Análisis Capítulos 1605

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EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA

1605
(enfoques críticos adaptados de la edición preparada por Francisco Rico para el Instituto Cervantes)

PRÓLOGO
Este prólogo está escrito en primera persona con un «yo» que se adelanta como una de las instancias
narrativas de la novela; personaje —él también— del libro, con vínculos de parentesco con aquel «yo» que
en I, 9, da cuenta del dichoso hallazgo del cartapacio en caracteres arábigos; un «yo» con la misma voz o
análogas entonaciones del «segundo autor», el alabado «curioso que tuvo cuidado de hacerlas [aquellas
grandezas] traducir» (II, 3, 647). Pero lo que ese «yo» ahora escribe es el cuento de un prólogo «renitente»,
que el autor no quisiera hacer y que, sin embargo, felizmente se hace. El prólogo, pues, es el relato de su
constituirse, de su devenir prólogo bajo los ojos mismos del lector.
El prólogo, como instituto canónico, había adquirido ya sus modalidades y su forma noble de género
literario, no sin versiones burlescas y construcciones caprichosamente manieristas. Pero un género nuevo de
narración cual el Q requería una invención nueva; de aquí el uso ambiguo del motivo de la «afectada
modestia» que, si más adelante se vuelve paródica y socarrona ironía, al comienzo señala una actitud
defensiva de responsable duda acerca de la hazaña narrativa que representa la obra. Y esto desde las palabras
iniciales de saludo —«Desocupado lector»—, con aquel extraordinario epíteto, sustitutivo del ritual y
deferente «curioso lector», como si el libro, su materia y personaje no tuvieran la pretensión de merecerlo.
El epíteto escoge un lector libre, libre en cuanto lector; pero no sólo: más libre también de prejuicios
preceptistas y de los cánones dominantes; un lector, si no elitista, distinto «del antiguo legislador que llaman
vulgo». Entonces la presentación de la obra —otra tarea tradicional— se cautela con describir las
condiciones adversas en que se engendró la novela, la cárcel de Sevilla en 1597 (según la opinión casi
general de los comentaristas), un lugar que es lo contrario del tópico locus amoenus, ‘el lugar apacible’
reservado a otros dichosos y aclamados autores, y es sobre todo lo opuesto a la festiva y alegre invención
creadora del libro. Y es aquí donde, conjugando otras dos figuras prologales —el libro como hijo del autor y
la del «autor ficticio», según la tradición de las caballerías—, el escritor llama y sorprende la atención del
lector al declararse no padre sino «padrastro» de DQ (cuyo verdadero padre es indicado en el «historiador
arábigo» Cide Hamete Benengeli, que hará su ingreso en I, 9).
Luego lo que detiene la pluma es el deseo del escritor de dejar su historia sin el oropel de un
pomposo proemio y de todos los alardes de erudición y doctrina de que se visten los otros libros (y la
enumeración pasa de ironía en ironía) con sus preliminares varios y su serie de versos elogiosos, de
acotaciones en los márgenes, de anotaciones al final del libro, con la larga lista alfabética de autores a
quienes, dicen, se remite la obra. Inesperadamente («a deshora») llega otra figura prologal, el amigo
alentador, no imaginario o en calidad de alter ego, sino en carne y hueso, un amigo «gracioso y bien
entendido», al cual el escritor confiesa sus dudas y preocupaciones. Fácil es, entonces, para el amigo
discreto, derribar punto por punto los problemas del escritor con una serie de consabidas y escolásticas citas,
y no siempre correctas. (…) Y así, con la disertación-confutación por parte del amigo, el escritor, librado de
sus simulados o reales temores, tiene ahora su pertinente prólogo, y puede volver a su cordial coloquio con
el «lector suave», ofreciéndole «tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
Mancha», nombre que se reúne aquí con otro personaje famoso, el nunca hasta ahora señalado Sancho, el
escudero. Con la presentación, en el umbral del libro, de la concomitante y oximórica pareja, se pone de
manifiesto la esencial construcción binaria que ordena todo el prólogo, empezando con su sintagma inicial:
narrador-«desocupado lector».
El prólogo fue redactado en el año 1604, después de acabar el libro, cuando C., capítulo tras capítulo,
estaba vislumbrando ya la forma en perspectiva de la obra, incierto tal vez sobre su continuación. Las
últimas líneas de despedida ofrecen una ulterior ocasión —la cuarta— para remachar el asunto elemental y

1
reductivo del libro, la invectiva contra «los libros vanos de caballerías». Cuatro veces no parecen una
excesiva insistencia.
Capítulo I
Don Quijote es un típico hidalgo de pueblo («de los de lanza», etc.). En la España de los Austrias, la
jerarquía nobiliaria iba de los grandes de España y los títulos a los ricos caballeros y los simples hidalgos,
cuyos privilegios se reducían a estar exentos de la mayoría de los impuestos y de cargas como alojar y
avituallar a las tropas de paso. (…).
Pero en una región como la Mancha, donde solo una mínima parte de la población era hidalga —al
revés que en el norte de la Península—, y en la soledad de su «lugar» no había ocasión para tales escapes
imaginativos.
Comprendemos que se diera tan apasionadamente a los libros de caballerías. Un humilde hidalgo
como él no tenía más horizonte que el mantenimiento de su rango y, por ahí, la pervivencia del pasado. Los
relatos caballerescos le ofrecían la visión quimérica, idealizada hasta el desatino, de un mundo en que un
pequeño noble podía realizar las más estupendas hazañas y alcanzar las cimas más altas, conformando
siempre la realidad de acuerdo con las virtudes y valores, de indudable atractivo (la justicia, el heroísmo, el
amor, la belleza...), que teóricamente habían dado a los antepasados de DQ el status que ahora tan
penosamente le tocaba a él preservar.
No puede sorprendernos que el ensueño se impusiera a la evidencia, y de leer libros de caballerías
pasara a proyectar escribirlos y al cabo a vivirlos. Más de uno los había leído como crónicas veraces (las
fronteras de la ficción, sobre todo en prosa, distaban aún de estar claras), a más de uno lo habían estimulado
a la acción, y no faltaban algunos a quienes habían llevado al desvarío … Pero también había razones para la
sinrazón de dar por históricas las fantasías caballerescas y creer posible resucitarlas a la altura del 1600: a la
ínfima nobleza en descomposición, la caballería andante de DQ le devolvía la libertad y la esperanza,
haciéndola otra vez dueña de sí misma y otorgándole un papel de relieve en la sociedad; ascendía
inmediatamente de grado al mismo protagonista, quien de hidalgo se convertía en caballero y ganaba el don
que no tenía; y, en definitiva, recuperaba el pasado como presente y lo proponía como futuro.

Capítulo 2
Al cerrar la noche de un caluroso día del mes de julio, el hidalgo manchego, pertrechado de
variopintas armas y a lomos de Rocinante, parte en secreto de su tranquilo hogar dispuesto a hacer de la
caballería su razón de vivir y a convertir en realidad esas ficciones que le han resecado el cerebro y le han
hecho perder el juicio. Decidido a ser armado caballero «del primero que topase», a portar las armas blancas
propias de todo novel y sin llevar otro camino que el elegido por su rocín, DQ se lanza a los campos de
Montiel en busca de aventuras como prueba y legitimación de su valor. Arremolinados en su mente e
interpretados con alguna que otra licencia genérica y buen humor, como se ve en su pretensión de dejar más
limpias que el armiño sus ennegrecidas «armas blancas», estos viejos y recurrentes motivos caballerescos
acomodan su estrenada andadura a los cánones librescos. A partir de este momento, el manchego inicia una
imitación de los modelos caballerescos que, más allá de la mera emulación moral y edificante de sus héroes

Su competencia lectora se revela también en el remedo del estilo y lenguaje de los libros de
caballerías, de esos libros que él en más de una ocasión estuvo tentado de escribir antes de abrazar la
profesión caballeresca. Armas y letras, sin embargo, no están totalmente reñidas y ese espíritu creador que le
hace vivir la vida como una obra de arte le lleva también a improvisar parte de la «verdadera» historia de su
vida, para cuya redacción vuelve a echar mano de conocidos tópicos caballerescos como el del sabio
encantador, que tanto juego le dará posteriormente en la realización de sus ilusiones librescas. Al sabio
cronista de turno dicta para iniciar su relato la retórica descripción de un amanecer mitológico, pórtico de
una andadura que en su fantasía se promete bien distinta a la salida que acabamos de presenciar por la puerta

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falsa del corral de su casa. A partir de este momento el lenguaje de DQ, por lo común llano y corriente, se
transforma por mor de su fantasía en un estilo medievalizante y elevado, teñido de la habitual retórica
caballeresca y taraceado de otros estilos y tipos de discurso vigentes. Los viejos romances caballerescos en
concreto, coadyuvantes también de su demencia, empiezan a salirle al paso y en sus pláticas enhebra,
contrahace y recrea algunos de los gastados versos romanceriles, cansados ya de vagar por la conversación y
por la literatura de la época. Su lenguaje idealizado y libresco choca con el variado y diversificado de la
realidad circundante y de este modo la novela se abre a un rico plurilingüismo hasta entonces no ensayado
en la ficción monológica de la época.
Después de caminar todo el día «sin acontecerle cosa que de contar fuese» y con la facultad
imaginativa potenciada por ese sol que durante todo el día le ha recalentado los sesos, el manchego pasa de
la palabra a la acción y empieza a fabricar sus propias aventuras a partir de la transfiguración de una realidad
intencionadamente aplebeyada y envilecida. La tradicional venta, frecuentada por arrieros, rameras, pícaros
y toda suerte de viajeros, lugar de encuentros y desencuentros, de latrocinios y burlas, es el mejor escenario
para ensayar esta metamorfosis de la realidad que después, andando el relato, practicarán también otros
personajes. En su lesionada imaginación la venta se transforma en el castillo caballeresco habitual, el
ventero en el hospitalario «castellano» y las mozas del partido en «hermosas doncellas». Su contrahecha
figura y su arcaizante lenguaje caballeresco, apenas entendido o malinterpretado por sus interlocutores,
introduce a los huéspedes en el anacrónico mundo caballeresco del que tienen una visión bien distinta a la
del hidalgo, pero la suficiente como para seguirle el juego y participar activamente en la creación de la
aventura. El proceso de distorsión de la realidad se cierra finalmente con la cómica cena que, aunque de
dudosa calidad alimenticia como era habitual en las ventas, DQ es también capaz de enriquecer gracias a una
interpretación lingüística errónea e involuntaria, al confundir y convertir las modestas truchuelas (abadejo)
en ilusorias y suculentas truchas, más suculentas si cabe por su diminutivo. La cena venteril, aderezada con
sabrosos chistes verbales y con el comportamiento gestual del armado comensal, adelanta ya el tono
paródico que adoptará el episodio de la armazón caballeresca en el capítulo siguiente. El buen humor del
ventero y de las rameras, así como la afortunada coincidencia del cuerno del porquero con el que DQ piensa
que es recibido y al final agasajado, colman plenamente las expectativas de esta su primera salida y le
ayudan a ajustar la prosaica realidad al arquetipo formal de la aventura caballeresca fijado por sus lecturas.
El ensueño de DQ contrasta con la grotesca realidad descrita, y del cruce brota la burla, la risa de todos los
allí presentes, incapaces de entender la chifladura de un hidalgo que desea ser caballero andante.

Capítulo 3
Para ejercer legítimamente la caballería andante DQ sabe que ha de ser armado caballero y por ello
se propone recibir la investidura sin mayor demora. La ceremonia de ingreso en la caballería —tan
ansiosamente anhelada por el hidalgo manchego— alcanzó gran importancia en la sociedad medieval,
convirtiéndose en una selección ritual realizada en el seno del estamento de los defensores entre aquellos
preparados física y espiritualmente para desempeñar determinadas e importantes funciones. Entendida como
un rito de paso de la juventud a la madurez, con su correspondiente muerte metafórica y su posterior renacer,
se cargó de un profundo significado religioso, adquiriendo incluso un carácter pseudosacramental. En la
sociedad de Felipe II, en la que la caballería estaba ya trasnochada, la investidura, aunque se seguía
practicando con las lógicas modificaciones formales del rito, había perdido buena parte de su razón de ser y
significado. El tiempo, sin embargo, parece haberse detenido para este hidalgo cincuentón que no ve en su
avanzada edad obstáculo alguno para el ejercicio de la caballería, profesión para la que se siente dispuesto
corporal y anímicamente ...
Los pormenores de la liturgia, recogidos en los textos legales, en los manuales al uso sobre la
caballería, y recreados hasta la saciedad en la literatura caballeresca, eran conocidos entre las diferentes
clases sociales, como demuestran las nociones que sobre dicho rito tienen el ventero y, de algún modo

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también, las mozas del partido artífices de la iniciación caballeresca del manchego. DQ toma como padrino
al socarrón ventero andaluz, en su imaginación castellano del castillo y por ende supuestamente caballero,
quien «por tener que reír aquella noche» le sigue el humor y dispone todo lo necesario para hacer de la
armazón caballeresca una entretenida burla nocturna. Bajo un equívoco verbal, el ventero se presenta ante su
ahijado como un apicarado «caballero andante», pergeñando una apresurada biografía con las aventuras de
juventud por la geografía picaresca de la España del momento, biografía que no es sino un claro
contrafactum de las funciones típicamente caballerescas. Por primera vez pícaro y caballero, representantes
de dos de los géneros de ficción más significativos de la época, se cruzan en el camino de la novela y del
encuentro surge, además de un contraste de experiencias y perspectivas, una potencial y dialéctica crítica de
ambas formas narrativas, la de la picaresca en concreto cumplidamente desarrollada después en el episodio
de Ginés de Pasamonte (I, 22). Desde la experiencia vivida, ya retirado del mundo y recogido cual eremita
en la aislada venta, el pícaro jubilado instruye al caballero aspirante sobre la realidad de la vida, casi siempre
silenciada por obvia en los libros de caballerías, adoctrinándolo en la necesidad de ir siempre bien provisto
de dinero, camisas y, ante todo, escudero, prevención esta última que el neófito hará realidad en su segunda
salida acompañado de Sancho Panza (I, 7). Aunque el ventero no haya confesado su afición por los libros de
caballerías, su conocimiento del género queda de manifiesto, está a la altura del que tienen Dorotea o los
Duques y, como ellos, se convierte en el verdadero artífice de la improvisada aventura caballeresca.
Con un pícaro como maestro de ceremonias no es de extrañar tampoco el rumbo paródico que tomará
la liturgia, cuyos componentes indispensables, incluidos los religiosos, son mantenidos con el consiguiente
descenso de planos y subversión de valores. La primera parte del ceremonial se celebra en el corral de la
venta, a la luz de la luna y ante el regocijo de todos los huéspedes que presencian el espectáculo. En tal
escenario venteril, la parodia de la vela de armas y del ritual de los combates caballerescos se convierte
finalmente en una típica escena de farsa o de entremés, repleta de palos y pedradas. Con un DQ
envalentonado en su autoengaño, la burla se vuelve, sin embargo, contra el ventero, quien abrevia el
paródico ritual reduciéndolo a la pescozada de regla y a un brioso espaldarazo. La intervención de las dos
rameras calzando la espuela y ciñendo la espada del novel cierra finalmente un ceremonial que, perdida toda
su seriedad y solemnidad, entra de lleno en la tradición de los juegos de escarnio. Por esto mismo, por haber
recibido la caballería por escarnio, amén de estar loco, ser pobre y haber sido armado por un pícaro, el
hidalgo Alonso Quijano, aunque nunca dude de la validez del rito, jamás será un verdadero caballero
andante. En su fuero interno y en su locura, sin embargo, DQ se siente con pleno derecho para ejercer la
caballería y ello le basta para acometer las funciones propias que le confiere la orden y para transformar la
corriente realidad de su tiempo en la ideal de sus libros.

Capítulo 6
Con este capítulo finaliza la «primera salida» del héroe, que en cierto modo forma una novelita breve
con trama y desenlace propios. Encuadran este conjunto juicios literarios que, esbozados ya en I, 1, se
desarrollan en éste y en parte del siguiente con mayor detalle. Al volver el Ingenioso Hidalgo a su punto de
partida, resurge el tema de sus lecturas, limitado anteriormente a los libros de caballerías, pero ampliado
ahora a otros géneros —la novela pastoril, la poesía heroica y la lírica amorosa— y complementado, a
propósito del Orlando furioso de Ariosto, con observaciones críticas sobre la traducción de obras en verso.
El inventario de estas lecturas muestra que la «librería» de DQ, posible trasunto de la del mismo C., es
cuantiosa, pues comprende más de cien volúmenes; relativamente moderna, ya que incluye varios libros de
fecha reciente, pero poco variada. Su contenido refleja ante todo la afición casi exclusiva de Alonso Quijano
a los poemas de tradición épica o ariostesca y a las novelas de imaginación e, inversamente, su poco
entusiasmo por otras formas de literatura como la picaresca, de la que no se menciona muestra alguna.
Tampoco las hay de cancioneros y romanceros, a pesar de las referencias a romances que concurren en este
principio del libro, ni de obras de historia … El examen de la colección, burlonamente procesada por

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herética o por demoníaca, se lleva a cabo con celo típicamente inquisitorial: basándose en la denuncia de la
sobrina, el cura actúa de juez eclesiástico y, asistido por el barbero, remite la ejecución de sus sentencias al
brazo seglar del ama, quien se encarga con diligencia de echar a la hoguera los libros culpables. (…)
Algo parecido ocurre en el auto de fe celebrado aquí, pues, bien mirada, la severidad del licenciado
dista mucho de ser tan sistemática como podría suponerse. (…)

Capítulo VII
El anterior da paso a uno nuevo con propiedad, puesto que reaparece DQ y lo interrumpe; pero sigue
la escena (tan lenta como el diálogo con el que coincide), ocupada por dos finales, el del escrutinio
inconcluso y el del torneo soñado por DQ. Es la primera aventura soñada, de la que nuestro caballero, no
cortesano, sale malparado. Aquí su locura es grotesca y más asombrosa, para los demás, que risible.
Anteriormente él había confundido la ficción novelesca no con la vida, como puede pensarse, sino con la
historia. Ahora confunde el sueño, en que vuelve a desdoblarse, esta vez como Reinaldos de Montalbán, con
la vigilia. Y terminada la escena, se queman todos sus libros, no sin una última alusión a la Inquisición, o
más precisamente al brazo seglar —el ama— que ejecuta sus sentencias.
DQ no volverá a leer un libro, ni siquiera el que contará sus hazañas, y no porque desaparezcan los
suyos. Ya no le hacen falta. Puede soñarlos, los lleva consigo, los vive, convirtiendo el mundo en una
ficción, dentro de la ficción que le contiene a él. Se sitúa así en una novela de caballerías, síntesis de muchas
del género. Su punto de vista no es el de ningún otro. Le rodea un entorno escrito, un género literario, para él
verdad histórica, configurado por virtuales aventuras que le aguardan, imprevisibles, pero propias por fuerza
de ese género. (…).
Se ha dicho que es un contrasentido hacer tapiar la biblioteca de DQ para que luego él no encuentre
los libros que no están allí, «porque cuando se levantase no los hallase...». Pero no es éste el punto de vista
del hidalgo, que ignora su destrucción y para quien no es un absurdo ir en su busca. Si hay articulación
sorprendente, se halla en la diferencia entre el desvarío inicial y el relativo sosiego con que se prepara la
segunda salida. Este cambio cabe en el sumario de acelerado tempo que, tras la segunda escena dialogada,
abarca quince días de la historia, siempre menos limitada que lo que de ella se narra.
La segunda salida y la presentación de Sancho son dos sucesos anunciados. (…) Ahora este hace su
aparición. No anticipemos lo que será, ni ningún otro aspecto futuro de una narración que se va ampliando y
profundizando en el tiempo, apoyándose en la libertad del héroe y la del autor. Este dinamismo visible no es
lo mismo que una reelaboración, conjeturada, o que la reordenación de unos capítulos. (...) Con Sancho el
dialogismo puede ir convirtiéndose en el principio estructural constante de la novela, al que se sumarán otras
no sólo personas sino mentes humanas independientes: contrastes dialécticos entre pareceres, que van
superponiéndose y —en última instancia—, puesto que el narrador no nos da el código o clave de los
mensajes, solo pueden resolverse en la mente, abierta en potencia a todos estos, del lector.
Entre los personajes cervantinos y sus nombres hay una relación funcional. Panza insinúa un
biologismo carnavalesco. Sancho procede del refranero y del folclore; pero también de los rústicos y bobos
de las imitaciones de La Celestina y del teatro anterior a Lope. En Sancho Panza se aúnan la simpleza y la
sagacidad, como en DQ la locura y la cordura, pero con las inversiones y las sorpresas propias del dual
arquetipo folclórico. Pero no solo DQ queda individualizado. Más allá de sus orígenes como tonto-listo,
bufón, o parodia del escudero de Amadís, Sancho se singulariza y por tanto va revelando toda su
complejidad contradictoria no ya de tipo sino de persona. Por ahora se indica ante todo su simplicidad,
aunque el diálogo final, de verdad risible, apunta su agudeza y aptitud burlesca. Por ahora el señor y el
criado van unidos por una misma credulidad, disponibilidad y capacidad de futuro, al menos por cuanto sus
ilusiones se tocan y requieren mutuamente.

Capítulo 8

5
«En esto», palabras con que se abre un capítulo, como el anterior, se inicia de inmediato la aventura
esperada (I, 2) de los molinos de viento, que, como todas, ya sucedió y sin embargo ha de suceder sobre la
marcha, en la actualidad de la lectura. Se debe al cruce de «la ventura» con uno de los componentes propios
del género literario en que reside DQ: los gigantes, de mítica estirpe clásica, reducidos en la novela de
caballerías al poder de la fuerza bruta. Es la batalla desigual e individual del héroe con la desaforada
personificación del mal, una de las dos motivaciones declaradas por DQ; la otra, el enriquecimiento, en
beneficio de Sancho, vendrá a cuento poco después en el choque con los frailes benitos.
La brevedad y la claridad de estructura de la aventura le conceden una calidad modélica, en abyme,
respecto a toda una clase de aventuras, las que arrancan de una voluntariosa transformación de lo visible. La
estructura es triádica: un diálogo explicita lo que cada uno de los dos personajes ve o entiende por real; el
protagonista pasa a la acción; y en un diálogo final cada uno comenta lo acaecido, confirma su actitud, o
acomoda los hechos a su postura individual. Se producen dos alternancias que serán fundamentales a lo
largo de la novela: entre la acción y el pensamiento; y, dialógicamente, entre una y otra concepción personal.
La conjunción de ambas contraposiciones, en las que se introducirán muchos personajes, origina el
pluralismo de sentidos.
Un mismo objeto provoca reflexiones críticas y pareceres diferentes. Pero no desenfoquemos esta
acción particular en aras de un perspectivismo filosófico. Más adelante algunas aventuras podrán basarse en
un fenómeno de origen incierto: la bacía del barbero podrá servir de yelmo o viceversa. Cabe pensarse que
cualquier objeto puede tener varios sentidos para sus intérpretes. Pero DQ y Sancho no están interpretando.
Ahora bien, ninguno ve las cosas inocentemente, como por primera vez; y en segundo lugar, las cosas no
interesan —ni tampoco las ideas— como tales, autónomas, sino como parte de las personas que se
relacionan con ellas y las incorporan al itinerario abierto de su existencia. Un labrador manchego no
descubre sino sabe que esas aspas hacen andar la piedra de un molino, pues las costumbres hacen posible su
rutina cotidiana, sin tener que examinar su entorno a cada paso. DQ no conoce sino reconoce desde lejos el
molino de viento como lo más previsto y parecido al gigante que le espera en la novela de caballerías que
está protagonizando. No hay miradas pasivas sino consecuencias de experiencias y expectaciones previas.
(…)
Caído pero no decaído, DQ se sobrepone perfectamente al descalabro, puesto que, inmutable aún, no
reconoce su error. El narrador podrá desarrollar lo que la presencia de Sancho hace posible, que es el
conversar de los dos protagonistas entre aventura y aventura. Sobreviene la anunciada de Puerto Lápice. De
ella cabe señalar dos aspectos. Primero, el carácter novelesco que de por sí tienen unas figuras fugaces pero
prometedoras de mucho más que lo contado: así la dama que viaja en coche, rumbo a Sevilla, donde se
embarcará para las Indias. Ese cruce azaroso de vidas apenas sugeridas, con abundancia de pormenores en
absoluto indispensables, nos está diciendo más que nada: la vida real es así. Y ahora se amplía el aludido
mundo contemporáneo, que está fuera de la acción pero dentro de la novela. La presencia de los molinos de
viento (no está claro que su implantación fuera relativamente reciente) no sugiere un entorno histórico tan
rico como el viaje a América de la dama con su marido, vasco que ocupará un puesto de gobierno; o como la
causa del combate de DQ con el escudero, que es impugnar su condición de hidalgo.
(…)
La suspensión final y la división del relato en partes, como en el Amadís, son paródicas. Pero
tengamos en cuenta que la parodia en este libro es parcial y esporádica. Si un loco comete la irracionalidad
de imitar algo, lo que tenemos finalmente es la compleja historia de un loco, más que el simple descrédito de
ese algo. La parodiada técnica de división pasa a ser un recurso de alcance mucho más general y positivo,
que aclara la estratificación del arte de novelar. Este implica tres niveles: el relato, es decir, el enunciado
narrativo en el orden en que lo leemos; la historia, compuesta por la sucesión de acontecimientos que el
relato supone y narra; y la narración, o acto de contar, con la intervención del narrador. En el Q. las vidas
fluyen, más o menos conocidas o contadas, más allá de las palabras. C. distancia aquí la historia del relato

6
subdividido, acentuándolo como tal; y aleja a los dos de la narración, a la que se dedicará prioritariamente en
el capítulo siguiente.

Capítulo 9
El capítulo octavo concluía con la sorprendente noticia de que el relato de los hechos del protagonista
tenía que interrumpirse porque «el autor desta historia» (I, 8) no encontró más escrito. Como el lector tiene
en las manos un volumen del que no ha leído ni la décima parte, por fuerza supone que alguien habrá
continuado la tarea, lo que ya se prometía allí al introducir por sorpresa la novedad de un «segundo autor
desta obra» que había dado con el resto.
Este autor toma ahora la palabra, primero en plural («Dejamos») y luego directamente en singular
(«Causóme»). Parece claro que esta primera persona no debe confundirse con la que hasta ahora había
hablado en el libro («no quiero acordarme», I, 1 ; «lo que yo he podido averiguar», I, 2,): esa era la voz del
llamado en I, 8 «autor desta historia» o primer autor, una especie de investigador que incluso ha rebuscado
en los «anales de la Mancha» (I, 2). Como en el prólogo C. ha anunciado enigmáticamente que, «aunque
parezco padre, soy padrastro de don Quijote» (I, Pról.), el lector se ve inducido a identificar al propio C. con
este reciente autor segundo que ahora aparece comentando algunas circunstancias de la historia y, al fin,
haciéndose con su continuación. Por tanto, nada impide que al «segundo autor» le llamemos Cervantes o, si
se quiere evitar las protestas de los narratólogos que amonestan contra una confusión entre personas reales y
voces de la ficción, escribamos «Cervantes», en cuanto figura del autor en el texto. Desde luego, todo lleva a
pensar que el C. que verdaderamente escribió el Q. esperaba que las cosas se entendieran así y deseaba que
le imaginásemos a él caminando por el Alcaná y leyendo «aunque sean los papeles rotos de las calles».
Salvo su parte final, este capítulo supone un alto en la narración de los hechos de DQ, para abrir un
extenso paréntesis metanarrativo, que convierte en personaje al autor (al «segundo autor»), que llegará a
pasearse por Toledo. Como cabe esperar en todo paréntesis, se aprovecha la ocasión para reflexionar sobre
lo que del libro se ha leído hasta ahora: el «gusto» que produce la «sabrosa historia»; el hecho de ser muy
cercana en el tiempo, y no transcurrir en los antaños en que se desarrollaban los libros de caballerías; el tener
lugar en un espacio próximo como es el propio país («nuestro famoso español don Quijote»).
Explica luego el autor segundo cómo halló la continuación en una tienda toledana, introduciendo una
parodia de los libros caballerescos y de su frecuente recurso al manuscrito hallado y escrito en extraña
lengua, al modo como Montalvo relata en el Amadís que le ocurrió con la cuarta parte y Las sergas de
Esplandián, «que por gran dicha paresció en una tumba de piedra, que debajo de la tierra en una ermita,
cerca de Constantinopla fue hallada, y traído por un húngaro mercadero a estas partes de España, en letra y
pergamino tan antiguo, que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían» (Amadís de
Gaula, Pról.). En nuestra obra el texto está en árabe, por lo que hace falta quien lo traduzca: un morisco
aljamiado, al que se concederá alguna dimensión en la Segunda parte, pero no en la Primera.
El manuscrito lleva por título Historia de don Quijote de la Mancha —que no coincide con el del
libro de Cervantes—, y tiene un autor concreto. Se produce así la invención de Cide Hamete Benengeli,
«historiador arábigo». Su figura está latente al menos desde que el propio DQ piensa en el «sabio» que
redactará sus hechos (I, 2). En cierto modo, pues, es el personaje quien se inventa a su autor, que en efecto
será llamado «el sabio Cide Hamete Benengeli». «Cervantes», lleno de gozo, se apresura a comprar el
manuscrito, contrata la traducción del mismo con el morisco y aun se lleva a este a su casa para que apresure
su tarea.
A partir de aquí, la disposición del relato ya no variará en lo que resta de la obra: hay un texto inicial
en árabe, que es traducido por un morisco y nos es luego transmitido por el segundo autor, que se supone
que asume el papel de editor y a veces introduce breves comentarios. Después de una referencia a que el
manuscrito original tenía ilustraciones, de las que no se vuelve a hablar, y tras un apunte humorístico sobre
la condición mentirosa de los árabes, lo que no obsta para que su historia sea verdadera —se inaugura así

7
una larga serie de reflexiones sobre la fiabilidad de lo narrado y, por tanto, del narrador mismo—, se
reanuda el cortado hilo de los hechos de DQ con el desenlace de su batalla con el vizcaíno, el cual le propina
con la espada tal golpe que le destruye la celada y le lleva media oreja, aunque el vasco saldrá peor parado
de resultas de un mandoble del caballero manchego, que ante su insólita victoria, está presto a rematarlo,
cosa que evitan los ruegos de la señora del coche.
Como se puede observar, las aventuras del protagonista en este capítulo ocupan apenas dos páginas.
Todo el resto se dedica, pues, no a la historia de DQ, sino a la historia de la Historia de DQ. C. nos ofrece
así una narración que no sólo cuenta unos hechos, sino que trata asimismo del proceso de cómo se han
contado; ofrece una fábula, pero también el secreto de cómo estas se crean; inventa la novela moderna, pero
a la vez la hace nacer sabia, consciente, reflexiva... y plena de humor.
(…)

Capítulo 16
Ya en la venta, el desván o camaranchón será como el escenario teatral —espacio público— de la
aventura erótica narrada como acción entremesil. Allí las tres mujeres acuden a curar a DQ; sus palabras y
las manos que le emplastan de arriba abajo despiertan sentimientos y sensaciones de agradecimiento y
erotismo. Mientras Sancho fabrica la mentira de su caída, DQ fabrica la fábula o ficción de su llegada a un
castillo, agradeciendo a la ventera los emplastos y revelando su atracción a la hermosura de su hija. Sobre la
ruin cama se va elaborando la comedia nocturna de la sexualidad del abatido hidalgo. La presencia de la hija
adolescente despierta un deseo erótico que se viste con la fantasmagoría del papel del caballero-huésped que
en situación parecida, es decir, tendido pasivamente a lo largo, es requerido esa noche por la doncella a
quien por honra o castidad tiene que rehusar. Se establece así, unido a la fidelidad a Dulcinea, el tema
burlesco de «la castidad del caballero».
Son ya varios los comentaristas de C. que se han detenido en el análisis de estas escenas y sus
declaraciones eróticas y de allí en el novelesco asunto de la sexualidad reprimida y cuaresmal del personaje,
ya que esas declaraciones revelan todo un complejo (masoquismo, narcisismo, etc.) que según el
psicoanálisis de nuestros días es como la contrahaz de su afán fálico-caballeresco. En efecto, las palabras
dirigidas a la congojada Maritornes, mientras la detiene violentamente asida, forman la expresión más
directa del deseo sexual que se permite el hidalgo a través del libro. Y, según las intenciones de C.,
proporcionan las consecuencias más cómicas.
El narrador relata o da cuenta de los incidentes de esta noche en el desván como si se tratara de una
acción sobre tablas entremesiles. A él se debe que una y otra serie de coincidencias desatinadas obedezcan al
diseño paródico de una estrategia inventiva. El desenlace de la farsa nos lleva más allá de la reducción
burlesca del naturalismo y el realismo grotesco (la retórica de la descripción de Maritornes como sensual
seductora) hasta fijar la trayectoria de una estructura cómico-narrativa. La que entra en el camaranchón y se
acerca a su cama es Maritornes, pero DQ, creyéndola ser la hija del ventero, se dirige a ella como a la
princesa de sus sensaciones fantástico-eróticas. Así, la relación sexual si no carnal entre Maritornes y el
arriero viene ya no a interponerse sino a coincidir con la erotomanía y estado fisiológico del emplastado y
adolorido cuerpo sobre la cama. Furioso por habérsele negado su deseo, el arriero se sube sobre él, tras la
gran puñada a las quijadas, dejándolo molido de nuevo. Inventiva de chocantes «códigos» semióticos
coincidentes más allá de lo repulsivo o asqueroso. A su momento intervienen el ventero y luego el
cuadrillero.
El gran ruido de tablas y bancos al deshacerse la cama despierta al ventero. Maritornes se acoge a la
cama de Sancho, como si no hubiera otro lugar donde esconderse. La acción —con sus incongruencias
sexuales y violento contacto de cuerpos— se desplaza al lecho de Sancho, como por ley. La aventura erótica
de DQ, nacida de su fantasía, tiene que trazar ese movimiento y promiscuidad de cuerpos —Maritornes,

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arriero, ventero—, trasladándose a la cama de Sancho, con la gran riña sobre el cuerpo del emplastado
escudero, para conseguir los efectos de subversión lingüística de máxima comicidad.

Capítulo 17
Es como si la fórmula o receta que improvisa DQ para confeccionar el «bálsamo de Fierabrás»
(ingredientes folclóricos) remedara la fórmula artística por la que la nueva estrategia combina e invierte
elementos literarios —pelea, magia y encantamientos (bálsamo, gigante), fantasía erótica y atracción sexual
— y sus conexiones hasta las sensaciones, olores y funciones fisiológicas, bizmas y emplastos, gravitando
más bien a las entrañas que a cualquier otro órgano, para conseguir su inimitable transformación. Esa
fórmula lúdica describe el movimiento (causa-efecto) de la aventura que nace en la fantasía del cuaresmal
DQ para luego gravitar hacia el peso y redondez del cuerpo de Sancho, involucrando toda idea de una
aventura caballeresca en la materialidad y estado psicofisiológico de ese organismo carnavalesco,
mayormente entrañas, posas, costillas y espaldas. El escudero, pues, es indispensable para conseguir los
máximos efectos cómico-burlescos de la sátira de caballerías. La nueva estrategia llegaba así a formular los
contrastes satíricos entre las dos figuras, escudero al lado del caballero, prefiguradas en los episodios de los
molinos de viento y el vizcaíno. He aquí, pues, el sentido artístico de la división formal en Partes que
imponía la nueva estrategia.
Los incidentes de la mañana siguiente han de trazar el mismo movimiento o trayectoria en dos casos
igualmente desastrosos para Sancho: desde la fantasía de DQ que queda curado con beber y vomitar el
brebaje y que rehúsa pagar al ventero al despedirse, a las entrañas y luego espaldas de Sancho, que pide y se
bebe buena parte del brebaje para luego sudar y sufrir el terrible paroxismo de desaguarse por «ambas
canales»; luego la burla a que le someten los tipos apicarados, holgándose con él «como con perro por
carnestolendas».
(…)
Capítulo 21
En la aventura de los batanes han quedado chasqueados amo y escudero. En este capítulo, con sabia
gradación, DQ asciende a alturas inconmensurables, ya que la ganancia del yelmo de Mambrino es una
victoria caballeresca muy particular, desde el cuadrante del ganancioso.(…). La ganancia del yelmo de
Mambrino es una batalla victoriosa, que compensa a DQ con creces por la media celada perdida. El yelmo
de Mambrino es consustancial a la literatura orlandiana: en Boiardo, Orlando innamorato, I, IV, Reinaldos de
Montalbán mata al rey moro Mambrino y gana su yelmo encantado; en Ariosto, Orlando furioso, XVIII, el
yelmo encantado había sido conquistado del rey moro Mambrino por Dardinel de Almonte (no Sacripante,
como creyó recordar DQ), y lo gana Reinaldos de Montalbán al quitar la vida a Dardinel. En su
subconsciente DQ actúa como el paladín carolingio. Se puede ver que el yelmo de Mambrino tiene
credenciales caballerescas irreprochables, lo que hace tanto más disparatada la identificación de una bacía de
barbero con tan mentado yelmo por parte de DQ. Sancho, ajeno a toda cultura literaria, recibe la orden de su
amo de alzar el yelmo del suelo (donde lo dejó su dueño al huir), así lo hace y comenta: «Por Dios que la
bacía es buena» (I, 21). Este conato de duda ontológica, manejado con sabia maestría, aviva y da unidad
narrativa adicional a una veintena de capítulos (I, 21). Tras tan sonada y excitante ganancia el ritmo
narrativo se puede aminorar, y, efectivamente, se anonada en un largo diálogo entre amo y escudero, en el
que por boca de Sancho se hace alusión a un futuro historiador que «ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced» (I, 21), tema de escaso desarrollo en 1605, pero de máximo interés en 1615. Por boca de DQ corre
la elaboración de todo un resumen de libro de caballerías, que termina con el imaginado caballero
recompensado con la mano de una infanta y haciéndole mercedes a su escudero. (…) En cuanto a las
recompensas al escudero, que DQ llega a cifrar en un «te han de llamar señoría» (I, 21) …

Capítulo 22

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Lo que vio venir por el camino DQ fue algo muy distinto a las excelsitudes de la épica renacentista,
como había creído ver unos momentos antes. Se trataba ahora de uno de los más tristes aspectos de la
realidad social de su España. «Ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro» venían unos doce
galeotes, o sea, criminales condenados por la justicia a remar en las galeras del rey, con sus guardas de a pie
y de a caballo. Ocurre aquí una inmediata polarización de actitudes: la justicia del rey ha forzado a estos
criminales a servir en galeras; la misión caballeresca de DQ está decididamente contra toda expresión de
fuerza al individuo. De este inevitable choque surge uno de los capítulos más famosos de la Primera parte,
que tendrá repercusión aún más clara que el anterior en 1615: Ginés de Pasamonte se reencarnará en el
titiritero maese Pedro (II, 25-27). Para fundamentar el choque, el autor hace que DQ interrogue a cada uno
de los galeotes acerca de los motivos de su condena. Las respuestas se dan en un nivel lingüístico y el
caballero las interpreta en otro, lo que agrava los términos de la polarización. Por ejemplo, el primer galeote
va condenado a galeras por enamorado, lo que provoca el incrédulo asombro del protagonista, pero
enamorado de «una canasta de colar atestada de ropa blanca»; el segundo va por músico y cantor, ya que
cantó en el ansia, términos que tiene que explicar unos de los guardas: cantar en el ansia es ‘confesar en el
tormento’. Aturdido por estos enredos y desniveles lingüísticos llega DQ a interrogar a «un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años», que se destaca aún más de la masa anónima criminal por llamarse
Ginés de Pasamonte (o Ginesillo de Parapilla, como agrega maliciosamente un guarda) y por estar
escribiendo su vida, libro «tan bueno..., que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel
género se han escrito o escribieren». (…) Además, se debe considerar que la redacción por un criminal de su
autobiografía es la actividad común que enlaza y distingue a todos los pícaros literarios. Sin embargo, C.
nunca escribió una picaresca canónica, por el estilo de Lazarillo de Tormes, título recordado para beneficio del
lector.
Capítulo 52
El capítulo I, 52 sirve como cierre de la Primera parte y es anuncio de la Segunda. Después del
intermedio novelesco de Eugenio (rústico cabrero en los hechos y discreto cortesano en las palabras), C.
rompe el hechizo pastoril del relato con el ofrecimiento de DQ para ayudar al cabrero; este, que se asombra
de las palabras y aspecto del caballero, excita sin quererlo su irascible y súbito comportamiento y se enzarza
con él en una furiosa pelea, que los presentes incitan con crueldad. La fiesta de golpes se interrumpe por el
son de una triste trompeta: eran disciplinantes enmascarados que en procesión llevaban en unas andas una
imagen de la Virgen e imploraban lluvia. DQ interpreta a su modo el son, los encapuchados y la Virgen, que
se imagina principal señora en apuros; sube a Rocinante y, en su última correría de esta Primera parte, se
enfrenta al grupo procesional, y uno de los agredidos lo echa al suelo de un garrotazo. Parece muerto, pero
aún no lo está; la muerte vendría después como cierre del libro y esta lo es sólo aparente pero premonitoria.
A punto de enzarzarse los grupos en una batalla campal, se reconocen los curas de uno y otro grupo, y
explican unos el caso del caballero loco y los otros sus fines religiosos, y todos se van en paz. DQ vuelve al
carro, Eugenio se despide sin que sepamos en qué queda lo de Leandra, y los amigos del hidalgo vuelven a
la aldea. La sobrina y el ama acogen al hidalgo maldiciendo otra vez los libros de caballerías, la mujer de
Sancho (llamada aquí Juana y luego, en la Segunda parte, Teresa, además de otros nombres) recibe al
marido preguntándole por el asno y luego por las prendas que le hubiese proporcionado la escudería. Vuelve
el curso de la obra al diálogo festivo (plática), y en él, Sancho insiste en su ínsula, ella se asombra de las
palabras del rústico (propósito de gobernar con justicia como en la ínsula Utopía de Moro y resonancia de
las ínsulas del Amadís). El libro se cierra con la aparición final del hidalgo desnortado y tendido en la cama.
El cura avisa al ama y sobrina de que cuiden de él y lo vigilen para que no vuelva a escaparse.
Y en este punto avanza hasta el primer plano de la narración el «autor de esta historia», que no
encuentra escrituras auténticas del héroe, pero sí «memorias de la Mancha» que se refieren a la tercera salida
en la que tomaría el camino de Zaragoza, luego desviado (II, 4, 59, y 60). El remate viene con la noticia de
la caja de plomo que contiene algunas poesías de una Academia de Argamasilla, parodia de las que en la

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corte de Madrid (y en otros lugares) se celebraban; en la supuesta Argamasilla, sus miembros, con ridículos
seudónimos poéticos, cantan la vida y la muerte (aún no ocurrida en la historia narrada y, por tanto,
improcedente, si no es como aviso de lo que había de ocurrir en la Segunda parte) de DQ, Dulcinea,
Rocinante y Sancho (¿vejamen?). Esta terminación burlesca y risible del libro ha de relacionarse con los
preliminares del comienzo en que hay también poesías de la misma naturaleza (¿parcialmente suyas o de
otros poetas?), mientras la Segunda parte no las tiene. C. acaba la primera con estas palabras: «...con
esperanza de la tercera salida de don Quijote», esperanza que, aunque tardó diez años en cumplirse, esta vez
fue cierta, no como con la segunda parte de La Galatea, que no vería la luz de la impresión.

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