Textos Descriptivos
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Textos Descriptivos
λ ESPACIOS.
λ PERSONAS.
λ ANIMALES.
∗ La habitación de Pedro era alta y ventilada, pero triste,
monótona. Tejuelas de pizarra empolvada, cubiertas de
uralita, galerías con ropa tendida, mujeres despeinadas con cara de sueño y de
cansancio, niños meados y llorosos, gatos lascivos; pilas de leña, gallineros
apestantes, mocitas descaradas, con la bata entreabierta, descalzas, dando la
papilla a sus hermanitos o lavando la ropa, viejos leyendo diarios atrasados, entre
dos sueños, (...); cristales rotos con remiendos de papel de embalaje, orinales
desportillados y enmohecidos de geranios; mecedoras embarrancadas después de
los naufragios, cajones vacíos de un champaña que no se bebió nunca.
Ramón E. De Goicoechea. Dinero para morir.
∗ Juan el Viejo, su hijo, su nuera y sus nietos viven en un pueblo donde las prisas
son raras y se grita poco.
La casa de Juan el Viejo está a la sombra de un castaño, a la vera del camino de
bajar a la playa.
La casa tiene patio, pozo, una veleta en el tejado y una gotera en la cocina.
La veleta es un gato de hierro que saca pecho y abre el
pico, como a presumir amores o avisar que abre el día.
El patio está emparrado de moscatel.
El agua del pozo sabe a agua.
Desde la ventana de la cocina se ve la mar.
Juan Farias. Los caminos de la luna.
∗ La playa es de arena y rocas, grande a la marea baja, apenas playa cuando sube la
marea.
La mar, según le dé amanece tranquila, melancólica o alegre y revoltosa, a veces
mar de fondo, que es un venir solemne y pesado.
También puede enfadarse y entonces levantar las olas y las olas revientan contra
las rocas, revientan la arena y todo es un rugido sobrecogedor.
Juan Farias. Los caminos de la luna.
∗ Subimos por los olivares listados y moteados de luz blanca, donde el aire era
cálido e inmóvil, y finalmente, pasados los árboles, fuimos a salir a un pico desnudo
y rocoso, sentándonos allí a descansar. A nuestros pies sesteaba la isla, brillante
como una acuarela en la bruma del calor: los olivos verdigrises, los negros cipreses,
las rocas multicolores de la costa y el mar liso, opalino, con su azul de martín
pescador y su verde de jade, quebrada aquí y allá su bruñida superficie al plegarse
en torno a un promontorio rocoso, enmarañado de olivos. Debajo de nosotros se
abría una pequeña cala en blanco perfil de media luna, tan poco profunda y con un
fondo de arena tan brillante que el agua tomaba en ella un color azul pálido, casi
blanco.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.
∗ Rubén vivía cerca de mi casa, en uno de los feos bloques de ladrillo que se
alzaban en los alrededores del instituto, y lo que él podía contemplar a través de
sus ventanas era más o menos lo que yo veía desde las mías: un desolado paisaje de
chimeneas humeantes y enmarañadas vías del tren. En las traseras de aquellos
edificios había un antiguo convento de monjas con un arbolado jardín y, de cuando
en cuando, una voz severa y omnipresente- que sonaba como la utilizada por Vitorio
de Sica para su Juicio Universal- subía hasta los pisos altos y anunciaba en un tono
siniestro y conminatorio: "¡Hermana Dolores, hermana dolores, la llaman al
teléfono!".
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.
∗ Esta semana una casa diferente, una habitación diferente. Al menos entre la
puerta y la cama hay espacio para moverse. Las cortinas son mexicanas, a rayas
amarillas, azules y rojas; la cabecera de la cama, de madera de arce, está decorada
con un paisaje; caída en el suelo, hay una gruesa y áspera manta de lana color
carmesí. En la pared, un cartel anunciando una corrida de toros española. También
hay un sillón granate de cuero, una mesa de roble de color humo, un bote con
lápices, todos con la punta perfectamente afilada, un estante lleno de pipas. La
atmósfera es densa a causa del tabaco.
Margaret Atwood. El asesino ciego.
∗ ATARDECER
La ciudad era rosa y sonreía dulcemente. Todas las casas tenían vueltos sus ojos al
crepúsculo. Sus caras eran crudas, sin pinturas ni afeites.
Pestañeaban los aleros. Apoyaban sus barbillas las unas en los hombros de las
otras, escalonándose como una estantería. Alguna cerraba sus ojos para dormir y
se quedaba con la luz en el rostro y una sonrisa a flor de labios.
Rafael Sánchez Ferlosio.
A la desierta plaza
conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón sombrío
de una ruinosa iglesia;
a otro lado, la tapia blanquecina
de un huerto de cipreses y palmeras,
y, frente a mí, la casa,
y en la casa, la reja,
ante el cristal que levemente empaña
su figurilla plácida y risueña.
Me apartaré. No quiero
llamar a tu ventana.... Primavera.
Viene - su veste blanca
flota en el aire de la plaza muerta -;
viene a encender las rosas
rojas de tus rosales...Quiero verla...
Antonio Machado. Soledades.
La casita de Geraldo es diferente. Nadie le daría por ella ni lo que cuesta una vaca;
en un cajón de oscura piedra pizarrosa que los líquenes adornaron con redondeles
dorados y plateados, como viejas e irregulares monedas antiguas; gruesos
guijarros aseguran las tejas entre las que sale un humo vacilante cuando Geraldo
enciende su hogar; entonces también un ventanuco lateral que nunca tuvo cristales
se pone a fumar el crepitante y oloroso tabaco de las queiroas. Geraldo quisiera
dotar de chimenea a su casita y su pereza le obliga siempre a aplazar el proyecto.
Durante el día, la vivienda de Geraldo se confunde con las rocas, las sombras y los
verdores del castro. Durante la noche, su ventanita iluminada es esa estrella roja y
parpadeante que se puede ver desde quince aldeas y que, como el castro es alto y
la casucha no está lejos de la cima, parece verdaderamenta lucir desde el cielo.
Wenceslao Fernández Flórez. El bosque animado.
⇐ Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a
vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a
última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le habría paso
entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una
medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las
superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí
una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las
carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de
cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas de
pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz
espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un
embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la
simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de
pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de
pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de
suciedad.
A. Muñoz Molina. El jinete polaco.
⇐ - (...) ¿Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? vamos
dímelo. (...)
- Pues...- empezó la nodriza- no es fácil de decir porque... porque no huele igual por
todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen
como una piedra lisa y caliente...no, más bien como el requesón...o como la
mantequilla...eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como...una
galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el
pelo forma un remolino, ¿veis, padre?, aquí, donde ya vos no tenéis nada...- y tocó la
calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e
inclinado, obediente, la cabeza - aquí, precisamente aquí, es donde huelen mejor.
Se parece al olor del caramelo, ¡no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso
que es! Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos.
Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho.
P Süskind. EL perfume.
⇐ La nueva villa era enorme: una mansión de tipo veneciano alta y cuadrada, con
los muros de un amarillo color narciso pálido, contraventanas verdes y el tejado
rojizo. Se alzaba sobre una colina mirando al mar, rodeada de descuidados olivares
y silenciosos huertos de limoneros y naranjos. Todo el lugar exhalaba una
atmósfera de melancolía antigua: la casa con sus muros llenos de grietas y
desconchones, el eco de sus salones inmensos, las terrazas, en las que el viento
había apilado cúmulos de hojas del pasado invierno, tan rebosantes de enredadera
y hiedra que los cuartos del piso bajo yacían en una perpetua penumbra verdosa; en
el tapiado y hundido jardincillo que se extendía a un lado de la casa, roñosas de
orín sus verjas de hierro forjado, había rosas, anémonas y geranios que se
derramaban por entre los senderos cubiertos de maleza, y los mandarinos,
hirsutos y sin podar, estaban tan cargados de flor que el aroma era casi
asfixiante; más allá del jardín, los huertos yacían quedos y callados, a excepción
del zumbido de las abejas, y, de vez en cuando, el revuelo de un pájaro en las
ramas. Casa y terreno decaían lánguida, tristemente, en el olvido de una colina
abierta al mar brillante y a los montes viejos y desgastados de Albania. Era como
si la villa y el paisaje estuvieran semidormidos, aletargados bajo el sol de
primavera, entregados al musgo, a los helechos y a las legiones de setas diminutas.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.
⇐ No tuvo más remedio que echar un vistazo al siniestro paisaje que rodeaba su
inmueble: bajo un cielo húmedo donde flotaban algunos grumos oscuros,
deshilachados como su viejo albornoz, se veían las colinas desnudas,
permanentemente hostigadas por el viento; más cerca, junto a la estación de
trenes, se alzaba el barracón de ladrillo donde trabajaba su padre, y, a la derecha,
como dos colosos inmóviles, inexpresivos, levemente totémicos, las dos chimeneas
de una fábrica de plásticos. Un tren de mercancías llegaba por el oeste, muy
despacio, lanzando un silbido ululante y haciendo que ese lado del planeta pareciese
aún más horrible y depresivo. El termómetro que colgaba de un clavito en el
exterior marcaba cinco grados. Rubén sintió un escalofrío y corrió a desplomarse
otra vez sobre el sillón. Era como si de pronto hubiese tomado conciencia de la
hostilidad de todo cuanto le rodeaba: de la hostilidad del paisaje, primero, pero
también de la de aquella habitación demasiado pequeña y de los muebles macizos y
del desnudo pasillo que se alejaba hacia la cocina...Y de las clases, los amaneceres
desnudos, las clases heladas y los anocheceres siniestros de la ciudad.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.
⇐ EL AMOR
/ George era un hombre alto y extremadamente delgado que se movía con la gracia
grotesca y descoyuntada de una marioneta. Una barba marrón rematada en fina
punta y un par de grandes gafas de concha ocultaban parcialmente su rostro flaco
y cadavérico. Tenía una voz profunda, melancólica, y un seco y sarcástico sentido
del humor. Cada vez que hacía un chiste, sonreía para su barba con una especie de
placer zorruno totalmente impermeable a las reacciones de los demás.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.
/ A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta
una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y
distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz
corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una
chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.
Pio Baroja. La busca.
/ La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era ancha,
tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los hombros, con cinco o
seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en cuando una copa, que cobraba
de antemano, y hablaba poco, con displicencia, con un gesto invariable de
malhumor.
Tenía aquel hipopótamo malhumorado al lado derecho un depósito de hojalata con
un grifo para el aguardiente, y al izquierdo un frasco de peleón y un jarro
desportillado con un embudo negro encima, adonde echaba el sobrante de las copas
de vino.
Pio Baroja. La busca.
/ En clase sólo hablaba con Cesar, un chico de su misma edad que también había
repetido un par de cursos. Cesar tenía el pelo cortado a cepillo y la mirada inquieta
de un pájaro. Le apasionaba el deporte y llegaba siempre recién duchado, con los
pelos de punta y oliendo a una colonia casi insoportable que unos primos suyos
fabricaban en la ciudad. Rubén podía percibir aquel olor en los corredores del
instituto y adivinar si su compañero había pasado por allí. Los miércoles Cesar
faltaba siempre a clase para ver los partidos de fútbol por televisión.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.
/ El de la bata blanca era un tipo siniestro y taciturno al que había que extraerle
cada palabra como si fuera una muela.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.
/ ¿Cómo serán sus ojos?...Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de
la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan...Sí...no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente;
y sus cabellos, negros, muy negros, y tan largos para que floten...Me parece que los
vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...no me engaño, no; eran
negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos y una cabellera
suelta, flotando y oscura, a una mujer alta...porque...ella era alta, alta y esbelta,
como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros
envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!...su voz la he oído...su voz es suave como el rumor del viento en las hojas
de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una
música.
G.A. Bécquer. "Tres fechas" Leyendas.
Me parecía verla, menuda y nerviosa como una ratita, un manojo de nervios, los
ojos azul pálido muy hermosos tras unas gafas enormes de estudiante aplicada que
aumentaban su hermosura, unos ojos que iluminaban su cara pálida y avispada de
ardilla sabia; la nariz respingona, la boca siempre con una mueca de disgusto, el
pelo estirado hacia atrás y anudado en la nuca con un lacito del color de los ojos,
dos hoyuelos en las mejillas, siempre vestida de gris, siempre con su enorme
cartera de repartidor de correos llena a rebosar de libros y papeles, y los zapatos
de tacón alto para ganar unos centímetros a la naturaleza...
Emili Teixidor. Los crímenes de la hipotenusa.
bMiguel Hernández
En el rostro de Miguel brillaban claros los ojos y claros, clarísimos, los dientes,
rompían entre el ocre de su tez, barro cocido, amasado y abrasado, y capaz de
contener, y rebosar, el agua más fresca. Porque esta era la verdad. Los pómulos
abultados, el pellizco de la nariz, la anchura de su cara, afinada en su base,
asociaban este rostro a la imagen de una vasija de barro popular, gastada y
suavizada por el tiento de su uso, pero enteriza siempre. ¡Ni una grieta, salvo la
que por boca y ojos hacía el frescor de su linfa!
Éste era Miguel. El dril de su chaquetilla, el cáñamo de su alpargata, la hilaza de su
usada camisa eran en él siempre, y todavía, como la materia prima. Se diría que
acababa de arrancarla en el campo, como quien pasa y desgaja y asume una vara de
fresno.
Vicente Aleixandre. Los encuentros .
El gallardo joven que conocí en 1934 vestido de violenta camisa azul y de corbata
como una amapola cumple ahora 70 años sin que le haya sido posible envejecer,
aunque ha hecho todo lo posible para llegar a viejo: no se negó a ningún combate, a
ninguna disciplina, a ningún trabajo, a ninguna alegría, a ningún exceso.
Ha sido generoso con su poesía y con su vida. No lo derrotó la derrota ni el
destierro, ni le crecieron arrugas en el corazón cuando cargó, como un bardo
antiguo, con todo el peso de un pueblo, de su pueblo, en el éxodo.
Tuvo un sentimiento magnánimo hacia los injustos y hacia los envidiosos y se
mantuvo como una abeja en el áureo y terrestre vaivén de su poesía.
Cuando se escriba la verdadera historia de España, saldrá a relucir su perfil de
medalla. Y se verá que ese rostro dorado liberó la poesía hispánica: como un
manantial de luz, le agregó la dimensión clásica y popular de su alegría.
Pablo Neruda. Para nacer he nacido. Círculo de lectores.
bAUTORRETRATOS
Así es mi vida,
piedra,
como tú; como tú,
piedra pequeña;
como tú
piedra ligera;
como tú
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú
guijarro humilde de las
carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una Lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que, tal vez, estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera...
León Felipe
ØEl gatito, que todavía no tenía nombre y era negro como el de las brujas de los
cuentos, la miró con unos ojos grandes amarillos, que brillaban en su carita de
diablo. Era feo, feísimo, muy flaco, pero a ella le gustó. Pensó: "Parece un gremlin".
Pilar Pedraza. El gato encantado.
ØPlatero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de
algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros
cual dos escarabajos de cristal negro. (...)
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas
de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro,
como de piedra.
Juan Ramón Jiménez. Platero y yo
ØLlegó el día y salí en un caballo ético y mustio, el cual, más de manco que de bien
criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el
pescuezo, de camello y más largo; tuerto de un ojo y ciego del otro; en cuanto a
edad, no le faltaba para cerrar sino los ojos, al fin, él más parecía caballete de
tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines.
Demostraba abstinencia en su aspecto y echábansele de ver las penitencias y
ayunos: sin duda ninguna, no había llegado a su noticia la cebada ni la paja. Lo que
más le hacía digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a
tener una cerradura, pareciera un cofre vivo.
Francisco de Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos.
ØEl Dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero éstas son
inescrutables. En general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente,
grandes alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. Se habla
así mismo de sus nueve semblanzas: sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su
cabeza a la de un camello, sus ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente,
su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila,
las plantas de sus pies a las del tigre, y sus orejas a las del buey. (...) Tienen una
legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están
revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba;
las piernas y la cola son velludas, la frente se proyecta sobre los ojos llameantes,
las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los
dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asan.
Cuando suben a la superficie de los océanos producen remolinos y tifones; cuando
vuelan por los aires causan tormentas que destechan las casas y las ciudades y que
inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las
distancias que los separan y sin necesidad ce palabras.
Borges. El libro de los seres imaginarios.
ØBásicamente, las minovacas eran unos caracoles gigantes de color verde oscuro,
con preciosas conchas doradas y verdes sobre el lomo; pero en lugar de cuernos de
caracol, tenían la cabecita gorda de una ternera recién nacida, con dos cuernecitos
de color ámbar y una cascada de pelos rizados cayendo entre ellos. También tenían
los ojos grandes y acuoso, y se movían despacio sobre la hierba morada, pastando
exactamente igual que las vacas, pero arrastrándose como los caracoles. De vez en
cuando, una de ellas levantaba la cabeza y emitía un largo y lamentoso mugido.
Gerald Durrell. El paquete parlante.
ØLos dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y
posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún
animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada
en años y de aspecto maternal que no había podido recuperar la silueta después de
su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y
tan fuerte como dos caballos normales juntos.
Una franja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y,
ciertamente, no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza
de carácter y su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron
Muriel, la cabra blanca, y benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de
peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era
para hacer alguna observación cínica.; Diría, por ejemplo, que <<Dios le había dado
una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni
moscas>> Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le
preguntaba por qué contestaba que no tenía motivos para hacerlo.
George Orwell. Rebelión en la granja.
ØEran, a mi entender, dos sapos vulgares, pero los mayores de cuantos yo había
visto. Cada uno tenía un diámetro mayor que el de un plato mediano. Eran de color
verde grisáceo, muy granujientos, cubiertos por unos lados y otros de curiosas
manchas blancas donde la piel aparecía brillante y sin pigmento. Allí estaban
sentados cual dos Budas obesos y leprosos mirándome y tragando con ese aire tan
culpable de los sapos. Cogí uno en cada mano: era como sostener dos globos
fláccidos de cuero. Ellos me guiñaron los bellos ojos dorados y se instalaron más a
gusto entre mis dedos mirándome con confianza , mientras las anchas bocas de
labios gruesos parecían esbozar sonrisas un tanto azoradas.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.
ØLas moscas son casi tan molestas como las ratas. Los días cálidos acuden en
enjambre al establo, y cuando alguien vacía un cubo acuden a montones al retrete.
Cuando mamá cocina algo acuden a montones a la cocina, y papá dice que es
asqueroso pensar que la mosca que está posada en el azucarero estaba posada hace
un momento en la taza del retrete, o en lo que queda de ella. Si tienes una llaga, la
encuentran y te atormentan. De día tienes encima a las moscas, de noche tienes
encima a las pulgas. Mamá dice que las pulgas tienen una virtud, que son limpias,
pero dice que las moscas son asquerosas, nunca se saben de dónde vienen y portan
enfermedades de todas clases.
Frank McCourt. Las cenizas de Ángela.