RK16 Ho Serrano Sánchez
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RK16 Ho Serrano Sánchez
1. Al respecto, Hernán Rodríguez Castelo señala que "En LosSangurimasy Don Goyo la no-
vela del realismo social nos había dado ya estupendas figuras masculinas, y otras venCrían
después en Juyungo,«LA TIGRA»: «TAN VIVA COMO
La espina, Segunda uida y El cbutta Romero y F'lores. pero como he-
UN PEZ
roína de novela, Baldomera está, yEN UNA
hasta ahora,REDOMA))
poco menos que sola. (Esa Tigra, admi-
rable, de José de la Cuadra no desbordó las mediclas del relato corto, lo cual no obsta a
que haga par con la mulata de Pareja en un retablo casi desierto),. "Balclomera, gran figu-
Raúl Serrano Sánchez
ra femenina del realismo social ecuatoriano,, introducción a Alfredo Pareja Diezcanseco,
Baldomera, Biblioteca de Autores Ecuatorianos,vol. 76, s.r., Ariel, s.f., p. 9.
2. Una de las conquistas a favor de la mujer que logró la revolución liberal fue la opción clel
matrimonio civil y el divorcio que hasta entonces eran manejados como parte de las rela-
ciones de poder por la lglesia Católica. Según el historiador Enrique Ayala Mora: .Luego
de haber sido presentado en varias legislaturas anteriores, en 7902 el Congreso aprobó una
ENleyTORNO A UNA VISIÓN:
que establecía eI matrimonio civil, el divorcio. Cuando el proyecto era discuticlo en las
MUJER
cámaras,y SOCIEDAD
los obispos del EN LOS
Ecuador 30
se lanzaron en una campaña de agresiviclad sin prece-
dentes para impedir su aprobación. El matrimonio, decían, es un sacramento v está den-
tro de la exclusiva competencia de la lglesia, se intenta, 'autorizar el concubinato públi-
Los(Historia
co'". narradores del «Grupo de Guayaquil» supieron darle a la mujer, co-
de la reuolución liberal, Quito, Corporación Editora Nacional, 2002, 2a. ed.,
personaje novelístico, un papel y dimensión sorprendente, l sobre todo por
mo pp.304-30).
el hecho de que a través de esas mujeres ellos no solo que transmitieron la no-
ción que respecto a ellas se tenía posterior a la revolución liberal de 1895,2 que
en términos jurídicos no varió tanto, sino que su tratamiento no se quedó en
lo esquemático y convencional, esto es, en pretender por el hecho de estar in-
mersos en una cultura, en una sociedad donde el machismo es un fenómeno
1. Al respecto, Hernán Rodríguez Castelo señala que "En Los Sangurimas y Don Goyo la no-
vela del realismo social nos había dado ya estupendas figuras masculinas, y otras vendrían
después en juyungo, La espina, Segunda vida y 1:-1 chulla Romero y Hores. Pero como he-
roína de novela, Baldomera está, y hasta ahora, poco menos que sola. (Esa Tigra, admi-
rable, de José de la Cuadra no desbordó las medidas del relato corto, lo cual no obsta a
que haga par con la mulata de Pareja en un retablo casi desierto)- .• Baldomera, gran
ra femenina del realismo social ecuatoriano-, introducción a Alfredo Pareja Diezcanseco,
Baldo mera, Biblioteca de Autores Ecuatorianos, vol. 76, s.!., Ariel, s.f., p. 9.
2. Una de las conquistas a favor de la mujer que logró la revolución liberdl fue la opción del
matrimonio civil y el divorcio que hasta entonces eran manejados como parte de las rela-
ciones de poder por la Iglesia Católica. Según el historiador Enrique Ayala Mora: "Luego
de haber sido presentado en varias legislaturas anteriores. en 1902 el Congreso aprobó una
ley que establecía ef matrímónio civil, el divorcio. Cuando el proyecto era discutido en las
cámaras, los obispos del Ecuador se lanzaron en una campaña de agresividad sin prece-
dentes para impedir su aprobación. El matrimonio. decían, es un sacramento y está den-
tro de la exclusiva competencia de la Iglesia, se intenta, 'autorizar el concubinato públi-
CO'n. (Historia de la revolución liberal, Quito, Corporación Editora Nacional, 2002, 2a. ed ..
pp. 304-305).
172
que la constituye y expresa,3 darnos personajes qUe no pasaban de ser sujetos
mirados, contemplados desde fuera, que es precisamente uno de los factores
que reproducen ciertas posturas ideológicas Y políticas respecto a la mujer,
que, en el caso de los novelistas del «Grupo de Gllayaquib>, no solo tiene que
ver con la mujer de la urbe sino también con la desplazada, la del campo, la
montuvia y la chola, esta última proveniente de la zona del manglar, de las is-
las. Además, recordemos que para la década de 1930 en que irrumpe la obra
de estos autores, en el Ecuador persistía una legislación (de enorme resonan-
cia machista) que atentaba contra la mujeC, a tal grado que la reducía a obje-
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9to de propiedad; cuerpo legal que le otorg;aba al hombre «derechos>} que sin ElHS:;T
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ello, en un artículo de 1932 publicado en el diario El Día de Quito, el siem-
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le ama; ahora que no se conquista a la mujer por la fuerza, sino con un clavel en
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jeres no -.á. cesan de luchar.
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mujeres de las que se ocupan Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Al-
Pareja Diezcanseco, Demetrio AguiJera Malta, y, el «mayor de los cin-
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^ este hecho, el sociólogo Hernán Reyes A., observa. "Así, el machismo no es s(,I"
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3. Sobre
una mera ideología sino todo un discurso que estandariza y homologa a sujetos dispares
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n sí con el fin de subordinarlos. No sólo tíene imp'l.ctos negativos sobre las mujeres
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sino-¡ sobre otros hombres subordinados. No sólo está relacionado con la sexualidad _sino
con la política y las identidades sexuales umbién"- "RelaCIOnes de género y machismo: en·
tre el estereotipo y la realidad", en Íconos: revista de r1c,cso Ecuador, No. 5, Quito, agos·
to 1998, p. 93.
4. Pablo Palacio, -La propiedad de la mujer", en Marb del Carmen Fernández, El realismo
ahierto de Pahlo Palacio en la encrucijada de iriS 30, Quito, Librimundi, 1991, pp. 447-+1~
5. Cfr. Alfredo Pareja Diezcanseco, "El mayor dc l¡lS cinco.. (19'58), prólogo a las Obras conl
173
tuoso del arte de contar, anticipador del realismo mágico latinoamericano del
siglo XtX y protagonista, junto a Pablo Palacio y Humberto Salvador de la van-
guardia literaria del 30, tiene y no que ver con esa mujer de la realidad a la que
ellos trataron en su otlcio de vivir y de reinventores de otras realidades, con las
que convivieron en el tráfago, la vorágine de la noche o la desolación de esos
pueblos abandonados por Dios y a veces también por el diablo. ~lujeres de
carne y hueso, a las que no traicionaron desde su honradez intelectual y de
creadores al llamarlas «hembras», porque en medio del trópico no era un in-
sulto sexista, solo otra dimensión, cargada de esa intensidad que el cuerpo en
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el calor9 de la selva o del asfalto provoca. No traicionaron a esa mujer porque,
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\ su obra donde hay una lectura, nada compasiva, ni recargada de
esa grandilocuencia que una retórica seudopolítica y limitada del momento su-
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manipulaban ese discurso que no pasó de mirar -ahí sí mi-
a la mujer, convencidos de que primero había que derrocar
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sujetos, del juego político y social: las mujeres de todos los niveles,
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no oculta*Y. -- sux- asombro de los logros que De la Cuadra consigue al estructurar
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como las que protagonizan «La Tigra»:
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Al mover estas tres mujeres y sus aventuras, ha logrado De la Cuadra una pe-
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dar por entre ella con soltura, fuera suficiente merecimiento, pero, a más, el autor
demuestra.i\ en este cuento-novela un conocimiento admirable de la total condición
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tegoría universal de lo irónico.
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Yo, a o-la verdad, no he leído nunca en literatura nativa una mejor presentación
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de la conducta femenina sádico-masoquista, ni tan bella ni tan magistralmente
más fidelidad la imagen del baile montuvio, a pesar de la lubricidad de algunas es-
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cenas y uno ñ' que otro exceso explicable por la época en que el relato fue hecho. 6
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literatura, el estatuto
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Mérito mayor para esa novelística es preservar, como sucede en toda gran
de profética, de anticipadora. Estimo que muchos ele-
méntos a nivel¡ sociológico, antropológico y político, subyacen en esas histo-
PERSONAJES DESNUDOS
7. "La Tigra- se incluyó por primera vez como parte del cuentario Horno, en la segunda edi-
ción realizada por Ediciones Perseo de Buenos Aires en 1940 con prólogo del vanguardis-
ta Carlos Mastornardi. dentro de su Colección América. La edición que manejamos es la
que consta en la no superada Obras completas (prólogo de Alfredo Pareja Diezcanseco;
recopilación, ordenación y notas de Jorge Enrique Adoum), Quito, Casa de la Cultura
Ecuatoriana, 1958, pp. 415-447.
175
listas en donde ese actante (travestido de mujer, en la metáfora) es capaz de
sentir, pensar, desear, reaccionar, cuestionar, condenar, maldecir, llenarse de
lujuria, reivindicar su cuerpo, su sexualidad silvestre, su género, a partir inclu-
so de los temores heredados o impuestos por todo un aparataje ideológico del
que es víctima desde la familia, la iglesia, la escuela, el trabajo, la ciudad o el
ámbito en donde esa mujer respira; un personaje que ahora se equivoca, que
no oculta su pureza instintiva y su condición de animal puro, que busca en
medio de la desazón de la derrota, del desprecio generado por quienes osten-
tan el poder, que no solo es el patrón, también el cura, el milico, el jefe polí-
tico, el maestro de escuela, el revolucionario sin escrúpulos, e incluso su hom-
bre (el amante) con quien puede acceder al goce en tanto este es entendido
(de ahí lo vital, lo que implica como elemento interpretativo de un discurso
que no solo se contentaba con «contar», sino con condenar) como el puente
«natural», obvio para encontrarse con el otro, convivir, establecer una alianza
en la que la paz puede ser sinónimo de resignación obscura, secreta; de con-
tenerse frente a los abusos que ese deseo ha desintegrado al convertir la con-
vivencia y el amor (en los cuentos de De la Cuadra y Gallegos Lara esto es una
constante) en una institución donde los derechos del más fuerte se imponen
(todo el cuerpo legal de la época a la que nos remiten sus textos era diferen-
te, reaccionario, absolutamente masculinizado; no creo que en la actualidad,
ya en la práctica, las variantes sean mayores), donde las razones del amor pa-
san a un segundo plano porque -dialéctica perniciosa- la sociedad andro-
céntrica así lo ha sugerido, así lo entiende, así se explica y «funciona».
Por ello es valedero que los personajes mujeres recreados por Gil Gilbert
en Yunga, Alfredo Pareja Diezcanseco en Baldomera, Aguilera Malta en el
cuento «El cholo que se vengó» que forma parte del libro Los que se van
(1933), donde propone una diapositiva de la visión del hombre que al «ven-
garse» solo reconoce su condición de pérdida, de autoexiliado a ese infierno
en el que no sabe qué lo espera con su masculinidad doblegada; así mismo Ga-
llegos Lara en «Era la mama», donde la mujer que ha ofrecido cobijo en su
cuerpo al extranjero, al foráneo de su vida, luego tiene náuseas de saber que
con quien compartió el placer es el asesino de su hermano; o las mujeres alu-
cinadas y alucinantes que habitan cuentos de José de la Cuadra como «Sangre
expiatoria», donde Macaria Pano, mujer hombruna, según el narrador, tiene
que beber de la sangre de un inocente efebo, de raza indígena, para superar
los estragos del tiempo, o seguir vagando en su locura; o «La solterona», his-
toria de Genara Frugone (expresión de una de las variantes del mestizaje: su
padre es italiano, su madre una mulata) debe callar su «pecado» de amor en
homenaje a los prejuicios y convencionalismos de una sociedad que, intoleran-
te y mojigata (sin duda por conveniencia y convicción), no le disculpará haber
tenido relaciones con el padre Malatesta, por lo que el narrador apunta:
176
Como un problema ya sin posible solución, quedó ignorado para siempre en-
tre las viejas y deslenguadas comadres de la cuenca del río Caracol, el por qué Ge-
nara Frugone murió solterona. 8
Por otra parte, sépase bien que la insistencia en lo sexual proviene, sin duda,
del primitivismo de la sociedad montuvia, no depravada, pero sí sumida aún en las
fuentes naturales de la vida: incesto, amor con forzamiento, lucha fisica para el pla-
cer, travesura constante y burla agria de la sensualidad ... 9
COMPROMISO y AUTENTICIDAD
Sabemos que gran parte de los autores del 30, excepción de un Pareja
Diezcanseco, adscribieron o simpatizaron con el marxismo que para entonces
era un fantasma que recorría América Latina; difusión a la que contribuyó el
peruano José Carlos Mariátegui con su mítica revista Amauta (1922).
Todos fueron hijos y testigos de eventos históricos brutales como la ma-
sacre de trabajadores y pobladores del puerto de Guayaquil del 15 de noviem-
bre de 1922, obra de un decadente y supuesto gobierno liberaL Unos niños,
otros adolescentes ya, participaron de esos combates en donde las mujeres
(Pareja Diezcanseco lo recrearía excelentemente en la novela Baldo mera ) tu-
vieron un rol que de muchas maneras se les escamoteaba. Ellos fueron testi-
gos oculares de los abusos de una clase -grupos olígárquicos- surgidos de
la nueva realidad política que forjó la revolución liberal de 1895; testigos de
la perversidad de banqueros que no se diferencian, en mucho, de los posmo-
dernos de ahora. Asistieron a los hechos de la revolución juliana de 1925 li-
derada por la oficialidad joven del ejército, que se da como reacción a un am-
biente político y social viciado de múltiples arbitrariedades. Por tanto su pala-
bra, la escritura de esos adolescentes aún, se mezcló, fusionó, de esa fuerza que
una crisis, un tiempo nuevo, debía provocar. Los que se van: cuentos del cholo i
el montuvio es un libro fundacional porque por primera vez en el Ecuador la
literatura dejaba sus ropajes de solemnidad y aristocrática pureza, para conver-
tirse en instrumento, arma (sin renunciar a su condición primigenia de ser ar-
te) de aquellos actores que en su mayoría eran parte de esas cruces que flotan
en el mar de una memoria que se pretendía, y pretende, minimizar o conver-
tir en pasto del olvido.
De la Cuadra fue militante de Partido Socialista Ecuatoriano (PSE) fun-
dado en Quito en 1926; tener como profesión la abogacía le permitió estar en
litigios varios junto a los «pobres de la tierra» con quienes echó, según el de-
cir martiano, «su suerte», que lo llevó a enfrentar a gamonales y estafadores
crápulas. El guayaquileño, igual que el peruano José María Arguedas (le suce-
dió con los indios, a quienes se vinculó por una maldición que Arguedas ter-
minó agradeciendo de por vida a su madrastra) conocía el alma, esa parte de
claroscuro que es la de todo hombre, en este caso la de montuvios y montu-
vias del litoral a los y a las que en todo instante (su magistral ensayo El mon-
tuvio ecuatoriano [1937],10 está en esa dirección) reivindicó sin demagogia,
sin caer en falsas y fatalistas posturas de «salvador» o de liberador de quienes
10. Cfr. José de la Cuadra, El montuvio ecuatoriano, edición crítica de Humberto E. Robles,
Quito, Universidad Andina Simón Bolívar I Libresa, 1996.
178
supieron confiarle no solo sus líos con la ley, sino la poesía de su mundo se-
creto, silvestre, inocente; pero también brutal, sin que esa brutalidad tenga
que ser entendida como sinónimo de barbarie, sino como parte de un corpus,
de unos códigos que conforman la cultura, la de ellos y la nuestra, de los hom-
bres del campo del litoral. Su militancia política no le impidió a De la Cuadra
(no pecó de dogmático) ver su entorno con criticidad. Paisaje en que el mon-
tuvio y su pareja convivían; las estafas de las que eran objeto, de cómo los
«blancos», los que venían de la ciudad «civilizada», se aprovechaban de su ino-
cencia, lo suficiente como para llamarlos «salvajes» cuando les convenía o «ig-
norantes» (categoría propia del discurso hegemónico, civilizador) cuando les
resultaba favorable. Criticidad (en la vida cotidiana De la Cuadra era, al decir
de Benjamín Cardón, un sujeto «gratísimo al diálogo, despacito y circunspec-
to, desparramaba su agudeza crítica, honda de comprensión y, casi siempre,
implacable de severidad»)l1 que lo llevó a descifrar, quizá dentro de las repues-
tas de Mariátegui, a esos hombres y mujeres; asimilar, desde el respeto, o sea
desde el reconocimiento de las diferencias y las particularidades, al otro. Por
ello, la literatura de José de la Cuadra no buscó «explotar» como lo hubiera
hecho un aprovechado farsante lo que esas criaturas le compartían, le provo-
caban y le incitaban. Quizás el viaje del escritor por esas geografias es el pri-
mero, junto al que emprenden sus contemporáneos, a ese Ecuador hasta en-
tonces inédito, que los escritores del siglo XIX no pudieron, excepción de los
costumbristas, y entre ellos, ya entrado el siglo XX, José Antonio Campos,
percibir ese «país secreto» (hay que destacar que en el proyecto intelectual y
político de De la Cuadra, la idea de país o nación es integradora, sin que esto
implique dejar de reconocer lo que de heterogéneo y diverso convive en esa
«comunidad imaginada» )12 poblado por mujeres que solo saben del amor por
las lecciones heredadas, por lo que los fantasmas de su imaginación y de la no-
che, la carne, les transmiten. Un «país secreto» que se reencuentra con el otro
a través no necesariamente de quienes se creían con derecho, como los con-
quistadores españoles, «sus ancestros» naturales, casi divino a imponer la ex-
cepción, la exclusión, como repudio a lo «popular», a 10 «bárbaro», 10 no-ele-
gante; cuando es, precisamente, eso no-elegante, poco decente, marginal, 10
que nos ha ido acercando a otra idea (el de la diversidad) del país, en el que
tampoco podemos condenar o desterrar a quienes, algunos como los poetas
11. Benjamín Carrión, El nuevo relato ecuatoriano [1958J, en Obras, Quito, Casa de la Cultu-
ra Ecuatoriana, 1981, p. 435.
12. Cfr. José de la Cuadra, ,Personajes en busca de autor-, en Obras completas. En este ensa-
yo, de 1933, De la Cuadra anota lúcidamente lo siguiente: ·Pero una y otra literatura, por
mucho de sus fines distintos, contradictorios. coinciden en atraer al personaje nacional.
Entienden que siendo más regional se es más mundial, como siendo más inmediatamen-
te humano se es universal-, p. 966 (La cursiva es nuestra).
179
modernistas, llamados «decapitados», son parte de la tradición literaria, y os-
tentaban un origen social o de clase elitario.
Esa sed, ansiedad por transformar el mundo, la sociedad de su tiempo, lo
llevó a De la Cuadra a proponer una literatura que definió como de «protes-
ta y denuncia», con la que pretendía desplegar una estética o contradiscurso
que resistía al «feísmo y al arte por el arte» como expresiones de la cultura bur-
guesa;13 e incluso estaba convencido que «Sólo la realidad, pero nada más que
la realidad. Es el lema nuevo».1 4 Hecho que en ningún momento influyó pa-
ra que De la Cuadra planteara el cartelismo o lo panfletario como salidas.
Su postura estética no hace concesiones a nada. Sabe que a la hora de la
escritura, el arte, la literatura, con todos sus enigmas y sus «más allá», que des-
bordan lo ideo-político, es lo que se impone. De ese propósito, nos dan cuen-
ta sus cuentos y sus «novelinas» más celebradas; lo que ellas expresaron en su
momento, lo que suscitan a nuestros sentidos actuales es lo que el arte autén-
tico -solo él puede generar-: polisemia, hermenéuticas entrecruzadas, deci-
res y paradojas, equívocos posibles, certezas que vamos redescubriendo con-
forme nos adentramos a ese bosque en que los elementos del monte, de ese
reino que la civilización, un mal aplicado y entendido progreso, llevaron a que
se convierta en tierra baldía. 15 Vale preguntar: ¿qué queda de ese universo?,
¿dónde se fueron a morir, a renacer esas Tigras, esos coroneles imponentes y
macizos como el matapalo llamados Sangurima?, ¿dónde están con su lengua-
je hoy vulnerado, violentado, por una televisión o modernización insensible
que les arrebató el habla? ¿Dónde están todos ellos?
Habrá que darles la razón a los que firmaron ese insolente libro iniciático:
Los que se van; pues en verdad que los montuvios se han ido «pa'el barranco»,
o sea a ese pozo relativo del olvido. Si bien se fueron de un escenario, resuci-
taron en otro: el de las palabras y la ficción.
Es bueno saber que de todo ese mundo, esos fantasmas, esas mujeres que
en su hora, en su medio, con su condición de supuestas salvajes impusieron su
voz, su presencia venciendo muchos obstáculos ante o junto a esos hombres
que «el olor a cacao» les llega como el perfume del cuerpo amado; sí, es bue-
13. Cfr.•¿Feísmo? ¿Realismo?, en Obras completas, pp. 971-974. Este artículo data de 1933, y
es una suerte de poética respecto al proyecto intelectual y escriturario de J de la Cuadra.
14. Cfr. José de la Cuadra, .Enrique Gil Gilbert, el autor de Yunga», en Obras completas, pp.
804-808.
15. Benjamín Carrión advirtió en su momento como en la cuentística del guayaquileño lo pro~
pagandístico no afecta a lo estético: .y es por eso que la narrativa de José de la Cuadra
es capaz de llegar más lejos y más hondo en su papel de influenciadora en lo social: no
descubre el juego propagandístico -si es que lo hay-; solamente cuenta, con tanto ve~
rismo, con tanta 'documentación humana', que las escenas narradas van apareciendo con
facilidad extraordinaria ante el lector, en lo visual, en lo auditivo, en lo olfativo y en lo
táctil-o El nuevo relato ecuatoriano, op. cit., p. 438.
180
no saber que nunca se fueron a pesar de que hubo quienes (sobre todo en la
década de 1960) en ejercicio de un parricidio arbitrario y explicable dialécti-
camente, quisieron matarlos. Sucedió que fallaron porque todo ese mundo es
parte de nuestro presente (de una memoria en permanente muda) a través de
una escritura que como «La Tigra» nos transmite otras versiones no de la su-
puesta realidad de entonces, sino de esas realidades, llámense verdades, que
siempre han estado aquí vestidas de mentira, aguardando como tigras que sa-
ben que su hora siempre estuvo y está en medio de su reino, nunca fuera de
él ~
Lo supo De la Cuadra. Por eso, para entrar al universo de una novela cor-
ta (eso de novelina como que suena a desdén) como «La Tigra»,16 merodear
en torno a sus símbolos y simbólica, a su armado, hay que recordar lo que,
con olfato y estrategia de gran fabulador, el autor nos advierte:
Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir -diré como
en el aserto montuvio-. Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del
Ecuador -¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?- se alojaron alguna vez en
cierta casa de tejas habitada por mujeres bravías y lascivas ... Bien; ésta es la nove-
lina fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma;
solo el agua es mía; el agua tras la cual se las mira ... Pero, acerca de su real exis-
tencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir. 17
De la Cuadra, como sucede con los artificios narrativos de Borges, nos es-
tá «recordando» que lo suyo no es un invento (efecto de negación, poner en
duda lo ficcional y el estatuto de 10 «real»); que la historia de la Tigra como
tal, lo sugiere, no lo dice, le fue referida, y que el agua en que se mueven con
su drama los personajes, esto es, su mediación como narrador, es lo único que
le pertenece. Sin duda todos sabemos que eso y todo 10 demás es de su cose-
cha, pero como se trata de un diestro narrador, o sea un gran demiurgo, inau-
gura muy bien su mentira, aunque, para que los hechos narrados no se caigan
16. Sin duda que -La Tigra- es una novela corta, aunque su autor la llamó ·novelina fugaz •. So-
bre esto, es interesante lo que Alfredo Pareja Diezcanseco anota: .La TíRra es una novela
corta, una novelina con todas las exigencias del género», op. cit.) p. 82 (Las itálicas son
nuestras). Sobre la novela breve, cfr. el ensayo de V. Shklovski, -La construcción de la
'nouvelle' y de la novela-, en Tzvetan Todorov, edit., Teoría de la literatura de los Jorma-
listas rusos, México, Siglo XXI, 1980, pp. 127-146.
17. José de la Cuadra, ,La Tigra·, en Obras completas, p. 415.
181
18. Cfr. Humberto E. Robles, Testimonio y tendencia mítica en la obra de José de la Cuadra,
Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976, pp. 174-182.
182
animales y con sus desmontes como necesitan. Talan las arboledas que requieren.
Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto. 19
En este territorio (sucede con «El Miedo», los dominios marcados por
Doña Bárbara) las leyes de los hombres de afuera y adentro no cuentan. En su
ámbito la única palabra, la única ley válida, es la que dicta e impone la Tigra.
Desconocimiento y legitimación del mundo de afuera, al que no se pertene-
ce; mundo «civilizado» que mandó a los asesinos de sus padres y al hombre,
el clarinetista que le revela lo inesperado e incluso cruel que tiene paradójica-
mente el amor, que en Ña Pancha resucita su desprecio (evidencia de un re-
gionalismo que históricamente pesa de forma negativa) a los serranos, y que
amenaza con alterar el orden impuesto por la Tigra.
Ante el orden manejado (es la década de 1930) por hombres cuyas ambi-
ciones y apetitos de toda laya los lleva a perder la sensibilidad, está el contra-
orden de quien por sus arrestos, su temple, por haber sido capaz de enfrentar
sola a cinco ~~salmados y dar rienda suelta a sus pasiones y alutinaciones, se
ha impuesto entre los que la conocen como referente de respeto. No olvide-
mos que «Ella era la hija mayor de papá Baudillo, el más hombre entre los
hombres, y de mamá Jacinta, la mujer más mujer ... ».20 Los ancestros de la Ti-
gra son de una fortaleza equitativa: el padre (gran macho) y la madre (mujer
de una sola pieza) tienen lo suyo, no hay desnivel, por tanto ella es la síntesis
perfecta de ese valor, de ese temple y audacia que la han tornado un mito, una
leyenda. ¿Equidad de género?
Es muy interesante recordar cómo las define el narrador, que, insisto, no
tiene la «mirada» de quien pretende otorgar en función de una supuesta su-
perioridad o concesión falsa, los reconocimientos, los méritos de aquella que
es vista como sujeto diferente y no como parte del eufemístico «sexo débil»:
Sí, no solo se trata de mujeres bellas, sino que, como Doña Bárbara, tam-
bién son «hembras soberanas», o sea que no estamos frente al trazado de la
mujer que solo destacaba (la sociedad burguesa aún lo mantiene como «valor»
Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega aguardiente. Gusta de hacer es-
to alguna noche de sábado, cuando el peonaje, de la paga, se mete a be-
ber en la tienda que las mismas Miranda sostienen en la planta baja de la casa-de-
tejas. 24
33. Cfr. Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Caracas, Biblioteca Ayacucho, vol. 18, 1985, 2a. ed.
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Sin duda que las coincidencias,34 en algunos aspectos de la Tigra y Doña
Bárbara, la «dañera», las ponen en el mismo andarivel a compartir una visión
en la que la negación de lo civilizatorio es la forma de resistir a nuevas formas
de sometimiento y control, ante lo que ellas se resisten desde su condición de
vampiresas que, en el caso de Doña Bárbara, prefiere perderse, asumir su con-
dición de fantasma una vez que cede ante los desplantes de Santos Luzardo,
el hombre que pudo haberle cambiado la vida, pero que convertido en el ele-
gido de su hija, prima de Luzardo, prefiere refundirse en el enigma de un rei-
no que para preservarlo solo le es posible en el mito. Mientras que la Tigra no
cede, sabe que la llegada de los invasores civilizados la llevará, 10 hace Santos
Luzardo, a establecer límites, clavar estacas en su zona sin fronteras, tierra que,
como su cuerpo y sus deseos desatados, no tiene límites ni limitantes.
Una diferencia clave entre la novela de Gallegos y la del ecuatoriano es
que mientras en el uno la dicotomía civilización y barbarie es una dualidad
complementaria, en el caso de la Tigra esa preocupación es asumida como la
defensa de un universo, desde su subjetividad y sexualidad (encuentro y de-
sencuentro de otras pasiones como la venganza y el derecho a ser diferente),
que no puede ser hollado ni mellado por quienes pretenden, a cuenta d~ im-
poner la ley de la razón, que es el poder colonizador, civilizador, con lIna fuer-
za brutal de la que la Tigra en su hora, como Doña Bárbara, fue víctima, y la
única forma de salvarse y evitar perderlo e incluso que la última de las inocen-
cias le sea arrebatada (encarnada en su hermana Sara) es resistiendo. Otra di-
ferencia a considerar es la forma como la Tigra accede al gozo, que, al contra-
rio de Doña Bárbara, no se produce como resultado de pócimas y fórmuhs de
brujería (nivel mágico). Ese gozo carnal es en «La Tigra» un ágape, ritual y
ceremonia que el narrador no solo que describe o sugiere, sino que la prota-
gonista lo vive a plenitud. Erotismo (acto transgresor que en la narrativa de
De la Cuadra, como en la de los otros autores de la generación del 30, obe-
dece a esa «lascivia» que hace de los cuerpos fuente de revelaciones y equívo-
cos) que en la Tigra, como en su hermana Juliana, es parte de esa ley que con-
vierte a «Las Tres Hermanas» en el paraíso donde lo «salvaje, lo bárbaro») no
es resultado ni parte de pactos para darle la razón a los civilizadores, quienes,
a veces son militares, otras los agentes de la ley; en ese ámbito vital solo son
marionetas de quien con su cuerpo y su palabra decreta lo que debe ser y ha-
cerse en el «reino de este mundo», no en otro.
34. Al respecto Abdón Ubidia, en su ensayo .Aproximaciones a José de la Cuadm· [La Bufan-
da del Sol, Nos. 9-10, Quito, febrero 1975, pp. 36-44], establece algunas coincidencias en-
tre estos dos personajes. Pero a la vez destaca que .<el mito de la marimacho, que a nues-
tro entender, era una figura muy firmemente enraizada en el inconsciente de los latinoa-
mericanos, en una época en la cual América no dejaba de ser una gran selva opuesta te-
nazmente a la civilización-, p. 43.
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Si bien la Tigra es heredera de una u otra manera del mundo civilizado,
no es menos cierto que a partir de que funda su territorio se divorcia de él;
ahí, paradójicamente, ciertos actos pueden ser penados o condenados como
«inmorales» o simplemente contrarios a la normativa burguesa establecida,
mientras que en el reino de «Las Tres Hermanas» ellas encarnan su peculiar
manera no solo de ver las cosas, sino de asumir la vida y de plantar otra ética.
Hecho y ejercicio donde la libertad, en algunas de sus variantes y posibi-
lidades, deja de ser una invocatoria para ser no una realidad sino una constan-
te tentación, un estado permanente de búsqueda e inconformidad del que un
autor como José de la Cuadra sabía que en las palabras, en la mentira certera
de la ficción -esa «agua» tan «viva como un pez en una redoma»- al menos
siempre será, es posible, configurar. -:-
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA