer algu-
nos fragmentos en voz alta.
-Soy muy bueno -dijo S‚neca- pero antes rengo que hacerte
una pregunta. ¨Qu‚ es lo que sientes por Drusila? ¨La desprecias por
la vida que lleva, la odias o sigues queri‚ndola?
-¨A qu‚ viene esta pregunta? Hemos acordado que excluir¡amos
Roma de nuestro para¡so. Drusila me da l stima al pensar que tiene
que acosrarse con este monstruo grasiento, peludo, medio calvo y de
piernas como palillos...
-Quiz le gustaba hacerlo.
-¨Por qu‚ dices ®le gustaba¯? ¨Es que lo ha abandonado?
-Tambi‚n seria una manera de decirlo. S¡, se ha marchado, se ha
marchado a otro mundo. Est muerta, Livila, muri¢ de repente.
-¨Muerta? ¨Drusila? Pero si era tan joven...
-Esto no le importa a la muerte: alarga la mano a su gusto. Se
dice que Cal¡gula se ha marchado de Roma y que se encuentra cami-
no del sur, nadie sabe a d¢nde se dirige.
-La peque¤a Drusila... Ya era especial de ni¤a. Nunca quiso parti-
cipar en los juegos de las ni¤as. Tiraba sus mu¤ecas en secreto a la
cloaca. Prefer¡a algo vivo, un perro, un asno... Tambi‚n era dificil de
dominar. Los castigos y las reprimendas serv¡an de poco con ella.
Agripina era orgullosa, pero perfectamente accesible a argumentos
racionales, yo era dulce y d¢cil para que me dejaran en paz, pero Dm-
.......

Mir¢ a S‚neca y sus ojos estaban ba¤ados en l grimas.


-La ha destruido, la ha aniquilado. Y ella adoraba su poder, un
poder que la ten¡a tan fascinada como la serpiente al rat¢n. No era
capaz de deshacerse de ‚l, ni ‚l de ella. Tal vez ambos so¤aban el
sue¤o de la infancia, un sue¤o puro, inmaculado, alegre, y s¢lo eran
capaces de so¤arlo estando uno en brazos del otro. Cal¡gula se venga-
r por este golpe del destino, se vengar en todos los que se aman y
que son felices...
-Tenemos que ser prudentes -a¤adi¢ S‚neca, y sus palabras pa-
rec¡an palabras huecas y sin sentido.
260 261

-¨Ser prudentes? Para esto tendr¡amos que desaparecer de la faz


de la Tierra. Cuando Cal¡gula quiere destruir a una persona, la en-
cuentra en Roma, en Africa, en Germania, en Asia o en tu pa¡s, en
Hispania. ;La encuentra!
S‚neca neg¢ con la cabeza.
-Cuando digo que hemos de ser prudentes no me refiero a que
tengamos que huir. Aparte de nosotros, hay otras personas que se
sienten amenazadas por ‚l, y de d¡a en d¡a son m s. Estas personas
tienen miedo, y el miedo es una fuerza que no hay que subestimar.
Mientras el miedo se dirige hacia el interior, nos destruye a nosotros
mismos, pero cuando se vuelve demasiado poderoso puede actuar ha-
cia fuera y aniquilar a quien haya sido el causenre de ‚l.
-Si, yo tambi‚n he pensado en esto. Hay que provocar su miedo,
hacerle sentir que no queda un lugar donde pueda senrirse seguro.
-Ya ahora est atemorizado. Su protecci¢n se reduce a unos ger-
manos que no hablan ni una palabra de lat¡n y lo rodean como un
muro. Les paga como si fueran pr¡ncipes y sabe que se delarian matar
por ‚l. Hace poco incluso nombr¢ tribuno a uno de esos germanos: al
atl‚tico D‚xter, que le sigue a todas partes como un perro faldero.
Livila hab¡a dejado de escuchar sus palabras. Sent¡a la amenaza
que emanaba de su terrible hermano, la sent¡a como si fuera un ha-
cha que pendiera de un hilo sobre sus cabezas: sobre S‚neca, sobre
sus amigos, sobre Agripina y sobre ella misma. Este peligro, y tambi‚n
la muerte de Drusila, avivaron en ella el anhelo de vivir, un deseo de
amor, de abrazos, de sol y de mar: en una palabra, el deseo de un
hombre.
-S‚neca, quiero hacer el amor contigo, ahora mismo, fuera, al
aire libre.
S‚neca comprendi¢ lo que la agitaba y se dej¢ arrastrar por sus
ganas de enfrenrarse a la muerte y al peligro con el viejo juego que
provoca el ‚xtasis, que hace que el tiempo se detenga, que ahuyenra al
miedo y crea vida, vida una y otra vez.
Entre risas y lloros cay¢ en sus brazos, dej¢ llevarse ardiente de
deseo. Cogidos del brazo, bajaron al mar, se echaron desnudos en la
arena, se amaron bajo el sol y el viento, siguiendo el ritmo del mar, se
sent¡an fuertes e invulnerables, vencedores sobre el peligro y la ame-
naza; dominadores de la muerte.

Cal¡gula ofrec¡a un aspecto espantoso. Como, para demostrar su tris-


teza al pueblo, abandonaba adrede su fisico, causaba en algunos la
impresi¢n de un ser salido del T rtaro. Su cabello fino, de color casta-
¤o negruzco, colgaba sobre los hombros, largo y grasiento, con lo cual

262
subrayaba a£n m s su progresiva calvicie. Se hacia afeitar la barba
cada tres o cuatro d¡as, y bajo la barba aparec¡a un rostro l¡vido como
la muerte, hinchado, fl ccido, en el que los ojos, inm¢viles y fr¡os, s¢lo
cobraban un poco de vida cuando hac¡a una de sus ®bromas¯ c¡nicas.
La pena por Drusila no le hab¡a quitado en absoluto el apetito. Por el
contrario, se atiborraba varias veces al d¡a de alimentos tan fuerte-
mente condimentados que le abrasaban el paladar y la garganta. Apa-
gaba el ardor con vino puro sin mezcla, pero s¢lo en raras ocasiones
se emborrachaba desenfrenadamente. La mayor parte del tiempo se
encontraba en un estado de irritaci¢n tal que sus esclavos se echaban
a temblar en cuanto lo ve¡an acercarse.

El jubiloso recibimiento de Siracusa mejor¢ su estado de nimo. Des-


de que hab¡a donado unos cuantos millones de sestercios para la re-
construcci¢n del templo, del teatro y de las instalaciones p£blicas, era
considerado un benefactor y ciudadano de honor de la ciudad. Para
celebrar su presencia, se organizaron juegos, y Cal¡gula se declar¢ in-
mediatamente dispuesto a correr con los gastos. Adem s orden¢ la
implantaci¢n de nuevos juegos en memoria de la fallecida, la diviniza-
da Drusila.
Casi a diario se pod¡a encontrar al emperador en uno de los dos
grandes anfiteatros, donde se celebraban alternativamente luchas de
gladiadores y de animales, y en los teatros donde se representaban
piezas de repertorio cl sico, mientras juglares y acr¢batas entrerenian
al p£blico en los intermedios.
En estas ocasiones, Cal¡gula se presentaba ante el pueblo con dife-
rentes atavios. Una vez, el pueblo pudo admirarlo vestido de jefe mili-
tar, con la coraza de oro de Alejandro, pero las espinilleras en sus
flaquisimas piernas de ara¤a se bamboleaban con un efecto rid¡culo.
Otra vez se present¢ con un manto de p£rpura con bordados de oro
que envolv¡a majestuosamente su cuerpo regordete mientras la co-
rona urea de laureles cubr¡a la desnuda frente. La gente s¢lo lo ve¡a
de lejos, y as¡ les causaba una impresi¢n fascinante. A veces, entre las
aclamaciones se distingu¡an gritos de ®Divus Augustus!<', y esto des-
pertaba la indulgencia de Cal¡gula.
Empezaban ahora las gentes a comprender poco a poco su condi-
ci¢n divina, y quiso facilitarles la manera de rendirle culto. As¡, es-
tando a£n en Siracusa, se le ocurri¢ la idea de hacer levantar templos
dedicados a su propia divinidad. Esta idea se le antoj¢ genial, y su
pronta realizaci¢n le pareci¢ tan importante que orden¢ partir inme-
diatamente para Roma y ponerla en pr ctica.

263

h.
1
El tiempo desfavorable oblig¢ a la flota a atracar en Mesina. Al amane-
cer del segundo d¡a, la tempestad ya hab¡a amainado, pero el Etna,
que hasta entonces se hab¡a mostrado tranquilo, empez¢ a emitir de
repente gruesas columnas de humo y unos amenazadores bramidos
indicaban la inminente erupci¢n. El p nico hizo que Cal¡gula se refu-
giara en su barco, que tuvo que desplegar velas a toda prisa.
®Los dioses me advierten...¯, murmur¢ el emperador para sus
adentros.
Con viento favorable, la flota sigui¢ navegando y entr¢ a mediados
de septiembre en el puerro de Ostia. Cal¡gula se reuni¢ inmediata-
mente con su secretario Calixto y elabor¢ varias resoluciones que el
Senado deber¡a promulgar despu‚s como suyas.
En primer lugar, se trataba de Drusila; Cal¡gula sent¡a cierta ver-
g£enza por haberse escapado de Roma con ocasi¢n de su muerte. En
consecuencia propuso al Senado:

1.0 Consagraci¢n de Julia Drusila como Panrea, diosa omnipotente.


2.® Erecci¢n de la estatua de Drusila en el templo de Venus Genetrix,
y designaci¢n de sus propias sacerdotisas.
3~o Declaraci¢n del cumplea¤os de Drusila como fiesta oficial.
4~o De ahora en adelante, todas las mujeres han de invocar a Pantea
en sus juramentos solemnes.
Antes de anunciar su propia deificaci¢n, Cal¡gula quiso poner en
pr ctica otro plan: hab¡a decidido hacer traer de Grecia a Roma las
m s hermosas estatuas de los dioses griegos, pensando que s¢lo aqu¡,
donde gobernaba el hermano gemelo de J£piter, podr¡an recibir la
debida veneraci¢n. Sus ¢rdenes dec¡an expresamente que se busca-
ran en las ciudades griegas las m s valiosas estatuas de Zeus, que ‚l,
viva imagen del lanzador de rayos, cambiar¡a su cabeza por la del dios
sobre los cuerpos de estas estatuas. Esta decisi¢n puso a Cal¡gula de
buen humor.
-Ser la mejor manera -le comenr¢ a Calixto- de que el pue-
blo comprenda lo que ha ocurrido y en qu‚ gran ‚poca est viviendo.
Las estatuas de J£piter se colocar n en los templos junto al Foro, en la
V¡a Sacra y ante los edificios p£blicos. Y como ahora llevar n mi cara,
la gente se ir acostumbrando a que ミ l y yo somos un solo dios. De
modo que, cuando lo hayan entendido, dar‚ orden de construir un
templo dedicado a Cayo-J£piter. Hay que ir poco a poco! No quiero
exigir demasiado de estos imb‚ciles. Hay que tratarles como a ni¤os
que no pueden entenderlo todo de una vez.
-Ese es el £nico camino adecuado! -asinti¢ Calixto, pero en su
interior sinti¢ una leve sensaci¢n de horror.

264
j
r
®¨Cu l seria la £ltima consecuencia de esta deificaci¢n?¯ Se prohi-
bi¢ a si mismo llevar este pensamiento hasta el final y se consol¢ pen-
sando que aquello nunca iba a ocurrir. Adem s, hab¡a preocupacio-
nes m s inmediatas. Dentro de pocos meses, los recursos financieros
del Estado estar¡an agorados. Por otra parte, no era probable que el
emperador redujera sus gastos. Calixto sent¡a terror al pensar en lo
que le esperaba a ‚l y a otros como ‚l. No bastar¡a s¢lo con un aumen-
to de los impuestos. ®Habr que explotar otras fuentes de ingreso
-pens¢ inquieto-, y a Cal¡gula se le ocurrir la l¢gica idea de apro-
piarse del patrimonio de los romanos ricos por los que no siente nin-
guna simpat¡a; y lo har con mi ayuda, naturalmente.¯
Calixto empez¢ a sudar. No eran escr£pulos lo que le atormenta-
ba, nada de eso, pero pensaba en si mismo, pensaba en los tiempos
que vendr¡an despu‚s. Su intenci¢n era sobrevivir al gobierno de este
loco, y s¢lo lo lograr¡a si luego nadie le pudiera reprochar nada. Ya
ahora apostaba por Claudio C‚sar, con quien hab¡a mantenido re-
cientemente una conversaci¢n. Fue tras una de esas bochornosas co-
midas en las que Claudio hab¡a tenido que interpretar nuevamente el
papel de buf¢n para Cal¡gula y sus aduladores.

Se encontraron por casualidad en un peque¤o atrio, que todav¡a se


conservaba del palacio original, y donde se o¡a el rumor de una fuente
de marm¢reos delfines entre laureles y cipreses enanos.
Calixto se inclin¢ profundamente.
-;Salve, Claudio C‚sar! ¨Tomando un poco el aire tras la prolon-
gada comida? Sabemos que nuestro emperador cultiva una hospitali-
dad especialmente pr¢diga.
Claudio C‚sar se olvid¢ de toda precauci¢n y mostr¢ su enfado.
-Hos-hospiralidad! Si, tambi‚n se pue-puede llamar as¡. ¨Por
qu‚ no se busca un buf¢n para su corte? Siempre me roca ami aguan-
aguantar sus bromas! Que me de-deje en paz de una vez!
Se sent¢ en el banco junto a la fuente, y Calixto pregunt¢ cort‚s-
mente si pod¡a senrarse a su lado. Claudio asinuo.
-S‚ lo que ocurre en estas comidas, y me parece lamentable que
re moleste de este modo a ti, un pr¡ncipe imperial. A veces se le ocu-
rren a uno ideas extra¤as y empieza a sonar con otros tiempos, con
otras circunstancias...
Claudio levant¢ la mirada. Su rostro poblado de arrugas se contra-
jo violentamente:
-¨Qu‚ qui-quieres de-decir?
-Tampoco yo me siento muy feliz en mi cargo, en contra de lo
que cualquiera podr¡a pensar, venerado C‚sar. El emperador me exi-
265
1
ge mucho, y rengo que hacer cosas de las que me averg£enzo. Aun-
que, realmente, no deber¡a tener ning£n motivo para avergonzarme,
puesto que las ¢rdenes del pr¡ncipe son siempre necesarias y correc-
tas. A veces sue¤o, perdona que lo diga, que t£ ocupas su lugar. Natu-
ralmente, no es m s que un sue¤o, y, adem s, un sue¤o indebido,
pues ¨qui‚n podr¡a sustituirle a ‚l, al divino Cal¡gula?
Claudio le hab¡a entendido muy bien y se sinti¢ aliviado de que
tambi‚n hubiera otros que, aunque veladamenre y con toda pruden-
cia, manifestaban su indignaci¢n por el comportamiento de Cal¡gula.
-Tenemos que es-esperar, Calixto. Fortuna ro-toma y da. A ve-
veces, las circunstancias cambian de forma re-repentina, ya nos lo on-
ense¤a la historia.
Calixto pensaba insistir de vez en cuando en esta conversaci¢n
para tener as¡ el apoyo de Claudio si alguna vez fuera necesario.

Emilio L‚pido informaba constantemente a Agripina de sus negocia-


ciones con el pretor L‚ntulo Get£lico que estaba al mando de las tro-
pas romanas en la Germania superior. Enviaba sus cartas a uno de sus
libertos que ten¡a un negocio de verduras en la Subura. Y ‚ste manda-
ba a un esclavo para que le entregara las cartas a Agripina. Como toda
aquella gente no sabia leer, no exist¡a peligro de una traici¢n o de que
descubrieran algo.
En su primera carta, Agripina ley¢:

®En primer lugar, mi reverencia y salud.


¯Ya durante mi viaje sent¡ a¤oranza de volver a estar contigo, de
volver a Roma, a nuestras acostumbradas comodidades. Lo que aqu¡
llaman verano consiste en unos cuantos d¡as frescos y lluviosos, inte-
rrumpidos brevemente por unas horas de un sol acuoso que apenas es
capaz de secar nuestras mojadas ropas.
¯Ahora me encuentro en Maguncia, campamento central del ej‚r-
cito de nuestras legiones en la Germania superior. El lugar est con-
virri‚ndose en una estructura parecida a una ciudad. L‚nrulo Ger£li-
co reside en el Pretorio, el edificio m s vistoso del lugar, y ha puesto
algunas habitaciones a mi disposici¢n. Durante estos a¤os, Get£lico
ha cambiado mucho, y no precisamente para mejor. Ha sobrepasado
los cuarenta, pero se podr¡a pensar f cilmente que ronda los sesenta.
Parece aburrirse en su puesto, escribe poemas y epigramas er¢ticos, e
incluso insinu¢ estar trabajando en una obra hist¢rica. Pero dijo que
para esto necesitaba desplazarse urgentemente a Roma para poder
utilizar las grandes bibliotecas. En su opini¢n, Cal¡gula lo mantiene
adrede alejado de Roma y s¢lo est esperando un momento favorable
F
para acabar con ‚l. Si en la conversaci¢n surge el tema de los tiempos
de Tiberio se pone sentimental y tiene que reprimir las l grimas. Dice
que aqu‚l fue realmente un emperador, que pon¡a todo su esfuerzo al
servicio del Estado y del pueblo, un verdadero pr¡ncipe. Claro que no
vivi¢ los £ltimos a¤os de gobierno de Tiberio, de modo que el viejo
emperador mantiene una imagen intachable en su recuerdo, tanto
m s cuanto que Tiberio lo salv¢ en su d¡a de la persecuci¢n de Cal¡gu-
la. Esta actitud suya nos viene muy bien. Tambi‚n yo habl‚ con entu-
siasmo de Tiberio y le cont‚ algunas de las '~bromas" de nuestro Cal¡-
gula. En general se mostr¢ tan indignado que se levant¢ de un salto,
gritando: "¨Por qu‚ nadie se planta ante este monstruo y le clava el
pu¤al en el pecho? ¨Es que ya no quedan hombres en Roma?". Le dije
que muchos pondr¡an con mucho gusto en pr ctica su idea, pero que
Cal¡gula lo sabe y se rodea de un muro de germanos fortachones
que le son est£pidamente leales.
¯~'Asi que, encima, es cobarde -dijo Ger£lico con desprecio-,
pues si que ha llegado lejos nuestra vieja y orgullosa Roma, gobernada
ahora por un muchacho loco." Me ech‚ a re¡r y dije que no se pod¡a
hablar de "gobernar", pues otros lo hacen por ‚l; que Cal¡gula vive
dedicado exc¡r¡sivamenre a sus placeres y a sus vicios, y que se gasta
millones de sestercios s¢lo en comilonas.
®Puse bastante furioso al bueno de Ger£lico, y al cabo de pocos
d¡as lo ten¡a ya donde quer¡a tenerlo. Con cuidado le expuse nuestro
plan, le habl‚ de que tanto t£ como Livila estabais de acuerdo, cit‚
nombres que ‚l conoc¡a y apreciaba y, al fin, a¤ad¡ que, sin ‚l y sin sus
legiones, nuestro plan estaba abocado al fracaso. Ger£lico se ri¢ furio-
so y dijo: "¨Hasta ah¡ hab‚is llegado? ¨Sin mi y las legiones germ nicas
nada se puede hacer?"
¯Conrest‚ afirmativamente a sus preguntas y dije para finalizar
que ahora todo depend¡a de ‚l, pero que ninguno de nosotros le to-
mar¡a a mal una respuesta negativa en su calidad de soldado. No obs-
tante, en este caso tendr¡a que contar con la posibilidad de estar entre
las victimas inmediatas del emperador. El viejo soldado tom¢ su espa-
da y grit¢ que entonces habr¡a que darle la vuelta a la tortilla y llevar a
Cal¡gula al matadero. "Que la pr¢xima v¡ctima sea ‚l! Y tiene que
serlo si queremos que la decencia siga existiendo en Roma".
¯Como ves, querida, no fue dificil convencer a Ger£lico. Sobre la
realizaci¢n del plan a£n no conseguimos ponernos de acuerdo. Ger£-
lico opina que habr¡a que atraer a Cal¡gula a Germania y acabar con ‚l
aqu¡. Despu‚s, podr¡amos marchar todos a Roma, en compa¤¡a de sus
leales legiones, para hacernos cargo del poder. Le pareci¢ muy bien
que, seg£n nuestros planes, fu‚ramos t£ y yo los que asumi‚ramos el
poder.
266 267
7'

®El plan tiene sus ventajas, pese a que yo sigo pensando que habr¡a
que eliminar a Cal¡gula en Roma. En este caso, el Senado no tendr¡a
tiempo para reflexiones, y se le podr¡a hacer jurar inmediatamente
lealtad a m¡ como nuevo Princeps. Pasar n semanas hasta que Ger£lico
aparezca en Roma con sus tropas, e incluso podr¡a estallar entretanto
Una guerra civil. Adem s, sigue estando ese Claudio, y no pocos que-
rr n que, como £nico miembro a£n vivo de la familia imperial, el
sucesor sea ‚l. En cualquier caso, no debemos precipitarnos, y no de-
hemos hacer nada que ponga en peligro nuestro plan.
¯Ten cuidado tambi‚n t£, querida; no re fies de nadie, y destruye
esta carta en cuanto la hayas le¡do.¯

Sin embargo, Agripina no fue capaz de tomar esta decisi¢n. Volvi¢


a releerla una y otra vez, porque le hacia imaginarse el futuro y ya se
ve¡a caminando como emperatriz por la V¡a Sacra, al lado de Emilio
L‚pido Augusto, entre el j£bilo del pueblo, envuelta en nubes de in-
cienso y acompa¤ada por las bendiciones de los sacerdotes.

En su segundo d¡a libre, Sabino se hizo despertar por su asistente an-


tes de que saliera el sol y se fue a la ciudad.
Resultaba f cil no perder de vista la casa de Petr¢n, ya que dispo-
n¡a de un £nico acceso a la calle. Sabino deambul¢ por el lugar, sigui¢
con la mirada a las esclavas que iban a hacer sus compras, pero en
ning£n momento se alej¢ demasiado de la casa.
®Aqu¡ estoy yo, todo un tribuno romano -pens¢-, medio diverti-
do medio avergonzado, dando vueltas como un mozalbete alrededor
de la casa de mi adorada.¯ Omnis amans amens,* se consol¢ Sabino, y
choc¢ sin querer con un muchacho que pasaba a su lado. Mientras
gritaba una maldici¢n, vio con el rabillo del ojo un movimiento en la
casa. Se dio media vuelta y vio salir a la calle a un hombre joven, bien
vestido, acompa¤ado de un criado. ®Ese tiene que ser Perr¢n¯, pens¢
Sabino, y sigui¢ a los dos con la mirada. Aproximadamente una hora
despu‚s apareci¢ una mujer gordezuela y ya de cierta edad, en com-
pa¤¡a de un mozo que le llevaba la cesta.
®Esa es la cocinera con el pinche de cocina¯, supuso Sabino, y
disminuyeron sus esperanzas de ver aquel d¡a a Helena. El sol ya se
encontraba alto en el firmamento, y Sabino, que se hab¡a colocado a
la sombra de una fuente, estuvo a punto de desistir, cuando un perr¡-
to peludo sali¢ de la casa ladrando y dando saltos, se acerc¢ a ‚l, lo
husme¢ y volvi¢ atr s. Atr s con Helena, que sal¡a en aquel momento.

* Los enamorados son necios.

268
r
De nuevo, el perro corri¢ jadeando hasta rozar sus piernas. Sin pen-
s rselo dos veces, Sabino agarr¢ a aquella criarurilla ladradora y pa-
raleanre para llev rsela a su due¤a. Se inclin¢.
-He encontrado algo que supongo que re pertenece, hermosa
se¤ora de la casa.
Helena tom¢ el perro y palideci¢ desconcertada.
-Sabino, Sabino -se limir¢ a decir, y mir¢ cautelosamente a su
alrededor. Luego susurr¢-: No puedes quedarte. Todo el mundo me
conoce en este barrio. Ven pasado ma¤ana a esta hora al templo de
Artemisa. Me encontrar s en las tiendas donde venden el incienso, a
la derecha de la entrada.
Sigui¢ su camino r pidamente, como si s¢lo hubiera dado una
escueta informaci¢n a un desconocido.
Sabino se sinti¢ a punto de estallar de j£bilo cuando sus ojos de
mbar se posaron en ‚l, y al oir la voz familiar cuando tendi¢ sus lar-
gos y esbeltos brazos para recoger al perrillo.
Hizo el camino de vuelta como un son mbulo. Ahora no quer¡a
compartir la comida con los otros, quer¡a estar solo y pensar. Envi¢,
pues, a su mozo a buscar unajarra de vino y frutos secos y le dio permi-
so para vagar a su aire el resto del d¡a. De repente se acord¢ de que le
quedaba libre el d¡a siguiente, pero inmediatamente despu‚s ten¡a
que reincorporarse al servicio. Se levant¢ de un salto y descendi¢ a
grandes zancadas el camino hasta la casa de comidas. En aquel mo-
mento sal¡a el legado en compa¤¡a de dos tribunos. Dirigi¢ una mi-
rada enojada a Sabino.
-Cre¡ que tenias unas obligaciones perentorias, y ahora resulta
que re paseas tranquilamente por el campamento. Tambi‚n estuviste
aqu¡ ayer para meter en vereda a rus hombres: bien, no rengo nada
que objetar, pero para esto no hubiera hecho falta que me pidieras
permiso.
Sabino se disculp¢ con profusi¢n de palabras y pidi¢ que le de-
jaran entrar de servicio al d¡a siguiente; en cambio un d¡a des-
pu‚s...
-;Vaya con el muchacho! -exclam¢ el legado, enojado-. A ver
si re enteras de que esto no es una asociaci¢n de ociosos, sino una
legi¢n del Imperio romano. Tendr¡as que haber elegido otra profe-
si¢n, amigo m¡o; por lo visto, esto te resulta demasiado dificil de
aguantar...
-Comprendo tu enfado, legado -dijo Sabino con voz sumisa-,
pero s¢lo necesito un d¡a m s, pasado ma¤ana, para arreglarlo todo.
Despu‚s presrar‚ servicio seguido todo el tiempo que quieras.
El legado se ech¢ a re¡r. Hab¡a mostrado su autoridad, y ahora
pod¡a ser indulgente.

269

L.
-De acuerdo, pero despu‚s se habr n acabado por un tiempo los
permisos extraordinarios.
El Artemision estaba situado a una distancia de aproximadamente
milla y media al sureste de Efeso, en un lugar que, como aseguraban
los entendidos, era sagrado desde tiempo inmemorial. Con sus ciento
veintisiete columnas, el templo ten¡a fama de ser el mayor del mundo.
Ya hab¡a sido destruido siete veces, y hab¡a sido reconstruido cada vez
con m s riqueza. El templo ten¡a s¢lo una peque¤a celia o santuario y
parec¡a un inmenso bosque de columnas. La antiqu¡sima in¡agen de
la diosa, imagen que, seg£n la leyenda, hab¡a ca¡do del cielo, s¢lo se
mostraba desde lejos al pueblo en las festividades solemnes. Media
s¢lo unas dos varas de alto y estaba tallada de madera de cipr‚s sin
alardes art¡sticos. Habiendo sido ungida durante siglos con ¢leos san-
ros, el rostro, las manos y los pies de la diosa ten¡an un tinte negruzco.
Su cuerpo estaba envuelto en valiosas vestimentas, adornadas con oro
y joyas, que srL servidumbre limpiaba y cambiaba varias veces al a¤o.

Sabino se hab¡a presentado ya a primera hora de la ma¤ana y contrat¢


a un gu¡a para que le explicara todo detalladamente. As¡ se enrer¢ de
que estaban a disposici¢n de la diosa m s de cien sacerdotes y sirvien-
tes del templo. En la buena ‚poca del a¤o, las masas de peregrinos
obligaban a contratar auxiliares. El templo estaba rodeado por un
gran semic¡rculo de tenderetes y vendedores que extend¡an en el sue-
lo sus mercader¡as: figuritas de Artemisa, de un palmo de alto -Sabi-
no ya las hab¡a visto en la ciudad-, hechas de arcilla, piedra, bronce,
plata y oro. Los artesanos las forjaban all¡ mismo, de tal modo que en
torno al templo se les o¡a martillear y pulir.
El gu¡a hablaba sin parar, citaba cifras, hablaba de insignes visitan-
tes y de los muchos milagros que Artemisa hab¡a hecho. Pero, ahora,
Sabino quer¡a quit rselo de encima, pues hab¡a llegado la £ltima hora
de la ma¤ana. Le puso unas cuantas monedas de bronce en la mano y
cruz¢ el recinto hasta llegar a los puestos de los vendedores de incien-
so que ofrec¡an la resma olorosa en polvo, en granos y en bloques
enteros. En aquel momento hab¡a all¡ tales aglomeraciones y apretu-
ras que Sabino apenas ve¡a nada. La calurosa estaci¢n del a¤o se hacia
notar en los m s variados olores. Desde alg£n lugar llegaba la pestilen-
cia de los restos de los animales sacrificados, se confund¡a con un leve
aroma a incienso procedente del interior del templo, y se mezclaba
con un olor a vino, ajo y fritangas de las tabernas situadas tras los
puestos de venta.
Sabino se dejaba empujar de un lugar a otro, miraba en todas las
direcciones en busca de la figura esbelta y familiar. Luego retrocedi¢
para tener una visi¢n de conjunto. Y, de repente, la vio, a una distan-
cia de pocas varas de ‚l, con el rostro medio cubierto por un velo,
mirando en todas direcciones. Le toc¢ el brazo.
-Helena!
La muchacha se sobresalt¢ y volvi¢ hacia ‚l su rostro, del que ‚l
s¢lo ve¡a los ojos, sus grandes ojos ambarinos.
-Sabino...
La tom¢ del codo y la hizo salir del gentio llev ndola hasta los
pelda¤os del templo.
-Estoy conrenrisimo de haberte encontrado. ¨C¢mo est s, He-
lena?
-¨Qu‚ haces t£ aqu¡, en ミ feso? ¨Has venido por m¡?
-Si, por ti. Soy tribuno de la legi¢n und‚cima y he pedido el tras-
lado a ミ feso para verte.
Ella miraba inquiera a su alrededor:
-Por aqu¡ pasa mucha gente, vayamos a otro sitio.
-Si, y podremos tomar algo en una de las tabernas y hablar mien-
tras comemos.
Helena asinti¢. Pasaron por delante de los tenderetes hasta llegar
a la calle donde se encontraban las tabernas. Hab¡a all¡, en aquellos
momentos, un gran bullicio, propio del mediod¡a. En grandes tablo-
nes de madera estaban escritos los precios de las comidas y de las be-
bidas; adem s hab¡a pregoneros que anunciaban a gritos sus ofertas, a
cu l m s estridente.
-Una comida complera por s¢lo cinco sestercios! Sopa, carne,
vino y pan, todo lo que se is capaces de comer! S¢lo seis sestercios!
Las tabernas baratas se hallaban delanre,junro a la calle polvorien-
ra, con mesas apretadas, en medio del ruido y los hedores. En cambio,
m s atr s hab¡a tabernas tranquilas donde se com¡a a la sombra de los
rboles, pero, naturalmente, hab¡a que pagar m s de cinco sestercios.
Sabino escogi¢ una mesa medio oculta y le ofreci¢ una silla a Hele-
na. Se sent¢ frente a ella, le tom¢ la mano y dijo:
-He estado esperando este momento desde que me abandonaste
en Epidauro.
Helena dirigi¢ una mirada desconfiada a su alrededor y se levant¢
el velo. R pidamente retir¢ su mano.
-No re hubiera cre¡do capaz de esto, Sabino. Me has sorprendi-
do. Pero ¨qu‚ es lo que esperas de mi? Hace medio a¤o que estoy
casada; Perr¢n es muy celoso, y me temo que ‚ste ser nuestro prime-
ro y £ltimo encuentro. Por cierro, ¨c¢mo conseguiste encontrarme?
-Te he encontrado porque ten¡a que encontrarte, y tampoco
creo que ‚ste vaya a ser nuestro £ltimo encuentro. Helena, re amo!
Te lo juro aqu¡, por la gran Artemisa de Efeso, re amo y te amar‚
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mientras viva! No es posible que seas feliz con ese Perr¢n ,no lopue-
do creer!
Les interrumpi¢ el mozo de la taberna que les pregunt¢ qu‚ de-
seaban comer y se puso inmediatamente a recitar todo el men£ del
d¡a.
-Pinchos de palomas, ri¤ones de cordero asados, cochinillo, po-
l¡o, codillo de jabal¡...
Sabino dirigi¢ una mirada interrogante a Helena, que se encogi¢
de hombros.
-Tal vez unas palomas...
-Pincho de palomas, pues, y, para mi, cochinillo, vino y agua.
El mozo desaparecio.
-Y ahora dime, ¨qu‚ vamos a hacer? -pregunt¢ Sabino.
-¨Me lo preguntas a m¡? Pues nada! No s‚ qu‚ has imaginado.
Estoy casada...
-Si, lo s‚. Pero cualquier situaci¢n puede cambiar. Te pregunt‚
antes si eres feliz con Perr¢n. Dime, ¨lo eres?
Sus ojos de mbar centellearon furiosos:
-Feliz, feliz, al fin y al cabo, ¨qu‚ significa ser feliz? Una se casa,
tiene hijos, ocupa el lugar de sus padres, m s no se puede esperar de
la vida, ¨no es as¡?
Sabino se ech¢ a re¡r:
-¨Nada m s? Eres muy modesta! As¡ que ya llev is m s de medio
a¤o casados. Bien, ¨y qu‚ hay de los hijos? Tu cuerpo est esbelto
como el de una s¡lfide; espero que hayas implorado fecundidad a Ar-
remisa, pues concederla es una de sus competencias.
-¨Ya ti qu‚ te importa? -pregunt¢ Helena furiosa-. ¨Por qu‚ re
inmiscuyes en mi vida? ¨Qu‚ re importa a ti s¡ estoy o no esperando un
hijo? ¨Qu‚ te imaginas? Vienes a Efeso, me localizas y crees que s¢lo
he estado esper ndore. Eres muy vanidoso, Sabino.
-Es posible, pero mi amor me da derecho a comportarme as¡.
-Tu amor! ¨Yyo qu‚? Una pareja de enamorados la forman dos,
pero t£ est s solo, Sabino, solo con tu amor al que no puedo corres-
ponder, al que no debo corresponder. Olvid‚monos de esto! T£ re-
gresas a tu legi¢n y yo a mi casa. Esto es Epidauro, amigo mio; aqu¡ las
costumbres son distintas. Dicen que en Roma el matrimonio no se
suele tomar muy en serio. Pero esto no es Roma, aqu¡ rigen a£n las
viejas costumbres. Estoy casada, Sabino, y seguir‚ est ndolo.
Sabino suspir¢:
-Sin duda hice mal al soltarte as¡ de entrada mis intenciones. He
o¡do que tu suegro no est muy contento con su hijo. Dicen que Pe-
tr¢n anda por ah¡ de picos pardos, que huye del trabajo; al menos,
esto es lo que se dice en el puerro.
Helena se qued¢ de piedra.
-¨C¢mo lo sabes? ¨Es verdad que la gente del puerro habla as¡
de ‚l?
-¨C¢mo podr¡a saberlo si no me lo hubieran dicho? Pero tu espo-
so es a£n joven y puede cambiar.
-No cambiar -se le escap¢ a Helena.
Trajeron la comida y empezaron ambos a comer en silencio. Sabi-
no tom¢ un trago de vino.
-¨Lo amas? ¨O s¢lo obedeciste a rus padres que quer¡an unir
vuestras familias?
Helena se lav¢ minuciosamente los dedos en el peque¤o taz¢n de
barro. Tom¢ un trozo de lim¢n y se limpi¢ con ‚l cada uno de los
dedos. Mientras se secaba las manos con la servilleta de lino, dijo:
-Ya te lo expliqu‚ detalladamente en Epidauro. Est bamos pro-
metidos desde la infancia. Pero re voy a ser sincera: imaginaba el ma-
trimonio de otra manera. Petr¢n no es malo, incluso tiene sus cualida-
des, pero es... es...
Sabino le tom¢ la mano cari¤osamente:
-No tienes que decirmelo todo: o al menos, no ahora; nos queda
mucho tiempo.
-Oh Sabino, desear¡a que no fueras Cornelio Sabino el romano,
sino Petr¢n, el griego. Entonces todo seria perfecto.
Sabino se ech¢ a re¡r.
-Ciertamente es un cumplido para mi, pero estos deseos no lle-
van a ninguna parre. Soy Sabino, el romano, y quiero seguir si‚ndolo.
Te amo tal como eres: Helena, la griega, con los ojos de mbar, y,
aqu¡, en este lugar sagrado, re juro por la gran Artemisa de Efeso que
no descansar‚ hasta que seas m¡a.
-¨Y yo? -pregunt¢ Helena obstinada-. ¨Es que mis deseos no
cuentan? Ni s‚ siquiera si quiero que seas mio. ¨Y Perr¢n? ¨Quieres
que lo estrangule o que lo envenene? ¨Ymi familia, mis parientes, mis
amigos? ¨C¢mo lo imaginas, Cornelio Sabino? ¨Son ‚stas las costum-
bres romanas? No es de extra¤ar, pues, que muchos griegos murmu-
ren de vosotros y digan que sois unos b rbaros.
-Me has hecho de una sola vez una docena de preguntas, y a la
mayor¡a de ellas no puedo contestar. Pero hay algo que si s‚, Helena:
no eres feliz con Petr¢n. No es el hombre que t£ esperabas, y re horro-
riza la idea de tener que pasar con ‚l toda la vida. No digas nada aho-
ra, Helena, pero s‚ que tengo raz¢n, y tambi‚n s‚ que vamos a encon-
trar una salida...
Helena permaneci¢ callada, tom¢ lajarra y ech¢ unas gotas a tierra.
-Para Artemisa, la grande y poderosa! -murmur¢ y se levan-
t¢-. Mi criada me espera junto al templo, y es mejor que no me
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1
acompa¤es. De vez en cuando vengo aqu¡ para ofrecerle un sacrificio
a Artemisa. Si quieres, puedes encontrarme aqu¡. Te enviar‚ antes
una nota al campamento.
Sabino se levant¢.
-No ser f cil; no dispongo de muchos d¡as libres. ¨Puedo escri-
birre?
-Si, pero haz que entreguen tus cartas a Clonia; es mi nodriza.
S¢lo en ella rengo plena confianza. Adi¢s, Sabino.
La sigui¢ con la mirada hasta que desapareci¢ tras los rboles.
Si fuera necesario, renunciar¡a a su cargo en la legi¢n. Seria posi-
ble encontrar razones de peso. Pero ¨de qu‚ iba a vivir? T¡o Calvo le
ayudar¡a, sin duda, quiz tambi‚n su padre. Pero no quer¡a molestar a
su familia. Se trataba de un asunto en el que ten¡a que arregl rselas
solo.
Pag¢ la cuenta y rode¢ el templo para dirigirse hacia el norte; ca-
min¢ por senderos angostos entre vi¤edos y olivares hasta llegar al r¡o
Caistro. Huertos y vergeles jalonaban sus orillas; todas aquellas tierras
f‚rtiles pertenec¡an al templo de Artemisa.
¨C¢mo iban a seguir? No siempre iba a poder encontrarse con
Helena en una taberna. Necesitaban un lugar donde encontrarse a
solas sin que nadie los molesrara. En un amplio radio alrededor del
templo se encontraban los albergues para los peregrinos, los hab¡a
caros y baratos, para los adinerados se alquilaban casas enteras. Sabi-
no pase¢ por el barrio y se hizo mostrar algunas habitaciones. Casi
todas estaban ya alquiladas, pero los clientes cambiaban con frecuen-
cia. Hab¡a tambi‚n algunos pisos desocupados. Una le gust¢ especial-
mente. Era una gran estancia en una casa de campo algo abandonada;
la habitaci¢n daba al este con vistas sobre un peque¤o prado vallado
donde pastaban unos caballos.
El propietario, casi un anciano, fingi¢ indiferencia. Dijo que viv¡a
all¡ solo, en compa¤¡a de unos cuantos mozos y criadas, y que alquila-
ba un par de habitaciones a peregrinos porque la casa resultaba de-
masiado grande.
-~Tambi‚n las alquilas por d¡as? -pregunt¢ Sabino.
El otro se encogi¢ de hombros.
-¨Por qu‚ no? Pero entonces es m s caro.
-¨Y si alquilo la habitaci¢n permanentemente?
-¨Permanentemente? ¨Cu nto tiempo es permanentemente?
-Tal vez medio ano...
El propietario empez¢ a hacer c lculos ayud ndose con los dedos;
murmur¢ algo, neg¢ con la cabeza, empez¢ de nuevo y, al fin, dijo:
-Si pagas en el acto, podr‚ hacerte un buen precio. Treinta dena-
nos por medio a¤o.

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F

-¨Es que me tienes por un potentado? -pregunt¢ Sabino en


tono ir¢nico-. Digamos veinte.
-~Veinricinco!
-Veintid¢s. Te dar‚ dos denarios en el acto y los otros veinte
cuando vuelva por aqu¡. Pero la habitaci¢n tiene que estar limpia!
~Nada de suciedad, nada de bichos!
El otro esboz¢ una sonrisa burlona.
-Por lo visto vas a recibir una visita femenina...
-Lo has adivinado.
Sabino le puso las dos monedas de plata en la mesa y sali¢ fuera. Si
Helena se negaba a venir aqu¡, hab¡a alquilado la habitaci¢n en vano,
por consiguiente habr¡a que encontrar otro camino. En cualquier
caso no ten¡a intenci¢n de darse por vencido.

275

L
Ir
XIX
Cal¡gula se despert¢ ba¤ado en sudor y con dolor de cabeza. En su
boca anidaba un sabor putrefacto como si hubiera comido carro¤a. El
sol ya se encontraba alto en el firmamento. Sus rayos penetraban por
una rendija en los pesados cortinajes de p£rpura y hac¡an refulgir el
dorado capitel de bronce de una de las columnas de p¢rfido.
Este fulgor irrir¢ a Cal¡gula, que ten¡a la impresi¢n de que el sol
quer¡a molestarlo. Alarg¢ la mano para tomar la campanilla de plata,
pero su mano temblorosa la ech¢ por tierra. El sonido apenas percep-
tible provoc¢ la aparici¢n de su criado. Cal¡gula se¤al¢ furioso la cor-
tina, intent¢ decir algo, pero s¢lo fue capaz de emitir unos graznidos
sofocados. El criado interpret¢ mal la indicaci¢n y descorri¢ las corti-
nas. La c¢lera hizo que Cal¡gula recuperara la voz:
1Vuelve a correrlas, imb‚cil! No quiero sol ahora!
Se reclin¢ gimiendo. El dolor martilleaba sordamente su cabeza, y
tampoco desaparec¡a de su boca el sabor a carro¤a.
-Una jarra de vino con hierbas arom ticas y con un poco de
agua!
Se enjuag¢ la boca y escupi¢. Luego tom¢ unos tragos y not¢ c¢mo
----su maltratado est¢mago se retorc¡a con un eructo cido.
®El cuerpo humano se rebela contra los placeres en cuanto se le
dan en demasia®, pens¢ Cal¡gula con amargura. ¨Por qu‚ su gemelo
divino no le hab¡a dotado con fuerzas mayores? Un banquete, una
jarra de vino, y ya empezaba a vengarse ese recalcitrante pedazo de
carne: con dolores de cabeza y de est¢mago, con un sabor a cloaca en
la boca, con la voz ronca y los miembros doloridos.
Y eso a pesar de que la de la noche anterior hab¡a sido una velada
relativamente divertida. Y es que Cal¡gula hab¡a llegado a la conc¡n-
si¢n de que la lealtad para con el emperador ten¡a que estar por enci-
ma de cualquier otro sentimiento humano. Y lo quiso poner inme-
diatamenre a prueba.
Un antiguo senador -seguramente un incorregible republica-
no- hab¡a hecho comentarios despectivos sobre la dignidad imperial
en general, y Cal¡gula, que hab¡a sido informado de estos comenta-
nos, los aplic¢ a su persona. El hombre fue condenado a muerte in-
mediatamente, lo cual no fue ¢bice para que cuando su hijo mayor
protest¢ contra esta sentencia, se le permitiera preceder a su padre y
poner antes que ‚l su cabeza bajo el hacha del verdugo. Al d¡a siguien-
re, Cal¡gula invit¢ a los supervivientes de su familia -la esposa y ma-
dre de los ejecutados, un hermano y dos hermanas- a un banquete.
Les hizo servir las m s refinadas comidas y los mejores vinos, los con-
sol¢ por la p‚rdida que hab¡an sufrido e hizo unas cuantas bromas
para hacerlos re¡r. Pero sus invitados permanec¡an sentados con ros-
tros petrificados, apenas com¡an ni beb¡an, y al emperador no se le
pas¢ por alto que el hijo superviviente ten¡a que hacer grandes esfuer-
zos por reprimir su odio. ®Tambi‚n t£ est s muerto -pens¢ Cal¡gula
maliciosamente-, aunque ahora tu cad ver viviente sea un invitado
m s a la mesa imperial.¯
-~Fue la sentencia del Senado! -exclam¢ Cal¡gula como para
disculparse-. ¨Acaso el pr¡ncipe debe saltarse una resoluci¢n de los
padres venerables? ~Seria contrario a la tradici¢n!
Aunque no quer¡an comer, los pod¡a obligar a beber. Y as¡, tuvie-
ron que levantar sus copas a la salud de los dos c¢nsules, despu‚s por
los dioses en el Olimpo, por las vestales, por las hermanas del empera-
dor, por el bobo de Claudio C‚sar y una y otra vez por ‚l mismo, el
emperador Cayo Augusto.
Como Claudio se encontraba en Roma, Cal¡gula lo hizo buscar, lo
present¢ a sus invitados y le hizo recitar versos griegos, como a un
esclavo instruido.
Claudio tartamudeaba lastimosamente, y, al fin, una de las herma-
nas del ejecutado solt¢ una risita. Volvi¢ a enmudecer en el acto cuan-
do su madre le dirigi¢ una mirada llena de aflicci¢n, pero Cal¡gula se
puso a aplaudir.
-Al final he conseguido hacer re¡r a alguien! -dijo con voz
triunfante.
Despu‚s alcanz¢ tal grado de embriaguez que sus recuerdos se le
borraban de la mente. En realidad, su intenci¢n hab¡a sido llevarse a
la cama a la m s guapa de las dos hermanas, pero la creciente embria-
guez se lo impidi¢.
®Todav¡a estoy a tiempo de hacerlo¯, pens¢ Cal¡gula, y sinti¢ que
la sangre se le agolpaba en las ingles. Llevaba ya dos d¡as en estado de
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1
abstinencia sexual, porque no era capaz de decidir a cu l de las mu-
chas entrepiernas deb¡a hacer feliz su falo. Desde la esclava de doce
a¤os hasta la noble matrona, las f‚minas romanas s¢lo estaban espe-
rando una se¤al de su mano. Las pod¡a tener a todas, a todas! No
pudo reprimir una carcajada al pensar en los rostros desconcertados
de ciertos senores.

Fue poco despu‚s de su regreso de Sicilia. Drusila se hab¡a convertido


definitivamente en Panrea, y Cal¡gula sinti¢ que se apoderaban de ‚l
unas inmensas ganas de estar con una mujer. Consider¢ indigno acos-
tarse con la primera esclava. Invit¢, pues, a algunos nobles romanos
con fama de tener esposas especialmente bellas. As¡ podr¡a elegir
tranquilamente.
En esta ocasi¢n, Valerio Asi tico estaba entre los invitados. Su es-
posa ejerc¡a la m xima atracci¢n sobre Cal¡gula, porque se dio cuenta
de que ella hacia todo lo posible por pasar inadvertida. Otras, en cam-
bio, le dirig¡an miradas l nguidas, intenraba¡¡ colocarse en un primer
plano y hac¡an todo lo posible por despertar su atenci¢n. Pero en este
d¡a quer¡a hacer feliz a la esposa de su amigo Valerio Asi tico, hombre
conocido por su riqueza, por sus chistes ingeniosos y por su falta abso-
luta de ambici¢n.
Cal¡gula se levant¢ e hizo salir a Valeria, que se escond¡a tras las
espaldas de su esposo.
-Mira, mira, qui‚n se esconde y no quiere permitir al emperador
que disfrute vi‚ndola.
Valeria se sonroj¢ hasta las orejas y baj¢ la cabeza. Su esposo hizo
como si aquello fuera la cosa m s natural del mundo, no dijo ni una
palabra y esper¢ a ver qu‚ iba a ocurrir.
®Suerte para ‚l -pens¢ Cal¡gula-, pero el bueno de Valerio me
conoce y sabe hasta d¢nde puede llegar.¯
Luego llev¢ a la mujer recalcitrante a un aposento contiguo. La
joven patricia era hermosa, pero se comporr¢ como una de las virge-
nes vestales. R¡gida y fr¡a yac¡a inm¢vil bajo su cuerpo; Cal¡gula no
-~disfrur¢ en absoluto. Cuando encima se ech¢ a llorar como si le hu-
biera pegado, la acompa¤¢ de vuelta al triclinio, furioso y decepciona-
do. Le dio un empell¢n hasta que qued¢ de pie al lado de su esposo.
-~Te la devuelvo, Valerio! Es hora de que le ense¤es a complacer
aun hombre. ¨De qu‚ sirve un rostro hermoso si la entrepierna es tan
fr¡a y r¡gida como la de una muerta?
Las caras turbadas de los dem s divirtieron tanto a Cal¡gula que
mand¢ a un criado a buscar una bolsita llena de sestercios. Se la ech¢
en el regazo a la mujer de la que hab¡a abusado, diciendo:
r
-El emperador recompensa incluso los malos servicios! Aunque
s¢lo con monedas de cobre, pues no vales ni oro ni plata, querida. Te
queda mucho por aprender!
Animado por estos agradables recuerdos, Cal¡gula levant¢ la col-
cha de seda y salt¢ de la cama.
Hay algo cierto cuando se dice de las prostitutas que son las me-
jores amantes. Esas no se quedan petrificadas ni de miedo ni de res-
pero y hacen bailar tan alegremente el trasero que es un verdadero
placer.
Entonces se acord¢ de Piralis, la cuidada y elegante cortesana. El,
que jam s olvidaba un nombre, recordaba muy bien su figura esbelta
y noble, sus ojos verdosos y su brillante cabello casta¤o. Ella estaba
presente cuando se apoder¢ de ‚l la enfermedad sagrada, fue testigo
de este importante acontecimiento. Y no la hab¡a tocado nunca.
Bostez¢ a placer y agarr¢ la campanilla.
-Descorrer las cortinas! ¨Est caliente el ba¤o? Que venga
Calixto!
El criado not¢ el buen humor del emperador y arriesg¢ una t¡mi-
da sonrisa.
-Todo est preparado. Calixto ya estaba esperando que re des-
pertaras.
En aquel mismo instante entr¢ el secretario, se inclin¢ y, discul-
p ndose, le tendi¢ a Cal¡gula algunos rollos de pergamino.
-Ave, Augusto! Se trata de algunas importantes resoluciones...
-No, Calixto, ahora no! Acomp ¤ame a las termas; seguro que
necesitas un ba¤o.
Calixto reprimi¢ un suspiro. Hac¡a tiempo que hab¡a tomado su
ba¤o, pero ahora no le quedaba m s remedio que hacerlo otra vez.

En el inmenso palacio de Cal¡gula hab¡a dos piscinas: una se encon-


traba al aire libre y se usaba s¢lo en verano; para la ‚poca m s fr¡a del
a¤o se dispon¡a de otra m s peque¤a que se calentaba m s deprisa y a
la que se descend¡a desde la alcoba o cubiculum por una escalera de
caracol.
-Estamos engordando -dijo Cal¡gula cuando se desprendieron
de sus ropas y se metieron despacio en el agua caliente.
-No me gusta la gente delgada -dijo Calixto-. Siempre des-
piertan en mi la sospecha de que o est n enfermos o son taca¤os.
El emperador se ech¢ a re¡r y dijo:
-~O ambas cosas!
Desliz¢ su cuerpo peludo e hinchado en el agua, emitiendo unos
gru¤idos placenteros.
278 279
1

-El verano ha terminado, el pueblo espera de mi que organice


unos juegos circenses. ¨Se dispone de suficiente material?
Calixto acarici¢ su cuerpo rollizo.
-Osos, lobos, leones, elefantes, tigres; de todo hay en abun-
dancia.
-¨Y comida para las bestias? ¨Carne humana?
-Las c rceles est n llenas a rebosar. Aunque los condenados a
muerte no ser n suficientes, o lo m s para una representaci¢n. Los
dem s son peque¤os rateros, usureros, camorristas...
Cal¡gula se ri¢ placenteramente.
-A esos les haremos un bien. Ponles una espada en las manos y
d‚jalos luchar. Quienes sobrevivan ser n libres; con los otros no se
pierde nada. Roma parece un enorme vientre que est pariendo d¡a
tras d¡a cientos de nuevos tunantes. No tenemos necesidad de aho-
rrar, Calixto, ni con animales, ni con seres humanos, ni con absoluta-
mente nada...

Emilio L‚pido regres¢ a Roma euf¢rico. No hab¡a conseguido poner-


se de acuerdo con Ger£lico sobre el lugar donde deber¡a realizarse el
atentado, pero consideraba un ‚xito decisivo la incondicional dispo-
nibilidad del legado, presa de odio, a participar en el derrocamiento.
Ninguno de los dos quiso fijar tampoco una fecha determinada. El
legado no quiso hacerlo porque antes quer¡a intentar ganar para la
conspiraci¢n a su suegro Apronio, al mando de las legiones situadas
en la Germania inferior. Y tambi‚n L‚pido ten¡a motivos de peso para
dejar de momento en suspenso la cuesti¢n de la fecha. Se pod¡a espe-
rar con toda seguridad que la creciente obsesi¢n asesina de Cal¡gula
le ocasionar¡a nuevas enemistades exasperadas. Ahora hab¡a ya mu-
chos romanos, cuyos hijos o padres hab¡an acabado en las Gemonias
desnudos y decapitados, y se sent¡an animados por un solo deseo: ven-
garse de Cal¡gula. Se trataba de formar con estos hombres un circulo
de conspiradores, pero hab¡a que elegirlos con mucho tiento, pues
con solo que hubiera entre ellos un cobarde o un ambicioso podr¡a
traicionarlos y estropearlo todo.
Para si mismo L‚pido hab¡a planeado una estrategia especial.
Quer¡a intentar acercarse de nuevo al emperador, ganarse su confian-
za como amigo y confidente, acercarse todo lo que fuese posible, para
poder sacar las conclusiones pertinentes de sus comentarios o de sus
insinuaciones.
Cal¡gula se mostr¢ accesible, volvi¢ a acoger a L‚pido en su circulo
m s ¡ntimo, y continn¢ su anterior vida licenciosa. De nuevo hubo
interminables borracheras y correr¡as por los lupanares de Roma. Al
r
d¡a siguiente se repon¡an conjuntamente en las termas, iban a las ca-
rreras de caballos y a las representaciones teatrales, pero jam s,jam s
el emperador hablaba de las cosas que hubieran interesado vivamente
a L‚pido. Esta actitud despert¢ su prudencia y desconfianza. Pod¡a
ocurrirle lo que a un miembro de este circulo de amigos, tras una
noche de borrachera conjunra, que volvi¢ confiado a su casa y all¡ lo
detuvo un pelot¢n de pretorianos. Cal¡gula hab¡a hecho ver hasta el
final que ese hombre era para ‚l un querido amigo e incluso le hab¡a
gritado desde lejos: ®Hasta ma¤ana!¯, cuando hab¡a ya dado ¢rdenes
a los esbirros para que acabasen con ‚l. ®Esto tambi‚n me puede ocu-
rrir a mi -pens¢ L‚pido-, ma¤ana mismo o dentro de una hora.¯
En la medida de lo posible hab¡a tomado sus precauciones. Bajo nom-
bre falso alquil¢ un piso aparrado, para refugiarse en ‚l al menor indi-
cio de peligro.
Cal¡gula no dejaba respirar a los que le rodeaban, y era un maestro
en el fingimiento. Segu¡an con vida hombres a los que meses antes
hab¡a vaticinado su muerte inmediata, y se hab¡an convertido en ceni-
zas no pocos que, sin intuir nada, hab¡an estado participando en co-
milonas con ‚l hasta el £ltimo momento.
Y Cal¡gula daba una justificaci¢n para su forma de actuar. Dec¡a
que correspond¡a a la forma de ser de los dioses. Los dioses no anun-
ciaban sus decisiones, sino que act£an seg£n les viene en gana o se-
g£n razones m s elevadas a las que los humanos no tienen acceso. ®Si
la diosa Fortuna oj£pirer no anuncian previamente sus decisiones, no
rengo por qu‚ hacerlo yo¯, era su manera de enfocar las cosas.
L‚pido inform¢ a Agripina de estas palabras de Cal¡gula. Su bello
y altivo rostro se encendi¢ de ira:
-~Esr loco! Durante un tiempo pens‚ que s¢lo interpretaba el
papel de dios, pero ahora pienso que realmente cree serlo. A veces
casi me da pena.
L‚pido se encoleriz¢:
-¨Tener compasi¢n de este asesino? Ese hombre se est convir-
tiendo en verdugo de todo el patriciado romano. Yno asesina siguien-
do un sistema, sino a capricho, igual que los dioses. Por cierto, ¨ha-
blaste con Livila?
Agripina asinti¢:
-La he tanteado con cuidado. Desde que tiene amistad con S‚ne-
ca reme por su vida. Cal¡gula lo odia y busca un pretexto para elimi-
narlo. Me dijo que si alguien se convierte en un peligro p£blico, aun-
que sea un hermano, estamos obligados a neurralizarlo.
-Son palabras claras -dijo L‚pido satisfecho-. Ahora Cal¡gula
ya no tiene apoyo en su familia. ¨Cu l es la actitud de Claudio? ¨Lo
conoces bien?
280 281
1
Agripina esboz¢ una sonrisa ir¢nica.
-El bueno de r¡o Claudio. ¨Sabes lo que su propia madre dijo de
‚l? Que la naturaleza lo hab¡a comenzado pero que, desgraciadamen-
te, lo hab¡a dejado sin terminar. Cuando consideraba a alguien espe-
cialmente corro de luces sol¡a decir: "Ese es a£n m s tonto que mi hijo
Claudio¯. De ‚l ni nos amenaza ning£n peligro ni podemos esperar
ayuda. Cuando llegues a ser emperador, te limitas sencillamente a
desrerrarlo a su casa de campo, y con esto le haces el m ximo favor.
En caso de duda est , naturalmente, de nuestra parte. pues Cal¡gula
lo provoca y humilla de una manera que a otro va le habr¡a llevado al
suicidio.
-As¡ que nuestros planes tienen posibilidades. Nc obstante, que-
da un factor de inseguridad: puede ocurrir que alguie¡ se una a noso-
tros, presa de odio y de rabia, que despu‚s le entre el miedo y nos
traicione. Pensando en esto no s‚ qu‚ es mejor: si mantener el c¡rculo
de los conspiradores lo m s reducido posible para descartar semejan-
te peligro o si extenderlo al m ximo para dar a todos una sensaci¢n
de seguridad. Algunos dudan a£n y se dir n entonces: si son cientos
los que est n contra ‚l, no quiero exc¡n¡rme.
-Ambas posibilidades tienen sus ventajas. No obstante, yo aconse-
jar¡a limitar los c¢mplices a una docena como m ximo ~a hacer partici-
pes de nuestros planes s¢lo a gente que sea totalmente fiable. Hay que
tener cuidado con los que dicen: estoy con vosotros si me dais dinero o
un cargo o si se me incluye en la lista de los notables. Esta gente se
vende por unos denarios. No quiero que te ocurra nada, querido.
®Porque entonces tambi‚n tus planes se ver¡an truicados¯, pens¢
L‚pido, pero lo que expres¢ fue:
-Lo que necesitamos ahora es paciencia. El trabajo principal lo
har nuestro Cal¡gula por si solo. Con cada una de sus infames senten-
cias, con cada una de sus ®bromas'<, a menudo morrales, aumenta el
n£mero de adversarios como las cabezas de la hidra. Cuanto mas se-
mejante a un dios se crea, m s imprudente se volver . Tal vez salga
alg£n d¡a a la calle porque los otros dioses le hayan susurrado al o¡do
que se ha convertido en inmortal. Entonces lo tendremos f cil.
Agripina, esc‚ptica, neg¢ con la cabeza:
-No debemos contar con esto. Ahora suelves a estar cerca de ‚l,
m¡ralo detenidamente! Te dar s cuenta de que su buena memoria y
su aguda inteligencia no se han visto mermadas por s¡ locura. Es un
buen conocedor de los humanos, y su recelo, siempre despierto, y su
desconfianza patol¢gica, lo han convertido en un ser obsesivamente
prudente. Nuestro mayor error seria subestimarlo.
L‚pido tom¢ la mano de Agripina y conrempl¢ el camafeo con la
imagen de German¡co.
-Si tu padre se hubiera convertido en emperador, como Augusto
decidi¢ y esperaba, no tendr¡amos ahora que arriesgar nuestras vidas
para eliminar a su reto¤o enfermo.
-No pienses en lo que hubiera podido ser, sino en lo que ser ,
en lo que tiene que ser! Fortuna no es amiga de los vacilantes y dudo-
sos o de los que a¤oran el pasado. Ni siquiera los dioses serian capaces
de cambiar algo que ya ha sido. Pero el futuro, L‚pido, el futuro est
en nuestras manos.

A Cornelio Sabino le resultaba dificil sincronizar con Helena sus d¡as


libres. Lo m s sencillo hubiera sido encontrarse con ella despu‚s de la
hora en que finalizaba su servicio, pero a ella le resultaba imposible
abandonar la casa por la noche sin despertar sospechas. As¡, se cruza-
ron algunas cartas hasta que encontraron un d¡a adecuado. Iban a
encontrarse en el templo de Artemisa, como la primera vez, y Sabino
esperaba anhelante este d¡a como un escolar el inicio de las vacacio-
nes. Pero, entonces, algo se interpuso, y Sabino not¢ en su propia
carne que en Roma hab¡a un emperador cuya locura y voluntad llega-
ba hasta las provincias m s lejanas.
El legado hizo llamar a todos los tribunos de la legi¢n und‚cima y
les anunci¢:
-Compa¤eros, me acaba de llegar una disposici¢n de Roma. Por
orden de nuestro ven erado emperador CayoJulio C‚sar Augusto Ger-
m nico, en Efeso se deber n desalojar las estatuas del diosJ£piter de
los siguientes templos e instalaciones p£blicas y enviarlas por barco a
Roma.
Luego sigui¢ una enumeraci¢n de las localidades, pero nadie es-
cuch¢ con atenci¢n.
El tribuno con m s anrig£edad pidi¢ la palabra:
-Perdona, legado, que formule algunas preguntas sobre esa dis-
posici¢n. ¨Consideras sensato despojar de sus santuarios a una ciudad
que mantiene con Roma lazos de profunda amistad? ¨Es que en Roma
no existen suficientes estatuas de J£piter o escultores que puedan
esculpir¡as?
El viejo legado carraspe¢ azorado:
-Lamentablemente no podemos someter a discusi¢n lo que yo
considere sensato o improcedente. El emperador tendr sus motivos
para dar una orden semejante, y no nos corresponde a nosotros discu-
tir sobre estos motivos. Recibimos una orden y la cumplimos. Mi or-
den a la legi¢n und‚cima es la siguiente: la comisi¢n enviada desde
Roma tiene que ser apoyada, protegida y vigilada en el cumplimiento
de su misi¢n. Se ocupar n de ello nuestros dos tribunos m s j¢venes,
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con dos centuriones y un man¡pulo cada uno. Los dem s permanece-
remos a disposici¢n de quien nos necesite. Esto significa prohibici¢n
de permisos para toda la legi¢n durante los pr¢ximos diez d¡as. Esto
es todo, se¤ores!
1
Fue un golpe duro para Sabino. Mand¢ a su mozo Marino a buscar
una jarra de vino, cerr¢ la puerta y maldijo primero profusamente al
emperador y sus ¢rdenes demenciales. Luego bebi¢ una copa tras
otra, hasta casi acabar lajarra, y fue entonces cuando se acord¢ de que
tendr¡a que informar a Helena de la nueva situaci¢n. Con letra tem-
blorosa le comunic¢ que un acontecimiento imprevisto le imped¡a
acudir a la cita. ®Se trata de una orden que viene de lo m s alto, queri-
da; no hay nada que hacer. Me siento triste, desgraciado, desespera-
do, furioso...,>
Pos¢ en la mesa la pluma. Pese a ser mujer, ten¡a que comprender
que las ¢rdenes eran ¢rdenes. ;Maldiro sea, ni ‚l mismo lograba com-
prenderlo! ¨Qu‚ le importaban a ‚l las estatuas de J£piter? ¨Por qu‚
ten¡a que apoyar este saqueo espada en mano? ®Porque eres tribuno
de la legi¢n und‚cima¯, se contest¢ Cornelio Sabino a si mismo.
Ten¡a que hacer un esfuerzo! Tambi‚n se castigaba a los tribunos
insumisos, y de esta manera s¢lo ‚l ser¡a el perj£dicado.

Realmente la misi¢n no resultaba nada agradable. En ミ feso corri¢


con rapidez la voz sobre las intenciones del emperador y empez¢ a
aflorar un movimiento de resistencia. Naturalmente, no una resisten-
cia directa, que habr¡a resultado in£til y peligrosa, sino secreta, d¡ficil
de descubrir, que a veces sol¡a resultar bastante eficaz.

El primer lugar en la lista lo ocupaba el venerable templo de Zeus, en


el centro de la ciudad, cuya veneradisima estatua sedente del padre
de los dioses planre¢ a la comisi¢n un problema insoluble. Para sa-
car de all¡ a aquella figura de tama¤o colosal no s¢lo habr¡a sido nece-
sario derribar el santuario donde se encontraba la estatua, sino inclu-
so una parre del templo. Los comisionados deliberaron largamente
sin llegar a ninguna soluci¢n. Finalmente, decidieron pedir consejo a
Sabino.
-Si la orden imperial no menciona nada sobre el derribo de
templos, habr que aplazar el asunto y pedir a Roma ¢rdenes m s
precisas.
Todos le dieron la raz¢n, y siguieron camino hacia el Pritaneo,

284
r
edificio donde se conservaban los penates p£blicos, cuya entrada es-
taba ornada con estatuas especialmente hermosas de Zeus y de Hera.
Cuando aparecieron, se form¢ inmediatamente una aglomera-
ci¢n de gente. De la multitud surgieron exclamaciones insolentes y
agresivas:
-Todo el mundo sabe que Roma roba a sus provincias, pero ¨tam-
bi‚n nos vais a robar los dioses?
-; Largaos, romanos de mierda!
-. Primero nos rob is a nosotros, despu‚s rob is los dioses!
Sabino no les presr¢ atenci¢n, pero en su fuero interno daba la
raz¢n a aquella gente. Hizo que sus hombres alejaran al gent¡o del
gora, pero dio la orden expresa de no desenvainar las espadas. Mien-
tras tanto, hab¡a llegado el pesado carro tirado por doce bueyes, y los
trabajadores empezaron a rodear con cuerdas la estatua de Zeus. Sabi-
no form¢ con sus legionarios un baluarte y pidi¢ a los dioses que He-
lena no fuera testigo casual de su inrervencion.
Pasaron horas hasta que el marm¢reo padre de los dioses qued¢
colocado cuidadosamente en un lecho de paja y el carro de bueyes
descendi¢ con estr‚pito bajo la amenaza constante de la aguijada en
direcci¢n al puerto.
En el siguiente templo -se trataba de un peque¤o santuario de
Poseid¢n- volvieron a surgir extra¤as dificultades. En la celia se halla-
ba la imagen del barbudo dios del mar, flanqueado por sus hermanos
Zeus y Hades, los se¤ores del cielo y de la tierra, del mar y del sub-
mundo infernal.
El templo s¢lo estaba abierto en d¡as festivos, y nadie sabia d¢nde
estaba la llave de la celia. El sumo sacerdote se encontraba de viaje, y su
sustituto estaba enfermo en cama y no sabia nada de nada. Entretan-
to, se hab¡a hecho de noche, y la comisi¢n se rerir¢.
A la ma¤ana siguiente, con aprobaci¢n del legado, Sabino mand¢
derribar la pesada puerta de bronce que daba a la celia. Entraron en el
recinto en penumbra, encendieron antorchas y comprobaron que
el z¢calo de la estatua de Zeus estaba vacio, mientras que sus herma-
nos Poseid¢n y Hades segu¡an en sus puestos. El jefe de la comisi¢n,
un alto funcionario, a£n joven, empez¢ a blasfemar y sali¢ corriendo
hacia la casa del sacerdote enfermo y lo amenaz¢ con acusarle de un
delito de lesa majestad. Pero su m‚dico y sus criados juraron que no
hab¡a abandonado la cama desde hacia d¡as.
No obstante, la tarea m s delicada quedaba a£n por hacer. En el
mayor santuario de la ciudad, en el mundialmente famoso templo de
Artemisa, tambi‚n hab¡a, junto a muchas otras estatuas de dioses, al-
gunas de Zeus que, como es bien sabido, hab¡a engendrado a los ge-
melos Artemisa y Apolo con Latona, hija de un tit n.

285

L
La noticia se extendi¢ como la p¢lvora. La noticia no era otra que,
con ayuda de legionarios romanos, se pretend¡a saquear o, como de-
c¡an los habitantes de Efeso, profanar el popular templo. Esta noticia
afecr¢ a los habitantes de la grande y rica ciudad en lo m s profundo
de su al ma, y no s¢lo a aquellos que viv¡an del templo. Como patrona
de Efeso, Artemisa era venerada y respetada por rodos, y muchos te-
m¡an la ira de la diosa si se permit¡a que su templo fuera expoliado
por extranos.
Miles de personas rodearon el templo formando una muralla vi-
viente con intenci¢n de no ceder ante el uso de las armas y se enfren-
taron a los ciento cincuenta legionarios.
Sabino deliber¢ con el otro tribuno x' con el jefe de la comisi¢n.
Pero no tuvo que pens rselo mucho. El, al menos, no quer¡a asumir la
responsabilidad de un ba¤o de sangre. El otro tribuno dijo que, en
definitiva, no estaban en guerra contra Efeso y que no har¡a nada sin
orden expresa de llegar a las estatuas pasando sobre una alfombra de
cad veres.
Volvieron, pues, a rerirarse y hallaron en el legado pleno apoyo a
su decisi¢n.
La comisi¢n romana tuvo que emprender, pues, el camino de re-
greso con un bot¡n muy exiguo. El alto funcionario pronunci¢ unas
amenazas vagas que, no obstante, causaron poca impresi¢n.
El legado dijo:
-No creo que el emperador sea tan insensato como para aprobar
un ba¤o de sangre en Efeso por unas cuantas estatuas. Estoy convenci-
do de que hemos actuado de acuerdo con sus deseos.
Estas palabras s¢lo demostraban lo mal que el legado conoc¡a a su
emperador, a quien, por cierto, admiraba sinceramente.
Al fin, Sabino pudo respirar aliviado, y sin necesidad de solicirarlo,
le dieron una semana de permiso especial por su comportamiento
valeroso y sensato. Inmediatamente, envi¢ una misiva a Helena y
aquel mismo d¡a recibi¢ una respuesta afirmativa.
®Toda moneda tiene sus dos caras~>, pens¢ satisfecho, y se puso en
seguida en camino hacia aquella estancia alquilada. El propietario ha-
b¡a limpiado y adecentado la habitaci¢n, pero Sabino cambi¢ algunos
muebles, coloc¢ la cama en un rinc¢n oscuro para que no llamara
tanto la atenci¢n, acerc¢ la mesa m s a la ventana y calz¢ con una
moneda de cobre una pata de la que cojeaba. El propietario de la casa
lo observaba con aire malhumorado.
-Por veintid¢s denarios por medio a¤o no puedes esperar m s
lujos -dijo.
-Tampoco los pido.
Sabino se¤al¢ uno de los dos taburetes.
1
-Pero si podr¡a esperar al menos que una silla no se desmorone
con s¢lo rozarla; a ver, si‚ntare ah¡...
El otro tom¢ la silla sin mediar palabra y se la llev¢. Sabino sonri¢ y
sac¢ la bolsita con los veinte denarios. Vaci¢ su contenido sobre la mesa
y se sent¢. Todas hab¡an sido acu¤adas a£n en ‚poca de Tiberio, cuyo
perfil severo adornaba las monedas de plata. Sabino fue a la ventana y,
de nuevo, como ya le hab¡a ocurrido la primera vez, le encanr¢ la vista
sobre el prado verde acotado por arbustos, hasta la peque¤a lona en
forma de cono, en cuyas laderas aterrazadas se cultivaba la vid.
-Aqu¡ tienes la silla! Espero que ahora est‚s contento. Supongo
que ese dinero es para mi.
Sabino asinti¢.
-¨Puedes suministrar tambi‚n vino y comidas?
El hombre se encogi¢ de hombros.
-Depende de lo que quieras. Vino hay en abundancia; tambi‚n
puedo darte pan, queso, fruta y nueces. Si quieres carne, tienes que
avisar antes. Un po¡¡o se asa de prisa; tambi‚n hay conejos...
-Para ma¤ana espero una visita. Oc£pare, pues, de que haya pan,
vino, fruta y asado fr¡o.
-Por supuesto, me lo tienes que pagar aparte.
-No espero que me regales nada. Y otra cosa, quiero flores en la
habitaci¢n! Algo habr florecido ya en tu jard¡n.
-Ir‚ a ver...
Sabino pas¢ el resto del d¡a en las instalaciones del templo, donde
el tiempo se le pas¢ volando, pues no dejaba de contemplar el anima-
do traj¡n. Por la noche prob¢ el vino de su patr¢n y lo encontr¢
bastante aceptable. Todo estaba, pues, preparado para la visita de
Helena.

Desde todas las provincias del Imperio llegaban barcos con las expo-
liadas estatuas de los dioses. Muchas fueron cargadas en barcazas y
llevadas por el T¡ber hasta Roma. Para una estatua de J£piter proce-
dente de Atenas no se encontr¢ ning£n barco adecuado y se cons-
truy¢ expresamente un largo carro de bueyes de diecis‚is ruedas que
llev¢ la figura de diez varas de alto a paso de tortuga hasta Roma.
Tambi‚n hab¡a im genes de otros dioses o h‚roes, pero se trataba
siempre de trabajos elegidos por su belleza. En el transcurso de su
viaje todas las estatuas sufrieron una extra¤a metamorfosis. En su pa-
tria griega hab¡an sido veneradas como Zeus, Poseid¢n, Cronos o He-
racles y llegaron a Roma como J£piter, Neptuno, Saturno y H‚rcules
para despu‚s resucitar todas -desprovistas de sus cabezas- como el
divino Cayo Augusto.
286 287
Cal¡gula se ocup¢ personalmente de la colocaci¢n de las estatuas.
Las m s hermosas de ellas serian colocadas en un templo con el que
pensaba obsequiar a <~sus romanos¯. Para ello hubo que derribar algu-
nos edificios antiguos al norte de la colina palatina para crear un acce-
so desde el Foro.
-Lo imagino as¡ -explic¢ Cal¡gula a Calixto, que escuchaba res-
petuosamente-. El templo tendr su propio colegio sacerdotal que
ser financiado por donativos voluntarios. En la celia se colocar una
estatua de tama¤o natural, de oro puro, que llevar mis rasgos. Pero
tendremos que encontrar un nombre adecuado. ¨Qu‚ re parece J£pi-
ter G‚mino?
Calixto carraspe¢.
~Gemelo deJ£pire¡'? Suena muy bien y corresponde a la realidad,
pero me temo que el pueblo no entender una relaci¢n tan profunda.
Yo optar¡a por una denominaci¢n m s gen‚rica y m s f cil de com-
prender. Como sabemos, J£piter existe con diversas advocaciones:
como J£piter àptimo M ximo, como J£piter Tonante, como J£piter
Fulgor o lanzador de rayos. Si me permites una sugerencia, ¨por qu‚ no
adoptas el nombre deJ£pirer Latiaris? Se tratar¡a del ®J£piter latino¯,
del dios que le es familiar al pueblo romano. Todo el mundo sabe a lo
que se quiere hacer referencia, y no se necesitan largas explicaciones.
-J£piter Latiaris -repiti¢ Cal¡gula pensariyo-. Has vuelto a
acertar, con tu discernimiento y tu perspicacia. S¡, quiero que el pue-
blo me venere como J£piter Lariaris, que me adore, que me ofrezca
sacrificios.
Para los escultores romanos se inici¢ una ‚poca urea. En todos
los talleres los artistas cincelaban, pul¡an y fund¡an d¡a y noche para
colocar en cientos de estatuas de m rmol y de bronce la cabeza del
emperador. Todos trabajaban seg£n un modelo que Cal¡gula hab¡a
aprobado personalmente. Sin embargo, este rostro apenas se parec¡a
ya al Cal¡gula viviente. En ‚l no hab¡a ni rastro de la progresiva calvi-
cie, los ojos grandes y fijos miraban con majestuosa serenidad hacia
divinas lejan¡as, y la fina boca de gesto forzado resultaba m s llena y
m s noble.
Ahora, este divinizado Cal¡gula observaba desde los templos y las
instalaciones p£blicas al pueblo romano, vigilaba en tama¤o colosal la
Curia, de modo que todo senador que entraba ve¡a primero al empe-
rador, y jalonaba la V¡a Sacra desde el templo de Roma hasta el arco
de Augusto. Las figuras de calidad inferior, fabricadas en serie, se dis-
tribuyeron en los barrios m s pobres de la ciudad, vigilaban el hip¢-
dromo y el circo y adornaban las termas p£blicas. Las estatuas de sus
predecesores iban desapareciendo poco a poco de la ciudad. Cal¡gula
hab¡a hecho retirar las estatuas de Tiberio inmediatamente despu‚s
de tomar posesi¢n de su cargo, y s¢lo mantuvo en su sirio las del divi-
no Augusto que se encontraban en lugares relacionados con su nom-
bre, es decir ante el Foro de Augusto, ante el mausoleo de Augusto y
ante su antigua residencia.
Cal¡gula sol¡a decir:
-A quien no lleva a Augusto en el coraz¢n tampoco le ayudar la
imagen suya en bronce o piedra...

Emilio L‚pido observaba con satisfacci¢n la evoluci¢n de los aconteci-


mientos.
-Con esto, Cal¡gula se arruina a si mismo -dijo a Agripina una
tarde en que hab¡a ido a verla-. Desconcierta al pueblo con su pre-
tendida divinidad, pero los romanos tienen los pies en la tierra, y
pronto se cansar n de este desmesurado narcisismo. Como siempre,
quien peor se comporra es el Senado. Casi a diario se discuten nuevas
instancias para ver qu‚ otros t¡tulos y honores se le pueden rendir.
Entretanto, lo s‚ de fuente fidedigna, sus recursos financieros esran
agotados y tiene que explotar otros nuevos para sus desmesurados
(lespilfarros. A un emperador que aumenta los impuestos, el pueblo
lo odiar , por m s estatuas suyas que coloque en todas las letrinas.
El a¤o que viene, es decir, dentro de dos meses, entrar n en vigor
las nuevas disposiciones que nos acercaran notablemente a nnestro
objetivo.
-Te veo muy confiado -dijo Agripina-, pero tendr que pasar
alg£n tiempo hasta que estas nuevas medidas surtan efecto. Yo creo
que no deber¡amos esperar tanto.
L‚pido le acarici¢ el brazo.
-Medio a¤o, querida, en medio a¤o pueden cambiar muchas co-
sas. No debemos arriesgar el ‚xito de la empresa con nuestra impa-
ciencia.
Entr¢ el mayordomo.
-Perdona, se¤ora, pero un mensajero del emperador quiere
hablar con Emilio L‚pido.
-Hazlo pasar!
El mensajero se inclin¢ y dijo con respiraci¢n entrecortada:
-El emperador quiere verte inmediatamente, patricio. Fuera est
esperando ya una silla de manos.
L‚pido ocult¢ su sobresalto. Desde que se hab¡a embarcado en la
conspiraci¢n no se presentaba ante Cal¡gula tan despreocupadamen-
te sino que luchaba coja el absurdo temor de que aquellos ojos g‚lidos
pudieran ver en su interior y descubrir all¡ la traici¢n. Sabia que esto
no era posible, sabia que, tras la pretendida divinidad de Cal¡gula, se
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ocultaba un ser humano alevoso, atormentado por sus temores y su
desconfianza, un ser humano que de noche apenas pod¡a conciliar el
sue¤o, que sent¡a p nico ante las tormentas y al que el aburrimiento y
el hast¡o empujaban a extra¤as decisiones. Sabia todo esto, pero el
brillo m gico de la dignidad imperial conced¡a un fulgor sobrenatu-
ral incluso a la persona m s miserable, algo que lo elevaba muy por
encima de todos los dem s y que le conferia facultades y propiedades
que no pose¡a.

-~ Sal~'e, L‚pido! -lo recibi¢ Cal¡gula de buen humor-. Hoy me he


pasado toda La tarde durmiendo, y tengo ganas de convertir la noche
en d¡a. Como en los viejos tiempos, L‚pido, ¨te acuerdas de nuestras
juergas?
L‚pido evit¢ la mirada de Cal¡gula y se oblig¢ a demostrar entu-
siasmo.
-Es una idea tiiscinanre, mi emperador. Podr¡amos reavivar viejos
recuerdos y empezar de nuevo donde terminamos el a¤o pasado: en
el lupanar que est junto al Circo M ximo.
-Entonces recomendaste el buen vino que sirven all¡.
-Y las selectas meretrices...
Cal¡gula movi¢ la cabeza con un gesto de asombro.
A Como si yo tuviera imecesidad de esto! Un dios en un lupanar!
~<U¡¡ dios -pens¢ L‚pido lleno de odio-; pronto ver s hasta qu‚
punto eres mortal, mi divino Caligula.>< Esboz¢ una sonrisa que era
una prueba de devocion.
-Un dios desciende hasta los humanos sin ser reconocido, aun-
que los seres terrenales sientan un estremecimiento cuando se acerca
a ellos. A cu ntas mujeres mortales hizo tel¡zJ£pirer bajo las m s varia-
das apariencias: como toro, como cisne, como s tiro, como lluvia do-
rada y tambi‚n como figura humana...
Cal¡gula frunci¢ el ce¤o y pos¢ sus grandes ojos fr¡os en el amigo.
-No tienes necesidad de darme una lecci¢n de mitolog¡a; la co-
imozco tan bien como tu.
L‚pido se disculp¢ profusamente; luego se pusieron los dos en
marcha.

En un lupanar, na(la hab¡a cambiado; los vinos eran deliciosos, bell¡si-


mas las muchachas, pero faltaba precisamente aquella.
~.D¢nde est Piralis? -pregunt¢ Cal¡gula impaciente.
-Es una mujer libre y viene cuando le parece. ¨Deseas que mande
a buscarla?
-No -dijo Cal¡gula sonriendo-, pero dile que el emperador la
espera en el Palatino.
El engalanado due¤o del burdel vacil¢ y esboz¢ una t¡mida
sonrisa.
-¨El emperador? Supongo que los se¤ores estar n bromeando.
L‚pido le gui¤¢ un ojo a Cal¡gula.
-De ninguna manera, se¤or de las bell¡simas estrellas de la no-
che. Somos amigos del emperador y te transmitimos una orden suya.
Cal¡gula sonre¡a ir¢nicamente.
-Somos incluso muy, muy buenos amigos del emperador...
Pero su hilaridad se mezcl¢ con un leve enojo. ®¨Por qu‚ no me
reconoce ese imb‚cil? Miles de im genes m¡as labradas en m rmol y
bronce adornan los templos y las calles, y este tonto se comporta
como si yo fuera un hombre cualquiera¯, pens¢. Pero Cal¡gula olvid¢
que su actual aspecto no se parec¡a en nada a las estatuas idealizadas.
Luego eligieron a otras muchachas, y bebieron, comieron y forni-
caron hasta el amanecer. ®Todo como en los viejos tiempos -pens¢
L‚pido-, parece confiar en mi igual que anres.® Pero se equivocaba,
pues a los omnipresentes espias de Cal¡gula no les hab¡a pasado inad-
vertido ni su viaje al Rin ni su encuentro con Ger£lico, ni las frecuen-
tes visitas a casa de Agripina.
Cal¡gula, maestro en el fingimiento, no dej¢ traslucir ninguna sos-
pecha. En el transcurso de aquella noche trat¢ incluso a L‚pido de
amigo m s querido, en quien ten¡a plena confianza.
290 291
xx

A principios de octubre, Anneo S‚neca volvi¢ a presentarse en el Se-


nado. Su m‚dico Eusebio lo acompa¤¢ hasta la puerta de la Curia, y
se corri¢ la voz de que a S‚neca no le quedaba mucho tiempo de vida.
Todo el mundo llamaba el edificio del Senado la <'Curia Julia®,
porque Julio C‚sar hab¡a restaurado y ampliado completamente el
viejo edificio republicano. La ‚srrecha sala de altos techos carec¡a de
todo ornamento, y los senadores se sentaban en simples sillas de ma-
dera. En la parte frontal se alzaba un podio para los dos c¢nsules, uno
de los cuales presid¡a siempre el Senado, para el Consejo y para otros
senadores que desempe¤aban altos cargos. El asiento m s elevado, un
sitial de m rmol, estaba reservado al emperador. Durante el gobierno
de Tiberio, este asiento sol¡a quedar vacio, pero desde que el elocuen-
te Cal¡gula actuaba en el Senado, se o¡a a menudo su voz tajante y
estridente, cascadas de palabras que ca¡an sobre los senadores como
una granizada, bajo la que todos se encog¡an.

Tambi‚n para este d¡a se hab¡a anunciado un discurso del empera-


dor, y ninguno de los senadores se atrevi¢ a faltar a la Curia. Incluso
los viejos y enfermos vinieron apoyados en sus esclavos, pues una
amarga experiencia hab¡a ense¤ado al Senado qr¡e el emperador re-
cordaba cada uno de los asientos vacantes, y alguno que no hab¡a que-
rido hacer el c¢modo camino hasta la Curia, tuvo que iniciar poco
despu‚s el camino dif¡cil hacia la mazmorra o el pat¡bulo.
Al emperador le gustaba hacer esperar al Senado, pero en esta ocasion
apareci¢ a£n antes de que los £ltimos hubieran ocupado sus asientos.
-Paires conseriphi~ -empez¢ Cal¡gula su discurso con voz suave y
respetuosa-. Hoy ten go que exponer a la venerada asamblea algo im-
portante, algo que, dicho sea sin exageraci¢n, afecta a la continuidad
del Imperio romano. En mi preocupaci¢n por el bienestar p£blico,
una preocupaci¢n que jam s desfallece, me he dejado arrastrar excesi-
vamente en los £ltimos meses por la generosidad que me es propia, no
he vacilado en sacrificarlo todo por el bienestar del pueblo y por la
prosperidad de nuestra ciudad. En resumidas cuentas: el tesoro p£bli-
co est agorado, y vuestra misi¢n es volver a llenar las arcas. Mis asesores
me han informado recientemente que en nuestro pa¡s sigue habiendo
muchas cosas que no est n gravadas con impuestos. Todo el mundo,
repito, todo el mundo est obligado a contribuir a la prosperidad del
Estado que lo protege y que le asegura paz, bienestar y unos negocios
tranquilos. Otra cosa m s: desde los tiempos del divino Augusto fue
una buena costumbre de hombres adinerados legar en sus testamentos
su fortuna al emperador. Parece que poco a poco esta costumbre se
est olvidando, y en beneficio del Estado quiero resucitarla.
Hizo una breve pausa efectista, y examin¢ con sus ojos inexpresl-
vos a los hombres, sentados en silencio, con sus togas con ribetes de
p£rpura y los tradicionales zapatos rojos con hebillas plateadas. Des-
pu‚s, su voz se abati¢ sobre ellos como rin latigazo:
-Por otra parte, no me gusta que a la nobleza romana se la vea
s¢lo en el circo o en el teatro y que no recuerde sus obligaciones,
cuando deber¡a servir de ejemplo a la plebe con su vida frugal y labo-
riosa. APero no! Su ideal consiste en ir de prostitutas, emborracharse,
celebrar comilonas y fiestas y no dejar que se enfrie su asiento en el
teatro o en el hip¢dromo. Y vosotros, senadores, contempl is tran-
quilamente este comportamiento! A vosotros os conviene que en
Roma se imponga la indolencia, porque entonces no os sent¡s tan
controlados. Pero el emperador conoce vuestra forma de ser, no os
pierde de vista, a ninguno de vosotros, ni a uno solo. En el plazo de
diez d¡as espero propuestas v lidas para una nueva tributaci¢n. Hay
que sacudir a Roma y hacerla despertar de su inercia; tiene que reco-
brar la conciencia de su inmensa importancia. Leed m s a menudo a
Virgilio, que dice de Roma:

Verum haec tantum alias inter caput extulil urbes,


Quanta lenta solen¡ mier viburna eupressi.**

* Senadores.
** Ella que entre las ciudades ha lexan¡ado su cabeza corno li>s altos
cipreses entre
los d‚biles arbustos.
292 293
Tras estas palabras, el emperador se levant¢, inclin¢ levemente la
cabeza y se fue.

S‚neca echaba chispas. ®Ese licencioso borracho y prostibulario pre-


dica para nosotros una r¡gida moral, una moral a la que ‚l mismo no
se atiene en absoluro®. Ech¢ un vistazo a su alrededor. All¡ permane-
c¡an reunidos los venerables padres con su calzado de p£rpura, ha-
blando de las exigencias del pr¡ncipe en tono apagado y con voces
bajas por el miedo y el respeto.
Al lado de S‚neca permanec¡a en silencio el antiguo c¢nsul Va-
lerio Asi tico. Sus miradas se encontraron. S‚neca enarc¢ las cejas y
esboz¢ una leve sonrisa. El otro lo tom¢ del brazo.
-Salgamos, S‚neca, ahora necesito aire fresco. Las mentiras de
este fantoche lamentable que se hace llamar emperador han envene-
nado el ambiente.
Los dos se conoc¡an bien, y ante gente de su confianza, Valerio no
ocultaba su aversi¢n hacia Cal¡gula. Y sabia que S‚neca la compart¡a.
Fueron paseando hasta el Vi cus Lugaris, la calle donde hab¡a un par de
excelentes tabernas. Valerio pidi¢ unajarra de vino de C‚cuba y yaci¢
la taza de un trago.
-Es para quitarme el mal sabor de boca que me ha dejado ese
discurso. Por todas las musas, encima ese par sito rastrero cita a nues-
tro Virgilio!
S‚neca mir¢ a su alrededor:
-Habla m s bajo, Valerio, no estamos solos.
El otro se limir¢ a esbozar una sonrisa iron¡ca:
-Pero nadie sabe de qui‚n estoy hablando. ;O es que ves por ah¡
a alguno de los venerables padres?
-No, pero hay espias en todas parres.
-Bien, hablemos, pues, en voz baja, como conspiradores. Por lo
que se ve, nuestro Cal¡gula se encuentra en apuros econ¢micos. Sus
absurdas francachelas le cuestan m s dinero del que le ha dejado su
taca¤o t¡o, y ahora espera que los ciudadanos romanos financien
su vida crapulosa. Siento curiosidad por ver qu‚ impuestos inventan
nuestros expertos. Y encima quiere heredar. Ya conocemos eso desde
los tiempos de Tiberio con sus procesos de lesa majestad. Quien se
suicidaba obedientemente y le dejaba al emperador la mitad de su
patrimonio, salvaba a su familia de la ruina. En el caso de los condena-
dos y ajusticiados, todo su patrimonio quedaba ¡ntegramente para el
Estado. Ahora el Cal¡gula ese quiere proceder de acuerdo con esta
receta. Desde este mismo momento aconsejo a todo romano acauda-
lado que ponga de alg£n modo su patrimonio a buen recaudo. Si
permitimos que este hombre siga tres a¤os m s en el trono, todo el
Senado acabar en las Gemonias, mientras ese aborto adiposo se gasta
nuestro dinero.
S‚neca as¡ntio:
-Acabas de decir lo que muchos piensan, pero en secreto todo el
mundo cree que a ‚l no le afectar .
-Esta esperanza puede resultar enga¤osa. Creo que t£ y yo somos
los primeros de la lista.
S‚neca se encogi¢ de hombros:
-En lo que a m¡ respecta, sin duda. Pero no somos demasiado
ricos, y esto tal vez nos salve la vida.
-¨Por cu nto tiempo? -pregunt¢ Valerio, esc‚ptico.
-Tal vez el tiempo suficiente para sobrevivirle.
-QueJ£piter re oiga! -dijo Valerio, y, sonriendo, hizo una se¤al
hacia arriba.
-Ultimamente se cree J£piter Latiaris. Espero que tu respetuoso
deseo no haya llegado a su divino o¡do.
-Si ese monstruo esJ£piter, yo soy Venus -dijo Valerio ri‚ndose,
y se llen¢ otra copa.

A Sabino le despert¢ un rayo de sol que le ilumin¢ la cara. Incluso a


finales de septiembre los d¡as eran a£n tan calurosos que se hab¡a
olvidado de cerrar las contraventanas. Ahora el sol matinal inundaba
su habitaci¢n que daba al este y, placenteramente, dio vueltas sobre su
lecho para ofrecer todos los lados de su cuerpo al c lido y halagador
abrazo del sol. Al cabo de un rato, se levant¢ y fue a la ventana. En el
peque¤o prado pastaban un mulo y un caballo; m s all , en los vi¤e-
dos, empezaba la vendimia, y Sabino vio a los trabajadores dispersarse
con sus cestos por la colina. Disfrur¢ de la pac¡fica imagen hasta que
en el prado apareci¢ una criada para llevarse al mulo. La criada des-
cubri¢ al joven desnudo en la ventana y lo salud¢ alegremente con la
mano. Sabino se ech¢ a re¡r y se rerir¢ al interior de la habitaci¢n. Se
ech¢ una t£nica encima y sali¢ fuera. Pregunt¢ a un criado d¢nde
podr¡a lavarse. El hombre contest¢ en un dialecto apenas inteligible
que aqu¡ la gente se lavaba s¢lo una vez por semana y que ese d¡a no
tocaba.
-Pero tendr‚is un pozo, ¨o no?
El criado sonr¡o con expresi¢n de no entenderle y se¤al¢ en una
determinada direcci¢n. En efecto, en el gran patio interior, algo
abandonado, hab¡a un pozo con mecanismo de palanca y, junto a ‚l,
un pil¢n de piedra. All¡ se encontraba en aquellos momentos la criada
dando de beber al mulo. Mir¢ a Sabino boquiabierta.
294 295
-Me llamo Sabino y soy el nuevo inquilino -se presento.
La criada solt¢ una risita picarona y arrastr¢ al mulo consigo. Sabi-
no se desprendi¢ de la t£nica y se meti¢ en la cuba. Se lav¢ cuidadosa-
mente de la cabeza a los pies; la servidumbre se qued¢ parada y mir¢
con horrorizado asombro a aquel extra¤o. Resultaba muy raro que a
primeras horas de la ma¤ana alguien se metiera voluntariamente en
el agua fr¡a. Uno de los criados dijo que quiz el desconocido hab¡a
hecho una promesa que estaba cumpliendo ahora aqr¡¡ para ganarse
la benevolencia de Artemisa.
Sabino se desentendi¢ de la gente, volvi¢ a su habitaci¢n, se ech¢
unas gotas de una sustancia olorosa en las axilas, se pein¢ cuidadosa-
mente y se puso una t£nica ligera. Al abandonar la casa, se encontr¢
con el propietario de la finca, y Sabino le record¢ el adorno floral y la
comida que le hab¡a pedido.
-Todo tiene que estar listo para el mediod¡a!
-Silo pagas -dijo el otro malhumorado-, hasta re consigo un
elefante.
Junto al templo ya hab¡a una gran animaci¢n, y el familiar olor a
carro¤a, incienso, sudor y carne asada recibi¢ a Sabino. En esta oca-
si¢n no tuvo que buscar mucho tiempo. Helena lo esperaba en la
fuente, tal como hab¡an acordado. Su figura esbelta estaba apoyada
levemente contra el borde de m rmol; tras ella se hallaba una criada
que miraba con curiosidad a su alrededor. Helena llevaba velo; hizo
una leve inclinaci¢n con la cabeza dirigida a Sabino. I.a criada era de
mediana edad y lo mir¢ con desconfianza.
-Esta es mi nodriza Clonia. Vendr a recogerme aqu¡ a £ltima
hora de la tarde. Y nosotros vamos a ofrecerle ahora un sacrificio a
Artemisa.
Fueron a uno de los puestos de venta y adquirieron un saquito de
incienso del que hab¡a ocho variedades distintas. Ante la celia hab¡a
una serie de copas para las ofrendas, con carb¢n vegetal encendido
que unos empleados del templo avivaban con peque¤os abanicos. He-
lena reparti¢ los granos de incienso en tres copas de ofrenda de las
que se levant¢ inmediatamente una humareda olorosa de color gris
azulado. Acompa¤¢ su ofrenda con unas palabras rituales, levant¢
ambas manos, rez¢ un rato en silencio, y, luego, se dirigi¢ a Sabino.
-Le pido un hijo a Artemisa -dijo en voz baja- y ‚ste es el moti-
vo por el que puedo venir al templo cada cuatro d¡as.
Salieron fuera, y a Sabino le conmovi¢ su figura esbelta de aspecto
fr gil. ¨C¢mo iba a tener sitio un hijo en ese cuerpo? Yse alegr¢ de
que aquel tres veces maldito Petr¢n no hubiera conseguido engen-
drar uno.
-¨A d¢nde vamos esta vez? -pregunt¢ Helena.
-A casa! -dijo Sabino con aire misterioso.
-¨A casa?
Helena se par¢.
-¨Qu‚ quieres decir?
-He alquilado una peque¤a estancia en las inmediaciones del
templo. Desde all¡ se divisa un prado con caballos, vi¤edos...
-No voy! No estar¡a bien que acompa¤ara a un hombre extra¤o
a su residencia.
-Pero Helena, no soy ning£n extra¤o para ti. ¨Quieres ofen-
derme?
Helena levant¢ el velo, y sus brillantes ojos ambarinos se posaron
en ‚l. Sabino not¢ que se apoderaba de ‚l un estremecimiento lleno
de ternura, y tuvo que emplear todas sus fuerzas para dominarse y no
abrazar a Helena.
-No, no quiero ofenderre, Sabino, de verdad que no. Estoy muy
contenta de que hayas venido.
Sabino se sinti¢ conmovido y encantado:
-Sabes muy bien que s¢lo estoy en Efeso por ti.
El rostro de Helena se encendi¢ repentinamente de ira:
-Si, como soldado romano! ¨Sabes que vuestro emperador aca-
ha de expoliar nuestros templos? Y, por lo visto, no s¢lo los nuestros.
En Acaya, Tesalia y Asia ha hecho arrancar las im genes de los dioses
de los templos como si fueran suyas. ¨Sabes lo que cuentan? Que in-
cluso quiso atentar contra el Zeus del Olimpo, pero que result¢ impo-
sible mover de sri sirio la imagen del dios. ¨Qu‚ dices t£, un romano,
de este sacrilegio?
Sabino levant¢ las manos.
-Comparto tu indignaci¢n y pienso que es un sacrilegio, como
t£. Pero a mi, como tribuno romano, no me corresponde protestar
contra esta forma de actuar. Es el mismo emperador quien tiene que
asumir la responsabilidad.
-Se dice que en Roma hace decapitar las estatuas para sustituir
las cabezas por la suya propia.
-He o¡do decirlo, pero lo considero un rumor infundado. Senci-
llamenre, Cal¡gula aprecia el arte griego como la mayor¡a de los ro-
manos. Hablemos de otra cosa. ¨C¢mo va Perr¢n? ¨Ya lo ha echado su
padre?
-Ahora no quiero hablar de esto. ¨Falta mucho hasta tu casa?
-Unos pasos m s y habremos llegado.
Cuando se encontraron en la gran finca en medio de campos y
frutales, Helena volvi¢ a dejar caer su velo. Hacia bastante calor, y la
casa estaba sumida en silencio. Una ni¤a peque¤a persegu¡a al viejo
can de la casa haci‚ndole correr alrededor del pozo, y daba la sensa-

296 297
ci¢n de que el inteligente animal siguiera el juego s¢lo por cortes¡a
durante un rato.
El propietario de la casa hab¡a cumplido su promesa. Un macetero
de barro con geranios en flor adornaba la ventana, y en una vieja ja-
rra de vino con el asa rora hab¡a algunas flores. La mesa estaba puesta
con una vajilla sencilla; las fuentes y bandejas estaban repletas de fru-
tas en conserva y leche agr¡a como acompa¤amiento de aves fr¡as trin-
chadas. En el suelo hab¡a una cesta con pan reci‚n salido del horno y
una esbelta jarra de vino.
Sabino se frot¢ las manos:
-¨Qu‚ dices ante tanto esplendor? ¨Tienes hambre?
Helena ech¢ un vistazo a su alrededor:
-Ha sido una buena idea, Sabino. Aqu¡ podemos conversar con
calma, y no tengo que estar mirando todo el rato desconfiada a mi
alrededor por si me descubre un conocido.
Se fue a la mesa y empez¢ a servir la comida. Sabino llen¢ las copas
de agua y de vino.
-En Epidauro no imaginarias esto, ¨verdad? -pregunt¢ con una
sonrisa satisfecha.
-¨A qu‚ re refieres~
-Que un d¡a comer¡as conmigo en Efeso, como mi invitada.
-Tengo que confesarte algo, Sabino. Entonces no tom‚ tu cortejo
tan en serio como se merec¡a. Pens‚, este muchacho utiliza sus ojos
azules como cebo para las chicas y toma lo que se le cruza en el camino.
Ahora que has venido hasta aqu¡ por mi, tengo que pedirte perd¢n.
Sabino le quit¢ el pan de la mano y la atrajo hacia si. Pero Helena
se resisti¢ y lo apart¢.
-Esto no cambia en nada el hecho de que estoy casada y que, por
lo tanto, soy inalcanzable para ti.
Sabino la solt¢:
-Comamos primero.
Pero a Helena no parec¡a gustarle la comida. Desmigajaba el pan
entre los dedos, mordisqueaba sin apetito un ala, tom¢ al fin un bulbo
de hinojo y lo mordi¢, pero pronto volvi¢ a dejarlo en el plato. Sabino
com¡a a dos carrillos y, finalmente, se dio cuenta de lo poco que co-
m¡a Helena.
-¨No re gusta la comida?
-S¡, s¡, todo est muy bien. Sencillamente, no tengo hambre.
Sabino le pas¢ una copa.
-Entonces, al menos, bebe algo.
Obediente, acerc¢ la copa a los labios y tom¢ un trago con el que
no hizo m s que refrescar la boca.
-Tengo que decirte una cosa... -comenz¢ vacilante.
Sabino se limpi¢ los labios.
-Bien.., dime... -intent¢ animarla.
-Fuiste testigo de mi ofrenda a Artemisa, y tambi‚n re dije el mo-
tivo.
-Quieres tener un hijo...
-Si, pero mi sacrificio es in£til.
Sabino frunci¢ el ce¤o.
-¨In£til? ¨C¢mo tengo que entender eso? ¨Eres est‚ril?
-Espero que no. Es in£til, porque..., porque...
Helena baj¢ la cabeza y empez¢ a llorar en silencio. Sabino le aca-
rici¢ el cabello.
-Ahora que ya has empezado, acaba de cont rmelo. Despu‚s te
sentir s aliviada.
Helena hizo de tripas coraz¢n:
-¨Por qu‚ no ibas a saberlo? Al fin y al cabo no soy yo quien tiene
que senrirse avergonzada. Bien, es in£til pedirle fecundidad a la diosa
si el esposo no es capaz de engendrar un hijo.
-¨Que no es capaz? -repiti¢ Sabino at¢nito-. ¨Es impotente?
~Es que lo han convertido en eunuco?
Helena sonri¢ con amargura.
-No, pero las mujeres le repugnan. Casi todas las noches se em-
borracha con su circulo de amigos y se hacen servir por herairas y
efebos. Parece ser que Petr¢n presta su atenci¢n m s bien a ‚stos.
Sabino hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Conozco a algunos romanos que prefieren tambi‚n a los mu-
chachos y auh as¡ han engendrado hijos.
Helena suspir¢:
-Lo ha intentado, al menos, al principio, pero el resultado fue
muy poca cosa. He estado pensando en dec¡rselo a su padre, pero no
fui capaz. Naturalmente, todos me echan la culpa a mi, y ya no aguan-
ro m s las miradas de sus padres y de los m¡os. Siempre, cuando voy a
verlos, miran primero mi vientre y s¢lo despu‚s me miran a la cara.
Perr¢n no es mala persona, me permite muchas libertades, pero no
deber¡a haberse casado.
Sabino estall¢ en una sonora carcajada, se atraganr¢, tosi¢ y yaci¢
su copa.
-Perdona, Helena, no me r¡o de ti, sino de toda esta situaci¢n tan
confusa. En secreto he envidiado a Perr¢n, y algunas veces lo he mal-
decido, y ahora tengo que oir que vives a su lado siendo virgen.
-M s o menos...
-Se trata de una situaci¢n que puede cambiar...
Helena permaneci¢ callada, bebi¢ apresuradamente el vino de su
copa, mir¢ largo rato a Sabino y dijo en voz baja:
298 299
-Tenias raz¢n cuando dijiste en Epidauro que una no debe ca-
sarse con un amigo de juventud. Que era como tomar por esposo a un
hermano. Pero ¨qu‚ pod¡a hacer yo? En £ltimo caso, un hombre jo-
ven lo puede tirar todo por la borda si sus padres quieren obligarlo a
algo, puede marcharse y arregl rselas solo. Pero ¨qu‚ puede hacer
una muchacha? S¢lo tiene dos posibilidades: obedecer o prosriruirse.
-Tienes raz¢n, Helena, pero la diosa Fortuna al fin se ha mostra-
do ben‚vola contigo, pues ahora me tienes a mi.
Atrajo sobre su regazo a la muchacha, que se resisti¢ ligeramente,
y la bes¢. Sus labios suaves se abrieron, y ella devolvi¢ el beso con
pasi¢n. Sabino not¢ c¢mo su cuerpo, que al principio estaba r¡gido, se
distend¡a y ced¡a. Se separ¢ de ella, fue a la puerta y ech¢ el cerrojo.
-La ventana... -le record¢ Helena.
Sabino cerr¢ los postigos, y la habitaci¢n se sumergi¢ en la c lida
penumbra vespertina. Helena misma se desprendi¢ de su ropa y,
mientras lo hacia, murmuraba:
-Si, lo quiero, ahora lo quiero.
Cuando Sabino se acosrumbr¢ a la oscuridad, vio su cuerpo es-
belto de piel clara, el brillo de sus ojos muy abiertos, que lo miraban
serenamente y todo su cuerpo encendido se estremeci¢ de esperanza
y de impaciencia, pero se oblig¢ a conservar la calma. Se arrodill¢ y
cubri¢ su cuerpo desnudo de leves y tiernos besos, acarici¢ suavemen-
te sus pechos. Cuando toc¢ su entrepierna, sinti¢ c¢mo se estremec¡a
levemente, sinti¢ una resistencia instintiva, apenas perceptible. Pero
se tom¢ su tiempo, no la oblig¢ a nada, esper¢ pacientemente a que
su cuerpo despertara, hasta que fue ella misma quien se acerc¢ a ‚l.
De repente, Helena le ech¢ los brazos al cuello, su vientre h£medo y
c lido se aprer¢ contra ‚l, le ard¡an las mejillas. La muchacha susurro:
-Quiero tenerte, Sabino, cari¤o, ahora, ahora...
Sabino hab¡a vivido en espera de este momento, so¤ando con ‚l y
manteni‚ndose casto. Desde que estaba en Efeso, no hab¡a tocado a
ninguna mujer, y en m s de una ocasi¢n hab¡a sido v¡ctima de las
burlas de los oficiales por este motivo. Su semen fluy¢ tan copiosa-
mente en Helena que una parte de ‚l se desparram¢ por su vientre y
sus muslos.
SaNno se ech¢ a re¡r en voz baja:
-Lo he guardado todo para ti, querida, y espero que la cosa no se
acabe aqu¡. Hoy vamos a celebrar varias veces m s nuestro sacrificio
de amor. Se lo puedes dedicar a la diosa Artemisa.
Helena estaba tumbada a su lado, relajada y sonriente.
-As¡ que esto es as¡... -dijo perezosa y satisfecha.
-S¡, as¡ es como puede ser, mi adorada. Has tenido que esperarlo
durante mucho tiempo.
-Petr¢n es un pusil nime, un esruprador de muchachos, un
licencioso -comprob¢ Helena, y sus palabras casi ten¡an un tono
alegre.
-No deber¡a haberse casado contigo. Ahora ya sabes de lo que re
priva.
Helena toc¢ t¡midamente su miembro fl ccido.
-As¡ est el suyo siempre, y no cambia jam s.
Sabino se ech¢ a reir:
-Por suerte, querida, por suerte. No quisiera compartirte con
ning£n hombre.
Helena, a la que Sabino hizo mujer aquella tarde, se sent¡a en con-
sonancia con la naturaleza, plenamente satisfecha, incapaz de pensar
en el futuro, entregada a aquel momento.
Lo que ese Sabino hab¡a hecho con su cuerpo, era nuevo para ella,
y, no obstante, ahora le pareci¢ algo tan natural como comer y beber,
como dormir y estar despierta. El penetrante olor de su semen verti-
do, su cuerpo nervudo y brillante de sudor, su paciente ternura, la
mirada de sus alegres ojos azules, todo se le antoj¢ de repente tan
familiar como si formara parte de su vida desde hacia tiempo.
Jadeando profundamente, se separaron el uno del otro. Sabino
dej¢ descansar una mano sobre el h£medo y brillante vientre de la
muchacha, y no lo hizo con un gesto posesivo. Aunque contento de
poseerla, se sent¡a distendido, satisfecho y deliciosamente cansado.
De repente una luz cegadora inund¢ la habitaci¢n. Sabino se in-
corpor¢ indignado, mir¢ por la ventana y se ech¢ a re¡r a carcajadas.
El caballo que pastaba en el prado hab¡a empezado a aburrirse y ha-
b¡a abierto con la cabeza la contraventana que estaba s¢lo entornada.
Olfare¢ el interior de la habitaci¢n, hizo un gesto como si negara con
la cabeza y se alej¢.
Tambi‚n Helena se ech¢ a reir:
-El caballo se sinti¢ indignado al ver en plena tarde lo que vio.
Por eso hizo ese gesto con la cabeza.
Sabino cerr¢ las contraventanas y las asegur¢ con un pasador.
-Pero antes estuvo olfateando y sin duda pensar¡a: ®Aqu¡ huele a
amor humano, un olor repugnante. Prefiero mil veces el olor de un
gara¤¢n¯.
-A cada cual seg£n su gusto.
Sabino le bes¢ el hombro.
-T£ est s hecha a mi gusto. Te quiero, Helena.
-~C¢mo va a acabar todo esto, Sabino?
-No ha hecho m s que empezar. Seguir s ofreciendo tus sacri-
ficios a la diosa Artemisa, y yo estar‚ ah¡. ¨Verdad que tu nodriza es
de fiar?
300 301
-Clonia est de mi parre. Es mi £nica confidente en la casa. Lo
cierto es que desaprueba lo que estoy haciendo, pero ella es mujer, ha
amado hombres, ha parido hijos, me entender .
-¨Me amas, Helena?
Ella cerr¢ los ojos como si estuviera intentando pensar.
-Dame tiempo, Sabino, rengo que averiguarlo primero. En cual-
quier caso, me gustas mucho. Pens ndolo bien, en estos momentos
eres el £nico hombre por quien siento verdadero afecto. Ahora le
reprochar¡a a mi padre haberme entregado a Perr¢n. Perr¢n no es un
hombre capaz de amar a una mujer. La verdad es que es mi esposo
ante la ley, pero, de acuerdo con la voluntad de los dioses, lo eres t£.
Quiz sea la respuesta de Artemisa a mis ofrendas. Naturalmente, ella
sabe que es imposible que pueda quedar embarazada con Perr¢n,
aunque le sacrificara un toro todos los d¡as. Yas¡ nos ha juntado como
corresponde a su condici¢n de diosa del amor y de la fecundidad.
Sabino neg¢ con la cabeza:
-Te has olvidado de una cosa: nos conoc¡amos ya antes de que t£
re hubieras casado, antes de que le ofrecieras tus sacrificios a la diosa.
~Qu‚ sabr s t£ de Artemisa! Es grande y poderosa y conoce los
corazones de los humanos. Dime, Sabino, ¨crees t£ en los dioses?
-Querida, podemos hacer cosas mejores en vez de hablar de los
seres del Olimpo. Tambi‚n esta hermosa tarde se acaba, y deber¡amos
aprovechar el tiempo, carpe diem!*
Helena se incorpor¢.
-¨Qu‚ hora ser ?
-Quiz falten dos horas para la puesta del sol.
-Entonces tengo que irme; no quiero hacer esperar a Clonia.
¨D¢nde puedo lavarme?
Sabino esboz¢ una sonrisa burlona.
-Fuera, en el pozo. Entre los criados encontrar s agradecidos es-
pectadores.
Se ech¢ su r£nica encima, abri¢ la puerta y grit¢ hacia fuera.
- Necesitamos agua! Una granjarra!
Pas¢ alg£n tiempo hasta que llamaron a la puerta. Sabino la abri¢
un palmo y entr¢ la jarra en la habitaci¢n. Con cuidado y ternura
fror¢ a Helena de la cabeza a los pies con un pa¤o h£medo mientras
ella intentaba arreglarse el cabello con ayuda de un espejo de mano
deslustrado.
-¨Cu ndo volver s, Helena? Me quedan a£n cinco d¡as libres.
-Pasado ma¤ana podr‚ venir. Es cuando empiezan los preparati-
vos para la fiesta de oto¤o de Artemisa. Las mujeres y muchachas de

* Goza del d¡a presente (Horacio).


F
ミ feso adornan su templo con flores y frutos del campo, su imagen se
cubre con un nuevo manto...
-Y nosotros le ofreceremos un nuevo sacrificio de amor -dijo
Sabino riendo y bes¢ a Helena en ambas mejillas.
-Ya veremos... -dijo Helena con tono vago, porque no quer¡a
mostrarle hasta qu‚ punto anhelaba ese d¡a.

Casio Querea utiliz¢ sus ingresos, que eran ahora bastante elevados,
para comprar una finca vecina a£n sin edificar. El Trasr‚vere, que el
emperador Augusto convirti¢ en un nuevo barrio de la ciudad, hab¡a
sido hasta poco antes s¢lo campos de cultivo, interrumpidos apenas
por peque¤as casas de campo. En una parre de aquellos campos, se
establec¡a ahora la gente menos adinerada distribuyendo la tierra en
peque¤as parcelas, y los antiguos prados y los campos de cultivo se
convert¡an en barrios residenciales. En otras partes, se alzaban tam-
bi‚n villas se¤oriales con sr¡ntuososjardines, sobre todo en las laderas
del Janiculo. Aqu¡ se conservaba a£n la villa de Julio C‚sar, en la que
se hab¡a alojado Cleopatra durante su estancia en Roma. Los precios
de los terrenos aumentaban casi de mes en mes, y por esto Querea se
decidi¢ sin pens rselo mucho. Hizo a¤adir un ala a su casa y cons-
truy¢ un cobertizo junto a la choza de los aperos de jardiner¡a.
-Un tribuno de la guardia imperial no puede vivir como un pe-
que¤o artesano -dijo Querea a su mujer Marcia-. Tambi‚n tendre-
mos ahora invitados m s a menudo si correspondemos a las invitacio-
nes de los otros oficiales. Por otra parre, rengo intenci¢n de construir
una casa de campo en el terreno cerca de Prenesre que le compr‚ a
B br¡lo. Aqu‚lla ser un d¡a tu residencia de viuda...
Querea s¢lo hab¡a querido hacer una broma, pero Marcia, habi-
tualmente tan dulce, reaccion¢ con inesperada vehemencia.
-. Eso ni mencionarlo siquiera! Con palabras como ‚stas s¢lo pro-
vocas la ira de los dioses. Y, adem s, no quiero ser viuda.
-Pero Marc¡a -intent¢ tranquilizarla-, re llevo casi quince
a¤os, y es muy normal...
-No! No quiero seguir hablando de eso.
®Esta es su manera de decirme que me quiere¯, pens¢ Querea
emocionado, y la bes¢ r pidamente en ambas mejillas. Pero ella lo
aparto.
-Por cierto, un correo de postas ha tra¡do una carta para ti.
Querea tom¢ el paqueriro sellado y lo desat¢.
-Es de Cornelio Sabino, desde Efeso. Ya era hora de que ese mu-
chacho diera se¤ales de vida. Primero voy a le‚rmela con tranquili-
dad, y luego re la leer‚ a ti.
302 303
Marc¡a sonri¢.
-Lo que quieres es comprobar si todo lo que dice lo puedo saber
yo, ¨verdad? Pues, bueno, m rchare si quieres. De todas formas tengo
trabajos m s importantes que comentar contigo.
El coloso de Querea ech¢ desde lo alto sobre su mujer una mirada
como las que suelen dirigir los perros hacia sus amos. La quer¡a mu-
ch¡simo y hubiera hecho cualquier cosa por ella. Pero ahora se fing¡a
el ofendido y se rerir¢ gru¤endo.
Leer le costaba mucho menos a Querea que escribir, y se enfrasc¢
con placer en la carta, que constaba de una docena de hojas escri-
tas con letra menuda.

®Salud y mis reverencias en primer lugar, querido amigo:


®Antes de nada, quiero agradecerte tu buen consejo de venir con la
tropa a Efeso. He encontrado a Helena, y ella se ha convertido en mi
mujer aunque, naturalmente, esto s¢lo sea v lido para ella y para mi. Su
ama es la £nica que est enterada de lo nuestro, y nos resulta muy dificil
encontrar tiempo para estar juntos. Helena est casada con un tres veces
maldito maric¢n, que no sine para nada en los negocios y se pasa las
noches revolc ndose con efebos. Sabes muy bien que no tengo nada
contra los homosexuales -tambi‚n hay algunos entre los Cornelios-
pero no deber¡an casarse. Toda su parentela est m s o menos entera-
da, pero todos miran con reproche a Helena porque su vientre no se
redondea. Bien, esto es algo que pr¢ximamente podr¡a cambiar. Segu¡a
siendo virgen, Querea, fig£rare, tras medio a¤o de estar casada!
®El servicio aqu¡ no resulta demasiado dificil. Por suerte, la discipli-
na no es muy severa, porque nuestro legado est a punto dejubilarse y
ya no se altera por nada. Me llevo bien con los centuriones desde que
me bat¡ en duelo con uno de ellos. La cosa acab¢ sin pena ni gloria, pero
sin la instrucci¢n que t£ me diste hubiera sido un desastre. A los otros
tribunos s¢lo los veo durante el servicio; hay algunos a los que t£ recha-
zar¡as de plano: perfumados hijitos de su mam para los que este cargo
s¢lo representa un pelda¤o necesario en su carrera.
¯Alg£n revuelo levant¢ la comisi¢n especial, enviada por Cal¡gula
desde Roma para desembarazar los templos de algunas estatuas super-
fluas. Como es natural, la gente de aqu¡ siente un gran cari¤o por las
estatuas de los dioses que le son familiares, y se arm¢ una trifulca monu-
mental. S‚ que t£ defiendes a capa y espada a nuestro emperador, y, sin
duda, tendr sus cualidades, pero aquello fue realmente una chiquilla-
da, inadecuada y, adem s poco h bil. Ni a Augusto ni a Tiberio se les
hubiera ocurrido semejante idea, pues siempre se atuvieron a la vieja
m xima romana: parcere subiectis et debellare superbis.* Pero ¨qui‚n se
muestra soberbio en Efeso? La gente se dedica a sus negocios, agradece
a los dioses la pax romana y paga sin rechistar los elevados tributos para

* Hay que mos¡rarse ben‚volo con los sometidos Y castigar a los soberbios.

304
que la plebe romana se pueda llenar la panza. Pero dejemos este tema;
tal vez Cal¡gula fue s¢lo v¡ctima de las sugerencias de algunos malos con-
sejeros. Yo, al menos, tendr¡a much¡simo cuidado en no irritar precisa-
mente a Efeso. Es una verdadera metr¢poli, Querea, y se dice que aqu¡
viven unas doscientas cincuenta mil personas sin contar a los esclavos.
Desde hace muchos siglos se venera aqu¡ a la diosa Artemisa, y su templo
se ha ido levantando cada vez con tina suntuosidad mayor. El actual es
tan grande como tina peque¤a ciudad, y cientos de sacerdotes, sacerdo-
tisas, bailarines, m£sicos y at¡xiliares est n a su servicio. Por aqu¡ pasan
miles de peregrinos, y hasta los m s pobres dejan alg£n beneficio, de
modo que los artesanos qt¡e se dedican a confeccionar exvotos son tan
ricos como en otros lugares los propietarios de talleres artesanos o los
terratenientes.
®La gran diosa de ミ feso tiene poco en com£n con la Artemisa venera-
da en el resto de Grecia ni con nuestra Diana romana. A£n recuerdo las
risas sofocadas de toda la clase cuando el maestro la calificaba lleno de
unci¢n como "casta cazadora" o como "se¤ora de los animales". La Ar-
remisa c¡e aqu¡ se la representa como Polimastros, ya sabes, la de m£lti-
ples pechos, en severa forma estatuaria, y recuerda todo menos una casta
cazadora. Se dice que es id‚ntica a Cibeles, la ®Gran Madre¯ asi tica, y
aqu¡ st¡s competencias se centran ante todo en el matrimonio, la fecun-
didad y el nacimiento. La l¢gica consecuencia es que dos tercios de los
peregrinos son de sexo femenino y de edad joven. He alquilado cerca
del templo tina vivienda retirada, donde me encuentro con Helena.
Bien, estoy atendido y no miro a otras mujeres, pero te digo tina cosa:
ante esta enorme oferta de encantadoras f‚minas que piden hijos, hasta
el m s t¡mido joven perder¡a r pidamente su virginidad. Los hombres
son s¢lo personajes sect¡ndarios, necesarios en todo caso para pagar las
ofrendas de sus esposas est‚riles. Vaya espect ct¡lo que se puede obser-
var aqu¡! Todas las ma¤anas aparecen reba¤os de terneros; de ovejas, de
cabras y de corderos; la gente trae cestas llenas de aves alborotadoras,
por no hablar ya de los donativos menos llamativos, exvotos, incienso y
dinero. El templo es a la vez una inmensa empresa bancaria. Aqu¡ pue-
des pedir cr‚ditos, hipotecar tus propiedades, pero tambi‚n invertir tu
dinero a un buen inter‚s.
¯La mayor¡a de los habitantes de Efeso son de origen jonio, pero en
su forma actual, la ciudad es romana. Como se sabe, Augusto la amaba
particularmente e hizo levantar muchas de las edificaciones que le dan
su actt¡al esplendor. En aquella ‚poca se restauraron con gran suntuosi-
dad los dos foros, se ampli¢ el teatro y algunos templos. Aun as¡ el am-
biente de la ciudad es enteramente griego. Aqu¡ no impera el tono rui-
doso y desconsiderado con que el populacho romano impone su pre-
sencia en las calles; los habitantes de Efeso me parecen m s cultivados,
m s reservados y, no obstante, m s entra¤ables en su trato reciproco.
Naturalmente, tampoco aqu¡ nadie habla ya el griego de un Homero o
de t¡n Et¡ripides, y he tardado mucho tiempo en acostumbrarme al len-
guaje coloqt¡ial y a entenderlo. Aqu¡ nadie sabe lat¡n, e incluso nuestros

305
oficiales imbuidos de su orgullo romano, recurren a sus precarias nocio-
nes de griego para no parecer incultos.
®T£ has visto mucho mundo, Querea, y sabes con qu‚ rapidez noso-
tros, los romanos, tendemos a calificar de b rbaros a otros pueblos, y, a
veces, con cierta raz¢n. Pero aqu¡ no se puede hablar de b rbaros en
sentido peyorativo. Los habitantes de Efeso son de una refinada cortes¡a,
y aunque nadie lo diga, ni haga la menor insinuaci¢n a ello, no consi-
gues librarte de la sensaci¢n de que aqu¡ somos los romanos los que
hacemos el papel de b rbaros, y en cierto modo hay que darles la raz¢n.
Roma era a£n un pueblo de campesinos cuando aqu¡ exist¡a ya vida ur-
bana, y cualquier ni¤o sabe que hemos tomado de los griegos todos
nuestros dioses, aunque los adornemos con otros nombres.
®No s‚ lo que va a ser de miv de Helena. A menudo desear¡a tenerte
a mi lado para que me ayudaras con tus sensatos consejos. En el fondo
s¢lo vivo pendiente del siguiente encuentro con ella y reprimo cualquier
pensamiento en un futuro m s lejano. De momento, no enctientra nin-
g£n eco mi propuesta a Helena para que se separe de su esposo. Est
demasiado arraigada en ミ feso y en su circulo familiar, y se imagina
Roma como una incivilizada guarida de ladrones, con lo que, en parte,
tiene raz¢n. Tal vez quiera que me quede en Efeso para esperar pacien-
temente que su esposo homosexual se siga emborrachando hasta matar-
se o que se lo cargue uno de sus efebos. No deja de ser una idea seducto-
ra, pero soy demasiado realista para entregarme a semejantes ilusiones.
®Pide a la diosa Fortuna, la diosa de tu ciudad natal, un destino favo-
rable para mi, y escribe pronto.
®Espero que Marcia y los ni¤os est‚n bien, saluda de mi parte a tu
graciosa esposa y dile que no se olvide del todo de
Vuestro Sabino'
Quereajunr¢ las hojas y se sumi¢ en reflexiones. La carta sonaba ale-
gre y animada, pero una frase llam¢ su atenci¢n: ®;No s‚ lo que va a
ser de mi y de Helena!¯. Claro que siempre quedaba alguna salida,
pero su amigo se encontraba en una situaci¢n fatal. Deseaba su conse-
jo, el de Querea, pero aconsejar a enamorados es tarea delicada. Si
todo aquello ocurriera en Roma, Querea hubiera vuelto a recomen-
dar la ®v¡a castrense¯: enfrenrarse al enemigo! Poner en evidencia al
esposo, pedir el divorcio. Pero un tribuno romano en Efeso ten¡a que
mostrar la misma consideraci¢n que la griega Helena, que pensaba
sobre todo en la reputaci¢n de su familia.
Querea quiso contestar cuanto antes, pero escribir era una ardua
tarea para ‚l, necesitaba todo el d¡a libre. Fue a ver a Marc¡a y le ley¢ la
carta, desde la primera hasta la £ltima frase. Despu‚s le pregunt¢:
-¨Qu‚ har¡as t£ en el lugar de Sabino:
-No soy hombre; seria mejor que fueras t£ quien respondiera a
esta pregunta. Pero me puedo poner en el lugar de Helena y evitar¡a
rodo lo que perjudicara a mi familia. Ypor lo dem s, de la carta no se
desprende si ella lo quiere a ‚l como ‚l a ella. Entiendo perfectamen-
te que, como esposa de un amante de efebos, quiera tener un verda-
dero hombre en la cama, pero no creo que lo vaya a dejar todo por
Sabino: la familia, los amigos, la patria...
-No me gustar¡a estar en su piel -dijo Querea pensativo, y empe-
z¢ a cavilar qu‚ consejo podr¡a dar al amigo.
306 307
-~ r
xx'
Todos los a¤os se celebraba en Roma en el Campo de Marte una fiesta
popular, que era tan antigua que ya nadie sab¡a cu l era su sentido.
Los diferentes barrios de la ciudad organizaban la fiesta, que comen-
zaba con una carrera de caballos en el hip¢dromo del Campo de Mar-
re. Previamente se hab¡a presentado una delegaci¢n en el Palatino
para invitar formalmente al emperador a participar en la fiesta. Como
no ten¡a otros asuntos previstos, y el d¡a no promet¡a m s que un pa-
ralizante aburrimiento, Cal¡gula acept¢. En el hip¢dromo se levant¢ a
toda prisa una tribuna que se adorn¢ para la fiesta con hojas de roble
y ramas de laurel.
-Hasta ahora nunca he asistido a esta fiesta, ¨en qu‚ consiste?
-pregunt¢ Cal¡gula a su secretario.
-No es gran cosa, Majestad -dijo Calixto-. En la carrera parrici-
pa un caballo de cada uno de los barrios romanos. Despu‚s, se mata al
ganador. El pueblo atribuye un efecto m gico a su sangre. A continua-
ci¢n se sacan a suerte dos barrios de la ciudad, que luchar n en dife-
rentes competiciones para conseguir el cr neo del caballo. El gana-
dor lo clava en un edificio p£blico de su barrio. En realidad, esto es
todo.
Cal¡gula bostez¢:
-Me aburrir‚ mortalmente. ¨No tienes nada mejor para m¡?
Quieres que anule tu aceptaci¢n, Majestad?
-S¡, env¡a en mi lugar a Claudio, as¡ la gente tendr motivo para
reirse. ¨Qu‚ m s hay?
Calixto hoje¢ algunas peticiones y se¤al¢ un nombre.
-Memmio R‚gulo est en Roma. Es el gobernador de Mesia, Ma-
cedonia y Acaya. Es un hombre muy eficiente; t£ mismo lo has confir-
mado varias veces en su cargo. Hace poco que falleci¢ su esposa, se ha
vuelto a casar y dentro de pocos d¡as partir para Acaya. Sol¡cita
una audiencia para despedirse. Por cierto, ha tomado por esposa a
una famosa belleza: Lolia Paulina. La mujer es bastante m s joven que
‚l y procede de una buena familia de c¢nsules.
-Lolia Paulina... -repiti¢ Cal¡gula pensativo.
-Si, su padre, Marco Lolio muri¢ hace algunos a¤os, y ella ha
heredado una fortuna. R‚gulo es un hombre con suerte, pues ‚l, por
su parte, procede de una familia humilde.
-Aun as¡ es un hombre eficaz que presr¢ grandes servicios en el
proceso contra Sejano. Es uno de los pocos gobernadores de cuyas
provincias no se reciben quejas. Merece ser recibido, y que traiga tam-
bi‚n a su esposa.
®;Aj ! -pens¢ Calixto-, as¡ que esas tenemos. Basta que oiga que
R‚gulo ha tomado por esposa a una famosa belleza de la ciudad, y ya
se la envidia y quiere verla. -Calixto conoc¡a a su se¤or y no le de-
seaba nada malo a R‚gulo-. Bien, tal vez le guste al emperador o se
conforme con "probarla" en la estancia contigua. R‚gulo apenas crea-
r¡a problemas, pues, al fin y al cabo, quiere conservar sus rentables
cargos.¯
Calixto suspir¢ quedamente y envi¢ de inmediato un escrito al
gobernador en el que lo invitaba a ‚l y a su esposa a cenar aquella
misma noche.

La cena se sirvi¢ en el peque¤o thclinium, pues Cal¡gula s¢lo hab¡a


invitado a un reducido n£mero de amigos.
Memmio R‚gulo fue saludado con gran benevolencia, pero al ver
a Lolia Paulina, el emperador se qued¢ sin habla. Ciertamente era
una belleza, con stt rostro ovalado y los oscuros ojos ligeramente ras-
gados. Las mujeres bellas abundan en Roma, pero Cal¡gula se sinti¢
profundamente afectado por su gran parecido con Drusila. Sus ojos
centelleaban atrevidos y hechiceros, y su risa suave y melodiosa como
la de Drusila ten¡a algo misterioso, dificil de interpretar.
Lo cierro es que parte de esta ilusi¢n se debi¢ a la pronta ca¡da de
la noche x' a la luz vacilante de las l mparas de aceite, pero Cal¡gula se
sinti¢ de inmediato embelesado. Contra toda costumbre, evit¢ hacer
chistes obscenos o de mal gusto. Parec¡a ronronear como un gato al
calor del fuego. Pidi¢ a Paulina que se senrara a su lado y le sirvi¢
personalmente los mejores bocados.
Emilio L‚pido, que estuvo tambi‚n presente, lo vio con satisfac-
ci¢n. Si Cal¡gula le arrebataba la esposa, quiz se habr¡a ganado a otro
conspirador.
308 309
No obstante, de momento no sucedi¢ nada. Cal¡gula parec¡a
esforzarse por causar en Paulina la mejor impresi¢n, y se pas¢ casi
la noche entera hablando s¢lo con ella. Brill¢ en lo que mejor domi-
naba: su oratoria chispeante y pulida. Fascinada, Paulina qued¢ pren-
dada de sus labios, y alegr¢ a Cal¡gula con preguntas inteligentes y
sensatas. Incluso los amigos del emperador hab¡an asistido en pocas
ocasiones a una velada tan grata y armoniosa. Hacia la media noche,
se levant¢ de la mesa; Cal¡gula se despidi¢ cort‚smente y con extrema-
da benevolencia del gobernador y de su esposa.
El emperador retuvo a L‚pido, que cre¡a estar so¤ando.
-Necesito tu consejo, L‚pido. Paulina tiene que ser m¡a, a cual-
quier precio, pero sin violencia y sin llamar la atenci¢n. Ella es algo...,
algo especial, y no quisiera disgustar¡a. ¨C¢mo debo hacerlo?
-Bien, he visto que R‚gulo sigue gozando de tu favor. ¨Quieres
conservarle sus cargos? ¨No existe ninguna acusaci¢n?
-No, L‚pido -dijo Cal¡gula malhumorado-. As¡ no! R‚gulo es
un hombre eficiente, insustituible. No quiero perjudicarle en nada,
s¢lo deseo tener a su esposa.
-Podr¡as obligar a los dos a que se divorciaran.
-No -insisti¢ Cal¡gula obstinado-, nada de fuerza, nada de vio-
lencia.
-Bien, entonces habr¡a que encontrar algo que invalidara el ma-
trimonio. Pero temo que esto s¢lo ser posible a costa de R‚gulo. Al-
guien tendr¡a que testificar que ya est casado en secreto o jurar que
no puede consumar el marr¡momo.
-No, esto lo pondr¡a en rid¡culo o le deshonrar¡a. ¨Qu‚ otros
motivos podr¡a haber?
-Hemos sabido esta noche que la madre de Paulina vive a£n, y
reside en alg£n lugar, en el campo. R‚gulo tendr¡a que confirmar que
es su padre. Le lleva casi veinte a¤os y podr¡a muy bien ser posible.
Cal¡gula estaba radiante:
1Eso es, L‚pido! Yque quede entre nosotros. R‚gulo confirma
ante el juez que en su d¡a fue el amante de la madre de Paulina y que
hasta ahora no se hab¡a dado cuenta de su gran parecido con ‚l. Con
esto el matrimonio resulta inv lido! ¨Puedes ponerlo en marcha, en
mi nombre?
Con placer, Cayo, perd¢n, Majestad!
-A solas puedes volver a llamarme Cayo. Nos conocemos desde
hace mucho tiempo, y hemos compartido muchas experiencias.
®S¡, mi Cal¡gula -pens¢ L‚pido, presa irresistible del odio que le
atenazaba-. Pero lo que pienso maquinar pr¢ximamente se har sin
que t£ re enteres, aunque re roque interpretar el papel de prorago-
n¡sta.¯

310
Se inclin¢ sonriente:
-Lo har‚ con mucho placer, Cayo, y ya ahora quiero desearte mu-
cha suerte para tu futuro matrimonio. Que los dioses lo bendigan!
Cal¡gula le tendi¢ la mano a L‚pido para que se la besara.
-Lolia Par¡lina Augusta..., no suena nada mal.

Emilio L‚pido se fror¢ las manos. Si ese R‚gulo ten¡a una pizca de
orgullo, tendr¡a que odiar a muerte al destructor de su matrimonio.
Y ‚l har¡a todo lo posible por fomentar ese odio.
Con este prop¢sito se present¢ a la ma¤ana siguiente ante R‚gulo.
Se hizo el misterioso y fingi¢ senrirse azorado.
-Vengo por orden del emperador. Se trata de un asunto delica-
do..., no s‚ ni c¢mo empezar...
R‚gulo era un hombre que sabia dominarse; hab¡a necesitado me-
dia vida para ascender a la posici¢n que ocupaba ahora. Hab¡a tenido
que tragar y aceptar muchas cosas y no conoc¡a el obstinado orgullo
de un patricio. Durante toda su vida se hab¡a visto obligado a hacer
concesiones y estaba dispuesto a seguir haci‚ndolas. Mir¢ a L‚pido
con serenidad, muy due¤o de si.
-Sea lo que sea lo que mi emperador desee de mi, me halla dis-
puesto. He demostrado en distintas ocasiones que esto no son pala-
bras vacias. Incluso en la ‚poca de Tiberio. Supongo que es conocido
el hecho de que bajo Sejano yo encabezaba la lista de los condenados
a muerte.
L‚pido levant¢ las manos:
-Te defiendes sin haber sido atacado. El emperador valora tus
m‚ritos, y a£n ayer me dio a entender que las cosas ir¡an mejor en el
Imperio romano si tuviera m s funcionarios como t£. Nuestro pr¡nci-
pe se ha encaprichado de tu esposa hasta el punto de que quiere con-
vertirla en emperatriz. Su pasi¢n es m s fuerte que toda raz¢n, y me
ha encargado que re presente propuestas adecuadas, a condici¢n de
que est‚s dispuesto a dejar libre a Paulina.
R‚gulo hab¡a contado con todo, pero no con esto.
-Pero..., ¨como? ¨Debo repudiarla, pedir el divorcio? ¨Qu‚ moti-
vo podr¡a tener? Comprendo, naturalmente, que no es dificil enamo-
rarse de Paulina, pero al fin y al cabo existe un contrato de matrimo-
nio, hay testigos...
-Pero, R‚gulo, s¢lo resultar¡a dificil si fuera un cualquiera quien
quisiera arrebatarte a Paulina; ahora bien, trat ndose del emperador,
la cosa es distinta. Es un dios, se encuentra muy por encima de los
humanos, de las leyes. Ha decidido que Lolia Paulina es tu hija, y,
l¢gicamente, uno no puede casarse con la propia hija.
j
311
R‚gulo trag¢ saliva:
-¨Paulina, mi hija? Pero no puede ser...
-Claro que puede ser. Hace dieciocho a¤os mantuviste una rela-
ci¢n amorosa con su madre. Los documentos de la boda ser n des-
truidos en secreto, y ahora eres su padre. Y como tal se la concedes al
emperador como esposa. As¡ de sencillo resulta todo.
~Yqu‚ se me da a cambio?
-Ahora nos entendemos. El emperador re confirma por cinco
anos m s en tu cargo como gobernador de Mesia, Macedonia y Acaya.
Para rus provincias establece unos impuestos muy bajos, de modo que
en poco tiempo ser s a£n mucho m s rico. Traigo los documentos,
firmados y sellados. S¢lo tienes que aprovechar la ocasion.
-Eso es lo que har‚! -dijo R‚gulo decidido.
L‚pido se sinti¢ decepcionado.
-S¢lo pregunto por inter‚s personal. ¨D¢nde est tu orgullo de
romano libre?
-Mi orgullo radica en servir en todo lo posible al emperador.
®La cosa ha salido mal -pens¢ L‚pido-. Este lameculos no es
hombre adecuado para conspirador. Ya encontraremos otro.¯
A Lolia Paulina, en cambio, no se le pidi¢ su opini¢n. Nueve d¡as
despu‚s se deposit¢ el contrato de matrimonio en el Capitolio en el
templo de J£piter Optimo Maximo.

El segundo a¤o de gobierno del emperador CayoJulio C‚sar Augusto


tocaba a su fin. Entre el pueblo sencillo, Cal¡gula segu¡a gozando del
mismo prestigio. Sin embargo, la nobleza romana lo miraba con cre-
ciente desconfianza y constante temor. El Senado era su instrumento
d¢cil que pon¡a r pidamente en pr ctica todas las ®sugerencias¯ que
el emperador formulaba en tono autoritario.
Desde muy antiguo, el Senado, que hab¡a sido ampliado por C‚sar
hasta alcanzar los novecientos miembros, se compon¡a de patricios y
plebeyos. Originariamente los nuevos miembros eran elegidos por
censores, pero poco a poco el puesto en el Senado se hab¡a ido convir-
tiendo en un cargo hereditario en el que el hijo suced¡a al padre o a
un pariente masculino sin descendencia. As¡ hab¡a familias ¯senato-
riales¯ que ocupaban un puesto en el Senado desde la ‚poca de la
Rep£blica, y apenas importaba ya que estas familias fueran de origen
noble o plebeyo. Todos eran ricos y respetados, pues desde los tiem-
pos de Augusto un senador ten¡a que demostrar un patrimonio m¡ni-
mo de un mill¢n de sestercios. Dentro del Senado hab¡a diferentes
grupos, de los cuales el m s influyente era el de las familias consulares
de rancia nobleza.

312
Cal¡gula consideraba a todo el Senado como su enemigo declara-
do y ve¡a en cada uno de los senadores, ya fueran de origen plebeyo o
patricio, a un posible traidor o conspirador. Los senadores, frecuente-
mente enemistados entre ellos, formaban sin embargo un frente ce-
rrado cuando el emperador nombraba senador a un hombre de su
confianza, cosa para la que estaba facultado. Estos homines novi (lo que
equival¡a a decir que no descend¡an de familia noble pero que echa-
ban as¡ los cimientos de su nobleza) eran tratados con la mayor des-
confianza, y se les consideraba de modo gen‚rico espias del empera-
dor, sobre todo si proced¡an de familias desconocidas en las que
jam s hab¡an existido senadores. El emperador Augusto siempre ha-
b¡a insistido en el poder y la importancia del Senado y lo hab¡a respe-
tado, pero su destacada personalidad se impuso sin m s, y, cuando
muri¢, su sucesor Tiberio pudo convertir al Senado en un instrumen-
ro a su antojo. Cal¡gula se aprovech¢ de esta circunstancia, pues ten¡a
tras de si a un ej‚rcito de diez mil pretorianos, que le eran incondicio-
nalmente leales, y desde Tiberio, diezmar al Senado pas¢ a formar
parre de las tareas cotidianas de los pretorianos.
En el nuevo a¤o, Cal¡gula se hizo cargo de uno de los consulados y
asumi¢ la presidencia de la comisi¢n encargada de la tributaci¢n,
creada por ‚l. A ella pertenec¡an sus secretarios Calixto y Helic¢n,
algunos libertos que se hab¡an mostrado eficaces como recaudadores
de impuestos y un par de senadores nombrados por el emperador y
afectos ciegamente a su persona.
Cal¡gula mir¢ a sus criaturas con ojos de hielo, y a algunos de ellos
se les vio estremecerse bajo esta mirada. Luego su aguda y afilada voz se
abati¢ sobre ellos.
-Como los dioses, jam s hago las cosas a medias. Y as¡, tambi‚n
esta reforma fiscal ser m s amplia que cualquiera de las que se aco-
metieron en tiempos de la Rep£blica o bajo mis predecesores. Para
ello, parto de la idea de que cada persona, cada esclavo, cada acto,
cada acontecimiento, cada objeto en el Imperio romano ser gravado
con impuestos en su correspondiente medida. Todo el mundo goza
de una vida pac¡fica y protegida, y si el ciudadano romano puede ac-
tuar y moverse libremente, esta ventaja se la garantiza un Estado fuer-
te. Lo mismo se refiere a sus posesiones en seres humanos, animales y
cosas. Pero un Estado fuerte necesita dinero para sus tropas, para sus
funcionarios, para el resplandor que ha de extender para ser ejemplo,
estimulo y a la vez advertencia para otros. Hasta aqu¡, por as¡ decirlo,
se trata de las bases te¢ricas de nuestra reforma. Vayamos ahora a
la parte pr ctica. Naturalmente, tambi‚n ha habido impuestos hasta la
fecha, pero me parece comprobar cierta arbitrariedad en el hecho de
que ‚stos afectaran a uno si y a otro no. Ahora afectar n a todos. Voy a

313
j
7
poner algunos ejemplos: de ahora en adelante no s¢lo las prostitutas y
los proxenetas tendr n que pagar su ¢bolo, tambi‚n el coito ser gra-
vado con impuestos, es decir, que tambi‚n se ver n afectados los ma-
trimonios. De ahora en adelante, quien tenga la suerte de poder vivir
y trabajar en Roma, tendr que pagar por ello. Yse ver afectado todo
lo que acontece aqu¡, ya se trate del simple hecho de vivir o del ga-
nado y de los alimentos que vendan los campesinos. En el futuro, los
jornaleros tendr n que pagar una octava parte de sus ingresos, y tam-
bi‚n los mendigos. Pero soy amigo de la justicia, y si hasta ahora he
podido dar la impresi¢n de que s¢lo se ver afectada la gente sencilla,
se trata de un error. Aiecrar igualmente a las familias nobles, senato-
riales y consulares. Cada esclavo que compren ser gravado con un
impuesto de lujo, y lo mismo regir para las villas, las termas privadas,
las instalaciones de nuevos jardines y la compra de obras de arte,
como pinturas, estatuas, mosaicos, trabajos de orfebrer¡a y de plata,
vasijas ticas, etc‚tera. Quien quiera conservar su apellido noble, ten-
dr que pagar en el futuro una elevada tasa para no ser borrado de las
listas de la nobleza. Veo un acto de especial injusticia en el hecho de
que aqu¡ pueda pleitear cualquiera seg£n le venga en gana, que para
hacerlo haga uso del Estado pero que s¢lo pague a su abogado. Es
muy justo que en el futuro se pague al fisco un cuarenta por ciento de
la cuant¡a en litigio. Esto ser v lido tambi‚n para los pleitos en que se
llegue a un acuerdo amistoso, o que sean sobrese¡dos. Nadie, vuelvo a
repetirlo, nadie podr escapar de la tupida red de nuestra reforma
fiscal.
Cal¡gula call¢ y mir¢ a su alrededor. Los hombres permanec¡an
sentados en sus sillas, silenciosos, petrificados, y escuchaban las pa-
labras del emperador con la cabeza baja. Despu‚s, Cal¡gula sigui¢ ha-
blando:
-Cada uno de vosotros recibir una copia de mi reforma fiscal, y
espero vuestras sugerencias sobre c¢mo deber ser puesta en pr ctica
en cada caso. Y, para finalizar, algunas palabras sobre las penas: en el
caso de la plebe bastar n unos cuantos latigazos, puesto que el da¤o
que causen al fisco tambi‚n ser reducido. Pero los ricos que infrinjan
las nuevas leyes, tendr n que contar como pena m¡nima con el des-
tierro y la confiscaci¢n de la mitad de su patrimonio. Silos delitos son
graves, se confiscar n los bienes en su totalidad, el culpable ser ejecu-
tado y sus familias convertidas en esclavos. De momento, esto es todo,
se¤ores.
Cuando en el transcurso del nuevo a¤o la reforma se hizo p£blica y se
puso en pr ctica, empez¢ a disminuir la popularidad de Cal¡gula en-
tre el pueblo, o, mejor dicho, entre los afectados: los artesanos, los
comerciantes, los jornaleros, y entre la chusma que reh£ye la luz com-
puesta por proxenetas, encubridores y mendigos, que al principio,
cuando se enteraron de sus obligaciones fiscales, no quer¡an cre‚rse-
lo. Pero las disposiciones fueron clavadas en tablones por toda la ciu-
dad, y si alguien no sabia leer otros se ocupaban de informarle.
La verdad es que la reforma fiscal ten¡a, como todo lo ideado por
Cal¡gula, una segunda intenci¢n. Naturalmente, sabia que no se
podr¡a obtener gran cosa de los peque¤os comerciantes, de los pro-
xenetas y de las prostitutas, pero ahora ten¡a mano libre para proce-
der legalmente contra los ricos infractores fiscales. Por lo tanto,
quien no se mostraba lo bastante h bil como para sustraer al fisco
parte de su patrimonio, lo pagaba con sus propiedades y, a veces,
con su vida.
Sobre Roma se extendi¢ una sombra sangrienta. Las familias adi-
neradas y respetadas empezaron a adoptar contramedidas. Quien era
solamente rico pero no desempe¤aba ning£n cargo p£blico, lo ten¡a
relativamente f cil. Con todo sigilo se sacaban del pa¡s inmensas for-
tunas que eran llevadas a las provincias m s lejanas, por ejemplo a
Lusitania, situada muy lejos en direcci¢n oeste; pero tambi‚n eran
populares los paises orientales, como Armenia y Mesopotamia. All¡ se
creaban magnificas residencias de campo en las que el interesado so-
l¡a vivir bajo nombre falso, esperando sobrevivir all¡ al r‚gimen de
terror de Cal¡gula. A alguno de estos huidos, los recaudadores de im-
puestos lo localizaban, pero esto suced¡a raramente, y la mayor¡a de
estos recaudadores eran sobornables. Pero quien ten¡a un cargo y
proced¡a de una familia tan rica que cualquier ni¤o conoc¡a su nom-
bre, se encontraba en una situaci¢n comprometida. Algunos hicieron
testamento para intentar sustraerse a la garra mortal, anunciando p£-
blicamente por medio de un abogado que el emperador participaba
en un tercio o en la mitad de la herencia.
El caso de Sexto Pompeyo demostr¢ que incluso as¡ pod¡an salir
mal las cuentas. Este hombre, inmensamente rico, hab¡a sobrepasado
los sesenta y hab¡a sobrevivido a su esposa y a sus dos hijos. Se encon-
traba, pues, solo, ten¡a salud, apreciaba la buena mesa, el baile y la
m£sica y hab¡a ido formando una importante biblioteca. Lo £nico
que deseaba era poder disfrutar tranquilamente de todo esto y morir
con placidez en la cama cuando llegara su hora. Tampoco quer¡a mar-
charse de Roma, pues odiaba los viajes y las incomodidades que estos
conllevaban.
As¡ las cosas, hizo lo m s razonable en su caso: se dirigi¢ a Calixto.

314 315
7
El influyente secretario lo recibi¢ en el acto, pues a un hombre tan
rico no se le hac¡a esperar. Pompeyo le expuso abiertamente su si-
tuaci¢n.
-~Pero esto resulta de lo m s sencillo! -exclam¢ Calixto anima-
do-. No tienes que tener consideraci¢n con ninguna familia; natu-
ralmente el emperador lo sabe y, sin decirlo, espera lo que re voy a
aconsejar ahora. Te consigo una audiencia con ‚l, y le dices que no
podr¡as imaginar ning£n destino mejor para tu patrimonio que leg r-
selo a ‚l. Reviste tu deseo de palabras complacientes, menciona las
obligaciones de un romano digno frente a su pr¡ncipe, resalta que se
trata de tu libre y sincera voluntad. De pasada, tambi‚n puedes dejar
caer que no andas demasiado bien de salud y que los m‚dicos re cues-
tan una fortuna.
Calixto le gui¤¢ el ojo.
-¨Es as¡, o no? Por lo dem s, no quedar¡a nada mal que le hicie-
ras ya ahora un peque¤o regalo, un par de millones de sestercios tal
vez...
-Eso no me importar¡a -dijo Pompeyo-. ¨Y crees que entonces
el emperador me dejar en paz? Quiero decir: ¨esperar hasta..., hasta
que haya llegado mi hora?
Calixto sonri¢:
-Pero ¨por qui‚n tomas a nuestro pr¡ncipe? ¨Por un chantajista
o, incluso, por un asesino?
Pompeyo palideci¢.
-No, por todos los dioses, claro que no! Lo dije sin pensar, he
sido muy irreflexivo...
-No lo he o¡do, amigo mio.

Semanas despu‚s, Pompeyo fue recibido con gran benevolencia por


Cal¡gula e invitado a senrarse a su mesa. El emperador se mostr¢ muy
campechano, re¡a, bromeaba y pregunt¢ varias veces por la salud de
Pompeyo.
-Para un hombre de sesenta a¤os est s muy bien conservado.
¨Tienes intenci¢n de volver a casarte;
-No, s¢lo vivo entregado a los recuerdos, y quisiera pasar mis £lti-
mos a¤os retirado y dedicado a estudios hist¢ricos. Adem s, mi salud
deja mucho que desear, y no s‚ cu nto tiempo de vida me van a conce-
der los dioses.
Cal¡gula se hab¡a hecho informar por Calixto sobre el patrimonio
de su invitado. Este patrimonio ascend¡a a unos trescientos millo-
nes de sestercios, por lo que Pompeyo le parec¡a s¢lo un inmenso saco
de dinero, lleno a rebosar, que se sustra¡a a su alcance mientras nviera.
Nadie echar¡a de menos a Pompeyo; el testamento estaba hecho y
hab¡a sido depositado, ¨por qu‚, pues, esperar?
De repente, Cal¡gula estall¢ en una sonora carcajada. Pompeyo lo
mir¢ sobresaltado.
-¨Qu‚ es lo que re divierte tanto, Cayo C‚sar?
-La idea de que te puedo hacer cortar la cabeza en cualquier
momento. S¢lo rengo que llamar a mis pretorianos, y... zas!
Cal¡gula pas¢ el indice por el flaco pescuezo de Pompeyo. Des-
pu‚s, mir¢ a sus invitados y ri¢ alegremente.
-Naturalmente, no lo voy a hacer. ¨Por qu‚ iba a hacerlo? Un hom-
bre que quiere dejarle todo su patrimonio al emperador merece todo el
respeto del mundo. Adem s, t£ mismo has dicho que no andas muy
bien de salud. Los enfermos m s bien merecen compasi¢n, ¨verdad?
Ahora vamos a beber otra copa, y despu‚s tendr s que disculparme.
Se dirigi¢ al escanciador:
-Otra jarra de vino de Falerno, de la cosecha especial.
Pompeyo respir¢ aliviado. En Roma se dec¡an muchas cosas, pero
Cal¡gula resultaba muy tratable, y, sin duda, no era ning£n monstruo.
Hab¡a que saber aguantar una broma fuerte, esto era todo.
Cal¡gula le sirvi¢ personalmente.
-Este vino tiene m s de diez a¤os! Es una bebida de despedida
para invitados especiales. Brindemos por Roma, por los gloriosos dio-
ses y por tu salud!
Pompeyo no encontr¢ que el vino fuera tan bueno, ten¡a un ex-
tra¤o sabor met lico. El, al menos, hab¡a tomado otros mejores. Se
sinti¢ como si de repente hubiera recibido un golpe en el est¢mago.
Un sofocante ardor le hizo gemir, la copa se le cay¢ de la mano, y
desde lejos oy¢ la imprecisa voz del emperador.
-¨Qu‚ sucede, Pompeyo? ¨No te sienta bien el vino?
Pompeyo ya no oy¢ las £ltimas palabras. Se desplom¢ sobre el tri-
clinio, cay¢ al suelo, su cuerpo se retorc¡a como bajo la tortura y su
respiraci¢n estert¢rea se apag¢.
Cal¡gula llam¢ a la guardia:
- Llev oslo! Me parece que la comida no le ha sentado bien. Tal
vez se haya ahogado con un hueso. Que los m‚dicos se ocupen de ‚l.
Al d¡a siguiente se hizo p£blico que el noble Sexto Pompeyo se
hab¡a ahogado con una espina durante una comida a la que hab¡a
sido invitado en el palacio imperial.

Emilio L‚pido registraba exactamente estos acontecimientos. Mante-


n¡a correspondencia secreta con el general L‚ntulo Ger£lico, a quien
informaba de todo. Quer¡a que el legado comprendiera que aumen-

316 317
taba el peligro de verse arrastrado por el remolino mortal de Cal¡gula.
Estas indicaciones no eran realmente necesarias, pues Ger£lico hab¡a
tenido que aceptar en sus legiones a una serie de tribunos nombrados
personalmente por el emperador, y sus fieles oficiales le confirmaron
lo que desde hacia mucho tiempo sospechaba: se trataba de espias
que ten¡an por misi¢n acecharle constantemente para comunicar a
Roma cuanto hiciera y dijera. No dejaba traslucir nada, pero se fue
formando su propio plan. Ten¡a que atraer al emperador al Rin, tal
vez bajo el pretexto de una posible insurrecci¢n de los germanos a la
que hab¡a que anticiparse. No deb¡a presentar este levantamiento
como algo peligroso, para no asustar a Cal¡gula, pero hab¡a que insi-
nuar la posibilidad de que el emperador, hijo del popular Germ nico,
podr¡a ganarse as¡ una fama gloriosa como general.
La peligrosa correspondencia entre los dos conspiradores se man-
ten¡a a trav‚s de un cliente libre de toda sospecha, de L‚pido, que le¡a
todas las cartas a Agripina antes de destruirlas.
Cuando L‚pido entr¢, Agripina estaba ocup ndose de sri peque¤o
Ner¢n. El ni¤o, encantador y mofletudo, ciaba sus primeros pasos. El
peque¤o se levantaba una y otra vez, se manten¡a tambaleante sobre
sus pierneciras rollizas y combadas, intentaba mantener el equilibrio
con sus braciros cortos, y volv¡a a caerse tras unos cuantos pasos inse-
guros.
L‚pido sonri¢:
-Salve, Agripina! Tambi‚n nosotros tenemos que mostrarnos
tan renaces como ese peque¤o hombrecito. No se desalienta y prose-
guir sus intentos hasta mantenerse firme sobre las piernas. Ger£lico
ha vuelto a escribirme.
Agripina se puso un dedo en la boca recomendando silencio, y
dirigi¢ una mirada a la ni¤era. Se despidi¢ del peque¤o con un so-
noro beso y esper¢ hasta que la esclava se alej¢.
-Naturalmente, es inofensiva y no escucha nuestras palabras,
pero tenemos que evitar cualquier riesgo. Es posible que le pregunten
si se cit¢ a menudo en mi casa el nombre de Ger£lico. ¨Qui‚n sabe?
-Tienes raz¢n, querida, tenemos que pensar en todo. Ahora
voy a leerte lo m s importante de la carta. Por cierto, jam s mencio-
na el nombre de Cal¡gula, s¢lo habla en tercera persona. Escucha,
pues:

®... a pesar de todo esto he llegado a la conclusi¢n de que seria


mejor llevar a cabo la acci¢n lejos de Roma, m xime si conseguimos
atraerle hacia aqu¡ bajo cualquier pretexto. Lo acompa¤ar n sus pre-
318
rorianos, pero no traer m s de ochocientos o de mil. Pero si se queda
en Roma, entonces tiene que ocurrir all¡. La fecha m s favorable ser¡a
a principios del verano; en esta ‚poca podr¡a cruzar r pidamente los
Alpes con mis tropas. Pod‚is, pues, contar con mis cinco legiones y, si
se recibe aqu¡ la noticia fidedigna de su muerte, tambi‚n con las cinco
de mi suegro Apronio. Mi suegro se muestra prudente en exceso y no
se decide a prestar sus legiones para el derrocamiento del libertino,
pero me ha jurado por Marte que re apoyar si se trata de la sucesion.
El camino est , pues, libre, y este mismo a¤o podr¡amos alcanzar
nuestro objetivo. Espero tu se¤al y me mantengo dispuesro.~

L‚pido dej¢ caer el rollo y dirigi¢ una mirada interrogativa a Agri-


pina.
-Bien. ¨Qu‚ dices?
El severo y hermoso rostro de Agripina no dejaba traslucir sus sen-
timientos, pero sus ojos brillaban como bajo el efecto de la fiebre.
-No me arrever‚ a alegrarme hasta que ese monstruo se en-
cuentre sobre la pira y los pretorianos hayan jurado lealtad a Emilio
L‚pido Augusto. Pero no olvides nuestro acuerdo. Tras nuestra bo-
da, adoptar s a Ner¢n y lo designar s tu sucesor. Esta es mi con-
dici¢n!
-Esto est m s que acordado. Manus manurn lavat!* Y por otra
parte quiero que seas m¡ esposa, no s¢lo porque resulta lo m s pr cti-
co para nuestros planes, sino porque re amo. Por favor, no lo olvides
nunca!
Agripina mir¢ a su amante a la cara, un rostro no carente de belle-
za pero marcado por los m£ltiples excesos. Tiempo atr s lo hab¡a teni-
do por un cortesano ab£lico y adulador, por un instrumento de su
hermano, sin voluntad propia, s¢lo capaz de gasrarse el dinero con-
juntamente con Cal¡gula. Se hab¡a equivocado, pues L‚pido mostraba
valor y prudencia en los planes de derrocamiento del emperador. Sa-
bia que arriesgaba su cabeza, y aunque con su comportamiento no se
hab¡a ganado su coraz¢n, Agripina lo respetaba y estaba dispuesta a
legitimarle mediante el matrimonio como sucesor de Cal¡gula. Pero
su coraz¢n pertenec¡a £nicamente a su hijo, y todo lo que hacia, lo
hacia por ‚l, por su futuro.

La cortesana Piralis hab¡a pasado el verano en N poles en compa¤¡a


de un rico cliente, y, a su regreso, encontr¢ la invitaci¢n del empera-
dor. Estaba descansada y sent¡a ganas de hacer cosas, pues el cliente

* Una mano lava la otra.

319
A
era un amable viejecito, solo y viudo desde hacia poco tiempo; lo £ni-
co que quer¡a era exhibirse en su lugar de veraneo al lado de una
mujer hermosa y cuidada, de modo que a ¡iadie se le pas¢ por la ca-
beza la idea de que hubiera alquilado los servicios de una cortesana.
éltimamente no se o¡a nada bueno sobre el emperador, aunque
los veraneantes en N poles hablaban de sus caprichos y bromas m s
bien como algo inofensivo y original.
¨Qu‚ deb¡a ella pensar de esta invitaci¢n? S¢lo una vez hab¡an
coincidido; fue un asunto m s bien sin importancia, pero Piralis re-
cordaba todos los detalles. Sus ojos extra¤amente fijos la hab¡an exa-
minado brevemente, y despu‚s hab¡a dicho: ¯Me gustas, P¡ralis<'. X
ella hab¡a contestado espont neamente: ¯T£ me gustas tambi‚n¯.
Pero lo que la at¡ ajo entonces no fue su fisico; hab¡a cre¡do ver,
tras aquella r¡gida m scara, a tin ser humano desgraciado y vulnera-
ble. Yc¢mo se ri¢ de coraz¢n cuando ella lo tom¢ por un senador! La
verdad es que aqu‚lla era su f¢rmula habitual para clientes distingui-
dos, pues rodos se sent¡an halagados si se les tomaba por un senador.
¯Algo parecido si soy¯, hab¡a dicho, y ella hab¡a subido un poco m s
el rango, preguntando: ¯¨Un general, un tribuno?¯. Se mostr¢ agra-
decido porque le hab¡a hecho re¡r. Correspondiendo a su deseo, ha-
b¡a ido a buscar su la£d y le hab¡a cantado la canci¢n de Catulo ~'«-
vamos, meo Lesbia~.
Y entonces ‚l le hab¡a tomado la mano diciendo que pusieran en
pr ctica la sugerencia de Catulo. Pero no llegaron a hacerlo, porque
‚l se desplom¢ y se lo llevaron a toda prisa. Ella hab¡a seguido con la
mirada la silla de manos rodeada por gente armada y se hab¡a queda-
do contemplando la pieza de oro (1ue sim acompa¤ante le meti¢ r pi-
damente en la mano. Y entonces comprendi¢ que era el emperador
quien hab¡a sido su hu‚sped.
M s tarde la hab¡a invitado a la fiesta de mujeres, pero en aquella
ocasi¢n s¢lo lo vio de lejos. X~ ahora, llegaba la invitaci¢n de presen-
rarse en el Palatino. "¨Otra fiesta?¯, pregunt¢ al due¤o del lupanar,
pero ‚ste s¢lo supo repetir lo que va le hab¡a dicho.
-Me ha ordenado que, en cuanto te vea, re diga que te presentes
en el palacio. No s‚ nada m s.

Piralis lo hizo a la ma¤ana siguiente. El oficial de guardia la miro sus-


picaz:
-¨Qu‚ significa esto? ¨Qui‚n te ha llevado esta misiva y cu ndo?
-He estado de viaje, y no me he enterado hasta ahora. No s‚
qui‚n puede haber sido. En cualquier caso puedes anunciarle al em-
perador que he estado aqu¡.

320
El oficial estall¢ en una sonora carcajada.
Ah, nada menos que al emperador! ¨Por qu‚ no a los dioses?
Pero, en serio: alguien se ha permitido una broma contigo. Olvidala y
sigue tu camino.
Pero Piralis se mantuvo tenaz:
-¨Una broma? No lo creo. Al fin y al cabo conozco personalmen-
te al emperador. Tambi‚n fui invitada a la fiesta que se dio para inau-
gurar el templo de Isis...
~Conoces personalmente al emperador?
-Si, mantuvimos una breve conversaci¢n en el lupanar.
El joven oficial ya no sabia qu‚ pensar.
-Voy a anotar tu nombre y lo paso a secretaria. Que decidan
ellos. ¨D¢nde se re puede localizar?
P¡ralis se lo dijo, y la dejaron marchar. Su nombre fue a parar a
una lista con peticiones e instancias dirigidas a Calixto, cuya mirada se
qued¢ prendida en la nora: "Afirma conocer al emperador y dice que
debe presenrarse en palacio¯.
Calixto gimi¢ en voz baja. ®Estos eternos intentos de penetrar en
palacio!¯ Yen la mayor¡a de los casos eran mujeres que abrigaban la
absurda esperanza de llegar de este modo hasta la cama del empera-
dor. Algunas conoc¡an efectivamente al emperador de alg£n encuen-
tro fugaz, pero Cal¡gula no deseaba ser molestado con semejantes ha-
nalidades. Calixto aparr¢ los papeles. Papelajos! ¨Por qu‚ todo ten¡a
que acabar en su mesa? Al fin y al cabo hab¡a una docena de escribien-
tes y secretarios, pero ninguno de ellos se atrev¡a a tomar una de-
c¡sion.
La verdad es que no quer¡a otra cosa. Su jornada de trabajo dura-
ba doce, a veces incluso quince horas, pero precisamente en esto estri-
baba su poder: en estar informado de todo, en decidir lo que ten¡a
que llegar al emperador y lo que no.
Se qued¢ bastante sorprendido cuando d¡as despu‚s el mismo em-
perador empez¢ a hablar del asunto:
~Ha pedido £ltimamente una audiencia una tal P¡ralis? Hace
tiempo que deber¡a haberse presentado.
Calixto rirube¢.
-¨P¡ralis? Perdona, Majestad, pero son tantos los nombres... En
seguida lo comprobar‚.
Tras una breve b£squeda encontr¢ el nombre. El p lido rostro de
Cal¡gula enrojeci¢ y sus ojos echaron chispas asesinas.
-¨Por qu‚ no se me ha comunicado? D¡a tras d¡a me llenas los
o¡dos con docenas de nombres que no me interesan, pero he estado
esperando precisamente a esta mujer. Te est s volviendo negligente,
Calixto!

321
j
7
El orondo secretario se desinfl¢ como si quisiera hacerse invisible.
A Cal¡gula le encantaban estos gestos de humildad, y Calixto los domi-
naba a la perfecci¢n.
-No soy m s que una d‚bil criatura, divino, perdona! Tu me-
moria sobrenatural ha retenido un nombre que a mi se me antoja-
ha carente de importancia. Inn¡ediatamente enviar‚ una misiva a la
dama.
La tormenta se disip¢.
-Me vuelvo a olvidar una y otra vez de que estoy tratando con
humanos. T£ pones todo tu af n en lo que haces, Calixto, lo s‚. Oc£-
pare de que esa P¡ralis sea invitada a cenar esta noche.

Cal¡gula estaba de un humor de perros. Su esposa Lolia Paulina lo


hab¡a decepcionado profundamente, y no sab¡a muy bien qu‚ hacer
con ella. Al principio hab¡a abrigado la esperanza de encontrar a una
segunda Drusila, la hab¡a mimado desmesuradamente y la hab¡a col-
mado de regalos, pero su forma de ser y su manera de comportarse no
se ajustaban en absoluto al gusto de Cal¡gula. Ahora que era empera-
triz, quer¡a llevar tambi‚n una vida de emperatriz: suntuosas recepcio-
nes, grandiosas actuaciones en el teatro, solemnes visitas al templo,
tardes ceremoniosas en compa¤¡a de las santas Vestales. No s¢lo care-
c¡a del car cter espont neo, alocado, caprichoso, hechicero y enig-
m tico de Drusila, sino que tend¡a a todo lo contrario: se las daba de
solemne, razonable y due¤a de si. S¡ dec¡a que diez d¡as m s tar-
de quer¡a comer con la esposa del prefecto de la ciudad, se trataba de
una decisi¢n tan inamovible como la roca Tarpeya. Pero lo que Cal¡-
gula apreciaba especialmente em¡ Drusila era lo imponderable, lo sor-
prendente, sus estados cambiantes de nimo, su humor brillante que
sabia co¡werrir una tarde aburrida en unas horas inolvidables. Sin em-
bargo, lo peor era el comportamiento de Paulina en la cama. No era
‚xactamenre mojigata, pero si una remilgada, y muchas cosas no que-
r¡a hacerlas porque, simplemente, no le gustaban.
-No, esto es de animales, no pienso hacerlo! Deja eso, no quie-
ro andar ma¤ana cubierta de cardenales!
Yasi continuamente. Cal¡gula llevaba ya semanas sin acostarse con
ella, y esto precisamente parec¡a sentarle muy bien. Paulina floreci¢
como una rosa, empezaba su d¡a con el alba, y su joven y eficaz secreta-
rio ten¡a que correr constantemente tras ella, como quien dice, con la
agenda en la mano.

322
P¡ralis apareci¢ en palacio puntualmente, una hora despu‚s de la
puesta del sol. En esta ocasi¢n encontr¢ todas las puertas abiertas. El
emperador la recibi¢ en el peque¤o comedor que s¢lo conoc¡an sus
confidentes m s ¡ntimos. Piralis quiso arrodillarse para besarle la
mano, pero Cal¡gula orden¢:
D ‚jalo! Esta no es una recepci¢n de Estado, sino una peque¤a
cena entre amigos. Aparre de ti, est n invitados Emilio L‚pido, Va-
lerio Asi tico, el bailarin Mn‚srer y el auriga Eurico.
~No hay otras mujeres, Majestad?
-No, s¢lo t£. Quiero aprovechar la ocasi¢n para presentarte a mis
amigos; L‚pido ya re conoce de nuestro primer encuentro. Sin embar-
go, no rengo muy claro si al bueno de Mn‚srer se le debe calificar de
hombre. Inrerprera los papeles femeninos de manera tan convincente
que uno no sabe con exactitud a qu‚ atenerse con ‚l. Se le considera
m¡ amante, toda Roma habla de esto, pero no es verdad.
Piralis esboz¢ una sonrisa refinada.
-Y aunque as¡ fuera. Sin duda, Mn‚srer es una persona que se
hace querer.
Con estas palabras, Piralis hab¡a echado aceite al fuego.
-Si, Piralis, lo es. Y adem s es un gran artista! Recientemente yo
mismo azot‚ a un noble porque hizo ruido durante una pantomima.
Mn‚ster es genial!
-Si, lo es -dijo Piralis, y mir¢ con curiosidad a su alrededor.
Cal¡gula not¢ que esta mujer era un ser equilibrado y satisfecho, y
desde siempre le hab¡a atra¡do ir al fondo de semejante actitud, ajena
a ‚l. Le parec¡a incomprensible que hubiera personas que no se abu-
rrieran, que no estallaran furiosas, que no fueran ni crueles ni se rego-
cijaran con el dolor ajeno, que no desearan cada vez m s y siempre
algo nuevo.
Piralis irradiaba tambi‚n en su presencia una calma y una seguri-
dad como si no fuera el emperador quien la hab¡a invitado a comer,
sino ella al emperador.
Cuando todos los invitados estuvieron reunidos, Piralis los exami-
n¢ detenidamente. Conoc¡a a los hombres por dentro y por fuera, y
en la mayor¡a de los casos le bastaba ver a un hombre entrar en la
estancia para valorarlo adecuadamente.
El primero en aparecer fue L‚pido. A ‚l ya lo hab¡a conocido en
aquella otra ocasi¢n, pero, al verlo, se apoder¢ de ella una sensaci¢n
extra¤a. Ten¡a la mirada aguda y atenta de un zorro, y entr¢ en la
estancia como un animal olfateando. Tras sus rasgos marcados por los
excesos, reconoci¢ fuerza y decisi¢n.
El senador Valerio Asi tico apareci¢, seguramente por casualidad,
junto con Eurico. Seguro de si mismo y erguido, entr¢ en el triclinio

323

1
precediendo al auriga. Le llevar¡a unos diez a¤os al emperador; su
inclinaci¢n no result¢ demasiado profunda, su rostro hermoso y
viril parec¡a due¤o de si y no dejaba traslucir nada de sus senti-
mientos.
Entico esboz¢ una sonrisa est£pida cuando le presentaron a P¡ra-
lis. Murmur¢ algo sin importancia, x Piralis not¢ que no se sent¡a de-
masiado a gusto fuera de la pista.
Mn‚srer apareci¢ con algo de retraso, pero esto formaba parte de
los privilegios del genial artista. Danzaba de un lado a otro como si
estuviera pisando un escenario, esboz¢ una sonrisa dulce, le bes¢ la
mano al emperador con un inacabable gesto entra¤able, salud¢ a los
dem s con ademanes afectados y, cuando le presentaron a Piralis,
hizo una mueca de remoto asco. Por muy bien que supiera dominar
su expresi¢n sobre un escenario, no era capaz de hacerlo en la vida
privada, y se le notaba claramente cualquier emocion.
Pese a que Asi tico, como tambi‚n L‚pido, trataran al emperador
con gran respeto, P¡ralis not¢ en ambos un leve desprecio. El tono
desenfadado y amigable no era capaz de enga¤arla, y se dio cuenta de
que aquellos dos hombres no eran amigos tan leales como una mirada
superficial pudiera indicar.
Cal¡gula se mostr¢ amable, sin reprimir su inclinaci¢n a los chistes
c¡nicos. Eutico, que, al parecer, hab¡a perdido una de las £ltimas ca-
rreras, tuvo que escuchar:
-Estoy considerando la posibilidad de prepararte para gladiador.
A la larga no es aceptable un auriga que perjudica la fama de los Ver-
des. O quiz sea mejor que re enfrentes directamente con un le¢n
hambriento. Entonces la cosa va m s deprisa, pues de todas formas no
sirves para gladiador. ~Qu‚ re parece?
Eurico se puso p lido como un pa¤o de lino reci‚n lavado. Trag¢
saliva varias veces para tartamudear despu‚s:
-Se tra-trata de u-una broma, ~yerdad, Majestad? Ni siquiera Enr¡-
co puede ganar todas las carreras.
-Pero deber¡a hacerlo, amigo mio. Bien, dejemos que el le¢n
pase a£n un poco de hambre y esperemos las pr¢ximas carreras.
Valerio Asi tico que, por lo visto. era muy rico, tuvo que oir de
boca del emperador:
-En general, creo que nadie en el Imperio romano deber¡a ser
m s rico que el emperador. Eso resulta sencillamente inadmisible!
-¨Qui‚n puede ser m s rico que t£, Majestad? De todas formas,
puedes disponer de todo.
- ~SP ~Eso es ~ Pero, lamenr~hl~ ~ no se
lo que ~ ~-,
a la realidad. Mis arcas est n vac¡as: soy m s pobre que algunos liber-
ros. Estoy pensando ya en la posibilidad de implantar un nuevo im-
324
puesto que reduzca a la mitad todo patrimonio que exceda de un
mill¢n de sestercios. ¨A cu nto asciende el tuyo, Asi tico?
-En dinero en efectivo, a unos cientos de miles. Lo dem s est
invertido en casas, cuadras de caballos, campos...
-Al menos t£ tienes una gran familia, pero hay un par de viejos
ricachones sin esposa, sin hijos, c~ue est n sentados sobre su dinero
como la gallina sobre sus huevos. Estos ser n los primeros de quienes
nos vamos a ocupar. Pero servios, amigos m¡os, no vamos a aburrir a la
hermosa Piralis con conversaciones tan serias...
Dio unas palmadas.
Que entre la m£sica y los cantantes!
Entre otros, apareci¢ una pareja de cantantes de Numidia, hombre
y mujer, con rostros oscuros y nobles. Cantaron una canci¢n de amor
en el lenguaje de su patria, que nadie entend¡a, y no obstante, todo el
mundo comprendi¢ de qu‚ se trataba. Los cuerpos de ambos acompa-
¤aron la canci¢n y de los movimientos de piernas, manos y de sus ca-
bezas se deduc¡a c¢mo la pareja de que trataba su canci¢n se enamor¢,
y todo lo que Fortuna depar¢ a los enamorados: separaci¢n, celos,
reencuentro feliz, pasi¢n, ira, perd¢n. Incluso Mn‚srer aplaudi¢ con-
descendiente a sus colegas, aunque tal vez s¢lo porque ‚l era bailarin,
actor y mimo, pero no cantante. M s tarde actuaron unosjuglares, pero
eran tan malos que Cal¡gula bostez¢ y se dirigi¢ a Mn‚srer.
-Querido, ¨no re apetecer¡a presentarnos algo en peque¤o circu-
lo para poner un final digno a esta velada?
Mn‚ster se hizo de rogar, mir¢ a Eurico y dijo en tono mordaz:
-No estoy seguro de que todos aqu¡ sepan apreciar mi arte como
t£, Majestad.
Cal¡gula entendi¢ inmediatamente a qui‚n se refer¡a. Estall¢ en
una sonora carcajada y dio la raz¢n al bailarin.
-Es posible, Mn‚srer que Enrico encuentre m s delicioso el batir
de los cascos y los relinchos de sus caballos que tu arte esc‚nico. De
gustibus non est disputandum!* Pero en nosotros encontrar s agradeci-
dos admiradores. Haznos, pues, este favor.
Dificilmenre pod¡a negarse Mn‚srer a un deseo de su emperador;
se levant¢, pues, con gestos afectados, alis¢ los pliegues de su toga,
sac¢ como por arre de magia un peque¤o espejo de mano, comprob¢
cuidadosamente su rostro y se coloc¢ ante su reducido p£blico.
-Voy a presentar una versi¢n abreviada de la pantomima tr gica
C¡niras y jVlirra.
Mn‚ster sabia que ‚sta era una de las piezas preferidas del empera-
dor; as¡ pues, se convirti¢ en Ciniras, el hijo de Apolo que fund¢ el

* Sobre gustos no se discute.


325
-I
culto de Afrodita en Pafos donde desempe¤aba el cargo de sacerdote.
Debido a un tr gico error, engendr¢ un ni¤o con su propia hija, y se
suicid¢ al darse cuenta del incesto.
Mn‚srer interpret¢ los dos papeles, acompa¤ado s¢lo por una sua-
ve m£sica, mientras que, normalmente, tinos cantantes sol¡an dar m s
vida a la representaci¢n. Pero a Mn‚ster no le hac¡a falta este apoyo.
Con los movimientos de su cuerpo y su m¡mica logr¢ la mayor expresi-
vidad y todos lo entendieron, excepto, tal vez, Entico, que bostezaba
con disimulo y segu¡a la interpretaci¢n de Mn‚srer con ojos muy
abiertos, lo que demostraba una falta total de comprensi¢n. Natural-
mente se uni¢ al aplauso, porque quer¡a que Mn‚ster viera que tam-
bi‚n ‚l, el auriga, apreciaba el arre esc‚nico.

De repente, Cal¡gula hizo levantar la mesa, tom¢ a Piralis del brazo y


arraves¢ con ella los amplios salones del palacio hasta la alcoba. Tras
ellos se o¡a el paso de marcha de la guardia germ ¡iica. El tribuno de
servicio, Casio Querea, se puso firme y pidi¢ la consigna para aquella
noche.
Cal¡gula le dirigi¢ tina mirada l nguida e hizo un afectado gesto al
estilo femenino.
-Veamos, bomboncito con voz de eunuco, ¨qu‚ escogemos hoy?
El emperador baj¢ la mirada como una muchacha avergonzada y
silb¢:
-Priapo.
Querea se mantuvo imperturbable y repiti¢ al estilo militar:
-Priapo, imperator!
Cal¡gula desapareci¢ con Piralis en la alcoba. Querea reflexion¢ si
aqu‚lla hab¡a sido una broma inofensiva o una ofensa, pues Priapo,
dios de la fecundidad, con su falo descomunal no resultaba apropiado
como consigna. Bien, los germanos no hab¡an entendido nada, y tal
vez por parte del emperador fue una alusi¢n a la muchacha que com-
partir¡a esta noche su cama. Querea decidi¢, pues, no senrirse ofendi-
do y reanud¢ su ronda nocturna por el palacio.
-Creo que has ofendido al tribuno, Majestad -coment¢ Piralis.
Cal¡gula se hizo el sorprendido.
-¨Que lo he ofendido? Un dios no puede ofender a nadie. Lo
que procede de los dioses, tanto si es bueno como si es malo, lo tie-
ne que aceptar el hombre con humildad, con paciencia y sin quejarse.
P¡ralis vio una peligrosa mirada acechante en sus ojos fr¡os y du-
ros, que la observaban estrechamente. ~Quiere ponerme a prueba
-penso-, qr¡iere averiguar lo que pienso de su divinidad.¯
-Puede que tengas raz¢n, Majestad.

326
-. Desn£date! Y ll mame Cayo. En realidad CayoJ£piter, pues soy
hermano gemelo de J£piter. Nos hemos repartido el universo: ‚l go-
bierna el cielo y yo la tierra. Por eso en Roma todas las estatuas de
J£piter llevan mi rostro. El pueblo tiene derecho a conocer el rostro
de su dios. Yno s¢lo en Roma! He dado orden de levantar templos y
estatuas en todas las provincias al J£piter viviente, Cayo J£piter. La
gente lo hace a gusto, Piralis, de verdad! ¨Sabes c¢mo me llaman en
griego? Zeus Epiphanes Neos Gaios. Zeus en su nueva apariencia
como Cayo, suena bien ,¨verdad?
Piralis se hab¡a desnudado y permanec¡a desnuda junto a la cama,
pero el emperador no le prestaba atenci¢n alguna. Daba largos pasos
de arriba abajo entre las columnas de p¢rfido del cubiculum y no deja-
ha de hablar.
-S¢lo los jud¡os plantean dificultades. Es un pueblo terco e insu-
bordinado. Para ellos, la religi¢n est por encima de todo. Se dejan
crucificar, empalar, decapitar antes de ceder un pice. Pero sabr‚ im-
ponerme tambi‚n a ellos. Recientemente, Calixto recibi¢ la queja de
que all¡, en no s‚ qu‚ ciudad, destrozaron un altar dedicado al empe-
rador. Un altar dedicado ami!, re das cuenta! Mi primer impulso fue
borrar a toda la ciudad de la faz de la Tierra por semejante sacrilegio,
pero Calixto no lo consider¢ adecuado. Dijo que J£piter s¢lo deber¡a
castigar a los causantes, pues la mayor parre de la ciudad hab¡a ofreci-
do regularmente sus sacrificios ante este altar. Como se pudo detener
a algunos de los autores, ced¡. Los sacr¡legos fueron empalados y que-
mados seguidamente a fuego lento.
Cal¡gula sonri¢ satisfecho al imaginar la escena.
-Es un castigo justo, ¨verdad? Pero no quedar en esto. Todo el
pueblo jud¡o tiene que saber qui‚n es su se¤or, a qui‚n tiene que
obedecer. As¡ he dado orden a Publio Petronio, el legado de Siria, de
colocar la estatua de Zeus Epiphanes Neos Gaios, mi estatua !,enel
templo de Jerusal‚n. En este templo absurdo que no contiene ningu-
na imagen de un dios, ¨te imaginas, Piralis, un templo vacio?
Solt¢ una risita maliciosa.
-Bien, pronto dejar de estar vacio, y los jud¡os tendr n a qui‚n
adorar.
-Cayo, rengo fr¡o -le interrumpi¢ Piralis.
-¨Fr¡o? Yo nunca rengo fr¡o! El fuego divino me da calor, arde en
mi d¡a y noche y a menudo ni me deja dormir. Los humanos necesitan
dormir de siete a ocho horas: a mi me bastan tres o cuatro. Las noches
son largas, Piralis, muy largas, incluso para un dios. Si, ve acost ndore.
Hablaba mientras se quitaba la ropa, hablaba mientras se met¡a en
la cama junto a la mujer. Piralis abraz¢ su cuerpo fofo como una es-
ponja, not¢ el fuerte vello, pero no sinti¢ asco. No sent¡a asco de nin-
327
j
y
g£n hombre con quien se acostara voluntariamente, y Piralis s¢lo se
entregaba voluntariamente.
En su desbordada fantas¡a imaginaba que Pan la hab¡a atra¡do a su
cueva y que ahora la estaba seduciendo, obeso, peludo y con el aliento
oliendo a vino. La idea la excir¢. Al fin y al cabo, ‚l se ten¡a por un dios,
y esto daba alas a su imaginaci¢n, pues Pan era el dios del bosque.
Cal¡gula se sinti¢ abrazado cori pasi¢n y animado vivamente a es-
forzarse. Esa Piralis era una amante maravillosa, ‚l ya lo hab¡a adverti-
do cuando la vio por primera vez. Sin pudor, dispuesta y entregada
correspond¡a a sus deseos, pero no al modo de una esclava sumisa,
sino alegremente y llena de imaginaci¢n, estimulante y eficaz.
M s tarde le dijo:
-Me voy a divorciar de Paulina; de todas formas va ten¡a inten-
ci¢n de hacerlo, y, despu‚s, me casar‚ contigo. Si un dios gobierna
el Imperio romano, la vida tiene que ser ins¢lita y amena. Si va fui el
primer pr¡ncipe que se caso con su hermana, tambi‚n ser‚ el primero
en casarme con una prostituta. No, prostituta no: busquemos una de-
nominaci¢n m s adecuada: con tina noctiluca, una meretriz. Yav de
quien se burle! Las jaulas del Circo M ximo est n llenas de animales
hambrientos! Los burlones se reencontrar n r pidamente en la are-
na, espada en mano, frente a un le¢n rugiente.
A Cal¡gula le apasion¢ esta idea.
-Y todo sin proceso; ser muy r pido. Entonces podremos orga-
nizar jr¡egos cada dos d¡as. Y no hablemos de la expresi¢n de mis
hermanas! Ya las estoy viendo a las dos en nuestro banquete nupcial.
La altiva Agripina arrugando la nariz y la peque¤a Livila haciendo un
gesto desde¤oso con la cabeza. Precisamente ella que se acuesta con
un poetastro! Prefiero a una prostituta; ah, Piralis, Piralis,ya ahora
estoy esperando la reacci¢n de los dem s. Y¡~o digamos el Senado!
Los venerables padres se arrastrar n por el po¡vo ante ti como perriros
que mueven el rabo mendigando tu permiso para besarte la mano.
Cal¡gula se incorpor¢ y dijo:
-Mandar‚ llamar ahora mismo a Calixto para que redacte el con-
trato matrimonial.
-D‚jalo dormir, Cavo. Algo as¡ s¢lo lo puede conseguir un dios:
una hetaira se mere en su cama y sale de ella convertida en empera-
triz. Es una idea fant stica, pero antes tienes que divorciarre. Ser¡a un
mal ejemplo para el pueblo que el pr¡ncipe fuera b¡gamo. Ya sabes
que el populacho lo imita todo.
-S¡, tienes raz¢n. Una cosa tras otra. Pero vamos a anticipar va
nrmesrra noche de bodas, ven, Piralis, rengo verdadera hambre de ti.
La atrajo contra su ct¡erpo, y Piralis pens¢: ¯En el fondo sigue sien-
do un ni¤o, un gran ni¤o cruel e imprevisible¯.

328

SIEGFRIED OBERMEiER Nacido en 1936


en Munich, su dedicación a la literatura se inició hace más de
veinte años. En el curso de estos años ha escrito numerosos
cuentos, ensayos, novelas, glosas y otras obras de diversa índole.
Al mismo tiempo ha colaborado de forma habitual en la
realización de programas de radio, así como en periódicos y
revistas.

Muchos de los textos de su autoría han sido incluidos en los


libros de lengua alemana y de arte para su utilización en las
escuelas superiores.

En 1986 le fue concedido el premio cultural de Schlehbeim.


Calígula, el joven inteligente y ambicioso que supo jugar sus
bazas en el seno de la familia imperial, conseguirá llegar a la
cumbre del poder haciendo uso de una crueldad legendaria
y una total ausencia de escrúpulos. Primero emperador, y
luego dios, nada se resiste ante la voluntad caprichosa de
este hombre que sembró su trayectoria de crímenes
difícilmente imaginables, y que en pocos años se granjeó el
odio de sus contemporáneos. Entre ellos el de Cornelio
Sabino, un joven de buena familia que, junto con su amigo
el centurión Querea, participará en la conspiración que
pondrá fin al desgraciado gobierno de Calígula.

SALVAT - HISTORIAS DE GRECIA Y ROMA

CALÍGULA
EL DIOS CRUEL

(II)

SALVAT - HISTORIAS DE GRECIA Y ROMA

Título original: Calígula. Der grausame Gatt

Traducción: Basilio Losada


Traducción cedida por Editorial Edhasa
Diseño de cubierta: BaseBCN
© 1998 Salvat Editores, S.A. (De la presente edición)
© 1990 by nymphenburger in der F.A. Herbig Verlagsbuchhandlung
GmbH, Múnchen
© 1995 Basilio Losada (De la traducción)
© 1995 Edhasa

ISBN: 84-345-9851-5 (Obra completa)


ISBN: 84-345-9863-9 (Volumen 12)
Depósito Legal: B-36.851-1998
Publicada por Salvat Editores, S.A., Barcelona

Impresa por CAYFOSA - Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)


Printed in Spain - Impreso en España

Cornelio Sabino se sentía tan dichoso como los bienaventurados dio-


ses del Olimpo. A veces pensaba, avergonzado, que era una felicidad
excesiva, e imploraba a la diosa Fortuna que mantuviera este estado el
mayor tiempo posible.
Había encontrado una manera para ver regularmente a Helena
sin entrar en conflicto con su servicio. Entretanto, el veterano centu-
rión con el que se había batido en duelo se había convertido en su
amigo y confidente, y así Sabino podía desaparecer en cualquier mo-
melito, porque el viejo gtierrero le cubría las espaldas, aunque no sin
recibir a cambio diversas contraprestaciones de Sabino. Estas consis-
tían ante todo en meterse lo menos posible en sus decisiones y pagarle
(le vez en cuando una jarra de vino.
Entretanto había llegado el invierno, pero esta estación del año,
que en Roma era a veces bastante fría -en ocasiones hasta nevaba-
restíltó ser aquí agradablemente suave.
Para el templo de Artemisa habían comenzado también días tran-
qtíilos, pues el mar, a veces tempestuoso en noviembre y diciembre,
paralizaba en gran parte la navegación, impidiendo la afluencia de
peregrinos. Durante esta época, el calendario de fiestas no registraba
en Efeso celebraciones especiales dedicadas a la Artemisa, de modo
que casi acudían sólo al templo las gentes de la ciudad con sus súpli-
cas, pequeñas o grandes. La mayoría de los comerciantes había desa-
parecido y, a excepcióíí de dos o tres, las tabernas estaban cerradas.
Era una época tranquila y pacífica que, sin embargo, resultó des-
favorable para Helena.
-Ahora tengo que tener mucho más cuidado. Casi todos los
que vienen al templo son gente de Efeso, y aumenta el peligro de que

329
L
XXII
entre ellos haya algún conocido. Además, mi situación ha cambiado.
En stís ojos de color de miel aparecio una mirada extrañamente
inquisitiva que hizo que Sabino pregtintara con un deje de insegu-
ridad:
-Querida, ~qué te ocurre? ¿En qué ha cambiado tu situación? ;Es
que Petrón ha empezado a sospechar? ¿Alguien te ha visto aquí?
Helena se levantó y fue hasta la ventana. El sol del ocaso lanzaba su
brillo sobre los campos resecos; de algún lugar llegaba un persistente
arrullo de palomas.
Su respuesta se hizo esperar, le dio la espalda a Sabino y dijo, al
fin, sin dignarse volverse siquiera.
-Pronto ya no podré venir más.
Sabino se levantó despacio y fue a la ventana como aturdido.
Tomó a Helena suavemente por los hombros y la obligó a girarse.
-¿Qué ha pasado, Helena? Por favor, dimelo.
Sus grandes y hermosos ojos de color de miel estaban anegados en
lágrimas.
-Es la cosa más sencilla del mundo, mi amor, pero lo complica
todo para nosotros. Estoy embarazada. Ya he tenido dos faltas en los
días de mi purificación.
Todo empezó a dar vueltas en la cabeza de Sabino.
Helena sigtíió hablando con evidentes muestras de intranqui-
lidad.
-Pronto ya no se podrá octíltar, y entonces ya no tendré ningún
motivo para venir aquí.
-Tienes que huir conmigo -insistió Sabino-. No veo otra sali-
da. Petrón se preguntará quién ha engendrado este hijo.
Helena negó con la cabeza.
-No lo hará. Ocasionalmente viene a mi cama casi siempre borra-
cho, y entonces intenta algo parecido a un coito. Naturalmente la
cosa nunca pasa del intento, pero no seria dificil convencerle de que
el hijo es suyo.
-;Ajá!, y ahora yo sobro, ¿verdad? La familia feliz se agrupa en
torno a la cuna del ansiado heredero, y el maricón de Petrón celebra
con sus amigotes la paternidad. Esto no puede ser, Helena. ¡Nos ama-
mos! No has estado viniendo aquí todo este tiempo sólo para que te
hiciera un hijo, sino porque me amas, ¿no es cierto?
Helena se sentó.
-Sólo he dicho que me gustas. El único que ha hablado de amor
has sido tú.
A Sabino se le hizo un nudo en la garganta y con la respiración
entrecortada, intentó varias veces decir algo, pero no logró articular
palabra. Tomó lajarra de vino y se echó el contenido entre pecho y

330
espalda. Una parte se le fue por el esófago, y le provocó una tos tan
espantosa que pensó que iba a ahogarse.
Helena le dio golpes en la espalda hasta que, sin aliento y con la
cara roja, los pulmones de Sabino volvieron a recibir aire suficiente.
Carraspeó repetidamente, y luego dijo con voz ronca y titubeante:
-De acuerdo, dices que sólo yo he hablado de amor. Quizá es
verdad: no has dicho nunca que me quieres, pero me lo has demos-
trado una buena docena de veces. ¿Fue sólo lujuria o simulación?
¿O pensaste desde el principio en un plan para aumentar la familia?
No me costaría nada estropear estos hermosos planes informando a
Petrón de nuestros encuentros. ¿Qué harías tú entonces?
Helena se había sentado en una silla y permanecía quieta y silen-
ciosa; no sollozaba, pero las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
-¿Qué tengo que hacer? -dijo en voz baja-. ¿Quieres que, em-
barazada como estoy, huya contigo a Roma, a los brazos de tus padres
que no me conocen y que, seguramente, no saben nada de mi existen-
cia? ¿Cómo lo imaginas? Hay leyes que rigen en todo el Imperio ro-
mano, y las promesas del matrimonio forman parte de ellas. ¿Quieres
que acabemos ante los tribunales como notorios adúlteros? Supon-
go qtíe sabes qtíé castigos se imponen por este delito. Me dejarán pa-
rir tu hijo, y luego me cortarán la cabeza. Tú serás expulsado de la
legión, desposeído de todos los honores, y pasarás el resto de tu vida
picando piedras o manejando el remo de una galera. El padre de Pe-
trón es un hombre respetadisimo; los jueces no se mostrarán clemen-
tes. ¿Puedes permitir que esto ocurra si de verdad me quíeres~
Sabino sabía que la muchacha tenía razón y que no le quedaba
más salida que claudicar; pero, con todo y con eso, se resistía a aban-
donar a Helena sin luchar.
-Podrías pedir el divorcio, ateniéndote estrictamente a las leyes,
por negarse tu marido a cumplir con sus deberes conyugales. Todo el
mundo sabe que Petrón es homosexual, y ni siquiera tus padres, si te
quieren, pueden desear que se eternice la desgracia de su hija. Nadie
puede calificar de matrimonio la unión con un homosexual.
-Lo sé, Sabino, y hasta ahora lo he saboreado amargamente. Pero
Petrón utilizará precisamente mi embarazo a su favor, y, ante el tribu-
nal, yo ni siquiera podría negar que ha cohabitado conmigo, aunque
el resultado haya sido más que miserable. Pero si admito que el hijo es
tuyo, los dos seremos considerados adúlteros. Déjame primero que
traiga a mi hijo al mundo, después ya veremos.
-¿Tu hijo? ¡Nuestro hijo! ¡No lo olvides!
Helena le dirigió una mirada afectuosa.
-¿Cómo iba a olvidarlo? No lo olvidaré jamás. Engendrado con
placer y con amor...

331
L
-Ahora también tú hablas de amor.
- -No te odio, siento un gran cariño por ti.
- -No lo suficiente como para arriesgarte. Prefieres ocultarte en el
sen. o de tu familia; luego, el imbécil de Sabino será olvidado rápida-
me~te. Es verdad que ha dado el heredero a vuestra estirpe, pero den-
tro de unos años tú misma creerás que Petrón es el padre. Tal vez sea
un~ niña, y entonces el clan seguirá esperando que venga el hijo, y
ten.drás que buscarte un nuevo semental. ¡Quizá entonces volverás a
aco rdarte del tonto de Cornelio Sabino!
- - Ahora estás diciendo tonterías! -dijo Helena furiosa-. ¿Crees
qu~, para mí, todo esto resulta fácil? Gestar y parir tío hijo no es mu-
gurua diversión. Además ya es hora de irme.
- -Entonces, ¿nos vemos hoy por última vez? -preguntó Sabino
corli peligrosa calma.
--Si quieres, podemos vernos unas veces más. Esta noche le diré
a P 'etrón que estoy embarazada, y que le debo algunos sacrificios
de ~icción de gracias a Artemisa. De aquí a entonces tu ira se habrá
ido disipando y podremos reflexionar tranquilamente sobre nuestro
futrLilro.
Sabino vio un remoto rayo de esperanza.
-Así que deseas..., que quieres... ¿lo volverás a pensar?
-Claro que lo haré. Puedes creer que me horroriza la idea de
segluiiir casada durante otros diez o veinte años con Petrón. Pero no
del~emos insultarnos, querido, con esto no conseguimos nada.
A Sabino se le cayó un peso de encima. «Con estas palabras me da
a e~tender a su manera que me quíere«, pensó, '~' desapareció su
des~speración. Le quedaron, no obstante, ligeras dudas.
-Entonces, ,nos encontraremos dentro de tres días a la hora
hab.itual?
-Si no recibes noticias mías, si.
~Sabino acompañó a Helena de vuelta al templo.
-He ordenado toda mi vida pensando en ti, me be alistado en las
legi ones contra la voluntad de mis padres, y, tras largos esfuerzos, con-
sigcx ser destinado a Efeso. ¡Y todo esto sólo por ti! CuandQ un hombre
se ~ntera de que todo ha sido en vano y que sólo se le ha utilizado
.......

EHelena se detuvo y tapó la boca a Sabino.


-No digas tonterías -dijo con cariñosa indulgencia.
~abino la besó apasionadamente hasta que Helena se zafó y se en-
cauxisinó sola al atrio del templo donde, como de costumbre, esperaba
su aama.
IiMientras Sabino volvía al cuartel a lomos de su caballo, pensó de
nue-vo en su situación y no consiguió librarse de la sospecha de que

332
U
Helena, tal vez sin quererlo, quizá no conscientemente, estaba a pun-
to de engañarlo.

Roma se estaba preparando para las Saturnales. Esta antiquísima fies-


ta de la siembra, dedicada al dios Saturno, había adoptado en el ámbi-
to tírbano formas que ya no tenían nada que ver con su significado
originario.
La fiesta dtiraba siete días y empezaba ante el templo de Saturno
con un solemne sacrificio ofrecido por el emperador y su familia.
A partir de entonces se suspendían todos los negocios, tanto los priva-
dos como los públicos, a los presos se les quitaban las cadenas, y los
esclavos podían disfrtítar de una libertad ficticia durante siete días, a
lo largo de los cuales se trataban en pie de igualdad con sti señores,
compartían su mesa y eran incítíso servidos por éstos. La gente se re-
galaba mutuamente velas y sigillaña o pequeñas figuras de barro y pa-
saba el tiempo con juegos. En Roma se había convertido en una cos-
ttímbre que la plebe eligiera por sorteo un rey, al que llamaban
Saturnaliciusprínceps. que capitaneaba al populacho durante estos dis-
paratados días, en los que abundaban los desmanes.
Ningún romano, por rico que fuera o por rancio que fuese su no-
bleza, podía sustraerse a esa costumbre; precisamente de las viejas fa-
milias se esperaba un estricto cumplimiento de los ritos de las Sattir-
nales.
Calígula sentía poca afición por esta fiesta, pties le repugnaba la
idea de que los esclavos ptídieran gastar bromas a sus señores, aunque
como príncipe apenas se veía afectado. Pero él, que siempre estaba
ideando cambios, quiso imponer su sello también a las Saturnales, e
hi7o así algo con lo que se ganó el aplauso de todo el pueblo: prolon-
gó la fiesta un día mas.
Las Saturnales empezaban en la mañana del diecisiete de diciem-
bre con la solemne ofrenda ante el templo de Saturno. Toda la familia
imperial avanzaba en procesion en compañia de sacerdotes, cónsules
y senadores hasta el templo, que se levantaba sobre un zócalo en la
parte oeste de la Vía Sacra. Desde el Palatino eran sólo unos cuantos
pasos, y la comitiva avanzaba muy despacio para que el pueblo pudie-
ra captar algo del grandioso aspecto tras la muralla protectora de los
pretorianos.
La encabezaba el colegio sacerdotal, seguido de las Vestales, los
dos cónsules y una docena de respetados senadores. Luego, había un
espacio vacio que el divino CayoJulio César exigía para sí solo. Lleva-
ba tin manto de púrpura ornado con orlas y flecos de oro; su cabeza
estaba adornada con una corona áurea de laurel, colocada con tanta

333
L
habilidad que ocultaba casi por entero la progresiva calvicie de Calí-
gula. La mirada sombría del emperador, y su pálido rostro, las hundi-
das sienes, los ojos fríos y la boca apretada, en la que apenas eran
visibles los labios finos y descoloridos, ofrecían un aspecto amenaza-
dor. Se aburría miserablemente y no dejaba de enfurecerse por tener
que ceder a las exigencias de aquel espectáculo ridículo en el que no
ocurría nada que él pudiera amenizar con sus «bromas». Tras él cojea-
ba el viejo tío Claudio, cuyo rostro marcado por las cavilaciones se
contraía de vez en cuando de manera preocupante, seguido de Agri-
pina y de Livila, que llevaban en sus manos ramilletes de flores como
ofrendas a Saturno.
Saturno era un viejo dios campesino etrusco, adoptado por los
romanos y equiparado al Cronos griego, padre de Zeus.
En este día de fiesta, la puerta del santuario estaba abierta de par
en par, y Calígula, al subir al altar de los sacrificios, pudo distinguir al
fondo del recinto sin ventanas la estatua iluminada por antorchas. En
su mano alzada el dios mostraba una hoz, alusión a la cosecha de ce-
reales; sus pies estaban envueltos en vendas de lana roja que los sacer-
dotes le quitaban ahora con gesto solemne.
Calígula pensó, furioso, «ojalá cobraras vida, primo Saturno y
blandieras tu hoz sobre el Senado para que cayeran las cabezas como
tallos de trigo». Pero Saturno no era uno de los grandes dioses como
Júpiter, Neptuno o Marte. A él, como patrono de la agricultura, de los
vergeles y de los viñedos, se le ofrendaban trigo, frutas y mosto de la
reciente vendimia.
Calígula cumplió sus obligaciones con desgana, recitó tan de prisa
las oraciones preceptivas que nadie las entendió, y se marchó al cabo
de poco tiempo en dirección al Palatino con su guardia germánica.
Antes les dijo a los sacerdotes:
-En las restantes ceremonias me representará el príncipe Clau-
dio César, me reclaman asuntos urgentes.
Uno de los viejos senadores susurró a otro:
-Por lo visto, Calígula ha pensado que en el templo de Saturno se
guarda el tesoro del Estado, y esto le habrá hecho recordar que las
cámaras están casi vacías.
-Precisamente está empeñado en llenarlas -dijo el otro.
Efectivamente, el «trabajo de gobierno» de Calígula consistía en
estos días en descubrir nuevas fuentes de recaudar dinero. El obeso
secretario tuvo que confeccionar una lista de todos los romanos ricos
que no tenían ni hijos ni esposa. Como casi todo el mundo tenía fami-
lia, la relación no resultó muy larga, pero, entre otros, estaba en ella el
nombre de Cornelio Calvo. El tío de Cornelio Sabino era uno de los
objetivos de Calígula: era rico y no tenía ni esposa ni hijos.
Emilio Lépido quiso aprovechar la época alegre y despreocupada de
las Saturnales para comentar con algunos amigos los siguientes pasos
de la conjura. Los invitó a Ostia, a los locales de tina agencia navie-
ra de su propiedad, qtíe administraba uno de sus libertos.
Agripina y Livila fueron las primeras en llegar; habían viajado jun-
tas hasta Ostia en tina barca por el Tíber. Ambas sabían que hacía va
tiempo que Lépido había ganado para sus planes a Valerio Asiático,
un acaudalado senador, antiguo cónsul. No descubría del todo sus
motivos, sino que se limitaba a hablar una y otra vez de que Calígula,
como representante de Roma, tras un Atígtísto e incluso tras un Tibe-
rio, era una vergúenza.
¿Cómo pretende Roma ser tomada en serio por sus provincias, y
mticho menos por sus enemigos, si un loco y vicioso asesino crapuloso
mancha el trono imperial? Tenemos que devolver stí dignidad a
Roma.»
Pero todos sabían que Valerio quería vengarse por una ofensa que
le infligió Calígula cuando, ante los ojos de todos los invitados al ban-
quete, arrastró a su mujer a una habitación contigtía como ganado
conducido al matadero, y la violó. Valerio, que seguía siendo conside-
rado valido del emperador, se juró entonces que no descansaría hasta
acabar con aquel depravado. Esta venganza daba sentido y contenido
a su vida sin sentido. Bajo el reinado del emperador Tiberio, que lo
apreciaba como amigo personal, había llegado a la dignidad de con-
sul y a otros cargos importantes, adecuados para llenar su vida. Pero
Calígula lo había privado de toda influecia, y Valerio, por algunos
confidentes, sabia que estaba en la lista de posibles «enemigos del
Estado» qtíe debían ser eliminados en un futuro próximo. Agripina y
I.ivila conocían a aquel hombre delgado y distinguido, que mostraba
poco sus sentimientos pero de quien se sabia qtíe odiaba a Caligtíla y
que, ciertaníente, no era ningún traidor.
En las calles de Ostia reinaba un jaleo tremendo en medio de un
ambiente abigarrado y estridente. También aquí se había elegido a
un «rey de los esclavos» a quien stís «súbditos» llevaban ahora por las
calles entre gritos y risas alborotadoras en una silla de manos descu-
bierta, no sin darle un fondo musical a su aparición. La «orquesta« la
formaban muchachos de la calle que tocaban de oídas flautas pastori-
les y con palos golpeaban tinas abolladas calderas de cobre, al que
unían el ruido de sus «canciones». La mayoría de los esclavos libera-
dos de su trabajo llevaban jarras de vino, se tambaleaban chillando
por las calles y desahogaban así el odio que sentían por su lamentable
existencia. Durante siete días al año eran personas libres, y podían
334 335
manifestar todo el rencor y la ira sorda actímulada a lo largo del año.
Emilio Lépido condujo a sus invitados al interior de la casa.
-Hoy tenrnos que servirnos nosotros mismos, los esclavos se de-
sahogan ahí fuera. Precisamente por esto he fijado nuestro encuentro
en estos días.
Valerio Asático se dejó caer sobre un lecho triclinar, bostezó y
preguntó curioso:
-Para hoy nos has prometido una sorpresa, no nos mantengas en
vilo por mucho tiempo.
Lépido desapareció en la estancia contigua y volvió con un hom-
bre a quien presentó:
-Cornelio Léntulo Getúlico, legado de la Germania Superior,
historiador, poeta, y, lo más importante para nosotros: acérrimo ene-
migo de Calígula.
Valerio se lexantó y abrazó al legado.
-¡Por Cástor y Pólux! ;Esperaba cualquier cosa menos verte aquí
hoy!
Se dirigió a los demás:
-La verdad es que nos conocemos desde hace mucho tiempo,
pero desde que Getúlico se ha puesto las insignias de mando, ya no
tiene tiempo para sus amigos.
El legado era un hombre macizo, de mediana estatura, cuarentón,
carente del aire marcial de un soldado. Su rostro sensible, de finos
rasgos, con ojos algo melancólicos, revelaba un carácter reflexivo.
Agregó a las palabras del amigo:
-Ultimamente he tenido serias dudas sobre si el servicio a Roma y
a su emperador merecía realmente la pena de qtre descuidara a mis
amigos.
-Todos queremos lo mejor para Roma, pero, entretanto, ese Ca-
lígula ha resubado ser de lo más funesto -dijo Lépido.
-Tendrenos que buscar otra pequeña cáliga para Roma -agre-
gó Agripina.
-Con estonos llevas de lleno a nuestro tema, apreciadaJtíliaAgri-
pina -dijo Getailico.
-Pero las cáligas están firmemente ajustadas -contintió Valerio
Asiático- y antes de que podamos ponerle a Roma otras nuevas hay
que eliminar las viejas. Pero ¿cómo?
-Obligándole a abdicar -dijo Livila tomando la palabra.
-¿Abdicar?
Los ojos de Agripina echaban chispas.
-¿Cómo lo imaginas? Se esconde tras un muro de fieles pretoria-
nos, fieles porque están muy bien pagados, y str guardia germana se
dejaría desped~tzar por él. Un hombre como Calígula no abdica, pues

336
L
lo único que aún mantiene en pie a esa triste figura es la púrpura.
~Ylo sabe! No se elimina a una rata encerrándola en la jaula y dán-
dole de comer, sino matándola. Y cuanto antes se haga esto, mejor.
En un solo día de adelanto se salvará la vida a mujeres y hombres
respetables.
Valerio aplaudió eíi silencio.
-¡ Bravo, princesa! Estas han sido palabras claras, y hay que aplau-
dirías. Su muerte librará a Roma de tín grave mal. Las preguntas son
cómo y cuándo.
Livila negó obstinada con la cabeza.
-No puedo aprobar que se mate a mi propio hermano. ¿No será
peor servirse de sus mismos métodos?
Agripina soltó una risa más que estridente.
-¿Es que los dioses te han robado la clara razón, hermana? ¿O es
la influencia de ese poeta con quien haces excursiones etí el caballo
Pegaso hasta alturas que nos están vedadas a los simples mortales?
Ptíes permíteme, como hermana mayor qtíe soy, tirarte de las piernas
y devolverte al suelo de la realidad. Tal vez en una obra teatral el caso
podría resolverse de otro modo menos doloroso, pero nos hallamos
sobre el suelo (le Roma y no sobre los tablones de un escenario de
comicastros. Dices que queremos servirnos de sus mismos métodos.
~Exactamente! Pero no lo hacemos para llenarnos los bolsillos asesi-
nando a inocentes, lo hacemos para evitar en el futuro actos semejan-
tes, y lo hacemos, no en último lugar, ¿por qué iba a callarlo?, para
salvarnos a nosotros misnios. Ptíes no dudo de que todos ntíestros
nombres se encuentran ya en su lista de futuras victimas.
Livila bajó la cabeza y permaneció callada.
Léntulo Getúlico carraspeó y dijo:
-Volvamos a las preguntas sobre el cómo y el cuándo.
Pero Livila lo interrtimpió.
-;Conoce el emperador tu presencia en Roma?
Getúlico se fingió ofendido.
-¿Me consideras tan ingenuo, princesa, como para venir aquí en
secreto? Pareces valorar equivocadamente la dignidad de legado. El
ejército observa y comenta cada uno de mis pasos, por n¿ hablar de
los numerosos espías de Calígula. Estoy aquí de forma absolutamente
oficial para informar al emperador. Y, precisamente, centro mis espe-
ranzas en este informe. Una cosa antes que nada: toda Germania se
encuentra en calma y pacífica como un taller de costura, pero al em-
perador se lo pintaré de manera diferente. Le diré que algunas de las
tribus germánicas reclaman autonomía y que se vislumbran claros sig-
nos precursores de una sublevación. Además, apelaré a su conciencia
de soldado y le recordaré que su padre gozaba de gran respeto entre

337
la tropa y que no hax' que olvidar a qué debió su nombre de Germaní-
co. Le diré que los legionarios quieren ver al fin a su emperador, y le
diré: además, para ti, se te ofrece la posibilidad de ganar gloria mili-
tar. Quizá hasta consiga hacerle apetecible la conquista de Britania.
Getúlico miró a los demás uno por uno.
-Bien, ¿qu& os parece mi planr
-No está mal -dijo Emilio Lépido-, no está nada mal. Si hay
una manera de lanzarle un cebo a Calígula es ésa. Pero tu plan adole-
ce de un grave error: no lo has pensado hasta el final. Bien, suponga-
mos que logras atraer al emperador hasta Germania, por los motivos
que sean, ¿qué pasará cuando lo tengamos allí? ¿Quieres incitar a los
pacíficos germanos a tina guerra, con la esperanza de que nuestro
Calígula caiga en la lucha?
Todos se echaron a reír.
-En cuanto ~'ea al primer guerrero germano, Calígula se meará
por las patas abajo -dijo Valerio Asiático con una divertida sonrisa-,
aunque ya debería estar acostumbrado a verlos por los de su guardia
personal.
Getúlico levantó la mano:
-Tenéis razón, hasta ahí no es más que la mitad del plan. Tan
pronto como Calígula se encuentre en Germania,jugaremos un poco
a la vida militar. Allí sólo hay tiendas y no palacios, allí visitará ciuda-
delas y campamentos de legionarios, y me cuidaré de sustituir -al
menos en determinadas ocasiones- a su guardia germánica por gen-
te propia. Y, entonces, ¡zas!
Getúlico se pasó el indice por su musculoso cuello.
-¡Es un hermoso plan! -exclamó Agripina en voz alta y excita-
da- pero ¿por qué ha de ser tan complicado? ¿Es que ninguno de
vosotros es suficiente hombre para plantarse ante él y clavarle el puñal
en el pecho? En definitiva, todos sois soldados o lo habéis sido. En
tiempos de César, estas cosas se resolvían en el Senado, ¡ante los ojos
de todo el mundo!
Livila miró de reojo a su ftíriosa hermana, y se notaba que ese
estallido de ira provocó irritación en ella.
-Al fin y al cabo tú no tienes que hacerlo -dijo-. Y, además,
sabes tan bien como todos nosotros que Calígula, al contrario de Cé-
sar, sólo se atrexe a salir de palacio si sus germanos lo rodean como un
muro viviente. quizá ignores que recientemente prohibió cualquier
aproximación a su sagrada persona. Quiere que todo el mundo se
eche al suelo ante él, como se hacía con los faraones. Ya sólo abraza a
sus actores preferidos, a todos los demás los mantiene alejados, y no
sólo por su pretendida divinidad. Teme el puñal que sus guardias pue-
den no haber visto durante la audiencia. Dices qtíe debería alguien
plantarse ante él con el puñal. ¿Es que no sabes que a todos los que
están con él en la misma estancia se les quitan las armas? Hasta a los
amigos más íntimos, y también a los generales que le traen informes,
como ahora Getúlico. Permíteme, pues, Agripina, que te haga ver que
estás diciendo tonterías.
Agripina se limitó a esbozar una sonrisa indulgente, y no pareció
ofendida en absoluto.
-Tiene razón. Es verdad lo que acaba de decir -dijo Getúlico.
Entonces apareció una expresión hostil en el rostro de Agripina.
-Si Calígula, como dices, abraza ya sólo a actores, tal vez esta pre-
ferencia sea válida también para los poetas. No dejan de ser algo pa-
recido... ¿No seria ésta una misión para ese Séneca, tu chulo? Por lo
que sé, no siente precisamente simpatía por el emperador.
Livila la cortó con absoluta calma sin levantar la voz:
-Mientras yo hable de Emilio Lépido como de tu amigo, exijo
que llames mi amigo a Lucio Anneo Séneca y que no le apliques ex-
presiones propias de la chusma. Por lo demás, Séneca está en la lista
negra de Calígula, y ya es sólo cuestión de tiempo el que le envíe los
pretorianos a su casa. Hace ya mucho tiempo que no lo recibe. Así
que has vuelto a decir otra tontería, Agripina.
Agripina se levantó de un salto, con el rostro rojo de ira:
-No permito que tu me...
Getúlico dio tal golpe en la mesa que volcó una copa de vino y,
rodando, rodando, cayó al suelo con estrépito.
-¡Basta ya! Guardaos vuestras peleas de mujeres para después.
Livila ha dicho lo que todos nosotros, también tú, Agripina, sabemos
desde hace mucho tiempo: en Roma no hay manera de acercarse a
Calígula, a no ser que convenzamos a su médico de que le administre
un veneno. Se trata de una posibilidad que considero poco probable
y muy peligrosa. Tenemos que lograr que la araña salga de su tela, y
cuanto más alejado de Roma se encuentre Calígula, más vulnerable
será. Tengo orden de presentarme en el Palatino pasado mañana;
después os informaré de mi entrevista. Tú, Emilio Lépido, eres quien
trata con él más a menudo, y quien tiene mayor influencia. Te pido,
pues, que cuando se presente la ocasión hables con él de Germania y
también de la necesidad de anexionar de una vez Britania al Imperio
romano para concluir lo que César empezó. Dórale la píldora dicien-
do que entonces superará incluso la fama de Julio César.
Lépido negó, escéptico, con la cabeza.
-Es demasiado cobarde para emprender semejante expedición
militar, lo conozco muy bien. Dejarse aclamar por las tropas en Ger-
mania, si, esto le encantaría; en cambio, aborrece todo lo que supon-
ga peligro y esfuerzo.
338 339
-Existe sin duda tín camino para acercarse a Calígula, sólo tene-
mos que tener la paciencia suficiente para encontrarlo.
Todos se vieron obligados a asentir, y para aquel día no quedó
nada más que comentar.

Casio Querea se encontraba en un grave conflicto. Su incondicional


devoción, sti gratitud, incluso su amor por el emperador se veían
cuestionados y cada vez con más fuerza. Todo lo que era y lo que po-
seía se lo debía a Cayo Julio César, quien, sin embargo, hacia última-
mente todo lo posible por perder el afecto de su tribuno más veterano
de los pretorianos. Si Querea creyó entonces que la obscena consigna
fue fruto de un capricho momentáneo, tuvo que comprobar, por el
contrario y no sin cierta amargura, que se había convertido en el blan-
co constante de las burlas del emperador. Esto roía su alma como la
carcoma. Pensaba en ello al dormirse y, por la mañana, al levantarse.
Era una tortura, al no poder sincerarse con nadie. No podía hacerlo
con su esposa Marcia, porqtíe sentía vergúenza y porque jamás había
hablado con ella de problemas del servicio, y no podía hacerlo con sus
camaradas, porqtie ya lo sabían y, al menos la mayoría de ellos, lo
desaprobaban en silencio. Pero no era una cuestión para andar de
boca en boca, pues el emperador estaba por encima de toda crítica.
En el cuerpo de atleta de Casio Querea moraba un alma sensible, y
por esto aquellas pullas constantes le afectaban profundamente. Por
lo demás, el emperador parecía seguir teniendo plena confianza en él
y, sin duda, consideraría stis htímillantes ~bromas~' como chanzas ino-
fensivas que un soldado debía saber aguantar.
Dos días antes, a Qtierea le había vuelto a corresponder el mando
sobre la gtiardia del palacio, y, como le ocurría a menudo últiínamen-
te, había pedido temeroso la consigna. No siempre el emperador se
burlaba de él, y el tribuno esperaba de todo corazón que un día dejara
de hacerlo para siempre.
Pero Calígula estaba de un humor de perros, y lo único que le
servia de alivio era herir o htímillar a los demás. Y, para colmo, estaba
borracho. Tambaleándose, apoyado en un criado, apareció en la
puerta de su estancia privada.
-¡Vaya, vaya, mi valeroso Qtierea! El hércules con voz de ninfa...
No serás maricón, Querea? Dile la verdad a tu emperador.
Calígula se acercó muchísimo, y Querea notó el agrio aliento a
vino, y vio con una claridad brutal el rostro hinchado, desfigurado, en
una mueca cínica.
-No, emperador -balbuceó Querea y se esforzó por no perder
el dominio de si mismo.
Calígula aún se inclinó más hacia él.
-¿O eres un eunuco? ¿Cuándo te cortaron los huevos? La voz se
les vuelve muy finita. Pero no es posible, veo el rastrojo de tu barba:
realmente eres un hombre.
Calígula se rió, dio un paso atrás y dijo con voz meliflua y exagera-
damente aguda, de modo que todos lo oyeran:
-Y, ahora, mi cariñito quiere la consigna, ¿verdad? Lo he pensa-
do mucho y, ¡uy!, se me ha ocurrido algo precioso...
Se recogió la toga como una muchacha melindrosa y susurró:
-¡Amor!
Querea repítio:
-La consigna del emperador para este día es: ¡amor!
Calígula lo midió con una mirada lánguida y se alejó dando salti-
tos y riendo con una risita chillona. Querea se quedó petrificado. Si
algo sentía, era rabia y decepción. Rabia por la injusticia de burlarse
de él, el legionario leal con tantos años de servicio, con estas burlas
afeminadas e impropias de un soldado. No le hubiera importado
nada un sarcasmo rudo y fuerte como se acostumbraba en el ejército.
Pero no esto. Se le añadía la decepción que provocaba el joven empe-
rador, a quien Querea debía su ascenso de rango y en quien no sólo él
había puesto las máximas esperanzas y las más audaces ilusiones. Que-
rea se quejó a su superior, el prefecto de los pretorianos, Arrecino
Clemente. Pero habría podido imaginar que ese débil y servil sucesor
de Macrón, protegido del emperador, no le iba a hacer caso.
Clemente bostezó, y pareció sentir poco interés por las quejas de
su tribuno.
-¡Déjate de bobadas, Casio Querea! Todos sabemos que al empe-
rador le encanta burlarse de la gente, ¿qué hay de raro en todo esto?
A otros les pasa lo mismo, y, además, sé lo mucho que te aprecia.
¿Acaso no te ha confiado ya muchas misiones difíciles y secretas?
-Si, prefecto -se limitó a decir Querea, y se fue.
Naturalmente, Clemente había restado importancia al caso, ptíes
sentía una devoción servil por Calígula y ejecutaba fielmente todas sus
órdenes y, últimamente, por desgracia, también algunas que no eran
competencia de los pretorianos. Precisamente esto le causaba una
pena especial a Querea. ¿Por qué él, que durante toda su vida fue
soldado, tenía que realizar ahora el trabajo de un recaudador de im-
puestos? Cada vez con mayor frecuencia recibía encargos del empera-
dor o de su omnipotente secretario Calixto para que convenciera con
la fuerza de las armas a deudores fiscales morosos o poco dispuestos a
pagar. En la mayoría de los casos, el método resultaba eficaz y el tribu-
no encargado de esta misión podía embolsarse el diez por ciento para
sí mismo y para sus hombres.
340 341
Con esto Calígula había desarrollado un sistema pérfido que con-
vertía la recaudación de impuestos en una tarea impopular entre los
pretorianos, pero, por otra parte, bien vista por el salario extra con
que podían contar.
¡Qué no habría dado Querea por poder comentar su situación fa-
tal con Sabino, su único amigo verdadero! Todo había salido de un
modo mm distinto de lo que él había esperado. Qué orgullo sintió él,
el plebeyo, por su nuevo rango como tribuno, y qué orgullo sintió
también por haber logrado todo esto por sus propios medios, gracias
al esfuerzo de haber aprendido a escribir. Pero era y seguía siendo
plebeyo, el hombre que venia de lo más bajo. Aunque los oficiales
nobles apenas se lo hacían notar en los encuentros entre camaradas,
lo notaba doblemente fuera de las horas de servicio ctíando a nadie se
le ocurría imitar a Querea a un simposio. Lo cierto era que no echaba
de menos aquellas borracheras nocturnas; de todos modos, prefería
pasar su tienapo libre con Marcia y los niños. Y no era esto lo que le
decepcionaba en el servicio; eran las constantes ofensas por parte del
emperador y los abusos de Calígula con aqtiella tropa selecta.
-Sabino, Sabino -murmuró Querea en voz baja-, ¡si supieras
cuánto te necesitaría ahora!
XXIII

Ya había comenzado el nuevo año, pero Calígula se tomó su tiempo


para recibir al legado Léntulo Getúlico. Una y otra vez se aplazaba la
fecha del encuentro, como si Calígula se propusiera mantener a Getú-
lico el máximo tiempo posible en Roma.
-¿Es que quiere que me sienta inseguro? -preguntó el legado a
sus amigos-. ¿O es que me hace esperar porque ya ha empezado
a sospechar? Comienzo a abstenerme de ir a ver a parientes y amigos
para evitar que sobre ellos recaiga alguna sospecha.
Pero Lépido lo tranquilizó:
-Ni se habla de ti en la corte ni he notado nada sospechoso. Calí-
gula es extremadamente voluble e incongruente. El concepto de obli-
gación es para él un extranjerismo, e igual qtne tú han tenido que
esperar durante meses otros enviados con asuntos importantes, por-
que Calígula no tenía el menor interés en concentrarse en los ne-
gocios de Estado. Así que no tienes por qué preocuparte, Getúlico. Al
menor peligro que intuya para nuestra empresa, te lo haré saber
inmediatamente.

Pocos días después de esta conversación, Getúlico fue recibido por el


emperador, aunque a una hora muy avanzada. Ya se había acostado
cuando unos pretorianos que entrechocaban sus armas lo sacaron de
la cama. Su primer pensamiento fue: «¡Nuestro plan ha sido descu-
bierto, vienen a interrogarme!». Pero le dijeron que, al fin, había en-
contrado el emperador un momento para recibir al legado y que le
invitaba a una cena a esas altas horas de la noche.
Era una noche de febrero bastante fresca, y el aliento de los hom-
342 343
bres que marchaban por las tranquilas calles formaba nubecillas en
el aire helado. Todas las instalaciones del palacio estaban ilumina-
das. En todas partes había lámparas de aceite, colgando o de pie, be-
llamente labradas en bronce, que difundían con su fulgor un calor
agradable.
El emperador lo recibió con gran amabilidad y mostró un vivo
interés, hizo varias preguntas con aire distraído, y no le resultó dificil
a Getélico intercalar sus sugerencias. El tema de Britania hizo que
Calígula aguzara el oído.
-Ya me lo ha comentado mi tío Claudio, que, aunque para todo
lo denás sea un zoquete, tiene conocimientos de historia nada des-
deñahies. Dice que las condiciones creadas en Britania por Julio César
han cambiado fundamentalmente. En su día, César pudo someter a
una parte de aquellos reyes bárbaros y obligarles a pagar tributos, con-
cediéndoles a cambio la ayuda de las armas contra sus enemigos. Pero
ahora ta no queda allí ni un solo romano, hace mucho que los tribtí-
tos han dejado de percibirse, y todo ha vuelto a caer en su anterior
estado de barbarie. Pero ¿realmente se puede sacar algo de allí, le-
gado? Los tributos procedentes de paises tan primitivos no pueden
ser mu' elevados.
«No -pensó Getúlico-, seguramente son tan modestos que no
bastarían para financiar uno solo de tus banquetes. Este no es el cebo
adecuado para que pique.» Así que dijo:
-'Tienes toda la razón, divino emperador, pero algunos expertos
en la nateria me han dicho que Britania posee una extraordinaria
riqueza en el subsuelo. En el sudoeste existen muy abundantes yaci-
mientes de estaño, y, además, filones de plomo con alto contenido
de plata. Como sabes, las necesidades del estaño del Imperio roma-
no son extremadamente elevadas, y un arrendatario hábil, mediana-
mente honrado, podría obtener para ti, sólo con esto, unos benefi-
cios anuales de varios cientos de millones de sestercios, por no
hablar de las rentas derivadas del plomo y de la plata. Por lo demás,
Britania tiene un suelo fértil y cosechas regulares y abundantes.
Todo esto se puede leer en los escritos del divino César, y no hay
que olvidar que él conocía Britania de haberla visitado personal-
mente,
Calígula se quedó pensativo.
-¿Dices que sólo con el estalio se obtendrían cientos de millones
de sestercios, sin contar todo lo demás? Se trata de ingresos que hay
que tonar muy en serio, mi querido Getúlico, y te prometo que no
tomaré la decisión a la ligera.
El legado se inclinó.
-'Te agradezco la promesa de centrar tu atención en mis sugeren-
cias. Hay que añadir ciertos disturbios en Germania y Galia. De mo-
mento, no es nada de importancia, pequeños levantamientos esporá-
dicos, escaramuzas inofensivas, una insurrección que rápidamente
seria sofocada. Pero me temo que pueda convertirse en algo más si no
le ponemos freno a tiempo. Y entonces he pensado que si tú, divino
César, visitaras personalmente a nuestras legiones germánicas, esto
daría cierto vigor a nuestra empresa, aún no me atrevo a hablar de
una expedición militar. Las legiones germánicas te añoran. La mayo-
ría de los legionarios conocieron a tu padre y han trasladado a ti, su
hijo, su lealtad incondicional. Hasta me atrevo a decir que estos hom-
bres tienen derecho a demostrarte su devoción. No los decepciones,
emperador, y perdona que, sin consultarte, me haya atrevido a darles
ciertas esperanzas antes de mi partida.
El inteligente Getúlico había encontrado el tono adecuado. El re-
cuerdo de su padre era sagrado para Calígula, y le convenció el argu-
mento de que los legionarios del general, antaño tan popular, quisie-
ran conocer a su hijo, convertido en emperador.
Calígula hizo llevarle inmediatamente a Calixto el rollo con las
propuestas fijadas por escrito, y exclamó cuando el sirviente se ale-
jaba:
-Y dile que las lea detenidamente; en los próximos días quiero
comentar estos planes con él.
Después volvió a dirigirse a Getúlico:
-Has oído mi orden y te prometo que no dejaré de lado tus suge-
rencias. Pero se trata de planes muy complejos que precisan una dis-
cusión a fondo. Se los confiaré también ajúpiter, mi hermano geme-
lo, y de él dependerá en gran parte la decisión que tome yo, su viva
imagen que gobierna en la Tierra.
A Getúlico se le había advertido sobre la locura de Calígula, pero
no estaba preparado para ese grado de sobrevaloración de su propia
persona, y su rostro reflejó su inmensa perplejidad.
Calígula esbozó una sonrisa astuta:
-Llevas mucho tiempo viviendo en una provincia, y por esto tu
ignorancia te será perdonada. Los dioses me lo han revelado: soy el
hermano gemelo de Júpiter en la Tierra para traeros a los humanos
un reflejo del Olimpo.
En sus ojos duros y fríos apareció un brillo febril.
-¡Oh, Getúlico, es tan dificil proporcionaros a los humanos una
idea de lo divino! Ven conmigo, quiero enseñarte una cosa.
Calígula se levantó, tambaleándose, e inmediatamente se levanta-
ron también los pocos invitados, que creyeron que el emperador iba a
levantar la mesa. Pero se limitó a hacer una leve señal con la mano en
dirección a ellos y exclamó:
344 345
-Seguid comiendo y bebiendo todo el tiempo que os plazca, el
legado y yo tenemos que comentar un asunto.
Ante la puerta vigilaban los germanos, altos como pinos, en su
resplandeciente armadura de pretorianos. Calígula les ordenó que
siguieran apostados en la puerta y que no dejaran salir a ningún invi-
tado hasta que él regresara. Dos de los germanos tuvieron que acom-
pañarle a él y al legado como portadores de antorchas. Caminaron
sobre valiosos pavimentos de mármol, atravesaron columnatas, atrios
y jardines hasta que se encontraron ante un pequeño templo levanta-
do poco tiempo antes en el borde de las instalaciones de palacio. Calí-
gula acarició las esbeltas columnas de rojo mármol egipcio con do-
rados capiteles de bronce.
-~Sólo se ha empleado lo mejor, sólo lo mejor!
Acudieron corriendo unos esclavos adormilados ,¿o eran sacerdo-
tes del culto fundado por Calígula y dedicado a su divina persona? El
emperador los alejó, ascendió a toda prisa las escaleras y pidió a los
portadores de antorchas que iluminaran la estatua. Getúlico miró con
ojos desorbitados la estatua de oro de tamaño natural del emperador
como .Júpiter Latiaris. Esa imagen de culto, hecha por los mejores
escultores, llevaba el rostro de Calígula que, transfigurado por lo divi-
no, irradiaba una dulzura majestuosa. Los grandes ojos, elaborados
con ópalo y ónice, miraban por encima de ellos. En su radiante divini-
dad, el cuerpo esbelto, la abundante cabellera y la boca bellamente
arqueada no correspondían en nada al original viviente. La imagen
era una expresión de lo que a Calígula le hubiera gustado ser. Quería
que los humanos lo vieran y lo veneraran asi.
Como Getúlico permanecía callado, Calígula insistió:
-¿Qué, amigo, te has quedado sin habla? Pero esto es sólo un
reflejo de lo que siento. Los gloriosos dioses sí, ¡soy igual a ellos!
Y hablo con ellos todos los días, a todas horas, todas las veces y siem-
pre que quiera. ~Ven conmigo!
De nuevo Calígula precedía al legado con la toga balancéandose al
aire, flanqueado por los portadores de antorchas. A Getúlico le costa-
ba trabajo seguirlos. De nuevo atravesaron atrios, columnatas yjardi-
nes, pero esta vez el camino ascendía constantemente hasta que llega-
ron a una azotea.
-Mira, legado, lo que me he hecho construir aquí.
Calígula tomó a Getúlico por la toga y lo arrastró hasta una estruc-
tura de madera.
-De noche no puedes verlo, legado, pero te explicaré su finali-
dad. Es el inicio de un viaducto de madera que comunicará mi palacio
con el Capitolio pasando por encima del templo de Augusto. Así po-
dré visitar en cualquier momento, lejos de las miradas profanas, a mi
hermano gemelo, elJúpiter del Capitolio. Mantenemos largas conver-
saciones. He hecho construir una escalera que sube hasta su oreja,
pues no quiero que nadie oiga lo que hablamos.
Calígula se inclinó hacia delante.
-Entonces, como ahora estoy haciendo contigo, puedo susurrar
mis palabras al oído del dios. Yo soy el único en oir su respuesta, pues
su voz es sólo un rumor imperceptible, pero yo percibo su eco en mi
cabeza.
Getúlico vio los destellos de locura en los grandes y sobresaltados
ojos de Calígula y notó que el emperador decía la verdad. Realmente,
oía la voz de Júpiter.
-¿Puedo preguntarte, con todos los respetos, oh excelso, en qué
consiste vuestra conversación o se trata de un secreto entre tú y tu
divino hermano gemelo?
-¿Por qué quieres saberlo? -preguntó Calígula desconfiado.
-Porque soy un ser humano -dijo Getúlico con modestia- y
porque sencillamente tengo curiosidad por saber lo que los dioses
hablan entre si.
«Espero no haberme pasado en mi atrevimiento», pensó Getúlico;
pero, sin vacilar, Calígula respondió a su pregunta.
-Lo comprendo, y te puedo decir que afecta tanto a asuntos per-
sonales como a negocios de Estado. De vez en cuando,Júpiter me dice
quiénes son mis enemigos y quiénes mis amigos, y así puedo tomar
precauciones.
Getúlico se esforzó por hablar con mucha calma.
-¿Enemigos, excelso? No sé quién podría ser enemigo tuyo. El
pueblo te adora como al dios que eres realmente; el ejército te apoya
como un solo hombre, y los patricios...
Calígula cortó su discurso con un brusco ademán.
-Los patricios temen por sus sacas de dinero y me mandarían al
Averno si pudieran. Se niegan, sencillamente, a contribuir a los gastos
del Estado e intentan engañarme como pueden. No me quedó más
remedio que intervenir con toda dureza, legado, y seguiré haciéndo-
lo. Sobre numerosas cabezas de senadores pende ya el hacha del ver-
dugo; algunos lo saben, otros no. Por cierto, Júpiter también me da
indicaciones sobre conspiraciones amenazadoras. Sólo tengo que es-
perar, y cuando haya llegado el momento, asestaré el golpe.
Calígula permaneció callado y contempló durante largo rato el
rostro de Getúlico. Su cara hinchada, con las sienes hundidas, los la-
bios finos y las mejillas fláccidas, pese a su juventud, causaba a la luz
vacilante de las antorchas de resma el efecto de un rostro demoníaco.
El inteligente Getúlico, que por lo general era dueño de si mismo,
estuvo a punto de flaquear y de echarse a los pies del emperador para
346 347
balbucear una confesión: «Si, divino, existe una conspiración y yo es-
toy metido de lleno en ella...».
Pero Léntulo Getúlico era un estoico y no creía ni en demonios ni
en estatuas parlantes de Júpiter. Se obligó a esbozar una sonrisa y dijo
con voz risuena:
-~Es envidiable! Les llevas una gran ventaja a otros príncipes
que sólo pueden protegerse contra las conspiraciones con medios
muy insuficientes. ¡Oh, afortunada Roma, tu divino emperador te
será conservado durante mucho tiempo para el bien de todos no-
sotros!
-¡Para muchos puede también significar una desgracia! -siseó
el emperador y desapareció con uno de los portadores de antorchas,
sin despedirse siquiera.

Cornelio Sabino seguía cumpliendo su servicio, pero lo hacía maqui-


nalmente. Todo funcionaba, todo seguía su curso normal, y nadie pa-
recía darse cuenta de nada. Sólo su mozo Marinos, que entretanto
había llegado a conocer bien a su señor, notó un cambio. Una mana-
na, cuando estaba rapándole la barba a Sabino con la navaja de afeitar
y abundantes sustancias olorosas, sacó a relucir el tema.
-Señor, ¿puedo preguntarte una cosa~
-Mientras la consecuencia no sea que me cortes la nariz...
Marinos limpió la navaja cuidadosamente en un trapo.
-Ya no eres como antes, señor. Tiene que haber ocurrido algo
que te quita la alegría de vivir. Has dejado de reír, has dejado de be-
ber, te tragas la comida sin rechistar. Qué gusto daba antes oírte des-
potricar de la bazofia que nos dan de comer, ¿y ahora? Perdona que te
lo diga, pero a veces me da la sensación de que eres un muerto en
vida, una sombra que ha regresado del Hades.
-Vaya, Marinos, casi encuentras palabras eruditas para definir mí
estado. Lo que has dicho no es nada estúpido. Si, realmente se me
puede comparar con un muerto viviente. ~Por qué no ibas a saberlo,
amigo mío? Se trata de una mujer.
Marinos suspiró, aliviado, y sonrío:
,Sólo un
-Pues menos mal que no es nada serio, a mujer? Señor,
esto pasará de prisa y pronto encontrarás a otra.

Sabino rió con amargura.


-Suena como si tuvieras alguna experiencia en estas cosas.
-Pero si esto lo sabe todo el mundo...
-¡Yo no soy todo el mundo! -dijo Sabino, furioso, y se levanto.
-¡Espera, señor! Aún no he acabado con el cuello...
Sabino lo detuvo con un ademan.

348

J
-Esto puede esperar hasta mañana. Ahora tengo que ir al puerto
para escoltar por la ciudad a un alto invitado.

No era cierto. De esto ya había sido encargado otro tribuno, pero


¿qué importancia tenía eso? Sabino informó al centurión que estaba
de servicio, y dirigió su caballo hacia el norte. Para no ser visto por
nadie, tomó el camino más próximo a la muralla occidental por pra-
dos y barbechos hasta llegar a la Vía de los peregrinos, desde donde se
encaminó hacia el este. Tras un arbusto se quitó el yelmo y la coraza,
dejando lucir un manto marrón, de lana, con capucha, que lo hacía
irreconocible. Hacía ya mucho tiempo que estaba acostumbrado a es-
tos rápidos cambios de indumentaria, y nunca había tenido dificul-
tades.
Este día quería Helena ofrecer su sacrificio de acción de gracias a
Artemisa. Iba a ser su último encuentro con ella. Sabino había refle-
xionado largo tiempo sobre si aún tenía sentido exponerse a este ho-
rroroso tormento, pero ¿qué enamorado pregunta por el sentido y
por la razón?
Sabino se acordó de un libro con las máximas del poeta Polibio,
que había tenido que copiar para su padre. Allí se decía: A morís vulnus
idem sanat, quifacit.* En él estaba viva la desesperada ilusión de que
algo podría haber sucedido para cambiar la opinión de Helena. Quizá
Petrón hubiera sospechado algo y había echado a Helena de casa. Por
consiguiente, tenía que estar allí él como único refugio para Helena...
Como el invierno había pasado ya, crecía la afluencia de peregri-
nos, y todas las tiendas y tabernas habían vuelto a abrir sus puertas.
Helena llegó antes que él, pues Sabino la vio salir en aquel mo-
mento del templo, donde había ofrecido su sacrificio. Miró a su al-
rededor como buscando a alguien, se le acercó su ama Clonia y las dos
mujeres se encaminaron despacio a los puestos de los vendedores de
incienso. Todo era como antes, y a Sabino le costó trabajo creer que
aquella iba a ser la última vez. Le habría gustado ser un estoico como
su tío Calvo, pero seguramente para esto era necesario tener más
edad.
Sabino se unió a las mujeres sin llamar la atención. Helena lo reco-
noció, hizo un gesto con la cabeza dirigido a Clonia, y ambos se aleja-
ron despacio del templo. Recorrieron en silencio el camino hasta la
casa y cuando Sabino cerró la puerta y echó el cerrojo, Helena se
lanzó a sus brazos. Una absurda esperanza se apoderó de él.
-¿Helena? ¿has..., estas..., vas a marcharte de casa?

* Las heridas del amor sólo las puede sanar quien las causa.

349
Ella negó en silencio con la cabeza, mientras le caían las lágrimas
por el rostro.
-Petrón está completamente cambiado -dijo sollozando-. Des-
de que sabe lo de mi embarazo se muestra tan carínoso y preocupado
que apenas sale ya; resulta conmovedor ver cómo cuida de mí.
-Así que cree que el niño es suyo -dijo Sabino con voz tan peli-
grosamente baja que era un susurro-, así que ahora cree tener que
interpretar el papel de esposo preocupado.
Su voz iba aumentando de volumen.
-¿Es que no te das cuenta de que todo eso no es más que una
comedia? Un homosexual no cambia jamás.
Ahora Sabino manifestó a voz en grito su rabia y su decepción.
-Pero precisamente está haciéndolo -dijo Helena con voz en-
trecortada y asustada-, al menos, está esforzándose en cambiar...
-¡Puro fingimiento! Ahora ese afeminado huele la ocasión propi-
cia. Si ha engendrado un hijo, la familia le perdonará su comporta-
miento anterior. Ahora va a sentar cabeza, dirán, y se acordará de las
obligaciones de un esposo. Espera que tu..., nuestro hijo, haya nacido,
y ya verás cómo reanuda su vida de antes. ¿Y qué será de mi?
-No grites tanto, que acudirá toda la gente de la casa. ¿Quieres
que abandone a Petrón ahora que por primera vez en nuestro matri-
monio se comporta decentemente? ¡No puedo, realmente no puedo!
Sabino jadeó como si le faltara el aire e hizo un movimiento nega-
tivo con la cabeza. Ya no sabía qué decir ni qué hacer.
-Entonces ,¿todo ha terminado? -preguntó con voz apagada.
Helena permaneció callada.
-¿O es que se te ocurre alguna solución?
Sabino miró su figura esbelta e inclinada que aún no mostraba
ningún síntoma del embarazo. Se apoderaron de él unas absurdas
ganas de quebrar con sus puños aquel cuerpo frágil para que no pu-
diera pertenecer a ningún otro. Pero lo cierto era que no pertenecía a
ningún otro, pues Petrón no sabia realmente qué hacer con su espo-
sa. Había sido él quien había poseido a Helena, su cuerpo era el reci-
piente para su hijo, un hijo engendrado por Cornelio Sabino, el
romano, y no por Petrón, el griego homosexual.
-¿Cómo va a continuar esto? -preguntó Sabino.
Helena se incorporó y volvió hacia él su rostro bañado en lá-
grimas.
-Los dos estamos vivos, y va a continuar. No puedo hacerme a la
idea de no volver a verte nunca más, simplemente no puedo. Pero no
nos resulta útil ni a ti ni a mí el que nos encontremos fugazmente en
algún lugar. Yde hoy en adelante, y durante un tiempo, no será posi-
ble más que esto. Cuando haya nacido mi hijo, veremos.
-Nuestro hijo.
Helena se secó las lágrimas y sonrió tímidamente.
-Sí, nuestro hijo.

Calígula empezó a poner ahora mayor atención para comprobar


hasta qué punto tomaban en serio su divinidad. Días antes, la guar-
dia había detenido a un zapatero galo porque se echó a reír a carca-
jadas al ver aparecer al emperador vestido deJúpiter. A la pregunta de
por qué se había reído contestó con la arrogancia de un artesano
libre:
-Porque todo esto me parece una sandez.
Hasta Calígula se rió al oir estas palabras y dijo a sus acompa-
nantes:
-Mi divinidad aún no ha llegado hasta los zapateros. Soltad a este
hombre; también él tendrá que aprender la verdad.
Esta indulgencia se había acabado ahora. A Calígula le encantaba
poner a prueba a los que le rodeaban y ¡ay de quien no pasara esta
prueba! Entonces dependía de la rapidez y de la habilidad de la res-
puesta, pues Calígula era un maestro en la retórica y poseía un fino
olfato para las reticencias.

En una cena, el emperador preguntó al senador Lucio Vitelio si había


visto que acababa de intercambiar unas palabras con la diosa Luna.
Vitelio, dócil cortesano de aguda inteligencia, se inclinó profunda-
mente y dijo respetuoso:
-Sólo a vosotros, los dioses, os es dado veros y oiros mutuamente.
Esta respuesta dio un gran prestigio al inteligente senador, y des-
de aquel momento se integró en el circulo de amigos íntimos de Ca-
lígula.
Con menos rapidez reaccionó el actor Apeles cuando Calígula le
preguntó ante la estatua deJúpiter a quién consideraba más grande: a
él o a Júpiter. Apeles, que estaba acostumbrado a repetir textos estu-
diados, pero no a hablar sin guión, vaciló. El emperador consideró
que había dudado demasiado e hizo azotar a Apeles cruelmente. Con
satisfacción escuchaba Calígula los gritos de la victima y exclamó:
-Apeles, la verdad es que tu voz suena bien hasta cuando gritas.
No sólo algunos individuos, sino todo el pueblo tuvo que com-
prender hasta qué punto tomaba Calígula en serio su divinidad.
Por orden suya, se implantó también en las provincias el culto al
emperador, y poco después ya no quedaba ninguna ciudad mínima-
mente grande desde Hispania hasta Asia y desde Nórica hasta Egipto
350 351
r
donde no se pudiera encontrar una o más estatuas del divino Cavo
César en el templo o en el foro.
Todo esto ocurrió sin el menor problema, pues a nadie le importa-
ba venerar a un dios más o echar en los días de fiesta oficial un puña-
do de incienso al fuego ante su estatua. A nadie, salvo a los judíos. Los
emperadores Augusto y Tiberio fueron lo bastante inteligentes como
para respetar la particularidad religiosa de este pueblo, pero Calígula
insistió en colocar estatuas suyas también en las sinagogas. En todas
partes donde se intentó esto, se produjeron choques y altercados. Y lo
peor ocurrió en Alejandría, la populosa ciudad en la que, al lado de
miles de judíos, vivían también griegos y egipcios que insistían ahora
en que no se hicieran excepciones con los israelitas. Pero lo que para
aquellos sólo era un dios más entre muchos, era un grave sacrilegio
para los judíos, estrictamente monoteístas.
Desesperados, enviaron a Roma una legación que durante mucho
tiempo intentó en vano ser recibida por el emperador. Lo evitaba el
secretario Helicón, muy apreciado por Calígula. Helicón procedía de
Alejandría y odiaba a los judíos. Sólo era secretario de nombre, pues
era Calixto quien realizaba el trabajo principal. Más bien se le podía
calificar de acompañante del emperador, un acompañante que es-
taba disponible siempre que Calígula sentía ganas de emprender
algo, ya se tratara de una visita a las termas, de una partida de dados,
de montar a caballo o de probarse una toga nueva.

La legación judía estaba encabezada por el famoso filósofo Filón, a


cuya habilidad se debió que consiguieran una audiencia al cabo de
largo tiempo. Esto ocurrió en el Esquilmo, donde Calígula estaba en
aquel momento inspeccionando la decoración de una nueva villa im-
perial de reciente construcción.
Filón se acercó con una profunda inclinación y fue saludado por
el emperador con estas palabras:
-¿Así que vosotros sois esos miserables que dudan de mi divini-
dad? Tenéis valor, esto no se puede negar, pues sólo unos suicidas
se atreverían a presentarse ante mí con semejantes e impertinentes
exigencias.
Filón no se dejó desconcertar.
-Tenemos el valor y la confianza de súbditos fieles a la ley, Majestad.
¿Acaso los judíos alejandrinos no han ofrecido los mayores estipendios
con motivo de tu entronización, de tu enfermedad y en otras ocasiones,
unos estipendios que sobrepasaron con creces los tributos legales?
-Si, me consta, pero habéis omitido tina cosa: no habéis rendido
culto a mi divinidad.

352
Sin esperar una respuesta, Calígula continuó su ronda por la villa,
dio instrucciones por doquier y no se preocupó más de la legación
que corría tras él. De repente, se volvió.
-¿Por qué no coméis carne de cerdo? Explicamelo, Filón.
Filón habló de las leyes religiosas, pero Calígula no le escuchó,
sino que siguió su camino. De nuevo el desgraciado grupo de judíos
corrió tras él, mientras Calígula media con exactitud la separación de
las columnas del atrio y ordenaba la colocación de placas de cristal
pulido en las ventanas.
Sólo una vez más se dirigió a los tenaces peticionarios.
-No puedo ayudaros; tenéis que someteros a las leyes, como to-
dos los demás. Sé que no lo hacéis con mala intención, sino que es
más bien la insensatez lo que os induce a ello, de lo contrario recono-
ceríais en milo que soy: ¡un dios!
Los judíos se alejaron sin haber conseguido nada, pero, por suer-
te, las autoridades romanas de Alejandría, por sensatez y para conser-
var la paz, aplicaban las leyes con tanta laxitud que al final ya nadie se
preocupaba de que en las sinagogas hubiera o no imágenes del empe-
rador.
Probablemente Calígula no habría vuelto a insistir en el asunto si
unos exaltados judíos no hubieran destrozado en Jamnia, la antigua
ciudad filistea, un altar dedicado al emperador. El procurador Heren-
nio Capito comunicó el sacrilegio inmediatamente a Roma, y Calígula
se enfureció. Su amigo Helicón, que odiaba a losjudios, avivó aún más
esta ira, de modo que el emperador decidió que para este acto
extraordinario también debería ser extraordinario el castigo. Como
Calixto, e incluso Helicón, le desaconsejaron la destrucción de la ciu-
dad, el emperador maquinó, conjuntamente con Helicón, otras me-
didas de castigo.
-Tenemos que pensar qué es lo que les afecta más, lo que les hará
sufrir más. Tú conoces bien las características de este pueblo, Heli-
cón, piensa algo.
Helicón, un hombre más bien pequeño, vivaz como una comadre-
ja, de mirada inquieta y voz bien timbrada, dijo en el acto:
-Primero tenemos que comprobar qué es lo más sagrado para los
judíos, y pienso inmediatamente en Jerusalén. Es la ciudad de sus an-
tiguos reyes y profetas y también la ciudad con su mayor santuario, el
templo construido por Herodes. Ningún extraño puede entrar en él,
y su interior sólo es accesible a los sumos sacerdotes. Una profanación
de este templo afectaría en lo más profundo de su alma a los judíos de
todo el mundo.
Calígula se quedó pensativo y, finalmente, se le quebró en sus
finos y descoloridos labios una astuta sonrisa.

353

L
-~Ya lo tengo! Sólo hay una manera de hacerlo. Daré orden de
colocar en el interior ele este templo una estatua colosal de Júpiter
con mis rages. Así los jtídíos se verán obligados a venerarnos a la vez
a mi y aJúpiser.
-. Es ma idea divina! -exclamó Helicón entusiasmado-. Eso
enseñará a este pueblo a respetar a Roma y a tu sagrada persona.
El emperador asintió satisfecho.
-Tú teencarganis, Helicón, de que mi orden sea cumplida sin
pretextos u ei~cíísas.

Helicón envié una carta a Publio Petronio, legado de Siria, en la que


se le exhonaba a hacer labrar una estatua del emperador, con la figu-
ra deJúpihr,de al menos quince varas de alto, y colocarla después, si
era necesario a la fuerza, en el gran templo de Jerusalén. Calígula
añadió un par de líneas en las que resaltaba los méritos del legado en
el reinado de Tiberio y le hacía saber, entre elogios y amenazas, que
esperaba un estricto cumplimiento de su orden.

Como liberrode Calígula, CayoJulio Calixto había añadido al suyo los


nombres de si señor, como era costumbre desde muy antiguo. Había
adquirido libertad, influencia y su patrimonio gracias a su aplicación,
a su inteligencia, a su férrea discreción y a su astuta táctica. Para estar
mejor infoimado que los demás, Calixto había creado una eficaz red
de espias qie sólo dependía de él y a quienes pagaba de su propio
peculio.
Y así, no le había pasado inadvertido que en el circulo de amigos
de las hermanas del emperador, con participación de Emilio Lépido y
Valerio Asiitico, se estaba tramando algo, algo que no iba dirigido
contra él, el todopoderoso secretario, sino, con toda seguridad, con-
tra el empraclor. Por todas partes le contaban detalles que reforza-
ban esta sospecha, pero Calixto no tenía la menor intención de inter-
ferir o de deíuííciar estos círculos de conspiradores mientras no le
invitaran a participar eu la conjura. En este sentido Calixto no sentía
temor alguno, porque todos lo tomaban por un leal e insobornable
servidor del emperador. YCalixto lo era. Aun asi,jamás hubiera evita-
do una conspiración que tuviera por fin eliminar a Calígula. Su inte-
ligencia le necia que llegaría un momento en que la imaginaria di-
vinidad, la arbitrariedad y la desconsiderada crueldad de su señor
imperial resultarían insoportables y le costarían a Calígula la cabeza.
Sólo era ya cuestión de tiempo, y Calixto consideraba perfectamente
posible queel puñal o el veneno encontraran muy pronto su camino
hasta Calígula, pese a la guardia persoinal, pese a los pregustadores de
vinos y manjares y pese a los pretorianos.
Pero Calixto no tenía ni la menor intención de hundirse junto con
el emperador. Quería y tenía que salvar lo que se había ganado a es-
paldas del gobierno de Calígula, y le importaba ser considerado inclu-
so después como un hombre de honor. Calixto no sentía sed de ven-
ganza, ni odio, ni era rencoroso. Toda su fuerza, su inteligencia y su
habilidad estaban enfocadas únicamente a no crearse en Roma nin-
gún enemigo y, aun así, a servir los deseos de Calígula. Resultaba
inmensamente dificil, pero hasta el momento había conseguido man-
tener en el fiel de la balanza estos dos poíos en realidad incompati-
bles. Dos eran los apoyos principales que, con cierto peligro, había
levantado Calixto para "después». Por una parte, la amistad con Clau-
dio César, a quien hacia todos los favores posibles y a quien protegía
en lo que estaba en su mano de las burlas y ofensas, para asombro de
Calígula, asombro asociado a una cierta desconfianza. Calixto contes-
tó a la recelosa pregunta de Calígula, que le interrogó sobre el porqué
de tanto afecto por el zopeinco de Claudio:
-Tu tío, Majestad, es tan desvalido y torpe ante la vida, que des-
pierta ini compasión y quiero ayudarle. Sé que no sirve para nada más
que para su labor de erudito, pero en este campo ha hecho un buen
trabajo.
Las palabras »no sirve para nada más que para su labor de erudito»
volvieron a adormecer la desconfianza de Calígula. Si Calixto sentía
tanto afecto por ese viejo imbécil, allá él, a Calígula aquello no le im-
portaba.
De vez en cuando, Claudio César mostraba de manera torpe sin
gratitud, y Calixto sabia que para »después» tenía ya un intercesor a
quien no se debía subestimar.
El segundo ~~O~() de Calixto consistía en su subrepticia ayuda a
las victimas de Calígula o a las familias de estas victimas. Si podía ha-
cerlo sin correr peligro, advertía a los amenazados, y si el mal resulta-
ba inevitable, intentaba por diversos medios salvar para la familia una
parte del patrimonio. Desde que, de manera cada vez más desvergon-
zada. Calígula llevaba ante los tribunales a acaudalados patricios o los
obligaba a suicidarse, Calixto había redoblado sus esfuerzos. Envió a
una serie de amenazados cartas anónimas de advertencia, cuyas co-
pias mantenía celosamente escondidas en una alejada finca rústica.
Con esto acumulaba para »después» un tesoro que debía salvarle la
vida y su patrimonio.
En los últimos tiempos había surgido por sorpresa la posibilidad
de un tercer apoyo, pero Calixto no podía prever hasta qué punto
resultaría seguro. Se trataba de Ninfidia, su hija. Unos meses antes se
354 355
había celebrado con una gran fiesta el decimocuarto cumpleaños de
la muchacha, y Calígula, a quien nada se le escapaba, había insistido
en introducir a la muchacha en la corte y en que le fuera presentada.
Ninfidia no era ninguna belleza, pero sí una muchacha bien formada
en cuerpo y espíritu, vivaz y algo coqueta. Se la presentaron, pues, al
emperador, y éste se pronunció sobre ella de manera muy elogiosa.
Calixto no tenía claro si para él y su familia seria más fácil salir con
bien de las garras de Calígula si Ninfidia se convertía en la amante del
emperador. Calixto amaba a su hija, pero era lo bastante realista para
saber que no podría ni debía evitarlo si Calígula encontraba gusto en
ella y quería llevársela a la cama. Pero si quería, podía acelerar el pro-
ceso, aunque no sabia si era sensato para el »después».
El orondo secretario del emperador hizo un esfuerzo por alejar
estos preocupantes pensamientos. Fuera, caía una fuerte lluvia de pri-
mavera sobre los tejados del complejo arquitectónico del Palatino, e
incluso el templo de Júpiter Capitolino con sus seis esbeltas columna-
tas, que normalmente solían divisarse por la ventana norte, se oculta-
ha tras una espesa cortina de lluvia.
Con un suspiro, Calixto sacó la lista fatal en la que estaban anota-
dos los nombres de los acaudalados patricios que no tenían ni esposa
ni hijos. A esta hora del día, sobre la hora séptima, no se le molestaba,
y si de repente apareciera el emperador, un servidor de confianza le
avisaría.
Calixto tomó un papiro en blanco, lo abrió, puso un peso sobre el
extremo y hundió el calamus en el tintero de bronce.

356
xxw

Cornelio Calvo vivía recluido en la periferia de la ciudad, cerca de la


Puerta Salaria. Se dedicaba, con ayuda de su liberto griego Diótimos,
a reordenar su biblioteca, que había crecido considerablemente. En
principio, su intención fue dejarle sus tesoros en libros a su sobrino
Sabino, pero desde que éste desapareció y se marchó a Efeso como
tribuno, Calvo se había propuesto reconsiderar su decísion.
-No sé qué le habrá pasado a este muchacho -continuó sus re-
flexiones en voz alta-. Iba criándose en el negocio familiar, como
hijo de un editor, rodeado de libros, y conocía ya de niño a los más
importantes autores vivos, y de repente se echa en brazos de Marte
como si todo esto de los libros fuera una cosa baladí.
El inteligente y erudito Diótimos, va de edad madura, como su
señor, acarició pensativo su barba de filósofo, completamente pasada
de moda.
-Yo diría que, precisamente, al haberse criado entre libros y poe-
tas, Sabino se siente atraído ahora en otra dirección completamente
opuesta. La gente joven quiere saborear la vida, quiere ver qué cosas
diferentes hay en el mundo. Créeme, señor, algún día volverá a los
libros.
Calvo balanceó su cabeza.
-No hay quien entienda a ese muchacho. He recibido algunas
cartas de él, y de ninguna se desprende que la vida castrense le entu-
síasme. Simplemente, se lo calla y, en su lugar, habla en numerosas
páginas de la peculiaridad de Éfeso, del templo de Artemisa y de las
multitudes de peregrinos. Lo hace con tanta habilidad que a veces
pienso que ha copiado las escrituras de Herodoto, pero luego com-
prendo que no es asi.

357
Calvo suspiró y abrió un rollo cubierto de polvo. Lo que no contó a
Diótimos fue una breve alusión de su sobrino a que Amor lo trataba
como a un esclavo desobediente a quien había que castigar una y otra
vez. Esto es lo que decía en su última carta, pero esta alusión también
podía ser una broma.
-Dejémoslo por hoy; ya no aguanto más el polvo de los libros
-dijo Calvo, e hizo traer agua para lavarse las manos.
Con el joven esclavo que traía lajarra de agua y una palangana de
bronce, entró el mayordomo.
-Acaba de llegar una carta para ti, señor.
Calvo se secó escrupulosamente las manos.
-¿De dónde venia el mensajero?
-No sabía nada. Se limitó a decir que había recibido el encargo
de un desconocido.
Calvo asintió con la cabeza, tomó el rollo y se retiró a sus aposentos
particulares. Allí rompió el precinto que no llevaba sello ni marca
personal, y leyó:

"Honorable Cornelio Calvo, un amigo bien intencionado te da el


apremiante consejo de abandonar Roma durante un tiempo prolon-
gado. Te amenaza un peligro que viene de lo más alto, y tu vida podría
estar en juego. Eres un erudito, por lo que me permito recordarte una
expresión de nuestro Ovidio que define esta situación como "pendere
filo". Si, realmente tu vida pende de un hilo, así pues, cuidate de que
los pretorianos encuentren tu casa vacía. ¡Destruye inmediatamente
esta carta!"

Calvo dio la vuelta al rollo. Era un papiro barato que se podía com-
prar en cualquier lugar, y el precinto desprovisto de sello tampoco
facilitaba ninguna indicación. Las frases habían sido escritas sin faltas
y con una letra fluida, de experto.
Calvo negó con la cabeza. ¿Un peligro que venia de «lo más alto»?
Además, estaba la referencia a los pretorianos. Sólo podía tratarse del
Senado o del emperador. Pero no tenía nada que reprocharse, ni lo
más mínimo.
Calvo apenas participaba ya en la vida política, pero tampoco a él
le había pasado inadvertido que últimamente eran cada vez más fre-
cuentes los procesos de lesa majestad, y que a veces afectaban a hom-
bres a los que él había conocido y a los que creía incapaces de co-
meter un delito. Calvo había sobrepasado ya en algunos años los
setenta y era un convencido estoico. Así que no sintió preocupación
alguna, pero quería saber lo que se estaba tramando. Su primo Balbo
era senador y quizá pudiera aclarárselo.
Dos días después recibió a su pariente, que parecía muy ajetreado
y preguntó tres veces a los porteadores de su silla de manos si real-
mente nadie les había seguido. Balbo era un hombre pequeño, in-
quieto, de inteligencia rápida y lenguaje mordaz. Bajo Tiberio, un
comentario irreflexivo estuvo a punto de costarle la vida; desde enton-
ces se había vuelto prudente en exceso.
Cuando Calvo le pasó el escrito, lo leyó de una rápida ojeada y
luego lo dejó caer como si le quemara los dedos. Miró a su alrededor
y preguntó en un stisurro:
-Yuedes fiarte de tus esclavos? ¿No nos oye nadie aquí?
Calvo negó con la cabeza.
-Si hablas en voz baja nadie nos oye. ¿Qué pasa?
-Ya he visto varios de estos escritos de advertencia. Nadie sabe de
dónde vienen, pero su autor debe de estar bien informado, puesto
que el peligro anunciado casi siempre ha resultado real. Sé de dos que
no siguieron el consejo y acabaron en las Gemonias.
-¡Pero en mi caso ha de tratarse de un error! No tengo trato con
ningún político en activo, me mantengo al margen de todo. Mi época
de senador queda muy atrás: después de la muerte de Augusto dimití
voluntariamente. ¿Quién puede reprocharme algo?
-Eres muy rico, Calvo -dijo el senador mesuradamente.
Calvo se echó a reír:
-~Y esto es un delito?
-Para Calígula, si...
Balbo se asustó de sus propias palabras y agregó inmediatamente:
-Olvida lo que te he dicho y sigue el consejo. Viaja con nombre
falso a un balneario, lo más alejado posible de Roma, y quédate allí
hasta que el aire de Roma sea más respirable. Yo y muchos otros espe-
ramos que esto no tarde demasiado en ocurrir.
-Me lo pensaré -dijo Calvo, y no pareció preocuparse.
-No lo pienses demasiado, estos días la diosa Fortuna es muy ca-
prichosa.
Tras una profunda reflexión, Calvo decidió no tomar el asunto en
serio y se quedó en Roma, siguió la misma vida que antes y se consola-
ba con las palabras de Virgilio en la Eneida: Stat sua cuique dies.*

De nuevo Calígula luchaba con su peor enemigo: el aburrimiento.


Aíioraba el verano. Entonces podía bordear la costa con su barco,
visitar sus nuevas villas entre Ancio y Putéoli, aclamado por el pueblo
que acudía en masa para verle...

Todos ienemos que morir algún día.


358 359
Es que no ocurre absolutamente nada! -se quejó días antes a
Helicón, su amigo del alma-. La gente vive demasiado bien, porque
no la amenaza ningún peligro, ninguna catástrofe. Bajo Augusto ocu-
rrió la derrota de Varo, bajo Tiberio, el hundimiento de la tribuna
cerca de Fidenae, pero ¿qué ocurre ahora? No hay guerras, no hay
hambre, no hay epidemias, no hay terremotos, no hay incendios.
Esto es
desesperante!
Helicón, que al principio no sabía si estas quejas iban en serio, se
dio cuenta después de que, por aburrimiento, Calígula deseaba que
ocurrieran acontecimientos excitantes.
-La fortuna pone su mano sobre ti y sobre Roma; deberíamos
estarle agradecidos, Majestad. Pero estoy seguro de que tu divina per-
sona no tardará en encontrar una salida y sorprenderá al mundo con
ocurrencias fascinantes.
Calígula, que tenía en gran estima a Helicón, se sintió estimulado
por estas palabras a idear personalmente algo, algo nunca visto, gran-
dioso, sorprendente, dramático y, también, que fuera una mezcla de
alegría con la desgracia ajena.
Como no se le ocurrió nada inmediatamente, se enfadó y, para
distraerse, hizo azotar a dos esclavos encargados de los baños que se
divertían tan apasionadamente en el vestuario de las termas que,
cuando Calígula apareció, fueron sorprendidos y no cesaron a tiempo
en sus juegos amorosos.
-Ya que sabéis hacerlo tan bien el uno con el otro, podréis conti-
nuar de otra manera.
Y así los dos fueron obligados a azotarse mutuamente hasta que
quedaron con las espaldas ensangrentadas. Esto, en cambio, excitó
los apetitos de Calígula y antes de la cena hizo venir a Piralis, que
últimamente moraba en unas habitaciones de palacio para estar siem-
pre disponible si el emperador lo deseaba. Pero no le disgustaba a
Calígula que de vez en cuando no acudiera de inmediato o saliera
según le viniera en gana. No soportaba a las mujeres serviles y aburri-
das, y en ellas le encantaba lo que no apreciaba en absoluto en los
hombres: una cierta rebeldía.

Pero en esta ocasión acudió Píralis sin dilación, y juntos fueron al


dormitoñum donde se encontraba la pomposa cama del emperador,
sobrecargada de oro y cubierta con pieles de oseznos.
- Mi falo te reclama a gritos, Piralis! Eres ahora la única mujer de
verdad en todo el Palatino, tal vez incluso en toda Roma.
La cortesana no pudo por menos que soltar una risita que parecía
el tintineo de una campanilla.
-Y ¡iú, Cayo, sabes hacer los cumplidos más halagadores. Aunque
no fueras más que un herrero o un panadero, con tus palabras, atrae-
rías a tu cama a las mujeres más hermosas.
Un cálido brillo apareció en los ojos inexpresivos de Calígula.
-Ahora me has hecho un cumplido, aunque un cumplido algo
extratio. Herrero panadero..., no consigo imaginarlo.
-O senador... -bromeó Píralis.
Calígula se rió con estruendo:
-Entonces, mejor panadero o herrero.
Abrazó por detrás sus pechos y los apretó. Píralis sintió su cuerpo
velludo, y, como siempre, el contacto con él la excitó. Se volvió, besó
sus pezones y notó su duro pene apretándose contra su vientre. Se
dejó caer sobre el pomposo lecho, sintió la caricia de las pieles, y ex-
clamó con un arrullo:
-;Ve n, Cayo, date prisa, tómaine, ven, tómame ya!
Calígula la tomó con tanta vehemencia como un legionario que
estuviera violando a una cautiva, y se hundió en sus entrafias como si
quisiera penetrar hasta lo más profundo de su cuerpo.
También en el acto del amor Calígula era cruel, porque sólo en-
contraba satisfacción torturando. Pero en el transcurso de su vida,
Piralis se había acostumbrado a no mostrarse nunca quejumbrosa, e
incluso encontraba placer en aquellas caricias brutales.
Su desollada entrepierna brillaba enrojecida cuando se zafó de
los brazos (le Calígula. Se contempló preocupada, como si fuera una
herida.
-Mira lo que me has hecho, bruto más que bruto.
Calígula sonrió halagado. Nada de lo que le decía Píralis era capaz
de ofenderle, y de nuevo se sintió dichoso de haberla encontrado.
-Al final acabaré casándome contigo, ¡para fastidiar a toda Roma!
-~Y Lolia Paulina?
-Hace ya mucho tiempo que tendría que haberme divorciado de
ella, pero esa mujer me es tan indiferente que apenas dedico ya un
pensamiento a su persona.
Los ojos verdes de Piralis le miraban traviesos.
-Piralis Augusta, ¿por qué no? Pero una emperatriz tiene tam-
bién obligaciones, y no creo ser adecuada para cumplirlas. Sólo soy
una noctiluca, una mariposa de la noche.
Calígula había dejado de escuchar, su espíritu versátil había salta-
do ya a otro tema.
-Necesito tu consejo, Píralis. ¿Qué harías si se esperara de ti algo
muy especial, algo nunca visto, algo sorprendente e impresionante...
No lo pienses mucho, di lo que se te ocurra.
Piralis se recostó y cruzó los brazos tras la cabeza.
360 361
-Un hombre que me mantuvo durante unos meses viajó conmigo
a su finca rústica en Sicilia. Cuando cruzamos en barco de Rhegium a
Mesina, dijo mi amigo: "Si tuviera muchísimo dinero, pondría en co-
municación las dos orillas con un inmenso puente~~. Esto sería real-
mente algo sorprendente y nunca visto.
-Un gigantesco puente... -repitió Calígula pensativo.
-Al fin y al cabo llevas también el título de Pon t~fex maximus, el
gran constructor de puentes...
Calígula quedó absorto.
-Un gran puente... algo nunca visto...
De repente se incorporó y saltó de la cama.
-Haré comunicar mis villas de Baules y Putéoli con un puente de
más de tres millas de largo, por encima del mar... ¡Sí, esto es lo que
voy a hacer! Pero no un puente de piedra o de madera, se tarda dema-
siado en hacerlos, será un puente formado por barcos.

Cornelio Sabino no dejó la habitación que tenía cerca del templo de


Artemisa. Hacerlo le hubiera parecido un mal augurio, algo como
una renuncia definitiva a Helena.
Seguía cumpliendo su servicio con desgana, sin participar íntima-
mente, pero con corrección y apenas abandonaba el recinto del cuar-
tel. En su tiempo libre jugaba con los otros oficiales a algún juego de
tablero carente de ingenio, o, cada vez más a menudo, se recluía con
una jarra de vino en su habitacmon.

A la undécima legión había sido destinado un nuevo legado. Era un


hombre joven de una de las mejores familias romanas, y se comporta-
ba como si fuera el emperador en persona. En su primer discurso, los
tribunos tuvieron que escuchar:
-Bajo mi predecesor, que, sin duda, tendría sus méritos, se ha
extendido una cierta desidia que no estoy dispuesto a tolerar. Las ba-
jas por enfermedad, los permisos especiales, las suplencias o cualquier
otra cosa que afecte al plan de servicio, si se refiere a los tribunos y a
los centuriones, se me presentarán sin excepción alguna para que yo
las apruebe. Si nuestro divino emperador considerara alguna vez la
posibilidad de viajar a la provincia de Asia, no quiero que en Efeso se
encuentre con un tipo de indisciplina, sino con una legión de la que
pueda sentirse orgulloso, como nosotros nos sentimos orgullosos de
nuestro divino emperador Cayo Julio César Augusto Germánico.
Sabino, que ya estaba otra vez medio borracho, oyó el enjundioso
discurso como en la lejanía, y tuvo la sensación de que no le afectaba

362
r
para nada. También él amaba al joven emperador, de quien se oían
decir muchas cosas admirables en la tropa, si bien algunas debían pa-
recerles extrañas a los legionarios. Que un emperador se hiciera ren-
dir honores divinos en vida era algo nuevo, pero aceptado en general,
pues la mayoría creía que esto servia sólo para intimidar a los bárbaros
de las provincias. No sin ironía se había tomado nota en la undécima
legión del hecho de que en los templos de Efeso, incluso en el de la
gran Artemisa, se tenía que venerar ahora, junto con otros dioses, a
Calígula en su condición de Júpiter.
Sin embargo, a Sabino estos problemas no le afectaban. Tenía los
suyos propios y, como a todos los enamorados sin esperanza, se le
antojaban inmensos y de importancia universal. Sus compañeros, los
otros oficiales, le aconsejaban la conveniencia de dejar de beber hasta
que hubiera amainado el celo del nuevo legado, y Sabino siguió el
amistoso consejo al menos durante unos días. Pero su sobriedad le
hizo ver con doble clarividencia que había perdido a Helena para
siempre. ¡Para siempre! ¡Para siempre! Era incapaz de pronunciar es-
tas palabras sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Sentía pena de
sí mismo; compadecía a Helena y al mismo tiempo se sentía furioso
imaginando el cuadro idílico familiar presidido por Petrón, que se lo
debía a él, a Cornelio Sabino.

Sabino aguantó durante seis días; en la mañana del séptimo empe-


zó de nuevo a beber. Era un día libre e intentó convencerse a si mismo
de que con esto no perjudicaba a nadie. Al fin y al cabo, ni el legado
más diligente podía impedirle a un oficial que se emborrachara en su
tiempo libre.
Con expresión preocupada, Marinos puso lajarra sobre la mesa y
dirigió tina mirada implorante a sti senor, como si quisiera decir: ~¡No
bebas tanto! ".
-¡No me mires con este aire de reproche, Marinos! Al fin y al cabo
es mi día libre y puedo hacer lo que me dé la gana. Otros van al burdel
o se gastan su dinero jugando a los dados. Yo me dedico a beber.
Cuando lajarra quedó vacía, había anidado una absurda esperan-
za en su cabeza. ¿Por qué desanimarse?, se dijo. ¡Al fin y al cabo era un
soldado! ¿No le había aconsejado siempre su amigo Querea que los
problemas se debían afrontar sin titubeos? ¡A desenvainar la espada y
adelante! Tal vez Helena hubiera cambiado ya de opinión, pero no
tenía posibilidad de ponerse en contacto con él.
-Marinos, saca mi toga, voy a la ciudad.
Marinos miró a su señor, que se tambaleaba por la habitación, e
imploró:

363

-Toma primero un baño frío, señor, eso te refrescará y te devol-


verá la serenidad. ¿O quieres que te acompañe a la ciudad?
Sabino negó testarudo con la cabeza y balbuceó:
-No. No... quie... quiero estar sereno, estoy bien así... Ahora sien-
te ganas de hacer algo... ¡Lárgate, Marinos! No necesito que nadie
me... me acompañe para lo que voy a hacer.
Sabino cabalgó hasta el mercado, entregó su caballo a uno de los
guardianes y dijo que volvería pronto.
Sin meta fija, paseó entre la multitud del mercado, trastabillando y
chocando con la gente; miraba a un lado y a otro en busca de la es-
belta y familiar figura de la amante abandonada. Estaba tan seguro de
encontrarla hoy allí que no le sorprendió ni lo más mínimo cuando
descubrió a Helena con su ama y unajoven esclava a una distancia de
pocos pasos, ante los sacos de un comerciante de nueces y frutos se-
cos. Helena señalaba un saco tras otro mientras el ágil comerciante
vaciaba un vaso graduado en su cesta.
Sabino se había detenido y contemplaba embelesado aquella esce-
na de mercado; su embriaguez le hizo figurarse durante unos instan-
tes que era para su propia familia para quien Helena estaba haciendo
la compra. En su imaginación le pareció oír su voz.
-Esta noche tendremos pullum numidicum con salsa de piñones,
dátiles, pimienta, comino y miel. ¡Te gustará!
Cuando se apartó de la tienda, Sabino vio su vientre abombado ya
considerablemente bajo el manto suelto. Sus pensamientos retorna-
ron a la realidad. Sabía que Helena compraba para su familia, que él
quedaba excluido y que Petrón gozaba de una felicidad que se la de-
bía a él, al tribuno romano Cornelio Sabino.
Con pocos pasos la alcanzó y le cerró el paso.
-Salve, hermosa Helena. Estamos haciendo la compra para tu
gallardo esposo Petrón, que no tiene ni idea de que en tu seno está
creciendo un huevo de cuco? -Sabino soltó una risa que manifestaba
bien a las claras su estado de embriaguez-. ... Es que tu pequeño
maricón se cree todavía que fue él quien te dejó embarazada, ¿eh?
¿Qué hay de esto? ¿O quieres que le cuente yo la verdad?
Sus palabras, pronunciadas en voz alta, habían despertado la aten-
ción de la gente que rondaba por el mercado. Algunos se pararon a
ver cómo continuaría la escena. Helena permaneció callada e intentó
pasar al lado de Sabino, pero él la tomó del brazo y la retuvo. Sintió
sus finos huesos y le clavó los dedos en la carne hasta que ella soltó
un grito.
-Hubiera podido casarse con un tribuno romano -dijo en voz
alta- y ahora lo está con un marica griego. Con un marica que añora
los culos lisos de sus muchachitos, y ahora tiene que interpretar el
papel de padre de familia porque la esposa lleva un hijo en sus entra-
ñas. ¿Cómo ha conseguido eso el muy mancar
Sabino puso la mano en su vientre y notó un leve movimiento.
-¡ Suéltame y lárgate! -exclamó Helena furiosa, mientras Clonia
tiraba de la toga de Sabino con cara de pocos amigos.
-Eso es lo que quieres, ¿verdad? Que desaparezca de tu vida para
que puedas vivir en paz con tu huevo de cuco. Pero no te vox' a dejar
en paz, ¡jamás!
-Entonces le pediré a Artemisa qtíe me libre de ti. También ha
escuchado mi deseo de tener un hijo.
Tan enojada estaba Helena, qtie pronunció estas palabras con una
sonrisa tan irónica que Sabino le dio una sonora bofetada para borrar
esta sonrisa. Clonia pidió socorro a voz en grito y Helena se frotó la
mejilla; sus ojos de color de miel centellearon llenos de desprecio.
-Pegar a una mujer embarazada, sí, esto es lo que sabes hacer, ¡y,
además, esto es mux propio de vosotros, los romanos.
La discusión subió tanto de tono que atrajo a dos guardias del
mercado.
-Aquí no se molesta a las damas -advirtió uno de ellos mientras
el otro preguntaba a Helena.
-;Es este hombre tu ~5~O5O o un pariente?
Helena negó vivamente con la cabeza.
Entonces los dos cortaron por lo sano. Uno golpeó a Sabino con
un palo largo de madera en la cabeza; luego, medio desmayado, lo
cogieron por las axilas y se lo llevaron.
En la casa del supervisor del mercado, Sabino recuperó el conoci-
miento y se palpó el gran chichón de la cabeza.
-Habéis apaleado a un tribuno romano, eso os costará caro. Me
llamo Cornelio Sabino.
El obeso supervisor del mercado sonrió muy orondo.
-Esto es precisamente lo que iba a preguntarte. Supongo que
eres tribuno en la legión undécima. Bien, pero esto no te da derecho
a molestar a una dama y a abofetearla. Daré parte a tu legado.
Aún medio aturdido, Sabino salió tambaleándose. Ahora, todo le
daba lo mismo, incluso que lo echaran de la legión. ¡Mejor! Entonces
no tendría que pedir su cese él mismo. Su decisión de abandonar el
ejército bía perdido por
fue repentina. Pero ¿qué le retenía va allí? Ha
completo las ganas de seguir en Efeso: tenía que volver a Roma y ha-
cer todo lo posible por olvidar a Helena. ¡Había muchas otras mujeres
hermosas! ¡El mundo estaba lleno de ellas! A fin de cuentas, ¿qué
tenía de especial esa Helena? El cuerpo esbelto, los ojos color miel, el
fino rostro, la boca de piñón... En Roma podría encontrar cientos,
miles de muchachas así...
364 365
1
Pensaba esto, pero al mismo tiempo sabia que no era verdad, que
Helena, su Helena, era única.
Las arrogantes autoridades municipales griegas trabajaron con ra-
pidez y no se dejaron impresionar por el alto rango militar de Sabino.
Dos días después, fue llamado a presentarse ante el legado.
-¿Tribuno Cornelio Sabino? Veamos, supongo que sabes de qué
se trata. Has ofendido en pleno mercado a una mujer en avanzado
estado de gestación, la has abofeteado, le has impedido seguir su ca-
mino, y todo esto en estado de embriaguez. ¿Es cierto este informe del
supervisor del mercado o tienes algo que alegar?
-El informe es correcto, legado, sólo quiero rectificar que no le
impedí que siguiera su camino y que los golpes se limitaron a una
ligera bofetada.
-¿Por qué? ¿Conocías a esta mujer?
Sabino, que hacia tiempo había decidido no causarle problemas a
Helena, exclamó:
-No, era absolutamente desconocida para mi. Sin duda estaba
más que borracho. Tal vez me recordara a una ramera con la que me
peleé en una ocasión, no lo sé.
El legado se echó a reír.
-¡Una ramera! ¡Vaya gracia! Se trata de Helena, esposa de Pe-
trón, cuyos padres y suegros pertenecen a las familias más importan-
tes de Efeso. Es gente que paga sus impuestos puntual y escrupulosa-
mente, unos tributos sin los cuales no podríamos mantener unido
nuestro gran Imperio. Ojalá hubiera sido una ramera: esto nos hubie-
ra ahorrado muchas molestias. Por motivos que no logro entender, ni
Helena ni su esposo han presentado querella criminal, seguramente
para poner de relieve su buena armonía con Roma, pero supongo que
esperan que seas castigado, y tienen motivo para esperarlo.
El joven legado examinó a Sabino con una mirada arrogante,
como si quisiera decir: «A mi no me harás cambiar de opinión, ¡no te
esfuerces...».
-Quiero aprovechar la ocasión para pedir mi cese en la legión.
Con esto no contaba el legado, y se le notó su desconcierto.
-¿Cese? ¿Cómo he de entender eso? ¿Por arrepentimiento?,
¿como expiación?
-Por motivos personales.
-¡Ajá!, por motivos personales, y, sin duda, también para eludir el
castigo, ¿verdad?
-No, legado, puedes castigarme y después disponer mi cese.
-¿Viven tus padres?
-Si. Mi padre es el editor Cornelio Celso.
-¿Aprueba él tu petición de cese y está enterado de tu solicitud?
r
-No. Este deseo es fruto de una profunda reflexión, y no tiene
nada que ver con He..., con esa dama.
El legado reflexionó, y de su expresión malhumorada se deducía
que esta solución le causaba algún serio problema.
-Cornelio Sabino, te lo digo con toda franqueza, a mi este caso
me resulta demasiado delicado. No quiero estropear mi carrera, pues
los Cornelios sois gente influyente en Roma, y quién sabe lo que pien-
sa tu padre de todo esto. No puedo cesarte en la legión. Que sea el
emperador, como jefe supremo, quien decida sobre el alcance de tu
castigo. Si me das tu palabra de honor de que no vas a intentar huir, te
dejo viajar a Roma sin vigilancia. Que decidan allí lo que conviene
hacer contigo. ¿De acuerdo?
-¡De acuerdo, legado!
366 367
xxv

A finales de mayo, Calígula tomó la decisión de viajar al sur en su


barco de recreo para hacer realidad la idea de un gigantesco puente
entre Baules y Putéoli. Mostraba una enorme diligencia y tenía ocupa-
da a una docena de secretarios con órdenes estrictas y edictos impe-
riosos. Sin la menor consideración por las consecuencias, hizo requi-
sar todos los buques de carga disponibles, entre ellos también un gran
número de los cargueros de cereales, tan importantes para Roma. Na-
die se atrevió a objetar nada y menos a contradecirle. Sólo Calixto
hizo algunas objeciones, pero revistiendo sus dudas con un aire iro-
nico:
-Lo único que temo, Majestad, es que la plebe no sea capaz de
comprender tu divina idea. Si los donativos de cereales cesan, el
populacho puede mostrarse bastante agresivo.
Calígula le cortó con un ademan:
-Pasar un poco de hambre no les vendrá nada mal a estos parasí-
tos. De todas formas, habría que pensar en una solución para este
engorroso problema. En realidad, ¿por qué el Estado tiene que ali-
mentar a estos miserables holgazanes? Me pregunto quién implanta-
ría esta costumbre.
-Se convirtió en ley bajo el triunvirato de Pompeyo, César y
Craso, pero ya antes había donativos privados y estatales de ce-
reales.
Los ojos de Calígula chispearon maliciosos.
-¡Y sé muy bien por qué! En la época de la República los señores
pretendían comprarse votos de este modo. Un dios no tiene necesi-
dad de hacer esto. Soy independiente del populacho, a mi me ha ele-
gido el Olimpo.

368

j
-Así es, Majestad, pero estas cosas no se pueden cambiar de la
noche a la manana.
-Y como es así, mi apreciado Calixto, vamos a dejar que pasen
hambre durante tinos días estos holgazanes romanos para que vayan
acostumbrándose a épocas de vacas flacas.
Por lo demás, Calígula deseaba ser acompañado por su familia en
su totalidad y por todos sus amigos. Habían sido invitados también
Léntulo Getúlico, el legado de Germania, y Valerio Asiático. El empe-
rador quiso que incluso Séneca, el odiado poeta, participara en el
gran espectáculo. Lolia Paulina, la esposa ya casi olvidada de Calígula,
pudo volver ajugar durante un breve espacio de tiempo a emperatriz,
aunque tuvo que compartir su papel con la cortesana Piralis. Calígula
quiso que también tío Claudio participara y, naturalmente, las dos
hermanas del emperador.
Séneca, republicano de corazón, dijo a Livila:
-~Y éstas son las bendiciones del Principado! El emperador se lo
puede permitir todo, no existe ninguna ley que le pida responsabili-
dades o que le obligue a solicitar un consejo. En la época de la Repú-
blica, ningún cónsul ni ningún triunviro hubiera osado enfrentarse al
pueblo de este modo. Yo también considero nocivos los donativos es-
tatales de cereales, pero al fin y al cabo representan una ley vigente
desde hace cien anos.
-Precisamente esto es lo que induce a mi hermano a saltársela a
la torera. De un modo u otro volverá a hacerlo una y otra vez.
-Quizá se pase en alguna ocasion...
-Esto es lo que esperamos -dijo Livila en voz tan baja que Séne-
ca no la entendió.

Se movilizó toda la flota estatal para acompañar al sur al legendario


barco de lujo del emperador. Los barcos de escolta, de distinto tama-
no. iban desde el simple barco de transporte hasta el pentarreme, una
galera dotada de cientos de esclavos remeros. Todos los barcos iban
empavesados para la solemne ocasión; en lo alto de la galera imperial,
decorada con profusión de ornamentos de oro, ondeaba el estandarte
púrpura con el águila romana. Su timón de popa, muy alzado sobre el
nivel de las aguas, había sido dorado y adornado con piedras precio-
sas; velas de todos los colores ondeaban suavemente al viento prima-
x'eral. El barco era tan grande que le costaba avanzar, pero se utili-
zaba sólo para el cabotaje, y podía atracar rápidamente en cualquier
puerto.

369
Orgulloso como un muchacho que enseña su juguete, el emperador
condujo a su amante Piralis por las cubiertas del barco. En la cubierta
principal se agrupaban pequeñas y grandes salas para banquetes en
torno a una hilera de arcadas, interrumpidas por plantaciones hábil-
mente intercaladas con arbustos y ramajes, y, en medio, gráciles fuen-
tes de bronce y de mármol. Los muebles estaban labrados en maderas
preciosas con incrustaciones de marfil y herrajes de bronce, pero in-
cluso la asombrada Piralis se dio cuenta del escaso cuidado con que
estaba confeccionado todo lo demás. El impaciente emperador había
azuzado a los artesanos para que trabajaran con la máxima rapidez,
estimulándolos con premios y regalos. De este modo, se habían em-
pleado los materiales más valiosos, pero algunos detalles parecían más
bien un escenario de teatro levantado con prisas para la interpreta-
ción de una pieza que luego va a ser desmantelado. Los frescos con
temas de la mitología griega que adornaban el gran comedor habían
sido realizados por los mejores pintores, pero, por falta de tiempo,
habían sido pintados con tanta premura que a veces fallaba la pers-
pectiva o se había prescindido de ciertos detalles. En algunos puntos
se estaba desconchando el dorado de las columnas de madera, de los
techos y de las paredes, pero Calígula no parecía darse cuenta de
nada. Llevó a Píralis al entrepuente, donde había pequeñas termas
con las habituales piscinas de agua fría, tibia y caliente. También aquí
el trabajo apresurado había provocado que los abigarrados mosaicos
empezaran ya a agrietarse.
-¿No es esto un reflejo del Olimpo? -preguntó Calígula orgu-
lloso.
-Lamento no poder contestar a esta pregunta, pues nunca he
estado allí -dijo Piralis con cierta insolencia.
A Calígula le encantaba esa lengua suelta e irrespetuosa y no pa-
reció darse cuenta de su ironía.
-Pero te gusta, ¿verdad?
Emocionada, percibió el tono implorante y ufano de muchachito
orgulloso de su juguete. Le apretó el brazo y dijo:
-No sé cómo decirlo. Es inmenso mi asombro y mi entusiasmo.
Seguro que no hay en todo el mundo otro barco como éste. Creo que
has superado con creces a los famosos barcos de Cleopatra que reco-
rrían el delta del Nilo.
En los ojos fríos y duros de Calígula apareció un brillo cálido. La
miró amablemente.
-Siempre sabes quedar bien, Piralis, pero también yo creo haber
superado a Cleopatra. En la caía están las calderas para las termas y la
cocina. Pero esto no ha de interesarnos. Veamos ahora la cubierta
superior.
Allí había cómodas camas plegables bajo blancos toldos, sobre grá-
ciles mesitas se amontonaban fuentes repletas de frutas y de nueces;
sobre soportes de hierro descansaban pequeñas ánforas panzudas con
los vinos más selectos.
Los invitados retrocedieron cuando el emperador apareció con
Piralis, y todo el mundo se inclinó respetuosamente ante la divina
Majestad. También Lolia Paulina se apartó al ver a Piralis. Al empera-
dor no le pasó inadvertido este gesto, y exclamó con ironía:
-Paulina, querida, no te apartes, quiero presentarte a mi invita-
da de honor: mi amiga Piralis, con quien me hubiera casado hace ya
mucho tiempo si ella hubiera querido.
Calígula tomó asiento en una cama plegable y ordenó a Lolia Pau-
lina que se sentara a su derecha.
-Y tú, Piralis, siéntate a mi izquierda.
Después se dirigió a Emilio Lépido, que se encontraba a un paso
de ellos.
-Bien, amigo mio, ¿qué te parece? La mujer más aburrida e ínte-
gra de Roma al lado de mi inteligente y fogosa amante. Entre ellas, el
emperador que aúna los contrastes con su divina presencia.
Lépido se acerco.
-Lo has expresado con palabras muy hermosas, Majestad. El
mundo seria aburridisimo si no existieran estos contrastes.
Calígula bostezó y se levantó.
-Incluso así es bastante aburrido. Mañana atracaremos en Ancio,
mi ciudad natal. Piensa en algo, Lépido, a ver si se te ocurre algo:
quiero preparar una sorpresa para esa gente.
-¿Buena o mala?
-Buena, naturalmente, porque nací allí.
Tomó a Lépido del brazo y se alejó.
Píralis permaneció sentada sobre la cama plegable al lado de Pau-
lina y preguntó respetuosamente:
-¿Puedo marcharme, Augusta?
-No sólo puedes, sino que deseo que lo hagas, pero antes quiero
preguntarte una cosa.
Lo dijo en un tono de amarga ironía sin mirar a Piralis. Ésta bajó
en silencio la cabeza y quedó a la expectativa.
-¿Cómo haces para conseguir que el emperador esté tan alegre y
sienta tanto afecto por ti? ¿Es que le echas un filtro de amor en el vino,
o son sólo artes de ramera, de las que yo no entiendo nada?
-Ni lo uno ni lo otro, Augusta -dijo Piralis con cierta amabili-
dad-. Pero siento cariño por el emperador, tal vez hasta le amo, y él
parece notarlo.
Paulina se volvió bruscamente y miró perpleja a Piralis.
370 371
-RAmas a ese hombre? -preguntó atónita.
-Tal vez. En cualquier caso, lo aprecio. Muestro interés por sus
peculiaridades y estoy disponible siempre que me necesita.
Paulina movía la cabeza sin cesar.
-No lo comprendo... ¿Es que te hace regalos?
-Regalos sin importancia. Me paga como se paga a las rameras.
-¿Encuentras correcto que te prefiera a su esposar
-Eso no depende de mi. Ya me ha pedido dos veces que me case
con él, pero consideré más conveniente disuadirle de esta idea. No
quiero desplazarte, Augusta, pero tampoco puedo rechazar al empe-
rador. ¿Qué motivo tendría para hacerlo?
Paulina había vuelto a apartar la cabeza y permaneció callada. Al
cabo de un rato dijo con un gesto conciliador:
-Ahora puedes marcharte.
Piralis se levantó y se inclinó.
-No debes odiarlo, Augusta, es una persona tímida y apocada. No
deberías odiarle...
Sin esperar una respuesta, Piralis abandonó la cubierta superior.

Durante este viaje por mar, un día el emperador mandó llamar al


legado Léntulo Getúlico, quien ocultó su repentino sobresalto: Calí-
gula no se dio cuenta de nada. El círculo de conspiradores se había
mantenido expresamente muy reducido para evitar posibles contin-
gencias.
El emperador parecía estar de excelente humor:
-He hablado con mi hermano gemelo,Júpiter Máximo, que hizo
participar en el diálogo también a Marte. Tras esta conversacion entre
dioses, ahora mi decisión está tomada irrevocablemente: voy a em-
prender una expedición militar a Germania, más tarde conquistaré
Britania.
»Y yo me cuidaré de que con ocasión de esta expedición militar te
corten el cuello», pensó Getúlico, mientras elogiaba con palabras
emocionadas la decisión del emperador.

Con un magnifico tiempo de principios de verano, atracaron en Pu-


téoli, cuyo puerto ya estaba abarrotado de barcos de los más diversos
calados. Para los próximos días estaba planeado el gran espectáculo,
pues Calígula no tenía paciencia para esperar una hora más de lo
absolutamente necesario.
r
Publio Petronio, legado de Siria, estaba horrorizado por la orden del
emperador. Como antiguo prefecto de Egipto y procónsul de Asia,
conocía bien al pueblo judío como para saber el conflicto que entra-
ñaba esta orden absurda. Era un soldado veterano y un hábil político
que jamás había abusado de sus altos cargos. El emperador Tiberio lo
apreciaba mucho como funcionario fiel e insobornable, y siempre ha-
bía dicho de él que era «un romano de los de antes». También el
fisico de Petronio correspondía a esta imagen. Su rostro flaco, surca-
do de arrugas, recordaba los bustos de los prohombres republicanos
que se podían encontrar aún en las casas de las antiguas familias. Por
encima de la lealtad al emperador estaba para él la lealtad al Imperio,
del que el voluble e imprevisible Calígula no le parecía un represen-
tante demasiado adecuado. Así, tras recibir la absurda y peligrosa or-
den, esperó unas semanas antes de hacer llamar a Antioquía a los
altos mandatarios de los judíos de Jerusalén.
Pasó un tiempo considerablemente largo hasta que se presentó
ante él la delegación de sacerdotes judíos, escribas y sabios. Hizo Lla-
mar a los tres hombres más importantes: un rabino, un anciano de la
ciudad y un juez de gran erudición. Los tres pertenecían al sanedrín,
el Consejo de los judíos, que se reunía enjerusalén y al que incluso los
romanos seguían respetando.
Petronio ofreció asiento a aquellos hombres barbudos envueltos
en sus largos mantos, y anunció:
-El emperador Cayo Julio César Augusto me ha transmitido una
orden que no os voy a reproducir textualmente a vosotros, respetables
padres, pero cuyo contenido viene a ser la obligación de colocar en el
templo de Jerusalén una estatua de gran tamaño del emperador en su
advocación de Zeus Epiphanes Neos Gaios, cosa que, por lo demás, ya
se ha hecho en todo el Imperio romano en los templos más importan-
tes. Hasta ahora, el emperador, al igual que sus predecesores, ha res-
petado las particularidades de vuestra religión. Pero como unos
judíos destruyeron en la ciudad de Jamnia el altar dedicado al
emperador, el príncipe se ve obligado a suprimir la tolerancia que
hasta ahora se ha tenido con vosotros. Esto significa que en vuestro
templo de Jerusalén tendréis que colocar una estatua del emperador y
que la veneraréis en el futuro con ofrendas de incienso y sacrificios de
animales. Se está labrando ya la estatua colosal del emperador en un
taller de escultura en la ciudad de Sidón, y yo mismo me encargaré de
que, una vez terminada, sea colocada en el templo de Jerusalén, si
bien pasará aún algún tiempo.
Los barbudos miraron al suelo y permanecieron callados. Estuvie-
ron así largo rato, hasta que RebJehuda, el sumo sacerdote, dijo en
voz baja:
372 373
-Dios no lo permita, señor. Eso no puede ser. ¿Qué pretende
el emperador con esto? Como todos los pueblos sometidos a Roma,
también los judíos rezan en sus templos por el bien del empera-
dor, que es nuestro supremo señor terrenal. Pagamos nuestros tribu-
tos, y en todo momento nos hemos atenido al pie de la letra a las
disposiciones, leyes y acuerdos del Imperio. Los predecesores del ve-
nerable Cayo Julio César Augusto han hecho lo mismo a su vez. ¿Por
qué este emperador exige ahora algo que los judíos no podemos
concederle?
-Lo acabo de mencionar hace un rato, RebJehuda, se trata de un
castigo por el sacrilegio de jamnia.
-¿Por qué se castiga por ello a los judíos de Jerusalén?
-No lo sé, y no es mi misión interpretar las órdenes del empera-
dor, sino ejecutarlas.
-~Podríamos librarnos del castigo pagando a cambio una deter-
minada cantidad? -preguntó Mi ben Simón, el juez.
Petronio vio asomar un rayo de esperanza. Calígula, que era des-
mesuradamente despilfarrador, podría mostrarse accesible a este ar-
gumento. ¿Por qué no si la mayoría de los problemas se pueden solu-
cionar con dinero?
-Trasladaré vuestra petición al emperador. Tal vez éste sea un
camino. Pero no os hagáis demasiadas ilusiones; no todo en el mundo
es venal.
«También esto tenía que decirse", pensó Petronio, pero él mismo
sentía un gran interés por no tener que ejecutar la funesta y, sin duda,
desastrosa orden. Tenía a los judíos por gente que cumplía formal-
mente los contratos, y los apreciaba como pueblo trabajador que pro-
porcionaba a Roma altos ingresos eíí imptíestos. Seria muy poco inte-
ligente malquistarse con ellos, aunque este emperador veleidoso e
imprevisible no parecía ser precisamente un prodigio de inteligencia
política.
Petronio quiso despedirse de sus invitados con un chiste reconci-
liador, pero no acertó en absoluto:
-Si algún día se coloca en vuestro templo la estatua del empera-
dor, tendrá para vosotros una ventaja: no tendréis que rezarle a vues-
tro dios por el bien del emperador. sino que podréis dirigir vuestros
rezos directamente a él, a Cavo, igual a un dios en su advocación jupi-
terína.
Reb Jehuda replicó:
-Dios mismo le dijo a Moisés: «Yo soy el Señor tu dios, no tendrás
otro dios más que a mi. No te harás escultura ni imagen, ni de lo que
hay arriba en el cielo, ni de lo que hax abajo en la tierra, ni de lo
que hay en el agua". Con esto, Yavéb quiso darnos a entender que no

374

-J
r
tolera a otros dioses a su lado, que él es el único Dios. Y, así, sólo nos
está permitido venerar al emperador como persona, como autoridad
estatal, pero no como dios.
Petronio levantó las manos como para disculparse.
-Pretendía hacer una gracia, señores, pero ya veo que vuestra
religión no soporta las bromas. Id en paz, y no os desanímeis.
Día y noche miles de marineros, soldados y esclavos trabajaban an-
dando un inmenso número de cargueros, veleros de cabotaje y trirre-
mes, atándolos con cuerdas y cadenas. Sobre las cubiertas se coloca-
ban pasarelas de madera para poder ir de barco en barco y se cubrían
con losas para simular que aquello era una vía imperial.
Día tras día, Calígula comprobaba el avance de los trabajos, pro-
metía premios en dinero y regalos, de modo que sólo en esto se gasta-
ron millones de sestercios.
Al fin llegó el momento. Era el undécimo día y Calígula ofreció un
sacrificio en el muelle de Baules a Neptuno, dios del mar. Luego se
puso la coraza de oro de Alejandro Magno, se hizo vestir con la púrpu-
ra imperial y se colocó la corona de roble. Acompañado por su guar-
dia pretoriana al completo, por sus parientes y por la corte imperial,
avanzó hacia Putéoli por esta vía de más de tres millas de longitud
formada por barcos.
Lucio Anneo Séneca caminaba entre el circulo de los senadores,
y este espectáculo contradictorio le causó una extraña satisfacción.
Como estoico convencido no mostraba sus sentimientos, pero habi-
tuado a reflexionar, pensaba: «Si Calígula fuera un sátrapa cruel y
caprichoso, pero ahorrador, que administrara con prudencia las ren-
tas del Imperio, no se podría prever un final de su gobierno. Pero
cuanto más despilfarre, antes se agotarán las arcas del Estado, y el
emperador se verá obligado a llenar su bolsa con medidas cada vez
más desconsideradas e impopulares. Y, de este modo, se creará más
enemigos y tardará menos en ser eliminado».
En los últimos tiempos se había enfriado la relación de Séneca con
Livila. Sus encuentros se espaciaban más y más y no terminaban siem-
pre en la cama. De las extrañas insinuaciones de Livila en el sentido
de que próximamente habría algunos cambios, Séneca había conclui-
do que, por orden de Calígula, tenía que limitar o romper su trato
con él. Naturalmente no le había pasado inadvertido que a ella le
hubiera gustado contarle más detalles si él se hubiera mostrado más
curioso y hubiera seguido indagando. Pero no lo hizo, y no fueron ni
el orgullo ni el desinterés lo que se lo impidió, sino un trabajo que
centraba todas sus energías y su dedicación. Estaba escribiendo una

375

L
nueva versión del drama de Edipo, y así Layo, Yocasta y Polibio, figu-
ras de su drama, se interponían entre él y su entorno.
Tampoco ahora Séneca permitió que este gigantesco espectáculo
de mal gusto desviara su atención del drama que estaba escribiendo, y
que iba cobrando forma en su cabeza escena por escena, y en cuya
redacción trabajaba todos los días.
Casio Querea, que con otros tres tribunos marchaba detrás del
emperador, vestido con su uniforme de gala en medio de la guardia
germánica, disfrutaba ingenuamente de este magnífico espectáculo,
y, además, se sentía feliz de poderse librar por tinas semanas del servi-
cio de palacio. Aquí al emperador le faltaba el tiempo y la ocasión
para sus pullas terribles, y durante este tiempo también se veía libre
de tener que realizar misiones delicadas.
Léntulo Getúlico, jefe superior de las legiones de Germania Su-
perior, marchaba en el cortejo tras el emperador, pero sus pensa-
mientos estaban muy lejos de Puréoli y de la gigantesca autoconsagra-
ción de Calígula. Ahora que el príncipe había tomado la decisión de
realizar la campaña, Getúlico tenía que desarrollar planes concretos
sobre el modo más rápido y seguro para conseguir el objetivo de la
conjura. La verdad es que no tenía ningún motivo personal para odiar
al emperador, pero no se le escapaba lo mucho que Calígula recelaba
de él, y hasta qué punto envidiaba su popularidad entre las legiones
del Rin. Estuviera donde estuviera, siempre se sentía rodeado de es-
pias de Calígula, de modo que va empezaba a desconfiar hasta de sus
oficiales más veteranos, porque suponía que también alguno de ellos
podría comunicar a Roma sus palabras a su antojo. Era una situación
insostenible y a la larga perjudicial para su reputación entre la tropa.
Por lo demás, Calígula, como hijo del popular Germánico, había re-
sultado una decepción, e incluso una vergúeflza, para cualquier legio-
nario veterano. Nada podía hacer vacilar la firme decisión de Léntulo
Getúlico de derribar a aquella caricatura de emperador.

Al caballo del emperador, suntuosamente enjaezado, seguían sus ami-


gos más íntimos y los pocos parientes vivos que quedaban. Claudio
César cojeaba con esfuerzo tras Livila y Agripina. A sus cincuenta
años tenía ya el aspecto de un anciano para quien la existencia se
hubiera convertido en una carga y que hiciera va constantes muecas
de asco.
Detrás de Agripina caminaba su amante Emilio Lépido, quien
pensaba constantemente en que debería ser él quien, envuelto en la
púrpura imperial y montado en su caballo, atravesara aquel puente
formado por barcos, y no ese monstruo hinchado, medio calvo, de

376
piernas de araña, al que un destino inescrutable había hecho ascen-
der a la dignidad imperial.
A Lépido no le resultaba dificil mantener vivo su odio, pues jamás
conseguía olvidar aquel momento vergonzoso en que fue violado
como una mujer por Calígula. En ocasiones, también él había mante-
nido relaciones sexuales con muchachos o con hombres, pero había
sido por su libre voluntad y había sentido placer. Por lo demás, Lépi-
do estaba firmemente convencido de que Calígula era completamen-
te inepto como príncipe y una verguenza para el Imperio romano,
una vergúenza para el Senado y una verguenza para la propia familia.
Lépido sabía por Calixto cuánto había costado este espectáculo
hibrido e indigno de un emperador y cuánto habían sufrido el co-
mercio y la economía por la requisa de tantos barcos. Cuanto más
tiempo se tolerara a ese parásito en el trono, tanto más dificil resulta-
ría sanear el presupuesto del Estado.
Había corrido la voz de que el emperador estaba preparando una
expedición militar, y esto supuso un paso importante para los conspira-
dores. Lépido quería hacer todo lo que estuviera en su mano para no
tener que participar directamente en la campaña, pues la conspiración
preveía que él se encargara de preparar en Roma el cambio de ocupan-
te del trono, mientras Getúlico, tras la muerte de Calígula, se pondría
inmediatamente en marcha con sus tropas en dirección a Italia. Con el
apoyo de Agripina, no sería demasiado diificil poner de su parte al Se-
nado. El problema principal estaba en los pretorianos, pero Agripina
dijo estar dispuesta a emplear considerables cantidades de dinero para
doblegar la voluntad de los pretorianos y de sus oficiales. Desde siem-
pre, el dinero había sido el argumento más convincente, y ni siquiera
los obstinados germanos se iban a cerrar a este argumento.
En el puerto de Putéoli, la solemne comitiva fue recibida por una
multitud que la aclamaba. Sus gritos apenas permitían percibir el gri-
teno de las fanfarrias con que los padres de la ciudad daban la bienve-
nida al alto invitado. Calígula se dejó agasajar como si fuera un dios.
El espectáculo, cuyo protagonista era él, había enrojecido su rostro
pálido; sus ojos inexpresivos cobraron vida, y en ellos resplandeció el
triunfo de una divinidad que había hecho un regalo al pueblo. Permi-
tió que la multitud contemplara a su divina persona durante media
hora, y luego se retiró a su lujosa villa sobre el golfo de Putéoli.

Para el segundo día estaba previsto el viaje de regreso a Baules, sobre


un carro de guerra tirado por dos caballos, acompañado por Darío, el
joven príncipe de los partos que vivía en Roma desde tiempos de Tibe-
rio como rehén. En esta ocasión no había instrucciones expresas

377
sobre quién debía participar en el viaje, y los adversarios de Calígula
habían acordado coínportarse de modo que no pudiera sospechar
nada. Así, Agripina y Livila no se unieron al grupo, mientras que el
general Getúlico y el amigo del emperador Lépido lo acompañaron
también en el viaje de regreso.
Calígula, vestido sólo con una breve túnica, permanecía de pie
como auriga sobre el carro, que había sido construido de modo que
nadie pudiera ver sus piernas ridículamente delgadas. Delante de él
caminaba el príncipe Darío, vestido con suntuosas vestimentas exóti-
cas. Partia no era una provincia de Roma, sino un Estado amigo. Así,
desde tiempos de Augusto se había convertido en costumbre que el
príncipe heredero viniera a Roma como rehén ~' que fuera educado y
formado en la capital, cosa que garantizaba que su padre, el rey, no se
levantara jamás contra el Imperio. Ademas, casi siempre estos prínci-
pes se integraban en la cultura y costumbres de Roma, de modo que,
como gobernantes, seguían siendo fieles aliados de su segunda patria.
Y, así, el príncipe Darío no se sintió en absoluto avergonzado por te-
ner qtíe servir de elemento decorativo oriental al emperador romano
en este ostentoso cortelo.
Al carro de Calígula le seguía la guardia pretoriana, en parte a pie,
en parte sobre ligeras cuadrigas y tras ellos los amigos y la corte.
Aproxiníadainente en el centro del puente se había alzado sobre
la cubierta de un barco una tribuna revestida de paños de púrpura.
Aquí se detuvo Calígula e improvisó un breve discurso:

«Os preguntaréis qué es lo que ha inducido al César a tender un


puente de casi tres millas de longitud sobre el mar. ~Para mostrarse
aquí en su resplandor divino? No, amigos míos, quise desvirtuar la cues-
tionabilidad de ciertos adivinos. Como sabéis, mi antecesor, mi abuelo
el emperador Tiberio, creía firmemente en la astrología. Pocos anos
antes cíe su muerte preguntó a su astrólogo Trasilo a quién destinarían
los astros como su sucesor, y el viejo charlatán dijo que no lo sabia con
exactitud. pero que era tan imposible para Cayo convertirse en empera-
dor, como imposible era para él cruzar a caballo el estrecho de Bayas.
U.on este espectáculo he demostrado la confianza que merece la astro-
logía y que no son los astros sino los dioses los que determinan el des-
tino ríe los hombres. Vosotros, amigos míos, tenéis la suerte de vivir en
una época en que un dios de carne y hueso vive entre vosotros, como
emperador del Imperio romano, ése soy yo, Cayo Júpiter."

Naturalmente, la historia de la profecía de Trasilo había sido in-


ventada, pues Calígula no podía anunciar públicamente que fue tina
ramera quien le inspiro la idea de construir el puente.

378

-J
Estallaron unos aplausos atronadores que provenían princip
mente de los pretorianos que, por la mañana, habían recibido sust~
ciosos donativos en metálico.
Calígula prosiguió un rato más su discurso, habló de grandes tie
pos, del esplendor de Roma que él, el emperador, se esforzaba
acrecentar día a día, y también mencionó la expedición militar pre~
ta para el próximo otoño para «anexionar al Imperio el país bárba
de Britania y castigar a los germanos».
Emilio Lépido y Léntulo Getúlico lo oyeron con satisfacción. Al
ra estaba decidido y lo había anunciado: el lobo caería en la tramj
Al final de su discurso, Calígula invitó a todos los presentes a un
quete que se estaba preparando en cinco de los barcos de may
tamano.

Al anochecer, todo el puente de barcos se iluminó para la fiesta, y c


comienzo una de aquellas francachelas que Calígula apreciaba sobi
manera.
La orden perentoria del emperador había logrado reunir todo
que era bueno y caro o simplemente extravagante. Los mejores co
neros estaban trabajando desde la mañana; ejércitos enteros de esc
vos traían ánforas cubiertas de polvo con viejos y selectos vinos, y 1
trasegaban a jarras de plata, pues en la mesa imperial Calígula s¿
toleraba el oro y la plata. Así se dio satisfacción a cualquier gusto
incluso el más exigente entendido encontró el vino de su preferenc
ya fuera un Falerno, un Faustino, un vino del monte Másico, un Cale~
de Campania, un Setino o cualquiera de los grandes vinos réticos.
banquete en el barco se organizó como si se tratara de una excursí
campestre, como algo improvisado, y por esto los platos no se of
cían con un barniz dorado o envueltos en un refinado revestimieni
sino al estilo campesino, más bien algo basto, pero inmensamer
variados.
Se sirvieron unos veinte platos, los cocineros habían tenido sur
cuidado de emplear sólo animales salvajes para los asados, los ragú
patés. Los tordos asados rellenos de higos, las codornices, las palom
los patos salvajes, los flamencos y las grullas fueron servidos siguien
el orden de su tamaño, igual que la caza de monte, que comenzó p
lirones enanos en una salsa de pimienta picada, piñones, estrag¿
hinojo y miel, y continuó con conejos, liebres, jabalíes, corzas y ci
vos. Puesto que se comía en medio del mar, fueron servidos los pes
dos y mariscos más raros. Aparte de doradas, anguilas, morenas, mu
les, barbos asados y hervidos, hubo también medusas en un ra
preparado con siete diferentes clases de pescado, aderezado todo c

379
u
1
una salsa de vino, aceite, miel, puerros, cilantro, pimienta y orégano.
Por falta de espacio, no se utilizaron lechos para comer sino sillas plega-
bles. Sólo Calígula descansaba sobre un lecho dorado, flanqueado por
Lolia Paulina y Piralis, que no le hicieron el favor de pelearse, sino que
conversaron como viejas amigas. A la larga, esto molestó al emperador,
y así pasó a la mesa de sus amigos Emilio Lépido y Valerio Asiático.
Respetuosamente, le hicieron sitio, y Calígula dijo:
-. Mirad a esas dos! Las mujeres se pasan la vida pegándose y
reconciliándose, y así ningún hombre sabe nunca a qué atenerse.
Los amigos se echaron a reír. Asiático preguntó:
-Divino César, el lugar y el tipo de comida han sido un acierto
absoluto, y sólo nos cabe felicitarnos por haber podido participar en
este banquete. Pero falta algo...
Calígula frunció el ceño y dirigió su mirada a Asiático.
-¿Qué se supone que falta? -preguntó con un tono peligrosa-
mente tranquilo.
Pero Asiático no se dejó desconcertar.
-Falta una pizca de pimienta, con esto quiero decir que echamos
en falta tus bromas, que hemos aprendido a apreciar tanto y con las
que habitualmente sueles aderezar tus banquetes.
Calígula se echó a reír, su rostro se distendió:
-Si es eso, puedo tranquilizarte, pues también esto está previsto.
Pero no os lo voy a revelar, quiero que sea una sorpresa.
Los comensales de la pequeña mesa se dirigieron miradas preocu-
padas, pues nadie sabia a ciencia cierta a costa de quién iría esta vez
aquella «sorpresa».
Calígula había dado orden de apagar a medianoche toda la ilumi-
nación de la fiesta y de convertir en una isla el puente sobre el mar,
retirando los últimos barcos de cada extremo. Muchos de los invita-
dos habían venido de las localidades y las fincas de los alrededores y la
mayoría de ellos, ahítos de comida y vino, quisieron regresar a me-
dianoche a sus camas. Vomitaron en el mar y luego caminaron por el
puente de barcos, ahora a oscuras, en dirección a Batíles o Putéoli,
pero el camino hacia tierra firme estaba bloqueado, porque faltaba el
último barco, la conexión con el puerto. Con esta estratagema, parte
de ellos cayó al agua, y, quien no sabia nadar, se abogó, pese a sus
gritos de socorro. Calígula había prohibido estrictamente a sus mari-
neros que salvaran a los que cayeran al agua.
A la salida del sol, se restableció la conexión con tierra, pero ya se
habían ahogado cuarenta y siete invitados.
-Como se ve, la gente debería aprender a nadar -dijo Calígula
en tono irónico. Días después aún se divertía recordando su graciosa
«broma».
r
XXVI

Cornelio Sabino creyó que iba a ser enviado a casa en uno de los bar-
cos que anunciaban su inmediata salida. Se equivocó. El legado pa-
recía haber olvidado lo que le había dicho, y Sabino seguía cumplien-
do su servicio como antes, pero cada vez era más fuerte su añoranza
de Roma. Se había impuesto una severa disciplina, ya sólo bebía en su
tiempo libre y se prohibió cualquier pensamiento dedicado a Helena.
Era más fácil decirlo que hacerlo, pero Sabino encontró un sistema de
distracciones que le facilitaban lo que se había propuesto. Se unió a
un grupo de jóvenes oficiales: montaba a caballo, practicaba la esgrí-
ma, bebía, jugaba y fornicaba en compañía de ellos, y sus camaradas
lo tenían en gran estima en toda las diversiones, como compañero
sociable e incansable. Por despecho y amargura se había acostumbra-
do a llamar a todas las rameras por el nombre de Helena, y cuando le
preguntaron el motivo, dijo:
-La explicación es sencilla. Hubo una mujer a la que amé por
encima de todo, y se llamaba Helena. Cuando resultó que prefirió a
un maricón antes que a mi, la nombré ramera mayor de Efeso, y éste
es el motivo por el que doy su nombre a todas las prostitutas.

Como el verano estaba tocando a su fin y Sabino seguía sin recibir la


orden de partir para Roma, pidió una entrevista con el legado.
-No te he olvidado, Cornelio Sabino, pero veo en esto una parte
de tu merecido castigo. Precisamente porque quieres regresar a Roma y
abandonar la tropa, te hago prolongar el servicio durante unos meses
más. Pero puedes estar tranquilo: a mediados de septiembre uno de
nuestros trirremes saldrá para Ostia, y en él hay un sitio reservado para ti.
380 381
Sabino saludó militarmente y se retiró. Se propuso firmemente
empezar una nueva vida en Roma y dedicarse a la profesión de su
padre. Estaba harto de la legión, estaba harto también de una griega
llamada Helena que lo había decepcionado x~ engañado tan amarga-
mente.

La exaltación que Calígula había sentido en Putéoli se desvaneció rá-


pidamente en Roma cuando Calixto lo recibió con las siguientes pa-
labras:
-Majestad, siento tener que molestarte con esto, pero nuestras
cajas están vacias. Se han gastado todos los ingresos que se han recau-
dado en impuestos durante este año, y el dinero que aún está pen-
diente de cobro está pignorado. No sé cómo vamos a financiar los ires
meses que quedan hasta finales de año, a no ser..., a no ser..., casi no
me atrevo a decirlo: a no ser que reduzcas tus gastos.
Calígula tomó impulso y asestó una sonora bofetada al orondo se-
cretario.
-Esta es mi respuesta -gritó con furia-. Y acuérdate bien de
una cosa: hay que ser o ahorrativo o emperador. Puesto que soy
emperador y, además, un dios, no puedo ser ahorrativo. ;Lo en-
tiendes?
Calixto se inclinó humildemente:
-Naturalmente, Majestad, tus argumentos son contundentes.
El emperador se echó a reír ~ exclamó:
-~Qué haría yo sin ti, apreciado Calixto? Ya que, evidentemente,
no se te ocurre nada referente a este tema, seré yo quien se ocupe de
encontrar nuevas fuentes de dinero, y puedes estar seguro: a mí se me
ocurrirá algo.
Calixto también se había quejado de que ni siquiera había dinero
suficiente para reunir la carne para dar de comer a las fieras destina-
das a los juegos. Ante esto, el emperador reaccionó inmediatamente.
Se hizo acompañar por sus pretorianos a la mayor cárcel de la ciudad,
donde, corno dijo en tono desenfadado, había carne suficiente para
dar de comer a ~as fieras durante semanas.
Cuando el sobresaltado director de la prisión quiso presentar
la lista de los condenados a muerte, Calígula le cortó con un ade-
man.
-Ahora no hay tiempo para esto, los animales están hambrientos;
llevaos. de momento, a cien de estos exaltados. Difícilmente Roma los
echará en falta.
Así, ladrones, asesinos, estafadores, rateros y una docena de dete-
nidos inocentes tuvieron el dudoso placer de poder expirar en la are-

382
na en inútil lucha con leones, tigres, osos y lobos. Algunos hasta elo-
giaron al emperador por esta ocurrencia, diciendo que aquél era el
método más sencillo y barato de vaciar las cárceles y de tener siempre
suficiente «material» para las populares luchas con animales.
Dos días después, el emperador apareció de repente en el Senado
sin haber anunciado su visita y pronunció un discurso:

«Venerables Padres, me dirijo hoy a vosotros para aclarar algunos


malentendidos. En Roma se ha convertido en una costumbre calum-
niar el recuerdo de mi apreciado abuelo y antecesor, el emperador
Tiberio Augusto. Al hacerlo, muchos se refirieron a mi propia crítica
del emperador Tiberio, pero lo que un príncipe puede criticar, no les
está periinitido a sus súbditos. Por otra parte, hoy se sabe que La mayo-
ría de los crímenes que se le achacan a él fueron cometidos por altos
funcionarios y por senadores para imputárselos luego a Tiberio. Esto
tiene que terminar. Quien siga enlodando la excelente y cuidadosa
gestión de mi apreciado antecesor, será acusado de un delito de lesa
majestad. Yo mismo me ocuparé de que así sea, y no permitiré que
ningún jurista se interfiera en mis decisiones. Por lo demás, y cum-
pliendo con la justicia, he dado orden de reanudar todos los procesos
suspendidos tras la muerte de Tiberio.»

Fue éste el inicio de una larga y cruel serie de procesos y de ejecucio-


nes. Empezó con la condena de un joven senador que se había to-
mado la libertad de preguntar cómo se podían reanudar los procesos
de Tiberio si el emperador había destruido los expedientes en cues-
tión tras la toma de posesión de su gobierno. Lo mismo le sucedió al
valeroso Ticio Rufo, que reprochó al Senado que su manera de hablar
no coincidía con su manera de pensar. No sólo senadores, también
funcionarios de distinto grado y acaudalados particulares se incorpo-
raron a la danza de la muerte organizada por Calígula. No obstante,
tras la ejecución del pretor junio Prisco, se comprobó que no dejaba
ningún patrimonio, en contra de lo esperado.
Cuando Calixto se lo comunicó a su señor, Calígula le cortó con
un ademán despectivo.
-Siempre puede salir una avellana vana... Prisco me engañó y
murió en vano. Mayor será, pues, la insistencia con que nos ocupare-
mos de los demás.
Entre ellos se encontraba también Cornelio Calvo, tío del tribuno
Sabino. No todos los que estaban en la lista negra fueron acusados
formalmente, condenados y ejecutados. A una serie de ellos, Calígula
les envió los pretorianos a casa para inducirlos, bajo amenazas, a suici-
383
L
darse. A cambio podían salvar parte de su patrimonio para su familia,
y aun tenían que mostrarse agradecidos por la «indulgencia».

Uno de esos días el prefecto de los pretorianos, Arrecino Clemente,


hizo llamar a su subordinado, el tribuno Casio Querea.
-Tengo un encargo para ti, tribuno, un encargo que también
puede resultarte bastante rentable. Mañana por la mañana deberás ir
a ver al antiguo senador Cornelio Calvo que habita una gran casajun-
ro a la Vía Salaria. Se ha descubierto que Calvo va había sido acusado
en tiempo del emperador Tiberio, pero un hábil abogado logró sus-
pender el asunto. Es un hombre riquísimo y no tiene ni esposa ni
hijos. Empléate, pues, a fondo para hacerle apetecible la copa de
cicuta.
A Querea le costó mucho trabajo disimular su sobresalto. ¡Debía
empujar a la muerte a Cornelio Calvo, tío de su mejor amigo! Nunca
había visto a este hombre, pero lo conocía por los relatos de su amigo
y sabia también que Sabino era su heredero. Hasta ahora, Querea
había obedecido a ciegas y había ejecutado cada uno de estos encar-
gos con la conciencia de que el emperador debía saber por qué lo
hacia y de que él era el único responsable. Los sustanciosos premios
hacían el resto para sofocar posibles dudas. Pero ahora era otra cosa:
Querea le debía mucho a su amigo, y ahora sabia que no sería capaz
de mirarle nunca más a los ojos si ejecutaba esa orden. Pero ~qué
hacer? Al menos, ahora tenía que simular entusiasmo.
-¡Gracias, prefecto, muchísimas gracias! Me honra y me alegra
que el emperador haya pensado en mi para este encargo lucrativo. I~o
ejecutaré estrictamente, y después te informaré.
Clemente asintió satisfecho:
-Ahora vuelves a ver cuánto te aprecia el príncipe y lo poco que
significan sus inofensivas pullas.
Querea se retiró e intentó aclarar sus pensamientos. Negarse,
resultaba imposible. esto lo empeoraría todo aún mucho mas y afec-
taría también a Marcia y a los niños. Tal vez podría convencer a
otro tribuno para que cumpliera la orden en su lugar, apoyando su
ruego con dinero. Esto seria posible, pero el hombre le pregunta-
ría por el motivo y utilizaría más tarde el caso en su contra. También
esto resultaba demasiado arriesgado. Quedaba, pues, únicamente
una enfermedad. Pero dificilmente podría meterse en cama y afir-
mar que estaba enfermo. Le enviarían a casa al médico de la tropa,
y el engaño se descubriría. Tenía que ser algo sólido, algo irrefu-
table, un impedimento que le obligara a quedarse en casa y en la
cama.

384
Querea, que se encontraba de camino al cuartel de los pretoria-
ríos, se detuvo. De repente se le había ocurrido una solución. Si, así
podía hacerse, ¡únicamente así!
En el cuartel hizo llamar a un centurión.
-¡Salve, tribuno!
-¡Salve, centurión! Mañana iremos a hacer una visita a cierto se-
ñor y le sugeriremos que un buen baño caliente con las venas abiertas
es el camino más agradable para irse al otro mundo. Y que vale más
esto que ser estrangulado o decapitado en la mazmorra. El ricachón
ese no tiene ni esposa ni hijos, así que cobraremos unos premios más
que sustanciosos.
Los ojos del centurión centellearon.
-Gracias, tribuno, será un placer cumplir tus órdenes. ¿Puedo
elegir a mis hombres o quieres...?
Querea hizo un ademán negativo.
-¡Ocúpate tú mismo! Elige a individuos de confianza y sin dema-
siados escrúpulos.

Por la tarde, Querea cabalgó hasta su casa, saludó a Marcia, revisó los
deberes escolares de su hijo y comió con fingido entusiasmo el pastel
preparado por su hija de seis años. El pastel tenía un sabor harinoso y
demasiada pimienta.
Luego le dijo a Marcía:
-Durante los próximos días estaré poco en casa, y por esto quiero
ver ahora los daños del tejado. Dijiste que había una gotera por la que
se fibra la lluvia en la alcoba.
Marcía negó con la cabeza.
-Hace ya tiempo que Aulo se ocupó de arreglarla. ¿No lo sabias?
Querea se hizo el sorprendido.
-No, o tal vez lo he olvidado. Pero tengo que hablar de otras
cosas con él.
Se levantó, besó a Marcia en ambas mejillas y salió fuera.
El huerto, cuajado de arbustos y frutales, estaba dividido por un
seto de cipreses. En la zona posterior había una casita rodeada de
planteles, en la que vivía Aulo, un inválido a quien Querea conocía de
su época de servicio en Germania. Aulo había sido un eficiente solda-
do, pero no fue ascendido, porque era sencillamente demasiado ton-
to para un rango superior. Cuando en una escaramuza perdió su
mano derecha, le pagaron una indemnización mínima y lo dieron de
baja en la legión. Querea lo había acogido, y ahora era algo semejante
al guardián de la casa: supervisaba al escaso número de esclavos y se
ocupaba del huerto. Pese a su simpleza tenía una ventaja: su fidelidad

385
1
hacia la faníilia de Querea era inquebrantable, y se hubiera dejado
despedazar por ellos.
-Xulo, viejo amigo, ¿cómo estás?
-. Salve, tribuno! ¡No hax ninguna novedad digna de mención!
-dijo dando el parte al estilo militar, y se puso firme.
Querea sonrío:
-Vamos, Aulo, deja va el tono militar. Puedes estar contento de
haberlo dejado atrás. Somos viejos camaradas, así que métete el tribu-
no donde te quepa.
-~A la orden, tribuno! -dijo Arilo imperturbable.
Querea suspiró.
-Tengo un problema, Arilo. No te puedo explicar los detalles.
¡Tienes que romperme una pierna, y tienes que hacerlo en el acto!
Aulo guiñó stís pequeños ojos de mentecato.
-No entiendo esta broma, tribuno.
~Desgracíadamente no es ninguna broma. Escúchame bien. Aho-
ra vas a salir, coges la escalera y la apoyas en la parte posterior de la
casa contra el tejado. Luego vuelves con tu martillo. ,Enrendido?
-Entendido, tribuno.
Querea salió y níiró a su alrededor. El seto de cipreses lo ocultaba
de las miradas de Marcía, pero no podía perder tiempo. Tomó dos de
los tablones (le madera que Aulo utilizaba para cercar los planteles y
regresó a la casa.
Pero tiempo (lespués apareció Aulo con el martillo.
-~Te ha visto Marcia?
Aulo negó eií silencio con la cabeza y miró temeroso a su viejo
camarada. Para él, un tribuno era algo así como un ser superior, aun-
que fuera un amigo intimo qríien llevara las insignias de oficial.
Querea se sento en el suelo y colocó stí pierna izquierda sobre los
dos tablones en el suelo.
-Ahora envuelve el martillo en un trapo para no dañar la piel.
Aulo lo hizo y miró pasmado a Querea.
-Y ahora me destrozas la pierna, exactamente en el punto entre
los dos tablones.
Aulo no se movio.
~,Qué ocurre? -preguntó Querea impaciente.
-No.... no puedo...
~~Qííe no puedes? -gritó Querea-. Entonces, como tribuno,
dame un martillazo, es una orden; pero no me pegues con fuerza,
¿ oves?
-Si, tribuno.
La orden consiguió lo que Aulo no hubiera sido capaz de hacer de
otro modo. Levantó el tnartillo y golpeó con ftíerza sobre el punto
indicado. El golpe produjo un crujido sordo, mientras Querea se mor-
día los labios hasta dejarlos ensangrentados para no gritar. A pesar de
todo, se le escapó un jadeo sordo, pero estaba decidido a aguantar.
-Ahora llévame fuera, hasta la escalera. Si nos encontramos con
Marcia, te callas y me dejas hablar a mí.
No sin esfuerzo, Aulo levantó a su señor, de gran estatura y consi-
derable peso, y lo llevó a la parte trasera de la casa. Querea necesitó
todas sus fuerzas para reprimir los gemidos, pues la pierna rota se
bamboleaba en el aire y le dolía a rabiar. Aulo lo colocó cuidadosa-
mente junto a la escalera.
-Ahora ve a casa, junto a Marcía, y grita con todas tus fuerzas:

<>Querea se ha caído de la escalera!», ;enrendido?


Aulo esbozó una sonrisa. Una orden clara le convencía, así no te-
nía que reflexionar.
Marcia salió a toda prisa. Aún llevaba su delantal y sus manos prin-
gadas de grasa y enharinadas. Tras ella, vinieron corriendo los dos
niños.
-Querea, querido, ¿qué ha sucedido?
-Me..., me he caído de la escalera. ¡Oh, oh, mi pierna! Me duele
horrores, tal vez esté rota. Envía a un esclavo a buscar al médico de la
tropa, que venga inmediatamente.
Con gran cuidado metieron a Querea en casa y lo tendieron sobre
un lecho. Dos horas más tarde se presentó el medicus militar¿s y palpó
la pierna. Querea apretó los dientes.
-Una fractura simplex, tribuno, aún has tenido suerte. Si se tratara
de una fractura abierta o astillada, hubiera tenido que llevarte al hos-
pital militar. Pero esto lo puedo arreglar aquí mismo.
Hizo una señal a su ayudante y le dio instrucciones. Dos esclavos y
Aulo sujetaron a Querea mientras el médico enderezaba la pierna.
Contra su voluntad, al atormentado Querea se le escapó un grito. El
médico asintió:
-Si, esto duele muchísimo, pero ya está.
El medicus envolvió la pierna firmemente con algodón y colocó las
tablillas.
-No hagas ningún movimiento durante los próximos tres días. Si
mañana los dolores no han remitido o, al menos, disminuido conside-
rablemente, me haces llamar inmediatamente.
Querea pidió al médico que sin dilación diera parte de su accidente
al prefecto, ya que para el día siguiente tenía un servicio importante.
El médico asintió:
-Me ocuparé de hacerlo, tribuno. En cualquier caso, has queda-
do fuera de servicio para las próximas ocho semanas, aunque no se
presenten complicaciones.
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-¿Cómo pudo ocurrir esto? -preguntó Marcia cuando se mar-
chó el médico, y dirigió una mirada de reproche a Aulo, quien bajó la
cabeza y adoptó un aire de culpabilidad.
-Fue así, señora, yo..., yo tomé el martillo y...
Querea se íncorporó e interrumpió al veterano con voz forzada:
-Lo cuentas mal, Aulo. Te pedí un martillo y tu quisiste darmelo
cuando yo me encontraba subido en la escalera. Al inclinarme hacia
abajo, perdí el equilibrio y me caí. Fue exactamente así, ¿o no?
Aulo se irguió y exclamó aliviado:
-¡Si, tribuno!
Pese a sus dolores, Querea se sintió invadido por una sensación de
inmensa felicidad. Valía la pena pagar este precio para poderse pre-
sentar ante Sabino con la conciencia tranquila. Una orden hay que
cumplirla, esto estaba claro, pero, en este caso, que fueran otros los
que lo hicieran; su gratitud frente al amigo tenía prioridad absoluta.

En los juicios, cualquier senador podía actuar también como aboga-


do, aunque en algunos casos, cuando la acusación había sido formula-
da por el mismo emperador, no dejaba de entrañar un considerable
peligro.
Un lejano pariente le había pedido este servicio a Séneca. Había
sido acusado de fraude fiscal, pero él afirmaba que uno de sus libertos
mantuvo a sus espaldas negociaciones por iniciativa propia y que tam-
bién falsificó documentos para enriquecerse. Séneca reunió pruebas
para demostrar la inocencia del acusado y logró lavar de toda culpa a
su mandante con un largo y pulido discurso procesal. Calígula escu-
chó dos tercios del discurso y abandonó luego la sala maldiciendo x
profiriendo amenazas.
Séneca hizo lo único acertado: aquel mismo día pidió una entre-
vista con Calixto. El orondo secretario lo recibió con aire apenado.
-Ya ha llegado a mis oídos. El emperador estaba enormemente
furioso por tu discurso procesal. Ve a casa, Séneca, dices que has teni-
do una hemorragia y te metes inmediatamente en cama. Sí el empera-
dor te deja en paz durante los próximos días, márchate a un balnea-
río, muy lejos de Roma.
Séneca siguió su consejo. Hizo venir al joven médico Eusebio y le
contó la verdad. Este le administró sudoríficos. Luego decapitaron
una gallina, mancharon algunos trapos con sangre y los esparcieron
junto al lecho del enfermo.
Dos días después, se presentaron los pretorianos. Eusebio se colocó
ante la cama.
-;Pensáis molestar a un moribundo, o tenéis ganas de contagia-
ros? Séneca se encuentra en el último grado de tuberculosis y podrá
sentirse satisfecho si sobrevive a este otono.

El tribuno de los pretorianos dio parte al emperador.


Calígula frunció el ceño.
-Ya he oído eso un montón de veces: este Séneca se está murien-
do constantemente. ¿No os habéis dejado engañar?
-No, imperator -afirmó el tribuno-, Séneca vacía en su le-
cho, empapado de sudor, y, además, he visto trapos manchados de
sangre.
-Bien, entonces que parra pronto para el Averno. Se cree un
gran orador porque le aplauden un par de necios senadores. Y la ver-
dad es que no dice más que vaciedades.

Séneca esperó otra semana para comentar con Eusebio la elección


del balneario.
-En lo referente al tratamiento de la tisis, los médicos no están
completamente de acuerdo. Algunos recomiendan el aire del mar, y
otros confían en el clima de montaña. Además, tú mismo ya estuviste
en Egipto a causa de tu enfermedad.
-Eusebio, no intentes convencerme de que estoy seriamente en-
fermno. He fingido para salvar la vida.
-Pero estás muy lejos de estar sano. Toses con demasiada fre-
cuencia, en ocasiones tienes algo de fiebre, te cansas rápidamente y te
quejas de falta de apetito. Todos estos son indicios inequívocos de la
enfermedad, arínque todavía no haya brotado con toda fuerza. Ante
todo, temo que la llegada del invierno te perjudique. El frío y el aire
húmedo son veneno para la enfermedad que padeces.
Séneca sonrió.
-No es el invierno húmedo lo que amenaza mi vida... ¿Qué te
parece Taormina? Allí los inviernos son especialmente suaves, y el 1w
gar está situado a gran altura, y el aire es puro y sano. Podría estar allí
dentro de pocos días.
Eusebio asintió:
-Bien. ¿Quieres qríe te acompañe?
-No estaría mal, por si me localizan allí.
Dos días antes de sri partida, Séneca fue a ver a Livila. Ella le diri-
gió una sonrisa melancólica.
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-Es un verdadero milagro que sigas con vida, que todos nosotros
sigamos con vida.
-Sí, pero esto puede cambiar de un día para otro.
-Entonces, ¿por qué no haces nada? -le increpó Livila-. ¿O
pretendes dejarte llevar al matadero como una oveja? A veces vas de-
masiado lejos con tu estoicismo.
«Ahora se parece a su hermana Agripina -pensó Séneca-, no
son tan distintas como parece.»
-Nos hemos amado -dijo Séneca-, ¿y en qué se ha convertido
este amor? Cuando nos vemos, te pones a discutir; cuando quiero be-
sarte, me rechazas diciendo que hay cosas más importantes por hacer.
En el rostro de Livila apareció una dulce expresión:
-Tienes que entenderme, Séneca: estamos luchando por nues-
tras vidas. Y no sólo tú y yo; hay toda una serie de personas que no
están dispuestas a dejarse matar por un sátrapa demente. ¡Unete a
nosotros, Séneca, tenemos que hacer algo, y ha de ser muy pronto!
Séneca replicó como ya lo había hecho en conversaciones anteriores:
-No tengo madera de conspirador. Soy poeta y filósofo; sólo seria
una carga para vosotros.
-¿No será que eres demasiado cobarde?
-Estoy enfermo y no quiero discutir contigo. Siguiendo el conse-
jo de mi médico, me iré pasado mañana a las montañas. Sólo quería
decirte adiós.
«Sí, quizá soy realmente cobarde -reflexionó Séneca-, pero no
puedo trabajar con la amenaza de muerte sobre mi cabeza. Ymi traba-
jo está por encima de todo lo demas.»

Cornelio Calvo había pasado un día apacible y tranquilo. Su riqueza le


permitía mantener, pese a los elevados precios de los terrenos en
la zona que rodeaba el Quirinal, un gran parque que colindaba en la
parte oeste de la Vía Salaria con los Harti Salustiani. Un sobrino nieto
había heredado los famosos jardines del escritor y estadista Crispo
Salustio, pero éste al morir sin hijos había legado la propiedad a Tibe-
rio. De él había pasado a Calígula, y ahora Calvo vivía muro contra
muro con el emperador que, no obstante, aparecía por allí en conta-
das ocasiones.
Calvo había pasado el día al aire libre, al borde de su piscina en la
que nadaba todos los días un rato por motivos de salud. Los días de las
postrimerías del verano eran aún calurosos, de modo que Calvo tomó
su cena frugal tras la caída de la tarde en el atrio al aire libre. Después
tenía previsto enfrascarse en la recientemente aparecida Historia de los
cartagineses, cuyo autor era Claudio César.
r
Se encontraba aún en plena cena cuando llegaron los soldados. El
mayordomo llevó al tribuno de los pretorianos al atrio, mientras sus
hombres se quedaban esperando en el vestíbulo.
-SEres tú el venerable Cornelio Calvo, el antiguo senador?
Calvo levantó la mirada, sorprendido.
-Así es. ¿Qué ocurre? ¿Es algo que tenga que ver con mi sobrino
Sabino~
-No, señor, se refiere únicamente a ti. El tribunal imperial ha
redactado un escrito de acusación del que te hago entrega en este
acto.
Calvo tomó el rollo y lo contempló moviendo sorprendido la ca-
beza.
-¿Qué significa esto, tribuno? Ya bajo Tiberio me retiré de mis
cargos, y nunca más he vuelto a aparecer en público.
-Esto no es asunto mio, lo encontrarás todo en este escrito. He
recibido orden de decirte de palabra que su divina majestad no quie-
re llamar la atención y te concede dos días para elegir un camino
distinto del juicio público. Podrás también legar libremente un tercio
de tu herencia, pero le tienes que dejar dos tercios al emperador,
mientras que, tras una condena, todo tu patrimonio pasará íntegra-
mente al Estado.
Calvo se esforzó por sonreír.
-Así que he sido condenado antes de que se abra el proceso. En
mis tiempos, las cosas se hacían de otra manera... Bien, te doy las gra-
cias, tribuno, y le haré saber oportunamente mi decisión al tribu-
nal. Supongo que me estará permitido consultar con un abogado,
verdad?
El tribuno se encogió de hombros:
-Si lo consideras necesario... Pero sólo aquí, dentro de esta casa,
que haré vigilar a partir de ahora.
-¿Así que ya estoy presor
-Te encuentras bajo arresto domiciliario, Cornelio Calvo.
Cuando el tribuno salió, se acercó el viejo mayordomo.
-Señor...
-Ahora no, amigo. Te haré llamar más tarde.
Calvo rompió el sello y desenrolló el escrito. Lo que estaba leyen-
do parecía referirse a otra persona. Se hablaba de un delito fiscal, de
una acusación en suspenso que databa de la época de Tiberio, de ca-
lutnnias dirigidas contra la familia imperial y de otras cosas mas.
:mn~~ tantos acusados en aquellos días, Calvo se dijo que debía de
haber un error. Creía recordar vagamente que unos años antes de la
muerte del emperador Tiberio un pariente de igual nombre se había
visto envuelto en una acusación. Tal vez habían confundido a aquel
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1
Cornelio Calvo con él. Los Cornelios eran una estirpe fecunda, muy
extendida, y era fácil que se produjeran confusiones. Naturalmente
tampoco a él le había pasado inadvertido que en los últimos meses los
procesos y las ejecuciones eran cada vez más frecuentes, pero se había
dicho a si mismo que algo de razón habría. Al fin y al cabo, seguían
existiendo la justicia y la ley en el Imperio romano.
Calvo envió un mensajero a un abogado que trabajaba desde hacía
mucho tiempo para los Cornelios, y le pidió que se presentara urgen-
temente a la mañana siguiente. Luego se acostó, pero sin tocar la His-
toria de los cartagineses. En vez de eso, se enfrascó en su desgastado rollo
con las cartas de Epicuro. Inconscientemente, buscó el punto en el
que el filósofo griego reflexiona sobre la muerte.

«Acostúmbrate, además, a la idea de que la muerte no nos puede


hacer ningún daño. Pues todo lo bueno y lo malo se encuentra en los
sentidos; pero, en la muerte, los sentidos quedan anulados. Por esto
sólo el verdadero conocimiento de que la muerte no nos puede hacer
ningún daño nos proporciona el placer de la transitoriedad de la vida,
no porque le añada un tiempo infinito, sino porque anula la añoranza
de la inmortalidad. Pues va no hay nada terrible en la vida para aquel
que ha comprendido en lo más profundo que no es horrible la no
existencia. Resulta absurdo que alguien diga que no teme a la muerte
porque cuando sobrevenga traerá dolor, sino porque el mero presen-
timiento de ella ya causa dolor. Lo que no nos conmociona cuando la
muerte aparece, sólo crea en la espera una verdadera zozobra. Así,
pues, la muerte, el más terrible de los males, no puede causarnos nin-
gún daño: pues, mientras vivimos, la muerte no existe, y, cuando la
muerte llega, somos nosotros quienes ya no existimos.

Calvo dejó caer el libro y repitió:


-Mientras vivimos, la muerte no existe, y, cuando la muerte llega,
somos nosotros quienes ya no existimos.
~<Suena bastante convincente, y, aun así, no son más que sofismas»,
pensó Calvo, y en su interior sintió una inmensa avidez por vivir, por
seguir viviendo. ¡Quedaban tantos libros por leer, tantas vueltas que
dar a nado en la piscina, tantas cosas que comentar con su sobrino
Sabino! No obstante, Calvo era un estoico tan ejercitado que pronto
se quedó dormido y no se despertó hasta el amanecer.

Se presentó el abogado, un hombre alto, corpulento, que hablaba


con voz tranquila y pausada y que, como había quedado demostra-
do frecuentemente, encontraba siempre una salida. Hacia ya años
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r

1
que Calvo había depositado su testamento en el despacho de este
abogado.
-Bien, Cornelio Calvo, ¿quieres cambiar tu testamento?, ¿tal vez a
favor de una mujer?
Calvo sonrio:
-No, amigo mío, no hay ninguna mujer, y quien quiere cambiar
mi testamento es otro.
Le entregó al abogado el escrito de acusación. Este lo leyó con el
ceño fruncido, levantó la mirada, y lo leyó por segunda vez.
-¿Hay algo de verdad en todo estor
-Nada -dijo Calvo con voz firme-. Nada de lo que ahí dice
corresponde a la verdad. Bajo Tiberio hubo otro Cornelio Calvo, un
pariente lejano, que estuvo acusado de algún delito, pero no sé si este
Calvo sigue vivo ni qué ha sido del caso.
El abogado suspiró:
-Es algo que se podría averiguar, pero me temo que eso no va a
servir de nada ante el tribunal imperial.
Luego enumeró una serie de procesos y de condenas.
-Por lo que me consta a mi, y también a otros, todos estos hom-
bres eran tan inocentes como tú. Tal vez en tu tranquila celda no te
hayas enterado, Calvo, pero estamos viviendo una época horrorosa.
La arbitrariedad del tribunal imperial pesa terriblemente sobre
Roma. Es una arbitrariedad metódica.
-Habla con franqueza -pidió Calvo-. Me conoces lo suficiente
para saber que nada de lo que me digas va a salir de estas paredes.
-Quiero decir que estas acusaciones, cada vez más frecuentes,
afectan ante todo a hombres ricos sin familia, a hombres como tú,
Calvo. El emperador necesita dinero, y lo obtiene de esta manera in-
creíble.
-Entonces ¿íío tengo ninguna posibilidad de salir bien librado de
este asunto? ¿Y si me arriesgo a un proceso?
El otro sonrió con amargura:
-Eso es precisamente lo que esperan. Testigos comprados confir-
níarán todo lo que está escrito en este documento. Serás condena-
do, y tu patrimonio pasará al emperador. Podrías salvar una tercera
parte sí...
-~Si me suicido?
El abogado asintió.
-¿Y qué ocurrirá si dejo mi testamento tal como está y no le lego
nada al emperador?
-Entonces se apoderará de todos tus bienes. Hábiles funciona-
nos calcularán tus deudas fiscales, y todo tu patrimonio será embar-
gado. Pero esta vía oficial exige tiempo, y Calígula está impaciente.

393
A esto se debe la oferta que te ha transmitido verbalmente de legarle
dos tercios para salvar un tercio.
-¿Y suele cumplirla?
-Hasta ahora si...
-Bien, pues. Cambia mi testamento en ese sentido. Mientras tan-
to yo y a escribir una carta a mi sobrino. Te ruego que la guardes hasta
que Sabino regrese. Pero impongo una condición: esta casa y el jardín
tienen que ser para mi sobrino. A los esclavos los dejaré en libertad, y
les pagaré un premio por su fidelidad. Luego, que cada uno decida
por sí mismo.
El abogado inclinó la cabeza y sacó de un cofrecillo de piel varias
hojas de pergamino.
Calvo se retiró a su escritorio y escribió sin ninguna prisa una bre-
ve carta a su sobrino Cornelio Sabino.

Pese a su versatilidad y sus caprichos, que variaban de día en dia, Calí-


gula tenía una excelente memoria. Jamás olvidaba nombres y aconte-
cimientos, de modo que, en sus discursos en la Curia, tenía siempre
todos los datos a mano, incluso sin guión escrito.
El emperador tampoco se había olvidado de la joven Ninfidia. De
modo que preguntó un día a Calixto:
-Hace unos meses me presentaste a tu hija; desde entonces ni la
veo ni tengo noticias de ella. Supongo que seguirá en Roma, ¿o no?
-Naturalmente, Majestad. Como es sabido, no conviene perder
de vista a las hijas. He contratado a un maestro particular que le ense-
ña todo lo necesario.
El emperador esbozó una sonrisa.
-¿Todo lo necesario? Ya tiene más de quince años, y es hora de
que conozca los placeres y las artes del amor.
Calixto conocía a su señor y había visto venir esta hora.
-Aún es una niña -dijo humildemente.
-Esto lo dicen siempre todos los padres, pero es una muchacha
guapa, por lo que recuerdo. Tráela uno de los próximos días al pa-
lacio, y comeremos juntos.
-Como quieras, Majestad.

Calixto tenía buena relación con su inteligente hija y hablaba con ella
como una persona adulta. Hacia ya años que había muerto su madre,
pero Calixto no recordaba haber mantenido jamás conversaciones
tan inteligentes con ella. Así, no dudó en preparar a Ninfidia para lo
que le esperaba.
394
r
-Todos estamos en su mano, querida, y poco podemos hacer
contra sus caprichos. Quiere verte próximamente, y no tiene ningún
sentido intentar disuadirlo o esperar que lo olvide. No se deja disua-
dir, y no olvida nada. Quizá te deje en paz, pero tenemos que contar
con la posibilidad de que te ordene que compartas su cama. Ya te he
explicado todo lo que sucede entre hombre y mujer; cede, pues, silo
exige y muéstrate lo más torpe posible. Oculta tu asco, pero no dema-
siado. Así se cansará pronto de ti, pero no nos guardará rencor ni a ti
ni a mi. Tenemos que pasar este tiempo juntos sea como sea, Ninfidia,
y no debemos hacer nada para perder su favor. Vendrá un tiempo
nuevo cuando él caiga, yyo me encargaré de que toda Roma se entere
de que tuviste que sacrificarle tu virginidad contra tu voluntad. Enton-
ces podrás elegir a un hombre que te guste, y seremos tan ricos que ya
no necesitaremos ningún amo. ¡Animo, pues, hijita! Verbisparvam rem
magnamfacere,* dice un dicho popular, y precisamente esto es lo que
no queremos: hacer un elefante de una mosca. No se necesita gran
cosa para acostarse con un hombre, créeme. Aguántalo y quiero que
sepas que yo estaré siempre aquí para protegerte, para cuidar de
que no te ocurra nada malo. Saldremos bien librados de estos tiem-
pos, creeme.
Ninfidia había escuchado con atención. Su rostro de adolescente
no dejaba traslucir sus pensamientos.
-Hablas del emperador como si pronto fuera a dimitir, pero
Cayo César es aún joven, y, en consecuencia, hay que esperar...
-Es cierto. Es joven, pero tiene muchos enemigos, tenemos que
contar con todo, incluso con lo peor.
-¿Y, esto, qué sería? -preguntó la muchacha con curiosidad.
Calixto se inclinó hasta la oreja de su hija.
-Que siga gobernando durante mucho tiempo más...
Ninfidia besó a su padre en ambas mejillas.
-Lo resistiremos -dijo confiada.

* Hacer una montaña de un grano de arena.

395
II
XXVII

El legado cumplió su promesa: a principios de septiembre Cornelio


Sabino embarcó en Efeso en un trirreme y apenas dos semanas des-
pués atracó en el puerto de Ostia. Había llevado también en el barco a
su caballo, y desde el puerto fue en él por la Vía Ostiense hasta Roma.

Sus padres lo recibieron con alegría, pero Sabino notó que le ocul-
taban algo. En sus rostros se reflejaba una gran pena, y Sabino pre-
guntó:
-¿Qué os sucede? ¿Ha ocurrido algo?
Su padre asintió. Fueron a los aposentos privados y Cornelio Celso
hizo traer tina jarra de vino. Cuando el criado se marchó, dijo:
-Sabino, ha ocurrido algo muy triste: tu tío Calvo ya no vive.
Sabino tragó saliva:
-Pero si... pero si aún le envié una carta... ~Cuándo murió?
Celso miró a Valeria. La mujer exclamó:
-Hace unas tres semanas, pero no estaba enfermo. Eligió el sui-
cidio.
-¿Ha muerto por su propia mano? ¡Pero eso no encaja con su
forma de ser! Era un auténtico estoico que tomaba la vida como es, no
comprendo nada de todo esto.
-Su abogado será quien mejor te pueda informar sobre los deta-
lles; además tienes que ir a verlo por lo del testamento.
r
En principio, la intención de Sabino fue hacer su primera visita a
Querea, pero la muerte de su tío, a quien había amado y apreciado
como a un segundo padre, le hizo olvidar todo lo demás.
El alto y corpulento abogado lo recibió con aire triste. Con un
gesto desvalido levantó las manos y dijo con su voz ronca y tranquila:
-Es una pena inmensa el que este hombre nos haya abandonado.
Poseía aún las virtudes de la antigua Roma y, pese a su riqueza, llevaba
una vida modesta. Su único lujo fueron los poetas.
El abogado se detuvo y dejó vagar la mirada por la ventana como
ensimismado.
-¿Por qué decidió matarse?
El abogado se volvió con un gesto brusco.
-¿Preguntas por qué? ¡No le dejaron otra opción! El tribunal im-
penal le envió a los pretorianos a su casa con un acta de acusación;
puedes leerla, la he hecho copiar por mi escribano. No me incumbe
a mi criticar al tribunal, tú mismo podrás hacerte una idea. Bien,
después las cosas sucedieron de la forma habitual: o un proceso
y una deshonrosa ejecución con confiscación del patrimonio en su
totalidad, o el suicidio y un testamento como el que tienes ante ti.
Esto significa que tu tío le deja dos tercios de sus propiedades al
emperador y un tercio te lo deja a ti, con la cláusula de que la villa
de la Vía Salaría con todo lo que forma parte de ella, es decir, el
jardín, la biblioteca, los muebles, las estatuas, las pinturas, todo es
para ti.
Sabino estaba horrorizado:
-¡Pero no es posible! ¡No puede existir nada semejante! ¿Dónde
está la justicia? ¿Por qtíé mi tío no se dirigió directamente al empe-
rador?
El abogado suspiró:
-Ya se ve que llevas más de un año lejos de Roma. Como no creo
que tú vayas a denunciarme, quiero aclararte brevemente la situación
actual. El emperador ha dejado vacias las arcas del Estado, unas arcas
que le dejó Tiberio bien repletas. Ni siquiera la imposición de nume-
rosos tributos nuevos, ni el considerable aumento de los viejos, han
sido capaces de solucionar el problema. Ahora se lanza sobre los ro-
manos ricos, imagina crímenes, remueve antiguas diligencias judicia-
les de la época de Tiberio o envía sencillamente a sus pretorianos a
casa del afectado y hace confiscar todo su patrimonio con cualquier
pretexto. Tu tío no tenía esposa ni hijos; además, era muy rico, y, con
ello, una víctima ideal, digámoslo de manera muy prudente, para la
Política económica del emperador. Desgraciadamente, no se preve
ningún final y quien tenía ocasión de huir, ha huido de Roma hace ya
tiempo.
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Sabino permaneció sentado, como paralizado, e intentó en vano
ordenar sus pensamientos.
-Pero.., pero, si el emperador es popular y muy amado por to-
dos... La tropa lo idolatra. ¡No puedo creerlo!
-Tendrás que creerlo si te quedas a vivir aquí durante algún tiem-
po. Por de pronto, te aconsejo que aceptes el testamento de tu tío y
que vayas a vivir a su casa. Quizá pronto llegue una época en la que
vuelvan a regir la justicia y las leyes y no una... una...
El abogado se apartó, se levantó y fue a la ventana. Sabino le oyó
decir en voz baja:
-Si bajo Augusto hubiera profetizado alguien que sólo treinta
años después de su muerte todo lo que este gran emperador logró y
creó estaría patas arriba, lo hubieran echado de la ciudad. También
bajo Tiberio reinó la justicia, hasta que Sejano se instaló en Roma,
pero, incluso entonces, sólo se eliminaba a quien representaba un
obstáculo para su ansia de poder. Pero la arbitrariedad ahora nos
afecta a todos y a cada uno. Por diversión o por capricho se envía a
patricios romanos a la arena como gladiadores. Próculo fue llevado a
la muerte sólo por ser un hombre apuesto, con una cabellera abun-
dante, pues Calígula está ya casi calvo; otros fueron arrojados a las
fieras porque se atrevieron a hacer un comentario burlón o un poema
irónico sobre su divina majestad. La lista ya es interminable, Sabino, y
cada día lo es más. Mañana puedo ser yo la víctima; pasado mañana,
tu padre, o quizá tú, porque el emperador envidia incluso tu herencia
recortada. Vuelve a Efeso y espera allí a que vengan tiempos mejores.
No puedo darte otro consejo.
-Si no supiera que eras el abogado de mi familia incluso antes de
que yo naciera, y que siempre nos has aconsejado y apoyado con tu
recta conciencia y tu buen saber, pensaría que tu mente está trastor-
nada. Pero así...
-... tienes que creerme -completó sus palabras el abogado-. Te
he descrito la situación tal como es, lamentablemente, y ahora eres tú
quien tiene que decidir qué vas a hacer. Para ti y tu familia estoy siem-
pre disponible. Y, además, tengo que entregarte una cosa.
Tendió a Sabino la carta de despedida de Cornelio Calvo.
-Es una carta de tu tío.
-¿Puedo leerla aquí mismo?
-Naturalmente.
El abogado se retiró. Sabino rompió el sello y desenrolló el rollo
de papiro:
1
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~1<jjjj~1jjjjjh~~e para mi querido sobrino Cornelio Sabino.
"Lamento hablarte desde el reino de las sombras, pero
opción. No elijo la muerte de manera totalmente
decirte los motivos, pues te será fácil averiguarlos
explicará mi testamento. Bien, hijo mío, he
sólo me marcho lamentando no haberte vuelto a
ver y no haber podido leer aún algunos libros.
<~No sé a dónde voy, y nadie lo sabrá antes de su final. Como dijo
Lucrecio en uno de sus poemas: '~De todas formas, no se sabe nada de
la naturaleza del alma; no se sabe si entra en nosotros al nacer o si se
forma sólo entonces y si se disuelve en la muerte conjuntamente con
el cuerpo, si desaparece en el Averno...
"Sea como fuere, mi querido Sabino, te deseo a ti toda la suerte
del imíndo, y, a Roma, su pronta liberación de toda arbitrariedad, de
toda violación de los derechos, de los asesinatos y de toda opresión.
Mientras mi recuerdo siga vivo en tu corazón, estaré vivo.»

Como un acosado, Sabino vagó sin rumbo por las calles de Roma, y de
repente se encontró en el puente Emilio. Lo atravesó, apretujado en-
tre carros, porteadores de cargas, vendedores de pan y damas tapadas
con sus velos, seguidas por esclavas cargadas con sus cestas.
Al otro lado del puente comenzaba el barrio del Trastévere y aho-
ra Sabino tenía una meta. Naturalmente, a esta hora Querea no es-
taría en casa, pero podría saludar a Marcía, preguntar por las noveda-
des y, quizá, esperar a Querea. Y Querea tendría que contarle la
verdad. El veía al emperador casi todos los días, y tal vez entonces
obtendría otra imagen, quizá en la historia de tío Calvo había real-
mente algo que ocultar.

No encontró inmediatamente la entrada, pues ahora pasaba por de-


lante de la casita de Aulo, eljardinero, que ejercía también el cargo de
portero. Estaba recogiendo un melón, cuando Sabino se dirigió a él.
-~Está tu señor en casar
-¿Qué es lo que quieres? -preguntó Aulo con voz bronca.
-Los esclavos no hacen preguntas: las responden.
Aulo sonrió satisfecho:
-Puede ser, pero no soy ningún esclavo, soy un veterano de las
legiones germánicas. Esto fue... -mostró su muñón-, . . .esto se que-
dó en el Rin. Y tú ¿quién eres?
-El tribuno Cornelio Sabino. ~Está Querea en casa?
Aulo asintió:
399
L

-Voy a anunciar tu visita.


Marcia lo esperó en la puerta de casa y lo abrazó espontánea-
mente.
10h, Sabino, cuántas veces hemos hablado de ti, precisamente
estos últimos días, desde que Querea está enfermo!
-¿Enfermo?
-Si, se cayó de la escalera y se ha roto la pierna. ¡No darás crédito
a tus ojos.
Querea estaba sentado en el atrio, apoyado en unos cojines. Tenía
la pierna envuelta en un grueso vendaje, estirada sobre un taburete.
Su rostro, rechoncho y bonachón, se deshizo en una inmensa sonrisa.
-¡Ya era hora de que volvieras a asomar las narices por aquí, viejo
soldadote!
Se chocaron la mano con tanta fuerza que Querea estuvo a punto
de caerse del sillón.
-Ahora os dejaré solos -dijo Marcía, pero ninguno de los dos
la oyó.

-Te has convertido en tín auténtico hombre -le chinchó Que-


rea, y Sabino le devolvió la cariñosa broma.
-Ytú te has convertido en un inválido que no tardará en ser jtíbi-
lado. Mira que caerte de la escalera como si fueras un muchachito
robando manzanas...
El rostro de Querea adoptó un aire serio.
-En seguida sabrás que no fue así. ¿Ya has ido a ver a tu tío?
-Calvo ha mtíerto. ¿No lo sabias?
-No, pero hubiera podido imaginarlo. ¿Para qué nos vamos a en-
gañar, Sabino? Entre amigos se dice la verdad, toda la verdad.
Y así Querea informó de su encargo y de cómo logró eludirlo.
-¡Por Cástor y Pólux! Te dejaste destrozar la pierna por Aulo sólo
para..., Querea, Querea. ¡No habrás creído que te guardaría rencor
por cumplir una orden! El responsable es quien la da, no quien la
ej ecuta.
-Ya no estoy tan seguro de esto -dijo Querea- cuando pienso
lo que el emperador exige últimamente de nosotros, los pretorianos.
-Entonces, ¿es verdad lo que me han contado hace poco? ¿Lo de
las acusaciones inventadas, las numerosas ejecuciones, los asesinatos '~
suicidios?
Querea parecía incómodo.
-¿Cómo quieres que yo sepa distinguir si alguien es o no culpa-
ble? El emperador rebusca en sus papeles y constantemente saca a la
luz nuevas acusaciones. No soy ni senador ni abogado, ¿qué quieres
que te diga yo? Yo no sé responder a estas preguntas. Eres un patricio.
Pregunta en tu familia, tal vez allí sepan algo más.
-Si todas estas personas son realmente culpables, me pregunto
cómo es posible que los romanos hayan cambiado tanto en pocas dé-
cadas. Durante los cuarenta años de gobierno de Augusto no hubo ni
«procesos de lesa majestad», ni se elecutó a nadie por un delito fiscal,
y nadie se veía obligado a dejarle casi todo su patrimonio al empera-
dor, por la «clemencia» del suicidio. Hay algo que no encaja, ¿verdad?
El ancho rostro de Querea ofrecía uíia imagen lastimosa.
-Yo mismo no sé qué puedo hacer. El emperador ya sólo llama a
los pretorianos para recaudar impuestos o para inducir a alguien al
suicidio bajo amenazas. Y, para colmo, me lo agradece burlándose
de mí.
Con esto quedaba dicho lo que Querea ni siquiera se atrevía a
contarle a su Marcía.
-¿Que se burla de ti? ¿Cómo tengo que entender eso?
Querea Le hizo una señal a su amigo para que se acercara y le dijo
en voz baja:
-Se pitorrea continuamente de mí por mi voz chillona, me acusa
de ser una mezcla de Hércules y de Venus, elige consignas insultantes
y obscenas para ponerme en ridículo ante los demás; de verdad que si
pudiera, lo dejaría todo ahora mismo.
-No seas irreflexivo, Querea. Puedes pedir el traslado; quizá Calí-
gula sólo esté de mal humor ahora, y mañana deje de hacerlo.
Querea negó con la cabeza.
-No dejará de hacerlo. No conoces a ese hombre. Cualquiera
que le cause la impresión de ser feliz o estar satisfecho, representa un
desafio para él, y no lo dejará en paz basta hacerlo cambiar. Por eso
mismo hizo matar a palos por su guardia germana a un apuesto joven
sólo porque otros elogiaban su hermosa cabellera. De noche, danza
por palacio disfrazado de Júpiter, de Venus, de Isis y de Luna, y pre-
gunta a todos si notan que tienen ante si a un dios. ¡Ay de ti si no
encuentras en seguida la respuesta adecuada! Puedes considerarte
afortunado si acabas en un banco de remeros o en una mina. La
mayoría de sus victimas acaban en la arena, donde se les permite de-
fenderse con espadas de madera ante leones y tigres hambrientos, o
los matan los gladiadores como si fueran ganado. La plebe aún sigue
aclamándole, aunque tampoco con ella muestre ya ninguna conside-
ración. Hace tres días mandó decapitar durante un convite a doce
delincuentes, y calificó este espectácuLo como un estimulo que abría
el apetito. Me ha costado mucho tiempo creerlo, pero ahora lo sé:
Calígula está loco. Todos nosotros servimos a un tirano cruel y de-
mente que tantas veces como se presente la ocasión dice: «No me
importa que me odien con tal de que me teman». ¿Cómo acabará
todo esto?, Sabino, ¿qué hemos de hacer?
400 401

-No lo sé -replicó Sabino con voz apagada-. Tal vez me en-


cuentre pronto ante el emperador en persona; mi legado ha querido
que sea él quien tome la decísion.
Y Sabino contó la historia de Helena.
Compasivo, Querea le puso una mano en el brazo.
-Has sufrido lo tuyo, pobre. ¿Quieres ahora abandonar la tropa?
-Si, lo más probable es que si. Primero voy a esperar a ver como
acaba mi caso. Y, a ti, te agradezco otra vez tu valor y tu amistad, aun-
que no le hayan servido de nada al pobre Calvo. Ocurra lo que ocurra,
siempre podrás contar conmigo.

Siguiendo las órdenes del legado, Sabino se presentó en el plazo de


una semana en el cuartel de los pretorianos. El oficial a cuyo servicio
estaba, hojeó los documentos.
-Has molestado y pegado a una mujer embarazada en pleno mer-
cado. Pero bueno, ¿quién te has creído que eres para hacer eso? Y,
encima, a una patricia. Presentaré tu caso a una comisión imperial.
Después, recibirás noticias nuestras.

Tratándose de sumarios que se refirieran a un patricio, el emperador


solía decidir personalmente~ o pasaba el asunto al Senado. Calígula,
que, por lo demás, se ocupaba muy poco de los asuntos de gobierno,
sentía predilección por todo lo relacionado con los castigos, y revisaba
regularmente las listas.
-A ver, ¿qué tenemos aquí?
Su indice se quedó prendado de un nombre.
-Cornelio Sabino, que ofendió en Efeso a la patricia Helena, en
avanzado estado de gestación, y la atacó de obra. Quiere abandonar
voluntariamente el servicio de las armas. El castigo está pendiente.
Calígula se dirigió a Calixto.
-¿Tiene este Cornelio Sabino algo que ver con nuestro Calvo? Ya
sabes, ese ricachón a quien desplumé recientemente.
-Yo no lo diría con esas palabras, Majestad. Calvo se encontraba
bajo acusación y dejó la vida voluntariamente. Para demostrar su gra-
titud por no haber sido detenido en el acto, te dejó dos tercios de su
patrimonio.
-Y un tercio a algún lejano pariente. Haz traer el expediente.
Calixto desdobló el testamento y leyó:
-Quiero que un tercio lo reciba mi sobrino nieto Cornelio Sabi-
no, a quien lego también mi casa en la Vía Salaría.
-~Es él! -exclamó el emperador-. Quiero ver a ese individuo.
Invitale los próximos días al prandium, de manera informal. Entretan-
to, pensaré en el castigo.

Sabino, que contaba con tener que presentarse ante un tribunal mili-
tar, se sorprendió no poco al recibir la invitación para compartir la
mesa imperial. Puesto que se trataba de evidenciar que ya se conside-
raba excluido del ejército, se vistió de paisano.
Obedeciendo a un capricho, aparte de Sabino, el emperador sólo
había invitado a mujeres; entre ellas a Piralis, a Livila y a una sacerdo-
tisa de Isis. Calígula se presentó tarde y con aspecto de acabar de salir
de la cama. Bostezó abiertamente, pero en seguida se justificó:
-No sois vosotros, queridos invitados, los que me hacéis bostezar,
sino una noche de insomnio que he pasado en vela trabajando por el
bien del Imperio. También los dioses se cansan a veces. ¿Verdad que
no es humano poder pasar con tres o cuatro horas de sueño? ¿Cuántas
horas duermes tú, Cornelio Sabino?
-De ocho a nueve horas, Majestad.
Calígula dirigió una mirada de triunfo a sus invitados.
-¡Ya lo habéis oído! Ya sólo por esto tenéis que reconocer mi
naturaleza divina. Sabino es tribuno de la legión undécima en Asia, y
su legado lo envía a Roma para que sea castigado aquí. Pero esto no os
incumbe a vosotras, las mujeres, y dificilmente os puede interesar.
Se dirigió a Livila.
-Hace mucho que no te veo, hermanita, ¿qué tal tu poetastro?
¿Se marchó ya al Averno?
Livíla permaneció impasible.
-Siguiendo el consejo de su médico, Séneca ha ido a los Apeni-
nos, a ver si así el aire de la alta montaña puede salvarle. Pero existen
pocas esperanzas...
-Es una pena; aún podría haber ofrecido muchos libros al mun-
do... Pero bueno, poetastros de su clase hay más que de sobra. Ten-
drás que buscarte otro.
-Deja que de esto me ocupe yo misma, no necesito tu consejo.
Calígula sonrió satisfecho:
-Perdona, queridisima, no quiero imponerte nada. Píralis, ¿tie-
nes ganas de tocarnos una piececita en tu laúd?
-No, Cayo -dijo la cortesana con tono insolente-, no me gusta
tocar con el estómago vacio.
Calígula se echó a reír como si hubiera contado el mejor chiste.
Dio unas palmadas, e inmediatamente se sirvió la comida.
Entretanto, Livila contempló al azorado Sabino, pues le gustaron
sobre todo su abundosa cabellera castaña y sus ojos azules de agua
402 403
marina. Jiene algo de adolescente y de inocencia -pensó-, pero,
aun así, se le nota que tiene experiencia con las mujeres.~ No le echa-
ba muchos más años de los que ella misma tenía, pero era imposible,
pues nadie llegaba a tribuno a los veintidós años. Sus miradas se en-
contraron y ni él ni Livila bajaron los ojos. Calígula, a cuya perspica-
cia nada se escapaba, advirtió el largo cruce de miradas. Se dirigió a
Sabino.
-Ten cuidado con Livila, tribuno. Está casada, lo que pasa es que
he enviado a su esposo al extranjero; ella ha preferido quedarse en
Roma porque se interesa por la literatura, aunque menos por las
obras que por los autores...
Soltó una risa estridente y amenazo en broma con el dedo a su
hermana.
-Me quedé por deseo tuyo, Cayo, pareces haberlo olvidado.
-¡Un dios jamás olvida nada! -se encolerizó Calígula, sin dejar
de engullir una pechuga de codorniz.
Tras la comida, Piralis tomó su laúd y cantó un par de picantes
canciones de amor como las que se escuchan en los lupanares. Sabino
se sentía a gusto en aquel ambiente tan relajado, y casi se olvidó de
que estaba sentado a la mesa con el hombre que había mandado a su
tío a la muerte.
Calígula aplaudió y exclamó:
-. La comida ha terminado! Tengo que hablar a solas con Sabino.
Mientras Livila se levantaba quedamente~ iba mirando a Sabino, y
él creyó leer algo parecido a una invitación en su mirada. Sin embar-
go, lo de que hablarían a solas no fue cierto, pues dos guardias germa-
nos, altos como pinos, permanecieron inmóviles, de pie tras el sitial
del emperador.
-Veamos pues, tribuno: atacaste a una mujer embarazada en el
mercado de Efeso. ¿Es cierto?
-Atacar no me parece la palabra adecuada. Quise decirle algo, y
luego...
El emperador le cortó con un ademán:
-No necesitas inventar ninguna excusa; me gusta la gente inso-
lente y desvergonzada, aunque sólo cuando esa insolencia no se dirige
contra mi. Nada valoro más en mí que mi propia adiatrepisa.* Cuido
en extremo y mimo este voluptuoso vegetal pantanoso y lo aprecio
como mi mayor virtud. En cualquier caso, quedas eximido de castigo;
por lo visto, no le ha ocurrido nada más a esa griega. ¿Te has hecho
cargo ya de la herencia de tu tío? A su manera, era un hombre de
honor, y expió su delito mediante su muerte voluntaria, al estilo de los

* En griego, desvergúenza.
antiguos romanos. No se olvidó de su emperador, acordándose de él
en su testamento. Sólo espero que su ejemplo encuentre muchos imi-
tadores.
Fue en ese instante cuando Cornelio Sabino se dio cuenta de que
aquel hombre estaba arruinando a Roma. No se detendría ante nada
para descubrir cada vez nuevas fuentes de dinero, y este macabro jue-
go asesino no terminaría hasta que se hubiera eliminado al monstruo.
Ahora comprendía que Querea había dicho la verdad y que tampoco
había mentido el abogado. Aquellos ojos fríos y duros como el cristal
lo examinaron como a un objeto raro.
-Te he hecho una pregunta, Sabino.
-¡Oh, perdona, imperator.', tu divina presencia trastorna mis senti-
dos. ¿Podrías repetirme la pregunta?
-¿Todavía quieres abandonar la milicia?
-Sí, Majestad, a partir de ahora sólo deseo servirte a ti, como pre-
toriano, para estar cerca de tu divina persona, como muestra de mi
gratitud por haberme conservado parte de mi herencia.
Calígula pareció sorprendido, pues no contaba con esta respuesta.
-¿Y por qué no? Hace ya mucho tiempo que no hay ningún Cor-
nelio entre mis oficiales; además, se retirarán en breve dos tribunos
por motivos de edad.
Sabino se echó a los pies del emperador y besó su mano fofa, so-
brecargada de anillos.
-Levántate, esta actitud no es digna de un tribuno.
-Sólo es porque me siento dichoso... -balbuceó Sabino, y se sin-
tió como un actor en el escenario.
-Te incorporarás a tu servicio cuando yo haya regresado de Ger-
manía. A finales de septiembre emprenderé una expedición militar,
conquistaré Britania y concluiré de este modo lo que Julio César em-
pezó. Entretanto, hazte inscribir en la lista de oficiales de los preto-
rianos.

La partida tuvo lugar de manera imprevista, pues todos habían conta-


do con que el emperador esperaría la llegada de la primavera. Ya des-
de el verano se estaba reclutando a hombres, a retirarse tropas auxilia-
res y a hacer acopio de inmensas cantidades de provisiones. En el
al)undante séquito entraban bailarines, cantantes, prostitutas y gladia-
dores. Sólo la parte reservada al emperador ocupaba una longitud de
más de media milla y comprendía, aparte de sus enseres personales,
varias carretadas de documentos de los que se cuidaban una docena
de secretarios, escribanos y ayudantes. Como su ausencia de Roma
duraría presumiblemente más de un año, había que llevar todos los
404 405

documento del porqUe calígUla ~ te rija la mentfl iri~


gobierno~ a. Oficialm
tención de delegar su poder ni durante un solo di ente, lo
representaban los dos cónsuíes~ pero todo el mundo sabía que este
cargo había perdido prácticamente toda la importancia desde los tiem-
pos de Augusto. dor viajaban su~ dos hermanas, su confidente, Lmi-
Con el empera Léntulo Getúlico, comandante en jefe de

que confiaba po-


naturaímen~ erior del Riri. Lépido~
ho Lépido y,
de la parte supintió inquieto~ pues
legiones
las
derse quedar en Ron~a, lo lamentó, pero no se 5
esto demostraba que el emperador nO quería renunciar a sti cotri-
paíziía. ba en Roma a Lolia Paulina, la ~enuperatríi . En cam
Calígula deja.
bio, se llevaba a Cesonía, su nueva amante, una mujer no muy joven~
pueS aprO%im rite, la misma edad del emperador~ que se
tenía. adame
cante de za
la había arrebatado a su esposo.
Milonio era guarnicionero jabrí patOs~ bolsos, sillas de
arreo5 y se había propuesto obtener al menos por una vez
pedido de la legión. Así fue como sobornó con gratV
a funcionarios del emperador hasta que ély
es de Cahígrila. NliloníO
un importante
des cantidades de dinero
Cesonia fueron irivitad~s a uno de los banquet

persona pare
recibió pedidO~ pero se quedó sri esposa.
Calígula se dio cuenta de que era una cida a él: se-
su
dienta de placer~ desmesura , caprich~~a.~ cruel y desconsiderada.
Aquella misma noche la convirtió en su amante, dejándola embarala-
da. Calígula se sintió tan encantado cori la idea de haber engendrado
a uri descendiente que se llevó de vi~je a la mujer en anzado estado
de ges y repetidia q se casafla cori ella an-
cióti 1~uWnte íe
ta manifestÓ

Sólo en muy contadas ocasiones los conspiradores tenían ocasión


tes de que diera a Ini..
sin ser molestados.
ha de las cosas.
de er una conversación Ge túlico, cada vez
sabido que Calígula ha
manten fiado se mostraba preocupado por la marc
más descol
~TodO esto no me gusta un pelo~ Ile
enviado al Rin tropas mas lejanas y ue se ha ganado
de las proviticías a ninguno de
a algunos oficiales cori espléndidos regalos. No conoz
estos hombres, está aquella legión africana que Calígula le ha
arrebatado al nsuí y a la que ha ~~~~ojurarle fidelidad a cambio
de elevadas recompensas. Cuando lleguemos al Rin, la situación
proco
encuentre allí a
priede haber cambiado por completo; tal vez ya no

demasiado ~iritCri~ tranquííí


nús fieles le~íoriarioS.
...4'hO deberíamos preocuparnos
jarle Lepido. kl fin y al cabo, el emperador quiere conquistar Brita-
nia, y pa~ eso ue~esita a todos los hombres.
Get~í~mo~o le un lado a otro la cabeza
406
-No lo creo; es demasiado cobarde. Noto que algo se está traman-
do. ¿No os habéis dado cuenta de que no se expone lo más mínimo?
Viaja en una silla de manos completamente cerrada y va siempre ro-
deado por su guardia personal que forma como un muro a su alrede-
dor. Tras nuestra llegada, tendremos que actuar con celeridad para
no perder el control.
-Creo que Getúlico tiene razón -dijo Agripina-. Calígula no
nos pierde de vista a mi y a Livila y hace constantes alusiones que no
me gustan. Puede que todo sea pura casualidad, pero cuando se trata
de su vida, nuestro hermano desarrolla una perspicacia que no debe-
mos infravalorar.
Ante la tienda se empezaron a oir voces. Entró un tribuno que
saludó al estilo militar.
-Se ruega a las princesas Agripina y Livila que compartan la cena
con el emperador.
-¡Está bien, tribuno, puedes retirarte! -dijo Getúlico con voz
cortante.
El oficial desapareció, y Livila se atrevió a decir en voz baja:
-¡Tengo miedo! Calígula es como una araña que nos observa
constantemente hasta que nos enredemos en su malla.
-¡Tenemos que romperla! -replicó Lépido con voz firme-.
Y yo sigo creyendo que lo lograremos. Calígula no es ningún dios, y
todo ser humano, emperador o esclavo, es mortal.

A principios de octubre llegaron a Maguncia, la localidad principal de


la provincia de la Germania superior que en las décadas pasadas se
había ido convirtiendo de un campamento romano en una pequeña
ciudad. Lo que Getúlico había temido, sucedió: se encontró con tro-
pas que no conocía de nada; sus propias legiones habían sido trasla-
dadas Rin arriba a Borbetomagus. No le dio la bienvenida ninguno
de sus oficiales de confianza, era como si estuviera pisando suelo
extraño.
El emperador se estableció en el único gran edificio de piedra de
Maguncia, el palacio del legado, que había sido la residencia de Getú-
lico durante los últimos nueve años. El emperador le dijo:
-No será por mucho tiempo, amigo mio. Dentro de pocas se-
manas pienso cruzar el Rin y podrás volver a establecerte en tu resí-
den cia.
-~Dónde están mis tropas, Majestad? ¿Por qué mis legiones han
sido trasladadas?
Calígula posó su fría mirada en Getúlico, quien, una vez más, vol-
vio a sentir algo gélido en aquella mirada. Jamás había visto a nadie

407
1
con ojos tan fríos e insensibles. Tal vez el emperador fuera realmente
un dios.
-No podemos conquistar Britania con dos legiones. Hubo que
hacer sitio para las tropas que llegaron de fuera. Cuando nos marche-
mos de aquí, podrás volver a traer a tus amadas legiones.
-Si me lo permites, Majestad, quisiera comprobar antes en Bor-
betomagus si todo está en orden. Mis oficiales estarán preocupados...
Calígula esbozó una leve sonrisa sarcastica:
-¿Preocupados? ¿Por qué iban a estar preocupados? Todo el
mundo sabe que al lado del emperador estás bien protegido. Espera
unos días más hasta que nos hayamos establecido aquí, después po-
drás marcharte. Mañana al mediodía analizaré la situación con los
oficiales. Sé puntual.
Getúlico dudaba entre dos decisiones: o montar ahora mismo so-
bre su caballo e ir Rin arriba hasta el Castrum Rorbetomagus>~> para po-
ner en marcha contra Calígula a las tropas qtíe le eran leales, o espe-
rar a que el emperador le dejara marchar. Si desaparecía en aqtíel
preciso momento, equivalía a dar la señal de alarma y los soldados del
emperador intentarían capttírarlo; sin embargo, dentro de pocos días
regresaría con sus tropas de manera medio oficial.
Getúlico se decidió por esta última opción, en parte también por-
que, tal vez, en el análisis de la situación previsto para el día siguiente,
se abrirían nuevas perspectivas. No obstante, le hizo desconfiar el he-
cho de que no pudiera llegar hasta Lépido ni hasta las hermanas del
emperador. Siempre se decía que no podían ausentarse y que tuviera
paciencia. Los mantendría Calígula adrede alejados de él? Tal vez va
los habría arrestado.
Volvió a la orilla del Rin, donde se había levantado una gigantesca
ciudad de tiendas, estrechamente cercada por campamentos de co-
merciantes, prostitutas, jtíglares, acróbatas y tabernas. Getúlico se
acercó cautelosamente a su tienda, pero nada sospechoso llamó su
atención. Los dos guardias se hallaban de pie ante la entrada, charlan-
do; junto a ellos se había plantado el estandarte de general. Se acercó,
y los dos hombres se pusieron firmes:
-~Ha preguntado alguien por mi?
-¡No, legado!
-ROs ha llamado la atención alguna otra cosa~
-¡No, legado!
Tranquilizado en parte, Getúlico tomó dos copas de vino y se acos-
tó. No es que fuera un hombre especialmente religioso, pero creía en
un poder superior y se consoló pensando: "No es posible que el des-

* La ciudad dc Worms.
408
tino quiera que ese licencioso y corruptor de Roma siga mancillando
por más tiempo el trono imperial».
L
A Emilio Lépido le resultaba realmente imposible ausentarse, pues,
desde que habían llegado a Maguncia, el emperador no le permitía
que se alejara de su lado. Le pedía consejo en las cosas más banales, y
le confiaba constantemente encargos que cualquier esclavo hubiera
podido realizar. Con esto se despertó su desconfianza, y se propuso
comentarlo en la primera ocasión con Getúlico, pero ni consiguió
hablar con el legado, ni ponerse en contacto con Agripina o con Liví-
la. Como si el emperador intuyera sus preocupaciones, le dijo como
quien no quiere la cosa:
-Tienes que disculpar a las damas; necesitan tiempo para arre-
glarse tras el largo viaje. Nosotros lo tenemos más fácil, ¿x>erdad? Ni las
duras fatigas hacen que un hombre se vuelva más feo, e incluso es
posible que estas fatigas hasta aumenten su atractivo.
-No soy mujer, Cayo, y así no sé qué impresión causan en las
mujeres los hombres fatigados.
Calígula lo miró un instante; sus ojos saltones tenían un extraño
brillo, y Lépido pensó: »Son ojos de araña que acechan con infinita
paciencia y ansias asesinas hasta que llegue el momento».
-Yo lo sé! Como dios, mis sentimientos son andróginos, pues
toda divinidad es un ser andrógino. A esto se debe también mi cons-
tante transfiguración: ya me habéis visto presentarme como Luna, Jú-
piter, Isis y Neptuno. ¿Te acuerdas de aquella fiesta de mujeres? En
aquella ocasión fui una mujer entre mujeres; sólo uno no quiso ad-
mitirlo.
Calígula no le perdía de vista, y una sensación de inquitud se apo-
deró de Lépido. ¿Por qué hablaba Calígula de aquello precisamente
ahora?
-Pero no tardaste en transformarte otra vez en lo que realmente
eres -dijo con tono confiado, e hizo ver que este tema no le afectaba
especialmente.
-Si, intercambiamos los papeles. Yo volví a ser un hombre, y tú
me ofreciste tu trasero como una perra en celo. -Calígula soltó una
carcajada estridente y añadió-: ¡Son pecados de juventud! No ha pa-
sado mucho tiempo desde entonces, pero ahora tenemos cosas más
importantes que hacer.
Lépido se sintió invadido por una ira cada vez más intensa. Si en
estos momentos hubiera tenido un puñal a mano... No era posible
estrangular al odiado con las manos, pues al fondo se encontraba la
guardia germana. Para no decir nada inadecuado, Lépido perma-
409
Aid
neció callado y a la espera. Calígula le dio una leve palmada en el
hombro.
-Pese a lo sucedido, o tal vez precisamente por eso, seguimos
siendo amigos. Por hoy va no te necesito; acuéstate, Lépido.
Lépido abandonó el palacio del legado y se dirigió al campamen-
to. ¿Era todo aquello un mero juego del gato y el ratón, como le gusta-
ba a Calígula, o hubo en sus palabras una amenaza oculta?
Ante la tienda del general, los guardias cruzaron sus lanzas.
-El legado está durmiendo y no desea ser molestado.
-Seguro que permitirá que yo le moleste -repuso Lépido con
voz firme y decidida, pero los guardias no hicieron el menor gesto de
apartarse. Lépido estaba tan cansado que cedió.
-Es igual. puedo esperar hasta mañana.

Una hora antes de la medianoche, las tabernas y los comerciantes te-


nían que cerrar, se echaba a las prostitutas y a los juglares. Pronto se
extendió el silencio nocturno sobre la ciudad de tiendas de campaña.
Por doqtíier se oía un ronquido o un susurro, a veces resonaba algún
pedo sonoro, acompañado de maldiciones o de risas.

Milonia Cesonia, la amante del emperador, en avanzado estado de


gestación, estaba va acostada cuando Calígula entró en el doi-mitorium.
Su oscura cabellera se dispersaba por la almohada. En contraste con
los de Calígula, sus grandes ojos negros no ocultaban sus sentimien-
tos; su rostro, marcado por el vicio y la molicie, tenía en aquel instante
una expresión tranquila y distendida. Retiró bruscamente la manta y
se pasó la mano por el vientre abombado.
-Aquí duerme el futuro de Roma -dijo-y espero que los dioses
te den un hijo.
-Puesto que a tu anterior marido le pariste tres niñas, bien po-
dría ser que la familia Julia Claudia reciba un heredero masculino.
Pero no importa, espero que los dos juntos engendremos aún mas
hijos.
Los ojos negros de Cesonia centellearon agresivos:
-Pero no lo hacemos sólo por esto, ¿verdad?
Calígula con ternpló con perversa voluptuosidad su ctíerpo hincha-
do. ¿No sería posible rajar el vientre para averiguar el sexo del niño?
Después podrían volver a coserlo y no quedaría más que una cicatriz.
Él saldría mañana y anunciaría a su tropa: >~He decidido darle un hijo
y heredero a Roma ~ al orbe'>. Todos admirarían su divina previsión
cuando, más tarde, naciera un niño.
r
-~No me mires como si quisieras comerme!
Calígula se desprendió de su ropa.
-Date la vuelta; de momento, me gustas más por atrás.
Cesonia cedió a su deseo con una carcajada sonora y ronca. Calí-
gula la penetró con desacostumbrada suavidad, abrazó sus pechos,
pesados ya por la leche, y los masajeó con fuerza. Sintió que la volup-
tuosidad se agolpaba en él como una nube pesada y dulce.
-Te amo, Cesonia -gimió-, y no sé por qué. No eres joven, no
eres hermosa, y, sin embargo, eres la primera mujer a la que quiero
realmente después de Drusila. Por eso me casaré contigo antes de que
nazca el niño.
La soltó, y Cesonia se recostó distendida y con los muslos muy
abiertos.
Tras una pausa Calígula dijo con voz perezosa y lánguida:
-Ya tengo ganas de ver mañana las caras de mis oficiales. Muchos
se alegrarán, otros quedarán sorprendidos, y, más de uno, horroriza-
do. ¡Esos hombres han vuelto a olvidarse otra vez de que soy un dios!
-Se echó a reír y agregó bromeando-: A veces hasta yo mismo lo
olvido.
410 411
XXVIII

Calixto se había quedado en Roma como administrador fiel del empe-


rador. Conjuntamente con el prefecto de los pretorianos, Arrecino
Clemente, llevaba los asuntos del gobierno, pero de esto los dos solían
ocuparse también cuando el emperador estaba en la ciudad, pues Ca-
lígula entendía su cargo única y exclusivamente como fuente de inci-
taciones para su placer, para sus caprichos, para sus cínicas cruel-
dades.
Calixto aprovechó la prolongada ausencia de Roma del empera-
dor para extender más su tupida red de rumores, espionajes y favores,
siguiendo el principio de manus manum lavatÁ'
El papel central lo representaba el cojo Claudio César, que no pa-
raba de hacer muecas y suspirar aliviado cuando, al fin, el pesado de
su sobrino, el emperador, se marchó de Roma. Claudio se retiró a una
propiedad campestre situada en los montes Albanos. Al fin podía de-
dicarse tranquilamente y sin ser molestado a sus trabajos históricos.
Aun así, de tiempo en tiempo tenía que desplazarse a Roma para bus-
carse el material necesario en las bibliotecas y en los archivos. Como
príncipe imperial, tenía acceso al archivo de su familia, conservado en
los amplios sótanos del palacio, y, naturalmente, en cada ocasión, Ca-
lixto era informado de sus visitas.
En un lluvioso y frío día de finales de noviembre, Calixto aprove-
chó una de estas ocasiones para pedir que Claudio César le fuera a
ver. Los dos hombres, aproximadamente de la misma edad, se en-
tendían bastante bien, tanto más cuanto que el obeso secretariojamás
ahorró muestras de respeto y una no fingida veneración hacia el histo

* Una mano Java la otra.


412

-j
riador. Calixto reconocía tras aquellas muecas nerviosas al erudito de
portentosa cultura, algo fuera de lo normal, que, sin quererlo, provo-
caba una y otra vez la burla de su sobrino el emperador.
-Es un verdadero placer poder hablar contigo sin tener que con-
tar con la posibilidad de que Calígula entre en el momento menos
pensado y nos haga objeto de una de sus estúpidas »bromas».
Calixto suspiró.
-Tienes mucha razón, Claudio César; también yo he podido qui-
tarme de encima un montón de trabajo atrasado desde que el impera-
tor está ausente. Pero no se trata ahora de eso. Hace años que me une
a ti una amistad que me permite hablarte con mayor franqueza que a
muchos otros. En este caso, se trata también de ti, príncipe Claudio, y,
naturalmente, doy por supuesto que nada, absolutamente nada, va a
trascender más allá de estas paredes.
-Pero.., pero, por supuesto, no... no faltaba mas.
Calixto fue hasta la puerta y la abrió bruscamente.
-Soy prudente en exceso, pero no quiero en modo alguno que
haya testigos. He dudado mucho tiempo en confiarme a ti, pero tengo
que hacerlo antes de que regrese el emperador.
El arrugado rostro de Claudio César, que se contraía sin que él
pudiera dominarlo, había ido adoptando una expresión cada vez más
temerosa. Calixto notó cómo se esforzaba.
-Bueno, dilo ya, Calixto -exigió con una brusquedad desacos-
tumbrada en él.
Calixto vacilaba:
-Si fuera tan fácil... Bien..., se me ha dado a entender que para
mi podría resultar rentable o beneficioso que tú..., bueno, si yo te...
Calixto se encerró en un desvalido silencio.
-Si yo me marchara, es esto ,¿verdad? Para decirlo sencilla y llana-
mente, quieren asesinarme para que ese desgraciado de mi sobrino ya
no se sienta molestado. ¿Tengo razón?
-Si, Claudio César, aproximadamente es asi...
-¿Y quién debe ocuparse de los pasos necesarios?
-Me temo que se ha pensado en mi.
-;Ya quién te refieres al decir "se ha pensado en mi»?
-Verdaderamente, ¿tengo que decirlo?
-No. Puedes ahorrártelo. ¿Y qué piensas hacer?
Calixto levantó las manos.
-Nada. No haré nada. Y encontraré argumentos convincentes
para mi inactividad, ¡créeme!
Claudio se echó a reír y lo hizo con unas muecas espantosas.
-Te tengo por un hombre razonable, y te creo. Pero ¿no puedo
resultar peligroso para ti?

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-Seria más peligroso obedecer la indicación, aparte del gran
aprecio que siento por ti. A tu sobrino, pronto..., pronto le podría
ocurrir algo, ¿me entiendes? Hax' accidentes de todo tipo, y entonces
tú serás el único de la familia imperial que quedará con vida, Claudio
César, y en ti se basan no sólo mis esperanzas...
-Me falta ambición para convertirme en príncipe, y también ga-
nas. Lo único que deseo es que me dejen en paz para poder dedicar-
me tranquilamente a mi trabajo. Mis ambiciones se centran en este
campo.
-Lo entiendo muy bien, príncipe Claudio, y sólo lo insinué como
tina posibilidad. En cualquier caso, de mí no has de temer ningún
peligro, y si el peligro amenazara de otro lado, te advertiré.
Claudio se despidió emocionado por el interés y la cálida simpatía
de Calixto. Pero aquél pensó satisfecho: »es así como se gana tino a las
personas». Claudio César era su más valiosa garantía para el >~des-
pués», cuando el sucesor de Calígula, fuera quien fuera, pasara cuen-
tas con los dóciles peones del tirano.

A Cornelio Calvo los ntievos planes de su hijo le resultaron in-


comprensibles. Qué alegría habían sentido él y Valeria cuando Sa-
bino regresó de Efeso y anunció a voz en grito que la vida castrense
se había acabado definitivamente para él, que estaba harto y que
tenía intención de dedicarse a la vida civil por el resto de sus días.
Pero todo cambió cuando Sabino volvió tras ser invitado por el em-
perador.
-El emperador lamenta de todo corazón que, en su desespera-
ción, tío Calvo haya optado por la muerte, y se me aseguró qtíe los
escritos de acusación fueron redactados por una comisión imparcial.
Calígula se mostró amable y compasivo, y comprenderéis que, cuando
me ofreció permanecer cerca de él como tribuno de los pretorianos,
no pude decir que no.
El habitualmente apacible Celso dio un puñetazo en la mesa.
-¡Maldito sea! ¡Eres un imbécil! ¡Estuviste demasiado tiempo le-
jos de Roma como para saber lo que sucede aquí! En el Carcer Tul/la-
nus tuvieron que contratar a dos nuevos verdugos, porque los dos que
había no daban abasto con las torturas y las cabezas cortadas. En las
Gemonias se amontonaii los cadáveres, ~v tú te atreves a hablar de un
emperador amable y compasivo?
Sabino tuvo que dominarse para no abrazar a su padre, que tanta
razón tenía. Pero no debía transparentar nada si quería seguir adelan-
te en el camino que había escogido.
-Siempre hay gente descontenta y siempre hay traidores. Tal vez
r
Calígula se muestre demasiado duro con ellos, pero esto cambiará
cuando esté asentado más firmemente en el trono.
Desesperado, Celso se dirigió a su esposa.
-¡Escucha esto! Quizá tú consigas hacer comprender a tu hijo
que no se puede servir a un tirano sin denigrarse uno moralmente.
¿Es que las enseñanzas de nuestros poetas y filósofos no han hecho
mella en ti? Abre sencillamente el ius romanum; allí se dice: nemo prae-
surnitur ?nalus nisiprobetur.* Pues Calígula le ha dado la vuelta; para él
cuenta únicamente la sospecha y las denuncias. ¿Crees en serio que
Calvo era culpable? De este modo, el emperador quiso apropiarse de
su patrimonio, y, solamente para salvar algo para ti, Calvo eligió la
muerte. Estás a punto de entrar al servicio de un notorio ladrón y
asesino.
-¡ Celso! ¡Así no se habla del emperador! -lo reprendió Valeria.
Pero el hombre no se dejó perturbar.
-Tengo que abrirle los ojos a nuestro hijo antes de que cometa el
mayor error de su vida.
Para tranquilizar a sus padres, Sabino decidió descubrirles parte
de la verdad.
-Lo que me cuentas de Calígula no es nuevo para mi. Querea me
lo ha confirmado, y sólo puedo deciros que, ni de lejos, lo sabéis todo.
Tal vez yo quiera ser tribuno de los pretorianos sólo para reconocer
los peligros a tiempo. El emperador me insinuó con cierto malestar
que hace ya mucho tiempo que ningún Cornelio sirve en la guardia
de palacio. Me pareció un reproche, como si dijera que nuestra fami-
ha quiere eludir ciertas obligaciones. Yme pareció también que que-
ría darme a entender otra cosa: que prácticamente tenía yo que
ganarme mi parte de la herencia de tío Calvo con mi buen comporta-
miento. Por lo demás, Calígula muy bien podría suponer que todavía
era posible sacar algo más de los Cornelio, según el principio de que
donde hay mucho siempre puede haber más. ¿Crees, padre, que yo
podría quedarme tranquilo viendo cómo los pretorianos te sacan a
rastras de tu casa? El emperador ya ha entregado al verdugo a gente
más pobre que tú, pues con el mismo placer se apropia de cien mil
sestercios que de un millón. Pero si presto servicio en la guardia de
palacio, sabré siempre de antemano quién será el próximo afectado y
tal vez pueda evitar muchas cosas. Este es el motivo por el que intento
ganarme la simpatía del tirano; a esto se debe mi celo.
Sus padres se miraron y permanecieron callados durante un rato.
I.uego, Celso carraspeó y empezó a decir a trompicones y con voz
sofocada:
* No es Ja sospecha lo que cuenta, sino la prueba.
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1
-Bien, Sabino, bien..., no sabíamos nada de todo esto..., quiero
decir, silo hubieras dicho desde el principio...
Sabino, furioso, se dio un golpe en los puños.
-Quise guardarlo para mi a fin de no poneros en peligro. ¿No lo
comprendéis?
-Si, claro que si, Sabino. Lo que te propones es perfectamente
honorable, pero es también muy peligroso. Para esto, casi hubiera
preferido que siguieras prestando servicio en Efeso.
-No puedo cerrar los ojos ante estas atrQcidades y hacer ver que no
me afectan para nada. Somos una familia patricia, y somos nosotros
quienes más tenemos que soportar estos desmanes, pues Calígula estará
siempre en apuros económicos y no descansará hasta haber matado a
todos los patricios ricos, y primero a los senadores, a los que tanto odia.
-Pero esto es espantoso... -susurró Valeria, y se llevó las manos a
la cara.
-Si, madre, es espantoso, pero también contra los tiranos existen
remedios adecuados.
Celso se sobresaltó y preguntó excitado:
-¿Qué quieres decírr
-Nada en concreto, sólo estox' apuntando una posibilidad.
No hubo manera de sonsacarle más a Sabino, y, así, esta conversa-
ción no resultó muy adectíada para tranquilizar a sus padres.

Sabino se había hecho inscribir en la lista de oficiales y aprovechaba


ahora el tiempo libre para poner en orden su herencia. Aparte de la
casa en la Vía Salaría, la herencia consistía en participaciones en una
alfarería, en tina empresa de transportes, en una tejeduría de paños y.
ante todo, en tina gran finca campestre entre Cortona y el lago Trasi-
meno, dedicada principalmente a la producción de vino y de cereales.

Sabino mantuvo una larga conversación con el mayordomo de su di-


funto tío. Era hijo de un liberto griego y se llamaba Lucilo. El viejo lo
condujo por la casa.
-Como es costtímbre entre las buenas personas, ntíestro senor,
tras su muerte, dejó en libertad a los esclavos. Ahora depende de ti
si qtíieres que te sigan sirviendo a cambio de un salario, y de ellos si
quieren quedarse. También depende de si tienes intención de fundar
una familia, de si vas a recibir invitados a menudo...
Sabino puso una maiío en el braLo del viejo.
-Ya veremos. Si te apetece seguir en tu cargo, yo estox de acuer-
do; pero si por motivos de edad...

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-¡No, no! -le interrumpió Lucilo vivamente-. He vivido duran-
te tanto tiempo en esta casa que preferiría morir en ella.
-Quien habla de la muerte, la llama.
El viejo sonrió:
-El destino no se deja desconcertar. Algunos no paran de hablar
de la muerte y llegan a los ochenta; otros la ignoran o niegan incluso
su existencia, como Epicuro, y mueren jóvenes.
-Puesto que hemos iniciado el tema, ¿puedes contarme detalles
acerca de la muerte de mi tío?
El rostro del mayordomo se ensombreció.
-Te quería como a un hijo, y por esto quiero que sepas lo que yo
sé. Después de que nuestro señor recibiera al abogado, me hizo lla-
mar. Me informó sobre la situación y me pidió que le ayudara. Tiem-
po atrás, cuando murieron su esposa y su hijo, debió de agenciarse un
fuerte veneno que sacó y diluyó en una copa de vino. A mi me dijo:
»Tomaré esta bebida mortal durante las próximas horas. Antes de va-
ciar la copa, tocaré la campanilla, entonces espera unos diez minutos
y luego ven a la habitacióií. Si no estuviera muerto, me ahogas con
una almohada o me abres las venas».
'>Podrás figurarte, Sabino, cómo me sentía yo. Sonriente, como si
estuviera comentando conmigo la próxima comida o la poda de los
setos en eljardin, y con voz tranquila y serena, tu tío dio sus instruccio-
nes. Yo lo conocía lo suficiente como para saber que no toleraría nin-
guna réplica, y me limité a asentir en silencio, con lágrimas en los
ojos. Me apretó la mano, diciendo que lo había arreglado todo para
que ni a mi ni a los demás les faltara nada, y desapareció en su estancia
de lectura. Me acurruqué en el suelo ante la puerta y esperé la señal
de la campanilla. No te puedo decir cuánto tardó en oírse. A mi, al
menos, me pareció demasiado pronto. Le di la vuelta al reloj de arena
y, al cabo de diez minutos, entré en la habitación. Tu tío estaba senta-
do ante su mesa de trabajo, su cabeza descansaba sobre la escribanía.
Le toqué el hombro, pero estaba ya muerto. El efecto del veneno de-
bió de ser muy rápido. Quemamos su cadáver en el parque y coloca-
mos la urna en el sepulcro familiar.
-Te agradezco tu informe, Lucilo. Arregla el asunto de los liber-
tos según te parezca. Mientras viva solo aquí, me bastan algunosjardi-
neros, un cocinero y un mozo para los recados. Quien no sea necesa-
rio, recibirá una buena indemnización. Me trasladaré a vivir aquí en
las próximas semanas.
-Entonces volverá a haber vida en la casa -dijo Lucilo contento.
-Tal vez tengas razón... -dijo Sabino vagamente.

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Realmente, su intención había sido fundar una familia tras su regreso,
por despecho ante la negativa de Helena y para olvidarla definitiva-
mente. Pero desde que su tío Calvo fue víctima de la avaricia del em-
perador, se había apoderado de él una idea, una idea que al principio
intentaba reprimir, pero que volvía a aparecer una y otra vez como un
dolor crónico. Esta idea se imponía sobre todo lo demás y se iba ha-
ciendo cada vez más clara: era el deseo de matar a Calígula. Y Sabino
imaginaba lo fácil que seria sí uno se encontraba tan cerca de él como
un tribuno de la guardia de palacio. Lo cierto era que aún no se trata-
ba de ningún plan concreto o de un firme propósito, sino más bien de
un atractivo juego de pensamientos que iba más allá de la muerte
de Calígula. ;Cómo celebraría Roma al asesino o a los asesinos del
tirano? Se levantarían estatuas en su honor, en los templos se ofrece-
rían sacrificios por su bienestar, recibirían abundantes regalos y se les
otorgarían sobrenombres honoríficos.
Pero ¿cuándo empezó este juego de pensamientos? Tal vez fue en
el convite cuando Calígula dirigió a él sus ojos fríos y cínicos y anunció
que su mayor virtud era la desvergúenza y que la apreciaba por enci-
ma cíe todo. En ese momento, Sabino supo que estaba sentado frente
a un asesino. Si un príncipe guerreaba para conservar su imperio o
para evitar disturbios y hambrunas, Sabino comprendía que eran ne-
cesarios los sacrificios, tanto en dinero como en vidas humanas. Pero
Calígula gobernaba un Imperio pacífico y pacificado desde tiempos
de Augtísto, y su insaciable avidez de dinero se debía únicamente a sus
desmesurados despilfarros. Por esto no sólo apretaba el tornillo de los
impuestos e impoilia tributos a las actividades más absurdas, sino que
llegaba al asesinato como un salteador de caminos que echa mano al
puñal cuando pasa un rico comerciante. Sabino tampoco había olví-
dacio la observación cínica del emperador con respecto al suicidio de
Cornelio Calvo: »Sólo espero que su ejemplo encuentre muchos imi-
tadores».
Calígula tenía ahora veintisiete años. Aunque sólo alcanzara la mi-
tad de la edad que alcanzó su antecesor Tiberio, habría que aguantar-
le durante otros trece anos.
Sabino había comentado recientemente este cálculo con Querea,
comunicándole a la vez que, por deseo personal del emperador, en-
traría a formar parte de la guardia pretoriana.
Querea se incorporó pasmado:
-¿Lo has pensado bien? ~Qué es lo que pretendes con esto? Yo
pensaba que. después de lo de Éfeso. estabas definitivamente harto de
las legiones, y que sólo te habías alistado por Helena.
-Es verdad, estoy harto, también mi padre está horrorizado de
que quiera continuar. Pero le he explicado el porqué y ahora también

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r
te lo digo a ti: lo hago por tina especie de legítima defensa. Si estoy
cerca del emperador podré enterarme a tiempo de algunas cosas, y tal
vez exista la posibilidad de evitar o de atenuar sus locas decisiones.
Piensa en lo que ha ocurrido durante los dos últimos años. Durante
este tiempo Calígula ha hecho asesinar a cientos de personas, entre
ellas a gentes anónimas a las que apenas se conoce y que son olvidadas
rápidamente. Mes tras mes, alimenta las arenas con ganado humano
que hace reunir sencillamente en algún lugar. Hay que añadir a los
acaudalados de familias patricias y plebeyas a los que lleva a la muerte
con falsos procesos o a los que, como en el caso de mi tío, concede
indulgentemente el suicidio, una vez que ha cambiado su testamento.
¿Cómo va a continuar todo esto? Cuando Calígula regrese, necesitará
más dinero que nunca. Hay que financiar su inútil expedición militar,
y dificilmente abandonará su vida de despilfarro. ¿Sabes que para su
caballo preferido, Incitatus, hizo construir un establo del mármol más
caro? El caballo come en un pesebre de marfil, sus arreos están sobre-
cargados de piedras preciosas, y una docena de esclavos están a su
servicio para atenderlo. Se dice, incluso, que amenazó al Senado con
nombrar cónsul a Incitatus el año que viene.
El ancho rostro bonachón de Querea esbozó una sonrisa de dolor
al cambiar de sitio su pierna entablillada.
-Pero esto no son más que chiquilladas...
-¿Llamas chiquilladas a esto? -Saltó Sabino-. Tal vez fue preci-
samente por este valioso establo por lo que murió mi tío. Por banque-
tes nocturnos que cuestan millones de sestercios; por el mentecato
del auriga Entico, a quien Calígula regaló dos millones; por el puente
de barcos en Putéoli, que seguramente no habrá sido aún pagado, y a
eso llamas tú, sencillamente, tonterías. Y para ello se asesina día tras
día a personas cuyo meñique del pie vale mil veces más que ese mons-
truo gordinflón y calvorota que encima se califica de dios.
Querea resopló incómodo.
-No digo que no tengas razón. Lo único que se puede decir para
justificar al emperador es que le hemos jurado fidelidad, y que sigue
gozando de popularidad entre el ejército.
-Porque no le conocen, y porque soborna constantemente a los
oficiales. Trabajando para él, ganas tu buen dinero, esto lo tengo cla-
ro, pero acuérdate de cómo te trata. Te desacredita constantemente
ante los ojos de tus camaradas y abusa de vosotros, los pretorianos
como verdugos y recaudadores de impuestos. Perdona silo digo con
tanta franqueza, pero vuestra reputación entre la población romana
ya no es la misma de antes.
-¡Por el rabo de un fauno, todo lo que dices lo sé muy bien!
¿Crees que a mi me gusta toda esta situación? Pero ¿qué puedo hacer?
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¿Obligar al emperador, espada en mano, a llevar una vida mejor o
asesinarlo?
-Si -dijo Sabino en voz baja-, ésta sería la mejor solución.
Querea se señaló la frente con los dedos.
-¡Estás loco! Mejor seria que pensaras en algo más sensato.
Sabino dejó de hablar del tema, pero la simiente estaba echada.
Sólo qtíedaba que algún día diera stí fruto.

El análisis de la situación tuvo lugar en el palacio del legado de Ma-


guncia, que el emperador había hecho rodear desde primeras horas
de la mañana con tina triple fila de hombres de su guardia personal.
Getúlico y Lépido ftíeron llevados bajo vigilancia desde sus tien-
das a la sala de deliberación. La mayoría de los tribunos y los centu-
riones de mayor antigúedad estaban va sentados en sillas de campa-
ña, muy apretados, pues la sala no era grande. En la pared frontal se
había levantado una especie de tribuna sobre la que habían sido dis-
puestos un sillón tallado y dos sitiales sencillos. Getúlico y Lépido
ftíeron conducidos por stís vigilantes a la primera fila, donde toma-
ron asiento. Estaban sentados a gran distancia el uno del otro, y no
podían comtínicarse iii mediante palabras ni con miradas. Pero am-
bos se dieron ctienta de la amenaza y de su desvalida situación. No
obstante, a Emilio Lépido le quedaba vivo un resto de esperanza.
Contaba con reproches y con acusaciones, pero no había pruebas,
¡no podía haberlas!
El emperador se hizo esperar largo rato. Antes de llegar, ocuparon
las dos sillas junto al asiento del trono; a la derecha Domicio Córbulo,
el cónsul del año, hermanastro de Cesonia, y a la izquierda Sulpicio
Galba, antiguo cónsul y gobernador, que tenía fama de funcionario
leal e insobornable.
Después apareció Calígula, vestido de militar con las insignias del
mando supremo, con coraza y botas rojas, envuelto el cuerpo obeso e
hinchado en un manto de púrpura, tapándose la ancha frente con una
láurea de oro. Todos se levantaron y saludaron al estilo militar. El empe-
rador cortó el saludo con un ademán de indiferencia y se sentó en el
trono. Tras él permanecía en pie la guardia germana, como un muro de
hierro, cada uno con la mano derecha en la empuñadura de su puñal.
A una señal de Calígula se levantó el cónsul Domicio Córbulo y
exclamó, dirigiéndose a la sala:
-Antes de discutir la situación, se trata de probar la culpabilidad
de dos traidores que están sentados entre vosotros. Por si tuvieran el
valor cíe adelantarse voluntariamente, con estas palabras les invito a
hacerlo.

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En la sala reinaba un silencio sepulcral, nadie se movía, todos te-
nían la mirada clavada en el emperador. Este se limitó a esbozar una
sonrisa irónica y dijo:
-Ahórrate los esfuerzos, cónsul, son demasiado cobardes los dos.
Con el brazo extendido señaló la primera fila de sillas.
-¡Ahí están sentados, temblando por su vida! Emilio Lépido y
Léntulo Getúlico. ¡Levantaos! Adelantaos dos pasos para que todo el
mundo pueda contemplaros detenidamente, a vosotros, a los archí-
traidores.
Hizo una señal a stís pretorianos.
-¡ Encadenadlos!
El emperador se levantó y dijo:
-A vosotros, honorables oficiales de mi ejército, os debo una ex-
plicación, pues el traidor Getúlico fue hasta hoy legado de las dos
legiones de la Germania superior a las que, no sin motivo, mantengo
alejadas de aquí, porque, lamentablemente, están entremezcladas de
infames que esperaban, conjuntamente con Getúlico, poderme elimi-
nar y elevar en mi lugar al trono de imperator al otro architraidor,
Emilio Lépido. ¿Es cierto lo que estoy diciendo, Lépido? ¿O estoy ex-
poniendo sólo una sospecha indemostrable?
Lépido permaneció callado y bajó la cabeza. El emperador soltó
una carcajada estridente.
-¡Quien calla otorga! Si alguien de vosotros piensa que la conjura
ha sido descubierta ahora mismo, puedo tranquilizarle. Ya en Roma
los hice vigilar a los dos, y aquí -señaló una pequeña mesa- tengo
una serie de cartas que demuestran de forma clara y contundente su
culpabilidad. Se trata de cartas de Getúlico a Lépido y de Lépido a
Agripina, mi hermana, que, al igual que Livila, está implicada en esta
vergonzosa conjtíra. Agripina era la amante de Lépido y esperaba con-
vertirse a su lado en emperatriz. Pero no vamos a condenar a estos dos
hombres hasta que cada uno de vosotros conozca la gravedad de su
traición. Así, yo mismo os leeré algunos fragmentos de la correspon-
dencia de los conspiradores.
Calígula tomó tino de los pequeños rollos de pergamino y levantó
la mano.
-Escuchad, pues. El traidor escribió la carta aproximadamente
hace un año a Agripina, cuando estaba aquí en compañía de Getúlí-
co: »Y así también yo hablé con entusiasmo de Tiberio y le conté algu-
nas de las bromas de nuestro Calígula. El general se mostró tan indig-
nado que se levantó de un salto y exclamó: "¿Por qué nadie se planta
ante ese monstruo y le clava el puñal en el pecho?"».
Calígula hizo una pausa y escuchó con satisfacción los Inurmullos
de indignación. Con un ademán, el emperador ordenó silencio.

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-Seguid escuchando, aún falta lo mejor. Aquí: "Le expuse ctíida-
dosamente nuestro plan, hablé de tu consentimiento y del de Livila,
cité nombres que él conocía y apreciaba y, al fin, dije que sin él y sus
legiones nuestro plan estaba abocado al fracaso». Al parecer, luego
Lépido le metió en la cabeza que en Roma se estaba preparando una
acusación contra él, a lo que (así está escrito en esta carta) éste repli-
co: «... entonces hay que ver las cosas del revés y llevar al matadero a
Calígula». No quiero seguir aburriéndoos durante más tiempo con los
chismes de los traidores, pues daré a conocer toda la corresponden-
cia, tal como cayó en mis manos, para que todo el mundo pueda verla.
Quiero añadir que Getúlico esperaba encontrar apoyo en su suegro
Lucio Apronio, pero éste demostró ser leal y no manifestó ninguna
intención de usar a sus legiones de la Germania inferior en una cons-
piración. Por lo que respecta a las dos legiones del traidor Getúlico, os
prometo que las barreré en breve con escoba de hierro. Seré como
Hércules que limpió el establo de Augias. Después entregaré las dos
legiones a su nuevo legado Sulpicio Galba.
Galba, que estaba sentado a la izquierda del emperador, se levantó
y dijo con laconismo militar:
-¡Te agradeceré este ascenso con entrega y lealtad, venerable im-
perator!
Se oyeron aplausos atronadores y, entre los aplausos, se escucha-
ron gritos como: «¡Muerte a los traidores!».
Calígula ordenó silencio.
-Emilio Lépido y Léntulo Getúlico, ¿negáis haber tramado una
conspiración, conjuntamente con mis dos hermanas, cuyo objetivo
era eliminarme y elevar a Lépido a la categoría de príncipe? ¿Corres-
ponden los fragmentos de las cartas que os he leído a la verdad, o
habéis sido calumniados por medio de una falsificacíon7
Léntulo Getúlico reunió todo su orgullo y exclamó en voz alta:
-¡No lo niego, y espero que se encuentren otros que lleven a feliz
término nuestra obra!
Lépido se sumió en una tristeza profunda. Sus planes habían fra-
casado; ni siquiera sentía ya odio por Calígula. Levantó la cabeza y
silabeó, como escupiendo cada una de las palabras:
-¡Largaos al Averno todos juntos!
El caso estaba tan claro que no se precisó de ningún veredicto
especial de culpabilidad. Para finalizar, el cónstíl Domicio Córbulo
anunció la severa orden del emperador de prescindir en el futuro de
todo homenaje dedicado a sus familiares, especialmente a las prince-
sas Agripina y Livila, bajo amenaza de elevados castigos.

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También con sus odiadas hermanas, Calígula pasó cuentas sin testigos.
-Bien, Agripina Augusta, futura emperatriz, amante del traidor
Lépido, se han acabado los tiempos de los hermosos sueños. Lo mis-
mo es válido también para ti, Livila, aunque no veo qué ventajas te
hubiera ofrecido mi muerte. ¿Querías casarte con tu poetastro enfer-
mo~ De todos modos, pronto te hubieras quedado viuda. No, ya ima-
gino quién te indujo.
Señaló a Agripina y le dirigió una mirada llena de odio.
-Fue esta arpía, cuyo carácter es una buena mezcla de codicia
ambición y ansias de poder. Lépido puede sentirse afortunado por no
haberse convertido en tu esposo. Yo mismo preferiría perder la ca-
beza antes que estar casado con semejante furia. Eso es tener suerte
en medio de la desgracia. En realidad, debería entregaros al verdugo,
coíijuntaínente con los dos traidores, pero por el recuerdo de nuestro
padre Germánico os perdono la vida. Pero no os alegréis antes de
tiempo: ¡no será una vida agradable! El Senado os acusará de alta
traición y de adulterio, y sólo debéis a mi clemencia el que no se os
imponga la pena de muerte. Tú, Agripina, cometiste adulterio con
Lépido, ptíes tu marido aún estaba con vida cuando te acostaste por
primera vez con él, y a ti, Livíla, te espera un castigo por tu relación
con Séneca, el poetastro. Encontraré islas para vosotras, islas tan soli-
tarias que en comparación con ellas, el Averno sería un ltígar agrada-
ble. Allí podréis reflexionar hasta el fin de vuestros días sobre lo que,
en definitiva, se gana con la traición. Yno os olvidéis de una cosa: ¡no
sólo tengo islas para vosotras, sino también espadas!

En las afueras del campamento se levantó una plataforma de madera


a modo de cadalso, todo el mundo podía observar lo que allí sucedía.
Con sus habituales prisas e impaciencia, Calígula había ordenado
la ejecución de los dos traidores para aquel mismo día. Agripina y
Lix ila fueron obligadas a contemplar la escena, de pie y maniatadas.
Getúlico subió sereno y desafiante, se arrodilló sin titubeos de nin-
gún género e inclinó la cabeza. Un tribuno de guerra, entrenado
como verdugo, separó con un fuerte tajo la cabeza del tronco. Livila
se apartó, pero Agripina contempló la ejecución sin emoción apa-
re u te.
Su amante Lépido, el antiguo compañero de borracheras de Calí-
gula, que fue durante toda su vida un crápula y un vividor, no se esfor-
zó lo más mínimo por dar un aire digno a su última hora. En voz alta
gritó dirigiéndose a Calígula:
-También a ti te tocará pronto, viejo chulo de ptítas, violador de
muchachos. Pronto nos...

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Uno de los soldados de la guardia le dio un golpe en la boca con la
empuñadura de la espada. Lépido escupió sangre y trozos de sus dien-
tes, levantó su trasero, lo dirigió a Calígula y lo movió como una pros-
tituta barata. El verdugo lo tomó por los cabellos, pero como Lépido
no se estaba quieto, el primer golpe le dio en el hombro, y el verdugo
tuvo que asestar dos tajos más hasta que cayó la cabeza del traidor.
Agripina exclamó dirigiéndose al emperador:
-Este ha sido el saludo de despedida que mereces. Sólo espero
que se cumpla pronto la profecía de Lépido.
Se la llevaron rápidamente, y la multitud empezó a disolverse. Nin-
guno de los hombres dudó de que estos traidores habían recibido su
merecido. Un emperador vjefe militar tenía qtíe mostrarse severo y
justo, y esto fue exactamente lo que, a los ojos de los allí presentes,
había hecho Calígula. Los hombres sólo conocían rumores sobre sus
desmanes licenciosos y no les daban importancia. Calígula los obse-
quió con sustanciosos estipendios y se dejó celebrar por ellos como su
amado general, como el digno retoño del inolvidable Germánico.

El emperador envió a Roma un detallado informe sobre estos aconte-


cimientos. El Senado hizo ofrecer iíimediatamente sacrificios de grati-
tud a los dioses por su salvación y envió al Rin una legación en home-
naje al emperador, y precisamente fue al infeliz Claudio César a quien
se le encargó encabeLarla.
Se quejó a Calixto.
-¿Por qué no envían a algtíien más joven? A mi viajar me resulta
muy pesado, y, además, no estoy tan seguro de que a Calígula le guste
yerme. Ya sabes cómo suele tratarme, x ahora que sé que... que quiere
deshacerse de mí... Quizá afirme que también yo estaba implicado en
la conjura y me haga eliminar allí con todo sigilo por uno de sus dóci-
les sicarios. Ysólo porque los senadores de Roma son demasido cobar-
des para elegir a uno de los suyos, tengo..., tengo que...
-¡Tranquilízate, Claudio César! Yo veo el asunto de modo muy
distinto y creo que este viaje sólo puede resultarte beneficioso. Quizá
el emperador haya encargado a otras personas aquí en Roma elimí-
narte en la ocasión propicia, perdona la horrorosa expresión, pero el
mismo emperador la utiliza a menudo. Pero site encuentras de viaje
en mísion oficial nada puede ocurrirte. ¡Y tómate tiempo con el via-
je de vuelta! Cuanto más tarde regreses a Roma, mejor. Entonces, inter-
pretas el papel del viejo enfermo a quien el viaje ha fatigado en exceso
y que busca curación en una alejada finca campestre. Así ganaremos
tiempo, Claudio César, y algún día, que ojalá no sea demasiado leja-
no, podremos respirar aliviados, tú, yo, las princesas desterradas, los
r
ricos patricios, el atemorizado Senado y, en una palabra, ¡toda Roma!
Calixto tenía el don de saber convencer, y tras esta conversación
Claudio inició el largo viaje medianamente tranquilizado.
Al cabo de ocho semanas, la pierna de Querea seguía tan débil y sensi-
ble que apenas podía poner el pie en el suelo. El medicus movió preo-
cupado la cabeza.
-¡No lo entiendo! El hueso se ha soldado limpiamente, sólo se
palpa aún el bulto normal en el lugar de la fractura. Quizá las zonas
adyacentes estén aún inflamadas, y esto tarde mucho tiempo en desa-
parecer. Además, la época fría del año no es favorable para el proceso
de curacion. Lo mejor seria que fueras a Putéoli para someterte a
tratamiento en las termas. El sulfuro cura las inflamaciones persisten-
tes y acelera la curación, especialmente las fracturas de huesos. Báña-
te de cinco a ocho veces diarias, y sumerge tu pierna enferma en agua
durante media hora cada vez. En más de un ochenta por ciento de los
casos se consigue una mejoría notable o tina curación total.
-Pero ¿tengo que pagarlo yo mismo?
El médico militar asintío.
-Desgraciadamente, tribuno. Si hubieras tenido el accidente du-
rante tu servicio... Pero puedo hacer una cosa por ti: presentaré una
instancia para solicitar tina subvención de los emolumentos para invá-
lidos. Por lo demás, no creo que la estancia te cueste demasiado. Te
haré una hoja de traslado. Podrás así alojarte en el campamento de
Putéoli. Allí tendrás comida gratis, de modo que sólo tendrás que pa-
gar la silla de manos a las termas y los baños.
-Bueno, tampoco soy tan pobre -exclamó Querea, azorado.
-No tiene nada que ver con esto. Vosotros, los pretorianos, no
tenéis precisamente una vida muy fácil, y así, es justo que en casos de
enfermedad recibáis una ayuda. Lo dicho, tribuno, sigue mi consejo y
dentro de unos meses ni te acordarás de haberte roto la pierna.

Querea se lo contó a Sabino y éste se mostró en seguida entusias-


mado.
-¡Entonces te acompaño! -exclamó-. ¿Qué otra cosa mejor se
puede hacer durante los meses de invierno que deleitarse en las ter-
mas calientes?
El rostro de Querea irradiaba felicidad.
-Me alegro, Sabino. Pero ¿cómo llego a Putéoli? Mi pierna no
podrá soportar un viaje tan largo a caballo.
Sabino le cortó en seco:
424 425

-¡No te preocupes por eso! Lo mires como lo mires, la culpa de


tu accidente la tiene mi familia, y así podré mostrarte mi agradeci-
miento por tu amistad. Tomaremos la barcaza del Tíber hasta Ostia, y
luego el barco de cabotaje hasta Putéoli. Allí alquilaremos una bonita
villa cerca de las termas sulfurosas, y, tal vez, con muletas puedas reco-
rrer el camino incluso a pie. A mi también me sentará bien darle du-
rante un tiempo la espalda a Roma. De todos modos, cuando Calígula
haya regresado, no me quedará tiempo ni para bañarme.
-Entonces prestaremos servicio juntos en el palacio, y podrás ser
testigo de las bromas que el emperador me gasta -dijo Querea con
un tono desabrido.
-No pienses ahora en eso. Será mejor que nos dediquemos a lo
más inmediato. Siempre hay que dar un paso tras otro. ¿Cuándo parti-
mos?
-Después del agonium.* Lo más tarde podremos estar de vuelta
para la fiesta de Marte. Marcía no estará precisamente contenta...
-Se lo diremos los dosjtíntos. Además, a ella también le alegrará
volver a tener pronto a un esposo sano.
Querea se echó a reír.
-Oh, Sabino, se nota que nunca has estado casado. Los pensa-
míentos de las mujeres van por sus propios caminos, y a nosotros, los
hombres, sólo nos queda el recurso de sorprendernos.

Calígula pensó mucho tiempo en un castigo adicional para Agripina,


aparte del que ya tenía, y se le ocurrió una idea brillante. Los cadáve-
res de los dos culpables de alta traición fueron qtíemados inmediata-
mente tras la ejecución, y sus cenizas introducidas en unas urnas de
bronce. Calígula permitió a la familia de Getúlico colocar la urna en
su mausoleo; sin embargo, para los restos de Lépido tenía un plan
especial.
-Ahora qtíe la buena pieza de tu amante se encuentra en el Aver-
no, su estirpe hará valer sus derechos sobre su tirria. Te permito que
se la lleves a su gente a Roma, personalmente. Es decir, la sostendrás
en tu regazo durante el largo viaje hasta que hayáis llegado a Roma.
Después podrás esperar con Livila en la cárcel Mamertina vuestra con-
dena. Todos vosotros me habéis despreciado, ¿verdad? Puede resultar
mortal despreciar a un dios. Lo oigo todo, lo veo todo, lo sé todo. Los
dioses me han acompañado hasta ahora, y seguirán haciéndolo en el
futuro.

* Especie de fiesta de Año Nuevo que se celebraba el 9 de enero. La fiesta


de Marte
a que hace referencia Querea tenía lugar el 27 de febrero.

426
Agripina había dado la espalda a su hermano, haciendo ver que
no le escuchaba. Aunque oyó sus palabras, no se dio cuenta de su
sentido, porque un único sentimiento la hacia sorda a todo lo demás,
un sentimiento que embargaba su espíritu, que casi hacia estallar sus
sienes: el odio que sentía por este hombre en el que ya no veía nada
más que un monstruo abominable, algo infinitamente repugnante
que había que exterminar.
Ni con este fracaso, ni con la muerte de Lépido, había perdido sus
esperanzas. Confiaba en que se tramara una nueva conspiración y lla-
mó imbécil a Calígula por haberla dejado con vida. Ni ella misma
podía hacer tabla rasa, pues ningún sátrapa amenazado puede permí-
tirse el lujo de dejar con vida a un importante enemigo. Una vez en
Roma acaso lograría escapar de la ergástula estatal. Lo único que le
hacia falta era tener acceso a su patrimonio, pues con oro se compra
todo en este nutrido. Pero conocía demasiado bien a su hermano
como para no ignorar que se apropiaría de la manera más rápida posi-
ble de sus propiedades.

Calígttla quiso convertir la partida de sus dos hermanas en un espec-


táculo y mostrar al mismo tiempo a los legionarios que no había sido
capaz de enviar a las princesas a la muerte junto con los otros traido-
res. Ya estaba preparada la carruca dormitoria, el coche cubierto de ca-
mino, en el que hasta se podía dormir. Estaba enganchado a fuertes
mulos, y esperaba ahora la llegada de sus huéspedes.
Calígula había destinado un manipulo* de sus legionarios más lea-
les a vigilar a sus hermanas dttrante el viaje de regreso. Estos hombres
formaban ahora un callejón por el que Agripina y Livila tuvieron que
pasar para subir a la carru ca. Agripina caminaba orgullosa, con la ca-
beza alta; en sus manos llevaba la esbelta pero pesada tirna de bronce
con las cenizas de Emilio Lépido. Tras ella caminaba Livila, que desde
aquel día del jtíicio se había recluido en un silencio imperturbable
ante todo el mundo.
Una vez que las hermanas tomaron asiento en el carruaje, Calígula
se apartó sin decir palabra. El centurión hizo una señal, y la comiti-
va se puso en marcha.
Dos días más tarde llegó a Maguncia la delegación enviada por el
Senado para felicitar al emperador, y pidió ser recibida por éste.
En aqtmel momento, Calígula estaba manteniendo una conversa-
ción con Stílpicio Galba, el nuevo legado de las legiones de la Germa-
Ilía superior.

* Trigésima parte de una legión, aproximadamente ciento cincuenta hombres.

427

¡
-¿Así que estás coínpletamente seguro, Galba, de que Getúlico
me engañó con respecto a los germanos~
Galba, que tenía fama de ser ahorrador, insobornable y que, tam-
bién en su vida privada, llevaba una conducta espartana, esbozó una
débil sonrisa en su duro rostro de soldado.
-Getúlico te mintió, imperaton para atraerte a Germania, sirvién-
dose de tu paternal preocupación por el Imperio. Las tribus del otro
lado del Rin se mantienen en calma absoluta; me lo han confirmado
los oficiales de tus legiones germánicas. No existe ni el menor motivo
para tomar ningún tipo de medidas contra ellas.
-Pero, Galba -dijo Calígula en tono casi halagador-, compren-
de que no puedo regresar a Roma sin anunciarle al pueblo una victo-
ria. No pienses qíte me importa mucho la gloria bélica, pero el pueblo
se identifica con el príncipe y si él sale victorioso de una batalla, la
anuncia como tal: ¡hemos vencido! Existe, pues, por así decirlo, una
necesidad política... ¿Me entiendes?
-Te comprendo perfectamente, imperator, y me doy cuenta de
esta necesidad política. Pero ¿qué hacer?
-¡Piensa en algo! Al fin y al cabo fuiste gobernador y cónsul, así
que utiliza tu cabeza.
Galba no tenía una gran opinión de este emperador, y nada le
hubiera gustado tanto como que aquel príncipe dificil y caprichoso
partiera sin dilación. »Tendrá su batalla», pensó, pues ya había elabo-
rado un plan aproximado.
-¡Si, imperator! -dijo cuadrándose.
-Bien, y ahora otra cosa... ¿Qué ocurre? ¿Qué quieres? -De mala
gana, el emperador se dirigió a su secretario que le susurró algo
al oído.
Calígula sonrió cotriplacido.
-No es necesario que susurres, puedes decirlo en voz alta.
El secretario inclinó la cabeza y anunció:
-Acaba de llegar una delegación enviada por el Senado romano
para felicitar al imperator por haber descubierto la conspiración.
-ALo ves, Galba? Esos si que saben cómo comportarse. ¿Quién
encabeza la delegación?
-Claudio César, tu venerado tío.
En el rostro de Calígula se produjo un cambio alarmante. Aquella
expresión suya, habitualmente rígida, se había distendido durante la
conversación con Galba y en sus fríos ojos había asomado algo de
vida. Pero ahora su tez, pálida por naturaleza, se tomó como la cera,
su rostro fláccido y demacrado se demudó hasta convertirse en una
mueca demoniaca. La desmesurada ira entrecortó su respiración y
tuvo que hacer vartos intentos para poder pronunciar una palabra.
1
428
r
-¿Qué...? Se han atrevido a enviarme a ese mentecato senil que
debería estar en el Averno desde hace mucho tiempo. ¿Acaso no he
dado orden expresa de no honrar o distinguir en el futuro a ninguno
de mis parientes? Quisiera saber por qué sigue aún con vida ese zo-
quete cojitranco. ¡Libradme de una vez de él! ;Que lo echen inme-
diatamente al Rin!
Estupefacto, el secretario abandonó la estancia. Galba saludó mili-
tarmente y se fue tras él.
Fuera esperaba Claudio César, agotado por el fatigoso viaje. Año-
raba una comida, una cama, un poco de tranquilidad y un mucho de
descanso. De repente, los soldados de guardia lo arrancaron de los
cojines y arrastraron al hombre, que apenas se resistía, hasta la orilla
del Rin.
Galba contempló la escena desde lejos y susurró a su ayudante:
-Busca rápidamente a algunos hombres que sepamí nadar. ¡Qite
repesqueíi a toda prisa a Claudio!
Sin más preámbulos, agarraron a Claudio y, vestido y mecho pa-
ralizado de espanto, lo echaron al agua. Inmediatamente Galba se
acercó y supervisó las medidas de salvación. Cuando Claudio se en-
contró ante él, sano y salvo, pero tembloroso y chapoteando, dijo:
-¡Salve, Claudio César! Hoy el emperador está de mal humor, y
en estos casos adopta fácilmente medidas desagradables ¿Puedo ofre-
certe mi tienda y un baño caliente?
Cuando más tarde Calígula tuvo conocimiento de los intentos de
salvación por parte de Galba, le reprendió:
-~Cóíno te atreviste a actuar en contra de mi orden?
Galba se fingió sorprendido.
-Pero tu orden se ejecutó, Claudio fue arrojado al río. No dijiste
que lo mataran, ¿o me equivocor
Contra su voluntad, Calígula no pudo reprimir la risa.
-No, no lo dije. Eres un zorro astuto, Galba, y llegarás muy lejos.
Pero no muestres nunca demasiado tu astucia.
Calígula también se mostró poco amable con el resto de la de-
legación. Sólo recibió a algunos de los emisarios para reprocharles
que era una vergíienza enviarle al emperador una delegación de doce
bombres, de los que la mayoría, de todos modos, eran espias.
Así, el lastimoso grupo regresó a Roma y puso en serios apuros al
Senado, pues todos habían creído que el emperador se alegraría.
A toda prisa, los venerables padres conscriptos compusieron una de-
legación tres veces mayor para lograr que el emperador volviera a
mostrarse amable.
429

L
Al parecer, no había recaído ni la menor sospecha sobre Valerio Asiá-
tico, uno de los principales conspiradores. Ni los dos ajusticiados, ni
Agripina, ni Livila, habían pronunciado su nombre. Debido a la súbi-
ta sed de venganza de Calígula no se hizo ningún interrogatorio en
regla, y así Asiático se enteró en Roma del fracaso de la conspiración y
esperó unos días con estoica calma la llegada de los esbirros del em-
perador. Pero lo dejaron en paz, y Asiático continuó su vida habitual.
En realidad, estaba decepcionado por la evolución de los aconteci-
mientos, y no sólo por el fracaso de los planes contra Calígula, sino
también porque, por lo visto, ni siquiera era tomado en serio como
conspirador. Le costaba imaginar que su nombre no hubiera sido
mencionado en alguna ocasión. ¿O es que lo consideraban tan poco
importante? Desechó como pueril la idea de presentarse por las bue-
nas ante el Senado y acusarse a sí mismo. Claro que cabía la posibili-
dad de que Calígula conociese el papel desempeñado por él y quisiera
celebrar el juicio a su regreso. Asiático no lograba entenderse a si mis-
mo. ¿Por qué él, hombre sin ninguna ambición política, se había de-
jado arrastrar a la conspiración? ¿Fue sólo porque el emperador se
acostó con su esposa prácticamente ante los ojos de los invitados? Si
entonces creyó que aquel acto infame exigía venganza, ahora ya no le
parecía tan importante: el emperador había abusado de tantas muje-
res, había enviado al anfiteatro o ejecutado a tanta gente inocente
que un sentido personal de venganza le parecía casi ridículo.
Asiático suspiró y dejó vagar la mirada sobre su pequeño jardín,
artísticamente plantado, donde el sol crepuscular pendía en aquellos
instantes de las ramas de la vieja encina como tina inmensa fruta roja.
»Debería haberme atenido a la divisa hedonista de Epicuro: "Vive
una vida retirada"." Esto hubiera significado también mantenerse ale-
jado de la vida política, entregarse a un circulo amable de amigos para
alcanzar el estado de beatitud ensalzado por Epicuro: una situación
de tranquilidad y de paz anímica.
Como Asiático pensaban en aquellos momentos muchos romanos,
a los que parecía inútil atentar contra la vida del príncipe, protegido
por pretorianos que cobraban fuertes cantidades de dinero. Estos ro-
manos, retirados en sus fincas campestres, leían a los filósofos griegos
y esperaban.

La forma de pensar de Sulpicio Galba era completamente distinta. Le


animaba una ambición loca por alcanzar todos los altos cargos que el
Imperio romano ofrecía a un hombre ambicioso de familia patricia.
Los Sulpicios pertenecían a las estirpes más antiguas y respetadas de
Roma y se sentían especialmente orgullosos de Quinto Cátulo Capito-
430
lino, bisabuelo de Galba, que había formado parte de los adversarios
de Julio César. Galba había sido senador, gobernador y cónsul y,
coiliO legado, quería demostrar ahora también que estaba a la altura
del nuevo cargo. Le daba lo mismo servir a un príncipe capaz o mu-
capal, cruel o clemente, lo único que contaba para él era el cargo.
Dado que ahora el emperador le había nombrado jefe supremo de las
tropas de la Germania superior, haría todo lo posible por contentar a
Calígula. Por orden de éste, limpió las dos legiones de cualquier ele-
mento indigno de confianza. Tribunos, centuriones y simples legiona-
ríos fueron despedidos de manera deshonrosa en la medida en que se
pudo comprobar su connivencia con los planes de conspiración de
Getúlico. Unidades enteras de tropa fueron licenciadas como sospe-
chosas, y recibieron sólo la mitad de la indemnización destinada a los
veteranos. Con gran esfuerzo de Galba, éste logro disuadir al príncipe
de que no diezmara como castigo a la tropa, es decir, que no mandara
ejecutar a uno de cada diez legionarios. Al fin y al cabo eran sus hom-
bres,y hubiera sido un mal inicio para sní iníevo cargo.
Galba logró distraer la atención del emperador escenificando
»una insurrección gerínánica". Eligió a un par de docenas de robus-
tos germanos, rubios como la paja, los vistió con pieles y los hizo cru-
zar el Rin. Allí tenían que esconderse en los bosques y, a una determi-
nada señal, salir como "guerreros insurrectos~'. Cuando tenía todo
preparado, Galba se lo anunció al emperador después de una comida.
-¡Salve, imperator! Lamento tener que molestarte en tu siesta,
pero se anuncian movimientos sospechosos del otro lado del Rin. Si
tú mismo quieres encabezar la vanguardia de reconocimiento...
Calígula entendió inmediatamente lo que Galba pretendía insí-
n nar. Se levantó apresuradamente.
-Es mi deber como emperador comprobar que todo está en or-
deíi.
-Es posible que se produzcan escaramuzas armadas...
-¿Crees que esto me asusta? -preguntó Calígula indignado-.
No olvides quién fue mi padre, y que me he criado desde niño en los
campamentos.
-¿Quién podría olvidarlo? -exclamó Galba entusiasmado-.
Sólo he insinuado esta posibilidad por precaución por tu valiosa vida.
-¡No perdamos tiempo, legado! ¡Al ataque!

El emperador atravesó el Rin con una cohorte de caballería, y no tar-


daron en encontrarse ante el ~~enemigo>. Los legionarios germanos,
disfrazados de indígenas, salieron del bosque aullando y blandiendo
sus espadas. Ofrecían un aspecto temible con sus pieles y sus yelmos

431

adornados con cuernos. Con gran estruendo, los soldados del empe-
rador los hicieron retroceder a sus bosques oscuros cubiertos de nie-
bla, donde esperaron, tiritando de frío, transformarse de nuevo en
legionarios romanos.

El emperador celebró su gran victoria. Sonaron fanfarrias, se dieron


vítores, el »ejército triunfador" regresó con un vistoso desfile de an-
torchas a su campamento, Calígula repartio generosos obsequios en-
tre sus valerosos legionarios y distinguió a una buena parte de ellos.
Al Senado se le notificó que se había conseguido una importante
victoria sobre los germanos insurrectos, de modo que los intimidados
padres conscriptos pusieron inmediatamente en marcha una nueva
delegación para felicitar al emperador~ celebraron la victoria en todo
el Imperio y organizaron~ además, juegos extraordinarios.
A finales de noviembre, el emperador partió con sus tropas hacia
la Galia, donde quería pasar el invierno en Lvón. Esta ciudad, espe-
cialmente mimada por Augusto, situada junto al Ródano, río navega-
ble en gran parte de su trayecto, era el centro del occidente romano,
con residencia imperial y ceca de acuñación. Era, además, un nudo de
importantes vías de gran tránsito.
El palacio imperial, el teatro y el pequeño Odeón se alzaban sobre
un empinado montículo en lo alto de la ciudad, y Calígula se mostró
muy satisfecho.
-Claro que no es lo mismo que en Roma, pero no pensé que se
pudiera vivir de forma tan decente en una provincia.

Cesonia, cuyo alumbramiento se esperaba para las próximas semanas,


aprovechó su buen humor y le recordó su promesa de matrimonio.
-Tienes razón, ya es hora. Al fin y al cabo, quiero que nuestro
hijo nazca ya como retoño del emperador.
Según era su forma de ser, todo tenía que realizarse con rapidez.
El decreto de divorcio de Lolia Paulina lo extendió al mismo tiempo
que el acta de matrimonio con Milonia Cesonma.
Para mostrar al mundo que el centro del Imperio romano se en-
contraba ahora, y durante algún tiempo, en Lyón, Calígula invitó a
que le visitaran allí sus vasallos, los reyes de Palestiíia, Comagene y
Mauritania: Agripa, Antioco y Ptolomeo.
Pocos días después de su llegada, Calígula organizó juegos, com-
peticiones, luchas de fieras y de gladiadores para impresionar a los
galos que acudían desde todas partes del país.

432
XXIX

Puesto que la zona de Putéoli era más bien un lugar de veraneo, en


esta época invernal Sabino encontró rápidamente una casa adecuada
cerca de las termas sulfurosas. Estas se encontraban en tín cráter apa-
gado que en varios puntos lanzaba barro candente que se utilizaba
para fines curativos una vez enfriado o mezclado con agua. Para ello
existían cuevas abiertas en las paredes del cráter que, a diferentes tem-
peraturas, servían de baños de vapor.
Sobre toda la zona se extendía un olor característico de las aguas
sulforosas, al que, sin embargo, se acostumbraba uno rápidamente y
que dejaba de percibirse al cabo de pocos días. No era un balneario
de moda para gente rica que sólo quería pasar su tiempo de ocio en
un hermoso entorno, era más bien un lugar donde el dolor y las en-
fermedades constituían un espectáculo diario. Los que buscaban cu-
ración eran principalmente personas con fracturas de huesos mal sol-
dadas, pero también enfermos de gota y de reúma.
Querea se atenía exactamente a las prescripciones médicas y trata-
ba su pierna cinco veces al día con emplastes de barro y baños de
azufre, y, efectivamente, pocos días después notó una considerable
mejoría. Sabino lo acompañaba al menos una vez al día, pero él prefe-
ría los baños de vapor en las cuevas que apestaban a azufre, y, a conti-
nuación, nadaba un largo rato en la pequeña piscina de agua fría.
Durante esta estancia conjunta hubo entre los dos hombres con-
versaciones que sometieron su amistad a una dura prueba. Querea
opinaba que cuanto menos hablara de su servicio en la guardia de
palacio, que se había vuelto problemático para él, antes se repondría,
pero Sabino volvía a la carga sobre la idea de que era inmoral, incluso
antirromano, seguir sirviendo a aquella caricatura de emperador y

433

L
1
que, además, precisamente como soldado, tenía la obligación de aca-
bar con esta situación.
Querea escuchaba estos discursos durante un rato, daba respues-
tas evasivas y pretendía distraer a Sabino, hasta que al fin un día se
hartó y le soltó esta perorata:
-¡Para ya de una vez con eso! Soy hijo de un campesino, he sido
soldado durante toda mi vida, y sólo he aprendido a hacer una cosa: a
obedecer. Tú te has criado en un ambiente muy distinto, has ido a la
escuela muchos años, conoces bien la historia y la literatura, y puedes
fundamentar y justificar lógicamente tu opinión sobre diferentes
cuestiones, mientras que yo carezco de conocimientos suficientes
para discutir. Lo que une convence es lo qtíe me has explicado ya va-
rías veces, las ventajas de la forma republicana del Estado. Encuentro
que ya sería hora de volver a implantarla.
Sabino le dio a su amigo un amistoso empellón.
-No te ofendas porque yo vuelva una y otra vez sobre este tema.
Lo extraño es que con Augusto se aboliera la República sin volver a
implantar la monarquía de jure, aunque exista de Jacto. Una auténítica
monarquía no necesita ni los cónsules, que cambian cada año, ni el
Senado; unos cuantos asesores nombrados por el emperador cum-
píen la misma mísuon. Los viejos republicanos idearon una buena so-
lución para evitar la odiada monarquía. En tiempos de peligro nom-
braban un dictador con poder absoluto, pero limitado a un máximo
de seis meses. De este modo, se evitaban los abusos, y como aquellos
dictadores tenían después que rendir cuentas sobre el ejercicio de su
cargo, gente como nuestro Calígula no tenía ninguna posibilidad de
convertirse en un tirano. El príncipe, aunque lo sea de por vida, sólo
debería ser un primus interpares* y no un desenfrenado despilfarrador
que pretende que se le venere como dios. Es a Augusto a quien debe-
mos ese cambio, pero él, que jamás abusó de su posición, olvidó que
tal vez sus sucesores podrían no estar a la altura de estas elevadas exi-
gencias éticas. Augusto, que era nun zorro mux~ astuto, fue lo bastante
inteligente como para rechazar el título de rey que le ofrecieron, e
incluso permitió que siguieran existiendo todos los viejos cargos repu-
blicanos. En el fondo, es una situación insostenible que Calígula apro-
vecha a sus anchas: poder actuar en una república como un dictador
de por vida. ¿Qué le diferencia entonces de un rex'? ¿Un Senado sin
poderes? ¿Dos insignificantes testaferros que se llaman cónsules? Tal
vez seria mejor convencerle de que acepte la corona real. Entonces
puede que la indignidad fuera tan notoria que quizá Roma volviera a
recordar los viejos tiempos y se desembarazara de este dios barrigón,
1
* El primero entre iguales.

434
calvete, cínico y cruel. Creo que muy pocos se opondrían a la reim-
plantación de las instituciones republicanas, tanto más cuanto que
aún existen estas instituciones: el Senado, los cónsules, los ediles, los
censores. Sólo habría que restituirles sus viejos derechos. A mi, al me-
nos, me parece bastante atractiva esta idea, porque una república, ya
sólo por su forma, ofrece una mayor garantía para el derecho y la
justicia. La situación actual la encuentro insostenible.
Querea llenó las dos copas de vino.
-Es posible, pero nosotros no podemos cambiar nada -dijo obs-
tinado.
Entonces Sabino se puso furioso.
-¿Es que no entra en tu cabeza hueca de soldado que sólo noso-
uros podemos cambiar esta situación? No me refiero a nosotros dos,
sino a los pretorianos. El Senado se doblega cada vez más, pese a que
uno tras otro acaban en las Gemonias. Los dos cónsules son ancianos
decrépitos sin poder, y son nombrados y destituidos arbitrariamente
por Calígula. ¿En quién se apoya Calígula? Unica y exclusivamente en
sus pretorianos. Sin ellos hace mucho tiempo que estaría muerto, tie-
nes que admitirlo.
-No grites, que no soy sordo. Estás descontento con el empera-
dor, y yo también lo estoy, y quizá alguno más de los otros pretorianos,
aunque nadie hable de esto. Pero ¿sabes cuántos pretorianos hay?
Diez cohortes de mil hombres cada una! Si no logras ganar el apoyo
al menos de la mitad de sus oficiales más te vale enterrar tus planes
ahora mismo. El emperador les paga como a senadores, además, tie-
nen una serie de prerrogativas. Sí, amigo mio, el bueno de Augusto se
ha cuidado de que incluso el más tonto e inepto de sus sucesores se
encuentre en una situación tan segura como los dioses en el Olimpo.
Sólo quiero recordarte que la conspiración de Getúlico fracasó, y eso
que en ella participaron las hermanas de Calígula. Yo, al menos, no lo
intentaría otra vez.
-Porque te falta imaginación -repuso Sabino en tono agresivo. X
prosiguió-: No creo en absoluto en una gran conspiración complicada
que se extienda hasta alguna de las legiones. Tiene que tratarse de un
acuerdo informal entre pocos, sin plan concreto, orientado solamente a
buscar la ocasión propicia. En cualquier lugar del Palatino, cuando
deambule insomne y uno o varios de los pocos simpatizantes estén de
servicio, se le puede clavar de improviso una espada en la barriga...
Querea se echó a reír.
-Y la siguiente estocada es para el asesino. No, amigo mío, así
no atraerás a nadie. Me darás la razón cuando tú mismo prestes servi-
cio en el Palatino. Ahora dejémoslo, estoy cansado de esta conver-
sacion.

435

-Pues yo no logro quitármelo de la cabeza -repuso Sabino obsti-


nado-. No hago más que pensar en mi tío y en su triste final y me
imagino que también mis padres, o tú o yo, podríamos acabar del
mismo modo...
Querea se limitó a farfullar algo ininteligible y volvió a llenar la
copa, pero esta vez sólo la suya.
Sabino se dio cuenta de su enfado y dijo conciliador:
-¡Bueno, dejémoslo! ¿Quieres que haga venir a un par de rame-
ras? ¿Las prefieres de otras tierras?, ¿germánicas o numídas quizá? Los
burdeles de aquí tienen fama de ofrecer un gran surtido...
-No -gruñó Querea-. Hoy no tengo ganas de prostitutas; por
lo demás he tenuido tantas durante mi época de legionario, que ya
estoy harto. Además, me vuelve a doler la pierna, sin duda por el enfa-
do que me ha producido tu charla.
-Ya me callo -repuso Sabino en tono conciliador-. Pero ~con
quién quieres que hable de estas cosas, si no lo hago con mi mejor
amigo?
Con estas palabras dio en el punto tiaco de Querea, cuya expre-
sión furiosa se volvió inmediatamente suave x' complaciente.
-Está bien, Sabino, pero no tiene por qué ser éste nuestro único
tema. Olvidémoslo durante un tiempo, ¿de acuerdo?
Sabino asintió y miró pensativo el fondo de su copa vacía.

El emperador reanudó su vida acostumbrada en la capital gala de


Lyón con inusitada pompa. Todos los días había recepciones, banque-
tes, representaciones teatrales, luchas de fieras y juegos de todo tipo.
Calígula reunió inmensos recursos económicos para estas actividades
a través de la venta y subasta de todas las propiedades de Agripina. Le
había dado la orden a Calixto de enviar a la Galia los enseres, las joyas,
los esclavos, los caballos y las demás propiedades de Agripina. Calixto
conocía la impaciencia de su señor e hizo requisar en Roma y snus
alrededores todos los animales de tiro de que pudo apoderarse. Poco
tiempo después, una inmensa caravana de carros avanzaba en direc-
ción oeste.
A Lvón habían acudido acaudalados galos de todas partes del país,
ansiosos por conseguir una pieza que había sido propiedad de la fami-
lia imperial. Calígula participó personalmente en las subastas y vigiló
con cien ojos, como Argos, que se consiguieran los precios más altos.
Como muchas piezas procedían de las propiedades de sus difuntos
padres y de sus hermanos asesinados, interpretó ante los postores una.
farsa conmovedora. Por ejemplo, se anunció la subasta de seis tricli-
nios artísticamente tallados y una larga mesa.

436
Calígula se levantó de un salto, acarició los muebles y dijo con voz
clara y sonora:
- Proceden de las propiedades de mi querida madre! En esta
mesa con incrustaciones de marfil y de piedras preciosas comieron
Germánico, el emperador Tiberio y muchos otros miembros de nues-
ura familia. No, no puedo desprenderme de estas piezas, hay demasia-
dos recuerdos vinculados a ellas...
En la sala de la subasta se hicieron perceptibles unos suaves mur-
mullos, y más de u no imaginaba cómo iba a presentar a sus sorprendi-
dos iíiívitados la mesa en la que habían comido príncipes, princesas e
incluso un emperador.
- Cien mil sestercios! -exclamó una voz en la sala, pero inme-
diatamente el precio fue sobrepujado:
- Ciento cincuenta mil!
- Doscientos mil!
- Trescientos mil!
Finalmente, los seis triclinios y la valiosa mesa fueron adjudicados
a un rico propietario de minas por ochocientos cincuenta mil sester-
cios.
El emperador susurró a su amigo Helicón, que estaba sentado a su
lado:
-Estos cachivaches los han encontrado en alguna olvidada villa
de campo, y no valen ni cuarenta mil.
Helicón esbozó tímidamente una risa burlona.
-Cuando se hayan vendido las propiedades de Agripina, podrías
pedir más piezas. En las villas imperiales, que nadie habita, se amonto-
nan enseres de tiempos de los emperadores Augusto y Tiberio. En
Roma dificilmente se venderían, pero aquí...
Los ojos saltones y duros de Calígula centelleaban. Helicón tenía
razón: los ingenuos galos se dejaban endosar cualquier trasto con tal
de que su origen fuera imperial.
Así, el emperador hizo traer carros enteros desde Roma, y, al final,
casi todos los galos acaudalados pudieron presumir de un mueble
procedente de los palacios imperiales.

Así las cosas, a Cesonia le llegó el día de dar a luz una nimia que, por
deseo de Calígula, recibió el nombre de su difunta hermana-esposa
Drusila. Las rentables subastas habían avivado de tal manera su codi-
cia que ahora también quiso sacar dinero de este parto y no receló en
anunciar públicamente que a sus cargas como emperador se añadían
ahora también las de padre y que serian bien recibidos los donativos
para la manutención y la futura dote de Drusila. En el vestíbulo del

437
L

palacio imperial se colocaron dos gigantescas ánforas vacias en las que


los visitantes echaban sus óbolos. Unos escribanos anotaban la cuantía
de cada donativo, y quien había hecho la contribución más elevada
era invitado en el plazo de una semana a la mesa del emperador. Sin
embargo, tal invitación también podía comprarse al mayordomo por
una suma determinada, y algunos vanidosos gaíos pagaron millones
por compartir varias veces la mesa con Calígula.
En Lyón, el emperador se abstuvo de gastar sus tristemente céle-
bres bromas, pníes no quería cegar una fuente de dinero tan abundan-
te que manaba sin cesar. Tuvo así mucho cuidado en no molestar a
nadie. Lo cierto es que con el mayor placer hubiera matado a algum-
no de estos galos indecentemente ricos, pero por sensatez tuvo que
refrenar snus ganas asesinas, que luego satisfizo, no obstante, de otro
modo.

En el transcurso de pocas semanas se presentaron en Lyón los reyes


vasallos invitados por el emperador. En la invitación de Herodes Agri-
pa y Antioco no existía ningún trasfondo político. A estos dos reyes
Calígula los había «hecho«, eran criaturas suyas que tenían que ren-
dirle homenaje de cuando en cuando. Agripa se había criado en
Roma como rehén, y formaba parte del círculo de amigos íntimos de
Calígula. Más tarde el emperador le regaló el reino de su abuelo, el
Herodes, administrado por procuradores romanos. Agripa de-
mostró ser un goberimante comedido e inteligente, que no quería mal-
quistarse ni con Roma ni con sus difíciles súbditos judíos.
A Antioco de Comagene ya lo restituyó en su cargo el emperador
Tiberio. Reinaba en su pequeño país situado al nordeste de Siria, y
Calígula lo había confirniado en su cargo.
El rey Ptolomeo de Mauritania era nieto de Marco Antonio y de la
reina Cleopatra y, por lo tanto, estaba emparentado también con Cali-
gula. Este quiso conocer a su «querido primo~>, y así lo invitó cortés-
mente con todos los honores a Lyón. No obstante, el verdadero moti-
vo era otro. Helicón, el intimo del emperador, siempre ojo avizor para
dar rienda suelta a su odio contra los judíos, había averiguado quue en
Mauritania, desde qtue Augusto entronizara en el país al revJuba, ha-
bían surgido nuna serie de ricas ciudades portuarias en las que mime-
rososjnudíos se dedicaban a un animado comercio.
-El tributo de Mauritania no corresponde de ningún modo a la
riqueza del país -dijo Helicón y sabia que con estas palabras había
despertado la codicia de Calígula. Luego prosiguió-: Me he informa-
do bien, y existen allí una serie de ciudades portuarias que mantienen
un floreciente comercio y tráfico marítimo con Numidia, Cirene y
Egipto, y también con Hispania. Ese Ptolomeo lleva ya diecisiete años
gobernando, yjamás se ha dejado ver por Roma. Se comporta como sí
fuera un gobernante completamente independiente. Creo que debe-
rías observarlo de cerca.
Calígula mordió el anzuelo, y así fue como surgió la invitación.

El recorrido de Ptolomeo era el más corto. Por tanto, fue el primero


en aparecer en Lyón, acompañado de una corte de nobles con sun-
tuosas y abigarradas vestimentas. El rey era un hombre gallardo y
apuesto, frisaba en los cuarenta. Su manto de púrpura bordado con
leones de oro lo lucía con un aire tan señorial como si hubiera nacido
con él. Esta apariencia orgullosa y regia molestó desde el principio a
Calígtula, aunque Ptolomeo se arrodillara ante él y pusiera sní aureola
de oro a sus pies para tonnarla luego humildemente.
-Ahora se hace el sumiso -susurró Helicón al oído del empera-
dor-, pero en realidad es uno de los príncipes norteafricanos más
ricos, y debería pagar diez veces más tributos que los que paga actual-
m en te.
-Un hombre eficaz -dijo Calígula con irónica admiración, e
hizo una mueca- a quien deberíamos tomar un poco el pulso.
-No es él quien es tan eficaz. Deja que del gobierno se ocupen
sus libertos. Se dice que también hayjudios entre ellos, y vive exclusi-
vamente entregado a sus investigaciones científicas, como ya lo hizo
su padre, el rey Juba. Por esto, lo mismo daría que dirigiéramos el
flujo dorado a nuestras arcas...
-Quieres decir que si convierto Mauritania en una provincia ro-
mana y nombro allí un gobernador... ¿Tiene Ptolomeo hijos?
-No, que yo sepa.
Calígula se frotó las manos con fuerza; sus ojos centellearon codi-
ciosos.
-Lo pensaré. En cualquier caso, mañana organizaré una serie de
juegos para mi real primo. Luego veremos.
Helicón se dio por satisfecho. Sabia que la riqueza del rey mann-
tano no dejaría descansar ya a Calígula, aparte del hecho de que este
primo, con figura alta y esbelta y su aire regio, hacia que la figura
adiposa de Calígula, con sus piernas de araña y su calvicie, pareciera
aún más repugnante de lo que ya era de por si.
A la mañana siguiente, el emperador inauguró los juegos en el anfi-
teatro con un breve discurso y la indicación de que estaban dedicados
a stí querido primo, el rey Ptolomeo.
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El rey se levantó. Su alta y esbelta figura se divisaba claramente


desde todos los asientos, y su manto de púrpura refulgía como un
ascua bajo el sol matinal. Los galos lo aclamaron porque era un rey y
ofrecía una imagen gallarda, aunque eran pocos los que sabían dónde
estaba Mauritania.
Este inofensivo aplauso penetró como un veneno en el pecho de
Calígula. ¿A santo de qué el populacho aclamaba a ese extraño? ¿Aca-
so él, el emperador divino, no estaba sentado ante los ojos de todos en
su palco? ¿No sabían que sólo era necesaria una señal de su mano
para eliminar a este muneco de paja que era rex por la gracia de
Roma?
Como una víbora con ansias asesmas, Calígula abandonó el anfi-
teatro antes de tiempo. Hizo llamar al tribuno Déxter, tun germano
brutal y muscnuloso que se había distinguido como verdugo entusiasta
a quien decapitar a la gente le producía un gran placer.
-. Elimina a ese Ptolomeo! -ordenó Calígula con voz de fue-
go-. Cuanto antes me traigas su cabeza, más alta será la recom-
pensa.
El rostro brutal cubierto de cicatrices de Déxter esbozó una son-
risa.
-¿Y el motivo, imperator? Desgraciadamente, la gente siempre
quiere saber por quué un hombre pierde su cabeza, como sí una orden
imperial no fuera suficiente motivo.
-Dile simplemente que cuando el papel de un actor ha termina-
do tiene que abandonar la escena. En el futuro, Mauritania será una
provincia romana, y a los reves destituidos no se les deja seguir con
vida por motivos de seguridad. Esto no causaría más que disturbios.
O di lo que se te ocurra, pero traeme su cabeza.

Déxter se puso en marcha con una docena de sus guerreros y encorí-


tró a Ptolomeo en el ala de huéspedes del palacio, donde en aquel
instante estaba tomando un baño. Apartaron con brutales empellones
a los sirvientes, y Déxter se colocó ante el rey, que se ató rápidamente
una toalla alrededor de las caderas.
-Sin duda, se trata de una noticia muy urgente.
-Sí, señor, una noticia del emperador. Tengo que transmitirtela
de palabra. El imperator va a convertir Mauritania en provincia roma-
na, y en consecuencia va no hace falta ningún rey. Por eso ahora he
venido a buscar tu cabeza.
Ptolomeo intentó esbozar una sonrisa.
-Pero eso tiene que ser un error. Ayer mismo hablé amistosa-
mente con Cavo...
Déxter hizo una inclinación dirigida a uno de sus hombres. Este
agarró al rey por los cabellos, le obligó a arrodillarse y echó su cabeza
hacia atrás.
-Ayer no es hoy -dijo el tribuno y, de un tajo, le cortó la gargan-
ta a Ptolomeo.
Abrió unos ojos desorbitados y emitió un estertor. Un chorro de
sangre brotó de su cuello y fue a parar a la mano de Déxter. Este
esperó tranquilo a que el cuerpo dejara de convulsionarse y separó de
un tajo la cabeza del tronco. Déxter se limpió en la jofaina y ordenó:
-Tomad su hermoso manto de púrpura y envolved en él la ca-
beza. Al fin y al cabo es una cabeza regia...
Los hombres se echaron a reír. Uno dijo:
-Pero si le han hecho la circuncisión como a un judío! Seria un
bonito recuerdo.
Sacó su cuchillo, pero Déxter exclamó:
-¡Déjalo! No somos profanadores de cadáveres, sino soldados.
Calígula contempló la cabeza, que incluso en la muerte seguía
siendo hermosa.
-Bien, señor primo, Mauritania apenas te echará de menos. En
tu lugar le enviaremos un procurador y saquearemos un poco tus teso-
ros. Quemad el cadáver, incluyendo la cabeza, y enviad la urna y a sus
cortesanos a casa. Sabemos comportarnos de forma decorosa, y no
queremos despojar a sus familiares del último consuelo.

Dos semanas más tarde se presentó Agripa, rey de Palestina. El amigo


de juventud de Calígula no tenía nada que temer, pues el sol de la
gracia imperial seguía brillando invariablemente sobre él. Estalló en
una sonora carcajada cuando se enteró del destino de Ptolomeo.
-Pues entonces su visita no valió la pena. Tal vez temía que le
gravaras con tributos más altos, pero tú lo dejaste sin cabeza. ¡Qué
inmodestia! ¿Es así como se trata a un querido primo?
Calígula sonrió con indiferencia.
-Fue el camino más rápido y el mejor.
Agripa pasó su brazo por el hombro del amigo.
-Si tienes intención de volver a convertir Palestina en provincia,
Cavo, déjame mi cabeza en snu sitio; con mucho gusto renuncio a Pa-
lestina y me quedo en Roma, que me gusta más que Cesarea oJeru-
salén.
-De mi no tienes nada que temer -lo tranquilizó Calígula- por-
que sé que puedo confiar en ti y que jamás te alinearás con un enemi-
go mío.
-Si pienso en lo insegura que estaba mi cabeza ya bajo Tiberio...

440 441
1
-Pero él murió hace tiempo...
-¡Por el renco de Vulcano! La verdad es que siempre hemos teni-
do a los dioses de nuestro lado, mi viejo Cavo... Cuando me enteré de
la celeridad con que descubriste recientemente a los conspiradores y
sofocaste la sublevación, no podía creerlo. Dicen que en Roma te han
levantado un templo, que te veneran como dios...
Calígula sonrió halagado.
-Esto no va a enturbiar nuestra vieja amistad. ¿Qué te parece si
invito esta noche a palacio a las muchachas del mejor lupanar de la
ciudad?
Agripa aplaudió entusiasínado.
-¡Estupendo!

Naturalmente, el Senado había sido informado de la llegada de las


dos hermanas del emperador, pero no hizo ningún caso de ellas.
Todos los padres conscriptos temían la ira de Calígula, o incluso sim
sospecha de que pudieran haber tenido algo que ver con la conspira-
ción de Lépido. Así, Agripina y Livila fueron encerradas inmediata-
mente en la cárcel estatal, que se encontraba en el centro de Roma, al
principio del (?livus Argentarius. Se componía de dos pisos: en el infe-
rior, se encontraba la cárcel Tuliana, reservada a criminales peligro-
sos y presos políticos, conocida y temida por sus húmedos muros, la
plaga de ratas y la falta absoluta de luz. Pero normalmente los presos
no tenían que permanecer mucho tiempo allí, rara era la vez que al-
guno salía con vida (le este infierno (londe se realizaban también las
ejecuciones no oficiales. El piso superior, la cárcel Mamertina, estaba
reservada a los elegantes prisioneros del Estado. Allí se encontraban
algunas estancias mayores, con puertas y ventanas; el preso podía te-
ner con él a un esclavo y hacerse traer sus comidas de fuera.
Para humillar a sus hermanas, ante todo a la orgullosa Agripina,
Calígula había (lado orden expresa de no llevarlas a la cárcel que es-
taba bajo el Palatino, sino a ésta, hasta que el Senado dictara su sen-
tencia, una sentencia que era va un hecho desde bacía tiempo. Los
senadores actuaron con suma rapidez. Al día siguiente se leyó el escrí-
uo de acusación con los puntos principales: conspiración contra la
vida del emperador y adulterio. No se tomó declaración a ningún tes-
tigo; en su lugar se leyeron fragmentos de la correspondencia de
Emilio Lépido con Léntulo Getúlico y Agripina. De Ilvila se habló
menos, pero también sim nombre fue citado en relación con los conspi-
radores. Por orden imperial, las hermanas fueron alojadas por separa-
do en la cárcel, pues, como dijo Calígula en tono irónico, creía perfec-
tamente capaz a Agripina de urdir allí nuevas intrigas con Livila.

442
U
Agripina, que se mantuvo desacostumbradamente tranquila y dó-
cil, sólo había expresado un deseo: quería ver a su hijo Nerón, pero el
emperador había prohibido incluso esto. El niño, de dos años, vivía
con unos parientes de su padre y, como era lógico a su tierna edad,
había olvidado a su madre. Los Domicios tuvieron mucho cuidado de
no volver a mencionarlajamás desde que tuvieron conocimiento de la
fracasada conspiración. Agripina superó también esto. Su inquebran-
table orgullo no le permitía ninguna debilidad, ninguna claudica-
ción, ningún signo de flaqueza. Sabia que volvería a ver a Nerón, y si
ahora no podía ser, seria dentro de dos años o de cinco.
-No deberías haberme dejado viva, hermanito -susurró con
odio. En esto radicaba su consuelo y su esperanza: ella estaba viva, su
hijo Nerón estaba vivo, y estaba segura de que algún día, no demasia-
do lejano, Roma tendría que contar con ella y con él.
Sólo cuatro días después de su llegada, el Senado pronunció con
extraña unanimidad la sentencia dictada por Calígula: destierro de
por vida de Agripina y Julia Livila a las islas Pontinas, confiscación
de todo su patrimonio y privación de todos los honores y privilegios
imperiales. Para agravar el castigo, las hermanas fueron separadas.
Agripina fue enviada a la pequeña isla Pandateria, donde siete años
antes su madre murió sola y desesperada, y Livíla a Pon tia, la más gran-
de del archipiélago. Cuando le permitieron llevar consigo una cesta
llena de libros, se dispuso a afrontar su destierro con bastante sereni-
dad. Al igual que Agripina, también ella tenía la firme esperanza de
que Calígula no podría mantenerse mucho más tiempo en el trono. La
sentencia fue expuesta públicamente en el Foro y proclamada en toda
la ciudad. Sabino, que tenía intención de visitar en aquellos instantes
a sus padres, vio agolparse una multitud en torno del pregonero que
anunciaba la sentencia con voz muy profesional, y que se oía des-
de muy lejos. Sabino escuchó durante un rato los comentarios de la
gente.
-¡Les está muy bien empleado a estas rameras! ¡Querer atentar
contra la vida del emperador y encima pasar por camas extrañas!
¡Qué vergúenza! Deberían haberlas matado a latigazos y echarlas lue-
go por la escalinata de las Gemonias.
Sabino sólo escuchó comentarios despectivos, desdeñosos y de re-
gocijo por la desgracia ajena, aunque muchos de los allí presentes
permanecieron callados, porque, seguramente, opinaban de forma
distinta, pero no se atrevían a decir públicamente lo que pensaban.
Sabino prosiguió su camino, se sentó en la taberna más cercana y
pidió una jarra de vino. Tenía el rostro de Livila tan clavado en su
mente como si la hubiera visto ayer mismo. Aún oía el tono de su voz
queda y agradable cuando en aquel banquete respondió al comen ta-
443

Á
11
rio malicioso de Calígula, referido a Séneca: «Esto es asunto mio, no
necesito tu consejo«.
El emperador también se había dado cuenta de que Livila no le
quitaba la mirada de encima, y le advirtió: «¡Ten cuidado con Livila,
tribuno! «. De forma ambigua aludió además a su interés por la poesía
y los poetas, pero Sabino río recordaba con exactitud sus palabras. No
había nada particular en aquella princesa imperial. Su orgullosa her-
mana Agripina era en todos los sentidos mucho más impresionante
-Sabino tomó un largo trago-, y aun así había algo en ella que le
atraía y despertaba su curiosidad. Pero ahora estaba prácticamente
muerta, pues en muy raras ocasiones alguien regresaba de las triste-
mente célebres islas de destierro. Sabino la admiraba, pues su objetivo
había sido eliminar a ese monstruo de emperador, y Livila, a diferen-
cia de Agripina, que quería convertirse en emperatriz al lado de Lépí-
do, no tenía motivos apreciables de interés.
-Ojalá pudiera ayudarla -susurró Sabino furioso-, servirle de
algún modo de apoyo...

Llegada la primavera, Calígula ya había vendido y subastado en Lyón,


por unos ochenta millones de sestercios, las propiedades de Agripina
y de Livila, aparte de cientos de carros de enseres de antiguas villas
imperiales. Le dijo a Helicón:
-Tendría que haberme dedicado al comercio. ¡Dime el nombre
de un comerciante en el Imperio que gane ochenta millones en cinco
meses!
-Lo que pasa es que eres un genio en todas las cosas. Tu naturale-
za divina sale a relucir incluso en actos absolutamente profanos, por
esto lo consigues todo. Todo lo que se te ocurre es un exíto.
-Si, pero ahora se acabó. Al fin y al cabo soy el emperador y me
he propuesto conquistar Britania. A principios de abril marcharemos
hacia el Norte, hasta el Canal de la Mancha, y desde allí cruzaremos
hasta la isla. Me han informado de que los reyes bárbaros de Britania
están mortalmente enemistados, y así nos resultará muy fácil enfren-
tarlos entre si y vencerlos.
«No estoy tan seguro«, pensó el realista Helicón, pero añadió en
tono halagador:
-Hasta ahora nunca se las han tenido con un dios, acabarán be-
sándote humildemente los pies.
Pero los pensamientos de Calígula ya habían tomado otra direc-
ción.
-¡El Senado se quedará boquiabierto! He prohibido a los padres
conscriptos que me rindan más honores. Empieza a resultar aburrido,

444
y, por otra parte, eso les impide cumplir con sus obligaciones. Des-
pués de mi victoria sobre Britania, se verán en un buen apuro, pues,
por una parte, tendré derecho a un triunfo, pero, por otra, les tengo
prohibido molestarme con más solicitudes para rendirme honores.
Calígula soltó una risa estridente, pues la idea le divertía.
-Se comporten como se comporten, harán lo menos convenien-
te, y ya veo caer cabezas. ¡Cabezas de senadores, Helicón, cabezas de
patricios! Sin duda, los verdugos de Roma estarán engordando con
tanta inactividad, pero yo los sacaré de ella.
Helicón, que acompañaba constantemente al emperador, se estre-
meció. Pero Calígula le había elegido como favorito, y si de vez en
cuando sentía un estremecimiento ante los planes de Calígula, esto se
debía sólo al hecho de que sabia que también él podría caer algún día
en desgracia y pudrirse decapitado en las Gemonias. Al igual que Ca-
lixto, Helicón había acumulado una buena fortuna, pues también
pensaba en el «después», y a menudo se preguntaba si le seria dado
disfrutar de sus propiedades. Así, Helicón trataba de hacerse impres-
cindible para el emperador, pues unjuguete por el que se siente apre-
cio no se tira tranquilamente a la basura.

Desde Gesoriacum, ciudad de la Galia, llegó la noticia de que la flota


romana de guerra estaba ya reunida allí y que el emperador se ponía
en marcha con sus legiones hacia el norte. Atravesaron Bélgica, la
parte norte de la Galia, y bordearon la capital, Reims. A partir de aquí
el terreno era muy llano. El tiempo, el habitual en aquella época del
año, traía en rápida sucesión lluvia, viento y sol. Atravesaron inmensos
campos de trigo, que mostraban ya un fresco verdor, y, por otra parte,
los árboles se encontraban en plena floración primaveral.
Los soldados estaban de buen humor, pues no pasaban por nin-
gún tipo de privaciones, aunque el emperador en su impaciencia exi-
gía una y otra vez que sus oficiales se movieran más de prisa. Por fin
Calígula se puso a la cabeza con las cohortes de caballería y llegó unos
días antes que los demás a la pequeña fortificación portuaria de Geso-
riacum. La flota estaba ya dispuesta. El emperador dio inmediatamen-
te orden de realizar una incursión de reconocimiento.
-Acercaos mucho a la costa e intentad averiguar si hay movimien-
tos de tropas y dónde; entonces tomaré una decísmon.
Días después regresaron los barcos. Las patrullas no habían apre-
ciado nada sospechoso, pero un pequeño barco bárbaro les había
pedido escolta. Se trataba de Adminio, hijo de Cinobelino, rey de Brí-
tania, que, expulsado por su padre, buscaba la protección de los ro-
manos.

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Calígula lo recibió en el acto. El joven hablaba un latín precario


pero perfectamente comprensible y contó una historia asombrosa.
Su padre dominaba grandes porciones de territorio de la Britania
superior, había acabado con el orden establecido por Julio César y
había incorporado a su reino por la fuerza a la tribu de los trinovantes
que se encontraba bajo protección de Roma. Dijo que en la medi-
da de lo posible, Cinobelino predisponía a la gente en contra de Roma,
de modo que, aparte de algunos comerciantes casados con mujeres
indígenas, apenas quedaban romanos en Britania. Ahora se había for-
mado un movimiento en contra, pues los príncipes del oeste y del
norte del país temían que Cinobelino tuviera la intención de someter
poco a poco a toda Britania. El, el príncipe heredero, se había opues-
to desde el. principio, pues opinaba que únicamente una sólida alian-
za con Roma podía asegurar a la larga el futuro del país.
Calígula siguió con gran interés la exposición del príncipe, y de
vez en cuando le interrumpía con preguntas.
-Vamos a suponer que tú ocupas el trono de tu padre, ¿cómo te
comportarías?
Adminio se puso rígido, y miró firmemente al emperador.
-No tengo ni la menor duda de que mi trono no se podría man te-
ner sin ayuda de Roma. Como rey vasallo, pondría mi país a tus pies,
~mperator y pediría tu apoyo para someter a todas las demás tribus
británicas a mi cetro y a tu doniino.
Calígula dirigió una mirada al círculo de sus oficiales.
-¿Qué decís a esto? Se trata de una oferta clara que merece ser
considerada.
Un gobernador legado pidió la palabra y dijo:
-Pero ¿podemos fiarnos de esta oferta? No sabemos lo que real-
mente ha ocurrido allí; quizá el príncipe sólo se ha peleado con su
padre y quiere lograr el trono con nuestra avuda.
Calígula se encogió de hombros.
-Y aunque fuera así. En cualquier caso, está dispuesto a someter-
se a Roma; su padre, en cambio, trabaja contra nosotros. Cuanto más
aumente el poder de Cinobelino en Britania, más peligroso se volverá
como enemigo.
Se dirigió al príncipe:
-Has escuchado las objeciones del legado, pero he tomado la de-
cisión de creerte por el momento y acepto benévolaníente tu sunmí-
sión.
Adminio se postró de rodillas y besó la mano del emperador.
-¡Te lo agradezco, imperator! Bajo la protección de Roma veo ini-
cíarse nuevos tiempos áureos para mi país. Las matanzas y las guerras
civiles tendrán fin y el pueblo estará unido bajo un solo cetro.
Calígula se levantó de un salto y exclamó:
-Ahora quiero que veas, príncipe de Britania, la poderosa protec-
ción a la que te sometes.
Dispersó a los legados y tribunos con la orden de que hicieran
formar a sus hombres en la playa y montaran las máquinas de guerra.
Entretanto, el emperador invitó a su huésped a su mesa y le inte-
rrogó a fondo sobre los usos, costumbres y religión de su patria.
A última hora de la tarde empezaría la representación. Los equi-
pos que manejaban las máquinas de guerra habían recibido orden de
disparar al mar rocas, bolas de piedra y flechas incendiarias con sus
catapultas.
A lomos de sus caballos, Calígula y el príncipe Adminio recorrían
la playa.
-Xes esto? -exclamó-. ¡Miralo! ¡Esto es Roma! ¡El poder y la
fuerza de Roma! ¡Tu padre tendría que ver a mis legiones y mis má-
quinas de guerra! Esto lo desanimaría y lo haría más humilde, ¿no
crces~
Adminio apenas sabia qué decir. Estaba impresionado. Cierta-
mente, sabia que nadie en la isla tendría posibilidades de defenderse
contra unas fuerzas armadas tan poderosas.
-¿Cuándo quieres empezar la campaña, imperator?
-¿Cuándo quiero empezarla? ¡Ni hoy, ni mañana! Al fin y al cabo
te has sometido a mi, eres joven, eres el futuro. Ya veremos...
El emperador se dirigió a los tribunos.
-Quiero que vuestros hombres se desplieguen por las playas y
recojan conchas. Llenad los yelmos y las ropas de conchas. Son el bo-
tín de guerra que debemos al Capitolio y al Palatino. No podemos
regresar a Roma con las manos vacías.
Los oficiales se miraron unos a otros y no sabían si se trataba de
una broma o si Calígula hablaba en serio.
- Adelante! ¿A qué esperáis? -exclamó Calígula furioso. Clavó
las espuelas a su caballo, y emprendió una loca carrera entre los solda-
dos que no tuvieron más remedio que dispersarse.
Adelante, adelante! ¡A recoger conchas! ¡Tantas como po-
dáis!
Los hombres hicieron lo que les ordenaba y llenaron sus yelmos
con todo lo que encontraron en la playa. Al día siguiente, el empera-
dor ordenó la construcción de un faro en conmemoración de la
«victoria» sobre Britania. Cada uno de los legionarios recibió un ob-
sequio de cien denarios, y grande fue el júbilo general entre la solda-
desca. Los oficiales recibieron diez veces más, y en voz baja iban di-
c ie ¡ji do:
-Nuestro emperador está un poco loco, pero es generoso.
446 447

-Ahora puede permitírselo -dijo un tribuno ya de edad-. Si


hubiera atacado a Britania, le hubiera costado cien veces más, y unos
cuantos miles de nosotros estaríamos abonando esa tierra extraña con
nuestros cuerpos. Así, todos seguiremos con vida y, además, somos
premiados. ¿Qué más se puede pedir? ¡Viva nuestro emperador Cayo
Julio César Germánico! ¡Viva!

Por la noche, el emperador ofreció un banquete en honor de su hués-


ped británico. Calígula bebió desmedidamemíte copa tras copa, y se
volvió parlanchín y campechano.
-¿Qué edad tienes, Adminio?
-Acabo de cumplir los veinte, imperator.
-A los veinte yo estaba como tú: amjisiaba el trono, la muerte del
viejo que no quería morir. Cinco años, medio decenium, tuve que espe-
rar hasta que llegó el momento. ¡Se necesita paciencia, mi joven ami-
go, mucha paciencia!
Se acercó más a su huésped y Adminio notó en su rostro un aliento
agrio de vino.
-Cuando al fin has llegado arriba, príncipe, cuando estás sentado
en el tan ansiado trono, entonces se abre el mundo y todos están a tus
pies, ¡todos! De repente te mueves en un aire enrarecido, tiemjies cien-
tos de amigos y no tienes ninguno. Miran de reojo tu púrpura, y sus
mujeres les meten en la cabeza que también les sentaría muy bien a
otros, y entonces empiezan a tramarse intrigas por doquier. ¿En quién
puedes seguir confiando y en quién no? No te fiesjamás de los nobles,
pues cada uno de ellos se cree el hombre idóneo para ocupar tu pues-
to. Tienes que crear tus criattíras, libertos que sólo aspiran a tener
dinero y propiedades, pero que no ansían el trono, que resulta inal-
canzable para ellos. Están unidos a ti, pase lo que pase; en ellos pue-
des confiar. Pero los otros, los patricios, los hijos mimados de anti-
quísimas familias, esos te odian y te desprecian y traman constantes
conspiraciones. Entre esos tienes que hacer limpieza, Adminio, con
mano férrea! Pásales por las armas, ¡y si hace falta, a docenas! ¡No te
preocupes de que pueda haber inocentes entre ellos! Cuantos menos
sean, más firmemente asentado estará tu trono. Al final, estás comple-
tamente solo, no tienes ningún amigo de verdad, ya sólo te apoyas en
tus criaturas, pero tu trono es firme, y quien quede de ellos te odiará,
pero también te temerá. El temor, Adminio, es el instrumento más
seguro del gobernante, ¡no lo olvides jamás! Al populacho lo puedes
mantener a raya con pan yjuegos, pero, a la nobleza, únicamente con
temor. Créeme, amigo mio, njiis palabras se basan en una experiencia
amarga. ¡Brindo por ti, Adminio, futuro rey de Britania! Rey que, no

448

j
obstante, no deberá olvidar jamás que hay dos administradores por
encima de él: los dioses y el emperador romano, y puedes nombrar
tranquilamente a ambos en una sola frase.
Tras este diálogo que, en realidad, fue un monólogo del empera-
dor, Adminio empezó a dudar de que hubiera elegido el camino co-
rrecto y a pensar que quizá seria mejor intentar ponerse de acuerdo
con su padre.

Apoyado en su guardia personal, Calígula fue tambaleándose hasta la


tienda imperial, vomitó ante la entrada y apartó malhumorado los
brazos que se ofrecían en su ayuda.
-Puedo caminar solo, dejadme en paz.
Vacilante, se dirigió a la tienda contigua de Cesonia. Pasó ante la
guardia y se dejó caer sobre la cama de ésta. La emperatriz se des-
pertó.
-¡Hoy he conquistado Britania, amada, para ti! El príncipe Ad-
minio es mi aliado, es... es el futuro, si, Cesonia, tu esposo ha logrado
tomar la isla bárbara sin que haya habido un solo tajo de espada. Un
golpe genial, ¿verdad? En Roma tendrán que concederme un triunfo,
¿debo aceptarlo?
La adormilada Cesonia sólo entendió la mitad de lo que hablaba,
pero sabía una cosa: quería volver lo antes posible a Roma, pues sólo
allí podría disfrutar realmente de su nuevo rango.
-Es fantástico, Cayo. ¿Y sin alzar siquiera la espada? Hemos aho-
rrado un montón de dinero, que se podrá emplear de manera más
divertida. ¡Estoy orgullosa de ti! ¿Cuándo nos vamos de aquí?
Pero Calígula había caído en la cama y se había quedado dormido
en el acto. Sus ronquidos de borracho resonaban en toda la tienda.
Cesonia enterró la cabeza entre las almohadas. En Roma todo esto
cambiaría, allí tenía una parte del Palatino para ella sola, y sólo en
ocasiones tendría que aguantar esos ronquidos.
Cesonia Augusta! ¡Cesonia Augusta! Calígula había prometido
hacer acuñar monedas con su rostro. Ella era la esposa del señor del
mundo y le había parido una hija. Al lado de esto sus ronquidos eran
un precio muy bajo y sonaron dulces en sus oídos.

Al día siguiente, Adminio había desaparecido con su séquito. Calígula


no le dio importancia.
-Tal vez se ha asustado de su propio valor y ha vuelto a meterse
en la guarida con su padre. Ahora no tenemos que preocuparnos de
semejante insensatez, Britania se perderá a causa de sus propias dispu-
449
tasy será un botín fácil para nosotros. Ahora el Senado va a tener que
concederme ya el sobrenombre de Británico.
Calígula envió a Roma mensajeros rápidos con la «noticia de la
victoria». Ya allí, transmitieron su mensaje al Senado, en presencia de xxx
los dos cónsules.

Todos los que, en el ámbito del Imperio, deseaban algo malo al empe-
rador tenían motivos más que suficientes. Emilio Lépido había sido
humillado por él, le guiaba, además, la ardiente ambición de conver-
tirse en su sucesor. Agripina quería convertirse a su lado en empera-
triz para poder elevar a su hijo a la condición de sucesor. Livila odiaba
en su hermano al monstruo atrabiliario y no conseguía perdonarle
que en su día intentara forzarla a acostarse con él; temía, además, por
la vida de Séneca. Para el legado Getúlico se trataba de eliminar la
caricatura de un general que no tenía nada de soldado. Asiático se
unió a la conspiración por aburrimiento, pero no lograba olvidar la
violación de su mujer. Había centenares que habían sido ofendidos
y humillados por Calígula o que vestían luto por la ejecución de
un amigo o de un pariente cercano, y le deseaban un terrible final.
A éstos se añadían además los numerosos comerciantes, grandes o
pequeños, que sufrían bajo leyes fiscales absurdas y deseaban un sobe-
rano más prudente. Todos tenían un motivo para querer ver pronto a
Calígula en el Averno o, al menos, despojado del poder. Muy pocos
hacían algo por conseguirlo, y los que lo habían intentado estaban
muertos o desterrados.
Pero en Roma quedaba un pequeño grupo de idealistas que se
avergonzaban de Roma y a los que ningún motivo personal les arras-
traba a una conspiración. Eran personas que pensaban con nostalgia
en los tiempos áureos de Augusto, cuando se mostraba ante el Foro
Sin guardia personal y sin temor, y que sólo precisaba ser protegido
para que la gente no lo aplastara de entusiasmo. Solía decir:
«No me preocupa el que algunos hablen mal de mi. Mi única oblí-
gaciómji es cuidar de que no hagan nada malo». Prohibió que se di-

450
451

rigieran a él llamándole Dominus e insistió en que los senadores -En el teatro!


-exclamó Papinio-.
Allí está sentado en su pal-
permanecieran sentados cuando él entraba en la Curia. Jamás fue
condenado nadie por manifestar abiertamente su opinión adversa
al emperador. Augusto ni siquiera prestaba atención a impertinencias
pronunciadas públicamente.

Cuando el joven Sexto Papinio, su padrastro Anicio Cerealis y el cues-


tor Betilieno Baso hablaban de estos tiempos no tan lejanos, no pa-
raban. Ninguno de ellos sentía un odio especial por Calígula, ningu-
no esperaba sacar provecho personal tras su muerte, pero todos sen-
tían vergúenza de Roma y veían que cualquier hombre recto e integro
era más adecuado para el cargo de príncipe que aquel manirroto loco
y cruel. La noticia del fracaso de la conspiración provocó en ellos una
gran tristeza.
-Tampoco eran tantos los que estaba enterados -dijo el funcio-
nario imperial Betilieno Baso.
-Dices que no fueron muchos -exclamó el joven Papinio-, y
han sido varias legiones que participaron en la conspiración...
Su padrastro intentó tranquilizarlo:
-Los legionarios no sabiamji con exactitud de qué se trataba. Obe-
decían a su legado Getúlico que, como mucho, hizo participes de su
plan a algunos oficiales.
-~Aun así! -Papinio agitaba las manos excitado-. No se puede
asesinar a un emperador dentro del circulo de sus propias tropas a las
que mantiene satisfechas con constantes y sustanciosas dádivas y pecu-
líos. Tiene que ocurrir en el Senado, como en el caso de Julio César.
A la Curia lo acompañan a lo sumo cuatro hombres de su guardia
personal, a veces incluso sólo dos. Una flecha bien apuntada, una rá-
pida estocada...
-Esto es más fácil decirlo que hacerlo -dijo el senador Cerealis,
y sabía muy bien de qué estaba hablando, puesto que veía a menudo
al emperador en el Senado.
-¿Es posible que sea tan dificil eso? -preguntó el joven Papinio
excitado.
Su padre se lo explicó pacientemente:
-El emperador no está nunca solo cuando se muestra en público.
Siempre va rodeado de sus germanos, altos como pinos, con la mano
en la empuñadura de la espada. Los germanos observan cada movi-
miento; además, nadie puede presentarse ante el emperador con ar-
mas. Sólo sus guardias van armados, y estos germanos, fieles por bien
pagados, resultan inaccesibles para nosotros. Primero tendríamos que
averiguar cuál es el punto más débil antes de pensar en hacer algo.
co, ante los ojos de todos...
El senador se echó a reír.
rodeado por docenas de pretorianos. No, no, así la cosa no
funciona. Para esto preferiría la Curia. Tendríamos que incluir en
nuestra conspiración a algunos semíadores, pero esto parece más fácil
de lo que en realidad es, pese a que la mayoría de ellos lo odian tanto
que si el odio matara caería muerto en el acto. Odian, pero casi todos
son cobardes. Se trataría de encontrar a las pocas excepciones, a aque-
llos que odian y son valientes.
Papinio negó con la cabeza.
-No creo en las grandes conspiraciones preparadas con mucha
antelación. Cuantos menos sean los enterados, más seguros estare-
mos. El atentado tiene que realizarse de manera espontánea y buscar
una ocasión propicia. Tal vez tendríamos que ganarnos a alguno de
sus médicos; un veneno de efecto rápido, una poción soporitica de-
masiadlo fuerte... Por lo visto apenas puede dormir, y se pasa la mi-
tad de las noches deambulando por el palacio. ;Este seria un punto
flaco!
Su padre asintió:
-Es cierto, pero para esto tendrías que estar de noche emí palacio.
No. Tenemos que proceder de otro modo. Conozco a algunos se-
nadores que lo odian a muerte. Volveré a tantearlos con mucho
cuidado.
-~Para cuándo se espera el regreso del emperador? -pregunto
el cuestor.
-Para el verano; se dice que, a más tardar, para agosto.
Cerealis dijo pensativo:
-El pobre Lépido subestimó su popularidad entre las tropas. A
fin de cuentas ¿qué saben las legiones en Asia y Africa de su verdadero
carácter? Les hace generosos obsequios con cualquier pretexto, y se lo
pensarán tres veces antes de caer en el mismo error que sus camara-
das de la Germania superior. Las legiones del Rin han sido depuradas
y estámí bajo el mando de Sulpicio Galba, un funcionario leal y de
confiamíza. Calígula puede estar loco y creerse un dios, pero su locura
tiene njiétodo. No pueden ser sólo sus espias los que lo hacen invul-
nerable, sino, sobre todo, su desconfianza, siempre despierta, y tal
vez también su cobardía, pues el miedo lo hace a uno clarividente y
astuto.
-Alguna vez caerá -exclamó Papinio-, y espero que entonces
muera despacio y entre fuertes dolores, para que vea lo que tuvieron
que sufrir sus victimas.
Cerealis levantó las manos.

452 453
-Me da lo mismo que muera de una manera o de otra, sólo deseo
que sea pronto.

De camino hacia Roma, el emperador volvió a hacer una breve visita a


las legiones de la Germania. Todavía no había perdonado a las dos
legiones de Getúlico que, por lealtad hacia su general, hubieran es-
tado dispuestas a enfrentarse a él, el emperador. Pese a que, mientras
tanto, Sulpicio Galba había licenciado a casi todos los tribunos y cen-
turiones y a una parte de la tropa, la naturaleza cruel y vengativa de
Calígula no se daba por satisfecha. Hizo, pues, llamar a Galba y le
pidió que identificara a todos los legionarios que aún quedaban de la
época de Getúlico y que los ejecutara sin dilación. Galba, el viejo sol-
dado, se sintió horrorizado, pero mantuvo la compostura y no dejó
traslucir su estado de animo.
-Si quieres escuchar mi humilde opinión, impera tor, te desaconse-
jaría una medida semejante. Los hombres no aceptarán ser condena-
dos a muerte por algo que, en el caso de sus camaradas, reconocidos
como culpables, sólo llevó a la expulsión de la legión con deshonor.
Calígula dirigió una mirada gélida al oficial que se había atrevido a
expresar una opinión distinta a la del emperador, su dios, a la suya.
-Así que me llevas la contraria -murmuró Calígula con voz peli-
grosamente susurrante.
-No, imperator, sólo he manifestado mi opinión. Si en el futuro
esto va a ser prohibido a tus oficiales, tienes que dar la orden corres-
pondien te.
Calígula había pasado demasiados años de su infancia y adolescen-
cia en el ejército como para no saber que no podía tratar a los oficiales
profesionales como a los senadores o a los patricios romanos.
-Tienes razón, Galba, basta un emperador debe escuchar los
consejos bien fundamentados. Bueno, entonces atenuaré mi fallo y,
en señal de clemencia, sólo los diezmaré. Cuidate de que todos los
legionarios que prestaron servicio bajo Getúlico se reúnan en la plaza
de maniobras, ¡pero sin armas!
Galba saludó militarmente y se marchó. Tampoco estaba de acuer-
do con esta solución, y sabia que le perderían todo respeto si permitía
que esto sucediera sin oposición por su parte. Hizo, pues, llamar a sus
tribunos y mandos principales y les comunicó abiertamente la inten-
ción del emperador.
-Cuidaos, pues, de que los hombres se coloquen al borde del
campamento de modo que no puedan ser cercados, e insinuad lo que
el emperador pretende hacer con ellos. Cuando aparezcan sus preto-
rianos, que se escondan entre las tiendas o, si es necesario, que se

454
'1
r
armen. No tengo la menor intención de permitir que maten a mis
mejores hombres por venganza.
De este modo no se negaba directamente a cumplir la orden del
emperador y halló un consentimiento general entre sus oficiales, pues
también ellos consideraron esta medida exagerada y equivocada la
decisión de Calígula.
Los legionarios sabían, pues, que les amenazaba el peligro, y se colo-
caron en el límite extremo del campamento. Calígula los observó desde
lejos y ordenó a una cohorte de caballería que los cercara y matara a
uno de cada diez. Cuando los legionarios, en total unos cinco mil, vie-
ron acercarse a la carrera a los jinetes, desaparecieron entre las tiendas.
Galba se presentó ante Calígula:
-Me temo que se han dado cuenta y que irán a buscar sus armas,
pues se sienten inocentes. ¡Será un baño de sangre sin igual! Sólo
espero poder protegerte debidamente.
A Calígula le entró miedo.
-Haz volver a los soldados de caballería, Galba, y di a tu gente que
el castigo ha quedado aplazado. Si durante los próximos doce meses
se portan bien, consideraré la posibilidad de perdonarles.
-Esa es una medidajusta, imperator!Transmitiré tu decisión a los
hombres y ya puedo asegurarte que te servirán con la misma lealtad
que todos los demás.
Antes de que el emperador continuara su camino, llegó una de-
legación de Roma que le felicitaba por su ~campaña de Britania" y le
pidió que volviera lo antes posible a Roma.
-¡Sí, iré! -exclamó el emperador furioso. Dio un golpe en su
espada y añadió-: ¡Y ésta me acompañará!
Los enviados se encogieron y cruzaron temerosos sus miradas. Por
todas partes había soldados de la guardia personal con la mano en la
espacía, y todos sabían que sólo se precisaba una señal del emperador
para que sus colegas rodaran por la arena.
Pero Calígula prosiguió:
-Y decid a los padres conscriptos que mi regreso sólo va dirigido
a los que realmente lo desean, es decir, al pueblo y a la caballería,
pero no al Senado. Ni quiero que un senador me salude ante las puer-
tas cíe Roma ni que se me ofrezca el triunfo. Yo mismo anunciaré en el
Foro mis victorias al pueblo. Esto me recompensa de todo homenaje
de ese Senado hipócrita y odioso.
Aliviada, la delegación regresó a Roma, pero el mensaje del empe-
rador causó temor y desconfianza entre los senadores. Algunos de los
padres prefirieron desaparecer sigilosamente, pero la mayoría se que-
dó y aguardó como un rebaño de ovejas con la esperanza de ser sólo
esquiladas y no llevadas al matadero.

455
L

Los baños sulfurosos habían muejorado la pierna de Querea hasta el


punto de que ya podía volver a prestar servicio, pero en ausencia del
emperador no había mucho que hacer. Más de la mitad de los preto-
rianos habían marchado con él, y con él también había desaparecido
parte del temor que pesaba sobre Roma como un hálito venenoso.
Bajo Calígula, los pretorianos habían perdido en gran parte su
prestigio. y Querea lo notaba a cada paso. Si iba a pie o a lomos de su
caballo por la ciudad, en compañía de sus hombres, se cerraban las
ventanas y puertas, los ociosos desaparecían en cualquier escondrijo,
las madres llamaban a sus hijos y los metían en casa a toda prisa.
¡Como si él, Casio Querea, túera capaz de hacer daño a un niño!
También Marcia sentía las consecuencias cuando iba al mercado
con su esclava. Le daban empellones, era mal atendida y sus vecinas la
rehuían. Esto era lo que más dolía a Querea, pues entendía y sabia el
motivo de todo esto, pero ¿qué culpa tenía su Marcia?
El prefecto, Arrecino Clemente, va había recibido quejas al respec-
to, quejas que iban hasta la afirmación cíe que a los pretorianos se les
trataba como a espías o recaudadores de impuestos, y se le pidió que
intercediera ante el emperador para remediar esta situación insoste-
nible.
¿Remediarla? Pero, ;cómo? Clemente sabia muy bien que estos
problemas afectaban muy poco al emperador. que opinaba que quien
era tan bien pagado como los pretorianos tenía que saber aguantar
algunas cosas. Pero la imperturbable fidelidad del prefecto de los pre-
torianos había empezado a tambalearse. Desde que, en una disputa,
un senador le llamó el ~primero de los verdugos~, Clemente empezó
a pensar en el cambio de situación. Inmediatamente después, el hom-
bre le pidió disculpas y le imploró que no le dijera nada de esto al
emperador, pero este comentario dejó en Clemente algo así como el
amargo sabor de la verdad.

Conio, por su trabajo, tenía frecuentes contactos con Calixto, mencio-


nó el caso sin pronunciar el nombre del senador, y también habló
abiertamente de las cada vez más frecuentes quejas de sus hombres.
Calixto mandó salir a su escribano, e hizo sentar a Clemente a su
lado en un banco. El obeso secretario bajando la voz dijo:
-¿Crees que no lo sé? Si se me halaga y se me invita a diario una
docena de veces a fiestas y banquetes, no es porque yo sea un ser ex-
cepcional, sino porque hasta los niños saben cuánto me aprecia el
emperador, que hace poco tuvo a bien desflorar a mi hija Ninfidia.
Para colmo, la dejó embarazada, y quería abortar, pero el imperator
podría interpretarlo mal. No estamos en una situación agradable, Cíe-
mente, también de mi exige el emperador cosas de las que es mejor
no hablar. Pero no soy soldado y puedo atenuar algunas barbaridades.
Aveces incluso puedo anularlas, mientras que tú tienes que obedecer
las órdenes síu rechistar. La conspiración de Lépido fracasó, Clemen-
te, pero habrá otras, y no estoy seguro de que los dioses vayan a abor-
tar la próxima o la que le siga. Entonces, ¿qué? Seremos juzgados por
nuestros actos. Clemente. y no podremos culpar de ello a nadie. ¿Te
has parado a pensarlo alguna vez?
Clemente miró a su alrededor.
,Realmente nadie puede oírnos aquí?
-No, si hablamos en voz baja.
-No soy uno de esos matones estúpidos con cerebro de mosquito
que no reflexionan y que consideran las órdenes de arriba como ins-
piración divina y siempre ajustada a derecho. También yo he pensa-
do, y no puedo ocultarte mis preocupaciones. Cuando el emperador
haya regresado, volverá a comenzar el baile al son de la misma melo-
día, y nosotros, los pretorianos, tendremos que actuar de nuevo como
verdugos y como recaudadores de impuestos.
Calixto asintió.
-Veo que tampoco tú te encuentras ya muy a gusto en tu piel. Si
quieres un consejo, piensa un poco en el ~después~ y limitate a hacer
lo que te ha sido encomendado, ni un punto más, ni un punto menos.
Procura que las órdenes imperiales se den siempre en presencia de
testigos, y, si esto no es posible, ven a yerme a mí y quéjate un poco.
Así podré yo más tarde confirmar que cumpliste muchas órdenes a
disgusto, y tú asegurarás que en mí encontraste ayuda y un oído aten-
to y fiel. Si estamos unidos, Clemente, resistiremos estos tiempos y
también después tendremos una serie de intercesores.
Clemente apretó eíí silencio la mano de Calixto y se levanto.
-Sólo lamento que todo esto haya tenido que llegar tan lejos,
pero ¿a quién se puede echar la culpa?
-A nadie, pues nos engañó a todos desde el principio, y sólo más
tarde mostró su verdadera cara.
-Y entonces ya era demasiado tarde. A veces envidio a Macrón
por no tener que vivir estos tiempos. Pero esto no puede continuar
así, Calixto, ¿verdad que los dioses no pueden permitirlo? A diario
blasfema contra ellos con sus actuaciones. ¿Por qué se lo permiten?
¿Es que Júpiter no se siente ofendido por ese que pretende ser su
hermano gemelo?
Calixto levantó los hombros.
-Hace un año me imiivitaron a un simposio en el que estaba tam-
bién Séneca, y leyó unos fragmentos de sus obras. Una frase se me ha
quedado grabada en mi memoria: Nemo 1am divos habuitfaventes crasti-
456 457

nurn ut possit sibi polliceri.* Si esto es válido, Clemente, entonces lo es


para todos nosotros.
Calixto señaló el busto del emperador junto a la ventana y repitió:
-¡Para todos!
El inicialmente pequeño circulo de conspiradores en torno a Cerea-
lis, Papinio y el cuestor Baso había crecido con sorprendente rapidez.
Cerealis había logrado ganar para sus propósitos a tres senadores de
respetadas familias. Todos ellos vivían con el temor de ser los proxí-
mos en la lista mortal del emperador, pues eran muy ricos y ya habían
recibido cartas anónimas de advertencia. Sus estirpes estaban dividi-
das en muchas ramas, de modo que no podían huir sin temor a que
Calígula se vengara en sus familiares.
Cerealis había mantenido conversaciones casi idénticas con los
tres.
-Cuando el emperador regrese, hará realidad lo que ha anuncia-
do va varias veces, es decir: hará limpieza a su manera en el Senado, al
que tanto odia. Esto significa que organizará un baño de sangre. Tal
vez tenga incluso intención de suprimir el Senado.
-Esto equivaldría a una monarquía y eso no lo desea ningún ro-
mano de buena casta. ¿Se conocen va algunos detalles?
-No, pero deberíamos atenernos al método ensayado con César:
tiene que ocurrir en el Senado. Tendremos que comentarlo con más
detalle.
El senador asintió.
-Podéis contar conmigo.
Conspiraciones de este tipo, en las que participan personas de las
más diferentes capas sociales, suelen ser descubiertas antes de tiempo,
porque siempre algún traidor consigue introducirse, o porque umio de
los implicados se convierte en traidor. No era éste el caso, pues cada
uno tenía un motivo de suficiente peso para desear que Calígula se
fuera al Averno. No, esta vez todo ocurrió de manera distinta.
El más joven participante, Sexto Papinio, rebosaba dinamismo y
entusiasmo, sobre todo desde que veía que se habían unido a la cons-
piración hombres importantes. Finalmente, su ímpetu juvenil le hizo
creer que media Roma estaba de su parte, y se volvió cada vez más
imprudente. Una vieja sentencia romana decía: Cogitationis poenam ne-
mopatitu~** y Papinio creía atenerse a ella, pero cometió el error de

* Nadie goza hasta tal punto del favor de los dioses que pueda esperar que
siga así
al día siguiente.
** Nadie será castigado por sus ideas.

458
hablar de esto públicamente. En su juvenil despreocupación pensaba
que bien podía hacerlo en el circulo de amigos, y, además, estaba
convencido de que, en definitiva, todos compartían su opinión abier-
tamente o en secreto. Consideraba que era imposible pensar de otra
manera si se tenía sólo una pizca de moral en el cuerpo.
Y esto fue lo que dijo en un simposio. Fue el 23 de mayo, día del
Tubilustrium, fiesta consagrada a Marte, y Papinio ya había bebido de-
masiado. Recordó al alegre grupo que el emperador había consagra-
do a Marte el Vengador las espadas supuestamente destinadas a asesi-
narle, y agregó:
¿Qué haría Calígula si supiera cuántas dagas y espadas le espe-
ran a él en Roma? Sólo para ellas tendría que construir un nuevo
templo dedicado a Marte.
Papinio se echó a reír, porque la idea lo divertía. Algunos más se
rieron también, pero tímidamente. Papinio prosiguió con su idea:
-Imaginad que hubiera que recoger todas estas armas en Roma;
se llenarían carros y carretas...
La mayoría de los presentes consideró aquello como una broma
de mal gusto y se limitaron a esbozar una sonrisa; sólo al hijo de un
liberto, un joven que comerciaba con animales para el anfiteatro, esta
broma se le antojó algo extraña. Para él, Calígula era el mejor empe-
rador que hubiera podido desear. ¿Cuántas veces había recibido va
pe(lidos de la corte imperial para suministrar osos, leones y lobos?
Siempre le pagaban con prontitud, y su margen de beneficio era con-
siderable para el riesgo del comercio de animales. Así, se informó so-
bre el nombre de aquel bromista. Le dijeron que era Sexto Papinio,
hijo adoptivo del acaudalado Anicio Cerealis.
-Parece mentira que alguien de buena familia gaste bromas de
ese tipo -murmuró el mercader de fieras, y grabó el nombre en su
memoria. Quizá algún día le seria útil para ganarse el favor del empe-
rador. La competencia era grande, y de vez en cuando había que ofre-
cer algo especial.

En los últimos días de mayo el emperador alcanzó los limites de la


ciudad de Roma, mientras que las tropas de a pie llevaban algunos
días de retraso. Las legiones y tropas auxiliares habían regresado a
sus ct~arteles de invierno, pues la «campaña» había terminado feliz-
mente.
Calígula no puso los pies emí Roma durante las semanas siguientes.
Lo hizo adrede para avivar el miedo y la tensión en el Senado. Ade-
más, quería dar ante el pueblo la imagen de un emperador religioso
que participaba en uno de los más antiguos actos de culto en Roma:

459

las fiestas Ambarvales, que tenían lugar en el santuario consagrado a


la diosa Ceres, situado a la orilla derecha del Tíber en el quinto milia-
rio de la Vía Campana. Dice la leyenda que su culto fue implantado
por Rómulo.
Hacía y a tiempo que había sido anunciada la llegada del empera-
dor, y los sacerdotes vestidos de blanco recibieron al príncipe con
respeto, pero sin entusiasmo. Los sacerdotes de Ceres, conocidos
como fral res ai-uales, procedían de las mejores familias romanas y ejer-
cían de por vida su respetadisimo cargo. Todos los años elegían de
entre sus filas a un maestro, que se acercó ahora dignamente a Calígu-
la, lo abrazó y lo condujo al bajo y alargado edificio en el que los
sacerdotes se alojaban durante los actos de culto.
Las Ambarvales, que duraban tres días, se componían de una serie
de ritos, cantos y oraciones y se repetían en complicada sucesión al
pie de la letra, según los preceptos tradicionales. Durante las ceremo-
nias, los sacerdotes llevaban en la cabeza una cinta blanca con una
corona de espigas, pues el acto de consagración tenía por objeto pe-
dir la fecundidad del campo, a Marte, y despertar a los espíritus de la
siembra. Desde hacia unos doscientos años, Marte también había
adoptado la advocación de dios de la guerra y de las batallas, pero su
veneración como dios del campo era mucho más antigua. A ello se
aludió también en la canción de súplica que cantaron los sacerdotes:
«Marte, Marte, no dejes que se extiendan las epidemias y la perdicion:
Llama umio por uno a todos los espíritus de la siembra! ¡Ayúdanos, oh
Marte, avúdanos!».
El último día de los tres de la fiesta terminaba con una solemne
marcha por los campos contiguos. El emperador participó en ella
como sacerdote de honor. Iba vestido como todos los demás, con una
blanquisima toga, y llevaba en la cabeza la cinta blanca con la corona
de espigas.
Pero su corazón no participó en este acto de culto. Sus pensamien-
tos corrían a Roma, donde el Senado, temblando de miedo, le había
ofrecido al fin el triunfo. Por más que deseara aparecer como su pa-
dre, de pie sobre una cuadriga adornada, y ante él los senadores, con
sus togas blancas adornadas con la faja de púrpura, y los sacerdotes,
los funcionarios del Estado, los guerreros de alto rango y luego los
sirvientes de los templos con los animales del sacrificio; por más que
el emperador deseara ofrecer este espectáculo al pueblo, no quería
cumplir el deseo del Senado. Vacilaba entre los deseos y no sabia a
cuál ceder. Su inclinación por las apariencias públicas era muy acen-
tuada, y habría disfrutado enormemente entrando en solemne proce-
sión por la Porta Tniumphalis en el Circo Flaminio con el cetro del
águila en la mano, vestido con la tunica palmata y la toga picta, y pa-
saisdo desde allí, por la Porto (]arinentalis al Circo Máximo y llegar lue-
go por la Vía Sacra al Capitolio, ofreciendo sacrificios a los dioses ada-
rnado por el pueblo. Pero esto significaría ceder ante los senadores,
que, de todos modos, se exhibirían sin mérito alguno en la marcha
triunfal. ¡No! Calígula decidió espontáneamente rechazar la petición
y organizar sólo una ovatio, denominada así por el pueblo como «pe-
qtieflO triunfo".
Dio orden a sus funcionarios de preparar todo lo necesario, pues
el 31 cíe agosto, (lía de su cumpleaños, debía celebrarse la ovatio. Natu-
ralmeríte, no se reparaba en gastos para darle una mayor pompa que a
los anteriores triunfos, a fin de ganarse la clemencia del emperador.
Algunos germanos típicos tenían que hacer de «prisioneros», incluso
se había traído a algunos príncipes galos para poder presentar tam-
bién a algunos «reves bárbaros». Estos llevaban dos meses dejándose
crecer el cabello para tener un aspecto más salvaje, y les dieron nom-
bres germánicos ficticios. De todos modos, en Roma nadie se daría
cuenta del engaño. Un trirreme en que había emprendido tiempo
atras tina pequena excursión por el Atlántico, fue clestuantelado y
transportado a través de los Alpes para ser presentado en la ovatio
como «barco de guerra» del emperador.
Los senadores respiraron aliviados, pues, al nienos, el emperador
no los había ignorado totalmente. Y, así, la ovatio del último día de
agc)sto no se diferenció gran cosa de una marcha triunfal; la única
diferencia era que el emperador llevaba la toga praetexía y la corona
ovalis, que consistía en una corona de mirtos.
Cuandc la comitiva se detuvojunto a la Basilica Julia, Calígula hizo
arrojar al pueblo denarios y sestercios recién acuñados con su ima-
gen. Coíi esto una docena de viejos y tullidos acabaron aplastados por
la niultitud.
Eií unos carros de hueves llevaban las cestas llenas cíe conchas
como prueba de la «victoria sobre Neptuno» y de la presencia del
emperador en el Canal de la Niancha.
La plebe gritó entusiasmada hasta quedarse ronca, sobre todo los
que habían atrapado una moneda. Además, el emperador hizo anun-
ciar por heraldos que en los próximos días organizaría juegos gratui-
tos para celebrar su ovatio. De nuevo estalló el júbilo, pero pronto
mostraría Calígula su verdadera cara.

En los juegos del Circo Máximo también estaban sentados aquellos


que más sufrían las nuevas leves fiscales: los taberneros, los porteado-
res, las prostitutas, los pequeños comerciantes, los barrenderos y los
transportistas. Para éstos aquélla era una de las conradisimas ocasmo-

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nes en que podían ver al emperador, aunque fuera desde lejos. La


aprovecharon para manifestar su malestar a gritos.
-. Nadie entiende esas nuevas disposiciones!
-¡Tus impuestos nos ahogan! ¡No podemos vivir!
-¡Róbales el dinero a los ricos y no a nosotros!
-¡Por cualquier mierda de nada tenemos que pagar tributos!
~Bajo Tiberio esto no hubiera ocurrido!
Calígula escuchó durante un rato los gritos dirigidos a él. Luego
envió a sus pretorianos para que restablecieran el orden, pero los gri-
tos de la plebe habían desatado su rabia, y no había ya manera de
calmarla. El emperador dio una breve orden y se retiró. Con la espada
desenvainada, los pretorianos se abalanzaron sobre los que gritaban y
organizaron un baño de sangre que costó unas cuarenta vidas huma-
nas. Otros cien fueron detenidos y acabaron convertidos en gladiado-
res. Muy pocos sobrevivieron a los días siguientes, pero a partir de esa
fecha ya nadie se atrevió a gritar insolencias emi el circo.

Otra nueva y nefasta disposición empezó a envenenar en Roma la vida


de la gente acaudalada. Los esclavos, que antes apenas tenían permniso
para actuar como testigos ante los tribunales, podían denunciar ahora
a sus señores por declaraciones de impuestos real o presuntamente
falsas. A cambio, recibían la libertad y una octava parte del patrimo-
nio confiscado. Lógicamente, la tentación era grande, y más de un
esclavo apaleado aprovechó la oportunidad para vengarse de su
senor.

Tras la llegada del emperador a Roma, Cornelio Sabino inició inme-


diatamente su servicio en la guardia pretoriana. Pocos días después, el
prefecto, Arrecino Clemente, mandó reunir a los tribunos en el Castra
Praetoria, junto a la Vía Nomentana.
Desde los tiempos de Tiberio, la guardia pretoriana se componía
de diez cohortes de mil infantes cada una; a ellas se añadían diez es-
cuadrones de jinetes de trescientos hombres en total que, como todas
las cohortes, estaba bajo el mando de un tribuno. Mandaban la guar-
dia dos prefectos, de los que, no obstante, sólo Clemente aparecía en
escena, mientras que el otro, un hombre ya mayor, ostentaba aquel
honroso titulo sólo a efectos honoríficos.
Siempre había algunos tribunos que no podían ausentarse del ser-
vicio, de modo que sólo se presentaron nueve de ellos en la sala de
recepción ante Am-recino Clemente. El prefecto no tenía una figura
especialmente marcial, pero era ambicioso y suspicaz.

462

j
-Señores, lamentablemente, no es ningún motivo agradable el
que nos reúne aquí por orden expresa del emperador. Se trata de la
hermana de Calígula y de su guardia en las islas Pontinas. El coman-
dante del grupo de vigilancia en Pontia, nombrado por el mismo em-
perador~ el centurión Aulo Prisco, se ha dejado sobornar por Julia
Livila y ha transmitido cartas y noticias; es decir, y lo lamento sincera-
mente, que ha cubierto de vergúenza a la guardia pretoriana. Se ha
podido demostrar su culpabilidad y, adiemás, ha confesado. El empe-
rador desea que nosotros, sus compañeros, dictemos sentencia. Sabéis
hasta qué punto él confia en nosotros y recompensa una y otra vez
nuestra lealtad con privilegios y donativos. Prisco no sólo ha incurrido
en alta traición, sino taml)ién en deslealtad, mancillando de este
modo el honor de toda la guardia. Para esto existe un solo castigo: ¡la
muerte con deshonor! Propongo que el traidor Prisco sea empalado y
azotado hasta que muera. Quien vote a favor, que levante la mano.
-Permiteme una pregunta, prefecto -Sabino pidió la palabra-.
¿Fue investigado a fondo el caso? ¿Se produjo la confesión de forma
voluntaría~
Clemente frunció el ceño.
-¡Ajá! Nuestro novato alberga dudas sobre la legalidad del proce-
dimiemito. Permite que te diga que ningún pretoriano, ni siquiera el
legionario de tropa, llega ante el tribunal militar sin que los hechos
hayan sido comprobados escrupulosamente. ¿Te basta esto?
Sabino asintió, y Clemente repitió su invitación. Se levantaron
nueve manos. La decisión fue unánime.
-No esperaba otra cosa. Informaré inmediatamente al empera-
dor. Ahora, otra cosa: Su Majestad me ha ordenado que proponga un
sucesor adíecuado para Prisco. Ya conocéis la situación. El servicio de
Pontia equivale a un traslado disciplinario, y no aporta honores. En
consecuencia, os pido que propongáis a un centurión que necesite un
escarmiento, pero que, por lo demás, sea fiel y de confianza. De todos
modos, al cabo de un año será relevado.
Sabino levantó la mano. El prefecto esbozó una sonrisa forzada.
-Por lo visto, quieres poner a prueba mi paciencia, tribuno. Bien,
te escucho.
-Yo merezco un escarmiento, prefecto, pues mi anterior pregun-
ta fue impertinente, y pido disculpas. Quiero, pues, presentarme yo-
luntarid) para el servicio en Pontia.
Esto excedía el entendimiento del prefecto, y también Querea
miró asombrado a su amigo.
-;Tú? ~Un tribuno? No es posible, Cornelio Sabino, los desterra-
dos en Pomí tía siempre fueron vigilados sólo por un manípulo bajo las
órdenes de un centurión. Subestimas tu rango, Sabino; en cualquier

463

L
caso, no puedo enviar a Pontia a un tribuno para que vigile a una
mujer. El emperador se pondría furioso y me pediría explicaciones.
No. Olvidalo.
Pero Sabino insistió en su empeño.
-Sólo pido que me propongas para este servicio. Dile al empera-
dor que de este modo quiero expresar mi especial devoción por la
gracia que me ha sido concedida. Su Majestad sabe a qué me refiero.
Clemente suspiró.
-De acuerdo, pues. ¿Por qué no? Pero ya te puedo decir ahora
que la respuesta será negativa.

Cuando más tarde se dirigieron a sus despachos oficiales, Querea le


susurro:
-Esto no lo has hecho sin motivo, Sabino. ¿Qué hay detrás de
todo esto? ¡Dimelo!
Pero Sabino permaneció callado y movió negativamente la cabeza.
-¿Es que ya no confías en ini? ~Qué te ocurre? Te estás metiendo
en un buen lío...
Sabino se detuvo.
-No me estoy metiendo en ningún lío. Voy con los ojos muy
abiertos, y sé perfectamente lo que hago. Por otra parte, existen pocas
posibilidades de que lo consiga. Ten un poco de paciencia, amigo
mio, pronto hablaremos claramente de todo esto.

Sólo dos días después, Calígula mandó llamar al tribuno Cornelio Sa-
bino. Fue registrado a fondo por la guardia de palacio para compro-
bar que no iba armado. Luego, un mayordomo lo condujo por pasi-
llos tortuosos hasta los aposentos privados del emperador.
-En seguida podrás interpretar el papel de Paris y emitir tu juicio
sobre cuál de las damas te gusta más -exclamó Calígula a modo de
saludo.
Sabino miró a su alrededor, pero allí no había nadie más que el
emperador, vestido con una túnica ridículamente corta que dejaba al
descubierto sus flacos muslos peludos, y dos jóvenes esclavos que sa-
caban vestimentas de un arcón abierto.
-Ten paciencia, Sabino, te presentaré a las hermosas damas una
tras otra.
Después, desapareció con un esclavo tras un biombo pintado. Des-
concertado, Sabino permanecio de pie junto a la puerta. Tras el biom-
bo se oían roces perceptibles, y, de repente, salió una figura envuelta
en vestidos de color azul noche, bordados con estrellas doradas. La

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-j
r
figura llevaba velo, en su cabeza refulgía una luna creciente de plata.
Con afectados y solemnes pasos, la figura camino por la estancia, gi-
rando como en una danza. Al fin, se detuvo y echó el velo hacia atrás.
Pero no apareció ningún rostro humano sino la máscara plateada de
un rostro de mujer.
La figura desapareció y, poco después, salió Venus de detrás del
biombo. Llevaba ropajes blancos, sandalias doradas y un velo que
ocultaba su rostro. En una mano sostenía un espejo, y con la otra se
recogía graciosamente los ondeantes faldones. Avanzaba danzando a
pasitos breves; de vez en cuando levantaba el espejo y suspiraba como
si estuviera encantada de su propia belleza. Luego, desapareció tam-
bién ella.
La última en aparecer fue Minerva, con toda su armadura: yelmo,
escudo y lanza, una máscara de oro, los hombros cubiertos y el pecho
con la égida con cabeza de Medusa. Andaba erguida, orgullosa y mar-
cial. Sus pasos resonaron pesadamente por la estancia.
Sabino supo en seguida que era el emperador quien se escondía
tras todos estos disfraces, pero si le preguntaba, ¿por quién debería
optar? En la mitología, Paris pasó a Afrodita la manzana de la belleza,
pero una sensación indeterminada le decía que no era para ella para
quien Calígula exigía este premio. Reflexionó a toda prisa, pues ahora
también Minerva había desaparecido. ¡Luna! Naturalmente, era
Luna, pues tenía el rostro de Drusila. Todo el mundo en Roma tenía
su imagen ante los ojos, una imagen que se encontraba aún en todas
partes, en los templos, en los foros y en los edificios públicos con figu-
ra de Pantea. ¡Por esto la máscara plateada le pareció inmediatamen-
te tan familiar! Sabino respiró aliviado y esperó tranquilamente la
aparición del emperador.
Poco después éste salió vestido con uno de sus abigarrados y exóti-
cos trajes de palacio, guarnecidos de bordados y de flecos. Sus ojos
fríos se clavaron en Sabino.
-Bien, Paris-Sabino, ¿a quién entregarías la manzana?
-¡Quién podría dudar! -dijo Sabino con voz firme y decidida-.
Es a la grácil y misteriosa Luna a quien corresponde la manzana
de oro.
El emperador se pasó el dorso de la mano por la ancha y sombría
frente; en sus ojos apareció una leve mueca de asombro.
-¿Estás seguro~
-Lo estoy, Majestad -contestó Sabino dejando entrever mm tono
de osadía-. Tal vez tú habrías optado por otra elección, pero ya que
me has nombrado Paris, a mm...
-Si, si, está bien. Quizá mi elección hubiera coincidido con la
tuya, pero eso no te importa. Te has ofrecido voluntariamente para el

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servicio en Pontia, tú, un tribuno, un Cornelio... Por cierto, he indul-
tado a Prisco; esta mañana fue decapitado. También en estos casos
quiero que los hombres se den cuenta de que vale la pena ser un
pretoriano, hasta cuando le ejecutan a uno. ¿Qué pretendes con este
ofrecimiento, Sabino? ~Quieres estar cerca de Livila, o ella ha conse-
guido hacerte llegar una misiva?
Los ojos gélidos de Calígula lo acechaban, y Sabino sabia que no se
les escapaba ningún movimiento de su rostro o de su cuerpo.
-No, Majestad, va lo he dicho antes: de este modo quiero agrade-
cer tu clemente deferencia con ocasión de la herencia de mi tío. A mi
me da lo mismo tener que vigilar a Livila o a Agripina o que me encar-
gues otra misiói-i, igualmente impopular. Tampoco quiero ocultarte
que preferiría permanecer en Roma, donde nie he mudado a la her-
mosa casa de mi tío, en la que viven mis padres, mis amigos y mis
amigas...
Calígula estalló en una sonora carcajada.
-¡Ahora no te eches atrás, tribuno! Tu oferta me gustó desde el
principio, sólo quise ponerte a prueba. Y quiero que sepas por qué.
Tal vez no te hayas dado cuenta, o quizá ya lo has olvidado, de cómo
Livila te observó en aquel banquete. Es una mosquita muerta, pero le
encantan los hombres, y no sólo me refiero a ese poetastro de Séneca.
Tú me eres leal, Sabino, ya me he dado cuenta de eso. No formas
parte de aquellos Cornelio que reparten sus bienes entre sus clientes
para eludir el census. Tú estás de mi parte. Lo sé desde nuestro primer
encuentro.
-. Saber leer en los corazones, señor! -dijo Sabino con modestia.
-¡Qjalá supiera hacerlo mejor! -exclamó Calígula-. Me hubie-
ra ahorrado algunos chascos. Pero volvamos a Livila. En las cartas x
misivas que ese canalla de Prisco transmitió, Livila pedía ayuda a pa-
rientes de su esposo, a amigos y a antiguos clientes para que yo limita-
ra su destierro a un tiempo determinado. Naturalmente sé lo que ocu-
rriría si la indultara. Intentaría movilizar contra mi a todas las fuerzas
hostiles al emperador. Haría todo lo posible por aniquilarme. No co-
noces a mis hermanas, Sabino; aunque por naturaleza sea peor Agri-
pina, Livila no es menos decidida. Bien, no tengo ni la menor inten-
ción de indultar antes de tiempo a ninguna de estas arpías. Lo más
probable es que incluso algún día las circunstancias me obliguen a...
Calígula hizo un movimiento tajante con la mano derecha y es-
bozó una sonrisa de carnicero.
-De ti, Sabino, no espero que rehúyas a Livila, al contrario. Pero
no lo olvides nunca: ella es desconfiada y tiene una aguda inteligen-
cia. ¡No te dejes embaucar! No quiero que insistas en ganarte su sim-
patía, esto la haría desconfiar en seguida. Puedes decir que te he con-
1
r
denado al servicio de vigilancia en Pontia como castigo, o por
capricho. Tienes que ganar su confianza, Sabino, esto es lo más im-
portante. ¿Verdad que eres hijo del editor Cornelio Celso? No puedo
imaginar ninguna presentación mejor. Livila idolatra a los currinches
y a todos los que conocen bien los libros o tienen que ver con ellos.
Con esto ya tenéis tema de conversación para rato, pero no te olvides
nunca de tomarle el pulso. No quiero saber lo que planea, pues en
Pontia dificilmente podrá tramar una conjura. Me interesan los nom-
bres de los que estuvieron implicados en aquella conspiración de Lé-
pido, cuya identidad desconozco. Muchos de ellos se me han escapa-
do, de esto estoy seguro. Esa gente sigue en libertad, y ahí está el
germen de una nueva conspiración. Cuando los haya exterminado a
todos y haya cortado todas las cabezas a la hidra, Roma será un pa-
raíso, Sabino, te lo prometo. Pero hasta que llegue ese momento, no
coííoceré la clemencia, los culpables lo pagarán, lo pagarán con su
vida y con sus propiedades. ¡Sea quien sea!
Durante su discurso, Calígula se había levantado de un salto y,
como una hiena, no paró de dar vueltas por la pequeña estancia. Su
abigarrado traje de seda se había abierto, y asomaron sus piernas fla-
cas y peludas. El cuerpo, pesado e hinchado, el cuello largo y delgado
y el rostro lívido, con la frente alta y sombría, los ojos fijos y la boca
fina y apretada, le causaron tal repugnancia que Sabino sintió náu-
seas. Pero se vio triunfador y pensó: "Ahora, ha dejado caer la máscara
ante mi y sé lo que le preocupa, lo que quiere, lo que teme y lo que
planean.
-Haré todo lo que esté en mi mano, pero...
-Tampoco será por mucho tiempo -dijo Calígula-, pues no
quiero que tengas la impresión de que me quiero aprovechar de ti. Al
fin y al cabo, te ofreciste voluntariamente, y, créeme, sé apreciarlo. Te
quedarás allí durante dos meses, tres como máximo, tiempo suficien-
te para averiguar si ella se fia de ti o si te rechaza. Eres un muchacho
apuesto, Sabino, sin duda tendrás un montón de amiguitas...
-Ninguna relación seria, Majestad. Aún no he tenido la suerte de
encontrar una mujer como Cesonia Augusta.
El emperador sonrió halagado.
-Ni tampoco la tendrás nunca. Me refiero a esa suerte. Es algo
que sólo es concedido a los dioses, pues Cesonia es única; si, es única.
Pero no por esto descuido a las demás, te aseguro que no. Puedo ha-
cer todos los días el amor a cinco mujeres, si es necesario, incluso a
una docena. El vigor de los dioses ,¿sabes?
Calígula enmudeció y dirigió una extraña mirada a Sabino:
-Estoy hablando contigo como si fueras mi igual. ¡Terminemos
ya! Sabes lo que tienes que hacer. Manténte preparado mañana por la
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mañana. Serás recogido y llevado a Ostia, donde espera un rápido


trirreme.
Sabino saludó al estilo militar y se sintió satisfecho de no tener que
besar los pies al emperador, una costumbre que se estaba impo-
niendo.
A Sabino todo aquello le parecía un sueño extraño. Obviamente,
el emperador sentía simpatía por él, confiaba en él, y durante unos
instantes había dejado caer su máscara. ¿O fue otra de sus representa-
ciones como la escena de los disfraces? ,Pretendia atraerle también a
él a una trampa, como a tantos otros a quienes elogiaba y distinguía
mientras sus funcionarios de justicia redactaban el escrito de acusa-
ción? No obstante, tenía que aceptar el riesgo, como un cazador que
sólo puede matar a la presa si se aproxima a ella.

El tratante de animales, que siempre recibía con tanta puntualidad


sus pagos de la corte imperial, tomó al pie de la letra lo que en aquella
ocasión oyó en el simposio. Comunicó su observación al oficial de los
pretorianos que estaba de guardia en el Palatino, y repitió lo que Pa-
pinio había dicho: ~¿Qué haría Calígula si supiera cuántas dagas y
espadas le esperan en Roma?".
El oficial le dirigió una mirada escéptica al oír la denuncia, pero la
transmitió en cumplimiento de sus obligaciones, y, al fin, llegó a Arre-
cino Clemente, prefecto de los pretorianos. Para no arriesgarse, Cle-
mente quiso comprobar el caso, y arrestó a Sexto Papinio. El joven
incurrió en contradicciones que lo hicieron sospechoso, y el empera-
dor fue informado del caso.
-Torturadlo hasta que diga nombres, pero cuidaos de que no
muera -fueron las instrucciones del emperador. El penoso interro-
gatorio se realizó en la mazmorra del Palatino, pues el emperador
deseaba ser informado inmediatamente.
Unos esbirros que conocían bien su trabajo y habían multiplicado
su experiencia bajo Calígula, lo ataron en el potro de tortura. Lenta-
mente le fueron dislocando los miembros. La cabeza del atormentado
se balanceaba de un lado a otro. Saltaron las articulaciones con un cm-
jido de las cótilas; gritó, gimió, balbuceó, pero no contestó a las pregun-
tas. Intervino entonces un segundo esbirro, éste tomó el pesado látigo
de espinas y bolas de plomo. La piel tensa del cuerpo reventó bajo los
primeros golpes y arrancó a la víctima gritos espantosos. Tras veinte
golpes, las nalgas y la espalda se convirtieron en msa masa sanguino-
lenta.
-¡Alto! -ordenó el pretoriano que dirigía el interrogatorio-. El
emperador quiere que siga vivo.
-¡Venga, Papinio, dinos de una vez los nombres! Seguro que co-
noces a algunos de los que tenían preparadas espadas y dagas para el
emperador. Sólo tienes que decir dos o tres nombres y te desataremos
y traeremos un médico.
Papinio, a causa del dolor, se había mordido la lengua y los labios,
y de su boca ensangrentada y tumefacta sólo salieron unos sonidos
imperceptibles. Lo desataron y le apoyaron una copa de vino en sus
labios destrozados. Tomó unos tragos, con gran esfuerzo, respiró con
dificultad y cerró los ojos.
-¡No queremos que duermas, sino que hables! -gritó el preto-
riano, e hizo una señal a los esbirros.
Inmediatamente volvieron a colgar a Papinio de las cuerdas y em-
pezarois de nuevo su trabajo. Papinio ya sólo fue capaz de emitir unos
gemidos apagados, que pronto dejaron de oírse.
-Si lo matáis, el emperador os cortará la cabeza -amenazó el
pretoriano.
Pero ¿qué podían hacer? No había manera de hacer hablar al tor-
turado. Hicieron nuevos intentos con el torno y el látigo, pero sólo le
sacaron quejidos, gemidos y gritos. En consecuencia, lo dejaron en
paz e informaron al emperador.
-Pues tendremos que intentarlo de otro modo. Arrestad a su pa-
dre y traedlo aquí. ¿Cómo dijisteis que se llama?
-Es su padrastro Anicio Cerealis, señor.
El buen hombre fue conducido a la cámara de torturas donde en-
contró a su hijo convertido en un pingajo de carne machacada, a punto
de desvanecerse. Con un estremecimiento, Cerealis volvió la cabeza.
-Quiero hablar con el emperador.
Calígula lo recibió en el acto.
-Bien, senador, parece ser que tu hijo anda urdiendo planes de
alta traición. Desgraciadamente, hasta ahora la tortura no ha sido ca-
paz de soltarle la lengua, pero ya has visto lo que queda de él. Temo
que no mucho. ¿Verdad que tú estás implicado en la conspiración,
Cerealis? ¿O acaso tu hijo no te ha comunicado sus planes?
El senador Anicio Cerealis sabia que lo torturarían igual que a su
hijo, y también sabia que no tenía fuerzas para resistirse a una tortura
tan cruel. Su hijastro estaba perdido y, en caso de que sobreviviese,
moriría bajo la espada del verdugo. ¿Y todos los demás que se habían
unido a la conspiración: el cuestor Baso, los tres senadores, los nobles
y los oficiales?
Cerealis no era ni un héroe ni un estoico. De todos modos, ahora
intentaba convencerse a si mismo de que sólo se había unido a esa
absurda conspiración por insistencia de su hijastro, y no veía por qué
iba a tener que hundirse con los demás.
468 469

-¿Has perdido el habla? -lo increpó el emperador.


Cerealis levantó la mirada, la dirigió al rostro de Calígula, desfigu-
rado por los vicios y la gula incontenible y se estremeció bajo aquella
mirada insensible. Sabia que sólo había una única posibilidad, una
sola, de salir de esta desgraciada historia. Tenía que descubrir la con-
jura, decir todos los nombres, someterse al emperador. pasara lo que
pasara.
-~Puedo hablar a solas contigo, Majestad?
Calígula se dio cuenta de que el senador quería hablar y mandó
salir a sus cortesanos. Sólo dos hombres de su guardia permanecieron
detrás de él como estatuas.
Calígula hizo un gesto como para quitarle importancia a este
hecho.
-Estos no cuentan, apenas entienden el latín. Adelante, pues.
Cerealis se lo jugó todo a una carta.
-Quiero hablar, señor, pero sólo hablaré si en presencia de tesu-
gos me garantizas total impunidad. Y no sólo esto: como sólo estoN' en-
terado de la conspiración contra tu vida pero no estoy implicado en
ella, mi único delito consiste en haber callado. Tú, como padre, com-
prenderás que no fui capaz de denunciar a mi hijo y como él también a
los demás. Le he suplicado que desistiera de sus planes, lo hice una y
otra vez, pero la juvenníd es irreflexiva y fogosa, y, por desgracia, no
tuve éxito. Tampoco lo tuve cuando intenté hacerle ver como adverten-
cia el ejemplo de Lépido. Tengo el corazón débil, señor, y no sobrevivi-
ría ni a una leve tortííra. Pero, entonces, tú volverías a encontrarte al
principio y tendrías que temer todos los días por tu vida. Si hablo, no
sólo pido impunidad sino también una cuantiosa recompensa que me
perníita retirarme sin preocupaciones a mi hacienda en el campo.
Cerealis había encontrado el tono adecuado. El emperador sentía
comprensión ante la gente venal. Su rostro se distendió y tomó un
cariz de benevolencia.
-Si me ayudas a aclarar por completo la conspiración, te prome-
tere ante testigos no sólo la impunidad, también una recompensa.
¿Bastan cien mil sestercíos~
Cerealis, pese a todo, logró componer una sonrisa.
-Pones un precio muy bajo a tu vida, señor. Yo la valoro en mu-
cho más, por no decir que la tengo por impagable. Creo que aún me
quedo muy corto si propongo multiplicar la cantidad por diez. Por un
millón de sestercios te diré todo lo necesario para desvelar por com-
pleto la trama de la conspiración.
Calígula ya se impacientó, pero en su fuero interno, muy a su pe-
sar, le daba la razón al senador. En definitiva, ¿qué era un millón de
sestercios a cambio de su valiosa vida?
-Bien, Cerealis, de acuerdo.
Hizo llamar a Calixto, que redactó, conjuntamente con un escriba-
no, un contrato en el que constaban las condiciones exigidas por Ce-
realis y se recogía también su extensa confesión. Todos los nombres
salieron a la luz, e inmediatamente después los pretorianos se disper-
saron para arrestar a los conspiradores. A Cerealis le fue pagada su
recompensa por la delación, y Calígula se atuvo estrictamente a sus
acuerdos.
El cuestor Betilino Baso fue arrestado y, con él, una docena de
senadores y de nobles. La mayoría confesó, y sólo en algunos casos
hubo que recurrir a la tortura.
Calígula se mostró triunfante. ¡Victoria, una victoria total! Quiso
convertir la ejecución de los traidores en un gran espectáculo, y delí-
beró largamente sobre esta cuestión con sus asesores. Como lugar
para la ejecución se establecieron los jardines vaticanos, y se invitó a
un gran número de espectadores.
470 471

XXXI

El pequeño y rápido birreme de la flota imperial estaba equipado con


una gran vela que se desplegaba con el viento a favor. Pero, principal-
mente, el barco era impulsado por la fuerza muscular de los remeros.
No obstante, no eran presos los que estaban sentados en los barcos, sino
marineros bien pagados y alimentados que se turnaban regularmente.
A Sabino le pareció un enigma el que ese pequeño barco fuera
capaz de encontrar las minúsculas islas situadas a gran distancia mar
adentro.
El capitán se limitó a reír cuando Sabino le pregunto.
-Existen algunos recursos, aunque lo más importante es la expe-
riencia. En esta ruta me he orientado por el promontorio de Circe y,
desde allí, con ayuda de la posición del sol, he tomado rumbo exacta-
mente hacia el sur. Así llegaremos con seguridad a la isla principal,
Pontia, donde te dejaré en tierra. A unas treinta millas al este se en-
cuentra Pandateria, adonde me dirigiré a continuación.
"Seguro que sabe que allí vive Agripina, pero se cuida mucho de
pronunciar su nombre", pensó.
-¿Qué harás allí?
El patrón volvió hacia él su rostro curtido, esbozó una sonrisa y se
encogió de hombros.
-Nada que te importe, tribuno.
Sabino le dio al marinero una fuerte palmada en el hombro y vol-
vió a tomar asiento en sim silla en la proa del barco. Cuando avistaron
la isla, preguntó:
-¿Dónde atracaremos?
-El pequeño puerto se encuentra en la costa este. Allí sólo viven
un par de pescadores.
-¿Cuál es el tamaño de la isla?
-Tiene unas cinco millas de longitud, y su punto más ancho se
cruza a pie en una media hora escasa. Aun así puede sentirse afortu-
nado cualquiera que haya sido desterrado a ella y no a Pandateria o a
Sinonia, que no son más grandes que un par de campos de cultivo y
donde en media hora uno lo ha visto todo.
-Gracias por la información. Por suerte, vengo voluntariamente
aquí, y no estaré mucho tiempo.
-Pero toda una vida...
El capitán se estremecio.
-No, no, realmente, no es agradable, pero mientras hay vida...
hay esperanza! -completó Sabino.

En el puerto ya esperaba un grupo de legionarios que no sabían que


su superior iba a ser un tribuno, pero que contaban con que enviarían
un sustituto de Prisco.
Sabino se hizo poner por su asistente la coraza, el yelmo y las cáli-
gas, y con una rápida mirada comprobó su espada corta.
-Se quedarán pasmados, señor -dijo el muchacho-, cuando
vean que al centurión le sigue un tribuno.
-Un legionario no se queda pasmado nunca, Rufo, sino que obe-
dece, independientemente de que su superior sea un gregario, un
centurión o un tribuno.
Sí tribuno!
Aun así, el andrajoso grupito de legionarios se quedó pasmado.
Ninguno de ellos estaba allí por su voluntad, pues todos habían co-
metido alguna fechoría y, bajo amenaza de ser licenciados de forma
deshonrosa, podían demostrar aquí su buen comportamiento duran-
te un periodo más o menos prolongado.
Se adelantó un hombre y dijo con voz desenvuelta y vivaz:
-¡Salve, tribuno!, el decurión Quinto Cúculo se presenta con
doce hombres para recibirte.
Sabino logró reprimir una sonrisa, pues el nombre de Cúculo sig-
nificaba vulgarmente mentecato y holgazán.
Le habían dado una superficial documentación escrita sobre el
pelotón de vigilancia, yjunto al nombre de Cúculo aparecía la obser-
vación: "De unos cincuenta años de edad, valiente, pendenciero, ira-
cundo, varias veces degradado, por última vez como decurión en una
legión siria. Hay que tratarlo con dureza, pero con justicia".
"Bien -pensó Sabino-, se te nota la lista de castigos, amigo.» Dos
profundas cicatrices atravesaban el ancho rostro de Cúculo, una des-
de la frente hasta la mejilla derecha, pasando por el nacimiento de la

472 473

nariz, la otra desde la mejilla izquierda hasta la barbilla pasando por


encima de los labios. Esta herida había desfigurado de tal modo su
boca que daba la sensación de que Cúculo estuviera esbozando siem-
pre una sonrisa impertinente. Su ojo izquierdo estaba entornado, y,
por lo visto, era ciego. El derecho contempló a Sabino con expresión
de rabia, mientras daba la novedad con voz chillona.
Dos caballos esperaban en el puerto: uno para el tribuno, el otro
para el decurion.
-Ejem, ¿se puede preguntar, tribuno, qué ha sido de Prisco,
ejem..., del centurión Aulo Prisco?
-Naturalmente, Cúculo, no es ningún secreto. El tribunal militar
lo condenó a ser ejecutado a latigazos, pero el emperador lo indumító x'
le permitió morir por la espada.
-Lo imaginé, lo imaginé... -murmuró el decurión.
Sabino no le prestó atencion. El camino empezaba a ascencer lige-
ramente hasta que alcanzaron una planicie sembrada de rocas, don-
de, a cierta distancia, había dos casas. El decurión las señaló:
-En la más pequeña vive la desterrada Livila; la mayor es nuestro
cuartel. Detrás, desde aquí no se ve, hay otra casita en la que vivía el
centurión. Como supuse que vas a vivir en ella, la hice limpiar y ade-
centar.
-Está bien, decurión.
Al llegar al cuartel otras dos docenas de legionarios se pusieron
firmes y saludaron a sim nuevo superior.
~ cuarenta hombres para vigilar a una mujer>~, pensó Sabino
y le sorprendió lo peligrosa que el emperador consideraba a su her-
maría.
Saltó del caballo y pasó revista a los hombres. Vio sólo a algunos
jóvenes entre ellos; la mayoría eran legionarios veteranos, cuyos ros-
tros eran toda una historia. Por ejemplo, estaba el zorro astuto de ojos
vivos, que, sin embargo, era siempre algo memios astuto que sus su-
periores y tenía que pagar constantemente por ello. Estaba también el
tipo que se escaqueaba siempre de cualquier trabajo, con su expre-
sión desconfiada, descubierto una y otra vez. Después estaban los rate-
ros, los indisciplinados, los constantemente ofendidos porque creían
que todo el mundo los perseguía y se sentían victimas de una injusti-
cia continuada, los pendencieros, los borrachines, los maniacos del
sexo.
Sabino fue conducido a su casita algo derruida por los años y las
inclemencias del tiempo. La casa estaba dividida en tres estancias. En
el interior olía a cerrado, a polvo, a suidor y a excrementos.
-Abre las contraventanas, Rufo, hasta que haya desaparecido este
hedor, y luego prepárame un baño.
El decurión esbozó una sonrisa, y Sabino estuvo a punto de re-
prenderlo, pero en el último instante se dominó. Quizá aquella sonri-
sa se debía solamente a sus cicatrices.
-Puedes marcharte, decurión, más tarde te haré llamar.

Pasó casi una hora hasta que Rufo terminó de calentar agua suficiente
para llenar una abollada bañera de cobre. Suspirando, Sabino se me-
tió en el agua, que ya casi había vuelto a enfriarse, y se enjabonó.
Había allí un hedor espantoso. Asqueado, Sabino olfateó la cenicien-
ta pastilla dejabón grasiento. Realmente no se podía decir que el bue-
no de Prisco hubiera llevado aquí una vida muy civilizada. No era de
extrañar, por tanto, que soñara con una vida mejor, y que, para conse-
guirla, contara con la ayuda de Livila.
Mientras Rufo le secaba, Sabino reflexionó en voz alta:
-Naturalmente estos hombres esperarán de mi que los haga for-
mar, que pronuncie un breve discurso, que amenace, que prometia
castigos para, luego, continuar con la misma desidia de antes.
-Si, tribuno, es así como funcionan las cosas en la tropa.
Sabino se echó a reír:
-Un novato como tú haría mejor en callarse. Yo ya prestaba servi-
cio en la legión undécima en Efeso cuando tú aún mamabas de los
pechos de tu madre.
-Si, tribuno.
Cornelio Sabino había llegado a la conclusión de que su carrera
militar era un error determinado por circunstancias que no tenían
nada, absolutamente nada que ver con una auténtica carrera. El inicio
fueron las prácticas con las armas que realizó con Querea como si de
un juego se tratara y que eran sólo fruto del aburrimiento. Al convertir-
se Querea en su amigo, empezó a sentir también simpatía por su profe-
sión, y, cuando se trató de encontrar a Helena, dio el siguiente paso.
Sabino iba y venia por la pequeña estancia y se golpeó la frente
con el puño. Era como si Marte le hubiera echado el ojo de manera
especial y no quisiera permitir que se desprendiera de su ropa de sol-
dado. Estuvo a punto de hacerlo, pero entonces se interpuso en su
camino la muerte de su tío y su decisión de vengarla.
Y ahora estaba aquí, tenía que interpretar el papel de superior y
mostrar a esta pandilla de buitres cómo actúa un tribuno romano.
Bien, para esto quedaba tiempo mañana, ahora tenía que hacerle una
visita a Livila. Rufo quiso seguirle como un perrito, pero Sabino le
mandó que se volviera.
-Ve al cuartel y di también a los otros que iré solo hasta la casa de
Livila.

474 475

El cielo se había oscurecido, se alzaba un viento fuerte y fresco. Mirara


hacia donde mirara, nada veía aquí agradable a la vista. En la pequeña
meseta rocosa se marchitaban un par de matojos espinosos, resecos
por el verano, agarrados desesperadamente a la tierra pedregosa. Ha-
cia el sur se abría un valle donde se veían modestos viñedos que, des-
de la distancia, ofrecían el mismo aspecto gris que el cielo y la ancha
superficie del mar.
El camino hacia la casa de Livila ascendía ligeramente, y Sabino ya
había recorrido casi la mitad cuando oyó un jadeo a sus espaldas. Se
volvió y vio al decurión que se acercaba corriendo.
-Tribuno, tribuno... -jadeó Cúculo-, tal vez no conozcas aún
las órdenes, pero nadie, sea cual sea su rango, puede hablar a solas
con la prisionera, nadie...
-Decurión! -ladró Sabino-. Primero, ponte firme cuando ha-
bles conmigo. Y, luego, que sepas que no me interesan para nada tus
órdenes. Han quedado sustituidas hace tiempo por otras nuevas que
el emperador me comunicó personalmente. Mañana por la mañana
os las comunicaré a todos. ¡Márchate!
El único ojo del decurión echaba chispas de ira, pero se mantuvo
en posición de firme y exclamó:
-;Si, tribuno!
Sabino vio ante la puerta a los dos guardias que lo examinaron
sorprendidos.
-Soy el tribuno Cornelio Sabino, vuiestro nuevojefe. Mañamia, du-
rante la revista, sabréis lo que va a cambiar a partir de ahora. Mientras
hablo con la prisionera, vigilad los alrededores de la casa a una distan-
cia de unas treinta varas. ¿Entendido?
-;Enuendido, tribuno!

Sabino llamó a la puerta corroída por la intemperie con herrajes oxi-


dados. Llamó más fuierte, y la puerta se entreabrió.
-¿Quién es? -oyó una voz desde dentro.
-El tribuno Cornelio Sabino, señora, nombrado por el empera-
dor para sustituir a Prisco. ¿Puedo entrar?
-¡Déjalo entrar, Mirtis!
La esclava retrocedió y lo dejó pasar. La pequeña estancia había
sido amueblada de forma acogedora con muebles muy sencillos; in-
mediatamente llamó la atención una estantería abierta, llena de li-
bros, que llegaba hasta el techo.
-Te has acondicionado un auténtico cuarto de erudito, princesa.
Livila estaba sentada junto a la ventana y miraba al visitante.
-ANo nos conocemos, tribuno?
Con el cabello tirante, peinado hacia atrás, y su sencilla vestimenta
de casa, Livila parecía más bien insignificante, pero sus grandes e inte-
ligentes ojos irradiaban fuerza y seguridad en sí misma.
-Tanto como conocernos seria una exageración; nos vimos en un
banquete en el palacio del emperador.
-Ah, ¿entonces eres aquel tribuno joven y diligente que ansiaba
tanto poder servir al emperador?
-Si ésta fue tu impresión, princesa...
-Aquí no hay ninguna princesa, tribuno, sólo Julia Livila, des-
terrada de por vida, que maldice su destino por haber venido al mun-
do como hermana de un monstruo.
Sabino no retomó el hilo.
-¿Quizá hubieras preferido ser mi hermana? Mi padre es librero
y editor, y se habría sentido encantado de tener una hija apasionada
por la lectura como tú.
Livila sonrió y fue como si un rayo de luz cayera sobre su rostro.
-Si, tribuno, sin duda eso hubiera sido mejor para mi y entonces
no estaría aquí. El que hables a solas conmigo infringe las órdenes.
¿Pretendes despertar las sospechas del emperador como Aulo Prisco?
¿Qué ha sido de él?
-Se ha convertido en cenizas -dijo Sabino con toda la normali-
dad del mundo.
-Me lo hubiera podido figurar. Bien, Sabino, supongo que tú lo
harás mejor, como fiel servidor de tu amo.
-Eso espero, Julia Livila. Puedo comunicarte que el emperador
se mostró tan benévolo, que ha modificado sus severas órdenes. Pue-
des abandonar la casa cuando quieras. Te acompañarán dos guardias
a una distancia decorosa. Estoy autorizado a visitarte y a hablar conti-
go, siempre que me lo permitas tú. También tienes permiso para man-
tener correspondencia, aunque tengo que leer antes tus cartas. Si de-
seas tina segunda esclava...
-No es necesario; ya tengo suficiente con mi fiel Mirtis. De todas
formas, la segunda esclava seria una espía. Sea como fuere, mi herrna
nito me ha concedido algunas facilidades, sólo me pregunto con qué
objeto. Descarto la posibilidad de que quiera hacerme un favor. Por
cierto, ¿cómo está el divino señor del mundo que habla con Júpiter
como otros con su cocinero?
-El Senado tiembla y el pueblo se alegra.
-Lo pasará mal cuando llegue el día en que todos tiemblen.
-¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme, algún deseo que
pedirme?
-No, tribuno, pero me alegro de que estés aquí. Prisco era unuY
aburrido, y encima tonto. Merece su lugar en la urna cineraria.

476 477

-Probablemente tengas razón, Juilia Livila, pero no lo conocía.


¿Puedo venir a verte manana a eso del mediodía? Podríamos dar un
paseo juntos.
-Es una buena propuesta, tribuno. ¡Hasta mañana, pues!
~Se aburre -pensó Sabino-, y se alegra del menor cambio. Natuí-
ralmente, quiere tomarme el pulso, y yo a ella. Sobre todo, no hay que
precipitarse. Tardaré un tiempo en vencer su desconfianza y en ha-
cerle comprender que los dos queremos lo mismo.~

La conspiración de Papinio había alterado profundamente al empe-


rador; incluso cuando se descubrió y se arrestó a los implicados tardó
todavia mucho tiempo en tranquilizarse. Si bien había comprendido
los motivos interesados de Agripina y de Lépido, le parecía incom-
prensible que los nuevos conspiradores indicaran como único motivo
quíe querían evitar que el principado se convirtiera en umna monar-
quía, diciendo que él, Cayo Julio César, se parecía en su forma de
actuar cada vez más a un monarca que no toleraba nada a su lado y
que denigraba al Senado hasta convertirlo en umna manada de indivi-
duos serviles que decían que si a todo.
Calígula no entendía a esta gente. ¿Qué otra cosa habían sido los
senadores bajo Auígusuo y Tiberio sino dóciles colaboradores del
príncipe? Fue Auígusuo, su respetado y admirado antecesor, qumien
despojó al Senado del poder y de la importancia que había tenido en
tiempos de la República, y él, Cavo César, no había hecho más qume
continuar esta tradición. Así se evitaba, como sabia todo el mundo,
el peligro de una guerra civil, pues las familias senatoriales estaban
constantemente enemistadas entre sí, y su campo de batalla se llama-
ba Roma. El Principado, fundado por Atigusto, puiso coto de una vez
para siempre a esta situación. Calígula expuso estos argumentos en
un monólogo del que Cesonia era el único oyente, y éste, casi siem-
pre callado.
-Me reprochan ser un manirroto que despilfarra el dinero del
Estado para fines privados. ¡Un emperador no hace nada privado! Si
me hago construir villas es principalmente para aumentar el resplan-
dor del Imperio romano, pues hasta los niños saben que no puedo
habitarías todas a la vez. Lo que pasa es que este rebaño de borregos
descerebrados no conoce el valor de los símbolos. Si gasto unos cuan-
tos millones de sestercios en un banquete de Estado, la finalidad es la
misma: ¡mostrar a nuestros vasallos el poder, el esplendor y la riqueza
de Roma, ante la cumal el orbe entero debe temblar! Temblar y pagar.
Si, señor. Soy yo quien mantiene el Imperio umnido. Yo, yo, yo: el prín-
cipe.

478
Cesonia estaba tendida en un sofá, mirándose el rostro en un espe-
jo, mientras escuchaba a Calígula. Dejó caer el espejo dorado y ex-
clamo:
-Pero a mi no tienes que hacerme comprender todo esto, queri-
do. Yo sé que tienes razón, y muchos, tal vez más de los que piensas,
por suerte lo saben también.
Calígula se detuvo un instante, pero ahora recorría la sala de arri-
ba abajo con pasos rápidos, de modo que su manto de púrpura ondea-
ba como una bandera.
-¿Es que los patricios romanos son tan cortos de memoria? ¿Aca-
so desean volver a los tiempos en que un viejo y amargado emperador
permanecía en Caprí, y Sejano restallaba sobre Roma su látigo ensan-
grentado? Yo, al menos, no tengo ni la menor intención de ceder ante
esta gentuiza por muchas conspiraciones que tramen.
La ira había avivado sus ojos inexpresivos, y el rostro, habitualmen-
te pálido, estaba ligeramente enrojecido.
-A veces hasta pienso que todo esto ha sido maquinado desde
arriba para que yo no pueda estar tranquilo y siga dependiendo de
ellos.
-¿Quiénes son ellos? -preguntó Cesonia.
Calígula soltó una risa estridente.
-Pues,~ van a ser? Naturalmente, el obeso Calixto y Cle-
mente, el prefecto de los pretorianos.
Se detuvo y se golpeó la frente.
-Sí claro, pensaba ocuparme de esos dos, y lo haré inmediata-
mente...
Salió corriendo. Una sonrisa fugaz cruzó el rostro duro, el ro~uro
marcado por la depravación de Cesonia. ¡Cuán en serio se tomaba y
qué preocupada estaba por su vida! Para ella lo único que tenía im-
portancia era el aquí y el ahora, y por eso hacia suya la divisa de Ho-
racio carpe diem!* La diosa Fortuna era caprichosa, Calígula también
lo era. Si mañana la echara a ella como había hecho con Orestila y
con Paulina, al menos, se iría habiendo aprovechado su tiempo como
Augusta. Pero no estaba preocupada, pues sabía que é' la necesitaba
como la planta necesita al agua y el esclavo el látigo. Caso único entre
sus esposas, sólo con su nombre había hecho acuñar monedas, Ceso-
nia Augusta, de modo que todo el mundo estaba enterado de su ran-
go. Podía estar contenta y lo estaba.

479
* Goza del día presenue.

Para la mañana siguiente Calígula había citado al prefecto de los pre-


torianos, Clemente, y a su secretario Calixto. Recibió a los dos excla-
mando:
-¡Aquí estoy y me pongo en vuestras manos! Si merezco la mumer-
te, matadme. Pero, si es así, caeré por mi propia voluntad y no como
víctima de una oscura con spiracíon.
Calígula arrancó la espada a uno de los guardias germanos y la
arrojó a los pies de Clemente; a los guardias los hizo salir.
-Bien, ahora estamos completamente solos. Clemente, sólo nece-
sitas levantar la espada y clavármela si crees que merezco la muerte.
Sois mis dos confidentes más íntimos, y, si he de caer, que sea por
vuestra mano. ¿O sois demasiado cobardes para hacerlo? Si es así, lo
haré yo mismo, pero sólo si vosotros me lo ordenáis.
Levantó la espada y apuntó a su pecho. Calixto sabia que todo
aquello era una farsa y que ninguno de los dos tenía la menor posibili-
dad de escapar. La guardia personal los derribaría inmediatamente, y
Calígula lo sabia y también sabia que ellos lo sabían.
veces es realmente fácil darse cuenta de tus intenciones, Calí-
gula -pensó Calixto-, y lo que consideras astucia no es más que un
gesto pueril y teatral.~
Clemente no dejó traslucir sus sentimientos, pero pensaba igual
que Calixto: si ahora le clavaba la espada, por muy atractiva que resul-
tara la idea, no saldrían del palacio con vida.
Así que hicieron lo único adecuado que podían hacer en su siuua-
cion: se arrodillaron ante el príncipe, y Calixto besó su mano derecha
y Clemente la izquierda.
-¿Qué seriamos sin ti? -exclamaron al unísono-. Somos fuer-
tes gracias a ti, gracias a ti somos poderosos. Que los bienaventurados
dioses te conserven entre nosotros muicho tiempo.
-¡Levantaos! Sabía que podía confiar en vosotros. Preparad para los
próximos días la ejecución de los reos de alta traición, y organizadía de
tal modo que toda Roma se acuerde de ella durante mucho tiempo.

Entre el Tigillznn soronium, la fiesta de sacrificio dedicada aJano yJuno,


que se celebraba el uno de octubre, y las Meditrinalia, las fiestas en
honor de la diosa Meditrina, el once de octubre, no había festividades
religiosas dignas de mención en la ciudad de Roma. Así Calígula hizo
fijar para el seis de octubre la ejecución de los conspiradores del
circulo de Papinio, y quiso convertirla en un espectáculo que sirviera
de escarmiento, con el máximo número posible de espectadores. Na-
turalmente, la plebe qumedaba excluida, sólo se hubiera divertido y sa-
cado conclusiones equivocadas.
No, para esta ejecución se invitó a un consilium del Senado, cuyos
participantes eligió personalmente el emperador, luego las cabezas
de las más importantes familias nobles y patricias y una serie de perso-
nas, cuya presencia consideraba deseable.
Cesonia, que sentía una predilección por los espectáculos san-
grienuos y crueles, ya se tratara de luchas de animales, ya de gladiado-
res o de ejecuciones, había anunciado su asistencia, y esto era lo que
Calígula apreciaba tanto en ella: no tenía necesidad de fingir nada
para complacerle, pues sus gustos coincidían.
Los jardines vaticanos se extendían al otro lado del meandro del
Tíber, junto al mausoleo de Augusto, por el oeste, y desde hacia bas-
tante tiempo eran propiedad de la familia imperial. Calígula había
hecho construir allí un estadio, una pista para carreras de carros y
otros ejercicios deportivos. Allí se alzaba también el obelisco proce-
dente de Heliópolis, para cuyo traslado fue preciso construir un barco
especial.
Allí, a la caída de la tarde, iban a tener lugar las ejecuciones. Preto-
ríanos con antorchas rodearon el palco imperial. Los senadores, los
nobles y demás espectadores se agruparon en torno a él sobre asientos
alzados en forma de terraza.
Los pretorianos encendieron sus antorchas y ésta fue la señal para
que los espectadores ocuparan sus asientos. Habían venido todos, to-
dos: los senadores con sus togas ribeteadas de púrpura y sus botas
rojas de cuero; los patricios con sus apellidos sonoros, que en Roma
conocían hasta los niños; pero también habían acudido aduladores y
lisonjeros para ver si el emperador se daba cuenta de su presencia
y recompensaba su celo.
Después de quedar ocupados todos los asientos, pasó casi media
hora hasta que resonaran las fanfarrias y el emperador apareciera con
su esposa, seguido de una nube de amigos y de empleados de la corte,
entre ellos Helicón, el bailarín Mnéster, Calixto, Asiático y las damas
de honor de Cesonia.
Lumego aparecieron los condenados, fuertemente encadenados. A
Sexto Papinio hubo qume traerlo en brazos, pues la tortura había des-
trozado de tal manera sus miembros que no podía ni andar ni perma-
necer de pie. Tras él aparecieron el cuestor Betilino Baso, tres senado-
res y una docena más de entre los muchos que de algún modo estaban
implicados en la conspiración. Para cada uno de ellos se había clavado
un poste en el suelo y a ellos se les ató las manos. Un heraldo del
tribunal imperial se adelantó y dio lectura a los puntos de la acusación
y a la sentencia: «A todos los acusados se les declara culpables de alta
traición y de conspirar contra el emperador, por lo que son condena-
dos a azotes y decapitación.»

480 481

En aquel instante, Calígula fue incapaz de reprimirse y gritó desde


el trono:
-¿Qué? ¿Os ha valido la pena? ¿Creíais que resulta tan fácil asesi-
nar al emperador, canallas, cobardes e insidiosos? ¡Sois peores que el
populacho, sois un desecho de la humanidad! ¡Ahora vais a sentir en
vuestra propia carne lo que se gana traicionando al príncipe!
Dio una señal y volvió a sentarse, jadeando.
A los condenados se les arrancó sus ropas, y tras cada uno de ellos
se colocó un pretoriano con el pesado látigo. Luego, restallaron los
golpes sobre las espaldas desnudas y se oNeron los primeros gritos.
Calígula reía estrepitosamente.
-¡ Esto suena a música agradable! Golpead con más fuerza para
que vuestros instrumentos suenen aún mejor. ¿Qué sucede con Baso?
¿Por qué no le oigo?
El día anterior había llovido, y sucedió que el pretoriano ocupado
de Baso resbalaba una y otra vez sobre el suelo húmedo. Calígula se
dio cuenta y exclamó:
-Colocadle la ropa bajo los pies a ese hombre para que pueda
apoyarse con mayor firmeza.
El soldado se colocó sobre la arrugada toga del delincuente y gol-
peó con celo redoblado.
Casio Querea se encontraba, junto con algunos otros tribunos, al
lado del palco imperial contemplando los cuerpos desnudos y empa-
lados que no cesaban de retorcerse. Los pesados látigos de cuero
abrían profundos surcos ensangrentados en su piel. Para Querea no
era una vision nueva. En la legión había presenciado infinidad de cas-
tigos. Pero siempre eran azotes por un determinado delito, y el núme-
ro de los golpes estaba establecido exactamente. Aquí, en cambio, se
golpeaba hasta la inconsciencia. Y, además, dudaba de la culpabilidad
de algunos de aquellos hombres. ¿Hasta cuándo seguiría ese sangrien-
to baile? Y siempre eran los pretorianos quienes tenían que prestar
servicios de verdugo~ pues él, el verdugo máximo, era cada vez más
dificil de contentar.
De tiempo en tiempo, uno de los azotados era desatado del poste,
inconsciente, y arrojado al suelo. Entonces les acercaban tarros de
fuertes esencias a la nariz para que volvieran en si y no murieran des-
vanecidos. Calígula había insistido repetidamente a los verdugos:
-¡Tienen que sentir que se están muriendo! ¡No deseo una muer-
te rápida! ¡Quiero que mueran lentamente!
Luego se acercaron los pretorianos entrenados en la decapitación
y atacaron a hachazos a aquellos cuerpos destrozados hasta que caía la
cabeza, separada del tronco.
Cuando le tocó el turno a Sexto Papinio, el emperador hizo lía-
mar a Cerealis que, con su traición, había comprado su vida y su li-
bertad.
El emperador exclamó, dirigiéndose a él:
-Colócate ahí delante, Anicio Cerealis, y contempla cómo muere
tu hijo.
El verdugo levantó la espada y Cerealis cerró los ojos. Calígula se
dio cuenta.
-¡Para, para! ¡Eso no vale! Has sido tú quien denunció su traición
y, en consecuencia, tiene que ser un placer para ti contemplar el cas-
~ tigo.
Cerealis abrió los ojos y vio caer la espada. Vio el cuerpo destroza-
do y ensangrentado de su hijo, que apenas se movía ya, y se aparto
enrabietado, indiferente a que le gustara o no al emperador.
Calígula soltó una risa estridente.
-¡Dejadle marchar! Que disfrute de su recompensa de traidor y
de su vida comprada a cambio de muchas muertes.
Se hizo el silencio. La luz vacilante de las numerosas antorchas
danzaba sobre los cuerpos decapitados que alfombraban el suelo, em-
papado en sangre.
El emperador se levanto.
-Ahora me siento mejor -exclamó riendo-. Un acto semejante
de justicia me causa siempre tina agradable sensación. El emperador
ha cumplido con su deber, Roma está a salvo, la paz está asegurada.
Aunque hay que ver aún si me he reconciliado con el Senado. En todo
caso, son ya muy pocos aquellos a los que guardo rencor.
Los senadores presentes inclinaron las cabezas. ¿A quién se referi-
ría? ¿Sobre quién descargaría su ira el emperador? Y el miedo siguió
siendo fiel compañero de los venerables padres de la patria, y cada
uno de ellos soñaba con librarse de ser incriminado.
Antes de que Caligtmla subiera a la silla de manos, su mirada recayó
en Querea.
-¡Mira, mira, ahí está nuestra Venus uniformada! Seguro que tu
naturaleza sensible ha sufrido mucho con la ejecución. Si es así, po-
dna ponerte ropas de mujer e incorporarte al grupo de damas de
honor de ini Cesonia. No obstante, con tu fina voz te resultaría dificil
imponerte a los gritos de las mujeres.
Soltó una carcajada sonora y dirigió una mirada burlona a Querea,
que permanecía en actitud de firme. Hasta aquel momento, sólo sus
camaradas conocían las humillaciones que el emperador le infligía
casi a diario, pero, ahora, estas humillaciones se habían hecho pú-
blicas
-Te concedo tres días de permiso, mi dulce conejito, para que
puedas reponerte del susto.

482 483

Riendo, el emperador subió a la silla de manos. Una idea cruzó


violentairíente la mente de Querea, embotada por la vergúenza y la
rabia, por su profunda humillación: «¡Muerte! Ahora te has jugado
la vida con tus palabras, príncipe. ¡Ahora el verdugo ha encontrado a
su verdugo.".

En el Senado deliberaron durante días sobre los honores que se po-


drían rendir al emperador para expresar su felicitación por el des~
cubrimiento de la conspiración. Al fin, a un senador se le ocurrió la
afortunada idea de confirmar la divinidad del emperador mediante
un edicto del Senado y de admitirlo entre los dioses estatales de
Roma. Además, se decidió levantarle un gran templo, con sus sacerdo-
tes y su propio ritual.
El emperador acogió la decisión con espíritu condescendiente y
dijo que lo único que le extrañaba era que esa medida no se hubiera
tomado antes. Y, en seguida, barruntó una posibilidad de sacar dinero
de ella. Dictó un auto en el sentido de que la acogida en el nuevo
colegio de sacerdotes iría precedida de un donativo que, según el ran-
go 'y el patrimonio, debía ser del orden de cinco a diez millones de
sestercios. A uno de los primeros que designó fue a su tío Claudio
César y fijó su "donativo« en ocho millones.
Claudio no era tan rico como para disponer en el acto de esta
cantidad. Se fue, pues, a ver a Calixto y le contó sus penas.
-. Ocho millones! ¿De dónde voy a sacarlos? No tengo acceso a las
fuentes de ingresos de mi sobrino el emperador, y, además, nunca me
he dedicado a asuntos de dinero. Mis únicas propiedades son mi casa
de Roma y la villa de Tíbur. ¿No puedo negarme a pagar?
Calixto suspiró y sonrió compasivo.
¿Negarte? No, no te lo aconsejo. Eso podría volver a despertar
en el emperador la vieja idea de que los parientes muertos son los
mejores parientes. Tienes que reunir esta cantidad, príncipe Claudio,
no hay más remedio. Pero tengo una idea. Haz reunir todo aquello de
lo que puedas prescindir en tus dos casas: muebles, candelabros, es-
tatuas, pinturas, y haz subastar todos estos objetos. Entretanto, haré
correr la voz de que se pueden conseguir valiosos objetos procedentes
de la casa imperial y colocaré unos cuantos testaferros en la subasta.
Éstos sólo tienen que levantar la mano si las pujas son demasiado ba-
jas, y si se les adjudica el objeto en cuestión, yo adelantaré el dinero.
Sé que nie lo devolverás un día no demasiado lejano. Tal vez hasta
haga así un buen negocio.
Claudió crispó su rostro, hizo algunas muecas, carraspeó y, por fin,
dijo:
-Eres un verdadero amigo, Calixto. Sin tu avuda, quizá ya no es-
tana vivo, o haría compañía a mis sobrinas. Espero podértelo pagar
algún día.
Calixto levantó las manos.
-¿Qué seriamos sin esperanza? Desgraciadamente no podemos
convertir el aire en dinero, como hace nuestro divino emperador. Por
lo tanto, tenemos que arreglárnoslas de otro modo.

Los senadores no habían olvidado lo que dijo el emperador tras la


matanza en los jardines vaticanos: «Aunque hax' qtíe ver aún si me he
reconciliado con el Senado. En todo caso, son ya muy pocos aquellos
a los que les guardo rencor".
Naturalmente, surgió la pregunta: ¿quiénes serían estos pocos? Se
filtró el rumor de que uno de los ejecutados mencionó un nombre
durante la tortura: el del senador Escribonio Próculos. Pero des-
de hacia tiempo éste había desaparecido de Roma, x' lo único que de
sus esclavos se pudo sacar, incluso sometiéndoles a tortura, era que se
había desplazado, por un asunto urgente, a su hacienda de Apulia.
Pero como esto había ocurrido antes de que la conspiración fuera
descubierta, no se podía hablar propiamente de huida, y tampoco
existía ningún otro indicio de que Próculo hubiera participado en la
conspiración. El escuadrón de caballería enviado a Apulia encontró
la casa vacía. El mayordomo dijo que cinco días antes su señor había
iniciado el viaje de regreso.
Así, Escribonio, que no tenía ni idea de estos rumores, se convirtió
en culpable por el mero hecho de que lo buscaran y no lo hubieran
encontrado en dos ocasiones.
A pesar de que el emperador apenas conocía a este senador, con-
centraba en sí tal odio por Escribonio que parecía como si la paz de su
alma dependiera única y exclusivamente de la muerte de éste. Pero
Calígula no deseaba un nuevo proceso, por lo que se le ocurrió la idea
de que fuera el mismo Senado quien se librara de este traidor.
-Es como con una gangrena. Para salvar el resto del cuerpo hay
que amputar cuanto antes el miembro afectado.
Y esta vez quiso que ocurriera en la Curia, ante los ojos de los se-
nadores. Cuando, de acuerdo con las costumbres y la tradición, Escrí-
bonio anunció su regreso y quiso ocupar al día siguiente su asiento en
el Senado, Calígula envió a algunos de sus sicarios que, al oír una
determinada palabra, que serviría de consigna, debían lanzarse sobre
Próculo y matarlo.

484 485

Calígula había contratado expresamente al liberto Protógenes para


llevar al día una lista de posibles condenados a muerte, siempre actua-
lizada. Se sentaba a la entrada de la Curia, y los senadores saludaban
tímidamente a aquel contable de la muerte, a quien conocían sobra-
damente, y se refugiaban rápidamente en sus sitiales. Cuando apare-
ció Próculo y lo saludó, Protógenes dijo en tono de reproche:
-¡A mi me saludas amablemente, pero al emperador lo odias!
Esta era la consigna. Los sicarios se abalanzaron sobre Próculo x lo
cosieron a puñaladas. Algunos senadores, especialmente viles y dili-
gentes, acudieron a toda prisa y clavaron también sus dagas en el mo-
ribundo, que agonizó sin saber por qué lo mataban como a una fiera
en el anfiteatro. Poco después apareció el emperador, y sus sicarios
arrastraron orgullosos hasta el trono los restos ensangrentados del
desgraciado senador. Calígula dijo satisfecho:
-¡A hora estoy reconciliado con vosotros! Espero haber extermi-
nado a aquellos de entre vosotros que podrían causarme daño a mi o
al Imperio.
Calígula hizo un esfuerzo por mostrar un gesto conciliador e mu-
dultó al antiguo cónsul Pompeyo Peno, que había sido acusado de un
delito de lesa majestad. A su amante Quinsilia, que se había manteni-
do callada durante la tortura, se le hizo un obsequio de ochocientos
mil sestercios. Cuando el va anciano cónsul quiso agradecerle al em-
perador la gracia concedida y se disponía a besarle la mano, Calígula
se la retiró y le tendió el pie.
"Sigue siendo fiel a si mismo", pensó Valerio Asiático, testigo de
esta escena. Ni en las últimas conspiraciones había sospechado nadie
de este senador, que seguía formando parte del circulo más íntimo de
Calígula, y si no sospecharon de él fue con suficiente razón, pues aun-
que sabia de la conspiración, se había limitado a seguirla benévola-
mente y a distancia. Asiático consideraba a los dioses como una fic-
ción inventada por los hombres, pues, en su opinión, el Olimpo no
era más que un fiel reflejo de la situación terrenal y ninguno de los
dioses era precisamente un ejemplo de virtudes. Tampoco había nin-
gún concepto religioso o filosófico en este mundo capaz de servirle de
ideal. Pero seguía opinando que, a la larga, Roma no podía permitirse
el lujo de soportar en el trono imperial a un chiflado que se creía un
dios.
Y así, en los últimos tiempos, se ftme complicando de forma au-
tomática en el círculo que, formado en torno al senador Annio Vini-
ciano, preparaba con sigilo una nueva conspiración con el consenti-
miento y la conformidad de Calixto y del prefecto Clemente. Sin
embargo, estos hombres no eran precisamente unos idealistas, sino
que tenían poderosos motivos personales para conspirar. Con todo
aún no existían ni provectos ni acuerdos concretos sobre la manera
de reventar aquella bolsa de pus.
Viniciano, Calixto, Clemente y muchos otros no tenían la menor
intención de levantar personalmnente el puñal contra Calígula. Hacia
tiempo que todos habían puesto a buen recaudo sus propiedades, y su
intención era que esta situación perdurara también en el "después".
En un simposio, el cínico de Asiático llegó a manifestarlo abierta-
mente.
-Todos deseamos el verdugo a nuestro Calígula, y en el Palatino
apenas queda nadie de nuestro rango que no piense como nosotros,
pero nadie quiere interpretar el papel de verdugo. Al fin y al cabo,
¿quién va a querer entrar en la historia como asesino de un empera-
dor? Sólo él puede asesinar, él, el dios cruel, desmedido, sin escrúpu-
los, y asesinar cuando le venga en gana. Hace mucho tiempo que,
para él, han perdido toda importancia conceptos como decencia,jus-
ticia o incluso preocupación por el Imperio que le ha sido confiado.
Ha sustituido estos conceptos por otro: por la virtud tan apreciada por
él -si, así la llama- la adiatrepsia, expresión griega que equivale a
desvergúenza. Y se proclama a si mismo medida de todas las cosas
para denigrar a todos los demás. Su petulante arrogancia no se detie-
nc ni siquiera ante nuestros mayores poetas. No le asusta calificar a
Virgilio de bruto e ignorante, y de Tito Livio dice que es un charlatán
y un chapucero.
-Desgraciadamente, eso no es motivo suficiente para asesinarle
-dijo Clemente con sequedad.
Asiático sonrio.
-Desde hmego que no. Por lo visto, para todos vosotros el motivo
suficiente es que os quiere echar la zarpa y quedarse con vuestros bie-
nes. E incluso os doy la razón. Resulta sencillamente antinatural sen-
tmrse amenazado y quizá acabar asesinado por una persona tan ruin e
indigna. Es como si una rata pestilente atacara a un noble caballo.
Viniciano se rió de buena gana.
-¡Por todos los dioses! Nos comparas con nobles caballos. Consi-
dero adecuada la metáfora de la rata, pero lo del caballo...
-La mayoría de las comparaciones resultan inadecuadas, pero,
con las prisas, no se me ha ocurrido otra mejor. Volvamos sin embar-
go al plinto central: ¿quién ha de hacerlo? Cada día que pasa puede
acercarnos más a todos nosotros a las escalinatas Gemonias ¡Qué bo-
nito nombre, Escalinata de los Gemidos! Ninguno de nosotros lo de-
sea, ¿qué hacer, pues? En realidad, a ti te correspondería, Arrecino
Clemente, llevar adelante el asímnto. Eres el único a quien Calígula
permite acercarse armado a él y el único a quien sigue considerando
su sumiso amigo y servidor.

486 487

-Desgraciadamente ya no es así -contestó Clemente-. Desde


que representó ante mi y ante Calixto la farsa aquella de la espada, va
no me permite que me acerque a él. Y hace todo lo posible para en-
frentarnos el uno al otro. Tú puedes confirmarlo, Calixto.
El obeso secretario asintió.
-Si, así es exactamente. No pasa ni un solo día sin que el empera-
dor deje caer algún comentario despectivo sobre Clemente, en espera
de mi asentimiento que, naturalmente, tengo que dar para no des-
pertar su desconfianza.
Clemente añadió:
-Ya mi me da la lata constantemente diciendo que ya no se pue-
de fiar de Calixto, y me pregunta que a quién propongo para suceder-
le. Hasta ahora me ha servido de excusa el que un secretario del em-
perador y un prefecto de los pretorianos tienen que cumplir tareas
tan distintas que en este sentido mi consejo carece de todo valor.
Vinicio exclamó entusiasmado:
-Pero con esto consigue precisamente que nos unamos contra él
en vez de odiarnos y de espiarnos mutuamente, como le gustaría.
Aparte de Helicón y de su escribano de las listas mortales, Protógenes,
ya no le queda ni un solo amigo en la corte. Ambos saben que caerán
con él, y, en consecuencia, no pueden sino estar de su parte, pase lo
que pase.
Se dirigió a Clemente.
-Vosotros, los pretorianos, lo tenéis más fácil. Siempre podréis
decir que teníais que cumplir órdenes, y el emperador que venga no
tendrá más remedio que colmaros de agasajos.
Clemente replicó:
-Es posible, pero a cambio también tenemos que realizar un tra-
bajo sucio que nadie nos envidia.
Calixto se mostró de acuerdo:
-Es cierto, pero con esto hemos vuelto al tema: ¿quién realizará
el trabajo sucio, o preferís que lo llamemos acto de liberación?
La pregunta iba dirigida a Clemente, que se golpeó de repente la
rodilla con el puño.
-¡Claro! ,Cómo no se me había ocurrido antes? Conozco a al-
guien que seria el adecuado, pero no quiero decir su nombre hasta
estar totalmente seguro. Uno de estos días os informare.

Desde que el emperador se había casado con Cesonia, la vida en tor-


no a Piralis se había hecho más tranquila. Con el consentimiento de
Calígula, había abandonado el Palatino y vivía en una casita vieja que
había adquirido cerca del Foro del César. Calígula le había hecho
varias veces generosos regalos, y su deseo era que abandonara su exis-
tencia de cortesana.
-Quien se ha acostado con un dios, nunca más deberá ser des-
honrada por un coito profano -le dijo el emperador, totalmente en
serio.
De vez en cuando era invitada a fiestas y banquetes, tocaba con su
laúd las melodías callejeras tan apreciadas por los hombres distingui-
dos, y cantaba canciones picantes de ramera.
Si, de tiempo en tiempo, Calígula la llevaba consigo a sus aposen-
tos, lo hacia menos para acostarse con ella que para acortar sus no-
ches insomnes. Solía dar vueltas por su dormitorio y hablar con ella
de los más variados asuntos y, como era costumbre en él, cambiaba
bruscamente de tema y bebía sin cesar hasta que se sentía tan fatigado
por el vino y por su verborrea que, pasada la medianoche, se quedaba
dormido. Pese a todo, le gustaba tenerla cerca, y Piralis no podía evi-
tar amar a aquel hombre obeso, cruel y loco. Encontraba disculpas
para todo lo que hacia, y, una vez, hasta le dijo a la cara:
-Creo, Cayo, que la mayoría de las violaciones de derechos y
crueldades que se te atribuyen han sido maquinadas por la gentuza de
tu corte para reforzar su propia posición y conseguir ventajas.
Chispearon los ojos saltones de Calígula; su ancha y sombría fren-
te se frunció, pero dijo en tono desacostumbradamente suave:
-No te hagas ilusiones, Piralis. Me ves bajo una luz mucho más
suave, y no sé por qué, pero no soy ni cruel ni violo la ley, porque soy
incapaz de hacerlo. Soy el emperador, Piralis, y al emperador todo le
está permitido. Lo que hace está bien, y su crueldad sólo es prudencia
para asustar a los otros.
Una de esas noches, cuando Piralis se zafó de los brazos de Calígu-
la, que seguía durmiendo, y salió fuera sin hacer ruido, se encontró
con Cesonia rodeada de sus damas de honor. La emperatriz desco-
nocía qué eran los celos, y nunca se interesaba por aquellas a quienes
llevaba Calígula a su cama. Por Piralis sentía una cierta simpatía, pues
sabía que ella jamás intentaba influir sobre el emperador en ningún
sentido. Así, sonrió complacida y exclamó:
-¡Piralis! ¿Le has proporcionado una noche placentera al empe-
rador? ¿De qué humor estaba nuestro amo?
-No sé si la noche fue placentera para él. El emperador se pasó
tres horas hablando, y luego se quedó dormido en mis brazos. Aún
tengo los miembros tumefactos por la incómoda postura. Para mi, al
menos, no fue un placer...
Cesonia soltó una carcajada estridente.
-Lo conozco, querida, lo conozco. ¿Quieres tomar un desayuno
frugal conmigo?

488 489

Piralis no podía negarse, y, además, se sentía realmente hambrien-


ta. Tomó asiento en un pequeño triclinio, y, con un ademán, Cesonia
hizo salir a sus damas.
-Resulta un poco molesto; no estaba acostumbrada a esto. Estas
cotorras siempre corren detrás de mi, tanto si las necesito como si no.
-A mi también me resultaría molesto, y estoy contenta de haber
disuadido en su día al emperador de sus proyectos de casarse con-
migo.
La mirada de Cesonia expresaba más bien diversión que sorpresa.
Qué dices? ¿Se quería casar contigo?
-Si, conmigo, la prostituta, si es esto en lo que piensas.
-No tengo prejuicios, Piralis -dijo Cesonia en tono concilia-
dor-. Si una pobre muchacha se vende a un viejo rico a cambio de
un contrato de matrimonio, en el fondo también actúa como una ra-
mera. No tengo nada contra las prostitutas. ¿Por qué iba a hacerlo? En
este mundo de hombres, las mujeres tienen que defender sus intere-
ses, y quien quiere llegar arriba necesita a los hombres.
-Eso es algo que no se puede negar. Al menos, tú conseguiste lo
que no consiguió ninguna de tus antecesoras: retener al emperador.
¿No podrías utilizar tu influencia sobre él para que se vuelva algo más
prudente y también más indulgente? Quiero decir, en su trato con los
demás. Cuando digo esto, pienso en el peligro que corre. Temo que
esas dos conspiraciones no van a ser las últimas.
El rostro duro y vicioso de Cesonia se desfiguró en una fea mueca.
-Estás llamando a la puerta equivocada. A mi me gusta Calígula
tal como es, no deseo que cambie. No existe tampoco ninguna espe-
ranza de que eso vaya a suceder, por suerte. Sé cómo lo odian y te-
men, y no creo que alguien más se atreva a urdir una conspiración. La
noche de los jardines vaticanos fue una lección para todos.
-Habrá otros.
-No tengo miedo.
-Yo temo por él...
-Si se hunde, iré con él, pero nunca me he preocupado por el
mañana. Lo amas, Piralis, ¿verdad?
-Si ,¿tú no?
-No lo temo, y creo que esto aún lo aprecia mas.
-Yo desearía que en toda Roma no hubiera nadie que tuviera
motivos para temerle... -dijo Piralis en voz baja.
XXXII

Nada más ver al sombrío Quinto Cúculo, Cornelio Sabino intuyó que
tendría problemas con él. Entretanto había estudiado más detenida-
mente su expediente personal, y las numerosas anotaciones hablaban
de tina vida larga y fracasada.
Al principio su vida se había presentado muy prometedora. Cúcu-
lo era hijo de un rico comerciante de vinos de la Galia, pero no le
apetecía dedicarse a una profesión tan modesta como honrada. Dejó,
pues, la sucesión en el negocio a su hermano más joven y se alistó en
una de las legiones galas. Era un muchacho listo, sabía leer y escribir y
ascendió rápidamente a centurión, aunque padeció una y otra vez
retrocesos en el escalafón debido a su ira y su carácter pendenciero.
Su espalda estaba surcada como un campo recién arado, pues la lista
de sus castigos era la más larga de su legión. Siendo centurión, abofe-
teó furioso a un tribuno y escapó por los pelos del verdugo. Fue azota-
do, degradado y trasladado a las legiones africanas. Allí destacó repeti-
damente en las escaramuzas con los bereberes rebeldes, perdió un ojo
y recibió dos tajos en la cara. Así fue ascendido a decurión, es decir, a
jefe de un escuadrón montado. En el desierto sofocante y en los cam-
pamentos africanos cayó en la bebida y en la pasión por el juego. Una
vez en que se creyó engañado en una partida de dados y estuvo a
punto de matar a un camarada, no fue degradado, sino destinado por
tiempo indeterminado a guardar prisioneros. Así llegó a Pandateria, y
no pasó ni una semana hasta que chocó también con Sabino.
Cúculo era un superior duro e impopular que molestaba tanto a
sus hombres que algunos de ellos abrigaban ya planes de asesinato.
En Pandateria no había más tareas para los soldados que el servicio de
vigilancia, de modo que Cúculo sometía a sus hombres a ejercicios

490 491

intensos y despiadados sólo «por motivos de disciplina». Tenían que


hacer instrucción, practicar en campo abierto, correr alrededor de la
isla, ~, ¡ay de quien se quedara a mitad de camino o protestara! Pocas
veces el látigo permanecía colgado de la pared, pues Cúculo hacia
pagar duramente a los legionarios por su propia vida fracasada. Ahora
podía transmitir a otros los golpes que había recibido durante sus lar-
gos años de servicio, y siempre había dos o tres hombres en la enfer-
mería esperando que se curaran sus heridas.

Cuando Sabino vio lo que allí sucedía, hizo llamar a Cúculo.


-Decurión, el castigo es necesario, lo sé. También sé que a la gen-
te no se le destina aquí sin motivo, y en esto te incluyo a ti. Pero creo
que manejas el látigo con demasiada generosidad y, en consecuencia,
deseo en el futuro ser informado con antelación de cualquier castigo,
por pequeño que sea. ¿Está claro?
Resultaba alarmante ver cómo la rabia crispaba el rostro del decu-
rión. Durante toda la vida había sido soldado, y sabia que oponerse a
un tribuno suponía el castigo inmediato, pero lo dominaba su natura-
leza sombría e iracunda.
Sabino leía esta lucha en el rostro de Cúculo, y llevó la mano en
señal de advertencia a la empuñadura de su espada.
-¡Bien, estoy esperando!
-¡Si, tribuno! -exclamó Cúculo con esfuerzo, y se dio media
vuelta.
-¡Alto, decurión, aún no te he dicho que te vayas!
Cúculo se volvió y se puso firme. Al parecer, había recuperado el
dominio sobre si mismo, pero su ojo sano llameaba con un odio im-
placable.
-Si, cosa que no creo, fueras tan insensato como para hacer caso
omiso de mi orden, te anuncio, desde ahora, tu definitiva degrada-
ción a soldado raso, y esta vez si que seguirás siéndolo mientras vivas.
-¡Si, tribuno!
-~Márchate!
Había transcurrido casi un mes sin que Sabino hubiera logrado
acercarse a Livila. Tenía la impresión de que jugaba con él al gato y al
ratón. Si en algún momento se mostraba más franca, luego afirmaba
todo lo contrario, cosa que hizo colegir a Sabino que lo tenía por un
espía enviado por el emperador. A él no le importaba, pues no le
costaría mucho esfuerzo contarle algún cuento a Calígula, pero se
había propuesto convencer a Livila de que estaba de su parte y de que
para él era extraordinariamente importante que le dijera los nombres
de personas con las que podía contar en Roma.
Y, pese a todo, notaba su simpatía, leía en sus ojos que le gustaba
como hombre, casi como una disponibilidad que le decía: ptíedes te-
ner mi cuerpo, pero no mis pensamientos.
«Quizá debería intentarlo por este camino -pensó Sabino-, pro-
bablemente al abrir las piernas, también abra la boca.»
Echó una mirada al reloj de arena. Era la hora del paseo, y el tieín-
po, inusualmente bueno para la época del año, seria un motivo para
prolongarlo.

Mientras Rufo iba poniendo sobre un taburete la espada, el cinto y el


yelmo, alguien llamó a la puerta.
-El soldado Apio pide ser recibido -anunció Rufo.
-¡Déjalo entrar!
Un legionario aún joven entró en la estancia y saludó militar-
mente.
-¡Salve, tribuno! ¿Puedo pedirte una breve entrevista?
-Sí, Apio, pero tiene que ser muy breve, pues tengo que irme.
Rufo, toma su espada y ponte en la puerta.
Rufo esbozó una sonrisa, le quitó al soldado la espada de la vaina y
se marchó.
-Estoy acostumbrado a ser prudente. ¡Ahora habla!
-Yo, es decir nosotros, naturalmente nos hemos enterado de tu
disposición en el sentido de que quieres aprobar previamente cada
uno de los castigos. Y, así, yo y algunos de mis camaradas hemos deci-
dido informarte de algo que tal vez no sepas. Tras la marcha del cen-
turión Prisco, Cúculo recibió la orden secreta de espiar a su sucesor,
es decir de espiarte a ti.
Sabino no se sintió en absoluto sorprendido, pues ya había imagi-
nado que el profundamente stíspicaz Calígula también le haría vigilar
a él. Pero, ¿por Cúculo?
-~Cómo te has enterado, Apio?
-Cúculo estaba completamente borracho y alardeó de esta orden
cuando se encontró con nosotros, conmigo y con otros tres, camino
de las letrinas.
-¿Puedes repetirme sus palabras?
Apio asintió.
-He grabado cada una de ellas en mi memoria. Dijo "Yo, úmíica-
mente yo, soy el amo aquí, aunque ese jefecillo sea un tribuno. Pues a
mí, a mi se me ha encargado no perderle de vista, ~me entendéis?
A mí, el decurión Cúculo. Yo soy el verdadero amo de la isla...'>
dijo eructando, y luego vomito.
-¿Se lo habéis contado a alguien mas~

492 493

-No, hasta ahora no...


-Bien, no me comunicas nada nuevo, Apio. Lo que vosotros sa-
béis, hace mucho tiempo que lo sé, pero os doy orden estricta a los
cuatro de permanecer callados. Cúculo va se habrá olvidado de lo que
dijo en su borrachera, y os aconsejo que vosotros hagáis lo mismo, al
menos, de momento. Pese a todo, te doy las gracias, Apio, has hecho
lo más conveniente. Diselo también a tus camaradas.
Sabino tomó doce denarios de su bolsa y los empujó por la mesa.
-Tres para cada uno de vosotros, y si volvéis a oir algo que, por
insignificante que sea, llame vuestra atención, dirigios a mí.
Apio mostró una amplia sonrisa.
-¡A la orden, tribuno!

Lo cierto es que Sabino no sentía la despreocupación que había mos-


trado ante Apio. Y ahora también recordó cuántas veces Cúculo había
dado vueltas alrededor de la casa de Livila, seguramente había inten-
tado captar algo de sus conversaciones. Sabino lo había interpretado
como presunción y burda curiosidad, pero ahora lo interpretaba me-
jor. No le pareció muy sensato encargar el trabajo de espía a un borra-
cho pendenciero e iracundo, pero tal vez en Roma no estaban muy
bien informados. Probablemente Calígula, en su enfermiza descon-
fianza, estaría perdiendo el control de la situación.
Sabino se levantó y salió fuera. El mortecino sol de noviembre in-
tentaba dar lo mejor de sí para enviar a la pequeña isla algo de calor a
través del fuerte viento, pero se esforzaba en vano. Tiritando, Sabino
se tapó con su capa de lana y se fue corriendo a casa de Livila. Como
siempre, ella lo recibió con amabilidad y con calma.
-Es un día adecuado para un paseo más prolongado -dijo.
-Yo he estado pensando lo mismo y... para una conversación a
fondo.
Tomaron el camino más largo, el que llevaba primero hacia el nor-
te y luego, en una amplia vuelta, siguiendo el lado occidental, de re-
greso a la casa. Los dos guardias los seguían a una distancia que que-
daba fuera del alcance de sus oídos.
Sabino inició la conversación sin ambages.
-Sé que me tienes por un espía del emperador; al menos, lo sos-
pecho. Quizá llegues ajuzgarme de otro modo, o de manera más co-
rrecta, si te cuento una pequeña historia.
»En Roma vivía un hombre acaudalado que pertenecía a una de
las familias más antiguas. Tiempo atrás fue senador, pero ahora vivía
una vida muy retirada. A una edad va avanzada se casó por anmor
con una mujer mucho más joven que él que le dio un hijo, pero esta
mujer murió dos años después de sobreparto. Pocas semanas más tar-
de, su hijito murió. El hombre estuvo a punto de suicidarse, pero,
como seguidor de las enseñanzas estoicas, decidió aceptar su destino
y, a partir de entonces, vivió exclusivamente entregado a sus investiga-
ciones y a su extensa biblioteca.
Livila aguzó el oído.
-Conozco yo a ese hombre?
-No, no lo creo. Pero sigue escuchando: el hombre tenía un so-
brino nieto a quien amaba como si fuera su propio hijo, y se daba por
sentado que éste sería el heredero de su patrimonio. También el so-
brino apreciaba a su tío, y durante una estancia prolongada en Epi-
dauro se acercaron más el uno al otro. Después, por motivos persona-
les, el sobrino se marchó a Efeso, mantuvo con su tío sólo contactos
epistolares, y a su regreso se enteró de que, poco antes, el viejo se
había suicidado. Investigó el asunto, y pronto averiguó que el ojo del
emperador se había posado en aquel hombre rico y sin familia. Suce-
dió que sus sicarios redactaron un falso escrito de acusación y lo ame-
nazaron con ejecutarlo y confiscar todo su patrimonio, a no ser que se
suicídara voluntariamente y dejara dos tercios de sus propiedades al
emperador. El viejo optó por esta solución para salvar al menos un
tercio para su sobrino. Y ahora te hago una pregunta, Julia Livila: una
vez que el sobrino, que amaba la ley y tenía la cabeza sana, supo todo
lo ocurrido, ¿cómo crees que reaccionó? ¿Odiaría al emperador?, ¿la
horrible muerte de su tío le dejó indiferente?, ~alabó incluso al tribu-
nal imperial?
Livila se detuvo 'y dirigió a Sabino una mirada interrogativa.
-No sé lo que pretendes con esta historia, muy común bajo el
gobierno de Calígula, pero no creo que ese joven ame especialmente
al emperador. Realmente, tendría que odiarlo si quería de verdad a
su tío.
Sabino asintió:
-Cualquier persona sensata contestaría como tú. Bien, tienes
ante ti a ese sobrino, Livila; y, si quieres, puedes seguir considerándo-
lo un espía del emperador.
-~Eres tú? ~Cómo se llamaba tu tío?
-En realidad, era mi tío abuelo, y se llamaba Cornelio Calvo.
Cuando regresé de Efeso, tenía la firme intención de abandonar las
legiones y entrar en el negocio de mi padre, pero la idea de vengaríne
fue cobrando tanta fuerza que hice lo contrario de lo que muchos
podriaíí suponer: le di humildemente las gracias al emperador por su
clemencia, y solicité el ingreso en la guardia pretoriana. Sabia que
sólo hay una posibilidad de eliminarlo: siendo miembro de su guar-
dia. Eso lo aprendí meditando sobre las dos conspiraciones fracasa-

494 495

das. Para ganarme la confianza de Calígula, solicité voluntariamente


el cargo de sucesor de Prisco. Pero el emperador es muy desconfiado,
y así me enteré hoy, por casualidad, de que Cúculo tiene orden de
espiarte a ti y a mi. Esta es ahora la situación, princesa, y yo me he
puesto, como ves, completamente en tus manos. Puedes creerme y
continuaremos si quieres nuestra conversación, y también puedes de-
nunciarme, y entonces acabaré en el matadero.
Livila le puso la mano en el brazo.
-No voy a delatarte. No sé aún si continuaré esta conversacion.
Te lo haré saber mañana. ;De acuerdo?
-De acuerdo.
Hicieron el resto del camino en silencio.
Cuando, más tarde, Sabino se dirigía a su casa, Rufo corrió a su
encuentro.
-Señor, señor, ha sucedido algo terrible. Cúculo ha derribado a
un hombre, y ahora yace en el suelo como si estuviera muerto, ya no
se mueve...
-¿A quién? ¿Y cuándo?
-Es uno de sus hombres, no dijeron cómo se llamaba.
Sabino fue corriendo al cuartel, donde el hombre se encontraba
en la enfermería. Cúculo permnanecio a su lado con expresión som-
bría y empezó inmediatamente a hablar.
-~Cómo iba a saber yo que este individuo no soporta ni un leve
empujón? ;Va y se cae, 'y se finge el muerto!
-¿Qué significa un leve empujón? ¿Con qué le has...
-Bueno, ha sido un golpe en la cabeza con la espada, ;un golpe
muy leve!
Sabino se inclinó sobre el hombre, que jadeaba de forma extraña y
con la respiración entrecortada. Sobre la sien izquierda, su cabello
estaba apelmazado por la sangre. Sabino palpó el lugar cuidadosa-
mente con el dedo, y no notó ningún chichón, sino un claro hundi-
miento.
-I.e has roto el cráneo, Cúculo.
Se dirigió a los otros legionarios.
-Desarmad al decurión y encerradlo en la mazmorra. Ya pensaré
qué hay que hacer con él. ;Hav un médico aquí?
-Sí, señor. En la costa oeste de la isla vive un médico, pero no
se sí...
-¡Deja va de hablar! Id a buscarlo, y decidle de entrada que el
hombre tiene el cráneo roto.
Cúculo se dejó llevar sin rechistar y sin ofrecer resistencia.
«No está mal -pensó Sabino-, de este modo me libro de mi
espia.«
Permaneció en el cuarto del herido hasta que llegó el médico.
El viejo parecía asustado y temblaba de excitación.
-Perdona, ¿cómo te llamas?
-La-Lákides de Quíos. Pero hace ya muchos años que no...
-Pero eres médico ,¿o no?
-Eso si. Pero fui desterrado aquí ya en tiempos de Tiberio; tam-
bién tengo orden de no volver a ejercer mi profesión.
-Tiberio está muerto, y seguro que en este caso se permite una
excepción. Me encargaré de solicitar que tu sentencia sea levantada.
Pero ahora...
Sabino señaló al lesionado.
El médico se inclinó y palpó la herida con los dedos.
-Si, el cráneo está fracturado en el lado izquierdo de la frente.
Hay astillas de huesos que presionan el cerebro, habría que hacer una
trepanacion.
-Haz lo que sea necesario.
El médico movió negativamente su cabeza cana.
-Para eso no tengo el instrumental.
Abrió su cartera de piel y examinó el contenido.
-Se podría intentar...
-¡Por todos los dioses, entonces inténtalo! -dijo Sabino irritado.
-Bien. Necesito mucha agua caliente, una afilada navaja de afei-
tar y dos hombres que sujeten al enfermo. Cualquier movimiento pue-
de resultar mortal.
Uno de los hombres sujetó la cabeza, que el médico afeitó minu-
ciosamente en el lugar de la herida. Luego se lavó las manos, limpió
sus instrumentos en agua caliente y practicó una incisión en forma de
cruz en la piel rojiza e hinchada sobre la herida. Retiró con unas pin-
zas los cuatro colgajos de piel y los pegó con un emplasto de pez en la
piel rasurada. Luego arrancó con una minúscula espátula, trocito a
trocito, el hueso destrozado.
-No es tan grave como pensaba -murmuró satisfecho-. ¡Ahora
necesito más luz! Acerca tu lámpara a la herida. Así.
A través del agujero, del tamaño de un denario, el médico contem-
pló la masa blancuzca del cerebro. Introdujo cuidadosamente unas
pinzas y sacó un trozo de hueso astillado.
-¡Aquí tenemos al culpable! Ahora, la presión ha desaparecido, y
este hombre debería reponerse.
El médico volvió a cerrar los colgajos de piel y colocó una venda
apretada.
-¿Tenéis pimienta y vinagre?
Le pusieron ambas sustancias alternativamente bajo la nariz hasta
que hizo una mueca y se despertó.

496 497

-lii resto lo puede lograr su fuerte naturaleza -dijo el médico, y


guardi sus instrumentos.
Sabino repitió su oferta de solicitar personalmente su liberación al
emperador.
Losojos claros e inteligentes del viejo centellearon ironícos.
-;Y quién te dice a ti que quiero marcharme? No te esfuerces,
pues lance va siete años que Calígula ha levantado mi castigo, y aun así
me hequedado. Pero quiero mis honorarios. Me debes cien sestercios
o un isreo recién acuñado, lo que tengas a mano.
Sab¡no le entregó el áureo y volvió a darle las gracias.
-Sial cabo de dos días no se produce una clara mejoría, rezad a
Hipócrates. pero a mi dejadme en paz. Dentro de tres días volveré a
pasar por aquí para ver cómo está.
Sabino se dirigió a los hombres.
-Aunque la puerta de la mazmorra sea sólida, quiero que la vigi-
len adonis dos hombres robustos.

Novieobre era una época tranquila en Roma. El aire se hacía percep-


tiblemeite más fresco, las muestras de vida y movimiento pasaban de
la calle al interior de las casas, y si en octubre el calendario estatal
de fiecas estaba repleto a rebosar, en noviembre, en cambio, había
unasolafaestaoficial: la del trece, en honor dejúpiter durante laluna
llena.
Este día, que eran los idus de noviembre, el Flamen Dia lis, sacerdo-
te dejJipirer, sacrificaba un carnero blanco al padre de los dioses. Este
cargase contaba entre los más respetados en la religión romana, pues
seguiarrmnediatamente en importancia al de Rex sacro mm, el máximo
de todis los sacerdotes, pero estaba limitado por una serie de disposi-
cione~v prohibiciones cuyo origen se perdía en tiempos remotos
cuyo significado ya nadie conocía. Así, el Flamen Dialis sólo podía rasu-
rarse labarba con un cuchillo de bronce, y tenía que llevar una toga
de pura lana, tejida por su mujer. Nadie podía tocar su cuerpo, por lo
que~ sisaliaa la calle, le rodeaban sirvientes con cañas para ahuyentar
a quica se le acercara. La visión de cadáveres y de tumbas le estaba tan
severamente prohibido como la de soldados. Además, no podía co-
merpauí con levadura ni carne cruda, no podía tocar a ningún perro,
no podia atontar a caballo ni llevar ningún nudo en su vestimenta, ni
trabajar o contemplar a la gente mientras trabajaba. Tampoco podía
jurar, ni qititarse el solideo durante el día, ni entrar en ningún empa-
rrado,íi hacer una serie de cosas que a muchos les parecían absurdas,
pero qae eran sagradas por tradición antiquísima.
Pau los idus de noviembre el emperador había anunciado su asís-

498
tencia al sacrificio, cosa que no sucedía con frecuencia. El Flamen Dia-
lis despreciaba a este hombre en quien veía a un usurpador impío
que había falsificado el testamento de Tiberio y que horrorizaba a
los dioses con su manía blasfema de presentarse como gemelo de Jú-
piter. Bien, los malos augurios crecían, y el sacerdote de Júpiter vio,
no sin satisfacción, que los dioses estaban furiosos. En el Palatino, un
rayo había incendiado la vivienda del mayordomo. En esto se veía, sin
lugar a dudas, la mano de Júpiter. Poco antes había llegado desde
Grecia la noticia de que un rayo cayó en el puerto, en el barco que
debía transportar la estatua colosal de Zeus, y que el barco se hundió
envuelto en llamas. Además, al parecer, un sinnúmero de personas
había oído unas tremendas carcajadas procedentes del templo de
Zeus.
Estos pensamientos cruzaron por la cabeza del sacerdote cuando
se hallaba de pie ante el templo del Júpiter capitolino, en compañía
de sus ayudantes, esperando al animal que iba a ser sacrificado. No
sabia cuándo llegaría el emperador, pues solía aparecer cuando me-
nos se le esperaba, o no presentarse, sin indicar los motivos. Por su
parte, él, el Flamen Dialis, no pensaba aplazar o retrasar ni un instante
el sagrado ritual a causa de ese loco.
En aquel momento aparecieron los sacerdotes que ofrecerían el
sacrificio, 'y arrastraron escaleras arriba al magnífico carnero blanco,
que se resistía. Siguiendo una señal, el Flamen Dialis hizo abrir las
puertas de las tres cellae para que las imágenes de los dioses pudieran
presenciar el sacrificio. En el templo de Júpiter Óptimo Máximo no
residía sólo el poderoso lanzador de rayos, sino también su esposa
Juno y Minerva, diosa de la ciudad de Roma.
El ritual sagrado tenía que realizarse en silencio total; sólo el soni-
do de tina flauta podía acompañarlo.
Mientras el carnero, que ya se había calmado, permanecía ante el
templo, el sacerdote leyó en un rollo los sagrados textos, textos redac-
tados en un latín tan arcaico que ya casi nadie los entendía. Leyó muy
despacio y con sumo cuidado, pues un solo error en la lectura bastaba
para invalidar la ceremonia. Luego se acercó al animal, lo roció con
vino y esparció sobre él una mezcla de sal y granos de trigo. Durante
este acto se cubrió la cabeza con la toga, como todos los demás, para
asistir cubierto al sacrificio.
De repente, se oyeron gritos y pasos apresurados desde fuera. El
emperador subió a toda prisa las escaleras, disfrazado de Neptuno,
con una barba dorada y blandiendo el tridente de bronce.
-¡Hoy quiero ofrecerle personalmente un sacrificio a mi herma-
no! -exclamó rompiendo el silencio.
Señaló al animal que iba a ser sacrificado.

499

-¡Un carnero! ¡Es muy poco, Júpiter exige un sacrificio mayor!


Blandió el pesado tridente de bronce y lo aplastó en la cabeza del
oficiante, que ya tenía el puñal en la mano para degollar al carnero. El
sacerdote se desplomó, y tinos murmullos horrorizados recorrieron
el grupo de los que participaban en el sagrado acto. El Flamen Dialis
se volvió inmediatamente, pues le estaba prohibido ver a ningún
muerto.
-¡Espero que puedas responder de este sacrificio, príncipe! -ex-
clamó dirigiéndose al emperador, y fue hacia el templo para hacer
cerrar las puertas de las cellae.
Calígula se rió a carcajadas.
-Yo puedo responder de cualquier cosa, y, sí me da la gana, os
sacrificaré a todos vosotros a mi hermano divino, pero me temo que si
hiciera eso ofendería aJúpiter, pues él quiere el sacrificio de animales
inmaculados. Vosotros, calvorotas gordinflones, renqueantes y lega-
nosos, no sois adecuados para tal ceremonia.
Con una sonrisa irónica señaló al oficiante muerto, que yacía en
el suelo.
-Quienquiera puede hacer examinar el hígado de esta criatura
en busca de augurios.
Se alejó danzando, riéndose a carcajadas y blandiendo su tridente.

Rufo despertó cuidadosamente a su señor, sacudiéndole con suavidad


el hombro.
-¡Despierta, tribuno! En el cuartel debe de haber ocurrido algo.
Sabino se incorporó y miró por la ventana. Una fina llovizna caía
de un cielo encapotado y gris, y apenas podía distinguir nada. Se vistió
apresuradamente la túnica, y se colocó la coraza.
-¡De prisa, mi espada!
Corrió fuera. Desde lejos oía gritos y chillidos, y vio a la gente co-
rrer de un lado a otro. Un legionario se le acercó jadeando.
-¡Tribuno! ¡Tribu no, el prisionero se ha escapado! Cúculo ha
estrangulado a uno de los guardianes y ha derribado al otro: aún sigue
inconsciente.
-¿A dónde se ha dirigido?
-Nadie lo sabe, seguramente hacia el oeste, para esconderse en
los pinares junto a la costa.
Sabino negó con la cabeza.
-En esta pequeña isla no tiene ni la menor posibilidad de esca-
par. Avisad a la gente del puerto. Después, esperaremos. En algún
lugar robará algo de comida, o tal vez recupere su sano juicio y se
entregue voluntariamente.

500
Entretanto, dos docenas de legionarios rodearon a su tribuno.
-Lo dudo -dijo uno-. Cúculo está loco.
Otro manifestó:
-Deberíamos rastrear la isla en grupos de cuatro hombres. No
puede haber ido muy lejos.
-¿Quién se ofrece voluntariamente? -preguntó Sabino con una
sonrisa irónica. Los hombres bajaron las cabezas y escarbaron con los
pies en el suelo. Al fin, se levantaron cinco manos.
-No, muchachos; os considero demasiado valiosos para esta ta-
rea. ¿Quién sabe de qué salvajada es capaz ese loco? No estamos en
guerra, y quiero evitar cualquier riesgo. Duplicad la guardia día y no-
che y avisadme si notáis algo, por insignificante que sea.
Como es costumbre entre soldados, comentaron luego las pala-
bras del tribuno, y todos estuvieron de acuerdo en que era un indivi-
duo magnifico, y que Cúculo a su lado no valía un comino.
-Fue bonito lo que dijo: que nos considera demasiado valiosos
para que nos arriesguemos por ese criminal. Al fin se siente uno trata-
do como persona.
Todos ellos eran individuos rudos, insubordinados, dificiles de di-
rigir, y sobre su conciencia pesaban numerosos delitos. Hacia ya mu-
cho tiempo que habían perdido la costumbre de ser tratados como
seres humanos por un superior, y a partir de entonces Sabino se ganó
su afecto incondicional.

Sabino tomó un rápido baño, se armó con lanza y espada y, acom-


pañado por Rufo, fue a casa de Livila para informarla de la nueva
situacion.
Los dos desconcertados guardias apostados ante su puerta confe-
saron temblando que Cúculo había penetrado en la casa, en cuyo in-
tenor esperaba al tribuno.
-¡Por Marte Quirino! -los increpó-. ¿Por qué no lo habéis de-
tenido?
-Pero..., pero ahí dentro está a buen recaudo, y no puede salir...
-. Malditos cobardes! -profirió Sabino y abrió bruscamente la
puerta.
Cúculo estaba arrellenado en el triclinio, la espada corta en la
mano derecha y el puñal en la izquierda. Livila y Mirtis se hallaban de
pie junto a la ventana, por lo visto encargadas por él de vigilar el camí-
no. El decurión se levantó despacio, y en este momento Sabino se dio
realmente cuenta de su gran estatura y de su robustez.
-A ti te estaba esperando, tribuno, para pasar cuentas contigo.
Pero también puedes deponer voluntariamente tus armas; entonces

501

te enviaré a Roma como prisionero con un informe. Que sea el empe-


rador quien te juzgue a ti y tus delitos.
-¿Me quieres decir de qué demonios estás hablando? Has mata-
do a uno de tus hombres y herido mortalmente a otros dos, y preten-
des enviarme a mi..., creo que tu afición a la bebida te ha turbado la
mente. Depón tus armas y vuelve a la mazmorra. ¡Esta es mi orden
como tribuno!
Cúculo soltó una atronadora carcajada.
-Serás tribuno, pero yo tengo orden de vigilar todos tus actos,
y en Roma acogerán con interés lo que he visto y oído hasta el mo-
men to.
Livila dirigió una mirada a Sabino, y en sus ojos había una pregun-
ta que él entendió inmediatamente: ¿puede este hombre sernos peli-
groso? «Si -pensó-, este hombre es un peligro para sí mismo y para
todos los demás. No debe abandonar la isla con vida.»
-Estás diciendo tonterías, Cúculo, y tú lo sabes. Para entretener-
me, te inventas cualquier cosa, pero yo no voy a caer en trampas tan
torpes. Tira tu puñal y tu espada al suelo y deja que Rufo te ponga las
esposas.
Sabino vio cómo su ojo sano centelleaba de ira, y, casi en el mismo
momento, Cúculo saltó sobre él. Sabino intentó repelerlo con la lan-
za, pero Cúculo la partió en dos de un mandoble. Sabino salió co-
rriendo, se alejó de la casa y se dirigió a las rocas de la orilla para
esperarlo allí.
Rufo corrió al cuartel y gritó:
-¡Voy a buscar refuerzos.
Sabino esperaba que la lluvia, que arreciaba ahora, seria un obs-
táculo mayor para el tuerto que para él.
Jadeando, Cúculo se acercó con pasos torpes, y, rápidamente, Sa-
bino se dio cuenta de que, en lugar de la lluvia, sus mejores aliados
eran la ira y el odio desenfrenado de su adversario. Si el dicho de que
alguien está ciego de ira se ajustaba a alguna persona, esta persona era
Cúculo. Con vehemencia, se abalanzó con su espada sobre Sabino,
pero su ataque adolecía de método, pues lo único en lo que pensaba
era en matar a Sabino, sin reflexionar cómo podría vencerle. Por lo
visto, lo tenía por uno de estos tribunos de adinerada familia que no
había cursado instrucción militar alguna y que sólo consideraba su
rango como trampolín para cargos más elevados.
De nuevo, la dura escuela de las lecciones de esgrima de Querea le
resultó beneficiosa, y, sin el menor esfuerzo, paró los golpes que su
adversario asestaba sin orden ni concierto. A la vez, iba retrocediendo
para atraer a su contricante a los acantilados. Sabino tropezó, quedó
por un instante al descubierto, y la espada le rozó el antebrazo iz-
502
quierdo, pero no sintió dolor y se concentró por entero en aquel ma-
tón que repartía golpes a diestro y siniestro. Cúculo seguía sostenien-
do el puñal en la izquierda, y Sabino consiguió asestarle un golpe tan
fuerte que la mano dejó caer el arma. ¿Fue por obstinación por lo que
se inclinó para recoger el puñal? En la lucha a espada, el puñal no le
iba a proporcionar la menor ventaja, pero Cúculo lo hizo, y Sabino
aprovechó el momento para herirlo profundamente en el hombro
izquierdo.
Cúculo profirió un grito ronco, dejó caer el puñal y se abalanzó
sobre Sabino como un energúmeno. Este saltó a un lado con un rápi-
do reflejo y hundió profundamente su espada en la descubierta cade-
ra izquierda del adversario. Cúculo tropezó, cayó, pero sin soltar su
arma, e intentó volver a levantarse. En aquel momento Sabino oyó
pasos y voces a su espalda y gritó a pleno pulmón:
No os acerquéis! ¡No necesito ayuda!
Cojeando, Cúculo logró ponerse de pie, pero de su costado iz-
quierdo manaba un chorro de sangre. Ahora, Sabino lo tenía donde
quería tenerlo: al borde del acantilado. Cúculo ya sólo repelía débil-
mente los fuertes golpes e iba retrocediendo cada vez más. La pérdida
de sangre era tan fuerte que se dobló su pierna derecha y tuvo que
apo~arse en la espada. Sabino aprovechó esta ocasión y, con un pode-
roso golpe, le arrancó el arma de las manos. Cúculo se desplomó en el
suelo y miró a su alrededor en busca de su espada. Pero el arma había
caído por los acantilados y era ya inalcanzable para él.
-¡Ríndete, Cúculo!
Con gran esfuerzo, éste volvió a levantarse una vez más, echó una
mirada asesina a Sabino y a los hombres que esperaban tras él, se vol-
vió despacio, se dejó caer a cuatro patas, con dificultad se arrastro
como un pesado moscardón unos pasos hacia arriba y, desde allí, se
dejó caer por el precipicio.
Sabino se volvió y les dijo a los legionarios empapados por la lluvia:
-Quienquiera hacerlo, puede buscarlo ahí abajo y, si es necesa-
río, asestarle el golpe de gracia. Luego llevad su cadáver al cuartel; yo
ire más tarde.

Ante la casa de Livila no había guardias. Al parecer, en su excitación


los hombres habían olvidado que ella era el único motivo por el que
se encontraban en esta isla desolada
-¿Está..., está muerto? -fue su pregunta.
-Como silo estuviera. En todo caso ya no representa peligro algu-
no, ni para nosotros ni para los pobres diablos que tienen que prestar
servicio aquí.

503

Livila se acercó un poco más.


-¡Pero si estás sangrando!
Lo arrastró hasta la ventana y levantó cuidadosamente su brazo
izquierdo.
-¿Has luchado con él?
Sabino asintió.
-Pues te tiene que haber rozado una estocada; la herida no es
profunda, pero se extiende desde el codo casi hasta la muñeca. ¡Mir-
tis, trae algo para vendarle!
Sabino se dirigió a la puerta.
-La doncella atiende a su héroe herido, ~verdad? Pero no, eso
resulta demasiado vulgar, tú no eres ninguna doncella y yo no soy
ningún héroe. Si Cúculo hubiera sido un poco más prudente, ahora
seria yo quien estaría ahí fuera. Pero, si murió, fue por culpa de su
inmenso odio. Haré que me atiendan en el cuartel, y volveré mañana.
Livila esbozó una sonrisa misteriosa, como suelen sonreír las muje-
res ante la obstinación de los hombres.
-Como quieras, Sabino, pero, pese a todo, la doncella da las gra-
cias a su héroe por su milagrosa salvación. Por cierto, aún te debo una
respuesta a la pregunta de ayer. Te creo, Sabino. En el fondo de mi
alma, confié en ti desde el principio, pero en mi situación se impone
la prudencia. Sabes lo poco segura que está mi cabeza, pues, algún
día, Calígula llegará a la conclusión de que las hermanas muertas son
las mejores hermanas. Haz que cuiden ahora tu herida. Mañana se-
guiremos hablando.
Sabino asintió y salió fuera, donde Rufo le esperaba empapado
bajo el pórtico de madera, desencajado por el viento.
-Cuidate de que coloquen nuevos guardias ante la casa y, des-
pués, procura secarte. Estás empapado.

Sabino fue a la enfermería, se hizo vendar la herida y preguntó por el


herido.
-Está mejorando -le informó el soldado encargado de vigí-
lar al enfermo-. Ya ha abierto un par de veces los ojos y ha hablado
con coherencia. No creo que vayamos a necesitar de nuevo al mé-
dico.
-¿Y el guardia derribado por Cúculo?
-Afortunadamente, sólo tiene un inmenso chichón en la cabeza.
Ya se ha levantado.
Dos cadáveres estaban tendidos en el pequeño patio del cuartel: el del
estrangulado guardia de la mazmorra y el de Cúculo.
Sabino hizo formar a los hombres y nombró subjefes a los dos le-
gionarios más veteranos.
-El orden es necesario -dijo-. Así vosotros os aclararéis, y yo
sabré a quién dirigirme.
Al pronunciar estas palabras, dirigió una mirada implacable a los
dos viejos guerreros, pero sabia muy bien que no le tomaban demasia-
do en serio.
-¡Ahora, escuchad! Con el próximo barco enviaré un informe a
Roma, cuyo texto será más o menos el siguiente: «Completamente
borracho, el decurión Quinto Cúculo atacó sin ningún motivo a un
legionario, y lo hirió mortalmente. Hubo que arrestarle, pero, de no-
che, logró derribar a sus dos guardias, mató a uno y después empren-
dió la huida. En los acantilados fue acorralado por mí, el tribuno Cor-
nelio Sabino, y, durante la lucha, se despeñó y encontró la muerte».
¿Alguno de vosotros tiene algo que objetar contra esta descripción?
<Corresponde ella a la verdad en todos sus puntos? ¿Hay que añadir
algo?
Uno exclamó:
-También podrías decir que era un cabrón y un déspota.
-Sin duda lo fue, pero temo que esto no va a interesar a nadie.
¿Queda alguna pregunta? Bien, llevad a los dos fuera y recoged made-
ra seca. Cuando deje de llover, serán incinerados.

Fue a su casa, tomó dos copas de vino y se acostó. El brazo lesionado le


dolía a rabiar; pero, tras otras dos copas, el dolor remitió algo. Pensó
en su situación y llegó a la conclusión de que era óptima. Las posibilí-
clades de que Cúculo hubiera enviado ya un informe a Roma eran
escasas. Entretanto, Sabino había preguntado a los hombres, pero
ninguno había observado nada que llamara su atención; tampoco se
encontró nada en el cuarto del decurión. El emperador le había orde-
nado que regresara al cabo de tres meses, a más tardar, a no ser que le
mandaran regresar antes. Habían pasado siete semanas, y le quedaba
tiempo suficiente para comentar la situación con Livila.
Bostezó profundamente, se volvió hacia la pared y se quedó dormi-
do en el acto.

504 505

XXXIII
El prefecto de los pretorianos, Arrecino Clemente, había reflexiona-
do largo tiempo y a fondo sobre si era conveniente confiar sus inten-
ciones al tribuno Casio Querea. Cuando volvió a ser testigo de una de
las crueles burlas de Calígula, aprovechó la ocasión para hablar a solas
con su subordinado.
-Aquí nadie nos oye, tribuno, pero, si quieres, cerciórate y mira
bien a tu alrededor. Hoy en día conviene mostrarse desconfiado, y lo
que tengo que decirte te lo diré mejor sin testigos.
Querea permaneció en actitud rígida y fría.
-¿Prefecto?
-Primero toma asiento y no te muestres tan desconfiado, pues
me dirijo a ti para pedirte algo. Anteayer volví a ser testigo de cómo te
trata el emperador y pude imaginar cómo te sentiste.
Querea alzó la mirada.
-¿Ah, si? Resulta que ahora puedes imaginarlo, pero cuando me
quejé ante ti hace un año dijiste que no era por mala intención por
parte del emperador, que aún era joven y que ya cambiaría. ¿A qué se
debe tu repentina comprensión, prefecto?
-Se debe a que la situación ha cambiado. Como sabes, no ha ocu-
rrido lo que todos esperábamos. Al contrario. Cuando Calígula subió
al trono, yo pensaba como tú: esto es un nuevo inicio, ahora empeza-
rán tiempos áureos para Roma. Acepté la sucesión de Macrón, creí
firmemente en su deslealtad y serví al joven emperador con el mismo
entusiasmo que tú y todos los demás. A ti te nombró tribuno, a mi
prefecto; todos teníamos motivos para sentirnos afortunados y agra-
decidos. Estamos en la misma situación, Querea, y en el fondo, nos ha
pasado lo mismo. ¿Cre es que a mí me gusta el que abuse de vosotros
utilizándoos como verdugos y recaudadores de impuestos? Ya no so-
mos más que sus esbirros bien pagados, odiados por el pueblo, te-
midos por el Senado, despreciados por los patricios. También yo ten-
go mi orgullo, Querea, y desde hace algún tiempo llevo mi ropa de
prefecto con más incomodidad que entusiasmo. A muchos otros les
ocurre lo mismo que a ti y a mi, y quedan muy pocos que sigan opi-
nando que nuestra elevada remuneración compensa los sucios servi-
cios de sicarios que el emperador nos impone. La situación se ha vuel-
to tan inaguantable que nosotros tenemos que acabar con ella.
¿Compartes esta opinión, Querea?
A éste le zumbaba la cabeza, pues jamás hubiera esperado seme-
jantes palabras de su prefecto.
-¿Quién es nosotros, prefecto?
-Todavía no puedo decírtelo, de momento dejémoslo así. Enton-
ces, ¿qué?
-Aunque te doy la razón en cuanto a que la situación se ha hecho
insostenible, ¿qué cambia esto? El Senado se achanta, sus criaturas,
Calixto, Helicón, Protógenes o como se llamen, han llenado Roma de
espias. ¿Por dónde hay que empezar? ¿Dónde se puede intervenir?
-Como encuentro cierta comprensión en ti, voy a decirte algo.
Hace ya mucho tiempo que las cosas han dejado de ser como tú pien-
sas. Calígula ya casi no tiene amigos, y sicarios no le quedan muchos,
aparte de Helicón y de Protógenes. Es cierto que el Senado acep-
ta todas las humillaciones, pero, en secreto, se ha ido formando un
grupo poderoso de oposición. Aún no puedo darte nombres, pero te
puedo decir que nuestro divino emperador se va quedando solo en su
alto sitial. El aire allí arriba se ha enrarecido, Querea, y resulta cada
vez más dificil de respirar. Creo que algo se deja entrever, pero esta
vez no se trata de una pequeña conspiración de unos cuantos ambi-
ciosos o idealistas, esta vez es Roma la que se enfrenta a él. El popula-
cho no cuenta, aunque también entre ellos aumenta el descontento.
La gente tiene miedo de ir al circo, porque tienen que contar con la
posibilidad de acabar repentinamente convertidos en gladiadores. El
odio se va extendiendo, Querea, y eso nos beneficia. Reflexiona sobre
esto, y cuando hayas tomado una decisión, házmela saber.
Querea recordó las palabras de su amigo Sabino cuando éste le
comunicó el motivo por el que había entrado en la guardia personal:
«Mes tras mes alimenta el matadero del anfiteatro con carne huma-
na... A ellos se añaden los ricos de familias patricias y plebeyas a
quienes empuja a la muerte. ¿Cómo va a continuar todo esto?». Yél,
Querea, le había quitado importancia, había dicho que eran chiqui-
lIadas, pero ahora pensaba de manera distinta. ¡Era una vergúenza!
¡Una vergúenza para cada uno individualmente, una vergúenza para

506 507

toda Roma! Pero quedaba en él un resto de desconfianza, y no quería


continuar la conversación con Clemente hasta haber consultado con
Sabino. Después decidiría lo que había que hacer.
Así, le dio a entender a Clemente que podía contar con él, pero
que quería conocer personalmente a algunos de los implicados, para
escuchar también de boca de ellos lo que se planeaba y cuándo y
cómo.
-Nuestro lema es: ~pronto! No podemos y no queremos esperar
más, porque cada uno de nosotros tiene que contar con la posibilidad
de no llegar al día siguiente. Antes de que se hunda Roma hay que
hundirle a él.
-En esto te doy la razón, prefecto.
En toda Roma se sabía que el emperador no creía demasiado en la
astrología, aunque sólo fuera porque su antecesor estaba completa-
mente entregado a ella. En todos los sentidos, Calígula quería ser dis-
tinto de los demás, único, inconfundible, divino.
Entretanto había muerto Trasilo, el astrólogo del emperador Tibe-
rio, pero durante sus últimos años dio empleo aun ayudante másjoven,
llamado Sila, que era considerado su discípulo y mucha gente le con-
sultaba en Roma. De tiempo en tiempo, bajo nombre falso, también el
emperador hacía que Sila le elaborara un horóscopo, pero estaba tan
convencido de su divinidad que consideraba que estaba por encima del
destino y no atribuía mayor importancia a los pronósticos.

Pese a sus caprichos y a sus locuras, Calígula tenía un fino olfato para
los cambios. Algo parecía estarse preparando, pero no sabía qué. No
es que se sintiera directamente amenazado, y tampoco creía en una
nueva conspiración, pero había algo que cambiaba imperceptible-
mente como el nivel del reloj de agua. CU~() descenso no se apreciaba
a simple vista.
Lo comenté con Cesonia, aunque a ella nada le había llamado la
atencion.
-Yo creo que todo va bien, querido. No veo más que detalles posi-
tivos. Precisamente porque nada ocurre, porque todos se resignan y se
achantan, y como al fin has exterminado a tus adversarios, crees sentir
algo misterioso, algo imperceptible. Tus finos sentidos notan que no
ocurre nada, absolutamente nada, y precisamente esto es lo inusual.
Imagínate que te pasas todo el día sentado junto a una fuente. ¿Sigues
percibiendo su murmullo al cabo de dos o tres horas? No, ese mtirmu-
lb se ha convertido en una costumbre para tu oído. Pero entonces,
cuando de repente cesa el murmullo, el silencio tiene un efecto casi
doloroso. Ahora nos encontramos en un silencio de ésos.

508
-Es una explicación inteligente, casi filosófica; puede que sea
cierta. Quizá todos estén simplemente asustados por mi audaz actua-
ción ante el altar de Júpiter. ¿Quién se atreve hoy en día a sacrificarle
un ser humano a un dios? Quizá habría que reimplantar esta costum-
bre de forma generalizada. A Jano le sacrificaríamos un obeso sena-
dor en vez de un carnero. Ajuno una patricia en vez de una cabra.
A Marte un caballero en vez de un corcel. ¿Qué te parece?
Cesonia bostezó. Este tipo de conversaciones la aburrían.
-Así habrá sido antes, pero en nuestros días esto ya no es posible,
y tenemos que servirnos del verdugo de un modo menos solemne.
Estás aburrido, ya lo veo. Haz que Sila te confeccione un horóscopo;
tal vez te sea de utilidad.
-Le haré confeccionar el tuyo para ver cuándo y cómo puedo
librarme de ti. De todas formas, es un enigma para mí el porqué sigo
aún casado contigo.
Cesonia se echó a reír, con su risa ruidosa e insolente.
-Quizá porque temes que sin mí tu vida sería aún más aburrida.
Por cierto, no deberías olvidar que has prometido un banquete de
reconciliación al Senado. Lo aplazas una y otra vez, pero creo que no
deberías hacerlo. Ahora que todos comen en tu mano, merecen una
recompensa extraordinaria.
-No lo he olvidado -dijo Calígula con impaciencia, pero sus
pensamientos se centraban en el horóscopo-. Ya sabes qué opinión
me merece la astrología, pero ¿quién sabe si no hay algo de verdad en
ella?
Así Sila volvió a recibir de Calixto el encargo de confeccionar el
horóscopo para un anónimo empleado de la corte que había nacido
en Ancio el 31 de agosto del año setecientos sesenta y cinco después
de la fundación de Roma. Naturalmente, hacía ya tiempo que Sila
sabía quién era aquel desconocido, pues cualquier persona mediana-
mente informada conocía la fecha de nacimiento del emperador. El
encago se podía cumplimentar rápidamente, pues ya disponía del ho-
roscopo de nacimiento, y así calculó solamente el pronóstico para los
próximos meses. Para principios de año había una serie de constela-
ciones desfavorables, especialmente en relación con Marte y con la
octava casa, de modo que Sila no tuvo más remedio que advertir del
peligro de un final violento.

Calígula, que, por lo demás, era supersticioso y timorato, no lo echó


en saco roto, y así invitó a Sila a palacio para saber más detalles.
-Son unas indicaciones poco precisas esas de un ~pe1igro de un
final vio1ento~. ¿Es así como lo has escrito? Ami me parece una tonte-
509

ría. O me asesinan o seguiré con vida; ¿o es que existe una tercera


posibilidad?
Sila levantó del rollo su rostro arrugado de erudito. Se había incli-
nado profundamente sobre la hoja de pergamino a causa de su mala
vista.
-Los astros predisponen, pero no obligan. Esto es algo que sobre
todo se tiene que tener en cuenta en los pronósticos astrológicos, Ma-
jestad. ¿Hablas de una tercera posibilidad? Te nombraré una cuarta y
una quinta. Ypor cierto, ¿quién está hablando de asesinato? Un final
violento significa también que tropiezas y te rompes el pescuezo, que
caes del caballo o que tienes un accidente en una carrera de carros.
Hay personas que han muerto porque una teja suelta les cayó en la
cabeza; también esto es una muerte violenta. Y, por lo demás, mi pro-
nóstico se refiere a Roma, lo que significa que en Efeso o en Alejan-
dría estás expuesto a otras influencias totalmente distintas. Los pro-
nósticos sobre los viajes son buenos. Así que, si quieres, puedes
sustraerte al peligro.
-¿Cuándo existe exactamente este peligro?
Sila acercó el pergamino a los ojos.
-Por lo que veo, aproximadamente desde mediados de enero a
su final.
El emperador se echó a reír, pero esta vez no fue una risa estriden-
te y sonora, sino más bien desconcertada.
-Entonces, me quedan dos meses para reflexionar. Te agradezco
tu información, Sila, pero, pese a todo, considero a la astrología como
una ciencia absurda. Sólo resulta útil para quien se dedica a ella, pues-
to que le llena la bolsa.
Sila levantó las manos, riéndose.
-Ya veremos...
Los ojos saltones de Calígula centellearon maliciosos cuando dijo:
-¿También has elaborado pronósticos para ti mismo? ¿Por ejem-
pio para el día de hoy?
-Naturalmente, Majestad, una invitación del emperador es un
acontecimiento tan importante que antes he consultado los astros.
-X qué dicen? ¿Te han comunicado que fuera, ante la puerta,
espera un pretoriano que te cortará la cabeza dentro de un mo-
mento?
Sila no se dejó amedrentar.
-Entonces, tengo que haberme equivocado en mis cálculos. En
cualquier caso no logré descubrir ningún aspecto peligroso para hoy
ni para los próximos días.
A Calígula se le notaba que gozaba con esta conversación, aunque
la actitud de Sila, exenta de miedo, le decepcionó un poco.

5W
-Naturalmente que no, pues la amenaza no procede de Júpiter,
el astro, sino de Júpiter, el dios, ¡de mí! Yo estoy por encima de los
astros, por encima del destino, ¡yo soy el destino!
-Ciertamente, Majestad, para muchos te has convertido en su
destino.
-Más te vale reconocerlo. Ahora vete a tu casa, Sila, y sigue sacán-
doles el dinero a los tontos, que de mí no vas a recibir ni un as. Sin
embargo, podrás anunciar públicamente que he hecho uno de tus
servicios. Como astrólogo del emperador, podrás pedir en el futuro el
triple de tus honorarios. Así te pago sin pagarte.
-Tu austeridad es conocida en todo el Imperio.
Estas palabras provocaron en Calígula tal risa que a punto estuvo
de ahogarse. Aún sin aliento, dijo:
-Este..., éste es el mejor chiste que he oído en toda mi vida. Sila,
sigues gozando de mi benevolencia, y tu pronóstico era acertado: hoy
no te va a suceder nada.
Sila se inclinó profundamente, pero no le pasó inadvertido que el
emperador puso un marcado énfasis en la palabra ~hoy».

Calígula no había olvidado su orden de colocar una estatua del ~Nue-


voJúpiter~ con su imagen en el templo deJerusalén. Publio Petronio,
legado de Siria, le había enviado un extenso informe sobre la talla de
la estatua colosal en Sidón, informándole de la oferta de los judíos
de redimir la orden mediante una suma de dinero.
Pero, en este caso, la codicia de Calígula y sus limitadas necesi-
dades de dinero se veían superadas por su vanidad. Era absoluta-
mente necesario que estuviera presente como dios en el templo prin-
cipal de aquel pueblo insubordinado. Y le resultaba indiferente que
los judíos ofrecieran cinco o quinientos talentos de oro; él insistía
en el exacto cumplimiento de su orden, y así se lo comunicó al le-
gado.
De este modo, el comedido y sensato Petronio fue obligado a dar
el paso siguiente. Se desplazó con la estatua terminada a Tolemaida,
una importante ciudad portuaria en el sur de Siria, donde estaban
estacionadas dos legiones del ejército del Eufrates en su cuartel de
invierno. De acuerdo con la orden imperial, Petronio debía avanzar
con ellas hacia Jerusalén para cumplir allí sus órdenes, y, de ser nece-
sano, a la fuerza.
A Petronio todo aquello le parecía una inmensa tontería, fruto de
un capricho de un emperador tirano y vanidoso. Detestaba en el alma
la insensatez política, pero no veía posibilidad alguna de eludir la
orden.

511

Tolemaida, rodeada de montañas, estaba situada al oeste de Gali-


lea en la llanura de Megido. En la animada ciudad portuaria se ex-
tendió rápidamente la noticia de la llegada de Petronio y de cuál era
su encargo.
Cientos de familiasjUdíaS estaban acampadas ante las puertas de la
ciudad y pidieron ser escuchadas. Petronio recibió a una delegación
de tres hombres que, como en la ocasión anterior en Antioquía, le
expusieron sus argumentos e imploraron su comprensión. El juicioso
Petronio no tomó sus ruegos a la ligera. Dejó la estatua en Tolemaida
y se marchó con un pequeño séquito a Tiberíades, junto al lago de
Genezaret, adonde hizo llamar a los notables de los judíos para expo-
nenes el sentido y la finalidad de una orden que él mismo considera-
ha absurda. Decidió no hablar sólo ante una pequeña delegación,
sino ante todos los judíos que se habían desplazado hasta allí, a los
que ordenó que se reunieran en el gran anfiteatro.
-Desde siempre fue objetivo del Imperio romano satisfacer a los
pueblos subordinados Y tratarlos por igual, sin distingos ni diferen-
cias. En ello vemos un acto elemental de justicia, x' nuestras provincias,
desde Hispania hasta Asia, desde la Nórica hasta Africa, nos lo han
agradecido con inquebrantable lealtad x' con confianza en una ley que
rige por igual para todos. Repito: para todos, ~sin excepción! Ahora,
vosotros habéis venido a Tiberíades para pedirme lo imposible: que os
conceda esta excepción. El emperador ha dado una orden que no
significa más que una complacencia frente a Cao Julio César y que,
además, no os cuesta ni un óbolo. Quiere, como también sucedió bajo
Tiberio y Augusto, que su persona sea venerada en todas las provm-
cias, y no en último lugar, para que le conozcan y resulte familiar a
todos los pueblos, y especialmente a aquellos a los que no puede visi-
tar personalmente. Ningún pueblo, sea del este o del oeste, del sur o
del norte, ha puesto ninguna objeción, y todos tributan al emperador
la veneración que exige y se le debe. ¡Ningún pueblo, salvo vosotros,
los de Judea! ~Córno hay que calificar semejante actitud? ¿Como petu-
lancia, como insubordinación o, quizá, incluso como rebe1día~ Con
semejante comportamiento vosotros mismos os colocáis fuera de
nuestra comunidad de pueblos, provocando alborotos y descontento.
Y, encima, a mí me pedís que favorezca esta actitud, que os apoye en
vuestra desobediencia.
Hizo una pausa, y de inmediato se oyeron gritos entre la multitud:
-Obedecemos al emperador, pero él no es dios.
-No adoramos a ningún ser humano. ;Esa es la peor blasfemia
que se puede imaginar!
-El emperador tolera las religiones de los germanos y la de los
egipcios, ~por qué no la nuestra? Es la más antigua del mundo, y pode-
mos exigir que se respeten nuestras viejas costumbres y nuestras leyes.
Petronio alzó las manos hasta que se hizo el silencio.
-El emperador respeta todas las religiones, y jamás ha obstaculi-
zado sus ritos. ¿No es cierto que los emperadores incluso han concedi-
do un estatus especial a vuestra capital, trasladando a ella sólo una
mínima guarnición romana? Es vez de agradecerlo eternamente, os
indignáis y provocáis la ira del emperador sobre vuestras cabezas y,
por cierto, también sobre la mía. También yo tengo que cumplir las
órdenes de mi señor, y, si no lo hago por consideración hacia voso-
tros, me arriesgo a una muerte deshonrosa. El emperador es mi jefe
supremo, y, si él lo considera conveniente, tendré que hacer la guerra
contra vosotros en su nombre. ¿Queréis perturbar la pax romana? ¿Es
del agrado de vuestro dios que sufran mujeres y niños, que mueran los
hombres?
La multitud clamó al unísono:
-Sí, estamos dispuestos a sufrir por la ley que Dios nos ha im-
puesto.
-Entonces, ¿queréis realmente la guerra? ¿Queréis alzaros en re-
beldía contra el emperador? -preguntó Petronio perplejo.
Un barbudo sacerdote, vestido de blanco, tomó la palabra:
-No, legado, no es esto lo que queremos. Dos veces al día ha-
cernos sacrificios a Dios por el bienestar del emperador, pero si insiste
en colocar su imagen en el templo, entonces nos ofreceremos a noso-
tros mismos como sacrificio, y tendrá que matarnos a todos nosotros.
Hombre tras hombre, mujer tras mujer, y a todos los niños hasta a los
neonatos.
-¿Compartís esta opinión? -se dirigió Petronio a los presentes.
-;SI, sí, sí! -corearon todos.
Petronio se volvió. Aun en contra de su voluntad, no pudo por
menos que sentir admiración por este pueblo que prefería el sacrifi-
cio a faltar a las leyes de su dios. Volvió al palacio donde anteriormen-
te había residido Herodes Antipas como tetrarca de Galilea y Perea,
hasta que Calígula lo destituyó en favor de Agripa, su compañero de
borracheras.
-¿Qué le pasa a este pueblo? -preguntó a los oficiales que le
acompañaban-. Se dejan matar por nada. Al menos, eso es lo que
parece a nuestros ojos. Este Dios único, que además es invisible, lo
significa todo para ellos. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo puedo arre-
glar esto?
-Tal vez acepten el riesgo para ver qué sucede -dijo un tribuno.
-Cuando entremos en Jerusalén a la cabeza de dos legiones, ce-
derán -dijo otro.
Petronio negó con la cabeza.

512 513
-No lo creo. Esta gente se sacrifica por su dios. Ya tuve la misma
impresión aquella vez, en Antioquía, cuando negocié con sus docto-
res de la lev. Se puede llegar a un acuerdo con ellos en cualquier
cuestión, incluso se les puede desangrar con tributos, pero en esto no
ceden. En esto no se trata ya de libertad, de honor o de propiedades,
se trata de algo más elevado, de algo que nosotros nunca podremos
comprender.
-~ Gracias a Júpiter! -dijo el tribuno, y en su voz se percibió la
ironia.
Petronio suspiró:
-Mañana tendré que hablar otra vez con ellos; quizá, pese a todo.
encuentre un camino para el entendimiento. Así no se puede conti-
nuar. Desde que esta gente sabe lo que les espera, va no mueven ni un
dedo. La siembra lleva va varias semanas de retraso, el comercio está
inactivo, y yo soy responsable de esta situación insostenible. Si el em-
perador se encontrara aquí, en mi lugar, se lo pensaría muy mucho
antes de imponer su voluntad a la fuerza. ;Por todos los dioses!, ~'
entre ellos incluyo al de los judíos, tiene que conseguirse un acuerdo.
;Y pronto! Cuidado de que mañana al mediodía los judíos vuelvan a
retinirse en el anfiteatro. Encontraré una solución, aunque sea mi úl-
timo acto corno legado de Siria.

En los tres años largos que Calígula llevaba gobernando, había conse-
guido despilfarrar todo el tesoro estatal reunido por Tiberio, que se
estimaba en casi cuatro mi] millones de sestercios, sin crear con este
dinero nada fundamental para Roma. No había hecho levantar ni un
solo edificio público en la ciudad, aunque terminó dos proyectos de
construcción iniciados por Tiberio. Se trataba del templo de Augusto
y del anfiteatro erigido por Publio Pompeyo en el Campo de Marte. El
más grande hombre de Estado regaló a Roma el primer anfiteatro de
piedra, pues los severos y sobrios republicanos sentían vergúenza de
levantar un edificio destinado exclusivamente al placer con material
duradero. También Pompeyo era hijo de su tiempo, vjustificó su acto
frívolo intercalando en el piso superior de las gradas un pequeño tem-
pio dedicado a la Venus Victrix, dando así una consagración sacral a
aquel edificio profano. Al anfiteatro debía añadirse un patio con lar-
gos pórticos para que el público pudiera refugiarse en caso de repen-
tinas y fuertes lluvias. Pero Pompeyo, gran rival de César, no empezó
la construcción hasta el final de su vida, de modo que muchos detalles
quedaron sin terminar. Entre los pórticos de la Curia Pcnnpei cayó más
tarde César bajo los puñales de sus asesinos. La consecuencia fue que
los recintos frieron tapiados y el anfiteatro apenas utilizado. Bajo Tibe-

514
r
rio se reanudaron los trabajos de construcción, que sólo concluyeron
bajo Calígula, y el emperador quería convencer a todos de que había
sido él quien había levantado el gran anfiteatro, regalando así a Roma
uno de sus más bellos edificios.
La fiesta de inauguración de su anfiteatro, organizada por Pom-
peyo, fue tan brillante que aún en aquellos días se seguía hablando de
un acontecimiento que había tenido lugar hacía más de noventa
anos. El vanidoso Calígula se sentía celoso de Pompeyo, fallecido ha-
cía tanto tiempo. Calixto tuvo que buscar en los archivos hasta que
enconiró el informe oficial sobre aquel acontecimiento.
-Las fiestas se prolongaron durante una semana. Empezaron con
competiciones deportivas de la juventud de Roma, y prosiguieron
con representaciones teatrales y musicales. El punto culminante con-
sistió en las luchas de animales en las que, entre otros, se dio muerte a
quinientos leones.
-~Quinientos? -dijo Calígula con voz incrédula, completamente
fuera de sí.
Calixto asintió con malicioso regodeo.
-Sí, Majestad, quinientos. Así está escrito aquí. A esto siguieron
las primeras luchas de elefantes que Roma vio jamás.
Calixto vio cómo su señor se devanaba los sesos tras su frente
fruncida.
-Hoy día ya no es posible conseguir quinientos leones. Aquéllos
eran otros tiempos. Tendremos que sustituir el ganado por seres hu-
manos.
Calixto se quedó helado. Semejantes comentarios del emperador,
aunque breves, no auguraban nada bueno. Con cautela, intentó tan-
tear el terreno.
-~Tu opinión, Majestad, es que esta vez se puede hacer completa-
mente sin animales?
-No, no -dijo Calígula vivamente-, no es así como lo imagino.
Quiero que actúen un par de leones, tigres y leopardos, además de
osos y lobos. Es lo que la gente espera. Sólo opino que deberíamos
centrar los juegos en las luchas de los gladiadores, intercalando breves
escenas de la mitología con mucha sangre y alaridos, como le gusta al
populacho. Ya conoces estas piezas; siempre son las mismas, y no hace
falta que ningún currinche se invente nada nuevo. Hércules se abrasa
en su traje de ramio, Acteo es despedazado por perros; también la
leyenda de Atis es muy popular, cuando al muchacho le cortan los
testículos. ¡Cómo chillan y gimen algunos! Por cierto, hace mucho
tiempo que no se interpreta la historia de Prometeo; tampoco estaría
mal, ¿no crees?
-No, no estaría mal, Majestad. Pero la escena resulta muy dificil,

515

porque será complicadísimo convencer a un águila para que le arran-


que el hígado a un ser humano.
-; Pu es pensad algo! Podemos mantener hambrientas a las águi-
las, y al actor que interpreta el papel de Prometeo se le raja el vientre
para que el hígado quede al descubierto. Bueno, si yo fuera águila...
Calígula soltó una sonora carcajada.
~Pero no eres más que una rata -pensó Calixto-, una rata cobar-
de, cruel y sanguinaria a la que habría que matar, y mejor hoy que
nIanana.~
-Los gastos serán inmensos -consideró Calixto.
-No, amigo mío, esta vez vamos a ahorrar un poco. De ahí mi
propuesta de cubrir losjuegos no sólo con animales sino también con
seres humanos. Vaciaremos las cárceles! Ysi esto no es suficiente, mis
pretorianos tendrán que cazar a unas cuantas docenas de parásitos;
los hay a montones merodeando por Roma. Con ellos no se pierde
nada y nos ahorramos los repartos gratuitos de pan. Ya que hemos
hablado de los donativos: de ti, Calixto, espero una subvención consi-
derable para la inauguración del anfiteatro. Al fin y al cabo también
tú te beneficias de la gloria de tu señor. Puedes aportar diez leones,
unos cuantos lobos o un par de gladiadores. No tengo inconveniente
en que el celador lo anuncie en el anfiteatro. Te estás haciendo cada
vez más rico, Calixto, y flO veo que hagas uso de tu dinero. Vives bas-
tante bien, es cierto, pero aun así debes de haber reunido una consi-
derable fortuna. El dinero tiene que circular, Calixto, sólo así florece
el comercio. Si permaneces sentado sobre tu dinero como una gallina
clueca sobre sus huevos, ~quién se beneficia de él? ¡Mírame a mí!
Roma florece y prospera porque gasto el dinero a manos llenas. El
señor tiene que ser un ejemplo para sus servidores. Así que, emúlame.
El obeso secretario empezó a sudar. Cuanto más tiempo dedicaba
Calígula a semejante terna, más incómodo se sentía. Para distraer su
atención, se fingió ofendido.
-Te equivocas completamente. No quiero aburrirte con detalles,
pero muchos de los servicios que me esfuerzo en prestarte, los pago
de mi propio bolsillo sin decirte nada, por ejemplo a los esbirros y
soplones que utilizo para tu protección. Además hago regularmente
donativos para el templo de tu divinidad, y organizo más de un costo-
so simposio, y no por placer, sino para averiguar cómo va el ambiente
en Roma.
Calígula sonrió, pero sus ojos saltones mantenían su frialdad.
-Sé que haces muchas cosas por mí, amigo mío, pero a veces
pienso que aún podrías hacer mas.
Cuando, al fin, se marchó el emperador, Calixto sintió la necesidad
de tomar un baño inmediatamente. Estaba empapado en sudor, pero
temblaba como si tuviera frío.
-Espero que no te pongas enfermo -le dijo preocupado el escla-
vo encargado del baño, y su preocupación era sincera, pues Calixto se
había mostrado generoso con él.
--No, no, sólo estoy agobiado de trabajo. El servicio del empera-
dor es agotador, sabes?, al fin y al cabo estoy sirviendo a un dios, y a
un dios uno le pertenece en cuerpo x~ alma día x~ noche.
Ni el baño caliente, ni el largo masaje, ni las tres copas de falerno
consiguieron disipar la preocupación de Calixto. Envió un mensaje al
prefecto Clemente y le pidió que viniera a verle al día siguiente.
Se encontraron en el Palatino, en los despachos oficiales de Calixto,
pues un encuentro privado podría considerarse más fácilmente como
conspiración. Si el emperador se presentaba por sorpresa, podrían
decir que se trataba de un encuentro de trabajo, corno los que tenían
lugar aquí tan a menudo.
-Estoy preocupado -dijo Calixto iniciando la conversación-.
Cada vez con mayor frecuencia hace insinuaciones que no me gustan.
Quizá Helicón le llene los oídos. Sea como fuere, ya no me siento a
gusto en mi piel.
Aunque los dos hombres fueran muy distintos, tanto en su aspecto
externo como también en su forma de ser, tiraban ahora de la misma
cuerda y se informaban mutuamente sobre cualquier comentario del
emperador, por inofensivo que pareciera.
-A mí me pasa algo parecido. No quiero inquietarte, pero en mi
última conversación con Calígula, el emperador no se limitó a hacer
insinuaciones. Aunque todavía no sonaran sus palabras como una or-
den, sí podían interpretarse como una sugerencia.
Calixto dirigió una mirada inquieta a Clemente.
-;Habla ya! ~Qué es lo que dijo? Procura recordar exactamente
sus palabras.
Clemente se inclinó hacia delante y susurro:
-Dijo: ~C1emente, si, para poner a prueba tu lealtad, te ordenara
que detuvieras a Calixto, ¿qué harías?». Yo contesté sin vacilar: ~Natu-
ralmente, obedecer, Majestad, pues Calixto volvería a quedar inme-
diatamente en libertad". ¡Hubieras tenido que verlo! Se acercó a mí
como una furia y preguntó cómo podía saber yo que volverías a que-
dar inmediatamente en libertad. Me hice el inocente. ~Pero si tú mis-
mo has dicho que sólo se hace para poner a prueba mi lealtad, y no
porque Calixto sea culpable. Al menos, así es como lo he entendido».

516 517
7'
Sus ojos eran como puñales cuando dijo: Jal vez Calixto sea culpable
desde hace mucho tiempo y no hace más que fingir. Y tal vez incluso
~ú estés confabulado con él, quién sabe...~'. Le dije que si no estaba va
seguro de mi lealtad, que me acusara; que entonces se comprobaría
inmediatamente mi inocencia. Bien, va lo conoces, saltó en seguida a
otro tema, pero creo que no estará tranquilo hasta habernos elimina-
do a los dos: primero a ti y después a mí.
Calixto sintió frío.
-No hay más remedio, tenemos que adelantarnos a él. ;Existen
nuevos p1anes~
-Entretanto, he hablado con Casio Querea, uno de mis tribunos.
Su nombre te resultará familiar, pues se ha convertido en blanco prin-
cipal de las burlas del emperador. El buen hombre tiene una voz algo
aflautada, pero, físicamente, parece Hércules en persona. Las pullas
constantes han acabado por irritarlo hasta el punto de que está dis-
puesto a desenvainar el puñal. No lo ha dicho abiertamente, pero se
podía sobreentender de sus palabras. No obstante, pone una condi-
ción: quiere hablar antes con algunos de los implicados. Cuando vea
hasta dónde llega ya la conspiración, dejará de dudar. Calixto, es el
hombre ideal! Para él, su honor de soldado está por encima de todo, y
sufre desde hace muchos meses bajo las humillaciones del empera-
dor; y, ahora, mucho más desde que lo ofendió en público.
Calixto asintió.
-Aquella noche en los jardines vaticanos. He oído hablar de eso.
No sueltes a Querea, Clemente, atiza constantemente su indignación;
hace mucho tiempo que hemos condenado a Calígula, ahora necesi-
tamos un verdugo.
Con los frecuentes donativos y premios que Querea percibía, había
ampliado sus propiedades inmobiliarias cerca de Preneste donde se ha-
bía construido una pequeña casa de campo. Desde que había decidido
intervenir en la caída del emperador, temía que la conspiración se des-
cubriera antes de tiempo y que su familia fuera víctima de la venganza.
lina y otra vez aplazaba el momento de hacer comprender a Marcia la
necesidad de un cambio de domicilio. Y, por otra parte, tampoco sabía
cómo hacerlo. No podía decirle: querida Marcia, estoy comprometido
en un complot para derrocar al emperador, x' como pronto ocurrirá
algo, preferiría que vivierais en el campo hasta que todo haya pasado.
Con su conversación con Clemente había dado el paso decisivo, y ahora
no le quedaba más remedio que decirle al menos media verdad a Marcia.
Pero, antes, habló con el veterano Aulo, su jardinero y mayordo-
mo. Era un día fresco, las nubes se perseguían unas a otras, hacía
viento y a ratos brillaba el sol. Se sentaron en la casa, y Aulo fue a
buscar una jarra de vino y dos copas.
r
-Amigo Aulo, llevas sólo poco tiempo en mi casa, y tengo ya que
pedirte que aceptes un traslado.
Aulo intentó no perder la compostura, pero su rostro cubierto de
cicatrices se contrajo sospechosamente.
-~ Significa..., significa eso que tengo que irme de aquí?
-Sí, Aulo, esto es lo que significa, pero no tienes que separarte de
nuestra familia, si ésa es tu voluntad. Quiero pedirte que vayas al cam-
po COfl Marcia. Ya sabes que he construido una pequeña propiedad
en el campo cerca de Preneste. Quiero que acompañes allí a Marcia y
que sigas interpretando el mismo papel que hasta ahora: el de mayor-
domo, jardinero y capataz de un par de esclavos para el campo ~ la
casa.
-~Y tú, tribuno? -preguntó Aulo cuadrándose.
-Yo me quedo en Roma.
Aulo, que seguía pensando según rigurosos esquemas militares,
no se atrevió a molestar con preguntas a su ~superior~~.
-Es un poco solitaria tu casa de campo, ~x'erdad?
Querea esbozó una sonrisa.
-Ya sé que no te gusta, y que preferirías quedarte en Roma. Quie-
res saber por qué lo hago; más tarde entenderás por qué no puedo
decirte el motivo. Sólo te digo esto: en Roma se está tramando algo
que posiblemente termine en una sublevación. Como soldado, ya sa-
bes cómo son estas cosas: en estos casos el castigo rio siempre recae
sobre los culpables, sino que cae sobre muchos que no tenían nada
que ver. No quiero exponer a mi familia a este riesgo. Y tal vez no
suceda nada, Aulo, incluso creo que esto es lo más probable. Pero a
los niños les sentará bien la vida en el campo. No será difícil encontrar
allí un maestro particular. Con Marcia no comentes nada de esa posi-
ble insurrección, ~entendido?
-Si, tribuno.
-Me corresponde a mí, personalmente, el decírselo -murmuró
e dirigió con paso vacilante a la casa.
YS

Por su origen humilde, Querea no tenía gran facilidad de palabra,


y apenas era capaz de convertir unos hechos duros con perífrasis
ornamentales en un acontecimiento alegre. Toda su vida había sido
soldado, y, aunque no quisiera, siempre hablaba de la manera mas
directa. Tras una charla sin importancia sobre asuntos de familia, em-
pezó a tartamudear:
-Deberíamos..., tendríamos..., no, es decir tenéis que marcharos
de aquí, sí, tenéis que iros de Roma...
Marcia se sobresaltó.
-¿Qué ha sucedido? ¿Por qué tenemos que irnos de aquí? No
habrás hecho ninguna barrabasada ¿verdad?
518 519
-~Qué barrabasada quieres que haya cometid& -gruñó Que-
rea-. Y tampoco ha sucedido nada. Pero podría suceder algo; no
te lo puedo decir con más claridad; por el iriomento, el emperador
quiere mantenerlo en secreto. Es algo relacionado con mi trabajo,
~entiendes? Un asunto de trabajo. Nada más...
Respiró aliviado. Menos mal que en el último momento se le había
ocurrido esa excusa. Pues las mujeres sentían respeto ante los asuntos
de trabajo. Al menos, lo sentían en la mayoría de los casos.
Marcia no pareció muy convencida, pero también en ella lo del
«asunto de trabajo>~ había hecho su efecto, y no preguntó más.
a dónde tenemos que ir? Tal vez al campo, a casa de tu her-
maria? Dos mujeres en un solo hogar no, no estoy dispuesta... No
cuentes conmigo...
-. Cállate de una vez! -se le escapó a Querea sin querer.
Asustada, Marcia calló, pues desconocía esta faceta en su marido,
siempre bonachón.
-Ni me impresionan tus palabras resabiadas, ni van a hacerme
cambiar de opinión. Además, has olvidado que hace medio año hice
construir una pequeña casa de campo cerca de Preneste. Así tendrás
tu propio hogar pero serás vecina de mi hermana, que se encuentra a
una distancia de unas dos millas. ~Es suficiente esto?
Marcia hizo un mohín:
-¡Nuestra casa de campo! En primer lugar apenas me has habla-
do de ella, pero, por lo poco que me contaste, no es más que una
cabaña como las de los paswres o las de los pequeños campesinos...
Querea dio un puñetazo en la mesa.
-. Por el rabo de un fauno! Entonces es que no has escuchado
bien. La casa tiene dos veces las dimensiones de ésta. Hacia el sur
tiene unos inmensos vergeles, y al oeste se encuentran las cabañas de
los esclavos. Junto a la casa hay tanto terreno que diez familias po-
drían vivir de sus cosechas. ;Qué crees que he hecho con nueswo di-
nero? ;Te parece que lo he derrochado en las tabernas o en los lu-
panares? En Praeneste puedes ofrecerle un inmenso sacrificio de
agradecimiento a la diosa Fortuna por no tener un marido así.
Marcia lo miró con carino.
-Con uno de esos tampoco me habría casado. Entonces ;tengo
que sacar de la escuela a nuestro hijo?
-Naturalmente, pero ~que importa~ Tendrá un maestro particu-
lar, y la naturaleza que le rodeará allí fuera será una maestra aún
mejor.
Después, el más bien sobrio Querea yació con Aulo dos jarras de
vino. Estaba muy contento por haber convencido a Marcia y sabe rque
su familia se encontraría pronto en un lugar prácticamente seguro.
r
XXXIV

Al fin, estaba elaborado el programa de juegos para la inauguración


del teatro de Pompeyo. Helicón no logró imponer una propuesta es-
pecialmente pérfida. Este acompañante del emperador, que seguía a
Calígula como su sombra y, en su propio beneficio, atizaba aún más su
crueldad y sed de venganza, había sugerido reclutar parte de los can-
didatos a muerte que se precisaban para los juegos entre las filas de
los judíos que vivían en Roma.
-Hay motivos sobrados para hacerlo, Majestad, pues por lo que
dicen, este pueblo desdeña tu divinidad, e incluso se resiste a colocar
tus estatuas en los templos.
Calígula conocía la aversión que Helicón sentía por los judíos.
-No, Helicón, para eso no cuentes conmigo. Calixto siempre me
ha hablado de los judíos de Roma como leales al emperador, como
gente laboriosa que paga sus impuestos sin rechistar. No tengo inten-
ción de matar a una vaca a la que puedo seguir ordeñando. Prefiero
que hagas detener a unas cuantas docenas de vagabundos, es la esco-
ria del populacho. De todos modos, estos parásitos son una pesada
carga para el bolsillo del emperador.
-No se debe contrariar demasiado al pueblo. Si esta gentuza se
pone de acuerdo, puede representar un peligro.
Calígula le cortó con un ademán:
-Eso se ha acabado. Las últimas sublevaciones del pueblo tuvie-
ron lugar en tiempos de la República. Augusto acabó de una vez para
siempre con ellas, y ya verás: el pueblo me aclamará cuando inaugure
ios festivales en el anfiteatro de Pompeyo. Cuando los gladiadores en-
trechoquen las espadas, cuando corra la sangre y los intestinos se des-
parramen fuera de los vientres desgarrados, cuando rujan los leones,

520 521
cuando aúllen los lobos, mujan los toros gruñan los osos, el popula-
cho se olvidará rápidamente del pequeño tributo de sangre que eso
ha costado. Esta gentuza olvida y se reproduce con rapidez. No, Heli-
cón, eso no me preocupa.
1
La celebración de losjuegos se había fijado para un periodo sin fiestas
ni conmemoraciones entre el dos y el cinco de diciembre. Después
seguían una serie de importantes festividades estatales, como las Con-
sulia, las Saturnalia y las Divalia. Naturalmente, por Roma corrió rápi-
damente la voz de que el emperador pensaba obsequiar a sus súbditos
con tres días de juegos. Hubo verdaderas batallas campales por las
entradas gratuitas esserae, pequeñas tablillas en que estaban anotados
los números de las gradas y de los asientos. Quien no había logrado
hacerse con una, intentaba comprarla a otros que tuvieran varias,
de modo que, ante el anfiteatro, se desarrollaba un animado comer-
cio de reventa, mientras que otros espectadores afluían ya al interior
para ocupar sus asientos.
El emperador apareció, como casi siempre, con gran retraso. Pero
el público no se mostró enfadado, pues entretanto se repartía gratis
comida y bebida, la gente se encontraba con amigos y conocidos y
charlaban un rato hasta que, de golpe, cesó el bullicio de la multitud
cuando el agudo y cortante sonar de doce trompetas anunció la llega-
da del emperador.
Ya de mañana, como ocurría con frecuencia en esos días, Calígula
estaba ligeramente bebido, pero se encontraba de excelente humor y
saludó al pueblo con ademanes displicentes. Luego se dejó caer sobre
su lecho en el palco imperial, y un Magistratus, festivamente engalana-
do, llevando en la mano la vara de marfil coronada con un águila, y en
la cabeza la corona áurea de laurel, echó un paño blanco a la arena y
abrió los juegos.
Siguiendo una vieja tradición que nadie cultivaba con más celo
que Calígula, actuaron primero los gladiadores cojos, viejos o mutila-
dos, que ofrecían divertidos duelos con espadas de madera y otras
armas inútiles, hasta que el público empezó a protestar y una san-
grienta lucha se impuso en la arena.
Empezó la actuación de los verdaderos gladiadores, adiestrados en
los dos cuarteles que se alzaban junto a la Vía Labicana, y que tenían
que entrenarse durante meses con una especie de muñeco de made-
ra que denominaban palus, antes de que los soltaran a combatir unos
contra otros.
Los gladiadores hicieron su entrada en el anfiteatro, magnífica-
mente engalanados y siguiendo un orden establecido, bajo los aplan-
r
sos y las aclamaciones del público. Con sus mantos de púrpura y los
yelmos rutilantes con altos penachos rojos, ofrecían una impresionan-
te imagen bélica.
El grupo formó ante el palco del emperador, todos levantaron la
mano derecha y exclamaron a coro:
-Ave Caesar, morituri te salutant. *
Esta vez empezó la representación con los samnitas, luchadores
armados con espada, cuyos atronadores golpes sobre los grandes escu-
dos de bronce, profundamente adornados, resonaron pronto en la
arena. Tres grupos luchaban simultáneamente, y todos lo hacían con
enconada furia. Se trataba de su vida, y ésta para quien venciera unas
cuantas veces seguidas, podría resultar luego muy confortable. Los
espectadores, entusiasmados, los colmaban de regalos; las patricias los
arrastraban ávidamente hasta sus lechos, y, si lograban sobrevivir unos
años, podrían comprar su libertad, adquirir propiedades y llegar a
viejos en el seno de una familia, honrados y respetados. A los gladia-
dores más famosos les levantaban incluso estatuas, y servían de ejem-
pío para los jóvenes. El hecho de que la gloria y la riqueza de estos
gladiadores se hubiera comprado con la muerte de docenas de ca-
maradas, molestaba a muy pocos romanos, y éstos manifestaban su
aversión, cuando lo hacían, en voz más bien baja.
Allí abajo, en la arena del anfiteatro, luchaba ahora Caro, un gla-
diador de mediana estatura, no muy musculoso, que parecía más bien
delgado y flexible y que sabia compensar la fuerza bruta del adversa-
rio con sus rapidisimas reacciones. Como un gnomo danzaba alrede-
dor de su adversario, un gigantesco matón que le había deparado el
destino, pues los luchadores eran elegidos mediante un sorteo que, sí
bien era justo, a veces enfrentaba a luchadores muy desiguales, para
regocijo del público. Todas las miradas estaban clavadas en Caro, que
danzaba alrededor de su adversario como un perro ágil en torno al
lobo feroz. Era inútil que el matón prodigara los golpes, Caro lo burla-
ba siempre, con ágiles regates, y asestaba a su adversario breves gol-
pes, inesperados y astutos. El gigante no tardó en sangrar por sus nu-
merosas heridas, aunque éstas no revistieran excesiva importancia.
Gruñó, blasfemó, asestaba sin cesar golpes a diestro y siniestro, como
una fiera, pero los golpes daban en el yacio o contra el escudo que su
adversario le oponía, ágil como una comadreja.
Entonces Caro se volvió con gesto arrogante, saludó con cierto
descaro al emperador, allá en lo alto, y éste incluso le devolvió el salu-
do, y trató a su torpe adversario como a un toro que se deja llevar de
una argolla en el morro. El público gritaba, Caro sonreía, el gigantón

* Ave, César, los que van a morir te saludan.


522 523

resoplaba, y decidió aprovechar en aquel momento la temeridad de


su adversario. Cuando, con un rápido reflejo, Caro le hundió la espa-
da en el hombro izquierdo, el otro se fingió gravemente herido, gimió
y se tambaleó, cosa que Caro aprovechó para saludar espada en alto a
dos de sus admiradoras. Pero de repente, su adversario se levantó y, de
un solo tajo, le cortó el brazo por debajo del codo. La mano seguía
agarrando la espada cuando cayó, ensangrentada, en la arena. La mi-
rada de Caro mostraba tanto estupor como la de un niño al que se le
quita su juguete preferido. Un rumor lleno de indignación recorrió
las gradas. ~Cómo pudo Caro dejarse engañar por aquel patán? Caro
aún no sentía dolor alguno, pero pensó en su hermosa casa, en la
riqueza que había adquirido, en sus dóciles amantes. De todo esto se
podía disfrutar también con una mano, y, entonces, se dejó caer en el
polvo, levantó la mano izquierda, la que le quedaba, en señal de ren-
dición y confió en la clemencia del público. Pero se equivocó. La gen-
te se sentía profundamente decepcionada. El otro se había batido va-
lerosamente, la sangre le manaba de numerosas heridas y, ahora, su
rostro brutal, sudoroso y cubierto de polvo esbozó una sonrisa orgu-
llosa. Colocó la punta de su espada en la nuca de su adversario, que
vacía en el suelo, y miró a su alrededor. La mayoría de los dedos se
inclinaba hacia abajo, y oyó los gritos que lo celebraban a él y des-
preciaban al vencido. Todos las miradas se dirigían ahora al empera-
dor, que dio displicentemente el pollice verso, como señal de muerte
para, luego, seguir hablando con Cesonia. La espada atravesó la nuca
de Caro, y su cuerpo nervudo siguió un rato convulsionándose en la
arena como si le costara despedirse de la vida. Acudieron a toda prisa
esclavos disfrazados de carontes, le destrozaron el cráneo con un mar-
tillo y lo arrastraron hasta fuera por la arena empapada en sangre.
Los juegos de gladiadores continuaron con la actuación de dos
parejas de luchadores, dos tracios, que luchaban con su característica
espada curva, la sica, y que portaban un pequeño escudo redondo, la
parma. Pero eran muchachos atemorizados que se limitaban a danzar
uno alrededor del otro va levantar la arena. El emperador bostezó y el
público gritó insultos y obscenidades:
-Si continuáis tan flojos, estaremos aquí aún por la noche! ;Mo-
veos, caguetas!
Finalmente se envió a un lora rius, armado con una tralla, para que
impusiera la disciplina en la arena. Con latigazos cortantes los azuzó
hasta que se mostraron dispuestos a matarse.
Con gritos de entusiasmo fueron recibidos los luchadores de carros,
que combatían entre sí desde rápidos carros de dos ruedas, para cuyo
gobierno se precisaba habilidad y mucha práctica. Portaban una larga
espada, se rodeaban mutuamente describiendo rápidos virajes e in-
tentando arrojar del carro al adversario, herirlo o cortarle las riendas.
En este juego importaba menos la muerte de uno de los luchadores, y
la victoria se conseguía cuando uno de ~os dos caía del carro.
Como estos juegos de gladiadores no se seguían inmediatamente
unos a otros, sino que eran interrumpidos por juglares, acróbatas, fu-
nambulos y devoradores de fuego, se prolongaron hasta avanzada la
tarde. Calígula no aguantaba nunca mucho tiempo, pero volvió a apa-
recer en su palco para las luchas con redes, que constituían el punto
final.
Por mucho que a veces tardaran en comenzar estas luchas, siem-
pre gozaban de la mayor popularidad entre losjuegos circenses por la
tensión a que se veian sometidos. En estos juegos luchaba el retiaiius
que sostenía una red y blandía el pesado tridente de bronce, contra el
mu rrnillo, armado con una espada cona, cuyo yelmo estaba adornado
con un pez. Los dos imitaban la lucha de un pescador con su presa.
En esta lucha, el retiarius intentaba echar su red sobre el munnillo para
ponerlo fuera de combate e impedir que se moviese. Este, en cambio,
hacía todo lo posible por evitarlo y adelantarse al otro. Así las fuerzas
estaban reparúdas por un igual, y frecuentemente la lucha era tan
excitante que siempre actuaba una sola pareja de retiarii.
En esta ocasión, el ~pescador~~ parecía imponerse, pues ya casi te-
iiia preso en la red a su adversario, y ahora intentaba dominarla con el
largo tridente. Corno una furia, el munnillo asestaba golpes con su es-
pada y hasta intentó cortar las cuerdas, cosa que, sin embargo, no
logró. Naturalmente, entre el público esto provocaba sonoras carcaja-
das, pues el de la espada, capturado en la red, ofrecía una imagen
realmente lastimosa con su ve~mo desplazado y sus desesperados mo-
vimientos obstaculizados por las cuerdas. El retiarius se mostraba ra-
diante con su victoria. Ya sólo tenía que asestar un golpe con el triden-
te para que su adversario se desplomara en la arena. Pero el otro
había luchado también con tanto valor y desesperación, que parte del
público inclinó hacia él sus simpatías. Todas las miradas se clavaron
en el emperador, a quien correspondía la decision.
-Los luchadores escasean -le susurró Clemente al oído-. Para
'os próximos días necesitaremos aún uii buen número.
Calígula asintió y levantó el dedo. Unos aplausos frenéticos atro-
naron el anfiteatro, y hasta el retiarius sonrió aliviado, pues el adversa-
rio caído era un amigo con quien había practicado frecuentemente.
Avudó al murmillo a salir de la red; con los brazos levantados saludaron

524 525
al emperador y se dirigieron a la salida, atravesando la arena empapa-
da en sangre.

Para el día siguiente estaba anunciada una serie de representaciones


teatrales que se basaban en la mitología, y que terminaban siempre
con la dramática muerte del protagonista.
-De este modo, el pueblo adquiere un poco de cultura, y de nue-
vo me lo debe a mi -observó Calígula con cinismo, mientras en el
escenario instalaban una esbelta torre de madera de unas treinta varas
de altura.
Se iba a represenar el vuelo de Icaro y, naturalmente, sólo se pen-
saba en la dramática caída. Desde la plataforma de la torre se sujetó
una cuerda en el muro que pasaba por encima de la grada superior, y
apareció Icaro, hijo de Dédalo, que se acercó demasiado al sol con las
alas fabricadas por su padre, pero la cera de éstas se fundió e Icaro se
precipitó al mar. Mientras un actor recitaba con voz solemne el des-
tino de Dédalo, a quien el rey Minos mantenía preso en Creta con su
hijo, el joven intérprete de Icaro tuvo que subir por la escalera que
llevaba a la torre. En su rostro, de ojos desorbitados, se leía el miedo a
la muerte, pero, con fuertes latigazos, el cómitre lo obligó a subir esca-
leras arriba. Allí le esperaba un robusto ayudante que levantó al fingi-
do Icario y fijó entre sus alas un carrete que se desplazaba sobre la
cuerda tensa. El locutor declamó:

Icaro, el osado,
con su valor blasfemo se alzó
hasta el techo de los cielos,
donde lo abrasó el calor del sol,
que fundió la cera de sus alas,
y gritando se cayó...

En este punto, el ayudante dio un empujón a Icaro, y éste planeó con


sus alas extendidas hasta que el esclavo apostado en el otro lado soltó
la cuerda e Icaro se desplomó, gritando y dejando caer una nube de
plumas, contra el otro lado del escenario. Un júbilo atronador recom-
pensó la interpretación instructiva y fiel a la verdad, mientras el escla-
vo destrozaba con fuertes martillazos el cráneo del actor, que vacía
inerte.
Mientras se llevaban la torre y levantaban un nuevo escenarmo, el
público se entretuvo mirando a la mujer serpiente, a un devorador de
fuego y a dos luchadores enanos, pero nadie prestó especial atención
a estas representaciones vulgares e incruentas. El emperador hizo re-
526
r
partir entre la multitud rosquillas de sésamo recién horneadas y zumo
de fruta, y la plebe volvió a gritar, a darse codazos, apretujándose y
blasfemando, mientras que la gente de más categoría permanecía sen-
tada, mostrando sus dignas y aristocráticas maneras.

Entretanto, el escenario había sido convertido, cercándolo con ma-


tojos y árboles, en un claro de bosque, y cualquier persona mediana-
mente culta supo que ahora ahí se iba a representar el destino de
Acteo. De niño fue educado por el centauro Quirón, que lo convirtió
en un hábil cazador. En este punto se iniciaba la actuación en el esce-
narmo.
Unos murmullos de entusiasmo recorrieron las filas cuando apa-
reció el centauro. Los maquilladores se habían superado a sí mismos
instruyendo a dos enanos hasta que fueron capaces de representar
perfectamente al hombre-caballo. El joven y apuesto Acteo llevaba
para regocijo de las espectadoras sólo un breve taparrabos y mostraba
desde todos los ángulos su cuerpo terso y fibroso. ¡Qué contraste con
Quirón, el hombre-caballo! Con sus breves y rechonchos brazos y
piernas, y con su rostro zafio, aquel ser parecía provenir realmente de
los bosques. Quirón enseñó a Acteo a lanzar la jabalina y a tirar con el
arco, pero estas actividades se limitaron a simples insinuaciones y ape-
nas se insistió en ellas. En la siguiente escena, Acteo rastrea los bos-
ques, se queda parado, aguza el oído, avanza agachándose y de repen-
te se queda petrificado: entre los árboles ve un manantial burbujeante
que se vierte en un pequeño estanque. Allí se baña la divimía Artemisa
con unas cuantas ninfas. La escena provocó inmediatamente gritos
entusiasmados entre el populacho.
Acteo está tan embelesado que se acerca unos pasos más y es visto
por las ninfas. Con gritos indignados llaman la atención de Artemisa
sobre la presencia delj oven. La divina cazadora da una patada furiosa
en el suelo y pronuncia una maldición.
Acteo, interpretado por un joven actor, desapareció en un santia-
mén tras el escenario y lo sustituyó el personaje a quien Artemisa con-
virtió como castigo en ciervo. Este papel lo interpretó un condenado
a muerte ad bestias. Aunque conservaba su aspecto humano, llevaba
una piel de ciervo y una cornamenta en la cabeza.
Artemisa desapareció con sus ninfas, y Acteo corrió al centro del
escenario, como acosado, y no sólo porque lo exigiera el guión, sino
porque le seguía una manada de hambriemítos perros sanguinarios.
Dos de ellos lo asaltaron simultáneamente, le arrancaron del cuerpo
la piel de ciervo, despedazaron sus brazos y su pecho; otros clavaron
sus dientes en sus piernas y con agudos y espantosos gritos, el infeliz

527

intentó proteger su rostro, pero los perros llevaban una semana sin
comer y pronto no quedó apenas nada del pobre Acteo. Esto provocó
entre el público grandes aplausos y algunas aclamaciones entusiastas:
-~No les vendría mal cepillarse a otro más! ¡Están muertos de
hambre!
~César no das de comer a tus animales!
-. Podrían darles a uno de esos senadores gordinflones!
Calígula oyó este grito y le pareció una buena idea. Soltó una so-
nora carcajada y exclamó dirigiéndose al público:
-~No sólo a uno! Si por mi fuera, podrían quedarse con todo el
Senado. Pero tampoco quiero que se empachen. pobres perros. Los
necesitaremos más tarde.
Este comentario fue recompensado con atronadores aplausos,
mientras los senadores inclinaban las cabezas en sus palcos. Más de
uno pensaba para sus adentros: ~Yo si que sé cuál es la comida idónea
para esas bestias", y alzaba la mirada hasta el palco imperial, donde
refulgía purpúreo el manto del tirano.
Con gran esfuerzo, los guardianes, armados con látigos y palos lar-
gos y afilados, lograron devolver a los perros hambrientos a sus jaulas.
Los restos de Acteo, apenas nada, fueron empujados con rastrillos
hasta un rincón por los peones y cubiertos con arena.
La siguiente representación se refería a la historia de Roma y era
siempre motivo de animadas apuestas. Se trataba de la historia de
Cayo Mucio, que penetró a hurtadillas en el campamento del rey
de los etruscos, Porsena, para asesinarle y liberar a Roma. Porsena
llevaba tiempo sitiando la ciudad, y los romanos no veían más solu-
ción que rendirse. Pero, por error, Mucio mató de una puñalada al
secretario del rey, y fue detenido y llevado ante Porsena. El furjosisi-
mo rey amenazo a Mucio con la tortura vía muerte, pero éste se limitó
a decir con desprecio:
-Te mostraré lo poco que me asusta tu amenaza.
Estas palabras las tenía que pronunciar ahora el actor que repre-
sentaba el papel de Mucio, colocando a continuacion su mano dere-
cha en el fuego de una hoguera hasta quemarse. De este modo, eí
delincuente condenado a muerte podía salvar su vida, pero sólo si no
profería ningún gemido de dolor y si no se inmutaba. Previamente el
público había hecho ya apuestas sobre si el hombre resistiría el supli-
cio o sí se daría por vencido, aunque le costara la vida.
-Bien, ~qué opinas tú, Cesonia? ~Resistirá, o tendrán que des-
trozarle el cráneo los peones de Caronte?
Cesonia bostezó profundamente.
-Lo encuentro sencillamente aburrido. ;Dónde está la gracia?
Preferiría volver a palacio y tomar un baño. De todos modos estoy
medio congelada y envidio a ese Mucio, que, al menos, puede calen-
tarse una mano.
Calígula prorrumpió en una risa estridente y exclamó:
-~Calentarse una mano! ¡Eso si que es bueno!
Se volvió hacia sus amigos:
-¿Lo habéis oído? ¡Calentarse una mano!
-La Augusta tiene mucha gracia -observó Asiático con rostro
impasible, mientras que Helicón decía:
-Se nota que, poco a poco, para ese Mucio el calor empieza a ser
excesivo.
El hombre resistió valerosamente los primeros segundos, pero
cuando empezaron a levantársele las ampollas, y las llamas devoraron
la carne, su rostro empezó a contraerse de dolor. Sabia lo que depen-
día de su resistencia, y con la mano izquierda hundió la derecha aún
más en el fuego, pero el dolor se fue haciendo más fuerte que su mie-
do a la muerte, y con un grito retiró la mano.
-¡Cobarde!
-¡Cagón!
-. Gallina!
Resonaron los gritos del público. Desde atrás se acercaron los sir-
vientes del barquero de la muerte y arrastraron al hombre. Este excla-
mó en voz alta:
-No, no, lo voy a intentar de nuevo. ¡Esta vez resistiré!
Todas las miradas se dirigieron al palco imperial.
-Este hombre me aburre -repitió Cesonia, e inclinó el dedo
hacia abajo.
Calígula y sus cortesanos serviles la emularon, y la mayor parte del
público, sobre todo los que habían apostado por él, siguieron su ejem-
pío. Inmediatamente los pesados martillos se desplomaron sobre la
cabeza de Mucio, que cayó pesadamente en la arena. Un esclavo clavó
un gancho de hierro en la nuca del muerto y lo arrastró hasta el spolia-
rium, un nombre más coqueto que el de depósito de cadáveres.
Cesonia se levantó. Estaba ya harta. Pero Calígula se quedó, pues
aún quería ver la castración de Atis.
-Esto si que es algo para ti, querida. Casi todos ponen unas caras
muy divertidas cuando les cortan los huevos. No deberías perdér-
telo.
Caesonia soltó una risa sonora e impúdica:
-¡Yo prefiero que estén en su sitio!
Calígula miró orgulloso a su alrededor. Ésta si que era una mujer
de su gusto, y no le iba en zaga en desvergúenza.
-De acuerdo. Entonces nos veremos manana en las luchas de
fieras. Allí habrá escenas más de tu gusto.

528 529

Los soldados son piadosos a su manera y muy aficionados a las cere-


monias solemnes. Esto también era válido para individuos duros
como los que prestaban su servicio disciplinario en Pandateria.
-Ahora que está muerto, podríamos organizar una digna cere-
monia fúnebre para Cúculo. Quiero decir...
-¡No! -dijo Sabino con voz decidida, y cortó el discurso del le-
gionario-. Cúculo era un hombre sin honor. Mató a uno de sus su-
bordinados, os trató de forma injusta, me retó a mi, un tribuno, a
duelo. ¿Queréis qtíe traigamos plañideras para que le canten los la-
mentos fúnebres? ¿Qué actos gloriosos se podrían relatar de él? Po-
déis hacerlo por vuestro camarada, pero las cenizas de Cúculo las
echaréis sin más al mar.
Sabino encontró tiempo al fin para hacer una visita más prolonga-
da a Livila.
Como siempre, su rostro no dejaba traslucir ninguna emoción,
pero la encontró abierta y más vivaz que de costumbre.
-Mirtis, siéntate fuera en el vestíbulo y vigila que nadie se acer-
que demasiado a la casa. No nos molestes más que si amenaza algún
peligro inminente, ~me oyes7
Mirtis asintió con indiferencia y se marchó.
-Saludo a mi valeroso héroe -se burló Livila, y Sabino replicó:
-Y yo espero que la frágil doncella se haya recuperado del susto.
Livila esbozó una delicada sonrisa.
-Ya he tenido sustos mayores, Sabino, puedes creerlo. Pero va-
mos a lo que importa. Los dos queremos hacer algo para que el ho-
rror acabe de una vez. Pero ¿qué puedo hacer yo en mi situacíon~
Dentro de unas semanas, tú volverás a Roma y yo ni siquiera estoy
segura de abandonar algún día con vida esta isla.
-¡Lo harás, Livila! Yo, al menos, haré todo lo que éste en mi
mano para que esto suceda pronto.
-Recuerdo nuestra penúltima conversación. Entonces dijiste que
hay una sola posibilidad de matar a Calígula: hacerlo desde su guardia
imperial. ¿Fue sólo un comentario general o tú mismo estás dispuesto
a hacerlo?
Sabino asintió:
-Si, Livila; y hasta veo en eso el sentido de mi vida. No sólo se
trata de vengar a mi tío Calvo, sino de erradicar un mal. No soy ni
especialmente vengativo ni tengo madera de héroe, ¿te decepciona
esto? Tal vez lo que quiero sólo es hacer pagar al emperador algo que
él mismo ignora y que no es culpa suya. En definitiva, ¿quién se co-
noce a si mismo lo suficiente como para descubrir todos los motivos
de sus actos? Tampoco tiene nada que ver esto con el patrimonio que
me fue confiscado; el tercio que me quedó es más que suficiente. Sólo

530
sé una cosa: no estaré tranquilo hasta que Calígula haya sido elimi-
nado.
-De acuerdo. La otra vez te entendí bien. Pero espero que seas
consciente de que una conspiración llevada por un solo hombre no
tiene ningún sentido. Aunque logres matarlo, sus sicarios se cuidarán
de que no le sobrevivas por mucho tiempo, y encontrarán un sucesor
que no nos guste. No, Sabino, Calígula es ahora tan odiado que no
resultará difilcil lanzar a media Roma contra él. Yo sólo puedo hacer
una cosa desde aquí: te voy a dar una serie de nombres que tendrás
que recordar. ¡Nada por escrito! No son muchos, pero tienes que diri-
girte a ellos cuando regreses a Roma.
-Sin aún siguen con vida...
-Lo espero.
Livila tomó un librito del estante; Sabino vio que, según la nueva
moda, estaba cosido y hecho de pergamino.
-Esto es una relación de todas las familias patricias de Roma; por
cierto, aquel día busqué inmediatamente el nombre de tu tío. Aún
figura en la relación, como muchos otros que han sido victimas de mi
hermano. Ahora señalaré uno tras otro varios nombres que tendrás
que grabar en tu memoria.
Sabino se sentó a su lado y, con las cabezas juntas, miraron el libro.
Livila desprendía un aroma femenino tan atractivo que, casi sin que-
rerlo, Sabino la besó en la mejilla. Ella le dirigió una mirada sor-
prendida.
-Vamos a ver. ¿Qué es lo que somos? ¿Conspiradores o una pa-
reja de amantes?
-Somos lo uno y podremos convertirnos en lo otro. Livila, ¡no soy
de piedra! Llevo meses sin acostarme con una mujer y casi sin echar-
lo de menos. Pero ahora que estás sentada tan cerca de mi... Una
antorcha no debe acercarse demasiado a la leña.
-¿Quién es la leña y quién la antorcha?
-Tú eres la antorcha, ¡qué pregunta!
-Bien, entonces no te voy a tentar más.
Livila se levantó y se sentó frente a él.
-Veamos...
Puso su indice sobre determinados nombres, uno tras otro, que
Sabino grabó en su memoria. Entre ellos estaba también el de Valerio
Asiático. Sabino levantó la vista.
-Conozco a este hombre. Sigue siendo considerado como amigo
íntimo del emperador. ¿Seguro que no te equivocas-?
-No. Durante un banquete el emperador se llevó a su esposa a
una habitación contigua, y luego facilitó a los comensales un detalla-
do informe sobre el coito. Asiático jamás se lo ha perdonado, aunque

531

no lo confiese. Es una figura muy importante, porque el emperador lo


considera inofensivo y sigue contándole entre su círculo más intimo
de amigos.
-¿Verdad que estás casada, Livila? ¿Qué siente tu esposo por el
emperador? ¿Por qué no has citado su nombre?
Livila hizo un gesto despectivo.
-¡Marco Vinicio es un gallina! Voy a decirlo de un modo más
suave: es bondadoso y complaciente y escoge siempre el camino me-
nos comprometedor. A fin de cuentas ¿qué puedo importarle yo? Ti-
berio lo convirtió en mi esposo; Calígula lo consideró inofensivo y se
deshizo de él otorgándole un cargo tranquilo en provincias. No bene-
ficia a nadie, no molesta a nadie. En una palabra: ¡un pobre hombre!
Lo más probable es que no tenga ni idea de lo que está sucediendo en
Roma, y que siga considerando a Calígula como el mejor de todos los
emperadores.
-Bien, entonces olvidémosle. ¿Puedo saber qué es lo que te indu-
ce a desear la muerte a tu propio hermano'~
-Tienes derecho a saberlo. En la conspiración de Lépido, los mo-
tivos fueron otros, pero ahora mi único deseo es ser libre, libre para
vivir en Roma una vida a mi gusto, sin estar constantemente vigilada y
tutelada. El precio de esta libertad sólo puede ser la muerte de Calígu-
la. Mientras viva, jamás nos dejará libres a Agripina y a mi. Lo co-
nozco, y sé que lleva tiempo devanándose los sesos para encontrar la
manera de eliminarnos discretamente. De ti, Sabino, sospeché que te
hubiera encargado este cometido.
-Pero he disipado esta sospecha.
Livila esbozó una sonrisa, se levantó y dijo:
-Sí, la has disipado. ¿Quieres una copa de vino?
-Si, con mucho gusto. Si el atentado fracasa, te van a relacionar.
conmigo. Cualquiera de los legionarios de aquí podrá confirmar que
casi todos los días hemos pasado varias horas juntos.
De una pequeña jarra, Livila llenó cuidadosamente una copa.
-Bien, pero si esto ocurrió fue por expreso deseo del emperador,
para que me sonsacaras informacion.
-Naturalmente, pero él pensará que me has seducido.
Livila arqueó las cejas.
-¿Seducido?
Sabino sonrio:
-Lo que quiero decir es que pensará que fuiste tú quien me
convenció para que conspirara, que me indujiste a la traición. X
que conste que no tengo nada contra la otra forma de seducción, la
clásica...
Ella retiró la mano de lajarra.

532
-Soy gato escaldado, Sabino. Con los hombres he tenido poca
suerte.
-Al fin y al cabo te impusieron a Vinicio...
-Estoy pensando en Séneca, el poeta.
-Lo conozco bien. Solía frecuentar la casa de mi padre.
-¿Qué te pareció entonces?
-Ingenioso, siempre amable, un hombre agradable...
Livila asintió con amargura.
-Es cierto, lo es. Sólo se pueden decir cosas positivas de él. Pero
cuando le pedí que actuáramos conjuntamente contra Calígula, se
alejó cobardemente. Dijo que no era cosa de poetas participar en
conspiraciones. Que no era la persona idónea para esto y que, ade-
más, su nombre figuraba de todos modos en la lista del emperador
como víctima futura.
-Es posible; he oído a Calígula hablar muy despectivamente
de él.
-Yyole he salvado lavida, porque, cadavez que se hablaba de él, le
recordaba a Calígula que estaba tísico y que, de todos modos, era un
inmediato candidato a la muerte. Creí amarlo; no, lo amé realmente,
pero para él no era más que un juego, una distracción para mitigar la
monotonía... Cómo te va a ti en este sentido, Sabino? ¿Han elegido ya
tus padres novia para ti, o prefieres permanecer libre por el momento~
Sabino suspiró profundamente.
-Yo mismo elegí la novia; por ella me alisté en las legiones y me
marché a Efeso, pero no quiso separarse del maricón de su esposo, y
eso que tuvo de mí un hijo. Prefirió recluirse en la segura vida fami-
liar, y yo me quedé compuesto y sin novia como un mozalbete imbécil;
perdí un año para nada...
Livila se encogió de hombros.
-¿Que lo perdiste? ¡Un año de amor no está perdido! Aunque tu
amada no se decidiera al fin por ti. Ni siquiera los dioses podrán ro-
harte este recuerdo.
-También se puede ver así... Tal vez deberías intentarlo conmigo,
Lívíla.
-Eres un muchacho apuesto y valeroso. Sólo con esto ya superas a
mis dos hombres, pues Vinicio es un cobarde, y Séneca es feo.
Sabino reflexionó sobre lo que ella podía encontrar feo en Séne-
ca, pero no dijo nada. Atrajo a Livila hacia sí y la besó en la boca
enérgicamente y durante largo rato. Ella intentó deshacerse de su
abrazo, pero lo intentó sólo a medias, sin demasiada convicción. Sabi-
no notó cómo iba cediendo, deslizó su mano izquierda bajo su túnica
y acarició el esbelto y lozano muslo. Livila se zafó, fue a la puerta y
echó el cerrojo. Cerró las contraventanas entornadas.
533

L
1
-¿Por qué no unirnos en todos los sentidos? Me gustas, Sabino, y
me has traído nuevas esperanzas...
Sabino vio en la penumbra cómo se quitaba rápidamente la túní-
ca. «Quéjoven y esbelta parece -pensó Sabino-, casi como si tuviera
diecisiete años.~ A su vez él se quitó la coraza de cuero y se dirigió a la
mujer.
-Ven, Sabino, desnúdate del todo. Ya he olvidado hasta qué as-
pecto tiene un hombre desnudo.
Sabino se desprendió rápidamente de la ropa. Su duro falo se er-
guía ante Livila como un arma. Ella lo acarició suavemente.
-Eres un verdadero Adonis, amigo mio, apuesto y con la piel ter-
sa. Habrás tenido ya un montón de mujeres...
Sabino atrajo a Livila y besó tiernamente sus pequeños y firmes
pechos.
-Tampoco tantas. Fui tan burro como para serle todo el tiempo
fiel a mi amada de Efeso.
-Mientras se ama a alguien, hay que ser fiel.
Sabino levantó a Livila y la acostó en el lecho. Ella lo rodeó con sus
esbeltos muslos.
-Yen, Sabino, ven! Quizá seas el último hombre que me ame y
yo la última mujer que te abrace. Vivimos los dos con el cuchillo al
cuello...
La penetró con fuerza, rodeó sus caderas, y ella se adaptó a su
ritmo, dispuesta y hábil. Apretó su brazo herido, pero él no lo notó,
sólo sintió cómo se encabritaba su cuerpo, cómo se ceñía a él. Tuvo
un orgasmo salvaje apretado contra aquel cuerpo de mujer que se
retorcía como una víbora en una jaula angosta. Ninguno de los dos
había vividojamás nada tan placentero, y tal vez la causa fuese el ángel
de la muerte, erguido, invisible, junto a su lecho.
Luego bebieron de la misma copa, y Livila dijo sonriendo:
-Es como una fiesta nupcial.
-Si, querida, y espero que te guste Pandateria, pues la isla tiene
un gran futuro y pronto superará en fama a Bayas y Baules. Vamos a
tener una estancia muy agradable aquí.
Livila soltó una risa breve y siguió el juego.
-Hasta dicen que una princesa imperial veranea aquí.
-¡No me digas! Entonces tenemos compañía aristocrática. Tal
vez deberíamos considerar la posibilidad de construirnos una casa
aquí.
Livila, normalmente tan dueña de si, se tapó la boca con la mano
para reprimir una sonora carcajada.
-¡Qué bien sienta poder reírse a gusto! -dijo sin haber recupe-
rado aún el aliento.
F
Sabino se incorporó.
-Creo haber oído algo...
Aguzaron el oído. Oyeron leves llamadas en la puerta, y la voz de la
esclava.
-Señora, señora, la guardia quiere saber si ha ocurrido algo.
Dicen que a esta hora el tribuno suele dar su paseo contigo...
-¡Por el renqueante Vulcano! -blasfemó Sabino-. Los sol-
dados son peores que una clepsidra, y si algo no ocurre a la hora es-
tablecida, en seguida se inquietan.
Se vistió apresuradamente.
-Tengo que tranquilizar a esos hombres; si no, tendremos difi-
cultades.
Livila se tapó el cuerpo desnudo con una manta, y Sabino des-
corrió el cerrojo. Mirtis pasó ante él para entrar en la habitación, y
Sabino salió fuera.
Llevaba ahora tiempo suficiente de servicio en las legiones como
para saber lo que tenía que hacer.
-Pero ¿es que os habéis vuelto locos? -increpó a los dos centine-
las-. ¡Yo intento interrogar a la princesa, porque el emperador quie-
re ver de una vez resultados, y vosotros me molestáis en esta tarea. ¿Es
que el rayo de Júpiter ha caído en vuestros cerebros? ¡Hoy mismo
iniciaréis los dos un arresto de diez días a pan y agua! ¡Marchaos!
Avergonzados y perplejos, los centinelas se alejaron.
-¡Rufo, releva a los guardias! No soy ningún Cúculo, pero una
tontería semejante merece un buen castigo.
-Estaban preocupados por ti -manifestó Rufo tímidamente.
-Lo sé, muchacho, pero en este caso lamento no poder actuar de
otro modo.
Regresó a la casa, donde en aquellos momentos Mirtis peinaba a
su senora. Livila levantó la mirada.
-¿Quieres que demos ahora nuestro habitual paseo, tribuno?
Sabino la miró con carino.
-Con mucho gusto, sobre todo si lo damos de nuevo por losjardi-
nes de Venus.
-¿Por qué no? Site ha gustado...
-¡Y tanto! -exclamó Sabino entusiasmado.
-Mirtis, continuaremos luego. Vuelve a sentarte ante la puerta y
mira sí viene alguien.
Una sonrisa apenas perceptible asomó en los labios de la esclava,
pero la perspicaz Livila la advirtió.
-No hace falta que escondas tu sonrisa, Mirtis. Pues sé lo que
piensas, y porque te conozco, sé que te alegras por nosotros.
Mirtis hizo una reverencía.
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-Así es, señora, te deseo todas las alegrías del mundo.
-Y ahora márchate, pues estamos impacientes.
Livila volvió a echar el cerrojo a la puerta.
-Es un alma fiel, y fue la única que en seguida se mostró dispues-
ta a acompañarme al destierro. Tan pronto volvamos a Roma, recibirá
su emancipación. Aunque lo cierto es que tras la muerte de Calígula
habrá que repartir pocas recompensas y muchos castigos. No le envi-
dio su cargo al sucesor de Calígula, sea quien sea.
Sabino, que se estaba desnudando nuevamente, dijo:
-No deberíamos mirar hacia un futuro demasiado lejano, y
mucho menos cuando el presente ofrece posibilidades nada des-
deñables.
Livila se echó a reír y le besó los pezones.
-Tienes razón, continuemos nuestro paseo por los Harti Ven ei-is.
Fuera, ocuparon sus puestos los nuevos centinelas. Rufo insistió
inmediatamente en que el habitual paseo del tribuno con la princesa
quedaría hoy suspendido.
1
536
r

xxxv

Helicón, el liberto griego, era un hombre sin escrúpulos y sin con-


ciencia. Le movía única y exclusivamente su propio beneficio e inme-
diatamente después, el de Calígula, naturalmente no por amistad,
sino porque aquel cortesano de inmensa cultura, inteligente y escépti-
co, sabia muy bien hasta qué punto estaba vinculado su destino al del
emperador. El único sentimiento al que, contra la sensatez, se entre-
gaba de tiempo en tiempo era su odio por los judíos.
Helicón procedía de una notable familia griega de Alejandría que,
a causa de las malas inversiones del padre, había contraído fuertes
deudas, unas deudas de las que sólo pudo liberarse entregando a dos
de sus cinco hijos como esclavos a los acreedores. No había nada inu-
sual en ello, y era algo que ocurría todos los días. Helicón cayó en
manos de un vinatero judío que odiaba a los griegos y que hacia sentir
este odio a sus esclavos. Tampoco esto era inusual en Alejandría, pues
en la inmensa ciudad vivían griegos, judíos y egipcios: estos últimos en
un número aproximadamente igual, mientras que los griegos consti-
tuian una clara mayoría. Una y otra vez se producían altercados, sobre
todo entre judíos y griegos, y la causa era frecuentemente la diferen-
cia de religión, de costumbres y de usos. Pero también podía ocurrir
que los judíos se indignaran conjuntamente con los egipcios contra
los griegos, o los tres unidos contra los romanos. Así, el cargo de Prae-
fectus Ae,gypti no era precisamente popular, pues era considerable el
riesgo de quemarse en aquella Alejandría, constantemente en ebulli-
ción.
Ya en tiempos de Tiberio, llegó Helicón a Roma, a la Corte impe-
rial, pero el viejo emperador no valoró correctamente la aguda inteli-
gencia del joven esclavo griego, y éste permaneció a la sombra has-
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L
1
ta que Calígula subió al trono. El joven emperador no tardó en darse
cuenta de que no existía ningún remedio mejor que Helicón para
disipar el aburrimiento o para idear nuevas ~bromas". El griego era
el menos indicado para inducir a Calígula a una vida mejor, todo lo
contrario, lo apoyaba en todas sus fechorías y además le incitaba a
otras. De este modo, Helicón había adquirido un inmenso poder y se
había convertido en imprescindible para el emperador. Como Calígu-
la obsequiaba generosamente a sus fieles, Helicón había acumulado
grandes propiedades, pero no se había ganado amigos. Naturalmen-
te, quien quería algo de él, lo adulaba. Por lo demás, era el hombre
más odiado de Roma después de su señor. Helicón lo sabia, e igual
que Calixto, que lo despreciaba profundamente, también él quería
prepararse para el ~~después~.
Como, pese a su inteligencia, su ánimo rencoroso y su des precio
por los seres humanos le impedían crearse amigos y valedores, su vida
no tenía más objetivo que la fortuna que había ido acumulando. Po-
seía varios millones de sestercios, una casa en Roma y en Ostia una
fábrica de salazones que producía en grandes cantidades el popular
garum, un condimento de pescado sumamente apreciado por todas
las clases sociales de Roma.
¿Qué hacer, pues, para salvar junto con el dinero también la vida?
Helicón, que se daba perfecta cuenta de que amplios círculos de la
corte y del Senado se iban apartando poco a poco de Calígula, y que
tras sus semblantes serviles leía con qué ansiedad esperaban la caída
va mese
del emperador, incluyéndole a él. llevaba s adoptando me-
didas para el futuro.

Que a él, amigo y sombra del emperador, le esperaba el verdu-


go tras la caída de éste era mas que seguro. Tenía, por lo tanto, que
convertirse en otra persona y aprovechó para ello todas sus posibili-
dades. En un seguro escondrijo de su casa de la ciudad había un co-
frecillo que contenía todos los documentos necesarios para convertir
a Helicón en el médico de la tropa Tito Atico, veterano de una legión
africana, ya disuelta, y que había sido distinguido con una serie
de phalerae o condecoraciones por méritos propios. Todo esto se
podía probar con documentos cuya autenticidad nadie podría poner
en duda. Con el tiempo había adquirido tan amplios conocimien-
tos de medicina -Calígula decía de él en broma que era el mejor
médico de Roma- que podía interpretar este papel sin el menor pro-
blema.
Poco a poco había ido desprendiéndose de sus propiedades en
Roma, las había convertido en dinero y este dinero había sido trans-
ferido a un banco de Atenas, pues era allí, en la antaño poderosa ciu-
dad de la vieja Hélade, donde planeaba desaparecer para poder dis-
F
frutar sin peligro de sus propiedades convertido en un médico de la
tropa, en Tito Atico, un veterano de Africa.
Era un hermoso plan, ideado con inteligencia y seguramente tam-
bién realizable si actuaba con prudencia, a condición de que Helicón
escogiera el momento adecuado. Pero ,cuál seria el momento adecua-
do? ¿Podía Helicón osar desaparecer mientras Calígula viviera? Más
4arde o más temprano, el emperador le localizaría en cualquier rincón
del mundo, incluso bajo nombre falso. Le quedaba, pues, sólo el mo-
mento desconocido de la caída. Pero ¿no seria demasiado tarde enton-
ces? ¿No caeria también sobre él la espada que acabara con Calígula?
A Helicón le había costado profundas reflexiones el elegir el cami-
no presuntamente adecuado para sobrevivir a aquel día de espanto
que, tal vez, estaba ya próximo. Cuando notó que el ambiente se iba
haciendo cada vez más hostil para el emperador, y que se acercaba
cada vez más el momento en que había que contar con su caída, Heli-
cón decidió desaparecer.
Escogió para ello el tercer día de los juegos teatrales. Los dos pri-
meros los había pasado al lado de su señor en el palco imperial, to-
siendo y estornudando de forma ostentosa, de modo que nadie, ni
siquiera Calígula, sospechó nada cuando Helicón se hizo disculpar en
la mañana del tercer día de juegos a causa de un fuerte resfriado.

El emperador había planeado para ese día algo muy especial. Él y


Cesonia no se trasladarían al Campo de Marte en un carro o en una
silla de manos como de costumbre, sino a lomo de sendos caballos,
ante los ojos de todos, disfrazados de Marte y de Minerva. Pero la
emperatriz no apareció como diosa de las artes y de los oficios, sino
con la advocación de la diosa guerrera de la ciudad de Roma, corres-
pondiente a la Atenea griega, armada con yelmo, escudo y espada.
Naturalmente, el yelmo era de oro reluciente y su escudo estaba recu-
bierto de piedras preciosas del tamaño de una nuez. Sobre su opulen-
to pecho descansaba la égida con cabeza de medusa entre serpientes.
Como Marte, Calígula ofrecía una imagen más ridícula que bélica,
pese a que sus flacas piernas quedaban ocultas tres espinilleras de oro.
Resultaba muy dificil embutir su cuerpo fláccido e hinchado en la
coraza de oro de Alejandro; en cambio, el magnifico yelmo con el
penacho ondeante tapaba su calvicie. Su rostro, de ojos fríos, de fren-
te ancha y sombría y de boca cruel, encajaba perfectamente con la
imagen del dios de la venganza y de la guerra.
En las calles, donde los pretorianos cubrían la carrera, el popula-
cho gritaba hasta la ronquera, y no faltaban las aclamaciones obsce-
nas, en su mayoría dirigidas a Cesonia.
538 539
El júbilo estallaba como siempre que aparecía en público el empe-
rador, y los pretorianos cumplían como siempre su servicio: de mane-
ra fiable y exacta. Todo era como siempre, pero Calígula echaba en
falta la exaltación de su divina omnipOtencia~ una exaltación que nor-
malmente solía sentir en ocasiones como ésta. Bajo las numerosas to-
gas y los mantos de lana, también aquel día el tiempo era invernal-
mente frío, Calígula intuía la presencia de numerosos puñales y
espadas cortas, que, destinadas a él, sólo esperaban el momento pro-
picio. Este conocimiento le impedía sentirse eufórico, y, en conse-
cuencia, estaba de muy mal humor cuando entró en su palco del anfi-
teatro. Sólo Helicón hubiera sido capaz de animarle un poco~ pero el
griego había preferido quedarse en cama por enfermedad. ¿Podría
seguir confiando en él, o llevaba también Helicón el puñal de conspi-
rador bajo su togar

Para aquel día estaban previstas solo luchas de fieras, como cierre y
punto culminante de la fiesta de inauguración. Para ello se habían
reservado los malhechores condenados ad bestias, que para regocijo
de un público brutal y sanguinariO~ tenían que morir en la arena de
manera horripilante. Pero no se disponía de suficientes condenados
para hacer frente a las representaciones de un día entero, y por eso
formaban también parte de las venationeS, domas de animales de alto
nivel.
La representación se inició con un elefante adiestrado para aga-
rrar con su trompa a un hombre, levantarlo y echarlo a una piscina.
En este número nadie sufría daño alguno, aunque los jóvenes esclavos
tiritaban de frío con sus ropas empapadas.
El público aplaudió con indulgencia este juego animado e inofen-
sivo que sólo era el preludio de las actuaciones interesantes.
Después actuó un torero de Hispania, pero el populacho no supo
valorar debidamente su lento ritual de muerte, exactamente estableci-
do. Primero el musculoso toro negro era irritado hasta la sangre con
aclamaciones y estocadas asestadas con largas lanzas por los ayudan-
tes. Luego le entraron ganas de lucha, escarbó con las manos delante-
ras en la arena, y resopló. El torero, que llevaba una larga y fina espa-
da y un escudo revestido de rojo, danzaba en torno de su víctima, que
intentaba en vano ensartarlo en los cuernos. Entonces llegó el mo-
mento en que el toro se detuvo exhausto para reunir fuerzas y repo-
nerse. Este era precisamente el momento que el torero había estado
esperando~ y le clavó al toro su larga espada a través de los huesos del
pescuezo hasta el corazón. El toro se estremeció, escupió sangre y se
desplomó como herido por un rayo. Bien, esto ya era algo, aunque le

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r
faltaba el efecto profundamente dramático de una muerte humana.
Este momento llegó al fin. En medio de la arena se colocó un árbol
falso que fue fijado firmemente en el suelo.
-. Dos ladrones asesinos huyen de los leopardos! -anunció el vo-
cero.
Y aparecieron los dos en la arena, desarmados, de modo que todo
el mundo sabia que no iba a haber una verdadera lucha. Perdidos, los
hombres permanecieron en el gran semicírculo del teatro, parpa-
deando bajo el mortecino sol de invierno. Naturalmente, los dos sa-
bían que habían venido aquí para morir, pero se aferraban con des-
espero a la más mínima esperanza. Y esta mínima esperanza la
constituía el árbol. Cuando las dos fieras se deslizaron encogidas y a
paso lento por la arena, los hombres corrieron al árbol e intentaron
trepar a él. Pero el árbol era endeble y difícilmente bastaba para los
dos, y tampoco era lo bastante alto como para protegerles las piernas
de los ataques de los leopardos.
Pese a todo, se inició una lucha: una lucha hombre contra hombre
hasta que el más fuerte logró derribar al otro y encaramarse a la copa
del árbol para ponerse a salvo. Las fieras hambrientas se abalanzaron
inmediatamente sobre el hombre caído, que estaba aún medio aturdi-
do y apenas se defendió. Con sus colmillos, afilados como puñales,
arrancaron la carne del cuerpo caído y saciaron su hambre bajo las
aclamaciones del populacho.
-~Está bueno, gatito?
-El pobre está un poco duro, ¿no?
~No os olvidéis del otro, el que está en el árbol!
Pero los leopardos se conformaron con una victima, y al cabo de
un rato los guardianes los hicieron salir. En su lugar entró ahora
una pareja de leones. Vacilantes, pisaron aquel suelo desconocido
para ellos, olfatearon la arena y percibieron el olor a sangre. También
a ellos los habían mantenido hambrientos durante días, de modo que
todo su instinto estaba orientado a la búsqueda de una presa.
El hombre que se había refugiado en el árbol empezó a temblar de
miedo, e hizo un gesto tan torpe que la rama que lo sostenía se rompió.
Cayó a la arena, pero inmediatamente volvió a ponerse en pie, y trepó
por el tronco, rápido y hábil como un mono, se lanzó sobre las ramas
inferiores e intentó cuidadosamente alcanzar otra más alta. Pero ésta
era muy delgada y no hubiera soportado ni el peso de un niño, de
modo que tuvo que conformarse con encoger al máximo sus piernas.
Estaba horrorizado.
Naturalmente, esto provocó el atronador júbilo del público, pues
resultaba graciosisima la rapidez con que el hombre volvió a subirse al
árbol.

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L

La pareja de leones había observado el proceso con interés y em-


pezó a dar vueltas lentamente en torno al árbol. Al cabo de un rato, el
león se quedó parado, bostezó y se echó en la arena. La leona, en
cambio, se acercó husmeando, miró hacia arriba, y descubrió a la pre-
sa a una almra que le pareció a su alcance. Se irguió sobre las patas
traseras y lanzó unos zarpazos hacia aquel hombre que permanecía
encogido en su rama; desesperado, miró hacia arriba, pero allí sólo
había ramas finas, que no sostendrían su peso. Entretanto, la leo-
na había conseguido agarrar con su zarpa uno de sus pies. El hombre
lanzó un grito y retiró la pierna, pero la fiera despedazó inmediata-
mente el otro pie. Pese a todo, la víctima intentó subir agarrándose a
la rama delgada, pero ésta se rompió en seguida, y el hombre cayó
sobre el cuerpo de la leona. Con un rugido, la leona dio un salto para
abalanzarse sobre la fácil presa. El delincuente tuvo suerte, pues la
leona le atravesó inmediatamente el pescuezo con sus colmillos. En-
tonces, también el poderoso rey de la selva se mostró dispuesto a unir-
se al festín. En hermosa armonía despedazaron el cuerpo muerto has-
ta que no quedaron más que unos restos de huesos y de ropa.
-En el fondo es siempre lo mismo -refunfuñó Calígula-. ¿Es
que esa gente del anfiteatro no es capaz de inventar algo nuevo? Ade-
más, para ¡ni gusto todo va demasiado de prisa. Antes de que uno se
dé cuenta, están ya muertos esos infelices y se los han zampado las
bestias. Habría que poner más intriga en la escena o, para variar, ha-
cer que actúe una mujer.
-En este preciso instante ya se está cumpliendo tu deseo -dijo
Cesonia, y le señaló la arena.
El árbol había sido retirado y colocaron en su lugar una cruz de la
altura de un hombre. Llevaron al escenario a una pareja, y la mujer
fue atada inmediatamente con cuerdas a la cruz. Al hombre le entre-
garon un puñal y una espada de madera, mientras el vocero dio lectu-
ra a sus delitos.
Los dos habían sido condenados a muerte como convugicidas.
Para poder viVir juntos, el hombre había asesinado a su esposa, y los
dos juntos al marido de la amante. Soltaron ahora contra ellos una
manada de lobos famélicos, pero el hombre no se lo puso fácil. Se
colocó ante su amante, atada a la cruz, y repelió con certeros golpes a
los animales, que aullaban frenéticamente. Pero su espada de madera
no era arma adecuada para causarles un serio daño, y dos de los más
osados se aproximaban cada vez más a él intentando atraparlo por las
piernas. Sorprendentemente~ y por el motivo que fuera, la simpatía
del público estaba de parte de aquel hombre valeroso que no había
matado por codicia sino por amor, cosa que muchos encontraron
aceptable y comprensible.
De repente, una espada cayó a sus pies. Nadie sabía de dónde ha-
bía venido. Alguien del público, tal vez un amigo o un pariente, había
lanzado la afilada arma a la arena, y rozó a uno de los lobos, que se
alejó aullando mientras los otros retrocedieron unos instantes. El
hombre aprovechó la ocasión, tiró la espada de madera y asió el arma
afilada.
-Gracias, gracias -exclamó riendo, dirigiéndose al público, cosa
que aún aumentó más sus simpatías.
Ahora los lobos lo tenían más dificil. A uno de los más impertinen-
tes le cortó de un tajo la cabeza; a otro le atravesó el cuello y brotó la
sangre en un cálido chorro. Como los lobos son una de las raras espe-
cies animales que comen a sus iguales, el resto de la manada se abalan-
zó sobre los dos lobos caídos, mientras el hombre vigilaba atento y
espada en mano a su amante. De sus pantorrillas manaba la sangre a
chorros pero, por lo visto, las heridas no eran graves. El público, con
un griterío creciente, pedía que se les perdonara la vida a los dos.
-;Dejadlos con vida! ¡Dejadlos con vida! -voceaba la multitud, y
levantaba en masa el dedo hacia arriba.
Todas las miradas se dirigían ahora al emperador, pues tina vieja
tradición exigía que éste siguiera la voluntad del pueblo. En conse-
cuencia, hubiera tenido que levantar el dedo, pero no lo hizo.
-No me dejo chantajear -gruñó-. Si favorezco esta actitud, en
el futuro los que asesinan a sus cónyuges lo tendrán muy fácil, y no
correrán ningún peligro. ¡No, no puedo indultarles!
Los gritos cobraron cada vez más fuerza: »;Dejadlos con vida! ~De-
jadlos con vida!».
La manada de lobos había desistido por el momento de sus ata-
ques, y desde una distancia segura, observaba a su adversario, que ha-
blaba con voz tranquilizadora con su amante sin perder de vista a los
animales.
-Creo que es mejor que cedas sólo por esta vez -dijo Cesonia-,
todavía queda la posibilidad de condenar a los dos a trabajos forzados.
La gente sólo quiere que sigan con vida.
-¡Bueno, de acuerdo! -refunfuñó Calígula y levantó el dedo-.
Ya tendrán los dos ocasión de pensar que hubiera sido mejor para
ellos morir aquí.
Se desató un júbilo frenético.
-Macte, Caesar! Macte, Caesar!*
Hicieron salir inmediatamente a los lobos del escenario y desata-
ron a la mujer, que abrazó y besó a su amante y abandonó la arena
cogida de su brazo.

* Viva el emperador.
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-f
El emperador se levanto.
-Tengo hambre.
Miró a la multitud alborotada.
-Me las vais a pagar, ya llegará el momento -murmuro.
La ocasión se presentó aquel mismo día. El emperador no había
pensado pasar también la tarde en el anfiteatro, pero en un proceso
rápido el tribunal había logrado demostrar la culpabilidad de dos no-
bles de respetadas familias acusados de un delito de lesa majestad, y
Calígula los había »indultado» a toda prisa exigiendo que sirvieran
como gladiadores. Podían, pues, luchar con armas afiladas contra leo-
nes, tigres, leopardos, osos y lobos, pues en las venationes era costum-
bre matar de alguna manera a los animales dispuestos para ellas. Si no
lo lograban los humanos, los animales tendrían que enfrentarse entre
ellos hasta el fin.
Pero los dos nobles resultaron un fracaso. Uno, hombre ya ma-
yor, jamás había manejado las armas y se dejó matar por una leona
sin apenas ofrecer resistencia. El otro luchó valerosamente, pero tuvo
la mala fortuna de perder pie, nada más empezar, en la arena res-
baladiza empapada en sangre, cosa que su adversario, un gigan-
tesco oso pardo, aprovechó inmediatamente para aplastarlo con sus
zarpas.
-¡Pues sí que empezamos bien! -refunfuñó Cesonia-. Para
esto más vale asistir a una aburrida tragedia de Eurípides.
Pensativo, Calígula la contempló con sus ojos fríos.
-Podría enviarte allí abajo junto con tus damas de honor, dis-
frazadas de furias, pero temo que al veros, las bestias salieran co-
rriendo.
Cesonia lo cortó con un ademán cansino.
-Ya has contado chistes mejores. Opino que habría que terminar
las ven abones con una lucha en masa. Habría que llevar a la arena todo
lo que queda disponible en hombres y en animales y enfrentarlos
unos y otros, fustígándolos a latigazos.
Los rasgos fláccidos de Calígula se animaron.
-¡Es una buena idea! De este modo nos ahorramos estas aburri-
das luchas individuales. ¡Todos contra todos! ¡Muy bien.
Envió a un tribuno con la correspondiente orden a la dirección
del anfiteatro. Pero resultó que apenas quedaban luchadores disponi-
bles. En cambio había más de cien animales.
Entretanto, el público empezaba a inquietarse por aquella prolon-
gada pausa. El populacho, siempre rebelde y maldiciente, empezó a
lanzar comentarios irónicos contra el palco del emperador. Calígula,
que normalmente no solía prestar atención a estos comentarios, orde-
nó al prefecto Clemente con voz cortante:
1
F
-¡Haz detener a los que gritan más y envíalos a la arena! ¡Que sea
una docena, como mínimo! ¿Me oyes?
Difícilmente se podía cumplir esta orden al pie de la letra, pues
todos se callaron cuando los pretorianos empezaron a dispersarse. Así
los soldados eligieron a su antojo una docena de espectadores, procu-
rando que se tratara de hombres jóvenes y fuertes. La mayoría de los
detenidos empezó a protestar inmediatamente a voz en grito, afir-
mando que eran completamente inocentes y que era una vergúenza
cómo se trataba ahora a los ciudadanos romanos. Con sus gritos con-
tagiaron a otros, que también protestaron, cerraron los puños y empe-
zaron a proferir maldiciones contra el emperador.
Calígula temblaba de ira. ¿Qué se permitían esas ratas, esos mos-
cardones? ¡Denuestos, protestas, insultos dirigidos al emperador! Gri-
tó a pleno pulmón:
-¡Llevadlos al subterráneo, luego cortadíes la lengua y a la arena
con ellos, junto con los animales!
Gritó esta orden con tanta potencia que casi todos la oyeron. Los
gritos se acallaron, y un miedo paralizante cayó sobre los especta-
dores.
Aquellos a los que habían arrancado la lengua, entraron tamba-
leándose en la arena con los rostros chorreando sangre y contraídos
por el dolor. Les echaron espadas y lanzas a los pies y se abrieron las
jaulas de los animales.
Los ojos fríos y duros de Calígula se animaron.
-¡Ojalá toda Roma tuviera una sola lengua y un solo cuello! -ex-
clamó-. ¡Qué fácil sería entonces gobernar!
Cesonia esbozó una sonrisa perezosa.
-Qué silenciosos se han vuelto, tanto los que tienen lengua como
los que no la tienen. Se achantan ante ti, porque te temen por encirría
de todo.
Se incorporó en su tumbona.
-Mira, ahora comienza de verdad, ahora la osa se va animando.
LTnos hombres vestidos de cuero de pies a cabeza fustigaban
a hombres y animales hasta que se desató una carnicería generali-
zada. Aquellos a los que habían arrancado la lengua -hasta poco an-
tes irreprochables artesanos, comerciantes,jornaleros o también ocio-
sos- se habían convertido por el dolor, la rabia y el miedo en va-
lerosos luchadores que vendían su vida lo más cara posible. No pocas
de las bestias cayeron moribundas en la arena antes de que poco a
poco los doce hombres fueran sucumbiendo al ataque de las fieras
salvajes.
El populacho había olvidado rápidamente que los que allá abajo
luchaban por su vida eran hombres inocentes arrancados de entre sus
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filas, y gritó hasta la ronquera. Pero cuando cesó el delirio y sacaron a
rastras por la arena empapada en sangre los cuerpos muertos de hom-
bres y de animales clavándoles un gancho en el pescuezo, se impusie-
ron la objetividad y la reflexión. Nadie aplaudió al emperador, la gen-
te se alejó cabizbaja, y no pocos ofrecieron sacrificios a sus lares por
haber escapado esta vez con vida. Muchos también lo tomaron a la
ligera y olvidaron rápidamente el suceso, pero a unos cientos de ellos
este acto arbitrario, que hubiera podido afectar a cualquiera, dejó
una sensación desagradable. ¿Dónde quedaba la diversión, si cual-
quier visita al circo o al anfiteatro representaba un peligro mortal? Era
comprensible que el príncipe no se mostrara remilgado con enemi-
gos auténticos o imaginarios, ¡pero elegir a gente inocente de entre el
pueblo, eso era demasiado!

Hacia va mucho tiempo que Calixto había hecho espiar a Helicón,


pues temía la influencia de este hombre sobre el emperador y quería
estar informado de cada uno de sus pasos. Y tampoco le había pasado
inadvertido que Helicón realizaba ventas en secreto. Calixto sabia in-
cluso, por informes secretos, que transfería dinero a Grecia. ¿Lo hacía
por encargo, o por cuenta propia? Algo se estaba tramando, y Calixto
creía a Helicón capaz de cualquier cosa. Recientemente, uno de sus
espias le había informado de que Helicón había manifestado en su
círculo de amistades que el gordo ya estaba maduro para el matadero.
Con estas palabras, sólo podía referirse a él, a Calixto. Este acechaba,
pues, en espera de una ocasion para adelantársele a sus planes. Tam-
bién el emperador se volvería más inseguro y reflexivo si su favorito
desaparecía repentinamente.
Cuando aquella mañana sus espías le comunicaron que Helicón
había emprendido viaje a Ostia en una barcaza del Tíber, solo y vesti-
do discretamente, decidió actuar.

Satisfecho, pero también un poco nervioso, Helicón permanecía de


pie en la proa del lento barco que se deslizaba río abajo y transporta-
ba, aparte de la más variada carga, a unas cuantas docenas de pasaje-
ros. Entre esta gente sencilla se sentía totalmente seguro. Aunque al-
guno de ellos lo hubiera visto en el circo o en el anfiteatro al lado del
emperador, la distancia era tanta que resultaba imposible reconocer-
le ahora.
Helicón había vendido su saladero en Ostia y cobrado el noventa
por ciento a un socio y quiso ocuparse personalmente del cobro res-
tante. Al mismo tiempo podría buscar una plaza en un barco, aunque
F
en esta época del año pocos capitanes se atrevían a emprender viaje
por mar abierto. Pero había algo que le empujaba a darse prisa y que
le sugería que era mejor escaparse hoy que manana.
Sobre el mediodía, el barco atracó en Ostia. En la orilla del Tíber
se podían alquilar sillas de manos, mulos y caballos, pues el centro
comercial y portuario se encontraba a casi una hora de camino.
Helicón tomó una silla de manos, pues quería evitar cualquier po-
sibilidad, por mínima que fuera, de ser reconocido por alguien. Mien-
tras negociaba con los porteadores, dos hombres vestidos con largos
mantos pardos se dirigieron a él.
-Sólo una palabra, señor -dijo uno, y, con un ademán, le invitó
a acompañarles-. Existe otra posibilidad más cómoda de desplazar-
se a la ciudad; te la mostraremos.
En medio de las recuas, de los arrendadores de caballos y portea-
dores de sillas, Helicón no sentía ni miedo ni desconfianza, y siguió
unos pasos a los hombres. Mientras uno de ellos señaló algo, dis-
trayendo de este modo a Helicón, el otro le clavó un largo puñal en el
pescuezo, que dejó escapar un estertor y se tambaleó; los dos lo arras-
traron rápidamente tras un arbusto, cortaron la bolsa de dinero de
su cinto, se lanzaron sobre sus caballos, atados a un árbol, y desapa-
recieron.
Nadie había notado nada; sólo los dos porteadores de la silla de
manos siguieron durante un rato con la mirada a su posible cliente.
-El tío ese se ha largado -dijo uno, encogiéndose de hombros.
-Habrá ido a mear. Ya volverá.
Poco después encontraron al muerto. Como una lámina de cobre
lo identificaba como un antiguo médico de tropa llamado Tito Atico,
el cadáver fue llevado a Ostia, donde un tribuno, que acudía con fre-
cuencia a la corte, lo miró más detenidamente.
-Creo recordar la cara de este hombre. Tal vez lo haya encontra-
do alguna vez en Roma.
Luego descubrió en su mano izquierda la sortija de amistad con
las manos entrelazadas y la inscripción Cavo.
-Creo que tendremos que informar a alguien de la corte -dijo
el tribuno.

Al día siguiente Calígula recibió la noticia de que, en Ostia, su amigo


Helicón había caído víctima de unos ladrones asesinos. Lo sorpren-
dentemente extraño era, sin embargo, que no le hubieran quitado la
sortija de oro y que, por lo visto, se había presentado en el puerto bajo
nombre falso; pues en ningún lugar estaba registrado un médico de la
tropa Tito Atico.
546 547
Calígula estaba fuera de sí, no sólo por la muerte de su compañero
de muchos años, sino también por la posibilidad de que Helicón lo
hubiera engañado.

Calixto, encargado de poner en orden la herencia, comunicó al em-


perador la extraña noticia de que Helicón había dejado muy pocas
propiedades.
-Es un caso muy raro, Majestad. Con todo sigilo, Helicón ha li-
quidado su patrimonio y, a base de chanchullos, lo ha trasladado al
extranjero. Bajo la personalidad fingida de un médico de tropa, Tito
Atico, se inventó una existencia totalmente nueva. Tras una larga bus-
queda, encontramos en su casa un cofrecillo cuyo contenido, falsifica-
do en su totalidad, prueba el curriculum del médico inventado.
Calixto advirtió con sorpresa que los ojos del emperador, normal-
mente tan fijos y muertos, empezaban a mirar con inquietud. Además,
encontró a su señor, que tanto dominio de la palabra tenía habitual-
mente, en un estado en el que parecía haberse quedado sin habla.
La traición de Helicón debió de haberle afectado profundamente.
Calixto compuso un semblante apenado, pero disfrutaba de todo co-
razón con aquella situación insólita.
-Quiso... -tartamudeó Calígula-, Helicón quiso..., bueno, por
lo que parece, has' que suponer que, que, al menos, estaba planeando
algo inusual... ¿Tal vez para protegerme a mí? ¿O para averiguar algo?
Seria posible, Calixto.
-Sería una entre varias posibilidades -dijo el secretario acompa-
sado.
Calígula no prestó atención, sino que retomó el hilo.
-Y, mientras lo hacía, fue descubierto por sus y también por mis
enemigos, y lo asesinaron. ¡Calixto, creo que se está tramando una
nueva conspiración
La última frase sonó casi desvalida y también un poco resignada.
-No, Majestad, no lo creo. Veo en la muerte de Helicón una de-
safortunada coincidencia de varias circunstancias que hasta ahora
me resultan desconocidas. Clemente y yo hemos formado una red de
espias para protegerte, y si se estuviera tramando algo, lo sabríamos.
Puedes estar completamente tranquilo.
Pero esto era exactamente lo que Calixto no deseaba. Quizás el
comentario sobre su colaboración con Clemente pretendía inquietar
aún más a Calígula, que hacia todo lo posible por enfrentar a su secre-
tario y a su prefecto.
-Ah si, ¿así que colaboráis? -preguntó el emperador, descon-
fiado.

548
-Pero silo hemos hecho siempre... -dijo Calixto haciéndose el
sorprendido-, aunque no somos capaces de sustituir el poder y el
efecto de tu divina persona, pero al menos lo hemos intentado duran-
te tu estancia en Germania. Clemente no me cae demasiado bien, lo
admito, y supongo que a él le pasará lo mismo conmigo, pero por el
bien del Imperio romano y para no perder tu favor, lo personal hay
,que relegarlo a un segundo plano.
-¿Entonces, no crees que se está tramando algo?
Calixto se encogió de hombros.
-No existe el menor indicio para pensar en esta posibilidad.
-¿Está Protógenes en su despacho?
-Supongo que sí; al menos no ha avisado de que fuera a ausentar-
se. ¿Quieres que lo haga llamar?
-No, yo mismo iré a verle.

Con la toga ondeante, Calígula se adelantó a sus guardias, atravesó


atrios, pórticos y jardines, sin prestar atención a los sirvientes que se
inclinaban ante él profundamente. Los recintos de trabajo de Protó-
genes estaban situados en el grande y sombrío edificio de la época
republicana en el que también se reunía el tribunal imperial. Al ver
aparecer a Calígula, todos corrieron excitados de un lado a otro, pues
nadie recordaba que el emperador hubiera ido jamás por allí. Al ver
que la puerta estaba cerrada, Calígula dio inmediatamente orden de
derribarla.
El recinto estaba ordenado y ofrecía el mismo aspecto de siempre.
En dos altas estanterías yacían los rollos escritos, y sobre el sencillo
escritorio esperaban a su usuario la pluma y el tintero. Calígula re-
movió personalmente los estantes, pero no encontró lo que buscaba.
-¡La lista! ¡La lista! -chilló el emperador-. ¿Dónde está la lista?
Habían acudido algunos miembros del tribunal imperial. Uno osó
replicar:
-No lo sabemos, Majestad. Protógenes prohibió cualquier intro-
misión. Quizá venga más tarde...
-Jamás ha faltado sin permiso desde que trabaja para mí. Estaba
siempre localizable día y noche. ¡Registrad su vivienda!
Allí se encontraron las huellas de una partida precipitada. Falta-
han ropa, sandalias y algunas cosas más, de las que una persona nece-
sita para ir de viaje. A su sirviente sólo le había dicho que tenía que
emprender un largo viaje, sin compañía y por orden del emperador.
De momento, Calígula se tuvo que conformar con esto: Protóge-
nes, el concienzudo supervisor de las listas de condenados, había de-
saparecido, y con él la documentación más importante.

549
Helicón muerto, Protógenes desaparecido. Calígula sintió dolor
por la falta de sus dos amigos. No, amigos no, más bien una ayuda
para sobrevivir. Calígula tenía una excelente memoria, pero Protóge-
nes la tenía aún mejor. Llevaba listas, pero los nombres de los ejecuta-
dos, de los prisioneros, de los acusados, de los sospechosos, y, en casi
todos los casos también los de sus familiares, los tenía en la cabeza, y
jamás se equivocaba.
Pero ¿por qué había huido? Ni él ni Helicón habían tenido jamás
nada que temer. Calígula había confiado en ellos como no confiaba
en nadie, y nunca tuvo motivos para arrepentirse, aunque ahora las
circunstancias de la muerte de Helicón eran más que sospechosas.
Preguntó a Calixto si últimamente había notado algo extraño en Pro-
tógenes.
El obeso secretario levantó las manos, lamentándose.
-No, Majestad, pero yo no tenía mucho trato con él.
«Aunque la advertencia anónima se debe a mí -pensó con ma-
licia-. Con ellos has perdido a tus dos puntales. Ahora va sólo te
quedan los rubios germanos de tu guardia, pero no son más que ins-
trumentos de los que también otro se puede servir.»
Calígula regresó a toda prisa a sus aposentos privados. Allí había
algo parecido a un cuarto de trabajo que, sin embargo, utilizaba sólo
ocasionalmente para escribir cartas privadas.
-¡Fuera! ¡Apostaos ante la puerta! -ordenó a los guardias.
Temblando de impaciencia y de excitación, abrió el tintero, tomó
el papiro en blanco y escribió con grandes letras al principio la palabra
«GLADIUS». Como pisapapeles colocó sobre el rollo una estatuilla de
Venus fundida en oro, tomó un segundo papiro y puso como titulo
«PUGIO». Espada y puñal, en estas dos palabras quiso recordar lo que
había desaparecido como Protógenes, su escribano de la muerte. El
mismo se asombró de cuántos nombres tenía en la cabeza: nombres
que desde hacía mucho tiempo deberían figurar sobre una urna fune-
raiia. Estos nombres fueron a parar a la «espada», mientras que bajo el
«puñal» sólo quedaron los sospechosos y los acusados en potencia. Era
un juego maravilloso éste de reflexionar brevemente en cuál de las
listas encajaba un determinado nombre. Y mientras tanto, imaginaba
lo que el afectado estaría haciendo en aquel momento.
Por ejemplo, aquel Apio Galo, un senador de alto rango, que
jamás abría la boca en el Senado, pero Calígula leía en su rostro lo
que pensaba. Ese senador gordinflón y abotargado le deseaba a diario
un puñal en el pecho o veneno en el vino, pero lo disimulaba. Ni un
comentario oscuro, ni la más leve falta de respeto, ni una réplica,
nada por donde poder cogerlo. Pero algo se encontraría, y Galo fue a
parar a la «espada». Mientras tanto, Calígula imaginaba al gordo sen-
1
r
tado en aquellos momentos o tumbado cómodamente en su casa, co-
mentando la cena con su mujer. Tal vez habría pedido porcellum oeno-
coctum, pues aquella gente no tenía imaginación, y un cochinillo
cocinado en vino era exactamente lo adecuado para Galo. Así que
estaría soñando con un cochinillo sin saber que ya se estaban talando
los troncos para su pira, ni que tal vez esta cena fuera su última co-
mida en libertad. «No sólo soyJúpiter, soy también el destino de mu-
cha gente.» A Calígula le alegró esta idea. «Se dice que nuestra vida es
una pelota del destino o, también, que el destino es ciego. A veces el
destino tira la pelota aquí, a veces allá, según le plazca.»
Calígula sonrió sarcástico, tomó la pluma y anotó dos nombres al
azar bajo el rótulo «espada». No conocía de cerca a aquellos hombres,
sólo sabia que eran las cabezas de dos conocidas familias de nobles.
«El destino lo ha decidido, amigos, y ningún dios podrá salvaros.»
Dejó la pluma sobre la mesa y disfrutó de la sensación de su poder
absoluto como no lo había hecho desde hacia muchísimo tiempo.
550 551
xxxv'

A lo largo de su vida, Publio Petronio, legado de Siria, se había visto a


menudo en situaciones delicadas, aunque con honradez, cordura y
algunos hábiles compromisos siempre había salido del paso. Pero esta
vez no veía posibilidad alguna de salvar aquella situación. ¿Que com-
promisos podría ofrecer a los judíos? Lo querían todo o nada, y Petro-
nio, que conocía al detalle su religión, sabía también que no podían
actuar de otro modo, que no podían permitirlo si no querían des-
pertar la ira de su dios a quien temían por encima de todo.
Desde que habló a los judíos en el teatro de Tiberíades, Petronio
había desarrollado una constante actividad para ponerse de acuerdo
con ellos de alguna manera, pero todo fue en vano. Habló con sacer-
dotes, con fariseos y saduceos, les expuso su aprieto, les hizo com-
prender que, si bien aquí era el amo, en Roma no era más que un
esclavo. Lo comprendieron perfectamente, notó su simpatía y se sin-
tió varias veces próximo a la solución del problema, pero le ofrecieron
todo: sumisión absoluta, dinero, reasentamiento y, por último, pusie-
ron en el platillo de la balanza sus vidas y las de sus familias.
Publio Petronio se sumió en un estado de resignación, infrecuente
en él, pero al que no podía sustraerse. Ya habían transcurrido dos
semanas desde su llegada a Tiberíades, y el tiempo de la siembra se
había sobrepasado ya en más de cincuenta días, porque nadie realiza-
ba ningún trabajo hasta que la situación no se hubiera aclarado.
Pese a lo difícil de su situación, Petronio seguía siendo realista y
sabía que sólo tenía tres posibilidades: imponer a la fuerza la coloca-
ción de la estatua, y en este caso provocaría una sublevación popular;
suicidarse o, como tercera posibilidad, la de ceder ante los judíos y
cargar con las consecuencias.

552
F

Petronio se decidió por la última posibilidad y convocó una asamblea


popular. De nuevo los judíos llenaron a rebosar con sus familias el
gran teatro, y de nuevo Petronio se pré~sentó ante ellos y se quedó
esperando en silencio hasta que cesaron los murmullos.
-¡Hombres de Judea! Soy romano y procedo de un pueblo gue-
rrero. Desde siempre, el valor cuenta para nosotros entre las primeras
virtudes, y vosotros me habéis demostrado hasta qué punto poseéis
esta virtud. He hecho examen de conciencia, y ahora, sigo vuestro
ejemplo, pues se necesita mucho valor para oponerse a una orden del
emperador. Quizá, pese a todo, con ayuda y apoyo de vuestro dios,
consiga hacer cambiar de idea a Cayo César, y yo seré el primero en
alegrarme con vosotros. En caso contrario, asumiré las consecuencias
y puedo esperar mi condena con el consuelo de no haber cometido
ninguna injusticia. Que nos ayuden, pues, mis dioses y vuestro dios.
A su decisión nos sometemos.
-Dios te bendiga, justo!
-¡Recibirás un puesto de honor en los corazones de los judíos!
-¡Que vivas largos años, Petronio!

El legado abandonó el teatro bajo aclamaciones. Aquel mismo día se


trasladó a caballo a Tolemaida y reunió allí a sus tropas. Sabía que
algunos de sus oficiales no aprobaban su decisión y, de forma indirec-
ta, se lo dieron a entender. Pero todos recibieron la misma respuesta:
-Se trata única y exclusivamente de mi decisión, y las consecuen-
cias las asumiré yo solo.

A principios de diciembre, el legado llegó a Antioquía. Desde allí es-


cribió una carta militarmente lacónica al emperador, pidiendo com-
prensión por su forma de proceder:

«Creo, imperator, haber actuado en interés tuyo cediendo ante los


judíos. Por una parte, existía el peligro de una sublevación popular
que movilizara a amplios sectores del país; y, por otra, lo consideré
extraordinariamente desfavorable para el abastecimiento de Roma y
para la recaudación fiscal si la cosecha de cereales resulta pobre el año
próximo. Tenía abundantes motivos para esta suposición. Si, como se
me informó desde Roma, vas a desplazarte con tu ejército al este, el
aprovisionamiento de tus tropas resultaría muy comprometido...
'Así, imperator, he hecho colocar tu estatua en el puerto de Tole-
maida, donde los capitanes de los barcos romanos que zarpen desde
allí podrán implorarte buen tiempo y donde los que lleguen podrán

553
saludar a su emperador lejos de su patria. Espero haber interpretado
correctamente tus deseos.>'

Como aquellos días reinaban condiciones favorables de viento, la


carta llegó rápidamente a Roma, donde Calixto se la leyó personal-
mente a su señor, como hacia con todas las cartas importantes. Cuan-
do alzó la mirada después de la lectura, le asustó la mueca rabiosa que
desfiguraba la faz del emperador, que exclamó jadeando:
-¡Eso es... eso es... negarse a cumplir una orden! ¿Cómo se atreve
ese inútil, este hombre cobarde y vil a actuar contra mi voluntad?
Haré..., haré.., no, esta vez la culpa no la tienen los judíos, sino Publio
Petronio, a quien proclamaré traidor desde ahora mismo. ¡Yesta inso-
lencia de abusar de mi en el puerto de Tolemaida convirtiéndome en
un dios del tiempo! Ahora si que los judíos tienen motivos para reírse.
Pero se les quitarán las ganas de reírse, ¡de esto me ocupo yo! Escribe-
le una carta, Calixto, instándole a actuar en consecuencia con su deli-
to de traición. Que se suicide, y ya tendremos ocasión de hablar de
quién le sucede en el cargo.
Calixto se inclinó en silencio. Escribió la carta, la hizo firmar por
el emperador y retrasó su envío hasta que, a finales de diciembre, se
levantaron las tempestades de invierno y ningún barco podía ya zar-
par. Naturalmente no lo hizo en secreto, sino que lo comentó y con-
sultó con Clemente. Así lo habían acordado ambos para que cada uno
pudiera ser valedor del otro «después».

En aquellos días Cornelio Sabino vivió una época de inmensa exalta-


clon. A ello contribuían, y no poco, sus amoríos con Livila, que se
había criado en una familia patricia y no podía sustraerse a la magia
de los nombres de alta cuna. Livila era un retoño de la estirpe impe-
rialJulia Claudia que, pese a ser algo más reciente que la de los Come-
líos, conocida desde hacía quinientos años, había ascendido a los más
altos cargos del Imperio romano.
Livila no era una amante sencilla que recibiera a su amado siem-
pre con los brazos abiertos. Sabino tenía que seducirla de nuevo cada
vez, y no siempre estaba dispuesta. Sin embargo, no se mostraba tan
arisca como a veces lo había hecho Helena; en Livila sus estados de
ánimo se dejaban ver en la intimidad.
La separación era inminente, pues ya habían transcurrido casi tres
meses, y Sabino sólo esperaba la llegada del primer barco. En uno de
sus últimos paseos le dijo:
-No me resulta fácil la separación, pero sé que volveremos a ver-
nos. No puedo decir por qué estoy tan seguro, pero lo sé. Sin embar-
go, no puedo esperar ilusionado nuestro próximo encuentro, puesto
que las circunstancias serán completamente distintas. Aquí soy tu car-
celero y, como jefe de los legionarios, casi el amo de esta isla. En
Roma volverás a residir en el Palatino, y si, como está previsto, yo
abandono la guardia de palacio, apenas tendré ocasiones de verte, y
mucho menos de encontrarnos a solas. Y tampoco estoy seguro de
que entonces tú lo sigas deseando.
Como era habitual en ella, Livila había escuchado en silencio, sin
interrumpirle con una palabra o un gesto. Ahora, se detuvo y dejó
vagar la mirada sobre el mar.
-En la vida sólo hay una cosa segura: la muerte. Perdona si te
contesto con una perogrullada, pero es que he interpretado tu última
frase como una pregunta. Tampoco yo puedo decirte lo que pasará
entonces. Tienes que entenderme, ahora tengo veintitrés años, y en
mi aún relativamente corta vida, Fortuna no me ha colmado precisa-
mente de acontecimientos felices. Cuando tenía dos años, murió mi
padre, de quien no guardo ningún recuerdo. Tenía doce cuando me
arrebataron a mí madre; no la volví a ver hasta su muerte. Ami herma-
no Druso -él era a quien más quería- Sejano lo dejó morir de ham-
bre en la mazmorra. Nerón murió aquí, en Pandateria, también vícti-
ma de Sejano. Se suicidó para evitar una ejecución deshonrosa. Así he
vivido aguantando golpe tras golpe, Sabino, ¿acaso crees que soy de
piedra? Los golpes del destino hieren igual que los causados por un
arma. Yambos dejan cicatrices, unos en la piel, los otros en el alma, y
cualquier guerrero sabe que las cicatrices pueden doler a lo largo de
toda una vida. Ya no sé sentir ilusión, y mucho menos estar segura
de algo. No tengo que contarte lo que sucedió después con Calígula,
las esperanzas que todos nosotros abrigábamos y en qué se convirtie-
ron. Lo sabes tan bien como yo. No me gusta hablar mucho, Sabino,
pero eres mi amante, me gustas, y quise explicarte por qué no quiero
hacerme ilusiones respecto al futuro.
Sabino negó con la cabeza.
-Un largo discurso, pero ninguna respuesta.
-No puedo darte ninguna, y esto es lo que intenté explicarte.
-Has dicho que te gusto. Pero esto no significa que me ames.
Bien, soy el único hombre en la isla que podía ser el adecuado para
una princesa imperial, no soy mal parecido, aún soy relativamente jo-
ven y hasta podría ser tu salvador y el de tu hermana. Motivos suficien-
tes para gustarte y para que te acostaras unas cuantas veces conmigo.
Livila lo miró con tristeza.
-Sabino, para una mujer estos son motivos honorables para en-
tregarse a un hombre. ¿Qué esperas de mi? ¿Preferirías que me hubie-
ra fingido altiva e inaccesible, que hubiera dicho: tribuno Cornelio
554 555
Sabino, no trato con gente que está por debajo de mi nivel social? Eso
son chiquilladas por las que no deberían discutir personas adultas.
¡Claro que añoraba estar con un hombre! Pero no como la cabra ano-
ra al macho cabrio y permite que se le acerque cualquiera con tal de
que sea eso: un macho. ¿Crees que hubiera dejado entrar en mi cama
a tu antecesor, o incluso a Cúculo?
-En ellos no podías confiar. Pero nosotros tenemos el mismo
objetivo.
Livila asintió con vehemencia.
-¡Sí, así es! Un buen motivo para unirnos y dejar sellar la unión
por Venus, puesto que somos hombre y mujer.
-A veces pensé que podrías convertirte en mi esposa...
Livila soltó una breve risa cantarina.
-Esto sí que sería una petición inmoral para la esposa de Marco
Vinicio. Ni el próximo príncipe permitirá que una princesa de la fami-
lia imperial se divorcie para casarse con su amante. Sabino, ¡dejémos-
lo va! No lleva a nada, y las palabras no solucionan nada. Si la diosa
Fortuna se muestra benévola con nosotros, Calígula caerá pronto en
una de las trampas que él mismo tiende para los otros. Ysi los dos segui-
mos con vida, encontraremos en Roma alguna posibilidad de vernos
sin ser molestados. Pero la condición es que los dos sigamos deseándo-
lo. ¡Los dos! ¿Me oves? Pero ¡basta ya! ¡Enterremos de momento este
tema! Volvamos a casa, Sabino. Tengo ganas de acostarme contigo.
Sabino suspiró quejumbroso.
-Sólo deseo que estas ganas perduren también en Roma.
-No sé si allí seguiré siendo la misma. Los tiempos cambian, y
nosotros con ellos. Pero, al menos, ya no estás enfadado conmigo
;verdad?
-¿Por qué iba a estarlo, cuando los dos nos queremos tanto...~
-Basta decir la verdad para no recoger más que ironía.
-Hay cosas que son más fáciles de soportar con ironía.
-Mira, el sol vuelve a salir. Los días ya empiezan a ser más largos,
pero desde que estás aquí ya no me lo parecen tanto. Sabino, tengo la
sensación de que éste será un año de suerte para todos nosotros.
-Esto significaría mala suerte para él...
Livila asintió con vehemencia.
-Le deseo toda la mala suerte de este mundo. ¡Ojalá nazca una
nueva Pandora y vacíe sobre él su caja!
-En la que, como es bien sabido, quedó una cosa...
-Si, la esperalíza. ¡Que así sea! Que viaje al reino de las sombras
sin esperanza, sin ayuda, odiado por todos. Silos dioses son justos, allí
le esperarán aquellos a los que él ha enviado y lo torturarán eterna-
mente.
r
-No soy vengativo. Me basta con ver su cadáver en una pira, y con
que los dos le hayamos sobrevivido. Entonces seguro que todo irá
mejor.
-No hables tanto, Sabino, mejor que vengas conmigo a casa.
A principios de enero, Calígula decidió repentinamente realizar un
viaje a Capri. Tomó esta decisión tras una conversación con Píralis en
la que, para demostrar su valor, le habló de los pronósticos del astrólo-
go Sila. Temía los rayos y los truenos, que le hacían esconderse como
un animal atemorizado, pero la astrología no la tomaba en serio, aun-
que sólo fuera por oposición hacia Tiberio, pues quería ser distinto en
todo a aquella odiada figura paternal.
-En enero me acecha un peligro, insinuó misteriosamente el bar-
budo Sila. Sólo me pregunto por qué entonces no me lo advirtió ante
Lépido o ante Papinio. En cierto modo los dos querían atentar contra
mi vida, pero, por lo visto, entonces los astros se quedaron callados.
Piralis se incorporó y se tapó los pechos con la manta de púrpura.
-Tu tío, el emperador Tiberio, que en paz descanse, creía firme-
mente en los astros. Todo el mundo en Roma lo comentaba.
-¿Y qué? ¿Acaso el pueblo lo tomó en serio con su ridícula su-
perstición?
-No, creo que no. La gente se burlaba. ¿Qué clase de persona era
tu tío? Yo era aún una nína cuando se marchó de Roma, y nunca mas
volví a verle.
Pero Calígula no quería que le recordaran a Tiberio, frente a
quien seguía aún sintiéndose inferior. Entonces se le ocurrió la idea
de cómo podría desaparecer de Roma, donde, por lo visto, corría tan-
to peligro en el mes de enero.
-No quiero hablar de él, pero te propongo otra cosa: mira de
cerca cómo vivia y luego juzga por ti misma. Los dos juntos haremos
un pequeño viaje a Caprí. Sólo nosotros dos, ¿te gusta la idea?
Como siempre que Calígula se encontraba en compañía de Piralis,
parecía equilibrado y su sombrío rostro se iluminaba.
-A Cesonia no le hará ninguna gracia -objetó Piralis.
-Cesonia no es celosa; y, por lo demás, yo hago lo que quiero.
El 11 de enero asistirá a las (iarmentalia. Es una fiesta de mujeres, y
queda muy bien que de vez en cuando la emperatriz muestre su lado
religioso.
Piralís sonrio.
-Claro que me apetece viajar en pleno invierno contigo al sur.
Sin duda, en Caprí se estará mejor que en Roma, y tal vez, pese a todo,
Sila tenía algo de razón. LTnamos, pues, lo útil a lo agradable.
556 557
Contento, Calígula se frotó las manos.
-Tampoco quiero que se sepa. Desapareceremos en secreto de
Roma y dejaremos al Senado en el mayor de los desconciertos hipócri-
tas pidiendo mi regreso.
-Pero no será posible mantenerlo totalmente en secreto -dijo
Piralis.
-No, eso no. Informaré a Clemente y a Calixto, y sólo llevaré con-
migo a una centuria de pretorianos.
Piralis se echó a reír, con su risa contenida y entrañable.
~Al fin y al cabo, sólo son cien hombres! No es posible hacerlo
con más discreción ¿verdad?
-No te preocupes, en Roma se dispersarán y no llamarán la aten-
ción. Nos haremos llevar al puerto en una barcaza de pasaje, allí to-
maremos dos sencillos trirremes y nos largaremos. Claro que la gente
lo notará, pero ni los pretorianos sabrán a dónde nos dirigimos.
Durante el viaje, Calígula, complacido, insistió repetidamente en
que viajaban como la gente más sencilla, cosa de la que parecía dis-
frutar. En mar abierto el tiempo estaba revuelto, pero navegaban bor-
deando la costa, teniéndola siempre al alcance de la vista. Pasaron
ante ellos Ancio, Astura, el Promunturio de Circe, Anxur, Sinuesa y
Volturno.
En Cumas, atracaron. Allí Calígula se había hecho construir una
villa sobre el mar, que le mostró ahora orgulloso a Piralis.
-La casa ha sido colocada sobre las rocas con tanta habilidad que
un único y angosto acceso lleva hasta ella, un acceso que puede ser
vigilado fácilmente por unos pocos hombres.
Señaló en dirección norte:
-Allí enfrente está la cueva de la Sibila, pero creo tan poco en los
oráculos como en la astrología.
-Consulta al oráculo y co mpáralo luego con el pronóstico de Sila.
Así podrás comprobar hasta qué punto se pueden tomar en serio
los dos.
Calígula dudó. No creía en oráculos, pero a la vez los temía. No
obstante, prefería que Piralis no se diera cuenta.
-¿Por qué no? -dijo como sin darle importancia-. Honremos
mañana con nuestra visita a la Sibila de Cumas. De todos modos, en
esta época del año no hará grandes negocios. Por cierto ¿sabes que tus
antepasados fundaron el lugar? Antes se llamaba K~'me y era el asenta-
miento griego más antiguo en territorio italiano.
-Entonces tal vez al oráculo podamos llamarlo retoño del de
Delfos...
-Exacto, mi bella inteligente o mi inteligente bella, ¿qué pre-
fieres?

558

j
F
-No soy tan inteligente, sólo he expresado una suposición. Pero
mi belleza pronto tendrá un fin. Me estoy acercando al tercer dece-
nio; a esta edad, una mujer hace tiempo ya que debería ser madre y
tener el futuro asegurado.
-Bueno, tienes el futuro asegurado, y aún puedes llegar a ser
madre.
Piralis esbozó una sonrisa.
-Otro motivo más para consultar al oráculo. ¿Qué harás mañana,
Cayo? ¿Te presentarás como emperador romano o como sencillo pe-
regrino?
-Ni lo uno ni lo otro; sencillamente me presentaré. Pero mis pre-
torianos tendrán que acordonar la zona, y es posible que la sacerdoti-
sa del oráculo saque sus conclusiones.

El día amaneció fresco y claro, pero el aire era aquí mucho más suave
que en Roma; algunas plantas y arbustos florecían ya. A lomos de sen-
dos mulos atravesaron, uno al lado del otro, el paisaje punteado de
vides y olivos. La verdadera ciudad de Cumas quedaba tan oculta tras
un alto muro fortificado que apenas era visible.
Los pretorianos habían ahuyentado de los alrededores de la cueva
del oráculo a los pocos peregrinos, de modo que estaban solos ahora
al ascender al corto y empinado camino que llevaba a la acrópolis.
Allí, junto al templo de Apolo, ofrecerían un sacrificio.
-A Apolo sólo se le pueden sacrificar terneros, ovejas y cabras, y,
por raro que parezca, las cabras tienen preferencia. Mis hombres ya
han subido una.
-Una vez mi padre me contó por qué es así. Lo sabia desde que
acompañó como criado a Delfos a un rico peregrino. Lo llaman el
sagrado temblor ante Apolo; supongo que nos harán una demos-
tración.

Cuando los sacerdotes se agolparon para besarle respetuosamente la


mano al emperador, Calígula se negó a aceptar el homenaje, y dijo
con fingida modestia:
-Me encuentro aquí como un simple peregrino, venerados sacer-
dotes de Apolo. No pretendo consultar asuntos de Estado como em-
perador, sino hacer una pregunta como Cayo César. Tratadme igual
que a los demás peregrinos.
Los sacerdotes se inclinaron y retrocedieron. Trajeron a un ma-
cho cabrio blanco, y uno de los sacerdotes le derramó encima un
cubo de agua sagrada de manantial. Por un instante, el sorprendido

559
animal se quedó petrificado, y, luego, intentó librarse de la fría hume-
dad, agitándose fuertemente.
-¡Está temblando! -exclamaron los sacerdotes-. ¡Mirad su
sagrado temblor ante Apolo!
Calígula le guiñó el ojo a Piralis, y los dos retrocedieron cuando se
acercaron los oficiantes. Todos se cubrieron la cabeza mientras el ma-
cho cabrio vacía en el suelo, degollado y, convulsionándose, vertía su
sangre.
A continuación, bajaron a la gruta de la Sibila. Tras la pequeña
entrada adornada con columnas seguía un largo pasillo tallado en la
toba, interrumpido constantemente por galerías laterales que se
abrían hacia el mar y servían como punto de luz.
Calígula, a quien molestaba cualquier disposición ritual no dicta-
da por él mismo, hablaba despreocupadamente y en voz alta, mientras
que los sacerdotes se dirigían miradas perplejas.
-Tanta bulla por una vieja que, según dice, ve el futuro. En Del-
fos es diferente , ¿verdad Piralis? Creo que allí uno no se adentra en la
montaña, sino que sube a lo alto. Claro que esto resulta más misterio-
so, porque da la sensación de que uno está bajando al submundo...
-¡Majestad! -silbó un sacerdote viejo y calvo-. Tengo que pe-
dirte que calles ahora; nos estamos acercando al Advtum. *
Calígula soltó una risita estridente.
-Bien, bien, ya me callo para que la Sibila pueda ensartar tran-
quilamente sus mentiras.
El pasillo desembocó en una pequeña sala de espera con bancos
excavados en las paredes. Un pesado cortinaje, bordado con doradas
hojas de laurel, ocultaba el Adytum ante los ojos profanos.
-Formula una pregunta -dijeron a coro los cuatro sacerdotes.
Calígula esbozó una sonrisa irónica, pero siguió el juego.
-Por lo visto me acecha un peligro a principios de año. Quiero
saber de dónde viene este peligro.
-~Y tú? -se dirigieron a Piralis.
-Mi futuro está en manos de los dioses y del emperador. No quie-
ro saber nada más.
-Me da la sensación de que Piralis es más inteligente que yo
-dijo Calígula en tono elogioso.
Dos de los sacerdotes desaparecieron tras el cortinaje; los otros
dos explicaron con voz ronca:
-Ahora, la Sibila está tomando un baño ritual, se cambia de ropa
y se traslada al pequeño recinto del oráculo. Mientras tanto mastica
hojas de laurel, que para Apolo son sagradas y le implora ayuda. Cuan-

* Santuario.
r
do oiga la voz del dios, se sentará sobre el pequeño sitial de tres patas y
balbuceará sus visiones. A veces grita tanto que se puede oir en toda la
cueva.
Esta vez no gritó. Al cabo de un rato volvieron a aparecer los dos
sacerdotes y entregaron a Calígula un pequeño rollo.
-La respuesta de Apolo por boca de la Sibila.
Calígula lo guardó sin prestarle mayor atención.
-¡Vámonos! Aquí abajo se hiela uno...
Mientras volvían, Piralis preguntó:
-¿No sientes curiosidad por la respuesta del dios?
-¡Yo mismo soy un dios! Si Apolo tiene algo que decirme se dirige
directamente a mi, y no a esa vieja que despluma a los incautos, de
acuerdo con los sacerdotes. Esta tontería puede esperar.
Así, ante Píralis, se fingió el indiferente, pero ella lo entendió: su
temor ante la respuesta le hacia vacilar.
Más tarde, cuando estuvieron sentados en la terraza de la villa ante
una jarra de vino, contemplando el antiquísimo espectáculo de las
olas que rompían espumeantes y atronadoras contra los acantilados,
Calígula volvió a referirse al oráculo. Sacó el papiro, lo desenrolló,
leyó y estalló en una carcajada estridente y sonora.
-Escucha esto, Piralis; ~<¡Cuidate de tín tal Casio!>'. Esto es lo que
dice el oráculo, y realmente resulta insuperable en su necia simpleza.
Dice: «Cuidate de un tal Casio», y no simplemente de Casio. Natural-
mente, el significado tiene un valor simbólico y se refiere a uno de los
asesinos de César. De la misma manera el oráculo hubiera podido
decir: «¡Cuidate de un asesino!". Bien, eso es lo que hago, y, tal como
conozco a mi Senado, pronto parirá a un nuevo Casio o a un Bruto o a
un traidor cualquiera.
-¿Y si, pese a todo, la advertencia hace referencia a un determina-
do Casio?
-Pero Píralis, en Roma hay millares con ese nombre, como apelli-
do, como nombre principal o como apodo. ¿Cuál de ellos se supone
que quiere atentar contra mi? ¡Son tonterías! Nos hubiéramos podido
ahorrar la visita al oráculo.
Calígula caviló durante un rato con el ceño fruncido.
-Me acuerdo ahora de Casio Longino, a quien he nombrado re-
cientemente procónsul de Asia, un hombre rebelde e insidioso que
jamás me perdonó que le arrebatara a Drusila para entregársela a Lé-
pido. En aquella época le hubiera encantado entrar a formar parte de
la familia imperial. A él silo creo capaz de urdir una nueva conspira-
ción. Lejos de Roma podría reunir secuaces en Asia...
Calígula se perdió en sombrías reflexiones, pero Piralis, que sabia
a lo que podía llevar semejante recelo, intentó distraerlo.
560 561
-Pero tú mismo dijiste que existen miles con ese nombre y que el
oráculo lo nombra sólo como símbolo de los traidores en general.
Ahora me inclino a compartir tu opinión de que estos sacerdotes, con-
juntamente con su Sibila, se aprovechan de la estupidez de los que
acuden en busca de consejo y ayuda.
Calígula despertó de sus pensamientos.
-;Verdad? ,Tú también lo ves así? Con sólo un poco de objetivi-
dad y de sensatez se da uno cuenta. ¡Olvidémoslo!
Pero, así y todo Calígula no se olvidó del oráculo y, a su regreso,
dio orden de detener a Casio Longino en su residencia oficial de Efe-
so y de traerlo a Roma. No obstante, en su viaje de retorno con Piralis
no volvió a hablar del asunto.

Al día siguiente continuaron viaje a Nápoles desde donde pasaron a


Caprí. Calígula había enviado a una docena de sus pretorianos para
que, antes de su llegada, acondicionaran la vieja villa imperial, pues
tenía mucho interés en que Piralis se sintiera a gusto.

562
xxxv"

Cuando Cornelio Sabino llegó a Roma, hacia ya dos días que el ernpe-
rador había partido a Capri. Tras saludar a sus padres y contestar a sus
preguntas llenas de curiosidad, ocultando la verdad por motivos fáci-
les de comprender, anunció su vuelta a Arrecino Clemente. Ambos
desconfiaban el uno del otro, pues Sabino seguía considerando al pre-
fecto como un sicario de Calígula. Clemente, en cambio, suponía que
el tribuno había pedido el traslado a Pandateria por adulación y para
mostrarle su profunda veneración al emperador.
Hablaron, pues, largo rato sin que se estableciera una verdadera
comunicación entre ellos. Mientras que Sabino hacia una descripción
insulsa y vaga de su servicio en Pandateria, Clemente hacia ver que no
había ocurrido absolutamente nada y se mostró preocupado por la
ausencia del emperador.
-¿A quién se le ocurre ir a Caprí en esta época del año? Pero
la tozudez de nuestra veneradisima Majestad es conocida en toda la
ciudad. Ofrezco a diario sacrificios a los dioses implorando su feliz
regreso...
-Pues actúas de un modo muy religioso y honorable -dijo Sabi-
no intentando dar a su voz un tono de admiración.
Después de haberse mentido concienzudamente el uno al otro,
Clemente consideró a Sabino como un hombre ambicioso y servil a
quien no había que perder de vista, mientras que Sabino pensaba si
no seria aconsejable matar al prefecto al mismo tiempo que al empe-
rador.

563
Con Querea se encontró durante el servicio y eligieron una noche
para sincerarse a fondo.
-¿Quieres que vaya a tu casa? -preguntó Querea.
-No, temo que mi casa esté vigilada.
-La mía no es muy acogedora -dijo Querea-, pero ya me las
arreglaré para encontrar un trozo de pan y una jarra de vino.
Sabino no entendió la insinuación, pero la vio confirmada al en-
trar en casa de Querea.
-¿Dónde está tu Cancerbero, el veterano Aulo? ¿Y dónde están
Marcia y los niños?
-¡Primero, siéntate!
Querea despejó una silla sobre la que había algo de ropa y su
yelmo de gala.
-Todo aquí está mal desde que Marcía se ha ido. Sólo me he
quedado con el joven esclavo, que con el huerto y la cocina ya tiene
bastante trabajo. Ahora mismo está asándonos un poíío, aunque sin
finuras, a la manera de los legionarios.
-¿Qué es lo que pasa, Querea? ¡Cuenta de una vez la verdad!
Querea se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:
-Pronto las cosas se pondrán en marcha. He enviado a Marcia a
nuestra casa de campo para que a ella y los niños no les suceda nada si
llega a estallar una sublevación. Pero desde que sé quiénes están im-
plicados...
-Implicados ¿en qué?
Querea se fingió sorprendido.
-Pues ¿en qué va a ser? ¡En la caída del emperador! Recuerda lo
mucho que insististe en que yo me incorporara al plan. ¡Ahora partici-
po en él!
-¿Y por qué?
-Porque toda Roma participa.
-Bueno, bueno, esto me parece demasiado sencillo. Cuando ha-
blé recientemente con Arrecino Clemente, saqué una impresión muy
distinta.
Querea se golpeó la rodilla y estalló en una sonora carcajada. Su
rostro ancho y bonachón se deformaba con la risa.
-Por todos los dioses, Sabino, entonces os habéis engañado mu-
tuamente. Y¿cómo iba a saber él que tú te cuentas entre los enemigos
de Calígula? Sin duda pensó que eras un adulador especialmente dili-
gente cuando pediste con tanta insistencia ser enviado a Pandateria.
Pronto verás que todo es muy distinto. Clemente, Calixto, Asiático,
Viniciano, y con ellos dos tercios del Senado, están de acuerdo en que
el tiempo de Calígula ha llegado a su fin. El alcance ¿le esta conspira-
ción es tan grande que cualquiera que se sienta tentado de traicionar-

564
F
nos, tiene que pensar que se irá al Averno con Calígula. Cuando el
emperador haya regresado de Caprí, actuaremos.
Sabino se mostró completamente sorprendido.
-Ojalá pudiera creerlo...
-Puedes. Yo aplazé mi consentimiento definitivo hasta tu regre-
so. Los dos somos de los pocos que pueden acercarse armados al em-
perador, pues, como pretorianos, constituimos su protección y su am-
paro.
De nuevo, al pronunciar estas palabras, Querea no pudo contener
la risa.
-¡Qué sorprendido quedará cuando sienta nuestras espadas
clavándose en su divino cuerpo!
-Así que estás firmemente decidido...
Querea asintió.
-Por esto estoy tan alegre. Desde que me decidí se me ha quitado
un peso de encima. Al fin podré vengarme de tantas humillaciones, y
entre ellas no sólo cuento sus-asquerosas burlas, sino también los ser-
vicios deshonrosos que nos imponía. Nosotros, los pretorianos, tene-
mos que lavar nuestro honor ante el pueblo romano, ante el Senado y
también ante el ejército, que aunque nos envidia nuestros privilegios,
se burla de nosotros y nos considera esbirros del emperador y sus re-
caudadores de impuestos.
-¿Cuál es el papel que representa Claudio César en todo esto?
-No..., no lo sé. Nunca se habló de él. Dificilmente querra con-
vertirse en sucesor de su sobrino. Lo mejor seria desterrarlo tras la
caída de Calígula a su residencia en el campo y reimplantar la Repú-
blica. El es un erudito, no un político, y se sentirá muy contento con
que lo dejen en paz.
Sabino negó con la cabeza.
-¿Reimplantar la República? ¿Cómo lo imaginas?
-¡Pero si se dispone de todo lo necesario! -exclamó Querea en-
tusiasmado-. El Senado, los dos cónsules, los cuestores, los ediles y
los pretores, todos los cargos estatales que existieron en tiempos de la
República siguen existiendo hoy.
«¿Para qué necesitamos a un príncipe? Como antes, el Senado y
los dos cónsules asumirán el poder del Estado. De todos modos el
mandato de los cónsules está limitado a un año; así nadie podrá con-
vertirse en tirano.
-Todo esto suena muy bien, pero no creo que todos los preto-
rianos estén de acuerdo. Los oficiales están mal acostumbrados con
los generosos regalos del emperador, nosotros lo sabemos mejor que
nadie. Y eso se acabará si vuelve la República. De todos modos, en-
tonces sobrarán los pretorianos, pues en la Repúblicajamás han exís-
565
L
tido. Fue Augusto quien los creó para proteger al príncipe. Así que
estás serrando la rama sobre la que te sientas, mi querido Querea.
Este desechó la objeción con un ademan.
-Pues, entonces, los venerables padres tendrán que pensar algo...
Al fin y al cabo, para esto les pagamos. Por ejemplo se podrían disol-
ver algunas legiones y sustituirlas por pretonanos, porque algunos se-
rán necesarios para mantener la seguridad pública en Roma. No, Sa-
bino, para esto se encontrará fácilmente una solución.
Sabino cortó a su amigo con un gesto.
-De acuerdo, ¿y qué pasará ahora?
-Acordaré con Clemente una reunión en la que estén Calixto,
Asiático, Viniciano y otros. Allí verás confirmado lo que, al parecer, no
quieres creer. La gente más importante de Roma está con la sedición.

Desde que Calígula se fue de Roma, los conspiradores se reunían sin


disimulo. En Roma reinaba un ambiente distendido, como si la gente
intuyera que las cosas iban a cambiar pronto. Entre los senadores, los
más viles aduladores de Calígula fueron lo bastante inteligentes como
para mantenerse ahora en un segundo plano haciendo oídos sordos y
no queriendo enterarse de lo que pasaba. Uno de los más temidos era
el recién nombrado cónsul Pomponio Segundo que se distinguía en
cada banquete por arrojarse a los pies del emperador para besarle
fervorosamente las sandalias. Pero hasta él parecía comprender que
ahora ya no era sensato apostar por el emperador. Hizo comunicar
que estaba enfermo, y, por el momento, dejó de aparecer en público.

Cuando los cabecillas de la conspiración se encontraron para una de-


liberación a fondo, no lo hicieron en secreto, sino que utilizaron para
ello la pequeña sala de fiestas del campamento de los pretorianos. Las
entradas estaban vigiladas por hombres de confianza, y ni el más hábil
de los espias hubiera tenido la menor posibilidad de captar nada.
Aquella mañana se reunieron en la sala unos treinta hombres, en-
tre ellos los senadores Viniciano y Asiático; el secretario de Calígula,
Calixto; el prefecto de los pretorianos, Clemente, así como los tribu-
nos Querea y Sabino. Para no llamar la atención se había prescindido
de Claudio César, porque en Roma lo conocía todo el mundo.
Cuando estuvieron todos reunidos, y las entradas protegidas, se
levantó el senador Valerio Asiático, que se consideraba a si mismo un
brillante orador y aprovechaba cualquier ocasión para demostrárselo
también a los demás. Como era habitual en un romano culto, empezó
su discurso con una cita:
r
-Vindicta bonum, vita jucundius ipsa,* dijo uno de nuestros poetas,
pero no puedo darle la razón. La venganza puede estar bien y a veces
ser justa, pero nosotros nos hemos unido porque encontramos muy
agradable la vida y no estamos dispuestos a sacrificaría a los caprichos
de un sátrapa demente. Nuestro proyecto no es, pues, una venganza,
sino algo necesario para el bien de todos y, no en último lugar, para
salvaguardar la dignidad de Roma. Si, amigos míos, Roma está a pun-
to de perder su prestigio y su honor bajo el gobierno de un empera-
dor que lamenta que nuestro pueblo no tenga un solo cuello y un
corazón y basta una única puñalada certera para que todos nos libre-
mos de él.
'<Hemos tomado la decisión de aprovechar para ello los Juegos
Palatinos instituidos en honor de nuestro gran Augusto. Y este plan se
debe a varios motivos. Todos nosotros participamos en estos juegos, y
nuestra misión será distraer a la guardia personal cuando Calígula
vaya del teatro a palacio o regrese al teatro desde allí. Clemente encar-
gará a nuestro amigo, el tribuno Casio Querea, la vigilancia personal
del emperador y, a petición propia, será él quien le aseste la primera
puñalada.
Sabino se levantó de un salto y exclamó:
-Entonces yo le asestaré la segunda; tengo buenos motivos para
hacerlo. Además, soy amigo de Querea y quiero ayudarle.
ladas - r qué no? -exclamó Asiático-. Cuantas más sean las puña-
que reciba, más segura será su muerte.
Calixto pidió la palabra.
-Nadie sabe si el emperador habrá vuelto para los Juegos Palati-
nos. Por lo visto está en el sur con Píralis; quizá pase incluso el invier-
no en Sicilia, a la que tanto ama.
-Pues entonces en cada caso se tomará una nueva decisión, y lo
intentaremos una y otra vez. Tan pronto como Calígula regrese a
Roma, se encontrará a nuestra merced. Pero si sigue el ejemplo de su
antecesor y traslada su residencia a Capri, será dificil acercarse a él.
Sin embargo, no existe motivo para suponer tal cosa. Ysi realmente lo
planeara. es algo que no puede hacerse de la noche a la mañana, y
lo sabremos con la suficiente antelación.
Se dirigió a los tribunos Querea y Sabino:
-A vosotros dos os puedo prometer que Roma os hontará como a
héroes y libertadores, cosa que realmente sois. Serviréis de ejemplo
a vuestros camaradas, y vuestras estatuas y vuestros bustos adornarán
los templos, las calles y el campamento de los pretorianos.
Sabino levantó la mano:

* La venganza es una cosa buena, pero más agradable es la propia vida.


566 567
-Sobre esto yo también puedo aportar la palabra de un poeta:
nescis, quid vesperserus vehat,* y por esto quisiera pedir a los señores, sin
duda también en nombre de mi amigo Querea, que no hablen por
ahora de héroes, de homenajes, de bustos y de estatuas. No se debe
sobrevalorar la paciencia de Fortuna.
1
Más tarde, ya a solas con Calixto, Clemente dijo:
-Hay que tomar en serio a ese Sabino. Es un tipo inteligente que
no se aleja de la realidad aunque se entusiasme. A su lado Querea me
parece más bien un soñador que fantasea con sospechosa frecuencia
sobre las bondades de la República. Bueno, ya veremos. Al fin y al
cabo, también están las princesas imperiales, cuya opinión habrá que
escuchar. Menos mal que en su día el Senado las condenará por una-
nimidad. Así la venganza no podrá recaer sobre toda una institución.
Calixto esbozó una sonrisa sardónica.
-Si todo se desarrolla según lo previsto, tendremos las manos
limpias...
-Y así tiene que ser -dijo Clemente con aire serio-. ¿Quién
sino nosotros va a constituir el punto de partida para un nuevo
comienzo?

En Capri la Villa Jovis se había convertido en una casa de fantasmas


desde la muerte de Tiberio, y tampoco Calígula, Píralis y los pretoria-
nos lograron animarla de nuevo.
Calígula tomó a Piralis de la mano y la llevó por arcadas, pasillos y
atrios, le enseñó los aposentos adornados con estuco y frescos, las ter-
mas y recintos ocultos en la roca, las escaleras secretas y las salidas.
-Tiberio temía constantemente atentados contra su vida, pese a
que aquí no tenía el menor motivo para pensar en semejante posibili-
dad, pero su astrólogo Trasilo lo atemorizaba sin cesar con oscuros
pronósticos. Aquel embustero inteligente logró ganarse la amistad del
emperador que ya no se encontraba a gusto si su astrólogo no se halla-
ba a un paso de él. Yo no hubiera dudado en enviar al Averno a aque-
lla vieja Casandra. Ven, ahora te voy a enseñar otra cosa.
De nuevo atravesaron pasillos, pórticos y atrios, en parte con vistas
sobre el mar y los abruptos y vertiginosos acantilados. Calígula dudó
cuando entraron en una salita que se abría hacia un pequeño jardín
boscoso.
-No sé si fue aquí. Desde que hice vender en la Galia la mayor

* No hay que elogiar el día antes de que llegue la noche.

568
r
parte de los enseres, casi todo se me antoja extraño y ya no logro
orientarme.
Píralis esperó en silencio. Se estremecía de frío en estas estancias
desnudas y gélidas. Desde el mar se levantó un viento fresco que
penetró en toda la casa.
Calígula contempló los frescos de las paredes.
¡Los trabajos de Hércules! Sí, fue aquí donde el emperador Ti-
berio me puso la toga virilis, pero no hizo nada más. Me odiaba y pre-
feria a mis hermanos mayores. También Druso y Nerón recibieron
aquí la toga de los hombres, pero ellos fueron recomendados formal-
mente al Senado, y el día de su mayoría de edad el pueblo recibió un
agasajo.
Este recuerdo ensombreció el rostro de Calígula. Esbozó una son-
risa malvada.
-¿Y de qué les sirve ahora? Todos están muertos, muertos todos,
ya no son más que sombras que pasan en ocasiones como fantasmas
por el recuerdo de algunas personas.
Estalló en una risa sardónica y empezó a danzar por la estancia
vacía.
-Son sombras..., estan muertos..., son sombras... -cantó en voz
alta y desafinada.
Piralis se estremecio.
-Ven, Cayo -pidió-. Vámonos de aquí, tengo frío.
Calígula se detuvo.
-Sólo tienes que bailar para entrar en calor. Pero tienes razón,
esto no resulta agradable. He dado orden de calentar las termas; allí
estaremos mejor.
Por su anterior profesión, Piralis había visto muchas casas particu-
lares, algunas lujosas, pero las termas privadas de Tiberio eclipsaban a
todo lo que había conocido. El apodyterium o vestidor, el frigidarium, el
tepidai-ium y el caldarium refulgían recubiertos con los más valiosos
mármoles multicolores: mármol persa, blanco como la nieve, y már-
mol frigio moteado para las paredes, serpentino verde,jaspe siciliano
para las columnas, con sus gráciles capiteles y bases de bronce dorado.
De las piscinas, la de agua fría estaba revestida de lapislázuli, la de
agua caliente de pórfiro rojo y la de agua tibia de mármol amarillo.
Los mosaicos artísticos del suelo mostraban a Neptuno con sus ninfas,
y delfines, barcos y genios alados que jugaban en el agua.
-Vamos primero al sudatorium -sugirió Calígula.
Entraron en la sala, cuyas espesas cortinas de vapor ocultaron con
clemencia la hinchazón horrorosa del cuerpo del emperador.
«Y no tiene ni treinta años», pensó Piralis. «Debería nadar más, y
comer y beber menos...«

569
-¡Ven aquí, mi querida ninfa! -dijo Calígula y Piralis se sentó en
las rodillas del monstruo húmedo y peludo, que empezó a sobarle los
pechos y acarició su rasurada entrepierna.
-¿Qué has hecho con los pelos de tu gruta de Venus?
-Es una nueva moda procedente de Egipto. La siguen ahora mu-
chas mujeres en Roma. Una se siente más desnuda, pero también más
limpia; es una sensación agradable.
Se amaron con vehemencia en el recinto impregnado de vaho ca-
liente. Luego se sumergieron en el tepidarium, se quitaron el sudor y
después chapotearon aún un rato en el frig-idarium, fresco como un
manantial.
-Tal vez no debería decirtelo, Piralis, para que no te envanezcas
demasiado, pero te amo mucho. A Cesonia la amo porque somos
iguales en muchas cosas, y lo mismo me pasaba también con Drusila,
mi divina Pantea. En ti, Piralis, aprecio tu ecuanimidad, tu amor por
la verdad y tu falta de temor. Sé que, si ahora mismo llamara a mis
pretorianos y les ordenara que te cortaran la cabeza, la inclinarías
sonriendo y sin temor. Por eso hay tanta gente que dice que soy cruel,
porque me irrita la gente rastrera, el miedo y la sumisión servil. Tengo
que agredirles, lo entiendes? Sólo torturándoles y humillándoles
puedo soportar a esta clase de gente, y seguiré haciéndolo mientras
así me divierta.
-¡Pero Cayo, precisamente esta gente son un producto tuyo!
Reaccionan a tu comportamiento con miedo, con servilismo y a veces
con traición. Es el circulo del terror que sólo tú, como el más fuerte
que eres, podrías interrumpir.
-¿Vale entonces la pena vivir, ser emperador, ser divino y omni-
potente? No lo entiendes, Piralis, por muy inteligente que seas. Suba-
mos ahora al peristvlum. Si no hace demasiado frío podremos cenar al
aire libre.
Entretanto se había hecho de noche, y los pretorianos habían
colocado grandes lámparas de bronce entre las esbeltas columnas del
penstylum.
-¡Mira, Cavo, el cielo! En Roma nunca se ve con tanta nitidez.
-¡Llevaos las lámparas! -exclamó Calígula.
El cielo estrellado se veía ahora con mayor claridad aún. Como
luminarias colgantes las estrellas pendían del firmamento negro ater-
ciopelado, y el suave brillo de la luna lo convertía todo en plata.
Piralis besó la mano del emperador.
-Gracias, amor. Ahora manda traer de nuevo las lámparas, pero
al aire libre hace aún demasiado frío.
Cenaron, pues, en el ti-iclinium, y, siguiendo su costumbre, Calígu-
la regó la comida con abundante vino.

570
-¿Quieres que nos construyamos aquí un nido de amor? -pre-
guntó con la lengua pastosa-. Mi tío sabia muy bien lo que hacía al
recluirse aquí. De este modo se mantuvo lejos del Senado y gobernaba
mediante disposiciones escritas. Claro que aquí se corre el riesgo de
que en Roma alguien se crezca demasiado y traicione al emperador.
Entonces fue Sejano; en mi caso serian tal vez Clemente o Calixto.
También he estado pensando si no debería trasladar mi residencia a
Alejandría. De todos modos, Egipto es una provincia imperial y, según
dicen, lo que aún queda en pie de los palacios de los Ptolomeos, se
puede medir perfectamente con Roma.
Al hablar gesticulaba y derribó una jarra de vino tinto que como
un charco de sangre, se extendió por el suelo. Calígula se echó a reír.
-Parece como si le hubieran cortado la cabeza a alguien.
Inmediatamente trajeron una nueva jarra, y Calígula siguió ha-
blando.
-También he considerado la posibilidad de trasladarme a Ancio,
mi ciudad natal. Allí el pueblo me venera y no sólo porque lo alimen-
to con pan y lo divierto con juegos. Lo único que deseo es alejarme de
Roma; he empezado a odiar la ciudad.
Piralis sonrío.
-Y, sin embargo, la echarías de menos. No deja de ser el corazón
del mundo, y donde late este corazón ha de estar el emperador.
-Bajo Tiberio también fue posible.
-¡Pero a qué precio! ¿Quieres que un Sejano te arrebate el po-
der? No siempre se puede dominar a esta clase de gente.
Calígula se levantó tambaleándose y eructó ruidosamente.
-Soy..., soy un dios..., soy Júpiter, Neptuno, Marte, Hércules...,
venzo todo y a todos...
Tropezó y cayó de nuevo sobre el triclinio. De repente, sintió ar-
cadas, y, jadeante, vomitó en el suelo. Piralis se apartó mientras los
pretorianos que servían la mesa limpiaban al emperador.
«Haga lo que haga -pensó Piralis sorprendida-, no logro odiarle.»

Aquella noche Calígula tuvo un sueño. Se disponía a acostarse en el


Palatino cuando los hombres de su guardia personal se convirtieron
de repente en dioses romanos. Estaba Mercurio con su yelmo alado,
Marte, bélicamente acorazado,Jano con dos caras, el pálido y sombrío
Saturno, el radiante Apolo semejante al sol, y otros a los que no reco-
nocía, pero no había ninguna mujer entre ellos.
-¿Dónde está Júpiter? -preguntó Calígula.
Apolo señaló hacia arriba.
-Tenemos orden de llevarte hasta él.

571

L
Juntos subieron a un barco de oro, cuyas velas purpúreas se hin-
charon y se alzó rápidamente en el aire como una pluma suspendida
por la tempestad. Calígula veía pasar abajo, ante él, la imagen noctur-
na de Roma. La colina palatina, con sus intrincados palacios, los tem-
píos y el colosal rectángulo alargado del hipódromo se fueron hacien-
do cada vez más pequeños hasta desaparecer. Pese a las velas
hinchadas, Calígula no notaba nada de viento, pero sabia que el barco
de oro se dirigía al Olimpo, rápido como los pensamientos. Cuando el
barco se inclinó hacia abajo, la noche se convirtió en día, claro como
el sol. Allí estaban sentados en alegre tertulia a la mesa de oro, y los
acompañantes de Calígula se apresuraron a ocupar los asientos va-
cíos. Ante este fulgor celeste, Calígula cayó de rodillas, y, asombrado,
reconoció a los doce dioses principales del Olimpo griego: en el
extremo de la mesa estaba sentado Zeus, el lanzador de rayos, el senor
de los mundos y el viento, de las tempestades y del trueno, el dios de
los juramentos, el protector de la casa, de la familia y de la amistad,
el guardián de la justicia y del Estado. A su lado, Hera, su herma-
na-esposa, luego Poseidón y Demeter, Apolo y Artemisa, Ares y Afrodi-
ta, Hermes y Atenea, y, en el extremo de la mesa, el cojo dios del
fuego y de los oficios, Hefesto con Hestia, la diosa del hogar y de la
familia.
Como el trueno resonó la voz del padre de los dioses.
-¡Cayo César, preséntate ante mi trono!
Calígula apenas podía moverse; sus miembros paralizados por el
temor habían dejado de obedecerle. Reunió todas sus fueras y se
arrastró hasta el trono del lanzador de rayos. Cuanto más se le iba
acercando, mayor se iba haciendo la figura del dios que se erguía ante
él, y cuando se hallaba ante el sillón del trono de oro refulgente le
llegaba apenas hasta la rodilla. No osó levantar la mirada hacia el po-
deroso, sino que permaneció cabizbajo, esperando humildemente.
De nuevo oyó la voz poderosa que resonaba hasta muy lejos como
si todo el mundo tuviera que oírla.
-Dices ser mi hermano gemelo, Cayo, y proclamas ante el pueblo
que en ti vive y gobierna la mitad terrenal de Zeus. ¡ Mientes, Cayo!
Eres un ser humano, un pequeño ser mortal que nos alimenta con
ofrendas como los campesinos y los artesanos. Te he mostrado el
Olimpo y su círculo de dioses para que te des cuenta de tu pequeñez y
no sigas atribuvéndote una dignidad que no posees. Tómalo como un
regalo y vuelve corriendo con los mortales a quienes perteneces.
Calígula no se movió. Las palabras del poderoso resonaron en su
interior, y, de repente, se sintió pequeño e insignificante y sólo de-
seaba regresar con los humanos entre los que era señor indiscutible y
emperador.
F
-¿Cómo puedo volver? -susurró y clavó la vista, temeroso, en el
pie calzado con una sandalia de oro del lanzador de rayos.
El pie se movió, Calígula sintió un duro golpe, se hizo de noche, y
oyó silbar el viento mientras caía del Olimpo a tierra.
Se incorporó con un grito. El pretoriano que estaba de guardia se
acercó corriendo.
-¿Imperator? ¿Quieres dar alguna orden?
-¿Dónde estoy? -balbuceó el emperador.
-En Capri, en la Villa Jovis, impera tor.
-Ah sí. Está bien. ¡Ve y trae a Piralis! Espera, no, déjala dormir.
¿Qué hora es?
-Tres horas después de la medianoche, imperator.
-Está bien, márchate.

Apenas despuntó el día le hizo saber a Piralis que había ordenado el


viaje de regreso:
Más tarde le dijo:
-He tenido un extraño sueño y me ha advertido. Tengo que ver si
todo está en orden en Roma, y quiero estar presente en los Juegos
Palatinos.
Piralis le preguntó por su sueño, pero Calígula se limitó a contes-
tar con evasivas.

El emperador regresó así antes de lo esperado. Anunció que daría


para la nobleza y para el Senado de Roma el banquete de la reconci-
liación que hacia mucho tiempo les había prometido y fijó la fecha
para el 16 de enero.
Con Calixto, de quien se fiaba más, habló abiertamente de la in-
tención que le llevaba a organizar el banquete.
-Quiero tenerlos a todos juntos por una vez, ¿entiendes? Al Se-
nado, a la nobleza, a los funcionarios y a los empleados de la corte, y
observaré detenidamente a cada uno de ellos. Como sabes, conozco
muy bien a los seres humanos y puedo leer en los rostros. Veo si al-
guien está bien dispuesto hacia mi o no lo está. Y, después, haré una
lista, amigo mio, y en ella constarán todos mis enemigos. Lástima que
Protógenes haya desaparecido, pero tú puedes echarme una mano.
Sonrió satisfecho.
-Será la próxima gran depuración, y la haré tan a fondo que,
después, podré salir sin guardia personal. Veo por tu expresión escép-
tica que no me crees. Puedes estar seguro: lo que me propongo lo
hago; ya lo he demostrado otras veces.
572 573
A Calixto le recorrió la espalda un escalofrío. Si aquello iba en
serio correría más sangre que nunca, y resultaría difícil no verse arras-
trado por aquel remolino mortal. Sus pensamientos se entremezcla-
ron: ¡sobre todo no decir ahora nada equivocado!
Calixto asintió pensativo y aparentemente impasible.
-Es una idea fascinante, Majestad. Pero ¿no mencionaste tú mis-
mo ya varias veces la comparación con la hidra? Donde se cortan tres
cabezas crecen otras seis, y si cortas una docena...
-No, Calixto, este cálculo resulta erróneo como la mayoría de las
comparaciones -le interrumpió Calígula con una sonrisa taimada-.
Ciertamente, Hércules lo tuvo difícil con la legendaria hidra, pero yo
me enfrento a seres humanos, en su mayoría temerosos. También sé
lo peligroso que resulta si el temor crece demasiado; entonces puede
convertirse en odio y en desdén ante la muerte. Esta vez, Calixto, y no
sucederá de la noche a la mañana, aniquilaré a todos los que alber-
guen contra mi temor, odio, desprecio o pensamientos de traición, y
además a las familias, los amigos y los seguidores de esas personas.
Los ojos fijos y muertos de Calígula habían cobrado vida y cente-
lleaban con alborozo fanático. Un rubor suave cubría sus mejillas páli-
das y fláccidas. Se inclinó hacia delante y tiró de la manga de Calixto,
acercándolo muy junto a él.
-Quiero volver a dormir tranquilo, Calixto, pues, mientras sepa
que en esta tres veces maldita Roma se tramen planes de asesinato, no
encontraré la calma.
-Pero, Majestad -intentó apaciguarlo Calixto-, jamás la situa-
ción ha sido tan tranquila como ahora. Te aseguro por la vida de mi
hija que desde tu último castigo, mis espias no han podido comprobar
ni la menor agitación o conspiración. A la larga, ninguna conspira-
ción y ningún proyecto de asesinato permanecen secretos; precisa-
mente tú lo has demostrado ya dos veces.
-Puede ser, puede ser que todavía no haya madurado nada, pero
hay que cortar las cosas de raíz, ¿entiendes?
Calixto levantó las manos:
-Te comprendo, Majestad, pero ¿qué quieres que haga yo?
-De momento, nada. Continuaremos la conversación tras el ban-
quete.
«Oh no -pensó Calixto furioso-, porque es posible que no so-
brevivas a este banquete, Botitas».

Aquel mismo día consultó con Clemente, prefecto de los romanos.


-Ante mí no ha insinuado nada, pero esta noche piensa doblar la
guardia.
Satisfecho, Calixto se frotó las manos.
-~Tiene miedo! Es una buena señal. Quien tiene miedo, pierde el
control. Tiempo atrás ni siquiera a mí me hubiera descubierto previa-
mente sus planes, pero el miedo le empuja a hacerlo. Siente necesi-
dad de comunicar sus intenciones a alguien, y para nosotros es lo me-
jor que podría hacer. Yo sugiero matarle ya durante el banquete. A ti
te será posible poner junto a él a gente de tu confianza. ¡Debe morir
ante los ojos de todos, y este banquete organizado con alevosía se con-
vertirá en un banquete alborozado!
Clemente parecía pensativo.
-Lo imaginas muy fácil. Hace ya mucho tiempo que sólo los ger-
manos están cerca de él. No permite que se le acerque ningún preto-
riano romano. A esta guardia personal la mima hasta tal punto que su
tribuno, Frisio Lanio, tiene como único superior al emperador. Ese
Lanio, y el nombre, Matón, lo dice todo, no acepta órdenes mías, y,
por lo tanto, está muy engreído. En Germania se distinguió por cortar
la cabeza a numerosós presuntos traidores de las legiones de Getúlico.
Con esto se ha ganado el nombre honorífico de Lan jus y el afecto del
emperador. Tienes que contar con él, siempre y en todas partes, pero
sobre todo en banquetes públicos. Por si acaso, he conseguido des-
tinar al servicio a Querea y a Sabino. Quizá se presente una ocasión de
acercarse a él. Pero no te hagas ilusiones.
-No, no me hago ilusiones -dijo Calixto con amargura-. Pero
no olvides que cada día que pasa nuestras cabezas están más insegu-
ras. Calígula ya no vacila ante nada, y ha insinuado con suficiente cla-
ridad cuáles son sus proyectos inmediatos.
-Esto no debe ocurrir, lo sé, y tenemos que adoptar precaucio-
nes. Ante todo una cosa: en Roma hasta los niños han de tener claro
que el plan para eliminar a Calígula partió de nosotros, aunque sean
Querea, Sabino u otros quienes lo pongan en práctica. ¡En este senti-
do no ha de existir la menor duda! No quiero hundirme al final con el
Botitas.
Clemente sonrió.
-Sé que eres un hombre siempre cauto.
-Si no lo fuera ¿crees que estaría aún con vida?
574 575
XXXVIII

Las largas mesas se alineaban en apretada sucesión en la gran sala de


banquetes del palacio imperial. Sobre una elevada tribuna se alzaba la
mesa de oro del emperador, una maravilla del arte escultórico, con
incrustaciones de marfil y piedras talladas.
En los grandes banquetes, Cesonia solía estar sentada al lado del
emperador. En los asientos de enfrente se sentaban comensales que
cambiaban en cada ocasión y a los que Calígula invitaba a sentarse
frente a él. A espaldas del emperador, la guardia germana formaba un
cerco tan tupido que ni un ratón hubiera logrado atravesarlo sin ser
visto. Delante, estaba protegido por tres filas dobles de su guardia per-
sonal que vigilaban al pie de la tribuna. Cualquiera que se hubiera
acercado al emperador por iniciativa propia, desde cualquier lado
que lo hiciese, se habría encontrado infaliblemente con utía espada o
con una lanza atravesada en su camino.
Hacia unas semanas que Calígula se había vuelto timorato en ex-
ceso, y ya sólo invitaba a su mesa a aquellos a quienes consideraba
absolutamente inofensivos, sobre todo a actores y a aurigas.
Aquel día era Claudio César quien estaba sentado frente a él. Le
había ordenado abandonar su tranquila villa campestre para interpre-
tar el papel de »familia imperial<>. Desde que Agripina y Livila habían
sido desterradas, ésta se componía sólo de Cesonia, de Calígula y de
Claudio.

Al principio del banquete, el emperador hizo llamar a su secretario


Calixto. Calígula señaló la sala.
-Me da la sensación de que algunos asientos han quedado vacíos.
Búscate a dos escribanos y compara la lista de invitados con los presen-
tes. Y luego me haces una relación con los nombres de todos aquellos
que no han venido. Siento especial curiosidad por estos nombres...
«Ya sé por qué», pensó Calixto y reflexionó cómo podría retrasar
el cumplimiento de la orden.
Aun antes de que trajeran la comida. Calígula había vaciado varias
copas de vino, cuyo efecto aumentó sin embargo aún más su inquie-
tud.
-Majestad, querías abrir el banquete de reconciliación con un
breve discurso -le recordó Calixto.
Siempre que se trataba de demostrar sus artes de orador, Calígula
se sentía especialmente motivado, pues se consideraba el retórico más
brillante de su época. Pero había olvidado prepararse y, además, el
vino ya se le había subido a la cabeza, de modo que sus pensamientos
se entrecruzaban como un enjambre de abejas y le costó trabajo orde-
narlos.
Se levantó tambaleante, e inmediatamene se hizo el silencio. Uno
de los invitados derribó una copa de vino que rodó estrepitosamente
por el suelo de mármol.
-¡Detenedlo! -chilló Calígula como un demente-. ¡Es un deli-
to de lesa majestad! ¡Detenedlo, encadenadlo y sacadlo en los próxi-
mos juegos!
Dos pretorianos se llevaron al hombre. Ahora reinaba un silencio
tan opresivo que parecía oírse el latido del corazón de los presentes.
-«He condescendido en celebrar un banquete de reconciliación
con vosotros, los cónsules, los nobles y los senadores de Roma...»
Calígula hizo una pausa, bebió un trago y dirigió una mirada fu-
riosa sobre cabezas inclinadas y rostros inertes. ¡Cómo los odiaba a
todos!
«¡Pero no una reconciliación a cualquier precio! Sé que al menos
la mitad de vosotros preferiría yerme muerto que yerme aquí, vivo y
ante esta mesa; pero pronto averíguaré quiénes pertenecen a esta mi-
tad. Quizá la reconciliación se viera facilitada si todos mis adversarios
lo reconocieran voluntariamente. Entonces me mostraría benévolo y
me limitaría a desterrarlos de por vida. Quien quiera hacerlo así que
se adelante."
Calígula dejó vagar sus ojos fríos sobre los comensales. Tras una
larga práctica, había desarrollado la capacidad de mirar a los ojos de
cada uno, muy brevemente, con la rapidez de un pensamiento; pero
esta vez en efecto se perdió, porque la mayoría de los presentes ha-
bían bajado la cabeza.
«Tal vez precisamente estos sean los peores -reflexionó el empe-
rador-, pues no quieren que me dé cuenta de su mala conciencia.
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Pero también es posible que aquellos que me desafian con la mirada
sólo quieran fingir así su inocencia.» ¡Era desesperante!
Los ojos fijos se desviaron, empezaron a centellear como la luz de
una vela bajo el viento. Calícula sentía, casi fisicamente, cómo le llega-
ban desde la sala el odio, la desconfianza, la sed de venganza y el te-
mor. Necesitó todas sus fuerzas para reprimir el impulso espontáneo
de mandarlos detener a todos, tal como estaban sentados allí, a muje-
res y hombres, a viejos y ajóvenes, y hacerles cortar inmediatamente la
cabeza. Ni sabia siquiera silos pretorianos hubieran obedecido seme-
jante orden.
-Así que nadie se presenta voluntariamente..., bien, ya lo imagi-
naba...
Valerio Asiático, que estaba sentado muy cerca y seguía siendo
considerado amigo del emperador, se levantó despacio.
-Si me permites decir algo respecto a este tema, Majestad, creo
que lo que pasa es sencillamente que ya no tienes enemigos. Todos
estamos sentados aquí, disfrutando de tu hospitalidad, honrados y
agradecidos... Todos nos sentimos a gusto, y tengo que decir que me
ofende el que supongas que la mitad de nosotros se opone a ti. ¿Te
hemos dado algún motivo para este reproche?
Calígula luchaba visiblemente por no perder la paciencia.
-Si, si, te conozco, Asiático, y de ti sé que, a tu manera indolente y
estoica, estuviste siempre de mi parte. Pero ¿por qué hablas en nom-
bre de los demás? ¿Es que los conoces a todos? ¿Confias en todos
ellos?
-A algunos silos conozco...
-~Precisamente ésta es la cuestión! -exclamó el emperador-.
A algunos también los conozco yo, pero ¿qué pasa con los muchos a
quienes no conozco o a quienes conozco menos bien~
-Hasta la desconfianza tiene que tener un límite -manifestó
Asiático con rudeza.
Calígula estalló en una risa metálica.
-Si pensara como tú, hace ya tiempo que estaría sin vida.

Querea, que junto con Sabino se encontraba cerca del emperador,


reflexionó durante esta discusión sobre si un ataque por sorpresa po-
dría tener éxito. Se encontraba completamente sereno, y su corazón
no latía con fuerza. El emperador se hallaba de pie ante su mesa de
oro; tras él vigilaba la guardia germánica con las espadas desenvaina-
das. Sólo quedaba la posibilidad de acercarse corriendo a la mesa. O
no, mejor dirigirse lentamente a ella como si tuviera que comunicar
un recado urgente. O, mejor aún, se inclinaría hasta el oído de Clau-
r

dio como si él fuera el destinatario del recado. Luego se trataría de


desenvainar rapidisimamente la espada y de clavársela a Calígula por
encima de la mesa. En el mismo momento, su guardia personal lo
arrastraría hacia atrás, pero no habría ninguna posibilidad de repetir
la estocada, porque entre ellos se encontraba la mesa. Imperceptible-
mente, Querea hizo un movimiento negativo con la cabeza. Seria in-
sensato actuar de este modo, aparte del hecho de que, por orden de
Calígula, los germanos organizarían un baño de sangre entre los mvi-
tados. Con este ataque, el emperador hallaría incluso la confirmación
a sus palabras; no, aún no había llegado el momento.
Las reflexiones de Cornelio Sabino, que había sido colocado muy
cerca por el prefecto Clemente para poder ayudar a Querea si hiciera
falta, eran casi idénticas a las de su amigo.
Mientras tanto, Clemente hizo una súplica a Marte, implorándole
que contuviera a los dos tribunos, pues también a él le pareció poco
adecuado este lugar. Lo peor hubiera sido un ataque fracasado; mejor
sería esperar una ocasión más propicia, que ofreciera menos riesgos.
El emperador había terminado abruptamente la discusión con
Asiático. En interminable sucesión fueron llegando los platos; las co-
pas se llenaron de vino tinto y blanco. Cuanto más avanzaba la noche,
menor era la cantidad de agua con que los invitados mezclaban el
vino que distendía sus miembros crispados por el miedo y ahuyentaba
por unas horas el fantasma del temor, siempre presente en Calígula.
Calixto había cumplido la orden del emperador y comprobó que
de los cuatrocientos catorce invitados cincuenta y dos no se habían
presentado. Para dieciocho de ellos habían acudido suplentes con dis-
culpas; en el caso de los demás quedaba por averiguar el motivo de su
ausencia.

Los invitados seguían aún comiendo cuando resonaron las fanfarrias


de los heraldos que pedían atención. El mayordomo se adelantó y
anunció un intermedio artístico, como obsequio y sorpresa del empe-
rador para sus apreciados comensales.
Corriendo, grupos de esclavos esparcieron arena en el suelo, bajo
la tribuna. Luego resonó un sordo redoble de tambores y los soldados
arrastraron a diez hombres cargados con pesadas cadenas. Los prisio-
neros se arrodillaron en semicírculo, y el mayordomo anunció:
-El tribuno Frisio se declara dispuesto a decapitar a estos diez
hombres en tres minutos, a cada uno de un solo tajo. Quien crea que
no es capaz de conseguirlo, puede apostar en contra.
El mayordomo sacó una tablilla de cera y dirigió a su alrededor
una mirada llena de expectacion.
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-. Mil sestercios en contra!
-¡Quinientos en contra!
Calígula hizo una señal, y el mayordomo exclamó:
-Cincuenta mil a favor de Frisio!
La mayoría pujaba contra el «matón», aunque sólo fuera para irri-
tarle, pues el frisio pelirrojo, alto como un pino y dotado de fuerte
musculatura, era odiado por todos.
Cuando ya nadie seguía apostando, Frisio se adelantó y se despren-
dió con marcada lentitud de su yelmo, de la coraza y de las espinille-
ras. Apenas la exigua túnica cubría el gigantesco paquete de múscu-
los. Los ojos pequeños bajo la frente deprimida centellearon alegres
cuando Frisio levantó la larga y maciza espada mientras un esclavo
daba la vuelta al reloj de arena.
El mayordomo exclamó: «¡Adelante!», y Frisio comenzó su car-
nicería casi con la gracia de un bailarín. Una tras otra, las cabezas
de los allí arrodillados cayeron en la arena, y todo parecía indicar
que la apuesta estaba ya ganada. Pero el octavo delincuente no se
prestó a aquel juego con la sumisión de los demás. En espera del gol-
pe se encogió, haciendo desaparecer el cuello entre los hombros, y la
espada que se abatía sobre él sólo le dio en el occipucio. La víctima
cayó hacia delante con el cráneo partido, pero la cabeza seguía en su
sitio.
Frisio no había contado con esto. Boquiabierto miró al aguafiestas
y se devanaba los sesos tras la frente deprimida. En un repentino acce-
so de cólera tiró de los cabellos del hombre caído y le cortó la cabeza.
Después decapitó a los dos últimos, se dirigió a los invitados y levantó
con pose de vencedor la espada chorreando sangre.
-¡Chapucero! -resonaron los gritos del público.
-¡Perdiste, Lanio!
-¡Matad al matón!
Desconcertado, el gigante pelirrojo dejó caer su espada y dirigió
una mirada al emperador en busca de ayuda. Este se limitó a esbo-
zar una sonrisa furiosa.
-Has perdido, Frisio, y a mi me has costado cincuenta mil sester-
cios. Tendrás que hacer algo para pagar esto, amigo. Durante los pró-
ximos seis meses tu sueldo será recortado en un tercio. ¡Pagad las
apuestas a los ganadores!
Lanio se marcho cabizbajo, inmensamente triste de que su reputa-
ción, de que su honor, hubiera sufrido tal afrenta.
Poco después de la medianoche, se retiró la pareja imperial. Clau-
dio César, completamente borracho, se quedó aún durante más de
una hora y conversó con los invitados, tartamudeando y sin parar
de hacer muecas.
Le había llamado la atención que desde hacia algún tiempo nadie
se atreviera a bromear a su costa. Su tartamudeo no provocaba ya son-
risas groseras o indulgentes; todos lo trataban con respeto y cortés
atención. El erudito anciano, que era sin embargo muy ingenuo en la
vida cotidiana, no sospechaba en absoluto el motivo. Quizá, pese a
todo, Calígula haya entrado en razón, conjeturó, y no permite ya que
la gente se burle de un miembro de la familia imperial. ¿Será una
buena señal? Claudio sabia que su vida pendía de un hilo, pero el
peligro lo había llevado a adoptar una actitud estoica.
Tras el banquete, pidió a su sobrino que le dejara regresar a su
trabajo, pero Calígula insistió en que asistiera a los Juegos Palatinos.
Al fin y al cabo se celebraban en honor de Augusto y era una obliga-
ción de familia participar en ellos.
-Bueno, y, además, sólo duran tres días -dijo Claudio con defe-
rencia, pero inmediatamente recibió un chasco de Calígula.
-Acabo de tomar la decisión de prolongar los Juegos Palatinos
otros tres días más. Y yo mismo tengo intención de participar como
bailarín.
Claudio abrió desorbitadamente los ojos y tartamudeó:
-¿T-t-tú como bai-bailarín? Pero, pero...
Calígula le dio unas cariñosas palmaditas en el hombro.
-Tranquilizate. Siempre he tenido gran éxito con mis números
de danza ante un circulo reducido y selecto. ¿Por qué quieres pri-
var de este placer al pueblo?
Claudio suspiró.
-¿Entonces seran seis días? Si lo consideras realmente necesario,
Cayo...
Dos días después del banquete de reconciliación, Calígula mantuvo
una breve conversación con Calixto.
-Bien, ¿qué pasa con la lista de ausencias? ¿Quién faltó sin haber-
se disculpado. ¿Dónde puede intervenir el tribunal imperial?
-Sólo quedan treinta y ocho nombres. Nueve de los invitados han
muerto; diecisiete se han disculpado por escrito alegando enferme-
dad o apremiantes asuntos familiares; doce estaban de viaje y no pu-
dieron ser avisados a tiempo.
-Buen trabajo, Calixto, no queda ninguna pregunta en el aire.
De todos modos, habría que investigar un poco más el caso de esos
diecisiete a quienes les fue imposible asistir. ¿Estaban de verdad enfer-
mos o eran realmente tan urgentes los asuntos? Tal vez aquellos pre-
suntamente enfermos estaban reunidos en un cuarto trasero maqui-
nando una conspiración. Habrá mucho trabajo, y rodarán muchas
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cabezas, Calixto. Pero lo aplazamos todo para después de los juegos
que empiezan mañana.
-Para entonces muchas cosas habrán quedado ya aclaradas
-dijo Calixto en tono ambiguo.
Calígula le dirigió una mirada desconfiada.
-¿Cómo he de entender este comentario?
El obeso secretario no se dejó perturbar.
-Me refiero a la lista de nombres. Los médicos confirmarán o no
las enfermedades; los que estaban de viaje volverán o no a casa; enton-
ces las cosas se verán con mayor claridad.
-Eso espero -dijo Calígula malhumorado, y se marchó a toda
prisa. Inmediatamente volvió a entrar.
-Otra cosa. Quiero que se detenga al procónsul de Asia y que se
le traiga a Roma.
-¿A Casio Longino? ¿Puedo preguntar de qué se le acusa, Ma-
jestad?
-¡Se llama Casio! ¡Y además no me cae bien!
De nuevo se marchó el emperador.
«Hay muchos que se llaman Casio -pensó Calixto sorprendido-,
si esto es ya un crimen, ¿quiénes serán los próximos? ¿Los que se lla-
men Lucio, Marcos, Publio o Sexto?»
-El próximo será un Cayo -musitó Calixto fervorosamente y
dirigió una mirada furiosa a la puerta por la que acababa de salir Ca-
lígula.

En memoria del difunto y divinizado emperador Octaviano Augusto,


su esposa Livia había creado hacia más de treinta años unos juegos
escénicos que se celebraban todos los años en el Palatino, en el teatro
expresamente levantado a tal fin. Hábiles artesanos construyeron las
graderías y la escena, enteramente de madera, y, pese a lo reducido
del espacio, el teatro tenía aforo para unas diez mil personas. Para el
temeroso y desconfiado emperador se había construido un pasadizo
cubierto y angosto que llevaba directamente del palacio al palco im-
perial.
Los Juegos Palatinos no eran juegos muy costosos en los que se
matara a cientos de personas y de animales, sino una especie de ame-
na fiesta conmemorativa en honor del gran Augusto. Se representa-
ban piezas de un solo acto, serias y divertidas, con intermedios musica-
les. Todos los días, cantantes, coros y rapsodas interpretaban, al
menos una vez, un largo himno dedicado al emperador Augusto.
Así también el público era muy diferente del de las luchas de ani-
males, de gladiadores y de las cuadrigas. Para los ciudadanos romanos
de clase media y alta, esta manera de recordar al divino Augusto era
una obligación, aunque a veces se aburrieran. Naturalmente, también
se entremezclaba el populacho, pero menos por la representación en
si que por la esperanza de que el emperador hiciera repartir comida y
bebida.
El primero y el último día de los juegos se ofrecía una ofrenda a
'Augusto, y el emperador participaba en ella personalmente. Hasta en-
tonces, Calígula sólo había asistido esporádicamente a estos juegos, se
presentaba de forma imprevista y no solía quedarse mucho tiempo.
Lo mejor se había guardado para e] último día y estaba dedicado espe-
cialmente a los aficionados a las escenas sanguinarias de la mitología y
de la épica.
El emperador había insinuado la víspera que pasaría el sexto y
último día de los juegos en el teatro, de modo que el prefecto hizo
formar -aparte de la siempre presente guardia germana- a una
cohorte de pretorianos encabezada por los tribunos Casio Querea y
Cornelio Sabino.
Debajo del palco imperial se había levantado un altar sobre el que
Calígula ofrecía personalmente un sacrificio al divino Augusto. El
cónsul Nonio Asprenas, que oficiaba de sacerdote, sostenía al ave des-
tinada para el sacrificio, y Calígula la degolló de un fuerte tajo. Brotó
un chorro de sangre que manchó la vestimenta de Asprenas. Nada
divertía más a Calígula que el que otros sufrieran un percance. Estalló
en una sonora carcajada y dijo sin la menor consideracion:
-Casi da la impresión de que le he sacrificado un cónsul a Augus-
to. Deberías consultar con un arúspice, Asprenas, pues seguro que
semejante presagio no significa nada bueno.
Este incidente divirtió tanto a Calígula que su buen humor duró
toda la mañana. Raras veces se le había visto tan alegre y distendido, y
bromeó con todos los que se cruzaron con él.
Casio Querea, que permanecía con algunos de sus oficiales bajo el
palco imperial, tampoco se libró de ello.
-Te lo prometo, Querea, hoy podrás subirte al escenario intre-
pretando a Minerva. Con tu vocecita cascabelera y tu corpachón eres
el intérprete ideal de nuestra diosa guerrera. Ya encontraremos un
traje adecuado para ti.
Calígula soltó una estentórea carcajada y tomó asiento en el palco
imperial.
«El papel que voy a representar será muy distinto, imperator-pen-
só Querea-, y tú serás el protagonista.»
El último día de los Juegos Palatinos fue abierto con el Miniu~
Laureolus, de Catulo. Naturalmente, la trivial escena sanguinaria no
era obra del famoso Valerio Catulo, que muriójoven ya bajo Augusto,
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sino de un autor aún vivo, cuyo único interés se centraba en que el
populacho aplaudiera sus ocurrencias, en su mayoría prestadas.
El Mimus Laureolus representaba en tres escenas la vida aventu-
rera del jefe de una cuadrilla de bandoleros que con sus crímenes
aterrorizó Roma bajo Augusto y acabó finalmente clavado en la cruz.
Los actores se esforzaban al máximo por representar los aconteci-
mientos de la manera más realista posible. Aparecía la famosa escena
que mostraba a Laureolo atracando una hacienda, encerrando en su
interior a los propietarios e incendiando luego la casa. Dos de los mo-
radores lograron ponerse a salvo en el último momento, escapando
de la casa que se les caía encima, escupiendo sangre y cubiertos de
heridas, pero Laureolo los mató con sus secuaces entre carcajadas
burlonas. Hasta ahora todo era una mera representación teatral y na-
die sufrió daño. Pero cuando, al fin, el bandolero fue capturado y
condenado, le sustituyó un delincuente condenado a mtíerte, que fue
llevado al escenario, azotado a latigazos y clavado en la cruz. El hom-
bre chillaba con todas sus fuerzas. Al cabo de un rato dejó caer la
cabeza rapada y perdió el conocimiento.
-¡Despertadlo! -se oyó gritar desde las filas del público-. ¡Si no
lo despertáis, no se entera!
Pero había que despejar el escenario para la siguiente escena, y un
esclavo disfrazado de Caronte acabó con él destrozándole el cráneo.
Durante el breve entreacto hasta la siguiente pieza, el emperador
hizo repartir zumo de frutas y aves asadas, y varias veces se pudo oir su
risa sonora y estridente al ver que el populacho la emprendía a palos
para quedarse con las mejores tajadas.

Los heraldos imperiales exigieron silencio absoluto para la siguiente


escena, pues en el papel principal actuaba el favorito de Calígula, el
mimo Mnéster. La pieza se titulaba Cíniras y Mirra y el lugar de la
acción se situaba en Pafos, en Chipre.
La princesa Mirra se enamoró apasionadamente de su padre, el
rey Ciniras de Chipre, lo emborrachó y se le acercó disfrazada y con
otro peinado como si fuera una muchacha desconocida. El rey sucum-
bió ante sus encantos y pasó once noches con la muchacha, que de-
saparecía siempre antes de despuntar el día. Pero en la duodécima no-
che se quedó dormida hasta después de la salida del sol, y Cíniras
reconoció a su hija. La muchacha huyó inmediatamente, mientras su
padre la perseguía blandiendo la espada. Sin embargo, ella logró esca-
par, y Ciniras se suicidó arrojándose sobre su espada. Mirra fue conver-
tida por los dioses en un árbol. El público encontraba este final poco
excitante y, en consecuencia, la versión fue modificada.
El arte pantomimico de Mnéster hizo cobrar vida al infeliz rey,
pero durante la escena de la muerte desapareció y un salteador de
caminos fue obligado a «suicidarse» con la correspondiente ayuda. El
final de la hermosa Mirra lo tuvo que interpretar una infanticida con-
denada a muerte. Murió bajo el rayo de Júpiter, es decir, dos arqueros
acribillaron su cuerpo con flechas ardientes.
Esta escena sí era del gusto del populacho, qne gritaba como loco
y alborotaba, pidiendo un bis. Pero las dos piezas habían durado más
de la cuenta y pasaba ya del mediodía. Calígula hizo anunciar una
prolongada pausa y se levantó.

-Ahora necesito un baño, y también tengo hambre -dijo.


Sus amigos asintieron y abandonaron en animada charla el palco
imperial para adentrarse en el pasadizo que llevaba a palacio. Junto al
corredor se encontraba una pequeña sala para los actores, y aquí espe-
raba un grupo de muchachos cíe Asia que debían actuar como bailari-
nes en un juego que recordaba los misterios piticos. Calígula conversó
con ellos, los animó con palabras amables y anunció para la noche su
propia actuación como bailarín.
sus amigos les ordenó:
-Adelantaos, en seguida iré.
Valerio Asiático, Claudio César y otros hicieron lo que Calígula
ordenaba, mientras la guardia personal esperaba fuera a una distan-
cia respetuosa. El coreógrafo de los asiáticos se quejó del frío al empe-
rador y dijo que convendría que los pequeños bailarines pudieran
calentarse antes de su actuación.
Calígula asintió y entró solo en el pasadizo cubierto que llevaba a
palacio.
Querea y Sabino no le habían perdido de vista. Se comunicaron
con una mirada, pasaron ante la guardia de fornidos germanos y
Querea dijo:
-¡Nosotros acompañaremos al emperador! Podréis seguir
después.
Querea lo alcanzó primero, desenvainó su arma y dudó un ins-
tante.
-¡Hazlo! -exclamó Sabino, y Querea asestó al emperador un
profundo tajo en la nuca. Calígula se tambaleó y se volvió. Su faz flác-
cida y gastada era una mueca de pavor.
-¿Qué ha-hacéis...? -tartamudeó mientras chorreaba sangre de
la herida.
Sabino esperó un momento y miró al emperador a los ojos. Estos
habían perdido su frialdad y su rigidez, habían cobrado vida, hasta se
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habían humanizado y miraban al joven tribuno desorbitados de mie-
do y de dolor.
-¡Por Calvo y por Livila! -silbó Sabino, tomó impulso y atravesó
con su espada el rostro de Calígula para destrozar aquella máscara de
pavor. Con un grito, el emperador cayó al suelo.
-¡Aún estoy vivo! -exclamó amenazador e intentó incorporarse.
En aquel momento acudieron otros cuatro conspiradores yio gol-
pearon de plano con sus espadas hasta que perdió cualquier parecido
con un ser humano. Un verdadero delirio sanguinario se había apo-
derado de aquellos hombres, y constantemente acudían otros.
Uno exclamó: ~¡Esto, por mi esposa!" y hundió el puñal varias ve-
ces en el vientre del emperador bañado en sangre.
Otro gritó: ~¡Y esto, por mi hijo!~' y se esforzó, tembloroso, por
cortarle a Calígula la mano derecha.
El griterio había alarmado a la guardia, y los soldados entraron
corriendo en el pasadizo, con las espadas desenvainadas.
-¿Dónde..., dónde está el emperador? -exclamó el centurión, y
miró a su alrededor.
Los conspiradores retrocedieron, y uno señaló aquel bulto ensan-
grentado.
-¡Ahí! Si queréis, podéis llevaros a ese monstruo. Puede que su
hermano gemelo le haga recobrar la vida.
No quedó claro si el germano lo había entendido, pero con un
grito de rabia se abalanzó sobre los conspiradores, y sus hombres si-
guieron su ejemplo. Se desaté una lucha en la que hubo muertes en
ambos bandos.
Tal como se había acordado previamente, Querea y Sabino se es-
condieron en casa de Germánico en el Palatino, donde querían espe-
rar hasta que la excitación se hubiera calmado.
En el teatro, en cambio, la situación se había agravado. El tribuno
germano Frisio Lanio, el ~matón'~, se había hecho cargo de la direc-
ción de la pieza sangrienta. Su consigna de lucha fue: «;Vengar al
emperador!~, y sus hombres le obedecían incondicionalmente. Ya ha-
bían matado a tres senadores que no habían tenido nada que ver,
entre ellos a Nonio Asprenas, con lo que el sangriento presagio cobró
sentido.
Luego, apareció el intrépido senador Valerio Asiático con varias
docenas de pretorianos. A él hasta los germanos lo conocían como
amigo íntimo del emperador y, en consecuencia, bajaron sus espadas
para escucharle. Se dirigió a Frisio, que entendía aceptablemente el
latín, y exclamo:
-Diles a tus hombres que la muerte del emperador ha ocurrido
con la aprobación del Senado y de gran parte del pueblo. Vuestra
lealtad será recompensada, pero no puedo aprobar lo que estáis ha-
ciendo aquí. Envainad vuestras espadas y retiraos al cuartel. Os pro-
meto, ante testigos, que no seréis castigados ni licenciados. El próxi-
mo príncipe volverá sin duda a reclamar vuestros servicios.
Frisio explicó la situación a sus hombres, que, vacilantes, envaina-
ron sus espadas.
Asiático, en cambio, fue a toda prisa con los pretorianos al Forum,
donde esperaba ya una gran muhitud pidiendo las cabezas de los
asesinos.
En compañía de dos senadores, subió a la Rostra, la venerable tri-
buna de oradores en el Fon¿m. Allí se encontraba ya Arrecino Clemen-
te con algunos tribunos. Se dirigió sonriendo a Asiático.
-¡Ya véis qué gentuza! Hace sólo unas semanas hizo despedazar a
una docena de inocentes por animales salvajes, y ahora piden la vida
de sus asesinos. Háblales tú, Asiático, pues temo que me faltan las
palabras adecuadas.
Valerio Asiático se adelantó y levantó la mano. Pasó un tiempo
hasta que se hizo el silencio.
-Ciudadanos de Roma! El príncipe Cayo César ha muerto, y yo,
su antiguo amigo, no temo decir que mereció la muerte mil veces.
¿Acaso habéis olvidado cómo desangró con tributos a los más pobres
entre vosotros? Jornaleros, porteadores, artesanos, pequeños comer-
ciantes y hasta las prostitutas tuvieron que financiar su vida de crápula
con su dinero ganado con muchos sudores, por no hablar de los nu-
merosos acaudalados a los que hizo asesinar para heredar su patrimo-
nio. El Senado, os lo prometo, volverá a abolir todos estos impuestos
injustos. ~Sigue alguien preguntando por los asesinos?
La multitud permaneció callada; sólo se oyeron unos murmullos
ininteligibles.
-. Bien! Pero si realmente se volviera a plantear la pregunta, de-
cid simplemente que yo soy el asesino de Calígula. Sí, amigos míos,
me sentiría orgulloso y satisfecho si hubiera podido ponerle al tirano
la mano encima.
Entonces, la multitud se disolvió, pues la referencia a la carga tri-
butaria no había quedado sin efecto. Sólo el populacho parasitario de
la calle, que ni pagaba impuestos ni trabajaba, siguió alborotando un
rato más.

Incluso la muerte de un tirano como Calígula dejó inmediatamente


un cierto vacío, casi un vacío legal, que no pocos aprovecharon para
enriquecerse.
A los pretorianos que prestaban su servicio en el Palatino, esta po-
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sibilidad se les brindó en bandeja. Al enterarse de la noticia del asesi-
nato del emperador, casi todos se dirigieron corriendo al Forum, pero
en el caso de algunos la codicia pudo más que la curiosidad. Se queda-
ron y rastrearon el intrincado palacio en busca de un botín fácil. Aquí
desaparecía una copa de plata, allá una lamparita dorada de aceite o
un grácil florero de jaspe.
Un pretoriano, llamado Tito, exploró de este modo también algu-
nos edificios colindantes del palacio, y entró en un pabellón, cuya terra-
za abierta, repleta de columnas, estaba protegida contra el frío por un
pesado cortinaje. Tito vio moverse algo tras la cortina y ya se las prome-
tía felices pensando que se encontraría con una esclava que por miedo
se había refugiado allí. Descorrió bruscamente la cortina ',' exclamo:
-~ Sal, palomita mía!
Pero sólo apareció un hombre mayor, tembloroso, que hacía unas
muecas espantosas y que preguntó tartamudeando:
-¿Vais a ma-matarme ahora tarn-también a mí?
El pretoriano reconoció inmediatamente al príncipe y saludó en
posición de firme.
-¿Por qué íbamos a matarte, Claudio César? Todos te queremos,
y a menudo te hemos compadecido cuando el emperador, es decir,
cuando Calígula te trataba injustamente. Hablo también en nombre
de mis camaradas al saludarte como al nuevo emperador.
Claudio intentó reponerse.
-¿Yo..., cm... emperador? No sé si lo... lo de... deseo...
Pero, decidido, Tito lo llevó adonde estaban algunos de sus ca-
maradas. Encontraron una silla de manos, sentaron a Claudio en ella
y lo Hevaron lo más rápido posible al Gastra Praetoria.
Los oficiales sonrieron.
-Bien hecho, muchachos. Protegeremos al nuevo emperador
hasta que el Senado lo confirme en su cargo.
Pero Claudio no quiso conformarse tan deprisa con el papel que
le había sido impuesto. Al estilo de los eruditos empezó a discutir con
los oficiales, y ahora que ya no estaba directamente amenazado, en-
contró, sin tartamudear, las formulaciones más sutiles.
-Señores, sé apreciar el honor que me ha sido ofrecido, pero no
soy el hombre idóneo. Sólo quiero trabajar en paz en mi obra, sin
obligaciones y sin amenaza...
-Pero Claudio César -objetó un oficial va mayor-, jamás te de-
jarán en paz. El próximo emperador, sea quien sea, verá en ti un cons-
tante peligro, y si se vuelve a la República, exterminarán en tu persona
al último vástago imperial. El mero hecho de tu parentesco con Calí-
gula te convierte en sospechoso. En el fondo sólo te queda un cami-
no: tienes que convertirte en emperador.

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1
Hablaron así largo rato y Claudio notó que los pretorianos que-
rían un nuevo emperador y no una República. Lo entendía, pues esta
tropa especial no tendría sentido sin un príncipe. Así que cedió al fin,
y prometió a cada hombre un agasajo de quince mil sestercios.

En casa de Germánico el tema de conversación era similar, pero allí la


mayoría de los reunidos se inclinaba más bien por la reimplantación
de la República.
Sabino observó sorprendido, y a veces hasta extrañado, a su amigo
Querea, a quien la acción realizada parecía haber transformado; ha-
biaba sin cesar y gesticulaba excitado. Ahora repetía por tercera o por
cuarta vez:
-¡Yo estoy a favor de la reimplantación de la República! Para ello
no hay que modificar nada; todo existe ya. Resultará relativamente
fácil convertir a los pretorianos en una milicia municipal; los vetera-
nos serán indemnizados o jubilados, y los jóvenes que sobren pueden
ser distribuidos entre varias legiones. ¡Una ocasión como ésta no se
volverá a presentar nunca más! Nuestros dos cónsules han demostra-
do hoy mismo que son capaces de actuar responsablemente cuando
salvaron del pillaje del populacho los fondos públicos aún existentes.
Conjuntamente con el Senado, podrán asumir mañana mismo los
asuntos de Estado.
Asiático y dos de los senadores presentes secundaron inmediata-
mente a Querea.
-Querea no es un político, pero ve la situación con claridad. ¿Por
qué íbamos a correr el riesgo de otro principado?
-Os olvidáis de Augusto -pidió Calixto la palabra-. Al fin y al
cabo él convirtió Roma en lo que hoy es.
-Es verdad -replicó el senador Viniciano, uno de los principales
conspiradores-. Pero Augusto es y seguirá siendo una excepción. Ya
bajo Tiberio las cosas empezaron a ir cada vez peor, y Calígula ha
demostrado hasta qué punto se puede abusar impunemente de este
cargo. ¿Quién nos dice que el próximo emperador lo hará mejor?
Podría ser incluso peor...
Sabino se levantó y dijo:
-Después de Calígula, esto es difícil de imaginar.
-Pero no deja de ser posible -insistió Querea.
-Todo es posible -admitió Sabino-. ¿Yquién podría ser el posi-
ble sucesor?
-Claudio César -dijo Calixto rápidamente.
El rostro inteligente y algo arrogante de Asiático se desfiguró en
una mueca irornca.

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-Claudio es un hombre de honor, pero no le creo capaz ni dis-
puesto a hacerse cargo de la sucesión de su sobrino. Supongo que
estará harto de todo lo que tenga algo que ver con el cargo...
-¿Quién sabe? -Calixto levantó las manos en un ademán inte-
rrogativo-. En mis largas conversaciones con él, pareció considerar
perfectamente esta posibilidad.
En el transcurso de la conversación se citaron también otros nom-
bres, hasta que al atardecer irrumpió el prefecto Clemente.
-Señores, según parece tenemos un nuevo emperador. Claudio
César está en el campamento de los pretorianos y lo han convencido
para que acepte la sucesion.
-¿Sin consentimiento del Senado? -preguntó Viniciano con voz
cortante.
-Naturalmente, no -dijo Clemente en tono conciliador-. En
definitiva, todavía nadie le hajurado lealtad. Lo único que quieren los
pretorianos es que el príncipe Claudio sea nombrado mañana en la
asamblea del Senado como posible sucesor de Calígula.
Con esto se disolvió la reunión en casa de Germánico.

Querea y Sabino se dirigieron a caballo al Castra Praetoria, en compa-


fía de Clemente. Allí el prefecto hizo reunir a los oficiales y comentó
la situación con ellos.
-¿Qué debemos hacer con Cesonia~ -preguntó Querea.
Los hombres se dirigieron miradas de connivencia.
-Yo considero que lo mejor es que desaparezca -dijo uno.
-¿Desterrarla? -preguntó Clemente.
-Tal vez deberíamos dejar que Julio Lupo se encargue de la solu-
ción de este problema.
Todas las miradas se dirigieron al centurión Lupo, que se adelantó
unos pasos.
-Naturalmente tu degradación será anulada inmediatamente,
tribuno Lupo -dijo Clemente.
Por una nimiedad, Cesonia había perseguido con su odio a Lupo ~
había convencido a Calígula para que lo enviara a las galeras. Clemen-
te logró con gran paciencia evitar este castigo, pero Lupo fue degra-
dado y tuvo que asumir tareas deshonrosas.
Lupo se puso firme.
-Yo resolveré el problema, prefecto.
Lupo eligió a algunos hombres y se encaminó hacia el Palatino.
Cesonia se había encerrado en sus aposentos con algunas sirvien-
tas fieles, pero cuando Lupo derribó la puerta y se enfrentó a ella, la
emperatriz le dirigió una mirada exenta de miedo.

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-Ajá, el antiguo tribuno Lupo viene para vengarse. ¡Baja estos
humos, miserable! Ahora me arrepiento de que Calígula se dejara
convencer y te indultase.
-Es ya demasiado tarde. Y, por cierto, desde hoy vuelvo a ser tri-
buno.
Tras estas palabras le atravesó el pecho con su espada. Gritando,
las esclavas huyeron de la habitación. En un rincón estaba sentada
Drusila, de un año de edad, y gemía quedamente. Presa del odio más
cruel, Lupo agarró a la niña y la lanzó contra la pared.
-¡Hay que exterminar este engendro del diablo! -exclamo-.
Si hubiera tenido diez hijos, los mataría a los diez!
Píralis no había asistido a losJuegos Palatinos, y así no se enteró de
la muerte de Calígula hasta última hora de la tarde. Se envolvió en un
discreto manto con capucha y se encaminó al Palatino.
Todo parecía desierto. Sólo algunos pretorianos, que se dedica-
ban al pillaje, se deslizaban por los pasillos. Uno de la guardia perso-
nal la reconocio.
-Mira, mira, la hermosa Píralis busca a su amante. Me temo que
no queda gran cosa de él. Puedes recoger sus restos en el teatro.
-íFe resultó rentable tu búsqueda aquí?
El soldado se encogió de hombros.
-Apenas queda nada...
-Puedes ganarte un áureo si me acompañas.
El pretoriano asintió.
-¡Así se habla!

El cadáver de Calígula seguía en el mismo sitio, rodeado por los


demás hombres que habían perdido la vida en lucha con la guardia
personal.
Píralis se inclinó sobre el muerto. Su cuerpo estaba terriblemente
destrozado; el rostro aparecía desfigurado. Los ojos estaban muy
abiertos, y su mirada era fija y fría como en vida. Píralis intentó cerrar-
los, pero el cuerpo ya estaba rígido y sólo lo consiguió a medias.
-Ve a buscar a unos cuantos camaradas, trae una manta y lleva el
cadáver a mi jardín; no está lejos de aquí. Allí, cada uno de vosotros
recibirá un aureo.
Y así se hizo. Cuando Píralis se enteró de que también Cesonia y
Drusila estaban muertas, hizo quemar a toda prisa sus cadáveres junto
con el de Calígula. Así, el amo del mundo terminó en el modesto
jardín de una prostituta, y ella fue también la única que derramó unas
lágrimas por él.

591
EPÍLOGO

Mientras al día siguiente los senadores se reunían en la Curia, forma-


ron fuera los pretorianos. Su número iba aumentando. Se hizo así por
orden del prefecto Clemente para proteger a los senadores durante
sus deliberaciones, pero también para evidenciar que la mayoría de
los pretorianos deseaba que Claudio César se convirtiera en empera-
dor. El pueblo los apoyaba en este deseo, pues la chusma urbana no
sentía la menor comprensión por la República. Querían un amo ha-
cia quien poder alzar la mirada, de quien burlarse sin mala intención,
a quien aclamar en el circo, un señor que regalara pan y organiza-
rajuegos y que se cuidara en general de que la vida en Roma fuera
agradable.

El Senado era un hervidero. Sólo hubo unanimidad en lo referente a


la petición de honrar a los asesinos del tirano, Casio Querea y Come-
ho Sabino, como héroes y libertadores. El cónsul Saturnino colocó a
ambos muy por encima de Bruto y de Casio, pues «lo que hicieron, no
lo hicieron por su propio interés y beneficio, sino sólo para salvaguar-
dar y proteger el honor y la dignidad de Roma».
Pero, luego, las opiniones chocaron. Unos querían volver a la
República, otros querían una monarquía como en los primeros días
de Roma, pero la mayoría parecía inclinarse a continuar el Prin-
cipado.
Cuando, a eso del mediodía, el prefecto de los pretorianos pidió
permiso para hablar ante los senadores, el asunto estaba decidido.
-¡Honorables padres! La mayoría de mis pretorianos se ha deci-
dido por Claudio César como nuevo príncipe. Me entero ahora de
que también la mayoría de los senadores comparte esta opinión. Pido,
pues, a los venerables padres que tomen una decisión para que mis
hombres puedan prestar juramento de lealtad a Claudio César.
Con esto, el caso quedó decidido. El erudito e historiador Claudio
César subió al trono imperial de Roma con el nombre de Tiberio
Claudio César Augusto Germánico. Reformó la administración del Es-
tado, devolvió patrimonios confiscados por Calígula y liberó del des-
tierro a sus sobrinas Agripina y Livila. Y aunque hizo derribar todos los
bustos y estatuas de su antecesor, se negó a pronunciar su damnatio
memoriae.* Durante toda su vida siguió siendo un despistado y dejó en
gran parte los asuntos de Estado en manos de hombres eficaces y res-
ponsables, entre ellos Calixto. Los esfuerzos de éste por proteger a
una serie de hombres honorables contra la persecución de Calígula,
se vieron debidamente premiados. Ninfidia, la hija de Calixto, emba-
razada de Calígula, dio a luz un niño: Sabino Ninfidio. Bajo el empe-
rador Nerón, éste llegó a prefecto de los pretorianos. Murió en el
intento de alcanzar el principado tras el asesinato de Nerón.
Pocas semanas después de la muerte de Calígula, Casio Querea
fue inculpado de maquinar intrigas para implantar la República y,
además, se le imputó que, conjuntamente con Calígula, hubiera que-
rido eliminar también a Claudio. Querea era demasiado orgulloso
como para iiegarlo, y con todo sigilo, fue ejecutado. Le siguió Julio
Lupo, por haber matado a Cesonia y a Drusila sin orden expresa.
También detuvieron a Protógenes, el contable de la muerte, y le cor-
taroi~ la cabeza.
De momento, Cornelio Sabino no fue molestado, pero pronto to-
dos empezaron a evitarle. Abandonó la tropa de pretorianos y vivía
recluido en su casa, decepcionado y amargado. Cuando se enteró de
la ejecución de su amigo, solicité una audiencia al emperador Clau-
dio. Le dieron una fecha, pero no fue el emperador quien lo recibió,
sino Julia Lix'ila.
-Toma asiento, Sabino, y escúchame bien. Eres tan leído como
yo y deberías saber por la historia que los asesinos de tiranos son acla-
mados por el pueblo y por la nobleza, pero durante poco tiempo. El
pueblo los olvida rápidamente, pero ellos siguen recordando con in-
sistencia a la nobleza que uno de ellos -por odiado y temido que
fuera- halló la muerte. Y los nobles, aunque consideran justificada
la acción, piensan que el autor tiene que desaparecer. Los dos habéis
sido comparados con Casio y Bruto, pero se olvidaron de mencionar
cómo terminaron estos dos tiranicidas: ambos se suicidaron, persegui-
dos y solitarios. También a ti, Sabino, el tribunal imperial había prepa-

* Exwrminio de la memoria.
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7
rado una acusación, pero logré suspenderla. No he olvidado los días
de Pandateria, amigo mío.
-Eso me honra, princesa, pero supongo que tampoco quieres
prolongar aquellos días.
-Aunque quisiera, no puedo. Mi esposo vuelve a residir en la cor-
te, y tío Claudio vela celosamente por la virtud de sus sobrinas. Empie-
za una nueva vida, Sabino, intenta olvidar lo ocurrido.
-¿Olvidar que decapitaron a Querea como si fuera un salteador
de caminos? ¿Olvidar que se hace el vacio a mi alrededor como sí
hubiera yo cometido un crimen? ¿Cómo puedes pensar eso?
-Tietíes que intentarlo, Sabino; no puedo darte otro consejo.

Una semana después, Sabino recibió una sentencia, firmada por el


emperador, que lo desterraba de por vida del Imperio romano. Se
dejaba a su elección buscarse un lugar de residencia en una de las
provincias o de los Estados vasallos. Sabino se echó a reír y tiró la
sentencia al fuego.
En su cabeza resonaban todavía sus palabras cuando le dijo a Que-
rea: «Nos aclamarán, nos levantarán bustos y estatuas...». «Y tendre-
mos a nuestros pies a las mujeres de Roma», había añadido mental-
mente.
Pero ahora las cosas habían llegado al extremo de que calificaban
a su padre de «padre del asesino del emperador» e instigaban a la
gente a comprar los libros en otro lugar.
A la mañana siguiente, el mayordomo encontró a su señor, el an-
tiguo tribuno Cornelio Sabino, muerto en el suelo de su cuarto de
trabajo. Se había arrojado contra su espada, cuya punta asomaba me-
día vara por su espalda.

Julia Livila no le sobrevivió por mucho tiempo. Un año más tarde fue
víctima de la sed de venganza de Mesalina, la tercera esposa del empe-
rador Claudio. Agripina, su orgullosa y dominante hermana, logró
convertirse, tras la caída de Mesalina, en la cuarta esposa del empera-
dor. Indujo a Claudio a adoptar a su hijo Nerón, que se convirtió lue-
go en su sucesor. Le molestaba su madre, siempre tan dominante, y
en el quinto año de su gobierno la hizo asesinar.
Por aburrimiento, Valerio Asiático, el inteligente y ecuánime es-
toico, empezó a maquinar bajo Claudio planes de derrocamiento y
murió, al ser detenido, por su propia mano.
El prefecto de los pretorianos, Arrecino Clemente, ascendió bajo
Claudio hasta el más alto cargo del Estado, convirtiéndose en cónsul;
siendo va un anciano, fue víctima de la arbitrariedad del emperador
Domiciano.
Séneca, que se recuperó magníficamente en Sicilia, regresó a
Roma, donde reanudó su relación con Livila. La vengativa Mesalina lo
hizo desterrar a Córcega, pero, ocho años después, Agripina lo hizo
traer de vuelta. Se convirtió en preceptor de Nerón, quien lo obligó
más tarde a suicidarse por considerarlo un sermoneador irritante.
Al legado Publio Petronio, su valerosa acción le resultó rentable.
Sin duda lo amparaba el dios de los judíos. Las condiciones meteoro-
lógicas adversas retrasaron tanto tiempo la llegada del escrito de Calí-
gula con la orden de que se suicidara, que recibió veintitrés días antes
la noticia de la muerte del emperador. Después, fue uno de los aseso-
res más íntimos del emperador Claudio, bajo cuyo gobierno murió
con todos los honores.
Piralis, en cambio, desapareció tras la muerte de Calígula en la
oscuridad de las gentes anónimas. Agripina la elogió y recompensó
por haber dado sepultura provisionalmente a Calígula. Los restos de
éste, junto con los de Cesonia y Drusila, fueron exhumados, debida-
mente incinerados y sepultados con todo sigilo, en el mausoleo de la
familia Julia. Después, Piralis se marchó de Roma, y no se tuvieron
más noticias de ella.
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TABLAS GENEALÓGICAS

Línea Julia

Emperador Augusto
e Escribonia (2. esposa)
e Julia

Agripina la Mayor
(14 a.C. - 33 d.C.)
Agripina
la Menor
(15-59)
Nerón (futuro emperador)
(37-68)

Línea Claudia

Livia Drusila
(futura 3i esposa de Augusto)

Emperador Tiberio Augusto


(42 aL. - 37 d.C.)
e
Tiberio Claudio Nerón
Nerón Claudio Antonia
Druso
Germánico César
(padre de Calígula)
(15 a.C. - 19 d.C.)
Claudio
(futuro emperador)
(10 a.C. -54 d.C.)

Sólo se relacionan con sus fechas de vida las personas relevantes en la acción de
la
novela.
Adopciones más importantes: el emperador Augusto sólo tenía tina hija (Julia), y
adoptó a Tiberio con la condición de que éste adoptase a su vez a su sobrino Germáni-
en (padre de Calígula). Así, Calígula, en realidad sobrino nieto de Tiberio, se convirtió
dejare en su nieto. Calígula, a su vez, adoptó a Tiberio César, nieto de su antecesor, a
quien hizo asesinar poco después.

A
Emilio Paulo
Germánico
(15 a.C. - 19 d.C.)
Drusila
(16-38) (17-42)
Nerón Druso Cayo Julio César
César César Augusto
(6-31) (8-33) (<Calígula«)

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