Juan Carlos Arbelaez

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ONCOLOGO

Le conocí en el año 2006, cuando remitido del hospital San José, llegué a su
consultorio en la clínica del Country ubicada en el norte de la ciudad de Bogotá. . Una
clínica muy bien dotada que por tradición ha sido espacio de atención médica para
personas con gran capacidad de pago, pero que atiende a personas provenientes de
los planes obligatorios en salud como era mi caso y el de muchos otros pacientes de
diversas situaciones.

A un lado de la puerta en la pared izquierda encontré un recuadro en pino muy


finamente pulido. Sobre él estaba consignado “JUAN CARLOS ARBELAEZ”; debajo del
nombre del médico se leia “ONCOLOGO- RADIOTERAPISTA”. Leí el texto y pase a
recepción para anunciarme. Al cabo de un par de minutos, mi nombre sonó por los
parlantes del pabellón norte del quinto piso de la clínica. Una voz sin emotividad
alguna; recurrente ya en el llamado a pacientes: “HERNANDO SUAREZ”. Atendí el
llamado. Abrí la puerta y dí un par de pasos hacia adentro del consultorio. Un espacio
amplio, invadido de luz natural, con un par de ventanas y un juego de cortinas
romanas dispuestas a abrir o cerrar, dependiendo de la necesidad y demanda del
clima. Dos escritorios. En el del fondo, cerca de una de las ventanas, la secretaria del
médico. Una mujer bonita, pelo negro recogido en cola de caballo, lo que permitía
descubrir el lado derecho de su rostro: una piel suave, tratada con maquillaje también
ligero. Sus ojos del mismo color de los cabellos; su vestido como su actitud, bien
discreto; una falda justo a la altura de las rodillas y una sonrisa amable. La encontré
sentada frente a su computadora. Retiré los ojos de ella y me dirigí hacia la otra
ventana. Juan Carlos Arbeláez está allí. Su escritorio a una lado de la ventana, de frente
a una pared lateral del consultorio. Sentado también frente a su computadora - como
su secretaria- una bata rigurosamente limpia, como recién salida de planchado; una
mirada serena vino desde sus ojos azules oscuros. En cuanto se encontraron nuestras
miradas, se levantó de su silla, me extendió su mano y se recogió en la mia. Un calor
muy suave salió de la palma de su mano derecha, un apretón leve, afianzado por sus
ojos y su sonrisa me invitaron a sentarme. Hizo lo que el protocolo le ordena, es decir,
nombre, dirección, teléfono, ocupación, con quien vive, número de hijos, bueno en fin,
datos suficientes para alimentar las estadísticas de la clínica y del sistema de salud.

Detrás de él, en la pared, un mueble con varios compartimentos abiertos y con un


número también nutrido de entrepaños. El mosaico de espacios creados en el mueble
brindaba un ambiente equilibrado. En cada espacio un solo objeto. Son dos los temas
expuestos en el mueble: precolombinos colombianos – seguramente replicas bien
elaboradas y costosas – alcancé a distinguir ejemplos de las culturas Quimbaya,
calima, San Agustín y Chibcha. Trabajos elaborados con dedicación y conocimiento.
Éstos, alternaban con imágenes de la familia del oncólogo. Una foto de sus dos hijos,
varones ambos, con edades de 8 10 años más o menos; otra foto en la cual están, él,
su esposa y sus chicos y una tercera foto donde se encuentra la pareja. Me detuve en
esta foto mientras el revisaba mi historia clínica que tenía guardada en su
computadora. Debe ser una foto reciente; el cabello ondulado y un poco rebelde; la
aparición de una que otra cana; de esas que empiezan después de los cuarenta años;
sus ojos azules y su sonrisa que parece una impronta.

Le llamó la atención cuando me interrogó sobre mi ocupación y le dije que soy


docente. “Entonces profe, vamos a ver” Desde ese momento me llamaría siempre
profe. Me confesó que mi lesión (cáncer de laringe) había sido detectada por fortuna a
tiempo gracias al otorrinolaringólogo del hospital San José. Que íbamos un tener un
tratamiento duro pero que con buenas probabilidades de salir adelante. De un solo
tajo, espantó en mí esa perversa relación directa de cáncer- muerte que suele tener
cuando esa palabra llega a nuestros oídos y más cuando se sabe que se la tiene en
cuerpo propio. Agradecí su sinceridad. Su secretaria ya había tomado nota de todo el
protocolo y seguía sentada esperando la orden del médico cuando entra a tomar las
determinaciones correspondientes. Imagine entonces, que la vida de este personaje
debía ser amable. El ambiente era afectuoso, las imágenes de su familia denunciaban
una entrega a su casa y la colección de precolombinos denotaba un gusto por la
historia arqueológica e indígena nuestra. Cada expresión y gusto, cultivaban en mí una
sola cosa: esperanza. De suerte que salí de ese primer encuentro muy convencido de
mi sanación. Más adelante, me enteraría que uno de sus pasatiempos era el golf y
salidas campestres.

El tratamiento duró un par de meses, durante los cuales me ordenó no hablar. Todo
era por medio de gesto o escritos. La comunicación con mi esposa e hijos y demás
familia se hacía por estos medios. Todos los días iba a recibir la descarga de
radioterapia con isotopos de Cobalto III. Las sesiones que eran de lunes a viernes se
realizaban en el centro de tratamiento a unas cuatro cuadras al norte de la clínica del
country; de suerte que iba a su consultorio solo cuando él lo pedía. Siempre me
sorprendió y aun todavía, la manera como hacia sus lecturas de progreso en mi
tratamiento: me saludaba con voz más suave que la primera vez, como haciéndose
cómplice de mi silencio obligado y luego, se quedaba inspeccionando mi cuello. No me
tocaba, no me preguntaba. Miraba mi cuello en un ángulo de 270 grados. Con sus ojos
viajaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sobre mi cuello. Su ceremonia
no excedía un minuto. Al finalizar, me decía “vamos bien profe”; haremos otras tantas
sesiones. Y así en varias ocasiones. Siempre la misma lectura. Al finalizar, casi tres
meses después de la primera sesión, me dijo “por fin terminamos profe; yo creí que se
nos reventaba. Le dimos un tratamiento fuerte. Todo salió bien” Me dio un par de
espaldarazos que movieron todas mis estructuras e hicieron brotar un par de
lágrimas como gesto de gratitud y felicidad. Ya con libertad para hablar, le dije
Gracias Doctor Arbeláez. Salí de su consultorio con un remolino de sentimientos y lo
primero que decidí fue llamar a mi esposa quien se sorprendió al escuchar mi voz
después de casi tres meses de silencio. Me regañó por estar hablando pero se suavizó
cuando le comenté que habíamos terminado el tratamiento; que iba para la casa, que
toda había terminado en beneficio de todos.

Ignoro cuantos pacientes han sido atendidos por el oncólogo Juan Carlos Arbeláez
antes de tratarme y cuantos han sido tratados con éxito después de mi caso. Ayer,
doce años después de mi salida victoriosa, tuve una cita con el ortopedista, quien en
su búsqueda de mis antecedentes médicos, se encontró con mi situación del cáncer.
Me interrogó por el tratamiento, por los resultados, por quien había dirigido el
proceso. Cuando le comenté el nombre de mi oncólogo, amplió su mirada, se acomodó
de nuevo en su silla giratoria. “lo conozco” me dijo, “gran medico y
oncólogo” .”Además, añadí- una gran persona”. Él asintió en silencio. Acto seguido me
dijo: El doctor Juan Carlos Arbeláez, tiene cáncer de piel.

Salí del consultorio del ortopedista completamente absorto. Mi pensamiento fijo en


los ojos azules del oncólogo y la película de la superación de mi enfermedad pasó una
y otra vez en milésimas de segundo por mi cabeza.

No tengo nada para el tratamiento de su cáncer de piel. Solo hay estas líneas , doctor
Arbelaez

Hernando Suarez

Julio 28/2018

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