Redes o Paredes 1 4 5 13 14 Sibilia
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(Paula Sibilia).
Actualmente la escuela está en crisis. ¿Por qué? Los factores que llevaron a esta situación
son innúmeros y sumamente complejos, pero una vía para comprender los motivos de ese
malestar consiste en recurrir a su genealogía. Al observarla bajo el prisma historiográfico, esa
institución gana los contornos de una tecnología: se la puede pensar como un dispositivo, una
herramienta o un intrincado artefacto destinado a producir algo. Y no cuesta demasiado
verificar que ese aparataje se está volviendo gradualmente incompatible con los cuerpos y
subjetividades de los chicos de hoy. La escuela sería, una máquina anticuada. Por eso, tanto
sus componentes como sus modos de funcionamiento ya no sintonizan fácilmente con los
jóvenes del siglo XXI.
Se trata de organismos que no ensamblan tan armoniosamente como solía suceder algún
tiempo atrás; y en consecuencia, tienden a desencadenar conflictos de toda especie y de la
más variada gravedad cuando se los pone en contacto. Más allá de las particularidades
individuales de cada estudiante y de las diversas instituciones cobijadas bajo la categoría
“escuela”, dejando de lado también las significativas diferencias relativas a los contextos
socioeconómicos e inclusive geopolíticos de cada caso, sería difícil negar esa incompatibilidad.
Hay una divergencia de época: un desajuste colectivo entre los colegios y sus alumnos en la
contemporaneidad, que se confirma y probablemente se refuerce día a día en la experiencia de
millones de niños y jóvenes de todo el mundo.
Como quiera que sea y aunque nadie ignore que ese desacople se viene gestando desde hace
ya bastante tiempo, quizás incluso a todo lo largo del extenso siglo XX, la brecha se ha vuelto
incontestable en los últimos años. Se trata, claro está, de los aparatos móviles de
comunicación e información, tales como los teléfonos celulares y las computadoras portátiles
con acceso a Internet, que ensancharon hasta el abismo la fisura abierta hace más de medio
siglo por la televisión y su concomitante “cultura audiovisual”. A partir de la evidencia de ese
choque se han originado las diversas tentativas de fusionar de algún modo ambos universos, el
escolar y el mediático. Esas iniciativas se despliegan actualmente en varias partes del mundo
respondiendo a la urgencia del conflicto y tratando de resolverlo de modos innovadores,
aunque todavía con métodos experimentales y resultados inciertos.
Estamos aludiendo a una transición entre ciertos modos de ser y estar en el mundo (que
sin duda, eran más compatibles con el colegio tradicional y con las diversas tecnologías
adscriptas al linaje escolar), y estas nuevas subjetividades que florecen actualmente y que
manifiestan su flagrante disconformidad con dichas herramientas, mientras se
ensamblan alegremente con otros artefactos.
Bajo esta perspectiva, por tanto, queda claro que la escuela es una tecnología de época. Kant
dejó sentado que ese sería el objetivo prioritario de la educación: la disciplina convierte a la
animalidad en humanidad.
El régimen escolar fue inventado algún tiempo atrás y en el seno de una cultura bien definida;
es decir, en una confluencia espacio-temporal bastante concreta e identificable, hasta se diría
que demasiado reciente para haberse arraigado al punto de volverse incuestionable. Esa
institución fue ideada con el fin de responder a un conjunto de demandas específicas del
proyecto histórico que la diseñó y se ocupó de ponerla en práctica: la modernidad. Claro que
había habido, antes, escuelas o colegios, pero no equivalían a lo que ahora nombramos con
esos términos.
Sin duda, fue una estrategia sumamente audaz que, en contrapartida, también requería ciertas
condiciones básicas para poder funcionar: además de estipular metas y objetivos, hubo que
establecer determinados requisitos de diversa índole, para que semejante maquinaria pudiera
operar con eficacia. Entre las exigencias históricas a las cuales buscaba responder la creación
de esa curiosa entidad, figuran los desmesurados compromisos de la sociedad moderna, que
se pensó a sí misma como igualitaria, fraterna y democrática; y, por consiguiente, asumió la
responsabilidad de educar a todos sus ciudadanos para que estuvieran a la altura de tan
magno proyecto, desplegando con ese fin los potentes recursos de cada Estado Nacional.
La plataforma sobre la cual se irguió dicho programa ostenta un mote muy claro:
disciplina. Quedaba explicitada así, la función básica de la institución escolar entonces es
humanizar al animal de nuestra especie , disciplinándolo para modernizarlo y, así, iniciar la
evolución capaz de convertirlo en un buen ciudadano. Una vez lograda esa primera meta, en
segundo lugar cabría cultivar a los hombres para que estos pudieran desarrollar determinadas
habilidades, tales como leer o escribir o aprender otras destrezas más específicas. Esa tarea
requeriría la instrucción y la “enseñanza”, pero solamente podría consumarse a partir del
trabajo civilizador previamente realizado sobre la naturaleza cruda de los alumnos. En ese
sentido, para Kant, la disciplina sería una labor negativa, destinada a anular una etapa previa:
la acción por la que se borra en el hombre la animalidad. De ese modo se expurgaría su
condición primitiva o su barbarie originaria, que se verificaba en algo gravísimo para el proyecto
moderno, la ignorancia de la ley.
En el siglo XIX, el “sujeto de la conciencia” que había sido instituido filosóficamente dos siglos
antes devino “sujeto de la conciencia nacional”, como una exigencia de la sofisticación del
aparato jurídico moderno. Así, en esa ficción ideológica de un pasado común que sería
causante del presente compartido recayó la función de darle consistencia colectiva a cada
pueblo.
En ese contexto histórico, cuyas bases hoy parecen disolverse en contacto fluido con las
lógicas del consumo y los medios de comunicación, el Estado encarnaba la solidez de lo
instituido, que era al mismo tiempo, fuerza instituyente. De su sobria investidura surgía la
ley universal, bajo cuyo amparo se gestó un tipo de subjetividad que algunos autores
denominan precisamente “estatal” o incluso, “pedagógica”. Este tipo de sujeto era tanto la
fuente como el efecto del principio democrático que postulaba la igualdad ante la ley, un
individuo constituido en torno a ese código, que a su vez se apoyaba en 2 instituciones claves:
la familia y la escuela, ambas encargadas de engendrar a los ciudadanos del mañana. Se
trata, de un peculiar modo de ser y estar en el mundo que se iba formando
minuciosamente desde el nacimiento de cada individuo, para que en su progresivo
desarrollo hacia la adultez éste fuera capaz de transitar entre todas esas instituciones
hermanadas por idéntico fin, usando el mismo lenguaje y alineadas bajo una causa
común.
Cada una de las instituciones operaba sobre las marcas previamente forjadas, explica
Lewkowicz, asegurando y reforzando la eficacia de la operatoria disciplinaria: “la escuela
trabaja sobre las marcaciones familiares; la fábrica sobre las modulaciones escolares; la
prisión, sobre las molduras hospitalarias”. En ese sentido, cada una de las instituciones podría
pensarse como un dispositivo, que exigía a los sujetos la tenencia de ciertos rasgos y la
ejecución de determinadas operaciones para permanecer en ellas. Además de producir las
subjetividades de sus habitantes en la práctica cotidiana de ese conjunto de actos y gestos, el
mismo dispositivo se consolida en su accionar: ambos se fabrican al unísono. De ese modo,
ya disciplinados, instruidos, civilizados y moralizados (retomando los 4 pilares
pedagógicos destacados por Kant), podía ingresar a cada una de esas instituciones
equipados con las premisas que las guiaban.
Todo eso implica la necesidad de desarrollar ciertas competencias que la escuela tradicional no
solo parece incapaz de inculcar, sino que hasta sería contraproducente en ese sentido: podría
aniquilarlas abortando en sus alumnos la incubación de esas habilidades tan cotizadas en la
actualidad.
Nuestra época convoca a las personalidades para que se exhiban en las pantallas cada vez
más omnipresentes e interconectadas. Los nuevos ritos laborales requieren otras
habilidades y disposiciones corporales o subjetivos, al mismo tiempo en que desdeñan ciertas
capacidades o aptitudes antes valorizadas pero que se consideran cada vez menos útiles. Hoy
se estimula la creatividad y el placer inclusive en los ambientes laborales. Y también en los
territorios escolares. En esa misma línea, el circuito laboral contemporáneo busca
características antes combatidas, tales como la originalidad asociada a cierta espontaneidad
inventiva, además de la capacidad de cambiar rápidamente. También se valorizan la libre
iniciativa, la motivación, el perfil emprendedor y la vocación proactiva con como actitudes
capaces de mover los mercados y generar beneficios.
Ahora ese eje “interior”, se traslada hacia otras zonas de la humana condición, al mismo tiempo
alimentando y respondiendo a las insistentes demandas por nuevos modos de auto-
constituirse. En vez de una vivencia “marcada por la fuerte presencia normativa de una
interioridad conflictuada”, se delinea entonces “una subjetividad exteriormente centrada,
que rebate la experiencia de conflicto interno, vaciada en su dimensión privada singular
y sumergida en una cultura cientificista que privilegia la neuroquímica del cerebro en
detrimento de creencias, deseos y afectos”.
Los jóvenes abrazan esas novedades y se involucran con ellas de forma más visceral y
naturalizada, aunque de ningún modo se trata de una exclusividad de las generaciones más
recientes. Son justamente esos niños y adolescentes, que nacieron o crecieron en el nuevo
medio ambiente, quienes deben someterse todos los días al contacto más o menos
violento con los envejecidos rigores escolares. Ellos alimentan los oxidados engranajes de
aquella institución de encierro fundada hace ya varios siglos y que más o menos fiel a sus
tradiciones, sigue operando con el instrumental analógico de la tiza y el pizarrón, los
reglamentos y los boletines, los horarios fijos y los pupitres alineados.
¿Para qué necesitamos, ahora, a las escuelas? O mejor: ¿Qué quisiéramos que ese
artefacto hiciera con los cuerpos y las subjetividades que todos los días transitan por
sus dominios cada vez más enrejados?
Cabe señalar el parentesco de la magna institución de estirpe ilustrada con los ancestros
religiosos de esa práctica sociocultural de origen protestante. Como plantea Foucault “la
obediencia es rápida y ciega porque la apariencia de indocilidad sería un crimen”.
La educación primaria tenía por misión “la mejora moral, intelectual y física” de las
poblaciones nacionales, según la célebre postura de Sarmiento en el tránsito del S XIX al XX.
Kant expresaba: La escuela debía enraizar en los espíritus infantiles los parámetros
necesarios para evaluar siempre lo correcto y lo incorrecto, asimilando las normas que rigen
los comportamientos así como la idea de que hay un lugar y un momento adecuados para cada
acción. Al aprender lo que está bien y lo que está mal, los jóvenes serían “capaces de
concientizarse de sus propias acciones y de su lugar en el mundo”. De modo que cada uno se
auto-gobierna, es decir pasa a ser juez de uno mismo. Cabe tener en cuenta que en la
sociedad disciplinaria estaba muy en claro lo que era correcto y lo que no lo era, por eso
también resultaba mucho más fácil enseñarlo, y castigar sus desvíos. Plantea Veiga Neto,
“Aunque cada adulto así disciplinado conserve en sí mismo una parte a ser juzgada, será
capaz de mirarse a sí mismo desde su parte ya no más salvaje, ya civilizada.
Este tipo de sujeto configurado a lo largo del S XIX y durante buena parte del S XX, es
bastante distinto a aquel que constituye el foco de las biociencias, o incluso las
tecnologías de comunicación e información del nuevo milenio. En esta metamorfosis no
solo se debilita la oposición entre los espacios públicos y privados sino que también pierde
fuerza la idea de que valdría la pena reprimir los propios deseos en nombre de algún valor
trascendente. Agrega Tayllor la búsqueda de la felicidad individual asume un nuevo significado
en el período de la posguerra, es importante encontrarse a si mismo y vivir a partir de uno
mismo.
No se trata que ya no se apunte a la familia, al trabajo, incluso a la patria por ejemplo, pero
todas esas instancias se han convertido en opciones individuales, en lugar de construir
certezas establecidas con validez universal, de cuño obligatorio para todos bajo el peso de la
norma. ¿Quizás algo semejante podría decirse con respecto a la escuela?
Cabe mencionar el diagnóstico planteado por la autora Cristina Corea, para quien la
comunicación ha dejado de existir. Lo que se agotó, según ella, es el paradigma mediante
el cual pensamos, durante casi un siglo, los fenómenos de significación y la producción
de subjetividad. Esta falencia se originaría en la evaporación de aquellos códigos estables y
trascendentes que solían instituir todo y cualquier vínculo entre los interlocutores en el marco
de una estructura garantizada por la solvencia estatal y la solidez institucional, que a su vez se
cobijaban en un ideal de progreso alumbrado por la “cultura letrada”. La hipótesis es fuerte y
desafiante: en la sociedad informacional, espectacular e hiperconectada , se desmorona
la utopía comunicacional que iluminó el sueño ilustrado sustentando al proyecto moderno;
sobre las ruinas de esa ilusión, sin embargo, cabría ahora inventar pequeños lazos precarios
pero quizás potentes, meramente situacionistas o válidos para cada ocasión.
Cuando el niño deja de ser un alumno y se convierte, antes que nada, en un usuario de los
medios de comunicación y un consumidor más activo que muchos adultos, se constata
una obviedad que no debería ser tal: la lógica del mercado se ha generalizado. En esas
circunstancias, a la escuela parece no quedarle más remedio que entrar en el juego como
lo único que podría ser: un producto entre muchísimos otros, que debe competir para
capturar la atención de sus potenciales clientes, si desea conquistar adeptos y subsistir.
Pero corre desventaja ya que se trata de una mercadería poco atrayente, destinada a un cliente
disperso e insatisfecho por definición, que a su vez vive hechizado por la variada oferta que la
usina de entretenimientos no deja de exudar. La triple alianza entre medios de comunicación,
tecnología y consumo suele competir con fuertes chances para conquistar la atención y las
gracias del alumnado del siglo XXI.
Por otro lado, incluso en los casos en que se logra convencer a los potenciales alumnos para
que se sienten todos los días en sus pupitres y se comporten de acuerdo a las repentinamente
insensatas reglas de la institución, las cosas ya no funcionan como se supone que deberían.
Cada vez es más habitual, por ejemplo, que los egresados del colegio primario sean poco
menos que “analfabetos funcionales”.
Una de las premisas que anida en las bases del proyecto moderno, y, por consiguiente,
también de la educación formal, sostiene que la civilización es algo a ser conquistado para
realizar plenamente la humanidad, tanto en el plano individual como colectivo. Y la
alfabetización sería un importante baluarte en esa epopeya. Pero sin Estado con capacidad de
instituir la escuela, la familia, la universidad o el trabajo como dispositivos estructurantes de una
subjetividad, el carácter universal de la humanidad se ve seriamente cuestionado, según
Corea. No es casual que las diferencias entre lo que sucede en las instituciones públicas y
privadas sea cada vez mayor, limitando a éstas últimas la insignia de “excelencia”. Es por el
mismo motivo que la lectura y la escritura se transformaron en la era de la información,
cambiando su estatuto por haberse desviado del ambicioso salvacionismo civilizador de tono
universalista hacia la más puntual instrumentalidad utilitaria de tipo empresarial.
Corea destaca que no sería correcto asumir que los chicos “no hacen nada” cuando recurren a
redactar un informe copiando y pegando desde internet. Es cierto que no realizan un esfuerzo
de comprensión y expresión que implique procedimientos como la interpretación, el
razonamiento o la deducción, pero en cambio usan la lectura y la escritura como “herramientas
técnicas al servicio de la navegación y la conexión”, efectuando activamente tareas como
buscar, editar, conectarse a sitios e intercambiar materiales o dudas con otros interesados. De
modo que esos alumnos leen y escriben, sí, pero no efectúan tareas como solía hacerse antes,
no solo en lo que respecta a calidad y cantidad de trabajo invertido, sino además porque parten
de otras premisas y apuntan a objetivos bastante distintos. Estos chicos no pretenden
conquistar la civilización al alfabetizarse de ese, modo, marcando su subjetividad a fuego por
haber alcanzado tal estatuto. En cambio, quizás busquen otra cosa: el hecho de dominar
mínimamente ese instrumental les brinda las competencias necesarias para realizar un
conjunto limitado pero bastante útil de operaciones prácticas.
Si se las observa en su conjunto y con una perspectiva genealógica, estas nuevas prácticas
pueden considerarse una mutación. Pero al pensar estos problemas en términos de un mero
déficit debido al deterioro de ciertas habilidades, se los está analizando a la luz del dispositivo
escolar, como una traición a las expectativas docentes o institucionales que se ven
crecientemente defraudadas. Esta visión puede no ser falsa, pero bloquea la posibilidad de
visualizar algunas pistas importantes sobre lo que está ocurriendo. Quizás las subjetividades
interpeladas sean incompatibles con ese aparataje que es el dispositivo pedagógico, por
carecer de las marcas precias que las instituciones por las que pasaron anteriormente deberían
haberles impreso Pero no se trata de meras faltas o deterioros, ya que estos chicos ostentan
otros rasgos y capacidades, configurados más en contacto activo con los medios de
comunicación y el mercado que con los dispositivos disciplinarios, muchos de los cuales
pueden ser bastante útiles para desempeñarse en la contemporaneidad. “Son expertos en
opinar, hacer zapping y leer imágenes”, aunque ese tipo de destrezas no les sirvan para habitar
la situación escolar.
Los usuarios de los medios diversos encarnan una subjetividad que no se constituye leyendo,
como solía ocurrir con los niños-alumnos de algunas décadas atrás, sino en la interface entre
esos distintos soportes. Ese nuevo tipo de lectura transmedia implica la necesidad de
idear estrategias para habitar el flujo de informaciones, tratando al mismo tiempo de
vincularse con otros para cohesionar la experiencia.
El punto álgido del problema parece residir en esa incongruencia entre lo que ellos son y
aquello que las instituciones educativas esperan de los niños y jóvenes
contemporáneos. Por su conformación misma, la institución no puede más que suponer el tipo
subjetivo que la va a habitar; actualmente la lógica social no entrega esa materia humana en
las condiciones supuestas por la institución. Los chicos de la actualidad no responden a las
demandas de sus docentes como se supone que debería hacerlo un alumno. Y esto ocurre
porque en vez de haber sido moldeada en los entornos disciplinarios que solían ser
hegemónicos hasta hace algún tiempo atrás, su subjetividad se ha constituido en la
experiencia cotidiana muchos más mediática y mercantil de la contemporaneidad. Así,
cuando el niño arriba al colegio (o el joven a la universidad) suele constatarse ese choque
porque su subjetividad pedagógica no ha sido convenientemente pre-formateada. Y esa
configuración tampoco termina produciéndose como efecto de las prácticas y discursos que
ocurren dentro de cada una de esas instituciones educativas, ya que éstas han perdido su
potencia para generar una subjetividad capaz de habitarlas.
Ese primer paso es el más fácil de dar. Porque la tan buscada adecuación entre la escuela y el
mundo actual no debería limitarse a “ usar las tecnologías como recursos didácticos ”. Ese
tipo de reduccionismos es muy común y suele revelar un apego a aquello que muchos
consideran “la vieja y buena escuela moderna”.
Una vez dado ese primer paso, sin embargo, queda claro que la escuela informatizada
deberá enfrentar desafíos impensados. Entre las características más habituales figuras los
problemas que surgirán con los inevitables hurtos y el consecuente tráfico ilegal de las
máquinas, así como los altos costos de manutención de todo el sistema y la dificultad de
implementar las soluciones técnicas eficaces para atender a las pequeñas necesidades de
todos los días cuando se trata de millones de usuarios intensivos.
En otro nivel, la discusión se torna mucho más compleja y fundamental, como por ejemplo
cuando se cuestiona hasta qué punto la tecnología integrará a un proyecto pedagógico
realmente innovador, capaz de reconcentrar la atención del alumnado en el aprendizaje que,
por lo visto, seguirá ocurriendo prioritariamente entre las paredes del aula.
Por eso, hay por lo menos dos operaciones que es necesario efectuar y que en los viejos
tiempos institucionales estaban aseguradas: “producir condiciones de recepción y operar
sobre los efectos dispersivos”. Ninguna de esas dos tareas es simple. “Conviene entonces
distinguir entre el simple actualizador que se conecta y navega sin operar”, por un lado, y
“aquel que dispone de alguna estrategia o realiza alguna operación tendiente a darle sentido al
flujo”, porque son dos tipos de conexión diferentes: dos modos distintos de lidiar con la
información o de habitarla. Cabría sugerir, por tanto, que la escuela informatizada del siglo
XXI tendría que ser un espacio capaz de enseñar esto último.
Pero vale la pena insistir en las dificultades implícitas en semejante meta. La conexión a las
redes disuelve el espacio pero también diluye al tiempo como fuentes capaces de pautar la
experiencia, que pasa a constituirse en la pura velocidad disolvente de los flujos informativos.
La sociedad informacional no se conecta sino que tiene a desligar y, por eso, dificulta las
posibilidades de dialogar o de componer una experiencia junto con los demás.
El canal no está al servicio del mensaje, sino al contrario: sirve tan sólo como algo a lo cual
es posible aferrarse para esquivar la dispersión manteniéndose conectados. Por eso en el
“chateo” no habría comunicación ni diálogo sino contacto o interacción; es decir, eso que
solemos denominar conexión.
Por ese mismo motivo es que a veces los chicos siguen asistiendo a clases, aún cuando el
confinamiento haya perdido su sentido y aunque nunca llegue a coagular la situación de
aprendizaje: habría en ese gesto otros motivos como el mero hecho de “estar juntos”,
compartiendo esa mínima cohesión porque eso resulta preferible a la intemperie y la dispersión
del tiempo-espacio desprovisto de muros y otros anclajes.
Si el dispositivo informático, con su conexión en red, logra afincarse y ocupar a sus anchas el
espacio escolar, algo parece inevitable: el dispositivo pedagógico quedará anulado con el golpe
de gracia del que se viene salvando a duras penas.
Ya no hará falta derribar paredes, saltar las cercas o escabullirse entre las rejas, ni
siquiera gracias a la etérea coartada de los sueños o la imaginación, puesto que las
antiguas potencias del confinamiento quedarían desactivadas por las ondas sin cables
que lo atravesarían. Sin el menor forcejeo y con sigilosa “elegancia”, pero también sin ninguna
posibilidad de reacción.
En el libro Los adolescentes y las redes sociales , Roxana Morduchowicz define cuál es el
“principal motivo de la atracción que despierta Internet para los adolescentes: estar
comunicados con sus amigos, después de la escuela”. Esa aclaración procede y
probablemente sea bastante cierta, pero con otra importante enmienda a su vez: las cosas
seguirán siendo así solamente si el dispositivo pedagógico continúa en pie, es decir, si
el confinamiento persiste en su tentativa de resistir a la dispersión prohibiendo la
conexión.
Así como la relación profesor-alumno en red, quizás también los usos escolares del tiempo y
del espacio –heredados de modo casi intacto del viejo dispositivo pedagógico- deban ser
representados y reformulados de forma radical.
En el caso de los adolescentes y, sobre todo, de los niños pequeños, la situación es más
compleja porque no se trata solamente de recibir un conjunto de instrucciones para el
desarrollo profesional de ciertas habilidades, sino de un proyecto educativo más amplio que
incluye la socialización infantil en el entorno cultural; y, fundamentalmente, de un lugar
para estar durante cierto tiempo casi todos los días del año. Algo que, en última instancia,
bien podría ser substituido por un “galpón”.
Hay un detalle importante: para aprovechar un programa de e-learning hace falta dedicación y
perseverancia, además de una capacidad de concentración que permita estudiar en ambientes
no escolares. Por otro lado, cada alumno tiene que organizar su propio horario de estudios y,
con frecuencia, hay que conciliar esas actividades con uno o varios empleos. Por todo eso y a
pesar de los prejuicios que todavía la estigmatizan, “muchas veces, el alumno de educación a
distancia es más dedicado que el de la educación convencional”, explica la pedagoga Claudete
Paganucci, resaltando que “aprender en casa exige disciplina y persistencia”. Algo que no
parece formar parte del menú básico de los niños y jóvenes actuales, desprovistos de las
marcas antes suministradas por las instituciones disciplinarias.
Además, otra sorpresa que suelen deparar ese tipo de experiencias es que los efectos de la
dispersión parecen más insidiosos en el aula que en la interacción a distancia. “La presencia
institucional tal como está pautada en la modalidad llamada presencial, que en rigor
habría que llamar tradicional, es altamente dispersiva”, afirma Corea, ya que “la
dispersión no está en Internet sino en nosotros”.
De modo que quizás cabría nombrar de otra manera a estas nuevas prácticas: el aprendizaje
a través de redes informáticas no se define necesariamente por la falta de presencia, por
la distancia o por la experiencia de una ausencia, sino que puede constituir un tipo de
vínculo más productivo que el que se genera en el confinamiento.
Para escapar del confinamiento bastaba con sortear o destruir sus muros, algo que se lograba
enfrentando valientemente las jerarquías o haciendo estallar los cerrojos con jubilosa rebeldía.
Esa victoria con tintes heroicos llevaba a conquistar el romantizado espacio exterior, en el cual
no regían las odiosas normas de los reglamentos: las calles de las ciudades, los bares y los
cafés. Sin embargo, huir del control en que estamos “enredados” y sobrevivir a la
saturación por hiperconexión parece mucho más difícil, quizás porque se trata de
nuestra propia batalla y en ella se nos juega la vida.
El nuevo medio ambiente propaga cierta sensación, vaga y amorfa pero muy insidiosa, de que
ya no habría forma de luchar contra lo que existe: las cosas son así y listo, pues al final y al
cabo no se nos escapa que podrían ser mucho peores. No obstante, quizás como nunca
antes, aunque el entusiasmo y las audacias puedan escasear, no faltan yacimientos en los
cuales buscar los ingredientes capaces de engendrar nuevas armas y, con ellas, intentar la
proeza de ampliar el campo de lo posible. La filosofía, la ciencia y el arte son tres de esos
territorios en los cuales los sujetos modernos solían buscar esa materia prima.
No parece haber manera de entablar un diálogo entre esas inquietas subjetividades tan
contemporáneas, por un lado, con sus propios sueños y ambiciones, sus modos de vida y sus
realidades cotidianas; y, por otro lado, la parafernalia escolar, con sus anquilosados ritos
disciplinarios y su vana insistencia en las diferencias jerárquicas, su vapuleado respeto por la
tradición letrada y su apuesta al valor del esfuerzo a largo plazo.
Ocurre que la sociedad de control en que vivimos funciona a corto plazo y es de rotación
rápida, como explicaba Deleuze, pero al mismo tiempo es continua e ilimitada. Mientras cada
una de las instituciones disciplinarias operaba como un molde discontinuo con reglas
semejantes pero específicas, la articulación presente no necesita muros divisorios para poner
en acción sus modulaciones incesantes al aire libre, gracias a los dispositivos electrónicos que
cubren toda la superficie global y responden con extrema precisión. Por eso no son sólo las
paredes de la escuela las que se derrumban hoy en día, sino también las de otras
instituciones panópticas como la cárcel y el hospital público. En algunos casos, el
hundimiento llega a ocurrir literalmente, pero en la mayoría está sucediendo al menos
metafóricamente, con la subrepticia infiltración de los muros gracias a las redes inalámbricas de
comunicación, facturación y monitoreo.
“Ante la frustración por no poder enseñar, ante el hecho de llegar a una institución
educativa con una expectativa y que esa expectativa siempre sea defraudada, nuestra
preocupación se fue desplazando de qué se enseña a por qué no se puede enseñar”,
contaba Cristina Corea en uno de sus artículos.
Una posible respuesta a esa inquietud es la tesis del desajuste histórico o la incompatibilidad
que se ha generado entre el dispositivo escolar y los chicos de hoy en día, que ya no encajan
en los moldes de aquella categoría en vías de extinción: el alumno. Ante la constatación de ese
desfasaje, de ese malentendido entre la subjetividad del que (no) aprende y del que pretende
enseñar, tanto unos como otros intentan desplegar estrategias capaces de consumar la
experiencia del aprendizaje, algunos con más ingenio y suerte que otros. En definitiva, por
parte de los estudiantes que quizás ya no sean tales, lo que se busca en muchos casos no es
exactamente aprender sino “aprobar”, y quizás no pocos docentes también se hayan
resignado a no enseñar sino a salir del paso de la mejor forma posible. Por todo eso, aunque a
algunos estudiantes todavía les sirva de algo o logren adaptarse con relativo suceso al extraño
ambiente escolar, sacando provecho de lo que éste aún les puede dar, son muchos los que
sienten que tal esfuerzo carece de sentido. Esa diversidad de experiencias suele estar,
también, ampliamente atravesada por graves diferencias socioeconómicas, que agregan
todavía más complicaciones a un cuadro ya de por sí bastante delicado. De todos modos, la
problemática aquí tratada detenta características universales: es fruto de la situación
histórica en que nos encontramos inmersos, en esta sociedad globalizada de principios
del siglo XXI; y, por tanto, es a partir de ella que debemos pensar y actuar.