Jhumpa Lahiri, Interprete de Emociones
Jhumpa Lahiri, Interprete de Emociones
Jhumpa Lahiri, Interprete de Emociones
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Jhumpa Lahiri
Intérprete de emociones
ePub r1.1
Mezki 08.11.14
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Título original: Interpreter of Maladies
Jhumpa Lahiri, 1999
Traducción: Antonio Padilla
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Una medida temporal
El aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les
cortarían la electricidad por espacio de una hora, a partir de las ocho de la noche. La
última tormenta de nieve había producido una avería en el suministro y los empleados
de la compañía iban a acometer la reparación a primera hora de la noche, cuando el
clima era algo más clemente. Su labor sólo afectaría a las casas de la tranquila calle
punteada de árboles, a tiro de piedra de una hilera de almacenes construidos en
ladrillo rojo y una parada de tranvía, donde Shoba y Shukumar vivían desde hacía
tres años.
—Por lo menos han avisado —concedió Shoba después de leer la nota en voz
alta, más para sí misma que para Shukumar. Shoba dejó que la correa de su cartera
escolar de cuero, henchida de originales, se deslizara de sus hombros; dejándola en el
recibidor, se encaminó a la cocina. Vestía un impermeable azul marino de popelín
sobre los grises pantalones de chándal y las blancas zapatillas deportivas; con treinta
y tres años, su aspecto era el del tipo de mujer que una vez se prometiera que jamás
llegaría a ser.
Shoba volvía del gimnasio. El lápiz de labios color arándano sólo era visible en el
reborde externo de su boca, mientras que el delineador de ojos había dejado parches
de carbonilla bajo sus pestañas inferiores. Ella a veces tenía esa pinta, pensó
Shukumar, la mañana posterior a una fiesta o una velada en el bar, después de haberse
mostrado demasiado perezosa para lavarse la cara, demasiado ansiosa de derrumbarse
entre sus brazos. Sin mirar, Shoba dejó el fajo del correo sobre la mesa. Sus ojos
seguían fijos en la nota que tenía en la otra mano.
—No entiendo por qué no hacen esas reparaciones durante el día.
—Cuando soy yo quien está en casa, quieres decir —observó Shukumar,
ajustando la tapa sobre el cazo donde estofaba cordero, de modo que sólo escapara
una mínima cantidad de vapor. Llevaba trabajando en casa desde enero, intentando
completar los últimos capítulos de su tesis doctoral sobre las revueltas campesinas de
la India—. ¿Cuándo empiezan con la reparación?
—19 de marzo, dice aquí. ¿Hoy es 19? —Shoba se acercó al tablero de corcho
con marco que colgaba de la pared, junto a la nevera, vacío a excepción de un
calendario decorado con diseños de papel pintado firmados por William Morris.
Shoba contempló el calendario como si fuera la primera vez que lo viera, estudiando
con atención el diseño de papel pintado que había en la parte superior antes de dejar
que sus ojos se posaran en la retícula numerada de abajo. Un amigo les había enviado
el calendario por correo como regalo navideño, y eso que ni Shoba ni Shukumar
habían celebrado la Navidad ese año.
—Hoy mismo —anunció Shoba—. Por cierto, tienes visita al dentista el viernes
que viene.
Shukumar repasó la superficie de sus dientes con la lengua; esa mañana se había
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olvidado de cepillarlos. No era la primera vez. No había salido de casa un minuto en
todo el día, lo mismo que el día anterior. Cuanto más tiempo pasaba Shoba fuera del
hogar, haciendo horas extraordinarias en el trabajo o emprendiendo nuevos proyectos,
más ganas tenía él de quedarse en casa, sin salir siquiera para recoger el correo o
comprar fruta o vino en las tiendas próximas a la parada del tranvía.
Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se encontraba en un congreso
académico en Baltimore mientras Shoba seguía trabajando, a sólo tres semanas de la
fecha prevista. Aunque él hubiera preferido no asistir al congreso, ella había insistido
en que lo hiciera: relacionarse era importante, y al año siguiente le tocaría ingresar en
el mercado de trabajo. Tras recordarle que había apuntado el teléfono de su hotel, su
programa de actividades y sus horarios de vuelo, le dijo que ya había hablado con una
amiga, Gillian, por si era preciso que ésta la condujese al hospital en caso de
emergencia. Cuando el taxi se puso en camino al aeropuerto esa mañana, Shoba le
despidió envuelta en su bata, con una mano posada en el túmulo de su vientre, como
si éste fuera parte perfectamente natural de su organismo.
Cada vez que recordaba ese momento, la última vez que vio a Shoba embarazada,
sus pensamientos se concentraban en el taxi, una ranchera pintada de rojo con el
rótulo en letras azules. En comparación con su propio vehículo, el auto era de
dimensiones cavernosas. Aunque Shukumar medía más de metro ochenta y tenía unas
manos demasiado grandes incluso para descansar con comodidad en los bolsillos de
sus vaqueros, en ese momento se sintió empequeñecido en el asiento trasero.
Mientras el coche atravesaba Beacon Street, imaginó que un día él y Shoba tendrían
que comprar su propia ranchera, para transportar a sus niños de un lado a otro, de las
clases de música a las citas con el dentista. Shukumar se imaginó aferrando el volante
mientras Shoba se volvía para entregar cartoncillos de zumo de frutas a los pequeños.
Una vez estas imágenes de la paternidad le habían producido una inquietud que se
sumaba a la ansiedad de seguir siendo un estudiante a los treinta y cinco años de
edad. Pero esa mañana de comienzos de otoño, cuando en los árboles todavía se
arracimaban las hojas del color del bronce, Shukumar por primera vez recibió la
imagen con satisfacción.
Un miembro de la organización se las arregló para dar con él entre las idénticas
salas de conferencia y le pasó una pequeña nota rígida y cuadrada. En ella sólo
constaba un número de teléfono, pero Shukumar supo que se trataba del hospital.
Cuando estuvo de vuelta en Boston, todo había terminado. El niño había nacido
muerto. Shoba yacía en la cama, dormida, en una habitación individual tan angosta
que apenas había espacio para estar de pie a su lado, en un ala del hospital que no les
había sido mostrada durante su anterior visita como futuros padres. La placenta había
cedido y habían tenido que hacerle una cesárea; sin embargo, ya era demasiado tarde.
El doctor le explicó que eran cosas que pasaban. La sonrisa del médico era todo lo
amable que puede ser una sonrisa dedicada a quien sólo se conoce a nivel profesional.
Shoba estaría perfectamente recuperada en unas pocas semanas. Nada indicaba que
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no pudiera tener más hijos en el futuro.
Estos días Shoba siempre se había marchado ya cuando él se despertaba por la
mañana. Shukumar abría los ojos, se encontraba con sus largos cabellos negros
depositados sobre la almohada y la imaginaba, ya vestida, bebiendo la que sería ya su
tercera taza de café, en su oficina en el centro, allí donde trabajaba buscando errores
tipográficos en libros de texto, errores que señalaba con un código que cierta vez le
detalló, valiéndose de una panoplia de lápices de colores. Según le había prometido,
ella misma le corregiría la tesis cuando ésta estuviera lista. Shukumar envidiaba lo
específico de su trabajo, tan distinto a la naturaleza elusiva del que él realizaba.
Shukumar era un estudiante mediocre, dotado de facilidad para absorber los detalles
sin aportar curiosidad. Hasta septiembre se había mostrado cumplidor, ya que no
aplicado, en el resumen de capítulos y el bosquejo de líneas de argumentación en
unos cuadernos de rayado papel amarillento. Pero ahora se quedaba en la cama de
matrimonio hasta que el aburrimiento le vencía, contemplando el armario que Shoba
siempre dejaba entreabierto, la hilera de americanas de tweed y pantalones de pana
que ya no tendría que molestarse en combinar para dar clase ese semestre. Cuando el
niño nació muerto, ya era demasiado tarde para que le liberasen de dar clase. Sin
embargo, su tutor en el departamento había arreglado las cosas para que le liberaran
de dar clase durante el semestre de primavera. Shukumar estaba en su sexto curso de
posgrado.
—Entre ese semestre y el verano tendrás tiempo para echar el resto —había
observado el tutor—. En septiembre deberías tenerlo todo a punto.
Pero Shukumar distaba de estar echando el resto. En este momento le daba
vueltas al modo en que él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse entre
las paredes de aquella casa de tres dormitorios, donde pasaban el mayor tiempo
posible viviendo en pisos separados. Shukumar pensó que los fines de semana habían
dejado de tener aliciente para él, ahora que ella pasaba horas sentada en el sofá
absorta en sus carpetas y sus lápices de colores, de modo que él sentía aprensión a
poner un disco en su propio hogar por miedo a parecer descortés. También pensó en
el mucho tiempo transcurrido sin que ella le mirase a los ojos y le dedicara una
sonrisa, o musitara su nombre en las raras ocasiones en que todavía buscaban el
cuerpo del otro antes de caer dormidos.
Al principio creyó que todo pasaría, que de un modo u otro él y Shoba se las
arreglarían para salir adelante. Shoba no tenía más que treinta y tres años. Era una
mujer fuerte y se había recuperado bien, cosa que no servía de consuelo. Con
frecuencia se acercaba la hora del almuerzo cuando Shukumar por fin se decidía a
salir de la cama y acercarse a la cafetera, en el piso de abajo, para servirse el resto de
café que Shoba siempre dejaba para él en la encimera, al lado de una taza vacía.
* * *
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Shukumar recogió las pieles de cebolla con ambas manos y las dejó caer en el
cubo de la basura, sobre los recortes de grasa de cordero. Abrió el grifo del agua del
fregadero, para que el cuchillo y la tabla de cortar se empaparan, y se frotó los dedos
con medio limón a fin de eliminar el olor a ajo, truco que había aprendido de Shoba.
Eran las siete y media. A través de la ventana contempló el cielo, negro y apagado
como la brea. Desiguales bancadas de nieve continuaban alineándose en las aceras, si
bien el tiempo más cálido permitía que la gente caminara sin guantes ni gorros. La
última tormenta había dejado casi un metro de nieve, así que durante una semana la
gente había tenido que andar en fila india por unas estrechas trincheras. Durante una
semana, ésa había sido la excusa empleada por Shukumar para no salir de casa. Pero
ahora las trincheras eran cada vez más anchas y el agua se escurría de forma
sostenida por las rejillas del pavimento.
—El cordero no estará listo antes de las ocho —dijo Shukumar—. Me temo que
cenaremos a oscuras.
—Podemos encender velas —sugirió ella. Shoba se soltó el cabello, que durante
el día llevaba pulcramente recogido sobre la nuca, y se quitó las zapatillas sin
desanudar los cordones—. Voy a ducharme antes de que se vaya la luz —añadió,
dirigiéndose a la escalera—. Ahora vuelvo.
Shukumar recogió el bolso y las zapatillas, que dejó al lado de la nevera. Shoba
antes no era así. Antes ponía el impermeable en una percha, las zapatillas en el
armario y pagaba las facturas nada más llegar éstas. Pero ahora pensaba en su casa
como quien piensa en un hotel. El hecho de que el amarillo sillón de chintz que tenían
en la sala de estar desentonara con los tonos azules y rojizos de la alfombra turca
había dejado de preocuparle por completo. En el porche cubierto que había en la parte
trasera de la casa, una gran bolsa de un blanco reluciente seguía abandonada sobre la
chaise-longue de mimbre, llena de tela de encaje que una vez comprara a fin de
confeccionar cortinas.
Mientras Shoba se duchaba, Shukumar bajó al baño del piso inferior y halló un
cepillo de dientes sin usar en una caja junto al lavabo. Las cerdas baratas y rígidas
hirieron sus encías, obligándole a escupir sangre en la pila. El cepillo nuevo era uno
de tantos que había almacenados en una cesta metálica. Shoba los había adquirido
cierta vez que los halló de oferta, por si alguna visita se quedaba a pasar la noche de
modo inesperado.
Era típico de ella. Shoba pertenecía a ese tipo de personas que se preparan para
las sorpresas, buenas y malas. Si encontraba una falda o un bolso de su agrado,
compraba dos unidades. También guardaba las bonificaciones de su trabajo en una
cuenta bancaria independiente, bajo su propio nombre. Shukumar no le había dado
mayor importancia. Su propia madre se había visto sin un céntimo después de la
muerte de su padre, teniendo que abandonar la casa en que Shukumar había crecido
para trasladarse otra vez a Calcuta, abandonando a Shukumar a su propia suerte. Él
apreciaba que Shoba fuera distinta. Su visión de futuro no dejaba de sorprenderle.
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Cuando era ella quien se encargaba de las compras, la despensa siempre estaba
atestada de botellas adicionales de aceite de oliva o maíz, según les diera por cocinar
platos italianos o indios. Siempre había infinidad de cajas de pasta de todas las
formas y colores, sacos con cremallera repletos de arroz basmati, ijadas enteras de
cabras y corderos adquiridas en las carnicerías musulmanas de Haymarket, troceadas
y congeladas en un sinfín de bolsas de plástico. Uno de cada dos sábados se
aventuraban por el laberinto de puestos que Shukumar tan bien llegó a conocer con el
tiempo. Él la contemplaba atónito mientras ella seguía comprando más comida,
persiguiéndola con las bolsas de lona en la mano mientras ella se abría paso entre el
gentío, discutiendo bajo el sol matinal con muchachos que aún no se afeitaban pero a
quienes ya les faltaban dientes, muchachos que hacían malabarismos con las bolsas
de papel marrón llenas de alcachofas, ciruelas, jengibres y boniatos, antes de pesarlas
en la báscula y pasárselas a Shoba, una detrás de otra. A ella no la molestaban los
empujones de la multitud, ni siquiera cuando estuvo embarazada. Era alta, de
hombros anchos y caderas hechas para la maternidad, según las había definido el
tocólogo. De regreso a casa, mientras el coche enfilaba la curva del río Charles,
nunca dejaban de maravillarse ante la cantidad de comida que habían comprado.
La comida jamas se desperdiciaba. Cuando los amigos venían de visita, Shoba
organizaba unas cenas cuya preparación parecía cosa de medio día, a partir de
ingredientes congelados y envasados por ella misma, no de baratas latas de
conservas, sino de pimientos que ella misma marinaba con romero, salsas estilo
chutney que cocinaba los domingos removiendo hirvientes cazos repletos de tomates
y ciruelas. Sus frascos de conservas se alineaban etiquetados en los estantes de la
cocina en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, estaban de acuerdo, para que
sus nietos los probaran algún día. Ahora se los habían comido todos. Shukumar
llevaba tiempo saqueando la despensa de forma metódica, preparando comidas para
los dos, midiendo el arroz en tazas, descongelando bolsas de carne un día tras otro.
Cada tarde repasaba los libros de cocina de Shoba y seguía sus instrucciones anotadas
a lápiz a fin de emplear dos cucharadas de semillas de cilantro molidas en vez de una,
lentejas rojas en vez de las amarillas. Cada receta exhibía una fecha, en referencia a la
primera vez que habían comido el plato juntos. 2 de abril, coliflor con hinojo. 14 de
enero, pollo con pasas y almendras. Él no recordaba en absoluto haber probado esos
platos, pero ahí estaban, anotados con su precisa letra de correctora. Shukumar le
había cogido afición a la cocina en los últimos tiempos. Era lo único que todavía le
hacía sentirse útil. Como sabía, si no fuera por él, Shoba se contentaría con cenar un
tazón de cereales.
Hoy, sin electricidad, tendrían que comer juntos. Llevaban meses sirviéndose
directamente de la cocina. Shukumar se llevaba el plato a su estudio, donde dejaba
que la comida se enfriara sobre el escritorio antes de llevársela a la boca sin pausa.
Por su parte, Shoba se llevaba su plato a la sala de estar, donde miraba algún
concurso o corregía originales con su arsenal de lápices de colores cerca.
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Shoba venía a visitarle en algún momento de la noche. Cuando Shukumar le oía
llegar, escondía la novela que estaba leyendo y se ponía a teclear frases. Shoba ponía
las manos en sus hombros y unía su mirada a la suya, concentradas ambas en el
destello azul de la pantalla del ordenador.
—No trabajes tanto —le decía después de uno o dos minutos, antes de ir a
acostarse.
Era el único momento del día en que ella buscaba su presencia, un instante que
desde hacía tiempo provocaba pavor en Shukumar. Sabía que Shoba se forzaba a ello.
Ella dejaba vagar su mirada por las paredes de la habitación, que habían decorado el
verano pasado con un ejército de patos y conejos desfilando al son de tambores y
trompetas. A fines de agosto ya había una cuna de cerezo bajo la ventana, una blanca
mesita de bebé con tiradores verdes y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar
lo había desmantelado todo antes de traer a Shoba del hospital, encargándose de
raspar los patos y conejos con ayuda de una espátula. Por alguna razón, la habitación
no le angustiaba del modo que le angustiaba a ella. En enero, cuando dejó de trabajar
en su cubículo de la biblioteca, instaló su escritorio allí de forma deliberada, en parte
porque se sentía a gusto en la habitación, en parte porque Shoba evitaba entrar en
ella.
* * *
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doblaba sus jerseys, lo hacía con la experiencia aprendida en sus años como
empleada de gran almacén. También le cosió el botón que faltaba en su abrigo para el
invierno y le tejió una bufanda beige y marrón que le entregó sin el menor atisbo de
ceremonia, como si se tratara de una prenda recién descubierta caída en el suelo. Con
él, nunca hablaba acerca de Shoba; cierta vez que él hizo mención a la muerte del
bebé, ella alzó la mirada de la prenda que tejía y declaró:
—Pero si tú ni siquiera estabas allí…
A Shukumar le pareció extraño que no hubiera una sola vela corriente en toda la
casa. Que Shoba no hubiera previsto tan común emergencia. Tras buscar un lugar
donde disponer las velas de cumpleaños, se decidió por la tierra de una maceta de
hiedra que normalmente reposaba en una repisa sobre el fregadero. Aunque la planta
estaba a apenas centímetros del grifo, la tierra estaba tan reseca que debió regarla a
fin de que las velas se mantuvieran erguidas. Shukumar echó a un lado los objetos
que atestaban la mesa de la cocina, la pila de cartas del correo, los volúmenes
prestados de la biblioteca y no leídos. Recordó las primeras comidas allí compartidas,
cuando tan excitante les resultaba el matrimonio, por fin la vida en común en una
misma casa, cuando tantas veces perdían la cabeza y se echaban el uno en brazos del
otro, más ansiosos de hacer el amor que de alimentarse. Shukumar dispuso dos
manteles individuales de encaje, regalo de bodas de un tío de Lucknow, y sacó los
platos y las copas de vino que solían reservar para las visitas. A continuación puso la
hiedra en el medio, las estrelladas hojas de reborde blanco rodeadas por diez velas
diminutas. Conectó el aparato digital de radio y despertador, que ajustó en la onda de
una emisora de jazz.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Shoba cuando bajó del baño. Una espesa toalla
blanca envolvía sus cabellos. Desanudó la toalla y la dispuso en el respaldo de una
silla, dejando que su cabellera húmeda y oscura descendiera espalda abajo.
Caminando hacia el horno con gesto abstraído, liberó algunos rizos con sus dedos.
Vestía unos pantalones de chándal limpios, una camiseta, una vieja bata de franela.
Su estómago era otra vez liso, su cintura volvía a resultar estrecha junto a la
explosión de las caderas, el cinturón de la bata estaba anudado con descuido.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas de la noche
anterior en el horno microondas, cuyo temporizador ajustó al momento.
—Has hecho rogan josh —observó Shoba, contemplando el estofado reluciente
de pimentón a través de la transparente tapa del cazo.
Shukumar extrajo un pedazo de cordero, pellizcándolo con rapidez entre los
dedos a fin de no quemarse. A continuación palpó un pedazo mayor con la cuchara de
servir para cerciorarse de que la carne se soltaba bien del hueso.
—Ya está listo —anunció.
El microondas emitió su pitido justo cuando la luz se apagó y la música dejó de
oírse.
—Ni hecho aposta —dijo Shoba.
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—Sólo he encontrado velas de cumpleaños.
Shukumar iluminó la maceta de hiedra y dejó las demás velas y la carterilla de
fósforos junto a su plato.
—No importa —respondió ella, pasando un dedo por el canto de su copa de vino
—. Así es muy bonito.
En la penumbra, Shukumar supo cómo se sentaba ella, un poco hacia delante en
la silla, los tobillos cruzados contra el travesaño inferior, el codo izquierdo sobre la
mesa. Mientras buscaba las velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en
cierto cajón que pensó vacío. Afianzó la botella entre las rodillas y la abrió con el
sacacorchos. A fin de no derramar el vino, alzó las copas y las situó sobre su regazo
en el momento de llenarlas. Ambos se sirvieron, removiendo el arroz con los
tenedores, guiñando los ojos al separar clavos y hojas de laurel del estofado. Cada
pocos minutos, Shukumar prendía alguna nueva vela de cumpleaños, que emplazaba
en la tierra del tiesto.
—Es como en la India —dijo Shoba, observándole mientras se las componía con
su candelabro improvisado. A veces no hay corriente durante horas seguidas. Una vez
tuve que atender toda una ceremonia del arroz en plena oscuridad. El bebé no hacía
más que llorar y llorar. Seguro que hacía muchísimo calor.
Su niño jamás había llorado, meditó Shukumar. Su bebé jamás disfrutaría de una
ceremonia del arroz, por mucho que Shoba hubiera elaborado una lista de invitados y
hubiera decidido a cuál de sus tres hermanos le pediría servir al bebé su primer
bocado sólido de comida, a los seis meses si se trataba de un niño, a los siete si era
una niña.
—¿No está demasiado picante? —preguntó él. Empujó el iluminado de hiedra
hacia el otro extremo de la mesa, junto a las pilas de libros y cartas, dificultando aún
más la visión que tenían el uno del otro. De pronto le irritó no poder subir al piso de
arriba y sentarse frente al ordenador.
—No. Está delicioso —respondió ella, tamborileando sobre su plato con el
tenedor—. Muy bueno, de verdad.
Shukumar llenó de nuevo su copa de vino. Shoba le dio las gracias.
Antes no eran así. Ahora se veía obligado a luchar para decir algo que captara el
interés de Shoba; algo que le hiciera levantar la mirada del plato o los originales que
no dejaba de corregir. Con el tiempo había cedido en su empeño de distraerla. Había
aprendido a convivir con el silencio.
—Me acuerdo de que cuando la corriente se iba en casa de mi abuela, era
costumbre que todos tuviéramos que decir alguna cosa —continuó Shoba.
Shukumar apenas podía ver sus ojos, si bien su tono le decía que tenía los ojos
entrecerrados, como si trataran de concentrarse en un objeto distante. Era un hábito
que tenía.
—¿Qué tipo de cosa?
—No sé. Unos versos cortos. Un chiste. Un dato cualquiera acerca del mundo.
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Por alguna razón, mis parientes siempre querían que les dijera los nombres de mis
amigas en América.
No sé por qué les interesaba tanto esa información. La última vez que vi a mi tía,
me preguntó por cuatro chicas con quienes fui a la escuela en Tucson. Yo apenas si
me acordaba de ellas.
Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que
se habían establecido en New Hampshire, tenían la costumbre de volver de visita sin
él. La primera vez que fue, siendo un niño pequeño, una disentería amébica casi le
cuesta la muerte. Su padre, hombre de carácter nervioso, tenía miedo de volver a
llevarle con ellos, no fuera a pasarle algo otra vez, así que le dejaba en casa de sus
tíos de Concord. Durante su adolescencia, Shukumar prefería pasar los veranos de
campamento o vendiendo helado antes que de visita en Calcuta. No fue hasta la
muerte de su padre, en su primer año en la universidad, cuando el país comenzó a
interesarle y se dedicó a estudiar su historia en los libros de texto, como si se tratara
de una asignatura más. Ahora le gustaría contar con sus propias experiencias
infantiles de la India.
—¿Por qué no lo hacemos? —propuso ella de repente.
—¿Hacer, el qué?
—Decirnos algo en la oscuridad.
—¿Como qué? No me acuerdo de ningún chiste.
—No, no hablo de chistes. —Shoba pensó por un minuto—. ¿Por qué no nos
decimos algo que nunca nos hayamos dicho antes?
—En la escuela jugábamos a un juego así —recordó Shukumar—. Cuando
bebíamos más de la cuenta.
—Ya. Te refieres al juego de contar verdades. Pero yo quiero decir otra cosa. Muy
bien, empiezo yo. —Shoba bebió un sorbo de vino—. La primera vez que estuve a
solas en tu apartamento, espié en tu agenda de direcciones, para ver si habías
apuntado la mía. Me parece que entonces hacía dos semanas que nos conocíamos.
—¿Dónde estaba yo?
—Al teléfono, en la habitación de al lado. Era tu madre, así que supuse que
estarías ocupado un buen rato. Quería saber si mi consideración había ascendido del
simple teléfono garrapateado en un margen del periódico.
—¿Y era así?
—No. Pero no me desanimé. Ahora te toca a ti.
Aunque no se le ocurría cosa alguna, ella esperaba que dijera algo. Shoba no se
había mostrado tan vivaz en varios meses. ¿Qué podía decirle que no le hubiera dicho
ya? Shukumar recordó su primer encuentro, cuatro años atrás, en una sala de
conferencias en Cambridge, en el recital de un grupo de poetas bengalíes. El azar les
había hecho sentarse el uno al lado del otro, en sendas sillas plegables de madera.
Shukumar no tardó en aburrirse; incapaz de descifrar la literaria prosodia, le resultaba
imposible unirse a los suspiros y solemnes asentimientos de cabeza con que el resto
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del público acogía determinadas frases. Ojeando con disimulo el diario que tenía
sobre el regazo, estudió las temperaturas registradas en diversas ciudades del mundo.
Treinta y dos grados en Singapur el día de ayer, diez en Estocolmo. Cuando volvió el
rostro a su izquierda, vio que la mujer sentada a su lado estaba ocupada en redactar
una lista de la compra. Para su sorpresa, advirtió que la mujer era hermosa de veras.
—Muy bien —repuso él, acordándose—. La primera vez que fuimos a cenar, al
restaurante portugués, olvidé darle propina al camarero. A la mañana siguiente volví,
pregunté por su nombre y le dejé el dinero al encargado.
—¿Quieres decir que fuiste otra vez a Somerville, simplemente para dejarle la
propina al camarero?
—Sí. Fui en taxi.
—¿Cómo es que olvidaste darle la propina?
Las velas de cumpleaños se habían apagado, pero Shukumar no tenía dificultad en
percibir su rostro en la oscuridad, los ojos grandes y vivos, los labios llenos como
uvas, la caída de la trona sufrida a los dos años, visible en la coma que señalaba su
barbilla. Día a día, advirtió Shukumar, la belleza que antes le dejara anonadado
parecía disiparse. El maquillaje que antes pareciera superfluo ahora resultaba
necesario, no ya para subrayar sus facciones sino para prestarles cierta definición.
—Al final de la cena tuve la curiosa sensación de que acabaría casándome
contigo —respondió él, admitiéndolo por primera vez ante sí, tanto como ante ella—.
Supongo que eso me distrajo.
* * *
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esperanzada. Hombro con hombro frente al fregadero, su mutuo reflejo encajaba
entre el marco de la ventana. Shukumar se había sentido un tanto cohibido la primera
vez que se miraron juntos al espejo. Ya no se acordaba de la última vez que alguien
les había tomado una fotografía. Ahora habían dejado de ir a fiestas, ya no iban juntos
a sitio alguno. La película encerrada en su cámara todavía contenía las imágenes de
Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
Cuando terminaron de fregar los platos, se acercaron a la encimera para secarse
las manos, cosa que hicieron al unísono, valiéndose de ambos extremos del mismo
paño de cocina. A las ocho en punto la casa se oscureció. Shukumar prendió los cabos
de las velas; le sorprendieron las llamas, largas e inmóviles.
—Podemos sentarnos fuera —sugirió Shoba—. Aún no hace frío.
Armados con una vela cada uno, se sentaron en los peldaños del exterior.
Resultaba curioso sentarse fuera, cuando la tierra aún exhibía parches de nieve. Pero
esta noche todo el mundo había salido de casa, el aire fresco parecía animar a la
gente. Las puertas se abrían y se cerraban. Una pequeña procesión de vecinos con
linternas pasó frente a ellos.
—Vamos a la librería, a echar un vistazo —informó un hombre de cabello
plateado. El hombre caminaba con su esposa, una mujer delgada y vestida con un
impermeable, y llevaba a su perro de la correa. El matrimonio, Bradford de nombre,
había dejado una tarjeta de felicitación en el buzón de Shoba y Shukumar en
septiembre pasado—. He oído que hay luz en la librería.
—Mejor que la haya —bromeó Shukumar—, o echarán un vistazo a oscuras.
La mujer se echó a reír y pasó su brazo por el codo de su marido.
—¿Queréis venir con nosotros?
—No, gracias —respondieron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le
sorprendió que sus voces sonaran al unísono.
Shukumar se preguntó qué le diría Shoba en la oscuridad. Algunas opciones
nefastas ya le habían aguijoneado la mente. Que tenía un lío con otro hombre. Que no
podía respetarle: con treinta y cinco años, seguía siendo un estudiante. Que no le
perdonaba que ese día estuviera en Baltimore, como no se lo perdonaba su madre.
Pero él sabía que nada de eso era cierto. Shoba le era fiel, tanto como lo era él mismo.
Ella creía en él. Fue ella quien insistió en que marchara a Baltimore. ¿Había algo que
no supieran el uno del otro? Shukumar sabía de la tensión con que a ella se le
agarrotaban los dedos de noche, con el cuerpo estremecido por los malos sueños.
Sabía que prefería el melón dulce al ácido. Sabía que cuando volvieron del hospital lo
primero que hizo ella al entrar en casa fue empezar a amontonar cosas de los dos en
el recibidor: libros de los estantes, plantas de las repisas, cuadros de las paredes, fotos
de las mesas, cazos y sartenes que colgaban de su gancho sobre la cocina. Shukumar
había preferido dejarla hacer, observándola moverse metódicamente de una
habitación a otra. Una vez satisfecha, Shoba se quedó allí plantada, con la mirada fija
en el montón que acababa de hacer, con los labios fruncidos en tal gesto de asco que
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Shukumar pensó que iba a soltar un escupitajo. En ese momento Shoba se echó a
llorar.
Shukumar comenzaba a tener frío, sentado en los peldaños. Le parecía que lo
justo era que ella hablase primero.
—La vez que tu madre vino a visitarnos —repuso ella por fin—, cuando te dije
que saldría más tarde del trabajo, en realidad me fui con Gillian a tomar un martini.
Shukumar examinó su perfil, la nariz delgada, la configuración levemente
masculina de la mandíbula. Recordaba bien esa noche: la cena con su madre, cansado
después de dos horas de clase seguidas, deseando que Shoba estuviera allí, ella que
siempre sabía decir las cosas que convenía, tan distinto a él, que sólo sabía meter la
pata. Se cumplían doce años desde la muerte de su padre, y su madre había venido
para pasar dos semanas con Shoba y él a fin de honrar juntos el recuerdo de su padre.
Cada noche, su madre cocinaba algún plato preferido por su padre; sin embargo, el
recuerdo le conmovía demasiado para probar bocado y sus ojos tendían a hincharse
cada vez que Shoba acariciaba su mano.
—Es algo conmovedor —le había comentado Shoba a él por entonces. Ahora
podía ver a Shoba junto a Gillian, en un bar con sofás de terciopelo rayado, el mismo
al que solían ir después del cine, recordando al camarero que pusiera otra oliva en el
martini, pidiéndole un cigarrillo a Gillian. La imaginó quejándose ante una Gillian
que la comprendía y sabía lo que eran las visitas de la familia política. Gillian era
quien había llevado a Shoba al hospital.
—Tu turno —recordó Shoba, cortando en seco sus pensamientos.
Shukumar oyó el sonido de un taladro al final de la calle; los empleados de la
compañía hablaban a gritos para hacerse oír. Su mirada recorrió las fachadas de las
casas que se alineaban en la calle. El destello de unas velas relucía en una ventana. A
pesar de que el tiempo era cálido, el humo ascendía de la chimenea.
—Pues yo hice trampa en el examen de Civilizaciones orientales en la
universidad —informó—. Eso fue en el último semestre, en los exámenes finales. Mi
padre había muerto pocos meses atrás. Desde donde estaba, podía ver las respuestas
del tipo sentado a mi lado. Este tipo era americano y un fenómeno que sabía urdú y
sánscrito. Yo no me acordaba de si el verso que debíamos identificar era un ejemplo
de ghazal o no, así que miré su respuesta y la copié.
El episodio había tenido lugar más de quince años atrás. Shukumar se sintió
aliviado tras confesarlo.
Shoba se volvió hacia él, sin mirar su rostro, con la vista fija en sus mocasines,
los viejos mocasines que calzaba como zapatillas de estar por casa, el cuero de la
parte posterior aplastado de modo definitivo. Shukumar se preguntó si la revelación
la habría incomodado. Shoba cogió su mano y la apretó con fuerza.
—No tenías que decirme por qué lo hiciste —apuntó, acercándose a él.
Siguieron sentados el uno junto al otro hasta las nueve en punto, cuando volvió la
luz. Oyeron a algunos vecinos aplaudir desde sus porches; las televisiones se pusieron
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en funcionamiento. Los Bradford pasaron de regreso, con sendos cucuruchos de
helado, y les saludaron con un gesto. Shoba y Shukumar les devolvieron el saludo. A
continuación se pusieron en pie, la mano de Shoba todavía apretando la suya, y
regresaron al interior.
* * *
De un modo u otro, sin hablarlo de forma explícita, la cosa había resultado así.
Un intercambio de confesiones: pequeñas tonterías con que se habían herido
mutuamente o a sí mismos.
Al día siguiente, Shukumar empleó horas en pensar qué iba a decirle a Shoba.
Dudaba entre confesar que cierta vez arrancó la fotografía de una mujer de una de las
revistas de modas a las que antaño estaba suscrita, fotografía que había llevado entre
las páginas de sus libros durante una semana, o revelar que en realidad nunca perdió
el chaleco de punto que ella le regalara por su tercer aniversario de boda, sino que lo
cambió por dinero en metálico en la tienda de Filene para después emborracharse a
solas en un bar de hotel en pleno mediodía. Con ocasión de su primer aniversario,
Shoba le había regalado con una cena-buffet de diez platos, preparada en exclusiva
para él. El chaleco le había deprimido.
—Mi mujer me ha regalado un chaleco de punto por nuestro aniversario de boda
—había confesado al barman, con la cabeza espesa por el coñac.
—¿Y qué esperaba usted? —había respondido el barman—. En eso consiste el
matrimonio.
En cuanto a la fotografía de la mujer, no sabía por qué la había arrancado de la
revista. Menos guapa que Shoba, la mujer lucía un vestido blanco con lentejuelas, un
rostro flaco y antipático y unas piernas hombrunas. Con los brazos alzados en el aire,
con los puños junto a la cabeza, parecía como si se fuera a golpear en las orejas. Se
trataba de un anuncio de medias de mujer. Shoba estaba embarazada por entonces,
con el estómago repentinamente inmenso, hasta el punto de que Shukumar no quería
ni tocarla. La primera vez que vio el anuncio, estaba en la cama junto a ella,
contemplándola mientras leía. Cuando más tarde vio la revista en el montón de
papeles para reciclar, dio con la mujer y arrancó su imagen con sumo cuidado.
Durante una semana se permitió echarle una miradita al día. La mujer le producía un
intenso deseo, un deseo, sin embargo, que se convertía en asco después de un minuto
o dos. Era lo más cerca que había estado del adulterio.
Shukumar habló a Shoba del jersey en la tercera noche; de la fotografía en la
cuarta. Ella no hizo comentario alguno mientras él hablaba, no efectuó protesta o
reproche en absoluto. Se contentó con escucharle y, por fin, apretar su mano con la
misma fuerza de antes. En la tercera noche, ella le confesó que cierta vez, después de
una conferencia a la que habían asistido juntos, no hizo nada por advertirle que tenía
una mancha de paté en la barbilla cuando se dirigió a hablar con el catedrático.
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Irritada con él por un motivo u otro, le dejó explayarse de forma interminable sobre la
beca que necesitaba para el siguiente semestre sin tan sólo llevarse el dedo a la propia
barbilla a fin de avisarle. En la cuarta noche, le reveló lo poco que le gustaba el único
poema que él había publicado en su vida, escrito aparecido en una revista literaria de
Utah. Shukumar había escrito ese poema poco después de conocer a Shoba. Según
añadió ella ahora, el poema siempre le había parecido demasiado sentimental.
Algo sucedía cuando la casa estaba a oscuras. De nuevo se veían capacitados para
hablar el uno con el otro. La tercera noche, después de cenar se sentaron en el sofá;
cuando se fue la luz, Shukumar la besó con timidez en la frente y el rostro; aunque
estaba a oscuras, cerró los ojos, a sabiendas de que ella también cerraba los suyos. La
cuarta noche subieron al piso de arriba con paso cuidadoso, a la cama, tanteando a
medias el último escalón antes del rellano, para hacer el amor con una desesperación
que habían olvidado. Shoba lloró en silencio y musitó su nombre, mientras repasaba
la línea de sus cejas en la oscuridad. Mientras le hacía el amor, Shukumar se preguntó
qué le diría él la próxima noche, y qué le diría ella, excitándose ante la perspectiva.
—Abrázame —ordenó—. Abrázame fuerte.
Ambos dormían ya cuando la luz regresó en el piso de abajo.
* * *
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eso, Shoba apagó la vela de un soplido, se levantó, conectó el interruptor de la luz y
volvió a sentarse.
—¿No sería mejor dejar la luz apagada? —preguntó Shukumar.
Shoba puso el plato a un lado y unió las manos sobre la mesa.
—Quiero que me mires a la cara cuando oigas lo que voy a decirte —repuso ella
con calma.
El corazón de Shukumar latió con fuerza. El día que le comunicó su embarazo,
Shoba había empleado las mismas palabras exactas, que pronunció en el mismo tono
calmo tras apagar el partido de baloncesto televisado que él se entretenía en
contemplar. Esa vez le pilló desprevenido. Pero ahora no era así.
Sin embargo, no quería saber de un nuevo embarazo. No quería verse obligado a
mostrar felicidad.
—He estado buscando un apartamento para mí. Ya lo he encontrado —declaró
ella, concentrando la mirada, según parecía, en un punto situado tras el hombro
izquierdo de Shukumar. No cabía culpar a nadie, continuó. Los dos ya lo habían
pasado bastante mal. Necesitaba estar sola un tiempo. Sus ahorros le llegaban para
financiar la entrada del piso. El apartamento estaba en Beacon Hill, así que ahora
podría ir andando al trabajo. Había firmado el contrato esa misma noche, antes de
volver a casa.
Shoba insistía en no mirarle, pero Shukumar tenía los ojos clavados en ella.
Estaba claro que tenía el discurso bien ensayado. Llevaba tiempo buscando piso,
comprobando la presión del agua, preguntando a este y otro agente de la propiedad si
el alquiler incluía la calefacción y el agua caliente.
Shukumar sintió náuseas al pensar que todas estas noches no había hecho sino
prepararse para una vida sin él. Aunque se sentía aliviado, la náusea no le
abandonaba. Esto era lo que Shoba había estado tratando de decirle las últimas cuatro
noches. Aquí estaba la clave de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que se había prometido no revelarle
jamás, y durante seis meses había hecho todo lo posible por apartarlo de su mente.
Antes de la exploración por ultrasonidos, Shoba había pedido al médico que no le
dijera el sexo de su hijo, cosa que había acordado con Shukumar. Ella había querido
saberlo por sorpresa.
Más tarde, las pocas veces que habían hablado sobre lo sucedido, Shoba le había
dicho que al menos se habían quedado sin saberlo. En cierto modo, ella se
enorgullecía de la decisión que había tomado, que le permitía hallar cierto consuelo
en el misterio. Shukumar sabía que ella asumía que la cuestión también era un
misterio para él. Cuando él llegó de Baltimore, ya era demasiado tarde, todo había
pasado y Shoba yacía en la cama del hospital. Pero Shukumar no había llegado tan
tarde. Había llegado justo a tiempo para ver al bebé y sostenerlo en sus brazos antes
de la incineración. Al principio dio un respingo cuando se lo sugirieron, pero el
médico le dijo que sostuviera al bebé entre sus brazos, que acaso más adelante eso le
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ayudaría a superar el dolor. Shoba dormía. El bebé había sido limpiado a conciencia,
sus párpados bulbosos aparecían cerrados al mundo para siempre.
—Era niño —declaró—. Su piel era más rojiza que marrón. El pelo de su cabeza
era negro. Pesaba casi dos kilos y medio. Tenía los dedos agarrotados, como tú
cuando duermes.
Shoba por fin fijó su mirada en él. Su rostro estaba contraído por el dolor.
Shukumar había hecho trampa en un examen de la facultad y arrancado de una revista
la imagen de una mujer. Había devuelto un jersey para emborracharse en pleno día.
Era lo que él le había confesado. Shukumar había tenido al niño en brazos —el
mismo niño que sólo había conocido la vida en el seno de su vientre—, contra su
pecho en un cuarto a oscuras en un ala desconocida del hospital. Lo había tenido en
brazos hasta que una enfermera llamó a la puerta y se lo llevó, prometiéndose
entonces que jamás se lo diría a Shoba, pues entonces todavía la amaba, y se trataba
de la única vez en su vida que ella había deseado recibir una sorpresa.
Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos al
fregadero, pero en vez de abrir el grifo se quedó mirando por la ventana. En el
exterior, la noche todavía era cálida; los Bradford paseaban cogidos del brazo.
Mientras contemplaba a la pareja, en la cocina se hizo la oscuridad. Shukumar se
volvió. Shoba había apagado la luz. Ella volvió a la mesa y se sentó. Al cabo de un
momento, Shukumar se sentó a su lado. Ambos se echaron a llorar a la vez, por las
cosas que ahora sabían.
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Cuando el señor Pirzada venía a cenar
En el otoño de 1971, un hombre solía venir por nuestra casa con golosinas en los
bolsillos y la esperanza de determinar si su familia estaba viva o muerta. Era el señor
Pirzada, oriundo de Dacca, la actual capital de Bangladesh, entonces parte de
Pakistán. Ese año Pakistán estaba sumido en la guerra civil. La frontera oriental,
donde Dacca estaba enclavada, luchaba por su autonomía contra el régimen
gobernante en el oeste. En marzo, Dacca fue invadida, incendiada y bombardeada por
el ejército pakistaní. A empellones, los maestros fueron sacados a la calle y fusilados.
Las mujeres fueron arrastradas a los barracones para ser violadas. A fines de ese
verano, se hablaba de trescientos mil muertos. En Dacca, el señor Pirzada tenía una
casa de tres pisos, un empleo como profesor de botánica en la universidad, una mujer
con quien llevaba veinte años casado y siete hijas de entre seis y dieciséis años cuyos
nombres de pila comenzaban por la letra A.
—La idea fue de su madre —explicó un día, mientras sacaba de la cartera la
fotografía en blanco y negro de siete niñas en un picnic, las trenzas orladas con lazos,
sentadas en hilera con las piernas cruzadas, comiendo pollo con curry en hojas de
banano—. ¿Cómo puedo saber cuál es cuál? Ayesha, Amira, Amina, Aziza… La cosa
es complicada.
Una vez por semana, el señor Pirzada escribía a su mujer y enviaba tebeos a cada
una de sus siete hijas, pero, como casi todo en Dacca, el correo había dejado de
funcionar y el señor Pirzada llevaba más de seis meses sin saber de ellas. A todo esto,
el señor Pirzada estaba todo el año en América después de que el gobierno de
Pakistán le hubiera concedido una beca para estudiar el follaje de Nueva Inglaterra.
La primavera y el verano los había pasado recabando datos en Vermont y Maine; en
otoño se había trasladado al norte de Boston, a la ciudad universitaria donde
residíamos, para escribir un pequeño tratado sobre sus descubrimientos. La beca
recibida constituía un gran honor, pero, una vez convertida en dólares, distaba de ser
generosa. En consecuencia, el señor Pirzada vivía en una habitación de la residencia
para alumnos, sin cocina o televisor propios. Por eso venía a nuestra casa, a cenar y
ver el noticiario de la noche.
Al principio yo no tenía idea de su razón para visitarnos. Yo tenía diez años y no
me sorprendía que mis padres, nativos de la India y con varios conocidos indios en la
universidad, invitaran al señor Pirzada a cenar. La universidad era pequeña, de
estrechos caminillos de ladrillo rojo y blancos edificios columnados, y estaba situada
en las afueras de una población que parecía aún menor. El supermercado no contaba
con aceite de mostaza, los médicos no visitaban a domicilio, los vecinos nunca se
acercaban por casa sin ser invitados; eran cosas sobre las que mis padres se quejaban
con frecuencia. Ansiosos de dar con paisanos, al comienzo de cada semestre solían
repasar con el dedo las columnas del directorio universitario, marcando con un
círculo los apellidos oriundos de su parte del mundo. Así fue como descubrieron al
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señor Pirzada, a quien telefonearon e invitaron a visitarnos.
No me acuerdo bien de su primera visita, ni de la segunda o la tercera, pero a
fines de septiembre ya estaba tan acostumbrada a la presencia del señor Pirzada en
nuestra sala de estar que, una noche, mientras ponía cubitos de hielo en la jarra del
agua, pedí a mi madre que me pasara un cuarto vaso del armario, al que yo todavía no
alcanzaba. Ocupada en cocinar una sartén de espinacas fritas con rábanos, mi madre
no me oyó, ensordecida por el zumbido del extractor de humos y las poderosas
rascadas de su espátula. Me volví hacia mi padre, que estaba apoyado sobre la nevera,
comiendo anacardos picantes a puñados.
—¿Qué quieres, Lilia?
—Un vaso para el señor de la India.
—El señor Pirzada no vendrá hoy. Y, otra cosa más importante, no se puede
hablar del señor Pirzada como de un indio —anunció mi padre, sacudiéndose la sal de
los anacardos que espolvoreaba su barba negra y recortada—. Por lo menos, no desde
la Partición. Nuestro país fue dividido en dos en 1947.
Cuando respondí que yo creía que ésa era la fecha en que nuestro país se había
independizado de Gran Bretaña, mi padre dijo:
—También lo es. Nada más ganar la libertad, nos vimos partidos en dos —
explicó, trazando una X sobre la encimera con su dedo—. Como si fuéramos un
pastel. Aquí, los hindúes, allí, los musulmanes. Dacca ya no nos pertenece.
Según me refirió, durante la Partición, hindúes y musulmanes se habían dedicado
a quemar las casas del otro. A muchos de ellos les seguía resultando impensable la
idea de comer en la misma mesa.
Aquello no tenía sentido para mí. El señor Pirzada hablaba el mismo idioma, se
reía con los mismos chistes y tenía el mismo aspecto que mis padres. Como ellos,
acompañaba sus comidas con mango picante y cada noche cenaba arroz, que se servía
con la mano. Como mis padres, el señor Pirzada se descalzaba al entrar en una
habitación, mascaba semillas de hinojo después de comer para favorecer la digestión,
se abstenía del alcohol y se contentaba con unos austeros postres de galletas bañadas
en el té. Con todo, mi padre insistió en que tenía que comprender las diferencias que
nos separaban, para lo que me llevó ante el mapamundi que presidía la pared de su
escritorio. Parecía preocuparle la posibilidad de que el señor Pirzada se ofendiera si
yo le trataba de indio, y eso que a mí me parecía improbable que el señor Pirzada se
ofendiera por cosa alguna.
—El señor Pirzada es bengalí, pero también es musulmán —me informó mi padre
—. Por eso viene del Pakistán Oriental, y no de la India. —Su dedo cruzó el Atlántico
y recorrió Europa, el Mediterráneo y Oriente Medio hasta llegar al enorme diamante
anaranjado que mi madre una vez me describiera como una mujer vestida con un sari
y con el brazo extendido. Algunas ciudades aparecían marcadas con un círculo y
conectadas por una línea, denotando los viajes de mis padres y el lugar de su
nacimiento; Calcuta, señalada con una pequeña estrella de plata. Yo sólo había estado
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allí una vez, y no tenía recuerdo del viaje.
—Ya lo ves, Lilia, es un país diferente, de otro color —dijo mi padre.
Pakistán aparecía en amarillo, no en naranja. Observé que estaba dividido en dos
partes, una de ellas mucho mayor que la otra, separadas por una gran extensión de
territorio indio; como si California y Connecticut formasen una nación diferenciada
de Estados Unidos.
Los nudillos de mi padre repiquetearon levemente sobre mi cabeza.
—Por supuesto, habrás oído cómo está la situación hoy día. Sabrás que Pakistán
Oriental está luchando por su soberanía…
Dije que sí con la cabeza, sin tener idea de dicha situación.
Volvimos a la cocina, donde mi madre se ocupaba en colar el arroz hervido. Mi
padre abrió una lata que había sobre la encimera y fijó la mirada en mí sobre la
montura de sus gafas, sin dejar de servirse más anacardos.
—¿Qué es lo que aprendes ahora en la escuela? ¿Historia? ¿Geografía?
—Lilia tiene mucho que aprender en la escuela —apuntó mi madre—. Ahora
vivimos aquí; ella ha nacido aquí.
Mi madre parecía de veras orgullosa de eso, como si la cosa formara parte de mi
carácter. Según pensaba, y a mí no se me escapaba, yo podía contar con una
existencia segura, una vida fácil, una buena educación, todo tipo de oportunidades en
la vida. Nunca tendría que alimentarme bajo racionamiento, sufrir un toque de queda,
contemplar unos disturbios desde mi tejado o esconder a un vecino en el depósito del
agua para salvarle del fusilamiento, como ella y mi padre habían tenido que hacer.
—Con lo que nos ha costado encontrarle una escuela decente. La pobre tiene que
estudiar hasta cuando hay apagón, a la luz de un quinqué. La pobre no para, con tanto
examen y tanto tutor. —Mi madre pasó la mano por sus cabellos, recogidos en un
moño adecuado a su trabajo a tiempo parcial como cajera en un banco—. ¿Cómo
quieres que sepa alguna cosa sobre la Partición? Y deja de comer anacardos de una
vez.
—Pero ¿qué es lo que les enseñan sobre el mundo? —Mi padre agitó la lata de
anacardos en su mano. ¿Qué es lo que aprende en la escuela?
Aprendíamos la historia de Estados Unidos, por supuesto, así como la geografía
de Estados Unidos. Ese año, y todos los años, por lo que parecía, empezábamos por
estudiar la guerra de Independencia. Los autobuses escolares nos llevaban de
excursión a la roca de Plymouth, el sendero de la Libertad y el monumento situado en
la cima de Bunker Hill. Con papel recortable de colores, hacíamos dioramas en los
que mostrábamos a George Washington en el momento de cruzar las revueltas aguas
del río Delaware y hacíamos muñecos en los que se representaba al rey Jorge con
medias blancas y un lazo negro en el pelo. En los exámenes nos daban mapas en
blanco de las trece colonias, que debíamos completar con nombres, fechas, capitales.
Era algo que yo sabía hacer con los ojos cerrados.
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* * *
La noche siguiente, el señor Pirzada llegó a las seis en punto, como de costumbre.
Aunque ya no eran extraños, desde la primera vez que se conocieran, mi padre y él
tenían por costumbre saludarse con un formal apretón de manos.
—Pase usted, amigo mío. Lilia, el abrigo del señor Pirzada, por favor.
El señor Pirzada entró en el recibidor, impecablemente vestido con su traje y
bufanda, con una corbata de seda anudada al cuello. Cada noche se presentaba
ataviado en similares tonos marrón chocolate, aceituna o ciruela. Hombre robusto,
aunque tenía los pies planos y la barriga algo prominente, siempre se las arreglaba
para mantener el porte erguido, como si cargara a perpetuidad con una maleta de peso
similar en cada mano. De sus orejas brotaban sendas matas de pelo gris que parecían
protegerle del desagradable tráfico de la vida, Tenía ojos de espesas pestañas
sombreados por un trazo de alcanfor, unos generosos mostachos juguetonamente
erectos en las puntas y una verruga similar a una pasa aplastada en el centro justo de
la mejilla izquierda. En la cabeza vestía un fez negro confeccionado con lana de
cordero persa y asegurado con horquillas, del que jamás le vi descubierto. Aunque mi
padre siempre se ofrecía a recogerle en coche, el señor Pirzada prefería venir
caminando desde su residencia, a unos veinte minutos de nuestro barrio, estudiando
los árboles y arbustos por el camino; cuando por fin llegaba a casa, tenía los nudillos
sonrosados por obra del frío aire del otoño.
—Me temo que soy un nuevo refugiado en territorio indio.
—Se habla de nueve millones de ellos, según el último recuento —comentó mi
padre.
El señor Pirzada me pasó su abrigo, pues a mí me incumbía colgarlo de la percha
que había al pie de la escalera. El abrigo estaba confeccionado en lana gris y azul de
excelente calidad, tenía el forro rayado y botones de cuerno, así como un leve aroma
a lima en su tejido. No exhibía marca alguna en su interior, a excepción de una
etiqueta cosida a mano que proclamaba «Z. Sayed, Sastrería», en una cursiva bordada
en lustroso hilo negro. Algunos días, una hoja de arce o abedul aparecía encajada en
un bolsillo. El señor Pirzada se desató los zapatos y los puso junto al zócalo. Una
pasta dorada aparecía fijada a las punteras y tacones como resultado de caminar a
través de nuestro jardín húmedo y sembrado de hojas. Tras librarse de toda la
parafernalia, el señor Pirzada acarició mi garganta con sus dedos cortos e inquietos,
como quien tantea la solidez de una pared antes de clavar un clavo. A continuación
siguió a mi padre hasta la sala de estar, donde la televisión desgranaba las noticias
locales. Nada más sentarse ambos, mi madre salió de la cocina con un platillo de
kebabs de carne especiada acompañados con salsa chutney con cilantro. El señor
Pirzada se llevo uno a la boca.
—Me gustaría pensar —añadió, cogiendo un segundo kebab— que los refugiados
de Dacca reciben tan magnífica alimentación. Por cierto, ahora que me acuerdo… —
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El señor Pirzada rebuscó en el bolsillo de su americana y me entregó un pequeño
huevo de plástico lleno de corazones de canela—. Para la señora de la casa —declaró,
con una casi imperceptible reverencia sobre sus pies planos.
—Es usted un caso, señor Pirzada —protestó mi madre—. Cada noche, lo mismo.
La mima usted demasiado.
—Me gusta mimar a quien, como ella, nunca será una niña mimada.
Era un momento curioso para mí, un momento para el que siempre me preparaba
con una mezcla de aprensión y deleite. Aunque me encantaba estar frente a la
voluminosa elegancia del señor Pirzada y me halagaba la leve teatralidad de sus
atenciones, me desazonaba la extraordinaria soltura de sus gestos, que, por un
instante, me llevaban a pensar en mí como en una extraña en mi propio hogar. La
cosa se había convertido en un ritual entre nosotros, y, durante bastantes semanas,
antes que estuviéramos más acostumbrados el uno al otro, era la única ocasión en que
se dirigía a mí directamente. Yo no tenía respuesta, no ofrecía comentario ni dejaba
escapar reacción visible a la continua sucesión de caramelos rellenos de miel, trufas
de frambuesa y rollos de pastillas para la tos. Ni siquiera podía darle las gracias; la
única vez que lo hice, con ocasión de un espectacular chupa-chups de menta envuelto
en retorcido celofán púrpura, su respuesta fue:
¿A qué vienen tantos agradecimientos? La cajera del banco me da las gracias, el
encargado de la tienda me da las gracias, la bibliotecaria me da las gracias cuando le
devuelvo un libro con retraso, la operadora de internacional me da las gracias cuando
intento hablar con Dacca y no consigue conexión. Si me llegan a enterrar en este país,
no dudo que me darán las gracias en mi propio funeral.
No me parecía adecuado consumir de cualquier manera las golosinas que me
regalaba el señor Pirzada. Acariciaba el tesoro de todas las noches como lo haría con
una joya, o una moneda de algún reino olvidado, disponiéndolo en una cajita
trabajada en madera de sándalo junto a mi cama, la misma que, mucho tiempo atrás,
en la India, la madre de mi madre empleaba para guardar las nueces de areca molidas
que consumía después del baño matinal. Era el único recuerdo que tenía de una
abuela a quien nunca conocí, y hasta que el señor Pirzada apareció en nuestras vidas,
nunca había sabido qué poner en su interior. De vez en cuando, antes de cepillarme
los dientes y preparar mi uniforme escolar para el día siguiente, abría la tapa de la
cajita y comía alguno de sus caramelos.
Esa noche, como todas las noches, no cenamos en la gran mesa del comedor, pues
desde allí no se podía ver bien la televisión. En vez de eso, nos agrupamos en torno a
la mesita de café, sin conversar, con los platos encajados sobre las rodillas. Mi madre
trajo de la cocina la sucesión de manjares: lentejas con cebolla frita, judías verdes con
coco, pescado cocinado con pasas acompañado de salsa de yogur. Yo venía detrás con
los vasos de agua, el plato con las rodajas de limón y los pimientos picantes,
comprados durante la excursión mensual al barrio chino y almacenados por kilos en
el congelador, los que todos gustaban de abrir y machacar con el tenedor sobre sus
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platos.
Antes de comer, el señor Pirzada siempre hacía algo curioso. Del bolsillo de la
pechera extraía un sencillo reloj de plata, sin correa, que acercaba por un momento a
una de sus orejas peludas y le daba cuerda con tres rápidos giros de su índice y
pulgar. A diferencia de su reloj de pulsera, me explicó, este reloj de bolsillo estaba
ajustado a la hora local de Dacca, once horas de adelanto. Durante toda la cena, el
reloj descansaba en su doblada servilleta de papel sobre la mesita. El señor Pirzada
nunca parecía consultarlo.
Ahora que sabía que el señor Pirzada no era indio, me puse a estudiarlo con
mayor atención, tratando de descubrir qué cosas eran las que le hacían diferente.
Según concluí, el reloj de bolsillo era una de ellas. Esa noche, cuando le vi darle
cuerda y disponerlo sobre la mesa, me sentí poseída por cierta inquietud; la vida, me
daba cuenta, tenía lugar en Dacca antes que en cualquier otro sitio. Me imaginé a las
hijas del señor Pirzada levantándose por la mañana, prendiéndose lazos en el pelo,
con ganas de desayunar, preparándose para la escuela. Nuestras comidas, nuestros
actos, no eran sino una sombra de lo que allí ya había sucedido, un rezagado remedo
del lugar al que el señor Pirzada de veras pertenecía.
A las seis y media, hora en que comenzaba el noticiario nacional, mi padre subió
el volumen y ajustó las antenas. Yo normalmente prefería distraerme con un libro,
pero esa noche mi padre insistió en que prestara atención. En la pantalla se veían
unos tanques que cruzaban por calles polvorientas, así como edificios en ruinas y
bosques de árboles desconocidos para mí donde se escondían los refugiados de
Pakistán Oriental, ansiosos de hallar cobijo al otro lado de la frontera india. Vi barcos
de vela en forma de abanico que navegaban sobre anchos ríos color café con leche,
una universidad protegida por las barricadas, la sede de un periódico que había ardido
hasta los cimientos. Me volví para mirar al señor Pirzada; las imágenes relucían en
miniatura sobre sus ojos. Mientras contemplaba la televisión, exhibía una expresión
inmóvil en el rostro, como si alguien le estuviera proporcionando las indicaciones
precisas para llegar a un destino desconocido.
Durante los anuncios, mi madre fue a la cocina, a por más arroz, y mi padre y el
señor Pirzada se lamentaron acerca de la política de cierto general Yahyah Khan.
Hablaron de intrigas desconocidas para mí, de una catástrofe cuyo alcance se me
escapaba.
—Fíjate, los niños de tu edad, lo que tienen que hacer para sobrevivir —apuntó
mi padre, sirviéndome un nuevo trozo de pescado. Pero yo ya no podía dar bocado.
Lo único que podía hacer era mirar de reojo al señor Pirzada, sentado a mi lado con
su chaqueta verde oliva, calmosamente ocupado en trazar un pozo en su arroz donde
insertar una segunda ración de lentejas. Su conducta no respondía a lo que yo
esperaba de un hombre preocupado por tan graves cuestiones. Me pregunté si la
razón por la que siempre iba tan bien vestido respondía a la necesidad de atender con
dignidad cualquier evento inesperado, quizá incluso la de presentarse en un funeral en
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el momento menos pensado. También me pregunté qué sucedería si de pronto sus
siete hijas aparecieran en televisión sonriendo, saludando y enviando besos a su padre
desde un balcón. Imaginé lo aliviado que se sentiría. Pero eso nunca sucedió.
Esa noche, cuando puse el huevo de plástico lleno de corazones de canela en la
cajita que tenía junto a la cama, no sentí la ceremoniosa satisfacción de otras
ocasiones. Yo intentaba no pensar en la posible conexión existente entre el señor
Pirzada, el del abrigo que olía a lima, y el mundo caótico y asfixiante que habíamos
visto pocas horas antes en nuestra bien iluminada sala de estar cubierta de alfombras.
Y, sin embargo, durante largo rato fui incapaz de pensar en otra cosa. Mi estómago se
contrajo cuando me pregunté si su mujer y sus siete hijas formarían parte de la
multitud vociferante y sin rumbo mostrada a intervalos en la pantalla. Tratando de
ahuyentar el pensamiento, volví la mirada en torno a mi cuarto, a la cama amarilla
con baldaquín y cortinas a juego con volantes, a las fotografías escolares enmarcadas,
clavadas en las paredes empapeladas en blanco y violeta, a las inscripciones a lápiz
junto a la puerta del armario, allí donde mi padre señalaba mi altura a cada nuevo
cumpleaños. Sin embargo, cuanto más trataba de abstraerme, más me convencía de la
probabilidad de que la familia del señor Pirzada estuviera muerta. Al cabo de un rato
seleccioné una pastilla de chocolate blanco de la cajita, le quité el papel y, al fin, hice
algo que nunca había hecho hasta entonces. Me llevé el chocolate a la boca, aguanté
hasta que se fundió por completo y, finalmente, mientras lo mascaba con lentitud,
recé porque la familia del señor Pirzada estuviera bien y a salvo de todo mal. Nunca
antes había rezado por cosa alguna, nunca me habían enseñado o animado a hacerlo,
pero en ese momento, dadas las circunstancias, me pareció algo a realizar. Esa noche,
cuando fui al baño me contenté con fingir que me cepillaba los dientes, por miedo a
que si me los cepillaba de veras, mi rezo de algún modo se perdiera en el enjuague.
Mojé el cepillo y moví el tubo de pasta de dientes para que mis padres no me vinieran
con preguntas, y me dormí con el azúcar en la lengua.
* * *
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compañía de mi amiga Dora para documentarnos sobre la rendición de Yorktown. La
señora Kenyon nos entregó un papelito con los títulos de tres libros a buscar en el
índice de fichas. Tras dar con ellos en un abrir y cerrar de ojos, nos sentamos a una
mesa baja y redonda para leer y tomar notas. Sin embargo, yo no podía concentrarme.
Volví a los estantes de madera clara y me acerqué a una sección que, me había fijado,
estaba rotulada con el nombre de «Asia». Vi libros sobre China, la India, Indonesia,
Corea. Por fin di con un libro llamado Pakistán: un pueblo, una nación. Me senté en
un taburete y abrí el libro. La laminada sobrecubierta crujía entre mis manos.
Comencé a pasar las páginas, repletas de fotos de ríos, arrozales y hombres con
uniforme militar. Había un capítulo sobre Dacca; empecé a leer sobre su pluviosidad
y producción de yute. Estaba estudiando un gráfico de demografía cuando Dora
apareció en el pasillo.
—¿Qué haces aquí? La señora Kenyon está en la biblioteca. Ha venido a ver qué
hacemos.
Cerré el libro de golpe, con demasiada fuerza. La señora Kenyon apareció de
repente; el olor de su perfume impregno el estrecho pasillo cuando cogió el libro por
el extremo del lomo, como si se tratara de un cabello pegado a mi jersey. La señora
Kenyon examinó la cubierta y fijó la mirada en mí.
—¿Estás leyendo este libro para preparar tu redacción, Lilia?
—No, señora Kenyon.
—Entonces, no veo que te sirva de nada —declaró, reponiéndolo en su estrecho
hueco en la estantería—. ¿No te parece?
* * *
A medida que pasaban las semanas, cada vez se hacía más raro ver imágenes de
Dacca en las noticias. Las noticias sobre dicha ciudad ahora aparecían tras la primera
tanda de anuncios, a veces tras la segunda. La información que de allí llegaba estaba
censurada, bloqueada, restringida, dirigida. Algunos días, muchos días, sólo se
mencionaba la cifra de muertos, después de unas frases rutinarias sobre la situación
general. Otro poeta más había sido ejecutado, nuevas aldeas habían sido incendiadas.
A pesar de todo eso, noche tras noche, mis padres disfrutaban de su cena larga y
pausada en compañía del señor Pirzada. Después de apagar la televisión y lavar y
secar los platos, contaban chistes y anécdotas y mojaban las galletas en el té. Cuando
se cansaban de hablar de política, hablaban de la marcha del libro del señor Pirzada
sobre los árboles caducifolios de Nueva Inglaterra, de la oferta hecha a mi padre para
convertirse en profesor titular o de las curiosas costumbres alimenticias que mi madre
había observado entre sus compañeros americanos del banco. Aunque siempre
terminaban enviándome arriba, a hacer los deberes, seguía escuchándoles a través de
la alfombra mientras bebían más té y oían casetes de Kishore Kumar, mientras
jugaban al Scrabble en la mesita, entre risas y discusiones que se prolongaban hasta
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bien entrada la noche acerca de la ortografía de las palabras inglesas. Yo quería estar
con ellos, más que nada para consolar de algún modo al señor Pirzada. Pero, aparte
de consumir alguna golosina en honor a su familia y rezar por su bien, yo nada podía
hacer. Abajo seguían jugando al Scrabble hasta las noticias de las once y, por fin, en
torno a la medianoche, el señor Pirzada se encaminaba de regreso a la residencia. Así,
nunca llegué a verle marchar; con todo, cada noche, mientras me hundía en el sueño,
seguía oyéndoles, anticipando el nacimiento de una nación en la otra punta del
mundo.
* * *
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pasó una larga cuchara metálica con la que destripó el interior hasta que los últimos
restos de fibra y semillas hubieron desaparecido. A todo esto, mi padre separaba las
semillas de la pulpa y las ponía a secar en un mantelillo de papel, a fin de tostarlas
después. Dibujé dos triángulos sobre la superficie acaballonada, señalando así los
ojos que el señor Pirzada se apresuró a trabajar, seguidos de medialunas para las cejas
y un nuevo triángulo para la nariz. Ya sólo quedaba la boca, pero los dientes eran lo
más difícil. Vacilé un instante.
—¿Sonrisa o enfado? —pregunté.
—Tú decides —dijo el señor Pirzada.
A modo de solución de compromiso, dibujé una especie de mueca, ni lastimera ni
amistosa, de lado a lado de la calabaza. El señor Pirzada empezó a tallar con toda
naturalidad, como si llevara toda la vida tallando lámparas de calabaza. Casi había
terminado, cuando empezó el noticiario nacional. Un reportero mencionó el nombre
de Dacca, y todos volvimos el rostro, a la escucha. Un dirigente indio declaró que si
el mundo no contribuía a aliviar la suerte de los refugiados de Pakistán Oriental, la
India se vería obligada a entrar en guerra con el estado pakistaní. Al apuntar la
información, el reportero tenía el rostro empapado en sudor. En vez de vestir
americana o corbata, su aspecto más bien era el de quien está presto a sumarse a la
batalla. Mientras gritaba instrucciones a su cámara, el periodista se protegía con la
mano el rostro requemado por el sol. El cuchillo se le fue de la mano al señor Pirzada,
rajando la calabaza hasta su base.
—Les ruego que me disculpen. —El señor Pirzada acercó la mano a un lado de su
cara, como si alguien le hubiera abofeteado—. Yo… Lo siento mucho. Les compraré
otra. Mejor será intentarlo otra vez.
—No se preocupe, no se preocupe —dijo mi padre, tomando el cuchillo de su
mano y tallando en torno a la raja hasta obtener una línea regular, descartando los
dientes dibujados por mí. Lo que resultó fue un agujero desproporcionadamente
grande, del tamaño de un limón, que confería a nuestra lámpara cierta expresión de
plácido asombro, sin que las cejas resultaran ya feroces, desvaídas en helada sorpresa
sobre una mirada geométrica y vacía.
* * *
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con sendas linternas y me instó a ponerme mi reloj, que sincronicé con el suyo. No
debíamos volver más tarde de las nueve.
Al presentarse esa tarde, el señor Pirzada me obsequió con una cajita de pastillas
de menta recubiertas de chocolate.
—Póngala aquí —conminé, abriendo el saco de arpillera—. ¡Un caramelo o le
doy un susto!
—Me parece que mi contribución está de más esta noche —declaró, metiendo la
cajita en el saco. El señor Pirzada contempló mi rostro pintado de verde y el
sombrero sujeto a mi barbilla con un hilo. Con cuidado, levantó el borde de mi capa,
bajo la que vestía jersey y chaquetilla de lana con cremallera—. ¿Ya vas bien
abrigada?
Asentí con la cabeza; el sombrero se me ladeó.
El señor Pirzada lo devolvió a su posición original, comentando:
—Así está mejor.
Al pie de la escalera había una hilera de diminutas cestas con caramelos. Al
descalzarse, el señor Pirzada no dejó los zapatos allí, como normalmente hacía, sino
que los metió en el armario. Cuando empezó a desabotonarse el abrigo,
automáticamente me apresté a ayudarle, pero Dora me llamó desde el baño para
pedirme que la ayudara a dibujar una verruga en su mentón. Cuando por fin
estuvimos listas, mi madre nos hizo una fotografía frente al hogar, tras lo cual abrí la
puerta para marcharnos. El señor Pirzada y mi padre, que no habían puesto pie en la
sala de estar, se mantenían a un lado en el recibidor. Fuera ya era oscuro. El aire olía
a hojas húmedas y nuestra lámpara parpadeaba de modo impresionante sobre los
arbustos cercanos a la puerta. De la distancia llegaba el sonido de pies que
correteaban y los aullidos de los muchachos mayores, que se contentaban con lucir
una simple máscara de goma, así como el frufrú del ropaje que vestían los no tan
mayores; algunos niños eran tan pequeños que sus padres les tenían que llevar
personalmente de puerta en puerta.
—No llaméis a las casas de gente que no conozcáis —nos advirtió mi padre.
El señor Pirzada frunció el ceño.
—¿Hay algún peligro?
—No, nada de eso —le aseguró mi madre—. Todos los niños salen a la calle. Es
la tradición.
—¿No sería mejor que yo les acompañara? —sugirió el señor Pirzada. De pronto
había adoptado un aspecto fatigado y frágil, plantado junto a la puerta sobre sus pies
planos y descalzos; sus ojos encerraban una nota de pánico que yo nunca había
advertido antes. A pesar del frío, empecé a sudar bajo mi funda de almohada.
—Es usted de lo que no hay, señor Pirzada —dijo mi madre. Lilia está
completamente segura en compañía de su amiga.
—Pero ¿y si llueve? ¿Y si se pierden por el camino?
—No se preocupe —dije yo. Era la primera vez que dirigía esas palabras al señor
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Pirzada, tres sencillas palabras que llevaba semanas queriendo decirle sin atreverme a
ello. Tan solo las había dicho en mis rezos. En ese momento me avergoncé de
decírselas en relación con mi propia persona.
El señor Pirzada puso uno de sus cuadrados dedos en mi mejilla. A continuación,
pasó el dedo por el dorso de su mano, dejando una leve imprimación verdosa.
—Como diga la señora —concedió, con una pequeña reverencia.
Salimos, tambaleándonos ligeramente sobre nuestros puntiagudos zapatos negros
adquiridos en alguna tienda de beneficencia; al llegar a la entrada del jardín, nos
volvimos para despedirnos con la mano. De pie frente a la puerta, empequeñecido
entre mis padres, el señor Pirzada nos devolvió el saludo.
—¿Cómo es que ese señor quería venir con nosotras? —preguntó Dora.
—Es que sus hijas están desaparecidas. —Nada más decirlo, me arrepentí de
haberlo hecho. Sentí como si mis palabras trocaran aquello en realidad, como si las
hijas del señor Pirzada de veras hubieran desaparecido para que él nunca volviera a
verlas.
—¿Quieres decir que las han secuestrado? —continuó Dora—. ¿En un parque, o
algún lugar así?
—No quería decir que estaban desaparecidas, sino que las echa mucho de menos.
Sus hijas viven en otro país y lleva mucho tiempo sin verlas, eso es todo.
Fuimos de casa en casa, adentrándonos en jardines y llamando a un timbre tras
otro. Algunos vecinos habían apagado todas las luces, para procurar mayor efectismo;
otros habían prendido murciélagos de goma de sus ventanas. Los McIntyre habían
puesto un ataúd frente a su puerta, del que el señor McIntyre se levantó en silencio,
con el rostro cubierto de tiza, para depositar un puñado de dulces de maíz en nuestro
saco.
Varios vecinos me comentaron que nunca antes se habían encontrado con una
bruja venida de la India. Otros hicieron entrega de sus golosinas sin hacer comentario
alguno. Mientras caminábamos tras los haces paralelos de nuestras linternas, vimos
huevos estrellados en mitad de la calle, automóviles cubiertos con espuma de afeitar
y ristras de papel higiénico colgadas de las ramas de los árboles. Cuando por fin
llegamos a casa de Dora, teníamos las manos agrietadas por el peso de nuestros
repletos sacos de arpillera, y los pies hinchados y doloridos. Su madre nos dio tiritas
para las ampollas y nos sirvió zumo caliente de manzana y palomitas dulces de maíz.
La madre de Dora me recordó que telefoneara a mis padres para decirles que había
llegado sin contratiempo, y cuando lo hice, me llegó el distante sonido del televisor.
Mi madre no me pareció particularmente contenta de escucharme. Al colgar el
teléfono, me fijé en que los padres de Dora no tenían la televisión en marcha. Su
padre estaba tumbado en el sofá, leyendo una revista, con una copa de vino sobre la
mesita mientras una música de saxofón sonaba en el equipo de sonido.
Después de que Dora y yo nos repartiéramos el botín, contando, recontando y
negociando hasta estar plenamente satisfechas, su madre me llevó en coche a casa.
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Después de darle las gracias por el viaje, la madre de Dora esperó al volante hasta
que llegué a la puerta. A la luz de los faros del automóvil, descubrí que nuestra
calabaza estaba destrozada, diseminada en gruesos pedazos sobre la hierba. Sentí el
aguijón de las lágrimas en mis ojos y un repentino dolor en la garganta, como si
alguien me hubiera hecho tragar un puñado de la punzante gravilla que crujía a cada
nuevo paso de mis pies doloridos. Abrí la puerta, esperando encontrarme con el
desconsuelo general ante el destrozo sufrido por nuestra calabaza, pero no había
nadie. En la sala de estar, el señor Pirzada, mi padre y mi madre estaban sentados
muy juntos en el sofá. La televisión estaba apagada y el señor Pirzada tenía la cabeza
hundida entre las manos.
Lo que oyeron esa noche, y siguieron oyendo muchas noches más, era que la
India y Pakistán cada vez estaban más cerca de la guerra. Las tropas de ambos países
se vigilaban desde sus fronteras, al tiempo que Dacca insistía en acceder a la
independencia total. La guerra tendría lugar en suelo de Pakistán Oriental. Los
Estados Unidos se alineaban con Pakistán, la Unión Soviética con la India y lo que
pronto sería Bangladesh. La declaración oficial de guerra tuvo lugar el 4 de
diciembre; doce días más tarde, el ejército pakistaní se rendía en Dacca, víctima del
combate a casi cinco mil kilómetros de sus líneas de suministro. Estos son los hechos
que ahora conozco, a los que puedo acceder en cualquier libro de historia, en
cualquier biblioteca. Pero en ese momento, hablando en términos generales, aquello
constituía para mí un misterio remoto y plagado de circunstancias caprichosas. Lo
que recuerdo de esa guerra de doce días es que mi padre ya no me decía que viera el
noticiario con ellos, que el señor Pirzada dejó de traerme caramelos y que mi madre
se negó a preparar otra cena que no fueran huevos duros con arroz. Recuerdo que
algunas noches ayudé a mi madre a disponer las sábanas y las mantas sobre el sofá
para que el señor Pirzada pudiera quedarse a dormir; también recuerdo las altas voces
angustiadas en mitad de la noche, cuando mis padres llamaban a nuestros familiares
de Calcuta para reunir más detalles sobre la situación. Sobre todo, recuerdo que,
durante esos días, los tres se movían como si fueran una misma persona que comiera
la misma comida, compartiera el mismo cuerpo, el mismo silencio y el mismo miedo.
En enero, el señor Pirzada voló hasta su casa de tres pisos en Dacca para
averiguar qué era lo que quedaba de ella. No supimos demasiado de él en esas
últimas semanas del año; estaba muy ocupado en terminar su manuscrito y nosotros
nos marchamos a Filadelfia, a pasar la Navidad con unos amigos de mis padres. Igual
que no recuerdo con exactitud la primera visita del señor Pirzada, tampoco recuerdo
la última. Mi padre le llevó al aeropuerto una tarde que yo estaba en la escuela.
Durante mucho tiempo no supimos nada de él. Por la noche hacíamos como de
costumbre, cenar frente a las noticias del televisor. La única diferencia era que el
señor Pirzada y su reloj supletorio ya no estaban allí para acompañarnos. Según las
noticias, Dacca volvía lentamente a la normalidad bajo un nuevo gobierno
parlamentario. El nuevo presidente, Sheikh Mujib Rahman, recién salido de la cárcel,
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pidió al mundo la donación de los materiales de construcción necesarios para
reconstruir el más de un millón de casas destruidas en la guerra. Un número
incontable de refugiados volvía de la India para encontrarse, según se nos informó,
con el desempleo y la amenaza del hambre. De vez en cuando yo echaba una mirada
al mapa que había sobre el escritorio de mi padre y me imaginaba al señor Pirzada en
aquel pequeño parche de color amarillo, sudando a chorros, suponía, en alguno de sus
trajes, a la busca de su familia. Por supuesto, a esas alturas, el mapa había quedado
anticuado.
Por fin, bastantes meses después recibimos una postal del señor Pirzada,
conmemorativa del Año Nuevo musulmán y acompañada de una breve carta. Según
refería, volvía a estar con su mujer y sus hijas. Todas se encontraban bien, después de
haber pasado el dificultoso año anterior ocultas en una casa de campo que los abuelos
de su mujer tenían en las montañas de Shillong. Sus siete hijas eran ahora un poco
más altas, añadía, pero por lo demás seguían igual que siempre: continuaba teniendo
los mismos problemas para recordar el nombre de cada una de ellas. Al final de su
carta, nos daba las gracias por nuestra hospitalidad, añadiendo que aunque ahora
entendía el significado de la palabra «gracias», ésta distaba de adecuarse a su gratitud
hacia nosotros. Para celebrar las buenas noticias, mi madre esa noche preparó una
cena especial; cuando nos sentamos a la mesita del café, brindamos con nuestros
vasos de agua, pero yo no me sentía con humor para celebrar nada. Aunque llevaba
meses sin verle, fue entonces cuando de veras noté la ausencia del señor Pirzada.
Sólo entonces, al alzar mi vaso de agua en su honor, me di cuenta de lo que
significaba echar de menos a alguien que estaba a tantas horas y kilómetros de
distancia, como él había echado de menos a su esposa y sus hijas durante tantos
meses. El señor Pirzada no tenía motivo para volver junto a nosotros; mis padres
pronosticaron —con acierto— que nunca más volveríamos a verle. Desde enero, cada
noche antes de acostarme, había seguido comiendo, en atención a la familia del señor
Pirzada, alguna de las golosinas cosechadas en Halloween. Esa noche ya no tuve que
hacerlo. Con el tiempo, las tiré todas.
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Intérprete de emociones
En el quiosco donde se servía té, el señor y la señora Das discutieron a quién
correspondía llevar al lavabo a Tina. La señora Das terminó por ceder cuando su
marido le recordó que a él le había tocado bañar a la niña la noche anterior. Por el
retrovisor, el señor Kapasi observó a la señora Das salir con lentitud del enorme
Ambassador blanco, descruzando sus piernas depiladas y en gran parte desnudas
sobre el asiento trasero. Al caminar hacia el lavabo, la señora Das no cogió a la niñita
por la mano.
Se dirigían a visitar el Templo del Sol en Konarak. Era un sábado seco y
luminoso y el calor de mediados de julio se veía atemperado por la brisa del océano;
un tiempo ideal para ir de excursión. En otra ocasión, el señor Kapasi no hubiera
hecho alto en tan temprano estadio del camino, pero la niñita se había quejado cinco
minutos después de recoger a la familia frente a la puerta del hotel Sandy Villa. Lo
primero que advirtió el señor Kapasi al ver al señor y la señora Das de pie con sus
niños bajo el pórtico del hotel fue que era una pareja muy joven, quizá de menos de
treinta años. Ademas de Tina, tenían dos niños, Ronny y Bobby, que parecían de edad
similar y mostraban iguales dentaduras cubiertas por un armazón de reluciente
alambre plateado. La familia parecía originaria de la India, si bien vestía al estilo
extranjero, los niños envueltos en tiesas ropas multicolores y gorras de visera
translúcida. El señor Kapasi estaba acostumbrado a los turistas extranjeros; como
hablaba inglés, era frecuente que le asignaran trabajar con ellos. Ayer le había tocado
conducir a un viejo matrimonio escocés que exhibía idénticos rostros moteados y
blancos cabellos tan escasos que dejaban al descubierto la piel del cráneo requemada
por el sol. En comparación, los rostros atezados y juveniles del señor y la señora Das
resultaban impresionantes. Al presentarse, el señor Kapasi había unido las palmas de
las manos en saludo, pero el señor Das le había respondido con un enérgico apretón
al estilo americano, cuyas vibraciones se extendieron hasta el codo del señor Kapasi.
La señora Das, por su parte, se había limitado a torcer un lado de la boca, sonriendo
por compromiso, sin mostrar el menor interés en su persona.
Mientras esperaban en el quiosco de té, Ronny, que parecía el mayor de los dos
chicos, saltó repentinamente del asiento trasero, intrigado por una cabra amarrada a
una estaca en el suelo.
—No la toques —ordenó el señor Das, alzando el rostro de su guía de viaje.
Editada en rústica, la guía exhibía la palabra «INDIA» en letras amarillas y tenía
aspecto de haber sido publicada en el extranjero. La voz del señor Das, un tanto
indecisa y chirriante, delataba que aún no había alcanzado su madurez.
—Sólo quiero darle un chicle —gritó el niño, andando al trote en dirección a la
cabra.
El señor Das salió del coche y flexionó las piernas sobre el suelo. Hombre pulcro
y bien afeitado, su aspecto era exactamente el de una versión magnificada de Ronny.
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Lucía una visera azul zafiro y vestía pantalones cortos, zapatillas deportivas y
camiseta. La cámara que llevaba en bandolera, de impresionante teleobjetivo e
incontables botones y mandos, era el único elemento complicado en su persona.
Frunció el ceño cuando Ronny se acercó a la cabra; con todo, no parecía tener
intención de impedírselo.
—Bobby, vigila a tu hermano. Que no haga ninguna tontería.
—A mí me da igual —respondió Bobby, sin moverse. Sentado en el asiento
delantero junto al señor Kapasi, Bobby estaba ocupado en estudiar la imagen de un
dios-elefante adherida a la guantera.
—No tiene por qué preocuparse —intervino el señor Kapasi—. Esas cabras son
inofensivas.
El señor Kapasi tenía cuarenta y seis años y grandes entradas en el cabello,
enteramente plateado; no obstante, su tez acaramelada y su frente sin arrugas, que
trataba en sus ratos libres con balsámico aceite de loto, permitían imaginar cuál había
sido su aspecto años atrás. Vestía pantalones grises a juego con una sobrecamisa
ceñida en la cintura, de manga corta y ancho cuello de puntas afiladas,
confeccionados en una tela sintética ligera pero resistente. Había instruido a su sastre
acerca del corte y el género de estas ropas, su uniforme preferido, que nunca se
arrugaba por muchas horas que pasara al volante. Por el retrovisor, observó a Ronny
dar vueltas en torno a la cabra antes de acariciarle el lomo por un instante y volver
corriendo al coche.
—¿Se fueron ustedes de la India siendo niños? preguntó el señor Kapasi después
de que el señor Das volviera otra vez a su asiento.
—Oh, Mina y yo hemos nacido en América —explicó el señor Das con repentino
aire de seguridad en sí mismo—. Nacidos y crecidos allí. Nuestros padres ahora viven
aquí, en Assansol. Están jubilados. Una vez cada dos años venimos de visita. —El
señor Das se volvió para observar a la niñita, que volvía al coche corriendo, los lazos
encarnados de su vestido veraniego agitándose sobre sus hombros estrechos. La
pequeña apretaba contra su pecho una muñeca cuyo pelo amarillento parecía haber
sido recortado, a modo de castigo, con un par de tijeras melladas—. Esta es la
primera visita de Tina a la India. ¿A que sí, Tina?
—Ya no tengo que ir al lavabo —anunció Tina.
—¿Dónde está Mina? —preguntó el señor Das.
Al señor Kapasi le extrañó que el señor Das se refiriera a su mujer por el nombre
de pila al hablar con la niñita. Tina señaló a su madre, ocupada en negociar alguna
cosa con uno de los hombres de torso desnudo empleados en el quiosco del té. El
señor Kapasi oyó cómo uno de ellos canturreaba el estribillo de una conocida canción
romántica hindú cuando la señora Das echó a caminar hacia el automóvil. Con todo,
ella no pareció entender la letra de la canción, pues no exhibió la menor irritación o
embarazo; de hecho, no reaccionó en modo alguno a los versos del hombre
descamisado.
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El señor Kapasi la observó con atención. Lucía una falda a cuadros rojiblancos
que no le llegaba a las rodillas, zapatos bajos de cuadrado tacón de madera y una
ceñida blusa de diseño similar al de una camiseta masculina. Un fresón estampado
decoraba la blusa a la altura del pecho. La señora Das era bajita, de figura algo rolliza
y manos pequeñas que recordaban a garras de animal y uñas pintadas de un rosa
glaseado a juego con los labios. Su cabello, apenas más largo que el de su marido,
peinaba raya en un extremo. Lucía grandes gafas de sol marrones con un destello
rosáceo en el cristal y cargaba con un gran bolso de paja, casi tan grande como su
torso, en forma de cuenco, del que sobresalía el extremo de una botella de agua. Se
movía con lentitud y traía una gran provisión de arroz hinchado con cacahuetes y
guindillas envuelta en papel de periódico. El señor Kapasi se volvió hacia el señor
Das.
—¿Dónde viven en América?
—Nueva Brunswick, en Nueva Jersey.
—¿Cerca de Nueva York?
—Eso mismo. Soy profesor de instituto en esa ciudad.
—¿Cuál es su asignatura?
—Biología. De hecho, cada año me toca llevar a mis alumnos de visita al Museo
de Historia Natural de Nueva York. En cierto modo, mi trabajo tiene mucho que ver
con el suyo. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando como guía turístico, señor Kapasi?
—Cinco años.
La señora Das llegó junto al coche.
—¿Cuánto viaje nos queda? —preguntó, cerrando la portezuela.
—Unas dos horas y media —respondió el señor Kapasi.
Al oírlo, la mujer exhaló un suspiro de impaciencia, como si llevara la vida entera
viajando sin pausa. Se abanicó con una doblada revista cinematográfica de Bombay
escrita en inglés.
—Yo pensaba que el Templo del Sol estaba a treinta kilómetros al norte de Puri
—intervino el señor Das, señalando su guía ilustrada.
—Las carreteras que llevan a Kornarak están fatal. De hecho, la distancia es de
ochenta kilómetros.
El señor Das asintió en silencio y reajustó la correa de su cámara, que le rozaba la
parte posterior del cuello.
Antes de poner el coche en marcha, el señor Kapasi volvió el rostro para
cerciorarse de que los cierres de seguridad de las portezuelas traseras, parecidos a dos
pequeñas manivelas, estaban bien ajustados. Nada más ponerse el coche en marcha,
la niñita empezó a jugar con el cierre de su lado, abriéndolo y cerrándolo una y otra
vez, sin que la señora Das hiciera nada por impedírselo. Repantigada en un extremo
del asiento trasero, la mujer comía su arroz hinchado sin ofrecer a nadie. Ronny y
Tina estaban sentados a su lado, mascando chicle de un color verde reluciente.
—Fijaos —avisó Bobby cuando el auto ganó velocidad. El niño señaló los
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grandes árboles que flanqueaban la carretera—. Fijaos.
—¡Monos! —exclamó Ronny—. ¡Guau!
Sentados en grupo sobre las ramas, los monos exhibían rostros negros y
relucientes, cuerpos plateados y un ceño importante en sus cabezas con cresta. Sus
largas colas grisáceas pendían como cuerdas bajo las ramas. Varios se rascaban con
negras manos como de cuero o balanceaban las piernas al paso del coche.
—Monos hanumanos —explicó el señor Kapasi—. Son bastante comunes por
aquí.
Nada más decir estas palabras, uno de los monos saltó al centro de la carretera,
obligando al señor Kapasi a frenar de golpe. Un segundo mono rebotó sobre la capota
del vehículo y salió disparado. El señor Kapasi hizo sonar el claxon. Boquiabiertos,
los niños contenían el aliento y se llevaban las manos al rostro. Nunca habían visto
monos en otro sitio que el zoológico, explicó el señor Das, pidiendo al señor Kapasi
que se detuviera un momento para permitirle tomar una fotografía.
Mientras el señor Das ajustaba el teleobjetivo, su mujer aprovechó para rebuscar
en su bolso de paja y extraer un frasco de esmalte de uñas incoloro, que procedió a
aplicar sobre la punta de su dedo índice.
La niñita alzó su mano de inmediato.
—Yo también quiero, mami, yo también quiero.
—Déjame en paz —respondió la señora Das, volviendo el rostro levemente
mientras se soplaba la uña—. No me distraigas ahora.
La niñita buscó distracción en abrochar y desabrochar el delantal que cubría el
cuerpo de plástico de la muñeca.
—Ya está —declaró el señor Das, volviendo a ajustar la tapa sobre el teleobjetivo.
El auto traqueteó considerablemente al ganar velocidad sobre la polvorienta
carretera, haciéndoles rebotar sobre sus asientos una y otra vez. El señor Kapasi
redujo la presión sobre el acelerador, a fin de que el trayecto fuera más cómodo.
Cuando echó mano al cambio de marchas, el chico a su lado desvió sus rodillas sin
vello para facilitarle la maniobra. El señor Kapasi observó que el chaval era de tez
algo más clara que sus hermanos.
—Papá, ¿cómo es que el conductor lleva el volante al otro lado del coche? —
preguntó el niño.
—Aquí todos los coches llevan el volante al revés, tonto —apuntó Ronny.
—No llames tonto a tu hermano —advirtió el señor Das. Volviéndose al señor
Kapasi, explicó—: En América, ya sabe…
Esto les confunde.
—Claro, lo entiendo muy bien —dijo el señor Kapasi. Tan delicadamente como le
fue posible, volvió a cambiar de marcha, acelerando al encarar una pendiente—. Lo
he visto en Dallas. Allí el volante está a la izquierda.
—¿Qué es Dallas? —preguntó Tina, golpeando con su muñeca, recién desvestida,
contra el respaldo del asiento del señor Kapasi.
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—Ya no la dan —explicó el señor Das—. Es una serie de televisión.
Se comportaban como hermanos, pensó el señor Kapasi mientras pasaban junto a
una fila de datileras. Antes que sus padres, el señor y la señora Das parecían los
hermanos mayores de los tres pequeños. Parecía como si hoy les hubiera tocado estar
al cargo de los niños; resultaba difícil de creer que los demás días pudieran ocuparse
de otros que no fueran ellos mismos. Él repiqueteaba con los dedos sobre la tapa del
teleobjetivo y la guía de viaje, rascando las páginas de vez en cuando con la uña del
dedo índice. Ella seguía ocupada en esmaltarse las uñas. Todavía no se había quitado
las gafas de sol. Cada cierto tiempo, Tina insistía en que ella también quería
esmaltarse las uñas; por fin, la señora Das dejó caer una gota de esmalte sobre el
pequeño dedo de la niña antes de devolver el frasco a su bolso de paja.
—¿No hay aire acondicionado en este coche? —preguntó, todavía soplándose la
mano. La ventana que había al lado de Tina estaba rota y no podía bajarse.
—Deja ya de quejarte —intervino su marido—. Tampoco hace tanto calor.
—Te dije que exigieras un coche con aire acondicionado —insistió ella—. Raj, no
sé a qué viene tu empeño en ahorrar unas tonterías de rupias. ¿Qué ahorras así?
¿Cincuenta centavos?
Sus acentos eran clavados a los que el señor Kapasi oía en los programas
americanos de televisión, aunque no los mismos que aparecían en Dallas.
—Señor Kapasi, ¿no se cansa usted de enseñar siempre las mismas cosas a los
turistas? —preguntó el señor Das mientras bajaba por completo la ventanilla de su
lado—. Oiga, ¿le importaría parar el coche un momento? Quiero hacerle una foto a
ese hombre de ahí.
El señor Kapasi detuvo el auto en la cuneta para que pudiera fotografiar a un
hombre descalzo y de cabeza envuelta en un sucio turbante, sentado sobre un carro
cargado de sacos de grano y tirado por dos bueyes. El hombre y los bueyes aparecían
igual de descarnados. En el asiento trasero, la señora Das echó una mirada por su
ventanilla; en el cielo, unas nubes casi transparentes se adelantaban mutuamente con
velocidad.
—La verdad es que me gusta hacer de guía —comentó el señor Kapasi cuando el
coche reemprendió la marcha—. El Templo del Sol es uno de mis sitios preferidos.
En este sentido, ser guía es estupendo. Yo sólo acompaño a excursiones los viernes y
sábados. Durante la semana trabajo en otra cosa.
—¿En serio? ¿A qué se dedica usted? —preguntó el señor Das.
—Trabajo en la consulta de un médico.
—¿Es usted médico?
—No lo soy. Trabajo con un médico. Como intérprete.
—¿Cómo es que un médico necesita de intérprete?
—El doctor tiene varios pacientes originarios del Gujarat. Pocas personas hablan
gujarati en esta región. El mismo doctor no lo habla. Como mi padre era gujarati, el
doctor me ofreció trabajar en su consulta como intérprete de sus pacientes.
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—Interesante. Nunca había oído hablar de un caso similar —observó el señor
Das.
El señor Kapasi se encogió de hombros.
—Es un trabajo como cualquier otro.
—Pero es tan romántico… —intervino la señora Das en tono soñador, rompiendo
su prolongado silencio. La mujer alzó sus gafas marrón rosado, ajustándolas sobre el
cabello como una tiara. Por primera vez, sus ojos se encontraron con los del señor
Kapasi en el retrovisor. Pálidos y un tanto pequeños, sus ojos aparecían fijos, si bien
algo soñolientos.
El señor Das giró el cuello hacia ella.
—¿Qué es lo que tiene de romántico?
—No sé. Algo. —La mujer se encogió de hombros, frunciendo el ceño por un
instante—. ¿Quiere un poco de chicle, señor Kapasi? —preguntó con repentina
animación. Rebuscó en el bolso de paja y le pasó una pastilla envuelta en papel a
rayas blanquiverdes. Nada más llevarse el chicle a la boca, el señor Kapasi sintió que
un líquido espeso y dulzón se extendía por su lengua.
—Cuéntenos algo más sobre su trabajo, señor Kapasi —pidió la señora Das.
—¿Qué es lo que quiere saber, señora?
—No sé —se encogió ella de hombros, mascando arroz hinchado y lamiéndose el
aceite de mostaza de las comisuras de los labios—. Cuéntenos alguna situación típica.
—La mujer se reclinó en el asiento, la cabeza ladeada bajo un rayo de sol, y cerró los
ojos—. Quiero tener una idea de lo que sucede en su trabajo.
Muy bien. El otro día se presentó un hombre con dolor de garganta.
—¿Era fumador?
No. Aquello era curioso. El hombre decía sentir como si tuviera largos trozos de
paja en la garganta. Cuando se lo dije al doctor, a éste le fue fácil recetar el
medicamento adecuado.
—Parece sencillo.
—Sí —acordó el señor Kapasi tras un momento de vacilación.
Entonces, esos pacientes dependen por completo de usted —dijo la señora Das.
Hablaba poco a poco, como si pensara en voz alta—. En cierta forma, dependen más
de usted que del médico.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo podría ser así?
—Por ejemplo, usted podría decir al médico que su paciente sentía como una
quemazón en la garganta, en vez de esas raspaduras como de paja. El paciente nunca
sabría lo que usted le ha dicho al médico, y el médico tampoco sabría que usted le ha
descrito otro síntoma. Es una responsabilidad muy grande.
—Sí, tiene usted una gran responsabilidad entre manos, señor Kapasi —secundó
el señor Das.
El señor Kapasi jamás había pensado en su trabajo en términos tan elevados. A
sus ojos se trataba de una ocupación desagradecida. Él no encontraba nobleza alguna
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en la interpretación de las enfermedades ajenas, en la continua traducción de síntomas
referentes a la hinchazón ósea, los infinitos calambres de estómago o intestino, las
manchas en la palma de la mano que cambiaban de color, forma o tamaño. Al
médico, que tenía la mitad de años que él, le gustaba vestir pantalones de campana y
contar chistes sin gracia sobre el partido del Congreso. Trabajaban juntos en un
hospital pequeño e insalubre donde las bien confeccionadas ropas del señor Kapasi se
pegaban a su cuerpo por obra del calor, y eso a pesar de las ennegrecidas aspas del
ventilador que giraba sobre sus cabezas.
Ese empleo daba la medida de su fracaso en la vida. De joven, el señor Kapasi fue
un devoto estudiante de idiomas, dueño de una impresionante colección de
diccionarios. Su sueño era el de convertirse en intérprete para diplomáticos y
dignatarios, trabajando en la resolución de conflictos entre pueblos y naciones, en el
arreglo de disputas en las que sólo él sería capaz de comprender a ambas partes. El
señor Kapasi era autodidacta. Antes que sus padres arreglasen un matrimonio para él,
había apuntado un listado de etimologías corrientes en una serie de cuadernos de
notas, confiando en que en algún momento de su vida, cuando llegara la oportunidad,
sería capaz de conversar en inglés, francés, ruso, portugués e italiano, por no hablar
del hindi, el bengalí, el orissi y el gujarati. Hoy su memoria sólo albergaba un puñado
de expresiones europeas, referentes a cosas como platos y sillas. El inglés era el único
idioma no indostánico que hablaba con fluidez. Era consciente de que ésa no era
cualificación particularmente destacable. A veces temía que sus propios hijos
acabaran sabiendo más inglés que él por el mero hecho de ver la televisión. En todo
caso, el inglés le venía bien para su trabajo como guía.
El señor Kapasi había comenzado a trabajar de intérprete después de que su hijo
contrajera el tifus a los siete años de edad, momento en que por primera vez trabó
conocimiento con el doctor. Por entonces empleado como profesor de inglés en una
escuela de primaria, empezó a valerse de su capacidad de interpretación como medio
de financiar los gastos médicos, cada vez más exorbitantes. Al final el niño murió en
brazos de su madre, con las extremidades ardiendo de fiebre, pero aún así hubo que
pagar el funeral, la manutención de los niños que llegaron más tarde y la casa, más
grande y cómoda, las buenas escuelas y tutores, los zapatos de calidad y la televisión,
y otra infinidad de cosas con que trató de consolar a su esposa para que dejara de
llorar en sueños, así que cuando el doctor le ofreció el doble del salario que recibía en
la escuela, aceptó. El señor Kapasi era consciente de que su mujer no sentía
demasiada consideración hacia su carrera como intérprete, pues sabía que le llevaba a
pensar en el hijo perdido y que, en cierta forma, sentía resentimiento hacia las vidas
que su trabajo, en pequeña medida, ayudaba a salvar. Cuando hacía referencia a su
empleo, su mujer siempre le describía como «asistente del doctor», como si el
proceso de interpretación pudiera equipararse a tomar la temperatura o cambiar la
bacinilla de cama. Su esposa nunca le hacía preguntas acerca de los pacientes que
visitaban la consulta del doctor ni tampoco había dicho jamás que su empleo
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entrañase una gran responsabilidad.
Esta era la razón por la que al señor Kapasi le halagaba el interés que la señora
Das expresaba por su trabajo. A diferencia de su esposa, la señora Das sí había hecho
mención al componente intelectual de su trabajo. También había empleado la palabra
«romántico». La señora Das no exhibía romanticismo alguno respecto a su marido, y
sin embargo se había valido de esa misma palabra para describirle a él. El señor
Kapasi se preguntó si el matrimonio Das sería consecuencia de un arreglo mal
llevado, como lo había sido el que le unía a su esposa. Quizá ellos también tuvieran
muy poco en común, a excepción de tres niños y una década de sus vidas. Los signos
que reconocía de su propio matrimonio estaban ahí: las discusiones, la indiferencia, el
silencio prolongado. El repentino interés mostrado por su persona, un interés que no
mostraba hacia su esposo o hijos, resultaba levemente embriagador. Cuando el señor
Kapasi volvió a pensar en el modo en que había dicho la palabra «romántico», la
sensación de embriaguez creció en su interior.
Mientras seguía conduciendo, empezó a examinar su reflejo en el retrovisor,
sintiéndose satisfecho de haber escogido el traje gris esa mañana, y no el marrón, que
tendía a formar bolsas en las rodillas. De modo repetido, miró a la señora Das por el
espejo. Además de mirar su rostro, miró la fresa que tenía entre los pechos y el
dorado hoyuelo en su garganta. Se decidió a hablarle de otro paciente, y de otro más:
la joven que se había quejado de sentir como gotas de lluvia en la columna, el
caballero en cuya marca de nacimiento habían empezado a brotar pelos. La señora
Das le escuchó con atención mientras se peinaba el cabello con un pequeño cepillo de
plástico que llevaba a pensar en una ovalada cama de clavos, haciéndole nuevas
preguntas sobre algún nuevo caso. Los niños estaban callados, absortos en la
detección de más monos en los árboles, y el señor Das estaba absorto en la lectura de
su guía turística, de modo que la conversación parecía tener carácter privado entre el
señor Kapasi y la señora Das. Así transcurrió la siguiente media hora, de modo que
cuando hicieron alto para almorzar en un restaurante de carretera que ofrecía frituras
y emparedados de tortilla, parada que en otros viajes el señor Kapasi solía anticipar
con placer, deseoso de sentarse en paz y disfrutar de un té bien caliente, en esta
ocasión se sintió contrariado. Mientras la familia Das se acomodaba bajo un parasol
color magenta decorado con borlas blancas y anaranjadas y pedía las consumiciones a
uno de los camareros ataviados con gorras triangulares, el señor Kapasi se dirigió de
mala gana a una mesa vecina.
—Espere, señor Kapasi. Hay sitio para todos —le llamó la señora Das. La mujer
puso a Tina en su regazo e insistió en que se uniera a ellos. A la mesa, juntos bebieron
zumo de mango embotellado, comieron emparedados y platos de cebollas y patatas
fritas en masa de harina integral. Tras dar cuenta de dos emparedados de tortilla, el
señor Das tomó nuevas fotografías del grupo.
—¿Cuánto camino nos queda? —preguntó al señor Kapasi mientras insertaba una
nueva película en la cámara.
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—Una media hora más.
Los chavales se habían alejado de la mesa para observar a un nuevo grupo de
monos posado en un árbol de las cercanías, de forma que ahora había considerable
espacio entre la señora Das y el señor Kapasi. El señor Das se llevó la cámara al
rostro y cerró un ojo; la punta de su lengua asomaba por una comisura de los labios.
—Así no queda bien, Mina. Mejor acércate más al señor Kapasi.
Así lo hizo ella. El señor Kapasi olió el aroma de su piel, similar a una
combinación de agua de rosas y whisky. De pronto le preocupó que ella advirtiera el
sudor que sabía agolpado bajo la tela sintética de su camisa. Bebió su zumo de mango
de un trago y repasó sus cabellos plateados con una mano. Una gota de zumo le había
resbalado a la barbilla. Se preguntó si ella se habría dado cuenta.
No era así.
—¿Cuál es su dirección, señor Kapasi? —preguntó ella, rebuscando en su bolso
de paja.
—¿Quiere mi dirección?
—Para enviarle unas copias —respondió ella—. Copias de las fotografías.
La señora Das le pasó un trozó de papel que rasgó de su revista cinematográfica.
El espacio en blanco era limitado, pues la delgada tira de papel estaba cubierta de
líneas de texto y la pequeña fotografía de una pareja protagonista abrazada bajo un
eucaliptus.
El papel se rizó mientras el señor Kapasi escribía su dirección en una letra clara y
cuidadosa. La señora Das le escribiría interesándose por su trabajo de intérprete en la
consulta del doctor y él le respondería en tono elocuente, seleccionando únicamente
las anécdotas más sabrosas, aquellas que le hicieran reír a carcajadas al leerlas en su
casa de Nueva Jersey. Con el tiempo ella le confesaría la decepción sufrida en su
matrimonio, como lo haría él en relación con el suyo. Poco a poco su amistad crecería
hasta florecer. Ella conservaría la imagen de ambos comiendo aros de cebolla bajo un
parasol color magenta, la misma que él guardaría —lo decidió ahora— bien a salvo
entre las páginas de su gramática rusa. Mientras su mente volaba, el señor Kapasi
experimentó una leve y agradable conmoción. La sensación era similar a la
experimentada mucho tiempo atrás, cuando tras meses de traducir con ayuda del
diccionario, de pronto leía el párrafo de una novela francesa, o un soneto en italiano,
y descubría que era capaz de comprender todas las palabras, una tras otra, sin que el
esfuerzo le resultara gravoso. En momentos así, sentía que el mundo era un lugar
maravilloso, que el esfuerzo siempre era recompensado, que los errores de la vida
terminaban por cobrar sentido. La promesa de que seguiría en contacto con la señora
Das le llevaba a sentirse de modo similar.
Cuando terminó de escribir su dirección, el señor Kapasi le pasó el papel; sin
embargo, nada más hacerlo, le preocupó la idea de haber escrito mal su propio
nombre o haber invertido, sin quererlo, los números de su distrito postal. Se horrorizó
al pensar en una carta perdida, en una fotografía que jamás llegaría a sus manos,
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olvidada en algún rincón de Orissa, tan cercana y a la vez imposible de obtener.
Pensó en pedir otra vez la tira de papel y asegurarse de que la dirección era la
correcta, pero la señora Das ya la había sumido en las profundidades de su bolso.
* * *
Llegaron a Konarak a las dos y media. El templo, construido en arenisca, era una
estructura piramidal de forma semejante a la de un carro. Estaba dedicado al gran
hacedor de la vida, el sol, cuyos rayos iluminaban tres lados del edificio al efectuar su
diario recorrido en el cielo. Las caras norte y sur del zócalo exhibían veinticuatro
ruedas gigantescas talladas en la piedra.
El edificio entero aparecía conducido por un tiro de siete caballos al galope como
si atravesaran los cielos. Cuando estuvieron más cerca, el señor Kapasi explicó que el
templo había sido construido entre 1243 y 1255 por mil doscientos artesanos a las
órdenes de un gran monarca de la dinastía Ganga, el rey Narasimhadeva I, que
conmemoró así su victoria sobre un ejército musulmán.
—Aquí dice que el templo tiene una superficie de ciento setenta acres —observó
el señor Das, leyendo su guía.
—Es como un desierto —comentó Ronny, con la mirada fija en la arena que se
extendía a todos lados del templo.
—El río Chandrabhaga antaño fluía a kilómetro y medio de aquí. Ahora está seco
—explicó el señor Kapasi, apagando el motor.
Salieron del auto y caminaron hasta el templo, aprovechando para posar ante el
par de leones que flanqueaban los escalones. El señor Kapasi les llevó ante una de las
ruedas del carro. De tres metros de diámetro, la rueda era mayor que cualquier ser
humano.
—«Las ruedas simbolizan la rueda de la vida —leyó el señor Das—. También
simbolizan el ciclo de creación, conservación y adquisición del conocimiento».
Flipante. —El señor Das volvió la página de su guía—. «Cada rueda se divide en
ocho rayos anchos y estrechos que dividen el día en ocho partes iguales. El armazón
está decorado con aves y animales esculpidos en la piedra, mientras los medallones
de los radios exhiben figuras femeninas en actitud sensual, francamente erótica
muchas veces».
El señor Das hacía mención a la multitud de frisos que mostraban cuerpos
desnudos y emparejados, haciendo el amor en distintas posiciones, las mujeres
aferradas al cuello de los hombres, con las rodillas eternamente envueltas sobre los
muslos de sus amantes. Además, se veían numerosas escenas de la vida cotidiana, de
la caza y el comercio, de ciervos a los que se daba muerte con arcos y flechas, de
guerreros desfilantes espada en mano.
Ya no era posible entrar en el templo, cuyo interior llevaba años en ruinas, así que
se contentaron con admirar su interior, como hacían todos los turistas que el señor
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Kapasi acompañaba hasta aquí. Tomándose su tiempo, caminaron por cada uno de
sus lados. El señor Das caminaba a la zaga, aprovechando para tomar fotografías. Los
niños corrían al frente, señalando las desnudas figuras humanas, particularmente
atónitos ante las Nagamithunas, parejas medio humanas medio serpeantes de las que
se decía —según les informó el señor Kapasi— que vivían en las profundidades
abisales del océano. Al señor Kapasi le agradaba que el templo fuera de su gusto,
complaciéndole de forma especial el interés mostrado por la señora Das. La mujer se
detenía a cada tres o cuatro pasos para fijar su mirada silenciosa en los amantes
esculpidos en la piedra, las procesiones de elefantes y las muchachas de torso
desnudo que extraían música de sus tambores de dos caras.
Aunque el señor Kapasi había estado en el templo infinidad de veces, esta vez se
le ocurrió —al observar también a las mujeres semidesnudas— que jamás había visto
a su esposa desnuda por completo. Incluso cuando acostumbraban a hacer el amor, su
mujer insistía en mantener su blusa cerrada y el extremo de sus enaguas anudado en
torno a la cintura. Él nunca había tenido ocasión de admirar las curvas de su mujer
del modo que ahora admiraba las de la señora Das, que en ese momento parecía
caminar para su exclusivo disfrute. Por supuesto, el señor Kapasi había visto
numerosas piernas desnudas con anterioridad, pertenecientes a mujeres americanas o
europeas a las que había llevado de excursión. Sin embargo, la señora Das era
distinta. A diferencia de las otras mujeres, que sólo habían mostrado interés en el
templo y mantenían la nariz pegada a su guía turística o los ojos escondidos tras el
objetivo de una cámara, ella se había interesado por su persona.
El señor Kapasi estaba ansioso de encontrarse a solas con ella, de continuar con
su conversación de carácter privado; sin embargo, le ponía nervioso caminar a su
lado. La mujer aparecía perdida tras sus gafas de sol, desatendiendo las exhortaciones
de su marido a posar para una nueva foto, caminando junto a sus hijos como si fueran
extraños. Temeroso de molestarla, el señor Kapasi caminaba unos pasos por delante,
a fin de admirar, como siempre hacía, las tres encarnaciones esculpidas en bronce a
tamaño natural de Surya, el dios-sol, cada una de ellas saliendo de su nicho en la
fachada del templo para reverenciar al sol en el amanecer, el mediodía y el
crepúsculo. Las tres encarnaciones lucían elaborados tocados y tenían cerrados los
ojos lánguidos y rasgados; sus pechos desnudos estaban envueltos en amuletos y
cadenas trabajadas. Pétalos de hibisco, ofrenda de anteriores visitas, yacían bajo sus
pies, de un verde grisáceo. La última estatua, en el muro norte del templo, era la
preferida del señor Kapasi. Este Surya exhibía una expresión fatigada, cansada tras
un largo día de trabajo, y aparecía montado a horcajadas sobre un caballo con las
patas dobladas. Incluso los ojos de su caballo se mostraban soñolientos. En torno a su
cuerpo revoloteaban esculturas menores que representaban a mujeres emparejadas
con la cadera apuntando hacia uno de sus lados.
—¿Qué representa esta figura? —preguntó la señora Das. El señor Kapasi se
quedó de una pieza al verla a su lado.
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—Es el Astachala-Surya —respondió él—. El sol poniente.
—¿Lo cual significa que en un par de horas el sol se pondrá exactamente aquí? —
La señora Das deslizó un pie fuera del zapato de cuadrado tacón y se frotó los dedos
contra el gemelo de la otra pierna.
—Correcto.
La mujer alzó las gafas de sol un instante y volvió a cubrirse los ojos con ellas.
—De primera.
El señor Kapasi no estaba completamente seguro acerca del significado de la
expresión, aunque algo le decía que expresaba una opinión favorable. Esperaba que la
señora Das hubiera comprendido la belleza y el poder emanantes de Surya. Quizá
más tarde podrían discutir la cuestión en sus cartas. Él le explicaría más cosas de la
India, ella le respondería hablándole de América. En cierto modo, la correspondencia
contribuiría a trocar su sueño en realidad, a convertirle en intérprete entre dos
naciones. Él fijó la mirada en el bolso de paja de la mujer, entusiasmado ante la idea
de que su dirección yacía en su interior. Al pensar en ella a miles de kilómetros de
distancia, sintió un vacío en su interior que le produjo ansias de abrazarla con todas
sus fuerzas, de unirse a ella, siquiera por un momento, en un abrazo con su Surya
favorito por testigo. Pero la señora Das ya se había puesto otra vez a caminar.
—¿Cuándo vuelven ustedes a América? —preguntó él, esforzándose en mostrar
placidez.
—En diez días.
El señor Kapasi hizo cálculos: una semana para hacerse al regreso, una semana
para revelar los carretes, unos días más para escribirle su carta, dos semanas para que
la misiva llegara a la India por avión. De acuerdo con esta secuencia, dejando margen
para posibles retrasos, tendría noticias de la señora Das en unas seis semanas.
* * *
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resignado tanto tiempo atrás, ahora le resultaba opresiva. En ese preciso momento
sugirió visitar las colinas de Udayagiri y Khandagiri, desfiladero en el que se
alineaban ciertas edificaciones religiosas esculpidas en la misma piedra. El lugar
estaba a algunos kilómetros, pero valía la pena, les aseguró.
—Sí, la guía también habla de ese desfiladero —dijo el señor Das—. Parece que
la construcción fue obra de un rey Jain, o algo así.
—¿Les apetece echar una mirada? —preguntó el señor Kapasi, deteniendo el
vehículo en un desvío—. Hay que tomar a la izquierda para llegar allí.
El señor Das se volvió hacia su mujer. Ambos se encogieron de hombros.
—A la izquierda, a la izquierda —urgieron los niños.
Casi extático de alivio, el señor Kapasi hizo girar el volante. No sabía qué haría o
qué le diría a la señora Das cuando llegaran a las colinas. Quizá le diría cuán
magnífica era su sonrisa. Quizá elogiaría su blusa con el fresón, que encontraba
favorecedora de un modo irresistible. Quizá, cuando el señor Das estuviera ocupado
en tomar alguna fotografía, se atreviera a cogerla de la mano.
No tuvo que pensarlo demasiado. Cuando llegaron a las colinas, divididas por un
empinado camino flanqueado por una espesura de árboles, la señora Das se negó a
bajar del coche. Junto al camino, docenas de monos aparecían sentados sobre las
piedras y las ramas de los árboles. Con los cuartos delanteros erguidos hasta el
hombro, sus brazos descansaban sobre las rodillas.
—Me duelen las piernas —dijo ella, hundiéndose en el asiento—. Mejor me
quedo aquí.
—No sé por qué te has puesto esos estúpidos zapatos —apuntó él—. Conseguirás
no salir en ninguna foto.
—Pues imagínate que sí salgo.
—Pero podríamos hacer una foto para nuestra próxima felicitación de Navidad.
No nos hemos hecho ninguna foto juntos en el Templo del Sol. El señor Kapasi
podría tomarla.
—No tengo ganas de salir. Además, esos monos me dan repelús.
—Pero si son inofensivos —objetó el señor Das. Volviéndose al señor Kapasi,
incidió—: ¿A que lo son?
—Más bien tienen hambre que otra cosa —dijo el señor Kapasi—. Si uno no se
acerca con algo de comida, no tiene nada que temer.
El señor Das echó a caminar con los niños hacia el desfiladero. Los dos chavales
marchaban a su lado, la niñita iba sobre sus hombros. El señor Kapasi les observó
cruzarse con una pareja japonesa, únicos turistas además de ellos que había en el
lugar. Tras detenerse para tomar una última fotografía, la pareja se metió en un coche
aparcado en las cercanías y se alejó de allí. Mientras el auto se perdía de vista,
algunos monos chillaron con suavidad y echaron a caminar sobre sus pies planos
sendero arriba. En cierto momento, un grupo de ellos rodeó al señor Das y sus hijos.
Tina soltó un grito de entusiasmo. Ronny corría en círculos en torno a su padre.
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Bobby se agachó y cogió una gruesa estaca del suelo. Cuando la extendió, uno de los
monos se acercó y se la arrebató de las manos. El mono golpeó el suelo con la estaca
por unos segundos.
—Voy a acompañarles —declaró el señor Kapasi, abriendo la portezuela de su
lado—. Hay mucho que explicar sobre esas cuevas.
—No. Quédese un momento —dijo la señora Das. La mujer se levantó de la parte
posterior y se sentó al frente, junto a él—. Raj ya tiene bastante con esa tonta guía de
viaje. —Sentados el uno al lado del otro, contemplaron cómo Bobby jugaba con el
mono, pasándose la estaca mutuamente.
—Un muchachito muy valeroso —comentó el señor Kapasi.
—Es natural —apuntó ella.
—¿Cómo?
—No es suyo.
—¿Perdón?
—De Raj. No es hijo de Raj.
El señor Kapasi sintió que le picaba la piel. Su mano rebuscó en el bolsillo de la
camisa hasta dar con la latita de bálsamo de aceite de loto que siempre llevaba
encima y se aplicó el bálsamo en tres puntos de la frente. Aunque sabía que la señora
Das le estaba observando, no volvió el rostro hacia ella.
En lugar de eso, contempló las siluetas del señor Das y los niños, cada vez
menores a medida que ascendían por el empinado sendero, deteniéndose aquí y allí
para tomar una fotografía, rodeados por los monos en número cada vez mayor.
—¿Le sorprende?
El modo en que ella hizo la pregunta le llevó a escoger las palabras con cuidado.
—No es cosa que uno espere de buenas a primeras —respondió en tono
mesurado, llevándose la latita de bálsamo de aceite de loto al bolsillo.
—No, claro que no. Y nadie lo sabe. Nadie en absoluto. Es un secreto que no he
dicho a nadie en ocho años. —La mujer miró al señor Kapasi ladeando la barbilla,
como si deseara obtener una nueva perspectiva—. Pero ahora se lo he dicho a usted.
Él asintió en silencio. De repente se encontró muerto de sed; sentía la frente
cálida y levemente dormida por el bálsamo. Pensó en pedir un sorbo de agua a la
señora Das, pero finalmente descartó la idea.
—Nos conocimos siendo muy jóvenes —explicó la mujer. Rebuscó algo en el
interior de su bolso de paja; su mano emergió blandiendo un paquete de arroz
hinchado—. ¿Le apetece?
—No, gracias.
La señora Das se llevó un puñado a la boca, hundió ligeramente el cuerpo en el
asiento y desvió su mirada del señor Kapasi para fijarla en la ventanilla lateral del
automóvil.
—Cuando nos casamos, aún estábamos en la universidad. Eramos novios desde la
secundaria. Por supuesto, estudiábamos en la misma universidad. Entonces no
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podíamos soportar la idea de vernos separados, ni por un día ni por un minuto.
Nuestros padres eran amigos de toda la vida que vivían en la misma ciudad. Desde
siempre le veía cada fin de semana, en su casa o en la nuestra. Cuando nos mandaban
a jugar al piso de arriba, nuestros padres hacían bromas sobre nuestro futuro
matrimonio. ¡Ya puede imaginarse! Nunca nos pillaron in fraganti ahora creo que era
una especie de arreglo matrimonial. Lo que hacíamos esos viernes y sábados por la
noche, mientras nuestros padres tomaban el té en el piso de abajo… No me creería
usted, señor Kapasi.
Como consecuencia de estar siempre junto a Raj en la universidad, nunca hizo
demasiadas amistades. No había persona con quien pudiera hablar después de alguna
pequeña disputa con él ni en quien pudiera confiar la más mínima idea o
preocupación. Por entonces sus padres vivían en el otro extremo del mundo; aunque,
la verdad, nunca se había sentido demasiado unida a ellos. Después de casarse tan
joven, se vio abrumada por la responsabilidad: un hijo tan temprano, los cuidados
incesantes, calentar el biberón, comprobar su temperatura contra la muñeca mientras
Raj estaba en el trabajo, vestido con su pantalón de pana y jersey, hablando de piedras
y dinosaurios a sus alumnos. Raj nunca parecía molesto o preocupado; nunca
engordó, como le sucedió a ella después del primer niño.
Siempre fatigada, rechazaba las invitaciones de sus una o dos únicas amigas de la
universidad para almorzar juntas o ir de tiendas a Manhattan. Con el tiempo, las
amigas dejaron de llamarla y se vio encerrada en casa con el niño el día entero,
rodeada de juguetes que le hacían tropezar al caminar o sobresaltarse cuando tomaba
asiento. Después de que naciera Ronny, sólo salían muy de tarde en tarde y casi
nunca recibían a invitados. A Raj le daba igual; cuando volvía de la escuela, tenía
bastante con ver la televisión y columpiar a Ronny sobre su rodilla. Ella se irritó
sobremanera cuando Raj la informó de la inminente visita de un amigo punjabí, a
quien ella conociera tiempo atrás pero al que apenas recordaba, amigo que pasaría
una semana en casa mientras atendía ciertas entrevistas de trabajo en Nueva
Brunswick.
Bobby fue concebido una tarde, sobre un sofá sembrado de juguetes para niños a
quienes les estaban saliendo los dientes, justo después de que el amigo supiera que
había sido contratado por una empresa farmacéutica con sede en Londres, mientras
Ronny lloraba demandando salir de la trona. Ella no protestó cuando el amigo
acarició la base de su espalda y la apretó contra su bien planchada americana azul
marino. El amigo le hizo el amor con una pericia que ella nunca había conocido, sin
ningunas de las miradas y expresiones preñadas de significado con que Raj insistía en
obsequiarla después. Al día siguiente, Raj le llevó en coche al aeropuerto John
Fitzgerald Kennedy. El amigo hoy estaba casado con una muchacha punjabí con
quien vivía en Londres; ambos matrimonios intercambiaban tarjetas cada Navidad y
se enviaban fotografías de sus respectivas familias. El amigo no sabía que era el
padre de Bobby. Nunca lo sabría.
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—Discúlpeme, señora Das, pero quisiera saber por qué me ofrece esta
información —preguntó el señor Kapasi cuando ella dejó de hablar y de nuevo volvió
su rostro hacia él.
—Por Dios, deje de llamarme señora Das. Sólo tengo veintiocho años. Seguro
que sus hijos tienen mi edad.
—La verdad, no… —Al señor Kapasi no le gustó descubrir que ella pensaba en él
como en un padre. Lo que sentía hacia ella, lo que le había llevado a espiarla
furtivamente por el retrovisor mientras conducía, se evaporó ligeramente.
—Si se lo he dicho, es por su talento. —La mujer devolvió el paquete de arroz
hinchado al interior del bolso sin molestarse en doblar la parte superior.
—No entiendo —dijo el señor Kapasi.
—¿No se da cuenta? Me he pasado ocho años sin poder decírselo a nadie, ni a un
amigo ni, por supuesto, al propio Raj. Lo que es él, no tiene la menor sospecha.
Todavía piensa que sigo enamorada de él. Y bien, ¿no tiene usted nada que decir?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que acabo de contarle. Sobre mi secreto, y sobre lo mal que me hace
sentirme. Cuando miro a mis niños y miro a Raj, me siento fatal, fatal de veras. A
veces me entran esos terribles arrebatos, señor Kapasi. Un día sentí el impulso de
tirarlo todo por la ventana, la televisión, los niños, todo. ¿No le parece malsano?
Él guardó silencio.
—Señor Kapasi, ¿no tiene nada que decir? Pensaba que ése era su trabajo.
—Mi trabajo es el de guía turístico, señora Das.
—No me refiero a eso. Me refiero a su otro trabajo, el de intérprete.
—Pero aquí no hay barrera lingüística alguna. ¿Qué falta hace un intérprete?
—No es eso lo que quiero decir. Si no, no se lo hubiera contado. ¿No se da cuenta
de lo que para mí significa contárselo?
—¿A qué significado se refiere?
—Significa que estoy harta de sentirme siempre así de mal. Ocho años, señor
Kapasi, llevo ocho años sufriendo. Yo esperaba que usted podría ayudar a que me
sintiera mejor, quizá mediante la palabra adecuada. Quizá sugiriéndome alguna clase
de remedio.
El señor Kapasi la contempló vestida con su roja falda de cuadros y su camiseta
decorada con un fresón, una mujer que no llegaba a los treinta años y no amaba a su
marido ni a sus niños, una mujer que ya no sentía aprecio por la vida. Su confesión le
deprimía, sobre todo cuando pensaba en el señor Das sendero arriba, con Tina sobre
los hombros, tomando fotografías de las viejas células monacales horadadas en la
montaña a fin de mostrárselas a sus alumnos en América, sin sospechar por un
segundo que uno de sus hijos no era suyo de veras. Se tomó como un insulto que la
señora Das se atreviera a pedirle una interpretación de su secreto tan trivial y
corriente. Ella no tenía nada que ver con los pacientes que acudían a la consulta del
doctor, desesperados y con los ojos vidriosos, incapaces de dormir, respirar u orinar
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sin problemas, incapaces, sobre todo, de prestar nombre a sus dolencias. Con todo, el
señor Kapasi seguía pensando que su deber consistía en ayudar a la señora Das.
Quizá debiera animarla a confesar la verdad al señor Das. Le diría que la sinceridad
es siempre la mejor política. Sin duda, la sinceridad la ayudaría a sentirse mejor, por
usar su misma expresión. Quizá él pudiera ofrecerse a presidir la discusión como
mediador. Decidió empezar por la cuestión más obvia, a fin de llegar al fondo del
asunto, así que le preguntó:
—Señora Das, ¿siente usted culpabilidad por lo sucedido? ¿O simplemente sufre
por ello?
La mujer se giró y clavó su mirada en él, con sus labios glaseados en rosa todavía
escarchados en aceite de mostaza. Cuando abrió la boca para decir alguna cosa, su
mirada fija en él reveló cierta íntima y fugaz lucidez que la llevó a guardar silencio.
Él se quedó petrificado; en ese momento supo que su persona ni siquiera merecía la
consideración necesaria para ser insultada. La mujer abrió la portezuela del coche y
echó a caminar por el sendero, tambaleándose ligeramente sobre sus cuadrados
tacones de madera, llevando la mano al bolso para comer puñados de arroz hinchado.
El arroz se deslizó entre sus dedos, dejando un rastro zigzagueante que llevó a uno de
los monos a saltar de su árbol para devorar los diminutos granos blanquecinos.
Hambriento, el mono salió en pos de la señora Das. Otros monos se unieron a él y, en
un momento, la señora Das se vio seguida por una docena de primates que
arrastraban sus colas aterciopeladas al caminar.
El señor Kapasi salió del coche. Quiso gritar en señal de advertencia, pero temió
que ella se pusiera nerviosa si advertía la presencia de los monos a su espalda. Quizá
resbalara sobre sus tacones. Quizá los monos tironeasen de su bolso o sus cabellos. El
señor Kapasi subió al trote sendero arriba, armándose con una rama caída para
espantar a los monos. La señora Das seguía caminando, inadvertida, dejando un
reguero de arroz hinchado a su paso. Junto a la cima de la pendiente, el señor Das
estaba de rodillas, ocupado en ajustar el objetivo de su cámara. Los niños se
encontraban bajo los arcos, ora visibles, ora invisibles.
—¡Esperad un momento! —les llamó la señora Das—. ¡Ahora voy!
Tina comenzó a saltar de alborozo.
—¡Ahí viene mamá!
—Estupendo —comentó el señor Das sin levantar la mirada—. Justo a tiempo. A
ver si el señor Kapasi puede hacernos una fotografía.
El señor Kapasi apretó el paso, agitando la rama en su mano para que los monos
se distrajeran y dispersaran en otra dirección.
—¿Dónde está Bobby? —preguntó la señora Das, haciendo un alto.
El señor Das alzó la vista de la cámara.
—No lo sé. Ronny, ¿dónde está Bobby?
Ronny se encogió de hombros.
—Yo pensaba que andaba por aquí.
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—¿Dónde está? —repitió la señora Das con insistencia—.
¿Cómo es que no está con vosotros?
Llamándole a voces, comenzaron a recorrer los lados del sendero. Por un
momento, sus propias llamadas les impidieron oír los gritos del pequeño. Cuando por
fin lo encontraron, algo más abajo, bajo un árbol, Bobby estaba rodeado por un grupo
de monos, más de media docena de ellos, que le tiraban de la camiseta con sus dedos
largos y negros. El arroz hinchado vertido por la señora Das sembraba el suelo junto
a sus pies, rastrillado por las manos de los monos. El niño guardaba silencio y se
mostraba paralizado; unas lágrimas veloces le corrían rostro abajo. Sus piernas
desnudas estaban polvorientas y enrojecidas allí donde uno de los monos le golpeaba
repetidamente con la estaca que él mismo le entregara antes.
—¡Papá, ese mono está pegándole a Bobby! —exclamó Tina.
El señor Das se frotó las palmas sudorosas contra los pantalones cortos. En su
nerviosismo, sin querer, apretó el obturador de la cámara; el zumbido de la película al
pasar aumentó la excitación de los monos. El animal armado con la estaca redobló
sus golpes contra Bobby.
—¿Qué se supone que tenemos que hacer? ¿Qué hacemos si atacan todos de
golpe?
—¡Señor Kapasi! —chilló la señora Das, advirtiendo su presencia a un lado—.
¡Haga alguna cosa, por Dios, haga algo!
El señor Kapasi empuñó su rama y ahuyentó a los monos, silbando con
agresividad a quienes se mantenían inmóviles, pateando el suelo a fin de asustarles.
Los animales retrocedieron con lentitud, midiendo los pasos, obedientes pero no
intimidados. El señor Kapasi tomó a Bobby en brazos y lo llevó junto a sus padres y
hermanos. Mientras lo llevaba en brazos, estuvo tentado de susurrarle un secreto al
oído. Pero Bobby estaba aturdido, tembloroso de miedo, sangrando ligeramente allí
donde la estaca había rasgado la piel de sus piernas. Después de que el señor Kapasi
lo devolviera junto a sus padres, el señor Das palmeó su camiseta para liberar la
porquería acumulada y reajustó la visera en su cabeza. La señora Das rebuscó en su
bolso de paja hasta encontrar una tirita con la que cubrió la herida de la rodilla.
Ronny ofreció un chicle a su hermano.
—El chico está bien, sólo un poquito asustado. ¿Verdad, Bobby? —dijo el señor
Das, acariciándole la cabeza.
—Por Dios, vayámonos de una vez —intervino la señora Das. La mujer cruzó sus
brazos sobre el fresón que tenía en el pecho—. Este sitio me da repelús.
—Sí, vámonos al hotel de una vez —secundó su marido.
—Pobrecito Bobby —musitó ella—. Ven aquí un segundo. Deja que mamá te
arregle el pelo.
La mujer volvió a rebuscar en el bolso de paja, sacando esta vez el cepillo, que
empezó a pasar junto a la visera translúcida de su hijo. Cuando apartó el cepillo, la
tira de papel con la dirección del señor Kapasi revoloteó en el aire. Nadie se dio
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cuenta; sólo el señor Kapasi. El intérprete la contempló alzarse en el aire, cada vez
más alta, arrastrada por la brisa hacia los árboles, donde los monos, sentados,
observaban con solemnidad la escena que tenía lugar a sus pies. El señor Kapasi
también la observaba, sabedor de que ésta era la imagen de la familia Das que
conservaría por siempre en su recuerdo.
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Un Durwan de verdad
Mamá Boori, la mujer que barría la escalera, llevaba dos noches sin dormir, así
que en la mañana anterior a la tercera noche, sacudió la colcha de su cama y a
continuación sacudió las sábanas, una vez bajo los buzones donde vivía y una
segunda vez en la puerta del callejón, lo que ahuyentó a los cuervos que se
aprovisionaban de restos de verduras.
Cuando comenzó a ascender los cuatro pisos hasta el tejado, Mamá Boori se llevó
la mano a la rodilla que siempre se le hinchaba al comienzo de cada estación de las
lluvias. El ademán la obligó a soportar en la otra mano el peso del cubo, las sábanas y
el hatillo de juncos que le servía de escoba. En los últimos tiempos Mamá Boori
comenzaba a pensar que la escalera se tornaba más empinada cada día; cuando la
subía, le parecía estar subiendo por una escalera de pintor. Tenía sesenta y cuatro
años, llevaba el cabello recogido en un moño no mayor que una nuez y parecía casi
tan delgada de frente como de través.
De hecho, lo único que parecía tridimensional en Mamá Boori era su voz:
quebradiza y lastimera, amarga como la leche cuajada, aguda y estridente como para
rayar la pulpa de un coco. Era con esta voz como enumeraba, dos veces al día,
mientras barría la escalera, las penalidades y pérdidas sufridas desde que fuera
deportada a Calcuta durante la Partición. Fue entonces, aseguraba, cuando el caos
político la separó de un marido, cuatro hijas, una casa de dos pisos construida en
ladrillo, un almari de palisandro y varios cofres cuyas llaves todavía conservaba,
junto con los ahorros de toda una vida, anudados al extremo libre de su sari.
Dificultades aparte, la otra cosa que Mamá Boori se complacía en relatar era lo
buenos que habían sido los tiempos pasados. No es de extrañar que, cuando llegó al
rellano del segundo, el edificio entero estuviera al corriente del menú servido en la
boda de su tercera hija.
—La casamos con un director de escuela. El arroz fue cocido en agua de rosas.
Hasta el alcalde se presentó. Los invitados se lavaban las manos en cuencos de peltre.
—Aquí hizo una pausa, recuperó el aliento y reajustó sus herramientas de trabajo
bajo el brazo. Tras aprovechar para espantar a una cucaracha de los palos de la
balaustrada, añadió—: El banquete incluía gambas con mostaza hervidas en hojas de
banano. Nadie se privó de los manjares más exquisitos. Nosotros nos lo podíamos
costear sin problemas. En casa comíamos carne de cabra dos veces por semana y
teníamos un estanque de nuestra propiedad, siempre rebosante de peces.
A estas alturas, Mamá Boori podía ver los primeros rayos de luz que iluminaban
la escalera. Aunque no eran más que las ocho, el sol irradiaba con la suficiente
potencia para calentar los últimos escalones de cemento bajo sus pies. Era un edificio
muy antiguo, donde el agua corriente todavía se almacenaba en bidones, con ventanas
sin cristales y retretes ocultos tras un andamiaje de ladrillos.
—Un hombre recogía los dátiles y las guayabas para nosotros. Había otro que
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venía a cortar el hibisco. Allí supe lo que era la vida. Cuando cenaba, me servía de
una cacerola para el arroz. —En este punto de la rapsodia, a Mamá Boori
comenzaron a arderle los oídos; el dolor mordió a través de su rodilla hinchada—.
¿Les he dicho ya que tuve que cruzar la frontera con nada más que dos brazaletes en
la muñeca? Y sin embargo hubo un día en que mis pies no pisaban otra cosa que el
mármol. Pueden creerme o no, como quieran, pero ustedes ni se atreven a soñar con
lujos como aquéllos.
Nadie sabía bien qué había de verdad en las letanías de Mamá Boori. Para
empezar, el perímetro de su antigua mansión parecía duplicarse a cada nuevo día,
como lo hacían los bienes atesorados en sus cofres y almari. Nadie dudaba de su
condición de refugiada; el acento con que hablaba bengalí lo dejaba claro. Con todo,
a los vecinos de este edificio de apartamentos les costaba reconciliar las
aseveraciones de Mamá Boori relativas a su antigua fortuna y con el más prosaico
relato de cómo atravesó la frontera oriental de Bengala, junto a millares de
refugiados, en la caja de un camión cargado con sacos de cáñamo. Y aún más,
algunos días Mamá Boori insistía en haber llegado a Calcuta en un carro tirado por
bueyes.
—¿Cómo llegó, pues? ¿En carro o en camión? le preguntaban a veces los niños
cuando salían a jugar a policías y ladrones en el callejón.
A eso Mamá Boori respondía, meneando el extremo libre de su sari, a fin de que
las llaves tintinearan:
—¿Qué importan los detalles? ¿Para qué arrancar la lima de una hoja de betel?
Pueden creerme o no. En mi vida he pasado por penalidades que no pueden ni soñar.
Era cierto que embrollaba las cosas. Que se contradecía. Que adornaba casi todo
cuanto decía. Y sin embargo, sus peroratas eran tan persuasivas, su alteración tan
evidente, que no era fácil saber con qué carta quedarse.
¿Qué clase de terrateniente acababa barriendo escaleras? Eso era lo que el señor
Dalal, del tercer piso, se preguntaba siempre al pasar junto a Mamá Boori, cuando iba
y volvía de la oficina donde llevaba los pedidos a un distribuidor mayorista de tubos
de goma, cañerías y accesorios diversos en la sección de College Street donde se
alineaban los fontaneros.
«Bechareh, lo más probable es que se invente todos esos cuentos como forma de
lamentar la pérdida de su familia», era la conjetura común entre las mujeres casadas.
—La boca de Mamá Boori está llena de ceniza, pero no olvidemos que ella es
víctima del cambio de los tiempos —repetía el señor Chatterjee.
Era éste un vecino que no había salido de su balcón ni abierto un periódico desde
la independencia, aunque —quizá por ello mismo— sus opiniones siempre eran
tenidas en consideración.
Con el tiempo circuló la teoría de que Mamá Boori una vez había trabajado como
ayudante de un próspero zamindar del este, lo que explicaría su capacidad para
exagerar el pasado a lo largo y a lo ancho. Sus guturales pretensiones no hacían daño
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a nadie. Todos estaban de acuerdo en que su presencia constituía un entretenimiento
de primer orden. A cambio de alojarse bajo los buzones de la escalera, Mamá Boori
mantenía la retorcida escalera limpia como una patena. Y, sobre todo, a los vecinos
les agradaba que Mamá Boori, que dormía cada noche junto a una puerta plegable,
montara guardia entre ellos y el mundo exterior.
Ninguno de los que vivían en ese edificio de apartamentos tenía grandes
posesiones que merecieran ser robadas. La viuda del segundo piso, la señora Misra,
era la única en disfrutar de teléfono. No obstante, los vecinos agradecían que Mamá
Boori tuviera un ojo pendiente de cuanto pasaba en el callejón, filtrase a los
vendedores ambulantes que acudían a vender peines o chales puerta a puerta,
estuviera en disposición de llamar a un rickshaw en cosa de un momento y se las
arreglara con cuatro escobazos para ahuyentar a cuanto personaje sospechoso se
acercara a escupir, orinar o causar algún problema.
En pocas palabras, con el tiempo los servicios de Mamá Boori llegaron a
asemejarse a los de un auténtico durwan. Aunque en circunstancias normales ésta no
era ocupación de mujeres, Mamá Boori se tomaba a pecho su responsabilidad y
mantenía una vigilancia no menos escrupulosa que la del mejor guardián casero a
encontrar en Lower Circular Road, Jodhpur Park y demás barrios residenciales.
* * *
En el terrado, Mamá Boori colgó sus sábanas del alambre de tender. El alambre,
extendido en diagonal de una esquina a la otra del parapeto, se interponía ante el
panorama de antenas de televisión, anuncios comerciales y los distantes arcos del
puente de Howrah. Mamá Boori consultó las cuatro esquinas del horizonte. A
continuación abrió el grifo que había en la base de la cisterna. Se lavó la cara y los
pies, y se pasó dos dedos por los dientes. Después comenzó a sacudir las sábanas por
sus dos lados valiéndose de la escoba. De vez en cuando se detenía y echaba una
mirada al cemento, en espera de identificar el bicho que le impedía dormir. Estaba tan
absorta en su observación que tardó unos instantes en advertir la presencia de la
señora Dalal, del tercer piso, que había subido para dejar secar al sol una bandeja de
peladuras de limón.
—Hay algo en estas sábanas que no me deja dormir —anunció Mamá Boori—.
Dígame, ¿ve usted alguna cosa?
La señora Dalal sentía debilidad hacia Mamá Boori y de vez en cuando le daba
pasta de jengibre para que condimentara sus guisos.
—Yo no veo nada —dijo la señora Dalal al cabo de un momento. La señora Dalal
tenía las pestañas casi transparentes y los dedos de los pies esbeltos y ornados de
anillos.
—Entonces es que son bichos con alas —concluyó Mamá Boori, dejando la
escoba para contemplar las nubes que pasaban en procesión—. Debe de echar a volar
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cuando voy a sacudirlos. Pero fíjese en mi espalda. Seguro que la tengo perdida de
picaduras.
La señora Dalal alzó el pliegue del sari de Mamá Boori, una prenda barata y
blanquecina, del color de una charca sucia. La mujer examinó la piel desnuda encima
y debajo de su blusa, cuyo corte ya no se veía en ninguna tienda. Por fin dijo:
—Mamá Boori, me parece que son imaginaciones suyas.
—Le digo que esos bichos me están comiendo viva.
—Puede ser que el calor le produzca picazón —sugirió la señora Dalal.
Al oírlo, Mamá Boori sacudió el extremo libre de su sari e hizo tintinear sus
llaves.
—Sé muy bien cuándo la picazón es culpa del calor —respondió. Esta picazón no
es cosa del calor. Pero llevo tres noches sin dormir, quizá cuatro. ¿Quién sabe ya? Yo
antes dormía en una cama limpísima, con sábanas de muselina. Me puede creer o no,
pero teníamos unas mosquiteras suaves como la seda. Ustedes no pueden ni soñar con
el lujo en que vivíamos.
—No puedo ni soñarlo —repitió la señora Dalal. Cerró sus pestañas transparentes
y suspiró—. No puedo ni soñarlo, Mamá Boori. Lo que es yo, vivo en dos
habitaciones desvencijadas, casada con un hombre que vende piezas de retrete. —La
mujer volvió su rostro y examinó una de los sábanas. Su dedo repasó una de las
costuras—. Mamá Boori, ¿cuánto tiempo lleva durmiendo en estas sábanas? —
preguntó.
Mamá Boori se llevó un dedo a los labios antes de contestar que no lo recordaba.
—¿Y por qué no nos ha dicho nada hasta hoy? ¿Acaso piensa que no podemos
darle unas sábanas limpias? ¿Aunque sea un hule? —La mujer tenía aspecto de
sentirse insultada.
—No hace falta —respondió Mamá Boori—. Ahora ya están limpias. Por eso las
sacudo con la escoba.
—No me venga con ésas —cortó la señora Dalal—. Necesita usted una cama
nueva. Sábanas, una almohada. Una manta en invierno. —La señora Dalal enumeraba
llevándose los dedos al pulgar.
—Los días de fiesta, dábamos de comer a los pobres del barrio —dijo Mamá
Boori. Comenzó a llenar el cubo con el carbón apilado en el otro extremo del tejado.
—Ya hablaré con el señor Dalal cuando vuelva de la oficina —repuso la señora
Dalal, enfilando la escalera—. Venga a verme por la tarde. Le daré unos pepinillos y
algo de ungüento para la espalda.
—Esta picazón no es cosa del calor —respondió Mamá Boori.
Era cierto que el calor picajoso era frecuente durante la estación de las lluvias,
pero Mamá Boori prefería pensar que lo que la irritaba en la cama, lo que le robaba el
sueño, lo que picaba como guindillas en su piel y su cabeza de poco pelo, era de
origen menos mundano.
Mamá Boori rumiaba estas cosas al ponerse a barrer —siempre barría la escalera
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de arriba abajo—, cuando de pronto comenzó a llover. La lluvia batió la superficie
del terrado como un niño calzado con zapatillas demasiado grandes para sus pies,
echando por el desagüe las peladuras de limón de la señora Dalal. Antes de que los
peatones pudieran abrir sus paraguas, la lluvia se había colado por cuellos, bolsillos y
zapatos. En todo el edificio, y en los edificios vecinos, las viejas persianas fueron
cerradas y anudadas con cordón de enagua a los barrotes de las ventanas.
A todo eso, Mamá Boori ya estaba barriendo el rellano del segundo piso. La
anciana alzó la mirada por las empinadas escaleras; el oprimente sonido del agua que
se desplomaba le dijo que sus sábanas se estaban convirtiendo en yogur.
Pero en ese momento recordó la conversación sostenida con la señora Dalal. Así
que continuó barriendo al mismo ritmo, el polvo, las puntas de cigarrillo y las
papelinas de caramelo sembradas en los escalones, hasta que llegó a los buzones de la
planta baja. A fin de impedir la entrada del viento, rebuscó entre sus cestas hasta
encontrar unos periódicos que insertó en las aberturas en forma de diamante que
había en la puerta plegable. A continuación puso el almuerzo a hervir sobre el cubo
de carbón, graduando el fuego con ayuda de un abanico trenzado en palma.
* * *
Por la tarde, como era su costumbre, Mamá Boori se reajustó el moño, liberó el
extremo de su sari y contó los ahorros acumulados durante toda una vida. La anciana
acababa de despertarse de una siesta de veinte minutos, disfrutada en un lecho
provisional elaborado con periódicos. Ya no llovía; el olor amargo de las hojas de
mango húmedas se enseñoreaba del callejón.
Algunas tardes, Mamá Boori tenía por costumbre visitar a los vecinos de la
escalera. Disfrutaba entrando y saliendo de sus pisos. Los vecinos, por su parte, se
aseguraban de que Mamá Boori siempre se sintiera bienvenida y nunca cerraban el
pestillo hasta que llegaba la noche. Los vecinos seguían con sus ocupaciones del
momento, ya fueran éstas regañar a los niños, repasar los gastos de la casa o limpiar
de piedras el arroz de la cena. De vez en cuando alguien le pasaba un vaso de té o la
lata de galletas mientras jugaba con los niños a ver quién tiraba la ficha más cerca del
rodapié. Poco acostumbrada a los muebles, Mamá Boori se acuclillaba en umbrales o
pasillos para observar gestos y costumbres con el mismo espíritu del recién llegado
que observa el tráfico en una ciudad que es nueva para él.
Esa tarde, Mamá Boori decidió aceptar la invitación de la señora Dalal. La
espalda todavía le picaba, a pesar de haber dormido sobre periódicos; la verdad era
que un poco de ungüento no le vendría mal. Cogió su escoba —sin ella, se sentía
medio desnuda— y se disponía a subir la escalera, cuando un rickshaw se detuvo ante
la puerta plegable.
Era el señor Dalal. Los años transcurridos revisando facturas y pedidos le habían
dejado círculos morados bajo los ojos. Sin embargo, hoy su mirada relucía de brillo.
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El ápice de su lengua jugueteaba entre los dientes mientras cargaba con dos pequeños
fregaderos de cerámica.
—Mamá Boori, tengo un trabajo para usted. Ayúdeme a subir estos fregaderos. —
El señor Dalal se llevó un pañuelo doblado a la frente y la garganta y entregó una
moneda al conductor del rickshaw. A continuación, ayudado por Mamá Boori, subió
los fregaderos al tercer piso. Hasta que no estuvieron en el interior del apartamento,
no anunció lo siguiente a la señora Dalal, Mamá Boori y algunos vecinos que les
habían seguido con curiosidad: que sus horas llevando los números del distribuidor
de tubos de goma, cañerías y accesorios diversos habían terminado para siempre. Que
ese distribuidor, ansioso de respirar aire más puro, y cuyos beneficios se habían
duplicado, se disponía a abrir un segundo comercio en Burdwan. Y que, tras evaluar
lo concienzudo de su labor de años, el distribuidor había decidido ascender al señor
Dalal a encargado de la tienda en College Street. Excitado por la noticia, el señor
Dalal había adquirido dos fregaderos mientras cruzaba el barrio de los fontaneros de
camino a su hogar.
—¿Y qué vamos a hacer con dos fregaderos en un piso de dos habitaciones? —
preguntó la señora Dalal, que ya estaba de mal humor desde la pérdida de las
peladuras de limón—. ¿Quién ha oído semejante cosa? Todavía tengo que cocinar en
un hornillo de petróleo. No quieres ni oír hablar de instalar el teléfono. Y todavía
estoy esperando la nevera que me prometiste al casarnos. ¿Y crees que con dos
fregaderos está todo arreglado?
La subsiguiente disputa tuvo lugar a gritos, lo bastante altos para ser oídos desde
los buzones de la entrada. La discusión fue lo bastante enérgica y prolongada para
elevarse sobre el segundo chaparrón que cayó después de que se hiciera de noche.
Fue una discusión lo bastante fuerte para distraer a Mamá Boori mientras barría la
escalera de arriba abajo por segunda vez en la jornada, razón que la llevó a guardarse
el relato de sus penalidades y su pretérito esplendor. Mamá Boori pasó la noche en un
lecho de periódicos.
La disputa entre el señor y la señora Dalal todavía se arrastraba a la mañana
siguiente, cuando una cuadrilla de obreros descalzos se presentó a instalar los
fregaderos. Tras dar vueltas al asunto toda la noche, el señor Dalal había decidido
instalar un fregadero en la sala de estar de su apartamento y el otro en la escalera del
edificio, en el rellano del primer piso.
—Así todo el mundo podrá usarlo —explicó, yendo de puerta en puerta. Los
vecinos estaban encantados; llevaban años cepillándose los dientes en agua de bidón
servida en tazones.
Además, el señor Dalal pensaba que un fregadero en la escalera no dejaría de
impresionar a las visitas. Ahora que era encargado de la empresa, a saber quién
vendría a visitarle.
Los obreros trabajaron varias horas, subiendo y bajando la escalera y comiendo el
almuerzo apoyados en cuclillas contra los palos de la balaustrada. Los obreros
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martilleaban, escupían, gritaban y soltaban juramentos, secándose el sudor con el
extremo de sus turbantes. Su presencia impidió que Mamá Boori pudiera barrer la
escalera en todo el día.
A fin de matar el tiempo, Mamá Boori buscó refugio en el terrado. Mientras
paseaba entre los parapetos, las caderas le dolieron por efecto de la noche pasada
entre periódicos. Tras consultar los cuatro extremos del horizonte, rasgó sus sábanas
en tiras y tomó la decisión de abrillantar los palos de la balaustrada más tarde.
A última hora de la tarde, los vecinos se congregaron para admirar el trabajo del
día. Incluso Mamá Boori tuvo que lavarse las manos en el chorro de cristalina agua
corriente.
—El agua con que nos bañábamos en nuestra casa se perfumaba con pétalos y
esencia de rosas. Pueden creerme o no, pero era un lujo con el que no pueden ni
soñar.
El señor Dalal se ocupó de mostrar las diversas posibilidades que ofrecía el
lavamanos. Primero abrió al máximo y cerró cada uno de los grifos. Luego abrió
ambos grifos a la vez para ilustrar la diferente presión del agua. Si uno accionaba una
pequeña palanca situada entre los grifos era posible llenar de agua el lavamanos.
—El último grito en elegancia —concluyó el señor Dalal.
Con todo, el resentimiento no tardó en aparecer entre las mujeres casadas. Como
tenían que guardar cola cada mañana para cepillarse los dientes, a todas les frustraba
la espera de su turno, la obligación de limpiar los grifos después de cada uso y la
imposibilidad de dejar su propio jabón y pasta de dientes en la estrecha periferia del
fregadero. Los Dalal contaban con su propio lavamanos; ¿por qué razón tenían ellos
que compartir uno entre todos?
—¿Es que no tenemos derecho a tener nuestro propio lavamanos? —estalló una
de ellas cierta mañana.
—¿Es que los Dalal son los únicos que pueden mejorar las condiciones del
edificio? —preguntó otra.
Los rumores empezaron a desatarse: que, a raíz de su discusión, el señor Dalal
había hecho las paces con su mujer tras comprarle dos kilos de aceite de mostaza, un
chal de Cachemira y una docena de pastillas de jabón de sándalo; que el señor Dalal
había pedido la instalación del teléfono a la compañía; que la señora Dalal se pasaba
el día entero lavándose las manos bajo el grifo. Por si no bastara con todo eso, a la
mañana siguiente un taxi destinado a la estación de Howrah hizo chirriar sus ruedas
en el callejón: los Dalal se marchaban diez días a Simia.
—Mamá Boori, no piense que he olvidado lo que le dije. Le traeremos una manta
de lana de las montañas —prometió la señora Dalal por la abierta ventanilla del taxi.
La mujer llevaba en su regazo un bolso de cuero a juego con el reborde turquesa de
su sari.
—¡Le traeremos dos mantas! —exclamó el señor Dalal, que estaba sentado junto
a su mujer, ocupado en revisar sus bolsillos para cerciorarse de que su cartera estaba
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donde tenía que estar.
De todos los vecinos del edificio, Mamá Boori fue la única que les deseó buen
viaje desde la puerta plegable.
Nada más marcharse los Dalal, las demás mujeres comenzaron a planear sus
propias reformas. Una de ellas se decidió a vender varios de sus brazaletes de boda y
encargó a un pintor que diera una nueva capa a las paredes de la escalera. Otra
empeñó su máquina de coser e hizo venir a un desparasitador. Una tercera fue a la
platería y devolvió un juego de platillos; quería pintar las persianas de amarillo.
Los obreros comenzaron a ocupar el edificio día y noche. A fin de evitar el
continuo tráfico, Mamá Boori optó por dormir en el terrado. Eran tantos los que
entraban y salían por la puerta plegable, tantos los que se agolpaban en el callejón a
según qué horas, que la vigilancia de la escalera ya no tenía ningún sentido.
Al cabo de unos días, Mamá Boori también se llevó al terrado sus cestas y su
cubo para cocinar. No había necesidad de lavarse en el lavamanos del primer piso;
ella podía lavarse en el grifo de la cisterna, como siempre había hecho. Todavía tenía
previsto pulir los palos de la balaustrada con los trapos arrancados a sus sábanas. A
todo eso, seguía durmiendo envuelta en periódicos.
Vinieron más lluvias. Bajo el toldo con goteras, con un periódico prendido en la
cabeza, Mamá Boori se sentaba en cuclillas y observaba a las hormigas del monzón
desfilar por la cuerda de tender con los huevos en la boca. Los vientos húmedos
acariciaban su espalda. Ya no le quedaban muchos periódicos.
Las mañanas se le hacían largas, y las tardes, más largas todavía. Ya no recordaba
cuándo había bebido un vaso de té por última vez. Sin pensar más en sus penalidades
ni en su antiguo esplendor, se preguntaba cuándo volverían los Dalal con sus nuevas
sábanas.
Aburrida de estar en el terrado, deseosa de hacer un poco de ejercicio, Mamá
Boori comenzó a pasear por el barrio durante las tardes. Con la escoba de juncos en
una mano, el sari manchado de tinta de imprenta, caminaba por los mercadillos,
gastando en chucherías los ahorros de toda una vida: un paquete de arroz hinchado
hoy, unos anacardos mañana, un vaso de zumo de caña de azúcar al día siguiente. Un
día anduvo hasta los quioscos de libros usados que había en College Street. Al día
siguiente caminó aún más lejos, hasta los mercadillos de verduras del Bow Bazaar.
Fue allí, mientras examinaba los palosantos y jackfruits expuestos en un mostrador,
donde sintió que unas manos rebuscaban en el extremo libre de su sari. Cuando se
volvió, lo que quedaba de sus ahorros de toda una vida y el manojo de llaves habían
desaparecido para siempre.
Los vecinos la estaban esperando esa tarde cuando volvió a la puerta plegable.
Los gritos indignados resonaron por toda la escalera cuando le comunicaron la
noticia: alguien había robado el lavamanos de la escalera. La pared recién pintada
exhibía un gran agujero del que salía una maraña de tubos de goma y cañerías. El
suelo estaba sembrado de pedazos de yeso. Mamá Boori apretó el mango de su
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escoba, sin responder.
Furiosos, los vecinos prácticamente la subieron en volandas al terrado, donde se
quedó plantada a un lado de la línea de tender mientras los vecinos la increpaban
desde el otro lado.
—Para eso sirve —chilló uno de ellos, señalando a Mamá Boori—. Seguro que
ella misma está conchabada con los ladrones. ¿Dónde estaba cuando se suponía que
debía vigilar la puerta?
—Lleva días paseándose por la calle y hablando con el primero que se presenta
—informó un segundo vecino.
—Le hemos dado carbón, le hemos ofrecido un lugar para dormir… ¿Cómo ha
podido traicionarnos de esa manera? —quiso saber un tercero.
Aunque ninguno de ellos se dirigía directamente a Mamá Boori, ésta no cesaba de
repetir:
—Tienen que creerme… Tienen que creerme… Yo no conozco a ningún ladrón…
—Llevamos años aguantando sus mentiras —respondieron ellos—. ¿Y ahora
quiere que la creamos?
Las recriminaciones no cesaban. ¿Cómo se lo explicarían ahora a los Dalal? Por
fin decidieron consultar la opinión del señor Chatterjee, a quien encontraron sentado
en el balcón, absorto en la contemplación de un atasco de tráfico.
Uno de los vecinos del segundo piso explicó:
—Mamá Boori ha puesto en peligro la seguridad del edificio. Y todos tenemos
cosas de valor. La viuda, la señora Misra, vive sola y tiene teléfono. ¿Qué podemos
hacer?
El señor Chatterjee consideró sus argumentos. Mientras pensaba, se ajustó el chal
que envolvía sus hombros y contempló el andamiaje de bambú que recientemente
rodeaba su balcón. Las persianas que tenía a la espalda, incoloras desde la noche de
los tiempos, aparecían recién pintadas de amarillo.
Por fin, respondió:
—Mamá Boori tiene la boca llena de ceniza. Pero eso no es nada nuevo. Lo
novedoso radica en el aspecto de este edificio. Un edificio así requiere emplear a un
durwan de verdad.
En consecuencia, los vecinos cogieron el cubo y los trapos, las cestas y la escoba
de juncos de Mamá Boori y los echaron escaleras abajo, más allá de los buzones y la
puerta plegable, al callejón. A continuación echaron a Mamá Boori. Lo que
necesitaban era un durwan de verdad.
De todas sus pertenencias, Mamá Boori sólo se quedó con la escoba.
—Tienen que creerme, tienen que creerme —insistía aún, mientras su silueta se
alejaba. Su mano tiró del extremo libre de su sari, pero nada tintineó.
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Sexy
Era la peor pesadilla que podía tener una esposa. Después de nueve años de
matrimonio, explicó Laxmi a Miranda, el marido de su prima se había enamorado de
otra mujer. La había conocido en un vuelo de Delhi a Montreal y, en vez de seguir el
camino hacia su hogar, mujer e hijos, lo que hizo fue bajarse con ella en Heathrow.
Después llamó a su mujer para informarla de que había trabado una relación que
había cambiado su vida y que necesitaba tiempo para ver las cosas con perspectiva.
Desde ese día, la prima de Laxmi guardaba cama.
—Y no la culpo por eso —añadió Laxmi, sirviéndose más galletitas picantes, de
las que mascaba todo el día y que a Miranda le recordaban un polvoriento cereal
anaranjado—. Puedes imaginar. La chica es inglesa y tiene la mitad de años que él.
—Laxmi era apenas unos años mayor que Miranda, pero ya estaba casada y tenía una
fotografía de su marido y ella sentados en un banco de piedra blanca ante el Taj
Mahal adherida en el tabique de su cubículo, adyacente al de Miranda. Laxmi había
pasado más de una hora al teléfono, tratando de consolar a su prima. Nadie se había
dado cuenta. Ambas trabajaban en una emisora pública de radio, en el departamento
encargado de captar fondos adicionales para la emisora, y estaban rodeadas de
empleados que se pasaban el día al teléfono insistiendo en obtener un compromiso de
otras personas.
—Yo lo siento por el chico —prosiguió Laxmi—. El pobre lleva días sin salir de
casa. Mi prima dice que no tiene fuerzas ni para llevarle a la escuela.
—La cosa suena fatal —comentó Miranda.
En general, las conversaciones al teléfono de Laxmi —habitualmente dedicadas a
instruir a su marido sobre qué preparar para la cena— distraían a Miranda mientras
tecleaba cartas a los asociados de la emisora, invitándoles a incrementar su cuota
anual a cambio de un bolso o un paraguas. A través del tabique que separaba sus
escritorios, oía perfectamente a Laxmi, cuyas frases aparecían punteadas en ocasiones
por esta o aquella palabra india. Pero esa tarde Miranda no le había prestado
demasiada atención. Ella misma había estado hablando por teléfono, con Dev, para
decidir dónde se encontrarían esa noche.
—La verdad es que al chico tampoco le pasará nada por quedarse en casa unos
días. —Laxmi comió más galletas saladas, antes de devolver el paquete al cajón—. El
chico es medio niño prodigio. Con una madre punjabí y un padre bengalí, en la
escuela aprende inglés y francés, así que ya habla cuatro idiomas. Si no me equivoco,
en la escuela le han puesto dos cursos por delante.
Dev también era bengalí. Al principio Miranda creía que el adjetivo denotaba su
religión. Pero entonces él le señaló la región en la India, en un mapa que venía en un
número de The Economist. Dev le había traído la revista expresamente al
apartamento, pues Miranda carecía de atlas o libros con mapas. Él señaló su ciudad
natal y la ciudad natal de su padre. Una de las ciudades estaba en recuadro, a fin de
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atraer la atención del lector. Cuando Miranda preguntó por el significado del
recuadro, él plegó la publicación en un rollo y respondió, acariciando juguetonamente
sus cabellos:
—No es nada que te pueda interesar.
Antes de salir, Dev tiró la revista a la basura, junto con las colillas de los tres
cigarrillos que siempre fumaba durante sus visitas. Sin embargo, tras ver cómo su
coche se perdía Commonwealth Avenue abajo, de vuelta a la casa en las afueras que
compartía con su mujer, Miranda recuperó la revista, cuya cubierta limpió de ceniza y
cuyo lomo desenrolló en sentido inverso, a fin de aplanarlo. Miranda se metió en la
cama, que seguía deshecha después de hacer el amor, y estudió las fronteras de
Bengala. En su parte inferior se extendía una bahía; arriba había montañas. El mapa
tenía que ver con un artículo dedicado a cierto Banco Gramin. Miranda pasó la
página, esperando hallar alguna imagen de la ciudad natal de Dev, pero todo cuanto
encontró fueron gráficos y estadísticas. Con todo, siguió mirando los diagramas, sin
dejar de pensar en Dev, en cómo, tan sólo quince minutos antes, había encajado los
pies de ella sobre sus hombros, de forma que las rodillas se le apretaban sobre los
pechos mientras él le decía que no podía vivir sin verla.
Miranda le había conocido una semana antes en Filene’s. Ella había acudido a la
hora del almuerzo para comprar unos panties que estaban de rebaja en el sótano.
Después subió las escaleras mecánicas hasta la sección de cosmética, donde cremas y
jabones aparecían expuestos con empaque de joyería y las sombras de ojos y los
polvos de tocador relucían como mariposas alineadas tras su cristal protector. Aunque
Miranda jamás había adquirido otra cosa que no fuera lápiz de labios, le gustaba
pasear por aquel laberinto estrecho y atestado, que le resultaba familiar de un modo
que no lo era el resto de Boston. Disfrutaba sorteando a las mujeres que montaban
guardia en cada esquina agitando tarjetas de muestra perfumadas en el aire. A veces,
días más tarde, encontraba alguna tarjeta olvidada en el bolsillo de su abrigo; su
espesa fragancia, todavía presente, le aportaba cierta calidez mientras esperaba el
tranvía en la fría mañana.
Ese día, cuando se detuvo a oler una tarjeta particularmente fragante, Miranda
advirtió la presencia de un hombre plantado ante una de las cajas registradoras. El
hombre llevaba un papelito anotado con una letra precisa y femenina. Tras echar una
mirada al papel, una dependienta comenzó a abrir cajones. La dependienta sacó una
oblonga pastilla de jabón envuelta en una caja negra, una máscara hidratante, un
frasquito de gotas de regeneración celular y dos tubos de crema facial. El hombre era
moreno y de pelo negro, visible en sus nudillos. Vestía una camisa color rosado claro,
una americana azul marino y un abrigo de pelo de camello con reluciente botonadura
de cuero. Al pagar, se quitó los guantes de piel de cerdo. No llevaba anillo de
compromiso.
—¿Quiere alguna cosa, señorita? —preguntó la dependienta a Miranda,
escrutando la tez de ésta por encima de sus gafas de carey.
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Miranda no sabía lo que quería. Todo cuanto sabía era que no quería que el
hombre se alejara de allí. El hombre parecía algo indeciso, como si, en compañía de
la dependienta, estuviera aguardando a oír su respuesta. Miranda observó los distintos
frascos, unos altos y otros bajos, dispuestos sobre una bandeja ovalada como en un
retrato de familia.
—Una crema —respondió por fin.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós.
La dependienta asintió con un gesto y abrió un frasco de cristal glaseado.
—Al principio quizá le resulte un tanto excesiva para lo que usted está
acostumbrada, pero yo empezaría a usarla ya. Las arrugas se forman hacia los
veinticinco años. A partir de esa edad, lo único que sucede es que cada vez son más
visibles.
Mientras la dependienta tiznaba el rostro de Miranda con una punta de crema, el
hombre seguía contemplándola en silencio. Cuando Miranda se informó sobre el
modo de aplicación correcto —en pasadas vigorosas de abajo arriba, comenzando por
la base de la garganta—, el hombre pasó la mano por el expositor giratorio. A
continuación apretó el pequeño surtidor de crema anticelulítica, que masajeó sobre el
dorso de su mano sin guante. Después abrió un frasco, acercó el rostro para oler, con
tan mala fortuna que una punta de crema se adhirió a su nariz.
Miranda sonrió, pero su boca se vio oscurecida por la gran brocha con que la
dependienta atusó su rostro.
—Una brocha del dos —explicó la mujer—. Para dar un poco de color.
Miranda asintió, observando su reflejo en uno de los espejos dispuestos en ángulo
sobre el mostrador. Miranda tenía ojos de plata y una piel tan pálida como el papel; el
contraste con su cabello, tan negro y lustroso como un grano de café, llevaba a la
gente a describirla como llamativa, si no hermosa. Tenía una cabeza pequeña y
ovalada, y puntiaguda en su parte superior. Sus facciones también eran delgadas, de
fosas nasales tan estrechas que se dirían alguna vez aprisionadas por una pinza para la
ropa. Ahora su rostro relucía, rosado en las mejillas, del color del humo bajo las
cejas. Sus labios despedían destellos.
El hombre también se miraba en un espejo, afanándose en limpiar la crema de su
nariz. Miranda se preguntó de dónde vendría. Por su aspecto le creyó español o
libanés. Cuando abrió un nuevo frasco y dijo, a nadie en particular, «Esta huele a
piña», Miranda apenas detectó la sombra de un acento en su pronunciación.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la dependienta, aceptando la tarjeta de crédito
de Miranda.
—No, gracias.
La mujer envolvió la crema en varias capas de translúcido papel rojo.
—Verá como queda satisfecha con este producto.
La mano de Miranda se mostró insegura al firmar el recibo. El hombre no se
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había movido.
—Le he puesto una muestra de nuestro nuevo gel de ojos —añadió la
dependienta, mientras entregaba a Miranda una pequeña bolsa. La mujer observó la
tarjeta de crédito de Miranda antes de devolvérsela sobre el mostrador—. Buenas
tardes, Miranda.
Miranda echó a caminar. Al principio caminó con rapidez. De pronto, al ver que
se hallaba ante las puerta de salida, aminoró el paso.
—Tiene usted un nombre que es medio indio —dijo el hombre, ajustando su paso
al de ella.
Miranda se detuvo, como hizo él, frente a un mostrador circular cubierto de
jerseys y adornado con piñas y lazos de terciopelo.
—¿Miranda?
—Mira. Tengo una tía que se llama Mira.
Él se llamaba Dev. Trabajaba en un banco de negocios por allí cerca, explicó,
ladeando la cabeza en dirección a la South Station. Miranda decidió que Dev era el
primer hombre con bigote que le resultaba guapo.
Caminaron juntos hasta la estación de Park Street, pasando frente a los quioscos
donde se vendían cinturones y bolsos baratos. Un rabioso viento de enero deshizo la
raya en el pelo de Miranda. Mientras rebuscaba la tarjeta del tranvía en el bolsillo del
abrigo, sus ojos se fijaron en la bolsa que él llevaba en la mano.
—¿Lo has comprado para ella?
—¿Para quién?
—Para tu tía Mira.
—Es para mi mujer. —Dev pronunció la frase con lentitud, mientras sostenía la
mirada de Miranda—. Se marcha a la India por unas semanas. —Dev arqueó las cejas
—. Mi mujer se vuelve loca por estas tonterías.
* * *
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Dev aseguraba estar encantado cuando iba de visita a su apartamento, cuya cocina
lucía una encimera no mayor que la panera, cuyos suelos rayados se combaban y
cuyo timbre de la puerta sonaba de forma un tanto embarazosa cuando llamaba él.
Dev decía admirarla por haberse trasladado a Boston, ciudad en que no conocía a
nadie, en vez de quedarse en Michigan, donde se había criado y había ido a la
universidad. Cuando Miranda le respondió que no había nada admirable en ello, que
ésa era la razón precisa por la que se había mudado a Boston, Dev meneó la cabeza
con escepticismo.
—Yo sé lo que es estar solo —dijo, repentinamente serio.
En ese momento Miranda sintió que él la comprendía, que comprendía cómo se
sentía algunas noches en el tranvía, después de ver una película a solas, acercarse a
una librería a leer revistas o tomar una copa con Laxmi, quien siempre tenía que
encontrarse con su marido en la estación de Alewife en una o dos horas. En
momentos menos serios, Dev decía que le gustaban sus piernas, más largas que su
torso, algo en lo que se había fijado la primera vez que la vio desnuda en la
habitación.
—Eres la primera —apuntó él, admirándola desde la cama—, primera mujer que
he conocido con unas piernas tan largas.
Dev era el primero en decírselo. A diferencia de los chicos con quienes saliera en
la universidad, versiones corregidas y aumentadas de los que conociera en el colegio,
Dev era siempre el primero en pagar, en abrir una puerta o en tomar su mano sobre la
mesa del restaurante para estampar un beso en ella. Él fue el primero que le regaló un
ramo de flores tan inmenso que tuvo que dividirlo entre los seis vasos de su vajilla, y
el primero en susurrar su nombre una y otra vez cuando hacían el amor. A los pocos
días de conocerlo, mientras estaba en el trabajo, Miranda acarició el deseo de contar
con una fotografía de ella y Dev pegada al tabique de su cubículo, como la de Laxmi
y su marido sentados frente al Taj Mahal. Miranda no dijo nada a Laxmi sobre Dev.
No dijo nada a nadie. Pero esos días Laxmi se pasaba la jornada entera charlando por
teléfono con su prima, que aún guardaba cama, cuyo marido continuaba en Londres y
cuyo hijo seguía sin ir a clase.
—Tienes que comer algo —la urgía Laxmi—. Tienes que cuidar la salud.
Cuando no estaba hablando con su prima, lo hacía con su marido, en
conversaciones más breves que siempre terminaban con una discusión sobre si cenar
pollo o cordero.
—Perdóname —Miranda le oyó disculparse cierta vez—, es que esta situación me
pone de los nervios.
Miranda y Dev no discutían. Iban a ver una película al cine Nickelodeon, donde
no dejaban de besarse por un segundo. Comían tiras de cerdo con salsa de barbacoa
en Davis Square, no sin que Dev se insertara una servilleta de papel, como un fular,
en el cuello de la camisa. Bebían sangría en la barra de un restaurante español bajo
una sonriente cabeza de cerdo que presidía sus conversaciones. Visitaban el museo,
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donde escogieron un poster de lirios acuáticos para decorar la habitación de Miranda.
Un sábado por la tarde, después de asistir a un concierto en el Symphony Hall, Dev le
mostró su rincón favorito en toda la ciudad, el Mapparium, en el edificio de la
Ciencia Cristiana, donde se encontraron en el interior de una estancia limitada por
paneles de vidrio tintado, conformada como el interior de un globo a pesar de
presentar el aspecto exterior de ese mismo globo. En mitad de la sala había un puente
transparente, de modo que en ese momento se sintieron en el mismo centro del
mundo. Dev señaló la India, que aparecía en rojo y con mucho más detalle que en el
mapa de The Economist. Le explicó que numerosos países, como es el caso de Siam o
la Somalia italiana, ya no existían en la misma configuración; hoy sus nombres eran
otros. El océano, tan azul como el pecho de un pavo real, exhibía dos tonos distintos,
de acuerdo con la profundidad de las aguas. Le mostró la fosa más profunda del
mundo, a diez mil metros de profundidad, justo encima de las islas Marianas.
Asomando la cabeza por el puente descubrieron el archipiélago Antártico a sus pies,
alzaron el cuello y se sorprendieron al ver una enorme estrella plateada sobre sus
cabezas. La voz de Dev retumbaba extrañamente en el vidrio, a veces muy sonora,
otras en tono quedo, a veces dando la impresión de posarse en el pecho de Miranda,
otras pareciendo eludirla por completo. Cuando un grupo de turistas se acercó al
puente, Miranda oyó sus carraspeos como si éstos fueran recogidos por micrófonos.
Dev le aclaró que era cuestión de la acústica del lugar.
Miranda dio con Londres, donde se hallaba el marido de la prima de Laxmi, en
compañía de la muchacha conocida en un avión. Se preguntó de qué ciudad india
sería originaria la mujer de Dev. Miranda no había ido más allá de las Bahamas, que
una vez visitó de niña. Aunque buscó, no fue capaz de dar con ellas en el panel de
vidrio. Cuando los turistas se marcharon y volvió a estar a solas con Dev, éste le pidió
que se situara en un lado del puente. Según aclaró, aunque estuvieran a casi seis
metros de distancia, podían oír sus mutuos susurros.
—No te creo —respondió Miranda. Era lo primero que decía desde que habían
entrado. Sentía como si tuviera altavoces en los oídos.
—Pruébalo —urgió él, caminando hacia su propio extremo del puente. Su voz
descendió a un susurro.
—Di algo.
Miranda contempló sus labios al formar las palabras. A la vez, éstas le llegaron
con tal claridad que las sintió bajo su piel, bajo su abrigo de invierno, tan próximas y
cálidas que algo ardió en su interior.
—Hola —musitó ella, sin saber qué más decir.
—Eres muy sexy —musitó él por respuesta.
* * *
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vez que el marido de su prima tenía una aventura.
—Mi prima ha decidido darle ocasión de entrar en razón —explicó Laxmi una
tarde, cuando se disponían a abandonar la oficina—. Dice que lo hace por el chico.
Está dispuesta a perdonarle por el chico. —Miranda contempló cómo Laxmi
desconectaba su ordenador—. Verás como él acaba volviendo de rodillas; es lo que
ella espera. —Laxmi meneó la cabeza—. No es mi caso. Si mi esposo se atreviera a
mirar a otra mujer, lo primero que haría sería cambiar la cerradura de casa. —Laxmi
estudió la fotografía que decoraba su cubículo. Su marido le pasaba el brazo por los
hombros, con las rodillas apuntando en su dirección junto a la piedra del banco.
Laxmi se volvió hacia Miranda—. ¿Tú no harías igual?
Miranda asintió con un gesto. La mujer de Dev volvía de la India al día siguiente.
Dev había llamado a Miranda esa misma tarde para decirle que debía ir a recogerla al
aeropuerto. Prometió llamarla en cuanto pudiera.
—¿Qué te pareció el Taj Mahal? —preguntó a Laxmi.
—Es el lugar más romántico del planeta —el rostro de Laxmi se iluminó ante el
recuerdo—. Un monumento al amor eterno.
* * *
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—Es perfecto —dijo la mujer—. Tu hombre se va a volver loco cuando lo vea.
Miranda se imaginó a ambos en cierto restaurante del South End que habían
visitado, donde Dev pidió foie-gras y una sopa preparada a base de champán y
frambuesas. Se imaginó con el vestido de noche mientras Dev lucía uno de sus trajes
y besaba su mano por encima de la mesa. Sin embargo, la próxima vez que acudió a
visitarle, un domingo por la tarde bastantes días después de su último encuentro, Dev
vestía ropa de gimnasio. Desde el retorno de su mujer, ésa era su excusa: los
domingos iba en coche a Boston para hacer un poco de jogging junto al río Charles.
El primer domingo, Miranda le abrió la puerta ataviada con la bata que se detenía en
la rodilla, pero Dev ni se fijó; la llevó en volandas a la cama, vestido con pantalón de
chándal y zapatillas deportivas, y la penetró sin decir palabra. Después, cuando ella
salió en bata del dormitorio para traerle un platillo a emplear como cenicero, Dev se
quejó de que la bata no le dejaba admirar sus largas piernas, y le pidió que se la
quitara. En consecuencia, el siguiente domingo Miranda se olvidó del asunto y le
recibió vestida con vaqueros. Su flamante lencería quedó arrinconada en el fondo de
un cajón, escondida tras los calcetines y la ropa interior de diario. El plateado vestido
de noche colgaba de una percha en el armario, con la etiqueta aún pegada a una
costura. Con frecuencia, por las mañanas el vestido yacía arrugado en la base del
armario; las cadenitas de los hombros tendían a soltarse de la percha de alambre.
Con todo, Miranda seguía aguardando con impaciencia la llegada del domingo.
Por las mañanas se acercaba a una delicatessen donde compraba una baguette y
raciones de platos por los que Dev sentía capricho: arenques marinados, ensalada de
patata, o cocas de pesto y queso mascarpone. Comían en la cama, tomando los
arenques con los dedos y rasgando la baguette con las manos. Dev le contaba
historias de su niñez, cuando bebía zumo de mango servido en bandeja al llegar a
casa de la escuela y jugaba a cricket junto a un lago, enteramente vestido de blanco.
Le contó cómo, a los dieciocho años, le enviaron a una universidad situada en el
estado de Nueva York, durante cierto período denominado de Emergencia, y cómo le
había llevado años acostumbrarse a la pronunciación americana en las películas, y eso
a pesar de haber sido escolarizado en lengua inglesa. Mientras hablaba, fumaba tres
cigarrillos que aplastaba en un platillo junto a la cama. A veces preguntaba a Miranda
cuántos amantes había tenido (tres) y a qué edad fue su primera vez (a los diecinueve
años). Después de comer, hacían el amor sobre las sábanas llenas de migas de pan;
después, él disfrutaba de una siesta de doce minutos. Miranda nunca había conocido a
un adulto que durmiera la siesta, pero Dev le explicó que era costumbre habitual en la
India, donde hacía tanto calor que la gente no podía salir de casa hasta el crepúsculo.
—Además, así podemos dormir juntos —murmuró en tono malévolo, enroscando
su brazo como un gran brazalete en torno a su cuerpo.
Sin embargo, Miranda nunca dormía. En vez de eso, contemplaba el despertador
en la mesita de noche, o apretaba su rostro contra los dedos de Dev, cada uno de ellos
dotado de media docena de pelos en el nudillo. Pasados seis minutos, Miranda volvía
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su rostro hacia él, suspirando y agitándose en la cama, para comprobar si de veras
estaba dormido. Siempre lo estaba. Las costillas se le marcaban en la piel al respirar,
pero ya comenzaba a tener barriga. Aunque se quejaba de los pelos en sus hombros,
Miranda lo encontraba perfecto y se negaba a imaginarle de otro modo.
Pasados los doce minutos, él abría los ojos como si llevara todo el tiempo
despierto, dedicándole una sonrisa cuya intensa satisfacción era la envidia de
Miranda.
«Los mejores doce minutos de la semana», suspiraba él, pasando la mano por sus
pantorrillas. A continuación saltaba de la cama, ajustándose los pantalones del
chándal y abrochándose las zapatillas. Después iba al baño y se cepillaba los dientes
con el dedo índice —técnica bien conocida por los indios, según le explicó—, a fin de
quitarse el sabor a tabaco de la boca. Cuando le daba el beso de despedida, a veces
Miranda advertía su propio olor en los cabellos de él. Sin embargo, sabía que la
excusa de haberse pasado la tarde haciendo jogging le permitía ducharse nada más
llegar a casa.
* * *
Además de Laxmi y Dev, los únicos indios que Miranda había conocido en su
vida eran los Dixit, familia residente en el vecindario donde había crecido. Para
diversión de todos los niños del barrio, y entre éstos se incluía a Miranda pero no a
los propios hijos del matrimonio Dixit, el señor Dixit tenía por costumbre practicar el
jogging cada tarde en las llanas calles barridas por el viento de la barriada ataviado
con camisa y pantalón de vestir, con un par de baratas zapatillas Keds como única
concesión a la parafernalia deportiva. Cada fin de semana, la familia entera —el
padre, la madre, los dos chicos y la chica— montaban en su coche y se marchaban,
nadie sabía adónde. Los padres de las demás familias se quejaban de que el señor
Dixit no fertilizaba su césped adecuadamente, no rastrillaba las hojas muertas cuando
convenía, conviniendo además en que la casa de los Dixit, la única con
revestimientos de vinilo, era una lacra para el encanto del barrio. Las madres nunca
invitaban a la señora Dixit a las reuniones que tenían lugar junto a la piscina de los
Armstrong. Mientras esperaban el autobús escolar junto a los pequeños Dixit, los
demás niños solían mascullar imprecaciones del tipo «Los Dixit comen mierda»,
imprecaciones que se celebraban entre grandes risotadas.
Un año, todos los niños del vecindario fueron invitados a la fiesta de cumpleaños
de la hija de los Dixit. Miranda se acordaba de que en la casa reinaba un intenso
aroma a incienso y cebollas, y que junto a la puerta se apilaba un montón de zapatos.
Pero sobre todo se acordaba de un pedazo de tela, del tamaño de una funda de
almohada, que pendía de un espiga de madera al pie de las escaleras. Se trataba del
retrato de una mujer desnuda y de rostro enrojecido con forma de escudo medieval.
La mujer tenía unos enormes ojos blancos inclinados hacia las sienes cuyas pupilas
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no eran sino dos meros puntos. Dos círculos, con idénticos puntos en el centro,
representaban sus pechos. En una de sus manos esgrimía una daga. Uno de sus pies
aplastaba a un hombre que se debatía en el suelo. En torno a su cuerpo pendía un
collar confeccionado con cabezas sangrantes, unidas como en una hilera de
palomitas. La mujer sacaba la lengua a Miranda.
—Es la diosa Kali —explicó la señora Dixit en tono afable, moviendo
ligeramente la espiga de madera para ajustar la imagen. La señora Dixit tenía un
intrincado laberinto de estrellas y zigzags pintado con henna en las manos—. Ven
conmigo, anda, que vamos a sacar el pastel.
A Miranda, que entonces contaba nueve años de edad, el miedo le impidió probar
el pastel. Durante los meses siguientes, tuvo miedo hasta de caminar por el mismo
lado de la calle en que vivían los Dixit, cosa que debía hacer dos veces al día, para ir
a la parada del autobús y otra vez para volver a casa. Durante un tiempo contenía el
aliento hasta que la casa quedaba atrás, lo mismo que hacía cuando el autobús escolar
pasaba frente a un cementerio.
El recuerdo ahora le daba vergüenza. Ahora, cuando hacía el amor con Dev,
Miranda cerraba los ojos y veía desiertos y elefantes, y pabellones de mármol que
flotaban sobre lagos iluminados por la luna llena. Un sábado que no tenía nada mejor
que hacer, hizo el camino entero hasta Central Square, donde entró en un restaurante
indio y pidió un plato de pollo tandoori. Mientras comía, se esforzó en memorizar las
frases impresas en la parte inferior del menú, expresiones como «delicioso», «agua»
o «la cuenta, por favor». Como terminó por olvidarse de ellas, con el tiempo se
acostumbró a visitar la sección de idiomas extranjeros de una librería de Kenmore
Square, donde estudiaba el alfabeto bengalí en una gramática de la colección Teach
Yourself. Una vez llegó hasta el punto de intentar transcribir la parte india de su
nombre, «Mira», en una página de su agenda, esbozando letras con las que no estaba
familiarizada, deteniéndose, haciendo un giro y alzando el bolígrafo en el momento
más inesperado. Siguiendo las flechas impresas en la gramática, trazó una línea de
izquierda a derecha de la que debían pender las letras; una de ellas se asemejaba más
a un número que a una verdadera letra, otra parecía un triángulo ladeado. Le llevó
varios intentos conseguir que las letras de su nombre se asemejaran a las letras de la
gramática, y al final no estuvo segura de haber escrito Mira o Mara. Para ella no se
trataba más que de un garabato sin sentido, aunque, no sin algo de sorpresa, entendía
que en algún lugar del mundo, aquél contaba con un significado propio.
* * *
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de la universidad, su novio y ella una vez se marcharon sin pagar de una crepería
atestada de parroquianos, por el puro deseo de largarse sin abonar la cuenta. Pero
Laxmi no hablaba de otra cosa.
—Lo que es yo, si fuera mi prima, cogía el primer avión a Londres y les pegaba
un tiro a cada uno —anunció cierto día, untando la mitad de un papadom en salsa
chutney—. La verdad, no entiendo cómo aguanta semejante espera.
Miranda sí sabía esperar. Por las noches se sentaba a la mesa del comedor y se
repasaba las uñas con esmalte incoloro mientras comía ensalada de su fuente,
mirando la televisión, a la espera del domingo. Los sábados eran el peor día; a esas
alturas parecía como si el domingo no fuera a llegar jamás. Un sábado que Dev la
llamó bien entrada la noche, oyó risas y conversaciones a su alrededor, tan estridentes
que Miranda le preguntó si estaba en un concierto. Pero no, simplemente la llamaba
desde su casa en las afueras.
—No te oigo muy bien —dijo él—. Tenemos invitados. ¿Me echas de menos?
Miranda contempló la pantalla del televisor, el capítulo de un serial cuyo sonido
había apagado con el mando a distancia nada más sonar el teléfono. Se imaginó a
Dev hablando entre susurros por el móvil, en alguna habitación del piso de arriba,
con una mano en el pomo de la puerta, mientras los invitados se agolpaban en el
pasillo.
—Miranda, ¿me echas de menos? —preguntó otra vez.
Miranda le dijo que sí.
Al día siguiente, cuando Dev se presentó de visita, Miranda le preguntó qué
aspecto tenía su mujer. No le era fácil preguntárselo, y no lo hizo hasta que él se fumó
el último de sus cigarrillos, que aplastó sobre el platillo con un enérgico giro de
muñeca. A Miranda le picaba la curiosidad saber si discutían. Pero Dev no se mostró
sorprendido por la pregunta. Según le dijo, untando un poco de pescado blanco
ahumado en su galleta salada, su mujer se parecía a una actriz de Bombay llamada
Madhuri Dixit.
El corazón le dio un vuelco a Miranda. Pero no, la hija de los Dixit tenía otro
nombre, un nombre que comenzaba por P. Con todo, se preguntó si la actriz tendría
algún parentesco con ella. La hija de los Dixit era de aspecto corriente, con el cabello
recogido en dos trenzas durante todos sus años de escuela.
Unos días más tarde, Miranda se acercó a un pequeño supermercado indio de
Central Square en el que también alquilaban cintas de vídeo. La puerta del
establecimiento se abrió con un complicado tintinear de campanillas. Era la hora de la
cena y Miranda era la única cliente. Un vídeo estaba en marcha en el televisor que
presidía una esquina del local: una hilera de muchachas ataviadas con bombachos
meneaban las caderas acompasadamente sobre una playa.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó el hombre que estaba de pie frente a la
caja registradora. El hombre comía una samosa que mojaba en una salsa marrón
oscuro, en un plato de papel. En el pequeño escaparate que tenía frente a su cintura se
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alineaban más tentadoras samosas y lo que parecían pálidos caramelos de dulce de
leche en forma de diamante, envueltos en papel de plata, y unos pasteles anaranjados
y relucientes que flotaban en un mar de sirope—. ¿Busca usted algún vídeo?
Miranda abrió su agenda, donde había anotado «Mottery Dixit». Su mirada se
paseó por los vídeos alineados tras el mostrador. Vio mujeres vestidas con faldas
ceñidas en los muslos y camisetas que se anudaban como pañuelos entre sus pechos.
Algunas aparecían apoyadas en un muro de piedra o un árbol. Eran mujeres
hermosas, tanto como las que había visto bailando en la playa, con los ojos
maquillados con kohl y largos cabellos negros. En ese momento supo que Madhuri
Dixit también era hermosa.
—Tenemos vídeos en versión subtitulada, señorita —añadió el hombre,
limpiándose los dedos sobre la camisa con rapidez, antes de escoger tres títulos.
—No —respondió Miranda—. No, gracias.
Miranda vagó por el establecimiento, estudiando los estantes en que se apilaban
latas y envoltorios sin etiqueta. El congelador estaba atestado de bolsas de pan pita y
verduras desconocidas para ella. Lo único que le resultó familiar fue un estante
cubierto de bolsas y bolsas de los mismos aperitivos picantes que Laxmi consumía a
todas horas. Se le ocurrió comprar algunas para Laxmi, pero vaciló al pensar que
tendría que justificar su presencia en un supermercado indio.
—Muy picantes —comentó el hombre, negando con la cabeza mientras sus ojos
recorrían el cuerpo de Miranda—. Demasiado picantes para usted.
* * *
Llego febrero y el marido de la prima de Laxmi seguía sin entrar en razón. Tras
presentarse en Montreal, el marido había discutido incesantemente con su mujer
durante dos semanas, antes de empacar dos maletas y volar de regreso a Londres El
marido quería el divorcio.
Sentada en su cubículo, Miranda oía a Laxmi repetir a su prima que en el mundo
había hombres mucho mejores y que el tiempo lo curaba todo. Al día siguiente, la
prima le dijo que se marchaba con su hijo a la casa de sus padres en California, a
intentar recuperarse un poco. Laxmi la convenció para pasar un fin de semana en
Boston antes de partir hacia California.
—Un cambio de aires te vendrá bien —insistió Laxmi en tono gentil—. Además,
hace años que no te veo.
Miranda fijó la vista en su propio teléfono, ansiosa por oír a Dev. Hacía cuatro
días que no hablaban. Oyó a Laxmi llamar a información y preguntar por el número
de un salón de belleza.
—Quisiera una sesión relajante —indicó Laxmi.
Tras concertar masajes, limpiezas de cutis, manicuras y pedicuras, reservó mesa
para almorzar en el restaurante Four Seasons. Determinada a animar a su prima,
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Laxmi se había olvidado del chaval. Sus nudillos repiquetearon sobre el tabique.
—¿Tienes algún plan para el sábado?
* * *
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encontró en la sala de estar, junto a la mesa, de rodillas sobre una de las sillas de
director. El niño abrió la cremallera de su pequeña mochila, echó a un lado la cestita
de manicura de Miranda y puso sus lápices de colores sobre la mesa. Observándole
por encima del hombro, Miranda le vio esgrimir un lápiz azul y dibujar la silueta de
un avión.
—Qué bonito —elogió. Como el niño no respondiera, fue a la cocina a servirse
más café.
—Yo también quiero un poco, por favor —dijo Rohin.
Miranda regresó a la sala de estar.
—¿Qué quieres qué?
—Un poco de café. Hay mucho en la cafetera, ya lo he visto.
Miranda caminó hasta la mesa y se sentó frente a él. A cada poco, el pequeño
erguía su cuerpo para coger un nuevo lápiz. Su peso apenas abultaba el fondo de la
silla de director.
—Eres demasiado pequeño para tomar café.
Rohin se inclinó sobre el cuaderno, de modo que sus diminutos hombros y pecho
casi tocaban el papel, con la cabeza ladeada.
—La azafata me dejó tomar café —dijo—. Me hizo un café con leche y mucho
azúcar. —Al erguirse en la silla, descubrió un rostro de mujer junto al avión, de
cabello largo y ondulado y ojos como asteriscos—. La azafata tenía el cabello más
brillante —decidió, no sin añadir—: Mi padre también conoció a una mujer muy
guapa en un avión. —Rohin observó a Miranda. Su rostro se oscureció al verle beber
de la taza—. ¿No puedo tomar un poco de café? Por favor…
Miranda se preguntó si, a pesar de su expresión aplicada y reconcentrada, Rohin
sería de los niños que tienen ataques de furia. Se lo imaginó pateándola con sus
zapatos de cuero, chillando que quería café, chillando y gritando sin parar hasta que
Laxmi y su madre vinieran a llevárselo. Miranda fue a la cocina y le preparó el café
que pedía, cuidando de escoger una taza vieja por si el pequeño la rompía.
—Gracias —dijo él cuando Miranda la puso en la mesa. Rohin bebió dando
sorbitos, cogiendo la taza con ambas manos para que no se cayera.
Ella siguió sentada a su lado mientras dibujaba, pero cuando comenzó a aplicarse
esmalte en las uñas, Rohin protestó. El niño sacó de su mochila un pequeño atlas en
edición de bolsillo y pidió a Miranda que le hiciera preguntas. Los países estaban
dispuestos por continentes, a razón de seis por página, con el nombre de la capital en
negrita seguido por algunos datos sobre población, gobierno y demás estadísticas.
Miranda escogió una página del capítulo dedicado a África y siguió el listado de
países.
—¿Mali? —preguntó al pequeño.
—Bamako —respondió él al momento.
—¿Malawi?
—Lilongwe.
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Miranda recordó haber examinado el continente africano en el Mapparium. Como
rememoró, la mayor parte de África aparecía en verde.
—Sigue —dijo Rohin.
—Mauritania.
—Nouakchott.
—Isla Mauricio.
Rohin hizo una pausa y cerró los ojos, antes de abrirlos otra vez en admisión de
su derrota.
—No me acuerdo.
—Port Louis —le informó ella.
—Port Louis. —El niño repitió el topónimo en voz baja, como una letanía.
Cuando llegaron a los últimos países de África, Rohin le pidió mirar los dibujos
animados con ella. Cuando los dibujos animados se terminaron, el niño la acompañó
a la cocina y se quedó a su lado mientras hacía más café. Rohin no la siguió al baño,
unos minutos más tarde, pero cuando Miranda salió de allí, dio un respingo al
encontrarle plantado frente a la puerta.
—¿Quieres ir al baño?
El pequeño negó con la cabeza pero entró en el baño. Tras cerrar la tapa del
retrete, se subió a ella y escudriñó la estrecha repisa de cristal que había junto al
lavamanos, allí donde Miranda tenía el cepillo de dientes y el maquillaje.
—¿Qué es esto? —preguntó, examinando la muestra de gel para los ojos con que
Miranda fue obsequiada el día en que conoció a Dev.
—Para la hinchazón.
—¿Hinchazón?
—Aquí —explicó ella, señalándose los ojos.
—¿Después de llorar?
—Puede ser.
Rohin abrió el tubo y olió su contenido. Soltó una gota de gel sobre su dedo, con
el que se frotó la mano.
—Quema un poco.
Rohin inspeccionó el dorso de su mano con suma atención, como si esperase
verlo cambiar de color en cualquier momento.
—Mi madre tiene hinchazón. Ella dice que es un resfriado, pero es porque ha
llorado, a veces durante horas seguidas. A veces en mitad de la cena. Aveces llora
tanto que los ojos se le hinchan como los de una rana.
Miranda se preguntó si convendría darle algo de comer. En la cocina descubrió
una bolsa de pastelillos de arroz y algo de lechuga. Cuando se ofreció a salir a por
algo a la tienda de platos preparados, Rohin le respondió que no tenía mucha hambre
y aceptó uno de los pastelillos de arroz.
—Cómete uno conmigo —la invitó. Se sentaron a la mesa, con los pastelillos de
arroz entre ambos. Rohin abrió una página en blanco de su cuaderno—. Haz un
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dibujo.
Miranda escogió un lápiz azul.
—¿Qué quieres que dibuje?
Rohin lo pensó por un momento.
—Ya lo tengo —anunció. El niño le pidió que dibujara las cosas de la sala de
estar: el sofá, las sillas de director, la televisión, el teléfono—. Así me acordaré.
—¿Te acordarás de qué?
—De nuestro día juntos. —Rohin se sirvió otro pastelillo de arroz.
—¿Y para qué quieres acordarte?
—Porque nunca más volveremos a vernos.
La precisión de la frase la dejó atónita. Miranda contempló al pequeño,
sintiéndose ligeramente deprimida. Rohin no parecía estar deprimido. El niño llevó su
dedo a la hoja en blanco.
—Tienes que dibujar.
Miranda dibujó lo mejor que pudo el sofá, las sillas de director, la televisión, el
teléfono. El pequeño se apretaba a su lado, tanto que a veces le impedía ver lo que
estaba haciendo. Rohin puso su manita morena sobre la suya.
—Ahora yo.
Miranda le pasó el lápiz.
El niño negó con la cabeza.
—No, que me dibujes a mí.
—No sé hacerlo —dijo ella—. No te sacaré parecido.
El gesto serio y reconcentrado volvió a adueñarse del rostro de Rohin, como
cuando ella se negara a servirle café.
—Por favor…
Miranda dibujó su cara, esbozando su cabeza y el espeso mechón de cabello.
Rohin estaba sentado completamente inmóvil, con expresión formal y melancólica y
la mirada concentrada en un lado. Miranda deseó ser capaz de extraer un buen
parecido. Su mano se movía en conjunción con sus ojos, de forma novedosa para ella,
como lo había hecho aquel día en la librería, cuando transcribió su propio nombre al
alfabeto bengalí. El dibujo no se parecía en nada al niño. Cuando estaba ocupaba en
esbozar su nariz, Rohin se apartó de la mesa.
—Me aburro —anunció, echando a caminar hacia el dormitorio. Miranda le oyó
abrir la puerta y abrir y cerrar los cajones de su tocador.
Cuando fue a su lado, Rohin estaba metido en el armario. El niño emergió al cabo
de un momento con el pelo revuelto y el plateado vestido de noche en una mano.
—Estaba en el suelo.
—Se habrá caído de la percha.
Rohin examinó el vestido y el cuerpo de Miranda.
—Póntelo.
—¿Perdón?
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—Póntelo.
No había razón para ponérselo. Miranda no se lo había puesto más que en el
probador de Filene’s y sabía que no se lo pondría en todo el tiempo que siguiera junto
a Dev. Sabía que nunca irían a un restaurante donde él tomara su mano para besársela
sobre la mesa. Se encontrarían en su apartamento, los domingos, él envuelto en sus
pantalones de chándal, ella en sus vaqueros. Miranda tomó el vestido de manos de
Rohin y lo agitó en el aire; el sensual género jamás se arrugaba. Acercándose al
armario, buscó una percha suelta.
—Por favor, póntelo —pidió Rohin, repentinamente aparecido a su lado. El niño
apretó su rostro contra ella, agarrándola de la cintura con ambas manos—. Por
favor…
—Está bien —dijo ella, sorprendida de la fuerza encerrada en sus manos.
Rohin sonrió con satisfacción y se sentó en el borde de la cama.
—Pero tienes que esperar ahí —indicó ella, señalando la puerta—. Ya saldré
cuando me haya puesto el vestido.
—Pero mi madre siempre se quita la ropa delante de mí…
—¿De verdad?
Rohin asintió con la cabeza.
—Mi madre ni siquiera recoge la ropa después. Siempre la deja tirada en el suelo,
junto a la cama. Una vez mi madre durmió en mi cuarto —continuó el pequeño—.
Me dijo que mi cama era más agradable que la suya, ahora que mi padre se ha
marchado.
—Muy bien. Pero yo no soy tu madre —dijo Miranda, cogiéndole por los sobacos
para sacarle de la cama. Como el muchacho se negaba a ponerse en pie, Miranda lo
levantó en vilo. Rohin resultó pesar más de lo esperado y se aferró a ella con fuerza,
envolviendo las piernas en torno a sus caderas y descansando la cabeza contra su
pecho. Miranda le dejó en el pasillo y cerró la puerta. Para más seguridad, echó el
pestillo. A continuación se puso el vestido de noche, observando su aspecto en el
espejo de cuerpo entero clavado a la puerta. Sus calcetines largos tenían un aspecto
penoso, así que abrió un cajón hasta dar con las medias. Tras rebuscar en el fondo del
armario, se puso los zapatos de tacón alto y hebillas en miniatura. Los tirantes en
cadenita del vestido se notaban tan livianos como clips de oficina sobre su clavícula.
El vestido le venía un pelín grande, y no pudo abrocharlo por sí misma.
Rohin comenzó a golpear en la puerta.
—¿Ya puedo entrar?
Miranda abrió la puerta. Con el atlas de bolsillo en las manos, Rohin musitaba
algo entre dientes. Sus ojos se abrieron como platos al verla delante de él.
—Ayúdame con la cremallera —pidió ella, sentándose en el borde de la cama.
Rohin subió la cremallera hasta arriba. Miranda se puso en pie y giró sobre sí
misma. Rohin dejó su atlas a un lado.
—Eres muy sexy —declaró.
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—¿Cómo has dicho?
—Eres muy sexy.
Miranda volvió a sentarse. Aunque sabía que el pequeño no lo decía con
segundas, el corazón le dio un vuelco. A Rohin probablemente le parecía que toda
mujer era sexy. Lo más seguro es que hubiera oído el adjetivo en la televisión o que
lo hubiera visto en la portada de alguna revista. Miranda se acordó de la visita al
Mapparium, de pie frente a Dev en el otro extremo del puente. En ese momento la
palabra le había parecido plena de sentido. En ese momento la había encontrado
adecuada.
Miranda cruzó los brazos sobre su pecho y miró a Rohin a los ojos.
—Dime una cosa.
El niño guardaba silencio.
—¿Qué significa?
—¿El qué?
—Esa palabra. Sexy. ¿Qué significa?
El pequeño bajó la vista, repentinamente tímido.
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—Es un secreto. —Rohin apretó los labios, con tal fuerza que parte de ellos se
tornó blanquecina.
—Dime ese secreto. Me gustaría saberlo.
Rohin se sentó en la cama junto a Miranda y comenzó a golpear el borde del
colchón con el talón de sus zapatos. El niño rió con nerviosismo; su flaco cuerpo se
estremeció como si le hicieran cosquillas.
—Dímelo —demandó Miranda. Acercándose a él, le cogió por los tobillos para
que dejase de patear el colchón.
Rohin la miró; sus ojos se habían convertido en dos rajas. El pequeño luchó por
golpear otra vez el colchón, pero Miranda le tenía bien sujeto. El muchacho se dejó
caer sobre la cama, con la espalda recta como un tablón. Ahuecando las manos en
torno a su boca, musitó:
—Significa que quieres a alguien a quien no conoces.
Miranda notó que las palabras de Rohin le atravesaban la piel, lo mismo que
sintiera al oír las de Dev. Sin embargo, en vez de percibir la calidez de entonces, esta
vez se encontraba aturdida. Aquello le recordó lo que sintió en el supermercado indio,
cuando supo, sin molestarse en ver su imagen, que Madhuri Dixit, la actriz a quien se
parecía la esposa de Dev, era una mujer hermosa.
—Eso le pasó a mi padre —añadió Rohin—. Se sentó al lado de una chica que no
conocía, una chica sexy, y ahora la quiere a ella, en vez de a mi madre.
El niño se quitó los zapatos, que puso en el suelo, a su lado. A continuación alzó
el edredón y se metió en la cama de Miranda con el atlas de bolsillo en la mano. Un
minuto después, el atlas se le cayó de las manos mientras sus ojos se cerraban.
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Miranda le contempló mientras dormía; el edredón subía y bajaba al ritmo de su
respiración. Rohin no se despertó a los doce minutos, como hacía Dev, ni tampoco a
los veinte. Rohin no abrió los ojos cuando Miranda se quitó el plateado vestido de
noche para embutirse los vaqueros, ni cuando devolvió los zapatos de tacón al fondo
del armario o enrolló las medias y las depositó en el cajón.
Una vez hubo dispuesto todas las prendas, se sentó en la cama. Su rostro se
acercó al del pequeño, lo bastante para observar el polvillo blanco dejado en sus
comisuras por los pastelillos de arroz. Tomó el atlas de bolsillo. Mientras pasaba sus
páginas se imaginó las discusiones que Rohin habría oído en su casa de Montreal.
«¿Es guapa? —le habría preguntado su madre a su padre, vestida con la misma
bata que llevaría semanas sin quitarse, sus propias hermosas facciones contraídas de
modo perverso—. ¿Es sexy? —Su padre lo negaría todo al principio, trataría de
evadir la conversación—. Dímelo —chillaría ella—. Dime que es muy sexy. —Al
final su padre admitiría que lo era y su madre se pondría a llorar y llorar en una cama
junto a la que se apilaban las ropas tiradas de cualquier manera, hasta que los ojos se
le hincharían como los de una rana—. ¿Cómo puedes…? —preguntaría entre sollozos
—. ¿Cómo puedes querer a una mujer a quien no conoces?»
Al imaginarse la escena, la propia Miranda no pudo refrenar unas pocas lágrimas.
Aquel día en el Mapparium, los países del mundo habían parecido muy cercanos al
tacto mientras la voz de Dev adoptaba giros inesperados bajo el cristal. Al otro lado
del puente, a seis metros de distancia, sus palabras le habían llegado tan próximas y
plenas de calidez que durante días las sintió bajo la piel. Miranda lloró sin contenerse.
Pero Rohin seguía dormido. Le supuso acostumbrado a oír lloros de mujer.
* * *
El domingo, Dev telefoneó para anunciar a Miranda que salía hacia su casa.
—Ahora mismo salgo. Estaré ahí a las dos.
Miranda contemplaba un programa de cocina en la televisión. Una mujer señalaba
una serie de manzanas puestas en fila, indicando qué variedades eran mejor para la
repostería.
—Mejor que no vengas hoy.
—¿Por qué no?
—Estoy resfriada —mintió. Tampoco estaba tan lejos de la verdad: las lágrimas le
habían dejado el rostro congestionado—. Llevo toda la mañana en cama.
—Sí que suenas un poco tocada. —Se hizo una pausa—. ¿Necesitas alguna cosa?
—Tengo de todo.
—Bebe mucho líquido.
—¿Dev?
—¿Sí, Miranda?
—¿Te acuerdas del día que fuimos al Mapparium?
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—Claro que sí.
—¿Te acuerdas de las cosas que nos dijimos?
—Claro que me acuerdo —musitó Dev en tono juguetón—. ¿Te acuerdas de lo
que me dijiste?
Se hizo una pausa.
—«Vamos a tu casa». —Dev soltó una risa tranquila—. ¿El próximo domingo,
entonces?
El día anterior, mientras lloraba, Miranda había pensado que nunca olvidaría
nada, ni el aspecto que tenía su nombre escrito en alfabeto bengalí. Se había quedado
dormida junto a Rohin y, cuando despertó, el pequeño estaba dibujando un avión en
la copia de The Economist que guardaba oculta bajo la cama.
—¿Quién es Devajit Mitra? —le preguntó el pequeño, examinado la dirección
escrita en la etiqueta adhesiva.
Miranda se imaginó a Dev, con su pantalón de chándal y sus zapatillas, riendo
junto al teléfono. En un momento se presentaría ante su mujer en el piso de abajo
para comunicarle que hoy no saldría a hacer jogging. Había sufrido un tirón muscular
mientras hacía calentamientos, se justificaría mientras se sentaba a leer el diario. En
contra de su voluntad, Miranda deseó tenerle a su lado. Decidió verle un domingo
más, quizá dos. Entonces le diría lo que siempre había sabido: que la situación no era
justa en relación con ella misma y su esposa, que ambas merecían un trato mejor, que
no tenía sentido arrastrar las cosas así.
Pero el domingo siguiente nevó mucho, de tal forma que Dev no pudo decirle a su
esposa que se iba a correr por la vera del Charles. El domingo siguiente, la nieve se
había fundido, pero Miranda tenía previsto ir al cine con Laxmi, y cuando se lo dijo a
Dev por teléfono, éste no le pidió que cancelara la cita. Al tercer domingo, Miranda
se levantó temprano y salió de paseo. El día era frío pero soleado, así que caminó
hasta la Commonwealth Avenue, pasando frente a los restaurantes donde Dev la
besara una vez, hasta llegar al edificio de la Ciencia Cristiana. El Mapparium estaba
cerrado; Miranda pidió una taza de café en un puesto callejero y se sentó en uno de
los bancos que había en la plaza situada frente a la iglesia, contemplando sus
gigantescos pilares y la formidable cúpula, y el límpido cielo azul que reinaba sobre
la ciudad.
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La casa de la señora Sen
Eliot llevaba casi un mes visitando a la señora Sen, desde que el curso escolar
empezara en septiembre. El año anterior se había ocupado de él una alumna de la
universidad llamada Abby, muchacha delgada y pecosa que tenía por costumbre leer
libros sin ilustraciones y se negaba a prepararle platos de carne. Antes de ella, una
mujer mayor, la señora Linden, había estado recibiéndole cada tarde al volver de la
escuela, bebiendo café de un termo y haciendo crucigramas mientras Eliot jugaba a
solas. Abby había acabado licenciándose y marchándose a otra universidad y la
señora Linden terminó por ser despedida cuando la madre de Eliot descubrió que su
termo contenía más whisky que café. La señora Sen apareció en sus vidas en forma
de claro anuncio a bolígrafo dispuesto en una nota adherida junto al supermercado:
«Esposa de profesor, responsable y bien dispuesta, se ofrece para cuidar niños en su
hogar». Por teléfono, la madre de Eliot informó a la señora Sen de que las anteriores
canguros tenían por costumbre ir a casa de Eliot.
—Eliot ya tiene once años; cocina sus propios platos y cuida de sí mismo. Lo
único que quiero es que haya un adulto en casa, por si se da alguna emergencia.
Sin embargo, la señora Sen no sabía conducir.
* * *
—Como puede ver, nuestra casa está limpia y es bien segura para un niño —les
informó la señora Sen la primera vez que trataron con ella.
La mujer vivía en un apartamento perteneciente a la universidad y enclavado en
un extremo del campus. La entrada del edificio estaba embaldosada en un poco
atractivo color habano, bajo una fila de buzones marcados con cinta blanca o
etiquetas adhesivas. En el apartamento, el recorrido en intersecciones de un aspirador
aparecía congelado sobre la superficie de una alfombra de reluciente color pera. Los
restos de otras alfombras, que casaban mal entre sí, estaban dispuestos frente al sofá y
las sillas, como felpudos individuales colocados allí donde los pies de alguien
pudieran tocar el suelo. Las blancas pantallas de lámpara en forma de bidón que
flanqueaban el sofá seguían envueltas en el plástico del fabricante. La televisión y el
teléfono estaban protegidos por retales de tela amarillenta de reborde festoneado. El
té montaba humeante guardia en un cazo gris y alargado, junto a las tazas y una
bandejita con galletas de mantequilla. El señor Sen, hombre bajito y robusto de ojos
ligeramente protuberantes y gafas de negra montura rectangular, también montaba
guardia. Cruzaba las piernas con cierta dificultad y tenía por costumbre sostener su
taza con ambas manos muy cerca de la boca, incluso cuando no bebía.
Ni él ni su mujer calzaban zapatos; Eliot advirtió los diversos pares alineados en
la pequeña estantería que había junto a la entrada. El matrimonio calzaba sandalias.
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—El señor Sen es profesor de matemáticas en la universidad le presentó la señora
Sen, como si les uniera un parentesco muy distante.
La señora Sen tenía unos treinta años de edad. Aunque exhibía un pequeño hueco
entre los dientes y el rastro de la viruela en su barbilla, tenía los ojos hermosos, con
cejas espesas y expresivas y un maquillaje líquido que se extendía más allá de la
anchura natural de los párpados. La mujer se tocaba con un resplandeciente sari
blanco estampado de tonos anaranjados que parecía más adecuado para una cita
nocturna que para aquella tranquila, levemente lluviosa, tarde de agosto. Llevaba los
labios pintados en un tono coralino que se había corrido algo más allá de sus límites.
Y sin embargo, Eliot pensó que era su madre, con sus pantalones cortos con
pinzas color beige y sus zapatos de suela de cáñamo, quien tenía aspecto extraño. Su
pelo bien corto, de un tono similar al de los pantalones, parecía demasiado soso y
convencional; a la vez, sus rodillas y sus piernas depiladas, aparecían demasiado
expuestas en aquella estancia donde todo estaba perfectamente cubierto. Sin aceptar
las galletitas que la señora Sen insistía en ofrecerle, su madre le hizo multitud de
preguntas, cuyas respuestas anotó en una libreta. ¿Había otros niños en el
apartamento? ¿La señora Sen tenía experiencia en cuidar de un niño? ¿Llevaban
mucho tiempo viviendo en el país? Lo que más la preocupaba era que la señora Sen
no supiera conducir. La madre de Eliot estaba empleada en una oficina situada a
ochenta kilómetros al norte; su padre vivía a tres mil kilómetros al oeste, según lo
último que se sabía de él.
—La verdad es que le estoy dando clases de conducción —informó el señor Sen,
dejando su taza sobre la mesita. Era la primera vez que abría la boca—. Según mis
cálculos, la señora Sen debería conseguir el carnet hacia diciembre próximo.
—¿De veras? —La madre de Eliot anotó la información en su cuaderno.
—Sí, estoy aprendiendo —dijo la señora Sen—. Aunque me cuesta un poco. Es
que en mi país tenemos conductor propio…
—¿Quiere decir un chófer?
La señora Sen fijó la mirada en su marido, quien asintió con la cabeza.
La madre de Eliot asintió a su vez, mientras su mirada vagaba por la sala.
—En su país… ¿En la India, quieren decir?
—Sí —respondió la señora Sen. La mera mención del nombre pareció liberar algo
en su interior. La mujer se atusó el borde del sari, allí donde se alzaba en diagonal
sobre su pecho. Sus ojos también recorrieron la sala, como si detectaran algo que los
demás nunca podrían descubrir en las pantallas de lámpara, en la tetera, en las
sombras congeladas sobre la alfombra—. En casa tenemos de todo.
* * *
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madre todo el año; cuando iban de una a otra habitación, debían llevar consigo una
estufa con ruedas y sellar las ventanas con láminas de plástico y un secador para el
pelo. La playa, desolada, era mal sitio para jugar a solas; los únicos vecinos que
seguían en el lugar pasado el Día del Trabajo eran una pareja joven y sin hijos, y Eliot
ya no se divertía coleccionando rotas cáscaras de mejillón en su cubo o acariciando
las algas dejadas sobre la arena como tiras de una lasaña de color esmeralda. El
apartamento de la señora Sen era cálido, a veces en exceso; los radiadores no cesaban
de silbar como una olla a presión. Eliot aprendió a quitarse el calzado deportivo nada
más llegar a la entrada, para dejarlo en la estantería, junto a la colección de zapatillas
de la señora Sen, todas de distinto color, de suela plana como el cartón y un anillo de
cuero para el dedo gordo del pie.
Eliot disfrutaba de modo particular contemplando a la señora Sen mientras ésta
cortaba las verduras sentada sobre periódicos viejos extendidos en el suelo de la sala
de estar. En vez de un cuchillo corriente, la mujer se valía de una navaja curvada
como la proa de un barco vikingo que saliera a guerrear en aguas lejanas. La hoja
estaba unida en un extremo a un estrecho mango de madera. El acero, más negro que
plateado, mostraba un brillo desigual y exhibía un lado en sierra, para rallar si
convenía, como explicó la mujer a Eliot. Cada tarde, la señora Sen plegaba la navaja
de modo que la hoja describiera cierto ángulo en relación con el mango. Sin jamás
tocar el lado afilado de la hoja, la mujer cogía las verduras y las troceaba en
pedacitos: coliflor, repollo, calabaza dulce. Cortaba las verduras por la mitad, en
cuartos después, rebanando cogollos, dados, lonchas y tiras. A veces se sentaba con
las piernas cruzadas, otras lo hacía con las piernas abiertas, siempre rodeada de un
despliegue de escurridores y pequeños cuencos de agua en los que sumergía los
recién cortados ingredientes.
Mientras trabajaba, tenía un ojo puesto en la televisión y el otro puesto en Eliot,
sin que nunca pareciera prestar atención a su navaja. Y sin embargo, nunca permitía
que Eliot se acercase mientras cortaba las verduras.
—Siéntate un momento, por favor. Dos minutos y habré terminado —decía,
señalando el sofá, que siempre estaba envuelto en la misma tela verdinegra
estampada con una procesión de elefantes con palanquines en el lomo. Era un ritual
que tenía lugar, cada tarde, por espacio de una hora. A fin de entretener a Eliot, la
señora Sen le pasaba las tiras cómicas del periódico o galletas saladas con manteca de
maní, a veces un polo helado o una zanahoria esculpida con su navaja. Si la hubieran
dejado, la señora Sen habría acordonado su zona de trabajo.
Una vez, sin embargo, quebró su propia norma; necesitada de más verduras y
poco dispuesta a sortear la catastrófica barricada vegetal que la rodeaba, pidió a Eliot
que le trajera una cosa de la cocina:
—Si no te importa, hay un cuenco de plástico, lo bastante grande para estas
espinacas, en el armario junto a la nevera. Pero ve con cuidado, cariño, con mucho
cuidado —le advirtió al acercarse él—. Déjalo en la mesita, gracias, ahí ya llego yo.
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La señora Sen había traído su navaja de la India, donde —según parecía— todo
hogar contaba con una de ellas.
—Cuando hay boda en mi familia —le explicó a Eliot un día—, o alguna gran
celebración de otra clase, mi madre corre la voz para que las mujeres del barrio
vengan con sus propias navajas, igualitas a ésta. Tendrías que verlas allí sentadas, en
un gran círculo en el terrado de nuestro edificio, riendo y contando chismes mientras
cortan cincuenta kilos de verduras en una noche. —Su perfil se cernía en ademán
protector sobre su obra, un confeti de pepino, berenjena y pieles de cebolla apiladas
en montón—. En noches así, no hay quien duerma, por el escándalo que montan. —
La mujer hizo una pausa y contempló el pino solitario enmarcado por la ventana de la
sala—. En este lugar al que me ha traído el señor Sen, muchas veces el silencio me
impide pegar ojo.
Un día se sentó a arrancar la grasa amarilla y granulosa de un pollo, que luego
dividió entre muslo y pechuga. Cuando astillaba los huesos con la navaja, los dorados
brazaletes le bailaban en la muñeca y los antebrazos le relucían de sudor mientras
respiraba pesadamente por la nariz. En un momento dado, hizo una pausa, cogió el
pollo con ambas manos y miró a través de la ventana. Tiras de grasa y tendones
pendían de sus dedos.
—Eliot, si ahora me pusiera a gritar con todas mis fuerzas, ¿te parece que alguien
vendría a ayudarme?
—¡Señora Sen! ¿Hay algún problema?
—No. Pero me gustaría saber si alguien vendría a ayudarme.
Eliot se encogió de hombros.
—Es posible.
—En casa no hay más que hacer eso. No todo el mundo tiene teléfono. Pero basta
con alzar la voz un poco, o mostrar alegría o tristeza de cualquier clase, para que el
barrio entero y la mitad del barrio vecino se presente en la puerta para compartir la
novedad y echar una mano en lo que haga falta.
A estas alturas, Eliot ya sabía que cuando la señora Sen se refería a su casa, quería
decir la India y no el apartamento donde se sentaba a cortar verduras. Eliot pensó en
su propio hogar, a sólo ocho kilómetros de allí, en la joven pareja de recién casados
que de cuando en cuando le saludaban con un gesto mientras hacían jogging en la
playa al atardecer. El Día del Trabajo habían organizado una fiesta. Los invitados se
agolpaban en el embarcadero, comiendo y bebiendo mientras el eco de sus risas se
imponía al fatigado suspiro de las olas. Eliot y su madre no estaban entre los
invitados. Aunque era uno de los raros días en que su madre no trabajaba, no fueron a
sitio alguno. Su madre hizo la colada y repasó los gastos de su talonario de cheques;
después, con ayuda de Eliot, pasó el aspirador por el interior de su coche. Eliot había
sugerido ir al túnel de lavado situado a pocos kilómetros de su casa, como hacían de
vez en cuando, a fin de sentarse en el interior del coche, bien secos e impolutos,
mientras el agua y el jabón se combinaban con las gigantescas cintas de lona para
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azotar el parabrisas, pero su madre le respondió que estaba demasiado cansada y se
contentó con limpiar el auto con la manguera. Cuando, de noche ya, los invitados de
la fiesta vecina se pusieron a bailar, su madre buscó el teléfono en el listín y les pidió
que no hicieran tanto ruido.
—Aquí es posible que vengan a verte —dijo Eliot por fin a la señora Sen—, pero
quizá sea para quejarse del ruido.
Desde donde estaba sentado en el sofá, Eliot detectaba el curioso olor de su
cuerpo, mezcla de comino y naftalina, tan bien como veía la raya perfectamente
delineada entre las trenzas de su pelo, sombreada con polvo de bermellón, de modo
que parecía curiosamente enrojecida. Al principio Eliot se preguntaba si la señora Sen
se había hecho un corte en el cuero cabelludo o si algún bicho la habría picado allí,
hasta que un día la vio de pie ante el espejo del baño, aplicándose con gesto solemne
y una cabeza de tachuela una capa del polvo escarlata que guardaba en un pequeño
frasco de mermelada. Unos granos de polvo le cayeron sobre el puente de la nariz
cuando se valió de la cabeza de tachuela para estampar un punto entre sus ojos.
—Tengo que ponerme este polvo todos los días —respondió ella a la curiosidad
de Eliot—, durante todo el tiempo que siga casada con mi marido.
—O sea, ¿cómo si fuera un anillo de boda?
—Exacto, Eliot. Como un anillo de boda. Y sin el riesgo de perderlo mientras
lavas los platos.
* * *
Cuando la madre de Eliot llegaba a las seis y veinte, la señora Sen ya había tenido
buen cuidado de ocultar los últimos vestigios del rato pasado cortando verduras.
Limpiada, enjuagada y puesta a secar, la navaja llevaba rato doblada y almacenada en
lo más alto de un armario, allí donde sólo se accedía subiendo a una escalera de
peldaños. Con la ayuda de Eliot, la señora Sen hacía una bola con los periódicos, en
cuyo interior quedaban las semillas y peladuras. Los cuencos y escurridores se
alineaban en la encimera mientras pastas y especias, medidas con meticulosidad,
sazonaban los guisos que bullían al calor de los fogones. No es que se celebrara
alguna cosa ni se esperara visita. Simplemente se trataba de la cena que la señora Sen
preparaba para ella y su marido, como lo denotaban los dos platos y dos vasos que
disponía, sin servilletas ni cubiertos, sobre la cuadrada mesa de formica situada en el
extremo de la sala de estar.
Mientras hundía los periódicos en el cubo de la basura, Eliot tenía la impresión de
que tanto él como la señora Sen estaban quebrando alguna norma no explicitada.
Quizá el hecho se debiera a la urgencia con que la señora Sen hacía cada cosa, ya
fuera medir la sal y el azúcar entre las yemas de los dedos, poner las lentejas en
remojo, pasar la bayeta por todas las superficies imaginables o cerrar las puertas de
los armarios con una serie de clics sucesivos. A Eliot le sobresaltaba ligeramente el
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encuentro con su madre, vestida con las medias transparentes y las americanas con
hombreras que se ponía para el trabajo, siempre observando cada rincón del
apartamento de la señora Sen. Su madre tenía por costumbre quedarse en la entrada
mientras urgía a Eliot a calzarse las deportivas y coger sus cosas de una vez; sin
embargo, la señora Sen no permitía que las cosas quedaran así. Cada tarde insistía en
que su madre se sentara en el sofá, donde siempre le servía algún refrigerio: un vaso
de reluciente yogur rosado con sirope de rosas, picadillo de carne rebozado con pasas,
un cuenco de cremosa sémola de halvah.
—Es usted de lo que no hay, señora Sen. Yo siempre como muy tarde al
mediodía. No tendría que molestarse.
—No es ninguna molestia. Y lo mismo vale para Eliot. Ninguna molestia en
absoluto.
Su madre probaba lo servido por la señora Sen con la mirada fija en el techo,
tratando de decidir la opinión que le merecía el plato. Siempre se sentaba con las
rodillas muy juntas, con los zapatos de tacón que nunca se quitaba prietos sobre la
alfombra color pera.
—Delicioso —concluía, dejando el plato a un lado después de un mordisco o dos.
Eliot sabía que no le gustaban los sabores; ella misma se lo había dicho cierta vez en
el coche. También sabía que no almorzaba nada en absoluto, pues lo primero que
hacía al llegar a la casa de la playa era servirse un vaso de vino y comer pan con
queso, a veces en tal cantidad que luego no tenía hambre cuando llegaba la pizza que
solían pedir para cenar. Su madre se sentaba en la mesa mientras él comía, bebiendo
más vino y preguntándole por las cosas que había hecho ese día, aunque al final salía
al embarcadero, a fumar un cigarrillo, de modo que a Eliot le tocaba guardar las
sobras de la cena en la nevera.
* * *
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durante los siguientes veinte minutos. El auto era un sedán de color café con leche y
asientos de vinilo. Tenía una radio de onda media con botonadura cromada y, en la
repisa situada a espaldas del asiento trasero, una caja de Kleenex y un rastrillo para el
hielo. La señora Sen le decía a Eliot que no quería dejarle a solas en el apartamento,
pero éste sabía que le quería a su lado porque el coche le daba miedo. La aterraba el
rugido de la ignición, y se llevaba las manos a las orejas para no oírlo, mientras su pie
enzapatillado daba más gas al motor.
—El señor Sen dice que todo irá mejor cuando me den el carnet de conducir.
¿Qué piensas tú, Eliot? ¿Te parece que todo irá mejor?
—Así podrás ir de viaje —sugirió Eliot—. Podrás ir a donde quieras.
—¿Hasta Calcuta, piensas? ¿Cuánto tiempo me llevaría ese viaje, Eliot? ¿Quince
mil kilómetros, a ochenta por hora?
A Eliot no le salían las cifras. Su mirada contempló a la señora Sen acoplar el
asiento del conductor, el retrovisor, las gafas de sol en su frente. La mujer ajustó el
dial de la radio hasta dar con una emisora de música clásica.
—¿Es de Beethoven, esto? —preguntó en un momento dado, pronunciando la
primera sílaba del nombre como «bi».
La señora Sen bajó la ventanilla de su lado y pidió a Eliot que hiciera lo mismo
con la suya. Por fin, mientras su pie pisaba el freno, tras manipular el cambio de
marchas automático como si fuera un gigantesco bolígrafo que perdiera tinta, salió
centímetro a centímetro del lugar donde estaba aparcada. La mujer dio una vuelta
completa al complejo de apartamentos, seguida de otra más.
—¿Qué tal lo hago, Eliot? ¿Te parece que me aprobarán?
La señora Sen se distraía continuamente. De pronto frenaba el coche sin avisar
para escuchar alguna cosa en la radio, o para observar mejor a alguien o alguna cosa
por el camino. Cuando se cruzaba con una persona, la saludaba con la mano. Si veía
un pájaro plantado en el asfalto a seis metros del coche, hacía sonar el claxon con el
dedo índice y aguardaba a que el pájaro saliera volando. En la India, comentó, el
asiento del conductor estaba a la derecha, y no a la izquierda. A poca velocidad,
pasaron junto a los columpios, la caseta de lavandería, los cubos de basura color
verde oscuro, las filas de coches aparcados. Cada vez que se acercaban al bosquecillo
de pinos que delimitaba la intersección entre el camino de asfalto y la carretera, la
señora Sen inclinaba el cuerpo hacia adelante, echando todo su peso sobre el freno
mientras los coches cruzaban a toda velocidad frente al parabrisas. La carretera era
estrecha, dividida por una raya continua de color amarillo, con un carril en cada
dirección.
—Es imposible, Eliot. ¿Cómo voy a pasar?
—Tiene que esperar hasta que no venga ningún coche.
—Pero a nadie se le ocurre reducir la velocidad…
—Ahora mismo no viene nadie.
—¿Cómo que no viene nadie? ¿Y ese coche a la derecha? Y, mira, hay un camión
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detrás. Además, el señor Sen no me deja pasar a la carretera principal si él no está
conmigo.
—Tiene que girar y acelerar al momento —explicó Eliot. Así lo hacía su madre,
sin pensar. Parecía tan fácil cuando estaba sentado junto a su madre, deslizándose en
la tarde, de regreso a la casita en la playa. A su lado, la carretera no era más que una
carretera, y los coches simplemente formaban parte del paisaje. Sin embargo, sentado
junto a la señora Sen, bajo un sol de otoño que relucía sin calidez entre los árboles,
advertía que la misma procesión de coches provocaba que sus nudillos
empalidecieran, que le temblaran las muñecas y que su inglés se tornara inseguro.
—Todo el mundo, estas gentes, es que van como locos.
* * *
Eliot aprendió que había dos cosas que alegraban a la señora Sen. La primera era
la llegada de una carta de su familia.
La mujer tenía por costumbre revisar el buzón después de sus prácticas de
conducción. Abría el buzón para después pedirle a Eliot que mirara en su interior,
diciéndole lo que tenía que buscar, momento en que cerraba los ojos, cubriéndolos
entre sus manos, mientras Eliot rebuscaba entre los recibos y publicaciones dirigidos
al señor Sen. Al principio, a Eliot le resultaba incomprensible la ansiedad de la señora
Sen; su madre tenía un apartado de correos en la ciudad, que visitaba de modo tan
infrecuente que una vez les cortaron la electricidad durante tres días. Tuvo que pasar
varias semanas en compañía de la señora Sen antes de que Eliot por fin diera con un
aerograma de textura granulada y rebosante de sellos en los que aparecía un hombre
calvo ante una rueca, ennegrecido por un sinfín de estampillados.
—¿Es esto lo que buscaba, señora Sen?
Por primera vez, la mujer le abrazó, estrechando su cabeza contra el sari,
envolviéndole con su aroma a comino y naftalina. A continuación, le arrancó la carta
de las manos.
Nada más entrar en el apartamento, la mujer se descalzó de cualquier modo, se
quitó un pasador del pelo y rasgó la parte superior y los lados del aerograma con tres
rápidos giros de la muñeca. Sus ojos iban de aquí para allí mientras leía. Nada más
terminar, apartó la tela que cubría el teléfono, marcó un número y preguntó:
—Sí, ¿está el señor Sen, por favor? De parte de la señora Sen. Es importante.
A continuación la mujer habló en su propio idioma, fulgurante y absurdo a oídos
de Eliot; estaba claro que leía el texto de la carta línea por línea. Al leer, su voz
parecía más alta y ligeramente desafinada. Aunque la tenía a pocos centímetros de él,
Eliot intuyó que la señora Sen ya no se encontraba en aquella estancia cubierta por la
alfombra color de pera.
Después, y de forma imprevista, el apartamento se tornó demasiado pequeño para
permanecer encerrada entre cuatro paredes. Tras cruzar la carretera principal,
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caminaron la escasa distancia que les separaba del cuadrángulo de la universidad,
donde las campanas del torreón de piedra resonaban a cada hora. Entraron en la
cafetería de la asociación de alumnos, donde cogieron dos bandejas frente al
mostrador, y comieron patatas fritas servidas en sendos barquichuelos de cartón entre
los alumnos que charlaban en las mesas circulares. Eliot bebía un refresco en un vaso
de papel mientras la señora Sen maceraba una bolsita de té en azúcar y crema de
leche. Después de comer, exploraron el Departamento de Bellas Artes, mirando las
esculturas y pantallas de seda alineadas en unos pasillos más bien fríos que olían
intensamente a pintura y arcilla frescas. Luego pasaron junto al Departamento de
Matemáticas, donde el señor Sen daba clase.
Terminaron por llegar a la ruidosa ala impregnada de olor a cloro del gimnasio,
donde, a través de un gran ventanal ubicado en el cuarto piso, contemplaron a los
nadadores que recorrían las calles de unas destelleantes piscinas color turquesa. La
señora Sen sacó de su bolso el aerograma de la India y estudió el anverso y el reverso
del sobre. Desplegó el sobre y volvió a leer para sí, emitiendo algún suspiro
ocasional. Cuando terminó, su mirada se fijó en los nadadores durante un rato.
—Mi hermana ha tenido una niña. Cuando la vea por primera vez, y eso depende
de si el señor Sen se convierte en profesor titular, la pequeña tendrá ya tres años. Su
propia tía le parecerá una extraña. Si nos encontráramos en el asiento de un tren, no
sería capaz de reconocer mi cara. —La mujer devolvió la carta a un bolsillo y puso su
mano en la cabeza del niño—. Eliot, ¿echas en falta a tu madre estas tardes que pasas
conmigo?
Era algo en lo que Eliot no había pensado jamás.
—Seguro que la echas de menos. Cuando pienso en ti, un chico separado de su
madre durante tan gran parte del día, me da vergüenza.
—Pero si la veo por las noches…
—Cuando yo tenía tu edad, nunca se me ocurrió pensar que algún día estaría tan
lejos. A tus años, tú lo tienes más claro, Eliot. Ya sabes cómo pueden ser las cosas en
el futuro.
* * *
La otra cosa que hacía feliz a la señora Sen era el pescado fresco. Siempre quería
un pescado entero, nada de marisco o filetes como los que su madre hiciera a la
parrilla cierta vez que invitó a cenar a un compañero de oficina, un hombre que pasó
la noche en el dormitorio de su madre, pero a quien Eliot no volvió a ver jamás. Una
tarde, cuando la madre de Eliot se presentó a recogerle, la señora Sen le sirvió una
croqueta de atún, no sin explicar que en realidad debía prepararse a base de un
pescado llamado bhetki.
—Es bastante frustrante —se disculpó la señora Sen, haciendo énfasis en la
segunda sílaba de la palabra— que vivamos tan cerca del mar y que haya tan poco
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pescado.
En verano, añadió, le gustaba acercarse a un mercado que había junto a la playa.
Aunque explicó que el pescado de por aquí era bastante más insípido que el de la
India, por lo menos era fresco. Ahora que llegaba el frío, los barcos ya no salían con
regularidad, y a veces no se podía comprar pescado durante semanas enteras.
—¿Por qué no va al supermercado? —preguntó su madre.
La señora Sen denegó con la cabeza.
—En el supermercado todo está en lata, ¡montones de latas!, buenas para dar de
comer al gato, pero yo lo que quiero es pescado fresco por piezas, y de eso nunca hay.
La señora Sen explicó que de niña comía pescado dos veces al día. Como apuntó,
en Calcuta, la gente comía pescado para desayunar y cenar. Con un poco de suerte,
también comían un poco de pescado para merendar después de la escuela. Se comían
la cola, las huevas, la cabeza incluso. Uno podía comprar pescado en cualquier
mercado, a cualquier hora del día, del amanecer a la medianoche.
—Todo lo que hay que hacer es salir de casa y caminar un poco; uno encuentra
pescado al momento.
Cada pocos días, la mujer abría las páginas amarillas, marcaba un número
apuntado en un margen de la página y preguntaba si había llegado algo de pescado
fresco. Si era así, pedía que se lo reservasen.
—Sí, Sen, S como en Sam, N como en Nueva York. El señor Sen pasará a
recogerlo.
A continuación, llamaba al señor Sen a la universidad. El señor Sen llegaba pocos
minutos después, momento en que acariciaba la cabeza de Eliot pero no besaba a su
esposa. Leía su correo en la mesa de formica y bebía una taza de té antes de volver a
salir. Volvía media hora más tarde, armado con una bolsa de papel en la que había
dibujada la efigie de una langosta sonriente, y entregaba la bolsa a la señora Sen antes
de salir otra vez para la universidad, a dar su clase vespertina. Un día, el señor Sen
entregó la bolsa a su mujer y anunció:
—Se acabó el pescado por un tiempo. Mejor que vayas cocinando el pollo del
frigorífico. Tendré que pasar más horas en la facultad.
Durante los días siguientes, en vez de llamar al pescadero, la señora Sen se dedicó
a descongelar patas de pollo en el fregadero, que después troceaba con la navaja. Sin
embargo, a la semana siguiente, el pescadero telefoneó a la señora Sen. Según le dijo,
imaginaba que ella querría algo de pescado y prometía reservárselo hasta el final del
día. La señora Sen se puso muy contenta.
—Qué señor más amable, Eliot. Dice que ha mirado mi número en la guía de
teléfonos y que sólo hay un apellido Sen. ¿Tú sabes cuántos Sen hay en el listín de
Calcuta?
La mujer dijo a Eliot que se pusiera las deportivas y la cazadora, y llamó al señor
Sen a la universidad. Eliot se anudó los cordones de las deportivas junto a la
estantería de la entrada y aguardó a que la señora Sen viniera a escoger alguno de sus
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pares de zapatillas. Al cabo de unos minutos, Eliot la llamó por su nombre. Como la
mujer no respondiera, Eliot se desanudó las deportivas y volvió a la sala de estar,
donde la encontró tendida en el sofá, llorando. Se apretaba el rostro con las manos;
las lágrimas se le escurrían entre los dedos. Con la voz quebrada por el llanto,
murmuró que el señor Sen estaba de reunión. Lentamente, se puso en pie y volvió a
disponer la tela sobre el teléfono. Eliot la siguió, pisando por primera vez la alfombra
color de pera con sus zapatillas. La mujer fijó su mirada en él. Sus párpados
inferiores estaban hinchados como delgadas crestas rosadas.
—Dime, Eliot. ¿Es tanto lo que pido?
Antes de que él pudiera responder, la mujer tomó su mano y le llevó al
dormitorio, cuya puerta normalmente mantenía cerrada. Además de la cama, que no
tenía cabecera, en la habitación no había más que una mesita de noche con un
teléfono, una tabla de planchar y una cómoda. La mujer abrió los cajones de la
cómoda y la puerta del armario empotrado, atestado de saris de cada color y textura
imaginables, brocados en hilo de oro y plata. Algunos eran transparentes, tan
delgados como el papel de seda, otros eran recios como cortinas, con borlas en sus
extremos. En el armario, colgaban de las perchas; en la cómoda, estaban doblados
con cuidado o arrollados como espesos pergaminos. La señora Sen abría y cerraba los
cajones, de forma que los saris asomaban al exterior.
—¿Cuándo me he puesto éste? ¿Y éste? ¿Y éste?
La mujer arrojó por los aires un sari tras otro, antes de ensañarse con los
guardados en las perchas. De modo indefectible, todos acababan arrugados como
sábanas sobre la cama. El dormitorio estaba impregnado de un intenso olor a
naftalina.
—Que mande fotos, me escriben. Que mande fotos de mi nueva vida. ¿Qué fotos
quieren que les mande. —Exhausta, la mujer se sentó en el borde de la cama, donde
los saris apenas dejaban espacio para ello—. Eliot, ellos piensan que aquí vivo como
una reina. —Su mirada vagó por las vacías paredes de la habitación—. Piensan que
aprieto un botón y la casa se limpia sola. Piensan que vivo en un palacio.
El teléfono sonó. La señora Sen dejó que sonara varias veces antes de echar mano
al supletorio que había junto a la cama. Durante la conversación que siguió, no hizo
más que responder con monosílabos mientras se secaba el rostro con la punta de un
sari. Cuando colgó el aparato, devolvió los saris a sus cajones, sin doblarlos. A
continuación, Eliot y ella se calzaron y caminaron hasta el coche, donde aguardaron
la llegada del señor Sen.
—¿Cómo es que hoy no conduces? —preguntó el señor Sen cuando apareció,
repiqueteando con los nudillos sobre la capota del vehículo. Cuando Eliot estaba
presente, el señor y la señora Sen siempre conversaban en inglés.
—Hoy no. Otro día.
—¿Cómo quieres sacarte el carnet si te niegas a conducir por la carretera, donde
van los demás coches?
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—Es que Eliot ha venido hoy.
—Como todos los días. Es por tu propio bien. Eliot, dile a la señora Sen que es
por su propio bien.
Ella se negó en redondo a conducir.
Avanzaron en silencio, por las mismas carreteras que Eliot y su madre tomaban
cada tarde de camino a la casita de la playa. Sin embargo, desde el asiento trasero del
auto del señor y la señora Sen, el viaje resultaba poco familiar y más lento que de
costumbre. Las gaviotas, cuyos gritos tediosos le despertaban cada mañana, ahora le
resultaban fascinantes cuando aleteaban y se lanzaban en picado desde el cielo.
Pasaron por una playa tras otra, y por los puestecillos, ahora cerrados, que en verano
vendían limonada helada y grandes almejas del tipo quahogs. Tan sólo un puesto
estaba abierto. Era la pescadería.
La señora Sen abrió su portezuela y volvió el rostro hacia su marido, que aún no
se había desabrochado el cinturón de seguridad.
—¿No sales?
El señor Sen le pasó unos billetes de su cartera.
—Tengo reunión en veinte minutos —declaró, fijando la mirada en la guantera—.
Date prisa, por favor.
Eliot acompañó a la mujer al interior del húmedo puestecillo, cuyas paredes
aparecían ornadas de redes, boyas y estrellas de mar. Un grupo de turistas cámara en
ristre se agrupaban junto al mostrador, algunos ocupados en probar las almejas
rellenas, otros señalando un gran cartel en la pared donde se describían cincuenta
especies distintas de pescado existentes en el Atlántico Norte. La señora Sen tomó un
número de la máquina expendedora que había junto al mostrador y aguardó su turno.
Eliot se acercó a las langostas, que se agitaban las unas sobre las otras en su tanque
de agua viscosa, con las pinzas prendidas por amarillentas gomas elásticas. Cuando a
la señora Sen le llegó el turno, la vio bromear con un hombre de reluciente rostro
enrojecido, ataviado con un delantal negro de caucho. El hombre tenía una caballa
cogida de la cola en cada mano.
—¿Está seguro de que son bien frescas?
—Más frescas, y se ponen a hablar.
La aguja de la balanza se estremeció hasta señalar su veredicto.
—¿Quiere que se las limpie, señora Sen?
La mujer asintió con la cabeza.
—Y guárdeme las cabezas, por favor.
—¿Es que tiene gatos en casa?
—No tengo gatos. Sólo tengo a mi marido.
Después, en el apartamento, la señora Sen sacó la navaja del armario, extendió
unos periódicos en el suelo e inspeccionó el botín recién obtenido. Uno a uno, la
mujer sacó los pescados de su envoltorio de papel, arrugado y salpicado de sangre.
Acarició las colas, tanteó los vientres y abrió levemente la carne destripada. Con un
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par de tijeras, recortó las colas. Después puso un dedo bajo las branquias, cuyo
intenso color rojo tornaba en pálido su bermellón. La señora Sen cogió el cuerpo,
surcado a cada extremo por vetas negras como la tinta, que marcó a intervalos con su
navaja.
—¿Para qué hace eso? —preguntó Eliot.
—Para ver cuántos trozos debo cortar. Unos buenos cortes, y de este pescado me
salen tres comidas.
* * *
En noviembre, durante varios días, la señora Sen no quiso practicar con el coche.
La navaja no salió del armario, los periódicos dejaron de cubrir el suelo. No llamó a
la pescadería ni descongeló más pollo. Sin decir palabra, ahora preparaba galletas
saladas con mantequilla para Eliot y se sentaba a leer los viejos aerogramas que
guardaba en una caja de zapatos. Cuando llegaba el momento de que Eliot se
marchara, le daba sus cosas sin invitar a su madre a comer algo en el sofá. Cuando,
con el tiempo, su madre le preguntó si había advertido algún cambio en la actitud de
la señora Sen en los últimos tiempos, Eliot le dijo que no. No le dijo que la señora
Sen se paseaba por el apartamento fijando la mirada en las pantallas de lámpara
envueltas en plástico como si las viera por primera vez. No le dijo que conectaba el
televisor pero nunca lo miraba ni que se preparaba un té que después se enfriaba
sobre la mesita. Un día, la señora Sen puso una cinta de algo que llamó una raga;
sonaba como si alguien tocara las cuerdas de un violín a altibajos muy rápidos o muy
lentos. Según le explicó la mujer, se trataba de una música que debía ser oída a última
hora de la tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse. Mientras sonaba la música,
durante casi una hora, la señora Sen permaneció sentada en el sofá con los ojos
cerrados. Después dijo:
—Esta música es aún más triste que vuestro Beethoven, ¿a que sí?
Otro día puso una cinta en la que se oía a gente hablando en su lengua, un
recuerdo de su familia, según explicó a Eliot. Cada vez que una nueva voz reía y
decía algo, la señora Sen identificaba al hablante: «Mi tío más joven», «Mi prima»,
«Mi padre», «Mi abuelo».
Uno de ellos cantaba una canción. Otro recitaba un poema. La última voz del
casete correspondía a la madre de la señora Sen. Era una voz más tranquila y de tono
más serio que las demás. A cada nueva frase hacía una pausa, momento en que la
señora Sen traducía para Eliot:
—El precio de la carne de cabra ha subido dos rupias. Los mangos del mercado
no salen muy dulces este año. Hemos tenido inundaciones en College Street. —La
mujer paró la cinta—. Son cosas que me dijeron el mismo día que me marché de la
India.
Al día siguiente, la señora Sen volvió a poner el mismo casete. Esta vez, sin
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embargo, paró la cinta cuando ésta llegó a la voz de su abuelo. La mujer le explicó a
Eliot que ese fin de semana había recibido carta de la India. Su abuelo había muerto.
* * *
Una semana después, la señora Sen volvió a cocinar. Un día que estaba sentada
cortando repollos en la sala de estar, el señor Sen llamó para invitarles a ir a la playa.
Dada la ocasión, la señora Sen se puso un sari rojo a juego con su lápiz de labios.
Después, se aplicó una nueva capa de bermellón en la raya del pelo y se volvió a
hacer las trenzas. Se anudó una bufanda bajo la barbilla y metió una pequeña cámara
fotográfica en el bolso. Cuando el señor Sen se sentó en el coche, puso su brazo sobre
el asiento delantero, como si quisiera rodear a la señora Sen por los hombros.
—Me parece que ya hace demasiado frío para ese abrigo que llevas —le comentó
—. Haremos bien en comprarte uno más grueso.
En la pescadería compraron caballa, butterfish y lubina. Esta vez, el señor Sen
entró en la pescadería con ellos y se ocupó de preguntar si el pescado era fresco y de
decir que lo cortaran de esta o aquella manera. Compraron tanto pescado que Eliot
tuvo que cargar con una de las bolsas. Tras dejar las bolsas en el maletero, el señor
Sen dijo que tenía hambre. La señora Sen dijo que ella también, así que cruzaron la
calle y se acercaron a un restaurante que todavía tenía abierta la ventanilla de los
platos para llevar. Sentados en una mesa de picnic, dieron buena cuenta de sendas
cestas de fritura de almeja. La señora Sen sazonó la suya con abundante tabasco y
pimienta negra.
—Parecen pakoras, ¿a que sí?
Ella tenía el rostro enrojecido, el lápiz de labios corrido, y reía a cada nueva frase
del señor Sen.
Había una pequeña playa junto al restaurante, así que después de comer pasearon
un rato junto a la orilla. El viento era tan fuerte que casi obligaba a caminar de
espaldas. La señora Sen señaló al agua y dijo que había momentos en que las olas
parecían saris puestos a secar en la cuerda de tender.
—¡Imposible! —exclamó entre risas, volviendo el rostro—. No puedo andar.
En vez de seguir caminando, la mujer aprovechó para fotografiar a Eliot y al
señor Sen sobre la arena.
—Ahora, haznos tú una foto —pidió al señor Sen, entregándole la cámara y
estrechando a Eliot contra su abrigo de cuadros. Por fin, la cámara pasó a manos de
Eliot.
—No te muevas al hacer la foto —advirtió el señor Sen.
Eliot escudriñó por el diminuto visor, a la espera de que el señor y la señora Sen
se acercaran más el uno al otro, cosa que no hicieron. Tampoco se cogieron de la
mano o pasaron el brazo por la cintura del otro. Ambos sonreían con la boca cerrada,
guiñando sus ojos al viento, el sari rojo de la señora Sen flameando al viento bajo su
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abrigo.
En el coche, cálidos al fin y exhaustos por el viento y la fritura de almejas,
admiraron las dunas de la playa, los barcos que se veían a lo lejos, la silueta del faro,
el cielo de un púrpura tono melocotón. Al cabo de un rato, el señor Sen redujo la
marcha y detuvo el auto en la cuneta.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora Sen.
—Hoy nos vas a conducir a casa.
—Hoy no.
—Hoy sí. —El señor Sen salió del coche y abrió la portezuela del lado de su
mujer. Un viento feroz irrumpió en el interior del vehículo, acompañado por el rugir
de las olas en la orilla. Por fin, ella se pasó al asiento del conductor, donde empleó
largo rato en ajustarse el sari y las gafas de sol. Eliot volvió el rostro y miró por la
luna trasera. La carretera estaba desierta. La señora Sen conectó la radio; una música
de violín inundó el interior del vehículo.
—No hace falta —dijo el señor Sen, desconectando la radio.
—Me ayuda a concentrarme —respondió la señora Sen, volviendo a conectarla.
—Pon el intermitente —ordenó el señor Sen.
—Ya sé lo que tengo que hacer.
Durante kilómetro y medio, la mujer condujo sin problema, aunque bastante más
pausadamente que los coches que la adelantaban. Sin embargo, al acercarse a la
ciudad, cuando aparecieron los primeros semáforos, todavía redujo más la marcha.
—Cambia de carril —indicó el señor Sen—. En la rotonda tendrás que girar a la
izquierda.
La señora Sen no cambió de carril.
—Te digo que cambies de carril. —El señor Sen apagó la radio—. ¿Me escuchas,
o no?
Un coche hizo sonar el claxon, luego otro más. La señora Sen respondió con otro
bocinazo desafiante, frenó y, sin avisar, se desvió a la cuneta.
—Ya está bien —dijo, apoyando la frente sobre el volante—. Lo odio. Odio
conducir. No puedo seguir.
* * *
Después de ese día, la señora Sen ya no volvió a conducir. La siguiente vez que la
telefonearon de la pescadería, no llamó al señor Sen a su despacho. Tenía pensado
probar otra cosa. Había un autobús municipal que cada hora efectuaba el trayecto de
la universidad a la playa. Una vez dejada atrás la universidad, el autobús hacía dos
paradas, primero en un asilo de ancianos y después en una plaza comercial sin
nombre en la que había una librería, una tienda de zapatos, una farmacia, una tienda
de animales domésticos y una tienda de discos. En los bancos del pórtico, las
ancianas del asilo se sentaban por parejas a comer dulces, ataviadas con abrigos de
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gran botonadura que les llegaban por las rodillas.
—Eliot —preguntó la señora Sen mientras iban en el autobús—, cuando tu madre
sea mayor, ¿la meterás en un asilo?
—Es posible —respondió él—. Pero iré a visitarla todos los días.
—Eso dices ahora, pero ya verás, cuando seas mayor, la vida te parecerá muy
distinta. —La mujer contó con los dedos—. Entonces tendrás mujer e hijos, y querrán
que les lleves a este sitio y a aquel otro. Por muy buenos que sean, llegará el día en
que se quejarán de visitar a tu madre, y tú mismo te cansarás de eso. Un día dejarás
de ir, y al siguiente también, y al final la pobre tendrá que arrastrarse en autobús para
comprar una simple bolsa de caramelos.
En la pescadería, las bandejas de hielo estaban casi vacías, igual que el tanque de
las langostas, donde las manchas de óxido resultaban visibles a través del agua. Un
cartel indicaba que la pescadería cerraría todo el invierno a partir de fin de mes. Tan
sólo había una persona tras el mostrador, un muchacho que no reconoció a la señora
Sen cuando le entregó una bolsa reservada a su nombre.
—¿Está limpio? ¿Le han quitado las escamas? —preguntó la señora Sen.
El muchacho se encogió de hombros.
—El jefe se ha marchado hace rato. Sólo me dijo que le entregara esta bolsa.
En el aparcamiento, la señora Sen consultó el horario de autobuses. Les quedaban
cuarenta y cinco minutos de espera, así que cruzaron la calle y compraron fritura de
almejas en el mismo establecimiento de la otra vez. Sin embargo, ya no había sitio
donde sentarse. Sobre las mesas de picnic, las banquetas aparecían ligadas con
cadenas.
De regreso a casa, una anciana sentada en el autobús no dejó de observarles. Sus
ojos iban de la señora Sen a Eliot, a la bolsa manchada de sangre que tenían entre los
pies. La anciana vestía un abrigo negro; sus manos arrugadas e incoloras apretaban
una reluciente bolsa de farmacia sobre su regazo. Los otros dos únicos pasajeros eran
una pareja de alumnos de la universidad, chico y chica, que vestían jerseys deportivos
a juego y tenían los dedos entrelazados en el asiento trasero, donde se sentaban con
descuido. Sin decir palabra, Eliot y la señora Sen comieron los restos de fritura que
quedaban en la bolsa. Ella se había olvidado de coger servilletas; restos de fritura
puntuaban las comisuras de sus labios. Cuando llegaron al asilo, la mujer del abrigo
negro se levantó, dijo alguna cosa al conductor y bajó del autobús.
El conductor volvió el rostro y examinó a la señora Sen.
—¿Qué es lo que lleva en la bolsa?
La señora Sen alzó la mirada con sorpresa.
—¿Habla usted inglés?
El autobús se puso en marcha otra vez. El conductor ahora les miraba por el gran
espejo retrovisor.
—Sí que lo hablo.
—¿Pues qué lleva en esa bolsa?
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—Pescado —contestó la señora Sen.
—Me temo que el olor molesta a los demás pasajeros. Chico, ¿por qué no abres
un poco la ventana, o lo que sea?
* * *
Una tarde, varios días después, el teléfono sonó. Los barcos habían traído un
fletán de lo más sabroso. ¿La señora Sen querría probarlo? La mujer llamó a su
marido, pero no lo encontró en el despacho. Volvió a llamarle una segunda vez, y una
tercera. Por fin fue a la cocina y volvió a la sala de estar con la navaja, una berenjena
y varios periódicos. Sin que ella tuviera que decirle nada, Eliot ocupó su lugar en el
sofá y la contempló rebanar la berenjena, que troceó en tiras largas y delgadas,
después en dados cada vez menores hasta ser del tamaño de terrones de azúcar.
—Voy a hacer un guiso estupendo con dados de berenjena, pescado y plátano
verde —anunció ella—. Aunque me temo que no tenemos plátano verde.
—¿Vamos a ir a por el pescado?
—Vamos a ir a por el pescado.
—¿Nos llevará el señor Sen?
—Ponte los zapatos.
Salieron del apartamento sin haber limpiado el comedor. En la calle hacía tanto
frío que Eliot lo sentía en la misma raíz de los dientes. Subieron al coche y la señora
Sen dio varias vueltas por el caminillo de la urbanización. Cada vez se detenía junto
al bosquecillo de pinos para observar el tráfico de la carretera principal. Eliot pensaba
que simplemente hacía prácticas, a la espera de que llegase el señor Sen. Pero
entonces puso el intermitente y salió a la carretera.
El accidente tuvo lugar poco después. Cosa de un kilómetro y medio más allá, la
señora Sen giró a la izquierda antes de lo indicado, y aunque el coche que venía de
frente se las arregló para esquivarla, el sonido del claxon la sobresaltó de tal modo
que perdió el control del volante y se estrelló contra un poste de teléfonos en la acera
opuesta. Cuando llegó un policía y le pidió el carnet, la señora Sen no tenía ninguno
que mostrarle.
—El señor Sen es profesor de matemáticas en la universidad —fue toda su
explicación.
Los daños fueron leves. La señora Sen se cortó el labio. Eliot se quejó durante
poco tiempo de un dolor en las costillas, y el parachoques del auto tuvo que ser
nivelado. El policía creyó que la mujer también se había hecho un corte en el cuero
cabelludo, pero sólo se trataba del bermellón. Cuando el señor Sen hizo acto de
presencia, en el coche de un colega de la universidad, habló largamente con el policía
mientras rellenaba un impreso. Sin embargo, luego no dijo nada a su mujer cuando
volvieron en coche a casa. Al salir del auto, el señor Sen acarició la cabeza de Eliot.
—El policía dijo que tuviste mucha suerte. Mucha suerte de salir sin un rasguño.
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Tras quitarse las zapatillas y ponerlas en la estantería, la señora Sen devolvió a su
lugar la navaja que seguía en el piso de la sala de estar y tiró a la basura los restos de
berenjena y los periódicos viejos. Preparó un plato de galletas saladas con manteca de
maní, lo dejó sobre la mesita y conectó la televisión para Eliot.
—Si luego tiene más hambre, dale un polo de los que hay en una caja en el
frigorífico —instruyó al señor Sen, que estaba sentado a la mesa de formica,
revisando el correo.
Dicho esto, la señora Sen se metió en el dormitorio y cerró la puerta. Cuando la
madre de Eliot se presentó a las seis menos cuarto, el señor Sen le contó el accidente
con detalle y le ofreció un talón en el que le devolvía el pago acordado para el mes de
noviembre. Mientras firmaba el talón, le pidió disculpas en nombre de su mujer.
Según dijo, ella estaba descansando, pero Eliot la había oído llorar cuando fue al
baño poco antes. Su madre se dio por satisfecha con la compensación, y, en cierta
forma, según confesó a Eliot de camino a casa, se sintió aliviada. Aquella fue la
última tarde que Eliot pasó con la señora Sen, o con cualquier otra canguro. A partir
de ese día su madre le dio una llave, que llevaba prendida de un cordel en torno al
cuello, con instrucciones de volver a la casita de la playa al salir de clase y llamar a
los vecinos en caso de emergencia. El primer día, justo cuando se estaba quitando el
chaquetón, el teléfono sonó. Era su madre, que le llamaba de la oficina.
—Ahora ya eres un chico mayor, Eliot —le saludó—. ¿Estás bien?
Eliot miró por la ventana de la cocina, las olas grisáceas que se alejaban de la
orilla, y respondió que estaba bien.
* * *
A fines de esa semana, la repisa seguía con su misma capa de polvo, pero
convertida, eso sí, en expositor de una más que regular colección de parafernalia
cristiana. Junto a una estampa tridimensional de san Francisco en cuatro colores, que
Twinkle había encontrado pegada con cinta adhesiva en el interior del botiquín, había
un llavero con una cruz de madera, que Sanjeev había pisado con sus pies desnudos
* * *
—¿Has barrido el desván? —preguntó Sanjeev a Twinkle más tarde, mientras ella
se ocupaba en doblar las servilletas de papel y colocarlas junto a los platos. El desván
era la única parte de la casa que no habían limpiado a fondo desde el principio.
—Todavía no. Ya lo haré, no te preocupes. Espero que esto esté bueno —declaró,
situando la humeante olla sobre el salvamantel con la imagen de Cristo. Una barra de
pan italiano descansaba en una cestita, junto a los vasos de vino, la lechuga iceberg y
la zanahoria rallada sazonada con salsa embotellada y picatostes. Twinkle no era lo
que se dice muy ambiciosa en la cocina. Tenía por costumbre comprar pollo
precocinado en el supermercado, que servía con la ensalada de patatas preparada
quién sabe cuándo que se vendía en pequeños cubos de plástico. La comida india era
un rollo, según decía. Twinkle detestaba trocear dientes de ajo y pelar jengibres;
como tampoco sabía manejarse con el robot de cocina; era Sanjeev quien, los fines de
semana, se encargaba de mezclar el aceite de mostaza, los palos de canela y los
clavos a fin de preparar un curry como era debido.
En todo caso, Sanjeev debía admitir que, fuese lo que fuese, lo que hoy había
cocinado era inusualmente sabroso, atractivo a la vista incluso, con sus blancos dados
de pescado, sus briznas de perejil y sus tomates reluciendo sobre la salsa color rojo
oscuro.
—¿De dónde has sacado este plato?
—Me lo inventé.
—¿Cómo lo has preparado?
—Poniendo de todo en la olla y añadiendo un poco de vinagre de malta al final de
todo.
—¿Cuánto vinagre?
Twinkle se encogió de hombros mientras rompía un pedazo de pan y rebañaba su
plato.
* * *
* * *
* * *
Esa noche, Sanjeev se sirvió una ginebra con tónica, que bebió seguida de otra
más casi al completo, mientras veía una parte de las noticias. Entonces fue junto a
Twinkle, que estaba dándose un baño de espuma, según decía, le dolían las
extremidades después de rastrillar el jardín, cosa que había hecho por primera vez en
la vida. Sanjeev no llamó a la puerta. Twinkle se había aplicado una mascarilla azul
brillante en el rostro y fumaba un cigarrillo acompañado de bourbon con hielo
* * *
* * *
El bebé, una niña, nació a fines de junio y fue extraído con fórceps. Por entonces
Bibi volvía a dormir abajo, aunque le habían puesto el camastro en el pasillo y tenía
prohibido tocar a la niña. Cada mañana la enviaban al terrado, para que siguiera con
el inventario hasta la hora del almuerzo, hora en que Haldar se presentaba con los
recibos de las ventas matutinas y un cuenco de guisantes amarillos por todo
almuerzo. Por las noches, Bibi cenaba pan con leche a solas en la escalera. Sufrió
* * *
A mediados de diciembre, Haldar metió en cajas todos los productos sin vender
que se agolpaban en los estantes de su perfumería y los subió al trastero. Nuestra
insistencia había servido para arruinarle el negocio, más o menos. Antes de fin de
año, la familia se marchó, dejando bajo la puerta de Bibi un sobre con trescientas
rupias. Nunca volvimos a saber de ellos.
Una de nosotras tenía la dirección de un pariente de Bibi en Hyderabad, a quien
escribió relatándole la situación. La carta fue devuelta sin abrir; el pariente se había
trasladado a dirección desconocida. Antes de que se presentasen las semanas más
frías, hicimos que reparasen las persianas del trastero y se ajustara una lámina de
hojalata al umbral, para que Bibi al menos disfrutara de cierta intimidad. Alguien
donó un quinqué de petróleo; otro le entregó una vieja mosquitera de red y un par de
calcetines desgastados en el talón. No perdíamos ocasión de recordarle que
estábamos con ella, que podía acudir a nuestro lado si necesitaba consejo o ayuda de
cualquier tipo. Durante un tiempo enviamos a nuestros hijos a jugar en el terrado por
las tardes, para que nos alertaran si se producía un nuevo ataque. Sin embargo, por la
noche la dejábamos a solas.
Pasaron varios meses. Bibi se había refugiado en un silencio profundo y
prolongado. Nosotras nos turnábamos a la hora de dejarle platos de arroz y vasos de
té. Ella apenas bebía, comía menos, y comenzaba a asumir una expresión que no
casaba con su edad. A la hora del crepúsculo, daba uno o dos paseos en torno al
parapeto, pero jamás abandonaba el terrado. Después de que oscureciera, se ocultaba
tras la puerta de hojalata, sin salir para nada en absoluto. Nosotras no la
molestábamos. Algunas comenzamos a preguntarnos si no se estaría muriendo. Otras
concluyeron que había perdido la cabeza.
Una mañana de abril, cuando ya hacía suficiente calor para poner a secar las
tortas de lenteja en el terrado, nos dimos cuenta de que alguien había vomitado junto
al grifo de la cisterna. Cuando observamos un segundo vómito otra mañana,
llamamos a la puerta de Bibi. Cuando nadie respondió, abrimos nosotras mismas,
pues no había pestillo ni cerradura.
La encontramos tumbada sobre el lecho. Estaba embarazada de unos cuatro
meses.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
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* * *
F I N