La Gobernadora - Mario Escobar

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Beatriz

de Bobadilla y Ulloa (1462-1504) fue una de las mujeres más


influyentes de su tiempo y, sin embargo, hoy es una gran olvidada. Amante de
Fernando el Católico y Cristóbal Colón, llegó a ser gobernadora de las islas
de La Gomera y El Hierro.
Mario Escobar ha novelado con maestría la increíble y aventurera vida de esta
mujer que contribuyó a la conquista de Canarias y que destacó por su
crueldad, belleza y pasión. Con apenas veinte años, llegó a la corte de los
Reyes Católicos apoyada por su tía la marquesa de Moya. Su extraordinaria
belleza pronto la convirtió en el objeto de deseo de los hombres más
poderosos de su tiempo. Incluso el rey Fernando quedó tan prendado de ella
que la reina Isabel y la marquesa de Moya tramaron un plan para sacarla de la
corte: casarla con Hernán Peraza, quien estaba al frente de la conquista de La
Gomera.
Beatriz nunca olvidó a todos aquellos que la utilizaron y durante toda su vida
buscó venganza, usando a Cristóbal Colón y otros hombres poderosos para
conseguirlo.

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Mario Escobar

La Gobernadora
ePub r1.0
Titivillus 19-12-2022

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Título original: La Gobernadora
Mario Escobar, 2022

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A los personajes ocultos de la historia,
que cambiaron el mundo, a pesar de que este
se niegue a reconocerlos.

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«Fue una mujer apasionada y dura, de reacciones
impremeditadas bajo el impulso de la violencia. En la vida
familiar se enemistó con todos sus parientes, desde la suegra
doña Inés Peraza hasta el cuñado Sancho de Herrera, sin que
fuese posible llegar nunca a una avenencia con ella».

RUMEU DE ARMAS
, «Los amoríos de doña Beatriz de Bobadilla»,
Anuario de Estudios Atlánticos 31,1985, p. 453

«¿Acaso fue todo malo en la vida de esta Cleopatra del siglo
XVI, de esa Lucrecia Borja a la española? No mereció nombres
más benévolos que los de la Cazadora, la cruel, la caprichosa, la
liviana, la sensual…».

BENEHARO DE ANAGA,
La cruel y ninfómana Beatriz de Bobadilla,
Nueva Gráfica, Tenerife, 1988, p. 37

«Beati Hispani quibus bibere vivere est».
«Afortunados los hispanos para quienes beber es vivir».

Frase atribuida a GIULIO CESARE SCALIGERO

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Se levantaron los montes
y se encerraron las cabras.
Se callaron los tambores
y el silbo se quedó mudo,
roto en la misma garganta.
El horizonte infinito
se dolió en aquellas barcas.
Hipalán responde a Orene
para que no se enterara
de aquella gesta de muerte,
de torres con fortalezas,
de cruz en forma de espada…
de Beatrices y Pedros,
de Perazas y sotanas,
llegaron de sombras llenas
el barranco y la montaña,
la mar y las esperanzas…
Dime Hupalupo…
¿quién vino?
¡Que en mala hora llegara
que el horizonte infinito
se dolió en aquellas barcas
que asesinaron de un tajo
la libertad y la raza!

ISABEL MEDINA,
Tagoror Ichasagua, noviembre de 1988

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Esta novela está basada en hechos reales, muchos de ellos
ocultados en los libros de historia durante siglos.
Todos los datos han sido contrastados y la mayor parte
de los personajes existieron de verdad.

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Prefacio

«Hubo un tiempo en que los jóvenes eran nobles y las damas virtuosas, en el
que con los ojos preñados de sueños miraron más allá de la mar océana e
imaginaron un mundo nuevo, conquistaron imperios y doblaron con sus
espadas afiladas la cerviz de hombres poderosos. En aquel tiempo misterioso
en el que el hombre se descubría frente al espejo, cuando en Italia se
construían majestuosos palacios y los papas vestían con las mejores sedas de
Oriente; las mujeres eran consideradas santas, intocables y los hombres se
preocupaban por guardar su honra. Un tiempo en el que las esposas eran
castas, los jóvenes inocentes como palomas y la lujuria se encontraba
asediada por la Santa Inquisición…».
El caballero tomó el papel y lo rasgó, después lo hizo una bola, antes de
arrojarlo al fuego, aún prefería el pergamino, donde la pluma corría como un
potro recién destetado, pero aquel invento del diablo era mucho más
económico y a un bachiller no le sobraban los dineros.
Sabía que aquella historia de las islas Afortunadas era pura falsedad, pero
su señor pagaba y él tenía que referir los hechos, no como acontecieron, sino
como su señor quería que la memoria del mundo los recordara.
El bachiller miró a ambos lados, estaba solo en el amplio despacho y ya
nadie vendría a interrumpir su labor. Sacó de entre dos telas el manuscrito que
llevaba elaborando durante dos años y acarició los lomos de piel que
comenzaban a desgastarse por los bordes, después la portada anónima y en la
que se dibujaba aún los contornos del ternero nonato que había servido para
vestir su manuscrito. Abrió las tapas y encontró las hojas ordenadas y limpias,
con letra clara y precisa, se detuvo en la primera línea, tan sagaz y profana,
tan expresiva e impúdica. Sin duda aquel texto habría sido objeto de la más
fiera censura y pasto de las llamas, pero él no quería que se perdiera la
verdadera historia de la conquista de las islas Afortunadas y la terrible dama
que las gobernó con mano de hierro. Él la había conocido en los últimos
momentos de su existencia, cuando, tras años dejando que el sol de las islas
tostara su piel lechosa, había regresado a Medina del Campo para morir.

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Apenas había llegado a los cuarenta y dos años, cuando las mujeres
comienzan a recoger el final del fruto de su feminidad y se convierten en
plácidas abuelas, pero la Cazadora aún tenía los ojos prendidos del fuego de
su juventud, cuando los hombres caían rendidos a sus pies. Cual nueva
Jezabel o Cleopatra, supo poner a los caballeros más importantes de su tiempo
bajo su embrujo, y aunque en el fondo él la admiraba, no podía negar los
hechos crueles de aquella dama. Le encandilaban las mozas despegadas y
poderosas, las patricias indomables y casquivanas, capaces de tomar las armas
para defender su honra y después encamarse con el más vil de sus siervos
para apagar sus ardores. Una mujer así, bien vale un imperio y mil, si algún
hombre los lograse reunir, porque una fiera domada no añade sabor a la olla y
sus labios insípidos son incapaces de enloquecer a los hombres.

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PRIMERA PARTE

LA DONCELLA

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Amoríos de la corte y la muerte de un doncel


«En primer lugar, me parece que es más fácil conservar un
Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo,
ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes
anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan
producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana
inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que
una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese,
solo tendría que esperar, para reconquistarlo, a que el usurpador
tuviera el primer tropiezo».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Córdoba, 13 de julio del año de Nuestro Señor de 1482.

La guerra tiene un dulce y agrio sabor a muerte, a sudor de caballo y orín, a


sangre y heces de animal. Fernando lo sabía muy bien, estaba curtido en mil
batallas y sus ojos habían visto cómo grandes nobles y harapientos villanos
morían de la misma forma. Por ello, cuando su lozanía comenzó a
desaparecer y su arrojo disminuyó, era mucho más dado a permanecer en los
lujosos palacios de Castilla y Aragón que a correr tras las saetas de los
sarracenos.
No le había costado mucho seducir a Beatriz de Bobadilla; aquella joven
doncella de veinte años, de rasgados ojos negros y frondoso pelo castaño, era
una potrilla fácil de gobernar. La primera vez que se fijó en ella fue en una
situación perturbadora. Mientras descansaba, tras una opípara comida, en una
de las terrazas del palacio, observó que Rodrigo Téllez Girón, el joven
maestre de la Orden de Calatrava, sobrino de su otrora enemigo Juan
Pacheco, comenzaba a juguetear con una dama de la corte. Se ocultó entre
cortinas para poder espiar a los amantes con mayor discreción. Rodrigo
besaba el largo cuello de la dama libre de abalorios y después de abrirle el
corpiño continuaba hasta los pechos de la joven. Ella tenía los ojos cerrados y
gemía dócilmente, mientras que el maestre le acariciaba todo el cuerpo. Al
final, le liberó del vestido y la piel de la joven se sonrojó por el fresco, aunque

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la calentura parecía proteger a los amantes del frío de marzo. Don Rodrigo
terminó de abrir las piernas de la doncella y el rey pudo contemplar su monte
de Venus castaño y frondoso como un bosque gallego, después se colocó
sobre ella y comenzó a embestirla primero con la suavidad de un mancebo,
pero a medida que la mujer gemía más fuerte, el maestre la penetró con más
fuerza. En ese momento, los ojos abiertos de la doncella se cruzaron con los
suyos y por primera vez la reconoció, era la sobrina de Beatriz de Bobadilla,
la marquesa de Moya, íntima amiga de su esposa. Aquella muchacha de
veinte años en la que se había fijado antes, no apartó los ojos avergonzada;
sus dos pupilas negras como dos pozos le atraparon y Fernando se sintió hasta
el punto excitado por aquel inesperado espectáculo, que su miembro viril se
puso erecto como una torre. La joven comenzó a jadear más fuerte, con los
ojos abiertos, mientras el maestre bramaba sobre ella y ambos llegaban al
éxtasis casi a la vez.
Fernando cerró el cortinaje y mandó llamar a una de las criadas para que
le aliviase de aquel fuego que había encendido la muchacha, pero ya no pudo
quitársela del pensamiento.
Cuando recibió al maestre de Calatrava para enviarlo a Jaén para que
protegiese sus tierras y las del rey, sabía que no era suficiente con alejarlo de
aquella doncella hermosa que parecía haberlo sorbido el seso; su lujuria le
pedía que eliminara al contrincante. Rodrigo era un hombre joven con poco
más de veintiséis años, que había roto su voto de castidad, como su padre,
Pedro Girón, había hecho antes que él, engendrando cuatro hijos con doña
Isabel de las Casas, su madre. Además, don Pedro había intentado casarse con
la reina Isabel, pero murió misteriosamente unos días antes de la boda,
aunque él sí sabía lo que había sucedido a aquel malnacido; los venenos
habían hecho la justicia que el buen Dios se negaba a acometer frente a tal
infame maestre. Por eso Fernando tenía muchas razones para acabar con su
hijo, a pesar de que este le había jurado lealtad, pero sabía que la única razón
que en el fondo le movía a deshacerse del joven era la pura y extrema lujuria.
El rey había ordenado a los oficiales que irían a combatir con Rodrigo Téllez
que le dejaran solo en medio de la batalla, para que los sarracenos le dieran
muerte.
Apenas Rodrigo abandonó la corte, Fernando no dejó de perseguir a la
joven dama que su tía nunca dejaba a solas. Beatriz de Bobadilla le observaba
de lejos, le lanzaba aquellas miradas de deseo y él se contentaba con
desahogarse con todas las mozas que tuviera a su alcance. No desechaba
moras o cristianas, judías y plebeyas, campesinas o abadesas, para el rey

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cualquier mujer de bello rostro y sugerente figura era buena para saciar su
impetuosa hombría.
Fernando esperaba con ansiedad las novedades del frente, pero su interés
no era terminar la Reconquista, tampoco echar a los moros de la península,
sobre todo mientras estos pagaran sus tributos, lo único que ansiaba era la
noticia de que el maestre había caído muerto en el campo de batalla.
Quiso el destino, que siempre se burla de los planes de los hombres, que
aquella jornada en la que Fernando iba a conseguir su presa, a muchas leguas
de su palacio, Rodrigo Téllez luchara por su vida.

Beatriz aún recordaba la mirada de su rey y cuando evocaba en sus


pensamientos aquella escena, más que vergüenza sentía un profundo placer,
del que solo podía desprenderse con el pecado del onanismo. Muy pronto
había descubierto que entre sus piernas había una fuente de placer
inenarrable. Se lo había enseñado una de sus esclavas africanas llamada
María, a la que sus padres habían comprado en Medina del Campo. Su padre
Juan se había quedado prendado por aquella joven del color del ébano, tan
poco habitual en el mercado de esclavos, y la había llevado a su casa para
disgusto de su esposa Leonor, que sabía muy bien para qué la quería su
esposo. La joven esclava se encargaba algunas noches de aliviar a don Juan,
pero el resto del día lo pasaba realizando las labores más indeseables de la
casa, como acarrear agua o limpiar los suelos de rodillas. Beatriz, primero por
curiosidad y después por aburrimiento, se había hecho su amiga. Las dos se
escondían por la amplia casa y el frondoso jardín, y mientras Beatriz leía a la
joven esclava historias de caballería, la africana le enseñaba algunas de las
costumbres de su tierra. Así forjaron una amistad secreta, hasta que su madre
las sorprendió una tarde calurosa en el lugar más apartado del huerto mientras
la africana le enseñaba a la joven ama como darse placer a ella misma.
Leonor estuvo a punto de ingresar a su hija en un convento, para ella el
placer, si lo había, cosa que nunca había sentido, debía darse en el acto
sagrado del matrimonio. Su madre obligó a su padre a vender a la esclava y
mandó a su hija a la casa de su cuñada Beatriz, para que la convirtiera en una
dama de la corte y le buscase un buen marido, pero a la joven Beatriz no se le
olvidó cómo obtener de la fuente del placer las más exquisitas gotas.
Mientras intentaba con sus ojos cerrados acabar de satisfacerse, le vino a
la mente el rostro de su amado Rodrigo. El maestre le había prometido

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reconocer a sus hijos y amancebaría, pero ella sabía que sus padres jamás lo
consentirían. Se habían visto por primera vez un año antes, cuando ella recién
había cumplido los diecinueve años y muchos comenzaban a decir que estaba
convirtiéndose en una vieja solterona. Ella se encargaba de ayudar a su tía en
el servicio a la reina Isabel y acompañar a la corte adonde quiera que esta se
dirigía. El maestre les visitó en Toledo, al parecer para arreglar unos asuntos
de su orden y no cejó hasta lograr quedarse a solas con ella. Beatriz, que no
había estado con un hombre sin que su tía estuviera presente, al principio se
sintió azorada, pero cuando él le prometió su amor eterno y le tomó su mano,
su mente comenzó a fantasear con las historias de caballeros andantes y
damas que había leído en su adolescencia.
Los besos no tardaron en llegar y con ellos las primeras sensaciones, hasta
que sus dos pieles se fundieron en una, pero Beatriz supo mantener su honra.
El joven maestre tuvo que conformarse con sus caricias y lanzar su néctar al
suelo. No quería perder lo único que podía salvarle de terminar en una
mancebía o, peor aún, en un convento. Una de las damas de la corte, mucho
más avezada, le había contado que grandes emperatrices como Teodora o
Mesalina habían ejercido aquel oficio, en otra época sagrado, pero que ahora
condenaban los sacerdotes, a pesar de que muchos de ellos eran clientes
habituales y que los mejores lupanares del mundo se encontraban en Roma.
Aquella dama, llamada Juana, también le había hablado del rey. «Su majestad
—decía la cortesana— es el hombre más varonil de Castilla y Aragón, cuando
regresa de sus numerosos viajes todas comenzamos a revolotear sobre él
como polillas sobre una lámpara de aceite». Beatriz lo había comprobado con
sus propios ojos, el rey había tenido muchas amantes, le gustaban
especialmente las abadesas. La reina Isabel aborrecía el comportamiento de su
esposo y se había propuesto reformar la Iglesia y terminar con la lascivia y la
gula enfermiza en la que se encontraban la mayoría de los monasterios y
conventos de España.
Juana le había comentado a Beatriz mientras cosían o paseaban por los
jardines, que Fernando era el hombre más viril del reino, que la había
montado una vez tras una copiosa comida en los jardines del alcázar de
Córdoba y que jamás había sentido tanto placer en su vida.
Beatriz estaba llegando al éxtasis cuando llamaron a la puerta, se bajó las
faldas e intentó disimular sus mejillas sonrosadas por el placer. La mujer que
atravesó la puerta como un espectro no era otra que su tía.
—¿Qué hacéis en el lecho a estas horas? ¿Acaso no han mandado faena?
—Tía, estaba intentado descansar, hoy no he parado un momento.

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La tía frunció el ceño, se acercó a ella y comenzó a olfatearla.
—¿Hace cuánto que no os laváis?
Beatriz solía perfumarse cada mañana, por lo que le extraño aquel gesto.
—Siempre los sábados, pero hoy estamos a jueves.
—Daos un baño, que el rey os espera.
Las palabras de su tía la sorprendieron, pero pidió a sus criadas que le
preparasen el baño. Mientras se metía en el gran tonel, su tía entró de nuevo
en la estancia. Se ruborizó al ver que esta les decía a sus criadas que se
marchasen y que ella se encargaría de su sobrina.
—Hoy tenéis que cumplir un importante papel para vuestra familia; el rey
os ha escogido y me ha ordenado que os prepare. Mi ama no puede saber
nada, por lo que tenéis que ser discreta. Su majestad me ha prometido que os
buscará un buen esposo y os colmará de títulos y tierras.
A la joven le sorprendieron aquellas palabras, su tía siempre le había sido
leal a la reina a la que conocía desde niña, la había protegido del desagradable
Girón y de su idea de desposarle, así como de los planes de su hermano
Enrique IV, pero su tía era más leal a su familia que a la reina.
—Pero ¿qué sucederá si su majestad se entera?
Su tía le frotó el cuerpo y le dijo sin parpadear:
—Se enterará, y esa será nuestra oportunidad.
Las misteriosas palabras de su tía aún retumbaban en su cabeza cuando
salió del baño y se puso sus mejores ropajes. Mientras dos guardias la
llevaban hasta las habitaciones de rey, Beatriz temblaba como una virgen el
día de sus desposorios, aunque en el fondo había anhelado aquel momento
desde la fría tarde de marzo en la que los ojos del rey se habían cruzado con
los suyos.

Rodrigo partió de Córdoba el 1 de julio de 1482, aún recordaba el dulce sabor


de su amada cuando se acercaba a Alhama, la plaza había sido ganada por su
rey pocos meses antes. Los moros continuaban pululando por todas partes,
ante el disgusto de los frailes y los sacerdotes que intentaban obligarles al
bautismo. El viaje desde Almagro había sido muy largo y pesado, tenía las
cintas del cuero caladas en los hombros y del capacete le salían los chorros de
sudor. La toma de Alhama parecía más un golpe de suerte que el resultado de
un plan bien trazado. El rey Fernando era impulsivo y prefería el vino, las
doncellas y las fiestas a los sinsabores de la guerra, perola provocación de

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Zahara le había obligado a atacar a los granadinos. La ciudad había quedado
desprotegida tras la partida de Gonzalo de Arias a Sevilla, los defensores
desprevenidos habían caído con rapidez en manos de los musulmanes y
habían sido llevados a Granada para ser vendidos como esclavos. Rodrigo
Ponce de León había atacado en febrero, para sorpresa de los moros y del
propio rey Fernando, y luego el marqués de Cádiz, con el apoyo del duque de
Medina Sidonia, había asegurado la plaza.
La llegada a primeros de marzo de Abdul Hassan con un ejército de tres
mil jinetes y cincuenta mil infantes había alarmado a Fernando que, sin
dudarlo, había acudido a auxiliar a sus súbditos, pero antes de que el Rey
Católico llegara con sus tropas, Hassan había regresado a Granada para armar
sus trenes de asedio, pero, al ver a Fernando, el moro escapó con el rabo entre
las piernas.
Ahora Rodrigo tenía la misión de asegurar Loja, para preparar poco a
poco el camino para la conquista de todo el reino.
Rodrigo se alojó en la tienda más amplia, las huestes dormían en el
campamento y él quería sentirse uno más. Al día siguiente partieron para
Loja, colocaron los dos campamentos a la margen derecha del Genil, pero los
moros no parecían muy amedrentados por los cristianos. Les atacaban de vez
en cuando y se les veía bien abastecidos, por eso Rodrigo decidió levantar el
cerco a la plaza y probar suerte en Riofrío. Se sentía fuerte después de haberse
quitado de encima la tutela de Juan Pacheco unos años antes, pero la alargada
sombra de su padre siempre le acompañaba. Le costaba mirar al fino rostro de
la reina sin sentirse avergonzado y al mismo tiempo agradecido que el plan de
su padre para casarse con ella no hubiera podido llevarse a cabo, no solo por
la deshonra para su familia, sino por la afrenta a su madre, que toda la vida
había vivido en pecado y alejada de la corte por su culpa, como una simple
amancebada. Por eso estaba dispuesto, si era preciso, a dejarla Orden de
Calatrava y casarse con Beatriz. La deseaba como mujer, pero también la
amaba con toda su alma.
El marqués de Villena se acercó hasta él, le acompañaban el conde de
Ureña y el marqués de Cádiz. Todos pertenecían a su linaje, pero el mando lo
tenía él. Su hermano, el conde de Ureña, se le acercó y le colocó la diestra en
su hombro.
—Hermano, creo que deberíamos retirarnos, los moros están mejor
organizados y pertrechados de lo que esperábamos, necesitamos máquinas de
asedio, artillería y más hombres.

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Rodrigo frunció el ceño, aquella batalla era muy importante para él,
Fernando le había elegido para su primera misión importante tras la guerra
civil en Castilla y tenía la intuición de que ya le había perdonado y tenía
mucho que perdonarle.
En ese momento y sin previo aviso escucharon unos arcabuces y la
trompeta que avisaba del ataque.
—¡Qué diablos! —exclamó Rodrigo, su escudero le colocó
apresuradamente la armadura, que no logró ajustar del todo y los tres señores
salieron con sus espadas para ver lo que sucedía.
Los moros rodeaban el campamento, muchos lanzaban sus saetas con las
ballestas, unos pocos con sus largas lanzas intentaban ensartarlos y la mayoría
utilizaba sus espadas para alcanzar a los infantes que huían despavoridos.
El maestre logró organizar sus filas rápidamente, primero los lanceros con
sus largas picas, como un puercoespín preparado para la batalla; después, los
pocos arcabuceros con los que contaban y, por último, las dos piezas de
artillería. Rodrigo y parte de los caballeros lograron subir a sus cabalgaduras
y comenzaron a combatir a los sarracenos, que enseguida empezaron a
retirarse.
—¿Los seguimos? —preguntó el conde de Ureña.
—¡Vamos a por ellos! —gritó el maestre, que notaba cómo el corazón le
bombeaba con fuerza en el pecho. Trescientas lanzas persiguieron a los
moros, pero no sabían que estos habían preparado una técnica de tornafuye,
por lo que a pocas leguas los musulmanes pasaron por un el camino que se
estrechaba entre los árboles y los cristianos, sin tomar las precauciones
debidas, los siguieron sin miramientos. Rodrigo iba a la cabeza con la espada
en lo alto y gritando a los moros que huían como ratas de un barco que se
hunde.

Beatriz entró en los aposentos reales y, a pesar de su descaro y cierta gracia,


se sintió intimidada. El rey no estaba solo, le acompañaban su paje y dos
enanos que le entretenían y servían en todo lo que necesitaba. Fernando se la
quedó observando mientras bebía un sorbo del vino de Toro. Ella sintió cómo
la desnudaba con la mirada, le hubiera gustado salir corriendo de allí, pero su
tía se lo había advertido, tenía que agradar al rey, porque aquello era un deber
divino.

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La joven se aproximó despacio hasta encontrarse a una brazada del
monarca. De cerca le pareció algo más viejo, aunque apenas tenía treinta
años, sus ojos estaban marcados por unas profundas ojeras, pero su mentón
era fuerte y masculino, sus brazos fornidos se apretaban a la tela de su camisa
ligera y su vientre aún permanecía plano como el de un caballero.
El rey dejó la copa de oro en manos del paje y con un gesto le pidió que se
retirara, pero no dijo nada a los enanos, que para él eran una parte más del
mobiliario, aunque estos se marcharon al fondo de la sala, donde la luz de las
velas no podía iluminarlos. Por primera vez, la joven sintió cierta
tranquilidad, como si la intimidad que se cernía sobre ambos estuviera
convirtiendo aquella cita obligada en una romántica velada.
El rey pensó en Rodrigo, le habían llegado informaciones de que no le
iban bien sus intentos de conquistar Loja, pero aún permanecía con vida.
Aquello le excitó todavía más, aunque estaba seguro de que en unos minutos
iba a cometer al menos tres pecados mortales, pero para eso tenía a sus curas
y obispos, para que intercedieran por él, que además de rey era hombre y
necesitaba satisfacer ciertos instintos.
La joven vestía una sencilla túnica de seda al estilo moro. Con la mano
derecha se bajó el hombro izquierdo y cuando hizo el mismo gesto con el
derecho, la tela se deslizó por su curvilíneo cuerpo con tanta rapidez que
sintió cómo le rozaba los pezones y acto seguido el peso de la tela en sus pies.
El rey la contempló con holgura, sin prisa, como se hace con una potra antes
de comprarla. Después se puso en pie y ella notó su corpulencia, era mucho
más alto que ella. Beatriz levantó la mirada y vio de nuevo aquellos ojos, los
mismos que llevaban meses codiciándola, los mismos que ella había
imaginado decenas de veces mientras se consolaba.
Fernando tocó su barbilla con los dedos, como si quisiera comprobar que
era algo real, después le acarició las mejillas sonrosadas y el pelo castaño,
largo y suelto. No profirió palabra, simplemente agachó la cabeza y la besó en
los labios, un beso largo y húmedo, con sabor a vino con canela, como lo
tomaban los romanos siglos antes. El rey percibió el perfume de la joven,
después el olor al jabón de lavanda, su piel era tan suave como la de un bebé.
Los pechos firmes y abundantes se hincaron en su camisa de lino y sus manos
buscaron con avidez las nalgas duras, aquella era la parte que más le atraía de
las mujeres. Después la tomó de la mano y la llevó hasta el lecho, lo hizo con
una ternura que Beatriz no esperaba, como si estuviera preparando a una
virgen para su cama nupcial, aunque él no era su marido ni ella pura. La
tumbó sobre la cama y la miró unos instantes, después le abrió las piernas y la

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contempló de nuevo, miró sus labios rojos y el pelo castaño de su vulva, se
agachó y comenzó a besarlo despacio. Aquel inesperado acto le hizo saltar
con un respingo, notó la lengua juguetona del rey repasando parte de su
cuerpo que jamás había visto ni sentido, en unos segundos estaba tan excitada
como si el rey la hubiera poseído durante horas, un escalofrío le recorrió la
espalda y notó cómo la invadía el mayor de los placeres, comenzó a gritar y
convulsionarse, olvidándose de dónde estaba y quién, de rodillas, saboreaba
su lugar más sagrado.
El rey se puso en pie y se secó los labios con el envés de la mano, parecía
complacido de haberla hecho gozar y haberla preparado para la penetración,
se quitó las calzas y ella pudo contemplar su verga, enorme y completamente
eréctil, nunca había visto ninguna, ya que Rodrigo se la había ensartado sin
previo aviso y al resto de los hombres con los qué había estado se había
limitado a consolarlos por debajo de sus ropajes. Se preguntó por un segundo
si todo aquello lograría atravesarla. La respuesta no tardó en llegar, notó
cómo el miembro, viril la penetraba y abría sus carnes, rodeó las espalda del
rey con sus piernas e hizo que la introdujera por completo. El rey la miró a los
ojos y comenzó a poseerla con suavidad, pero pasados unos minutos empujó
con más fuerza y endureció su mirada; entonces, de una forma inesperada,
ella se quitó de debajo, le dio la vuelta y cabalgó sobre su pene. Fernando no
se esperaba aquella iniciativa en un moza tan joven e inocente, pero al
contemplarla a horcajadas sobre él con sus grandes pechos bamboleando y
con la barbilla hacia arriba como si intentara alcanzar el séptimo cielo, estuvo
a punto de eyacular, pero logró controlarse. Quería alargar ese momento todo
lo posible, la joven cada vez cabalgaba más deprisa, hasta que llegó a galopar
sobre sus caderas y comenzó de nuevo a convulsionar y agitarse entre gritos.
Entonces él la quitó de encima y la colocó a cuatro patas, ella giró la cabeza y
el rey la embistió con fuerza mientras aferraba sus caderas con sus manos
grandes y fuertes.

Rodrigo Téllez comprendió demasiado tarde que aquello era una trampa;
cuando miró a su espalda, sus hombres se habían dado a la fuga, incluido su
hermano. Tiró de las riendas de su caballo para frenarlo y que volviera sobre
sus pasos, pero una lluvia de saetas comenzó a descender sobre su cabeza. El
joven logró protegerse con un pequeño escudo el rostro y notó cómo algunas
de las flechas golpeaban su casco y su armadura. Cada saeta que chocaba en

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su cuerpo parecía como un aguijonazo de avispa, dos de ellas le cortaron la
respiración cuando le impactaron cerca del corazón. Al final logró girarse e
hincó espuelas, el caballo se encabritó, levantó las patas delanteras y estaba a
punto de volver a plantarlas y echar a correr cuando el maestre sintió dos
aguijonazos en la espalda, el caballo chocó con las pezuñas sobre el suelo y
comenzó a galopar con todas sus fuerzas. Había avanzado unas pocas
brazadas cuando el joven maestre escuchó los silbidos de nuevas saetas, una
pasó muy cerca de su oreja, otra le rozó la mano, pero sin alcanzarle ninguna.
Rodrigo vio el final de aquel largo túnel de árboles; al otro lado estaría a
salvo. Entonces notó un fuerte dolor en la nuca, como si le hubieran lanzado
una piedra, se tocó en la herida y palpó la saeta clavada en su hombro.
—Tranquilo —se animó sin atreverse a sacarla.
Continuó cabalgando hasta que una segunda saeta le dio en pleno cuello,
notó la sangre recorriendo su camisa interior sudada, estaba caliente como
aceite hirviendo, comenzó a nublársele la vista, tosió y la sangre salió de sus
labios a borbotones, con ese sabor salado y espeso que ya había probado
antes. Intentó balbucear algo, tal vez elevar una oración, pero lo único que
escuchó fue el burbujear de la sangre y supo que se le iba la vida. «Tan
pronto», pensó mientras el cuerpo le fallaba y quería caerse de la cabalgadura,
se aferró a la silla, pero casi sin fuerza se inclinó hacia delante. El último
pensamiento que rondó su cabeza antes de que su mente se borrase por
completo fue Beatriz, aquel último día en Córdoba mientras caminaban juntos
por los jardines del alcázar y él le juró amor eterno.

—Beatriz —dijo Fernando con los labios entrecerrados mientras la penetraba


con fuerza. Ella comenzó a moverse con brío, sintiendo cómo su miembro le
golpeaba las nalgas y ella perdía la noción del tiempo, jamás Rodrigo lo había
hecho así, el rey era un portento, como le había prometido su amiga Juana.
El rey siguió embistiéndola hasta que notó cómo le venía el placer y
entonces le hincó el miembro con fuerza, ella levantó la cabeza y ambos
lograron llegar al mismo tiempo al más extremo éxtasis.
Los cuerpos sudorosos de los dos amantes se tumbaron uno al lado del
otro, estaban sin aliento, pero satisfechos, con las cabezas aún embotadas por
el placer. Los dos enanos se aproximaron y los taparon con las mantas.
Beatriz notaba la semilla del rey dentro y temió quedarse preñada, pero no se

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movió. Dejó que las horas pasaran, que la noche les diera un respiro, para
volver a sus amores antes de que despuntara el alba.

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2

Un truhán, una reina y un difunto


«Ha de notarse, pues, que a los hombres hay que conquistarlos o
eliminarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las
graves no pueden; así que la ofensa qué se haga al hombre debe
ser tal, que le resulte imposible vengarse».
NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Córdoba, 12 de septiembre del año de Nuestro Señor de 1482.

Hernán Peraza el Joven era hijo de don Diego García de Herrera e Inés Peraza
de las Casas, señores de las islas Afortunadas, por herencia de Hernán Peraza
el Viejo, que había conquistado varias de las islas. Su abuelo había llegado a
Fuerteventura en 1447 y tomado posesión de ella sin mucha resistencia, pero
había fracasado a la hora de tomar Gran Canaria y La Palma, donde había
perdido a su tío Guillén. Desde entonces su familia había batallado para
conquistar y pacificar las islas dominadas por los guanches. Los Peraza
habían servido a los reyes de Castilla desde la llegada al trono de Enrique III
y ahora se lo pagaban de aquella manera.
Hernán se puso en pie y miró por la ventana enrejada hacia la calle
próxima, llevaba varios meses encerrado sin que saliera su pleito, le trataban
como a un vulgar asesino a pesar de que él no había hecho mal alguno.
Habían sido la esposa y familiares de Juan Rejón los que le habían acusado
falsamente. Aquel capitán mal encarado ya había intentado arribar a
Lanzarote tres años antes, pero él mismo le había impedido amarrar en el
puerto de Arrecife, al venir acompañados por malos vasallos que se habían
quejado a la Corona y no aceptaban el señorío de su familia. Por eso, cuando
se enteró de que Juan Rejón había desembarcado en su isla, La Gomera,
siendo bien recibido por el pueblo de Mulagua, mandó a algunos de sus
hombres para detenerlo, ya que temía que viniera con malas intenciones, pero
el capitán se resistió y sus hombres tuvieron que matarlo.
¿Cuál era su delito? ¿Proteger las tierras de su majestad? ¿Recaudar
impuestos para los reyes, para que pudieran acometer su empresa en
Granada?

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Sabía que su madre Inés andaba en la corte, aunque sabía que les
rodeaban enemigos sin número. Tanto la Corona de Castilla como la de
Portugal habían intentado pisotear sus derechos y quedarse con su señorío de
Canarias, pero no lo habían conseguido, y sin duda todo aquello era una
estratagema más para robarles lo que era suyo. Su madre era muy fuerte y
sabría muy bien cómo actuar, no le había temblado la mano para quitarle a su
hijo mayor al gobierno de El Hierro cuando este había conspirado contra
ellos. Inés sabía que la única que podía intermediar en aquel asunto era
Beatriz de Bobadilla, marquesa de Moya.
Hernán se desesperaba cada día más, temía que la traicionera familia
Rejón consiguiera llevarlo al cadalso, apenas había cumplido los treinta y dos
años, no tenía descendencia y su vida habría pasado inadvertida para Clio, la
musa de la historia.

Beatriz se convirtió en la preferida del rey y toda la corte comenzó a


murmurar. El cuerpo sin vida de Rodrigo fue enterrado en la iglesia de San
Benito, en Porcuna, sus hombres habían logrado recuperar el cuerpo y huir,
dejando el cerco de Loja. Fernando no tenía mucho interés en continuar la
guerra, al menos hasta la primavera siguiente, y parecía que los moros
también se retiraban a sus campamentos de invierno.
La joven doncella comenzó a recibir joyas y ropajes de su majestad y,
cuanto más se engalanaba, aún más crecían las murmuraciones. La lengua
más afilada de aquella corte de maldicientes era Alonso Carrillo, bisnieto de
Pedro el Cruel, que tal apodo le podían haber puesto también a él. Tenía fama
de avaro y carácter difícil, odiado por todos sus vasallos a los que asfixiaba
con impuestos abusivos. El guarda mayor, que aquel era su título en la corte,
lo único que no guardaba era su lengua de chismes, cancioncillas
maledicentes y todo tipo de murmuraciones.
Aquel día de finales del verano muchos de los miembros de la corte se
encontraban ociosos paseando por los jardines, los reyes querían entretener a
sus amigos con una cena al aire libre, visto que el tiempo todavía los
acompañaba. Las mesas estaban dispuestas, pero todos esperaban a que bajara
un poco el sol antes de sentarse a disfrutar de la velada; el olor de los faisanes
asados y del resto de las ricas viandas ya comenzaba a impacientar a los
estómagos de los invitados, mientras que, al otro lado de las murallas, los

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mendigos y huérfanos soñaban con roer un pedazo de pan duro o las migajas
de sus señores.
Alonso Carrillo aún estaba pálido por las últimas noches que había pasado
en prisión por su mala costumbre de meterse en pleitos y duelos. Mientras
caminaba con su camarilla de irritantes amigos se cruzó con Beatriz y unas
damas. Esta se detuvo cortés y le comentó:
—Señor Alonso, a mí me dio mucha pena esta desgracia vuestra, ya que
todos los que os conocen creían que el rey iba a mandaros ahorcar.
Alonso puso los brazos en jarras y contestó a la doncella, que todos sabían
que era amante del rey.
—Señora, yo también tuve ese miedo, pero abrigué la esperanza de que
ibais a pedirme por esposo.
Todos se echaron a reír, menos la joven Beatriz, que, a pesar de llevar un
tiempo en la corte, aún no dominaba el idioma mundano.
En ese momento, se acercó el rey y todos inclinaron las cabezas; Alonso
Carrillo levantó la mirada aterrorizado y Fernando, con un gesto de desprecio,
comentó:
—¿Ya estáis de nuevo con nosotros? Os hacía en una de mis cómodas
mazmorras. He escuchado vuestra ocurrencia y me he preguntado quién
querría salvar a alguien como vos; si no fuera por la benevolencia de la reina,
ya habríais pasado a mejor vida.
Carrillo comenzó a temblar y el rey se apartó con Beatriz. Desde el otro
lado del jardín, Isabel contempló la escena indignada, su esposo se había
atrevido a defender a su amante en público. Hasta entonces se había
conformado con criadas o nobles catalanas y aragonesas, pero caminar del
brazo de su amante en plena corte era algo que no estaba dispuesta a soportar.
En ese momento se aproximó hasta ella su amiga Beatriz, duquesa de
Moya, se sentó a su lado y le puso la mano en el regazo con delicadeza.
—¿Os encontráis bien, majestad?
—No, estoy muy turbada. Vuestra sobrina es la nueva amante del rey y
este la pasea lozano por la corte. Si no fuera por el lazo de sangre que os une,
ya habría mandado que la azotasen y la echaran a patadas de aquí.
—¿Mi sobrina? ¡Por Dios! ¿Qué decís?
—Lo que oís.
—Pero si es virgen, no ha conocido varón.
La reina frunció el ceño y le contestó a su amiga:
—Me tomáis por boba, todo el mundo sabe que era la amante del difunto
maestre de Calatrava, al que sedujo y le obligó a desobedecer sus votos, pero

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antes de que su cuerpo se enfriara en el campo de batalla, ya estaba yaciendo
con mi Fernando, la muy zorra. Mirad sus joyas y ropajes nuevos, esas son las
pruebas de sus fechorías.
La marquesa de Moya supo que la fruta estaba madura, se acercó al oído
de su amiga y confidente y le dijo:
—No os perturbéis, tengo la solución perfecta a todos estos desmanes.
Que el buen Dios con la herida siempre entrega la venda. Isabel se aferró al
brazo de su amiga y le preguntó impaciente: —¡Contadme por Dios! No sé
qué haría sin vuestro servicio.

Fernando llevó a Beatriz a sus aposentos justo después de la fiesta, la joven


no había querido mostrar sus sentimientos durante todos aquellos meses, pero
la pérdida de Rodrigo le había roto el alma. No estaba segura de amarlo, al
menos con el tipo de amor que había leído en las viejas historias de caballería,
pero en parte se sentía responsable por todo lo sucedido, como si Dios la
hubiera castigado por sus muchos pecados. En cambio, en el rey veía una
cierta indiferencia ante todo lo que le rodeaba, como si estuviera muy por
encima de las circunstancias y nada pudiese hacer mella en su ánimo.
Lo cierto era que apenas hablaban, se veían de forma fugaz o pasaban una
noche de pasión inusitada, para después caer en un profundo sueño. Además,
Fernando había viajado con la reina por diferentes lugares, atendiendo a los
asuntos de sus súbditos. En unos días emprenderían un viaje a Guadalupe y
después viajarían a Madrid. Beatriz también había percibido la hostilidad
creciente de Isabel y era consciente del peligro que corría.
—¿Qué os sucede? ¿Os noto como ausente?
La joven se giró hacia Fernando que estaba comenzando a desnudarse
mientras ella le esperaba en la cama.
—Creo que la reina está comenzando a sospechar.
—¿Bromeáis? —preguntó el rey a su joven amante—. Mi esposa es
muchas cosas, pero sin duda no es boba, sabe perfectamente lo que sucede,
pero hace años que acordamos tácitamente no meternos en la vida amorosa
del otro. Los reyes no somos como el resto de los mortales. Nuestra boda
supuso la paz en la península y supondrá la expulsión de los últimos moros.
Castilla me tiene absorbido, esos malditos cortesanos me hicieron prometer
que no abandonaría Castilla hasta que Granada cayera en nuestras manos.
Isabel sabe que necesito un desahogo, la presión es demasiado fuerte.

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La joven le observó sorprendida por su franqueza, el rey no escondía que
aquello era un mero entretenimiento y esperaba que ella sintiera lo mismo.
—Pero no es eso lo que os aflige, ¿verdad?
La joven asintió con la cabeza y Fernando se sentó justo al lado.
—La muerte de Rodrigo.
—El fallecido maestre de Calatrava. Lo cierto es que fue una desgracia,
un joven tan prometedor, con toda la vida por delante, pero si el buen Dios lo
quiso, quiénes somos nosotros, vanos mortales, para oponernos a sus
designios.
Fernando tocó el pecho de la joven y sus pezones se pusieron duros al
instante, el rey también se excitó al saber que aquella preciosidad era
totalmente suya y que el joven maestre no sería un obstáculo; ni por un
segundo pasó por su cabeza el haberle conducido a una muerte segura, al
igual que no le preocupaban los celos de su esposa o lo que dijeran el resto de
los miembros de la corte; él era el rey y únicamente debía rendir cuentas ante
Dios, pero de sus pecados ya se encargaban su confesor y los príncipes de la
Iglesia.
El rey besó los labios de Beatriz mientras con la mano derecha le tocaba
la vulva; ella se olvidó de todo de repente, el sexo se había convertido en el
único elixir que le hacía desdeñar todo y dejar que su cuerpo se expresara
libremente. Fernando no tardó mucho en montarla mientras ella sentía su
cuerpo firme y musculoso sobre su piel delicada y tersa. La siguiente hora se
les pasó en un suspiro, mientras gemían y gritaban de placer. Castilla se
aproximaba a la guerra total, las levas se acrecentaban, conquistar el último
reino sarraceno de la península no sería sencillo, muchas vidas tendrían que
ser sacrificadas en el inagotable altar de la muerte, pero si aquello servía para
mayor gloria de sus majestades y de Dios, el precio bien merecía la pena.

Hernán escuchó unos pasos y se puso en guardia, temía que en cualquier


momento y sin mediar explicación le llevaran hasta el cadalso. No temía a la
muerte, en el fondo no creía en nada, pensaba que tras el velo definitivo lo
único que podría ver era el andamiaje endeble de la religión, vado y
superficial como todo lo que tocaba el rey Midas. Desde muy joven había
entendido lo fatuo de la existencia, nunca le había faltado de nada y, tal vez
por eso, todo le hastiaba.

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Los pasos se detuvieron frente a la puerta, la luz de las antorchas penetró
por los resquicios de la puerta y, al escuchar cómo el estridente sonido de la
hoja al girarse rompía el silencio, se estremeció. Observó la cara feroz del
carcelero, sus dientes renegridos y el parche en el ojo; sintió miedo, pero al
apartarse a un lado, el vil guardián de su alma permitió el paso a una dama. Al
principio no la reconoció, apenas habían coincidido un par de veces y ella
siempre se encontraba sentada en el trono.
La reina se acercó hasta el reo y se sentó en una silla que había dejado el
carcelero.
—¡Majestad! —exclamó el prisionero, y se arrodilló a sus pies. Las
cadenas comenzaron a rasgar el suelo y su sonido amortiguó la respiración
acelerada de Hernán.
—No os preocupéis, levantaos y escuchad.
El noble se puso en pie y con la cabeza inclinada esperó a que la reina
comenzara a hablar.
—No habrá juicio contra vos. —Aquellas palabras le inflaron el pecho y
se inclinó de nuevo para besar la mano de la reina—. Esperad, no será tan
fácil libraros del castigo. Sin duda, vuestros hombres cometieron un vil
crimen contra uno de nuestros heraldos. Ellos pagarán con la vida, pero vos
deberéis tener también vuestra penitencia.
—La que me pongáis será leve y justa, majestad.
—En primer lugar, deberéis luchar junto a don Alonso Fernández de Lugo
y Pedro de Vera en la conquista de Gran Canaria, todo esto a vuestro coste,
naturalmente.
Hernán respiró aliviado, aquello más que un castigo parecía una nueva
oportunidad de demostrar su valía y lealtad a la Corona.
—Será como decís —contestó, no pudiendo disimular su picarona sonrisa.
—En segundo lugar, os casaréis con Beatriz de Bobadilla, sobrina de la
marquesa de Moya, para ello le concederé una dote de quinientos mil
maravedíes.
El hombre abrió los ojos todo lo que pudo. Debía de ser una mujer fea y
desagradable para ofrecer aquella cantidad, pensó para sí.
—La boda será en cuanto lleguemos a Madrid y os la llevaréis para
siempre de la corte. ¿Entendido?
—Sí, majestad.
—Ahora mismo os sacarán de aquí, os permitirán daros un baño y os
asignarán una buena habitación. Mañana mismo conoceréis a vuestra
prometida.

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La reina se puso en pie, él volvió a besar su mano y cuando Isabel
abandonó la celda, el alguacil le dio sus pertenencias y le acompañó hasta la
puerta de la prisión, desde allí, un criado de la corte le llevó hasta un lujoso
aposento en el que ya estaba preparado un baño humeante. Hernán se quitó
los ropajes sucios y con restos de comida. Se metió dentro del agua casi
hirviendo y mientras los vapores comenzaban a adormecerle, de repente sintió
de nuevo aquella sensación de que sus fechorías nunca tenían consecuencias,
que siempre podía actuar a su antojo. Su madre Inés le había criado con
aquella poderosa sensación de que el mundo y todo lo que le rodeaba se
encontraba a su completo servicio. Ahora regresaría a las islas Afortunadas
con una esposa, una fuerte suma de dinero y la oportunidad de acumular más
gloria y poder para su familia. Los dioses, si es que existían, le eran
completamente favorables.

Fernando montó en cólera, lanzó varias copas al suelo y después se volvió


hada su esposa que le miraba impasible.
—¿Por qué habéis concertado una boda a mis espaldas?
Isabel no podía evitar disfrutar de aquella situación, su esposo se
comportaba como un niño al que le hubieran quitado su juguete.
—Con quién caso a una dama de mi corte siempre ha sido mi
prerrogativa, al igual que impartir justicia a un vasallo castellano. ¿No sé por
qué os habéis puesto de esta forma? Nunca os han preocupado los asuntos
domésticos —comentó sin apenas alterarse, aunque sabía perfectamente por
qué su esposo se había puesto de aquella manera. Al alejar allende los mares a
su amante, le obligaba a renunciar a ella para siempre—. Ahora debéis
centraros en la conquista de Granada, también en la rebelión en Galicia,
dejadnos a las mujeres los asuntos de las mujeres.
Fernando respiró hondo, sabía que tenía la partida perdida, era imposible
impedir aquella boda, a no ser que empleara de nuevo su astucia.
—Mañana partimos para Extremadura, que los dos novios vengan con
nosotros, los casaremos allí.
La reina titubeó un momento, pero después hizo un gesto afirmativo con
la cabeza. El tema estaba zanjado.

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La larga caravana de la corte partió hacia Guadalupe, los hermosos carruajes
llamaban la atención por todos los lugares por los que pasaban, aunque era
inevitable que el polvo del camino y las largas jornadas incomodaran a toda la
comitiva. Hicieron noche a mitad de camino en un pequeño pueblo con
posada. La mayoría de los pasajeros se dirigieron de inmediato a las
habitaciones, pero la marquesa de Moya aprovechó para aleccionar a su
sobrina antes de que se marcharan a dormir.
—En Guadalupe se os presentará a vuestro prometido y debéis estar
agradecida. Es un noble que posee la isla de La Gomera.
—¿Una isla? Por Dios, ¿dónde se encuentra eso? —preguntó angustiada,
aquello era como mandarla al exilio.
—En mitad del océano, pero no os preocupéis, la reina ha ofrecido una
dote generosa y la familia de vuestro prometido son los señores de las islas
Canarias.
—No podré ver más a mi familia ni a vos.
—Hemos venido a este mundo para hacer sacrificios y en el caso de las
mujeres esto se cumple doblemente.
Beatriz se encontraba desolada, compartía habitación con su amiga Juana,
pero en cuanto llegó al cuarto no pudo evitar que sus lamentos la despertasen.
—¿Os encontráis bien? —La joven no contestó, intentaba ahogar sus
sollozos con la almohada. La amiga se acercó e intentó consolarla—: Casarse
no es nada malo, de hecho, es lo mejor que podía pasaros, pensad que las
mujeres solteras viven en desgracia y despreciadas por todos. Un marido os
protegerá.
—Yo no quiero protección, simplemente deseo vivir la vida intensamente,
pero mi tía me envía al exilio a Canarias.
La joven doncella no sabía de qué lugar se trataba, su mundo apenas
terminaba en el mar, donde había acompañado en muchas ocasiones a los
reyes.
—Me enteraré de cómo es vuestro esposo. Seguro que es un buen mozo y
tiene suficientes maravedíes para que seáis plenamente feliz.
Beatriz se giró y permitió que el cansancio, unido a la pena, la dejaran
descansar.

Tras dos jornadas de pesado viaje llegaron a Guadalupe con su imponente


monasterio. Santa María de Guadalupe era uno de los pocos lugares en el

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mundo en el que Isabel se sentía en paz, lejos de los ajetreos de la corte y los
sinsabores de su cargo. Nunca había querido ser reina, pero la muerte de su
hermano le había impulsado a aquel puesto que siempre había considerado
una dura carga. Se había casado enamorada, una temeridad para el cielo y la
tierra, ya que las reinas y los reyes únicamente han de amar a sus vástagos,
conscientes de que los matrimonios concertados eran pura aritmética política.
Fernando estaba lleno de virtudes, además de apuesto era virtuoso, justo y
valiente, decidido y gallardo, capaz y sincero, buen amante y padre. Sabía que
su única debilidad eran las mujeres, su insaciable apetito sexual le llevaba a la
imprudencia e incluso a la ira. Había hablado de ello a su confesor y este le
había aconsejado que soportase con paciencia tales debilidades, pero ella, que
conocía las Sagradas Escrituras y los mandamientos, era consciente de que los
reyes, al igual que el resto de los mortales, debían obedecer la ley de Dios
antes que sus propios apetitos.
Isabel no se consideraba tampoco perfecta, era algo huraña, pero alegre,
fría en ocasiones, tal vez por su temperamento castellano, campechana pero
orgullosa, ante todo celosa y vengativa, le costaba perdonar y olvidar la
afrenta, aunque de niña no era así.
Bajaron de los carromatos y el abad los recibió con los brazos abiertos.
—Sus majestades, bienvenidos a nuestra humilde casa.
El abad jerónimo, estudioso de la Biblia y hombre campechano siempre
estaba dispuesto a ser el mejor de los anfitriones para los Reyes Católicos.
Entraron en el hermoso claustro árabe y la reina se quedó mirando la
fuente y los pequeños árboles frutales. Un pájaro se posó en una de las ramas
y comenzó a cantar. El abad se quedó con Isabel mientras los monjes
acomodaban al resto de la comitiva.
—¡Qué gran honor teneros aquí!
—Gran molestia más bien, lo sentimos, abad, pero este lugar me transmite
tanta paz. La paz en los tiempos de tormenta es el mejor regalo que puede
hacernos Nuestro Señor.
—Recordad que él viene caminando sobre las aguas, cuando estamos en
medio de la tormenta.
Isabel se sentó en un banco de piedra y continuó observando el cielo azul
jalonado de pequeñas nubes blancas.
—El tiempo está a punto de cambiar —comentó el jerónimo.
—No me digáis, vamos a Cáceres y desde allí a Madrid. El camino en
invierno es más difícil y peligroso, el lodo lo cubre todo.

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—Son las primeras lluvias fuertes, pero después saldrá el sol. ¿Hay algo
que os preocupe?
La reina cerró los ojos y dejó que el sol acariciara su rostro que
comenzaba a avejentarse poco a poco. Los numerosos partos habían
deformado en parte su cuerpo, no le importaba, jamás había sido coqueta ni se
consideraba especialmente hermosa, aunque sí agradecía a Dios la astucia que
le había concedido.
—¿Qué me preocupa? La guerra con Granada será larga y costosa, por no
hablar de los infantes que caerán en la batalla, la rebelión de los nobles
gallegos, los levantiscos navarros y vascos, tan atados a sus tradiciones, los
problemas de los señoríos y la falta de moral de los conventos y monasterios.
Todo el peso del mundo cae sobre mis hombros.
El abad, que conocía bien a su señora, sabía que aquello no era lo que más
le afligía.
—Dios proveerá —contestó el anciano. Después se quedó contemplando
el cielo azul.
—Mi esposo me ha traicionado otra vez y cada herida queda grabada en
mi alma, le he perdonado, pero las cicatrices son tan numerosas, que noto
rugoso el corazón.
—Os entiendo, pero pensad en Cristo, que perdonó a toda la humanidad
siendo inocente. —La reina ya conocía esa respuesta y no le consolaba en
absoluto, de hecho, le hacía sentir peor—. Pero, por otro lado, esta tarde
predicaré sobre ese punto, para que Dios corrija las conciencias, no os
preocupéis.
—Orad por el alma del rey.
—Descuidad, majestad.

En la capilla se agolpaban todos los nobles, los siervos y los vasallos; los
monjes estaban en el coro y desde allí alzaban sus voces a Dios. Beatriz se
había sentado hacia la mitad, al lado de su tía y su amiga Juana. Cuando
apareció un caballero, su amiga le señaló discretamente a Hernán Peraza el
Joven, que entraba en el templo acompañado de unos amigos. Beatriz se
quedó horrorizada. Su futuro esposo no era feo ni demasiado viejo, pero había
algo en sus andares orgullosos, en su manera descuidada de vestirse, en
aquella altivez grotesca que le hizo que le despreciara desde el primer
momento.

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—¿No os gusta? —La joven negó con la cabeza y las dos amigas se
echaron a reír—. Es vuestro futuro esposo, pero en esas islas habrá más
hombres, no os preocupéis.
Cuando los reyes accedieron a la capilla todos se pusieron en pie, los
monjes comenzaron a cantar y una atmósfera sagrada lo rodeó todo.
Unos minutos más tarde, el abad subió al púlpito y comenzó su breve
prédica.
—Había un rey llamado David, hombre justo y amigo de Dios. Siendo
muy joven, cuando era pastor de ovejas, Dios le eligió para que fuera rey de
Israel y jamás hubo uno más grande y poderoso en aquellas tierras. El rey
David fue también un buen poeta y músico, siendo aún un adolescente venció
al gigante Goliat con una honda y se convirtió en uno de los generales del rey
Saúl, monarca orgulloso y altivo. Tras casarse con su hija, David entró a
formar parte de la familia real, pero advertido por Jonathan, su cuñado, de que
Saúl quería matarlo, tuvo que vagar por cuevas y hacerse pasar por un
lunático. Siendo David el ungido de Jehová, vivió afligido mucho tiempo
esperando la promesa de su restauración. Tras la muerte de Saúl y su amigo
Jonathan, fue proclamado rey de Israel, pero le costó apaciguar al resto de las
tribus, ya que él pertenecía a una de las más pequeñas, Judá. Cuando
construyó Jerusalén, holgado de haber conseguido tantos parabienes, mandó a
sus hombres a la batalla y él se quedó en palacio disfrutando de su merecida
paz. El profeta Samuel nos narra en su libro cómo David, una de esas tardes
de ociosidad, vio a una bella mujer bañándose. Betsabé era una de las mujeres
más bellas del reino, pero estaba casada con uno de sus oficiales más
valientes, Urías. El rey, para poder yacer con la mujer de su prójimo, mandó
al oficial al frente, logró seducirla y convertirla en su amante, pero al
quedarse esta encinta, mandó llamar al esposo para que se acostase con ella,
para que nadie descubriera su secreto.
El rey Fernando comenzó a moverse inquieto en su asiento, mientras
Isabel le espiaba discretamente.
—Urías se negó a dormir en el lecho de su esposa mientras sus hombres
guerreaban contra los enemigos de Israel, por ello David urdió un plan, le
ordenó a sus oficiales en una carta que llevó el mismo Urías, que dejaran solo
en la batalla al esposo de Betsabé y tras su muerte el rey podría desposarse
con su amante. Así sucedió, pero Dios, que todo lo ve, quiso dar una lección
al rey. Mandó al profeta Natán, que le dijo al rey: un hombre que tenía
muchos ganados y animales recibió la visita inesperada de un amigo, pero
como no quería sacrificar a sus bestias, envió a sus hombres que le quitasen a

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su vecino el único cordero que tenía. Aquel pobre hombre perdió todo lo que
poseía, para que aquel rico avaro se sintiese satisfecho. David respondió
airado que aquel hombre era digno de muerte. Entonces el profeta Natán dijo
al rey que él era ese hombre, que teniendo tantas esposas y concubinas le robó
a aquel hombre la suya y después lo mandó matar. David cayó de rodillas
arrepentido, pero, a pesar de su arrepentimiento, el profeta le anunció que
aquel hijo que había engendrado con la mujer de su oficial no nacería vivo. El
gran rey de Israel pecó contra Dios, sus debilidades le hicieron caer y, en
lugar de confesar su pecado, lo ocultó tras un crimen horrendo. Dios es
misericordioso para todo pecador que se arrepiente. De otra manera, cuando
nos resistimos a él, lo único que nos espera es la más horrenda oscuridad.
Fernando frunció el ceño y cogió con el puño apretado sus guantes. Tras
la misa, el abad se reunió con sus invitados en el refectorio para cenar.
—Padre abad —dijo el rey al Jerónimo—. Era la primera vez que hablaba
en toda la cena.
—Decidme, majestad.
—A aquel rey del que hablabais, ¿qué le sucedió después?
—Sus hijos se rebelaron y quisieron arrebatarle el trono, tuvo que vagar
en los últimos años de su reinado como un mendigo y vio cómo sus hijos
morían uno tras otro.
Aquellas palabras parecieron calar en el altivo Fernando. Aquella noche
mandó llamar a Beatriz a sus aposentos. La joven llegó vestida tan solo con
una túnica roja de seda, el pelo suelto y los ojos pintados. Cuando la vio
entrar pensó que se trataba del mismo diablo.
—Venid aquí, tengo que hablaros.
—Sí, majestad —contestó discreta y con la cabeza gacha.
—Lo que hemos hecho no está bien, hoy lo he comprendido.
—Por eso habéis dado mi mano a un pobre hombre que vive al otro lado
del mundo. ¿Así me castigáis?
El rey tocó la barbilla de la joven.
—No es un castigo, Hernán es un buen partido para vos.
—No le amo, os amo a vos —dijo, poniéndose de rodillas.
—Mi esposa es la reina —contestó Fernando.
La joven recostó su cabeza sobre las piernas del rey.
—Soy vuestra humilde sierva —dijo mientras introducía la mano debajo
de la túnica real y comenzó a juguetear con su miembro. El rey comenzó a
gemir mientras su conciencia se adormecía poco a poco y se decía a sí mismo:
«Será una última vez, la última vez».

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Hernán estaba sentado en una pared baja en el claustro, la noche era casi
perfecta, aunque algunas nubes ennegrecían a la luna. Había visto de cerca a
su Beatriz y se había quedado prendado de su belleza. No entendía cómo los
dioses le habían hecho aquel regalo después de todas sus fechorías, lo que
demostraba que la vida de los humanos era puro azar, que lo mismo acontecía
a los justos y a los injustos, entonces no había ninguna razón para hacer el
bien y sacar el mayor provecho a la vida. Mientras el abad hablaba, él se
imaginó retozando con aquella moza de pechos generosos y caderas
curvilíneas. Aquella hembra era toda suya y apenas podía esperar
pacientemente a la boda.
Se preguntó por qué tenía tanto interés la reina por alejarla de la corte. Un
tal Alonso Carrillo había insinuado que Beatriz era amante del rey, por lo que
estaba claro que la moza no era virgen, cosa que a él no le importaba
demasiado. La dote era generosa y la belleza de su prometida compensaba
cualquier mancha.
Escuchó unos pasos en el enlosado y se giró, dos hombres embozados se
dirigían hacia él a toda prisa, se fijó en el destello de sus puñales y se puso en
guardia. Sabía que era mejor huir, pero no llegaría a las escaleras vivo. Sacó
su espada y los esperó impaciente. Se encomendó al mismo Belcebú.
—¿Venís a por mi alma? Serán las vuestras las que terminen en el
infierno.
Los dos asesinos se lanzaron sobre él sin proferir respuesta, su oficio era
matar no conversar. El primero pasó rozando la capa de Hernán y la desgarró,
pero sin hacerle ningún rasguño. El segundo le rozó la oreja, Hernán llegó a
escuchar cómo la hoja cortaba el aire fresco de la noche. El gobernador de La
Gomera torció la muñeca y le dio con la espada de canto al primero, pero sin
hacerle herida, con la navaja que tenía en la otra mano le hincó al segundo la
hoja hasta el mango y lo movió con saña para agrandar la herida. El asesino
soltó un gemido y se tocó la herida, lo que hizo que bajara la guardia y
Hernán le rebanara el pescuezo, el otro intentó socorrerlo, pero se encontró
con el hierro del gobernador atravesado sobre su pecho.
La guardia acudió enseguida ante los gritos, pero lo único que encontraron
fue a los dos cuerpos desangrándose mientras Hernán ya se había escondido
en su aposento, excitado y asustado por igual. Aquella moza tendría que valer
su peso en oro, si por su culpa querían asesinarlo. A partir de ese momento,
vigilaría mucho mejor sus espaldas.

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Una boda, un viaje y una sospecha


«Consideradas las dificultades que encierra el conservar un
Estado recientemente adquirido, alguien podría preguntarse con
asombro a qué se debe que, hecho Alejandro Magno dueño de
Asia en pocos años, y muerto apenas ocupada, sus sucesores, en
circunstancias en que hubiese sido muy natural que el Estado se
rebelase, lo retuvieron en sus manos, sin otros obstáculos que
los que por ambición surgieron entre ellos. Contesto que todos
los principados de que se guarda memoria han sido gobernados
de dos modos distintos: o por un príncipe que elige de entre sus
siervos, que lo son todos, los ministros que lo ayudarán a
gobernar, o por un príncipe asistido por nobles que, no a la
gracia del Señor, sino a la antigüedad de su linaje, deben la
posición que ocupan. Estos nobles tienen Estados y súbditos
propios, que los reconocen por señores y les tienen natural
afección. Mientras que, en los Estados gobernados por un
príncipe asistido por siervos, el príncipe goza de mayor
autoridad: porque en toda la provincia no se reconoce soberano
sino a él, y si se obedece a otro, a quien además no se tiene
particular amor, solo se lo hace por tratarse de un ministro y
magistrado del príncipe».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Madrid, 6 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1482.

Nadie habló jamás del incidente de Guadalupe y la guardia real siempre pensó
que aquellos asesinos eran dos ladrones que habían intentado robar a la
persona equivocada. El rey Fernando había olvidado su encargo mientras
gozaba con frenesí de la joven Beatriz, que ya se había hecho maestra en el
arte amatorio. El rey no recordaba moza más dispuesta, ni las moras, tan
exquisitas y desvergonzadas, habían logrado llevarle a tan altas cotas de
placer. Las prostitutas italianas y francesas eran unas mojigatas a su lado,
pero, tras acudir a Galicia y Navarra, ahora le tocaba el desagradable deber de
casar a su amante y despedirse de ella. La reina parecía cada vez más
cabizbaja, las doncellas intentaban animarla ahora que se acercaba a Segovia,
la ciudad que más amaba de todos sus reinos, pero la nieve comenzaba a

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coronar las montañas que separaban su ciudad soñada y tenían que pasar el
invierno en Madrid. Los reyes odiaban aquel alcázar frío y sombrío, la villa
no era mucho mejor, repleta de ociosos forasteros venidos del norte y rateros
impenitentes. Lo único positivo que podía decirse de Madrid era que estaba
de camino a todas partes y no demasiado lejos de ningún sitio.
Además, Juan de Bobadilla, padre de la muy nefanda Beatriz, era el
alcaide del alcázar; su madre Leonor, que había sido dama de la corte de
Leonor de Aragón, poseía tanta belleza como su hija, aunque la edad ya había
logrado otoñar en parte su hermosura. También se habían reunido en torno a
la novia su hermana Leonor, aparte de sus hermanos Pedro, Cristóbal, Juan y
Francisco.
Beatriz llegó al alcázar emocionada, no tanto por la boda, no había
cruzado más que unos palabras con su futuro esposo, sino por ver a todos los
suyos, a los que tanto echaba de menos.
Su madre, siempre severa, le dio un abrazo frío y distante al verla entrar,
su hermana menor, en cambio, se fundió en sus brazos unos minutos y
comenzó a llorar. El resto le dio un leve saludo como correspondía a su clase.
El último en saludarla fue su padre Juan, al que ella tanto amaba.
—¡Padre!
—Hijita, qué cambiadas estás. Eres toda una mujer.
Juan se la llevó a parte, salieron a una balconada desde la que se veía el
río a lo lejos y los bosques que se extendían por doquier.
—¿Estás segura de que quieres casarte e irte a las islas?
La pregunta de su padre le sorprendió.
—Es una orden de su majestad la reina.
Juan se mesó el pelo canoso y rizado. Amaba a todos sus hijos, pero
siempre había tenido debilidad por Beatriz, era la niña de sus ojos. Ella había
mostrado una gran devoción hacia él, mimándolo y colmándole de besos. De
hecho, siempre añoraba aquella época de su vida, sumida en su fantasía,
despreocupada de los amores mundanos. En cuanto le surgieron los pechos y
los hombres comenzaron a mirarla de otra manera, se sentía poderosa y
vulnerable al mismo tiempo. Únicamente en los brazos de su padre se sentía
segura.
—El matrimonio es algo muy serio, es mejor pensarlo detenidamente.
Una vez casada, ya no hay remedio. Además, las islas Afortunadas están
allende de los mares, habitadas por salvajes levantiscos y azotadas por vientos
impetuosos, jamás habéis montado en barco, los mares pueden estar agitados.

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Beatriz no había pensado en la travesía, ya la boda se le hacía algo casi
infernal. Se limitó a encogerse de hombros y llorar. En la estancia de al lado,
la marquesa de Moya se acercó a su cuñada Leonor y la apartó de sus hijos
para platicar con ella.
—¿Qué sucede?
—Bueno, Beatriz ya tiene un buen pretendiente, pero debemos esperar a
que todo el asunto llegue a buen puerto, nunca mejor dicho. El rey… —dudó
un instante antes de continuar, pero pensó que era mejor que se enterase por
sus labios, que por los de cualquier maledicente—, y vuestra hija.
No le hizo falta añadir más palabras.
Leonor no reaccionó al principio, simplemente se quedó con el ceño
fruncido, pensativa y después concluyó:
—Beatriz siempre fue casquivana, al menos esta vez le ha servido para
algo provechoso; muy pocos habrían querido casarse con una joven
deshonrada y lasciva; ser la puta del rey es mejor que ser la señora de un
villorrio.
La marquesa de Moya se quedó impresionada por la contestación de su
cuñada, a la que creía más puritana, pero habiendo sido doncella en la corte
de Aragón, aún más lasciva que la de Castilla, seguramente habría tenido
muchas experiencias antes de convertirse en fiel madre y esposa.

El 15 de noviembre estaban preparados los desposorios. Al no tener la ciudad


una iglesia digna de tal ceremonia, se eligió la capilla del alcázar para
celebrar el enlace. Los reyes asistirían en calidad de benefactores y también lo
más granado de la nobleza castellana. Unos días antes, Leonor estaba aún
ajustando el traje de novia a su hija que no se paraba de mover.
—Estaos quieta, por Dios.
—No puedo, madre, llevamos casi medio día aquí.
—Habéis ensanchado las caderas y el pecho. ¿No estaréis preñada? —
Beatriz la miró asustada, había notado algunos cambios—. ¿Habéis yacido
con el novio? —La hija negó con la cabeza—. Bueno, a los hombres no se les
dan bien esos cálculos.
La joven se quedó pálida y sintió que le daba un vahído, su madre la
sujetó a tiempo. Sabía lo que tenía que hacer, llamó a una alcahueta a la que
conocía muy bien; les había ayudado en otras ocasiones.

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Beatriz estuvo en la cama toda la tarde. Cuando llegó la alcahueta, a la
que su madre llamó doña Celeste, su solo aspecto le amedrentó. Era
encorvada, de pelo gris ceniza, un ojo bizco y verrugas en el rostro. La
acompañaba una manceba que portaba una bolsa.
—¿Esta es la joven? —preguntó al entrar. Después se acercó hasta ella y
le abrió los párpados de los ojos, le tocó con fuerza los pechos y la barriga.
—Está de dos meses, tal vez tres, aún podemos hacer algo.
Leonor miró a su hija, no le gustaba verla en este trance, pero a dos días
de la boda, no podían arriesgarse; una mujer repudiada era peor que estar
muerta en vida, no la admitirían ni en un convento.
La alcahueta preparó un brebaje en la cocina y lo trajo aún humeante hasta
el aposento.
—Bebedlo todo antes de que se enfríe, os dolerá mucho la barriga y
después comenzaréis a sangrar. No os preocupéis, es normal, tenéis que
expulsarlo. Al día siguiente estaréis como nueva, pero mantened las piernas
cerradas hasta la boda.
La joven tomó aquel brebaje maloliente y a la media hora comenzó a
sentirse muy mal, con ganas de evacuar, tras orinar en un orinal, comenzó a
sangrar mucho y se asustó. La alcahueta le agarró la mano e intentó calmarla.
—Mañana estaréis bien y vuestro futuro esposo no sabrá nada.
La joven pasó toda la noche con fiebre alta al cuidado de las criadas y su
madre. Cuando su hermana Leonor fue a visitarla por la mañana, se extrañó
de que estuviera todavía en cama.
—¿Os encontráis bien, hermana?
—Dadme un poco de vino con azúcar, necesito recuperar fuerzas —le
contestó.
—¿Qué os ha sucedido?
Beatriz dudó por unos instantes, pero nunca había ocultado nada a su
hermana. Le relató lo sucedido, pensó que su hermana pequeña se quedaría
muy decepcionada, pero en cambio le pareció una vida emocionante y el rey
un hombre formidable.
—Pensad que la mayoría de las doncellas únicamente yacen con un
hombre, vos lo habéis hecho con un maestre y un rey.
En aquel momento entraron en el aposento su tía y su madre acompañadas
de una joven de pelo rubio y ojos azules como el más claro cielo. La joven era
de baja estatura y vestía modestamente, con el pelo recogido en un tocado
discreto. Tenía las manos perfectas, lo que anunciaba que jamás había
ejercido trabajos serviles.

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—Este es mi regalo de bodas, vuestra sirvienta Sara Pimentel, os
acompañará en todo momento y os servirá de compañía y servicio.
Beatriz miró a la joven con cierta desconfianza.
—¿Es judía? —preguntó al fin. No había nada que aborreciese más en el
mundo que a una hebrea, bueno sí, a una mora.
La joven agachó la cabeza avergonzada.
—Ya no, la hemos bautizado, se quedó huérfana en un asalto a la judería
de Toledo, una amiga la tomó como criada y la bautizó, ahora es cristiana.
Beatriz se puso en pie y la miró detenidamente, no quería a una judía
cerca, pero no podía rechazar el regalo de su amada tía.
—Gracias, tía, al menos no estaré sola en esa tierra de salvajes.

El rey la esperó impaciente en el palacete, no se habían atrevido a verse justo


unas horas antes de la boda en el alcázar con toda la familia de la novia en la
fortaleza y bajo el mismo techo que su padre. Fernando no era capaz de faltar
al respeto hasta ese punto a uno de sus más leales alcaides. Beatriz llegó con
prisa, pálida como una losa de mármol, la acompañaba una joven menuda y
hermosa, a la que el rey no reconoció, pero que se quedó fuera de la estancia.
Los dos amantes se besaron desesperados, a sabiendas de que aquel era su
último encuentro.
—He pensado en escapar —dijo la joven mientras le besaba.
—Es una locura, será mejor que os marchéis con vuestro futuro esposo, el
tiempo y la distancia lo curan todo. Estamos en pecado mortal.
—¿Desde cuándo eso le importó a un rey? —le preguntó Beatriz.
—Estoy en guerra, ahora necesito más que nunca la protección divina.
—Dios protege a los audaces.
Los dos se sentaron en la cama, parecían dos novios indecisos en su
primera noche de bodas.
—Nunca a nadie amé como a vos, eso que sois una chiquilla, mañana
cuando partáis hasta Sevilla mi corazón se quedará roto —dijo el rey, que
hasta ese momento se había guardado mucho de expresar sus sentimientos.
Parecía un niño asustado, y aquella sensación le convencía de que lo mejor
era que su amada se fuera lo más lejos posible de su reino.
—Si me escondo en Aragón, allí me podríais tener.
—Isabel se enteraría y os mandaría matar, os lo aseguro. La reina es muy
cristiana, pero en cuestión de celos pierde la cabeza.

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Beatriz se abrazó al pecho firme del rey y comenzó a acariciarlo debajo de
la camisa.
—Viviré entre salvajes, moriré lejos de vos y mi familia, qué destino tan
cruel para el amor.
Fernando le acarició el pelo, tenía miedo de aquella chiquilla, se sentía
atado entre sus dedos finos y sus piernas torneadas.
Aquella sería su última noche de lujuria, después haría voto de castidad
hasta que Dios les entregara Granada a los cristianos, únicamente se acostaría
con criadas y esclavas.
Los dos amantes comenzaron a besarse y, a los pocos minutos, Beatriz
cabalgaba sobre Fernando, lo hacía con rabia y con el deseo de que el
desbocado corazón del rey estallara de placer. Si no podía ser de ella, no sería
de nadie.

La boda fue todo un acontecimiento en la villa. Madrid, que siempre parecía


apagada y sucia, se engalanó para la ocasión y cuando redoblaron las
campanas los villanos gritaron de júbilo por su alcaide. Dentro de la capilla
del alcázar, los invitados ya esperaban la entrada de la novia. Hernán
aguardaba impaciente junto a uno de sus mejores amigos que había venido
desde Sevilla. Parecía nervioso, pero realmente estaba ansioso por entrar en
las hermosas carnes de su futura esposa. Su madre, Inés, y su padre le
miraban embelesados, esperanzados en que aquel hijo les diera descendencia
y honra; el querido hermano era un mentecato y el bueno de Guillén había
muerto demasiado joven en una escaramuza contra los guanches, que era el
nombre que se daba a los naturales de las islas Canarias.
La novia entró del brazo de su padre, y todos se quedaron sin palabras, los
invitados se pusieron en pie y miraron asombrados a la mayor belleza de
Castilla. La joven se sentía hermosa y caminaba insinuante hacia el altar.
Cuando se detuvo frente al obispo y vio a su futuro esposo, su sonrisa se
quedó petrificada. El hombre la miraba codicioso, como si estuviera
contemplando un trozo de carne. En ese momento aparecieron los reyes.
Isabel, con hermoso traje verde bordado con hilos de oro, y Fernando, con
terciopelo rojo, capa de armiño y corona. Ambos se acercaron hasta los
novios, y Beatriz intentó quedarse con el aroma de su amado, al que no
volvería a ver en mucho tiempo, tal vez nunca más. Después se sentaron los
reyes y todos los imitaron.

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El obispo habló a los invitados sobre el amor del esposo por la esposa,
como Cristo amaba a su Iglesia, y tras comulgar, les declaró marido y mujer.
La fiesta se hizo en el salón principal, los novios estaban cerca de los
reyes, Hernán intentó llamar la atención de su esposa, pero esta apenas le hizo
caso, riendo con sus hermanos y sus padres, algunas amigas de la infancia y
las damas de la corte.
Hernán, después de varias copas de vino, aferró a su esposa por el brazo y,
atrayéndola para sí, le dijo:
—Haceos la despistada, pero esta noche seréis mía.
La joven sintió cómo el corazón se le aceleraba, no quería quedarse a
solas con aquel animal apestoso, ni siquiera con sus mejores galas tenía el
más mínimo atractivo.
El baile fue largo, el rey logró enlazarse una vez con ella sin levantar
sospechas y ella le susurró:
—Salvadme de mi destino.
—Nadie puede salvar a los hombres ni las mujeres de su destino.
Isabel observó desde su asiento a su esposo bailando con Beatriz y apenas
pudo contener la rabia hasta que su amiga la marquesa de Moya se le acercó.
—Partirán mañana sin falta, el mancebo tiene negocios en Sevilla, se irán
con su madre, no soporto a esa dama que se da tantas ínfulas como señora de
tierra de salvajes.
—Lo sé, pero, aunque es vuestra sobrina, la estrangularía con mis propias
manos.
—En unos meses el rey se habrá olvidado de ella, los hombres son
caprichosos, nunca dejarán de amar a mujeres, porque en el fondo temen
envejecer, nosotras somos más fuertes que ellos, somos capaces de engendrar
vida, de crear un vínculo más duradero que la propia muerte.
Fernando soltó la mano de Beatriz y sintió como si se la hubieran
amputado. La esposa marchó con las doncellas para que la ayudasen a
prepararse y encontraron a la criada Sara calentando la cama con el brasero.
—¿Estáis nerviosa? —preguntó Juana.
—¿Nerviosa? No, deseando pasar este mal trago.
—No digáis eso, es vuestra noche de bodas —dijo su hermana Leonor.
—¿Después de probar un león qué puedo esperar de un chacal?
—A lo mejor el chacal conoce artes amatorias nuevas —bromeó Juana.
Las jóvenes se retiraron y el novio entró algo mareado en la estancia.
Miró a su esposa en la cama, tapada con las mantas y vestida con un camisón

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largo y blanco, Sara aún se encontraba en el cuarto, Hernán le dio su copa y le
ordenó que cerrase la puerta.
El hombre comenzó a desnudarse con torpeza y lentitud sin dejar de
mirarla fijamente.
—Beatriz, Beatriz de Bobadilla, mi esposa, mi ama, mi señora. Sé que
esto no os agrada, no os pido tanto, mientras me agrade a mí.
El hombre se quedó tan solo con la camisa, la joven vio sus piernas flacas
y blancas como la leche y se le revolvió el estómago. Se acercó gateando
hasta ella y le lanzó su aliento a vino y dientes podridos.
—Podemos hacerlo de dos formas, por las buenas o por las malas.
Beatriz se abrió de piernas, se levantó el camisón hasta la cintura y el
hombre la penetró salvajemente, sin miramientos, sin besos ni caricias, como
el chacal que era.
—He pagado por la puta más cara de Castilla y quiero disfrutar de ella,
que digo, me han pagado para que yo me acueste con ella —se burló mientras
la embestía, la joven confiaba en que se corriera pronto, por lo que al final se
decidió a mover las caderas y el hombre comenzó a temblar y se derrumbó
sobre ella. Un minuto después estaba roncando. Se lo quitó de encima, fue a
limpiarse y vio a Sara que estaba durmiendo en el suelo frente a la puerta. La
joven se levantó y le dijo si quería que le calentase el agua.
—No, deseo otra cosa.
Beatriz entró en su aposento de nuevo y escribió una nota, la cerró y lacró.
—Dale esto a mi tío Francisco, aún debe estar en la fiesta.
Sara corrió hacia el bullicio, los reyes y los mayores se habían marchado,
por lo que los hombres bebidos y las mozas comenzaron a besarse y
magrearse sin mucho decoro, eso sí, sin pasar a mayores, que debían guardar
la honra.
Sara intentó no mirar a ambos lados y cuando llegó hasta Francisco, que
estaba besando el cuello de una cortesana, esté la observó curioso.
—Tú eres la criada de mi sobrina, ¿por qué me importunas?
—Vuestra sobrina me ha pedido que os entregue esta nota.
El hombre se la arrebató de la mano con brusquedad, y al ver que la
muchacha no se marchaba, le dijo:
—¿Qué más quieres?
—Pensaba que le contestaríais —dijo, agachando la cabeza.
—Dile que la he recibido y que le contestaré, ahora estoy ocupado.
En cuanto la criada se marchó, a Francisco le pudo la curiosidad. Dejó a la
manceba y leyó la breve nota.

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Necesito que matéis a mi marido, pero no demasiado pronto, después de que tenga
un heredero suyo en las entrañas. Mandada uno de vuestros hombres hasta esa
infecta isla y que esté preparado. Nos quedaremos con las tierras y títulos de este
pobre cerdo. Vuestra dulce sobrina que os quiere.

La nota estaba sin firmar, pero reconoció la letra de Beatriz. Se sonrió para sí,
sabía que su sobrina era retorcida, pero planear la muerte de su esposo en su
lecho de bodas era demasiado hasta para ella. Después se volvió hacia la
dama y la tomó de la mano, la llevó justo detrás de la mesa principal, la
tumbó en el suelo y comenzó a penetrarla. Mientras se sacudía sobre ella,
después de su breve coito, salió hasta el patio del alcázar y se acercó hasta
Sergio, uno de sus pajes; era delgado, con barba canosa y ojos negros como
dos aceitunas maduras.
—Tengo un encargo para ti, acompañarás a mi sobrina como paje, cuando
ella te lo ordene, terminarás con la vida de su marido. Se te pagará lo
convenido y, a la vuelta a la península, de mi parte te daré unas tierras cerca
de Medina del Campo, son fértiles y se encuentran próximas a un arroyo.
El hombre se limitó a poner un mueca en la cara, como si aquella misión
no supusiera nada para él, lo hubiera hecho por dos jarras de vino.
Francisco miró hacia las ventanas en las que dormía Beatriz y después se
fue a acostar; al día siguiente tenía que regresar a Uñón, donde era
comendador de la Orden de Calatrava, todos sus vasallos le odiaban, desde su
llegada dos años antes a la villa había cuadruplicado los impuestos, retozado
con todas las vírgenes que habían caído en sus manos y robado de las arcas
municipales, pero había logrado rodearse de una cuadrilla de matones que
tenían atemorizado a todos los pobres villanos. Mientras Madrid dormía,
Beatriz lo único que podía hacer era preparar su venganza y ella no era dama
que se tomase a la ligera aquellas cosas, sería lenta, pero todos los que le
habían hecho daño pagarían por ello, incluidos sus majestades los reyes. Ellos
no sabían de lo que era capaz una Bobadilla, no había nadie que pudiera
escapar a su ira. Isabel, por enviarla a tierra de infieles; Fernando, por acceder
a dejarla partir y Hernán, por violentarla. Todos pagarían un alto precio por
tal afrenta.

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La ciudad de lo imposible
«Hay tres modos de conservar un Estado que, antes de ser
adquirido, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y
a vivir en libertad: primero, destruirlo; después, radicarse en él;
por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un
tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número
de personas, para que se encargue de velar por la conquista.
Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder
del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle el
Estado. Porque nada hay mejor para conservar —si se la quiere
conservar— una ciudad acostumbrada a vivir libre que hacerla
gobernar por sus mismos ciudadanos».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Sevilla, 1 de diciembre del año de Nuestro Señor de 1482.

Antes de que la dudad del Guadalquivir se convirtiera en el alma de España


era una villa mora en transformación. La gran catedral aún no se había
terminado después de casi cincuenta años, llamada a sustituir a la mezquita de
Abu Yaacub Yúsuf, que había sido consagrada a la verdadera fe en 1248, pero
que se había destruido en parte debido al gran terremoto de 1356. Las
callejuelas cercanas seguían teniendo ese perfume a azahar, jazmín y cordero
asado y su judería aún era orgullosa e influyente. Los sevillanos que se sabían
milenarios disfrutaban paseando por las nuevas avenidas que estaban abriendo
los Reyes Católicos o contemplando orgullosos los Reales Alcázares que el
rey Pedro I había ordenado reconstruir al quedar también afectados por el
gran terremoto. Aquello fue lo primero que le sorprendió a Beatriz, un juego
entre lo nuevo y lo viejo, donde era difícil distinguir una cosa de la otra.
Agradeció que finalizara la primera parte de su interminable viaje a las
islas Afortunadas. En el largo trayecto había tenido que soportar a su
petulante suegra, Inés, que parecía convencida de que ella no merecía a su
hijo Hernán y se pasaba el tiempo elogiándole y consintiéndolo como si aún
fuera un infante. Sus dos hijas, María y Constanza, eran dos coquetas jóvenes,
insolentes y ruidosas. El único que parecía un verdadero caballero era Diego

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de Herrera, el padre de Hernán que tampoco se asemejaba a su vástago.
Educado, de aspecto gallardo a pesar de su edad, barba canosa y ojos claros.
Diego apenas soportaba a su mujer y el resto de su prole, que habían vivido
siempre a su sombra. Aunque lo más insoportable para Beatriz era la memoria
de Guillén, el hermano perdido. Diego había tenido una primera esposa ya
fallecida a la que nunca había dejado de amar.
Cuando todos se aposentaron en la casa que los Herrera aún conservaban
en Sevilla, Beatriz salió con su criada Sara a pasear por la ciudad, a su lado
estaba el fiel Sergio, que se había convertido en su perro guardián y que
informaba de todo lo que sucedía a Francisco, el tío de Beatriz.
Caminaron hasta el mercado y la joven se quedó prendada por la cantidad
de especias, flores y comida que tenía ante sus ojos. Sara llevaba una cesta
donde su ama iba depositando todo lo que le llamaba la atención y dejaba el
pago a cargo de su esposo. Apenas había caminado unos minutos cuando vio
a lo lejos a un apuesto caballero que no le quitaba ojo. Al final, el galante y
apuesto admirador se acercó para hablar con ella.
—No he visto flor más hermosa en un jardín de Sevilla que a vos —le
dijo, cortés.
Ella agachó la cabeza con modestia, no estaba bien visto que una mujer
casada hablase con desconocidos por la calle. El hombre los siguió hasta que
entraron en una de las callejuelas.
—¿No me regalaréis al menos una sonrisa?
Beatriz mostró sus dientes blancos y perfectos y después le dio la espalda.
—¿No seréis vos la esposa de Hernán Peraza, de la que todo el mundo
habla en Sevilla?
—Es imposible, acabo de llegar de Madrid hoy mismo.
—Vuestra voz es tan hermosa como vuestro semblante. Permitidme que
me presente, me llamo Melchor de Luna y de la Puente, caballero de la Orden
de Santiago y primo lejano de vuestro esposo.
Beatriz observó al mozo ahora con más detenimiento. Era alto, de pelo
rojo y ojos profundos de color verde.
—No parecéis de la familia.
—Soy de mejor rama —bromeó Melchor.
Los dos caminaron un rato juntos, mientras seguían platicando.
—En unos días me marcho para Granada, la mayor parte de los miembros
de mi orden están allí esperando a que pase el invierno para combatir al moro.
—Beatriz apenas escuchaba sus palabras, se había quedado prendada de aquel
hombre tan distinto a su marido—. Vuestro esposo y su familia están aquí

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para hacer negocios con mi cuñado Enrique Enriquez de Quiñones, el esposo
de mi hermana María de Luna y Ayala. —Beatriz estaba hecha un lío con
tantos nombres—. No os preocupéis, mañana comeremos todos en la finca
que tiene la familia a las afueras de la ciudad.
Beatriz llegó a la puerta de la casa y extendió la mano, Melchor se la beso,
pero sus labios permanecieron unos segundos más de lo necesario pegados a
la suave piel de la joven.
—Espero veros pronto —dijo antes de retirarse y hacerle un galante
saludo con su sombrero.
Sara miró a su ama, que parecía extasiada mientras el joven se alejaba
silbando calle abajo.
—Ama, ¿entramos?
La joven miró con desprecio a la judía, no la soportaba con aquella cara
inocente y sus buenos modales de hebrea mimada. No le contestó, pero cruzó
el umbral de la casa y se dirigió hasta sus aposentos.
—¡Prepárame un baño! —ordenó a su sirvienta, quería quitarse el polvo y
el sudor del camino. Su suegra y sus cuñadas no eran muy amigas del jabón y
aún tenía metida en la nariz aquella mezcla a sudor y orines.
Cuando el baño estuvo listo, Beatriz se sumergió e intentó olvidarse de su
triste desdicha, casi cada noche tenía que cumplir con su deber marital del que
no obtenía el más mínimo placer. Anhelaba las noches que había pasado con
Fernando, incluso con el pobre Rodrigo, que buscaban su placer más que el
suyo propio.
—¡Déjame sola! —gritó a la criada, que cerró las puertas tras de sí.
Entonces se imaginó al gallardo Melchor seduciéndola y cabalgando sobre
ella, introduciendo su hombría en su sagrado templo hasta el éxtasis.

Hernán necesitaba más hombres y armas para poder controlar a sus vasallos,
la isla de La Gomera de la que era señor se había conquistado sin violencia,
aunque esto formaba más parte de la leyenda que de la realidad, los gomeros
nunca se dejaron conquistar de buena gana por los castellanos, ya que eran un
pueblo rebelde y orgulloso.
Cuentan las crónicas que Hernán Peraza el Viejo, padre de doña Inés,
llegó a La Gomera en 1450 donde recibió el apoyo de Oroney su gran rey, el
resto de las tribus apoyaban a los portugueses, por ello Peraza el Viejo
construyó una torre en Ipalan y desde allí luchó contra portugueses y gomeros

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por igual. Cuando Hernán, su nieto, llegó a la isla, esta ya se encontraba
pacificada. En 1470, con apenas veinte años, se convirtió en señor de La
Gomera por deseo expreso de su madre, al igual que heredó su apellido y no
el de don Diego. Hernán tuvo que enfrentarse al bando de Mulagua, más
inclinado a los portugueses, pero había logrado firmar una paz con ellos.
Hernán había sofocado una nueva revuelta en 1477, capturando a muchos
gomeros para venderlos como esclavos. Cuando se pacificaba una parte de la
isla, otra tomaba las armas y todo esto era por el mal gobierno de un joven y
avaricioso señor, que parecía insaciable en sus exigencias a los vecinos de la
isla.
El obispo Frías había denunciado muchas veces la crueldad de Hernán con
los que eran súbditos de los Reyes Católicos, pero estos habían hecho oídos
sordos ante las protestas del prelado.
Hernán, además, tenía que armar al ejército que saldría de su isla para
terminar la conquista de Gran Canaria, por eso la financiación y apoyo de su
familia sevillana eran imprescindibles.
La comida en la casa de Enrique Enriquez era vital y no podían dar
ningún paso en falso.
Salieron temprano hacia la casa familiar; en apenas una hora ya se
encontraban bajando de las carrozas y entrando en la suntuosa casa que había
pertenecido al abuelo de don Diego.
La familia Herrera y los Peraza no mantenían una estrecha relación, pero
los negocios eran los negocios. Los Peraza importaban vino, aceite y otros
productos a las islas y, a cambio, les vendían esclavos de forma ilegal y frutas
exóticas, aparte de pescado salado y sal.
Enrique Enriquez recibió a su familia en la entrada, y mientras los varones
se reunían en el gran salón, las damas lo hicieron en la salita, como llamaban
a la otra amplia estancia aneja.
Beatriz había visto de pasada a Melchor, pero sus ojos se habían quedado
fijos en sus músculos y gallardo rostro.
—Sara, ven aquí, no seas tan lenta —dijo la joven a su criada.
—Decidme, señora —contestó la judía.
—Manda a Sergio que espíe la conversación de los hombres y haz llegar
esta nota a Melchor sin que nadie se percate. ¿Entendido? Si no cumples bien
tu misión, te aseguro que te moleré a palos o te venderé a un mercader moro.
Sara tomó la nota temblorosa, salió primero a las caballerizas para pedirle
a Sergio que espiase a los hombres; el mercenario la miró con desprecio,
escupió en el suelo y después se dirigió hasta la ventana más cercana al salón

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para intentar escuchar algo. Más difícil le parecía a la criada hacer llegar la
nota a Melchor. La judeoconversa se aproximó a la puerta y esperó a que
aquel caballero la reconociera. El joven, al ver a Sara, salió disimuladamente
del salón y esta, inclinando la cabeza, le dio la nota.
La leyó allí mismo y le contestó de viva voz a Sara.
—En unos minutos espero a tu ama en la biblioteca, en esta casa nadie
pasa nunca por allí, les tienen miedo a los libros —comentó con una sonrisa
picarona.
La criada anunció a su ama el recado de Melchor y Beatriz le dijo a su
suegra que no se encontraba bien.
—Espero que ya estéis encinta, para eso os hemos casado con mi Hernán
—contestó con cierto desprecio.
Elvira de Ayala, la madre de Melchor, mucho más cariñosa, le pidió a una
de las criadas que la llevaran a un aposento. Sara y Beatriz comenzaron a
caminar detrás de la criada, pero en cuanto se alejaron unos pasos, su ama
dijo a la sirvienta:
—Prefiero ir a la biblioteca para leer algo, así se me quitará el sofoco.
La criada las llevó por varios pasillos oscuros hasta la sala más alejada de
los salones. Entraron en el cuarto repleto de libros polvorientos y papeles; sin
duda, nadie había pasado por allí en mucho tiempo.
—Quédate fuera vigilando —ordenó Beatriz a la criada.
La joven salió y cerró la puerta.
—¿Estáis aquí? —preguntó Beatriz mientras buscaba a Melchor entre las
estanterías. Entonces notó cómo alguien la agarraba por detrás y le tapaba los
ojos, enseguida una ola de calor le recorrió todo el cuerpo; llevaba semanas
sin sentir unos verdaderos brazos masculinos.
—Doña Beatriz, no esperaba veros a solas, creo que Dios está de mi parte.
—A él servís, es normal que os premie —contestó picarona la joven.
Melchor se la quedó mirando a los ojos y después le dio un largo beso.
Beatriz sintió cómo un fuego le atravesaba el pecho y un minuto después los
dos estaban en el suelo, él penetrando las carnes de aquella increíble mujer,
ella gozando por primera vez desde su casamiento.

Enriquez dejó la copa de vino y miró a Diego, prefería negociar con él que
con su hijo, lo que irritó a Hernán.

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—Necesitáis pues armas, también caballos, cañones y algunos
mercenarios valerosos. ¿Es así?
—Sí, querido primo, la reina Isabel ha sido clara, Hernán tendrá que
ayudar en la pacificación y conquista de Gran Canaria. En La Gomera tiene
unas huestes limitadas y no puede quedar la isla desprotegida; además, los
guanches no son muy buenos guerreros.
Todos sabían que Diego mentía, los castellanos llevaban casi cuarenta
años tratando de someter a los habitantes de las islas Afortunadas con escaso
éxito. Tanto franceses como portugueses lo habían intentado antes, fracasando
estrepitosamente.
—Nosotros podemos conseguir todo lo que necesitáis y meterlo en una
nao en primavera, cuando sea más seguro navegar —dijo Enrique mientras
miraba por primera vez a Hernán.
—No, imposible, partiremos para La Gomera en un mes. Antes de que
llegue marzo —contestó el gobernador de La Gomera.
—Inviable, necesitamos reunir a los hombres, llevar las armas hasta Cádiz
y fletar la nao.
—Os pagaremos bien, no os preocupéis —dijo Diego a su primo.
—Pero ¿qué sucederá si se hunde la nao?
—Tranquilo, primo, nosotros viajaremos en ella y os pagaremos antes de
embarcar para las islas Afortunadas.

Beatriz se puso encima de Melchor y este la miró embrujado. Aquella hembra


era formidable, capaz de domar a un león, cabalgaba sobre sus piernas como
si fuera galopando sobre un potro salvaje, sus ojos de fuego y deseo parecían
salírsele de las órbitas y por un momento temió haber caído en una especie de
hechizo. Entonces Sara abrió la puerta y vio a su ama sobre el caballero y se
quedó petrificada, esta giró la cabeza y llegó justo al éxtasis en ese mismo
momento.
—Ama, alguien viene por el pasillo.
La mujer bajó de la verga de Melchor y se arregló las faldas, el hombre
tardó un instante en reaccionar, aún aturdido por él placer, se colocó el jubón
y las calzas, para esconderse entre los libros.
Inés entró en la biblioteca seguida por sus dos hijas y miró a su nuera que
estaba sentada leyendo un librito.
—¿Se puede saber que hacéis?

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—Leyendo, suegra. —Inés encendió sus ojos y miró al libro—. Los doce
cesares. ¿Lo habéis leído? —añadió Beatriz.
—En mi familia las mujeres se ocupan en coser y parir hijos, leer es cosas
de judíos o herejes.
Beatriz, que siempre había sido aficionada a la lectura, miró a su suegra
con desprecio, cada vez comprendía mejor de dónde provenía la brutalidad de
su esposo. Su cuñada más joven se apresuró a decir:
—Los libros únicamente sirven para encender un buen fuego, los
cristianos viejos no saben leer ni escribir. Seguro que vuestra familia es judía
como la de vuestra criada.
Beatriz se puso en pie y miró a las mujeres con el más hondo de los
desprecios.
—Vanidad de vanidades, todo es vanidad…
—¿Qué decís? —preguntó confusa doña Inés.
—Las palabras del sabio Salomón.
—Otro judío —dijo la hermana mayor.
—Es un fragmento del Antiguo Testamento, del libro de Eclesiastés, de la
Palabra de Dios que escucháis cada domingo en misa —contestó la joven
Beatriz.
En ese momento apareció Melchor, que había disimulado, como si entrara
por primera vez en la sala. Tenía aún la respiración entrecortada por el coito,
pero saludó a las damas y sus dos primas lejanas se ruborizaron al verlo tan
gallardo.
—Señoras, venía a dejar este libro —comentó mientras metía un volumen
entre los lomos de la Ilíada y el Amadís de Gaula; al ver el texto lo sacó y se
lo entregó a Beatriz.
—Sí os gusta la lectura, el Amadís os agradará.
La joven tomó el libro y dejó el otro en la mesa, después salió con su
criada y se dirigieron al jardín; su suegra y sus cuñadas la siguieron con cierta
ofuscación. Al llegar al jardín vieron algunas de las viandas preparadas y
mientras comían unas aceitunas y queso de cabra, se aproximó a ellas Sergio
y le contó lo que había escuchado sobre la compra de armas y su próxima
partida a Palos de la Frontera, desde donde tomarían una embarcación hacia
La Gomera.
—Esta noche escribiré a mi tío y te encargarás de hacerle llegar toda esta
información —le dijo a su guardián, que sonrió complacido, mientras robaba
disimuladamente algunas aceitunas.

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La comida fue tranquila, en las dos largas mesas había casi veinte personas.
Los anfitriones habían contratado a varios trovadores que cantaban los
romances más populares, algunos contando las hazañas de los reyes y otros
los amoríos de los caballeros.
Uno de los cantantes toco el laúd y comenzó a recitar cerca de Beatriz el
«Romance del cazador cazado».
Pensando al amor cazar,
yo me hice cazador,
y a mí cazóme el amor.
Entré muy descuidado
en el monte de Cupido,
por ver si había venado
y hallé un ciervo escondido:
muy a paso sin ruido
arrojéle un pasador,
y a mí cazóme el amor.
Desque herido le vi
empecé a correr tras él,
y corriendo me perdí
por una sierra cruel;
pero al fin vi un vergel,
que sois vos, lleno de flor,
y allí cazóme el amor.

Al terminar la canción, doña Inés y sus hijas comenzaron a reírse, todos


llamaban a Beatriz de Bobadilla la Cazadora, porque su padre había sido
cazador real, pero al escuchar ella la cancioncilla no se ofendió, todo lo
contrario, sabía que ella era cazadora, pero de hombres.

Las tres semanas siguientes continuaron las reuniones y los preparativos por
el día, por las noches el triste y despreciable encuentro camal con Hernán,
pero cada dos días Melchor y Beatriz se veían en un convento cercano de
hermanas carmelitas. Las monjas dejaban algunas celdas a amantes o novios
para el fornicio. Las monjas eran muy discretas y el convento muy pobre,
incluso algunas de las hermanas se prostituían con los donantes para que la
madre abadesa tuviera la dignidad que merecía, aunque todo se limitaba a
tocamientos y onanismo.

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Beatriz se tumbó al lado de Melchor y después de dar un largo suspiro, le
dijo:
—No deseo ir a La Gomera. Por lo que he oído, hay muchos mosquitos,
hace calor todo el año y los habitantes son salvajes peligrosos.
—Yo no he estado nunca, pero creo que las llaman las islas Afortunadas
por su belleza, clima templado y agradables gentes. Allí nadie pasa frío ni
calor y las playas son de arena negra como el carbón o blancas como la
harina. Estoy seguro de que terminaréis por amarlas.
—No hay nada como Castilla, ni Sevilla le hace sombra. Tiene los
bosques más frondosos, las fértiles tierras que dan el mejor vino de todos los
reinos y el pan más blanco de Europa.
—Creo que lo que odiáis de La Gomera es a su gobernador, vuestro
esposo. Tal vez cuando vaya a guerrear, la fortuna os libre de él.
—Me temo que no —dijo la joven mientras jugueteaba con los pelos del
pecho del hombre—. ¿Por qué no venís con nosotros? Yo os daré placer y mi
esposo un sueldo como mercenario.
—Tengo que unirme a mis hermanos, que luchan por Granada.
—Venid conmigo, nos encargaremos de matar a ese cerdo y os convertiré
en gobernador.
Melchor no negaba que la oferta era tentadora, aquella hembra le tenía
sorbido el seso, pero debía respetar a su familia y a su orden.
—Me lo impide el deber y este es antes que el placer.
—¿Seguro? —le preguntó maliciosa la joven mientras le agarraba el
miembro y bajaba la cabeza para besarlo.
El hombre, que nunca había experimentado aquel placer, comenzó a
gemir y, antes de que ella terminara, ya se había entregado por completo a su
causa.

Hernán miró impaciente hacia la puerta, no sabía dónde se metía su esposa


todas las tardes. Se marchaba con esa judía para oír misa, pero desconocía en
qué iglesia, lo que no se creía del todo, ya que su esposa no parecía muy
piadosa. Estaba comenzando a cansarse de ella. La Cazadora, como todo el
mundo la llamaba despectivamente, no había logrado atrapar su corazón, y
desde su llegada a Sevilla él había vuelto a los prostíbulos de la ciudad, donde
se podía conseguir casi cualquier tipo de hembra.

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Cuando vio llegar a Beatriz acompañada de su primo lejano Melchor,
aquello le dio muy mala espina.
—Esposo, me he encontrado con vuestro primo en la puerta; al parecer,
tiene algo que comentaros.
Melchor, que siempre había despreciado a Hernán, ahora le despreciaba
doblemente, pues era gobernador a pesar de su falta de valor y el esposo de la
mujer más bella de los reinos de la península.
—Primo, venía para ofrecerme —dijo Melchor sin mayor dilación.
—¿Ofreceros?
—Mi orden me reclama en Granada, pero como aún quedan unos meses
para que comience la guerra, os podría acompañar a La Gomera y después a
la conquista de Gran Canaria.
Hernán se quedó pensativo. Pensó en rechazar la oferta, pero esta podía
ser favorable, Melchor era un buen soldado, un buen capitán y aquello haría
que su cuñado les facilitase los mejores hombres y armas.
—Me place, pero tendréis que reunir a veinte audaces que os acompañen.
Estamos conquistando las islas para mayor gloria de la reina Isabel.
—Treinta podré conseguir antes de que partáis de Sevilla.
Beatriz comenzó a relamerse, no solo se llevaba a su semental a las islas,
para no conformarse con su infame esposo; una vez allí, sus hombres podrían
asesinar a Hernán y darle a ella el gobierno de La Gomera.

Partieron hacia Palos de la Frontera justo al mes y medio de su llegada a


Sevilla. El número de carruajes había aumentado notablemente, al sumarse
los mercenarios y el armamento, las mercancías y algunos colonos para
reemplazar la continua sangría de gomeros enviados a otras islas como
esclavos.
Cuatro días más tarde llegaron a la pequeña ciudad y su puerto, que no era
de los más grandes de Andalucía, pero el más cercano a las islas Afortunadas.
El océano se encontraba revuelto, pero los Peraza aprovecharon la semana
antes del viaje para contratar la nao, cargarla hasta los topes y terminar los
últimos negocios antes de partir.
Beatriz y Melchor llevaban días sin poder verse a solas y al día siguiente
tenían que comenzar una travesía de unos diez o doce días si el tiempo lo
permitía. Acordaron encontrarse en una posada cerca del puerto. La joven se
vistió de hombre y su criada de paje, para pasar desapercibidas. Cruzaron el

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puerto con cierto espanto, era sabido que aquellos lugares estaban llenos de
malhechores y hombres de mal vivir. Estaban a punto de llegar a la posada
cuando les salieron al encuentro tres marineros vizcaínos, les cortaron el paso
y les pidieron la bolsa.
—¿Adónde van estos dos mancebos que parecen dos mozas? —preguntó
el más alto, con una barba negra y la piel rosada bajo su gran sombrero y su
capa.
Las dos mujeres intentaron esquivarlos, pero los otros dos las cogieron
por la cintura.
—Son ligeros como una pluma. Podríamos sodomizarlos como a dos
muchachas.
Sara comenzó a rezar en hebreo y el vizcaíno la miró asustado.
—¡Es una bruja! —gritó mientras la soltaba.
Beatriz le quitó del cinto el puñal al otro y se lo hincó en una pierna. El
marinero bramó de dolor mientras intentaba sacarse el cuchillo.
Aprovecharon las dos mujeres para correr como alma que persigue el diablo.
Entraron azoradas en la taberna y miraron a un lado y al otro mientras
buscaban a Melchor.
Melchor las llamó y no tardaron en subir a la planta superior. Beatriz le
indicó a la criada que se quedara en la puerta esperando mientras ella se
acostaba con su amante. La joven se pegó al quicio atemorizada, aquel era el
peor sitio en el que había estado jamás.
Echaba de menos a sus padres, su casa en Toledo y no podía olvidar la
noche en la que los cristianos, azuzados por los sacerdotes, entraron en la
judería para robar, saquear y violar. Apenas tenía doce años cuando escuchó
los golpes en la puerta y vio cómo su padre la calmaba a ella, a su hermano
Isaac y a su madre Ruth. Abrió la puerta antes de que la echaran abajo, les
entregó varios diamantes con la esperanza de que se contentasen con un botín
tan suculento, pero aquellos cuatro no eran hombres, más bien parecían fieras
salvajes.
Se lanzaron a por su madre para violarla, su padre no pudo hacer nada, en
cuanto intentó frenarlos le cosieron a puñaladas y le dejaron desangrarse en el
suelo. Su hermano Isaac intentó defenderlos, pero ella tiró de él y subieron a
toda prisa a la planta de arriba. Les siguieron dos de los malhechores, vecinos
a los que habían saludado muchas mañanas al ir al taller de su padre, pero que
ahora eran como lobos en busca de sus víctimas. Sara se escondió en su
cuarto, pero los dos hombres echaron la puerta abajo y la sacaron de debajo
de la cama para violarla; su hermano apareció de repente y le hincó un puñal

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en la espalda al que ya estaba sobre ella; el otro, furioso, tomó su cuchillo y
comenzó a hincarlo en el pecho de su pobre hermano; mientras ella escapaba
por la ventana, vio por última vez los ojos de su hermano que se apagaban
para siempre.
Una hora más tarde, los dos amantes salieron del cuarto. Melchor las
acompañó hasta casi la puerta de la casa, al día siguiente partirían para las
islas. Doña Inés vio a dos figuras aparentemente masculinas que cruzaban por
el patio y se quedó observándolas mientras accedían a las habitaciones de
atrás. La suegra de Beatriz frunció el ceño y se preguntó quiénes eran
aquellos dos jóvenes misteriosos que entraban en las habitaciones de su nuera,
pero prefirió no decir nada hasta que descubriera qué tramaba la Cazadora.

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Gran Canaria
«Los hombres siguen casi siempre el camino abierto por otros y
se empeñan en imitar las acciones de los demás. Y aunque no es
posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar la
perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el
camino seguido por los grandes e imitar a los que han sido
excelsos, para que, si no los iguala en virtud, por lo menos se les
acerque; y hacer como los arqueros experimentados, que,
cuando tienen que dar en un blanco muy lejano, y dado que
conocen el alcance de su arma, apuntan sobre él, no para llegar a
tanta altura, sino para acertar donde se lo proponían con la
ayuda de mira tan elevada».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Tenerife, 10 de febrero del año de Nuestro Señor de 1483.

Algunos decían que los españoles eran gente religiosa, desmesurado orgullo y
ambiciosa de corazón. Melchor de Luna y de la Puente reunía aquellas tres
características a la perfección. Religioso, pero en el más nefando de los
aspectos, capaz de caminar de rodillas hasta Roma en penitencia y ahogar en
el lecho a una virgen inocente al llegar a la Ciudad Eterna. Orgulloso en el
sentido de altivo, no de afamado en buenas obras, con la única búsqueda del
prestigio social, más sin grandeza. Ambicioso, pero no de grandes hazañas y
merecidos premios, más bien con la voracidad del que lo quiere todo sin
haber merecido casi nada en la vida. Su familia era una de las más
importantes de Sevilla y de renombre en Castilla, aunque de nobleza
únicamente le quedase el blasón desgastado en la fachada manchada de orines
de sus numerosas casas.
El corazón de Melchor estaba tan vacío y hueco, que el amor se convertía
en un eco, en el retiñir de un alma vacía e insaciable. Por ello, Beatriz sabía
que era fácil de manejar para todos sus propósitos. Durante su corta estancia
en la corte se había dado cuenta de que para la mayoría no era más que una
preciosa escultura griega, un pedazo de carne del que obtener placer o la
moneda de cambio de su familia. Su padre Juan era el único capaz de

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anteponer los sentimientos a los intereses familiares, el único que la había
tratado siempre como una persona.
La travesía no fue tan accidentada, los vientos les fueron favorables y en
poco más de una semana se encontraban frente a las costas de la isla de
Tenerife; si el barco no hubiera estado tan cargado, apenas habrían tardado
una semana.
La isla de Tenerife no había sido aún dominada por los castellanos, vio
por ello el capitán que sería más prudente abastecerse de agua antes de partir
para Gran Canaria. Varias barcas llegaron hasta la playa al norte de la isla y
buscaron algún riachuelo donde aprovisionarse. Melchor y algunos de sus
hombres, junto a varios marineros, llenaron varios toneles y recolectaron
frutas sin perder de vista las rocas, los guanches podían atacarlos en cualquier
momento. Desde la cubierta, Beatriz y sus cuñadas observaban a los
marineros, mientras Sara permanecía alejada unos pasos. Una de las criadas
de doña Inés se le acercó y comenzó a platicar con ella.
—Por fin estamos cerca de casa, aunque, por lo que he oído, pasaremos
primero por Gran Canaria para que el esposo de vuestra ama cumpla su
palabra. Imagino que atracaremos en el Puerto Real de las Palmas.
Sara no contestó, prefería pasar desapercibida, parecer invisible era la
mejor manera para que un judío no terminara asesinado o mutilado para
siempre.
—Me llamo María, aunque mi anterior nombre era Ruth, yo también soy
como tú. —La joven la miró con los ojos muy abiertos, como si no se lo
creyera del todo—. Somos más de los que piensas, muchos de nosotros
mantenemos nuestras costumbres y tradiciones en secreto, tal como nos
enseñó Moisés. En La Gomera tenemos una pequeña comunidad y otra en
Fuerteventura.
—Es mejor que no me cuentes estas cosas, es peligroso para ti y para mí.
Desde que mis padres murieron no he practicado nuestra religión e intento ser
una buena cristiana.
—¿Una buena cristiana? Todos estos hipócritas van a misa, pero después
tienen una vida disipada. Don Diego ha intentado sobrepasarse conmigo en
varias ocasiones, las hijas de doña Inés son dos murmuradoras y envidiosas,
por no hablar de doña Inés, la mayor arpía que he conocido nunca. Llevo con
ellos cinco años, desde los doce, y te puedo asegurar que he visto cosas de las
que ni Jesucristo podría absolver a esta familia. Son crueles con los naturales
de las islas, que digo crueles, despiadados. A estas pobres gentes les
maltratan, esclavizan, se quedan con sus tierra y mujeres.

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Sara casi prefería no saber nada. Lo único que le preocupaba en aquel
momento era que su ama se quisiera deshacer de ella o que la castigase con
algunos de su macabros propósitos. A veces pensaba que Beatriz no tenía
corazón, otras veces simplemente creía que era como un perro herido que se
revuelve ante cualquiera que osara tocarlo.
En la playa, los hombres estaban cargando el agua y las frutas cuando
vieron cómo unos venablos se dirigían hacia ellos, alcanzando a un grumete
en la pierna.
Melchor desenvainó la espada y comenzó a ordenar a sus hombres que
usaran sus ballestas para defender a la marinería, mientras terminaban de
subir a las barcas.
Varias rocas enormes corrieron montaña abajo y una de ellas chocó contra
una roca, salió volando y se estrelló sobre un mercenario, cuyas piernas
quedaron atrapadas. Melchor intentó liberarlo, pero fue imposible.
—Matadme, señor. No quiero caer en manos de esos salvajes —le suplicó
su hombre.
Melchor sacó su cuchillo y le degolló antes de que los guanches
comenzaran a bajar de la selva y cruzaran la playa con sus mazas y garrotes.
Los mercenarios y marineros corrieron por el agua y saltaron a las últimas
barcas. Mientras se alejaban de la costa, los primeros guanches llegaron hasta
ellos e intentaron entrar en las pequeñas embarcaciones. Uno de ellos, alto y
fornido, con una larga melena rubia atada con una cinta, logró subir a la de
Melchor. Un soldado comenzó a forcejear con él y este con un mazazo le
reventó la cabeza, la sangre le salpicó en la cara y el resto de los mercenarios
retrocedieron. Melchor se abrió paso y se puso enfrente del gigante.
—¡Maldito bastardo! ¡Por Santiago apóstol! —gritó mientras se lanzaba a
por el gigante. El guanche lanzó un bramido que amedrentó en parte al
castellano, pero levantó su espada e intentó decapitar al hombre. Este paró
con su mano envuelta en pieles el golpe, le arrebató la espada y con la rodilla
la partió en dos. Melchor se quedó paralizado por el miedo, pero desde el
barco una saeta voló hasta el guanche y se incrustó justo en su frente. El
gigante cayó de espaldas al agua y Melchor se giró para ver quién era su
salvador.
Beatriz aún tenía la ballesta en las manos y el ojo abierto con el que había
apuntado miraba a los del hombre, que no podía creer que su amante le
hubiera salvado la vida.

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El Puerto Real de las Palmas era apenas un par de muelles que daban a unas
calles y una pequeña ermita. La ciudad la había fundado apenas cinco años
antes Juan Rejón, el capitán que Hernán había ordenado asesinar de malas
maneras. La pequeña villa se encontraba en la desembocadura del barranco de
Guiniguada, justo en la ribera derecha. En el puerto se veían otras naos y
carabelas que habían llegado para concluir la conquista de la isla.
Pedro de Vera, el gobernador de Gran Canaria, los recibió en el puerto.
Era un hombre atractivo, delgado, de pelo largo y ondulado, su padre había
sido regidor en Jerez de la Frontera, su madre pertenecía a una noble familia.
—¡Señores y señoras de Castilla, os doy la bienvenida a la isla de Gran
Canaria! —exclamó con los brazos abiertos.
Don Diego y doña Inés parecían parcos frente a su anfitrión, aquella era la
única isla que se les había resistido junto a Tenerife, una de las piezas más
grandes de su ambición se les había escapado tras la muerte del hermano de
doña Inés.
—Muchas gracias por vuestra hospitalidad —contestó don Diego.
—No ha menester, vuestro hijo viene a socorrernos y ayudarnos a
terminar con esos malditos salvajes.
Alonso de Quintanilla, el contador mayor, y el marino Pedro Fernández
Cabrón estaban justo un paso por detrás del gobernador. Hernán se colocó
delante de sus padres y tras saludar a don Pedro, le presentó a su mujer y su
primo Melchor.
Pedro de Vera se quedó muy impresionado por la belleza de doña Beatriz.
—Os llamáis como mi segunda esposa Beatriz de Hinojosa, pero sin duda
sois más bella.
—No es sabio hablar así de vuestra señora —bromeó Beatriz.
—No es mujer celosa —contestó el gobernador.
Hernán frunció el ceño, aún no se había acostumbrado a que todos los
hombres admirasen a su mujer de aquella manera, aunque muy pronto sabría
sacar provecho de ello.
El gobernador de Gran Canaria alojó a sus invitados lo mejor que pudo,
aunque la ciudad aún no poseía suntuosos palacios ni edificios oficiales. La
familia de Hernán tuvo que conformarse con una pequeña casa en la que se
encontraban hacinados, por eso doña Inés determinó que al día siguiente
partirían todas las mujeres y don Diego para Fuerteventura. Cuando su suegra
le comunicó su decisión, Beatriz tuvo que interceder ante su esposo para no
marcharse de la isla.

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—Estamos recién casados y debemos engendrar un heredero cuanto antes.
No puedo dejaros.
—Pensaba que me despreciabais —contestó Hernán, que parecía disfrutar
con la actitud sumisa de su mujer.
—No os desprecio, lo que sucede es que apenas nos conocemos, estoy
convencida de que con el tiempo aprenderemos a amarnos.
Su esposo la miró con cierto escepticismo, pero ella sabía cómo hacerle
cambiar de opinión. Aprovechando que estaban a solas en sus aposentos, la
mujer se acercó y se sentó en su regazo, comenzó a frotarse como si se tratara
de una gata y Hernán, poco acostumbrado a las caricias de su mujer, se dejó
llevar. Ella le montó en la silla y cabalgó alocadamente durante un buen rato,
al terminar el hombre resopló y tras guardarse sus vergüenzas, le dijo a
Beatriz:
—Seré benévolo con vos, podréis quedaros en la isla mientras yo me
adentró con el ejército del gobernador, para dar un escarmiento a aquellas
bestias.
—Deseo ir con vos.
—¿Estáis loca? Es algo muy peligroso para una dama.
—Ya sabéis que domino la espada y la ballesta, sé defenderme por mí
misma. Además, podré consolaros por la noche y curar vuestras heridas.
La propuesta tentó al esposo y decidió que así sería.

La cena se celebró en el gran salón del gobernador. Había invitado a más de


una veintena de personajes ilustres, entre ellos el obispo Juan de Frías. Era un
viejo conocido de Hernán, al que se había enfrentado por una venta de
gomeros como esclavos. Todos temían y odiaban al obispo, que mantenía una
estrecha relación con la reina Isabel y que creía, absurdamente, que los
guanches debían ser tratados como vasallos de la reina y que no podían
enajenarles sus tierras y propiedades. Además, Frías había sido amigo de Juan
Rejón. A su lado estaba sentado Juan Bermúdez, su fiador.
—Creo que conocen bien al excelentísimo obispo Frías.
Hernán afirmó con la cabeza sin soltar el muslo del pavo que estaba
comenzando a degustar.
—Nos conocemos bien —dijo el obispo con cierta sorna, y después
saludó a Beatriz—: Veo que al final habéis sentado la cabeza, la isla de La
Gomera necesita una gobernadora que sepa tratar con amor a sus vasallos.

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Doña Inés saltó como si tuviera un resorte.
—¿Gobernadora? Bueno, ese título lo ostentó yo, al menos hasta que la
joven esposa de mi hijo le dé descendencia.
Beatriz se echó hacia delante dejando que se le viera el generoso escote.
—Sabré amar a mis vasallos, pero seré tan dura con ellos como un
hombre si hace falta. Recordad a Judit y cómo terminó con los enemigos de
Jehová.
—Sin duda, aunque prefiero a la reina Esther, que supo salvar a su pueblo
de los tiranos que se aprovechan de él para su beneficio. Estaré supervisando
esta conquista por orden de sus muy católicas majestades los reyes.
—No hay guerra que no lleve aparejada muerte y destrucción. La única
forma de gobernar a un pueblo salvaje es por medio del miedo, el amor es
inútil, prefiero que mis vasallos me teman —comentó Hernán con la boca
llena de grasa.
—A veces ambos no son incompatibles —medió Pedro de Vera, que no
era tan impetuoso como los jóvenes conquistadores—. Dios nos ha dado a
estas inocentes almas para que los llevemos a su reino.
La cena terminó algo más calmada, los comensales se dividieron en
pequeños corros y Beatriz quedó liberada de su suegra y cuñadas, rodeada por
varios hombres, entre ellos Melchor, el obispo Frías y Pedro de Vera.
—Conozco a vuestro padre, es un gentilhombre y buen vasallo, me alegro
de veros en las islas.
—Gracias, excelentísimo obispo.
—Necesitamos más mujeres en las islas Afortunadas, mujeres que sirvan
de ejemplo a las guanches que están dando los primeros pasos en cuestiones
de la fe.
Beatriz pensó para sí que ella era la menos indicada.
—Yo soy cristiana vieja, en mi familia no hay antepasados judíos ni
moriscos, es tan limpia como la de la misma reina.
—La limpieza de sangre es una mentira del diablo, la única sangre limpia
fue la de Nuestro Señor Jesucristo y la derramó por nosotros en la cruz —dijo
el obispo, algo ofuscado.
—Será mejor que dejemos de hablar de sangre, en dos días partimos hacia
el interior y sabemos lo que eso supone, verteremos nuestra sangre castellana
por la reina —intervino el gobernador.
—Muy cierto, don Pedro —dijo Melchor, que hasta ese momento había
permanecido en silencio.

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La velada terminó pronto, al día siguiente debían partir, pero estaba Beatriz
desvistiéndose en sus aposentos cuando entró violentamente su suegra.
—¿Quién os habéis creído? Me han informado de que os quedaréis en la
isla y que pretendéis viajar al interior.
—Así es, señora.
—¡Sobre mi cadáver, os ordené que vinierais con nosotras a
Fuerteventura! —bramó la mujer, visiblemente ofuscada.
—Mi lugar está al lado de mi esposo. ¿No deseáis que pronto dé a luz a
vuestro nieto? Para eso tengo que estar junto a mi marido.
—El campo de batalla no es un buen lugar para una mujer.
—La reina va a todas las batallas —contestó Beatriz, que no mostraba
debilidad ante su suegra.
—¿No os estaréis comparando con su majestad la reina Isabel?
—Tengo que obedecer a mi marido antes que a vos y él me ha pedido que
me quede a su lado.
Inés salió dando un portazo, afortunadamente Hernán estaba tan ebrio que
aquella noche no fue a su cama. Beatriz se puso una capa con capucha y salió
con Sergio y su criada hasta la casa en la que se alojaba Melchor con sus
hombres. Entró en su aposento y, al dejar caer la capa, este comprobó que
estaba completamente en cueros.
—Está será nuestra última oportunidad antes de que salgamos a la batalla.
Melchor se abalanzó sobre ella y tras besar todo su cuerpo, la montó con
vigor; estaba a punto del éxtasis, cuando ella se puso a cuatro patas y el
soldado la miró con asombro.
—Entrad por la puerta que queráis esta noche, no tengo nada cerrado para
vos.
El hombre sabía que la sodomía estaba castigada con la muerte, pero no
pudo rechazar aquella invitación. Aquella mujer le hechizaba por completo.
Gozaron toda la noche, hasta casi el alba. Después la dama se recogió
discretamente; a primera hora debían partir hacia la batalla.

No hay nada más aterrador y hermoso que un ejército en marcha. El sonido de


las botas de los soldados golpeando el camino polvoriento, los tambores que
hacen vibrar los corazones y el alma, el olor a pólvora, caballos y ajo. Tras las

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filas ordenadas de los infantes y la caballería, las piezas de artillería tiradas
por mulas y bueyes y por último la intendencia y los criados, seguidos muy de
cerca por las prostitutas y todo tipo de charlatanes y mercachifles, buitres que
viven de las sobras de la guerra.
Los capitanes iban al frente de sus huestes con sus mejores galas. Pedro
de Vera, Hernán y Melchor, entre otros; Beatriz, una vez más, contraviniendo
las normas, se había unido a ellos a caballo, aun con el peligro de ser
alcanzada por alguna lanza enemiga.
—Sería mejor que os protegierais en los carruajes —comentó Pedro de
Vera, que jamás había conocido a una mujer tan gallarda.
—Prefiero montar a caballo, ya he demostrado en más de una ocasión que
sé utilizar la ballesta y la espada.
El grupo de capitanes comenzó a reírse y Beatriz frunció el ceño, le quitó
a un soldado la ballesta, apuntó a un pájaro que les sobrevolaba en aquel
momento y este cayó con una flecha atravesada. Los capitanes comenzaron a
aplaudir emocionados.
—Vuestra mujer es una amazona, como aquellas que existieron en la
antigua Grecia —señaló Pedro de Vera a Hernán. El marido de Beatriz hizo
una mueca de desprecio, pensaba que su esposa le ponía en ridículo con su
comportamiento tan poco apropiado.
Mientras se adentraban en la isla, los caminos se convertían en senderos
estrechos al borde de precipicios. En casi cualquier encrucijada, los guanches
podían atacarlos con la ventaja de los estrechos desfiladeros. Al llegar la
noche, lograron encontrar una pequeña explanada y pegaron a una pared casi
vertical los carros para protegerse de un posible ataque nocturno. Montaron
las tiendas principales y antes de la puesta del sol se reunieron en la tienda de
Pedro de Vera para tomar una cena ligera.
—Tengo entendido que la isla ha enterrado ya a muchos gobernadores y
adelantados —comentó Melchor mientras tomaba un gran muslo de pavo.
El gobernador se limpió las manos grasientas en la servilleta que colgaba
de su cuello y bebió un largo sorbo de vino antes de contestar.
—Los reyes veían que los portugueses estaban interesados en estas islas
en su búsqueda de una ruta para el comercio de especias, por eso cedieron a
Diego de Herrera, el padre de nuestro ilustre aliado Hernán Peraza, que
recibió el derecho de conquista de Gran Canaria, La Palma y Tenerife, aunque
la autoridad en estas tres siguen ostentándola sus majestades. En el año de
Nuestro Señor de 1478, los reyes enviaron a Juan Rejón con la misión de
conquistar la isla, para esta empresa le acompañaban el obispo Juan de Frías,

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al que ya conocéis, y Juan Bermúdez. Ellos fundaron la ciudad Real de las
Palmas. Los caudillos guanches los atacaron ferozmente, en especial
Doramas, Maninidra y Adargoma. Juan Rejón construyó una empalizada para
proteger el puerto, cuando yo llegué a la isla vi que Bermúdez y Rejón
estaban peleando entre sí y, al observar este grave desorden envié a Juan
Rejón prisionero a la península, pero regresó poco después con el beneplácito
de los reyes y un nuevo ejército. Tras vengarse de sus enemigos, matando a
uno y desterrando al otro, los reyes me enviaron a mí para terminar con los
desmanes de Juan y su ineptitud en la conquista de la isla.
—Vos tampoco habéis conseguido grandes logros —comentó Hernán
maliciosamente, ya que creía que los reyes les habían quitado sus derechos
sobre Gran Canaria con malas artes, para poner a un inepto como Pedro de
Vera, al que además ahora tenía que ayudar.
El gobernador, que sabía poner freno a todas sus pasiones, sonrió a
Hernán y tras apoyarse en el respaldo de su silla contestó:
—El tiempo que habéis estado prisionero en Castilla creo que os ha
nublado el juicio o simplemente ignoráis la situación actual de la isla. Vencí a
Doramas cuando me dirigía a la conquista de Gáldar; como ya sabréis, es uno
de los caciques más importantes de Gran Canaria.
Hernán, que conocía la historia más de lo que simulaba, vio su
oportunidad para molestar al gobernador.
—Sí, es cierto, pero os habéis retirado varias veces de estas montañas, los
guanches han logrado siempre venceros.
—En Fataga tuvimos un notable éxito, allí muchos guanches se rindieron,
ahora nos dirigimos a Ansite. Si cae el último refugio de los guanches, la isla
será enteramente nuestra.
—Si cae el cacique Tenesor Semidán todos se rendirán, esperamos tener
más fortuna que hasta ahora —zanjó Hernán.
Todos se fueron a sus tiendas, se encontraban cansados por la larga
cabalgada y eran conscientes de que en unas horas tendrían que enfrentarse al
más temido de los guanches.
Los criados cambiaron de ropa a Hernán y después esperó impaciente a
Beatriz, pero su joven esposa no llegó, estaba demasiado ocupada dando
placer a Melchor, que mientras se apoyaba en un tonel en una de las carrozas,
no cesaba de yogar con su amante, como si aquella fuera la última vez que lo
hiciera en su vida.

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Tenesor Semidán
«Los que solo por la suerte se convierten en príncipes poco
esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no se mantienen sino
con muchísimo. Las dificultades no surgen en su camino,
porque tales hombres vuelan, pero se presentan una vez
instalados. Me refiero a los que compran un Estado o a los que
lo obtienen como regalo, tal cual sucedió a muchos en Grecia,
en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos
príncipes por Darío a fin de que le conservasen dichas ciudades
para su seguridad y gloria; y como sucedió a muchos
emperadores que llegaban al trono corrompiendo los soldados.
Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna
—cosas ambas mudables e inseguras— de quienes los elevaron;
y no saben ni pueden conservar aquella dignidad. No saben
porque, si no son hombres de talento y virtudes superiores, no es
presumible que conozcan el arte del mando, ya que han vivido
siempre como simples ciudadanos; no pueden porque carecen de
fuerzas que puedan serles adictas y fieles».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Gran Canaria, 13 de febrero del año de Nuestro Señor de 1483.

Tenesor Semidán se había hecho rey tras la muerte sin descendencia de


Guayasen Semidán. Nunca había deseado serlo, siempre había preferido la
vida en el campo con sus rebaños de cabras, los atardeceres encendidos junto
al mar o las largas caminatas por los bosques que tanto amaba. Su poder no
era absoluto. En el fondo, tenía el encargo de educar y cuidar a la princesa
Arminda Masequera, de poco más de nueve años.
Aún recordaba el día de la llegada de los castellanos, era junio de 1478
según su maldito calendario, y unos vecinos de Guiniguada vinieron con la
noticia a la corte de que en el puerto de las isletas había desembarcado la más
formidable armada que habían visto sus ojos jamás. No era la primera vez que
extraños recalaban en sus costas, la mayoría de las veces para abastecerse de
agua o comida, pero Tenesor era consciente de que aquella vez su intención
era quedarse y robarles sus tierras.

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Aquella primera derrota había sido la más amarga. Hasta la llegada de
Rejón siempre había sido sencillo repeler las huestes castellanas y devolverlos
a los barcos, pero ahora eran ellos los que tenían que abandonar sus cuevas y
poblados y adentrarse en las montañas sagradas.
Habían atacado al Real de las Palmas en numerosas ocasiones, les habían
cercado, pero sin lograr tomarla. A pesar de que sus espías les informaban de
que los castellanos tenían disensiones entre ellos, sus dioses debían ser muy
fuertes, para que sus ataques no hicieran apenas mella en su ánimo.
El general Pedro de Vera fue aún más audaz y logró hundir su resistencia
y condenarlos para siempre a los montes, lejos de su querido mar y en tierras
baldías, frías e inhóspitas.
Tras la muerte de Doramas, muchos se rindieron a los españoles,
pensando que nada podía hacerse contra ellos.
Ahora el nuevo ejército de castellanos se adentraba en los montes para
darles caza. Tenesor observó su campamento, uno de sus capitanes no le era
tan conocido y a su lado cabalgaba una mujer muy hermosa, la castellana más
bella que había visto jamás.
Alonso Fernández de Lugo se les había unido aquella misma mañana,
incrementando aún más sus huestes. La única oportunidad que le quedaba a
sus hombres y a él era intentar atacar en el desfiladero, lanzarles rocas y
lanzas, para infligir tantas bajas a sus enemigos, que huyeran de nuevo hacia
el mar.
Gáldar estaba perdida, no podrían defenderla de una hueste tan formidable
sin la ayuda de sus dioses, que parecían ciegos y sordos a sus súplicas.
Tenesor, antes de presentar batalla, decidió bajar hasta el poblado para ver
a su amada y dormir allí la noche, una joven de la que se había encaprichado
el año anterior y con la que tenía un hijo. No solía llevar escolta, prefería
pasar desapercibido y que los pocos guanches que no se habían refugiado en
las montañas, traicionando así a su pueblo y su raza, no pudieran avisar a los
castellanos, pero esta vez escogió a sus quince mejores hombres.
Aquel día, el rey se adentró con unas pieles que le cubrían de pies a
cabeza, se dirigió a la cueva de su amada y apartó la tela con la mano, al
penetrar en la penumbra tuvo que hacer un esfuerzo para ver algo con la
escasa luz de una pequeña lumbre. Vio algunas figuras sentadas y se acercó a
ellas. El grupo estaba cubierto también de pies a cabeza, pero el destello de
una armadura le hizo reaccionar.
Hernán Peraza y sus hombres empuñaron sus armas, los guanches se
defendieron, pero en la lucha cuerpo a cuerpo, Tenesor sacó su cuchillo y

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enrollando su capa en el brazo comenzó a defenderse, pero en cuanto observó
cómo dos de sus hombres caían muertos por las espadas de los castellanos
decidió rendirse.
Alonso Fernández de Lugo entró en la cueva cuando los guanches ya
habían sido desarmados, pero se consideraba el verdadero artífice de aquel
audaz plan. La noche anterior le había explicado a Hernán sus ideas, había
confiado en él porque le consideraba el más avezado del grupo de capitanes y
el único con agallas para llevarlo a cabo. Cuando se encaminaron a Gáldar
con unos diez gomeros, cuatro mercenarios y dos hombres de Alonso, nadie
podía vaticinar que las cosas saldrían tan bien.
A la mañana siguiente llegaron al campamento con el rey de los guanches,
todos se quedaron admirados por la fuerza y altura de Tenesor. Era un hombre
bien parecido, musculoso, de tez clara y ojos brillantes. Tenía porte de reyes,
aunque su misión hubiera consistido únicamente en proteger a la futura
heredera al trono.
Le condujeron encadenado hasta la cárcel de la ciudad, todos temían que
los guanches no tardarían en atacar, pero aquel día era una jornada dichosa en
la que todos estaban deseando celebrar la victoria.
El gobernador preparó una fiesta en honor a Hernán, aunque sabía que era
un hombre orgulloso y ambicioso, lo que podía producir fricciones entre sus
capitanes, justo ahora que los necesitaba más unidos que nunca.
El banquete se celebró en el gran patio de la casa del gobernador. Don
Pedro de Vera parecía exultante cuando, al llegar frente a la mesa, todos los
capitanes les recibieron con una ovación.
—No, por favor. El héroe de esta contienda ha sido don Hernán Peraza, el
que en buena hora nació.
Hernán se puso en pie y todos le aplaudieron, su rostro reflejaba la gran
dicha que sentía. Hasta ese mismo instante, sus honores y cargos los había
heredado de sus padres, aquella era la primera victoria que podía considerar
completamente suya.
Beatriz, sentada a su lado, le acarició la pierna y cuando el hombre se
sentó le dijo al oído que aquella noche le haría gritar de placer. Su gentil
marido sonrió satisfecho, sabía por experiencia que no era nada fácil
complacer a aquella mujer.
Juan de Frías, el obispo de Canarias, levantó su copa y pidió un brindis.
—Por el gran conquistador de esta hermosa isla, Hernán Peraza, que,
apresando a un solo hombre, logró vencer a los guerreros más feroces de
Canarias.

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Todos sonrieron al escuchar las palabras del obispo, que, como todos
sabían, era uno de los grandes promotores de aquella conquista, pero que se
llevaba mal con la familia Peraza y Herrera.
Comenzaron a beber y a comer. Beatriz charlaba con una de las pocas
damas sentadas a la mesa, Beatriz de Hinojosa.
—¿No os aburrís aquí? —preguntó la joven a la esposa de Pedro de Vera.
—A todo se acostumbra una, lo cierto es que aquí me tratan como una
reina, aunque la mayor parte de mis damas de compañía son guanches,
cristianizadas, eso sí, pero esas salvajes no saben hacer nada bien.
—No os creáis que las cristianas viejas son mucho mejores, aunque la mía
es judía, aquella de allí.
—La de pelo trigueño.
—La misma.
—Es hermosa —dijo Beatriz de Hinojosa.
—Ni siquiera me he fijado —contestó sonriente mientras clavaba su
mirada en Sara.
La criada se afanaba en atender a sus señores y corregir los numerosos
fallos de los criados del gobernador; en un momento miró a un chiquillo de su
misma edad, Fermín, uno de los guanches cristianizados, y le regañó.
—Ten cuidado, vas a derramar todo el vino y es muy caro.
El joven moreno de relucientes dientes blancos la sonrió, aquella parecía
ser la única respuesta de la mayoría de los guanches, que eran
extremadamente amables y parecían siempre alegres.
—No sonrías —le ordenó la criada.
—¿Por qué no he de sonreír, señora?
—No me llames señora, soy una simple sirviente como tú.
El joven de profundos ojos negros se detuvo y se quedó mirando a la
joven.
—Yo no soy un sirviente, soy un esclavo. Dice mi señor que lo hace para
cristianizarnos, pero desde que he entrado a esta casa no he ido ni a misa.
Sara miró hacia la mesa donde los castellanos parecían gozar de sus
privilegios mientras los guanches eran extranjeros en su propia tierra. Sabía
que la vida era injusta, su padre se lo había comentado en numerosas
ocasiones. Ella, como judía, lo sabía bien.
—Abobada, ¿qué haces ahí sin poner más vino a mi esposo? —le increpó
su ama, y Sara corrió para servirle, con tan mala suerte que le manchó las
ropas.

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—¡Inútil! —gritó Hernán, levantando la mano y golpeando a la joven en
la cara. Sara se desplomó y vertió todo el vino por el suelo.
—Te quitaremos lo que has estropeado de tu paga, esta noche quiero verte
antes de dormir —dijo Hernán, que hasta ese momento no se había fijado en
la singular belleza de la criada de su esposa.
Beatriz le ordenó que limpiara todo aquel desastre. La joven se puso de
rodillas y comenzó a frotar el suelo hasta que quedó reluciente. Fermín se
puso a su lado y le ayudó a limpiar todo.
Alonso Fernández de Lugo parecía cabizbajo al comprobar que toda la
gloria se la había llevado Hernán, a pesar de que era un soldado mediocre y
pésimo estratega.
—Don Alonso, parecéis taciturno esta noche —dijo Hernán, que se
caracterizaba por avivar siempre el fuego.
—No tengo apetito —comentó mientras removía la comida con la
cuchara.
—No os preocupéis, aún queda por conquistar la isla de Tenerife, a lo
mejor allí tenéis más suerte.
—Dicen que no es bueno vender la piel del oso hasta cazarlo, hemos
capturado a su rey, pero los guanches no se rendirán tan pronto.
—Es cierto, don Alonso, por eso quiero que cortemos la cabeza a ese
reyezuelo, para que estos salvajes sepan cómo nos las gastamos los
castellanos.
—Ni hablar —dijo el gobernador, que parecía estar distraído en otra
conversación—. Ya he mandado una carta a los reyes para que sepan de
vuestra hazaña, pero las órdenes de sus majestades son muy claras,
cristianizar y tratar bien a sus súbditos.
—¿Súbditos? Estos salvajes son peor que las bestias, al menos ellas no
muerden la mano que les da de comer —contestó Hernán.
—Será mejor que nos retiremos pronto, mañana al amanecer los guanches
pueden intentar dar un golpe de mano —dijo el gobernador mientras se ponía
en pie. Cada uno se retiró a sus aposentos. Sara ayudó a su ama a desnudarse
y ponerse un ligero camisón de lino.
—No te alejes, te necesitaré en breve —le ordenó, y después se metió en
la cama.
Sara se sentó en el lugar más apartado de la estancia, pero en cuanto
Hernán entró se dirigió directamente a ella.
—¡Maldita hebrea, nos has hecho quedar en ridículo! —gritó el hombre
mientras agarraba a la joven por la cintura, le daba la vuelta y levantándole la

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falda comenzaba a darle nalgadas. Enseguida la piel blanquísima de la joven
se enrojeció y Hernán sintió que su hombría se aceleraba. Comenzó a tocar
las nalgas ahora con delicadeza, pero escuchó la voz de su mujer desde la
cama.
—¡Dejad a esa sucia criada y venid a la cama, esposo!
Hernán estaba demasiado ebrio para discutir, simplemente acercó su
hedionda boca al oído de la muchacha y le dijo:
—No te preocupes, ya me ocuparé de ti en otro momento.
El hombre se despojó de todos sus ropajes y se dirigió a la cama, se puso
encima de Beatriz y comenzó a embestirla sin miramientos; su esposa miraba
por encima del hombro a Sara, que aún estaba sollozando en el rincón oscuro.
Por un segundo sintió algo de compasión por la criada, pero enseguida
recordó las palabras de su tía, la duquesa de Moya, que siempre le decía que
ser blandos con los inferiores siempre acarreaba problemas.
Su esposo se desplomó sobre ella a los cinco minutos, la mujer se lo quitó
de encima y escuchó los primeros ronquidos. Beatriz hizo un gesto a Sara y
esta le acercó las ropas, se vistió con premura, quería ver de cerca al rey
guanche. Sin duda, era mejor mozo que su marido y jamás había estado con
un guanche.
Salieron de la habitación y se dirigieron a la cárcel. El alguacil les quiso
impedir el paso, pero Beatriz le dio unas monedas y las dos mujeres se
introdujeron por el pasillo oscuro. Al fondo había una celda que olía a
humedad y pescado podrido, pero esto no pareció amedrentar a su ama.
El alguacil les abrió la celda y la señora le pidió que las dejara a solas con
el guanche.
—Puede ser peligroso —le advirtió el contrahecho hombre, con la cabeza
calva y los ojos bizcos.
—Sé defenderme por mí misma.
Beatriz le pidió a su criada que levantase el candil para que se iluminara
toda la sala. Un hombre únicamente tapado por un taparrabos de piel estaba
tumbado en el suelo sobre un camastro. Al escucharlas se incorporó. Sentado
era casi tan alto como las dos mujeres.
—¿Sois el guanarteme de Gáldar?
El hombre entendía algunas palabras castellanas, por eso afirmó con la
cabeza. Sus ojos claros brillaron ante la luz del candil.
—Eres muy hermoso, pareces una de esas estatuas griegas que los reyes
tienen en su palacio.

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El guanche no contestó nada, se la quedó mirando, ella se acercó y se
puso a unos pocos centímetros, el prisionero estaba atado con un cepo a la
pared. Le comenzó a tocar el pecho sudoroso y después se olió la mano.
—Eres un verdadero titán, no como el inútil de mi esposo.
Sara se mantuvo a corta distancia, tenía la orden de no dejar de iluminar.
—Nunca he visto a un hombre como tú, si es que eres un hombre, al
menos tienes nuestro aspecto, aunque con ropas de salvaje.
La mujer comenzó a bajar la mano, pero justo cuando estaba a punto de
sumergirse entre las pieles, el hombre la retuvo. Ella le miró a los ojos y se
mordió los labios rojos, después tomó la mano del hombre y la puso sobre su
pecho.
—Soy una mujer, tan solo eso y tú un hombre.
Tenesor frunció el ceño, comprendía lo que deseaba aquella mujer, pero él
tenía una esposa y una amante, era prisionero de los castellanos y el esposo de
aquella loca era el que había logrado capturarlo.
—No tengas miedo —dijo al hombre mientras volvía a intentar tocarlo.
—No —dijo Tenesor, después empujó a la mujer.
Beatriz no se asustó ante la reacción del guanche, estaba tan excitada que
lo único que hizo fue sonreír y alejarse un poco.
—No te preocupes, ya caerás en mis manos.
Las dos mujeres salieron de la celda y Tenesor se quedó de nuevo a
oscuras. Se preguntó qué clase de personas eran aquellas, tan capaces de
destruir decenas de vidas por la ambición y que les trataban como animales.
Sabía que pronto vendrían a socorrerlo y, entonces, se tomaría su venganza
sobre todos ellos.

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Paz o destrucción
«Pero puesto que hay otros dos modos de llegar a príncipe que
no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud,
corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra
con más detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me
refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un
camino de perversidades y delitos; y después, al caso en que se
llega a ser príncipe por el favor de los conciudadanos».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Gran Canaria, 15 de febrero del año de Nuestro Señor de 1483.

Los guanches no atacaron al amanecer como todos esperaban. Los indígenas


observaron bien las defensas precarias de la ciudad, miraron de cuántos
soldados disponían los castellanos y sus armas, por eso dictaminaron que era
mejor reunir a un mayor número de guerreros antes de aventurarse a la
liberación de su jefe.
El gobernador estaba muy preocupado por la situación y mandó reunir a
todos sus capitanes. El alférez Jáimez de Sotomayor tenía mucha inquina
contra Hernán Peraza y toda su familia, pero, como había estado fuera de la
isla, no había tenido que lidiar con el presuntuoso gobernador de La Gomera
hasta aquel día. Don Pedro de Vera le había advertido que no intentase hacer
nada contra su invitado y menos aún después de su gran hazaña.
—He reunido a vuesas mercedes con la intención de buscar una solución.
Mientras nuestro prisionero esté en la ciudad, los guanches no dejarán de
acecharnos, por eso he pensado que sería mucho más provechoso mandarlo a
su majestad el rey don Fernando.
Se hizo un revuelo entre los caballeros.
—¡Lo que hay que hacer es ahorcarlo! —gritó Sotomayor con su voz
ronca y rota. Varios comenzaron a apoyar su idea.
—La mitad de la isla es nuestra, si ganamos al salvaje para nuestra causa,
la otra mitad no tardará en caer en nuestras manos —defendió el gobernador.

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—¿Por qué no opina Hernán? Al fin y al cabo, él fue quien lo capturó —
dijo Miguel de Mújica, uno de los caballeros vizcaínos que había traído sus
propios hombres para colaborar en la conquista de la isla.
Todos miraron a Hernán, que parecía entretenido sacando la mugre de las
uñas con su cuchillo.
—Estos salvajes no entienden de parlamentos, necesitan mano dura.
Atraigamos a sus jefes para negociar y después les cortamos el cuello a todos,
estos salvajes sin sus caudillos no son nada.
Otro grupo de capitanes y caballeros comenzaron a asentir.
—No me place, es un plan muy arriesgado, será mejor que saquemos al
guanarteme de la isla cuanto antes. Juan Mayor se encargará de hacerlo —dijo
el gobernador.
Al final, todos se pusieron de acuerdo; en un par de días dispondrían del
barco que llevaría al jefe de los guanches a la península.
Uno de los criados guanches salió de la sala y se dirigió cerca de la
empalizada, habló con otro guanche y este salió de la plaza en dirección al
campo, para contar los planes de los castellanos a su pueblo.
Mientras los caballeros decidían el destino de los guanches y sus jefes,
Sara intentaba que las lavanderas tuvieran bien dispuesta la ropa de su señora.
Aún le duraba el susto del ataque de su amo, no sabía qué hacer, había estado
toda la noche llorando y era consciente de que su ama no haría nada para
protegerla.
—¿Estáis bien? —preguntó Fermín mientras se acercaba al lavadero. La
joven no quiso ni levantar la vista—. Ayer me dabais órdenes y hoy no me
podéis mirar a la cara.
—De ayer a hoy han pasado muchas cosas —contestó la joven.
—Imagino que nada que destruya vuestra hermosa sonrisa.
La joven miró al guanche y sonrió por primera vez, no se había percatado
de lo buen mozo que era, tenía el pelo medio rubio, los ojos azules y la piel
muy morena.
—¿Por qué no venís a ver a mi gente cuando tengáis un momento libre?
—¿Un momento libre? Mi ama no me deja ni comer, duermo a los pies de
su cama.
—Entonces es cierto que la esclava sois vos. Nosotros nos tomamos la
vida de otra forma, hasta nuestros amos se suavizan en las islas, como si esta
suave brisa que llega del mar los dejara más calmados.
A Sara le hacía mucha gracia la forma de hablar y ser de aquel mozo.
Fermín la acompañó hasta la puerta del palacio.

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—¿Por qué estáis tan triste? Abrir el alma a veces consuela el corazón.
La joven le observó extrañada.
—¿Cómo sabéis tanto? Apenas sois un joven esclavo.
—Un fraile me ha enseñado a leer y escribir, estoy ahorrando dinero, no
serviré a este amo para siempre.
Sara sabía que aquello eran sueños infantiles, oficialmente nadie era
esclavo, pero en la práctica era casi imposible dejar de ser un siervo, a no ser
que huyeras y cambiaras de identidad.
—Tenéis la cabeza llena de pájaros.
El joven le ayudó con la cesta de ropa y se la subió hasta la segunda
planta.
—Un día seremos libres y nos quitaremos el yugo de la opresión de todos
estos castellanos.
—¿Eso también os lo ha enseñado el fraile? —preguntó Sara con cierta
sorna.
—No hace falta, eso lo he cavilado yo solo. Ellos son muy pocos, cuando
sepamos usar sus armas, los echaremos de las islas para siempre.
—Al otro lado del océano hay miles, que digo, decenas de miles como
ellos, si los matáis a todos, vendrán otros.
El joven se quedó muy serio.
—Entonces, ¿no me vais a decir lo que os sucedió?
—Mi amo intentó violentarme.
—¡Será canalla! —exclamó el guanche con la mirada encendida.
—No lo logró, pero me temo que es imposible impedírselo.
—Pedid ayuda a vuestra ama.
—Es como él, aunque en mujer.
Fermín sacó de la bota un pequeño puñal.
—¿Queréis que haga algo para impedirlo?
—No, por Dios, sería vuestro final. Es más diestro con las armas de lo que
parece. Me encomendaré a Jesucristo, Él me sacará de esta situación.

Beatriz observó a su criada entrar en la sala, la había visto hablando con el


guanche joven en el lavadero. Cuando Sara dejó la cesta de la ropa encima de
la cama su señora le hizo un gesto para que se acercara; en cuanto lo hizo, sin
previo aviso, le dio una bofetada.
—¿Qué parloteabas con ese salvaje?

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—Me quiso ayudar.
—Eres una fulana, ayer quisiste seducir a mi esposo y hoy a ese salvaje.
—No, señora, soy virgen.
Beatriz frunció el ceño y se acercó más a la joven.
—¿Habla bien nuestro idioma?
—Sí, señora.
—Pues esta noche me ayudará con su rey. —Sara comenzó a temblar, no
le gustaba que inmiscuyese al joven guanche en sus planes perversos—. No
me mires con esa cara, si me hace una buena merced, te prometo que Hernán
no volverá a tocarte.
Sara se quedó sin palabras, tal vez aquella fuera la solución para sus
desdichas.

Antes de que anocheciera, los guanches intentaron rescatar a su rey, pero


fueron repelidos por los soldados. Beatriz preparó su visita a la celda de
Tenesor cuando todo el mundo ya estaba dormido. Le acompañaban Fermín y
Sara, cada uno con una lámpara de aceite. El alguacil no dijo nada, se limitó a
cobrar su soborno y a facilitarles la entrada.
Beatriz se sentó al lado del caudillo de los guanches y este la miró con
recelo.
—En un par de días te llevarán a Castilla. Traduce, malnacido —le dijo al
guanche.
El joven obedeció a la mujer y Tenesor contestó algo.
—Comenta que eso es imposible.
—Dile que lo han acordado así el gobernador y sus capitanes. Que no se
preocupe, que los reyes serán muy benevolentes.
La mujer se comenzó a acercar, aquel hombre parecía ejercer un gran
influjo sobre ella, pero aquellos dos jóvenes la importunaban.
—Salid de la celda.
—Pero, mi señora, puede ser peligroso.
—Salid, por Dios.
La mujer se quedó a solas enfrente del jefe guanche, las luces en el suelo
aún iluminaban en parte la celda. Se quitó apresuradamente el vestido y se
quedó completamente desnuda frente a Tenesor. Este se quedó sorprendido,
tenía una piel perfecta, muy blanca y sin ninguna cicatriz, sin duda se trataba
de una de sus reinas. Se sintió excitado por primera vez y alargó los brazos.

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—Sabía que no te resistirías a mi belleza, los hombres sois tan simples,
todo os entra por los ojos. Mala bestia, poséeme —dijo mientras se abrazaba a
él.
Beatriz notó las manos grandes del hombre por todo el cuerpo, no sabía
cuán avanzados estarían los guanches en cuestión de amores, pero enseguida
comprobó que aquel hombre era como un toro, tenía el miembro más grande
que había visto jamás y la puso a horcajadas sobre él y la poseyó de pie,
mientras ellas se aferraba a sus hombros y gritaba como una loca.

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La Gomera
«El que llegue a príncipe mediante el favor del pueblo debe
esforzarse en conservar su afecto, cosa fácil, pues el pueblo solo
pide no ser oprimido. Pero el que se convierta en príncipe por el
favor de los nobles y contra el pueblo se sentirá bien si se
empeña ante todo en conquistarlo, lo que solo le será fácil si lo
toma bajo su protección. Y dado que los hombres se sienten más
agradecidos cuando reciben bien de quien solo esperaban mal,
se somete el pueblo más a su bienhechor que si lo hubiese
conducido al principado por su voluntad. El príncipe puede
ganarse a su pueblo de muchas maneras, que no mencionaré
porque es imposible dar reglas fijas sobre algo que varía tanto
según las circunstancias. Insistiré tan solo en que un príncipe
necesita contar con la amistad del pueblo, pues de lo contrario
no tiene remedio en la adversidad».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, 20 de febrero del año de Nuestro Señor de 1483.

La llegada a la isla fue terrible. A pesar de los frondosos bosques y el cielo


azul, Beatriz veía La Gomera como su tumba. Melchor se había quedado en
Gran Canaria con la intención de regresar a la península para luchar en la
guerra de Granada, frustrando así sus planes. Apenas había mujeres
castellanas, las casas eran escasas y pobres, San Sebastián era poco más que
un pueblucho de la península, con una iglesia pequeña y sencilla, la iglesia de
la Asunción, y algunas granjas. Los guanches vivían en cabañas fuera de la
empalizada y parecían aún más feroces que los de Gran Canaria. En cuanto el
barco de Hernán atracó en el pequeño puerto, Beatriz se limitó a maldecir su
suerte y buscar escapar de allí. La única forma de conseguirlo era matar a su
esposo, para eso había llevado a su criado Sergio, pero antes debía parir al
menos un heredero. Esperaba con todas sus fuerzas que aquel salvaje la
hubiera dejado preñada. Después de su primer encuentro, que duró hasta casi
al amanecer, aquel guanche parecía insaciable. Lograron volver a verse antes
de que este partiera hacia la península. Jamás había sentido tanto placer en su
vida, pero ahora debía conformarse con su esposo, que apenas le hacía sentir

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un cosquilleo y, por lo que veía, en la isla apenas había medio centenar de
castellanos y unos pocos cientos de guanches.
Sara caminó al lado de su señora hasta la casa del gobernador, mientras
miraba a un lado y al otro no dejaba de admirar la belleza de aquella isla
paradisiaca. Echaba de menos a Fermín, pero este le había prometido que en
cuanto lograra liberarse no dudaría en ir a buscarla. Jamás había sentido algo
así por un hombre, hasta ese momento había preferido alejarse de ellos,
siempre temerosa de que pudieran hacerle daño. No entendía cómo su ama
parecía estar dispuesta a ser montada por casi el primero con el que se
cruzaba en su camino.
Llegaron a la casa, era de dos plantas, no muy grande, pero con dos
amplios salones, varias habitaciones y un hermoso patio interior con una
fuente. Varias de las criadas eran negras; ya había visto algunas en Sevilla,
pero aún le costaba acostumbrarse. Se acercó una de ellas, muy hermosa y de
piel brillante.
—Me llamo Eva —dijo mientras le quitaba de las manos un par de fardos
pesados.
—Mi nombre es Sara —contestó la joven sonriente.
—Llevaré esto a tu cuarto, mientras ayudas a la nueva ama.
Beatriz miró con desprecio a la joven africana, era tan hermosa que intuyó
que sería una de las preferidas de su esposo y ella no quería hijos bastardos
bajo su techo.
Beatriz subió hasta sus habitaciones, eran dos amplias salas comunicadas
por una puerta, eso significaba que no tenía que dormir con su esposo nada
más que para cumplir con el acto matrimonial. Miró por la ventana inmensa
llena de luz, mientras la agradable brisa marina movía los cortinajes. Cerró
los ojos y dejó que el sol iluminara su cara. Aunque le costara, debía
reconocer que para ser La Gomera una cárcel, era extremadamente bella.
—¿Necesitáis algo más de mí?
—Sí, prepara un baño, estoy sudada y quiero quitarme el polvo de Gran
Canaria.
Al terminar la frase recordó lo mal que olía la reina Isabel. No negaría que
aún conservaba algo de la belleza de su juventud, pero apenas se arreglaba y
se había resignado a que su esposo fuera de cama en cama, aunque, por lo que
le había contado su tía, la reina también tenía sus amoríos, siempre con
criados y personas de baja condición, para respetar la honra de su esposo,
pero a la católica reina de Castilla le gustaba tener a un mozo encima como a
la que más.

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Mientras Sara le preparaba el baño, la señora se quitó la ropa y se asomó
al ventanal desde el que divisaba el mar y la plaza, los habitantes de la
pequeña ciudad caminaban de un lado al otro transportando todo tipo de
objetos; unos esclavos negros cargaban una nao en el puerto, parecía que la
vida se desarrollaba plácidamente en aquel lugar apartado de la mano de Dios.
Entonces divisó a un guanche apoyado en una tapia cercana a una iglesia, el
hombre vestía como un castellano, era alto, de pelo negro y piel cobriza.
Beatriz se quedó observándole un rato hasta que el hombre levantó la mirada
y la vio desnuda en la ventana. Durante unos segundos, uno se deleitó en el
otro, hasta que Beatriz, con una sonrisa, se metió en la habitación y entró en
el agua templada que le había preparado su sirvienta. Se consoló con la idea
de que al menos había visto a un buen mozo en la isla, ya estaba cansada de
las aburridas noches con su esposo y sus suspiros por el rey guanche, que ya
se encontraba de camino a la península.

Tenesor Semidán llegó a la península después de un accidentado viaje. El mar


tranquilo se convirtió durante un día completo en un infierno de olas y vientos
huracanados. Acostumbrado a no perder nunca de vista la costa, el rey
guanche pensó en varias ocasiones que iba a perecer bajo las olas y que su
cuerpo terminaría siendo pasto de los peces. Durante la dura travesía recordó
las palabras de su tío Guayasen el Bueno, que había muerto once años antes:
«No es bueno para el hombre adentrarse en el mar y dejarse llevar por las
olas».
Echaba de menos a su sobrina Arminda y temía por su vida ahora que él
no podía protegerla. Su enemigo Sábor, que se había opuesto a que le
nombrasen tutor de la joven reina, intentaría en su ausencia hacerse con todo
el reino, además del cantón de Telde que ya dominaba.
Miró a la nao atracando en aquel gigantesco puerto y se acordó de las
palabras de Beatriz, Castilla debía ser inmensa y de nada serviría oponerse a
su poder. Aquella mujer le había robado el alma, jamás había deseado tanto a
una hembra, a pesar de que además de su esposa tenía varias amantes.
La batalla de Guiniguada le había consagrado como caudillo indiscutible
de su pueblo, había logrado derrotar al general Juan Rejón, al que, al parecer,
había asesinado Hernán Peraza.
—Salvaje, no te quedes ahí pasmado, que hay que desembarcar, mueve
esos sacos —dijo Miguel de Mújica mientras escupía al suelo.

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—¿Dónde estamos?
—En el Puerto de Palos, pero iremos río arriba hasta Sevilla, después de
descargar algunos sacos.
Los castellanos obligaron a los guanches a descargar las mercancías bajo
un sol abrasador, al final de la jornada les proporcionaron un pedazo de pan
rancio, queso podrido y vino agrio. Después los encerraron de nuevo en la
bodega.
A la mañana siguiente arribaron a la ciudad de Sevilla. Debían haber
corrido la voz de su llegada, porque una multitud se agolpaba en el puerto
para recibirlo.
—Es increíble que la gente venga al puerto para ver a este salvaje —dijo
con desprecio Miguel de Mújica, pero aun así decidió darle algunas ropas más
honrosas.
Sacaron al rey guanche escoltado hasta el castillo de Triana, donde estaba
desde hacía muy poco tiempo la sede de la Inquisición y su temible cárcel.
El oficial recorrió las calles mientras algunos insultaban al guanche y sus
hombres, mientras que otros parecían sorprendidos de su aspecto tan parecido
al de los castellanos.
A medida que Tenesor observaba aquella ciudad tan populosa y bien
guarecida era más consciente de que debía llegar a un acuerdo con los reyes,
para evitar una matanza de su pueblo.
—Estáis muy callado, mi rey —dijo uno de sus acompañantes, un fiel
guerrero que siempre lo protegía.
—Tenemos un enemigo tan poderoso, que será mejor que hagamos todo
lo que nos dice —contestó el guanarteme.
Entraron en el castillo de Triana, tal y como lo llamaban los sevillanos,
aunque su nombre real era castillo de San Jorge, construido por los visigodos
y ampliado por los musulmanes, pero antes de caer en manos de los monjes
de negro había sido sede de la Orden de San Jorge.
Mientras entraban en el patio, Tenesor sintió un escalofrío.
—¿Por qué nos traen aquí? —preguntó el guanche a su guardián. Miguel
de Mújica le miró con desprecio y descubrió en sus ojos algo de temor.
—Para cortaros vuestros reales cojones —dijo el vizcaíno, y después se
rio a carcajadas—. Estaremos aquí un par de días, los reyes están más al
norte, espero que podamos alcanzarlos en Zaragoza o Calatayud.
Se dirigieron al salón principal y se presentaron ante el inquisidor general,
Tomás de Torquemada.

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Obligaron a todos los guanches a arrodillarse ante el inquisidor que estaba
sentado en una silla alta que asemejaba un trono.
—Estos son los salvajes de las islas Afortunadas.
El inquisidor general hizo un gesto para que se pusieran en pie y pidió al
interprete que lo tradujese.
—Rey Tenesor Semidán, espero que vuestra estancia en esta humilde casa
sea de vuestro agrado. Nosotros, los castellanos, lo único que queremos es
acercaros a la fe de Nuestro Señor Jesucristo. Él murió por todos en la cruz, si
aceptáis esa cruz, seréis nuestros amigos y hermanos, pero, si no lo hacéis,
sufriréis los más terribles castigos en este mundo y en el venidero.
El rey guanche comprendió gran parte de lo que hablaba el fraile, afirmó
con la cabeza mientras observaba a aquel pequeño hombre con el pelo
rasurado, los ojos hundidos y fríos, y una expresión cadavérica que le
amedrentaba. Había conocido a otros hombres de Dios que le habían causado
mejor impresión; la atmósfera que se respiraba en aquel lugar era asfixiante.
—Deseo hablar con vuestro rey y entregarle a él mi vida y mi reino; si
vuestro Dios os ha hecho tan poderosos, debe ser grande y excelso.
El inquisidor general sonrió, pero en sus labios aquella expresión de
alegría parecía una mueca.
—Id a descansar, en los próximos días os queda un largo viaje por
recorrer. Esta noche os veré en la misa, espero que allí Dios os ilumine, rey de
los guanches.
Tenesor abandonó el salón escoltado por los hombres de Mújica. El único
que parecía agradable era un grumete llamado Tomás, de pelo muy rojo y la
cara cubierta de pecas.
—No os preocupéis, el rey os quiere de una pieza, mi capitán es un
hombre duro, pero en el fondo os admira.
—¿Cómo es tu nombre? —preguntó Tenesor en su mal castellano.
—Me llamo Tomás, nací en un pueblo pequeño de Castilla, Alba de
Tormes, no había visto un barco hasta que don Miguel pasó por mi pueblo
reclutando hombres. Mi familia era muy pobre, había trabajado de siervo para
un cura y un hidalgo, pero pasaba tanta hambre, que me decidí a probar
ventura. De eso ya hace cuatro años, ahora tengo diecisiete.
—Gracias, Tomás, por todo.
Encerraron a los guanches en una gran celda todos juntos, Tenesor se
asomó a la ventana que daba al río. Era ancho y caudaloso, por él navegaban
aquellos barcos enormes que alejados en la costa parecían pequeños
cascarones. Qué lejos estaba de su amada isla, pensó mientras se tumbaba en

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el camastro, se ponía las manos detrás de la nuca y por unos segundos
pensaba en doña Beatriz de Bobadilla.

Cristóbal Colón entró con sus mapas debajo del brazo, era un navegante
avezado y bien conocido en la corte del rey Juan II de Portugal. Llevaba dos
años estudiando los escritos de Paolo dal Pozzo Toscanelli y soñaba con
encontrar una ruta más corta por el oeste hacia las Indias y hacerse rico, pero
la mayoría de sus contemporáneos temían lo que pudiera haber más allá de las
islas británicas, el mar ignoto. Él mismo había visto objetos en la playa de
Porto Santo que únicamente podían venir de las tierras en occidente.
Juan II era un rey relativamente joven, de mirada inocente, mentón
pronunciado y rasgos finos. Estaba obsesionado con dominar África, había
fomentado las expediciones en las costas del sur y aquello era una buena y
una mala noticia para el navegante, ya que podía aducir que no le interesaba
buscar una nueva ruta para las especias.
Cristóbal inclinó la cabeza e hizo una ligera reverencia frente al rey, este
le pidió que comenzara su breve petición.
—Excelentísima y generosísima majestad, me presento ante vos y
vuestros consejeros para hablaros de una nueva ruta hacia el occidente, que
comunicaría con las ricas tierras de las especias y Cipango. Gracias a esa ruta,
vuestro reino prosperaría aún más y os convertiríais en el monarca más rico y
poderoso del mundo.
Colón puso los planos sobre una mesa y el rey se puso en pie y se acercó
hasta allí para examinar el mapa de Toscanelli.
—Todas las expediciones creen que lo mejor es rodear el continente
africano, pero si viajáramos hacia el oeste, según los cálculos realizados por
Toscanelli y las mediciones de Posidonio, la distancia entre las islas Canarias
y Cipango no puede ser superior a dos mil cuatrocientas millas náuticas.
El rey miró a sus consejeros que negaban con la cabeza detrás de Colón.
—Las distancias están mal calculadas, al menos debe ser el doble —
comentó el obispo Diego Ortiz, uno de los consejeros de confianza del rey.
—Incluso más —añadió el judío maese Rodrigo, y le apoyó su amigo
maese Vizinho.
—Os aseguro que no hay tanta distancia.
—Ya Toscanelli intentó convencer de esta locura a vuestro padre Alfonso,
pero él tuvo el buen juicio de no escucharlo.

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—Tenemos varias expediciones en marcha y no nos place conceder apoyo
a la vuestra, que más bien parece una fantasía que una realidad —anunció el
rey, después regresó a su trono y dio la audiencia por concluida.
—Pero majestad…
Los consejeros del rey invitaron al navegante a que recogiera sus mapas y
saliera de la sala. Fuera le esperaba su esposa Filipa Moniz Perestrelo, hija de
Barolomeu Perestrelo, un noble muy apreciado en la corte.
—¿Cómo fue la audiencia? —le preguntó impaciente.
—He fracasado —dijo Colón con la mirada gacha y temblando por la
rabia.
—No has fracasado, esposo mío, simplemente has perdido la primera
batalla de una larga guerra.

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SEGUNDA PARTE

LA HIJA DEL FUEGO

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El mal del aburrimiento


«Un príncipe, pues, que gobierne una plaza fuerte, y a quien el
pueblo no odie, no puede ser atacado; pero si lo fuese, el
atacante se vería obligado a retirarse sin gloria, porque son tan
variables las cosas de este mundo que es imposible que alguien
permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una
ciudad. Y al que me pregunte si el pueblo tendrá paciencia, y el
largo asedio y su propio interés no le harán olvidar al príncipe,
contesto que un príncipe poderoso y valiente superará siempre
estas dificultades, ya dando esperanzas a sus súbditos de que el
mal no durará mucho, ya infundiéndoles terror con la amenaza
de las vejaciones del enemigo, o ya asegurándose diestramente
de los que le parezcan demasiado osados».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, 23 de junio del año de Nuestro Señor de 1483.

Beatriz sufría del mal del aburrimiento, a pesar de algunos amoríos con el
noble guanche que había visto al primer día de su llegada y al que todos
llamaban Sebastián, aunque antes había tenido otro nombre de salvaje. Se
entretuvo en la exigua biblioteca de la casa. Allí ojeó algunos papeles del
abuelo de su marido, Hernán Peraza el Viejo, pacificador de la isla. Al
parecer, el abuelo de su esposo, mucho más inteligente que este, llegó a las
islas con más ambición que fortuna, deseoso de convertirse en el señor de las
islas Canarias. El derecho se lo había otorgado a su padre el rey Enrique III de
Castilla. Tras su boda con Inés de las Casas, asimismo recibió el señorío de la
isla de Fuerteventura, concedido como dote por su suegro Juan de las Casas,
aunque era dote envenenada, porque debía ganarla con la espada. El muy
astuto Hernán Peraza el Viejo consiguió también de Guillén de las Casas el
señorío del resto de las islas Canarias a cambio de la permuta de la hacienda
de Huévar. Gracias a su astucia obtuvo derecho sobre las islas de Tenerife, La
Gomera, La Palma y Gran Canaria y después adquirió El Hierro y Lanzarote
al comprar sus derechos al conde de Niebla, Enrique de Guzmán.

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Fuerteventura cayó en sus manos con facilidad, al ser bien recibidos por
los isleños, que eran muy pacíficos. Mientras la familia se enriquecía y
subvencionaba la conquista rapiñando otras islas en busca de esclavos y botín,
su hijo Guillén, el queridísimo hermano de Inés, la suegra de Beatriz, murió
en un intento de asalto de la isla de La Palma. La flota en huida recaló en la
isla de El Hierro, donde el capitán vizcaíno Juan Machín capturó a la hija del
rey de la isla y logró así dominarla.
Hernán intentó conquistar Gran Canaria, pero fue repelido en la playa por
los guanches, por lo que prefirió probar fortuna en otra de sus islas, por ello
regresó a El Hierro y amenazando al rey con asesinar a su hija logró dominar
la isla y fundar la villa de Valverde. Tras dejar un gobernador en El Hierro,
marchó a La Gomera donde le rindió pleitesía el gran rey, aunque varios
caciques se pusieron del lado de los portugueses que querían mantener su
influencia en el archipiélago. De esta forma, el abuelo de su esposo había
construido la torre del Conde para protegerse de los guanches hostiles y de los
portugueses.
Antes que los Peraza y los portugueses, la isla había recibido muchos
visitantes. Plinio había hablado de La Gomera en su Historia natural, donde
había dedicado un capítulo a las islas Afortunadas, de donde se creía que se
conseguían las telas tintadas con púrpura. De todas formas, la isla no volvió a
mencionarse hasta el mapa medieval de Hereford. Hasta la llegada de los
Vivaldi en el siglo XIV y el mapa Angelino Dulcert dibujado en 1339, las islas
habían caído en el olvido. Otros mapas antiguos situaron a La Gomera en un
punto más exacto y el explorador Lanceloto Malocello incluyó la isla en la
cartografía genovesa en el año 1329. Niccoloso da Recco conquistó la isla de
Lanzarote en 1341. Los mallorquines llegaron a La Gomera en 1342 gracias a
Roger de Rovenach, lugarteniente del rey Jaime III.
Los portugueses recalaron en aquellas costas en 1341 y dieron el nombre
de Gomer a la isla, recordando la mítica Gomer de las Sagradas Escrituras.
—¿Qué leéis? —preguntó Hernán a su esposa. Él leía con dificultad y no
hacía mucho caso a los papeles viejos de su abuelo.
Beatriz, que ya estaba encinta y su temperamento se había suavizado un
poco, no así su apetito sexual, le contestó con cierta benevolencia:
—La historia de esta isla. Estoy tan aburrida… Podríais enviarme a
Madrid, con mi madre y mis hermanas, para parir allí.
—Vuestro hijo será señor de estas tierras y debéis tenerlo aquí.
—¿Aquí? ¿En esta tierra de salvajes? ¿Acaso hay parteras aquí como las
de Castilla?

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—Pues claro que las hay, mujer, ¿creéis que aquí nacen los niños solos?
—¿Sabéis las hazañas de vuestros antepasados? —preguntó Beatriz a su
esposo, al ver que no le hacía cambiar de opinión. Ya intentaría convencerlo
de otras maneras.
—Lo que me contó mi madre, aunque ya sabéis que es parca en palabras.
Vendrá en unos días para ayudaros en las últimas semanas antes de que venga
el niño.
Beatriz sabía que era inevitable que su odiosa suegra y sus cuñadas
llegaran a la isla para hacerle compañía, aunque prefería la de su criada Sara,
a la que había aprendido a apreciar. Sabía leer como ella y compartían
algunos momentos de alegría arreglando el jardín o dando cortos paseos por
los alrededores, siempre en compañía de su guardián Sergio.
—Dice vuestro abuelo que es falsedad tendenciosa decir que Jean de
Béthencourt puso un pie en esta isla en 1405 y que los gomeros le recibieran
sin lucha. De hecho, únicamente conquistó El Hierro, y eso después de dos
meses, pero salió derrotado de La Palma y Gran Canaria.
—Esos franceses son unos cobardes —dijo Hernán con desprecio, aunque
con toda seguridad jamás había conocido a ninguno.
—El rey Juan II concedió al tío de vuestra abuela Alfonso de las Casas la
conquista de las islas de La Gomera, Tenerife, La Palma y Canarias. Vuestro
padre comenta que, en 1420, Maciot de Béthencourt intentó con unos
castellanos conquistar la isla, pero apenas logró dominarla y que ya algunos
de los habitantes eran cristianos. Los piratas sevillanos habían venido mucho
a estas islas para capturar esclavos, aunque no creo que ellos se dedicaran a
cristianizar a los guanches. Guillén de las Casas vino a conquistar la isla y
apresó a Maciot de Béthencourt en esta isla y después de desposeerle le dejó
marchar a Castilla, donde pidió la devolución de la isla de El Hierro a sus
majestades.
—Fue entonces cuando Guillén de las Casas vendió sus derechos a mi
abuelo Hernán —apuntó su esposo, que parecía divertirse con aquel repaso a
la historia de su familia.
—Vuestro abuelo habla de que fueron los portugueses los que bautizaron
a los gomeros y que por eso a él le recibieron pacíficamente, pensando que al
ser cristiano sería buen gobernante de la isla. Fernando de Castro intentó
recuperarlas para su rey portugués poco después, cuando encontró al mítico
rey y adivino gomero Amaluige; aún hay unas cuevas que llaman del adivino
donde realizaba sus predicciones. Dicen que Amaluige predijo algo
inquietante.

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Hernán miró a su esposa y esta apartó los ojos de las hojas un instante
para observar a su esposo.
—¿Qué dice esa predicción?

Tenesor Semidán viajó por los polvorientos caminos de Castilla en un carro.


Primero llegó a Córdoba, de allí partieron hacia Toledo y de esta a la villa de
Madrid, luego tomaron el camino de Zaragoza y tuvieron que hacer parada en
varios pueblos hasta llegar a Medinaceli. Allí tuvieron noticia de que los reyes
regresaban a Castilla y habían dejado el día anterior Zaragoza, por lo que se
encontraban en Calatayud. Los guanches y sus guardianes llegaron a la ciudad
de Calatayud, exhaustos de tan largo viaje sin apenas descanso. Era ya noche
cerrada cuando entraron por la muralla y no les dieron audiencia hasta el día
siguiente, pero la marquesa de Moya fue enviada por su amiga la reina para
que viera al rey de Gran Canaria.
Se llegó la marquesa hasta los aposentos del rey canario, allí estaba con
otros dos hombres de su isla, pero la marquesa les pidió que la dejaran a solas,
tan solo con el intérprete.
—Soy la camarera real de la reina Isabel, vuestra soberana, a la que veréis
mañana. —El hombre se quedó sorprendido al ver a la mujer, que tanto se
parecía a Beatriz, con la que soñaba cada noche—. ¿Por qué me miráis así?
¿Acaso os parezco un fantasma?
—No, simplemente vuestro semblante me recuerda al de otra mujer que
conocí en mi isla.
—Me llamo Beatriz de Bobadilla.
—¡No es posible! —exclamó el guanche.
—Os confundís con mi sobrina Beatriz, gobernadora de La Gomera, todos
comentan lo parecidas que somos.
La aún joven marquesa, de poco más de cuarenta años, seguía teniendo
una inusitada belleza. Se había casado con el converso Andrés de Cabrera,
que desde el principio de su unión había consentido que el cardenal Pedro
González de Mendoza y el conde de Benavente fueran amantes de su esposa.
—Por Dios, sois como dos gotas de agua —contestó aún atónito Tenesor.
—¿Cómo se encuentra mi sobrina?
—La última vez que la vi estaba muy lozana, aunque no quería ir a la isla
de La Gomera.

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La marquesa se rio para sus adentros, sabía que aquella fierecilla deseaba
regresar con todas sus fuerzas, pero si la reina volvía a verla por la corte no
dudaría en cortarle la cabeza o envenenarla. Su amiga no se andaba con
remilgos. Gracias a ella, la familia Bobadilla había pasado de la nobleza más
baja a ostentar cargos de gran importancia. Era mejor ser gobernadora de La
Gomera que una simple dama de la corte, aunque comprendía que su sobrina
no lo entendiese.
Le pareció a la marquesa aquel hombre buen mozo, sabía que la reina, a
pesar de su religiosidad, no hacía ascos a un cuerpo como aquel. Por eso
decidió contenerse, para que Isabel no se pusiera celosa.
—Mañana será mejor que os arrodilléis ante el rey, es un hombre altivo y
lo único que aprecia en este mundo es la sumisión, no dudéis en hacer todo lo
que os ordene y le irá bien a vuestro pueblo y a vos, de otro modo, su
majestad no dudará en exterminar hasta el último salvaje de aquellas islas.
Tenesor escuchó sin prestar atención, aunque no podía dejar de pensar en
cuánto se parecía aquella mujer a su última amante.

Al día siguiente los reyes recibieron a los guanches y sus guardianes. Miguel
de Mújica se puso ante el monarca y se inclinó ante él con total sumisión,
mientras el resto esperaba unos pasos atrás.
—Sus majestades, permitidme que os presente a Tenesor Semidán,
guanarteme de Gáldar.
El rey miró con curiosidad a aquel hombre gigante de larga barba y ojos
claros, parecía un bárbaro invasor del imperio romano más que un isleño
africano.
—Majestades —dijo el guanche, mientras el intérprete lo traducía—, soy
Tenesor, hijo de Tagotrer, rey de Gáldar. Quiero suplicaros por la vida de mi
pueblo, reconoceros como nuestro señor natural y rey.
El guanche se hincó de rodillas y comenzó a llorar. Tal vez le había
impresionado la majestad y parafernalia de los Reyes Católicos o
simplemente estaba intentando salvar a su pueblo del exterminio. Nadie lo
supo jamás, pero logró que el rey Fernando se pusiera en pie y se acercara a
él.
—Hermano, rey de las islas Afortunadas, si aceptáis a Cristo, seréis mi
vasallo y mi amigo.

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—Acepto a Cristo, mi rey —dijo el guanche, sin dejar de llorar y besar la
mano de Fernando.
El rey lo alzó del suelo y le levantó la mano, después con gran alegría
comenzó a decir:
—Bautizaremos hoy mismo a nuestro hermano y vivirá bajo mi
protección y bajo mi nombre, desde hoy serás conocido como Fernando
Guanarteme.
Los dos se abrazaron, mientras la reina Isabel los miraba de reojo. Su
esposo no le había dejado ni mencionar palabra, a pesar de que aquel salvaje
era súbdito suyo y no de su marido.

Tras el bautismo del guanche se hizo una gran fiesta en la corte. Corrió el
vino y todos los placeres de los que pueden gozar los hombres. Fernando
Guanarteme estuvo sentado al lado del rey en la cena de celebración, pero
cuando este se puso a bailar con las cortesanas, con tal descaro que la reina no
paraba de chasquear los dientes, Isabel mandó llamar al guanche.
—Majestad —dijo Tenesor a la reina.
—Ahora que sois hermano de mi esposo, también lo sois mío. Llamadme
Isabel.
El traductor Juan Mayor intentó que el guanche entendiera las palabras,
pero la reina le ordenó que se retirara.
—Los dos somos hijos de reyes, por eso es bueno que nos conozcamos
mejor —comentó la reina, poniendo su mano sobre el muslo del guanche, que
ahora vestía finas telas de seda regaladas por el rey.
Tenesor se puso tenso, el rey bailaba justo enfrente y de vez en cuando les
dedicaba una mirada. La mano de la reina subió por la pierna hasta rozar su
miembro.
—El rey estará muy borracho dentro de poco, os espero en mis aposentos,
la marquesa de Moya os llevará hasta ellos.
Isabel hizo un gesto a su amiga y le dijo algo al oído.
—¿Estáis segura, majestad? Parece un hombre muy fornido.
—Acostumbrada a Fernando, cualquiera me parece un debilucho.
La reina se retiró del salón y a los pocos minutos la marquesa de Moya
llevó al guanche a los aposentos reales.
—Sed cuidadoso con la reina, de ello depende vuestro cuello.

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Tenesor entendió el mensaje a medias, entró en el aposento medio en
penumbra y vio a Isabel con el pelo suelto, rubio pero con las primeras canas,
su piel tan blanca como la leche, algo entrada en carnes, pero todavía
apetecible. El rey guanche se dirigió hasta la cama y en cuanto se apoyó sobre
la reina esta comenzó a besarlo, la situación hizo que el hombre se excitara y
comenzara a penetrar a Isabel.
—Más fuerte, no me voy a romper —le pidió la reina.
Tenesor comenzó a embestirla con fuerza, mientras ella gritaba de placer
y ponía los ojos en blanco. Jamás había hecho algo así, pero su esposo bien lo
merecía, ahora le había hecho pagar por todas sus afrentas.

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El hermano del rey


«Queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe
en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han
escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no
seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en
esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi
propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha
parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa
que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como
existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han
sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo
se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se
hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de
beneficiarse, pues un hombre que en todas partes quiera hacer
profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que
no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera
mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de
acuerdo con la necesidad».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, 10 de octubre del año de Nuestro Señor de 1483.

La pronta llegada del alumbramiento del primer hijo de Beatriz de Bobadilla


había convocado a la isla a la familia de su esposo. Doña Inés enseguida
reordenó la casa y quiso que todo se hiciera a su manera, su nuera intentó
impedirlo, pero, por primera vez en su vida, se sintió impotente. La
proximidad del parto la tenía asustada y triste, era raro el día que no dejaba de
llorar. Todos aquellos enfados y tristezas las pagaba la pobre Sara, que
además de los desplantes de su ama y los tocamientos de su amo, ahora debía
soportar los insultos de la madre y hermanas de don Hernán. El único que
parecía indiferente a todo lo que sucedía era el marido de doña Inés.
Aquel día habían enviado a Sara a un recado al mercado cuando se
encontró con Eva, la criada negra. La joven había trabado con ella cierta
amistad y aquel día de tanto calor, su amiga la convenció para que se
refrescaran en el mar, en una zona muy alejada del puerto. En cuanto Eva vio

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que estaban a solas, se quitó la ropa y se metió en el agua, Sara se quedó
paralizada sin saber qué hacer.
—Ven, el agua no está muy fría.
La joven conversa no se había desnudado jamás delante de nadie,
únicamente se aseaba cada mañana sin quedarse en cueros. Al final, tras la
insistencia de su amiga, se metió en el agua después de despojarse de sus
vestidos.
Las dos jugaron con las olas, Sara siempre había querido entrar en aquel
inmenso océano azulado, pero jamás había sentido el agua salada sobre su
piel.
—Nunca te he visto con ningún hombre —le dijo con cierto descaro Eva.
—No, soy virgen, no tendré relaciones con ningún mozo hasta el
casamiento.
La esclava frunció el ceño.
—Las costumbres de los castellanos son muy extrañas.
—Aquí lo normal es eso, guardar la honra hasta el matrimonio.
Eva salió del agua y se tumbó al sol, Sara salió poco después, pero con las
manos se tapaba los pechos y el monte de Venus.
—¿No te place ningún joven de la villa?
—Hay un guanche que vive en la otra isla, en Gran Canaria, que se llama
Fermín, me ha prometido que cuando sea libre me llevará con él.
—¿Y es bien parecido?
—Es muy galante y sabe leer.
—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó la esclava—. Ya he visto a tu
ama todo el día entre libros y papelajos.
—En los libros se encuentra la sabiduría de los antiguos, ellos pueden
enseñarnos muchas cosas.
Eva se puso de lado y miró a la joven.
—Eres muy bella, qué pena que ese gentil cuerpo se desperdicie
esperando tal vez a un zagal que nunca venga a buscarte. Yo duermo con
Matías, el cocinero, es un hombre algo viejo para mí, pero me trata muy bien,
me entrega parte de lo que cocina para los amos y, sobre todo, sus deliciosos
dulces.
—Eso no está bien, es de malos cristianos —le recriminó la joven.
—¿No eras judía?
—Mis padres lo eran, yo soy cristiana.
—¿Cristiana? ¿A pesar de lo mal que todos te tratan? Doña Inés y sus
hijas te llaman sucia judía.

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Sara comenzó a vestirse, parecía azorada por las palabras de su amiga.
—No todos los que se llaman cristianos lo son, he leído parte de un misal
que he visto en la iglesia. Allí Jesús dice que todos los que le llaman Señor no
entrarán en su reino, sino únicamente los que hacen lo que él les dice.
Eva se puso sus ropas.
—Tu Dios es muy débil, dejarse matar en una cruz. Un guerrero de mi
tribu jamás se habría dejado.
—Es un mayor acto de valentía dejarse morir por los impíos, que matar
incluso para salvar a un justo. ¿No crees?
Eva sonrió y las dos se encaminaron de nuevo a la villa, antes de que las
amas las echasen en falta.

Aquella tarde todo el mundo parecía estar nervioso en la casa, habían


mandado llamar a la comadrona, una mujer guanche muy vieja a la que todos
llamaban la maga. Inés había reunido a sus hijos y su marido en el salón para
que esperaran, mientras ella entraba y salía del aposento.
Sara había llevado a la comadrona todo lo que necesitaba para el
alumbramiento. Beatriz gritaba y blasfemaba mientras doña Inés no dejaba de
recriminarla.
La joven sirvienta, que de vez en cuando salía del aposento, era asaltada
por su amo que le preguntaba cómo iba todo.
—Bien, ya queda menos, según dice la guanche.
Beatriz gritaba con todas sus fuerzas mientras se aferraba al brazo de la
guanche, hasta que esta se acercó a ella y le quitó el pelo sudoroso de la
frente.
—No tengas miedo y no grites tanto, te dolerá más.
—¿Eres la maga? ¿Es cierta la maldición a los Peraza? —preguntó
Beatriz, aprovechando que su suegra había dejado la estancia.
—No es momento de hablar de esas cosas, niña.
—¡Maldita vieja! Te pregunto otra vez. ¿Es cierta la maldición?
La mujer miró a su espalda y al ver que no estaba doña Inés, le dijo:
—Esa familia tuya es mala, muy mala, harías bien en alejarte de ellos,
aquí todos les odian. Desde que llegaron, han esclavizado a mi pueblo, no
respetan el acuerdo del otro Peraza, el Viejo. Los castellanos prometieron que
no saldrían del valle y que únicamente comerciarían con nosotros, pero ahora

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nos piden parte de nuestros animales y cosechas, nos roban nuestros hijos y
destruyen a nuestros dioses.
Beatriz dio un grito de dolor y doña Inés entró de nuevo en el aposento.
—¿Cómo va, vieja?
—Aún queda un poco, señora, todavía no está asomando.
Doña Inés se marchó de nuevo y Beatriz logró recuperarse de la última
contracción.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Las maldiciones las producen las propias personas, esos Peraza son
demasiado codiciosos y su codicia los destruirá.
Beatriz dio un gran empujón y la comadrona miró cómo asomaba la
cabeza.
—Empuja de nuevo —le ordenó.
La joven comenzó a empujar con todas sus fuerzas hasta que apareció la
cabeza del bebé. La anciana logró sacarlo y cortar el cordón umbilical con un
cuchillo. Después limpió al niño y lo dejó sobre la madre.
—Es un varón.
En ese momento entraron todos en el aposento, Hernán miró al pequeño,
su heredero.
—Se llamará Guillén —dijo Inés, que aún añoraba a su hermano
asesinado en el asalto a la isla de La Palma.

Hernán estuvo bebiendo toda la tarde para celebrar el alumbramiento de su


heredero, sus hombres parecían contentos por primera vez en mucho tiempo.
Su señor estaba celebrando el nacimiento de su hijo por todo lo alto; a pesar
de ser normalmente muy tacaño, había sacado sus mejores caldos, las viandas
más deliciosas y todos estaban alegres.
El amo vio cómo Sara entraba y salía de la despensa, su esposa le había
prohibido que hiciera nada con su criada, pero encendido como estaba por el
vino la siguió y aprovechando que estaba rellenando una bandeja con nuevos
manjares, la atacó por la espalda.
—No, mi señor —imploró la joven.
Hernán le levantó las faldas y bajó las enaguas, vio su trasero blanco y
duro, se excitó aún más y sacó su miembro para penetrarle, pero apenas
estaba apuntando a su objetivo cuando notó en la espalda un pinchazo, se giró
y vio a Eva con un pequeño puñal.

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—¡Dejadla, hijo de puta!
El hombre lanzó una risotada, le quitó el arma y subiendo las calzas le
dijo a la esclava.
—Estás celosa, también habrá algo luego para ti.
—Ella no es como yo. Guarda su honra.
—¿Una criada? Yo soy su amo y tiene que complacerme.
Eva tomó un cántaro y se lo lanzó a la cabeza, pero el hombre lo paró con
el brazo.
—¡Maldita! —bramó, después con el cuchillo comenzó a coserla a
puñaladas mientras la joven esclava intentaba defenderse.
Sara se había dado la vuelta y observaba la escena paralizada por el
miedo. El rostro de su amiga parecía que iba apagándose poco a poco, hasta
que sus miradas se cruzaron y Sara sintió que estaba despidiéndose de ella y
que por un instante Eva, justo antes de morir, había comprendido lo que
quería expresarle con el sacrificio de Jesús en la cruz: su amiga estaba
muriendo por ella y pagando un precio injusto en su lugar.

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Sara
«Empezando por las primeras de las cualidades nombradas, digo
que estaría bien ser tenido por pródigo. Sin embargo, la
prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno es
pródigo, perjudica; y, por otra parte, si se la practica
virtuosamente y tal como se la debe practicar; la prodigalidad no
será conocida y se sustente que existe el vicio contrario. Pero
como el que quiere conseguir fama de pródigo entre los
hombres no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, asentir
siempre que un príncipe así acostumbrado a proceder sentirá en
tales obras todas sus riquezas y se verá obligado, a la postre, si
desea conservar su reputación, a imponer excesivos tributos, a
ser riguroso en el cobro y a hacer todas las cosas que hay que
hacer para procurarse dinero. Lo cual empezará a tornarle
odioso a los ojos de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se
habrá vuelto pobre. Y como con su prodigalidad ha perjudicado
a muchos y beneficiado a pocos, se sentirá al primer
inconveniente y peligrará al menor riesgo. Y si entonces
advierte su falla y quiere cambiar de conducta, será tachado de
tacaño».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Gran Canaria, 9 de octubre del año de Nuestro Señor de 1483.

Fernando Guanarteme se fue a la península encadenado y regresó como


príncipe castellano, rodeado de doscientos arqueros vizcaínos que había
mandado el rey Fernando adiestrar para terminar la guerra en la isla de Gran
Canaria. Pedro de Vera le recibió en la capital como si fuera el verdadero
monarca de aquella isla. Sabía que su figura podía terminar con los grupos
que se resistían aún a la conquista castellana. Bentejuí, uno de los caciques
guanches, se oponía a rendir sus tropas y aceptar el sometimiento de los
castellanos. Por lo que la tarea no iba a ser sencilla. Por el lado de los
invasores, Alonso Fernández de Lugo no entendía por qué su rey había dado
tanto poder a un salvaje, que apenas comenzaba a hablar en cristiano.
Fernando Guanarteme recibió con buen agrado el título y posición que le
brindaba su hermano el rey, pero sabía que su situación era demasiado

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delicada para ufanarse de ella, que para consolidarla debía andarse con
cuidado, ya que era consciente de que apenas era un simple peón que el rey de
Aragón usaba en su beneficio.
Lo primero que hizo el rey de Gran Canaria fue ir a Gaidar. Lo hizo con
todo su esplendor y los doscientos ballesteros con los que le servía ahora
Miguel de Mújica, también con su traductor Juan Mayor y el resto de los
guanches que habían ido con él hasta la península. Cuando sus súbditos le
vieron llegar, al principio dudaron, apenas le reconocían con aquellas ropas
lujosas y sus andares altivos, pero en cuanto se dieron cuenta de que era su
rey Tenesor Semidán, todos comenzaron a vitorearlo. Fernando Guanarteme
mandó reunir a la asamblea en la que participaban tanto hombres como
mujeres, ya que entre los guanches no había diferencias entre unos y otros.
—Amigos, vecinos y hermanos. Traigo buenas nuevas, ahora soy
Fernando Guanarteme, un hombre diferente, ya que me he convertido a
Cristo. El gran rey que hay en la península es ahora mi hermano y a él sirvo.
No debemos buscar la guerra con los castellanos, ya que Dios nos ha dado la
oportunidad de un nuevo comienzo en paz. —La gente comenzó a aplaudir a
su rey, aunque algunos nobles murmuraban entre sí—. ¿Cuáles son vuestras
dudas, hermanos? —preguntó Fernando a aquellos guerreros que habían
luchado a su lado en muchas ocasiones.
—No nos fiamos de Pedro de Vera, algunos de los nuestros fueron
invitados a unirse a su ejército para la conquista de Tenerife, y en lugar de
convertirlos en soldados los hizo sus esclavos.
—No tengáis en cuenta esas afrentas. Ya os digo que el mismo rey me ha
dado su palabra de honor de que todos seremos tratados como sus más leales
súbditos.
Juan Mayor tradujo a los españoles las palabras del rey guanche, pero sus
miradas desconfiadas no hacían presagiar nada bueno.

Las buenas palabras nunca acompañan a las buenas acciones, Pedro de Vera
dispuso su ejército para sitiar y reducir a las fuerzas de Bentejuí, que no
aceptaba el vasallaje ante el rey de España.
El alférez Jáimez y Miguel de Mújica y sus tropas marcharon en barco
hasta la playa de Tasartico y pusieron sitio a los guanches. Estos se resistieron
con todas sus fuerzas, y como la plaza estaba en alto y tenían agua potable,
los castellanos temían que no lograsen someterlos por hambre y sed. Pedro de

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Vera ordenó a los vizcaínos de Miguel de Mújica que asaltaran el pequeño
poblado.
Fernando intentó calmar los ánimos, y antes de que los feroces vizcaínos
atacaran, se puso en medio suplicando a los suyos que se rindieran.
El reyezuelo levantisco apareció en pie sobre el risco y contestó así a su
rey:
—Los castellanos no son de fiar, jamás cumplen su palabra, y aunque el
gran rey de la península nos prometa paz y bienestar, sus gobernantes siempre
son ladinos y crueles con nosotros. Preferimos morir luchando que como
esclavos de estos verdugos.
Pedro de Vera dio la orden de asaltar y los vizcaínos corrieron ladera
arriba con un arrojo que hizo a los guanches titubear, pero a una orden de su
cacique comenzaron a rodar grandes piedras que los vizcaínos apenas podían
esquivar.
Miguel de Mújica iba a la cabeza de sus hombres con la espada en la
mano y gritando arengas en su lengua, cuando los guanches comenzaron a
arrojar sus flechas y lanzas, sus piedras con hondas y cualquier cosa
arrojadiza que encontraban. Los vizcaínos comenzaron a caer asaeteados
unos, descalabrados otros o aplastados los más. Miguel de Mújica no se
amedrentó y continuó en cabeza hasta que le alcanzó una piedra. Cayó al
suelo y sus hombres prosiguieron luchando apoyados por otros caballeros
hasta que Pedro de Vera, temeroso de perder todo su ejército, ordenó la
retirada.
Los castellanos construyeron una empalizada para defenderse y mientras
cuidaban a los heridos y enterraban a los muertos, intentaron reorganizarse
antes de atacar de nuevo.

En la isla de La Gomera, Beatriz se recuperaba del parto y de la tristeza de ver


en su primer hijo, Guillén, el rostro de su odiado esposo. Doña Inés se había
convertido en la dueña de la casa y sus cuñadas en la cuidadoras de su
vástago. La joven esposa, que todavía no había cumplido el año de casada, ya
no soportaba más aquella situación y había ideado un plan para deshacerse de
su odiada familia política.
Sara, tras la muerte de Eva, ya no había vuelto a ser la misma. No se le
escuchaba cantar mientras lavaba la ropa o aireaba las sábanas de su señora;
siempre con la mirada gacha y taciturna, caminaba por los pasillos de la

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casona como un fantasma. Lo único que la entretenía eran las lecturas con su
ama, alejadas de la manada de lobos que era la familia Peraza.
—Ayer vimos más cosas de Hernán Peraza El Viejo, pero todavía no he
logrado averiguar en qué consiste la maldición que lanzaron contra él y toda
su familia —dijo Beatriz a su criada. Parecía que las dos se habían unido en la
adversidad, cosa que soliviantaba a su suegra.
—Lo que tienen maldito es la sangre —dijo Sara en un impulso, sin darse
cuenta de la gravedad de sus palabras.
—Son arpías, mala sangre, en eso tienes razón, pero si averiguo en qué
consiste la maldición, podremos deshacernos de todos ellos muy pronto.
En ese momento, Beatriz vio cómo una de las esclavas guanches entraba
en el aposento y le entregaba una nota. Era de su amante, al que no veía desde
hacía varios meses. Era muy difícil escapar de la vigilancia de las hermanas y
de la madre de Hernán, pero Beatriz estaba dispuesta a hacerlo. Contestó la
nota y después continuó leyendo sobre su familia.
—Aquí cuenta Hernán Peraza el Viejo que, a pesar de la poca animosidad
de los gomeros, decidió construir una torre en San Sebastián de La Gomera y
que bautizó a Gaumet, rey de la isla, pero aquí termina su crónica. Lo único
que he encontrado entre sus papeles es el testamento y una nota en la que el
escribano del gobernador habla de la llegada de doña Inés y su esposo Diego
García de Herrera para tomar posesión en 1452.
—Podríamos preguntar a la maga que os asistió en el parto, seguramente
ella podría contaros más sobre la maldición.
—Eso tendrá que esperar; prepárame un baño, quiero llegar acicalada al
encuentro con Sebastián, el guanche.

Beatriz se preparó para su salida con la excusa de ir a misa; sus cuñadas


insistieron en acompañarla, pero ella se zafó y partió a toda prisa con la
criada. Recorrieron las calles hasta el exterior de la empalizada y enfilaron sus
pasos a una casa solitaria donde la mujer solía encontrarse con su amante. En
cuanto cruzó el muro que rodeaba a la granja, entró corriendo y vio a
Sebastián con una camisa de lino y unas calzas verdes; los dos amantes se
abrazaron y se dirigieron enseguida al lecho.
La joven castellana andaba muy necesitada de cariño, por lo que en
aquella jornada se esforzó con esmero, cosa que agradeció Sebastián, que, a
pesar de sus esposas y amantes, jamás había conocido a una mujer tan fogosa

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como Beatriz. Ella le besó por todo el cuerpo, deteniéndose en las zonas más
sensibles, y él estuvo a punto de llegar al éxtasis antes de penetrarla.
—Esperad —le dijo ella mientras se giraba y se ponía a cuatro patas.
El gomero vio el trasero y enseguida se puso sobre ella, Beatriz gritaba
con ganas a sabiendas de que nadie la escucharía.
Sara esperaba en la puerta cuando oyó unos pasos, miró por la ventana y
observó cómo un zagal espiaba la casa y después corría de nuevo hacia la
villa. A la criada le recorrió por la espalda un escalofrío, temía que aquel
fuera alguno de los espías de doña Inés.
Beatriz se quedó tumbada en la cama tras gozar con su amante; Sebastián
tenía el brazo bajo su dulce cabeza y aún suspiraba de placer.
—Os he echado mucho de menos —dijo el hombre.
—Únicamente por esto —contestó la mujer tocando sus partes nobles.
—Por todo, mujer.
—Sé cómo piensan los machos, sois el único animal que siempre está en
celo. Necesito que me hagáis un servicio.
—Por Dios, dejadme descansar —contestó el guanche, que aún no había
recuperado el aliento.
—No ese tipo de favor, quiero que hagáis correr la noticia falsa de que los
guanches están levantiscos en Lanzarote, para que mi suegra y su familia
salgan de la isla.
Sebastián frunció el ceño.
—Pero si se enteran de que he sido yo…
Beatriz le miró con su sonrisa picarona y tomando su miembro le
preguntó de nuevo:
—¿No haríais eso por vuestra amada?
El hombre miró el rostro pícaro al lado de su verga y no se molestó en
contestar, echó la cabeza para atrás mientras la joven comenzaba a besar su
sexo.

La llegada a la casa fue accidentada, el espía había contado a doña Inés que
las dos mujeres no habían ido a misa, que, por lo contrario, habían estado en
la casa de un guanche llamado Sebastián, que era hijo de un cacique local
importante.
La suegra de Beatriz estaba furiosa, pero aquella no era una prueba
suficiente para presentar delante de su hijo. Por eso mandó llamar a la criada

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de Beatriz para interrogarla.
Sara acudió temblorosa ante la madre de su amo. Tenía el mismo rostro
despiadado y expresión de maldad.
—¿Adónde fuisteis esta tarde con doña Beatriz? —la preguntó inquisitiva.
La joven criada agachó la cabeza y cuando sintió la bofetada no pudo
reaccionar.
—¡Mírame cuando te hablo, sucia judía!
Sara comenzó a llorar, doña Inés se puso tan furiosa que tomó una vara y
comenzó a azotarla con todas sus fuerzas. La criada se desplomó en el suelo
mientras la mujer no paraba de zaherirla, hasta que al final perdió el
conocimiento.
—¡Llevadla al agujero! —gritó al resto de los criados, que miraban la
escena aterrorizados.
El agujero era un pozo profundo de unos tres metros en el que castigaban
a los siervos o guanches que hubieran cometido un delito, los dejaban allí
durante tres días sin apenas agua ni comida.
—¡Así aprenderás, maldita judía! —bramó doña Inés mientras la pobre
Sara caía en el pozo y escuchaba el crujido de su tobillo.
Beatriz escuchó ruidos en la planta baja, pero cuando llegó hasta la
despensa ya no había nadie allí. Se dirigió al patio y después salió hasta la
parte de los corrales. Un grupo de siervos se agolpaba frente al pozo seco, al
otro lado se encontraban doña Inés y sus odiosas hijas.
—¿Qué sucede? —preguntó mientras se aproximaba al pozo.
—Eso no os incumbe —contestó su suegra, cruzándose de brazos.
Beatriz miró al pozo y vio la figura de su criada, estaba tumbada
bocarriba, llorando y lamentándose.
—¿Por qué está en el pozo Sara?
—¿Ahora la llamáis Sara?
Beatriz miró a los ojos a su suegra, no la temía, pero sabía que ejercía un
gran influjo sobre su esposo.
—¡Sacadla de ahí inmediatamente! —ordenó a sus siervos, pero ninguno
de ellos hizo el más pequeño amago de obedecerla—. ¿No me habéis oído?
—No son vuestros criados, son los de mi hijo Hernán.
—Yo soy la señora de la casa —contestó Beatriz en un tono más bajo.
—Lo único que tiene valor en vos es vuestro coño y, por lo que veo, no es
mi hijo el único que tiene acceso a él.
—Esa es una acusación muy grave —le dijo mientras la señalaba con el
índice.

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—En cuanto esa judía pase dos o tres días en el agujero, confesará hasta el
día en el que tomó las primeras gachas. Entonces, seréis vos la que acabaréis
en el agujero, y después de que os rapemos el pelo por adultera, anularé
vuestro matrimonio…
—Entonces, perderéis a vuestro nieto —dijo Beatriz.
Por primera vez, doña Inés se dio cuenta de las implicaciones de que su
nuera fuera una meretriz. Aquello significaba que su familia no tendría un
heredero varón y su hijo ya comenzaba a tener una edad significativa.
Doña Inés frunció el ceño y murmurando una maldición se marchó con
sus hijas hacia la casa. Beatriz se giró hacia sus siervos y les ordenó que se
fueran y la dejaran sola.
—¡Salid de aquí, malditos bastardos!
En cuanto todos se hubieron marchado, se asomó al pozo y le dijo a su
criada:
—No temas, te sacaré de ese agujero lo antes que pueda.
—Por favor, no me abandonéis aquí —suplicó Sara, tenía un fuerte dolor
en el tobillo y los codos.
Beatriz se giró y vio algo retirada a otra de las esclavas negras. La hizo
llamar, y cuando se acercó, le susurró al oído.
—Por la noche trae agua y comida para Sara, que nadie te vea.
La esclava afirmó con la cabeza, sabía que no era buena idea desobedecer
a su ama; al fin y al cabo, doña Inés se iría tarde o temprano, pero doña
Beatriz se quedaría para siempre.

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La última batalla
«Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido
o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez;
pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar
una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque
de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son
ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y
ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente
tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues,
como antes expliqué, ninguna necesidad tienes de ello; pero
cuando la necesidad se presenta se rebelan».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El principe

Gran Canaria, 24 de octubre del año de Nuestro Señor de 1483.

Los castellanos y sus aliados guanches rehuyeron la batalla durante unos días,
necesitaban reorganizarse y planear mejor el ataque; las huestes de Bentejuí
estaban bien guarecidas y otro ataque frontal hubiera supuesto la derrota total
de Pedro de Vera y sus hombres. El gobernador reunió en su tienda a los
capitanes y les explicó sus planes.
—Hemos perdido a nuestros ballesteros vizcaínos en un ataque
infructuoso, mientras Bentejuí tenga retenida a la señora de la isla, sus
hombres no se rendirán. —Todos le observaron intrigados. Él continuó—: En
la anterior escaramuza atacamos por tierra y por mar, Miguel de Mújica se
anticipó con sus hombres y por eso todos ellos cayeron bajo la mano de los
salvajes. Hemos mandado espías alrededor de Ajódar, al parecer los guanches
han dejado la fortaleza para hacerse con provisiones; para ello han recorrido
el valle de San Nicolás y ahora se encuentran en el monte Bentaiga. No
resistirán mucho en este enclave.
—Dejadme que cuando nos aproximemos a ellos les pida que se rindan,
no quiero que haya más muertes entre mi pueblo —pidió Fernando
Guanarteme.
Alonso Fernández de Lugo negó con la cabeza, pero Pedro de Vera
consintió.

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Las huestes castellanas se acercaron al monte Bentaiga y lo rodearon, los
guanches comenzaron a arrojarles todo tipo de cosas alcanzando a algunos de
los soldados, pero los ballesteros diezmaron a las tropas rebeldes y los
lanceros comenzaron a subir el monte. Viéndose los guanches perdidos se
desesperaron y Fernando se puso delante de las tropas castellanas para
parlamentar.
—Deponed las armas, el rey Fernando ha prometido que será justo con
todos vosotros y que no os hará ningún daño.
La mayoría dudaba, pero cuando los primeros arrojaron las armas, el resto
les siguió hasta que no quedó ni un solo hombre con una lanza en la mano.
Tanausú comenzó a gritar desesperado que no depusieran las armas, pero la
suerte ya estaba echada. El reyezuelo rebelde se aproximó al barranco, los
soldados castellanos le apuntaron con sus ballestas, pero Fernando se
interpuso.
—Hermano, pensad bien lo que vais a hacer.
Tanausú escupió al suelo y le contestó:
—Sois un traidor a vuestro pueblo y un cobarde.
—Lo único que intento es salvarlo, si vencierais hoy a estos castellanos, el
rey Fernando mandaría nuevas huestes hasta exterminar al último hombre,
mujer y niño de nuestro pueblo.
El rebelde levantó las manos, soltó un grito gutural y se lanzó al vacío.

Beatriz suplicó a su esposo la liberación de Sara, pero fue en vano. Hernán no


quería contrariar a su madre y lo cierto era que no se fiaba de su esposa.
Mientras Sara se consumía en aquel pozo donde el sol la fatigaba de día y el
frío rocío por la noche, el gobernador mandó apresar al amante de Beatriz y le
colgó de las muñecas en uno de los árboles más grandes que había en la plaza.
Allí le despojó de sus ropas y comenzó a lacerarlo con el látigo. El musculoso
guanche bramaba mientras su cuerpo se estiraba y encogía por el dolor. Su
joven esposa observaba horrorizada la escena desde la ventana de la casa,
pero el guanche no la denunció, a pesar de los intentos de su esposo.
—Si no confiesas, te mataré. ¿Lo has entendido?
—Vuestra esposa es honrada y virtuosa, únicamente vino a mi casa para
encargar un busto de su noble figura.
—¿Te burlas de mí?
—No, mi señor, soy escultor, podéis preguntarlo a cualquiera.

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El gobernador ordenó que lo descolgaran. Se puso enfrente y le golpeó en
la cara. El guanche era mucho más alto y fornido que el castellano, pero al
tener las manos atadas en la espalda no podía defenderse.
Hernán soltó el látigo y pidió un hacha, colocó al guanche de rodillas
frente a un tronco y miró al centenar de vecinos que se había reunido para
contemplar el castigo.
—Este hombre es culpable de adulterio y voy a ejecutarlo de inmediato —
comentó Hernán mientras subía el hacha.
Un anciano salió de entre la multitud, tenía el pelo gris, la cara repleta de
arrugas y caminaba con dificultad.
—No podéis ejecutar a un gomero sin un juicio justo, según nuestras
costumbres no existe el delito de adulterio, cada uno es libre de acostarse con
quién quiera, las mujeres no son de nuestra propiedad.
Hernán bajó el hacha y miró al anciano con cierta sorpresa.
—¿Qué clase de leyes paganas son esas? Aquí ahora rigen las leyes de
Castilla y de la Santa Madre Iglesia.
—No podéis matar a mi hijo sin pruebas —comentó al final el anciano.
En ese momento, Hernán dejó el hacha a un lado y tomó su espada, la
puso en el cuello del anciano y mirando al resto de los vecinos, dijo:
—Aquí yo soy la ley.
Le cortó la garganta y el hombre se llevó la mano al cuello con los ojos
desorbitados, como si no pudiera creer que la vida se le escapaba a
borbotones por la herida.
Algunos de los presentes intentaron ayudarlo, pero los soldados los
dispersaron; en ese momento, Sebastián, el amante de Beatriz se abalanzó
sobre él y lo derrumbó, Hernán no podía quitarse de encima al gomero, que a
pesar de tener las manos atadas comenzó a golpearlo con la cabeza hasta
hacerle sangrar por la nariz. Dos hombres del gobernador lograron retirar de
encima al guanche y lo redujeron a golpes.
—Maldito hijo de puta —comentó Hernán, tocándose la nariz
ensangrentada, después tomó de nuevo el hacha y pidió a sus hombres que lo
colocaran en el cadalso.
—Por las leyes de Castilla, yo, Hernán Peraza, conde de La Gomera y
gobernador de las islas, te condeno a muerte.
Tras pronunciar la sentencia, le cortó el cuello, la cabeza rodó en el polvo
y todo el mundo dio un grito de horror y consternación. Hernán tomó por los
pelos la cabeza y la enseñó como un trofeo.
—Esto le sucederá a todos los que osen oponerse a mi voluntad.

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Beatriz comenzó a llorar de rabia, maldijo a su marido y prometió por
segunda vez vengarse de él. Se dirigió al escritorio y mandó una carta a su tío
en la que le pedía que le enviase un potente veneno para terminar con la vida
de Hernán Peraza.

Los rumores de que los guanches de las isla de Fuerteventura y Lanzarote se


estaban rebelando se extendió por toda la isla. Antes de morir, el amante de
Beatriz había logrado difundir aquellas mentiras para que la familia de
Hernán regresara a las islas. En cuanto doña Inés supo de la supuesta rebelión,
tomó todas sus pertenencias y conminó a su esposo a que tomaran una nao
hacia Fuerteventura. Pensó en llevarse a su nieto, ya que no se fiaba de su
nuera, pero su hijo Hernán no quería separarse de él.
Beatriz procuró, tras la partida de su familia, conquistar de nuevo el
corazón de su esposo. Tenía que convencerlo de que era su aliada, para que
no sospechara de sus verdaderos planes.
Los guanches estuvieron revueltos varios días, el gobernador mandó
redoblar la guardia y mantener cerrada la empalizada por la noche, pero al ver
que los gomeros no hacían nada, todo pareció volver a la normalidad.
Una de las tardes en las que Beatriz caminaba con su esposo, le imploró
que liberase a Sara, que era inocente de cualquier culpa.
—Os pido benevolencia y generosidad, esposo mío.
—No tengo nada en contra de vuestra criada, fue castigada por mi madre
por insolente y solo ella debería absolverla.
—Doña Inés no se encuentra en la isla y si Sara continúa en el agujero
habré perdido a mi única compañía aquí.
Hernán frunció el ceño, pensaba que la benevolencia era un acto de
debilidad, así se lo había enseñado su madre desde pequeño, ya que los
vasallos huelen la debilidad como un perro un hueso.
—Lo tendré que meditar.
Beatriz acercó sus labios al oído del hombre y le susurró:
—Si me concedéis esa gracia, os aseguro que yo sabré complaceros esta
noche.
El gobernador sonrió lascivamente, desde la partida de su familia, Beatriz
había vuelto a su lecho casi todas las noches, como si buscara de nuevo
quedarse encinta.
—Sea, pero únicamente por esta vez y por ser vos tan buena y gentil.

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En cuanto llegaron a la casa, Beatriz ordenó la liberación de la joven. Sara
había pasado tanto tiempo en el agujero que parecía un esqueleto, su piel
blanca era ahora casi cristalina y unas profundas ojeras marcaban sus
hermosos ojos.
Beatriz hizo venir a la cocinera, una matrona llamada Filomena, muy
entrada en carnes y de aspecto bonachón, para que cuidara a la criada hasta
que estuviera totalmente repuesta.
Filomena pidió a dos hombres que la llevaran a su cuarto, preparó un baño
para la joven y se ocupó personalmente de asearla; después la metió en la
cama y durante una semana estuvo preparando comida especial, hasta que la
joven recuperó el color y comenzó a engordar.
Una mañana, Sara intentó levantarse de la cama, no quería ser una
molestia para la cocinera y se derrumbó en el suelo.
—Chiquilla, ¿te has vuelto loca? Aún no tienes fuerzas suficientes.
—Llevo una semana en cama.
—Lo que te han hecho no tiene nombre, lo que no sé es cómo has salido
viva del agujero; he visto hombres sucumbir al tercer día.
—Amalia, la esclava, me llevaba comida secretamente.
—Ya me parecía a mí. Te aconsejo dos cosas, mi niña. No te fíes de los
amos, yo llegué a servir a Hernán el Viejo, ya sabes, el abuelo del amo. Era
una mala bestia, aunque al menos era algo más justo; su madre, doña Inés,
tiene la sangre de serpiente, pero, en el fondo, el peor de todos es el amo.
Nunca sabes qué piensa y no teme a los hombres ni a Dios.
—Tendré cuidado —le aseguró la muchacha. La mujer la abrazó y
después le sirvió un poco de caldo caliente. Sara le preguntó—: ¿Cómo
acabasteis en la isla?
Filomena puso los ojos hacia arriba, como si ya casi no se acordara.
—Aquí hay pocas castellanas, aunque yo soy de Córdoba. Hernán el Viejo
vivía en Sevilla, mi marido, que en paz descanse, era su cochero y yo la
cocinera, cuando se vino para las islas nos trajo a todos; en aquella época yo
era una chiquilla. Ya casi ni me acuerdo de la península, aunque lo que más
echo de menos es a mi familia. Hace unos años me enteré de que mi madre
había muerto, gracias a un marinero que recaló en la isla.
La mujer se echó a llorar y Sara le acarició el pelo.
—Siento haberos hecho recordar todas esas desgracias.
—He sido muy feliz en La Gomera. No es muy grande, pero, al fin y al
cabo, la mayoría de la gente no sale nunca de su terruño, ya me entiendes, he
visto mundo y he conocido a esta gente llena de generosidad y amor.

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—Siempre me han dicho que los guanches son feroces, malas bestias.
Filomena frunció el ceño.
—Malnacidos, eso es lo que son todos estos soldados y colonos. Tratan a
los legítimos habitantes de la isla como a animales. Según ellos, tienen que
servirles, para que los buenos cristianos les enseñen su fe, pero si no fuera por
los frailes, todos los habitantes serían paganos.

Las semanas pasaron y Sara se incorporó a sus quehaceres. Beatriz parecía


más amable y cercana que nunca, le agradecía su fidelidad, sabía que, si su
criada hubiera descubierto la verdad, ambas habrían acabado apedreadas o
algo peor.
Aquella mañana, Beatriz se encontraba recogiendo algunas flores del
jardín, apenas veía a su pequeño hijo, que una nodriza amamantaba y cuidaba
de día y de noche.
—Cuando termine de recoger las flores vamos a ir a ver a la maga.
—¿La anciana que os ayudó en el alumbramiento?
—Sí, necesito saber más sobre la maldición de los Peraza. —Sara hizo un
gesto de incredulidad. Beatriz preguntó—: ¿No crees en el poder de la
brujería? He oído que en la isla muchos la practican, lanzan conjuros, tienen
pócimas mágicas e invocan al demonio.
—Jesús, María y José —dijo, mientras se santiguaba, la criada.
—Pensé que no eras supersticiosa.
—No lo soy, ama, pero con las cosas del diablo no se juega.
Una hora más tarde se dirigieron en su carro hasta la cueva de Guahedum,
el camino no era fácil, tenían que ascender hasta casi el centro de la isla; tras
dos horas de viaje, las dos mujeres estaban agotadas y les comenzaban a doler
los riñones. Cuando el conductor se detuvo frente a una cueva, se miraron
sorprendidas.
—¿Estáis seguro de que es aquí?
El hombre hizo un gesto afirmativo y después las ayudó a salir del
carruaje. Desde aquel punto alto de la isla se observaba un mar de nubes y
podía contemplarse el mar. Beatriz tuvo por un segundo el deseo de salir
volando de allí, de escapar como un pájaro y regresar a casa.
El viento soplaba con fuerza y las dos mujeres se taparon con un chal. El
gomero las llevó hasta la entrada de la cueva.

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—No habléis si la maga no os lo indica, dentro de esa cueva hay un
poder… especial y muchos han caído muertos por provocar a Achamán,
aunque al que debéis temer es a Hirguan.
Entraron a la cueva, cuya oscuridad contrastaba con la intensa luz del sol.
Lograron penetrar a tientas hasta que escucharon unos sonidos que provenían
del fondo. El gomero les dio una antorcha que habían encendido junto a la
entrada y las dos mujeres se introdujeron temblorosas en las entrañas de la
cavidad.
Caminaron por un estrecho pasillo unos minutos, hasta que la caverna se
abrió de repente, dejando entrever el techo alto y las paredes redondeadas con
formas misteriosas que se reflejaban por las sombras y luces que producía el
fuego.
—Mujeres, venid aquí. —Beatriz y Sara se acercaron a la maga que
estaba sentada con las piernas cruzadas dentro de un círculo—. Sentaos.
La dos mujeres obedecieron y dejaron la antorcha a un lado. El círculo
estaba rodeado de pequeñas luces, como velas. La anciana cogió unas hierbas
y, al quemarlas, soltaron un olor peculiar; comenzó a recitar algo en su lengua
y a echarles el humo en la cara.
—Dios hizo al hombre del agua y de la tierra, él lo sabe todo y se
comunica con nosotros, pero su enemigo Hirguan siempre acecha.
—Quiero saber sobre la maldición que hay sobre los Peraza —dijo Beatriz
a la maga.
La anciana frunció el ceño, después lanzó algo a una de las velas y un
espeso humo lo invadió todo.
—Eres arrogante y altiva, como todos los castellanos, pero en tu corazón
arde un fuego diferente. En nueve meses concebirás una niña, tiene sangre
guanche, ella te ha guiado hasta mí.
—¿Estoy embarazada? Por Dios, si apenas he parido hace poco.
La anciana miró el humo y se lo echó a la cara.
—Odias a los Peraza, pero te has convertido en uno de ellos. La maldición
te alcanzará a ti también. ¿Quieres que desvele su secreto?
Sara temblaba al lado de su ama, a la que miraba por no centrarse en la
anciana, cuyo rostro parecía transfigurado mientras hablaba.
Beatriz intentó calmarse, tenía el corazón acelerado y sudaba, a pesar de
la humedad fresca de la cueva.
—Tengo que saberlo —contestó al fin.
—Pues sea como deseas. El abuelo de Hernán Peraza hizo un pacto con
los habitantes de esta isla, un pacto escrito por el que se comprometía a

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respetar sus costumbres y sus tierras sagradas, por eso, el día que rompió ese
pacto, la maldición cayó sobre él y toda su estirpe. Hay un espíritu del bien y
un espíritu del mal; Hirguan reclama la sangre de los Peraza. Antes de que
termine el segundo año, Diego de Herrera, el esposo de doña Inés Peraza,
morirá. Le seguirá su hijo Hernán Peraza, un hombre perverso que dejará su
alma en esta cueva.
Beatriz se quedó sin palabras, tenía la boca seca, pero acertó a decir:
—¿Cuándo morirá?
—Antes de sesenta lunas, Hernán Peraza morirá.

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Colón y España
«No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo
que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible
ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se
abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus
ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de
alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo
manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos,
porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la
pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para
despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de
la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo
ajeno, y, por el contrario, para quitar la vida, son más raros y
desaparecen con más rapidez».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Puerto de Palos, 25 de enero del año de Nuestro Señor de 1485.

La nao llegó a la amanecida y su capitán se dispuso a avisar a Cristóbal Colón


de que ya podía prepararse para desembarcar. El marinero genovés tomó sus
pertenencias; no eran muchas y viajaba solo con su hijo Diego. En Portugal
había dejado al resto de su familia con la esperanza de probar fortuna en la
famosa corte de los Reyes Católicos. Su llegada a los reinos de Castilla y
Aragón no había sido por casualidad, como a su amada Portugal a la que
debía tanto. Su juventud había sido alocada desde que con muy poca edad
abandonó su ciudad natal para buscar fortuna. La locura le había llevado a
enrolarse con un corsario llamado Colón el Mozo, que hacía fortuna atacando
a naves mercantes. En un enfrentamiento frente a las costas de Portugal, el
corsario asaltó a varias naos venecianas con tan mala fortuna que su nave se
fue a pique y cada uno de sus hombres escapó como pudo del naufragio.
Cristóbal llegó a la playa más cercana con la ropa hecha jirones y sin más
fortuna que la fuerza de sus manos y el poder de su inteligencia; por tanto, no
era la primera vez que se enfrentaba a una situación parecida. Dios le había
dado el don de gentes, no temía hablar con reyes o villanos si aquello le

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deparaba alguna prebenda. Al menos esta era la historia que contaba a todos,
ya que el marinero italiano era de verbo fácil y mentiroso. Su vida siempre
fue más prosaica que los relatos que relataba de cantina en cantina o de
palacio en palacio. Durante años vivió como agente de la Casa de Centurione
y viajó por el océano Atlántico y llegó a los puertos de Inglaterra e Irlanda,
hasta recalar en Islandia donde había oído de la existencia de nuevas tierras a
no demasiadas millas al oeste.
En 1479 se casó con Filipa Moniz Perestrelo, hija del colonizador de la
isla de Madeira, por lo que exploró la costa africana hasta el golfo de Guinea.
—Entonces, ¿me recomendáis que vaya al monasterio de los
franciscanos?
—Los monjes del monasterio de la Rábida tienen buenos contactos; en
Castilla es mejor entrar a todos lados de manos de la Iglesia. Os lo aseguro.
—El capitán despeinó el pelo del pequeño Diego Colón, que apenas tenía
cinco años, y le dijo—: ¿Y tú también serás marinero?
—Sí, capitán —contestó sonriente el pequeño.
Los dos hombres se abrazaron como si se conocieran de toda la vida y
Colón bajó a las podridas maderas del puerto, caminó entre los hombres de
mar a los que tan bien conocía y esquivó a los estibadores, siempre con prisa
y escupiendo a cada paso, mientras transportaban pesados sacos a sus
espaldas.
La caminata hasta el monasterio no era de mucho más de una hora,
Cristóbal caminó por las orillas del río Tinto admirando aquella tierra que
tanto le recordaba al Algarve, adonde había llegado años antes.
El monasterio de la Rábida era poco más que un convento cercano al
océano Atlántico y a orillas del río, sobre un pequeño cerro desde el que
dominaba sus tierras. A pesar de la fecha del año, hacía calor y se pararon en
una fuente para refrescarse.
—¿Adónde van los dos forasteros? —preguntó un fraile que cabalgaba
sobre un pollino.
—Al monasterio, para pedir cobijo —contestó Cristóbal en su precario
castellano.
—¿De dónde sois? —preguntó el monje.
Aquella pregunta se la habían formulado muchas veces, no siempre
respondía lo mismo. A veces les contaba sobre su origen italiano, otras
portugués o incluso catalán.
—Soy portugués, venimos por un asunto importante.

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El monje de barba negra y larga tenía la cabeza completamente calva y
algo quemada por el sol, parecía siempre bien dispuesto y alegre, como la
mayoría de las gentes del sur de la península.
—¿Importante? Esta región es una de las más humildes del reino y lo
único que encontraréis es mosquitos y calor —replicó el monje, sin dejar de
mostrar su mejor sonrisa. Después se quedó mirando al pequeño—. Le veo
cada de novicio. ¿Te gustaría ser monje, pequeño?
—No, quiero ser marinero como mi padre —contestó orgulloso. Cristóbal
se ofuscó un poco, pero cuando vio que el fraile echaba una risotada y
comenzaba a andar, logró calmarse de nuevo.
Los tres caminaron juntos el último tramo del camino.
—¿Conocéis al hermano Antonio de Marchena?
—Aquí todos nos conocemos, no somos una comunidad tan grande.
Llegaron frente a la fachada principal de piedra, el edificio era sencillo,
pero armonioso, con una iglesia hermosa y un claustro tan humilde que el
marinero comenzó a dudar de lo que le había contado el capitán.
El fraile comenzó a descargar los sacos de harina y el pequeño intentó
ayudarlo.
—Es demasiado pesado para ti, pequeño.
Cristóbal no hizo amago de echarle una mano, hacía tiempo que no hacía
trabajos serviles y mucho menos sin obtener nada a cambio.
—Acompañadme —comentó el fraile mientras se sacudía el polvo del
hábito marrón.
Le siguieron hasta la sala capitular y allí vieron a varios hermanos que se
les quedaron mirando con cierta curiosidad, después se acercaron a un fraile
delgado y con barba que les sonrió al verlos aparecer.
—Hermano Antonio, preguntan por vos.
—¿Por mí? —Antonio de Marchena se quedó sorprendido, estaba en el
monasterio como guardián, una especie de supervisor de los franciscanos,
para asegurarse de que el convento y los hermanos cumplían a rajatabla las
órdenes de San Francisco—. ¿Cómo os llamáis, caballero? No os lo he
preguntado.
—Mi nombre es Cristóbal Colón, capitán portugués, vengo para presentar
un proyecto de navegación a los reyes.
Fray Antonio no pudo más que esbozar una sonrisa, lo que contrarió al
extranjero que se tomaba muy en serio su misión.
—¿Un proyecto de navegación? Será mejor que me contéis todo desde el
principio.

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Mientras el otro fraile se fue con el pequeño Diego para darle algo de
comer, Cristóbal se sentó en el banco de piedra y comenzó a contar sus ideas
al fraile que le miraba con interés.
—Entonces, ¿vuestra idea es llegar hasta la tierra de las especias viajando
al oeste?
—Sí, ya os he mostrado los cálculos, se podrían cargar barcos llenos de
riqueza y regresar hasta Castilla en un intervalo de tiempo pequeño.
—No entiendo mucho de navegación, pero sí de astrología y cosmografía.
Únicamente soy un fraile franciscano, pobre y sin recursos, pero veo una
oportunidad en vuestras palabras. Por favor, aceptad la hospitalidad de esta
casa el tiempo que necesitéis. ¿Estaríais dispuesto a contar esto mismo a la
abadesa Inés Enriquez, que es tía de nuestro rey Fernando?
—Naturalmente, he venido a Castilla para cumplir la misión que Dios me
ha encomendado, que no es otra que llevar a este reino hasta Cipango.

Tras la muerte de Diego de Herrera, el padre de Hernán, este heredó los


señoríos de la isla de El Hierro y La Gomera. Su necedad le hizo pensar que
sus nuevos vasallos tenían que aceptar cualquier capricho o decisión que
tomara, faltando al «pacto de colactación» que había hecho con los gomeros
de Orone y Agana su abuelo cuando llegó a la isla. Para los guanches, este
pacto era un hermanamiento entre castellanos y los pueblos guanches.
Los asesinatos de Sebastián y su padre habían levantado a los guanches
contra Peraza, que tuvo que proteger la ciudad y quedarse encerrado en ella
sin atreverse a salir hacia el resto de la isla.
—¡Es inadmisible! ¿Soy el señor de La Gomera o un prisionero en mi
propia casa?
Doña Inés, que había regresado a la isla tras la muerte de su esposo,
intentó tranquilizar a su hijo.
—Hernán, no fue muy sabio ajusticiar a los dos guanches, estos salvajes
son muy amantes de sus costumbres. Toda la culpa la tiene la zorra de vuestra
esposa, si no fuera porque está de nuevo preñada, la estrangularía con mis
propias manos.
Hernán no se molestó en defender la honra de Beatriz, nadie dudaba de
que Guillén era hijo suyo, se parecían como dos gotas de agua.
—Beatriz me ha dado un heredero, alguien que continúe nuestra saga. No
la molestéis, os lo ruego.

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Doña Inés se acercó a su hijo y le acarició el pelo; este se apartó, arisco.
—Siempre habéis sido mi preferido, por eso imaginé para vos una dama
de verdad, un dechado de virtudes que respetara a su familia.
—Madre, nunca suegra y nuera se llevaron bien.
—Esa mujer trama algo, lo siento aquí —dijo, señalándose el pecho—,
pero no se saldrá con la suya.
Sara estaba oculta escuchando toda la conversación, y en cuanto pudo
subió a los aposentos de su ama para contarle todo.
—Maldita vieja del diablo. No puedo esperar a ver cómo la maldición
guanche cae sobre toda su parentela.
—No habléis así, lo que nos contó aquella bruja es terrible.
Beatriz miró a la criada y sin previo aviso le dio una bofetada.
—Niña boba, en este mundo únicamente hay una cosa segura: o aplastas a
los demás o ellos te aplastan a ti, sobre todo si eres una mujer indefensa. Ya
has visto lo que te hicieron a ti. ¿Aún los defiendes?
Sara se frotó la mejilla y dos lágrimas recorrieron su rostro.
—Tienes que aprender una lección cuanto antes, nadie te ayudará si no te
ayudas tú misma. Mi familia me mandó aquí, no les importó que no amara a
mi esposo o que este fuera un villano.
Nosotras las mujeres debemos utilizar la astucia, ya que Dios no nos dotó
con la fuerza. Mi hijo es un bebé, si muere mi esposo, yo seré la ama de la isla
y de todas las posesiones de Hernán. Él retoza con las criadas africanas y
guanches, yo busco consolarme con los criados. ¿Cuál es la diferencia entre
los dos? Que él es un macho y yo una hembra, a él se le permite todo y a mí
se me niega.
—Dios nos creó así —contestó Sara.
—¡Dios! Dios es también un hombre.

Beatriz estaba embarazada de tres meses, pero apenas lo parecía, su esbelta


figura era la envidia de toda la isla. En uno de sus paseos con Sara, ya que
siempre quería estar lejos de sus odiadas suegra y cuñadas, se acercó hasta
una playa y vio a un varón joven africano; era tan negro como el ébano, con el
pelo rizado corto y los ojos como dos aceitunas negras. Trabajaba como
esclavo para un pescador llamado Juan. Las dos mujeres se acercaron a él y
Beatriz le lanzó una mirada lasciva que dejó al joven sin palabras.

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—¿Cómo os llamáis? —preguntó la señora al ver la confusión en la
mirada del joven.
—Diego —contestó el pescador.
La mujer miró los músculos labrados del joven, como los de un dios
griego. Después se cercioró de que no hubiera nadie alrededor y se lo llevó
secretamente hasta una caseta donde guardaban los aperos del mar. Lo
empujó contra la pared y comenzó a besarlo, en cuanto posó su mano sobre el
miembro del joven dio un grito de sorpresa y bajó la vista.
—Pardiez, jamás había visto una cosa igual.
Se puso de rodillas, y mientras besaba el miembro del joven, pensó en su
marido Hernán y lo que pensaría si su tercer hijo saliera negro.

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El Hierro
«Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el
príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no
con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que
sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes
que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás
con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los
únicos que han realizado grandes empresas».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Alcalá de Henares, 26 de enero del año de Nuestro Señor de 1486.

En unos pocos meses, Cristóbal Colón había logrado muchos avances en su


intento de mostrar su proyecto a los Reyes Católicos. Antonio de Marchena le
había presentado a los personajes más influyentes de la corte. Unos meses
antes, había coincidido con fray Hernando de Talavera, el confesor de la reina
Isabel. El monje jerónimo era un hombre frío y distante, nada que ver con
Marchena y los hermanos franciscanos que tanto le habían ayudado. Talavera,
que había nacido en una familia judeoconversa y que había sido perseguido
por la Inquisición, a pesar de ser arzobispo de Granada, no quiso implicarse
demasiado en los asuntos de Colón, aunque escribió una carta a la reina Isabel
en la que le hablaba de soslayo del proyecto. El encuentro con Inés Enriquez
fue más fructífero, ya que esta escribió enseguida a su sobrino Fernando
elogiando al intrépido navegante. La reina Isabel se interesó por la propuesta
del genovés y, al final, fray Hernando de Talavera logró que el Consejo Real
recibiera a Colón a principios de 1486.
Colón viajó por Castilla hasta Alcalá de Henares, y al pasar por Córdoba
fue recibido por los duques de Medinaceli y Medina Sidonia. El padre
Marchena fue su mecenas y acompañante en su largo viaje hasta la corte.
—¿Estáis seguro de que los reyes se encuentran en Alcalá de Henares? —
preguntó inquieto Colón al padre Marchena en cuanto salieron de Córdoba;
eran cinco días de viaje, tenían que atravesar sierras nevadas y sufrir los
aguaceros de aquel cruel invierno.

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—Nunca se sabe dónde se encuentran sus majestades, tienen numerosos
reinos y asuntos que atender. Puede que cuando lleguemos allí ya hayan
partido, pero no dejaremos de buscarlos hasta dar con ellos.
El fraile siempre parecía de buen humor, a pesar de los traqueteos del
carromato y lo incómodo del camino. Colón, que era lobo de mar, echaba de
menos tener cerca su bramido y acogerse a sus aguas a veces bravas, a veces
mansas.
—Me extrañó que fuera la reina Isabel la más interesada en el viaje.
—No ha de extrañaros, Cristóbal. Cada uno de los monarcas sigue
gobernando sus territorios y en algunos asuntos no se ponen de acuerdo. Por
lo que he oído, Fernando quiere expandir Aragón por el Mediterráneo y a
Isabel cada vez le importa más el Atlántico, sobre todo desde la conquista de
las islas Afortunadas y las intenciones del rey de Portugal de circunnavegar el
continente de África.
—Una gran proeza —dijo Colón—, aunque del todo inútil, si hay un paso
más corto por el oeste.
Tras varios días de agotador viaje llegaron a la villa de Alcalá de Henares;
no era una ciudad muy grande, pero estaba engalanada con una bella iglesia,
junto al palacio arzobispal. Allí era donde los Reyes Católicos se habían
alojado una temporada, para descansar en invierno antes de emprender un
nuevo e interminable viaje.
Fray Antonio de Marchena pidió asilo en un convento cercano y allí
pudieron reponer fuerzas, agotados del largo camino. Tras los dos oficios,
estuvieron los dos viajeros rezando por el buen término de la audiencia que
los reyes habían concedido al navegante.
Aquella fría mañana atravesaron la plaza a primera hora, el edificio de
estilo árabe era suntuoso, pero no muy grande. Colón se quedó un poco
decepcionado, como si creyera que los Reyes Católicos no eran tan ricos y
poderosos como él esperaba.
Al entrar en la amplia sala, pero que poco tenía que ver con el lujoso
palacio de Juan II de Portugal, en el trono había una mujer pálida, con el
rostro aún demacrado tras el alumbramiento de su última hija, Catalina.
—Majestad —dijo Marchena mientras se inclinaba para saludar a la reina.
Colón imitó el gesto y ambos se la quedaron mirando, como si no esperasen
una reunión privada.
—Os he citado aquí antes de que comenzaran a llegar las audiencias. Lo
cierto es que las palabras de mi confesor me han intrigado. Fernando y los
consejeros son bastante escépticos en este asunto, quieren mantener buena

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relación con el sultán para que sigan llegando las especias por el mar
Mediterráneo, pero todos saben que el intermediario es siempre el más
beneficiado.
—Majestad, ¿puedo acercarme?
Isabel le autorizó, y Cristóbal desplegó su mapa, sabía palabra por palabra
todo lo que iba a referir, lo había hecho ya demasiadas veces y, aunque no
quería perder la fe, aquel encuentro tan informal no le daba muy buena
espina.
—Entonces, por lo que decís, ¿podríamos llegar a la tierra de las especias
navegando hacia el oeste?
Colón afirmó con la cabeza y después compartió todos los cálculos que
había realizado.
—Dejadme de números, esta tarde os recibirá el consejo en pleno y junto
a mi esposo. Yo debo ir a dar de comer a mi hija Catalina, que tiene pocas
semanas.
La reina se levantó y se marchó dejándolos con la palabra en la boca. Los
dos hombres abandonaron la sala y se dirigieron de nuevo al convento, a la
espera de una nueva convocatoria.
Ya se había ido el sol cuando unos soldados les avisaron de que el rey y el
consejo les recibirían. Entraron en el mismo salón, pero esta vez iluminado
con velas, los dos reyes sentados en sus tronos y el consejo en pleno.
—Los reyes ya están informados de vuestra petición —comentó el
confesor de la reina, fray Hernando de Talavera—, y si nos entregáis vuestros
mapas y cálculos, os daremos una respuesta en breve.
Colón se quedó algo sorprendido de que no le permitiesen la exposición
de su viaje, creía que únicamente él podía convencer a los monarcas. La reina
Isabel, viendo la cara de sorpresa del genovés, le dijo:
—No os preocupéis, maese Colón. Tenemos a los mejores consejeros del
mundo y ellos verán mejor que nosotros la viabilidad del plan.
—Pero majestad, el viaje es mucho más que unos cálculos y una suma de
gastos.
—Lo entendemos, pero ahora mismo estamos inmersos en una guerra —
dijo de nuevo la reina.
Colón se mostró reacio a entregar sus mapas, pero el padre Marchena le
tocó el hombro y el genovés dejó todo en una mesa cercana, se inclinó y salió
del salón.
Fernando le observó con desconfianza, y en cuanto estuvieron a solas con
el consejo, le comentó a su esposa:

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—¿Os fiais de un italiano?
—Pensé que era portugués —contestó la reina.
—Mis informadores le han investigado y, aunque lleva mucho tiempo en
Portugal, es de origen italiano, genovés tengo entendido. ¿Por qué hemos de
fiarnos de un hombre que guarda tan celosamente su origen?
Isabel era consciente de que su esposo nunca dejaba nada al azar, era muy
concienzudo y desconfiado, ella había aprendido a dejarse en manos de Dios.
Si no hubiera sido por su gracia, ella jamás habría sido reina; de hecho, ni
siquiera estaría viva.
—A veces hay que dejarse llevar por la intuición, esposo mío.
Fernando sonrió a su mujer, sabía que era tan astuta como él, por eso le
extrañaba tanta benevolencia con aquel extranjero.
—Que decidan los expertos. ¿No os parece?
Isabel tocó la mano de su esposo, tenía los riñones destrozados de tantas
horas sentada en el trono, aquella era su primera audiencia desde el parto y
aún se agotaba con facilidad.
—Esperemos —concluyó la reina; después ambos descendieron del trono
y salieron de la sala mientras todos sus vasallos mantenían la cabeza
inclinada.

Colón parecía furioso, decepcionado y no dejaba de agitar los brazos mientras


hablaba con su amigo.
—Es una pérdida de tiempo, querido padre. Los expertos están
equivocados, dudarán de mis cálculos, no tienen una mente abierta.
—Confiad en la divina providencia.
—Es lo único que hago desde hace años, pero nadie cree a un pobre
marinero. Si tuviera sangre noble y un gran apellido, sería distinto.
El fraile le puso la mano en el hombro, comenzaba a nevar en la plaza y el
viento era muy frío.
—No hay nada que merezca la pena en este mundo que no lleve trabajos y
desalientos. Mirad cómo padeció Nuestro Señor Jesucristo. Zamora no se
ganó en una hora.
Mientras los dos se dirigían de nuevo hacia el convento, Cristóbal se
sentía tan decepcionado que en su cabeza ya pergeñaba la idea de ir hasta la
lejana Francia si hacía falta para perseguir su sueño.

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Las cosas se calmaron en la isla de La Gomera. La llegada de Sancho de
Herrera con algunos hombres de Lanzarote había tranquilizado a los
guanches. Doña Inés había dado la isla de El Hierro a su hijo Hernán y la
familia tenía que viajar allí para pedir vasallaje a sus habitantes.
La isla había sido sometida por Jean de Béthencourt en 1405; a su
pequeña población autóctona se le prometió que se respetarían sus vidas y
tierras, pero el conquistador no cumplió su palabra y fue vendida como
esclava, mientras que toda la isla era repoblada por normandos y castellanos.
Tras el regreso de Béthencourt a su tierra, su pariente Maciot se hizo cargo de
esta. Él intentó convertir la isla en próspera, pero lo único que fructificaba era
el pastoreo bobino y, al final, decidió venderla al conde de Niebla, hasta que
finalmente acabó en manos de los Peraza que se la habían comprado al conde.
La familia tomó una carabela hasta la isla que no distaba muchas leguas
de La Gomera; Beatriz viajaba con sus dos hijos, Sergio —su hombre de
confianza— y Sara.
Al llegar a la isla descendieron a dos barcazas que les acercaron a la costa.
Hacía mucho tiempo que Beatriz no se echaba a la mar y cuando llegó a
aquella playa y más tarde a la pequeña villa de Valverde, se quedó desolada.
La ciudad y la isla eran mucho más pequeñas que la propia Gomera.
—Mirad, esposa, vuestra nuevas posesiones —dijo Hernán que, con el
paso de los años, se había convertido en un hombre más viejo y obeso,
perdiendo el poco atractivo de la juventud. Después tomó al pequeño Guillén
y le mostró la villa.
Beatriz se acercó con la niña pequeña a la casa de la familia. Todos habían
insistido en que la llamase Inés, como al abuela, pero en este caso el destino
había querido que se pareciera más a ella que a la familia de su esposo.
Sara tomó a la niña mientras Beatriz se sentaba en una silla.
—Ya no sé en qué creer. La maldición de los Peraza me parece una broma
macabra. Los guanches parecen ahora más mansos que cuando llegué a las
islas.
—Tened paciencia, que Dios pone a cada uno en su lugar —dijo Sara
mientras jugaba con la pequeña.
—El mal no se paga en esta vida ni en la venidera. Para Dios somos como
hormigas, pequeños seres inoportunos. Nosotros mismos debemos resolver
nuestros asuntos. Me han llegado por fin los venenos que hace tanto tiempo

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pedí a mi amado tío. Quiero ponérselos primero a mi esposo y después al
resto de la familia.
Sara la miró horrorizada, sabía que su ama era perfectamente capaz de
realizar un acto tan vil.
—Pero eso os mandará a la condenación eterna —le advirtió.
—Hace demasiados años que ya vivo en la misma —contestó Beatriz
mientras sacaba de un bolsillito oculto en su vestido un frasco pequeño de
color rojo.
La joven criada miró hacia la puerta, para asegurarse de que no se
acercaba nadie.
—Tienes que verterlo en su plato, no creo que tardemos mucho en
almorzar.
—No podéis pedirme eso, si soy cómplice en vuestro asesinato, ambas
iremos al infierno.
Beatriz se levantó de la silla y se enfrentó a su criada.
—¿Quieres saber cuál es el infierno de verdad?
Sara agachó la cabeza asustada, su ama no se andaba con chiquitas.
Después le entregó el veneno.
—Con dos gotas es suficiente, no te preocupes por tu alma, yo pagaré tu
culpa.
Sara estuvo inquieta el resto de la jornada, el plan era echarle el veneno en
la cena. La cocinera había preparado un delicioso cabrito y los platos partían
de la cocina de uno en uno. La joven entró y agarrando el que iba destinado
para su amo le dijo a la sirvienta.
—Esperad, lo serviré yo.
Mientras se dirigía al salón sacó el frasco y lanzó las gotas, después siguió
caminando y lo dejó sobre la mesa.
Todos comenzaron a disfrutar de la carne; doña Inés destacó el buen sabor
de los cabritos de la isla.
—En esta isla es lo único que se puede comer —comentó Sancho de
Herrera, el cuñado de Beatriz, al que apenas conocía.
—Nos tendrán que dar la receta —añadió Beatriz, que no quitaba ojo de
su esposo, para ver si el veneno le hacía reacción.
Pasó media hora y Hernán parecía encontrarse bien. Doña Inés se retiró a
su cuarto y más tarde sus hijas.
—Será mejor que subamos a descansar —comentó su esposo. En aquella
casa más pequeña no había lugar para dos lechos, deberían compartir cama.

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En cuanto el hombre entró en el aposento comenzó a magrearla, Beatriz se
resistió al principio, pero después se lo tomó como la última voluntad de su
esposo. Le llevó a la cama, lo tumbó, después se quitó la ropa y se subió a
horcajadas sobre él. La mujer conservaba su singular belleza a pesar de los
dos embarazos; era, si cabía, más bella a sus veintitrés años.
—¡Sois maravillosa! —exclamó el esposo mientras le cabalgaba con brío.
Beatriz sabía que con una sacudida más de caderas él no tardaría en llegar al
éxtasis y la dejaría en paz.
Entonces, Hernán comenzó a ponerse rojo, después se llevó las manos a la
garganta como si se ahogase, pero ella no dejó de cabalgar, su sufrimiento era
lo único que a ella le daba placer.
—Me ahogo —acertó a decir el hombre.
—Aguantad, pardiez.
Hernán comenzó a convulsionar, se inclinó a un lado y comenzó a
vomitar. Beatriz descabalgó y se tapó con las ropas mientras gritaba.
—¡Ayuda, por Dios bendito!
La primera en entrar fue Sara, que esperaba en la puerta, después Sergio y
un minuto más tarde todos estaban en la habitación. Doña Inés ayudó a su hijo
a seguir vomitando y cuando ya se hubo vaciado le dieron un poco de leche.
—¿Qué os sentó mal? —preguntó la matrona.
—Comió lo mismo que el resto —dijo Beatriz.
Su suegra la miró de forma desconfiada, nunca se había fiado de ella, si
no fuera por su hijo la hubiera mandado asesinar, después de despellejarla
viva.
Hernán comenzó a sentirse mejor al expulsar del cuerpo todo el veneno y,
al día siguiente, mandaron llamar al galeno; el hombre, al comprobar la
lengua, frunció el ceño y dijo a todos los familiares que se agolpaban
alrededor de la cama.
—Vuestro hijo ha sido envenenado.
Inés miró a su nuera y estuvo a punto de lanzarse contra ella, pero su hijo
le sujeto por la falda. Después miró a Sara y señalándola con el dedo, gritó:
—¡Prendedla!

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Yballa
«Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con
las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del
hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la
primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe
debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre.
Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes
de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros
de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón
para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el
preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe
saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no
puede durar mucho tiempo sin la otra».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Córdoba, 15 de agosto del año de Nuestro Señor de 1488.

Aquel día tenía que haber sido de dicha, Hernando Colón lloraba tras unos
azotes en la habitación de al lado, mientras la amante de Cristóbal, Beatriz
Enriquez de Arana comenzaba a respirar tras un duro parto, pero la única
obsesión que rondaba la cabeza del navegante era la consecución de su
anhelado viaje. Las conferencias de las juntas de cosmógrafos que había
presidido el confesor de la reina, fray Hernando de Talavera, habían
desechado la idea. Los expertos habían descubierto errores de cálculo en las
millas náuticas, pero al confesor también le preocupaban los portugueses, con
los que los reyes habían firmado el tratado de Alcáçovas. A pesar de todo, la
reina le había mandado una modesta pensión, para que no perdiera la
esperanza. Ahora que nacía su hijo, tres años después de llegar a España, su
única esperanza era el viaje de su hermano Bartolomé a Francia e Inglaterra
para presentar el proyecto.
La comadrona llevó el bebé al navegante y este lo miró con cierto desdén,
era una nueva boca que alimentar, llevaba años vendiendo sus mapas y libros
para salir adelante, y el futuro no podía ser menos halagüeño.

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—Alegrad esa cara —dijo Beatriz Enriquez, que sabía perfectamente que
la cabeza de su amante siempre se encontraba allende los mares.
—Llevo años sin salir a la mar, toda mi vida ha sido un fracaso.
—¿Cómo podéis decir eso el día en el que nace vuestro hijo?
—No tengo la cabeza para niños —contestó malhumorado Colón, y dejó
al niño en el regazo de su madre.
La mujer se echó a llorar. El navegante se acercó a ella y le acarició la
mejilla.
—Comprendedme, Dios me llamó para grandes empresas y me marchito
en esta ciudad.
—Vuestra vida no ha sido fácil, pero tampoco la mía. Perdí a mis padres
siendo una niña y si no hubiera sido por mis tíos, no sé qué hubiese sido de
mí.
Colon se sentó al borde de la cama.
—Os amo, ya lo sabéis.
—Entonces, ¿por qué no os casáis conmigo? ¿Porque soy de humilde
condición? ¿Os avergonzáis de mí?
—No, dulce palomita. Sois la mujer más bella de Córdoba, qué digo, del
mundo entero. Simplemente, no quiero contrariara la reina, sabe que enviudé
y no es muy amiga de los matrimonios rápidos.
La joven cordobesa frunció el ceño.
—Vuestra esposa lleva dos años muerta, no comenzamos nuestra relación
hasta su fallecimiento. Nadie más que yo ha respetado su memoria, pero tener
un hijo fuera del matrimonio es pecado mortal.
—Lo reconoceré, nos os preocupéis.
Colón salió del aposento y se dirigió a la planta baja, después entró en su
despacho, vio los estantes vacíos de libros y los pocos mapas que aún le
quedaban, y sin poder soportarlo se echó a llorar. Todas sus ambiciones le
parecían falaces, los sueños de un loco. Se sentó en la silla y comenzó a
escribir de nuevo al confesor de la reina para suplicarle una vez más que le
apoyase en su empresa.

El incidente de la isla de El Hierro no fue olvidado por doña Inés. Después de


azotar a Sara hasta casi la muerte, no contenta con ello decidió venderla como
esclava a un comerciante castellano, que se la llevo a la isla de Gran Canaria.
La pobre y desdichada huérfana cayó en manos de un terrible amo llamado

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Joaquín Alfageme, un viudo que criaba a tres hijas pequeñas. Era escribano y
había ido a las islas con la idea de hacer fortuna, pero su esposa había cogido
unas fiebres en la travesía dejándolo solo con las tres pequeñas. Joaquín
odiaba Gran Canaria, pero no tenía suficientes recursos para regresar a la
península, lo único que podía hacer era sobrevivir con su oficio y mantener a
su familia.
Joaquín la compró en el mercado de esclavos a buen precio, estaba flaca y
tan sucia que no sabía de qué color era su piel. Pensó que al menos le
ayudaría a tener la casa limpia y a cuidar de sus tres hijas. Una anciana
guanche le cocinaba, pero no podía ocuparse del resto de las tareas.
Joaquín le dio unas ropas viejas de su esposa y le facilitó una bañera con
agua helada para que se quitara la mugre de varias semanas. Mientras la joven
criada se desnudaba, el hombre se quedó admirado. A pesar de la delgadez la
mujer era proporcionada, de elegantes curvas y un pelo rubio sedoso. No
pudo evitar espiarla durante el baño y cuando salió del cuarto aquella esclava
se había convertido en una hermosa dama.
—Pardiez, no sabía qué había debajo de tanta mugre. —Sara agachó la
cabeza—. No os asustéis zagala, no os haré daño. —Joaquín sabía que las
niñas se encontraban con la cocinera en el mercado, por lo que sin pudor
metió la mano debajo de la falda y le tocó el sexo—. No me digáis que sois
virgen. Creo que la fortuna me ha sonreído después de un largo tiempo.
Sara no se inmutó, pero no pudo disimular la repugnancia que le producía
aquel hombre. Joaquín comenzó a mover la mano, después le dio la vuelta, le
subió la falda, la apoyó en la mesa astillada del salón y comenzó a penetrarla
con fuerza. Llevaba mucho tiempo sin yacer con ninguna mujer, por lo que se
derramó muy rápido sobre la espalda de la joven, que no paraba de llorar.
—No sufráis, podría haber sido peor; si os compran el canónigo o el
capitán, os habrían prostituido.
La joven se bajó la falda y se fue a limpiar la casa. Mientras recogía y
fregaba los suelos pensó en el joven guanche que le había prometido que
algún día iría a por ella, pero hacía tiempo que había dejado de confiar en los
hombres, eran todos unos mentirosos a quienes lo único que les interesaba era
el cuerpo de las mujeres para aprovecharse de ellas.

Beatriz estaba más sola que nunca, desde la partida de la isla de El Hierro no
había vuelto a ver a Sara. Su ayudante Sergio también había sido castigado

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sin motivo, para después ser decapitado en la plaza de la ciudad. Su marido le
había puesto una nueva criada llamada Jezabel, una esclava negra muy
hermosa, pero malvada. Hernán la utilizaba como amante cuando no estaba
encaprichado con alguna gomera.
Beatriz sabía que no se podía fiar de Jezabel, se sentía tan sola y
desdichada que más de una vez había pensado lanzarse desde la torre para
terminar con todo. Lo único que la animaba a seguir era su hija Inés y su
deseo de venganza.
La joven esposa no podía tener amantes, Jezabel no se apartaba de ella ni
un instante, ni siquiera cuando iba a misa. Por lo menos llevaba unos meses
sin ver a la familia de su esposo, por lo que se pasaba las horas leyendo,
paseando o mirando las flores del jardín.
Una mañana, tras la misa, un joven sacerdote llamado Andrés se acercó
hasta ella y le comentó si quería confesarse; no lo hacía desde antes de su
boda, dudó unos instantes, pero al final accedió.
—Padre, confieso que he pecado…
El sacerdote comenzó a escuchar la confesión de la joven mujer sin
apenas salir de su asombro.
—No es posible lo que me contáis —dijo al finalizar la confesión.
—¿Pensáis que una mujer como yo puede recibir la absolución?
El joven sacerdote titubeó un momento, pero después, mientras la
observaba desde la celosía contestó.
—¿No perdonó Jesús a María Magdalena y sacó de su alma una legión de
demonios? No sois más que una pobre niña que ha sufrido el azote del
maligno y os habéis dejado aconsejar por él. Rezad, porque yo os absuelvo de
todos vuestros pecados.
—No podéis, padre Andrés.
El joven se sintió confuso y apartó la celosía.
—¿Por qué no puedo perdonaros?
—Porque no estoy arrepentida. Todas esas personas que os he
mencionado me las pagarán, no quiero su perdón, si eso significa que debo
renunciar al odio.
—Odiar os hace daño a vos, no a las personas que aborrecéis.
—En eso tenéis razón, padre, por eso no dudaré en cumplir mi venganza.
Beatriz sonrió al cura y después de santiguarse se puso en pie. Andrés la
miró aterrorizado, aquella era la mujer del gobernador de la isla, le había
explicado su plan para eliminar a todos sus enemigos, pero él no podía contar
nada a nadie.

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Hernán tomó su caballo y con su paje cabalgaron hasta el interior de la isla.
Sabía que era del todo imprudente, pero a él, que no temía a Dios ni a hombre
alguno, le gustaba salir a cazar y las mejores piezas siempre se encontraban
en los valles apartados o en los más altos montes.
El paje le ayudó a descabalgar y colocarse con la ballesta en un lugar
oculto. En la isla no había animales grandes, por lo que tenía que conformarse
con las aves. Les gustaba especialmente dar caza al águila pescadora o al
halcón tagarote, por lo que en aquella parte únicamente podía aspirar a abatir
al halcón.
El paje le indicó que un ave se aproximaba en el cielo, Hernán apuntó
certeramente y dio al halcón que se derrumbó dando vueltas sobre sí mismo
hasta llegar al suelo. Mientras el joven criado iba a por su presa, el
gobernador de la isla observó otra a lo lejos. Era una joven morena, muy
hermosa y, por sus ropas guanches, noble. Hernán se puso en pie y se acercó
hasta ella.
La joven llevaba un cordero en brazos, que al parecer tenía una pata
herida.
—Gentil dama, permitid que me presente, soy Hernán Peraza, señor de
esta isla. —La joven pareció asustada al principio, pero, luego, viendo que el
hombre se quitaba el sombrero para saludar, le hizo cierta gracia—. ¿Qué le
ha sucedido al corderito?
—Se hizo daño en una pata y lo llevaba a mi cueva.
—¿Os puedo ayudar?
En aquel momento, llegó el paje con el halcón en la mano y la joven, al
verlo, se asustó de nuevo. Hernán ordenó al paje que se lo llevara y lo
esperase con el caballo.
Caminaron hasta la cueva, una tela tapaba la entrada.
—Muchas gracias por vuestra ayuda.
—¿Cómo os llamáis?
—Yballa, hija de Hupalupa.
Hernán sintió un escalofrío al escuchar el nombre, pero la lujuria, que es
el mal más terrible de los hombres, se apoderó de él de tal forma, que ya no
descansó hasta urdir un plan para hacer suya sin la fuerza a la muchacha,
porque para él no había más placer que seducir a aquella joven princesa y
sacerdotisa de los guanches, a los que consideraba a su entera disposición.

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El sacerdote
«Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o
despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y
no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre
todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse
de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual
convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres,
mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven
contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición
de los menos, que puede cortar fácilmente y de mil maneras
distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo,
afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe
alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en
sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y
con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe
procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en
adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni
envolverlo con intrigas».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, 20 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1488.

Los amores secretos pronto han de saberse, sobre todo cuando los ocultan
personas de noble condición. Hernán Peraza había tenido tantas amantes que
a casi nadie debía importarle otra más, pero la dignidad y posición de Yballa
era otra cosa. Los gomeros cantarían durante generaciones su heroísmo, la
historia de hombres valientes luchando contra la tiranía de un hombre infame.
No habría de faltarles razón, pero a veces el mundo es más prosaico y los
tambores de guerra corresponden a intrigas y planes ocultos que poco tienen
que ver con el mundo ideal de los libros de caballería.
Hernán no dejó de frecuentar la cueva de Guahedum o cueva del secreto.
El gobernador no forzó a la joven morena de ojos tan grandes que la luz del
sol se opacaba ante ellos, de dientes blancos como manadas de ovejas, de
pómulos sonrosados y dulce piel canela. Hernán quería que la joven Yballa
fuera su última conquista, justo cuando los hombres pierden su mirada felina

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y comienzan a amansarse, antes de que desaparezcan sus dientes fuertes y se
sienten para calentarse a la lumbre recordando tiempos pasados.
El hijo predilecto de doña Inés, el consentido, el que creía que siempre le
sonreiría la fortuna, quedó preso de un amor desesperado, hechizado por el
propio reflejo de su juventud perdida que se reflejaba en aquella mirada que
aún rezumaba vida por los cuatro costados. Lo que Hernán anhelaba no era
una mujer, era la fuente de la eterna juventud, el secreto para combatir la
ancianidad y saber esquivar a la muerte. Ante esto no hay cordura ni voluntad,
únicamente desesperación. ¿Qué buscaba Yballa en un hombre cruel,
malencarado, necio y arrogante? Esa pregunta es mucho más difícil de
responder; tal vez le atraía el miedo que todos le dispensaban, el galanteo
inesperado de alguien superior en honra y posición, la maldad que anida en
los corazones más puros y que lleva a corromperlos por completo, la
inocencia que se pierde cuando los juegos infantiles se convierten en las
acciones perturbadoras de los hombres.
Lo que nadie podía imaginar es que, de este amor, esta pasión animal, se
iban a desprender acontecimientos tan aciagos, muertes tan injustas y
desolaciones tan crueles.
Beatriz conocía a la perfección la inclinación de su esposo hacia las
mujeres, aunque Hernán solía contentarse con las de baja estofa, seguramente
por su perverso corazón que buscaba una rápida satisfacción a sus instintos
más bajos. En eso ella no le juzgaba, creía y sentía que las mujeres tenían el
mismo derecho a satisfacer sus deseos sexuales, que el éxtasis era la máxima
expresión de la vida y que únicamente no temen a la muerte los que no han
comenzado a vivir. Ella misma se sentía tan desdichada, vigilada por Jezabel
y arrinconada en un lugar de la casa como un trasto viejo. Lo único que podía
hacer para cambiar su suerte era utilizar el amor de su esposo por la joven
Yballa en su beneficio.
Beatriz frecuentaba más la iglesia desde su confesión con el padre Andrés.
Él intentaba convertirla y acercarla a Dios, mientras que ella recibía algo de
compañía y compresión, a la vez que jugaba con el inocente sacerdote.
Aquel día fue a la parroquia escoltada por Jezabel, que solía quedarse en
la puerta como si temiera o despreciara los oficios divinos. Tras la misa,
Beatriz fue al confesionario y comenzó a hablar de nuevo con el sacerdote.
—No tengo nuevos pecados, a no ser que desee incluir los de
pensamiento; en ese campo tengo en abundancia. Los siete pecados capitales
se me quedan cortos, aunque al menos Dios me ha librado de los de la gula y

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la pereza. Siempre me parecieron demasiado básicos, no sé ni por qué forman
parte de la lista.
—En todo caso, únicamente, debéis luchar contra cinco —contestó el
sacerdote.
—No lucho contra ellos, como no puedo luchar contra mi propia
naturaleza, padre. ¿Cuáles son vuestros pecados capitales? Yo ya os he
confesado los míos.
—No es apropiado que un sacerdote hable de estas cosas y menos con
vos.
Beatriz se sintió ofendida.
—¿Qué queréis decir «con vos»? Os referís a mi condición de mujer o de
pecadora, o tal vez a ambas.
Andrés se quedó en silencio, sabía que con alguien como Beatriz era
mejor pensar bien la respuesta antes de contestar.
—Todos somos pecadores y, si en algo tengo a las mujeres, es en la más
alta estima. Creo que son criaturas hechas por Dios para que los hombres las
protejamos.
La gobernadora se echó a reír.
—El único hombre que ha intentado protegerme en parte ha sido mi
padre, los demás únicamente han intentado aprovecharse de mí, apretar estos
pechos que ya nadie acaricia —dijo mientras los tocaba con las manos—,
besar estos labios secos de amor o ponerse encima de mí para satisfacer sus
ansias. Los hombres no protegen a las mujeres, las utilizan y las dominan,
como si fueran potros salvajes.
—El pecado original colocó a la mujer en una posición difícil, ya se dice
en el libro del Génesis que el hombre se enseñoreará de la mujer y que esta
con dolor parirá hijos.
Beatriz aprovechó las palabras del sacerdote para soltarle:
—¿No habla también de que para Dios no hay acepción de personas, judío
o gentil, hombre o mujer, esclavo ni libre?
—Veo que conocéis las Escrituras —dijo el sacerdote.
—No habéis respondido aún a mi pregunta.
—Mis pecados no son muy interesantes, soy un hombre como todos los
demás.
Se hizo un incómodo silencio.
—¿Os puede la lujuria, tal vez la ira? —insistió ella.
—Por mi juventud imagino que la soberbia, la ira y la lujuria.
Beatriz sonrió y bajando sensualmente la voz le comentó:

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—El celibato es una aberración, Dios creó el cuerpo para el disfrute y el
placer es su mejor regalo.
Andrés se levantó del asiento y dio por concluida la confesión. No quería
que la tentación le hiciera cometer algún pecado capital, aunque la lujuria ya
comenzaba a anidar en su corazón.

Sara intentó soportar con paciencia los abusos de su nuevo amo, hasta al
infierno es capaz de acostumbrarse el ser humano para sobrevivir. Intentó
parecer menos atractiva para que él no la violara, buscó su misericordia e
imploró a Dios, pero nada dio resultado. Se preguntó muchas veces el porqué
de su vida desdichada. Siempre había intentado ser virtuosa, amar a sus
enemigos y buscar el bien, pero de alguna manera tenía que pasar aquel
calvario. Al menos, cuidar a aquellas preciosas niñas la consolaba, también la
amistad con la anciana gomera, que sabiendo lo que le ocurría, procuraba
animarla y que comiera.
Sara pensó muchas veces en escapar de allí, pero estaba en una isla, muy
lejos de lo que conocía y de la protección de su antigua ama. A menudo
pensaba en ella y se preguntaba cómo estaría.
Joaquín, después de unas semana, dejó de violentar cada día a la joven, se
conformaba con hacerlo esporádicamente, cuando su alma se llenaba de
desesperación y sentía que la lujuria le permitía bajar toda aquella presión. El
afán y la ansiedad le martirizaban, en muchas ocasiones pensaba en quitarse
la vida, pero era demasiado cobarde para hacerlo y torturando a aquella pobre
inocente, por primera vez se sentía fuerte y superior.
Una de las mañanas que Sara salía a comprar y recorría el mercado,
observando los rostros de los que ella consideraba mucho más felices que ella,
pero que también arrastraban sus pesadas cargas, creyó ver a lo lejos al joven
guanche.

Fermín había logrado prosperar en la casa de su amo. Pedro de Vera era


imperfecto, pero entre sus virtudes tenía la de reconocer el talento y ofrecer
oportunidades a los que la vida no había sabido dárselas. De simple criado
había pasado a uno de sus ayudantes de cámara y de allí, tal y como soñaba, a
uno de los soldados de su escolta y más tarde a cabo.

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Aquella mañana había acompañado a caballo la carroza del gobernador
que se dirigía para realizar una visita al obispo. Pedro de Vera dejó la escolta
en la entrada y mientras mataba el tiempo, Fermín se acercó a un puesto en el
que vendían empanadillas para probar una. Por un instante creyó ver por el
rabillo del ojo a Sara, no se había olvidado de ella, pero cuando giró la
cabeza, ya no estaba allí.
—No es posible —dijo en voz alta, y su compañero Ernesto le miró
sorprendido.
—¿Qué os sucede? Vuestro rostro se ha nublado.
—He creído ver un fantasma de una época en la que creí conocer el amor.
—Pues nadie lo diría de vos, no conozco a un hombre tan aficionado a las
alcobas de las damas como vos.
Desde que era soldado, las mujeres se rendían a sus pies, muchas de ellas
casadas, y él, que siempre había pasado desapercibido, parecía ahora disfrutar
con todos los pequeños amoríos y sus placeres.
Fermín se dijo que Sara se encontraba muy lejos de allí, en la isla de La
Gomera y que posiblemente ya habría encontrado marido y estaría rodeada de
pequeños que jugarían a su alrededor.

Beatriz dejó el corazón del padre Andrés lleno de dudas. Además, le había
pedido un extraño favor. Según le había dicho, ella creía que su esposo la
engañaba con una guanche. Él, desde su llegada a la isla, había intentado con
todas sus fuerzas llegar al corazón de los isleños, aunque no siempre era
sencillo, especialmente con los que no vivían en la capital. La mayoría de
ellos continuaban practicando sus costumbres paganas en las cuevas y en los
montes de la isla de La Gomera. La petición de la gobernadora había sido que
siguiera a Hernán Peraza y comprobara por sí mismo que estaba cometiendo
adulterio.
Andrés antes que cura había sido soldado, pero fue herido en la batalla de
Toro contra los portugueses; apenas tenía quince años en aquel momento, y,
once años después, continuaba teniendo pavor a la violencia.
El sacerdote tomó su caballo y esperó a que Hernán saliera junto a su paje
para su habitual día de caza. No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo, el
gobernador dejó su casona y se dirigió con el paje hacia el interior de la isla.
Para que no sospechasen, los vigiló a lo lejos; el camino no se dividía a partir
de cierto punto, por lo que sospechó que se encaminaban a la cueva de

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Guahedum. En dicho lugar se practicaban todo tipo de ritos diabólicos, según
le habían contado algunos párrocos gomeros.
Cuando el gobernador descabalgó y dejó al paje a la puerta de la cueva, el
sacerdote lo acechó desde los árboles. Entonces vio cómo una muchacha
joven salía y lo besaba en los labios.

La hermosura de las mujeres es el lazo en el que caen y han caído grandes


sabios. O esa era la excusa con la que Hernán se entregaba a los brazos de la
princesa guanche, pero él no era ni nunca había sido sabio.
Al gobernador le sorprendió que el candor de Yballa no era para nada
similar al de las jóvenes castellanas. Los guanches no conocían el pudor, al
menos al estilo de los castellanos. Sus pasiones eran mucho más libres y
apenas los gomeros sentían celos por sus esposas o mujeres, despreocupados
por los verdaderos padres de sus herederos. Para ellos, la sangre, el apellido y
el buen nombre eran estorbos y las mujeres eran muy libres de hacer lo que
bien les pareciese, ya que todos los guanches las admiraban por su capacidad
para crear vida en su vientre.
Los guanches de la isla no eran hombres dóciles y Hernán sabía que era
muy fácil soliviantarlos. Había gobernado en nombre de su madre la isla
durante seis años, había tenido que enfrentarse al cantón de Mulagua,
apresando a su jefe Fernando. Un año más tarde, en 1478 había matado a Juan
Rejón, enemigo acérrimo de su familia. Tras el tratado de Alcáçovas se había
firmado la paz con Portugal y los portugueses habían dejado de importunar en
las islas. Desde entonces, los guanches, menos en un par de escaramuzas, se
habían mantenido pacíficos y leales.
Mientras se introducía en el interior de la cueva e Yballa le ofrecía una
bebida fresca, Hernán la miró con ojos de enamorado, si es que aquel villano
podía sentir algo por otro ser humano. Ella le abrazó y comenzó a acariciarle
el pecho.
—Sois mi señor y mi esposo —le dijo, jugueteando con el velludo cuerpo.
—Vos sois mi ama y señora —dijo, dejando el tazón de madera y
abrazando a la joven.
Los pechos pequeños de la princesa guanche contrastaban con los de su
esposa, Yballa era una especie de ángel caído en la tierra, mientras que
Beatriz se asemejaba a un diablo.

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—¿Por qué no podemos mostrar nuestros amores? —preguntó la joven,
que estaba hastiada de mantener en secreto sus relaciones.
—En Castilla las cosas son distintas, estas cosas han de llevarse con
discreción.
—Pero esto no es Castilla. ¿No sois el amo de cielo, mar y tierra?
Hernán le comenzó a besar los pechos con sus grandes y puntiagudos
pezones, después ella se tumbó y él se puso encima, gozando de ella con una
delicadeza que jamás había tenido con otra mujer. Anhelaba tener un hijo
suyo, un verdadero vástago resultado del amor y no del cálculo político.
Hicieron el amor varias veces hasta que se les agotó la copa de sus
placeres. Tenían que separarse antes de que llegase la noche, lo que siempre
era doloroso y difícil, ya que no podrían volver a reunirse hasta pasados unos
días.
—Llévame a San Sebastián, allí podríamos vernos más de seguido —le
pidió Yballa con su inocencia habitual.
—Mi esposa Beatriz es una arpía, nos pondría en contra a gomeros y
castellanos con tal de librarse de nosotros. Aquí estás más segura, mi amor.
Se despidieron con un largo beso. Cuando salió Hernán de la cueva ya el
sol estaba a punto de ocultarse, se estiró y miró el monte, todo lo que
contemplaban sus ojos era suyo. Después se giró y besó a la gomera en los
labios, siempre carnosos y dulces.
Mientras el gobernador montaba a su caballo, el sacerdote lo observó
detenidamente. Sin duda, Beatriz se encontraba en lo cierto, aquel hombre era
un adultero. Entendió por un momento los pesares de la gobernadora y cómo
se había convertido en una mujer amargada y pecadora. Tuvo compasión de
ella y dudó si contarle todo lo que había visto al día siguiente, temía las
consecuencias que podía traer todo aquel asunto.
Llegaron a la ciudad casi a la par. Hernán se dirigió hasta su casa y él a la
sacristía. Se cambió las ropas cubiertas de polvo e intentó no pensar en
Beatriz, sabía que su mera evocación era capaz de perturbar por entero su
alma.

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Los tambores
«El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre
respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser
respetado, tiene necesariamente que ser bueno y querido por los
suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se
le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen las
potencias extranjeras. De estas se defenderá con buenas armas y
buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga
buenas armas, así como siempre en el interior estarán seguras
las cosas cuando lo estén en el exterior, a menos que no
hubiesen sido previamente perturbadas por una conspiración».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, 20 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1488.

El plan no era sencillo de ejecutar, ya que ella debía encender la mecha y


después alejarse de la pólvora, esperando que explotase por ella misma. Al
día siguiente había visitado de nuevo al párroco. La esclava Jezabel, que se
había visto la noche anterior con su esposo en su propio lecho, la vigilaba
celosamente. Esperó a que el templo se vaciara y después se acercó al
confesionario.
—Será mejor que pasemos a la sacristía, lo que voy a contaros es muy
grave.
Beatriz pareció excitarse ante las palabras del joven sacerdote. Sus
sospechas parecían confirmarse y por medio de uno de los hombres más
respetados de la villa: el padre Andrés.
—Me tenéis en ascuas. ¿Qué ha sucedido?
El sacerdote miró cara a cara a la joven esposa, allí enfrente, sin la celosía
y sin el temor a ser vistos por los feligreses, su belleza le pareció más
arrebatadora y peligrosa.
—Seguí a vuestros esposo hasta la cueva de Guahedum, es uno de los
lugares en los que los guanches hacen sus rituales paganos.
—He oído hablar del sitio —dijo Beatriz, en aquel lugar la anciana le
había referido la maldición de los Peraza y justo allí, en los brazos de una

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guanche, esperaba que comenzase el declinar de aquella fatua familia.
—En esa cueva tiene amoríos con una joven llamada Yballa, parece que
las cosas vienen de tiempo, al menos unos meses. Ella es hija de Hupalupa,
según cuentan, otros dicen que es una simple aparcera que vive con su madre
en la cueva y allí ambas practican la brujería, por lo que vuestro esposo debe
estar embrujado.
Beatriz comenzó a llorar, se hizo la esposa agraviada y después se abrazó
al sacerdote, que al notar los pechos de la mujer sintió cómo un calor le
recorría todo el cuerpo.
—Defendedme, padre. Soy una mujer ultrajada, debéis alertar de esta
osadía a los reyes y también a los naturales de la isla. Ser señor de una isla no
le convierte en el dueño de las almas y los cuerpos de sus gentes.
—No puedo hacer eso. ¿Sabéis lo que me pedís? Los gomeros se
levantarán en armas.
—Dios lo quiere, padre —le contestó mientras se apretujaba más, hasta el
punto de que él pudo oler su perfume y quedar embriagado por su pelo que
comenzaba a caer de su moño desecho.
La mujer se puso de rodillas enfrente de él y colocó la cara entre sus
piernas.
—Defendedme, padre —dijo mientras frotaba su rostro sobre la sotana. El
hombre quiso levantarle la cabeza, pero ella seguía frotando hasta que él llegó
al éxtasis de aquella extraña manera.

Los jefes de los clanes se reunieron en la Baja del Secreto en el valle del Gran
Rey. Entre los reunidos se encontraba Hupalupa, el más respetado de los
viejos reyes gomeros. Allí habían acudido también los cuatro clanes, los
aliados de Hernán y su familia, junto a los que siempre se habían resistido a
acatar la autoridad de los castellanos.
—Tenemos que defender nuestros honor. El párroco de San Sebastián,
don Andrés, ha atestiguado que vio al gobernador con Yballa en la cueva.
¿Qué más pruebas necesitamos? —comentó uno de los caciques.
—No es ningún delito en nuestro pueblo yacer con una mujer —dijo
Hupalupa, al que todos respetaban.
—No queremos una guerra con los castellanos, únicamente perseguimos
que se haga justicia. Yballa es una sacerdotisa, si fuese una mujer cualquiera

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no estaríamos aquí reunidos, pero es de las pocas mujeres sagradas que nos
quedan. La mayoría ha dejado la antigua sabiduría —apuntó otro de los jefes.
—Yballa, al parecer, ha consentido —explicó Hupalupa.
—Nos roban nuestras tierras, nuestro ganado y ahora a nuestras mujeres
sagradas. ¿Qué tenemos que sufrir para defender lo que es nuestro?
Hupalupa se giró hacia el joven cacique y le contestó:
—Nuestro Señor Jesucristo puso la otra mejilla.
El joven guanche se cruzó de brazos.
—El Hijo de Dios del que tanto cacarean esos castellanos se parece muy
poco a ellos.
Hupalupa sabía las consecuencias que podía traer una rebelión, ya había
visto aldeas arder y mujeres rajadas en el vientre, niños lanzados por los
acantilados y la desolación que conllevaba la guerra.
—Podréis apresarlo, pero sin darle muerte. Lo denunciaremos todo ante
los reyes, ellos nos protegen, somos sus más fieles vasallos —añadió
Hupalupa.
Los jóvenes caciques negaron con la cabeza, querían juzgarlo ellos
mismos y si era necesario decapitarlo. La discusión duró todo el día, hasta que
los caciques dieron la razón a Hupalupa, a pesar de que sabían perfectamente
que no iban a cumplir su palabra.

Beatriz vio partir a su esposo y sintió tal regocijo que agitó la mano para
despedirlo; esperaba no volver a verlo nunca más. Llevaba seis años en aquel
terrible cautiverio, alejada de los suyos y de los placeres de la corte, hasta
había tenido que renunciar a los placeres de la carne, pero la espera había
merecido la pena.
Hernán se encaminó con su paje hacia la cueva, parecía tan emocionado
como siempre, llevaba varios días sin ver a su amada y esperaba poder
estrecharla entre sus brazos de nuevo. Había decidido llevarla a la ciudad.
¿Acaso no era él el gobernante de La Gomera? ¿Quién podía juzgar sus
acciones sino Dios y a este tampoco le echaba cuenta?
Cuando llegó a la cueva, su amada ya le esperaba, se abrazaron y en
cuanto olfateó su cuerpo, su ardor se desató de nuevo. Apenas logró llegar
hasta el lecho, se arrodilló ante ella y comenzó a saborear su sexo. La joven le
miraba desde arriba, extasiada de tener a tan gran señor a sus pies. Después, el

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hombre la giró, la puso a cuatro patas y la penetró con más fuerza que en otras
ocasiones, encendido por la pasión.
Media hora más tarde yacían el uno al lado del otro, sudorosos y
satisfechos.
—He decidido complacer tus deseos y llevarte conmigo.
La joven sonrió, contenta. En ese momento, del fondo de la cueva
apareció una sombra que hizo que el castellano se estremeciera.
—Peraza, la maldición caiga sobre ti.
El hombre se levantó desnudo y tomó la espada con la mano, pero cuando
llegó hasta la voz no vio a nadie allí.
Los silbidos comenzaron a escucharse por todo el valle, los caciques
convocaban a sus hombres para apresar a Hernán Peraza. Hautacuperche, el
tío de la joven Yballa, que estaba pastoreando, escuchó los silbidos y se
dirigió hasta ellos.
—¿Qué sucede? ¿A qué viene la llamada a la guerra?
Los caciques se detuvieron ante Hautacuperche, que era uno de los
hombres más fuertes y admirados de su pueblo.
—Acaso no habéis oído lo que Hernán Peraza está haciendo a vuestra
sobrina.
El hombre se quedó con la boca abierta, había visto al gobernador
cazando por aquellas tierras, pero no había advertido nada extraño.
—¿De qué habláis? Mi sobrina está dedicada a los dioses.
—El castellano retoza con ella en la cueva desde hace muchas lunas.
—¡No puede ser! —exclamó furioso—. ¿Puedo acompañaros?
—Hupalupa nos ha rogado que no hagamos daño al gobernador, para que
no comience una guerra.
Hautacuperche se puso al frente del pequeño ejército, caminaba tan presto
que apenas podían darle alcance el resto de los hombres. Él conocía
perfectamente aquellos montes. Los silbidos siguieron llamando a otros
muchos para la guerra, a pesar de los consejos del sabio Hupalupa.
Únicamente Dios conoce lo que anida en el corazón de los hombres.

Hernán escuchó los silbidos y no tardó en vestirse, se acercaba gente armada


y aquello no era una buena señal.
—Tenéis que iros —le suplicó Yballa.
—¿Quién era esa vieja?

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—No hagáis caso a las supersticiones, nosotros somos los que escribimos
nuestro destino, pero debéis escapar, se acercan gomeros.
Hernán frunció el ceño y empuñó la espada.
—Pues aquí estoy, no temo a esos salvajes, soy un caballero castellano.
—Son demasiados para vos, será mejor que toméis vuestro caballo y
escapéis.
El hombre sabía que la joven tenía razón, pero el orgullo es siempre mal
consejero.
—Un Peraza no ha huido jamás, me enfrentaré con valor a mi destino.

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El último suspiro
«La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas
conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que
conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que
no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije
en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la
revelación de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios;
es preciso que sea muy amigo tuyo o enconado enemigo del
príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en
la otra dudosas y llenas de peligro, te sea leal. Y, para reducir el
problema a sus últimos términos, declaro que de parte del
conspirador solo hay recelos, sospechas y temor al castigo,
mientras que el príncipe cuenta con la majestad del principado,
con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si
se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya
alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un
conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de
consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo,
porque no encontrará amparo en ninguna parte».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El principe

La Gomera, 20 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1488.

El viento comenzó a soplar del norte como si transportase malos presagios.


Beatriz miró hacia las montañas y después se metió en la casa. La
impaciencia le carcomía por dentro, no estaba segura de qué podía esperar
con sus acciones, ya que sabía que uno podía desatar la tempestad, pero
siempre era muy difícil evaluar sus consecuencias. Se acercó al cuarto en el
que jugaban los niños con una nodriza guanche y después bajó al salón, allí se
cruzó con Jezabel, que la miró desafiante, normalmente no se enfrentaba a
ella, pero al percibir que estaba embarazada le lanzó una mirada de desprecio.
—Ese bastardo no conocerá a su padre.
Jezabel se volvió y se puso en jarras delante de su ama.
—¿Os importuna que el amo prefiera ahora mi coño al vuestro?
Beatriz abofeteó a la esclava y esta se revolvió contra ella y las dos
rodaron por el suelo. La castellana le tiró del pelo negro y rizado hasta que la

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africana la soltó, después se puso en pie y la pateó en el vientre.
—¡No permitiré que tengas a ese bastardo! —gritó Beatriz fuera de sí; la
esclava se encogió para proteger su vientre, pero su ama siguió pateándola
hasta que comenzó a sangrar.

Sara estaba sobre la mesa mientras Joaquín la penetraba ferozmente, la joven


se sentía tan humillada y confusa, tan furiosa y ofuscada que al ver las tijeras
no pudo resistir más. Las tomó con la mano derecha y sin mirar las hincó en
el gran vientre de su amo, este dio un grito y comenzó a insultarla, ella
continuó clavando el puñal en la tripa hasta que notó la sangre caliente sobre
su espalda y cómo se le aflojaba el miembro, después se giró y se quedó
contemplando los ojos de terror de su amo.
—Maldita zorra —dijo entre dientes, casi sin fuerzas, después se
desplomó en el suelo.
La joven se bajó el vestido, aún le chorreaba la sangre por la espalda
cuando la tela le cubrió las nalgas, metió cosas en un hatillo y escapó de la
casa. Ahora era esclava prófuga y asesina, además de haber dejado sin padre a
tres pobres niñas. Se dirigió a un pequeño convento que habían fundado los
franciscanos con advocación de San Buenaventura, entró en la capilla y se
puso a rezar.
—¡Dios mío, ten piedad de mí!
Uno de los frailes entró en la capilla para encender las velas cuando la oyó
rezando. Al principio pensó que estaba ebria, después se aproximó hasta ella
y se paró justo enfrente.
—¿Estáis bien?
—Padre, he pecado. ¿Puedo confesarme con vos?
—Claro, mi niña —contestó el fraile de ojos pequeños y azules, el pelo
castaño y una gran barriga.
Sara se desahogó durante una hora, mientras le narraba su triste
existencia. El fraile la escuchó con paciencia y al terminar la absolvió de
todos sus pecados.
—¿Tenéis adónde ir?
La joven negó con la cabeza.
—Poneos un pañuelo en el pelo, no volváis a hablar con nadie, diremos
que eres muda. Cuidaréis de los niños del orfanato y dormiréis en el mismo
edificio, tal vez así Dios pueda restaurar vuestra vida por completo.

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Hernán Peraza caminó hacia la entrada de la cueva mientras los silbidos se
aproximaban más cada vez. La luz que entraba era ya difusa, como si el sol
estuviera pronto a ocultarse, a pesar de la hora del día. En cuanto salió vio al
grupo de hombres que se acercaban a toda prisa, miró a su paje y le hizo una
indicación para que le acercase su cabalgadura, después hizo un gesto de rabia
mientras alzaba su espada.
—¡Pagaréis cara esta afrenta! ¡Lo juro por Dios y por Santiago apóstol!
Los guanches se detuvieron a unos metros del castellano y se le quedaron
mirando.
—¡Estáis preso! —gritó el más envalentonado. El resto se quedó un par de
pasos por detrás.
—¡Atrapadme, si tenéis cojones!
En aquel momento desde la peña se descolgó Hautacuperche y le apuntó
con su lanza corta.
—¡Maldito! —gritó el castellano, escapando del guerrero, los guanches se
apartaron a su paso.
—¡Dejadle en paz! —gritó Yballa a los hombres, por eso ninguno lo tocó.
Entonces Hautacuperche lanzó su dardo y lo hincó en la espalda del
gobernador, que cayó al suelo gravemente herido.
El paje, al ver lo sucedido, no intentó socorrer a su amo, se subió al
caballo de este y comenzó a galopar con fuerza.
—¡Prendedle! —gritó uno de los caciques, pero el joven paje logró
esquivar a todos los guanches y escapar de allí como alma que persigue el
diablo.

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La torre
«Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es
apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las
conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo
tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien
organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no
exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento ál
pueblo. Es este uno de los puntos a que más debe atender un
príncipe».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El principe

La Gomera, noviembre del año de Nuestro Señor de 1488.

La mayor de las injusticias es siempre alabanza de unos pocos. Los hombres


aman la guerra como aman irracionalmente las cosas prohibidas y nocivas
para su provecho. Todos odiaban a Hernán Peraza: los guanches por su altivez
e injusticia, por los altos impuestos y los desaires, por sus crueldades e
infamias; los castellanos por comportarse como un tirano y no concederles sus
derechos como vasallos naturales; los portugueses por la inquina que había
demostrado con sus enemigos. Nadie amaba al gobernador de la isla de La
Gomera, si exceptuamos a su madre y a sus dos hijos. En eso no había
querido pensar Beatriz, en que dejaba huérfanos a dos niños pequeños. A
Guillén, el primogénito que tanto amaba a su padre ya la pequeña Inés, que,
aunque más unida a ella, también quería a Hernán.
Cuando escucharon los gritos del paje que llegó con el caballo reventado
y se cayó al suelo entre lágrimas, todos supieron que se avecinaba una terrible
tormenta, pero nadie sabía a quién acudir. El gobernador nunca había
repartido su mando y una vez descabezado su mal gobierno, los castellanos y
sus guanches más adeptos se encontraban perdidos.
Beatriz bajó al gran salón y después salió a la plaza, donde todos corrían
sin saber a dónde se dirigían en realidad. Ella jamás había tenido mando, pero
se subió al estrado y comenzó a gritar. Nadie parecía oírla, porque el terror

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hace sordos a los oídos y ciegos a los ojos, hasta que mandó a dos soldados
que tocaran los tambores y tomó una espada de un oficial.
—¡Escuchadme pardiez, vecinos de San Sebastián, mi esposo ha muerto y
nosotros estamos perdidos si no guardamos calma! —Las gentes se pararon
en seco y comenzaron a rodear el estrado—. Yo soy ahora la gobernadora de
esta isla. Beatriz de Bobadilla, señora viuda de Hernán Peraza, y como
vuestra señora os insto a que preparéis la defensa de la ciudad, porque los que
han dado muerte a mi esposo no dudarán en terminar con todos nosotros,
castellanos y guanches, para quedarse con lo que nos pertenece y con tanto
sudor hemos trabajado.
Los oficiales formaron a los soldados y cerraron la empalizada, colocaron
a los ballesteros, prepararon los pocos cañones que poseían y pusieron delante
de la puerta a las picas, después llevaron a las mujeres y los niños a la torre.
—Dad armas a todos los varones —dijo Beatriz al oficial.
—¿También a los guanches? —preguntó confuso.
—Los que no están contra nosotros están a nuestro lado.
Beatriz corrió a dar cobijo a sus hijos, después tomó su espada y
colocándose un casco se dirigió a la empalizada. Desde allí divisó a los
primeros gomeros que acudían en masa para asaltar la ciudad. Eran muchos
en número, pero poco preparados para atacar una ciudad guarecida tras sus
murallas.
—¡Apuntad! —gritó a los ballesteros, esperó a que se aproximasen más
los guanches y después bajando la espada volvió a ordenar—. ¡Disparad!
Las primeras flechas alcanzaron a los guanches y varios cayeron al suelo
muertos. Mientras los ballesteros cargaban, los pocos arcabuceros con los que
contaban abrieron fuego y tras ellos los cañones. Las tropas guanches, algo
diezmadas, escaparon despavoridas, mientras los castellanos y sus aliados
respiraban aliviados.
Beatriz marchó a la torre y tras subir a lo más alto contempló el campo de
batalla. Sabía que toda aquella destrucción, en cierta forma, la había
provocado ella, pero al final había logrado completar su primera venganza,
aunque Hernán únicamente era un alfil en aquella complicada partida en la
que se había convertido su vida.

Sara cuidó de los huérfanos como si fueran sus propios hijos. Cuando llegó a
la casa estaban sucios y en parte desatendidos, mal alimentados y eran medio

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salvajes. Los frailes no sabían bien qué hacer con ellos. Los habían recogido
por lástima de las calles de la villa, que comenzaba cada día a ser más
populosa, creciendo tras la llegada de gentes de los lugares más dispares. Las
mujeres guanches embarazadas que no sabían qué hacer con sus bastardos y
los hijos de las esclavas vagaban por las calles sin que nadie se ocupase de
ellos.
La joven intentó enseñarles a leer y a escribir. Ser huérfano ya era una
desgracia suficiente, pero la única manera de darles una oportunidad era que
destacasen entre aquella masa de agricultores, marineros y pastores que
llegaban a la isla con la esperanza de una vida mejor, pero terminaban en las
mismas condiciones, sino peores, de las que habían escapado en la península
o sus diferentes naciones.
Los hermanos franciscanos apreciaron su gran labor y le permitieron
hablar con los niños; de otra forma no hubiera podido ayudarlos ni enseñarles.
Los veinte niños de edades entre los dos a los doce años eran demasiada carga
para una sola persona, por lo que Sara les pidió que le llevaran ayuda.
Encontraron a una pobre muchacha guanche llamada Pilar, a la que habían
bautizado al llegar al convento. Pilar y Sara se ocupaban de limpiar a los
niños cada mañana, después, mientras Pilar atendía a los más pequeños, Sara
intentaba enseñar a leer y escribir a los más grandes. El mayor de todos,
Mateo, era un niño de doce años con el pelo largo y negro, ojos oscuros y la
piel muy blanca, sus padres habían muerto en la travesía a Canarias cuando él
apenas tenía cinco años, se había criado con los frailes, pero parecía lleno de
rabia y se mostraba siempre enfadado.
—¿Para qué me servirán esas malditas letras? Mis padres no sabían leer ni
escribir, tampoco mis abuelos. La gente dice que los judíos y los moriscos son
los únicos interesados en los libros, no es cosa de los cristianos viejos.
—Nuestro Señor Jesucristo sabía leer y escribir, se le llamó a leer en la
sinagoga de Nazaret, su tierra natal y leyó el libro del profeta Isaías, capítulo
sesenta y uno, versículos uno y dos. «El espíritu de Jehová el Señor está sobre
mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los
abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los
cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena
voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos
los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de
ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu
angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria
suya. Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos

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primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas
generaciones. Y extranjeros apacentarán vuestras ovejas, y los extraños serán
vuestros labradores y vuestros viñadores. Y vosotros seréis llamados
sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis llamados; comeréis las
riquezas de las naciones, y con su gloria seréis sublimes. En lugar de vuestra
doble confusión y de vuestra deshonra, os alabarán en sus heredades; por lo
cual en sus tierras poseerán doble honra, y tendrán perpetuo gozo[1]».
Todos los niños se quedaron asombrados mientras escuchaban recitar las
Sagradas Escrituras. En ese momento entró en la sala fray Martín y miró
sorprendido a la joven.
—¿Cómo es que conocéis la Biblia?
—La estudie siendo niña con mis padres, también he podido leer algunas
partes en latín en casa de mi antigua ama.
—No me contéis más, prefiero no saber —comentó el hermano Martín.
—Es una hereje, ¿verdad, padre? —preguntó el pequeño Mateo.
—No digáis eso, sois un truhán, vuestra joven maestra Ruth —comentó el
fraile, habían decidido cambiar el nombre de la joven para que nadie supiera
nada de su anterior vida— os cuida como si fuerais sus hijos.
Mateo se cruzó de brazos y salió de la habitación dando un fuerte portazo.
—Ya sabéis que está en la edad de la rebeldía —le disculpó Sara.
—La vara es la única que endereza el corazón cuando se tuerce —
contestó el fraile.
—La palabra dice que, si se instruye al niño en su camino, aunque fuere
viejo no se apartará de él.
—Conozco las Escrituras —dijo el fraile, y después salió del cuarto.
Sara se dio la vuelta y continuó su lección. Intentó aguantar las lágrimas,
se acordaba mucho de sus padres y por eso entendía a aquellos huérfanos, ella
misma había sufrido la angustia de saberse sola en el mundo.

Fermín vio al fraile y se acercó hasta él, el hombre estaba seleccionando unas
frutas antes de meterlas en su cesta de mimbre.
—Padre Sebastián, qué grata sorpresa.
—Fermincito, o debería llamaros caballero don Fermín.
El joven le aferró el brazo.
—Soy un simple soldado del gobernador y todo gracias a vos, que me
metisteis a su servicio. Don Pedro siempre ha sido justo y amable conmigo, a

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pesar de ser un expósito.
—Para Dios no hay expósitos, querido niño, porque todos lo somos, él
nos adopta por hijos tras la conversión.
—¿Cómo están los hermanos y el orfanato?
—Muy bien, gracias a Dios y los donantes, que no son nunca suficientes.
Ahora nos ayuda una joven, se llama —el hombre titubeo un momento—…
Ruth, es de la península, aunque estuvo un tiempo sirviendo en La Gomera,
según creo.
Fermín se quedó sorprendido.
—¿Y cómo habéis dicho que se llama?
—Ruth Santillana, es de Huelva.
Los dos hombres se despidieron, pero mientras el joven Fermín regresaba
a la casa del gobernador no dejaba de pensar en aquella coincidencia, la joven
se llamaba de una forma distinta a su amada Sara, pero al escuchar al fraile
comentar sobre su amor por los pequeños, la imagen de su amiga se le vino
enseguida a la mente.

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El asalto
«Y aquí se debe señalar que el odio se gana tanto con las buenas
acciones como con las perversas, por cuyo motivo, como dije
antes, un príncipe que quiere conservar el poder es a menudo
forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea
pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener necesidad
para mantenerte, está corrompido, te conviene seguir su
capricho para satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones
serían tus enemigas».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, noviembre del año de Nuestro Señor de 1488.

Los guanches no tenían armas de asalto y no entendían los secretos de la


guerra moderna, por lo que se limitaron a rodear la ciudad e impedir que sus
vecinos escaparan de allí, para reducirlos por hambre. Pasaban las jornadas
deprisa y aunque las reservas comenzaban a agotarse, Beatriz supo racionar
de tal forma el alimento que hubieran podido resistir varias semanas. La joven
viuda había tomado señorío de forma natural y ahora todos la respetaban y
agasajaban como la gobernadora de la isla. La única que procuraba no
acercarse a ella era Jezabel, que desde su pelea había guardado unos días
cama y, tras lograr salvar al niño que tenía en el vientre, se dedicaba a ayudar
en la cocina.
Los guanches se reunieron en torno a Hautacuperche, a quien al haber
matado al gobernador tenían ahora por caudillo. El pastor reunió a los
principales nobles junto a unos árboles próximos a la ciudad y les explicó su
plan.
—No podemos esperar mucho más tiempo o llegarán castellanos para
ayudar a esos puercos. Debemos entrar en la ciudad.
—No es fácil llegar hasta el muro y ellos lo vigilan de día y de noche —
dijo uno de los caciques.
—Eso es cierto, pero hay alguien dentro de la ciudad que nos abrirá la
puertas, entonces será sencillo pillarlos desprevenidos y hacernos con la

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plaza. —Todos miraron sorprendidos a Hautacuperche, desconocían que
hubiera partidarios suyos dentro de la ciudad—. He convenido que agitará dos
luces con los brazos y esa será la señal para que nos acerquemos
sigilosamente a la puerta y asaltemos la plaza.
—¿Confiáis en el traidor?
—La traidora es una mujer no un hombre —contestó Hautacuperche, y
después dejó la pequeña asamblea para dirigirse a la cueva de la adivina.
En cuanto llegó a la cueva sagrada vio las luces que le llevaban hasta el
altar. Caminó despacio hasta el gran círculo y vio a la anciana. Se sentó justo
enfrente.
La mujer tardó un buen rato en hacerle caso, como si no hubiera percibido
su llegada. Después levantó la vista y le dijo:
—¿A qué vienes?
El hombre sonrió, sabía que la adivina conocía la respuesta.
—¿Tendremos suerte en nuestra batalla?
—La suerte no tiene nada que ver con la vida, somos nosotros los que
marcamos nuestro destino. Hernán Peraza lo marcó al enamorarse de Yballa,
tú al matarlo a la puerta de esta cueva. ¿De verdad quieres saber tu destino?
—¿No habéis dicho hace un instante que cada uno de nosotros somos
dueños de él?
La anciana sonrió, sus ojos casi blancos por las cataratas parecieron brillar
de repente.
—El día que mataste al gobernador ya sellaste tu destino y el de todo el
pueblo guanche. Si atacas la ciudad, morirás. —Las palabras de la anciana le
helaron la sangre—. Pero si no la atacas, también morirás.
Hautacuperche dejó la cueva temblando, no deseaba morir, amaba
demasiado la vida, anhelaba pasear por las montañas con sus ovejas y cabras,
sentir la brisa del viento en la cara, escuchar el trinar de los pájaros y ver al
águila surcando los cielos azules de la isla. Únicamente el que ha comenzado
a vivir tiene miedo a la muerte, los que no la respetan es porque aún están
dormidos.
No hay mayor valor que el que enfrenta la muerte a pecho descubierto.
Hautacuperche había nacido para convertirse en héroe, había salido de detrás
de las ovejas para reinar, pero su reino no era de este mundo. Los castellanos
estaban destinados a la victoria, porque, aunque lograra vencerlos en mil
batallas, seguirían viniendo hasta destruir por completo a su pueblo.

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Jezabel salió sigilosa del almacén donde dormía, tenía los huesos doloridos y
las manos encallecidas por el trabajo. Prefería abrir la puerta a los guanches
que continuar sufriendo las torturas de su señora. Para ella y su bebé ya no
había esperanza, pero si los gomeros gobernaban, tal vez alguno de ellos la
aceptaría como esposa o concubina y le ayudaría a criar a su hijo, aunque este
fuera un vástago del antiguo gobernador.
La esclava se aproximó a la puerta, había dos guardias normalmente, pero
uno se había ido a echar una cabezada; se aproximó al joven soldado y se le
insinuó. El hombre comenzó a tocarle los pechos, pero antes de que pudiera
darse cuenta, notó un pinchazo en la espalda y más tarde cómo la hoja del
cuchillo se hundía en sus riñones y le retorcía las entrañas. El soldado la miró
sorprendido por la muerte y se derrumbó en el suelo. Jezabel aprovechó para
abrir la puerta y hacer la señal convenida.
Los guanches corrieron hacia la entrada, un ballestero se percató del
ataque y dio la voz de alarma. Tocaron las campanas y las trompetas, pero ya
estaban los guanches dentro de los muros.

Beatriz se despertó sobresaltada, había pasado la noche inquieta, como si


barruntase algo. No subestimaba a los guanches, sabía que eran grandes
guerreros y los cuadruplicaban en número, tenía que pedir ayuda cuanto antes
a Pedro de Vera, pero no era sencillo burlar el cerco y enviar un mensajero.
Se levantó, estaba vestida, se colocó una cota de malla, el casco y salió
por la almena de la torre. Los guanches se movían por toda la ciudad
quemando con sus antorchas los tejados de paja y ramas.
—¿Qué hacemos, señora? —preguntó el capitán.
—Que la gente se refugie en la torre, los ballesteros tienen que disparar
desde aquí a los guanches, y que los arcabuceros se sitúen en la puerta hasta
que todos los habitantes entren.
—¿Y los cañones?
—Tendremos que dejarlos, esperemos que ningún gomero sepa
utilizarlos. Antes de entrar en la torre que humedezcan la pólvora e intenten
inutilizarlos.
La mujer contempló la batalla desde la almena, se sentía tan impotente
que al final se decidió a tomar un arco y comenzar a asaetear a los guanches.
Logró matar a más de uno con su certera puntería.

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Los castellanos lograron llevar a casi todo el mundo a la torre, aunque
sufrieron bajas notables. Los ballesteros no dejaban de disparar a los
guanches, pero a pesar de sus innumerables bajas, parecían decididos a
hacerse con la plaza.
—Hay que frenarlos —comentó Beatriz al capitán. Entonces vio a
Hautacuperche. Le señaló a los ballesteros y les ordenó que lo abatiesen de
inmediato.
Los ballesteros se concentraron en el caudillo de los guanches, varios
dardos le pasaron rozando, hasta que uno le acertó en el pecho. El hombre
continuó luchando a pesar de la herida, pero cuando le alcanzaron un par de
flechas certeras, el gigante guanche se derrumbó. Sus compañeros, al verlo
herido, lo sacaron de la plaza y emprendieron la retirada.
Los castellanos aprovecharon la huida para recuperar posiciones y cerrar
de nuevo la muralla. Cuando amanecía, ya habían apilado a los guanches y
quemado sus cuerpos, mientras enterraban a los suyos.

Los gomeros llevaron a su caudillo a un sitio seguro, uno de los brujos


examinó sus heridas, pero Hautacuperche había perdido demasiada sangre.
Yballa se acercó a su tío y lo miró con desprecio.
—¿Por qué os habéis dejado llevar por la ira? Nuestro pueblo sucumbirá
por vuestra culpa.
El hombre no tenía fuerzas para responder, únicamente miró a sus
hombres y expiró.
Hupalupa se había marchado a la cueva para recuperar el cuerpo de
Hernán, quería parar aquella guerra antes de que fuera demasiado tarde.
Logró que lo cargasen en un carro tirado por pollinos y cuando llegó a las
inmediaciones de la villa, habló a los guerreros reunidos en asamblea.
—Llevemos el cuerpo del gobernador a doña Beatriz, tal vez así se apiade
de nosotros. Las peores cadenas de los pueblos son lasque le atan a la
ignorancia. No podemos ganar esta guerra, los castellanos tienen mejores
armas y no tardarán en recibir ayuda de otras islas o de la península.
Varios de los jefes se le opusieron, pero la asamblea aceptó seguir los
consejos del anciano.
Hupalupa se presentó con el carro tirado por pollinos y se paró frente a la
puerta de la empalizada; los soldados llamaron a la gobernadora y esta se
encaramó sobre la puerta para escuchar el parlamento del anciano guanche.

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—Hernán Peraza el Viejo, abuelo del gobernador firmó un acuerdo con
nosotros. Hemos vivido en paz desde entonces. Vuestro esposo incumplió el
acuerdo, pero nosotros no debimos matarlo ni atacaros, respetamos la
autoridad de los reyes de Castilla. Os entregamos el cuerpo de vuestros
esposo en un gesto de buena voluntad y os suplicamos vuestra piedad
cristiana. No hagáis más mal a mi pueblo.
Beatriz contempló el cuerpo algo hinchado de su marido, pensó en la
vanidad de la vida, cómo tan rápidamente nos convertimos en algo inerte,
para después apenas servir como pasto de los gusanos. No sentía lástima por
él, pero en su muerte se resumía lo insustancial que era todo.
—Os agradezco el gesto, retiraos de la ciudad y pensaré si ejerzo con
vosotros clemencia.
El guanche se alejó de la empalizada, parecía animado, como si hubiera
salvado a su pueblo de una gran desgracia.

Beatriz se reunió con sus capitanes, los miró con sus ojos fríos y les preguntó
cómo habían logrado los guanches atravesar la empalizada. Varios
intervinieron hasta que Pablo de Pedraza levantó la voz. —Alguien les abrió
la puerta.
—¿Tenemos a un traidor? —preguntó sorprendida la gobernadora.
—No olvidéis que entre nosotros hay muchos guanches —señaló el
capitán.
—La mayoría ha luchado valientemente a nuestro lado, algunos desde
nuestra guerra en Gran Canaria —dijo otro de los capitanes.
Beatriz se apoyó en la mesa y se quedó unos segundos pensativa.
—Ya descubriremos quién nos ha traicionado, los guanches quieren
parlamentar, pero no me fio de ellos. Mandaremos una petición de ayuda a
Pedro de Vera.
A la mayoría de los oficiales le complació la idea, menos a Pablo de
Pedraza.
—Al menos tardarán dos semanas en llegar los refuerzos, tenemos que
intentar acabar antes con nuestros enemigos. Ahora están reunidos cerca de
aquí, será mucho más difícil darles caza cuando se dispersen de nuevo por los
montes.
La joven viuda le miró altiva, ella era ahora la que gobernaba aquellas
tierras.

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—Vos encargaos de ejecutar mis órdenes, que yo lo haré de pensar en una
estrategia adecuada.

Sara continuó enseñando a los niños cada mañana, pero tras unos días de
aparente tranquilidad, visitó el monasterio un padre benedictino que hacía las
veces de inquisidor en las islas. Al parecer, había recibido una denuncia
anónima contra ella.
El abad recibió al inquisidor en su despacho y le aseguró que la joven era
buena y fiel cristiana.
—He comprobado los registros de los barcos y no aparece en ellos
ninguna Ruth Santillana. ¿Cómo llegó a esta casa y qué referencias tenéis de
ella?
El abad intentó disimular su nerviosismo, los hermanos Martín y
Sebastián habían tenido más contacto con la joven, él se había opuesto al
principio a que le dieran cobijo, pero ahora debía defenderla como fuese.
—Los hermanos la encontraron en mal estado; al parecer, su navío
naufragó.
—Pero la denuncia dice claramente que la joven enseña las Sagradas
Escrituras a los niños. Ya sabéis que únicamente los doctores de teología
pueden hacerlo, por no hablar de que a las mujeres les está prohibido enseñar.
—Únicamente les recitó unos versos del profeta Isaías que se sabía de
memoria. —El padre inquisidor se cruzó de brazos, disfrutaba del poder que
le daba su puesto, los hombres y las mujeres temblaban ante su presencia—.
La joven no enseña a los niños, fue un comentario que hizo a uno de los
huérfanos para que viese que Nuestro Señor Jesucristo sabía leer y escribir,
con el fin de que el joven valorarse los libros.
—Eso es mucho peor. ¿Por qué enseña esa mujer nefanda a leer y escribir
a unos expósitos? La lectura es peligrosa para gente de baja ralea.
El franciscano intentó disimular su indignación, no quería problemas con
el Santo Oficio, ya su orden había experimentado lo que era enfrentarse a
ellos. La Inquisición era un asunto político más que eclesiástico, los reyes
querían controlar así a sus vasallos, en especial a los judeoconversos.
—Deseo ver a esa joven.
El abad se quedó petrificado, temía que Sara no pudiera resistir la astucia
del inquisidor y que todos terminasen al final en las manos del Santo Oficio.

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—Es tarde para que pierda el tiempo con esta muchacha. Mañana mismo
os la mandaré al palacio episcopal.
El inquisidor sonrió, sabía que el abad estaba muy nervioso, sudaba
copiosamente y su rostro enrojecido le delataba.
—Que venga con ella fray Martín, con gusto la interrogaré, y si es una
buena cristiana, no tiene nada que temer. Os lo aseguro.

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Pedro de Vera
«Hubo príncipes que, para conservar sin inquietudes el Estado,
desarmaron a sus súbditos; príncipes que dividieron los
territorios conquistados; príncipes que favorecieron a sus
mismos enemigos; príncipes que se esforzaron por atraerse a
aquellos que les inspiraban recelos al comienzo de su gobierno;
príncipes, en fin, que construyeron fortalezas, y príncipes que
las arrasaron. Y aunque sobre todas estas cosas no se pueda
dictar sentencia sin conocer las características del Estado donde
habría de tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo,
del modo más amplio que la materia permita».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, diciembre del año de Nuestro Señor de 1488.

Los cuatro jefes se asustaron cuando les llegó la noticia de que se


aproximaban varias naos a la costa. Sabían que aquello no podía ser sino el
socorro de los castellanos, y se dieron por muertos. Por eso comenzaron a
criticar sin reparos al anciano Hupalupa y acusarlo de ser un aliado de los
castellanos, pero, para su sorpresa, el gobernador de Gran Canaria pareció al
principio actuar con benevolencia y prudencia, no queriendo castigar a los
amotinados.
Beatriz esperó a Pedro de Vera a las puertas de la ciudad. Todos los
habitantes de San Sebastián salieron a recibir al gobernador y, al verlo entrar
a caballo seguido por sus valerosos hombres, irrumpieron en vítores.
—Gracias por venir tan presto —dijo Beatriz al gobernador de Gran
Canaria.
—No podría ser de otra manera, debía a vuestro difunto esposo y a vos el
servicio qué me prestasteis en la conquista de mi isla. Quiero mostraros mi
más profundo pésame por todo lo sucedido, daremos a esas bestias gomeras el
pago que se merecen.
—Nunca lo he dudado de vos.
—Viene conmigo don Alonso Fernández de Lugo, al que creo que ya
conocéis.

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El caballero saludó cortésmente a la dama.
—Pero entremos, que la multitud nos aprieta —dijo la gobernadora, y los
dos caballeros le cedieron el paso antes de introducirse en el palacio.
Los criados habían preparado en una larga mesa varios manjares, aunque
el asedio había reducido las provisiones. Todos se sentaron y la joven viuda
les relató brevemente todo lo acontecido. No se recató a la hora de dar todo
lujo de detalles sobre los amoríos de su esposo y de qué manera tan vil había
muerto.

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22

El entierro
«Indudablemente, los príncipes son grandes cuando superan las
dificultades y la oposición que se les hace. Por esta razón, y
sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe nuevo, a
quien le es más necesario adquirir fama que a uno hereditario, la
fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para darle
oportunidad de que las supere y pueda, sirviéndose de la escala
que los enemigos le han traído, elevarse a mayor altura. Y hasta
hay quienes afirman que un príncipe hábil debe fomentar con
astucia ciertas resistencias para que, al aplastarlas, se acreciente
su gloria».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, diciembre del año de Nuestro Señor de 1488.

Tras la llegada de los cinco navíos repletos de soldados de Pedro de Vera,


Beatriz tuvo temor de que el gobernante de Gran Canaria quisiera también
hacerse con la herencia que pertenecía a sus hijos. Sabía que era un hombre
sabio pero ambicioso, ella en cambio parecía una mujer vulnerable a la que se
le podía manipular con facilidad. La familia de Hernán aún no había logrado
llegar a La Gomera y, si lo hacía, Beatriz temía que quisieran arrebatarle sus
derechos al condado, ya que no tenía buena relación ni con doña Inés ni con
sus cuñadas y cuñados.
Los rebeldes se habían escondido como ratas en las zonas altas de la isla y
parte de su ejército descansaba en Garajonay. Pedro de Vera sabía por
experiencia que cualquier intento de ataque en la zona montañosa estaba
destinado al fracaso, los guanches se manejaban muy bien entre riscos y era
relativamente sencillo atrapar a un ejército en un desfiladero o al pie de una
montaña.
—No podemos ir al centro de la isla, eso sería nuestra perdición —
comentó Pedro de Vera a sus capitanes.
Todos los oficiales rodeaban la mesa y en el centro un gran mapa
mostraba las cuatro demarcaciones de La Gomera, en cada una de ellas

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gobernaba un reyezuelo. Beatriz se aproximó a la mesa y los capitanes le
hicieron un pasillo para que pasara.
—Sería una locura intentar perseguirlos hasta sus guaridas —dijo la
mujer, y todos los hombres la miraron con cierto desdén.
—Eso ya lo sabemos, señora doña Beatriz —dijo Alonso Fernández de
Lugo, que era el más altivo de todos los oficiales.
—Por eso, tendremos que atraer a todos los rebeldes hasta nosotros —
añadió la mujer.
—¿Cómo vamos a conseguir algo así? No accederán tan fácilmente a caer
en nuestras manos.
Beatriz sonrió y señalando en el mapa a San Sebastián les contestó:
—Yo puedo traerlos justo aquí, caballeros.
Los capitanes la miraron incrédulos, pensaban que era la fantasía de una
mujer desquiciada tras la pérdida de su esposo. Para las viudas, la vida no era
sencilla, la mayoría lo perdían todo a favor de sus hijos varones o parientes
más cercanos. No era fácil que se volvieran a casar, aunque Beatriz era aún
tan joven y bella, que sí tenía alguna posibilidad.
—Somos todo oídos —dijo Pedro de Vera.
—Le diré a Hupalupa que, si desea el perdón de su pueblo, todos los
caciques de la isla y los guerreros deben rendir sus respetos al cuerpo de mi
esposo. Los obligaré a que entren todos justo aquí —comentó, señalando la
iglesia.
—Es un plan grotesco, los jefes guanches no se entregarán sin luchar —
dijo Alonso Fernández de Lugo.
Beatriz miró directamente a los ojos de Alonso, le conocía de la conquista
de Gran Canaria, parecía un hombre más arrogante y seguro de sí mismo que
seis años antes.
—Los guanches confían en Hupalupa y nos temen, querrán congraciarse
con nosotros y esa será nuestra oportunidad, no solo para vengar a mi esposo,
sino para dominar definitivamente la isla.

Pedro de Vera ordenó que se pregonase por toda la isla el entierro de Hernán
Peraza y la petición de Hupalupa para que los clanes de la isla le rindiesen el
debido homenaje. Los guanches consultaron a sus jefes, pensaron que los
castellanos preferían la paz y no un largo derramamiento de sangre.

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Abrieron los soldados las puerta de la muralla, los guanches fueron
entrando según sus clanes y, a la entrada, la guardia los desarmaba, ya que no
se podían introducir armas dentro del recinto. Mientras tanto, las tropas de
Pedro de Vera estaban ocultas detrás de los edificios, en las azoteas y
ventanas esperando una señal de su general. Hasta Beatriz había tomado su
arco y con el corazón en vilo estaba atenta a la orden de disparar.
Pedro de Vera con un grupo de sus hombres recibió a los caciques y a
Hupalupa, para que entrasen en la iglesia.
—Señores, venid conmigo para rendir homenaje al difunto conde de La
Gomera.
Los jefes le siguieron como corderos al matadero, sin imaginar la infame
traición que estaban a punto de sufrir.

Jezabel miraba desde la puerta entreabierta la trampa en la que iban a fenecer


los gomeros. Sabía que la única forma de terminar con la gobernadora y
asegurarse la supervivencia del bastardo que llevaba en las entrañas era
dándoles aviso a los jefes. Salió de la casa y caminó con la cabeza tapada
hacia la iglesia. Beatriz la vio recorrer la calle y por un segundo se preguntó
adonde se dirigía aquella maldita esclava. Entonces cayó en la cuenta, ella
había abierto aquella noche la puerta a los guanches. Tensó el arco, apuntó a
la espalda de la esclava y esperó.

Pedro de Vera dejó paso a los jefes que entraron en la iglesia con sus
principales guerreros, los soldados castellanos se escondían en el coro alto y
detrás de las imágenes mientras los guanches comenzaron a situarse en los
bancos. Se extrañaron de que no hubiera castellanos en la capilla, pero se
dijeron que no tardarían en llegar. El general se quedó en el quicio de la
puerta y pidió a sus hombres que la atrancasen, los jefes de los guanches se
giraron al escuchar cómo se cerraban las hojas de la puerta.
Los guerreros se dirigieron a la entrada e intentaron abrir, pero sin
conseguirlo. Varios jefes mandaron a más hombres para empujar.
—¿Qué sucede? —preguntó uno de los caciques a Hupalupa.
El anciano levantó la vista y vio a varios de los ballesteros agazapados.
—¡Nos han traicionado! —gritó como aviso para que todos se guarecieran
de los dardos del enemigo.

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Jezabel observó cómo atrancaban al puerta antes de que pudiera advertir a los
gomeros, se quedó parada sin saber qué hacer, se giró y entonces vio a Beatriz
en la ventana de la casa. Sostenía un pesado arco y la estaba apuntado. Se
estremeció al pensar en su muerte, pero mucho más en la del niño que latía en
sus entrañas.
Beatriz con un ojo cerrado se concentró en la presa, rezumaba odio por
todas partes, sabía que la única forma de satisfacer su ira era con la venganza.
Soltó la mano y la flecha salió disparada del arco, fue un instante en el que se
detuvo el tiempo, mientras el virote se dirigía a toda velocidad hacia el
corazón de la esclava. Cuando atravesó su ropa, partió una costilla y penetró
en su corazón, aún Jezabel tuvo tiempo para un fútil pensamiento: algún día
sería su enemiga la que moriría a manos de alguien que la odiase tanto como
ella.

Pedro de Vera dio la orden y se agazapó con sus hombres en el arco de la


entrada. Los soldados comenzaron a disparar a todos los guanches que se
habían unido en la plaza y procedió a cerrar las puertas de la ciudad. Justo en
ese momento un grupo estaba atravesando la puerta y al ver que las flechas
volaban por doquier, corrieron hada una playa cercana.
Hupalupa y sus hombres recibieron la primera oleada de dardos debajo de
los bancos de madera, muy pocos de los guanches fueron alcanzados.
Mientras cargaban de nuevo las ballestas, uno de los jefes de los gomeros
corrió hacia el ventanal y saltando lo atravesó, le siguió el resto, algunos
cayeron asaeteados, pero Hupalupa, con la ayuda de un guerrero salió de la
iglesia y con el resto de los guanches se refugió en la playa.
Los castellanos no dejaron de disparar sus ballestas y arcabuces hasta que
el último rebelde cayó muerto. Beatriz abatió a tres desde su posición y miró
complacida cómo los únicos que podían oponerse a su poder perecían de una
forma tan simple, sin apenas sufrir una baja del lado castellano.
Pedro de Vera ordenó que cesase el fuego y mientras los soldados
remataban a los moribundos, organizó a sus hombres para seguir a los que
habían logrado escapar hacia la playa.
Beatriz bajó y observó la plaza cubierta de gomeros, no pudo evitar
esbozar una sonrisa. Pedro se estremeció al ver el rostro de satisfacción de la

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gobernadora. Él era un soldado avezado, pero jamás se había complacido ante
la muerte de otro ser humano.
—Parece que Dios nos ha dado hoy la victoria.
—Aún hay resistencia en la playa, hasta que todos los guerreros estén
muertos o se rindan, no habremos ganado —le contestó el general.
—No dejéis uno vivo, el único guanche bueno es el guanche difunto.
Pedro de Vera montó a caballo y salió con un grupo de soldados seguidos
por sus infantes. Llegaron hasta la playa y observaron cómo los guanches se
guarecían detrás de las rocas. No eran muchos, pero les harían frente y
causarían un buen número de bajas si atacaban de frente.
—Organizad a los hombres, que los ballesteros se coloquen allí, las picas
seguirán a los arcabuceros y no actuaran hasta mi orden.
Alonso Fernández de Lugo colocó a los hombres en posición, se hizo una
larga y tensa calma hasta que Pedro de Vera dio la orden de atacar.

Hupalupa era consciente de que todos estaban perdidos, en aquella playa se


iba a perder la estirpe de los hombres más valientes y justos que había
conocido jamás. Por la mala cabeza de los jefes y la perfidia de los
castellanos, todos los clanes serían raídos de la isla, incluso los que no habían
participado en la conjura.
—No tenemos que morir todos en esta hora, en la isla que tenemos
enfrente hay hermanos que os acogerán y protegerán si lográis llegar hasta sus
costas. Dios os guardará si ese es su deseo.
El viento sopla a favor, arrojaos sobre esos foles y yo bendeciré vuestra
travesía.
Yballa y Ajeche, uno de los caciques que quedaba con vida, negaron con
la cabeza.
—Moriremos con vos, no podemos dejar nuestra isla ni a nuestra gente
indefensa —dijo Ajeche.
—No firmaré vuestra sentencia de muerte. Os lo ordeno. Os lo mando
como padre y sacerdote. Los viejos estamos prontos a morir, pero vosotros
sois lo único que le queda a La Gomera. Confió en que Nuestro Señor os
cuide.
Yballa y Ajeche, junto a un grupo de jóvenes valientes, tras besar a
Hupalupa, se montaron sobre los foles. Los dos se alejaron mientras Hupalupa
se despidió de ellos con la mano.

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Pedro de Vera observó cómo se escapaban algunos de los guanches en sus
barcos y mandó el ataque. Los ballesteros lanzaron una ola de dardos y
después los arcabuceros se acercaron para disparar a los que resistían en la
playa. Los guanches comenzaron a caer uno tras otro, mientras Hupalupa,
desesperado, se llevaba las manos a la cara, destrozado por el dolor de ver
morir a su pueblo.
Cuando se acercaron los soldados con las picas y la caballería, ya apenas
quedaban guerreros guanches en pie.
Hupalupa, al verse cercado, tomó su puñal, invocó al cielo y se dio un tajo
en el cuello. Mientras los cristianos se acercaban hasta él, sintió que su cuerpo
ascendía con el de sus antepasados y dejaba las desdichas de este mundo.

Sara recibió al inquisidor con cierto sosiego, si había aprendido algo de los
hombres infames es que les puede siempre la vanidad. El monje se paró
enfrente y ella le hizo una ligera reverencia. La joven tenía la mirada gacha y
una expresión de inocencia que no se le escapó al inquisidor. Aunque él no se
fijaba en las apariencias externas, sabía que Satanás era un ángel de luz,
hermoso y bello por fuera, pero lleno de maldad por dentro.
—Sois más joven de lo que imaginaba. Nunca he conocido a una chiquilla
que sepa leer y escribir, además de recitar versos de la Biblia.
Ella no reaccionó, sabía que cada palabra que dijera sería medida y
enjuiciada por aquel hombre que, aunque debía servir a Dios, lo hacía a los
intereses de los reyes. Así se lo había explicado una vez Beatriz; su antigua
ama le había contado que su tía la marquesa de Moya siempre había
desaconsejado traer aquella institución a los reinos de Castilla y Aragón, pero
los monarcas querían que sus vasallos judeoconversos siguieran las normas
cristianas. Ahora la Inquisición comenzaba a ser temida por todos, incluso por
los nobles y grandes prelados, que, mediante una acusación anónima, podían
ser apartados de sus cargos y señoríos. Ya nadie estaba a salvo, mientras que
el poder de los monarcas crecía. Al fin y al cabo, los dos reyes habían llegado
al poder muy jóvenes, tras una sangrienta guerra civil y con más de la mitad
de los nobles en su contra. ¿Qué instrumento podía ser más eficaz que la
Inquisición? Es cierto que el papa Sixto IV había tenido muchas dudas antes
de conceder la bula Exigit sincerae devotionis affectus, pero en estos diez
años de existencia, la institución no había dejado de aumentar en poder y
efectividad. Tras quemar a su primera víctima siete años antes en la ciudad de

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Sevilla, la leyenda y el temor ya formaban parte de su historia y precedían a
los inquisidores donde quisiera que llegasen con sus pesquisas.
—¿No contestáis? —preguntó algo molesto el inquisidor.
—No pensé que fuera una pregunta, padre.
—¿Os burláis de mí?
—No, padre. Soy una fiel cristiana, amo a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a mí misma.
—Recitáis de nuevo, pero conocer la palabra de Dios no significa seguir a
Dios, el diablo también es capaz de recitar la Biblia entera. ¿Por qué enseñáis
a los niños a leer y escribir?
Sara tardó en contestar, lo que soliviantó aún más al monje.
—Los niños son expósitos, creo que saber leer y escribir puede ayudarles
a tener un futuro mejor.
—Vos también sois huérfana. ¿Cierto?
—Sí, mis padres están muertos.
—En un naufragio, según tengo entendido, pero ni me consta tal naufragio
ni vos aparecéis en ninguno de los listados de llegada a la isla. Es como si
hubieseis surgido de la nada. —La joven agachó de nuevo la cabeza—. Todo
esto es muy sospechoso, por lo que os llevaré a la cárcel del gobernador,
ahora mismo se encuentra en La Gomera por la rebelión de los salvajes
guanches.
Sara miró asustada al monje y este sonrió.
—¿Os preocupa La Gomera?
La joven negó con la cabeza, pero de alguna forma el inquisidor intuyó
que había dado en el clavo, aquella mujer ocultaba demasiadas cosas y nadie
que fuera realmente inocente tenía por qué esconder tantos secretos.

Cuando terminó la batalla Fermín se secó la sangre de las manos con un


pañuelo, después limpió la espada y miró la playa sembrada de cadáveres.
Nunca pensó que servir a su señor implicara matar a gente inocente de su
pueblo; era cierto que él no era gomero, pero sentía a todos los guanches
como sus hermanos. Montó en su caballo y se dirigió de nuevo con sus tropas
a San Sebastián; entró en la villa, allí los vecinos apilaban a los muertos para
las hogueras.
Dejó el caballo en el establo y buscó entre los criados de doña Beatriz a
alguien que le pudiera dar alguna nueva sobre Sara. Desde su llegada a la isla

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había tenido la esperanza de encontrarla; tal vez, casándose con ella podría
sacarla de la casa de la gobernadora, pero era como si la tierra se la hubiera
tragado.
Encontró a una vieja cocinera guanche y se acercó a ella.
—Buena mujer, por casualidad no conoceréis a Sara, la doncella de doña
Isabel.
La mujer cambió su expresión indiferente por otra llena de espanto.
—La pobre Sara nos dejó hace mucho tiempo.
—¿Ha muerto? —preguntó sorprendido.
—Puede que haya dejado este desdichado mundo —contestó la mujer,
muy afectada por la matanza de su pueblo—. Doña Inés la vendió como
esclava, pero la pobre se encontraba en un estado tan deplorable que no sé si
logró sobrevivir al viaje.
—¿Qué viaje?
—La vendieron en la isla de El Hierro, se la llevaron unos comerciantes
portugueses, creo, pero desconozco a qué lugar.
Fermín sintió un fuerte dolor en el pecho, de nuevo el destino alejaba a
Sara de su vida, parecía que esta vez definitivamente. Se encaminó al
acuartelamiento, muchos de los soldados estaban borrachos, intentó irse al
pabellón, pero allí varios hombres estaban violando a las jóvenes guanches
que acababan de perder a sus padres y esposos, aquella escena terrible le
produjo tales náuseas que salió al patio y comenzó a vomitar.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó el general. Después miró lo que
pasaba con las guanches—. La guerra es un negocio sucio, lleno de
sinsabores, os aseguro que os acostumbraréis. Los hombres únicamente
sabemos destruir todo lo que tocamos, jamás he disfrutado de una doncella
forzándola, pero la soldadesca se cobra en carne y botín lo que no gana en
plata.
Fermín no contestó nada, se limitó a subirse a la torre y contemplar el
mar, parecía de plata aquel anochecer. Soñó con irse muy lejos de allí, a un
lugar donde los hombres fueran respetados fuera cual fuese su condición y el
honor de una mujer jamás fuera mancillado, ni como botín de guerra ni como
pago, dote o alianza. Al menos era eso lo que le habían enseñado los
hermanos franciscanos que le acogieron siendo niño.

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La arpía y el obispo
«Y puesto que el tema lo exige, no dejaré de recordar al príncipe
que adquiera un Estado nuevo mediante la ayuda de los
ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a estos a
favorecerlo, porque si no se trata de afecto natural, sino de
descontento con la situación anterior del Estado, difícil y
fatigosamente podrá conservar su amistad, pues tampoco él
podrá contentarlos. Con los ejemplos que los hechos antiguos y
modernos proporcionan, medítese serenamente en la razón de
todo esto, y se verá que es más fácil conquistar la amistad de los
enemigos, que lo son porque estaban satisfechos con el gobierno
anterior, que la de los que, por estar descontentos, se hicieron
amigos del nuevo príncipe y lo ayudaron a conquistar el
Estado».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Gomera, enero del año de Nuestro Señor de 1489.

Beatriz no se conformó con asesinar a todos aquellos buenos gomeros.


Durante semanas se persiguió a todo varón mayor de quince años. A los que
lograron capturar y no escaparon a la sierra, los ahogaron en las playas,
ahorcaron o mutilaron hasta la muerte. La nueva gobernadora participó en
todos los ajusticiamientos y asesinatos sin parpadear, creía que era razón
suficiente asegurar su gobierno y el de su hijo.
Pedro de Vera, que no quería seguir tomando parte de aquellos desmanes,
cuando vio que la isla ya estaba tranquila, decidió regresar con sus tropas a
Gran Canaria dejando una pequeña guarnición. Beatriz no estuvo muy
conforme, ya que temía que el gobernador de Gran Canaria quisiera también
el dominio de las dos islas que habían heredado sus hijos y que ella podía
dominar durante muchos años, antes de que su primogénito Guillén tuviese la
mayoría de edad.
Los escrúpulos de Pedro de Vera parecieron disiparse en cuanto llegó a su
dominio, ya que mandó asesinar a todos los gomeros que había en su isla con

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la excusa de que querrían venganza y vendió como esclavos a sus mujeres e
hijos.
El obispo Juan de Frías, que tanto había ayudado a la conquista y
pacificación de Gran Canaria, se molestó mucho por el maltrato que Pedro de
Vera había dado a los gomeros y le exigió que liberase a los que quería
vender como esclavos, pero el gobernador no se avino a razones y el obispo,
ofuscado, le denunció a la corte. El rey Fernando mandó llamar a Pedro de
Vera a la península y en aquel tránsito murió el obispo Frías, ocupando su
lugar fray Miguel López de la Serna.
Pero, para sorpresa de todos, Pedro de Vera no fue castigado por
Fernando por esclavizar a los guanches, más bien el rey le nombró mariscal
para que luchase a su lado en la inminente guerra de Granada.
Mientras Gran Canaria siguiera teniendo como nuevo gobernador a Pedro
de Vera no tendría ningún problema. Beatriz pensó ingenuamente que sus
males habían terminado. Ahora era dueña de su destino, sin un esposo o
familiares que la importunasen.
Lo primero que hizo fue escoger a tres mozos bien parecidos para que la
consolasen en su viudedad, los turnaba por noches y durante los primeros
meses de su gobierno gozó de todo lo que podía dar la vida, ignorando de
alguna manera que la felicidad es siempre efímera y sobre todo la inclinada al
mal.
Mientras Beatriz yacía en su lecho con su amante guanche, que en los
placeres del sexo no rechazaba a raza alguna, uno de sus pajes vino a
advertirle que había llegado al puerto su suegra doña Inés, con Sancho de
Herrera, su cuñado. La gobernadora se vistió con premura y se dirigió al salón
de la casa para esperar a la familia de su difunto esposo.
Doña Inés entró en el amplio salón, cuya decoración había ordenado
cambiar la gobernadora, y miró asombrada a su alrededor.
—¿Dónde están mis muebles? ¿Qué es esta bellaquería?
Beatriz se puso en pie, aún olía al sudor del lecho, se paró enfrente de su
suegra y le dijo:
—Querida suegra, no puedo reconocer que me alegre veros, pero ahora
esta es mi casa y mi isla, en ella puedo hacer y deshacer cuanto me plazca.
Cuánto había deseado contestar así a aquella arpía que tan mal la había
tratado en el pasado; disfrutó viendo su cara enrojecer y sus ojos salirse de las
órbitas.
—Hija de puta, esta no es vuestra isla ni vuestra casa. Los Herrera y
Peraza la hemos ganado luchando, vos lo único que habéis hecho ha sido

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abriros de piernas y en demasía, según tengo entendido. La isla y la casa
pertenecen a mi nieto Guillén. ¿Dónde están los niños?
Beatriz se cruzó de brazos, dos de sus criados se apostaron en la puerta y
la suegra se detuvo antes de seguir la búsqueda de sus nietos.
—Los niños están descansando de sus clases y vos no sois bienvenida
aquí.
Doña Inés se acercó de nuevo a la mujer y se quedó a un palmo de su
cara.
—Recuperaré mi isla y los títulos de mis antepasados, aunque sea lo
último que haga en este mundo.
—Me asiste el derecho, soy la viuda del conde de La Gomera y mientras
mi hijo sea menor, seré su mentora y gobernadora de la isla.
Sancho tomó del brazo a su madre y mirando a la cara a Beatriz, le dijo:
—Esto no quedará así, os lo aseguro, no disfrutaréis mucho tiempo las
mieles del poder.
—Iros con el rabo entre las piernas, sois un haragán, como todos los de
vuestra ralea. Salid vos y esa arpía de mi isla de inmediato, si no, os arrestaré
y os colgaré del árbol más cercano.
Doña Inés sabía que su nuera era capaz de eso y mucho más. Se dirigieron
de nuevo a su barco, la travesía había sido larga, por lo que decidieron ir hasta
El Hierro y pergeñar allí su plan, tenían que inhabilitar a aquella zorra
desagradecida lo antes posible.

Beatriz estaba tan ofuscada y furiosa que comenzó a arrojar todo lo que
encontró a su paso, estuvo a punto de ordenar a sus hombres que matasen a
aquellos dos bellacos, pero sabía que la justicia de los reyes era implacable y
los Peraza una familia muy importante; tenía que preparar su próximo
movimiento con cuidado. Sabía que estaba en su derecho, pero doña Inés no
cejaría en su intento de recuperar el título y la propiedad de la isla.
La gobernadora mandó llamar a Alonso Fernández de Lugo, al que Pedro
de Vera había dejado con una guarnición antes de partir.
—¿Qué os sucede, mi señora?
Alonso no era del agrado de Beatriz, no tanto por su aspecto, ya que era
un buen mozo, como por su altivez, no quería más hombres que intentasen
dominarla.

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—Necesito que enviéis a uno de vuestros hombres de confianza a la corte,
aunque prefería que fueseis vos mismo.
El capitán dudó unos instantes, aunque la oferta era tentadora, ansiaba
regresar por un tiempo a la península y conseguir de los reyes mejores
prebendas. Soñaba con la conquista de Tenerife y La Palma, las dos islas que
aún permanecían en manos de los guanches.
—¿Cuál sería mi misión?
—Dar una carta en mano a mi tía, la marquesa de Moya. Ella debe saber
cuanto antes lo que maquina la familia Peraza, pero también tendréis que
llevar otra a mi tío Francisco Fernández de Bobadilla, comendador de la
Orden de Calatrava.
—Una doble misión, pues.
—Os la sabré pagar con creces.
Alonso se mesó el bigote, hacía mucho tiempo que deseaba a aquella
mujer, aunque ella parecía complacerse únicamente con los sirvientes y los
hombres de baja estofa. Ahora que era libre, no se volvería a encadenar a
nadie, a menos que eso respondiera a sus intereses. Aquello le atraía más a
Alonso, siempre deseamos lo que no podemos poseer.

El obispo Frías, antes de morir, había escrito una última disposición. Enterado
de la crueldad que la gobernadora de La Gomera había empleado con sus
vasallos, matando a gente inocente y vendiendo como esclavos a buenos
cristianos, mandó a la corte una denuncia que anulaba de facto la venta de
todos los esclavos con los que Bobadilla se había enriquecido a costa de los
portugueses y sobre todo de las decenas de esclavos vendidos en Cádiz a
diferentes señores y comerciantes de Andalucía.
Las pesquisas y denuncias no tardaron en llegar, Beatriz había vendido
doscientas cuarenta almas inocentes al mejor postor.
La mayoría de los esclavos eran menores, pero también había mujeres y
hombres adultos. Cada mujer joven podía venderse a unos quince mil
maravedíes, los hombres adultos a ocho mil y los adolescentes a unos seis
mil.
Los Reyes Católicos, en especial la reina Isabel, que odiaba la práctica de
la esclavitud entre cristianos, mandó que se investigase el caso y al poco
tiempo ya habían sido liberados unos doscientos, por lo que ahora Beatriz
tenía que enfrentarse a las acusaciones de venta ilegal de esclavos y estafa. Al

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parecer, el obispo Miguel López de la Serna había informado a la reina de que
los gomeros eran cristianos y que su único delito era ser familiares de los
asesinos de Hernán Peraza.
Antes de que llegara la citación de doña Beatriz, se abrió una
investigación que culminó en la cédula real del 27 de agosto de 1490 y más
tarde con el pago de medio millón de maravedíes, lo que suponía la ruina de
la condesa de La Gomera.
Su tío Francisco Fernández de Bobadilla había informado a doña Beatriz
de que tenía que acudir de inmediato a la corte para defenderse de las
acusaciones, que se unían a las de Sancho de Herrera, su cuñado, que pedía su
incapacitación como tutora de sus hijos por su inmoralidad pública.

Cuando llegó Fermín de nuevo a Gran Canaria buscó la forma de alejarse de


su señor. Ya no quería seguir siendo soldado. Pensó incluso en hacerse
religioso y entrar en la orden de San Francisco. Precisamente aquello le llevó
al monasterio unos días después de la detención de Sara.
Los frailes parecían afligidos, aún estaban conmocionados por la
detención de la joven, lo que suponía no solo una injusticia, sino que la
sombra de la sospecha cayera sobre todos los hermanos. Los inquisidores
podían ser muy tenaces a la hora de buscar herejes.
Fermín caminó con el padre Sebastián por los huertos, ambos se sentaron
en un banco de piedra y el joven comenzó a preguntarle:
—Pero ¿quién es esa joven?
El fraile le contó toda la historia y a medida que se la refería, Fermín
parecía más asombrado.
—Esa muchacha es mi Sara.
El fraile frunció el ceño al escuchar las palabras de su antiguo alumno.
—¿Cómo decís?
—La conocí aquí, en la isla, cuando era siervo de Pedro de Vera, después
ella se tuvo que marchar a La Gomera con su ama. Me enteré hace poco que
había sido vendida como esclava y ahora está en manos de la Inquisición.
Dios a veces se ceba con algunas almas nobles.
—Lo hizo con Job, querido Fermín, seguramente porque tiene un
propósito con la joven Sara y con vos.
—Eso espero, aunque ahora debo liberarla.
—Ya no está aquí.

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El joven se quedó pasmado, no podía ser que de nuevo el destino volviera
a alejarlos.
—¿Dónde se encuentra, pues?
El fraile, después de mirar el rostro afligido de su amigo, tuvo compasión
de él.
—El inquisidor insistió en juzgarla en Sevilla, partió en un barco hace
unos días.
—Tengo que ir a la península.
—Pero vuestro servicio a Pedro de Vera os retiene.
—Ya no está en la isla, tengo que encontrar a Sara y acabar con tanto
sufrimiento.
Fermín dejó el convento y se dirigió hasta su cuarto en la casa del
gobernador, tomó las pocas pertenencias que su exiguo salario le había
proporcionado y buscó el primer barco que partiera para la península.

Sara notaba los vaivenes de la nao, pero ya no tenía nada que echar del
estómago. El inquisidor la había encerrado en las bodegas, rodeada de ratas y
sacos medio podridos, pero eso no era lo que más le angustiaba. Sabía que la
ciudad de Sevilla era su tumba, peor aún, allí preparaban una hoguera en la
que quemarla viva.
Durante semanas había intentado defenderse, pero al final no había podido
mentir más. Había explicado al inquisidor su procedencia, su pasado judío, la
conversión de ella y sus padres, la muerte de estos y cómo había acabado
perteneciendo a doña Beatriz. Tras cada detalle, el inquisidor parecía disfrutar
más de la jugosa información que Sara le estaba proporcionando. Sin saberlo,
había caído en la peor de las trampas.
Tras la condena formal había decidido transportarla a la península, en
aquella isla salvaje no se daban las condiciones para un proceso y mucho
menos para un auto de fe como Dios mandaba. El inquisidor adoraba aquellos
autos en las plazas tan castellanas y después llevar a los quemaderos a sus
víctimas, oler el fragante aroma de la carne quemada como sacrificio a Dios.
Se sentía como el sumo sacerdote de Israel penetrando al lugar santísimo para
ofrecer una ofrenda de expiación por todo el pueblo.
Sara ya no tenía esperanza, pero por las noches soñaba con Fermín,
esperaba que él fuera a rescatarla y que su suerte cambiase de repente, pero
los sueños, sueños son.

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Beatriz, en cuanto leyó las cartas de su tío, pasó dos días en cama sin comer,
se quedó tan delgada que su traje negro la hacía parecer un fantasma. Tomó a
los dos niños y se dispuso a partir a la península para defender sus derechos
ante los reyes. Tenía a dos buenos valedores en sus tíos, pero la única forma
de librarse de la ruina, la cárcel y el repudio era consiguiendo que los reyes
perdonasen sus deudas y reconociesen sus títulos.
Temía dejar la isla y que doña Inés ocupase su puesto, pero todo lo que
veía, su gobierno, era papel mojado si no lograba aquella dispensa.
Antes de partir, ordenó a sus hombres que defendieran la isla de cualquier
intento de los Peraza de hacerse con ella. A los guanches no había que
temerlos, ya que habían quedado tan diezmados que no eran ya capaces de
oponerse a su ambición. Pidió de nuevo a Alonso Fernández de Lugo que la
acompañase por lo menos hasta Cádiz, ya que temía que en alta mar sus
enemigos la atacasen.
Mientras la nao de Beatriz de Bobadilla se echaba a la mar, la
gobernadora contempló sus dominios alejándose, no sabía si regresaría a
ellos.
—Madre, ¿por qué tenemos que irnos? —le preguntó su primogénito.
Nunca había mostrado el menor aprecio por el niño, cada gesto que hacía le
recordaba a su difunto y odiado esposo.
—Para defender nuestros derechos, no quiero que nadie os robe lo que es
vuestro.
Inés, que, a pesar de llevar el nombre de su suegra, era la luz de sus ojos,
comenzó a llorar.
—No llores, pequeña, regresaremos a casa cuando toda esta pesadilla
haya concluido.
Mientras la isla se hacía más pequeña en el horizonte, se dijo que su sueño
había terminado, todo pasaba tan rápido, la desdicha y la fortuna eran hijas de
la misma madre, del azar. Daba igual la importancia del rey, su cuerpo se
convertiría en cenizas movidas por el viento y pronto sería olvidado. Los ricos
creen que su fortuna los protegerá de la última hora o que los aliviará de la
condenación eterna, pero como el pobre será su suerte. Nada perdura para
siempre, la vida es una locura, una ilusión, pues cuando se abren los ojos a la
realidad, todos tienen que reconocer que la existencia del hombre es como
una mala noche en una terrible posada.

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TERCERA PARTE

LA DULCE BEATRIZ

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24

El pan de los soñadores


«Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes
empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es
Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede
llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha
convertido en el primer monarca de la cristiandad. Sus obras,
como puede comprobarlo quien las examine, han sido todas
grandes, y algunas extraordinarias. En los comienzos de su
reinado tomó por asalto a Granada, punto de partida de sus
conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en paz con los vecinos,
y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la atención
de los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no
pensaban en cambios políticos, y por este medio adquirió
autoridad y reputación sobre ellos y sin que ellos se diesen
cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo mantener sus
ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo
honraron después. Más tarde, para poder iniciar empresas de
mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la
Iglesia, a una piadosa persecución y despojó y expulsó de su
reino a los “marranos”. No puede haber ejemplo más admirable
y maravilloso».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Sevilla, julio del año de Nuestro Señor de 1491.

Diez años pueden ser una eternidad cuando has estado en una cárcel rodeada
de agua. Beatriz bajó de la nave con la sensación de que regresaba a casa.
Ahora tenía muchas posesiones en ultramar, aunque todas efímeras, ya que en
cualquier momento podían desaparecer por las malas artes de sus enemigos.
Ella, que siempre había querido disfrutar de la vida, siendo una chiquilla
había perdido a su verdadero amor, y desde entonces vagaba sin rumbo en el
duro camino de la vida, al menos era así como se veía la condesa de La
Gomera, señora de la isla del mismo nombre y gobernadora de la isla de El
Hierro.
Sus hijos se quedaron deslumbrados al ver a tanta gente; en su isla, la
pequeña ciudad de San Sebastián no estaba demasiado poblada, aunque en los

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últimos tiempos habían llegado nuevos colonos.
Beatriz había llegado a la península por el Puerto de Palos, pero desde allí
había viajado directamente a Sevilla, aunque su destino final era Córdoba. A
sus treinta años continuaba siendo lozana. A medida que caminaba por las
calles de la populosa ciudad en compañía de Alonso Fernández de Lugo,
todos se giraban para contemplarla. Parecía una princesa, casi una diosa caída
del cielo. Ella disfrutaba de todas aquellas miradas, le gustaba ser el centro
del mundo, que todos girasen en torno a ella. En la pequeña isla de La
Gomera lo había conseguido, pero era un reino exiguo para tan grande
emperatriz, capaz de seducir a los hombres más poderosos e importantes de su
tiempo.
—Esta noche nos quedaremos en la ciudad, pero mañana partiremos para
Córdoba. Allí hemos alquilado una buena casa, todos los asuntos legales
pueden llevarnos varios meses, sino años.
—Yo debo regresar de inmediato a Gran Canaria. Os prometí
acompañaros hasta la península y he cumplido mi palabra.
Alonso había intentado conquistarla durante todo el viaje, pero sin éxito;
la gobernadora se mostraba reacia a sus encantos, pero coqueteaba con cada
hombre bello que se cruzara a su paso.
—Podéis regresar en cuanto nos subamos a la carroza que nos lleve hasta
Córdoba.
—¿Os sentís insegura en la península? Os dejaré a dos de mis hombres de
confianza.
—Aquí demasiados desean mi mal. Es el precio por ser una mujer
decidida e independiente.
Aquellas ideas de la gobernadora le parecían a Alonso irrisorias, las
mujeres estaban al servicio de los hombres y era ilusión pretender otra cosa.
Era cierto que algunas reinas habían conseguido renombre y fama, pero la
condición femenina era de sumisión al varón. Las ideas del capitán no eran
muy originales, formaban parte de lo que creía toda una generación, por ello
Beatriz terminaba consiguiendo casi todos sus propósitos, el mundo no estaba
preparado para una mujer como ella.
Al final, Beatriz tuvo que pasar varios meses en Sevilla solucionando los
papeles de sus numerosos pleitos antes de reunirse con su tía en Córdoba.
Siempre cuidaba bien sus pasos, ya que temía algún atentado de su suegra,
que era muy dada a la violencia.

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Sara llegó a Sevilla hecha un saco de huesos, desaliñada y con la vaga
esperanza de que todo acabase pronto. Su torturador parecía disfrutar a
medida que le robaba el alma y el cuerpo. Disfrutaba humillando a las
mujeres altivas que se creían con el derecho de compararse con los hombres
en lugar de someterse al consejo apostólico que prohibía expresamente que la
mujer enseñase, eso era mucho más de lo que él estaba dispuesto a soportar.
Tales mujeres eran brujas, o algo peor, libres. El inquisidor había reunido
muchas pruebas contra ella. Una judeoconversa, cómplice de las malas artes
de Beatriz de Bobadilla, a la que el propio obispo de Gran Canaria había
acusado de estafadora y codiciosa, además de hereje y preceptora de las ratas
de la calle, de los hijos del pecado.
El inquisidor se imaginó arrastrando a la condesa de La Gomera a las
cárceles inquisitoriales, como una pieza de caza mayor, para que los nobles
quedaran advertidos de que ellos también debían respetar las leyes divinas y
humanas. Él provenía de una humilde familia de pescadores, sus padres
habían logrado que entrase en un convento y la Iglesia le había dado lo que el
mundo le negaba: poder y fuerza para cambiar el mundo.
La joven fue encerrada en la cárcel de la Inquisición, aquella parecía la
última parada de su desgraciada vida. En los pocos años transcurridos todo
había sido fatiga y sufrimiento, tal vez la muerte fuese la mejor salida que le
quedaba.

Fermín llegó unos días más tarde que su amada a la ciudad más populosa de
Castilla. Nunca había salido de las islas, para él la península era todo un
descubrimiento. Ahora entendía mejor la cultura que los castellanos
intentaban inculcar a los naturales de las islas. La obsesión con la ostentación,
la necesidad de destacar entre aquella masa de infelices que intentaba
sobrevivir en un mundo completamente hostil. No es que entre los guanches
no existieran las diferencias entre nobles y plebeyos, pero el sentido de
comunidad y apoyo mutuo las convertían en muy pequeñas. En el mundo de
los castellanos la única forma de sobrevivir era luchando con uñas y dientes
por encontrar tu lugar en el mundo y eso pasaba por conseguir el oro
suficiente, para lavar tu apellido y sentarte a comer en la mesa de los
poderosos.
En la ciudad se sentía tan perdido y desamparado, que lo único que aún le
mantenía firme era su espada, la única posesión que le había facilitado la

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milicia y aquellos años de servicio al gobernador.
Algo se preparaba en la península, Fermín veía soldados por todas partes,
como si los reyes estuvieran reuniendo tropas para eliminar al último reino
moro de España.
El joven entró en una taberna y se sentó en la única mesa libre. Una joven
con un generoso escote le recibió con algo de descaro y él, un poco tímido le
pidió algo de vino y queso.
Mientras observaba a los parroquianos que se habían reunido para jugar a
las cartas o conversar con los amigos, pensó en cómo podría sacar a Sara de la
cárcel de la Inquisición. Sin duda, no sería tarea fácil.
—Os veo pensativo, amigo —dijo un hombre mayor con la nariz muy roja
y al que le faltaba la mano derecha—. ¿Miráis mi muñón? Fue un regalo de
los portugueses, combatí con Gonzalo Fernández de Córdoba en la batalla de
La Albuera. Era mi capitán, nunca he visto a hombre más valiente.
—Lamento lo de vuestra mano —contestó Fermín.
—Aunque no os lo creáis, es lo mejor que me ha sucedido. La única
manera de conocer al ser humano es en la derrota. Mi padre era zapatero, se
ganaba bien la vida, pero yo quería aventuras, mujeres y vino. Los oficios son
demasiado duros para las almas libres, ahora consigo lo necesario para
sobrevivir enseñando la mano o cantando. —Fermín pidió un poco de vino
para el tullido—. ¿Lo veis? Muevo a compasión a la gente, no les parezco
peligroso y eso en Sevilla es muy importante. Por ejemplo, vos, sois una pieza
tierna en manos de ladrones y estafadores. Parecéis llevar un cartel en la
frente que dice: «Por favor, robadme la bolsa y la vida».
El guanche frunció el ceño, aquel hombre del que lo desconocía todo le
estaba juzgando mal. Antes de que los franciscanos lo acogiesen había tenido
que sobrevivir en la calle, un huérfano es por naturaleza desconfiado y sabe
luchar por lo que realmente merece la pena.
—¿Cómo es vuestro nombre?
—Ignacio Gutiérrez de la Cuesta. Mucho nombre para un mendigo, por
eso todos me llaman Nacho.
—Necesito preguntaros algo, pero espero que seáis discreto.
—Eso no puedo garantizároslo, Dios no me concedió el don de la
prudencia.
—Necesito sacar a alguien de la cárcel de la Inquisición.
El vagabundo se atragantó con el vino y comenzó a toser.
—Pardiez, sí que estáis loco, la cárcel de la Inquisición está en un castillo,
nadie puede entrar allí y salir sin que le controlen los soldados.

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—Podría pagar algunas voluntades.
—Lo lamento, en cualquier otra cárcel de Sevilla sería muy sencillo
corromper a los carceleros, ganan poco y no les sale a cuenta alimentar a los
presos, pero los soldados de la Inquisición son elegidos con cuidado y reciben
una buena soldada.
—Entonces, ¿me decís que es misión imposible?
El mendigo sonrió de nuevo al joven, le faltaban tantos dientes que
parecía un pez.
—Ya os he comentado que yo soy invisible. El castillo lanza su basura al
río, eso lo tengo yo estudiado, lo hace por la noche desde una rampa, la mayor
parte de los restos se llevan en sacos y se vacían, para volver a utilizarlos.
Conozco a uno de los ayudantes del cocinero; si logramos que la persona, una
joven imagino que es —dijo el vagabundo al guanche y este afirmó con la
cabeza—. Mejor que mejor, entrará de sobra en un saco. Si logramos que
llegue a la cocina, será lanzada al río, allí podremos esperarla con una barca y
rescatarla.
El plan parecía convincente, aunque Fermín no se fiaba mucho de Nacho
y, sobre todo, aún les faltaba por pensar cómo la llevarían hasta la cocina.
El vagabundo apuró el vino y pidió otro. El joven se le quedó mirando
mientras sus ojos comenzaban a achisparse.
—Mucho mejor ahora, mi cabeza no funciona bien hasta que el vino
comienza a hacer sus efecto. El ayudante del cocinero tendrá que sustraer la
llave al guarda de noche, meter a vuestra amiga en el saco, lanzarla y
devolver la llave. Eso os costará el doble.

Cristóbal Colón veía por primera vez en años que las cosas estaban
encaminándose a buen puerto. Echaba de menos la braveza de las olas, la sal
salpicando su cara, el horizonte infinito que anunciaba siempre lo
desconocido. El duque de Medinaceli, que parecía creer en la empresa más
que él mismo, le había llevado a El Puerto de Santa María para reunir algunas
cosas imprescindibles para la larga travesía. A él le parecía todo muy
precipitado, ya que el rey Fernando seguía oponiéndose al viaje y la reina
Isabel le pedía paciencia, ya que los preparativos para la toma de Granada les
ocupaban todo su tiempo y recursos.
—¿Qué más necesitareis? —le preguntó el duque al marino cuando
salieron del almacén.

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—Paciencia, querido duque.
—No desesperéis, estamos más cerca del final que del principio.
En ese momento, uno de los criados del duque se acercó para entregarle
un sobre. El hombre lo leyó brevemente y después le dijo al genovés.
—Lo veis, es una carta de sus majestades para que acudáis de inmediato a
Córdoba, y eso únicamente puede significar una cosa…
—Una nueva reunión y un nuevo rechazo.
—No, por Dios, jamás han rechazado vuestro proyecto, simplemente lo
han pospuesto, pero esta vez todo parece indicar que os facilitarán los
recursos necesarios.
Al día siguiente, Colón partió a Sevilla, tomó una de las barcazas que
comunicaba la costa con la ciudad y se quedó una noche antes de regresar a
casa. Llevaba años viviendo en Córdoba con su amante y, en cierto sentido,
ya la consideraba su ciudad.
Por la mañana, el genovés logró llegar a la barcaza que iba de Sevilla a
Córdoba a primera hora de la mañana. Era de muy poco calado, casi plana, ya
que a medida que iba río arriba la profundidad del río disminuía. La otra
forma de llegar era con carros tirados por bueyes, pero el mal estado de los
caminos reales hacía muy lento y pesado el viaje. Desde hacía tiempo las dos
ciudades transportaban por barco todo tipo de mercancías, en especial grano,
pero algunas permitían a los pasajeros embarcarse y, si él día era bueno,
disfrutar del apacible río.
En la barcaza, el marino vio a una mujer de singular belleza vestida por
completo de negro, la escoltaban dos hombres, una nodriza con dos niños y
sus cabalgaduras.
La mujer se le quedó mirando un buen rato, sus ojos eran tan grandes que
Colón se olvidó por un momento de su misión, lo único que le importaba en
aquel instante eran aquellos ojos en medio del Guadalquivir.
Al llegar al lado del puente romano, la barcaza atracó y la dama bajó con
su pequeño séquito, pero antes de desaparecer entre la multitud le regaló una
última mirada.

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Reencuentro
«Y siempre verás que aquel que no es tu amigo te exigirá la
neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te exigirá que demuestres
tus sentimientos con las armas. Los príncipes irresolutos, para
evitar los peligros presentes, siguen las más de las veces el
camino de la neutralidad, y las más de las veces fracasan. Pero
cuando el príncipe se declara valientemente por una de las
partes, si triunfa aquella a la que se une, aunque sea poderosa y
él quede a su discreción, estarán unidos por un vínculo de
reconocimiento y de afecto; y los hombres nunca son tan
malvados que, dando prueba de tamaña ingratitud, lo sojuzguen.
Al margen de esto, las victorias nunca son tan decisivas como
para que el vencedor no tenga que guardar algún miramiento,
sobre todo con respecto a la justicia. Y si el aliado pierde, el
príncipe será amparado, ayudado por él en la medida de lo
posible y se hará compañero de una fortuna que puede resurgir.
En el segundo caso, cuando los que combaten entre sí no pueden
inspirar ningún temor, mayor es la necesidad de definirse, pues
no hacerlo significa la ruina de uno de ellos, al que el príncipe,
si fuese prudente, debería salvar, porque si vence queda a su
discreción, y es imposible que con su ayuda no venza».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Córdoba, septiembre del año de Nuestro Señor de 1491.

Beatriz se sentía tan angustiada que apenas se dio cuenta de que llegaba a la
ciudad hasta que vio el puente romano. Un caballero no había dejado de
observarla durante la mayor parte del trayecto. Era atractivo y vestía de forma
elegante, la siguió mirando hasta que se perdió entre la multitud. La
gobernadora se dirigió con sus hijos hasta la casa de su tía, no se habían visto
en diez años y no negaba que aún sentía rencor hacia ella. Era cierto que en
una década se había convertido de una simple cortesana en condesa, pero
había pagado un alto precio.
En cuanto sus escoltas llamaron al portalón del palacio, una criada les
franqueó la entrada. Ella y los niños se dirigieron al amplio salón en el que
había estado años antes. La belleza de la casa le parecía ahora vetusta y

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desgastada, como si el mundo hubiera perdido el color brillante de la
juventud. Se sentaron en unas sillas, y cuando su tía la marquesa entró en la
sala con amplias señales de afecto, ella reaccionó de la misma forma.
—¡La fruta apetitosa se ha convertido en un manjar y ahora tiene dos
bellísimos hijos!
Aquel comentario de su tía solo era verdadero en parte; su hija Inés era
bellísima y ella había conservado la hermosura de la juventud, adornándola
con la elegancia de la madurez, pero su primogénito era tan mal parecido
como lo había sido su padre.
—Este es el pequeño conde de La Gomera, veo que al fin reconocéis que
vuestro matrimonio fue todo un acierto.
Beatriz se limitó a sonreír, prefería que nadie conociese sus verdaderos
pensamientos.
—Vos estáis muy lozana —contestó la gobernadora, ya que no podía
negar que el paso de los años no había marchitado la otrora legendaria belleza
de la marquesa.
—Quien tuvo retuvo —bromeó la tía, después mandó a los niños con la
nodriza y ambas se sentaron a charlar mientras tomaban un poco de vino
dulce.
—Habéis llegado en mal momento, querida sobrina, los reyes están
sumamente ocupados en preparar la guerra y el viaje de don Cristóbal.
—Los vanos mortales no podemos elegir los momentos en los que la
desdicha parece adueñarse de nuestra vida. Tengo un doble pleito que
resolver. La denuncia de mi cuñado me quitaría el condado, la honra y la
custodia de mis hijos. La del obispo me robaría todos los ahorros y me
convertiría en una mendiga. Todo lo alcanzado hasta aquí con tanto sudor y
sufrimiento desaparecería de repente. Soy una pobre viuda.
La marquesa de Moya sabía que su sobrina podía ser muchas cosas, pero
nunca una pobre viuda.
—Dios os ha dotado de cualidades excepcionales y una inusitada belleza,
con todos esos dones, podréis conseguir lo que os plazca.
—Dios os oiga, tía.
La marquesa mostró su sonrisa más gentil, esperaba que la reina Isabel no
reaccionará mal al ver a su antigua contrincante en la corte. El rey Fernando
no había refrenado sus pasiones por las mujeres y Beatriz continuaba siendo
extremadamente hermosa, el peor pecado para una mujer en los tiempos que
corrían.

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—El rey querrá compensaros y ayudar a vuestra causa; la reina se
mostrará más reacia, pero yo sabré convencerla, no os preocupéis. Estáis en
buenas manos, recordad que Dios aprieta, pero no ahoga.
—Eso dicen. Quiero que mis hijos marchen a Madrid y se queden con mis
padres, los Peraza son capaces de secuestrarlos —comentó la gobernadora.
—Me he adelantado a vuestros deseos, en unos días llegará vuestro padre
para llevárselos a Madrid, imagino que estaréis deseosa de verlo.
Beatriz sonrió por primera vez, su padre era el único hombre en el que
confiaba plenamente y al que amaba con toda su alma.
—¿Dónde está el tío?
—Mi hermano llegará pronto, sé que tenéis asuntos en común.
—Él me defenderá de las denuncias por estafa y venta ilegal de esclavos.
Son casi un millón de maravedíes de multa. ¿Sabéis algo de Pedro de Vera?
Supuestamente él también debe pagar la multa.
La marquesa tomó otro sorbo del licor.
—Don Pedro de Vera ha sido perdonado y nombrado mariscal de campo,
el rey le necesita para conquistar Granada, hasta en eso las mujeres siempre
tenemos las de perder.
—Yo estoy dispuesta a luchar si el rey perdona también mis deudas —
bromeó la gobernadora. Su tía sabía que era muy capaz, las mujeres de su
familia eran especiales, tan fuertes como los hombres, pero mucho más
astutas.

El plan continuaba según lo acordado. Fermín había pagado a Nacho para que
comprase la voluntad del ayudante del cocinero. Aquella noche los dos
esperarían a orillas del río con una barcaza, mientras el joven aprendiz sacaba
a Sara de la celda y la arrojaba por la rampa donde se expulsaban las basuras.
Fermín esperó impaciente a que se hiciera de noche y después marchó al
embarcadero, allí aguardaba el barquero, pero no había ni rastro de Nacho. El
joven guanche temía que arrojaran a su amor al río y él no llegara a tiempo
para salvarla.
—¡Vámonos! —ordenó inquieto al barquero y se dirigieron a las
proximidades del castillo; unos minutos más tarde comenzaron a arrojar la
basura por la rampa y esperaron hasta que se hubo marchado el aprendiz para
acercarse, pero no había ni rastro de la joven.

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—Ese maldito borracho me ha engañado —dijo Fermín mientras
regresaban al embarcadero.
Fermín bajó a tierra y se dirigió directamente a la cantina donde solía ir
Nacho. Estuvo esperando horas hasta que le vio aparecer por la puerta, al ver
al joven no intentó alejarse ni disimular su sorpresa.
—Os envié un mensajero para advertiros de que el aprendiz no había
podido conseguir la llave, pero ya os habíais marchado.
—¡Maldito truhán, os habéis quedado con mi plata y mis esperanzas! —
exclamó el joven gomero mientras cogía por la solapa al mendigo.
—Es cierto, os lo juro. Sabíais que era una empresa difícil, casi suicida.
—¿Y ahora qué haré?
El mendigo se sentó a la mesa y bebió dos vasos seguidos de vino antes de
comenzar a hablar.
—Vos fuiste soldado de Pedro de Vera, el mariscal tiene muy buen
predicamento en la corte, si intercede por vuestra amada, quizá los reyes la
saquen de la cárcel.
Fermín se encogió de hombros, hacía mucho tiempo que no veía a su
antiguo señor, además no sabía cómo convencerlo para que le ayudase en una
empresa así.
—Pensadlo bien, la llave de esa cárcel la tienen los reyes, ellos crearon la
Inquisición.
El joven gomero bebió varias copas antes de decidirse.
—¿Dónde está don Pedro? ¿Acaso lo sabéis?
—Está en el campamento de Santa Fe, en Granada, preparando el asalto
de la ciudad.
Fermín intuyó que debería blandir la espada de nuevo para conseguir la
libertad de su amada, lo único que esperaba era que no fuera demasiado tarde.

Cristóbal se puso sus mejores galas para la ocasión, sabía que infundía un
extraño influjo sobre la reina, que era de natural virtuosa; ya había sentido esa
sensación en otra ocasiones y con otras mujeres poderosas. Mientras
terminaba de arreglarse, su amante, que ya estaba preparada, se acercó por
detrás y lo abrazó.
—Irá bien, querido Cristóbal, si os han mandado llamar es por algo.
—Los poderosos son caprichosos, querida, a veces se rodean de gente
como nosotros con el simple propósito de humillarnos y de demostrarse a

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ellos mismos que siguen teniendo nuestra vida y nuestro destino en sus
manos.
—La reina os es favorable.
—Sin duda, pero sin el rey no moverá un dedo. Siempre se ponen de
acuerdo en todos los asuntos.
—No adelantemos acontecimientos, Cristóbal, y dejemos el asunto en
manos de Dios.
—En sus manos lleva todo este tiempo —contestó el navegante y ambos
salieron para la fiesta que los monarcas habían organizado en el alcázar.

La reina Isabel ya tenía noticia de que la casquivana Beatriz de Bobadilla y


ahora condesa de La Gomera había llegado a la corte. La pérfida puta tenía
varios problemas con la justicia, sobre todo por vender a almas inocentes.
Sabía que su amiga la marquesa de Moya intercedería por ella, como era
natural, al tener ambas la misma sangre, pero no se saldría con la suya.
Cuando vio entrar a la condesa vestida con un sensual vestido de
terciopelo rojo, la reina no pudo evitar lanzar una mirada de desprecio. Era
tan hermosa como un ángel caído del cielo, no tenía defecto alguno, además
de ser grácil en las formas y agradable en el trato.
—Majestad, mi sobrina Beatriz está por una temporada en Córdoba, creo
que os acordaréis de ella —dijo la marquesa de Moya.
La reina, que estaba sentada en la silla, levantó la mano para que se la
besase.
—Tan hermosa como vos, querida amiga. Bienvenida a la ciudad más
bella de España. No tengo otra de mejor ánimo, si fuera por mí, me quedaría
aquí para siempre, eso que Segovia y Toledo son villas que me rinden una
profunda veneración.
—Toda Castilla os ama, mi señora.
Beatriz besó su mano, estaba temblando, los reyes eran de las pocas
personas a las que aún temía, aunque para ellos también había preparado su
venganza.
—Exageráis, querida —contestó la reina—. Sabéis que vuestra tía me
salvó la vida hace cuatro años mientras asaltábamos la ciudad de Málaga. Un
musulmán llamado Guerbi fue llevado a la tienda real para ver si podía darnos
información de la ciudad y al confundir a vuestra tía conmigo la atacó. Menos
mal que fray Juan de Belalcázar y Rui López de Toledo lograron reducirlo.

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—No conocía esa historia —dijo Beatriz, intentando parecer agradable.
—Vuestra tía es mi ángel de la guarda, siempre ha sido así.
En ese momento apareció Cristóbal Colón con su esposa y la mirada de la
reina se posó en él de inmediato.

Don Cristóbal entró en el salón del trono del alcázar y notó cómo las primeras
miradas maliciosas se posaban sobre él. Muchos le odiaban o le consideraban
un oportunista, los castellanos no eran muy amigos de los extranjeros y
mucho menos de los que buscaran honores o prebendas de sus reyes.
Cristóbal se acercó a la reina y le besó la mano.
—Es un placer volver a veros, majestad.
—El placer es mío, querido don Cristóbal.
Después, la esposa del navegante besó la mano de la reina.
—Vuestra esposa es muy hermosa —dijo, aun a sabiendas de que no
estaban casados, con la intención de zaherir a la cordobesa.
—Gracias por invitarnos a la cena.
—Tenemos buenas y grandes noticias y queríamos compartirlas con los
buenos amigos.
En ese momento entró en la sala Fernando. Su gallardía no había
disminuido desde la última vez que la gobernadora le había visto, únicamente
sus sienes plateadas habían cambiado algo su aspecto varonil. La mirada de la
reina se iluminó, seguía amándolo como el primer día que lo vio en el palacio
de los Vivero el 11 de octubre de 1469. Fernando había entrado de incógnito
en Castilla mientras la guerra civil se desataba en el reino. Ella se había
escapado de Ocaña con la excusa de rendir homenaje a su hermano muerto.
Los dos jóvenes príncipes se conocieron en el palacio. Ella vio en él a su
protector, a pesar de que siempre había sido mujer capaz y decidida, él vio en
ella la hermosura y la gentileza que llevaba buscando en las mujeres toda su
vida. Era la única varona que respetaba, la única a la que tenía por igual.
En cuanto Fernando vio a Beatriz se le iluminó el rostro, pensó en
poseerla allí mismo, aquella hembra era tan singular. No tenía la belleza frágil
de algunas doncellas, tampoco la hosquedad de las del norte, era simplemente
perfecta.
—Mi rey —dijo Beatriz, inclinándose ante Fernando, y este reprodujo sin
querer las escenas de sexo que había disfrutado con la otrora jovencita, ahora
mujer madura y madre.

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—¿Vos sois? —preguntó como si no la reconociese, para no ofender a su
esposa.
—Vuestra más fiel vasalla, la condesa de La Gomera.
Justo en ese momento, por la puerta del salón, entraba Inés Peraza y su
hijo Sancho de Herrera. Al ver cómo el rey saludaba a su mortal enemiga, se
le revolvió el estómago, pero sabía que no podía hacer una escena delante de
los reyes.
Inés Peraza se acercó a Cristóbal Colón, que se había alejado
prudentemente de los monarcas.
—Querido amigo —le dijo mientras extendía su mano, que besó presto el
genovés. Ella le había ayudado en varias ocasiones, primero en sus
navegaciones por el Atlántico, cuando había hecho escala en la isla de
Lanzarote y más tarde en Sevilla, donde doña Inés tenía casa.
—No os hacía tan lejos de vuestros dominios —comentó Colón.
—He venido a reclamar un derecho ante sus majestades, pero no quiero
aburriros con cosas tan mundanas. ¿Cómo van los planes de vuestras futuras
navegaciones?
—Ya tenemos todo dispuesto, vengo de Palos de preparar víveres y otras
cosas necesarias, pero aún los reyes no han dado su visto bueno.
—A lo mejor el viaje podría sufragarse entre varias casas —comentó la
mujer.
Cristóbal ya había contemplado esa posibilidad, pero sin el apoyo político
de un Estado era del todo inviable; cualquier reino habría podido ir después a
reclamar como suyo todo lo descubierto por una empresa privada.
Beatriz se dio cuenta de que el rey la desnudaba con la mirada, pero, a
diferencia de diez años antes, ella ya no era tan impresionable. Había
aprendido demasiado del amor y del poder para dejarse seducir, pero era
consciente de que tenía que apoyarse en Fernando para que su misión tuviera
éxito.
—Estoy aquí por unos asuntos menores, pero no quiero aburriros con esas
cosas.
—Es cierto, ahora es el momento del esparcimiento.
El rey dio unas palmadas y todos se dirigieron a sus lugares asignados
para la cena. Para disgusto de doña Inés, Beatriz se sentó al lado de Cristóbal
Colón y de su tía, mientras que a ella le tocó al fondo de la larga mesa, al lado
de las cocinas.
—Señora, os vi en la barcaza ayer mismo, pero…

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—Mi nombre es Beatriz de Bobadilla, condesa de La Gomera y viuda de
Hernán Peraza.
—Viuda tan joven, sois la más guapa que he conocido —le comentó
galantemente Colón, que era tan acertado siempre en todos sus comentarios.
—¿Y vos sois?
—Cristóbal Colón, no soy noble ni tengo ningún título, si exceptuamos el
de capitán mercante.
Desde el centro de la mesa, la reina Isabel vio cómo Colón hablaba con
Beatriz y comenzó a ponerse de mal humor. Esa perra quería ser la salsa de
todas las carnes. Ya se había dado cuenta de cómo la había mirado su marido
y ahora estaba encandilando a tan gentil caballero.
La duquesa de Moya vio con preocupación los gestos de la reina y dio una
patada por debajo de la mesa a su sobrina, que se giró hacia ella.
—Será mejor que no coqueteéis con el italiano, es amigo de la reina y no
sois precisamente santo de su devoción —le susurró su tía.
—Únicamente charlábamos —contestó la sobrina.
La cena transcurrió con la formalidad debida, pero en los postres el vino
comenzaba a hacer estragos y el baile desató el frenesí. La reina se retiró
pronto, como tenía costumbre, y el rey aprovechó para hablar con Beatriz.
—Estimada señora, antes os dije que no me acordaba de vos, pero no era
del todo cierto, lo que sucede es que vuestra belleza juvenil se ha
transformado en una increíble belleza madura.
Me dejáis sin aliento cuando os observo y llevo toda la noche haciéndolo.
Beatriz ya era inmune a los halagos de los hombres y más a los del rey,
pero sabía sacar partido de su osadía.
—Vos también estáis cambiado.
—Más viejo —dijo el rey.
—Más gallardo —contestó Beatriz.
El rey le ofreció su mano.
—Hace mucho calor aquí, Córdoba es un horno en esta época del año.
¿Queréis ver los jardines de palacio? Son de origen moro, un deleite para los
sentidos, huelen a jazmín y rosas.
Beatriz salió con el rey ante la indiscreta mirada de doña Inés que hablaba
con Colón y su amante.
La pareja bajó la escalinata, cruzó hasta pasar por los estanques y terminó
sentándose en un banco apartado a la luz de la luna.
—¿Cómo van las cosas por mis posesiones océanas?

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—Bien, mi señor, ya las hemos pacificado casi todas, en especial las islas
de La Gomera y El Hierro, de las que mi hijo varón es conde, pero una
desdicha me ha traído hasta Córdoba.
—¿Una desdicha para una cara tan hermosa?
El rey comenzaba a pegarse al cuerpo cálido de la gobernadora, que con
su traje rojo parecía brillar con más fuerza bajo las estrellas.
—Sofocamos una rebelión en la que mi esposo feneció, después vendimos
a los culpables como esclavos, como permiten nuestras leyes, pero una
denuncia recusó la venta y ahora me piden una alta suma de multa e
indemnización.
—No os creo. ¿Qué injusto juez ha dictaminado eso?
—El mismo que ha indultado de las mismas acusaciones a Pedro de Vera,
vuestro mariscal.
—Don Pedro está en Santa Fe, estamos preparando el asalto final a
Granada. No os preocupéis, me encargaré personalmente del asunto —dijo el
rey mientras ponía una mano sobre el muslo de la mujer.
Beatriz sonrió y se dejó hacer. La mano ascendió por debajo de la falda
hasta casi su sexo, pero ella cerró las piernas.
—Aquí y así no, majestad, no somos unos chiquillos.
—Querida, estoy muy excitado.
La mujer le tocó el miembro, que efectivamente estaba hinchado, le alivió
y después ambos regresaron al baile. Cuando su tía la vio llegar con el rey
supo que ya había entrado en contacto para recibir la dispensa de Fernando,
pero sin el beneplácito de Isabel todo el pleito estaba perdido.
Cristóbal Colón se fijó de nuevo en la mujer, tenía las mejillas encendidas
y sus ojos brillaban a la luz de las velas; su amante se dio cuenta, pero no dijo
nada, estaba acostumbrada al influjo que las mujeres ejercían sobre él.
Beatriz se retiró con su tía al palacio en el que se alojaba, apenas a unos
pocos metros del alcázar. En cuanto llegó a su aposento mandó llamar a uno
de sus escoltas, el rey había encendido su pasión y de alguna forma debía
apaciguarla.

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La amenaza
«El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a
los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a
los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus
profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra
actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus
posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una
tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá
premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten,
por cualquier medio, de engrandecer la ciudad o el Estado.
Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a
las cuales conviene que el príncipe conceda su atención, reinase
de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad,
sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no
debe faltarle en ninguna ocasión».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Campamento de Santa Fe, septiembre del año de Nuestro Señor de 1491.

Granada había ido sucumbiendo poco a poco, como si el reino nazarí ya no


fuera dueño de su propio destino. Los Reyes Católicos desde diez años antes
habían comenzado una guerra lenta pero eficaz de desgaste. Primero
haciéndose con la parte occidental del reino de Granada. Cada ciudad que caía
estrechaba más el cerco sobre la ciudad de los sultanes nazaríes, que tenían
más enemigos en su propia corte que fuera de ella. En eso eran unos
verdaderos expertos los Reyes Católicos, que manejaban con maestría los
hilos de la conspiración y la diplomacia.
Tras los primeros ataques a las ciudades de la costa, los reyes
comprendieron que Granada era tan vulnerable que poco a poco la irían
desmembrando sin demasiado quebranto de fuerzas y recursos, de los que
siempre andaban escasos. Desde su llegada al poder habían tenido que
emplearse en tantas batallas y necesitado de mucho dinero para unificar
efectivamente todos sus dominios.
En 1485 la guerra se acentuó, los reyes necesitaban las grandes riquezas
de Granada para cumplir sus sueños de grandeza. A partir de 1486 cayeron

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con rapidez Ronda, Marbella y Loja, que varias veces había cambiado de
manos, hasta hacerse con la importante ciudad de Málaga en 1487. La parte
oriental del reino tampoco resistió mucho, pero varios asuntos norteños
pararon en seco la conquista: la convocatoria de las Cortes de Aragón y el
problema de sucesión de Navarra.
El regreso de los ejércitos cristianos fue contundente y en 1489 se
produjeron las batallas más duras, desde la toma de muchas ciudades
almerienses, hasta aislar por completo la ciudad de Granada.
La construcción del campamento de Santa Fe justo enfrente de la ciudad
era el anuncio de que el último reino moro de España tenía los días contados.
Todos sabían que Boabdil no tardaría en capitular y los reyes en lanzarse
sobre la pieza más codiciada de la península.
Fermín llegó en su caballo hasta el imponente campamento, el despliegue
militar era impresionante, con decenas de miles de hombres. Santa Fe
ocupaba cuarenta y ocho hectáreas, con su propia muralla, parecía un
campamento romano perfectamente ordenado, con avenidas amplias en forma
de cuadrícula.
Al llegar a la entrada le pidieron que se identificara.
—Soy Fermín Guanche, antiguo suboficial de don Pedro de Vera, vengo
para entrevistarme con él.
Los vigilantes le miraron de arriba abajo, por su aspecto moreno parecía
más un granadino que un castellano; además, su acento era extraño.
—Esperad aquí.
Unos minutos más tarde, un sargento le pidió que le siguiera. El joven
desmontó y caminó por el gigantesco campamento hasta una inmensa carpa.
Dentro, con todo lujo, había un despacho y varias cortinas que separaban las
estancias. Entonces escuchó la voz ronca y varonil del mariscal.
—Un trozo de Gran Canaria en el reino de Granada, no esperaba veros
por aquí. No soportáis al nuevo gobernador, ¿verdad? —El mariscal era un
hombre afable al que adoraban todos sus hombres, le dio un abrazo y le pidió
que se sentase—. Si vienes a alistarte, es un poco tarde. Esos moros no van a
plantar batalla, llevan siglos dedicados a los placeres, ya no tienen el empuje
de sus antepasados. Debemos aprender una lección de ellos, de padres
aguerridos, hijos dóciles y nietos afeminados. Le sucedió lo mismo a Roma,
cuando lo tenemos al alcance de la mano es cuando ya lo hemos perdido todo.
—Es cierto, mariscal.
—No me llaméis así, por Dios. Don Pedro está bien. ¿Para qué me
necesitáis? No creo que sea solo para saludar a un viejo amigo.

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Fermín se quedó callado unos instantes, no sabía por dónde empezar. Al
final, le relató lo sucedido a Sara y el profundo amor que le profesaba.
—Es un asunto complejo, nadie se atreve a meterse con esos cuervos
negros. Tienen más poder que el papa, pero conozco su punto flaco.
—¿Es el dinero? —preguntó Fermín.
—No, hijo, de eso tienen a espuertas. Se quedan con los bienes de las
personas que enjuician y además son frugales, su pecado es la vanidad. No
hay nada peor que la falsa humildad. El inquisidor general Tomás de
Torquemada vendrá pronto a Santa Fe para tratar varias cosas con los reyes,
hablaré con él. No parece que la muchacha haya hecho nada contra la Santa
Madre Iglesia.
—No sé cómo agradecéroslo.
—Os quedaréis como parte de mi guardia personal hasta que hayamos
solucionado el problema.
—Será un honor, señor.
—Ahora tomemos algo de vino, el polvo del suelo me seca la garganta.
Tenemos mucho que celebrar. No sabéis lo que echo de menos las islas, con
razón las llaman Afortunadas.

Beatriz estaba volviéndose loca con tantos abogados, pleitos y notarios.


Primero había pedido que el mayorazgo de su marido recayese en su hijo
Guillén del que ella era tutora legal. Tras conseguir la escritura, tuvo que ir a
Córdoba de nuevo para presentarse ante el Consejo Real por las provisiones
de medio millón de maravedíes que este le reclamaba. Ella adujo que los
esclavos habían sido vendidos por Pedro de Vera y ella únicamente había
recibido una pequeña parte del dinero por ser vasallos de su condado.
La peor de las acusaciones y la más infame fue la de su cuñado Sancho de
Herrera, futuro señor de Lanzarote, que había mandado una misiva al Consejo
Real acusándola de meretriz, dilapidadora y manirrota, por lo que pedía que
se le diese la tutela de sus sobrinos de inmediato. El Consejo Real dio trámite
a la denuncia, lo que significaba que podía perderlo todo a no ser que los
reyes intervinieran.
Se encontraba en aquel momento la gobernadora en Sevilla, cuando,
asistiendo a la misa en la catedral, vio a lo lejos al caballero italiano que había
conocido en Córdoba. Él también se le quedó mirando y al terminar el oficio
se acercó a ella.

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—Señora de Bobadilla, qué placer más grande volver a coincidir con vos.
—El placer es mío, capitán.
—No os burléis de mí.
—¿Cómo van vuestros asuntos con los reyes? —le preguntó mientras
salían de la catedral y echaban a andar por la plaza.
—Lentos, muy lentos. Ahora están intentando que el moro se rinda y
hasta que no lo haga no hay nada que hacer, además el inquisidor
Torquemada no deja de pedirles que hagan no sé qué disposición con los
judíos.
—Cuánto lo lamento. ¿Queréis venir a mi casa a tomar algo refrescante?
Para ser casi invierno, en Sevilla hace mucho calor.
Cristóbal sonrió, y ambos se dirigieron a la residencia de la mujer. Estaba
sola en la casa desde que su padre se había llevado a los niños.
—¿No os aburrís sola en una casa tan grande?
La mujer lanzó una carcajada.
—Llevo de pleitos desde que llegué a la península, no he tenido un
segundo de descanso, al único que veo de vez en cuando es a mi tío Francisco
de Bobadilla, que me ayuda en estos menesteres. ¿Lo conocéis?
—No tengo el gusto —contestó Colón mientras esperaba que la dama se
sentase en la mesa.
—Es uno de los hombres más inteligentes de Castilla, os lo aseguro.
—Como vos la mujer más hermosa, aunque intuyo que no es la mayor de
vuestras virtudes. Sois gobernadora, condesa y muy leída, por lo que veo.
El salón estaba repleto de libros.
—Me gustan mucho los libros, es lo único que me relaja, bueno no es lo
único, pero sí de lo que más —contestó picarona.
Tomaron varias copas de vino hasta que se les subieron los colores.
—La mujer de la fiesta es vuestra esposa, ¿verdad?
—No, soy viudo, como vos.
Aquella media verdad era la forma de no espantar a la joven viuda,
aunque Beatriz no se espantaba con facilidad.
—Los dos viudos y solos en el mundo, qué tristeza.
Colón se levantó de la silla y la besó.
—¿Y esto? —preguntó ella, haciéndose la azorada.
—No puedo resistir veros sin besar esos labios, me gustasteis desde aquel
paseo en barco.
—Este no es lugar para amoríos.

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Beatriz lo tomó de la mano y lo llevó hasta el lecho, lo empujó hacia la
cama, y mientras este se apoyaba en los codos, comenzó a desnudarse
lentamente. El cuerpo de la gobernadora afloró en toda su hermosura, blanco,
brillante, de piel marmórea, unos pechos grandes y sugerentes, unas caderas
perfectas que se movían con sutileza.
Le bajó las calzas al genovés y se lanzó a por su sexo con tal voracidad
que el marino comenzó a temblar de placer. Después se subió a sus caderas e
introdujo su pene hasta que quedó absorbido por su sexo, los dos gimieron
como locos durante casi una hora. Apenas se habían recuperado del encuentro
cuando lo volvieron a hacer. Así les llegó la noche, cenaron un poco y
regresaron a sus amores.
Beatriz no había encontrado a un hombre igual desde el difunto guanche
asesinado en La Gomera. Durante varios días se olvidaron de sus pleitos y
desgracias para darse enteramente el uno al otro. La gobernadora creía que
después de tanto tiempo había encontrado al hombre perfecto, a aquel con el
que pasar el resto de su vida.
Los espías de doña Inés siguieron a la pareja hasta la casa, tenían la orden
de acabar con la condesa en cuanto pusiera de nuevo un pie en la calle. Los
dos asesinos se apostaron en la entrada a la espera de que Beatriz saliera para
cualquier asunto. No podían fallar, la recompensa por tan vil crimen era muy
alta y ellos jamás habían visto una forma tan sencilla de ganar una bolsa de
oro.

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27

Oportunidad de venganza
«No es punto carente de importancia la elección de los
ministros, que será buena o mala, según la cordura del príncipe.
La primera opinión que se tiene del juicio de un príncipe se
funda en los hombres que lo rodean: si son capaces y fieles,
podrá reputárselo por sabio, pues supo hallarlos capaces y
mantenerlos fieles; pero cuando no lo son, no podrá
considerarse prudente a un príncipe que el primer error que
comete lo comete en esta elección».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Alhambra de Granada, 2 de enero del año de Nuestro Señor de 1492.

Fermín caminaba a dos pasos por detrás de Pedro de Vera. Mientras escoltaba
al mariscal no podía dejar de admirar el suntuoso palacio nazarí, jamás había
visto nada igual, parecía un lugar mágico, de ensueño. Llegaron al patio con
un estanque alargado en el que se reflejaba la Torre de Comares, donde los
reyes de Granada tenían su sala del trono.
Boabdil el Chico era un hombre de pelo negro y ojos rasgados, en su
rostro reflejaba el dolor y sufrimiento de la derrota, aunque no hubiera podido
hacer nada para impedirlo, era el signo de los tiempos.
El mariscal y su escolta acompañaban a Gutierre de Cárdenas, el
representante de los Reyes Católicos en el acto.
Al entrar a la sala, Fermín se quedó extasiado, el techo abovedado estaba
cubierto de estrellas y la sala dividida en pequeñas alcobas, donde destacaba
en la que se encontraba sentado el sultán. El joven gomero se fijó en las
inscripciones grabadas en árabe, él desconocía aquel idioma, pero en ellas se
advertía al monarca de los peligros de alejarse de Dios y no darle a Él toda la
gloria.
Boabdil miró a la comitiva cristiana, aún no se creía del todo que en unas
horas iba a poner en manos de dos monarcas cristianos la llave de su amada
ciudad y el legado de sus antepasados.

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Gutierre hizo una reverencia al sultán en señal de respeto y Pedro de Vera
repitió el gesto.
—Aquí os entrego la llave de la mayor joya de la península; no ha habido,
no hay y no habrá otra ciudad como esta. Que Dios os ayude a respetar, amar
y guardar a Granada, construida a imagen de la Jerusalén celestial.
Gutierre alargó la mano sin subir la cabeza. Cuando sintió el peso frío del
metal, miró al moro a los ojos. No parecía gran cosa, tenía el rostro demudado
y se le notaba ansioso por terminar con aquel doloroso ceremonial.
—Sus majestades los Reyes Católicos esperan en el campamento de Santa
Fe. Si me seguís, alteza.
Las capitulaciones respetaban los derechos de los habitantes musulmanes
a permanecer en la ciudad y el resto del reino, respetaban sus creencias, y al
sultán le entregaban unas posesiones en las Alpujarras.
Los cristianos escoltaron a Boabdil hasta la entrada del palacio, un siervo
le ayudó con un escalón a montar en su caballo blanco y después lo hizo el
resto de la escolta mora y cristiana.
La comitiva tardó algo menos de una hora en llegar al campamento de
Santa Fe. Los reyes habían sido advertidos de la llegada y formaban una larga
fila a caballo con sus principales señores y las damas de la corte. Boabdil se
paró justo enfrente de Isabel y Fernando y se aproximó lentamente con su
caballo hasta que estuvo al alcance de la mano del rey.
—A sus majestades Fernando de Aragón e Isabel de Castilla entrego
solemnemente la ciudad de Granada y el reino.
El sultán tenía los ojos acuosos y apenas le salía la voz de la garganta.
Fernando parecía pletórico, había logrado contemplar una hazaña sin igual,
cerrando casi quinientos años después la recuperación de los territorios
cristianos a los moros. Sabía que sus logros serían anunciados en todos los
reinos de la cristiandad y alabado por poetas y juglares durante todo la
eternidad. Sin duda, Dios Padre, con ese simple acto, había perdonado todas
sus ofensas.
—Sultán, que Dios os guarde e ilumine, habéis hecho bien en rendir la
ciudad y evitar un derramamiento de sangre, no hay ciudad más bella que
Granada y nosotros, los reyes, la cuidaremos como la joya inigualable que es.
Boabdil se aproximó un poco más y extendió la mano dándole al rey una
llave conmemorativa, réplica de la que ya había entregado.
A pesar de ser las tres de la tarde, un viento frío helaba la sangre.
Fernando levantó la mano y dos de sus soldados acercaron al hijo de Boabdil,
Ahmed, al que los reyes mantenían como rehén.

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—Gracias, majestad.
El joven príncipe montó en una cabalgadura, para colocarse al lado de su
madre Morayma, que apenas se sujetaba en el caballo vencida por la fiebre.
Fermín observó cómo la comitiva mora se alejaba, seguida discretamente
por una escolta cristiana.
—Estamos contemplando un momento histórico —dijo el mariscal a su
escolta.
En cuanto el rey moro se alejó del campamento, todos los soldados
comenzaron a gritar vivas a los reyes y abrazarse unos a otros.
Boabdil escuchó a lo lejos los vítores, pero no se inmutó, su corazón
estaba roto y sus ojos azules se dirigieron una vez más a la lejana Granada,
para mirarla por última vez.
—Adiós, Granada —acertó a decir antes de que el polvo del camino
levantase una nube que opacara su inmensa belleza.

Sara sintió cómo todos sus huesos se quebraban mientras el verdugo seguía
tirando de sus pies y manos en el potro de tortura. El inquisidor parecía
extasiado mientras escuchaba los gritos de la hereje.
—Ahora no te muestras tan elocuente, judía. Nuestro Señor te da otra
oportunidad de confesar, si reconoces tus malas artes de brujería y tu
apostasía judía, la Iglesia sabrá perdonarte. Dios es justo, pero sobre todo es
misericordioso.
La joven se retorcía de dolor y comenzó a suplicar que la quitasen de allí.
—Señores, confesaré lo que queráis, únicamente bajadme de aquí. No
puedo más.
El inquisidor hizo un gesto al verdugo para que se detuviera.
—Cuéntanos los detalles de tus pecados y hechizos.
—Me confieso culpable de todo lo que me digáis.
El inquisidor levantó la mano y el verdugo apretó más el potro.
—¡No, por Dios! ¡Tened piedad de una pecadora!
—Danos detalles de tus embrujos y pararemos.
—Yo no conozco embrujos ni pócimas, lo único que quería era enseñar a
leer a unos pobres huérfanos.
—Sí, eres una santa, una pobre mártir de la fe. ¡Apretad!
En ese momento la joven perdió el sentido, como si su mente intentase
protegerla de tan terrible martirio.

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Beatriz regresó a Córdoba con una mezcla de alegría y desesperación. Según
su tío los pleitos seguían su curso y únicamente la intervención de los
monarcas podía sacarla de la ruina total y la pérdida de todos sus derechos,
además de la custodia de sus hijos, pero, por otro lado, sus amores con
Cristóbal Colón le habían devuelto las ganas de vivir.
La joven viuda se instaló en su casa y esperó impaciente que su tía lograra
una audiencia con los reyes para que sus peticiones fueran escuchadas.
Cristóbal también había regresado a Córdoba, los reyes por fin habían
logrado someter Granada y parecía que la aprobación de su viaje era
inminente, pero prefería no confiarse demasiado.
A sus treinta y nueve años ya era capaz de distinguir entre las meras
ilusiones y la dura realidad de la vida, aunque seguía siendo un soñador.
—Si quieres que alguien construya un barco, no empieces por buscar la
madera o cortar las tablas, lo que debes hacer es que anhelen salir en busca de
lo que hay al otro lado del mar. Esa ha sido mi intención durante todos estos
años. En las diferentes cortes en las que he estado, he compartido mi sueño,
pero he descubierto una triste verdad, querida Beatriz, los hombres tienen
poca imaginación y sobre todo prefieren vivir arrastrando sus míseras vidas
antes que volar como las águilas.
Beatriz, que se encontraba desnuda al lado de Cristóbal, no dejaba de
juguetear con los pelos de su pecho.
—Muy pronto vuestros sueños se harán realidad, mi capitán.
Después lo besó en los labios; aquel hombre era diferente a todos los que
había conocido. Su cuerpo atlético y fornido no tenía nada que envidiar al de
muchos mozos con los que había estado, su rostro era bien parecido y su
mente brillante no dejaba nunca de sorprenderle. Su amante era un gran
conversador y además tenía sentido del humor.
—¿Estaréis conmigo para siempre? —preguntó la gobernadora.
Cristóbal la besó en la frente y la mujer ronroneó como una gata, jamás
había sentido algo así antes, desde su primer encuentro anhelaba cada
segundo volver a estar junto a él.
—Sí, mi gobernadora.
El genovés sabía que en casa le esperaba su amante, se escudaba en que
no estaba casado para que aquella traición no le doblegara la conciencia.
Beatriz besó los labios del almirante y después fue descendiendo por todo
su cuerpo hasta su sexo. El marino miró hada abajo y luego a los ojos

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picarones de la mujer que le observaban mientras le besaba el miembro y
cerró los suyos para no estallar de júbilo.

Inés Peraza ordenó que dejasen pasar a los dos asesinos, y mientras escribía
algo en el escritorio, les dijo:
—Quiero que Beatriz no llegue a esta noche.
—La acechamos en Sevilla durante días, pero siempre va acompañada de
la escolta y de don Cristóbal Colón. El capitán es amigo de la reina y no
queríamos arriesgarnos a que cayera herido.
—Yo entretendré a Colón esta tarde, le he mandado llamar con una
excusa, entonces entraréis en la casa de esa zorra y le hincaréis un puñal en el
corazón, después os llevaréis sus joyas y oro, para que todos crean que se
trata de un robo.
—Así se hará, señora —dijo el que mandaba en el pequeño grupo de
asesinos, un viejo soldado con una cicatriz en la mejilla derecha.
Doña Inés sabía que los jueces le darían la razón en su denuncia contra
Beatriz, pero no se conformaba con verla humillada, quería que sufriera y que
dejase este mundo para ir al infierno, que era el lugar que le correspondía.

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Asesinos
«No quiero pasar por alto un asunto importante, y es la falta en
que con facilidad caen los príncipes si no son muy prudentes o
no saben elegir bien. Me refiero a los aduladores, que abundan
en todas las cortes. Porque los hombres se complacen tanto en
sus propias obras, de tal modo se engañan, que no atinan a
defenderse de aquella calamidad; y cuando quieren defenderse,
se exponen al peligro de hacerse despreciables. Pues no hay otra
manera de evitar la adulación que el hacer comprender a los
hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que,
cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Por lo
tanto, un príncipe prudente debe preferir un tercer modo:
rodearse de los hombres de buen juicio de su Estado, únicos a
los que dará libertad para decirle la verdad, aunque en las cosas
sobre las cuales son interrogados y solo en ellas. Pero debe
interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con
paciencia y después resolver por sí y a su albedrío. Y con estos
consejeros comportarse de tal manera que nadie ignore que será
tanto más estimado cuanto más libremente hable. Fuera de ellos,
no escuchar a ningún otro, poner enseguida en práctica lo
resuelto y ser obstinado en su cumplimiento. Quien no procede
así se pierde por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo
de parecer, es tenido en menos».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Sevilla, 2 de enero del año de Nuestro Señor de 1492.

Beatriz se quedó intrigada cuando su amante le comentó que doña Inés le


había invitado a su casa para tratar de un asunto. Temía que esa arpía hubiera
descubierto sus amoríos con el capitán y los usara en su contra. Las dudas la
atenazaban y las autoridades querían que pagase el medio millón de
maravedíes, por no hablar del pleito presentado por su cuñado que se fallaría
en los próximos meses.
La joven viuda se dio un baño y esperó impaciente a su amante. Colón le
había dicho que en cuanto dejase a doña Inés regresaría a su casa.
Últimamente pasaba mucha horas allí, por lo que la madre de su hijo

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comenzaba a estar preocupada. No era la primera aventura del genovés, pero,
sin duda, el marino estaba prendado de la gobernadora de La Gomera.
Beatriz estaba todavía metida en el agua caliente cuando escuchó golpes
en el portalón de la planta baja, después voces que no logró distinguir y más
tarde, botas que subían precipitadamente los escalones de la casa.
Salió del baño y sin secarse se puso el vestido, después tomó de una
mesita un puñal y esperó temblorosa a que se abriera la puerta.
Uno de sus guardias entró, parecía herido, atrancó la puerta con un baúl y
se tapó un corte que tenía en el costado con la mano.
—¿Os encontráis bien? ¿Qué ha sucedido?
—Unos hombres llamaron a la puerta y al abrirles nos atacaron sin previo
aviso, eran cuatro, nos pillaron por sorpresa y han matado a mis dos hombres,
yo he logrado escapar de milagro, tras abatir a uno de los atacantes.
Beatriz se aproximó a la ventana, estaba dispuesta a pedir ayuda para que
alguien avisara a los soldados. Entonces escuchó cómo alguien golpeaba a la
puerta. La hoja comenzó a temblar, la madera no resistiría mucho.
—A lo largo de la fachada hay una cornisa, intentad llegar hasta el
edificio de al lado y bajad a la calle —le dijo el hombre, que palidecía por
momentos.
La mujer titubeó, estaba a una altura considerable, pero al final se decidió
a salir, sus pies descalzos se deslizaban sobre la cornisa mojada, pero logró
aferrarse a los ladrillos y separarse de la ventana justo cuando los atacantes
entraron en la habitación.
Beatriz se aferró a la pared con sus uñas, caminó despacio sin mirar abajo
hasta pasar por una segunda ventana, cuando giró la cabeza contempló el
rostro de un hombre con una cicatriz en el rostro y estuvo a punto de caerse.
Estaba cerca del otro edificio, que, al ser un poco más bajo, tenía el tejado
por debajo de la fachada de su residencia, miró de nuevo atrás y vio a dos
hombres aproximándose por la pared, habían salido por la segunda ventana y
se encontraban muy cerca.
Beatriz se paró enfrente del tejado y titubeó antes de arrojarse, temía que
las tejas se soltasen y caer al vacío. Su perseguidor alargó la mano para
atraparla, pero perdió el equilibrio y lanzando un grito desesperado se cayó.
Unos segundos después, la gobernadora escuchó al cuerpo estrellarse contra
el suelo empedrado.
El segundo hombre, el de la cicatriz en la cara, puso un gesto de rabia y
aceleró el paso para atraparla, lo que hizo que la mujer se decidiera a saltar.

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Sus pies se escurrieron un poco al golpear las tejas, pero logró mantener el
equilibrio y encaminarse a la ventana que había un poco más arriba.
El perseguidor saltó al tejado con mayor destreza que la mujer y comenzó
a perseguirla, su peso hacia que las tejas se rompiesen.
Beatriz empujó la ventana, pero estaba cerrada, golpeó la celosía de
madera con la mano y la rompió, la madera estaba podrida. Quitó un pequeño
pestillo y abrió. Le buhardilla estaba completamente a oscuras y olía a
humedad, mierda de paloma y a podrido. Se sentó en el quicio y después
saltó, sin saber a qué altura se encontraba. Se hizo daño al caer sobre el suelo
de madera, pero se puso en pie y se dirigió hacia la salida. Intentó abrir la
puerta, pero parecía atrancada.
Escuchó las tejas reventarse por encima de su cabeza e intentó forzar la
puerta, pero apenas se movió un centímetro.

Fermín preguntó de nuevo al mariscal cuándo podría hablar con los reyes y
este negó con la cabeza.
—Hoy los monarcas dormirán en la Alhambra, han ordenado que se
prepare una fiesta y fastos dignos de su victoria, no puedo importunarlos con
vuestra petición.
La vida de Sara se encontraba en peligro, cada minuto que pasaba podía
significar el último.
—No sé cuánto más podrá aguantar, me han informado de que llevan días
torturándola.
—Os prometo que mañana intentaré hablar con la reina —zanjó Pedro de
Vera.
Los reyes visitaron las salas y habitaciones del palacio con una mezcla de
asombro y admiración. Los Reales Alcázares eran de singular belleza, al igual
que la Aljafería de Zaragoza, pero la Alhambra los superaba con creces a
todos ellos.
En uno de los grandes salones prepararon el banquete, la música llenaba la
sala mientras los nobles brindaban a la salud de los dos monarcas, que
parecían pictóricos de dicha. Fermín continuaba cabizbajo haciendo guardia
cuando una criada mora se le acercó y le ofreció una copa de vino.
—No puedo beber —le dijo, indicando con la mano.
La joven insistió, pero él rechazó el ofrecimiento. Después miró a su
alrededor y comprobó que muchos de los guardianes parecían borrachos. Se

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aproximó hasta Pedro de Vera y le puso sobre aviso.
—Hoy es un día para celebrar —dijo el mariscal.
—Es peligroso, si los moros nos tienden una trampa.
—Esos moros han huido como unos cobardes, no tenemos que temerles.
Fermín regresó a su puesto, no estaba convencido de que los moros no
intentaran por última vez salvar su capital.

Sara apenas podía moverse del camastro. Durante unos días no la llevaron a
los interrogatorios, estaba a punto de dejarse morir cuando oyó que se abría la
puerta de su celda. Entreabrió los ojos, apenas tenía fuerza para mucho más y
vio cómo un muchacho se acercaba hasta ella y dejaba un plato con comida.
—¿No habéis comido nada? Ya es el segundo día.
—Deja a la prisionera —se escuchó fuera de la celda.
—Si no come, morirá —dijo el muchacho.
—¿Y a ti qué te importa? —comentó el guardia, una especie de oso
velludo y malencarado.
El joven se sentó en el camastro y miró si tenía fiebre. Estaba ardiendo.
—Está enferma. ¿Por qué no dejamos que el galeno Ellas la examine?
El guardia comenzaba a impacientarse, pero no quería que se muriera una
prisionera puesta bajo su responsabilidad. Caminó pesadamente hacia la celda
de al lado y sacó a empujones a un anciano de cabellos grises y largos.
—Aquí tienes al galeno.
El hombre vio a la joven tumbada, apenas un saco de huesos que tiritaba.
Se acercó a ella y le miró la fiebre, después le palpó la garganta y el tórax.
—Traed paños de agua fría, creo que tiene carbunco.
—¿Qué es eso, doctor? —preguntó el joven mientras el guardia traía un
barreño con agua.
—¿Veis esta ulcera roja que se está volviendo negra? Además, los
escalofríos, la fiebre y las articulaciones rígidas son algunos de los síntomas.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó intrigado el joven.
—Estudié en Damasco hace muchos tiempo, cuando el mundo aún era
joven. No será suficiente con bajar la fiebre, tenéis que darle leche fresca y
miel, si en dos días no mejora, será demasiado tarde.
El joven se hizo en la cocina con todo lo necesario y los dos siguientes
días se preocupó por atender a la joven enferma. Por las noches la fiebre subía
tanto que Sara tiritaba y terminaba vomitando, durante el día mejoraba

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ligeramente. Cuando llegó la tercera noche, la fiebre era tan alta que comenzó
a convulsionar, parecía que todo estaba perdido.
El médico venía cada día para comprobar su estado. Ellas, antes de caer
en desgracia, había sido médico de los reyes, pero tras la persecución
generalizada a los judíos y los celos de varios monjes que querían ocupar su
lugar, una falsa acusación de brujería y de que intentaba que los conversos
regresaran a la fe judía, lo habían encarcelado. Aquel anciano delgado y de
piel cetrina era el mejor galeno del reino, pero ahora se encontraba cargado de
cadenas.

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Conspiración
«Por este motivo, un príncipe debe pedir consejo siempre, pero
cuando él lo considere conveniente y no cuando lo consideren
conveniente los demás, por lo cual debe evitar que nadie emita
pareceres mientras no sea interrogado. Debe preguntar a
menudo, escuchar con paciencia la verdad acerca de las cosas
sobre las cuales ha interrogado y ofenderse cuando se entera de
que alguien no se la ha dicho por temor. Se engañan los que
creen que un príncipe es juzgado sensato gracias a los buenos
consejeros que tiene en derredor y no gracias a sus propias
cualidades. Porque esta es una regla general que no falla nunca:
un príncipe que no es sabio no puede ser bien aconsejado y, por
ende, no puede gobernar, a menos que se ponga bajo la tutela de
un hombre muy prudente que lo guíe en todo. Y aun en este
caso, duraría poco en el poder, pues el ministro no tardaría en
despojarlo del Estado. Y si pide consejo a más de uno, los
consejos serán siempre distintos, y un príncipe que no sea sabio
no podrá conciliarios. Cada uno de los consejeros pensará en lo
suyo, y él no podrá saberlo ni corregirlo. Y es imposible hallar
otra clase de consejeros, porque los hombres se comportarán
siempre mal mientras la necesidad no los obligue a lo contrario.
De esto se concluye que es conveniente que los buenos
consejos, vengan de quien vinieren, nazcan de la prudencia del
príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

La Alhambra de Granada, 3 de enero del año de Nuestro Señor de 1492.

La fiesta se alargó varias horas hasta que la mayoría de los comensales


estuvieron completamente borrachos. La reina Isabel se había retirado a sus
aposentos, mientras el rey Fernando fornicaba con dos de las concubinas más
bellas de Boabdil. El resto de los nobles bebían y bailaban unos, mientras
otros intentaban seducir en los jardines a las pocas damas que no se habían
retirado o a las esclavas moras.
Pedro de Vera se acercó a Fermín y le pidió que le acompañase a sus
aposentos; mientras se dirigían hasta allí el mariscal tropezó y se cayó al
suelo. El soldado le ayudó a sostenerse y lo metió en la cama. Cuando estaba

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regresando de nuevo al salón de la fiesta vio a varias figuras vestidas de negro
que se movían sigilosas hacia los aposentos reales. Intentó reanimar a un par
de sus compañeros, pero todos estaban como cubas.
Fermín corrió primero hada la alcoba de la reina, esta ya estaba en la cama
cuando dos hombres entraron y tras degollar a su criada se lanzaron a por ella.
El soldado dio un grito y los dos moros se giraron y se dirigieron hacia él.
Fermín, con un cuchillo en una mano y la espada en la otra, les hizo frente. El
primero intentó atravesarlo, pero logró esquivarlo y le hincó el puñal en los
riñones y lo retorció; después con un golpe rápido lo degolló con la espada. El
otro moro le rasgó la camisa, pero no le hirió, Fermín se revolvió y lo alcanzó
en el hombro izquierdo. El asesino gritó furioso y se lanzó sobre él,
rompieron la celosía y cayeron a un patio, el moro se puso encima y comenzó
a acercar la afilada hoja de su espada al cuello, le estaba casi rozando cuando
este tomó el puñal y se lo hincó por la espalda. El asesino cedió la presión y el
gomero le hincó la espada en el corazón.
En cuanto se quitó al muerto de encima corrió hacia los aposentos de
Fernando. El rey estaba penetrando a una de las concubinas, mientras la otra
se besaba con la primera. Los dos moros habían entrado sigilosamente y
cuando se lanzaron sobre el monarca este apenas pudo reaccionar.
Fermín entró por la puerta y le arrojó una lanza al que estaba a punto de
cortar el cuello a Fernando. El otro, al verse acorralado, saltó por la ventana y
logró escapar.
—¡Por Dios, me habéis salvado la vida! ¿Cómo es vuestro nombre,
soldado?
—Fermín de La Gomera —contestó aún jadeante.
El rey se puso las calzas y se acercó hasta él.
—Mañana os recibiré en audiencia y podréis pedirme lo que queráis y,
voto a Dios, que os lo concederé.

Beatriz intentó abrir la puerta, pero no pudo, se giró y se colocó de espaldas a


la hoja de madera blandiendo su cuchillo.
—¿Pretendéis hacerme daño con eso? —se rio el asesino.
—Probad —le desafió la mujer.
El malencarado dibujó una media sonrisa y comenzó a acercarse. El
corazón de la gobernadora latía cada vez más rápido. Pensó que sus días iban
a terminarse en aquel cuchitril sucio y apestoso, que su ambición había

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llegado demasiado lejos y Dios la había castigado. Entonces oyó que alguien
saltaba desde la ventana, caía sobre el asesino y con un gesto rápido le
rebanaba el cuello.
—¿Os encontráis bien?
No podía distinguirlo por la oscuridad, pero sin duda aquella era la voz de
su amado Cristóbal.
Salieron del edificio y regresaron a la casa, los criados se habían
despertado y fueron los que se encargaron de recogerlo todo y de retirar los
cuerpos; después Cristóbal acostó a Beatriz, que le miraba embelesada.
—Gracias —dijo antes de caer en un profundo sueño.
Colón se sentó a su lado y la veló toda la noche. Por la mañana le llevó en
una bandeja algo para reconfortarla.
—¿Cómo os encontráis?
—Bien, pensé que se acababan mis días, pero aparecisteis vos.
—Estaba llegando a la casa cuando casi me aplasta un cuerpo que caía
desde la cornisa. Miré y os vi saltando al tejado y aquel hombre tras vuestros
pasos. Me apresuré a subir y seguiros, afortunadamente llegué a tiempo.
La mujer le abrazó y le dijo casi en un susurro:
—Os amo, Cristóbal, como jamás he amado a nadie.

Sara mejoró al tercer día, comenzó a comer poco a poco y a recuperar fuerzas.
Cuando recobró la consciencia se fijó en las dos personas que le habían estado
cuidando, un anciano de larga melena blanca y apenas un chiquillo moreno
que le recordaba a Fermín; de hecho, mientras deliraba, en varias ocasiones le
había llamado por su nombre.
—Veo que ya tenéis mejor el ánimo. ¿Cómo es vuestro nombre?
—Sara —respondió al galeno.
—Os habéis salvado de milagro —dijo el ayudante del cocinero.
—Nada de milagros, es la naturaleza actuando y nuestros cuidados —
refunfuñó el médico.
—Muchas gracias por vuestra ayuda, aunque hubiera preferido ir a la
presencia de Nuestro Señor Jesucristo.
El médico puso su sonrisa más irónica.
—Si es que hay algo después de la muerte.
—Claro que hay algo —comentó el joven.

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—Mateo, veo que sois tan crédulo como los frailes que nos tienen
encerrados aquí —contestó el médico.
—Yo no soy un prisionero, trabajo en la cocina, puedo salir cuando lo
desee.
—¿Alguna vez lo habéis hecho? —preguntó Ellas.
El joven negó con la cabeza.
—Lo veis, todos somos prisioneros de esos monjes fanáticos y oscuros.
Sara se incorporó un poco, aunque apenas tenía fuerzas.
—¿Y qué sugerís? ¿Pensáis que alguien puede escapar de aquí?
La pregunta de Mateo hizo que el anciano se girase hacia la puerta para
asegurarse de que no estaba vigilando el carcelero.
—Hay una forma, este castillo es muy viejo, de época de los visigodos.
—¿Los visi… qué?
—Da igual muchacho, un pueblo anterior a los moros. Ellos tenían un
túnel que pasaba por debajo del río, lo construyeron por si alguna vez se veían
cercados. Según leí hace algunos años en un manuscrito, el pasadizo sale de la
antigua sala real, ahora biblioteca de la Inquisición, estoy seguro de que ellos
no saben que existe, lo ocultaron bien los visigodos.
—¿Cómo llegaríamos hasta allí? —preguntó Mateo, después se puso en
pie y vigiló que nadie se acercara.
—Por la noche podríais abrir nuestras celdas, la vigilancia únicamente es
efectiva en las almenas, el gordo carcelero duerme en un camastro a pierna
suelta y no suele despertase hasta el amanecer. Una vez en el túnel,
llegaríamos al otro lado y escaparíamos. Tengo unos amigos talladores de
diamantes, los Hervás Pimentel, que nos ayudarían a ocultarnos unos días y
después nos facilitarían un pasaje a Italia, allí las cosas están más calmadas.
—No me parece mal plan.
—Yo prefiero morir aquí. ¿Qué iba a hacer en Italia? Ya no me quedan
fuerzas para vivir.
El anciano tocó el pelo de la joven.
—Aún no nos habéis contado por qué os encerraron aquí.
Sara les relató todas sus vicisitudes y cómo había terminado con sus
huesos en la cárcel de la Inquisición.
—Entonces, sois judía.
—Lo era mi familia, pero nos convertimos a Cristo.
—Uno jamás deja de ser judío, aunque siga al galileo —contestó el
anciano.

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Sara no supo qué responder, todavía la cabeza le daba vueltas y se sentía
muy débil.
—En tres días, cuando la luna casi esté a oscuras, saldremos de aquí, no
os preocupéis, mis amigos nos ayudarán y recuperaréis las ganas de vivir, que
es un gran mal el perder la esperanza.
Aquella noche, Sara no pensó en otra cosa que en Fermín; se preguntó
cuál había sido su suerte y le pidió a Dios que algún día se volvieran a ver, si
no era en esta vida en la venidera. Tras quedase profundamente dormida, no
escuchó en la lejanía los pasos del inquisidor, que ya había sido informado de
su repentina recuperación y estaba preparando el juicio que la llevaría al más
cruel de los castigos, la muerte en la hoguera.

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La fuga
«No ignoro que muchos creen y han creído que las cosas del
mundo están regidas por la fortuna y por Dios, de tal modo que
los hombres más prudentes no pueden modificarlas; y, más aún,
que no tienen remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían
deducir que no vale la pena fatigarse mucho en las cosas, y que
es mejor dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión ha gozado
de mayor crédito en nuestros tiempos por los cambios
extraordinarios, fuera de toda conjetura humana, que se han
visto y se ven todos los días».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Sevilla, 6 de enero del año de Nuestro Señor de 1492.

Mateo tuvo muchas dudas hasta la misma noche en la que iban a intentar
fugarse. Sabía que era muy arriesgado; si los inquisidores daban con ellos, no
tendrían piedad. El prestigio de su institución se encontraba en juego y serían
el hazmerreír de toda la ciudad.
El joven se dirigió al pasillo que daba a las celdas, entró en el cuartucho
en el que descansaba el carcelero, vio que dormía plácidamente y tomó de un
clavo las llaves de las celdas, intentó hacer el menos ruido posible y se dirigió
primero a la del médico. Ellas le esperaba con todo preparado, se había puesto
su capa y su sombrero, también lo que quedaba de sus en otra época caros
zapatos. Ambos abrieron la celda de Sara, estaba todavía dormida y tapada
hasta el cuello. La espabilaron y ayudaron a calzarse, después los tres salieron
con el mayor sigilo de la celda y caminaron por el pasillo de puntillas, el
chico devolvió las llaves a su lugar, habían puesto ropa en los camastros, por
si el carcelero echaba un vistazo.
Subieron las escaleras y llegaron hasta la primera planta, caminaron hasta
que vieron una puerta entreabierta. Alguien seguía despierto a aquellas horas.
Ellas miró por la rendija y vio a Luis de Marchena, el inquisidor que los había
torturado a ambos, ese maldito monstruo tenía especial inquina hada los
judíos. Estuvo tentado de entrar e hincarle un puñal en el pecho, pero se

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contuvo y continuó hasta la biblioteca. Mateo se había hecho con una llave,
entraron y, por un instante, Ellas se quedó absorto viendo todos aquellos
volúmenes, muchos de ellos prohibidos por la Inquisición. Allí se encontraba
buena parte del saber antiguo de la humanidad, pero retenido en las manos
más mezquinas y fanáticas de la cristiandad.
—Venga, Ellas, no podemos detenernos ahora.
—Me gustaría llevarme algunos volúmenes.
—Sería una carga innecesaria.
—¡Qué decís, muchacho, muchos de ellos son únicos en el mundo y estos
animales son capaces de lanzarlos al fuego!
Escucharon una puerta que se abría y se quedaron paralizados.
—¿Hay alguien ahí?
Era la voz del inquisidor, parecía como si aquel zorro fuera capaz de oler
a sus víctimas.
Los pasos suaves de las sandalias se detuvieron, Sara era capaz de
escuchar los latidos de su propio corazón.
—¿Quién anda en la biblioteca a estas horas?
El inquisidor se paseó por varios pasillos, pero al no ver a nadie, salió de
la biblioteca y la cerró con llave.
—Espero que encontréis la entrada al túnel y no esté cegada, si cierran la
puerta desde fuera no se puede abrir desde dentro —comentó Mateo.
El anciano sonrió a la luz de la vela y estuvo tanteando durante un buen
rato la pared hasta que dio con una disimulada palanca. Se escuchó un ligero
chasquido y la piedra se movió.
—Eureka —dijo el médico, movió algo más la piedra y entró el primero,
se veía una larga escalinata de piedra que descendía en la oscuridad. En
cuanto los tres estuvieron en el túnel cerraron la puerta. Descendieron con
cuidado durante varios minutos hasta que llegaron a un túnel no muy alto que
en línea recta les conducía al otro lado del río.
Durante casi media hora caminaron despacio, el anciano había calculado
que tenían que encontrarse al otro lado del río, pero justo en ese punto el túnel
se dividía en dos.
—¿Y ahora qué? —preguntó nervioso Mateo.
—Si nos dirigimos hacia la derecha iremos a los Reales Alcázares y si
cogemos el camino de la izquierda nos llevará a la catedral.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sara al anciano, ahora más animada al ver
cerca su liberación.
—Vamos a la izquierda.

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Caminaron unos diez minutos hasta que el túnel terminó de forma
abrupta, unas argollas de hierro parecían ser lo poco que quedaba de una
antigua escalera de láminas de madera.
—Subid primero y comprobad qué hay arriba —dijo el anciano al
muchacho.
Mateo escaló sin mucha dificultad, justo encima parecía haber una pesada
rejilla y después oscuridad.
—Hay una rejilla —dijo al anciano y a la joven.
La mujer subió con dificultad, aún se sentía muy débil, el anciano, en
cambio, lo hizo ágilmente, como si los años no le fatigasen.
Mateo empujó con todas sus fuerzas y logró abrir la rejilla de hierro, salió
afuera y comprobó que era una capilla de la catedral. Ayudó a sus dos amigos
a subir y los tres recorrieron la nave principal. Todavía no había sido
inaugurada, el edificio llevaba más de noventa años en obras y ocupaba el
suelo de la antigua mezquita de la ciudad.
Llegaron a una puerta que daba a un patio, vieron una puerta que daba a la
calle, pero en una silla había un guarda medio adormilado, pasaron con
cuidado y abrieron las verja, para verse al fin libres.
La judería estaba muy cerca de la catedral, cruzaron la plaza con paso
presto y atravesaron el estrecho callejón hasta la casa de la familia Pimentel.

El rey Fernando estaba junto a su esposa sentado en el salón del trono. Fermín
recordó, al verlos allí, al último rey moro de la ciudad, parecían como dos
leones que ocupaban orgullosos su última pieza cazada. El rey tenía una de
las piernas sobre un taburete y la reina inclinada hacia un lado le pedía algo a
su criada. Al verlo entrar con el mariscal, ambos sonrieron y el rey le hizo un
gesto para que se acercase.
—Este es el zagal que nos salvó la vida.
Los reyes habían tardado varios días en recibirlo, lo que casi le había
llevado a la desesperación.
—Majestades —dijo mientras inclinaba la rodilla a tierra como le había
enseñado Pedro de Vera.
—Gracias al cielo que estabais atento, hemos castigado a todos los
miembros de la guardia real por su negligencia.
La voz del rey era imponente, al igual que su porte. Ahora apenas sabía
cómo pedirles la liberación de Sara.

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—Los reyes sabemos ser generosos con los que nos prestan algún servicio
y vos habéis realizado el mayor de todos, salvarnos la vida.
Isabel sonrió al joven y le preguntó, interrumpiendo a su marido:
—¿Quiénes sois y cómo os habéis puesto a nuestro servicio?
El joven miró al mariscal.
—El joven Fermín es un guanche, natural de una de las islas Afortunados.
Comenzó a servirme en la isla de Gran Canaria, también participó en sofocar
la revuelta de los guanches de La Gomera, hace unos meses se incorporó a
nuestro ejército para la toma de Granada.
—Uno de nuestros vasallos de las islas, qué interesante, me han dicho que
vuestra tierra se asemeja al Jardín del Edén —dijo la reina.
—No lo sé, majestad, jamás he estado allí.
Toda la sala se echó a reír.
—Es un joven inocente, hasta hace unos meses no había salido de su isla,
menos para atacar La Gomera.
Los reyes asintieron.
—¿Qué merced nos pedís por vuestro gran servicio? No seáis escaso,
sabemos ser generosos.
—Lo único que os pido majestades, es que liberéis a mi amada, lleva
presa en la cárcel del castillo de San Jorge en Sevilla varios meses.
—¿El castillo de la Inquisición? —preguntó la reina, alarmada. Después
se giró y esperó una contestación de su confesor Hernando de Talavera, al que
la reina quería nombrar arzobispo de Granada.
—Si la joven es inocente —dijo, encogiéndose de hombros, todos sabían
su animadversión hacia la institución.
Después miró al otro lado, allí estaba el fraile franciscano con el que
querían sustituirlo, Francisco Jiménez de Cisneros.
—¿Qué decís vos?
—Yo, majestad, no soy nadie.
—Pero vuestra reina os pide consejo.
—Dios os puso a vos y vos a la Santa Inquisición, por tanto, ellos os
deben obediencia.
La reina miró de nuevo al joven y le dijo sonriente:
—Pues sea, así lo ordenamos y mandamos.

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Beatriz estuvo unos días sin atreverse a salir a la calle, no sabía si su suegra
tenía más hombres a su servicio o había puesto precio a su cabeza. Cristóbal
la visitó cada día, había estado viajando entre La Rábida y Córdoba hasta que,
a finales de noviembre del año anterior, fue convocado al campamento de
Santa Fe, para negociar con Juan Pérez, fraile de La Rábida, y el secretario de
los reyes, Juan de Coloma, pero las negociaciones se habían roto al reclamar
Colón el título de almirante y virrey. Hasta que Luis de Santángel, un
miembro importante de la administración, decidió apoyar al navegante con su
propio patrimonio si hacía falta. La reina mandó llamar a Colón cuando este
se dirigía de nuevo a Córdoba y le prometió que en unos meses firmaría las
capitulaciones necesarias para el viaje, como los reyes habían hecho años
antes para la conquista de las islas Canarias.
—Tengo que volver a Santa Fe en breve, tenemos que terminar de
negociar las capitulaciones.
Beatriz parecía contrariada e ilusionada al mismo tiempo, si su amor
conseguía cumplir su sueño, eso significaría que tendría que alejarse de él.
Por un momento había olvidado su propia dramática situación. Estaba a punto
de perderlo todo, pero Colón había conquistado su corazón hasta el punto de
que apenas ya le importaban la fama y la fortuna que tanto le había costado
conseguir.
—Vos tenéis que conseguir que los reyes os dispensen de la deuda y
archiven la denuncia de vuestro cuñado.
—Mi tía ha entregado a los secretarios reales y al consejo mi petición,
pero no ha habido respuesta.
—Estoy convencido de que al final se hará justicia, no os turbéis.
Los dos se besaron y la gobernadora sonrió a Cristóbal.
—¿Qué haré cuando os marchéis? ¿Quién me protegerá?
—Venid conmigo a Santa Fe, allí podréis ver a los reyes en persona y
solucionar por vos misma este desgraciado asunto.
Beatriz se armó de entereza y se propuso viajar con el marino hacia
Granada al día siguiente, aquella sería una nueva noche de amores. Los
problemas podían esperar a mañana, porque nadie tenía en su mano lo que
podía suceder ni qué depararía el destino.
Al día siguiente prepararon el viaje. Hasta salir de la ciudad emprenderían
el camino por separado y se reunirían a unas leguas de Córdoba. Los dos se
dirigían irremediablemente hacia el mismo sitio, ambos dependían de la
caprichosa voluntad de los reyes, ellos podían salvarles la vida o condenarla
al más absoluto anonimato. A Beatriz le habría gustado tener ese tipo de

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poder, aunque ahora que había encontrado el amor, las tareas mundanas le
parecían tan banales y absurdas, que casi no se le pasaban por la cabeza.
Su encuentro fuera de la ciudad les permitió, tras meses, poder mostrarse
en público sin temor, como dos verdaderos enamorados. El camino hasta
Granada era largo y, en invierno, peligroso, pero merecía la pena vivir aquella
aventura antes de que el destino volviera a separarlos de nuevo.

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31

Expulsión
«Pues se ve que los hombres, para llegar al fin que se proponen,
esto es, a la gloria y las riquezas, proceden en forma distinta:
uno con cautela, el otro con ímpetu; uno por la violencia, el otro
por la astucia; uno con paciencia, el otro con su contrario; y
todos pueden triunfar por medios tan dispares. Se observa
también que, de dos hombres cautos, el uno consigue su
propósito y el otro no, y que tienen igual fortuna dos que han
seguido caminos encontrados, procediendo el uno con cautela y
el otro con ímpetu: lo cual no se debe sino a la índole de las
circunstancias, que concilia o no con la forma de confortarse.
De aquí resulta lo que he dicho: que dos que actúan de distinta
manera obtienen el mismo resultado; y que de dos que actúan de
igual manera, uno alcanza su objeto y el otro no. De esto
depende asimismo el éxito, pues si las circunstancias y los
acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe que es
cauto y paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él
será feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al
mismo tiempo su proceder. Pero no existe hombre lo
suficientemente dúctil como para adaptarse a todas las
circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que
la naturaleza lo inclina, ya porque no puede resignarse a
abandonar un camino que siempre le ha sido próspero. El
hombre cauto fracasa cada vez que es preciso ser impetuoso.
Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no
cambiaría su fortuna».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Campamento de Santa Fe, 20 de marzo del año de Nuestro Señor de 1492.

Isaac Abravanel había intentado por todos los medios frenar el proyecto de
los inquisidores de expulsar a la comunidad judía de Castilla y Aragón. El
erudito judío había contribuido a financiar la guerra de Granada y había
servido de apoyo a Cristóbal Colón frente a un Fernando siempre reacio a la
aventura del italiano. Isaac Abravanel había ofrecido una considerable suma
de dinero a Fernando para que cejase en su empeño de expulsar a los judíos

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de todos sus reinos, pero el inquisidor general Tomás de Torquemada había
frenado todos sus intentos.
Isaac había tratado de inclinar el corazón de la reina, siempre más
benevolente y propicia a su pueblo, pero ella le confirmó que era el rey el que
apoyaba la expulsión de los judíos.
La oportuna muerte de un niño en La Guardia, supuestamente asesinado
por una conjura de conversos y judíos, para realizar con él un supuesto rito,
influyó en la corte para propiciar la expulsión de todos los hebreos de los
reinos.
Torquemada había preparado con sus ayudantes un edicto que se pondría
en funcionamiento el 31 de marzo y que daría un plazo de cuatro meses a
todos los judíos para la conversión o el exilio.
Isaac Abravanel se reunió aquel día con su amigo y mentor Abraham
Seneor.
—Estamos perdidos —dijo Isaac a su amigo.
—No hay vuelta atrás, los reyes han tomado una decisión y han firmado
hoy mismo el edicto que se anunciará en unos días.
—Esto es una felonía, Granada está en manos de los monarcas gracias a
nuestra ayuda. Hemos financiado sus reinos desde que llegaron al poder, aun
cuando muchos les combatieron y dudaron de su valía.
Abraham puso su mano derecha sobre el hombro de su amigo.
—Debemos ser prácticos, Dios conoce nuestros corazones, Él sabrá
perdonarnos.
—No, Abraham, yo no puedo traicionar ni a mi Dios ni a mi pueblo.
Puede que los reyes, al ver el gran perjuicio que esta decisión ocasionará a su
pueblo, rectifiquen.
Abraham sentía pena por su amigo.
—Nada volverá a ser igual, os lo aseguro. La reina nos ha protegido
durante todo este tiempo, pero la envidia y el temor a los conversos nos pone
en una situación insostenible. Somos del linaje de los patriarcas, de los reyes
y los profetas, pero hoy nos toca salvar a nuestra casa y nuestra descendencia.

Unos días más tarde, el edicto llegó como un mazazo a todas las comunidades
hebreas en los reinos de Castilla y Aragón. También a la casa de los Pimentel,
que llevaban más de dos meses ocultando a Sara, Ellas y Mateo.

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Los inquisidores se habían puesto furiosos al descubrir que dos de los
prisioneros habían escapado con vida del castillo, al parecer ayudados por un
joven huérfano. Los frailes habían dado la orden de encontrar vivos o muertos
a los prófugos y para ello habían puesto todos los recursos a su disposición,
por lo que Ellas había pedido a sus amigos que los resguardasen durante más
tiempo, antes de que intentasen huir a Italia.
—Hoy ya no he visto soldados por la judería —comentó Mateo, que era el
único que se atrevía a salir a las calles de Sevilla para comprobar la situación
en la ciudad.
—Creo que Mateo tiene razón, en unos días se cercará la judería para
evitar asaltos y ataques de los cristianos, que, animados por el edicto,
intentarán quedarse con los bienes de nuestro pueblo —dijo el anciano a sus
amigos y al matrimonio Pimentel.
—No estoy segura de querer huir a Italia, si regreso a Toledo tal vez
encuentre a la familia de mi padre o de mi madre.
—Querida Sara, todas las juderías serán vaciadas en unos meses, vuestros
familiares estarán preparando su huida —le intentó explicar Ellas.
Lo cierto era que no había dejado ni un día de pensar en Fermín, temía
que hubiera muerto, pero su sueño era reunirse de nuevo con él. Si se
marchaba a Italia nunca más le volvería a ver.
—Nosotros nos iremos en una semana, hemos pensado que el mejor lugar
para vivir es Constantinopla, desde que está en manos musulmanas han
pedido a varias comunidades judías que se asienten en la ciudad para animar
el comercio. Allí sabrán apreciar nuestra habilidad con los diamantes —
comentó Moisés Pimentel.
—Yo soy más partidaria de ir a Lisboa, estoy segura de que los reyes
terminarán rectificando —contestó Esther, su esposa.
Ellas, que era un zorro viejo y llevaba años advirtiendo de la destrucción
de todas las juderías de Castilla, los miró con cierto estupor. Odiaba tener
razón, pero era absurdo negar la realidad.
—El mundo está cambiando, no podemos poner vino nuevo en odres
viejos, será mejor que os olvidéis de Sefarad, nuestro pueblo debería regresar
a Jerusalén, pero yo soy demasiado viejo para unirme a ese sueño.
Sus dos amigos le miraron algo sorprendidos, Judea era un hervidero de
guerras y matanzas ininterrumpidas, los pocos judíos que aún permanecían en
la Ciudad Santa y las tierras de sus antepasados o habían sido masacrados por
los cristianos o por los musulmanes.

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—Será mejor que no nos precipitemos, aún tenemos tiempo para tomar
esa decisión —dijo Esther—. Por supuesto, podéis venir con nosotros.
Los tres fugitivos agradecieron el apoyo de la pareja, pero apenas habían
terminado de hablar cuando escucharon golpes en la puerta. Moisés hizo un
gesto a todos para que permaneciesen en silencio y se acercó hasta la entrada.
—¿Quién llama a mi puerta tan temprano?
—La Santa Inquisición —oyó asustado. Sintió cómo se le helaba la sangre
y con un gesto mandó a su esposa que ocultara a los fugitivos en la bodega
secreta que tenían debajo de la cocina. Después se dispuso a abrir.

Fermín había llegado con el salvoconducto de los reyes hasta el mismo


castillo de San Jorge, pero los padres inquisidores le anunciaron que su amada
era uno de los prisioneros que habían logrado escapar. El joven guanche no
podía creerse que Sara hubiera salido de la cárcel, aunque, al mismo tiempo,
se alegraba de que estuviera a salvo.
Pedro de Vera le había propuesto que le acompañase en su retiro a Jerez,
allí tenía una modesta casa. Estaba cansado de los sinsabores de la política,
sobre todo desde que su hijo Hernando de Vera había hecho unas coplas en
contra del gobierno de los reyes y, tras escapar de la corte, se había refugiado
en la vecina Portugal. El joven soldado no había aceptado la generosa
invitación de su antiguo señor; si no lograba encontrar a Sara, regresaría a las
islas.

Antes de llegar al campamento de Santa Fe, Cristóbal y Beatriz decidieron


separarse, no era prudente que en la corte los viesen juntos, sabían que los
rumores eran capaces de echar al traste sus planes.
Colón llegó unos días antes, fue recibido de buen grado por todos sus
partidarios, nobles y religiosos que le habían apoyado desde el primer
momento. Los reyes habían dejado la Alhambra tras los últimos incidentes, no
se fiaban de la población de la ciudad ni de los criados moros del palacio
nazarí.
Cristóbal se reunió primero con Juan Pérez, que junto a fray Antonio de
Marchena había sido uno de sus más fervientes admiradores desde su
encuentro un año antes en el monasterio de la Rábida. Cristóbal se encontraba

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en aquel momento decidido a ir a Francia para ofrecer el proyecto a su rey.
Juan Pérez le hizo cambiar de idea y le prometió que la reina le escucharía y
conseguiría coronar con éxito su idea.
Juan Pérez cumplió su promesa y consiguió convencer a la reina de que
aceptase que Colón fueran nombrado virrey de todas las tierras conquistadas.
Sin aquel viaje a Huelva, Cristóbal no habría visto al fraile y su empresa
no se hubiera llevado a cabo.
Colón creía en el destino y sabía que Dios estaba detrás de todo el asunto.
Le había prometido a Cristo que si le concedía lo necesario para el viaje haría
todo lo posible para que se evangelizaran aquellas tierras paganas.
—¡Querido amigo! —exclamó Juan Pérez al ver al navegante.
—Muchas gracias por todo, ya estamos tan cerca. Espero que nada se
tuerza.
—Dios no lo quiera, el secretario de los reyes, Juan de Coloma, está
redactando las capitulaciones, ya me aseguraré de que a última hora no ponga
nada en vuestra contra.
—Soy muy afortunado de teneros a mi lado.
—Es Dios disponiendo y el hombre haciendo, ya sabéis. Os advierto que
el ambiente de la corte está enrarecido por la orden de expulsión de los judíos,
muchos nobles no están conformes y creen que el problema con los conversos
aumentará, otros ven aliviados la expulsión de los hebreos, ya que así se verán
libres de sus deudas.
Cristóbal había recibido el apoyo de varios judíos, por lo que no entendía
la inquina de muchos cristianos hacia ellos.
Los dos hombres se dirigieron al despacho de Juan de Coloma. Era un
hombre afable, de origen humilde, que había comenzado su carrera como
eclesiástico, pero la había abandonado para casarse pasados ya los cuarenta
años. La larga vida del secretario no había estado exenta de momentos
amargos, había visto la prisión y el desprecio tras ser acusado falsamente. Era
muy reacio a los judíos y los reyes le habían encargado la redacción del edicto
de expulsión, además de un acuerdo de paz con Francia y las capitulaciones
para el viaje de Colón.
—Estimados señores, es un honor recibiros en mis dominios —dijo el
secretario, tras levantarse de aquella gran mesa en una habitación tan pequeña
—. En Santa Fe todo es pequeño e incómodo, nada que ver con mi despacho
en Córdoba, pero ahora que la guerra ha terminado, imagino que volveremos
allí.
Cristóbal no podía disimular su alegría.

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—No veo la hora de firmar.
—Debéis tener un poco más de paciencia, ya sabéis que el Consejo Real
debe dar el último visto bueno, pero no creo que haya muchos retrasos esta
vez.
Colón temía al consejo que en varias ocasiones había echado para atrás el
proyecto.
—Paciencia es lo único que me sobra, al menos ahora que veo tan cerca el
viaje.
—La reina desea veros mañana. Será una reunión privada.
Cristóbal se sintió algo incómodo, la reina parecía tener hacia él una
obsesión enfermiza, tal y como había mostrado cuando se conocieron.
—Si esa es su voluntad —contestó cortésmente, después pensó en Beatriz
y en las ganas que tenía de verla.

Beatriz llegó a Santa Fe entrado el mes de abril. Su tía le había escrito varias
cartas en las que le aseguraba que su mediación estaba dando frutos, si los
reyes ratificaban sus títulos, sería más sencillo enfrentarse al resto de las
denuncias que acumulaba. Su tío Francisco se reunió con ella en Loja, donde
llevaba unos días esperando a que Colón llegase a Santa Fe.
—¡Cielo Santo! Vuestra belleza en lugar de disminuir ha aumentado.
La gobernadora siempre había tenido sentimientos encontrados con su tío.
Francisco Fernández de Bobadilla era catorce años mayor que su sobrina;
siendo ella apenas una adolescente, su tío le prestaba más atención de la
debida.
—Vos parecéis más joven.
—Ya paso de los cuarenta, y uno va notando el lento declinar del cuerpo,
aunque en mi caso creo que el continuo ejercicio me hace bien. Pero vayamos
a nuestros asuntos.
Mientras los criados preparaban el equipaje, tío y sobrina entraron en una
de las salas y comenzaron a charlar.
—En Santa Fe deberemos defender vuestros derechos al señorío de las
islas de La Gomera y El Hierro, gracias a la influencia de mi hermana y la
mía propia, que, como bien sabéis, he sido maestresala real y ahora corregidor
en Córdoba. La acusación de Sancho de Herrera contra vos es más grave, ya
que el Consejo Real la aceptó, pero lo que me preocupa sobre todo es el

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medio millón de maravedíes que se os reclama, espero que los reyes os
concedan el sobreseimiento de la deuda.
Tras aquellas semanas de intensos amores con el genovés y el miedo a
sufrir más atentados, la gobernadora había quitado de su mente la razón por la
que había regresado a la península.
—Querida sobrina, todo se arreglará —dijo, dándole un abrazo que duró
más de lo aconsejable y con el que la mujer se sintió muy incómoda.
Un criado entró en la estancia y les anunció que todo estaba listo para el
viaje, esperaban que en poco más de una jornada se encontraran en Santa Fe.

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32

Camino de la libertad
«Se concluye entonces que, como la fortuna varía y los hombres
se obstinan en proceder de un mismo modo, serán felices
mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén
en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es
preferible ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer
y se hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y
zaherirla. Y se ve que se deja dominar por estos antes que por
los que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los
jóvenes, porque son menos prudentes y más fogosos y se
imponen con más audacia».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Sevilla, 21 de marzo del año de Nuestro Señor de 1492.

Sara y sus amigos permanecieron dos días encerrados en la bodega hasta que
todo se hubo calmado. Afortunadamente, aquel escondite tenía provisiones de
sobra para poder subsistir. Mateo abrió la trampilla disimulada en el suelo y
miró antes de salir del escondite; después recorrió la casa que había sido
saqueada por los soldados del rey y comprobó que no había peligro.
—Subid, no hay nadie en la casa.
Ellas se llevó las manos a la cabeza al comprobar todo aquel desastre.
—Espero que no le haya sucedido nada malo a mis amigos —dijo
mientras ponía en pie algunas sillas.
—La entrada de la judería está custodiada por la noche, por eso es mejor
que nos marchemos cuanto antes. Podríamos tomar uno de los barcos que
lleva hasta Palos de la Frontera y desde allí subir a la primera nao que salga
hacia Italia.
Sara asintió con la cabeza, sabía que ya no podía quedarse en la península,
cada día que pasaba era más peligroso.
Prepararon sus cosas. Mateo miró a la calle antes de abandonar la casa y
después caminaron hacia la plaza. Llevaban puestas ropas elegantes, para que
nadie supiera que eran tres fugitivos buscados por la Inquisición. Sara había
recuperado peso y con aquel vestido verde parecía una verdadera dama. El

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joven Mateo se había dejado bigote y crecer el pelo, Ellas llevaba el suyo
corto y una barba fina que le hacía parecer más joven.
Se dirigieron hasta el puerto y se embarcaron en el primer barco que iba
para la costa. En cuanto se sentaron y vieron que la nao se alejaba de la
ciudad, respiraron aliviados.

Fermín tomó un barco para Palos de Frontera, se había resignado a no


encontrar a su amada. Regresaría a su isla, compraría unas tierras con el
dinero que había ganado como soldado y los regalos de los reyes e intentaría
rehacer su vida.
El barco bajó por el Guadalquivir con su pausado ritmo, él no tenía prisa,
sabía que jamás volvería a ver aquellas hermosas tierras ni sus populosas
ciudades, pero amaba tanto su isla que no sentía demasiado pesar. No tenía
recuerdos anteriores a su vida antes de que los castellanos se asentaran en
ella, pero intentaría regresar a algunas de las costumbres de sus antepasados,
sobre todo al respeto que estos tenían a los montes y los animales, de los que
obtenían todo. Se dedicaría al pastoreo y pasaría el resto de su existencia
añorando a la bella Sara y la vida que podrían haber tenido juntos.

Isabel recibió a Cristóbal Colón en una sala que usaba para las visitas
privadas. No había podido estar a solas con él desde que se conocieron casi
seis años antes; ella acaba de ser madre y le pareció un apuesto y gallardo
caballero.
El genovés entró a la sala iluminada por las velas, la reina llevaba un
vaporoso vestido al estilo árabe, nada que ver con sus modestos trajes de la
corte. Tenía el pelo suelto, en el que se mezclaban los cabellos rubio y canos.
—Colombo —dijo la reina, que era como solía llamar al genovés.
—Majestad —respondió el hombre mientras inclinaba la cabeza.
—La última vez os marchasteis muy raudo y os mandé llamar. ¿No sabéis
que es muy peligroso rechazar a una reina?
—Jamás lo haría, majestad.
—Sentaos a mi lado y dejad de llamarme majestad, ahora soy amiga
vuestra y de vuestra causa.

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Colón se sentó y poco a poco fue relajándose, la reina le ofreció una copa
de vino que le sirvió ella misma. Tras bebérsela casi de un trago, Isabel se la
llenó de nuevo.
—Aunque no lo creáis, siempre tuve interés en vuestro proyecto, pero
Fernando no quería y la guerra se llevaba casi todos nuestros recursos. En
unas pocas jornadas podréis contar con nuestro leal apoyo. —Isabel le sonrió
—. Si estáis en lo cierto, mis estados serán ricos y prósperos, pero lo más
importante es que esas criaturas conozcan el Evangelio.
—Sin duda, majestad.
—Isabel —le replicó la reina—. No sabéis lo difícil que es ser reina. Yo
no estaba destinada para el trono, sino mi hermano, pero Dios quiso que me
convirtiese en la madre de mi pueblo. Fernando y yo hemos hecho grandes
cosas, siempre le he querido, pero él…
La reina parecía triste de repente, como si el peso de tantas infidelidades
comenzase a hacer mella. Colón no sabía cómo reaccionar. La primera vez
que la vio le pareció hermosa, pero lo que más le impresionaba de ella era su
inteligencia, jamás había conocido a una mujer así.
Isabel apoyó su regia cabeza en el pecho del genovés y escuchó su
corazón acelerado.
—¿Me deseáis, Cristóbal?
El navegante no supo qué responder. La reina estaba algo entrada en
carnes después de tener a tantos hijos, pero seguía siendo hermosa, con sus
ojos claros y la cara aniñada. Entonces tomó su rostro entre las manos y la
besó. Isabel cerró los ojos y durante unos minutos olvidó su condición y
linaje, para convertirse simplemente en una mujer.

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33

Capitulaciones
«Y si, como he dicho, fue preciso para que Moisés pusiera de
manifiesto sus virtudes que el pueblo de Israel estuviese
esclavizado en Egipto, y para conocer la grandeza de Ciro que
los persas fuesen oprimidos por los medos, y la excelencia de
Teseo que los atenienses se dispersaran, del mismo modo, para
conocer la virtud de un espíritu italiano, era necesario que Italia
se viese llevada al extremo en que yace hoy, y que estuviese
más esclavizada que los hebreos, más oprimida que los persas y
más desorganizada que los atenienses; que careciera de jefe y de
leyes, que se viera castigada, despojada, escarnecida e invadida,
y que soportara toda clase de vejaciones. Y aunque hasta ahora
se haya notado en este o en aquel hombre algún destello de
genio como para creer que había sido enviado por Dios para
redimir estas tierras, no tardó en advertirse que la fortuna lo
abandonaba en lo más alto de su carrera. De modo que, casi sin
un soplo de vida, espera Italia al que debe usarla de sus heridas,
poner fin a los saqueos de Lombardia y a las contribuciones del
Reame y de Toscana y cauterizar sus llagas desde tanto tiempo
gangrenadas».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Santa Fe, 10 de abril del año de Nuestro Señor de 1492.

Beatriz se desesperaba, llevaba días sin poder ver a Cristóbal y ni el Consejo


Real ni los reyes terminaban de ceder ante sus peticiones. Su tía la marquesa
de Moya intercedía todos los días ante la reina, pero esta únicamente tenía
ojos para el genovés, con el que pasaba largas horas mientras este le explicaba
su próximo viaje.
Francisco de Bobadilla tampoco avanzaba mucho con el Consejo Real,
que parecía determinado a que la gobernadora de La Gomera indemnizase a
todos los que habían tenido que devolver a sus esclavos gomeros y pagase las
multas por aquella venta ilegal. La única oportunidad que le quedaba a
Beatriz era entrevistarse con el rey, pero sabía lo que eso podía suponer.
Fernando la recibió en uno de los salones que utilizaba para sus reuniones
privadas. El rey la esperaba sentado a la mesa mientras revisaba unos papeles.

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—Entrad, Beatriz, os había visto por la corte, pero no os había podido
saludar, muchos asuntos requieren mi atención.
—Lamento importunaros.
—No me importunáis, sois una dama cabal, hermosa y señora de La
Gomera, siempre atiendo bien a mis vasallos.
Beatriz se sentó en una silla cercana.
—Precisamente de eso quería hablaros, necesito que el consejo confirme
mi señorío sobre las islas de La Gomera y El Hierro, tras la muerte trágica de
mi esposo no me han sucedido más que desgracias…
Fernando no dejaba de mirar el cuerpo suntuoso de la joven viuda. El
vestido ajustado de color azulado resaltaba su figura y el escote mostraba sus
generosos pechos, que por el nerviosismo se bamboleaban más que otras
veces.
La mujer le relató brevemente la venta de esclavos que había efectuado
con Pedro de Vera, el pleito con los compradores, el intento de su suegra de
arrebatarle sus títulos y quitarle la custodia de sus hijos.
El rey se puso en pie y se acercó a Beatriz, después apoyó la mano en su
hombro. El contacto de los dedos reales la puso aún más nerviosa.
—Aún recuerdo a la chiquilla inquieta que erais y qué rápido aprendisteis
a servir a vuestro monarca.
La mano comenzó a descender hasta el filo del escote, se detuvo un rato
allí y después siguió bajando.
—Ya sabéis que favor con favor se paga. Mandaré a mis secretarios que
resuelvan vuestros problemas si veo en vos la actitud leal de una buena
cortesana.
Mientras el hombre tocaba sus pechos, la pobre Beatriz pensó en
Cristóbal, esperaba que nunca se enterase de aquel desatino, pero a una mujer
indefensa no le quedaba más remedio que ceder ante los deseos de su señor.

La criada fue a informar a su señora. Isabel sospechaba que su esposo


intentaría conquistar de nuevo a la Bobadilla, y no tardó mucho en hacerlo.
Fernando era un hombre apasionado, que tenía tal debilidad por las mujeres
que apenas podía resistir sus encantos. Aunque lo que le tenía que informar
era mucho peor.
—Majestad, he vigilado a doña Beatriz de Bobadilla, como me pedisteis.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó la reina impaciente.

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—La gobernadora de La Gomera ha tenido varios encuentros con el
genovés, Cristóbal Colón.
Los ojos de Isabel casi se le salieron de las órbitas. ¿Cómo era posible que
aquel hombre sensible y gallardo viera a semejante fulana?
—¡No es posible! ¿Estáis segura? A lo mejor tenían que resolver algún
negocio.
—No vi lo que hacían, pero él entró en el dormitorio de doña Beatriz.
Isabel tiró de la mesa todo lo que había, se sentía furiosa y ultrajada,
anularía el viaje, no permitiría que alguien la burlase de nuevo.
—¡Haced llamar a Colombo!
El navegante no tardó mucho en presentarse ante la reina, parecía
nervioso por tanta premura.
—Dejadnos a solas —ordenó a sus damas de compañía.
El genovés fue a besar la mano de la reina, pero esta se la retiró.
—¿Qué asuntos os traéis con esa condesa de La Gomera?
Cristóbal comprendió de repente que era un verdadero ataque de celos. Al
principio, no supo qué responder.
—Bueno, la condesa y yo… Tenemos ciertos negocios.
—¿Qué tipo de negocios? ¿No serán personales?
—Doña Beatriz me ha ofrecido muy gentilmente que recale en el puerto
de La Gomera, el último que hay antes de internarse en el inhóspito océano.
—¿En su puerto? —preguntó confusa la reina.
—Sí, majestad.
La mujer se echó a reír y levantó la mano.
—Venid aquí, presto.
Cristóbal se acercó y ella le ofreció la mano.
—Os espero esta noche.

Los días pasaron raudos y llegó el esperado momento de las capitulaciones.


Además de Juan de Coloma y fray Juan Pérez, en la sala se encontraban
algunos de los nobles más importantes de Castilla, el confesor de la reina y
algunas damas notables.
Juan de Coloma leyó las capitulaciones mientras el rostro de Colón
brillaba entusiasmado. Cuando terminó, dejó el documento sobre una mesa y
le ofreció a Colón la pluma.

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El genovés parecía paralizado por la emoción, miró a la reina que le lanzó
una sonrisa y por unos segundos únicamente se escuchó la pluma rasgando el
papel con su rúbrica. El marino levantó la cabeza y todos comenzaron a
felicitarlo. Era el 17 de abril del año de Nuestro Señor de 1492.

Colón no había vuelto a ver a Beatriz desde el encuentro con la reina, temía
que Isabel pudiera echarse atrás por celos, pero aquella noche lo arriesgó todo
y fue hasta sus aposentos. La joven viuda no le esperaba, pero cuando le vio
entrar por la puerta, su corazón comenzó a desbocarse.
—¡Cielo santo, sois vos! —exclamó mientras se levantaba de la cama y se
lanzaba en sus brazos. Se besaron largamente.
—Pronto podremos marcharnos de aquí.
—Yo aún tengo asuntos que resolver, parece que el consejo decidirá sobre
mis peticiones en breve.
—Yo debo viajar a Palos en unos días, los reyes me han concedido la
potestad de fletar dos naves, quiero salir al mar antes de que llegue el
invierno.
El rostro de Beatriz se ensombreció, había imaginado que se marcharían
juntos a Palos y tal vez a Canarias.
—Me reuniré con vos en cuanto pueda —dijo la mujer mientras volvía a
abrazarlo.
Aquella noche fue una de las más felices de su vida, quería estar con el
hombre que amaba y soñar que tal vez algún día podrían estar juntos para
siempre.

Sara y sus amigos llegaron a Palos tras la corta travesía, pero no fue fácil
encontrar un barco que partiera para Nápoles. Tuvieron que hospedarse en
una taberna cercana al puerto. No salían mucho de allí por temor a ser
capturados. El único que se movía con más soltura era el joven Mateo.
Una de las noches, justo antes de la cena, los tres amigos se sentaron en su
mesa acostumbrada. Tenían algo que celebrar, Mateo había encontrado un
barco italiano que en un par de jornadas partiría para Italia.
—Al final, lograremos completar nuestros viaje —dijo el galeno.
—Hasta que no esté a bordo no me lo creeré.

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Sara parecía mucho menos contenta de dejar su tierra, seguía pensando en
su amado Fermín.
—¿Qué os sucede? ¿No os alegráis? —preguntó Mateo, que a pesar de la
diferencia de edad estaba comenzando a enamorarse de ella.
—Disculpadme, me temo que esta noche no soy buena compañía para
nadie.
La joven se encaminó hacia las escaleras cuando se tropezó con un
hombre, levantó la vista y vio el rostro de Fermín. El joven guanche había
perdido un barco para su isla unos días antes, aquella noche había decidido ir
a aquella posada para cenar, sin saber en ese momento que sería allí donde
encontraría a su amada.
Al principio no la reconoció, ya había desechado la idea de volver a verla,
pero cuando ella pronunció su nombre, se sintió paralizado, como si el tiempo
se hubiera detenido de repente.
—¡Fermín!
El guanche cogió con sus fuertes manos los hombros de la joven y sus
miradas se encontraron, los años no habían pasado en balde, pero él seguía
siendo el joven guanche que había conocido en Gran Canaria y ella la
bellísima dama de compañía que había visto en la casa de Pedro de Vera.
—¿Sara?
Se abrazaron, dejaron que sus cuerpos se reconocieran y tras unos
segundos se besaron. Desde la mesa, los amigos de la joven los observaban
sorprendidos, Mateo algo celoso, pero Ellas totalmente exultante.
Sara y su amado se sentaron a la mesa y, tras contarse todas sus desdichas,
acordaron ir juntos a La Gomera, temían que alguien recordara el proceso de
Sara en Gran Canaria y la denunciase de nuevo ante la Inquisición.
Ellas les comunicó que él partiría para Italia, no quería enfrentarse a la
persecución por ser hebreo y prefería escapar antes de que el plazo dado para
la salida voluntaria de los judíos expirase.
—¿Qué haréis vos? —preguntó Sara a Mateo.
El joven miró a la mujer y al anciano, no quería marcharse a un país
extraño, pero tampoco sabía si podría estar tan cerca de Sara sin sentir celos.
—Me iré a La Gomera, creo que allí podré convertirme en pescador o
pastor. ¿Quién sabe?
Sus amigos soltaron una carcajada, pero aquella noche les tocaba soñar y
buscar un nuevo rumbo para sus vidas.

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34

El Consejo Real
«Vedla cómo ruega a Dios que le envíe a alguien que la redima
de esa crueldad e insolencia de los bárbaros. Vedla pronta y
dispuesta a seguir una bandera mientras haya quien la empuña.
Y no se ve en la actualidad en quien uno pueda confiar más que
en vuestra ilustre casa, para que, con su fortuna y virtud,
preferida de Dios y de la Iglesia, de la cual es ahora príncipe,
pueda hacerse jefe de esta redención. Y esto no os parecerá
difícil si tenéis presentes la vida y acciones de los príncipes
mencionados. Y aunque aquellos fueron hombres raros y
maravillosos, no dejaron de ser hombres; y no tuvo ninguno
ocasión tan favorable como la presente; porque sus empresas no
fueron más justas ni más fáciles que esta, ni Dios les fue más
benigno de lo que lo es con vos. Que es justicia grande: iustum
enim est bellum quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi
in armis spes est. Aquí hay disposición favorable; y donde hay
disposición favorable no puede haber grandes dificultades, y
solo falta que vuestra casa se inspire en los ejemplos de los
hombres que he propuesto por modelos. Además, se ven aquí
acontecimientos extraordinarios, sin precedentes, ejecutados por
voluntad divina: las aguas del mar se han separado, una nube os
ha mostrado el camino, ha brotado agua de la piedra y ha llovido
maná; todo concurre a vuestro engrandecimiento. A vos os toca
lo demás. Dios no quiere hacerlo todo para no quitarnos el libre
albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Santa Fe, 8 de mayo del año de Nuestro Señor de 1492.

La señora de La Gomera se presentó ante el Consejo Real para defender su


causa después de tantos meses de espera. Cristóbal Colón llevaba las últimas
semanas muy ocupado con los preparativos del viaje y terminando de reunir
todo lo necesario para la travesía.
El rey Fernando había cumplido su palabra, el consejo parecía favorable a
confirmar su señorío, lo que la convertía automáticamente, mientras su hijo
fuera menor, en condesa y gobernadora de La Gomera y El Hierro.
—Señora doña Beatriz de Bobadilla, viuda de Hernán Peraza, como
madre y mentora de Guillén Peraza tenéis el derecho de gobernar en su

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nombre hasta su mayoría de edad, desestimando las peticiones de doña Inés
Peraza, abuela del tal Guillén Peraza.
Beatriz mantuvo la compostura y no reaccionó ante el fallo, aún quedaba
un punto muy importante por tratar.
—Con respecto a la denuncia por venta ilegal de esclavos y la susodicha
multa, quedáis totalmente libre de su pago, ya que desconocíais que estabais
actuando contra derecho, lo que os permite la condonación de la deuda
contraída de medio millón de maravedíes. Así afirmamos y pedimos que sea
condonada para siempre jamás.
La joven viuda salió del consejo exultante, había logrado superar dos de
los procesos más peligrosos, aunque quedaba pendiente en Córdoba la
denuncia de su cuñado acusándole de meretriz y por tanto incapaz de tutelar a
su hijo.
Lo primero que hizo Beatriz tras la sentencia fue escribir a sus padres para
que le llevasen a sus hijos a Córdoba, donde pretendía reunirse con Cristóbal,
que permanecería unos días en la ciudad resolviendo unos asuntos.
—Felicidades, sobrina —le dijo su tío Francisco.
—Gracias a Dios me veo liberada de todo este mal, ya soy libre.
—No olvidéis que aún os queda resolver una cuestión.
—Muchas gracias, tío, por toda vuestra ayuda, os estaré eternamente
agradecida.
La mujer dejó el campamento de Santa Fe de inmediato, estaba cansada
del ambiente de la corte y de estar en boca de todos. Además, prefería alejarse
del rey y no volver a verlo nunca más, le asqueaba tener que dormir con él,
mientras en su corazón únicamente había lugar para un hombre, su Cristóbal.
Llegó a Córdoba de buen ánimo. Apenas llevaba un par de días en la
ciudad cuando sus padres llegaron con sus hijos. Los abrazó entre lágrimas,
jamás hubiera pensado que los echaría tanto de menos. Estaban muy
cambiados.
—Aquí os devuelvo a vuestros hijos —dijo su padre.
Juan de Bobadilla abrazó a la joven, mientras su esposa apenas le hacía un
gesto de cariño.
—Gracias por todo, padre. Os estaré eternamente agradecida.
—Afortunadamente, Dios os ha favorecido, no os olvidéis de él. Este
mundo está lleno de sinsabores y únicamente en la fe encontramos descanso.
—No os falta razón.
Inés se aferró a la falda de su madre, no quería volver a separarse de ella,
Guillén se mantuvo junto al abuelo.

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—¿Cuándo regresáis a vuestra isla? —preguntó don Juan.
—En cuanto arregle algunos asuntos, he ofrecido a Cristóbal Colón que
amarre sus naos en el puerto de mi isla, cuando dé comienzo su viaje.
—Me parece muy buen negocio, agradaréis a la reina y ganaréis un buen
dinero.
Cenaron juntos aquella noche y sus padres regresaron a Madrid por la
mañana. En cuanto estuvo sola, tras dejar a los niños con la nodriza, tuvo una
cita con Cristóbal en una posada a las afueras de la ciudad.
Los dos amantes se abrazaron en cuanto entraron en la habitación.
Llevaban semanas sin verse.
—Veo que al final os han ido bien las cosas —dijo Cristóbal mientras se
sentaban en la cama.
—Tengo que hacer una declaración jurada de que desconocía que los
gomeros no eran cristianos y mandarla al consejo, pero no creo que ellos se
vuelvan atrás.
Los dos amantes pasaron una noche entera juntos, soñando con un futuro
que parecía separarlos de nuevo.

Inés Peraza no podía creerse que todos sus intentos de recuperar la herencia
de su familia se hubieran ido al traste. Su hijo Sancho de Herrera intentó
consolarla, aún quedaba un último pleito pendiente.
—Esa zorra tiene a los reyes de su parte, no quiero ni pensar cómo ha
conseguido su favor. Debemos emplear medios más eficaces.
—No pensaréis de nuevo atentar contra su vida.
Doña Inés afirmó con la cabeza.
—Esta vez no fallaremos, alguien se encargará de tirarla por la borda
cuando intente regresar a nuestros dominios, nadie podrá acusarnos de nada y
nos haremos con la custodia de nuestros amados nietos.
La anciana miró a su hijo con una sonrisa y después comenzó a preparar
su venganza.

Fermín y Sara recalaron con Mateo en la isla de Gran Canaria. Desde allí
esperaron impacientes un barco que los llevase a San Sebastián de La

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Gomera. No querían que nadie pudiera reconocer a la joven y que terminase
de nuevo en la cárcel de la Inquisición.
La nao que los trasladó hasta La Gomera era pequeña y algo incómoda,
pero en cuanto divisaron San Sebastián se sintieron a salvo. En la isla
reclamaban colonos para repoblarla tras las matanzas y deportaciones de
gomeros. Fermín compró unas tierras cercanas a la capital, que parecían
propicias para el cultivo del cereal en verano y con buen pasto para el ganado.
La pareja se casó en la iglesia de San Sebastián antes de firmar las
compras de las tierras. Mateo fue el único testigo y asistente.
A las pocas semanas, ya estaban comenzando los trabajos en las tierras
con algunos aparceros, tras hacerse con una casa en la ciudad. Mateo fue
nombrado el capataz de los cultivadores, mientras Fermín se encargaba de
comprar ovejas y cabras, contratar a pastores y arreglar la casa.
La vida transcurría feliz y tranquila; por primera vez en mucho tiempo,
podían disfrutar de los placeres de la vida sin temor a que la desdicha volviera
a alcanzarlos.

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La despedida
«Nada honra tanto a un hombre que se acaba de elevar al poder
como las nuevas leyes y las nuevas instituciones ideadas por él,
que si están bien cimentadas y llevan algo grande en sí mismas,
lo hacen digno de respeto y admiración».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El principe

Palos de la Frontera, 15 de julio del año de Nuestro Señor de 1492.

Beatriz se reunió con su amado en Palos unas semanas antes de la fecha


prevista para la partida de las tres naos. Cristóbal no había tenido nada fácil
conseguir hombres, barcos y provisiones, a pesar de las diferentes cédulas que
los reyes habían concedido en su nombre. Los vecinos de Palos eran reacios a
ayudar a Colón, al que consideraban un extranjero y un farsante.
Cristóbal Colón embargó dos barcos en el Puerto de la Ribera en
presencia del escribano Alonso Pardo, para comprobar más tarde que no eran
aptos para tan largo viaje.
La real provisión fue leída a todos los vecinos en la puerta de la iglesia de
San Jorge, pero a pesar de conseguir las naos, fue también muy complicado
lograr un número de marineros suficiente para ir con él hacia lo desconocido.
Fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena pusieron en contacto al
marino con Martín Alonso Pinzón, que junto a Pero Vázquez de la Frontera
reunieron al resto de los marinos para la travesía. Martín Alonso Pinzón puso
medio millón de maravedíes para la realización del viaje, echó a muchos de
los marinos que Colón había enrolado y ofreció las naves de la Pinta y la
Niña para que se llevase con ellas a cabo el viaje. Completaron la flota pon la
nao de la Santa María, perteneciente a Juan de la Cosa.
Al día siguiente salía el barco que llevaría a Beatriz y su familia a La
Gomera. Los dos enamorados cenaron juntos, no sabían si volverían a verse,
el mar siempre es traicionero, aunque habían planeado que Cristóbal haría
escala en San Sebastián de La Gomera en el viaje de ida.

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—Nos encontramos ahora aquí, a punto de ver nuestros sueños hechos
realidad —comentó Cristóbal.
—Aunque mi sueño es pasar toda la vida que me queda con vos.
El navegante sonrió, amaba a Beatriz, pero ahora lo único que tenía en
mente era descubrir la nueva ruta de las especias.
—Antes de lo que imagináis regresaré con fama y fortuna.
—No necesitáis ninguna de las dos, mis rentas son suficientes para que
viváis holgadamente en mi isla.
—Dios nos creó a cada uno de nosotros con una misión. A vos para velar
por vuestras hermosas islas e hijos, a mí para conquistar las lejanas tierras aún
por cristianizar.
—¡Maldigo a todos los dioses, que pretenden dirigir la vida de los
hombres! —gritó furiosa la mujer.
—No digáis eso, que da mal fario. En menos de un mes nos veremos en
vuestra isla, dos meses más tarde estaré de vuelta, después os llevaré a mis
nuevas posesiones y os convertiré en mi virreina.
Beatriz se puso mohína y apoyando la cabeza en el pecho del navegante,
le dijo:
—¿No me mentís? Os advierto que soy vengativa y no dejo que nadie se
burle de mí. El hecho de que sea mujer no significa nada, no soy ingenua, os
lo aseguro.
—Eso ya lo sé, querida Beatriz, habéis luchado contra todos y habéis
vencido.
—No os he comentado que me ha llegado la resolución de la denuncia de
mi cuñado Sancho, y también ha sido desestimada.
—Ya os lo dije, Dios nos sonríe y será Él quien nos una de nuevo.
Al día siguiente Colón acompañó a su amada hasta el barco, la despidió
justo antes de que embarcase.
—¿Cómo veis la nao?
—Parece recia, además, la travesía hasta las islas no es muy peligrosa. En
unos días nos volveremos a ver. Me preocupa que no llevéis escolta.
—¿Quién me va a hacer algo en alta mar? ¿Los piratas berberiscos? —
bromeó la joven viuda.
Beatriz se contuvo y no besó a su amado, tomó de la mano a sus hijos y
embarcó.
Cuando la nao fue alejándose del puerto tuvo sentimientos contrapuestos.
Deseó dejar atrás la península que tantos sinsabores le había dado, pero
también a su amante, sin aquel viaje no habría llegado a conocerlo. Quiso

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pensar que tal vez su padre y Cristóbal tenían razón, que había llegado el
momento de que hiciera las paces con Dios y ordenase todos sus caminos.
El mar calmo de agosto los acompañó durante la travesía. Los niños se
marearon un poco, pero al segundo día se encontraban mucho mejor. Beatriz
caminaba por la cubierta impaciente, no era muy amiga del mar, no sabía
nadar y no le gustaba el agua. Aquella mañana salió a primera hora, una ligera
niebla parecía ocultar la vasta inmensidad del océano. Se acercó a la baranda
y se apoyó.
—Dios bueno, lleva con bien a mi amado a La Gomera y haz que su viaje
sea próspero, si cumples mis suplicas, te dedicaré el resto de mi vida.
Apenas había terminado su oración Beatriz, cuando notó unos pasos a su
espalda. Unas manos la agarraron por los hombros y la empujaron por la
borda, ella se resistió, se aferró a la baranda, pero aquel desconocido era más
fuerte que ella. Su cuerpo perdió el equilibrio y cayó al agua, sintió las frías
aguas que la rodeaban y notó cómo se hundía, a pesar de sacudir los brazos
frenéticamente y pedir ayuda.

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El viaje
«Si vuestra ilustre casa quiere emular a aquellos eminentes
varones que libertaron a sus países, es preciso, ante todo, y
como preparativo indispensable a toda empresa, que se rodee de
armas propias; porque no puede haber soldados más fieles,
sinceros y mejores que los de uno. Y si cada uno de ellos es
bueno, todos juntos, cuando vean que quien los dirige, los honra
y los trata paternalmente es un príncipe en persona, serán
mejores».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

Puerto de Palos, 3 de agosto del año de Nuestro Señor de 1492.

Las tres naos partieron del puerto a primera hora de la mañana con fuerte
virazón, lo que dificultó la maniobra y el primer día de navegación. Los
navíos eran de buen calado, la Santa María era una carraca construida en
Galicia y podía transportar hasta ciento seis toneladas, era imponente con su
vela central totalmente blanca con una cruz roja en su centro. La Pinta era una
nave de Palos, Martín Alonso Pinzón estaba muy orgulloso de su valía,
pertenecía a dos armadores, Gómez Rascón y Cristóbal Quintero. Era una
carabela nórdica de velas de forma cuadrada. Un barco veloz, que siempre
dejaba atrás al resto de la pequeña flota. La Niña era una carabela también,
pero de velas latinas, construida en el astillero de Puerto de Moguer tenía
como dueño a Juan Niño.
Cristóbal Colón permaneció varias horas contemplando el mar desde el
puente de popa, sintiendo cómo el viento contrario le soplaba en la cara como
si quisiera advertirle de que su empresa no sería sencilla, que arañar su
espalda azulada podía costarle la vida o, peor aún, la honra. El genovés no
dejaba de sonreír, después de tantos años de lucha iba a demostrar al mundo
que tenía razón y repetir una hazaña únicamente emulada por los vikingos
siglos antes.
Mientras el almirante de la flota castellana intentaba convencerse a sí
mismo de que no estaba soñando, Beatriz luchaba por mantenerse a flote.

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Sentía que la vida, que tanto le había costado construir, llena de desvelos y
desgracias, se escapaba de ella, mientras comenzaba a invadirle una especie
de paz que es antesala de la muerte.
Beatriz vio pasar aquellos años de fatigas y quebrantos en un instante: su
llegada la corte, la pérdida de su primer amor, la aventura con el rey, su boda
y destierro a La Gomera, la lucha en Gran Canaria, las amenazas y duros
castigos de los Peraza, la muerte de Hernán, la lucha contra los gomeros, el
regreso a la corte y su gran amor. Ahora todos aquellos recuerdos se
zambullían en las frías aguas del océano hasta disiparse como la niebla ante la
salida del sol.
Notó en ese instante en que la voluntad deja de luchar contra la muerte
cómo una mano la sostenía, sus pulmones ya no podían atrapar el deseado
aire del exterior, pero la mano la arrastró hasta el casco del barco y después
otras manos la alzaron hasta cubierta. Mientras su salvador intentaba
reanimarla, la mente de Beatriz volvió a recordar ahora los últimos instantes,
el forcejeo, el agua helada y la mano salvadora.
Cuando abrió los ojos, el rostro hermoso de un mancebo de ojos verdes y
pelo rizado y rojo apareció justo delante de ella.
—¿Os encontráis bien, señora? —preguntó el joven mientras las gotas
saladas le corrían por la frente despejada y caían sobre la cara de la
gobernadora, haciendo que sus ojos se quemasen por la picazón.
La mujer intentó incorporarse y vomitó agua y bilis, después abrió de
nuevo los ojos y observó a la veintena de pasajeros que la miraban curiosos.
—¡No hay nada que ver aquí, despejen la cubierta! —ordenó el capitán
Martínez, y la gente se alejó refunfuñando al perder el único momento de
esparcimiento en una viaje largo y monótono.
—Tenéis suerte de que mi hijo Rodrigo os viera, ese maldito asesino ha
pagado caro su, crimen.
En ese instante Beatriz vio el reguero de sangre y el cuerpo inerte de su
atacante, al parecer había corrido peor suerte que ella.
—Me alegro de que os encontréis bien —le dijo el mancebo; después
sonrió, dejando que dos hoyuelos se formaran en sus mejillas—. Me llamo
Rodrigo Martínez, piloto de este barco.
Beatriz se intentó colocar el vestido y atusar el pelo, después preguntó por
sus hijos.
—Tranquila, señora, no han visto nada. Están en su camarote con la
nodriza.
—Gracias a Dios.

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Levantaron a la mujer que aún estaba empapada y le trajeron un poco de
vino dulce. Ella le dio unos sorbos y comenzó a entrar en calor. El piloto
había colocado su capa negra sobre ella y le frotaba los hombros.
—¿Sabéis por qué ese hombre intentó asesinaros?
Negó con la cabeza, aunque sabía perfectamente quién lo había enviado.
Aquello demostraba que su enemiga no se rendiría nunca.
—Lo importante es que os encontráis bien. Hoy llegaremos a Gran
Canaria y en una jornada más a La Gomera —dijo el capitán antes de
marcharse.
El joven acompañó a la dama hasta su camarote y la dejó en el umbral.
Ella le devolvió la capa con una sonrisa, parecía que comenzaba a sentirse
mejor.
—Gracias por todo, me habéis salvado la vida, siempre estaré en deuda
con vos.
—No, señora, dad gracias a Dios, por casualidad pasaba por la cubierta.
—Gracias a Dios y a sus instrumentos.
La nodriza le ayudó a desnudarse en cuanto el joven piloto se marchó.
Después se metió en la cama e intentó recuperar fuerzas y entrar en calor.
Estuvo todo el día mohína, cansada y con escalofríos, pero a la hora de la
cena recibió la invitación del capitán para que se uniera a ellos. Hasta ese
momento había comido y cenado en el camarote con sus hijos, pero siendo la
última noche y como símbolo de agradecimiento, se unió a la pequeña
comitiva del capitán.
Los hombres se pusieron en pie al verla entrar, la habían reservado un
puesto al lado del capitán y de su hijo.
—Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga —dijo el capitán en tono de
sorna. —Su hijo frunció el ceño y todos los oficiales, además del resto de los
invitados, se pusieron serios—. Perdonad el comentario, el mar a veces nos
embrutece —se disculpó Martínez mientras tomaba su copa—. Creo que lo
acontecido hoy merece un brindis. ¡Que nuestro ángel de la guarda siempre
esté atento a todos nuestros tropiezos!
Tras el brindis, Beatriz miró a Rodrigo y comentó:
—Mi ángel de la guarda es vuestro hijo don Rodrigo.
—Llamadme Rodrigo a secas.
Mientras los marinos y el resto de los pasajeros, la mayoría comerciantes,
hablaban de sus asuntos de mar, Rodrigo le preguntó por su vida y se asombró
al saber que era la gobernadora de dos islas.

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—Increíble, tan joven y ya sois viuda, además de condesa y señora de La
Gomera.
—Los títulos los ponen los hombres; en el fondo me siento como la
chiquilla que llegó a la corte hace ya más de diez años.
—¿Conocéis al rey y la reina? Que honor, ¿cómo son?
Beatriz pensó que si aquel joven piloto supiera hasta qué punto conocía a
ambos, se quedaría con la boca abierta. Simplemente describió a su majestad
y lo suntuoso de la corte, sin entrar en detalles escabrosos.
—¡Qué vida tan apasionante! Yo llevo desde que tengo uso de razón en
un barco, apenas piso tierra firme.
—Pues quedáis cordialmente invitado a mi casa en La Gomera, creo que
al menos os debo eso.
Rodrigo sonrió y a Beatriz se le iluminó la cara, era el hombre más guapo
que había visto jamás, como un ángel caído del cielo. Pensó que, si no fuera
por el amor que profesaba a Cristóbal, no dudaría en darle cobijo en su cama.

Las cosas en La Gomera no podían ir mejor, los tres amigos se sentían como
si hubieran nacido para cultivar la tierra y dejar que los días pasaran en calma.
Sara enseñó a dos criadas a tener la casa ordenada, mientras que Fermín y
Mateo se encargaban de que la hacienda comenzase a dar los primeros frutos.
El día que llegó la noticia de que la gobernadora regresaba a casa, Sara se
puso algo nerviosa, no sabía cómo reaccionaría su señora al verla en la isla.
Su separación había sido tan abrupta, que estaba casi segura de que la había
dado por muerta.
—Doña Beatriz siempre fue buena contigo —dijo Fermín para
tranquilizarla, mientras los dos cabalgaban por su finca. Sara aún no podía
creer que todo aquello fuera suyo, la generosidad de los reyes había sido
abrumadora.
—Mi ama tenía muchas caras, podía ser amable y compresiva, y en un
instante comportarse de manera cruel y maliciosa.
—Su vida no era fácil, por lo que me has contado, pero ahora que
gobierna su casa, seguro que es mucho más generosa.
Sara albergaba muchas dudas, era consciente de que cuando el corazón se
endurece, el alma se convierte en una cáscara seca y vacía, que únicamente
las pasiones humanas pueden llenar por completo. Los siete pecados

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capitales, creía, eran el resultado del absurdo intento del hombre por colmar
aquello que únicamente podía satisfacer Dios.

El almirante llegó a La Gomera de noche, la Pinta estaba haciendo aguas y


tuvieron que dejarla en Gran Canaria para sus reparaciones. Cristóbal pensó
que era mejor esperarla en la isla de Beatriz, estaba deseoso de volver a verla.
Tras atracar en el puerto, el capitán que le recibió tuvo que anunciarle que
doña Beatriz aún no había llegado, pero que al día siguiente recalaría en el
puerto tras parar unos días en Gran Canaria para comprar algunas cosas
necesarias.
El almirante fue alojado en uno de los mejores aposentos de palacio; su
llegada había pasado inadvertida para la mayoría de los gomeros, hasta que al
día siguiente vieron sus dos naves y a los hombres subiendo mercancías y
agua.
La mañana fue luminosa y tranquila, Cristóbal se levantó entre sábanas
blancas y tras tomar un ligero desayuno se dirigió de nuevo al puerto para
revisar el aprovisionamiento; se encontraba reunido con los capitanes cuando
le advirtieron de que la gobernadora acababa de llegar.
Fue raudo a recibirla. Beatriz bajó del barco y detrás la siguieron sus dos
hijos con la nodriza, después salió un joven con capa negra y pelirrojo. Aquel
joven se detuvo ante el almirante y le saludó con un gesto galante.
—Mi señora, pensé que llegaría después que vos a vuestra isla.
—Sois raudo y veloz, almirante. Dejad que os presente al hombre que me
ha salvado la vida. Rodrigo Martínez, piloto.
Cristóbal se quedó sin palabras, alguien había intentado asesinar de nuevo
a su amada.
—Cuánto lo lamento. Querido amigo, os debo mucho más que mi vida.
Doña Beatriz es mi mejor y más leal amiga.
—Fue el destino, almirante.
—Le he prometido que disfrutaría en tierra de mi hospitalidad.
El capitán de la guardia custodió al grupo hasta el palacio. Beatriz parecía
más contrariada que animada al ver la ciudad y sus gentes. Los recuerdos de
La Gomera eran en su mayoría amargos. Mientras cruzaba la plaza entre
vítores de sus vasallos vio a lo lejos un rostro conocido, que se le antojó poco
más que un fantasma, se acercó a ella y la abrazó.
—Sara, estás viva, Dios ha escuchado mis oraciones.

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Le sorprendió ver a su antigua sirvienta vestida como una gran señora,
hermosa y radiante, al lado de un joven moreno, tan elegantemente vestido
que ambos parecían los señores naturales de la isla.
—Señora, es un placer volver a veros en vuestra gloria y honor.
Beatriz mantuvo la sonrisa hasta que de nuevo se dirigieron a su casa, en
su mente le martilleaba una sola idea. ¿Cómo era posible que una simple
criada se hubiera convertido en la mujer más bella de su isla? Sara parecía la
verdadera gobernadora de La Gomera.

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37

El capitán
«No puedo expresar con cuánto amor, con cuánta sed de
venganza, con cuánta obstinada fe, con cuánta ternura, con
cuántas lágrimas, sería recibido en todas las provincias que han
sufrido el aluvión de los extranjeros».

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe

San Sebastián de La Gomera, 23 de agosto del año de Nuestro Señor de


1492.

Cristóbal se levantó de la cama y se puso la camisa, ya casi había olvidado


aquel calor pegajoso de las islas que tanto le recordaba al de las Azores. Miró
a Beatriz, que estaba aún tumbada en la cama, llevaban varias noches
celebrando su reencuentro como si estuvieran en su noche de bodas.
—¿Adónde vais tan temprano?
—No tengo noticias de Pinzón y su nave, nos estamos retrasando
demasiado e iré a por él. Si su nave no está reparada, pediré al padre de
vuestro mancebo que nos preste la suya.
—¿Mi mancebo? Rodrigo ha sido mi salvador y le estaré eternamente
agradecida.
—Me he fijado que os rodeáis de hombres hermosos.
—¿No hacéis lo mismo los hombres?
—No es igual —respondió Colón.
—Nosotras debemos guardar la honra, mientras vosotros podéis estar con
unas y con otras. ¿Acaso no nos hizo Dios iguales?
—Ahora que lo preguntáis, os diré que no. Las mujeres deben estar
sometidas a los varones.
Beatriz se puso en pie desnuda y mirando al almirante comenzó a
referirle:
—Dios nos ha dotado de inteligencia y valor, somos tan habilidosas como
los hombres, las únicas capaces de engendrar vida. Gobierno la isla con
sabiduría, puedo leer y escribir. ¿En qué sois mejor vos?

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Cristóbal terminó de vestirse y contempló el cuerpo bellísimo de su
amante.
—Si os miro, compruebo que sois superior, superior en belleza…
—No digáis sandeces, mi esposo era un zoquete y un mal gobernante,
pero al ser varón le correspondían honores que jamás habría tenido una mujer.
—Eso es cierto. Bueno, amor, no quiero que discutamos, estoy
preocupado por la suerte de mi viaje. Apenas he recorrido unas leguas y tengo
un barco averiado, necesito ponerme en marcha cuanto antes.
—Hablaré con Rodrigo y su padre, si es que eso no os pone celoso.
El hombre se acercó y apretó sus pechos generosos, ya estaba de nuevo
excitado.
—Cuando regrese recuperaremos el tiempo perdido, y si Dios me da
honra, cuando conquiste las tierras del oeste, regresaré para casarme con vos.

Sara fue a la casa de su antigua señora con cierto recelo, no la había vuelto a
ver desde su llegada, pero la tarde anterior había recibido una invitación
oficial para que se vieran en el palacio. La casa estaba muy cambiada, Beatriz
no había reparado en gastos para embellecer el edificio por dentro y por fuera.
Una de las criadas la llevó hasta el salón, y Beatriz se puso en pie para
recibirla.
Las dos mujeres hablaron al principio de cosas triviales, Sara dudaba de si
entrar en detalles sobre lo sucedido en Gran Canaria y su encarcelamiento por
parte de la Inquisición, pero al final le relató todo lo acontecido; su ama
parecía sinceramente alegre de haberla reencontrado.
—Qué afortunada eres de haber encontrado el amor y la dicha. Yo todavía
soy viuda. ¿Estás a gusto en la isla? ¿Necesitas algo de mí?
—Lo cierto es que no, todo fructifica en este hermoso paraíso. Además,
espero descendencia.
Beatriz se levantó de la silla y tocó la tripa de Sara.
—¡Dios Santísimo! Eso sí que son buenas noticias. Espero que me dejes
ser su madrina.
—Será un honor, señora.
—No me llames señora —contestó la gobernadora—, ahora soy Beatriz.
Cuando Sara salió del palacio, Beatriz la observó desde la ventana,
llevaba una sombrilla y un vestido amarillo que combinaba a la perfección
con su pelo rubio.

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Rodrigo entró en el salón y se paró frente a la gobernadora.
—Mi padre quiere partir mañana hacia Gran Canaria, estamos muy
agradecidos por vuestra hospitalidad, pero…
Beatriz se giró, tenía el pelo recogido y su largo cuello parecía más
seductor que nunca. Se acercó al joven y puso una mano sobre su pecho.
—No podéis iros aún. A lo mejor, el almirante os necesita, más bien al
navío de vuestro padre.
—¿El almirante nos necesita? ¿Con qué propósito?
—Una de sus naves está averiada, hace aguas y, si no logra repararla, tal
vez la de vuestro padre podría sustituirla.
El joven frunció el ceño, su padre jamás prestaría su nave para una
aventura así.
—Nuestro barco es el producto de toda una vida de esfuerzo, mi padre
comenzó como grumete, no creo que lo quiera arriesgar todo en una loca
aventura.
—¿Estáis llamando loco al almirante de la reina? —preguntó Beatriz,
simulando estar enfadada.
—No, mi señora, pero ir hacia el oeste es muy arriesgado.
—Vuestro padre se quedará en La Gomera hasta previo aviso y vos sois
desde hoy el oficial de mi guardia personal.
El joven la miró sorprendido.
—Nunca he sido soldado —contestó, sin saber qué más decir; se sentía
atrapado como una mosca en una tela de araña, a punto de ser devorado.
—Ahora lo sois —dijo ella mientras se acercaba a él y a un palmo de su
cara añadía—. Yo os haré grande, Rodrigo, un hombre que pasará a la historia
como Alejandro o Julio Cesar.

El 2 de septiembre regresó el almirante a La Gomera con la idea de partir en


cuanto hubieran cargado el agua, la leche y las viandas necesarias para la
larga travesía. Beatriz parecía muy contenta de tenerlo de nuevo en casa.
Mientras sus hombres preparaban el barco, Cristóbal disfrutó de la
gobernadora y le prometió que regresaría para llevarla al altar y convertirla en
su virreina. Cuando dos días más tarde la flota se alejó de la isla en dirección
a lo desconocido, Beatriz pidió a Dios que su hombre regresara con bien a
casa, coronado con la fortuna y la fama que tanto merecía. El barco del
almirante se alejó despacio de La Gomera, tenía viento contrario, como si el

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destino no quisiera separar a los dos amantes, pero, al día siguiente, mientras
dejaban atrás la isla de El Hierro, Cristóbal Colón se dispuso a hacer historia
y convertir a Castilla en el centro del mundo.

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Galanteo
«Quien sabe de dolor, todo lo sabe».

DANTE ALIGHIERI

Sevilla, 20 de marzo del año de Nuestro Señor de 1493.

Tras pasar la Navidad en La Española, Cristóbal Colón decidió regresar con


dos de sus naos para anunciar a los Reyes Católicos sus descubrimientos. El
viaje de vuelta fue muy accidentado. Tras un mes en alta mar, una tormenta
estuvo a punto de hundir a la Niña y a la Pinta, que se separaron poco
después. La Pinta logró llegar a Bayona, en Galicia, en febrero de 1493.
Martín Alonso Pinzón escribió a los reyes contando la hazaña y después se
embarcó para Palos de la Frontera. Colón había tenido que atracar en las
Azores, donde fue hecho prisionero y, tras su liberación, llegó a Lisboa,
donde informó al rey Juan II de Portugal de su descubrimiento, para ir
después al Puerto de Palos y tras visitar el monasterio de Santa Clara, para
cumplir la promesa hecha por haber sido salvado del temporal, puso rumbo a
Sevilla para reunirse con los monarcas.
La audiencia con los reyes fue agridulce. Fernando aún estaba
recuperándose de un atentado sufrido meses antes en Barcelona, por el que
estuvo a punto de perder la vida; Isabel había recibido la información de la
extraña visita del almirante a Lisboa, pero cuando este narró a ambos lo que
había encontrado al otro lado del océano, todos los recelos parecieron
desaparecer de repente.
—Ya que habéis llevado a buen término este primer viaje, almirante,
dispondremos todo lo necesario para que regreséis a la isla de La Española —
dijo la reina en la audiencia.
—Muchas gracias, majestades, Dios ha llevado a buen término esta
empresa y estoy convencido de que todo lo que queda por descubrir
compensará tantos desvelos y sacrificios.

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El almirante les narró todo lo que había visto en todas aquellas misteriosas
tierras, aunque no había encontrado especias y apenas un poco de oro. Aun
así, los monarcas parecían complacidos por el descubrimiento y le entregaron
varias cédulas en las que proveían de todo lo necesario para un segundo viaje.
Cristóbal pasó unos días en la ciudad, en casa del arzobispo Diego
Hurtado de Mendoza, uno de sus valedores de su primer viaje.
Unas semanas más tarde, Colón se presentó en Barcelona con seis indios,
junto a Juan de la Cosa; Alonso Pinzón había fallecido poco antes en Palos.
En el salón del monasterio de San Jerónimo de la Murtra, en Badalona, el
almirante les hizo una exhibición con papagayos verdes y rojos, les enseñó
cinturones de oro y les prometió que traería muchos más para sus majestades.
Después, los indios fueron bautizados en la catedral de Barcelona y Colón
regresó a Sevilla el 20 de junio, para continuar la preparación de su segundo
viaje.

Mientras Colón realizaba su paseo triunfal por la península, Beatriz no había


recibido ninguna noticia suya; por eso, cuando unos marineros la contaron sus
triunfos y que en breve realizaría un segundo viaje, la gobernadora se puso
furiosa.
Justo en aquellos días fue a la isla Alonso Fernández de Lugo, que
terminaba de conquistar la isla de La Palma tras capturar al jefe guanche
Tanausú. La gobernadora recibió al victorioso general con todos los honores.
—Muchas gracias por vuestra hospitalidad —dijo Alonso mientras ambos
se dirigían al salón.
—Merecéis mucho más, Alonso, la isla de La Palma ha sido una de las
más contumaces de todas. Muchos buenos castellanos han muerto intentando
conquistarla.
Los dos se sentaron a la mesa y la criada les sirvió algo de vino.
—Ahora espero que los reyes me den permiso para la conquista de
Tenerife y así terminar esta hazaña de nuestro pueblo.
—Sin duda, lo conseguiréis —contestó Beatriz, que parecía sorprendida
de que el antiguo capitán hubiera llegado tan lejos.
—Quería veros para proponeros algo. Si conquisto Tenerife, una de las
islas mayores, me haré uno de los señores más poderosos de las islas; si nos
uniéramos en matrimonio podríamos desbancar a los Peraza, vuestros
mortales enemigos.

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—Mi hijo es un Peraza, no lo olvidéis —replicó Beatriz, con la intención
de ver hasta dónde quería llegar Alonso con sus palabras.
—Voy a vender mis haciendas en la península, mi futuro está ligado a
estas islas, además de denunciar a varios armadores sevillanos que andan
capturando esclavos en Tenerife y además soliviantando a los guanches.
Cuando regrese de mi viaje, os propongo unirnos en santo matrimonio.
La mujer negó con la cabeza.
—Ya he estado casada una vez, llevo cinco años viuda y mi única
preocupación es mantener este legado y transmitirlo a mis hijos.
—Pensadlo bien, yo añadiría mucho más a ese legado. Además, no
intentaría cambiaros a vos, sé cómo sois y no pretendo que dejéis de vivir
como hasta ahora. La mayor parte del tiempo estaría en Tenerife o La Palma,
sin interferir en ningún asunto de vuestras islas ni en con quién hacéis
amistad.
Beatriz estuvo tentada de aceptar la oferta, llevaba meses esperando
noticias del almirante, que no se había dignado ni a enviarle una carta.
—Lo lamento, pero, aunque os admiro, no creo que esté preparada para el
matrimonio. Ya no soy moza.
—Sois perfecta, Beatriz —dijo el general, intentando ser galante.
—Los primeros signos de la vejez ya me atenazan, he de pensar en mis
hijos.
—Os dejo que lo meditéis, pero, mientras tanto, os propongo que os
asociéis conmigo en la conquista de Tenerife, necesitaré muchos hombres y
recursos para esta hazaña.
La gobernadora se apoyó en la mesa y le contestó:
—Ese otro negocio sí me parece interesante, cuando regreséis de hablar
con los reyes, podremos concretar nuestro apoyo.
Alonso Fernández de Lugo no quería darse por vencido, sabía que no
había conseguido su propósito principal, el corazón de Beatriz era muy difícil
de conquistar. Estaba acostumbrado a asediar ciudades, por lo que no veía por
qué iba a perder esta batalla.

Fermín vio a Alonso Fernández de Lugo y algo soliviantado regresó a su casa.


Sara estaba dando el pecho al bebé cuando, al observar el rostro de su esposo
supo que algo sucedía.
—¿Te encuentras bien? Parece que tienes mal semblante.

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—Acabo de ver a ese asesino, a Alonso Fernández de Lugo, a pesar de la
rendición de gran parte de la isla de La Palma, atacó al bando de Tigalete y
Aceró y su cacique Tanausú. Para derrotarlo le obligó a salir de la Caldera de
Taburiente para negociar, los reyes le habían prometido que si se hacía
cristiano respetaría a su pueblo. Alonso mandó a su ejército que los atacase y
apresaron a Tanausú. Al parecer, Alonso los lleva en su barco como
prisioneros para mostrarlos como monos ante los reyes.
—Ya sabes lo crueles que pueden llegar a ser los hombres.
—Pero podemos hacer algo —dijo Fermín indignado.
—¿Qué podemos hacer nosotros? Únicamente somos campesinos —
contestó Sara.
—Salvar a los guanches y dejar que escapen del barco.
—No harás eso, ahora somos padres. ¿Qué hará Esther si se queda
huérfana?
Fermín intentó aquella noche liberar a los guanches con la ayuda de unos
pocos gomeros, pero Beatriz había reforzado la vigilancia del puerto para que
no se produjeran incidentes. Alonso Fernández de Lugo se marchó unos días
más tarde, pero en el trayecto Tanausú y algunos de los prisioneros se
negaron a comer y el jefe guanche falleció antes de llegar a la península
debido a su huelga de hambre.

Cristóbal miró orgulloso los barcos, cinco naos y doce carabelas, con una
tripulación de casi dos mil hombres. Entre los miembros de la expedición de
conquista iban hombres ilustres como Pedro de Margarit, jefe militar de la
expedición, o fray Bernardo Boyl, que llevaba un grupo de monjes para
evangelizar a los niños. Su hermano Diego Colón le acompañaría en este
nuevo viaje y otros ilustres caballeros que se convertirían en la leyenda de la
conquista.
El 25 de septiembre la formidable flota partió del puerto de Cádiz
llegando unos días más tarde a Gran Canaria, donde, después de una breve
estancia, tomaron rumbo a La Gomera.
El almirante estaba deseoso de que su amada le viera llegar con toda su
gloria, como un verdadero virrey y señor de las nuevas tierras descubiertas.
El 11 de octubre llegaron a la isla y el almirante hizo que sonaran salvas
en honor a su amada. Mientras los barcos se aprovisionaban de agua y otros
alimentos, él pasó dos noches en la isla.

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—Almirante don Cristóbal Colón —dijo la gobernadora cuando su amante
llegó con su hijo Diego y el resto de los oficiales.
—Querida gobernadora, me visteis partir hacia los reinos de la
incertidumbre y hoy me veis con la luz de la verdad.
Beatriz fue fría al principio, para mostrarle su enfado, pero en cuanto
pudieron verse a solas, se echaron uno en los brazos del otro. Tras su
apasionado encuentro, la joven viuda le recriminó que no le hubiera escrito.
—Lo lamento, querida, estuve preparando todo lo que habéis visto y
presentando a los reyes mis logros. Sabéis de sobra que estos desvelos los
hago por los dos. El primer viaje era de expedición, pero ahora vamos a
conquistar los nuevos territorios, traeré de ellos oro, fama y fortuna. Nuestros
nombres serán escritos con letras de molde en los libros de historia.
—¿Para qué sirve toda esa gloria si no os tengo?
—La gloria nos da la inmortalidad —dijo Colón mientras se sentaba en la
cama.
—He visto las tumbas de los reyes, nadie se acuerda ya de sus hazañas.
Regresad de La Española tras este viaje y uníos a mí en matrimonio, seréis mi
gobernador.
Beatriz miró de frente al almirante y vio algo en sus ojos que no les gustó.
—No he hecho todo esto para convertirme en un simple gobernador
consorte; cuando haya conquistado las nuevas tierras, nos casaremos y os
llevaré conmigo como virreina.
La joven viuda no contestó, sabía que aquellas eran palabras huecas; de
alguna manera supo que Cristóbal jamás cumpliría su promesa.
Cuando partió, dos días más tarde, no quiso ir a despedirlo al puerto. Se
quedó en la cama llorando hasta que se hizo de noche y después salió a
pasear.
Se acercó a la casa de Sara, nunca había estado en ella, al aproximarse
escuchó risas y miró por una de las ventanas. Fermín jugueteaba con la niña
pequeña, mientras Mateo y Sara se reían al ver las tonterías que hacía el padre
para conseguir la carcajada de su hija.
Beatriz vio la felicidad reflejada en los ojos de todos ellos y se marchó
furiosa a su solitario y vacío palacio. Mandó llamar a Rodrigo. Cuando el
joven oficial llegó, se quitó la ropa ante él y lo poseyó toda la noche,
intentado exorcizar a todos sus demonios, pero lo único que consiguió fue
alimentarlos.

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La llegada dos meses después de Bartolomé Colón a la isla de Beatriz con dos
barcos, para seguir los pasos de su hermano, fue una sorpresa para la
gobernadora. Desde la partida de Colón se había centrado en beber y seducir a
todos los hombres de su guardia. El gobierno de la isla estaba descuidado y
muchos de sus vasallos comenzaban a desesperarse.
Doña Beatriz guardó la compostura; en el fondo, aún le importaba lo que
el almirante pudiera pensar de ella y todavía no había perdido del todo la
esperanza de casarse algún día con él.
—Estimada gobernadora, mi hermano Cristóbal me recomendó que
viniera a esta isla para abastecerme. Necesitamos animales para las nuevas
tierras, ya que allí no hemos encontrado ovejas, cabras ni vacas, tan
necesarias para nuestro sustento.
—No os preocupéis, tenemos abundancia de esos animales en la isla.
Tras una frugal comida, Beatriz ordenó a sus hombres que requisasen las
doscientas ovejas de Sara y Fermín, unas cuarenta cabras, cinco vacas y otros
animales de su granja.
Cuando la pareja vio entrar a los guardias de la gobernadora y llevarse el
fruto de su trabajo, no podían creérselo. Sara fue a la casa de la condesa para
intentar parar aquel robo y suplicarle piedad.
Encontró a Beatriz saliendo de la cama, a pesar de que eran ya las doce
del mediodía. Se puso una bata y la recibió en el salón cercano. Sara le
expuso su queja, pero su antigua ama no parecía muy sorprendida.
—Tenemos que ayudar a esta empresa real, la flota enviada a La Española
es numerosa y allí no hay animales.
—Lo entiendo, mi señora, pero es todo lo que tenemos. No habéis
mandado ni una sola cabeza de vuestra cabaña bovina.
—Todo lo que hay en esta isla es mío, si no estáis de acuerdo denunciadlo
en el juzgado, que yo regento, o reclamadlo a la península.
Sara comenzó a llorar desesperada.
—¿Por qué nos hacéis esto? Pensaba que me apreciabais.
—Aprecio más a mis ovejas —contestó Beatriz sin inmutarse, estaba
disfrutando de la desdicha de su antigua criada. ¿Por qué iba a ser la sierva
dichosa mientras ella no lo era?
Fermín esperó impaciente la respuesta de su esposa, pero cuando esta le
informó de lo sucedido, pensó en ir a la casa de la gobernadora y matarla allí
mismo. Sara logró disuadirle con buenas palabras, prometiéndole que Dios les
ayudaría a salir adelante.

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Tenerife
«Si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo».

DANTE ALIGHIERI

Tenerife, mayo del año de Nuestro Señor de 1494.

Alonso Fernández de Lugo desembarcó con sus tropas en Azaña y, tras


instalar el campamento fundo Real de Santa Cruz; allí llamó a los clanes con
los que Pedro de Vera había firmado la paz unos años antes. Acudieron los
menceyes de Güimar, Adeje, Anaga y Abona.
Tras preparar a sus hombres se reunió en La Laguna con el mencey de
Taoro, llamado Bencomo. El mencey Bencomo era ya un hombre viejo
cuando los castellanos regresaron a sus tierras. El mencey de Taoro había
intentado conquistar y unir en un solo bando a todos los clanes del sur de la
isla, pero sin éxito.
Bencomo llegó con todos sus guerreros a la explanada y allí comenzaron a
negociar.
—Mencey de Taoro, vengo a parlamentar con vos, bien sabéis que mis
reyes, Fernando e Isabel, son benévolos y lo único que buscan es traer a
vuestro pueblo la única fe verdadera, la de Nuestro Señor Jesucristo, por ello,
si todo vuestro pueblo se bautiza y convierte al único Dios verdadero y se
somete a la autoridad de mis reyes, firmaremos un acuerdo de amistad
perpetua.
—Me sorprende la primera de vuestras proposiciones, nosotros no
queremos servir a vuestro dios, tenemos los nuestros. Tampoco vemos la
necesidad de someternos a reyes tan lejanos ni en qué puede ayudarnos esto.
Por último, deseamos tener amistad con vuestros reyes y su representante,
pero sin que se nos exija rendirle pleitesía.
—¡Hoy habéis firmado la sentencia de muerte de vuestro pueblo! —dijo
furioso Alonso, como un profeta iracundo que preconizaba las más terribles
amenazas.

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Bencomo reunió bajo su mando a varios de los clanes más poderosos,
como los de Tegueste, Icod, Daute y Tacoronte. El mencey acechó a los
castellanos hasta que estos se adentraron en el barranco de Acentejo a finales
de mayo.
Tinguaro, el hermano de Bencomo, al mando de trescientos guerreros se
situó en lo alto del barranco y logró dividir al ejército cristiano. Al mismo
tiempo, Bencomo atacó la vanguardia de Alonso, mientras las piedras y
flechas mermaban las fuerzas castellanas. Al final, su general tuvo que tocar
la retirada, retroceder hasta Real de Santa Cruz y escapar de la isla. Aquella
matanza de castellanos, una derrota humillante, hizo que Alonso reuniese una
fuerza mayor para masacrar a los guanches.

Alonso visitó La Gomera para pedir ayuda a Beatriz. La gobernadora recibió


a su amigo con su típica altivez. El hombre parecía hundido después de la
matanza de Acentejo, aunque ya había enviado a Gonzalo Suárez de
Quemada para que convenciera al duque de Medina Sidonia de su necesaria
ayuda. A pesar del recelo de algunos nobles en la palabra y valía de Alonso
Fernández de Lugo, se reunió un ejército que embarcó en el mes de octubre
de 1495 camino al Puerto de la Luz. El ejército lo componían seiscientos
cincuenta infantes y cuarenta jinetes, capitaneados por Bartolomé de
Estopiñán.
—Me pedís mucho, querido amigo. Además de hombres y
avituallamiento, queréis dineros, sabiendo que mis rentas son pocas, esta
maldita isla nunca produce lo suficiente.
—Sabéis, doña Beatriz, que para mí sois mucho más que una socia
comercial, os tengo en alta estima y quiero unir mi empresa a la vuestra.
Beatriz le sonrió irónicamente.
—Por ahora tenéis una pequeña isla por explotar y una grande que os será
muy difícil dominar y en la que gastaréis todos vuestros recursos.
—Venceré y, si lo hago, os devolveré el doble de lo prestado y pediré
vuestra mano.
—Os veo muy envalentonado después de una derrota tan grande —dijo la
gobernadora con afán de humillarlo.
Alonso sonrió, sabía que la única forma de conquistar a esa indómita
mujer era impresionarla de verdad.
—Os traeré la cabeza de esos guanches si es preciso.

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Beatriz reunió a un centenar de sus hombres, junto a algunos voluntarios,
víveres y la mitad del dinero que le solicitaba el general y se convirtió en
socia de la empresa de conquista.
En noviembre de 1495, Alonso llegó de nuevo a Santa Cruz con sus
hombres, su ejército sobrepasaba con creces el millar, estaba convencido de
que no le costaría mucho vencer a los guanches.

Fermín se alistó en el ejército de Alonso, después de lo que habían perdido


por culpa de doña Beatriz dos años antes, ya no tenían tierras ni casa,
malvivían en la segunda planta de una casona en ruinas. Mateo trabajaba de
pastor y Fermín de ebanista, oficio que había aprendido de niño con los
frailes. Sara había tenido su segundo hijo y, aunque no tenía mucho, se sentía
feliz con lo poco que les había quedado.
—Me uniré al ejército en Tenerife —dijo Fermín mientras recogía sus
cosas y se preparaba para la travesía.
—No necesitamos nada más, tenemos dos hijos sanos y fuertes, Esther y
Juan son un regalo de Dios.
—Volveré con dinero y podremos comprar de nuevo animales y rehacer
nuestra vida.
—No te das cuenta de que ella hará lo mismo.
—Nos iremos a Tenerife, allí tendremos nuevas oportunidades.
—Alonso Fernández de Lugo es su amigo y socio.
—Pues iremos a mi isla, allí podremos empezar de nuevo.
Sara despidió entre lágrimas a su esposo, llevaba a Juan en brazos y la
niña aferrada a su falda. Al verle alejarse le pidió a Dios que le protegiera y le
trajera de nuevo sano y salvo a casa.

Los ejércitos castellano y guanche se midieron en La Laguna. Bencomo pensó


que sería fácil vencer de nuevo a sus enemigos y se enfrentó a ellos en campo
abierto. Varios de los clanes temían que el mencey de Taoro reinara sobre
todos ellos.
El 14 de noviembre los castellanos levantaron su campamento, estaban
exhaustos por la larga marcha, pero a primera hora de la mañana presentaron
batalla.

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Los guanches llegaron con sus huestes y atacaron sin medir las fuerzas de
sus enemigos, la lucha fue encarnizada, pero poco a poco los tinerfeños
comenzaron a retroceder. Fermín iba con los infantes y luchó con ímpetu a
pesar de saber que se enfrentaba a sus hermanos. Quería levantar de nuevo a
su familia y que sus hijos tuvieran una vida mejor que la suya.
Bencomo se puso al frente de sus hombres para infundir valor al resto de
los menceyes que parecían titubear; los castellanos le rodearon y dieron
muerte. La misma suerte corrió su hermano Himenchia, el único que habría
podido sucederle al frente de su pueblo, alcanzado por una lanza de un infante
isleño.
Después de un largo combate los guanches escaparon de forma
desordenada y Alonso se replegó para Santa Cruz antes de dar el golpe
definitivo. Esperaba refuerzos de Gran Canaria y la península.

Pasaron los meses y hasta enero o febrero de 1495 los guanches no se


decidieron a plantar batalla. Los castellanos se adentraron en la isla y llegaron
hasta el barranco de Acentejo, donde habían sido derrotados años antes.
Alonso sabía que Bentor, el hijo de Bencomo, venía con varios menceyes
para atraparlos de nuevo en el barranco.
Los guanches intentaron repetir su victoria, pero el número de sus
enemigos era grande y aunque ellos eran más, las corazas de los castellanos
resistían bien sus flechas y piedras.
Fermín iba a la vanguardia cuando vio que varios de los castellanos
rodearon a traición a Bentor. Al ver la caída de los guanches, algo se le
revolvió por dentro y mató a varios de sus compañeros para que el mencey
escapase. Entonces la flecha de un guanche le alcanzó en el cuello cayendo
muerto al instante.
Alonso Fernández de Lugo terminó de someter a los guanches, que,
privados de sus jefes naturales, apenas opusieron resistencia. El nuevo señor
de Tenerife logró atrapar con vida a nueve menceyes y los llevó a la península
para que los reyes vieran su aplastante victoria. Ahora ya podía pedir la mano
de Beatriz y convertirse en el señor más poderoso de las islas Canarias.

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La boda
«La flecha del destino, cuando se espera, viaja lenta».

DANTE ALIGHIERI

La Gomera, año de Nuestro Señor de 1498.

La boda fue sonada y la fiesta duró varios días, fue la última vez que los
vecinos de la isla vieron viandas gratuitas en honor de los novios. Alonso
Fernández de Lugo también era viudo, su esposa Violante de Valdés había
fallecido ocho años antes. A sus cuarenta y tres años aún se conservaba
gallardo y era fogoso, aunque sabía que su futura esposa prefería mancebos
más jóvenes. Beatriz, a sus treinta y seis años, estaba pletórica de vida, su
hermoso cuerpo lucía en el vestido de novia. La gobernadora no había
aceptado desposarse con el señor de Tenerife hasta que comprendió que
Cristóbal no se casaría con ella y que una vez más había sido burlada. Aquella
boda era una forma de vengarse. Cristóbal había logrado poco más que
dominar algunas islas que en valía no eran mucho más que las que ahora ella
gobernaría. Postergó la boda hasta poco antes de la llegada de su viejo amante
a La Gomera, quería darle su particular sorpresa.
Unas semanas después de la ceremonia en la iglesia de San Sebastián de
La Gomera, el almirante apareció con las carabelas en el horizonte. Había
tenido que dar un rodeo por Madeira para evitar a una flota francesa que le
perseguía. Cuando llegó a La Gomera era 19 de julio de 1498, salieron a
recibirle Alonso Fernández de Lugo y la gobernadora. El almirante se acercó
ufano a su antigua amante, pero esta le dijo secamente:
—Almirante Colón, creo que ya conocéis a Alonso Fernández de Lugo,
mi esposo.
Cristóbal intentó disimular su asombro, venía con la intención de
llevársela a La Española, después de casarse con ella en la isla, pero no le dijo
nada de sus planes frustrados.

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—Una grata sorpresa, sin duda merecéis a tan aguerrido caballero que ha
dado a la Corona las islas de Tenerife y La Palma.
—Sois muy amable, almirante.
—Virrey de las Indias —le corrigió el genovés.
Alonso le sonrió y añadió:
—Virrey.
Recibieron al almirante y a sus oficiales en los salones del palacio.
Mientras los marinos comían y bebían contando sus hazañas a Alonso,
Cristóbal se apartó con Beatriz para hablar con ella a solas.
—¿Por qué os habéis casado con ese patán?
—Ese patán, como llamáis a mi esposo, es señor de cuatro islas más
grandes que esa islita vuestra, que dista de nosotros cientos de leguas.
—Os ha podido la impaciencia y la ambición, sois demasiado orgullosa.
La mujer frunció el ceño y le señaló con el índice.
—Llevo seis años esperando que cumpláis la promesa que me hicisteis.
Este es vuestro tercer viaja a las Indias y todavía sois un don nadie.
Cristóbal no reconocía en aquella mujer a su antigua amante, le había sido
fiel en parte durante todos aquellos años, apenas había tenido algunas
queridas indias, pero nunca una mujer cristiana.
—Soy Cristóbal Colón, virrey de las Indias y almirante de sus majestades.
—Títulos sin valor. ¿Veis esta isla? Todo lo que hay en ella es mía, las
personas, los animales y los árboles, hasta la última gota de arena de sus
playas. Ahora tengo en mis manos casi todas las islas Canarias. Ahora mi
esposo quiere conquistar África, eso es un hombre con ambición, vos sois un
patético soñador, un loco errante que muy pronto será descubierto. Os lo
aseguro.
—¿Me estáis amenazando?
—Yo no amenazo, almirante, mis enemigos lo saben bien.

La flota de Colón salió de La Gomera al día siguiente y dividió en dos a sus


barcos; él quería llegar al continente de Asia, cansado de explorar las islas
que rodeaban a La Española. Estaba a punto de descubrir, sin saberlo, un
Nuevo Mundo.

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Venganza
«Aquel que escucha bien, toma apuntes».

DANTE ALIGHIERI

La Española, 23 de agosto del año de Nuestro Señor de 1500.

Francisco de Bobadilla se bajó del barco mareado, el calor era insoportable y


pegajoso, el puerto parecía un embarcadero de pescadores y apenas un
puñado de casas podían llamarse por tal nombre. Cualquier poblacho
manchego era más hermoso que La Isabela. El tío de Beatriz llegaba como
juez pesquisidor nombrado por los Reyes Católicos para investigar las
muchas acusaciones que había contra el almirante. Además de la supuesta
esclavitud de los indios, la sustracción de los quintos reales de perlas y oro,
aparte de la rebelión de Francisco Roldán, que se quejaba del gobierno de
Diego Colón en la ciudad. Isabel se había opuesto al principio, pero alguien le
había contado de manera anónima que. Cristóbal Colón había sido amante de
Beatriz de Bobadilla desde su encuentro en la península en 1492. El corazón
roto de la reina, que había amado en secreto al almirante, le había hecho
acceder a las pesquisas y quitarle todo su apoyo.
Francisco de Bobadilla llevaba quinientos soldados para que los hermanos
Colón no intentasen oponerse a sus investigaciones, así como catorce indios
que habían sido esclavos de Colón. Bobadilla obligó a Diego a dejar su
fortaleza en la ciudad. En aquel momento, Cristóbal se encontraba en la Vega
Real, una pequeña villa construida en el interior de La Española.
Diego avisó a su hermano de lo que estaba sucediendo y este acudió de
inmediato a la ciudad.
—¿Qué es todo esto que estáis haciendo? Yo soy el virrey de esta isla y
todo lo descubierto hasta ahora.
Francisco de Bobadilla puso una sonrisa cínica, pensaba en ese momento
en cómo su sobrina se regocijaría al enterarse de la suerte se ese embaucador.

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—Mientras vos estabais en vuestro retiro, he investigado todos los papeles
de la ciudad; además de la mala gestión de vuestro gobierno, he reunido
numerosas denuncias contra vuestro nepotismo y el de vuestro hermano. Por
ello, os informo de que quedan incautados todos vuestros bienes y que os
llevaré prisionero junto a Bartolomé para España.
—Eso es imposible, la reina responde por mí.
Francisco de Bobadilla le mostró el requerimiento firmado por ambos
monarcas y el almirante se puso pálido.
—¿Por qué hace esto?
Francisco se acercó a Cristóbal y le susurró al oído:
—Recuerdos de mi sobrina Beatriz de Bobadilla, espera que paséis un
larga estancia en las cárceles reales.
Unos días más tarde, Francisco de Bobadilla mandó a Cristóbal y
Bartolomé para España llenos de cadenas.

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Epílogo

«Un poderoso fuego es solo la continuación de una pequeña


chispa».

DANTE ALIGHIERI

Medina del Campo, diciembre del año de Nuestro Señor de 1504.

Beatriz de Bobadilla había dejado La Gomera tras su casamiento, nombrando


en su lugar a Hernán Muñoz como gobernante, pero al enterarse por algunos
de sus vasallos de que era favorable a su cuñado Sancho de Herrera, regresó a
la isla y, sin dejar que se defendiera, lo mandó colgar en la plaza de la villa.
Aquel mismo día vio a su antigua criada Sara con sus dos hijos, se acercó
a ella y con total desprecio le preguntó si era feliz. Aún recordaba las palabras
que le contestó aquella judeoconversa a la que tanto daño había causado: «No
soy feliz, porque en este mundo injusto nadie lo es, pero me consuelo en la
gracia de mi Salvador y en Él me siento gozosa y en paz, algo que vos no
experimentaréis jamás. Vuestros muchos pecados os perseguirán y os
alcanzarán». La gobernadora se tomó a risa las palabras de aquella mujercilla
sin importancia, pero a los pocos días recibió la orden de presentarse de
inmediato en la corte para responder por su crimen. La esposa de Hernán
Muñoz le había denunciado.
Cuando llegó a Medina del Campo una fría tarde de diciembre la avisaron
de que los reyes no la verían hasta el día siguiente. No tenía mucho apetito,
pero pidió un vaso de leche caliente, lo tomó antes de irse a la cama. Se
recostó sobre la almohada y pensó en todo lo que le quedaba aún por hacer.
Su esposo se había empeñado en invadir Berbería y aunque los bereberes lo
habían logrado rechazar en un primer intento, se veía como la reina de África.
A la media hora de tomar la leche comenzó a sentirse mal, intentó llamar
a su sirvienta, pero no logró salir de la cama, comenzó a vomitar
copiosamente, sintió que le faltaba el aire y las fuerzas no le respondían.

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Mientras se retorcía de dolor en aquel, su lecho de muerte, pasaron de nuevo
por su mente sus cuarenta y dos años de existencia. Todo había transcurrido
tan rápido.

«Mientras termino esta crónica que jamás verá la luz pienso en los muchos
señoríos y reinos ganados con las artes del envenenamiento y la malicia, los
amoríos que los libros no recogerán y las falsas alabanzas que, siglo tras siglo,
recibirán aquellos que deshonraron sus vidas y las de sus prójimos, mientras
que los héroes anónimos que fueron generosos y se dieron a los demás, jamás
aparecerán en los libros de historia. Es, pues, esta mi pequeña venganza».

Aquí firma el escribano SERGIO DAVID DE YAGÜE REMEDIOS.
Medina del Campo, 26 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1504.

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Aclaraciones históricas

Beatriz de Bobadilla es un personaje real que muchos confunden con su tía


Beatriz de Bobadilla, marquesa de Moya. La joven Beatriz sirvió en la corte
de los Reyes Católicos y fue amante de Rodrigo Téllez Girón hasta que este
murió en 1482. Fernando el Católico se encaprichó de ella y la hizo su
amante. La reina Isabel, para deshacerse de una nueva contrincante, la casó
con Hernán Peraza, señor de La Gomera, que había caído en desgracia tras el
asesinato de un capitán enviado por los reyes a las islas. Hernán Peraza se
casó con Beatriz de Bobadilla en Madrid a finales de 1482. Hernán
contribuyó a la conquista de Gran Canaria. Su maltrato a los gomeros y sus
amores con la guanche Yballa lo llevaron a la muerte en 1488.
Beatriz de Bobadilla regresó a la corte en 1491 para defender sus derechos
y patronazgo, también para evitar una multa de medio millón de maravedíes
tras la venta ilegal de guanches de La Gomera. Sabemos que allí conoció a
Cristóbal Colón, del que se hizo amante. Viajó con él al campamento de Santa
Fe y, unos días después de las capitulaciones concedidas a Cristóbal Colón,
los reyes ratificaron los derechos de Beatriz de Bobadilla.
Cristóbal Colón pasó en tres de sus cuatro viajes por la isla de La Gomera,
a pesar de que su puerto era mucho más pequeño que el de Gran Canaria,
seguramente debido a los tratos y relación que tenía con Beatriz de Bobadilla.
Más tarde, Beatriz de Bobadilla se casó con Alonso Fernández de Lugo,
conquistador de las islas de La Palma y de Tenerife.
Beatriz de Bobadilla mandó matar a cientos de gomeros tras lograr salvar
su vida con la ayuda de Pedro de Vera, gobernador de Gran Canaria.
Hernán Peraza el Viejo fue el conquistador de las islas de Fuerteventura,
El Hierro, La Gomera y Lanzarote.
El encargado de las pesquisas contra Cristóbal Colón y su hermano
Bartolomé fue, casualmente, Francisco de Bobadilla, tío de Beatriz.
Las fechas y personajes de la conquista de las islas Canarias son veraces,
también todos los hechos narrados sobre la vida de Cristóbal Colón y sus
gestiones hasta recibir el apoyo de los Reyes Católicos. No está probado que

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Cristóbal Colón tuviera un romance con la reina Isabel, aunque se ha
descubierto correspondencia indirecta con tintes románticos. Hay muchas
pruebas de la relación de Beatriz con el rey Fernando y Cristóbal Colón.
Sara, Fermín, Mateo, el galeno Elías son ficticios, aunque lo que les
sucede en la novela bien pudo pasar a personas en sus mismas condiciones.

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Agradecimientos

En primer lugar, agradecer su trabajo y esfuerzo por llevar mis libros a todo el
mundo a Alicia González Sterling. Creyó desde el principio en esta historia y
supo cómo encaminarla bien. Carmen Fernández de Blas, directora editorial
de La Esfera de los Libros, se enamoró de esta historia y puso toda su pasión
en llevarla de inmediato a los lectores. Gracias Carmen. A Berenice por su
gran trabajo de edición y su amabilidad constante. Muchas gracias a todos los
libreros por subir la persiana de sus librerías cada día con la esperanza de
regalar una nueva aventura a sus lectores. Agradecer a los lectores que
después de dieciséis años siguen leyendo mis libros y disfrutando con mis
personajes. Por último, quiero agradecer a mi esposa Elisabeth, mi compañera
de fatigas y desvelos, por su amor y apoyo constantes.

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Cronología

1462: Nace Beatriz de Bobadilla en Medina del Campo.

1481: Muere Juan Rejón en La Gomera por orden de Hernán Peraza. Hernán Peraza es hecho
prisionero y enviado a la península.

1482: Muere el maestre de Calatrava Rodrigo Téllez Girón. Boda de Beatriz de Bobadilla con
Hernán Peraza en Madrid. Conquista de Gran Canaria por Pedro de Vera.

1484: Cristóbal Colón se entrevista con el rey Juan II de Portugal, y su plan es rechazado por una
comisión real.

1485: Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos en la corte de Barcelona. En enero muere su
esposa Filipa Moniz Perestrelo. Cristóbal Colón llega al monasterio de La Rábida, de Palos
de la Frontera, con su hijo Diego.

1486: Los Reyes Católicos reciben a Cristóbal Colón. Hernán Peraza compra a su madre Inés
Peraza la isla de El Hierro.

1486-1487: Conferencias de la junta de cosmógrafos, que rechaza el plan colombino.

1488: Nace en Córdoba Hernando Colón, hijo natural de Cristóbal Colón y de Beatriz Enriquez
de Arana. Cristóbal Colón envía a su hermano Bartolomé Colón a ofrecer sus ideas a los
reyes de Francia e Inglaterra. Rebelión en la isla de La Gomera por los amores de Hernán
Peraza y la guanche Yballa. Muerte de Hernán Peraza. Pedro de Vera envía tropas a La
Gomera para sofocar la rebelión.

1491: Beatriz de Bobadilla va a Córdoba y Sevilla para defender sus derechos de señorío en La
Gomera y evitar que sus bienes sean embargados por la venta de esclavos gomeros de forma
ilegal. Cristóbal Colón y Beatriz de Bobadilla se conocen. Cristóbal Colón visita a los Reyes
Católicos en el campamento de Santa Fe.

1492: 2 de enero. Conquista de Granada por los Reyes Católicos. El último rey musulmán,
Boabdil, abandona la península ibérica después de más de setecientos años de ocupación.
Fin de la Reconquista. 31 de marzo. Edicto de expulsión de los judíos. 17 de abril. Se firman
las Capitulaciones de Santa Fe entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos. 8 de mayo.
Beatriz de Bobadilla es confirmada en su señorío de las islas de La Gomera y El Hierro. 3 de
agosto. Colón inicia su primera travesía atlántica desde el puerto de Palos de la Frontera
(Huelva). 9 de agosto. Colón arriba a Gran Canaria, islas Canarias, donde se repara la Pinta.
11 de agosto. Alejandro VI sucede a Inocencio VIII como papa. 12 de agosto. Colón llega a
la isla de La Gomera. Beatriz y Colón vuelven a verse, la gobernadora facilita víveres y agua
a su flota. 6 de septiembre. Colón zarpa de La Gomera. 29 de septiembre. Alonso Fernández
de Lugo desembarca en Tazacorte, y comienza la conquista de la isla de La Palma. 12 de

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octubre. Colón llega a la isla de Guanahani. 15 de octubre. Colón arriba a la isla Fernandina.
19 de octubre. Colón arriba a Isabela. 28 de octubre. Colón arriba a la isla Juana (actual
Cuba). 6 de diciembre. Colón arriba a La Española (Haití y República Dominicana). 25 de
diciembre. La Santa María encalla en Haití y sus restos se usan para construir el Fuerte
Navidad, primer poblado español en América.

1493: 4 de enero. Colón, a bordo de la Niña, abandona el Fuerte Navidad en la isla de la Española
(actual Haití y República Dominicana) e inicia su viaje de regreso hacia España de su primer
viaje americano. 19 de febrero. La armada portuguesa intenta apresar en las islas Azores a
Colón en su viaje de regreso, para evitar que divulgue la otra ruta hada las Indias que cree
haber descubierto. 1 de marzo. La carabela Pinta atraca en el puerto de Bayona (Pontevedra)
de regreso de América. Se dio la primicia del éxito de la expedición de Colón. 15 de marzo.
Cristóbal Colón regresa a Palos de la Frontera tras su primer viaje. Abril. Los Reyes
Católicos reciben con todos los honores a Colón en Barcelona. 2 de mayo. Bula del papa
Alejandro VI fijando las zonas de demarcación de Portugal y España. 25 de septiembre.
Segundo viaje. Colón zarpa de Cádiz. Pasa dos días en La Gomera junto a Beatriz de
Bobadilla. 12 de noviembre-15 de noviembre. Colón arriba a Dominica, Marigalante,
Guadalupe, Montserrat, Santa María la Antigua del Darién, Santa María la Redonda, Once
Mil Vírgenes y San Juan Bautista, actual Puerto Rico. 27 de noviembre. Colón encuentra las
ruinas del Fuerte Navidad.

1494: 2 de enero. Fundación de Isabela. 13 de mayo. Colón arriba a la isla de Jamaica. Alonso
Fernández de Lugo pide ayuda a Beatriz de Bobadilla para la conquista de la isla de
Tenerife. 1 de mayo. Comienza la conquista de la isla de Tenerife. Finales de mayo. Los
castellanos pierden en la famosa Matanza de Acentejo. 7 de junio. Tratado de Tordesillas
entre España y Portugal, fijando nuevas zonas de demarcación. 10 de junio. Colón regresa a
España. 11 de junio. Colón desembarca en Cádiz.

1495: 25 de diciembre. Los castellanos vencen a los guanches en Acentejo.

1497: Enero. Cristóbal Colón hace testamento. Abril. Comienzan los preparativos para otra
expedición.

1498: 30 de mayo. Colón inicia en Sanlúcar de Barrameda su tercer viaje. 31 de julio. Colón
arriba a la isla de Trinidad. 2 de agosto. Navega Colón por la boca de Serpientes donde
observa la fuerza de la corriente del río Orinoco que desemboca allí y endulza el agua. 4 de
agosto. Colón entra en el golfo de Paria, se encuentra ante el delta del Orinoco y pone el pie
en el continente americano. 5 de agosto. Cristóbal Colón, en su tercer viaje al Nuevo
Mundo, desembarca por primera vez en el continente americano en el lugar donde en 1738
se fundará la futura población de Macuro, en la península de Paria (estado de Sucre)
Venezuela. 14 de agosto. Cristóbal Colón arriba a la isla de Cubagua (estado de Nueva
Esparta) Venezuela. 15 de agosto. Colón arriba a la isla de Coche y la isla Asunción (a la
cual Cristóbal Guerra le cambió el nombre por Margarita del estado de Nueva Esparta,
Venezuela). Beatriz de Bobadilla y Alonso Fernández de Lugo se casan en la isla de La
Gomera.

1499: 26 de enero. Vicente Yáñez Pinzón arriba a la costa del Brasil. 10 de mayo. Se publican las
primeras cartas geográficas de Américo Vespucio. 18 de mayo. Juan de la Cosa y Alonso de
Ojeda zarpan de Cádiz rumbo al Nuevo Mundo, donde Ojeda arriba a las islas de Sotavento
(Antillas Neerlandesas) y De la Cosa explora las costas de Guayana y Venezuela. 21 de
mayo. Los Reyes Católicos conceden libertades a los que viajen a América.

1500: 27 de agosto. Bobadilla llega a La Española como gobernador. 23 de septiembre. Bobadilla


detiene a los hermanos Colón y a primeros de octubre son enviados a España. 24 de

Página 270
noviembre. Cristóbal Colón y sus hermanos, encadenados, desembarcan en Cádiz. 17 de
diciembre. Cristóbal Colón es recibido en Granada por los Reyes Católicos.

1502: Febrero. Sale para La Española el nuevo gobernador Nicolás de Ovando. 11 de mayo. En
Sanlúcar de Barrameda (Cádiz, España), Cristóbal Colón zarpa a su cuarto viaje a América.
15 de junio. Colón arriba a las islas de Martinica y Santa María.

1503: 24 de febrero. Cristóbal Colón funda el que sería el primer asentamiento español en
territorio continental americano, llamado Santa María de Belén, en las costas de Veraguas
(Panamá). 10 de mayo. Arriba a las islas Caimán.

1504: Noviembre: muere Beatriz de Bobadilla en Medina del Campo. 7 de noviembre. Colón
desembarca en Sanlúcar de Barrameda. 26 de noviembre. Muere Isabel la Católica en
Medina del Campo.

Página 271
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Bobadilla», El Museo Canario, 1,1933, pp. 5-84.

Página 273
MARIO ESCOBAR GOLDEROS (Madrid, 23 de Junio de 1971), es un
novelista, ensayista y conferenciante. Licenciado en Historia y Diplomado en
Estudios Avanzados en la especialidad de Historia Moderna, ha escrito
numerosos artículos y libros sobre la Inquisición, la Reforma Protestante y las
sectas religiosas. Publicó su primer libro Historia de una Obsesión en el año
2000. Es director de la revista Historia para el Debate Digital, colaborando
como columnista en distintas publicaciones. Apasionado por la historia y sus
enigmas ha estudiado en profundidad la Historia de la Iglesia, los distintos
grupos sectarios que han luchado en su seno, el descubrimiento y
colonización de América; especializándose en la vida de personajes
heterodoxos españoles y americanos.
Su primera obra, Conspiración Maine (2006), fue un éxito. Le siguieron El
mesías Ario (2007), El secreto de los Assassini (2008) y la Profecía de Aztlán
(2009). Todas ellas parte de la saga protagonizada por Hércules Guzmán Fox,
George Lincoln y Alicia Mantorella. Sol rojo sobre Hiroshima (2009) y El
País de las lágrimas (2010) son sus obras más intimistas. También ha
publicado ensayos como Martín Luther King (2006) e Historia de la
Masonería en Estados Unidos (2009). Sus libros han sido traducidos a cuatro
idiomas, en formato audiolibro y los derechos de varias de sus novelas se han
vendido para una próxima adaptación al cine.

Página 274
Mario Escobar, novelista, historiador y colaborador habitual de National
Geographic Historia, ha dedicado su vida a la investigación de los grandes
conflictos humanos. Sus libros han sido traducidos a quince idiomas. Tiene
más de dos millones de lectores en el mundo, fue el ganador del Premio
Empik 2020 y el finalista del Premio International Latino Book 2020.

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Notas

Página 276
[1] Isaías 61:1-7. Biblia Reina Valera (edic. 1960). <<

Página 277

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