Ribeyro, J. Los Geniecillos Dominicales

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Julio Ramón Ribeyro

LOS GENIECILLOS
PO
B497
DOMINICALES
*
R47G4
JJPULIBROS PERUANOS

premio
I de novela
THOMASJ. BATA LIBRARY
TRENTUNIVERSITY
Digitized by the Internet Archive
in 2019 with funding from
Kahie/Austin Foundation

https://archive.0rg/details/losgeniecillosdoOOOOribe
“POPULIBROS PERUANOS”

Trent Universlí/ Líbrary


PETkRBOROUCH, O.W.
> JULIO RAMOIIRIBEVRO

LOS GENIECILLOS
DOMINICALES
Todos los derechos reservados. Populibros y todas sus variantes
son marcas registradas.

“POPULIBROS PERUANOS”: Juan Simón 1197, Lima.


1,_ PORQUE hace calor, porque las máquinas de la
oficina escriben, suman, restan y multiplican ^sin cesai,
porque ha pasado en ómnibus durante tres anos segui¬
dos delante de esa casa horrible de la Avenida Arequi¬
pa, durante tres años cuatro veces al día, es decir, tres
mil seiscientas veces descontando los días feriados y las
vacaciones, porqvje vio en la calle a ese vi^o con la
nariz tumefacta como una coliflor roja y a ese otro que
en una esquina le metió el muñón en la cara pidiéndole
un sol para comer, porque es 31 de Diciembre en fin
y está aburrido y con sed, por todo eso es que Dudo
interrumpe el recurso de embargo que esta redactando
y lanza un gemido poderoso, corno el que dan segura¬
mente los ahorcados, los descuartizados. Un centenar de
cráneos en su mayoría calvos vuelven hacia el la mira¬
da y, poco acostumbrados a lo insólito como están, re¬
gresan la atención a sus pupitres. Ludo desgarra el re¬
curso y en su lugar escribe su carta de renuncia. Su je¬
fe trata de disuadirlo con untuosos argumentos, pero al
atardecer Ludo abandona para siempre la Gran lí irma,
donde ha sudado y bostezado tres anos sucesivos en
plena juventud.
Mientras camina hacia el paradero del ómnibus se
da cuenta de un detalle: que a veces basta tomar una
determinación importante para que de nuestros ojos
caiga el velo que tiende la rutina: solo entonces vemos
el verdadero rostro de las cosas. Así, rnientras hace su
camino, descubre que en la fachada de la iglesia de
San Agustín hay un pórtico barroco digno de una eru¬
dita contemplación, que la gente que anda a su lado
es fea, que hay multitud de bares con olor a chicharrón
y que los avisos comerciales, tendidos en las estrechas
calles de balcón a balcón, convierten el centro de Lima
en el remedo de una urbe asiatica construida por algún

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^ ^ I 6? ^ C>
director de cine para los efectos de un film de espiona¬
je. J-iUdo penetra en uno de los bares y pide una cerve¬
za conmemorativa. Y ve entonces algo más: que en los
bares de Lima no hay mujeres. Sólo grupos de machos
rugosos o melancólicos que comen panes grasientos y
beben líquidos estimulantes. Y le basta comprobar esto
para encontrarse poco después en la cola del ómnibus
incorporado nuevamente al ceniciento mundo de los
empleados.

Llega a su casa con la doble depresión del día que


termina y del ano que se acaba. Mientras vaga por las
habitaciones oscuras trata de encontrar en el año ago-
tado uno de esos momentos dorados que hacen sopor¬
table la vida: no ve otra cosa que interminables viajes
‘^o^^^tivos, taxis y tranvías, que chatas,
casas envueltas en una voluta de cornisas, que páginas
e calendario amontonadas, que hombres mutilados o
deformes, que mujeres de espaldas, que escribanías
de Derecho, q^e incursiones semana-’
daH” «r Surquillo. “El paraíso de la mediocri¬
dad , se dice y enciende la luz de su cuarto.

pende el retrato oval de su bisabuelo, un


viejo oleo donde el ilustre jurisperito aparece calvo, ore¬
jón, en chaleco y terriblemente feo. Ese hombre viíió
presidio congresos, escribió eruditos tra-
h! condecoraciones y de hijos, pronunció
^ inteligencia a un rit-
nna tolo industrial, para al fyi de cuentas ocupar
una tela mal pintada qUe ascendientes lejanos no sa¬
brían donde esconder. xiu sa

y revejete, perdóname si he dejado el


puesto. Por mas que hagamos, siempre terminamos ñor
convertirnos en retrato o en fotografía. Y cuiS con
protestar, que te volteo contra la pared”.

dd su fácil chiste, con esa hilaridad


ahogada que acomete a menudo a los solitarios pero al
ver una llave sobre su escritorio se contieíie If una
llave extraña que nunca ha visto en su vida. Cada casa
por pequeña que sea, tiene su paisaje carcelario donde
reinan las cerraduras, los pestillos y las llaves. Ludo co¬
noce el suyo de memoria, desde la llavecita del reloi de
péndulo hasta esos artefactos ferrosos guardados en el
armario, pertenecientes a puertas ya deftru'S¡, a casas

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que se abandonaron y que la tradición familiar conser¬
va no se sabe por qué, quizás como testirnonio de que
alguna vez se tuvo acceso a algún magnífico solar. Lu¬
do coge la llave intrusa y se apresta a interrogarla,
cuando escucha los pasos de su madre en el jardín.

La encuentra en la cocina, con el velo aún puesto y


el devocionario en la mano. Apenas Ludo le muestra la
llave, ella abre la boca; “Que Abelardo se fue hoy
a la sierra con toda su familia, que dejó la llave de su
casa y dijo que por favor fuera a dormir allí, que no
sea que le roben, que últimamente hay muchos ladro¬
nes por la huaca”.

Ludo ya no escucha el resto. Ese espacio que le abre


la llave no puede ser otro que el espacio de la orgía,
el lujoso escenario donde es necesario hacer convergir,
por desquite, ese año miserable y darle, en artículo
mortis, una apariencia de molicie. De inmediato se di¬
rige hacia el teléfono. Con el fono aún en la mano es¬
pera que su madre penetre en su dormitorio y luego se
comunica con Pirulo: “Habla Ludo. Tengo que darte dos
noticas. Primero, he renunciado a mi puesto y me han
dado cinco mil soles de indemnización. Segundo, mi tío
Abelardo se ha ido a su hacienda y me ha dejado la
llave de su casa. Si no comprendes eres un cretino. Te
espero”.
En la esquina compra una botella de cinzano y otra
d6 pisco y después de dejarlas en su escritorio, al lado
de novelas y de códigos, va al dormitorio de su herma¬
no. En pijama, enredado en las frazadas, Armando
duerme la siesta, una de esas siestas que se prolongan
hasta el anochecer, se confunden con el reposo noctur¬
no, amanecen abotagadas, renacen después del almuer¬
zo vuelven a penetrar en la noche, interrumpidas tan
sóio por desganadas comidas, para terminar de pronto
en un día gris de la semana, sin memoria de su origen
ni de su duración. Ludo anuncia que ha renunciado al
puesto y que prepara una orgía para esa misma noche.
Armando se hace repetir la noticia, pero ni siquiera
cuando Ludo echa sobre el tablero de ajedrez su fajo
de billetes, puede evitar el desplomarse sobre la almoha¬
da. “Eres un competidor de menos”, agrega Ludo y re¬
cogiendo sus billetes regresa a su dormitorio para pre¬
pararse el primer capitán.

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Después de mezclar el cinzano con el pisco y de
beber un trago, Ludo siente que las malas bestias, que
desde la presentación de su renuncia han comenzado a
congregarse en una zona oscura de su conciencia, rep¬
tan hacia la luz, usurpando formas cada vez más inte¬
ligibles, hasta que por último se funden en una ima¬
gen humana; la imagen paternal: “Has abandonado el
trabajo, renuncias a la oficina donde pasé mi vida, te
mofas de tu porvenir, te adhieres al mundo del desor¬
den, privas a tu madre de una ayuda, aceleras la de¬
cadencia”. La andanada continúa, pero Ludo ha abierto
la puerta de su dormitorio para respirar el aire del
anochecer. Con su copa en la mano merodea por el pe¬
queño jardín, donde cada yerba conoce algún enigma
de su infancia. La Walkiria: ¿desde qué rincón obser¬
vaba en sueños su perfil?

Su evocación es interrumpida por una especie de


serpiente silbadora o de junco pensante que rampa por
el muro. Sosteniendo sobre sus larguísimas piernas un
tóra3í_ atrofiado y encima del tórax una cabeza casi del
tamaño de un puño. Pirulo pone en práctica su costum¬
bre de no penetrar en la casa sino como un secuestra¬
dor: por encima de la pared. Pronto cruza bajo el jaz¬
minero y se encuentra sonriente al lado de Ludo: “Her-
manón, el plan anda firme. Al bajar del tranvía me
encontré con el Sabido. Tiene seis hembritas del carajo.
Pero hay que conseguir carro. Sin movilidad la cosa
no marcha”.

Ludo, sin responder, hace pasar a Pirulo a su dor¬


mitorio, le sirve el primer capitán y va directamente al
teléfono. Al cabo de unos minutos regresa: “Está todo
arreglado. Mi ^rimo Nirro pone el carro. He llamado
además a Pablo y a Manolo. Todos irán a las diez a la
casa de mi tío”. Pirulo se sirve un segundo capitán:
“Debemos ir reconociendo el terreno”. Ludo encorcha
las botellas: “Allá debe haber trago, pero llevaremos
éstas por si acaso. Espérame en la calle que salgo den¬
tro de un rato”.

Lüdo va a la cocina y merodea un rato alrededor


de su madre, que despluma unos patos; “Que no te ha¬
gas ilusiones, que estos patos no son para la cena de
esta noche sino para el santo de Maruja mañana, que
ya sé que no vendrás a las doce ni a comer un pane-
tón”. “He dejado el trabajo”, la interrumpe Ludo. Su

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madre lo observa^ con ese ligero temblor en los labios
que anuncia alguna memorable admonición, pero su bo¬
ca se mantiene cerrada y pronto sus manos encuentran
sobre el buche del pato la tarea interrumpida. Ludo
aguarda un momento, inquieto, decepcionado casi por¬
que el reproche no llega y al fin, ahogado ya por tan¬
to silencio, abandona rápidamente la cocina.
Al llegar a la mansión de su tío emprenden de in¬
mediato la exploración. Para empezar encienden todas
las lámparas que encuentran a su paso, las que se pre¬
cipitan desde el cielo raso con su cascada de falsas lá¬
grimas de vidrio o las que surgen en cada consola, flo¬
recen en todas las mesas, púdicamente cubiertas con sus
pantallas de seda. Sólo se detienen al descubrir el bar:
un enorme recinto con mostrador, taburetes y un ana¬
quel donde relucen un centenar de botellas. Pero, vana
ilusión, con excepción de una de whisky y otra de anís
del Mono, el resto están vacías. “Maldita sea la úlcera
de mi tío”, exclama Ludo mientras Pirulo corre a la
refrigeradora para buscar hielo y preparar el primer
trago. Después de hacer un brindis, organizan sus pro¬
yectos: “Suficiente cantidad de dormitorios. Comprar
más trago. Poner música. Bailar. Elegir a su mujer.
Evitar líos. Disminuir la luz. No beber mucho. A ellas
en cambio emborracharlas. Después hacerlas bailar ca¬
latas”. El plan se va perfeccionando por sucesivas adi¬
ciones y sustracciones hasta que por fin alcanza ese
equilibrio laborioso, que hace inútil cualquier añadidu¬
ra, por el temor de que una palabra más baste para que
todo el edificio se derrumbe.
Una timbrada los sobresalta. “Pero si todavía no
son las diez”, protesta Ludo. Al abrir la puerta, penetra
Armando, encorbatado, perfumado, buscando con la mi¬
rada invisibles presencias. “¿Dijiste algo de una orgía?.
Yo estaba medio dormido. ¿Dónde están las mujeres?”.
Ludo trata de expulsarlo, diciéndole que sobra pero
Armando logra instalarse en un taburete: “De aquí na¬
die me mueve. Orgía. Quiero saber qué quiere decir esa
palabra. Hasta ahora sólo la he visto escrita”.

Ludo y Pirulo deliberan y acuerdan por fin acep¬


tarlo. “Le diré a Manolo que no venga”, dice Ludo co¬
giendo el teléfono, “y tú Armando si quieres quedarte
aquí anda a comprar trago”. Armando protesta: “Yo no
soy el sirviente”. Pero cuando ve alargarse hacia él un

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billete de cien soles, lo coge para añadir: “Me quedaré
con el vuelto”. Cuando sale, Pirulo pone un disco en el
pick-up, mientras Ludo llama a la casa de Manolo y
después cuelga: “Ya salió de su casa. Resulta que aho¬
ra sobra un hombre. Bueno, habrá guerra. El que no
chapa mujer que se friegue”.

A las diez en punto vuelve a sonar el timbre y el


primo Nirro, acicalado, altísimo, con su ralo pelo rubio
colado a su cráneo dolicocéfalo y su flotante temo de
verano, aparece en el dintel: “Buenas noches a todos. El
carro espera en la puerta. ¿Vamos a ir ya a buscarlas?”.

Aún no le han respondido cuando Manolo y a los


pocos segundos Pablo aparecen en la vereda. Ludo com¬
prueba que por primera vez sus amigos llegan puntual¬
mente a una cita y se dice que en una ciudad de mas-
turbadores o putañeros no hay mejor cebo para asegu¬
rar el quórum de una reunión que ofrecerles a los com¬
prometidos el premio de una mujer. “Bueno —dice_
Nirro, Pirulo y yo vamos a buscar a las mujeres. Uste¬
des pueden quedarse aquí oyendo música y tomando
trago. Pero guarden el whisky para impresionarlas. Ya
después le meteremos el cañazo”.

El carro es un desastre. A las tres cuadras se plan¬


ta. “Creo que no hay gasolina”, dice Nirro. Ludo saca
otro billete de cien: “Llénale el tanque”. Diez minutos
después continúan la marcha, por una ciudad de fiesta,
que se desliza iluminada, engalanada, como una novia
borracha, entre moreras y petardos, quién sabe si hacia
una luna de miel atroz, hacia un naufragio. “Esto es vi-
vir dice Pirulo—. Carro, trago, casa, buenas hem¬
bras. .. Lindo Ano Nuevo. Por allí no, toma por la Ala¬
meda y cruza los rieles”.

Nirro cuadra el carro frente a “El Triunfo” y pre¬


cedidos por Pirulo penetran en el bar. A pesar de no
ser niedianoche ese bar es ya la república de las bote-
llas. Por todo sitio se las ve: esbeltas sobre las mesas
tum.badas en las losetas, viajando hacia el gaznate de
los bebedores u ordenadas, laicas, en las estanterías
esperando la leva final de la cual no se escapará ni eí
inocente jarabe de fresa ni el pisco Santa Rosa, quema¬
dor consagrado de estómagos. Pirulo se desplaza por ese
recinto de vomites y pugilatos como por un bosque fa¬
miliar. Después de inspeccionar hasta en el urinario re-

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gresa trémulo: “No está el Sabido, mierda, y me dijo
justamente a las diez”. No hay más remedio que espe-
rar. Ludo, embarcado ya en su lujoso proyecto, pide
whisky para todos. Al segundo trago los batientes de
la puerta se abren y el Sabido asoma su engominada
peluca al final de un cuello ágil, donde un examen aten¬
to discriminaría manchas de carca. Al verlos muestra
todos sus dientetes: “Que puntuales. Eufemia me espe¬
ra afuera. Hay que ir por sus amigas. ¿Qué están to¬
mando?”. Acercándose al mostrador olfatea los vasos:
“Caramba, trago fino, ¿me puedo pedir uno?”. Ludo
accede. “Pediré también uno para Eufemia. Voy a lla¬
marla”. Al minuto reaparece tirando del brazo a una
zamba flaca que lleva un clavel detrás de la oreja.
“¿Por qué no nos vamos de una vez a la fiesta? —pro¬
testa Eufemia—. Este lugar no me gusta. Está lleno de
cholos”. El Sabido le embute su whisky casi a la fuer¬
za y un momento después están todos en la calle.
“Bueno, ahora vamos donde tus amigas”. La zamba
se alarma: “¿Qué amigas?”. Pirulo y Ludo se miran.
“Como, si tú me dijiste carajo que tenías unas amigas.
No te hagas' ahora la del culo angosto”. Eufemia está ya
sentada en el carro, al lado de Nirro: “Yo te dije que
tenía amigas. Eso es todo”. Ludo se acerca al oído de Pi¬
rulo: “Ensarte. No hay mujeres, no hay nada, la orgía
se va al diablo”. Pirulo se encara con el Sabido: “Aho¬
ra no te eches atrás. Dile a Eufemúa que las consiga de
donde sea. La orquesta está esperando. La gente tam¬
bién. Nos vas a aguar el pastel”. El carro se ha puesto
ya en movimiento. “¿Oyes Eufemia?. Mis amigos han
preparado un fiestón con orquesta y todo. Búscate un
par de zambas”. Eufemia queda callada. “¿Y dónde van
a entrar? Este carro es muy chico. Dobla a la derecha.
Veré si está Rosa”.

Empieza una ronda angustiosa por las calles de


Surquillo. Cada dos o tres cuadras Eufemia obliga al
carro a detenerse, desciende sola o con el Sabido y pe¬
netra en los callejones, en quintas o en chinganas de
japoneses, de donde sale siempre diciendo “no está, no
puede, está enferma”. Cerca del cine “Leoncio Prado”
encuentra a un soldado, al que quiere introducir en el
carro diciendo que es su primo. Todos protestan. Al
fin, de un edificio de la avenida Primavera sale con
una buena noticia: “Eva se está vistiendo. Dice que le
esperemos unos minutos”. Las miradas de todos los

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hombres quedan posadas en la puerta del edificio, es¬
perando la aparición de Eva. No se habla. El carro está
lleno de un espeso sabor a Chesterfield.
Una extraña entidad desciende las escaleras, vacila
sobre la calzada y avanza resueltamente hacia el auto¬
móvil. Al principio no saben si se trata de una niña, de
una vieja o de una jorobada. En todo caso debe ser algo
muy pequeño pues cuando llega al carro, su rostro al¬
canza apenas a mirar por las ventanillas. “Yo no en¬
tro aquí, hay muchos hombres”. Eufemia ríe; “Pasa Eva,
siéntate a mi lado. Las otras chicas ya están en la fiesta”.
Eva se encarama y da su manita blanda al grupo de
hombres, que al comprobar de cerca la verdad de esa
pobre naturaleza humana no tienen fuerzas para hablar
y balbucean su presentación. El carro vuelve a partir.
“Nos jodimos— dice Pirulo a Ludo—. Ahora que lle¬
guemos con este cargamento nos van a linchar”. En el
espejo de retrovisión ven las cejas del primo Nirro,
fruncidas, gravísimas, como si llevara un cortejo rum¬
bo al cementerio.
Armando, Manolo y Pablo estaban en la puerta,
impacientes, fumando. Apenas ven aparecer el automó¬
vil se precipitan hacia sus portezuelas. Desde un balcón
lejano, alguien que no pudiera percibir los detalles de
la escena, la juzgaría así: tres puntos se aproximan a
un rectángulo motorizado y son repelidos por él «on una
fuerza igualmente proporcional a la utilizada en su acer¬
camiento. Cuando Eva y Eufemia cruzan el dintel, los
hombres se han refugiado en las profundidades del bar.
Ellas avanzan con cautela por las salas espaciosas, mi¬
rando el techo, las paredes, no con admiración, sino con
una invencible desconfianza, como si alguien les fuera
a saltar sobre la espalda. “Pero si no hay nadie. ¿Dón¬
de está M gente? No se oye la orquesta”. El Sabido las
sigue: “Cállate imbécil. ¿No sabes que en las casas de¬
centes la farra empieza después de las doce?”. Cuando
entran al bar ven una mesa con tapete verde, desde la
cual Armando, Manolo y Pablo fuman sus cigarrillos y
las examinan sin clemencia.

Ludo, Pirulo y Nirro, que forman la retaguardia,


aparecen. Ludo comprueba que la reunión está toman¬
do un cariz funerario: “Están en su casa, sírvanse lo que
quieran. Vamos a poner música”. El Sabido se precipita
hacia el mostrador, toma la botella de whisky para ob-

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servarla al trasluz, la arroja y se sirve anís del Mono
en un vaso. Eufemia lanza ua mirada circular: “Se pa¬
rece a la casa de mi tía Perla”.

Ludo se retira a la cocina para buscar hielo. Ar¬


mando, Manolo y Pablo, que desde hace rato forman
una entidad indisoluble, una especie de monstruo tricé¬
falo, lo siguen para arrinconarlo contra él lavadero:
“Cabrón, ¿a ésto le llamas orgía?”. Ludo se sirve un va¬
so _de agua: “Ataquen a la enana. El Sabido nos ha en¬
gañado. Y si están aburridos, lárguense de aquí”.

Cuando regresan al bar, el Sabido ha puesto'ya un


mambo y desde lejos, contorsionándose, invita a bailar
a su rnujer. Nirro lee un periódico en un sillón, mien¬
tras Pirulo inspecciona las botellas. La enana perma¬
nece de pie, contra la pared, con su cartera en la mano,
pestañeando, desorientada, indecisa, sin saber si debe
beber, bailar, llorar o desaparecer a la carrera. Ludo
sirve dos cuba-libres y se acerca a ella: “Toma, está sua¬
ve”. Mientras beben observan que el Sabido y Eufemia
han organizado ya su fiesta particular: al bailar, la
falda se eleva en un torbellino y la mano diestra busca
del magro muslo la zona calurosa. Cuando Nirro do¬
blando su periódico se anima a reclamar una pieza, el
Sabido lo aparta con la mano: “Quita, mierda”. Pirulo
ha encontrado consolación en los golletes del aguardien¬
te y la enana se esfuma por la mampara que lleva a la
terraza. Ludo, con su vaso en la mano, la sigue.

Empieza entonces un extraño ballet cerca de los ci-


preses. No es un diálogo impersonal, ni una corte de
amor, ni una persecución. Ludo, dueño aún de sí mis¬
mo, sigue a la enana, conducido por una especie de có¬
lera sorda o de estandarte viril. La enana avanza, se
detiene, reanuda su marcha, se apoya en un muro, pen¬
sativa, vigilante. Ludo la roza para, hacerle una alusión'
metafísica al Año Nuevo o se aleja de ella dialogando
con su copa. De pronto la enana se escabulle por una
puerta que comunica con los patios de la servidumbre.
Ludo arroja su copa al suelo y emprende la cacería.

El no conoce bien la casa y lo primero que siente


contra su nariz es la adhesión de cuatro sábanas tendi¬
das que le cierran el paso. Pero, por debajo de ellas,
percibe dos pantorrillas ágiles a punto de subir una
escalera. Apartando las sábanas a trompadas, cruza una

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zona oscura, reconoce a la enana en lo alto a punto de
tomar el pasadizo y empieza a subir de cuatro en cua¬
tro los escalones.

Ahora recuerda: después de ese pasadizo debe ha¬


ber un living al cual convergen la mayoría de los dor¬
mitorios. Guiado por las luces que la enana va encen¬
diendo, llega hasta un sofá, donde su presa se ha ovi¬
llado en una posición equívoca, que Ludo considera co¬
mo una espera, pero que en realidad es una compresión
de todos sus miembros, destinada a la acumulación de
un mayor impulso, pues apenas Ludo llega a su lado,
la enana se eleva por los aires, cruza una distancia
asombrosa sin tocar el suelo y desaparece por la puer¬
ta de la biblioteca. Ludo, cegado ya, su príapo triun¬
fante, quiere atraparla al vuelo, se va de narices con¬
tra la pared y cambiando de rumbo penetra en la bi¬
blioteca. Eva gira alrededor de la mesa, le arroja un se¬
cante, luego un pisapapel de vidrio. Ludo juzga obvias
las palabras y se limita a perseguirla. Finalmente op¬
ta por la treta de sorprenderla debajo de la mesa, pero
cuando introduce los hombros bajo la superfice de ce¬
dro, la forma vuelve a elevarse, esta vez por encima del
escritorio, y reingresa al living.

El juego continúa. La enana en su fuga cierra tras


ella las puertas o apaga das luces. Ludo vuelve a .abrir
unas y a encender las otras. Atraviesan raudamente apo¬
sentos donde espejos de roperos y tocadores le devuel¬
ven a Ludo imágenes fragmentadas y fugaces de su
apariencia: piernas flexionadas, brazos que nadan, su
torso encorvado, su corbata al viento o su propio rostro
lívido, transfigurado. En el dormitorio de su primo
logró cogerla del talle. Más lejos, sobre la cama de 1.a
prima Angelita pudo rozar la convexidad de sus nalgas.
En el amplísimo lecho matrimonial de sus tíos hubo una
revolcada heroica, pero sin consecuencias. En la sala de
costura rompieron vanamente una lámpara. Se produjo
una especie de tregua en el cuarto de la gobernanta,
donde la enana que resbaló sobre el encerado alegó ha¬
berse luxado un tobillo. Luego la montería continuó,
encarnizadamente, por el baño de mayólicas verdes,
por el de azulejos, hasta que al fin, su príapo ya decli¬
nante, Ludo ve que la enana abandona los espacios cu¬
biertos para lanzarse por las escaleras de la azotea.
petaídosatravesado de
petardos y por los estertores que la fugitiva va deianJo
viente?^Af^íy^”^ri^^1 f" cuartos de sir-
t^y descubre tendida de vien-
cama, e^austa, mirándolo aterrada. Con el
derecho del vencedor se acerca a ella y le arranca la
falda de un tirón. Se proyecta ya enérgicamente sobre
sus nalgas cuando un resto de lucidez le permite regis-
mugriento, con un -enorme agujero por
donde un glúteo intocado respira. Entonces ya no puedo
mdn fatiga, toda su vergüenza, todo su asco,
todo su alcohol le remontan a la cabeza, el cuarto se
pone a girar yertigmosamente, y sin ver la última la
impecable parabola que describe la enana al abandonar
el cuarto, llevándose en una mano su falda como un
cometa su cola, cae de bruces vomitando sobre la al¬
mohada de paja.

En ese momento la ciudad de Lima lanzó su po¬


deroso clamor de campanadas al vuelo, de cohetones
de bocinas de automóviles, saludando al Año Nuevo qué

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2._ EL balance de esta frustrada orgía fue el siguien¬
te (para la contabilidad del tío Abelardo): consumicio¬
nes: una botella de wiskhy y otra de anís del Mono, ro¬
turas: cuatro vasos de baccará, un cenicero de mayóli¬
ca, un cristal de la ventana y una lampara de mesa,
extravíos: una copa que Ludo tiró al jardín y que no
pudo encontrar por más que la buscó en cuatro pies
por los geranios; robos: el reloj de mesa del bar, hur¬
tado aparentemente por el Sabido; daños menores: una
quemadura de cigarro en la alfombra del living (autor
desconocido). También se produjeron algunos ingresos;
tres de las botellas de Coca-Cola que nadie quiso beber;
un arete, perteneciente presumiblemente a la enana y
perdido durante su alocada fuga; un calzoncillo miste¬
rioso encontrado en el baño. Ludo, al día siguiente, aun
medio borracho, hizo minuciosamente este recuento,
ayudado por Pirulo quien se ocupaba de reunir los pu¬
chos sobrantes y componer con ellos larguísimos ciga¬
rros. —
El balance se agravó en detrimento de la casa cuan¬
do ocupados en destruir el desorden, hallaron una re¬
fundida botella de gin inglés, Pirulo sostuvo que ^no
había angustia, cualquiera que fuese su origen, capaz
de resistir un trago de gin en ayunas. En efecto, después
del primer trago todo ese malestar indeterminado que
flotaba en sus venas como una maldición coloidal, se
precipitó en sus estómagos bajo la forma de una sed
implacable y hubieran seguido bebiendo si el teléfono
no retintara. Ludo escuchó la voz de su madre; “Que
ya son las tres de la tarde, que acuérdate que es santo
de Maruja, que Armando llegó esta madrugada bo¬
rracho”. Ludo colgó el fono; “Tenemos gran almuerzo.
Quítate la mugre de encima y disponte a departir ci¬
vilmente con mis tías”. Pirulo fue a ducharse mientras

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Ludo, que había dormido de un tirón y vestido en la
cama de la sirvienta, planchó concienzudamente su
pantalón.

En efecto, la casa estaba llena de tías. Todas devo¬


tas, sacrificadas y de una honestidad que rebasaba con
largueza los límites de sus parroquias. Ludo se deslizó
ante ellas como por una cripta, abandonó a Pirulo al
interrogatorio de sus parientes y se introdujo en la co¬
cina, donde su madre rodeada no sólo de las sirvientas
de Maruja sino de las sirvientas de todas sus tías daba
los últimos toques al arroz con pato. “Feliz Año Nue¬
vo”, dijo poniéndole el índice en el hombro, contacto
extremo al cual lo llevaba su amor filial. Su madre no
hizo otra cosa que descolgarle una mirada oblicua, una
de esas miradas que Ludo consideraba como una sín¬
tesis celeste de aprehensión y de juzgamiento. Esa mi¬
rada lo vio todo: sus ojos hinchados, su palidez de tras¬
nochador, un botón de menos en su camisa y expresó en
el acto su veredicto con dos términos casi equivalentes:
haragán y vicioso. Ludo se dio media vuelta y con otra
mirada, heredada por línea materna, registró en un
tiempo infinitesimal las posibilidades carnales de la
servidumbre. Nada le llamó la atención porque de in¬
mediato volvió a mirar a su madre y algo vería en ella
de menesteroso, pues su mano, por un simple reflejo,
sin que mediara ninguna cogitación, extrajo un billete
de quinientos soles de su bolsillo y lo introdujo en el
mandil maternal: “Tu regalo de Año Nuevo”. Sin es¬
perar su reacciÓQ voló hacia la sala al rescate de Piru¬
lo. Lo divisó arrinconado contra la pared, privado de
cigarrillos y de copas, con sus enormes brazos inútiles,
cercado de tías, en trance de reinventar tal vez su vida,
porque las señoras lo miraban aprobativamente y re¬
petían: 4.“Es un muchacho de porvenir”.
Ludo, desde lejos, le tendió una frase, como quien
le tiende una soga a un náufrago y, prendido de ella,
Pirulo fue abandonando el piélago hasta que, después
de eludir los últimos escollos, sobre todo el arrecife de
tía Edelviges contra el cual no había cristiano que no
encallara, llegó sano y salvo al patio de los hombres.
Pero allí los esperaba otro peligro que ni el mismo Lu¬
do había previsto: el remolino verbal de su cuñado Ge¬
naro. No sólo era la cantidad de palabras que podía
pronunciar matemáticamente en una limitada fracción
de tiempo, sino el volumen descomunal de su discurso.

—17—
Pero al menos a la sombra de Genaro uno podía tener
la seguridad de comer y beber- en paz, puesto que nun¬
ca sería interrogado. Pirulo y Ludo de pie, ya que eso
de sentarse a la mesa era una fórmula caduca, comen¬
zaron a realizar el milagro de la multiplicación de las
^ manos: sostener al mismo tiempo el plato de tamales,
los cubiertos, el vaso de vino, el pan y la servilleta.
La reunión continuó a lo largo de la tarde, sin sa¬
berse cómo había comenzado ni a qué horas habría de
terminar. Los santos de Maruja eran siempre así: un
tráfico continuo de personas que llegaban y de otras
que se iban y de cuya masiva afluencia, concentrada en
un momento imprevisible, dependía de que luego se
hablara de almuerzo, de lonche o de comida. A veces,
pequeños incidentes, como la caída de un primo por
las escaleras o un buen chiste que tuvo la fortuna de
ser escuchado por todos, reemplazaban al número y ser¬
vían para calificar gastronómicamente la naturaleza de
la reunión. Para Ludo ese día fue lonche, pues a esa
hora llegó su abuela paterna. Era una de las pocas per¬
sonas en su familia con la cual se sentía de inmediato
en comunicación. Ludo la admiraba porque tuvo una
juventud desordenada, amaba el lujo, no iba nunca a
misa y era de una prodigalidad casi pecaminosa. La vie¬
ja vivía idealmente aún en esa Lima feliz en la cual se
creía en las virtudes curativas de la leche y en la de¬
cencia del ocio.

Después de haber comido y bebido cuanto les fue


presentado, hacia el atardecer. Ludo y Pirulo se encon¬
traron en el círculo de las primas, solteras y castísimas,
enterrando sus sucios hocicos en un plato de helados.
Alguien amenazaba con un baile familiar y ya Genaro,
promotor de toda iniciativa donde prevaleciera la pa¬
labra o el movimiento, había embarcado a Maruja, que
protestaba, en la vorágine de una polca. Ludo y Pirulo
que eran malos bailarines decidieron desembotarse res¬
pirando un poco de aire marino y salieron a la calle.

Pronto fueron los únicos clientes de esos crepúscu¬


los limeños que se mueren solitarios, avergonzados, so¬
bre la baranda del malecón. Ludo miraba el mar, la
isla de San Lorenzo, acordándose de su padre, cuando
muchos años atrás los llevaba de la mano, por la en¬
tonces ancha calle de tierra, para mirar el poniente. Lo
que Ludo vio esas tardes jamás pudo olvidarlo: su pa-

—18—
dre, casi en vísperas de morirse, recortado contra tre¬
nes de fuego, contra horizontes de aves estercoleras,
contemplando angustiado la tarde, fascinado quizás por
la parábola solar, perfectamente cumplida, tan diferen¬
te a su vida malograda en pleno vuelo, lejos aún de la
majestad de la declinación.
“Hermanón, estoy medio zampado”, balbuceó Piru¬
lo y se llevó la máno al bolsillo de su saco. Ludo adi¬
vinó: se avecinaba uno de esos momentos de intimidad
en los cuales era inevitable el intercambio de papeles
escritos. Pirulo ya extraía una hoja de cuaderno que
desdobló con infinito cuidado. “¿Sonetazo?”, preguntó
Ludo. Pirulo sonrió: “No, metafísica”. Ludo cogió el
papel y le echó una ojeada. “Espacio sujeto a forma”,
comentó pedantescamente. “Un profesor cabezón, ya lo
sé”, exclamó Pirulo, “Patio de Letras, año 1946, lo veo
claramente”. Enseguida recuperó su papel y saltó la
baranda del malecón, perdiéndose tras el desmonte. Lu¬
do hurgó en sus bolsillos a la_ caza de algún papel ven¬
gador, pero lo único que halló fue el arete de la enana.
Cuando Pirulo regresó diciendo que su metafísica le
había sido útilísima. Ludo estaba distraído, jugando con
el arete de la enana y ni siquiera escuchó las propues¬
tas de Pirulo para atravesar los rieles y perderse en los
laberintos de Surquillo. “Regreso donde Maruja”, dijo
echándose a caminar. Pirulo lo siguió, tentándolo aun,
pero lo único que consiguió antes de partir hacia su
cerveza fue darle un sablazo de cien soles.
Cuando Ludo regresó a la casa vio que la mesa del
comedor desaparecía bajo esa colección de bocaditos
que honran el fino sentido que de los matices tiene el
paladar limeño. En otras circuristancias se hubiera de¬
tenido para analizar el origen histórico, la forma, el co¬
lor, la composición, la función y las correspondencias
que con el temperamento de sus habitantes tenía cada
una de esas invenciones, pero desde que estuviera en
el malecón sólo le interesaba capturar a su tío Gonza¬
lo. Lo divisó en un extremo, paladeando un copetín de
pisco. Tomándole del brazo lo llevó a un lado: “Des¬
pués de la comida daremos una vuelta juntos . Gonzalo
lo miró sorprendido: “Pero, ¿qué te pasa? ¿Quieres que
te dé tu golpe?Anda tranquilito no más y no me faltes
el respeto”. Enseguida se echó a reir con toda la cara,
como él sabía hacerlo. Ludo admiró un momento su
precoz calvicie, decorosa en verdad, pues provenía no

— 19—
solo de la rutina sino también de la depravación. “Quie¬
ro hacer un poco de vida nocturna’”, añadió. Gonzalo
seno; Quita de acá. Yo no pago tus vicios,
¿llenes plata acaso?”. Ludo se palpó el bolsillo del pan¬
talón: ¿No ves el rollo?”. Gonzalo lo amenazó con un
recto al hígado: “Hablaremos más tarde”.

y tarde ambos rodaban en un taxi rumbo a las


calles de Lima. Ludo esperó que cruzarían los rieles por
esa zona inquieta de La Victoria, que siempre fue para
Ludo la tierra de los escándalos, pero Gonzalo ordenó
al carro detenerse en Santa Beatriz; “Todavía es un
poco temprano. Veré un momento a unos amigos”. No
entraron a una casa ni a un bar sino a una pulpería.
Gonzalo, como muchos cuarentones, no se habituaba
aun a los bares_modernos y prefería beber en la tras-
tienda de las pulperías, de pie, junto a los urinarios.
Una población ferial se encorvaba sobre el mostrador
de palo, chupando sus alcoholes. Gonzalo saludó a va-
nos, presento a Ludo y encargó una dosis. Al parecer
en esa vil trastienda había una atmósfera de familia que
se rnanifestaba por convenciones lingüísticas; por dosis
el chino trajo una botella conteniendo un líquido os¬
curo, en el cual Ludo, después de catarlo, reconoció
la mezcla devorante de pisco y Coca-Cola. “Esto es lo
mejor , dijo seriainente Gonzalo, “lo único que no me
da dolor de cabeza . Ludo bebió con los bebedores dis¬
cutió con los discutidores, pero sin dejar de mirar con
añoranza hacia la puerta, donde la noche se espesaba.

“Vámonos ya”, dijo al cabo de media hora. Gonzalo


- completamente el objeto de esa sahda:
¿Adonde? . Ludo se sintió defraudado: “No tengo mu¬
cho tiempo que perder. Te he dicho que quiero hacer
vida nocturna. Si no vienes, me voy solo”. Gonzalo se
cuadro nuevamente, le dirigió-un gancho al estómago
pero cambiando la dirección de su impulso avanzó la
mano hacia su vaso: “El último”. Se lo tomó de un
soplo, escupió y se desplazó hacia la puerta; “Sígueme”!

Caminaron todavía un rato por las calles de Santa


Beatriz. Ludo pedia un taxi, pero Gonzalo insistía en
buscar por los meandros de su borrachera la casa de
un tal Luque, propietario de un carro de plaza; “Nos
llevara gratis. Ya verás. Es mi compinche”. Al fin la
encontraron. Salió un negro en pijama. “Vístete caraio
ponte tu temo carajo , decía Gonzalo. El negro protes-

— 20—
taba, pero al poco rato-reapareció vestido. Mientras ca¬
minaban hacia un taxi estacionado a la vuelta, Gonzalo
insultó a su amigo, hizo apartes con él, lo empujó con¬
tra las paredes y le descargó toda la variedad de gol¬
pes con que antes había amenazado vanamente a Ludo.
“Eres una mierda, yo gano más que tú, dentro de siete
anos me jubilo con sueldo completo”. El negro se limi¬
taba a cubrirse. “No tan fuerte, viejo, la última vez me
hinchaste el brazo y no pude manejar”. Gonzalo se con¬
tuvo: “Tienes que aguantar zarhbo de mierda, si quie¬
res sMir con unos caballeros”. Por último el taxi co¬
menzó a rodar por los senderos del Parque Sucre, bajo
los ficus agusanados y cruzó los rieles del Estadio Na¬
cional. “Donde Nanette”, ordenó Gonzalo.

Este solo nombre, que Ludo escuchara' a sus ami¬


gos nocheriegos, estaba rodeado de un prestigio tan ex¬
quisito que su imaginación, alimentada hasta entonces
por lenocinios de baja calaña, no sabía qué opulencia
acordarle. La idea de la suntuosidad y al mismo tiem¬
po de la clandestinidad le venía a la mente y le augu¬
raban un escenario irresistible donde corría el cham¬
pán y se revolcaban por el suelo banqueros de frac.
Por eso, cuando el carro se detuvo frente a la fachada
sórdida de una casa vulgar en una calle sin misterio.
Ludo maldijo el espíritu bromista de su tío Gonzalo:
“¿No habías dicho donde Nanette?”. Gonzalo se limitó
a señalar una puerta: “Allí es”.

Ludo sólo recordó haber recorrido una especie de


pensión, es decir, una sucesión de habitaciones atesta¬
das de vieja mueblería y de mujeres agotadas, donde
la gente circulaba, se tropezaba, se perdía en los bru¬
mosos umbrales, reaparecía en el bar, siemore inquieta,
siempre frustrada, condenada a un circuito vicioso que
no mostraba otra cosa que los mismos rostros de hom¬
bres angustiados y de las mismas mujeres hundidas en
Sillones, fumando, sin otra vida que las de sus ojos pin¬
tados, abiertos solare esa migración de machos sombríos,
impotentes tal vez o podridos, a la caza de no se sabe
qué vergonzosa compensación.

Gonzalo acarició a una mujer, besuqueó a otra, in¬


tervino en una discusión, estuvo a punto de provocar
una riña, cabeceó a un borracho testarudo y dio la or¬
den de partida. Pronto Ludo y el negro Luque (que
participaba en esta empresa no se sabe con qué título.

— 21—
si como chofer o como amigo) siguieron a Gonzalo por
el itinerario de sus placeres. Gonzalo, al parecer, no te¬
nía un objetivo determinado. El entraba a los prostí¬
bulos como los devotos a las iglesias (lo que alguien
decía de Baudelaire): por costumbre. Era un rito paga¬
no que tenía sus gestos litúrgicos, sus abluciones y sus
consi^gnas. Ludo trataba en vano de adivinar qué santo
y seña depositaba en el oído de ciertos porteros hoscos
para que las puertas se le abrieran de par en par, con
el aderezo de una reverencia o cuál era el contexto to¬
nal o fisonómico de ciertas fórmulas insípidas como “Ho¬
la negra” o “Qúé rica estás” para que lás meretrices se
le echaran encima como a los brazos de un amante re¬
cuperado. Acariciar a la patrona, poner un disco en el
juke-box, bailar con una pelandusca, invitar una cer¬
veza, eran las formas exteriores* de una disposición mu¬
cho más profunda, que no admitía falsificación, pues
cuando Ludo trató de ensayar algunas de las actitudes
de Gonzalo se dio cuenta que no iban con su apariencia
y que sólo producían a su alrededor el estupor o el
vacío.
El carro zigzagueó de un lado a otro de los rieles
Gonzalo siempre comandaba e imponía a los demás uri
caprichoso horario de permanencias o de partidas, que
aparentemente no tenía justificaci^, pues apenas se
atrevía a husmear por locales inquietantes o se aletar¬
gaba en otros de una insidiosa vulgaridad. Ludo no ha¬
blaba, respiraba a pequeños sorbos y dirigía todo el im¬
pulso de su atención al descubrimiento de lo dorado.
Pronto tuvo la enojosa impresión de estar visitando los
mismos lugares o de estar viendo a las mismas mujeres
o lo que era peor a los mismos putañeros. Todos los
burdeles se parecían y todas las rameras parecían acu¬
nadas por un mismo y maldito golpe del destino Tan
solo cuando el carro mostró su preferencia por las ave¬
nidas que iban al Callao sorprendió ciertos reductos más
originales, pero que a su vez empezaron a repetirse
mecenas tropicales, dotadas de enormes patios descu¬
biertos, con columnas que sostenían civiles enredade¬
ras y bombillas de colores y donde reinaba un falso
aire^ de jungla, poblada de mesitas donde dormían bo-
rracnos y bostezaban mujeres, mientras al fondo en
lo Q'-is debía ser el santa sanctorum de esa lujuriosa ca¬
tedral, una orquesta de arrabal acompañaba a un en a
no que cantaba un tango de Gardel. Y como toda estñ
gira estaba regada con cerveza, Ludo, a las cuatro de
la mañana, se sintió exhausto, ebrio y al borde una vez
más de la derrota.

La sabiduría de Gonzalo llegó a su ,fin. Sus deci¬


siones se hicieron vacilantes. Desvarió acerca de luga¬
res alucinantes, situados en Barranco o en Chosica,
adonde era necesario ingresar previa recomendación de
un ministro. Por un momento Ludo se entusiasmó, pues
entrevió la posibilidad de una vida erótica subterránea,
apartada de las grandes rutas y donde no valían las
consignas ordinarias. Pero Gonzalo se enredó, mostró
todos los signos del hombre ya desprovisto de recursos
y ordenó regresar a La Victoria.
Sólo faltaba eso: otra vez en el Jirón Huatica. Ama¬
necía. Una sucesión de puertas cerradas. Corredores que
apestaban a creso. De vez en cuando una ventana abier¬
ta al alba, donde se veía una polaca insomne .y septua¬
genaria, esperando a algún marinero tardío, algún ebrio
sin memoria capaz de naufragar hipando entre sus mus¬
los fofos. Y así llegaron hasta la última cuadra, la que
lindaba con los corralones.
Vieron una luz verde sobre un portón, ¿Por qué lo
cruzaron? ¿Qué buscaban en suma después de tanta
fatiga? Ludo sólo lo supo cuando luego de parpadear
en la ruidosa sala, vio al fondo de la pieza lo que des¬
de el atardecer, al lado del mar, mientras pensaba en
la muerte, esperaba: una mujer que lo mirara con esa
mirada posesiva y al mismo tiempo un poco ansiosa,
que participaba en algo de la mirada de su madre, pero
también de su propia mirada en el espejo. Y esa mujer,
apenas lo vio, abandonó el mostrador donde estaba re¬
costada y avanzó hacia él, decididamente, como si la
cita hubiera estado concertada.

— 23—
3. ESTRELLA, desnuda, en puntas de pie, se desliza¬
ba por el aposento contemplando-los objetos. Sin es¬
perar ninguna autorización comenzó a pintarse las ce¬
jas con el lápiz de tía Carmela, se echó su perfume usó
sus polvos y presa de un afán de posesión, se lanzó so¬
bre un arinario de donde comenzó a sacar sombreros
^ arrojaba al suelo, mirándose en el
espejo del tocador y dando gritos de júbilo. Ludo con¬
templaba este ceremonial un poco perplejo. “;Esto me
1 ,de pronto mostrándole un go-
rrito de piel, tu mama no se dará cuenta”. Ludo re-
le había dicho que esa casa era
suya. Llévatelo , respondió para no defraudarla De
inmediato Estrella corrió a la siUa donde había dejado
su ropa y metió el gorro en su bolso. Aun dio unas
Je'lfnf acarició con el dedo una por¬
celana de Sevres, encendió un cigarrillo y quedó por
ultirno sentada eii un taburete, balanceando una pier¬
na. En el momento en que Ludo, imitando a un cua¬
drúpedo, avanzaba sobre la alfombra con la intención
de mordisquearle un pie, Estrella lo emparó avanzaiídS
una Pi^na hacia delante: “Me voy. Dame doscientos
soles . Ese pedido le recordó a Ludo el carácter mez¬
quino de toda esa aventura. “Pero si ya le di a la dueña
del burdel”, protestó. Estrella se pusrde pii para bus¬
car su ropa interior: “Ya sé, pero eso era uná proniíia
para ella ¿No te acuerdas lo que te dijo? Que^te^lle-
vabas a la ^joya de la casa”. Ludo buscó aSa com¬
pensación. Te los daré, pero apenas son las once. Qué-
date hasta la tarde . Estrella se había puesto el calzón-
horas voy a dormir?”. Ludo fue hasta su
pantalón y saco el rollo de billetes. “Toma” dijo alar
gando cien soles. Estrella miró el fajo que Ludo man-'
-u millonario? Yo pensaba
que los millonarios eran solo viejos. Y mira tienes ade
mas buenas piernas”. Ludo señaló sus costinas: ‘Íy

— 24—
esto?”. “Las mujeres sólo miramos las piernas”, sus-
piró Estrella, “te dije doscientos soles. Abróchame el
sostén”. Ludo se abocó a esta tarea con aplicación,
mientras Estrella le decía que no debería tirar su pan¬
talón al suelo, que su ropa se iba a llenar de tierra.
“Mirándolo bien”, añadió, “¿por qué no nos vamos a
Paracas? Al hotel. No lo conozco, pero dicen que es
lindo. Vamos en tu carro. En el camino me enseñas a
manejar”. Ludo interrumpió su trabajo. “¿Qué? ¿No te
gusta la idea? Tres días en Paracas, como recién ca¬
sados”. Ludo abotonó el último broche: “Mi papá se
ha llevado el carro a la sierra. ¿No te lo dije ayer?. . .
Pero claro, se puede, es decir, propongo, podemos ir en
ómnibus”. Estrella se pasó su vestido: “Será para otra
vez entonces. ¿Me llamas un taxi?” Ludo cogió el te¬
léfono del velador y lo puso sobre la cama. “Quiero
verte esta noche”, dijo, “palabra de honor que quiero
verte”. “Por supuesto, pero pasa temprano. Después
de las doce a lo mejor no me encuentras”.
A las diez de la noche Ludo estaba nuevamente en
La Victoria. Cuando ingresó al burdel la patrona le dijo
que no. Ludo se entretuvo metiendo monedas en el
juke-box. Le dijo que Estrella no había llegado. En los
taburetes del bar había tres o cuatro clientes que be¬
bían sin entusiasmo su cerveza. Uno de ellos incluso,
calvo y con anteojos, sacó un periódico del bolsillo y
comenzó a hacer palabras cruzadas. Las pocas mujeres
disponibles iban y venían del salón al interior, miran¬
do furtivamente a los bebedores o abordándolos con
coqueterías que les deparaban apenas el obsequio de un
cigarrillo. Ludo se sintió un poco desairado, como la
persona que por exceso de celo ingresa a un teatro una
hora antes de que se levante el telón.
Al poco rato el local comenzó a animarse. Un gru¬
po de amigos, que salía seguramente de un chifa, in¬
gresó ruidosamente, sacó a bailar a las mujeres, bebió
una rueda en el mostrador y con la esperanza de un
mejor hallazgo se fue al burdel vecino. Otros grupos se
sucedieron. A veces penetraba un solitario, se detenía
a pocos pasos de la puerta, lanzaba una mirada diestra
a las mujeres y se retiraba o se quedaba según el re¬
sultado de su pesquisa. Si ésta era positiva, merodea¬
ba un rato por el bar, se acercaba oblicuamente a su
elegida, le cuchicheaba algo al oído y desaparecía con
ella por el corredor.

— 25—
Cuando Ludo hubo puesto los veinticuatro discos
del juke-box y se aprestaba a repetir en orden la ope¬
ración, la puerta de la calle se abrió y penetró Estrella,
llevando en la cabeza el gorrito de piel que se hiciera
obsequiar esa mañana. Estrella entreabrió los brazos y
ya Ludo se aprestaba a darle el encuentro cuando notó
que ese gesto no estaba dirigido a él sino al hombre
que en el mostrador hacía palabras cruzadas. Este
arrojo su periódico al suelo, saltó de su taburete y pron¬
to estuvo prendido de Estrella. “¿Ya de vuelta?”, pre-
guntó^^ ésta. “Estuve sólo quince días”, contestó el gor-
dito, mucho calor en Píura. ¿De dónde has sacado ese
gorro?

Estrella iba a responder cuando divisó a Ludo, de


a medio camino entre la radiola y el centro de la
sala. De inmediato emitió un grito y separándose de su
amigo quedo indecisa a igual distancia de uno y de
otro, mirándolos alternativamente. “Seguro que acabas
de llegar”, dijo amenazando a Ludo con el dedo “te
estuve esperando hasta las once”. La mentira era' fla-
grante “Es verdad”, transigió Ludo, “tuve que hacer”.
11j1 gordito avanzó un paso, visiblemente confundido por
esa interferencia y miró a Ludo en forma retadora Su
calva era irremisible, sin recursos, y sus dos ojitos in¬
quisidores recoman a Ludo con movimientos rápidos
e imprevisibles, como los que describen las cabezas de
las gallmas. Estrella se llevó a Ludo a un rincón' “¿Me
puedes esperar hasta la una? Creí que no ibas a'venir.
Mira, tomate una cerveza. Tengo que conversar con
este señor - Ludo vaciló, pero ya Estrella lo arrastraba
al bar y pedia a la patrona una botella de Cristal para
Su cliente. ^

. Ludo empezó a beber. De soslayo observaba a Es¬


trella y al gordo que bailaban. A veces ella reía sor¬
prendía de paso una mirada de Ludo y se la devolvía
por encima del hombro de su pareja, acompañándola
de un fruncimiento de labios, lo que significaba un be¬
so a la distancia. Ludo aceptaba esta complicidad con
un poco de embarazo, bajo la mirada implacable de la
patrona Una puta vieja, que desde hacía una hora ya-
acercó al mostrador y
Ludo. “No sé qué le ven a esta mo¬
cosa , dijo a la patrona, ni busto tiene. Tampoco clase
Porque para ser puta,_ se lo digo yo, hay que tener
clase . Luego se volvio hacia Ludo: “¿No me invitas
nada?” Alargó' su pescuezo hacia él; “Veinte soles no
más. Servicio completo”. Ludo apartó su taburete. La
concurrencia había aumentado. La sala comenzaba a
Uenarse de humo. Alguien lo había relevado en el ma¬
nejo del júke-box porque la música sonaba sin inte¬
rrupción. Ludo observó con detenimiento a las parejas.
Estrella y su amigo habían desaparecido.
Aún le quedaba media botella de cerveza. Conti¬
nuó bebiéndolaj resignado ya al abandono. Su mirada
fue concentrándose en las mujeres que formaban en el
gran sofá un grupo exangüe. No todas eran viejas o
gordas. Algunas tenían grandes ojos, oscuros, maqui¬
llados, brillando entre tupidas pestañas, entre mórbidas
ojeras, especie de pequeños sexos yivientes, inteligen¬
tes, que a cada momento, al girar la cabeza, encontraba
vueltos hacia él, a la espera.
Ludo rechazó estas ofertas y comenzó a desentra¬
ñar el sentido del estribillo de un vals de moda que el
juke-box repetía hasta el infinito: “No te digo un adiós,
Estrellita del Sur, porque pronto estaré, a tu lado otra
vez”. ¿Quién sería el autor de esos versos banales? Pe¬
ro al menos éstos eran solamente banales. Recordaba
otros, de valses enterrados: “Toda repetición es una
ofensa y toda sujeción es un olvido”, en los que había
por añadidura un tono sentencioso. O aquel otro que
contenía este tropo refinadísimo y homicida; “Te ma¬
taría con el puñal de mi desprecio”. Muchos otros ve¬
nían a su memoria y ya se embarcaba en una disquisi¬
ción sobre el contenido de los valses criollos, cuando
Estrella reapareció .en el corredor llevando de la mano
al gordito. Ambos caminaron hacia la puerta. “Natural¬
mente”, decía el hombre. “No te olvides, no más de
cuarentaicinco c6ntínietros”, dijo Estrella. El gordo la
besó y se fue. Estrella abrió los brazos como para des-
perezarse, divisó a Ludo y avanzo hacia el echando
una carcajada.
“¿Mucho tiempo, pichoncitq? Ven por acá, vamos
a conversar a mi cuarto”. Cogiéndolo de la . io
llevó hacia el corredor. ‘‘‘¿No van a tomar nada? , in-
tervino la patrona. “Tráiganos una cerveza”,^ dijo Estre¬
lla, “o mejor un vermut con hielo para mí”. Ludo se
encontró en una habitación horrible. La cama estaba
un poco destendida. “Ese señor es mi amigo”, dijo Es¬
trella para tranquilizarlo, “es comerciante, ¿sabes? Via-

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ja por el país vendiendo ropa”. De inmediato cogió una
bolsa que había sobre la cama y sacó de ella una mu¬
da de nylon: “Fíjate lo que me ha traído de regalo. Es
^ americana. ¿Te gusta? Me ha dado además esto”. Me¬
tiendo la mano a su escote sacó un cheque. Ludo leyó:
cuatrocientos soles al portador.

La patrona entró con la bebida. “¿Se van a que¬


dar acá?”, preguntó. Estrella consultó con Ludo: “Sa¬
limos, ¿no es verdad?” Ludo asintió. Estrella se bebió
su vermut de un sorbo, mientras Ludo ni siquiera tocó
su botella. La patrona seguía de pie, al lado de la puer¬
ta. “Está esperando su propina”, dijo Estrella, guiñán¬
dole un ojo. Ludo sacó su fajo de billetes y le estiró
cien soles. “¿Cien no más?” se quejó la patrona, “cien
es cuando se la llevan a partir de las cuatro de la ma¬
ñana, como ayer. A partir de esta hora son doscientos»
Ludo alargó otro billeto do cien. Estrella se arrojó a
los brazos de Ludo y empezó a besarlo. “Vámonos a
bailar. Pero con orquesta. Nada de discos como aquí.
Bien^ spretaditos, a media luz”. Ludo se sentía sofoca¬
do: “Vamos de una vez. Pero después a mi casa. Pro¬
mételo”. Estrella prometió todo.

San Martín, delante


del Embassy . Mientras descendían la escalera alfom¬
brada del cabaret se escuchaba venir de la sala el com¬
pás atronador de una orquesta. Pero al llegar abajo
vieron que el cabaret estaba casi vacio. En el estrado
una orquesta de mujeres tocaba con desgano un bolero
La pista de baile estaba desierta. Muy separadas, en sús
mesitas, había tres o cuatro copetineras. Los mozos en
cambio, numerosísimos, estaban amontonados en el’bar
o se paseaban taciturnos entre las mesas, esperando a
improbables clientes.

“Esto es horrible”, dijo Ludo, “¿no nos habremos


equivocado de cabaret?” De inmediato Estrella llamó
a un mozo: Este es el Embassy, ¿verdad? ¿qué pasa?
¿por que no hay nadie?” El mozo bostezó: “Es temSal
no. Ademas viernes. Mal día”. A pesar de ello cíSa
ron una mesa al borde de la pista En el vestíbu^ hL
bian visto fotografías sensacionales anunciando el “Show
del siglo veinte”.‘Este se desarrolló a L carrea y maT
como algo improvisado. Los artistas se eSocaban
hacían bromas con la orquesta, con los mozo^s Una nm ’
bhguera abandono su número a la mitad. La 'única que

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aplaudía todo era Estrella. Dos whiskies la habían vuel¬
to eufórica.' Ludo aprovechó para besarla, pero mien¬
tras lo hacía notó que, desde la penumbra, la veintena
de mozos desocupados lo espiaban. “Vámonos de aquí”,
dijo, “he oído hablar de un sitio que es todo oscuro”.
El taxi los depositó en “Las Tinieblas”. Ludo in¬
gresó tambaleándose a ese insólito cabaret, donde los
mozos conducían a los clientes con linternas. Mientras
buscaban un lugar vacío, distinguieron sólo sombras a
su alrededor, en extrañas posturas, inmóviles o agita¬
das por raros sobresaltos, en medio de un olor espeso
de sudor o de semen que caía. En lo que debía ser la
pista de baile otras sombras se movían, suavemente,
sin separarse del piso. Allí Ludo, bebiendo un tercer
whisky, comenzó a recolectar los beneficios de su tiem¬
po y su dinero invertidos. “Borracho”, pensaba, “mu¬
jer, vida fácil, licor, juventud, divino tesoro”.
Una hora más tarde, sin saber cómo, estaba en otro
taxi, cerca del Salto del Fraile, rumbo a La Herradura.
Estrella a su lado no paraba de reir: “¿Qué cosa pen¬
sabas tú? Cuarentaicinco centímetros. Es lo que tengo
de cintura. Para las faldas que me va a regalar”. Ludo
encontraba divertidísimo el equívoco. “¿Nos vamos a
bañar?”, preguntó al ver que el carro, después del ser¬
pentín de curvas, entraba en la explanada de la pla¬
ya. De inmediato recordó que Estrella le había pedido
que la llevara al “Nacional”. Era siniestro: a las tres de
la mañana, en esa playa solitaria y oscura, con sus ma¬
lecones desiertos, rodeada de cerros pelados, ver una sa¬
la de fiesta, única, inexplicable, en medio de barracas y
de kioskos cerrados. Y en su interior retumbaba una
orquesta y se bailaba desenfrenadamente. Ludo recordó
que Estrella lo paseó entre las mesas, le presentó a al¬
gunas amigas, luego a unos militares y por último lo
abandonó delante de un cóctel de fresa para bailar con
un zambo enano que usaba zapatos blancos. Ludo mis¬
mo bailó, bien o mal no lo sabía, pues en medio de la
gritería y del barullo lo que importaba era estar en la
pista, presa de algún paroxismo, gritando, sudando,
estrujando a una mujer. Más tarde olvidó todo y pare¬
ció despertar de un sueño cuando Estrella le dijo que
el taxi los seguía esperando y que ya era hora de ir
a casa. “¿A qué casa?”, preguntó. La orquesta se había
ido. Quedaban en la mesa algunos borrachos. Amane¬
cía en el malecón vacío, en medio de papeles que vo¬
laban.

— 29—
.
4 — CAMINABA por las calles de Miraflores bajo un
sol agobiador. Cerca estaba la huaca Juliana. Más allá
encontró una casa con los muros enjalbegados, azulejos
columnillas, un remedo de casa morisca. En su minarete
distinguió el rostro de una niña. Sin saber por qué la
saludó. La niña escondió la cabeza. Ludo continuó su
marcha, pensando que a lo mejor se encontraba en uno
de esos días plagados de indicios nefastos, cuando a
nuestro paso se tiran las puertas, se cierran las venta¬
nas, se desvían rugiendo los automóviles, cruzan de cal¬
zada los animales y las mujeres, sin motivo aparente,
dan media vuelta al vernos y se alejan mostrando sus
espaldas.
Pero todo esto era falso, puesto que Estrella lo es¬
peraba. La había dejado dormida en la cama de tía Car¬
mela, con sus dieciocho años, -su padre alemán, con su
origen chileno y sus demás datos escuetos dignos de un
parte policial. ¿Por qué había dormido a su lado? ¿Quién
era?. Esto se preguntó al despertarse y por eso la dejó
allí, encerrada con llave. Y ahora, misteriosamente, pues
la casa morisca estaba atrás y él no había elegido nin¬
gún camino, se encontró ante el cerco de su propia
casa, la del jazminero y la parra, a la cual no iba a
dormir desde hacía dos días. Como no tenía la llave
de la verja penetró al jardín por encima del muro. Su
madre y su hermano habían salido. Ludo quedó pri¬
sionero entre el muro exterior y las puertas con llave
de la casa, desorientado, sin entusiasmo para admirar
los tacones que trepaban ávidamente por la redecilla
de pita hacia su efímera floración. La casa de al lado,
con su enorme pared blanca y desnuda, limitaba todo
el jardín. Esa pared (¿cuántos años hacía de eso?
¿ocho? ¿diez?) su vista quiso tantas veces traspasar,
su cuerpo penetrar como una emanación en busca del

— 30—
refugio da la Walkiria. Ahora extraños habitantes
ocupaban esos aposentos que él no conoció sino en sue¬
ños. Pero en esa época todo el espacio que existía de¬
trás de la pared blanca estaba ocupado por la presen¬
cia de la Walkiria. Trece años, blusa de muselina bor¬
dada, falda negra y trenzas rubias. Y el uniforme,
¿cómo haberlo olvidado? Falda azul con tableros, blusa
celeste, corbata ne^a y boina. Su hermano y él estu¬
vieron al mismo tiempo enamorados de la Walkiria:
alemana, ojos celestes, colegiala. Armando
ganó la partida. Trepados en la enramada, de noche,
llegaban a su ventana. Armando ocupaba el primer
plano y dejaba a Ludo en la sombra, haciendo equi¬
librio sobre los maderos; sin ocasión de decir una
sola palabra, ridículo con su corbata y su pelo engomi-
nado. Más tarde, él ya no subió a la enramada: se
contentó desde el sitio donde ahora estaba —exacta¬
mente desde el mismo sitio— con mirar hacia arriba
y ver a su hermano cada vez más cerca de la ventana,
a punto de cambiar con la Walkiria cuadernos, dibu¬
jos, caricias, besos. Y él, sentado eii el jardín, con su
corbata aún, con su gomina, pequeño, olvidado, ven¬
cido. Y luego sucedió algo terrible: se declaró la gue¬
rra (¿qué tenían ellos que ver con la guerra, eso que
pasaba entre los alemanes, los ingleses y los france¬
ses?) y la Walkiria con todos sus familiares y con to¬
dos los alemanes de la lista negra fueron expulsados
del país. Una noche Armando trepó a la enramada,
tocó los cristales y se encontró de bruces con un des¬
conocido, un hombre hinchado, en camiseta, con el
rostro embadurnado de crema.

Ludo volvió a saltar el muro, esta vez hacia la ca¬


lle. ¿Estrella no sería tal vez una versión particular de
la Walkiria?. ¿No sería la misma Walkiria?. Entrete¬
nido por esta idea, a la cual se esforzaba por darle un
fundamento lógico, llegó a la casa de su tío Abelardo.
Encontró a Estrella en el living, vestida, impaciente,
un poco frenética. “¿Dónde te fuiste?. ¿Por que me has
cerrado con llave?”. Ludo la observo: no, ni trenzas
de oro, ni pecho liso bajo la blusa de muselina. “Fui
a visitar la tumba de la Walkiria”, pensó decirle. Se
lo dijo. “Déjate de bromas”, se quejó Estrella, tengo
hambre. Iremos a almorzar a la playa, como había¬
mos quedado. Ya comenzó la temporada y todavía no
me he quemado”.

— 31—
Ya la arena del Agua Dulce estaba llena de cás¬
caras de naranja, de pancas de maíz, de envoltorios de
helados, de colillas de cigarrillos, de todos los detri¬
tus que la plaga humana, al existir, va dejando a su
paso. Ludo, indiferente a la inmundicia, se hundía en
la arena ardiente, contemplando a Estrella que, en la
perezosa, se untaba los muslos con aceite de coco. En
verdad que estaba blanca su piel, pero de una blan¬
cura opaca y uniforme, a través de la cual no se trans¬
parentaba una vena ni emergía un tendón. Algo tenía
de especial esa piel, algo que invitaba al contacto, casi
a la succión. Ludo cogió el pie de Estrella y lo ana¬
lizó con una atención científica, hasta descubrir vellos
espaciados y, más abajo, como un mosaico de finísi¬
mos poliedros. Lo que tenemos de más profundo es
la piel, había dicho alguien. ¿Quién?

“Se me va a poner roja la nariz”, protestó Estre¬


lla, “me hace falta un sombrero. También unos an¬
teojos ahumados. ¿No habrá por aquí un puesto que
venda esas cosas?”.

Esquivando los cuerpos alargados en la arena. Lu¬


do atravesó la playa y anduvo por el malecón, bus¬
cando refugio en las sombras para no quemarse las
plantas de los pies. Recorrió todos los kioskos de chi¬
cha morada y de butifarras, entre ruidosos altoparlan¬
tes, pero no encontró un solo vendedor de artículos de
playa.

Cuando regresó vio a Estrella conversando con dos


mujeres. No era necesario ser muy sagaz para darse
cuenta que eran amigas del jirón Huatica. Las tres
reían a voz en cuello. Estrella lo presentó como a su
novio y tuvo que comprarles barquillos a todas. Los
sábados esa playa se convertía en algo así como la
sucursal marina de los burdeles Victorianos.

“Es hora de irse a bañar”, dijo Estrella, irguién¬


dose de la perezosa. Sus amigas la aprobaron. Ludo
tuyo que seguirlas, después de cerrar bien la carpa
bajo las indicaciones de Estrella que le recomendó
imperiosamente hacer dos nudos en las cintillas de lona.

Después de chapalear un poco en la orilla —ningu-


na de las tres mujeres quería mojarse el cabello— Lu¬
do decidlo darles una demostración y zambulléndose

32—
en el primer tumbo comenzó a nadar mar afuera. Mien¬
tras se adentraba, ellas lo seguían con la vista y le ha¬
cían señas con la mano. Ludo siguió avanzando. Un es¬
pigón de piedras que penetraba unos cien metros en el
mar separaba esa playa de la vecina. Cuando Ludo te¬
nía doce años, acostumbraba a contornear con Arman¬
do el espigón y salir a nado por la playa contigua. Aho¬
ra, a pesar de que hacía tiempo que no nadaba, quiso
repetir la proeza. A enérgicas brazadas logró avanzar
hasta la punta del espigón. Sólo tenía que cruzar a nado
por delante y regresar a la otra orilla. Ludo recordó
una vieja consigna: era necesario alejarse bastante de
la punta del espigón, pues allí había una correntada
que jalaba hacia las piedras. Pero cuando estaba jus¬
tamente alejándose de la punta rocosa se sintió pbita-
mente cansado. Sólo cabía tomar una resolución' instan¬
tánea: ambas playas estaban muy lejos. Lo mas cercano
era precisamente la punta del espigón. Ludo comenzó
a nadar hacia ella, con sus últimas fuerzas, viendo que
esas piedras musgosas, resbaladizas, plagadas de estrellas
de mar, lo atraían con la fuerza de un remolino. Para
colmo una ola se formó a sus espaldas y aurnentando
su impulso lo proyectó contra las piedras. Ludo pensó
gritar, pero en el acto le dio vergüenza y cerro los ojos,
dispuesto ya a cualquier desenlace. La ola lo recogió
como un poderoso brazo y lo deposito ileso sobre el es¬
pigón, entre una lluvia de espuma.
Ludo permaneció un rato tendido, incrédulo aún.
Luego se puso de pie y observó su cuerpo, mostra¬
ba apenas unas leves magulladuras en los “^ns ^ ^
rodillas. El hecho de haber sido rozado por la fatalidad
lo autorizó a asumir un' aire heroico e inflando el
tórax fue caminando sobre el espigón hacia la Play^-
Se preguntaba qué habría dicho la gente que lo había
vistas tal apuro, Estrella, sus amigas. Pero conforme
se aproximaba a la playa se dio
qinuiera Estrella que en ese momento acomodaba su
perezosa, se había percatado de nada. Solo supo en ese
moment¿ una cosa: de lo fácil que era morir.
“El baño me da sueño”, dijo Estrella,
media hora despiértame para ponerme en la sombra. No
quiero que me dé una insolación .
Anrovechando que Estrella cerraba los ojos Ludo
observad con descaro su abdomen que asomaba entre las

— 33—
zaban^^Ios^ poliedros^^pío organi-
ceptibles <ínfripnH^pequeños, más imper-
do pS l4 DoSÍ H tropismo determina-
limaduras SrS e?ro
ban en peaueñflt fnr^o ® imantado, avanza-

clLTun?dcrt?iÍ"ío^^^^^^^^ loíeíreseítaba

»lsl,l£?ss.*£
JflLSSIr
SíSí^^ill??
veian cuerpos horrihlf><5 v inc. v.^«-+
la protuna¡?n de íóufes fgruSoJ auf^f K”
tallarines. Se

Cía una sola dirección. Cerca de la fila dp


taban tendidos los “sar.Pmá’’ «e las carpas es-
en la arena con la eSeSnza ^^^^dos
una carpa mS cerrad ín .pnn f ^^ íuntura de
una cadera. Y píSos a laTui. ®vf K contorno de
duros, con zapatillas de iebe hombres ma¬
mados, que observaban con ’disimulo^ ahu-
en la arena, los Juegos d^los Sesc^níe^^

caleta de pescadoreí^üS^aSe^ un^?a?¿


contemplar los botes de remo entretuvo en
la minúscula bahía. Años aTrás mni ^"-^esorden en
ñaña que Armando y él San n.í
desde el Club Regata? hasta 3 A ^ ^^^-o
a medio camino y fueron a cospr<5^ d cansaron
El pescador que los vfo Sr fo lo, L ^°tes.
alejó de eUos remando SidaSfp ^® ^
“Cuando ustedes pasan eií su
a mi7”. La cólera de Ludo s^haS^mSo c3n eTS"

— 34—
po yí ahora incluso le parecía sentir por ese hombr'
una extraña admiración.

Cuando regresó donde Estrella, vio que tres o cua¬


tro saperos estaban echados cerca de ella^ mirando sus
formas abandonadas sobre la perezosa. Por humillarlos
o simplemente por vanidad, Ludo la despertó besándola
en la boca. “Estaba soñando”, dijo Estrella sobresalta¬
da, “qué raro, estaba soñando con la guerra. Me metían
a un establo lleno de hombres con casco alemán. Pero
yo era chiquita, tenía sólo trece años”. Ludo la observó
con cierto asombro: “¿Y no te llamabas Godelive?”. Es¬
trella se miró los muslos: “Fíjate, comencé a ponerme
roja”.

Fueron los últimos en abandonar la carpa. Ya los


bañistas, vestidos, se refugiaban en las fondas de ma¬
riscos o se lanzaban a pie por la cuesta para tomar el
tranvía. Los altoparlantes seguían difundiendo música.
Era la hora de los boleros: “Soy prisionero del ritmo del
mar”. Estrella dijo que adoraba a Leo Marini. El cre¬
púsculo la ponía romántica. Ludo, cogiéndola de la cin¬
tura caminó con ella hasta la orilla, entre los carperos
que pasaban rastrillo por la playa. “Mira el sol”, dijo
Estrella, “parece una moneda de oro”. Ludo encontró
la comparación poco original y se aprestaba a abrumar¬
la con una más rebuscada, cuando Estrella dijo que era
n6C6Scirio ir a comGr a Barranco y luGgo al Nacional de
La Herradura. “Estupendo”,, respondió Ludo pensando
que después de todo ello estarían al fin solos en la ca¬
sa de la huaca Juliana. En un restorán de Barranco
cogieron un apartado, bebieron una botella de Corton
y se sintieron felices. Ludo, más locuaz que nunca, le
contaba el argumento de una novela que iba a escribir.
“Yo he leído una novela”, dijo Estrella, “hace ya tiem¬
po, se llamaba María Antonieta y era de una rema a
la que le cortaron la cabeza”. Ludo recordó el libro de
Zweig: “No es una novela, es uria biografía . Estrella
no admitió esta aclaración e insistió en que era una no¬
vela Ludo no la contradijo —quizás Estrella tenia ra¬
zón— pero renunció a contarle el desenlace del libro
que planeaba.
Siempre en taxi, llegaron al Nacional. AUí Estrella
se encontró coh su banda de guaracheros y militares.
Los cocteles de fresa comenzaron a circular. Ludo sen¬
tía la enojosa impresión de algo que se repite: no solo

— 35—
las piezas que tocaba la orquesta
bailarines, los temas de conversacfdn Í?
sucesos en el tiempo. Fueron menmia^rf^ orden de los
apagaron los kioskos de los alredednrp<f° carros, se
ron los bebedores y otra vez cnm™Pacienta-
mo quizás los años anteriores i^ anterior, co-
iluminado de la playa desierta v lac único
l^armes se alargaban sobre el mÍi de los bai-
basta decapitarse al filo 'defm'^an"""”’

hubiera acepfado'^la propuSta^He ^Lmd

pues pasaron junto S^Iuaítet S ^cs-


largo paralelamente al tranvía ^A) viajaron
raflores. Cuando el taxi Ip legaron a Mi-
residencia de su tío Abelardo puerta de la

váalflo ?e íu frente °afgareg1^se


dant. fatigadaVcoS^o rspl^ds^^Ie™Sn^U“^v°^^^^ --

trella, “¿p¿ro nT habiímS^llegJdl?” Es-


da Arequipa”, prosiguió Ludo ‘^ Pp’ ^ aveni-
a tu casa?”, insistió Estrella “Ha *11pct*Ii vamos a ir
Tarma”. “¿A dónde vamos ahore%”^ “A'^° familia de
da de hotel”. “A dondp rfn^P ü A'„ ^ hotel”. “Na-
re” dijo Ludo al chofer El car . “^^™P°eo”. “Pa-
donde doña Perla te cobSrá Il°cnar?''^''''?-
rnas que darle su pronina” “Mp F tendrás ade-

MatlrAa,"p™ qurpod?an°ír° af j^Isag

cerlo. Ludo- había^ terddo^que^II'^h ®®®’^^dos en recono-


que le permitiera entrar 'a psa™n Portero para'
^í^’^des. Gonzalo se levantó para^'f a vf" Residencia
silbs de un pantalón que había riraH ^^®car en los bol-
¿Sigues forrado en platacma silla,
cientos soles hasta el Ijuince” ^1 “déjame des¬
uero, mientras Gonzalo 1p^ entregó el di
mero 26 de Arénate °e«a deF'’° <S nú-
alquilado a medias ¿on un fmi4 V ‘«"g»
vengas a fregar a esta bnr^ emigo. Y otra vez no me
a la quijada” Po^P^e te mando un reSo

— 36—
T ndn comprobó con cierta ansiedad que el numero
26 correspondU a un garage^ puerta
lado Ludo aplicó la llave a la cerradura de la
V se dio cuenta que no le hacía. La entrada debería es-
lar en algún otro lugar. Al lado de gara|= habta un
corredor. “Espérame ^n rnmuto dijo Lud° y atra

ITr^cV'dar-iíre efg'aTÍé” LLÍS K cuan;

?nleíiof&“ l^b|^=|£^
rara oi oaraíp se encendió una luz. Luao saco la iievc

?£ra, como'bScíndf llgo^Sl En la


carns- dormía una nogra.
No auedó otro recurso que ir al Pasaje Margarita.
Al fin ima cama. Ludo la miró con reconocimiento, a
piír dríue era altísima, tenía soporte de bronce pe-

?antan=^o”u®Íj.‘‘n|rí?a‘^^‘^^^^^^^^^
de fierro e.aozado ?f'J¿,oia‘^en el cuello. Estrella cayó

dormida.

ítsi.ruí.A==
Estrella, en cambio, no alto cielo raso,
d1,nT'’tobíaXe%Sarde made^^^^^^^^

rrrerat"co.;c=^^^^^

EnTa%aTle°ro“dab'S”los camiones rumbo a la Parada.

'pTgTdo eT cuart? ¿sía^mediodia;»., Ludo estaba ya


íido; “Pasaré por ti esta noche sLn *“ carro^^

Slodemorin ?u L's?” Lu‘do cuedó reflexionando.

—37—
T a ir a Paracas?”, prosiguió Estrella
Lado se llevo la mano al bolsillo de su pantalón oara
EsSína‘’".v"iv"“H "-¿"ntSafe??
g Déjamf tu teléfono poy^sfLI-
anteojos ahumados” Para comprarme unos

por ?ane"am^al"s"de LÍ%arfd?


cargados de fruta y carretillas de verduleros Su™am\'
añorabrEn^la®^^^^’ almidonadas. Casi la

vestidas de negro oue'llevah^^^ legión de señoras

Tpiroff- -

iilisüllü
re. Vant1íba'’n“?ATTv/L^T£ía'"'"á°' "“i''
f.l 1 udo reconoció a au 'madre “oltenieSo con tome®

SiosfdatS^drSorSr» Sr'/

— 38—
terró la "^bSscarla, co-

Í^»S?SSÍ&?SÍ
había comenzado bien el ano.

gmma^°¿Tatia“d«ou£^^^^

pletico Era su c^a de . entraba a


un balneario de gnorines habitaciones em-
esa casa se paseal^ po muebles como siguien-
papeladas, husmeaba, tocaba cata ha¬
do las trazas de alguna r j ij^j^^g^tos y la familia
bía sido dividida SríHue fue^ntaño una
de Pirulo ocupaba solo u|i lo q reconstruir más
mansión. De este modo ¿udo no^PO^i^^ ^
que íragmentariament^l P ^g^ntaba si esa pieza
do tomaba te en el comeaor ® vpstíbulo un dor-
no habría sido antiguamente Ig^ profanado donde su
mitorio o quizas el , alegato Muchas otras
abuelo redacto algún brillante Ludo co¬
casas había ocupado su ’ ^j^gton la de Belén, y

sXe ?odo'fa'd?Esp\ntu
^ílncia^'d^quí^ef e%?ad^^ de que antes disponían los

— 39—
comprimiendo, cada generación per-
Sit^dP """ quedaba el lan-
chito de Miraflores. Quizas algún día le quedaría a 'u
nada mas que un aposento, cuatro paredes ciegas, una

“Tenemos que irnos”, dijo Pirulo, “aquí no hav na-


da que tomar. Además, nos esperan en Palermo a las
de Piruti h distinguió al padre
e r’irulo, en bata, hundido en,.un sillón. Estaba tan
ensimismado’ que ni siquiera los vio pasar. “Hace como
un ano que no habla”, dijo Pirulo, “desde que lo dS-
tituyeron de la Prefectura de Nazca. Piemos vendido un
terreno, dos camiones. Todo se va al diablo”.

llegarM^aT%^aWrríf^'° H
negaron al Palermo, ,ya estaban Martín. Gonzalo
allí Cucho Cuando
Franklin, Hugo, Pablo, Manolo. Todos esperad be’
hiendo cerveza la llegada del doctor RostaliSS Su sa^

reaao. Lo único que importa en la vida es una obra


L ha^cíT^H^^o-’ avanzando su poderosa cabe-
nnlÍ HppG^ asentía mirándolo con fervor Ma-
Ma nnf retirarse temprano porque tt
nia una afección al corazón. Pablo leía un editonal de
La Prensa, alegando que uno podía dejar de leer a sus
F^anvf- indispensable leer a sus enemigos
Franklin gruñía. Apenas Ludo y Pirulo habíln Toma
iluTaT; pr^Ttoln^por

ven, soltero, obsecuente, ilustrado y ma^To EnÍLba'

narradores de Kafka, de Joyce, de FaulkneT

ma ° “tihesión. Como proS


era modesto, prolijo y monotono Dfesde haría o
decía que estaba escribiendo un libro muy importante

—40—
Llegó el momento de hablar de la revista que saca¬
ría el grupo. El doctor Rostalinez estaba dispuesto a fi¬
nanciar sus gastos de imprenta y a asumir su dirección.
Durante media hora se discutió acerca del nombre que
debía llevar. Cucho decía que era necesario editarla en
papel verde, pues había leído en alguna parte que ese
color era balsámico para la vista. Victoriano, que
era estudiante de filosofía griega, propuso que se Uama-
ra Agora o Diálogo. Alguien lanzo el nombre de Gleba.
Pablo dijo que eso estaría bien para la revista de Agro¬
nomía y sugirió llamarla Sagitario, porque si la revista
no atacaba a alguien o a algo él no colaboraría Del pro¬
blema del nombre se paso a la orientación.
revista objetiva?. Pero, ¿que cosa ep objetiva ¡ Abier¬
ta a todas las tendencias , dijo el doctor Rostalinez.
Algunos protestaron. Ludo se aventuro a decir que la
revista debía “revisar , los viejos valores y que por lo
tanto debería tener una orientación. Pirulo lo apoyo.
Manolo dijo: “Debe ser la voz de
Esta última palabra suscito enorme entusiasmo. Todos
se miraban con arrogancia, se apretujaban en sus sillas,
se sentían realmente ser los voceros de una generación.
El doctor Rostalinez pidió seis cervezas mas.

“Pues entonces llamémosla Generación”, dijo Hu-


eo “Geniriciún espontánea”, añadió Pablo. “Regenera-
rión” gritó Cucho. Cayeron otros nombres terminados
en “ción” Y cuando Pirulo lanzaba la palabra
neración”,' ya la mayoría ^el. grupo estaba disc^^^^^
acerca del formato de la revista. El tabloiae rienc id
Ventaja de que es más económico”, decía el doctor Ros-

yTronfo Sdi'lf Se?on“cuéTa' ^ue


había un Pjf

taAoSuyo por
de cosrnopohti^smos^^ ^^y^q

ríe la cultura. “Nacionales o extranjeros, lo im-


rortíntf es qíe loJ artículos sean buenos”, trono Cucho,

—41 —
^ inmediato colocar una traducción de Un-
f IJnearett?Tnr'hn''bomba; nadie conocía
ungaretti. Cucho trato de explicar que era un nneta
^allano, pero ya Pablo argumentaba que no debían pu¬
blicarse poemas sino en forma excepcional pues la poe-
?uan?ís oSan'istTs” .“’tLo
cuantos onamstas n que queremos”,
“privilegio de “bue
decía son unos

radísüiís-^ CucL^i'’^" economía et


nej Franklin volvió a^'Suñir'’Hu?o^gritó qÍe”a rlíSS

“ pfírj'Ti/ufo” Tue^Tu
“tÍTc • fíootor Rostalinez, pagando la cuenta diio-
aculr¿r ° ' Todos esSon^

medianoche, embotados ya por la cena

e^irélia^f

urgidos por anhpl ^^^Jo intercambiaron una mirada y

quiera'” So'dS' a” pS-u"?”

a mis chicas. Fuera de casa gusta que saquen


do lo que quieran ApípÍ^a ® copompen. Aquí, to-
noche, a veces ha?ta Por toda la
sale perdiendo?. DoñÍ P¿Ta eÍ^I’7
cLentes -enes''. Piruío dlíí -'gío ^TdaT u'nSaTar^^

—42—
a fuerza de desearlo. Pero sólo él podía verlo. ¿Te gus¬
ta?. Puede ser el comienzo de un poema o de algo asi.
En una palabra, no creo en tu Estrella”. Ludo, ofendi¬
do, propuso buscarla en Lima de Antaño.

Este era un cabaret para pobres: construido al aire


libre en un terreno baldío no tenía otra cosa que un
estrado para la orquesta y un amontonamiento de me-
sitas sobre el piso de tierra. Se penetraba por un por¬
tón semejante al de,un taller de mecánica. Ludo y Pi¬
rulo anduvieron entre las mesas, se metieron en la Pis¬
ta de baile para observar a las parejas, fueron arrolla¬
dos por los mamberos, injuriados por los mozos y final¬
mente estuvieron otra vez de madrugada^ en la calle,
solos, caminando hacia el tranvía. “Sólo él podía ver¬
lo”, musitó Pirulo. Ludo hurgó en su bolsillo al pasar
bajo un poste de luz y echó una mirada a sus billetes:
“Y sólo me quedan quinientos soles”.

Pero no cejó. Durante toda la semana regresó don¬


de doña Perla para escuchar su no, desencadenado ape¬
nas él cruzaba la puerta, pero al cual se había vuelto
invulnerable. Como cada vez consumía menos en el bar,
ponía menos discos en la radiola y se mostraba
indiferente para con las otras mujeres, dona Perla di¬
simuló su “no” bajo un ramillete de informaciones pre¬
cisas, pero falsas, que no tenían otra finalidad que
dealentarlo. Decía: “Le juro que hoy se ha ido a tal o
cual sitio, si va en este momento la puede encontrar .
Se trataba siempre de lugares distantes o de mala fre¬
cuentación, a los que Ludo iba sin coiyyiccion, mas por
tenacidad que por verdadero interes. Conocio asi Bue¬
nos Aires de Noche, reducto de cafiches y ladrones. El
Rosedal, en el Callao, donde recalaba la baja marinería
o el Bar Chicha en la misma Victoria, plagado de mons¬
truos y tullidos, donde Ludo tuvo por primera vez la
impresión de haber descendido varios grados en la es¬
cala humana, hasta esa zona indecisa que linda con la
animalidad.
Al terminar el mes de Enero, Ludo regresó una vez
más donde doña Perla. Esta vez en lugar de rondar por
la sala de baile a la espera de la improbable llegada de
Estrella, se aventuró por el corredor adonde daban los
cuartos. El de Estrella estaba sin luz, pero en el vecino
se veía un reflejo. Acercándose pego el oído a la puer¬
ta Se escuchaban risas. “Este moretón me lo hizo el
SI, pues acababa de escuchar su voz en un cuarto “Se
ha equivocado. Le digo que no está” Ludo srentercó v

Pf v^e“¿l íí p?re? a-Nt ^ f|


I s =r ¿™
p¿Sn£S'sxsi?' .;íí'?e
esta . Ludo avanzo hacia el pasillo. “No nnr alH
Ha salido por la puerta falsa Vtin” a v! ^

quena estatura de su guía “■V<, f.n ^ P®'


Shunto T* j •' -I uns C3S9, d0 cits? Drp-

Ipáiitisss:#
nand*?' ¿St^epíTín” S^Síy SSZn ’“”‘-
'mSI. lSo™o ™i'a"po?''a1lftra”° '|j"=‘“ban hasta ía^a-’
la calzada sólo dabm paredes L co“alóo®r?'
baldíos. “¿Estamos en el buen clm^S’ ^ terrenos
preguntar. “El buen camiun” í^' i' ’ atrevió a
se. De inmediato preguntó zambo, riéndo-
ta?”. Ludo diio oírf^ “ Pn.'Tf Estrelli-
¿Buena para la cama’” T^idn Estrellita?.
requetebuena”, sTgí^Tó' el zambo^^-vL'^i^^^^;
ese culito”. “¿Dónde es’” x® con
dijo el zamb¿ señSaSo una bocaS^°“a^^^^^^
sacar la mierda” Fi xarvsu u ^oeacaiie, aquí te voy a

Soí-

paso para lanzarsl hada adelTnt. 1 ^-etrocedido un


lada. Ludo siptió u„*'So^t?su%eX‘y Etrí c^a^'

— 44—
de espaldas pensó en un cuchillo, en el gordo Fleo a
quien rompió una vez la nariz en sus años de colegial.
Pero-sya el zambo estaba otra vez en el aire con un pie
listo para rematarlo. Ludo esquivó el golpe revolcán¬
dose en el suelo de tierra y en un segundo estuvo de
pie. No había duda; pelea. “Nada de chaveta”, gritó al
ver que el zambo se llevaba las manos a la cintura.
“No necesito”, respondió, “me estoy secando las ma¬
nos. Me sudan”. Ludo comenzó a retroceder por la bo¬
cacalle cada vez más oscura. Eludiendo una arremetida
del zambo trató de avanzar hacia las luces del jirón
Humboldt, pero su rival le cortó el paso; “¿Corriendo
mariquita?”. Un puñetazo le abrió la guardia y- le rozo
la frente. Ludo se agachó para cubrirse los golpes con
los brazos. Oblicuamente veía al zambo desbordado so¬
bre él, rodeándolo por todo lado, cortándole toda salí-
da, agrediéndolo por todo sitio. Ludo se agachaba cada
vez más, casi sin sentir dolor,p sabiendo que perdía la
pelea, sin recursos, sin auxilio posible. Tan sólo su bra- ‘
zo derecho se le iba endureciendo, reclamaba oscura¬
mente una intervención, sabía que ese brazo podía lan¬
zarlo alguna vez, dar con él un solo golpe, sólo uno, con
todo su terror, con todo el peso de su cuerpo,^ pero el
golpe tardaba, su puño apretado se mantenía duro,
inútil a la espera. Al fin le pareció ver un claro y dejo
su puño en libertad. Los nudillos le dolieron como si
hubiera golpeado un muro. Su rival estaba sentado en
el suelo Antes de que Ludo diera un paso el zambo es¬
taba de pie; “Nunca te vas a olvidar del Loco Camio¬
neta”. A Ludo le pareció que su rival se echaba al sue¬
lo y a partir de ese momento no comprendió ya lo que
pasaba. Sintió que lo levantaban en vilo para estrellar¬
lo contra la tierra. El zambo volvió a cogerlo, metién¬
dole un brazo entre las piernas y otra vez estuvo en el
aire, pasó sobre el hombro de su rival y se fue de bru-
ces. La operación comenzó a repetirse. Ludo conserva¬
ba la conciencia a fuerza de voluntad. “Cqntrasuelazo ,
repetía el zambo, “especialista. Loco Camioneta . A la
cuarta o quinta caída Ludo abandonó toda resistencia.
Su cuerpo se volvió tal vez más pesado, porque el zam¬
bo jadeaba para levantarlo. Le pareció que alguien lie-
gaba por el jirón, una mujer, tal vez Estrella. Cerca de
la mujer —era Estrella, sin duda— estaba su amigo, eJ
hombre calvo que hacia palabras cruzadas,^y^ el negro
Fufurufu. Estas personas se mantenían inmóviles, vien¬
do cómo el zambo trataba de levantarla una vez mas

45—
para darle el ultimo contrasuelazo. “Loco Camioneta",
decía alguien. El zambo avanzó hacia el grupo limpiáii-
dose las manos en su camisa y todos quedaron conver¬
sando tranquilamente, mirándolo de reojo. “Jarana en
el corralón , decm Fufurufu. “Lección”, decía el calvo.
Estrella lo señalo con el dedo: “Sangre”. Ludo los vio
retirarse, sin prisa, antes de que un triángulo violeta
apareciera ante su vista, seguido de un tripecií rojo!
de un rectángulo verde. Las formas coloreadas se suce¬
dieron. Mientras,todo se ennegrecía vio una frase escri-
frase que se desvanecía sobre
una superficie bombeada: “Podría llamarse Prisma”.

— 46—
6,— “PRISMA, un excelente nombre”, dijo el doctor
Rostalinez. Ludo miraba las paredes de su escritorio,
cubiertas hasta el cielo raso de estanterías llenas de li¬
bros en francés, en italiano, en alemán. Cogiendo uno
al azar trató de abrirlo: sus páginas no habían sido cor¬
tadas. Ludo volvió a colocarlo en su sitio, un poco aver¬
gonzado, pero felizmente el doctor se dirigía en ese mo¬
mento hacia el teléfono dándole la espalda.
“¿Doctor Pont?. Le habla el doctor Rostalinez”. Pe¬
queña historia sentimental: Un antiguo alumno que bus¬
ca trabajo donde un abogado. Ludo Tótem. Situación
familiar delicada: decente, pero pobre. Muchacho hábil.
Ultimo año de Derecho. Nombre conocido en el foro.
“Pase mañana por su estudio a las cuatro de la tar¬
de”, dijo el doctor Rostalinez, “claro que se acuerda de
su, padre. Lo recibirá encantado”. Ludo agradeció.
“Prisma”, repitió el doctor, antes de abrirle la puerta.
Ludo prometió para el primer número un largo artícu¬
lo de crítica literaria.
A esa misma hora un hombre con unas piernas ex¬
tremadamente largas y una cabeza casi del tamaño de
un puño avanzaba por la Alameda Pardo. Al llegar a la
casa del cerco blanco vacüó, saltó por encima del muro
y dio un golpe en la ventana en arco romántico. Nadie
le respondió. Regresando a la calle se fue a la esquina,
donde la japonesa María.
“Que nadie trabaja en esta casa, que debemos los
predios V la hipoteca, que como decía una señora, pre¬
ferible es hombre ladrón a hombre ocioso”.

“Trabajaré donde un abogado”, había respondido


Ludo, “el doctor Rostalinez me dará una recomenda¬
ción”. Por eso su madre lo esperaba impaciente en la
cocina y le dijo que Pirulo rondaba por el barrio y qué
tal le había ido donde su profesor. “Bien”, dijo Ludo,
“tengo una cita mañana con el doctor Pont” y salió
nuevamente a la calle.

Pirulo bebía un pisco donde María: “Creí que no


venías. Me ibas a hacer perder el mejor plan de mi vi¬
da” De un sorbo terminó su trago y lo sacó de la pul¬
pería Lisa le había dado una cita en el Parque, pero
él no tenía plata para llevarla a un hotel. Ludo dijo
que tampoco tenía plata. “Tú una vez me hablaste de

— 47—
una playa solitaria, cerca de tu casa...”, prosiguió Pi¬
rulo^ Se trataba de El Hondo. Ludo trató de Scarl-
donde quedaba, pero Pirulo no entendió. “Lo mejor es
que tu me guies , dijo, “no hay tiempo que perder Lisa
me espera a las tres. Tú estáte en el Oval? y cuand?
^ caminar hacia El Hondo. Pe-
o sin voltear la cabeza. Ya otro día te la presentaré”.

vía Parque, mientras Ludo vol¬


vía a su casa para buscar su ropa de baño Su hermano
Armando dormía Ja siesta. Ludo lo observó u? ra?o
desde el dintel del dormitorio y se preguntó de dónd?
e vendría esa vocación por la vida horizontal Tal vez
a filósofo. Un libro inútil
hi cine por las noches y luego
solitaria. Eso durante años. La calle la Univer

Los enormes ficus de la Alameda Pardo estrecha

vegetaT A dell’i^je^iTf S'fiiiíaía ?


en la sombra movedizas manchas de luz, c?mo íaf nue
flotan en la superficie de los estanques. Ludo distinguió
feufo'^íní^fa? En uno de eUos reíoncSfó a
dar usurna^fnn^^^ balanceaba sus brazos al an-
n“a'

ro~lS &S
££o?eí.' íufolas'reíoruT'cín'i''" ?fñ
bia que era observado seguid? ^5^°™°^ióad, pues sa-

iTetf 15 "
gante como una calesa o una carabela”, pensó y su oído

—48—
le advirtió que sus seguidores se habían detenido. ¿Qué
podrían estar haciendo? Inmóviles a medio camino, tí¬
teres que él comandaba. Luego continuó su marcha,
bordeando el barandal de cemento, apresurado, como
si el mar lo reclamara. Detrás, pisadas resonaban. Mie¬
do tal vez de perderlo de vis'ta, en las ondulaciones del
paseo.

Ludo volvió a detenerse. Esta vez se apoyó en el


barandal y miró hacia el mar: terreno baldío lleno de
desmonte, de inmundicias y más allá barranco cortado
a pico sobre una playa de piedras. Dos o tres bajadas,
una de ellas la de El Hondo. ¿Dónde se encontraba?
Era un pretexto para volver la cabeza. Lentamente lo
fue haciendo. La pareja estaba otra vez inmóvil. Pirulo
señalaba algo en el horizonte con su largo brazo y ella
miraba el suelo, distraída.

Otra vez en camino. Ludo se sentía un poco extra¬


viado. Había una bajada, sin duda, pero dónde, dónde.
Al fin le pareció distinguir una huella de tierra ser¬
penteando entre detritus. Poniendo las palmas de sus
manos en el parapeto se dio impulso y saltó al otro lado.
Luego siguió la huella, olió a carne podrida, descendió
un trecho y se encontró ante un desfiladero que caía
empinadamente hacia el mar.

Esta vez sí era lícito voltear: Pirulo y su amiga es¬


taban aún en el malecón, mirándolo. Ludo fingió ob¬
servar el hormigón, la arenilla que lo cercaba y pudo
ver cómo Pirulo saltaba la baranda y luego recibía en
sus brazos un ave roja, un aleteo de faldas rumorosas.
Entonces ya no le quedó otra cosa que correr, que de¬
jarse rodar. Bajada se llamaba, pero era sólo un calle¬
jón entre dos paredones de piedra y arena, inclinado,
recto, vertiginosamente dirigido hacia el mar. Piedras
lo seguían, gallinazos se espantaban y sus muslos sólo
le obedecieron cuando estaba hundido en el mar hasta
las rodillas. Olor a yodo y a patillo reseco. El ruido del
mar. Y la playa.

En un santiamén se desnudó para ponerse su ropa


de baño. Luego esperó, echado de espaldas sobre las
piedras redondas, mirando al revés el oblicuo desfila¬
dero. Una piedra desprendida, luego otra y al poco rato
divisó a Pirulo que extendía una mano hacia la forma
roja, en equilibrio sobre un plano invertido. Cerrando

— 49—
los OJOS se dedico a escuchar. Por su oído penetraban
rumores, que se transfiguraban en su mente y adopta¬
ban forinas turbadoras: pantorrillas, sandalias, un ama¬
go de calida sobre las piedras pulidas. Cuando abrió los
OJOS se dio cuenta que la pareja estaba ya en la playa
a diez pasos de distancia. Ludo se entretuvo en seguir
la genes^ de una ola, surgiendo como al azar en la le¬
janía y deshaciéndose a sus pies en una lluvia de es-
consigna había sido: nos
guias hasta El Hondo y desapareces.

.decían a sus espaldas. Ludo


quedo un momento indeciso. “Maestro”, repetía Piru¬
lo, ¿se puede bañar uno aquí?” Al volver la cabeza
VIO que Pirulo lo miraba con inocencia, como si se tea-
tara de un forastero. “Por supuesto”, respondió Y de
íramí EÍ°Hondí°’A*T^''° poco bravo. Se
c ^°^do. A tres metros de la orilla ya no hay
piso . Su mirada seguía posada en la de Pirulo esnZ
Pero°T^rnf advertencia, un signo de compíicidad.
Pero Pirulo lo seguía observando con una serenidad
que le impedía todo reconocimiento. “¿Usted se baña a
menudo?”, prosiguió Pirulo. Era una pregu^a ambi
gua. Ludo comprendió que Pirulo estaba proponiendo
un juego de ingenio, tal vez con el objeto de lucirse an¬
te su amiga, porque ésta acogió la pregunta con una
nevándose la maS^al mentón
Solamente en verano , respondió Ludo. Pirulo se in-
chno hacia la mujer y le dijo algo al oído, gracioso se¬
guramente, pues esta vez la mujer elevó el rostro v lan¬
zo, una carcajada impúdica, que descubrió una dont»
dura inmaculada que la absolvía.

Después de la risa, el silencio. Pirulo quedó a la


dfe^r^í Ludo^ esperanza de que su chiste persua-
aiera a Ludo que era mejor retirarse, pues se exnonía
a verse implicado en un duelo en el cual era
por cierto, pero Ludo continuó sentado con la mirada
obstinabín eTnace" mi?
adentro, darse impulso y llevar una efímera vida nup
terminaba en destrozo. Y Pirulo debió d^ sentirse tra^'!
Clonado, cuando lo vio reclinarse otra vez en la nlava
dispuesto aparentemente a dormir. ^ ^

desierta, donde nunca hay un bañista”


Sfns ^1^^ poco arrepentido abrió^ otea víflos
OJOS. Esta vez la mujer se había agachado paraTscaí

— 50—
bar entre las piedras con sus finos dedos y elegir pe¬
queñas conchas blancas. Al mismo tiempo Ludo per¬
cibió un pedazo de su muslo trigueño, o lo imaginó tai
vez, disimulado bajo su falda^ tensa. Tristeza, desaso¬
siego, unas ganas difusas de estarse alli, de perder el
tiempo. Pero ya Pirulo estaba a su lado.
“¿Usted se baña aquí, maestro? Quiero decir, ¿us¬
ted no tiene miedo de meterse en este mar?” Ludo
estaba de nuevo sentado, tratando de comprender la
intención de esta pregunta. “Claro”, rspondió^ y en ese
momento se dio cuenta que Pirulo le proponía ese de¬
safío solamente para alejarlo. “Pero ahora no estoy en
forma”, agregó, justo cuando Pirulo decía; “Si usted
entra, yo lo sigo”. La mujer parecía escuchar esta con¬
versación con interés. Ludo vio al fin directamente su
rostro oval, moreno, entre largas mechas negras y la¬
cias que el viento desplegaba. Y la boca carnuda, asi¬
métrica sobre el mentón, la boca.
“De acuerdo”, respondió y se puso de pie, inflando
su pecho de aire y templando su mediocre musculatura,
como los fortachones de las playas. Después de avan¬
zar hasta la orilla y coger im poco de agua para persig¬
narse esperó la llegada del primer tumbo para zambu¬
llirse de un ágil salto. Nadó en línea recta cortando las
olas con el hombro, hasta que a los doscientos metros le
faltó el resuello y se detuvo para voltear la cabeza. Pi¬
rulo en la playa se desnudaba, mientras la mujer, que
se había puesto de pie, miraba atentamente hacia el
mar. Quizás lo miraba a él, quizás sólo el horizonte. De
todos modos esta atención lo reconfortó y poniéndose
de espaldas para hacerse el muerto aguardo a que Pi-
rulo se zambullera. Pronto lo vio entrar al mar y
ver los brazos sin estilo. Pirulo carecía para todo de
estilo. Esperó un momento que se acercara y luego
volvió a ponerse de vientre y siguió nadando mar
afuera.
Sólo se detuvo cuando le pareció que lo llamaban.
Pirulo seguía avanzando a lo lejos, cada vez con mayor
lentitud. Estaban a, medio kilómetro de la playa. Desde
allí se veía el malecón y los balcones de las casas cos¬
taneras. Ludo lo aguardó esta vez, pues acababa de sen-
tir cierto escrúpulo: el color oscuro de las aguas inai-
caba que estaban sobre una fosa y Pirulo no era na¬
dador de resistencia. Al poco rato lo vio llegar, ojeroso.

51—
extenuado. No hay piso”, decía, “ya no puedo más”,
i^udo le Iba a decir que se echara de espaldas para des¬
cansar, pero Pirulo dándose impulso alargó el brazo y
lo af^ro del cuello: “¿Así que haciéndote el vivo*^ Lár-
gate de la playa, carajo. Mi trabajo se va al diablo. Lisa
se esta dando cuenta que te conozco”. Ludo se deshizo
de su brazo y se alejó de él unas brazadas: “Otra vez
alquila un cuarto de hotel. Pasaje Margaritas, si quie-
res saber . Pirulo intentó acercarse otra vez para co-
gerlo, pero Ludo se alejó con rapidez hacia alta mar.
Luando volvio la cabeza distinguió a Pirulo que regre¬
saba a la orilla, lanzando un brazo hacia la derecha y
luego -—después de un tiempo que parecía intermina¬
ble— el otro hacia la izquierda.

Ludo reposó un momento y emprendió el retorno a


la playa. Mientras nadaba trató en vano de ubicar a
Pirulo. La orilla ni se veía, oculta tras los tumbos. En
un momento le pareció escuchar un grito. Acelerando
sus brazadas siguió nadando hacia tierra. Al cabo de un
ra O se sintió exhausto.^ Cambiando de estilo empezó a
^ K espaldas. Tenía la impresión de que no avan-
zaba Adernas se dio cuenta en ese momento de todo lo
que había de monstruoso y de anormal en el hecho mis¬
mo de nadar: renunciar a la posición vertical, despla¬
zarse en un medio adverso, usurpar los atributos de los
peces. Al cabo de un rato sintió que su mano tocaba
algo duro y comprobó que estaba en la orilla. La co¬
mente lo había jalado a centenares de metros de su
punto de partida.

Por el mal olor que infestaba el aire comprendió


que estaba cerca del colector que traía la^ aguas negras
de Miraflores. En efecto, después de caminar un tre¬
cho distinguió la gran tubería de cemento que echaba
al rnar las heces de la ciudad. Ludo siguió avanzando
salvo la tubería y al contornear un promontorio distin^
guio El Hondo: la mujer estaba sola en la playa y mi-
raba hacia el mar con inquietud. Ludo apuró el paso
pero al aproximarse un poco más se dio cuenta que
Pirulo estaba tendido a los pies de Lisa, tan achatado
contra las piedras que apenas se le veía. Lisa se agachó
hacia Pirulo y avanzo su mano para tocarle la cabeza
Ludo se tendió sobre el canto rodado. Desde allí vio
como la mano rozaba apenas los cabellos de Pirulo
mientras este, visiblemente agotado, se contentaba con
acariciarle el tobillo.

— 52—
Durante un rato continuó observando este juego
que tenia trazas de progresar, hasta que al fin encontró
buenas razones para interrumpirlo, pues su ropa h¿ía
qu^ado al lado de la pareja y ya sentía frío. Ape^s
se hizo presente, la mano de Lisa dejó los cabellos de
Pirulo, pero la de Pirulo siguió aferrada a la pierna
de Lisa. Ludo mostró una sonrisa de circunstancias, co¬
gió su ropa y se encaminó hacia el desfiladero por don¬
de había bajado. “Maestro, gran nadador”, sintió que
gntaban a sus espaldas. Al volverse vio que Pirulo ha¬
bía levantado el torso y lo miraba al fin jubiloso, agi¬
tando una mano. La mujer también lo miraba. Ludo no
supo qué decir y continuó su camino.

A la mitad de la subida se detuvo y se vistió. Desde


allí veía la playa: Lisa se había echado de espaldas y
Pirulo se inclinaba sobre ella apagando un cigarrillo.
Ludo continuó subiendo ya sin voltear y poco antes de
llegar al parapeto divisó a dos obreros que llenaban a
lampadas un camión con piedras. Al verlo aparecer am¬
bos interrumpieron su trabajo y lo miraron con estupor,
al punto que Ludo se preguntó si no llevaría una mala-
gua en la cabeza. “Está pálido, compadre”, dijo uno de
ellos. Ludo los miró a su vez y fue como si la atención
que le dispensaban le dictara su respuesta: “Cerca de
la orilla hay un ahogado. O dos, no he visto bien. Pero
no sé nadar”. Los obreros se miraron entre sí, abando¬
naron sus lampas y se lanzaron por el desfiladero a la
carrera.

— 53—
— “SOLO le faltaba un botón”, escribió Ludo en un
cuaderno. Y los imbéciles llegaron a la carrera buscan¬
do a un ahogado. ¿Quién los enviaría? Misterio. Se po¬
dría hacer algo con esa historia de celos. Y decir tam¬
bién, con un tono cínico, este lugar común: que las mu¬
jeres tienen cinco minutos de abandono. Cuando los
^reros sé fueron, los minutos de Lisa habían pasado.
Hablar de paso de las traiciones de la amistad o de las
amistades hechas de una trama de traiciones. Vanas
ideas, pues únicamente escribió: “Sólo le faltaba un
boton” Tpía la excusa de la falta de tiempo, pues
desde hacia unos días trabajaba con el doctor Font.
Para llegar a su bufete había tenido que extra¬
viarse en una de esas casonas viejas del centro de Lima
cuyos innumerables aposentos han sido convertidos erí
escribanías, agencias de viaje, sastrerías, academias de
idiomas u oficinas de abogados. Ludo se lanzó por un
pasillo, siguiendo una flecha que indicaba “Doctor José
Artemio Font, Abogado”, flecha que describía un curso
caprichoso, subía un piso, bajaba otro, atravesaba un
patio, vacilaba ante una agencia funeraria, estaba a
punto de perderse en la azotea y por último, fatigada,
la punta inclinada hacia el suelo, hacía una reverencia
delante de una puerta estrecha, donde una placa dora¬
da repetía: “Doctor José Artemio Font, Abogado”.

.. Ludo había escuchado decir a su padre


refiriéndose al doctor Font: “Es un chorro de luz” Y
en realidad la imagen .tenía un indudable efecto piás-
tico: en el brumoso bufete, iluminado tan sólo por una
taróla, la cabeza calva del doctor irradiaba un fulgor
sobrenatural. Detrás de una mesa donde era inútil bus¬
car un principio ordenador, la cabeza del doctor pa¬
recía recoger y propagar toda la claridad del ambiente.

—54
como un espejo convexo. Ludo se sintió cegado al en¬
frentarlo y tuvo que buscar apoyo en un sillón para
no ser fulminado. Y antes de que abriera la boca, el
chorro de luz, interrumpiendo el alegato que redactaba
en una máquina de escribir gigantesca, lo saludó con
esta sentencia: “Hermosa es la jurisprudencia, pero
mezquino es el pleito-”. Acto seguido empezó una di¬
sertación acerca de los inconvenientes de la profesión
de abogado para las personas pobres y sin relaciones:
su caso, por ejemplo, veinte años de trabajo para ha¬
cerse conocido, un bufete sin luz, sin secretaria, sin sa¬
la de recibo, laborando hasta las nueve de la noche,
peleando con escribanos y porteros, todo eUo porque
tuvo que empezar de cero y para al fin y al cabo tener
“¿Qué cosa? ¿Qué cosa es lo que tengo? Vamos a ver,
qué cosa?”. Ludo estuvo tentado de responder que ño
lo sabía, pero ya el doctor decía; “Una casa en Miraflo-
res y mis tres hijos en un colegio decente. ¿No es ver¬
dad señor Galván?” Ludo volteó la cabeza para ver a
quién iba dirigida esta pregunta y en uno de los ángu¬
los de la habitación divisó a un vejete sentado en una
especie de pupitre de colegial. El viejo gruñó débil¬
mente para asentir con la testa canosa. “A proposito,
señor Galván, lléveme por favor este escrito donde el
escribano Yuen”. El viejo se acerco, tomo el escrito, co¬
gió su sombrero de una percha y salió del bufete arras¬
trando los pies. “En una palabra”, prosiguió el doctor,
“yo no tengo ningún inconveniente en recibirlo en mi
estudio, como se lo ofrecí al doctor Rostalinez, pero us¬
ted verá que materialmente no hay sitio y que ademas,
desde el punto de vista de la clientela, este es un es¬
tudio modesto. ¿Quiere que le dé un consejo? Entre
usted a uno de esos estudios millonarios. Usted tiene
parientes que lo pueden recomendar. En esos estudios
hacen antesala los ministros y cuando se presenta un
caso difícil no se resuelve en la Corte: se resuelve en el
Palacio de Gobierno”.

Ludo respondió que años atrás había entrado a uno


de esos estudios millonarios y que no pudo soportar mas
de una semana, pues estaba repleto de meritorios de
cuello duro, serviles con los grandes e insolentes con
los pequeños, que se disputaban entre sí los expedien¬
tes, apelaban a las peores intrigas para ganase la es¬
tima de un jefe y, cosa insoportable llevaban siem¬
pre un tomo de Planiol en el sobaco. Una academia de

— 55—
lucha por la vida”, observó el doctor
En esas condiciones, abandono la lucha”, contestó Lu
do. Finalmente el doctor prometió guardarlo ñero no
en permanencia en su estudio, sino firmándole los rp
™ sffetrásenS:

Ludo se dirigió a la caUe, preguntándose si oor azar


° vanos juicios esperándolo en^ la cal¬
ada. Lo único que vio, mientras recorría uno de los in
t^erminables^ pasillos, fue al señor Galvárque media"
recibido su comisión Í Sras-
Pia^fa a” edificio, buscando una'salida ha-
cia la ciudad, hacia su cotidiana tarea de cartero Pn
civil, de eterno repartidor de papeles

® estaba decidido a buscarse


un cliente, a inventarlo si fuera posible. Su madre aue
do sorprendida por tan buena disposición v le rirnrdó
que hacia quince días había venid? Moisés pía d?drl?
que lo querían echar de su casa. “Déjalo por mi cuenta
No lo echaran” respondió Ludo y se fue de inm?dfato
la casa de Moisés. Cuando llegó al corralón donde
Mientras oblervab? S vivienda?
de adobe distribuidas en forma de U alrededor de un
honorario!”" "" quién diablos le pagarfa sus

A Moisés le faltaba un pedazo de labio ñor lo piml


sus palabras salían mal torneadas de su b’o^ perdían
en el camino una letra o una sílaba y a menudo e??
?Í-pkÍ^ reconocerlas. Ludo creyó entender cuál era su
p oblema: el propietario de ese corralón le había se
ocupante precario. “Yo pago mi
niHp°iA Moisés mostrando una pila de^?ecib?s
Ludo los examino y declaró que eso tenía remedio. '

En realidad, no tenía la menor idea en aué aventu


ra se había embarcado. Durante los tres añTs que t^I
bajo en el Departamento Legal de la Gran Firma su
misión habia^ consistido en redactar alegatos, pero muv
rara vez había puesto los pies en el Palacio de^ Justicia^
Ademas, cuando lo hizo, fue siempre en nombre de sus
poderosos empleadores. Ahora, en cambio. represLl?!
de un albañil desocupado y tenía que
defenderlos frente a un propietario, en ese sfniestm edi¬
ficio de concreto armado donde los encargados de dic-

— 56—
taminar su caso eran a no dudarlo propietarios. Ludo
se preguntó si sería por azar que el Palacio de Justicia
había sido construido frente a la Penitenciaría o si más
bien ello obedecía a un plan, a la sutileza macabra de
algún urbanista, que había querido expresar así, por la
proximidad en el espacio, la confinidad espiritual que
existía entre los reos y los funcionarios de la justicia.
Apenas puso los pies en el Palacio, Ludo creyó
respirar un aire de emboscada. Cada portero tenía el
porte de un francotirador. Los ascensoristas parecían
invitar con su maliciosa sonrisa a un descenso infernal.
¿No había oído decir una vez que en los sótanos del
Palacio había una mazmorra donde los presos eran ol¬
vidados durante años mientras se ventilaban sus pro¬
cesos? Existía, también es cierto, una sala de té donde
los funcionarios se hacían reverencias y educadamen¬
te, mientras comían galletas de soda, concertaban la re¬
clusión perpetua de un acusado o el agasajo al Vocal
de turno. En realidad, el Palacio era como una ciudad,
con sus rutas, sus sistemas de circulación, su población
permanente o foránea, sus salteadores, a la cual era
necesario habituarse a través de tropiezos y contraven¬
ciones. Durante dos semanas anduvo por todos sus pi¬
sos, por todos sus corredores, buscando oficinas que ha¬
bían sido trasladadas o clausuradas, haciendo cola para
hablar con funcionarios que no le correspondía o pre¬
tendiendo cosas imposibles como tratar de hacerle com¬
prender una argumentación a un conserje. Moisés, que
estaba sin trabajo, lo seguía a veces en estas correría's.
Al fin en un Juzgado tuvo ocasión de conocer al abo¬
gado del demandante, el que hasta entonces había sido
para Ludo una entidad abstracta, a lo más una firma
pomposa al pie de un recurso lleno de artículos del Có¬
digo Civil, de citaciones doctrinales y de mentiras. Fer¬
nando Gonzales Fernández era un enano (Ludo comen¬
zó a darse cuenta que su vida estaba plagada de ena¬
nos que le jugaban malas pasadas), un enano cursi, con
chaleco y lentes de carey. Fue durante un comparendo.
El enano sometió a Moisés a un pliego de preguntas,
cuyas respuestas eran anotadas por el escribano, en un
papel sellado. Sólo al término del interrogatorio Ludo
se dio cuenta que Moisés acababa de firmar algo así éo-
mo un certificado de delincuencia: que no tenía traba¬
jo, que no estaba casado con su mujer, que no pagaba
impuestos, que no había hecho servicio militar y que
nunca había visto la cara del propietario de su casa.
Ludo, para ganar tiempo, exigió una inspección ocular
y el JUICIO quedo momentáneamente suspendido.

Mientras esperaba que le notificaran esta actuación


trato de conseguir otro cliente, pues Moisés, lejos" de
traerle algún beneficio, había sido para él una fuente
de gastos en pasajes y honorarios de escribanos. Gra-
cias_ a ciertas complicidades parroquiales se enteró que
habla una señora rica que necesitaba un abogado joven
Era un caserón republicano situado en Miraflores, de
aquellos donde, rodeado de sirvientes, espera la hora
de la muerte el heredero vetusto de alguna antigua for¬
tuna. Ludo cruzó la verja guiado por un mayordomo y
mientras avanzaba hacia las escalinatas del palacete
diviso un jardinero arreglando una mata de begonias.
En ese momento le pareció maravilloso que todavía
existiera el oficio de jardinero o, más aún, que las casas
tuvieran grandes jardines. Se avecinaba tal vez una
época terrible en la cual tener un ro^l sería un delito.

En el enorme salón, acosado por relucientes teso¬


ros, Ludo no hizo otra cosa que evaluar sus posibles
ganancias. ¿Por qué dos chimeneas, que por añadidura
no teman trazas de encenderse nunca? Cuatro relojes
de péndulo que marcaban cuatro horas diferentes. Una
colección de Budas de porcelana, panzudos e idealistas
Y el lamparon de cristal de roca llorando lágrimas es¬
pectrales.

Un cuarto doméstico vino a recibirlo. Era una mu¬


jer con delantal y toca blanca. “Aún no ha empezado
la siesta , dijo conduciéndolo con tanta prisa que Lu¬
do se preguntó si no irían a estrellarse contra una de
las consolas. Pero en pleno muro había un ascensor
Ludo subió un piso y la sirvienta lo guió hasta una pie¬
za donde una vieja sentada en una silla de ruedas fu-
boquilla delante de un paquete de naipes
¿No le parece que es un mal educado?”, lo interpeló
la vieja, hace cuatro meses que no paga la casa. Y sé
que tiene plata porque trabaja con los americanos. Los
que trabajan con los americanos son ricos, pero no son
decentes. Mi marido trabajó sólo con los ingleses”. La
vieja continuó hablando mientras le echaba humo de
tabaco ingles. Ludo prometió sacar de la casa al inge¬
niero Mendoza o hacerlo pagar los arrendamientos atra¬
sados por la módica suma de mil soles.
Esa misma noche fue a visitar al inquilino. El in¬
geniero lo recibió con unh servilleta en la mano. “Mi
esposa está comiendo, venga por aquí”. Ludo se había
vuelto sumamente sensible al lenguaje del mobiliario,
conocía la sorda queja de los confortables de serie, el
hastío de los paisajes marinos que pendían de los mu¬
ros o la chatura, la estrechez y la falsa bonanza que
contenían los minúsculos ceniceros de plata. En el ves¬
tíbulo el hombre comenzó a narrarle una dolorosa his¬
toria de hospitales —un hijo, aún invisible, atacado de
palárisis—, de pagarés vencidos y otros desastres que
no distraían a Ludo de lo que le revelaba el espejo de
la sala: una señora inmensamente gorda comía con la
mano una presa de ave, con voracidad, chupando el
hueso. “Comprendido”, dijo al ingeniero que recomen¬
zaba su historia, con ligeras variantes, esforzándose por
darle a su discurso un aire de verosimilitud. Tal vez
era cierto lo que contaba, tal vez sólo el disfraz de al¬
guna ruinosa vida extraconyugal. Ludo terminó por
aceptar su propuesta consistente en pagar los alquile¬
res devengados mediante una letra de cambio a sesenta
días vista. La propietaria aceptó el arreglo a regaña¬
dientes, dejándole entender que todos, inquilinos y abo¬
gados, eran unos ladrones. Pero ya Ludo estaba embro¬
llado en otro caso: corría por los pasillos del Ministerio
de Hacienda tratando de evitar que un cliente pagara
un impuesto abusivo. Este caso lo familiarizó con el in¬
fierno de la Administración y pudo por primera vez
contemplar el rostro del Fisco: ujieres con el uniforme
raído, empleados con lentes inclinados sobre enormes
cuadernos, empleados con tirantes haciendo funcionar
máquinas sumadoras, empleadas viejas que sellaban
papeles, pupitres, mostradores, calendarios, ficheros,
más empleados recordándole que faltaba un timbre, que
eran necesarias dos copias de tal documento, secretaria»
que le hacían señas de esperar mientras hablaban por
teléfono, burócratas encallecidos que no le contestaban,
subjefes con escarpines, anteojos por todo sitio, calvi¬
cies, camisas remangadas, mecanógrafos con visera, co¬
las, mesas de partes, papeles, más papeles y en todo
lugar, presente como Dios, pero visible, el lema del Mi¬
nisterio de Hacienda: “Pague y después reclame”.
Simultáneamente se le presentaron otros casos. Lu¬
do inició al mismo tiempo varios juicios. Le bastaba una
simple hoja de papel sellado con diez líneas escritas y
la firma del doctor Font para poner en marcha el com-
piejo mecanismo de la justicia, en el que se veían im-
plicados jueces notarios, peritos, abogados y un ejér-
rin ^'^tialternos que, como él, corrían to-
npioc ? r ® escribano en escribano, traficando con pa-
peles y alimentando expedientes cuyo curso era siem¬
pre imprevisible. La ciudad se había dividido para Lü-
damero, en cada una de sus ca-
funcionarios, deudores, tinterillos o con-
tiempo en multitud de actuaciones que se
Sn A vlllf “‘onjeclan o se contadi
Cían. A veces abandonaba a un cliente que respondía a
juzgado para correr donde otro
menta^dnTf^® ^ Pent^íe donde un grafólogo jura¬
mentado o le ocurría invocar en una misma tarde los
Código Civil para fundamentar
^ se oponían. Llego un momento en que los
procesos e incluso las personas comenzaron a confun-
conciencia: presentaba pruebas para un ca-
dp estaba sentenciado o implicaba en un juicio
di cliente que lo había consultado acer¬
ca de la fundación de una sociedad anónima.

A los dos meses estaba exhausto, más nobre oup


nunca y a punto de volverse loco. AlgunL Tuidos si
estancaban otros se ramificaban para llevar vidas na-
cuerdas separadas o adoptaban direc¬
ciones inusitadas, a punto de que lo que comenzaba co
mo qn simple procedimiento de declaración de here-
convertía en un juicio contencioso. Ludo fue
perdiendo el control de los procésos. Se dio cuenta ade¬
mas que la lucha no era librada en terreno de los nrin-
d^íPnT ^111° .^os intereses más mezquinos. Un espe¬
diente se perdió con todas las pruebas que contenía
retuvo un alegato hasta que se venció eí
cumlntS demandado presentó do-'
cumentos falsos que era imposible invalidar otro cam
bio cinco veces de domicilio, un cliente se negó a m-
f honorarios y hubo que demandarlo, otro ame-

nfeitpiha TTr? ;i' ^ ^ sabia contra quién


pleiteaba Un día se encontró con Moisés cerca del Pa’
fp 1° h^bía olvidado completamem
estado de su proceso. A pesar de ello
preguntarle cómo iba. Moisés lo miró
jarona ^ simplemente: “Me deklo-
8‘ Era necesario buscarse clientes ríeosle aquellos
que ganan los procesos antes de comenzarlos. Ludo le
comunicó este importante descubrimiento a Pirulo que,
de tarde en tarde, venía a buscarlo para quejarse de
los desplantes de Lisa, que ahora salia con el propie¬
tario de un carro negro. Por la descripción que hizo de
su rival, Ludo sospechó que se trataba de Carlos Ravel,
un condiscípulo de la Facultad de Derecho. Se trataba
de un mozo simpático y snob que había abandonado ha¬
cía poco el estatuto del peatón para lanzarse en su cou¬
pé convertible por los barrios populares a la caza de
vírgenes humildes. Era un método infahble: no hay feo
en Cadillac.

Los planes de Ludo se vieron súbitamente favore¬


cidos por un acontecimiento excepcional; a fines del ve¬
rano, el botones de una elegante casa de mensajeros,
echó al jardín una invitación de matrimonio. Su tía Ro-
salva se casaba el sábado siguiente con un ingeniero.
El suceso era en sí corriente: en casa de Ludo había a
cada rato tías que se casaban. Pero la diferencia resi¬
día en que Rosalva pertenecía a una rama familiar que
les inspiraba respeto: la rama de los millonarios. Con
esa gente Ludo y su familia tenían muy poco contacto.
Existían complejos recíprocos que iban de parientes po¬
bres a parientes ricos. Rosalva y los suyos vivían en pa¬
lacios, salían fotografiados en las revistas de sociedad
y estaban envueltos en ese nimbo cegador aún en su
vanidad que rodea a los poseedores de las grandes for¬
tunas. Ludo había visto a Rosalva sólo dos o tres veces,
una de ellas cuando murió su padre y a la muerte abrió
la pequeña casa de Miraflores a la misericordia de los
ricos.
Esta invitación era un gesto de magnanimidad, una
Qpncesión que produjo estupor, pero que de inmediato
creo problemas de protocolo. ¿Quién asistiría en re¬
presentación de la familia? Su madre se negó, sus her¬
manas también y Armando, las imitó alegando que a él
le había tocado asistir a los tres últimos velorios. Ludo
no tuvo más remedio que aceptar, con la esperanza de
que fal vez en ese medio desnicharía algún suculento “
cliente.

El sábado a mediodía se puso en camino. Tenía que


recorrer toda la Avenida Pardo, cruzar el Par.que y
luego internarse por la Avenida Benavides. Ludo cono¬
cía ese camino de memoria, pues durante diez años lo
habla hecho para ir de su casa al colegio. ¿Por qué se
sintió oprimido? No sólo porque se cruzó con los cole¬
giales que salían de clase —él fue uno de ellos, taci¬
turno, pálido y lleno de violentos odios— ni por el uni¬
forme morado de las alumnas de la Reparación (que le
hizo recordar a tantas- colegialas de las cuales estuvo
silenciosamente enamorado) sino por la degradación que
sufrían las residencias señoriales que bordeaban (La
Avenida. Tal vez esas casas albergaron grandes abusos
corrupciones inconfesables y se edificaron sobre la usu¬
ra y la impiedad. Pero esas casas tenían una justifica¬
ción: eran bellas. Eran de una belleza que parecía resi¬
dir en la absoluta falta de utilidad de sus accesorios.
La que se encontraba, por ejemplo, en la esquina de la
Avenida Grau —y que no tardarían en demoler— te¬
ma dos altos miradores protegidos i^or mamparas de
cristal, solo dignos de ser habitados por astrónomos o
alquimistas. Cuando era colegial. Ludo miraba siempr-e
en sus cuatro pasajes diarios las elevadas torres y se
sentía devorado por un violento deseo de vivir allí, de
ser el ocupante solitario de esas construcciones aéreas
vetustas, disparatadas y aparentemente sin destino.

. llegar a la casa de sus tíos. Ludo se detuvo per¬


plejo, pues la boda no había añadido a esa casa el es¬
plendor que podía esperarse: no se veían automóviles
ni mayordomos, ni invitados. Lo único que había hecho
la boda era abrir las puertas de la casa, todas al pare¬
cer, pues desde la calzada se veia una perspectiva de
puertas abiertas, unas metidas dentro de otras, puertas
de vestíbulos, de aposentos oscuros o iluminados, cada
vez mas pequeñas, hasta una última mampara que, al

— 62—
final de esa casa geométrica, permitía distinguir un
jardín y una pila de azulejos luciente bajo la canícula.
Ludo cruzó la verja, penetró en un vestíbulo y se
aventuró por un amplío corredor. A derecha e izquier¬
da se abrían sendos aposentos, donde muebles suntuo¬
sos se acumulaban en un aparente desorden, como en
una tienda de antigüedades. Le sorprendió la gran can¬
tidad de fotografías que adornaban los muros, donde se
veían ancianos en cuello de plastoón y afilados mosta¬
chos, viejas con inverosímiles peinados llenos de pei¬
netas o grupos familiares distribuidos rígidamente en
torno a un pater familias. En el claroscuro de los apo¬
sentos estas figuras chatas y muertas parecían cobrar
cierto relieve. Sus ojos sobre todo asumían un aire se¬
vero, casi amenazador, lo seguían, lo espiaban, como si
le reprocharan una intrusión. Ludo empezó a encon¬
trar divertidos los retratos y cuando veía un rostro de¬
masiado agrio se sentía tentado de pedirle excusas o
hacerle una reverencia. Pero tuvo que interrumpir su
juego al distinguir, encuadrada en un lujoso marco do¬
rado, su propia fotografía. Era él mismo, sonriendo con
un poco de melancolía desde una superficie sepia*
mientras sostenía en una mano un guante y con otra
hojeaba un libro colocado en un atril. Era una foto de
juventud de su abuelo fechada en 1876. Ludo la con¬
templó con avidez, sintiéndose sin saber por qué pro¬
fundamente desgraciado, cuando le pareció escuchar
que alguien tosía en el corredor. Al volver la cabeza no
vio a nadie. Regresó rápidamente al pasillo y continuó
su camino.
Las últimas habitaciones que daban al corredor es¬
taban cerradas. Cada vez más intrigado por esa inex¬
plicable boda vacía llegó a un patio vidreado que lin¬
daba con el jardín. Sólo allí vio los primeros vestigios
de la ceremonia: contra las mamparas se acumulaban
ramos de flores, radiantes ramos aún húmedos, cada
uno de ellos con una tarjeta de visita donde se leía un
apellido pomposo. Ludo se animó a descender al jardín,
donde un centenar de mesitas, protegidas por sombrillas
de lona, aguardaban a los invitados. Un hombre en man¬
gas de camisa se paseaba entre ellas, atormentado al
parecer por un grave problema. Ludo, tomándolo por
algún criado se aprestaba a interpelarlo, cuando el
hombre levantó la, cara y quedó mirándolo con extra-
ñeza. En esa cara confluían una serie de rasgos que Lu-
do había visto en las fotografías. Era su tío Carmelo, el
inalcanzable hombre de negocios que dirigía una vein¬
tena de sociedades anónimas.
“¿Qué tal Ludo? ¿Tú eres bueno en matemáticas?
Necesito que me des una mano”. De inmediato le ex¬
plicó que iban a venir a almorzar cuatrocientas ochen¬
ta personas y que era menester calcular si había sufi¬
cientes sillas. “Hemos alquilado quinientas, pero no sé
si estarán todas. Hemos contratado también un equipo
de mozos, pero estos zamarros todavía no llegan. Se¬
guramente están sindicalizados. Cuando te vi aparecer
creí que eras uno de ellos que venía a darme alguna
mala noticia”. Ludo no pudo evitar el echar una mi¬
rada a su propio temo oscuro, lustroso y un poco mar¬
chito por tantos años de servicio. Apenas habían co¬
menzado el recuento apareció la legión de mozos en
chaqué negro, con su equívoco aspecto de enterrado¬
res. “Me voy a cambiar”, dijo su tío Carmelo, “has ve¬
nido demasiado temprano. La gente todavía está en la
iglesia”. Ludo quedó abandonado en el patio Uéno de
ramos viendo a los mozos distribuirse por el jardín pa¬
ra contar y repartirse las mesas.

Primero sonó un claxon, luego otro y pronto en la


calle se escuchó el clamor inconfundible de un embo¬
tellamiento de automóviles. Ludo no supo si salir hacia
el vestíbulo o si por el contrario quedarse en el jardín.
Al fin optó por lo primero y se lanzó resueltamente
hacia la calle para observar la llegada de los novios.

Un enorme Cadillac negro que tenía cintas blan¬


cas amarradas a las manijas de las portezuelas se ha¬
bía detenido ante la verja. De él descendió su tía Ro-
salva, vestida con un discreto sastre gris llevando en la
mano un ramo de azahares. Su novio la seguía, vestido
también de gris, pero con una corbata plateada cuyos
destellos competían con su sonrisa de hombre que aca¬
ba de concluir un buen negocio. Más atrás venía su tía
Cristina, la madre de Carmelo y Rosalva, hermana del
abuelo de Ludo. _^Era una anciana de una distinción
impresionante, que provenía no sólo de su altura y su
esbeltez, sino de una cabellera de una blancura espu¬
mosa y de una nariz prodigiosamente larga, especie de
emblema familiar conservado a través de muchas ge¬
neraciones y que ella había tenido el privilegio de he¬
redar y trasmitir a la posteridad. Al observarla Ludo

— 64—
tuvo el consuelo de comprobar que de esa nariz sólo le
había tocado una modesta porción.
Detrás de ellos venían los invitados por oleadas. La
Avenida estaba llena de automóviles. La gente pene¬
traba a la casa en grupos que parecían continuar una
conversación comenzada no sólo en la iglesia, sino en
otros matrimonios, en otras ceremonias que se remon¬
taban a una época inmemorial. Ludo se dio cuenta que
su presencia en el vestíbulo había sido, desde el punto
de vista social, absolutamente inútil, pues todos, inclu¬
so su tía Rosalva, pasaron delante dé él sin concederle
otra cosa que una mirada ob3etiva, como si les pare¬
ciera natural que un joven pálido controlara ese ruido¬
so ingreso vestido con un temo anticuado entre un ja¬
rrón de porcelana y un cupido de yeso.
Ludo terminó por plegarse al rumoroso cortejo y
pronto se vio arrastrado por los salones, empupdo por
los corredores, rodeado de gente cada vez mas jovial
hasta que al fin, en uno de los tantos aposentos, volvio
a encontrarse solo, con un vaso de whisky en la mano,
solo a pesar de la compañía, observado desde el marco
de oro por los labios melancólicos de su abuelo. Mien¬
tras bebía un trago hizo con la fotografía un brindis se¬
creto, casi avergonzado. ¿Qué diferencia, que insalva-
ble grieta se había abierto para que el se sintiera allí
menos en su casa que todos esos invitados que no teman
en los muros ninguna credencial? Pero no había tiem¬
po de responder a esta pregunta, pues, según un orden
probablemente convenido, la animación crecía a su a -
rededor a medida que corría el whisky y que los gru¬
pos se reconocían y se integraban.
Ludo erró un momento por otros salones, por otros
pasillos, sin abandonar su vaso, que daba la ilusión
de un interlocutor y descendió al jardín. Para avanzar
tenía que tocar siempre a alguien del hombro, pedir
permiso y- continuar su camino. ¿Quienes eran e^s
hombres, sobre todo esas mujeres esplendorosas^ No
eran seguramente los hombres que trabajaban en las
escribanías ni los que viajaban en ómnibus, ni tampoco
las mujeres que sellaban papeles en las oficinas de co¬
rreos, ni siquiera las mujeres que iban ^ la Universidad.
Quizás esa gente ni trabajaba ni estudiaba o lo hacia
Si lagares privados, inaccesibles, comedlas gerencias
de los Bancos o los colleges de Norteamérica. Las mu-

— 65—
J6res, sobre todo, eran los frutos preciosos de la burgue-
sia, los réditos exquisitos del dinero, del sueño tranqui¬
lo, de las camas blandas, de la ropa interior acariciante
del capricho satisfecho, de la mesa servida siempre a
su hora y con abundancia, del deporte lujoso, del sol
perseguido por todos los continentes y en suma del
cruce de parejas ricas y hermosas. Era el resultado de
una selecciori rigurosa y artificial, casi de laboratorio,
que le recordaba a Ludo, involuntariamente, la practi¬
cada en las haras para la reproducción de caballos de
pura sangre.

Cuando los mozos empezaron a servir el almuerzo


todos los invitados hablan encontrado asiento. Todos
menos Ludo. Merodeó entonces alrededor de las me¬
sas, buscando ya no una silla libre, ni siquiera un apre¬
tón de manos, sino taií sólo una mirada de simpatía
que le permitiera sentirse asimilado. Cerca de la pileta
de azulejos divisó a un torero español, de pie y apa-
renteinente desorientado. Su fotografía había aparecido
recientemente en los periódicos. Ludo avanzó hacia él
con el afan de ampararse en su calidad de extranjero
para hacer causa común, pero alguien gritó “Manolo”
desde una mesa y el matador se precipitó hacia un hom-
bre corpulento que, puesto de pie, le abría los brazos
únicos que seguían parados eran
los mozos. Ludo camino al lado de ellos, se dio cuenta
que en una na esa faltaba vino y se apresuró en hacér-
I! representaba
el papel de un domestico gracioso, suplementario, y se
retiro avergonzado hacia el patio de cristal.

volvió a encontrarse con su tío Carmelo aue


vigilaba con amenidad el despliegue de su festín Es-
reluciente, como sí acabara de darse un baño
Simpático, ¿no? Estaba pensando cuánto vale acá ca-
representa por lo menos
doscientos millones. Esa de allá sólo una docena Pe?o
SI quieres que te diga la verdad, se ha deslfzado aS
mucha gente sin clase. Nuevos ricos”. Ludo observó a
®1 se aliaban el refinamiento y la fortuna la
distinción y el habito del mando. Era Sna visíte ’ de
su abuelo, pero que había sacrificado la erudición a
las finanzas y que había adquirido, gracias a una edu
cacion británica, el porte de un jugador L po^o v 1 á
eficacia de una rnáquina electrónica. Se decía que era
prodigiosamente inteligente, una de esas inteligencias

— 66—
concretas, organizadoras y capitalistas, que no tema na¬
da que ver con la inteligencia de Ludo o de su padre,
anárquicas, vagabundas y aplicadas a lo improductivo.
“¿Estás trabajando? Sé que te recibirás de abogado.
¿Qué tal te va? Discúlpame, me están pasando la voz .
De un salto descendió las escaleras y se perdió entre
el gentío. Ludo quedó otra vez solo. Había terminado
el tercer whisky y sentía hambre. Delante de el pasa¬
ban sin cesar los mozos con bandejas llenas de presas
de pavo, de lonjas de ternera adornadas con espárra¬
gos. Ludo observó la circulación de los dornesticos y
descubrió su origen: en un extremo del patio de cristal,
al cabo de un corredor, se encontraba la cocina. Cuan¬
do entró en ella vio a una docena de empleadas que
se afanaban delante de las cacerolas o que comían rá¬
pidamente sentadas en una banca. ¿Se le ofrece algo,
señor*^”, preguntó una cocinera. “Quiero comer , res¬
pondió Ludo. Había también allí algunos hombres, el
chofer de tía Cristina, mayordomos, quizas algún jar¬
dinero. La servidumbre lo miraba asombrada. Ludo
añadió que era un sobrino, lo que aurnento descon¬
cierto “No hay sitio en el jardín”, prosiguió, ha venido
mucha gente”. La modestia tiene también sus formas,
su protocolo; tal vez en sus ademanes o en la linea un
poco esfumada de' su pantalón los sirvientes se dieron
cuenta de quién se trataba y recobraron su aplomo Lu¬
do comió en silencio, pensando que era segurarnente un
desastre calculado y lleno de sentido que el tuviera que
comer en la cocina y que un malandrín ^
torero, por ejemplo, alternara en ese momento bajo el
sol con los más bellos potros de la fortuna.
A la hora del café abandonó la cocina y se mezcló
en sociedad, con la esperanza al menos, no de ser salu¬
dado o desagraviado, sino reconocido en su calidad de
comensal Pero los invitados, después del almuerzo, ha¬
bían recomenzado a beber whisky y de pie se distri¬
buían por la casa, hablando en una lengua d,ue el licor
volvía menos coherente. Ludo trato en vano de segu
II cirsí^ de las conversaciones. Estas habían asumido
la forma de un parloteo en el que todos intervenían si¬
multáneamente mediante lexclamaciones o alusiones^
Se dio cuenta además que había una manera de excluir
a los advenedizos de este rito de sobremesa mediante
una mirada un corto silencio' o un desplazamiento cor¬
poral. Por un momento le pareció distinguir a su con-

- 67—
discípulo Carlos ^vel detrás de unos luminosos rizos,
pero en el desorden esta visióij se extravió.

No le quedó más remedio que apartarse del tumul-


to. Los convidados, obedeciendo tal vez a ciertas afini-
ades inconcientes, casi moleculares, habían formado
uná entidad humeante y sonora que se repartía entre
el jardín, el patio de cristal y el corredor. Ludo apro¬
vecho para recorrer una vez más los aposentos. Los sa¬
nes que a su llegada habían estado cerrados abrían
sus puertas: eran las habitaciones
destinadas a los regalos. Se veian por docenas radios, to¬
cadiscos, refrigeradoras, maquinas de lavar, objetos de
porcelana, de cristal, de jade, de ónix, de plata. Ludo
se entretuvo evaluando y palpando tantos objetos ma-
recordaban, traducidos a términos más
prácticos, la caverna de Ali Babá. Cada uno de aque¬
llos presentes le permitiría vivir un mes, quizás tres o
Pirulo y ¿por qué no? recuperar a Es-
trella. Cuando penetro en el tercer salón para seguir
extasiandose le pareció ver una sombra en el espejo-
al fijar la vista en el cristal vio una cortina que se mo¬
vía Ludo continuo examinando los objetos,^sopesando
a veces alguno entre sus manos. Otra vez le pareció
distinguir una sombra, acompañada esta vez de un rui-
Ha' rápidamente la cabeza distinguió a su
hahS escondía detrás de un biombo. Lo
?a ^vLfl?r1n° habitación en habitación pa-
ra vigiarlo. Cree que quiero robarme algo” se diio
defpedtae dT¿Se°’ casa sin

— 68—
/

9 — LUDO pasó sus días de consternación inclinado so¬


bre un tablero de ajedrez. Había perdido todos sus jui¬
cios cada vez le era más difícil comprar cigarrillos y se
daba cuenta a través de sutiles matices gastronómicos
_cuando la margarina reemplazaba a la mantequilla—
que su casa iba a la deriva. Los ágiles caballos, los obli¬
cuos alfiles y la reina topoderosa lo distraían y en el
dormitorio de Armando, respirando tabaco barato, se
amanecía con Pirulo, Javier, Reynaldo y otros saldos de
su promoción, disputando tormentosos torneos. Pi^lo
traía siempre en el bolsillo un cuarto de pisco. Se bebía.
Bastaba hacerlo para que el mundo huyera, se preciin-
tara a un abismo de bruma. Pero de soslayo Ludo ob¬
servaba el crepúsculo y veía derrumbarse sobre el mar
los días de su juventud.
En este grupo nadie trabajaba. Armando había
abandonado la.medicina, luego la química y ahora se
interesaba por la sociología. Reynaldo acababa de ser
expulsado de un banccr porque había escrit9 un poema
en el reverso de una letra de cambio. Javier, que su¬
fría de una leve cojera, había sido aplazado en sus cur¬
sos de ingeniería y se dedicaba por su cuenta a estu¬
diar sicoanálisis y a inventar tónicos contra la calvicie.
Y Pirulo por quinta vez consecutiva, se aprestaba a
dar unos cursos rezagados que le permitieran inscribir¬
se en el segundo año de la Facultad de Le'^as. Si entre
todos había algo de común era el deseo de perpetuar
un ocio que creían merecido o sancionado por el dere¬
cho natural y que una serie de circunstancias volvía
ahora definitivamente imposible. Todos tenían la sen¬
sación de una caída irremisible, de un olvido, o de una
emienda para la cual estaban ridiculamente armados
con armas ya no usadas.

— 69—
Con excepción de Pirulo, todos vivían en Miraflo-
res, balneario de la gente bien, gracias a una prospe¬
ridad familiar que floreció hacía veinte años Pero no
se vivía impunemente en Miraflores. A los veinte años
un joven de Miraflores debía manejar su automóvil ó
el de su papá, tener su enamorada oficial, asistir a las
fiestas del club de tenis, pasearse los domingos por el
Parque, bien vestido, después de la misa de mediodía,
üil que no observaba estas normas estaba condenado a
exilarse o a confinarse. ¿Y cómo no asistir a las fun¬
ciones dominicales de los cines Leuro o Ricardo Palma’
El grupo lo hacía siempre a la cazuela, lo que repre¬
sentaba tal deshonor que siempre, antes de que finali¬
zara el film, descendía las escaleras a la carrera nara
salida^^^^^^ platea al momento ’de la
Cuando el ajedrez los extenuaba —después de cada
torneo teman sueños cuadriculados y cabaUunos— se
Iban al billar de Surquillo. Allí Pirulo era la estrella.
Cuando cogía un taco y se inclinaba sobre el tapete
verde toda su desmañez desaparecía: él, el taco, la niesa,
las bolas formaban una especie de unidad, una arma-
nia. Diñase que cada carambola, antes que un fruto de
su SSnta una prolongación de

,. , ambiente de humo, cervezas, vagancia y ca-


fl(*eria el pupo encontró, paradójicamente, lo que los
moralistas ll^amarian una tabla de salvación. Bazán un
jugador rnediocre que iba de vez en cuando al billar
bohemia barata, le propuso
a Pirulo un trpajo de vendedor: “Está botado. Yo hace
9.Y® trabajo en la Casa Wallon. Fíjate mi ter-
no de lanilla. Comprado con mi trabajo. Fíjate mis za¬
patos blancos. Comprados con mi trabajo. Y me sobra
ppa dar para la casa”. Pirulo le comunicó esto al gru¬
po y esa misma noche se realizó un consejo general.

a trabajar y no vaciló en calificar a


Bazp como emisario de alguna liga de corrupción pe-

y repartirse las ganancias. Se formaron dos parejas-


Reynaldo por un lado, Pirulo y Ludo por
productos de limpieza e in-
mana^Hp^ iV” hicieron fue comprarse un
m^pa de Lima y distribuirse los barrios. Luego echa¬
ron a la suerte para ver qué pareja saldría primero

— 70—
Aun hacía calor. Pirulo y Ludo se fueron el día de
su primera jornada de trabajo al barrio de Santa Bea¬
triz. Según Ludo ése era precisamente el tipo de barrio
que necesitaba esos productos; ni casas tan viejas que
han terminado por resignarse a la presencia de las cu¬
carachas y a mirarlas casi con simpatía, ni casas tan
nuevas que podrían considerar un insulto la oferta de
un raticida. Pero ninguno de ellos había calculado que
se trataba de productos nuevos: la Casa Wallon se ha¬
bía lanzado a la conquista del mercado, frente al Flit
muriente y el DDT amenazador.
Ambos conocían los productos sólo por el nombre
y a través de elegantes folletos impresos a tres colores.
Cuando oprimieron el timbre de la primera casa, al
azar, salió a recibirlos una señora y antes de pregun¬
tarles qué querían les tiró la puerta en las narices. Esto
les permitió reflexionar acerca del aspecto amenazador
que la angustia puede hacer asumir a las personas mas
inofensivas. En la siguiente casa no les respondieron.
En la siguiente salió un muchacho y les dijo que su
mamá no estaba. En la siguiente trataron ^inútilmente
de hacerle comprender a una sirvienta lo que era un
pulverizador. En la siguiente los mandaron al diablo.
En la siguiente les dijeron que regresaran otro día. En
la siguiente les pidieron detalles acerca de los produc¬
tos que ellos no pudieron dar. En la ^siguiente les pro¬
metieron una compra para fin de año, cuando regre¬
sara la estación de los calores. En la siguiente les die¬
ron la dirección de una persona que tal vez necesitaba
un plumero. En la siguiente un señor los hizo pasar, les
invitó un café y estuvo a punto de venderles un tronapo
con música que fabricaba en su domicilio a precios,
según dijo, atómicos.
Hubo que cambiar de táctica. En lugar de visitar
las casas particulares fueron directarnente a las tiendas.
Pero no había un solo almacén en Lima^ que no hubie¬
ra recibido la visita de Bazan. Este había inundado de
prospectos la ciudad. Por todo lugar encontraban tra-
zas de su paso. Bazán termino por convertirse para ellos
en una especie de ser diabólico que tenia la propiedad
de subdividirse en cientos de Bazanes que recoman a
la misma hora las ferreterías de Lima, las fabricas del
Callao y las chinganas de Chorrillos, anticipándose
nre a ellos y dejándoles la impresión penosa de haber
perdido un tren. Al fin, en La Victoria, se encontraron

— 71—
\

con Bazán, el original o una de sus copias. Al verlos se


puso a chillar; “Quitándome el pan de la boca, ¿no?
¿No saben que Lima es pa^a mí y también los balnea¬
rios? Ustedes deben ir por Lurín, por Vitarte, fuera de
la ciudad. Si quieren tener temo de lanilla' y zapatos
blancos, a sudar compadres”. A pesar de esta adverten¬
cia, hicieron una nueva tentativa, esta vez por los hos¬
pitales y cuarteles, pero nunca pudieron pasar la ba¬
rrera de los subalternos y toda su oferta se limitó a va¬
nos parlamentos con barchilones y sargentos. En fin, no
quedo otro recurso que visitar los colegios, para empe¬
zar el Colegio Mariano”, donde ambos habían hecho
toda su instrucción.
Desde que la terminaron, hacía siete años, ningu¬
no de los dos había vuelto a poner los pies en ese enor¬
me edificio situado cerca del Parque de Miraflores, pa¬
ra ellos lleno de recuerdos horribles de deberes, con-
íesiones, malas notas y hermanos rubicundos que pa¬
saban el día haciéndoles rezar jaculatorias y aprender
de memoria textos expurgados.
Llegaron después de las cinco, cuando ya habían
mrminado las clases y pidieron hablar con el Director
El hermano que los recibió los hizo pasar a la Direc-
cion- y les dijo que esperaran, pues era la hora del An-
gelus. En la Dirección había un retrato de Pío XII v
oiro del General. Al poco rato se aburrieron y resol¬
vieron hacer una inspección por los pasadizos del co-

Poco había cambiado. A la entrada se encontraba la


capilla y luego una hornacina con una imagen de Je¬
sucristo ante la cual era costumbre persignarse. Por
una puerta vidriada espiaron una clase desierta, donde
estuvieron en cuarto año de media. Las carpetas pa¬
recían ser las mismas, con su hueco para el tintero y su
ranura donde se ponían los lápices. En esa clase hicie¬
ron llorar al herrnano Felipe, que era rojo y liliputiea-
se ensenaba ingles y era incapaz de levantar la voz y
sufrieron la agresión sicológica y económica del her¬
mano Juan tronado o histéricb, que les vendía a la
tuerza folletos que no necesitaban y amenazaba con qui-

íf tornar
vamos hasta el patio de recreo?”, preguntó
Pirulo. Después de recorrer otro pasillo desembocaron

—72—
en la cancha de básquet, la que tenía pista de cemento.
Un ronroneo se escuchaba. Ambos vieron a los herma¬
nos que, presididos por el Director, formando una es¬
pecie de legión romana, con sus breviarios en la mano,
iban de un tablero al otro rezando en alta voz y des¬
plazándose a un paso casi militar. Al llegar a un extre¬
mo giraban sobre sus talones con tanta ligereza que
sus sotanas volaban y dejaban al descubierto sus pan¬
talones de hombres. Cerca de la cancha se encontraban
los castigados, los alumnos que por malas notas o no
haber asistido a misa el domingo, debían permanecer
rígidos, con los brazos cruzados, delante de un hermano
vigilante que los observaba y los despachaba según la
paciencia con que soportaban esta prueba. A veces un
castigado podía permanecer una o dos horas en esa po¬
sición. Si se rebelaba era enviado a la cancha de fút¬
bol a recorrer varias veces a paso ligero su perímetro.

Por fin el rezo terminó y los hermanos se disper¬


saron. El Director los distinguió y se acercó a ellos:
“Bienvenidos a esta casa. Vamos a mi escritorio . En
el camino Pirulo y Ludo reconocieron con cierto males- ,
tar que los años no habían pasado en vano: el Director
estaba canoso y sus lunares de carne —tenía vanos en
la cara— parecían haber asumido un aspecto maligno.
Su sotana estaba llena de caspa, cosa que desde ninos
los había sorprendido.

“Tomad asiento. ¿Qué se os ofrece?” De inmediato


se introdujo el dedo índice a la nariz. ¿Como no ^
recordarlo? Sus cursos de Lógica eran el terror de los
alumnos, pues formaba pelotillas con sus mocos, las
alineaba en su pupitre y luego las disparaba con un
rápido golpe dactilar sobre la clase. Los alumnos solo
se preocupaban de evitar el impacto de su materia na¬
sal y toda la clase vivía una hora de angustia, cobija¬
da a medias bajo las carpetas o haciendo agiles movi¬
mientos de torso para eludir los disparos.

“Ludo Tótem y Pedro Primrose. Me acuerdo muy


bien de vosotros. Buenos atletas, ¿no es cierto? Pero
alumnos remolones”' Pirulo y Ludo hicieron esfuerzos
para sonreír. “Hace tiempo que no escucho nada de vo¬
sotros. ¿Sabéis que nuestro colegio produce a los pro¬
fesionales más competentes de nuestra sociedad. Desde
hace varios años los alumnos que ingresan a las escue-

— 73—
ias superiores con las primeras notas son egresados del
“Colegio Mariano” o de nuestras filiales. Toda gente
muy bien. No me extrañaría que vuestra promoción dé
uno de estos días un ministro”. La maleta donde Ludo
guardaba los prospectos matamoscas se deslizó de^sus
rnanos. “Vamos a ver, en siete años debéis haber hecho
algo. Una de nuestras misiones es inculcaros la nece-
sidad de tener una profesión, si carecéis de vocación
religiosa. No os he visto en los almuerzos anuales de
exalumnos”. Ludo recogió su cartera, la colocó sobre
sus rodillas y la mantuvo allí indeciso. “¿No me decís
nada?” Pirulo era incapaz de abrir la boca. Ludo dis¬
tinguió en un marco su fotografía de doce o quince
anos atras, entre los alumnos que alguna vez habían
figurado en el Cuadro de -Honor.

“Simplemente, vendemos insecticidas”. El Director


contemplo un momento su escritorio, buscando al pare-
cer un objeto contundente y luego comenzó a ordenar
con sus manos gorditas los útiles dispersos. Su índice
retorno a su nariz. “Insecticidas. Diez años de instruc¬
ción para vender insecticidas. Sin duda se trata de algo
muy grave. ¿Que os ha pasado?” Ludo maldijo inte-
normente a Pirulo. ¿Por qué haberlo traído allí’ El
Director había hecho ya una bolilla de mocos —con los
anos habla adquirido una destreza circense_ v la dis¬
paro contra Pirulo. Este se la quitó con precaución de
su corbata y como se negaba a desprenderse de sus
“w ^ reborde de la silla para la eternidad.
Insecticidas ¿Que sena de vosotros si no'existieran in¬
sectos? ¿No habéis seguido ninguna carrera? Hav aue
dejar bien el nombre del colegio. Ustedes olvidan que
son los portaestandartes del Colegio Mariano” Ludo
ti f “Este año termino De-
Leías” yo me recibo de doctor en
Director dio por concluida su exploración
abogado, un letrado. ¿Acaso no
estáis bien preparados? ¿Acaso el país no ofrece a la
gente competente todas las oportunidades? Vosotros
pertenecéis a hogares cristianos, acomodados. En fin si
fueseis unos pobres diablos, unos analfabetos, sería
comprensible.-Vosotros no habéis partido de cero”. Lu¬
do lo interrumpió: “Conozco gente que ha partido de
cero y que ahora tiene una casa en MiraflorL y a sus
tSr^'éxitír '''' decente. ¿A eso le llama usted

— 74—
El Director pareció sorprendido por esta pregunta.
“He allí una cuestión interesante, pero fácil de respon¬
der. El éxito no consiste en enriquecerse o volverse
millonario. Muy lejos de mí pensar en eso. El éxito con¬
siste en ocupar un lugar destacado en nuestra sociedad,
gracias al esfuerzo, pero guardando la conciencia tran¬
quila”. Ludo aprovechó para atacar: “Es una contradic¬
ción. Usted que ha sido profesor de Lógica podrá darse
cuenta: éxito y conciencia tranquila”. Pirulo, apelando
a viejos recuerdos escolásticos, agregó: “Contradictio
in terminis”. El Director se echó a reir: “¿Creéis en¬
tonces que el éxito es incompatible con la tranquilidad
de la conciencia? Vamos, vamos, no exageréis. Los casos
abundan. Mirad, ¿veis esa fotografía? —alargando el
brazo señaló la del General—. ¿Qiuién puede negar que
el General es un hombre que ha tenido éxito en la vida
y que al mismo tiempo es un defensor de los valores
cristianos, un paladín de la justicia?” Ludo sabía muy
poco del General, pero recordó que su padre no lo po¬
día ver y que cayó enfermo cuando triunfó su movi¬
miento: “Mi padre pensaba todo lo contrpio. Y con
razón, seguramente, pues era un hombre inteligente”.
El Director no se inmutó: “Ignoro cuáles serían las ideas
políticas de su padre, pero a no dudarlo era partidario
de que asesinaran a las monjas”. Ludo intervino: “¿Quien
es el General? ¿Ese tipo por el que vivábamos en el
colegio después de cantar un himno militar?” “El mis¬
mo”, añadió el Director, “pero usted lo llania de una
forma irrespetuosa. Para nosotros es un enviado de la
Providencia y no hay ceremonia patriótica en la que
no digamos al final: viva...”
“Viva Ludo, viva, vivaaa”, gritaban los alumnos
apiñados en el ómnibus del colegio. Hacía diez años de
eso, quizás más. “¿Ustedes saben quiénes eran los ro¬
jos?”, preguntaba el Director. “Los Diablos Rojos de
Avellaneda”, decía Pirulo. No, “Viva Ludo”, eso, eso era
lo que gritaban los alumnos, de regreso de aquel pa¬
seo a Chosica. Era la única vez en sus veintidós anos
de vida en que había sentido vitorear su nombre.
“Treinta conventos arrasados, ochocientos sacerdotes..
Y Pirulo: “Por casualidad, ¿no habían hermanos allí?”
El ómnibus atestado de alumnos, todos fatigados y fe¬
lices después de ese paseo a Chosica, que regresaban
cantando, entre el cerro pelado y las sacuaras del río.
¿Quién fue el que propuso la competencia? El hermano
Simón. En el ómnibus viajaban las clases A y B. La

—75 —
clase A había dado ese mes 25 soles para la Santa In¬
fancia y la clase B donde, estaba Ludo sólo 22. “Y en
el castillo, durante largos meses, padeciendo hambre y
sed, heroicamente, rodeados por todas partes...” “El
lugar es conocido por sus espadas y por sus cuchillos”
mtervino Pirulp, “los asesinos de clase usan puñales ”’
El hermano Simón propuso el juego a las dos clases ri¬
vales, porque ellas no se emulaban sólo en las notas o
en los partidos de fútbol sino en la cantidad de dinero
que cada semana, cada mes, cada año, daban para la
Santa Infancia. “Y quellos hombres eran tan brutos que
destruían los crucifijos, quemaban el dinero...” “Sin
duda, unos verdaderos cuadrúpedos”. El día anterior al
paseo había sido santo de Ludo y le habían regalado
cuarenta soles que guardaba en billetes y metálico en
p monedero. Alguno de la clase A dio un sol, otros lo
imitaron y pronto esta clase aventajó a la B por diez
soles. Ludo abrió su monedero y ofreció cinco soles a
la banta Infancia, los turrones, los alfajores de un mes.
Y para colmo de males, los bolcheviques, ¿sabéis vo¬
sotros quienes eran los bolcheviques?” La voz de Pi¬
rulo se dejó escuchar: “Claro, yo tuve un tío que era
bolch^ique. Nada de propiedad, decia, nada de heren-
cias. Todos libres. Un tío cojonudo”. La competencia
continuo. Algunos alumnos de la clase B ayudaron a
Ludo, pero ninguno de ellos disponía de reservas como
para aspirar a la victoria. Y Ludo, de sol en sol y de
billete en billete, fue haciendo avanzar a su clase, mien-
tras el ómnibus, iluminado al anochecer, se acercaba
ruidosamente a Lima. Por cada moneda que entregaba
sentía gritar en torno suyo a sus condiscípulos, a su
profesor; Viva Ludo y cada viva arrancaba una moneda
mas y cada moneda más un viva Ludo. Y asi, al llegar
a Lima su clase había triunfado, pero todo el dinero
de su santo había ido a parar al pozo de la Santa In-
fancia Y el Protector, ungido por el Señor, entró a
capital . Pirulo preguntaba; “¿Uncido o'
ungido.'’ Ludo se puso bruscamente de pie: “Le rueeo
que me devuelva mi plata”. El Director retrocedió sobre
® como si ésta se hubiera deslizado sobre un
riel. Devuélvame mi plata, le digo”. “Pero, ¿qué dice
este hombre?, ¿esta en sus cabales?” “La que me roba¬
ron cuando tenia doce años”, prosiguió Ludo, “la metían
en un cáliz. cáliz al lado del calendario. Un cáliz
de alcancía. ¿Que han hecho con ella?, ¿dónde está?”
Ludo miro a su alrededor y vio a través de los muros o

— 76—
creyó ver columnas de marmolina, imágenes de Ig Vir¬
gen, rosarios perlados, altares, cálices y más allá sota¬
nas recién cortadas, bodegas de vino, hermanos rubi¬
cundos haciendo colectas, un sol para la Santa Infancia,
diez soles para la Santa Infancia, kermeses para la San¬
ta Infancia, regalos para las kermeses, plata para los
regalos, buenas notas para la plata y más imágenes pia¬
dosas, más sotanas, más cálices, más zapatos, más vino
y más diademas. “Loco de atar”, decía el hermano Di¬
rector, al ver que Ludo miraba atónito las paredes como
si fuera a desmayarse. Ludo distinguió su retrato en
el Cuadro de Honor, engominado y en pantalón corto.
Acercándose dio un puñetazo al cristal con la inten¬
ción de arrancar su fotografía. De inmediato su mano
sangró: “Castigo de Dios”, gritaba el Director. Ludo
cogió su maletín lleno de prospectos y se lo arrojó a la
cara: “Tráguese esto, ladrón”. El Director se parapetó
tras su pupitre, mientras su mano exploraba el muro
buscando un timbre de alarma. Apenas sonó el timbre
se escuchó en los pasillos ruidos de pisadas. Ludo ima¬
ginó en el acto una muerte por linchamiento en manos
de iberos ensotanados y huyó hacia la verja seguido
por Pirulo. El Director, envalentonado por el socorro
que llegaba, se irguió detrás de su escritorio y les reen¬
vió sin éxito el maletín de vendedor, mientras gritaba:
“Tachados estáis de la Asociación de Exalumnos”.
10 _ua puerta falsa de la casa y el tránsito de las
1! vier tas. Ludo sentía una opresión testicular cuando,
ai atardecer, evocaba la presencia fantasmal de los eu¬
caliptos derribados, bajo los cuales se cobijaron tantas
historias sucias. Armando y la zamba Julia, a la que
sedujo recitándole una mala traducción de Verlaine.
Dora, la chola de las caderas escurridas, tumbada tan¬
tas veces bajo el parral. Más atrás, muchísimo más. Da¬
ría, que los invitaba caída la noche a sesiones de lucha
romana sobre el césped, que ellos terminaban vence¬
dores pero insatisfechos, cuando apenas eran escolares.
Todo esto había existido, existía aún, era su pasado, su
vida. Y al lado de aquellas frustraciones, algunas imá¬
genes horribles o luminosas: su padre, hundido entre
almohadones, un verano de Carnaval, muriéndose afe¬
rrado a un balón de oxígeno. ¿Quien lo había asesina¬
do? En los diarios una nota necrológica y en la noche
mortuoria muchas coronas de flores. Muerto día a día,
asfixiado lentamente en la oficina, como tantos, ade¬
más, sin remedio. Eso también era su pasado, al lado

— 77—
de pequeños triunfos, de lindas mañanas de mar, de
felices almuerzos, de paseos, de una lectura, de una ca¬
misa nueva.

Ludo contempló su mano vengadora, vendada , ep


los nudillos después del fatal puñetazo al Cuadro de
Honor. En su escritorio estaba el balance de sus sema¬
nas de trabajo: un escobillón a su tía Carmela, 35 soles,
dos latas de cucarachicida a su primo Nirro, 60 soles.
De allí les tocaba el diez por ciento y eso había que
dividirlo entre cuatro, a pesar de que Armando y Key-
naldo se limitaron, cuando les tocó salir de ventas, a
recalar en un cine de barrio.

Poniéndose de pie se acercó a la galería de retra¬


tos que había cerca de su cama, galería en miniatura,
es verdad, pues en un marco de un metro de largo por
veinte centímetros de alto se veían cinco fotografías
alineadas, correspondientes a cinco generaciones, des¬
de su chozno librero, siglo XVIII, hasta su padre, em¬
pleado, siglo XX, pasando por tres eminentes y longe¬
vos hombres de leyes que ocuparon todo el siglo XIX.
Aquellos tres sí que habían tenido éxito y a lo mejor
hasta sin problémas de conciencia. Les tocó vivir una
época dichosa, paternal y jerarquizada, en la cual los
privilegios se consideraban naturales y la riqueza un
don del cielo. Ellos fueron el orden, el bastón, la con¬
tradanza y el ferrocarril.

“Si mi torre hubiera estado en su sitio”, “Pero mi


caballo amenazaba esa casilla”, “Mi reina”. Del cuarto
de Armando llegaban invitaciones al ajedrez. Ludo se
aprestaba a echar una mirada al tablero, pensando en
ese momento que el atractivo de este juego consistía
en que nos daba una imagen simplificada de la vida,
sometida a reglas estrictas y perfectamente lógicas’,
cuando su madre lo abordó en el living: “Que el depar¬
tamento de los altos está desocupado hace cuatro días y
aun no has ido a poner el aviso al periódico, que si no
conseguimos un nuevo inquilino, que pinta además un
cartel para ponerlo en la ventana”.

Ludo regresó a su dormitorio escribió en un cartón


con grandes letras SE AL'QUILA y poniéndose su saco
se fue a tomar el ómnibus. Este se malogró en la ave¬
nida Petit Thouars y todos los pasajeros tuvieron que
apearse y formar un tumulto en la pista a la espera del

—78—
próximo autobús. Cuando éste llegó lograron subir sólo
unos cuantos. Con el siguiente sucedió lo mismo. Ludo
se fue a la avenida Arequipa, encabezando un grupo
de impacientes pasajeros, para esperar un colectivo.
Todos pasaban atestados. Al fin, de im automóvil par¬
ticular le hicieron una seña y unos metros más allá el
vehículo se detuvo. Cuando Ludo se acercó quedó ató¬
nito: al lado del piloto estaba Lisa y el piloto no era
otro que Carlos Ravel. “¿Pasas atrás? Te presento a
una amiga”. Ludo estrechó la mano de Lisa que, con un
aplomo que lo desconcertó aún más, no ^ dio muestras
de reconocerlo. El carro arrancó. “¿Qué tal verano?
¿Sabes que ayer empezaron las clases?”. “Yo iré la pró¬
xima semana”, respondió Ludo, “aún tengo asuntos que
hacer”. Carlos Ravel invitó im cigarrillo a Lisa pero
omitió, por distracción tal vez, hacer lo mismo con Lu¬
do. “He leído un libro fantástico. Una biografía de
Kafka por Max Brod, su amigo íntimo. ¿Sabes que Kaf¬
ka era tuberculoso?” Ludo no respondió y hubiera sido
inútil hacerlo además, pues ya Carlos, volviéndose ha¬
cia Lisa, añadía: “Es el autor de esa novela de que te
hablé. ¿Te acuerdas? Un tipo genial”. Lisa tampoco
respondió: con su brazo moreno fuera de la ventanilla
veía desfilar las casas de la avenida Arequipa y dila¬
taba las narices para aspirar con avidez el viento que
la despeinaba. “¿Tú vas al centro?”, continuó Carlos,
“te voy a dejar entonces en La Colmena. Esta tarde me
hago la vaca en el estudio. Voy a dar un paseo”. Por
el espejo de retrovisión Ludo creyó distinguir un guiño
de Carlos. “Un paseíto hasta Chosica, solamente”. Ludo
dijo que era necesario aprovechar las últimas tardes
de buen tiempo y de inmediato añadió: “Esta tempo¬
rada no he ido a playas conocidas. Me bañé casi todos
los días en El Hondo, una especie de playa solitaria,
cerca de mi casa”. Lisa volteó la cabeza. El carro había
caído en el embotellamiento de automóviles de la Ave¬
nida Wilson. “¿El Hondo?”, preguntó Lisa candorosa¬
mente mirando con atención a Ludo, “¿dónde queda
eso?” Carlos insultaba en ese momento a un chofer de
taxi. Luego dijo: “Ella es barranquina. No conoce Mi-
raflores, ¿verdad Lisa?” Se habían detenido ante un
semáforo. “Fíjate”, exclamó Lisa, señalando a un tu¬
llido que se arrastraba hasta el automóvil con un mo¬
no agarrado de la cola: “Cincuenta soles no más”, gri¬
taba apoyado en su muleta. “¿Cómo se llama?”, pre¬
guntó Lisa sacando la cabeza -por la ventanilla. El tu-

— 79—
llido balbuceó algo, pero ya Carlos aceleraba a fondo
para atravesar la Avenida España. “Es un mono cual¬
quiera”, decia, “robado seguramente. ¿Por qué no ma¬
tarán a estos vagos? Es una vergüenza. El otro día co¬
nocí a un señor extranjero que me dijo que Lima es¬
taba llena de mendigos”. Lisa, con el torso fuera del
carro seguía observando a su mono perdido. “Déjame
aquí no más”, propuso Ludo cuando llegaron a la Ave¬
nida Uruguay. Carlos se detuvo: “Entonces, nos vemos
en la Facultad, ¿no es cierto? El próximo lunes. Ya te
contaré”.
Ludo se echó a caminar hacia la Plaza San Martín.
Al pasar por los portales vio el Bar Zela atestado de
borrachos vetustos, que parecían no haberse movido de
allí desde hacía varios años. A esa hora bebían cerve¬
za o chilcanos de guinda. Uno de ellos lo saludó, pero
a pesar de fijar la vista en él. Ludo no pudo reconocer¬
lo. Cuando en “El Comercio” escribía el anuncio de al¬
quiler recordó que el hombre que lo había saludado
era un viejo escritor, un hombre que no había partido
de cero, pero que había llegado a él, de soneto en so¬
neto, hasta no ser otra cosa que un inquilino de hotel
sórdido y un paciente de manicomio.

Más tarde, de regreso hacia el paradero para tomar


el ómnibus vio surgir en el poniente el sol de brujas. Es¬
to siempre lo entristecía, porque le recordaba una in¬
fancia lejana, irracional, la de las casas de quinta, los
empapelados y su abuela con bolsas llenas de galletas
rotas. Sol de brujas: una ráfaga horizontal de luz dora¬
da que se estrellaba contra las cornisas de los campa¬
narios, contra las ventanas teatinas, contra los cristales
de los edificios, provisionalmente, pues luego la luz as¬
cendía, conforme el sol declinaba, para buscar las lo¬
mas, la cruz del cerro San Cristóbal y finalmente re¬
flejarse en una nube tardía, en un patillo rezagado,
mientras la ciudad se ahogaba en un disturbio de rui¬
dos y avisos comerciales.
Era imprescindible tomarse una cerveza. Cambian¬
do de rumbo. Ludo se fue hacia el Parque Universita¬
rio. Por las estrechas calles del centro andaba arrollan¬
do a empleados _ que, corrían hacia los ómnibus y los
tranvías. Las oficinas seguían vaciándose. Epoca ceni¬
cienta de su vida. Conocida. ¿Adónde iba tanto hombre,
tanta mujer, vestidos todos, cosa increíble, vestidos to¬
dos hasta con coquetería, afeitados o peinados, polvos
y brillantina, raya del pantalón pasable, chompa lava-

— 80—
da, así, por legiones, moléculas disparadas, tristes de
verdad o más bien resignados o tal vez aguantadores,
hacedores de colas, buena gente que comía lentejas, fa¬
náticos de Gary Cooper, con hijos, con problemas, con
su pasado en pantalón corto, sus fotografías en la carte¬
ra, sus amores y espasmos terribles, su gripe, sus mue¬
bles a plazos?
Era una pregunta, varias preguntas demasiado com¬
plejas. Ludo empujó la portezuela del “Palermo” y de
inmediato escuchó una exclamación. En un apartado
estaban Cucho, Hugo, Carlos, Victoriano, Manolo, todos
sus amigos de San Marcos. “¿No sabes la noticia? Al
doctor Rostalinez, lo han nombrado director del Ateneo.
Hace unos días. Esta noche hay allí una lectura de cuen¬
tos”. Pronto se encontró sentado ante un vaso de cer¬
veza, envuelto en un torbellino de disputas. “¿Por que
han inaugurado el Ateneo con^ cuentos?”, protestaba
Cucho, “es un género caduco. Sé que en Europa nadie
se dedica a eso. Sólo los yanquis. . . Victoriano, inspi¬
rándose en Platón, trataba de explicarle que el cuento
era eterno, la versión moderna del mito antiguo, mien¬
tras que Carlos observaba que vivíamos en el siglo de
la novela, a pesar de que hacía treinta años que se ha¬
blaba de su decadencia y se lanzó en una complicada
disquisición acerca del monólogo interior, de la forrna
de utilizar el diálogo, sin necesidad de un comentario
narrativo: “Como dice Faulkner. . .” Pero a todos, Faulk-
ner les importaba un pito. “El petróleo”, exclamaba Pa¬
blo “cuando se escriba una historia del petróleo na¬
cional, sólo entonces”. “Nuestra revista murió antes de
nacer”, argumentaba Hugo, “yo pienso sacar un sema¬
nario deportivo”. “Ojo”, pontificó Manolo, “el arte es
una superestructura”. “¿Quién habla aquí del petró¬
leo”, gritaba Cucho, “¿qué tiene que ver el petróleo
con la póesía?” “Lo importante es saber controlarse.
Él que domina sus músculos y sus pasiones, ése llega¬
rá lejos”, dijo un desconocido que, sin que nadie supie¬
ra por qué, estaba incorporado al grupo. La puerta del
bar se abrió y apareció Olga. “Aquí”, grito Carlos ha¬
ciéndole un gitio en su silla. “El sábado hay un baile
en la Asociación de Escritores. Tengo un talonario con
entradas”, anunció Olga. De inmediato vendió una
cena de billetes. “No tengo plata”, se excuso Ludo. ^ le
lo dejo al crédito”. Cucho pidió seis cervezas mas. Es¬
cuchen ¿qué les parece este comienzo? Los días pasan,
como tranvías”, “Ludo, ¿no has firmado el manifiesto

81—
“¿Contra quién?”. “Contra el dictador. Además, ;qué
importa?”. “Denle un lapicero”. “¿Qué te pasó en la
mano?”. “Hay cuarenta presos. En los sindicatos ” “¿Y
la vida sexual en la Colonia?”. “Ocúpate de la Repú¬
blica”. “El mundo es ancho y ajeno”. “De pronto se
siente una especie de ahogo y el infarto llega”. “El dan¬
zón es un baile que han inventado los mexicanos”. “Di
^ una fotografía”. “Rostalinez no sabe na-
¿y que vas a leer? Figuras en el progra-
• . Rostalinez ha leído todo”. “Stendhal escribió la
cincuenta días”. “Mí primera medida cuando
sea Ministro de Gobierno será burdel obligatorio y gra-
mito para todos”. “No tengo nada escrito”. “Una Coca-
Cola, pero con un ron adentro”. “Pero, sí, Ludo lee
cualquier cosa”. La puerta del bar volvió a abrirse.
Viva la vida : Eleodoro entró completamente borra¬
cho seguido de Pirulo que trastabillaba. “Tengo que
hablar contigo”, le dijo Ludo. Pirulo pestañeó- “Herma-
non, estoy medio zampado”. Cuando Olga dijo que ya
eran las siete y media se dieron cuenta que a las ocho
comenzaba la lectura en el Ateneo. Todos echaron di¬
nero sobre la mesa. “He visto un cojo que vendía un
mono , murmuro Ludo cuando el grupo se ponía de
pie. Pero nadie lo escuchó.
Mientras el grupo viajaba hacia Miraflores en dos
colectivos Ludo tomo un taxi para recoger de casa su
cuento. _,No me quedare a comer esta noche, ya puse
el aviso , dijo a su madre en la cocina y fue hacia su
dormitorio Si no fuera por el alfil que entregué es¬
túpidamente en la apertura”, “rey y tres peones contra
rey y caballo-' “Allí está el secreto-’ pensfíCdo a^a-
sar delante del cuarto de Armando, “se convierte la
vida en piezas, se la miniaturiza, se la vive cada vez
sobre el tablero, se la reproduce, se la corrige, se le
explicación, en una palabra, se la do¬
mina . llegar a su dormitorio sacó de su pupitre un
cartapacia Escritos a máquina había una docena de
cuentos. Después de echarles una rápida ojeada cogió
dos al azar y antes de salir echó una mirada a la galería
de retratos. Los cinco rostros'lo observaban con iro¬
nía Incluso en la fotografía de su padre le pareció notar
cierta mofa Ludo les hizo un saludo vago con la mano
tin'ieblas^^”^^° conmutador de la luz los dejó en las

• tenía su verja abierta de par en nar El


jardincillo de la entrada estaba lleno de lente que con-

— 82—
versaba a voz en cuello. El acceso del doctor Rostalinez
a la cabeza de esa asociación había democratizado el
ambiente. El Ateneo había estado siempre dirigido por
solteronas menopáusicas que organizaban allí tes de
caridad y veladas artísticas de gusto muy dudoso: so¬
pranos que se ahogaban, pianistas que olvidaban su
partitura y sobre todo conferencistas oscuros y probos
que desplegaban lenta, melosamente, los capítulos de
un sermonario colonial, cívico y edificante.
Guiado por la rotunda calvicie del doctor Rostali¬
nez, Ludo se abrió camino entre el gentío. Mientras
atravesaba el vestíbuí^ vio una pizarra donde, entre
rosetas pintadas con tizas de colores, figuraba su nom¬
bre en letras góticas. El doctor se dejó felicitar. “Pase¬
mos por acá”, dijo, “una de mis primeras medidas ha
sido crear un bar en esta casa”. Detrás de la sala de
conferencias había un patio y en el patio una rnesa lle¬
na de botellas y de vasos. “La revista saldra . Se trata
de un retraso solamente. Y se llamará Prisma. Esta con¬
venido”. Ludo asintió mientras trataba de reconocer
con la mirada a sus eventuales auditores. Aparte de sus
amigos que, como era natural, estaban en el bar, vio
innumerablGS rostros dGsconocidos, GstudisntGS de Ssn
Marcos, tal vez, o amigos de los amigos de los lectores.
Había también un grupo de viejas, miem.bros segura-
niGntG dG la antigua dirGctiva, qug asistían simplGmcntG
por deber o con el propósito de comprobar la decadencia
de la institución. “Después de la lectura nos quedare¬
mos un grupo”, dijo el doctor; “hay que hacer un poco
de ruido aquí. Este local me ha parecido siempre una
capilla ardiente”. Pirulo se acercó: “El ambiente esta
que arde, hermanón. ¿Qué vas a leer?” Ludo observo
SUS ojos vidriosos, su cabollcra alborotada y de inmG-
diato superpuso a esa imagen la de Carlos Ravel cot su
impecable camisa, su gomina y su automóvil. Estas
fregado”, respondió, “es lamentable, pero estas frega¬
do” El doctor intervino: “Creo que ya es hora de em¬
pezar. Se leerá por orden alfabético. Hemos omitido
la presentación”.
En la sala de conferencias, delante de las bancas
reservadas al público, había una mesa con cuatro sillas
y en la mesa una garrafa con agua y un vaso. Ludo y
los otros tres lectores se acomodaron en ellas, mientras
los auditores iban ocupando sus plazas. Como no ha¬
bía asiento para todos, algunos quedaron de pie al íon-

— 83—
do de la sala y otros, después de vacilar, prefirieron
salir al hall y privarse de la lectura.

Al poco rato el público cesó de hablar. Todos mi¬


raban hacia la mesa, donde los cuatro lectores, con sus
hojas en la mano, parecían esperar una orden que na¬
die se creía autorizado a dar. “Corte inglés. Sesenta so¬
les el metro”, decía alguien ^en el hall. Un auditor se
puso de pie y cerró la puerta de la sala.
“Sangre en la tierra”, exclamó al fin Gregorio Bol-
ta, el primer lector, con una voz estridente. Ludo com¬
probó con cierto estupor que el inédito de Bolta era
apreciablemente largo y que a él le correspondía leer
al final. “Sangre en la tierra”, repitió Bolta, esta vez
con voz engolada y añadió; “Cuento de ambiente se¬
rrano, dedicado a mi madre”. Mientras Ludo escuchaba
el comienzo (“El sol iracundo lanzaba sus dardos de
fuego sobre el maizal dorado. . . ”) observó al público
que, con los labios entreabiertos, tenía la mirada cla¬
vada en el rostro de Bolta, como bajo el efecto de un
pase magnético. El doctor Rostalinez, en primera fila,
rodeado de las viejas menopáusicas, se acariciaba el
rnenton y miraba un punto indefinido del cielo raso.
( Y el caminillo subía por la falda de'l cerro como un
zurcido esplendente en el albor matutino...”). Ludo
echó una mirada a sus compañeros. Carlos releía el
cuento que iba a ofrecer al público, mientras Eleodoro
examinaba el vaso vacío con cierta nostalgia. A su vez
leyó la primera frase de su cuento: “Hacia el atarde-
cer, Humberto y Luisa ’ y sintió una súbita vergüenza.
¿A quien diablos podía interesarle lo que sucedía entre
Humberto y Luisa? Es verdad que el auditor no sabía
hasta el final que eran hermanos, pero de todos modos
la historia le pareció arbitraria, falsa, copiada de la co¬
pia mas mala. (“Y los carneros, como un paquete de
algodón alborotado. . .”). Carlos acercó su cabeza “;De
donde han'sacado a este Bolta?”. Ludo le respondió al
oído: ‘Es un descubrimiento del doctor Rostalinez- co¬
mo nosotros”. Ludo volvió a observar al público. En su
mayoría eran hombres. Algunos habían empezado a fu¬
mar. Las mujeres en cambio seguían la lectura con ma-
yor atención Al fondo distinguió los rostros de Cucho
de Manolo, los que, al percibir su mirada, le hicieron
un signo alentador con la mano. Más atrás, de pie, cer¬
ca de la ventana, un hombre corpulento y con lentes
parecía mirarlo en forma casi impertinente. Ludo trató
de sostener su mirada, pero al pensar que ese hombre.

— 84—
precisamente ese, escucharía luego su lectura, no se
atrevió a proseguir el juego. (“Canalla, eres un indio,
me la pagarás...”). El magnetizador había tal vez re¬
tirado su pase. El público se movía, cambiaba de pos¬
tura, los ojos comenzaban a vagar por las paredes. Sólo
el doctor Rostalinez mantenía su posición y continuaba
mirando imperturbable un punto indefinido del techo.
“Muere”, gritó de pronto Bolta y I9S auditores, distraí¬
dos, dieron un respingo sobre su asiento. Se produjo un
silencio enojoso. El público se miraba entre sí, miraba
a Bolta. Algunos voltearon la cara pensando que tal vez
el grito había venido de la calle. Y Bolta, pulsando la
cuerda patética, concluyó; “Y la madre tierra, surcada
por tantas cicatrices, abrió sus entrañas y recibió a
borbotones el óbolo de su sangre”. Después de un mo¬
mento de desconcierto el doctor Rostalinez dio la pri¬
mera palmada y pronto la sala lo imitó. Ludo compro¬
bó con perplejidad que las viejas de la ex directiva
aplaudían con ardor.
Carlos era el segundo lector. Para felicidad suya
había escogido un cuento breve, pero escrito con una
técnica tan moderna que para entender algo era nece¬
sario tener el texto delante de los ojos o estar iniciado
en las formas avanzadas de la narrativa. Era un mo¬
nólogo* interior de una prostituta frente a un espejo,
combinado con la descripción de un reloj de péndulo
hecho por un narrador invisible y con el dialogo que
un joven, en Un lugar y un tiempo imprecisos, sostenía
con un inspector de tranvía. Era evidente que el publi¬
co se hallaba perdido y el propio Ludo se sintió extra¬
viado cuando un nuevo personaje —quizás el descri-
bidor del reloj— hacía su aparición bajo la forma de
un sacerdote renegado. Carlos se interrumpió como pa¬
ra tomar aliento, pero ya no siguió leyendo. Su cuento
había terminado. “Fin”, repitió al cabo de un rato. Es¬
ta vez hasta el doctor Rostalinez pareció haber sido co¬
gido de'sorpresa. Ludo se creyó obligado a iniciar los
aplausos y pronto aquí y allá sonaron algunas palnia-
das corteses en su mayoría o distraídas. Solo al íoncm,
el hombre corpulento de anteojos siguió aplaudiendo
con una tenacidad que resultaba ya burlona.
Después de las dos primeras lecturas se había pre¬
visto un corto intermedio. Algunos oyentes se levanta¬
ron y disimuladamente se fueron dirigiendo hacia la
puerta. Abriéndola, desaparecieron en el hall. El resto

85—
se mantenía en sus bancas, cambiando opiniones en voz
baja. Ludo aguzó el oído: “Un tomate cortado en ro¬
dajas, dos dientes de ajo molidos, pimienta, sal...”,
decía un auditor a su vecino. Carlos acercó su cabeza:
“¿Qué tal? ¿te gustó?” Ludo sólo atinó a decirle: “Tie¬
ne mucha atmósfera”. Nuevamente pensaba en su cuen¬
to. El que había traído de repuesto era igualmente ile¬
gible. Eleodoro se había levantado, un poco irresoluto,
seguramente para ir a echarse un trago al bar. Su re¬
greso marcó la reanudación de la lectura. La sala esta¬
ba medio vacía.
Ludo escuchó esta lectura con atención, a pesar de
que algunos oyentes conversaban en Voz baja y que
por la puerta entreabierta del hall llegaba el ronroneo
de una turba aburrida. Eleodoro leía bien, dramatizan¬
do un poco tal vez, pero con emoción. En sus cuentos
no pasaba nada o pasaba muy poco. Cuando terminó
los aplausos fueron espontáneos. El hombre corpulento
colaboró en esta aprobación.
Apenas había anunciado el título de su cuento Lu¬
do escuchó llegar del hall el son de un mambo. Alguien
había puesto un disco en el pick-up: “Baila baila como
el pingüino, baila...” Ludo elevó la voz y siguió le¬
yendo, pero conforme avanzaba se daba cuenta no sólo
de que su cuento era una estafa, una impostura, sino
que la situación que vivía en ese momento era incon¬
gruente: tener que leer cuando no quería leer delante
de un ppblico que no quería escuchar. Y el mambo se-
guia tronando. Y nadie se atrevía a cerrar la puerta. Un
auditor se levantó: Ludo creyó que había adivinado
su deseo, pero cuando el auditor llegó a la puerta se
colo por su intersticio y desapareció. Otro lo imitó. No
valia la pena mantener esa ficción. Cuando le faltaba
una pagina Ludo dio por terminada su lectura con esta
formula: Muchas gracias”. Pero el pingüino era dema¬
siado atractivo. Apenas sonó el primer aplauso el pú¬
blico se levantó para precipitarse al hall. El doctor Ros-
talinez, de pie, para dar a entender con esta actitud
que la lectura había terminado, daba unas palmadas
acornpasadas y solemnes. En una vieja que huía Ludo
creyó leer un signo de reprobación. La sala se vaciaba
Sin clemencia. Solo al fondo el hombre corpulento lo
ovacionaba con fervor. Ludo lo vio avanzar entre las
bancas desiertas y pronto lo tuvo delante de la mesa
^^anoche’”^°^ ^i^teojos preguntó: “¿Observaste el eclip-

— 86—
]l_fc:s’u pregunta recondujo a Ludo a su mnez. Pa-
. pur la cancha de fútbol hablando entonces de Dios
o rte los pilotos suicidas del Japón, mientras sus com-
pn fieros ponían un ardor insólito en dar con el
golpe a una bola de cuero llena de aire con el objeto
de impulsarla entre tres palos, dejando en el espacio,
elástico como un pez, a un arquero derrotado.
“Estuve en el colegio hace poco. Casi nada ha cam¬
biado. El Director tiene más caspa, se sigue sacando los
mocos y uno de estos días se nos muere de cáncer ,
dijo Ludo. “Vas por el peor de los caminos. Literatu¬
ra, ¿qué es eso?” Otros amigos se habían acercado.
“Baila baila como el pingüino”. Ludo presento a. Se¬
gismundo. Pirulo lo conocía también del colegio. Eleo-
doro, de alguna otra parte. La banda se subdividio. Lu¬
do se vio de pronto en el hall. Una señora le pregunto
si para escribir era necesario trazar de antemano un
plan. Otra mujer besaba a Carlos cerca de la oreja.
“Baila baila como el pingüino”. Y se bailaba, realmen¬
te, como el pingüino.
“Ateneo... peripatetismo”, decía Victoriano cami¬
nando del brazo con el doctor Rostalinez. “No, yo no
hago ningún plan. Las cosas salen o no
se vio nuevamente. al lado de Segismundo. ^ Tenemos
que conversar”, dijo éste, “vámonos de aquí. Hay un
ambiente snob, pero burgués. ¿Sabes tu que cosa es un
burgués?” Pirulo decía: “Tú dejaste el colegio en ter¬
cero o cuarto de media. ¿Por que? Dicen Que te fuiste
a un colegio nacional y después a Arequipa Como el
pingüino” Segismundo protestaba; Nada de pajares
Soy un cuadrúpedo o nada. ¿Nos^ vamos. . El doctor
Rostalinez se acercó: “Una reunión el
en mi casa. Hablaremos de la revista. Muy bueno tu
cuento”. Ludo agradeció, pero ya Segismundo lo arras¬
traba hacia la puerta; “Ateneo. ¿Es una persona o un
nersonaje? Hay cosas mucho mas interesantes. Por
ejemplo, alguien que canta solo, de noche, cerca de un
muladar”.
Mas tarde estaban en el bar “El Triunfo” de Sur-
quillo. “Es extraño”, dijo Ludo, “no se a que
adquiere su verdadera cara. Pero tengo la impresmn
de que tú tienes ahora la verdadera, _la q^ te toca. T^l
vez eso ocurre pasados los veinte anos. O depende de
cómo se ha vivido. Sólo los niños precoces conocen su
cara antes de tiempo”. Segismundo no hacia caso de

- 87—

\
es^s sutilezas. En menos de diez minutos había consu¬
mido dos botellas de cerveza. “Literatura”, masculla¬
ba, “¿quienes eran esos imbéciles que leían en el Ate¬
neo? Tú incluido. Gente de poco vuelo, escriben, ¿sa¬
bes? Hacen dibujitos en un papel, caquita de mosca lle¬
na de grandes ideas”. En seguida añadió: “No me has
reconocido porque en los últimos años he aumentado
mas de treinta kilos. Ahora peso ciento cinco. Y ade¬
mas, ¿quieres que te lo diga francamente? He sufrido
Dime con franqueza, ¿tú has sufrido? ¿Sabes lo que es
el sufrimiento?”. Ludo pensó: “Hice la primera cornunión
con un temo azul de mi hermano que me quedaba gran¬
de y un condiscípulo se acercó y me dijo: “Te has puesto
el temo de tu hermano”. Mi madre lloró una noche por-
que no había pagado unos recibos de la luz. A los siete
arios creía que detrás del espejo del ropero estaba el
míierno. Mi padre murió aferrado...” “A mi manera”
respondió. “Sólo hay una manera”, prosiguió Segismun-
do, cuando se han tocado los límites de ciertas cosas
Del placer, por ejemplo. Más allá, no queda más que
la destrucción . Ludo lo miró con escepticismo: su as-
pecto era rubicundo. “Mírame, obsérvame con pacien-
Yo soy una ruina, una ruina llena de grasa, lo que
se llama una ruina opulenta. Parece grotesco lo que te
sufrimiento en-
gorda? Ludo volvio a observarlo y creyó notar que, en
efecto. Segismundo llevaba su corpulencia como íina
sanción.

1 Cristal , grito Segismundo sacando la cabeza


Eíi una mesa vecina Ludo recono¬
ció a Fehx, una especie de maleante que Pirulo le ha-
presentado, famoso en SurquiUo por ser el
matón de moda. Segismundo observó a Félix v Félix
le devolvió la mirada. Ludo temió estos cambios de
miradas que en SurquiUo eran siempre el preludio de
alguna pelea. Pero, justo cuando el mozú llegaba con
la cerveza, Segismundo se levantó de su. silla il mismo
abíS?o ^ para darTe Z
aprazo. Pronto comenzaron a conversar en ierea Se¬
gismundo cogio la botella y sin pedir que se la desta¬
paran rompió su gollete contra el bo?de de la mesa
con Félix. Como en esos tiempos”, decían be-
biendo por turnos del pico astillado. Segismundo re-
“fhfanrfn conoces?”, preguntó Ludo.
Cuando una persona desaparece de Lima, ¿dónde crees

— 88—
tú que está? Si no se ha ido de viaje, está en un sana¬
torio. O en la cárcel”.
Segismundo volvió a encargar otra cerveza y ade¬
más tres platos de lomo saltado, mientras le contaba
que en esos cinco años que no se habían visto* había
hecho muchas cosas. “Todo empezó de una manera
muy sencilla; un día me di 'cuenta que mi padre hacia
quince años que leía en el mismo sillón el mismo pe¬
riódico. Entonces me dije; hay que irse”. Había estado
de grumete en un barco, después en las minas de Moro;
cocha, después en un almacén de Arequipa. “¿Por que
has pedido tres platos de lomo saltado? , pregunto Lu¬
do cuando el mozo los depositó sobre la mesa. “Los vi;
cios no se vencen, sino que se reemplazan”, respondió
Segismundo, atacando uno de los platos con ferocidad.
La mesa estaba llena de botellas vacías. Una vez en el
barco un marinero se cayó a la bodega y se rompio la
espina dorsal. Estábamos en altamar. Era curioso, pero
no había médico a bordo. Agonizó durante tres días .
Ludo comenzaba a ver las caras borrosas. El mambo
del pingüino, que alguien había puesto en el juke-box
del bar, le recordaba al Ateneo y la invitación del doc¬
tor Rostalinez para quedarse después de la lectura. Pe¬
ro Segismundo, antes de terminar su ración, había en¬
cargado otro lomo saltado y una botella mas de cer¬
veza.
“Te debo hacer el efecto de un monstruo, pero
mientras tú ibas a la universidad y estudiabas tu De¬
recho, yo simplemente viajaba por el Pem o por los
mares y vivía...”. “Intensamente”, pensó Ludo, cre¬
yendo descubrir en esas historias una pizca de fanfa¬
rronada. “Cuando estuve en las, minas, a cerca de cinco
mil metros de altura, escribí una novela. Cuando la ter¬
miné me di cuenta que era un desastre, peor aún, nada,
mierda pura, al lado de lo que había visto, de lo que
había vivido. ¿Cómo explicar lo que es un socavón,
miles de mineros cansados o podridos? Se puede escri¬
bir tal vez, p’éTo ¿con que objeto? Tu historia del in¬
cesto que leiste ahora me parece infame. Yo, franca¬
mente, te confieso que si no me he acostado con mi
hermana es 'porque no he tenido la ocasión .

Sin duda, Segismundo quería escandalizarlo. “Fí¬


jate”, dijo Ludo, “todo lo que dices es apasionante. Pe¬
ro durante estos cinco años yo también he vivido a mi

—89
manera. No he trabajado en minas ni he viajado en
barcos, pero en cambio he trabajado tres años en una
oficina y he viajado siete años en ómnibus mirando la
cara de los pasajeros. Además, no me he movido de
Lima y ésta es la peor de las aventuras. Ignoro mu¬
chas cosas, pero quizás esa sea mi defensa. Ultimamen¬
te.. .” Pero ya Segismundo lo interrumpía: “Te quiero,
Ludo. No olvido cuando tú eras pálido, más que ahora
y yo usaba un pantalón corto, un pantalón azul y des¬
teñido y tú usabas un pantalón bombacho verde y Pi¬
rulo usaba un pantalón morado a cuadros y tú herma¬
no uno marrón también a cuadros. Me acuerdo de to¬
dos los pantalones que usábamos. Pero me acuerdo más
aun de la noche en que se podujo el eclipse y lo pri¬
mero que se me ocurrió a la mañana siguiente (¿con
quien otro lo había de comentar?) fue llamarte por te¬
lefono y cuando levantaste el fono me dijiste-que jus-
to,^ en^ ese momento habías pensado en llamarme a
mi...” Ludo, un poco conmovido, se animó a probar
su vaso. “Pero no es eso lo que quiero decirte. Mañana
me embarco nuevamente. Pero no de grumete, sino
de ayudante del contador. Quería decirte que me da
pena... Yo estoy un poco fregado, pero he visto claro,
i al vez esto no me salve, pero le dará a mi vida cierta
explicación. Ustedes, en cambio. . . Claro que arrastro
una serie de taras: quince años en el mismo sillón v
mi hermana casada con un militar’-’. “La mía también’’
dijo Ludo, ¿qué culpa tenemos de ello? Además mi
cunado es humano, simpático en su casa, trabajador
como una buena bestia y diría que hasta inteligente.
Ln el cuartel no se cómo será. En una guerra tampoco.
A lo mejor mata... En fin, sólo quería observar esto:
que tengo miedo a intimar con las personas, porque en¬
tonces les perdono todos sus defectos. Prefiero mante¬
nerme distanciado, pues es la única manera de poder
juzgarlas fríamente”. Segismundo, en lugar de respon¬
der, se dejo caer de su silla fuera del apartado Ten¬
dido en eL piso bramaba: “Ayúdame, Señor” Fé-
amigos lo rodearon, pero Segismundo, des¬
pués de besar las baldosas llenas de colillas, se puso de
pie y regreso al apartado. “Solamente quiero decirte
una cosa, Ludo. Eres el peor de los pajeros. Menos re¬
flexión, mas pasión. Mira a tu alrededor y olvídate de
ti, razonador infecto”. Ludo pensó en sus cien años de
jurisconsultos cartesianos y estuvo a punto de darle la
razón, pero ya la pandilla de Félix invadía el apartado
con una botella de aguardiente. Todo el mundo bebió

— 90—

I
en un alboroto de risas y cara jos y sin transición Ludo
se encontró en la calle con Segismundo, caminando ha¬
cia el tranvía.

Llegaron a pie al Ateneo, envueltos en una bruma


etílica. Este local, rodeado de casas somnolientas y se¬
ñoriales, tenía a esa hora tardía de la noche el aspecto
de un cabaret. En el hall se bailaba a media luz, con
música en sordina. Más atrás, en el patio-bar, los escri¬
tores bebían y discutían sin interrupción. “En Lima es¬
tamos perseguidos por el fantasma del alcohol”, dijo
Segismundo al observar ese espectáculo, “¿has llevado
la cuenta de la cantidad de poetas, de pintores que tan¬
to prometían que fueron tragados por el pantano? Cuan¬
do veo un borracho me digo; a lo mejor era un Joyce,
un Picasso”. El doctor Rostalinez parecía acusar una so¬
berana sobriedad. “Bienvenidos, hablamos de cosas se¬
rias. ¿Saben que Victoriano viajará a París?” Segis¬
mundo y Eleodoro se fueron a beber a un rincón, mien¬
tras Pirulo, al ver a Ludo, se acercó a él apoyándose
en la pared. “Hermanón, eres un genio. ¿Sabes cómo
empezaré mi novela, si algún día la escribo? Escucha:
mi amigo Ludo'enloqueció al anochecer”. Ludo lo abra¬
zó. Era el momento de los abrazos. “Carlos Ravel está
saliendo con Lisa”, dijo Ludo. “¿Los has visto?”. “Se
iban hoy a Chosica”. “Y después de todo, ¿a mí que me
importa? ¿Quién es ese Ravel? ¿Quién es Lisa? Que se
vayan a la mierda. Vivamos el momento, hermanón.
Está que arde el ambiente. ¿Has visto el hall? Baile,
compadre, bailongo...” Ludo recordó el fragmento de
una escena: una zamba, sí, una hermosa zamba que
trabajaba de sirvienta en su casa. Pirulo con una pijama
a rayas. El jardín. La ropa tendida en el cordel. Pero
ya el doctor Rostalinez, glorioso emisario de la reali¬
dad, irrumpía: “Prisma, ni hablar. Es el mejor nom¬
bre”. “¿Por qué no bailamos?”, decía alguien. “Vamos
al hall”. El grupo abandonó el bar con sus vasos en la
mano. “Pirulo está fregado”, dijo Segismundo al oído
de Ludo, “lo he estado observando. Va por el camino,
por mi camino. Pero a ciegas. Sin haber comprendido”.

Al entrar al hall encendieron la lámpara central:


sólo cuatro o cinco parejas habían estado bailando en
la penumbra. En estas reuniones siempre faltaban mu¬
jeres. Estaban Olga, sus dos primas y una jamona que
nadie conocía. Ludo sacó a bailar a una de las primas
de Olga que, según le pareció recordar, había seguido

91—
<

con atención su lectura. Era morena, baja y agradable


al tacto. “Su cuento es terrible”, le susurró al oído. Lu¬
do pensó decirle (influido por Segismundo); “Idiota. Yo
hubiera querido acostarme con mi hermana”. Pero la
muchacha parecía tan indefensa. Además, Segismundo
cruzaba el salón, obstruyendo el baile, rumbo al toca¬
discos. Arrollando a Carlos, que bailaba con la jamona,
llegó al aparato y subió el volumen. Las paredes tre¬
pidaban. Alguien cantaba un bolero. Vereda tropical.
Melodía vieja, Uena de historia. Segismundo -sentado
en un taburete tenía la cabeza prácticamente clavada en
el parlante, por donde se desbordaba el bolero estri¬
dente. Carlos se acercó y bajó un poco el volumen. Se¬
gismundo lo volvió a subir. Carlos a bajar. Se produjo
una de esas estúpidas guerras nocturnas, ebrias, dispa¬
ratadas, por quítame este disco. Las manos, que alter¬
nativamente buscaban el botón del volumen, se encon¬
traron en el camino, se rechazaron, se trenzaron, se
agredieron y de pronto el conflicto se extendió al bra¬
zo, al torso, a la pierna, a la cabeza y en un momento
dado Segismundo y Carlos estaban rompiéndose el uno
contra el otro. Simplemente por descuido o por las le¬
yes de la gravedad, la masa de Segismundo se desplo¬
mó aplastando a la de Carlos. Después de algunos pa¬
taleos pudo notarse que Segismundo estaba sentado a
horcajadas sobre el vientre de Carlos y cogiéndolo de las
orejas le golpeaba el cráneo contra el piso. Las muje¬
res gritaban. El doctor Rostalinez lanzó una admonición
que no produjo efecto. Eleodoro y Cucho intervinieron
para levantar a Segismundo de las axilas, mientras
Ludo y Pirulo arrastraban a Carlos hacia el baño. Allí
le echaron agua ^ la cabeza, lo hicieron vomitar y lo
dejaron doblado, pero vivo, sobre el lavatorio. Cuando
Ludo regresó notó que la fiesta se había reanudado:
Cucho bailaba con Olga y el doctor Rostalinez con la
jarnona. “Lo siento”, dijo Segismundo, “quisiera pe-
dirle disculpas a ese muchacho”. Ludo señaló el baño:
No tiene nada. Ya Pirulo lo trae. Has estado a punto
de hacerle daño a nuestra literatura”. En ese momento
terminaba la pieza. Olga regresaba al sillón donde sus dos
primas la esperaban. “¿Por qué no me presentas a ese
pequeño monstruo con faldas?”, preguntó Segismundo.
“Olga”, llamó Ludo, “te presento a un amigo”. “A us¬
ted nunca lo he visto en San Marcos”, dijo Olga “;por
que querido matar al pobr^^ Carlos? Aquí tengo unas
entradas para el próximo baile de la Asociación de Es-

— 92—
critores. Diez soles boleto”. “Escritores”, musitó Segi
mundo y cogiendo el talonario que le entregó Olga co
menzó a rasgar los boletos uno por uno mientras, im¬
perturbable, arrojaba los añicos por encima de su hom¬
bro. Olga miró a Ludo y enseguida levantó la mano y
cruzó dos, tres veces la mejilla de Segismundo. De in¬
mediato se echó a llorar. El baile se interrumpió otra
vez. “Ha roto todos mis boletos”, chillaba Olga. Segis¬
mundo, envuelto en una nube de papelillos que flota¬
ban, se acariciaba plácidamente la cara, sonriente. Olga
cogió su cartera del sillón y abandonó llorando el Ate¬
neo. Segismundo se acomodó la corbata y salió con cal¬
ma detrás de ella. _

19 _La azotea era el único lugar holgado, agradable


(le c'sc minúsculo departamento por alquilar. Miraflores
era aún la ciudad de los árboles y las casas no pasaban
por lo general de los dos pisos. Por ello, desde la azo¬
tea, el balneario se ofrecía como un boscaje, como una
ondulación de copas verdes y rumorosas, intepumpida
aquí y allá por algún mirador intruso, por algún tejado
mustio de tanto esperar una lluvia. Tan sólo las torres
de la Parroquia, la del Municipio y la huaca Juliana
—sin ángulos ya, convertida en una loma redonda y re¬
cortada— sobresalían con cierta dignidad de esa in¬
mensa chatura.

Mientras Ludo trataba de reconocer la Alameda


Pardo por sus ficus, la calle Dos de Mayo por sus mo¬
reras y la Costanera por sus laureles, disting^iió a Ar¬
mando que había tal vez subido para relevarlo en su
ingrata tarea de esperar inquilinos. Armando miraba la
casa de al lado donde vivió la Walkiria. Allí estaba la
ventana enrejada. Miraba esa ventana con cierto estu¬
por contenido, como si a través de los barrotes le lle¬
gara la imagen de una niñez dichosa, interrumpida.
Cuando sus ojos se cruzaron. Ludo reconoció en los de
su hermano algo que nunca había notado: el desaliento.
Pero aquello duró muy poco, pues Armando le decía
sonriente: “Anoche tuve una partida terrible: reina
contra peón. ¿Te das cuenta? Reina contra peón. Perdí
naturalmente”. Ludo reflexionó sobre el sentido de esa
frase, pero ya Armando continuaba: “Si tienes que
hacer, anda vete. Yo esperaré. Parece que a las doce
viene una familia por la casa”.

— 93—
Una hora más tarde Ludo cruzaba rápidamente La
Colmena hacia la Plaza San Martín, donde tenía cita
con Segismundo. Desde lejos lo divisó, esperándolo al
pie de la estatua ecuestre del Libertador. Apenas Se¬
gismundo lo vio, se arrodilló en el cemento y abrió los
brazos como un penitente. Debía estar recitando algo,
porque sus labios se movían y algunos transeúntes lo
miraban con curiosidad. Ludo sintió la tentación de es¬
caparse, pero ya Segismundo se había" puesto de pie y
lo llamaba: “No te escondas, sucio oligarca”. Cuando-
Ludo se acercó, Segismundo decía: “Antes de que me
lleves a San Marcos debemos hacer una inspección
por un bar que conozco”. Ambos se echaron a caminar
hacia el Parque Universitario, mientras Segismundo
narraba la persecución de Olga por colectivos y tranvías
hasta alcanzarla en el Callao, donde le había hecho una
escena operática y había terminado por besarla .bru¬
talmente. “Después regresé a mi casa y no pude dormir.
Estuve haciendo mi equipaje hasta el amanecer. A las
siete de la noche tengo que embarcarme”. Segismundo
mostró una chingana del jirón Azángaro: “Aquí”. En el
rnostrador pidió un Vaso de pisco. El japonés que aten¬
día lo miró con extrañeza. “Sí, un vaso lleno, hijo del
sol naciente”. Cuando le sirvieron el vaso se volvió
hacia Ludo: “Y tú, ¿qué tomas?” Ludo se excusó: “Na¬
da en las mañanas”. Segismundo se bebió el vaso de
un sorbo y de inmediato pidió otro: “Conocer la uni¬
versidad es para mí algo memorable. Toda una ceremo¬
nia”. Ludo trató de explicarle que él estaba matriculado
en la Universidad Católica, pero que venía a San Mar¬
cos a conversar con algunos amigos, pero Segismundo lo
interrumpió: “Ya me llevarás entonces otro día a la
Católica, perro reaccionario”.
Entraron por la puerta que daba al Patio de Dere¬
cho. Sin quererlo. Ludo levantó la mirada y pudo leer
en el frontis del pórtico el nombre completo de su bi¬
sabuelo: “José Armando Tótem fue Rector de esta Uni¬
versidad de 1856 a 1864. Bajo su rectorado se refaccio¬
nó este local”. Ambos cruzaron el Patio de Derecho,
donde grupos de alumnos recorrían los claustros o dis¬
cutían cerca de la pila y se dirigieron al patio de Le¬
tras. “Quiero conocer a los genieciilos”. decía Segis¬
mundo, “esto debe estar lleno de genieciilos. Un ver¬
dadero hormiguero”. El patio de Letras estaba poco
concurrido. Las clases terminaban a las doce y aún
faltaban unos minutos para mediudia. Ambos se sen¬
taron en una de las bancas del claustro.

— 94.
Ludo inspeccionaba a los paseantes tratando de re¬
conocer a algún amigo. “¿Sabes que en todas las casas,
preguntó Segismundo, en las cocinas de todas las casas
hay siempre un euchillito infalible?”. Pero algunas clases
se vaciaban en ese momento en medio de un ronroneo.
Por las arcadas se acercaba Pedro Tales, estudiante de
Letras, actor de radioteatro y mecanógrafo de notaría.
Cuando pasó delante de la banca. Ludo le pasó la voz:
‘Te presento a un amigo” y le señaló a Segismundo.
Pedro alargó la mano ceremoniosamente: “Mucho gus¬
to”. Su mano quedó tendida en el aire. Segismundo
canturreaba mirando con indiferencia las palmeras.
“Qué gracioso”, exclamó Pedro, “¿de dónde ha sa¬
lido este monstruo? Oye, ¿sabes que nos parecemos en
los anteojos?” Segismundo se limitó a quitarse los an¬
teojos para meterlos en su bolsillo. Fue suficiente: Pe¬
dro Tales se revolcaba de risa. “Formidable, un tipo
kafkiano. Dime, Ludo, ¿por qué no llamamos a alguien
para que le haga lo mismo?”. De inmediato se lanzo
por los claustros a la caza de alguna víctima. “Ves”, di¬
jo Segismundo, “qué poco basta para alborotar a los
geniecillos. Uno infringe la más pequeña norma de cor¬
tesía y ya se sienten transportados”. Pedro Tales regre¬
saba conduciendo del brazo a Ramiro Peralva, solem¬
ne alumno de Derecho, que se había ganado una sólida
reputación entre los profesores por un artículo de cua¬
tro páginas publicado en un semanario, titulado: “El
sistema carcelario francés del siglo XIX a través de las
novelas de Honorato de Balzac”. “Te presento a un
amigo”, dijo Pedro mostrándole a Segismundo. Esta
vez Segismundo se puso de pie y le estrechó amable¬
mente la mano: “Elncantado”. Pedro quedó atónito. Se¬
gismundo se había vuelto a sentar para encender un ci¬
garrillo. Ramiro se volvió hacia Pedro: “Bueno, ¿y qué?
¿Para eso me has hecho venir?” Apenas escuchó esto,
Segismundo levantó una pierna y dio un golpe calcula¬
do en el codo de Ramiro, haciendo volar los libros que~
llevaba en la axila. Pedro se echó a reir. Ramiro, per¬
plejo aún por esa afrenta inesperada, no sabía si pro¬
testar, si recoger sus libros o si retirarse a la carrera.
Pero ya Pedro, cogiendo del brazo a Segismundo, se lo
llevó por el patio, lo enfrentó a solitarios que pasaban, -
lo incrustó en grupos de discutidores, lo exhibió ante
profesores, se atrevió a irrumpir con él en las clases
que comenzaban y cada una de estas confrontaciones
originaban de inmediato un escándalo, seguido de las

—95
carcajadas de Pedro, de la dispersión de un aglome¬
rado y de la iniciación de un nuevo episodio donde Se¬
gismundo, obeso, indestructible, era el ariete, el prota¬
gonista, la traza y la leyenda.

Ludo trató de ubicar a Olga entre las mujeres y


como se aburría se echó a caminar por los claustros de
San Marcos. De todos los grupos del Patio de Letras
le llegaban nombres propios, redondos y limpios, casi
siempre los mismos, Heidegger, Camus, Moravia, Orte¬
ga. Era como un juego de malabares: cuando un nom¬
bre era lanzado empezaba a rebotar de boca en boca,
de corrillo en corrillo, hasta que alguien lo dejaba caer
y de inmediato surgía otro nombre, que corría la mis¬
ma suerte, irrigaba el páramo de una inteligencia, ali¬
mentaba una pasión, enriquecía un repertorio o iba
simplemente a sepultarse en el desván de las ideas he¬
chas o de las inquietudes atrofiadas.
Ludo se vio de pronto en el segundo piso de la
Facultad de Derecho, bordeando las barandas que da¬
ban sobre el patio. Grupos rumorosos, la fuente acro¬
bática, los jardines, los árboles y el sol. Y una pobla¬
ción horrible, la limeña, la peruana en suma, pues allí
había gente de todas las provincias. En vano buscó una
expresión arrogante, inteligente o hermosa; cholos, zam¬
bos, injertos, cuarterones, mulatos, quinterones, albi¬
nos, pelirrojos, inmigrantes o blancoides, como él, cho¬
que de varias razas. Eran los rostros que había visto
en el Estadio Nacional, en las procesiones. En suma,
una raza que no había ericontrado aún sus rasgos, un
mestizaje a la deriva, Había narices que se habían equi¬
vocado de destino e ido a parar sobre bocas que no le
correspondían. Y cabelleras que cubrían cráneos para
los cuales no fueron aclimatadas. Era el desorden. Ludo
mismo era fisonómicamente desordenado. Tal vez den¬
tro de cuatro o cinco generaciones cada uno de sus ras¬
gos encontraría su lugar, al cabo de ensayos disparata¬
dos. Por lo menos el indígena puro tenía una expresión,
es decir, un contenido. Pero lo penoso era que el
indígena trataba de disimular su nobleza ignorada y la
recubría con elementos prestados, el peinado del. cho¬
lo, el traje del blanco, el andar del zambo, las mañeras
y los dichos de todos ellos y resultaba a la postre una
constantinopla de gestos y envoltorios. “Es el humus
de donde nacerá la flor”, se dijo Ludo, a manera de
consuelo, pensando al mismo tiempo que esa era una
formula botánica y cursi digna tan solo de figurar en

— 96—
algún editorial de periódico. Y continuó su camino,
evocando a ciertas mestizas mexicanas, a ciertas rosa¬
das sajonas, que repetían hasta el infinito su hermoso
sello facial al fin encontrado después de siglos de equi¬
vocaciones.
Abandonando la baranda se internó por los salo-^
nes, solitarios algunos, convertidos otros en ruidosas ofi¬
cinas. Colas de alumnos gritones o ujieres en uniforme
se interponían en vano a su paso. Iba detrás de un re¬
cuerdo enterrado en plena infancia. Su padre hablaba
ante una asamblea silenciosa. Hablaba de Plutarco.
¿Por qué? Cuando terminó su discurso se le aplaudió
en sordina, como lo hace la gente distinguida. Había
pieles, calvas, sombreros emplumados. Ludo, en pan¬
talón corto, se aburría en una silla, al igual que Ar¬
mando. Luego vio que el busto de su abuelo, que esta¬
ba tapado con un velo, era descubierto por un hombre
vestido de oscuro y que la gente volvía a aplaudir.
Claro. Ese busto había estado años en la sala de su
casa, ese busto de mármol, sobre el pedestal de ébano.
Ludo lo había visto, desde que tenía uso de razón,
seguirlos por todas las mudanzas, en Lima, en^ Ancón,
en Miraflores, siempre el mismo, embarazoso, sin saber
dónde ponerlo. Las casas noestaban hechas para los
bustos. Por ello su padre había resuelto obsequiarlo a
San Marcos. , , , j i.-
Ludo atravesó un vestíbulo donde había una per¬
cha capaz de soportar cuarenta sombreros y de pronto,
al cruzar la mampara, se halló en un enorme salón
plagado de retratos, que muy bien podía ser la Sala del
Consejo. Una mesa extendida de muro a muro parecía
esperar a invisibles congresales. Ludo recomo paso a
paso el aposento, solazándose con los retratos -^ada
cual era un Rector, los más antiguos llevaban golilla o
hábito clerical— hasta que en un rincón, detras de un
biombo, entre pilas de legajos, silencioso y cubierto de
polvo, hallábase el busto. Era el mismo: José Artemio
Tótem. De mármol, sobre pedestal de ébano. ¿Que tra¬
yectoria había seguido, por casas y oficinas, hasta lle¬
gar a ese triste rincón donde, con la ^ra vuelta a la
pared, parecía cumplir algún castigo? Tampoco en esa
casa Querían saber de él. I.udo observo sus rasgos feos
pero majestuosos y dominantes, su fría envicie
reposaba un polvo viejo. Con la manga de su saco la
limpió y luego, sacando su pañuelo, le hizo un nudo en
cada punta y se lo colocó-en la cabeza.

— 97—
El patio de Letras estaba agitado. Grupos de alum¬
nos señalaban hacia la pila o avanzaban corriendo ha¬
cia ella. Al acercarse Ludo vio que Segismundo, senta¬
do en el brocal de la fuente, se había quitado el saco,
la camisa, los zapatos y se aprestaba a desabrocharse el
pantalón. “¿Quién es?”, preguntaba alguien. “Es un si¬
cólogo que ha venido de Alemania”. “Es un enfermo
de una enfermedad rara: siente calor todo el tiempo”.
Cuando se bajaba el pantalón, Segismundo divisó a Lu¬
do y quedó inmóvil. Olga llegaba en ese momento-
“¿Es verdad que se quiere meter a la pila?” Segismun¬
do hundió la mano en el agua y trazó con ella una
bendición. Luego comenzó a vestirse entre las rechiflas
de los estudiantes.

Poco después-estaban en un apartado del Palermo.


Segismundo se había comido una docena de empana¬
das de pollo regadas con un vaso de pisco. A pesar de
ello se encontraba lúcido. Pedro Tales no lo había
abandonado un momento, lo sentía ya un poco de su
propiedad y lo protegía contra el asalto de los curio¬
sos. Olga, en cambio, parecía abstraída. “Uno contrae
Ciertos VICIOS para poder soportar las malas épocas”
decía Segismundo, “pero lo terrible es que cuando pa¬
san las malas épocas los vicios quedan. Entonces, vuel-
malas épocas”. Olga se acercó a Ludo: “Voy
a hablar por teléfono, ¿quienes acompañarme’” Am¬
bos fueron hasta un ángulo del bar. “Anoche estuve
con Segismundo”. Ludo la interrumpió: “Ya lo sé. Te
siguió hasta el Callao. Hasta te besó, me dijo”. “Eso es
pena, quisiera ayudar¬
lo . Pero SI esta completamente loco”. “¿Tú crees’”
Bueno, loco no es la palabra”. “Quiere que le guarde
unos paquetes. Como yo vivo al lado del puerto”. “;Oué
hacen allí, gritó Segismundo desde el apartado, “cuer¬
nos, cornudo, no soy todavía el marido y ya me están
^ganando , Olga y Ludo regresaron. “Aquí, pública¬
mente , dijo Segismundo, “delante de testigos, quería
hacerte una propuesta, Olga de mi alma, ¿quieres acos¬
tarte connngo? Tales bailaba de gusto sobre las cua-
silla- “Itespóndeme”. Ludo se puso de
.» dijo, “y por el camino de la fa-
• ,^a§ls™ubdo le extendió la mano: “Ya
se. iu santa madrecita te espera con el almuerzo nre-
parada Chau Esta vez creo que vamos hasta Califor-
3ó Ah l5 eclS""
— 98—
Cuando Ludo llegó a su casa vio que en efecto su
“santa madrecita”, como decía Segismundo, le había
dejado el almuerzo en el horno. Armando grito desde
SU cuarto: “Ya sg alquilo la casa . Ludo salió in-
mediato a la puerta falsa y vio un camión de mudanza
descargando muebles. El elemento de impudor que ha¬
bía en las mudanzas siempre le había llamado la aten¬
ción, pues el mobiliario, que a fuerza de ser usado esta
impregnado de la personalidad de sus dueños, como las
ropas, queda expuesto, indefenso un tiempo a la mira¬
da de los curiosos. Ludo vio un colchón manchado, una
cómoda instalada en plena vereda con el aire de pre¬
guntarse qué hacía allí, una percha que, bajo el sol,
mostraba su horrible osatura, hasta entonces disimu¬
lada en la penumbra de un vestíbulo. Y hubiera segui¬
do observando si es que no sintiera un malestar, en el
balcón del departamento, un hombre con camisa a cua¬
dros y mal afeitado lo miraba con una expresión de
aburrimiento y de desdén.

XIII

“LA alegría me entra por el bolsillo”, dijo Piru¬


lo mostrándole varios billetes de cien soles. Ludo no
Slía aún de su sorpresa: “Así que Prefecto de Ayacu-
cho” Pirulo estaba peinado, afeitado, casi guapo. Las
vacas gordas, hermanón. Mi padre era hasta hace poco
una ruina. Ayer, cuando se entero de su nombramiento,
sacó su temo azul del ropero y te juro que-hasta pa¬
recía un hombre importante. A mi me nombrara secre¬
tario de la Prefectura, pero no pondré
ciudad. Seré secretario, pero en Luna . Ludo
inmediato un plan de emergencia: No botes la plata
qu^ te ha dado. Nada de tragos ni tonterías. Hay que
Sarla con método. ¿Qué te parecen las primas de
Olga?” Pirulo dijo que en el baile del Ateneo B^ta le
metía la pierna y Ludo que Amelia le había hecho m-
sinuaciones. “Vamos a buscarlas ahorita . propuso Pi-
rulo Ludo tenia que ir a • ' “'S '“"Yas
anochezca. Nos vemos en la Plaza San Martin a las
siete”.
Era el quinto año y probabl^ente el Vj^imo Que se
matriculaba en la Facultad de Derecho, situada en u
Caserón colonial de la calle Lártiga. No en vano esa Fa¬
cultad de la Universidad Católica funcionaba en una
residencia colonial. A pc'sar de haber sido refaccionado.

— 99—
el local conservaba algo del espíritu de la Colonia. Lu¬
do respiraba en ese antro un relente clerical, pero no
como el que podía inspirar San Marcos, laicizado a
través de siglos de refriegas y reivindicaciones, con
sus amplios claustros, sus -jardines y sus muros empa¬
pelados de proclamas, sino un relente de sacristía. Esa
casa había sido legada a la Universidad por un católico
que murió en olor de santidad, cíe prostatitis, y el olor
perduraba, en medio de códigos e hijos de banqueros,
i-n todo caso, si no era un olor santo, era un olor de
ceremonia, de misa pagana todos los días repetida, don-
de una liga de acólitos de cuello duro oficiaba algún
rnisterio: el de ganarse sin mucha pena la indulgencia
plenaria de un diploma que les permitiera encontrar
una justificación académica al ejercicio del poder.

. si fondo. Ludo se daba cuenta que esa univer¬


sidad era algo así como la prolongación del Colegio Ma¬
riano sin curas esta vez, sin Santa Infancia, pero con
rnaestros mas ladinos y formas más sutiles de corrup-
cion. Alh se desasnaban los hijos de la clase dirigente
y se daba una oportunidad a la clase media de capa
caída o a los provincianos ambiciosos de poner su ta¬
lento en publica subasta. Ya muchos condiscípulos de
Ludo, emisarios de familias modestas y esforzadas se
habían relacionado y soñaban con llegar a ser conseje¬
ros serviles, abastecedores de argumentos, comisionis-
tas a tanto por ciento o simplemente testaferros de la
argolla, con tal que se les permitiera sentarse, aunque
sea en el extremo, del próximo festín que se cocinaba
Porque allí se cocinaba un festín. La argolla la forma¬
ban los diez o doce alumnos que debían, dentro de al-
por herencia algunos puestos da-
ves en el mando del país.

se éncontraba allí en una situación flotante,


sentra viejos lazos espirituales en vía de
^ pobres ambiciosos una her¬
mandad no de proyectos sino de situación. Se daba
corbatas de la argolla eran más finL
las de Carlos Ravel, sobre todo, lo deleitaban— pero
al rnismo tiempo sus experiencias, sus carencias armo
nizaban mejor con los segundos. Al menos los de la ar-
nral úos grados de la desdicha: com¬
prar cigarrillos sueltos (no en paquete) y llevar un
temo a voltear donde un sastre remendón.

— 100—
Al primero que vio fue al gordo Blagenwild, que
poseía una casa enorme en la Avenida Javier Prado y
jugaba golf. Siempre fue un misterio para Ludo cómo
un alumno tan limitado había podido llegar al quinto
año de Derecho. Además, había recibido de él hacia
tiempo una afrenta que no podía olvidar. Fue cuando
estaban en el primer año de Derecho. Toda la clase te¬
nía que ir al Club Revólver para efectuar un ejercicio
de tiro con fusil, correspondiente al curso de Instruc¬
ción Militar, curso grotesco en verdad, una ficción es¬
túpida, que obligaba a los universitarios a aprenderse
de memoria cómo se armaba una ametralladora o cuá¬
les eran las obligaciones del sargento furriel. El Qub
Revólver quedaba en las afueras de Lima y los alum-
nos comenzaron a preguntarse cómo llegarían allí. Bla¬
genwild tenía automóvil y cedió sus sitios libres a sus
compinches de la argolla. Como Ludo se encontraba
cerca del auto, el gordo le pasó la vozt ¿Quieres que
te lleve al Club?”. Ludo asintió. “Entonces, metete en
la maletera”. Sus amigos rieron y el carro arranco. Lu¬
do tuvo que tomar un ómnibus, llegó tarde, fatigado y
no pudo colocar ninguna bala en la silueta humana dis¬
puesta a trescientos metros de distancia.
“Eh Ludo”, exclamó Carlos Ravel. De inmediato lo
llevó a un rincón. “¿Sabes que pasé un sábado formida¬
ble en Chosica? Como en el poema ese de Lorca, ei
potro de nácar, las bridas y los estribos. Lisa es formi¬
dable. A nuestra edad el que no tiene amante es un
imbécil” Ludo no desprendía la mirada de su camisa:
las dos puntas de su cuello redondo, inmaculado, esta¬
ban unidas por un prendedor de oro que pasaba bajo
el nudo Windsor de su corbata. Blagenwild se acerco
“Carlos, ¿puedes venir este domingo a nii casa de An¬
cón"^ Mis viejos ya se han ido a Lima . Carlos pregun¬
tó si podía llevar a una chica, mientras Ludo pensaba
en el Ancón de hacía quince años, cuando apenas era
una nlaVa de pescadores, convertida ahora en un bal¬
neario de lujo. Allí había pasado varios veranos, en
una casa de madera, jugando en sus calles de arena.
Cuando su padre vio que se levantaban los primeros
edificios, dijo: “Esto se acabó. No regresaremos mas .
Y así había sido.
Ludo circuló por los grupos, saludo a algunos con¬
discípulos, huyó de otros. Pbr todo sitio se hablaba del
verano, del general Odría, de las ropas de baño Lastex,

- 101—
del procesalista Carnelutti, nombre horrible, digno de
un fabricante de aperitivos. Luego tuvo que soportar
una clase de Eierecho Tributario, dictada por una es¬
pecie de maniquí de sastre, que ya había sido profesor
suyo en el Colegio Mariano. Mientras explicaba el im¬
puesto progresivo sobre la renta (en privado, a sus
clientes, les enseñaría la manera de eludirlo). Ludo
pensaba en la posesión de Lisa por Carlos Ravel y veía
cómo los alumnos tomaban rápidamente notas en sus
cuadernitos ad hoc. Y con una nostalgia irresistible
evocó San Marcos, sus claustros, sus palmeras, sus pi-
las, sus hombres feos y mal trajeados, sus disturbios,
su desorden.

Hacia el atardecer viajaba en un tranvía con Pi¬


rulo rumbo al Callao. Atravesaron huacas, pequeñas
chacras y pronto llegaron al puerto. Después de aban¬
donar las calles céntricas se internaron por los subur¬
bios, cerca de la playa de Cantolado. Pirulo tenía la
dirección apuntada en un papel. Era una casa de ve¬
cindad. Amelia los recibió y los hizo pasar a una salita
donde apenas cabían los confortables de serie. Para
darle solemnidad a esa visita sacó una botella de cin-
zano. Su hermana Berta hacía escuchar su voz desde
el interior prometiendo aparecer cuando estuviera pei¬
nada, Amelia encendió el radio. Al poco rato Berta sa¬
lió con moño y oliendo a brillantina. Las dos hermanas
huérfanas de padre, trabajaban en un almacén. Su ma¬
dre era cuidadora en un colegio vespertino. Entre las
tres reunían una renta que les permitía sobrevivir.

Pirulo anunció que a su padre acababan de nom¬


brarlo Prefecto de Ay acucho. Había que festejarlo.
Aprovechando^ que tocaban un bolero empezaron a bai-
Isr. Ludo notó que Amelia recostaba su cabeza contra
su hombro y entonces con un arte innato dejó que su
rodilla explorara hábilmente, con la inteligencia de una
muslos que Amelia tendía a separar Pero
aquella era una licencia tácita, justificada por el baile
pues cuando este terminó, Amelia no toleró el ademán
mas inocente de que le cogieran la mano.

Al poco rato la rnadre llegó. Al enterarse que eran


universitarios, que vivían en los balnearios del Sur
los considero con desconfianza. No se necesitaba ser
muy perspicaz para darse cuenta que detrás de toda
esa galantería debería existir algún macabro proyecto

— 102—
de violación. Cuando propusieron invitar a las herma¬
nas a cenar, la madre se opuso. En cambio dio su auto¬
rización para que al día siguiente fueran a Chosica,
pues Pirulo dijo que era un paseo “organizado por la
Universidad, al cual irían los profesores y hasta el
Rector”.

Pirulo y Ludo fueron a comer mariscos a un res¬


torán del Callao. “La cosa anda firme, hermanón. Berta
creo que se ha templado de mí”. Ludo dijo lo mismo de
Amelia, pero sin gran convicción. En el fondo esta em¬
presa no le despertaba mucho entusiasmo, pues la con¬
sideraba como una aventura de compensación^ Por su
mente pasaban la Walkiria, colegialas de antaño, rum¬
beras de cabaret, tanto más codiciables cuanto que solo
existían inaccesibles, en su memoria.
El domingo, a las diez de la mañana, estaban en el
Parque Universitario, de donde partían los colectivos
para Chosica. Amelia y Berta fueron puntuales. Por
alguna incomprensible razón, sin embargo, habían ve¬
nido con zapatos de taco alto^ ignorando tal vez que ir
a Chosica significaba una caminata por terreno acci¬
dentado, entre juncos y pedrones. Además, no habían
traído nada de comer y era habitual que las mujeres se
ocuparan del almuerzo en este tipo de paseos. Ihrulo
alquiló un colectivo para los cuatro y pago al choíer
el importe de las plazas que quedaban vacías.

El automóvil recorrió toda la Avenida'28 de Julio,


pasó al lado del cerro San Cosme, plagado de inmun¬
das chozas y tomó la carretera Central. Después de
una partida muy animada, en el interior del vehículo
se instauró el silencio. Los cuatro viajaban en el asien¬
to posterior, pero sin poder obtener ningún beneficio
de esa promiscuidad. Las dos hermanas, cada cual al
lado de una portezuela, conservaban sus manos entre
sus piernas, como protegiendo su -virginidad de algún
peligro inminente y miraban el paisaje del valle del
Rímac, chacras de girasoles, granjas de pollos, planicie
que se estrechaba cada vez más, conforme ascendían,
para penetrar entre dos muros de cerros pelados.

Ludo trataba vanamente de encontrar en la natu¬


raleza un tema de conversación. Sólo se le ocurrían fra¬
ses como “el día está formidable” o “este valle es es¬
pléndido” que consideraba, por banales, indignas de ser

— 103—
pronunciadas. Si por lo menos hubiera una vaca podría-
hacer una alusión maliciosa a sus cuernos o a sus ubres.
Pero no había vacas. Al fin divisó un potrero sembrado
con una yerba alta. “Eso es alfalfa”, dijo, sin estar se¬
guro de ello, sólo por ser refutado y provocar una con¬
troversia. Pero las hermanas observaron el cultivo y
admitieron con su silencio que era alfalfa. En fin, úni¬
camente quedaba el recurso infalible de hablar de cine.
Las dos hermanas demostraron una ciencia infusa en
^ne mexicano. Habían visto todas las jielículas de Sara
García y de Jorge Negrete. Cuando pasaron por la es¬
tación de Vitarte seguían relatando argumentos de me¬
lodramas, mientras Ludo, aburrido ya, se entretenía
en observar la propaganda pintada con tiza en las fal¬
das rocosas de los cerros, frastes enormes, escritas allí
hacia muchos años, que con la intemperie, el tiempo,
habían perdido alguna letrá o varias y formaban si¬
glas ilegibles. Allí se hacía propaganda a productos co¬
merciales que ya no circulaban o a candidatos políti¬
cos que se habían muerto. De vez en cuando, en una pe¬
na que bordeaba la carrfetera, veía una cruz de made¬
ra con una corona marchita y una inscripción que re¬
comendaba prudencia a los choferes, pues allí había
muerto fulano en un accidente. Y se pedía rezar por él.
f A la media hora de haber dejado Lima se encon¬
traron ya bajo un cielo despejado, de un azul que era
casi de mal gusto, respirando un aire serrano. Se acer-
caban a Chosica, el pueblo del sol eterno. Pirulo y Ludo
no habían previsto nada. Primero pensaron descender
en plena carretera y buscar la orilla del Rímac a tra¬
vés de los potreros. Pero como tenían hambre resol¬
vieron llegar hasta la misma ciudad. El colectivo los
dejo en la plaza de Chosica, en cuyo amplio cuadrilá¬
tero se jugaba un furioso partido de fútbol.

Antes que nada debemos almorzar”, dijo Pirulo


Como Cósica abría el apetito todos estuvieron de
acuerdo. Después de caminar hasta el río encontraron
un restorán casi desierto, con amplios ventanales so-
bre la comente. Berta y Amelia pidieron permiso para
ir al baño. Esto no camina”, dijo Pirulo “hay aue
hacer algo . Ludo fue de opinión de que "había que
ernborracharlas. “¿Y si no quieren tomar?” La única
solución era contar con la complicidad del mozo. “Pre¬
párenos un cóctel de fresa, pero bien cargado”, dijo
Pirulo. El mozo les guiñó el ojo. “Después del cóctel

— 104—
nos tomamos un par de botellas de vino, después nos
vamos caminando hasta el río, después”. Las hermanas
regresaban. Apenas Pirulo sorbió su trago entró en
posesión de su talento. Ludo se sintió descargado de
toda responsabilidad. Pirulo contaba chistes, hacía de
cada palabra un juego, un disparate, inventó sobre el
terreno varios negocios para hacerse millonario y ter¬
minó por convencerlos que deberían elegir el menú ju¬
gando a los dados.
A las dos de la tarde la mesa era una fiesta. Por
un socorro del azar, a todos les había tocado comer
mariscos afrodisíacos. Sobre el mantel ^ habían cuatro
botellas de vino vacías. Después del café. Pirulo invito
una menta, dulce néctar donde naufragan las mucha¬
chas sin experiencia. Había una radiola en el restorán.
Bailaron un rato en la inmensa sala vacía. Finalmente
se fueron al río, cada cual llevando de la mano a su
pareja.
Sin duda Chosica era un lugar común. Cerca del
restorán fue imposible encontrar un pedazo de orilla
desierta. Por todo sitio se tropezaban con grupos fa¬
miliares, cuartetos, tríos o parejas a punto de hacer el
amor. Los cuatro caminaban por la ribera, alejándose
cada vez más de la ciudad, las mujeres haciendo equi¬
librio sobre sus altos tacones, los hombres, sin zapa¬
tos, mojándose los pies en el río. A veces creían haber
dGscubierto g1 sitio ideal, pero apenas se estaban
talando escuchaban un ruido de vajilla, una risa y de
pronto un niño surgía entre los juncos y coma hacia
el río, inocentemente, como por el patio de su casa. Fi¬
nalmente, después de haber recorrido un par de .kilo-
metros bajo un sol abusivo llegaron a una especie de
ensenada silvestre, donde aparte de los restos de un
pic-nic prehistórico no había otros vestigios de pre¬
sencia humana. Lo importante en ese momento era se¬
parar a las hermanas.
Ludo, mientras se echaba sobre la yerba para recos¬
tar su cabeza en las faldas de Amelia, no podía dejar
de pensar en la violación de Lisa por Carlos Rayel
si era cierta, tendría que haberse producido allí, pre¬
cisamente, entre pedrones que insinuaban una redon¬
dez testicular, sacuaras fálicas, aromas de crustáceos
vaginales y, recortados al fondo, sobre el cielo aml, los
perfiles japoneses de los cerro,*^ volcánicos, estenios.

— 105—
cargados de un viejo sufrimiento, de una especie de
rencor o de afán de presenciar alguna ruda desfloración.
Pirulo le recordó a Ludo al oído: “Separarlas”. Pe¬
ro tratar de separar a dos hermanas era como tratar
de descomponer una unidad. Juntas, ellas representa¬
ban los principios, el espíritu de cuerpo, la célula fa¬
miliar. Su vigilancia recíproca impedía todo abandono.
Al fin Ludo tuvo una idea: desafió a Amelia a ver
quién encontraba la más hermosa piedra fluvial. Am¬
bos se pusieron de pie y comenzaron a caminar por la
ribera, atentos a los fulgores de la orilla. Poco a poco
fueron alejándose. Cada vez que Amelia- recogía triun¬
falmente un pedrusco. Ludo hacía lo mismo. Se tra¬
taba de un juego absolutamente estúpido, pero eficaz
pues podía prolongarse hasta el infinito y Ludo confia¬
ba que su duración le garantizaría el hallazgo de un
lugar alejado y discreto. Al fin lo encontró y echándose
sobre la grama declaró que se daba por vencido. Ame¬
lia se sentó a su lado. Exonerada de la censura de su
hermana se aproximó a Ludo y comenzó a acariciarle
■el cabello. De pronto, sin transición. Ludo vio que sus
labios se unían a los de Amelia y gozó durante un mo-
niento de ese placer que produce el vicio cruel del beso
VICIO rudimentario, vestibular, a medio camino entre
la posesión y el fiasco. A pesar de ello siguió besándo¬
la, buscando nuevas aristas a su placer, furiosa, cana-
llamente. Su lengua penetraba como un dardo en esa
cueva ardiente, mientras su sexo, inflamado, perdido
como un ciego, buscaba por su cuenta, sin auxilio de su
inteligencia, su único refugio. Una frase de Voltaire
paso por su conciencia: “El beso haría creer en Dios en
un país de ateos” y diciéndose que Voltaire estaba loco
busco con las manos el cuello, luego el busto. Sus de-
aos, llenos de la más pura visión, adivinaban el me¬
canismo de los botones, desabrocharon la blusa, el sos¬
ten y al pocc> rato dos senos ocultos se mostraron du¬
ros, sorprendidos, al asalto de sus labios. Ludo lactó
como un infante la sequedad eréctil de los pezones
mientras sus dedos sapientes, cada vez más inspirados
descendían, palpaban, exploraban, continuaban un via¬
je que solo podía culminar en el ojo de la húmeda
perversa, palpitante ostra humana. Amelia enderezó eí
busto, rechazándolo: “Qué dirá mi mamá, como un ne-
rro, sobre el suelo, violada al lado del río”. Ludo quedó
atónito. Amelia se había echado a llorar a moco tendi¬
do, cubriéndose la cara con el antebrazo. Su dios fálico

— 106—
declinó. El aire se enfrió en su boca. Y, desarmado,
quedó contemplando esas dos tetas desnudas, convulsas,
sintiéndose miserable como un sátiro que, por alguna
ordenanza celeste, se ve obligado a capitular y a re¬
tirarse vencido hacia el Olimpo.
“Vístete pues”, dijo poniéndose de pie y echándo¬
se a caminar, hacia Chosica. Amelia lo obedeció. Regresa¬
ron juntos pero callados. Entre ellos existía un secreto
que, debido a su naturaleza, los condenaba al silencio.
Ludo retardaba su andar, olfateando, pensando que a
lo mejor Pirulo había estado más favorecido y ahora,
justo entre las piedras, pensando en Carlos Ravel, con¬
sumaba imaginariamente, sobre el cuerpo de otra mu¬
jer, la posesión de Lisa. Pero luego de sortear un pe¬
ñón desembocaron en el rincón silvestre donde Pirulo,
en cuclillas, fumaba un cigarrillo, mientras Berta con¬
templaba de pie, agestada, el curso de las aguas.
Estuvieron un rato más, hablando de cosas tontas,
tristes y más bien tediosas y cuando comenzaba a atar¬
decer tomaron un taxi rumbo a Litna. Durante el via¬
je nadie habló. Su silencio duró exactamente 53 ki¬
lómetros.

XIV

HABIA tal vez algo que fallaba. Ludo se daba cuen¬


ta una vez más que los días se averiaban entre sus
manos, se deshacían, sin traerle un consuelo, una ale¬
gría duradera. Tarde tras tarde caía el sol tras el para¬
peto y cada mañana volvía a levantarse sobre las lo¬
mas, rosado, nacarado. Reno de promesas, pero siem¬
pre sobre un desayuno triste, una aventura fallida, una
avidez insatisfecha, una memoria donde se organizaban
los escombros. Pirulo, la Universidad, el ómnibuSj una
botella de cerveza, el alquiler, el gordo Blagenwild", la
camisa planchada por su madre, el turbulento recuerdo
de Segismundo con su “debes olvidarte de ti”, las casas
que crecían hasta los doce pisos, el sol, las fotografías,
el tiempo. En medio de este desorden, sexos, deliciosa¬
mente femeninos, abiertos, siempre fugitivos, Y al ano¬
checer, la cama, abriéndose como un libro de cuentas
donde todo iba anotado al pasivo.

Pirulo había partido repentinamente para Ayacu-


cho, llamado por su padre. Segismundo le había envia-

— 107—
do una carta postal desde Panamá con una frase sibi¬
lina: “Corta es la estación del amor y frágil la alegría.
Armando había renunciado ese año a estudiar sociolo¬
gía y andaba todo el día por la casa en pijama, sin
afeitar, esperando con ansiedad la llegada de Javier o
de Reynaldo para proponerles una partida de ajedrez.
Ludo asistió aún a dos o tres clases, para comprobar
que el Derecho era fácil y que le bastaría leer los cur¬
sos la noche anterior al examen para aprobarlos. Al¬
gunas veces pasó por San Marcos, donde el doctor Ros-
talinez seguía anunciando la aparición de Prisma. Allí
entró en contacto con otros grupos, que celebraban reu¬
niones secretas y al parecer conspiraban. Ludo nunca
fue invitado a esas reuniones, que se efectuaban en
cafés o en casas particulares y de donde salían de vez
en cuando un manifiesto contra alguien, una lectura de
poemas incendiarios, una colecta. Eran personas serias,
atareadas, pálidas, con los ojos en fuego, tenaces y re¬
lativamente siniestras. Ludo sentía una secreta admi¬
ración por ellas, pero no gozaba de su confianza. Se
decía que preparaban algo importante.
Al final optó por recluirse. Al igual que Armando,
descubrió el valor simbólico del saco de pijama —que
Ludo llamaba la librea del fracaso—, llevado hasta el
anochecer a través de horas huecas, donde el hecho
de hojear un libro, ni siquiera leerlo, era ya una aven¬
tura. Después de cenar se afeitaba, se vestía y cami¬
naba por las calles oscuras de Miraflores, miraba las
ventanas de las casas, familias que comían, hombres
que se paseaban atormentados por alguna buharda; lle¬
gaba hasta el malecón, a esa hora desierto o atravesado
por parejas raudas que parecían huir de algún remor¬
dimiento; o recalaba en Surquillo, para meditar en tor¬
no a una botella de cerveza. Ahora el departamento
de los bajos era el que se había desocupado. Avisos,
ajetreos. La casa estaba amenazada por bandas de co¬
bradores. Ludo, hogareño como nunca, los veía a tra¬
vés del visillo parlamentar con su madre, hombres can¬
sados, con su vieja cartera, que asentían con su vieja
testa y se retiraban arrastrando sus viejos pies hacia
la casa vecina. Su madre multiplicaba sus “que esto”,
“que lo otro”, pero por bondad o por blandura era in¬
capaz de insistir en que buscaran un trabajo. Y todas
las mañanas, junto con el desayuno, les dejaba en el
velador los tres o cuatro soles que les permitían man¬
tener modestamente sus vicios.
V

— 108—
Una mañana, cuando regresaba justamente de com¬
prar un paquete de cigarrillos en la esquina, Ludo pa¬
só como de costumbre delante de la casa que habla ocu¬
pado la Walkiria. Esta vez, cosa inhabitual en él, se
detuvo y contempló el jardincillo, las ventanas con per¬
sianas azules. Cuando elevó la vista hasta el balcón
sufrió una especie de crispamiento: en el balcón, ob¬
servándolo, estaba precisamente la Walkiria. No podía
ser otra que ella, a pesar de los ocho años transcurridos.
Aún conservaba sus trenzas doradas, su cutis rosa, su
cuello ágil emergiendo de una blusa de muselina. Ludo
alargó un brazo y se apoyó en un poste de la luz, mien¬
tras un torbellino de imágenes giraban por su cabeza.
Sin atreverse a mirar nuevamente hacia el balcón, don¬
de de soslayo creyó percibir una mano que saludaba,
se dirigió rápidamente a su casa.
“Ha regresado la Walkiria”, exclamó penetrando en
el cuarto de Armando. Este, que leía en su mesa, un
libro, lo miró con incredulidad. “A la misma casa, aca¬
bo de verla en el balcón”. Armando se limitó a cerrar
su libro y poniéndose de pie dio un paso por el cuarto,
se miró en el espejo y quedo luego con la mirada fija
en un almanaque de la International Petroleum Com-
pany, donde se veía la eátatua ecuestre de Francisco
Pizarro.
Armando pasó unos días en un estado de aletar-
gamiento. Acerca de este retorno no cambió con Ludo
un solo comentario. La única que aludía a él era su
madre cuando en la mesa decía que se había encon¬
trado con la señora Wiener en la carnicería, que era
curioso que estos alemanes hubieran venido a vivir a la
misma casa, que seguro era casa propia, que la habían
pasado muy mal durante la guerra, que luego habían
vivido en Estados Unidos unos años, que Godelive es¬
taba hecha una señorita. Ni Armando ni Ludo parecían
escuchar este parloteo. Pero en realidad estaban aten¬
tos a él y esperaban casi con ansiedad que su madre,
durante las comidas, diera alguna otra noticia que con-
pletara la nueva imagen de la Walkiria.
Ludo volvió a verla una mañana en circunstancias
farsescas. Mientras esperaba en la esquina el colectivo
que lo llevaría a Lima, la Walkiria salió de su casa. Al
verlo, áe acercó directamente a él. Ludo tuvo un at^-
bo de decepción cuando, mientras avanzaba, comprobo

— 109—
que era corpulenta, un poco marcial en su andar. “¿Qué
tal, Armando? Es raro volverse a encontrar, ¿verdad?”.
Ludo no supo qué responder. En ese momento venía
el colectivo. “Yo también voy a Lima”, dijo la Walki-
ria. Ambos se sentaron al lado del chofer. Luego le
contó que estaba trabajando de secretaria en una com¬
pañía norteamericana, que su padre había sido puesto
por error en la lista negra, que habían estado un tiem¬
po en un campo de concentración. “Y a ti ¿cómo te ha
ido, Armando?”. Ludo no sabía si era hora de disipar
el equívoco y decirle que no era Armando. Pensaba
que tal vez en la memoria de la Walkiria su rostro se
había confundido con el de su hermano y ahora le era
imposible diferenciarlos. “Voy bien, este año termino
sociología”, respondió. “Al que no he visto hasta ahora
es a. . . ¿cómo se llama? A tu hermano, el que subía a
veces también al techo,^ pero se quedaba atrás, en la
sombra”. Ludo respondió que Ludo se iba a recibir ese
laño de abogado. Siguieron conversando, recbrdando
historias que para Ludo eran sólo en parte comunes.
“¿Y sigues dibujando? ¿Te acuerdas del chbujo ése que
una vez me regalaste? Un viejo pintado a” la acuarela”.
Ludo comprendió en ese momento adonde habían ido
a parar las acuarelas de éu niñez. Armando seguramen¬
te se las había sustraído para obsequiárselas por la no¬
che a la Walkiria, como si fuesen suyas. El descubri¬
miento de esta vieja impostura lo movió a seguir su¬
plantando a su hermano. “Yo creo que Ludo estuvo
enamorado de ti”, se atrevió a decir. La Walkiria se rió:
“Ni me había dado cuenta. En realidad en esa época a
mí rne gustabas tú. No sé, me eras simpático. Cosas de
la niñez. Cuando se pasa una guerra...” Ludo quedó
callado. El colectivo, con su carga llena, avanzaba ve¬
lozmente por la Avenida Arequipa. Godelive hablaba
de Lima: “La encuentro chata, fea, sin color, desigual. '
Tendré qué acostumbrarme. Es verdad que ahora todo
es diferente. Ya no veo las cosas como una colegiala.
Ahora tengo que pensar en el trabajo. Gano bien, pues
hablo inglés, alemán y español. Dentro de tres meses
me compraré un carro. Esto de los colectivos no me
gusta. Pero cuéntarne algo tú. ¿Qué harás cuando te
recibas?”. Ludo inventó una historia absurda; dijo que
iba a ser profesor en la universidad, que tal vez se iría
a París. La Walkiria lo miró asombrada: “A París. No¬
sotros hernos pasado dos veces por allí. ¿Y qué harás
en París?”. El chofer hizo una brusca maniobra para

—lio
evitar a un carro que había frenado delante y Ludo
sintió que el muslo de la Walkiria se proyectaba contra
el suyo y se mantenía allí adherido, llenándolo de un
placer sensual difuso, que le corría por las venas como
,un chorro de leche tibia y le endulzaba la boca. La
Walkiria parecía esperar tal vez más detalles sobre
sus proyectos, porque lo invitaba a seguir hablando
con su silencio. Pero Ludo recordó súbitamente el pi¬
jama listado de su hermano y ordenó en el acto al cho¬
fer que lo dejara en la esquina. En el momento de
apearse, se inclinó hacia la Walkiria por la ventanilla:
“Te voy a decir la verdad. Yo no soy Armando. Soy
Ludo”.

Cuando esa tarde regresó a su casa vio que Ar¬


mando, por primera vez en quince días, se estaba afei¬
tando frente al espejo. Todo lo hacía Armando con par¬
simonia, pero afeitarse era especialmente para él un
rito en el que empleaba una, dos horas, a veces toda la
mañana. Ludo tuvo la intención de narrarle su encuen¬
tro con la Walkiria, pero Armando opuso a su presen¬
cia el semblante hermético de quien no quiere ser im¬
portunado. Ludo fue a su dormitorio, anduvo un mo¬
mento entre sus libros, se miró largo rato en el espejo
para cornprobar cómo día a día su expresión iba dando
testimonio de su vida y finalmente, cuando sintió quq
Armando salía al jardín, lo imitó.

Quizás era el momento de acercarse a él y contar¬


le su conversación en el colectivo. Pero al notar que-
Armando se había puesto su temo de ceremonia y lle¬
vaba además corbata, quedó indeciso, amparado por
la sombra de los cipreses. Armando encendió un ciga¬
rrillo en el jardín penumbroso, luego lo apagó y con
una agilidad inesperada se encaramó a la enramada y
al poco rato estuvo haciendo equilibrio sobre sus ma¬
deros, pisoteando hojas y sarmientos. La enramada per¬
mitía acercarse al antiguo dormitorio de la Walkiria.
Ventana enrejada, por la que tantas veces entrevieron
el universo hermético de la niñez: muñecas de paja, fo¬
tografías de artistas pegadas al muro y prendas turba¬
doras olvidadas sobre las sillas. La ventana debía estar
iluminada, pues el rostro de Armando surgía nítida¬
mente en un haz de luz. Sus labios comenzaron a mo¬
verse. Ludo ya no quiso ver más. Abandonando el jar¬
dín regresó a su dormitorio y quedó mirando la galería

— 111—
de retratos, los cinco rostros alineados que lo examina¬
ban desde la tumba.
Armando no dio cuenta de esta entrevista, pero a
partir de ese día se encorbataba al anochecer y desa¬
parecía en el jardín. En la mesa su semblante expre¬
saba cierto esplendor, pues la esperanza embellece. Su
misma habitación parecía transformada: los objetos se
veían más limpios, más serenos, el tablero de ajedrez
había sido exilado y su mesa estaba llena de libros jui¬
ciosamente ordenados. Ludo llegó a enterarse incluso
que su hermano hacía gestiones para reanudar sus vie¬
jos estudios de medicina.

Un sábado que Ludo regresaba a almorzar vio que


ante la casa de la Walkiria se había detenido un auto¬
móvil convertible. Al poco rato surgió de la casa de su
vecina un sajón robusto y deportivo que llevaba una
maleta en una mano y una bolsa de viaje en la otra.
Detrás apareció la Walkiria, en pantalones, con una
máquina de fotos colgada al hombro. Ambos reían, ha¬
blando en alemán. Subieron al carro y partieron con
un destino que no podía ser otro que el de un fin de
semana' romántico.

Ludo tampoco narró este incidente a su hermano,


pero Armando debía tener sus propias fuentes de in¬
formación, pues a partir de ese día y de los siguientes
su rostro comenzó a empañarse, a perder uno por uno
sus fugaces atributos de esplendor, para volver a ser
lo que había sido durante los últimos años: una más¬
cara aparentemente saludable, por momentos burlona,
pero en la cual eran cada vez más asiduos los rasgos
de una indiferencia forzada y de una arrogancia que
no era otra cosa que el reverso de la timidez. Cayó su
corbata, su temo retornó al ropero, su barba comenzó
a crecer, resurgió el saco de pijama, el orden del dor¬
mitorio se marchitó, los caballos y las torres volvie¬
ron a instaurarse en su mundo y Ludo supo nueva¬
mente que habitaba al lado de un fantasma, de un ser
inaccesible, al cual no podría llegar sino a través de los
oficios de un médium amigable o de los poderes efíme¬
ros de una libación.

Así Ludo y su hermano se dejaban fácilmente ven¬


cer y aceptában como derrota lo que sólo era quizás la
apariencia de la derrota.

— 112—
XV

“SE recuerda al distinguido público que al término


de la kermesse quedan invitados a la Parroquia para
el rezo del Santo Rosario”... Ludo andaba entre el
gentío del Parque, huía más bien, perseguido por la
voz engolada de ese locutor de circunstancias que lo
asaltaba desde todos los altoparlantes, colocados en los
postes del alumbrado, en los troncos de los ficus. Ai
pasar por un kiosko donde rifaban canastas con víve¬
res distinguió a su tía Cristina, rodeada de otras damas
piadosas y elegantes, que presidía con su noble nariz
la distribución de la fortuna. “Jóvenes: inscríbanse en
la Acción Católica. Juego de ping-pong y bar gratuitos.
Reuniones todas las tardes”. Cinco muchachas cogidas
del brazo estuvieron a punto de arrollarlo. Ludo las es¬
quivó para verse envuelto en una pandilla de colegia¬
les que andaban tras ellas silbando. Cerca del Munici¬
pio en una especie de estrado donde aceptaban obolos,
estaba el padre Eusebio, párroco de Miraflores, rasa¬
do de una turba de beatas. En un kiosko de tiro al blan¬
co se detuvo. Mientras despedía al azar sus perdigones
se preguntó qué diablos hacía allí, para que había ve¬
nido. Así le sucedía con los desfiles militares, con las
ferias, con esas reuniones de masas que odiaba,
en las cuales terminaba siempre por verse mezclado.
Otro grupo de muchachas pasó, seguido esta vez por
varios cadetes del Leoncio Prado. Los altoparlantes
transmitían ahora música profana. Una de las muchachas
volteó la cara: Ludo creyó que era un rostro conocido
y comenzó a seguirla. Apenas había dado unos pasos,
un hombre con anteojos lo aferró violentamente del
brazo: “Estaba seguro que no podías faltar a esta sana
fiesta de católicos. Es necesario colaborar con nuestra
Parroquia”. Esteban Falcón siguió hablando: se casaba
dentro de tres años, se recibía de médico ginecoli^o,
era presidente de la Asociación de Exalumnbs del Co¬
legio Hariano... Las muchachas, los cadetes, habían
desaparecido entre la turba. Ludo miró a la novia de
Palcón y le pareció estar contemplando a un canario
prisionero en una jaula de moralejas. Cuando se li¬
bró de ese condiscípulo cayó en brazos de otro, inge¬
niero acompañado también de una novia, ligeramente
obesa. Y luego de un tercero encuadrado por un par
de ancianos que debían ser sus padres. Para evitar es-

— 113—
tos encuentros se internó por los jardines y al contor¬
near un árbol se dio de bruces con el Director del Co-
legio Mariano, casposo como siempre y lunarejo, se¬
guido de una corte de niños. El choque fue tan violento
que Ludo estuvo dispuesto a pedirle disculpas, pero no
bien el Director lo reconoció giró sobre sus talones y se
alejo acomodando el remolino de su sotana. Ludo esta¬
ba a punto de reirse de este incidente cuando un jo¬
ven con camisa a cuadros se plantó delante de él; “¿Me
conoces?”. Era su vecino, el que ocupaba el departa-
mentó de los altos. “Estoy siguiendo a un lomito”, aña-
djo y (tespues de hacer una finta se perdió, como todos
se perdían, entre oleadas de faldas y pelucas. Ludo
si^io su camino. Los kioskos bcupaban no sólo las cal-
zadp del Parque, sino sus jardines y las pistas adya¬
centes. Era difícil saber dónde empezaba esa kermesse
j terminaba. “Se necesita un grupo de jóvenes
decididos para que transporten las sillas a la Parro-
quia , decía el altoparlante. Ludo sintió que su contor-
no se rompía. Todo el Parque parecía estar lleno de
jovenes decididos, no sólo a transportar sillas sino a
lanzarse de cabeza a un piélago. Un hombre lo atro-
pelm. Era E^eban Falcón, que corría desesperadamen-
te hacia la Parroquia, abriéndose camino á codazos y
gritando Permiso’, mientras su novia lo seguía, al pa¬
recer absorbida por el vacío que el coloso iba dejando
se cruzó con el grupo de ninas co-
brazo. Una de ellas, la misma de hacía un
momento, volteo la cara. Sólo ahora la reconoció. Era
la muchacha a la que viera en la casa morisca, en el
alto mirador, aquella mañana en que salía de casa de
su tía Carmela, dejando a Estrella en la cama.

refresTO en un kiosko. Pronto caería


a tarde, una vez mas. En el puesto vecino se rifaba
algo. Una Voz cantarína invitaba a los presentes a par
ticipar: “Por un sol un kilo de chocolatl?” Ludo s¿
doa Otra fila de niñas, cuan-
*^0 ta camisa a cuadros lo abordó: “¿To-
Se me escapó la chica. Vamos a presentar-
no^ Me llamo Daniel. Tengo un poco de hambre. Ven”
PO'’ tiastío. “Somos vecinos
desde hace un mes y no nos conocemos Vamos a co
sánduches”. Llegaron al puesto ?e comida'
lar una Sa “Tln^np^^ mostrador tuvieron que vio-
r una cola. Un par de sánduches de jamón”, prdenó

— 114-
Daniel Ludo ya no tenía plata, pero no se atrevió a
desencomendar este Pedido. Al poco rato estuvieron cop
SUS butifarras en la mano, ¿Vas a comer aquí-
wlr Ven vámonos”. El hombre de la camisa a cua¬
dros lo arrastró fuera del ámbito del kiosko. Pagar en
lina kermesse jdónde se ha visto eso? bi toaos aquí
son unos ladrones”. En otro kiosko pidieron anticuchos^
en otro mazamorra morada. Daniel no ' g*
gún sitio Aprovechando el tumulto se escabullía. En
Realidad aquello era muy fácil. Bastaba tener un poco
de sangre fría “¿Y si nos comemos unos chowlates. .
DanS lo ílevó hacia otro kloako y Lu-i» P®*"'
ficado; detrás del mostrador estaba su madre, radiante,
reiuvenecida invitando a los paseantes a un negoci
de naturaleza casi mística; “Salve su alma por muy
poco precio. Por un kilo de chocolates le ofrecemos una
hí^gencia plenaria”. Daniel protesto, pero ya Ludo
había sacado de allí: “No me gustan los chocolates,
¿eftero la S^eza”. Este kiosko era uno de los mas
poncurridos a pesar de que estaba atendido por hom¬
bres Ludo ’ reconoció entre sus parro<^uianos a ciertos
clientes de bares nocturnos que parecían haberse d^
cita allí para emborracharse pacificamente
día, viendo circular a las colegialas Daniel .fe soplo

lante de una botella inconclusa.


“Se invita una vez más a los fieles a la P^^r^uia,

último grupo de muchacha» cogiaa


riendo y se perdió por la Avenida Pardo y con ellas
P" todo sitio se vtían
hombres bebiendo o paseándose taciturnos bajo los ár¬
boles, entre los kioskos que cerraban. Una nueva pobla¬
ción, ademas, apareció: gente mal vestida, fea que ve¬
nia de SurquiUo o de otros barrios populares a ^fatear
había inmensa verbena. Tal vez
abia estado esperando que oscureciera, que se le de-
J a el terreno libre. En pandillas recorrieron el Par-
níanH^^n^f *^1° ^^^osiendo a veces algo caído “es-
las ranuras de los kioskos apagados. Uos al¬
toparlantes habían enmudecido. Desde la Parroóuia ilu¬
minada llegaban bandadas de avemarias.

Ludo retornó a su casa por la Avenida Pardo bníri


en eí^'SeSuí?’ desembocaba

*^*6z anos, cuando era colegial AI pasar

porque todas lo hacían a la vez E?an dncl

de un pie como bailarinas de ballet fin il ^ Í

v'oSoIa drcateÍl‘Yomó‘’ma‘°
do empezó a segarla. transversal. Lu-

— 116—
La niña caminaba cada vez más rápido. Ludo se
sentía avergonzado y se preocupaba más de percatarse
oué testivo podría asistir a su persecupon qug de su
misma persecución. En realidad no había testigos, pues
era una calle solitaria que desembocaba en la huaca
Juliana. Ludo apresuró el paso hasta colocarse a pocos
metros de la niña. Le hubiera bastado darse mas pnsa
para alcanzarla, pero en ese momento la nina volteo la
cara. Tal vez lo reconoció, tal vez se sintió amenazada,
pero lo cierto és que se echó a correr, sin importarle que
su falda volara por los aires y dejara ver sus musías
frágiles cada vez que pasaba bajo un poste del alum¬
brado Al llegar a la casa morisca se detuvo, jniro um
vez más hacia atrás y desapareció por el jardín. Li^o
a su vez llegó ante la casa y echando apenas una mi¬
rada de soslayo prosiguió su camino. En la esquina de
la cuadra se detuvo. Todo eso, en realidad, le parecía
tan ridículo.
Volvió a encender un cigarrillo; la huaca ^n la
nenumbra el día que se iba. Ludo observo las inoradas
Que lo rodeaban. Sólo ahora las casas parecían desper¬
nar para emprender su misteriosa existencia nocturna.
Aquí y allá pequeños cuadriláteros amarillos. En ^ ‘
Quiia una familia estaba reunida en el living, distri-
ffia en los Tillones. A través de lP« lístales Ludo
veía moverse las bocas, agitarse los brqzos. ¿De que
hablarían? En el fondo, la intimidad le inspiraba te¬
rror Sería verdaderamente tan laborioso habitar e
liviñff conocer la historia de cada objeto, comprender
cada alusión, iniciarse en el X pensar de
cnhrppntendidos de cada conclave familiar. A pesar ae
p?lo miraba no escuchaba nada, pero seguía mirando,
seguro de s^render la vida al margen de toda censo-
ra, en su más puro esplendor.
Ludo bordeó durante pn rato la
ahora una carretera, trazada lo que antes fuer^

rm7e«ado'=^e““Acl«\W
&-??asrinSlíbírÍue ^^túmulo gigantesco f^ra jrti-

mfcT p!ídSs°á. EnTodo°cIso'^era‘^un"'aSi|uo° templo o


un ?eSerio y resultaba extraño que albora, diez si-

— 117—
glos más tarde, ese recinto sagrado estuviera rodeado
de casas modernas, donde gente extranjera, sin contac-
QM Pasado, hostil más bien a él, lo profanara con
preocuparse de que allí, precisamente
en ese cerro terroso, perduraba un intento de grandeza
fodnc por la muerte, más vigoroso que
oS y limpias fachadas, puesto
que estaba allí hacia siglos, bloqueando el panorama
como un obstáculo de orden casi geológico que invali¬
daba proyectos de urbanismo o ensombrecía para siem¬
pre la memoria de una niñez,

volvió sobre sus pasos y cruzó nuevaménte


ante la casa morisca. Las ventanas del segundo piso
estaban iluminadas En una de ellas divisó á la niñí de
la kerrnesse, apoyada en el alféizar. Ludo siguió hasta

treme a lo que debía ser un espejo, se quitó la blusa v


quedándose en sosten empezó a hacer piruetas se t^ó
mano por detráf de un hombro
giro sobre si misma, estuvo a punto de caer se elevó'
nnpH aires, dio una especie de volatín y finalmente
quedo otra vez mirando por la ventana. A pesar dí ll
oscuridad Ludo presentía que en algún punto de la
fa°l2^ nupc terniinaban por encontrarse. Debía ser
also, pues apenas hizo un movimiento la niña cerró
la cortina y apagó la luz. Ludo quedó
un rato allí sin saber que hacer con su cuerpo frente al
desairado, avergonzado, como ’ fnte un
acreedor que nos ha retirado su confianza.

Tomó la Avenida Espinar, donde los ficus mác


tiernos que los de la Avenida Pardo, empezaba^’a So
tar sus copas en la altura, a formar su túnel aún fn
venil, sin historia. Mientras se acercaba a su casa divi
Nn^pí}^ lado dé unf veS'
No reflexiono, y por ello mismo se acercó a ella rV’
sueltamente. “¿Por quién pregunta usted?”, inquirió la
negra. El resto era un juego de niños. Me eSoaué
hahÍJií familia Gonzaíes antes
habitaban en esta casa, los domingos son tristes este
c lor. Era un método infalible que había aprendido de

Nuevamente Ludo, por una especie de fiiación cp


Mo cerca de la huaca Juliana. La negra insinuó qu|

— 118—
ir al cine pero Ludo respondió que ya era niuy
tTrde ¿u paseo comenzaba a parecería Ifrgo. ^ular,
calida “Teneo que regresar a casa a las doce , dij

guros y ia"?st?echó con fuerza, mordió sus


tar la negra. Ludo la estrecno cea ^ Cogiéndola
T ,¿aUes

“IpondifÉSdf srn”mportarle esta vez la cursilería


de su respuesta.

cerca del -'ff


«faS ín Tajeodoro/adra ajcjuilad^^una
habitación al fondo del ] «enerara Teodoro escuchaba
la puerta y le dijo que lo esperar^ tirilla de madera
una sinfonía de binaria mirándose en el espé-
dirigía una ||efar qué Teodoro finalizara el
jo Ludo “Una mujer me espera
^^^^®a"°nnprta NeceS tí cuarto”. Teodoro dejo su va-
en la puerta, •‘^ecesuu ;quieres que me vaya? .
rilla sobre la mesa. Es , 6q Teodoro se sirvió
Ludo respondió crudamerrte q ^^.^. «Tráela
un cinzano de i .. Ludo fue a buscar a la
entonces. Después te dejo solo . ^u ..pg_
negra y ^dijl Cogiéndola de la ma¬
só una Patrulla de polic , ^los tres se senta-
no la condujo al cuarto beber cinzano. Teodo-
ron en la cama y comenzaron a beber cinza
ro observaba a la ^®^ra temiera’ que sus sábanas

r„rptaS"neírrrrpU3c de pie y comenzó a bailar sola.

— 119—
levantando su falda para mostrar sus muslos pavona-
de retirarse, se sirvió un^segun-
do cinzano. Ludo noto con angustia que el reloj del
velador marcaba veinte minutos para las doce. Cuando
el mambo termino la negra lanzó una risotada y se de¬
jo caer jadeante en la cama. Teodoro quiso po4r otro
disco, pero Ludo le hizo un guiño. “Está bien este se¬
ñor se retira - dijo entonces y cogiendo su paqSe de
cigarriHos salió del cuarto. Ludo cerró la puerta con
cerrojo, apago una lámpara, se cercioró que UVa ven
tana no hubiera ninguna ranura y después de servirse
un cinzano, volvio la cabeza hacia la~cama. La negra
cantuireaba, con los dedos cruzados detrás de la nuca
contemplo, sin poder dejar de admirar su ma-
jestad de mujer. Apenas dio un paso hacia ella, la ne-
S?me ¡rtldVY no no qniero arru-
nudarse ^ ^ Pomendose de pie comenzó a des-

Ludo la acompañó hasta la casa de sus Datrnnp<!


prometiendo buscarla el domingo siguiente. En realidad
no estaba muy seguro de hacerlo. Semejante templo
solemne para la modestia de^ su devoción
Ludo se sentía triturado aún entre esos muslos rSs-
tos, mascado, escupido, pando. De buena gana hubiera
comenzado a berrear, como un recién nacido. Y la no¬
che duraba. Lo mejor era regresar donde Teodoro ter
minar el cinzano y agradecerle el préstamo dl su cuarta

mío Avenida Pardo, y se internó por las calles


malecón. Al llegar a una esquina vio un
camión que avanzaba con los faros apagados. El camión
freno bruscamente y de él descendieron varios policías
rao" P|P^1«" • Ludo preguntó a qué papeles se refe-’
rían. Sus papeles de identidad”. Ludo palpó sus bol-
sillos tratando de encontrar algún carnet pero como
la búsqueda se prolongaba los policías lo cogieron de la
cintura, lo levantaron en vilo y lo lanLrnn a íl o •
del^camión. «A la canasta", "dijoe!

XVI

comprendió Ludo la utilidad' de los ñá¬


peles. Todo el mundo debería tener algunos, que san-

— 120—
cionaran su condición humana. De nada valia andar
en dos pies, tener ün nombre, pensar, hacer un uso in¬
teligente de la palabra,^ si se carecía de un carnet con
un sello y una fotografía. La omisión de este requisito
instauraba el desorden y el desorden debería ser cas¬
tigado.

El camión estaba en su totalidad lleno de obreros


en mangas de camisa, de borrachinea sorprendidos rum¬
bo a una jarana o de vagos profesionales. Antes de lle¬
gar a la comisaría el lote se incrementó con dos negros
que orinaban contra un muro. Ludo ni siquiera protestó,
resignado ya a su condición numeral. Cuando el grupo
descendió en la comisaría, otro camión había deposita¬
do ya su carga y un equipo de policías los iban hacien¬
do entrar, contándolos como a ganado.

Ludo se recostó contra la pared del patio y comen¬


zó a dormitar esperando que lo llamaran. Su conciencia
se disolvía en un cansancio crepuscular. Alguien repe¬
tía con insistencia la palabra revolución. Cada cierto
tiempo un policía entraba y sacaba a uno de los dete¬
nidos para llevarlo seguramente hacia un interrogato¬
rio. Por la posición en la cual Ludo se encontraba de¬
bería ser el último en ser interrogado, pero cuando el
policía regresó para llamar al siguiente lo distinguió
al fondo, con camisa y corbata, raro hallazgo en medio ■
de ese ramillete de cuellos desnudos: “¿Universitario?”,
Ludo dijo que sí. De inmediato lo hizo pasar a la ofi¬
cina del comisario.

“Cojudo, ¿cómo te has dejado agarrar? Esto es sólo


para los cholitos”. Ludo quedó perplejo: el comisario
era Federico Cánepa, no sólo exalumno del Colegio
Mariano sino parroquiano del billar de Surquillo. Lue¬
go le explicó que el general Vivar se había sublevado
en Iquitos esa noche y que estaban en estado de sitio.
“Regresaba de la casa de mi querida”, respondió Ludo.
Cánepa pareció otorgarle en ese momento un enorme
respeto. “Que no pase nadie”, ordenó a su ayudante v
sacó una botella de pisco de su escritorio. “Tú sabes”,
dijo, “lo primero en estos casos es el toque de queda.
Nadie puede andar después de media nóche sin docu¬
mentos y sin justificar su destino. Comprendo que es
una cojudez, pero es la costumbre”. Ludo dijo que él
nunca llevaba papeles, que a lo mejor hasta Ips había

— 121—
perdido. “Todos los detenidos son unos jaranistas re¬
tardados —añadió—. Si un general se ha sublevado lo
mejor es ir al Club Nacional y sacar del cogote a todos
sus socios”. Cánepa convino en que era cierto. “Pero hay
que guardar las apariencias” agregó, “con tres galones
como yo no se puede tener aún una opinión”. Después
de hacer un brindis llamó a su ordenanza: “Que el ca¬
mión de Chávez salg^ a hacer otra ronda. Y dejen al
doctor Tótem en su domicilio”.

Ludo sintió a mediodía la voz de su cuñado Gena¬


ro que daba una conferencia en la sala. Aún vivía un
ensueño aeropanorámico y le parecía precipitarse a un
abismo mientras en su caída se aferraba a lentas sae¬
tas que atravesaban el áire, saetas que eran al mismo
tiempo sólidas palabras, tan bien escalonadas que cuan¬
do una se le escabullía encontraba siempre otra al al¬
cance de su mano: Vivar, Iquitos, Ladrón, Cerdo, Im¬
bécil. Al fin abrió los ojos y vio que tenía una mano
en el aire y trataba de coger un aro fugitivo, un anillo
de humo, la última letra del Cochino que en ese mo¬
mento pronunciaba su cuñado.

“Cochino. . . Cuando lo nombraron Ministro de


Guerra lo primero que se le ocurrió fue obligar a todos
los oficiales a que hicieran una colecta para comprarle
a su mujer un collar de diamantes. Todos debieron dar
quinientos soles de su sueldo, en cinco mensualidades.
¿Se dan cuenta? No era obligatorio, pero el que no lo
hacia quedaba marcado. Total que juntaron medio mi¬
llón de soles para el collar de su mujer. Yo no quise
entrar en la colecta y tuve una discusión con mi capi¬
tán. Me pusieron en la lista negra. A buena hora cayó
este puerco, pero el medio millón nadie se lo quita”.

Cuando- Ludo pasó a la sala vio que su cuñado, en


uniforme, desplegaba su perorata delante de su herma¬
no Armando en pijama y de su madre que hojeaba un
periódico. “Pero es un disparate”, decía Armando, “irse
hasta Iquitos para sublevarse, cuando en' Lima hubiera
sido más fácil. Dicen que contaba con la división blin¬
dada”.

Ludo hojeó el periódico: el general Vivar, de ins¬


pección en la selva, había lanzado desde Iquitos un ul¬
timátum al gobierno para que depusiera el poder, pues

— 122—
el país estaba “en el caos”. Amenazaba con atacar el
Palacio con los tanques si no le hacían caso. Pero nadie
le había hecho caso. La división blindada no lo había
secundado. Su revolución se había limitado a un tele¬
grama. Y ahora, grotesco, humillado, la oficialidad de
Iquitos lo había hecho prisionero y se aprestaba a des¬
pacharlo a Lima. *

“Ha caído como un angelito —decía Genaro—. El


Presidente quería deshacerse de él y le permitió fraguar
este complot sabiendo que no iba a dar resultado. Aho¬
ra tiene un competidor de menos en las próximas elec¬
ciones, Un Ministro de Guerra ambicioso y gordo siem¬
pre es de temer. Claro que no le harán nada. Lo depor¬
tarán y se acabó”.

Después de esta breve lección de política que Ludo


juzgó incomprensible, pero ligada en suma a su efíme¬
ra detención en la comisaría, se fue nuevamente a dor¬
mir. En todo caso le parecía exagerado que los militares
por mezquinas querellas impidieran a los buenos noc¬
támbulos circular libremente, bajo la amenaza de una
reja si no tenían papeles. “Somos libres, seámoslo siem¬
pre”, murmuró mientras se envolvía en las cobijas.

Pero nuevamente fue interrumpido. Alguien mur¬


muraba a su lado; “Hermanón, estoy medio zampado”.
Ludo abrió los ojos y vio en la penumbra a Pirulo. Su
conciencia asumió esta imagen, la rechazó, la deformó,
la asimiló a otras figuras oníricas, pero finalmente ter¬
minó por bautizarla con todos los atributos de la reali¬
dad. Era cierto. Pirulo estaba en su dormitorio e inclinán¬
dose sobre la almohada decía sonriente; “Medio zarn-
pado”. Atardecía. Ludo encendió la^ luz y Pirulo un ci¬
garrillo. “Hace dos horas que llegué de Ayacucho. Ten¬
go un carrazo, con placa oficial y todo”. Ludo se vistió
en un santiamén y más tarde estaba sentado al lado
de Pirulo, piloto de un enorme Buick negro prefectural.

El carro dio unas cuantas vueltas por las calles cre¬


pusculares de Miraflores y tomó por último el malecón,
rumbo a Barranco. Pirulo se detuvo cerca de la que¬
brada de Armendáriz, delante de un bar con terraza,
“Me siento cansado —dijo—. He manejado dieciocho ho¬
ras seguidas sin parar, desde Ayacucho. Nos tomaremos
un trago y veremos después qué pasa”. Mientras busca-

— 123—
ban una mesita libre, Ludo observó que Pirulo había
perdido su inseguridad, su desgarbo. Su expresión de¬
notaba más firmeza e incluso la forma como ordeno al
mozo traerle dos cervezas rezumaba un tono de domi¬
nación. Quizás se debía al automóvil, en torno al cual
se congregaban ya algunos palomillas, o al fajo de bi¬
lletes que le había visto poco antes acomodar en su bol¬
sillo. “En Ayacucho hay más iglesias que pecados —di¬
jo—. Treinta y seis, si quieres saberlo. Yo ño conozco
más pecados que los que señalan los 10 mandamientos .
Estimulado por la cerveza Ludo comenzó a hablarle de
Godelive, de la colegiala de la kermesse, de la negra
Coralina, mientras casi al mismo tiempo Pirulo le refe¬
ria una serie de aventuras en Ayacucho, violaciones en
serie, asaltos a doncellas en los claustros. “Tenemos que
ir un dia. No olvides que soy hijo del Prefecto”. Ludo
preguntó; “¿Y ahora qué hacemos?”. “Lo que quieras.
Mi padre me ha dado plata para pagar cuentas, pero
eso puede esperar. Aprovechemos”.

Cerca de medianoche terminaban una cena opu¬


lenta en el chifa Kuo Man. Después de tomar té chino
y de beber una menta con hielo convinieron en que
habia llegado el momento de divertirse. El toque, de
queda no había sido aún levantado, por pura formali¬
dad. “Con carro las hembras están botadas”, dijo Piru¬
lo poniendo el Buick en marcha. A la media hora, de
rodar por Miraflores comprobaron que las calles esta¬
ban desiertas. “¿Dónde están las mujeres?”, pregunta¬
ba Pirulo. En realidad, como pensaba Ludo, esa ronda
no tenía objeto. A medianoche, en los balnearios, las
vírgenes dormían con o sin toque de queda. En vano
llegaron hasta el malecón de Chorrillos, regresaron por
la Costanera hasta Magdalena, merodearon'por Pueblo
Libre, dieron un salto hasta los Barrios Altos, atrave¬
saron La 'Victoria, husmearon por Lince y se interna-
rpn por las calles arboladas de Orrantia. Cruceros soli¬
tarios, bocacalles oscuras, de vez en cuando un peatón
retardado, una pareja escondida, un policía inmóvil jun¬
to a un poste. “Esto es el cementerio”, dijo Pirulo. Ni
siquiera había una ventana iluminada. Los barrios re¬
sidenciales dormían su sueño confiado, digestónico, pro¬
tegidos por sus celadores, su silencio y sus rosas.

“No hay más remedio que ir a Surquillo”, propuso


Ludo. Por lo menos allí había bares abiertos. Pirulo

— 124—
comenzó a dirigirse hacia la Avenida Arequipa, la úni¬
ca por la cual había tráfico a esa hora. “¿Y si hacemos
muerte?”, preguntó, Ludo Wciló u^mo-
^ il i atravesar la doble pista
de la Avenida Arequipa con el acelerador a fondo
rnesgandose a que por una dirección u otra viniera un
carro embalado, como era natural en esa avenida pre-
íerencial. Mientras se aproximaban a la Avenida Are¬
quipa veian pasar a lo lejos los automóviles, en forma
casi continua. Pirulo comenzó a acelerar. Faltaban aún
muerte”, decía, “mi buena es¬
trella . Espero que sea una broma”, dijo Ludo mi¬
rando el velocímetro. “Eso, una broma”, respondió Pi¬
rulo acostado sobre el timón, acelerando aún más “Aún
tiene tiempo de frenar”, pensó Ludo al ver que el ca-
rro estaba a media cuadra de la avenida. Pero Pirulo
estaba frenético, se reía, gritaba prendido del volante
Un transeúnte los quedó mirando. Los últimos postes
destilaron por la ventanilla y parecieron derrumbarse
cuando el Buick atravesó como un bólido la doble nísta*
providencialmente desierta. ^

Pirulo recorrió aún dos cuadras, tomó una boca-


calle y freno. Echando la mano a su bolsillo buscó sus
cigarrillos: ¿Te asustaste?”. Ludo esperó que sus ideas
se ordenaran. Pero fue en vano. Veía girar en torno su-
yo, farolas y azoteas. Estuvo a punto de vomitar. “Bes¬
tia”, respondió, “vamos a tomarnos un trago” Pirulo
puso el carro en marcha y al poco rato estaban en El
triunfo. En una mesa, Félix y su pandilla bebían cer¬
veza. Pirulo y Ludo buscaron un apartado y pidieron
pisco. Apenas los sirvieron e hicieron el primer brindis
se dieron cuenta que nada había cambiado; de que en
nada- les valía en estas circunstancias el enorme auto¬
móvil ni el paso de la muerte: al igual que hacía unos
meses, que hacía unos años, esperaban el amanecer en
ese bar asqueroso, como si hubieran venido a pie, jun¬
tando sus reales, para beber una copa de trago barato.

Vamos a emborracharnos”, dijo Ludo ordenando


otra rueda. Al poco se les juntó Jimmi, un hombre
bajo, casi enano, mal afamado. Se decía que andaba
siempre a la salida de las escuelas, observando a los ni¬
ños. Pronto estuvieron envueltos en una de esas con¬
versaciones alcohólicas, llenas de circunloquios y repe¬
ticiones. “Mi novia”, decía Jimmi haciendo circular la

— 125—
fotografía de un colegial. “Mira quien está allí d^o
Pirulo Un hombre gordo, calvo y majestuoso acababa
de entrar al bar. Calzaba sandalias y llevaba una cami¬
sa hawaiana abierta sobre el pecho velludo. “Lo conoz¬
co, Pascual del Monte”, dijo Jimmi. Ludo nunca había
visto a ese hombre, pero admitió de inmediato, sin sa¬
ber exactamente la causa, que era algo así como un pa¬
sajero de primera clase que había efectuado un des^n-
so a la cubierta de tercera. “Ahora se lo pelean di]0
Pirulo. “Groseros”, masculló Jimmi. El gordo vacilo un
segundo y por último se sentó en una mesa cercana a
la de Félix y su grupo.

Algo cambió en el bar. Los mozos parecían más ob-


S6QUÍ0S0S. El patrón vino personalmonte a atondorlo.
“Para mí lo de siempre y para los demás cerveza .
Jimmi decía: “Es un hombre refinado, un rnillonario.
Colecciona objetos de arte”. Ludo siguió bebier^o sih
saber por qué ese millonario gozaba en ese bar de rna-
leantes, de tanta impunidad. Félir y su grupo le hacían
bromas desde la mesa vecina. El gordo les respondía,
pero sin darse el trabajo de mirarlos, como para dar a
entender que no participaba en ese diálogo más que con
una parte ínfima y probablemente subalterna de su
persona. Los mozos distribuían cerveza por todas las me¬
sas. Cuando llegó a la de ellos. Pirulo la rechazo: “No
quiero nada de ese señor”. “Cuidado’, intervino^Jimmi,
“afuera está su chofer. Te puede hacer pedazos . Qúe
se vaya a la mierda”, prosiguió Pirulo, Ludo trato de
contenerlo, pero Pirulo se había puesto de pie para gri¬
tar: “Tengo mi plata, puedo pagarme todos los tragos
que quiera”. Sólo en ese momento el gordo pareció dar¬
se cuenta de sus protestas. Desde lejos vieron su cabe¬
za de buda, girar sobre su papada y examinarlos a tra¬
vés de sus párpados hinchados. Inclinándose hacia la
mesa de Félix preguntó algo, luego sonrió y les hizo un
saludo con la mano. “A mí no me compran”, prosiguió
Pirulo, “¿te conozco acaso?”. “Cállate”, ordenó Jimmi.
Ludo mismo se dio cuenta de que estaba a punto de
meterse en un lío: “Mejor vámonos de aquí”. Pero ya
Félix se acercaba a la mesa: “Pirulo, no sigas jodiendo
¿quieres?. Nos vas a malograr el negocio. Tenemos un
cliente para don Pascual”. Pirulo protestó, pero Félix
lo contuvo: “Cierra el hocico, mierda” y su mano afe¬
rró las solapas de Pirulo, deshaciendo entre sus dedos
toda su compostura. “Ya sabes”, agregó regresando a

126—
su mesa. Pirulo se acomodó la corbata: “Esta es la mis¬
ma mierda. Matones, maricas, todo mezclado, todo re¬
vuelto. Sólo falta que venga un esbirro y comience a
damos de palazos. Tienes razón. Vámonos de aquí”.

Pero ya se había armado un alboroto. Ludo vio que


dos muchachos, que hasta entonces se habían mante¬
nido en una mesa apartada, se acercaban donde el gor¬
do. Uno de_ ellos llevaba un pantalón de franela blan¬
co, muy ceñido ly se peinaba al avanzar mirándose en
los espejos. Félix y sus secuaces le cortaron el camino.
“A ustedes nadie los ha llamado”. “Yo soy uña y carne
con don Pascual”, protestaba el muchacho del pantalón
blanco. “Carne, eso”, chilló Pirulo. “Un par de rosque-
titos, un par de peluqueritos”, dijo Jimmi. Félix y los
suyos lograron desalojar a los muchachos mientras los
mozos comenzaban a dar de saltos, tratando de evitar
un pugilato, repartiendo empujones y servilletazos. El
gordo seguía bebiendo tranquilamente, mientras presen¬
ciaba el incidente con indiferencia, como si se tratara
de un mal film de aventuras.- “Otro whisky”, ordenó,
esperando que el orden se restableciera.

Pero súbitamente la atmósfera, hasta entonces cal¬


deada, se tornó peligrosa. Ante una nueva acometida
de los muchachos, Félix se lanzó contra ellos y comen¬
zó a repartir los primeros puñetazos. Alguien arrojó
una silla, por el aire cruzó una botella que fue a estre¬
llarse contra un espejo y ya se cernía sobre el bar el
huracán de la destrucción cuando el gordó elevó el ros¬
tro hacia el cielo raso y gritó: “Basta”. Su voz tuvo la
virtud de crear en torno suyo, una especie de vacío, de
inmovilidad. Todo el mundo quedó paralizado, en po¬
siciones estatuarias. Incluso el brazo de Félix, que ha¬
bía elegido tal vez un objetivo, se mantuvo tieso en el
aire, en una actitud alegórica de agresión. “Si hay lío
mejor terminar”, añadió el gordo, “más cerveza para
todos. Y tú ven acá”. El tú estaba dirigido al joven del
pantalón ceñido. Todos regresaron a sus mesas, mien¬
tras los mozos comenzaban a distribuir el nuevo pedi¬
do. “Don Pascual está en decadencia”, comentó Jimmi,
al ver cómo limpiaba con su pañuelo la sangre que el
joven tenía en el labio. “Vámonos”, insistió Pirulo,
“ésto es un asco. Quiero ver mujeres, sólo mujeres”.
En el momento en que pedían la cuenta la puerta del
bar se abrió. Ludo, en medio de su nebulosa, vio en-

— 127—
trar a varios policías. Preso otra vez por falta de pa¬
peles. Los policías comenzaron a recori’er las mesas,
pero cuando distinguieron al gordo quedaron atónitos.
Todos lo saludaron con respeto, llevándose la mano a
la visera de la gorra. “Aquí todos son mis amigos”,
dijo el gordo, “pueden irse por otro lado”. Los poli¬
cías dieron media vuelta y se retiraron del bar. “¿Vie¬
nes con nosotros?”, preguntó Pirulo a Jimmi. “Des-'
pués de todo, e^ un caballero”, decía Jimmi, mirando
a don Pascual. “Vamos a llevarlo a un burdel”, dijo
Pirulo al oído de Ludo, “quiero ver cómo lo desvir-
gan. Debe ser un plato. ¿No vas a tomar’'eso?. Déja¬
melo”. Jimmi se puso de pie suspirando: “Vámanos
pues. Donde manda capitán, no manda marinero”.

En la acera había un Cadillac reluciente al lado


del cual el Buick de Pirulo parecía una carcocha. Un
chofer negro cabeceaba sobre el timón y a su lado un
hombre robusto miraba con toda la mandíbula a tra¬
vés de la ventanilla. “Su cuerpo de choque”, dijo
Jimmy, “unos brutos. De un combo te- hacen papilla”.
“Vamos”, dijo Pirulo cogiéndolo del brazo. “¿Dónde?”,
preguntó Jimmi. “A un lugar donde vas a perder al¬
go”, respondió Ludo. “He perdido todo, ' menos la vi¬
da”, suspiró Jimmi entrando al automóvil. _ “La per¬
derás”, dijo Pirulo, “la perderemos. ¿Por qué tendré
tanta sed?. Ese pisco”. “Donde Estrella”, dijo Ludo
cuando el carro arrancó tronando hacia Lima.

Tomarón la avenida Petit Thouars. Pirulo, silen¬


cioso, aceleraba cada vez más, mientras Jimmi mono¬
logaba en el asiento posterior: “Mejillas de rosicler,
piel de caramelo”. “¿Cómo se-llama?”, preguntó Ludo.
‘Basta”, exclamó Pirulo, “que se vaya a la mierda tu
novia, la novia de Pascual, todas las novias. ¿Por qué
todo el mundo tiene que hablar de sus novias?. No hay
novias, además. Todas son mentiras. Todas son putas.
Trago es lo único que hay”. Girando bruscamente en
una esquina tomó una calle que desembocaba en la
Avenida Arequipa. “¿Qué quieres hacer?”, preguntó
Ludo al ver que arrojaba su cigarrillo y se apoyaba en
el timón. “El paso de la muerte”. “¿Otra vez?”. “Se
llama Héctor”, decía Jimmi, “como en los libros de
Homero”. “Frena”, gritó Ludo ai ver que el carro en¬
traba a la Avenida Arequipa y que por la segunda
pista dos faros se agrandaban. Luego sólo--sintió que

— 128—
eran jalados por atrás y pronto tuyo la inipresión de
que el Buick se elevaba por los aires, casi a cámara
lenta, girando sobre su centro de gravedad, mientras
la fachada de una casa blanca avanzaba hacia ellos
con sus ventanas apagadas, su cerco y sus enredaderas.

XVII

PIRULO sacó un recorte del bolsillo: “¿Has vis¬


to?”. Ambos saboreaban su primera cerveza desde que
salieron del hospital. Era una fotografía de periódico,
donde se veía un carro volteado de campana, dentro
del jardín de una casa. “Bota eso”, comentó Ludo y
apartó el recorte con la mano. Pirulo dijo que estaba
■jodido, el carro asegurado, es verdad, pero los gastos
de hospital, el lío en que había metido al Prefecto y
todo lo demás. “Y para colmo no sé quién fue el hijo
de puta que me robó la plata. Esa noche tenía dos
mil soles en el bolsillo”. Ludo sólo recordaba haber
reptado por el jardín en busca de un caño de agua,
pensando que debería hundir la cabeza en el chorro
frío si no quería morir.

“Ya es hora”, dijo Pirulo pagando la cuenta. “¿Y


después?.'" ¿Qué pasó después?”, preguntó Ludo. No
llegó seguramente al caño o no había caño en ese jar¬
dín “¿Después de qué?”. Pirulo agitó su brazo izquier¬
do enyesado: “Dentro de una semana podre manejar
otra vez. ¿Sabes que ya le dieron otro carro a mi vie¬
jo”. Después sólo se quedó dormido o desmayado o
parcialmente muerto con la cara hundida en una mS"
ta de pasto húmedo, “Sí, tenemos que ir”, dijo ponién¬
dose de pie.

El taxi los dejó en la tercera puerta del cemente¬


rio de Lima. Cerca de la Cripta de los Héroes había
un cortejo. “Hombre ecuánime, magnánimo, de una
gran decencia moral”, decía un sujeto con corbata ne¬
gra leyendo un papel. Alrededor del ataúd colocado
en un soporte de hierro, un grupo escuchaba compun¬
gido el discurso. Pirulo y Ludo prosiguieron su ca¬
mino v de pronto se vieron acosados por una banda
de muchachos. “Dos soles la escalera”, gnto uno de
ellos embistiéndolos con una escala de dos metí os.
Los demás muchachos pugnaban por acercarse^ con sus
escalas al hombro. “Fuera de aquí . protesto Pirulo,

— 129—
“Esposo ejemplar, padre modelo, jefe comprensivo,
amigo abnegado”. El muchacho insistió: “Se la dejo
por un sol”. Pero ya otro grupo,de muchachos se pre¬
cipitaba sobre ellos con ramos de claveles dalias,
alhelíes. Tuvieron que apartarlos casi a la fuerza. Un
niño descalzo se puso de rodillas y con un pedazo de
franela alcanzó a limpiar uno de los zapatos de Ludo:
‘Que Dios lo tenga en su reino”, repetía, mirándolo
con su nariz y persiguiéndolo con la mano extendida.
“Dale un sol”, dijo Ludo. “Venimos de paseo. No , te¬
nemos muertos”, protestó Pirulo. Los muchachos se
lanzaron hacia un grupo de personas que entraban en
ese momento al cementerio. “Por todo ello, en nom¬
bre de los ernpleados de los Laboratorios Delmar So¬
ciedad • Anónima, me permito decirle, descanse. . .
“Esto es deprimente. ¿Dónde estará?, preguntó Ludo.’
“Tercera puerta, me dijeron. Cuartel San Jorge.

Ambos se internaron entre los mausoleos, que rés-


plandecían bajo el sol otoñal. Mármoles, esculturas,
inscripciones con letras doradas. Verdaderos palacios,
pero en miniatura. A los muertos, como si fueran ñi¬
ños, se les construía una ciudad de enanos. “Espera,
por aquí debe estar nuestro mausoleo”, dijo Ludo’
¿Tu familia tiene mausoleo?”. Extrañas reminiscen¬
cias: el mausoleo de la familia Dreyfus, ya extinguida,
con su frontis barroco y sus angelones de granito em¬
puñando antorchas, le recordó aquella expedición le-
jana y única que hizo con su padre al mausoleo de su
familia. Dos obreros los acompañaban. Se trataba de
sacar a un antepasado de su nicho y echarlo al osario,
a fin de que dejara una plaza libre en ese recinto ya
atestado. El mausoleo era estrecho: apenas una habi¬
tación diminuta, con una reja de acceso, cuatro nichos
a la izquierda y cuatro a la derecha. Su padre quedó
meditando ante las ocho lápidas inscritas, pensando a
qué muerto debería desalojar. Los Tótem parecían don
rnir allí un sueño tan sosegado. “Echaremos al más
pejo. Los muertos también tienen edad”, dijo su pa¬
dre. Volviéndose hacia los obreros les indicó: “Me sa¬
can esa lápida por favor”, y señaló la de Melchor Au¬
gusto Tótem, muerto en 1798. “Tú vete a dar una vuel¬
ta por afuera”, añadió mientras se agachaba para le¬
vantar de su argolla la losa del osario. Ludo salió del
mausoleo y se entretuvo observando el monumento de los
nerario de los Dreyfus. “¿Te han guardado alguna pla-

— 130—
za?”, preguntó Pirulo. “Sólo queda una para mi abue¬
la”, respondió Ludo, “uno de estos días la ocupa”.
Largo rato estuvo contorneando el mausoleo de los
Dreyfus, viendo qué lozana crecía la yerba en esa tie¬
rra fértil, sorprendido de ver hasta mariposas danzan¬
do alegremente entre las cruces. De pronto su padre
salió del mausoleo. Estaba pálido. Quitándose el som^
brero se limpió la frente con su pañuelo. “Para qué
haberte traído aquí”, murmuró. Esa misma noche lo
escuchó decir a su madre; “Melchor estaba volteado,
encogido en su cajón. Cuando yo muera, que me cor¬
ten las venas”.

“Allí está”, dijo Pirulo, “Familia Tótem”. Ludo


observó el triste habitáculo, su verja enmohecida. “Mi
casa, mi verdadera casa, —pensó—- donde me traerán
a la fuerza si me encuentran un sitio, porque muerto,
incluso, necesito una casa, de donde nadie me moverá »
si no es para echarme al osario, encima de Melchor y
de los otros huesos, confundidos allí, al fin unidos, a
la espera de los otros, hasta que no quepa nadie y nos
quemen o nos tiren al río”. “¿Te vas a quedar allí pa¬
rado?”, preguntó Pirulo. “Sigamos”, contesto Ludo y
continuaron su exploración por senderos ya desiertos.
En esa ciudad mortuoria había avenidas, ^ encrucija¬
das, urbanizaciones y hasta plazas, imitación irrisoria
de la arquitectura de los vivos. Sentada en una tum¬
ba vieron a una señora de luto, comiendo las galletas
que sacaba de una bolsa. Al poco rato abandonaron
esa zona residencial y penetraron^ en el panorama de
los barrios populares: sólo se veían cuarteles, todos
exactos, altos muros de nichos alineados geométrica¬
mente, uno frente a otro, entre estrechos caUejones,
muertos apilados como ladrillos, hundidos al fondo de
las paredes blancas, detrás de lápidas grises o negras,
con vidrio o sin vidrio, con fotografía o sin ella, con
flores frescas, marchitas, sin flores, cruces de madera,
moscardones y un olor a podredumbre y a claveles. Lo
único que permitía identificar a cada cuartel era el
nombl-e de un santo, patrono tal vez de algún barrio
del paraíso. “Ya está”, exclamó Ludo. Su dedo seña¬
laba un nicho sin lápida, donde sobre el cemento ya
fraguado se leía una inscripción hecha seguramente
con un palo: “Jimmi Soler. 1930-1952 . Colgada de una
argolla una corona de siemprevivas se mona.

— 131-
Pirulo y Ludo se miraron y como no tenían nada
que decir, se alejaron rápidamente. “Fue una lástima”,
murmuró Pirulo al cabo de un rato. “Por lo menos
podíamos haber traído un ramo”, añadió Ludo.

Se cruzaron aún con varios cortejos. En la puerta


del cementerio otras carrozas esperaban. Cada vez ha¬
bía más entierros en Lima. Se formaba cola para lle¬
gar al soporte de fierro_ y oficiar los responsos. “Mira,
un bar”,^ dijo Pirulo señalando una especie de cantina
que había frente al cementerio, con un toldo de este¬
ra y kioskos de floristas. Cuando se acercaron pudie¬
ron leer la insignia: “La puerta del Cielo”. ¿Por qué no
del infierno?. Atacados por moscas obesas, se dejaron
servir por una vieja que parecía haber abandonado
una tumba. De tanto frecuentar a la muerte o a los fa¬
miliares de la muerte, la vieja era ya un heraldo de
la muerte. Sus polleras olían a carroña. “Buena tar¬
de”, dijo señalando las carrozas, “muy concurrida”.
“Después de todo, hemos tenido suerte”, suspiró Piru¬
lo, “podríamos muy bien ser ya los inquilinos vitalicios
de ese cuartel”. Ludo se acordó de su despertar en el
cuarto del hospital, dos días después del accidente,
con un algodón metido en las narices y su madre que
movíanlos labios hablando de una hipoteca no pagada,
de que todo está carísimo y de que eso te pasa por
andar con borrachos. “Yo no tomo esto”, dijo apartan¬
do su vaso. Pirulo se lo bebió en su lugar. Allí la cer¬
veza sabía a sudor de muerto.
En el paradero había una cola de deudos afligidos.
Ludo y Pirulo decidieron ir a pie hasta los Barrios Al¬
tos y buscar otra línea de transportes. Pasaron por un
asilo de ancianos, por ironía, situado cerca del cemen¬
terio, como si desde ahora se les obligara a guardar
una especie de antesala. “Esperen aquí tranquilos”, de¬
bía decirles, el Director, “que dentro de un tiempito
pasaran un poco más allá, a descansar de verdad”. Pi-
izquierda: “¿Adónde dará esa ca¬
ñe? . Empezaron a recorrerla. Dejaron atrás unos ran¬
chos, paredes de corralón y después de cruzar los rie-
^s del tren que iba a la sierra llegaron a la orilla del
Rimac, pero de un Rímac que ellos no conocían: una
pobre comente que bordeaba la espalda del cemen¬
terio y arrastraba con humildad su agua sucia entre
riberas de barro, sacuaras tronchadas y túmulos de
basura donde escarbaban los gallinazos.

132—
Unas risas les llamaron la atención. Al poco rato
emergió detrás del desmonte una especie de procesión
la^^val, una horda de renacuajos. Era una pandilla de
niños desnudos y grisáceos, surgida al parecer del lé¬
gamos del Rímac. Uno de ellos llevaba un gato muer¬
to de la cola, el que lo seguía golpeaba una lata con
un palo. Cerraban ese cortejo, que tenía algo de mi¬
tológico, como si estuvieran asistiendo al nacimiento
de una leyenda de la tierra, varias niñas mocosas y
ventrudas. Pirulo y Ludo, intrigados por esta apari¬
ción, siguieron a los muchachos por el muladar, basta
que los vieron detenerse frente a un montículo hu¬
meante de basura. “¿Qué hacemos con él?”, pregunta¬
ba el muchacho de la lata. “Vamos a quemarlo”, dijo
una chica. “Mejor lo ahorcamos”. “Pero si ya está
muerto”. “No importa. Busquen una pita. Vamos a
ahorcarlo como a un blanquito”. Pirulo y Ludo se mi¬
raron. En ese momento los muchachos los distinguieron y
quedaron callados, observándolos a su vez impasibles.
Pirulo intentó una sonrisa que no encontró ningún eco.
La horda seguía mirándolos. Ludo creyó notar que
todos esos niños, sin excepción, tenían expresión de
adultos y esto le produjo un escalofrío. “Vámonos’, di¬
jo cogiendo a Pirulo del brazo y se alejaron rápida¬
mente.

Esa misma noche se miraba en el espejo de su


cuarto; entre las dos cejas se le veía una pequeña ci¬
catriz en forma de cruz. Tenía la impresión o tal vez
sería por la hinchazón de su frente, que sus ojos esta¬
ban asimétricos. Pirulo, echado en la cama, decía por
tercera vez: “La noche es joven. Todavía tengo unos co¬
bres”. Ludo alegó que tenía que preparar un exarnen.
En realidad, salir esa noche le parecía una profanación.
Un muerto qiás. Jimmi, en su vida, era un muerto mas
que engrosaba la lista exigua de sus muertos. Para ser
precisos, era sólo el sexto muerto de su lista y venia de¬
trás de su padre, de su abuela materna, de una prima,
de dos condiscípulos de colegio. Se diría que la muerte
no se daba mucha prisa a su alrededor: en 22 arios de
vida, seis muertos era poco. Aparte, claro esta, de los
muertos anónimos que le habían venido casi de regalo,
por accidente, y que él no había conocido en otra for¬
ma que como muertos (un chico al cual un carriion le
reventó la cabeza cerca de su casa, otro degollado por
un tranvía), Pero con cada muerte Ludo se sentía enve-

— 133—
jecer. Quizás la vejez consistía en eso: tener en su vida
muchos muertos. “Es demás, no voy a ir”, dijo Ludo.
Pirulo se puso de pie: “Enciéndeme un cigarrillo en¬
tonces. No puedo hacerlo, todavía con una sola mano.
Yo también estoy deprimido, no creas. Fíjate como
tiemblan mis dedos”.

Ludo se felicitó de no haber salido esa noche, pues


al poco rato llegó su cuñado Genaro. Genaro lo divertía
o más bien lo asombraba. Era un prodigio de vitalidad.
Se vanagloriaba de no haber leído nunca una novela.
Jamás lo había visto sentado en un sofá. Siempre de
pie, iba de un lado para otro, desplazándose casi a sal¬
tos, moviendo los brazos para coger algo, reforzar un
argumento o pronunciar una condenación. Estaba de ci¬
vil pues en esos días, cuando Ludo estuvo en el hospi¬
tal, había renunciado a la carrera militar (sin perder
por ello su grado ni su carnet de oficial, de lo que se
valía para no hacer cola a la entrada de los coliseos
deportivos o para amenazar a los civiles cuando tenía
un accidente de tránsito). El año anterior había estado
destacado en Puno y Armando, que fue a pasar una tem¬
porada con él, se complacía en , decir que Genaro era
en esa^ ciudad del altiplano no sólo el teniente de una
compañía, sino el Presidente del Club de Ajedrez, el
árbitro oficial de .los partidos de fútbol, el guitarrista
de las fiestas, el torero de las ferias, el conferencista so¬
bre temas patrióticos, el entrenador del equipo de bás-
quet, el patrocinador de un club de “Amantes de la mú¬
sica selecta”, el redactor de la “Crónica Social” del pe¬
riódico local y finalmente el hombre más popular de
la ciudad. Ludo recordaba haberlo visto hacer reir a
veinte mil personas una noche, en una pelea de box.
Hacer reir a una persona era ya para Ludo un proble¬
ma, pero Genaro hizo reir a veinte mil y además con
una broma banal. En medio de un combate en el cual
los contendores se huían y eran incapaces de darse un
golpe, Genaro se puso de pie y gritó con su voz de mi¬
litar: “La pelea está sangrienta”. Toda la plaza se echó
a reir y los boxeadores se pegaron a morir.

Pero Genaro tenía un punto débil: era incapaz de


lucirse delante de un interlocutor. El necesitaba un
auditorio. Cuando se encontraba frente a una sola per¬
sona su inteligencia se empañaba, sus ademanes se vol¬
vían inciertos y torpes. Pero bastaba que hubiera a su

— 134—
alrededor más de dos oyentes, de preferencia un grupo,
para cobrar una súbita locuacidad, un apetito de domi¬
nación y una elocuencia que se fortalecía conforme ha¬
blaba, se alimentaba de su propia secreción, hasta que
su parla alcanzaba el aspecto de un bosque en llamas,
donde ardía el idioma, salían disparadas las frases y uno
terminaba convencido que el uso de la palabra, en al¬
gunas ocasiones, podía convertirse en una verdadera ca¬
tástrofe.

Esa noche vino con un muchacho blanco pero de


acento serrano, al cual presentó como al señor Vélez.
El señor Vélez era un hombre que no podía pasar desa¬
percibido, pues llevaba zapatos blancos y una camisa de
seda estampada con motivos agrícolas. Estaba también
Maruja y su madre. Al poco rato ingresó a^ la sala Ar¬
mando con su saco de pijama. Ludo intuyó en el acto
que era inminente el desarrollo de alguna ceremonia.

“Que es una suerte que no hayas salido”, dijo su


madre, “que me había olvidado de decirte que Genaro
quiere hablar con nosotros de asuntos muy importantes,
que...” Genaro había comenzado ya a hablar y Ludo se
preguntó si por azar eso no sería un Consejo de Familia
reunido con el objeto de privarlo de sus derechos
les. ¿Pero qué hacía allí ese señor Vélez, que acababa
de abrir un paquete de Lucky para invitar cigarrillos a
todos y dar fuego con un voluminoso encendedor dora¬
do?.

“Segundo: las inversiones inmobiliarias no son pro¬


blemáticas sino seguras, pero tienen el inconveniente,
para emplear el lenguaje de los economistas, de no tener
un carácter reproductivo. Tercero: la proporción Qt^e
aumenta el costo de la vida, según pude comprobarlo
leyendo el último anuario del servicio de Estadísticas
del Departamento de cuentas del Ministerio de Hacien¬
da correspondiente al año fiscal en curso, aumenta en
cinco punto cuatro por ciento, lo que quiere decir, si
esta progresión mantiene su curva ascendente, lo
que no es deseable pero posible, que dentro de diez
años, como la más simple operación matemática lo de¬
muestra, habrá subido en un cincuenta por ciento. Cuar-
to' Gn una época de desvalorizjación de la moneda, de
crisis inflacionistas y de coyuntura internacional, lo mas
recomendable es hacer circular el capital y evitar darle

— 135—
al dinero un destino estático y disolvente. Quinto: por
todo lo expuesto y ateniéndome a las razones indicadas
anteriormente, desarrolladas, explicadas, precisadas y
comentadas, considero que ha llegado el momento de
que rectifiquen su punto de mira anticuado y decaden¬
te y recurran a una estrategia adecuada a nuestra épo¬
ca, es decir, que vendan los departamentos”.

Genaro quedó un momento silencioso, mirando por


turno a los presentes, pero antes de que se elevara ía
menor objeción encadenó: “Subrepticiamente ustedes
pensarán: ¿y de qué vamos a vivir? si nuestra renta
única son esos dos pequeños departamentos. Un momen¬
to,_ señora María. ¿Cuánto le dan los departamentos?.
Señora María, respóndame, ¿cuánto le dan?. Tres mil
soles, ¿no es verdad?. Pues ya ven. Vivir con tres mil
soles es ahora difícil, pero dentro de unos años será im¬
posible. Por eso yo propongo, con la garantía del señor
Velez aquí presente, hombre de experiencia en el ramo
de los transportes, vender los departamentos e invertir
su producto en un negocio activo que marchará, estoy
seguro y esto no es un chiste, sobre ruedas”.

Vélez decía en ese momento que con los dos camio¬


nes que él tenía ganaba diez mil soles mensuales, pero
que era verdad también que él manejaba uno de ellos
y que el otro lo conducía su hermano. “Lo que se lla¬
ma una empresa familiar”, intervino Genaro, “en la
cual todos participan, todos trabajan, todos reciben uti¬
lidades proporcionales al esfuerzo desplegado. Yo mane¬
jaré un camión, Armando otro. Ludo otro y el cuarto
lo hará una persona de confianza. Porque con la venta
de los departamentos compraremos cuatro camiones, a
plazos naturalmente, y yo le garantizo señora María que
su renta no se duplicará, ni se triplicará, sino que se
quintuplicará, se decuplicará, se...” ^

Ludo notó que su madre tenía las mejillas rosadas,


como cuando en Navidad o Fiestas Patrias bebía vino en
las comidas o como cuando, sin testigos íntimos, canta¬
ba con júbilo^ en las procesiones. Genaro había aborda¬
do la parte técnica de su exposición y hablaba de inte¬
reses, porcentajes, fondos de reserva, seguridad social
contabilidad estricta, hábil planificación, cuando su ma¬
dre lo interrumpió para decirle: “Yo hago lo que ellos
digan . Maruja dijo que le parecía bien, Armando que

— 136—
le daba lo mismo, que no entendía nada de negocios y
que le dieran otro cigarrillo. Genaro buscó la mirada de
Ludo, que estaba perdida en las lágrimas de la lámpara
central. Ludo aceptó el desafío, vio como los ojos de
Genaro lo escudriñaban con firmeza. Ludo resistió esa
mirada, estuvo a punto de esquivarla, resistió aún, pues
sabía que los silencios establecían un corto circuito en
el fluido mental de Genaro y lo hacían perder contacto
consigo mismo. Al fin lo vio desviar la vista, empezar
a sudar copiosamente y buscar su pañuelo. “Mañana
doy mi respuesta”, dijo y poniéndose de pie salió a la
calle.

XVIII

COMO el cadáver de una septuagenaria hallado en


una zanja a los siete días de haber muerto por estran¬
gulación o como ese sapo cuya superficie creció en de¬
trimento de su volumen al ser chancado por las llantas
de un automóvil o como esa casa de la Avenida Are¬
quipa o como los dos viejos que viajaban en el ómni¬
bus, uno con la nariz semejante a un racimo de uvas
aplastadas y el otro con el labio inferior irremisiblemen¬
te caído, para siempre tumefacto o como ese mendigo
que un día tocó la puerta de la casa y antes de pedir
limosna se levantó la camisa y enseñó su vientre donde
tenía un hueco ulceroso tapado con un corcho.

Como todo eso se sentía Ludo al caminar por las


calles, del centro o más bien al conducir su cuerpo pe¬
nosamente como si se tratara de un cuerpo prestado.
Aparte de no ser un animal matinal, las pastillas que to¬
mara la víspera para poder velar y preparar un exa¬
men comenzaban a hacerle sus efectos complementarios.
En cada esquina, después de salir de la universidad, en
cada esquina perdió un párrafo, una argumentación, un
nombre, un artículo del código y a las diez de la maña¬
na era una entidad con el cerebro hueco y escurrido,
una sacuara exhausta y sedienta, presa de alucinacio¬
nes antropromórficas. En cada automóvil veía una más¬
cara monstruosa, las ventanas de las casas eran ojos, el
follaje de los árboles formaba rostros movedizos, la
iglesia de Santo Domingo se le apareció al voltear una
esquina como un turbulento gigante al cual era necesa¬
rio derribar. Al fin llegó al Puente de Piedra y quedó
apoyado en su pretil viendo correr las aguas sucias del

— 137—
Rímac. Chirriantes tranvías pasaban rumbo a Abajo del
Puente. Ludo miró un momento ese barrio, como si lo
viera por primera vez, grisáceo y chato, un poco desni¬
velado con respecto al resto de la ciudad. ¿Qué hacía
allí? ¿Quién vivía allí? ¿Había dado un examen? ¿Qué
le había preguntado el profesor? ¿Por qué caminaba la
gente? ¿Cómo caminaba? ¿Quiénes eran los perros?. Lu¬
do sintió que el libro dé Dereehb. Comercial se desliza¬
ba de sus dedos y haciendo un esfuerzo lo atrapó cuan¬
do estaba a punto de caerse al río. “Como el cadáver de
una septuagenaria, nacen limpias las aguas en la alta
montaña y al avanzar”. Esta vez no hubo remedio: el
libro se fue al río, sin que Ludo pusiera mucho empeño
en impedirlo. Desde lo alto lo vio rebotar contra una
piedra y hundirse lentamente con sus páginas abiertas
en la corriente turbia.

Cuando regresaba a la Plaza de Armas, un taxi se


detuvo a su lado y desde el volante un hombre lo llamó.
“Te vi en el puente”, dijo Daniel, y “te hice una seña,
pero estabas distraído”. Ludo se acomodó a su laío
mientras el taxi arrancaba. “No he dormido en toda la
noche y además acabo de tirar un libro al río. Y con
ese libro he tirado algo más. He tirado, ¿qué cosa es lo
que he tirado?”. Daniel le iba diciendo que ese carro se
lo prestaba por las noches un amigo para lechucear un
poco, pero que ahora su amigo estaba enfermo, de mo¬
do que lo utilizaba todo el día. “Yá dejé la casa de mi
hermana en Miraflores. ALora tengo un cuarto en La
Victoria. ¿Es verdad que van a vender los departamen¬
tos?”. Ludo dijo que ya los habían vendido, que su cu¬
ñado y los camiones, que él estaba de acuerdo, que era
necesario invertir. “Te llevo a tu casa”, dijo Daniel,
“empezaré a trabajar a las doce”. El taxi bajó por el
centro, tomó el Paseo de la República y finalmente la
Avenida Arequipa. “Vamos a vernos una noche”, dijo
Daniel, “quiéro que me ilustres un poco, yo soy uq in¬
culto, palabra que no he leído nada, quiero que me
prestes un libro para impresionar a la muchachada de
mi barrio, pero un libro donde haya pachamanca, tiros,
todas esas cosas”. Ludo decía que sí mientras las casas
de^ la Avenida Arequipa desfilaban con sus verjas y de¬
trás de sus verjas gigantescas cabezas de guillotinados,
con sus ojos cuadrados, sus bocas cuadradas y a veces
la lengua de un pasillo que lamía el jardín y se desbo¬
caba en la yereda. Una casa tenía la nariz averiada, ca-

— 138—
sa mortal, jardín sin caño de agua. Ludo dijo que sí y
llegaron a su casa. “Buen trabajo”, agregó, “pasa a bus-
canne un día”. A su casa penetró por la boca y antes
de dormirse observó que su escritorio era también un
hombre agazapado que lo miraba con sus dos cajones
y lo fusilaba con sus cerraduras.

Durmió aún, se despertó, su madre decía que ya


firmamos las escrituras, que este Genaro es muy activo,
pero que este Genaro no da aún cuenta de nada, pues
este Genaro ya formó la Sociedad, pero ¿con qué plata
la ha formado este Genaro?, ya que a fin de mes tiene
que pagarnos, porque este Genaro necesita choferes, ni
Armando ni Ludo quieren manejar y que esta noche
iré a dormir donde Maruja no sea que dé a luz. Durmió
aún, se despertó, se volvió a dormir, cuando en medio
de la tarde abrió los ojos_y vio a su madre que movía
los labios y le indicaba con muchos aspavientos que lo
llamaban por teléfono. Escuchó la voz de Segismundo:
“¿Te despertó tu santa madrecita?. Anoche llegué. Te
espero dentro de media hora en el bar del Montecarlo”.

“Que no hay plata”, dijo su madre cuando Ludo le


pidió diez soles. Palabras memorables. Era la primera
vez que escuchaba tal negativa. Armando luego le ex¬
plicó que Genaro había invertido todo el dinero de los
departamentos en comprar los cuatro camiones, pero
que aún no tenía contratos. “Tal vez se vaya a Arequi¬
pa llevando fideos o a la sierra del Centro para traer
ganado”. Ludo dijo que ese negocio era un ensarte y se
fue hacia el bar del Montecarlo.

Segismundo consumía lentamente una botella de


pisco. Al verlo Ludo tuvo la impresión que desde hacía
semanas, meses, viajaba de bar en bar y de botella en
botella. Quizás esta sensación se reforzó por el hecho
de que Segismundo se había dejado crecer una barba
rojiza y su opulento busto, partido y reflejado en la su¬
perficie brillante de la mesa, le recordaba al Rey cte
Copas de los naipes. “Anoche estuve con Olga”, dijo
•Segismundo, “Ya rompimos. Es una cojudez tener ami¬
gas enamorados, si no es para acostarse con ellas. Pre¬
fiero las putas. Dentro del régimen de la libre empre¬
sa el comercio con ellas es completamente^ honesto .
Sacando una libreta le enseñó una serie de dibujos obs¬
cenos, relativos a las mujeres con las que .se había acos-

— 139—
lado en Vaucouver, San Francisco, Panamá. “Les en¬
canta posar. Creían que yo era un artista, imagínate, y
me cobraban media tarifa”.

Ludo le informó de su accidente, de que Pirulo te¬


nía un derrame biliar, de su once en Derecho Comercial.
Segismundo parecía considerar estas noticias como pe-
queñeces: “Me vas a ayudar a vender algunas cosas. Ci¬
garrillos americanos, whisky, ropa interior. Esta vez he
hecho un buen contrabando* Pero lo más importante lo
he dejado donde Olga”.

Segismundo no terminó su botella: “Tengo ganas de


caminar”. Al poco rato puso en movimiento su cente¬
nar de kilos en forma majestuosa. Al pasar por una pas¬
telería de Santa Cruz se comió once empanadas de car¬
ne seguidas. Luego se echó a caminar hacia la avenida
Pardo disertando sobre Camus. Bruscamente aceleró el
paso, dejando a Ludo en la retaguardia. Bajo los ficus,
en la tarde soleada, un cura avanzaba hacia el Parque
leyendo su breviario. Segismundo lo alcanzó. Ludo vio
que inclinaba hacia el cura su cara pastosa y comenza¬
ba a mover los labios, acompañando sus palabras con
enérgicos gestos de su mano derecha. El cura cerró su
breviario y se alejó rápidamente hacia una de las ve¬
redas laterales. Segismundo regresó donde Ludo, son¬
riendo, haciendo un ademán de excusa con sus brazos
abiertos: “¿Qtaé quieres que haga, hermanito?. Le he
dicho simplemente que es un pobre cretino. Pero no me
ha creído”.

Cuando llegaron al malecón se sentaron en la ba¬


randa, cerca de la bajada de los Baños de Miraflores.
“Por allí”, dijo Segismundo, “por esos columpios, por
esa subida, andan los fantasmas de nuestra niñez. Esas
mañanas tórridas, cuando subíamos penosamente desde
el mar, comiendo una raspadilla, detrás de Susana y de
Ingrid. Eramos unos idiotas. ¿Por qué no teníamos ami¬
gas?. Yo he llegado directamente al sexo de la mujer
sin pasar por su amistad”. De, inmediato Segismundo le
reveló que lo habían echado de su puesto en el barco:
Aún no me han enviado la carta, pero el Comisario de
Bordo me dijo que no contara con hacer el próximo via¬
je. ¿Sabes por qué? Porque con el contramaestre y dos
tipos más, dos tipos formidables, pensábamos hacer una
huelga”.

— 140—
Seguían caminando. Segismundo estaba infatigable¬
mente locuaz. Decía: no hay imagen más perfecta de la
sociedad que un barco. Un barco peruano es la imagen
de nuestro país. Podrido hasta las bodegas. Como ayu¬
dante de contador he visto medrar a todo el mundo. Yo
mismo he robado. ¿Cómo se puede ser moral?. En el
Parque Salazar: vivimos entre estafadores, entre espa¬
dachines. Hay gente que me dice: tu padre es honrado.
Mentira, es un cojudo. El tuyo también lo fue. Cómo se
reirán de ellos sus patrones. Y para consolarnos dicen: qué
hombres íntegros, qué honorabilidad. De regreso a la
Bajada de los Baños: ¿en qué se diferencia un banque¬
ro de un gángster? ¿o un investigador de un ratero? La
frontera es muy sinuosa. Esto lo sabe todo el mundo. Yo
prefiero a los gangsters y a los rateros. Son más puros,
proceden con mayor franqueza: violan la ley, los otros
simplemente la dictan.

Segismundo lo hizo entrar a su dormitorio a través


de una sala minúscula y oscura. “La casa de un hombre
honrado”, dijo, “vástago de una ilustre familia arequipe-
ña”. Al lado de la cama estaba el cajón de whisky, com¬
prado en Panamá a un dólar botella. Había varios car¬
tones de Chesterfield y una gran caja con mudas de
nylon: “Esto lo venderé en el Huatica”. De inmediato
destapó una botella de whisky: “Brindemos por nuestro
pequeño círculo de monstruos. Por Pirulo y su derra¬
me biliar, por Javier que está medio loco y más cojo que
nunca, por tu hermano, ¿qué es de tu hermano?”. Ludo
dijo que a lo mejor trabajaría con su cuñado en los ca¬
miones. “Por Reyñaldo y su maravilloso instrumento
nasal. Por tí, por mí”. Grueso borbotón penetrando en
su inabarcable humanidad. Sus lentes estaban empaña¬
dos y en el dormitorio atardecía.

En la oscuridad Segismundo seguía hablando: voy a


hacer por este país un viaje en el cual seré al mismo
tiempo Quijote y Sancho, en caballo y borrico, en justi¬
ciero y en ajusticiado, voy a redactar un libro negro,
otro blanco y otro gris, en suma un libro terrible y con¬
fidencial, voy a emborracharme en plena yunga, con las
muías y los muleros, voy en busca de los buscadores de
oro, voy a orinarme en el ojo de un capataz, después
de reventárselo a mordiscones, voy a escuchar como
chillan los indios en quechua y en español, voy a en¬
contrar trapos sucios en los templos, en los ayuntamien-

— 141—
tos y algodones en todos los caminos, voy a dar latiga¬
zos en el prepucio a los policías, voy a componer una
ópera donde el tenor sea un obispo y la diva una perra
estéril, voy a vomitar, voy a reventar.

Ludo se negó a acompañarlo a los burdeles para


vender la ropa interior y con una botella de whisky de
regalo regresó a su casa. La cocina estaba a oscuras. En
el horno no había nada. Armando y Javier reían apres¬
tándose a salir. “No hay comida. Mi mamá dijo que si
querías comer fueras donde Genaro. Ella está allí”. Lu¬
do les invitó un trago. “Voy a comer a casa de Javier.
Si quieres ven con nosotros”. Ludo dijo que no y cuan¬
do ellos se fueron comenzó a deslizarse por las habita¬
ciones de la casa vacía.

Primero entró al cuarto de su madre, cuarto de viu¬


da, donde se conservaba aún el viejo, enorme ropero
paternal con sus tres puertas y. su espejo de cuerpo en¬
tero. En la cabecera de la cama la eterna litografía de
la Inmaculada, con su vidrio cagado por las moscas.
Ludo abrió una de las puertas del ropero, apartó los
trajes que colgaban y se introdujo cerrando la puerta
tras de sí. Como cuando de niño jugaba a las escondi¬
das. ¿Quién podría encontrarlo allí?. La ropa olía a
naftalina. Oscuridad. Ludo sorbió un trago. Los ojos le
picaban. “Vengan a buscarme”, mascullaba. Su padre
podría tal vez levantarse desde esa cama de agonizante
sin pulmones y encontrarlo allí acurrucado. Ludo em¬
pujó la puerta y abandonó rápidamente el ropero, el
cuarto. Ahora estaba en la sala, donde la lámpara de
cristal de roca, ese vestigio, partía la luz en siete colo¬
res. Había treintaitrés lágrimas enteras y una rota. So¬
bre la chimenea un candelabro de plata con siete bra¬
zos, ¿comprado tal vez a algún judío?. El sillón donde
su padre, cuando estaba de buen humor, cosa rara, les
leía libros, les contaba historias dé la vieja Lima, se
reía, tosía. Todo igual, pero deteriorado, averiado, lo
mismo que los días. Y el horno vacío.

Pasó por su dormitorio, mirando de reojo la galería


de retratos y el escritorio donde se apilaban los códigos.
En el estante su centenar de libros le mostraban sus
bellos lomos gastados. Tan sólo los clásicos griegos y
romanos, forrados en cuero, estaban incólumes. Dióge-
nes Laercio decía que Aristóteles era un bardaje, ¿qué

— 142—
seria un bardaje?. Siempre le daba pereza buscar en el
diccionario. Sus dedos vacilaron, incapaces de interesar¬
se por tantas historias ya leídas. Buscar en cada libro
los trazos a lápiz, las huellas de sus uñas, para caer so¬
bre las mismas frases: “Amar a la humanidad es fácil,
lo difícil es amar al prójimo” o “Temería ser el súbdito
de un país gobernado por un hombre que haya ganado
un premio de virtud”.

Sólo el jardín. Allí, sentado sobre el césped, respi¬


rando el aroma del jazminero. Los cipreses, sus arañas,
los gatos errantes y las sepulturas ahora extraviadas de
pepos que murieron chancados por los carros. Ludo be¬
bió otro trago. La pared del fondo daba a los departa¬
mentos, que ya no les pertenecían. Tierra extranjera.
Sus ventanas estaban apagadas. En la parra los racimos
carcomidos. ¿Quién se ocuparía, como antaño su padre,
de echarles azufre y envolverlos en papel de seda? El
cardenal, extraño árbol nobiliario, con sus hojas púrpu¬
ra, un verdadero prelado de la vegetación. Y la magno¬
lia, con su flor perfecta, inodora.

Por la Avenida Espinar los carros pasaban cada vez


más distanciados. Ludo podía escuchar entonces el silen¬
cio. Del mar llegaba de cuando en cuando el ruido de
la resaca. Adorable invención, ^ese licor dorado. Ludo
reptó por el césped, oliendo los** pétalos de jazmín caí¬
dos, aspirando aromas de tierra húmeda, de guano, de¬
trás de una huella, de un indicio. “Demonios, en medio
de tanta bruma, en medio de tanto engaño, buscó sólo
una pista, la puerta, la puerta de...”. Sus manos sólo
tocaron una mata de geranios, donde antaño escondía
soldados de plomm. De allí sólo podía desenterrar su ni¬
ñez, una baraja de cartas postales sentimentales y gri¬
ses. Nada a su alrededor, ni una sola señal. Precioso li¬
cor dorado. De vientre en la grama trató de escuchar
el desfile de las hormigas, la eclosión de la mala yerba.
Tampoco allí. Nada. Cerrar los ojos. Dormir.
*

Un vago rumor de risas pareció venir del alto muro


blanco que protegía la casa de la Walkiria. Ludo se sen¬
tó en el césped y escuchó. Risas femeninas, voces en la
noche oscura. Poniéndose de pie caminó hasta el empa¬
rrado. La antigua ventana de rejas se había encendido.
Ludo tiró la botella al suelo y comenzó a encaramarse
por la enramada. Su cuerpo se les escabullía, sus brazos

— 143—
penaban para hacer una flexión sobre la barra horizon¬
tal. Al fin logró pasar una pierna y quedó colgado, con
la cabeza en el vacío. Luego se encontró caminando so¬
bre las ramas trenzadas de la parra, acercándose a la
ventana. Su cara se pegó a la reja. Un visillo blanco de¬
jaba traslucir el dormitorio luminoso, donde la Walki-
ria, sentada en un pequeño pupitre, dibujaba en un cua¬
derno. La Walkiria de trece años, con su blusa celeste
de colegiala. Hacerse pasar por Armando y regalarle
una acuarela. Cuando la Walkiria se puso de pie creció,
envejeció. No era una blusa celeste, no tenía trenzas.
¿Quién era esa mujer? Era la Walkiria. Se llevaba a la
boca algo, que no era un lápiz de cera. Fumaba y el
hombre rubio en la cama sonreía agitando un llavero.
Era la niña rubia sentada en su pupitre. Godelive, mur¬
muró Ludo. Era la Walkiria violada en el campo de con¬
centración por un soldado negro. Era la vecina madura,
la secretaria trilingüe. ¿Quién era la mujer que se sen¬
taba en la cama al lado del horribre dorado, braquicé-
falo? Era y no era la colegiala. Pero la mano del hom¬
bre rubio cogia su rodilla, la mano levantaba la falda,
la mano acariciaba el muslo. Risas. El hombre besaba a
Godelive, a la colegiala. El pupitre estaba lleno de po¬
tes de maquillaje. La colegiala dibujaba su propia cara
frente al espejo. La mano en el muslo. ¿Dónde estaría
Armando?. Ludo contempló aún los dos muslos acari¬
ciados, el triángulo del calzón y sólo se apartó dé la
ventana cuando el hombre le daba la espalda y cubría
la imagen de la niña maculada. Desde el borde del em¬
parrado contempló el césped y saltó al vacío. Dos me¬
tros de caída. En cuclillas dio varios rebotes, pateando
de paso la botella y encalló cerca de los geranios. Allí
bajo el cordel de ropa tendida, gemían las sirvientas.
Ludo se echó de espaldas mirando el cielo donde se de¬
rrumbaba un planeta, mientras su mano viajaba por
su vientre. .

XIX

“YA nos fregamos”, dijo Ludo refundiendo el pe¬


riódico en la guantera del nuevo automóvil de Pirulo.
Un pequeño artículo anunciaba la próxima aparición
de Prisma, la revista del doctor Rostalinez. Ludo ha¬
bía entregado un cuento muy moderno, construido sobre
varios monólogos cruzados y Pirulo un hai-kai de su
época de colegial: “En mi pupila izquierda, anidó, una

— 144—
paloma muerta”. El Buick oficial, exactamente igual al
estrellado, se deslizó como uña lancha por los baches
de la Avenida Pardo. Pirulo manejaba con prudencia.
El día anterior habían llevado a Segismundo a la Esta¬
ción de Desamparados, para que tomara el tren rumbo
a La Oroya, primera etapa de un viaje incierto. “Don¬
de las mellizas, ¿no es verdad?”. Ludo dijo que sí. “Hace
una semana que mi padre me espera en Ayacucho. Pero
me da pereza viajar solo. El necesita el carro allá. No
sé que mierda está planeando el viejo. Creo que quiere
ser diputado”. Las mellizas los esperaban en el male¬
cón de Chorrillos. Después de muchas búsquedas habían
encontrado un par de chicas, anodinas en verdad, pero
bonitas, fornicables y absolutamente estúpidas.

El programa era siempre el mismo. Iban al Crem


Rica de la avenida Larco a tomar un helado —que ellos
cabeceaban con una cerveza— y después el Buick en¬
filaba hacia el sur, pasaba Chorrillos, la laguna de Villa
y se internaba por una huella de tierra hasta la playa
desierta. Allí se separaban por parejas. La arena ras¬
paba la piel y ya comenzaba a hacer frío. Posesiones
entrecortadas de frases banales. Las mellizas pedían ci¬
garrillos, un cine, una comida de vez en cuando y nada
más, como buenas chicas pobres, que habían estudiado
en colegio nacional.

Esa noche Ludo sintió una incomodidad. Cuando re¬


gresaba llevando de la mano a su melliza hacia la duna
donde siempre lo esperaba Pirulo, la muchacha le dijo:
“Yo no soy Bethy, soy Nelly”. Y se echó a reír. Ludo
también rió, porque ambas eran tan parecidas, y mas
aún en la oscuridad, que era inútil tratar de identificar¬
las. “Me hgbía dado cuenta”, mintió. Nelly o Bethy le
apretó la mano: “Tú puedes”, dijo rozándole el oído con
los labios. En ese momento Ludo recuperó un recuerdo,
interrumpido hacía semanas en el Ateneo. ¿Por que Pi¬
rulo usaba su pijama, en su propia casa?. Ludo se lo
había prestado para que, aprovechando la oscuridad,
usurpara su p6rsonalidad y pen6trara al cuarto de la
sirviente. La zamba le había dicho, .cuando él la visito
enseguida, después de recuperar su pijama: ¿Otra vez
aquí?. Si enantes no podías”.

Pirulo se mantuvo callado, cuando regresaron en el


carro hacia Chorrillos. Las mellizas bajaron en el ma-

— 145—
locón. Habían otros carros detenidos, esperándolas tal
vez. “Putas de aquí a un año”, dijo Ludo al verlas ale¬
jarse hacia su casa, cogidas del talle y hablándose al
oído. Pirulo no respondió. Estaba crispado sobre el ti¬
món, mirando el mar oscuro. Ludo esperó algo, tal vez
una confidencia, pero Pirulo se limitó a decir, mientras
arrancaba: “Sí, enloqueció al anochecer”.

Mientras Genaro y sus camiones rodaban hacia la


.selva a traer madera, Maruja dio a luz. Ludo observó
con indiferencia la minúscula entidad berreante que se
agitaba en una cuna.^ Menos mal que había hombres
vigorosos e irresponsables que asumían la obligación de
propagar la especie. Genaro pagaba religiosamente a la
humanidad su cuota biológica anual. Ludo sólo estaba
allí por curiosidad, jimto a la cuna ruidosa y su herma¬
na^ pálida y su madre que le entregaba cien soles di-
ciéndole que ya Genaro había cumplido ese mes y que
el negocio iba sobre rieles. “Que si ustedes fueran co¬
mo él, las cosas serían distintas”. Ludo se embolsilló la
.plata y se fue donde el doctor Pont, que le había en¬
contrado al fin un caso.

El doctor Font le dijo que el cobrador de la Casa


Naser, vendedora de licores importados, había desapa¬
recido con las cobranzas de la última semana: dos mil
cuatrocientos soles con sesenta centavos. El señor Naser
le dijo que era la tercera vez que eso le pasaba en los
últimos años, pues tres cobradores habían desaparecido
con el monto de las cobranzas. Ludo dijo que tenía ex¬
periencia en el asunto. El doctor Font citó uñ artículo
del Código Penal. El señor Naser dijo que todos eran
unos sinvergüenzas, pues trataba bien a su personal y
pagaba quinientos soles a los cobradores' mensualmente.
Ludo dijo, que la inmoralidad era una lacra social. El
doctor Font dijo: hay que movilizar a la policía. El se¬
ñor Naser dijo que algunos delitos merecían la pena de
muerte, como las violaciones de menores de edad opera¬
das por negros, los asesinatos por motivos pasionales o
p,or rapacidad y los robos a los comerciantes honestos.
Ludo dijo que era cuestión de habilidad. El doctor Font
había dicho: estos asuntos n<5^me interesan, se lo dejo
en sus manos. El señor Naser invocó la buena educa-
c-ión ancestral del latigazo y la palmeta y añadió que
se había olvidado de decir que también merecían ser
fusilados y con un tiro de gracia los elementos disolven-

146—
tes. Ludo se dijo que corta era la estación del amor y
frágil la alegría. El doctor Font había dicho: tu padre
fue un hombre honrado. Ludo opinó que el mundo iba
cuesta abajo. El señor Naser manifestó su placer por la
música selecta, en especial por las óperas de Wagner y
añadió: deberían azotarlo, quédese usted con la plata,
lo importante es que lo cojan. El doctor Font había di¬
cho: juventud torbellino, mirando la fotografía de ^sU
nieto, para añadir que era duro partir de cero. El señor
Naser lanzó una mirada lasciva a su secretaria y dio a
entender que él no pagaba el t eléfono para que sus
subordinados sostuvieran conversaciones privadas. Ludo
dijo que era necesario sanear la burocracia y terminar
con la corrupción administrativa. El doctor Font opino
que el negocio de los transportes elevaba al cubo los
imponderables de todo negocio. El señor Naser arguyo
que deberían aumentar los impuestos a las grandes em¬
presas, exonerar a las pequeñas y castrar a los indios.
El doctor Font dijo que no creía en Dios. Ludo di]o que
el asunto no ofrecía ninguna dificultad. El señor Naser
sugirió que podría presentarse una demanda a la Pre¬
fectura. Ludo dijo que sí. . .

Que sí: el caso era más complicado de lo que podía


preverse. Inútilmente fue a buscar al cobrador Efrain
López a su casa de Jesús María. Si algo había aprendi¬
do en la Facultad de Derecho es que más valia una
transacción que un pleito. Efraín López se había esfu¬
mado. En la casa nadie respondía. Cerrada de día, os¬
cura de noche. ¿Quién podría garantizar que detras de
^ un visillo una mujer espiaba, torturada y odiándolo..
Tal vez se habían ido a provincia, pero era improbable
hacer ese viaje con la plata de la cobranza y dos hijos
por añadidura. Ludo anduvo por el barrio, convertido
en un espía, aburrido y hartó, hasta que al fin, cuando
las sirvientas empezaron a reconocerlo y a saludarlo,
confundiéndolo con algún soplón, resolvió seguir os
consejos del doctor Font y presentar una denuncia a la
Comisaría.

Un capitán de policía viejo y demacrado. Mal hamo,


seguramente, barrio de castigo, pues llevaba el unifor¬
me sin aseo y se afeitaba mal. Le di]o groseramente,
de mal humor y escarbándose los dientes con un palito
de fósforo afilado, que la casa Naser le planteaba mu¬
chos problemas y que muy bien podían enviarle unas

— 147—
botellas de whisky. Ludo se lo prometió y el Comisario
le dio una orden de grado o fuerza, lo que permitía cap¬
turar al señor López dónde y cuándo se le encontrara.
Con esa orden y con la fotografía del señor López, Lu¬
do anduvo por ese barrio y los vecinos, mirando los
rostros, pensando finalmente en que el doctor Font era
un sabio al confiarle esos casos sórdidos e insolubles y
que el señor Naser era un pobre cretino vindicativo.

Su madre vino a decirle que a Maruja se le había


secado el pecho con la emoción: un camión se había
malogrado en La Merced, en plena montaña y el otro
se había desbarrancado al llegar a las minas de Moro-
cocha. Menos mal que Genaro iba en uno de los cuatro
restantes. Pero tenía ya cien mil soles de pérdidas. “Que
este mes no nos podrá pagar y que por lo tanto. . .”. Cla¬
ro como el agua del río. Qñe ese mes no habría plata.
Y Pirulo había desaparecido. ¿Sn Ayacucho tal vez? Y
Segisrnundo le enviaba una tarjeta de Huancayo dicién-
dole: “Del caos salió el Olimpo, pero de la inmovilidad
no sale nada’ . Y Armando, en pijama, había comproba¬
do que la Walkiria salía ahora con un tercer braquicé-
falo motorizado.

Efrain López. Había que encontrarlo como fuera.


Dos mil y pico de soles. Ludo reanudó sus pesquisas La
casa siempre silenciosa. Ludo amplió el ámbito de sus
indagaciones, olfateó por las verdulerías, se volvió fis¬
gón como una cbrnadre y pudo así enterarse que la es-
posa de López tenia familia en Surco. Que lo meti^an
preso A buena hora. Andaba con la fotografía en el bol¬
sillo. Y la orden de grado o fuerza.

Al que encontró en una picantería de Surco fue a


Pirulo. Estaba discutiendo en una mesa surtida de cer¬
veza con dos. zambos corpulentos. “Hermanón, fíjate lo
que he escrito \ En una servilleta, Ludo alcanzó a leer:
Busco en vano, la máscara al revés, el embarcadero de
una esquina”. “Señor Prefecto, decía un zambo, con
todo respeto yo...”. El otro lo interrumpía: “4 herma¬
nos el primero se llama Juan, el segundo se llama Ma-
nuel, el tercero. ., . Ludo cogió a Pirulo del brazo: “Va¬
mos de aquí”. Uno de los zambos se puso de pie* “Con
cuidado compadrito, usted no me toca al señor”' Ludo
msistió, pero el segundo zambo intervino: “Al señor
Prefecto, como a la niña de mis ojos, entre algodones.

— 148—
cnra3o”. “Siéntate hermanón”, dijo Pirulo, “estamos en¬
tre amigos”. Ludo se sentó. Se pidió más cerveza. Los
zambos cogieron la guitarra del patrón. Ludo bebió un
vaso y cuando los zambos cantaban un vals bebió otro
vaso y se dijo que Efraín López y el señor Naser podíart
irse a la mierda, dignamente acompañados por el doc¬
tor Pont y que ese era un lindo lugar y que si bien era
cierto que el doctor Pont había partido de cero, había
otros que no lograban con todos los sufrimientos de su
vida añadir un palote al círculo de su nulidad. “Ahora
cántense un tendero”, dijo Pirulo: “Mi padre va a ser
diputado. Está vacante AyacUcho, porque el otro se mu¬
rió. Mañana me voy llevándole el carro”. Ese mañana
era tan viejo que Ludo no pudo menos que reir. Y ade¬
más, ¿qué cantaban esos zambos?, ¿qué hacían con sus
poderosas gargantas sino lanzar ayes de esclavos?. El
techo de la picantería era de estera, como el bar del ce¬
menterio. Y las botellas llegaban. “Busco a Efraín Ló¬
pez, dijo Ludo, busco al ladrón”. Pirulo llevaba el com¬
pás de la música tamborileando con sus dedos sobre la
mesa. “Busco al que se robó los dos mil cuatrocientos
soles con sesenta centavos”. Los zambos encadenaban
una copla con otra. Gruesas uñas sucias rascaban las
cuerdas. Lindo lugar. Un camión al fondo del río. ¿Ha¬
bría muerto el chofer?. No se lo habían dicho. Su pa¬
dre, una vez, había escrito un artículo sobre el chofer
serrano, en un periódico muy antiguo. Un héroe. “Y
ahora, ¿qué quiere Señor Prefecto?”, preguntaba el zam¬
bo de la guitarra. Ludo dijo que Efraín López era es¬
curridizo como una serpiente. “Eso”, dijo el zambo que
cantaba, “como la serpiente”. Pirulo protestó porque las
serpientes traían mala suerte. “¿Quién habla de dipu¬
tados?”, preguntaba un zambo. Ya no eran dos. Estaba
allí el patrón o su doble. “Una paloma muerta”, excla¬
mó Pirulo echándose a reir. Ludo decía que después de
árduas investigaciones había llegado a la conclusión que
el vals criollo tenía un espíritu conformista. “Correcto”,
dijo uno de los zambos, sin entender. “Oigase esta com¬
padre”, dijo el otro. El patrón cantaba" ahora. Habían
cinco zambos. “Diputado, hermanón, ¿sabes lo que esto
significa?”. “Odiame sin medida ni clemencia”. No, no
era el patrón, era su doble. Su triple. ¿Quién era el pa¬
trón?. Efraín López. Su foto circulaba de mano en ma¬
no. “Es el entenado, es el primo, es el qué sé yo, el que
está' donde la negra Carmen”. Pirulo afirmaba cogien¬
do .su vaso; “Este de aquí, este es el embarcadero”, Lu-

— 149—
do se reía porque uno de los zambos le decía a otro: “Yo
me lavo la cabeza con limón”. Después se puso serio':
veía su casa, nítidamente, un muro alto detrás del car¬
denal, un muro ajeno. El patrón o su triple empezaba:
“Si la reina de España muriera”. Pirulo golpeó su fren¬
te contra la mesa; “Tengo el don, el don de la telepa¬
tía”. Quería adivinar qué color pensaban los concu¬
rrentes. Ludo se dijo si Nelly sería Bethy o si Bethy
sería Nelly. “Azul”, exclamó Pirulo. “Eso”, respondió
un zambo sin dejar la guitarra. Muro blanco con la
Walkiria.

El urinario quedaba al fondo de un patio descubier¬


to. Al lado había un caño que goteaba. Ludo se mojó la
cabeza, la cara. Desde allí llegaban las voces de los zam¬
bos: “Con la atención debida, señor Prefecto, con mis
merecimientos y respetos”, “como ayer un poquercito,
a cincuenta centavos el tiro”. “Una paloma muerta”. A
la derecha del urinario había una puerta falsa. Ludo
salió y vio en la calle transversal de tierra el auto de
Pirulo, sucio, descuidado, con el escudo prefectural man¬
chado de orín. En lugar de regresar al bar, se fue hacia
la línea del tranvía. Subió a un acoplado y sacó un pa¬
saje para Miraflores. ,

“Terminal”, dijo alguien sacudiéndole del hombro.


Despertó. Estaba en Lima, en la Colmena. “Debe el pa¬
saje de Miraflores a Lima” le decía el inspector. Ludo
lo pagó con sus últimos centavos. Luego descendió del
tranvía y se fue a dar una vuelta por la Plaza San Mar¬
tín, en busca de alguien que le prestara un sol para re¬
gresar a Miraflores. En esa nublada noche limeña todos
los transeúntes parecían irse irremisiblemente a pique.
El bar Zela era como una balsa llena de aterrados náu¬
fragos. Ludo pasó varias veces delante de sus mesitas
que invadían' los portales, espió el interior donde se des¬
tapaban sin cesar botellas de cerveza. “Me cago en
los militares”, decía un borracho que llevaba sombrero
melón. En casi todas las mesas se jugaba a los dados el
consumo. Ludo admiró el arte con que algunos trasno¬
chadores manejaban el gastado cubilete de cuero. Años
de aprendizaje. De una mesa un grupo lo miraba con
una expresión desafiante. Acercarse, hacerse simpático
y luego sacar un sol para el pasaje. El portero de la
boite “Negro Negro”, aburrido, se acercaba a conversar
con los parroquianos del bar Zela. Ludo se alejó por la

150
Colmena hacia el Parque Universitario. Varios acopla¬
dos formaban un tren iluminado y vacío. El bar Paler-
mo lo acogió con su olor a cocina fría y a tabaco. Allí,
en un apartado, cómo no iba a ser así, estaban Cucho,
Eleodoro, Hugo. “Llegas a tiempo”, dijo Cuchó, “esta¬
mos sin plata”. Hugo decía: “Te has perdido. No se té
vé por San Marcos”. Eleodoro le mostró una postal. Lu¬
do reconoció la escritura de Segismundo. La postal ve¬
nía de Ayacucho y decía: “Viva la vida. Un abrazo”.
“Hace una semana me escribió de Huancayo. No sabía
que estaba en Ayacucho”, dijo Ludo. Cucho intervino:
“A propósito de Ayacucho. ¿No has oído la radio? Pi¬
rulo ya debe saberlo. Hoy mataron al Prefecto. Parece
que lo hicieron papilla”. “La gente despierta”, añadió
Hugo.

XX

“En Tumbes la cabeza con ochenta plátanos cues¬


ta un sol. En Lima, en el Mercado Mayorista, se vende
a diez centavos cada plátano. O sea que si multiplica¬
mos cada plátano por diez centavos resulta que la ca¬
beza de plátanos que cuesta un sol en Tumbes se ven¬
de en Lima a ocho soles. Es decir que se gana siete soles
por cabeza. Ahora bien, si cada camión puede traer dos
toneladas de plátanos, es decir, ochocientas cabezas,
que cuestan ochocientos soles, y si cada tonelada se
vende a tres mil doscientos soles, resulta que como va¬
mos a traer ocho toneladas en los cuatro camiones se
obtendría una ganancia de tres mil doscientos soles por
tonelada, menos el precio del costo de los plátanos, o
sea ochocientos soles menos por tonelada, lo que tra¬
ducido a números más claros significa que si compra¬
mos las tres mil doscientas cabezas de plátanos en tres
mil doscientos soles y si las vendernos ocho veces mas
CBr3.s 0S (Í0cir, 0n V0iiit0 mil s0isci0ntos sol0s, m0nos
tres mil doscientos del costo, se ganará líquido veinte
y dos mil soles por viaje (sin contar los gastos de trans¬
porte, gasolina, ' amortizaciones, salarios, hoteles, etc.),
pero como se efectuará un viaje semanal o lo que es
lo mismo cuatro mensuales, al mes obtendríamos una
ganancia de ochenta y nueve mil seiscientos soles, de
los cuales hay que deducir principalmente los salarios
de los cuatro choferes, incluido yo, o sea tres rnil soles
por chofer, lo que hace doce mil soles al mes y los gas¬
tos de gasolina sobre un recorrido de dos mil qumien-

—151
IOS kilómetros ida y vuelta y por viaje, lo que en cua-
!ro camiones y cuatro viajes representa cuarenta mil
kiicmetros de recorrido al mes, que a un rendimiento
de veinte kilómetros por galón de gasolina y si cada
pión cuesta ochenta centavos, hace mil seiscientos so¬
les de gasolina al mes, de modo que si deducimos de
los mgresos brutos las cantidades antes anotadas y si
dividimos el resultado en tres partes correspondientes
al señor Vélez, a usted señora María y a mí, resulta
que al mes recibirá usted quince mil trescientos ochen¬
ta soles. Punto aparte”.

Dppues de esta irrefutable argumentación, Gena¬


ro se fue a Tumbes con sus cuatro camiones, llevándose
esta vez como ayudante a Armando, que no había po¬
dido permanecer insensible al sortilegio de los núme¬
ros. Ludo fue también invitado a participar en el viaje
pro lai idea de recorrer mil trescientos kilómetros ai
borde del mar atravesando desiertos no lo sedujo. Ade¬
más, tenia que encontrar a Efraín López, porque el se¬
ñor Naser le hpía dicho que el asunto duraba ya quin-
ce dip y el señor Font le había vuelto a mostrar la fo¬
tografía de su nieto mientras hauía algunas acotacio-
ps acerca de la fpgilidad de la vida y porque al fin
p cuentas más fácil le parecía ganar dinero encon¬
trando a Efrain López que entre tanto plátano viajero.

Ludo aprovechó sus indagaciones en Surco para


visitar a Pirulo. Desde que enterraron a su padre _a
tres nichos de Jimmi— Pirulo pasaba los días en su
dormitorio, al lado de alguna botella, tocando en su
viejo piano boleros de la época de la guerra. Por todo
luto llevaba un brazalete negro en la manga de su saco,
ou madre, en cambio, andaba de negro completo co¬
mo antes de que muriera el Prefecto, pues ella parecía
haber enyiúdado casi desde que se casó. Escribía poe¬
mas teosoficos y se . carteaba con eminentes desconoci-
Le reventaron los ojos, le arrancaron la lengua”
repetía. Como a Tupac Amaru, se decía Ludo y hojea¬
ba los recortes de diarios que tenía Pirulo. Un empleá¬
is farmacia Lauro Gómez, que trabajaba cerca de
la Prefectura, decía: a las ocho y quince de la noche
un ^upo de indígenas de la comunidad de Huari for¬
mando im cortejo visiblemente desordenado, se presen¬
to a la Prefectura con el propósito aparente de entre
vistarse con el Prefecto. El reverendo pidre ritió dí

—152
rector de la Escuela de Varones, añadía un detalle: los
indígenas estaban borrachos, detalle que era corrobo¬
rado por Demetrio Quinta, secretario del Juez de Pri¬
mera Instancia, que se tropezjó en una botella vacía de^
jada en los portales de la Plaza de Armas y se rompió
la ceja contra una columna. Sin embargo, el profesor
del Colegio Fiscal de Ayacucho, Agustín Pozo, hacía la
siguiente rectificación: no estaban borrachos sino in¬
dignados pues, según rumores no confirmados, el señor
Prefecto había favorecido en el reparto de las aguas,
gracias a su influencia sobre el funcionario del Minis¬
terio de Agricultura, a la hacienda de don Victoriano
Revila y estaba en arreglos con éste para apoderarse
de treinta hectáreas de pastos pertenecientes a la co¬
munidad de Huari. El capitán de policía Héctor Hua-
mán precisaba que los indígenas tenían un pliego de
reclamos y habían llegado a Ayacucho en número de
noventa y cinco, dato contradicho por Demetrio Quin¬
ta que, a ojo de buen cubero, aseguraba que eran una
cincuentena. Existe el inforine complementario del ca¬
nónigo Prato, que al pasar por el barrio de los Curti¬
dores se tropezó con un grupo de trescientos indígenas.
El empleado de la Farmacia agregó en sü deposición
al Juzgado que a pesar de la hora tardía y de encon¬
trarse solo, el Prefecto concedió la audiencia. El reve¬
rendo padre Fatio reveló que tuvo que suspender su
clase de catecismo que dicta todos los jueves a los anal¬
fabetos adultos, pues gritos de mujeres se escuchaban
en la Plaza de Armas. El capitán de policía confirmó
que se escucharon gritos, pero indefinidos, a punto que los
atribuyó a una de las frecuentes crisis de diablos azules
que sufre el señor Alcalde, y que sólo sospechó que se
trataba de algo anormal cuando el niño Roberto Prató,
el menor de los dieciocho sobrinos del canónigo Prato,
vino corriendo para decirle que había una pelea en la
plaza. No había pelea, argüyó Carlos Condori, tocador
de arpa, sino algo así como una danza callejera a la vera
de un cuerpo tendido en la pista que era objeto ade¬
más de deplorables vejámenes. Un borrachín, cuyo
nombre no fue revelado, pues salía a esa hora del bar
Baccará, vio que un grupo de mujeres indígenas saca¬
ban de la Prefectura el cuerpo —el cadáver, afirma—
del señor Prefecto y lo arrojaban en la pista. El profe¬
sor de colegio, Agustín Pozo, manifestó que dos indí¬
genas habían sido heridos de bala desde la Prefectura,
dato no corroborado por ningún otro testigo, salvo por

— 153—
un doctor Céspedes, de la localidad de Huanta, que afir¬
mó haber atendido esa misma noche en dicha ciudad
a dos comuneros que presentaban heridas producidas
por arma de fuego de pequeño calibre. Tanto el reve¬
rendo padre Fatio como el capitán de policía afirmaron
que entre el grupo de indios, según informes confiden¬
ciales, había algunos elementos disolventes, que no
han podido ser localizados. Esta información es ratifica¬
da por el empleado de la farmacia, que dice haber visto
en el grupo que se acercaba a la Prefectura a un hom¬
bre de raza blanca, corpulento y con gafas negras. El
canónigo Prato, debido a su edad y a su mala vista, dijo
no estar en condiciones de asegurar si había blancos
en el grupo. El capitán de policía dice haber apresado
a veintidós indígenas, entre hombres y mujeres, que es¬
tán a disposición del Juez Instructor y que el examen
legal efectuado por el doctor Amiglio Grado sobre el
cuerpo de la víctima revela que el señor Prefecto mu¬
rió de golpes contusos aplicados al cráneo con una o
varias armas de naturaleza contundente e incluso cor¬
tante y que se practicaron sevicias múltiples sobre el
cuerpo de la víctima, como la perforación de la cuenca
visual y la extirpación de la lengua. Un empleado del
Banco Popular, cuyo nombre ha sido guardado en el
anonimato, manifestó que hacía una semana el señor
Prefecto había cobrado un cheque de veinticinco mil
soles girado por el señor Victoriano Revila, propietario
de la hacienda “La Paloma”. El señor Lauro Catamar-
ca, portero de la Municipalidad, manifestó en un pe¬
riódico mural que él mismo redacta y pega, que el se¬
ñor Prefecto iba a presentarse como candidato a la di¬
putación vacante de Ayacucho y que para ello necesi¬
taba el apoyo de algunos hacendados. El periódico mu¬
ral añade: “¿De dónde venía el canónigo Prato a esa
hora tardía de la noche?”. El señor Catamarca se en¬
cuentra actualmente detenido por difusión de noticias
calumniosas é injurias al clero.
“Esto no lo entiende nadie”, dijo Ludo tirando el
paquete de recortes sobre la cama. “En el fondo había
algo sucio”, respondió Pirulo, “a ese hacendado Revila
lo conozco. Asunto archivado. Se acabó”. Decía: “¿Por
qué le cortarían la lengua? Una cosa tan blanda, tan...”
Decía: “Tan blanda, tan dulce, una lengua que lame y
besa. El viejo hablaba poco”. Decía: “Una lengua roja,
mojada. Más jodidos que nunca ahora. Color dé hormi¬
ga, hermanón. Nos quitaron el carro. Ahora, ahora”.

— 154—
“Ahora jodidos”, decía Ludo mientras avanzaba
ágilmente en medio de la mañana hacia la casa de la
señora Hermelinda Pareja, situada en las calles de Sur¬
co que lindan con los arenales. La señora Hermelinda
comenzó a mentirle tan impunemente que^ Ludo se echó
a reir: “Estoy seguro que el señor Efraín López vive
aquí. Varias personas me lo han dicho. Quiero verlo por
un asunto personal”. Pero era inútil: por María Santí¬
sima, ella no conocía a ningún Efraín ni a ningún Ló¬
pez. Ludo regresó una vez más derrotado. Al llegar a la
Avenida Grau de Barranco vio pasar al taxi de Daniel
y le hizo una seña con la mano. El taxi llevaba a dos
señoras con sombrero. Daniel no lo vio y desapareció
rápidamente entre dos tranvías.

Ludo se cruzó en la puerta de su casa con la negra


Edelmira, una antigua cocinera convertida ahora en
prestamista usuraria. Mala seña. Su presencia era siem¬
pre el emblema de las épocas de crisis. “Ya llegaron los
camiones”, dijo su madre, en la cocina, “anda habla con
Armando”. Su hermano se desvestía para metete ei>
la cama: “Hemos viajado toda la noche. Me caigo de
sueño”. Ludia lo abordó: “¿Y los plátanos?”. Armando
se tapó con la frazada: “Que se los meta Genaro por
el culo”.

La casa estaba llena de plátanos. Ludo vio las ca¬


bezas no sólo en el dormitorio de Armando, disimuladas
en el closet, sino apiladas en el oficio, desbordándose
de los fruteros del comedor, emergiendo de la tina y
regadas en el jardín, oscureciéndose al sol bajo una
furiosa agresión de mosquitos.

“A las cinco de la mañana se produjo un derrumbe


de arena en Pasamayo, cuando sólo dos de los camiones
habían logrado pasar el serpentín de "Icurvas, pero los
otros que iban atrás tuvieron que esperar hasta las
once de la mañana en pleno sol, de modo que sólo pu¬
dimos llegar al Mercado Mayorista con cuatro tonela¬
das de plátanos, que los propietarios de puestos no qui¬
sieron comprar, porque, según ellos, tienen sus propios
proveedores y a pesar de que nosotros rebajamos la ca¬
beza a seis soles y luego a cuatro, es decir, más barato
que los otros abastecedores, los propietarios de puestos
no quisieron y así tuvimos que bajar más, a tres soles
la cabeza y vendimos tres toneladas, es decir mil dos-

— 155—
cientas cabezas a tres mil seiscientos soles y la otra to¬
nelada la regalamos casi, pues la vendimos a mil seis¬
cientos soles, en todo caso un precio superior a las ca¬
bezas que trajeron los camiones que se habían que¬
dado atascados en Pasamayo, pues los plátanos se ha¬
bían recalentado y nadie los quería ni regalados y de
sol en sol fuimos vendiendo de acá para allá y el resto
lo trajimos a casa, ya que después de todo no es merca¬
dería para botar, que incluso se puede vender en las
verdulerías del barrio o fabricar mermelada”.

En todo caso Genaro está optimista, pues esos eran


los albures del negocio y la próxima vez buscarían an¬
tes a los compradores, se firmaría un contrato o lo
rnejor era no traer fruta o cosas que se malograran,
sino bienes no deteriorables, maquinaria, por ejemplo,
o madera o cemento y cosas de esa clase. Porque la ex¬
periencia es madre de la ciencia, decía Genaro, a lo
cual su socio el señor Vélez decía que la letra con san¬
gre entra y Genaro agregaba que el conocimiento es
la suma de todos los errores.

Si se teñía en cuenta que el horno estaba con fre¬


cuencia vacío, que sus camisas se estropeaban y que la
vida estaba hecha de esas pequeñas cosas, como co¬
mer a sus horas, fumar, ponerse una corbata o llevarle
una fotografía a un doctor llamado Rostalinez, para una
revista Prisma a punto de salir. Si se tenía en cuenta
también que su madre le decía “que anda a la univer-,
sidad, que entonces vete con Genaro que ya sale otra
vez de viaje”. Y si se tiene asimismo en cuenta que
encerrado en su cuarto fumaba treinta paquetes de ci-
garnllos de tropa, regalados por un tío militar, paja
sucia, entre cuyas hebras de tabaco se encontraban pe¬
dazos de madera, corchos y montones de tierra. Tenien¬
do en cuenta todas estas razones, es natural que esos
bellos proverbios dejaran a Ludo indiferente y justi¬
ficaran este razonamiento: ¿la búsqueda de la sabidu¬
ría, puede hacer soportable la indigencia?

La respuesta era negativa y por eso Ludo prefería


seguir buscando a Efraín López, por una especie de
vicio contraído, sin esperanzas de encontrarlo, pensan¬
do, en los buenos soles que ganaría metiéndolo en la
cárcel, buscando al joven imberbe, según la fotografía,
al cholito ladrón, como decía ol séñor Naser o simple-

— 156—
mente al sujeto que se ha hecho acreedor a una acción
represiva expresamente contemplada por el artículo 221
del Código Penal, al decir del doctor Pont.

Y así seguía caminando, incluso el día que cayó la


primera garúa, con la orden de grado o fuerza en el bol¬
sillo, buscando al candoroso Efraín, como nunca había
buscado a una mujer. Y mientras lo buscaba o simple¬
mente caminaba sin destino ni ambición vio a Carlos
Ravel atravesando ilícitamente una luz roja en la Ave¬
nida Wilson en su elegante convertible negro y al doc¬
tor Rostalinez en un viejo Ford que pugnaba por pasar
a un ómnibus de pasajeros en la Avenida Arequipa y
a Pirulo que viajaba en un taxi acompañado por un
hombre gordo y al señor Vélez que iba por la Costane¬
ra manejando una camioneta con un guardafango abo¬
llado y a Olga que viajaba pensativa en un tranvía
rumbo al Callao y nuevamente a Carlos Ravel que en¬
filaba hacia la carretera central con una mujer a su
lado. Y cayó una segunda garúa cuando Ludo, otra vez
en su casa vacía, releía viejos escritos, observado de
reojo por sus cinco ancestros y pensaba y no pensaba y
trataba de no pensar en ese tabaco inmundo que le
quemaba la boca y que allí, en el fondo del cajón de su
escritorio, estaba el revólver Colt 25 que heredó de su
padre.

Mientras los plátanos, en el jardín, se pudrían rá¬


pidamente.

XXI

La garúa seguía cayendo antes de las Fiestas Pa¬


trias, cuando Ludo fue donde Pirulo para decirle cosas
profundas y lastimosas. Decirle, por ejemplo, que un
grupo de hombres se reunían, ponían algunos bienes en
común, se inventaban un nombre, se llenaban de laca¬
yos y abogados, se atrincheraban en un edificio enre¬
jado, fundaban un banco y comenzaban a robar. Un
banco hipotecario, por decir algo, como aquel al cual
la familia de Ludo pagaba desde hacía diez años los in¬
tereses de un préstamo, nunca el préstamo. Decirle tam¬
bién a Pirulo que los camiones habían partido hacia el
Cuzco llevando aceite y que su madre debía tres tri¬
mestres de hipoteca. Pero Pirulo no lo escuchaba. Se¬
guía buscando, con la máscara al revés, el embarcadero

— 157—
de una esquina. Esta vez lo llevó donde un nuevo ami¬
go que había encontrado, a pocas cuadras de su casa,
precisamente en una esquina. Un joven adiposo que
olía a lavanda americana y a whisky escocés. Amane¬
rado. Ludo lo escuchó filosofar sobre los problemas
sociales, con el admirable desapego que le conferían
su sillón Imperio, sus pantuflas y los tragos sorbidos
en ayunas. “Los grandes capitalistas son insaciables ,
decía. Pirulo estaba de acuerdo. El joven adiposo colec¬
cionaba cuadros de la época colonial y vivía solo en una
enorme residencia barranquina. Sus tíos tenían veinte
mil hectáreas de pastos en Puno. “Haría falta una re¬
volución”, decía. Esta vez Ludo estaba de acuerdo. Pero
el joven adiposo añadía: “Una revolución dirigida”.
Mencionó nombres de quienes deberían ser decapita¬
dos, entre los cuales naturalmente se excluía. Una revo¬
lución era para él sólo un problema de decapitaciones
juiciosamente escogidas. “Y además, regenerar a los
indios, porque hay que reconocer, yo lo he visto con
mis propios ojos, son unos seres inferiores”. En el Cuzco
acababa de producirse una invasión de tierras y cuatro
indígenas habían sido asesinados por la guardia civil.
“Voy a contar un caso”. No era otro que el clásico ya,
de los indios que en lugar de ocupar el W.C. construi¬
do para ellos hacían sus necesidades en el suelo. Lue¬
go los invitó a un restorán de Miraflores. Se olvidó de
los problemas sociales. Hablaba de arte, tarareó una
ópera, recitó un poema y cuando los ojos le brillaban
comenzó a insultar a los mozos y a coger con insisten¬
cia a Ludo del brazo cada vez que^ iba a contar una
anécdota. Su mano era viscosa. Había que irse.

Regresó a su casa y puso a calentar agua en la co¬


cina eléctrica para tomar té. A la media hora se dm
cuenta que el agua seguía fría. Los plomos estaban en
buen esta'do. En realidad, no había corriente. La habían
cortado. Esperar la noche en una casa desierta y sin
luz. Ludo cogió el teléfono y llamó al doctor Font: “Es¬
toy sobre la pista de Efraín López, pero...” El doctor
. Font se excusó: “Usted sabe, yo he partido de cero”. Y
le aconsejó que fuéra donde el señor Naser_y le pidiera
un adelanto a cuenta de movilidad. El señor Naser le
hizo firmar un recibo y le dio cien soles. Ludo volvió a
su casa, compró una vela, compró pan. Su madre don¬
de Maruja, Armando en el Cuzco. El pan se le atracaba
en la garganta. De la esquina trajo una cerveza hela-

— 158—
da, bebió, concibió grandes ideas y al anochecer, cómo
la vela se terminaba y la garúa seguía cayendo y los
objetos que tocaba parecían contagiarle un frío de ani¬
males muertos apagó la vela y salió a la calle.

Fue donde Teodoro a escuchar discos, pero no lo


encontró. Fue donde Javier a jugar una partida de aje¬
drez, pero había salido. Fue donde Maruja, pero ésta y
su madre se habían ido a la novena. Fue donde su pri¬
mo Nirro, pero sólo^ halló a una sirvienta extraña y,^a
su abuela que dormía. Pirulo y el adiposo debían estar
en algún bar de Lima. Cucho y los suyos en algún otro
bar de Lima. Ludo se echó a buscarlos. El bar Zela
había retirado sus mesitas de la calzada. En los porta¬
les se tropezó con el borracho de sombrero melón, que
lo cogió del brazo para decirle: “El pan va a subir. Los
cigarrillos van a subir. ¿Sabe por qué? Por culpa de los
japoneses”. En el Palermo no había sino caras cetri¬
nas, aburridas. Ludo tomó el tranvía y se fue a los
bares de La Victoria. Tal vez en el Messina. Tampoco
allí. Bebió^ una cerveza, rodeado de un grupo ruidoso
que discutía. Un hombre de lentes parecía llevar las de
perder y al hablar miraba con insistencia a Ludo, di¬
ríase que argumentaba sólo para él, tomándolo como
testigo. Al fin no pudo más y exclamó: “¿No es cierto
señor? Explíqueles a ellos. Van a ver cómo me da la
razón”. Ludo pagó su cuenta y partió sin darle la ra¬
zón. Quedó parado en la plaza Manco Cápac, viendo
pasar los carros sobre las pistas húmedas. Le pareció
distinguir el carro de Carlos Ravel, deslizándose majes¬
tuosamente, con todas sus luces encendidas, como un
transatlántico. En vano hizo una seña. Así, a veces, no
se encontraba ningún abrigo y uno quedaba a la deriva,
solo, en las noches de invierno.

Cuando regresaba hacia el tranvía vio a un hom¬


bre con camisa a cuadros que atravesaba la calle lle¬
vando una botella de cerveza en cada mano. Era Daniel.
“¿Tú por aquí? Vivo aquí no más”. Ludo notó que a
Daniel le faltaban todos los dientes superiores. “La se¬
mana pasada me meché con un sargento. El hijo de pu¬
ta me dio un botellazo en la jeta y se escapó”. Lo lle¬
vó a un cuartito al fondo de un corredor descubierto.
Había una mujer sentada en la cama. “Te presento al
señor Tótem. Y mucho cuidado, que es abogado y vive
en Miraflores”. La mujer se puso rápidamente' de pie.

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le dio la mano y quedó luego mirando su palma como
si le hubieran dejado en ella una medalla. “No soy doc¬
tor”, dijo Ludo para tranquilizarla, pero Daniel inter¬
vino: “Claro que eres doctor, todos los que van a la
universidad son doctores. Eso lo sé desde que era chi¬
quito”. Ludo no lo contradijo y cuando empezaban a
beber una cerveza entró un chino en la habitación. “No
me lo vuelvas a traer después de las ocho. Ponle gaso¬
lina”. Las llaves volaron hacia la cama y Daniel las
emparó en el aire. El chino desapareció. “Es el dueño
del taxi. Buena gente. Tengo que darle cincuenta so¬
les por noche y el resto para mí”. La mujer, con su si¬
lencio, parecía haberse ubicado fuera de las tres di¬
mensiones del cuarto. Ludo la miró con la intención
de decirle algo amable, pero ya Daniel llenaba los va¬
sos: “¿Alguien dijo salud o. aquí penan?”. Después de
beber cogió su bufanda: “Á ganarse el pan se ha di¬
cho. Acompáñame Ludo. Y tú estáte despierta a las
seis, para el desayuno”.

En la calle Daniel comenzó a protestar, mientras


buscaba el taxi: “Uno se las tira y de pronto se meten
en la casa y no hay cómo sacarlas. Y para colmo se
ponen en cinta. Hijas de la grandísima”. En la plaza
Manco Cápac cogieron a una pareja para llevarla en el
taxi al centro. Ludo viajaba al lado de Daniel hablan¬
do de fútbol, porque no tenía nada que hablar con él.
La pareja no hacía ruido. Se besaba en silencio. La de¬
jaron delante de un edificio de departamentos y des¬
pués de dar unas vueltas por el centro cogieron a tres
empleados que salían de un club social. “¿Viste cómo se
me echaba Herlinda?”, preguntaba uno de ellos, “ma¬
ñana la invito al cine y después me la tiro”. “Quince
muertos en el Cuzco”, decía el otro que hojeaba un
diario de la tarde. Los dejaron en una chingana de los
Barrios Altos. Allí cogieron a dos hombres. “Me la ti¬
ré”, decía uno de ellos. Luego cogieron a un grupo.
“Se la tira”, decían refiriéndose a alguien. Más allá su¬
bió otra pareja de hombres. “Podríamos tirárnoslas”,
comentaban. Cuando el taxi estuvo vacío Daniel apagó
el motor: “No tengo ganas de trabajar. Qué noches és¬
tas. Si no necesitara plata para hacer abortar a esta ca-
brona”. El carro volvió a arrancar cuando Ludo decía
que eso era un delito, pero Daniel se rió: “¿Quién te ha
dicho eso? Si lo hace una comadrona será un delito,
pero si lo hace el doctor Aquileno. Te cobra tres mil

— 160—
tacos y quedas como un caballero”. Iban hacia la Ave¬
nida Arequipa Daniel prosiguió: “Pero yo no podré
r clínica. Eso está para la gente biení^Qué
diablos. Conozco un tipo que lo hace por cincuenta li¬
bras con un punzón. Seré un criminal, pues”. Un mili¬
tar levanto la mano, pero el taxi siguió rodando. “No
recojo a uniformados. Siempre discuten la tarifa v si
no les h^es caso te mandan a la canasta”. Ludo pen-
° “Conozco unas mellizas en
quieres... Daniel preguntó si eran arre¬
chas. Entonces vamos al tiro. Mañana le diré al chino
que se me bajo la batería”.

^ 1^^ Uegar a Javier Prado, Ludo divisó a una pareia


de hombres que se tambaleaban. El más alto, dificul¬
tosamente erguido sobre dos largas estacas, estaba casi
derrumbado sobre su compañero. “Para”, dijo a Daniel
El taxi freno y ps llantas patinaron sobre la pista hú-
ineda. Ludo saco la cabeza por la ventana. Pirulo v el
adiposo^ miraban incrédulos hacia el taxi. Ludo les hizo
una sena y ambos se aproximaron. “Pasen”, dijo, “los
llevamos a Barranco”.. “Hemos estado en el en el...”
empezó Pirulo. El adiposo se inclinó hacia Daniel cuan¬
do Ludo le dijo que el dueño del taxi era su amigo: “Me
complacería mucho, se lo digo francamente, me senti-
na honrado si usted y Ludo, me sentiría honradísimo’^.
El taxi arranco. “Sumamente honrado si ustedes me
aceptan un vaso de whisky”. “Tenemos un plan”, dijo
Ludo, no hay tiempo”. Pirulo intervino: “No hay que
despreciarnos, hermanón, porque nosotros, un poco en
festejando, celebrando, porque hemos...”. Daniel di-
Jd. Sólo un trago y nos vamos”. El adiposo agradeció:
¿Con (juien tengo el gusto, disculpe la indiscreción,
con quien tengo el gusto de hablar?”. “Con Lobo” res¬
pondió Daniel, ‘Daniel Lobo”. “Me permite señor Lobo
si usted es tan amable, me permite, y disculpe usted
los paréntesis . “Estuve buscándolos por el centro” di-
? Pirulo, “mi casa está oscura”. Pirulo sonrió:
^^Hermanon, ¿y mi pupila? ¿y mi pupila izquierda?”.
¿Me permite usted que le pregunte con toda sinceri¬
dad si mi presencia, de la cual no soy enteramente res¬
ponsable, pues el azar, como usted se habrá dado cuen-
el azar ha intervenido, si mi presencia no le resulta
incómoda?”. Daniel se volvió hacia Ludo: “¿Qué dice?”.
“No sé”, contestó Ludo, “dejémoslos en alguna parte”
A pesar de sus protestas los hicieron descender en la

— 161—
avenida Grau de Barranco y siguieron hacia Chorrillos.
“Tipo raro. Me tinca que es del otro equipo”, dijo Da¬
niel. “Millonario”, respondió Ludo, “lo conocí esta ma¬
ñana. No sigas, allí delante de la reja”. El malecón es¬
taba desierto, a pesar de que había escampado. Ludo
tocó el timbre de la casa, que tenía las ventanas en¬
cendidas. La arena de Conchán debía estar mojada. Las
mellizas salieron a conversar a la puerta, pero cuando
se dieron cuenta que a Daniel le faltaban todos los dien¬
tes y que el carro era de plaza dijeron que esa noche no
podían salir. Daniel protestó: “Yo ya me había hecho
la idea. ¿Tienes plata?”. Ludo dijo que tenía ochenta
soles. “Entonces vamos donde Carlota. Qué tanto. Ya
nos arreglaremos. Eso sí, un poco de gasolina”.

El taxi siguió rodando, dejando sembrados en su


ruta decenas de brazos que se elevaban, de gritos, de
silbidos. Ludo no podía dejar de mirar las ventanas
detrás de las cuales, las familias, después de haber ce¬
nado, conversaban y celebraban sus ceremonias secre¬
tas. Hubo una época en la cual también en su casa ha¬
bía una familia. Había un padre, una madre, unos
hermanos, un orden, una jerarquía, unas ganas de reír,
de bromear, un calor, un rumor, una complicidad, un
perdón, un lenguaje cifrado. Casa sin luz ahora. Mala-
yerba. Podredumbre en el césped, arañas en las corni¬
sas y perros enterrados bajo los cipreses.

“Ya estamos”, dijo Daniel. Penetraron a través de


una reja de madera. Apenas cruzaron la puerta, un
hombre en blue jeans atravesó la sala de un salto, se
lanzó sobre Daniel con las piernas abiertas en el aire
y quedó colgado de él con sus muslos en la cintura.y
sus brazos en el cuello. “Mi guapo, cuánto tiempo”. Da¬
niel caminó un trecho llevando al hombre en peso:
“¿Alguien dijo salud o aquí penan? Sírvenos unas cer¬
vezas, Carlota”.

Carlota los llevó al mostrador: “Sólo una, precioso.


Esta noche atraca un barco americano. A lo mejor ya
atracó y yo sin saberlo. Por cada gringo que me traigas
te doy veinte soles”. Daniel se volvió hacia Ludo: “¿Me
acompañas al_.Callao?”. Ludo observaba a una negra
que se miraba el vientre mientras meneaba las cade¬
ras y cantaba: “Dólares, morochita”. Claro que lo acom¬
pañaba. Carlota se había echado a reir: “j,Qué te ha

— 162—
pasado en la boca? ¿Te has quedado sin dientes?”. Co¬
giendo del brazo a Daniel se lo llevó hacia un rincón,
le habló un rato al oído y le dio un beso sonoro en la
mejilla. “¿Listos?”, ■ preguntó Daniel volviéndose hacia
Ludo, “nos vamos a todo full”.

El taxi se lanzó hacia la plaza Dos de Mayo, tomó


la avenida Colonial y puso la proa rumbo al Callao.
“Cuatro gringos de un viaje son ochenta soles, en dos
viajes nos hacemos ciento sesenta, aparte de la tarifa.
Y si hacemos cinco viajes. Noche de reyes. Después co¬
nocerás a Lili. La mejor hembra de Carlota”. Al pasar
por la Unidad Vecinal el carro zigzagueó, estuvo a pun¬
to de estrellarse contra un poste, se salió de la pista y
al fin Daniel logró dominarlo frenando pausadamente.
Al poco rato estaba fuera del auto, dando vueltas en¬
cogido a su alrededor. “Baja”. Ludo obedeció. Daniel
señalaba una llanta de atrás, aplanada sobre el aro.
“Y no tengo gata, por la puta madre”. Del Callao ve¬
nían taxis tocando el cláxon. Ludo reconoció en uno
de ellos una gorra de marinero: “Mira, allá va uno”.
Daniel trató de orientarse: “Creo que en la Unidad.hay
un grifo. Iré a pedir una gata”. Ludo lo vio correr al
lado de la carretera y perderse pronto en la noche.

Los taxis seguían pasando. Un marinero sacó la


cabeza por la ventanilla y saludó a Ludo con un grito
extraño, que rebotó en la carretera detrás del auto y se
hizo trizas en la distancia. Ludo fumó varios cigarri¬
llos y al fin sintió un ruido de pisadas. Pronto vio a
Daniel que llegaba corriendo, agitando la gata en el aire
mientras gritaba: “Saca la manizuela debajo del asien¬
to”. En cinco minutos puso la llanta de repuesto. Tu¬
vieron que recesar a la Unidad Vecinal para devolver
la gata y siguieron hacia el Callao.

Cuando llegaron al puerto, Daniel dio un puñetazo


al tablero y la luna del velocímetro se hizo trizas: “Nos
jodimos. Mira”. Había una hilera interminable de taxis
alineados cerca del enrejado por donde salían los mari¬
neros. A lo lejos, anclado cerca del muelle, se veía la
silueta de un monstruo anfibio con todas sus luces en¬
cendidas. Otros taxis seguían llegando por todas las
calles, de todos los balnearios, se añadían a la cola y
sus choferes bajaban y corrían hacia la puerta del en¬
rejado gritando: “Girls, girls”. Daniel también bajó y

— 163—
se sumó al tumulto. Había allí riñas, peloteras. Algunos
marineros eran llevados casi en vilo hacia los carros.
Daniel regresó: “No hay nada que hacer. Habría que
sacarle la chucha a cincuenta choferes. Vamos a espe¬
rar un rota”.
La cola apenas avanzaba. Taxis piratas se colaban
a veces por la izquierda y avanzaban hacia la reja para
capturar, a sus gringos. Los choferes que estaban a la
cabeza los interceptaban y el tumulto recomenzaba.
Por último la reja se cerró. Una veintena de taxis que¬
daron esperando, mientras otros se retiraban hacia Li¬
ma. Daniel volvió a bajar. Los taxistas discutían con un
policía. “Dice que todavía no han bajado los oficiales”,
argüyó Daniel regresando al timón.. Siguieron esperando
hasta que un hombre comenzó a correr al lado de la fila
gritando: “Los oficiales bajaron a las diez”. Los taxis
que aguardaban encendieron sus motores, dieron mar¬
cha atrás, se enfrentaron, formaron un nudo de nari¬
ces rugientes y finalmente se disolvieron por todas las
carreteras que llevaban a Lima.

“Yo sé dónde encontrarlos”, dijo Daniel, dejando


alejarse a los taxis, para enrumbar luego a los bares
del puerto. En vano husmearon por el “Happy Land”,
por el “Tabú”. Había apenas una docena de gringos ya
borrachos entretenidos por las copetineras locales. “No
hay más remedio. A Lima”, exclamó Daniel y tomó la
avenida Progreso. Iba despacio. “Por mi madre, te juro
que nos hemos perdido cien dólares poi^ lo menos.
¿Cuánto es eso? Más de mil soles”. Ludo ya no tenía
cigarrillos. Acostarse al pie de los cinco retratos a la
luz de una vela. El ilustre señor doctor Ludo Melchor
José Tótem. “Carlota dirá que soy un huevón”, se que¬
jaba Daniel. Pasaron al lado de una huaca. Fábricas.
Daniel aceleró y de pronto, después de pasar un aviso
de colores, frenó súbitamente. “Bestia, acá podemos”.
Dando niarcha atrás se cuadró delante de un local cuyo
aviso neón “Los Claveles” parpadeó un momento y que¬
do luego apagodo. Un cláxon sonó por detrás. Había
dos taxis esperando turno a la sombra de un árbol. Da¬
niel volvió a dar marcha atrás y se colocó detrás de
ellos. El cabaret iba quedando a oscuras. Un grupo de
gringos salió y subió al primer taxi. Luego salieron va¬
rios gringos acompañados de dos mujeres. “Cógelos”,
gritó Daniel. Ludo corrió hacia ellos, pero ya el grupo
había subido al segundo taxi, que cerraba ruidosamen-

— 164—
ni,.?''! “Allí hay otro”, volvió a gritar Da-
cabaret ya en tinieblas exhalaba
marinero que después de dar unos pasos
a éP penumbra. De inmediato se gcer-
co a el. Where are you going?”. “To my friends” res-
Hneín°mirff®°- go para Lima”. El ma-
un á?hííí espaldas en
T 1 ^ go on board”.
nan? condujo al taxi: “Quiere regresar al Callao”.
Daniel entreabrió la puerta: “Ten dollars”. El marinero
dollar” Durante un rato regatearon.
Three ^llars . consintió al fin el marinero subiendo
vuelta sPbre la pista para regre-
??/ Callao. Tres dolares, cincuenta soles”. “Beau-
Líuls girls m Lima. Y have money. But I want to sleep”
Daniel enrumbo hacia el puerto. “I am from Ohio” de¬
cía el gringo. “I’m married. I have two sons. Look”. Su
mano cruzo el respaldar del asiento y enseñó una car-
fotografías. Ludo vio a un hombre en ro-
«TT. llevando hacia el mar a una ni-
Wo^derful , dijo. Daniel encendió un cigarrillo:
¿Manllaste la cartera? Está repleta, cojudo”. “Look”
agrego el gringo, mostrando otra fotografía. Ludo la
^ pasaban bajo un poste del alumbra-
“o- hagas nada. Tranquilo no más”, murmuró
Daniel. ¿Como? , preguntó Ludo. Daniel, en lugar de
responder, frenó al lado de una chacra. Cuando iba a
^agar el rnotor pasó uno, otro camión rumbo al puerto.
Detras venia una fila de automóviles que pugnaban por
pasarse. El taxi volvió a arrancar, pero despacio. Daniel
espiaba por el espejo de retrovisión, miraba hacia los
costados. “Enciéndeme un cigarrillo”, dijo entregándo¬
le un paquete donde flotaban varios Incas achatados A
la derecha vieron la mole de un silo dp trigo. El taxi
aceleró, frenó un poco para dejar pasar a un colectivo
volvió a acelerar y de pronto viró a la derecha y rozan¬
do un árbol se internó por una pista lateral que desem¬
bocaba en el muro de una fábrica. “¿Adónde vas?”, pre¬
guntó Ludo. El marinero que dormitaba se sobresaltó.
Ts this the port?”. Daniel avanzó un trecho por la an¬
gosta pista de tierra y frenó. “Get out”, dijo, “the car
is malogrado”. De inmediato abrió la portezuela y bajó.
“Get out”, repitió. El marinero se incorporó en el asien¬
to para mirar por la ventanilla: “Where is my ship?”.
Daniel abrió la portezuela de atrás: “Yes, yes, the
ship”.

— 165—
El marinero descendió y quedó parado en medio de
la pista, mirando a su alrededor: ‘I can’t see it”. Daniel
se acercó a él: “Yo tampoco veo nada. Ten doUars”. El
marinero abrió las pupilas, pero ya Daniel elevándose
como disparado ppr una honda atravesó el espacio que
los -separaba y le dio un cabezazo en la nariz. El gringo
cayó de espaldas. Daniel se abalanzó sobre él. Ludo bajó
del carro. En el suelo una masa daba vueltas. “Mari-
ner”, chillaba el gringo. Ludo lo vio ponerse de pie.
Otra vez había caído. Daniel estaba ahora sentado sobre
él, con una mano le apretaba el cuello y con la otra le
removía la cara a puñetazos. De pronto salió disparado
hacia atrás. La “manizuela”, gritó. Ludo miró hacia el
carro, que seguía con los faros encendidos, pero en lugar
de ir hacia él avanzó hacia la pelea. El gringo se de¬
fendía y chillaba. “Del cuello”, exclamó Daniel. Ludo
se acercó más, cogió al gringo del cuello, pasándole el
antebrazo por la garganta y tiró hacia atrás. Con gran
esfuerzo pudo incorporarlo, justo cuando Daniel, nue¬
vamente de pie, abría los brazos y lanzaba una pierna
hacia adelante. El golpe fue tan fuerte que Ludo mismo
cayó al suelo, aplastado por el gringo. Daniel se acercó
y dio aún dos, tres puntapiés al bulto que se movía.
Enseguida se agachó y rebuscó en los bolsillos. “Sube al
carro”, gritó. En la fachada de la fábrfca uña luz se
encendió. El carro dio marcha atrás y Ludo tuvo la im¬
presión de que sus llantas pasaban sobre el tronco de
un árbol. “Cuenta”, dijo Daniel tirándole una cartera
a las piernas, mientras enfilaba hacia Lima. “No'’, dijo
Ludo devolviéndole la cartera, “llévame a mi casa”.

XXII

UN hombre con unas piernas extremadamente lar¬


gas y una cabeza casi del tamaño de un puño ingresó
al bar Santa Rosa de Surquillo y preguntó por alguien.
De la manga de su saco pendía un brazalete de duelo
como una bandera arriada. A esa misma hora, en el
Cuzco, un hombre que pesaba cien kilos bebía una cer¬
veza en un bar descamino a Paucartambo y se decía:
si la vida fuera, niña, color de rosa.'A esa misma hora
también cuatro camiones llegaban a Arequipa y de
uno de ellos descendía un hombre dinámico que pensaba
establecerse allí para construir una carretera. En la

— 166—
Clínica Americana de San Isidro otro hombre respira¬
ba con una mascarilla de oxígeno. Y en una casa peque¬
ña de Miraflores, con el techo ahogado bajo las enre¬
daderas, Ludo leía el pasaje de un libro que decía:
“Morir es fácil. Lo duro es que los demás nos sobrevi¬
van. Si nuestra muerte entrañara la destrucción de to¬
do el universo moriríamos tranquilos. Y sin embargo,
nuestra muerte entraña la destrucción de todo el uni¬
verso”.

En realidad no leía esta frase sino que la inventa¬


ba, pues lo que leía en ese momento por centésima vez
en el día era la página de un periódico: “Continúa él
enigma en torno a la salvaje agresión al marinero nor¬
teamericano”. De Ohio, pensó Ludo, mirando los tres
billetes de diez dólares que desde hacía dos días esta¬
ban al lado de su máquina de escribir y la fotografía
del gringo, que se había deslizado entre los billetes. Su
madre había venido el día anterior para decirle: “Que
Genaro no manda nada, que dice que se quedará en
Arequipa para ver si obtiene la contrata de una carre¬
tera”. Ludo sólo había recibido una tarjeta postal de
Armando, en la cual detrás de la foto del Misti escribía:
“Vi a Segismundo en el Cuzco. ¿Hay noticias de la
Walkiria?”.

En la casa de Maruja, donde iba a almorzar, todos


hablaban del marinero. “Que seguramente se muere el
pobre, que dos costillas rotas y no sé qué en el estó¬
mago”. Maruja decía que ya el barco iba a partir y
que al marinero la mandarían más tarde por avión. Lu¬
do no hacía comentarios, pero al pie de este incidente,
en títulos menores, los diarios decían que en el jirón
20 de Setiembre varios marineros habían mordido a
dos mujeres y roto a patadas un juke-box y que cerca
del Hotel Bolívar habían volteado un automóvil y qiíe
en la Plaza de Armas habían ensuciado con caca la es¬
tatua de Francisco Pizarro. “Una por otra”, pensó. “Pe¬
ro mis dólares yo no los cambio. A lo mejor están mar¬
cados”.

Genaro llegó por avión de Arequipa cuando los


diarios decían que no tenían ninguna pista y Maruja
que "además de las costillas tenía una pierna rota. Su
madre decía que no había más remedio que alquilar la
casa y mudarse a una más chica y el doctor Font argu-

—167
%

mentaba que era necesario cumplir con los clientes.


Armando mandaba otra carta postal de Arequipa en la
que manifestaba su emoción por la cocina local y la mu¬
jer de Daniel decía que Daniel había desaparecido. Su
mamá decía que se iría a vivir donde Maruja y el señor
Naser que buscaría otro abogado. Ludo se dijo que pa¬
ra fumar sería necesario vender su revólver y Genaro
que para obtener la contrata debía participar en una li¬
citación. El periódico indicó que se efectuaban investi¬
gaciones en los medios del hampa y el doctor Font que
era doloroso partir de cero. Ludo dijo que la vida era
una verdadera mierda y su madre que el padre Tomás
era un santo varón. Maruja dijo que se acercaban las
Fiestas Patrias y Genaro que ya tenía el contrato. Su
madre dijo que su abuela tenía un cuarto desocupado,
Maruja que la costilla ya estaba soldada, el doctor Font
que poderosos eran los Bancos, el señor Naser que ha¬
bía un gran peculado, Armando que perdió una torre,
Genaro que ganaría medio millón, Ludo dijo que sí.

Que por favor lo dejaran en paz, que sí se iría a


vivir al cuarto de su abuela. Y ese mismo día fue a
hacer ima inspección a la quinta “Mercedes” de Santa
Beatriz. Una piecita con una ventana sobre un patio y
los muros cubiertos con uno de. esos empapelados que
ilustraban el tema de la repetición; en este caso un
molino delante del cual pastaba una vaca. Ludo respiró
el moho de ese cuarto deshabitado desde hacía varios
años, trituró unas cuantas arañas y salió diciéndose que
allí sólo era posible acostarse borracho o dedicarse á
coleccionar viejos atlas para hojearlos de noche a la
luz de una lámpara.

En ese barrio había vivido cuando tenía cinco años,


antes de mudarse a Miraflores. Ludo conservaba de sus
calles un recuerdo infantil e infalible. Durante un mo¬
mento las recorrió y^ cuando llegó a la esquina del Cas¬
tillo Rospigliosi notó que un hombre lo seguía. En to¬
do caso era un hombre que desde hacía rato seguía su
mismo camino. Es imposible, se dijo Ludo, es absolu¬
tamente imposible que alguien, por más sagaz que sea,
pueda establecer una relación entre un marinero asal¬
tado y el señor Ludo Melchor José Tótem. Pero cuan¬
do volteó por la calle Mariano Carranza, el hombre
también volteó y Ludo apuró el paso y dobló por Mon¬
tero Rosas y luego por Daniel Carrión y luego por

— 168—
Torres Paz. El hombre venía detrás. Ludo echó una
ojeada a su alrededor y distinguió la pensión Lourdes.
Penetró en el vestíbulo y quedó mirando por detrás de
la mampara. El hombre pasó de largo por la calzada.

Ludo esperó un momento y salió. Mientras avan¬


zaba hacia el paradero del ómnibus volvió varias veces
la cabeza: detrás de él caminaba un negro silbando, más
allá dos sirvientas y al final de la cuadra un grupo de
colegialas. El negro lo siguió aún dos cuadras, pero Lu¬
do lo burló deteniéndose largo rato ante los afiches del
cine Azul.

Al llegar a su casa vio que su madre hacía una


maleta: “Que me voy a llevar todas mis cosas donde
Maruja”. Sus cosas: ropa de luto, misales, un paquete
de cartas, todo entraba en una valija. Ligero equipaje.
Ludo se preguntó cómo haría para llevarse sus libros
al cuarto de su abuela. “Que hoy partió Genaro para
Arequipa”. Ludo respondió que ya estaba harto de Ge¬
naro y se sentó frente a su máquina de escribir mién-
* tras su madre , daba aún vueltas por la casa, diciendo
que Genaro le había dejado sólo cien soles pues para
obtener la licitación había tenido que pagarle una for¬
tuna a un tipo del Ministerio de Fomento. Por último,
antes de irse, le tiró una bandera a la cama: “Ponía ere
el asta, que mañana es 28”.

Ludo contempló un momento la bandera desteñida


y como tenía pereza subir hasta la azotea la colgó de
una ventana del jardín. Su madre le había dicho que
fuera más tarde a comer donde Maruja. Ludo escribió
en su máquina: “No me da la gana, no quiero limosnas”.
De su escritorio sacó un billete de diez dólares.

La chingana de don Eduardo estaba llena de obre¬


ros borrachos. Había una atmósfera en vísperas de fies¬
ta. Ludo pidió una cerveza y se disponía a pagar con
los dólares, cuando escuchó que alguien decía Callao,
otro Barco, un tercero Fractura. “Me he olvidado la pla¬
ta”, dijo al cantinero, pero ya un borracho lo aborda¬
ba: “Señor Tótem, con mis mayores respetos”. Ludo
lo reconoció: era Rojas, un antiguo chofer de su padre.
“Estamos en 28, modestamente, como peruano, le ofrez¬
co”. Otros borrachos se acercaron. Ludo se vio envuelto
en un remolino de brindis. Se bebía muías de pisco.

— 169—
se sumó al tumulto. Había allí riñas, peloteras. Algunos
marineros eran llevados casi en vilo hacia los carros.
Daniel regresó: “No hay nada que hacer. Habría que
sacarle la chucha a cincuenta choferes. Vamos a espe¬
rar un rota”.
La cola apenas avanzaba. Taxis piratas se colaban
a veces por la izquierda y avanzaban hacia la reja para
capturar a sus gringos. Los choferes que estaban a la
cabeza los interceptaban y el tumulto recomenzaba.
Por último la reja se cerró. Una veintena de taxis que¬
daron esperando, mientras otros se retiraban hacia Li¬
ma. Daniel volvió a bajar. Los taxistas discutían con un
policía. “Dice que todavía no han bajado los oficiales”,
argüyó Daniel regresando al timón. Siguieron esperando
hasta que un hombre comenzó a correr al lado de la fila
gritando: “Los oficiales bajaron a las diez”. Los taxis
que aguardaban encendieron sus motores, dieron mar¬
cha atrás, se enfrentaron, formaron un nudo de nari-'
ces rugientes y finalmente se disolvieron por todas las
carreteras que llevaban a Lima.

“Yo sé dónde encontrarlos”, dijo Daniel, dejando


alejarse a los taxis, para enrumbar luego a los bares
del puerto. En vano husmearon por el “Happy Land”,
por el “Tabú”. Había apenas una docena de gringos ya
borrachos entretenidos por las copetineras locales. “No
hay más remedio. A Lima”, exclamó Daniel y tomó la
avenida Progreso. Iba despacio. “Por mi madre, te juro
que nos hemos perdido cien dólares por lo menos.
¿Cuánto es eso? Más de mil soles”. Ludo ya no tenía
cigarrillos. Acostarse al pie de los cinco retratos a la
luz de una vela. El ilustre señor doctor Ludo Melchor
José Tótem. “Carlota dirá que soy un huevón”, se que¬
jaba Daniel. Pasaron al lado de una huaca. Fábricas.
Daniel aceleró y_ de pronto, después de pasar un aviso
de colores, frenó súbitamente. “Bestia, acá podemos”.
Dando rnarcha atras se cuadro delante de un local cuyo
aviso neón “Los Claveles” parpadeó un momento y que¬
do luego apagodo. Un cláxon sonó por detrás. Había
dos taxis esperando turno a la sombra de un árbol. Da¬
niel volvió a dar marcha atrás y se colocó detrás de
ellos. El cabaret iba quedando a oscuras. Un grupo de
gringos salió y subió al primer taxi. Luego salieron va¬
nos gringos acompañados de dos mujeres. “Cógelos”
gritó Daniel. Ludo corrió hacia ellos, pero ya el grupo
habla subido al segundo taxi, que cerraba ruidosamen-
V
—170—
te sus portezuelas. “Allí hay otro”, volvió a gritar Da-
niel. Ludo vio que el cabaret ya en tinieblas exhalaba
un ultimo marinero, que después de dar unos pasos
quedaba indeciso en la penumbra. De inmediato se acer-
co a el; “Where are you going?”. “To my friends”, res¬
pondió el gringo. “Your friends go para Lima”. El ma¬
rinero miró la pista oscura y se apoyó de espaldas en
un árbol. “The ship”, dijo, “I want to go on board”.
Ludo lo condujo al taxi; “Quiere regresar al Callao”.
Daniel entreabrió la puerta; “Ten dollars”. El marinero
protestó; “One dollar”. Durante un rato regatearon.
“Three dollars”, consintió al fin el marinero subiendo
al taxi. Daniel dio la vuelta sobre la pista para regre¬
sar al Callao. “Tres dólares, cincuenta soles”. “Beau-
tifuls girls in Lima. Y have money. But I want to sleep”.
Daniel enrumbó hacia el puerto. “I am from Ohio”, de¬
cía el gringo. “I’m married. I have two sons. Look”. Su
mano cruzó el respaldar dél asiento y enseñó una car¬
tera llena_ de fotografías. Ludo vio a un hombre en ro¬
pa de baño que corrm llevando hacia el mar a una ni¬
ña. “Wonderful”, dijo. Daniel encendió un cigarrillo;
“¿Manllaste la cartera? Está repleta, cojudo”. “Look”,
agregó el gringo, mostrando otra fotografía. Ludo la
veía cada vez que pasaban bajo un poste del alumbra¬
do. “Tú no hagas nada. Tranquilo no más”, murmuró
Daniel. “¿Cómo?”, preguntó Ludo. Daniel, en lugar de
responder, frenó al lado de una chacra. Cuando iba a
apagar el rnotor pasó uno, otro camión rumbo al puerto.
Detrás venía una fila de automóviles que pugnaban por
pasarse. El taxi volvió a arrancar, pero despacio. Daniel
espiaba por el espejo de retrovisión, miraba hacia lós
costados. “Enciéndeme un cigarrillo”, dijo entregándo¬
le un paquete donde flotaban varios Incas achatados. A
la derecha vieron la mole de, un silo de trigo. El taxi
aceleró, frenó un poco para dejar pasar a un colectivo,
volvió a acelerar y de pronto viró a la derecha y rozan¬
do un árbol se internó por una pista lateral que desem¬
bocaba en el muro de una fábrica. “¿Adónde vas?”, pre¬
guntó Ludo. El marinero que dormitaba se'sobresaltó.
“Is this the port?”. Daniel avanzó un trecho por la an¬
gosta pista de tierra y frenó. “Get out”, dijo, “the car
is malogrado”. De inmediato abrió la portezuela y bajó.
“Get out”,.repitió. El marinero se incorporó en el asien¬
to para mirar por la ventanilla; “Where is my ship?”.
Daniel abrió la portezuela de atrás; “Yes, yes, the
ship”.

171—
El marinero descendió y quedó parado en medio de
la pista, mirando a sú alrededor: ‘I can’t see it”. Daniel
se acercó a él: “Yo tampoco veo nada. Ten dollars”. El
marinero abrió las pupilas, pero ya Daniel elevándose
como disparado por una honda atravesó el espacio que
los separaba y le dio un cabezazo en la nariz. El gringo
cayó de espaldas. Daniel se abalanzó sobre él. Ludo bajó
del carro. En el suelo una masa daba vueltas. “Mari-
ner”, chillaba el gringo. Ludo lo vio ponerse de pie.
Otra vez había caído. Daniel estaba ahora sentado sobre
él, con una mano le apretaba el cuello y con la otra le
removía la cara a puñetazos. De pronto salió disparado
hacia atrás. La “manizuela”, gritó. Ludo miró hacia el
carro, que seguía con los faros encendidos, pero en lugar
de ir hacia él avanzó hacia la pelea. El gringo se de¬
fendía y chillaba. “Del cuello”, exclamó Daniel. Ludo
se acercó más, cogió al gringo del cuello, pasándole el
antebrazo por la garganta y tiró hacia atrás. Con gran
esfuerzo pudo incorporarlo, justo cuando Daniel, nue¬
vamente de pie, abría los brazos y lanzaba una pierna
hacia adelante. El golpe fue tan fuerte que Ludo mismo
cayó al pelo, aplastado por el gringo. Daniel se acercó
y dio aún dos, tres puntapiés al bulto que se movía.
Enseguida se agachó y rebuscó en los bolsillos. “Sube al
carro”, gritó. En la fachada de la fábrica una luz se
encendió. El carro dio marcha atrás y Ludo tuvo la im¬
presión de que sus llantas pasaban sobre el tronco de
un árbol. “Cuenta”, dijo Daniel tirándole una cartera
a las piernas, mientras enfilaba hacia Lima. “No”, dijo-
Ludo devolviéndole la cartera, “llévame a mi casa”.

XXII

UN hombre con unas piernas extremadamente lar¬


gas y una cabeza casi del tamaño de un puño ingresó
al bar Santa Rosa de Surquillo y preguntó por alguien.
De la manga de su saco pendía un brazalete de duelo
como una bandera arriada. A esa misma hora, en el
Cuzco, un hombre que pesaba cien kilos bebía una cer-
veza en un bar descamino a Paucartambo y se decía:
fuera, niña, color de rosa. A esa misma hora
también cuatro camiones llegaban a Arequipa y de
uno de ellos descendía un hombre dinámico que pensaba
establecerse allí para construir una carretera. En la

-^172—
i® estaba su madre sentada en un sofá, espe¬
rando. Que he hecho mal en poner el aviso de alqui¬
ler para hoy pues es dia de fiesta, que pondrá otro para
el treinta y uno . Ludo fue a su dormitorio, leyó un
papel donde^ decía “No me da la gana, no quiero íimos-
nas y haciéndolo un rollo lo tiró al suelo. Llevar sus
hbros al cuarto de su abuela. ¿Pedirle diez mil soles a
Genaro? Todo difícil. Ir donde Pirulo.

Estaba tocando piano, suave jazz, improvisando, con


sus largos dedos manchados de tabaco. “Estoy fregado
del hígado, hermanón. Hace tres días que no tomo un
trago - Lo llevo hasta su mesa para enseñarle unos pa¬
peles. Ludo leyó: “El sol es una plaza, donde la muerte
gma locamente”. El resto de la hoja estaba en blanco.
He querido seguir, pero. . .” Le dijo que el adiposo ha¬
bía partido para Puno. Sus tíos lo habían mandado 11a-
rnar porque la situación estaba tirante. “Tú sabes, por
alia también, como en Ayacucho, como en el Cuzco”.
Ludo lo escucho un rato, pensando cómo decirle que un
maleante lo tenía entre sus manos porque una noche
fue a dar una vuelta en taxi con Daniel. Era inútil. No
lo podría entender. “Eso sí, podemos tomarnos una cer¬
veza helada.^ Fiestas Patrias, viejo”. Luego añadió que
su papá había dejado unos cobres en el banco y el de¬
nuncio de unas minas. “Mis hermanos están trabajan¬
do. Hay de qué vivir por ahora”. Ludo permaneció un
rato en el dormitorio, oyéndolo hablar, tocar piano,
envuelto en la bata del Prefecto, mientras se decía: “Un
señor en las manos de un maleante. ¿Dónde están los
honorables magistrados?”.

Pirulo se embaló con la cerveza, quiso vestirse,


acompañarlo, pero Ludo tenía otros proyectos: “Vengo
a verte en la noche”. Regresó a su casa (su madre se¬
guía sentada en el sofá, esperando), metió sus libros en
una maleta, su ropa en otra. También lo suyo ocupaba
poco espacio. El dormitorio parecía saqueado. En la pa¬
red quedaba la galería de retratos. Ludo vaciló un mo¬
mento y terminó por descolgarla. “De una vez me mu¬
do”, dijo a su madre. “Si una mujer me llama por te¬
léfono dile que me he ido de viaje. Es una pesada. Dile
cualquier cosa”. Salió a la calle con sus bultos y co¬
menzó a esperar un taxi. Su madre lo siguió unos pasos
por el jardín y quedó inmóvil, mirándolo, con los bra¬
zos cruzados sobre el pecho.

— 173—
Dejó sus cosas amontonadas en el cuarto de su
abuela y se fue al Porvenir, a buscar a Estrella. Sólo
su consejo. Como siempre, demasiado tempra.no. El Tur-
billón estaba cerrado. Vagó por la feria aún sin ani¬
mación. La tarde se puso mustia. En un bar tomó un
pisco, rodeado de obreros. Era la hora fatal de los bebe¬
dores. Un poco lúcidos aún, cambiaban entre sí frases
largas y adornadas, mientras detrás del mostrador los
observaban impasibles orientales. Obreros, que vivían
al día, exonerados del porvenir, ¿qué otra cosa podían
hacer? Cuando se. lanzó el primer “Viva el Perú”, Lu¬
do salió del bar. El Turbillón estaba iluminado. Ludo
miró a través de los visillos de la mampara y vio a Es¬
trella en mostrador conversando con la dueña. En
una mesa vecina el tuerto bebía un trago conversando
con otras mujeres. Ludo se fue a la acera del frente y
se refugió en otra chingana, cerca de la puerta. Gente
pasaba rumbo a la feria. En el mostrador se bebía pis¬
co. Alguien decía: “Seré negro, pero mi padre usaba
tongo”. Al fin el tuerto salió del Turbillón y se fue
rumbo a los restorantes de La Parada.

Ludo pagó su cuenta y cuando iba a salir del bar


se detuvo. Pidiendo la lista de teléfonos buscó el nú¬
mero del Turbillón. La dueña lo conectó con Estrella.
“Estoy aquí en el bar del frente. Ven un momento. Es
algo importante”. La esperó en la puerta. Al poco rato
se abrió la mampara del Turbillón, emergió Estrella en
la calzada y después de mirar a uno y otro lado cruzó
rápidamente la pista entre dos ómnibus destartalados
que se afrontaban rugiendo.

“Ven por aquí”, dijo Ludo y cogiéndola del brazo


avanzó entre los borrachos, que alargaban hacia ella
sus hocicos, silbaban, estiraban manos obscenas. Al fon¬
do había uñ apartado. “Tengo sólo quince minutos. Ei
ya no tard,a en venir”, dijo Estrella. Ludo la contem¬
pló. Estaba pálida, intranquila. Debía darle confianza.
“Antes que nada una cosa, ¿por qué en el verano tenías
los ojos azules y ahora verdes?”. Al fin la vio sonreír:
“No son ni verdes ni azules. Mira bien. Son grises”. En
efecto, eran grises. Estrella retiró hacia atrás el rostro
que había avanzado. Ya había un japonés al lado, es¬
perando el pedido. “Sólo tengo para un pisco”, dijo
Ludo. Estrella dijo que no tomaba nada y volvió a que¬
dar seria. “Fíjate”, empezó Ludo, “no sé qué historias

— 174—
^os Claveles con unos gringos y tú te acercaste. Noso¬
tros nos metimos en un t.aví v mi^Tnrir» i»*. •.-.4

T.. - ^-- ciajj Lu, yu le


ciije que podía jurarlo y el dónde vivías, yo le dije que
una casota de Miraflores y él si tú tenías plata, yo le
dije que tu no, pero que tal vez tu papá”. “Yo no tengo
papa ni esa es mi casa”, dijo Ludo, pero ya Estrella
comenzaba a temblar mientras señalaba el espejo que
había detras del mostrador; “Allí está”. Ludo vio en el
espejo a un enano de azul confundido entre los borra¬
chos. Estrella estaba otra vez pálida. “¿Tienes miedo?”.
Estrella abrió su cartera, sacó un espejito y comenzó a
polvearse. Ludo se puso de pie y espió hacia el tumulto
del mostrador. Había un retaco que pedía trago pero no
era el Loco Camioneta. “Sigamos”, dijo, “no es él. ¿El
Loco es tu marido? ¿Qué negocios tienes tú con él?”.
Estrella guardó su espejo en su cartera: “Tengo que
regresar al Turbillón. Yo no tengo nada que ver en
estas cosas”. Ludo la contuvo: “Vamos a suponer que
yo haya estado en Los Claveles ese día. ¿Por qué me
quiere sacar plata?”. Estrella miraba nuevamente hacia
el mostrador. “¿Estás seguro que no es él?”. Ludo la
tranquilizó: “Vamos a ver. Respóndeme, ¿por qué quie¬
re sacarme plata?”. “No sé. Tal vez ha querido hacer la
prueba. Es un lance, ¿sabes? El es así. Además leyó en
algún sitio que iban a dar una gratificación al que...”
Ludo no recordaba haber leído nada sobre eso: “Pero el
marinero ya está mejor. Además dice que no se acuerda
de nada, dice que sólo unos tipos”. “El loco tiene ami¬
gos entre ios policías, a lo mejor ya ha hablado con
ellos”. “Yo también tengo amigos en la Policía y no
entre los cachacos de las esquinas, sino entre los de
arriba, éntrelos que tienen galones. Si el Loco me sigue
jodiendo lo puedo joder, lo puedo hacer encerrar, man¬
dar a la colonia del Sepa, lo puedo hacer capar”. “¿Ver¬
dad?”. Estrella recuperó bruscamente su animación. Lu¬
do la observó. “Mira”, añadió Estrella y lo invitó a ob-

— 175—
servar por debajo de la mesa. Ludo^ agachó la cabeza
en el momento en que Estrella recogía sus faldas sobre
su vientre para dejar sus muslos al descubierto: en uno
de ellos, cerca de la liga, había una marca oscura. “A_
veces, cuando toma, tú sabes bien ,es chiquito, pero se
vuelve un bruto”. Ludo seguía mirando, no ya el more¬
tón, sino lo que lo rodeaba, “Me voy”, escuchó que de¬
cía Estrella. Cuando Ludo se enderezó la vio que se
ponía de pie. “Mi tiempo cuesta caro”, decía, “estoy
perdiendo clientes”. Ludo no intentó retenerla más. Só¬
lo preguntó: “Entonces, ¿qué debo hacer?”. “No sé. Pero
lo mejor es que pagues. No le digas que has hablado
conmigo”. Ludo quiso acompañarla, pero ya Estrella
salía del bar rápidamente, con la cabeza encogida entre
los borrachones.

A las diez de la noche llegó a su casa de Miraflo-


res. Las luces estaban encendidas. Su madre, seguro,
esperando clientes. Empujó la verja del jardín y luego
metió la llave en la puerta de la sala. Cuando la em¬
pujó se encontró de bruces con un hombre extraño, en
mangas de camisa y anteojos. El hombre retrocedió unos
pasos hacia la chimenea y miró aterrado hacia su al¬
rededor, buscando auxilio. Balbuceaba algo así como
“¿qué significa esto?”. Ludo le dijo que eso mismo se
preguntaba él, que qué hacía él en su casa. “Esta es mi
casa, señor, esta tarde la he alquilado”, respondía el
hombre de lentes. Ludo le pidió excusas. El hombre se
envalentonó, levantó la voz y le exigió que le entre¬
gara su llave. “Podia estar usted al tanto. Ya pagué.
Todavía ño he traído a mi familia, pero esta noche dor¬
miré aqui para irme acostumbrando”. Ludo se retiró,
consolándose con la idea de que ese inquilino debia sei^
un viejo empleado de banco. Fue al cuarto de su abue¬
la y al entrar se tropezó con su maleta de libros. Ni
siquiera sabía donde podía estar la llave de la luz. A
tientas buscfó la cama de bronce y se tiró a dormir ves¬
tido sobre un somier que rechinaba.

Lo primero que hizo al levantarse fue comprar to¬


dos los periódicos de la mañana. Ninguno traía refe¬
rencias al marinero ni a la gratificación ofrecida. Esa
noticia ya había pasado de moda. Las páginas policiales
hablaban ahora de una niña de siete años violada por
su padre y de un grupo de reclusos que se habían es¬
capado de la Penitenciaría cavando un túnel hacia la

— 176—
calle. En la página de las provincias se leía: “Invasión
de tierras én Puno. Un grupo de indígenas. . . madruga¬
da. . . bandera peruana... custodios del orden... tres
muertos”. Ludo prestó atención a una frase del cronis¬
ta: “Se sospecha la intervención de elementos disolven¬
tes”. ¿Quiénes serían los elementos disolverites? Ludo
imaginaba una gruesa botella de ácido sulfúrico. Otra
noticia le llamó la atención: “Próxima aparición de una
revista de cultura”. Se refería a Prisma.

No tengo por qué darle nada, decía Ludo, no tiene


ninguna prueba contra mí, Estrella no abrirá la boca,
salvo que la agarre a patadas, además no tengo plata,
además lo puedo denunciar por proxeneta, quizás sólo
por el placer de escribir esta palabra de linaje griego,
porque es evidente que vive de Estrella y además el
gringo ya está bien, con una pata rota, es verdad, pero
así no lo mandarán a la guerra, a la próxima guerra
es decir, qué más quiere el suertudo, pero eso sí, por
si acaso tengo que esconder estos dólares y la foto¬
grafía sobre todo.

Ludo miró su maleta aún sin abrir y la galería de


retratos, apilada verticalmente en una esquina, de modo
que sus ancestros estaban echados unos sobre otros,
oreja contra oreja. Cogiéndola, la colocó horizontalmen¬
te sobre la consola y el orden de su progenie se res¬
tableció. “Tengo que deshacerme de los dólares y de
.. la fotografía”. Cogiendo ambas cosas se las llevó' hacia
la casa de Pirulo.

Le abrió la puerta la viuda del Prefecto, de negro,


mientras se señalaba un ojo para decir: “Le vaciaron
la cuenca, le cortaron la. . .” Ludo pasó al cuarto de Pi¬
rulo. “Lo esperaré un rato, no se preocupe”. Aguardó
un rato, mirando las teclas del piano abierto, sucias,
rotas, como una dentadura cariada. Largos dedos las
acariciaban en noches de horribles penas. “Se fue un
rato a la esquina”, había dicho la viuda. Ludo husmeo
por el dormitorio, buscando un escondite. Vio al lado
del piano varias botellas de cerveza vacías y luego un
papel en el rodillo de la máquina de escribir. Al acer¬
carse leyó: “El sol es una plaza, donde la muerte gira
locamente”. Nada más, igual que hacía unos días. Ludo
trató de añadir algo a ese comienzo, pero divisó un ti¬
rabuzón sobre la mesa y este objeto insignificante y

— 177—
anodino le produjo un malestar instantáneo casi un
daño físico, cuyo causa no trató ni siquiera de averi¬
guan AI poco rato estaba en el tranvía que iba hacia
lama, balanceándose contra uno y otro de los rieles
inclemente del tolón tolón. Del trole
saltaban chispas azules que iluminaban las chacras De¬
cirle que no, que lo mandaría a la cárcel. Además ane-
Cató L‘’2Íh‘ÍT toda la viSC 'Ludo
Julio y se echo a caminar hacía el Por¬
venir. Largo camino, entre bares y ferreterías Pasó
por la calle de los burdeles, llena de marineros y soL
P^^’^^nos. Permiso para un patriótico polvo Era
sus m cohetes cayó a
m ^ 1^- disperso por los aires, entre un huir de
estera llenos de vasijas. Tal vez
vfn ^ fñ ^ P^^P^^fba esa gente sus tesoros. Ludo
p lo lejos el anuncio del Turbillón, pero antes de
q pudiera leer claramente sus letras sintió aue le
pasaban la voz: “Salud, zambo”. De un umbral se deí
dilndile ta ma“o ^

^odo la retuvo un momento, con cierta voluntim


agresión del jirón Humb^oídt
Cuando quiso retirarla sintió que sus dedos cruiían
p1 nmecánica, estudiada. “¿A la feria o

Por aíl? Íodí^ cae bien”,


borrachos en la entra^ uT coífedt"alTado"Z'moí

es un juguete”, decía el tuerto, “fragufta no más Le


tingotís ^"^ríjist^ e^so’” ^^L^ud' que cuidarse de los
El tuerto fumiba aSa rubios “L- dTio^El
nó y comenzó a rebuscarse ?erca de la'axüa “No°n.'p
ensene nada, no tengo plata ahora”, prosiguió ¿uS^
mostraba un recorte de periódico
periódico sensacionalista de la tarde I udn
Í-N"o"cri'o%resl?"'‘d¡tó Unidoa^frCcC u„“a°
jista , un cabrón. Lo pido a“?a cana “ícníCC!*'

nn amigo policía. Yo, patiia de lodo el bar'rtó. Juanlo

— 178—
alguien quiere abrir el pico, le mando a Estrella y so
acabó. Y si Estrella no quiere, bueno le”. “¿Qué cosa?”.
El tuerto encendió su cigarro: “Represalias, compadre,
una buena patada en el culo y se acabó . Ludo sorbio
su pisco. Cuando quiso encender otro^ cigarrillo noto
que su mano temblaba. El tuerto seguía; “El Sexto es
duro, zambo. Lo primero que hacen es violarte. Buenas
vergas por allá. Gente atrasada, sabes, de la vieja guar¬
dia, años de años allí, negros curtidos, a chavetazos te
bajan el pantalón y si no”. Ludo buscaba un argumen¬
to. “Esto es una estafa”, dijo al fin. “Suficiente’, dijo
el tuerto, “no soy hombre de labia, pero lo que digo lo
hago. ¿Me das el bollo o no? Dímelo al tiro. Si no lo
sueltas ahorita”. “Y si no te lo doy, ¿qué me haces? .
“Ya te lo dije, carajo” (el tuerto quedó callado. El japo¬
nés se acercaba preguntando si lo llamaban). Otra copa
Si te haces el pendejo, te agarro compadre. Ahora o al
Sexto”. Ludo quedó callado, mientras el tuerto busca¬
ba otra vez cerca de su axila. “Acá tengo el numero,
llamo al 57456 y te has jodido. Digo no más: aca lo ten¬
go v el caimán llega a la carrera”. Ludo aventuro otra
pregunta; “¿Y qué pruebas tienes?”. El tuerto no otra
vez; “Qué pruebas ni que carajo. Ya te las sacaran a
patadas”. Ludo terminó su trago: “Está bien. Nos ve¬
mos dentro de una hora”. El tuerto lo acompaño a la
puerta y siguió con él un trecho; “Diez mil soles es po¬
co. ¿Sabes cuánto ofrece la embajada? Dólares, zambo.
Un fortunón. Te espero aquí a media noche . Aquí
no” dijo Ludo. El zambo lo acompañó un poco mas.
“¿Como que aquí no?”. Ludo dijo; “A mí rne gustan
las cosas claras, sin testigos. Nos vemos en el Campo de
Marte, delante del monumento a Jorge Chavez. No sea
que después me ensartes. Chau’.

XXIV

Ludo sacó sus tres trajes de la maleta y busco en


sus bolsillos. Siempre había por allí plata olvidada.
Reunió siete soles. Justo para un taxi. Si no voy, e
tuerto llama o avisa. A lo mejor es pura fanfarronada.
Además no tiene pruebas. Estrella le tiene miedo, do¬
minada por el terror, como triste mu]er. Genaro en
Arequipa. Pirulo perdido en algún embarcadero. Arne-
nazarlo otra vez. Decirle te meto preso, eres una mierda.

— 179—
Pero no dejar nada en el cuarto. Precauciones. ¿Por qué
reventaban cohetes? Hasta en Santa Beatriz.

Ludo sacó su revólver Colt 25. Si encontraban uno


nunra ^ ^ejor. ¿Quién podía encontrarlo? Uno
nunca sabia. Tirarlo en alguna acequia Enterrarlo en
t¿®síi uTo'^’f heredado ese pequeño instrumen-
Maríe estaba ctrS:

menS dlez^ ^el Ministerio de Trabajo marcaba las doce


Ma?fa V . 1 de Jesús
Marti ¿explanada del Campo de
Marte El cielo estaba despejado. Un pedazo de luna
de°métln^" el camino del mar. Ludo observó su curva
de plátano maduro,, incandescente, y se internó ñor el
césped después de saltar una acequia. E sueío ístaha
íaT P.^Peles sucios, de restos de comida ¿la tSdI
había habido allí un concierto, en la Concha Acústica
sentíl^H^^^^ pobres. Ludo siguió avanzando, mientras
sentía desvanecerse en la distancia las bociAas de ÍS
automóviles, las luces de los avisos luminosos Pronto
se ^0 cuenta que sus pisadas hacían rS Se ¿ ?o
de sombra. En vlrano se íe-‘
parejas. Ahora ni automóviles se veían
CMve°. monumento a ?orge

ma SnlVay,r'g?üíor¿Írn“d

lilla de cigarrillo. Recogiéndola tiró una pitada Al¬


guien había pasado por allí. La apagó contra la tierfa v
se puso de pie. No tenía nada que temer Venía a nar^
^mentar. Pero este argumento no valía, pues del c^no
monumental -surgían sombras agudas violentas fípnrac
que eran como máquinas de exterminación LudoÍlhfa

FAdió avadando" irvoSTa "ía'’dLtí«

— 180—
claro, esso era la oscuridad, esso lo que buscaba cerca'
del monumento, esso.

Ludo volvió a tenderse en el suelo. De la ciudad lle¬


gaban oleadas de rumores, de reflejos, regularmente,
hasta su isla de sombra. Por ese césped había desfilado
cuando era colegial, uniformado, con una escarapela pe¬
ruana en la solapa; tendido sobre ese césped había es¬
cuchado, años atrás, música de violines y el estampido
de un corno; babeando sobre ese césped había acari¬
ciado el vientre de una mulata sin nombre; de bruces
sobre ese césped, ahora, seguía extendido, arrastrándose
hacía el cono, sin saber por qué, para qué.

En su espalda sintió una presión. “Arriba, zambo,


no estamos jugando a las culebras”. Al levantar la cara
vio una corta silueta: el tuerto estaba de pie y apoya¬
ba tranquilamente una pierna sobre sus riñones. “Va¬
mos, compadre, ¿dijiste a las doce u oí mal?”.

Ludo se puso de pie y se frotó las manos contra


los flancos de su pantalón. El tuerto avanzó hacia el
monumento. “Ven por aquí”, decía, “solitos, no más, ni
Cristo nos ve. ¿Trajiste el bollo?”. Ludo siguió avan¬
zando hacia el monumento, escudriñando la sombra,
diciéndose, lo asalto, pero sabiendo que el tuerto lo mi¬
raba con su nuca, lo tenía atrapado y que si él hacía el
menor gesto le metía la mano por la entrepierna y lo
estrellaba de cabeza contra las gradas del túmulo. Al
lado del cono se espesaba la sombra. “¿Quieres un ci¬
garrillo?”. El tuerto alargaba la mano en la oscuridad.
Ludo palpó la mano, cogió el pitillo y se lo llevó a los
labios. Notó que el tuerto miraba a su alrededor antes
de encemder el fósforo. “No estamos aquí en plan de
tertulia”, dijo, “salta con eso de una vez”. Su mano
avanzó con un fósforo encendido. Ludo tiró una pita¬
da; “Debíamos tomarnos antes un trago”. El tuerto mo¬
vió los brazos en la oscuridad y volvió a extender una
mano; “Toma del pico. Yo llevo siempre mi cuarto en
el bolsillo”. Ludo se vio con una botellita chata entre
las manos. Se llevó el gollete a los labios y bebió un
trago largo, interminable. Las entrañas le quemaban.
“Alárgame el bollo, zambo, y nada de pendejadas, que
aquí tengo mi encendedor”. Encendedor: esta palabra,
que Ludo no preveía, lo sorprendió. ¿Qué sería el en¬
cendedor? En el momento en que le devolvía la botella

—181
el tuerto le atrapó la punta de los dedos; “¿Qué espe¬
ras?. Venga eso”. Esso, pensó Ludo, esso otra vez en
doy, (oh, el cono, pun¬
tiagudo, cubierto de angelones) te lo doy, pero si no te
Chávez, si no te lo doy’. “Me
Íí^ tuerto. Ludo retiró su mano, ,cuyos de¬
dos le ardían y retrocedió un paso. “Tuerto de mierda”
se atrevió a decir y le bastó escuchar esta frase que él
retroceder un paso más,
nn. El cono. Le pareció
que la sombra avanzaba a su lado y lo tenía cogido de
a manp Para eso me has hecho venir?. Suéltalo o
te coso . Ludo miro hacia la sombra. En una de sus ma¬
nos la sombra tenía un objeto retorcido y brillante co¬
mo un fino_tirabuzón de acero. “Te corto, viejo no ?o
no^nnp^ canana . Ludo quedó inmóvil, atento a ’la ma-
cuello. “Otro
trago , dijo. Nada de tragos”. Ludo añadió' “Ésbera
carajo, voy a sacarlo”. La mano continuaba en S S
Ludo yeia la luna en el cielo y cerca de su nuca otra
pequeña luna dorada y temblorosa, pero muy cerca tan¬
to que hubiera podido alcanzarla con su boca Metiendo
la mano al bolsillo cogió la cacha del revólver. Con el
seguro y en un instante tenía el
evolver en la mano. Le pareció que la luna caía sobre
su cabeza y apretó el gatillo. Sonó como un cohete ni-
sado, pero la sombra en lugar de avanzar se mantudo
® apretar el gatillo y vio que el
tendido en el suelo. Decía algo Ludo se
un ffemirin’^T escuchaba nada. Apenas le^parecía oír
un gemido. La sombra empezó a rodar, pero ránidamen
te, tanto que Ludo la perdió de vista. Miró en todas di¬
ta saber adónde había ido a parar. Sólo es¬
taba a veinte pasos de distancia, detenida contra un
suave montículo, inerte. Ludo tuvo la impresión de
era algo que se había coagulado. Guardó su revólver
De su saco extVajo su cartera. Cogió los dos billetes de
Y fotografía del gringo y metió todo en
el bolsillo del caído. Se alejó despacio, luego le careció
que alguien lo seguía o que caminaba sobre un tambor
y empezó a correr hacia las luces. tambor

Antes de llegar a la Avenida Salaverrv metió la


pierna en una zanja y cayó de bruces, golpeándose la
barbilla contra una piedra. Quedó tendido-vSo dLS
Ijs carros por la avenida, apenas a diez metros de^ dis-

182—
tancia. Estaba a la espalda del club Lawn Tennis, De
bía haberse celebrado allí una fiesta, porque estaba ilu- '
minado y por la puerta falsa salían parejas conversan¬
do. Subían a una fila de carros. A Ludo le pareció dis¬
tinguir a Carlos Ravel que se dirigía hacía un converti¬
ble negro llevando del brazo a una muchacha de largo
pelo oscuro. ¿Sería Lisa?. Volvió a sacar su revólver,
pero se dio cuenta que no era Carlos Ravel. Lo guardó
y cuando la primera oleada de carros arrancó, se puso
de pié rumbo a la Avenida Arequipa. Tenía que con¬
tornear una pared alta, la del club, con tela metálica
sobre el muro para impedir la fuga de las pelotas. Por
la calzada solitaria caminaba un policía. ¿Por qué te¬
nía que seguir su mismo camino?. El policía no se daba
prisa. No rehuir el peligro, se dijo llevándose la mano
al bolsillo. Pero al llegar a la esquina el policía cruzó
la acera y se encaminó hacia la avenida Alfonso ligar¬
te. Ludo se detuvo en la esquina. Sentía calor. Sacán¬
dose la bufanda la metió en el bolsillo de su saco. Se
fue caminando por la avenida Wilson hacia la Plaza San
Martín. Cerca de la Penitenciaría divisó a una vieja que
esperaba el tranvía para Magdalena. La vieja lo siguió
con la mirada. Ludo se detuvo para observarla. No era
una vieja, era un cura. ¿El Hermano Director, tal vez?.
Otra vez metió la mano al bolsillo. “Un sacerdote ase¬
sinado en pleno centro. La policía investiga”. Ludo se
iba a acercar un poco más al paradero, cuando un tran¬
vía chirriante e iluminado desembocó por el Paseo de la
República.

Los cafés de la Plaza San Martín estaban anima¬


dos. Ludo recorrió algunos hasta que se dio cuenta que
tenía pedazos de grama adheridos al temo. Cuando se
los sacudía divisó a un hombre con unas piernas extre¬
madamente largas que andaba al lado de otro con som¬
brero de hongo. Estaban en la puerta del Círculo Mili¬
tar discutiendo con un portero. “Dígales que me cago
en el presidente”, decía el del sombrero melón y se fue
hacia el T)ar Zela con el de las piernas extremadamen¬
te largas. Ludo los alcanzó. “¿Qué tienes allí, herma¬
nen? ”. Pirulo señalaba su barbilla. Ludo se limpió con
su pañuelo: “Me caí del ómnibus”. Pirulo mostró a su
compañero; “Un tipo cojonudo. Pinta, toca violín, sabe
francés. Divertido, hermanón. Conoce todos los bares.
Hace trucos con pañuelos, con palos de^ fósforos”. “Leí
tu poema”, dijo Ludo, “muy bueno. Préstame diez so-

— 183—
1^0 'Pirulo lo cogio del hombro: “¿Palabra que te gus-
to? No esta terminado”. “Préstame diez soles”. Pirulo
le dio el billete: “Quédate aquí. Cuando el Zela cierre
nos vamos a Ix)s Bohemios, después donde el japonés
Tacora, después a la Plaza de la Inquisición”. Ludo se
alejo guardando su billete. El sol es una plaza donde
la muerte gira locamente. Alguien le pasó la voz desde
un tran-via y Ludo, sin darse el trabajo de identificarlo
respondió con una seña. Mientras se acercaba a Paler-
mo pensó que muy bien podía ser el hombre que lo si-
guio una vez por Santa Beatriz, es decir, Efraín López
e imberbe de la fotografía. Pero ya se encontraba fren¬
te a Palermo. Quedo detrás de los batientes de la puer¬
ta, dentro del bar. De un apartado lo llamaron. Eleodoro
avanzo hacia el con los brazos abiertos: “Viva la vida”.
decía: “La luna ha parido estrellas en tu fren¬
te . Esta frase espeluznó a Ludo, que miró aterrado la
mesa donde un grupo de personas sonreía. “Prodigioso
ensayo , Tesis de doctorado”, “Es una bestia” Ludo
creyó reconocer a sus amigos. Cucho se irguió: “Sale
Prisma por fin. En estos días. Esta tarde el doctor Ros-
talinez. La caratula”. Ludo extendió la mano hacia un
vaso de cerveza intacto que había sobre la mesa y se lo
tomo de un sorbo. Dando media vuelta salió a la calle.
•' ^ j mandíbula. Tomó un taxi y le dio la direc-
cion del cuarto de su abuela. Lo primero que hizo ai lle-
gar fue buscar la llave de la luz, Mumbrado por un fós¬
foro. Luego de encenderla se miró en el espejo del enor-
el mentón y los mis
avejentados. Luego se olvidó del espejo y miró el rope-
prodigiosamente grande, lleno de cajones
perillas torneadas y molduras esculpidas a mano AÍ
desplomó del último compar-
enorme caja, se destrozó contra el suelo
y dejo desparramados veinticuatro sombreros antiguos
de mujer. Ludo se puso uno que llevaba velo negro v
P™!’® ‘los o iros más, llenfs /e
polillas, sm reír, distraído. Detrás de los muros llegaba
el rumor de une discusión. Ludo entró al mSculo ba-
excusado espió por el res-
Potio, una ventana iluminada. Un vieio en
tirantes leía un periódico sentado en una silla Era una
cocina. Una vieja daba vueltas en torno de él “Has
rruinado mi vida” decía la vieja. El hombre sin deiar
el periódico, respondía: “Cállate’ mierda”
Treinta anos de tormento”. “Cállate mierda”. “Me vas

— 184—
a volver loca”. •‘Cállate mierda”. “Tomo a Dios por tes¬
tigo . “Cállate mierda”. Ludo saltó del excusado y re¬
gresó al dormitorio. Sentía un peso en el bolsillo de su
saco y metiendo la mano sacó el revólver. Acercándose
al espejo del ropero apoyó su caño en la sien. Ludo
Tótem desaparece, pensó, se convierte en un gorgojo, en
un infusorio. Su reflejo le pareció ridículo, de mal gus¬
to. En el acto tiró el revólver sobre la cama y cogiendo,
su máquina de afeitar se rasuró en seco, heroicamente,
el bigote.

— 185—
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Juan Simón 1197, Lima


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OFFSET SANTA ROSA
Av. Cañada 200 - La Victoria
Telf. 46810 Lima - Perú
462024
Date Due
PQ 8497 .R47 G4
Ribeyro, Julio Ramón, 192 010101 000
II dominicales /

0 1999 0016932 7
TRENT UNIVERSITY

PQ8497 .R47Gi^
Ribeyro, Julio Ramón
Los geniecillos dominicales

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^ ^
JULIO RAMONRIBEYRO
Julio Ramón Ribeyro, ganador del Premio Expreso-Populibros
es un autor consagrado nacional e internaclonalmente. (El año pa¬
sado su libro de cuentos Los Gallinazos sin Plumas, ha sido un
éxito de la prestigiosa editorial francesa Gallimard).

Ribeyro tiene 35 años, nació en Lima en un hogar de clase


media. En 1952 viajó becado a España. Estudió periodismo en Ma¬
drid y luego se trasladó a París. Siguió un año de estudios en
La Sorbona que se combinó con ocupaciones de portero de un
hotel. (Abriendo un día las puertas, en el amanecer, vio unos re¬
cogedores de objetos viejos; recordó a los miserables de Lima que
recogen alimentos para chanchos en la hora en que el cielo tiene
un color mágico y celeste; estaba desatada la inspiración de su
primer libro).

Estuvo después en Alemania, becado; luego volvió a París;


marchó después a Bélgica donde trabajó en una fábrica de material
fotográfico y a Berlín nomo obrero de una fábrica de material de
imprenta. Cuando volvió a Lima, en 1958, ya se había publicado en
nuestra capital su primer libro. Los Gallinazos sin Plumas. Poste¬
riormente editó Crónica de San Gabriel, su primera novela. En
1960 estrenó en Lima su obra teatral Santiago el Pajarero, de
acento brechtiano. y publicó Cuentos de Circunstancias. Fue des¬
pués profesor de la Universidad de Ayacucho. En 1960 retornó a
París con una beca de seis meses. Está desde esa época radicado
en la capital francesa, recientemente publicó dos libros de cuen¬
tos; Las Botellas y Los Hombres y Tres Historias Sublevantes.

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‘‘POPULIBROS PERUANOS”: Juan Simón 1197, Lima.

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