El Último Sueño de La Mariposa Diciembre 2012 Iwe
El Último Sueño de La Mariposa Diciembre 2012 Iwe
El Último Sueño de La Mariposa Diciembre 2012 Iwe
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INTRODUCCIÓN
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Una noche hablé de esta historia con una amiga que
mantiene relaciones privilegiadas con lo invisible. Fue
una conversación singular por su contenido, pero
también por la forma, pues ambos conducíamos
rumbo a Valencia en la misma noche de invierno
mientras yo le hablaba de El Sueño de la Mariposa. De
pronto me informó de que le acababan de decir los de
arriba que el guión no saldría adelante hasta que no le
cambiara el final. Estábamos entrando en la era de
Acuario y hacían falta historias que se abrieran a la
esperanza. Mientras ella me estaba diciendo eso, y a
velocidad de vértigo, aquel nuevo final nació en mi
mente. Y era sólo una palabra. Una palabra que lo
cambiaba todo. Se lo dije así y me contestó que al
escucharme un estremecimiento acababa de recorrerle
la espalda.
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I
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Un paraje junto a unos estanques de agua. Quizá eran
cultivos de sal, quizá campos de arroz inundados. Sólo
recuerdo un camino largo y rectilíneo, rodeado de
agua dorada por ambos lados, como el puente que
llevase a otro mundo por entre las aguas de la muerte.
Había llegado allí durante la noche, después de una
caminata larga y desasosegada, y me había echado a
dormir. Era media mañana cuando desperté. Vi los
juncos agitarse con monótona suavidad y los insectos
dorados rondando las flores. Una tela de araña
brillaba, frágil y sin embargo desafiante. Una libélula
posada en una rama agitaba sus alas translúcidas.
Podría decir que había estado soñando con Elena,
como casi siempre, pero no fue así. Lo supe cuando
una mariposa cruzó delante de mí, con su vuelo
indeciso. Recordé que en mi sueño también yo era una
mariposa. Volaba alto, sobre las montañas, y después
rozando un mar verdoso e inmóvil, como no suelen
hacerlo las mariposas. Era como si hubiera salido a
mundos extraños en busca de algo.
Cerré de nuevo los ojos para buscar en mis recuerdos,
pero ya no había nada más. Y sin embargo el sueño me
había trasladado tan lejos y con tanta intensidad al
otro mundo, que cuando volví a mirar alrededor, el
que tenía delante me pareció tan impreciso y poco
definido como esos pensamientos que cruzan, fugaces,
y se disipan para no volver. Era como si una película
brumosa tuviera atrapado al paisaje impidiéndole todo
movimiento. Mi sueño me pareció más vívido que
aquella realidad en entredicho. Tanto que, para
averiguar quién era yo, tuve que asegurarme de que
mis manos no eran alas.
¿Quién era? ¿Un hombre que acababa de soñar que era
una mariposa, o el sueño de una mariposa que en ese
momento estaba soñando ser un hombre? ¿Cuál de los
dos mundos era el real? ¿A cuál pertenecía yo?
A modo de respuesta, distinguí una figura que
avanzaba a lo lejos, la silueta de una mujer que se
acercaba empujando una bicicleta. Yo conocía aquella
forma de caminar. Como siempre que tenía una duda o
me sentía angustiado, Rosa aparecía. Probablemente
ella nunca llegará a saber cuánta seguridad y cuánta
paz me llegaba a proporcionar.
-La dama del lago -anuncié cuando estuvo cerca, pero
la voz me salió ronca por las horas a la intemperie.
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Ella se detuvo y puso ese gesto de mamá bondadosa.
Se fijó en el libro que conservaba en mi regazo, como
si fuera un gorrión necesitado de calor.
Capté su cariñoso reproche, pero por toda respuesta
apreté inconscientemente el viejo volumen, como
quien estrecha a un antiguo amor. Eran muchos años
leyendo y releyendo las mismas páginas con los
mismos poemas, pero ni el poeta ni sus versos me
cansaban, porque su historia era mi misma historia, y
me conmovía que, siendo también mía, fuera por ahí,
de boca en boca y de mano en mano, desde antes de
mi nacimiento.
-¿Vienes de la residencia?
Pregunta molesta de hermana demasiado maternal. No
me incomodó, pero sabía lo que ella iba a hacer a
continuación. Iba a preguntarme cosas que no me
gustaban, y que yo no quería contestar.
Dejó la bici en el suelo y se sentó junto a mí, para
contemplar cómo el sol centelleaba en el agua. Pero
yo ya no estaba pendiente del esplendor de la
naturaleza. Como demasiado a menudo, la belleza
resultaba herida por aquellas molestas llamadas a una
realidad que siempre me había parecido soez.
Percibí el momento de tensión. Creo, creí al principio,
que a ella le pesaba la pregunta que debía hacerme.
-¿Has visto al médico?
El mundo dejó de parecerme un sueño. La danza de
las abejas ya no era una ronda mágica a mi alrededor,
las doradas telarañas dejaron de ser especie de
diademas sutiles cubiertas de rocío, y las libélulas
como hadas diminutas de alas translúcidas. Regresaba
rápidamente a la tierra trivial, como si alguien me
aspirase por un túnel oscuro. No, no quería hablar de
ello. Era como frotar con limón una herida en carne
viva.
-No lo soporto -respondí, escondiendo la mirada.
-¿Por qué?
Dejé volar un suspiro.
-Vive en su mundo, está obsesionado. Y quiere
obsesionarme a mí.
Rosa calló. Aquellos silencios suyos me angustiaban,
porque no dejaban ver lo que estaba pensando y yo
siempre estaba buscando su aprobación.
Entonces ella reparó en la carpeta que yacía sobre la
hierba.
-Que llevas ahí? ¿es un manuscrito?
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La miré. Era una vieja carpeta de cartón de un azul
descolorido, cerrada con elásticos. Llevaba una
etiqueta con mi nombre. Y recuerdo como si fuera
ahora mismo el rechazo que sentí al mirarla. Había
sentido un escalofrío de pánico, como si fuera el único
objeto discordante en aquel universo amigable, como
si en vez de pertenecer al mundo del agua, del cielo y
de la belleza, fuera un pequeño fragmento de otra
vida, caída en esta por error, tal como si dentro de ella
se encerrase todo el mal.
-¿Qué es? -insistió Rosa.
-No es nada -respondí, incómodo.
Ella permaneció mirándome. Era evidente que
aguardaba una respuesta mejor.
-En realidad ni yo mismo lo sé -confesé, tratando de
zanjar la cuestión.
Ella jugó durante unos minutos con sus manos. Se la
veía insegura, preocupada.
-Estás igual ¿verdad? -me dijo, a modo de conclusión.
Y de acusación.
Dejé de ver el paisaje delante de mí. Sus palabras lo
habían borrado.
-Estoy bien -contesté secamente.
-Han pasado diez años ¿por qué no lo dejas ya?
Sí, aquella era la cuestión. Era lo que todos querían, lo
que todos me pedían, lo que me aconsejaban día y
noche. Déjalo ya, olvídalo, supéralo. El mundo quería
que yo me reintegrara en su corriente y enviaba a sus
emisarios para convencerme, para recordarme que no
debía vivir por más tiempo al margen. La vida es
como un cubo lleno de cangrejos -había oído alguna
vez. Cuando alguno de ellos, después de mucho
esfuerzo, consigue trepar por los bordes y está a punto
de escapar, otro cangrejo lo sujeta con sus pinzas y
vuelve a caer en el fondo del cubo.
Yo no quería contestar a aquella pregunta. No quería
romper la armonía. Sólo ansiaba sumergirme de nuevo
en mi océano interior, muy profundamente, donde el
sol no alcanza, a salvo del mundo. Pero Rosa, como la
hosca guardiana de aquel universo paralelo, me
miraba fijamente, incluso severamente, aguardando
aún una respuesta.
-Quiere que sea como los demás -respondí, a modo de
triste conclusión.
Ella no insistió y yo noté el hastío en sus ojos. Era
como el de un esclavo atado durante toda su vida al
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molino, girando y girando, pisoteando sus propias
huellas y sin poder dar ni un solo paso fuera del
mismo círculo. Sabía que no podía sacar nada de mí,
pero aún y así no dejaba de intentarlo.
Se puso súbitamente en pie.
-Venga vamos a casa.
La obedecí, y juntos caminamos en silencio por aquel
camino entre los espejos de agua. Lo recordé de mis
tiempos de psicoanálisis: el agua es un símbolo del
subconsciente. Quizá por eso todo el paisaje me había
sugerido un sueño. Quizá por eso caminaba por
aquella estrecha senda que me llevaba a casa, lo
mismo que los antiguos chamanes siberianos debían
avanzar por un camino tan delgado como un cabello
para alcanzar el otro mundo. El agua alrededor
apremiaba, acosaba. La senda seca era como el
estrecho camino del entendimiento, a salvo del
subconsciente murmurante y caótico.
Me fijé en mi hermana. Caminaba cabizbaja, parecía
preocupada.
-¿Te pasa algo?
Ella me miró furtivamente y luego apartó la mirada.
-Me voy -murmuró, y la voz le salió débil, como el
gorjeo de un pájaro moribundo.
No dije nada, porque nada podía decir. Rosa era mi
sostén en la vida, así de simple. Se había expresado de
forma tan rotunda que me asusté.
-Me han dado la beca -añadió.
-¿Allí...?
-En Filadelfia, sí.
-¿Para mucho tiempo?
Escondió el rostro, como si se avergonzara.
-Dos años. Sé que me necesitas, pero...
Aún insistía en tratarme como un niño, en protegerme
del mundo. Pero yo no necesitaba ya ese apoyo. Cierto
que a veces me sentía solo, y algunos días creía que
todo me acechaba, que la vida era como un perro
salvaje que me mordía los talones, y entonces
necesitaba buscar refugio en Rosa. Pero era capaz de
sobrevivir sin ella. Podía aprender a camuflarme,
esconderme, acurrucarme para dejar que el infortunio,
esa alimaña en busca de víctimas, pasara de largo.
Podía fabricarme una alegría secreta y vivirla solo.
-No puedo dejar pasar esta oportunidad -añadió.
- ¿Y el piso?
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-Tendría que alquilarlo para pagar algo allí -respondió,
con expresión implorante.
Me detuve en seco. Era otra vez aquella opresión,
aquella sensación de apremio, aquel afilado estilete
con que la vida me abría las carnes. Las cosas del
mundo eran enemigas de las ideas, de la poesía y el
espíritu. Ahora no sólo no tenía a mi hermana.
Tampoco tenía un lugar donde dormir. Las cosas del
mundo, tan prosaicas como una cama, tan vulgares
como un techo, me faltaban.
-¿Qué ocurre?
-Ya no tengo casa... No voy a ningún sitio -me
lamenté.
Su rostro se iluminó con una débil sonrisa.
-Ven... Quiero que veas algo.
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-Rosa, no voy a poder. No tengo inspiración -me
lamenté.
-Tu primera novela fue un éxito.
Ella hablaba con esa simpleza de quienes ven las cosas
desde fuera, como si escribir fuera lo mismo que coser
un botón o atarse los zapatos, como si no fueran
precisos tanto dolor, tanta nostalgia, tanta renuncia,
para dejar escrito algo que no fuera pura chatarra o
puro artificio.
Escribir no es un oficio, es un estado de ánimo. Nunca
había podido compartir frases hechas como aquélla
atribuida a Baudelaire, no sé si con mucho
fundamento, la inspiración es trabajar todos los días.
Quienes piensan así niegan la evidencia de que la
literatura es posesión y el escritor un hombre poseído.
Niegan que emociones e ideas brotan de modo
maravillosamente inesperado, como los fuegos fatuos
en un cementerio, o las estrellas fugaces en el cielo, y
que entonces el escritor pasa a ser una especie de
intermediario con el otro mundo, ése que no está
hecho de barro, ni de metal, sino de ideas doradas y
sublimes.
Hay escritores que inventan tramas y folletines
ingeniosos para el público, pero yo no hablo de eso.
Yo hablo de servir a las musas, de dejar que el mundo
secreto hable a través de mí.
Yo escribía sobre el alma. Pero mi alma estaba seca y
fría. Si las tenues señoras que traen la inspiración
hubieran pasado cerca de mí, me habrían confundido
con un témpano, o con una roca inanimada, y habrían
seguido adelante. Y eso no podía contárselo a mi
hermana.
-Arturo... Tienes talento, no lo desperdicies -me dijo,
con los ojos muy abiertos y apretándome el brazo,
como hacía siempre que quería influir en mí.
Su insistencia me complació. Incluso me animó.
Guardaba aún el manuscrito que en vano había tratado
de convertir en una nueva historia. No era más que un
amontonamiento de palabras sin mucho ingenio, ni
siquiera tenía un título. Quizá encerrado detrás de
aquellos muros consiguiera hacerlo revivir y darle el
alma que aún no tenía.
Escribir, ese antiguo placer... Aquel diálogo interior
que antes fluía dentro de mí, como el agua que corre ...
Yo ya no creía en mí mismo, pero aún así miré de
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reojo al viejo caserón, con ansias nuevas. Me imaginé
que entraba en él y que, al abrir la pesada puerta de de
carruajes, era como si estuviera abriendo la tapas de
aquel libro antiguo, para leer en su interior una
historia insospechada, quizá para buscar allí la
inspiración que había perdido. La vida es un río lleno
de posibilidades, había escrito Amado Nervo, el poeta
mejicano. Le da lo mismo llenar un cántaro grande
que un cántaro pequeño, por eso nos es lícito esperarlo
todo de la vida. Quizá yo, que desde la muerte de
Elena ya no esperaba nada, podría también esperarlo
todo. Mi suerte aún no estaba escrita. Nadie había
decidido que tenía que ser desdichado.
-¿No crees que soy un pobre iluso que está viviendo
un sueño en el que es un buen escritor? -pregunté a mi
hermana.
-Creo que eres un buen escritor que crea sueños.
La rapidez de su respuesta me sorprendió. Es
agradable tener al lado a alguien que cree en ti, pero si
eres de los que tienen aspiraciones y ansias, es además
imprescindible. Acarrear sueños puede hacerse tan
duro como acarrear hasta el río un cántaro grande y
pesado. Los sueños son ideas, te dan alas, pero pesan.
Cuando te hacen soñar puedes subir al cielo sin
esfuerzo apoyado en esas alas, pero cuando se dan de
bruces con el mundo de barro y metal, pueden
aplastarte contra el suelo y hacerte creer que eres
incapaz de caminar. O quizá es que las fuerzas fallan.
Aquellos que dejan pasar toda una vida junto al río
lleno de posibilidades sin poder llenar su cántaro
enorme, al volver a casa, malgastadas su juventud y
su vigor, apenas pueden con su peso.
-La ciudad del alma... -añadió Rosa, dejando las
palabras en el aire, como si flotaran, como si fueran un
conjuro capaz de hacer florecer una planta estéril.
Sí, claro. La ciudad del alma. Hacía mucho que había
escrito aquel poema, poco tiempo después de la
muerte de Elena. Mi profesión de soledad, mi
declaración de enemistad con el mundo.
-Léemelo otra vez.
Saqué de entre las páginas del viejo libro la misma
cuartilla en la que por primera vez lo había escrito. Era
un fetiche, una consigna, como el pasaporte que
acreditaba mi ciudadanía de aquel país interior.
Como uno más, habito el mundo de los hombres...
...Como uno más la lluvia empapa mis vestidos.
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Como uno más el sueño vence mis ojos.
Pero esta no es mi ciudad, mi comarca, ni mi hogar.
Mi corazón peregrina por una urbe invisible,
la ciudad dormida hecha de pensamientos,
en cuya penumbra habitas sólo tú.
La ciudad del alma, donde tú respiras y me esperas.
Estás muerta, pero sólo en el mundo de los hombres.
Mi ciudad hecha de pensamientos,
mi casa hecha de recuerdos,
son más reales y más ciertos
que todo este planeta orgulloso.
Miré a Rosa. Estaba sonriendo. Sonreímos los dos
bajo el sol, como si en un momento la vida se hubiera
despojado de toda tragedia y todo fuera como debía
ser. Nos disponíamos a iniciar cada uno una nueva
vida llena de experiencias. Siempre hay lugar para un
nuevo comienzo. Las ansias de felicidad florecen
siempre, en cualquier momento y en cualquier edad.
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II
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Abrí un armario. Estaba repleto de ropa anticuada pero
bien conservada, que seguramente llevaba años sin
usar, como la casa misma. Pasé un rato probándomela,
no por coquetería, sino para imaginar otras vidas, y
acabé vistiendo una camisa blanca y un pantalón de
color hueso que me venían bien. Tal vez así la casa me
reconocería como uno de los suyos y accediera a
confiarme sus secretos.
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Al pensar en ello, me di cuenta de que me sentía otro.
Sentía más energía, más determinación, como si la
casa me diera fuerza. No es que tuviera ninguna idea,
pero estaba seguro de que las iba a tener. La misteriosa
coincidencia de la niña, a quien había encontrado en la
calle y después en la red, y el extraño encuentro con la
arpía vestida de rojo, habían empezado a sacudir mi
imaginación.
-No pienso en otra cosa -comenté, y me sentí
verdaderamente lleno de fuerza.
□
Entonces la calle me parecía muy distinta, como si
estuviera llena de amigos y todo el mundo fuera feliz,
y lo mereciera. Veía armonía en las cosas feas, creía
que había un buen motivo para que las raíces de los
árboles levantaran las aceras, para que las pintadas
afearan las fachadas y los contenedores de basura
estuvieran cojos y rotos. No había ni una sola cosa que
me incomodara mientras caminaba de vuelta a casa,
apretando en el bolsillo la caja que contenía el anillo
que acababa de comprar para Elena. Quería estar en
casa cuando ella volviera y deslizar el anillo de plata -
todo lo que me podía permitir- en el dedo de la futura
madre, así que subí a casa, me senté y esperé a que
entrara por la puerta, imaginando qué palabras le diría
al entregarle su regalo.
□
La cama de Marcelo era enorme, el colchón bastante
duro e irregular. Estaba allí, tumbado, abrumado e
insomne, alerta ante cada sonido, ante cada corriente
de aire. Cada crujido me hacía evocar la arpía de rojo,
temía verla de pronto frente a mí, a los pies de la
cama, como la muerte que visita a los moribundos.
Llegué a pensar si no sería el propio fantasma, que, en
lugar de aparecerse en el interior, se presentaba
engañosamente a la puerta de la casa.
Pero en realidad no había motivo alguno para el
miedo. Aquella vieja casa, con sus enormes vigas de
madera, era como una ruina parlante, y pronto me di
cuenta de que los crujidos iban y venían sin necesidad
de que nadie me estuviera rondando. Me quedé por
fin dormido, pero pronto me despertó otro ruido muy
distinto. Estaba seguro de que había sido la baldosa
suelta en la escalera.
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III
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Pero en ese momento el miedo era de verdad, no un
recurso mental. Y no era agradable. Ya no quería
permanecer más allí, solo ante aquel caserón
susurrante lleno de sombras. Deseaba estar lejos, con
Rosa, en un lugar donde brillara el sol. A pesar de
todo, salí de la cocina y recorrí la casa en busca del
intruso, enarbolando el cuchillo en una forma que
ahora, al recordarla, me parece ridícula. Entré en el
salón. Un enorme gato negro de ojos verdes estaba
sentado sobre la mesa, mirándome con la indiferencia
de un Buda distante. Escruté los alrededores, no había
nada más. Ningún extraño, ninguna mirada acechante,
sólo un gato. Pero incluso así no sabía qué pensar,
sobre todo después de que la extraña mensajera de la
muerte hubiera tocado a la puerta esa noche. Nunca
había sido supersticioso, pero en ese momento dudé.
Me acerqué sin dejar de blandir el cuchillo, como si el
visitante fuera a saltarme a la cara o a transformarse
en bruja de los mismos ojos verdosos que la diosa
Atenea. El gato esperó al último momento y después
dio un salto y desapareció ¿Acaso la muerte me estaba
cercando, me marcaba, me revelaba sus signos? Dejé
el gran cuchillo sobre la mesa y entonces me fijé en mi
sombra furtiva en el espejo. Me vi allí, en la pared,
casi como otra persona.
Mi vida era en realidad muerte. Era toda ella una
negación, una renuncia, una extraña búsqueda de la
sombra. Había sido así desde aquel mal día. Elena no
cabía dentro de sí de excitación. No controlaba, no
sabía lo que hacía. Iba hablando con todo el mundo
por el teléfono móvil, dando la gran noticia de su
embarazo con la alegría de un arlequín
despreocupado. No se fijó en lo que hacía cuando
cruzaba la calle, ni vio el camión que circulaba a
buena velocidad, ni se dio cuenta de que se estaba
muriendo. Los testigos dijeron que aún estaba
ensimismada y sonriendo cuando recibió el terrible
impacto. Eso es todo. Estaba tan viva y feliz, y al
instante siguiente estaba muerta. Su cuerpo tendría
que reintegrarse a la naturaleza madre. Se
transformaría en hierba, en lluvia, en viento, serviría
de alimento a las criaturas del mundo, ya lo sabía.
Pero ¿y su alma? ¿Dónde se había refugiado? ¿En qué
rincón permanecía agazapada, muerta de miedo? Tanta
alegría, tanta vida, tanta fuerza ¿pueden disiparse en
un momento? ¿No pugnan los sueños por cumplirse,
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incluso desde el otro lado? ¿Permanecería su fantasma
vagando eternamente por aquellas calles grises,
empapándose con la lluvia, quemado por el sol del
verano, mientras esperaba en vano, por los siglos de
los siglos, el nacimiento de su hijo?
Y en cuanto a mí, ¿cómo vivir cuando la tragedia te ha
arrancado el alma de cuajo? Yo ya no necesitaba que
la huesuda muerte viniera a tocar mi puerta, ni que se
me insinuara en forma de gato negro. Ya no podía
estar más muerto, ni tenía nada a lo que aferrarme, ni
un motivo para vivir. Lo único que me recordaba que
aún estaba vivo era el dolor.
No quiero que te vayas, dolor,
última forma de amar,
me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.
Yo también había quedado sin vida sobre el asfalto.
Mi alma aplastada, rota, mutilada, era lo que iba
arrastrando en aquel mundo de los vivos, pero su
patria era la ciudad interior, cuyos ladrillos no estaban
hechos de tierra, sino de recuerdos. En realidad yo era
un tullido, pero mi mal estaba muy dentro.
□
El sol entraba a raudales en aquel jardín inculto que
era como una jauría de ramas que se comía la casa. Un
árbol de nísperos estaba a rebosar, con la fruta madura
pudriéndose en el suelo y comida por los pájaros. La
avena silvestre crecía espigada buscando la luz y no
dejaba ver la tierra. Las plantas trepadoras habían
conquistado sin orden cada palmo de los muros.
El día me había devuelto la confianza hasta el extremo
de que llevaba conmigo aquella carpeta de cartón azul
desgastado a la que tanto temía. Quería saber si por fin
sería capaz de abrirla y enfrentarme a su contenido.
Me sentía fuerte porque la noche anterior había
conseguido comerme mi miedo y superarlo, y un
destello de autoestima había venido a mí. En cierto
sentido, era verdad que aquel sentimiento de terror
había movido algo en mi interior. La mezcla de
emociones tenía ahora una composición distinta. La
melancolía tendía a disiparse, podía percibirlo. Estaba
aún ahí, pero ya no me atenazaba con sus dedos
engañosamente tenues.
Me senté en un sillón de plástico medio roto que
encontré entre la hierba, y por fin me quedé con la
carpeta frente a frente, como si fuera un enemigo que
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se mantuviera indiferente e inmóvil, sabiendo de su
superioridad y aguardando torvamente a que
cometiera un error. No sabía si estaba lo bastante
maduro para abrirla. Si no era así, su contenido podía
herirme. Sería como abrir la jaula a una alimaña. Y
sabía que, una vez hecho, ya no habría vuelta atrás
¿Estaba preparado para domeñar a la fiera?
El sonido del teléfono móvil me sobresaltó. Miré la
pantalla. Era mi agente. Aún entonces, cada vez que
sonaba el teléfono tenía la esperanza de que fuera
Elena quien me llamaba para continuar con aquella
conversación interrumpida. De alguna manera
imposible, completamente fuera de la lógica y la
realidad, yo aún esperaba que volviera a hablarme de
mi hijo y sentirme otra vez pleno e inmortal como
aquel día. Confiaba en que todo hubiera sido un sueño,
un engaño de los sentidos, una mala broma o una
equivocación. Deseaba estar viviendo una mentira,
aunque fuera tan larga como mi propia vida, que todo
fuera como en el equívoco sueño de la mariposa.
Era mi agente. Quería saber cómo llevaba mi
manuscrito, me preguntaba si podíamos cenar juntos
para hablar de ello, si podía visitarme y si le permitía
organizar una campaña de promoción de la nueva
novela. Sin duda Rosa se había puesto en contacto con
él para decirle que había nuevo libro a la vista.
Le mentí. Le dije que el trabajo estaba muy avanzado,
que su título era El último sueño de la mariposa, y
que era una historia intimista. Yo no era más que un
hombre introvertido que buscaba refugio en las
palabras porque todas las demás cosas del mundo le
resultaban poco seductoras. Pero como mi primera
novela había funcionado, el sistema me hacía
carantoñas y se suponía que debía exhibirme como un
animal de feria en conferencias, fiestas y ruedas de
prensa.
No, nadie me había entendido. Escribí en aquellos días
un libro de recuerdos. Se llamaba Tu nombre. Rosa lo
llevó a la editorial sin mi conocimiento y
prácticamente me obligó a firmar el contrato. Insistió
en que era bueno para mí, anunció que alcanzaría el
éxito, y así fue. Todo lo que ella dijo se cumplió. Pero
ese éxito me convertía en un tornillo del sistema y
alguien había creído que me obligaba a seguir
escribiendo, como hacen los profesionales y las
estrellas de este arte. No importa que ya me hubiera
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vaciado, que ya hubiera dicho todo lo que tanto había
necesitado decir. Me exigían inventar sentimientos que
ya no tenía o que nunca tuve, describir emociones que
no sentía y nunca había sentido. Me exigían fingir
como fingen las prostitutas con sus clientes.
Escribir no era otra cosa más que escarbar dentro de
mí. Y al hacerlo, sabía mejor quién era yo. Si el pozo
fuera profundo, yo lo era también: Significaba que
tenía algo dentro. Si era un pozo superficial, así sería
yo igualmente. Si en el pozo había luz, significaba que
yo era luminoso. En caso contrario, sería sombrío
como la noche. Y en realidad aún no sabía cómo era,
aún estaba en el camino. Aún estaba buscando dónde
cavar.
Tenía sólo una vaga idea de lo que iba a escribir. De
mi vida en la casa, de mi experiencia con el miedo y,
si tenía suerte, de mi encuentro, real o imaginado, con
el fantasma. Se lo dije así a mi agente. Va de un
hombre solitario en un recinto solitario... De sus
pensamientos, de un hombre que sueña. Un hombre
que sueña. O quizá un hombre que es soñado y no es
más que el sueño de alguien, un personaje de ficción
que sólo existe mientras el durmiente siga soñando.
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Me fui al salón, conecté el ordenador y me puse a
reescribir el texto que había caído a la bañera.
"Cuando se dio cuenta de lo que había hecho miró
dentro de sí y se reconoció por primera vez. Por fin
sabía quién era él...".
Lo leí varias veces. Describía una sensación muy
habitual, la del personaje que necesita exigirse,
medirse, ponerse a prueba, para saber qué es lo que
tiene dentro, y por tanto quién es él en realidad.
Sucede en todos los relatos que describen la iniciación
juvenil y sobre todo en el cuento popular. El héroe,
que es un joven inexperto, duda y siente miedo. Nunca
está seguro de que podrá realizar la hazaña, culminar
el viaje con éxito y alcanzar el reino encantado. Sólo
entonces, cuando al fin lo consigue, averigua quién es
él en realidad. A menudo esto mismo sucede ante una
crisis imprevista. Podemos vivir toda una vida sin
dificultades ni pruebas, y de pronto aparece algo que
nos exige reaccionar. Sólo entonces sabemos quienes
somos en realidad. Sucede también en la amistad: sólo
ante una crisis sabrás si tu amigo lo es de verdad. Es
como si conviviéramos toda la vida con un
desconocido, hasta el gran día en que se manifiesta,
nos dice su nombre y averiguamos si somos valientes
o cobardes, toscos o ingeniosos, egoístas o generosos.
Mandé imprimir la página, pero cuando iba a
recogerla vi que estaba manchada de sangre. La cogí,
como hipnotizado, y la sangre impregnó mis dedos.
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IV
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Estaba asustado. Entendía la explicación de Ángela,
pero estaba asustado. Y era el turbio misterio de lo que
había realmente tras la puerta cerrada lo que me
producía desasosiego. Un techo goteando sangre no
responde a una simple herida. Tras la puerta podía
esconderse cualquier cosa, cualquier horror, alguna
espantosa imagen de la muerte. Y de pronto, mientras
arrastraba mis dudas pasillo adelante como un pesado
fardo, me maravilló la forma rápida y natural en que
Ángela me había convencido, y me daba cuenta de
que ella estaba adquiriendo poder sobre mí. En la casa
se estaba tejiendo una red de influencias, o puede que
una lucha por la jerarquía, por ver quién subyugaba a
quien. Y su fuerza era sutil, pero podía percibirla.
Me refugié en la cocina, y allí me lavé las manos con
cuidado para librarlas de la sangre. Vi cómo el agua
enrojecida giraba en espiral alrededor del sumidero,
antes de desaparecer. Esa espiral gira siempre en el
mismo sentido, lo llaman fuerza de coriolis. Me
pregunté si en el mundo del sueño la espiral giraría
también en el mismo sentido. La realidad es una, pero
puede percibirse de muchas maneras distintas. Un
viajero hace una y otra vez el mismo viaje, por la
misma carretera y a través de los mismos paisajes. A
cada lado de la carretera hay una estación de servicio.
En la ida, se detiene en una, a la vuelta en la otra. El
paisaje es el mismo, pero no en su percepción. Para él,
durante la ida está en un sitio, y durante la vuelta en
otro distinto. El cambio de punto de vista afecta al
objeto. Yo veía el mundo con mis ojos, Piquer
pretendía que lo hiciera con los suyos. Estábamos en
el mismo paraje, pero él viajaba en una dirección y yo
en la contraria.
Por un corto instante me pregunté si estaba viendo
girar el agua alrededor del sumidero en la dirección
correcta, si yo era tan buen escritor como creía, si la
casa misma existía o no. Fue sólo un instante. Era el
vértigo que siente quien se ha decidido a negar la
realidad. Miré mis manos. Había tenido en mí la
sangre de Ángela. Era una especie de intimidad, como
una suerte de posesión. Era como un hechizo.
□
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!
afectos, y algo estaba sucediendo entre nosotros, podía
sentirlo. Algo que no me dejaba indiferente.
-Buenos días -dije por fin, después de un breve
carraspeo para hacerme notar.
Ella se levantó sobresaltada y con un gesto de culpa,
como una niña sorprendida mientras hace algo
prohibido.
-Lo siento -susurró.
Su turbación me pareció divertida. Por fin no aparecía
rígida y distante. Ya no era una asistenta, en ese
momento era una persona.
-¿Lo sientes?
Ella asintió mientras se miraba los zapatos.
-¿Lo has desordenado? -pregunté, señalando al
manuscrito.
-No.
-¿Alguna mancha de mermelada?
-Claro que no.
-Entonces ¿por qué lo sientes?
-No he debido cogerlo.
-Oh, venga... lo que quieren los escritores es que los
lean, y yo no tengo público. Así que no sólo no estoy
molesto, sino que te lo agradezco.
Ella pareció aliviada, pero entonces se olvidó del
manuscrito, como si fuera cosa del pasado, y recuperó
su tono altanero de ama de llaves.
-¿Quiere que le sirva el café?
La inflexión me resultó molesta.
-¿No ibas a llamarme de tú?
Ella bajó la mirada con timidez.
-Ya... ¿Café?
Entonces me fijé en la carpeta.
Estaba sobre la mesa, junto al manuscrito. De pronto
sentí pánico, como si todo el mundo se hundiera a mi
alrededor. En ese momento sólo había una cosa que
me importara.
-¿La has abierto?
Ángela se me quedó mirando un momento. Su rostro
no expresaba nada en absoluto, y eso me inquietó aún
más. Nunca supe si lo hizo a propósito.
-¿Es importante?
La respuesta me pareció una impertinencia. O un
desafío. Quizá un hito más en la disputa por la
autoridad. Me di cuenta de que su anterior sumisión
era fingida.
-¿La has abierto?
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!
Ella negó, y para mí fue suficiente. Aún necesitaba
reunir valor y tiempo para abrir aquella carpeta cuyo
interior me atormentaba. Aún era mi talón de Aquiles.
La parte más débil y vulnerable de mi persona estaba
ahí, encerrada, escrita, expuesta a cualquier mirada.
Era como en esos cuentos populares, en los que el
corazón del gigante no está dentro de él mismo, sino
escondido en otro lugar, en el tronco de un árbol o en
una cueva. Cualquiera que lo encontrara podría acabar
con su vida. Cualquiera que abriera la carpeta y leyera
su contenido tendría acceso directo a mi alma y podría
disponer de ella.
-¿Café...? -repitió Ángela, para romper mi
ensimismamiento.
Sí, era una agradable vuelta al principio en aquella
mañana de sol tibio en la que el día, o el destino,
parecían empeñados en que todo fuera bien. Decidí
que tenía que olvidarme de la carpeta y dejarme llevar
por la luz y el ritmo de aquella jornada.
-Me apetece un montón -dije, y añadí: -¿Cómo está tu
pierna?
-¿Mi pierna? -repitió ella, mientras me llenaba una
taza. Parecía haber olvidado su incidente en el jardín.
-Sí, tu herida.
-Mucho mejor, gracias -contestó en tono neutro.
Noté cómo evitó mirarme mientras pronunciaba estas
palabras y supe que había algo que me ocultaba. Algo
relacionado con el charco de sangre. Sabía que ella no
me lo iba a contar, pero tarde o temprano yo lo
averiguaría. Sólo necesitaba tiempo.
□
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!
"Abrió un ojo y vio la miseria del mundo. Abrió el
otro ojo y vio el odio del mundo. Abrió los oídos y
escuchó las mentiras del mundo. Entonces cerró los
ojos y los oídos y regresó a casa, a esa casa grande y
apartada que estaba dentro de él".
Miré las paredes, cubiertas de pinturas, reparé de
nuevo en el severo busto de barro, rememoré el
sobrecogedor autorretrato de Marcelo alado y atado,
una imagen que parecía la quintaesencia de la casa, y
de todo el arte que había en ella, como si todo el
recinto fuera un templo en honor de la pasión
dominada por la razón, como si el lugar al que había
ido a parar fuera el refugio secreto de los que han
nacido con alas para volar pero siguen dolorosamente
atados a la tierra.
La casa como museo. La palabra museo proviene del
término museion. Es así como llamaban los griegos a
los lugares frecuentados por las musas. Yo estaba en el
centro de un museion. Sentía que las musas ya no sólo
no estaban lejos de mí, sino que suspiraban alrededor
y me susurraban al oído.
Escuché los leves pasos de Ángela. Me volví y la vi
llevando en los brazos unas sábanas recién
planchadas. Alta, espigada y ausente, como si
meditara en otros mundos, cruzó el salón en dirección
a la cocina.
-Ángela...
Ella se detuvo.
-Quiero pedirte un favor.
-Usted di... Tú dirás.
-Me gustaría que leyeras el manuscrito entero. Sé que
es pedirte mucho, es un poco extenso, pero quisiera...
Necesito una opinión.
Yo no sabía si realmente necesitaba ayuda o sólo
quería que ella leyera mi trabajo. Quizá ansiaba que
Ángela se acercase a mí más y más a través de mis
palabras y de la historia que yo era capaz de concebir.
Quizá quería que ella me admirase. Un ansia extraña
en quien ya renunció tiempo atrás al mundo y a los
afectos. Un ansia que me hacía sentirme inseguro.
Se mantuvo distante y desconfiada.
-¿Por qué?
Difícil pregunta. Yo no conocía la respuesta, sólo
quería verla otra vez sentada leyendo mi historia, su
elegante cuello de cisne sosteniendo aquella cabeza
inmóvil, su rostro atento. Quería volver a sentir la
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!
sensación de aquella mañana. Pero no me atreví a
confesarlo.
-Para recuperar la confianza -respondí-. Me temo que
es bastante malo, no creo que tenga nada original...
¿Me harías ese favor?
Ella dejó las sábanas sobre un mueble. Me fijé en la
dulce blandura de su cuerpo al curvarse y el
pensamiento me sobresaltó.
-Ya lo he hecho -comentó, con esa contundencia suya
que no dejaba lugar a matices ni dudas.
Debió leer el estupor en mi rostro. Me había dejado
sin palabras.
-Lo leí anoche -completó.
-¿Entero?
-Sí -se limitó a decir.
Era inútil esperar más, ya lo sabía. Ella no malgastaba
las palabras. Pero me costaba creerlo, era demasiado
extraordinario.
-¿Es que no has dormido?
Ángela hojeó el manuscrito, como si ante sus ojos
todos los sentimientos, las emociones, las lágrimas y
las sonrisas encerrados en el texto se hubieran hecho
de pronto visibles.
-Estaba demasiado interesada -declaró.
Se le había escapado una sonrisa tenue, casi insinuada.
A ella, tan rígida, tan lejana, tan hosca. Supe lo que
eso significaba: lo que no había conseguido yo con
mis torpes modales, lo había conseguido mi escrito:
Abrir un hueco en aquel carácter serio y reservado,
despejar el camino hacia su corazón.
-No podía dejarlo a la mitad -añadió.
Había llegado el momento de la gran pregunta, la que
tanto teme el ego hinchado de los artistas.
-¿Y qué te parece?
Por un momento sentí su mirada como un par de
fogones encendidos. Me pareció que con aquella
forma de mirar estaba intentando comprenderme, pero
creo que al mismo tiempo acababa de darse cuenta de
que había ganado la batalla. Yo estaba tenso ante su
veredicto, y por tanto, en cierto sentido humillado ante
ella. Creo que demoró la respuesta con toda intención,
para prolongar mi ansiedad.
-Me gusta... me gusta mucho. Pero yo cambiaría
algunas cosas.
Guardé silencio, invitándola a continuar.
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!
-Hay momentos en que el lenguaje se vuelve
demasiado seco. Cansancio o falta de ideas. No
contrasta bien con los pasajes buenos, que son
muchos. Tienes que trabajar más.
Me había dejado de piedra. De pronto, de aquella
forma tan inesperada, había encontrado a alguien en
quien confiar. Para mí la casa acababa de
transformarse en el mundo. Dentro de ella estaba todo
lo que necesitaba. Rosa se había ido, pero Ángela
estaba empezando a llenar su hueco.
Y algo más. Ya había aprendido la forma
maravillosamente empírica con la que los chinos
sabían curar la melancolía. El miedo que había sentido
se había apoderado de la totalidad de mí hasta el
extremo de desplazar mi tristeza de doce años. Aquella
tristeza se había endurecido, en cierto sentido se había
petrificado. Era como una roca que Piquer no pudo
remover con medicamentos. Pero ya no estaba. Mi
instinto de buscar el lado oscuro había funcionado
mucho mejor que todas las técnicas clínicas.
Ya no tenía tristeza, pero tampoco miedo. El campo
estaba vacío. Peligrosamente vacío, porque notaba el
lejano cosquilleo de un sentimiento nuevo que se
insinuaba. Era eso lo que había sentido al ver a Ángela
aquella mañana en la cocina, cuando percibía que algo
se estaba deslizando dentro de mí. Eran los últimos
restos de mi temor.
-¿Y por qué no me ayudas? -me atreví a proponer.
Ella bajó la cabeza, con timidez.
-Sólo soy la sirvienta.
Iba a decir algo, pero en ese momento sonó el aviso de
videoconferencia.
-¡Holaaaa...! -saludó jovialmente mi hermana.
Comprobé que Ángela estaba en el campo de la
cámara y me preocupé. No sabía cómo reaccionaría
Rosa al saber que tenía compañía. Ella había sido
siempre tan protectora, que seguramente me haría mil
preguntas que a mí no me apetecía contestar. En
cierto sentido me sorprendí a mí mismo. Nunca antes
se me había ocurrido ocultarle algo.
-¿Qué...? ¿Qué cuentas? ¿Has encontrado ya al
fantasma?
Desvié la mirada hacia Ángela.
-He encontrado algo mucho mejor.
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!
Ella había vuelto a recoger sus sábanas. Me sonrió con
lo que me pareció un gesto de complicidad y continuó
su camino a la cocina.
□
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!
-Si viene alguien tendré que marcharme, y no me
verás más -completó, airada.
Vinieron a mi mente las imágenes que había querido
borrar. El techo rezumando sangre, el secreto tras la
puerta del baño, el agua impregnada de rojo cayendo
en espiral por el sumidero. Una espiral que giraba
siempre en el mismo sentido.
-¿Quieres decir que la has matado tú? -concluí.
Ella no se dignó parpadear.
-El destino te está poniendo a prueba. Tienes que
elegir.
No contesté, no podía. No sabía de qué me estaba
hablando. Pero la miré suplicante, esperando una
respuesta.
-El sueño… O la verdad. ¿Quieres ser feliz? -insistió.
La miré con ojos nuevos, y lo que vi fue muy diferente
a lo que había visto hasta entonces. No sólo no era ya
el ama de llaves tímida y hosca, ni la compañera que
me ayudaba con mi manuscrito, ni la mujer voluptuosa
capaz de hacerme perder el control. Ahora era un ser
superior y sobrenatural con la facultad de decidir el
destino.
-Me estás dando miedo -confesé, aturdido.
-Dime ¿quieres de verdad ser feliz? -insistió, con un
tono entre altivo y misterioso.
Pero yo no entendía, no quería esas preguntas. Unos
momentos atrás ella estaba en mis brazos, como un
gato mimoso, y ahora se elevaba por encima de las
cosas.
-¿Qué tiene que ver ahora eso?
Su respuesta fue terrible.
-Averígualo.
Me detuve unos momentos, tratando de asimilar la
nueva situación, convencido de que me estaba
utilizando, de que se me había entregado sólo para
mostrarme la dulzura de su cuerpo y después
negármela, y así tenerme ya siempre a su merced. Me
estremecí al darme cuenta de que me estaba
transformando en su marioneta.
-¿Qué quieres? ¿Jugar conmigo?
Entonces adoptó un tono compasivo y maternal,
parecido al que solía emplear mi hermana.
-La verdad te hace daño. No puedes soportarla. La
vida es demasiado dura para ti.
Viaje de ida y vuelta. Era como si Rosa viniera de
nuevo para protegerme como a un niño necesitado.
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!
-¡Qué tontería...! -chillé.
-¿Tontería? Entonces ¿por qué le tienes tanto miedo a
esa carpeta que tiene tu nombre? ¿Por qué no quieres
que la abra?
Sus palabras fueron como una punzada en mi corazón.
La carpeta era mi punto débil y ella lo había
averiguado. Parecía saberlo todo sobre mí, como si
habitara en mi mente.
-Dime ¿la has abierto tú? -insistió.
Me quedé en silencio. Toda alusión a la carpeta me
dolía. Era como si me clavaran un cuchillo y después
lo retorcieran en la herida. No, no la había abierto
porque me sentía atemorizado, porque no me atrevía,
porque no era capaz. Lo que encerraba la carpeta
podía ser para mí peor que un balazo en el corazón. Y
si osaba abrirla, yo mismo estaría apretando el gatillo.
Ella salió.
-¿A dónde vas? -pregunté.
-Te dejo elegir -declaró, antes de desaparecer.
Mis ojos se desviaron al Marcelo alado y atado. Un
espíritu divino que no podía volar porque estaba atado
a la materia, como el albatros de Baudelaire, cuyas
alas de gigante le impedían caminar. A sí me sentía yo.
Me quedé allí, pensativo, durante unos momentos. Y
al cabo tomé la decisión de no doblegarme. Por un
momento la magia se había esfumado. Ya no quería
seguir flotando confiado a mi suerte, ni ser el juguete
de una mujer, por hermosa que fuese. Se acercaban
los rápidos, que fácilmente podían despedazarme. Fui
al salón, busqué el teléfono y llamé a información.
-¿Oiga...? ¿Me puede dar el número de la policía?
Tenía la sensación de estar totalmente despierto.
Mucho más de lo que lo había estado nunca.
Obtuve un número. Entonces colgué y tomé nota.
Después me quedé mirando el teléfono y respiré
hondo, como para darme valor. Marqué con decisión.
-¿Policía? Mire, se ha producido un, un... Un
asesinato.
En ese preciso momento Rosa volvió a llamar por
videoconferencia.
-¿Buenas noches...? ¿Hay alguien ahí? -dijo
jovialmente.
Permanecí inmóvil e indeciso. Seguir adelante
significaba salir de mi mundo y entrar de nuevo en la
comarca de barro y metal, el país de hierro y hormigón
donde los adultos tejían sus reglas asfixiantes. Me
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!
llevarían a una comisaría, me exigirían explicaciones
y me retendrían en su mundo. Al menos podría
posponer la decisión hasta escuchar a Rosa.
Me situé frente al ordenador y colgué el teléfono,
ignorando la voz electrónica que me hablaba desde el
otro lado.
-Hola... -murmuré.
-¿Te pasa algo? -preguntó Rosa, al ver mi cara de
circunstancias.
-Sí... -respondí- Ha pasado algo... Algo muy serio.
-Pues cuéntamelo.
-Es que...
Dudé mientras miraba a Ángela, que se apoyaba en el
marco de la puerta, serena y segura. Ella sabía bien
que yo estaba a punto de tomar una decisión. Su
cuerpo era ahora mi hogar. Quería volver a él para
siempre, como un emigrante que añora su país. En
cierto sentido es como si quisiera volver a entrar en el
vientre de mi madre, el lugar sin sociedad,
obligaciones ni contrariedades, donde todo se vivía
por dentro. Y entonces me di cuenta de que la ciudad
del alma, el claustro materno y Ángela eran la misma
cosa. Cuando imaginaba dejarme llevar por su
corriente, flotando con indolencia, estaba evocando en
realidad el líquido amniótico, que no fluye hacia
ninguna parte y por tanto en él sólo existe el presente.
Ángela era mucho más que una mujer. Era la armonía.
Miré de nuevo a mi hermana, expectante en la
pantalla.
-Que me ha venido una inspiración como nunca
¿sabes? Como nunca. Estoy viviendo en un sueño.
Vi cómo Ángela se retiraba satisfecha. Sabía que
acababa de adquirir dominio definitivo sobre mí.
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!
Desde su altar, Piquer me miraba con sus ojos aviesos,
sin saber bien por dónde atacar.
-¿Has salido hoy?
Negué con desgana.
-¿Has conversado con alguien?
Nueva negativa.
-Quiero que me digas por qué.
Allí estaba él, como un gendarme de los sentimientos,
decidiendo si yo debía tener ganas de hablar o callar.
Y exigiendo explicaciones.
-No me apetece -contesté, con intencionada simpleza.
-¿Y qué más?
Miré al suelo. Ya conocía su táctica, era la de todos los
psiquiatras: Romper tu silencio, obligarte a hablar. Le
había dicho ya lo mismo cientos de veces, y él lo
sabía, pero no se cansaba de insistir. O quizá
intentaba, con esforzada paciencia, que en algún
momento saliera de mí alguna de esas pamplinas de la
niñez que ellos se empeñan en calificar de traumas
infantiles, causas remotas o cosas así. Este tipo de
personas son rehenes de su aspiración a racionalizarlo
todo, a explicarlo todo, a someterlo todo a una malla
geométrica y metódica, a encontrar un código que les
permita interpretar cualquier aspecto de la realidad.
Carecen de emociones porque han reprimido su parte
instintiva, sacrificándola en el altar de la ciencia
cartesiana. Por eso, cuando encuentran esas emociones
en otras personas las confunden con enfermedades y
padecimientos, que por supuesto se ofrecen a curar.
-Elena está muerta, todo lo demás no me importa -
declaré, casi con orgullo.
Era cierto. Yo mismo notaba cómo me iba cerrando al
mundo, alejándome de él, simplemente porque sin
Elena carecía de sentido.
Él suspiró. Supongo que mi cerrazón le hartaba lo
mismo que él me hartaba a mí.
-¿Quieres curarte? -preguntó.
Pero yo no estaba dispuesto a seguir su dialéctica. Si
me dejara llevar por sus propuestas y juegos de
palabras pronto me encontraría llorando en un rincón.
-Oiga déjelo ya -contesté-. Usted se empeña en
transformar la vida interior en una cosa patológica. Si
todos los escritores y músicos hubieran tenido delante
a un hombre como usted, el arte no existiría. Ni la
inspiración.
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!
Francamente, creía que mi discursito lo iba a
convencer, pero no fue así. Se veía a la legua que la
discusión no sólo no lo ponía en aprietos, sino que le
gustaba.
-Esos músicos y escritores salían y hablaban con todo
el mundo -dijo.
Nos miramos mutuamente, y en nuestras miradas
había hostilidad.
-¿Quieres curarte? -insistió, con una mirada severa
bajo sus pobladas cejas canosas.
-No, no quiero-declaré, muy convencido y muy
tozudo.
Seguramente se lo tomó como una declaración de
guerra, pero en realidad era una declaración de
principios. Lo que sucedía era que me había obligado
a expresarla en su idioma, en su jerga clínica, donde el
concepto de enfermedad era el centro. La verdad era
que yo no me creía enfermo, por lo que él y yo no
teníamos nada que hablar.
Por fin había expresado en voz alta lo que él
consideraba mi problema, pero que yo sabía bien que
no era más que una opción: No quería curarme. Si me
curaba dejaría de sentir amor. Era así de simple. Yo no
quería dejar de amar, no quería reintegrarme al curso
uniforme y monótono del mundo, no quería ser como
los demás. Si dejaba de amar a Elena, la vida me
parecería como un paisaje plomizo. Si dejara de
amarla se terminaría, por así decir, el tiempo del
esplendor en la hierba y la gloria en las flores, como
había escrito Walt Whitman. Si dejara de amarla, me
vería en aquella tierra de penumbra desde la que el
poeta escribió aquella frase terrible: "ahora, cuando
hace veinte años de casi todo". Si dejara de amarla,
cesaría el dulce dolor que me traspasaba las entrañas,
y me sentiría empobrecido.
No quiero que te vayas, dolor,
última firma de amar,
Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.
Qué suerte tuvo Pedro Salinas. No lo persiguió ningún
psiquiatra neurótico empeñado en prohibirle que fuera
poeta.
□
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!
escuchaba leer mi manuscrito, yo ya no podía pedirle
más a la vida.
"Había recorrido un largo camino por la tierra
cenicienta, y se dio cuenta de que su camino era ella.
Ella, y no los peñascos grises que yacían indolentes a
lo lejos, no los árboles sin hojas que extendían sus
garras en el aire, no la arcilla corrompida que recibía
sus huellas. El auténtico camino era la senda dorada
que se adentraba en la caverna de su mente,
avanzando hacia atrás, en busca de la memoria".
Devolvió las cuartillas al taburete y se giró para
mirarme con el rabillo del ojo. En su mirada había un
brillo de consideración.
-Gracias a ti -murmuré, adelantándome a su elogio.
Se limitó a sonreír, constatando que nos habíamos
transformado en un equipo. Ángela era mi inspiración,
y yo me limitaba a escribir lo que ella me hacía sentir.
Tomó de la silla el viejo libro de Pedro Salinas. Al
hojearlo, encontró la cuartilla con mi poema.
-¿La ciudad del alma? ... Estás muerta, pero sólo en el
mundo de los ...
No la dejé terminar. Le quité el papel de las manos.
Fue como un fogonazo, de pronto me veía desnudo e
inerme ante ella. Nadie había leído o escuchado
nunca aquel poema, excepto mi hermana. Sí, es
cierto que me sentía atraído por Ángela, que ella se
había transformado en una auténtica compañera y me
había arrancado la tristeza. Pero de pronto había
sentido que violaba mi mundo interior, que se
disponía a entrar en mi ciudad, que sus pasos
resonaban fuertes por aquellas calles del alma, tan
tibias y silenciosas, que me veía y me leía por dentro,
desde dentro de mí. Por eso le arrebaté la cuartilla.
Pero en seguida me arrepentí. En un parpadeo me di
cuenta también de que mi ciudad era una ciudad
solitaria, un recinto fantasmagórico donde vivía solo y
perdido. Y al imaginarla así me di cuenta de que desde
la muerte de Elena mi empeño no había sido más que
levantar muros a mi alrededor. La ciudad del alma no
era en realidad el paraíso donde todo estaba hecho a
mi medida, sino una cárcel que podía recorrer durante
horas sin hallar calor humano.
Ángela, al ver que le quitaba la cuartilla, se había
girado hacia mí.
-¿Qué pasa? -preguntó, con estupor.
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!
-Es privado -contesté, bajando los ojos, y en cierto
sentido avergonzado.
Me entendió, y volvió a reclinar su cabeza en mi
pecho con la misma confianza que antes.
-Perdona -le dijo al aire.
-Lo siento -respondí-, es algo íntimo.
Ella guardó silencio mientras abría el libro de Pedro
Salinas.
-¿Por qué te gusta tanto la poesía?
-¿No te cansas nunca de preguntar?
-Nunca.
Me vi obligado a dar una explicación, pero primero
necesité buscarla yo mismo.
-Cuando sufres crees que estás solo en el mundo.
Estás convencido de que todos son felices excepto tú.
Es un alivio leer a los poetas, porque ellos han sentido
lo mismo. Te hace sentir menos solo. Son como viejos
amigos.
-No sé si lo entiendo
-Ve a la página 128.
Ella hizo lo que le decía.
-Lo que está subrayado.
-Hay una fecha.
-Es cuando murió Elena.
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!
Desperté bien entrada la mañana, cuando Ángela me
quitó de entre las manos el viejo papel.
-Es una sentencia -musité, mientras pugnaba por salir
de las nieblas del sueño.
Ella se volvió hacia mí, con una mirada interrogativa.
-El padre de familia... El marqués... Había una chica.
Era muy bella, y muy joven -añadí.
-¿La institutriz?
-Y profesora de latín. Un día la marquesa salió de
viaje... En la casa no había nadie más que la muchacha
y el señor. Ella desapareció. Nunca se la volvió a ver.
Pero el novio de la chica insistía e insistía... Fue al
juez, testificó que el señor la acosaba, que le hacía
proposiciones...
-¿Y qué pasó?
-Hubo un juicio. El marqués fue acusado de violación
y asesinato... Pero se fue de rositas.
-¿Y por qué?
-Porque el cuerpo no apareció.
-¿Y después? ¿No encontraron nada?
-Nada.
Ella paseó la mirada por el antiguo documento, y
después lo dejó sobre la mesa.
-Eso significa... -empezó a decir.
-... Que los restos de la muchacha aún están aquí... -
completé- En el mismo rincón donde los escondió su
asesino.
Ángela echó una ojeada a los documentos esparcidos
alrededor.
-¿Eso es todo?
-No. Hay algo más... Algo misterioso.
Me puse en pie y saqué del cajón de la mesita un
sobre cerrado con lacre.
-¿Qué crees que puede haber aquí? -pregunté.
-No sé... Cartas, un testamento... Cualquier cosa.
-Voy a abrirlo.
-No... ¿Estás loco?
Me detuve en seco. Era como si me hubieran cortado
con un cuchillo y de la herida brotara sangre. Pero en
el alma.
-No me llames loco, por favor...
Ella captó mi repentina dureza. Parecía intimidada.
Abrí el sobre. En su interior había una llave menuda.
-No parece de una puerta -comentó Ángela.
-Pero entonces...
-Algo más pequeño...
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!
-Espera...
Me puse a rebuscar.
-Anoche vi una caja... Tenía una cerradura... No pude
abrirla... Ah... Aquí está.
Saqué una caja pequeña de madera, con unas iniciales
grabadas y se la mostré a Ángela.
-FP ¿Qué significa? -preguntó.
-Fernando Pellicer, el marqués que fue procesado.
Mira la sentencia.
Comprobé que la llave encajaba en la cerradura. Abrí
la caja y miré en su interior. Había un anillo de plata y
una llave.
-Es de la chica asesinada -proclamé, mostrando el
anillo.
-¿Cómo lo sabes?
-La sentencia dice que el marqués le había regalado un
anillo de plata.
-No entiendo.
-El anillo era una prueba... Una prueba de su
culpabilidad... Y a pesar de eso no se deshizo de él, lo
mantuvo a salvo.
-Quizá le recordaba a ella.
De pronto, con el anillo en la mano, se me ocurrió que
a Ángela le sentaría bien.
-¿Por qué no te lo pones?
Ella retrocedió. Parecía repentinamente asustada.
-No... -murmuró, con voz ronca.
-¿Por qué?
-Me da miedo.
Me detuve un momento a estudiar su repentina
expresión de angustia. Nada de racionalizar, ni mucho
menos de explicar. Su pánico era negro y sordo, como
el de una cierva en el bosque.
-¿Tienes miedo del fantasma?
-Me da miedo y eso es todo -concluyó ella, dando por
zanjado el asunto.
Entonces saqué la llave. Al verla, Ángela sintió una
súbita debilidad que la obligó a sentarse.
-¿Qué piensas hacer? -preguntó, como si mis
intenciones le parecieran algo terrible.
-Averiguar qué cerradura es la que abre esa llave.
-No lo hagas...
Me la quedé mirando, con una expresión interrogativa.
No podía entender sus súbitos terrores. Quizá si
accediera a explicarme...
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!
-Déjalo -insistió.
-¿Pero no fuiste tú la que...?
-Sí, pero ahora no me atrevo... Me da la sensación de
que puede pasar algo malo...
Como para confirmar sus palabras, de pronto llamaron
a la puerta. Nos miramos el uno al otro un poco
angustiados, como dos fugitivos.
-Voy a abrir -anunció Ángela, con aquella diligencia
de ama de llaves diligente.
-No... Espera.
Me asomé a una ventana. En la calle había un hombre
al que no había visto nunca. Era de mediana edad,
compacto, me pareció que con ademanes resolutivos.
Vestía traje gris y permanecía en pie con mucha
paciencia delante de la puerta. Con esa indumentaria
no parecía ni un empleado de mensajería ni el
encargado de medir el consumo de electricidad.
-¿Quién es? -preguntó Ángela.
-No lo sé.
Ella se asomó también.
-¿Lo conoces?
-No ¿y tú?
-Yo tampoco... ¿Le abro?
Era lo último que quería. Que Ángela abriera la puerta
y el extraño viniera a perturbar mi completa y total
armonía con la casa y con Ángela, aunque sólo
quisiera hacer una pregunta intrascendente.
-No... Ya se cansará -comenté.
Ella se separó de la ventana y se sentó con un
movimiento lánguido. Parecía desfallecida. Me
recordaba el cisne herido que había visto en alguna
ópera mucho tiempo atrás.
-Todo esto me supera... -comentó en voz baja- ¿por
qué no nos vamos de aquí?
La propuesta me sorprendió ahora que había
conseguido intimar con la casa y que estaba
empezando a disfrutar de aquella relación. Sentí que
mi vida no tendría sentido lejos de allí. Cualquier otro
lugar en el que pasara a vivir no sería más que un
triste amontonamiento de ladrillos, sin alma ni
historia. En su interior me sentía cálido y seguro,
como si efectivamente hubiera conseguido
empequeñecerme hasta volver a entrar en el útero de
mi madre.
-¿Irnos? ¿A dónde?
-No sé... Lejos.
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Aquello carecía de sentido, a menos que aquel hombre
llamando a la puerta significara algo. Pero, aunque así
fuera, ella nunca me lo diría. Al verla así me pregunté
qué pasaría si Ángela me diera verdaderamente a
elegir entre ella y la casa. Imagino que la seguiría,
pero ya nada sería igual. Nuestra relación
probablemente se volvería vulgar, seríamos una pareja
más que haría lo mismo que todas las parejas, en lugar
de ser lo que éramos, un poeta y su musa encarnada.
-De acuerdo -contesté, poco convencido-, pero antes
tengo que encontrar el cuerpo.
□
□
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!
Entré con cuidado de no hacer el menor ruido. El
gabinete del Doctor Piquer estaba completamente
oscuro, pero no encendí ninguna luz. Como buen
saqueador, había traído conmigo una linterna. Cerré la
puerta tras de mí y me puse directamente a registrar
los cajones. No podía quitarme de la cabeza la
conversación telefónica de Piquer. Hablaba de mí con
una persona desconocida. Con una persona que, según
decía, era la única capaz de curarme.
Como había planeado, cogí el teléfono y marqué
rellamada. Había sido su última conversación de
aquella tarde, tenía que funcionar. Escuché una voz de
niña.
-Hola... Soy... Soy el Doctor. Piquer -mentí- ¿están tus
padres?
-Mi madre no está. Ha salido a comprar.
No sabía qué más decir. No había esperado
encontrarme con una niña.
-Oye ¿cómo se llama tu mamá?
-Mi madre me ha dicho que no hable con
desconocidos.
La niña colgó el teléfono al tiempo que escuché pasos
que se acercaban. Me escondí tras la cortina, pero los
pasos siguieron de largo, repiqueteando cada vez más
débilmente a lo largo del pasillo. Registré el despacho,
abrí cajones y archivadores, y por fin encontré lo que
buscaba: Aquella carpeta de color azul gastado con
una etiqueta donde se leía mi nombre. La abrí
fugazmente, iluminando su contenido con la linterna.
Había muchos documentos escritos a mano y también
una fotografía. Una fotografía de Elena. Me quedé
totalmente ausente, como si el tiempo se hubiera
detenido a mi alrededor, como si de pronto lo ignorase
todo sobre mí, sobre mi historia y sobre el mundo, y
sólo existiéramos de nuevo ella y yo. Mi amiga, mi
amor, mi recuerdo. Entonces me fijé en un sobre con
el membrete de una comisaría de policía. En su
interior había una carta, pero cuando iba a estudiarla,
la puerta se abrió de par en par, la luz se encendió y vi
ante mí al propio doctor Piquer, con un rostro de
completa furia. Estaba desencajado.
-¿La has leído? -preguntó, refiriéndose a la carta.
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Yo estaba petrificado de terror y no reaccioné. Él se
adelantó y me quitó la cuartilla de un manotazo, y yo
noté cómo la ira me iba pudiendo.
-¿A quién ha llamado esta tarde? -chillé.
Él permaneció mudo. Estaba confundido. No podía ni
imaginarse que había espiado la conversación.
-¿A quién ha llamado para hablarle de mí? -insistí.
-¿Cómo lo has sabido?
Sentí como si yo mismo fuera un recipiente vacío y la
cólera lo fuera llenando. Tendría que haberme
asustado, haber pedido mil perdones y haberme
resignado a mi sino de héroe derrotado, pero no fue
así. En lugar de eso mi indignación ante aquella
especie de conjura habló por mí.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es lo que me está
ocultando? -grité.
Piquer consiguió recomponerse un poco.
-Lo que pasa aquí es que estás enfermo y estoy
tratando de curarte. Y ahora dime ¿qué es lo que has
oído?
Reconocí que no tenía escapatoria, que él me
consideraba una cobaya de laboratorio y poco más. Ya
no podía permanecer allí por más tiempo. Debía decir
adiós a la terapia, al centro, a toda aquella vida, y
empezar una nueva etapa en libertad, donde sólo yo
pudiera decidir si el recuerdo de Elena debía
prevalecer o no, si debía mezclarme con la gente o no,
donde nadie me dijera lo que debía sentir.
Aferré fuertemente la carpeta y aparté al psiquiatra de
un violento empujón. Sólo pensaba en correr, en llegar
muy lejos, como si de esa forma pudiera
desprenderme de mi vida anterior y recuperar la
inocencia que tanto añoraba.
□
Abrí los ojos. Alguien estaba llamando. A mi lado,
Ángela dormía profundamente. Me levanté de
puntillas y me asomé a la ventana de forma que no
pudieran verme. Delante de la casa había una mujer
con una niña. Vi en ellas algo que no me era extraño.
Algo familiar que me impulsó a bajar la escalera y
abrir la puerta. Pero entonces sentí como si los cielos
se abrieran para mí. De alguna manera imposible,
delante de mí estaba Elena. Mi Elena. Viva, perfecta,
inmortal.
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VII
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de plata había desaparecido de la bandeja. El gesto no
pasó desapercibido al policía.
-¿Qué mira ahora? -preguntó.
-El anillo...
-¿Qué anillo?
-Ella se lo ha llevado. Entonces... Entonces...
-¿Entonces qué?
La idea que acababa de concebir me causó un
estremecimiento. De pronto todo encajaba. Había
pasado de no entender nada a entenderlo todo. Pero
era demasiado dramático, demasiado increíble. Como
en un relámpago, recordé el modo en que Ángela se
había presentado ante mí por primera vez. Sin un sólo
sonido, de pronto estaba plantada como un junco en el
cuarto de baño. Yo no sabía de dónde había aparecido
ni cómo había entrado. El mismo misterio con el que
acababa de desaparecer. Y ahora veía más claro su
interés por ayudar al fantasma, por encontrar y liberar
su cuerpo muerto. Pero apenas me atrevía a aceptar la
conclusión a la que me llevaban todas esas pistas.
El inspector me estaba mirando fijamente. Su
paciencia estaba agotada.
-¿Puede usted aclarar lo que ha pasado aquí, sí o no?
Me fijé en su figura, en sus modales, en su forma de
vestir. Él no entendía nada, ni podría entenderlo
nunca. Pertenecía a ese mundo mecánico y material,
incapaz de concebir sueños y leer el lenguaje del
espíritu. Tenía una nómina fija y seguramente una
esposa y dos hijos. Quizá también una casa en la playa
y un perro. Se debía a su familia y a su profesión y
seguramente consideraba peligrosos sociales a las
personas capaces de creer en cosas invisibles.
-Es una larga historia... -declaré.
-¿Ah, sí? -repuso, con cierto sarcasmo- ¿Cómo de
larga?
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□□□□□
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VIII
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!
entrar al agua, ya no era igual. Había perdido el
sosiego.
□
Piquer sacó unas pastillas de un tubo y me las ofreció.
Ya las conocía. Era el medicamento. De nuevo el
medicamento. Quería que lo tomara y que con él
volviera a su mundo, que hablara su idioma.
-Ten, toma esto...
Se las tiré de un manotazo.
-Déjeme en paz... Quiero ver a Rosa.
Él contuvo su irritación. Volvió a cerrar el tubo y
después lo dejó a un lado y me miró francamente, con
una mirada que escondía otras cosas.
-¿Estás seguro?
No contesté. Era evidente que estaba seguro.
-Te llevaste la carpeta con tu expediente -añadió- . Ya
lo sabes todo. O casi todo.
-No llegué a abrirla.
-Sí, ... -insistió él- Haz memoria, recuerda.
□
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!
Sí, aquello era un proceso, una progresión. Él ya me
había quitado todos mis afectos humanos y ahora
estaba dispuesto a destruir mi autoestima quitándome
también aquello que me daba vida y me hacía
levantarme cada mañana. Las personas seríamos
muñecos inanimados sin ese conjunto de deseos y
proyectos al que podríamos llamar alma. Mi alma era
mi texto.
-He escrito una novela ¿Qué quiere, volverme loco? -
protesté.
Como si hubiera leído mi discurso mental, contestó:
-Yo nunca quise quitarte el alma. Intentaba evitar que
pasara esto. Vi crecer tu obsesión día a día, como un
cáncer. Vi como te dominaba. Tu única ayuda era el
medicamento, pero cuando viste que desdibujaba tu
recuerdo de Elena comenzaste a engañarme y a dejar
de tomarlo. Querías seguir soñando. El medicamento
es lo único, casi lo único, que puede devolverte a la
realidad, pero eres tú quien tiene que decidir volver.
Has matado a una persona y ahora ya no depende sólo
de mí. Está la policía. Mira, creo que entiendes bien lo
que estoy diciendo. Decide tú.
Séneca insistió en el pensamiento típicamente estoico
de que el hombre debe mantener un núcleo interior
intocable, indiferente al halago o a la lisonja. Quienes
lo consiguen gozan de un humor inmutable y no se
dejan zarandear por el infortunio. Yo no tenía nada
parecido. Mi corazón estaba troceado y repartido,
como si se lo hubiera dado de comer a las palomas.
Rosa, Elena, Ángela, habían recibido su parte, pero
otra, una última, se alojaba en mi novela. Si me lo
quitaban todo, me transformaría en un muñeco sin
alma.
Piquer dejó unas pastillas sobre la mesa, junto al vaso
de agua. Fue como un desafío. Quería que las tomara
y así reintegrarme a su mundo. Pero su mundo no era
real, sino una pesadilla nocturna, uno de esos sueños
ansiosos y obsesivos.
-Un hombre despierta y recuerda que ha soñado que
era una mariposa... -dije, recordando el antiguo
pensamiento oriental- Pero ¿es el hombre el que sueña
que es una mariposa o la mariposa la que está soñando
que es un hombre? ¿Dónde está la realidad y dónde
está el sueño, doctor? ¿Quién me asegura que el
mundo imaginario no es usted y todo lo que intenta
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venderme? ¿Quién dice que no me da esas pastillas
para que siga soñando?
Él no contestó. O bien yo tenía razón o bien era
demasiado orgulloso para discutir conmigo. Se puso
en pie y se retiró hacia la salida. Miró atrás una sola
vez y después salió. Primero fue el ruido de la puerta
de hierro al cerrarse ruidosamente, después sus
pisadas alejándose. Unas y otras resonaron en la sala
acentuando la soledad. Pero yo no estaba solo. De
pronto vi, con alivio indecible, que Rosa estaba
sentada junto a mí. Era la prueba de que Piquer
mentía.
-¿Vas a tomarlas? -preguntó, mirando las pastillas
como si fueran veneno.
Por toda respuesta, cogí la foto de Ana y la estreché
contra mi pecho. Me levanté, cabizbajo y derrotado,
con las piernas temblando y la cabeza hundida entre
los hombros, como un viejo. Ayudado por mi
hermana, caminé despacio hacia la misma puerta de la
que había salido, dejando las pastillas sin tocar.
Entramos en un pasillo velado por la penumbra, y tan
monótono que se diría infinito, y caminamos hacia un
destino apenas perceptible en la tenue luz, como los
murciélagos que no pueden ver, aunque conocen el
camino.
-Recítala otra vez -me pidió Rosa.
Era la vieja complicidad. Mi poema, en aquella
circunstancia, era como la canción de marcha de los
exploradores, monte arriba. De hecho en aquel
momento necesitaba recordar y repetir aquellos versos
para convencerme de que el pasillo era como la senda
que me conducía no a una celda guardada por
barrotes, sino a la ciudad del alma, el paraíso interior
donde yo siempre sería libre.
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Pero no la escuché. Por primera vez en mi vida no le
hice el menor caso. Sentía que debía atender a aquella
llamada. Me di la vuelta y volví a la sala. Al
plantarme de nuevo allí, percibí la tristeza que
desprendían sus cuatro paredes desnudas, la soledad
que insinuaban la vieja mesa y las sillas vacías. Pero
quizá era una proyección de mi estado de ánimo.
-¡Piquer! -grité, en la esperanza de que no fuera
demasiado tarde.
Durante un momento no sucedió nada, excepto que el
violín enmudeció súbitamente y que temí que su
llamada hubiera sido una nueva ilusión, una más,
como si la realidad estuviera oculta en una habitación
de espejos sin que pudiera decirse cuál entre todas las
imágenes era la verdadera.
Pero entonces escuché pasos que se acercaban y el
psiquiatra volvió a entrar. Permaneció bajo el vano de
la puerta, corpulento y sólido, y guardó un silencio
intencionado. De pronto no sabía qué decirle. O quizá
sí. En el fondo todo era sencillo. Se limitaba a aceptar
humildemente la derrota, a reconocer que tenía un
problema y a abandonarme en sus manos. Se trataba
de dejarme ir, dejarme llevar, permitir que la corriente
me arrastrara, algo a lo que ya estaba acostumbrado.
No importa que esta corriente discurriera ahora en
dirección contraria. La consigna era el abandono.
-Ayúdeme -supliqué, con una humildad que nunca
había empleado en nuestras sesiones.
Mi nueva actitud no hizo mella en él.
-Ayúdate tú mismo. -respondió con dureza, señalando
el medicamento.
-No quiero tomar eso.
-¿Tienes miedo?
Él creía que me asustaba la perspectiva de que los
comprimidos alejaran a Rosa y borraran mi mundo
interior. Pero no se trataba de eso. Yo sabía que el
medicamento no era el único camino. Sospechaba que
había otra vía, aunque fuera incierta.
-La persona a la que llamó por teléfono...
-Sí...
-Le dijo usted que era la única que me podía ayudar.
Él no hizo el menor gesto de confirmación. Su rostro
permaneció sellado a las emociones, y me pareció que
fingía, que con su inexpresividad estaba jugando
conmigo una partida de estrategia.
-Conteste ¿es cierto?
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-Es cierto -admitió con franqueza.
-Entonces ¿por qué no me ayuda?
Él pareció pensarlo un instante. Por fin tenía que
improvisar. Por fin algo que no estaba en su guión.
-No me atrevo -dijo al fin-. Temo que sea demasiado
duro para ti.
Sentí a mi espalda el aliento de Rosa. Aspiré su olor,
sentí su calidez, todo eso que tan bien conocía y que
de ordinario me reportaba tanto reposo.
-Tengo una idea para tu novela... -susurró, con voz
seductora, pero sus palabras ya no me decían nada. De
pronto me parecieron como el engañoso canto de las
sirenas que sedujeron a Ulises. Mujeres espíritu
aladas, en cuya existencia sólo creen quienes son
capaces de soñar.
-¿Qué hay detrás de la puerta? -pregunté a Piquer,
ignorando deliberadamente a mi hermana.
De nuevo el misterio de la puerta cerrada, tan
inquietante como el de la carpeta cerrada. A menudo
es mejor no saber. El mucho saber aflige al hombre,
había escrito el mismo Salomón. Si no hubiera visto la
sangre filtrarse en el techo, si no hubiera insistido en
saber lo que había tras la puerta cerrada del baño, si
hubiera renunciado a abrir la carpeta... quizás
conservaría el tosco bienestar de los ignorantes. Pero
mi curiosidad no lo toleraba y ahora, una vez más,
necesitaba saber qué había tras la puerta.
-La vida real... -contestó Piquer- Sin sueños, donde la
gente sufre y envejece ¿quieres saber como es?
Acababa de describirme su mundo, la colina gris, el
lugar de donde yo había huido poco después de mi
tragedia jurando no volver nunca. Pero yo sospechaba
que al otro lado había algo más que el mundo que
tanto despreciaba. Sospechaba que aquel más allá
ocultaba el violín y al músico capaz de tocarlo. Y
temía encontrar allí algo terrible, mucho más que un
cadáver sangrante o un expediente clínico. Algo que
me rompería el alma.
-¿Me escuchas? -decía Rosa-, no entres ahí, no podrás
soportarlo...
La voz confortable de la mujer espíritu me invitaba a
seguir soñando, la áspera voz de aquel portero del
mundo cuadriculado, matemático y hostil me sugería
capitular y me invitaba a cruzar el umbral.
Lo que tenía ante mí era una decisión, la más
importante de mi vida. Una decisión como la que tuvo
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que afrontar el príncipe danés (¿Qué es más
beneficioso para el alma...?), entre la pasividad y la
iniciativa, entre la blandura y el coraje. Reparé en los
últimos años de mi vida y me di cuenta de que toda
ella había sido un dejarse ir que en realidad ocultaba
una renuncia a decidir. Sartre había escrito sobre lo
que llamó la cárcel de la libertad. Estamos
perpetuamente condenados a elegir. En cada
momento, en cada minuto. Y sabemos que si elegimos
lo uno es seguro que perderemos lo otro. De ahí que
siempre perdemos. Y de ahí la angustia. Yo, que me
había liberado de aquella cárcel, también debía ahora
elegir.
¿Por qué escuché la voz de mi enemigo, de mi
torturador, y no hice caso a la de mi hermana? Quizá
porque permanecer siempre a la contra, cada minuto
de cada hora, causa una fatiga insoportable. Y yo
estaba cansado de mi guerra permanente con el
mundo.
Me adelanté hacia la puerta como un soldado asustado
que sale de la trinchera, rumbo a la gloria o a la
muerte.
-La verdad te hace daño -proclamó Rosa, en forma de
dramática sentencia que se clavó en mi corazón.
Como el soldado desesperado, como el aventurero
ebrio de riesgo, como el poeta seducido por la cierva
blanca del misterio, crucé por fin el umbral. Sabía que
al abrir aquella puerta iba a encontrar la curación o el
desespero, y sabía que era mi última y definitiva
prueba. Me vi ante otro pasillo. En el fondo, en un
lateral, había un banco corrido donde se sentaban una
mujer y una niña, como si esperaran algo. Como si
me esperaran a mí. Me acerqué despacio hasta poder
estudiarlas mejor, y con un sobresalto, comprobé que
la niña era la misma que había visto por la calle, la que
había encontrado en la red, la misma de mi sueño.
Estaba devolviendo un violín a su funda, con la
naturalidad que da la costumbre.
La mujer, en cambio, me era completamente
desconocida. Sujetaba unas bolsas de la compra y
parecía cansada. Cuando me acerqué, soltó las bolsas,
se puso en pie, diría que nerviosamente, y me dirigió
una mirada cargada de emoción. Tenía sombras
oscuras alrededor de los ojos y arrugas prematuras en
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el rostro. En el pelo, fino y escaso, habían aparecido
las primeras canas.
-¿Cómo estás? -me dijo, con tono inseguro.
No contesté. Me sentía confuso. No la conocía y no
sabía por qué me trataba con familiaridad, ni por qué
parecía tan tensa.
-He venido a decirte algo -añadió-. Quiero pedirte
perdón.
Esto me dejó aún más desconcertado. Miré atrás, a
Piquer, formulando una pregunta muda.
-Es Elena -me dijo.
¡Elena...! Maldije a aquel hombre que desmontaba y
volvía a montar mi vida a su solo antojo. Aquella
mujer, superada por el cansancio, vencida por la
vulgaridad, no podía ser mi viejo amor. No sólo
porque yo mismo la había visto muerta, sino porque
simplemente no era ella. Elena era todo esperanza, y
aquella mujer tenía las ilusiones rotas y parecía ya
decepcionada de la vida.
-Elena está muerta -protesté.
-¿No me reconoces? -respondió ella, como para
contradecirme, y en el fondo de sus palabras creí
percibir cierta dulzura, incluso cierta familiaridad.
Hice el esfuerzo que me pedía para reconocerla, pero
no lo conseguí. Y sin embargo, mi mente volvió a
viajar al pasado, al inicio de mi juventud, cuando ella
dio sentido a todo. Yo estaba en la calle, mirando, más
bien admirando, a Elena, que iba con un grupo de
amigos, todos músicos llevando sus instrumentos.
Parecían felices y compenetrados, y yo sentí tanto
amor y al mismo tiempo tanta envidia...
-Te enamoraste de mí -dijo la mujer-, y yo... yo no
podía corresponderte. Yo tenía mi vida, mis amigos...
No me interesabas nada.
Su tono era de disculpa, como si tuviera que sentirse
culpable de todas mis desgracias personales. Recordé
mi momento de amor, cuando entré en su cuerpo
tierno, cuando pronunció mi nombre, cuando creí por
un momento que las estrellas no giraban alrededor de
la polar, sino en torno a nosotros dos.
-Pero aquella noche... -protesté, y me sorprendí a mí
mismo hablándole a aquella desconocida como si
realmente fuera Elena. Me disponía a reprocharle su
entrega, su amor, su emoción, pero ella no me dejó
terminar.
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-Aquella noche no significó nada -contestó- . Fue sólo
una noche, y tú creíste que iba a ser para siempre.
Fue como si me hubieran sacado toda la sangre del
cuerpo con una jeringuilla. Me sentí débil, tan débil
que creía que no iba a ser capaz de sostenerme, ni de
articular palabra, ni de aspirar aire una sola vez más.
Fuera quien fuera aquella mujer, me traía un mensaje
muy simple, un mensaje que ya conocía y que mi
memoria había tratado de borrar, pero que se mantenía
aún, difuminado, desdibujado, como esas manchas de
sangre de la habitación de al lado que ni el agua ni el
jabón habían conseguido eliminar completamente.
Aquel mensaje era el rechazo.
Nunca había creído posible que Elena se fijara en mí,
ni me atreví a concebir una vida junto a ella. Pero
cuando en aquella noche negra me sintió dentro,
cuando susurró mi nombre blandamente, yo pensé que
mi sino había cambiado y que iba a ser para siempre.
Creí que había llegado para mí el sublime momento de
la consumación y que aquel amor inesperado iba a
hacerme feliz para toda la vida. Para mí había sido una
experiencia en cierto sentido sagrada. Para ella, un
episodio vulgar.
-He vivido mi vida, y no tenía ni idea de que estabas
así... no creía que te había hecho tanto daño -continuó,
con un tono quejumbroso que denotaba, o aparentaba,
verdadera culpa.
Yo simplemente no podía soportar sus palabras.
Aquella mujer estaba allí, hurgando en la herida
abierta, haciendo que doliera como nunca, arrojando a
la basura en un momento toda mi fe, lo más noble e
importante que tenía. No, no lo podía soportar. Me
estaba doliendo.
Llamé a Rosa, pero no acudió. Miré atrás: no estaba
allí. Me sorprendió, pero no a Piquer. Al ver su rostro
de satisfacción comprendí lo que estaba pensando: Si
Rosa no acudía a mi llamada, esto significaba que
estaba empezando a aceptar la realidad y a desechar
mi imaginario, que me estaba curando.
-Mira, quería que supieras... -dijo la mujer.
Al mismo tiempo, me mostró el anillo de plata en su
dedo. Lo reconocí al instante. Era el mismo que había
regalado a Elena.
-Lo he llevado todo el tiempo... Es un recuerdo bonito
-añadió.
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Pero si aquel era el mismo anillo, eso tenía unas
consecuencias dramáticas. Significaba que aquella
mujer agotada y avejentada era efectivamente Elena,
la misma a la que yo había amado en su dulce
juventud, la que había muerto en plena calle bajo las
ruedas de una furgoneta de reparto, o eso creía yo.
Una lágrima resbaló por mi mejilla.
Sentí una pena desconsolada por mí mismo, por mi
juventud malgastada, por el mundo ficticio que había
construido, por toda la vida que había renunciado a
vivir. Pero al mismo tiempo sucedió algo maravilloso:
Me curé. Sé que me curé. Entendí con total claridad
qué es lo que me había pasado. Recordé que era un
muchacho tímido, iluso y virgen, que la noche con
Elena me había transportado a otro mundo y que,
mientras para mí aquel encuentro había sido el
principio de un amor sin fin, para ella había sido una
noche más, algo carente de importancia, que pasa y se
olvida. Recordé que su rechazo me causó tal
sufrimiento que dejé completamente de comer y caí
enfermo, y durante mi enfermedad y mi delirio
concebí una mentira piadosa dirigida a mí mismo:
Elena no me había rechazado, sino que había muerto.
Sólo creyendo firmemente en esta mentira conseguí
sobrevivir. Pero me hice esclavo de ella, dependía de
ella si no quería regresar a aquella pena desconsolada.
Y la mentira se fue afianzando hasta convertirse en
verdad.
Sí, de pronto estaba curado y lo entendía todo. Por fin
estaba preparado para aceptar aquella realidad que
había negado durante doce años. Piquer había tenido
razón. Yo había intentado seguir sus consejos, olvidar
a Elena, caminar sin la ayuda de Rosa, enamorarme de
nuevo. Por eso mi mente había enviado lejos a mi
hermana, me había obligado a valerme por mí mismo
encontrando una casa donde vivir, y había inventado a
Ángela. Eran pasos en la buena dirección, pero yo aún
no estaba preparado para desasirme realmente del
recuerdo de Elena. Por eso Ángela tenía el mismo
rostro que ella. Ángela era Elena y yo había descrito
un círculo, me había liberado sólo para volver al
principio. Había olvidado a Elena, pero había vuelto a
enamorarme de ella a través de Ángela.
Estaba curado, y tenía un buen motivo para no recaer:
Elena no había muerto, pero en realidad sí. Mi
demencia se había transformado en una especie de
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paradójico viaje de ida y vuelta, porque toda aquella
revelación me había servido para darme cuenta de que
la única Elena que me importaba, la que conocí y amé,
ya no existía. Aquella mujer ajada que tenía delante
sólo compartía con ella el nombre. Ella también tuvo
sueños, pero algo debía haber funcionado mal en su
vida y los sueños estaban ya sepultados bajo la
montaña de cemento y hierro. La rutina y el fracaso se
la habían tragado, la habían superado hasta el extremo
de hacerla entregar su propia identidad porque, carente
ya de ideales, era igual a cualquier otra persona, un
ladrillo en el muro, un tornillo en la maquinaria, un
estornino más en la bandada que vuela son descanso,
como alma atormentada que buscara el reposo. Me
estremecí al pensar que podía haberme cruzado con
ella mil veces en la ciudad y haberla ignorado,
abstraído como estaba en el recuerdo de la otra Elena.
Así pues, su rechazo ya no podía causarme más dolor.
Estaba liberado, el experimento de Piquer, que había
movido los hilos para aquel encuentro, había tenido
éxito. Y, junto a la pena por los años perdidos bajo la
sombra de mi propia mentira, sentí un gran alivio,
como si me hubieran quitado de los hombros un fardo
muy pesado, y una gran alegría al haber podido
reconciliarme con el mundo. Por primera vez en
muchos años me sentía en paz. No me importó por qué
ella había llevado una vida desgraciada, ni quise
saberlo. Al contrario, casi me alegré de que ya no
fuera la diosa inaccesible, la belleza sin igual, aquella
muchacha que al tocar el violín desafiaba a la muerte.
El violín. Entonces me fijé en la niña.
-Se llama María -comentó Elena.
-María... -repetí- ¿Es...?
-Es mi hija -completó ella, y me pareció que con
demasiada rapidez, como si le urgiera dejarlo claro.
Entonces una especie de estrella fugaz cruzó mi mente
y una idea audaz se abrió paso con tal ímpetu que en
seguida se asomó a mis labios.
-¿Es nuestra? -pregunté.
Ella bajó la cabeza con un gesto de desaliento.
-Tengo que irme ya... Lo siento -declaró, con
expresión huidiza.
La niña aparentaba doce años. Yo no sabía qué había
hecho Elena en todo aquel tiempo, ni con quién había
vivido, pero no era insensato pensar que aquella
noche, en el puerto, hubiera concebido. Nunca había
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pensado en una cosa así, pero nunca antes había tenido
un sueño en el que ella misma me presentaba como
hija mía a una niña que era la misma que la que ahora
tenía delante.
Miré el estuche de violín.
-Es mío. Estoy en tercero -dijo orgullosamente la
muchacha.
-¿Es mi hija? -insistí, mirando a su madre.
Ella pareció ansiosa. Escondió la mirada y evitó
contestarme.
-No puedo seguir aquí... Vamos María.
Tomó la mano de la niña y se dirigió al banco para
recoger sus cosas.
-¿Es mi hija? -repetí.
María volvió la cabeza para mirarme, y era la misma
mirada, la misma expresión, que en mi sueño, cuando
Elena le había dicho saluda a tu padre.
"Es cierto, es mi hija", me dije, y me lo repetí cien,
mil veces, mientras una sombra negra y ardiente caía
sobre mí. Yo siempre había tenido la mente frágil. No
soportaba los contratiempos y las decepciones. Me
causaban tal sufrimiento que fingía ignorarlos, o
directamente los negaba. Es una técnica que me había
enseñado el psicólogo infantil, pero con la que yo
había llegado demasiado lejos. Poco a poco la
negación me había obligado a inventar una verdad
paralela, una verdad falsa, pero vivida como
verdadera.
Acababa de vivir el contratiempo más serio de mi
vida, tener una hija y haberlo ignorado durante doce
años. No haber podido tenerla en mis brazos, acunarla,
bañarla, escuchar sus primeras palabras, enseñarla a
caminar. Tener una hija y no poder verla nunca más.
Tener una hija que dentro de poco sería la viva imagen
de lo que fue su madre, con su larga cabellera negra y
su violín a cuestas, y no poder verla transformarse.
¡Cómo afrontar esa frustración! ¡Cómo aceptar que mi
niña se marchara y yo no pudiera verla nunca más!
¡Cómo describir el dolor que sentí, cual si rompieran
mi alma en mil pedazos!
Un sentimiento desplaza a otro. El miedo intenso
expulsa a la tristeza. El dolor prevalece sobre la paz.
Mi paz recién obtenida se había marchado. Mi dolor,
negro y rabioso, mi angustia recién llegada, mi furia
apenas contenida, acababan de pisotearla apenas
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nacida. El dolor amenazaba con matarme.
Simplemente no era capaz de soportarlo.
Elena ya se disponía a marcharse con mi hija, y mi
angustia se hizo tan aguda que hice lo único que
estaba en mi mano, lo mismo que había hecho en los
últimos tiempos cuando necesitaba serenarme. Volví a
llamar a mi hermana, y esta vez apareció por el fondo
del pasillo, llegó junto a mí y me apretó el brazo en
señal de apoyo. Me sentí como anestesiado.
Entonces miré a la madre y su hija, y de pronto vi a
dos extrañas. Como para afirmar esa sensación,
estudié la foto de Elena joven y la comparé con la
mujer envejecida que tenía delante.
-Lo siento, estoy confuso. Elena murió... Pero el
amor... Sigue -murmuré.
-¿Por qué...? -contestó aquella mujer- Ha pasado toda
una vida.
¿Por qué? Yo no podía improvisar una explicación.
Era demasiado complicada y sobre todo demasiado
intensa. Entonces tomé una decisión inesperada.
Entregué a la extraña mi viejo libro de poemas de
Pedro Salinas. Con ello quizá sólo quería contestar a
su pregunta, o quizá una parte remota de mí aún la
creía la única, auténtica y amada Elena, y aspiraba a
que conservara algo mío.
-Página 128... Está subrayado.
Me di la vuelta y regresé junto a Rosa. Ella me sujetó
para ayudarme a caminar, porque las piernas me
temblaban, y juntos avanzamos pasillo atrás, hacia la
lóbrega estancia de interrogatorios, y más allá, al
pasillo penumbroso donde me esperaba mi celda y una
reclusión de por vida. Era mi último viaje hacia mí
mismo, muy dentro de mi propia alma, hacia el rincón
oscuro donde debía permanecer agazapado, como el
animal asustado y atrapado que era, sin permitir que ni
la luz, ni los hombres, ni el dolor me descubrieran
nunca.
Pero antes de cruzar de nuevo la puerta, miré atrás. La
mujer había abierto el libro.
-¿Qué pone, mamá? -preguntó la niña.
Ella leyó en voz alta.
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La niña miró a su madre.
-¿Qué quiere decir?
No me quedé a escuchar la respuesta. El diálogo entre
dos extrañas no tenía por qué importarme. Yo me
debía sólo a Elena, mi amor perdido, y a mi hijo que
nunca llegó a nacer, y caminé despacio hacia la
tiniebla, donde me aguardaba su resplandeciente
recuerdo.
Fue entonces cuando escuché aquella palabra. Resonó
a mi espalda y pareció llenar todo el pasillo de luz.
Me pareció la palabra más dulce del mundo y sentí
cómo aquella simple palabra me empujaba fuera de mí
mismo, más allá de mis propios muros, muy lejos de
mi ciudad del alma, atrayéndome hacia aquel mundo
de los hombres.
Me giré y vi cómo la niña se acercaba hacia mí a lo
largo del pasillo. Miré de soslayo a Rosa, pero no
estaba.
-Papá...
Mi hija repitió la palabra y sentí que me sumergía
gozosamente en la vida.
FIN
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