Obras Selectas
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Obras Selectas
Clemente Palma
OBRAS SELECTAS
Selección
Obras selectas
Selección
©Clemente Palma
Equipo Lima Lee: Jakeline Alanya, Chrisel Arquiñigo, Leonardo Collas, Marlon Cruz, Nery
Laureano, Hilary Mariño, Marjory Ortiz, Diana Quispe, Liliana Revate y Williams Soto.
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El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro
amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de
Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos
noches con él en alegre francachela. Jym había pasado
gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne
bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos
licores le daba por cantar con voz estentórea lindas
baladas escandinavas, que después nos traducía. Una
tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues
al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco.
Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como
tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y
resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y
aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones
con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la
mañana cuando terminamos los visitantes de Jym
nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que
hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en
una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo
y un aparato para destilar agua; encendió un puro y
comenzó a hablar del modo siguiente:
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una historia verídica, de un episodio de mi vida de
novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido
en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi
padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé.
Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo,
y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por
Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con
mucho gusto los honores.
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la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme
que no me preocupara del asunto, que yo era un
histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es
que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura,
a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos.
Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de
mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún,
y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o
pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos,
veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma
vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por
puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas
entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos
o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en
la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas
inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra
que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica,
cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban,
y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro
respondían una dolorosa vibración de las células,
surgiendo a su vez una idea dentro de mí.
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hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que
veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me
decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que
éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de
mi amada y formaban su madriguera en las cavernas
oscuras de mi encéfalo.
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negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo
os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene
Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color
de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais
respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no señor; los
ojos de Lina tenían color, es claro, pero no todos los
oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían
acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de
Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes;
debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y
parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas.
Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran
los ojos de Lina cerrados o entornados pero una vez
abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias.
Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía
su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran
ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la
gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces
me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por
detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones
verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco
a poco y pasaban por mil cambiantes, como las
burbujas de jabón, luego venía un color indefinible,
pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio
palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante
por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los
hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas,
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sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y
juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que
adquiría ese punto de luz misteriosa.
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Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se
complacía en humillarme; entonces mi dignidad de
varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios
fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi
novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola hasta
hacerla llorar. En el fondo había una intención que
yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa
valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas
estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina
la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos me sentía
libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma
terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa,
la buena muchacha tenía un corazón de oro y me
adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que
odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería.
Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a
luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza
de vencer.
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casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de
casado, era la perduración de esos ojos que tenían
que alumbrar terriblemente mí vejez. Cuando se
acercaba la época en que debía pedir la mano de
Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los
ojos de ella me era insoportable. De noche los veía
fulgurar como ascuas en la oscuridad de mí alcoba;
veía al techo y allí estaban terribles y porfiados;
miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba
los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con
una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba
el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin,
rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mí
suelo de redes que se apretaban y me estrangulaban
el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé sí
por orgullo, amor, o por una noción del deber muy
grabada en mí espíritu, jamás pensé en renunciar a
Lina.
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Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido
y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome
las manos:
Habla.
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–No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en
ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo,
pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no
se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los
ojos, mírame, mírame.
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que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar
mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos
ponernos de acuerdo…
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Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con
galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin,
trémula, me alcanzó la cajita.
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Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio,
profundamente emocionados. En verdad que la
historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo
y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire
melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno
la claraboya del camarote y el otro la lámpara que
se bamboleaba a los balances del buque. De pronto,
Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un
enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.
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Los canastos
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Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre
huella en la memoria del beneficiado o un grave daño
que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os
contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con
un pobre hombre llamado Vassielich.
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alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado…”
Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura
que tuve: ya lo había olvidado.
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“avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río”.
Pero el invierno me gritaba más alto: “cállate, hombre,
y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver
caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una
manada de estúpidos carneros?” Y la verdad es que
preferí esto.
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–¡Vassielich! ¡Vassielich!
–Habla, habla…
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Yo encendí lentamente mi pipa, que se había
apagado:
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invierno que era tan crudo! El pobre sordo lloraba
amargamente. ¡Era cosa de matarse!
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Vassielich no me respondió, sea porque no me
oyera, sea porque estaba aturdido con su desastre. Me
encogí de hombros y proseguí mi camino, fumando
mi pipa.
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La última rubia
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El oro se había agotado absolutamente en las
entrañas y en la superficie de la tierra. Era tal la
escasez de este precioso metal que sólo uno que otro
erudito tenía noticias de que hubiera existido. En un
museo de Chicago había dos monedas de diez dólares,
guardadas en una urna de cristal, que se consideraban
como una de las más valiosas curiosidades. En otro
museo de Papeete (Taití), se conservaba un idolillo
primitivo tallado en la extinguida sustancia; en
París, Tombuctú, Río Janeiro, Estokolmo, guardaban
los museos, con extrema vigilancia, dos luises, una
moneda de 50 paras, una de 10,000 reis y una de
20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por
todos estos museos la antigua palabra oro, auro, en
esperanto, habría sido una palabra inútil, aún para
expresar el recuerdo de una substancia que, repito,
sólo conocían unos cuantos eruditos. En cambio, la
elaboración del diamante se había perfeccionado
tanto, que por cincuenta francos se conseguía en el
año 3025 uno del tamaño de una naranja.
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uranio fosforescente, un depósito de rayos de sol, que
sometidos a una presión de 12.000.000.000.000.000.
000.000.813 atmósferas, daba una pasta dorada que
podía substituir al oro: tenía su consistencia, su peso
atómico, sus propiedades químicas y podría tener
las mismas aplicaciones industriales si no tuviera
la detestable propiedad de liquidarse con el frío y
evaporarse; esperaba el químico que, añadiendo tres
o cuatro billones de presión, obtendría una sustancia
más durable. Otro alquimista machacaba en un
mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilis
de oso polar, y espolvoreaba la mezcla de granalla
de selenio o molibdeno. En seguida envolvía este
menjurje en barro de coke, y lo sometía a las descargas
eléctricas de una bobina de Rumkffork de 20 metros
de largo, y obtenía una substancia amarilla y metálica
que decía ser oro, pero que tenía el inconveniente de
oxidarse con la sangre y disolverse en el amoniaco.
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cabello de mujer rubia (rubicunda fomine capellae) y
lo pondrás durante cinco lunaciones a remojar en un
matraz con un dracma de ácido muriático; cuando se
haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero solo en la
época en que Venus es estrella matutina (venere stelle
matutinae esse) para evitar que sus rayos nocivos
(letalium) toque el matraz. En seguida echarás en
el líquido media dracma de sangre de drago, media
dracma del licor que resuda el laurel, y llenarás por
fin el matraz con agua marina (aquae maris). El
todo lo dejas a evaporar en lo más obscuro de una
cueva salitrosa (cava nitrosas) y al cabo de un mes
encontrarás la mitad del matraz lleno de un polvillo
de la color del licopodio, que es oro puro (aureum
vere) y que fundido en un crisol te podrá dar hasta el
peso de cinco ducados”.
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sesgados y una nariz chata; no había cabeza que no
estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con
verdadera rabia esos salvajes macularon la belleza
europea, como para anonadar lo que no podían
producir. Quizá para asegurarse así las victorias del
porvenir. Esa raza se extendió por el mestizaje, como
una hiedra inmensa que hubiera cubierto el mundo, y al
cabo de tres siglos apenas había uno que otro ejemplar
de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, la
gentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección
británica, la gracia española son hoy meras tradiciones
de las que sólo en los libros antiguos se encuentran
relaciones. Unas que otras familias de montañeses
habían conservado los rasgos primitivos de las razas
europeas, que el inmundo mestizaje malogró. Así,
por ejemplo, mi familia había conservado, hasta hacía
cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi
bisabuelo se había casado morganáticamente con un
acaudalado fabricante de aeroplanos eléctricos, de
perfecto origen afgán. Por libros y papeles de familia
sabía que mis ascendientes habían sido rubios como el
sol, que de las cuatro ramas, tres se habían mezclado:
una, la mía, con sangre afgana, otra con las de un
mestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo
de origen manchú. La cuarta rama se ignoraba qué
suerte había corrido. Mi padre me decía, cuando yo le
hablaba de la rama perdida:
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–Esos parientes son unos estúpidos que tienen la
chifladura de la pureza de la sangre.
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formas que la ola de sangre infectada había sumergido
en el olvido. Tenía la obsesión de buscar por todas las
regiones de la tierra la rama perdida o ignorada de mi
ascendencia latina, en donde aún se conservaban los
rasgos de la antigua belleza. Sentía vivo, avasallador
deseo de contemplar una de esas cabezas rubias, que
solo podía ver en los grabados de algunos libros de
la biblioteca de curiosidades de Tombuctú; pero debo
declarar, en honor de la verdad, que gran parte de mi
afán era debido al deseo de realizar el experimento de
alquimia que había de hacerme uno de los hombres
más ricos.
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europeos se llamaban Houlot. En un paradero aéreo
de Upernawick (sic) oí en el libro fónico de pasajeros
este nombre pronunciado por una voz extraña. En
varios paraderos oí la misma palabra. Y aun en un
hotel más adelantado vi, en el espejo fotogénico en
que se inscriben la imagen y la voz de los pasajeros, vi,
repito, la figura de un hombre de unos cincuenta años
y de dos mujeres, y oí, al tocar el registro, lo siguiente:
“Jean Houlot, mujer e hija (esto en esperanto), últimos
vástagos de la raza gala (esto en francés), pasaron por
aquí el 18 de marzo de 3028, con dirección a cabo
Kane, orillas del mar Paleochrístico, 87 paralelo”. Me
puse loco de contento y al día siguiente, a primera
hora, me dirigí al lugar indicado, a donde llegué
cuatro horas después.
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–Bienvenido seas… sobrino, –me respondió, con
aire huraño y desconfiado–. Ya me conoces… pero
dime, pues si eres de mi raza lo disimulas, ¿por qué tu
rostro es bronceado?
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pieles de oso y de foca que vestíamos, dejando al
descubierto las facciones solamente. Houlot y yo
llegamos a intimar, y se admiraba de que siendo yo
rico sacrificara mi bienestar en los países del Sur por
mera fantasía. Houlot era muy avaro y exageraba su
pobreza para explotarme a su gusto. Un día, a pesar de
sus precauciones, nos encontramos su hija y yo sobre
un témpano. Era una joven de unos 25 años, blanca,
pálida, de aspecto enfermizo, de ojos y sonrisas
picarescos y con algo de belleza perdida que yo había
contemplado en las estampas de Tombuctú.
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y durante el camino aproveché esta circunstancia para
exponer mis pretensiones sobre mi prima.
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novia un rizo de sus cabellos. Suzón se sonrío: quitóse
la toca de piel y expuso ante mis ojos una hermosa
cabellera rubia como ámbar.
–Escógelo tú…
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–Padre, –dijo al sentir mis pasos.
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Yo sentí como si me hubieran dado un hachazo.
Y, rechazándola violentamente, exclamé vibrante de
cólera:
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Una historia vulgar
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Un joven médico francés me refirió una historia
trágica de amor, que se quedó vívidamente grabada
en mi memoria y que hoy refiero casi en los mismos
términos en que la escuché:
Hela aquí:
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propias de los mozos, ni que fuera un mal compañero
de diversiones. Cierto es que a muchas asistía solo
para complacerme. Uno de los grandes placeres de
Ernesto era hacer conmigo excursiones en bicicleta,
de la que era rabioso aficionado.
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Jamás se permitió Ernesto el lujo de tener una
querida. Pensaba que ello era vincular demasiado a
una mujer con nosotros por medio de lazos inicuos, y
una vez dentro del laberinto impuro, ya no había más
puerta de salida que la infamia del abandono. No se
cansaba de censurarme que yo tuviera una amiga.
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mujer joven y hermosa, que voltejea en torno de
nuestra mesa de trabajo; es la satisfacción que sentiría
un cazador de raza al dormitar con las manos metidas
dentro de las lanas de su perro; es un placer psíquico,
aquel de sentir, en medio de una disertación sobre un
cistosarcoma o una mielitis, que unos brazos sedosos
enlazan nuestro cuello, y una boca, sabía en amor, nos
besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer
o sufrir genialidades y sus nervios, y satisfacer su
caprichos y exigencias; y más que todo eso, es tener la
conciencia de que todo ello lo soportamos porque nos
da la gana, y en cualquier momento que se nos antoje
podemos poner a esa mujer de patitas en la calle. Todo
esto y mucho más es el goce que nos proporciona la
querida, y que tú no conoces, Ernesto. Crees que esto
es el amor incompleto y deformado, porque no tiene
la inefable ternura, la fe, el respeto mutuo, el cariño
espiritual…
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–Es que casándote después de haber amado
con el corazón, obtienes el complemento perfecto,
salvándote de las infamias de la inmoralidad y de los
inconvenientes del vicio.
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–¿Qué es eso, Ernesto, amigo mío?.. ¿Qué tienes?
¿Cartas de Lorena?.. ¿Alguna mala noticia sobre tus
padres? –le pregunté consternado.
–No, no…
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con que le trataban y de la ingenuidad e inocencia
de Margot y Suzón. Ernesto no tenía hermanos y se
encontró con que París le ofrecía un hogar, donde
halló afectos que no tuvo en su fría Lorena.
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fue también esta vez. Estaba pálido y febril, pero
procuraba ocultar su malestar. Margot le observaba
atentamente y le dijo en voz baja a su hermana:
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En los cinco días que duró su enfermedad, y
en los que tuvo que guardar cama, la señora y las
señoritas Gerault le cuidaron con cariño y asiduidad.
Cuando se levantó, ya Suzón y él se habían confesado
mutuamente su amor; él, con el respecto y tímida
ternura de su alma honrada; ella, con la vehemencia
de sus carácter, con el fogoso apasionamiento con que
lo hacía todo.
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baja, se hacían quiños maliciosos, por lo que éste les
profesaba muy cordial antipatía.
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puerilidades de la imaginación que evoca asociaciones
a veces ridículas hasta las situaciones más amargas!
Ernesto recordaba persistentemente una ocasión en la
que fue al gabinete de un dentista para que le hicieran
una pequeña operación en la mandíbula inferior, en
donde se le había producido una exóstosis en la raíz
de un diente. El cirujano le inyectó una buena dosis
de cocaína que le anestesió completamente la región
enferma. Ernesto sabía que el bisturí y la sierra le
destrozaban los huesos y los músculos y, sin embargo,
no sentía dolor alguno. Ese mismo fenómeno, pero
en orden moral, se realizaba en él. Sabía que todas sus
ilusiones las había destrozado esa mujer, y no sentía
el dolor. Y mientras Ernesto iba a la calle Marbeuf, a
mi casa, pensaba en banalidades, deteniéndose en las
tiendas, observando a los ciclistas y atendiendo a los
incidentes mil que se realizan en las calles, y que en
otra ocasión le encontraban distraído. Al llegar a la
puerta de mi casa, sintió como una bofetada en medio
del corazón, y su alma, en una espantosa reacción de
dolor, se dio cuenta completa del cataclismo de su
amor.
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Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y
obligué a mi arpista a que no viniera por algún tiempo.
Ernesto tenía horror a su cuartito del tercer piso de la
calle Marbeuf. Una noche me decía:
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–Mas no había sido así. Ernesto, antes que transigir
con su amor, había optado por el medio más tonto, es
cierto, pero el más sencillo y eficaz para extinguirlo:
matarse. Se encerró una noche en una casa de
huéspedes, tapó las rendijas de las puertas y ventanas,
puso bastante carbón en la estufa e interrumpió el
tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba
resuelto a poner fin a su pasión y tomó una buena
dosis de láudano y atropina; tampoco le satisfizo:
quería morir del modo más dulce posible: colgó de
la cabecera de la cama un embudo con algodones
empapados en cloroformo; puso su aparato de modo
que cada 15 o 20 segundo cayera una gruesa gota en
un lienzo que ató sobre sus narices; la absorción del
líquido mortífero fue continua durante el sueño de
Ernesto, ese sueño que era la primera página de la
muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tan triste hizo de
la terapéutica estudiada en la facultad; qué aplicación
tan extraña a la curación de las dolencias del alma,
su optimismo tan brutalmente herido, la honrada
rectitud de su corazón, su idealismo sentimental le
mataron más que la lujuria hipócrita de su novia. Le
enterramos en Montparnasse.
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y sin más razón que el deseo de vengarme en el sexo,
escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela en
que decía lo siguiente:
66
ÍNDICE
Los canastos...................................................................25
La última rubia..............................................................35