El Viaje de Oriente (Le Corbusier) PDF
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El Viaje de Oriente (Le Corbusier) PDF
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Charles-Edouard Jeanneret
(Le Corbusier)
EL VIAJE DE ORIENTE
Colección de
Arqtc!.'. :
Primera edinón: 1984
Segunda edinón: Enero 1993
PRINTED IN SPAIN
IMPRESO EN ESPAÑA
ISBN: 84-505-0396-5
Nota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
EL VIAJE D E ORIENTE
Algunas impresiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Chaux-de-Fonds . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Viena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
ElDanubio .................................. 43
Bucarest . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Tirnovo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
En tierra turca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Constantinopla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Las mezquitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Las sepulturas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Uncafé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Sésamo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Dos
embrujos. una realidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
El Athos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14.1
ElPartenón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
En Occidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
D ,
ICEN los que han tenido ocasión de conocerlo, que la claridad y
la precisión en las razones que dan origen a un libro, proporcionan
a su autor una profunda sensación "estante, firme, cercana a esa
placidez del demiurgo que conoce con precisión absoluta el móvil
de su creación".
Si eso es cierto, como minimo oblicuas y tortuosas se me
presentaban las circunstancias que habian acompañado a la primera
edición del Vyage a l'orient de Le Corbusier. Sumergido en ese
otro tipo de lecturas que realizadas con un interés muy preciso
sacan un brillo distinto del texto, aquel placer que en otra ocasión
la lectura del Vyage me habia deparado, quedaba esta vez amorti-
guado, empeñado en responder aquello que ya desde el principio se
había convertido en mi acompafiamiento: un repiqueteo de fechas,
la de su escritura por un lado y la de su publicación por otro, con
un intervalo "inmenso" y bastante inquietante de cincuenta y
cuatro años entre ellas. *
D E ORIENTE. 1911
CVIA~ANDO
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de este modo, largos meses, en países siempre nuevos
-preguntaban el otro día en Berlín dos encantadoras compatriotas-
no embotará usted sus facultades admirativas, no deslustrará la
frescura de sus emociones para no ver ya las cosas sino bajo una
mirada un poco desengañada, un poco hastiada? A veces, durante
nuestras últimas entrevistas, sus juicios fueron tan imprevistos y
nos sorprendieron tanto... Ahora parte usted hacia Oriente;
adivinamos que su intención es no perderse nada de lo que la ruta
ofrezca a izquierda y derecha...
¡Cuántas impresiones, pues, diversas y múltiples!... Nuestra
pregunta tiene sentido. No nos guarde ningún rencor."
En definitiva, era verdad: bajo las pesadas bóvedas del Tiergar-
ten, o a lo largo de los glaucos canales de la Spree, en nuestros
paseos al atardecer, nos había ocurrido que, al regreso de una
matadora excursión entre los dédalos pedregosos de ciudades viejas
o nuevas de Germania, hablásemos mal de una catedral venerada,
o cubriésemos con un punto de interrogación esa ciudad famosa
tendida en la desembocadura de un río en la llanura y dominada
por un "burg" demasiado romántico; de echar pestes contra
cualquier otra mueca medievalesca encuadrada en un chasis de
torreones, fosas y muros almenados, y contra ese rictus equivoco
que, bajo un yelmo épico, aparece completamente acuchillado por
negras chimeneas de fábrica y acaparrosado por la lepra de
sórdidos y malolientes humos. A esa visión, convertida en teatral,
yo le había opuesto otra menos de moda por ser felizmente menos
conocida: una serena sonrisa bajo un cielo azul dispuesto en torno
a piedras esculpidas y revoques cuidadosamente pintados sobre
espigas de oro donde estallan las rojas flores, donde el azul celeste
se intensifica en estrellas profundas. Había hablado con entusiasmo
de ciertas realizaciones modernas y, en definitiva, había criticado la
Alemania medieval, en provecho de las tranquilas obras de hace
cien o doscientos años. El romanticismo indiscreto, verbo tan
lejano a nuestro pensamiento, me habfa exasperado. La admiración
había enmudecido varias veces, cuando el gusto infecto de los
hacedores de remates y de torres había echado, por ejemplo, sobre
un rfo de cuerpo real que corria entre rudas rocas rojas erizadas
o, más lejos, tendido como un dios viviente sobre una llanura a la
que bendice, un expolio de espadachin. Las grandes avenidas
anegadas bajo el verdor, enlosadas con un asfalto tan pulido por
los automóviles que el sol poniente se refleja en él en una infinita
linea de fuego jalonada por mil columnas negras de los árboles, se
me habian aparecido, en ciertas horas, como grandiosas creaciones.
Y las sórdidas callejuelas alrededor de las catedrales insulsamente
restauradas, enterradas bajo los salientes excesivos de las descuida-
das fachadas, las pestilencias que se estancan en ellas, las gentes
turbias que en ellas se soterran y la pandilla hormigueante de
chavales chillones, a menudo me habian hecho huir... mientras
Baedecker caia pasmado, y para manifestar su alegría descolgaba
estrellas del cielo para hacer con ellas simples, dobles o triples
asteriscos laudatorios. Había molestado, pues, a castellanas en otro
tiempo altivas, ridiculizado a "viejos verdes" fatuos o maltratados,
demasiado nuevos ricos siglo XIX. Algunos nombres -bellisimos
nombres- los habia marchitado. ¡Pobres nombres, pobre magia de
las palabras que yo hago desvanecer! Decepcionante hecatombe.
Para que me absolvieran, habia sido preciso explicarse: En
primer lugar, habia aventurado, existen famas sobreestimadas. En
el mundo del arte, tan codeado a menudo por el de la moda, hay
acaparadores y "faroleros". También se encuentran en él modestos
y tímidos. A los alborotadores "reclamistas" se oponen los serenos
inconscientes.
Por otra parte, ustedes dicen, señoritas, que un aficionado de
arte tiene siempre, a pesar suyo, la cabeza un poco al revés, a los
ojos de los demás, y sepan que yo, por ejemplo, tengo un tío
irremediablemente persuadido de que juzgo a tontas y a locas con
el único fin de contrariar la opinión general.
Y a fin de cuentas, si la belleza me parece ante todo hecha de
armonía y no de grosor, de extensión, de altura o de sumas
gastadas o de estallido teatral, añado, a esta manera de ver, esta
manera de ser: soy joven -pecado efimerw, joven y por consi-
guiente dado a juicios temerarios. Venero el eclecticismo, pero
espero a tener el pelo blanco para entregarme a él a ciegas. Al
contrario, abro bien los ojos a mi alrededor, mis ojos de miope
detrás de las gafas -esas tristes gafas que confieren un aire doctoral
o de "clergyman". Suelto muchas tonterias. Me ocurre -tanto
peor- que cambio de chaqueta, entre la desaprobación de mis
allegados, y me contradigo más de lo que está permitido. ¡Es asi
que en dias de enojo, resoplo, mientras que otras veces, señoritas
curiosas, me siento profundamente conmovido, recorriendo un
pais de ensueño al ritmo de schenos subyugantes, conquistado
enteramente por la gran Armonia!
No, señoritas escépticas, viajando uno no se hastia. Uno se
vuelve tan sólo un poco aristócrata en sus amores, y a fe mia que
ello tiene mérito, en estos tiempos en que todo se socializa, y
sobre todo para un lector de La Sentinelle. Este viaje de Oriente,
lejos de las enmarañadas arquitecturas del Norte -respuesta a una
llamada persistente del sol, de las grandes líneas de mares azules y
de las grandes paredes blancas de los templos-, Constantinopla,
Asia Menor, Grecia, Italia meridional-, será como una vasija de
gálibo ideal, del cual sabrán esparcirse los más profundos senti-
mientos del corazón...
iAsi es como a las dos de la madrugada, en el barco blanco
descendiendo por el inmenso río entre Budapest y Belgrado, no
acabo -olvidando ir al puente, a ver la luna ya llena subir a través
del dédalo de los astros!
CARTA A LOS AMIGOS
D E LA CHAUX-DE-FONDS
AMIGO Perrin:
¡Un saludo! Si Octavio, en su calle de la Sorbona, en París,
leyera este honorable diario, demasiado hospitalario, ya habría
recibido de él, en un idioma adornado con imágenes, sus condolen-
c i a ~encuadradas en negro, ya que ese nifio, antes de nacer, está en
muy mal estado y a punto de morir. Me he comprometido a
escribir una notas de viaje, icasi un diario!... Y soy el más
desdichado de los hombres: pues eso es, no lo niegues, el summum
del aburrimiento; y el sentimiento de aguar la siesta de tantos
compatriotas me atormenta. Por eso acudo a ti. Amas las formas
(plásticas, se entiende) casi tanto como Georges y conoces la
belleza de una esfera. Vengo a hablarte de vasijas, de vasijas
campesinas, de alfarería popular. Incidentalmente, me interesaré
por algunos puertos de mi ruta, y mi redactor quedará satisfecho.
Marius Perrenond, nuestro alfarero de los talleres, hubiera mereci-
do, al parecer, esta epístola "ceramicológica"; pero Marius todavía
no ama la esfera lo suficiente: para ti pues estas historias de gálibos
y mis éxtasis.
Tú conoces esas alegrías: palpar la panza generosa de una vasija
. y acariciar su cuello grácil, y luego explorar las sutilezas de su
gálibo. Las manos metidas de nuevo en lo más profundo de los
bolsillos y los ojos medio cerrados, dejarse embriagar dulcemente
por el hechizo de los esmaltes, el estallido de amarillos, el
aterciopelado de los azules; fijarse en la agitada lucha de brutales
masas negras y de elementos blancos victoriosos...
Eso se comprende mejor todavía, si se imagina, después de los
agotadores meses de viaje, mi estudio quizás coquetón, azulado por
el humo de los cigarrillos y, hundidos en sillones, tú y los amigos,
o, tendidos sobre divanes, ¡vosotros, a quienes veré de nuevo
después de tantos años y a quienes haré el favor de mis narracio-
nes para adormecer despertares! Las vasijas de las que voy a
hablarte estarán ahi redondeándose poderosamente.
Sepas que nos hemos asegurado desde Budapest un arsenal de
panzas y golletes capaces de hacer reales esas horas evocadas.
Sabiamos atravesar tierras donde el campesino artista armoniza
magistralmente el color con la linea, y la linea con la forma; y
estábamos enfermos de codicia. ¡Pasos sin fin! Contrapasos incluso
bajo la lluvia torrencial, que hacen gemir a Auguste, ese compañe-
ro de mis miserias, hasta que al fin descendimos hasta las grutas
"alibabescas". Entonces, ya fuese en una oscura tienda o en un
sótano pobre de Budapest, o aún en un desván acolchado por un
polvo envejecido, en la hora tórrida del mediodia, en una aldea de
la llanura húngara, eso fue la orgía irrefrenada. ¡Es algo que se
siente! Los tarros estaban ahí, en su alegre estallido y su sana
robustez, y su belleza era consoladora. Para desentrañarlos habia-
mos pasado revista a toda la triste trasteria sin patria y sin familia
que inunda Europa entera; e incluso aqui, en Hungria, donde el
campesino sabe obrar como un gran artista, habíamos encontrado
la oferta de los comerciantes más humillante todavía y la influencia
de la moda sobre las almas aún simples más desastrosamente
efectiva. Habia demasiadas cristalerias multicolores, con ramajes
dorados, demasiada vajilla maculada con una intolerable ornamen-
tación de pechinas Luis XV o de florecillas aliñadas al gusto de los
últimos años. Nos había sido preciso rehuir "la europeización"
invasora y embrutecedora hasta en los tranquilos refugios donde
sobrevive -apagándose, pronto sumergida- la gran tradición popu-
lar.
El arte campesino es una impresionante creación de sensualis-
mo estético. Si el arte se eleva por encima de las ciencias, es
precisamente porque, al encuentro con éstas, excita la sensualidad,
despertando profundos ecos en el ser físico. Le da al cuerpo -al
animal- su parte justa, y después, sobre esta base sana, propia de la
expansión de la alegria, sabe levantar las más nobles columnas.
Asf, este arte popular, como una inmutable caricia cálida, envuelve
a la tierra entera, cubriéndola de las mismas flores que unen o
confunden a las razas, los climas y los lugares. La alegría de vivir
de un bello animal se ha extendido sin coacciones. Las formas son
expansivas e hinchadas de savia; la línea sintetiza siempre los
espectáculos naturales u ofrece, justo al lado y sobre el mismo
objeto, los hechizos de la geometrfa: sorprendente conjunción de
los instintos rudimentarios y de aquellos susceptibles de las más
abstractas especulaciones. También el color no es de descripción
sino de evocación; siempre simbólico. Es fin y no medio. Está para
la caricia y la embriaguez del ojo y así, paradójicamente, con un
estallido de risa, zarandea a los grandes gigantes trabados, ilos
mismos Giotto, los mismos Greco, los Cézanne y los Van Gogh!
Considerado desde un cierto punto de vista, el arte subsiste
a las civilizaciones más altas. Permanece como norma, especie
de medida cuyo patrón es el hombre de raza - e l salvaje, si tú
quieres.
Ya te estoy danto la lata, amigo Perrin y sin embargo esas
alfarerfas de Hungrfa y de Serbia bastarfan para interminables
charlas, puesto que en ellas se podría circunscribir el estudio del
arte anónimo y tradicionalista.
Déjame retener esas dos cosas que nos impresionaron cuando
nuestra visita a los alfareros de la llanura húngara y de los Balcanes
serbios, y para que descanses y sientas envidia te describiré pues
alguno de los pueblos danubianos.
Hay en primer lugar, entre esos hombres que no razonan, la
instintiva apreciación de la Anea orgánica, nacida de la correlación de
la linea de mayor utilidad y de aquella que encierra el volumen más
expansivo -por tanto el más bello-. "La belleza, me habia dicho un
día M. Grasset en París, es la alegría. ?Para qué, añadía, copiar
alguna yema encogida? ¡Es monstruoso!" ¡La alegría es el árbol
extendido, con su grandioso follaje, con sus flores, con todos sus
frutos! La belleza es ese espléndido despliegue de juventud. Así
pues, esas alfarerías son jóvenes, sonrientes -permíteme esos
calificativos-, con sus gálibos desplegados hasta el límite del
estallido, y qué contraste ofrecen -nacidas en el torno del alfarero
de pueblo, cuyo espiritu simple no vagabundea más lejos, créelo,
que el de su vecino el tendero, pero cuyos dedos obedecen
inconscientemente a las órdenes de la tradición secular, que
contrasta con esas formas de una fantasía inquietante, de una
imbecilidad estupefacta, concebidas no se sabe por quién, en el
anonimato de las grandes fábricas modernas; no se trata aquí sino
de los caprichos de un necio, de un dibujante de baja almunia, que
trata estas formas con el único fin de diferenciarlas de las que
dibujó la víspera. A lo largo del Danubio y más adelante en
Andrionopla, encontramos de nuevo exactamente esas formas que
cubrieron de negros arabescos los pintores micénicos; iqué persis-
tencia en una ruta normal! Tampoco conozco nada más lamentable
que esa mania de hoy de renegar de las tradiciones con el solo fin
de crear lo "nuevo" ansiado. Esta desviación de las fuerzas
creadoras repercute en todos los dominios del arte, y no nos
proporciona solamente teteras nada prácticas, tazas feas, pobres
macetas de gálibos invertidos; tenemos también sillas que duelen y
bufetes mal concebidos; y casas de siluetas sorprendentes, he-
teróclitas, absurdas, que de ningún modo dispensan -ioh mi
amigo escultor!- la suciedad de las esculturas inútiles y su falta
de tacto.
Vivimos, <no es cierto?, en un medio inviable, desorganizado
-inorganiwdo...
Iré hasta el final y te diré en dos palabras una cosa bastante
chocante, inquietante también: esos alfareros "se burlan" de su
arte. Sus dedos trabajan; no su espíritu, no su corazón. Y abren
unas bocas atónitas cuando penetramos en sus tiendas y hacemos
un saqueo. Y ten por seguro que entre sus productos, hoy
heterogéneós, nos presentan precisamente los malos, ajados, de un
gusto a veces indignante, copias deseadas de chapuzas entrevistas
iin día de mercado en el puesto de un vendedor ambulante venido
de la gran ciudad. Su arte ya no es más que una supervivencia, y
en Knajivaze, en los Balcanes, por ejemplo, si pasas dentro de unos
años, ya no encontrarás allí ni una sola de las piezas que te
mostraré cuando vuelva: tenían ya veinte años de edad y las
habíamos desenterrado entre los desperdicios en que se llenaban de
polvo esos "pecados de juventu C... Considerando esto, Auguste,
que prepara su doctorado en historia del arte, se sintió de pronto
trastornado por el alumbramiento de una teoría reveladora. Tuvo
el sentimiento de esa crisis última que atraviesan los jarros de
Hungría y de Serbia y, examinando de uná sola vez todas las artes
y todos los tiempos, fundó la teoria del "momento psicológico de
la alfarería popular en las artes del siglo XX". E n alemán eso queda
mucho mejor: "der psychologische moment..., etc.". Auguste, te lo
confío, nunca se salió con ello. Y n o seria yo quien pudiera
ayudarle; en cuanto a ese segundo hijo en mal estado, muerto sin
haber visto la luz y que hará llegar a Auguste las condolencias de
Octave, encuadradas en negro y en una lengua védica, te voy a
decir a qué nidos exquisitos nos llevó nuestra locura.
Aquel miércoles 7 de junio, por la mañana. El gran barco
blanco había dejado Budapest la vigilia, caída la noche. Ayudado
por la violenta corriente, había descendido por la inmensa vía
líquida que marcaban con un jalón negro a derecha e izquierda las
dos riberas lejanas, reunidas en el horizonte en su huida infinita.
Todos, casi, dormían: los privilegiados sobre banquetas de tercio-
pelo rojo en el salón para fumadores de 1.. clase; los campesinos,
hombres y mujeres, amontonados, con innumerables paquetes a
menudo decorados con bordados brutales y alegres. En el gran
cielo, la luna apagaba las estrellas. No conocía nada de los países
que atravesábamos, porque nadie habla nunca de ellos. Y, sin
embargo, me daba la impresión de que tenía que ser muy bello,
muy noble. ¡Te reirás!, sabes, tú que te acuerdas con emoción de
nuestras tardes de domingo en los Conciertos Colonne, Csabes lo
que me inducía a penetrar en algún rincón de esa llanura de la que
no sabía ni veía nada? Los primeros compases de la Condenación
de Fausto, que nunca he oído sin ser trastornado por su lenta y
melancólica majestad... Durante esa noche no podía dormir. Solo
en el puente superior, envuelto en mi abrigo, ante... un ataúd
cubierto por un gran velo negro bordado con un ribete de plata y
dos coronas de flores. Esta sinfonía de negros y blancos bajo la
luna y sobre este espejo centelleante, todo ese aparejo náutico
pintado de un blanco deslumbrante, las bocas abiertas de los
ventiladores, las orillas negras, el sombrío ataúd como una gran
mancha muda, la silueta movediza del capitán yendo y viniendo
allá arriba, en la pasarela, y tan s610 el murmullo de los dos pilotos
en la ropa y, brutalmente, de pronto, marcando lentamente la ruta,
la campanada sombría del vigía cada vez que en medio del agua
brillaba una lucecita -lamparilla de uno de esos pequeños molinos
adormecidos sobre el río de los cuales te volveré a hablar-, ese
ataúd inquietante con su negro sudario y las dos coronas de noche,
ante el cual siempre volveré a ver sin cesar esta conspiración del
silencio y de la horizontalidad de todas las líneas: henchían el
corazón de una gran serenidad, turbada a veces por un escalofrio
de exaltación, de una aspiración que las lágrimas habrian satisfe-
cho.
Preguntaba al capitán, y después, en un descanso de los
bostezos de quienes dormían indiferentes sobre el rico terciopelo
de las banquetas, explicaba mis deseos, diciendo que era pintor y
que buscaba un pais que hubiese mantenido su carácter integro...
Los informes concordaron lo bastante para incitarnos a bajar, al
alba naciente, a una orilla a ras de agua, a una media hora de la
pequeña ciudad de Baja. A lo largo del camino, en pastos medio
sumergidos, pacían grandes bueyes grises "a la egipcia". Cuando
desembocamos en la plaza, al lado de la iglesia de un barroco
bastante húngaro, fuimos casi zarandeados por un grupo de
peregrinos lamentablemente pobres, llevando estandartes marcados
con cruces. La cabeza descubierta, hombres y mujeres salmodiaban
por el descanso de sus almas, con una gran lasitud, mendigando
algún escaso óbÓlo, y se iban harapientos hacia algún lugar de
santidad. Nos encontrábamos ya en el mercado hormigueante, más
atestado de campesinos que de mercaderías; pues, en este pais -lo
comprobamos en seguida- son necesarias una o dos mujeres,
agachadas todo el día detrás de un pequeño cesto de frutas o de
legumbres, para vender el equivalente a una moneda de veinte
céntimos. Así, de la misma manera, encontraremos a menudo a lo
largo del camino dos o tres mujeres que apacentan una vaca, y, en
las ciudades, alguna vieja bruja que agarra una cabra con una
cuerda y le hace comer las hierbas crecidas entre los adoquines.
Pero ya, más allá de los canastos de cerezas, de las legumbres y del
puesto de los carniceros, Auguste había percibido resplandores de
esmaltes, y gritado, como el vigía de Colón: "¡Tarros!"
Había allí una cantidad innumerable de ellos, ordenados sobre
el pavimento como manzanas en una bodega. No resultaba fácil
entenderse con los mercaderes; hacíamos nuestros primeros pasos
en el mundo de la pantomima: hasta aquí, habíamos recurrido
siempre a hablar alemán. Los gestos tomaron pues el lugar de las
palabras, y todo fue tan bien que al cabo de media hora, después
de haber atravesado buen número de calles bajo un sol ya tórrido,
llegamos a ese desván de las Mil y Una Noches donde Ali-Babá,
por fortuna, chapurreaba algunas palabras en la lengua de Guiller-
mo 11 de Hohenzollern, emperador y sacerdote del Buen Gusto; las
manos hinchadas de trabajar el barro, nuestro hombre gesticulaba
lentamente y sin pasión por encima de la multitud muda y negra
de sus vasijas, inmovilizadas desde el invierno en la penumbra de
esas vetustas paredes de madera.
Hecha nuestra elección, volvimos a descender la escalera; nos
presentaron a la abuela, que nos estrechó las manos durante largo
rato; después visitamos las habitaciones, donde traslucia por todas
partes ese mal gusto de baratilla de gran ciudad que será, en la
teoría de Auguste, iuna piedra angular, piedra psicológica! Por fin
nos encontramos en el taller, donde el hombre aquel no trabajaba
más que en invierno, ocupado en el verano en las labores del
campo; un taller simple, rudimentario, pero metido al fondo de un
patio exquisito invadido de rosas, y donde se levanta oblicuamente,
formidable, el gran mástil negro arqueado que, al bajar, permite
sacar el agua del pozo. El brocal, amigo escultor, en absoluto es de
piedra cincelada sino que, rebozado de blanco, lo adornan verdade-
ras flores rojas y azules en su exuberante crecimiento. Son
admirables esos pueblos de la gran llanura, e imagínate su gran
estilo. Las calles p&enecen a la llanura, rectas, muy anchas,
uniformes, cortadas en ángulo recto, marcadas infinitamente por
las bolitas de las acacias enanas. El sol se aplasta ahí dentro.
Están desiertas, la vida en ellas es furtiva, de paso, al igual que
en la inmensa llanura de la que son los vertederos, los centros
vitales. De alguna manera son como enormes hendiduras, ya que
las encierran altos muros por todas partes. Hazte una idea de la
impresionante unidad y de su amplio carácter arquitectónico: un
solo material: un revoque amarillo intenso; un solo estilo; un cielo
uniforme y únicamente las acacias de un verde tan extraño. Las
casas se alinean en ella, poco anchas pero muy profundas, cada una
con su remate bajo, sin cubierta en voladizo, así como un frontón
sobre el interminable muro, del que desbordan las copas de los
árboles, los racimos de las parras y los ramos de rosas trepadoras
que llenan de encanto los patios escondidos detrás. Esos patios
debes concebirlos como una habitación, la habitación de verano,
puesto que las casas se apoyan todas a igual distancia de la tapia, y
las ventanas se abren en una sola fachada, tras una arcada. Cada
casa tiene de este modo su patio, y la intimidad es tan perfecta
como en esos jardines de los frailes de la Cartuja de Ema, donde
nos sentíamos, acuérdate, invadidos por el spleen. ¡La belleza, la
alegría, la serenidad se concentran aquí, y un ancho porche con
arco de medio punto, cerrado por una puerta barnizada de rojo o
verde se abre sobre el vasto exterior! El emparrado construido con
listones proyecta una sombra verde, y las arcadas blancas del
contrafuerte y los tres grandes muros de cal blanca, repasados cada
primavera, una pantalla tan decorativa como los fondos de las
cerámicas persas. Las mujeres son muy bellas; los hombres muy
limpios. Visten con arte: sedas fulgurantes, cueros entallados y
policromados, camisetas blancas ribeteadas con bordados negros;
las piernas nerviosas y los pequeños pies desnudos son de una piel
morena y fina; las mujeres se mueven con un balanceo de caderas
que se despliega como la falda de una bailarina, los mil pliegues de
los vestidos cortos en los que las flores de seda encienden bajo el
sol fuegos de oro.
Este traje nos encanta; la gente contrasta y armoniza con los
grandes muros blancos y con los cestos de flores de los patios, en
los cuales dan, a las calles tan distinguidas, por momentos una
complementariedad extrañamente feliz. Al describirse todo esto,
vuelvo a mi comparación de antes, acordando que otra vez de un
gran tablero de Ispahan copiado en el Louvre tiempo atrás, en
donde pequeñas mujeres vestidas de azul salpicado de amarillo, de
amarillo estriado de azul viven felices en un jardfn. El cielo es
blanco; animando toda la superficie, un árbol despliega sus hojas
amarillas; su tronco azul claro se ensancha, y sus ramas llevan
flores blancas y granadas verdes. Las flores en la verdísima pradera
son negras y blancas, y sus hojas amarillas y azules. La alegría
brota, sorprendente, en ese decorado único. ¡No sabes cuánto me
entusiasmó ese tablero...! Y así era entre el alfarero de Baja y entre
sus vecinos, tras el alto y tranquilo muro horadado por una gran
puerta redonda para los carros y otra muy pequeña para la gente;
ésta da directamente a la arcada. Solos en la calle, salpicada toda
ella de pequeñas acacias formando bolas verdes, entre la exuberan-
cia de las parras y las rosas trepadoras, los triángulos amarillos de
los remates bajos se asentaban en calma frente a frente de una
punta a otra. Te digo, Perrin, que nosotros, los civilizados del
centro, somos unos salvajes, y te estrecho la mano.
VIENA
SENORA:
¡No recuerdo ni dónde era, ni cuándo! Pero ciertamente
Carmen Sylva acababa de publicar un exquisito libro, y "los
Anales" habfan dado el retrato de la reina-poetisa, y usted se habfa
conmovido por la simplicidad de sus atavfos, por la fineza de sus
cabellos grises y de sus bondadosos ojos acogedores. Y "Los
Anales" habfan proclamado, iqué alma de artista ardía detrás de ese
modesto cuadro!
Pero aquf me tiene a punto de demoler su ídolo, señora,
iporque he visto el palacio donde ella fulgura! ¡Me concederéis,
verdad, que los muros de una morada reflejan al alma que la habita,
y, considerando que yo no juzgo más que por lo que me muestran
mis ojos, después de haberme leído, me perdonará!
¡Pero de hecho, usted conoce el Greco! ¡Exactamente!: Domé-
nikos Theokopoulos. Un resucitado de tres o cuatro aíios. El
milagro tuvo lugar en el Salón de Otoño de 1908. Y fue una gran
alegrfa para los enamorados del arte esa exposición retrospectiva y
rehabilitatoria. El Greco, era para los historiadores del arte,
obstinados en los Murillo, Zurbarán, y los Velázquez, un incidente
cronológico apenas señalado. Ante el maestro, los escuderos
antedichos habian levantado la cabeza descaradamente durante
trescientos años. ¡Y no obstante, Cézanne está ya muerto! y
Cézanne fue uno de los que más amó al Greco y extrajo el
modernismo que este precursor había inscrito en sus telas desde
hace 300 años. Era verdad que los grandes salones de pintura de la
segunda mitad del siglo XIX cerraron resueltamente, y todos los
años, sus puertas al genial Cézanne. Le faltó a este "honrado"
morir escarnecido por la muchedumbre... Pero gran sacerdote, en
verdad, del santuario cuyos fieles habian nacido de Courbet y
Manet.
¡Dios mío! ¡En esta ocasión, la muchedumbre de París no hizo
otra cosa que la de cualquier otra parte! Fue, como a menudo, la
expresión de ese sólido sentido común que consagra la mediocri-
dad y se rebela instintivamente contra los esfuerzos nuevos. iEste
gentío de Paris! ¡Qué feliz seria al proscribir a esos poetas, pintores
y escultores, esos músicos que, en medio de la ingratitud, reavivan
el gran hogar del arte! Romain Rolland ha escrito un libro entero
para revelar a Paris su fuerza, e introducir a la muchedumbre en
casa. Sobre la parte delantera del lugar, sin embargo -en la
avenida de los nuevos ricos, la multitud sobre el empavesado va a
empacharse de literarismo pictórico en los dos salones oficiales.
Ante sus ojos, cada año, diez mil telas frescas excitan su curiosidad
boba ahf donde revolotean a placer las musas banales. En el salón
de Otoño, en los Independientes -campos de batalla en otro
tiempo épicos-, la multitud se va a hacer cabriolas y a desternillar-
se: se cree en el circo. Se ríe... iporque constata la idiotez
insoportable de aquellos a quienes sus hijos admiran!...
Y dicho todo eso, con una inmodestia descarada, comprenderá,
señora, cuánto creía en la excelencia de Carmen Sylva, puesto que,
franqueando el umbral de su morada iba a encontrar ocho cuadros
de El Greco colgados en las paredes de sus habitaciones y de su
sala de música.
No voy a fatigarla con la descripción de esos cuadros pero
intentaré, a fin de permanecer en el tema, hablarle.de sus cuadros.
De aquellos de donde emergen esos colores nacidos como de
Cézanne, esa ordenación agitada y ese dibujo extraño, esas formas
y esas manchas desconcertantes aristocratismo español trascen-
dente, filtrado a través de una sangre helénica, sensualidad gran-
diosa de misticismo católico en carnes enfebrecidas. Por otra parte
es en tiempos de Felipe el Católico, y esos cuadros, son Toledo y
son El Escorial. No se concibe el Greco sin esa epoca y sin esas
arquitecturas. Los tiempos han pasado; queda Toledo. Morena roja
cuyas piedras son casas; derrumbamiento en cascada en los flancos
de una roca erigida sobre un altiplano rojo bordeado de montes
negro-azul o gris-ceniza. Una garganta profunda, al pie de los
muros, forma una arruga sin luz. Un cielo pesado posa su placa de
ultramar en esa aridez. Es rugoso como una tierra cocida que un
exceso de calor hubiese hecho estallar. Pero bajo esta dura corteza,
las paredes que ofrecen su asilo al Greco en el misterio glacial de
las capillas blancas, son uniformes y pintadas con cal. Blancas,
crudas, impasibles, son para esta pintura rutilante el medio necesa-
rio y majestuoso.
Subíamos por la escalera de honor del palacio de Carmen Sylva;
nos costaba mucho creernos en la realidad. Era muy feo. Pasamos,
Dios sabe cuántas salas en el barullo de las cuales encontramos los
Greco que andábamos buscando.
De los ocho que debimos ver, cuatro estaban desgraciadamen-
te en Sinaia, la residencia de verano. Las habitaciones que atravesa-
mos eran mezquinas y fallidas. Desde el piso hasta el techo, se
acumulaban innumerables bibeiots, toda la quincallería de arte de los
éxtasis "homaisianos". No podíamos dar crédito a nuestros ojos.
Los lacayos nos señalaban, aquí y allá, siempre en algún rincón
perdido y negro, ese San Jorge, esa Natividad, esta Boda de la
Virgen, para los que Auguste habia emprendido este viaje. Nume-
rosos bodrios estaban en lugares de honor, infames; y encima de
los muebles, retratos fotográficos, como en casa de mi conserje, en
Paris. He tomado nota, para que usted me crea, señora, de la sala
donde se encuentra la Boda de la Virgen. Las dimensiones son tres
metros de ancho, seis de profundidad. La mitad de la habitación
está sobrealzada a la altura de un peldaño y aislada en medio de
una columnata de madera donde cuelgan unas cortinas. Detrás de
esas cortinas está el cuadro, no sobre la pared iluminada, era mejor
colocar un cuadro del mismo tamaño, un episodio de la guerra
franco-alemana, con humareda, cañones, muertos y cascos con
punta. iY franceses derrotados! Ambos cuadros distan un metro. A
lo largo de una estanteria que rodea la habitación, unos sesenta
soldaditos de madera equipados de distinta manera. iCara a cara del
Greco, una chimenea muy grande... en madera, hecha "para la
galeria"! Enfrente del Greco y tapándolo un poco, un busto en
mármol blanco de la reina. Sobre algunas mesas, un calendario, y
fotografias amontonadas, en marcos de cuero o de peluche. E n
cuanto un resalte de basamenta es suficientemente ancho, vasijas,
toda una serie de cosas innobles en avalorios, o conchas Luis XV
se renacimientean con tontos mascarones. Después, justo al lado,
algunas soberbias vasijas campesinas de Valaquia. Figúrese ade-
más el techo sostenido por pesadas cónsolas de madera falsa,
luego, cuente con nosotros, en este espacio de tres metros
por diez, dividido en dos niveles: siete mesas y veladores,
un enorme pupitre, tres bufetes, siete sillones. Reparamos en
algunos de estos cubiertos de peluche rojo, incluidos pies y
respaldo. Flecos y borlas dan a entender a cualquiera la posición
del propietario.
Y en la sala de música, a donde van a jugar como en un
templo, los jóvenes protegidos que la reina-mecenas atrae desde
Europa, es peor, se lo juro: ipara no creérselo!... iY el cuarto Greco
que languidece ahi... es falso!
¡Por eso, Madame, ya no creo en "Los Anales" ni en Carmen
Sylva! Por lo demás esta señora es de una familia alemana
demasiado buena y se me aparece sin gusto artistico, su marido y
su palacio forman una cosa heteróclita sobre los pavimentos
ardientes de Bucarest, que dicen tantas cosas. Dicen con potencia
la supremacia de la carne, y sobre ellos se aplasta una implacable
sensualidad. Bucarest está toda ella llena de Paris; más aún. Las
mujeres bajo la luz terrible, se peinan y son hermosas y se adornan
todas con toilette5 exquisitas. No nos son extranjeras cuyos vesti-
dos supondrian ya en si mismos una barrera: en los carruajes, a la
vuelta de las Carreras, durante ese largo desfile en la Via Victorii,
estaban acostadas perezosamente, y sus toilette5 de Paris con tejidos
suntuosamente sobrios, sus grandes sombreros negros o grises o
azules que una enorme pluma agita -o también sus pequeñitos
tocados sobre cabellos invasores- la pintura de sus ojos y de sus
bocas, sobre una tez siempre tranquila, las formas nobles de bellos
cuerpos bajo la caricia de los tejidos -todo nos empujaba a
reconocerlos, a admirarlos... y nos acordábamos con las mismas
melancolias, las seductoras visiones del Paris chic. Se siente que,
fatalmente, todo aqui mueve al culto de la mujer; y aparece que el
idolo de esta ciudad, la gran diosa, es solamente la mujer, por
razón de su belleza.
No se burle, señora, si he quedado deslumbrado. Además, ahi
olia por todas partes a 45, con obstinación - e l 4 5 que venden los
zingaros. iY otra vez, helas ahi, mujeres espléndidas! Teces amari-
llas bajo cabellos negros, ojos bajo los cuales se utiliza el vocablo
embrujador. Y vestidos claros y sencillos, de donde salen manos
para destacar sobre el marfil de los 45, el coral de las uñas pintadas.
Los zingaros se nos convertirán en un simbolo, única expresión
posible de esta ciudad donde hemos sido torturados.
Innumerables carruajes piafan. Cocheros eunucos, muy gruesos
y hablando con voz aguda, lanzan sus corceles fogosos y espléndi-
dos a través de los "calei" abarrotados. Todos esos cocheros están
casi de pie, enlutados con una toga de terciopelo azul oscuro. Y el
tintineo de los mil cascos sobre el duro empedrado es una música o
un ritmo que casi no se extingue en toda la noche.
<Qué decirle de esta ciudad llena de árboles, que se extiende
lejos, pero ofreciendo siempre el aspecto cerrado de un barrio de
"petits maitres"? Los pisos no sobrepasan el segundo, y las calles se
cierran pronto. La arquitectura es futil como la vida de aqui;
Escuela de Bellas Artes por doquier, ya que aqui sólo trabajan los
arquitectos diplomados de París. Si es banal, es que no es feo,
debido a la unidad de procedencia, Bucarest no tiene ni la
heteroclidad ni las fealdades de las ciudades alemanas. Los ojos no
se detienen ni en los perfiles conocidos, ni en las guirnaldas
conocidas de memoria. Son enteramente libres y se van con los
ídolos que pasan y en Bucarest es domingo toda la semana...
Permita que empleando el lenguaje libre del "pintor aficionado"
le diga en tres líneas, señora, con colores y con manchas, el alma
de esta ciudad donde los corazones austeros se atormentan.
Conocimos en la terraza de un café famoso a los pintores y
escritores de Rumania. Y, puesto que éramos franceses, fuimos
recibidos con una gran afabilidad. Esos pintores eran los de la
"Juventud Rumana" -una "secesión" también, llegada hasta aqui.
Nos gustaron porque nos hablaban fogosamente de sus artes
nacionales, y vibramos al unísono a propósito de encajes y de
cerámicas populares.
Después, solos, fuimos, bajo la Rotonde, a ver el desafio que
esos jóvenes lanzaban, en obras revolucionarias, a los obstinados
de rutina. ¡Pues bien, esos imbéciles se han dejado asesinar por
Europa! Tuvimos que soportar paredes enteras de academicismo
munjqués y cimacios cubiertos con atonías venidas del Quai
Voltaire. Esos jóvenes que, antes de sublevarse, tuvieron la dicha
de nacer a orillas del Doboritza y brincar en las "vias" y las
"caleie", olvidaron -cuando quisieron decir "yo", de pie ante una
tela, la orgiástica paleta en mano-, la mordedura de su carne y su
sed de desenfrenos bizantinos. iY su corazón no se ha sumergido
en el olor deshonesto de los h.rque venden las bellas zingaras! Sus
telas son "mamarachadas" (permitame esta palabra valiosa). ¿Por
qué ellos no pintaron "mamarachadas"? Y eso, en una plástica que
hubiera sido zingara, y en un color terrible en que amarillos limón
ahogados en verde sucio habrian excitado los violetas podridos. El
blanco de los h.ry el bermellón de las uñas ahi hubiesen sido como
gritos. El gran negro, brutal, imperioso habria invadido y "margi-
nado" ese sincope de colores. Y ahi en medio, se habria desparra-
mado el rosa incomparable, que todos los pueblos primitivos y
sanos adoran y prodigan, porque es el de la verdadera carne. Esta
pintura, como la sonrisa amarilla de los zingaros, sus sencillos
cuerpos le habrian dado ritmo. iY se habria sabido, viéndola, que
ahí abajo hace tanto calor y que la llamada de la ciudad es tan
fuerte que las arterias casi se rompen y que el cerebro estallaria y
que de noche no se puede dormir!
TIRNOVO
P ,
ERA Estambul, Escutari: una trinidad. Me gusta esta palabra,
porque tiene algo de sagrada.
Bebíamos lentamente el mástic, el padre Bonnal y yo, en
nuestro balcón de Ainali -Tchechmé- él, antes de su tardía cena,
yo, despuésde comer en Estambul y haber atravesado otra vez el
puente. Desde nuestro mirador, más allá de la caída de los cipreses
de los Pequeños Campos, se veía el Cuerno de Oro. Ahí debajo se
posa Estambul, una ancha barra de sombra que perfila sobre el
apagado cielo las siluetas de las grandes mezquitas. Cuando hay
luna -la tuvimos a veces- el mar, que se divisa más allá, enlaza con
un hilo chorreante los minaretes con los minaretes a lo largo de la
tenebrosa cima.
Había caído la noche. Mis sentidos se me escapaban un poco.
?Soy yo el que suena, o mi narrador llevado de su fantasía? Su voz
rugiente pronuncia guturalmente la r. Sus gruesos ojos de absenta
bajo unas formidables cejas grises se anegan de agua y brillan. Es
amarillo y chorrea oro. ¡Están todos los mármoles de todos los
palacios de Bizancio y todos los tesoros de los sultanes y todas las
gemas de los serrallos! Una Venus de oro macizo y una Ceres
encabezan el Khanal, la escalera del palacio de Justiniano que
desciende hacia la corriente. Unos cañones de bronce encubertados
de oro yacen en la arena en la Punta del Serrallo, así como unas
diademas y anillos de esos de oro macizo, que ellas -las divinas
odaliscas turbadoras- ponian en sus tobillos desnudos y en sus
brazos redondos como serpientes. Cargadas de oro y con las uñas
pintadas con cinabrio, se han apagado de esperar, mucho tiempo,
en sus magnificas jaulas, en lo alto de esta colina como proa en el
mar y que abre la corriente ante Estambul; y, porque una vez
desagradaron, han sido deslizadas en el interior de un saco, hasta
el fondo; hicieron "plaf' en el agua; los pececillos han sido los
últimos en disfrutar de su carne, y el padre Bonnal pretende que
todo su ornato ha quedado alli, corno testigo. Euritmios de mármol
se levantan de las olas y se repiten avanzando a lo largo de las
orillas. Innumerables lys plantados por doquier prueban que los
mármoles son de oro debido a ese sol eterno; hacen sentir el peso
de sus perfumes apabullantes sobre las pulidas losas de porfirio, de
malaquita, de verde antiguo y de jade, en medio del centelleo de
nácares engarzados. E LLA -no sé quién-, alguna Teodora, qué más
me da, mientras tenga su aderezo de Rávena y sus ojos demasiado
abultados, rodeados de negro, le roan las mejillas -espera dentro de
alguna exedra la absorción del fuego del dia por el azul lunar.
Cuando ella se asoma al borde de la escalera donde salpican las
olas, sus joyas se multiplican, las gemas toman un fragor duro y
la onda triunfante le devuelve el brillo a la cara. Unos soles rien
sobre las glicinas soñando en los pórticos y, asomados sobre las
olas, pasan perfumes. El cielo forma un charco de fuego como
sobre un icono y la locura de esta hora queda santificada del todo
por ello. Las olas vienen desde las "Aguas Dulces de Europa"
siguiendo una curva exquisita; si, no se trata de un sueño: las
riveras que los contienen se abultan como un inmenso cuerno de
la abundancia que se va desbordando hacia el mar, frente al Asia
sonriendo en sus montes con esa risa horizontal de un Buda en la
sombra de un santuario, bajo el estallido amarillo del oro que le
cubre.. .
Pero ya basta de ese amarillo malo. Obstinado, le juro al padre
Bonnal que eso n o es todo. Quiero que sobre su Cuerno de Oro
esté Estambul, y que Estambul sea blanco, crudo como tiza y que
la luz cruja y que las cúpulas hinchen el amontonamiento de los
cubos lechosos y que unos minaretes se disparen, y que el cielo sea
azul. Entonces habrá terminado todo ese amarillo pervertido, todo
ese oro maldito. Bajo la luz blanca, quiero una ciudad toda blanca;
pero deben puntuarla verdes cipreses. Y el azul del mar dará la
réplica al azul del cielo.
Ahora bien, habiamos venido por mar, de manera clásica, para
ver desarrollarse esas cosas. Era un rodeo y también una idea
extraña que nos costó los chinches de Rodosto y trece horas de
mala mar sobre un barco pequeñisimo. Al igual que esos peregri-
nos rusos el otro día echando una ojeada a la aparición de la
'
Montaña Santa, estábamos sobre el puente, plenos de espera,
cuando aparecieron las Siete Torres. Despúes fueron pequeñas
mezquitas, después las grandes, y las ruinas de los palacios de
Bizancio; al final Santa Sofia y el Serrallo. Y entramos en el
Cuerno de Oro, entre Pera dominada por la Torre de los Genove-
ses, y Estambul sembrada de minaretes -cada una sobre un monte,
frente a frente-, yo estaba violentamente emocionado, ya que habia
venido para adorar esas cosas que sabia tan hermosas.
El plomo del cielo dejaba rezumar el agua -agrisando el mar.
El Cuerno de Oro era de barro y sus orillas inciertas como las de
una marisma. Las mezquitas sucias como un viejo muro hacian
mancha sobre casas de madera oscura escalonadas en medio de
numerosos árboles. Ni siquiera vi Escutari: estaba detrás nuestro y
me olvidé de mirar.
Marinos y mozos de carga chillaban y desde sus chalupas que
bailaban locamente, escalaban nuestro pequeño barco. Fuimos
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enlazándose a la siguiente por medio de un muro bien alto y
cerrado. Y la calles se curva, y no se ve nada más que las dos altas
paredes rosas y como de carne de salmón. Y se es perfectamente
feliz, impresionado totalmente de la dicha de vivir que se siente
más allá de esos cincuenta centfmetros de ladrillo o de piedra, vida
de quimeras en jardines celosamente cerrados. Prisiones, es verdad,
pero prisiones de odaliscas. Y es pues para nosotros como una
estancia un poco dolorosa, melancólica, bienhechora.. . Sobre cada
cima de colinas que es la colina de Estambul, las "grandes
mezquitas" se hinchan y relucen blancas, figuran en sus patios
espaciosos rodeados de bonitas tumbas en los alegres cementerios.
Los "hansn3 hacen de ellas un apretado ejército de pequeñas
cúpulas y los aislados cipreses en los atrios desiertos, aúnan en un
mismo movimiento, a la alegria de los minaretes, la austeridad
negra de su estatura rigida y sufriente; las arrugas de sus troncos
expresan cuán venerables son. Quisiera decir algo del alma turca;
ino lo conseguiré! Ahi hay una serenidad sin limites. Lo llamamos
fatalismo para deslucirla: llamémosla "Fe". Una vez que llamaré
rosa -rosa y azul-; azul porque azul es la horizontal del mar, y azul
es el cielo. Ahora bien, aqui, no se ve nunca donde empieza uno
y termina el otro. Es pues una fe ilimitada y sonriente. iYo no he
conocido, ay de mi, más que una fe torturante; se comprende esta
amistad que siento por los de ahf! (Digo "ahi"' porque ha sido
preciso dejarles, porque estoy enfermo y la dirección hacia Brindisi
-¡hacia la vuelta! <Pero sus agudos ojos y su nariz como picos de
águila? Son indicios de tormentas que estallan de repente en ciclón.
iDebe ser grandioso el espectáculo de sus desbordamientos, de sus
rabia irrefrenable! Al fondo de su alma rosa se esconde una hidra
temible y dolorosa. Demasiada serenidad lleva al dolor, por la
melancolia. Eso es lo que querfa decir. Les he visto sin decir
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LAS MEZQUITAS
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j
en el polvo moreno de los Pequeños Campos. Topaba con
turbantes de mármol, pobres decapitados. Y de improviso surgie-
ron las claridades de los grandes cafés, donde tanta gente busca un
derivativo en las agradables, amaneradas, fáciles e inevitables
músicas de Puccini.
Pero mi camino se alejaba de alli, desprovisto de casas,
dominando los Campos de los Muertos cuyos cipreses mueren en
medio de excesivo polvo. Entonces, volviéndome antes de ganar el
umbral de nuestra casa, las vi a todas, las grandes mezquitas sobre
esa espalda magnifica de Estambul -desde Mirimah la manca, hasta
Achmed casi un anatema. Una niebla tapizaba el Cuerno de Oro,
que iba a volverse espesa hasta el amanecer y a ahogar Pera y
Estambul, salvo ellas, las invulnerables. Su pie anegado en este
mar algodonoso, cada una aislada en su bloque sintético, sobre un
cielo descolorido de alba. Casi cada tarde destacan el ultramar de
sus siluetas grandiosas.
' El Athos es la montaña santa consagrada desde hace más de mil años a la
Virgen por la iglesia ortodoxa.
hora de los rezos. Si algún día dichoso me hace revivir esas músicas
lánguidas, sentiré un mal incurable de este país. Inquieto a veces,
me sentía a gusto entre ellos, acostados apelotonadamente, los
últimos con los antepasados, bajo los innumerables cipreses. Allí se
erguía una arboleda de estelas; el mármol desaparece bajo los
líquenes, hasta tal punto son viejas. En Estambul son las mismas
que en Escutari y las de Escutari son las de Andrinopla, del
Bakkán, del Asia Menor y de todas partes, pienso. Estambul está
sumergido en tumbas. Nos gustan. Las hay incluso en los patios de
las moradas. Un domingo turco * vi por la rendija de una puerta,
un hombre sentado en su jardín, la espalda contra la columna
blanca de una tumba; soñaba sin pensar en nada, pero yo estaba
impresionado por ello. Ya había visto sobre el pavimento de los
patios de varias moradas en Rodosto y otros sitios, unas farolas
velar a los muertos de la familia en el mismo umbral de las puertas.
Constantinopla es un suelo desierto; se construyen casas, se
plantan árboles, y ahí donde queda un poco de sitio, se entierra a
los muertos. Las tumbas penetran en las calles. Se instalan bajo la
hojarasca, forman batallones en unos recintos determinados alrede-
dor de las mezquitas, con, los grandes turbés donde están los
sultanes; y cardos azules florecen en este suelo. La vida del turco
discurre entre la mezquita y el cementerio, pasando por el café
donde se fuma sin charlar. Es una suerte para los cafés tan
decentes hasta el umbral de los atrios, de encerrar en su propio
patio, sobre un túmulo rodeado de una reja, la sepultura de algún
santo. Todas las noches, desde hace siglos, arde una linterna que
alumbra el turbante de mármol que a veces es repintado de rojo o
de verde, haciendo centellear el oro del epitafio con exquisitos
arabescos.
Los turcos festejam el viernes y sobre los edificios ondea entonces la media
luna sobre campo de púrpura. Los israelitas celebran el sábado y los ortodoxos el
domingo.
Estambul no sobrepasa su formidable cerco bizantino y prefiere
aplastarse dentro de espacios demasiado reducidos. Estambul entie-
rra a sus muertos en los Grandes Cementerios justo más allá de los
muros, ahora que dentro todas las plazas están ocupadas. Desde el
Cuerno de Oro, descienden largamente hasta él, azules de cardos,
erizados de estelas, con grandes cipreses formando largas avenidas.
La niebla a veces sube muy pronto y entonces se entristece. Se
forma como un charco de sangre azulada en el horizonte anegado.
Grandes paredes de Bizancio marchitas por la derrota, en la
repetición de sus enormes torres cuadradas, entonces es duro e
implacable, y he aquí que eso revela la angustia en mi corazón de
"giaour". Ellos lo ven sin inquietud porque tienen una religión
que no les hace temer la muerte.
Esa tarde, habia subido desde Avan Serai hasta Top Capou.
Allí es donde el panorama es grande, porque se ve en una vasta
depresión toda la muralla de una vez, con sus fosas y sus enormes
vertientes; detrás de las almenas varios carros podrían correr de
frente. Unos torreones se derrumbaron en bloque, hasta dentro de
la fosa. Unas mujeres estaban acurrucadas sobre esos restos
antiguos; en sus negras capuchas parecen arpías. Aquí hay una y
ahi dos. Una austeridad dura reina otoñalmente en los cipreses
ahogados en la niebla. Esas nieblas bajo esos cielos en su pesada
capa, dan una impresión de salvajismo brutal. Siento con espanto
el turbio Norte sobre cosas nacidas para la luz. De esas agarradas
a los ladrillos del viejo Bizancio, hay también morenas. Los
pliegues de sus capas encuadran su cabeza y se apartan sobre las
caderas, dándoles un aspecto de murciélagos inmóviles. Son toda-
vía como ese demonio sobre las torres de Notre-Dame. Miran
rígidas hacia los grandes campos erizados de tumbas.
' Suleimainé es junto con Ahmed Djami la mayor mezquita de Estambul. Djami
significa Mezquita, pero a menudo se las designa por "Sultán" o "Pacha", en
recuerdo del que las construyó.
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curvadas; con las manos tira de las cuerdas, después da un brinco,
agarrando la vasta tela que cruje y que el viento toma con
dificultad; luego toma una enorme percha y apoyándose en otros
barcos, empuja con todas sus fuerzas. Todo eso nos valía gestos
inauditos. Las nubes se apretaban; sin terminar nunca. Desde ese
fondo que ellas tornaban siniestro, rodaban con los barcos. El sol
se agotaba. Validé aparecía siempre negra y, de Pera no se veia
nada. Sin embargo arriba iba haciéndose rosa: Centenares de
barcos habían pasado, cuando vi esa cosa inolvidable, Suleimanié,
rosa tibio, surgía rodeada de telas oscuras. En un instante era color
ultramar sobre gasas rosas y enseguida de albastro en un frío de
granito. Y desaparecía y regresaba, y toda la atmósfera resplande-
cía de rosa. El mar se afirmaba. Aún así el color nacía siempre
menor. Muy lejos se veían barcos que se lanzaban en esta alegría.
El drama se precipitaba; los testigos se hacían más numerosos.
Validé había tomado posición y se veia el adorable Roustem-Pacha
monostilo y muy pequeño. Jamás he visto tan alta Suleimanié;
podia creerse que estaba sobre una montaña y que en una noche se
había tornado inmensamente grande. Me di la vuelta: en un
remolino de espuma azul y espuma coralina, estaba la Torre de los
Genoveses -fantástico espectáculo. Está asomada, se apoya sobre
un recodo de grandes casas erizadas de chimeneas; es cilíndrica, sin
una sola ventana, y lleva una corona que sobresale, cerrada,
obtusa, y dura como una pieza mecánica. Todo ese gigantesco
aparato oscuro formaba como un acorazado trágico. Creía escuchar
un alarido de sirena y presentí algo nefasto pues estaba un poco
fuera de mi.
Una gran nube rosa barrió la aparición. Volvió y desapareció
otra vez. Después se afirmó un disco rojo; lanzaba terribles dardos,
perforó las nubes, triunfó. Y las mezquitas se volvieron blancas y
Estambul apareció, y la Torre de los Genoveses cabalgaba sobre
Pera inexorable, roja al final de su espalda de sombra.
Cuando se agitaron las últimas bufandas vaporosas, crei haber
soñado. Las velas desaparecian, un barco a vapor habia llegado a
Escutari. El puente se habia cerrado; y, en torrente, los de
Estambul, los hortelanos y los hama/s se precipitaron; los asnos
avanzaban galanamente con tomates entre el follaje de viña; los
portadores chorreando ya de sudor caian aplastados bajo cargas
inconcebibles; flagelando sus endebles piernas golpeadas por los
mil pliegues de su estrafalario pantalón, se adentraron en el
embudo de Galata, ahi donde sube en escalera esa calle que lleva
cerca de la torre.
Fue una realidad, ¡ineluctable! Nos marchamos. Dejamos la
ciudad conquistada y adorada. Nos habian dado un descanso de
veinticuatro horas, es decir que se nos hacia sufrir una cuarentena
joven-turca" en la desembocadura del Mar Negro. Fue sobre un
<<a
s.....................................................
Contemplación enfermiza.
En una noche de fiesta...
Visión fantástica del santuario de la Virgen...
En obscuro ábside detrás del iconostasio.
El iconostasio flameaba de maravillosos oros atizados, después
de un año de oscuridad, por la antorcha fulgurante de las ofrendas
levantadas en el coro.
La antorcha en forma de árbol conffero, hordas superpuestas
de cirios flameantes y chorreantes, empalados cada segundo por el
sacerdote oficiante, a la pregaria de un peregrino llegado hasta aquí
a través de la noche. Cirios de'cera virgen, dorada. Y el alarido, y
el grito, y el clamor, el jadeo, y la melopea, la agonizante melodia
de la frase litúrgica. Y la cadencia, el scherzo, y la marcha en fuga
de la misma frase. Y la sinuosa y tenue intercesión de la misma
frase subyugada. Y la persecución en las cabezas descompuestas de
los que están aqui; su elevación más allá del zarzal ardiente y del
ardiente vapor del incienso, más allá de la estrecha y profunda
cúpula, a través de las glaciales y límpidas zonas estrelladas, hacia
una lejana estancia...
De ahí que sienta de repente, las sienes apretadas y las rodillas
rotas, ver desde muy arriba, pero en su envoltorio exterior, el
santuario de la Virgen de Athos, en Ivirón, el convento de los
iberos, a la orilla del mar, en plena noche avanzada. Envoltorio
rosado como el hierro en su más intenso abrasamiento. E hinchada
alli, flexible, tan abajo en el mundo, en la orilla plana del mar, con
la gracia de sus formas ovoides irradiadas de claridad, como una
urna egipcia de alabastro donde ardiera una lámpara.
Urna singularmente vigía, esta tarde, de los más místicos
abandonos, de dones en su totalidad, arrancados al cuerpo carnal y
ofrecidos en dolorosas y sangrientas abluciones, al Más allá, al
Otro, a Quien, a Cualquier Otro que no sea él. Frenesí comunicati-
vo de esta hora y este lugar. En el trastorno de segundos en que
pierdes el dominio, la sensación punzante de sentirse enteramente
solo, en una cripta dedicada a la más ardiente presencia de una
divinidad suplicada, os abre el pecho, os abre el alma de par en par,
os arranca el corazón y lo echa jadeante en el árbol inflamado del
óbolo de los peregrinos, cuya forma está así llena de imágenes de
las pregarias que dirigen.
Me pareció que toda la inmensidad de los aires y de las nubes,
y de inconmensurables espacios en altura y en extensión, eran
negros y privados de claridad. iY que participando de la vida de
una estancia en los limbos, sentía venir de tan lejos, y llegando
hasta allí, la conmoción del rito sagrado!
En la plana orilla del oscuro mar, arenas y olas enlazadas, las
caracolas de alabastro iluminadas -cinco pequeñas caracolas, cinco
pequeñas cúpulas-, y además absidiolos y el vinculo de los arcos
apuntados, y el porche en bóveda de cañón recortado de penetra-
ciones cilíndricas, todo animado por la multitud entrando y
saliendo en masa en el atrio, sentados a la mesa en los refectorios;
y las cuatro alas en penumbra del convento de Ivirón, replegadas
alrededor del santuario, y sus fachadas de fuera, vueltas hacia la
noche, tres hacia el mar, una hacia la montaña.
De pie en el sitial donde el hermano Crisantos nos habia
colocado, sufrimos a lo largo de horas, el desarrollo continuo y
parecido de la ceremonia. Crisantos se colocó a nuestra izquierda y
se puso a cantar.
Es una loca fatiga que alucina. Pensad: hemos descendido, toda
la tarde, la montaña, con un calor doloroso y, hambrientos, hemos
tenido que explicar nuestro retorno a ese convento de donde ya
nos habíamos despedido seis días atrás: "Venimos por la fiesta de
la Virgen, venimos por la música, por los ritos, para vibrar con
vosotros, por tanta simpatía que os tenemos. Muriéndonos de
hambre, Crisantos, ingenuo y sin pensar en ello, de todas maneras
nos ha empujado hacia la iglesia, nos ha abierto paso en la noche,
densa y pesada de peregrinos en multitud amontonada, y nos ha
dado los sitios de unos huéspedes privilegiados, en el transepto, en
la hoguera de incienso, frente a frente al obispo y al mismo borde
del gran vacío dejado, que domina el iconostasio y donde arde el
árbol de los cirios... Ya que nosotros habíamos venido para la
música, los ritos... Pasó medianoche, exaltando los espíritus. De
pie en los sitiales, estábamos consumidos por la lasitud. Habían
pasado dos horas, extremando las cosas, los pobres viejos desplo-
mados sobre las rodillas, somnolientos, encogidos. Nos moríamos
de hambre, en este lugar tan cercano al altar y esperando que todo
acabara. Entonces el atenazamiento de la música se había exacerba-
do; iyo vagabundeaba a través de mi pequeña existencia, revivien-
do fugitivamente unas horas olvidadas, y media todos los paises
cubiertos por la noche que me separan de un tejado donde
duermen unos amigos, donde reposan los mios! Pero mientras
todo duerme, como muerto, ?qué diabólico frenesí místico aletea
bajo esas bóvedas que un espejismo me hizo concebir hace un
momento como vistas desde el cielo, de alli donde las pregarias
deben desembocar, en forma de tabernáculo caliente y delicado
como la urna de alabastro animada por la llama de la lámpara?
El obispo de Salónica que ha venido exprofeso, se ha revestido
de violeta; presidirá este oficio de cripta -visión hindú, visión de
edades perecidas, de razas desaparecidas, de cultos pavorosos.
Hasta la mañana, de pie el obispo, asistirá sin hablar ni moverse,
pero con la misión de estar aqui como el emisario celeste. El
silencio establecido por la somnolencia de la mayoría, adormecidos
aquí o que se han dejado caer en las esquinas de los patios, en las
salas de banquetes abarrotadas, confiere a los restantes agitadores,
el sentimiento de una gran tarea a cumplir: iel alba debe encontrar
a la iglesia ardiente de rezos! Los muezzins no son nada en lo alto
de sus torres, para gritar en la luz de la tarde; los derviches de
Scutari no han hecho gala de un frenesi tan dulce, agudo: gritos del
corazón, gritos de fieras, alaridos. Los templos llenos parecen
prestos a estallar, las hebras de las frentes carmesi dibujan cuerdas
y cables nudosos. Esos cuatro o cinco que continúan obstinada-
mente el canto, uniforme testarudo gritando de pasión, vuelven sus
caras convulsas hacia lo ,oscuro de la cúpula, apoyados en los
reclinatorios de los sitiales. Una paz inmensa nos envuelve a
nosotros, los inmensamente afligidos; la noche, el mar, el monte
-nosotros, las cúpulas asfixiadas de humaredas de cera y de
incienso, el gran clamor del grito de angustiosa llamada. Cerrando
los ojos al fin, tengo la visión de un sudario negro, jalonado de
estrellas de oro. ¡Estoy en el sudario, pero desconocido por las
estrellas!
Como un maniqui, me arrastran hacia el refectorio.
......................................................
' El dracma valia un franco. Para información: después de cinco meses de viajes
en ese momento, de Praga a Atenas, habia gastado 800 francos (de 191 1) incluidas
las cargas de mi aparato fotográfico.
unos descendientes fantoches, asi fue como os conocimos por
primera vez. Y nuestras quejas consignadas en el libro de viajeros
de esta isla, se encontraron en unánime compañia. Pero no, un
patriotismo ciego y estrecho, marginaba nuestras recriminaciones
con alabanzas ditirámbicas y granujas, firmadas Parapoulos, Dano-
poulos, Nikolesteos, Pitanopoulos, etc., bastaban para asegurar a
los administradores de esta infamia, la inmunidad y quién sabe si
también la recompensa honorifica.
Estamos en 1911.
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pueblos y dicta su credo, <por qué, a pesar de un deseo a menudo
de sustraerse a él, se lleva de nuevo, por qué lo llevamos de nuevo
a la Acrópolis, al pie de los templos? En mi es un problema
inexplicable. ¡Cuántas veces toda mi persona se ha dejado llevar
por un entusiasmo absoluto ya frente a las obras de otras razas, de
otros periodos, de otras latitudes! ?Pero por qué, después de tantas
otras debo designarlo como el Maestro incontestable el Partenón,
cuando surge de su bandeja de piedra e inclinarme, incluso lleno de
cólera, ante su supremacia?
Y esta certeza ya presentida cuando concedia sin reserva al
Islam todas mis fuerzas admirativas, habia de expresarse de manera
formidable con la fuerza de las trompetas cuando cien bocas
& soplando determinan un clamor, el mismo ruido de las cataratas.
Sin embargo, acordándome que Estambul del que habia esperado
tanto, no habia librado su secreto sino después de veinte dias de
deseo y de trabajo, yo tenia en mi, cuando hube atravesado los
Propileos, el escepticismo deliberado del que cree inevitable la
desilusión más amarga...
Con la violencia del combate, su gigantesca aparición me
pasmó. El peristilo de la colina sagrada estaba franqueado, y único
y cuadrado, del único trazo de sus bronceados fustes, el Partenón
alzaba el entablamiento, esa frente de piedra. Unas tarimas en la
parte inferior, servian de soporte y lo exalzaban con veinte
repeticiones. Nada existia más que el templo y el cielo y la zona de
las losas atormentadas por siglos de depredaciones. Y ya nada de
la vida exterior se manifestaba aquí; únicos presentes, el Pentélico
a lo lejos, acreedor de esas piedras, portador en su falda de la
marmórea herida y el Hymeto coloreado con la más opulenta
púrpura.
Habiendo escalado unos peldaños demasiado altos, no tallados
a escala humana, entre el cuarto y el quinto fuste acanalado, entré
en el templo por el eje. Y habiéndome vuelto de repente, desde
este lugar antaño reservado a los dioses y al sacerdote, abrazaba
todo el mar y el Peloponeso; mar flameante, montaíias ya oscuras,
pronto mordidas por el disco solar. El precipicio de la colina y la
sobreeelevación del templo por encima de las losas de los Propi-
leos, apartan de la percepción cualquier vestigio de vida moderna,
y, de una vez, dos mil años son abolidos, una áspera poesia
sobrecoge; la cabeza hundida en el hueco de la mano, caido sobre
uno de los peldaños del templo, sufres la sacudida brutal y te
mantienes vibrante.
El sol poniente golpeará con su último dardo esa frente de
metopas y de liso arquitrabe y, pasando entre las columnas,
A
atravesando la puerta abierta al fondo del pórtico, despertaria, si
no estuviese dispersa desde hace mucho tiempo, la sombra agaza-
pada al fondo del palco privado de su techo. D e pie sobre el
segundo escalón norte del templo, en el lugar preciso en que cesan
las columnas, seguia al nivel de los tres peldaños, la persecución de
su horizontalidad más allá del golfo de Egina. Y a mi espalda
izquierda, elevándose en una extensión formidable, la pared ficticia
que constituye la repetición de los canales vivos de los fustes,
tomaba la fuerza de una inmensa estructura blindada de acero, y las
"gotas" de los mútulos invocaban sus remaches.
Exactamente a la hora en que el sol da a tierra, un silbido
estridente echa al visitante y los cuatro o cinco 3 que han peregrina-
do desde Atenas, vuelven a pasar el blanco umbral de los
Propileos, luego una de las tres puertas y deteniéndose impresiona-
dos antes de iniciarse la escalera, midiendo a sus pies como un
precipicio de penumbra; y encogiéndose de hombros, sienten
chispear, inabarcable como el mar, un pasado espectral, una
presencia ineluctable.
Era el año del gran cólera en Oriente y ningún extranjero corría riesgos allí.
El Templo de la Victoria Aptera como un vigía en la cumbre
de un pedestal de veinte metros en piedra aparejada, domina hacia
la izquierda el nivel anaranjado del mar y proyecta en flamante
cielo la silueta del fuste de ángulo jónico de su pronaos. Piedras
esbeltamente talladas, dedicadas a la Victoria.
Queda, para calmar la fiebre, un delicioso crepúsculo y el largo
paseo por las avenidas de la ciudad tan alegre y límpida, al lado de
un buen amigo que, en esta primera tarde, por propia iniciativa
respetará el tácito contrato del silencio y de la placidez que nos
invade.
A más de veinte metros de altura (al principio de este primer viaje de Oriente,
no tenia aún el hábito de tomar las dimensiones exactas de los objetos que llamaban
mi atención. D e todas formas la toma de conciencia de las dimensiones me afectó
en seguida. De ahí lo que yo llamo "el hombre del brazo alzado", clave de toda
arquitectura.
dominándola para conducirla, parecía, hacia el Pireo, al mar que
fue esa vía vibrante a través de la cual tantos tesoros conquistados
vinieron a alinearse bajo los pórticos de los templos. Carena de
roca, osamenta trágica en una claridad que muere sobre todas esas
tierras rojas. Una claridad moribunda sobre la sed de la tierra roja,
coagula una negra sangre sobre la Acrópolis y su Templo - e l
impasible piloto que con todo el movimiento de sus costados
mantiene la dirección. Una serpiente de luz, se ilumina -boulevard
límpido que envuelve la gran osamenta trágica y hacia la derecha
se desliza hacia plazas animadas de vida moderna.
Eso es en efecto lo infernal de la visión; un cielo vacilante se
apaga en el mar. Los montes del Peloponeso esperan la sombra
para desaparecer y, en la noche agarrada a todo lo que es firme, el
paisaje entero se suspende en la barrera horizontal del mar. El
oscuro nudo que abrocha el cielo a la noche de las tierras es el
negro piloto de mármol. Sus columnas nacidas en la sombra,
portan la oscura frente, pero estallidos de claridad se funden entre
ellas como las llamas surgidas de los tragaluces de una nave
ardiendo.
E STOY muy afectado por todas esas cosas de Italia. Había vivido
cuatro meses de magistral sencillez: el mar, montañas de piedra y
con el mismo perfil -Turquía con las mezquitas, las casas de
madera, los cementerios, el Athos con conventos cerrados como
una prisión alrededor de la única iglesia bizantina; Grecia con el
templo y la cabaña: La tierra era desnuda. Era lógico que la vida
se concentrase en las aldeas. Y nada fuera de eso nos distraía: lo
sabíamos.
¡Desde Brindisi, he visto todos los estilos y todos los tipos de
casas, y todas las especies de árboles y de flores, de hierba! Las
montañas tienen una figura. Los estilos se complican: aglomera-
ción a menudo dudosa.
Todo nos lleva a distinguir a los turcos. Eran educados, graves,
tenían el re~petode la presencia de las cosas. Su obra es inmensa y
bella, grandiosa. ¡Qué unidad! ,¡Qué inmutabilidad! ¡Qué sabiduría!
Las tardes ante los atrios de las grandes mezquitas...
¿Por qué nuestro progreso es feo? ¿Por qué los que todavía
tienen sangre virgen se apresuran a sacar de nosotros lo peor?
¿Gustamos del arte? ¿No es seca Teoría seguir haciendo arte? ¿Es
que ya nunca más haremos Armonía? Nos quedan santuarios para
dudar por siempre jamás. Allí, no se sabe nada del presente, se está
en el pasado; lo trágico y la alegria exultante se tocan. Te sacude
por entero porque el aislamiento es completo... Eso ocurre sobre la
Acrópolis, sobre los peldaños del Partenón. Se ven realidades de
otros tiempos y más allá el mar. Tengo veinte años y no puedo
responder.. .