Acerca de La Utilidad de La Poesía (Tres Ejercicios de La Memoria) - A. Rubio.
Acerca de La Utilidad de La Poesía (Tres Ejercicios de La Memoria) - A. Rubio.
Acerca de La Utilidad de La Poesía (Tres Ejercicios de La Memoria) - A. Rubio.
(Tres ejercicios de
la memoria)
La casa en donde nací estaba en una calle empedrada con cantos, y en los cantos
resbalaban las mulas, rechinaban sus herraduras y saltaban chispas como de la
piedra de los afiladores.
La casa estaba en un pueblo que tenía un río, y el río tenía un puente medieval
con once ojos. Y en cada ojo anidaba un sinfín de vencejos. Cada uno de los
extremos del puente pertenecía a una provincia distinta. Se podía viajar de
Toledo a Cáceres en un santiamén. Del nombre de la calle en donde la casa
estaba, me he olvidado porque trae a la memoria el recuerdo de una guerra.
La casa tenía dos pisos. El de arriba se llamaba troje (en otros sitios le dicen
altillo o doblado), y era el lugar donde se guardaban las conservas, la matanza,
las figuras del belén, los trastos, cachivaches y achiperres, lo perdido, lo
invisible, lo inasible, la zozobra. En la troje habitaba el miedo. Entre
una permanente semioscuridad y un chorro débil de luz mortecina que
penetraba por el tragaluz… vivía el miedo. Aquel chorro luminoso estaba lleno
de partículas de polvo, miles de partículas de polvo que se desplazaban como
minúsculos planetas.
Nunca llegué a ver al miedo, o eso creo, pero lo sentí y advertí el desasosiego que
procura y casi podría dibujarlo: era como un gas grisáceo que tomaba la forma
del recipiente que ocupara; y, en este caso, era del tamaño de la troje y con su
forma, pero sin aristas, con contornos de nube, como descosido a jirones y con
olor indescriptible. El miedo me conocía y sabía de mi presencia como yo de la
suya, pero nunca quisimos pararnos a hablar. Ya lo presentía nada más empezar
a subir las escaleras; y a medida que avanzaba se agrandaba su presencia. Hasta
que llegado a la puerta de la troje, la empujaba despacio y se me ponía como una
pinza de la ropa por la tripa y un aguijón de fuego por las sienes.
El chirriar de la puerta me recordaba el Duérmete, niño, / que viene el coco, / y
se lleva a los niños / que duermen poco, que viene el coco, nombre de lo
innombrable, y me escapaba a la carrera escaleras abajo trastabillando. A la
parte de abajo de la casa, donde nunca llegaba el miedo. Allí hacíamos la vida, y
allí estaba la habitación de mis padres; y, destacando entre los muebles, la vieja
cama de metal niquelado festoneada de flores, la cama barco de todos los sueños
familiares y, también, por tanto, de mis sueños. La cama donde nos regalaron
nuestras nanas: las que debieron de cantarme y conocí más tarde al escuchar las
que cantaban a mis hermanos, mientras era espectador atento del cantar:
Ea, ea,
la niña de la Andrea,
que tiene cuatro patas
y ninguna se menea.
¡Qué absurdo, cuatro patas! Pero no interesaba la letra, claro. ¿Cómo iba a
importarnos aquella monstruosa hija de la Andrea? ¿Qué sentido podría tener
aquel canto grotesco para acunar a un niño? Tal vez que la única razón de ser de
la nana sea el ritmo, las sílabas medidas, que es gran maestría , la rima, el
vaivén adormecedor, los brazos aseguradores, el olor de la persona amada, y su
voz cadenciosa, el rumor que acompaña el oscuro viaje por las aguas inciertas
del sueño.
Durante el día aquella casa era un territorio de mujeres: mujeres con sombrero
de paja para enjalbegar paredes, mujeres con escobas de retama y recogedores
metálicos, y braseros de picón y badilas; mujeres que hablaban y cantaban
indistintamente, o a la vez, incluso; mujeres con ropajes y mandiles de amplio
vuelo, y pañuelos floreados en la cabeza; mujeres que al pasar removían el aire
con garbo y dejaban un rastro de fresco olor y leve misterio. Tengo también por
mía aquella canción de cuna que promete al niño un cucurucho de almendras
cuando se duerma:
Tal vez porque el padre solía estar fuera. Mi padre casi siempre estaba fuera de
casa, excepto a las horas del almuerzo y cena, y para cerrar a última hora la
cancela, echar los cerrojos y apagar las luces. Casi todos los padres trabajaban
fuera de las casas; excepto, claro, el herrero, el panadero, el boticario, los
alfareros y pocos más. Por tal motivo, su regreso era esperado con deseo, y
además porque casi siempre nos traían algo. En mi pueblo solía ser piñones o
almendras garrapiñadas, si eras niño; y un cacharrito de barro si eras niña. Las
niñas tenían de barro todos sus juguetes: platitos, vasos, azucareros, pucheritos,
tacitas… Todo ello de cerámica idéntica a la vajilla doméstica, pero en
miniatura.
Y no olvido aquella nana clásica que avisa al niño de su somnolencia y alaba su
quietud. Se diría que trata de convencerle de las ventajas del sueño y de la
necesidad de que la madre termine sus trajines y pueda descansar un rato junto
al fuego con los hijos mayores y el marido:
A la nanita, nana,
nanita, ea,
mi niño tiene sueño,
bendito sea.
Mi madre solía cantarnos de pie, balanceando todo el cuerpo con las piernas en
aspa, adelante y atrás, y los brazos en cesta recogiendo nuestro cuerpo. A veces
no estaba quieta en el sitio y daba pasitos cortos. También tengo visto en mis
hermanos, que si el sueño se retrasaba o ya estábamos dormidos, ella se
olvidaba de la letra y se quedaba con el soniquete nasal rítmico. Porque las
nanas eran poco variadas, solían ser dos o tres idénticas en el repertorio de cada
casa, y, posiblemente, de todo el pueblo.
Ahora tengo en la memoria docenas de nanas, quizás más hermosas, pero
menos mías. Están mezcladas con las mías, pero no confundidas. Son las nanas
que vinieron después, a través de los libros y por otros conductos. También he
sucumbido a la tentación de inventar alguna:
Junto a las canciones de cuna, y más tarde en el tiempo, había otras que se
empleaban para hacernos arrumacos. Aquel Ajo, ajo, ajo… continuado y gutural
que te decían rítmicamente mientras pasaban sus dedos en acordeón sobre tus
labios, y tú tratabas de imitar. Aquellos Cinco lobitos / tiene la loba ,/ blancos y
negros / detrás de la escoba… que te cantaban mostrándote su mano adulta, tic
tac, como un péndulo de reloj que te obligaba a seguirle con la vista. Aquellas
Palmas, palmitas, / higos y castañitas, / azúcar y turrón, / para mi niño son, que
te decían dirigiendo tus manos para que averiguaras la sonoridad de tus palmas
al chocar, y que tú luego imitabas con más gracia y menor fortuna, porque tus
manos se resistían a conservar el compás convenido, e incluso a chocar entre sí.
O aquel Mira, / un pajarito sin cola, / ¡mamola, mamola, mamola! que se
proponía engañarte desviando tu mirada hacia otro sitio para pillarte
desprevenido y hacerte cosquillas en la garganta. O aquél Si vas a la carnicería, /
que no te corten/ ni por aquí, / ni por aquí, / ni por aquiií… que tú consentías
soportar expectante a sabiendas de que el final no era otro que hacerte
cosquillas en el sobaco.
Para las manos había infinidad de juegos: Para pellizcar: Pinto, pinto, /
gorgorito, / vende las vacas / a veinticinco. / ¿En qué corral? / En Portugal. /
¿En qué calleja? / La Moraleja. / Esconde la mano / detrás de la oreja. Para
simular dádivas: Pon, pon, / nenito, pon, / dinerito / en el bolsón… Para
construir torres de puños: Pum, puñete, / cascabelote / ¿Qué tienes ahí? / Oro y
plata / ¿Quién lo guarda? / El rey de España… Para conjurar: A la
buenaventura, / si Dios te la da, / si te pica una mosca… / ¡Ráscatela!,
¡ráscatela! Para golpear las palmas: Tortitas, tortitas, / de manteca y miel, /
para que mamá / te dé de comer… Para amasar arena: Pan blandito, / que se
ponga durito… Para contar con los dedos como protagonistas: Éste encontró un
huevo, / éste lo peló, / éste fue por leña, / éste lo guisó, / y éste gordo, gordito, /
se lo comió enterito…
Todas estas canciones sucedían dentro de la casa, junto al fuego, si era invierno;
o bajo la parra si era verano, aquella parra perfecta que daba al patio la luz y el
aire que en cada estación se precisara… Se entrelazan estas rimas en mi
memoria y no resulta fácil fecharlas o adjudicárselas a tal o cual persona,
aunque son mías, de eso sí estoy seguro, porque alguien las jugó conmigo o para
mí y en mi cuerpo perdura su soniquete, el timbre de su voz y el inolvidable
milagro de su música.
Y si algún leve accidente acontecía, una mano cercana te acariciaba para curarte,
porque hasta la sangre o el escozor se detenían al oír el tierno recitado: Sana,
sana, / culito de rana, / si no te curas hoy, / te curarás mañana.
Y la casa era el lugar más seguro del mundo, porque allí se contaba siempre con
la presencia adulta o la presencia ininterrumpida de los hermanos. Y la casa olía
a nosotros. La casa contenía nuestras cosas. La casa tenía una puerta para dejar
afuera lo demás, y el resto del mundo quedaba fuera de la casa porque aún no
nos pertenecía… Bueno, sí, sí nos pertenecían algunas cosas del mundo que
había fuera de mi casa. Nos pertenecía, cómo no, la luna; aquella luna tan
blanca que hacíamos nuestra al nombrar: Luna, lunera, / cascabelera, / debajo
de la cama / tienes la cena. O luna, lunera, / cascabelera / cuatro pollitos / y una
ternera… Imprecación que realizábamos desde el patio, o desde la ventana, por
la noche, mirando extasiados el cielo de estrellas
Y allí, en medio, enseñoreándose en lo alto, la luna era como una raja de sandía
o como un anillo. Y decirle palabras era igual que rezar a una diosa, la diosa de
las mareas y lo cambiante, las metamorfosis, lo divergente. Y ella nos escuchaba
y sonreía. Quizás fue nuestra primera amiga de fuera de la casa, un
descubrimiento mágico: conmovía su altura, su lejanía, su proximidad en aquel
lugar central del cielo, su repetida presencia noche tras noche, fiel y sin
desmayo.
Y cómo olvidar a esos otros seres, también un poco ajenos a la casa, pero
visitadores de la casa. Me refiero al caracol, la mariquita, las hormigas, las
moscas. Aquellos primeros bichos que nos mostraron y enseñaron a nombrar
con exquisita sensibilidad y elegancia, con pequeños recitados que a la vez eran
conjuros: Mariquita, / mariquita, / ponte el manto, / y vete a misa. Y la
mariquita escalaba tu mano, desde la palma hasta la punta de algún dedo, y
desde aquella atalaya desplegaba sus alas membranosas y polícromas y se
lanzaba a volar. Y lo hacía tan sólo por complacerte, porque tú se lo habías
pedido; y, sobre todo, porque se lo habías pedido líricamente.
También el caracol entendía nuestra oración y no podía resistirse a dar
cumplimiento a nuestro ruego: Caracol, col, col, / saca tus cuernos al sol, / que
tu padre y tu madre / también los sacó. Apóstrofe, imprecación, exhortación. Y
ni un solo caracol se ha resistido jamás a la súplica poética de un niño o de una
niña que tan gentilmente se lo pidiera. Que tu padre y tu madre, / también los
sacó…Oh, curiosidades de la concordancia infantil, que se deja también
subyugar y desplazar por la rima.