Para Una Moral de La Ambigüedad-1-10
Para Una Moral de La Ambigüedad-1-10
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AMBIGÜEDAD
Simone de Beauvoir
Montaigne
“El continuo quehacer de nuestra vida es levantar el edificio de
la muerte”, dice Montaigne. Cita a los poetas latinos: Prima, quae
vitam dedit, hora carpsit1. Y también: Nascentes morimur2. Esta
trágica ambivalencia que únicamente el animal y la planta padecen,
el hombre la conoce, la piensa. Por aquí una nueva paradoja se
introduce en su destino. “Animal razonable”, “caña pensante”, se
evade de su condición natural sin, no obstante ello, liberarse; este
mundo del cual es conciencia, se integra con él; se afirma con
interioridad pura, contra la cual se vuelve impotente toda fuerza
exterior, y se siente a sí mismo como una cosa aplastada por la
oscura gravidez de las otras cosas. A cada instante puede asir la
verdad intemporal de su existencia, pero entre el pasado que ya no
existe y el porvenir que no es todavía, ese instante en el cual vive no
significa nada. Este privilegio que tan sólo a él le pertenece, esto es, 3
de ser un sujeto soberano y único en medio de un universo de
objetos, lo comparte con todos sus semejantes; objeto, a su vez para
los otros, en la colectividad de la cual depende no es más que un
individuo.
1
La hora misma en que nacimos disminuye la duración de nuestra vida.
2
Nacer es empezar a morir.
sea prometiendo al hombre la inmortalidad; o, de otra manera, han
negado la vida, considerándola como un velo de ilusión bajo el cual
se esconde la verdad del Nirvana. Y la moral que proponían a sus
discípulos perseguía siempre la misma meta: tratábase de suprimir
la ambigüedad, convirtiéndola en pura interioridad o en pura
exterioridad, evadiéndola del mundo sensible o devorándola,
transfiriéndola a la eternidad o encerrándola en el instante puro.
Más ingeniosamente, Hegel ha pretendido no rehusar ninguno de los
aspectos de la condición del hombre, conciliándolos; según su
sistema, el instante se conserva en el desarrollo del tiempo, la
Naturaleza se afirma frente al Espíritu, que la niega afirmándola, el
individuo se reencuentra en la colectividad, en el seno de la cual se
pierde, y la muerte de cada hombre se realiza anulándose en la Vida
de la Humanidad. Así se puede descansar en medio de un
maravilloso optimismo en el cual las guerras sangrientas no hacen
más que expresar la fecunda inquietud del Espíritu.
4
Existen aún al presente doctrinas que prefieren dejar en la
sombra ciertos aspectos incómodos de una situación harto compleja.
Pero es inútil que se nos mienta: la cobardía no satisface. Estas
metafísicas razonables, esas éticas consoladoras con las cuales se
pretende engañarnos no hacen más que acentuar el desorden que
padecemos. En la actualidad, los hombres experimentan más
vivamente que nunca la paradoja de su situación. Se reconocen en el
fin supremo al cual debe subordinarse toda acción, pero las
exigencias de ésta los obliga a tratarse los unos a los otros como
instrumentos o como obstáculos. Cual medios, tanto más aumenta
su poder sobre el mundo, más se encuentran oprimidos por fuerzas
incontrolables: amos de la bomba atómica, esta ha sido creada tan
sólo para destruirlos: cada uno de ellos tiene sobre sus labios el
gusto incomparable de su propia vida, y, sin embargo, cada uno se
siente más insignificante que un insecto en el seno de la inmensa
colectividad cuyos límites se confunden con los de la tierra misma;
en ninguna época, tal vez, han manifestado su grandeza con más
brillo, en ninguna época, tampoco, esa grandeza ha sido escarnecida
tan atrozmente. A cada instante, en toda ocasión, a pesar de tantos
sueños obstinados, la verdad ha resplandecido: la verdad de la vida y
de la muerte, de mi soledad y de mi relación con el mundo, de mi
libertad y de mi servidumbre, de la insignificancia y de la soberana
importancia de cada hombre y de todos los hombres. Stalingrado y
Buchenwald existieron y ninguno de ellos suprime al otro. Y ya que
rehusamos el soslayamiento, procuremos mirar la verdad cara a
cara. Procuremos asumir nuestra ambigüedad fundamental. Es en el
conocimiento de las condiciones auténticas de nuestra vida donde
debemos poner la fuerza de vivir y las razones de la acción.