El Hombre Bravo - Patricia Nell Warren
El Hombre Bravo - Patricia Nell Warren
El Hombre Bravo - Patricia Nell Warren
El hombre bravo
ePub r1.2
triangulín 03.07.14
Título original: The Wild Man
Patricia Nell Warren, 2001
Traducción: Montserrat Triviño
Ilustraciones: Ruven Afanador, «Noel Pardo y Cristóbal Pardo Jr»
Diseño de cubierta: Rubén Montero
Antonio Escudero
Rancho Diana
14144 Camino Los Ciervos
Valley Center, California
***
Era uno de esos días de otoño en que el hombre del tiempo advierte de
la llegada de los legendarios vientos de Santa Ana y que los californianos
esperan con gran nerviosismo.
A simple vista, Rancho Diana no era nada del otro mundo. Atravesé en
mi camioneta una extensión discreta de pastos irrigados, tal vez unas
ochenta hectáreas, rodeadas por una valla al estilo de las que hay en los
cotos de caza. Parecía un prado de pastoreo, pero junto al arroyo —
bordeado de maleza que empezaba a amarillear— no vi animales. Seguí con
la mirada el curso del riachuelo hasta un cañón que se hallaba entre las
colinas rocosas. Cuando aparqué cerca del establo, cuatro caballos árabes
mestizos levantaron la cabeza y me observaron desde sus cubículos.
Antonio estaba solo en uno de los corrales, vestido con unos Levis
desteñidos y un sombrero Stetson de paja. Recogía excrementos de caballo
equipado con una pala y una carretilla. Un caballo gris le seguía a todas
partes y le mordisqueaba los bolsillos de las caderas en busca de dulces. El
ex torero parecía un viejo ranchero chicano haciendo sus tareas. Se acercó a
saludarme mientras empujaba la carretilla y me fijé en que su cojera no era
tan evidente ese día. Me dio un cariñoso abrazo al estilo español y me besó
en la mejilla.
—Hola, Paty —me dijo—. El resto de la familia anda por ahí, haciendo
cosas.
¿Familia? Entonces… ¿es que aún no había salido del todo del armario?
No veía bicicletas ni pelotas de baloncesto ni otros trastos de críos por allí
cerca.
—¿No tienes hijos, Antonio?
—La tierra es mi hija.
Mientras me presentaba a los caballos, dos galgos pintos empezaron a
darnos la lata. Perros de carreras retirados, me dijo. Los había adoptado
para evitar que los mataran. Había codornices de California por todas
partes: correteaban entre las patas de los caballos y picoteaban el grano
dócilmente.
—He aprendido a apreciar a los animales para mí extraños —dijo
irónicamente mientras les rascaba las orejas a los caballos y les acariciaba
el cuello.
Me emocionó la delicada belleza de aquel lugar. A menudo se oyen
demasiados estereotipos sobre los españoles: que si son muy orgullosos,
que si son tercos, quijotescos, crueles, apasionados, enigmáticos, etc… pero
raras veces se oye hablar de lo mucho que los españoles aman la tierra.
Los edificios de Rancho Diana eran construcciones de estuco,
levantadas en un antiguo huerto de olivos a principios de siglo. Los
propietarios anteriores habían derribado la mayoría de los olivos y en su
lugar había ahora tierras de pastoreo, pero quedaba aún una franja de olivos
de cuatrocientos años de antigüedad que daban sombra a las cuadras. Me di
cuenta en ese momento de lo atractivos que debían de haber resultado esos
árboles a los españoles que buscaban propiedades en California. Había
árboles frutales jóvenes y bien regados que resguardaban un huerto
rebosante de sanísimas plantas y hortalizas. Igual que abejas, los colibríes
revoloteaban por todas partes en busca de comida. Los rosales se inclinaban
pesadamente sobre los caminos. Era obvio que todos en aquella familia
trabajaban como animales para que el lugar se conservara así de hermoso.
Y entonces, cuando aumentó el calor de la mañana, un rebaño de
espléndidos animales de pelaje rojizo, parecidos a los alces, surgieron de
entre la maleza que había junto al arroyo y se dirigieron hacia el cañón. La
mayoría eran hembras, crías y machos jóvenes. Entre ellos había un ciervo
adulto, de cuyas enormes astas rosadas se desprendían los restos de la borra.
Se detuvo para restregar sus astas contra unos arbustos y terminar de
limpiarlas.
—Sabes qué animales son esos, supongo. —Antonio sonrió con orgullo.
—Huuy… No había visto ciervos desde que estuve en España. ¿De
dónde los has sacado?
—Excedente de un coto de caza argentino. Esa subespecie ya no existe
en España. Rancho Diana tiene la licencia de California como reserva
natural privada. Recorremos el mundo entero en busca de fauna española:
zoológicos, tratantes de animales… Desde aquí, y una vez que nos hemos
asegurado de que los animales están sanos, los mandamos de vuelta a
España. Ese macho tiene unos cuernos de primera. Por supuesto, nosotros
jamás lo cazaríamos. También tenemos aquí un par de linces españoles…
los corrales están por allí.
En los corrales de los linces, resguardados del sol gracias a los árboles,
observamos el inquieto ir y venir de los dos felinos, que nos miraban con
cautela bajo la luz trémula y veteada y curvaban sobre el lomo sus colas
minúsculas.
—Así que los toreros —dije— cambian de profesión cuando se retiran
del ruedo. Domecq cría caballos andaluces, el Cordobés se metió en el
negocio inmobiliario, el Viti y Mondeño querían ser monjes, Dominguín
importa películas. Y tú eres… ¿ecologista?
—Ha llegado la hora de ponerse a la sombra y tomar un poco de vino,
muñeca —dijo.
Seguimos caminando bajo las sombras trémulas hacia la casa de estuco,
arropada como un ciervo entre una espesa arboleda de eucaliptos y robles.
De la pared del pasillo colgaba un recorte enmarcado de un ejemplar de
1975 del Times de Los Ángeles. Decía así:
***
Cuando por fin me quedé solo en mi habitación, apagué las luces. Antes
de dejar salir a la chica del cuarto de baño, abrí los postigos y me apoyé en
el marco de la ventana. Me envolvió el aire de la noche, que también se
coló en la habitación llena de humo. En el exterior, una lluvia ligera había
mojado las calles. Aspiré con fuerza, ansiosamente, el olor de la lluvia y
llené con él mis secos pulmones.
El aire del norte era tan delicioso que los santanderinos siempre
bromeaban con meterlo en latas para vendérselo a los turistas. Cada año
caían de seiscientos a setecientos milímetros de lluvia. Para un hombre que
procedía de la reseca Meseta central española, la exuberante vegetación del
norte era abrumadora y sensual, un verdadero bosque húmedo. El parque
municipal que había allí cerca rebosaba hierba fresca y robustas palmeras,
tamarindos y camelias cuyas flores de color rosa brotaban por doquier.
Tierra adentro, había miles y miles de hectáreas de campos color esmeralda,
en los que crecía el maíz que servía de alimento a los célebres rebaños de
vacas lecheras de aquella provincia, conocida desde tiempos medievales
como La Montaña. En las montañas había bosques de robles, de castaños y
de eucaliptos que filtraban los vientos procedentes del mar y volvían el aire
tan tonificante como las pastillas para la tos. En alguna parte de aquel
bosque húmedo español, mi querido y joven amigo había mamado la leche
de su madre montañesa. Bendita fuera esa madre.
Sobre la cómoda se hallaba el altar portátil frente al cual yo había
rezado aquella misma mañana. La Virgen de las Mercedes me ofreció su
sonrisa reconfortante desde su marco dorado. Una de las velas, cuya llama
era parpadeante, ardía aún en su vaso votivo. Vi reflejado al Bravo en el
espejo que había sobre el altar. En 1961, había una sonrisa juvenil y una
arrogancia inquebrantable en aquel mismo rostro: aquel fue el año en que el
dueño del rostro, que entonces tenía veinte años, cortó su primera oreja
como matador. Ahora, desde aquel rostro endurecido me devolvía la mirada
un gladiador en cuyos ojos se advertía el cansancio.
El Bravo se quitó el anillo con el diamante y lo dejó sobre la cómoda: lo
habían llevado varias generaciones de hombres Escudero que estaban en
posesión del secreto. Se quitó también los gemelos de diamantes y la
camisa blanca como la nieve, que dejó al descubierto su torso de hombre
bravo, con sus viejas cicatrices de cornadas. La necesidad y la rabia le
habían llevado a asumir riesgos que pocos toreros asumían ya. Una cicatriz
apenas visible, recuerdo de un toro de Pedro Romero en Jaén, partía en dos
la mata de vello negro de su pecho. Y luego estaba la minúscula cicatriz que
le había dejado en la plaza de Salamanca un toro de Guardiola, que le
inmovilizó sobre la arena y le rompió tres costillas.
La enorme cicatriz de Écija, del 23 de abril de 1968, no se veía en el
espejo. Estaba oculta bajo sus caros pantalones hechos a medida por un
sastre inglés. Si hablo con franqueza, he de decir que esa herida fue la que
le enseñó al Bravo a sentir compasión por las mujeres que han sido
violadas. Inmovilizado sobre la arena, oyó sus propios gritos mientras
trataba de apartarse de las astas del toro. El toro de Lara no le destrozó los
genitales, pero le clavó el asta entre los muslos, hasta la pelvis. Dañó ciertos
nervios de la pierna y, como siempre, el parte de los cirujanos se publicó
con todo detalle en periódicos que no se atrevían a contar la verdad acerca
de los encarcelamientos políticos y las torturas. Esa era la tradición cuando
un torero sufría una cornada: nuestros cuerpos y nuestras heridas eran
propiedad de todos y cada uno de los ciudadanos de este país.
Tras haber sobrevivido a ese peligroso aviso, el Bravo quería hacer con
su virilidad algo más que citar al toro. Quería estrecharla contra otro ser
humano, en un acto de amor, de amor.
El Bravo estaba hambriento. De vez en cuando se tomaba unas discretas
vacaciones en el extranjero con la excusa de conocer otras artes y otras
culturas. Allí, de incógnito, se atiborraba de la comida sexual que la ley
prohibía en España. Contaba las veces como si fueran trofeos: una en
Nueva York, seis en Francia, tres en Alemania… Nada de muchachos, ni de
travestidos que escondían una sorpresa bajo las bragas de encaje… Un
muchacho o un travestido era como un pedacito de anchoa para un hombre
que quería comerse un atún entero. El Bravo prefería a los putos adultos,
con cicatrices y rostros endurecidos como el suyo —putos extranjeros—,
que caminaban como los hombres, olían a hombre y tenían sabor a hombre
cuando les desabrochaba sus varoniles cinturones. Esas experiencias le
proporcionaban un alivio efímero, pero dejaban al Bravo paralizado de
lujurioso arrepentimiento cuando regresaba a España para someterse de
nuevo al yugo.
Los maricas habían proliferado en España durante la Segunda
República, como las amapolas y el aciano en los caminos llenos de baches
de la fe: un inmenso prado lleno de poetas, escritores, músicos,
dramaturgos, pintores y escultores que defendían la humanización y el
cambio. Tía Pura me había contado que Federico García Lorca planeaba
impulsar un movimiento que defendiera el derecho de cada uno de amar a
quien quisiera. No me sorprende que le pegaran dos tiros. Ahora, para la
gente de derechas la palabra maricón era sinónimo de «rojo», «judeo-
masónico» y «traidor». El Bravo ansiaba pastar en aquel prado de amor,
pero había actuado con discreción: había mantenido las apariencias
relacionándose con mujeres y jamás había tocado un cuerpo masculino en
España. En su vida profesional había tomado, incluso, la precaución de
rodearse de hombres leales que no le resultaran atractivos —hombres como
Santí o los hermanos Vandilaz— para no sucumbir a la tentación.
Sí, aquella era la respuesta más sincera a la pregunta del periodista
yanqui. La repuesta a la pregunta de por qué en una buena tarde y con el
toro adecuado, el Bravo era capaz de conseguir que el público enloqueciera:
porque el Bravo abría una grieta en su propia armadura y permitía que el
público vislumbrara su dilema sexual, la muerte lenta de su espíritu, la
espada que atravesaba su propio corazón… Pero sólo en el ruedo. Fuera del
ruedo, el Bravo sólo era otro buey con el yugo en el cuello.
Exhausto, guardé los gemelos de diamantes y el anillo en mi maleta y
escondí la llave de esta bajo el colchón. Después me acerqué a la puerta del
baño: la rubia estaba repantingada en el borde del bidé, tal vez
preguntándose si me había olvidado de ella.
—¿Habla inglés? Sprechen Sie Deutsch? Parlez–vous français?
Y allí estaba yo, bajo las sabanas con una mujer desnuda. Esa noche no
completamos el acto sexual, pues yo estaba demasiado cansado. Sólo una
mamada: así podía tumbarme de espaldas y relajarme.
«Camina».
Me di cuenta de que mi imaginación, también exhausta, vagaba en
busca del hombre de los ojos azules. Para que se me levantara con una
mujer, tenía que pensar en un hombre. No existía remedio para eso. Una
vez, durante uno de mis viajes a Francia, un cura francés me dijo que
algunos hombres desean acostarse con mujeres, pero tienen que pensar en
hombres para correrse. Había escuchado esa verdad miles de veces en el
confesionario. En alguna parte de Santander, Juan Diano permanecía
despierto, tal vez en algún sótano minúsculo que compartía con otros
emigrantes. Tal vez se estuviera acariciando mientras pensaba en mí, o tal
vez estuviera acariciando a algún compañero de habitación mientras
pensaba en mí.
Mi imaginación transportó a Juan Diano al hotel. Subía al tranvía y
llegaba hasta el Sardinero, buscándome, empujado por su propia necesidad.
Se abría la puerta y allí estaba él, nervioso, con su aspecto salvaje y tosco.
Antes de que la puerta se cerrara, caíamos el uno en brazos del otro.
Ansioso, yo trataba de arrancarle de los hombros el mono de trabajo
manchado de sangre, mientras él intentaba bajarme la taleguilla de seda,
empapada de sudor. Cuesta mucho quitar la taleguilla, pero ese es de los
detalles que hacen que la fantasía sea más excitante. Jadeantes, seguíamos
acariciándonos y tratando de no hacer ruido, para que no nos oyeran en las
habitaciones de al lado.
Y justo cuando mi fantasía se volvía más y más excitante, me fallaron
las fuerzas. La Mujer Número Dos se estaba esforzando mucho, pero no
había nada que hacer.
—Le pido mil perdones, señorita —murmuré—. Quizás en otra ocasión.
La Mujer Número Dos pensó que yo no la encontraba atractiva, se
enfadó, se vistió y se marchó indignada. Cerró de un portazo, lo cual indicó
a todos los huéspedes del hotel que la señora que estaba con el torero había
abandonado la habitación demasiado pronto. Me levanté temblando y abrí
la puerta con la esperanza de que Juan Diano estuviera allí fuera y que en
sus ojos hubiera una mirada hambrienta. Pero el pasillo estaba vacío: sólo
era un cruel panorama de puertas cerradas. Un minuto más tarde, dormía
como un muerto.
***
La cena fue informal pero tensa. Para huir del calor, cenamos en el
patio, en la mesa de madera de roble que había bajo los soportales. El menú
consistía en chuletas de ternera —de las reses que criábamos nosotros—,
marinadas en aceite de oliva —hecho por nosotros— y ajo y acompañadas
de un buen vino tinto manchego. La cocinera, Marimarta, asó las chuletas
con gran maestría en un fuego de leña que ardía en el rincón opuesto del
patio. El fuego desprendía una columna de humo que se elevaba más allá de
los soportales y transportaba, hasta perderse en el cielo nocturno, una
fragancia a broza quemada.
En silencio, mientras bebíamos vino, mi hermana y yo escuchamos el
sermón que me soltaron Mamá y Tita. Paco no dijo ni una palabra, pues las
dos mujeres se mostraron muy competentes y reanudaron la arenga justo
donde él la había interrumpido: esposa, hijos, savia nueva, una nueva vida
para un árbol genealógico en peligro, bla, bla, bla… Casi con toda
seguridad, José no haría nada para favorecer el destino de los Escudero y,
en todo caso, José era una mujer, lo cual significaba que la continuidad del
apellido Escudero dependía de mí. Debía dejar esa vida llena de peligros y
sentar la cabeza. Serafita era la mujer ideal para mí: dos familias de alcurnia
unidas como ya lo habían estado en el pasado, cuando trabajaron juntas para
apoyar a Felipe II. Bla, bla, bla… ¿La de Sera era una familia de alcurnia?,
me pregunté. Pero si estaban tan acabados como los Escudero…
La pesada puerta de hierro del destino se estaba cerrando ante mis
narices. Tal vez pudiera alargar unas cuantas tardes más mi regreso, pero mi
carrera en los ruedos había terminado. Y el campesino montañés no
volvería. Tan sólo había sido algo entre desconocidos, una fantasía, el
momento más excitante y doloroso que había vivido hasta entonces, el roce
de dos cuerpos entre la multitud… Pero se había terminado. ¿De qué servía
discutir con Mamá y aferrarme a mi derecho a casarse sólo por amor?
Jamás me había sentido así con ninguna mujer. Era mejor terminar de una
vez con aquella historia: casarme y continuar en secreto con mis
excursiones eróticas, igual que había hecho siempre.
Suspiré profundamente.
—De acuerdo —dije casi sin fuerzas—. Me quedan cuatro corridas:
Marbella, Bilbao, San Sebastián y luego Arlés, la última semana de agosto.
Me retiraré después de Arlés.
—¿Dónde está eso de Arlés? —quiso saber Tita.
—Arlés está en Francia —le expliqué, pacientemente—. Era uno de los
centros culturales más importantes del Imperio Romano.
—Los romanos eran bárbaros —dijo Tita con cierto desdén.
—Cancélalo —dijo Paco—. Mándales un telegrama.
—He firmado contratos. Soy un hombre de palabra, así que terminaré
mis obligaciones como debe ser.
—Y después de Arlés… —me presionó Mamá, que no me daba un
respiro.
—Después de Arlés, me casaré con Serafita, si es que ella acepta. Ni
siquiera sabéis si ella quiere o no.
—Sí quiere.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo ha dicho su madre.
En las caras de Mamá y Tita apareció una expresión de satisfacción y
Paco sonrió con aire triunfal: finalmente me habían vencido. Caí a sus pies
como un toro moribundo con la espada clavada en el corazón. José me
observó con el semblante serio, sacó su pitillera de plata y encendió un
cigarrillo turco. De momento, mi madre fingió no darse cuenta de que mi
hermana estaba fumando. Marimarta llegó de la cocina con el postre, un
tazón de sus famosas natillas, y nos sirvió a todos.
Cuando volvimos a quedarnos solos, Mamá me entregó
ceremoniosamente un regalo que debía de haber estado atesorando durante
años, a la espera de ese momento. Con manos temblorosas, abrí la cajita y
encontré dos alianzas de oro decoradas al más fino estilo de Toledo. Mamá
se las había encargado a algún artesano de la ciudad que seguramente tenía
más años que Matusalén. Ante el resto de miembros de la familia, mi madre
se atrevió incluso a sermonearme de nuevo: dijo que debía colocar los
anillos en la capilla, ante la Virgen de las Mercedes; que yo era un hombre
curtido; que Serafita era una chica inocente y virginal; y que yo debía
rezarle a la Virgen de las Mercedes, dijo, para que guiara mi tosco corazón
de hombre.
José fumaba y escuchaba en silencio, sentada de lado. Me guardé la
cajita en el bolsillo, procurando que en la cara no me apareciera ninguna
expresión.
—Sí, Mamá, por supuesto —dije.
Envalentonadas por la victoria, Mamá y Tita dirigieron ahora la
artillería hacia mi hermana.
—Y tú, María Josefina, sabes tan bien como yo adónde te lleva fumar.
—Mamá —contestó pacientemente José—, fumar nunca me ha llevado
a cometer indiscreciones. Así que, por favor, déjame tener al menos un
vicio moderno.
—María Josefina —dijo Tita con altivez—, no permitiremos que fumes
en nuestra presencia.
—Pues entonces fumaré en otro sitio —dijo José al tiempo que se ponía
en pie.
Cuando mi hermana se alejaba por el patio, meneando rítmicamente sus
caderas estrechas embutidas en unos vaqueros, mi madre le gritó:
—Y esos pantalones son apropiados sólo para los extranjeros,
recuérdalo.
—Los pantalones —gritó José por encima del hombro— son una
armadura. Por eso los usan los hombres.
Al salir, José cerró de un portazo.
—Dejad en paz a José —les dije, indignado.
—No la llames José —me ladró Paco—. No es apropiado.
—Hace veinte años que la llamo José —le ladré yo a mi vez— y no
pienso dejar de hacerlo ahora.
Me puse en pie y seguí a mi hermana. Se oyó un segundo portazo. Ya en
el exterior, nos pusimos a fumar los dos debajo de la morera mientras
escuchábamos con tristeza los primeros trinos del chotacabras, ese pájaro
que vuelve las noches tan agradables en Castilla. Sus llamadas solitarias y
desgarradoras resonaban en la ladera rocosa.
***
***
Sin embargo, cuando llegué a Madrid y llamé a Las Moreras como por
casualidad, para ver si había alguna noticia, Juan no estaba allí. Fuimos a
ver a Isaías y a Tere en su despacho. Mientras José se sentaba frente a la
máquina de escribir y tomaba notas para su próxima columna, yo confesé a
mis viejos amigos que tenía intención de retirarme después de Arlés.
Aceptaron la noticia con serenidad y en sus rostros aparecieron discretas
sonrisas de esfinge. Isaías y Tere llevaban tanto tiempo viviendo juntos que
hasta sonreían de la misma forma.
—Nos los esperábamos —dijo él.
—Nos alegramos —añadió ella—. Casi me da un infarto, de tanto ver
cómo te esfuerzas.
—¿Hay algún novillero que pueda ocupar mi puesto? —pregunté.
—Oh, bueno —dijo Isaías, con cierta despreocupación— hay cuatro o
cinco jovencitos que no dejan de perseguirme. Todos quieren ser el nuevo
Cordobés, pero ninguno de ellos tiene tu don —encendió el puro—. El
chico de Santander no ha dado señales de vida, ¿verdad?
—No.
—Si hubiera sido un apasionado de los toros, no habría perdido ni un
segundo después de la tarjeta de presentación que le diste —añadió Tere,
quien en ese momento se puso en pie para contestar a una llamada de
teléfono.
Mientras Tere hablaba por teléfono, Isaías alargó el brazo para darme
una palmada en el hombro.
—Tal vez a mí también me ha llegado el momento de dejar el mundo de
los toros. Hasta le estoy perdiendo el gusto… Este país está cambiando, se
están perdiendo la ciencia y el arte. Ya no quedan más que unos pocos
toreros clásicos. Mi mujer y yo tenemos que buscarnos otra cosa.
Tere tapó el teléfono con una mano y miró a Isaías.
—Es Sótano otra vez. Quiere a Antonio en Vitoria —susurró.
Isaías me miró con una expresión interrogante.
—No —dije.
—¿Ni siquiera Sudamérica, este invierno? Ya hemos hecho una primera
solicitud.
—Basta de contratos.
Aquella noche, hacia las nueve, me dirigí a la capilla a rezar para que
terminara mi sufrimiento. Mamá, Paco y la tía Tita habían regresado a
Toledo. Braulio me paró en el largo pasillo, de cuyas paredes José y yo
habíamos retirado los hoscos retratos familiares para sustituirlos por alegres
tapices.
—¿Necesitas algo antes de que me retire? —me preguntó.
—No, Braulio, gracias.
—Entonces me voy a ver la tele, con tu permiso. A ver si dicen algo del
Rey.
—Claro.
Mientras Braulio se alejaba, observé su espalda durante unos segundos
e, invadido de nuevo por mi paranoia, me pregunté si no sería él, mi
ayudante personal, el punto débil entre mis hombres. Braulio era navarro y
había trabajado para Emil Potrero, antiguo cliente de Isaías. Cuando Emil se
retiró, más o menos en la misma época en que yo me hice matador, Isaías
me recomendó que le contratara. Yo consideraba a Braulio parte de mi
camuflaje. Era un buen católico, carlista hasta la médula y utilizaba la
palabra «rey» prácticamente en cada frase. El problema era que tal vez
hubiera intimado con Paco a mis espaldas. Cada vez que volvía de un viaje
al extranjero, me preocupaba de eliminar de mi equipaje y de mi ropa
cualquier prueba, excepto las que revelaban pecadillos heterosexuales.
Al entrar en la sombría capilla gótica abovedada noté esa aura
majestuosa congelada en el tiempo. Frente al altar mayor dorado se hallaba
la tumba de Sanches, primer conde de La Mora, fallecido en 1247. En la
lápida de mármol había una representación de nuestro sanguinario
antepasado, con su cota de malla y las manos anquilosadas en una plegaria
para que se le concediera la victoria sobre cualquier pagano que pudiese
quedar por aquellas tierras. Entre sus victorias se contaba el asesinato de su
hermano Pedro, asesinato que obedecía a algún motivo no especificado en
el archivo histórico de nuestra familia. Paco había abierto la tumba y había
encontrado unos cuantos huesos y restos de cuero.
En la capilla, sin embargo, había algo alegre: Marimarta y su hija de
seis años rezaban en ese momento frente a la Virgen de las Mercedes.
Habíamos trasladado a la Virgen al altar mayor para sustituir al primitivo
Cristo triunfante que yo había vendido para financiar el huerto nuevo. La
imagen pertenecía al siglo XIII y su autor, algún pintor castellano cuyo
nombre ya nadie recordaba, la había pintado sobre una plancha de madera
de roble. A pesar de algunos agujeros de carcoma, María de las Mercedes
seguía siendo hermosa: sentada entre los cuernos de la media luna como si
estuviera en un trono, amamantaba a Su hijo. Dos toros bravos cuyos
cuernos imitaban el símbolo de la luna, flanqueaban el trono en sustitución
de los tradicionales leones reales. Cuando salía de viaje, siempre llevaba
una pequeña fotografía en color de aquella pintura, pues era mi santuario de
torero.
Bajo la luz de las velas encendidas por las mujeres del pueblo,
descansaba a los pies de la Virgen —tal y como correspondía— la cajita
que me había entregado Mamá con las alianzas de boda. Marimarta, que
llevaba un velo negro en la cabeza, encendió otra vela y luego se acercó
hacia mí, mientras hacía callar a su impaciente hija.
—La cena de esta noche ha sido fabulosa —le susurré—. Te has
superado a ti misma.
Marimarta sonrió. Era una joven viuda de La Mora que se quedó sin
fuente de ingresos cuando su marido, albañil, murió en un accidente laboral
en Toledo. José y yo habíamos oído hablar de los excelentes guisos y
buñuelos de Marimarta y habíamos decidido contratarla. Era tan guapa que
tanto mi madre como Tita estaban convencidas de que yo tenía un lío con
ella, cosa que negué, por supuesto.
—Mil gracias —me susurró ella—. ¡Shhh! —le dijo a su hija.
Se fue y cerró la puerta de fuera, pues ya era de noche. Oí el ruido de su
motocicleta al ponerse en marcha, pero los pasos de Marimarta me
siguieron resonando en la cabeza. ¿Qué ocurriría con aquellos centenares de
personas que dependían de mí cuando yo me retirara de los toros?
¿Tendríamos bastante dinero? ¿Sería suficiente con los olivares para que
todos pudiésemos comer? Encendí mi propia vela y me arrodillé en el
reclinatorio. Con la cabeza inclinada, estoy seguro de que en ese momento
era la viva imagen del sufrimiento.
«Virgen Santísima, ya conoces mi espíritu heterodoxo y torturado…».
En mi mente seguía viendo aquellos ojos azules de mirada feroz.
Mi madre biológica disfrutaba de mi debido respeto filial, pero no era
más que una esclava de las tradiciones. La Madre de las Mercedes no era
prisionera de nadie y ya hacía mucho tiempo que yo había dejado atrás la
vergüenza de contarle lo que me afligía. Durante mis diez años en los toros,
me había dado señales claras de su protección, me había dado también
comida y cobijo con tanta generosidad como a Paco, que me consideraba
malvado. ¿Qué Virgen me negaría el amor humano?
Ya no me desgarraban los escrúpulos morales. Como la morera, yo
estaba profundamente arraigado en aquella roca herética de nuestra historia,
en sus secretos y en su pasado oculto. SPAIN IS DIFFERENT, decían los
folletos para turistas. Yo también era diferente. Estaba seguro de que esos
sentimientos diferentes que tenía yo eran la expresión de unos impulsos que
para algunos hombres, y para algunas mujeres, eran naturales. Estudiar
Biología me había permitido comprender la infinita variedad de la vida. En
mi coto convivían distintas plantas, árboles y animales, había distintas
especies de ciervos, de aves de rapiña… ¿Por qué no iba a haber distintas
clases de impulsos sexuales? Mi necesidad era antigua, estaba arraigada en
las voces infantiles, en el sabor de la leche, en las manchas de moras
alrededor de mi boca. Había llegado a un punto en que ya no cuestionaba
mi necesidad, sino que lo único que me preocupaba era cómo aplacarla…
sin que me descubrieran.
Cuando terminé mi triste meditación, me puse en pie con dificultad. Me
dolía la pierna después de haber estado arrodillado tanto tiempo. En pie
frente a la Virgen, encendí otras nueve velas por si acaso y con el
resplandor de las llamas detecté movimiento junto a la puerta que llevaba a
la casa. Braulio estaba allí, con su habitual expresión inescrutable.
—Uno de los guardas dice que ha llegado un emigrante —me dijo mi
ayudante personal—. El chico tiene una tarjeta tuya.
Braulio sonrió con discreción y yo no supe si aquella sonrisa indicaba
que se alegraba por mí o que me estaba mostrando su irónica
desaprobación. El corazón me empezó a brincar como si fuera un becerro
joven. Ya en el patio, vi que la enorme puerta de madera de roble
permanecía abierta, sujeta por sus antiguas bisagras de hierro, y que en ella
se apoyaba uno de mis guardas, armado con una escopeta. Y sí, junto a él
estaba Juan Diano Rodríguez, que sujetaba entre las manos una maleta
barata atada con una cuerda.
Cinco
Cansado y cubierto de polvo, Juan cruzó penosamente la puerta, como si
hubiera hecho a pie todo el camino desde Madrid. Le obsequié con una
mirada irritada aunque lo que en realidad deseaba era darle con mi fusta de
cabalgar en su cabezota de campesino, por todo el sufrimiento que me había
hecho pasar.
—Te lo has tomado con calma —le dije—. Supongo que no tienes
mucha prisa por probar suerte en el ruedo.
Juan me sostuvo la mirada sin inmutarse.
—Tenía que hacer algunas cosas antes de partir —dijo.
«Es verdad», pensé cuando me fijé en él con más detenimiento. Era
obvio que había ido a la sección de saldos a comprarse ropa nueva, pues su
orgullo le impedía presentarse aquí cubierto de harapos. Al llegar a La
Mora se había detenido junto a la bomba de agua de alguna granja para
quitarse el polvo, lavarse y cambiarse de ropa. Ahora vestía unos flamantes
pantalones nuevos de color gris y una chaqueta marrón de Cortefiel, ambas
prendas de la temporada anterior. El prêt-à-porter era algo nuevo en un país
donde los sastres eran excelentes y, sin duda, había comprado la ropa en las
rebajas de los nuevos grandes almacenes de Santander. La ropa le quedaba
bien, le daba un aire distinguido. El campesino tenía buen gusto… o bien
algún dependiente compasivo le había ayudado a escoger. Seguramente, se
había gastado todos sus ahorros. Comprar zapatos nuevos, sin embargo,
estaba más allá de sus posibilidades, así que llevaba las mismas alpargatas
de cáñamo que antes y gruesos calcetines de pueblo. Se había peinado con
agua y su boina negra de campesino permanecía, de momento, en el
bolsillo. Seguramente se había planteado si era mejor pasar la noche al raso
o presentarse allí tan tarde. Sentí deseos de acariciar con los dedos su
melena espesa y sedosa.
Juan sostuvo mi mirada con una dignidad casi feroz. Si me hubiera
reído de sus alpargatas, habría fruncido el entrecejo y me habría mandado al
cuerno.
—Bueno, pues… bienvenido a Las Moreras —dije, tendiéndole la
mano.
Yo esperaba notar una descarga eléctrica cuando nos estrechamos la
mano, pero él no alargó más de lo estrictamente necesario el contacto
áspero y rugoso de sus dedos. En sus ojos azules había ahora una expresión
sombría, huidiza, como un paisaje semioculto por una nube de polvo.
Intenté darle a mi voz el habitual tono campechano de un hombre que
recibe a otro hombre en visita de negocios, pero lo cierto es que tenía un
nudo en la garganta. Aún no me atrevía a mirarle directamente a los ojos.
—Bueno… —dije, tratando de aparentar indiferencia—, así que ya has
elegido a tu maestro.
—Sí —dijo.
—Pues esperemos que hayas elegido bien.
Le di las instrucciones pertinentes a Braulio sin demasiadas
formalidades. Instala al joven en la Habitación Mudéjar, dije, y que no le
falte nada. Dile a Marimarta que le prepare algo rápido para cenar. Y
búscale un traje de torero para mañana.
Mi mente hervía de agitación y pensé en todos los motivos por los
cuales era una buena idea que él durmiera en la Habitación Mudéjar.
Cuando Braulio acompañó a Juan escaleras arriba, mi reloj marcaba las diez
y media de la noche.
***
Una fiesta, pensé, mientras volvíamos a casa en coche. Una fiesta para
animar las pruebas de selección de mi protegido y, de paso, quitarme de
encima unos cuantos compromisos sociales y camuflar mi interés por aquel
joven.
Tere se ofreció amablemente a elaborar una lista y llamar por teléfono a
algunos de los invitados. En El Burladero y El Ruedo dijeron, aunque a
regañadientes, que cubrirían el evento. A pesar de todos mis fracasos, ni
siquiera la tarde triunfal de Santander había servido para que mi estrella se
elevara un poco más en el cielo. José, por supuesto, acudiría a mi fiesta
como enviada del ABC. Aún sentía cierto desprecio por Juan y no podía
decirse que mostrara gran interés por conocerle.
Todo aquello me estaba costando mucho dinero. Si conseguía llevarme
a Juan a la cama, ni que fuera una sola vez, se convertiría en la aventura
más cara que había tenido hasta el momento. Ni siquiera Wolfgang, un
rubio muy distinguido del barrio rojo de Hamburgo —y que además era el
puto más guapo de la República Federal Alemana, lo bastante guapo como
para haber llegado a guardia de honor de las S.S. de no ser porque odiaba a
Hitler—, me había costado tanto dinero como Juan Diano.
***
***
***
Cuando por fin conseguí abrir los ojos, Juan ya estaba despierto en la
otra cama. Se apoyaba en un codo y me observaba. El iris de sus ojos azules
se había oscurecido y revelaba una intensa emoción.
—He oído voces en la cresta de la colina —dijo—, pero han pasado de
largo.
—Seguramente serían los guardas de La Mora.
Extendí el brazo en el espacio que había entre nuestras camas y él me
tomó la mano. El sol del atardecer, que se colaba oblicuamente a través de
la puerta, proyectaba sobre las polvorientas baldosas la sombra de nuestros
dedos entrelazados. Sentía que mi maltrecho cuerpo había recobrado de
repente la salud, que rebosaba de un bienestar puro y limpio como el agua
del deshielo. Me metí en su cama y me refugié de nuevo en sus brazos. El
silencio de aquel día abrasador y resplandeciente permanecía inalterado y
nosotros seguimos allí tumbados, reticentes a prescindir de la proximidad
de nuestros cuerpos. Me parecía maravilloso escuchar su respiración,
observar de cerca los rasgos de su cara, mirarle a los ojos más allá de las
hermosas sombras que proyectaban sus pestañas, perderme en su alma y
descubrir que disfrutaba de aquellos momentos de intimidad. Me miraba de
la forma como yo siempre había pensado que un hombre miraría al hombre
que amaba.
—¿Recuerdas que te hablé de la cripta de las Mercedes? —le pregunté.
—Sí.
—La entrada está justo aquí debajo. Se quitan las baldosas del suelo,
aparece una escalera… y se baja.
Se estremeció visiblemente.
—¿Está llena de muertos… como la cripta de una iglesia? ¿Lo hemos
hecho encima de un montón de muertos?
Su superstición me hizo reír.
—Cripta es como se llamaba antiguamente a las cuevas, amiguito. No
es un cementerio, sólo una cueva. Una cueva sagrada, como Altamira. ¿Has
estado alguna vez en Altamira?
—No, estaba demasiado ocupado en la granja.
—La cripta de las Mercedes es parecida a la cueva de Altamira, aunque
no tan antigua. Está llena de pinturas de la Virgen y de animales. Te la
enseñaré otro día.
Me observó con cierta inquietud y luego asintió lentamente. Le acaricié
el pelo para tranquilizarle y, en ese momento, pronuncié unas palabras de
forma espontánea.
—Hombre de mi corazón —susurré.
Se puso un poco tenso.
—Esas cosas se les dicen a las chicas.
—Las chicas no tienen leche, como tú —Juan se sonrojó de golpe—. La
leche que tú me das y la que te doy yo a ti —dije junto a su mejilla— se
convierte en parte de nuestros… huesos, de nuestro pelo. Como cualquier
otro alimento. Piensa en lo que te digo.
Se echó a reír.
—¿Dónde has aprendido semejante vulgaridad? ¿En la clase de
ciencias?
Tanto él como yo volvíamos a estar excitados. Juan deslizó la mano
entre mis piernas y me acarició las nalgas con un gesto posesivo, por
encima de la tela de los pantalones.
—Majín —me susurró—, tengo ganas de deshonrarte del todo.
Me pregunté si me estaría poniendo a prueba para comprobar si era o no
tan macho como aparentaba.
—¿Lo has hecho alguna vez? —le pregunté.
—No, pero tengo entendido que los hombres lo hacen a veces.
—Supongo que te lo dijo Rafael.
—Otra vez Fael. Ya te he dicho que…
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Que hablasteis del tema y que luego él se fue y
se lo hizo con otro.
—Tenía un amigo… jamás llegué a conocerle.
Me debatía entre el deseo de hacerlo y el miedo que me daba que me
creyera un afeminado y me perdiera el respeto.
—Supongo que tú perdiste la honra debajo de un puente, en cualquier
sitio.
Se echó a reír.
—Ni debajo de un puente, ni en ningún sitio. Oye, majín, ¿sabes que
aquel primer día en el ruedo tuve que morderme la lengua al ver cómo te
miraban los hombres?
Yo también me eché a reír.
—¿Y qué me dices del chico de tu pueblo?
—¿Qué chico? —dijo desviando la mirada.
—Ese del que no me has hablado nunca.
Yo seguía dando palos de ciego: tenía la sensación de que Juan había
estado con alguien cuando era muy joven… no como yo, que sólo había
tenido amantes imaginarios. Mi primera vez fue con un puto extranjero, a
los diecinueve años, y le pagué con los francos que había ganado gracias a
mi primera corrida de toros en Francia. Para mi sorpresa, a Juan se le
humedecieron los ojos y la voz se le quebró.
—Aquel chico era demasiado cobarde para atreverse —masculló al
final.
Era evidente que se emocionaba al hablar de aquella historia, así que
decidí olvidar el tema por el momento. De repente, se oyó un brusco
movimiento entre la maleza y Juan y yo, sobresaltados, nos incorporamos
para escuchar atentamente.
—No pasa nada… es un halcón que ha cazado una perdiz —susurró
Juan.
Aún así, yo me puse en pie.
—Es hora de irnos —dije.
El día ya tocaba a su fin. A través de la puerta abierta de la cabaña se
veían las sombras del atardecer, ahora de un azul intenso y cada vez más
alargadas, sobre los matorrales. Una brisa ligera e inquietante agitó las
hojas.
—La próxima vez bajaremos a la cripta —dije—. Allí no nos molestará
nadie.
***
***
Jamás había visto a Isaías tan enfadado como esa noche. Iba de un lado
a otro de la habitación, mientras pensaba. En cuanto a Tere, que estaba
mirando por la ventana, yo aún no tenía claro cómo se sentía.
Una cuantas manzanas más allá, sobre el perfil de Arlés recortado
contra el horizonte, destacaba la enorme mampostería de una construcción
romana, iluminada sin gracia por potentes focos. Dos mil años atrás
funcionaba como anfiteatro. Quién sabe cuántos animales bravos habían
muerto allí. Ahora era la plaza de toros de la ciudad y uno de los
monumentos antiguos más apreciados. Allí era donde el domingo por la
tarde tendría que enfrentarme a dos toros de raza Camarga.
Acababa de contarles la situación a Isaías y a Tere, aunque no había
revelado los detalles más escabrosos ni tampoco había mencionado a José.
Los Eibar se habían quedado blancos. La culpabilidad por asociación con
culpable bastaba para que alguien se muriera de vergüenza. De hacerse
público todo esto… ¿qué significaría para los Eibar, en términos políticos,
su asociación conmigo? ¿Caer en desgracia, perder su negocio, que a Isaías
lo apartaran de la abogacía?
—Mira que eres estúpido —gruñó Isaías, sin dejar de pasear por la
habitación.
Bajé la cabeza y me sentí como un niño que acaba de recibir un azote.
Ahora empezaba todo, ahora era cuando veía cambiar la expresión en los
ojos de las personas a las que amaba, de las personas que una vez me
habían querido y habían confiado en mí.
A diferencia de nuestro estado de ánimo de aquellos momentos, la
habitación del hotel resultaba acogedora y alegre. En la cama había un
enorme edredón de plumas y en las paredes, papel con diseños florales. El
suelo era de tablas de madera noble enceradas, que aparentaban tener más
de trescientos años y crujían de manera inquietante bajo el peso de Isaías.
Él y Tere habían ido en avión hasta el sur de Francia y allí habían alquilado
un Citroën, porque Isaías no quería conducir tantos kilómetros. Habían
llegado dispuestos a soportar la conmovedora escena de un cliente
importante que se retira y ahora Isaías, que siempre encontraba las palabras
adecuadas al negociar un contrato o cuando estaba en los juzgados, era
incapaz de reaccionar.
—Había un chico —farfulló finalmente—, da igual su nombre… Me
pasaba la vida sacando a norteamericanos ricos de su cama. Pero tú… tú me
has engañado por completo.
—No se lo he contado a mi cuadrilla —dije en voz baja.
—Gracias a Dios.
—Santí ha venido por propia voluntad. Intuyen algo.
—Tendrías que habérnoslo dicho hace años —gruñó Isaías.
Tere agitó la cabeza:
—Siempre supe que pasaría algo así con Paco. Tiene mala leche, muy
mala leche.
—Malditos tus padres, que se ocuparon muy poco de ti —empezó a
despotricar Isaías—. Y maldito Dios, que te ha hecho así. Y maldita la
Virgen María, que permitió que Dios se saliera con la suya.
—Os he puesto a los dos en peligro —dije—. Lo siento.
Isaías apretó las mandíbulas:
—Tal vez yo podría haber evitado esta tragedia, si te hubiera aconsejado
mejor.
Aquella conversación era alentadora. Algo me sacudió por dentro y
empecé a llorar, atragantándome con mis propias lágrimas. ¿Acaso no se me
permitía llorar en público? Los toreros lo hacían: lloraban cuando cortaban
rabo y dos orejas. Yo tenía motivos más que suficientes para llorar. Tere se
acercó a mí y me rodeó con sus brazos igual que la Virgen de las Mercedes.
Lloré en su pecho, prominente como la proa de un pesquero. Yo, un hombre
adulto, sollozaba como un niño ante aquella muestra de amor maternal
mientras oía a Tere e Isaías hablar en euskera por encima de mi cabeza. Al
cabo de un rato nos tranquilizamos los tres e Isaías llamó al servicio de
habitaciones para que nos subieran un par de copas de brandy bien
cargadas.
Le entregué el sobre a Isaías.
—Aquí están los documentos que he redactado. ¿Están bien?
Mi apoderado leyó rápidamente, mientras pasaba las páginas. Después
se me quedó mirando.
—Dentro de unos cuantos meses —me dijo—, te despertarás de este
trance. Lo único que sabes hacer es matar toros. ¿De qué vas a vivir? No
eres el duque de Windsor, que abdicó pero se quedó con el dinero… y él es
cien veces más rico que tú. ¿Y qué pasará cuando se te pase el
encaprichamiento y empieces a aburrirte con tu señora Simpson?
No supe qué contestar.
—Y si Paco no te entrega a Juan, ¿entonces qué? —preguntó Tere, que
estaba leyendo los documentos.
Agotado, me froté los ojos.
—¿Y por qué se lo das todo a Paco? —prosiguió, furioso, Isaías—. Por
Dios, es que se lo das todo. ¿Nueve años en los ruedos y te vas de tu patria
con las manos vacías? ¡Estás loco! ¡Eres un negociante pésimo! ¿Por qué
no le has ofrecido un rescate más razonable?
—Porque Paco no es un hombre razonable —estallé.
El hombre volvió a apretar las mandíbulas. Tenía las mejillas cubiertas
por un rastro de barba plateada.
—Y también eres un mecanógrafo pésimo —dijo.
Me acerqué a la ventana y contemplé el perfil de Arlés. Me escocían los
ojos.
—No es verdad que no tengo nada —dije. Me volví a mirar a la vieja
pareja—. Me tengo a mí mismo, y eso no me lo podrán quitar a menos que
yo lo permita.
Isaías devolvió los documentos a su sobre y me lo entregó.
—Para Séneca era muy fácil decir eso —gruñó—. Ahora será mejor que
te cojas a ti mismo y te vayas a descansar. Te veremos por la mañana.
Me puse en pie, dispuesto a marcharme, pero no fui capaz de
contenerme y formulé la pregunta.
—Vosotros dos… ¿estáis conmigo o contra mí?
—Yo jamás he entendido qué impulsa a un hombre a… a querer hacerlo
con otro hombre —me ladró Isaías.
—Ya basta, ¿eh? —le soltó Tere—. Esto tiene que ver con nuestros
niños. ¿Y acaso nuestros niños no son también hijos de Dios?
Cuando salí de la habitación, el viejo no me dio la cariñosa palmadita en
el hombro que siempre me daba, pero Tere me besó fugazmente en la
mejilla. Estaba claro que se disponían a enzarzarse en una violenta
discusión en euskera.
Me encerré en mi insoportablemente acogedora habitación y luego me
metí en la cama. Los toreros tienen prohibidas las pastillas para dormir,
porque te vuelven lento en el ruedo. Finalmente, me decidí a llamar al
servicio de habitaciones y pedí otra copa de brandy doble que, gracias a
Dios, me ayudó a dormir.
Dieciséis
Mi último toro acababa de empezar a trotar por la plaza de toros romana,
que tenía forma ovalada. El animal había sido motivo de preocupación para
mí desde la primera vez que lo vi en el corral, esa misma mañana. El
ganadero me había dicho que esa era la primera salida al ruedo del toro.
Tenía un nombre inglés, Baby, un verdadero nombre yeyé, que aparecía
siempre en la música rock and roll yanqui que yo había escuchado a lo largo
de mi vida.
Los cuernos del ganado tienen vida, están llenos de vasos sanguíneos y
nervios. Los de Baby exploraban el capote como si fueran dedos o antenas
de mariposa, como si quisieran averiguar qué se ocultaba tras aquella capa
de seda. Baby era listo, lo veía en su mirada. En la tercera verónica, su
cuerno rastreó el capote y decidí que había llegado el momento de dejarlo
correr. Terminé con una media-verónica: le di vuelo al capote y luego lo
plegué abruptamente a un costado. Para seguir ese movimiento circular,
Baby tuvo que sacudir el cuerpo y frenar en seco, cosa que supuestamente
le daba al matador el tiempo necesario para volverle la espalda al toro,
alejarse con elegancia hacia las gradas y recibir el aplauso de la afición.
Pero yo no tenía la más mínima intención de volverle la espalda a Baby.
En el siguiente lance, Baby arremetió directamente contra mí. La
multitud dejó escapar un grito, porque imaginaron lo que sucedería a
continuación: que el toro me voltearía en el aire con sus cuernos. Con el
capote en una mano, me planté allí donde estaba y me quedé
completamente inmóvil. Por última vez, ordené y dispuse que la mirada de
Baby siguiera el capote, lo engañé y lo hipnoticé para que no lo perdiera de
vista. Con una sola mano, sacudí el capote hacia atrás y guié el toro hacia la
salida natural. Al pasar junto a mí, Baby se me enganchó y rasgó con el
cuerno —tan afilado como la punta de la navaja de Juan— la pechera de mi
taleguilla. Me arrancó el macho de la charretera izquierda.
La multitud se estremeció. Todo el mundo vio el macho balanceándose
en la punta del asta del toro.
—¿Has visto? ¡Mon dieu, regardez! ¡Mira, mira! —un millar de dedos
señalaron al toro, mientras la gente comentaba la escena en distintos
idiomas.
Justo entonces, Bigotes sacudió su capote desde la barrera más cercana.
Eso era lo que yo deseaba que hicieran mis hombres y para ello les pagaba
con lealtad, cariño y, sí, también con pesetas. Cuando Baby se lanzó hacia
el nuevo cite, yo aproveché para salir sano y salvo de la plaza. Tenía el
cuerpo empapado de un sudor pegajoso: un pase más, y ahora yo sería
hombre muerto.
El anfiteatro entero se puso en pie con un tremendo rugido. Todo el
mundo vio la chaquetilla rota. Tere e Isaías estaban pálidos como la cera, lo
mismo que el resto de mi cuadrilla. Me planté frente a la afición y levanté el
capote. Ahora que mi carrera tocaba a su fin, había llegado el momento de
comportarse como un macho. Teniendo en cuenta lo mal que estaban las
cosas, me sentí extrañamente bien, casi exultante de alegría.
«Va por ti, Juan».
Eran ya las diez de la noche. Una vez planificado todo, comimos algo
justo antes de que cerrara el comedor y después terminamos de hacer las
maletas. Nos tomamos un café que nos habían subido del bar y esperamos,
en tensión. Encendí una última y desesperada vela frente al altar de la
Virgen de las Mercedes y, cuando la vela se consumió, coloqué el altar con
el resto del equipaje.
El tiempo pasaba muy lentamente. A las once y media, bajamos con el
equipaje al vestíbulo y provocamos el habitual revuelo que despierta
siempre la presencia de un torero. En el hotel ya estaban acostumbrados a
los toreros que viajan, que llegan y se van a horas intempestivas ya sea de
día o de noche, así que se limitaron a sonreír y a resignarse mientras Isaías
pagaba y yo firmaba un par de autógrafos a los botones que nos ayudaron a
llevar las cosas a los coches.
Por si acaso alguien nos estaba vigilando, no quisimos hacer en público
el cambio de coche y nos marchamos del hotel en nuestro coche habitual.
Isaías y Tere siguieron a mi Mercedes en su coche de alquiler hasta que
llegamos a las afueras de la ciudad: allí, en una callejuela desierta y sin
otros coches a la vista, hicimos el cambio rápidamente. Tere e Isaías
subieron a mi Mercedes.
—Nos vemos en Marsella —les dije, metiendo la cabeza por la
ventanilla. Isaías me estrechó la mano con fuerza y, un segundo después, los
hombres de mi cuadrilla y yo subimos al coche que había alquilado Isaías.
Ojalá mi hermana hubiera estado allí. «Aguanta, no te rindas», me habría
dicho.
Diecisiete
Por encima de nuestras cabezas, el muro amenazador del anfiteatro romano
se elevaba hacia un cielo iluminado por la luna. En el muro se veían los
agujeros de diversos arcos, como si formaran una hilera de ojos ciegos tras
siglos y siglos de presenciar tanta pomposidad y tanta muerte. Rodeamos la
construcción en coche, muy despacio, y descubrimos que el camión que
transportaba los toros seguía aparcado en la parte de atrás. Sombras con
cuernos se movían por el toril.
—Bien, Santí —dije—, tú te encargarás de los toros. Bigotes y
Manolillo, ayudadle a tener uno o dos toros preparados y luego os coláis en
el callejón por la parte de atrás, por si acaso os necesito. Santí, prepárate
para dejar entrar a uno en el ruedo si me oyes gritar ¡toro!
—Ahora mismo, jefe.
Aparcamos el Citroën alquilado entre las sombras, a una distancia
prudente del ruedo. Santí se metió una linterna en el bolsillo, pues le haría
falta para poder abrir las puertas. Mis dos subalternos se guardaron los
capotes doblados bajo las chaquetas. Después bajamos del coche y
escuchamos atentamente: aquella pequeña localidad rural estaba aún
recuperándose de la fiesta. Hacia el centro de la ciudad, vimos los últimos
fuegos artificiales, que surgían tras los tejados en dirección al cielo. Todo
estaba muy tranquilo alrededor de la plaza. No muy lejos, había un bar y,
frente al bar, seis caballos pequeños de raza Camarga que dormitaban
atados a un poste eléctrico. Desde el bar nos llegó un rumor apagado de
música yeyé: una canción de los Monkees, según me pareció. Rezamos para
que Paco hubiese sobornado al gendarme o al vigilante nocturno que
estuviera haciendo el turno de noche en el anfiteatro, o para que el buen
hombre estuviera en el bar emborrachándose con los vaqueros. Justo en ese
momento, un pequeño Renault pasó a toda velocidad junto a nosotros.
Inclinamos todos la cabeza, como si estuviéramos encendiendo un
cigarrillo, para que no pudieran vernos las caras. El coche se alejó con un
ruido infernal, lleno de muchachos de la ciudad completamente borrachos
que cantaban a voz en grito una canción popular arlesiana.
Mientras mis tres hombres se escabullían hacia la parte de atrás de la
plaza, yo me dirigí con paso tranquilo a la entrada. Si los hombres de Paco
me estaban vigilando, se darían cuenta de que estaba solo y de que llevaba
un impermeable. Tenía un nudo en el estómago: mi nerviosismo no era el
habitual de antes de una corrida. Quién sabe, puede que ni siquiera se
presentaran, o que trataran de tenderme una emboscada, robarme los
documentos y después matar igualmente a mi amigo. Todo era posible.
Aquella situación era igual que cualquier corrida de toros: un verdadero
caos.
La puerta principal estaba entreabierta, como si la hubieran dejado así
para nosotros. Esperé a que la calle estuviera desierta, entré sigilosamente y
después cerré por dentro. Si había que soltar a los toros, no queríamos que
acabaran correteando en libertad por toda la ciudad. Era la medianoche en
punto. La inmensa entrada en forma de arco, tan abarrotada aquella tarde
por una alegre multitud, estaba ahora silenciosa. Bajo mis pies se escuchaba
el inquietante crujido de programas olvidados y envoltorios de comida: al
parecer, la brigada de limpieza estaba demasiado ocupada divirtiéndose y
no le quedaba tiempo para hacer su trabajo. ¿Cuántas veces había estado yo
en una entrada como aquella, tras el ritual de la visita a la capilla, entre un
caos de caballos y aficionados y con el capote de paseo enrollado alrededor
del cuerpo para ocultar mi nerviosismo?
Me pregunté qué le habían hecho los hombres de Paco al vigilante
nocturno: ¿sobornarlo?, ¿matarlo? ¿Qué habían hecho para asegurarse de
que no hubiera nadie esa noche? Seguí caminando, pisando con fuerza para
que mis pasos resonaran y los matones de Paco supieran que yo ya estaba
allí. Mi gran preocupación era que mi pierna se negara a seguir mis órdenes.
Frente a mí estaba la puerta doble por la cual se accedía al ruedo de
forma ovalada, la misma puerta que se había abierto aquella tarde para que
diera comienzo sobre la arena un variopinto espectáculo de toreros
españoles y jovencitos de la Francia rural. Tras la puerta estaba el ruedo,
inquietante y vacío bajo la luz de la luna. Mis sentidos, entrenados para
detectar cualquier detalle en cualquier ruedo, examinaron minuciosamente
la arena: no la habían rastrillado y aún se veían las huellas de las pezuñas
del último toro, lo cual la convertía en una superficie peligrosa para correr.
¿Y si me tocaba correr aquella noche? ¿Podría hacerlo?
La luna, ahora casi llena, se deslizaba por el cielo del oeste y dejaba la
mitad de la construcción envuelta en sombras de color violeta. Los arcos
proyectaban sombras que zigzagueaban entre las gradas y las convertían en
un escenario sobrecogedor, donde no era difícil que la vista le engañara a
uno. Tendríamos que andarnos con mucho cuidado, sobre todo Paco:
incluso a plena luz del día, Paco era prácticamente ciego sin sus gafas
bifocales. A lo largo de la barrera, los cuatro burladeros —donde los toreros
nos protegemos del toro— tenían dibujada una figura geométrica blanca, lo
cual hacía que fueran más fáciles de ver en la oscuridad. No corría ni una
gota de aire: mis hombres podrían mover los capotes tal y como habían
planeado.
Una vez que mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad,
esperaba ver a varios esbirros sentados en el primer graderío, pero los
asientos estaban vacíos. Tal vez Paco hubiera ordenado a sus hombres que
se escondieran en el callejón o, mejor dicho, tal vez sólo había venido
acompañado por un par de ellos. Estoy seguro de que no le atraía
demasiado la idea de meter un escuadrón entero en la plaza y llamar así la
atención. Pero… ¿dónde estaban? Seguramente al otro lado, en el tendido
de sombra, donde se sentaban los ricos. Estaba seguro de que allí era donde
retenían a Juan y también de que Paco estaba sentado en el palco de honor,
porque así podía comportarse como un grande y dirigir el espectáculo. Mi
objetivo era asegurarme de que Paco en persona bajara al ruedo.
Deseé que los jovencitos franceses de aquella tarde no hubieran
decidido quedarse por allí para seguir jugando con los toros y mis hombres
se hubieran topado con ellos. O con el vigilante nocturno.
Esperé. Llegaban tarde. Incluso cuando se trataba de cobrar un rescate,
había españoles que aún no habían aprendido la moderna costumbre de la
puntualidad. Aunque tal vez, pensé, lo que quería Paco era ponerme un
poco más nervioso. Y justo en ese momento, me quedé paralizado: una
figura oscura se acercaba hacia mí. La figura resultó ser un hombre
delgado, que llevaba boina y una chaqueta abultada. A la luz de la luna, me
pareció un hombre de mediana edad, con una mirada viva e inteligente. Su
voz y sus labios rojos y carnosos eran inconfundibles: con una profunda
mezcla de rabia y emoción, reconocí al Sicario. Alargó la mano para
cachearme, pero yo debía evitar a toda costa que me tocara, si no quería que
descubriera la espada que ocultaba bajo el impermeable. Y además, no se
había cubierto la cara, lo cual me daba la posibilidad de identificarle más
tarde. Aquella descarada falta de precaución podía significar que su
intención era matarme… y también a Juan, después de hacerse con los
documentos.
—Eso es —dije con un tono de voz insinuante—, sóbame bien,
amiguito. ¿Quieres ver lo dura y caliente que se me pone?
El Sicario vaciló. A pesar de la oscuridad, percibí la mirada de asco que
apareció en sus ojos. De repente, se le habían pasado las ganas de
cachearme. Qué fácil es manipular a los hombres que sienten ese miedo
irracional hacia los maricones, me dije.
—Delincuente —me dijo en su dialecto madrileño—, más le vale no ir
armado.
—Sería un estúpido si arriesgara la vida de Juan de esa manera.
¿Dónde está?
—¿Tiene los documentos legales?
—Están aquí —repuse palmeándome el bolsillo.
—Démelos.
—No. Que venga Paco con Juan. Sólo le entregaré los documentos a
Paco. —Estaba temblando, pero debía tener paciencia y tantear aquel toro
por los dos lados, ver por dónde corneaba—. Paco tiene que leer los
documentos y darles el visto bueno. Y quiero oírselo decir personalmente.
El Sicario frunció el entrecejo y reflexionó.
—Espere aquí —me dijo, y desapareció. Después de irse él, me pareció
ver a Manolillo y a Bigotes escabullirse desde atrás hacia el callejón, uno a
la derecha y el otro a la izquierda. Corrieron encorvados y sin hacer ruido
hasta el callejón y luego desaparecieron. Transcurridos unos cuantos
minutos, una figura alta y esbelta se puso en pie en el palco de honor y me
observó desde allí arriba. Después descendió por el graderío muy despacio,
muy dignamente, hasta desaparecer entre las sombras por un lado del ruedo.
A la luz de la luna, aquella figura también resultaba inconfundible. Yo no
me había equivocado: Paco había elegido para sentarse el mismo lugar en el
que siglos atrás se sentaban los emperadores. Sí, Paco sentía un apego
fascista por la pomposidad histórica: esa era su debilidad y la razón por la
cual había elegido este escenario; para él, aquello era un espectáculo
medieval con el que quería vengar el honor de la familia y derrotar a su
pérfido hermano.
El Sicario volvió por el callejón a los pocos minutos, por el lado donde
supuestamente se había escondido Bigotes, pero… ¿dónde estaba? Tal vez
se había escabullido hacia el burladero para esperar a que el hombre pasase.
El esbirro de Paco tenía en la mano algo que parecía la Luger de mi
hermano: le habían puesto un silenciador casero de cañón, pero incluso en
aquella oscuridad parecía muy rudimentario, teniendo en cuenta lo
orgullosos que estamos los españoles de nuestras armas de fuego. Tal vez
era él quien le había prestado la Luger a Paco el domingo anterior, porque
era obvio que Paco no se sentía a gusto con las armas. Seguramente, ahora
iba desarmado.
El día siguiente por la tarde, tía Pura nos prestó su viejo Cadillac negro.
Ella ya no conducía. Si alguna vez necesitaba el coche, llamaba a un chófer,
pero el Cadillac estaba la mayor parte del tiempo aparcado en el garaje de al
lado.
—José, Sera y yo tomaremos taxis —dijo para tranquilizarnos.
Puesto que yo era el único que podía entender las señales de tráfico
escritas en inglés y, además, el único que tenía un permiso de conducir
internacional, yo me senté al volante. Aparte de murmurar las indicaciones
del mapa que había garabateado mi tía abuela, Juan permaneció en silencio.
Un tanto asustados, nos dirigimos al norte de Nueva York entre un tráfico
denso y un confuso y complejo sistema de autopistas que tenían numerosos
carriles. Era tan confuso que me dio más miedo que un corral lleno de toros
de la ganadería Tulio. Aquellas autopistas eran de lo más lujosas y lisas —
no había ni un solo bache— y nos condujeron a través de incontables
barrios residenciales y distritos rurales de un verde casi agobiante,
envueltos en la neblina que formaba aquella insoportable humedad. Sólo el
estado de Nueva York ya era casi tan grande como la mitad de España.
Estábamos en los bosques húmedos de Norteamérica, una región muy
lluviosa y con grandes extensiones de árboles, como las montañas de Juan.
—Los ingenieros de caminos yanquis son unos verdaderos genios —
dije para iniciar una conversación.
Desde su solitario rincón, Juan ni siquiera me contestó. Al caer la tarde
atravesamos una región de colinas onduladas, ciudades balneario, granjas y
praderas en las que pacían vacas lecheras blancas y negras.
—La misma raza que en La Montaña —comenté. Juan se limitó a
asentir con un gruñido.
Al cabo de un rato, y tras perdernos dos veces, me enfadé con Juan
porque no le estaba prestando atención al plano.
—Vete a la mierda —me dijo furioso—. Hazlo tú —y me tiró el mapa.
Tuve que parar varias veces y encender la luz del techo para poder ver
el mapa. Cuando finalmente vimos ante nosotros un buzón con el número y
la calle que estábamos buscando, yo echaba chispas.
***
Como nota final en estos tiempos del nuevo milenio, añadiré que ahora
que las estaciones espaciales forman parte de nuestra vida cotidiana y que
un sistema nervioso electrónico llamado Internet atraviesa el planeta a lo
largo y a lo ancho, los seres humanos aún experimentan esa atracción
primaria e irresistible de participar en juegos peligrosos con reses bravas. A
lo largo de la última década, en los circuitos de rodeo de los Estados Unidos
ha surgido una extraordinaria e incruenta forma de torear, protagonizada por
los payasos de rodeo.
En los tradicionales concursos de montar toros, los payasos
profesionales siempre estaban preparados para distraer al toro cuando el
vaquero se caía. Los toros que se utilizan hoy en día son de raza mexicana o
Brahma y llevan la bravura en la sangre. En este nuevo espectáculo, sin
embargo, el payaso «lucha» contra toros jóvenes mexicanos, especialmente
importados para la ocasión. Esos toros no se montan, sino que son usados
una y otra vez en el espectáculo, como en las corridas de toros que se
celebran en Francia. Se vuelven expertos a la hora de moverse como gatos,
de girar, de cambiar de lado, de jugar con el payaso al gato y al ratón en una
especie de danza mortal. Los jueces puntúan a cada payaso en función de lo
que se acerca a los cuernos del animal. Aunque los cuernos no están
afilados, esas bestias tienen tanta fuerza que son capaces de machacar al
payaso contra el suelo o contra la valla que circunda el ruedo. No es difícil
acabar con el cuello, un brazo o una pierna rotos. Hay toreros célebres,
como Ron Smetz de Texas, que han sufrido heridas y han atravesado crisis
de confianza, como cualquier matador español. Los payasos se atreven
incluso a dejarse voltear, porque así pueden subirse a lomos del animal,
como los guerreros cretenses de antaño inmortalizados en algunos de los
murales más antiguos que se conocen.