Historia Del Fuego en La Cocina

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Historia del fuego en la cocina

La historia del fuego en la cocina se remonta miles de años atrás, cuando los primeros homínidos
descubrieran su utilidad para asar los alimentos (especialmente la carne y el pescado). Desde entonces
su aplicación en la cocina se ha ido depurando hasta los modernos fogones con lo que hoy podemos
preparar la comida de forma segura, sin olores ni humos, y con la comodidad de poder regular la llama
según convenga.

Los Orígenes
El descubrimiento del fuego y su aplicación en la cocina se le atribuye al Homo Erectus —sucesor del
Homo Habilis— que pobló la tierra entre los años 1.000.000 y 300.000 a.C. , en plena época glacial. Se
estima que fue en torno al año 500.000 a.C. cuando se descubrió por primera vez el fuego, en el sentido
de que se consiguió domesticarlo, aprovechando alguna rama candente tras un incendio para luego
mantenerlo y conservarlo.
Este fuego resultaba muy valioso por razones que todos podemos imaginar. En primer lugar para dar
protegerse del frío, en segundo para ahuyentar a los depredadores, usarlo en la caza y, por supuesto, en
la cocina. El fuego no solo hace la carne más tierna y sabrosa al asarla, sino que convierte en
comestibles vegetales que no lo serían sin él. Además extermina parásitos y bacterias, reduciendo el
riesgo de enfermedades.

Con el tiempo, el Homo Erectus inventó diferentes métodos para provocar el fuego (los primeros
“mecheros”), ya fuera con chispas producidas del roce de piedras, maderas u otras técnicas. Lo que le
permitió no depender de los fenómenos naturales o la generosidad de otras tribus para conseguirlo.

La evolución
Durante miles de años el asado fue el único método de cocción, por aplicación directa de la llama o su
calor sobre la pieza de carne, pescado o verdura, situada normalmente sobre la hoguera con algún
sistema de sujeción rudimentario. Valga como imagen la típica pieza de caza ensartada en un palo y
apoyada en otros sobre las llamas crepitantes.
Sin embargo, en el año 7.000 a.C., la cocina primitiva sufrió la primera gran modernización gracias al
invento de las vasijas de barro en el próximo oriente, lo cual permitía no solo asar los alimentos, sino
también cocerlos, calentar agua, preparar sopas… un gran avance que permitió aprovechar vegetales
que no se convertían en comestibles con solo asarlos, como muchos cereales y las legumbres.

Hacia el año 5.000 a.C., aparecieron también en Egipcio y Babilonia los primeros hornos de adobe, que
permitían asar la alimentos de forma homogénea gracias a la refracción de las paredes, evitando el
inconveniente del calor directo del fuego a la hora de asar.
Su nombre, un tanto confuso, proviene del ahorro que supuso confinar el fuego en un cámara construida
con ladrillos, que calentara un superficie de metal donde poder cocinar los alimentos. De esa manera,
los utensilios no estaban en contacto directo con el fuego, se disipaba menos el calor y era más sencillo
acercarse para realizar las tareas habituales durante la cocción.

Su origen se remonta al siglo XVII, cuando el inventor británico John Sibthrope patentó una versión
metálica de la misma, alimentada por leña o carbón, aunque su implantación fue progresiva, ya que el
proceso de cocción resultaba más lento al tener que calentar una pieza de hierro intermedia.

En el año 1802, George Bodley, patentó una versión mejorada de hierro forjado, con calentamiento
uniforme y con un sistema elaborado de escapes que se convertiría en el prototipo de cocina moderna.
En ese mismo año, el alemán Frederik Albert Winson preparó con gas la primera cocina de la historia.
Aunque no fue hasta la década de 1830 que se construyera la primera cocina segura de gas, el primer
modelo de Winson demostraba las posibilidades culinarias del gas, principalmente por su pulcritud y
precisión, en comparación con los fuegos de leña y carbón.

Con el tiempo, el gas fue sustituyendo a la leña y el carbón como fuente de calor en la cocina, por su
eficiencia, limpieza, potencia, comodidad y control. Además, permitía recuperar el tacto de la llama con
los utensilios, recuperando la velocidad de cocción perdida al introducir un elemento intermedio entre el
fuego y las cacerolas.

Las cocinas eléctricas irrumpieron en el mercado casi un siglo después, en 1906 de la mano de Albert
Marsh, aunque debido a su ineficiencia y falta de potencia, no se popularizaron hasta casi otro siglo
más. Hoy en día las cocinas eléctricas (ya sea vitróceramica o inducción) se han convertido en una
alternativa a los fogones de gas, y aunque tienen sus defensores y detractores, nunca podrán tener la
historia del fuego en la cocina.

El descubrimiento del fuego también trajo efectos negativos para los


seres humanos
Cuando los primeros humanos descubrieron el fuego, su vida se hizo más fácil. Podían reunirse en torno
a las fogatas para calentarse, tener luz y estar protegidos. Lo utilizaban para cocinar y así podían
consumir más calorías que cuando comían alimentos crudos, difíciles de masticar y digerir. Por las
noches socializaban hasta tarde, lo que quizá propició que comenzaran a contarse historias y surgieran
otras tradiciones culturales.

Sin embargo, el fuego también tenía desventajas. En algunas ocasiones, el humo les quemaba los ojos y
los pulmones. Es probable que la capa exterior de su comida estuviera carbonizada, lo cual pudo
aumentar el riesgo de desarrollar algunos tipos de cáncer. Al estar reunidos en un solo lugar, también
era más fácil que se transmitieran enfermedades.

Gran parte de los estudios realizados hasta ahora se han concentrado en la ventaja evolutiva que el fuego
representó para los primeros humanos. Se han estudiado mucho menos las consecuencias negativas del
fuego y la forma en que los humanos se adaptaron a ellas, o no lograron adaptarse. En otras palabras,
¿cómo influyeron los efectos dañinos del fuego en nuestra evolución?
“Yo diría que por el momento se discute más en conversaciones informales”, opinó Richard Wrangham,
profesor de antropología biológica de la Universidad de Harvard y autor del libro Catching Fire: How
Cooking Made Us Human. La premisa de su obra es que cocinar provocó cambios positivos en la
biología humana, como cerebros más grandes.

No obstante, dos estudios nuevos han propuesto teorías sobre la manera en que las consecuencias
negativas del fuego afectaron la evolución y el desarrollo del ser humano.

En la primera investigación algunos científicos identificaron una mutación que permite a los humanos
modernos metabolizar algunas toxinas, como las que se encuentran en el humo, a un ritmo seguro. No
se encontró la misma secuencia genética en otros primates, incluidos los antiguos homínidos, como el
hombre de Neandertal y el de Denisova.
Los investigadores creen que la mutación fue una respuesta a la inhalación de las toxinas del humo, que
puede aumentar el riesgo de infecciones en las vías respiratorias, reprimir el sistema inmunitario y
causar trastornos en el sistema reproductivo.

Es posible que esta mutación les haya dado a los humanos una ventaja evolutiva sobre el hombre de
Neandertal, aunque eso solo es una especulación, afirmó Gary Perdew, profesor de toxicología en la
Universidad Estatal de Pensilvania y uno de los autores del artículo. Sin embargo, si esto resulta
correcto, la mutación podría haber sido uno de los mecanismos usados por la especie para
acostumbrarse a resistir algunos efectos negativos del fuego.
Comprender cómo puede haber ocurrido la adaptación única de los seres humanos a los riesgos de la
exposición al fuego puede cambiar la forma en que los científicos conciben la investigación médica,
indicó Wrangham. Es posible que otros animales que no evolucionaron cerca del fuego, no sean los
mejores modelos para estudiar cómo procesamos los alimentos o eliminamos toxinas de las sustancias.
Pone como ejemplo el estudio de la acrilamida, un compuesto que se forma en los alimentos cuando se
fríen, hornean o cocinan utilizando temperaturas elevadas. Cuando se administra a animales de
laboratorio en dosis altas, se ha demostrado que produce cáncer. Sin embargo, la mayoría de los
estudios realizados con humanos no han encontrado ningún vínculo entre la acrilamida de la dieta y el
cáncer.

“Todos insisten en ‘querer’ encontrar un problema para los humanos”, dijo Wrangham, pero no hay
“nada obvio”.

Quizá los humanos no hayan podido ajustarse a todos los peligros del fuego. El segundo estudio,
publicado recientemente en Proceedings of the National Academy of Sciences, sugiere que los efectos
positivos del fuego para las sociedades humanas también provocaron nuevos y profundos daños. Su
teoría es que cuando comenzó a utilizarse el fuego, quizá contribuyó a la dispersión de la tuberculosis
por el contacto cercano entre las personas, lo que dañaba sus pulmones y provocaba accesos de tos.

Empleando un modelo matemático, Rebecca Chisholm y Mark Tanaka, biólogos de la Universidad de


Nueva Gales del Sur en Australia, simularon la forma en que antiguas bacterias del suelo podrían haber
evolucionado para convertirse en los agentes infecciosos de la tuberculosis. Sin el fuego, la probabilidad
era baja, pero cuando los investigadores incorporaron el fuego en su modelo, la probabilidad de
aparición de la tuberculosis se disparó.
Se cree que la tuberculosis ha matado a más de mil millones de personas por lo que podría ser
responsable de más muertes que todas las guerras y hambrunas juntas. Sigue siendo una de las
enfermedades infecciosas más mortales, pues se calcula que cobra un millón y medio de vidas al año.

Muchos expertos creen que la tuberculosis surgió hace unos 70.000 años. Para esa época, los seres
humanos ya controlaban el fuego (las fechas en que se calcula que los ancestros de los seres humanos
comenzaron a utilizar el fuego a menudo varían muchísimo, pero el consenso es que ocurrió hace por lo
menos 400.000 años).
“Observamos que el descubrimiento del fuego controlado debe haber provocado un cambio significativo
en la forma en que los seres humanos se relacionaban entre sí y con el medioambiente”, factores que
favorecieron el surgimiento de las enfermedades infecciosas, explicó Chisholm.

También trajo consecuencias culturales negativas que todavía existen. Algunos antropólogos han
especulado que la inhalación de humo llevó a que se descubriera cómo fumar. Desde hace mucho
tiempo los seres humanos han utilizado el fuego para modificar su medioambiente y quemar carbón,
prácticas que nos han conducido a la agonía del cambio climático.

¿Cómo consiguió el hombre controlar el fuego?


Nuestros pasados emplearon los hongos yesqueros para iniciar y mantener las brasas
El análisis de los restos arqueológicos hace suponer que el Homo erectus conocía el fuego hace más de un millón y
medio de años, aunque era capaz de manejarlo pero no sabía cómo generarlo. Un grupo de científicos de la
Universidad Hebrea de Jerusalén (Israel), a través del estudio de restos fósiles hallados en la cuenca del río Jordán,
ha podido estimar que no fue hasta hace unos 790.000 años cuando consiguieron el control continuado del uso del
mismo.

El fuego puede ser considerado el primer gran invento de la humanidad, y su dominio representa un punto de
inflexión en la evolución de los homínidos, ya que supuso una verdadera revolución demográfica al cambiar la
forma de protegerse del frío, de alimentarse, de comunicarse…

Nuestros antepasados obtenían el fuego, básicamente, mediante dos sistemas: bien por fricción, frotando una
madera con forma de varilla -de aproximadamente un centímetro de diámetro- con otra aplanada y agujereada; o
bien, por percusión, al golpear con pericia dos piedras hasta que saltase una chispa.

Los hongos yesqueros: las cerillas de la Prehistoria


Hay que tener presente que el fuego es una reacción química exotérmica en la que se produce la oxidación rápida
de un combustible en presencia de un carburante (oxígeno). Para que la combustión se produzca es necesario que
exista cierta cantidad de energía.

En el proceso de percusión los hombres prehistóricos golpeaban minerales ricos en sulfuro férrico -pirita o
marcasita- contra el sílex, de forma que la fricción violenta, unida al arrancamiento de pequeños fragmentos de
hierro aportara calor (detonante).

Las chispas que se desprendían a través de este proceso se aprovechaban para prender hongos yesqueros (Fomes
fomentarius), uno de los grandes olvidados del mundo fungi. Se trata de especies no comestibles de estructura
leñosa, altamente inflamable, lo cual les hace candidatos ideales para iniciar o mantener el fuego.

Los yacimientos arqueológicos de hongos son escasos y su ubicación se restringe geográficamente en el norte y
centro europeo, además el uso de los mismos es muy difícil de demostrar.

El poblado neolítico de la Draga (Gerona) es la excepción que confirma la regla. Los arqueólogos han podido
confirmar que allí se empleaban los hongos como yesca para encender el fuego hace 7.300 años. Este yacimiento
prehistórico es uno de los primeros lugares donde las sociedades neolíticas se establecieron en el noreste de
nuestra península.

Los hongos yesqueros son de colores variados, con tonos que oscilan entre el gris y el marrón, que tienen una
característica forma de pezuña de caballo, y crecen sobre troncos vivos o en descomposición a lo largo de todo el
año. Desempeñan un papel fundamental en el mantenimiento de los ecosistemas, ya que se alimentan de materia
orgánica muerta y la degradan en elementos que nutren el suelo.

El mechero y el botiquín de Ötzi


Otro ejemplo, pero cronológicamente más reciente, es el de Ötzi, el hombre de hielo, la momia natural más antigua
de nuestro continente y que actualmente se puede contemplar en el museo de Bolzano (Italia).

Entre los enseres que portaba, llevaba un hongo yesquero que pudo haber empleado para hacer fuego. Además,
transportaba dos trozos de un hongo conocido científicamente como Piptoporus betulinus -el hongo del abedul-
ensartados en tiras de cuero. Durante siglos se ha empleado este hongo como remedio tradicional para combatir las
enfermedades intestinales, debido a que tiene propiedades antibacterianas.

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