La Sintaxis
La Sintaxis
La Sintaxis
F. C.
Sintaxis (del lat. syntaxis, y este del griego syntaxis, coordinar). Parte de la gramática
que enseña a coordinar y unir las palabras para formar las oraciones y expresar
conceptos.
Un buen escritor sabe que la única realidad con la que debe enfrentarse es la realidad del
lenguaje. Sabe, además, que lo que dice y la manera de decirlo son, en definitiva, una
sola y misma cosa; pero también, que el valor de lo que dice radica fundamentalmente
en el cómo y no tanto en el qué.
Ahora bien, no es posible escribir nada sin someterse a las leyes más o menos estables
de la sintaxis. Tanto es así que incluso en los textos literarios más originales se filtran
frases hechas o construcciones sintácticas que recuerdan a otros escritores —lo que de
algún modo reduce la intensidad inicial que seguramente tenían esos textos—, y si bien
es válido idear nuevas relaciones sintagmáticas, es evidente que esta posibilidad tiene
sus límites.
Pese a esta aparente fatalidad, en la escritura literaria existe un sinnúmero de variantes
sintácticas capaces de producir efectos estilísticos. A continuación, veremos cómo
operan tres de ellas en algunas prestigiosas obras de la literatura de habla hispana.
I – El cambio en la lógica oracional
Si bien es cierto que en el idioma español la construcción de la frase no está sometida a
reglas fijas, también es cierto que todas las alternativas posibles parten de un orden
lógico específico: un sujeto con sus correspondientes modificadores (determinativos,
adjetivos, aposiciones) y un predicado verbal con sus respectivos complementos
(directo, indirecto, circunstancial). Tomemos por caso la siguiente oración, que
justamente responde a la lógica que acabamos de plantear: «Paulina le preparaba el
desayuno a su marido todas las mañanas». Pues bien, esta misma oración puede
escribirse de esta forma: «Todas las mañanas, Paulina le preparaba el desayuno a su
marido»; o de esta otra: «Paulina, todas las mañanas, le preparaba el desayuno a su
marido». Estos cambios, correctos en todos los casos, obedecen a la necesidad de darle
a ciertos elementos de la oración un mayor relieve expresivo, hecho que se traduce
siempre en estilo.
En efecto, el cambio del orden oracional —al igual que la elección de los vocablos—
forma parte de las posibilidades expresivas que ofrece nuestra lengua. El orden, por
consiguiente, estaría sujeto a la importancia que adquieren en el espíritu del hablante las
ideas que expresa. Vale decir que el orden dependería de patrones subjetivos y,
naturalmente, estilísticos.
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En los textos literarios, los cambios del orden oracional son moneda corriente. Veamos,
por ejemplo, la primera oración de este capítulo de El Señor Presidente, de Miguel
Ángel Asturias:
A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal
vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había
sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder
decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar.
O el comienzo del cuento «El aleph», de Jorge Luis Borges:
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado
no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el
incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero
de una serie infinita.
O el del cuento «El verano feliz de la señora Forbes», de Gabriel García Márquez:
Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada
por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un
maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las
mandíbulas despernancadas.
Como podemos apreciar, en ninguno de los tres ejemplos el sujeto de la oración (tácito
en la de García Márquez) aparece en posición inicial, sino que es precedido por otros
elementos sintácticos. Esto, desde luego, no es obra de la casualidad, sino producto de la
decisión de los autores y, tal como pudimos apreciar, el efecto estilístico de esa decisión
es brillante en cada uno de los casos.
II – El anacoluto
Llamamos anacoluto a la ruptura de la construcción sintáctica que se produce cuando
se omiten las correlaciones y subordinaciones necesarias entre sus miembros,
independientemente de que éstos sean correctos de manera aislada. Algunos autores
confunden el anacoluto con el solecismo; no obstante, aunque ambos fenómenos
responden a casos de inconsistencia sintáctica, la principal diferencia reside en que el
primero, casi siempre, exige reelaborar la redacción.
El término anacoluto viene de su par griego anakólouthon, que significa
‘inconsecuencia’, es decir, ‘lo que no sigue’, ‘lo que no tiene continuidad’. En términos
gramaticales, esa «inconsecuencia» o «falta de continuidad» se refleja cuando un
sintagma no logra conectar sintácticamente con el resto de la oración en la que aquél
está inscrito. La coherencia sintáctica es, por lo tanto, lo que «carece de continuidad», lo
que sufre el anacoluto. Veamos un ejemplo:
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El Sr. Sánchez, sus empleados irán a la huelga.
Lo correcto aquí hubiera sido escribir Los empleados del Sr. Sánchez irán a la huelga, o
sustituir el sus por un enlace distinto, como cuyos, en el supuesto caso de que
tuviésemos más información para usar como predicado. Ejemplo:
El Sr. Sánchez, cuyos empleados irán a la huelga, se mostró muy irritado por la
medida de fuerza sindical.
El anacoluto fue considerado durante siglos como un recurso retórico más y, en efecto,
abundan ejemplos de su uso en muchos de nuestros clásicos. Este fragmento de
santa Teresa de Jesús bien puede ser uno de ellos: «Así el alma que por su culpa se
aparta desta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo
lo que corre della es la mesma desventura y suciedad».
En nuestros días, los anacolutos se manifiestan casi con exclusividad en contextos
conversacionales; sin embargo, por el descuido de ciertos «literatos», de la oralidad
pasan con frecuencia a la escritura. Lo cierto es que el anacoluto no es recomendable en
ningún caso, salvo que el escritor recurra a él para reflejar las singularidades lingüísticas
de alguno de sus personajes, pues aquí ya no lo estaría percibiendo como figura del
discurso, sino como simple pintoresquismo sociológico.
Un ejemplo elemental de anacoluto es el conocido refrán quien a buen árbol se arrima,
buena sombra lo cobija, que correctamente debería construirse así: a quien a buen árbol
se arrima…, o este otro, no menos conocido: el que no está hecho a bragas, las
costuras le hacen llagas, que debería expresarse así: al que no está hecho a bragas…