Vial Sobre El Sentido Del Pensamiento de Marx

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ENSAYO

Sobre el Sentido del Pensamiento de Marx

Juan de Dios Vial Larraín

Si alguna figura esencial hubiera que discernir en la perso-


nalidad de Marx, creo que seria la del profeta. Desde su mismo
aspecto físico —su recia contextura, sus pobladas barbas—, has-
ta los rasgos mas conocidos de su caracter, sus contradicciones,
la vicisitudes de su existencia, todo pareciera conspirar en esa
dirección, venir a confirmar esa figura. La personalidad autori-
taria, dominante, arrolladora. La absoluta seguridad que tenia
para considerar verdadera su propia visión, e ineludible la reali-
zación de aquello en lo que creía. Su expulsión de todos los
lugares, comenzando por su propia tierra. En fin, esa extraña
alianza de circunstancias realmente espantosas por las que atra-
viesa su vida íntima y doméstica, precisamente en su etapa mas
creativa, y de grandeza trágica para asumirlas. Todo ello pare-
ciera hallar su razón y pertenecer a la figura histórica del pro-
feta.
Episodios que difícilmente se hallan en la más miserabilis-
ta de las novelas del siglo XIX forman el marco natural de la
existencia de Marx justo cuando elabora su obra mayor, El Ca-
pital. Aun a riesgo de recargar la escena, vale la pena recordar-
los para formarse una idea de la clase de "verdad" que anima
su existencia.
La esposa de Marx escribe a Joseph Weydemeyer el 20 de
mayo de 1850 (Die Neue Zeit 1906-1907): "Le describiré un día
de esta vida exactamente tal como era, y comprenderá usted
que pocos emigrantes, quizá, han pasado por algo semejante.

* Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Cat61ica de Chile.


Profesor de Filosofia de la Universidad de Chile. Entre sus libros cabe
destacar La Metafísica Cartesiana, Tres Ideas de la Filosofía y una Teo-
ría y La Filosofía de Aristóteles como Teología del Acto.
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Como las nodrizas aquí son demasiado caras decidí alimentar


yo misma a mi hijo, a pesar de que sufría de terribles dolores
en el pecho y en la espalda. Pero el pobre angelito bebía tanta
preocupación y acallada ansiedad, que se alimentaba mal y
sufría terriblemente de día y de noche. Desde que vino al mun-
do no ha dormido una sola noche completa; dos o tres horas,
cuando más, y eso raramente. Ha sufrido recientemente tam-
bién de violentas convulsiones y no ha dejado de estar entre la
vida y la muerte. En medio de su dolor mamaba tan desespe-
radamente que mi pecho se irritó, la piel se agrietó y muchas
veces la sangre llenaba su boquita temblorosa. Estaba sentada
con él un día, en estas condiciones, cuando entró nuestra case-
ra. Le habíamos pagado doscientos cincuenta táleros en el
invierno y habíamos acordado que en el futuro no le entrega-
ríamos el dinero a ella, sino a su administrador, que tenía un
auto judicial contra ella. Negó el acuerdo y exigió cinco libras
que todavía le debíamos. Como no teníamos el dinero en ese
momento, vinieron dos alguaciles y me embargaron los pocos
objetos que poseía —ropa, camas—, todo, hasta la cuna de mi
pobre hijito y los mejores juguetes de mis hijas, que se pusieron
a llorar amargamente".
Un espía prusiano que logra introducirse en la casa de
Marx —cuyo testimonio está citado en el libro de Isaiah Ber-
lín— describe aquélla: "Vive en uno de los peores y más sórdi-
dos arrabales de Londres. Ocupa dos cuartos. En ninguno de
ellos hay un solo mueble limpio o decente, todo está roto, hecho
guiñapos, y una gruesa capa de polvo todo lo cubre... manus-
critos, libros y diarias yacen junto a juguetes de los niños, ele-
mentos del canastillo de costura de su mujer, tazas desportilla-
das, cucharas sucias, cuchillos, tenedores, lámpara, un tintero,
vasos, pipas, ceniza de tabaco... todo amontonado en la misma
mesa. Al entrar en el cuarto, el humo del tabaco le irrita a uno
los ojos de tal modo que al principio le parece a uno estar tan-
teando en una caverna, hasta que se acostumbra y logra
descubrir ciertos objetos en medio de la bruma. Sentarse es
asunto peligroso. Aquí hay una silla con solo tres patas y en
otra, que está entera, los niños juegan a cocinar. Esa es la que
se ofrece al visitante. Pero todas estas cosas no incomodan en
lo más mínimo a Marx y a su esposa".
Entretanto, el modo de vida del propio Marx está descrito
así por el mismo Isaiah Berlin, su más reciente biógrafo: "Con-
sistía en visitas diarias a la Biblioteca del Museo Británico, en
donde permanecía normalmente desde la nueve de la mañana
hasta que cerraba, a las siete; a esto seguían largas horas de
trabajo nocturno, durante las que fumaba incesantemente...
esto afectó su salud y se vio expuesto a frecuentes ataques de
una enfermedad hepática, acompañados de forúnculos y una
inflamación de los ojos".
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 99

En fin, a manera de síntesis, pudiera decirse lo que Marx


mismo escribió en 1858: "Estoy apestado como Job, aunque no
temo a Dios".
Tales son las condiciones de su vida, mientras elabora su
obra principal, instalado en Londres —después de haber sido
expulsado de Alemania, de Francia y de Bélgica; esto es, de su
patria y de cuanto lugar al que acudiera huyendo—, pero ais-
lado en el estrecho círculo de su familia y de un reducido grupo
de amigos, sobre los que ejerce un dominio absoluto.
Esa realidad áspera, terrible, trágica, que parece enmarcar
la existencia de Marx, se corresponde, no obstante, con otra
muy distinta, más íntima: la del padre encantador, del exce-
lente marido, siempre amado y admirado por su esposa, la del
fiel amigo; en definitiva, la de un hombre sano, alegre, sin las
perversiones o el desequilibrio mental y moral de un Rousseau;
sin las enfermedades o los vicios de un Dostoiewski; con una
espléndida cultura literaria y científica; con una elevada pa-
sión moral e intelectual.
Este hombre escribirá una obra imponente. Sin embargo,
una obra llena de irregularidades y de fallas, que en parte con-
siderable deja inédita, o "abandona a los ratones", como él
mismo dijera de la Ideología Alemana. Una obra impregnada
de filosofía y teología, más allá de lo que quizás él mismo de-
seara. Y que, sin embargo, es filosóficamente floja. Una obra
que, al hilo de los clásicos de la Economía, llega a alzarse como
uno de los monumentos de esta ciencia, pero cuyas tesis princi-
pales no resisten la crítica de la ciencia económica, y de la que
Raymond Aron pudo decir que nada le habría ocurrido a la
economía contemporánea si no hubiera sido escrita. Una obra
que parece constituir una notable teoría de la historia sobre el
paradigma de una crítica del modo de producción capitalista,
pero cuya categoría crítica fundamental —la lucha de clases—
resulta notablemente sobresimplificada —entre otras razo-
nes—, porque Marx dejó su obra inconclusa justo en el mo-
mento de abordar la cuestión de las clases sociales.
Pues bien, en ese extraño complejo de circunstancias y de
obras, este hombre habrá de ejercer un influjo que inunda las
mentes por lo menos durante medio siglo XX. Y que si no es
el más profundamente real de sus agentes, puede ser conside-
rado, al menos, como uno de los más reverenciados símbolos de
los acontecimientos políticos que tienen lugar en esta época.
No nos dejemos engañar, sin embargo, por la aureola del
éxito que durante el último medio siglo ha rodeado la figura
de Marx. Que una parte de la humanidad parezca reconocerse
en él; que haya hecho alguna revolución en nombre suyo; o
que jure por él, todo esto nada dice más allá de esos hechos;
nada que no haya sido una situación normal de nuestra cultu-
ra. En efecto, recordemos otros casos.
100 ESTUDIOS PUBLICOS

Quisiera tomar un ejemplo remoto, pero significativo, en


la línea de lo que quisiéramos proponer: el de Arrio. Ese oscuro
sacerdote egipcio, de cuyas obras apenas se tiene noticia hoy
por el testimonio de sus contradictores, pero cuyas ideas gana-
ron las mentes de la mayor parte de la cristiandad de los pri-
meros siglos de nuestra era, incluidos obispos, teólogos y prín-
cipes cristianos. Atanasio y los Padres de Capadocia combaten
su herejía, y el Concilio de Nicea deja las cosas en claro. En
sustancia, lo que hizo Arrio fue desconocer la naturaleza de
Dios. Y lo hizo exaltando la figura de Cristo sólo como figura
humana ejemplar. Negó, pues, su naturaleza divina.
Arrio, aparentemente, desaparece. Y, así, poquísimo se
sabe de él, y de esa herejía suya que, en cierto momento, no
obstante, se apoderó también de todas las mentes. Me atrevería
a pensar, sin embargo, que esa desaparición no es más que un
ocultamiento. Aunque el ocultamiento de algo que estaba tam-
bién oculto en la vaga y ambigua figura de Arrio, como en la
de un mero protagonista accidental y transitorio, nada más
que como otro signo de una constante. Locke pudiera ser un
ejemplo similar en el mundo moderno, si se tiene en cuenta el
papel que juega en cierto momento de su historia. La Enciclo-
pedia —ese tremendo monumento del siglo XVIII— y las
Cartas Filosóficas de Voltaire lo difunden, e imponen su pensa-
miento por toda Europa como la verdad última y definitiva
que, durante un tiempo, todo el mundo profesa. Hoy probable-
mente nadie considera a Locke sino como a uno entre muchos,
y quizá de los más superficiales. El éxito, el poder persuasivo,
el influjo generalizado, son un fenómeno normal explicable por
la historia de las ideas, por la sociología del conocimiento, por
la fenomenología del espíritu. No necesariamente habla del va-
lor, ni del significado verdadero de unas ideas.
Pudiera también decirse que Marx ni siquiera llegó a realizar
acabadamente una obra intelectual. Ni que confiara del todo
en ella. Seguramente lo más logrado, su obra mayor, es El Ca-
pital. Pero este libro es demasiado un centón; una acumulación
indefinida de ideas y de páginas que se arrastran a distintos
niveles, que se confunden y aún se contradicen en opinión de
algunos entendidos, que se enredan en polémicas con figuras
secundarias y quedan, en definitiva, inconclusas e inéditas.
Probablemente el producto de un esfuerzo genial por asi-
milar una de las grandes tradiciones intelectuales de Inglate-
rra —la Economía—, hecha por un hombre que había estudia-
do Jurisprudencia, en el ambiente de la Filosofía y de la
Teología de la izquierda hegeliana, esto es, del idealismo alemán.
Asimismo, los Manuscritos del año 1844 —que al editarse
recién en los años 30 de nuestro siglo inspirarán algunas moda-
lidades sobrevinientes de marxismo— no sólo quedaron inédi-
tos casi por un siglo, sino que el propio Marx, cuando se refiere
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a su obra, ni siquiera los menciona, y Althusser —que hiciera


profesión de exégeta ortodoxo— los rechazó como no marxistas.
Y otro tanto pudiera aproximadamente decirse de la Ideología
Alemana, de los Elementos Fundamentales para la Crítica de
la Economía Política, del año 1857, y de su célebre Introduc-
ción; como también de las no menos célebres Tesis sobre
Feuerbach. Pero las nombradas, más un par de obras juveniles
eminentemente polémicas —contra Proudhon y contra algunas
figuras de la izquierda hegeliana—, Miseria de la Filosofía y
La Santa Familia, y algunos breves ensayos o artículos, forman
prácticamente toda la obra de Marx. El mismo, poco antes de
morir, cuando se le preguntara acerca de la posible publicación
de sus obras completas, habría respondido secamente: "Prime-
ro habría que escribirlas".
¿Ha sido Marx un intelectual: un filósofo, un economista,
un historiador? Desempeñó todos esos papeles, pero en ninguno
de ellos puede decirse —para decirlo en breve— que él mismo
se haya sentido cómodo. ¿Fue, acaso, un líder político, un hom-
bre de acción? Tal pudiera pensarse de quien fundara la I In-
ternacional y el Partido Comunista. No obstante, resulta difícil
identificar como tal al hombre exiliado y aislado, que pasa diez
horas diarias en la Biblioteca del Museo Británico. ¿Era nada
más que el hombre que diseña y manipula opiniones, como en
el Manifiesto Comunista lo hace genialmente? Resulta difícil
también entender nada más que como una ideología aquella
que se proyecta en una acción retardada en más de medio siglo.
¿Qué clase de personalidad es ésta, entonces, qué significa,
qué sentido tiene lo que dijo y lo que hizo? A cien años de su
muerte —y cuando comienzan a marchitarse los signos de su
apoteosis— es la pregunta que, a nuestro juicio, cabe hacer.
Pero hacerla no tanto en un afán histórico. Hacerla en la nece-
sidad y en la intención de esclarecer uno de los fermentos más
decisivos de nuestra realidad que permanece velado todavía
por su propia sombra. Hacerla, en fin, con vistas a abrir cami-
nos a lo que habrá de venir.
Porque en la personalidad de Marx y en su figura histórica
creemos que se oculta algo de fondo. Rasgos suyos pueden to-
marse de todas las numerosas fuentes que han sido aludidas.
Pero ninguna resulta suficiente. Pienso, por eso, que su perso-
nalidad y su figura deben, quizá, entenderse a la luz de aquel
prototipo histórico que el mismo pueblo al cual Marx pertene-
cía ejemplarmente forjó: el profeta.
Ya el Nuevo Testamento denunció a los falsos profetas,
que deben haber sido abundantísimos en Israel, nación profé-
tica; pero entre ellos hoy debieran quedar incluidos quienes
han trivializado la figura, convirtiéndola progresivamente en
una de las tantas etiquetas retóricas.
102 ESTUDIOS PUBLICOS

El profeta habla por otro, indica la etimología de la pala-


bra. Pero quien se oculta en su voz, es Dios mismo. Y pareciera
ocultarse en ella para llegar, a través de ella, hasta la concien-
cia de su pueblo, a fin de discernir el sentido de los aconteci-
mientos. Tal disposición es un acto salvífico y, por lo mismo,
también el anuncio de un castigo. ¿No podría ceñirse dentro de
un sentido de ese estilo la significación de Marx en nuestro
tiempo?
La aparente dispersión de la figura de Marx y de su pensa-
miento en definitiva llevan a reunir y a entretejer en su visión
los productos intelectuales más selectos de su tiempo: la filoso-
fía de Hegel, la economía de Smith y Ricardo, la ciencia de
Darwin, y la política francesa entre la Revolución y los sucesos
de 1848. Marx se muestra capaz de extraer los mejores zumos
intelectuales del espíritu de su época. Sin embargo, más que
en una visión, o en una síntesis original, en algo que resulta ser
la mezcla explosiva de todos esos elementos.
Puesto en una perspectiva profética, seguramente la única
manera de no falsificar el mensaje, o de no trivializarlo, es
enmarcándolo concretamente en el designio profundo de una
cultura al cual pertenece en propiedad el profeta, y que es el
designio religioso. Esto obliga a comprender a Marx mucho más
allá de la filosofía de la izquierda hegeliana, que es su contexto
filosófico, más allá de la economía clásica inglesa y de la polí-
tica revolucionaria de Francia, que forman su contexto social
En todos y cada uno de esos aspectos y situaciones hay una
rica variedad de motivos e ingredientes de la personalidad y
del pensamiento de Marx; pero cada uno de ellos puede tam-
bién ocultar el bosque.
Los grandes acontecimientos creativos del espíritu y de la
cultura, que pueden ponerse bajo un signo o desplegarse en un
ámbito religioso esencial, poseen una amplitud de onda que
sobrepasa y rompe los esquemas articulatorios que funcionan
al interior del acontecimiento. Ni un determinismo causal, ni
una lógica de conceptos, ni las analogías metafóricas de la
dialéctica o de la comprensión pueden, por sí mismos, alzarse
hasta él. Por eso, en una cultura, en definitiva, hay que edu-
carse; esto significa ser llevado por el curso de una tradición
y hallarse a sí mismo en ella. De ahí el reclamo básico de las
Humanidades y la idea de formación, como posibilidad funda-
mental de situarse en la perspectiva que abre el dominio de
una realidad histórica esencial. El designio religioso parece ser,
pues, esencial y decisivo en la configuración de una unidad
global de cultura, e irreductible a ella y a sus figuras. Hegel y
Burckhardt —Toynbee en nuestro tiempo— lo han hecho ver.
La dinámica de estos designios resulta, entonces, dificilísima de
aprehender, desde luego por la profundidad del alma donde
arraigan, por la misma anchura de sus ondulaciones témpora-
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 103

les, pero más que nada por ser justamente un designio, un gran
proyecto, una gran curva sin principio ni fin a la vista, en fin,
el ámbito de una profecía.
Creo, en efecto, que el sentido del pensamiento de Marx no
puede entenderse sino situándole en la perspectiva del cristia-
nismo moderno inaugurado por la Reforma. Los tres siglos que
separan a Lutero de Marx ofrecen apenas un ámbito de desen-
volvimiento para lo que es la unidad global de una cultura
presidida por un designio religioso. Nada extraña, en efecto,
ver establecer un puente entre Homero y Platón, entre San Pa-
blo y San Agustín, entre San Anselmo y Meister Eckhart. La
distancia aproximada que media entre ellos, sin embargo, equi-
vale a la que separa a Marx de Lutero. En otras palabras: entre
uno y otro hay una clara proximidad histórica.
Este puente, la dinámica de esta conexión, ha sido una
conciencia constante del espíritu germánico que va de Lutero
a los místicos de la Reforma y de éstos a los idealistas, para
culminar en Hegel y para llegar a ser, en Nietzsche, una con-
ciencia verdaderamente trágica. Esta conciencia se expresa en
unas palabras que fueron primeramente de Hegel, con las cua-
les Hegel concluye su escrito teológico juvenil Fe y Saber, y que
en Nietzsche tomarán una resonancia distinta y un acento te-
rrible: "Dios ha muerto".
Sospecho que en esas palabras se expresa la verdad pro-
funda de la Reforma, como algunos de sus teólogos contempo-
ráneos lo han hecho explícito. Y sospecho, además, que lo que
ellas afirman es justamente lo que Arrio había dicho y muchos
otros en modalidades diferentes. Pues, lo que en definitiva está
en juego es la naturaleza misma de lo divino; de manera más
concreta: el ser de Dios.
No pretendería, ciertamente, intentar hacer por cuenta
propia una exégesis de ese riquísimo movimiento espiritual que
ha sido la Reforma. Pero me atengo a sus datos más inmediatos
y conocidos.
Como es bien sabido, al monje Martín Lutero le atormen-
taba la culpa, el pecado que sentía morder en su carne y devo-
rar su alma. El comercio de las indulgencias —precisamente
como la pretensión de expiar el pecado con dinero— fue para
él el síntoma de que el mal atacaba por igual a la sociedad que
a la Iglesia misma. Llegó así a la conclusión de que el hombre
es miserable y se halla bajo el poderío del mal. Esta conciencia
profundamente atormentada marca la crisis del cristianismo
moderno.
Ahora bien, esa conciencia, esa voluntad atormentada de
Lutero, se ve justificada, redimida, renacida —tanto teológica
como sicológicamente— por una serena luz interior que sería,
a su juicio, la fe pura. Esta clara vivencia de la subjetividad en
su raíz esencial es ante todo —y quizá nada más— un re-
104 ESTUDIOS PUBLICOS

encuentro consigo mismo, una paz conquistada en la libre afir-


mación de sí. La justificación del hombre será, pues, su verdad
interior y su libertad. La fe justifica; no las obras manchadas
por la culpa y a través de las cuales el hombre no sólo no se
rescata a sí mismo, ni se justifica ante Dios, sino, por el contra-
rio, se pierde y enajena.
No parece posible entender la mística germánica, su oscu-
ra búsqueda de un último e irreductible fundamento a través
de una dialéctica de la nada, sin esa vivencia que Lutero en-
marcó como fe. No sería posible entender debidamente la idea
kantiana de autonomía y de una razón hecha libertad de la
Crítica de la Razón Práctica, sin el tácito respaldo de la fe de
Lutero. Ni entender al margen de aquella vivencia teológica la
Investigación sobre la Esencia de la Libertad Humana, ese
notable escrito de Schelling; ni la experiencia de la nada y de
la angustia y el anonadamiento en la fundamentación de la
metafísica, que Heidegger propusiera en su lección inaugural
de Friburgo Qué es Metafísica.
Esa teología de la fe, que serena el alma moderna de un
Lutero, alcanza toda su magnitud y se yergue como el techo y
la culminación de una experiencia del espíritu, en el pensa-
miento de Hegel.
El mismo título de aquel escrito juvenil suyo recordado, Fe
y Saber, es todo un lema. ¿Qué "saber", sin embargo, es éste?
Hegel ha desenvuelto plenamente todos los momentos intrínse-
cos de ese gran designio religioso, de esa nueva experiencia de
la fe que Lutero plantea. Diríase que muestra, así, la urdimbre
de esa experiencia y que rehace en ella el tejido completo de
nuestra cultura. Nada escapa a las mallas de ese "saber" —a
sus oscuras metáforas—, desde la fugaz sensación hasta las
variedades de experiencia religiosa y las formas diversas de las
artes; desde las estructuras de la historia, hasta la filosofía de
la filosofía.
A partir de un estar perdido y atormentado en el mundo
de las obras humanas como en una realidad atravesada por el
pecado y, en definitiva, extraña, la fe trae a la quietud de una
subjetividad profunda, a la identidad idealizada de una con-
ciencia justificada y creadora, capaz de hacerse real. Esa vo-
luntad de hacer de la sustancia un sujeto, el regreso de la
conciencia hacia sí misma en una búsqueda cuya profundidad
le permite ir quemando dialécticamente sus etapas, en defini-
tiva se proyecta en una Lógica, de la que Hegel dice que es "el
reino del pensamiento puro" y cuyo contenido, añade, "es la
representación de Dios, tal como está en su ser eterno, antes
de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito".
¿No es esta gnosis el sentido de la nueva fe que Lutero
inaugura? Pero, ¿qué ha ocurrido en ella, sino una radical secu-
larización y mundanización —por la vía del "pensamiento
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 105

puro" y de la "subjetividad"— de Dios mismo? Y, en definitiva,


¿no fue eso también lo que intentara Arrio en los comienzos del
cristianismo? Y lo que habrá de intentarse una y mil veces, por-
que el problema de Dios está clavado en lo más hondo del co-
razón y de la inteligencia del hombre, de manera que éste no
dejará nunca de preguntarse por El, ni dejará, tampoco, de
distorsionar su naturaleza, principalmente en un querer iden-
tificarle consigo mismo.
La "muerte de Dios" fue, por eso, según Hegel, en el escri-
to ya citado, un "Viernes Santo especulativo". Hegel describe
ese proceso como resolución de un "dogmatismo del ser" en el
"dogmatismo del pensamiento". O también, con otras palabras
también suyas, como el paso de una "metafísica de la objetivi-
dad" a una metafísica de la "subjetividad". Ahora bien, en la
Introducción a este mismo escrito. Hegel habló de lo que acos-
tumbrara a llamar "principio del Norte". "Es decir, en térmi-
nos religiosos -aclara- , del protestantismo: a saber, la sub-
jetividad".
En las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal
Hegel afirmará, más tarde: "La intimidad del espíritu germáni-
co fue el terreno propio de la Reforma.. . En Alemania, donde
se conservaba la pura espiritualidad interior, hubo un monje
sencillo que buscó e hizo brotar en su espíritu la perfección El
"esto" que la cristiandad había buscado antes en un sepulcro
de tierra y piedras, lo halló este monje en el sepulcro más hon-
do de la absoluta idealidad de todo lo sensible y externo, en el
espíritu, y lo mostró en el corazón". Y añadió estas palabras
bien decisivas: "La sencilla doctrina de Lutero es la doctrina de
la libertad, a saber, que el hombre natural no es como debe ser.
que necesita superar la naturaleza mediante la espiritualidad
interna, que el intermediario entre el hombre v la esencia de
su espíritu. Dios, no puede ser un más acá sensible; que. por lo
tanto, la subjetividad infinita, es decir, la verdadera esDiritua-
lidad, Cristo, sólo se alcanza por la reconciliación con Dios en
la fe (IV, 3º, l). Por consiguiente, Dios —'esencia del espíri-
tu'— y Cristo —'subjetividad infinita'— se alcanzan por una
'reconciliación' en la "fe".
Tal es la teología de un nuevo designio religioso, de una
nueva fe que ya no es probablemente fe en Dios —y quizá en
nadie o, a lo sumo, en lo indeterminado de sí mismo. Una fe
que puede llegar a ser nada más que confianza subjetiva de
una voluntad de poder.
El criterio evangélico enseña a conocer por los frutos. Y
efectivamente el sentido profundo del pensamiento de Hegel y
del nuevo designio religioso que la Reforma inaugura, puede
tal vez descubrirse en los discípulos de Hegel, en quienes más
próximamente se han alimentado de su espíritu. Bastaría revi-
sar los títulos de las obras de los filósofos de la izquierda hege-
106 ESTUDIOS PUBLICOS

liana —que es la que se muestra más viva— para advertir de


dónde proviene y en qué dirección marcha esta filosofía. Desde
la Vida de Jesús (1835) de Strauss, al Cristianismo Descubierto
(1843) de Bauer, y a la Esencia del Cristianismo (1841) y la
Esencia de la Religión (1845) de Feuerbach, la sola lectura de
estos títulos, agrupados todos ellos en un mismo centro, permi-
te ver hacia dónde reflorece y se prolonga el pensamiento de
Hegel. Esto es, hacia lo que Nietzsche llamó la "continuación
del protestantismo", hacia una gran exégesis de la fe de Lute-
ro, que va poniendo progresivamente en claro su contenido real.
Por eso, afirmó Nietzsche: "Cuando digo que la filosofía está
corrompida por la sangre de los teólogos, los alemanes podrán
entenderme en seguida: en el protestantismo está su peccatum
originale. Sólo basta con pronunciar las palabras 'Fundación
de Tubingen' para entender qué es, en el fondo, la filosofía ale-
mana: una teología artera" (El Anticristo 10). Estas palabras
pueden ponernos ya en la pista de Marx, pero hace falta un
eslabón decisivo.
Todo ese proceso espiritual e intelectual que va haciéndose
explícito de Lutero a Hegel, llega casi al nivel de la vulgaridad
en el sincero y prosaico pensamiento de Feuerbach, cuya "ac-
ción liberadora" Engels proclamó en el libro que le dedicara,
donde, en nombre suyo y ciertamente de Marx, dice: "todos
fuimos momentáneamente feuerbachianos". Marx mismo lo
elogió en la Sagrada Familia, y las Tesis sobre Feuerbach han
llegado a ser todo un credo de un marxismo liberal que prospe-
rara en medios intelectuales de las últimas décadas.
En un ensayo que Feuerbach publica tres años después
de la Esencia del Cristianismo y que titula La Esencia de la Fe
entendida en el sentido de Lutero (1844), la tesis que sostiene
es justamente la identidad de su propia obra con el concepto
luterano de la fe. Feuerbach cita en la Esencia del Cristianismo
la frase de Lutero: "Posees a Dios en la medida que crees en El"
y la comenta así: 'Luego, si creo en un Dios, tengo un Dios; es
decir, la fe en Dios es el Dios del hombre". Dios, por consiguien-
te, no es más que la 'autocerteza' del hombre y el mundo de la
'fe', el de una 'subjetividad ilimitada'".
Lo que Feuerbach llamó "esencia teológica de la religión"
es sobrepasada, a su juicio, por la vía del "sentimiento" y con-
ducida, así, a su esencia verdadera y antropológica: "el senti-
miento constituye la esencia humana de la religión". Por con-
siguiente, "la esencia de Dios no es más que la del ser humano".
Entonces, "el secreto de la teología está en la antropología". Y
Feuerbach podrá decir, en fin: "El único Dios del protestantis-
mo no se preocupa ya, como el catolicismo, por lo que Dios sea
en sí mismo, sino por lo que El es para el hombre; por eso, no
tiene, como el catolicismo, tendencia especulativa o contempla-
tiva alguna; ya no es teología: es esencialmente cristología, o
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 107

sea, antropología religiosa" (Principios de la Filosofía del Por-


venir 2).
En una frase incidental de sus Lecciones sobre Filosofía de
la Historia Universal Hegel dijo algo tal vez simple, pero elo-
cuente: con la Reforma "la industria se hace ética". Claro, todo
cae dentro de ese campo ambiguo de la "antropología religiosa".
Entonces la filosofía, la economía, la historia, la acción política
o la industria ya no serán simplemente tales. Habrán caído en
el espeso simbolismo de una teología y quedarán entregadas a
la exégesis profética de una "antropología religiosa".
Por eso, Marx podrá, a primera vista, hablar a la letra el
lenguaje de Smith y Ricardo, pero estará diciendo cosas ente-
ramente diversas. Retomará, por ejemplo, la distinción de
Adam Smith entre valor de uso y valor de cambio, pero dándo-
les un sentido radicalmente distinto, de manera que, frente a
El Capital, los hombres de la ciencia económica lo mejor que
pueden hacer es quedar perplejos. Allí está en juego, en rigor,
otra cosa. Algo más profundo, y, al decir de Nietzsche, más
"artero".
"Para Alemania la crítica de la religión está terminada",
dijo Marx en la frase inicial de su trabajo Sobre la Crítica de la
Filosofía del Derecho en Hegel que publica en París en 1844 en
el Anuario franco-alemán que él mismo dirige. Téngase en
cuenta que la idea de "crítica" viene aquí de la tradición kan-
tiana v significa, por lo tanto, discernir, establecer las condicio-
nes de posibilidad, juzgar, que fuera, por lo demás, el sentido
originariamente griego de la palabra.
Para Marx, según el mismo texto, "el pasado revoluciona-
rio de Alemania" sería "teórico": la Reforma. Lutero habría
"mudado la religiosidad a la intimidad del hombre". Pero esa
crítica, ya hecha y "terminada" —en una clara alusión a
Feuerbach— es "la premisa de toda crítica" y descansa sobre
el fundamento siguiente —siempre en la línea de Feuerbach—:
"la religión es la conciencia y el sentimiento que de sí posee el
hombre que no alcanzó el dominio de sí mismo o lo ha perdido".
El sentido comúnmente admitido de esa idea es que ella
plantea el paso a la praxis con arreglo a la conocida undécima
Tesis sobre Feuerbach, según la cual los filósofos habrían "in-
terpretado" el mundo, pero de lo que ahora se trataría es de
"transformarlo". Sin embargo, si la idea de Marx no se piensa
sólo en el primer plano de unas intenciones eventualmente
pragmáticas, podrá reconocerse que esa idea puede inscribirse
cabalmente en el pensamiento más propio de Lutero e incluso
de Hegel. Ciertamente, la religión es "conciencia y sentimiento
de sí". Y lo es, justo, del hombre enajenado, del hombre que no
ha alcanzado o que perdió el dominio de sí. Aparentemente la
diferencia sería que para Lutero la fe por sí misma resolvería
el problema de esa enajenación; la conciencia y el sentimiento
108 ESTUDIOS PUBLICOS

de sí religiosos, serían válidos y terminales. Para Hegel, en


cambio, habría necesidad de un paso dialéctico de la religión a
la filosofía, de la fe al saber, que se cumple en el espíritu abso-
luto. Y para Marx, en fin, sería una praxis revolucionaria la
"realizadora" de la filosofía. La experiencia política vivida en
Francia y la ciencia económica asimilada en Inglaterra y pues-
ta en El Capital, constituirían la "crítica" propiamente mar-
xista.
La interpretación parece de una convincente simplicidad.
Sin embargo, no creo que sea tan clara, y en ese progresismo
lineal me parece ver, más bien, la marca del positivismo, que
pronto sella al marxismo, convirtiéndolo en instrumento de fá-
cil empleo por el maquiavelismo de Lenin.
¿Representan El Capital y la Crítica de la Economía Polí-
tica que Marx hace, un paso nuevo, dado fuera del ámbito de
la "fe" luterana y del "saber" hegeliano? ¿O hay aquí todavía
una "crítica" en el antiguo sentido, que es todavía una dimen-
sión intrínseca de esa 'fe' y una modalidad propia de este 'sa-
ber'? ¿Es El Capital nada más que una ciencia del modo de
producción capitalista que haya añadido a la economía clásica
una dimensión histórica?
Comencemos por esto último. En la Introducción General
a la Crítica de la Economía Política de 1857 —que Althusser
considerara como el Discurso del Método del marxismo— dijo
Marx: "La sociedad burguesa es la más compleja y desarrolla-
da organización histórica de la producción. Las categorías que
expresan sus condiciones y la comprensión de su organización
permiten, al mismo tiempo, comprender la organización y las
relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasa-
das, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos
vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que
meros indicios previos han desarrollado en ella su significación
plena".
Marx plantea el problema en el terreno de la biología,
aunque no necesariamente en los términos del evolucionismo,
a pesar de su admiración por Darwin. La anatomía del hombre
sería la clave de la anatomía del mono. Los indicios de las for-
mas superiores en las especies animales inferiores pueden ser
comprendidos justamente cuando se conoce la forma superior.
Sobre la base de estas analogías dirá Marx: "La economía
burguesa suministra así la clave de la economía antigua". Marx
explicará, entonces, que "la así llamada evolución histórica re-
posa en general en el hecho de que la última forma considera
a las pasadas como otras tantas etapas hacia ella misma".
Ahora bien, esto ocurre en virtud de una "autocrítica". Pero
tal 'crítica' se concibe a la luz de una nueva analogía que Marx
descubre en el terreno religioso: "La religión cristiana fue capaz
de ayudar a comprender de una manera objetiva las mitologías
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 109

anteriores sólo cuando llegó a estar dispuesta a su propia auto-


crítica". Y la analogía prosigue y llega al fondo: "La economía
burguesa únicamente llegó a comprender la sociedad feudal,
antigua y oriental, cuando comenzó a criticarse a sí misma.
Precisamente porque la economía burguesa no se identificó
pura y simplemente con el pasado fabricándose mitos, su críti-
ca de las sociedades precedentes, sobre todo del feudalismo,
contra el cual tuvo que luchar directamente, fue semejante a
la crítica dirigida por el cristianismo contra el paganismo, o
también a la del protestantismo contra el catolicismo".
El modo de producción capitalista, la economía y la socie-
dad burguesa, por consiguiente, no son meros momentos de un
proceso histórico, sino el todo que da sentido a sus partes, las
cuales en un primer plano aparecen dentro de una "evolución
histórica" que llevaría del mundo oriental al mundo antiguo y
al feudalismo, para llegar finalmente a la sociedad burguesa.
Esta, no obstante, es la forma superior, completa y acabada de
todas las otras. El paso hacia ella tiene la forma de una "críti-
ca" que es, en realidad "autocrítica", esto es, autoconciencia.
Y el modelo decisivo es la "crítica" que dirige el cristianismo al
paganismo y luego el protestantismo al catolicismo. El pensa-
miento de Marx parece moverse, pues, rigurosamente dentro de
los esquemas teológico-filosóficos de un designio fundamental
que lleva de Lutero a Hegel.
¿Cuál es la "crítica" de la sociedad burguesa y del modo
de producción capitalista que El Capital plantea? La sociedad
burguesa, el modo de producción capitalista y el capital mismo
están atravesados por un vicio radical, por un pecado originario.
Marx lo llama plusvalía. Es originario porque ella genera
el capital, que es precisamente la clave de este modo de produc-
ción. Y es un pecado porque en ella hay una injusticia radical,
el despojamiento de lo que pertenece, en definitiva, a la natu-
raleza misma del hombre, a la vida como circulación entre el
hombre y la naturaleza y que es el trabajo, fuente y medida,
por eso mismo, de todo valor.
Esa injusticia básica la detecta El Capital a partir de un
análisis de la mercancía, que es la forma elemental de la rique-
za en el sistema de producción capitalista, el cual llega a pre-
sentarse, en efecto, "como una inmensa acumulación de mer-
cancías". Pero en la mercancía se lleva a cabo una abstracción
del trabajo humano y, por ende, del hombre mismo y de sus
obras. En ella no importan ya las cosas mismas y sus usos
naturales. El lienzo, la chaqueta, la mesa o la casa, tanto como
el hilador, el sastre, el ebanista o el albañil, pasan a indiferen-
ciarse en una pura relación cuantitativa que es "mera agluti-
nación de trabajo homogéneo". Entonces, del trabajo de un
hombre, convertido él mismo en mercancía, se apodera otro
hombre, pagando a aquél sólo lo que le mantiene en el flujo
110 ESTUDIOS PUBLICOS

de la circulación de las mercancías, pero despojándole del ma-


yor valor que su trabajo genera, para constituir precisamente
el capital. "Una mercancía parece ser a primera vista una cosa
trivialmente simple", dice Marx. No obstante, "su análisis
pondrá de manifiesto que es una cosa muy truculenta, llena
de sutilezas metafísicas y de argucias teológicas". El valor en
uso de las cosas nada tiene de misterioso. Sencillamente satis-
face necesidades humanas, y el hombre, con su trabajo, trans-
forma las sustancias naturales en formas útiles. El trabajo trans-
forma la madera en una mesa, la cual sigue siendo una cosa
ordinaria y material para el uso del hombre, que le reconoce
tal valor. Pero, dice Marx, "tan pronto como la mesa se convier-
ta en mercancía se transformará de cosa material en cosa
suprasensible".
Marx habla, entonces, de un "carácter místico de la mer-
cancía" o también de "el misterio de la forma mercancía", y
explica que, "para hallar un proceso análogo", sería necesario
trasladarse "a la región nebulosa del mundo religioso". ¿Por
qué es así? Porque en la mercancía "una relación social entre
los hombres mismos" toma "la forma fantasmal de una relación
de cosas". Este "fetichismo", añade Marx, "es inseparable del
sistema de producción de mercancías", por lo tanto, de la socie-
dad burguesa y del capitalismo.
He ahí, pues, una enajenación del hombre, una caída que
vicia de raíz la relación social en el sistema de producción capi-
talista. Pero como éste da la clave de las sociedades precedentes,
estaríamos en presencia de una culpa y un mal originales. ¿Có-
mo no ver aquí la misma escena del pecado y de la enajenación
que se representan en la "fe" de Lutero y en el "saber" de Hegel?
A mi entender, el famoso texto del Prólogo a la Contribu-
ción a la Crítica de la Economía Política, en donde Marx dice
que el conjunto de las "relaciones de producción forma la es-
tructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se
eleva un edificio jurídico y político, a la que corresponden de-
terminadas formas de conciencia social", de manera que "el
modo de producción de la vida material determina el proceso
de la vida social, política y espiritual" —texto que contendría
algo así como el axioma del "materialismo dialéctico— ha sido
entendido de manera demasiado simple. Desde luego, Marx no
aclara para nada cuál es esa relación de "estructura-superes-
tructura" (Uberbau), ni qué significa cuando dice en ese texto
que una "determina" (bedingt) a la otra. Pienso que tal vez
debiera entendérselo a la luz de lo que Hegel dice en la Enci-
clopedia y también en la Filosofía del Derecho, cuando distin-
gue lo que llama "el sistema de las necesidades" del "Estado",
elemento, este último, del Espíritu Absoluto, en tanto aquél lo
es de meras relaciones entre individuos. Hegel puso el Estado
SOBRE EL SENTIDO DEL PENSAMIENTO DE MARX 111

por encima, como una superación de la Sociedad Civil y del


"sistema de necesidades" que tiene lugar en ella.
Lo que Marx ha querido decir entonces con su tan men-
tado "materialismo dialéctico", probablemente no sea sino una
"inversión" de esa dialéctica para descubrir, como dijera en el
Prólogo a la segunda edición de El Capital, el "núcleo racio-
nal" oculto en una "envoltura mística". Marx no sería, enton-
ces, en este aspecto, sino un liberal, un pensador que despoja
al Estado de su preeminencia espiritual, en beneficio del siste-
ma de necesidades en el plano de las relaciones interindivi-
duales.
Sin embargo, hay una diferencia fundamental. Se oye de-
cir a los liberales que si el mercado no produce sus efectos
naturalmente beneficiosos es por no ser, realmente, un merca-
do libre, porque no tiene lugar la 'concurrencia perfecta'. Las
interferencias del Estado serían el principal factor perturbador.
La tesis de Marx es otra. La mercancía y, por ende, el merca-
do— estaría viciada de raíz por una injusticia originaria que
el Estado socialista, en una dictadura del proletariado, debe
expiar para conducir —en una verdadera utopía liberal— a la
final desaparición del Estado y a una sociedad comunista don-
de bien pudiera decirse que una "mano invisible" hace a cada
cual dar en la medida de su capacidad y recibir en la medida
de su necesidad, según dijera el Manifiesto Comunista.
La "inversión" marxista de la dialéctica hegeliana; el des-
cubrimiento del "núcleo racional" en ella, y el abandono de su
"envoltorio místico", es precisamente la "muerte de Dios", el
paso de la Fe al Saber, la conversión de la teología en antropo-
logía, de Dios en el hombre. Ahí está el punto de fractura de la
moderna cristiandad. El pensamiento de Marx se inserta ple-
namente en ese complejo y lo reitera proféticamente. Este
proceso quizá haya tocado fondo. Así parecen pensarlo Nietzs-
che, cuando anunciara el advenimiento del nihilismo, y Hei-
degger cuando habló de la huida de los dioses, la masificación
del individuo, la destrucción de la tierra y la sospecha insidiosa
hacia todo lo creador, como los rasgos que caracterizan nues-
tro tiempo.
En una coyuntura así, fuera de desear a la cristiandad ocu-
parse derechamente del asunto, quizá mediante la realización
de un nuevo Concilio, de una reunión ecuménica ahora de teo-
logía especulativa que abordara de frente, y con la experiencia
de ateísmo acumulada por la cristiandad moderna, la cuestión
acerca de Dios mismo y de su naturaleza. Si nos hemos estado
moviendo tácitamente en este ámbito, ¿por qué eludirlo? Bien
pudiera, pues, el nuevo siglo iniciarse con un nuevo Nicea.

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