La Catástrofe Del Señor Higginbotham Autor Nathaniel Hawthorne

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Wakefield Y Otros Relatos Nathaniel Hawthorne

LA CATÁSTROFE DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM

Un joven, corredor de tabaco, procedente de Morristown, donde hizo negocios con el


diácono de la corporación de cuáqueros, se dirigía a la aldea de Parker’s Falls, sobre el río
Salmón. Tenía un lindo carro verde, con una caja de cigarros pintada en cada lado, y, en la
parte trasera, un cacique indio enarbolando una pipa y una rama de tabaco. Era un
muchacho despierto, y por eso mismo, apreciado por los yankees, quienes, según les he
oído decir, prefieren que los afeiten con una navaja afilada. Era querido, especialmente,
por las muchachas de Connecticut, a las que hacía regalos de su mejor tabaco, pues sabía
que las campesinas de Nueva Inglaterra son, por lo general, aficionadas a la pipa. Además,
como se verá en el curso de mi relato, el muchacho era preguntón, charlatán, ávido de oír
noticias y anheloso de repetirlas.
Después de un desayuno en Morristown, Dominicus Pike (así se llamaba), había
hecho siete millas entre de bosques solitarios, sin hablar una palabra con nadie. Eran cerca
de las siete, y tenía ganas de una charla matutina. La oportunidad se presentó cuando vio
bajar un hombre de lo alto de la colina a cuyo pie estaba parado el carro verde. Dominicus
notó que traía un atado al hombro, en la punta de un palo, y que avanzaba con paso
fatigado pero resuelto. No parecía haber partido con el fresco de la mañana, sino haber
caminado toda la noche y estar resuelto a seguir andando todo el día.
—Buenos días, señor —dijo Dominicus, cuando se fue acercando—. Buen trote.
¿Cuáles son las novedades en Parker’s Falls?
El hombre bajó sobre los ojos el ancho sombrero gris y contestó, de mal humor, que
no venía de Parker’s Falls, nombre que el muchacho había mencionado naturalmente, pues
era la meta de su jornada.
—En ese caso —repuso Dominicus Pike— diga las últimas novedades de donde
venga. No me empeño en Parker’s Falls. Cualquier sitio es bueno.
Importunado así, el viajero —que era un tipo de tan mala aspecto como para temer
su encuentro en un bosque solitario— pareció dudar un momento, como si buscara en su
memoria, o reflexionara sobre la conveniencia de referirlas. Al final, subiendo al estribo
del carro, murmuró al oído de Dominicus, aunque hubiera podido gritar, sin que ningún
ser humano lo oyera:
—Recuerdo una pequeña noticia. Anoche el viejo Higginbotham, de Kimballton, fue
asesinado, a las ocho, en su huerta, por un irlandés y un negro. Lo colgaron de la rama de
un peral, donde lo descubrieron esta mañana.
Apenas dio esta horrible noticia, el forastero reanudó la marcha más rápido que
nunca. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Dominicus lo invitó a fumar un habano y a
contarle los detalles. El joven silbó a su yegua y subió la cuesta, pensando en el destino del
señor Higginbotham, a quien conocía por haberle vendido muchas docenas de cigarros,
cigarrillos y tabaco en hoja. Le sorprendió la rapidez con que había corrido la noticia.
Kimballton estaba como a sesenta millas; el asesinato había sido cometido la noche
anterior a las ocho; y, sin embargo, Dominicus ya lo sabía a las siete de la mañana, cuando,
con toda seguridad, la propia familia descubría el cadáver colgando del peral. Era como si
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el forastero calzara botas de siete leguas.
—Se dice que las malas noticias vuelan —pensó Dominicus Pike—; pero esto le gana
al mismo tren.
Resolvió la dificultad suponiendo que el narrador hubiera equivocado en un día la
fecha del asesinato; con esta rectificación, nuestro amigo no vaciló en desparramar la
noticia por todas las tabernas y almacenes, vendiendo cigarros entre no menos de veinte
auditorios horrorizados. Era invariablemente el primero en dar la noticia, y lo agobiaron
de tal modo con preguntas que no pudo menos que completar el cuadro hasta convertirlo
en un minucioso relato.
Encontró un dato que lo confirmaba. El señor Higginbotham era comerciante; a quien
Dominicus relató los hechos, aseveró que el viejo acostumbraba regresar a su casa por la
tarde, atravesando el huerto con el dinero y los papeles importantes en el bolsillo. El
dependiente no se apesadumbró demasiado con la catástrofe del señor Higginbotham y
dio a entender que era un viejo avaro. La heredera sería una linda sobrina que ahora tenía
una escuela en Kimballton. Con la distribución de noticias pro bono público, y el hacer
negocios por su cuenta, Dominicus se demoró tanto en el camino, que decidió hacer noche
en una taberna, a unas cinco millas escasas de Parker’s Falls.
Después de cenar encendió uno de sus mejores cigarros, se instaló en el bar y se
explayó tanto en el relato del crimen que le tomó su buena media hora. Había unas veinte
personas oyéndolo, de las que diecinueve lo escuchaban como al evangelio. La vigésima
era un viejo granjero, que hacía poco había llegado a caballo, y que, sentado en un rincón,
fumaba. Cuando se acabó el cuento, se levantó, puso su silla frente a Dominicus y lo miró
cara a cara, echando el más horrible humo que el buhonero había olido en su vida.
—¿Firmaría usted en declaración jurada —le preguntó en el tono de un juez rural—
que el viejo Higginbotham ha sido asesinado en su huerto anteanoche, y que lo
encontraron ahorcado en el gran peral ayer de mañana?
—Yo repito lo que me han dicho, señor —contestó Dominicus—. No digo que lo he
visto; no puedo jurar cómo lo mataron.
—Pero yo puedo jurar —dijo el granjero— que si a Higginbotham lo asesinaron
anteanoche, yo he bebido un vaso de bitter con su fantasma esta mañana. Como somos
vecinos, me llamó a su tienda, me convidó, y luego me pidió hiciera un negocito por el
camino. No parecía informado de su propia muerte.
—¡Entonces no es verdad! —exclamó Dominicus Pike.
—Si lo fuera, lo hubiera mencionado. —dijo el granjero, y volvió a su rincón, dejando
consternado a Dominicus.
¡Triste resurrección del señor Higginbotham! El buhonero no tuvo ánimo para volver
a conversar, pero se reconfortó con un vaso de agua y ginebra, y se fue a la cama, donde
soñó toda la noche que lo habían ahorcado en el gran peral. Para esquivar al grajero (cuya
muerte le hubiera regocijado más que la de Higginbotham), Dominicus se levantó al alba,
ató la yegua y trotó velozmente hacia Parker’s Falls. La fresca brisa, el camino húmedo de
rocío y la deliciosa aurora estival reanimaron su espíritu, y quizá lo hubieran inducido a
repetir la historia si hubiera encontrado alguien que la escuchara. Pero no encontró ni
bueyes, ni vagones, ni coche, ni jinete, ni caminante, hasta que al cruzar el río Salmón vio a
un hombre llegar penosamente al puente, con un atado al hombro en la punta de un palo.
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—Buen día, señor —dijo el buhonero parando a su yegua—. Si viene de Kimballton,
quizá me pueda contar la verdad de lo ocurrido al señor Higginbotham. ¿Realmente lo
asesinaron hace dos o tres noches un irlandés y un negro?
Dominicus habló demasiado rápido para observar que el forastero tenía un buen
porcentaje de sangre negra. Al oír esta pregunta, el etíope pareció cambiar de piel, su cutis
cobrizo tomó un blanco espectral, y, temblando y tartamudeando, contestó así:
—No, no fue un hombre de color; fue un irlandés el que lo ahorcó anoche a las ocho.
Yo salí a las siete. Su gente no lo habrá encontrado aún en el huerto.
Aquí, el hombre se interrumpió, y aunque parecía muy cansado echó a andar a un
paso que hubiera rendido a la yegua del buhonero. Dominicus siguió mirándolo con gran
perplejidad. Si el crimen no se había cometido hasta el martes por la noche, ¿quién era el
profeta que lo había predicho, con todos sus detalles, el martes de mañana? Si el cadáver
del señor Higginbotham no había sido aún descubierto, ¿cómo podía el muchacho, a más
de treinta millas de distancia, saber que estaba ahorcado en su huerto, sobre todo
habiendo partido de Kimballton antes que hubieran ahorcado al infeliz? Estas ambiguas
circunstancias, unidas al terror del forastero, hicieron pensar a Dominicus en dar el grito
de alarma y proclamar al mulato cómplice del crimen, que esta vez parecía haberse
perpetrado.
—Que el pobre diablo se escape —pensó el buhonero—. No quiero tener su sangre
sobre mi conciencia; colgarlo no va a descolgar al viejo. Ya sé que es un pecado; pero
¡cómo rabiaré si resucita por segunda vez a desmentirme! En estas meditaciones, llegó a la
calle de Parker’s Falls, que, como todos saben, es un pueblo tan próspero como pueden
hacerlo sus tres hilanderías de algodón y su fábrica. La maquinaria no estaba aún en
movimiento, y sólo había algunas puertas abiertas cuando Dominicus bajó al establo de la
taberna y cumplió su primera tarea: encargar para la yegua tres cuartos de avena. La
segunda tarea fue, claro está, participar al caballerizo la catástrofe del señor
Higginbotham. Juzgó prudente, sin embargo, no precisar demasiado la fecha del crimen, y
también ignorar si lo habían perpetrado un irlandés y un mulato, o sólo un irlandés. No lo
contaba como cosa propia, sino como un rumor general. El cuento corrió como fuego entre
leña seca, y se comentó tanto que ya nadie recordaba su origen. El señor Higginbotham era
muy conocido en Parker’s Falls, pues era uno de los propietarios de la fábrica y
considerable accionista de las hilanderías de algodón. Los habitantes vieron interesada su
propia prosperidad. Fue tal la excitación que la Parker’s Fall Gazette anticipó su día fijo de
salida y apareció con media hoja en blanco y una columna en cuerpo doce realzada con
mayúsculas:

¡HORRIBLE ASESINATO DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM!

Entre otros detalles macabros, el relato en letras de molde describía la marca de la


cuerda alrededor del cuello del muerto, y hacía constar los miles de pesos que habían
robado; también se comentó con gran simpatía la aflicción de su sobrina, que salía de un
desmayo para caer en otro, desde que habían encontrado al tío, colgado en el gran peral,
con los bolsillos para afuera. El poeta del pueblo conmemoraba el dolor de la joven con
una balada de diecisiete estrofas. Los hombres principales se reunieron y, en consideración
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a los servicios prestados a la ciudad, resolvieron distribuir impresos ofreciendo una
recompensa de quinientos dólares por la captura de los asesinos y la devolución de los
bienes robados. Mientras tanto, toda la población de Parker’s Falls, tenderos, patrones de
pensiones, empleadas de fábrica, obreros y chicos de escuela, se lanzó a la calle y mantuvo
una terrible locuacidad que compensaba el ruido de las máquinas de hilandería,
silenciadas por respeto al difunto.
Si al señor Higginbotham le hubieran gustado las honras póstumas, su fantasma se
hubiera complacido en este tumulto. Nuestro amigo, con su entrañable vanidad, olvidó las
debidas precauciones; se subió a la bomba del pueblo, y se proclamó portador de la noticia
auténtica que había causado tan maravilloso asombro. Se convirtió en el hombre del día, y
ya había iniciado una nueva edición del suceso, con el tono de un predicador de campaña,
cuando la diligencia apareció en la calle de la aldea. Había viajado toda la noche, y debía
haber cambiado caballos en Kimballton a las tres de la mañana.
—Ahora sabremos todos los detalles —gritó la muchedumbre. El coche entró en el
patio de la taberna, seguido por un millar de personas. El buhonero, que llevaba la
delantera, descubrió dos pasajeros, súbitamente despertados de una cómoda siesta, y
ahora en el centro del tumulto. Todo el mundo se les fue encima con diversas preguntas,
lanzadas a la vez; la pareja quedó muda, aunque la componían un abogado y una mujer.
¡El señor Higginbotham, el señor Higginbotham! ¡Cuéntennos los detalles sobre el señor
Higginbotham!, rugía la gente. ¿Cuál es el fallo? ¿Han atrapado a los asesinos? ¿Todavía
está desmayada la sobrina? ¡Higginbotham! ¡Higginbotham! El cochero no decía una
palabra, sólo maldecía al fondero por no traer pronto los caballos de repuesto. El abogado,
ni dormido perdía la cabeza, lo primero que hizo, después de enterarse de la causa del
barullo, fue sacar una libreta colorada. Mientras tanto, Dominicus Pike, que era un joven
galante, y que adivinaba que una lengua femenina contaría la historia tan volublemente
como la de un abogado, había ayudado a la joven a bajar del coche. Era una hermosa
muchacha elegante, ya bien despierta, muy viva, con una boca tan linda que Dominicus
hubiera preferido oírle una historia de amor y no una de muerte.
—Señoras y señores —dijo el abogado a la multitud—: puedo asegurarles que una
equivocación inexplicable, o tal vez una maliciosa mentira destinada a desacreditar al
señor Higginbotham, ha producido esta singular batahola. Pasamos por Kimballton, a las
tres de la mañana, y nos habrían informado del asesinato si se hubiera cometido. Pero
tengo una prueba tan concluyente como lo sería la misma negativa verbal del señor
Higginbotham. He aquí un escrito, relacionado con una demanda suya en los Tribunales
de Connecticut, que me entregaron de su parte. Está fechada anoche a las diez.
El abogado exhibió la fecha y firma del escrito, que irrefutablemente probaba que el
señor Higginbotham estaba vivo cuando lo escribió, o (quizá lo más probable) estaba tan
absorbido por los negocios de este mundo que los continuaba en el otro. Pero pronto llegó
un testimonio inesperado. La joven, después de escuchar la explicación del buhonero, alisó
sus rizos y, apareciendo en la puerta de la taberna, pidió con modestia que la escucharan.
—Buenas gentes —dijo—, soy la sobrina del señor Higginbotham.
Un murmullo de asombro estremeció a la muchedumbre al ver tan alegre a la
afligida sobrina, que habían imaginado —confiados en la autoridad de la Parker’s
Gazette— desmayada. No faltaron algunos maliciosos que dudaran del dolor de una
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sobrina a quien le ahorcan un tío rico.
—Ustedes ven —prosiguió con una sonrisa— que esta peregrina historia es
infundada en lo que a mí concierne, y creo poder afirmar que lo es igualmente en lo
relativo a mi querido tío. Gracias a su bondad tengo un hogar en su propia casa, aunque
contribuyo enseñando en una escuela. He salido de Kimballton esta mañana, para pasar
unas cortas vacaciones con una amiga, a unas cinco millas de Parker’s Falls. Mi generoso
tío, cuando me oyó bajar la escalera, me llamó desde la cama, y me dio dos dólares
cincuenta para pagar la posta, y otro dólar para gastos extras. Puso, después, su cartera
bajo la almohada, me dio un apretón de manos, y me aconsejó poner unos bizcochos en la
cartera, en vez de desayunarme por el camino. Estoy bien segura de haber dejado vivo a
mi querido pariente, y confío en encontrarlo así.
La joven saludó al terminar su discurso, que fue tan discreto, y dicho con tal gracia y
propiedad, que todos pensaron que podía ser preceptora en la mejor academia del país.
Pero un forastero podría suponer que el señor Higginbotham era aborrecido en Parker’s
Falls y que se había decretado una acción de gracias por el asesinato: tal fue la furia de los
habitantes al conocer el engaño. Los obreros de la hilandería que decretó honores a
Dominicus Pike dudaban entre untarlo con alquitrán, emplumarlo y pasearlo, o refrescarlo
con una ablución de la misma bomba donde se había encaramado para proclamarse
portador de la noticia.
Los principales, por consejo del abogado, hablaron de denunciarlo por circular
noticias falsas, alterando la tranquilidad pública. Sólo salvó a Dominicus de una sanción
popular o de una acción judicial un elocuente llamado de la joven en su favor. Dirigiendo a
su protectora unas palabras de íntima gratitud, subió a su carro verde y salió del pueblo,
bajo el bombardeo de los chicos de la escuela, que encontraron buenas municiones de
guerra en los barriales y charcos vecinos. Toda su persona quedó tan pegoteada por los
proyectiles que casi pensó en volverse y suplicar la ablución que, aunque no bien
intencionada, hubiera sido una obra de caridad. Sin embargo, el sol brilló sobre el pobre
Dominicus, y el barro, emblema de todas las manchas de inmerecido oprobio, pudo, ya
seco, ser cepillado fácilmente.
Pronto levantó su ánimo y no pudo contener la risa al pensar en la polvareda que su
historia había levantado. El bando produciría el arresto de todos los vagabundos del país;
el artículo de la Parker’s Gazette sería reproducido desde Maine hasta Florida, y quizá
comentado en los diarios de Londres; y más de un avaro temblaría por su bolsa y su vida
al conocer la catástrofe del señor Higginbotham. El buhonero meditaba con fervor en los
encantos de la joven maestra, y juró que Daniel Webster nunca se asemejó tanto a un ángel
como la señorita Higginbotham al defenderlo del furioso populacho de Parker’s Falls.
Dominicus estaba ahora en la barrera de Kimballton, y resolvió visitar el lugar, aunque los
negocios lo habían alejado del camino más directo a Morristown. Al aproximarse al lugar
del supuesto crimen, continúo dando vuelta en su cabeza al asunto, y se quedó asombrado
del aspecto que el caso asumía. Si nada hubiera ocurrido que corroborara el cuento del
primer viajero, podía considerárselo una broma; pero era evidente que el hombre de color
tenía conocimiento del cuento o del hecho, y había un misterio en su culpable mirada
despavorida, cuando Dominicus lo interrogó de súbito. A esta singular combinación de
incidentes se añadía que el rumor coincidía exactamente con el carácter y hábitos del señor
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Higginbotham, y que en su huerta existía un gran peral, cerca del cual pasaba todas las
tardes. La evidencia circunstancial resultaba tan sólida que Dominicus no creía de igual
peso el autógrafo del abogado y la declaración de la sobrina. Haciendo averiguaciones por
el camino, supo que el señor Higginbotham tenía a su servicio a un irlandés de reputación
dudosa, a quien había tomado sin recomendaciones.
—Que me ahorquen —exclamó Dominicus en alta voz al alcanzar la cumbre de un
monte solitario— si creo que el señor Higginbotham no ha sido ahorcado, antes de verlo
con mis propios ojos y oírlo de sus propios labios.
Estaba oscureciendo cuando llegó a la oficina de control en la barrera de Kimballton.
La yegua lo acercaba a un jinete que pasaba al trote el portón, unas varas más adelante.
Éste saludó al guarda y siguió hacia la aldea. Dominicus conocía al guarda, y mientras le
daba cambio, se cruzaron entre ellos las acostumbradas observaciones sobre el tiempo.
—Supongo —dijo el buhonero echando atrás su látigo, para dejarlo caer como una
pluma sobre el anca de la yegua— que no ha sabido nada del viejo Higginbotham en los
últimos días.
—Sí —contestó el guarda—. Acababa de pasar el portón, justamente cuando usted
llegaba. Puede verlo por allá. Ha estado en Woodfield esta tarde, en una venta. El viejo
siempre charla conmigo; pero esta noche me saludó y siguió, porque, vaya donde vaya,
tiene que estar siempre de vuelta a las ocho.
—Así me han dicho —replicó Dominicus.
—Nunca he visto un hombre tan flaco y amarillo —continuó el guarda—. Yo me
decía ahora mismo: parece más un fantasma que un hombre de carne y hueso.
El buhonero aguzó la mirada entre las sombras y distinguió al jinete en el camino. Le
pareció reconocer las espaldas del señor Higginbotham; pero en el crepúsculo, y envuelto
en el polvo que levantaba su caballo, la figura aparecía opaca e inmaterial; como si la
forma del misterioso viejo estuviera modelada de tinieblas y de luz gris. El buhonero se
estremeció.
—El señor Higginbotham ha vuelto del otro mundo por la barrera de Kimballton —
pensó.
Sacudió las riendas y siguió, guardando la misma distancia de la sombra gris, hasta
que una curva del camino la ocultó. Al llegar a este punto, el buhonero no vio al jinete,
pero se encontró al comienzo de la calle del pueblo, no lejos de unos cuantos comercios y
de dos tabernas agrupadas alrededor del campanario de la Junta. A su izquierda había un
muro de piedra y una puerta, el límite de una parcela de bosque, más allá una huerta, a lo
lejos un campo segado, y al final una casa. Esta era la propiedad del señor Higginbotham,
cuya morada se levantaba junto al antiguo camino, relegado al fondo por la nueva barrera.
Dominicus conocía el lugar; y la yegua instintivamente se detuvo, porque él no tenía
conciencia de haber tirado de las riendas.
—¡Por Dios, no puedo franquear esta puerta! —dijo temblando—. No volveré a ser
yo hasta que vea si el señor Higginbotham está colgando del peral. Saltó del carro, ató la
rienda y corrió por la senda del bosque, como si el demonio lo persiguiera. En ese instante
el gran reloj daba las ocho y a cada campanada, Dominicus saltaba de nuevo y aceleraba la
carrera, hasta que vio el árbol fatal en el centro solitario del huerto. Una gran rama se
alargaba desde el viejo tronco retorcido y proyectaba en ese lugar una sombra profunda.
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Algo parecía luchar bajo la rama. El buhonero nunca había pretendido tener más valor que
el conveniente a un hombre de hábitos pacíficos, ni pudo explicar después su valor en esta
espantosa emergencia. Lo cierto es que se adelantó, que derribó con el cabo del rebenque a
un fornido irlandés, y encontró, no ya ahorcado en el gran peral, sino temblando debajo,
con una soga al cuello, al señor Higginbotham en persona.
—Señor Higginbotham —exclamó Dominicus, trémulo—, usted es un hombre
honrado, dígame la verdad. ¿Lo han ahorcado, o no?
Si el enigma no ha sido adivinado, pocas palabras bastarán para explicar la sencilla
tramoya por la cual este acontecimiento futuro proyectó una sombra anterior. Tres
hombres habían planeado el robo y el asesinato del señor Higginbotham; dos de ellos
sucesivamente se acobardaron y huyeron, cada uno demorando el crimen en una noche; el
tercero estaba cometiéndolo cuando un campeón providencial, obedeciendo ciegamente la
llamada del destino, apareció en la persona de Dominicus Pike. Sólo falta decir que el
señor Higginbotham tomó al buhonero bajo su alta protección, sancionó sus amores con la
linda maestra, y nombró herederos a sus hijos, dejando a la pareja gastar los intereses. A su
debido tiempo, el viejo señor coronó la suma de sus favores muriendo en su cama, como
un cristiano. Después del melancólico suceso, Dominicus Pike abandonó Kimballton, y
estableció una gran manufactura de tabacos en mi aldea natal.

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