Und Océano Pacífico Tomo I. Editorial - Saturnino Calleja - S.a.ma - Orid.
Und Océano Pacífico Tomo I. Editorial - Saturnino Calleja - S.a.ma - Orid.
Und Océano Pacífico Tomo I. Editorial - Saturnino Calleja - S.a.ma - Orid.
OCÉANO PACÍFICO
TOMO I.
EDITORIAL-"SATURNINO CALLEJA" S . A . M A . O R I D .
BIBLIOTECA CALLEJA
( S E R I E p o r U L A R )
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El misterio de la calle de Nerrtcionc.í. extraordinaria!
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II D E S A I N T AUBIN W1LKIE COLL1NS
L* hfreden di La mucru viví.
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r Sigue BIBLIOTECA CALUMA (Sene popula}.
NOVELAS DE COSTUMBRES
Costumbristas ban sido '05 n.¿s grandes novelistas cV
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La virgen viuda. Dorinau
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La piel del león. El precio de una vida,
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Yes U «caütiuaciín ds este catálogo al fir?.l del to»o.
EMILIO SALQAR1
UN DRAMA EN EL
OCÉANO PACÍFICO
TOMO PRIMERO
((-'
M A D I D
PROPIEDAD
DERECHOS
RESERVADOS
UN DRAMA
EN EL OCÉANO PACÍFICO
CAPÍTULO PRIMERO
ASESINATO MISTERIOSO
—i Socorro!
—j Mil bombas ! ¿Quién ha caído al
agua.
—Nadie, señor Collin—respondió una
voz desde la cofa del palo de mesana.
—¿Estoy yo sordo, acaso?
—Habrá sido el timón, que tiene las ca-
denas enmohecidas.
—No es posible, gaviero.
—Entonces habrán sido los tigres, que
rugen de un modo capaz cíe asustar a cual"
quiera.
—No; te repito que era una voz humana.
—Pues yo no veo nada, señor CoHin.
—De esto esto}' seguro. Sería preciso te-
ner ojos de gato para distinguir algo en esta
obscuridad.
EMILIO SALGARI
Al través del ensordecedor ruido de la
tí mpestad y de los mugidos de las olas, que
el viento elevaba a gran altura, se oyó nue-
vamente un grito que no parecía proceder
ni de las fiera» de que había hablado el ga-
viero, ni de los hierros del timón. El segun-
do Collin, que estaba agarrado a la barra
del timón, teniéndoles ojos fijos en la brú-
jula, se volvió por segunda vez, diciendo:
—Alguien ha caído al mar. ¿No has oído
un griro, Jack?
—No—contestó el gaviero.
—¡ Pues esta vez no me he engañado !
—Si se hubiera caído algún hombre de
la «Nueva Georgia», los que están de cuar-
to se hubieran dado cuenta en seguida de
la desgracia.
—¿ Entonces?...
—v,-Habrá -algún pez de nueva especie
por estas aguas?
—No conozco ningún pez del Océano
Pacífico que pueda lanzar un grito seme-
jante.
—¿Será un náufrago?
8
VN DRAMA EX El. OCÉ.AKO
—¿Un náufrago aquí, a doscientas leguas
ae Nueva Zelanda? ¿Has visto tú por aquí
algún buque antes de que se pusiera el
Sol?
—Ninguno, señor—respondió el gaviero.
—¡ Socorro!
—¡ Por mil diablos !—exclamó el segundo
mordiéndose los largos y rojizos bigotes
que adornaban su rostro, bronceado por
los vientos del mar y los calores ecuato-
riales—. Un hombre sigue a nuestro bu-
que.
—Sí, es verdad, señor Collin. Yo tam-
bién he oído el grito.
—¡ Asthor!
Un viejo marinero, con larga barba gris
y formas toscas y fuertes qua demostraban
una robustez excepcional, atravesó balan-
ceándose el puente de la nave y se acercó
al segundo.
—Aquí estoy, señor—dijo el lobo de
mar.
,—¿Dónca está el capitán?
—A proa, mi segundo.
9
EMILIO SALGAR!
—-¿Has oíuo un grito?
—Sí, y venía del mar.
—Ten la barra, piloto.
El señor Collin dejó el «.iinón, y agarran
dose al cordaje y a cuantos objetos había
sobre cubierta, para no ser arrastrado pu>
los violentos golpes de mar, que de vez
cuando cubrían la cubierta con fueues mu
gldos, se dirigió a proa. L'n hombre de al
ta estatura, largas y fornidas espaldas y
miembros musculosos daba orden -.-s i.-on
voz llena y acostumbrada al mando a un
grupo de marineros que .Atentaba dssple'
;.;ar una vela del palo trinquete, que el
fuerte viento abana sin cesar.
—Capitán—di j o.
—cQ u e deseáis, Collin?—respondió
gigante volviéndose.
—Tenemos un náufrago en estas aguas
He oído dos veces pedir .socorro.
—¿Cuándo?
—Hace poco.
—¡ Un náufrago aquí! ¡ No hay que per
der tiempo I Virar de bordo. Mi hija no me-
i0
. . . DRAMA EN El ÚC&A •
'M
1
'i.
—Pertenecíamos a la tripulación de un
buque naufragado dos meses ha cerca de la
ida Figii.
—(Cómo se llamaba ese buque?
—El «Támesis».
—¿Una nave inglesa, entonces?
—Sí, señor.
—¿Y os salvasteis los des solos?
—No—respondió el náufrago, en cuya
mirada brilló un extraño relámpago—. En
In isla 1" igii hay otros siete compañeros que
esperan vayan a salvarlos.
—¿Os mandaron a vosotros en busca de
auxilio?—preguntó el capitán.
—Sí, señor.
—En qué condiciones se encuentran?
— En situación desesperada, porque los
utjé medio, muertos de hambre y con la
proximidad de los antropófagos.
—¿Creéis que estén todavía vivos?
—Lo espero, porque todos van armados
- son hombre» resueltos.
—¿Cuántos días hace que dejasteis la
¡sja?
'¡•JO Sjáítí.AKJ
—Trece. Decidme, capitán, c trataréis de
salvar a esos desgraciados?
—Todo depende de una contestación
vuestra—respondió el capitán mirándolo
fijamente, como si quisiera leer en el fon
do de su corazón.
—Hablad, interrogadme, señor.
—Decidme, c por qué tenéis en las mu-
ñecas esas profundas señales?
El náufrago, ante esta pregunta, que de
seguro no esperaba, se estremeció; pero
reponiéndose en seguida, respondió con gran
calma :
—Me la» han producido las cuerdas, pues
me hice atar a la barra del timón durante
la tempestad que ocasionó nuestro nau-
fragio. El mar saltaba a bordo con tanta
furia, que sin aquella precaución me hubie-
ra arrastrado.
—Estoy satisfecho de vos—dijo el capitán
a] náufrago tendiéndole la mano, que éste
< brechó vigorosamente—. Ahora no pen-
séis más que en dormir y en reponeros de
vuest.a peligrosa aventura.
ao
r V / •/. I H 4 /:'.V ¿ % OCÉANO
—Pero mis compañeros de desdichas...
¿no los salvaréis?—insistió el náufrago.
—Apenas cese la tempestad pondré la
pioa hacia la isla Figii.
—¡ Gracias, gracias, señor !
—Ni una palabra más. Ahora descan-
sad.
El náufrago se recostó en la litera; pero
apenas se vio solo se alzó con un movimien-
to de tigre receloso y en sus labios delgados
apareció una extraña sonrisa, una especie
de mueca que habría dado tue pensar a
quien hubiera podido verlo.
Miss Ana esperaba a su padre en el ca-
marote próximo, impaciente por interro-
garle acerca de su conversación con el des-
conocido. Apenas supo lo que éste había
dicho, el alma generosa de la joven sólo tuvo
un pensamiento: salvar a los infelices que
corrían el peligro de sar devorados por los
antropófagos.
—¿Lo harás, papá?—preguntó la gene
rosa muchacha.
—Sí, hija — respondió el capitán—.
31
[ /.; ó $ A i a A u i
ír>mos a salvar a esos pobres marineros.
•—¿Conoces tú esas islas?
—Las he visco una sola ve?, y me ha bas-
tado para juzgarlas.
—¿Están, pues, habitadas por salvajes
[troces?
—Antropófagos de los más terribles, hija
rr.ía, pues se vuelven locos por la carne hu-
mana, que dicen tiene un sabor semejante
a la de la mejor ternera.
—¿Has perdido tú allí algunos marineros?
—He visto a tres caer en las manos de
aquellos feroces caníbales, mientras prepa-
raban el u trepang» a pocos centenares de
metros de mi buque.
—¿Y se los comieron?
—Al día siguiente, al entrar en un pue-
blo abandonado, vimos los esqueletos dfe
aquellos infelices.
—¿Resistirán entonces los desgraciados
compañeros del náufrago?
—Lo creo, Ana, porque Bill Hobbart me
¡>;i dicho que están armados; y los salvajes
temes trinchó a las armas de fusgo.
UN DRAMA EN ÉL OCÉANO
—¿Están muy lejos esas islas?
—En seis o siete días podremos llegar a
ellas, si la tempestad no nos lanza mucho
hacia el Oeste.
—; Quiera el cielo que encontremos vivos
a esos infelices!
—Esperemos que así suceda, hija mía.
Ahora vuelve a tu camarote, que sobre cu-
bierta no se puede estar sin peligro.
—¿Me dejas?
—La tempestad no parece calmarse y mi
presencia es necesaria en el puente. Tú sa-
bes que navegamos por un Océano sem-
brado de islas, islotes y bancos coralíferos,
y que de un momento a otro podríamos en-
callar. Vé, Ana, y no temas nada, que yo
velo atentamente y nuestro buque es sólido.
El capitán besó en la frente a la joven y
subió rápidamente a cubierta, a pesar de
que el huracán violentísimo hacía balan-
cear terriblemente a la nave.
El Océano estaba aún en plena tempes-
tad y el viento no tenía trazas de calmarse
tan pronto. Las nubes, sin embargo, co-
33
Drama en el Océano t
EMILIO SALGAR1
menzaban a ser menos densas, y a través
de sus desgarrones aparecían ya algunas
estrellas. Por más que el peligro no había
cesado aún, era fácil comprender que el hu-
racán acabaría pronto.
Ya era tiempo, porque la tripulación,
cansada de una lucha que duraba tre3 días,
sin haber podido dormir, ni mucho menos
encender fuego, no podía resistir más. La
misma «Nueva Georgia», aunque construi-
da sólidamente y acostumbrada a luchar
con el Océano, se hallaba en un estado de-
plorable. Sus flancos resistían siempre a los
furiosos asaltos de las olas, sin haber sufri-
do avería alguna; pero la arboladura estaba
en completo desorden. Las velas, rasgadas
en muchos sitios, no ofrecían la debida re-
sistencia al viento; el cordaje estaba roto;
las maniobras habían resultado ineficaces,
pues el temporal desvirtuaba el trabajo
cié la marinería y, además, un trozo
de la amura de babor había cedido,
dejando franco el paso a las montañas de
agua.
84
8
UN DRAMA EN EL OCÉANO
Apenas estuvo en el puente el capitán Hill,
se acercó al segundo, que se mantenía siem-
pre cerca del timonel, a fin de que el vele-
ro no se apartase del buen camino, y le
dijo:
—¿Tenemos alguna tierra a la vista?
—No, capitán—respondió el oficial.
—Sin embargo, si mis cálculos son exac-
tos, debemos hallarnos cerca del archipié-
lago de Santa Cruz.
—¿Creéis que la deriva nos haya llevado
tan al Oeste?
—Hace tres días que el viento nos lleva al
grupo de las islas de Salomón, y a esta hora
deberlos navegar a lo largo del 182° pa-
ralelo.
—Pues, entonces, estamos ante un nuevo
peligro. Las islas Salomón no gozan muy
buena fama, capitán. ,
—Ni mejor ni peor que todas las otras is-
las que surgen en este lado del Océano Pací-
fico ; pero pasaremos sin caer en el peligro
de los escollos.
—La obscuridad es tan profunda, que no
35
EMILIO SALGARI
se podría ver una tierra situada a dos gome-
nas de distancia.
—Ya nos la mostrarán las olas y los re-
lámpagos. Pero, ¡ calle ! ¡ No me había en-
gañado !
—¡ Tierra a sotavento!—gritó en aquel
instante un marinero que estaba a proa.
—¡ En guardia, Asthor !—dijo el segun-
do, volviéndose al viejo marino, que sos-
tenía la barra del timón.
—No temáis, señor— respondió el lobo
de mar orzando la barra—. Los salvajes, al
menos poír esta vez, no tendrán el gusto de
.devorar con sus dientes mi carne cori-
ácea.
El capitán Hill, que no sabía exactamen-
te dónde se encontraba, a causa del mucho
tiempo que llevaban luchando con el tempo-
ral, por lo que no había podido en tres días
hacer una sola observación que le diera la
longitud y latitud, fue a proa, para ver con
sus propios ojos la tierra anunciada.
Al fulgor de un relámpago pudo descu-
brir, a menos de dos millas de proa, una
36
i Ai DRAM I -CÉANü
itla que emergía de las espumosas'ondas. Fi-
jando bien la atención, le pareció ver que
en la playa brillaban algunos puntos lumi-
nosos.
—Esa canalla de salvajes nos ha visto y
tratan de aícaernos a tierra—murmuró—.
Pero, mis queridos tragones, el capitán Hill
os conoce muy bien para no dejarse en-
gañar.
En seguida, volviéndose al viejo Asthor,
gritó con voz tonante :
—¡ Eh, viejo lobo, orza la barra y vire-
mos a lo largo!... ¡La astucia de los antro-
pófagos no nos engaña a nosotros !
Ante aquella ocden, los marineros ejecu-
taron la maniobra, y la «Nueva Georgia»
giró a lo largo con una magnífica bordada,
dejando a la izquierda aquella primera isla
que indicaba la proximidad del archipiéla-
go de Santa Cruz.
37
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
LA FRESCURA DE BI..L
CAPITULO V
LOS ANTROPÓFAGOS DEL OCÉANO PACÍFICO
CAPITULO VI
EL DELITO DEL NÁUFRAGO
UN DRAMA EN EL OCÉANO
provistos de largas aletas, semejantes a las
alas de los pájaros, y que, dando en el
agua un coletazo, recorren volando una
distancia de ciento cincuenta a doscientos
metros, para elevarse otra vez apenas caí-
dos al mar, ayudándose al efecto con las
aletas pectorales lo que hace creer que tie-
nen cuatro poderosas alas.
A pesar de verse asaltada por todos la-
dos por el oleaje, que barría por completo
el puente, la «Nueva Georgia)) se portaba
bien y se mantenía valientemente frente al
huracán.
Guiada por la férrea mano del viejo As-
thor, manteníase sobre la vía del Sudoeste,
para refugiarse, en caso desesperado, en la
ensenada de cualquier isla. Corría desen-
frenadamente la pobre nave, cubriéndose
de agua de proa a popa; caía en el fondo
de los abismos espumosos y enseguida mon-
taba hasta la cresta de las montañas de
agua para hundiese otra vez, tocando casi
el mar con el árbol de bauprés, tanto se in-
clinaba de proa; pero siempre salía victo-
81
EMILIO SALCARI
riosa de aquellos asaltos que no la dejaban
tregua.
A poco, por la parte del Sur, cuando el
viento, ya desencadenado, perdió toda di-
rección, girando en todos sentidos y provo-
cando los encuentros de corrientes, que son
generadores de los ciclones, apareció una
especie de cono que parecía bajar de las
nubes para caer sobre la revuelta superficie
del Océano.
El capitán Hill, aunque muy valiente y
dispuesto a todo, palideció al ver el fenó-
meno.
—Se forma una tromba hacia el Sur—
dijo dirigiéndose al teniente Collin, que 8e
iñ había acercado sobre el puente de
mando.
—La «Nueva Georgia» huye rápidamen-
te, señor—respondió el teniente—. Ya es-
taremos lejos cuando se haya formado la
tromba.
—Confiemos en Dios. No temo por mí,
sino por mi pobre Ana.
—Esperanza, señor...
UN ¿RAMA EN EL OCÉANO
El huracán crecía cada vez más. Los
golpes de viento eran tan impetuosos que
parecían salir de un inmenso fuelle colo-
cado cerca de la nave. Sacudía horrible-
mente los palos, rasgaban las velas, ha-
cían voltear como a plumas a los más pe-
sados objetos. Era tal la desolación y el
ruido en la arboladura, que podía temerse
un total derrumbamiento.
Olas sobre olas caían sobre la nave, ba-
rriendo la cubierta de proa a popa, de ba-
bor a estribor, haciendo gemir el cordaje
y los palos, produciendo averías en los
botes y abriendo brechas en la obra muer-
ta. Parecía que iban a acabar por abrir los
flancos del buque y hundirlo en los espan-
tosos abismos del Océano Pacífico.
La noche había llegado, una noche ne-
gra como el fondo de un barril de alqui-
trán. No se veía más que tinieblas, las
cuates se habían extendido por todo el
Océano, como si de momento en momen-
to quisieran hacer más peligrosa y más ho-
rrible la situación de la «Nueva Georgia».
93
EMILIO SALGAR!
Solamente en el horizonte brillaba de vez
en cuando algún relámpago, y a su rápida
luz se veían correr por la cubierta marine-
ros con el cabello en desorden, los ros-
tros pálidos y los ojos desmesuradamente
abiertos. Sobre el puente de mando veíase
la alta silueta del capitán Hill, y a proa la
tétrica figura del náufrago.
En medio de los ruidos de la tempestad,
los silbidos agudísimos del viento y los ru-
gidos de las olas, se oían incesantemente
en las profundidades de la estiba los gri-
tos poderosos de los doce tigres, los cua-
les, aterrados, locos de miedo, en el paro-
xismo de la rabia, se debatían furiosa-
mente dentro de sus jaulas.
Hacia la media noche, una ráfaga, más
impetuosa que las otras, chocó con tal vio-
lencia con el buque, que materialmente lo
levantó de popa, casi sumergiendo la proa.
El capitán Hill, temiendo que la ((Nueva
Georgia» cayera de costado para no levan-
tarse más, ordenó amainar las velas del
trinquete y de mesana, contentándose con
84
UN DRAMA ÉN Él 0CL4N0
mantener desplegadas las velas bajas.
Algunos marineros pretendieron subir a
las vergas; pero !as sacudidas que daba
la nave y los golpes de mar, cada vez más
densos, lo impidieron, viéndose obligados
a bajar a cubierta para no ser lanzados al
mar. Dos hombres, después de correr mil
peligros, pudieron recoger la vela de me-
sana y enrollarla.
La de trinquete, impelida por las rá-
fagas, daba tan violentos golpes que com-
prometían la seguridad del navio y amena-
zaba romper el palo. Era necesario arriar-
la, o por lo menos corearla de una cuchi-
Hada.
El segundo, señor Collín, joven valiente
que desafiaba con intrepidez los peligros,
a' ver que eran vanos los esfuerzos de los
marineros, se lanzó a proa y aferrándose
fuertemente a las escalas, se elevó en las
tinieblas. Otro hombre le había seguido:
era el náufrago.
Sin ser visto, había aprovechado la obs-
curidad profunda y el terror de los mari-
95
i ii o SAL CARI
CAPÍTULOVII
LUS ESCOLLOS
114
UN DRAMA SM KL OCÉANO
CAPITULO VIII
ENCALLADOS EN LOS ARRECIFES DEFIGI! LEVÚ
estarán ahora?—preguntó el
capitán.
—Lo ignoro, pero los encontraremos.
Dicho esto, el náufrago pareció abismar-
se en profundos pensamientos, y no habló
más.
El capitán Hill y su hija abandonaron
la popa y se dirigieron a proa, donde la
tripulación se ocupaba en lanzar otra an-
cla, llamada de esperanza, que es la ma-
yor, y que en vez de cadena lleva una grue-
sa maroma.
El mar se mantenía en calma alrededor
de la nave; pero más allá de la zona en-
grasada las olas se debatían furiosas, con
tremendos mugidos y produciendo algunas
oscilaciones bajo la capa aceitosa, oscilacio-
nes que se notaban en la «Nueva Georgia».
La materia grasa, que se veía brillar a
ia luz de los relámpagos en una extensión
de tres cuartos de milla a sotavento y bar-
lovento, tendía a ser rota por el aire y el
agua; pero en seguida sus partículas por
la fuerza de la cohesión, se unían nueva-
194
u x D¡; EL OCÉANO
mente, oponiendo una resistencia increí-
b'e a los desencadenados elementos.
El aceite no fallaba, y en él estaba la
única esperanza de salvar la nave. Sin
embargo, el capitán y Asthor notaron bien
pronto que las anclas, tal vez porque el
fondo era poco resistente o demasiado
b'ando, empezaban a ceder, dejándose lle-
var hacia las islas de los antropófagos.
—¡ Mal descubrimiento !—dijo el capi-
tán a Ana—. Si las anclas no encuentran
un fondo rocoso, dentro de dos horas es-
taremos a muy pocas millas de la isla.
—Sin embargo, el mar está muy tranqui-
le» alrededor de nosotros—observó la jo-
ven miss.
—No es el mar lo que nos empuja; es
el viento, que arrastra nuestro buque ha-
cia el Sudeste.
—¿Son feroces los habitantes de Figii-
Levú?
—Tan feroces, que los mismos herma-
nos se devoran unos a otros. Se dice que
son los antropófagos más crueles de todaa
125
BU iLIO S ALCARt
CAPÍTULO IX
EL ARCHIPIÉLAGO DE FIQII
jeros?
ilOl
us bosqi
¿oces
.
CAPÍTULO X
UN REY SEPULTADO VIVO
58, se practi^
poder.
La esposa principa1
rey en su gran viaje norqur
- de la corte se lo irr
• y los bi
i
llaman tfaluzzi»
)RAMA EN EL OCÉANO
blanca tejidas con «mari»r que se obtiene
de cierta fibra muy común en todas las is-
las del Gran Océano.
Hecho esto, es transportado con gran
pompa a la sepultura el muerto-vivo; pero
antes de echarlo en la fosa, han arrojado
en ella, ya bien estrangulados, a dos o tres
de los más famosos guerreros, a fin de que
úrvan de escolta y expliquen al Grande
Espíritu que tiene que habérselas con un
gran personaje. También arrojan en la
tumba dos mujeres acabadas de estrangu-
lar, para que le sirvan en la oíva vida.
Estas costumbres, que no pueden ha-
ber nacido más que de las imaginaciones
crueles de los antropófagos, parecen extra-
ñas y aun inverosímiles, tan horribles son,
y podría, creérselas inventadas por la fan-
tasía de los escritores o de los marinos, si
muchos navegantes, que en distintas oca-
:tes han visitado aquel archipiélago, no
las confirmarán todas como vistas por sus
propios ojos. Los misioneros que en estos
años desembarcaron en aquellas
EMILIO SALGAR1
islas intentaron por todos los medios po-
ner un freno a semejantes atrocidades, y en
parte lo consiguieron; pero no hace mu-
chos años aún el reverendo Thomas Wi-
lliam asistió al entierro del rey Somo-
Somo, uno de los más valientes salvajes
que han reinado en Nasima, y que fue
transportado al sepulcro todavía vivo, aun-
que enfermo, así coma dos mujeres, a las
que se estranguló, y que debían acompa-
ñarle en la otra vida. El misionero, aterra-
do e impotente, pues todas sus súplicas
fueron vanas, presenció aquellos horribles
funerales, y hasta oyó los golpes de tos del
viejo rey, después de haberle cubierto ya
la tierra...
piat
Dsspuéu a. de bogar, Bill
dirigió su chalupa hacia la evitan-
,, en el que se r
con alguna ana
pequefk;
la que vqnía a morir un bo.
nanos (uncus indica o), árboles de coloca
les proporciones, con tr ormadoL
nudos entrelazados, que llegan a alcanzar
hasta treinti .....icia, y
cuyas copas forman un;
ade que su sombra put
ientas p; ús.
náufrago,
remero; .¡vieron a di.
tros de la orilla, y no sal:
.aíaba, prepararon i
—c'Qué ocurre?- apilan,
que guiaba ia segunda chai
—¡ Escuchad!
.Jaron silencio y pa<.
i la respiración.
j
A lo lejos se oí lo¿
salvajes, a los que s¿ unían ciertos sonido.:
s que.parecían producidos con con-
chas marinas. El capitán HJ1 palideció y
sintió que el corazón le latía fuertemente.
—cEstán asaltando mi buque?—pregun-
tó ansioso.
—No—dijo Bill—. Esos grii. ^-ncn
de la parte del mar, sino del gran pueblo
de los salvajes. O Vavanuho ha muerto, o
algo grave acaba de ocurrir.
—¿Quién es Vavanuho?
El rey a quien deben sepultar,
—Desembarquemos.
Las dos chalupas se acercaron a la pla-
ya, hasta tropezar' con un banco de are-
na. Los quince hombres, armados de fusi-
BM1L10 SALGAR!
les, pistolas y hachas de abordaje, desem
barcaron entre el grupo de bananos, cuyos
racimos casi tocaban las aguas de la ba-
hía. Bill hizo tapar las dos chalupas con
gran cantidad de ramas y de hojas para
que no fueran descubiertas, y después, po-
niéndose a la cabeza de los expediciona-
rios, se perdió en las sombras proyectadas
por los gigantescos árboles.
Apenas habían dado seis o siete pasos,
cuando Bill se paró bruscamente, apun-
tando con el fusil.
—¿Qué habéis visto?—le preguntó el
capitán Hill.
•—Una sombra ha atravesado el sendero.
•—| Eh !—exclamó en aquel instante una
voz—. ¡ Bill aquí! ¡ O sueño, o loa caníba-
les me han vuelto loco!
160
UN DRAMA EN EL OCÉANO
CAPÍTULO XI
LOS COMPAÑEROS DE BILL
CAPÍTULO XII
EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
LA GRAN MAREA
1
i DEL TOMO PRIMERO
ÍNDICE
, N O V E L ASy POLICÍACAS
El espíritu de análisis y la penetración psicológica que lo»
novelistas de nuestros días lian concretado en excepcio-
nales figuras de policías, llevándoles a desenredar las ná>
complicadas madejas y a penetrar los más escondidos mis-
terios por unos leves indicios, ha creado una rama espe-
cial de literatura que ha tenido, en «1 teatro y en la novela,
éxitos muy sonados. Cahoriau, Conan Dnyle, son autores
que pueden considerarse ya como los clásicos del género.
Sus libros, con los demás cuyos títulos aparecen a conti-
nuación, se cuentan entre los más sugestivos y amenos da
uta categoría.
BELOT GABOR1AU
El parricida, El legajo nútu. 113,
I.ut.ín y Dacolard. El hijo falso.
BUSNACH
Yerros policíacos. JACOLLIOT
CONAN DOYLE El crimen del molino de
Rodney Slone. Usor.
., Estudio en rojo.
CHAVETTE MONTEIl
listie. Juan tic las Ctd&aa*.
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID
54O600682X
LA LITERATURA
-
ESPAÑOLA
RESUMEN DE HISTORIA CRÍTICA
POR
CUATRO TOMOS
En 4.' mayor, de unas 500 páginas cadu uno
DOS EDICIONES
EN RÚSTICA
KN HOLANDESA