Para Una Moral de La Ambigüedad-1-10

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 10

PARA UNA MORAL DE LA

AMBIGÜEDAD
Simone de Beauvoir

EDITORIAL SCHAPIRE S.R.L.

RIVADAVIA 1255 BUENOS AIRES


Titulo original en francés:

Pour une morale de I”ambiguïté


2
“La vida no es por sí misma ni buena ni mala. Es, de acuerdo con vuestra conducta, el
lugar del bien y del mal”

Montaigne
“El continuo quehacer de nuestra vida es levantar el edificio de
la muerte”, dice Montaigne. Cita a los poetas latinos: Prima, quae
vitam dedit, hora carpsit1. Y también: Nascentes morimur2. Esta
trágica ambivalencia que únicamente el animal y la planta padecen,
el hombre la conoce, la piensa. Por aquí una nueva paradoja se
introduce en su destino. “Animal razonable”, “caña pensante”, se
evade de su condición natural sin, no obstante ello, liberarse; este
mundo del cual es conciencia, se integra con él; se afirma con
interioridad pura, contra la cual se vuelve impotente toda fuerza
exterior, y se siente a sí mismo como una cosa aplastada por la
oscura gravidez de las otras cosas. A cada instante puede asir la
verdad intemporal de su existencia, pero entre el pasado que ya no
existe y el porvenir que no es todavía, ese instante en el cual vive no
significa nada. Este privilegio que tan sólo a él le pertenece, esto es, 3
de ser un sujeto soberano y único en medio de un universo de
objetos, lo comparte con todos sus semejantes; objeto, a su vez para
los otros, en la colectividad de la cual depende no es más que un
individuo.

Desde el momento en que hay hombres que, de consuno, viven,


todos han experimentado esta trágica ambigüedad de su condición;
pero desde el instante en que hay filósofos que, al mismo tiempo,
piensan, la mayoría ha procurado encubrirla. Se han visto forzados a
reducir el espíritu a la materia, o de reabsorber la materia en el
espíritu, o de confundir a ambos en el seno de una substancia única;
aquellos que han aceptado el dualismo han establecido entre el
cuerpo y el alma una jerarquía que permite considerar como
susceptible de ser omitida la parte de sí misma que no puede ser
rescatada. Han negado la muerte, ya sea integrándola en la vida, ya

1
La hora misma en que nacimos disminuye la duración de nuestra vida.
2
Nacer es empezar a morir.
sea prometiendo al hombre la inmortalidad; o, de otra manera, han
negado la vida, considerándola como un velo de ilusión bajo el cual
se esconde la verdad del Nirvana. Y la moral que proponían a sus
discípulos perseguía siempre la misma meta: tratábase de suprimir
la ambigüedad, convirtiéndola en pura interioridad o en pura
exterioridad, evadiéndola del mundo sensible o devorándola,
transfiriéndola a la eternidad o encerrándola en el instante puro.
Más ingeniosamente, Hegel ha pretendido no rehusar ninguno de los
aspectos de la condición del hombre, conciliándolos; según su
sistema, el instante se conserva en el desarrollo del tiempo, la
Naturaleza se afirma frente al Espíritu, que la niega afirmándola, el
individuo se reencuentra en la colectividad, en el seno de la cual se
pierde, y la muerte de cada hombre se realiza anulándose en la Vida
de la Humanidad. Así se puede descansar en medio de un
maravilloso optimismo en el cual las guerras sangrientas no hacen
más que expresar la fecunda inquietud del Espíritu.

4
Existen aún al presente doctrinas que prefieren dejar en la
sombra ciertos aspectos incómodos de una situación harto compleja.
Pero es inútil que se nos mienta: la cobardía no satisface. Estas
metafísicas razonables, esas éticas consoladoras con las cuales se
pretende engañarnos no hacen más que acentuar el desorden que
padecemos. En la actualidad, los hombres experimentan más
vivamente que nunca la paradoja de su situación. Se reconocen en el
fin supremo al cual debe subordinarse toda acción, pero las
exigencias de ésta los obliga a tratarse los unos a los otros como
instrumentos o como obstáculos. Cual medios, tanto más aumenta
su poder sobre el mundo, más se encuentran oprimidos por fuerzas
incontrolables: amos de la bomba atómica, esta ha sido creada tan
sólo para destruirlos: cada uno de ellos tiene sobre sus labios el
gusto incomparable de su propia vida, y, sin embargo, cada uno se
siente más insignificante que un insecto en el seno de la inmensa
colectividad cuyos límites se confunden con los de la tierra misma;
en ninguna época, tal vez, han manifestado su grandeza con más
brillo, en ninguna época, tampoco, esa grandeza ha sido escarnecida
tan atrozmente. A cada instante, en toda ocasión, a pesar de tantos
sueños obstinados, la verdad ha resplandecido: la verdad de la vida y
de la muerte, de mi soledad y de mi relación con el mundo, de mi
libertad y de mi servidumbre, de la insignificancia y de la soberana
importancia de cada hombre y de todos los hombres. Stalingrado y
Buchenwald existieron y ninguno de ellos suprime al otro. Y ya que
rehusamos el soslayamiento, procuremos mirar la verdad cara a
cara. Procuremos asumir nuestra ambigüedad fundamental. Es en el
conocimiento de las condiciones auténticas de nuestra vida donde
debemos poner la fuerza de vivir y las razones de la acción.

El existencialismo se ha definido desde el principio como una


filosofía de la ambigüedad: afirmando el carácter irreductible de la
ambigüedad es como Kierkegaard se ha opuesto a Hegel; y en
nuestros días, en L’Être et le Néant, es por medio de la ambigüedad
que Sartre define fundamentalmente al hombre, ese ser cuyo ser es
no ser, esa subjetividad que sólo se realiza como presencia en el
mundo, esa libertad comprometida, esa manifestación del para-sí 5
que es dada inmediatamente por el otro. Mas también se pretende
que el existencialismo es una filosofía del absurdo y de la
desesperación; que la misma encierra al hombre en una angustia
estéril, en una subjetividad vacía; que ella es incapaz de proveer al
hombre de ningún principio de elección: sea como fuere, la partida
está perdida. ¿No declara Sartre, en efecto, que el hombre es “una
pasión inútil”, que procura en vano efectuar la síntesis del para-sí y
del en-sí, con el objeto de hacerse Dios? Es cierto. Pero también es
cierto que todas las morales optimistas han comenzado por subrayar
la parte de fracaso que implica la condición humana: sin fracaso, no
hay moral; para un ser que se hallase de golpe en exacta
coincidencia consigo mismo y en plenitud perfecta, la noción de
deber-ser no tendría sentido alguno. A un Dios no se le propone una
moral; es imposible proponérsela al hombre si se define a este como
naturaleza, como lo dado. Las morales denominadas psicológicas o
empíricas solo logran constituirse introduciendo subrepticiamente
alguna falla en el seno del hombre-cosa, al que en primera instancia
definieran. En la última parte de la Fenomenología del Espíritu,
Hegel nos dice que la conciencia moral solo puede subsistir en la
medida en que hay desacuerdo entre la naturaleza y la moralidad;
desaparecería si la ley de la moral se transformase en ley de la
naturaleza. De tal modo que por un “desplazamiento” paradójico de
la acción moral es el objetivo absoluto que consiste también en que
la acción moral no se halle presente. Es decir, que solo hay
posibilidad de beber-ser para un ser que, según la definición
existencialista, se pone en cuestión en su ser, un ser que se
encuentra a distancia de sí mismo y que tiene por ser a su ser.

Sea, se dirá. Pero todavía es preciso que el fracaso sea


superado; y la ontología existencialista no permite esta esperanza: la
pasión del hombre es inútil. Para él no hay ningún medio de
convertirse en ese ser que no es. Esto es verdadero. Y también es
verdad que en L’Être et le Néant, Sartre ha insistido, sobre todo, en el
aspecto fallido de la aventura humana; solamente en las últimas
páginas brinda las perspectivas de una moral. No obstante ello, si se
medita en sus descripciones de la existencia, se advierte que están 6
lejos de condenar al hombre sin recursos.

El fracaso descrito en L’Être et le Néant es definitivo, pero es


también ambiguo. El hombre, nos dice Sartre, “es un ser que se hace
carencia de ser, a fin de que tenga ser”. Es decir, en primer término,
que su pasión no le es infligida desde afuera; al contrario, el la elige,
ella es su ser mismo y como tal no implica la idea de infelicidad. Si
esta elección es calificada de inútil, ello significa que no existe ante
la pasión del hombre, fuera de ella, ningún valor absoluto con
relación al cual se podría definir lo inútil y lo útil; en el nivel
descriptivo donde se sitúa L’Être et le Néant, la palabra útil aún
carece de significado: no se la puede definir más que en el mundo
humano, constituido por los proyectos del hombre y por los fines que
él mismo establece. En el desamparo original de donde el hombre
surge, nada no es útil, nada no es inútil. Es preciso, pues,
comprender que la pasión consentida por el hombre no encuentra
ninguna justificación exterior; ningún llamado procedente de afuera,
ninguna necesidad objetiva permite calificarla de útil; ella no tiene
ninguna razón para quererse. Mas esto no quiere decir que no pueda
justificarse, darse las razones de ser que ella no tiene. Y así, Sartre
nos expresa que el hombre se hace carencia de ser a fin de que tenga
ser; el término “a fin de que” indica claramente una intencionalidad;
no en vano el hombre nihiliza al ser; gracias a él el ser se devela y
quiere ese develamiento. Hay un tipo original de relación íntima con
el ser que no es, precisamente, querer ser, sino más bien: querer
develar al ser. Ahora bien, aquí no hay fracaso, sino por el contrario,
triunfo. En efecto, ese fin que el hombre se propone cuando se torna
carencia de ser, se realiza a través de sí mismo. Por su
desgajamiento del mundo, el hombre se vuelve presente en el
mundo, y el mundo se torna presente. Yo quisiera ser el paisaje que
contemplo, desearía que este cielo, esta agua serena se pensasen en
mí, que este “en mi” sea el yo que experimentan en carne y hueso,
mientras permanezco a la distancia; pero también por esta distancia
es que el cielo y el agua existen frente a mí; mi contemplación no es
un desgarramiento porque a la vez es una alegría. No puedo
apropiarme del campo de nieve por el cual me deslizo: permanece
7
extraño, interdicto; pero me complazco en ese esfuerzo que hago en
pro de una posesión imposible, lo percibo como un triunfo, no como
una derrota. Es decir, que en su vana tentativa por ser Dios, el
hombre se hace existir como hombre, se satisface con esta
existencia, coincide exactamente consigo mismo. No le está permitido
existir sin ternura hacia ese ser que no será nunca; pero le es posible
querer esa tensión con el fracaso que la misma implica. Su ser es
carencia de ser, pero hay una manera de ser de esta carencia que
es, precisamente, la existencia. En términos hegelianos podría
expresarse que hay aquí una negación por la cual lo positivo es
restablecido: el hombre se hace carencia, pero puede negar la
carencia como carencia y afirmarse como existencia positiva. Por
tanto, asume el fracaso. Y la acción, condenada en tanto que
esfuerzo por ser, reencuentra su validez en tanto que manifestación
de la existencia. No obstante, más bien que de una realización
progresiva hegeliana, se trata aquí de una conversión; pues en Hegel
los términos progresivos solo se conservan en calidad de momentos
abstractos, mientras que nosotros consideramos que la existencia es
todavía negatividad en la afirmación de sí misma; y, a su vez,
aparece como el término de una síntesis ulterior: el fracaso no ha
sido traspasado, sino asumido; la existencia se afirma como un
absoluto que debe buscar en sí mismo su justificación y no
suprimirse. Para alcanzar su verdad, el hombre no debe procurar
disipar la ambigüedad de su ser, sino por el contrario, aceptar
realizarla: solo vuelve a encontrarse en la medida en que consiente
permanecer a distancia de sí mismo. Esta conversión se distingue
profundamente de la conversión estoica en que ella no pretende
oponer al universo sensible una libertad formal sin contenido; existir
auténticamente no es negar el movimiento espontaneo de mi
trascendencia, sino únicamente rehusar el no perderme en él. La
conversión existencialista debe ser mas bien reconciliada con la
reducción husserliana: que el hombre “pone entre paréntesis” su
voluntad de ser. He aquí reducida a la conciencia a su condición
verdadera. Y así como la reducción fenomenológica evita los errores
del dogmatismo al poner en suspenso toda afirmación referente al
modo de realidad del mundo exterior, del cual, empero, no pone en
duda la presencia de la carne y de los huesos, la conversión
8
existencialista no suprime, igualmente, mis instintos, mis deseos,
mis proyectos, mis pasiones: impide solamente toda posibilidad de
fracaso al rehusar como absolutos los fines en los cuales se vuelca
mi trascendencia, considerándolos en su relación con la libertad que
los proyecta.

La primera implicación de tal actitud es que el hombre


auténtico no consentirá en reconocer ningún absoluto extraño:
cuando un hombre proyecta en un cielo ideal esa síntesis imposible
del para-sí y de el en-sí que se denomina Dios, anhela en verdad que
la mirada de ese ser existente cambie su existencia en ser; mas si
acepta no ser a fin de existir auténticamente, abandonará el sueño
de una objetividad inhumana, comprenderá que, para él, no se trata
de tener razón a los ojos de Dios, sino de tener razón ante sus
propios ojos. Renunciando a buscar fuera de sí mismo la garantía de
su existencia, rehusará también creer en los valores incondicionados
que se erigen como cosas a través de su libertad; el valor, ese es el
ser frustrado del cual la libertad se hace carencia; y porque ésta se
hace carencia y el valor aparece; es el deseo que crea lo deseable y el
proyecto que sitúa al fin. Es la existencia humana la que hace surgir
en el mundo los valores según los cuales podrá juzgar las empresas
en las que se comprometerá; mas primero se sitúa más allá de todo
pesimismo así como de todo optimismo, porque el hecho de su brote
original es pura contingencia; para la existencia vale tanto la razón
de existir como la razón de no existir. El hecho de la existencia no
puede estimarse, pues es el hecho a partir del cual todo principio de
estimación se define; no puede compararse con nada, pues fuera de
él no hay nada susceptible de servir como término de comparación.
Esta repulsa de toda justificación extrínseca confirma también esa
negativa de un pesimismo original que asentamos al principio:
puesto que desde afuera es injustificable, ello no significa tanto
condenar la existencia como declararla, desde afuera, injustificada.
Y, en verdad, fuera de la existencia, no hay nadie. El hombre existe.
No se trata, para él, de interrogarse si su presencia es útil, si la vida
vale la pena de ser vivida: para la existencia, éstas son preguntas
carentes de sentido. Se trata de saber si él quiere vivir y en qué
9
condiciones.

Pero sí por sí mismo el hombre es libre de definir las


condiciones de una vida válida a sus propios ojos, ¿no puede elegir
no importa qué y obrar no importa cómo? Dostoiewsky afirma: “Si
Dios no existe, todo está permitido.” Los actuales creyentes rechazan
esta fórmula. Restablecer al hombre en el corazón de su destino, es
repudiar –pretenden ellos- toda moral. Empero, la ausencia de Dios
no autoriza precisamente toda licencia; al contrario, porque el
hombre se halla desamparado sobre la tierra es que sus actos son
compromisos definitivos, absolutos; lleva en sí mismo la
responsabilidad de un mundo que no es la obra de una potencia
extraña, sino propia, y en la cual se inscriben tanto sus derrotas
como sus victorias. Un Dios puede perdonar, olvidar, compensar;
pero si Dios no existe, las faltas del hombre son inexpiables. Si de
todas maneras se pretende que esta apuesta terrena carece de
importancia, es porque se invoca, justamente, esa objetividad
humana que hemos empezado por negar. En principio, no se puede
expresar que nuestro destino terrestre, tiene o no tiene importancia,
puesto que depende de nosotros el dársela. Al hombre es a quien
corresponde que sea importante ser un hombre, y sólo él puede
experimentar su éxito o su fracaso. Y si aún se dice que nada lo
obliga a intentar justificar así su ser, es que se procede entonces con
mala fe respecto de la noción de libertad; el creyente es también libre
para pecar; la ley divina sólo se le impone en el instante en que ha
decidido salvar su alma; aunque en la actualidad se habla muy poco
de ello, en la religión cristiana hay también condenados. Así, sobre la
faz terrestre, una vida que no se hunde en sí misma, será pura
contingencia. Más le está permitido el querer darse un significado y
una verdad; y en su propio corazón reencuentra, entonces,
exigencias rigurosas.

Sin embargo, aún entre los partidarios de una moral laica, se


encuentran muchos que reprochan al existencialismo no proponer, 10
al acto moral ningún contenido objetivo; esta filosofía –se dice- es,
por tanto, un subjetivismo, hasta un solipsismo; y, una vez
encerrado en sí mismo, ¿cómo podría salir de él el hombre? Pero esta
es, igualmente, una prueba de mala fe; se sabe que el hecho de ser
un sujeto es un hecho universal y que el Cogito cartesiano expresa a
la vez la experiencia más singular y la verdad más objetiva. Al
afirmar que la fuente de todos los valores reside en la libertad del
hombre, el existencialismo no hace más que retomar la tradición de
Kant, Fichte y Hegel, que, según la frase del propio Hegel, “ha
tomado por punto de partida el principio según el cual la esencia del
derecho y del deber y la esencia del sujeto pensante y actuante son
absolutamente idénticos”. Lo que define a todo humanismo es que el
mundo moral no es un mundo dado, extraño al hombre, y al cual
este debería esforzarse en ingresar desde lo externo. Es el mundo
querido por el hombre en tanto su voluntad expresa su realidad au--
---

También podría gustarte