Vial Sobre El Sentido Del Pensamiento de Marx
Vial Sobre El Sentido Del Pensamiento de Marx
Vial Sobre El Sentido Del Pensamiento de Marx
les, pero más que nada por ser justamente un designio, un gran
proyecto, una gran curva sin principio ni fin a la vista, en fin,
el ámbito de una profecía.
Creo, en efecto, que el sentido del pensamiento de Marx no
puede entenderse sino situándole en la perspectiva del cristia-
nismo moderno inaugurado por la Reforma. Los tres siglos que
separan a Lutero de Marx ofrecen apenas un ámbito de desen-
volvimiento para lo que es la unidad global de una cultura
presidida por un designio religioso. Nada extraña, en efecto,
ver establecer un puente entre Homero y Platón, entre San Pa-
blo y San Agustín, entre San Anselmo y Meister Eckhart. La
distancia aproximada que media entre ellos, sin embargo, equi-
vale a la que separa a Marx de Lutero. En otras palabras: entre
uno y otro hay una clara proximidad histórica.
Este puente, la dinámica de esta conexión, ha sido una
conciencia constante del espíritu germánico que va de Lutero
a los místicos de la Reforma y de éstos a los idealistas, para
culminar en Hegel y para llegar a ser, en Nietzsche, una con-
ciencia verdaderamente trágica. Esta conciencia se expresa en
unas palabras que fueron primeramente de Hegel, con las cua-
les Hegel concluye su escrito teológico juvenil Fe y Saber, y que
en Nietzsche tomarán una resonancia distinta y un acento te-
rrible: "Dios ha muerto".
Sospecho que en esas palabras se expresa la verdad pro-
funda de la Reforma, como algunos de sus teólogos contempo-
ráneos lo han hecho explícito. Y sospecho, además, que lo que
ellas afirman es justamente lo que Arrio había dicho y muchos
otros en modalidades diferentes. Pues, lo que en definitiva está
en juego es la naturaleza misma de lo divino; de manera más
concreta: el ser de Dios.
No pretendería, ciertamente, intentar hacer por cuenta
propia una exégesis de ese riquísimo movimiento espiritual que
ha sido la Reforma. Pero me atengo a sus datos más inmediatos
y conocidos.
Como es bien sabido, al monje Martín Lutero le atormen-
taba la culpa, el pecado que sentía morder en su carne y devo-
rar su alma. El comercio de las indulgencias —precisamente
como la pretensión de expiar el pecado con dinero— fue para
él el síntoma de que el mal atacaba por igual a la sociedad que
a la Iglesia misma. Llegó así a la conclusión de que el hombre
es miserable y se halla bajo el poderío del mal. Esta conciencia
profundamente atormentada marca la crisis del cristianismo
moderno.
Ahora bien, esa conciencia, esa voluntad atormentada de
Lutero, se ve justificada, redimida, renacida —tanto teológica
como sicológicamente— por una serena luz interior que sería,
a su juicio, la fe pura. Esta clara vivencia de la subjetividad en
su raíz esencial es ante todo —y quizá nada más— un re-
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