Sacramentos de La Iglesia
Sacramentos de La Iglesia
Sacramentos de La Iglesia
Un conjunto de de textos bíblicos relacionados con los Siete Sacramentos, Sin duda una
completa referencia a tener en cuenta a la hora de explicarlos a nuestros hermanos
separados.
Lo que debemos recibir (Uno de los cuatro objetivos de la religión católica)
Un sacramento es un signo sensible, instituido por Jesucristo para producir gracia en
nosotros y santificarnos. Jesucristo instituyó los sacramentos de fe, según lo ha definido el
Concilio de Trento: “Si alguien dice que los sacramentos de la Nueva Ley no han sido
instituidos por Jesucristo, sea anatema (Excomunión o exclusión de una persona
católica de su comunidad religiosa y de la posibilidad de recibir los sacramentos, dictada
por la autoridad eclesiástica competente.)
¿Por qué decimos que un sacramento es un signo? Porque representa la gracia que se
produce en nosotros. Un signo es algo que ya conocemos con anterioridad, y que nos
sirve de apoyo para conocer otra cosa
En los sacramentos, el objeto sensible representa la gracia invisible que Dios concede al
alma: así, en el bautismo, el agua, cuya propiedad principal es lavar o purificar, es signo de
la gracia que purifica el alma del pecado original.
Decimos que ese signo es sensible porque lo perciben nuestros sentidos; por ejemplo,
son cosas que vemos y palabras que oímos. Las cosas que vemos son: el agua en el
bautismo; crisma en la confirmación; el pan y el vino en la Eucaristía, etc. Las palabras que
oímos son sacramentales, es decir, esenciales en el sacramento, como las siguientes: “Yo
te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…, etc.”
Los dones del Espíritu Santo son siete (Cf Is 11, 1 – 2):
1. Sabiduría
2. Entendimiento
3. Consejo
4. Fortaleza
5. Ciencia
6. Piedad
7. Temor de Dios
Seis fueron instituidos por Dios y uno por la Iglesia. Para recibir este sacramento es
necesario estar preparado en los principales misterios de la fe.
Citas bíblicas: Sab. 9, 17; Hch. 8, 14-17; Hch. 13, 2-3; Hch. 19, 1-6; 2 Cor. 1, 21-
22
Ef. 1, 13; Heb. 6, 1-2
¿Qué es la penitencia o reconciliación?
Mediante este sacramento se nos perdonan todos los pecados cometidos
con: conocimiento, consentimiento y materia grave; lo recibimos cuando el sacerdote
nos da la absolución.
* Procreación de los
hijos (participantes en la obra divina
de la creación)
1. Jesús perdona los pecados. En el Antiguo Testamento el perdón de los pe-cados era un derecho
solamente de Dios. Ningún profeta y ningún sacerdote del Antiguo
Testamento pronunció absolución de pecados. Sólo Dios perdonaba el peca-do.
En el Nuevo Testamento, por primera vez, aparece alguien, al lado de Dios Padre, que perdona los
pecados: Jesús. El Hijo de Dios dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los
pecados en la tierra» (Mc. 2, 10).
Y en verdad Jesús ejerció su poder divino: «Cuando Jesús vio la fe de aquella gente, dijo al
paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc. 2, 5).
Frente a una mujer pecadora Jesús dijo: «Sus pecados, sus numerosos peca-dos le quedan
perdonados, por el mucho amor que mostró» (Lc. 7, 47).
Y en la cruz Jesús se dirigió a un criminal arrepentido: «En verdad te digo que hoy mismo estarás
conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43).
2. Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles. Jesús quiso que todos sus
discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus obras, fueran signo e instrumento de
perdón. Y pidió a sus discípulos que siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt. 18, 15-
17).
Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús
quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia. Lo
expresó particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino
de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra
quedará desatado en los cielos» (Mat. 16, 19). Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la
recibieron después todos los apóstoles (Mt. 18, 18). Las palabras «atar» y «desatar» significan:
Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será excluido de la comunión con Dios. Aquel a
quien ustedes reciben de nuevo en su comunión, será también acogido por Dios. Es decir, la
reconciliación con Dios pasa inseparable-mente por la reconciliación con la Iglesia.
El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y
les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pe-cados, les quedarán perdonados y
a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23).
3. Los apóstoles comunicaron el poder divino de perdonar pecados a sus sucesores. Las palabras
de Jesucristo sobre el perdón de los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para
pasarlas a todos sus sucesores. Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos.
Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que
está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6).
Los apóstoles estaban conscientes de que Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro
de la Iglesia; estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía desaparecer
con la muerte de los apóstoles. El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20), y «las fuerzas del infierno no podrán vencer a la
Iglesia» (Mt. 16, 18). Así las promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus
personas, sino también para sus legítimos sucesores.
Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (Jn.
20, 23; 2 Cor. 5, 18). Los obispos, o sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores
de los obispos, continúan ahora ejerciendo este ministerio. Ellos tienen el poder de perdonar los
pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».
1. ¿En qué se basan los católicos para decir que los sacerdotes pueden perdonar los pecados? La
Iglesia Católica lee con atención toda la Biblia y acepta la autoridad divina que Jesús dejó en
manos de los Doce apóstoles y sus legítimos suceso-res. Esto ya está explicado. El poder divino
de perdonar pecados está claramente expresado en lo que hizo y dijo Jesús ante sus apóstoles: El
Señor sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los
pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn. 20, 22-
23).
Los apóstoles murieron y, como Cristo quería que ese don llegara a todas las personas de todos
los tiempos, les dio ese poder de manera que fuera transmisible, es decir, que ellos pudieran
transmitirlo a sus sucesores. Y así los sucesores de los apóstoles, los obispos, lo delegaron a
«presbíteros», o sea, a los sacerdotes. Estos tienen hoy el poder que Jesús dio a sus apóstoles:
«A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» y nunca agradeceremos bastante este
don de Dios que nos devuelve su gracia y su amistad
2. ¿Para qué decir los pecados a un sacerdote, si Jesús simplemente los perdonaba? Es verdad
que Jesús perdonaba los pecados sin escuchar una confesión. Pero el Maestro divino leía
claramente en los corazones de la gente, y sabía perfectamente quiénes estaban dispuestos a
recibir el perdón y quiénes no. Jesús no necesitaba esta confesión de los pecados. Ahora bien,
como el pecado toca a Dios, a la comunidad y a toda la Iglesia de Cristo, por eso Jesús quería que
el camino de la reconciliación pasara por la Iglesia que está representada por sus obispos y
sacerdotes. Y como los obispos y sacerdotes no leen en los corazones de los pecadores, es lógico
que el pecador tiene que manifestar los pecados. No basta una oración a Dios en el silencio de
nuestra intimidad.
Además el hombre está hecho de tal manera que siente la necesidad de decir sus pecados, de
confesar sus culpas, aunque llegado el momento le cuesta. El sacerdote debe tener suficiente
conocimiento de la situación de culpabilidad y de arrepentimiento del pecador. Luego el sacerdote,
guiado por el espíritu de Jesús que siempre perdona, juzgará y pronunciará la absolución: «Yo te
absuelvo de tus peca-dos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». La absolución
es real-mente un juicio que se pronuncia sobre el pecador arrepentido. Es mucho más que un
sentirse liberado de sus pecados. Es decir, a los ojos de Dios: no existen más esos pecados. Está
realmente justificado. Y como consecuencia lógica, dada la delicadeza y la grandeza de este
misterio del perdón, el sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto de los pecados de
sus penitentes.
3. «Pero el sacerdote es pecador como nosotros», dirán algunos. Y les respondo: También los
Doce apóstoles eran pecadores y sin embargo Jesús les dio poder para perdonar pecados. El
sacerdote es humano y dice todos los días: «Yo pecador» y la Escritura dice: «Si alguien dice que
no ha pecado, es un mentiroso» (1Jn. 1, 8). Aquí la única razón que aclara todo es esta: Jesús lo
quiso así y punto. Jesús funda-mentó la Iglesia sobre Pedro sabiendo que Pedro era también
pecador. Y Jesús dio el poder de perdonar, de consagrar su Cuerpo y de anunciar su Palabra a
hombres pecadores, precisamente para que más aparecieran su bondad y su misericordia hacia
todos los hombres. Con razón nosotros los sacerdotes reconocemos que llevamos este tesoro en
vasos de barro y sentimos el deber de crecer día a día en santidad para ser menos indignos de
este ministerio.
El sacerdote perdona los pecados por una sola razón: porque recibió de Jesucristo el poder de
hacerlo. Además, durante la confesión aprovecha para hacer una corrección fraterna y para alentar
al penitente. El confesor no es el dueño, sino el servidor del perdón de Dios.
Y otro punto importante es que el sacerdote concede el perdón «en la persona de Cristo»; y
cuando dice «Yo te perdono...» no se refiere a la persona del sacerdote sino a la persona de Cristo
que actúa en él. Los que se escandalizan y dicen ¿cómo un sacerdote que es un hombre puede
perdonar a otro hombre? es que no entienden nada de esto.
4. ¿Qué otras diferencias hay entre católicos y protestantes acerca de la confesión? El protestante
comete pecados, ora a Dios, pide perdón, y dice que Dios lo perdona. Pero ¿cómo sabe que,
efectivamente, Dios le ha perdonado? Muy difícilmente queda seguro de haber sido perdonado.
En cambio el católico, después de una confesión bien hecha, cuando el sacerdote levanta su mano
consagrada y le dice: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre...», queda con una gran seguridad
de haber sido perdonado y con una paz en el alma que no encuentra por ningún otro camino.
Por eso decía un no-católico: «Yo envidio a los católicos. Yo cuando peco, pido perdón a Dios,
pero no estoy muy seguro de si he sido perdonado o no. En cambio el católico queda tan seguro
del perdón que esa paz no la he visto en ninguna otra religión». En verdad, la confesión es el mejor
remedio para obtener la paz del alma.
El católico sabe que no es simplemente: «Pecar y rezar, y listo». Pongamos un caso: Una mujer
católica comete un aborto. No puede llegar a su pieza, rezar y decir que todo está arreglado. No.
Ella tiene que ir a un sacerdote y confesarle su pecado. Y el sacerdote le hará ver lo grave de su
pecado, un pecado que lleva a la excomunión de la Iglesia. El sacerdote le aconsejará una
penitencia fuerte. Ella quizás hasta llorará en ese momento y antes del próximo aborto
seguramente lo pensará tres veces... ¿Y ese señor que compra lo robado? ¿Y esa novia que no se
hace respetar por el novio? ¿Y esa mujer que quita la fama con su lengua? ¿Y ese borracho?...
Confesando sus pecados, se encontrarán con alguien que les habla en nombre de Dios y les hace
reflexionar y cambiar su vida.
Queridos hermanos, termino esta carta con una gran esperanza de que nosotros los católicos
seamos capaces de descubrir de nuevo el gran tesoro de la confesión.
Cuántos miles de personas mejoraron su vida sólo con hacer una buena confesión. Un gran
psicólogo decía: «Yo no conozco ningún método tan bueno para mejorar una vida como la
confesión de los católicos». Espero que este «gran tesoro» que dejó Jesús en su Iglesia, sea
también provechoso para el crecimiento de nuestra vida espiritual.
Sería un error muy grave que los padres dejasen al niño sin
religión, sería lo mismo que dejarlo sin rumbo en la vida. Esto
no significa «imponer» una religión. Cada niño nace y crece en
el ambiente que le es dado nacer. Crece en una familia que le
comunica los grandes valores de la vida sin que el niño lo pida.
Esperar hasta que el niño como adulto elija por sí mismo los
valores de la vida, sería dejarlo crecer sin rumbo. Hay tantas
cosas que la vida da a los niños sin que ellos lo hayan pedido.
Ellos no pueden elegir a los padres, no pueden elegir el
ambiente, ni su lengua, ni sus cultura. Pero esto no es una
limitación sino algo muy natural. La realidad de no imponer
nada al niño simplemente no existe. En una vida normal son
primeramente los padres los que tienen que tomar por sus hijos
las opciones indispensables para toda la vida.