Ribeyro, J. Los Geniecillos Dominicales
Ribeyro, J. Los Geniecillos Dominicales
Ribeyro, J. Los Geniecillos Dominicales
LOS GENIECILLOS
PO
B497
DOMINICALES
*
R47G4
JJPULIBROS PERUANOS
premio
I de novela
THOMASJ. BATA LIBRARY
TRENTUNIVERSITY
Digitized by the Internet Archive
in 2019 with funding from
Kahie/Austin Foundation
https://archive.0rg/details/losgeniecillosdoOOOOribe
“POPULIBROS PERUANOS”
LOS GENIECILLOS
DOMINICALES
Todos los derechos reservados. Populibros y todas sus variantes
son marcas registradas.
—5—
^ ^ I 6? ^ C>
director de cine para los efectos de un film de espiona¬
je. J-iUdo penetra en uno de los bares y pide una cerve¬
za conmemorativa. Y ve entonces algo más: que en los
bares de Lima no hay mujeres. Sólo grupos de machos
rugosos o melancólicos que comen panes grasientos y
beben líquidos estimulantes. Y le basta comprobar esto
para encontrarse poco después en la cola del ómnibus
incorporado nuevamente al ceniciento mundo de los
empleados.
—6—
que se abandonaron y que la tradición familiar conser¬
va no se sabe por qué, quizás como testirnonio de que
alguna vez se tuvo acceso a algún magnífico solar. Lu¬
do coge la llave intrusa y se apresta a interrogarla,
cuando escucha los pasos de su madre en el jardín.
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Después de mezclar el cinzano con el pisco y de
beber un trago, Ludo siente que las malas bestias, que
desde la presentación de su renuncia han comenzado a
congregarse en una zona oscura de su conciencia, rep¬
tan hacia la luz, usurpando formas cada vez más inte¬
ligibles, hasta que por último se funden en una ima¬
gen humana; la imagen paternal: “Has abandonado el
trabajo, renuncias a la oficina donde pasé mi vida, te
mofas de tu porvenir, te adhieres al mundo del desor¬
den, privas a tu madre de una ayuda, aceleras la de¬
cadencia”. La andanada continúa, pero Ludo ha abierto
la puerta de su dormitorio para respirar el aire del
anochecer. Con su copa en la mano merodea por el pe¬
queño jardín, donde cada yerba conoce algún enigma
de su infancia. La Walkiria: ¿desde qué rincón obser¬
vaba en sueños su perfil?
—8—
madre lo observa^ con ese ligero temblor en los labios
que anuncia alguna memorable admonición, pero su bo¬
ca se mantiene cerrada y pronto sus manos encuentran
sobre el buche del pato la tarea interrumpida. Ludo
aguarda un momento, inquieto, decepcionado casi por¬
que el reproche no llega y al fin, ahogado ya por tan¬
to silencio, abandona rápidamente la cocina.
Al llegar a la mansión de su tío emprenden de in¬
mediato la exploración. Para empezar encienden todas
las lámparas que encuentran a su paso, las que se pre¬
cipitan desde el cielo raso con su cascada de falsas lá¬
grimas de vidrio o las que surgen en cada consola, flo¬
recen en todas las mesas, púdicamente cubiertas con sus
pantallas de seda. Sólo se detienen al descubrir el bar:
un enorme recinto con mostrador, taburetes y un ana¬
quel donde relucen un centenar de botellas. Pero, vana
ilusión, con excepción de una de whisky y otra de anís
del Mono, el resto están vacías. “Maldita sea la úlcera
de mi tío”, exclama Ludo mientras Pirulo corre a la
refrigeradora para buscar hielo y preparar el primer
trago. Después de hacer un brindis, organizan sus pro¬
yectos: “Suficiente cantidad de dormitorios. Comprar
más trago. Poner música. Bailar. Elegir a su mujer.
Evitar líos. Disminuir la luz. No beber mucho. A ellas
en cambio emborracharlas. Después hacerlas bailar ca¬
latas”. El plan se va perfeccionando por sucesivas adi¬
ciones y sustracciones hasta que por fin alcanza ese
equilibrio laborioso, que hace inútil cualquier añadidu¬
ra, por el temor de que una palabra más baste para que
todo el edificio se derrumbe.
Una timbrada los sobresalta. “Pero si todavía no
son las diez”, protesta Ludo. Al abrir la puerta, penetra
Armando, encorbatado, perfumado, buscando con la mi¬
rada invisibles presencias. “¿Dijiste algo de una orgía?.
Yo estaba medio dormido. ¿Dónde están las mujeres?”.
Ludo trata de expulsarlo, diciéndole que sobra pero
Armando logra instalarse en un taburete: “De aquí na¬
die me mueve. Orgía. Quiero saber qué quiere decir esa
palabra. Hasta ahora sólo la he visto escrita”.
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billete de cien soles, lo coge para añadir: “Me quedaré
con el vuelto”. Cuando sale, Pirulo pone un disco en el
pick-up, mientras Ludo llama a la casa de Manolo y
después cuelga: “Ya salió de su casa. Resulta que aho¬
ra sobra un hombre. Bueno, habrá guerra. El que no
chapa mujer que se friegue”.
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gresa trémulo: “No está el Sabido, mierda, y me dijo
justamente a las diez”. No hay más remedio que espe-
rar. Ludo, embarcado ya en su lujoso proyecto, pide
whisky para todos. Al segundo trago los batientes de
la puerta se abren y el Sabido asoma su engominada
peluca al final de un cuello ágil, donde un examen aten¬
to discriminaría manchas de carca. Al verlos muestra
todos sus dientetes: “Que puntuales. Eufemia me espe¬
ra afuera. Hay que ir por sus amigas. ¿Qué están to¬
mando?”. Acercándose al mostrador olfatea los vasos:
“Caramba, trago fino, ¿me puedo pedir uno?”. Ludo
accede. “Pediré también uno para Eufemia. Voy a lla¬
marla”. Al minuto reaparece tirando del brazo a una
zamba flaca que lleva un clavel detrás de la oreja.
“¿Por qué no nos vamos de una vez a la fiesta? —pro¬
testa Eufemia—. Este lugar no me gusta. Está lleno de
cholos”. El Sabido le embute su whisky casi a la fuer¬
za y un momento después están todos en la calle.
“Bueno, ahora vamos donde tus amigas”. La zamba
se alarma: “¿Qué amigas?”. Pirulo y Ludo se miran.
“Como, si tú me dijiste carajo que tenías unas amigas.
No te hagas' ahora la del culo angosto”. Eufemia está ya
sentada en el carro, al lado de Nirro: “Yo te dije que
tenía amigas. Eso es todo”. Ludo se acerca al oído de Pi¬
rulo: “Ensarte. No hay mujeres, no hay nada, la orgía
se va al diablo”. Pirulo se encara con el Sabido: “Aho¬
ra no te eches atrás. Dile a Eufemúa que las consiga de
donde sea. La orquesta está esperando. La gente tam¬
bién. Nos vas a aguar el pastel”. El carro se ha puesto
ya en movimiento. “¿Oyes Eufemia?. Mis amigos han
preparado un fiestón con orquesta y todo. Búscate un
par de zambas”. Eufemia queda callada. “¿Y dónde van
a entrar? Este carro es muy chico. Dobla a la derecha.
Veré si está Rosa”.
11—
hombres quedan posadas en la puerta del edificio, es¬
perando la aparición de Eva. No se habla. El carro está
lleno de un espeso sabor a Chesterfield.
Una extraña entidad desciende las escaleras, vacila
sobre la calzada y avanza resueltamente hacia el auto¬
móvil. Al principio no saben si se trata de una niña, de
una vieja o de una jorobada. En todo caso debe ser algo
muy pequeño pues cuando llega al carro, su rostro al¬
canza apenas a mirar por las ventanillas. “Yo no en¬
tro aquí, hay muchos hombres”. Eufemia ríe; “Pasa Eva,
siéntate a mi lado. Las otras chicas ya están en la fiesta”.
Eva se encarama y da su manita blanda al grupo de
hombres, que al comprobar de cerca la verdad de esa
pobre naturaleza humana no tienen fuerzas para hablar
y balbucean su presentación. El carro vuelve a partir.
“Nos jodimos— dice Pirulo a Ludo—. Ahora que lle¬
guemos con este cargamento nos van a linchar”. En el
espejo de retrovisión ven las cejas del primo Nirro,
fruncidas, gravísimas, como si llevara un cortejo rum¬
bo al cementerio.
Armando, Manolo y Pablo estaban en la puerta,
impacientes, fumando. Apenas ven aparecer el automó¬
vil se precipitan hacia sus portezuelas. Desde un balcón
lejano, alguien que no pudiera percibir los detalles de
la escena, la juzgaría así: tres puntos se aproximan a
un rectángulo motorizado y son repelidos por él «on una
fuerza igualmente proporcional a la utilizada en su acer¬
camiento. Cuando Eva y Eufemia cruzan el dintel, los
hombres se han refugiado en las profundidades del bar.
Ellas avanzan con cautela por las salas espaciosas, mi¬
rando el techo, las paredes, no con admiración, sino con
una invencible desconfianza, como si alguien les fuera
a saltar sobre la espalda. “Pero si no hay nadie. ¿Dón¬
de está M gente? No se oye la orquesta”. El Sabido las
sigue: “Cállate imbécil. ¿No sabes que en las casas de¬
centes la farra empieza después de las doce?”. Cuando
entran al bar ven una mesa con tapete verde, desde la
cual Armando, Manolo y Pablo fuman sus cigarrillos y
las examinan sin clemencia.
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servarla al trasluz, la arroja y se sirve anís del Mono
en un vaso. Eufemia lanza ua mirada circular: “Se pa¬
rece a la casa de mi tía Perla”.
—13—
zona oscura, reconoce a la enana en lo alto a punto de
tomar el pasadizo y empieza a subir de cuatro en cua¬
tro los escalones.
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2._ EL balance de esta frustrada orgía fue el siguien¬
te (para la contabilidad del tío Abelardo): consumicio¬
nes: una botella de wiskhy y otra de anís del Mono, ro¬
turas: cuatro vasos de baccará, un cenicero de mayóli¬
ca, un cristal de la ventana y una lampara de mesa,
extravíos: una copa que Ludo tiró al jardín y que no
pudo encontrar por más que la buscó en cuatro pies
por los geranios; robos: el reloj de mesa del bar, hur¬
tado aparentemente por el Sabido; daños menores: una
quemadura de cigarro en la alfombra del living (autor
desconocido). También se produjeron algunos ingresos;
tres de las botellas de Coca-Cola que nadie quiso beber;
un arete, perteneciente presumiblemente a la enana y
perdido durante su alocada fuga; un calzoncillo miste¬
rioso encontrado en el baño. Ludo, al día siguiente, aun
medio borracho, hizo minuciosamente este recuento,
ayudado por Pirulo quien se ocupaba de reunir los pu¬
chos sobrantes y componer con ellos larguísimos ciga¬
rros. —
El balance se agravó en detrimento de la casa cuan¬
do ocupados en destruir el desorden, hallaron una re¬
fundida botella de gin inglés, Pirulo sostuvo que ^no
había angustia, cualquiera que fuese su origen, capaz
de resistir un trago de gin en ayunas. En efecto, después
del primer trago todo ese malestar indeterminado que
flotaba en sus venas como una maldición coloidal, se
precipitó en sus estómagos bajo la forma de una sed
implacable y hubieran seguido bebiendo si el teléfono
no retintara. Ludo escuchó la voz de su madre; “Que
ya son las tres de la tarde, que acuérdate que es santo
de Maruja, que Armando llegó esta madrugada bo¬
rracho”. Ludo colgó el fono; “Tenemos gran almuerzo.
Quítate la mugre de encima y disponte a departir ci¬
vilmente con mis tías”. Pirulo fue a ducharse mientras
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Ludo, que había dormido de un tirón y vestido en la
cama de la sirvienta, planchó concienzudamente su
pantalón.
—17—
Pero al menos a la sombra de Genaro uno podía tener
la seguridad de comer y beber- en paz, puesto que nun¬
ca sería interrogado. Pirulo y Ludo de pie, ya que eso
de sentarse a la mesa era una fórmula caduca, comen¬
zaron a realizar el milagro de la multiplicación de las
^ manos: sostener al mismo tiempo el plato de tamales,
los cubiertos, el vaso de vino, el pan y la servilleta.
La reunión continuó a lo largo de la tarde, sin sa¬
berse cómo había comenzado ni a qué horas habría de
terminar. Los santos de Maruja eran siempre así: un
tráfico continuo de personas que llegaban y de otras
que se iban y de cuya masiva afluencia, concentrada en
un momento imprevisible, dependía de que luego se
hablara de almuerzo, de lonche o de comida. A veces,
pequeños incidentes, como la caída de un primo por
las escaleras o un buen chiste que tuvo la fortuna de
ser escuchado por todos, reemplazaban al número y ser¬
vían para calificar gastronómicamente la naturaleza de
la reunión. Para Ludo ese día fue lonche, pues a esa
hora llegó su abuela paterna. Era una de las pocas per¬
sonas en su familia con la cual se sentía de inmediato
en comunicación. Ludo la admiraba porque tuvo una
juventud desordenada, amaba el lujo, no iba nunca a
misa y era de una prodigalidad casi pecaminosa. La vie¬
ja vivía idealmente aún en esa Lima feliz en la cual se
creía en las virtudes curativas de la leche y en la de¬
cencia del ocio.
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dre, casi en vísperas de morirse, recortado contra tre¬
nes de fuego, contra horizontes de aves estercoleras,
contemplando angustiado la tarde, fascinado quizás por
la parábola solar, perfectamente cumplida, tan diferen¬
te a su vida malograda en pleno vuelo, lejos aún de la
majestad de la declinación.
“Hermanón, estoy medio zampado”, balbuceó Piru¬
lo y se llevó la máno al bolsillo de su saco. Ludo adi¬
vinó: se avecinaba uno de esos momentos de intimidad
en los cuales era inevitable el intercambio de papeles
escritos. Pirulo ya extraía una hoja de cuaderno que
desdobló con infinito cuidado. “¿Sonetazo?”, preguntó
Ludo. Pirulo sonrió: “No, metafísica”. Ludo cogió el
papel y le echó una ojeada. “Espacio sujeto a forma”,
comentó pedantescamente. “Un profesor cabezón, ya lo
sé”, exclamó Pirulo, “Patio de Letras, año 1946, lo veo
claramente”. Enseguida recuperó su papel y saltó la
baranda del malecón, perdiéndose tras el desmonte. Lu¬
do hurgó en sus bolsillos a la_ caza de algún papel ven¬
gador, pero lo único que halló fue el arete de la enana.
Cuando Pirulo regresó diciendo que su metafísica le
había sido útilísima. Ludo estaba distraído, jugando con
el arete de la enana y ni siquiera escuchó las propues¬
tas de Pirulo para atravesar los rieles y perderse en los
laberintos de Surquillo. “Regreso donde Maruja”, dijo
echándose a caminar. Pirulo lo siguió, tentándolo aun,
pero lo único que consiguió antes de partir hacia su
cerveza fue darle un sablazo de cien soles.
Cuando Ludo regresó a la casa vio que la mesa del
comedor desaparecía bajo esa colección de bocaditos
que honran el fino sentido que de los matices tiene el
paladar limeño. En otras circuristancias se hubiera de¬
tenido para analizar el origen histórico, la forma, el co¬
lor, la composición, la función y las correspondencias
que con el temperamento de sus habitantes tenía cada
una de esas invenciones, pero desde que estuviera en
el malecón sólo le interesaba capturar a su tío Gonza¬
lo. Lo divisó en un extremo, paladeando un copetín de
pisco. Tomándole del brazo lo llevó a un lado: “Des¬
pués de la comida daremos una vuelta juntos . Gonzalo
lo miró sorprendido: “Pero, ¿qué te pasa? ¿Quieres que
te dé tu golpe?Anda tranquilito no más y no me faltes
el respeto”. Enseguida se echó a reir con toda la cara,
como él sabía hacerlo. Ludo admiró un momento su
precoz calvicie, decorosa en verdad, pues provenía no
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solo de la rutina sino también de la depravación. “Quie¬
ro hacer un poco de vida nocturna’”, añadió. Gonzalo
seno; Quita de acá. Yo no pago tus vicios,
¿llenes plata acaso?”. Ludo se palpó el bolsillo del pan¬
talón: ¿No ves el rollo?”. Gonzalo lo amenazó con un
recto al hígado: “Hablaremos más tarde”.
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taba, pero al poco rato-reapareció vestido. Mientras ca¬
minaban hacia un taxi estacionado a la vuelta, Gonzalo
insultó a su amigo, hizo apartes con él, lo empujó con¬
tra las paredes y le descargó toda la variedad de gol¬
pes con que antes había amenazado vanamente a Ludo.
“Eres una mierda, yo gano más que tú, dentro de siete
anos me jubilo con sueldo completo”. El negro se limi¬
taba a cubrirse. “No tan fuerte, viejo, la última vez me
hinchaste el brazo y no pude manejar”. Gonzalo se con¬
tuvo: “Tienes que aguantar zarhbo de mierda, si quie¬
res sMir con unos caballeros”. Por último el taxi co¬
menzó a rodar por los senderos del Parque Sucre, bajo
los ficus agusanados y cruzó los rieles del Estadio Na¬
cional. “Donde Nanette”, ordenó Gonzalo.
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si como chofer o como amigo) siguieron a Gonzalo por
el itinerario de sus placeres. Gonzalo, al parecer, no te¬
nía un objetivo determinado. El entraba a los prostí¬
bulos como los devotos a las iglesias (lo que alguien
decía de Baudelaire): por costumbre. Era un rito paga¬
no que tenía sus gestos litúrgicos, sus abluciones y sus
consi^gnas. Ludo trataba en vano de adivinar qué santo
y seña depositaba en el oído de ciertos porteros hoscos
para que las puertas se le abrieran de par en par, con
el aderezo de una reverencia o cuál era el contexto to¬
nal o fisonómico de ciertas fórmulas insípidas como “Ho¬
la negra” o “Qúé rica estás” para que lás meretrices se
le echaran encima como a los brazos de un amante re¬
cuperado. Acariciar a la patrona, poner un disco en el
juke-box, bailar con una pelandusca, invitar una cer¬
veza, eran las formas exteriores* de una disposición mu¬
cho más profunda, que no admitía falsificación, pues
cuando Ludo trató de ensayar algunas de las actitudes
de Gonzalo se dio cuenta que no iban con su apariencia
y que sólo producían a su alrededor el estupor o el
vacío.
El carro zigzagueó de un lado a otro de los rieles
Gonzalo siempre comandaba e imponía a los demás uri
caprichoso horario de permanencias o de partidas, que
aparentemente no tenía justificaci^, pues apenas se
atrevía a husmear por locales inquietantes o se aletar¬
gaba en otros de una insidiosa vulgaridad. Ludo no ha¬
blaba, respiraba a pequeños sorbos y dirigía todo el im¬
pulso de su atención al descubrimiento de lo dorado.
Pronto tuvo la enojosa impresión de estar visitando los
mismos lugares o de estar viendo a las mismas mujeres
o lo que era peor a los mismos putañeros. Todos los
burdeles se parecían y todas las rameras parecían acu¬
nadas por un mismo y maldito golpe del destino Tan
solo cuando el carro mostró su preferencia por las ave¬
nidas que iban al Callao sorprendió ciertos reductos más
originales, pero que a su vez empezaron a repetirse
mecenas tropicales, dotadas de enormes patios descu¬
biertos, con columnas que sostenían civiles enredade¬
ras y bombillas de colores y donde reinaba un falso
aire^ de jungla, poblada de mesitas donde dormían bo-
rracnos y bostezaban mujeres, mientras al fondo en
lo Q'-is debía ser el santa sanctorum de esa lujuriosa ca¬
tedral, una orquesta de arrabal acompañaba a un en a
no que cantaba un tango de Gardel. Y como toda estñ
gira estaba regada con cerveza, Ludo, a las cuatro de
la mañana, se sintió exhausto, ebrio y al borde una vez
más de la derrota.
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3. ESTRELLA, desnuda, en puntas de pie, se desliza¬
ba por el aposento contemplando-los objetos. Sin es¬
perar ninguna autorización comenzó a pintarse las ce¬
jas con el lápiz de tía Carmela, se echó su perfume usó
sus polvos y presa de un afán de posesión, se lanzó so¬
bre un arinario de donde comenzó a sacar sombreros
^ arrojaba al suelo, mirándose en el
espejo del tocador y dando gritos de júbilo. Ludo con¬
templaba este ceremonial un poco perplejo. “;Esto me
1 ,de pronto mostrándole un go-
rrito de piel, tu mama no se dará cuenta”. Ludo re-
le había dicho que esa casa era
suya. Llévatelo , respondió para no defraudarla De
inmediato Estrella corrió a la siUa donde había dejado
su ropa y metió el gorro en su bolso. Aun dio unas
Je'lfnf acarició con el dedo una por¬
celana de Sevres, encendió un cigarrillo y quedó por
ultirno sentada eii un taburete, balanceando una pier¬
na. En el momento en que Ludo, imitando a un cua¬
drúpedo, avanzaba sobre la alfombra con la intención
de mordisquearle un pie, Estrella lo emparó avanzaiídS
una Pi^na hacia delante: “Me voy. Dame doscientos
soles . Ese pedido le recordó a Ludo el carácter mez¬
quino de toda esa aventura. “Pero si ya le di a la dueña
del burdel”, protestó. Estrella se pusrde pii para bus¬
car su ropa interior: “Ya sé, pero eso era uná proniíia
para ella ¿No te acuerdas lo que te dijo? Que^te^lle-
vabas a la ^joya de la casa”. Ludo buscó aSa com¬
pensación. Te los daré, pero apenas son las once. Qué-
date hasta la tarde . Estrella se había puesto el calzón-
horas voy a dormir?”. Ludo fue hasta su
pantalón y saco el rollo de billetes. “Toma” dijo alar
gando cien soles. Estrella miró el fajo que Ludo man-'
-u millonario? Yo pensaba
que los millonarios eran solo viejos. Y mira tienes ade
mas buenas piernas”. Ludo señaló sus costinas: ‘Íy
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esto?”. “Las mujeres sólo miramos las piernas”, sus-
piró Estrella, “te dije doscientos soles. Abróchame el
sostén”. Ludo se abocó a esta tarea con aplicación,
mientras Estrella le decía que no debería tirar su pan¬
talón al suelo, que su ropa se iba a llenar de tierra.
“Mirándolo bien”, añadió, “¿por qué no nos vamos a
Paracas? Al hotel. No lo conozco, pero dicen que es
lindo. Vamos en tu carro. En el camino me enseñas a
manejar”. Ludo interrumpió su trabajo. “¿Qué? ¿No te
gusta la idea? Tres días en Paracas, como recién ca¬
sados”. Ludo abotonó el último broche: “Mi papá se
ha llevado el carro a la sierra. ¿No te lo dije ayer?. . .
Pero claro, se puede, es decir, propongo, podemos ir en
ómnibus”. Estrella se pasó su vestido: “Será para otra
vez entonces. ¿Me llamas un taxi?” Ludo cogió el te¬
léfono del velador y lo puso sobre la cama. “Quiero
verte esta noche”, dijo, “palabra de honor que quiero
verte”. “Por supuesto, pero pasa temprano. Después
de las doce a lo mejor no me encuentras”.
A las diez de la noche Ludo estaba nuevamente en
La Victoria. Cuando ingresó al burdel la patrona le dijo
que no. Ludo se entretuvo metiendo monedas en el
juke-box. Le dijo que Estrella no había llegado. En los
taburetes del bar había tres o cuatro clientes que be¬
bían sin entusiasmo su cerveza. Uno de ellos incluso,
calvo y con anteojos, sacó un periódico del bolsillo y
comenzó a hacer palabras cruzadas. Las pocas mujeres
disponibles iban y venían del salón al interior, miran¬
do furtivamente a los bebedores o abordándolos con
coqueterías que les deparaban apenas el obsequio de un
cigarrillo. Ludo se sintió un poco desairado, como la
persona que por exceso de celo ingresa a un teatro una
hora antes de que se levante el telón.
Al poco rato el local comenzó a animarse. Un gru¬
po de amigos, que salía seguramente de un chifa, in¬
gresó ruidosamente, sacó a bailar a las mujeres, bebió
una rueda en el mostrador y con la esperanza de un
mejor hallazgo se fue al burdel vecino. Otros grupos se
sucedieron. A veces penetraba un solitario, se detenía
a pocos pasos de la puerta, lanzaba una mirada diestra
a las mujeres y se retiraba o se quedaba según el re¬
sultado de su pesquisa. Si ésta era positiva, merodea¬
ba un rato por el bar, se acercaba oblicuamente a su
elegida, le cuchicheaba algo al oído y desaparecía con
ella por el corredor.
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Cuando Ludo hubo puesto los veinticuatro discos
del juke-box y se aprestaba a repetir en orden la ope¬
ración, la puerta de la calle se abrió y penetró Estrella,
llevando en la cabeza el gorrito de piel que se hiciera
obsequiar esa mañana. Estrella entreabrió los brazos y
ya Ludo se aprestaba a darle el encuentro cuando notó
que ese gesto no estaba dirigido a él sino al hombre
que en el mostrador hacía palabras cruzadas. Este
arrojo su periódico al suelo, saltó de su taburete y pron¬
to estuvo prendido de Estrella. “¿Ya de vuelta?”, pre-
guntó^^ ésta. “Estuve sólo quince días”, contestó el gor-
dito, mucho calor en Píura. ¿De dónde has sacado ese
gorro?
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ja por el país vendiendo ropa”. De inmediato cogió una
bolsa que había sobre la cama y sacó de ella una mu¬
da de nylon: “Fíjate lo que me ha traído de regalo. Es
^ americana. ¿Te gusta? Me ha dado además esto”. Me¬
tiendo la mano a su escote sacó un cheque. Ludo leyó:
cuatrocientos soles al portador.
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aplaudía todo era Estrella. Dos whiskies la habían vuel¬
to eufórica.' Ludo aprovechó para besarla, pero mien¬
tras lo hacía notó que, desde la penumbra, la veintena
de mozos desocupados lo espiaban. “Vámonos de aquí”,
dijo, “he oído hablar de un sitio que es todo oscuro”.
El taxi los depositó en “Las Tinieblas”. Ludo in¬
gresó tambaleándose a ese insólito cabaret, donde los
mozos conducían a los clientes con linternas. Mientras
buscaban un lugar vacío, distinguieron sólo sombras a
su alrededor, en extrañas posturas, inmóviles o agita¬
das por raros sobresaltos, en medio de un olor espeso
de sudor o de semen que caía. En lo que debía ser la
pista de baile otras sombras se movían, suavemente,
sin separarse del piso. Allí Ludo, bebiendo un tercer
whisky, comenzó a recolectar los beneficios de su tiem¬
po y su dinero invertidos. “Borracho”, pensaba, “mu¬
jer, vida fácil, licor, juventud, divino tesoro”.
Una hora más tarde, sin saber cómo, estaba en otro
taxi, cerca del Salto del Fraile, rumbo a La Herradura.
Estrella a su lado no paraba de reir: “¿Qué cosa pen¬
sabas tú? Cuarentaicinco centímetros. Es lo que tengo
de cintura. Para las faldas que me va a regalar”. Ludo
encontraba divertidísimo el equívoco. “¿Nos vamos a
bañar?”, preguntó al ver que el carro, después del ser¬
pentín de curvas, entraba en la explanada de la pla¬
ya. De inmediato recordó que Estrella le había pedido
que la llevara al “Nacional”. Era siniestro: a las tres de
la mañana, en esa playa solitaria y oscura, con sus ma¬
lecones desiertos, rodeada de cerros pelados, ver una sa¬
la de fiesta, única, inexplicable, en medio de barracas y
de kioskos cerrados. Y en su interior retumbaba una
orquesta y se bailaba desenfrenadamente. Ludo recordó
que Estrella lo paseó entre las mesas, le presentó a al¬
gunas amigas, luego a unos militares y por último lo
abandonó delante de un cóctel de fresa para bailar con
un zambo enano que usaba zapatos blancos. Ludo mis¬
mo bailó, bien o mal no lo sabía, pues en medio de la
gritería y del barullo lo que importaba era estar en la
pista, presa de algún paroxismo, gritando, sudando,
estrujando a una mujer. Más tarde olvidó todo y pare¬
ció despertar de un sueño cuando Estrella le dijo que
el taxi los seguía esperando y que ya era hora de ir
a casa. “¿A qué casa?”, preguntó. La orquesta se había
ido. Quedaban en la mesa algunos borrachos. Amane¬
cía en el malecón vacío, en medio de papeles que vo¬
laban.
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.
4 — CAMINABA por las calles de Miraflores bajo un
sol agobiador. Cerca estaba la huaca Juliana. Más allá
encontró una casa con los muros enjalbegados, azulejos
columnillas, un remedo de casa morisca. En su minarete
distinguió el rostro de una niña. Sin saber por qué la
saludó. La niña escondió la cabeza. Ludo continuó su
marcha, pensando que a lo mejor se encontraba en uno
de esos días plagados de indicios nefastos, cuando a
nuestro paso se tiran las puertas, se cierran las venta¬
nas, se desvían rugiendo los automóviles, cruzan de cal¬
zada los animales y las mujeres, sin motivo aparente,
dan media vuelta al vernos y se alejan mostrando sus
espaldas.
Pero todo esto era falso, puesto que Estrella lo es¬
peraba. La había dejado dormida en la cama de tía Car¬
mela, con sus dieciocho años, -su padre alemán, con su
origen chileno y sus demás datos escuetos dignos de un
parte policial. ¿Por qué había dormido a su lado? ¿Quién
era?. Esto se preguntó al despertarse y por eso la dejó
allí, encerrada con llave. Y ahora, misteriosamente, pues
la casa morisca estaba atrás y él no había elegido nin¬
gún camino, se encontró ante el cerco de su propia
casa, la del jazminero y la parra, a la cual no iba a
dormir desde hacía dos días. Como no tenía la llave
de la verja penetró al jardín por encima del muro. Su
madre y su hermano habían salido. Ludo quedó pri¬
sionero entre el muro exterior y las puertas con llave
de la casa, desorientado, sin entusiasmo para admirar
los tacones que trepaban ávidamente por la redecilla
de pita hacia su efímera floración. La casa de al lado,
con su enorme pared blanca y desnuda, limitaba todo
el jardín. Esa pared (¿cuántos años hacía de eso?
¿ocho? ¿diez?) su vista quiso tantas veces traspasar,
su cuerpo penetrar como una emanación en busca del
— 30—
refugio da la Walkiria. Ahora extraños habitantes
ocupaban esos aposentos que él no conoció sino en sue¬
ños. Pero en esa época todo el espacio que existía de¬
trás de la pared blanca estaba ocupado por la presen¬
cia de la Walkiria. Trece años, blusa de muselina bor¬
dada, falda negra y trenzas rubias. Y el uniforme,
¿cómo haberlo olvidado? Falda azul con tableros, blusa
celeste, corbata ne^a y boina. Su hermano y él estu¬
vieron al mismo tiempo enamorados de la Walkiria:
alemana, ojos celestes, colegiala. Armando
ganó la partida. Trepados en la enramada, de noche,
llegaban a su ventana. Armando ocupaba el primer
plano y dejaba a Ludo en la sombra, haciendo equi¬
librio sobre los maderos; sin ocasión de decir una
sola palabra, ridículo con su corbata y su pelo engomi-
nado. Más tarde, él ya no subió a la enramada: se
contentó desde el sitio donde ahora estaba —exacta¬
mente desde el mismo sitio— con mirar hacia arriba
y ver a su hermano cada vez más cerca de la ventana,
a punto de cambiar con la Walkiria cuadernos, dibu¬
jos, caricias, besos. Y él, sentado eii el jardín, con su
corbata aún, con su gomina, pequeño, olvidado, ven¬
cido. Y luego sucedió algo terrible: se declaró la gue¬
rra (¿qué tenían ellos que ver con la guerra, eso que
pasaba entre los alemanes, los ingleses y los france¬
ses?) y la Walkiria con todos sus familiares y con to¬
dos los alemanes de la lista negra fueron expulsados
del país. Una noche Armando trepó a la enramada,
tocó los cristales y se encontró de bruces con un des¬
conocido, un hombre hinchado, en camiseta, con el
rostro embadurnado de crema.
— 31—
Ya la arena del Agua Dulce estaba llena de cás¬
caras de naranja, de pancas de maíz, de envoltorios de
helados, de colillas de cigarrillos, de todos los detri¬
tus que la plaga humana, al existir, va dejando a su
paso. Ludo, indiferente a la inmundicia, se hundía en
la arena ardiente, contemplando a Estrella que, en la
perezosa, se untaba los muslos con aceite de coco. En
verdad que estaba blanca su piel, pero de una blan¬
cura opaca y uniforme, a través de la cual no se trans¬
parentaba una vena ni emergía un tendón. Algo tenía
de especial esa piel, algo que invitaba al contacto, casi
a la succión. Ludo cogió el pie de Estrella y lo ana¬
lizó con una atención científica, hasta descubrir vellos
espaciados y, más abajo, como un mosaico de finísi¬
mos poliedros. Lo que tenemos de más profundo es
la piel, había dicho alguien. ¿Quién?
32—
en el primer tumbo comenzó a nadar mar afuera. Mien¬
tras se adentraba, ellas lo seguían con la vista y le ha¬
cían señas con la mano. Ludo siguió avanzando. Un es¬
pigón de piedras que penetraba unos cien metros en el
mar separaba esa playa de la vecina. Cuando Ludo te¬
nía doce años, acostumbraba a contornear con Arman¬
do el espigón y salir a nado por la playa contigua. Aho¬
ra, a pesar de que hacía tiempo que no nadaba, quiso
repetir la proeza. A enérgicas brazadas logró avanzar
hasta la punta del espigón. Sólo tenía que cruzar a nado
por delante y regresar a la otra orilla. Ludo recordó
una vieja consigna: era necesario alejarse bastante de
la punta del espigón, pues allí había una correntada
que jalaba hacia las piedras. Pero cuando estaba jus¬
tamente alejándose de la punta rocosa se sintió pbita-
mente cansado. Sólo cabía tomar una resolución' instan¬
tánea: ambas playas estaban muy lejos. Lo mas cercano
era precisamente la punta del espigón. Ludo comenzó
a nadar hacia ella, con sus últimas fuerzas, viendo que
esas piedras musgosas, resbaladizas, plagadas de estrellas
de mar, lo atraían con la fuerza de un remolino. Para
colmo una ola se formó a sus espaldas y aurnentando
su impulso lo proyectó contra las piedras. Ludo pensó
gritar, pero en el acto le dio vergüenza y cerro los ojos,
dispuesto ya a cualquier desenlace. La ola lo recogió
como un poderoso brazo y lo deposito ileso sobre el es¬
pigón, entre una lluvia de espuma.
Ludo permaneció un rato tendido, incrédulo aún.
Luego se puso de pie y observó su cuerpo, mostra¬
ba apenas unas leves magulladuras en los “^ns ^ ^
rodillas. El hecho de haber sido rozado por la fatalidad
lo autorizó a asumir un' aire heroico e inflando el
tórax fue caminando sobre el espigón hacia la Play^-
Se preguntaba qué habría dicho la gente que lo había
vistas tal apuro, Estrella, sus amigas. Pero conforme
se aproximaba a la playa se dio
qinuiera Estrella que en ese momento acomodaba su
perezosa, se había percatado de nada. Solo supo en ese
moment¿ una cosa: de lo fácil que era morir.
“El baño me da sueño”, dijo Estrella,
media hora despiértame para ponerme en la sombra. No
quiero que me dé una insolación .
Anrovechando que Estrella cerraba los ojos Ludo
observad con descaro su abdomen que asomaba entre las
— 33—
zaban^^Ios^ poliedros^^pío organi-
ceptibles <ínfripnH^pequeños, más imper-
do pS l4 DoSÍ H tropismo determina-
limaduras SrS e?ro
ban en peaueñflt fnr^o ® imantado, avanza-
clLTun?dcrt?iÍ"ío^^^^^^^^ loíeíreseítaba
»lsl,l£?ss.*£
JflLSSIr
SíSí^^ill??
veian cuerpos horrihlf><5 v inc. v.^«-+
la protuna¡?n de íóufes fgruSoJ auf^f K”
tallarines. Se
— 34—
po yí ahora incluso le parecía sentir por ese hombr'
una extraña admiración.
— 35—
las piezas que tocaba la orquesta
bailarines, los temas de conversacfdn Í?
sucesos en el tiempo. Fueron menmia^rf^ orden de los
apagaron los kioskos de los alredednrp<f° carros, se
ron los bebedores y otra vez cnm™Pacienta-
mo quizás los años anteriores i^ anterior, co-
iluminado de la playa desierta v lac único
l^armes se alargaban sobre el mÍi de los bai-
basta decapitarse al filo 'defm'^an"""”’
— 36—
T ndn comprobó con cierta ansiedad que el numero
26 correspondU a un garage^ puerta
lado Ludo aplicó la llave a la cerradura de la
V se dio cuenta que no le hacía. La entrada debería es-
lar en algún otro lugar. Al lado de gara|= habta un
corredor. “Espérame ^n rnmuto dijo Lud° y atra
?nleíiof&“ l^b|^=|£^
rara oi oaraíp se encendió una luz. Luao saco la iievc
?antan=^o”u®Íj.‘‘n|rí?a‘^^‘^^^^^^^^^
de fierro e.aozado ?f'J¿,oia‘^en el cuello. Estrella cayó
dormida.
ítsi.ruí.A==
Estrella, en cambio, no alto cielo raso,
d1,nT'’tobíaXe%Sarde made^^^^^^^^
rrrerat"co.;c=^^^^^
—37—
T a ir a Paracas?”, prosiguió Estrella
Lado se llevo la mano al bolsillo de su pantalón oara
EsSína‘’".v"iv"“H "-¿"ntSafe??
g Déjamf tu teléfono poy^sfLI-
anteojos ahumados” Para comprarme unos
Tpiroff- -
iilisüllü
re. Vant1íba'’n“?ATTv/L^T£ía'"'"á°' "“i''
f.l 1 udo reconoció a au 'madre “oltenieSo con tome®
SiosfdatS^drSorSr» Sr'/
— 38—
terró la "^bSscarla, co-
Í^»S?SSÍ&?SÍ
había comenzado bien el ano.
gmma^°¿Tatia“d«ou£^^^^
sXe ?odo'fa'd?Esp\ntu
^ílncia^'d^quí^ef e%?ad^^ de que antes disponían los
— 39—
comprimiendo, cada generación per-
Sit^dP """ quedaba el lan-
chito de Miraflores. Quizas algún día le quedaría a 'u
nada mas que un aposento, cuatro paredes ciegas, una
llegarM^aT%^aWrríf^'° H
negaron al Palermo, ,ya estaban Martín. Gonzalo
allí Cucho Cuando
Franklin, Hugo, Pablo, Manolo. Todos esperad be’
hiendo cerveza la llegada del doctor RostaliSS Su sa^
—40—
Llegó el momento de hablar de la revista que saca¬
ría el grupo. El doctor Rostalinez estaba dispuesto a fi¬
nanciar sus gastos de imprenta y a asumir su dirección.
Durante media hora se discutió acerca del nombre que
debía llevar. Cucho decía que era necesario editarla en
papel verde, pues había leído en alguna parte que ese
color era balsámico para la vista. Victoriano, que
era estudiante de filosofía griega, propuso que se Uama-
ra Agora o Diálogo. Alguien lanzo el nombre de Gleba.
Pablo dijo que eso estaría bien para la revista de Agro¬
nomía y sugirió llamarla Sagitario, porque si la revista
no atacaba a alguien o a algo él no colaboraría Del pro¬
blema del nombre se paso a la orientación.
revista objetiva?. Pero, ¿que cosa ep objetiva ¡ Abier¬
ta a todas las tendencias , dijo el doctor Rostalinez.
Algunos protestaron. Ludo se aventuro a decir que la
revista debía “revisar , los viejos valores y que por lo
tanto debería tener una orientación. Pirulo lo apoyo.
Manolo dijo: “Debe ser la voz de
Esta última palabra suscito enorme entusiasmo. Todos
se miraban con arrogancia, se apretujaban en sus sillas,
se sentían realmente ser los voceros de una generación.
El doctor Rostalinez pidió seis cervezas mas.
taAoSuyo por
de cosrnopohti^smos^^ ^^y^q
—41 —
^ inmediato colocar una traducción de Un-
f IJnearett?Tnr'hn''bomba; nadie conocía
ungaretti. Cucho trato de explicar que era un nneta
^allano, pero ya Pablo argumentaba que no debían pu¬
blicarse poemas sino en forma excepcional pues la poe-
?uan?ís oSan'istTs” .“’tLo
cuantos onamstas n que queremos”,
“privilegio de “bue
decía son unos
“ pfírj'Ti/ufo” Tue^Tu
“tÍTc • fíootor Rostalinez, pagando la cuenta diio-
aculr¿r ° ' Todos esSon^
e^irélia^f
—42—
a fuerza de desearlo. Pero sólo él podía verlo. ¿Te gus¬
ta?. Puede ser el comienzo de un poema o de algo asi.
En una palabra, no creo en tu Estrella”. Ludo, ofendi¬
do, propuso buscarla en Lima de Antaño.
Ipáiitisss:#
nand*?' ¿St^epíTín” S^Síy SSZn ’“”‘-
'mSI. lSo™o ™i'a"po?''a1lftra”° '|j"=‘“ban hasta ía^a-’
la calzada sólo dabm paredes L co“alóo®r?'
baldíos. “¿Estamos en el buen clm^S’ ^ terrenos
preguntar. “El buen camiun” í^' i' ’ atrevió a
se. De inmediato preguntó zambo, riéndo-
ta?”. Ludo diio oírf^ “ Pn.'Tf Estrelli-
¿Buena para la cama’” T^idn Estrellita?.
requetebuena”, sTgí^Tó' el zambo^^-vL'^i^^^^;
ese culito”. “¿Dónde es’” x® con
dijo el zamb¿ señSaSo una bocaS^°“a^^^^^^
sacar la mierda” Fi xarvsu u ^oeacaiie, aquí te voy a
Soí-
— 44—
de espaldas pensó en un cuchillo, en el gordo Fleo a
quien rompió una vez la nariz en sus años de colegial.
Pero-sya el zambo estaba otra vez en el aire con un pie
listo para rematarlo. Ludo esquivó el golpe revolcán¬
dose en el suelo de tierra y en un segundo estuvo de
pie. No había duda; pelea. “Nada de chaveta”, gritó al
ver que el zambo se llevaba las manos a la cintura.
“No necesito”, respondió, “me estoy secando las ma¬
nos. Me sudan”. Ludo comenzó a retroceder por la bo¬
cacalle cada vez más oscura. Eludiendo una arremetida
del zambo trató de avanzar hacia las luces del jirón
Humboldt, pero su rival le cortó el paso; “¿Corriendo
mariquita?”. Un puñetazo le abrió la guardia y- le rozo
la frente. Ludo se agachó para cubrirse los golpes con
los brazos. Oblicuamente veía al zambo desbordado so¬
bre él, rodeándolo por todo lado, cortándole toda salí-
da, agrediéndolo por todo sitio. Ludo se agachaba cada
vez más, casi sin sentir dolor,p sabiendo que perdía la
pelea, sin recursos, sin auxilio posible. Tan sólo su bra- ‘
zo derecho se le iba endureciendo, reclamaba oscura¬
mente una intervención, sabía que ese brazo podía lan¬
zarlo alguna vez, dar con él un solo golpe, sólo uno, con
todo su terror, con todo el peso de su cuerpo,^ pero el
golpe tardaba, su puño apretado se mantenía duro,
inútil a la espera. Al fin le pareció ver un claro y dejo
su puño en libertad. Los nudillos le dolieron como si
hubiera golpeado un muro. Su rival estaba sentado en
el suelo Antes de que Ludo diera un paso el zambo es¬
taba de pie; “Nunca te vas a olvidar del Loco Camio¬
neta”. A Ludo le pareció que su rival se echaba al sue¬
lo y a partir de ese momento no comprendió ya lo que
pasaba. Sintió que lo levantaban en vilo para estrellar¬
lo contra la tierra. El zambo volvió a cogerlo, metién¬
dole un brazo entre las piernas y otra vez estuvo en el
aire, pasó sobre el hombro de su rival y se fue de bru-
ces. La operación comenzó a repetirse. Ludo conserva¬
ba la conciencia a fuerza de voluntad. “Cqntrasuelazo ,
repetía el zambo, “especialista. Loco Camioneta . A la
cuarta o quinta caída Ludo abandonó toda resistencia.
Su cuerpo se volvió tal vez más pesado, porque el zam¬
bo jadeaba para levantarlo. Le pareció que alguien lie-
gaba por el jirón, una mujer, tal vez Estrella. Cerca de
la mujer —era Estrella, sin duda— estaba su amigo, eJ
hombre calvo que hacia palabras cruzadas,^y^ el negro
Fufurufu. Estas personas se mantenían inmóviles, vien¬
do cómo el zambo trataba de levantarla una vez mas
45—
para darle el ultimo contrasuelazo. “Loco Camioneta",
decía alguien. El zambo avanzó hacia el grupo limpiáii-
dose las manos en su camisa y todos quedaron conver¬
sando tranquilamente, mirándolo de reojo. “Jarana en
el corralón , decm Fufurufu. “Lección”, decía el calvo.
Estrella lo señalo con el dedo: “Sangre”. Ludo los vio
retirarse, sin prisa, antes de que un triángulo violeta
apareciera ante su vista, seguido de un tripecií rojo!
de un rectángulo verde. Las formas coloreadas se suce¬
dieron. Mientras,todo se ennegrecía vio una frase escri-
frase que se desvanecía sobre
una superficie bombeada: “Podría llamarse Prisma”.
— 46—
6,— “PRISMA, un excelente nombre”, dijo el doctor
Rostalinez. Ludo miraba las paredes de su escritorio,
cubiertas hasta el cielo raso de estanterías llenas de li¬
bros en francés, en italiano, en alemán. Cogiendo uno
al azar trató de abrirlo: sus páginas no habían sido cor¬
tadas. Ludo volvió a colocarlo en su sitio, un poco aver¬
gonzado, pero felizmente el doctor se dirigía en ese mo¬
mento hacia el teléfono dándole la espalda.
“¿Doctor Pont?. Le habla el doctor Rostalinez”. Pe¬
queña historia sentimental: Un antiguo alumno que bus¬
ca trabajo donde un abogado. Ludo Tótem. Situación
familiar delicada: decente, pero pobre. Muchacho hábil.
Ultimo año de Derecho. Nombre conocido en el foro.
“Pase mañana por su estudio a las cuatro de la tar¬
de”, dijo el doctor Rostalinez, “claro que se acuerda de
su, padre. Lo recibirá encantado”. Ludo agradeció.
“Prisma”, repitió el doctor, antes de abrirle la puerta.
Ludo prometió para el primer número un largo artícu¬
lo de crítica literaria.
A esa misma hora un hombre con unas piernas ex¬
tremadamente largas y una cabeza casi del tamaño de
un puño avanzaba por la Alameda Pardo. Al llegar a la
casa del cerco blanco vacüó, saltó por encima del muro
y dio un golpe en la ventana en arco romántico. Nadie
le respondió. Regresando a la calle se fue a la esquina,
donde la japonesa María.
“Que nadie trabaja en esta casa, que debemos los
predios V la hipoteca, que como decía una señora, pre¬
ferible es hombre ladrón a hombre ocioso”.
— 47—
una playa solitaria, cerca de tu casa...”, prosiguió Pi¬
rulo^ Se trataba de El Hondo. Ludo trató de Scarl-
donde quedaba, pero Pirulo no entendió. “Lo mejor es
que tu me guies , dijo, “no hay tiempo que perder Lisa
me espera a las tres. Tú estáte en el Oval? y cuand?
^ caminar hacia El Hondo. Pe-
o sin voltear la cabeza. Ya otro día te la presentaré”.
ro~lS &S
££o?eí.' íufolas'reíoruT'cín'i''" ?fñ
bia que era observado seguid? ^5^°™°^ióad, pues sa-
iTetf 15 "
gante como una calesa o una carabela”, pensó y su oído
—48—
le advirtió que sus seguidores se habían detenido. ¿Qué
podrían estar haciendo? Inmóviles a medio camino, tí¬
teres que él comandaba. Luego continuó su marcha,
bordeando el barandal de cemento, apresurado, como
si el mar lo reclamara. Detrás, pisadas resonaban. Mie¬
do tal vez de perderlo de vis'ta, en las ondulaciones del
paseo.
— 49—
los OJOS se dedico a escuchar. Por su oído penetraban
rumores, que se transfiguraban en su mente y adopta¬
ban forinas turbadoras: pantorrillas, sandalias, un ama¬
go de calida sobre las piedras pulidas. Cuando abrió los
OJOS se dio cuenta que la pareja estaba ya en la playa
a diez pasos de distancia. Ludo se entretuvo en seguir
la genes^ de una ola, surgiendo como al azar en la le¬
janía y deshaciéndose a sus pies en una lluvia de es-
consigna había sido: nos
guias hasta El Hondo y desapareces.
— 50—
bar entre las piedras con sus finos dedos y elegir pe¬
queñas conchas blancas. Al mismo tiempo Ludo per¬
cibió un pedazo de su muslo trigueño, o lo imaginó tai
vez, disimulado bajo su falda^ tensa. Tristeza, desaso¬
siego, unas ganas difusas de estarse alli, de perder el
tiempo. Pero ya Pirulo estaba a su lado.
“¿Usted se baña aquí, maestro? Quiero decir, ¿us¬
ted no tiene miedo de meterse en este mar?” Ludo
estaba de nuevo sentado, tratando de comprender la
intención de esta pregunta. “Claro”, rspondió^ y en ese
momento se dio cuenta que Pirulo le proponía ese de¬
safío solamente para alejarlo. “Pero ahora no estoy en
forma”, agregó, justo cuando Pirulo decía; “Si usted
entra, yo lo sigo”. La mujer parecía escuchar esta con¬
versación con interés. Ludo vio al fin directamente su
rostro oval, moreno, entre largas mechas negras y la¬
cias que el viento desplegaba. Y la boca carnuda, asi¬
métrica sobre el mentón, la boca.
“De acuerdo”, respondió y se puso de pie, inflando
su pecho de aire y templando su mediocre musculatura,
como los fortachones de las playas. Después de avan¬
zar hasta la orilla y coger im poco de agua para persig¬
narse esperó la llegada del primer tumbo para zambu¬
llirse de un ágil salto. Nadó en línea recta cortando las
olas con el hombro, hasta que a los doscientos metros le
faltó el resuello y se detuvo para voltear la cabeza. Pi¬
rulo en la playa se desnudaba, mientras la mujer, que
se había puesto de pie, miraba atentamente hacia el
mar. Quizás lo miraba a él, quizás sólo el horizonte. De
todos modos esta atención lo reconfortó y poniéndose
de espaldas para hacerse el muerto aguardo a que Pi-
rulo se zambullera. Pronto lo vio entrar al mar y
ver los brazos sin estilo. Pirulo carecía para todo de
estilo. Esperó un momento que se acercara y luego
volvió a ponerse de vientre y siguió nadando mar
afuera.
Sólo se detuvo cuando le pareció que lo llamaban.
Pirulo seguía avanzando a lo lejos, cada vez con mayor
lentitud. Estaban a, medio kilómetro de la playa. Desde
allí se veía el malecón y los balcones de las casas cos¬
taneras. Ludo lo aguardó esta vez, pues acababa de sen-
tir cierto escrúpulo: el color oscuro de las aguas inai-
caba que estaban sobre una fosa y Pirulo no era na¬
dador de resistencia. Al poco rato lo vio llegar, ojeroso.
51—
extenuado. No hay piso”, decía, “ya no puedo más”,
i^udo le Iba a decir que se echara de espaldas para des¬
cansar, pero Pirulo dándose impulso alargó el brazo y
lo af^ro del cuello: “¿Así que haciéndote el vivo*^ Lár-
gate de la playa, carajo. Mi trabajo se va al diablo. Lisa
se esta dando cuenta que te conozco”. Ludo se deshizo
de su brazo y se alejó de él unas brazadas: “Otra vez
alquila un cuarto de hotel. Pasaje Margaritas, si quie-
res saber . Pirulo intentó acercarse otra vez para co-
gerlo, pero Ludo se alejó con rapidez hacia alta mar.
Luando volvio la cabeza distinguió a Pirulo que regre¬
saba a la orilla, lanzando un brazo hacia la derecha y
luego -—después de un tiempo que parecía intermina¬
ble— el otro hacia la izquierda.
— 52—
Durante un rato continuó observando este juego
que tenia trazas de progresar, hasta que al fin encontró
buenas razones para interrumpirlo, pues su ropa h¿ía
qu^ado al lado de la pareja y ya sentía frío. Ape^s
se hizo presente, la mano de Lisa dejó los cabellos de
Pirulo, pero la de Pirulo siguió aferrada a la pierna
de Lisa. Ludo mostró una sonrisa de circunstancias, co¬
gió su ropa y se encaminó hacia el desfiladero por don¬
de había bajado. “Maestro, gran nadador”, sintió que
gntaban a sus espaldas. Al volverse vio que Pirulo ha¬
bía levantado el torso y lo miraba al fin jubiloso, agi¬
tando una mano. La mujer también lo miraba. Ludo no
supo qué decir y continuó su camino.
— 53—
— “SOLO le faltaba un botón”, escribió Ludo en un
cuaderno. Y los imbéciles llegaron a la carrera buscan¬
do a un ahogado. ¿Quién los enviaría? Misterio. Se po¬
dría hacer algo con esa historia de celos. Y decir tam¬
bién, con un tono cínico, este lugar común: que las mu¬
jeres tienen cinco minutos de abandono. Cuando los
^reros sé fueron, los minutos de Lisa habían pasado.
Hablar de paso de las traiciones de la amistad o de las
amistades hechas de una trama de traiciones. Vanas
ideas, pues únicamente escribió: “Sólo le faltaba un
boton” Tpía la excusa de la falta de tiempo, pues
desde hacia unos días trabajaba con el doctor Font.
Para llegar a su bufete había tenido que extra¬
viarse en una de esas casonas viejas del centro de Lima
cuyos innumerables aposentos han sido convertidos erí
escribanías, agencias de viaje, sastrerías, academias de
idiomas u oficinas de abogados. Ludo se lanzó por un
pasillo, siguiendo una flecha que indicaba “Doctor José
Artemio Font, Abogado”, flecha que describía un curso
caprichoso, subía un piso, bajaba otro, atravesaba un
patio, vacilaba ante una agencia funeraria, estaba a
punto de perderse en la azotea y por último, fatigada,
la punta inclinada hacia el suelo, hacía una reverencia
delante de una puerta estrecha, donde una placa dora¬
da repetía: “Doctor José Artemio Font, Abogado”.
—54
como un espejo convexo. Ludo se sintió cegado al en¬
frentarlo y tuvo que buscar apoyo en un sillón para
no ser fulminado. Y antes de que abriera la boca, el
chorro de luz, interrumpiendo el alegato que redactaba
en una máquina de escribir gigantesca, lo saludó con
esta sentencia: “Hermosa es la jurisprudencia, pero
mezquino es el pleito-”. Acto seguido empezó una di¬
sertación acerca de los inconvenientes de la profesión
de abogado para las personas pobres y sin relaciones:
su caso, por ejemplo, veinte años de trabajo para ha¬
cerse conocido, un bufete sin luz, sin secretaria, sin sa¬
la de recibo, laborando hasta las nueve de la noche,
peleando con escribanos y porteros, todo eUo porque
tuvo que empezar de cero y para al fin y al cabo tener
“¿Qué cosa? ¿Qué cosa es lo que tengo? Vamos a ver,
qué cosa?”. Ludo estuvo tentado de responder que ño
lo sabía, pero ya el doctor decía; “Una casa en Miraflo-
res y mis tres hijos en un colegio decente. ¿No es ver¬
dad señor Galván?” Ludo volteó la cabeza para ver a
quién iba dirigida esta pregunta y en uno de los ángu¬
los de la habitación divisó a un vejete sentado en una
especie de pupitre de colegial. El viejo gruñó débil¬
mente para asentir con la testa canosa. “A proposito,
señor Galván, lléveme por favor este escrito donde el
escribano Yuen”. El viejo se acerco, tomo el escrito, co¬
gió su sombrero de una percha y salió del bufete arras¬
trando los pies. “En una palabra”, prosiguió el doctor,
“yo no tengo ningún inconveniente en recibirlo en mi
estudio, como se lo ofrecí al doctor Rostalinez, pero us¬
ted verá que materialmente no hay sitio y que ademas,
desde el punto de vista de la clientela, este es un es¬
tudio modesto. ¿Quiere que le dé un consejo? Entre
usted a uno de esos estudios millonarios. Usted tiene
parientes que lo pueden recomendar. En esos estudios
hacen antesala los ministros y cuando se presenta un
caso difícil no se resuelve en la Corte: se resuelve en el
Palacio de Gobierno”.
— 55—
lucha por la vida”, observó el doctor
En esas condiciones, abandono la lucha”, contestó Lu
do. Finalmente el doctor prometió guardarlo ñero no
en permanencia en su estudio, sino firmándole los rp
™ sffetrásenS:
— 56—
taminar su caso eran a no dudarlo propietarios. Ludo
se preguntó si sería por azar que el Palacio de Justicia
había sido construido frente a la Penitenciaría o si más
bien ello obedecía a un plan, a la sutileza macabra de
algún urbanista, que había querido expresar así, por la
proximidad en el espacio, la confinidad espiritual que
existía entre los reos y los funcionarios de la justicia.
Apenas puso los pies en el Palacio, Ludo creyó
respirar un aire de emboscada. Cada portero tenía el
porte de un francotirador. Los ascensoristas parecían
invitar con su maliciosa sonrisa a un descenso infernal.
¿No había oído decir una vez que en los sótanos del
Palacio había una mazmorra donde los presos eran ol¬
vidados durante años mientras se ventilaban sus pro¬
cesos? Existía, también es cierto, una sala de té donde
los funcionarios se hacían reverencias y educadamen¬
te, mientras comían galletas de soda, concertaban la re¬
clusión perpetua de un acusado o el agasajo al Vocal
de turno. En realidad, el Palacio era como una ciudad,
con sus rutas, sus sistemas de circulación, su población
permanente o foránea, sus salteadores, a la cual era
necesario habituarse a través de tropiezos y contraven¬
ciones. Durante dos semanas anduvo por todos sus pi¬
sos, por todos sus corredores, buscando oficinas que ha¬
bían sido trasladadas o clausuradas, haciendo cola para
hablar con funcionarios que no le correspondía o pre¬
tendiendo cosas imposibles como tratar de hacerle com¬
prender una argumentación a un conserje. Moisés, que
estaba sin trabajo, lo seguía a veces en estas correría's.
Al fin en un Juzgado tuvo ocasión de conocer al abo¬
gado del demandante, el que hasta entonces había sido
para Ludo una entidad abstracta, a lo más una firma
pomposa al pie de un recurso lleno de artículos del Có¬
digo Civil, de citaciones doctrinales y de mentiras. Fer¬
nando Gonzales Fernández era un enano (Ludo comen¬
zó a darse cuenta que su vida estaba plagada de ena¬
nos que le jugaban malas pasadas), un enano cursi, con
chaleco y lentes de carey. Fue durante un comparendo.
El enano sometió a Moisés a un pliego de preguntas,
cuyas respuestas eran anotadas por el escribano, en un
papel sellado. Sólo al término del interrogatorio Ludo
se dio cuenta que Moisés acababa de firmar algo así éo-
mo un certificado de delincuencia: que no tenía traba¬
jo, que no estaba casado con su mujer, que no pagaba
impuestos, que no había hecho servicio militar y que
nunca había visto la cara del propietario de su casa.
Ludo, para ganar tiempo, exigió una inspección ocular
y el JUICIO quedo momentáneamente suspendido.
— 62—
final de esa casa geométrica, permitía distinguir un
jardín y una pila de azulejos luciente bajo la canícula.
Ludo cruzó la verja, penetró en un vestíbulo y se
aventuró por un amplío corredor. A derecha e izquier¬
da se abrían sendos aposentos, donde muebles suntuo¬
sos se acumulaban en un aparente desorden, como en
una tienda de antigüedades. Le sorprendió la gran can¬
tidad de fotografías que adornaban los muros, donde se
veían ancianos en cuello de plastoón y afilados mosta¬
chos, viejas con inverosímiles peinados llenos de pei¬
netas o grupos familiares distribuidos rígidamente en
torno a un pater familias. En el claroscuro de los apo¬
sentos estas figuras chatas y muertas parecían cobrar
cierto relieve. Sus ojos sobre todo asumían un aire se¬
vero, casi amenazador, lo seguían, lo espiaban, como si
le reprocharan una intrusión. Ludo empezó a encon¬
trar divertidos los retratos y cuando veía un rostro de¬
masiado agrio se sentía tentado de pedirle excusas o
hacerle una reverencia. Pero tuvo que interrumpir su
juego al distinguir, encuadrada en un lujoso marco do¬
rado, su propia fotografía. Era él mismo, sonriendo con
un poco de melancolía desde una superficie sepia*
mientras sostenía en una mano un guante y con otra
hojeaba un libro colocado en un atril. Era una foto de
juventud de su abuelo fechada en 1876. Ludo la con¬
templó con avidez, sintiéndose sin saber por qué pro¬
fundamente desgraciado, cuando le pareció escuchar
que alguien tosía en el corredor. Al volver la cabeza no
vio a nadie. Regresó rápidamente al pasillo y continuó
su camino.
Las últimas habitaciones que daban al corredor es¬
taban cerradas. Cada vez más intrigado por esa inex¬
plicable boda vacía llegó a un patio vidreado que lin¬
daba con el jardín. Sólo allí vio los primeros vestigios
de la ceremonia: contra las mamparas se acumulaban
ramos de flores, radiantes ramos aún húmedos, cada
uno de ellos con una tarjeta de visita donde se leía un
apellido pomposo. Ludo se animó a descender al jardín,
donde un centenar de mesitas, protegidas por sombrillas
de lona, aguardaban a los invitados. Un hombre en man¬
gas de camisa se paseaba entre ellas, atormentado al
parecer por un grave problema. Ludo, tomándolo por
algún criado se aprestaba a interpelarlo, cuando el
hombre levantó la, cara y quedó mirándolo con extra-
ñeza. En esa cara confluían una serie de rasgos que Lu-
do había visto en las fotografías. Era su tío Carmelo, el
inalcanzable hombre de negocios que dirigía una vein¬
tena de sociedades anónimas.
“¿Qué tal Ludo? ¿Tú eres bueno en matemáticas?
Necesito que me des una mano”. De inmediato le ex¬
plicó que iban a venir a almorzar cuatrocientas ochen¬
ta personas y que era menester calcular si había sufi¬
cientes sillas. “Hemos alquilado quinientas, pero no sé
si estarán todas. Hemos contratado también un equipo
de mozos, pero estos zamarros todavía no llegan. Se¬
guramente están sindicalizados. Cuando te vi aparecer
creí que eras uno de ellos que venía a darme alguna
mala noticia”. Ludo no pudo evitar el echar una mi¬
rada a su propio temo oscuro, lustroso y un poco mar¬
chito por tantos años de servicio. Apenas habían co¬
menzado el recuento apareció la legión de mozos en
chaqué negro, con su equívoco aspecto de enterrado¬
res. “Me voy a cambiar”, dijo su tío Carmelo, “has ve¬
nido demasiado temprano. La gente todavía está en la
iglesia”. Ludo quedó abandonado en el patio Uéno de
ramos viendo a los mozos distribuirse por el jardín pa¬
ra contar y repartirse las mesas.
— 64—
tuvo el consuelo de comprobar que de esa nariz sólo le
había tocado una modesta porción.
Detrás de ellos venían los invitados por oleadas. La
Avenida estaba llena de automóviles. La gente pene¬
traba a la casa en grupos que parecían continuar una
conversación comenzada no sólo en la iglesia, sino en
otros matrimonios, en otras ceremonias que se remon¬
taban a una época inmemorial. Ludo se dio cuenta que
su presencia en el vestíbulo había sido, desde el punto
de vista social, absolutamente inútil, pues todos, inclu¬
so su tía Rosalva, pasaron delante dé él sin concederle
otra cosa que una mirada ob3etiva, como si les pare¬
ciera natural que un joven pálido controlara ese ruido¬
so ingreso vestido con un temo anticuado entre un ja¬
rrón de porcelana y un cupido de yeso.
Ludo terminó por plegarse al rumoroso cortejo y
pronto se vio arrastrado por los salones, empupdo por
los corredores, rodeado de gente cada vez mas jovial
hasta que al fin, en uno de los tantos aposentos, volvio
a encontrarse solo, con un vaso de whisky en la mano,
solo a pesar de la compañía, observado desde el marco
de oro por los labios melancólicos de su abuelo. Mien¬
tras bebía un trago hizo con la fotografía un brindis se¬
creto, casi avergonzado. ¿Qué diferencia, que insalva-
ble grieta se había abierto para que el se sintiera allí
menos en su casa que todos esos invitados que no teman
en los muros ninguna credencial? Pero no había tiem¬
po de responder a esta pregunta, pues, según un orden
probablemente convenido, la animación crecía a su a -
rededor a medida que corría el whisky y que los gru¬
pos se reconocían y se integraban.
Ludo erró un momento por otros salones, por otros
pasillos, sin abandonar su vaso, que daba la ilusión
de un interlocutor y descendió al jardín. Para avanzar
tenía que tocar siempre a alguien del hombro, pedir
permiso y- continuar su camino. ¿Quienes eran e^s
hombres, sobre todo esas mujeres esplendorosas^ No
eran seguramente los hombres que trabajaban en las
escribanías ni los que viajaban en ómnibus, ni tampoco
las mujeres que sellaban papeles en las oficinas de co¬
rreos, ni siquiera las mujeres que iban ^ la Universidad.
Quizás esa gente ni trabajaba ni estudiaba o lo hacia
Si lagares privados, inaccesibles, comedlas gerencias
de los Bancos o los colleges de Norteamérica. Las mu-
— 65—
J6res, sobre todo, eran los frutos preciosos de la burgue-
sia, los réditos exquisitos del dinero, del sueño tranqui¬
lo, de las camas blandas, de la ropa interior acariciante
del capricho satisfecho, de la mesa servida siempre a
su hora y con abundancia, del deporte lujoso, del sol
perseguido por todos los continentes y en suma del
cruce de parejas ricas y hermosas. Era el resultado de
una selecciori rigurosa y artificial, casi de laboratorio,
que le recordaba a Ludo, involuntariamente, la practi¬
cada en las haras para la reproducción de caballos de
pura sangre.
— 66—
concretas, organizadoras y capitalistas, que no tema na¬
da que ver con la inteligencia de Ludo o de su padre,
anárquicas, vagabundas y aplicadas a lo improductivo.
“¿Estás trabajando? Sé que te recibirás de abogado.
¿Qué tal te va? Discúlpame, me están pasando la voz .
De un salto descendió las escaleras y se perdió entre
el gentío. Ludo quedó otra vez solo. Había terminado
el tercer whisky y sentía hambre. Delante de el pasa¬
ban sin cesar los mozos con bandejas llenas de presas
de pavo, de lonjas de ternera adornadas con espárra¬
gos. Ludo observó la circulación de los dornesticos y
descubrió su origen: en un extremo del patio de cristal,
al cabo de un corredor, se encontraba la cocina. Cuan¬
do entró en ella vio a una docena de empleadas que
se afanaban delante de las cacerolas o que comían rá¬
pidamente sentadas en una banca. ¿Se le ofrece algo,
señor*^”, preguntó una cocinera. “Quiero comer , res¬
pondió Ludo. Había también allí algunos hombres, el
chofer de tía Cristina, mayordomos, quizas algún jar¬
dinero. La servidumbre lo miraba asombrada. Ludo
añadió que era un sobrino, lo que aurnento descon¬
cierto “No hay sitio en el jardín”, prosiguió, ha venido
mucha gente”. La modestia tiene también sus formas,
su protocolo; tal vez en sus ademanes o en la linea un
poco esfumada de' su pantalón los sirvientes se dieron
cuenta de quién se trataba y recobraron su aplomo Lu¬
do comió en silencio, pensando que era segurarnente un
desastre calculado y lleno de sentido que el tuviera que
comer en la cocina y que un malandrín ^
torero, por ejemplo, alternara en ese momento bajo el
sol con los más bellos potros de la fortuna.
A la hora del café abandonó la cocina y se mezcló
en sociedad, con la esperanza al menos, no de ser salu¬
dado o desagraviado, sino reconocido en su calidad de
comensal Pero los invitados, después del almuerzo, ha¬
bían recomenzado a beber whisky y de pie se distri¬
buían por la casa, hablando en una lengua d,ue el licor
volvía menos coherente. Ludo trato en vano de segu
II cirsí^ de las conversaciones. Estas habían asumido
la forma de un parloteo en el que todos intervenían si¬
multáneamente mediante lexclamaciones o alusiones^
Se dio cuenta además que había una manera de excluir
a los advenedizos de este rito de sobremesa mediante
una mirada un corto silencio' o un desplazamiento cor¬
poral. Por un momento le pareció distinguir a su con-
- 67—
discípulo Carlos ^vel detrás de unos luminosos rizos,
pero en el desorden esta visióij se extravió.
— 68—
/
— 69—
Con excepción de Pirulo, todos vivían en Miraflo-
res, balneario de la gente bien, gracias a una prospe¬
ridad familiar que floreció hacía veinte años Pero no
se vivía impunemente en Miraflores. A los veinte años
un joven de Miraflores debía manejar su automóvil ó
el de su papá, tener su enamorada oficial, asistir a las
fiestas del club de tenis, pasearse los domingos por el
Parque, bien vestido, después de la misa de mediodía,
üil que no observaba estas normas estaba condenado a
exilarse o a confinarse. ¿Y cómo no asistir a las fun¬
ciones dominicales de los cines Leuro o Ricardo Palma’
El grupo lo hacía siempre a la cazuela, lo que repre¬
sentaba tal deshonor que siempre, antes de que finali¬
zara el film, descendía las escaleras a la carrera nara
salida^^^^^^ platea al momento ’de la
Cuando el ajedrez los extenuaba —después de cada
torneo teman sueños cuadriculados y cabaUunos— se
Iban al billar de Surquillo. Allí Pirulo era la estrella.
Cuando cogía un taco y se inclinaba sobre el tapete
verde toda su desmañez desaparecía: él, el taco, la niesa,
las bolas formaban una especie de unidad, una arma-
nia. Diñase que cada carambola, antes que un fruto de
su SSnta una prolongación de
— 70—
Aun hacía calor. Pirulo y Ludo se fueron el día de
su primera jornada de trabajo al barrio de Santa Bea¬
triz. Según Ludo ése era precisamente el tipo de barrio
que necesitaba esos productos; ni casas tan viejas que
han terminado por resignarse a la presencia de las cu¬
carachas y a mirarlas casi con simpatía, ni casas tan
nuevas que podrían considerar un insulto la oferta de
un raticida. Pero ninguno de ellos había calculado que
se trataba de productos nuevos: la Casa Wallon se ha¬
bía lanzado a la conquista del mercado, frente al Flit
muriente y el DDT amenazador.
Ambos conocían los productos sólo por el nombre
y a través de elegantes folletos impresos a tres colores.
Cuando oprimieron el timbre de la primera casa, al
azar, salió a recibirlos una señora y antes de pregun¬
tarles qué querían les tiró la puerta en las narices. Esto
les permitió reflexionar acerca del aspecto amenazador
que la angustia puede hacer asumir a las personas mas
inofensivas. En la siguiente casa no les respondieron.
En la siguiente salió un muchacho y les dijo que su
mamá no estaba. En la siguiente trataron ^inútilmente
de hacerle comprender a una sirvienta lo que era un
pulverizador. En la siguiente los mandaron al diablo.
En la siguiente les dijeron que regresaran otro día. En
la siguiente les pidieron detalles acerca de los produc¬
tos que ellos no pudieron dar. En la ^siguiente les pro¬
metieron una compra para fin de año, cuando regre¬
sara la estación de los calores. En la siguiente les die¬
ron la dirección de una persona que tal vez necesitaba
un plumero. En la siguiente un señor los hizo pasar, les
invitó un café y estuvo a punto de venderles un tronapo
con música que fabricaba en su domicilio a precios,
según dijo, atómicos.
Hubo que cambiar de táctica. En lugar de visitar
las casas particulares fueron directarnente a las tiendas.
Pero no había un solo almacén en Lima^ que no hubie¬
ra recibido la visita de Bazan. Este había inundado de
prospectos la ciudad. Por todo lugar encontraban tra-
zas de su paso. Bazán termino por convertirse para ellos
en una especie de ser diabólico que tenia la propiedad
de subdividirse en cientos de Bazanes que recoman a
la misma hora las ferreterías de Lima, las fabricas del
Callao y las chinganas de Chorrillos, anticipándose
nre a ellos y dejándoles la impresión penosa de haber
perdido un tren. Al fin, en La Victoria, se encontraron
— 71—
\
íf tornar
vamos hasta el patio de recreo?”, preguntó
Pirulo. Después de recorrer otro pasillo desembocaron
—72—
en la cancha de básquet, la que tenía pista de cemento.
Un ronroneo se escuchaba. Ambos vieron a los herma¬
nos que, presididos por el Director, formando una es¬
pecie de legión romana, con sus breviarios en la mano,
iban de un tablero al otro rezando en alta voz y des¬
plazándose a un paso casi militar. Al llegar a un extre¬
mo giraban sobre sus talones con tanta ligereza que
sus sotanas volaban y dejaban al descubierto sus pan¬
talones de hombres. Cerca de la cancha se encontraban
los castigados, los alumnos que por malas notas o no
haber asistido a misa el domingo, debían permanecer
rígidos, con los brazos cruzados, delante de un hermano
vigilante que los observaba y los despachaba según la
paciencia con que soportaban esta prueba. A veces un
castigado podía permanecer una o dos horas en esa po¬
sición. Si se rebelaba era enviado a la cancha de fút¬
bol a recorrer varias veces a paso ligero su perímetro.
— 73—
ias superiores con las primeras notas son egresados del
“Colegio Mariano” o de nuestras filiales. Toda gente
muy bien. No me extrañaría que vuestra promoción dé
uno de estos días un ministro”. La maleta donde Ludo
guardaba los prospectos matamoscas se deslizó de^sus
rnanos. “Vamos a ver, en siete años debéis haber hecho
algo. Una de nuestras misiones es inculcaros la nece-
sidad de tener una profesión, si carecéis de vocación
religiosa. No os he visto en los almuerzos anuales de
exalumnos”. Ludo recogió su cartera, la colocó sobre
sus rodillas y la mantuvo allí indeciso. “¿No me decís
nada?” Pirulo era incapaz de abrir la boca. Ludo dis¬
tinguió en un marco su fotografía de doce o quince
anos atras, entre los alumnos que alguna vez habían
figurado en el Cuadro de -Honor.
— 74—
El Director pareció sorprendido por esta pregunta.
“He allí una cuestión interesante, pero fácil de respon¬
der. El éxito no consiste en enriquecerse o volverse
millonario. Muy lejos de mí pensar en eso. El éxito con¬
siste en ocupar un lugar destacado en nuestra sociedad,
gracias al esfuerzo, pero guardando la conciencia tran¬
quila”. Ludo aprovechó para atacar: “Es una contradic¬
ción. Usted que ha sido profesor de Lógica podrá darse
cuenta: éxito y conciencia tranquila”. Pirulo, apelando
a viejos recuerdos escolásticos, agregó: “Contradictio
in terminis”. El Director se echó a reir: “¿Creéis en¬
tonces que el éxito es incompatible con la tranquilidad
de la conciencia? Vamos, vamos, no exageréis. Los casos
abundan. Mirad, ¿veis esa fotografía? —alargando el
brazo señaló la del General—. ¿Qiuién puede negar que
el General es un hombre que ha tenido éxito en la vida
y que al mismo tiempo es un defensor de los valores
cristianos, un paladín de la justicia?” Ludo sabía muy
poco del General, pero recordó que su padre no lo po¬
día ver y que cayó enfermo cuando triunfó su movi¬
miento: “Mi padre pensaba todo lo contrpio. Y con
razón, seguramente, pues era un hombre inteligente”.
El Director no se inmutó: “Ignoro cuáles serían las ideas
políticas de su padre, pero a no dudarlo era partidario
de que asesinaran a las monjas”. Ludo intervino: “¿Quien
es el General? ¿Ese tipo por el que vivábamos en el
colegio después de cantar un himno militar?” “El mis¬
mo”, añadió el Director, “pero usted lo llania de una
forma irrespetuosa. Para nosotros es un enviado de la
Providencia y no hay ceremonia patriótica en la que
no digamos al final: viva...”
“Viva Ludo, viva, vivaaa”, gritaban los alumnos
apiñados en el ómnibus del colegio. Hacía diez años de
eso, quizás más. “¿Ustedes saben quiénes eran los ro¬
jos?”, preguntaba el Director. “Los Diablos Rojos de
Avellaneda”, decía Pirulo. No, “Viva Ludo”, eso, eso era
lo que gritaban los alumnos, de regreso de aquel pa¬
seo a Chosica. Era la única vez en sus veintidós anos
de vida en que había sentido vitorear su nombre.
“Treinta conventos arrasados, ochocientos sacerdotes..
Y Pirulo: “Por casualidad, ¿no habían hermanos allí?”
El ómnibus atestado de alumnos, todos fatigados y fe¬
lices después de ese paseo a Chosica, que regresaban
cantando, entre el cerro pelado y las sacuaras del río.
¿Quién fue el que propuso la competencia? El hermano
Simón. En el ómnibus viajaban las clases A y B. La
—75 —
clase A había dado ese mes 25 soles para la Santa In¬
fancia y la clase B donde, estaba Ludo sólo 22. “Y en
el castillo, durante largos meses, padeciendo hambre y
sed, heroicamente, rodeados por todas partes...” “El
lugar es conocido por sus espadas y por sus cuchillos”
mtervino Pirulp, “los asesinos de clase usan puñales ”’
El hermano Simón propuso el juego a las dos clases ri¬
vales, porque ellas no se emulaban sólo en las notas o
en los partidos de fútbol sino en la cantidad de dinero
que cada semana, cada mes, cada año, daban para la
Santa Infancia. “Y quellos hombres eran tan brutos que
destruían los crucifijos, quemaban el dinero...” “Sin
duda, unos verdaderos cuadrúpedos”. El día anterior al
paseo había sido santo de Ludo y le habían regalado
cuarenta soles que guardaba en billetes y metálico en
p monedero. Alguno de la clase A dio un sol, otros lo
imitaron y pronto esta clase aventajó a la B por diez
soles. Ludo abrió su monedero y ofreció cinco soles a
la banta Infancia, los turrones, los alfajores de un mes.
Y para colmo de males, los bolcheviques, ¿sabéis vo¬
sotros quienes eran los bolcheviques?” La voz de Pi¬
rulo se dejó escuchar: “Claro, yo tuve un tío que era
bolch^ique. Nada de propiedad, decia, nada de heren-
cias. Todos libres. Un tío cojonudo”. La competencia
continuo. Algunos alumnos de la clase B ayudaron a
Ludo, pero ninguno de ellos disponía de reservas como
para aspirar a la victoria. Y Ludo, de sol en sol y de
billete en billete, fue haciendo avanzar a su clase, mien-
tras el ómnibus, iluminado al anochecer, se acercaba
ruidosamente a Lima. Por cada moneda que entregaba
sentía gritar en torno suyo a sus condiscípulos, a su
profesor; Viva Ludo y cada viva arrancaba una moneda
mas y cada moneda más un viva Ludo. Y asi, al llegar
a Lima su clase había triunfado, pero todo el dinero
de su santo había ido a parar al pozo de la Santa In-
fancia Y el Protector, ungido por el Señor, entró a
capital . Pirulo preguntaba; “¿Uncido o'
ungido.'’ Ludo se puso bruscamente de pie: “Le rueeo
que me devuelva mi plata”. El Director retrocedió sobre
® como si ésta se hubiera deslizado sobre un
riel. Devuélvame mi plata, le digo”. “Pero, ¿qué dice
este hombre?, ¿esta en sus cabales?” “La que me roba¬
ron cuando tenia doce años”, prosiguió Ludo, “la metían
en un cáliz. cáliz al lado del calendario. Un cáliz
de alcancía. ¿Que han hecho con ella?, ¿dónde está?”
Ludo miro a su alrededor y vio a través de los muros o
— 76—
creyó ver columnas de marmolina, imágenes de Ig Vir¬
gen, rosarios perlados, altares, cálices y más allá sota¬
nas recién cortadas, bodegas de vino, hermanos rubi¬
cundos haciendo colectas, un sol para la Santa Infancia,
diez soles para la Santa Infancia, kermeses para la San¬
ta Infancia, regalos para las kermeses, plata para los
regalos, buenas notas para la plata y más imágenes pia¬
dosas, más sotanas, más cálices, más zapatos, más vino
y más diademas. “Loco de atar”, decía el hermano Di¬
rector, al ver que Ludo miraba atónito las paredes como
si fuera a desmayarse. Ludo distinguió su retrato en
el Cuadro de Honor, engominado y en pantalón corto.
Acercándose dio un puñetazo al cristal con la inten¬
ción de arrancar su fotografía. De inmediato su mano
sangró: “Castigo de Dios”, gritaba el Director. Ludo
cogió su maletín lleno de prospectos y se lo arrojó a la
cara: “Tráguese esto, ladrón”. El Director se parapetó
tras su pupitre, mientras su mano exploraba el muro
buscando un timbre de alarma. Apenas sonó el timbre
se escuchó en los pasillos ruidos de pisadas. Ludo ima¬
ginó en el acto una muerte por linchamiento en manos
de iberos ensotanados y huyó hacia la verja seguido
por Pirulo. El Director, envalentonado por el socorro
que llegaba, se irguió detrás de su escritorio y les reen¬
vió sin éxito el maletín de vendedor, mientras gritaba:
“Tachados estáis de la Asociación de Exalumnos”.
10 _ua puerta falsa de la casa y el tránsito de las
1! vier tas. Ludo sentía una opresión testicular cuando,
ai atardecer, evocaba la presencia fantasmal de los eu¬
caliptos derribados, bajo los cuales se cobijaron tantas
historias sucias. Armando y la zamba Julia, a la que
sedujo recitándole una mala traducción de Verlaine.
Dora, la chola de las caderas escurridas, tumbada tan¬
tas veces bajo el parral. Más atrás, muchísimo más. Da¬
ría, que los invitaba caída la noche a sesiones de lucha
romana sobre el césped, que ellos terminaban vence¬
dores pero insatisfechos, cuando apenas eran escolares.
Todo esto había existido, existía aún, era su pasado, su
vida. Y al lado de aquellas frustraciones, algunas imá¬
genes horribles o luminosas: su padre, hundido entre
almohadones, un verano de Carnaval, muriéndose afe¬
rrado a un balón de oxígeno. ¿Quien lo había asesina¬
do? En los diarios una nota necrológica y en la noche
mortuoria muchas coronas de flores. Muerto día a día,
asfixiado lentamente en la oficina, como tantos, ade¬
más, sin remedio. Eso también era su pasado, al lado
— 77—
de pequeños triunfos, de lindas mañanas de mar, de
felices almuerzos, de paseos, de una lectura, de una ca¬
misa nueva.
—78—
próximo autobús. Cuando éste llegó lograron subir sólo
unos cuantos. Con el siguiente sucedió lo mismo. Ludo
se fue a la avenida Arequipa, encabezando un grupo
de impacientes pasajeros, para esperar un colectivo.
Todos pasaban atestados. Al fin, de im automóvil par¬
ticular le hicieron una seña y unos metros más allá el
vehículo se detuvo. Cuando Ludo se acercó quedó ató¬
nito: al lado del piloto estaba Lisa y el piloto no era
otro que Carlos Ravel. “¿Pasas atrás? Te presento a
una amiga”. Ludo estrechó la mano de Lisa que, con un
aplomo que lo desconcertó aún más, no ^ dio muestras
de reconocerlo. El carro arrancó. “¿Qué tal verano?
¿Sabes que ayer empezaron las clases?”. “Yo iré la pró¬
xima semana”, respondió Ludo, “aún tengo asuntos que
hacer”. Carlos Ravel invitó im cigarrillo a Lisa pero
omitió, por distracción tal vez, hacer lo mismo con Lu¬
do. “He leído un libro fantástico. Una biografía de
Kafka por Max Brod, su amigo íntimo. ¿Sabes que Kaf¬
ka era tuberculoso?” Ludo no respondió y hubiera sido
inútil hacerlo además, pues ya Carlos, volviéndose ha¬
cia Lisa, añadía: “Es el autor de esa novela de que te
hablé. ¿Te acuerdas? Un tipo genial”. Lisa tampoco
respondió: con su brazo moreno fuera de la ventanilla
veía desfilar las casas de la avenida Arequipa y dila¬
taba las narices para aspirar con avidez el viento que
la despeinaba. “¿Tú vas al centro?”, continuó Carlos,
“te voy a dejar entonces en La Colmena. Esta tarde me
hago la vaca en el estudio. Voy a dar un paseo”. Por
el espejo de retrovisión Ludo creyó distinguir un guiño
de Carlos. “Un paseíto hasta Chosica, solamente”. Ludo
dijo que era necesario aprovechar las últimas tardes
de buen tiempo y de inmediato añadió: “Esta tempo¬
rada no he ido a playas conocidas. Me bañé casi todos
los días en El Hondo, una especie de playa solitaria,
cerca de mi casa”. Lisa volteó la cabeza. El carro había
caído en el embotellamiento de automóviles de la Ave¬
nida Wilson. “¿El Hondo?”, preguntó Lisa candorosa¬
mente mirando con atención a Ludo, “¿dónde queda
eso?” Carlos insultaba en ese momento a un chofer de
taxi. Luego dijo: “Ella es barranquina. No conoce Mi-
raflores, ¿verdad Lisa?” Se habían detenido ante un
semáforo. “Fíjate”, exclamó Lisa, señalando a un tu¬
llido que se arrastraba hasta el automóvil con un mo¬
no agarrado de la cola: “Cincuenta soles no más”, gri¬
taba apoyado en su muleta. “¿Cómo se llama?”, pre¬
guntó Lisa sacando la cabeza -por la ventanilla. El tu-
— 79—
llido balbuceó algo, pero ya Carlos aceleraba a fondo
para atravesar la Avenida España. “Es un mono cual¬
quiera”, decia, “robado seguramente. ¿Por qué no ma¬
tarán a estos vagos? Es una vergüenza. El otro día co¬
nocí a un señor extranjero que me dijo que Lima es¬
taba llena de mendigos”. Lisa, con el torso fuera del
carro seguía observando a su mono perdido. “Déjame
aquí no más”, propuso Ludo cuando llegaron a la Ave¬
nida Uruguay. Carlos se detuvo: “Entonces, nos vemos
en la Facultad, ¿no es cierto? El próximo lunes. Ya te
contaré”.
Ludo se echó a caminar hacia la Plaza San Martín.
Al pasar por los portales vio el Bar Zela atestado de
borrachos vetustos, que parecían no haberse movido de
allí desde hacía varios años. A esa hora bebían cerve¬
za o chilcanos de guinda. Uno de ellos lo saludó, pero
a pesar de fijar la vista en él. Ludo no pudo reconocer¬
lo. Cuando en “El Comercio” escribía el anuncio de al¬
quiler recordó que el hombre que lo había saludado
era un viejo escritor, un hombre que no había partido
de cero, pero que había llegado a él, de soneto en so¬
neto, hasta no ser otra cosa que un inquilino de hotel
sórdido y un paciente de manicomio.
— 80—
da, así, por legiones, moléculas disparadas, tristes de
verdad o más bien resignados o tal vez aguantadores,
hacedores de colas, buena gente que comía lentejas, fa¬
náticos de Gary Cooper, con hijos, con problemas, con
su pasado en pantalón corto, sus fotografías en la carte¬
ra, sus amores y espasmos terribles, su gripe, sus mue¬
bles a plazos?
Era una pregunta, varias preguntas demasiado com¬
plejas. Ludo empujó la portezuela del “Palermo” y de
inmediato escuchó una exclamación. En un apartado
estaban Cucho, Hugo, Carlos, Victoriano, Manolo, todos
sus amigos de San Marcos. “¿No sabes la noticia? Al
doctor Rostalinez, lo han nombrado director del Ateneo.
Hace unos días. Esta noche hay allí una lectura de cuen¬
tos”. Pronto se encontró sentado ante un vaso de cer¬
veza, envuelto en un torbellino de disputas. “¿Por que
han inaugurado el Ateneo con^ cuentos?”, protestaba
Cucho, “es un género caduco. Sé que en Europa nadie
se dedica a eso. Sólo los yanquis. . . Victoriano, inspi¬
rándose en Platón, trataba de explicarle que el cuento
era eterno, la versión moderna del mito antiguo, mien¬
tras que Carlos observaba que vivíamos en el siglo de
la novela, a pesar de que hacía treinta años que se ha¬
blaba de su decadencia y se lanzó en una complicada
disquisición acerca del monólogo interior, de la forrna
de utilizar el diálogo, sin necesidad de un comentario
narrativo: “Como dice Faulkner. . .” Pero a todos, Faulk-
ner les importaba un pito. “El petróleo”, exclamaba Pa¬
blo “cuando se escriba una historia del petróleo na¬
cional, sólo entonces”. “Nuestra revista murió antes de
nacer”, argumentaba Hugo, “yo pienso sacar un sema¬
nario deportivo”. “Ojo”, pontificó Manolo, “el arte es
una superestructura”. “¿Quién habla aquí del petró¬
leo”, gritaba Cucho, “¿qué tiene que ver el petróleo
con la póesía?” “Lo importante es saber controlarse.
Él que domina sus músculos y sus pasiones, ése llega¬
rá lejos”, dijo un desconocido que, sin que nadie supie¬
ra por qué, estaba incorporado al grupo. La puerta del
bar se abrió y apareció Olga. “Aquí”, grito Carlos ha¬
ciéndole un gitio en su silla. “El sábado hay un baile
en la Asociación de Escritores. Tengo un talonario con
entradas”, anunció Olga. De inmediato vendió una
cena de billetes. “No tengo plata”, se excuso Ludo. ^ le
lo dejo al crédito”. Cucho pidió seis cervezas mas. Es¬
cuchen ¿qué les parece este comienzo? Los días pasan,
como tranvías”, “Ludo, ¿no has firmado el manifiesto
81—
“¿Contra quién?”. “Contra el dictador. Además, ;qué
importa?”. “Denle un lapicero”. “¿Qué te pasó en la
mano?”. “Hay cuarenta presos. En los sindicatos ” “¿Y
la vida sexual en la Colonia?”. “Ocúpate de la Repú¬
blica”. “El mundo es ancho y ajeno”. “De pronto se
siente una especie de ahogo y el infarto llega”. “El dan¬
zón es un baile que han inventado los mexicanos”. “Di
^ una fotografía”. “Rostalinez no sabe na-
¿y que vas a leer? Figuras en el progra-
• . Rostalinez ha leído todo”. “Stendhal escribió la
cincuenta días”. “Mí primera medida cuando
sea Ministro de Gobierno será burdel obligatorio y gra-
mito para todos”. “No tengo nada escrito”. “Una Coca-
Cola, pero con un ron adentro”. “Pero, sí, Ludo lee
cualquier cosa”. La puerta del bar volvió a abrirse.
Viva la vida : Eleodoro entró completamente borra¬
cho seguido de Pirulo que trastabillaba. “Tengo que
hablar contigo”, le dijo Ludo. Pirulo pestañeó- “Herma-
non, estoy medio zampado”. Cuando Olga dijo que ya
eran las siete y media se dieron cuenta que a las ocho
comenzaba la lectura en el Ateneo. Todos echaron di¬
nero sobre la mesa. “He visto un cojo que vendía un
mono , murmuro Ludo cuando el grupo se ponía de
pie. Pero nadie lo escuchó.
Mientras el grupo viajaba hacia Miraflores en dos
colectivos Ludo tomo un taxi para recoger de casa su
cuento. _,No me quedare a comer esta noche, ya puse
el aviso , dijo a su madre en la cocina y fue hacia su
dormitorio Si no fuera por el alfil que entregué es¬
túpidamente en la apertura”, “rey y tres peones contra
rey y caballo-' “Allí está el secreto-’ pensfíCdo a^a-
sar delante del cuarto de Armando, “se convierte la
vida en piezas, se la miniaturiza, se la vive cada vez
sobre el tablero, se la reproduce, se la corrige, se le
explicación, en una palabra, se la do¬
mina . llegar a su dormitorio sacó de su pupitre un
cartapacia Escritos a máquina había una docena de
cuentos. Después de echarles una rápida ojeada cogió
dos al azar y antes de salir echó una mirada a la galería
de retratos. Los cinco rostros'lo observaban con iro¬
nía Incluso en la fotografía de su padre le pareció notar
cierta mofa Ludo les hizo un saludo vago con la mano
tin'ieblas^^”^^° conmutador de la luz los dejó en las
— 82—
versaba a voz en cuello. El acceso del doctor Rostalinez
a la cabeza de esa asociación había democratizado el
ambiente. El Ateneo había estado siempre dirigido por
solteronas menopáusicas que organizaban allí tes de
caridad y veladas artísticas de gusto muy dudoso: so¬
pranos que se ahogaban, pianistas que olvidaban su
partitura y sobre todo conferencistas oscuros y probos
que desplegaban lenta, melosamente, los capítulos de
un sermonario colonial, cívico y edificante.
Guiado por la rotunda calvicie del doctor Rostali¬
nez, Ludo se abrió camino entre el gentío. Mientras
atravesaba el vestíbuí^ vio una pizarra donde, entre
rosetas pintadas con tizas de colores, figuraba su nom¬
bre en letras góticas. El doctor se dejó felicitar. “Pase¬
mos por acá”, dijo, “una de mis primeras medidas ha
sido crear un bar en esta casa”. Detrás de la sala de
conferencias había un patio y en el patio una rnesa lle¬
na de botellas y de vasos. “La revista saldra . Se trata
de un retraso solamente. Y se llamará Prisma. Esta con¬
venido”. Ludo asintió mientras trataba de reconocer
con la mirada a sus eventuales auditores. Aparte de sus
amigos que, como era natural, estaban en el bar, vio
innumerablGS rostros dGsconocidos, GstudisntGS de Ssn
Marcos, tal vez, o amigos de los amigos de los lectores.
Había también un grupo de viejas, miem.bros segura-
niGntG dG la antigua dirGctiva, qug asistían simplGmcntG
por deber o con el propósito de comprobar la decadencia
de la institución. “Después de la lectura nos quedare¬
mos un grupo”, dijo el doctor; “hay que hacer un poco
de ruido aquí. Este local me ha parecido siempre una
capilla ardiente”. Pirulo se acercó: “El ambiente esta
que arde, hermanón. ¿Qué vas a leer?” Ludo observo
SUS ojos vidriosos, su cabollcra alborotada y de inmG-
diato superpuso a esa imagen la de Carlos Ravel cot su
impecable camisa, su gomina y su automóvil. Estas
fregado”, respondió, “es lamentable, pero estas frega¬
do” El doctor intervino: “Creo que ya es hora de em¬
pezar. Se leerá por orden alfabético. Hemos omitido
la presentación”.
En la sala de conferencias, delante de las bancas
reservadas al público, había una mesa con cuatro sillas
y en la mesa una garrafa con agua y un vaso. Ludo y
los otros tres lectores se acomodaron en ellas, mientras
los auditores iban ocupando sus plazas. Como no ha¬
bía asiento para todos, algunos quedaron de pie al íon-
— 83—
do de la sala y otros, después de vacilar, prefirieron
salir al hall y privarse de la lectura.
— 84—
precisamente ese, escucharía luego su lectura, no se
atrevió a proseguir el juego. (“Canalla, eres un indio,
me la pagarás...”). El magnetizador había tal vez re¬
tirado su pase. El público se movía, cambiaba de pos¬
tura, los ojos comenzaban a vagar por las paredes. Sólo
el doctor Rostalinez mantenía su posición y continuaba
mirando imperturbable un punto indefinido del techo.
“Muere”, gritó de pronto Bolta y I9S auditores, distraí¬
dos, dieron un respingo sobre su asiento. Se produjo un
silencio enojoso. El público se miraba entre sí, miraba
a Bolta. Algunos voltearon la cara pensando que tal vez
el grito había venido de la calle. Y Bolta, pulsando la
cuerda patética, concluyó; “Y la madre tierra, surcada
por tantas cicatrices, abrió sus entrañas y recibió a
borbotones el óbolo de su sangre”. Después de un mo¬
mento de desconcierto el doctor Rostalinez dio la pri¬
mera palmada y pronto la sala lo imitó. Ludo compro¬
bó con perplejidad que las viejas de la ex directiva
aplaudían con ardor.
Carlos era el segundo lector. Para felicidad suya
había escogido un cuento breve, pero escrito con una
técnica tan moderna que para entender algo era nece¬
sario tener el texto delante de los ojos o estar iniciado
en las formas avanzadas de la narrativa. Era un mo¬
nólogo* interior de una prostituta frente a un espejo,
combinado con la descripción de un reloj de péndulo
hecho por un narrador invisible y con el dialogo que
un joven, en Un lugar y un tiempo imprecisos, sostenía
con un inspector de tranvía. Era evidente que el publi¬
co se hallaba perdido y el propio Ludo se sintió extra¬
viado cuando un nuevo personaje —quizás el descri-
bidor del reloj— hacía su aparición bajo la forma de
un sacerdote renegado. Carlos se interrumpió como pa¬
ra tomar aliento, pero ya no siguió leyendo. Su cuento
había terminado. “Fin”, repitió al cabo de un rato. Es¬
ta vez hasta el doctor Rostalinez pareció haber sido co¬
gido de'sorpresa. Ludo se creyó obligado a iniciar los
aplausos y pronto aquí y allá sonaron algunas palnia-
das corteses en su mayoría o distraídas. Solo al íoncm,
el hombre corpulento de anteojos siguió aplaudiendo
con una tenacidad que resultaba ya burlona.
Después de las dos primeras lecturas se había pre¬
visto un corto intermedio. Algunos oyentes se levanta¬
ron y disimuladamente se fueron dirigiendo hacia la
puerta. Abriéndola, desaparecieron en el hall. El resto
85—
se mantenía en sus bancas, cambiando opiniones en voz
baja. Ludo aguzó el oído: “Un tomate cortado en ro¬
dajas, dos dientes de ajo molidos, pimienta, sal...”,
decía un auditor a su vecino. Carlos acercó su cabeza:
“¿Qué tal? ¿te gustó?” Ludo sólo atinó a decirle: “Tie¬
ne mucha atmósfera”. Nuevamente pensaba en su cuen¬
to. El que había traído de repuesto era igualmente ile¬
gible. Eleodoro se había levantado, un poco irresoluto,
seguramente para ir a echarse un trago al bar. Su re¬
greso marcó la reanudación de la lectura. La sala esta¬
ba medio vacía.
Ludo escuchó esta lectura con atención, a pesar de
que algunos oyentes conversaban en Voz baja y que
por la puerta entreabierta del hall llegaba el ronroneo
de una turba aburrida. Eleodoro leía bien, dramatizan¬
do un poco tal vez, pero con emoción. En sus cuentos
no pasaba nada o pasaba muy poco. Cuando terminó
los aplausos fueron espontáneos. El hombre corpulento
colaboró en esta aprobación.
Apenas había anunciado el título de su cuento Lu¬
do escuchó llegar del hall el son de un mambo. Alguien
había puesto un disco en el pick-up: “Baila baila como
el pingüino, baila...” Ludo elevó la voz y siguió le¬
yendo, pero conforme avanzaba se daba cuenta no sólo
de que su cuento era una estafa, una impostura, sino
que la situación que vivía en ese momento era incon¬
gruente: tener que leer cuando no quería leer delante
de un ppblico que no quería escuchar. Y el mambo se-
guia tronando. Y nadie se atrevía a cerrar la puerta. Un
auditor se levantó: Ludo creyó que había adivinado
su deseo, pero cuando el auditor llegó a la puerta se
colo por su intersticio y desapareció. Otro lo imitó. No
valia la pena mantener esa ficción. Cuando le faltaba
una pagina Ludo dio por terminada su lectura con esta
formula: Muchas gracias”. Pero el pingüino era dema¬
siado atractivo. Apenas sonó el primer aplauso el pú¬
blico se levantó para precipitarse al hall. El doctor Ros-
talinez, de pie, para dar a entender con esta actitud
que la lectura había terminado, daba unas palmadas
acornpasadas y solemnes. En una vieja que huía Ludo
creyó leer un signo de reprobación. La sala se vaciaba
Sin clemencia. Solo al fondo el hombre corpulento lo
ovacionaba con fervor. Ludo lo vio avanzar entre las
bancas desiertas y pronto lo tuvo delante de la mesa
^^anoche’”^°^ ^i^teojos preguntó: “¿Observaste el eclip-
— 86—
]l_fc:s’u pregunta recondujo a Ludo a su mnez. Pa-
. pur la cancha de fútbol hablando entonces de Dios
o rte los pilotos suicidas del Japón, mientras sus com-
pn fieros ponían un ardor insólito en dar con el
golpe a una bola de cuero llena de aire con el objeto
de impulsarla entre tres palos, dejando en el espacio,
elástico como un pez, a un arquero derrotado.
“Estuve en el colegio hace poco. Casi nada ha cam¬
biado. El Director tiene más caspa, se sigue sacando los
mocos y uno de estos días se nos muere de cáncer ,
dijo Ludo. “Vas por el peor de los caminos. Literatu¬
ra, ¿qué es eso?” Otros amigos se habían acercado.
“Baila baila como el pingüino”. Ludo presento a. Se¬
gismundo. Pirulo lo conocía también del colegio. Eleo-
doro, de alguna otra parte. La banda se subdividio. Lu¬
do se vio de pronto en el hall. Una señora le pregunto
si para escribir era necesario trazar de antemano un
plan. Otra mujer besaba a Carlos cerca de la oreja.
“Baila baila como el pingüino”. Y se bailaba, realmen¬
te, como el pingüino.
“Ateneo... peripatetismo”, decía Victoriano cami¬
nando del brazo con el doctor Rostalinez. “No, yo no
hago ningún plan. Las cosas salen o no
se vio nuevamente. al lado de Segismundo. ^ Tenemos
que conversar”, dijo éste, “vámonos de aquí. Hay un
ambiente snob, pero burgués. ¿Sabes tu que cosa es un
burgués?” Pirulo decía: “Tú dejaste el colegio en ter¬
cero o cuarto de media. ¿Por que? Dicen Que te fuiste
a un colegio nacional y después a Arequipa Como el
pingüino” Segismundo protestaba; Nada de pajares
Soy un cuadrúpedo o nada. ¿Nos^ vamos. . El doctor
Rostalinez se acercó: “Una reunión el
en mi casa. Hablaremos de la revista. Muy bueno tu
cuento”. Ludo agradeció, pero ya Segismundo lo arras¬
traba hacia la puerta; “Ateneo. ¿Es una persona o un
nersonaje? Hay cosas mucho mas interesantes. Por
ejemplo, alguien que canta solo, de noche, cerca de un
muladar”.
Mas tarde estaban en el bar “El Triunfo” de Sur-
quillo. “Es extraño”, dijo Ludo, “no se a que
adquiere su verdadera cara. Pero tengo la impresmn
de que tú tienes ahora la verdadera, _la q^ te toca. T^l
vez eso ocurre pasados los veinte anos. O depende de
cómo se ha vivido. Sólo los niños precoces conocen su
cara antes de tiempo”. Segismundo no hacia caso de
- 87—
\
es^s sutilezas. En menos de diez minutos había consu¬
mido dos botellas de cerveza. “Literatura”, masculla¬
ba, “¿quienes eran esos imbéciles que leían en el Ate¬
neo? Tú incluido. Gente de poco vuelo, escriben, ¿sa¬
bes? Hacen dibujitos en un papel, caquita de mosca lle¬
na de grandes ideas”. En seguida añadió: “No me has
reconocido porque en los últimos años he aumentado
mas de treinta kilos. Ahora peso ciento cinco. Y ade¬
mas, ¿quieres que te lo diga francamente? He sufrido
Dime con franqueza, ¿tú has sufrido? ¿Sabes lo que es
el sufrimiento?”. Ludo pensó: “Hice la primera cornunión
con un temo azul de mi hermano que me quedaba gran¬
de y un condiscípulo se acercó y me dijo: “Te has puesto
el temo de tu hermano”. Mi madre lloró una noche por-
que no había pagado unos recibos de la luz. A los siete
arios creía que detrás del espejo del ropero estaba el
míierno. Mi padre murió aferrado...” “A mi manera”
respondió. “Sólo hay una manera”, prosiguió Segismun-
do, cuando se han tocado los límites de ciertas cosas
Del placer, por ejemplo. Más allá, no queda más que
la destrucción . Ludo lo miró con escepticismo: su as-
pecto era rubicundo. “Mírame, obsérvame con pacien-
Yo soy una ruina, una ruina llena de grasa, lo que
se llama una ruina opulenta. Parece grotesco lo que te
sufrimiento en-
gorda? Ludo volvio a observarlo y creyó notar que, en
efecto. Segismundo llevaba su corpulencia como íina
sanción.
— 88—
tú que está? Si no se ha ido de viaje, está en un sana¬
torio. O en la cárcel”.
Segismundo volvió a encargar otra cerveza y ade¬
más tres platos de lomo saltado, mientras le contaba
que en esos cinco años que no se habían visto* había
hecho muchas cosas. “Todo empezó de una manera
muy sencilla; un día me di 'cuenta que mi padre hacia
quince años que leía en el mismo sillón el mismo pe¬
riódico. Entonces me dije; hay que irse”. Había estado
de grumete en un barco, después en las minas de Moro;
cocha, después en un almacén de Arequipa. “¿Por que
has pedido tres platos de lomo saltado? , pregunto Lu¬
do cuando el mozo los depositó sobre la mesa. “Los vi;
cios no se vencen, sino que se reemplazan”, respondió
Segismundo, atacando uno de los platos con ferocidad.
La mesa estaba llena de botellas vacías. Una vez en el
barco un marinero se cayó a la bodega y se rompio la
espina dorsal. Estábamos en altamar. Era curioso, pero
no había médico a bordo. Agonizó durante tres días .
Ludo comenzaba a ver las caras borrosas. El mambo
del pingüino, que alguien había puesto en el juke-box
del bar, le recordaba al Ateneo y la invitación del doc¬
tor Rostalinez para quedarse después de la lectura. Pe¬
ro Segismundo, antes de terminar su ración, había en¬
cargado otro lomo saltado y una botella mas de cer¬
veza.
“Te debo hacer el efecto de un monstruo, pero
mientras tú ibas a la universidad y estudiabas tu De¬
recho, yo simplemente viajaba por el Pem o por los
mares y vivía...”. “Intensamente”, pensó Ludo, cre¬
yendo descubrir en esas historias una pizca de fanfa¬
rronada. “Cuando estuve en las, minas, a cerca de cinco
mil metros de altura, escribí una novela. Cuando la ter¬
miné me di cuenta que era un desastre, peor aún, nada,
mierda pura, al lado de lo que había visto, de lo que
había vivido. ¿Cómo explicar lo que es un socavón,
miles de mineros cansados o podridos? Se puede escri¬
bir tal vez, p’éTo ¿con que objeto? Tu historia del in¬
cesto que leiste ahora me parece infame. Yo, franca¬
mente, te confieso que si no me he acostado con mi
hermana es 'porque no he tenido la ocasión .
—89
manera. No he trabajado en minas ni he viajado en
barcos, pero en cambio he trabajado tres años en una
oficina y he viajado siete años en ómnibus mirando la
cara de los pasajeros. Además, no me he movido de
Lima y ésta es la peor de las aventuras. Ignoro mu¬
chas cosas, pero quizás esa sea mi defensa. Ultimamen¬
te.. .” Pero ya Segismundo lo interrumpía: “Te quiero,
Ludo. No olvido cuando tú eras pálido, más que ahora
y yo usaba un pantalón corto, un pantalón azul y des¬
teñido y tú usabas un pantalón bombacho verde y Pi¬
rulo usaba un pantalón morado a cuadros y tú herma¬
no uno marrón también a cuadros. Me acuerdo de to¬
dos los pantalones que usábamos. Pero me acuerdo más
aun de la noche en que se podujo el eclipse y lo pri¬
mero que se me ocurrió a la mañana siguiente (¿con
quien otro lo había de comentar?) fue llamarte por te¬
lefono y cuando levantaste el fono me dijiste-que jus-
to,^ en^ ese momento habías pensado en llamarme a
mi...” Ludo, un poco conmovido, se animó a probar
su vaso. “Pero no es eso lo que quiero decirte. Mañana
me embarco nuevamente. Pero no de grumete, sino
de ayudante del contador. Quería decirte que me da
pena... Yo estoy un poco fregado, pero he visto claro,
i al vez esto no me salve, pero le dará a mi vida cierta
explicación. Ustedes, en cambio. . . Claro que arrastro
una serie de taras: quince años en el mismo sillón v
mi hermana casada con un militar’-’. “La mía también’’
dijo Ludo, ¿qué culpa tenemos de ello? Además mi
cunado es humano, simpático en su casa, trabajador
como una buena bestia y diría que hasta inteligente.
Ln el cuartel no se cómo será. En una guerra tampoco.
A lo mejor mata... En fin, sólo quería observar esto:
que tengo miedo a intimar con las personas, porque en¬
tonces les perdono todos sus defectos. Prefiero mante¬
nerme distanciado, pues es la única manera de poder
juzgarlas fríamente”. Segismundo, en lugar de respon¬
der, se dejo caer de su silla fuera del apartado Ten¬
dido en eL piso bramaba: “Ayúdame, Señor” Fé-
amigos lo rodearon, pero Segismundo, des¬
pués de besar las baldosas llenas de colillas, se puso de
pie y regreso al apartado. “Solamente quiero decirte
una cosa, Ludo. Eres el peor de los pajeros. Menos re¬
flexión, mas pasión. Mira a tu alrededor y olvídate de
ti, razonador infecto”. Ludo pensó en sus cien años de
jurisconsultos cartesianos y estuvo a punto de darle la
razón, pero ya la pandilla de Félix invadía el apartado
con una botella de aguardiente. Todo el mundo bebió
— 90—
I
en un alboroto de risas y cara jos y sin transición Ludo
se encontró en la calle con Segismundo, caminando ha¬
cia el tranvía.
91—
<
— 92—
critores. Diez soles boleto”. “Escritores”, musitó Segi
mundo y cogiendo el talonario que le entregó Olga co
menzó a rasgar los boletos uno por uno mientras, im¬
perturbable, arrojaba los añicos por encima de su hom¬
bro. Olga miró a Ludo y enseguida levantó la mano y
cruzó dos, tres veces la mejilla de Segismundo. De in¬
mediato se echó a llorar. El baile se interrumpió otra
vez. “Ha roto todos mis boletos”, chillaba Olga. Segis¬
mundo, envuelto en una nube de papelillos que flota¬
ban, se acariciaba plácidamente la cara, sonriente. Olga
cogió su cartera del sillón y abandonó llorando el Ate¬
neo. Segismundo se acomodó la corbata y salió con cal¬
ma detrás de ella. _
— 93—
Una hora más tarde Ludo cruzaba rápidamente La
Colmena hacia la Plaza San Martín, donde tenía cita
con Segismundo. Desde lejos lo divisó, esperándolo al
pie de la estatua ecuestre del Libertador. Apenas Se¬
gismundo lo vio, se arrodilló en el cemento y abrió los
brazos como un penitente. Debía estar recitando algo,
porque sus labios se movían y algunos transeúntes lo
miraban con curiosidad. Ludo sintió la tentación de es¬
caparse, pero ya Segismundo se había" puesto de pie y
lo llamaba: “No te escondas, sucio oligarca”. Cuando-
Ludo se acercó, Segismundo decía: “Antes de que me
lleves a San Marcos debemos hacer una inspección
por un bar que conozco”. Ambos se echaron a caminar
hacia el Parque Universitario, mientras Segismundo
narraba la persecución de Olga por colectivos y tranvías
hasta alcanzarla en el Callao, donde le había hecho una
escena operática y había terminado por besarla .bru¬
talmente. “Después regresé a mi casa y no pude dormir.
Estuve haciendo mi equipaje hasta el amanecer. A las
siete de la noche tengo que embarcarme”. Segismundo
mostró una chingana del jirón Azángaro: “Aquí”. En el
rnostrador pidió un Vaso de pisco. El japonés que aten¬
día lo miró con extrañeza. “Sí, un vaso lleno, hijo del
sol naciente”. Cuando le sirvieron el vaso se volvió
hacia Ludo: “Y tú, ¿qué tomas?” Ludo se excusó: “Na¬
da en las mañanas”. Segismundo se bebió el vaso de
un sorbo y de inmediato pidió otro: “Conocer la uni¬
versidad es para mí algo memorable. Toda una ceremo¬
nia”. Ludo trató de explicarle que él estaba matriculado
en la Universidad Católica, pero que venía a San Mar¬
cos a conversar con algunos amigos, pero Segismundo lo
interrumpió: “Ya me llevarás entonces otro día a la
Católica, perro reaccionario”.
Entraron por la puerta que daba al Patio de Dere¬
cho. Sin quererlo. Ludo levantó la mirada y pudo leer
en el frontis del pórtico el nombre completo de su bi¬
sabuelo: “José Armando Tótem fue Rector de esta Uni¬
versidad de 1856 a 1864. Bajo su rectorado se refaccio¬
nó este local”. Ambos cruzaron el Patio de Derecho,
donde grupos de alumnos recorrían los claustros o dis¬
cutían cerca de la pila y se dirigieron al patio de Le¬
tras. “Quiero conocer a los genieciilos”. decía Segis¬
mundo, “esto debe estar lleno de genieciilos. Un ver¬
dadero hormiguero”. El patio de Letras estaba poco
concurrido. Las clases terminaban a las doce y aún
faltaban unos minutos para mediudia. Ambos se sen¬
taron en una de las bancas del claustro.
— 94.
Ludo inspeccionaba a los paseantes tratando de re¬
conocer a algún amigo. “¿Sabes que en todas las casas,
preguntó Segismundo, en las cocinas de todas las casas
hay siempre un euchillito infalible?”. Pero algunas clases
se vaciaban en ese momento en medio de un ronroneo.
Por las arcadas se acercaba Pedro Tales, estudiante de
Letras, actor de radioteatro y mecanógrafo de notaría.
Cuando pasó delante de la banca. Ludo le pasó la voz:
‘Te presento a un amigo” y le señaló a Segismundo.
Pedro alargó la mano ceremoniosamente: “Mucho gus¬
to”. Su mano quedó tendida en el aire. Segismundo
canturreaba mirando con indiferencia las palmeras.
“Qué gracioso”, exclamó Pedro, “¿de dónde ha sa¬
lido este monstruo? Oye, ¿sabes que nos parecemos en
los anteojos?” Segismundo se limitó a quitarse los an¬
teojos para meterlos en su bolsillo. Fue suficiente: Pe¬
dro Tales se revolcaba de risa. “Formidable, un tipo
kafkiano. Dime, Ludo, ¿por qué no llamamos a alguien
para que le haga lo mismo?”. De inmediato se lanzo
por los claustros a la caza de alguna víctima. “Ves”, di¬
jo Segismundo, “qué poco basta para alborotar a los
geniecillos. Uno infringe la más pequeña norma de cor¬
tesía y ya se sienten transportados”. Pedro Tales regre¬
saba conduciendo del brazo a Ramiro Peralva, solem¬
ne alumno de Derecho, que se había ganado una sólida
reputación entre los profesores por un artículo de cua¬
tro páginas publicado en un semanario, titulado: “El
sistema carcelario francés del siglo XIX a través de las
novelas de Honorato de Balzac”. “Te presento a un
amigo”, dijo Pedro mostrándole a Segismundo. Esta
vez Segismundo se puso de pie y le estrechó amable¬
mente la mano: “Elncantado”. Pedro quedó atónito. Se¬
gismundo se había vuelto a sentar para encender un ci¬
garrillo. Ramiro se volvió hacia Pedro: “Bueno, ¿y qué?
¿Para eso me has hecho venir?” Apenas escuchó esto,
Segismundo levantó una pierna y dio un golpe calcula¬
do en el codo de Ramiro, haciendo volar los libros que~
llevaba en la axila. Pedro se echó a reir. Ramiro, per¬
plejo aún por esa afrenta inesperada, no sabía si pro¬
testar, si recoger sus libros o si retirarse a la carrera.
Pero ya Pedro, cogiendo del brazo a Segismundo, se lo
llevó por el patio, lo enfrentó a solitarios que pasaban, -
lo incrustó en grupos de discutidores, lo exhibió ante
profesores, se atrevió a irrumpir con él en las clases
que comenzaban y cada una de estas confrontaciones
originaban de inmediato un escándalo, seguido de las
—95
carcajadas de Pedro, de la dispersión de un aglome¬
rado y de la iniciación de un nuevo episodio donde Se¬
gismundo, obeso, indestructible, era el ariete, el prota¬
gonista, la traza y la leyenda.
— 96—
algún editorial de periódico. Y continuó su camino,
evocando a ciertas mestizas mexicanas, a ciertas rosa¬
das sajonas, que repetían hasta el infinito su hermoso
sello facial al fin encontrado después de siglos de equi¬
vocaciones.
Abandonando la baranda se internó por los salo-^
nes, solitarios algunos, convertidos otros en ruidosas ofi¬
cinas. Colas de alumnos gritones o ujieres en uniforme
se interponían en vano a su paso. Iba detrás de un re¬
cuerdo enterrado en plena infancia. Su padre hablaba
ante una asamblea silenciosa. Hablaba de Plutarco.
¿Por qué? Cuando terminó su discurso se le aplaudió
en sordina, como lo hace la gente distinguida. Había
pieles, calvas, sombreros emplumados. Ludo, en pan¬
talón corto, se aburría en una silla, al igual que Ar¬
mando. Luego vio que el busto de su abuelo, que esta¬
ba tapado con un velo, era descubierto por un hombre
vestido de oscuro y que la gente volvía a aplaudir.
Claro. Ese busto había estado años en la sala de su
casa, ese busto de mármol, sobre el pedestal de ébano.
Ludo lo había visto, desde que tenía uso de razón,
seguirlos por todas las mudanzas, en Lima, en^ Ancón,
en Miraflores, siempre el mismo, embarazoso, sin saber
dónde ponerlo. Las casas noestaban hechas para los
bustos. Por ello su padre había resuelto obsequiarlo a
San Marcos. , , , j i.-
Ludo atravesó un vestíbulo donde había una per¬
cha capaz de soportar cuarenta sombreros y de pronto,
al cruzar la mampara, se halló en un enorme salón
plagado de retratos, que muy bien podía ser la Sala del
Consejo. Una mesa extendida de muro a muro parecía
esperar a invisibles congresales. Ludo recomo paso a
paso el aposento, solazándose con los retratos -^ada
cual era un Rector, los más antiguos llevaban golilla o
hábito clerical— hasta que en un rincón, detras de un
biombo, entre pilas de legajos, silencioso y cubierto de
polvo, hallábase el busto. Era el mismo: José Artemio
Tótem. De mármol, sobre pedestal de ébano. ¿Que tra¬
yectoria había seguido, por casas y oficinas, hasta lle¬
gar a ese triste rincón donde, con la ^ra vuelta a la
pared, parecía cumplir algún castigo? Tampoco en esa
casa Querían saber de él. I.udo observo sus rasgos feos
pero majestuosos y dominantes, su fría envicie
reposaba un polvo viejo. Con la manga de su saco la
limpió y luego, sacando su pañuelo, le hizo un nudo en
cada punta y se lo colocó-en la cabeza.
— 97—
El patio de Letras estaba agitado. Grupos de alum¬
nos señalaban hacia la pila o avanzaban corriendo ha¬
cia ella. Al acercarse Ludo vio que Segismundo, senta¬
do en el brocal de la fuente, se había quitado el saco,
la camisa, los zapatos y se aprestaba a desabrocharse el
pantalón. “¿Quién es?”, preguntaba alguien. “Es un si¬
cólogo que ha venido de Alemania”. “Es un enfermo
de una enfermedad rara: siente calor todo el tiempo”.
Cuando se bajaba el pantalón, Segismundo divisó a Lu¬
do y quedó inmóvil. Olga llegaba en ese momento-
“¿Es verdad que se quiere meter a la pila?” Segismun¬
do hundió la mano en el agua y trazó con ella una
bendición. Luego comenzó a vestirse entre las rechiflas
de los estudiantes.
XIII
— 99—
el local conservaba algo del espíritu de la Colonia. Lu¬
do respiraba en ese antro un relente clerical, pero no
como el que podía inspirar San Marcos, laicizado a
través de siglos de refriegas y reivindicaciones, con
sus amplios claustros, sus -jardines y sus muros empa¬
pelados de proclamas, sino un relente de sacristía. Esa
casa había sido legada a la Universidad por un católico
que murió en olor de santidad, cíe prostatitis, y el olor
perduraba, en medio de códigos e hijos de banqueros,
i-n todo caso, si no era un olor santo, era un olor de
ceremonia, de misa pagana todos los días repetida, don-
de una liga de acólitos de cuello duro oficiaba algún
rnisterio: el de ganarse sin mucha pena la indulgencia
plenaria de un diploma que les permitiera encontrar
una justificación académica al ejercicio del poder.
— 100—
Al primero que vio fue al gordo Blagenwild, que
poseía una casa enorme en la Avenida Javier Prado y
jugaba golf. Siempre fue un misterio para Ludo cómo
un alumno tan limitado había podido llegar al quinto
año de Derecho. Además, había recibido de él hacia
tiempo una afrenta que no podía olvidar. Fue cuando
estaban en el primer año de Derecho. Toda la clase te¬
nía que ir al Club Revólver para efectuar un ejercicio
de tiro con fusil, correspondiente al curso de Instruc¬
ción Militar, curso grotesco en verdad, una ficción es¬
túpida, que obligaba a los universitarios a aprenderse
de memoria cómo se armaba una ametralladora o cuá¬
les eran las obligaciones del sargento furriel. El Qub
Revólver quedaba en las afueras de Lima y los alum-
nos comenzaron a preguntarse cómo llegarían allí. Bla¬
genwild tenía automóvil y cedió sus sitios libres a sus
compinches de la argolla. Como Ludo se encontraba
cerca del auto, el gordo le pasó la vozt ¿Quieres que
te lleve al Club?”. Ludo asintió. “Entonces, metete en
la maletera”. Sus amigos rieron y el carro arranco. Lu¬
do tuvo que tomar un ómnibus, llegó tarde, fatigado y
no pudo colocar ninguna bala en la silueta humana dis¬
puesta a trescientos metros de distancia.
“Eh Ludo”, exclamó Carlos Ravel. De inmediato lo
llevó a un rincón. “¿Sabes que pasé un sábado formida¬
ble en Chosica? Como en el poema ese de Lorca, ei
potro de nácar, las bridas y los estribos. Lisa es formi¬
dable. A nuestra edad el que no tiene amante es un
imbécil” Ludo no desprendía la mirada de su camisa:
las dos puntas de su cuello redondo, inmaculado, esta¬
ban unidas por un prendedor de oro que pasaba bajo
el nudo Windsor de su corbata. Blagenwild se acerco
“Carlos, ¿puedes venir este domingo a nii casa de An¬
cón"^ Mis viejos ya se han ido a Lima . Carlos pregun¬
tó si podía llevar a una chica, mientras Ludo pensaba
en el Ancón de hacía quince años, cuando apenas era
una nlaVa de pescadores, convertida ahora en un bal¬
neario de lujo. Allí había pasado varios veranos, en
una casa de madera, jugando en sus calles de arena.
Cuando su padre vio que se levantaban los primeros
edificios, dijo: “Esto se acabó. No regresaremos mas .
Y así había sido.
Ludo circuló por los grupos, saludo a algunos con¬
discípulos, huyó de otros. Pbr todo sitio se hablaba del
verano, del general Odría, de las ropas de baño Lastex,
- 101—
del procesalista Carnelutti, nombre horrible, digno de
un fabricante de aperitivos. Luego tuvo que soportar
una clase de Eierecho Tributario, dictada por una es¬
pecie de maniquí de sastre, que ya había sido profesor
suyo en el Colegio Mariano. Mientras explicaba el im¬
puesto progresivo sobre la renta (en privado, a sus
clientes, les enseñaría la manera de eludirlo). Ludo
pensaba en la posesión de Lisa por Carlos Ravel y veía
cómo los alumnos tomaban rápidamente notas en sus
cuadernitos ad hoc. Y con una nostalgia irresistible
evocó San Marcos, sus claustros, sus palmeras, sus pi-
las, sus hombres feos y mal trajeados, sus disturbios,
su desorden.
— 102—
de violación. Cuando propusieron invitar a las herma¬
nas a cenar, la madre se opuso. En cambio dio su auto¬
rización para que al día siguiente fueran a Chosica,
pues Pirulo dijo que era un paseo “organizado por la
Universidad, al cual irían los profesores y hasta el
Rector”.
— 103—
pronunciadas. Si por lo menos hubiera una vaca podría-
hacer una alusión maliciosa a sus cuernos o a sus ubres.
Pero no había vacas. Al fin divisó un potrero sembrado
con una yerba alta. “Eso es alfalfa”, dijo, sin estar se¬
guro de ello, sólo por ser refutado y provocar una con¬
troversia. Pero las hermanas observaron el cultivo y
admitieron con su silencio que era alfalfa. En fin, úni¬
camente quedaba el recurso infalible de hablar de cine.
Las dos hermanas demostraron una ciencia infusa en
^ne mexicano. Habían visto todas las jielículas de Sara
García y de Jorge Negrete. Cuando pasaron por la es¬
tación de Vitarte seguían relatando argumentos de me¬
lodramas, mientras Ludo, aburrido ya, se entretenía
en observar la propaganda pintada con tiza en las fal¬
das rocosas de los cerros, frastes enormes, escritas allí
hacia muchos años, que con la intemperie, el tiempo,
habían perdido alguna letrá o varias y formaban si¬
glas ilegibles. Allí se hacía propaganda a productos co¬
merciales que ya no circulaban o a candidatos políti¬
cos que se habían muerto. De vez en cuando, en una pe¬
na que bordeaba la carrfetera, veía una cruz de made¬
ra con una corona marchita y una inscripción que re¬
comendaba prudencia a los choferes, pues allí había
muerto fulano en un accidente. Y se pedía rezar por él.
f A la media hora de haber dejado Lima se encon¬
traron ya bajo un cielo despejado, de un azul que era
casi de mal gusto, respirando un aire serrano. Se acer-
caban a Chosica, el pueblo del sol eterno. Pirulo y Ludo
no habían previsto nada. Primero pensaron descender
en plena carretera y buscar la orilla del Rímac a tra¬
vés de los potreros. Pero como tenían hambre resol¬
vieron llegar hasta la misma ciudad. El colectivo los
dejo en la plaza de Chosica, en cuyo amplio cuadrilá¬
tero se jugaba un furioso partido de fútbol.
— 104—
nos tomamos un par de botellas de vino, después nos
vamos caminando hasta el río, después”. Las hermanas
regresaban. Apenas Pirulo sorbió su trago entró en
posesión de su talento. Ludo se sintió descargado de
toda responsabilidad. Pirulo contaba chistes, hacía de
cada palabra un juego, un disparate, inventó sobre el
terreno varios negocios para hacerse millonario y ter¬
minó por convencerlos que deberían elegir el menú ju¬
gando a los dados.
A las dos de la tarde la mesa era una fiesta. Por
un socorro del azar, a todos les había tocado comer
mariscos afrodisíacos. Sobre el mantel ^ habían cuatro
botellas de vino vacías. Después del café. Pirulo invito
una menta, dulce néctar donde naufragan las mucha¬
chas sin experiencia. Había una radiola en el restorán.
Bailaron un rato en la inmensa sala vacía. Finalmente
se fueron al río, cada cual llevando de la mano a su
pareja.
Sin duda Chosica era un lugar común. Cerca del
restorán fue imposible encontrar un pedazo de orilla
desierta. Por todo sitio se tropezaban con grupos fa¬
miliares, cuartetos, tríos o parejas a punto de hacer el
amor. Los cuatro caminaban por la ribera, alejándose
cada vez más de la ciudad, las mujeres haciendo equi¬
librio sobre sus altos tacones, los hombres, sin zapa¬
tos, mojándose los pies en el río. A veces creían haber
dGscubierto g1 sitio ideal, pero apenas se estaban
talando escuchaban un ruido de vajilla, una risa y de
pronto un niño surgía entre los juncos y coma hacia
el río, inocentemente, como por el patio de su casa. Fi¬
nalmente, después de haber recorrido un par de .kilo-
metros bajo un sol abusivo llegaron a una especie de
ensenada silvestre, donde aparte de los restos de un
pic-nic prehistórico no había otros vestigios de pre¬
sencia humana. Lo importante en ese momento era se¬
parar a las hermanas.
Ludo, mientras se echaba sobre la yerba para recos¬
tar su cabeza en las faldas de Amelia, no podía dejar
de pensar en la violación de Lisa por Carlos Rayel
si era cierta, tendría que haberse producido allí, pre¬
cisamente, entre pedrones que insinuaban una redon¬
dez testicular, sacuaras fálicas, aromas de crustáceos
vaginales y, recortados al fondo, sobre el cielo aml, los
perfiles japoneses de los cerro,*^ volcánicos, estenios.
— 105—
cargados de un viejo sufrimiento, de una especie de
rencor o de afán de presenciar alguna ruda desfloración.
Pirulo le recordó a Ludo al oído: “Separarlas”. Pe¬
ro tratar de separar a dos hermanas era como tratar
de descomponer una unidad. Juntas, ellas representa¬
ban los principios, el espíritu de cuerpo, la célula fa¬
miliar. Su vigilancia recíproca impedía todo abandono.
Al fin Ludo tuvo una idea: desafió a Amelia a ver
quién encontraba la más hermosa piedra fluvial. Am¬
bos se pusieron de pie y comenzaron a caminar por la
ribera, atentos a los fulgores de la orilla. Poco a poco
fueron alejándose. Cada vez que Amelia- recogía triun¬
falmente un pedrusco. Ludo hacía lo mismo. Se tra¬
taba de un juego absolutamente estúpido, pero eficaz
pues podía prolongarse hasta el infinito y Ludo confia¬
ba que su duración le garantizaría el hallazgo de un
lugar alejado y discreto. Al fin lo encontró y echándose
sobre la grama declaró que se daba por vencido. Ame¬
lia se sentó a su lado. Exonerada de la censura de su
hermana se aproximó a Ludo y comenzó a acariciarle
■el cabello. De pronto, sin transición. Ludo vio que sus
labios se unían a los de Amelia y gozó durante un mo-
niento de ese placer que produce el vicio cruel del beso
VICIO rudimentario, vestibular, a medio camino entre
la posesión y el fiasco. A pesar de ello siguió besándo¬
la, buscando nuevas aristas a su placer, furiosa, cana-
llamente. Su lengua penetraba como un dardo en esa
cueva ardiente, mientras su sexo, inflamado, perdido
como un ciego, buscaba por su cuenta, sin auxilio de su
inteligencia, su único refugio. Una frase de Voltaire
paso por su conciencia: “El beso haría creer en Dios en
un país de ateos” y diciéndose que Voltaire estaba loco
busco con las manos el cuello, luego el busto. Sus de-
aos, llenos de la más pura visión, adivinaban el me¬
canismo de los botones, desabrocharon la blusa, el sos¬
ten y al pocc> rato dos senos ocultos se mostraron du¬
ros, sorprendidos, al asalto de sus labios. Ludo lactó
como un infante la sequedad eréctil de los pezones
mientras sus dedos sapientes, cada vez más inspirados
descendían, palpaban, exploraban, continuaban un via¬
je que solo podía culminar en el ojo de la húmeda
perversa, palpitante ostra humana. Amelia enderezó eí
busto, rechazándolo: “Qué dirá mi mamá, como un ne-
rro, sobre el suelo, violada al lado del río”. Ludo quedó
atónito. Amelia se había echado a llorar a moco tendi¬
do, cubriéndose la cara con el antebrazo. Su dios fálico
— 106—
declinó. El aire se enfrió en su boca. Y, desarmado,
quedó contemplando esas dos tetas desnudas, convulsas,
sintiéndose miserable como un sátiro que, por alguna
ordenanza celeste, se ve obligado a capitular y a re¬
tirarse vencido hacia el Olimpo.
“Vístete pues”, dijo poniéndose de pie y echándo¬
se a caminar, hacia Chosica. Amelia lo obedeció. Regresa¬
ron juntos pero callados. Entre ellos existía un secreto
que, debido a su naturaleza, los condenaba al silencio.
Ludo retardaba su andar, olfateando, pensando que a
lo mejor Pirulo había estado más favorecido y ahora,
justo entre las piedras, pensando en Carlos Ravel, con¬
sumaba imaginariamente, sobre el cuerpo de otra mu¬
jer, la posesión de Lisa. Pero luego de sortear un pe¬
ñón desembocaron en el rincón silvestre donde Pirulo,
en cuclillas, fumaba un cigarrillo, mientras Berta con¬
templaba de pie, agestada, el curso de las aguas.
Estuvieron un rato más, hablando de cosas tontas,
tristes y más bien tediosas y cuando comenzaba a atar¬
decer tomaron un taxi rumbo a Litna. Durante el via¬
je nadie habló. Su silencio duró exactamente 53 ki¬
lómetros.
XIV
— 107—
do una carta postal desde Panamá con una frase sibi¬
lina: “Corta es la estación del amor y frágil la alegría.
Armando había renunciado ese año a estudiar sociolo¬
gía y andaba todo el día por la casa en pijama, sin
afeitar, esperando con ansiedad la llegada de Javier o
de Reynaldo para proponerles una partida de ajedrez.
Ludo asistió aún a dos o tres clases, para comprobar
que el Derecho era fácil y que le bastaría leer los cur¬
sos la noche anterior al examen para aprobarlos. Al¬
gunas veces pasó por San Marcos, donde el doctor Ros-
talinez seguía anunciando la aparición de Prisma. Allí
entró en contacto con otros grupos, que celebraban reu¬
niones secretas y al parecer conspiraban. Ludo nunca
fue invitado a esas reuniones, que se efectuaban en
cafés o en casas particulares y de donde salían de vez
en cuando un manifiesto contra alguien, una lectura de
poemas incendiarios, una colecta. Eran personas serias,
atareadas, pálidas, con los ojos en fuego, tenaces y re¬
lativamente siniestras. Ludo sentía una secreta admi¬
ración por ellas, pero no gozaba de su confianza. Se
decía que preparaban algo importante.
Al final optó por recluirse. Al igual que Armando,
descubrió el valor simbólico del saco de pijama —que
Ludo llamaba la librea del fracaso—, llevado hasta el
anochecer a través de horas huecas, donde el hecho
de hojear un libro, ni siquiera leerlo, era ya una aven¬
tura. Después de cenar se afeitaba, se vestía y cami¬
naba por las calles oscuras de Miraflores, miraba las
ventanas de las casas, familias que comían, hombres
que se paseaban atormentados por alguna buharda; lle¬
gaba hasta el malecón, a esa hora desierto o atravesado
por parejas raudas que parecían huir de algún remor¬
dimiento; o recalaba en Surquillo, para meditar en tor¬
no a una botella de cerveza. Ahora el departamento
de los bajos era el que se había desocupado. Avisos,
ajetreos. La casa estaba amenazada por bandas de co¬
bradores. Ludo, hogareño como nunca, los veía a tra¬
vés del visillo parlamentar con su madre, hombres can¬
sados, con su vieja cartera, que asentían con su vieja
testa y se retiraban arrastrando sus viejos pies hacia
la casa vecina. Su madre multiplicaba sus “que esto”,
“que lo otro”, pero por bondad o por blandura era in¬
capaz de insistir en que buscaran un trabajo. Y todas
las mañanas, junto con el desayuno, les dejaba en el
velador los tres o cuatro soles que les permitían man¬
tener modestamente sus vicios.
V
— 108—
Una mañana, cuando regresaba justamente de com¬
prar un paquete de cigarrillos en la esquina, Ludo pa¬
só como de costumbre delante de la casa que habla ocu¬
pado la Walkiria. Esta vez, cosa inhabitual en él, se
detuvo y contempló el jardincillo, las ventanas con per¬
sianas azules. Cuando elevó la vista hasta el balcón
sufrió una especie de crispamiento: en el balcón, ob¬
servándolo, estaba precisamente la Walkiria. No podía
ser otra que ella, a pesar de los ocho años transcurridos.
Aún conservaba sus trenzas doradas, su cutis rosa, su
cuello ágil emergiendo de una blusa de muselina. Ludo
alargó un brazo y se apoyó en un poste de la luz, mien¬
tras un torbellino de imágenes giraban por su cabeza.
Sin atreverse a mirar nuevamente hacia el balcón, don¬
de de soslayo creyó percibir una mano que saludaba,
se dirigió rápidamente a su casa.
“Ha regresado la Walkiria”, exclamó penetrando en
el cuarto de Armando. Este, que leía en su mesa, un
libro, lo miró con incredulidad. “A la misma casa, aca¬
bo de verla en el balcón”. Armando se limitó a cerrar
su libro y poniéndose de pie dio un paso por el cuarto,
se miró en el espejo y quedo luego con la mirada fija
en un almanaque de la International Petroleum Com-
pany, donde se veía la eátatua ecuestre de Francisco
Pizarro.
Armando pasó unos días en un estado de aletar-
gamiento. Acerca de este retorno no cambió con Ludo
un solo comentario. La única que aludía a él era su
madre cuando en la mesa decía que se había encon¬
trado con la señora Wiener en la carnicería, que era
curioso que estos alemanes hubieran venido a vivir a la
misma casa, que seguro era casa propia, que la habían
pasado muy mal durante la guerra, que luego habían
vivido en Estados Unidos unos años, que Godelive es¬
taba hecha una señorita. Ni Armando ni Ludo parecían
escuchar este parloteo. Pero en realidad estaban aten¬
tos a él y esperaban casi con ansiedad que su madre,
durante las comidas, diera alguna otra noticia que con-
pletara la nueva imagen de la Walkiria.
Ludo volvió a verla una mañana en circunstancias
farsescas. Mientras esperaba en la esquina el colectivo
que lo llevaría a Lima, la Walkiria salió de su casa. Al
verlo, áe acercó directamente a él. Ludo tuvo un at^-
bo de decepción cuando, mientras avanzaba, comprobo
— 109—
que era corpulenta, un poco marcial en su andar. “¿Qué
tal, Armando? Es raro volverse a encontrar, ¿verdad?”.
Ludo no supo qué responder. En ese momento venía
el colectivo. “Yo también voy a Lima”, dijo la Walki-
ria. Ambos se sentaron al lado del chofer. Luego le
contó que estaba trabajando de secretaria en una com¬
pañía norteamericana, que su padre había sido puesto
por error en la lista negra, que habían estado un tiem¬
po en un campo de concentración. “Y a ti ¿cómo te ha
ido, Armando?”. Ludo no sabía si era hora de disipar
el equívoco y decirle que no era Armando. Pensaba
que tal vez en la memoria de la Walkiria su rostro se
había confundido con el de su hermano y ahora le era
imposible diferenciarlos. “Voy bien, este año termino
sociología”, respondió. “Al que no he visto hasta ahora
es a. . . ¿cómo se llama? A tu hermano, el que subía a
veces también al techo,^ pero se quedaba atrás, en la
sombra”. Ludo respondió que Ludo se iba a recibir ese
laño de abogado. Siguieron conversando, recbrdando
historias que para Ludo eran sólo en parte comunes.
“¿Y sigues dibujando? ¿Te acuerdas del chbujo ése que
una vez me regalaste? Un viejo pintado a” la acuarela”.
Ludo comprendió en ese momento adonde habían ido
a parar las acuarelas de éu niñez. Armando seguramen¬
te se las había sustraído para obsequiárselas por la no¬
che a la Walkiria, como si fuesen suyas. El descubri¬
miento de esta vieja impostura lo movió a seguir su¬
plantando a su hermano. “Yo creo que Ludo estuvo
enamorado de ti”, se atrevió a decir. La Walkiria se rió:
“Ni me había dado cuenta. En realidad en esa época a
mí rne gustabas tú. No sé, me eras simpático. Cosas de
la niñez. Cuando se pasa una guerra...” Ludo quedó
callado. El colectivo, con su carga llena, avanzaba ve¬
lozmente por la Avenida Arequipa. Godelive hablaba
de Lima: “La encuentro chata, fea, sin color, desigual. '
Tendré qué acostumbrarme. Es verdad que ahora todo
es diferente. Ya no veo las cosas como una colegiala.
Ahora tengo que pensar en el trabajo. Gano bien, pues
hablo inglés, alemán y español. Dentro de tres meses
me compraré un carro. Esto de los colectivos no me
gusta. Pero cuéntarne algo tú. ¿Qué harás cuando te
recibas?”. Ludo inventó una historia absurda; dijo que
iba a ser profesor en la universidad, que tal vez se iría
a París. La Walkiria lo miró asombrada: “A París. No¬
sotros hernos pasado dos veces por allí. ¿Y qué harás
en París?”. El chofer hizo una brusca maniobra para
—lio
evitar a un carro que había frenado delante y Ludo
sintió que el muslo de la Walkiria se proyectaba contra
el suyo y se mantenía allí adherido, llenándolo de un
placer sensual difuso, que le corría por las venas como
,un chorro de leche tibia y le endulzaba la boca. La
Walkiria parecía esperar tal vez más detalles sobre
sus proyectos, porque lo invitaba a seguir hablando
con su silencio. Pero Ludo recordó súbitamente el pi¬
jama listado de su hermano y ordenó en el acto al cho¬
fer que lo dejara en la esquina. En el momento de
apearse, se inclinó hacia la Walkiria por la ventanilla:
“Te voy a decir la verdad. Yo no soy Armando. Soy
Ludo”.
— 111—
de retratos, los cinco rostros alineados que lo examina¬
ban desde la tumba.
Armando no dio cuenta de esta entrevista, pero a
partir de ese día se encorbataba al anochecer y desa¬
parecía en el jardín. En la mesa su semblante expre¬
saba cierto esplendor, pues la esperanza embellece. Su
misma habitación parecía transformada: los objetos se
veían más limpios, más serenos, el tablero de ajedrez
había sido exilado y su mesa estaba llena de libros jui¬
ciosamente ordenados. Ludo llegó a enterarse incluso
que su hermano hacía gestiones para reanudar sus vie¬
jos estudios de medicina.
— 112—
XV
— 113—
tos encuentros se internó por los jardines y al contor¬
near un árbol se dio de bruces con el Director del Co-
legio Mariano, casposo como siempre y lunarejo, se¬
guido de una corte de niños. El choque fue tan violento
que Ludo estuvo dispuesto a pedirle disculpas, pero no
bien el Director lo reconoció giró sobre sus talones y se
alejo acomodando el remolino de su sotana. Ludo esta¬
ba a punto de reirse de este incidente cuando un jo¬
ven con camisa a cuadros se plantó delante de él; “¿Me
conoces?”. Era su vecino, el que ocupaba el departa-
mentó de los altos. “Estoy siguiendo a un lomito”, aña-
djo y (tespues de hacer una finta se perdió, como todos
se perdían, entre oleadas de faldas y pelucas. Ludo
si^io su camino. Los kioskos bcupaban no sólo las cal-
zadp del Parque, sino sus jardines y las pistas adya¬
centes. Era difícil saber dónde empezaba esa kermesse
j terminaba. “Se necesita un grupo de jóvenes
decididos para que transporten las sillas a la Parro-
quia , decía el altoparlante. Ludo sintió que su contor-
no se rompía. Todo el Parque parecía estar lleno de
jovenes decididos, no sólo a transportar sillas sino a
lanzarse de cabeza a un piélago. Un hombre lo atro-
pelm. Era E^eban Falcón, que corría desesperadamen-
te hacia la Parroquia, abriéndose camino á codazos y
gritando Permiso’, mientras su novia lo seguía, al pa¬
recer absorbida por el vacío que el coloso iba dejando
se cruzó con el grupo de ninas co-
brazo. Una de ellas, la misma de hacía un
momento, volteo la cara. Sólo ahora la reconoció. Era
la muchacha a la que viera en la casa morisca, en el
alto mirador, aquella mañana en que salía de casa de
su tía Carmela, dejando a Estrella en la cama.
— 114-
Daniel Ludo ya no tenía plata, pero no se atrevió a
desencomendar este Pedido. Al poco rato estuvieron cop
SUS butifarras en la mano, ¿Vas a comer aquí-
wlr Ven vámonos”. El hombre de la camisa a cua¬
dros lo arrastró fuera del ámbito del kiosko. Pagar en
lina kermesse jdónde se ha visto eso? bi toaos aquí
son unos ladrones”. En otro kiosko pidieron anticuchos^
en otro mazamorra morada. Daniel no ' g*
gún sitio Aprovechando el tumulto se escabullía. En
Realidad aquello era muy fácil. Bastaba tener un poco
de sangre fría “¿Y si nos comemos unos chowlates. .
DanS lo ílevó hacia otro kloako y Lu-i» P®*"'
ficado; detrás del mostrador estaba su madre, radiante,
reiuvenecida invitando a los paseantes a un negoci
de naturaleza casi mística; “Salve su alma por muy
poco precio. Por un kilo de chocolates le ofrecemos una
hí^gencia plenaria”. Daniel protesto, pero ya Ludo
había sacado de allí: “No me gustan los chocolates,
¿eftero la S^eza”. Este kiosko era uno de los mas
poncurridos a pesar de que estaba atendido por hom¬
bres Ludo ’ reconoció entre sus parro<^uianos a ciertos
clientes de bares nocturnos que parecían haberse d^
cita allí para emborracharse pacificamente
día, viendo circular a las colegialas Daniel .fe soplo
v'oSoIa drcateÍl‘Yomó‘’ma‘°
do empezó a segarla. transversal. Lu-
— 116—
La niña caminaba cada vez más rápido. Ludo se
sentía avergonzado y se preocupaba más de percatarse
oué testivo podría asistir a su persecupon qug de su
misma persecución. En realidad no había testigos, pues
era una calle solitaria que desembocaba en la huaca
Juliana. Ludo apresuró el paso hasta colocarse a pocos
metros de la niña. Le hubiera bastado darse mas pnsa
para alcanzarla, pero en ese momento la nina volteo la
cara. Tal vez lo reconoció, tal vez se sintió amenazada,
pero lo cierto és que se echó a correr, sin importarle que
su falda volara por los aires y dejara ver sus musías
frágiles cada vez que pasaba bajo un poste del alum¬
brado Al llegar a la casa morisca se detuvo, jniro um
vez más hacia atrás y desapareció por el jardín. Li^o
a su vez llegó ante la casa y echando apenas una mi¬
rada de soslayo prosiguió su camino. En la esquina de
la cuadra se detuvo. Todo eso, en realidad, le parecía
tan ridículo.
Volvió a encender un cigarrillo; la huaca ^n la
nenumbra el día que se iba. Ludo observo las inoradas
Que lo rodeaban. Sólo ahora las casas parecían desper¬
nar para emprender su misteriosa existencia nocturna.
Aquí y allá pequeños cuadriláteros amarillos. En ^ ‘
Quiia una familia estaba reunida en el living, distri-
ffia en los Tillones. A través de lP« lístales Ludo
veía moverse las bocas, agitarse los brqzos. ¿De que
hablarían? En el fondo, la intimidad le inspiraba te¬
rror Sería verdaderamente tan laborioso habitar e
liviñff conocer la historia de cada objeto, comprender
cada alusión, iniciarse en el X pensar de
cnhrppntendidos de cada conclave familiar. A pesar ae
p?lo miraba no escuchaba nada, pero seguía mirando,
seguro de s^render la vida al margen de toda censo-
ra, en su más puro esplendor.
Ludo bordeó durante pn rato la
ahora una carretera, trazada lo que antes fuer^
rm7e«ado'=^e““Acl«\W
&-??asrinSlíbírÍue ^^túmulo gigantesco f^ra jrti-
— 117—
glos más tarde, ese recinto sagrado estuviera rodeado
de casas modernas, donde gente extranjera, sin contac-
QM Pasado, hostil más bien a él, lo profanara con
preocuparse de que allí, precisamente
en ese cerro terroso, perduraba un intento de grandeza
fodnc por la muerte, más vigoroso que
oS y limpias fachadas, puesto
que estaba allí hacia siglos, bloqueando el panorama
como un obstáculo de orden casi geológico que invali¬
daba proyectos de urbanismo o ensombrecía para siem¬
pre la memoria de una niñez,
— 118—
ir al cine pero Ludo respondió que ya era niuy
tTrde ¿u paseo comenzaba a parecería Ifrgo. ^ular,
calida “Teneo que regresar a casa a las doce , dij
— 119—
levantando su falda para mostrar sus muslos pavona-
de retirarse, se sirvió un^segun-
do cinzano. Ludo noto con angustia que el reloj del
velador marcaba veinte minutos para las doce. Cuando
el mambo termino la negra lanzó una risotada y se de¬
jo caer jadeante en la cama. Teodoro quiso po4r otro
disco, pero Ludo le hizo un guiño. “Está bien este se¬
ñor se retira - dijo entonces y cogiendo su paqSe de
cigarriHos salió del cuarto. Ludo cerró la puerta con
cerrojo, apago una lámpara, se cercioró que UVa ven
tana no hubiera ninguna ranura y después de servirse
un cinzano, volvio la cabeza hacia la~cama. La negra
cantuireaba, con los dedos cruzados detrás de la nuca
contemplo, sin poder dejar de admirar su ma-
jestad de mujer. Apenas dio un paso hacia ella, la ne-
S?me ¡rtldVY no no qniero arru-
nudarse ^ ^ Pomendose de pie comenzó a des-
XVI
— 120—
cionaran su condición humana. De nada valia andar
en dos pies, tener ün nombre, pensar, hacer un uso in¬
teligente de la palabra,^ si se carecía de un carnet con
un sello y una fotografía. La omisión de este requisito
instauraba el desorden y el desorden debería ser cas¬
tigado.
— 121—
perdido. “Todos los detenidos son unos jaranistas re¬
tardados —añadió—. Si un general se ha sublevado lo
mejor es ir al Club Nacional y sacar del cogote a todos
sus socios”. Cánepa convino en que era cierto. “Pero hay
que guardar las apariencias” agregó, “con tres galones
como yo no se puede tener aún una opinión”. Después
de hacer un brindis llamó a su ordenanza: “Que el ca¬
mión de Chávez salg^ a hacer otra ronda. Y dejen al
doctor Tótem en su domicilio”.
— 122—
el país estaba “en el caos”. Amenazaba con atacar el
Palacio con los tanques si no le hacían caso. Pero nadie
le había hecho caso. La división blindada no lo había
secundado. Su revolución se había limitado a un tele¬
grama. Y ahora, grotesco, humillado, la oficialidad de
Iquitos lo había hecho prisionero y se aprestaba a des¬
pacharlo a Lima. *
— 123—
ban una mesita libre, Ludo observó que Pirulo había
perdido su inseguridad, su desgarbo. Su expresión de¬
notaba más firmeza e incluso la forma como ordeno al
mozo traerle dos cervezas rezumaba un tono de domi¬
nación. Quizás se debía al automóvil, en torno al cual
se congregaban ya algunos palomillas, o al fajo de bi¬
lletes que le había visto poco antes acomodar en su bol¬
sillo. “En Ayacucho hay más iglesias que pecados —di¬
jo—. Treinta y seis, si quieres saberlo. Yo ño conozco
más pecados que los que señalan los 10 mandamientos .
Estimulado por la cerveza Ludo comenzó a hablarle de
Godelive, de la colegiala de la kermesse, de la negra
Coralina, mientras casi al mismo tiempo Pirulo le refe¬
ria una serie de aventuras en Ayacucho, violaciones en
serie, asaltos a doncellas en los claustros. “Tenemos que
ir un dia. No olvides que soy hijo del Prefecto”. Ludo
preguntó; “¿Y ahora qué hacemos?”. “Lo que quieras.
Mi padre me ha dado plata para pagar cuentas, pero
eso puede esperar. Aprovechemos”.
— 124—
comenzó a dirigirse hacia la Avenida Arequipa, la úni¬
ca por la cual había tráfico a esa hora. “¿Y si hacemos
muerte?”, preguntó, Ludo Wciló u^mo-
^ il i atravesar la doble pista
de la Avenida Arequipa con el acelerador a fondo
rnesgandose a que por una dirección u otra viniera un
carro embalado, como era natural en esa avenida pre-
íerencial. Mientras se aproximaban a la Avenida Are¬
quipa veian pasar a lo lejos los automóviles, en forma
casi continua. Pirulo comenzó a acelerar. Faltaban aún
muerte”, decía, “mi buena es¬
trella . Espero que sea una broma”, dijo Ludo mi¬
rando el velocímetro. “Eso, una broma”, respondió Pi¬
rulo acostado sobre el timón, acelerando aún más “Aún
tiene tiempo de frenar”, pensó Ludo al ver que el ca-
rro estaba a media cuadra de la avenida. Pero Pirulo
estaba frenético, se reía, gritaba prendido del volante
Un transeúnte los quedó mirando. Los últimos postes
destilaron por la ventanilla y parecieron derrumbarse
cuando el Buick atravesó como un bólido la doble nísta*
providencialmente desierta. ^
— 125—
fotografía de un colegial. “Mira quien está allí d^o
Pirulo Un hombre gordo, calvo y majestuoso acababa
de entrar al bar. Calzaba sandalias y llevaba una cami¬
sa hawaiana abierta sobre el pecho velludo. “Lo conoz¬
co, Pascual del Monte”, dijo Jimmi. Ludo nunca había
visto a ese hombre, pero admitió de inmediato, sin sa¬
ber exactamente la causa, que era algo así como un pa¬
sajero de primera clase que había efectuado un des^n-
so a la cubierta de tercera. “Ahora se lo pelean di]0
Pirulo. “Groseros”, masculló Jimmi. El gordo vacilo un
segundo y por último se sentó en una mesa cercana a
la de Félix y su grupo.
126—
su mesa. Pirulo se acomodó la corbata: “Esta es la mis¬
ma mierda. Matones, maricas, todo mezclado, todo re¬
vuelto. Sólo falta que venga un esbirro y comience a
damos de palazos. Tienes razón. Vámonos de aquí”.
— 127—
trar a varios policías. Preso otra vez por falta de pa¬
peles. Los policías comenzaron a recori’er las mesas,
pero cuando distinguieron al gordo quedaron atónitos.
Todos lo saludaron con respeto, llevándose la mano a
la visera de la gorra. “Aquí todos son mis amigos”,
dijo el gordo, “pueden irse por otro lado”. Los poli¬
cías dieron media vuelta y se retiraron del bar. “¿Vie¬
nes con nosotros?”, preguntó Pirulo a Jimmi. “Des-'
pués de todo, e^ un caballero”, decía Jimmi, mirando
a don Pascual. “Vamos a llevarlo a un burdel”, dijo
Pirulo al oído de Ludo, “quiero ver cómo lo desvir-
gan. Debe ser un plato. ¿No vas a tomar’'eso?. Déja¬
melo”. Jimmi se puso de pie suspirando: “Vámanos
pues. Donde manda capitán, no manda marinero”.
— 128—
eran jalados por atrás y pronto tuyo la inipresión de
que el Buick se elevaba por los aires, casi a cámara
lenta, girando sobre su centro de gravedad, mientras
la fachada de una casa blanca avanzaba hacia ellos
con sus ventanas apagadas, su cerco y sus enredaderas.
XVII
— 129—
“Esposo ejemplar, padre modelo, jefe comprensivo,
amigo abnegado”. El muchacho insistió: “Se la dejo
por un sol”. Pero ya otro grupo,de muchachos se pre¬
cipitaba sobre ellos con ramos de claveles dalias,
alhelíes. Tuvieron que apartarlos casi a la fuerza. Un
niño descalzo se puso de rodillas y con un pedazo de
franela alcanzó a limpiar uno de los zapatos de Ludo:
‘Que Dios lo tenga en su reino”, repetía, mirándolo
con su nariz y persiguiéndolo con la mano extendida.
“Dale un sol”, dijo Ludo. “Venimos de paseo. No , te¬
nemos muertos”, protestó Pirulo. Los muchachos se
lanzaron hacia un grupo de personas que entraban en
ese momento al cementerio. “Por todo ello, en nom¬
bre de los ernpleados de los Laboratorios Delmar So¬
ciedad • Anónima, me permito decirle, descanse. . .
“Esto es deprimente. ¿Dónde estará?, preguntó Ludo.’
“Tercera puerta, me dijeron. Cuartel San Jorge.
— 130—
za?”, preguntó Pirulo. “Sólo queda una para mi abue¬
la”, respondió Ludo, “uno de estos días la ocupa”.
Largo rato estuvo contorneando el mausoleo de los
Dreyfus, viendo qué lozana crecía la yerba en esa tie¬
rra fértil, sorprendido de ver hasta mariposas danzan¬
do alegremente entre las cruces. De pronto su padre
salió del mausoleo. Estaba pálido. Quitándose el som^
brero se limpió la frente con su pañuelo. “Para qué
haberte traído aquí”, murmuró. Esa misma noche lo
escuchó decir a su madre; “Melchor estaba volteado,
encogido en su cajón. Cuando yo muera, que me cor¬
ten las venas”.
— 131-
Pirulo y Ludo se miraron y como no tenían nada
que decir, se alejaron rápidamente. “Fue una lástima”,
murmuró Pirulo al cabo de un rato. “Por lo menos
podíamos haber traído un ramo”, añadió Ludo.
132—
Unas risas les llamaron la atención. Al poco rato
emergió detrás del desmonte una especie de procesión
la^^val, una horda de renacuajos. Era una pandilla de
niños desnudos y grisáceos, surgida al parecer del lé¬
gamos del Rímac. Uno de ellos llevaba un gato muer¬
to de la cola, el que lo seguía golpeaba una lata con
un palo. Cerraban ese cortejo, que tenía algo de mi¬
tológico, como si estuvieran asistiendo al nacimiento
de una leyenda de la tierra, varias niñas mocosas y
ventrudas. Pirulo y Ludo, intrigados por esta apari¬
ción, siguieron a los muchachos por el muladar, basta
que los vieron detenerse frente a un montículo hu¬
meante de basura. “¿Qué hacemos con él?”, pregunta¬
ba el muchacho de la lata. “Vamos a quemarlo”, dijo
una chica. “Mejor lo ahorcamos”. “Pero si ya está
muerto”. “No importa. Busquen una pita. Vamos a
ahorcarlo como a un blanquito”. Pirulo y Ludo se mi¬
raron. En ese momento los muchachos los distinguieron y
quedaron callados, observándolos a su vez impasibles.
Pirulo intentó una sonrisa que no encontró ningún eco.
La horda seguía mirándolos. Ludo creyó notar que
todos esos niños, sin excepción, tenían expresión de
adultos y esto le produjo un escalofrío. “Vámonos’, di¬
jo cogiendo a Pirulo del brazo y se alejaron rápida¬
mente.
— 133—
jecer. Quizás la vejez consistía en eso: tener en su vida
muchos muertos. “Es demás, no voy a ir”, dijo Ludo.
Pirulo se puso de pie: “Enciéndeme un cigarrillo en¬
tonces. No puedo hacerlo, todavía con una sola mano.
Yo también estoy deprimido, no creas. Fíjate como
tiemblan mis dedos”.
— 134—
alrededor más de dos oyentes, de preferencia un grupo,
para cobrar una súbita locuacidad, un apetito de domi¬
nación y una elocuencia que se fortalecía conforme ha¬
blaba, se alimentaba de su propia secreción, hasta que
su parla alcanzaba el aspecto de un bosque en llamas,
donde ardía el idioma, salían disparadas las frases y uno
terminaba convencido que el uso de la palabra, en al¬
gunas ocasiones, podía convertirse en una verdadera ca¬
tástrofe.
— 135—
al dinero un destino estático y disolvente. Quinto: por
todo lo expuesto y ateniéndome a las razones indicadas
anteriormente, desarrolladas, explicadas, precisadas y
comentadas, considero que ha llegado el momento de
que rectifiquen su punto de mira anticuado y decaden¬
te y recurran a una estrategia adecuada a nuestra épo¬
ca, es decir, que vendan los departamentos”.
— 136—
le daba lo mismo, que no entendía nada de negocios y
que le dieran otro cigarrillo. Genaro buscó la mirada de
Ludo, que estaba perdida en las lágrimas de la lámpara
central. Ludo aceptó el desafío, vio como los ojos de
Genaro lo escudriñaban con firmeza. Ludo resistió esa
mirada, estuvo a punto de esquivarla, resistió aún, pues
sabía que los silencios establecían un corto circuito en
el fluido mental de Genaro y lo hacían perder contacto
consigo mismo. Al fin lo vio desviar la vista, empezar
a sudar copiosamente y buscar su pañuelo. “Mañana
doy mi respuesta”, dijo y poniéndose de pie salió a la
calle.
XVIII
— 137—
Rímac. Chirriantes tranvías pasaban rumbo a Abajo del
Puente. Ludo miró un momento ese barrio, como si lo
viera por primera vez, grisáceo y chato, un poco desni¬
velado con respecto al resto de la ciudad. ¿Qué hacía
allí? ¿Quién vivía allí? ¿Había dado un examen? ¿Qué
le había preguntado el profesor? ¿Por qué caminaba la
gente? ¿Cómo caminaba? ¿Quiénes eran los perros?. Lu¬
do sintió que el libro dé Dereehb. Comercial se desliza¬
ba de sus dedos y haciendo un esfuerzo lo atrapó cuan¬
do estaba a punto de caerse al río. “Como el cadáver de
una septuagenaria, nacen limpias las aguas en la alta
montaña y al avanzar”. Esta vez no hubo remedio: el
libro se fue al río, sin que Ludo pusiera mucho empeño
en impedirlo. Desde lo alto lo vio rebotar contra una
piedra y hundirse lentamente con sus páginas abiertas
en la corriente turbia.
— 138—
sa mortal, jardín sin caño de agua. Ludo dijo que sí y
llegaron a su casa. “Buen trabajo”, agregó, “pasa a bus-
canne un día”. A su casa penetró por la boca y antes
de dormirse observó que su escritorio era también un
hombre agazapado que lo miraba con sus dos cajones
y lo fusilaba con sus cerraduras.
— 139—
lado en Vaucouver, San Francisco, Panamá. “Les en¬
canta posar. Creían que yo era un artista, imagínate, y
me cobraban media tarifa”.
— 140—
Seguían caminando. Segismundo estaba infatigable¬
mente locuaz. Decía: no hay imagen más perfecta de la
sociedad que un barco. Un barco peruano es la imagen
de nuestro país. Podrido hasta las bodegas. Como ayu¬
dante de contador he visto medrar a todo el mundo. Yo
mismo he robado. ¿Cómo se puede ser moral?. En el
Parque Salazar: vivimos entre estafadores, entre espa¬
dachines. Hay gente que me dice: tu padre es honrado.
Mentira, es un cojudo. El tuyo también lo fue. Cómo se
reirán de ellos sus patrones. Y para consolarnos dicen: qué
hombres íntegros, qué honorabilidad. De regreso a la
Bajada de los Baños: ¿en qué se diferencia un banque¬
ro de un gángster? ¿o un investigador de un ratero? La
frontera es muy sinuosa. Esto lo sabe todo el mundo. Yo
prefiero a los gangsters y a los rateros. Son más puros,
proceden con mayor franqueza: violan la ley, los otros
simplemente la dictan.
— 141—
tos y algodones en todos los caminos, voy a dar latiga¬
zos en el prepucio a los policías, voy a componer una
ópera donde el tenor sea un obispo y la diva una perra
estéril, voy a vomitar, voy a reventar.
— 142—
seria un bardaje?. Siempre le daba pereza buscar en el
diccionario. Sus dedos vacilaron, incapaces de interesar¬
se por tantas historias ya leídas. Buscar en cada libro
los trazos a lápiz, las huellas de sus uñas, para caer so¬
bre las mismas frases: “Amar a la humanidad es fácil,
lo difícil es amar al prójimo” o “Temería ser el súbdito
de un país gobernado por un hombre que haya ganado
un premio de virtud”.
— 143—
penaban para hacer una flexión sobre la barra horizon¬
tal. Al fin logró pasar una pierna y quedó colgado, con
la cabeza en el vacío. Luego se encontró caminando so¬
bre las ramas trenzadas de la parra, acercándose a la
ventana. Su cara se pegó a la reja. Un visillo blanco de¬
jaba traslucir el dormitorio luminoso, donde la Walki-
ria, sentada en un pequeño pupitre, dibujaba en un cua¬
derno. La Walkiria de trece años, con su blusa celeste
de colegiala. Hacerse pasar por Armando y regalarle
una acuarela. Cuando la Walkiria se puso de pie creció,
envejeció. No era una blusa celeste, no tenía trenzas.
¿Quién era esa mujer? Era la Walkiria. Se llevaba a la
boca algo, que no era un lápiz de cera. Fumaba y el
hombre rubio en la cama sonreía agitando un llavero.
Era la niña rubia sentada en su pupitre. Godelive, mur¬
muró Ludo. Era la Walkiria violada en el campo de con¬
centración por un soldado negro. Era la vecina madura,
la secretaria trilingüe. ¿Quién era la mujer que se sen¬
taba en la cama al lado del horribre dorado, braquicé-
falo? Era y no era la colegiala. Pero la mano del hom¬
bre rubio cogia su rodilla, la mano levantaba la falda,
la mano acariciaba el muslo. Risas. El hombre besaba a
Godelive, a la colegiala. El pupitre estaba lleno de po¬
tes de maquillaje. La colegiala dibujaba su propia cara
frente al espejo. La mano en el muslo. ¿Dónde estaría
Armando?. Ludo contempló aún los dos muslos acari¬
ciados, el triángulo del calzón y sólo se apartó dé la
ventana cuando el hombre le daba la espalda y cubría
la imagen de la niña maculada. Desde el borde del em¬
parrado contempló el césped y saltó al vacío. Dos me¬
tros de caída. En cuclillas dio varios rebotes, pateando
de paso la botella y encalló cerca de los geranios. Allí
bajo el cordel de ropa tendida, gemían las sirvientas.
Ludo se echó de espaldas mirando el cielo donde se de¬
rrumbaba un planeta, mientras su mano viajaba por
su vientre. .
XIX
— 144—
paloma muerta”. El Buick oficial, exactamente igual al
estrellado, se deslizó como uña lancha por los baches
de la Avenida Pardo. Pirulo manejaba con prudencia.
El día anterior habían llevado a Segismundo a la Esta¬
ción de Desamparados, para que tomara el tren rumbo
a La Oroya, primera etapa de un viaje incierto. “Don¬
de las mellizas, ¿no es verdad?”. Ludo dijo que sí. “Hace
una semana que mi padre me espera en Ayacucho. Pero
me da pereza viajar solo. El necesita el carro allá. No
sé que mierda está planeando el viejo. Creo que quiere
ser diputado”. Las mellizas los esperaban en el male¬
cón de Chorrillos. Después de muchas búsquedas habían
encontrado un par de chicas, anodinas en verdad, pero
bonitas, fornicables y absolutamente estúpidas.
— 145—
locón. Habían otros carros detenidos, esperándolas tal
vez. “Putas de aquí a un año”, dijo Ludo al verlas ale¬
jarse hacia su casa, cogidas del talle y hablándose al
oído. Pirulo no respondió. Estaba crispado sobre el ti¬
món, mirando el mar oscuro. Ludo esperó algo, tal vez
una confidencia, pero Pirulo se limitó a decir, mientras
arrancaba: “Sí, enloqueció al anochecer”.
146—
tes. Ludo se dijo que corta era la estación del amor y
frágil la alegría. El doctor Font había dicho: tu padre
fue un hombre honrado. Ludo opinó que el mundo iba
cuesta abajo. El señor Naser manifestó su placer por la
música selecta, en especial por las óperas de Wagner y
añadió: deberían azotarlo, quédese usted con la plata,
lo importante es que lo cojan. El doctor Font había di¬
cho: juventud torbellino, mirando la fotografía de ^sU
nieto, para añadir que era duro partir de cero. El señor
Naser lanzó una mirada lasciva a su secretaria y dio a
entender que él no pagaba el t eléfono para que sus
subordinados sostuvieran conversaciones privadas. Ludo
dijo que era necesario sanear la burocracia y terminar
con la corrupción administrativa. El doctor Font opino
que el negocio de los transportes elevaba al cubo los
imponderables de todo negocio. El señor Naser arguyo
que deberían aumentar los impuestos a las grandes em¬
presas, exonerar a las pequeñas y castrar a los indios.
El doctor Font dijo que no creía en Dios. Ludo di]o que
el asunto no ofrecía ninguna dificultad. El señor Naser
sugirió que podría presentarse una demanda a la Pre¬
fectura. Ludo dijo que sí. . .
— 147—
botellas de whisky. Ludo se lo prometió y el Comisario
le dio una orden de grado o fuerza, lo que permitía cap¬
turar al señor López dónde y cuándo se le encontrara.
Con esa orden y con la fotografía del señor López, Lu¬
do anduvo por ese barrio y los vecinos, mirando los
rostros, pensando finalmente en que el doctor Font era
un sabio al confiarle esos casos sórdidos e insolubles y
que el señor Naser era un pobre cretino vindicativo.
— 148—
cnra3o”. “Siéntate hermanón”, dijo Pirulo, “estamos en¬
tre amigos”. Ludo se sentó. Se pidió más cerveza. Los
zambos cogieron la guitarra del patrón. Ludo bebió un
vaso y cuando los zambos cantaban un vals bebió otro
vaso y se dijo que Efraín López y el señor Naser podíart
irse a la mierda, dignamente acompañados por el doc¬
tor Pont y que ese era un lindo lugar y que si bien era
cierto que el doctor Pont había partido de cero, había
otros que no lograban con todos los sufrimientos de su
vida añadir un palote al círculo de su nulidad. “Ahora
cántense un tendero”, dijo Pirulo: “Mi padre va a ser
diputado. Está vacante AyacUcho, porque el otro se mu¬
rió. Mañana me voy llevándole el carro”. Ese mañana
era tan viejo que Ludo no pudo menos que reir. Y ade¬
más, ¿qué cantaban esos zambos?, ¿qué hacían con sus
poderosas gargantas sino lanzar ayes de esclavos?. El
techo de la picantería era de estera, como el bar del ce¬
menterio. Y las botellas llegaban. “Busco a Efraín Ló¬
pez, dijo Ludo, busco al ladrón”. Pirulo llevaba el com¬
pás de la música tamborileando con sus dedos sobre la
mesa. “Busco al que se robó los dos mil cuatrocientos
soles con sesenta centavos”. Los zambos encadenaban
una copla con otra. Gruesas uñas sucias rascaban las
cuerdas. Lindo lugar. Un camión al fondo del río. ¿Ha¬
bría muerto el chofer?. No se lo habían dicho. Su pa¬
dre, una vez, había escrito un artículo sobre el chofer
serrano, en un periódico muy antiguo. Un héroe. “Y
ahora, ¿qué quiere Señor Prefecto?”, preguntaba el zam¬
bo de la guitarra. Ludo dijo que Efraín López era es¬
curridizo como una serpiente. “Eso”, dijo el zambo que
cantaba, “como la serpiente”. Pirulo protestó porque las
serpientes traían mala suerte. “¿Quién habla de dipu¬
tados?”, preguntaba un zambo. Ya no eran dos. Estaba
allí el patrón o su doble. “Una paloma muerta”, excla¬
mó Pirulo echándose a reir. Ludo decía que después de
árduas investigaciones había llegado a la conclusión que
el vals criollo tenía un espíritu conformista. “Correcto”,
dijo uno de los zambos, sin entender. “Oigase esta com¬
padre”, dijo el otro. El patrón cantaba" ahora. Habían
cinco zambos. “Diputado, hermanón, ¿sabes lo que esto
significa?”. “Odiame sin medida ni clemencia”. No, no
era el patrón, era su doble. Su triple. ¿Quién era el pa¬
trón?. Efraín López. Su foto circulaba de mano en ma¬
no. “Es el entenado, es el primo, es el qué sé yo, el que
está' donde la negra Carmen”. Pirulo afirmaba cogien¬
do .su vaso; “Este de aquí, este es el embarcadero”, Lu-
— 149—
do se reía porque uno de los zambos le decía a otro: “Yo
me lavo la cabeza con limón”. Después se puso serio':
veía su casa, nítidamente, un muro alto detrás del car¬
denal, un muro ajeno. El patrón o su triple empezaba:
“Si la reina de España muriera”. Pirulo golpeó su fren¬
te contra la mesa; “Tengo el don, el don de la telepa¬
tía”. Quería adivinar qué color pensaban los concu¬
rrentes. Ludo se dijo si Nelly sería Bethy o si Bethy
sería Nelly. “Azul”, exclamó Pirulo. “Eso”, respondió
un zambo sin dejar la guitarra. Muro blanco con la
Walkiria.
150
Colmena hacia el Parque Universitario. Varios acopla¬
dos formaban un tren iluminado y vacío. El bar Paler-
mo lo acogió con su olor a cocina fría y a tabaco. Allí,
en un apartado, cómo no iba a ser así, estaban Cucho,
Eleodoro, Hugo. “Llegas a tiempo”, dijo Cuchó, “esta¬
mos sin plata”. Hugo decía: “Te has perdido. No se té
vé por San Marcos”. Eleodoro le mostró una postal. Lu¬
do reconoció la escritura de Segismundo. La postal ve¬
nía de Ayacucho y decía: “Viva la vida. Un abrazo”.
“Hace una semana me escribió de Huancayo. No sabía
que estaba en Ayacucho”, dijo Ludo. Cucho intervino:
“A propósito de Ayacucho. ¿No has oído la radio? Pi¬
rulo ya debe saberlo. Hoy mataron al Prefecto. Parece
que lo hicieron papilla”. “La gente despierta”, añadió
Hugo.
XX
—151
IOS kilómetros ida y vuelta y por viaje, lo que en cua-
!ro camiones y cuatro viajes representa cuarenta mil
kiicmetros de recorrido al mes, que a un rendimiento
de veinte kilómetros por galón de gasolina y si cada
pión cuesta ochenta centavos, hace mil seiscientos so¬
les de gasolina al mes, de modo que si deducimos de
los mgresos brutos las cantidades antes anotadas y si
dividimos el resultado en tres partes correspondientes
al señor Vélez, a usted señora María y a mí, resulta
que al mes recibirá usted quince mil trescientos ochen¬
ta soles. Punto aparte”.
—152
rector de la Escuela de Varones, añadía un detalle: los
indígenas estaban borrachos, detalle que era corrobo¬
rado por Demetrio Quinta, secretario del Juez de Pri¬
mera Instancia, que se tropezjó en una botella vacía de^
jada en los portales de la Plaza de Armas y se rompió
la ceja contra una columna. Sin embargo, el profesor
del Colegio Fiscal de Ayacucho, Agustín Pozo, hacía la
siguiente rectificación: no estaban borrachos sino in¬
dignados pues, según rumores no confirmados, el señor
Prefecto había favorecido en el reparto de las aguas,
gracias a su influencia sobre el funcionario del Minis¬
terio de Agricultura, a la hacienda de don Victoriano
Revila y estaba en arreglos con éste para apoderarse
de treinta hectáreas de pastos pertenecientes a la co¬
munidad de Huari. El capitán de policía Héctor Hua-
mán precisaba que los indígenas tenían un pliego de
reclamos y habían llegado a Ayacucho en número de
noventa y cinco, dato contradicho por Demetrio Quin¬
ta que, a ojo de buen cubero, aseguraba que eran una
cincuentena. Existe el inforine complementario del ca¬
nónigo Prato, que al pasar por el barrio de los Curti¬
dores se tropezó con un grupo de trescientos indígenas.
El empleado de la Farmacia agregó en sü deposición
al Juzgado que a pesar de la hora tardía y de encon¬
trarse solo, el Prefecto concedió la audiencia. El reve¬
rendo padre Fatio reveló que tuvo que suspender su
clase de catecismo que dicta todos los jueves a los anal¬
fabetos adultos, pues gritos de mujeres se escuchaban
en la Plaza de Armas. El capitán de policía confirmó
que se escucharon gritos, pero indefinidos, a punto que los
atribuyó a una de las frecuentes crisis de diablos azules
que sufre el señor Alcalde, y que sólo sospechó que se
trataba de algo anormal cuando el niño Roberto Prató,
el menor de los dieciocho sobrinos del canónigo Prato,
vino corriendo para decirle que había una pelea en la
plaza. No había pelea, argüyó Carlos Condori, tocador
de arpa, sino algo así como una danza callejera a la vera
de un cuerpo tendido en la pista que era objeto ade¬
más de deplorables vejámenes. Un borrachín, cuyo
nombre no fue revelado, pues salía a esa hora del bar
Baccará, vio que un grupo de mujeres indígenas saca¬
ban de la Prefectura el cuerpo —el cadáver, afirma—
del señor Prefecto y lo arrojaban en la pista. El profe¬
sor de colegio, Agustín Pozo, manifestó que dos indí¬
genas habían sido heridos de bala desde la Prefectura,
dato no corroborado por ningún otro testigo, salvo por
— 153—
un doctor Céspedes, de la localidad de Huanta, que afir¬
mó haber atendido esa misma noche en dicha ciudad
a dos comuneros que presentaban heridas producidas
por arma de fuego de pequeño calibre. Tanto el reve¬
rendo padre Fatio como el capitán de policía afirmaron
que entre el grupo de indios, según informes confiden¬
ciales, había algunos elementos disolventes, que no
han podido ser localizados. Esta información es ratifica¬
da por el empleado de la farmacia, que dice haber visto
en el grupo que se acercaba a la Prefectura a un hom¬
bre de raza blanca, corpulento y con gafas negras. El
canónigo Prato, debido a su edad y a su mala vista, dijo
no estar en condiciones de asegurar si había blancos
en el grupo. El capitán de policía dice haber apresado
a veintidós indígenas, entre hombres y mujeres, que es¬
tán a disposición del Juez Instructor y que el examen
legal efectuado por el doctor Amiglio Grado sobre el
cuerpo de la víctima revela que el señor Prefecto mu¬
rió de golpes contusos aplicados al cráneo con una o
varias armas de naturaleza contundente e incluso cor¬
tante y que se practicaron sevicias múltiples sobre el
cuerpo de la víctima, como la perforación de la cuenca
visual y la extirpación de la lengua. Un empleado del
Banco Popular, cuyo nombre ha sido guardado en el
anonimato, manifestó que hacía una semana el señor
Prefecto había cobrado un cheque de veinticinco mil
soles girado por el señor Victoriano Revila, propietario
de la hacienda “La Paloma”. El señor Lauro Catamar-
ca, portero de la Municipalidad, manifestó en un pe¬
riódico mural que él mismo redacta y pega, que el se¬
ñor Prefecto iba a presentarse como candidato a la di¬
putación vacante de Ayacucho y que para ello necesi¬
taba el apoyo de algunos hacendados. El periódico mu¬
ral añade: “¿De dónde venía el canónigo Prato a esa
hora tardía de la noche?”. El señor Catamarca se en¬
cuentra actualmente detenido por difusión de noticias
calumniosas é injurias al clero.
“Esto no lo entiende nadie”, dijo Ludo tirando el
paquete de recortes sobre la cama. “En el fondo había
algo sucio”, respondió Pirulo, “a ese hacendado Revila
lo conozco. Asunto archivado. Se acabó”. Decía: “¿Por
qué le cortarían la lengua? Una cosa tan blanda, tan...”
Decía: “Tan blanda, tan dulce, una lengua que lame y
besa. El viejo hablaba poco”. Decía: “Una lengua roja,
mojada. Más jodidos que nunca ahora. Color dé hormi¬
ga, hermanón. Nos quitaron el carro. Ahora, ahora”.
— 154—
“Ahora jodidos”, decía Ludo mientras avanzaba
ágilmente en medio de la mañana hacia la casa de la
señora Hermelinda Pareja, situada en las calles de Sur¬
co que lindan con los arenales. La señora Hermelinda
comenzó a mentirle tan impunemente que^ Ludo se echó
a reir: “Estoy seguro que el señor Efraín López vive
aquí. Varias personas me lo han dicho. Quiero verlo por
un asunto personal”. Pero era inútil: por María Santí¬
sima, ella no conocía a ningún Efraín ni a ningún Ló¬
pez. Ludo regresó una vez más derrotado. Al llegar a la
Avenida Grau de Barranco vio pasar al taxi de Daniel
y le hizo una seña con la mano. El taxi llevaba a dos
señoras con sombrero. Daniel no lo vio y desapareció
rápidamente entre dos tranvías.
— 155—
cientas cabezas a tres mil seiscientos soles y la otra to¬
nelada la regalamos casi, pues la vendimos a mil seis¬
cientos soles, en todo caso un precio superior a las ca¬
bezas que trajeron los camiones que se habían que¬
dado atascados en Pasamayo, pues los plátanos se ha¬
bían recalentado y nadie los quería ni regalados y de
sol en sol fuimos vendiendo de acá para allá y el resto
lo trajimos a casa, ya que después de todo no es merca¬
dería para botar, que incluso se puede vender en las
verdulerías del barrio o fabricar mermelada”.
— 156—
mente al sujeto que se ha hecho acreedor a una acción
represiva expresamente contemplada por el artículo 221
del Código Penal, al decir del doctor Pont.
XXI
— 157—
de una esquina. Esta vez lo llevó donde un nuevo ami¬
go que había encontrado, a pocas cuadras de su casa,
precisamente en una esquina. Un joven adiposo que
olía a lavanda americana y a whisky escocés. Amane¬
rado. Ludo lo escuchó filosofar sobre los problemas
sociales, con el admirable desapego que le conferían
su sillón Imperio, sus pantuflas y los tragos sorbidos
en ayunas. “Los grandes capitalistas son insaciables ,
decía. Pirulo estaba de acuerdo. El joven adiposo colec¬
cionaba cuadros de la época colonial y vivía solo en una
enorme residencia barranquina. Sus tíos tenían veinte
mil hectáreas de pastos en Puno. “Haría falta una re¬
volución”, decía. Esta vez Ludo estaba de acuerdo. Pero
el joven adiposo añadía: “Una revolución dirigida”.
Mencionó nombres de quienes deberían ser decapita¬
dos, entre los cuales naturalmente se excluía. Una revo¬
lución era para él sólo un problema de decapitaciones
juiciosamente escogidas. “Y además, regenerar a los
indios, porque hay que reconocer, yo lo he visto con
mis propios ojos, son unos seres inferiores”. En el Cuzco
acababa de producirse una invasión de tierras y cuatro
indígenas habían sido asesinados por la guardia civil.
“Voy a contar un caso”. No era otro que el clásico ya,
de los indios que en lugar de ocupar el W.C. construi¬
do para ellos hacían sus necesidades en el suelo. Lue¬
go los invitó a un restorán de Miraflores. Se olvidó de
los problemas sociales. Hablaba de arte, tarareó una
ópera, recitó un poema y cuando los ojos le brillaban
comenzó a insultar a los mozos y a coger con insisten¬
cia a Ludo del brazo cada vez que^ iba a contar una
anécdota. Su mano era viscosa. Había que irse.
— 158—
da, bebió, concibió grandes ideas y al anochecer, cómo
la vela se terminaba y la garúa seguía cayendo y los
objetos que tocaba parecían contagiarle un frío de ani¬
males muertos apagó la vela y salió a la calle.
— 159—
le dio la mano y quedó luego mirando su palma como
si le hubieran dejado en ella una medalla. “No soy doc¬
tor”, dijo Ludo para tranquilizarla, pero Daniel inter¬
vino: “Claro que eres doctor, todos los que van a la
universidad son doctores. Eso lo sé desde que era chi¬
quito”. Ludo no lo contradijo y cuando empezaban a
beber una cerveza entró un chino en la habitación. “No
me lo vuelvas a traer después de las ocho. Ponle gaso¬
lina”. Las llaves volaron hacia la cama y Daniel las
emparó en el aire. El chino desapareció. “Es el dueño
del taxi. Buena gente. Tengo que darle cincuenta so¬
les por noche y el resto para mí”. La mujer, con su si¬
lencio, parecía haberse ubicado fuera de las tres di¬
mensiones del cuarto. Ludo la miró con la intención
de decirle algo amable, pero ya Daniel llenaba los va¬
sos: “¿Alguien dijo salud o. aquí penan?”. Después de
beber cogió su bufanda: “Á ganarse el pan se ha di¬
cho. Acompáñame Ludo. Y tú estáte despierta a las
seis, para el desayuno”.
— 160—
tacos y quedas como un caballero”. Iban hacia la Ave¬
nida Arequipa Daniel prosiguió: “Pero yo no podré
r clínica. Eso está para la gente biení^Qué
diablos. Conozco un tipo que lo hace por cincuenta li¬
bras con un punzón. Seré un criminal, pues”. Un mili¬
tar levanto la mano, pero el taxi siguió rodando. “No
recojo a uniformados. Siempre discuten la tarifa v si
no les h^es caso te mandan a la canasta”. Ludo pen-
° “Conozco unas mellizas en
quieres... Daniel preguntó si eran arre¬
chas. Entonces vamos al tiro. Mañana le diré al chino
que se me bajo la batería”.
— 161—
avenida Grau de Barranco y siguieron hacia Chorrillos.
“Tipo raro. Me tinca que es del otro equipo”, dijo Da¬
niel. “Millonario”, respondió Ludo, “lo conocí esta ma¬
ñana. No sigas, allí delante de la reja”. El malecón es¬
taba desierto, a pesar de que había escampado. Ludo
tocó el timbre de la casa, que tenía las ventanas en¬
cendidas. La arena de Conchán debía estar mojada. Las
mellizas salieron a conversar a la puerta, pero cuando
se dieron cuenta que a Daniel le faltaban todos los dien¬
tes y que el carro era de plaza dijeron que esa noche no
podían salir. Daniel protestó: “Yo ya me había hecho
la idea. ¿Tienes plata?”. Ludo dijo que tenía ochenta
soles. “Entonces vamos donde Carlota. Qué tanto. Ya
nos arreglaremos. Eso sí, un poco de gasolina”.
— 162—
pasado en la boca? ¿Te has quedado sin dientes?”. Co¬
giendo del brazo a Daniel se lo llevó hacia un rincón,
le habló un rato al oído y le dio un beso sonoro en la
mejilla. “¿Listos?”, ■ preguntó Daniel volviéndose hacia
Ludo, “nos vamos a todo full”.
— 163—
se sumó al tumulto. Había allí riñas, peloteras. Algunos
marineros eran llevados casi en vilo hacia los carros.
Daniel regresó: “No hay nada que hacer. Habría que
sacarle la chucha a cincuenta choferes. Vamos a espe¬
rar un rota”.
La cola apenas avanzaba. Taxis piratas se colaban
a veces por la izquierda y avanzaban hacia la reja para
capturar, a sus gringos. Los choferes que estaban a la
cabeza los interceptaban y el tumulto recomenzaba.
Por último la reja se cerró. Una veintena de taxis que¬
daron esperando, mientras otros se retiraban hacia Li¬
ma. Daniel volvió a bajar. Los taxistas discutían con un
policía. “Dice que todavía no han bajado los oficiales”,
argüyó Daniel regresando al timón.. Siguieron esperando
hasta que un hombre comenzó a correr al lado de la fila
gritando: “Los oficiales bajaron a las diez”. Los taxis
que aguardaban encendieron sus motores, dieron mar¬
cha atrás, se enfrentaron, formaron un nudo de nari¬
ces rugientes y finalmente se disolvieron por todas las
carreteras que llevaban a Lima.
— 164—
ni,.?''! “Allí hay otro”, volvió a gritar Da-
cabaret ya en tinieblas exhalaba
marinero que después de dar unos pasos
a éP penumbra. De inmediato se gcer-
co a el. Where are you going?”. “To my friends” res-
Hneín°mirff®°- go para Lima”. El ma-
un á?hííí espaldas en
T 1 ^ go on board”.
nan? condujo al taxi: “Quiere regresar al Callao”.
Daniel entreabrió la puerta: “Ten dollars”. El marinero
dollar” Durante un rato regatearon.
Three ^llars . consintió al fin el marinero subiendo
vuelta sPbre la pista para regre-
??/ Callao. Tres dolares, cincuenta soles”. “Beau-
Líuls girls m Lima. Y have money. But I want to sleep”
Daniel enrumbo hacia el puerto. “I am from Ohio” de¬
cía el gringo. “I’m married. I have two sons. Look”. Su
mano cruzo el respaldar del asiento y enseñó una car-
fotografías. Ludo vio a un hombre en ro-
«TT. llevando hacia el mar a una ni-
Wo^derful , dijo. Daniel encendió un cigarrillo:
¿Manllaste la cartera? Está repleta, cojudo”. “Look”
agrego el gringo, mostrando otra fotografía. Ludo la
^ pasaban bajo un poste del alumbra-
“o- hagas nada. Tranquilo no más”, murmuró
Daniel. ¿Como? , preguntó Ludo. Daniel, en lugar de
responder, frenó al lado de una chacra. Cuando iba a
^agar el rnotor pasó uno, otro camión rumbo al puerto.
Detras venia una fila de automóviles que pugnaban por
pasarse. El taxi volvió a arrancar, pero despacio. Daniel
espiaba por el espejo de retrovisión, miraba hacia los
costados. “Enciéndeme un cigarrillo”, dijo entregándo¬
le un paquete donde flotaban varios Incas achatados A
la derecha vieron la mole de un silo dp trigo. El taxi
aceleró, frenó un poco para dejar pasar a un colectivo
volvió a acelerar y de pronto viró a la derecha y rozan¬
do un árbol se internó por una pista lateral que desem¬
bocaba en el muro de una fábrica. “¿Adónde vas?”, pre¬
guntó Ludo. El marinero que dormitaba se sobresaltó.
Ts this the port?”. Daniel avanzó un trecho por la an¬
gosta pista de tierra y frenó. “Get out”, dijo, “the car
is malogrado”. De inmediato abrió la portezuela y bajó.
“Get out”, repitió. El marinero se incorporó en el asien¬
to para mirar por la ventanilla: “Where is my ship?”.
Daniel abrió la portezuela de atrás: “Yes, yes, the
ship”.
— 165—
El marinero descendió y quedó parado en medio de
la pista, mirando a su alrededor: ‘I can’t see it”. Daniel
se acercó a él: “Yo tampoco veo nada. Ten doUars”. El
marinero abrió las pupilas, pero ya Daniel elevándose
como disparado ppr una honda atravesó el espacio que
los -separaba y le dio un cabezazo en la nariz. El gringo
cayó de espaldas. Daniel se abalanzó sobre él. Ludo bajó
del carro. En el suelo una masa daba vueltas. “Mari-
ner”, chillaba el gringo. Ludo lo vio ponerse de pie.
Otra vez había caído. Daniel estaba ahora sentado sobre
él, con una mano le apretaba el cuello y con la otra le
removía la cara a puñetazos. De pronto salió disparado
hacia atrás. La “manizuela”, gritó. Ludo miró hacia el
carro, que seguía con los faros encendidos, pero en lugar
de ir hacia él avanzó hacia la pelea. El gringo se de¬
fendía y chillaba. “Del cuello”, exclamó Daniel. Ludo
se acercó más, cogió al gringo del cuello, pasándole el
antebrazo por la garganta y tiró hacia atrás. Con gran
esfuerzo pudo incorporarlo, justo cuando Daniel, nue¬
vamente de pie, abría los brazos y lanzaba una pierna
hacia adelante. El golpe fue tan fuerte que Ludo mismo
cayó al suelo, aplastado por el gringo. Daniel se acercó
y dio aún dos, tres puntapiés al bulto que se movía.
Enseguida se agachó y rebuscó en los bolsillos. “Sube al
carro”, gritó. En la fachada de la fábrfca uña luz se
encendió. El carro dio marcha atrás y Ludo tuvo la im¬
presión de que sus llantas pasaban sobre el tronco de
un árbol. “Cuenta”, dijo Daniel tirándole una cartera
a las piernas, mientras enfilaba hacia Lima. “No'’, dijo
Ludo devolviéndole la cartera, “llévame a mi casa”.
XXII
— 166—
Clínica Americana de San Isidro otro hombre respira¬
ba con una mascarilla de oxígeno. Y en una casa peque¬
ña de Miraflores, con el techo ahogado bajo las enre¬
daderas, Ludo leía el pasaje de un libro que decía:
“Morir es fácil. Lo duro es que los demás nos sobrevi¬
van. Si nuestra muerte entrañara la destrucción de to¬
do el universo moriríamos tranquilos. Y sin embargo,
nuestra muerte entraña la destrucción de todo el uni¬
verso”.
—167
%
— 168—
Torres Paz. El hombre venía detrás. Ludo echó una
ojeada a su alrededor y distinguió la pensión Lourdes.
Penetró en el vestíbulo y quedó mirando por detrás de
la mampara. El hombre pasó de largo por la calzada.
— 169—
se sumó al tumulto. Había allí riñas, peloteras. Algunos
marineros eran llevados casi en vilo hacia los carros.
Daniel regresó: “No hay nada que hacer. Habría que
sacarle la chucha a cincuenta choferes. Vamos a espe¬
rar un rota”.
La cola apenas avanzaba. Taxis piratas se colaban
a veces por la izquierda y avanzaban hacia la reja para
capturar a sus gringos. Los choferes que estaban a la
cabeza los interceptaban y el tumulto recomenzaba.
Por último la reja se cerró. Una veintena de taxis que¬
daron esperando, mientras otros se retiraban hacia Li¬
ma. Daniel volvió a bajar. Los taxistas discutían con un
policía. “Dice que todavía no han bajado los oficiales”,
argüyó Daniel regresando al timón. Siguieron esperando
hasta que un hombre comenzó a correr al lado de la fila
gritando: “Los oficiales bajaron a las diez”. Los taxis
que aguardaban encendieron sus motores, dieron mar¬
cha atrás, se enfrentaron, formaron un nudo de nari-'
ces rugientes y finalmente se disolvieron por todas las
carreteras que llevaban a Lima.
171—
El marinero descendió y quedó parado en medio de
la pista, mirando a sú alrededor: ‘I can’t see it”. Daniel
se acercó a él: “Yo tampoco veo nada. Ten dollars”. El
marinero abrió las pupilas, pero ya Daniel elevándose
como disparado por una honda atravesó el espacio que
los separaba y le dio un cabezazo en la nariz. El gringo
cayó de espaldas. Daniel se abalanzó sobre él. Ludo bajó
del carro. En el suelo una masa daba vueltas. “Mari-
ner”, chillaba el gringo. Ludo lo vio ponerse de pie.
Otra vez había caído. Daniel estaba ahora sentado sobre
él, con una mano le apretaba el cuello y con la otra le
removía la cara a puñetazos. De pronto salió disparado
hacia atrás. La “manizuela”, gritó. Ludo miró hacia el
carro, que seguía con los faros encendidos, pero en lugar
de ir hacia él avanzó hacia la pelea. El gringo se de¬
fendía y chillaba. “Del cuello”, exclamó Daniel. Ludo
se acercó más, cogió al gringo del cuello, pasándole el
antebrazo por la garganta y tiró hacia atrás. Con gran
esfuerzo pudo incorporarlo, justo cuando Daniel, nue¬
vamente de pie, abría los brazos y lanzaba una pierna
hacia adelante. El golpe fue tan fuerte que Ludo mismo
cayó al pelo, aplastado por el gringo. Daniel se acercó
y dio aún dos, tres puntapiés al bulto que se movía.
Enseguida se agachó y rebuscó en los bolsillos. “Sube al
carro”, gritó. En la fachada de la fábrica una luz se
encendió. El carro dio marcha atrás y Ludo tuvo la im¬
presión de que sus llantas pasaban sobre el tronco de
un árbol. “Cuenta”, dijo Daniel tirándole una cartera
a las piernas, mientras enfilaba hacia Lima. “No”, dijo-
Ludo devolviéndole la cartera, “llévame a mi casa”.
XXII
-^172—
i® estaba su madre sentada en un sofá, espe¬
rando. Que he hecho mal en poner el aviso de alqui¬
ler para hoy pues es dia de fiesta, que pondrá otro para
el treinta y uno . Ludo fue a su dormitorio, leyó un
papel donde^ decía “No me da la gana, no quiero íimos-
nas y haciéndolo un rollo lo tiró al suelo. Llevar sus
hbros al cuarto de su abuela. ¿Pedirle diez mil soles a
Genaro? Todo difícil. Ir donde Pirulo.
— 173—
Dejó sus cosas amontonadas en el cuarto de su
abuela y se fue al Porvenir, a buscar a Estrella. Sólo
su consejo. Como siempre, demasiado tempra.no. El Tur-
billón estaba cerrado. Vagó por la feria aún sin ani¬
mación. La tarde se puso mustia. En un bar tomó un
pisco, rodeado de obreros. Era la hora fatal de los bebe¬
dores. Un poco lúcidos aún, cambiaban entre sí frases
largas y adornadas, mientras detrás del mostrador los
observaban impasibles orientales. Obreros, que vivían
al día, exonerados del porvenir, ¿qué otra cosa podían
hacer? Cuando se. lanzó el primer “Viva el Perú”, Lu¬
do salió del bar. El Turbillón estaba iluminado. Ludo
miró a través de los visillos de la mampara y vio a Es¬
trella en mostrador conversando con la dueña. En
una mesa vecina el tuerto bebía un trago conversando
con otras mujeres. Ludo se fue a la acera del frente y
se refugió en otra chingana, cerca de la puerta. Gente
pasaba rumbo a la feria. En el mostrador se bebía pis¬
co. Alguien decía: “Seré negro, pero mi padre usaba
tongo”. Al fin el tuerto salió del Turbillón y se fue
rumbo a los restorantes de La Parada.
— 174—
^os Claveles con unos gringos y tú te acercaste. Noso¬
tros nos metimos en un t.aví v mi^Tnrir» i»*. •.-.4
— 175—
servar por debajo de la mesa. Ludo^ agachó la cabeza
en el momento en que Estrella recogía sus faldas sobre
su vientre para dejar sus muslos al descubierto: en uno
de ellos, cerca de la liga, había una marca oscura. “A_
veces, cuando toma, tú sabes bien ,es chiquito, pero se
vuelve un bruto”. Ludo seguía mirando, no ya el more¬
tón, sino lo que lo rodeaba, “Me voy”, escuchó que de¬
cía Estrella. Cuando Ludo se enderezó la vio que se
ponía de pie. “Mi tiempo cuesta caro”, decía, “estoy
perdiendo clientes”. Ludo no intentó retenerla más. Só¬
lo preguntó: “Entonces, ¿qué debo hacer?”. “No sé. Pero
lo mejor es que pagues. No le digas que has hablado
conmigo”. Ludo quiso acompañarla, pero ya Estrella
salía del bar rápidamente, con la cabeza encogida entre
los borrachones.
— 176—
calle. En la página de las provincias se leía: “Invasión
de tierras én Puno. Un grupo de indígenas. . . madruga¬
da. . . bandera peruana... custodios del orden... tres
muertos”. Ludo prestó atención a una frase del cronis¬
ta: “Se sospecha la intervención de elementos disolven¬
tes”. ¿Quiénes serían los elementos disolverites? Ludo
imaginaba una gruesa botella de ácido sulfúrico. Otra
noticia le llamó la atención: “Próxima aparición de una
revista de cultura”. Se refería a Prisma.
— 177—
anodino le produjo un malestar instantáneo casi un
daño físico, cuyo causa no trató ni siquiera de averi¬
guan AI poco rato estaba en el tranvía que iba hacia
lama, balanceándose contra uno y otro de los rieles
inclemente del tolón tolón. Del trole
saltaban chispas azules que iluminaban las chacras De¬
cirle que no, que lo mandaría a la cárcel. Además ane-
Cató L‘’2Íh‘ÍT toda la viSC 'Ludo
Julio y se echo a caminar hacía el Por¬
venir. Largo camino, entre bares y ferreterías Pasó
por la calle de los burdeles, llena de marineros y soL
P^^’^^nos. Permiso para un patriótico polvo Era
sus m cohetes cayó a
m ^ 1^- disperso por los aires, entre un huir de
estera llenos de vasijas. Tal vez
vfn ^ fñ ^ P^^P^^fba esa gente sus tesoros. Ludo
p lo lejos el anuncio del Turbillón, pero antes de
q pudiera leer claramente sus letras sintió aue le
pasaban la voz: “Salud, zambo”. De un umbral se deí
dilndile ta ma“o ^
— 178—
alguien quiere abrir el pico, le mando a Estrella y so
acabó. Y si Estrella no quiere, bueno le”. “¿Qué cosa?”.
El tuerto encendió su cigarro: “Represalias, compadre,
una buena patada en el culo y se acabó . Ludo sorbio
su pisco. Cuando quiso encender otro^ cigarrillo noto
que su mano temblaba. El tuerto seguía; “El Sexto es
duro, zambo. Lo primero que hacen es violarte. Buenas
vergas por allá. Gente atrasada, sabes, de la vieja guar¬
dia, años de años allí, negros curtidos, a chavetazos te
bajan el pantalón y si no”. Ludo buscaba un argumen¬
to. “Esto es una estafa”, dijo al fin. “Suficiente’, dijo
el tuerto, “no soy hombre de labia, pero lo que digo lo
hago. ¿Me das el bollo o no? Dímelo al tiro. Si no lo
sueltas ahorita”. “Y si no te lo doy, ¿qué me haces? .
“Ya te lo dije, carajo” (el tuerto quedó callado. El japo¬
nés se acercaba preguntando si lo llamaban). Otra copa
Si te haces el pendejo, te agarro compadre. Ahora o al
Sexto”. Ludo quedó callado, mientras el tuerto busca¬
ba otra vez cerca de su axila. “Acá tengo el numero,
llamo al 57456 y te has jodido. Digo no más: aca lo ten¬
go v el caimán llega a la carrera”. Ludo aventuro otra
pregunta; “¿Y qué pruebas tienes?”. El tuerto no otra
vez; “Qué pruebas ni que carajo. Ya te las sacaran a
patadas”. Ludo terminó su trago: “Está bien. Nos ve¬
mos dentro de una hora”. El tuerto lo acompaño a la
puerta y siguió con él un trecho; “Diez mil soles es po¬
co. ¿Sabes cuánto ofrece la embajada? Dólares, zambo.
Un fortunón. Te espero aquí a media noche . Aquí
no” dijo Ludo. El zambo lo acompañó un poco mas.
“¿Como que aquí no?”. Ludo dijo; “A mí rne gustan
las cosas claras, sin testigos. Nos vemos en el Campo de
Marte, delante del monumento a Jorge Chavez. No sea
que después me ensartes. Chau’.
XXIV
— 179—
Pero no dejar nada en el cuarto. Precauciones. ¿Por qué
reventaban cohetes? Hasta en Santa Beatriz.
ma SnlVay,r'g?üíor¿Írn“d
— 180—
claro, esso era la oscuridad, esso lo que buscaba cerca'
del monumento, esso.
—181
el tuerto le atrapó la punta de los dedos; “¿Qué espe¬
ras?. Venga eso”. Esso, pensó Ludo, esso otra vez en
doy, (oh, el cono, pun¬
tiagudo, cubierto de angelones) te lo doy, pero si no te
Chávez, si no te lo doy’. “Me
Íí^ tuerto. Ludo retiró su mano, ,cuyos de¬
dos le ardían y retrocedió un paso. “Tuerto de mierda”
se atrevió a decir y le bastó escuchar esta frase que él
retroceder un paso más,
nn. El cono. Le pareció
que la sombra avanzaba a su lado y lo tenía cogido de
a manp Para eso me has hecho venir?. Suéltalo o
te coso . Ludo miro hacia la sombra. En una de sus ma¬
nos la sombra tenía un objeto retorcido y brillante co¬
mo un fino_tirabuzón de acero. “Te corto, viejo no ?o
no^nnp^ canana . Ludo quedó inmóvil, atento a ’la ma-
cuello. “Otro
trago , dijo. Nada de tragos”. Ludo añadió' “Ésbera
carajo, voy a sacarlo”. La mano continuaba en S S
Ludo yeia la luna en el cielo y cerca de su nuca otra
pequeña luna dorada y temblorosa, pero muy cerca tan¬
to que hubiera podido alcanzarla con su boca Metiendo
la mano al bolsillo cogió la cacha del revólver. Con el
seguro y en un instante tenía el
evolver en la mano. Le pareció que la luna caía sobre
su cabeza y apretó el gatillo. Sonó como un cohete ni-
sado, pero la sombra en lugar de avanzar se mantudo
® apretar el gatillo y vio que el
tendido en el suelo. Decía algo Ludo se
un ffemirin’^T escuchaba nada. Apenas le^parecía oír
un gemido. La sombra empezó a rodar, pero ránidamen
te, tanto que Ludo la perdió de vista. Miró en todas di¬
ta saber adónde había ido a parar. Sólo es¬
taba a veinte pasos de distancia, detenida contra un
suave montículo, inerte. Ludo tuvo la impresión de
era algo que se había coagulado. Guardó su revólver
De su saco extVajo su cartera. Cogió los dos billetes de
Y fotografía del gringo y metió todo en
el bolsillo del caído. Se alejó despacio, luego le careció
que alguien lo seguía o que caminaba sobre un tambor
y empezó a correr hacia las luces. tambor
182—
tancia. Estaba a la espalda del club Lawn Tennis, De
bía haberse celebrado allí una fiesta, porque estaba ilu- '
minado y por la puerta falsa salían parejas conversan¬
do. Subían a una fila de carros. A Ludo le pareció dis¬
tinguir a Carlos Ravel que se dirigía hacía un converti¬
ble negro llevando del brazo a una muchacha de largo
pelo oscuro. ¿Sería Lisa?. Volvió a sacar su revólver,
pero se dio cuenta que no era Carlos Ravel. Lo guardó
y cuando la primera oleada de carros arrancó, se puso
de pié rumbo a la Avenida Arequipa. Tenía que con¬
tornear una pared alta, la del club, con tela metálica
sobre el muro para impedir la fuga de las pelotas. Por
la calzada solitaria caminaba un policía. ¿Por qué te¬
nía que seguir su mismo camino?. El policía no se daba
prisa. No rehuir el peligro, se dijo llevándose la mano
al bolsillo. Pero al llegar a la esquina el policía cruzó
la acera y se encaminó hacia la avenida Alfonso ligar¬
te. Ludo se detuvo en la esquina. Sentía calor. Sacán¬
dose la bufanda la metió en el bolsillo de su saco. Se
fue caminando por la avenida Wilson hacia la Plaza San
Martín. Cerca de la Penitenciaría divisó a una vieja que
esperaba el tranvía para Magdalena. La vieja lo siguió
con la mirada. Ludo se detuvo para observarla. No era
una vieja, era un cura. ¿El Hermano Director, tal vez?.
Otra vez metió la mano al bolsillo. “Un sacerdote ase¬
sinado en pleno centro. La policía investiga”. Ludo se
iba a acercar un poco más al paradero, cuando un tran¬
vía chirriante e iluminado desembocó por el Paseo de la
República.
— 183—
1^0 'Pirulo lo cogio del hombro: “¿Palabra que te gus-
to? No esta terminado”. “Préstame diez soles”. Pirulo
le dio el billete: “Quédate aquí. Cuando el Zela cierre
nos vamos a Ix)s Bohemios, después donde el japonés
Tacora, después a la Plaza de la Inquisición”. Ludo se
alejo guardando su billete. El sol es una plaza donde
la muerte gira locamente. Alguien le pasó la voz desde
un tran-via y Ludo, sin darse el trabajo de identificarlo
respondió con una seña. Mientras se acercaba a Paler-
mo pensó que muy bien podía ser el hombre que lo si-
guio una vez por Santa Beatriz, es decir, Efraín López
e imberbe de la fotografía. Pero ya se encontraba fren¬
te a Palermo. Quedo detrás de los batientes de la puer¬
ta, dentro del bar. De un apartado lo llamaron. Eleodoro
avanzo hacia el con los brazos abiertos: “Viva la vida”.
decía: “La luna ha parido estrellas en tu fren¬
te . Esta frase espeluznó a Ludo, que miró aterrado la
mesa donde un grupo de personas sonreía. “Prodigioso
ensayo , Tesis de doctorado”, “Es una bestia” Ludo
creyó reconocer a sus amigos. Cucho se irguió: “Sale
Prisma por fin. En estos días. Esta tarde el doctor Ros-
talinez. La caratula”. Ludo extendió la mano hacia un
vaso de cerveza intacto que había sobre la mesa y se lo
tomo de un sorbo. Dando media vuelta salió a la calle.
•' ^ j mandíbula. Tomó un taxi y le dio la direc-
cion del cuarto de su abuela. Lo primero que hizo ai lle-
gar fue buscar la llave de la luz, Mumbrado por un fós¬
foro. Luego de encenderla se miró en el espejo del enor-
el mentón y los mis
avejentados. Luego se olvidó del espejo y miró el rope-
prodigiosamente grande, lleno de cajones
perillas torneadas y molduras esculpidas a mano AÍ
desplomó del último compar-
enorme caja, se destrozó contra el suelo
y dejo desparramados veinticuatro sombreros antiguos
de mujer. Ludo se puso uno que llevaba velo negro v
P™!’® ‘los o iros más, llenfs /e
polillas, sm reír, distraído. Detrás de los muros llegaba
el rumor de une discusión. Ludo entró al mSculo ba-
excusado espió por el res-
Potio, una ventana iluminada. Un vieio en
tirantes leía un periódico sentado en una silla Era una
cocina. Una vieja daba vueltas en torno de él “Has
rruinado mi vida” decía la vieja. El hombre sin deiar
el periódico, respondía: “Cállate’ mierda”
Treinta anos de tormento”. “Cállate mierda”. “Me vas
— 184—
a volver loca”. •‘Cállate mierda”. “Tomo a Dios por tes¬
tigo . “Cállate mierda”. Ludo saltó del excusado y re¬
gresó al dormitorio. Sentía un peso en el bolsillo de su
saco y metiendo la mano sacó el revólver. Acercándose
al espejo del ropero apoyó su caño en la sien. Ludo
Tótem desaparece, pensó, se convierte en un gorgojo, en
un infusorio. Su reflejo le pareció ridículo, de mal gus¬
to. En el acto tiró el revólver sobre la cama y cogiendo,
su máquina de afeitar se rasuró en seco, heroicamente,
el bigote.
— 185—
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5
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Ribeyro, Julio Ramón
Los geniecillos dominicales
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JULIO RAMONRIBEYRO
Julio Ramón Ribeyro, ganador del Premio Expreso-Populibros
es un autor consagrado nacional e internaclonalmente. (El año pa¬
sado su libro de cuentos Los Gallinazos sin Plumas, ha sido un
éxito de la prestigiosa editorial francesa Gallimard).
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