WARMA-KUYAY (Fragmento)
WARMA-KUYAY (Fragmento)
WARMA-KUYAY (Fragmento)
(Amor de niño)
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
—¡Sonso, niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el charanguero. Se
volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé* fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las
laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el
otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el
cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los
indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando
sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué pues me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimos,
gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la
voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce;
todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los
cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero
había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froylán.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba;
mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y teníamos allí nuestras camas para dormir
alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar, como si
hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don
Froylán.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella
¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra en el caserío en busca de
chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se
entre la luna para ir.
—¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma
ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuado seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen haciendas son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las
vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! Mátale no
más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores,
hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde.
¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste
le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras
cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería;
sus pechos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con
cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.
Un chorro de lágrimas salió de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo
mi cuerpo.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la
oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río
grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Wiltron, a los alfalfales, a la huerta de los becerros, y se
vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al principio yo le acompañaba. En las noches entrábamos,
ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos,
empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se torcían
en el suelo, se tumbaban de espalda, lloraban; Y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón
y gozaba. Yo gozaba.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta
que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el
arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La
luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles, rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo.
De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared y llegué junto a los
becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo;
parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros
y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya! Junté mis
manos y, de rodillas me humillé ante ella.
—Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome por largo rato. Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde,
dulce.
***
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos
verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse
con ello.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros ríen de ti, porque eres maula! Sus ojos
opacos me miraron con cierto miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y
se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sandondo, Chacralla...
¡Era cobarde!
Yo solo me quedé junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Y no fui desgraciado. A la
orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba
bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su
risa, mirándola desde lejos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay" y no creía tener
derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que
echara ojos roncos y peleara a látigos en los carnavales Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las
cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso de sol.
HaSta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no
comprendo.
***
El Kutu en un extremo y yo en otro. Quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque
maula, será mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí,
vivo amargado y pálido, como un animal en los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes
y extraños.