La Noche Devora A Sus Hijos Daniel Veronese
La Noche Devora A Sus Hijos Daniel Veronese
La Noche Devora A Sus Hijos Daniel Veronese
DANIEL VERONESE
Cabe explicar que soy heredera involuntaria de una forma de mirar el mundo.
Mi madre, desde muy chica, me enseñó a notar, a recordar detalles que para el común
de la gente no tenían la mínima importancia. Para eso salíamos a dar grandes paseos, a
recorrer la ciudad, a ver a la gente. Mi infancia fue entonces, podría decir, el aferrarme
con fuerza a todo; el recibir emociones ajenas como propias. Me solía aferrar a cada
cosa que veía, a cada mano que se acercaba a mi pequeña manita, las tengo aún algo
gordas y tontas como las de un bebé.
Y fue en una de esas caminatas con mi madre, ya cansadas de andar, que habíamos
entrado a un bar. Era casi de noche. Era el bar de Elías, me acuerdo el nombre. Hay
días que no me acuerdo. Y es necesario que me acuerde el nombre para poder recor-
dar otras cosas, tantas como me sea posible, mejor así. Recordar pequeñas cosas me
llevan a recordar la totalidad, el recuerdo aparece como una casualidad pero es el
resultado de la sumatoria, por ejemplo el bar de Elías era un bar precioso, antiguo,
lleno de gente, lleno de vida.
Un señor de campera negra estaba tomando su octavo vaso de cerveza, eso lo supe
por la cantidad de vasos vacíos que iba dejando sobre el mostrador.
No nos acercamos. Él no parecía querer hablar con nadie. No era muy joven este
señor. No se podía decir que era el día más importante de su vida. Tampoco el más
feliz.
Pidió su novena vaso de cerveza. Mientras lo esperaba nos dirigió una mirada. Yo no lo
reconocí. Nos guiñó el ojo. No sé si a mí o a mi madre. No sonrió, eso sí que no. Serio.
Él me habló.
“Si termino pronto con mi cerveza te voy a invitar a dar una vuelta. Me tomé cuatro”.
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Él: “Tenía sed. No te alejes. No me gustan las chiquitas. No tengas miedo. ¿Ya te dejan
tomar alcohol? Muchas ya se acostaron conmigo. Me emborracho y en algún
momento ya no recuerdo nada. Nos divertimos. ¿Y tu mamá, dónde fue…?”
Y veo al hombre que abre grandes los ojos y la boca y mira por encima mío. Yo me doy
vuelta y veo lo que estaba mirando: mi madre subida a una mesa del bar. Ella subida a
la mesa… Increíble.
Nunca la había visto en ese estado. El rostro desencajado. Parada frente a toda esa
gente desconocida. Frente al hombre de campera negra. Subida a la mesa empezó a
contar con vehemencia una historia muy vieja, muy vieja que muchos conocerán. Una
historia terrible. Yo la he memorizado, por supuesto, como memorizo todo. Al final de
la historia todo el mundo lloró. La historia era realmente una histona terrible: era
sobre una mujer que mantenía a su madre. La tenía en su casa porque la viejita no
podía valerse por sus propios medios, estaba inválida además. Y la hacía dormir con
ella en su propia cama, no solo en su propia habitación, sino en su propia cama.
Lo terrible sucedió cuando una noche la mujer, que era, en realidad, una mujer joven,
con deseos de vivir su vida, llega al cuarto con un hombre del brazo. Lo mete en la
pieza sin pensar, quizás, que no tenía en la habitación otra cama que la que compartía
para dormir cada noche con su madre.
Siempre me enterneció ese detalle de amor y compañerismo entre las dos mujeres,
tan opuesto al triste desenlace que tuvo después, lo digo porque llegué a conocer esa
pieza y a esas dos mujeres. Mi madre me llevó allí como me llevaba a todos lados.
Entonces empieza a retardar el momento amoroso para no tener que pasar por esa
situación tan incómoda. Pide algo para tomar, toman algo de alcohol, fuman, conver-
san, prenden la radio, bailan ante la mirada silenciosa de la anciana. Pero indefecti-
blemente el momento llegó. Llegó porque tenía que llegar. Para eso la mujer había
traído a ese hombre. Para acostarse con él.
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¿Qué hace entonces? Acaricia la mejilla de la vieja, le besa la frente, se pone el som-
brero y se va a su casa.
El hombre se va a su casa.
Eso es lo que hace en vez de quedarse con la mujer. Algo se había roto ente ellos.
Esa noche ambas mujeres durmieron separadas. Por primera vez en muchos años.
Es que no era cualquier hombre. El hombre era realmente especial. Su vida era
especial.
Para empezar era un hombre que tenía algunas peculiaridades: solía ir embozado por
la calle. Verano e invierno. Iba vestido correctamente pero con un gran trapo negro
atravesándole la cara. También a él me lo crucé un día. Me impresionó mucho
conocerlo. No tenía el aspecto de alguien a quien uno le confiaría, por ejemplo, un
niño.
Casi no se le veía cara. Y realizaba una gestualidad disparatada a causa de ese vendaje.
Casi nunca poda permanecer sereno. Se lo veía nervioso y denso.
A veces observamos a personas que observan un río que nosotros no vemos. Río en el
cual a su vez se refleja una parte del paisaje imposible de ver desde otra posición. Y
descubrimos el río en la atención de esos rostros, el paisaje en su ensimismamiento.
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El asesinato que cometió, hay que decirlo, en realidad fue por culpa de su esposa: una
mujer que de joven había sido lo que se dice muy hermosa, pero ya no lo era. Tenía
además un hábito muy desagradable para cualquiera. No podía dejar de introducir las
manos en la boca de cuanta persona veía por la calle. Sí. Amaba refregar sus dedos por
los paladares de la gente, apretar sus lenguas, recorrer muelas y dientes.
Su esposo odiaba este hábito de su mujer. Algunos dicen que iba embozado a causa de
esto. No lo sé. Lo que sí sé es que un fotógrafo ciego, desempleado a causa de su
ceguera, que vivía prácticamente en la calle, justo frente a su casa -ella lo veía cada vez
que salía a la calle- le ofreció a la mujer retratar estas experiencias.
Tenía muchos hijos el ciego. Él nunca lo supo. Murió sin saberlo. Varios. No con la
mujer del embozado. Esta mujer hermosa no tuvo hijos. Y retrataba a estos niños sin
saber que eran suyos. Hay centenares de fotos de los niños tomando la comunión con
sus madres y sus madres y él allí. Él hablándole a Dios y tomando fotos. Y el embozado
mirándolo desde la vereda de enfrente.
Después de este comentario nunca más se lo vio al ciego en la ciudad. Nadie se sor-
prendió cuando se lo encontró a la vera del camino. Era común este tipo de hallazgos.
UN auto le había pasado por encima. Por lo menos una de las ruedas de un auto le
había pasado por encima. Por lo menos una rueda como la del auto del hombre
embozado le pasó por encima.
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Los hijos del fotógrafo, que eran varios como ya dije, tampoco se veían entre ellos.
Muchos ni se conocían. Nunca nadie los reunió y les dijo: “Ustedes, niños, son de
distinta madre, pero de un mismo padre. Un padre ciego ya muerto”.
Pero la muerte sí preocupó a uno de ellos, uno de sus tantos hijos. A este su madre si
le había contado lo del ciego. Yo conocí, pobrecito. Hablaba un idioma extraño. Era
poeta. O quería serlo. Poemas extranjeros. Irreales como un lugar extranjero. Decía en
uno de esos poemas que no alzaba las manos al cielo, porque si las alzaba escuchaba
negras sinfonías. Se entiende que era muy particular como niño también.
Vivía con su madre, sí. Su madre, hay que decirlo, solo decido contarle quién era su
padre ante sus insistentes preguntas. La verdadera historia es que su madre fue quién
le había declarado su amor ciego al ciego, de noche, cuando las diferencias estaban
atenuadas. Luego se arrepintió. Pero ya era tarde. El niño comenzó a crecer en su
vientre. El ciego nunca se enteró ya que casi nadie le hablaba al ciego. Ya lo dije. Pero a
él no le importaba demasiado. Él se creaba su propio mundo.
A la mañana no le bastaba con abrir los ojos para saber que un nuevo día comenzaba,
como hacemos la mayoría de los mortales. Él se rodeaba imaginariamente de
personajes a los que les hablaba. Hablaba con gente inventada. Con dioses. Y hablaba
para constatar que estaba vivo, que el mundo ahí afuera seguía existiendo. Que no
estaba muero.
Quizás nunca entendió en realidad como eran los vínculos entre la gente vidente.
Quizás nadie le enseñó. De ver lo que le rodeaba realmente quizás todo hubiese sido
distinto para él. No lo sé.
Pero, aquella madre y uno de los hijos hijo del ciego, juntos, sí. Ella solía mirar
perdidamente el vacío. Ella solía perder la mirada. Y no es que extrañara al ciego. No
piensen eso. Lo había visto solo una vez y de noche, ya lo dije, al alba con los primeros
rayos del sol ya había tomado su decisión irrevocable de abandonarlo. Era... como
decirlo... soñadora. Apreciaba lo quieto. El valor de la espera. Esta capacidad de la
madre la adquirió el muchacho. Su mirada también era soñadora.
Ambos solían soñar mucho. La madre, cuando aún vivía - digo esto porque supe que ya
murió — cada noche solía soñar con personas que golpeaban su habitación oscura. En
medio de la noche se levantaba de la cama pero cuando iba a atender... nadie en la
terrible y desolada oscuridad. Y volvía temblado de frío y temor al lecho, a abrazar a
quien tenía a su lado. “No te vayas nunca”, imploraba a su hijo cada noche. Entonces,
en ese preciso momento, el sueño de su hijo se echaba a andar como una rueda fatal y
demente.
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El sueño del hijo tomaba forma de un paseo melancólico. Abrir armarios con pequeñas
botellitas de acrílico con las caras de gente conocida que ya no estaba. Soñaba con
alguien que siempre lo desvestía y le ponía otra ropa, como tenía frío le ponía unos
tibios zapatos de papel en los pies. Lo subían a una bicicleta para trasladarlo y le decían
que él era un usurpador y que llorara si tenía ganas, que no toda la gente tenía
necesidad de llorar, que solo los usurpadores lloraban.
Esta mujer era conocida como la mujer de la farmacia. Nunca supe por qué. Mi madre
lo sabía, pero nunca me lo dijo. Lo que sí sé es que de joven tampoco había sido muy
bella. El amor le había sido negado casi siempre, desde la temprana edad.
Era un pianista que tocaba mecánicamente en un viejo café situado en una calle dia-
gonal al abrigo del ruido y de los pasos furtivos. Esta mujer estuvo observando a pia-
nista durante meses sin atreverse siquiera a entrar al local. Pero una noche entra y con
algunas copa de más quizás, no lo sé, le pide al mozo que le lleve al pianista un men-
saje, un papelito que había escrito. Le hace llevar también una bebida blanca de parte
de ella. Vodka. Lo mismo que estaba tomando ella.
El papel decía: « Pianista de lo mecánico: intuyo que somos dos tristes náufragos.
Mirame. Por vos me ahogo, lejos, en el vaso del recuerdo. Rescatame».
Era muy probable que el pianista no fuera a responder la cortesía del mensaje. Así lo
intuyó. Entonces prevenida por esta circunstancia se acercó al instrumento negro y
lustroso y susurró al oído del músico: «De niña tuve mucho miedo por una película que
vi en televisión, ¿sabés? Un siniestro personaje vestido con un traje de escamas verdes
entraba en la sala de máquinas de un barco y asesinaba gente con sus dedos plenos de
magnetismo y crueldad viril. De adulta volví a ver la película y vi que ese personaje que
me horrorizó toda la vida era Robert Duval. Un actor que admiro. Y de pronto me
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calmé. Ahora, si no te fijás en mí tendré que acarrear un peso similar en mi corazón
durante el resto de mi vida. No querría tener que pasar otra vez por eso, Ya no soy una
niña, ya no tengo tanto miedo». Y lo besó en la boca y le dijo: «Te llamaré Robert». Y
se deslizó triunfalmente a su mesa.
El panista impávido.
«Robert», en realidad, nunca habla besado mujeres, solo hombres. Alguien después le
advirtió sabiamente a ella en el oído: «Dicen que él solo sueña con hombres».
No importa, dicen que respondió, intuyo que ya nunca seré completamente feliz. Y me
gustan los hombres, como me gustan... todos.
Pero contra todo supuesto el pianista, solitario y tenaz, decidió aceptar el convite solo
para emancipar su propia pena. Quién no la tiene. Él, a su vez, había perdido un amor
recientemente. Un actor. Un amor imposible. Se había enamorado de un hombre de
teatro. Terrible la situación.
Imaginen la siguiente escena en un bello día de otoño en la calle, por esta misma
avenida, nuestro pianista, Robert -voy a llamarlo así ya que ignoro completamente su
verdadero nombre, aunque hace unos comentando este suceso alguien me develó su
verdadero nombre- bueno, Robert caminando apresurado. Dándose vuelta a cada rato
y diciendo para sí: «Esta vez no es fruto de mi imaginación. Hay detrás de mí un hom-
bre. Me está siguiendo, ya no tengo dudas». Decide, entonces, luego de varias cuadras
de supuesta persecución frenarse y encarar al otro, que en realidad venía distraído,
paseando por la calle, disfrutando de la tarde fresca. Robert lo increpa: «Oiga usted, ya
me di cuenta que me está siguiendo. Quiero saber por qué».
Le gustaba decir siempre a mi madre con respecto a Robert: “La gente se precipita
ferozmente sobre cualquier cosa que le permita salir del paso para apartarse del peli-
gro de querer y ser querido”.
La equivocación absurda como una forma de fabricarse una realdad propia. La nece-
sidad de hacerse pasar por otro y da hacer creer que uno siente como otra persona.
Actuar como otro... ¿para qué? ¿para qué? para terminar en la triste historia de siem-
pre. Lenguaje doloroso y misterioso el del amor.
El actor este, el que supuestamente venía siguiendo a Robert, era un actor muy cono-
cido en el medio teatral por sus tonos cálidos y serenos. Vivía en una muy pequeña
habitación, pequeña ya para una persona sola, en un extraño inmueble en el centro de
la ciudad. Nuestro pianista Robert advirtió, en realidad después, no durante ese
encuentro callejero, que ya lo conocía. Lo había visto trabajar unos años atrás en una
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obra de un autor extranjero en total decadencia pero de alta resonancia en círculos
especializados.
Siempre se decía de este actor, es muy gracioso, esto lo decía mi madre, que la
extraordinaria oportunidad en su carrera, la que todos tienen una sola vez en la vida,
lo rozó, le pasó pero por un costado, pero no le dio de lleno. Un alto director de un
canal de televisión eligiendo al próximo galán de la que sería la serie de mayor suceso
del año, entre las cientos de fotografías que tenía enmarcadas en su oficina colgadas
en la pared, cierra los ojos, da unas vueltas, se para frente a la suya, lo señala, y dice
“Él será el número uno”.
"Abra los ojos. La fotografía que señaló es de un actor muerto, que ha fallecido”, dicen
que dijo su asistente, confundiéndolo con un difunto. O quizás, como le gustaba contar
al actor, fue una simple venganza, cosa creíble ya que unas confusas historias circu-
laban entre ese asistente y cuanto actor pisaba el canal. De todas formas es lo que él
gustaba comentar, aduciendo que su mala suerte en la profesión era, de alguna
manera, una desajustada cuestión de requerimiento de sexo, pero no de talento. No le
faltaba trabajo tampoco, aunque en general dadas las circunstancias sociales había
comenzado a faltar para todos. Lo que sí, era famoso por su carácter y tenía, Robert
pudo constatarlo luego, ciertos ritos antes de dormir. Se probaba anteojos, que
coleccionaba insanamente, y enunciaba en voz alta lo que veía con cada uno. No hay
que buscarle ninguna explicación lógica a esto. Al principio lo había hallado como
simple método para poder dormir. Pero teniendo a nuestro panista como público
nocturno, comenzó a extraer de su memoria apasionados textos de personajes que, en
otra época, le habían permitido su no muy estrecha notoriedad. Y hacía esto aparen-
tando siempre una cierta fugacidad en los relatos, como si aparecieran azarosamente
en su mente y no fueran el resultado de anteriores trabajos. El panista, obviamente,
embelesado.
De todas formas esta pareja no duró mucho. No había demasiado lugar emocional en
el inmueble. Ahí fue cuando el pianista se refugió en los maternales ademanes de su
vieja enamorada.
Lo que sí duró en el actor fue la costumbre de recitar en voz alta sus textos antes de
dormir. Y como las paredes del edificio no eran muy sólidas no era difícil ser escuchado
desde las otras habitaciones. Esto le permitió durante una temporada mantener
amistad con su vecina de pieza con quien, lamentablemente, por mala coincidencia de
horarios nunca llegaron a verse. Lo que ocurría era que cuando el actor se acostaba a
la mañana luego de largos ensayos nocturnos su vecina se levantaba para ir a trabajar.
Aprovechaban para charlar a través de las paredes, unos pocos minutos, diez o veinte,
no más que lo que se tomaba uno para quitarse la ropa y la otra para despabilarse y
vestirse, una duermevela compartida a través de la pared.
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Esta vecina de pieza resultó ser una empleada doméstica que vivía en las afueras de la
ciudad pero durante la semana para ahorrar el dinero del pasaje a su hogar dormía en
esa habitación por la que pagaba un pequeño porcentaje de su mísero sueldo. Los
sábados por la tarde volvía a su vivienda precaria en las afueras a reunirse con su
esposo.
Una mañana la vecina del cuarto le cuenta al actor, siempre a través de la pared, que
se había enterado por casualidad que su cuñado había venido tras sus pasos a la
ciudad. Y que entonces había decidido encontrarlo, abandonar su trabajo y no volver
más a su casa.
Por esas casualidades que tiene la vida al cuñado vino a vivir también en la humilde
pensión. Sí, parece mentira paro era realmente un edificio singular. Habitado por
gente que por alguna razón convergía allí y se atrincheraban como animales antes del
matadero. La gente pasaba por situaciones inenarrables. Que no se pueden narrar.
Pero realmente no se podían narrar.
En la ciudad se estaba realizando una guerra -no sabría bien si llamarla así- de
proporciones más bien minúsculas y vergonzantes, pero al menos alcanzaba para
satisfacer los orgullos nacionalistas de una buena parte de la población.
El tiempo pasó. Demasiado. Las pasiones se fueron calmando. Ella sola y sin trabajo
debió ir renunciando a comodidades básicas. Hasta que tuvo que volver con su marido.
Yo la conocía mucho. Fuimos amigas de niñas. Terminó suicidándose y grabando su
muerte. “Para que sirva de ejemplo mi sufrimiento”, dejó dicho. Fue una pobre mujer.
No había tenido suerte de niña tampoco. Su madre era amiga de mi madre. Venía de
una humilde familia de extranjeros que había llegado al país luego de muchas peripe-
cias. Estuvieron muchos años en el país pero nunca fueron considerados ciudadanos.
Yo los conocía a todos ellos. Al padre, a la madre, a ella y a su hermano. Su hermano
era retardado mental. Era mayor que ella. Lo cuidaban con infinita ternura. Era
inmensamente tierno ver esa escena familiar. Y no tenían nada. No podían pasarles
más desgracias. Pasaron por momentos que muy poca gente soportaría. No sabemos
cuál es el límite de la desgracia, no se sabe. Ellos sí lo supieron.
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Una noche cuando ella era una niña se disponían a cenar. Habían sentado a su her-
mano retardado a la mesa del comedor. Me madre presenció todo, sí. Mi madre solía
visitarlos y me llevaba. Le gustaba mantenerse a cierta distancia observándolos, le
daba placer. Sí, ese día fatalmente mi madre había ido de visita. Y me había llevado. Le
gustaba que yo los viera también y comprendiera.
El padre estaba en la casa. Leía. El leer antes de comer era una costumbre de la casa,
también el retardado lo hacía. Leía sentado al lado de su madre y de su padre en la
mesa del comedor. Mi amiga tendría como yo unos 5 o 6 años, y era con quien yo
jugaba cuando mi madre me llevaba, y esa noche creo que estábamos jugando en la
habitación de arriba, probándonos los coloridos vestidos de su madre, cuando un
hombre alto con una campera negra seguido de otros cinco o seis entraron en la casa.
Sin llamar. Tiraron la puerta abajo, literalmente hablando. De arriba se escuchaba
todo.
Venían para echarlos. Dije que eran tiempos difíciles. En algún momento alguien
comenzó a patear cosas. El hombre alto parecía no estar de acuerdo con esto, ya que
era el único que no que no gritaba, pero tampoco hacía nada para detener a los otros.
Mi amiga y yo nos asomamos por la escalera.
Eso fue el comienzo de todo. Es un recuerdo concreto que podía haber pasado
monstruosamente de largo por la mente de mi madre, pero se quedó allí, estancado.
Nunca pudo superar eso, nunca pudo salir de esa situación, la del hombre que no
gritaba, que sube las escaleras, que entra en donde estábamos mi amiga y yo y dice en
voz alta para que los de abajo pudieran escuchar: la más bonita del mundo, dice, sí,
besándome a mí o a mi amiga, no recuerdo a bien a quién, pero sé que lo dice, no sé a
quién porque yo cerré los ojos. Y siento que viene. Su cuerpo se movía entero como si
no tuviera rodillas o quiebres debajo de los brazos. O en el cuello. Los que pegaban
abajo si eran más armoniosos en sus movimientos, más movedizos.
Se quitó la campera negra casi sin moverse. Me di cuenta que estaba nervioso. Esto
está dentro de mi amiga, pero está dentro mío también, y quisiera que se termine. Aún
hoy el corazón me late en el pecho, en la garganta. Me preguntó la edad a mí. Él cerca
de cuarenta.
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Yo no sabía qué estaba pasando. Yo quería saber qué iba a hacer conmigo y con mi
amiga que seguía con sus ojos cerrados.
Repito: no eran tiempos normales. En las calles era normal ver incendios, explosiones,
cortes de luz. Los rumores políticos estaban a la orden del día. Terrible. En una oportu-
nidad hubo una explosión tan violenta que hizo que las personas tardasen horas en
llegar al colegio con sus niños, todos los niños de la ciudad asustados, todos con ojos
llorosos, todos al mismo tiempo.
Los niños lloraban porque sabían que algo pasaba. Así estábamos mi amiga y yo. Algo
fuera de lo normal sucedía y lo intuíamos. Me tomó la mano. Nuestras manos no
parecían tener la misma forma. Mi amiga bajaba la cabeza, trataba de esconderla, de
que desapareciese entre sus rodillas. La gente también comenzaba a caminar con la
cabeza gacha en las calles. A no saludarse. Comprendí entonces esas historias que
contaba mi madre, que circulaban por las calles susurradas en los oídos, nunca en voz
alta. Historias en las que ya nada asombraba. Todo se mezclaba. Todo valía con tal de
sobrevivir. El hambre comenzada a dividir, a enemistar. Era común ver a hombres
adultos frente a niños, peleándose por un mendrugo de pan.
"No hay lugar para la solidaridad, no hay lugar para la humanidad”, eso decía siempre
mi madre, que desde arriba de la mesa del aquel bar de Elías me hacía señas,
irrepetible momento, punto de intersección entre su propio dolor y el mío, lo sé hoy,
lo comprendo hoy, distante, ajena, como implorando, señalando al hombre de cam-
pera que termina el noveno vaso de cerveza y que sale del bar dando un portazo,
internándose en la noche. A mí me hace señas mi madre y a todos las que la miraban,
ajenos, y esas señas a mí me sirven para seguir albergando la prevención y el almace-
namiento de las emociones; me dice que no las destruya a pesar de todo, me dice, es
una tarea difícil pero necesaria; que no hay otra manera, mi madre me dice, me dice
pero no habla ya, le leo los labios, los gestos, su boca roja, su cabeza roja, son sus
gestos los que hablan desde arriba de esa mesa del bar, los que me dicen que ya no
tiene más palabras que le alcancen y que le refresquen la esperanza, inenarrables eran
sus palabras, dice, pero que yo sí las tengo que tener, que las conserve aunque me
duela, aunque me avergüence, que nunca permita que se acaben, me dice, que se
pierdan en la soledad de la noche.
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