Leer - La Vida en El Espejo

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Leer: la vida en el espejo

Janeth Posada Franco

¿Se han preguntado alguna vez cómo sería el mundo si no existieran los espejos, ni los
pulidos por la mano del hombre ni los que naturalmente aparecen en el agua o en las piedras?
¿Qué pasaría si no fuera posible ver nuestro reflejo? Intuyo que sería necesario acudir a los
otros, para que nos ayudaran a construir nuestra propia imagen. Pero resulta que a donde
vamos hay siempre una superficie dispuesta a retratar nuestra humanidad, por supuesto, bajo
los límites que la física impone.

Porque más allá de los haces de luz está esa otra parte que se nutre de sensaciones,
pensamientos, preguntas, y que muchas veces desconocemos, conocemos a medias o
preferimos ignorar. Descartaremos esta última opción y abordaremos la ruta de los que
caminan a tientas tratando de descubrir un poco más de eso que son, buscando un espejo en
el cual reconocerse.

Ese camino (uno entre muchos) es la lectura, que tiene tantas bifurcaciones como textos y
autores hay. El recorrido puede ser más o menos fructífero, pero de entrada favorece al
individuo que se aventura en sus vericuetos, pues leer a otros es un acto de apertura, ya que
implica, primero, una disposición para “escuchar” lo que el otro tiene que decir, y segundo,
la sensación, sino certeza, de que el propio punto de vista no es el único, y más importante
aún, como lo afirma Volpi (2011), que no se está solo en el mundo, que han existido otros
con inquietudes similares y tal vez mejor armados para responderse y de paso para
respondernos, y que con ellos es posible iniciar un diálogo que atraviesa el espacio y el
tiempo. Que en ellos es posible vernos a nosotros mismos.

Así pues, al acercarnos a la lectura, emprendemos ese camino de re-conocimiento, de


comprensión del mundo, de ampliación de horizontes. Pero también de goce. Dice Borges
que “Montaigne ve en la lectura una forma de felicidad” (2007, p. 203), y muy seguramente
aquellos que en algún momento se han sumergido en la lectura lo confirmarán. Porque leer
no es solo un ejercicio intelectual o de introspección, es también, muchas veces, una fuente
de placer, de activación de los sentidos (y eso, sentirse vivo, es el goce pleno).

Cuando leemos asistimos a la historia de alguien, en algún lugar del mundo, en una época
determinada: un ser real o imaginado cobra vida ante nuestros ojos, y a través de él tenemos
la posibilidad de descubrir nuevos lugares, de pensar, sentir y hacer cosas que tal vez ni
siquiera imaginamos. Vargas Llosa lo dice de manera contundente:

Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres,
geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven.
Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben
y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener.
En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho
(2015, posición 43).

Si bien el autor se refiere de modo específico a la ficción, me atrevo a decir que este escape
a una realidad alterna es posible en la lectura de todo buen texto, llámese crónica, biografía,
poema o ensayo.

Como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, veo en la lectura múltiples bondades, que
van desde el trascendental conocimiento de sí mismo, pasando por el enriquecimiento de la
imaginación, hasta un breve espacio de placer. La pregunta que me surge es ¿cómo saber, en
medio de miles y miles de escritos, dónde está ese texto que guarda semejantes tesoros? Tal
vez no hay manera de saberlo con antelación, porque lo que para algunos es imprescindible,
para otros es fácilmente descartable. A alguno deslumbra lo que a alguien más le parece
insípido. Así que la búsqueda es un ejercicio personal, marcado por los gustos, las
necesidades y el momento vital. Bien lo dice Calvino: “Si no salta la chispa, no hay nada que
hacer” (2009, p. 16). No significa esto que quien lo desee no pueda seguir los consejos de los
grandes autores o que el canon literario deba mirarse con desdén, sino que más allá de lo que
se diga deberían primar el criterio propio —forjado también por la lectura disciplinada y
constante— y el estremecimiento que cada uno siente con un libro determinado. Vuelvo a
Calvino: “Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente” (p. 17), y creo que esto se aplica
a las obras literarias de modo general: el libro frente al cual no podemos parar o cuya lectura
nos “golpea” (a la manera de Kafka), es nuestro libro. El que ese momento particular de
nuestra vida precisa. De esa lectura seguramente se desprenderán otras del mismo autor, del
mismo tema, o bien de temas que antes no habían sido de interés, pero que entre líneas van
tomando forma hasta crear en nosotros una nueva necesidad: la de saber más, la de
profundizar en una idea o en la vida de tal o cual; en fin, pongámosle a esta necesidad el
apellido que queramos. Lo cierto es que la lectura, como una espiral que asciende, va
envolviendo mente y sentidos por igual y en cada vuelta nos regala una nueva imagen del
mundo, siempre a través de un espejo diferente, y entre reflejo y reflejo nos ayuda a ir
construyendo nuestra propia mirada, nuestro yo, como diría Jorge Volpi.

Referencias

Borges Jorge Luis (2007). El libro. En Obras completas, tomo IV. Buenos Aires: Emecé
Editores S.A.

Calvino, Italo (2009). Por qué leer los clásicos. Biblioteca Calvino. Madrid: Ediciones
Siruela.

Vargas Llosa, Mario (2015). La verdad de las mentiras. España: Penguin Random House
Grupo Editorial. Edición de Kindle.

Volpi, Jorge (2011). Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Madrid: Alfaguara.

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