ORATORIA Segunda Parte
ORATORIA Segunda Parte
ORATORIA Segunda Parte
PROGRAMA DE ORATORIA
SEGUNDA PARTE
TEMA I
1. Introducción.
2. De la introspección.
3. De las pasiones oratorias y las reminiscencias.
4. De las obligaciones del orador.
5. La oratoria como virtud.
6. Cómo se consigue conmover al auditorio.
7. Del carácter de la Oratoria Ciceroniana.
Clases Prácticas
a) Ejercicios para modulación de la voz de acuerdo a distintos estados emocionales.
b) Improvisaciones exaltando o denigrando acontecimientos reales.
c) Prácticas de lectura en voz alta de autores trágicos y clásicos sobresalientes
d) Preparación de temas objetivos; ser espectador y ser protagonista.
TEMA II
Clases Prácticas
a) Exposición de temas psicológicos. Elogio y diatriba.
b) Exaltación de virtudes.
c) Armonización de sentimientos y expresiones en general.
d) Exposición de algunos temas clásicos, entre otros:
- La batalla de las Termópilas.
- Muerte de Julio César.
- Nacimiento de Roma
- El caballo de Troya.
- Muscio Scévola
- El retorno de Ulises.
- La elección de Aquiles.
- La muerte de Agamenón.
- Clitemnestra.
TEMA III
Clases Prácticas
a) Exposición de temas idealistas.
b) Desarrollo de temáticas de actualidad social, política y científica.
c) Participación práctica en conferencias de prensa. Conducción de grupos.
d) Conferencia-Tesis sobre un gran personaje clásico.
TEMA I
1. INTRODUCCIÓN
La Oratoria, que es la bella expresión mediante la palabra, ha sido y es el único medio vivo
del que dispone el ser humano para transmitir sus ideas. Cuando un Ideal es noble y puro,
es necesario saber transmitirlo y hacer que otros seres compartan esa felicidad interior. Por
eso el orador es el que “ora”, el que hace pública su plegaria para que los demás se unan
con él en el objeto de sus ruegos.
No cualquiera puede ser un verdadero orador. Para serlo íntegramente, es necesario sentir el
inegoísta deseo de enseñar a nuestros semejantes; esto es lo más importante. Este tipo de
Oratoria deberá ser usado exclusivamente para hacer el bien; no son técnicas de venta para
lograr puestos destacados, sino que son llaves maestras para la comunicación, para abrir
puertas. Esas puertas serán las personalidades del auditorio que, una vez abiertas, liberarán
al Alma prisionera que todos llevamos dentro.
Esta técnica recibe también el nombre de Oratoria de tribuna u Oratoria Ciceroniana, por
haber sido Cicerón el más típico exponente de lo que representa el poder de la palabra en la
conducción de los hombres.
Muchos más son los ejemplos que pueden citarse, pero detrás de cada uno de ellos
encontraremos siempre a un ser convencido de sus ideas, a un hombre seguro, firme, capaz
y, lo que es más importante, con fe.
En los tiempos en que vivimos, no hace falta empujar, hay que mover; no sólo hace falta
hablar, hay que ser escuchados. Los buenos oradores no utilizarán palabras huecas. Todo lo
que digan tendrá un mensaje.
De nada valen aprendidas si previamente no existe una formación interior que impulse a
hablar. Si no hay Fuego, no se puede iluminar. Por eso los romanos, que fueron los que más
desarrollaron este género de la oratoria, poseían escuelas en las que primero se enseñaba a
ser Hombres y luego oradores. ¿De qué sirve tener una gran fortuna si no sabemos
invertirla? ¿Para qué sirve hablar de Amor el prójimo no nos interesa?
2. DE LA INTROSPECCIÓN
De acuerdo a lo expuesto, el orador deberá tener una sólida formación interior que le
permita impactar a su auditorio y enseñarle al mismo tiempo. Pero esos impactos no serán
dirigidos a la mente sino al corazón. Dicho con otros términos, el orador no ofrecerá
conceptos para ser analizados, sino para ser sentidos. Su fuerza radicará en el poder de las
expresiones y es aquí donde interviene su moralidad, ya que los impactos que provoca
deben despertar capacidades superiores y nunca las de índole animal.
Para utilizar estas técnicas es necesario conocer cómo trabaja la psiquis ante determinados
impactos producidos por imágenes, palabras o ademanes. Cuanto mayor sea el
conocimiento acerca de nosotros mismos, más fácil nos será guiar a los demás.
En esa aventura por nuestro ser interior, encontraremos muchas cosas que no podremos
representar sino simbólicamente y de las que siempre nos quedará sin conocer un aspecto
oculto que conforma un enigma que la razón no puede apresar.
Esos elementos que habitan en todo ser humano son los que están ávidos de comunicación.
Son ideas las que necesitan unirse con otras ideas similares, y nosotros, como instrumentos,
les serviremos de vehículo de expresión a través de las alegorías. Las alegorías son
símbolos con los que se revisten las ideas para salir afuera y, dada su naturaleza, nunca se
encuentran libres de un cierto aire de misterio y enigma que, en algunas ocasiones,
tonifican la pieza oratoria.
El apasionamiento es una actitud de la psiquis que el ser humano comparte con los
animales. Esto no significa que este tipo de estados deba rechazarse,; todo depende de la
naturaleza de los mismos. Existen pasiones o apasionamientos animales, pero también
existen aquellos que se podrían considerar de origen divino o superior. La pasión de un
hombre por defender a su pueblo de la ignorancia o de un ataque externo, es justificable, ya
que esta actitud entraña un acto de Amor hacia sus semejantes. El apasionamiento de un
sacerdote por mostrar la existencia de Dios a sus fieles, es también un acto de Amor para
con los demás. Son tipos de apasionamientos que hacen falta en este mundo tan
convulsionado por la ignorancia y el egoísmo. Al decir de Plotino, así como existen las
pasiones del cuerpo, también existen las pasiones del Alma, y la pasión más sublime del
Alma es la de retornar a su origen.
La oratoria Ciceroniana se ocupa tan sólo de las grandes pasiones atemporales, de los
vientos de la Historia, que una y mil veces hicieron dar vueltas a la pesada rueda del destino
humano.
El Hombre es un instrumento del destino, o de los Dioses y, si bien en parte podemos crear
nuestra vida, existe un destino cósmico que se debe vivir o soportar. Para poder comprender
el puesto que le corresponde a cada uno, es necesaria la introspección de la que ya hemos
hablado; para poder vivenciar esta realidad captada intelectualmente, es necesario sentir
una pasión que nos lleve a colaborar con el Plan Divino.
El orador, o mejor dicho, el buen orador, que eleva la mente hacia los más nobles Ideales y
Arquetipos, no hace mas que contemplar la realidad, vaciarse de egoísmos y decir, como en
oración, aquello que está viendo. Este es el sentido oculto de la palabra como expresión de
una idea. Lo que servirá de puente entre ambos mundos será la estructuración mental del
orador. Luego, estas estructuras mentales, serán insufladas de vida por la emotividad que
trasunte su relato. De tal manera, el orador se convierte en una herramienta de los vientos
del espíritu.
Estas son las pasiones oratorias: cuando el intérprete se convierte en vehículo de fuerzas
extrañas que acuden a él al ser evocadas. Estos son los vientos que siente el auditorio y que
sacuden aquellas ideas que duermen en el interior del ser humano. Estos "vientos
psíquicos" son las corrientes desatadas por el orador; son el resultado de la captación y el
manejo de la suma de las psiquis individuales adormecidas en actitudes pasivas; son un
aspecto de los poderes parapsicológicos y constituyen lo que se suele llamar magnetismo o
carisma. Son los que fueron llamados en Egipto "Vientos de Amón", los que ponen en
movimiento las Barcas de la Vida. Un individuo con tales características posee un especial
conocimiento, y como se dice en el Eclesiastés: "El que añade conocimientos, añade
poder".
Los grandes maestros de la oratoria explican que cuando un hombre se deja arrebatar por
esas corrientes de pasión, puede que lleguen a su mente elementos jamás aprendidos por él
mismo de manera voluntaria y racional. Es como si un lejano recuerdo le llegase desde el
fondo de la Historia y reviva nuevamente en las figuras que evoca. El orador, al trazar
formas perfectas, logra que ésta sean habitadas por las ideas respectivas; de este modo las
vitalizan y se manifiestan, produciendo la sensación de que el auditorio se ha trasladado
mágicamente hasta el lugar y el tiempo del hecho. Si bien esta capacidad no es común en
cualquier orador, es posible conseguirla, y hubo quienes tuvieron el poder de modelar la
imaginación ajena, lanzándoles imágenes de hechos que permanecían latentes en la
memoria de la Naturaleza.
En una clave más elevada, esta reminiscencia constituye el pálido recuerdo que trae el
Alma de los mundos superiores. Por eso, no hay orador más excelso que aquel que además
de cantar a las cosas de este mundo, lo hace de aquél otro, donde no existe el dolor, donde
no existe la debilidad y lo único que existe es el verdadero Ser.
Entre las muchas enseñanzas que nos ha dejado M. Fabio Quintiliano, maestro de oratoria,
hay una de especial valía para quienes quieren aprender el arte de la Oratoria.
Dice que: "los discípulos no deben tener a sus maestros menos amor que al estudio;
persuadiéndose que son padres, no corporales sino espirituales. De este modo oirán con
gusto sus preceptos, les darán crédito y desearán asemejarse a ellos; y finalmente,
concurrirán gustosos a clases y con deseos de saber... Si los corrige, no se enojarán; si los
alaba, se gozarán con la alabanza; y con la aplicación merecerán su amor. Porque así como
la obligación de los unos es el enseñar, así la de los otros es mostrarse dóciles a la
enseñanza; y lo uno sin lo otro, nada vale. Así como al nacer el Hombre depende del padre
y de la madre, y en vano se siembra la semilla si no se recibe dentro de una tierra blanda y
esponjosa, así la elocuencia no puede culminar si no van aunadas la doctrina del maestro y
la docilidad del discípulo”.
Una cuestión discutida en la antigüedad fue si la oratoria y la retórica eran como aquellas
artes que, por su naturaleza, no son buenas ni malas, sino indiferentes según el uso que se
haga de ellas, o si realmente era una cosa laudable en si misma.
La historia nos demuestra que hubo quienes movidos por el descaro o por la necesidad,
abusaron de estas artes del buen decir, para ruina de los hombres. También hubo quienes
gastaron su valioso tiempo en largas cuestiones muy ajenas a la virtud. Pero el arte que
pretendemos desarrollar, tal cual conviene al hombre bueno, y que es la verdadera retórica,
seguramente es una virtud.
Las artes que están amparadas por la virtud son las que brindan ciertos principios, como ser
la idea de justicia o la capacidad de discriminar entre el bien y el mal, cosa que no sucede
con las artes apartadas de la virtud. ¿Qué logra el orador con sus alabanzas si no sabe
distinguir entre la virtud y el vicio? ¿Qué, con incitar al movimiento, si él no sabe adónde
ir? Por lo tanto, de no existir la virtud, ninguna oración puede ser perfecta.
Siendo el lenguaje de dos tipos, el uno continuado, al que se le llama elocuencia y el otro
conciso y breve, al que le llaman dialéctica, cumple con las dos funciones básicas de la
necesidad humana: la de dación o expansión y la de síntesis o concentración. Zenón
comparó a la primera de estas dos formas de lenguaje, con una mano abierta, y a la
segunda, con una mano cerrada. Ambas técnicas estarán al servicio de la virtud.
El orador, ante todo, debe ser filósofo, ya que, como se ha visto, es necesario amar
intensamente la Verdad para poder transmitirla y enseñar; en segundo lugar deberá ser
poeta y también historiador. Poeta, para poder dar a su palabra y expresiones pinceladas de
belleza tan propias del espíritu y de las cosas verdaderas; e historiador, para enseñar los
beneficios de una vida basada en las mejores ideas, ya que en todo tiempo y lugar hubo
quienes, por sus actos y enseñanzas, fueron los protagonistas de lo que ahora llamamos
Historia.
Es evidente que, para que un orador pueda conmover, es necesario que antes él se sienta
conmovido. Sería realmente ridículo que expresase ira, indignación o llanto en el semblante
si esto no fuese más que una actitud exterior. ¿Acaso el que mejor defiende su vida, el que
muestra los argumentos más válidos, las expresiones más sinceras, no llega a conmover con
la modulación de la voz, si no al verdugo, al menos al jurado? ¿Qué otro motivo hay para
que al que le acaba de suceder alguna calamidad, prorrumpa en exclamaciones de lo más
elocuentes y, para que otro, aunque no sea hombre de letras, hable con fuerza cuando está
enojado, si no fuera porque ambos hablan con la fuerza del Alma y los afectos verdaderos?
¿Cómo producir dolor si uno no está dolido? ¿Cómo se hará llorar si el orador está muy
sereno? No es posible; porque ninguno se abrasa sino con el fuego, ni se ablanda sino con
las lágrimas. Primeramente será el orador el poseedor del sentimiento que desea trasmitir,
aunque evitando perder el control, pues si se siente y no se hace sentir, todo es estéril.
Estas representaciones de las que hablamos, nos siguen de tal forma (como si fueran ciertos
sueños que tenemos despiertos) que a veces nos parece que vamos de viaje, que estamos en
una batalla, en compañía de algún maestro, que navegamos, que hablamos a mucha gente, o
que disponemos de los bienes que no tenemos, todo esto tan vivamente como si no pasese
por la imaginación, sino que fuese real.
El carácter de la oratoria que nos ocupa, pertenece a un rol masculino más que femenino, si
bien entendemos que el alma no tiene sexo.
La oratoria de tribuna, más allá de quien sea su protagonista, tiene características netamente
activas, a las que se suele calificar como masculinas. Su finalidad consiste en despertar, a
través de violentos impactos, al alma prisionera que subyace en todo ser. El orador deberá
cuidar más de los pensamientos que de las palabras, ya que estos conforman el alma de un
discurso. A veces el exceso de palabras opaca la precisión de las ideas. Es como un cuerpo
robusto y descuidado, que si bien no anula otras capacidades interiores, dificulta ver por su
intermedio los elementos más bellos y sutiles. En cambio, un cuerpo joven, bien cuidado y
estéticamente adornado, se asemeja a un transparente cristal detrás del cual pueden verse
otos valores. Así, tanto palabras como los cuerpos, ayudan o perjudican a la bella
expresión.
Esta oratoria deberá ser fuerte, concisa, sobria y segura y, sobre todas las cosas, verdadera.
No podrán existir dudas, indecisiones ni temores; si bien esto es comprensible y natural en
un principio, en la medida que la psiquis se verticaliza, desaparecen esas sombras. Este es
el curso normal del desenvolvimiento del ser: afianzarse cada vez más en sus propias
características, definirse en cuanto a seguridad, integración y actividad.
TEMA II
Tanto la escritura como la elocuencia tienen una unión muy grande con la meditación, las
cuales reciben de ella tanto la fuerza como la capacidad para hablar espontáneamente sin
necesidad de previa elaboración. Porque no en todas partes podemos escribir o hablar, mas
para meditar hay muchísimo tiempo y muchísimos lugares.
La meditación, así sea de muy pocos minutos, abarca asuntos de gran consideración y son
las cuestiones que cada uno ha las que tienen más valor para el alma, ya que lo que siempre
debe perseguir un filósofo, es encontrarse cara a cara con la verdad sin intermediarios. ¿Se
siente acaso lo mismo al escuchar la descripción de un palacio que al verlo con nuestros
propios ojos? ¿Y cuál de las dos quedará mejor grabada en nuestro recuerdo? Sin lugar a
dudas, será aquella experiencia vivida por nuestros propios medios. Este es el valor de la
evidencia, y nadie hablará con mayor claridad de la justicia que aquel que se desveló
tratando de comprenderla; y nadie mejor que el artista para enseñar acerca de las cosas
bellas.
Que nadie pretenda llegar a unirse de inmediato con las esencias, pues antes es necesario
disciplinar la mente a través de la reflexión. La meditación es el fruto de la reflexión. Para
esta última tampoco existen tiempos o lugares determinados, ya que podemos reflexionar
constantemente sobre todo lo que sucede. Ante los acontecimientos, tenemos que aprender
qué finalidad llevan implícita, antes de descartarlos. Es cosa útil y necesaria acostumbrarse
a descubrir el mundo y lo que nos rodea y, lo que es más importante aún, comprender el
espíritu que anima a la existencia.
estado en otra dimensión de la conciencia. Esta certeza deja un halo invisible en la palabra
del orador; es el “ hilo de Ariadna” que nadie ve y no obstante une todas las cosas.
2. DE LA OSCURIDAD EN LAS EXPRESIONES Y CÓMO EVITARLAS
Así como la claridad nace de la selección apropiada de las palabras, la oscuridad nace de su
inadecuada utilización.
No hay que emplear en los discursos términos en desuso (arcaísmos) ni aquellos que
solamente conozcan los muy ilustrados. La oscuridad debe evitarse tanto en el contexto del
lenguaje como en lo prolongado de él. Que no sea tan largo como para que se pierda su
sentido, ni tampoco tan corto como para que quede incompleto. Pero lo peor de todo es la
mezcla confusa de palabras. También hay que evitar la ambigüedad que deja un valor
incierto a las ideas.
Algunos amontonan palabras inútiles, queriendo huir de las formas comunes de hablar, y
explican su pensamiento con muchos rodeos; movidos de una aparente elegancia, juntando
y mezclando palabras con otras semejantes, alargan tanto su discurso que no hay quien
pueda seguirlos. También están también los que se contentan con entenderse a ellos mismos
y no se cuidan de que los demás los entiendan. Las piezas oratorias no deben necesitar de
intérpretes y, en lo posible, han de tener tal precisión de términos, que se presten sólo a una
interpretación. Cuando las ideas son claras y fuertes, las expresiones también son claras y
fuertes.
3. DE LA IMITACIÓN
De todos los autores dignos de leerse, no sólo se ha de tomar la fluidez de las palabras, la
variedad de las figuras y el modo de componer, sino que el entendimiento ha de esforzarse
en imitar todas las virtudes.
La virtud es la esencia del orador como la forma lo es de una vasija. De nada sirve copiar el
material de una hermosa ánfora y sus colores, si no somos capaces de imitar la armonía de
sus formas. Material y color, en este caso, no pasan de ser atributos. Esta es la condición de
toda vida: desear hacer aquello que nos parece bien en los demás. Por eso los niños imitan
la forma de las letras para aprender a escribir, y las actitudes de los padres para aprender a
vivir; los pintores, las pinturas de los antiguos; los cantantes, la voz de sus maestros; y los
labradores no pierden de vista aquellos cultivos probados por la experiencia. Como dice el
Bhagavad Gita: “Lo que un hombre bueno hace, es imitado por los demás hombres”. Rara
vez la naturaleza hace una cosa semejante a la otra; en cambio la imitación la emplea con
frecuencia.
Pero la imitación consiste sólo en un tramo del camino. A medida que se escalan alturas,
surgen las claras visiones originales, porque es de mentes perezosas contentarse con el
trabajo de otros. Tampoco uno debe contentarse con igualar lo que se imita, ya que si todos
los hombres de tiempos pasados hubiesen procedido así, hoy tendríamos lo mismo que
ellos, ya que ninguna cosa aumenta con la sola imitación.
Es más válido, antes que imitar gestos o palabras, hacerlo con las más elevadas ideas y la
buena disposición del carácter; cómo se elabora una narración, cómo se prueba y se refuta,
cómo se saca utilidad a la alabanza y, lo más importante, cuánto ama ese orador a la virtud.
El que pudiera hacer todo esto y agregar sus propias cualidades, sería el orador perfecto; y
será lógico que se diga en alabanza suya que excedió a sus antecesores y enseñó a la
posteridad.
Todos los preceptos relativos a la oratoria no son suficientes si la persona no tiene lo que
los griegos llamaron “exis”, la facilidad, que en parte puede adquirirse mediante la lectura,
la escritura y la práctica de la palabra. Tampoco puede quedar fuera de esta consideración,
dedicarse a escuchar a los que mejor hablan, buscar su compañía y prestar atención al
desarrollo de sus ideas.
Así como en compañía de un ser elevado aprendemos a pensar mejor, oyendo sus
expresiones nos acostumbramos a un nuevo lenguaje, porque éste, al igual que toda lengua,
se aprende primeramente por el oído.
Por esta razón, los niños criados en el desierto por nodrizas mudas, aunque pronuncien
algunas palabras, carecen del uso de la lengua. Así lo relata Herodoto diciendo que
Psamético, rey de Egipto, fue uno de los que hicieron esta prueba.
Pero la táctica de mover a la risa fue utilizada en todos los tiempos por aquellos que
conocieron las implicaciones psicológicas que tiene en la mente del hombre. Podemos
señalar que ningún otro ser manifestado ríe.
La risa dignifica al ser humano y rompe muchas tensiones propias de la resistencia personal
a aceptar nuevas ideas. Ningún hombre, por más serio que sea, puede guardar una posición
fría y fingida después de haber reído.
Al reír se abre la pantalla mental que nos protege del medio circundante. Los mecanismos
de defensa ceden y la actitud recelosa y vigilante, se convierte en receptiva y optimista. Si
se sabe utilizar sabiamente esta arma, cuando el auditorio abre la boca para reír, se le puede
dar el alimento revitalizador-espiritual. La gran dificultad para saber excitar la risa, consiste
en no hacerlo nunca por cosas vulgares y burdas; estas expresiones jamás son decorosas y
sí peligrosas en boca de un orador.
La risa no sólo se excita mediante las palabras; es necesario cierto movimiento del cuerpo
imposible de enseñar, tanto como los gestos. Y no solamente nos reímos de lo que se dice
con gracia y agudeza, sino que muchas veces lo hacemos de una palabra dicha con ira o
timidez.
La risa tampoco debe incorporarse por la fuerza en toda elocución. Por más sutileza que
posea el orador, no tendrá que abusar de estos argumentos tanto como para convertirse en
un payaso. La risa es una pasión que a veces surge en nosotros aun contra nuestra voluntad
y sin que otro la mueva, y no solamente nos obliga a mostrar el interior con el semblante y
con la voz, sino que todo el cuerpo se pone en movimiento. Tiene la virtud de mudar las
cosas más severas, desvaneciendo no pocas veces el odio, la ira y el tedio.
La gracia es como la sal en un discurso; si la sal añade un particular sabor a la comida, las
ocurrencias del orador provocan en el alma cierta sed y deseos de oírle. Pero también, como
un alimento muy sazonado, se vuelve insoportable; un orador demasiado ligero para los
giros alegres, se convierte en un alimento inferior para estómagos voraces y poco
escrupulosos.
Según la naturaleza de la pieza oratoria, se ridiculizarán ciertos aspectos u otros. Esto tiene
su aplicación especialmente en la alabanza o el vituperio. Se puede ridiculizar tanto el
aspecto físico, como el ánimo del contrario, sus ideas o actitudes. A veces, la ironía tiene
más fuerza que mostrar descaradamente lo ridículo.
Si bien en este punto no se pueden proporcionar muchos elementos desde el punto de vista
teórico, es conveniente reflexionar sobre ellos para tratar, por intermedio de las prácticas,
de sacarles el máximo de provecho.
Se llama elogio a la pieza en la que el orador se propone resaltar los aspectos positivos de
un personaje, lugar o cosa, o de acciones derivadas de algún acontecimiento. Diatriba, es
exactamente lo contrario.
En el género forense ambas son muy utilizadas; en el filosófico, que es el que nos ocupa, el
primero es el de mayor utilización.
En el elogio se debe ser prudente en la exaltación de los aspectos temporales, como por
ejemplo la apariencia del cuerpo, los bienes materiales, si bien su mención puede reforzar
grandemente la imagen que se desea mostrar. En cambio el vituperio consiste en usar
ambos argumentos, y en este caso, recurrir a los aspectos más concretos resulta más
efectivo y contundente.
En las alabanzas a los hombres se utilizarán los aspectos psicológicos antes que los físicos,
y si éstos desean mencionarse en beneficio de la imagen, se hará al principio y no al final.
Es siempre mucho más fácil disertar sobre alguien que dejó de existir hace ya tiempo, antes
que de un personaje actual. El orden para la alabanza de los hombres será el siguiente:
primero los bienes del alma, si es necesario sus circunstancias externas, ya que muchas
veces dan lustre a las personas, como el hecho de ser reyes o príncipes. Pero es necesario
advertir que los bienes de la fortuna que el destino da a los hombres, les acarrean pocas
glorias; según el uso que demos a las cosas, los hacemos mejores o peores. En tanto que los
bienes del alma siempre son laudables, en todos los casos.
Existe una técnica para lograr que los ejemplos del orador se agranden o disminuyan en
exceso. La amplificación o la disminución pueden ser utilizadas para el elogio y la diatriba.
La amplificación consta de cuatro etapas a saber: el aumento, la comparación, por
razonamiento y por amontonamiento o separación.
Iguales reglas hay para disminuir una cosa, siendo los mismos los escalones para subir
que para bajar.
Las figuras, utilizadas en el debido momento, adornan la oración, pero también son inútiles
si se usan sin moderación. Por ejemplo, a las sentencias no se les debe agregar ninguna
imagen porque hace que pierdan valor, aunque a veces mencionar su origen confiere fuerza
a la expresión gracias la autoridad de la fuente, siempre y cuando dicha autoridad sea
pública y goce de la suficiente reputación.
Las figuras deben ser sencillas y descritas de manera que estén al alcance del auditorio. Hay
que evitar que el adorno sea más notorio que las ideas mismas. Cometer semejante error
sería como confundir a una persona por sus atavíos.
La voz puede ser considerada desde muchos y variados aspectos. Pero en todos los casos el
tono debe ser dulce, seguro y claro.
La voz, como todas las cosas, aumenta con el cuidado y disminuye con el descuido. Las
reglas básicas para el mantenimiento de una buena voz, en parte coinciden con las usadas
por los antiguos maestros de música. La vida sana, el baño diario, el buen alimento y la
moderación, en una palabra, la frugalidad, ayuda al mantenimiento de las mejores
cualidades de la voz. Porque el hombre que se entrega desmedidamente a los placeres, hace
que su voz sea cada vez más tosca y confusa, tal como se desafina una lira en manos
inexpertas. La pureza de vida es la norma más recomendable para aquel que incline sus
hábitos a las mejores acciones.
Una de las mejores maneras de ejercitar la voz es mediante la lectura de textos clásicos en
voz alta, oyéndonos a nosotros mismos. O seguir el consejo de Demóstenes de hablar en
voz alta contra el viento, porque el orador tendrá que hablar muchas veces contra
adversidades de todo tipo.
La pronunciación tendrá las mismas características que el discurso. Será correcta, clara y se
deberán articular perfectamente todas las palabras sin omitir la pronunciación de ninguna
de sus sonidos. Esto no significa hablar como deletreando las palabras o como contando las
letras.
La pieza oratoria en general tiene un ritmo: un prólogo, un logos y un epílogo; esa misma
estructura vuelve a repetirse dentro de cada una de sus partes, y hasta podría decirse que en
cada una de sus frases. No conviene cortar un discurso diciendo: he terminado. La frase
utilizada para el cierre tendrá la entonación necesaria como para que todos comprendan que
la disertación ha llegado a su fin.
La pronunciación tiene que ir acompañada de una voz llena, suave pero firme, flexible,
sostenida, clara y penetrante. Como en las cuerdas de un instrumento, la voz grave y baja
tiene poca fuerza, y la muy alta está expuesta a quebrarse. Es necesario usar tonos medios
que se levantarán cuando es preciso llegar al máximo de volumen a la voz, o se moderarán
cuando hay que bajarla. La esencia de la pronunciación consiste en la variedad. El arte de
matizar la voz da gracia y estilo a las palabras y, lo más importante, mantiene atento al
auditorio, porque nadie puede mantener su cuerpo durante mucho tiempo sentado, de pie o
de rodillas; así, las palabras deben cambiar de posición, haciendo que el ritmo mantenga el
interés. Hablando y sugiriendo.
La pronunciación conveniente es la que guarda proporción con las cosas de las que se
habla. En las cosas alegres, debe ser sencilla y hasta se diría que también alegre, pero en
los temas ásperos debe levantar toda la fuerza de las pasiones. Es atroz en la ira, áspera e
impetuosa. Para halagar, confesar, satisfacer y rogar, debe ser suave y sumisa. Para
aconsejar, prometer y consolar, debe ser grave. En el temor y la vergüenza, encogida. En
las exhortaciones, vehemente. En las disputas, llena. En la compasión, quebrada y
lastimosa. En las narraciones y discursos, familiar. Se guardará en todo caso un tono medio
entre lo agudo y lo grave. Pero siempre, cada una de estas flexiones, deberá venir
acompañada del ademán correspondiente, porque estos son los movimientos que reflejan el
alma.
No solamente las manos, sino también la cabeza y el cuerpo declaran nuestra voluntad. La
expresión corporal es un símbolo y, muchas veces, más elocuente que las palabras mismas.
Hasta los mudos se entienden por gestos; al saludar se hace implícita la expresión de un
deseo. En los animales se reconoce el estado de su ánimo con sólo observar sus ojos y otras
señales que se advierten en el cuerpo. Todas las cosas poseen un misterioso lenguaje no
hablado.
Si expresamos con alegría las cosas tristes y afirmamos algunas otras con ademán de
negarlas, la palabra no solamente perderá autoridad, sino que se hará increíble.
Además de la voz, la gracia del orador proviene del ademán y el movimiento, y por esta
razón Demóstenes solía corregir sus gestos mirándose en un espejo. La cabeza debe estar
siempre recta, en postura natural y mirando siempre al auditorio, excepto que la imagen
requiera un movimiento contrario para obtener fuerza y realismo. La cabeza baja denota
humildad o temor e inseguridad; demasiado levantada, arrogancia; e inclinada hacia un
costado, desfallecimiento. La vista se dirige siempre hacia el mismo objeto que el ademán,
menos cuando desaprobamos, negamos o mostramos aversión a alguna cosa, de manera que
con el semblante detestamos y con la mano desechamos eso mismo.
Son muchísimos los modos con los que la cabeza explica los sentimientos del corazón.
Porque además de los movimientos para afirmar, negar y asegurar, los tiene también para
mostrar vergüenza, duda, admiración e indignación, y otros más.
El movimiento de los ojos, como el de las cejas, también contribuye a las expresiones. Es
conveniente recordar que lo que más se mira en el orador (si es que sus ropas son sobrias)
es la cabeza y todo lo que ella indica se sigue con detalle. El movimiento de las manos y del
resto del cuerpo, sirve para crear imágenes complementarias conformando así una unidad
psicosomática.
En cuanto a los movimientos de las manos, ¿no necesitamos de ellas? ¿No llamamos,
perdonamos, amenazamos, suplicamos, detestamos, preguntamos y negamos? ¿Acaso no
incitan? ¿No aprueban? ¿No avergüenzan? ¿No rezan y suplican? Es tan amplio su lenguaje
que hasta lo podríamos llamar universal. Las manos deben estar en una postura natural, ni
rígidas ni menos aún formando extrañas e incomprensibles figuras. Generalmente es la
mano izquierda la que acompaña a la derecha.
También se debe cuidar de no andar hacia un lado y hacia el otro, como un león enjaulado.
Se dice que Demóstenes poseía esta fea costumbre, y que para remediarla, practicaba la
oratoria en un púlpito estrecho, y para no mover demasiado los hombros, se había colocado
sobre ellos dos lanzas para que, cuando acalorado al hablar incurriese en ese defecto, las
lanzas le avisasen haciéndole tropezar.
Se debe evitar lo contrario, que es hablar al público de pie, sin moverse jamás, rígido como
una estaca. Un justo medio es lo ideal.
TEMA III
Al decir de Catón: “El orador debe ser un hombre de bien, instruido en la elocuencia”. Ante
todo importa ser hombre de bien y, una vez conseguido esto, podrá dedicarse a la
elocuencia, porque si el arte de decir se pone al servicio de la malicia, no hay cosa más
perjudicial que la elocuencia, tanto en la vida privada como en la pública.
Esta es una cuestión similar a la planteada por Platón, cuando pregunta si las armas se le
deben dar al soldado o al ladrón.
La Naturaleza nos diferenció con el don de la palabra de los animales y está mal usar este
don en algo contrario al Bien y la Verdad; antes sería preferible haber nacido mudos.
Cuando el Alma no está libre de todos los vicios, no se puede dedicar al estudio de este
arte, porque las cosas buenas y las malas no pueden hallarse juntas en el mismo corazón, y
un alma no puede buscar a la vez lo mejor y lo peor.
Para todo estudio trascendente, es necesaria un alma íntegra; el fuego no puede ser “medio
quemante” ni el agua “medio húmeda”, ni el hombre medio bueno y medio malo.
Así como el buen labrador no permite que sus semillas crezcan en medio de abrojos y de
zarzas, el buen orador no puede florecer en medio de un mundo de insanas pasiones. ¿De
qué podrá hablar aquel que tenga su mente ocupada con ideas superficiales, sino de cosas
superficiales? De igual manera, el que eleva su pensamiento hablará siempre de temas
elevados y son los únicos que sirven para el real ejercicio de la elocuencia. Porque la mayor
parte de los discursos se fundan en la alabanza de lo bueno y de lo justo, y un ser vacío
podría desarrollar estos temas con el decoro que se merecen.
Entre las virtudes que harán del orador un hombre de bien, se encuentra la grandeza de
corazón y la confianza. La primera, para no envanecerse ante los aplausos ni ante el éxito
en esta vida, para tener el valor necesario sin que el temor lo derrumbe, porque si así fuera
¿de qué servirían las mejores armas en manos de un cobarde? La grandeza de corazón es el
sentimiento que lo llevará a disertar sobre los asuntos más elevados y con un espíritu
constructivo. El orador deberá tener seguridad en sí mismo para que la vergüenza no se
muestre en su rostro cuando tenga que decir la verdad ante un auditorio, y que no
experimente ninguna conmoción ante un ambiente adverso. El mejor remedio para la
vergüenza es la confianza, y ésta nace siempre del conocimiento.
En las escuelas de oratoria en Roma era costumbre estudiar varias disciplinas que podrían
haberse considerado ajenas al arte de la elocuencia; entre ellas, y desde la niñez, estaba la
filosofía moral, o el amor a las rectas conductas.
El motivo está en que resulta más fácil estudiar todas las ciencias y artes, que estudiarse a sí
mismo ya que esto depende especialmente de la voluntad. El que tenga verdadera voluntad,
aprenderá fácilmente. En poco tiempo se asimilan los preceptos de una vida honesta y feliz
si así se desea, puesto que la naturaleza nos ha hecho para querer lo mejor.
Así como algunos pueblos sobresalieron por la cantidad de preceptos que nos legaron, otros
lo hicieron por la cantidad de ejemplos que dejaron a la posteridad. La unificación de la
vida intelectual y la vida moral, de lo racional y lo práctico, es lo que requiere la voluntad
en la que se fundamentan todas las virtudes, indispensables para cualquier hombre e
imprescindibles para el orador.
Los estudios y consejos que se daban en estas escuelas de Oratoria pueden parecer muchos,
pero, como muy bien decía Quintiliano, si creemos que el tiempo no nos alcanza, es por
nuestra propia culpa ya que lo hemos utilizado en cosas que no necesitan tanta atención.
Somos nosotros los que acortamos el tiempo al no saber aprovecharlo.
Para el orador el tiempo es una maravillosa herramienta que le permite sembrar semillas de
inmortalidad.
Siempre hay tiempo cuando existe voluntad y, recordando a Séneca, “la vida no es breve, la
hacemos breve”.
Es difícil llegar a ser un hombre de bien, y aún si no se puede ser el mejor, ya sea en
virtudes o en elocuencia, siguiendo a Cicerón diremos que “es cosa honrosa ser de los
segundos o terceros, porque si uno no puede conseguir en las victorias militares la gloria de
un Aquiles, no despreciará por eso la gloria de un Ayax o de un Diomedes; y al que no
pudiese igualarse con Homero, no por eso dejará de aspirar a la gloria de Tirteo”.
Es tan noble el esfuerzo del que llega primero, como el del que lo hace segundo por tratar
de haberlo alcanzado. En rigor, el éxito es alcanzarse a sí mismo.
Hay que buscar, pues, con empeño la grandeza de la elocuencia, sin la cual las cosas serían
mudas, estarían actualmente sepultadas en las tinieblas y no podríamos dar noticias de ellas
a la posteridad.
TRANSFIGURACIÓN y LIDERAZGO
Entre los múltiples beneficios que brinda al discípulo la práctica de la oratoria, sobresale el
autocontrol. Ser capaz de desatar pasiones sin llegar a identificarse con ellas, requiere un
dominio mental que tiene aplicaciones concretas. A medida que se van liberando los
mecanismos psicológicos que antes mantenían reprimido al ser interior, se van reafirmando
las características individuales.
Los idealistas que en todos los tiempos movieron la pesada rueda de la historia, son
verdaderos ejemplos de generosidad y entrega, y con el maravilloso don de la palabra, con
el fuego del verbo destruyen las formas nefastas que retienen el alma prisionera.
En algunos casos esa transfiguración interior puede llegar a modificar las características del
cuerpo. Tal se dice que sucedía con Sócrates, que tenía una apariencia física no muy
agraciada, pero cuando hablaba se le transformaba el rostro y parecía rodeado de un halo de
belleza; lo mismo sucedía con Sidharta Gautama y con Moisés. En estos, y en otros casos,
el poder de las fuerzas interiores es tan grande que puede llegar a influir en la fisonomía del
individuo.
En cuanto al liderazgo, es otra de las características que aflora en el que conquista su ser
interior. Toda práctica de Oratoria es una práctica de psicología, y su finalidad radica en
romper ciertos lazos psíquicos que inmovilizan al Yo, impidiéndole expresarse libremente.
A medida que se adquiere ese sentimiento de libertad y seguridad, nace en el Alma una de
sus características: el instinto de poder. Con el tiempo, y agotadas las experiencias en este
campo, aparece el otro matiz: el del Ser. De tal suerte que el poder es apenas un escalón
para llegar al Ser. Una vez aquietado el primero, se alcanza el segundo.
El instinto de poder debe ser la manifestación del alma para servir activamente a los demás,
y, bajo ningún aspecto, un mero capricho de la personalidad para afirmar el egoísmo. El
poder implica responsabilidad y entrega, con la meta puesta siempre en los demás. No hay
mayor enfermedad para el ser humano que anhelar el poder sin responsabilidad; los que así
lo consiguen se convierten en los peores tiranos. El verdadero poder es para el que
previamente es capaz de dirigirse a sí mismo.
Platón, en su libro “Las Leyes”, explica que mucho antes de la construcción de las primeras
ciudades, Saturno había establecido en la Tierra una forma de gobierno bajo la cual el
hombre era muy feliz. Esta fue la Edad de Oro. Pero los ciclos cambiaron y trajeron
aparejaros muchos males, entre otros, el de la ambición de poder. Saturno sabía que el
hombre no podía gobernar al hombre sin injusticia, sin ceder a la vanidad y sin generar
víctimas; por eso no quiso que ningún mortal obtuviese poder sobre los mortales. Por amor
a la Humanidad colocó para gobernarla a seres de naturaleza divina, superior a la del
hombre.
Pero cuando el mundo dejó de ser gobernado así, los Dioses se retiraron y animales feroces
devoraron una parte de la Humanidad. Abandonada a sus propios recursos, sucesivos
inventores descubrieron el fuego, el trigo, el vino… y fueron deificados por la gratitud
pública. Este es el relato mítico según el cual Platón explica el origen de los males del
poder: el predominio del orgullo y de los intereses personales en detrimento de los valores
espirituales.
Por eso, sólo el que ha dominado su personalidad a través de la voluntad, es apto para
ejercer el poder. Puede ser un líder.
El líder nace en parte, y en parte se hace. Posee características forjadas a través de muchas
experiencias anteriores que le permiten ejercer el poder. Esta práctica de la conducción y el
liderazgo era tan esotérica en la antigüedad que estaba reservada para los iniciados, como
cualquier otra disciplina oculta.
Los hombres son como los troncos que las aguas llevan a la deriva; los líderes son aquellos
que transforman la madera en canoas para llegar a la otra orilla. Los primeros son
arrastrados, los líderes son los que empujan y mueven a la acción tanto a los demás como a
sí mismos.
El liderazgo no es algo que pueda ejercerse a medias; es una actividad que requiere al ser
en su integridad. El líder no puede ser una persona abúlica; tiene que ser una columna de
estabilidad, una llama de fuego, un hombre de acción clara y eficiente. No puede dudar, la
duda es propia de los que aún están buscando; el que encontró, ya no puede sentirla. Que
"Dudar humano es", nadie podría discutirlo, como tampoco se podría afirmar que un líder
jamás dude de la finalidad ni de sus medios. Pero en el Nuevo Testamento Jesús rechaza a
los tibios de corazón, porque ellos no compartirán ni el cielo ni el infierno, ni el bien ni el
mal, ni la victoria ni el fracaso, ni la vida ni la muerte. Los indecisos, los que dudan, son los
que siempre esperan mientras los demás trabajan; los que alimentan su curiosidad mientras
los demás estudian; los que duermen mientras los demás vigilan.
Pero no serán ellos los que construyan el futuro, sino aquellos otros que para construir muy
alto han cavado muy profundo en sí mismos.
4. EL HOMBRE SÍMBOLO
Si bien es cierto que las palabras ocultan más de lo que muestran, también es cierto que
gracias a ellas podemos comunicarnos, podemos enseñar y trasmitir. El Hieros Logos o
Palabra Sagrada es un atributo del hombre espiritual, del que nos inspira todo lo
trascendente que llegamos a realizar.
El orador magnetiza al auditorio, el poder de sus palabras lo van encantando poco a poco,
aletargando las ansiedades triviales y haciendo que el Alma, aunque sea durante una hora,
tenga la oportunidad de retornar a su mundo.
Todos los símbolos que encarne un orador conformarán un mágico vehículo que
transportará al Alma a la mítica Ciudad de Oro de la cual todos venimos y a la que algún
día deberemos regresar.