Montero Glez - Polvora Negra
Montero Glez - Polvora Negra
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Morral, joven anarquista catalán, llegó a Madrid sin más equipaje que
el de una maleta ligera de peso aunque cargada de secretos, dramas,
ideologías y un regalo mortal. Era el mes de mayo de 1906 y las calles de la
ciudad se engalanaban ultimando los detalles de una boda, la de Alfonso XIII
con Victoria Eugenia. Mateo Morral iba a ser el encargado de arrojar su
regalo mortal al paso de los reyes: una bomba envuelta en un ramo de flores.
En esta absorbente novela, basada en hechos reales, Montero Glez
reconstruye el atentado que estuvo a punto de acabar con la Restauración
borbónica, y nos sumerge en un Madrid de doseles y flores, de tranvías y
modistillas, de anarquistas y «vivas» al rey, por el que desfilan los personajes
que marcaron una época de la historia de España.
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Montero Glez
PÓLVORA NEGRA
ePub r1.2
Achab1951 12.11.14
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Título original: Pólvora negra
Montero Glez, 2008
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A las ocho y media se detuvo a poner en hora su reloj de bolsillo. Llevaba la tarde
entera sin dar descanso a los pies y traía la mueca del que sufre del hígado. Por lo
demás, apretaba el calor en Madrid y de las cloacas subía un tufo, lo más parecido al
aliento de un perro enfermo.
Con el golpe en las narices, y la mueca cruzándole el rostro, guardó su reloj en el
chaleco y siguió andando hasta lo de Candelas; un sitio de cafelito, sifón y horchata
que le quedaba a la vuelta de la esquina. Antes de entrar, y por ver si la camarera
rubia había llegado, echó una ojeada desde la calle. Inclinándose por debajo de la
persiana, aplastó su nariz al cristal y la divisó al fondo. Ahí estaba la muy pájara.
Venía con la bandeja llena y el andar pimpante. Cuando ella reparó en él, pegó un
respingo que por poco tira las horchatas. Luego se compuso, disimuló, y siguió
sirviendo mesas, como si el teniente Beltrán no existiera, como si no le importase ser
atravesada por unos ojos iguales a dos monedas de plomo.
—Vamos, rubiala —le ordenó—. Me tienes que acompañar.
El teniente no se había cambiado desde el día de la bomba. El lazo del corbatín
seguía siendo un manchón rojo a la altura del ombligo y, el clavel, una costra de
sangre que deshonraba la solapa. De la cabeza, desnuda, asomaban cañones de pelo
ralo, como brotes de una mala siembra. A los ojos de la Chelo, el teniente Beltrán
traía el mismo aspecto que si le hubiesen tirado de un tren en marcha.
—Ahora tengo mucho trabajo —soltó ella, haciendo un racimo con los dedos—.
Asín.
La Chelo nunca había visto un muerto de cerca y, sólo de pensarlo, como que le
revenía la fatiga. Según tenía oído, fue ayer mismo, a la tarde, cuando lo encontraron
coronado por una nube de moscas cerca de Torrejón. Presentaba un balazo en la
tetilla, ojos abiertos y labios del mismo color que la carne fría.
—Me sobra qué hacer, ya le he dicho. Ahora se pone esto que no lo sabe bien.
El teniente Beltrán hunde sus pulgares en los bolsillos del chaleco. Lleva los
dedos prietos de sortijas y la pistola sujeta al cinto. Con la rabia flotando en el plomo
de los ojos, clava su mirada en el delantal de la Chelo, en la camisa de igual paño que
obligan a llevar en aquel trabajo; en los zuecos altos que realzan su estatura.
—Y si los demás lo han identificao, a ver qué soluciona que yo vaya.
Pero el teniente Beltrán no contesta. Ahora pasea la mirada por el mostrador de
las botellas. Trae el bigote convulso y enredado en las patillas. A estas alturas, y por
más que intente componer el tipo, no puede ocultar que ha probado el obsceno sabor
de la derrota. Lo lleva en las pupilas, ahogadas en el plomo de los ojos. Lo lleva
también en los andares, a la que se acerca hasta el mostrador y agarra la botella de
aguardiente, y arrima una copa y deja caer en ella un chorro que pronto abrasará su
garganta. La Chelo se fija en la nuez obsesiva que le sube y le baja con matraca, a lo
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largo del pescuezo. Entonces el teniente Beltrán se limpia con la manga y chasca la
lengua, como si fuera a decir algo, pero lo contiene. En su lugar lanza la mano, igual
que una garra, directa a la mejilla de la Chelo.
—Mira, rubiala, te voy a prestar yo a ti un consejo. —Y sigue diciéndole cosas
con una voz que parece arrastrada por un camino de tierra, hasta soltarla con fuerza,
en todo el frente del mostrador. Y vuelve a empinar la copa, ahora hasta dejarla vacía.
—Es que dicen que la seña Ana se ha desmayao nada más verlo —apunta la
Chelo, mientras se restriega con saliva las marcas de la cara—. Y mire que si me
mareo y me vienen las nausias.
—¿Acaso andas tú preñá?
Entonces la Chelo esquinó la vista para mirarle, como sólo se mira a un enemigo,
mordiéndose la lengua, así que quisiera hacer saltar por su boca una buena tanda de
juramentos.
—Para tu información, rubiala, te diré que tenía purgaciones.
Según tenía oído la Chelo, a eso del mediodía y por orden gubernativa, mandaron
poner el cadáver sobre una plancha cubierta de hielo vivo. Los primeros en acudir a
reconocerlo fueron los dueños de la fonda donde se había alojado los últimos días,
ocupando un cuarto con vistas a la calle Mayor y desde cuyo balcón entregó su regalo
de bodas a los reyes, según venían estos de casarse. Se llamaba Mateo Moral, o
Morán, ya que los periódicos no se habían puesto de acuerdo todavía. En lo que sí
coincidían era en su procedencia: «Barcelona».
El cumplido resultó ser un ramillete de flores que explotaría al paso de la
comitiva regia, esparciendo tripas y zapatos por toda la calle Mayor. Al amparo del
pánico, el tal Mateo Moral, o Morán, consiguió darse el piro y sembrar de sal su
huida. «La detención será cuestión de horas», había anunciado el mismísimo
Romanones, dando bastonazos de ciego ante la presencia del abismo. Sin embargo, el
asunto tendría desenlace bien distinto. A los dos días de buscarle vivo, el tal Mateo
había aparecido muerto. Y aunque los reyes salieron ilesos del atentado, la intención
venía salpicando a todos los que, alguna vez, mantuvieron contacto con el autor. Y así
pasó con los dueños de la fonda, el sufrido matrimonio formado por el Pepe Cuesta y
señora, a la cual tuvieron que asistir con unos buchitos de anís, hasta que recuperó el
sentido.
Fue culpa de la impresión que a la mujer le entró un soponcio que, si no llega a
ser por el teniente Beltrán que la engancha, la de la casa de huéspedes hubiese caído
redonda sobre el muerto. Ahora le tocaba el turno a ella, a la Chelo. Ponerse frente al
cadáver e identificarlo. Confirmar que se trataba del mismo hombre de las otras
noches, un tipo joven, con bigote del color del trigo sucio y que se dedicaba a sorber
horchata en pajita con cierta expectativa, nada de particular, mientras mantenía el
vaso entre las manos y se recreaba con la vista en todas las promesas que el trasero de
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la Chelo le ofrecía. Y ella, que estaba al tanto, le echaba obscenidad al contoneo,
provocando así la sed del cliente. «Otra horchata, por favor».
Siempre se mostraba tan educado con ella, que nunca se hubiese atrevido ni a
soñar que, aquel elegante joven que sorbía la horchata con pajita mientras
contemplaba su vaivén de nalgas, lo que en realidad estaba haciendo era deducir
ángulos de tiro y distancias. Tenía maneras de caballero y ninguna vez perdió la
compostura, es más, llegaba a destacar por sus buenas formas entre toda aquella
chusma que siempre ocupaba la mesa del rincón para beber sin tasa. Verdaderos
bárbaros entre los que nunca faltaba un fulano coloradote como un ladrillo y que
tenía la costumbre de pagar con pesetas negras. Sus manos, además de peludas, eran
proclives a tomarse ciertas familiaridades con la Chelo. «Aparte la herramienta, haga
el favor», le tuvo que advertir en repetidas ocasiones. Luego estaba su resuello, tan
espeso como una paletada de cemento. Según había podido averiguar la Chelo, aquel
fulano era tranviero y cargaba revólver en el bolsillo.
—Ya le dije, la otra vez, todo lo que sabía. Más no sé. —La Chelo se lleva el
pulgar a los labios y lo besa—. Juro por éstas, que son cruces.
El teniente Beltrán entrecerró los ojos como si quisiera escudriñar algo más en lo
que acababa de oír. La sombra de una mueca cruzó su cara y alteró por un instante su
bigote, como si no pudiese completar la sonrisa.
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Lo de Candelas era un sitio por lo fino que habían puesto al principio de la calle
Alcalá, donde La Equitativa, y a un paso de la Puerta del Sol. El negocio tenía un no
sé qué de comedorcito residencial, con su anaquel de botillería en lo alto del
mostrador, y sus ventiladores al techo, siempre dispuestos a zumbar cuando el calor
se juntaba. Entonces era cosa buena la subida de termómetros, pues, con el calentón
en la garganta, la clientela recurría a la horchata. Y tal era su fama en Madrid que se
ponía aquello de bote en bote, con las camareras yendo y viniendo de un lado a otro
del local, la bandeja en alto y paseando un repiqueteo de tacones que sonaba a gloria.
Había que verlas, todas de blanco, como enfermeras dispuestas para una pomposa
intervención sobre la carne viva del cliente; el delantal por delante y la falda por los
tobillos. Y esa faltriquera a la cintura, tintineando perra gorda y perra chica para los
cambios. «¿Qué va a ser?».
—Una copita de aguardiente por aquí, rubiala.
Fue pocas horas después del atentado. Parecía recién salido de uno de aquellos
boquetes que la bomba acababa de dejar sobre la piel de la tarde. Sus ropas
maltrechas revelaban que había caído cerca. Se exhibía con el puro a media asta,
arrancándole caladas pendencieras, como si entre él y el habano hubiese algo más que
humo. Cuando le daba por ponerse así, el teniente Beltrán no respetaba las fronteras
que separan a los hombres de los perros. Se bebió el aguardiente de un trago, alzando
la copa con el meñique erecto, dejando relucir el sortijón cubierto de ley y de roña.
La vació de un golpe y, de un golpe, la abandonó sobre el mostrador. Con el licor
goteando por la comisura de los labios, y los pulgares hundidos en los bolsillos del
chaleco, se puso a pegar ladridos. En ese plan fue llamando a las camareras, una por
una, hasta acribillarlas a todas con el plomo de sus preguntas.
—Poneos en fila.
Primero interroga con la mirada, luego con todas las grietas de su voz. El teniente
Beltrán andaba buscando a un hombre cuya descripción bien podía aplicarse a
cualquiera, de estatura alta, delgado, piel cobriza y ojos claros, de mucha pestaña.
—No debe de tener más de treinta años. Gasta bigotito y viste de traje y
sombrero. Botas de una pieza, de elástico, color avellana.
Cuando le tocó el turno a ella, no pudo evitar atragantarse en su propia tos.
—Quiero la verdad, zorra.
Desde muy chica tenía aprendido que sólo una rubia puede comportarse como
una zorra. Así que, lo tomó como un cumplido y, decidida a ser rubia, la Chelo alzó
sus pechos en banderillas y le fue al teniente Beltrán con la mitad de lo que no
ignoraba. La verdad a medias era la mejor mentira que la Chelo podía contar en esos
momentos. A su forma dio a entender que el hombre que andaban buscando era una
de esas fisionomías que no dejan huella en la memoria.
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—Si ahora mismo le veo, no le sabría decir.
—Ya.
El teniente Beltrán se llevó el dedo a la oreja y barrenó hondo, como si aún
persistiese el sonido de la explosión.
La Chelo mentía y el teniente Beltrán lo daba por hecho. Familiarizado con el
engaño, se retorció los bigotes y arrancó con una de sus embestidas. Sin sacarse el
puro de la boca, lo llevó hasta el cuello de la Chelo, volviéndole a preguntar lo
mismo pero de otra forma. «No me des momento pa sacar mi gallo, rubiala». La
cercanía de la brasa avivó la piel y achicharró algunos cabellos. Aun así, la Chelo
aguantó el tipo. «Así que no finjas, rubiala, que ahora no estás en la cama».
Por lo que pudiese tronar y mientras duró el interrogatorio, la Chelo se guardó la
boca, evitando contar que acababa de ver al hombre que andaban buscando.
Le había visto en el merendero de los Cuatro Caminos, mientras bailaba un chotis
muy pegadita a su Ulogio, ajena a la noticia que ya estaba en boca de todo el mundo.
«¿Qué traes ahí que te abulta tanto, ninchi?» le guaseaba a su Ulogio, a la vez que le
metía lengüetazos en el cuello, igualito que si su Ulogio fuera un pastel. «¿Qué traes
ahí?». Y distraída en estas cosas, tardó en reconocerle. Tenía la palidez propia de un
espectro. Sus ojos anunciaban que no había dormido nada y que no volvería a dormir
nunca más. Dos manchas oscuras se habían instalado alrededor de ellos. Sin lugar a
dudas era el joven de labios finos que sorbía en pajita y luego se limpiaba, con
toquecitos de pañuelo, el trigo del bigote.
A la Chelo le extrañó encontrarle allí, pero más le extrañó a la Chelo cuando le
vio echarse al gaznate un trago de cerveza, de la misma botella, para después
limpiarse con la mano que llevaba herida y envuelta en un pañuelo de sangre sucia.
«¿Pasa algo, prenda, que yo no sepa?», le preguntó su Ulogio, cuando ella perdió el
paso del chotis. «Na, ninchi, cosas mías». Y en una de esas que deslizó boca y nariz
por su cuello, el Ulogio volvió a la carga. «Mira, prenda, no me engañes que te lo
conozco en los ojos». «Na, ninchi, ya te he dicho que cosas mías», le saltó la Chelo.
«Pues se te ha puesto una cara que pa qué, prenda —aseguró su Ulogio—. Lo mismo
que si hubieses visto a la Cibeles echarse a andar». Y con estas cosas, la Chelo le
pisaría unas cuantas veces más. Luego, cuando llamaron a su Ulogio de un silbido
para que ayudase a poner unas bujías, «en to el frente el merendero», luego, la Chelo
aprovechó para fisgonear más de cerca.
No le sacó ojo durante el tiempo que permaneció sentado a una de las mesas de
afuera; la cara cenicienta y la mano vendada, temblando bajo la mesa. De vez en
cuando la sacaba, alcanzando una botella de la que tragaban varios hombres más y de
los cuales ella sólo conocía al dueño del merendero, un tal Canuto, y de vista al
Lozano y a ese otro que era sastre. Bebían y callaban, envueltos en un silencio Como
para cortarlo en lonchas. Había algo en todo aquello que preocupaba a la Chelo, sus
ojos no podían disimular la inquietud. Era algo que no debería haber existido.
Ni el zumbido de moscardón que metían las bujías, ni el soniquete del organillo
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que llegaba desde la otra punta del merendero, ni tampoco el voceador de periódicos
con el extraordinario de la tarde, «Noticia bomba, noticia bomba», nada, por el
momento, sacaría a la Chelo de su abstracción. Parecía como si todos los allí
congregados, alrededor de la mesa, poseyeran algún secreto terrible. «Menuda nota
más chachi que vas a dar estas fiestas, Canuto —decía el Yesares, probando bujías
desde lo alto de la escalera mientras el Ulogio sujetaba—. Menuda nota más chachi,
Canuto, menuda nota». Pero el Canuto no hacía caso. A su lado había otro señor, de
cierta edad, con las barbas blancas y una cicatriz en la boca que, con sólo mirarla,
como que a la Chelo le entraba la sacudida. Nunca vio algo parecido. Era como si
faltase el labio de abajo y, en su lugar, quedase una sutura. A veces, el hombre se
llevaba la mano hasta la cicatriz para limpiarse, como si le picase la falta de labio.
Era una mano larga y moteada, semejante a la piel de las truchas.
Ella hacía como que miraba a otro lado pero, por el rabillo del ojo, no perdía
ripio. Así estuvo la Chelo, hasta que el Yesares terminó la chapuza y bajó la escalera,
brincando los últimos peldaños. El Canuto le hizo un sitio en la mesa y el Ulogio, de
pie, apoyándose en el poste de la entrada, agarró la botella de cerveza junto con un
vaso, que inclinó hasta sacar espuma del chorro. Ofreció a la Chelo pero ésta le dijo:
«que no, ninchi, que no». Entonces el Ulogio, envolviéndola con el caramelo de sus
ojos preguntó: «¿Pasa algo que yo no sepa, prenda?». «No, ninchi, pero me va a
pasar». «Que te va a pasar ¿qué?». «El tranvía, que sale a las en punto». «Pues dame
un besín». Y así fue como la Chelo se despidió de su Ulogio. En el fondo, la Chelo
buscaba lo que todas las demás mujeres.
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Con el barullo del amor dentro del cuerpo, cuando iba saliendo del merendero, por
poco se estrella contra un hombre. Era un tipo coloradote y polvoriento como tomate
recién cogido y que, así, al pronto, la Chelo no supo reconocer. Fue al instante,
cuando se fijó en las manos peludas y los dedos como herramientas, que no pudo
contener el temblor de las carnes. Era el tranviero, el mismo que iba por la
horchatería y que se juntaba con todos aquellos que bebían sin tasa. Ahora traía el
ceño de cemento, el morro prieto y el relieve del bolsillo anunciando hierro. Desde la
misma entrada hizo una seña hacia la mesa. Entonces la Chelo tuvo un
presentimiento.
Como impulsado por un resorte, el anciano de la cicatriz en el labio se levantó de
inmediato. Y detrás fue el joven que ella misma había conocido sorbiendo horchata
en pajita, y que siempre imaginó calculando la horma de su trasero para después
calzarlo. Ahora aquel joven caminaba como si un peso secreto le hundiese en la
tierra. Iba escoltado por otros dos hombres, de los que la Chelo no guardaba memoria
alguna, hombres que, aunque bien vestidos, parecían ser de vida normal y recortada.
Uno de ellos mayor, el otro mayor también pero más joven y con bigotes largos como
manubrios. En la mesa de afuera quedaron el Lozano y el sastre, junto con el Canuto
y su Ulogio, que le guiño un ojo a la Chelo y ésta correspondió frunciendo los labios.
Al final, entre una cosa y otra, cogió el tranvía por los pelos. Durante todo el trayecto,
la Chelo fue igual que si llevase por dentro una guerra, persignándose varias veces
pues, dentro de unos límites, ella también era creyente. Al bajarse en la Puerta del
Sol, llevaba la cara contraída, como si hiciese un esfuerzo en dominar sus recuerdos.
Y al igual que ocurre con el trueno que precede a la tormenta, esa misma tarde, con el
olor de la pólvora todavía reciente y las tripas de los caballos salpicando la calle, esa
misma tarde, no hizo más que llegar al trabajo, cuando vio aparecerse al teniente
Beltrán. Entonces la Chelo se persignó por enésima vez.
—Por si no te lo he dicho, rubiala, he de advertirte que la verdad siempre puede
ser comprobada. La mentira no.
La respiración del teniente Beltrán era lo más parecido al ruido de un fuego
cercano.
—Llevo poco tiempo aquí, ya sabe usté.
Fue a últimos de mayo, con el ir y el venir de los primeros vasos de horchata,
cuando la Chelo se enteró de que necesitaban camarera en lo de Candelas y ahí que se
presentó. No es que el salario fuese como para tocar castañuelas pero, cansada del
sobo y de la tacañería del dueño del Naranjeros, en cuantito vio ocasión, o mejor,
cuando vio a la Emilia y le vino con que ahora, pa lo de la boda, andaban buscando
otra camarera, ahí que se presentó la Chelo.
Aun a sabiendas de que, en lo de Candelas, tampoco recibiría ni caricia
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verdadera, ni ganancia regular, pero dispuesta a cambiar de aires, la Chelo tuvo el
arranque y, esa misma noche y sin esperar a más, se dio el piro del Naranjeros. «Anda
y que te zurzan —le dijo al dueño—. Ahí te jodas con tus castañuelas, so perro». Así
se las gastaba la Chelo, mujerona brava y salerosa para unas cosas aunque asustadiza
para otras. Lo de ponerse frente a un muerto era de las otras cosas y, con sólo
pensarlo, a la Chelo le tiritan las carnes.
—Se va a tener que esperar a que me cambie. Como comprenderá una no va a
salir con estas pintas.
Afuera ya es noche y las llamas de los faroles alumbran la calle Alcalá. Por el
rectángulo de la ventana la vida transcurre con indiferencia. Piernas, faldas y
braguetas, manos y cinturas, pasan de largo. Cualquiera que hubiese asomado sus
narices al cristal de la ventana hubiese visto cómo el teniente Beltrán pellizca la
mejilla de la Chelo hasta dejar el latido de la sangre marcado en su cara. La noche se
cuela a través del ventanal que da a la calle Alcalá y, cada vez que la puerta de la
horchatería se abre, llegan bocanadas semejantes al resuello de una bestia moribunda.
Y por cada vez que se cierra, suena un escopetazo.
Algo se estaba cocinando bajo las aceras. El teniente Beltrán acusa el golpe de
fetidez y mira su reloj, vuelve la cara y escupe al suelo. Una flema viscosa que él
mismo restriega con el pie, extendiéndola como un barniz ante la mirada atenta de la
concurrencia. No puede disimularlo. Tiene las horas contadas y, según parece, lo
sabe. Pasan unos minutos de las nueve y la horchatería se espesa de humos y voces.
Los clientes empiezan a ocupar las mesas y nadie parece darse cuenta del mal trago
que está pasando la camarera rubia. Aunque el teniente Beltrán se quema con las
brasas de un fuego que crepita alrededor de su cuerpo, y aunque a ratos parece
vencido, todavía sigue siendo el dueño de su propio territorio.
Nadie que le mirase podía evitar reconocer en él a un cadáver al que habían
arrancado los ojos y, en su lugar, habían puesto dos duros de plata falsa. De él se
contaban cosas gruesas y de un color demasiado vivo para los nervios. Decían que, en
sus interrogatorios, acometía por todos los flancos, sin ningún atisbo de piedad,
regodeándose en la agonía y no parando hasta conseguir escuchar el eco de una
confesión. Nunca faltaba la manicura con tenazas, ni los golpes con naranjas
envueltas en un paño, ni tampoco las sofisticadas descargas eléctricas al baño María
que amorataban el escroto de los acusados. Si alguna vez se le iba la mano, se
deshacía del cadáver arrojándolo al Manzanares con una piedra por corbata. En todo
Madrid era sabido que las dos cosas que más odiaba el teniente Beltrán eran, por este
orden, una ficha virgen y una mujer, virgen también. Sin embargo, para ambas cosas,
siempre tenía la solución.
Como si cediera a un impulso incontrolable, el teniente Beltrán vuelve a echar su
garra sobre la Chelo. Y con el ansia de dominio que ejerce un policía sobre sus
semejantes, se arrima. La Chelo acusa la congestión en su oreja; percibe el olor
repentino, la derrota violenta del jadeo. Es como si su piel se hubiera puesto
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demasiado caliente. A todo esto, la clientela sigue inmóvil, aguardando el desenlace.
Ningún parroquiano va a sacar la cara por ella. Al revés, podían matarla ahí mismito
que nadie movería un dedo. De eso podía estar segura la Chelo, como también podía
estar segura de que ninguna de sus compañeras iba a salir en su defensa. En cuanto el
teniente Beltrán entró por la puerta, la Pepa y la Lolita se hicieron las longuis. Y qué
decir de la Rosa, que pasó por delante de ella y ni tan siquiera la ayudó a componerse.
De todas, la Emilia era la más resuelta para la guerrilla. Pero no estaba, era su día
libre, y se había ido a los toros.
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El calor flotaba sobre la ciudad en forma de tormenta. Era un bochorno que hacía
sudar las cabezas y las cosas que llevasen demasiada manteca. Así que difícil lo
llevaba la Chelo para no acabar pringada en el atentado que habían sufrido los reyes.
De momento, tenía que asomarse a un cadáver y reconocer en él al autor del delito,
un joven que bebía horchata con pajita y que se sentaba en la mesa del rincón junto a
otros hombres más, entre los que destacaba uno coloradote y fornido, de ceja espesa y
revólver en el bolsillo.
—Vamos, rubiala.
La Chelo está por agarrar el botijo que hay sobre el mostrador, junto a la máquina
registradora; uno de pitorro chato, con el barro vestido de ganchillo y que hace daño
con solo mirarlo. Pero el teniente Beltrán paraliza el envite. Brutalizada por una
fuerza prodigiosa que jamás un hombre había utilizado con ella, la Chelo no puede
hacer más que apretar sus puños y tragarse la rabia.
—Ya beberás por el camino.
El teniente Beltrán dijo esto y la soltó, arrojándola contra las mesas. Fue tal el
meneo sufrido por la Chelo, que las monedas de su faltriquera se pusieron a dar
brincos y se desparramaron por el suelo. Entonces los clientes se tiraron a por ellas
con viveza y desenfreno. Ni que decir tiene que la Pepa y la Rosa, ambas armadas
con sus correspondientes escobas, saltaron a defender el metal. En los espejos se
reflejó el tumulto. Con tanto vaivén, a la Chelo no sólo se le escaparon las monedas,
también se le escapó uno de los pechos. Y los veinte pares de ojos que andaban a
gatas lo devoraron con una ordinariez propia de los tratantes de cerdos. Ni que decir
tiene que la Chelo era de teta brava y pezón rugoso, que disimuló como pudo,
colocándose el delantal y abotonando su blusa. Acto seguido masculló algo entre
dientes y le arrimó tal bofetón al teniente Beltrán, que se hizo zumbido en todas las
orejas de los allí presentes. Fue igual que si hubiese pasado cerca un disparo. Algunos
clientes, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron.
Con la bofetada picándole el rostro, el teniente Beltrán tuvo una intentona de
sonrisa, pero su expresión no fue más que una herida abierta más abajo del bigote. El
sudor le teñía los sobacos y el cuello de su camisa era una mancha oscura que se le
pegaba al pescuezo. Escurrió su frente con el revés de la mano y chascó los nudillos.
Había llegado el momento de causar una impresión más fuerte de la conseguida. Y
con ese propósito, el teniente Beltrán agarró a la Chelo por los pelos y, así, la sacó a
la calle. «Vamos, rubiala».
Bajo la luz de las farolas, su mejilla luce en carne viva. La Chelo tiene todo el
aspecto de una mujer que ha sido descubierta en pecado y es paseada en público con
morboso propósito. La hoguera crepita bajo la calle y un olor, que recuerda el
resuello de un perro enfermo, recorre la noche y sus alrededores. La Chelo lleva el
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pelo revuelto y de sus pestañas cuelga una lágrima. Sus hombros desnudos reclaman
la atención y el mordisco. El teniente Beltrán tira de ella y las gentes, que a esas horas
cruzan la Puerta del Sol, paran un instante a mirar y luego siguen su camino, por si
acaso, no vaya a ser que también les lleven presos. Ahora la lágrima emborrona el
lunar galante, pintado en la mejilla.
Corrían tiempos de pánico y el miedo se contagiaba más rápido que la sífilis. Un
portazo violento, o un mismo estornudo, o el pinchazo de la rueda de alguno de los
pocos automóviles que empezaban a circular por aquel entonces, cualquier sandez,
provocaba, sin conocer nadie su causa, las carreras y los chillidos de las gentes. Así
venía pasando desde el jueves, día del atentado, extendiéndose el contagio, del rey
abajo, por tranvías, plazas y calles, todas y todos por igual, cautivos de un peligro
imaginario tan vivo que llegaba a ser real. Nadie estaba a salvo de sospecha. Sin ir
más lejos, el mismo día de la bomba y en la confusión de los primeros momentos,
lincharon a un hombre que luego resultó ser un guardia de paisano que perseguía a un
sospechoso. Al final, el sospechoso pudo darse a la fuga y al paisano por poco le
matan.
—Vamos, rubiala, que es pa hoy.
El olor de las cloacas llega hasta la misma puerta de Gobernación. A estas alturas,
el vientre de la ciudad se ha convertido en una úlcera sangrante que encharca los
puntos vitales de la Villa y Corte. También se respira trajín en la escalera, bien surtida
de guardias, todos ellos con el dedo en el gatillo y el pecho cruzado de munición. Se
esfuerzan por mostrar el aspecto severo que los sucesos obligan pero no lo consiguen,
añadiendo cierto aire de zarzuela al momento que vive Madrid. Uno de los guardias,
el de bigote color nata, se toca la gorra con el dedo en señal de saludo. «Mi teniente».
Aunque su presencia es la de un hombre acabado, el teniente Beltrán todavía es
una autoridad en el cuerpo.
Alza el mentón y muestra la nuez obsesiva que parece escurrirse dentro del
pescuezo. Es como si quisiera dar a entender el potencial mecánico con el que ha sido
fabricada. Y como si supiera leer en sus pensamientos y no le gustase lo pensado por
la Chelo, el teniente Beltrán lanza sus dedos prietos de anillos alrededor del cuello de
su presa. Y a la vez que suelta, va y empuja contra la misma puerta de Gobernación.
La Chelo no puede reprimir un quejido.
—Como intentes escapar, vas a ver tú, rubiala.
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La Puerta del Sol siempre fue un redondel mal trazado en el centro del mapa. Un
círculo vicioso semejante al paseo de un borracho por cafés, limpiabotas y policías de
la peor laya. El Colonial, El Universal o el de la Montaña eran algunos de los cafés de
entonces. El Felisín y el Zorzas algunos de los limpiabotas y, por lo que respecta a
policías de la peor laya, el teniente Beltrán se ganaba la palma. Aunque la Chelo
llevase poco más de una semana trabajando en lo de Candelas, le conocía de sobras.
Y bien sabía que bajo su piel dormía un asesino.
Flaco como un naipe, y rematado a lo alto por una cabeza desnuda y en forma de
bala, el teniente Beltrán pertenecía a esa clase de hombres que no contemplan el
sosiego. A diferencia de toda la demás escurrimbre, el teniente Beltrán ocultaba,
dentro de su cabeza, una perversa maquinaria que no conocía descanso. Era lo más
parecido al motor de un automóvil, pistón, cilindro, rosca, tuerca y puñetitas varias.
Elementos todos que, a esas alturas, iban necesitando algo de grasa. La Chelo pudo
dar cuenta de los chirridos, del desajuste nervioso que indicaba su mal
funcionamiento. «Como intentes escapar, vas a ver tú, rubiala». Tras ella, el trote
corto de las mulas anunciaba el coche cargado con detenidos. «Eeehs. Sooo».
El guardia de bigote color nata se acercó hasta el carruaje. Del ómnibus blindado
bajaron un puñado de jóvenes con pintas de poetas o de maricas. Llevaban las
muñecas atadas a la espalda y manchas de hollín en las caras. Olían a pólvora
reciente. Había uno, la mar de grandón, que lucía barba de zamarro oscurecida por la
descarga. Y había otro que traía el bigote como una escoba puerca de hollines. Desde
lo alto del pescante, el cochero, un guardia con barba bronca y deje chulesco, contó
que habían sido los autores de una explosión por la glorieta de Bilbao.
—Aquí los traigo, pa que los entren en la cueva. Pasa que donde los Canónigos
no cabe el pelo un coño —añadió, sin sacar ojo a la Chelo.
—A ver qué remedio —le dijo el guardia de la puerta. Y arrugando la nata del
bigotón se aproximó a los detenidos.
Con la punta de la porra les fue levantando la barbilla, uno por uno. Eran media
docena de jóvenes tiznados por la ceniza del anarquismo. Apretaban sus espaldas
contra la fachada de Gobernación, de puro miedo. Una vez más, la Chelo pudo dar
cuenta de la desvergüenza que muestran los de la autoridad cuando se saben dueños
del cotarro.
«Aquí no es que tengamos mucho sitio pero, a ver, qué remedio». Volvió a
mascullar el guardia de la nata montada en los bigotes, a la vez que metía la porra en
los riñones del más grandón, que se iba empequeñeciendo por instantes. «No me
pegue… no me pegue… no… no… me pegue», balbuceaba. Era como un tonel y, de
un solo rodillazo, hubiese podido montarle la porra al guardia en lo alto del bigote,
pero el temor a la autoridad le impedía todo tipo de movimiento que no fuera para
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someterse. Por lo que dedujo la Chelo, el otro, el que iba detrás, debía de ser su
hermano, tenía los mismos ojos y un bigote rubio que le quebraba la cara negra de
hollín.
—Conque jugando a fabricar bombas, cabrones. —Y el guardia de las natas le
volvió a meter al grandón, esta vez en la cabeza. Un tozolón que le hizo clavar la
barba al pecho y las rodillas al suelo—. Os voy a ayudar yo a encontrar la horma de
vuestro zapato, cabrones.
La Chelo cerraba los ojos en cada golpe, como si los recibiese ella misma. A
aquellos jóvenes les estaban cascando las liendres en plena calle, delante de todos los
que por allí pasaban. «Que cunda el ejemplo». Y entre un abrir y cerrar de ojos, la
Chelo pudo reconocer al delgaducho, un joven de rostro enfermizo y mirada verdosa.
Las gentes se paraban a mirar, como polillas alrededor de la gran luz de la ciudad,
mientras las mulas agitaban sus orejas y sacudían sus colas.
—Sooo. —El cochero de la barba bronca se había despistado con la Chelo y
ahora enderezaba el tronco de mulas—. Sooo.
Por lo que la Chelo sabía, aquel joven que ahora arrojaba su miedo por los ojos
publicaba panfletos incendiarios en periódicos afines a la república. El mismo día que
ella empezaba en lo de Candelas, apareció con ese otro que decían que era polaco,
uno de aspecto extranjero y con el pelo como estopa. Nada más verlos entrar, el
tranviero se levantó para hacerles un sitio en la mesa del fondo. Pidieron cerveza y la
Chelo distinguió enseguida el reflejo andaluz de su acento. Hablaba de política a
voces y criticaba al Cojo, sin embargo, cuando la Chelo llegó con la bandeja, dejó a
un lado su soflama para hacer lo que hacían todos, comerle con los ojos el escote
cada vez que se inclinaba a servir. Y luego, hala, a seguir con su ración de trasero a
través de los espejos. Aquél era su primer día en lo de Candelas y la Chelo andaba
con la prisa en los tacones. Y en esas andaba la Chelo cuando apareció por la puerta
ese otro hombre, el mismo que ahora estaba muerto y cuyo cadáver esperaba sobre
una plancha cubierta de hielo vivo.
El teniente Beltrán se agarraba a la Chelo de la misma forma que otros se agarran
a la pata de un conejo.
—Vamos, rubiala, que hay prisa. —Y tiraba de ella hasta el carro celular—.
Vamos.
—Eh, alto ahí —les espetó el guardia de la nata, ahora sentado a horcajadas en la
espalda del tonel—. Eh, alto ahí, no pueden subir.
El teniente Beltrán se plantó en seco. Y girando el pescuezo enseñó los dientes,
como puñales:
—¿Tienes algún problema o lo tengo yo?
—Lo tiene su selensia, el señor ministro —respondió el de los bigotes color nata,
sin bajarse del lomo del tonel.
—¿Cómo?
—Recibí orden de que, en cuanto entrase el primer coche, se avisase a su
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selensia. Necesita personarse en juzgado.
—Tié narices. El muerto me queda a mí más lejos. Ya vendrá otro coche.
—No es posible. El día de la bomba, su selensia por poco se tiene que coger una
bicicleta y esta mañana le averiaron el automóvil.
La Chelo apostó a que el guardia hacía méritos en vano. Después del Cojo irían
los demás, por mucho culo en pompa que pusieran o por muy bien que fregasen la
escalera.
—El Cojo también se baja los pantalones cuando va a cagar —le cortó el teniente
Beltrán, poniendo autoridad en la voz y apretando a la Chelo con toda su garra.
En aquellos momentos salía el ministro. Alzaba papada de gallo capón y exhibía
la nariz irritada, lo más parecido a un boniato al que hubiesen raspado la piel. A pesar
del momento, el Cojo parecía tan seguro como el edificio de la Equitativa. El hecho
de ser el hombre más criticado de España no le afectaba. O por lo menos eso daba a
entender.
—¿Algún problema? —Ahora estaba en el umbral, se apoyaba en el bastón y
mantenía la mirada fija en el teniente Beltrán. Desde aquella distancia, el Cojo
apestaba a oporto—. ¿Algún problema? —volvió a preguntar, a la vez que le venía un
impulso de orgullo que le hizo tensar papo.
Fue el guardia de la nata en el bigote el que rompió con voz chulona:
—Su selensia, que aquí el amigo Beltrán y yo teníamos una discusión acerca de
los beneficios que nos va a traer el motor. Y por decirlo en dos palabritas que, con el
motor, se va a acabar la estiércol de las bestias y, en poco, el automóvil sucederá a las
caballerías y las ciudades van a estar más limpias y más fetén.
—Y usted, señorita, ¿qué piensa? —preguntó el Cojo, fijando su vista de reptil
sobre la Chelo.
Y a ella se le atragantaron las palabras. Para empujarlas saltó Beltrán, con mucho
baile de nuez en la tirilla:
—Iba a llevarla a reconocer al secao y me vine a por un coche.
A los ojos de la Chelo, todos los cargos de aquel edificio resultaban sospechosos.
Y el ministro, no por ser ministro, lo iba a ser menos. Por lo que ella sabía, el Cojo
había presentado la renuncia pero no se la habían aceptado, exigiéndole la vergüenza
de seguir en su puesto. A pesar del golpe, el Cojo mostraba entereza. A su lado estaba
el inspector Merlo, pollo pirante con labios que parecían carne de pulpo, tan rojos
como afamados a la hora de chupar puros de rodillas. Con su pelo lustrado de aceite y
ese vestir sobrado de aliño, más fino siempre que un coral, el tal Merlo era capaz de
envenenar a su padre para poder fornicar después con su cadáver.
El Cojo caló de abajo arriba al teniente Beltrán, pasándole revista. Todo indicaba
que no se había cambiado desde el día de la bomba. Se detuvo un instante en el polvo
de los botines; en la boca abierta del pie derecho, semejante a un bostezo hambrón y
necesitado de remiendo. Luego pasó revista al cerco de roña acumulada en las
sortijas, al cuello de la camisa, del mismo color que los garbanzos. También se fijó en
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el clavel marchito que languidecía como una costra de sangre en la solapa. El teniente
Beltrán estaba pálido como la panza de un pollo recién desplumado.
—Ya me dieron aviso de lo que sucedió ayer. Me hago cargo, Beltrán, son
momentos muy tensos y cualquiera puede estallar —apuntó el Cojo, con la frente
fruncida y la mirada de reptil dispuesto a soltar veneno—. No obstante, la puerta del
despacho del gobernador no tiene culpa. La mayoría de las veces, por no decir todas,
la furia contra los objetos mal encubre debilidades y miedos personales.
El teniente Beltrán se tiró de un lado de la chaqueta e irguió su figura. Luego
intentó dar forma a su pensamiento. Eran las palabras de un hombre próximo a ser
cesado. No sólo de empleo, también de sueldo y jubilación para siempre.
—Tuve que llegar a Torrejón a primera hora; si no es por mí, y la ayuda de los
números de la Guardia Civil, el cadáver no llega. Ha sido una jornada dura.
—Tomen el Canario —imperó el Cojo.
—Sí, señor.
Luego el Cojo volvió a lanzar sus ojos de reptil sobre la Chelo. La miró como el
que hurga en una llaga reciente. Así estuvo un instante, hasta que se dio cuenta de
que no estaban solos. Entonces, cogiendo el bastón de la misma manera que un pastor
su garrote, el Cojo señaló a los detenidos, tirados en la entrada, puercos de hollín y
salivazos, con la cabeza en sangre y el gesto de dolor.
—Que donde los Canónigos no queda sitio y, a ver, qué remedio, su selensia —
explicó el de la nata montada.
—Encárguese de ellos, Merlo, no los expongan en la misma puerta —ordenó el
Cojo.
Las palomas zureaban en la cornisa de Gobernación y, de vez en cuando,
escurrían el fruto de su vientre que sonaba como gargajo al caer al suelo. Las mulas,
para no ser menos, hacían lo propio y luego hundían los cascos en su mismo
excremento. El ministro arrastró su cojera con ayuda del bastón de Indias, y el
guardia del bigote montado en nata se apresuró servil hasta el carruaje. Y abrió la
puerta.
—Adelante, su selensia.
El inspector Merlo cargaba unos papeles con la misma ceremonia que el
subalterno lleva los útiles de matar al toro. No era poca la malicia de su sonrisa. La
Chelo le conocía de oídas. Las malas lenguas señalaban que bajo sus pantalones
llevaba las piernas enfundadas en unas medias escabrosas, cual sota de bastos. Y que
utilizaba bragas de brocado fino a la manera de suspensorio. Una vez que el Cojo se
hubo acomodado dentro del carruaje, el inspector Merlo le tendió los papeles y le
hizo una reverencia, como si barriese el suelo con el tupé. Comprobó que la
compuerta quedase bien cerrada y adiós muy buenas.
El inspector Merlo se quedó mirando el carromato hasta que desapareció de su
vista. Por el reloj de Gobernación daban las nueve y media pasadas. El teniente
Beltrán sacó su reloj de bolsillo y lo puso en hora. Luego volvió a enganchar el brazo
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de aquel conejo. «Vamos, rubiala, hay prisa».
—Un momentito —le detuvo Merlo con un gesto de la mano abierta—. Un
momentito, Beltrán.
Sin dejar de apretar el brazo de la Chelo, el teniente se volvió y el olor le pegó de
lleno, como si un perro enfermo hubiese abierto la boca muy cerca.
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—Qué, su selensia, ¿se está de espera a que venga un coche? —le preguntó el del
bigote color nata.
—A ver qué —dijo, mostrando su cara jugosa de lágrimas. Y se volvió a sonar
con una solemne tristeza.
—Pues crudo viene el tema —apuntó el guardia del bigotón color nata—. Hace
un rato el ministro Romanones por poco se coge la bicicleta.
—Sí, pero uno ya no anda para mucho trote, que uno también es persona y
necesita descansar.
El guardia del bigotón montado en nata se quedó en la puerta, charlando con el
gobernador. Y el teniente Beltrán continuó su camino con la cuerda de presos por
delante, todos cabizbajos y tiznados por el hollín del fracaso. Al final de la fila iba el
más grandote; andaba a saltos, parecía el oso que los gitanos llevan en sus charangas
pero, en vez de aro, en su nariz llevaba sangre fresca. «Vamos, rubiala». El teniente
Beltrán hundía la zarpa en el brazo de la Chelo y la llevaba por un pasillo cubierto
con manchas de humedad y obscenidades dibujadas a punta de navaja. Las paredes
filtraban las voces. «Los policías es que hablan muy alto, prenda, por eso apenas se
escucha a las ratas aparearse», le había dicho su Ulogio.
Hasta sus oídos llegaban las voces: «La jodimos todos, el gobernador recoge sus
bártulos y a la calle», decía una. «A mí que no me jodan, que había más personas, un
tipo vestido de etiqueta, con chistera, y que no aparece y que estaba en la misma
habitación». Y en esto que replica alguien por encima: «No le busques más vueltas
que aquí va a pasar lo mismo que cuando lo del Cánovas, el Rondín en pleno, con el
Puebla a la cabeza, todos a la puta calle». Y luego salta otra voz: «El último plato que
comieron caliente fue el de los disparos que Angiolillo le metió al Cánovas». Y sigue
la misma voz, como un surco rayado a lo largo del pasillo. «Aquí la jodimos todos».
«Aquí la jodimos todos». «Aquí ya está to el bacalao vendío». «A ver cómo salimos
de ésta». «Tiene que haber juicio, si no hay juicio no hay mentiras». «Aquí la jodimos
todos».
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A lo largo del pasillo siguió el rosario de insultos que expresaban lo que, en aquel
edificio, sentían por el gobernador. A la luz de las bujías, las telarañas cubrían
legajos, expedientes y otros atados. «Cómo se entiende que alguien haga algo así
solo, en las mismas narices de la policía». El humo escocía en los ojos y el olor que
se filtraba de las alcantarillas venía cargado de fiebre. Era como si la mierda se
hubiese vuelto más espesa a medida que avanzaban por el pasillo, como si cada
garganta fuese una cloaca atascada. La Chelo se encogió de repulsión. «Tenemos
menos futuro que una goma llena bujeros», escuchó la voz sucia, a la vez que
sorteaba mondas de naranjas y escupideras volcadas por los suelos. Y serrín, y
cristales que rechinaban al pisar y que la Chelo evitaba con dentera. «Vamos,
rubiala».
El teniente Beltrán, nada más entrar en su despacho, soltó un gargajo brilloso que
salpicó la pared y que fue resbalando, de a poco, hasta el banco que habían puesto al
filo del tabique. Lo siguiente que hizo fue descargar su mala leche sobre un hombre
menudo, parapetado tras unos lentes gruesos que le hacían parecer más cegato de lo
que en realidad era. Descansaba con las piernas sobre la mesa, dale que te pego a la
nariz, sacándose ideas. «Que no estamos en casa de su puta madre —le recordó el
teniente Beltrán con las grietas abiertas de toda su garganta—. Que no estamos en
casa de su puta madre». Cuando escuchó la voz de su superior, el hombre diminuto
corrigió la postura y adoptó una expresión de culpabilidad. Ajustándose los
manguitos, tiró del palillero que llevaba sujeto en la oreja y se puso a escribir a
golpes, como si la punta de la pluma fuese la de un clavo.
Desde los tiempos de la guerra de Cuba, y desde aquel despacho, se habían
controlado las actividades anarquistas y subversivas de todo Madrid. Una estancia
con ventanucos armados de herrumbre por donde se filtraba la luz de la noche,
emitiendo una viscosa crueldad propia del Medioevo. De haber sabido juntar las
letras, la Chelo hubiese podido describir el gusto escatológico que envolvía aquel
despacho. Las telarañas gruesas de polvo que adornaban el techo eran como colgajos
que retenían el paso del tiempo. De una de las paredes asomaba el brazo de una bujía,
y detrás de la puerta, a la pendura de un clavo, se sostenía un bombín tan abollado
como pringón. Una escupidera rebosante de flemas completaba el cuadro.
No hacía ni tres meses que los de la secreta se habían hecho con el poder dentro
de la policía gracias a una de esas leyes que apelotonaban dos cuerpos en uno. Y
como dos culos y dos vientres no pueden darse en el mismo cuerpo, los del Cuerpo
de la Judicial, con el jefe Beltrán a la cabeza, se vieron relegados por los niños
bonitos de la secreta. Fue una conquista de las llamadas por asedio, y que empezó
desde el mismo día que mataron a Cánovas. Iba ya para nueve años que los de la
secreta se pusieron a mover el vientre de una lucha intestina, acusando a la Policía
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Judicial de incapacidad para controlar a los anarquistas. Y los políticos, que con su
trasero envejecían el cuero del Congreso, apoyaban el asedio, apuntalando con
retórica burguesa la letrina de un civilismo atascado con la sangre del proceso de
Montjuïc. Para hacerse cargo del anarquismo, se necesitaba un grupo dócil y en
apariencia civilizado. Había que irlo haciendo de a poco, sin cambiar a nadie de
despacho. Y así fue como, ante los ojos del teniente Beltrán, fueron ocupando
posición unos renacuajos, inflados como sapos a punto de soltar el vientre.
Suele pasar cuando los grupos organizados se encuentran con atribuciones
superiores a su inteligencia. Y suele pasar también que los hombres de naturaleza
común a la de los burócratas acaben despachando legajos en las jefaturas. El ejemplo
estaba en aquel escribiente que le habían adosado al teniente Beltrán. Diminuto como
grano de pimienta y ataviado con lentes gruesos y manguitos, no era más que uno de
tantos que nunca había sido nadie y, a partir de ahora, podría ser cualquiera. El
teniente Beltrán le señaló la cuerda de presos.
—Aquí media docena de maricas. Parece que juegan a las bombas. Vamos a
tomarlos registro.
Había uno con la cara picada y sus mejillas eran lo más parecido a dos rebanadas
de bizcocho untadas con carbón. Y había otro que llevaba la cabeza hacia un lado, la
cara tísica y los ojos febriles, además de los cabellos sobre los hombros, como si
fueran los flecos de un mantón deshilachado. A su vera, el de ojos verdosos seguía
mirando a la Chelo como buscando salvación. Sin embargo, la Chelo poco o nada
podía hacer por él, tan sólo encajar las piezas de una historia en la que ella se sentía
protagonista y en la que también destacaba un tranviero, coloradote como un ladrillo
y otro joven, muerto ya, pero que todavía podía contar muchas cosas. Y a ella le iba a
tocar sacárselas de la boca. Abrir el cerrojo de silencio que condenaba sus labios
muertos.
Le vio pocas veces, pero las suficientes para que el recuerdo continuase fresco.
Un joven indeciso, parado en el centro del local como si esperase la señal de alguien
a quien no conocía. A ratos parecía un verdadero caballero, uno de esos que tiene
como misión el amparo de mujeres desvalidas. A la Chelo le llamó la atención por su
elegancia, el corte de traje de buen paño y el sombrero en la punta de los dedos, como
corresponde a una persona de modales en sitio cubierto. También se fijó en las uñas,
limpias y rosadas, y en el brote de vello que le asomaba por el puño de la camisa,
cada vez que cogía el vaso. Una horchata que bebió en pie y sorbiendo con pajita,
mientras escrutaba el local abarrotado de gente. A partir de este momento, sus ojos se
moverían sin cesar, lanzando miradas a la redonda para recorrer las mesas y las sillas,
la puerta y la ventana por donde cruzaba la gente. Sin parar con los ojos, dejó la
horchata en el mostrador y se dirigió hasta el fondo. Las bujías rebotaban en los
espejos y la figura del Mateo se repetía a lo largo del local.
La Chelo advirtió el peso de la pistola en el bolsillo, y que le torcía la chaqueta.
Luego, cuando desfiló por entre las hileras de las mesas del centro, no pudo evitar
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que ella y él se rozaran. El hueco era tan estrecho que resultaba casi imposible que no
sucediera; entonces él lanzó su sonrisa invitadora, prieta entre unos labios tan finos
que resultaban dolorosos. Lo que pasó después se comentó mucho.
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«A ver, tú». La voz del teniente Beltrán señalaba a otro de los detenidos. Éste tenía
ojos de ratón, cuello fuerte y un bigote semejante a un escobón grueso y con el que
barría el hollín de su boca. «Nombre».
—Juan, Juan Muñoz.
—A ver, tú, ¿qué registro tocas?
—Ninguno.
—Mira que lo voy a mirar y si me engañas…
—Señor, yo no quiero complicarme la vida —apuntó resuelto—. Estos amigos —
señalando al de la barba y al del bigote quebrado de hollín—, estos amigos me
invitaron a una demostración de cómo se puede fabricar jabón de forma casera. —
Tragó saliva—. Necesitaban un inversor.
—Y tú qué, eras el más acertado.
—No, yo no, mi jefe —volvió a tragar saliva—. Es don Luis Mora, representante
de la casa de las máquinas registradoras americanas recién instalada en Madrid, en
Atocha. Yo soy uno de los agentes —dijo de carrerilla—. En el bolsillo del pantalón
tengo la placa acreditativa de mi cargo.
El teniente Beltrán le introdujo sus dedos prietos de sortijas en el bolsillo. Sacó la
placa y la lanzó sobre la mesa del escribiente. Luego siguió clavando interrogantes.
—Así que fuiste tú el que endilgaste una maquinita de ésas en lo de Candelas.
—Sí, señor —asintió. Y con la escoba de su mostacho temblando de hollín,
empezó a barrer para afuera. Contó cómo el dueño de lo de Candelas quedó
sugestionado por la idea de la máquina registradora—. En cuanto le dije que así no le
sisarían más las camareras, no necesité más para convencerle.
El teniente Beltrán miró a la Chelo con el gesto torcido del que digiere mal las
cosas.
—Has visto, rubiala, cómo los yanquis son unos hijoputas.
Y así estuvo el teniente Beltrán durante un rato, sin parar de repetir entre dientes,
una y otra vez: «Yanquis, hijoputas», a la vez que mordisqueaba el desprecio junto
con el chicote del puro. «Yanquis, hijoputas». La Chelo se retiró hacia la pared, como
si esperase de un momento a otro la sacudida que no tardaría en llegar, cortando el
aire al del hollín en el escobón, haciéndole tragar palabras que dentro de su boca
sonaban a chatarra. Entonces, saltó el joven de acento andaluz.
—Mire usted, nosotros no tuvimos nada que ver con lo del rey.
Lo soltó del tirón y sin dejar de buscar los ojos a la Chelo, como si ésta pudiese
volver a echar serrín sobre las escurrijas del interrogatorio.
—Y de ti quién ha solicitado explicaciones. —El teniente Beltrán se acercó hasta
él—. A ver, qué registro tocas.
—El de la pluma, señor.
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—Vaya, vaya, entonces si te entramos en el abanico te hacemos un favor.
También estabas allí, si no me equivoco, de inversor, pues de invertido a inversor hay
poco, ¿verdad? —Y fue decir esto y ponerle la cara cerca, sin dejar de taladrarle con
los ojos.
—Sí, señor, y no es por mis dineros pero me hicieron llamar, igual que al Muñoz,
para la demostración de un negocio de jabones. Y yo había de publicitario con mi jefe
—le soltó el joven, con la garganta rasposa de pólvora.
—Y ¿quién es tu jefe?, si es que pue saberse.
—El Lerroux, que es el que me da trabajo en sus periódicos de Barcelona.
El teniente Beltrán, con gesto ofensivo, le clavó los ojos en la bragueta. Así
estuvo un instante y luego le retiró la vista. Con los párpados cerrados, como si le
doliera algo, aproximó su cara al del bigote rubio y quebrado de hollín.
—Y tú qué, chulainas, ¿también tocas el registro de la pluma?
—No, yo no, yo soy industrial, tenemos, mi hermano y yo —señaló al rincón
donde se encogía el tonel de las barbas— tenemos mi hermano y yo, un negocio de
jabones. Estábamos probando el horno en el piso que habíamos alquilado como
laboratorio y, no sé bien lo que pasó, pero reventó como si se tratase de un cráter.
—Así que, hermanos, vaya, vaya.
—Sí, señor.
—¿Del mismo padre? ¿O del mismo coño?
El escribiente, protegido tras los gruesos cristales de sus gafas, no perdía una
coma de la declaración. El teniente Beltrán se acercó hasta el de la cabeza sesgada y
trató de enderezársela, comprimiéndosela por el cráneo y el mentón pero, como no lo
consiguió del todo, al final tuvo que agarrar los flecos de la pelambre que le caía por
los hombros. «No me gusta tener que doblar mi pescuezo cuando interrogo», le
advirtió. Y con un salivazo al suelo, rubricó la enmienda «Nombre».
—Felipe Martín Pindado.
—Profesión.
—Violinista.
—Ya. —Y acercándose, pero sin soltar greña, añadió—: Y ¿en qué prostíbulo?, si
es que pue saberse.
Entre gimoteos, el violinista declaró que, desde hacía nueve años, trabajaba en el
café del Vapor, allí en la plazuela del Progreso, junto a la vaquería. Y que él era
hombre casado y con hijos y que, de repente y sin quererlo, se había visto embaucado
en un negocio que nunca le había olido bien, aunque se tratase de jabones. La culpa la
tuvo su compañero, el pianista, uno que tenía la cara cubierta de granos de carbón y
que no se despegaba del lado de ese otro que no hacía más que mirar a la Chelo con
ojos miedosos, demandándole socorro. El teniente Beltrán soltó al violinista y fue
hacia ella. «Dime, rubiala, ¿reconoces a alguno?». La Chelo negó con la cabeza.
—¿Ni a éste? —Y el teniente Beltrán volvió de nuevo con el de las máquinas
registradoras. Ahora le apretaba del corbatín, ajustándoselo al pescuezo hasta que las
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cerdas del escobón que llevaba por bigote se pusieron tiesas. Sus ojos de ratón
parecían salirse de las cuencas—. Así te se pone como el as de bastos. Agradécemelo,
hijo de puta. —Y soltó, aliviándole la garganta. El de las máquinas registradoras
abrió la boca, como si fuese a comer todo el aire de golpe. Los ojos de ratón trazaron
órbitas alrededor de las cuencas.
Ahora el teniente Beltrán hinca sus pupilas en el joven de los mofletes
carbonizados. Le intimida y el joven de los mofletes va a protegerse tras ese que
escribe los artículos incendiarios y que pide ayuda con los ojos. Parecían dos
náufragos agarrándose el uno al otro, a la espera de que llegase una tabla de salvación
en la que poder hundirse. El teniente Beltrán sufragaría el hundimiento a salivazos.
«Nombre».
—Leandro Rivera.
—Oficio.
—Pianista.
—¿En el mismo burdel que el espantapájaros ese? —señaló con la barbilla al de
los flecos sobre los hombros—. Di.
El pianista Leandro Rivera declaró que desconocía los ideales anarquistas de los
demás detenidos y para que no quedasen dudas repitió que no profesaba tales ideas. Y
que si alguna vez publicó una poesía en Tierra y Libertad fue porque le obligaron a
ello.
—Ya —dijo el teniente Beltrán, atravesando la mueca en el rostro—. Y ¿quién le
obligó a ello?, si es que pue saberse.
El pianista no tardó en chivar el nombre. «Julio Camba, uno que es gallego y que
tiene un hermano mayor que es Francisco». Entonces el teniente Beltrán le acertó con
la rodilla en la boca del estómago y el pianista dobló como una navaja. Desde el suelo
dijo que él no sabía nada, que lo único que hizo fue asistir a la presentación de un
negocio de jabones.
—Necesitaban inversor y tú conocías a un invertido, ¿verdad? —Y le cruzó una
bofetada con la mano abierta—. Di.
Y el pianista declaró que sí, que conocía a un americano, un tal Jorge Kin, que
vivía a la entrada del paseo de la Castellana. «En el número 10.» Y no le dejó acabar
cuando le volvió a cruzar la cara, para un lado y para otro, espolvoreando de hollín la
estancia. «Yanquis, hijos de puta», masculló el teniente Beltrán. La Chelo
contemplaba el panorama desde la pared, había un gesto de extrema soledad en su
forma de estar a la mira.
—Así que pensabais haceros ricos con un negocio de jabones, en una ciudad que
es un urinario. ¡Ja! A otro con ese cuento.
Y fue terminar de decir esto y el teniente Beltrán acercarse al joven de acento
andaluz para comerle con la vista. Estuvo un rato así, hasta que el detenido descendió
su mirada y la fue a posar sobre el gargajo, que en esos momentos se arrastraba por la
pared, camino del suelo. El teniente Beltrán le enganchó por la barbilla tiznada. Bien
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sabía que la residencia de los afectos se encuentra en el vientre y no en el corazón. Y
de todos los detenidos, aquél le parecía sospechoso por ser, de todos, el más flaco.
Fue entonces que, en el sistema nervioso del teniente Beltrán, se encendió la lámpara
de alerta y la luz plomiza asomó a sus ojos. Sin dejar de apretar la barbilla le
preguntó:
—¿Qué hacías la otra noche, en lo de Candelas, junto con el tranviero y con el
polaco? —Y entonces el joven se atragantó—. Vamos, contesta. —El teniente Beltrán
le puso la mano en la bragueta—. ¿Qué hacías?
—Nada, señor, coincidimos allí con otra gente.
La Chelo sacó un suspiro y el teniente Beltrán no pudo evitar atravesarla con su
mueca.
—¿También coincidisteis con el tal Mateo, el anarquista? —Y cerró el
interrogante de su mano.
La barbilla cayó grosera, sobre el pecho. Y con los alaridos todavía retumbando
las paredes, el teniente Beltrán se dirigió hasta el archivador, al fondo del despacho.
Lo abrió con violencia y agarró una caja de puros, que soltó sobre la mesa del
escribiente, intimidándole hasta arrinconar su minúscula figura. Con las mismas
manos cortó la tapadera, sacó un habano y lo arrimó hasta sus dientes,
mordisqueando con nervio antes de encenderlo. Luego enganchó una silla y tomó
asiento, colocando los pies sobre la mesa de esa forma tan insolente que se sabía
gastar cuando acariciaba el filo del precipicio. El joven seguía retorciéndose en el
suelo, con las manos atadas a la espalda y los pantalones descosidos por las partes
pudendas. El teniente Beltrán masticó el humo y se lo disparó a la Chelo. Luego hizo
un gesto al escribiente:
—Ve pidiéndome un coche, me voy con la rubiala a ver si el muerto nos canta
algo.
El escribiente, con cierto esfuerzo, le dijo que, lo del coche, estaba difícil. Y que
el gobernador llevaba toda la tarde esperando a que viniera uno a recogerle.
—Ya. —El teniente Beltrán sopló la punta del habano. Y avivando la brasa,
añadió—: Cogeré el Canario. Y no quiero que me pierdas de vista a éstos. ¿Eh? Así
que ve tomándoles registro, que me doy el piro y no tardo. Ya has visto cómo hay que
tratar a este ganao. —Y a la vez que se incorporaba, agarró de los pelos al joven que
retorcía sus alaridos hasta arrastrarlos por el suelo—. Mira que si sigues con el quejío
te entro al abanico, donde los maricones, para que te llenen el culo de leche. —Y
bañándole con el plomo de los ojos le metió un cabezazo que le crujió la nariz—.
Considerando que esperas adueñarte de España, valoras en muy poco tu patria. Tan
poco como tu culo.
Y con estas cosas, y la Chelo por delante, el teniente Beltrán salió del despacho,
soltando morriones de ceniza a lo largo del pasillo. La noche se encendía en Madrid
con farolas moribundas y el gobernador continuaba en la puerta, esperando coche.
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Los tranvías de entonces se manejaban a brazo, teniendo el conductor que sudar gota
gorda cada vez que se le cruzaba por delante un desaprensivo. Ya fueran a pie,
automóvil o coche de mulas, los desaprensivos de entonces abundaban tanto que, raro
era el día, en que no se producía atropello. Para no cometerlo, el sufrido conductor de
tranvías contaba con tres sistemas de freno, siendo el de urgencia por contramarcha el
más utilizado. Parecía como si las ruedas fuesen a salirse de la caja, sobre todo
cuando pillaba cuesta abajo. Es de suponer que los viajeros acusasen la frenada. Y es
de suponer también que, cada detención, fuera seguida de sus correspondientes
quejas. Por estos y otros detalles, para ser conductor de tranvías en Madrid había que
estar hecho de una pasta muy especial, una mezcla de acero templado y fuerza bruta
que facilitara su manejo, sobre todo si el tranvía era de los llamados «Canarios».
Se los llamaba así debido al color con el que los habían pintado, de un amarillo
que cantaba de lejos. Para estos tranvías cantarines, la Puerta del Sol era punto de
partida y arribo varias veces por jornada. En un continuo meneo de arrancadas y
parones, el conductor cruzaba la Puerta del Sol manejando el Canario igual que si
llevara una bestia indomable. Y fue uno de esos conductores, el mismo que cubría la
trayectoria Sol-Pozas, el mismo que, ante la presencia de la pareja en mitad de la vía,
tuvo que echar el freno de urgencia. Por consiguiente, se armó el revuelo y ocurrió lo
de otras veces. Los viajeros, proclives al trazo grueso, empezaron a hacer juegos
florales con la madre del conductor. El pueblo llano, insolente y agresivo a la hora de
poner como chupa de dómine al prójimo, se echaba por la boca a toda la parentela del
conductor sin pasar por alto a sus muertos más frescos. Y es que cuando se trata del
insulto y la ofensa no hay idioma en el mundo con más chispa. En fin, que tal como
manifestó el conductor del tranvía número 21, tablilla verde, trayecto Sol-Pozas, y tal
como quedó consignado en el sumario, ocurrió a la noche.
El tranvía iba harto de gente, toda ella armada con piedras, palos y rastrillos,
dispuesta a llegar hasta Pozas para dar su merecido al cadáver del tal Mateo, el
anarquista. Y en un principio, a juzgar por el aspecto, las ropas maltrechas y la barba
azulona, el conductor se figuró que se trataba de un mendigo o algo aproximado. «Y
no le eché cuentas. Era la viva estampa del hombre que ha perdido todo y espera el
paso del tranvía para tirarse debajo. Y por lo visto, no quería hacerlo solo, el muy
cabrón. Con una mano agarraba a la mujer rubia, una chica joven, vestida con
uniforme de asistenta o así, y que llevaba un hombro al aire».
Cuando el conductor del tranvía 21, tablilla verde, trayecto Sol-Pozas, se percató
de la presencia de la pareja, y ante la dificultad de emplear el freno eléctrico, lo
primero que hizo fue tocar la campanilla. Pero ni caso, y lo que es aún peor, cuando
el conductor se quiso dar cuenta, la mano del mendigo ya había salido del bolsillo. Y
no para pedir limosna. «Qué menos, si lo hacía empuñando una pistola». Fue
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entonces cuando el conductor se dio cuenta. «El pordiosero aquel tenía una mirada
imposible de decir con palabras, una mirada que ningún pordiosero puede tener nunca
pues, en vez de pordiosero, sería el teniente Beltrán».
Con el episodio, a la Chelo se le erizó el vello y tuvo que juntar las piernas, como
si un frío de orines cosquillease el vientre. El teniente Beltrán la subió en vilo a la
plataforma del tranvía, aplicando con fuerza las palmas de la mano sobre las cachas.
«Vamos, rubiala». Fue cuando la Chelo, sin quererlo, mostró sus pantorrillas firmes,
el carácter de sus nalgas, la costura de sus medias y todas las promesas que puede
ofrecer un trasero como el suyo. Con el ofrecimiento, descubrió el vicio de los
lunares que un día pintaba junto a la boca y otras veces en sitio más oculto. «Hoy en
el caño mañana en el coro». Por estas cosas, los viajeros se olvidaron pronto del
conductor y dedicaron sus floreos a la nueva pasajera. Parecían hervidos ante su
presencia, chupados por una fiebre interior inexplicable. Así que hubo montado, la
Chelo respiró el olor a macho y aguantó el tipito como pudo ante el oleaje de los
cuerpos; carne hambrienta que sorbía la saliva en alto y echaba palmas cerdas; piropo
espeso con deje castizo.
Hay que advertir que la Chelo era mujer de esas que no echaban en falta más tela
de la que lucían, sobre todo cuando llegaba el tiempo de las horchatas. Así que,
cuando principiaban los calores, el pezón pinchaba el lienzo y los hombres tiraban
lumbre a su paso. Y si con éstas, alguno había que arrimaba el escombro más de la
cuenta, entonces, andaba listo pues, ni corta ni perezosa, iba la Chelo y le agarraba de
ahí mismo, y se lo retorcía, quedándose después tan fresca. Sin embargo, ahora,
indefensa, entregada a una multitud de machos con ganas de desnudar navaja, la
Chelo se hallaba más rompible que nunca. Poco podía hacer ante los pellizcos que
coloraban sus nalgas. «¡Ojo al Cristo que es de nácar!». «Abran paso a la autoridad»,
imperaba el teniente Beltrán. «Dejen paso», mientras se conducía a empellones entre
toda la aglomeración de brazos, rodillas y manos que parcheaban la carne
desamparada. «Ojo al Cristo, que es de nácar».
Fue en la parada que había por Santo Domingo, cuando la sombra del revisor les
bañó por completo. «Eh, usted». Era un hombre corpulento, con patillas de boca
ancha y una cabellera blancuzca y rizada, igual a la de un perro de aguas y pilones.
Llevaba un silbato colgando al cuello.
—Eh, usted, una cosa es que coja el tranvía fuera de su consiguiente punto de
parada. Eso es una cosa. Pero otra cosa es que, una vez dentro, apoquine, como to el
mundo. A ver si nos enteramos.
La Chelo advirtió las pupilas grises del teniente Beltrán, encendidas como el latón
puesto al fuego. Pero el revisor no le dejó hablar:
—Apoquine.
Si para ser conductor de tranvías había que estar hecho de una pasta algo especial,
para ser revisor de los mismos había que estar hecho de una pasta parecida, sobre
todo en lo que se refiere al elemento a templar, cuya cantidad tenía que ser mayor a la
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del conductor. El cometido del revisor de tranvías no sólo consistía en cobrar el
trayecto a cada viajero que se hubiese escaqueado del abono. Si sólo fuera por eso,
desempeñar el oficio sería cosa fácil. El añadido estaba en que todo revisor de
tranvías debía andar espabilado para no dejarse engañar por los muchos que se hacían
pasar por policías y viajaban de balde.
—Soy el teniente Beltrán. —Lo dijo enseñando los dientes, como una fila de
puñales prietos en la boca, y clavando sus dedos en el brazo de la Chelo, que
mantenía una rigidez de cadáver.
—Aquí a apoquinar.
—¿Quiere ver mi identificación? —El teniente Beltrán le arrima la cara—. ¿Eh?
—Y con los dientes mordisqueando la furia, le quema con todo el latón de los ojos
puesto al rojo—. ¿Quiere ver mi chapa? ¿Está seguro que quiere vérmela? —Y se
echa la mano a la pistola.
A todo esto, el tranvía aún no había arrancado pues tenía orden de no hacerlo si
algún viajero se negaba, no sólo a no pagar trayecto, sino tampoco a abandonar. Una
estrategia populista, que se habían montado los del gremio, con el fin de provocar a
los viajeros y linchar al desaprensivo que se resistiese, no sólo a abonar el trayecto
sino, también, a bajarse del tranvía. Sin embargo, en aquellos momentos, todo el
vagón se entretenía en parchear a la detenida. Lo último que querían los viajeros era
que la largaran. Y es, en ese momento, cuando el teniente Beltrán va a echarse la
mano a la pistola, cuando la Chelo aprovecha y saca los codos por delante y se los
clava al teniente Beltrán en las costillas. Y, sin darle tiempo a reaccionar, va y le mete
un rodillazo en las partes nobles.
El teniente Beltrán pega un grito ronco como si hubiera recibido el impacto de un
tranvía. Sin más tiempo que perder, la Chelo se escurre entre la gente que soba y
sorbe sus carnes, y hasta arranca sus pelos más íntimos. Al final, consigue alcanzar la
puerta. De un salto gana la calle y se desprende de los zapatos, aquellos zancos de
madera que les obligaban a llevar en el trabajo. Con ellos en las manos, y los cabellos
incendiando la noche, se tira a correr descalza. De acuerdo con esto, la Chelo parecía
lo que en realidad era: una fugitiva.
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La historia del Mateo, el anarquista, se estaba bebiendo a tragos por las tabernas de
Madrid. Era joven, con pintas de escritor, y venía de Barcelona. Traía un drama, aún
sin escribir, en el fondo de su maleta. De balcón a balcón no se hablaba de otra cosa y
en los cafés se discutía a brazo partido sobre lo mismo. Las gentes se hacían sus
presupuestos y la policía sembraba dudas. La gran parte creía la versión oficial, un
loco enamorado de remate que, al sentir el despecho de su amada, atenta contra los
reyes según venían de casarse. Ésa era la parte más representativa. La que tragaba
con una mayoría aborregada que, de siempre, se había dejado pastorear. Sin embargo,
había otra porción de gente que nunca se deslizaba por la superficie de lo oficial y
que suponía que el tal Mateo no actuó solo. Los que así lo aseguraban parecían
empeñados en poner a la policía en un brete y señalar a los cuerpos de seguridad
como responsables, empañando su reputación con una mancha más grande que el
mapa de España.
Entre estos últimos se daban conexiones chistosas, incluso los había que
desplegaban teorías irritantes que llegaban hasta Navarra y más lejos aún,
colgándolas de la rama carlista, representada por el cuñado del rey, Niño, el de las
dos Sicilias. Éstos sostenían su teoría por la localización, pues, cuando el tal Mateo
lanzó su bomba contra los reyes, el coche de Niño ya había pasado. El que no se
hubiera atentado en la iglesia sostenía aún más su hipótesis. Luego estaban los más
fantasiosos, los que explicaban la violencia anarquista sufrida en Madrid
profundizando en las doctrinas secretas de una tal madame Blavatsky. Eran los
llamados teósofos. Venían a decir que todo lo acontecido, y todo lo que queda por
acontecer, está escrito en la carta astral de Madrid. Una carta brava y de alta reunión
planetaria que soporta las siete estrellas de la osa mayor junto con intromisiones de
pequeños astros que, al ser caóticos y no estar sujetos a orden alguno, resultan más
concentrados, más puñeteros y más difíciles de prevenir. Si a eso se le sumaba la
oposición entre Neptuno y Urano, la escena quedaba convertida en una casa de
vecinos donde el pueblo y los gobernantes vivían de espaldas los unos a los otros,
sólo que los unos con vistas al cielo raso y los otros con las vistas más definitivas.
Había quienes matizaban en sus apreciaciones y se atrevían a situar el fenómeno del
anarquismo poniéndole fecha en el almanaque, coincidiendo con el día que colgaron
a Riego, cuando todavía el cadáver se balanceaba en lo alto y apareció una gitana por
la plaza y pringó sus manos en el semen del ahorcado.
Ante un hecho tan decisivo, los guardias se llevaron a la gitana de inmediato,
arrastrándola a caballo más allá del puente de Toledo, donde murió despellejada. Los
que presenciaron el acontecimiento dieron cuenta de que, lo que duró el camino, la
gitana no paró de chillar, preñando las calles de maldiciones y juramentos que hoy
todavía perduran pues el semen de Riego se extendió hasta el eterno e infinito
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presente. Y es por culpa de esto, y no por cuestiones terrenales, por lo que años
después florecieron en Madrid ideas revolucionarias en el seno del ejército.
Turbulencias que trajeron consigo el aroma del semen junto con el de la pólvora más
picante. Por haber, incluso había otros que localizaban el brote actual en una esquina
de la carta astral de España, allí donde la rosa de fuego ardía.
Sin dejar a un lado cálculos mágicos, al ras de las aceras habían subido
filtraciones con aroma de cloaca. Un olor que impregnaba la noche y que daba que
pensar. Por lo menos a la Chelo, que se sabía envuelta en una trama de pólvora negra
donde se repetían las caras de los protagonistas. Ahí estaba el profundo terror al final
de los ojos de ese tal Mateo, o en los del joven de acento andaluz y mirada verdosa
que, en aquellos momentos, se retorcía en un despacho salpicado de sangres. Y con
estas cosas reflejadas en su rostro, la Chelo escapaba la noche abajo, por callejas
retorcidas como intestinos, aprisa y descalza, emitiendo el resplandor venéreo de la
carne en su espantada.
A la luz que alumbra el pecado, las mujeres la envidiaban con rechinamiento y los
clientes volvían la vista. Cuando llegó hasta la calle Ancha, la Chelo advirtió la
pestilencia, el resuello violento de un perro enfermo que llegó hasta su nariz.
Entonces, se detuvo. Al fondo de la calle adivinó las pupilas falsas, semejantes a dos
monedas de plomo. Pegó un respingo, como si un miedo glacial recorriera su
espinazo y salió por otra calle, una que llamaban de Flor Alta y que era de mala fama
y vicio manifiesto. Luego quebró por la de la Justa. El miedo anidaba en sus ojos
oscuros como si la pesadumbre aguardase al doblar la esquina. Arrimándose a la
pared de un callejón estrecho y que decían del Perro, la Chelo alcanzó la calle Silva.
Y entonces, se volvió y se dio cuenta de que, detrás de ella, no había nadie. Así que
entró en uno de los portales. Mientras caminaba por la oscuridad, le llegaban
maullidos de mujeres imitando a las gatas. Salió a un ancho patio, de corrala, apenas
iluminado por una luna que jugaba al escondite por los tejados de la noche. Era casa
antigua y parecía que, en cualquier momento, iba a ceder, cayendo con toda la corrala
encima. En el centro, un pozo de agua. Entonces, como si se tratase de una de esas
bromas que se gasta el miedo, se escucharon los pasos. Venían de la calle. Y la Chelo
aguantó la respiración pegada a la pared, empuñando los zapatos, dándole tiempo a
que entrase. Le vio atravesar el portal, lanzando miradas en todas las direcciones,
como un animal que presiente el ataque. Fue cuando a la Chelo le vino una tos que
contuvo con rapidez. Ahora tenía delante la nuca, ofreciéndose larga; los huesos del
cráneo, pelado y en forma de bala. Armada con los zuecos, cada uno en una mano y
sin hacer el más leve ruido, tan de puntillas que era como si no se apoyase sobre los
pies, la Chelo se aproximó.
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II
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Hasta entonces, todo había salido como miel sobre hojuelas, que dicen en los
Madriles. La ceremonia, campanuda, con el arzobispo de Toledo enganchado a su
báculo y con el altar mayor a rebosar de policía. Para la operación, reclutaron agentes
de todos los distritos y todos los agentes fueron empleados en el mismo sitio, o sea, al
cuidado de la iglesia. Tan sesuda maniobra fue diseñada desde Gobernación por el
Cojo y su afición al oporto. Se trazó un plan de vigilancia con tal torpeza que los
puntos vulnerables más asequibles para atentar quedaron fuera de control. El teniente
Beltrán había advertido al Cojo de que los puntos vulnerables de un rey son más
asequibles cuanto más de paso se encuentran. Pero ni caso. Sin embargo, el Cojo
perfiló un plan donde sólo se prestó atención a los Jerónimos. «Por si, de éstas,
alguien llega a la iglesia con intenciones de Miura», le cortó el Cojo en su despacho
de Gobernación, el mismo día que se hizo oficial el enlace. Al teniente Beltrán no le
quedó otra que lanzar un resoplido de desprecio.
Al Cojo no le gustaba que nadie le llevase la contraria y menos en su querencia,
un despacho con vistas a la Puerta del Sol y desde el cual repartía raciones de
misericordia. En lo que había sido Casa de Correos, empezando por el ministro, y
siguiendo por la que fregaba la escalera de rodillas y en pompa, hasta llegar a los
guardias de la puerta y que, llegado el caso también se ponían a fregar escaleras,
todos los que allí trabajaban, desde el ministro al último demonio de la inspiración
más perversa, todos, eran de una intensidad retorcida. Sólo había que verlos, a la
espera de unas pesetas fáciles que incrementaran el sueldo. La dudosa reputación de
los agentes de entonces venía pegada al oficio. A más veteranía, conducta más
disipada, decía la regla. Y por seguir la pauta, pedían destino en los callejones más
lúgubres, allí donde lograban imponer su mordida. El Cojo se encargaba de colocar y
cesar al que le venía en gana. Ahora, desatada la guerra intestinal del cuerpo, llamada
de las jurisdicciones, los civiles se habían hecho con el control del orden, cubriendo
de diarrea los uniformes militares. Desde su despacho de Gobernación, con el trasero
sobre cuero bien mullido, el Cojo se aplicaba de lo lindo en repartir raciones.
Al teniente Beltrán le puso a hacer guardia. Y así fue uno de tantos que pasaron la
noche dentro de la iglesia. El Cojo le destinó a supervisar el segundo relevo en
calidad de vigilante especial, entre guardias, electricistas y carpinteros con el martillo
en ristre, que clavaban varas y maderos a destajo para sostener las iluminaciones. Un
golpeteo que hizo retumbar los cascarones del templo durante toda la noche y parte
de la mañana. Pero como si el estruendo no fuese con él, y durante el tiempo que duró
el servicio, el teniente Beltrán estuvo jugándose los dineros en la timba que había
montada sobre el altar mayor, dejando el pulso tartamudo a sus rivales por cada vez
que sus ojos de plomo traspasaban el revés del naipe.
A eso de primera hora, cuando las cartas estaban ya desteñidas por el sudor de las
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manos, a eso de primera hora, llegaron los juncos de churros recién hechos. «Un
detallito fetén del Cojo, para los de la guardia». Luego aparecieron los encargados de
la limpieza y unos se pusieron a barrer colillas y a vaciar los orinales, mientras otros
daban cera a los bancos. El trono de los reyes lo colocaron a la derecha. Los sillones
eran de talla dorada y tapicería en raso. Llegada la hora del aseo, el teniente Beltrán
hizo lo que pudo donde la pila del agua bendita. Aunque calvo del todo, simuló la
caricia de las manos mojadas sobre su imaginaria cabellera, como si, por aquella
cabeza desnuda y en forma de bala, aún gotearan los rizos duros de antaño. En un
rincón, y a tientas, se compuso el lazo de la corbata, así como las puntas del bigote.
Con ayuda de un almohadón y, de un salivazo, lustró los botines. Por último, se
prendió en la solapa un clavel rojo que arrancó de uno de los ramos que festoneaban
el altar y, acomodado en el sillón de talla dorada reservado al rey, prendió un habano.
Aspiró a placer una profunda bocanada.
Cuando se encendieron todas las luces y hasta el último rincón del templo quedó
iluminado, el clavel relució como una puñalada de sangre en lo alto de la solapa. Y
con el porte militar del que ha sabido ascender por méritos propios, el teniente
Beltrán se incorporó a su puesto, listo para ser ejecutado en el paredón de las
vanidades.
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americano como padre de Alfonso XII y no en el conde de Torrefiel como señalaba la
mayoría. Argumentaba que Mc Keon, así se llamaba el dentista de marras, antes de
venir a España, ejercía su tarea en Cuba, y que los americanos, ya de aquélla,
codiciando la posición de nuestra isla, infiltraron al dentista en Madrid, como espía.
El teniente Beltrán conocía de primera mano los chismes de palacio y los puntos
que calzaban sus hembras. Ahora la Isabelona había cerrado sus ojos de lechuza
impúdica para siempre y, desde hacía poco, estaba en el pudridero del Escorial, junto
a su hijo, aquel que fue el rey Alfonso XII, un cabrito que, de no morir tan joven,
hubiera llegado a mayores. No sólo engendró al que hoy se casaba. Qué va. Ni con
ésas se conformó. En sus correrías con unas y con otras, Alfonso XII regó España de
bastardos. Los más sonados eran los hermanos Sanz, hijos de la misma madre,
cantante de ópera y mujer con ardores de pantera a la que la Isabelona reconoció
como nuera a los ojos de Dios, igual que hizo con sus hijos a los ojos del Diablo. Por
más que el teniente Beltrán miraba a uno y otro lado, no encontró a ninguno de los
dos hermanos en la ceremonia. Alguien dijo que la tía Eulalia había hecho todo lo
posible por invitarlos, pero que había chocado de frente con el rabo y los cuernos de
doña Virtudes.
En uno de los bancos, lucía Primo de Rivera esplendoroso de galones y medallas
estrelladas como huevos. Desde que su tío le prometió el título de marqués, galleaba
más de la cuenta. La grandeza de tal ofrenda venía a sumarse a todas las distinciones
y, sobre todas las demás, a la Cruz Laureada de San Fernando ganada en Melilla de
una forma que el teniente Beltrán sabía dudosa. Aun así, allí seguía, encandilando a
las señoras con su bigote grasiento, dispuesto a hacerles cosquillas en lo más íntimo.
De ojos turbios, como el mostrador de las tabernas, su mirada chocó con la del
teniente Beltrán. Hubo una mímica de saludo cuando Primo de Rivera reconoció en
Beltrán al soldado raso que compartía el secreto de su cruz.
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A media hora larga de la iglesia, un joven espera al filo de la cama. Su corazón es una
bomba de relojería que descuenta segundos en cada latido. Tictac, tictac, tictac. Se
llama Mateo Morral, es natural de Sabadell y ha venido a Madrid a matar al rey.
Mientras tanto, ocupa una habitación del último piso, abierta al jaleo de la calle
Mayor. En la penumbra de su cuarto todo inspira desconfianza. Desde el gabán, lo
más parecido a un hombre al que hubieran colgado de la percha, hasta la raya de luz
que se filtra a través de las persianas y que, semejante a un cuchillo, amenaza su
cuello. A partir de este momento cualquier detalle va a ser motivo de una
interpretación viciada.
Apenas pudo conciliar el sueño pero el relieve de su cabeza había aplastado la
almohada hasta dejarla hecha un guiñapo. El sudor del cuello también ayudó
bastante. El cabecero se estremecía por el ir y venir de los huéspedes con su trajín
matutino. De la calle llegaba la gritera. Era la multitud, una garganta impaciente ante
la venida del cortejo. Antes de incorporarse, el Mateo llevó los ojos hasta el puchero
vestido con papeles de colores y que servía de jarrón para un ramo de rosas. Volteó la
cabeza y la luz le cortó los ojos. Se los restregó hasta que se hicieron a la penumbra y
volvió a posarlos en la americana colgada en la percha, junto al gabán ruso.
La pólvora de la juventud le impide quedarse quieto. Se levanta del filo de la
cama. Tan sólo para comprobar una vez más que ha echado la llave por dentro. Con
un pañuelo, seca el sudor de su cuello y, por si acaso, más que por otra cosa, vuelve a
abrir la puerta y pide que le traigan bicarbonato, alegando que tiene molestias en el
estómago. «La cena del día anterior, ya sabe», le dice a la patrona. Y recalca que, si
alguien viene preguntando por él, «no se le moleste, ya que anda algo indispuesto».
Después volvió a echar la llave.
El primer día, recién llegado y ante la extrañeza del patrón, el Mateo pidió la llave
para cerrarse por dentro. Así, desde un primer momento, quedó justificado su
capricho diciendo que no le gustaba que nadie entrara mientras él ocupase la
habitación. Con éstas, su cuarto sólo quedaba abierto cuando él se ausentara,
dejándolo a la vista de todo aquel huésped que quisiera fisgonear, quitando
importancia a lo que escondía su maleta. Al Pepe Cuesta, patrón de la fonda, le
pareció un tanto extraña la manera de proceder del huésped y le tendió la llave
envuelto en un silencio prieto donde flotaron interrogantes que ya irían cayendo por
su propio peso.
Para que el silencio no se hiciese tan prieto, ni los interrogantes tan agudos, el
Mateo dijo entonces que, en París, el día de la visita del zar, le habían robado, y que
así mantenía sus precauciones. Luego le preguntó a qué hora tenía pensado que
pasaría la comitiva. Y lo hizo con la misma despreocupación con la que sujetaba su
llave. Fue cuando el Pepe Cuesta penetró en la espesura del silencio con una
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seguridad que no dejaba sitio a duda alguna. El rey pasaría a primera hora, temprano,
dirección a la iglesia. «Tal como me ha dicho don Emilio, ya sabe, el de La
Correspondencia de España». Según contó el Pepe Cuesta, la comitiva de la reina
tomaría Arenal y, a la vuelta, de recién casados, pasarían por Mayor en dirección a
palacio dispuestos para el baño de multitudes. Tampoco había que indagar mucho
para conocer el itinerario. Venía marcado por todos aquellos arcos de cartón y lata
coronados de bombillas que cubrían las calles elegidas. Pancartas como la que habían
puesto los de La Correspondencia, una sábana cruzando lo alto y que el Mateo veía
cada vez que se asomaba a la calle.
Ahora, una semana después, la rigidez de sus ojos anunciaba la fiebre. Se llevó la
mano a los riñones, como si así pudiera reducir el dolor que ya avisaba. Dejó el vaso
con agua y el plato de bicarbonato, junto al puchero de las flores, y volvió al filo de la
cama. Alcanzó un caparazón de hierro que había envuelto entre las sábanas y se lo
puso entre las rodillas. Con mano segura fue moldeando las arenas hasta meterlas
todas, envenenadas con el detalle oloroso de las almendras amargas. «Esencia de
mirbano, una pincelada que dará intensidad al cuadro», le había dicho don Nicolás
Estévanez, el viejo Espadón, a la vez que le instruía en el mecanismo de la bomba
Orsini. «Una bomba capaz de exprimir hasta la última gota de monarquía posible».
Con estas cosas, enroscó los dos caparazones y compuso la esfera que aseguró con las
manos. A primera vista, era una bola de hierro del tamaño de una naranja, toda ella
coronada por unos pinchos que, vistos de cerca, eran lo más parecido a diminutas
chimeneas de metal. El viejo Espadón le advirtió que, una vez repartido el fulminante
en cada una de las chimeneas, había que tener cuidado pues, a la menor presión, el
mecanismo del ingenio pondría el fulminante en contacto con el explosivo. «Pasa
igual que con los timbres que hay sobre el mostrador de los hoteles de categoría, los
acaricias un poco y suenan».
Con la bomba en la mano, el Mateo echó un vistazo a la habitación, deteniéndose
en las sombras de la ropa ahorcada en la percha. La luz del día rebotaba en el vaso de
agua y emitía destellos, disparos de sol que atravesaban las espaldas de aquel gabán
comprado en París y al que había sacado las etiquetas. Encima de la silla, distinguió
el bulto de la maleta, lo más parecido a un ataúd forrado con piel de cerdo. Dejó la
bomba sobre la cama y la cubrió con la sábana. El zumo de sangre quedaba listo para
servir.
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El novio no había llegado aún, pero la pompa carnal de su familia, por parte de
abuela, calentaba los asientos. Las pupilas de plomo del teniente Beltrán atravesaron
a la tía Eulalia. Mantenía el cutis lozano, de hembra satisfecha, y llevaba unos
trapitos que hacían peligrar la reputación de la monarquía. El teniente Beltrán se
recreó en la chicha tibia que transparentaba su vestido blanco. Era famosa en palacio
la ternura lubricante de su entrepierna. Aquella mujer llevaba la sexualidad cosida a
sus ropas y el teniente Beltrán la llevaba en ficha. Por lo mismo tenía sabido que su
padre fue Miguel Tenorio de Castilla, secretario particular de la reina y tascador de
bajos al servicio de la corona.
Al citado varón no sólo le adjudicaba la paternidad de la tía Eulalia, sino la de las
infantas Paz y Pilar, esta última también en el pudridero. Según la versión oficial,
murió tísica antes de cumplir los dieciocho. La tuberculosis siempre fue recurso en
palacio a la hora de publicar el dictamen forense de sus miembros. El teniente
Beltrán, hombre de sueño corto y alterado, bien sabía que lo que mató a la infanta fue
un disgusto. A cualquier otra le hubiese pasado igual de haber sabido que su novio la
palmó en África, saeteado por un zulú y por donde más duele. Sin ir más lejos, la
infanta Paz, un año más joven que su hermana Pilar, se agarró a escribir poesía para
no ser arrastrada por la pena. Ahora, Paz se había convertido en una mujer de ojillos
tiernos y que ceñía su porte rechoncho en un vestido color manzana, con manto a
juego. Al ir a sentarse, se le enganchó en uno de los sillones.
Los moros fueron los primeros en llegar a la iglesia. Hundiendo sus babuchas
relucientes en la alfombra, cubiertos de gasa y pachulí, iban tomando asiento. Al
verlos, la tía Eulalia emitió un suspiro, antojo de noches estrelladas y serpientes
lúbricas alrededor de sus ingles. Y se relamió el hocico con la majestad de una yegua
disfrutona y regia. El teniente Beltrán detalló los avances de la tía Eulalia en lo que
ella llamaba física recreativa y que era materia sobre la que destacaba, muy por
encima de sus hermanas. En lo que respecta a íntimas exigencias de la carne, la
infanta Eulalia había salido a la madre. El teniente Beltrán tenía una teoría al
respecto. Para él, la raíz de su comportamiento se podía encontrar en el vertedero de
la infancia, escalando montañas de basura y carne infecta de catolicismo y flaqueza.
Ahora, en la iglesia, la tía Eulalia apoyaba las palmas de las manos sobre los muslos
abiertos, algo inclinada pero sin perder el porte del cuello, tampoco el ojo, cercano a
los realces que lucían los moros de la embajada marroquí.
Luego, cuando llegaron los duques de Génova y, detrás, los príncipes de Gales, la
infanta Eulalia se puso en puntillas para poder seguir al detalle las evoluciones de la
carne; buscándole el ángulo más propicio, empinándose sobre uno de los cojines.
Pero el gozo le duró poco tiempo, lo que el archiduque Francisco Fernando de
Austria tardó en ponerse delante con sus bigotazos como los cuernos de un carnero.
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El citado no se sacó los guantes blancos en todo el tiempo, igual que si padeciese
alguna enfermedad de la piel, o peor aún, como si evitase en todo momento revelar la
línea de un destino escrito en la palma de su mano. Y más allá andaba el príncipe de
Portugal saludándose con el gran duque Vladimiro y, detrás, el príncipe de Grecia y,
más al fondo, la figura oronda y grasienta del médico que le trata las almorranas al
maharajá de Kapurthala.
La Chata iba y venía por la iglesia. Seguía con el trajín, colocando y recolocando
príncipes despistados, gobernando la situación, toda ella sobrada de carnes y con
mucho aire de abanico. Hubo un momento en que la Chata montó el lío. Faltaba el
cojín donde a la hija de la Coburgo le correspondía reclinar sus piernas. Y la Chata
aprovechó, llevando la queja como una vergüenza a arrojar sobre la organización del
espectáculo. O sea, sobre el gobierno. Y así, la Chata se plantó donde los ministros,
todos compuestos con sus casacas oficiales cortadas en París, oh lâ lâ, y cuyo gasto
había originado la última crisis ministerial. Y con estas cosas, la Chata aprovechó la
falta del cojín para convertirlo en falta de cojines y obsequiar, así, a los ministrables
con un juego de palabras que ahora no viene al caso, pero que provocó la subida de
colores en todos los allí presentes. Tonalidades que iban desde el escarlata hasta el
rojo salmón, muy en contraste con el vestido amarillo con el que la Chata arropaba el
exceso de su anatomía; tornasol de una patria que, por aquel entonces, ya anunciaba
su descomposición. Al final, las rodillas de la princesa de Coburgo compartieron el
cojín con las de su hija.
A todo esto, el teniente Beltrán no perdía relleno. Arrojaba el plomo de sus
pupilas sobre la infanta Eulalia, mujer divorciada, con hijos mayorcitos y que seguía
corrida de picores. Nunca había visto a una princesa tan absorta en sus pensamientos.
Con los ojos tropicales, y manteniendo la mirada hipnótica, apretaba las rodillas,
rozando un muslo contra otro, así como quien no quiere la cosa. Ya llegaría la Chata a
sacarla de sus temperaturas con un golpe de abanico, cerrado y en toda la cabeza, que
le descolocó la diadema. Clac. «Cruza las piernas, rediós, hermana». La infanta Paz
se llevó la mano a la boca para reír a gusto. Y todo esto ocurría en la iglesia cuando,
afuera, empezaron los compases de la marcha real. Chinda, chinda, tachinda chinda,
chinda, tata chin chin chin.
Entonces, el teniente Beltrán bajó de la tribuna, con permiso, a la vez que pisaba
botas relucientes y serias hebillas, perdón, zapatos de charol y blanco piqué. Con el
brío, el teniente Beltrán llegó hasta la puerta de la iglesia y, con la mano en la pistola,
salió hasta la calle. Según su reloj, eran poco más de las diez y media cuando la
berlina de gala hizo su aparición entre el gentío. «¡Viva el rey!», se escuchó una voz
desde la escalera. «¡Viva!», coreó la muchedumbre. Al compás de la Marcha real,
ocho corceles bayos, peripuestos y relamidos tiraban del carruaje. Chinda, chinda,
tachinda chinda, chinda, tata chin chin chin.
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Cuando se hubo quedado solo, abrió su maleta. Dentro había ropa recién
planchada y cuellos de camisa de todos los colores, además de mudas y pañuelos con
letras bordadas y dos juegos de tirantes, y un par de pantalones, y puños a estrenar.
En el compartimiento llevaba el calzador, el cepillo, y también un neceser que abrió
con cuidado. Dentro, junto al peine, destacaban unos frascos perfumeros. Sacó unas
tijeras y, frente al espejo, fue a perfilar su bigote pero, esta vez, el pulso no lo
permitió y abandonó la idea. Pasándose el peine mojado por su pelo de rata,
consiguió levantar el tupé crespo. Las gotas de agua resbalaban por su frente y el
espejo daba cuenta de los zarpazos de sangre al fondo de los ojos. Luego cambió el
cuello de su camisa, así como los puños, rematados con gemelos de plata.
Antes de cerrar la maleta, se aseguró de que seguían allí, envueltas en un trapo
con los colores de la bandera francesa, las dos piezas de bomba, soldadas en París y
erizadas de pequeñas chimeneas. Entonces la frente se le frunció en un pliegue de
dolor y se echó las manos a los riñones. Duró un instante. Como si el malestar se
pudiera mitigar con una dosis de indiferencia, y sin más, cerró la maleta con llave. Y
bajó al comedor donde ya estaban puestas las mesas del almuerzo.
El Mateo se sentó en la de la esquina. Una mesa camilla y vestida con un mantel
rosado, de tacto áspero y lamparones de café. Había tres platos de loza, uno sobre
otro. La servilleta, del mismo color que el mantel, lucía enrollada dentro de una copa
de cristal. Se fijó en la vinagrera que, además de vinagre, contenía restos de corcho.
También se fijó en el vaso chato, roto por el borde, donde habían puesto los
mondadientes, algunos de ellos despuntados por el uso. El Mateo alzó la mirada,
posándola en la bujía del techo, ennegrecida por las defecaciones de las moscas.
Además de mesas y sillas de diferente factura, el comedor de La Iberia lo
completaban un mueble aparador, en todo el frente, y dos mecedoras, de las de rejilla,
arrinconadas en la pared de la ventana. En una de ellas dormía un gato de piel
negruzca. La otra la ocupaba una anciana con el rostro enjuto y perjudicado por las
verrugas. Sus ojos eran rasgados y prietos, como los de un perro pequinés. Se mecía
envuelta en el luto de sus ropas y tenía los pies descalzos. El Mateo detalló los
tobillos, hinchados de filones oscuros, también las uñas, retorcidas y negras como las
de un cuervo.
En el mueble aparador había un botijo sobre un plato de loza. Junto a él,
destacaba una lechuza que habían disecado con las alas abiertas. En el estante de
abajo se amontonaban las copas junto a una botella de aguardiente, Machaquito. El
Mateo pudo dar cuenta de estos y otros detalles y, cuando vio a la dueña pasar, le
preguntó por alguna habitación libre que diera a la calle Arenal. «Qué más quisiera
yo, con lo de la boda hace días que las tenemos ocupadas». Pero aun así, la dueña le
dio una pequeña solución, pues algunos de los huéspedes habían tenido la amabilidad
de ceder sitio en sus balcones y, además, en el zaguán, iban a instalar una pequeña
tribuna. Y con la inquietud agarrada a sus palabras el Mateo le dijo: «Ya
hablaremos». La sopa no tardaría. Un caldo color escabeche y que el Mateo se
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abstuvo de probarlo, no sin antes acercar su nariz al plato, igual que hacen los tordos
con su pico sobre los charcos de agua sucia. De segundo, había callos con garbanzos,
que el Mateo comió desganado y con una cara como si el intestino rechazase un plato
tan tripero y castizo. Antes de que sirvieran los cafés, ya se había levantado de la
mesa.
En la calle preguntó por una barbería cercana. Le indicaron una más abajo, en la
misma calle Arenal, pegando a la confitería de Carlos Prats, donde tuvo que esperar
turno sentado junto a una mesita repleta de periódicos. Mientras, el barbero hablaba
de toros, o mejor, de la hombría que, con los tiempos, habían perdido los toreros. «Y
lo que yo le digo, que aquí vamos a peor». Nadie de los allí presentes se atrevía a
llevarle la contraria, y menos aún el que en esos momentos le ofrecía su cuello. Se
trataba de un hombre moreno y que los espejos multiplicaban hasta perderlo al fondo,
haciéndolo infinito. Llevaba el pelo crecido en el cogote, como los toreros. Sus
labios, que parecían ser carne de pulpo, resaltaban sobre la espuma recién aplicada.
«Márcame patilla». Mientras pasaba navaja, el barbero hablaba de Guerrita y de
Lagartijo, poniéndoles como ejemplo. «La cintura es para bailar en las mujeres, con
la cintura los hombres torean, no bailan, a ver si nos vamos enterando». En tanto, el
Mateo se abría paso entre los callejones de su idea, o por lo menos eso explicaban sus
ojos, mientras hacía turno. En una de ésas, al Mateo se le ocurrió preguntar por la
corrida que iba a celebrarse con motivo de la boda. Lo hizo con mucho interés,
intentando demostrar que sabía comer sin cuchara. Iba a ser el domingo y ya no
quedaban billetes, le dijo el barbero. «A no ser que se acerque usted donde
Romanones», le soltó con guasa otro hombre que también aguardaba turno. Un tipo
con los mismos ojos que un jurel en barrica y que vestía guardapolvo de usurero, todo
salpicado de escamas. Sin dar tiempo a más, el citado se desató a hablar del Cojo y de
su afición a ver los toros desde la barrera. El barbero mandó callar, haciendo una seña
por el espejo. «Aquí sólo de mujeres y toros, que cosas de cuernos mayores no se
tratan en mi establecimiento».
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La multitud levantó una polvareda que le emborronó la vista. Nadie quería perderse
el desfile de carros, carritos y carruajes, todos ellos repletos de reyes, príncipes y
dioses de una mitología condenada a la fatalidad. No obstante, igual que si fueran
inmortales, los elegidos se lucían ante la mirada arrebatada del pueblo. Así caballos y
dueños se igualaban, pifiando de orgullo animal, mientras los cascabeles sacudían su
eterno tintineo, las herraduras arrancaban chispas fugaces de los adoquines y todas las
gargantas gritaban al unísono: «¡Viva el rey!».
El teniente Beltrán no pudo disimular el odio interior que le mordía. Un
resentimiento que flotaba en el plomo líquido de sus pupilas. Sus ojos eran los de un
soldado que había llegado a teniente defendiendo la sombra de una bandera. Los
mismos galones por los cuales él había tenido que sudar pólvora, aquel niñato los
había rebasado en grado y privilegios desde el mismo día de su nacimiento. Así
estaban las cosas. Por un lado, el teniente Beltrán aborrecía al rey y, por el otro,
estaba obligado a protegerlo. De ello dependía que pudiese llegar a viejo con cierto
decoro, que no le cesasen de empleo y sueldo, vaya. Y con la mueca de asco, como si
no pudiese completar la sonrisa, el teniente Beltrán se acercó hasta la berlina de gala.
«¡Viva el rey!», gritaba la gente prieta en aceras, tejados y florestas. «¡Viva!». Al
teniente Beltrán le vino hasta los dientes el brusco latigazo del orgullo. Con la
soberbia del jefe militar que nunca dejó de ser, el teniente Beltrán hinchó el pecho e
imperó: «¡Abran paso!».
La voz entró en la sangre de toda aquella montonera de gente. Mujeres con niños
de teta en los brazos, tenderos de barrio, costureras, señoritos con la mano larga y
solteronas que defendían su trasero como podían de los ataques carnales, todas y
todos se retrajeron con la sacudida de la voz del teniente Beltrán, dando igual la
condición de cada quien y menos aún la de cada cual. La mayoría de los allí presentes
llegaban de localidades tan remotas como lo podían ser Porrino, Baeza o Chiclana,
por poner un ejemplo. Y por no faltar, allí no faltaban ni los maricas. El teniente
Beltrán reconoció al inspector Merlo. Iba con la pestaña rizada y sacudía el abanico
con desvergüenza, agitando la carne de sus labios espolvoreada de pimentón, como el
pulpo que ponían donde La Coruñesa. El teniente Beltrán no se asombró por verle
allí, en el palco que habían montado a la entrada, a un lado de la escalera, donde las
damas de alcurnia. Era notorio que los invertidos también tienen su sitio en la
monarquía desde los tiempos de Paquito Natillas. La llama de una herencia que, lejos
de la genética, quemaba de puro vicio. En definitiva, para el teniente Beltrán, todo
aquello no era más que un espectáculo hecho a la medida del pueblo español; un
pueblo que, sobre todas las demás cosas, siempre ha cargado con el peso de la
voluntad divina.
Por lo mismo, el despliegue de doseles, flores y luces, le parecía más apropiado
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para una feria de barrio que para un casamiento real. Sin lugar a dudas, para el
teniente Beltrán, eran ceremonias de esas que tienden a impresionar mucho más
cuando las cuentan que vistas de cerca. Con todo y con eso, se mantenía con la pupila
alerta, sospechando que la respuesta libertaria no tardaría en llegar. El teniente
Beltrán sabía reconocer a más de cien pasos el olor picante de la pólvora, el tufo a
pies de los ministros y también el de la tierra quemada por la guerra.
El día que nació Alfonso XIII, Perico Beltrán era un joven que brillaba al sol del
mediodía con su uniforme vistoso y elegante de Guardia Civil. Flaco y seco como un
charal, a sus diecinueve años, aún peinaba rizos que después aplastaba bajo el
tricornio de hule negro. Frente a palacio, montado sobre un caballo que no era ni
blanco ni pío, con la actitud erguida y la bayoneta descubierta en la punta del rifle,
Perico Beltrán contaba los cañonazos que venían anunciando la entrepierna de la
nueva criatura. Cuando, después del quince, llegó el cañonazo número dieciséis, la
mueca de asco le cruzó la cara y siguió maldiciendo por cada cañonazo siguiente,
diecisiete, dieciocho, y así hasta el veintiuno que notificaba la hombría del recién
nacido.
Ni siquiera su nombre, Alfonso, se había inventado para él. Hijo único, además de
póstumo, y sin hermanos varones, sin piezas de recambio en el juego monárquico,
aquel recién nacido iba a ser la esperanza de los unos y el objetivo de la violencia de
los otros. Renegados que nunca admitieron que Alfonso XIII había nacido con lo que
los moros llamaban baraka. Buena estrella. Con todo y con eso, y a pesar de la
baraka, Perico Beltrán estaba obligado, no sólo a defenderle, sino también a dominar
el resentimiento brutal y despiadado que le forzaba a despreciarlo. «¡Viva el rey!», se
escuchó decir a una voz tras el último cañonazo. «¡Viva!», exclamaron todas las
voces al unísono. «¡Viva!». Desde ese mismo día, Perico Beltrán se escamó, como si
supiera de antemano que aquel niño con baraka iba a traerle más de un problema.
Pocos años después, cuando Alfonso XIII era un canijo caprichudo y su tía, la
Chata, le sacaba a pasear Madrid en coche de caballos, a Perico Beltrán le tocaría
estar atento con lo que al rey chico le gruñían por las calles. El grito libertario cada
vez era más numeroso y, por lo tanto, más preocupante. Sin embargo, a la Chata
parecía como si le gustase tal jaleo pues, cuando escuchaba el vocerío, apartaba los
visillos y mandaba al cochero ir más despacio. Apretando la nariz a la ventanilla
empezaba a ladrar, con fuerza, así hasta ensordecer el grito libertario. Con éstas, la
Chata daba cuenta de dos cosas. Por un lado, del mecanismo de defensa que
empleaba ante los ataques y, por el otro, de la protección enfermiza con la que
envolvía a su sobrino. Siempre que al rey chico se le antojaba salir, ella le
acompañaba en sus paseos. La Chata se ponía aquel sombrero que era lo más parejo
al excremento de una vaca, se lo ataba con un lazo a la sotabarba y, después de aupar
al rey hasta la berlina, daba orden al cochero. «¡Hala, al salón del Prado!».
Cada vez que, desde lo lejos, le gritaban hijaeputa y el insulto libertario hería sus
orejas, la Chata aplastaba la nariz a la ventanilla. Y se ponía a ladrar: «La Isabelona
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nunca fue puta, no tuvo necesidad de cobrar, al contrario que vuestras madres,
cabrones». Al rey chico los ladridos y bravatas de su tía le llenaban de arrojo y le
ponían gamberro. Otra de las veces que salieron a pasear, y que los libertarios
apedrearon su carroza e hirieron al cochero, el rey chico se bajó las prendas interiores
hasta la rodilla y enseñó retaguardia y partes colgantes a los agresores. Raro era el día
en que esas y otras cosas no pasaban en la Corte.
Ahora Alfonsito había crecido y con él había crecido el número de cabrones que
le querían matar. El teniente Beltrán conocía a unos pocos. Desde que llegó de batirse
con el moro en la guerra chica, y se incorporó como teniente al catorceavo tercio de
la Guardia Civil, el terrorismo anarquista había pellizcado la carne sobrante de
España hasta retorcerla en nombre de las hambres y de la justicia social. Cada vez
que el teniente Beltrán escuchaba lo de justicia, seguido por lo de lo social, la mueca
le cruzaba el gesto y disparaba un salivazo como ofensa. ¡Zas! Al suelo. Cuando poco
después fue llamado para tomar la Jefatura de la Judicial de Madrid, el teniente
Beltrán sintió el pellizco. Y con ese profundo desprecio por el peligro que le había
caracterizado contra el moro, colgó el uniforme y se dejó crecer un bigotón que
perfiló aún más su mueca de asco.
Mandó hacer unos trajes de buen paño para pasearse en el invierno, de colores
sufridos y que remataba con bombín. Ahora que los rizos habían caído, su cabeza
desnuda era un buen blanco, más para los fríos madrileños que para las balas. Tal era
así que, llegados los calores, el teniente Beltrán no esperaba a más y colgaba el
sombrero detrás de la puerta del despacho, por miedo a que la primavera incubase
algo bajo aquel hongo. Entonces empezaba a salir a cuerpo, la cabeza descubierta y
su traje de tres piezas color garbanzo, que mandó hacer a medida en un sastre de la
calle Alcalá. La pechera rígida de almidón y el chaleco cruzado por la cadena del
reloj le daban un aire distinguido. Le gustaba pasearlo con los pulgares en los
bolsillos y hundiendo los riñones, marcando el territorio de una ley que siempre
beneficiaba a otros, pero que a él también le amparaba. Desde que, por mediación de
Primo de Rivera, fue llamado a ocupar la Jefatura del cuerpo especial de Policía para
luchar contra el anarquismo, delante de sus ojos habían pasado un buen puñado de
anarquistas. Y el que no lo era, al final acababa confesando serlo.
Sus métodos, de una atrocidad que no hacía concesiones a la clemencia,
resucitaban los momentos más oscuros del Santo Oficio. Iban, desde atar las muñecas
de los presos con cadenas de clavos, que él denominaba cristianas, hasta aplicar el
habano encendido al miembro viril del acusado, frunciéndolo de llagas. Algunos de
ellos no le sobrevivieron, como ese que decían el Suárez, al que después de tortura
tuvo que dar el paseíllo hasta el penal de Ocaña. «Vamos, tira». Y a la que iba por el
camino de Pinto, el teniente Beltrán le metió zancadilla y, con la culata, le abrió la
nuca. Fue a mediados de junio y hacía calor. En la misma redada cazó al Tigre, que
luego dejaron libre por mediación del general Weyler. Con el Enano de la Venta,
como el teniente Beltrán le llamaba, nunca se sabía. Sin embargo, de Weyler abajo,
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Beltrán sabía cómo tratar a aquella mancha de cabrones. Conocía a todos los que
andaban por Madrid. Llevaba sus rostros grabados en el mecanismo de la memoria.
«No necesito más archivo». Así se lo hizo saber al Cojo, el día después de hacerse
público el enlace, delante de los policías que habían llegado del extranjero.
El Cojo los reunió en su despacho junto a los demás inspectores de distrito. Fue
Merlo el que ofició de traductor. Se hallaba en pie, a la derecha del Cojo, con la
repulsiva viscosidad de sus labios mojados y listos para interpretar el discurso.
Mantenía los ojos hambrientos, igual a los de un perro con necesidad de ser culeado,
y llevaba las mejillas con abuso de cosmético. La ristra de inspectores madrileños
empezó a encender puros. Antes de arrancar, el Cojo pasó revista con la mirada de
reptil a todos los allí presentes, uno a uno, dándose tiempo para que sus palabras
impactasen en las entendederas más rígidas. «Será asunto prioritario salvaguardar el
presente de la Restauración borbónica y, con ello, salvaguardar el futuro de un pueblo
que engalana sus balcones para dar la bienvenida a la nueva reina», dejó dicho el
Cojo en una introducción crujiente de pomposidad. Merlo traducía los silencios y la
hilera de policías extranjeros contenía la tos ante los disparos de humo. Según dejó
dicho el Cojo, todos los sospechosos de ser desafectos al régimen habían de ser
rastrillados y puestos en la fresquera del abanico. Serán días largos en los que los
Rondines peinarán Madrid sin más relevo que el de sus propias fuerzas. Los serenos y
limpiabotas también se mantendrán alerta. Se iba a cumplir un año de lo del atentado
en París y el recuerdo envolvía Madrid con el mismo tejido fatal con el que se hacen
los sudarios.
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6
Fue a mediados de febrero, en un café de París, cuando el viejo Espadón le dejó dicho
que la originalidad que se gasta la bomba Orsini es debida al fulminante, repartido en
cada una de las chimeneas que coronan la superficie del ingenio.
—Mi querido Mateo, eso es lo que la hace detonar de inmediato, en cuanto un
cuerpo sólido choca contra ella. Por ello, una vez armada hay que andar con el tacto
suave.
Mateo Morral se fijó en el temblor de sus párpados, en la larga perilla de chivo
que caía como brocha sobre su garganta.
—Conozco el mecanismo, ciudadano Estévanez —dijo el Mateo con fastidio—.
Lo que vengo a saber es lo que hace falta para que sea más efectiva.
—Lo único que hace falta, mi querido Mateo, es «esto». —Y el viejo Espadón se
señaló la entrepierna—. ¿Ha entendido? —Y pidió otra copa de ponzoña, a la vez que
se volvía a agarrar—. «Esto».
Mateo Morral le sonrió, como si hubiese sonreído ante un loco:
—Le recuerdo que estoy bautizado.
—Permítame decirle que, lo de la Rué de Rohan, no fue bautismo, sino chapuza.
—Jaunâtre o couleur vert —interrumpió el camarero.
—Verde, couleur vert, ponzoña de la verde, amigo, vert, vert que es el color de la
esperanza.
Y con la copa en una mano y la otra en ciertas partes, el viejo Espadón se pasaba
el día en aquel café del Boulevard Saint Germain hasta que echaban el cierre. Luego,
ya en su casa de la Rué de Rennes, el viejo Espadón ilustraría al Mateo con algunos
libros al respecto.
—Mi querido, Mateo, según nos cuenta Alfonso XI, mira qué casualidad —el
viejo Espadón señalaba una página y, con la voz gorda de cantor de zarzuela,
proseguía—: según nos cuenta el que fuera llamado Alfonso XI, el Justiciero, cuando
el sitio de Algeciras, los moros tiraban pellas de hierro que lanzaban con truenos, ante
las que los cristianos sentían un gran espanto, ya que cualquier miembro del hombre
que fuese alcanzado, quedaba cercenado como si lo cortasen con cuchillo; y si el
hombre caía herido moría después, no habiendo cirugía alguna que lo pudiera salvar,
por un lado porque venían las pellas ardiendo como fuego y, por otro, porque los
polvos con que las lanzaban eran de tal naturaleza que cualquier llaga que hicieran
suponía la muerte del hombre. —Después de leer, el viejo Espadón cerró el libro
como el que pega un portazo—. Plam. —Y una nube de polvo emborronó la brocha
de su cuello—. Es curioso, querido Mateo, pues estamos hablando del siglo quince.
El Mateo acusó el picor del polvo en la nariz y estornudó.
—¡Salud! Santé! —saltó el viejo Espadón.
Luego de estornudar de nuevo, el Mateo abrió su pañuelo y el viejo Espadón
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arrugó los ojos para leer en el trapo las iniciales bordadas, como dos gotas de sangre,
MM. Se acarició la perilla de chivo blanco y le tendió el libro. «Lléveselo, resulta
interesante». El Mateo se fijó en los títulos con los que el viejo Espadón se instruía.
Les Champ retranchés, de Brialmont; Virtudes militares, de Max Cacía, Teoría y
práctica de la guerra, de Mendoza, Diccionario militar, de Bardin y Cuerpo enfermo
de la milicia española, de Marco de Isaba.
—No me lo voy a llevar, ni éste ni ningún otro. Son libros para ser quemados —
soltó el Mateo, con el pañuelo desmayado entre sus huesudas manos, cansado ya de
tanta teoría irritable.
—El saber no embota lanza, mi querido Mateo. Acaso no sabe usted que, para
combatir las vergüenzas del clericalismo, es necesario leer a los clérigos y que, si se
quiere combatir el generalismo, hay que leer a los militares. Mire lo que hizo el
amigo Benito para escribir Misericordia, que anduvo vestido de harapos, como un
soperón más en la iglesia de San Sebastián. Lleve los libros, ande. Lléveselos.
El Mateo, después de sonarse los mocos con dos bocinazos de nariz, cogió los
libros con desgana. Tras esta breve interrupción el viejo Espadón continuó hablando:
—No hay que olvidar que hubo militares que condenaron el uso de la pólvora. Ya
ve, un invento tan práctico que cambió las costumbres de la guerra, así como las
armaduras. Y un siglo después, ya en el dieciséis, el caballero Bayardo tenía por
cobardes a los españoles por tirar de lejos y sin peligro. Sin embargo, el general
Bardin, en su Diccionario, rectifica a Bayardo, diciendo que la cobardía no estaba en
los arcabuceros, sino en el mismo Bayardo. Ya le digo, mi querido Mateo, ahora
también se les llama cobardes a los que utilizan la dinamita. No hay que hacer caso,
al igual que pasó con la pólvora en su día, los modernos explosivos acabarán por
imponerse. ¿Qué utilidad tendría entonces un invento del que no se hiciera
aplicación? Dígamelo usted si lo sabe, mi querido Mateo.
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7
Uno de los palafreneros abre la puerta de la berlina y Alfonso XIII se baja al compás
de la Marcha real. Chinda, chinda, tachinda chinda chinda, tata chin chin chin. Viste
uniforme de capitán de los tres ejércitos y la pechera plagadita de medallas. Desde
donde el teniente Beltrán se encuentra, más que distinciones aquello parecen
excrementos de paloma. Como si no tuviera de sobra, remata su atuendo con la banda
de la gran cruz roja del Mérito Militar, toda ella cruzada al pecho. No se le conocían
virtudes en el campo de batalla pero ahí estaba aquel niñato saludando, Alfonso XIII,
rey de España por obra y gracia de Dios. Chinda, chinda, tachinda chinda chinda, tata
chin chin chin.
El teniente Beltrán no puede reprimir el resentimiento y lo asoma por los ojos.
Sus pupilas recorren la doble fila de alabarderos, a un lado y al otro de la escalinata.
Como si no tuvieran suficiente con las medidas de seguridad que se estaban llevando
a cabo, las reforzaban con guerreras de gala. El teniente Beltrán escupe al suelo y se
lleva la mano a la pistola. El rey aún no ha pisado tierra firme y ya se le viene encima
otra avalancha. Es lo más parecido a un desprendimiento de carne, con los caballos
relinchando y los palafreneros tirando de las bridas. «Sooo». Y a todo esto, los
guardias abriendo paso con la bayoneta como estoque. Y es ahí mismo, cuando el
teniente Beltrán se adelanta hasta la berlina, pistola en mano. Y grita: «¡Viva el rey!».
«¡Viva!». Responde a coro la manada. Y vuelven a agitarse los pañuelos con
desvergüenza. Ésa era la única forma de contener el orden. De un berrido que
unificara los sentimientos de la masa. Entonces paraba la avalancha de sopetón y,
todos a coro, contestaban quietos. Una reacción primitiva, propia del ganado que sólo
conoce la voz del pastor. Cosas que el teniente Beltrán tenía sabidas de cuando estuvo
de soldado en la guerra chica de Melilla.
En una de éstas, el Cojo sale de su automóvil rodeado por una nube de guardias.
Va enfundado en su casaca de ministro y se apoya en el bastón para mejor acomodo
de su andadura. Así se conduce hasta la escalera. Su llegada se convierte en un nuevo
punto de atención. Apesta a oporto y la nariz de boniato encendido le delata. Antes de
echar a andar, escruta el panorama con los ojos prietos, como corresponde a un reptil
de fondo. Se acaba de recortar el bigote, algo amarillento en las puntas debido a
ciertas aficiones carnales que trabaja con esmero. Su cojera y los mechones que peina
hacia atrás, y no sin cierta audacia, son detalles que le suman años. «Abran paso».
Agasajado por una multitud que berreaba pidiéndole recomendaciones, indultos y
hasta autógrafos en los abanicos, el Sumo Pontífice de la Alcarria subió los escalones
de la iglesia apoyándose firme en el bastón. En esto que los capellanes de honor
descendían por la escalera con toda la carga del palio, y mucha solemnidad, a recoger
al rey. Tras ellos iban los obispos de Madrid y de Sión. Entonces el Cojo, al contrario
de como hubiese correspondido según el protocolo, no cede el paso a los ministros de
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la Iglesia. Pa ministro él. Y con chulería torera, el Cojo continuó su rumbo. Tras
abrirse paso entre sotanas y birretes, entró en la iglesia.
Al teniente Beltrán, que se conocía un poquito los arranques del Cojo, no le
sorprendió el detalle y se acercó aún más a la berlina de gala. Con la pistola en la
mano, cubrió las espaldas del cuñado viudo del rey, Niño, mientras éste bajaba a su
hijo del testero. La llegada de aquel niño, el infante Alfonso María, cuatro añitos y
huérfano de madre, arrancó una tempestad de apegos que se materializaron en
aplausos y demás encomios. La multitud se mostraba enfebrecida, venga a sacudir
pañuelos y venga a lanzar vivas. En el rostro del rey se reflejaron los inevitables
celos. «¡Viva el infante Alfonso María!», aclamaba la multitud. El teniente Beltrán
detalló a Alfonso XIII subiendo la escalera, inclinado hacia delante, con los hombros
escolióticos y vencidos por la sombra del palio. De vez en vez, el rey se daba cuenta
y recomponía la figura, pero no por mucho tiempo.
A los vítores responde con una sonrisa que pone al descubierto las encías. Es,
después de saludar, cuando sus manos necesitan asidero. La izquierda precisa un
cigarrillo. Lo echa en falta y con la mano derecha se sujeta el cinturón. Desde muy
chico cultiva cierto hábito manual que doña Virtudes ha intentado corregir. Cada vez
que Alfonsito se lleva la mano a la bragueta, su madre le zurra de lo lindo. «Eso no se
hace, hijo». Lo mejor de todo es que doña Virtudes no le pegaba por el acto en sí.
Qué va, le pegaba por utilizar la mano zurda. Con todo y con eso, y deslumbrado por
el milagro de la luz eléctrica, Alfonso XIII entró en la iglesia utilizando la mano zurda
para restregarse los ojos. Lo hizo cegado por la ristra de lámparas colocadas en el
altar mayor. Por el reloj del teniente Beltrán daban las once menos veinte.
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Con el mismo pie abrió la hoja de la persiana y una losa de luz aplastó su cara.
Haciendo visera con la mano, se asomó al balcón. Llegó a ver la catedral a medio
hacer, junto a palacio, el legado sentimental de un rey que murió sifilítico. Al frente
de donde se encontraba, el Mateo atisbo otra iglesia. El Quico le tenía dicho muchas
veces que estábamos en un país de curas donde todo tenía un origen divino. «Incluido
el hambre, Mateo». Luego, sus ojos fueron a zambullirse en el palco, junto a
Capitanía, y el Mateo detalló las sombrillas de las damas, la sotana de un cura y la
escalera, cada vez más abarrotada de gente. En la puerta de Capitanía había trajín de
escoltas, ayudantes y ordenanzas. El Mateo se fijó entonces en el joven fotógrafo,
cargado de trípode y maletín que intentaba buscar ángulo. También se fijó en un
hombre vestido de forma elegante, en el bigotón como un brochazo sobre el labio y
en las cejas continuas, como las de un búho, culpa de la sombra que pintaba la
chistera. Llevaba un periódico bajo el sobaco que abultaba demasiado, tanto que
cualquiera podría haberse dado cuenta de que allí ocultaba algo.
El Mateo le reconoció. Sin duda alguna se trataba del mismo hombre que ayer
noche esperaba en la puerta de la horchatería, fumándose un puro, mientras él recibía
las últimas instrucciones del enlace, un tipo coloradote, de bigote espeso y dedos tan
gordos como chorizos. «No salgas a la calle hasta que no escuches una segunda
detonación», le advirtió el del enlace al Mateo. «Es por tu bien». El Mateo apretó los
ojos en señal de represión. Era tarde para venir con cambios. Y eso, sumado a la
cazurrería con la que el hombre del enlace se sujetaba el mentón, impidió al Mateo
advertir que no hacía falta más que una bomba, la que él iba a lanzar. Y que el remate
sólo se podía hacer con bala, para lo cual no se necesitaban bombas, sino lo que el
viejo Espadón llamaba «esto». Entonces sus ojos se abrieron al dolor y, no
pudiéndolo contener, se lo agarró con las dos manos. La camarera rubia pasaba por su
lado con una bandeja y el del enlace seguía con las instrucciones. «Una vez en la
calle, y sin perder tiempo, has de llegar hasta donde el periódico El Motín, en la calle
Ruiz, número 4, no tiene pérdida, segunda casa a la derecha viniendo desde la plaza
del Dos de Mayo», le siguió diciendo el del enlace. «Una vez llegado hasta allí
pregunta por José Nakens». El Mateo arrugó la nariz ante el olor a condumio tripero
que salía por aquella boca. «Recuerda, no salgas a la calle hasta después de la
segunda detonación, es por tu bien y recuerda las señas, calle Ruiz, 4, periódico El
Motín, Nakens», le repitió otra vez el del enlace, ahora con el vaso de cerveza prieto
en el puño. «Nakens, calle Ruiz, El Motín, Dos de Mayo, segunda casa a la derecha».
Y mientras el Mateo memorizaba el punto, el hombre coloradote se bebió lo que le
quedaba de cerveza al vaso, y arrastró su silla. «Salud, camarada». Acto seguido, se
aplastó la gorra de visera y se marchó. Entonces, el Mateo no tuvo por menos que
seguirle con la mirada. Afuera le esperaba el otro tipo. Un desconocido de
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constitución fuerte y que se gastaba un bigote semejante a una pincelada de betún
sobre la boca. Por la tensión que conservaba en el cuello, se advertía a todas luces
que se trataba de un militar o de un ex presidiario, o tal vez de las dos cosas. Y por el
rectángulo del ventanal de la horchatería, el Mateo pudo ver cómo se perdía calle
Alcalá abajo, seguido a pocos pasos de distancia por el hombre coloradote que hasta
ese momento había servido de enlace. Sin duda alguna se trataba del mismo que en
ese momento estaba en pie, cerca de Capitanía, con un periódico doblado bajo el
sobaco, como si en vez de periódico llevara un paquete. La mancha del bigote oscuro,
y el puro humeante entre los labios, saltaban a la vista. Y apoyando las manos sobre
la baranda del balcón, forrada con el rojo y gualda de las banderas, el Mateo fue a
sacar el cuerpo para atisbar mejor, cuando se dio cuenta del corte en los dedos.
Al final, la bomba se le había llevado dos bocados al ir a cerrarla, uno para el
índice y otro para el dedo medio. Escupió en las heridas y las frotó. De un puntapié
cerró las hojas de la ventana y volvió a abrir la puerta de su cuarto. Con la mano
herida en el bolsillo llamó a la sirvienta y le pidió, por favor, un jarro de agua para
aseo. Echó la llave y, en la penumbra, lavó bien su mano, envolviéndola después en
un pañuelo. Y cerró los ojos, como si con ello pudiese ensordecer los latidos que
rebotaban contra las paredes de su cráneo. Tictac, tictac, tictac. Sobre la cama,
cubierta por un trozo de sábana, esperaba una bomba Orsini a la que sólo quedaba
colocar fulminante. La destapó y empezó a mirarla con necesidad, como si se tratase
de una mujer a punto ya de abandonarle.
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Todo el mundo se pone en pie. Las medallas y los botones lanzan chispas. A la
derecha del altar, destaca el color escarlata de los cardenales. Detrás del rey va Niño,
su cuñado viudo, luciendo un pulido bigote y con un atuendo que al teniente Beltrán
se le antojó más acertado para un domador de leones que para el heredero al trono.
De igual forma, se fija en los pantalones, azul celeste, que se gasta. Los lleva tan
prietos que son la comidilla de las damas de la primera fila. ¡Oh! Hasta los oídos del
teniente Beltrán llegan las murmuraciones, los excesos de secreción salivar
provocados por el tamaño del sable del viudo; un corte de templado acero y que le
venía, perdonando la manera de señalar, hasta poco menos de las rodillas. Algunas
pretenden ver el luto en su rostro y cuchichean recordando a la que fue su difunta
esposa. Sin embargo, el rostro de Niño no refleja emociones. De su mano va el
infantito, todo vestido de blanco. En un descuido de su padre se soltó y, desorientado
por el acontecimiento, tomó la delantera a su tío, el rey. Corría como si le hubieran
frotado el culo con guindillas. La de Santo Mauro salió en su ayuda, antes de que la
cabeza del infante embistiera contra el altar mayor. Y se le llevó sacristía adentro.
Angelito.
A las once menos diez, por su reloj de bolsillo, el teniente Beltrán ocupó su
puesto de nuevo, donde la tribuna reservada a la prensa. Desde allí pudo columbrar al
Cojo. De vez en cuando, el ministro volvía su cuello y le pegaba un repaso, no sólo a
él, también lo hacía con los inspectores destacados. Rodríguez, Pons y Ceballos. Al
Cojo siempre le había gustado hacer que hacía algo. Aunque, a decir verdad, y a
saber del teniente Beltrán, lo único que hacía el Cojo era lo que se denomina bajar a
la tina. Por lo mismo, en los Grandes Salones, el Cojo era considerado todo un
Honorable Pilonero. El teniente Beltrán tenía oído que, en sus años mozos, se lo
tascaba a la infanta Eulalia. Eso fue de cuando anduvo por Bolonia, clavando codos y
estudiando los tejidos celulares de la sociedad con pelos en la lengua. Por aquella
época, la infanta Eulalia era una joven de mantecas delicadas donde el Cojo
acomodaba su pierna más corta.
Cuando el rey se arrodilló a rezar en uno de los sitiales del trono, el Cojo pidió
ayuda a Maura y a Canalejas que andaban por ahí cerca. Y el teniente Beltrán, a ver
qué remedio, alcanzó el almohadón de lienzo tiznado de betún y salivazos frescos por
la parte del escudo real, y ahí clavó sus rótulas. Y juntó sus manos en señal de
oración. Pasaron los minutos y el rey se mostró inquieto. Culpa de los nervios tuvo
un acceso de tos. Momento de alivio en que los allí presentes aprovecharon, incluido
el mismo teniente Beltrán, para estallar en cien toses distintas con sus
correspondientes carraspeos. Cuando el rey se hartó de expectorar, se incorporó.
Entonces, y sólo entonces, la gente se puso en pie. Y se volvieron a escuchar toses,
abanicos y murmullos.
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El teniente Beltrán consultó su reloj, eran las once y diez pasadas y la novia que
no aparecía. El rey miraba a un lado y a otro, mordiéndose el labio que le caía
carnoso e hinchado como vagina de mujer en celo. El teniente Beltrán guardó su reloj
en el chaleco y volvió a clavar sus pupilas sobre la infanta Eulalia, ahora en pie, con
los muslos pegados y sin perder el aire de zorramplina que le había hecho famosa.
Por el rabillo del ojo, la infanta Eulalia calculaba los relieves morunos a través de las
gasas, como si los quisiera convertir en memoria para luego hacerlos revivir en los
momentos más indecentes de su alcoba. Física recreativa, llamaba a eso. Tiempos
vivos en los que, cocida por un fuego de íntimos soles, la tía Eulalia rellenaba con
carne magra la tripa del cagalar de un cerdo. Y le daba al asunto.
Cuando, del exterior, llegan los retumbos del gentío junto a los primeros
compases del himno inglés, entonces la Chata vuelve a golpearla en el cogote. Clack.
Y la diadema cae al suelo. El primero en entrar es el príncipe Alejandro Alberto de
Battenberg y sus hermanos, uno de los cuales va ataviado con falda escocesa. El
teniente Beltrán supone, nada más verlo, que también llevará bragas. Detrás, y del
brazo de su futura suegra, va la novia. Ena de Battenberg.
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A los tres días de llegar a Madrid, había tomado posesión de la habitación que daba a
Mayor. En un principio, el patrón le quiso colocar en otra, una que daba a la calle
Factor. «Por donde también se verá el cortejo», le dijo. Sin embargo, el Mateo volvió
a repetir que andaba interesado en una que diera a Mayor. «Tengo compromiso, ya le
dije; unos parientes a los que quiero invitar a ver el acontecimiento». Dicho esto, el
Mateo se llevó la mano a la cartera y al patrón se le vino encima la manera de
remediar el asunto. Dispuesto a abrir un nuevo balcón si llegara el caso, el Pepe
Cuesta le dijo al Mateo que había un huésped que podía aceptar el cambio.
Había sido el Quico el que santeó el punto de Mayor, 88. Cuando el Mateo, recién
llegado de París, le aseguró que no iba a atentar en la iglesia, entonces el Quico,
llevado por un impulso de esos a los que era tan propenso, improvisó un plan sobre la
marcha. En la misma escuela, mientras preparaban la acción sobre una pizarra llena
de números y flechas, le dio dos puntos estratégicos para atentar al paso del rey. «La
fonda de la calle Arenal, para la ida», ése era el uno. El otro era otro más puñetero.
Según palabras del Quico, se trataba de un cuarto con balcones a Mayor y que
ocupaba un pariente del doctor Lucien Henault. «Además de buen chaval, una joven
promesa de la pintura que acababa de ganar un premio de importancia». El Mateo
escuchó atento el santeo del Quico. «Anda por Madrid y, con motivo de las bodas
reales, quiere aprovechar y alquilar su cuarto por estar situado en calle importante».
Al Quico le brillaban los ojos de astucia. Había cazado el punto al vuelo, a partir de
un comentario dicho con toda la inocencia del mundo en una conversación cotidiana
que quedaba libre de toda sospecha. Y así se lo pasó al Mateo. Y de esta manera, el
Mateo, a la tarde de su llegada a Madrid y recién afeitado, se acercó hasta el número
88 de la calle Mayor.
Cuando tuvo delante al patrón se dio cuenta, era un hombre común, que le
sucedía lo común a la mayoría de los hombres. Víctimas de la represión que sobre
ellos ejercen sus esposas, el ingenio se les aviva para ir sobreviviéndolas, o por lo
menos eso es lo que dan a entender. Sin ir más lejos, las pasadas navidades, el Pepe
Cuesta había perdido los cuartos en la lotería y, desde entonces, el hombre andaba
con la moral por los suelos, como se suele decir. Su mujer, la señá Ana, era todo un
reproche. Así que ahora, con la aparición del nuevo huésped, no sólo iba a taparle la
boca a su mujer, sino también iba a abrirle las piernas.
El Mateo desconocía el detalle de la lotería, sin embargo, como hombre al que
nunca faltó dinero, sabía que el aroma malicioso de unos billetes despertaba el
ingenio, además de aliviar la represión. Y en cuanto sacó la cartera, el Pepe Cuesta
saltó raudo a dar el precio. «A un paso de palacio, los balcones se cotizan», justificó.
El Mateo, con la sonrisa contenida en la fina línea de sus labios, soltó a tocateja un
billete de quinientas que tembló entre los dedos del Pepe Cuesta. «Ozú». Por lo
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pronto, el Mateo dejó pagado hasta el 5 de junio, como si necesitase un margen de
tiempo que le diera seguridad y eliminase sospechas. También le dio un par de días al
pintor, tiempo suficiente para que mudase sus bártulos. Tres días después, el Mateo
ocuparía la habitación. Con tal arreglo dando brincos en su pecho, el Pepe Cuesta
bajó de seguido hasta donde Baliñas, la taberna de abajo, y pronto vino con el
cambio. Entonces el Mateo le entregó la cédula de identidad sin habérsela pedido,
más que por dar fe y ponérselo fácil a los investigadores, lo hizo por propio egoísmo.
Así no había posibilidad de volver atrás.
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En lo que respecta a doña Virtudes, ni el arte del maquillaje conseguía esconder los
contornos simiescos de su cara. Como tampoco el traje malva lograba ocultar el color
de la ropa interior, amarilla de tristeza. Doña Virtudes nunca fue querida por Alfonso
XII. De todos era sabido que el rey murió enamorado de María de las Mercedes,
también en el pudridero. Luego tuvo sus aventuras, como la de aquella cantante de
ópera que le daba el do de pecho en las habitaciones más íntimas de la carne y que
todos conocían con el sobrenombre de «la Favorita». Cuentan que doña Virtudes se
quedaba penosa en palacio, contemplando a través de la ventana la llegada del rey,
siempre extenuado, arrastrando el sable por el patio de armas. Los chismes de palacio
andaban de boca en boca y, de las cocinas, pasaban a la calle y, de ahí, a las tabernas,
donde se bebían a tragos. Y así fue por todo Madrid conocida la afición de Alfonso
XII por el adulterio. Bien mirado, los líos de la carne eran un motivo más de hombría
para apuntalar la Restauración.
Ahora, en la iglesia, doña Virtudes presentaba la apariencia acartonada de las
momias. Sus ojos, de primate enfermo, delataban que en el fondo de sus tripas se
desencadenaba una úlcera. Ella, siempre tan quisquillosa, andaba molesta por tres
asuntos en lo respectivo a su nuera. De todos ellos, que el teniente Beltrán supiese,
sólo dos tenían arreglo. Como la elección de una mujer protestante no era del todo
satisfactoria para palacio, hicieron el apaño de su conversión hacía unos meses. Y no
sólo alteraron su religión, sino también su nombre. Ena de Battenberg pasaría a
llamarse Victoria Eugenia.
Fue a primeros de marzo, en San Sebastián, en una ceremonia privada, aunque
festejada por las gentes que, no pudiendo contener el entusiasmo, lanzaron cohetes y
chupinazos. Los balcones de las casas se llenaron de colgaduras y el rey lució su
uniforme de húsar. Al teniente Beltrán le contaron que, en Miramar, en la capilla de
palacio, toda adornada con rosas y claveles, la princesa realizó los trámites cubierta
por un velo que parecía virginal de tan blanco. Ofició la ceremonia el obispo de
Nottingham, asistido por los de Vitoria y Sión. El «Nottingham» y el «Sión» repetían
en los Jerónimos.
De las otras infamias, el teniente Beltrán sabía que una se iba a arreglar en breve.
En cuanto se casase el problema quedaría solucionado. Su título nobiliario y su
grandeza serían, a partir de ese momento, del agrado de doña Virtudes. La tal Ena de
Battenberg era hija del gobernador de la isla de Wight, lo que para el teniente Beltrán
era algo así como ser gobernador de isla Perejil. Harto de una atmósfera asfixiante, el
padre de la futura reina de España huyó a África para combatir con patriotismo inglés
por el trono de un simio. No llegó nunca a su destino, la malaria le agarró a traición
en el barco que lo conducía a su heroica quimera. Su cadáver arribó en Inglaterra
dentro de un ataúd fabricado con latas y empapado en ron de caña, para su mejor
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conservación. Al final, la vergüenza consiguió maquillarse de la mejor forma posible,
esto es, no dándole importancia ante la opinión pública.
Sin embargo, quedaba otro dato, peliagudo y difícil de manipular, y que tenía que
ver con la enfermedad de la sangre más que con cualquier formalismo. El teniente
Beltrán también estaba al tanto. Lo de la hemofilia era de difícil arreglo y el rey
tendría que contener sus ganas de arañar las carnes de su esposa. Desde su puesto, el
teniente Beltrán se fijó en las manos de la futura reina, de una piel tan blanca que
parecía que llevara guantes. También se fijó en la madre, la princesa Beatriz. Sus ojos
tenían el brillo artificial de las piedras falsas. El teniente Beltrán llegó a la conclusión
de que, en Inglaterra, la belleza de las clases altas se refugiaba en las hembras. Sólo
en ellas la aristocracia no era decadente. No había más que echar un vistazo al
hermano de las bragas escocesas para darse cuenta de lo acertado que andaba el
teniente Beltrán en sus elucubraciones.
El teniente Beltrán siempre sospechó que el infierno empezaba justo al atravesar
el umbral de una iglesia para dar el «sí, quiero». Por eso duraba en estado de soltería
y con aventuras que no pudieran comprometerle. Había veces que tenía apetencias de
carne fresca, un pelín cruda y sin adobos. Entonces, se acercaba hasta la calle San
Marcos, donde había una niña a la que dejaba ejercer a cambio de favores. Había
otras veces que se ponía en la calle Tudescos, en un prostíbulo situado en el mismo
edificio de una funeraria. Lo regentaba una tal Sophy, inglesa y con el pubis tan
blanco como sus cabellos. La dicha, además de recoger a las chicas descarriadas y
darles alojamiento, hacía lo mismo con los gatos. Tendría más de una docena y, a
todos, había puesto collar de cascabel, consiguiendo un efecto sonoro tan estúpido
que al teniente Beltrán le sacaba de quicio. En el salón vegetaba un piano con la cola
abierta y copioso de excremento gatuno. De vez en cuando, la Sophy se plantaba
delante de las teclas y conseguía arrancar melodías dispersas, uniendo al ambiente
puteril, el sonoro hedor de las cagarrutas. Eso era tan sólo un detalle.
Aunque tenía sus años, la tal Sophy aún conservaba las carnes duras y picantes.
Fue cocotte en el extranjero y todavía atesoraba cierto aire de puta aristocrática. Una
finura que había quien confundía con frigidez. Sin embargo, el teniente Beltrán sabía
qué botones había que apretar para que la tina de la Sophy se encharcara y por su
boca salieran esos gemidos, mezcla de placer y de martirio. Sólo con ponerla de
rodillas, y con la cabeza gacha hasta tocar el suelo, la Sophy se dejaba brutalizar bajo
la luz de las bujías. Ofrecía sus nalgas con delicadeza, como si estuviesen colocadas
sobre una bandeja de plata falsa y desvergüenza.
El teniente Beltrán introducía su virilidad, como desahogo, en la negra poza
abierta al centro. Y ella iba después, sin lavar sus canas íntimas, a sentar sus
posaderas sobre el taburete duro, poniéndose al piano como si nada. A sus años, el
teniente Beltrán era capaz de echar dos y hasta tres piezas sacramentales, eso sí, sin
encadenar pero, tampoco, sin hacer penitencia. Por decir no quede que, la otra noche,
desahogó el contenido de sus genitales al fondo de las nalgas de una hembra casada,
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además de buen ver para todo lo que tenía parido. Cinco pequeños que berreaban,
mientras ella se dejaba montar como perra hambrienta. Fue su propio marido el que le
llevó hasta aquel piso de la ronda de Segovia. El teniente Beltrán le tasó nada más
verlo entrar. Venía preguntando por el gobernador pues decía ser amigo suyo. «Éste
es un cornudo agradecido», masculló Beltrán. Y no se equivocó en lo más mínimo.
«El gobernador no está, si fuera usté amigo suyo sabría que a estas horas
descansa». Entonces el hombre, que dijo llamarse Juan Soto y Conde palideció y,
algo nervioso, se puso a contar que había venido a hablar con don Juaquín, el
gobernador, por ser conocido de su esposa, y tener un asunto urgente. «Ya», dijo el
teniente Beltrán, repasándole con el plomo de los ojos. Aquel hombre le venía con un
cuento para poder vivir del cuento. Según le refirió al teniente Beltrán, hacía poco
que un desconocido había abordado a su esposa haciéndole una propuesta. La
proposición cargaba dinamita pues, el mismo día de la boda, tenía que entregarle al
rey, a la salida de la iglesia, un ramo de flores. El desconocido le gratificaría con diez
mil pesetas. «Ya», le cortó el teniente Beltrán, mientras sacaba una caja de puros y,
sin ofrecer, se llevaba uno a la boca. Mordió un extremo y lanzó la pregunta: «¿Su
esposa está en casa, o está trabajando?», y fue cerrar la interrogación y escupir al
suelo.
Ahora en los Jerónimos, con el recuerdo todavía fresco, entre olor a incienso y
toda la parafernalia de la liturgia, el teniente Beltrán se tiró de la chaqueta y equilibró
la percha. Hubo más toses y carraspeos. Después se escuchó la voz engolada del
cardenal Sancha, haciendo vibrar las vocales en su tabique nasal:
—Alto y poderoso señor don Alfonso de Borbón y Habsburgo, rey católico de
España, pregunto a vuestra majestad, como pregunto también a vuestra alteza,
princesa de Battenberg, Victoria Eugenia Julia Ena María Cristina, si alguno de
vosotros conoce algún impedimento para la celebración de este matrimonio o para su
validez o legalidad; es decir, si existe entre vuestra majestad y vuestra alteza algún
impedimento de consanguinidad, afinidad o parentesco espiritual; si tenéis hecho
voto de castidad o de religión; y finalmente, si hay algún otro impedimento pido que
lo declaren ahora y aquí mismo, y lo mismo reclamo de todos los aquí presentes.
Decían que era carlista y que se le notaba en su interpretación, pero el teniente
Beltrán no pudo advertir el énfasis. Lo que sí pudo advertir fue la seña que el
cardenal hizo a Niño, el cuñado del rey, al ir a dejar el báculo. Una mímica a la que el
napolitano respondió de inmediato, muy sutil, nada que tuviese importancia, un mero
gesto, el de echar la cabeza hacia un lado, casi invisible a los ojos de los no iniciados.
En palacio, un cuchillo de temores afilaba su hoja detrás de cada puerta. Del rey
abajo todos andaban metidos en un juego que al teniente Beltrán se le antojaba
infantil de tan sencillo. Simplón, como mover las piezas de un retablo. Si a él le
dejasen no se andaría con contemplaciones. Se emplearía a fondo con la tía Eulalia,
«Vamos ya, vale de enseñar las bragas al cochero, a partir de ahora me las vas a
enseñar a mí», algo así le diría, o mejor aún, ordenaría que se las quitase y que no se
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las pusiese en todo el día. Castigada a ir desnuda por palacio, la tía Eulalia sería la
primera en recibir correctivo por parte del teniente Beltrán. Y a la nueva cuñada, a la
tal Ena, tres cuartas partes de lo mismo y por detrás, que es por donde más escuece,
una y otra vez, hasta dejarle las carnes hundidas y los ojos sin sangre. Si a él le
permitiesen cruzar el umbral y ponerse en el laberinto de intrigas pueriles, pasear su
chulería por todas aquellas encrucijadas de salón y alto copete, si a él le dejasen, sería
otro cantar. Sin embargo al teniente Beltrán le había tocado esquivar el lado más
afilado de la hoja sin cruzar la puerta. Para él lo crudo, para ellos lo cocido.
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lo montamos en el café del Faubourg Saint Antoine, con el Malato y el pequeño
Libertad y algunos otros entre los que estaban el Navarro, el Palacios y Alejandro
Farras, que cuando detuvieron a todos fue el encargado de salir con las bombas.
—Yo le acompañaba —le cortó el Mateo con una sonrisa tan fina como un golpe
de hacha bajo los bigotes—. Además, no se llamaba Farras, el verdadero Farras
murió diez meses antes, en Barcelona. El hombre al que nos referimos se llama
Eduardo. —El Mateo hizo una pausa—: Eduardo Aviñó.
El Mateo lo aseguró con el poderío que imprime el fracaso, pues había sido el
mismo Mateo quien encontró los moldes en forma de pina, en un almacén de hierro
viejo, por la calle de las Flores haciendo esquina con la ronda de San Pablo. Le
hicieron buen precio y se los llevó al Picoret y al Miranda, para el grupo que habían
bautizado como Juventud Libertaria.
—Se hicieron media docena de pinas —siguió el Mateo contando— y las
enterramos en el campo del Coll y, a últimos de abril del pasado año, me tocó a mí
desenterrarlas y hacer el envío, a un zapatero de aquí, de París. Las facturé en
Barcelona, en la agencia del paseo de la Aduana con un nombre falso.
—Antonio Prats —se adelantó el viejo Espadón, dándoselas de sabedor en el
tema.
—Sí, Antonio Prats —el Mateo cortó en seco, como si quisiera llegar cuanto
antes al nudo—. Según el Quico, iba a ser el Tigre y la gente de París, entre los que se
encontraba usted, los que iban a preparar las bombas que mandé. —Dicho esto, el
Mateo fingió aquella sonrisa, tan fina que parecía una línea de sangre bajo su bigote.
Y antes de que se le adelantase el viejo Espadón, añadió—: Y, si es que aquí todos
somos humanos, ¿es de humanos dejar que el culpable eche las culpas al que no las
tiene?
—No se confunda, mi querido Mateo, no critico la puntería, tan sólo la posición.
Los encargados de llevar a cabo el atentado en París, iban a ser el Tigre y sus
hombres, entre los que se encontraba el pequeño Libertad y el Eduardo Aviñó, un
muchacho joven, de ojos pardos y que tenía la mano derecha erosionada por una
herida reciente. Al principio se especuló con la idea de atentar contra el rey durante
su viaje en ferrocarril por territorio francés. Sin embargo, al final se decidió hacerlo
en las calles de París, al paso del coche descubierto. Los artefactos que se utilizarían
iban a ser las pinas, cargadas de nitroglicerina. Pero una semana antes, la policía cazó
al Tigre, a su grupo y, con el Tigre y su grupo, parte del arsenal. Sólo quedaron dos
bombas sepultadas cerca de Clamart, y que recuperó el único que pudo escapar de la
redada: el Aviñó. Aunque el golpe recibido había sido duro, se decidió seguir con el
plan. Y con éstas, tres días antes de llevarlo a cabo, llamaron al Quico para que les
mandase un hombre a París. Y ese hombre era el Mateo.
La posición que el Mateo iba a ocupar iba a ser la de dar apoyo al Aviñó, el joven
que bajo el nombre de Alejandro Farras estaba encargado de lanzar las bombas al rey,
a la salida de la Ópera. Con el Tigre preso, el Aviñó era el único que sabía lanzar
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explosivos con soltura. El trabajo del Mateo consistía en matar al rey a balazos si éste
salía vivo tras las explosiones. Sin embargo, en los últimos momentos, en un zaguán
de la calle Rohan, le vino el Aviñó con los ojos pardos de fiebre y las dos bombas en
una mano, diciéndole que el brazo derecho se le quedaba sin fuerza, que «la herida
andaba tierna». Así que el Mateo le alivió el peso y cogió la bomba en forma de pina.
No le dio tiempo a más, pues de una bocacalle llegaba la señal. El primer silbido.
Había que prepararse. «La posición, mi querido Mateo, la posición».
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—Por segunda vez, y aun por tercera, pido y exijo que si existe un impedimento
cualquiera sea dado a conocer aquí y ahora, plena y libremente —repetía el cardenal
Sancha, con la voz engolada de distinción eclesiástica y la mitra ceñida a las sienes
de vieja plata.
A pesar de la edad, mantenía la postura erguida y el brillo vivaz en los ojos. El
teniente Beltrán también advirtió la mandíbula recia, las manos con dedos largos y
uñas esmaltadas, capaces aún de hundirse en el trasero de los monaguillos. Sabía de
primera mano que, cuando joven, al cardenal le habían metido preso en el caldero, y
eso era asunto que imprimía carácter a su persona. Asistiendo al cardenal, estaba el
obispo de los soldados católicos de Gran Bretaña, el venerable Brindle; ojos acuosos
y nariz de águila. Lucía la Cruz de la Orden de Servicio Distinguido, ganada en la
guerra. El teniente Beltrán se preguntaba qué guerra fue ésa y también se preguntaba
qué llevaría el venerable bajo los faldones de la sotana. ¿Calzoncillos? ¿Bragas? O tal
vez iría en pelota picada. El teniente Beltrán podía escuchar los sobresaltos de jamón
cocido que le colgaban por cachas. En aquellos tiempos, la liturgia de la carne
siempre andaba más cerca de lo que los venerables predicaban.
Aunque el teniente Beltrán estaba a una distancia de las que el código llama
sensatas, aun con ésas, cuando el rey abrió la boca para dar el «sí, quiero», le vino
todo el tufo a la nariz. El cardenal fue el que más acusó la ráfaga de mal aliento,
echándose un poco hacia atrás. Era como si un perro enfermo agonizara en las tripas
del rey. Una peste que se agarró a las gargantas y que provocó la arcada de las úlceras
más sensibles, tal fue el caso de un yanqui, un tal mister Frederik Wallingford,
representante del presidente de Estados Unidos, que se indispuso de mala manera. Y
es que la halitosis de Alfonso XIII venía acreditada por los mejores dentistas. Acabado
el ritual, el rey se levantó a besar la mano de su madre pero el trastorno del momento
hizo que, además de la mano, el recién casado le aplicara un ruidoso beso en cada una
de las mejillas. El teniente Beltrán se fijó en la jeta de asco que puso doña Virtudes,
encogiendo el perfil simiesco, ante el resuello que arrastraba la boca de su Buby [1].
Los recién casados pasaron al trono, compuesto de colgaduras y reclinatorios,
todo ello bordado con los colores de las armas reales. Desde ambos extremos del
templo, la orquesta y los coros empezaron con las voces y las músicas. Al teniente
Beltrán, la ceremonia se le estaba haciendo interminable. Hubo un momento en que el
violín de sus tripas se unió al Orfeón de Pamplona. No era para menos, la andorga
llevaba sin funcionar desde los churros, ya deshechos hace tiempo por los caldos
gástricos. Bostezó. Sacó el reloj del bolsillo y, viendo la hora que era, supuso que
aquello estaba llegando a su fin. Los reyes, de pie, sonreían. Era como si con la
apoteosis de su amor pudieran acabar con las ganas de comer de todos los allí
congregados. Cuando terminó el coro con sus canturreos, los recién casados
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penetraron en las ruinas del claustro. A la luz de un cielo azul y tibio, como si de un
cuento se tratase, se firmó el acta notarial, un papelazo que justificaba el despliegue
ante la Historia.
Cuando los recién casados regresaron al templo, y príncipes e infantes desfilaron
ante ellos, entonces y sólo entonces, se dio por acabada la ceremonia. Afuera, los
alabarderos tiraron sus cigarrillos a medio consumir, pisándolos con fuerza sobre la
alfombra roja de la escalinata. Y como si allí no hubiera pasado nada, adoptaron la
actitud rígida del que vigila. Por el contrario, el Cojo respiró con gusto, como si ya
hubiera acabado todo y el asesino hubiera perdido la ocasión del crimen. Así que fue
de los primeros en salir zumbando en su automóvil. Brummmmm, brummmmm,
brummmmm. Había prisa por echarse la siesta.
Alfonso XIII se cubrió con un casco, todo rematado de plumas blancas, que le
bailaba en la cabeza como un mal presagio y, sin molestarse en estabilizarlo, ofreció
el brazo a su recién estrenada esposa. Juntos pasaron bajo el dosel que cubría la
entrada del templo. Chinda, chinda, tachinda ta ta chin chin chin. Las plumas del
penacho se le airearon con los primeros compases de un himno que al teniente
Beltrán ya le sonaba a charanga de tanto escucharlo. Chinda, chinda, tachinda chinda,
chinda, tata chin chin chin.
Iba con la reina del brazo, flamante de medallas y postizos. Mantenía la postura
en la quijada y lo hacía con más esfuerzo que dignidad, como si con ese gesto pudiese
contener el peso del casco sobre su cráneo. Así, descendió con su recién estrenada
esposa por la escalinata alfombrada de aplausos y, juntos, atravesaron la hilera de
tropa que presentaba armas a su paso. Bayonetas, sables y alabardas arrancaban
reflejos al sol. «¡Vivan los reyes de España!», gritaba una voz. «¡Vivan!», respondía a
coro todo un pueblo que se agolpaba en los balcones, en las aceras, incluso en los
tejados, farolas y candeleros del tranvía. Ebrios de contento agitaban hongos,
pañuelos, jipijapas, viseras y boinas. Era su manera de celebrar las bodas. El teniente
Beltrán se tuvo que apartar. Brummmmm, brummmmm, brummmmm. Estuvo a
punto de ser cogido por el automóvil del Cojo, que se abría paso a bocinazos. Lo
único que parecía preocupar al ministro era poder descabezar una siesta torera antes
de ponerse a la faena del banquete. Sin embargo, el teniente Beltrán, que se conocía
el paño, sabía que ahora, acabada la ceremonia, era cuando empezaban los apuros.
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El sonido espumoso del chorro apaga por unos momentos la gritera que viene de la
calle. La sangre de su micción salpica los bordes del orinal que sostiene a pulso, con
el dolor prendido en la cara. El Mateo se fija en la roseta viva de su carne enferma,
cruzada por oscuras venas de alquitrán. Es el precio de la última noche, en Barcelona,
llevado por una mujer que se dejaba querer a cambio de dinero y que recibía en la
habitación de una casa de la calle de la Esmeralda. Cuando el crepúsculo empezó a
llenarse de murciélagos, llevado por una morbosidad enfermiza, el Mateo fue a
buscarla.
La dueña de la casa le condujo hasta el final del pasillo y le indicó una de las
puertas. Abrió y la encontró envuelta en la penumbra de una bata larga, abierta al
lado de la pierna, dejando a la vista el arranque del muslo y la seda de la media.
Llevaba el cabello recogido con horquillas en un moño alto y el Mateo presenció el
bocado de su larga nuca, el movimiento de las piernas bajo el roce canalla de la
carne. A la media luz del quinqué, advirtió la cicatriz de espejo que hundía su mejilla
y le afilaba el pómulo. El fulgor frío que emitían sus ojos desiguales, completaba el
cuadro. Luego, descubrió el dibujo clavado a la pared. Un desnudo de carne pintada
del que no se desprendería nunca, lo más parecido a una enfermedad secreta de la que
también se hubiera infectado la memoria. «Soy yo, cariño, aunque no me parezca», le
dijo ella, mientras se soltaba el pelo sobre los hombros morenos y alargaba el trazo de
los labios en una sonrisa. «Soy yo, cariño», repitió, con las horquillas en la boca,
mostrando el pómulo quebrado por la cicatriz, insinuándose con garabatos de sombra
en la cara oculta de sus muslos. Sentada sobre la cama y, sin sacarse las horquillas de
la boca, se peinó un poco con los dedos. La luz de acetileno, sobre la mesilla,
silueteaba las aristas de su cuerpo.
Luego, le empezó a contar que se lo hizo un pintor andaluz. «Malagueño, creo»,
de cuando ella trabajaba en una casa de la calle Aviñó. Los ojos del Mateo saltaron
por encima de la indecente desnudez de su ignorancia, para recrearse en las esquinas
de la carne pintada sobre el cartón, en el pecho emputecido de pólvora gitana y
también en el pelo oscuro que afloraba bajo su vientre y que no se dejaba ver, pero
que se intuía bajo las arrugas de la sábana. Mordió las aristas de su nuca y se perdió
entre las nalgas gemelas. Una fiesta de chicha y pintura que se enfrentaba a las garras
de la tradición para devorarla en mil pedazos, hasta descomponerla en bordes, picos y
puntas desvergonzadas y cercanas al plano divino. En el descanso de los cuerpos,
cuando el nuevo día anunciaba la partida, ella le cogió la mano y, con la voz ronca, le
pidió que se la dejase leer. Fue abrírsela y, de inmediato, saltar de la cama. «Lárgate
—le dijo, sin mirarle a los ojos—. Lárgate».
Ahora, días después, en los ojos del Mateo afloraba el recuerdo, un recuerdo más
preciso que cualquier retrato. Y después de sacudirse las últimas gotas, guardó el
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orinal en el cajón. Y fue a coger algo del suelo cuando acusó la dolencia de nuevo.
Entonces, con los ojos pesados de cansancio se tiró en la cama. En el suelo seguía el
trozo de barra, algo doblado en sus extremos y que había conseguido en una herrería
por Barquillo. Luego se levantaría a recogerlo, ahora tocaba respirar profundo, sobre
la cama deshecha de temores. A su lado seguía el realce de la bomba. Con cara
amarga, el Mateo se volvió hacia ella. Hasta entonces, para él, todas las mujeres
habían sido un código secreto cuyas claves desconocía. En su búsqueda, le habían
sembrado la semilla de una enfermedad íntima. La misma que le traería hasta Madrid,
sin más equipaje que una maleta.
La tarde que llegó a Madrid cerró el trato. Después de haberse presentado ante el
joven pintor para darle las gracias por la habitación, «hasta el jueves por la mañana
no la ocuparé», el Mateo decidió ir andando hasta la plaza del Progreso. Eran las seis
y media de la tarde y el cielo sombrío se reflejaba en los adoquines. Hacía calor en
Madrid y las gentes más precavidas salían con paraguas a la calle. Sin embargo, los
currelantes, ajenos a todo pronóstico, pintaban las rejas de los edificios, así como las
fachadas y los bancos de la plaza. Quedaban los días contados para lo del enlace del
rey y había que emplearse de lo lindo en causar una buena impresión a tanta visita
extranjera.
Pasada una vaquería donde se respiraba el olor a alfalfa recién rumiada, quedaba
el café llamado del Vapor. Con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su
sombrero, el Mateo empujó la puerta. Encima de la silla, la caja de un violín
mostraba el terciopelo rojo de sus tripas vacías. De pie, un joven, con pelos como
flecos sobre los hombros, afinaba su instrumento. Era como si, con el arco del violín,
cortase las lonchas de un jamón exquisito. En el escenario, otro joven descubría la
tapa del piano. Era alto y tenía la cara como un bizcocho, culpa de una viruela mal
curada. Con los primeros compases de unas valquirias lloronas, el Mateo se acercó
con sorna.
—Sin duda alguna, y por mucho que lo disimuléis con vuestro poco talento, se
trata de Wagner.
El del violín saludó a Mateo de barbilla y siguió afinando donde lo había dejado.
Entonces el pianista, como si reconociera la voz, dejó de aporrear las teclas y
exclamó:
—Mateo, dichosos los ojos que te ven. —Y de un salto abandonó el escenario,
fundiéndose en un abrazo con el Mateo—. Dichosos los ojos, Mateo, dichosos los
ojos que te ven. —Repetía en cada palmada. Luego, ya con más reposo, le preguntó
qué era lo que le traía al Mateo por Madrid.
—Vine esta misma mañana —le contestó el Mateo—. Asuntos de negocios, ya
sabes, lo de los libros. Me enteré de que habías dejado el Nuevo Levante y que ahora
estabas contratado aquí. —Y juntó los labios en una fina sonrisa—. Y aquí ando.
—Asimismo, Mateo, pero hasta las ocho no arrancamos. Vamos mientras a tomar
algo. —Y le señaló con la mano uno de los divanes despeluchados de la esquina,
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invitándole a sentarse.
Pidieron unos cafés. Leandro Rivera, así se llamaba el joven pianista de la cara
picada, hacía gala del éxito que estaba cosechando. Su nombre, junto al del violinista
Felipe Martín Pindado, venía pegando fuerte en Madrid. «Ya tenemos más tablas que
el carpintero del Arca de Noé». El Mateo contuvo la sonrisa al borde de la taza.
También le dijo que no sólo los jóvenes más atrevidos iban a escuchar a Wagner, sino
también viejos bujarrones. El Mateo afiló la gracia de su sonrisa y preguntó si
también paraban por allí los Cambas, aquellos hermanos gallegos a los que el Mateo
no veía desde hacía un par de años. Entonces el pianista de la cara de bizcocho
entendió todo.
—¡Qué! ¿No te han pagado todavía?
El Quico le advirtió al Mateo que arreglase el asunto cuanto antes. Había que
cuidarse de los Cambas, dos hermanos gallegos con la boca muy abierta. «Chivatos,
se dicen anarquistas pero, por menos de una peseta, abandonan trinchera». El Mateo
tuvo en cuenta la indicación del Quico. Por eso, su primera noche en Madrid se puso
en el café que hay en la plaza del Progreso, junto a una vaquería.
—No, no me pagaron —contestó el Mateo—. Pero tú no les digas nada. Tan sólo
les comentas que ando buscándolos.
—Suelen pasar a última hora, a la una de la mañana.
—¿Y el Antonio Apolo?
—Hace que no lo veo, la tira. Desde que lo entraron en el abanico.
—Pero, al final, salió, ¿verdad? —preguntó Mateo, enmascarando su interés con
un sorbo de café—. Eso es lo que dicen, pero yo no lo he visto.
Dos años atrás, durante una de sus estancias en Madrid, a cargo del Quico, el
Mateo conoció a todos. Fue por mediación de un joven extremeño, Antonio Apolo,
cuando el Mateo entró en contacto con los Cambas. El Quico iba a sufragar los gastos
de un periódico de esos que la gente de orden denominaba «de ideas avanzadas», y
que tenía, como fin, estimular la incorporación a filas de futuros revolucionarios. La
redacción quedaba en la calle Fomento y el periódico se titulaba El Rebelde. Y allí
que se presentó el Mateo, con un paquete de monedas atadas y una idea en la cabeza.
En cuanto se echó mano al bolsillo, la idea ganó capacidad en lo que a transmisión se
refiere. Y lo de preparar un atentado contra Maura se convirtió en asunto fácil. Como
tapadera pusieron la propaganda y colocación de las obras que publicaba la Escuela
del Quico. Un trato comercial, a ojos vista de la policía. Los libros a cuenta eran del
Reclus, del doctor Lucien Henault y de Charles Malato, libros que ni se devolvieron
ni acreditaron su colocación. Pero eso al Quico le importaba poco, y menos aún al
Mateo, aunque lo disimulaba.
—Mira tú que fue chica, la que le cayó al Apolo por lo del Maura —añadió el
pianista, mientras relamía el azúcar del fondo de la taza. Sobre el escenario, su
compañero hacía maullar el violín—. Mira tú que fue chica.
—Déjate de puñetas, peor fue la del Artal. Un crío, buen chaval, que todavía anda
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pudriéndose en el penal de Ceuta.
—Qué me vas a contar, mira tú, que ni los toreros se acercan tanto.
La puerta se abrió y un hombre, envuelto en un traje oscuro y salpicado de lluvia,
entró en el café. Se trataba del mismo que el Mateo había visto en la barbería, a la
mañana, y cuyos labios presentaban el aspecto del pulpo crudo sobre el merengue
recién aplicado de la espuma. «Márcame patilla». Cuando pasó por su mesa, el
pianista bajó la cabeza y sus mejillas se pringaron con el aceite de la vergüenza. El
Mateo, con la taza en su mano, plegó el cuello y apretó los ojos, como si así pudiera
contener el dolor. Y sopló el café. Pegó un sorbo y volvió a interesarse por el Apolo.
«Hace más de un año que le soltaron, eso tengo oído». Y dejó la taza sobre la mesa y
con disimulo de su mano acomodó el dolor de la entrepierna.
Tal como habían acordado, el Quico mandó los libros donde el Apolo. A los
pocos días de recibirlos, vino el cheque y, a continuación, la visita de un hombre con
los barrenos de dinamita. «Aquí traigo las velas». El hombre dijo llamarse Ceferino
Gil y ser riojano, además de anarquista. A continuación fue detenido, junto con el
Apolo. La cosa no le pintaba bien al Quico, que siempre sospechó del chivatazo. Por
lo mismo, cuando entraron al Apolo en el abanico, el Mateo tuvo que regresar a
Madrid para componer el asunto. Esta vez no llevaba monedas atadas, sino un talón.
Así que el Mateo quedó con uno de los Cambas, el más espabilado, un gallego de
buena planta con el brillo impostor en sus ojos morenos. El lugar de la cita fue una
horchatería de la calle Alcalá, donde el edificio de La Equitativa, no tenía pérdida. El
Mateo llevaba un talón por doscientas pesetas. Más que generosidad del Quico,
aquello era la compra de su silencio. Y como el Apolo estaba recién entrado y su
mujer, la Felisa, no tenía quien la cubriera, con el talón que el Julio Camba llevó a la
Felisa, no sólo tapó su boca, sino también la del Apolo, que cumplió condena con los
cuernos astillados pero guardando silencio.
«Los Cambas y el Apolo», le había repetido el Quico, como si aquel dato,
envuelto en el papel de la aprensión, formase parte de las instrucciones. «Tienen que
saber que andas por Madrid, buscándoles. Que no se encuentren contigo de sorpresa.
Sospecharían del atentado y nos aguarían la fiesta». Y así hizo el Mateo, el mismo día
que llegó a Madrid, dejándose ver en el café del Vapor, donde un joven andaluz con
cara de bizcocho aporreaba las teclas de un piano y otro, taciturno, hacía maullar de
necesidad las sonoras tripas de su violín. Dando las ocho y diez, con los primeros
compases de unas valquirias flamencas, el Mateo se marchó. Afuera, la lluvia había
cesado y el resuello de las cloacas llegó como un golpe a su nariz.
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Por mucho que hubieran venido policías del extranjero a Madrid, y por más que unos
detectives ingleses controlasen la seguridad de la familia real, de un momento a dos,
podía ocurrir. Si en París, un año antes, no pudo evitarse, en Madrid no iba a ser
menos. Lo que para unos era música, para otros seguía siendo ruido. Sin más
apreciaciones, aunque un tanto deslumbrado por los reflejos de los sables y de las
bayonetas que presentaban sus consabidos respetos a los recién casados, el teniente
Beltrán tomó posición. Recostado sobre los maceteros de la barandilla, examinó el
panorama con los ojos bañados en el plomo de una pesada desconfianza. El sol
apretaba de firme y la cabeza del teniente Beltrán era lo más parecido al motor de un
automóvil, siempre al límite de revoluciones y temperaturas. Al fondo de la iglesia,
todavía quedaban los infantes sodomitas, los príncipes cornudos, los ministros
triperos, las intimidades constipadas bajo las faldas escocesas y el goteo de
uniformes, cruces, entorchados y galones que iban saliendo de a poco.
Sonaron rotundos los vivas, roncas las salvas y, entre tanto alboroto, el teniente
Beltrán apreció el portazo. Cuando vio al rey por el ventanuco de la berlina de gala,
todo él rematado por un surtidor de plumas blancas, el teniente Beltrán se puso en
marcha, aligerando el paso, tal como le había consignado el Cojo en persona, la
misma tarde que se hizo oficial el enlace. El Cojo había trazado su plan a toda prisa,
sobre un papel sucio de café, tomando los lamparones como referencia para la
carroza real. El teniente Beltrán iba a ser el encargado de adelantarse a ella, a pie y
cuando la comitiva viniese de regreso. Tenía que seguir el paso del coche de los
cuarterones de oro, también llamado de respeto, por ir vacío. Así que, sin más, el
teniente Beltrán tomó posición, dejando a la vista el cuero sudado de la cartuchera. Y
con los dedos tamborileando en la culata de la pistola, avanzó al estribo derecho del
coche de respeto, tal como había ordenado el Cojo.
Delante de él, iba el coche ocupado por doña Virtudes, su yerno y su nieto,
angelito. Y detrás del coche de respeto, rodaba el coche real, la berlina de gala
rematada en su techo por la reluciente corona. Dentro iban los recién casados.
«¡Vivan los reyes de España!». «¡Vivan!». El clamor popular ensordecía el repiqueteo
de campanas. Un oleaje de cabezas, sombrillas y pañuelos, todo ello coronado por la
espuma de los abanicos, amenazaba con inundar el paso de la comitiva. La hilera de
guardias mantenía el cerco a golpes de culata. Se lanzaban al aire los sombreros y las
flores, también los pañuelos, y hasta hubo quien arrojó prendas de vestir y paños
menores. Las filas de soldados contenían la variada multitud que estrujaba el camino.
«¡Abran paso!», ordenaba el teniente Beltrán, al tiempo que seguía a la comitiva
con la pistola pegada a la mano. «¡Abran paso!». Aquello no era más que el aperitivo.
Ya llegaría el postre, un pastel de seis pies de altura y trescientos kilos de peso en
bizcocho inglés. El caqueval lo llamaban. Como para chuparse los dedos. Mandado
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hacer de encargo en la mismísima Inglaterra, tierra de la recién casada que, al ser
hembra golosona y de tripita magra, se le hacía la boca baba con sólo acercarse a
palacio. Al teniente Beltrán también, pues, aunque fuera de gustos salados, nunca
despreciaba una buena crema si venía regada con licor. Con la cabeza al límite de
revoluciones, le vino la resonancia de la última vez que puso en marcha la máquina
intestinal. «Como pa no acordarse», masculló, mientras marcaba el paso del coche
fantasma, también llamado de respeto. «Como pa no acordarse».
La cena le vino interrumpida por uno de esos encuentros que, de forma
inconsciente, condicionan la existencia de un policía para el resto de su vida. Era
noche estrellada y chispeante, con olor a canela y barquillo. Ambiente festero. El
vecindario se engalanaba para saborear la víspera del enlace y el teniente Beltrán
salía a cumplir con su tarea. El Cojo le había asignado montar la guardia en los
Jerónimos, desde la medianoche, para luego empalmarla. Como al teniente Beltrán le
quedaba todavía una hora, llevado por cierta apetencia gastronómica, se acercó a lo
de la Concha para llenar buche. Así que, saliendo de su despacho va dándose un
paseo hasta lo que era el antiguo callejón de los Gitanos, que es donde quedaba la
taberna. Un lugar indecente y que en las madrugadas se infectaba de periodistas sin
noticia, chipichuscas plantadas por algún torero y demás fauna de mala nota.
Aún no sabe a ciencia cierta el porqué de su gloria, pero lo cierto es que no hay
amanecida en Madrid en que las mesas de lo de la Concha no estén a rebosar. «¿Qué
va a ser?», le pregunta el camarero mal encarado, un chulainas flaco como raspa de
sardina. Mirándolo bien, lo de la Concha ofrecía más repulsivos que hechizos.
Dejando a un lado el trato personal, sólo había que atender al suelo y escuchar las
cucarachas crujir bajo los zapatos; dejar caer la vista y asquearse con los salivazos
que hacían patinar a los beodos. Sin embargo, no hay madrugada en la que el local no
esté atiborrado con gente de pie, esperando mesa libre. Entre sus especialidades
destacaban las judías con pimentón y chacina, las sopas de ajo choricero y, sobre todo
lo demás, los pajaritos borrachos. Los citados pajaritos eran bocado para paladares
exigentes, como el del teniente Beltrán que, de vez en cuando se daba el capricho.
«¿Qué va a ser?».
El teniente Beltrán se queda con ganas de llamar al orden al camarero mal
encarado. Sin embargo, llevado por el apetito de la andorga, que no por el de la
guerra, pide un plato de judías pintas que, bien mirado, es forma prudente de empezar
la guerra. El teniente Beltrán ya arreglaría cuentas, sabía que en esos momentos no
era él quien tenía la cazuela por el asa y, por lo mismo, le podía venir un vengativo
gargajo en el plato. Después de cenar le llamaría al orden, le conocía bien. Era un
chispero que antes trabajaba la herrería en la estación de la Guindalera, uno de tantos
que, al cerrar los tranvías de mulas, se tuvo que buscar la vida, a lo que saliera. Y
ahora, aunque seguía empleado como herrero, las más de las veces ejercía de soplón.
Tras las judías, llegaron los pajaritos borrachos, un plato exquisito que el teniente
Beltrán comía cogiéndolos por el pico y cortando con los dientes muy cerca de los
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dedos. Los masticaba con rapidez, llenándose la boca de jugos. Y en ésas estaba, con
el pico entre los dedos, cuando vio a los dos hombres entrar. A uno le conocía ya.
Tanto, que el teniente Beltrán se le sabía al dedillo. Mandíbula cazurra, cara grana y
ceja espesa. Se llamaba Isidro Ibarra y era habitual de las casas de comidas del
centro. Remangado hasta los codos, igual le pegaba de cucharetazos a un plato de
judías pintas que repetía cazuelas de callos sin dar digestión al estómago. Hombre de
ideas avanzadas, había salido del abanico hacía bien poco y ahora trabajaba de
inspector de tranvías en la maquinilla de Cuatro Caminos. Le entraron el pasado año,
cuando lo de las revueltas por el hundimiento del tercer depósito y las barricadas
proletarias encendiéndose por todo Madrid. El teniente Beltrán fue llamado a sofocar
la rebelión. Su nombre, junto con el del coronel Elías, saltaría de nuevo hasta la
opinión pública, que le tacharía poco menos que de criminal, debido a las formas
empleadas a la hora de reducir las hordas de trapos negros y la rabia genital con la
que los obreros protestaban.
El otro hombre, que aquella noche acompañaba a Isidro Ibarra, tenía una de esas
caras capaces de pasar desapercibidas en todo momento. Lo que más llamaba la
atención era su ropa. Vestía con cierto empaque teatral, de etiqueta y chistera, igual
que si fuese a participar en la cuarta del Apolo o en alguna otra función a deshoras.
Se sentó con el Ibarra al fondo, en la mesa que había pegada al cartel de toros. Mayo
1902. Función Real. El anuncio de la corrida con la que Madrid festejó la mayoría de
edad de Alfonso XIII. Bombita, Machaquito y Lagartijo. Y allí mismo, bajo el cartel,
Isidro Ibarra y su acompañante se pusieron con sendos platos de judías, dándose a lo
que el teniente Beltrán denominaba: «una orgía intelectual proletaria». Remangado
hasta los codos, el tranviero le pegaba de cucharetazos a un plato tan grande como
una plaza de toros. Comía con los ojos en blanco y, de vez en vez, y con la mayor
naturalidad del mundo, se desataba en un eructo de gratitud ante la comida. Sin
embargo, su acompañante, aunque grandote también, conservaba ciertas maneras, las
mismas que se aprenden en el ejército o en el penal, y que son resultado de una
disciplina. Codos a los costados, boca cerrada para masticar, etcétera.
Cuando el Isidro Ibarra se dio cuenta de la cercanía del teniente Beltrán, agarró un
cuchillo y, con la misma punta, se empezó a hurgar los dientes. Y con cierto disimulo
le dijo algo a su acompañante que, presuroso, se bajó el ala de la chistera y giró su
cuello. Desde la otra esquina, las pupilas de plomo se clavaron en el antifaz de
sombra que le cubría la cara, y que no dejaba reconocer bien sus ojos. Isidro Ibarra
palmeó, llamando al mozo. Con urgencia pagó la cuenta y se largaron. Entonces, el
teniente Beltrán, con la servilleta atada al pescuezo y el pico de un pajarito entre la
grasa de los dedos, se apresuró tras ellos. Llegando por donde La Equitativa, el
tranviero volteó. Al ver que el teniente Beltrán les seguía, le dio un toque al de la
chistera y aceleraron marcha. Al alcanzar la Puerta del Sol, se separaron. El tranviero
cogió por Montera. El de la chistera siguió por Arenal. Llegando a la altura del
Eslava, apretó el paso. Aunque pesado y corpulento en apariencia, corría con una
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ligereza que se las pelaba. El sombrero de copa era igual a una chimenea brillante,
tirando calle abajo. Y tras ella, y con la servilleta atada al cuello, el teniente Beltrán
iba que echaba humo.
Llegando a Bailén, dobló Mayor arriba y, por donde Capitanía, la chistera y su
dueño fueron tragados por las sombras cómplices de la ciudad. Y así fue como
desapareció de su vista. A tales alturas, el teniente Beltrán tenía los pulmones hechos
hojaldre. Todo había ocurrido esa misma noche, antes de la guardia. Horas después, a
plena luz del día, el teniente Beltrán le volvería a ver de nuevo, en el mismo sitio
donde le había perdido, como si se tratara de una aparición, o mejor, como si alguien
jugara al juego de quitarle y ponerle pero sin cambiarle de sitio ni de chistera,
rellenando así un retablo pueril donde el alumbrado no llega nunca a encenderse. Y
de la misma manera, el teniente Beltrán le volvería a perder de nuevo, tras la
explosión, cuando el humo y la sangre nublaban la vista.
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Según las instrucciones recibidas, el Mateo tenía que informar al enlace de todos sus
pasos, así como dar cuenta de cada novedad o alteración en el plan. «Una célula de
apoyo en la que sus miembros no están trivialmente conectados», le dijo el Quico.
«Ésa es la única manera de que pase desapercibida». Luego, en su mismo tono
científico, el Quico le seguiría explicando que, de esta forma, al estar así relacionados
los miembros de la célula, son sensibles a cualquier tipo de cambio. «Desde fuera, es
imposible abortar el funcionamiento de la célula pues, la célula, es como si no
existiese a los ojos de la policía y de sus chivatos». Luego, el Quico le recordó lo que
pasaba en Madrid según recuentos, y que, de cada tres personas reunidas, dos eran
policías y uno chivato. «También hemos de contar con las adversidades climáticas —
subrayó el Quico—, y siempre resulta sospechoso un hombre esperando bajo la
lluvia».
El lugar elegido era un sitio cubierto, al principio de la calle Alcalá, y que todo
Madrid conocía como la horchatería de Candelas. El mismo sitio donde el Mateo
quedó con el Camba, dos años atrás, para pagar arreglo por lo del Apolo. Además era
el local donde trabajaba la camarera que llevaba un reguero de pólvora por cabello, la
misma que le había parecido ver a la mañana, en el andén de la estación. Según
instrucciones del Quico, el del enlace estaría en la horchatería las medias horas de las
horas pares, a partir de las ocho de la tarde y hasta media hora más de la medianoche.
«O sea, ocho y media, diez y media y doce y media», le atajó el Mateo al Quico, con
cierta impaciencia. Así que, dando las ocho y media, bajo las luces confusas por la
lluvia, el Mateo entró en la horchatería y se quitó el sombrero.
Caminaba como si no pudiera domar el dolor íntimo. El tintineo de los vasos y el
cascabel de las risas se le pegaban a la ropa con un sudor frío. Atravesó nubes de
humo hasta llegar al mostrador, donde dejó su sombrero y pidió un vaso de horchata
que bebió de pie y sorbiendo en pajita, a la vez que lanzaba miradas a la redonda.
Siguiendo las instrucciones del Quico, la señal visual consistiría en algo tan común
como un periódico. «Pero cuidado, no un periódico cualquiera, Mateo —le advirtió el
Quico, antes de darle el nombre—. Se trata de un periódico de come-curas, se trata
de: El Motín». El Mateo cortó una sonrisa con el cuchillo de sus labios, como dando a
entender lo acertado que había estado el Quico en cada uno de los detalles.
A partir de ese momento, sus ojos claros navegarían sin cesar, bordeando todas y
cada una de las mesas, mientras las bujías rebotaban en los espejos como relámpagos
en cielo de tormenta. Al final, los ojos del Mateo arrumbaron en la mesa más turbia,
la del rincón, donde había un hombre de bigote espeso y mejillas como brasas. Estaba
arremangado y con la visera echada hacia la nuca. Con los codos sobre la mesa leía
un periódico. De vez en cuando, se llevaba la mano hasta la cazurrería de su
mandíbula y miraba a un lado y a otro del local. Sus hechuras contrastaban con las
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del hombrecito sentado a la mesa de al lado, de tan pequeño pongamos que raquítico.
Tenía ojos de sapo y poco más. El Mateo volvió al hombre que leía, arremangado y
con los codos sobre la mesa. Hubo un momento en que levantó el periódico y
entonces el Mateo alcanzó a leer la cabecera: El Motín. Entonces, el Mateo dejó el
vaso en el mostrador y, con el sombrero entre los dedos, fue hacia allí. Cuando pasó
por la hilera de las mesas del centro no pudo evitar el roce de la camarera rubia. Y le
lanzó su sonrisa imitadora, prieta entre unos labios tan finos que resultaban
dolorosos.
Para reconocer al del enlace, el Quico le señaló al Mateo que hiciese una pregunta
concreta. «¿Sería usted tan amable de darme la hora?», por ejemplo. Y si la respuesta
se daba abstracta, entonces no había duda, se trataba del enlace. Así que el Mateo se
acercó al del periódico y le preguntó la hora en voz baja, arrastrando las palabras
como si temiera dañarse los dientes con ellas. Y fue entonces, cuando el hombrecito,
pongamos que raquítico, se levantó de su silla con un brinco de rana y, así, se puso en
el suelo, alzando sus ojos de batracio hacia el Mateo. «Color violeta. Hip. Camaleón
hip, hip mineral», soltó de golpe, al igual que si tuviera la boca llena de cristales.
Y sin dar tiempo a más, el de las mejillas como brasas enrolló el periódico y,
como diciendo «cuidado conmigo», amenazó al borracho que se hacía pasar por sapo.
«Color violeta. Hip. Camaleón hip, hip mineral». Pero éste no se amedrentó hasta
conseguir lo que quería, un puntapié que le desplazó hasta la hilera de mesas que
había al centro. «Color violeta. Hip. Hip, hip».
—Anda y ve a la casa a dormir la curda —le advirtió, con todo su vozarrón, el
hombre de las mejillas coloradas—. Y no molestes.
El Mateo asistía a su cometido con asombro. Sus ojos reflejaban las ganas que
tenía de evadirse del momento. Sin embargo, el vozarrón le detuvo:
—Me llamo Isidro Ibarra, usted disculpe —le dijo al Mateo, tendiéndole su mano
de dedos iguales que tripa choricera—. Me llamo Isidro Ibarra y usted debe de ser el
que viene de parte del Quico, de Barcelona.
El Mateo apretó los labios y los bigotes se le ciñeron a la boca. Hizo un esfuerzo
para estrecharle la mano.
—No te preocupes por éste. —Señaló al hombrecito de los ojos de batracio—. Es
un pintor cornudo que anda borracho. Tú, ni caso.
Después de las presentaciones, el tal Isidro Ibarra se ajustó la visera, ciñendo su
talento, e invitó al Mateo a compartir mesa. Y estaban recién sentados, cuando
apareció un hombre de aspecto extranjero y con el pelo como hilaza. Venía
acompañado de otro tipo, flaco también y con el rostro afilado y los ojos verdosos.
Isidro Ibarra hizo las presentaciones. «Aquí el Polaco, aquí Paquito Coperfil y aquí
un amigo que viene de Barcelona y es anarquista». El Mateo simuló una sonrisa que
parecía cortada a golpe de hacha.
—Anarquista. Hip. Yo no me uniré jamássss, a la causa. Hip. Propaganda por
helecho. Hip. Juajua. Por helecho —saltó el pintor cornudo con la boca llena de
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cristales.
—Que te calles, ya, Francisco Goya y vete a la casa a pintar cuadros. Que aquí
tenemos que pintar asuntos importantes —le regañó el Isidro Ibarra con las mejillas
subidas de tono.
—Hip. De color violeta. Hip. Violeta.
En esos momentos, el Mateo era lo más parecido a un espectro al que hubiesen
herido con el cuchillo de la realidad. Fue la voz de la camarera rubia la que le sacó
del lienzo. «¿Qué va a ser?».
—Chevecha, hip —saltó el pintor de los ojos de batracio, levantando el dedo
índice—. Una chevechita, hip.
Por vincularse de nuevo al grupo, más que por apetencia al refresco, Mateo
Morral pidió horchata. El Isidro Ibarra y el tal Coperfil pidieron cerveza. Y el Polaco
pidió un tinto con sifón, de carrerilla y marcando mucho el acento, como si lo hubiese
aprendido en algún manual de gramática. Cuando la camarera rubia fue a por el
encargo, las cejas de Morral se levantaron de asombro ante el proceder de los
elementos de la célula, distraídos ahora en gulusmear, a través del espejo, todas las
promesas que unas nalgas contenían. La camarera llevaba el pelo recogido en una
trenza de mecha rubia que le llegaba hasta la grupa, y que hipnotizaba los ojos
presentes.
—Mare mía. —Apuntó el Paquito Coperfil.
—Anda al cuidao con ella, que esa gachí anduvo liada con el Cojo —le comentó
el Isidro Ibarra al Mateo, bajando la voz hasta la confidencia cerda—. Mucha mujer
pa un hombre al que le falla la pierna. —Y se llevó la gorra a la nuca, desatando su
talento. Y, ceñudo, carcajeó con estruendo. Después de la broma, el Isidro Ibarra
propuso una adivinanza—: A ver, o teta brava y de pezón rugoso, o liso y llano y
espontáneo. A ver, se admiten apuestas.
El Polaco se inclinó por la primera opción. Para él no había duda alguna, la
camarera rubia pinchaba el uniforme, dijo, pronunciando las erres como si fuesen ges,
produciendo un efecto de lo más cómico aunque al Mateo le pareciese lo contrario.
Pasatiempos aparte, el Mateo se mostraba tenso. Inclinó su cuerpo y se llevó la mano
a la cintura, como si con el solo roce de los dedos calmase su enfermedad secreta.
Desde el suelo, el pintor seguía croando:
—Por helecho, hip, no soinarquista, hip, por eso soinchatable. Hip —farfullaba,
intentando decir «Intachable, no soy anarquista y por eso soy intachable».
Entonces el tranviero se rascó la mejilla, que sonó áspera, como si en vez de piel
tuviera lija:
—Haz el favor, Francisco Goya, y vete a la casa. Que no te lo tenga que decir
más veces. O qué pasa, que el español es ahora una lengua muerta y prefieres que te
lo diga éste en catalán. —Y señaló al Mateo.
Los espejos retrataban el conflicto, de frente y de perfil. Afuera se cerraba la
noche y el rostro del pintor era igual al de un sapo que se repetía desde los distintos
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ángulos del local. Entonces vino la camarera rubia, y sólo tuvo que cerrar los dedos
sobre el vaso de horchata, al ir a servirlo, para estimular las babas de los allí
presentes. Poco después, se montó la bronca. Fue cuando la camarera rubia brindó al
respetable todas las promesas que hacían temblar la carne de su falda y las manos del
pintor palparon más de la cuenta. No contento, el de los ojos de batracio se puso
cargante y, en su descargo, vino a decir que, si algún día tenía dinero y la fama le
sonreía, no iba a tener necesidad de cambiarse de acera, que a él le gustaban las
mujeres.
—Y no como otros, hip, que les gustan sólo por guardar aparien… hip… cias.
El Mateo respiró por la boca y un ramo de venas marcó sus sienes. Entonces,
como obedeciendo a una inspiración súbita, sin mediar palabra, el Isidro Ibarra tuvo
su arranque bracero. Y agarró al pintor por las solapas y le reprendió:
—Sepa usted, que este hombre —señalando de barbilla al Mateo— nos viene de
Barcelona y tiene más de cinco duros y sigue siendo anarquista. Y yo, aun sin dinero,
sigo siendo un hombre.
—Hip. No me disimulesss hip que en el abanico te lo rompierooon. Hip.
Fue al decir esto que, el pintor batracio, disparó una salva de perdigonazos por la
boca, aperitivo de lo que vendría después, cuando Isidro Ibarra le levantó en vilo,
dejándole con la cabeza próxima al ventilador y las puntas de los pies cada vez más
lejanas del suelo. Entonces, de dos arcadas, el pintor desaguó todo, esparciendo
gamas de color que iban del pimentón al vino tinto.
—Joer, qué asco. Llévenselo a la Casa Socorro. —Isidro Ibarra, soltándole de
golpe. Plam. Al suelo.
A la sazón, el Polaco y el Paquito Coperfil se remangaron con urgencia para
oficiar de enfermeros. Y fue al ir a agacharse, que al tal Paquito Coperfil se le
rompieron los pantalones por donde más cruje. Un sonido escabroso y empinado que
abochornó las orejas del Mateo, poniéndoselas del mismo color que la sobrasada. En
contraste, su cara se había puesto pálida, como la de las figuras de cera. A todo esto,
el pintor seguía tirado en el piso, revolviendo las sombras de su propio vómito en una
muestra efímera de lo que es el arte, pues no tardó en llegar la camarera rubia con el
cubo de serrín.
—Este tío no ve na más que jilgueros. Qué digo yo jilgueros, este tío no ve más
allá de sus propios cuernos —refunfuñó el Isidro Ibarra, con mucho gesto de brazos.
—Está borracho —consiguió decir el Mateo, con la voz igual a la de un hombre
torturado que, para respirar, abre la boca.
—Con más razón —protestó el Isidro Ibarra.
—La muerte, hip, nunca podrá estar legitimizada, hip, por ideas políticas —
apuntó el pintor, llevado a hombros entre el Polaco y el Paquito Coperfil.
Mateo intentó decir algo también, pero lo sujetó con el filo de sus labios. Le
volvió el rapto de rigidez que acusó en la cintura. Y se echó la mano a los riñones.
—Paga la cuenta, que nos damos el piro —le ordenó el Isidro Ibarra con todo el
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cazurreo de su mandíbula.
Afuera la noche venía caliente y, al doblar la esquina, por donde La Equitativa,
les llegó el aliento de un perro enfermo.
—Las putas cloacas, desde que levantaron el edificio, menuda peste —refunfuñó
el Isidro Ibarra, con una mano en la boca y la otra en la bragueta—. Espera, que voy a
cambiar el agua a las aceitunas. —Y así, se desabotona, y se pone contra la fachada
de La Equitativa—. Joer, menuda peste.
El Isidro Ibarra hace circulitos mientras orina y el Mateo se fija en el detalle, a la
vez que se aproxima hasta él. Va con la mano ajustada en la boca, como una
trompeta, que le pone en la oreja al Ibarra. Y cuando el Mateo le suelta que no va a
atentar en la iglesia, el sonido espumoso se corta de golpe y hasta las cucarachas
huyen despavoridas. La luna llena del reloj de La Equitativa marcaba las diez y media
de la noche.
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Hasta entonces, el último milagro había ocurrido el año pasado en París, a la salida de
la ópera cuando, al ir a adentrarse en una calle oscura, retumbaron los bajos de su
carroza. «Gajes del oficio», parece ser que dijo un joven Alfonso XIII, mientras se
componía las ropas tiznadas de pólvora. Aquello se contaba por Madrid como si se
tratase de una gracia.
El pueblo reducía su mitología a Cristo, a la Virgen, a algunos santos festeros y a
la familia real que, desde no sé sabe cuándo, había sido elevada a la categoría de los
dioses. Y ahora había quienes, no contentos, oscurecían de sangre el viejo cuento.
«Propaganda por el hecho», lo llamaban. Y el teniente Beltrán había sido el
encargado de contenerla. Desde aquella reunión mantenida con el Cojo, haría cosa de
dos meses, no sólo habían perdido valor sus galones y su voz de mando, sino también
su posición en el Cuerpo. A partir de ahora, cualquier inspector le podía dar órdenes.
A partir de ahora, en cualquier momento, la más pequeña negligencia se convertiría
en excusa para su cese.
Lo ocurrido en París, justo un año antes, había afianzado aún más la inmortalidad
de Alfonso XIII. Buby se había convertido en un pequeño dios al que el fantasma del
anarquismo, pretendía asustar sin éxito. El rey, además de la fidelidad del ejército,
contaba con la fidelidad de su Guardia Real y de todos los serenos y soplones, a los
que había que sumar la Policía Montada, cuerpo creado por el Cojo para justificar los
dineros invertidos en una partida de yeguas. El citado organismo equino lo dirigía
gente de confianza, criada en caballerizas reales. En su visita a Francia, el rey no
contó con tanta seguridad como la desplegada en Madrid por aquellos días. Además,
poco o nada podían hacer los anarquistas ante un rey con baraka. Según providencia,
Alfonso XIII había nacido con privilegios de Dios. Y ante tal asunto no existe pólvora,
ni química, ni nada que se le parezca, a la hora de tumbarle. Lo demostró cuando
chico, cuando a punto estuvo Buby de morirse por las fiebres. Y lo reafirmó en París,
el año anterior. «Gajes del oficio».
Por no hacer asco al presidente de la República francesa, el joven monarca había
asistido a la representación de Sansón y Dalila, en la Opera de París. Malditas las
ganas, pues Alfonso XIII arrastraba una resaca de órdago y lo último que le apetecía
era escuchar música. Para él, aquello no era más que un teatro donde los actores
cantaban como si les estuvieran degollando. No había heredado la afición de su padre
por el género operístico. Pasada la media noche, acabó el espectáculo y el rey, todavía
algo aturdido por los excesos del día anterior, se subió a un coche descubierto para
regresar al Quai d’Orsay. Le acompañaba su anfitrión, monsieur Loubet, presidente
de la República.
El joven monarca iba reconstruyendo las escenas que le habían llevado a tal
resaca; la velada con la gallega en el Weber’s y los pechos suculentos que le hicieron
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recordar las antiguas bomboneras de palacio; aquellos estuches siempre dispuestos
sobre el piano de su tía Isabel, la Chata. Volviendo a la noche anterior al atentado, el
rey pidió champaña y la gallega solicitó un vaso specialité de la casa que, por el
color, el joven monarca dedujo que se trataba de cerveza. Cuando la gallega acercó su
boca al oído del rey y le dijo lo que era, a éste se le clavó la nuez en el botoncillo del
uniforme. Lo que pasó después, es lo que suele pasar cuando se encienden dos
temperamentos verriondos. La gallega, mujer experimentada que había desgastado
los colchones de algunos aristócratas, tiró del mantel, provocando un gran estruendo
de cristalería. Acto seguido, aplastó sus nalgas sobre la mesa y dejó caer las piernas
sobre los hombros del joven rey, que sorbió a buches cortos. Ella relinchaba como
yegua disfrutona, vaciando las inquietudes contenidas en su pilón.
A la Bella Otero, mujer gallega de sexo inflamado como tripa de gaita, le subía
las fiebres el aliento del joven rey. Cuando introdujo sus dedos, se escuchó el
chisporroteo, lo más parecido a una sartenada de pajaritos fritos puesta al fuego alto.
El joven rey se los llevó hasta la nariz, y aspiró con exquisito refinamiento el perfume
histórico que toda mujer guarda en sus entrañas. Y con estas cosas iba el joven rey
acomodado en la carroza, componiendo los fragmentos de la noche anterior,
magnificándolos en su cabeza borbónica cuando, al adentrarse en la Rué Roñan, justo
en el momento de doblar a la de Rívoli, escucha otra vez silbar. Es el aviso. De
inmediato llega la detonación. De los salones de alto copete, la historia había saltado
a las calles y ahora se contaba en los insomnios de las tabernas de todo Madrid.
Había ido a París a buscar novia y se encontró de frente con la sombra de un
fantasma que le arrancaría el sueño de cuajo. Aquella noche, a la salida de la ópera, la
pesadilla del anarquismo se le pegaría para siempre al lienzo de los calzoncillos. Por
mucho que Buby intentase disimularlo, el miedo también lo sufren los dioses aunque
no les esté permitido confesarlo. A partir de entonces, su futuro asomaría lleno de
imprevisibles emboscadas. Justo un año después de aquello, el presagio de que muy
pronto iba a adjudicarse otro milagro, puso las tripas de la policía a funcionar antes
de tiempo. «Eso es como limpiarse el culo antes de cagar», apuntó el teniente Beltrán,
en el despacho del Cojo. «Y discúlpeme, su excelencia, pero así lo pienso».
Sin abandonar la plasticidad de su discurso, el teniente Beltrán fue poniendo otros
ejemplos. Le intentó explicar al ministro que un fanático, dispuesto a morir, es
siempre el mejor método para eliminar a un rey, cuando un rey se exhibe en público.
—Pero hay tan pocos que estén dispuestos a arriesgar su propia vida que, de esos
pocos, sólo hay que preocuparse lo suficiente, no sé si me explico, su excelencia.
—Sí, hombre, que la mayoría de los anarquistas son ateos aunque parezcan
cristianos —soltó el Cojo.
Y fue añadir esto y, con el mismo dedo, sobre un papel salpicado de café, ponerse
a trazar el plan. «Arenal, Sol, carrera de San Jerónimo». El Cojo enumeraba las calles
por donde pasaría la comitiva. Con la voz ronca de oporto, iba refiriendo las horas y
las posiciones, concentrando la mayoría de los efectivos en la iglesia y salteándolos
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en el trayecto. Al teniente Beltrán le tocaba hacer doblete. «Guardia en la iglesia y
escolta para el coche de respeto, a la vuelta».
—Vamos a ver, la única forma de anular un atentado es adelantarse a él. No sé si
usted no me entiende o yo me explico, su excelencia —le contestó el teniente Beltrán,
de seguido, levantando el pescuezo, y poniendo a la vista la matraca obsesiva de una
nuez que pinchaba a los ojos.
—Sí, claro, lo mismo que la víspera de la Coronación —soltó el Cojo, muy
resuelto.
Entonces el teniente Beltrán acusa el reproche y corta, afilando la mueca de su
cara, como si sufriese del hígado:
—Si me permite decirle, su excelencia, aquello estuvo bien planeado. En una
taberna por los Cuatrocaminos hicimos el arsenal y pusimos el cebo. Tiene narices el
regaño. Además de ser cartuchos inservibles se vendieron a buen precio. Trinqué al
Palacios, al Antonio Apolo y al cabrón del Tigre, aunque luego quedase en libertad.
—Y de Francisco Suárez, se olvida usted, Beltrán.
Entonces sus ojos alcanzaron los del Cojo que eran prietos y rasgados, como los
de un reptil que anuncia su mordedura.
—Francisco Suárez, si me permite recordarle, su excelencia, murió de insolación.
Era a mediados de junio y hacía mucha calor. Congestión solar, dictaminó el forense.
—Vaya por Dios, una insolación un tanto discriminatoria. Ni usted ni ninguno de
los guardias que acompañaban al preso la sufrieron, creo recordar.
—Dios es así, siempre castiga a los ateos —y esbozó la mueca, como si no
pudiese completar la sonrisa.
Ante la exposición del teniente Beltrán, el Cojo tuvo a bien decir que eso mismo
pensaba él. Además, como el Cojo era hombre siempre dispuesto a premiar,
gratificaría a los que, al igual que el teniente Beltrán, hicieran doblete. «A la noche,
guardia en la iglesia, por el día, escolta del cortejo». Y con éstas, el Cojo pudo seguir
señalando con el dedo el lugar que correspondía a cada momento. A las nueve de la
mañana saldría la primera comitiva de Palacio. La berlina de gala que llevaría al rey,
a su cuñado y a su sobrino, y que tomaría Bailen hasta Arenal, y de allí cruzaría la
Puerta del Sol, y continuaría carrera de San Jerónimo abajo, hasta llegar a Neptuno.
«En ese momento, más o menos, saldrá la novia del Ministerio de Marina en el coche
de caoba», apuntó el Cojo, como si todo lo tuviese calculado con tanta anticipación.
«Dentro irá acompañada por la reina María Cristina». El teniente Beltrán, con el
plomo de sus ojos, seguía el dedo del ministro. El Cojo trazaba el itinerario igual que
si fuera una lección de escuela. «A la vuelta, el cortejo tomará por Alcalá, cruzará Sol
hasta llegar a Mayor y, de allí, seguirá a palacio».
El Cojo lo reducía todo a algo tan simple como un juego de chiquillos en el que
los traseros más sensibles siempre salían perdiendo. «No hace falta decir que todo
esto es información confidencial». Cuando el Cojo acabó, el teniente Beltrán le
acercó la cara hasta olerle el aliento. Fue directo. Quería contemplar un anticipo a
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cuenta. El Cojo, con arrugas de astucia en el marco de los ojos le dijo que sí. Y sin
apartarle la cara, añadió: «La noche de la guardia, se le adelantan un par de horas
para que pueda cenar y adecentarse». Con la lengua contenida entre sus afilados
dientes, el teniente Beltrán agarró el papel que había sobre la mesa.
La marca que había dejado el dedo del Cojo, y que mostraba el recorrido del
cortejo, se asemejaba a un ocho trazado con mal pulso. Sobre el lamparón de café, la
señal donde se estrangulaban las líneas: la Puerta del Sol. El teniente Beltrán dobló el
papel y se lo guardó en el bolsillo.
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Llevado por el mal humor, le dio la espalda y se acercó a la ventana. Afuera el manto
oscuro del cielo cubría París y el Mateo hizo ademán de abrocharse el abrigo.
—¿Dónde va, mi querido, Mateo? ¿Es que no ve que va a llover? Además, aún no
hemos empezado con la lección. Acomódese. —El viejo Espadón le señaló un sillón
de orejas al que se le salían las tripas de lana, y siguió—: Le iba diciendo, mi querido,
Mateo, que tenemos el hierro y, además de los dineros, y a falta de pan, tenemos
ponzoña verde. —Cogió la botella mediada y se sirvió—. Vert, del color de la
esperanza. —Y alzó su copa, bebió un trago y siguió perorando con el tono épico de
las grandes batallas:
La bomba que vamos a utilizar no es nueva, ya está inventada y es lo más preciso
y letal hasta ahora concebido contra un rey, mi querido Mateo. El primero en
utilizarla fue Felice Orsini, de ahí su nombre. La bautizó contra Napoleón III, a la
salida de la Opera de París. Desde aquel día hasta hoy el mecanismo ha
evolucionado. Para que se haga una idea, querido Mateo, el sistema que vamos a
emplear es el mismo que utilizan los clientes en los hoteles cuando llegan y no está el
conserje. Sabe a lo que me refiero.
—No, bueno… sí, me imagino. —El Mateo ató los libros con una cuerda que
encontró encima de la mesa. Lo hizo como si los fuese a tirar en la primera cloaca
que encontrase abierta.
—Ah, mi querido, Mateo, ya le dije que el saber no embota lanza. —Volvió a
acariciarse su perilla de chivo viejo—. Cuando llegamos a un hotel y no está el
conserje, hacemos uso de ese aparatejo que suele haber en los mostradores y que se
inicia presionando con la palma de nuestra mano.
—¿Un timbre?
—Eso mismo, mi querido Mateo.
Y fue contestar esto y el viejo Espadón acercarse a la mesa, donde tenía la botella
casi acabada. Pero no la cogió. Qué va. Ante el asombro del Mateo, el viejo Espadón
sacó una naranja del frutero y se la arrojó por lo alto. El Mateo la pilló en el aire.
—¡Pólvora! —exclamó el viejo Espadón—. Las peladuras de naranja se utilizan
para hacer pólvora, mi querido Mateo. Pól-vo-ra. ¿Ha entendido?
El Mateo le escrutaba con los ojos a punto de salirse de las cuencas. Entonces, el
viejo Espadón, lanzando una sonrisa paternal sobre él, le cortó el paso.
—Quédese, aún no hemos empezado. Además, está lloviendo. —Y señaló la
ventana—. Ahora viene lo mejor, mi querido Mateo pues, superada la primera
lección, que es la que nos permite hacer uso de lo cotidiano para beneficio de la
revolución y distinguir a un revolucionario de los demás hombres, una vez aclarado
esto, viene lo mejor.
La lluvia repiqueteaba tras el cristal. Afuera, la Rué de Rennes se ofrecía cubierta
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de charcos y el Mateo sostenía una naranja entre sus manos con el cuidado de un
poeta al que las musas acaban de revelar que, más que naranja, aquello es una bomba.
—¿Sabía usted que el hombre es el único animal que tiene el privilegio de beber
sin sed? —El viejo Espadón volvió a la ponzoña verde—. ¿No lo sabía?, pues
siéntese, haga el favor, que ahora viene lo mejor. —Y señaló una silla.
El Mateo se sentó con el atado de libros sobre sus rodillas y la naranja entre las
manos.
—Si combinamos la pólvora con elementos químicos que expandan la carga, el
resultado, mi querido Mateo, será el caldo de sangre que la monarquía necesita. Y si,
en vez de pólvora, hacemos uso de una buena dinamita, envenenada con el aroma de
las almendras rancias, el resultado es un cava exquisito por cada una de sus burbujas.
Se encontraba frente a la figura más venerable de la rebeldía española, don
Nicolás Estévanez, un hombre que había sido masón, parte activa en la Gloriosa,
pieza clave en la República, sublevándose en Andalucía, tomando Linares, batiéndose
en Almuradiel, y peleando como un bravo contra la columna Borrero en la acción de
San Andrés. De él se contaba que, cuando fue proclamada la república y nombrado
gobernador de Madrid, lo primero que hizo fue poner un cartel en su despacho que
avisaba: El GOBERNADOR NO TIENE NI DESTINOS, NI DINERO, NI NADA
QUE DAR. Decían que era tan generoso que siempre que tenía oportunidad lo
demostraba, como aquella vez que salvó la vida a su adversario, el general Bonito,
utilizando su propio coche para ocultarlo y ayudándole a escapar al extranjero. El
viejo Espadón rechazaba la chusma y las pretensiones incendiarias.
—Mi querido Mateo, la idea del orden es una enfermedad que sufrimos los
militares, por eso, el caso más flagrante de desorden que puede darse en un país es el
de poner a la cabeza a un militar para llevar las riendas de lo civil. La idea militar del
orden es puramente material, mi querido Mateo, como materiales son los métodos
que utilizan para llevarlo a la práctica. Palo y tentetieso, es la consigna. Pero lo peor
no es eso, lo peor es el pueblo que hay veces que lo pide. —Tomó un sorbo de
ponzoña y alzando su copa vacía, exclamó—: Vivan las caenas.
Al Mateo le bastaba con escucharle para darse cuenta que aquel hombre llevaría
dentro un soldado toda la vida.
—Por eso, nuestro país, mi querido Mateo, ha sido, es y será la excepción. Los
que piensan que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, se
equivocan de lleno. Sólo hay que darse un garbeo por la historia más reciente de
España para darse cuenta de que esto no es así. —El viejo Espadón soltaba su
discurso con el empaque del que se sabe en lo cierto, acelerando el tic nervioso en los
ojos y alzando su copa vacía, como si aún estuviese llena de esperanza—. La historia
de nuestro país es la historia de la lucha de las clases altas por hacerse por el poder,
mi querido Mateo. Sólo mirar nuestra burguesía, ya sea ilustrada o sin lustre. Cada
vez que ha tenido oportunidad, se ha apoyado en la fuerza del pueblo para conquistar
a la aristocracia zonas de poder. Nunca para transformar la sociedad. Eso es lo que
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pasa cuando el pueblo está desposeído de conciencia de clase, que lo utilizan para
luego venderlo como carne de lidia. Carne de lidia, mi querido Mateo. Carne de lidia.
La lluvia caía sobre París y el viento hacía sonar las tejas como si fuera una
sacudida de huesos. El Mateo tomó aire, dejó los libros a un lado y sacó el
cortaplumas de su bolsillo. Y se puso a pelar la naranja. «Con su permiso».
—Vaya, le veo muy diestro en el manejo de la hoja. ¿Se sabe afeitar solo, o es de
los que necesitan barbero? —El viejo Espadón, socarrón.
Mateo tragó y fue a decirle algo, pero el viejo Espadón no le dejó:
—Ya que tiene hambre, espéreme aquí que voy a traerle algo mejor que la
pólvora para que se le caliente el estómago. —Y se levantó pesado y fue hacia la
cocina.
Al rato apareció con el puchero entre sus manos, burbujeante de sopa. Por uno de sus
bolsillos asomaban dos cucharas de madera.
—Sopa, como corresponde a la gente fina. Tome. —Le tendió la cuchara al
Mateo—. Tome y empiece. Que aunque el dicho diga lo contrario, soy de los que
opinan que, con andorga llena, anda la atención despierta.
El Mateo probó la sopa con la punta de la cuchara y le vino una arcada, como si el
vientre se le hubiese humedecido de asco.
—Vaya, mi querido Mateo, es usted un salvaje.
El Mateo dejó la cuchara, sacó el pañuelo y se limpió las salpicaduras del gabán.
A pesar del tic en el párpado, el viejo Espadón no le sacaba ojo.
—Digamos que es usted un hombre primitivo que sólo gusta de los asados,
digamos, mi querido Mateo, que es de esos que creen que la cocina española está
llena de ajo y prejuicios religiosos. —Y volvió a pegar otro sorbetón a la sopa, igual a
un chivo sediento ante el abrevadero—. Los que, como usted, así opinan, mi querido
Mateo, no ven más allá de su historia más reciente. Pero yo a usted le voy a contar
una cosa que no ha de olvidar, pues el hombre llegó a su refinamiento culinario en el
Neolítico, no lo olvide, mi querido Mateo, cuando descubrió las vasijas y el arte de la
cocción, convirtiendo lo crudo en cocido gracias al recipiente. —El viejo Espadón
con la cuchara señaló el bulto de la pistola, en el bolsillo del Mateo—. Es curiosa la
inventiva del ser humano, mi querido Mateo, cómo es capaz de llegar al asesinato
previo con toda clase de alevosías para poner en marcha su máquina intestinal,
asando cerdos, cochinillos, cabritos, bueyes y venados. Y es curioso como, a eso, lo
denomina arte culinario, mientras que luego se horroriza cuando ha de agarrar un
arma para defender su memoria. Y ¿qué es el arte culinario si no es memoria? Diga,
mi querido, Mateo, contésteme.
Aquel hombre gordinflón, de perilla larga y calcetines a los tobillos, y que ahora
le reprendía cuchara en mano, mostraba autoridad en todo lo que hablaba. La misma
que da el haber caminado descalzo sobre el filo de un sable. «El gobernador no tiene
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ni destinos, ni dinero, ni nada que dar».
—Y puestos a recordar, mi querido Mateo, está usted ante un hombre de su
tiempo que mantiene viva la memoria militar y que aborrece los tribunales. Y que no
quiere cambiar la espada del combatiente por la pluma del escribano de las justicias.
El germen de nuestra destrucción viene incubado con lo de las Jurisdicciones. Hoy
quieren ser juristas hasta los sargentos, y corren tras un despacho, sin darse cuenta de
que corren al matadero. En España andan cortos con el debate, mi querido Mateo.
Cómo se explica que vayan al corral y pongan a las gallinas a decidir con qué salsa
quieren ser cocinadas. Y el pueblo acabe disputando acerca de quién lo ha de reventar
a uno. O los jueces militares, o los civiles. Pues ninguno de los dos, mi querido
Mateo, pero ya que alguien ha de juzgar, pues que sean los civiles, hombres de
entendimiento perturbado por el estudio de las leyes. A los militares que nos dejen la
espada.
El Mateo no le dejó seguir con la letanía. Arrojó la cuchara al cazo y señaló que
se le estaban haciendo demasiadas concesiones al ejército desde el gobierno y que, en
España entera, estaba renaciendo el militarismo. El Mateo puso de ejemplo lo
ocurrido en Barcelona, en el asalto a la redacción del Cu-Cut!, a principios de año,
cuando los militares entraron a saco con la punta afilada de sus bayonetas. Más de un
redactor andaba aún sin poder sentarse.
—Conozco el paño, los oficiales de la guarnición, creyéndose insultados,
atropellaron la redacción del periódico. Ni eso es nuevo, ni es militarismo. Además,
no concibo yo que censuren las violencias de los militares los que más necesitan a los
militares. Lo de la ley de las Jurisdicciones es una forma de civilizar al ejército,
dándole sitio en la mesa de los burgueses, y poniéndoles a soplar cuchara. El
problema de España no es el «militarismo», mi querido Mateo, es el «generalísimo»,
la gran calamidad del ejército cuyas primeras víctimas somos los militares.
El viejo Espadón hablaba con la boca llena, salpicando de calducho a diestro y
siniestro, sin importarle que los fideos saltasen sobre su perilla de chivo veterano. El
Mateo le volverá a encontrar de nuevo, en Barcelona, así y como quien dice el otro
día. El viejo Espadón venía de tapadillo y su intención era embarcarse con destino a
Cuba y hacer parada en Canarias, tierra que le vio nacer. Pero bajo este propósito
había otros dos encubiertos. El uno era traerse de Cuba a hombres con ganas de entrar
en acción. El otro era traer hasta Barcelona la cascara del artefacto. Una soldadura
belga camuflada dentro de una maleta de buena factura y con la que el Mateo viajaría
a Madrid.
Había quedado con él para almorzar en el hotel de Oriente, un hotel de timbre y
categoría donde el viejo Espadón se alojaba. Una mesa para cuatro personas. Las
otras dos personas iban a ser el Quico y el Emperador del Paralelo. Ya en la mesa,
levantaron barricadas de papel y las envolvieron en el olor picante del vinagre.
Asestaron cuchilladas al cochinillo relleno de tomates tiernos y, con aceite tibio,
pringaron el pan de las sopas. A los postres, brindaron por el futuro con el mismo
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cava con el que se escancian los sueños y que enrojeció las mejillas del viejo
Espadón, siempre tan dispuesto para los escarceos con la botella. Después de la
ingesta, el viejo Espadón y el Quico cogieron juntos el tranvía. El Mateo y el
Emperador del Paralelo esperaron dos o tres tranvías más y, al final, tomaron uno que
les dejó muy cerca de la casa donde vivía el segundo. La visita de Mateo fue breve, el
tiempo que tardó en recoger la maleta que esperaba en el recibidor.
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Dentro del coche de caoba, doña Virtudes sostenía a su nieto en brazos. Al lado iba el
padre, Niño, mostacho de pelo duro, cabeza erguida y sable entre las piernas. El de
Casería acariciaba la empuñadura con sus manos surcadas de venas azules. De vez en
vez, sacaba una para saludar a toda aquella multitud que se estrujaba al paso del
desfile. «¡Vivan los reyes de España!». El teniente Beltrán, aunque consignado al
estribo derecho, se mantenía alerta en todos los puntos cardinales al alcance de sus
ojos. «¡Vivan!». Podía escuchar el relincho de los caballos, el trote elegante de don
Rodrigo Álvarez de Toledo, primer lacayo de su majestad y que se mantenía pegado a
la rueda derecha, con la mirada preñada de virilidad hacia la nueva reina. A veces,
don Rodrigo se adelantaba un poco, alcanzando la cabeza de los caballos
emplumados que tiraban de la berlina real. Y cuadraba sus genitales en la montura.
Entre la gente se sucedían las riñas, los pisotones y las avalanchas. Farolas, tejas y
guirnaldas de tranvía llevaban ocupadas horas antes. No cabía la punta de una
sombrilla. La perversión de contemplar, por un instante, el paso fugaz del cortejo de
dioses y reyes, no escatimaba sacrificios. Los balcones estaban a rebosar y el teniente
Beltrán apostó consigo mismo que alguno iba a ceder ante tanto peso. La calle Alcalá
había amanecido cubierta de arcos triunfales y guirnaldas, colgaduras de sangre y
oro, banderolas de papel que la gente agitaba con un fervor patriótico, a veces tan
ridículo, que subía los colores. Hubo un momento en que alguien creyó ver a la
Cibeles elevándose de puntillas para así poder otear entre las cabezas, las pamelas, las
viseras, las sombrillas y toda la chiquillería que se le colgaba de los cabellos. Los
soldados intentaban contenerlos a pinchazos de bayoneta y, con tal medida, lo único
que conseguían era que la turba se desatara más aún.
Al teniente Beltrán le daba en las narices que, en cualquier momento, una de esas
viseras, o cualquiera de aquellos chavales, inofensivos a primera vista, se acercaría
por detrás y bum. Cabía la posibilidad de que, entre el gentío, apareciese de pronto un
chiquillo cargado de mocos y hambre, entrenado para apretar gatillo. O una mujer,
una de aquellas mujeres emperifolladas que, entre sus ropas, llevase oculta una
bomba del tamaño de una naranja. Sólo acercarse a la berlina de gala y bum. Como
había ocurrido en el Liceo. Si eso pasaba cerca, lo peor que le podía ocurrir al
teniente Beltrán era salir con vida. El impacto le agarraría por los genitales hasta
encogérselos, cuando tocase firmar el cese. Sabía que en cualquier momento podía
sobrevenir. Y si en París no se pudo impedir el atentado, en Madrid no iba a ser
menos.
Llegando a la Puerta del Sol, al teniente Beltrán le chorreaban los sobacos. En
uno de los balcones de Gobernación divisó al Cojo. Y con el pecho húmedo de
transpiración, pero sin perder el paso, se desanudó el corbatín. Y fue al final de la
calle Mayor, con el repiqueteo de todas las campanas de Madrid sonando el bronce, y
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llegando a ese pequeño asiento desde donde se alza la iglesia de Santa María, cuando
el teniente Beltrán volvió a ver al hombre del sombrero de copa. Estaba al otro lado
de la calle, pegado a la tribuna que habían puesto en el Petril de los Consejos, junto a
Capitanía, en el mismo sitio que la noche anterior le perdió de vista. La sombra de la
chistera cortaba en dos su rostro, como si llevase un antifaz. Se había colocado detrás
de una fila prieta de sombrillas y mantenía el puro encendido entre los labios.
Entonces el teniente Beltrán clavó el plomo de sus pupilas sobre el periódico que
aquel misterioso hombre llevaba bajo el brazo. Le abultaba demasiado, como si
llevase algo dentro.
Sin tiempo que perder, el teniente Beltrán se echó mano a la pistola y cruzó por
delante de la escolta. Los caballos relincharon y, por un momento, la comitiva paró en
seco.
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En un principio, el Mateo había jugado con la idea de llegar hasta los últimos fuegos.
Así se lo hizo ver al viejo Espadón, lanzar la bomba dentro de la iglesia y conseguir
una obra sangrienta. Una faena donde cobrasen forma los blancos al entrar en
contacto con el bermellón de las gargantas abiertas de cuajo. Y unos cuantos gramos
de pólvora chamuscando los bigotes. Y el glorioso azul purísima extendiéndose más
allá de los altares, de las tribunas, de los cuerpos desollados y de las alfombras
reducidas a ceniza. Sólo los correajes y las cruces resistirían con rigidez el paso de las
llamas. En el centro, coronando el cuadro, las tripas del rey, tachonadas con trozos de
vidrio y cartílago. Y al fondo banderas y mantos, y túnicas y golas, vomitando el
humo de la destrucción. Y un Cristo con la metralla incrustada en sus ojos, surgiendo
de una montaña de cascotes y almendrilla. En su cabeza recién parida brillan siete
clavos, como siete puñales sangrantes, de pecado.
—¡Saltará la sangre en el barreño, mi querido Mateo! Aunque no sea San Martín,
aunque no estemos en fecha. ¡Saltará la sangre en el barreño!
La idea que el Mateo le transmitió al viejo Espadón era alcanzar una explosión
gloriosa de belleza que ni punto de comparación con lo de Salvador en el Liceo. A
diferencia, la del Mateo iba a ser sublime, única; la expresión cruel de un ángel de
alas negras, podrido de literatura y espanto, capaz de condenar a las altas jerarquías
de palabra y obra, convirtiéndolas en ingredientes para su gozo de artista. El Mateo se
mostró ante el viejo Espadón como un joven que cargaba con el instinto del que desea
ser admirado por su propia faena.
—Advierto en usted, mi querido Mateo, que está enamorado. Y el amor, es la
carga más explosiva que existe. —El viejo Espadón le dijo esto mientras volvía de la
cocina de llevar las sobras de la sopa. Afuera seguía lloviendo y sobre París se
extendía el manto húmedo de la noche—. Ya sabrá que, si le falló la bomba de la Rué
Rohan, la culpa la tuvo el amor, porque usted no andaba aún enamorado y el amor, mi
querido Mateo, es lo que hace a un hombre tomar posición en la vida. ¿O me
equivoco, mi querido Mateo? —Y el viejo Espadón se le quedó mirando con el tic
nervioso de sus ojos rientes.
El Mateo enrojeció por las orejas. Se llamaba Nora Falk, movía las caderas con la
precisión de un reloj suizo, y el Mateo la conoció momentos después lanzar la
bomba. A resultas de que sabía silbar, a la tal Nora Falk le había tocado quedarse en
una de las bocacalles y dar el aviso al paso de la comitiva según salía el rey de la
ópera. Nora Falk venía a ocupar la posición del pequeño Alberto Libertad, un
minusválido que brillaba igual que una monedita de oro entre un montón de calderilla
y al que acababan de trincar, junto con el Tigre y todos los demás del grupo. A ella
también le habían llamado a última hora, improvisando sobre la marcha la posición
que el destino se encargaría en cruzar con la del Mateo.
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Pegada a las paredes más oscuras, consiguió llegar hasta el final de una calle
ciega y que terminaba en una escalera de piedra, hundida en el socavón de casuchas y
de ropa tendida. Unos chiquillos probaban a deslizarse por el óxido de la barandilla y
Nora Falk bajó los peldaños a pares. Sus zapatos resonaban en la noche de París
como si fueran parte del eco que sigue a toda explosión. Antes de empujar la puerta,
Nora Falk volteó, asegurándose de que nadie la había visto, tan sólo los chiquillos
que restregaban sus vergüenzas contra la herrumbre de la barandilla. Así se pone al
abrigo de la imprenta donde esperaban los demás compañeros. Son dos hombres. Uno
de ellos tiene los ojos encendidos y es el Mateo. El otro los tiene prietos de dolor y
son lo más parecido a dos heridas de cuchillo. Se trata del Aviñó, que blasfema y se
masajea el brazo, como si se le hubiese quedado inmóvil, intentándolo despertar.
Nora Falk, con el pecho prendido de fatiga, y el esmalte de la guerra en su mirada, se
sentó a horcajadas en una de las sillas. Y a la vez que se recogía las faldas, dejando al
aire la sombra de sus muslos, instruyó al Mateo con los hechos acerca de la
propaganda. Cuando vinieron a recoger al Aviñó y se quedaron solos, sus labios se
aproximaron y, entre chasquidos de saliva y golpes de lengua, Nora Falk y el Mateo
se dieron a una conversación de lo más aparente.
Ella le hablaba en un español obsceno acerca de vísceras, porciones y órganos, y
el Mateo no supo bien si fue su mano después, o fue la de ella primero, la que le
condujo hasta las últimas telas. La verdad es que le guió con los dedos en una lección
de anatomía que nunca olvidaría. Anular y corazón, introducidos al medio,
acariciando y batiendo entrañas como clara de huevo, hasta sentir al tacto lo más
parecido a una pelota que se agranda. Es entonces cuando los dedos del Mateo
resbalan y salen expulsados con un chorro que llega a la pared, empapando el retrato
de Bakunin, el de Fanelli y regando, a su paso, la camisa y los bigotes del Mateo. Con
los muslos pegados y el esmalte del placer en la guerra de sus ojos, Nora Falk le
dedicó una sonrisa húmeda, de esas que nunca secan la memoria.
Luego se vieron de nuevo varias veces más, hasta hacía bien poco, en Barcelona,
donde lo habían dejado, a la espera de que un soplo del destino avivase las ascuas de
su amor regado por la escatología. Y con estas cosas, el lienzo único y sublime que el
Mateo iba a realizar en la iglesia fue mermando en intensidad y ganando en
incertidumbre. Después de calcular las posibilidades que tenía de escapar con vida si
el atentado lo realizaba dentro de la iglesia, Mateo Morral llegó a la conclusión de
que no era mártir de ninguna idea. Y así empezó a gestarse el cambio de escena.
Con los ojos prietos, se inyecta una dosis mayor que la última vez. La roseta de su
carne sangra al contacto con la jeringa y la erección se mantiene, temblorosa de
oscuras venas, igual que si circulase alquitrán o pólvora negra. El Mateo aprieta aún
más las cejas, como si quisiera encontrar lo que se esconde entre ellas. Luego se lleva
la mano a la tensión de sus ingles, a la dentellada carnal que sufre en secreto. A sus
ojos saltan lágrimas. Muerde el pañuelo que lleva atado en su mano y guarda la
jeringa en el cajón de la mesilla. Coge un mapa de Madrid y repasa con el dedo el
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trayecto de huida. La calle Ruiz, cerca de la glorieta de Bilbao donde tiene que llegar
sin pérdida de tiempo. «No salgas a la calle hasta que no escuches una segunda
detonación —le advirtió el del enlace—. Es por tu bien, no vaya a alcanzarte la
metralla». El Mateo cerró los ojos, dominándose. «Calle Ruiz, periódico El Motín,
José Nakens, recuerde su nombre y no lo apunte», le dijo el del enlace ayer noche,
mientras le daba los cartuchos envueltos en papel de periódico, bajo el velador de la
horchatería. «Es dinamita de la fetén, está en buenas condiciones». Luego, después de
que el Mateo disimulara la carga entre su chaqueta, el del enlace se llevó la mano al
bolsillo y puso sobre la mesa una caja de rapé. «No se lo vaya a esnifar, que es
fulminante».
Tal como le había enseñado el viejo Espadón, «con sumo cuidado y el pulso
firme», el Mateo lo repartió por todas y cada una de las diminutas chimeneas que
coronaban el ingenio. Afuera el festín de voces y músicas anunciaba la cercanía del
cortejo. Guardó la cajita de rapé vacía en el bolsillo de la chaqueta y cogió del suelo
el envoltorio de los cartuchos. Como si el dolor se avivara al ir a agacharse, se llevó
la mano a los riñones antes de alcanzar el embalaje de parafina con el que envolvería
el ramo de flores hasta ceñirlo por el talle. Y rebuscando en su maleta dio con una
cinta de color y la ató con varias vueltas alrededor, así, hasta conseguir sujetar el
mango de hierro, algo doblado por sus extremos, y que le serviría para lanzarlo con
más acierto. Ya sólo quedaba plantar con cuidado el fruto de la muerte. La bomba
Orsini.
Con barullo de venas latiendo en sus sienes, el Mateo se puso el sombrero y salió
al balcón. Los guardias seguían colocados en sus puestos, también las filas de
tambores y cornetas, el cura, el fotógrafo, el hombre de la chistera y los huéspedes de
la casa asomándose a los balcones. El griterío entraba por las orejas y las laringes
desafinaban, roncas de tanto vociferar. Continuando la calle Mayor, y hasta donde el
Mateo alcanzaba, se veían las cúpulas de la plaza del Ayuntamiento, la de San
Francisco el Grande y el recorte de los tejados que perfilaba el cielo limpio de
Madrid. Abajo, se distinguía la cabeza del cortejo. Entonces, el Mateo volvió a entrar
en la habitación, para cerciorarse de que la puerta seguía con la llave echada. Chinda
chinda tachinda chinda chin, se oía cercana la Marcha real y, sobre la cama, la bomba
esperaba con el vientre lleno de fruto. Con pulso firme y labios prietos, el Mateo
disimuló el regalito de bodas entre las flores. Y con sumo cuidado en los andares,
llegó hasta el balcón. En esos momentos pasaba el coche de los príncipes de Gales.
La lentitud del cortejo le ponía todas las posibilidades a su favor. Detrás de los
príncipes de Gales, el coche de caoba, donde iba doña Virtudes con su nieto y su
yerno, el del sable. Chinda, chinda, tachinda, chinda chin, chin, chin. El siguiente
coche es el de oro y respeto, y va vacío. Tachinda, chinda chin. Desde los balcones se
agitan pañuelos y banderitas. Y justo, cuando los caballos que tiran de la berlina real
llegan al punto de sombra que al Mateo le sirve de referencia, ahí mismo, lanza su
regalo. Y sucede que el tiempo se detiene un instante. Y los caballos relinchan, como
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si un sentido animal avisase de que aquel ramo de flores lleva dentro la misma
muerte. Pero eso dura un instante, lo que tarda en producirse el estallido.
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Como si fuera el último finiquito de su vida, así fue haciendo con los demás
cadáveres que encontró a su paso. Cuando llegó hasta la habitación, desde donde
había partido el explosivo, el teniente Beltrán reconoció un golpe en el olfato. Era el
olor de las almendras rancias. Y la mueca se volvió a dibujar en el rostro.
—Tráiganme al dueño la casa.
Impidiendo el paso a los guardias, el teniente Beltrán cerró la puerta. A la
derecha, una cama de hierro de las llamadas cameras. Encima, un colchón de lana que
revelaba el vacío dejado por un cuerpo de estatura media. Delgado. Inmediata a dicha
cama, una mesilla de caoba y piedra de mármol. El teniente Beltrán abrió el cajón de
arriba y encontró un pañuelo manchado de sangre, una jeringa y un pedazo de
algodón junto a un trapo con algo de pus. Al fondo, dos cuellos de camisa sin
estrenar. En el cajón de abajo, un orinal con meados del color del brandy. El teniente
Beltrán completó la mueca de asco, agarró uno de los periódicos que había sobre una
consola y escupió. Era el Diario Universal y estaba abierto por la página donde daban
la noticia del terremoto de San Francisco.
Luego se fijó en el puchero forrado de papel de colores. Clavó las pupilas en el
vaso de agua, encima de un plato; dentro del vaso había una cucharilla de metal. Con
la pistola en la mano, se detuvo ante otro plato de igual tamaño que tenía unos polvos
blancos. Manchó su dedo, se lo llevó hasta la punta de la lengua y masculló:
«Bicarbonato». En el pequeño espejo, colgado a la pared, se reflejó la mueca del
teniente Beltrán. La misma que cruza el rostro a los que sufren del hígado. Siguió con
la inspección, atento al desorden de pañuelos, calzones y camisas de tela firme, todas
ellas con el detalle bordado al pecho, dos iniciales que eran como dos borbotones de
sangre. M. M.
Sobre la silla estaba la maleta abierta, junto con más ropa y efectos personales. Al
teniente Beltrán le pareció que el fugitivo había tenido mucha prisa en deshacerla. En
la percha colgaba un gabán ruso al que habían arrancado las etiquetas. Tenía los
codos gastados, indicando que su propietario era persona dada al estudio. El teniente
Beltrán carraspeó y, pistola en mano, salió al balcón con la flema en la boca. Lanzó
su proyectil sobre la calle Mayor; un gargajo de consistencia que atravesó la espesura
del humo y se quedó colgado de los cables del tranvía, antes de caer, a plomo, sobre
uno de los cadáveres.
Algo le llamó la atención en el balcón de al lado y acentuó la mueca de asco.
Alargando el pescuezo hasta dejar la nuez debajo, detalló los trozos de carne
enganchados a los hierros. Y a sus ojos volvió el plomo fundido bajo el cielo rojo de
la batalla. Entonces se hurgó la oreja con rabia. Con esto, el teniente Beltrán parecía
querer sofocar los gritos instalados en el fondo del cerebro, allí donde la uña nunca
llega. Entonces llamaron a la puerta.
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Salió corriendo escaleras abajo. En su huida, el Mateo se topó con el joven pintor que
en esos momentos subía despavorido. Antes de darle tiempo a reaccionar, el Mateo se
abalanzó sobre él, preguntándole a gritos qué era lo que había ocurrido. «¿Qué ha
ocurrido?, ¿qué ha ocurrido?». Y así llegó hasta el portal donde su falso interrogante
se confundió con los demás, todos ellos levantados alrededor del socavón que la
bomba había dejado. «¡Viva el Rey!», escuchó el Mateo la voz. «¡Viva el Rey!»,
contestaba el coro como un mal presagio. Entonces el Mateo tapó su cara con el
sombrero, no le fuesen a fotografiar y su rostro apareciese en los papeles.
Apurando el paso, callejeó por el corazón humeante de una ciudad que ardía en
mil gritos. Con la boca abierta, como si el aire no llegase, se puso en la plaza
dedicada a la Isabelona, donde se detuvo con un dolor bajo sus bigotes. Luego, más
calmado, pero sin perder el paso, anduvo del tirón hasta la calle Ancha y, perdiéndose
por la maraña de arterias lóbregas y prietas, tuvo que preguntar un par de veces por la
plaza del Dos de Mayo. A su paso incesante, el Mateo dejaba atrás los comercios con
el cierre echado, las carbonerías, las tiendas de remendones y los escaparates de las
ortopedias, allí donde ojos de cristal le espiaban el rumbo y macabras dentaduras
parecían alegrarse de su turbio destino. Rótulos que anunciaban librerías, sombreros y
consultas de enfermedades secretas; paredes desconchadas por donde asomaban
muñones y tarugos de albañilería; letreros escritos con el pulso tartamudo y que
indicaban, con una flecha, cafés y casas de comidas. Placas con herrumbre que daban
cuenta de notarios, practicantes y peinadoras; calles estrechas y malolientes con las
aceras salpicadas de orín. PROHIBIDO HACER AGUAS MENORES. Y llegando a
la de Ruiz, donde el enlace le había señalado el punto, el Mateo vio a un hombre que
salía de dos portales más arriba y que se dirigía hacia él. Llevaba lentes, bigote y
chaleco floreado. Entonces, el Mateo se echó mano al bolsillo de su americana y el
hombre miró para otro sitio. El olor a perro enfermo se retorcía por los callejones y
llegaba hasta su nariz como un golpe sordo. El Mateo no pudo evitar encoger su
bigote en un gesto doliente.
La redacción del periódico El Motín se encontraba situada en un bajo con dos
puertas a la calle. La de la derecha estaba entornada, como si alguien esperase tras
ella. En un pequeño óvalo de metal lacado, el Mateo leyó: El Motín. Después pegó
una patada y la doble hoja se batió como un resorte. Sin darse tiempo a más, entró
con la pistola por delante. En el interior, tras un chibalete amontonado de letras de
imprenta, había un hombre pequeño, de bigotes largos como manubrios, y que
llevaba un mango de pluma en la oreja. Levantó las manos. El Mateo le apuntó.
«Vengo a ver al Nakens», dijo. Y el hombre de los manubrios señaló con la barbilla la
puerta que había a su derecha. El Mateo entró sin llamar y, tras una nube de humo,
reconoció la figura de un anciano con barba blanca, cejas espinosas y una sonrisa
Y aquí el Mateo dejó de leer, y tiró el papel a un lado, con una mezcla de rabia e
impotencia en sus ojos heridos.
Era un hombre de acento andaluz y que llegaba escoltado por la pareja de guardias.
—Ozú, que pensé que era como el terremoto Sanfrancisco.
Con un gesto de su barbilla, el teniente Beltrán le mandó sentarse en la butaca. Y
de una mirada le devolvió la calma. Desde aquel momento, el Pepe Cuesta no
levantará cabeza. El silencio de la habitación cayó a plomo sobre él, doblándole el
cuello con el peso de la culpa. El Pepe Cuesta era como el acerico donde el teniente
Beltrán clavaba sus pupilas. «A ver, nombre».
—José Cuesta Gálvez.
El teniente Beltrán se hurgó la oreja, igual que si buscase algo dentro. Así estuvo
durante un instante. Luego desistió y, como si todavía llevase el pitido, levantó la voz
hacia los guardias. Les dio orden para que buscasen a un hombre más alto que bajo,
de cara llena y buen color, pelo salteado de canas tirando a plata y un bigote
anarquista y con las guías inclinadas hacia arriba. «En el momento de la explosión
estaba junto a Capitanía, en un costado de la tribuna del Petril de los Consejos.
Llevaba chistera y una bomba bajo el sobaco, disimulada entre las hojas de un
periódico. No andará lejos». Dicho esto, el teniente Beltrán hizo una seña a los
guardias para que se fueran. ¡Ar!
Aunque ya no era jefe de policía, se comportaba como si lo siguiera siendo. Es
más, en momentos como aquél, el teniente Beltrán se agarraba a una mecha ardiendo
con la intención de apagarla. El Pepe Cuesta continuaba al filo de la butaca y el
teniente Beltrán le empezó a interrogar, primero, con el plomo de los ojos; luego, con
la saliva de su boca. «Lugar de nacimiento».
—Jerez pero criao en Sevilla.
—Oficio.
—Industrial.
—¿Desde cuándo lleva con el negocio? —Va a echar año y medio.
El teniente Beltrán se acercó más a él y le agarró por la patilla:
—Fe-cha —sostuvo, escupiendo perdigones con la última sílaba.
—Enero del año pasao.
El teniente Beltrán se supo reconocido en el miedo que el dueño de la pensión
mostraba. Un temblor que con el tiempo se convertiría en culpa y que el Pepe Cuesta
no se quitó de encima en toda su vida. Y cuando el teniente Beltrán le soltó la patilla
y le dejó caer sobre el butacón, a plomo, entonces fue cuando el Pepe Cuesta, con la
voz en un hilo, cantó todo lo que sabía. Con motivo de las bodas reales había puesto
un anuncio en el periódico, diciendo que se alquilaba habitación. El lunes o el martes
de la semana anterior, apareció un hombre de estatura alta, rubio, con bigote fino,
ojos azules y pestañas largas. Y sólo hacía dos días que encargó que le adornasen su
balcón, así como que le comprasen unos ramos de flores. Y el Pepe Cuesta señaló el
Dando las cuatro y media de la tarde, escuchó la puerta abrirse. Agarró la pistola y, de
un soplido, apagó el quinqué. En el marco de la puerta, la figura del viejo Nakens era
un blanco fácil. Venía solo y el resplandor líquido de sus ojos iluminó por un
momento la estancia.
—Guarde la pistola, no creo que la vaya a necesitar en esta santa casa.
—He de tomar mis precauciones.
Cerró la puerta y la oscuridad envolvió a los dos hombres. Los ojos de Nakens
brillaron como dos charcos en la noche. No pudiendo contener por más tiempo su
denuncia, el anciano removió toses con interrogantes. «¿Qué pasó? ¿No habíamos
quedado que la bomba se iba a poner en la iglesia?». «¿Qué arrojo es ese que nos da
derecho a ejercer como verdugos?». «¿Cómo se puede alcanzar un gesto bello
alzándose sobre honrados cadáveres?».
El Mateo miraba con extrañeza la mancha blanca de la barba que destacaba en lo
oscuro.
—Si hubiese lanzado la bomba en la iglesia, ahora mismo no estaría aquí —
apuntó con cierto cinismo.
—Tampoco el rey estaría vivo —le dijo el anciano, a la vez que sacaba del
bolsillo su petaca de picadura y se liaba un cigarrillo—. El Quico me aclaró que, si no
era posible en los Jerónimos, el atentado se realizaría en los toros. ¿Qué quiere que le
diga?, lo de reventar el palco real en el espectáculo más salvaje de nuestro carácter
ibérico me sedujo. Hacer saltar en pedazos la vergüenza y las reliquias de una sangre
infecta de catolicismo y que Dios reparta suerte, era lo más indicado. Pero lanzar la
bomba en plena calle, eso no tiene perdón. —Y prendió el pitillo con un fogonazo de
fósforo que, por momentos, alumbró la estancia.
El Mateo miró con estupor la brasa roja frente a él. Y, cansado de recibir
sanciones verbales por parte de un anciano acusica, le atajó:
—¿No eran bombas acaso las que estallaron a los pies de los sublevados en La
Comuna? ¿No son sus pensamientos moralizadores, contaminaciones de un
cristianismo que retardan la acción?
—Le recuerdo que moralizar es una forma de denuncia. Otro tipo de propaganda
más humana que esa que ustedes denominan «propaganda por el hecho» —contestó
el viejo Nakens, espesando con humo azul la oscuridad y la distancia.
—Sí, pero lo de moralizar es una forma de denuncia más bajuna y más perra.
Además, cuando un atentado se realiza al aire libre, las situaciones cambian. Tanto
para los hombres como para las bombas.
—¿Y ésa es forma de denuncia, explotar a la gente? Pues mira tú qué bien. Yo
creo que andan ustedes equivocados. No se puede estar en contra de la explotación
del ser humano en el trabajo y luego estar por poner bombas que explotan a la gente.
El teniente Beltrán mandó llamar a los guardias y les ordenó que se llevasen al Pepe
Cuesta al Gobierno Civil, en calidad de detenido. También dio orden de que
mandasen telegrama a todos los gobernadores, para busca y captura de un fulano
catalán de veintiséis años y que se hace llamar Mateo Moral
—Rubio, bigote fino, ojos azules y pestañas largas. Viste traje de color café,
americana y sombreros del mismo color.
Los guardias, en el quicio de la puerta, mantenían la postura erguida y los ojos
cerrados, registrando en su memoria los datos que el teniente Beltrán escupía. El Pepe
Cuesta, con las manos atadas a la espalda y la cabeza abajo, parecía sumido en un
mal sueño del que jamás despertaría.
—Ah, y a la que bajan mándenme a la parienta del detenido.
Doña Ana Álvarez, mujer del Pepe Cuesta y a la que todo el barrio llamaba la
seña Ana, apareció con la cara encogida en un lamento. El teniente Beltrán sabía de
buena tinta que las mujeres que se comportan así, es porque gimen poco en la cama.
«País de cornudos y plañideras», masculló.
—Cierre la puerta y siéntese. —El teniente Beltrán señaló el sillón, aún caliente
por las fatigas del marido de la señá Ana. Luego arrastró una silla y se sentó a
horcajadas, muy próximo a las piernas de ella. «A ver, nombre».
—Ana Alvarez Varavander.
—Edad.
—Treinta y nueve.
—Ya, y ¿dónde andaba en el momento del atentado?
Contó que andaba en el balcón que da a la calle Factor. Y que escuchó la
explosión y perdió el conocimiento. «Como si me se afuera el mundo de vista». En
los primeros momentos, repuesta ya de la impresión, y recorriendo las habitaciones,
fue a parar a la del catalán y entonces tuvo un presentimiento.
—¿Cómo estaba la puerta, si es que pue saberse?
—Abierta.
—¿Y la de la entrada a la pensión?
—También abierta.
—Ya.
—¿Recibió alguna visita durante el tiempo que anduvo hospedado?
—No, que una recuerde.
—¿Qué relación mantenía con los demás huéspedes?
—No se relacionaba mucho.
Fue aquí cuando el teniente Beltrán acercó su rodilla:
—Y en lo poco, ¿con quién, si es que pue saberse?
—Con los huéspedes catalanes.
A los diez minutos, o así, se presentó el Ibarra. Venía con la cazurrería desencajada en
su mandíbula y la camisa húmeda, culpa del sudor que empapaba la tarde. El Mateo
observó el revólver, ajustado en el bolsillo del pantalón. Nada más verle entrar, el
viejo Nakens le llamó a un aparte. Con la indignación relumbrando en su anciano
rostro, le recriminaba. Por lo que pudo coger al vuelo el Mateo, resultó que el Ibarra
le debía favores al viejo. Tanto era así que, hasta el trabajo de tranviero fue gracias a
una recomendación suya. Ahora, en el fielato de Cuatro Caminos, le pedía
explicaciones. Los charcos de los ojos se mostraban furiosos, como si alguien trazara
en ellos rayas con el dedo. Al viejo Nakens le habían embaucado en una chapuza en
la que su hija a punto había estado de sumarse a la lista de cadáveres.
—Don José, no me se ponga así, mantuve silencio. Ya sabe, cuantas más personas
conocen un secreto, menos seguro está el secreto —saltó Ibarra.
—Pero mi hija… mi hijita a punto ha estado de ser una víctima más.
—Mírelo por otro lado, así tiene usted la cuartada.
El viejo Nakens, con el cigarrillo temblón en la cicatriz de sus labios, crispó las
cejas.
—Déjate de tontunas, Isidro. Aquí vamos a pagar justos por pecadores.
Luego hizo una seña al Mateo que, sin sacar la mano del bolsillo, se acercó. Tras
él fueron los dos hombres, el de los manubrios por bigotes y el del sombrero hongo.
Todos juntos salieron a la glorieta y la cruzaron, dirección a la carretera de Francia.
—¿Qué? —preguntó el Mateo al Isidro Ibarra sin abandonar la mano del bolsillo
—. Con que tenía que esperar a la segunda explosión antes de salir a la calle. Pero
¡qué puñetero! Si llego a esperar un poco más, me pillan.
—Qué quiere que le diga —contestó el tranviero—, al final el del apoyo no pudo
tirar la bomba. A mí me da que le vieron y que se dio el piro.
—Menuda chapuza —farfulló el viejo Nakens.
—Chitón ahora, que esto anda lleno de secretas —advirtió el Isidro Ibarra
mientras se acercaban a un merendero que quedaba en la misma parada de tranvías—.
Chitón, que ahora mismo vuelvo. No tardo.
El humo de los churros emborronaba la entrada y unos niños, de largos y
retorcidos rizos, corrían entre las mesas, ajenos a la noticia que voceaban los
vendedores de periódicos. «¡Noticia bomba, noticia bomba, intentan asesinar a los
reyes de España!». «¡Noticia bomba, noticia bomba, el asesino consigue escapar!».
Una escalera de palo descansaba en la fachada, anunciando labor. Los recién llegados
evitaron pasar por debajo, sorteándola. El organillero, indiferente a las bombas y a las
supersticiones de la tarde, les dio la bienvenida con vueltas a la manija de su
instrumento. Al fondo, una pareja se marcaba un chotis muy pegadita. El Mateo,
obedeciendo a un impulso clandestino, se caló el sombrero. Ella era la camarera rubia
Con las pupilas de plomo arañadas por el humo, y el roción de los escombros sobre
los hombros, el teniente Beltrán hizo su aparición en el despacho. Sin darle tiempo al
Cojo, le pintó el cuadro. Puso al Emperador del Paralelo en el centro, moviendo los
hilos de una trama que iba directa a la presidencia. Con brochazos gruesos, el teniente
Beltrán trazó un fuego de altas llamas donde hervía la gran olla política del país.
Según él, los yanquis lo avivaban todo con su cochino soplido. El Cojo atendía a la
exposición con los ojos envenenados por la picadura mortal de un cese que no
tardaría en llegar. El Cojo intentaba mantener, como podía, la decencia de aquel
bigote amarillejo en sus puntas, culpa del vicio pilonero. Sentado en su sillón, tras la
mesa del despacho, se pasaba la mano por los cuatro pelos negros de su coronilla
grasienta. Era como si se los hubiera arrancado a la cola de un caballo y luego los
hubiese puesto ahí, con saliva y diablura.
El teniente Beltrán absorbía con el plomo de sus ojos todos los detalles de la
estancia, desde la cabeza del toro que un día mató Machaquito hasta la lámpara de
lágrimas donde bien podría haber colgado un jamón y media docena de longanizas.
De todo esto dio cuenta el teniente Beltrán con cierta irritación en el hígado. Era un
despacho que bien pudiera haber hecho pasar un mal momento a cualquiera con
sentido estético. Pero el Cojo carecía de tal sentido. Estaba sentado detrás de una
mesa fúnebre. Llevaba una corbata de seda gruesa que parecía comprada en una
charcutería y unos gemelos que eran como dos garbanzos abrochando sus puños. Sin
dejar de pasar sus manos por la coronilla pelona, el Cojo hizo intención de hablar un
par de veces, pero el palabreo del teniente Beltrán tiznaba toda intentona de diálogo.
Aunque al Cojo no le gustaba que nadie le llevase la contraria, y menos en su
querencia, prefirió dejarle. Era lo más propio, pues el teniente Beltrán presentaba la
mirada de un toro después del tercio de banderillas.
El aspecto del teniente Beltrán descubría que la bomba había caído cerca. Así
que, con la intención criminal prendida en sus ojos de serpiente, el Cojo escuchó el
discurso de un hombre que pronto iba a comer las lentejas del desempleo. Sus
soflamas eran las de un cabreado que escupía los nervios por la boca, levantando
castillos de fuegos artificiales con más petardo que bengala. Según el teniente
Beltrán, desde que al Emperador del Paralelo se le había metido gobernar el rebaño,
todo eran intentonas, conspiraciones en nombre de la justicia social cuyo objetivo no
era otro que el de siempre: ocupar el puesto de mayoral. Contar votos como el que
cuenta ganado, billetes o mentiras, y mientras, hala, a beber champaña y dedicarse a
castigar la carne hasta desatrancar la próstata. Y si no, a qué se debía sacar tanto
periódico en un país donde tan poco se lee. «A qué coño, su excelencia», preguntó el
teniente Beltrán, la voz en alto y el cuello erguido, sacando el pecho ante el Cojo.
—Propaganda que al final acaba en los retretes colgada de un gancho —contestó
Tan sólo hacía una semana de aquello. El teniente Beltrán, que se conocía el paño,
salió del Gobierno Civil, calle abajo, acompañado de un guardia. Delante iba el de los
cuernos oblicuos, guiándoles hasta una casa de la ronda de Segovia donde su esposa,
una mujer de buen ver, daba pecho a un recién nacido. Al fondo había una sala
repleta de niños chicos, todos en edad de criar. El más mayor no debía de haber
cumplido los cuatro años. Berreaban de hambre.
Entonces, el teniente Beltrán se acercó hasta el cornudo y le preguntó, muy
amigable: «¿Cuál de ellos es suyo?».
Sin dejar de dar pecho al más pequeño, la mujer les contó cómo había empezado
todo, la otra tarde, cuando estaba sentada en un banco de la plaza, de los que dan a
palacio. «Uno de esos donde tienen costumbre sentarse los oficiales». El teniente
Beltrán y el guardia cruzaron sus miradas. Las sospechas eran ciertas. Aquella mujer
de pezones como huevos fritos estaba dispuesta a dejarse mojar. Y, sin más, el
teniente Beltrán desabotonó su bragueta y, mirando al marido, le soltó: «Se me acaba
de ocurrir algo».
—Sí, serán cuentos, pero coinciden con una parte de la realidad —afirmó el Cojo,
como si sospechara algo, como si quisiese cargarle al teniente Beltrán con la culpa de
aquel desacierto que no fue más que una explosión de lujuria cósmica, tan antigua
como el mundo y de la que se aprovechan algunas mujeres para saciar sus
necesidades económicas.
Fue en aquel preciso instante cuando el velo de su incertidumbre rasgó de cuajo y
los ojos del teniente Beltrán delataron la evidencia. En toda aquella tragedia le había
tocado el papel de estraza con el que el Cojo iba a limpiarse el trasero doliente. Para
el Cojo lo crudo, para él lo podrido.
—El teniente Mandly me contó el asunto —siguió el Cojo, sin sacarle sus ojos de
reptil venenoso.
El teniente Beltrán puso una cara como si hubiera recibido un puñetazo en el
estómago, o más abajo aún. Apretó los dientes y el Cojo pudo ver, en el plomo de
aquella mirada, toda la secuencia de lo ocurrido una semana antes, en una casa de la
ronda de Segovia, donde una mujer con los pezones atiborrados de crianza, pubis de
seda oscura y posaderas macizas, denunciaba el acoso sufrido por un hombre que
quería atentar contra el rey.
Cuando el teniente Beltrán desahogó el plomo genital en la blandura de su
entrepierna, entonces le tocó el turno al guardia, teniente como él, pero de seguridad.
Su nombre, Ricardo Mandly Ramírez, de veintinueve años y con los testículos
pegados al culo como los leones. El teniente Beltrán advirtió este detalle mientras se
encendía un habano, sentado en una silla que arrimó a la del cornudo. Tal era el peso
del marido, que se tenía que sujetar la cabeza con ambas manos. Mientras tanto,
Para el teniente Beltrán, lo del anarquismo era un asunto de periferia cuyo contorno
se había extendido a Madrid. Y ya no tenía vuelta atrás. Incubado en los salones
polacos de Cataluña, el virus venía desarrollándose hasta conseguir la fiebre. Desde
que se llevaron por delante al Cánovas, no se había vivido algo parecido.
Al teniente Beltrán los polacos se le atravesaban en la nuez del pescuezo y una
úlcera sangrante se abría paso entre su podrido vientre, asomándole a la cara en un
gesto que era como una sonrisa incompleta. Y con tales tribulaciones, el teniente
Beltrán llegaba a deponer el fruto de sus intestinos en forma de butifarra.
Llevado por su olfato, a esas horas, para él no había dudas. Todo se había
cocinado en los fogones de la Barcelona más indecente. Si las tripas de Alfonso XIII
hubiesen hervido de metralla el día de su boda, los catalanes ya habrían formado
parte del banquete. Al teniente Beltrán no se la daban con queso y menos con
butifarra. Sabía lo suficiente como para reconocer la mano dinamitera de aquellos
tiñosos. En las tabernas del puerto barcelonés, los niños pasaban la gorra pidiendo:
«Cinc centimets per a la dinamita». Y le cruzó el rostro una ráfaga de odio, como si
aún estuviera masticando la tierra del moro, cuando los sucesos llevaron al general
Margallo a recibir un tiro tan cercano que a él le silbó el oído. El aún joven teniente,
Miguel Primo de Rivera, todavía se mantenía erguido, mostrándose tan firme como
juez y tan eficaz como verdugo, sin apreciar temblor alguno en el fusil, humeante y
pegado al hombro, por si acaso todavía tenía que rematarlo. Beltrán lo vio todo desde
su posición. Los caballos levantaron el polvo con la pezuña, igual que si el suelo
ardiese ante la caída del general Margallo.
Con la soberanía de un secreto valioso notándole en los ojos, Perico Beltrán
pronto se convertiría en un soldado flaco y seco. Tan silencioso como naipe en la
manga cubierta de galones. A sabiendas de que las guerras se libran con los mismos
fusiles en uno y en otro bando, el soldado Beltrán se acercó hasta el cadáver del
general Margallo. Tenía los ojos abiertos y un agujero en el cráneo por donde podía
meter los dedos y tocar el chorreante estropajo de aquel cerebro. Sus extremidades
aún se meneaban como rabos de lagartija recién cortados. Sin más tiempo para el
recreo, el teniente Beltrán le arrancó el reloj de bolsillo que colgaba de un ojal de su
guerrera. «Un muerto no necesita contar los minutos que le quedan». El reloj aquel
sería un recuerdo que marcaría su rumbo, aunque siempre atrasase. Se trataba de un
Roskopof, fabricado en Suiza, números romanos y agujas robustas para facilitar su
puesta en hora con el dedo. El mismo Margallo le había plantado aquella cadena de
oro falso que era lo más parecido a un collar para atar perros. La más grande que
encontró entre la maraña de collares, sortijas y teteras que conformaban el pago de
los fusiles vendidos a los moros.
La cosa se veía venir, y Margallo tenía los precedentes de tres siglos de riñas con
Dando las ocho y media de la tarde, llegaron al parador de las Ventas. En uno de los
cuartos de arriba vivía el sargento Mata, un tipo cincuentón y flaco, de pelo cano y
rostro curtido por los soles del trabajo. En calzoncillos, y apoyado en el marco de la
puerta, su aspecto era el de un hombre al que hubiesen despertado con urgencia. Sus
ojos azules, pegados de legañas, así lo anunciaban. Detrás de él, asomó la cabeza de
una mujer con el pelo blanco y los ojos cenicientos.
El Nakens, con voz secreta, contó el asunto. El Mateo observaba desde el
descansillo con el rostro perturbado y la mano oculta en el bolsillo. En sus ingles
anidaba el dolor secreto que ahora se abría paso a través de sus entrañas. Se llevó la
mano vendada a los ríñones y echó el cuerpo adelante, como si así pudiese aliviarlo.
—Para que todo vaya bien, se trata de un periodista italiano escapado del penal de
Ocaña —añadió el Nakens.
—A mandar, don José, ya sabe que aquí estoy pa lo que guste —soltó
campechano el sargento Mata, en calzoncillos y recostado sobre la misma puerta.
El Mateo le conocía de oídas. El sargento Mata era hombre de arrojo y
lucimiento. Anduvo escapado de joven, cuando el levantamiento de Villacampa y
ahora, a sus años, todavía conservaba la idea de acabar con la restauración canovista.
El Mateo pudo advertirlo en sus ojos, dotados con el brillo de los bravos. Entonces
sacó su mano del bolsillo y se la estrechó. Los otros dos hombres, junto con el Ibarra,
se despidieron del sargento Mata y, a continuación, lo hizo el viejo Nakens
abrazándolo. «Salud y república». La mujer se rascó el nido de su pelo cano, con
nerviosismo en las uñas. Y le indicó al Mateo que entrase.
La estancia se reducía a dos cuartos mal ventilados, uno con camastro, y que era
el que utilizaban de alcoba, y el otro hacía de comedor, con una caja a manera de
mesa, tres sillas de cuerda y un par de banquetas. En el rincón, una tela por cortina
separaba los fogones del resto. «¿Un café?».
—Gracias.
—Póngase cómodo, que andará cansao.
—En estos momentos, lo de cansarse es un lujo —dijo el Mateo, a la vez que
acercaba una silla. La mujer asintió, sin dejar de rascar canas, y el sargento Mata
cerró la puerta. Las paredes resonaron con el trote de los hombres, bajando la escalera
a toda prisa.
—¿Dónde piensa dirigirse? —preguntó el sargento Mata, subiéndose los
calzoncillos.
El Mateo guardó silencio y el sargento Mata, como si reconociese su indiscreción,
no volvió a la carga. El puchero anunció el primer hervor y el aroma de café se
confundió con la pestilencia que a esas horas invadía todo Madrid y alrededores. Era
lo más parecido al resuello de una bestia envenenada.
Serían las cuatro de la mañana cuando escuchó la puerta. Era el sargento Mata que se
iba a trabajar. Tal como le dijo la noche anterior, andaba de encargado en las obras
del teatro de Ciudad Lineal. Un oficio duro, cercano al de las mulas, llevando de sol a
sol el carro volquete cargado de tierra. Entonces, el Mateo se incorporó y, a tientas,
buscó la vela y la caja de fósforos. Rascó la cerilla y le vino el golpe de tos. El hijo
mayor andaba en los fogones, pudo reconocer la sombra tras la tela que separaba la
cocina del resto de la estancia. «Buenos días. ¿Un café?».
Mateo, al filo del jergón, contestó con la cabeza de forma negativa. Se llevó la
mano al entrecejo y lo frotó. Por la ranura de sus párpados entornados pudo ver al
chico peinarse y salir de casa.
—Adiós, y güena suerte.
El Mateo se despidió con la mano. Luego apareció la mujer, vestía un camisón
largo, algo roído por las faldas.
—Ya me dijo el Bernardo que lo primero eran las ropas. Ahora salgo a
comprarlas —apuntó la mujer, rascándose con las uñas el nido canoso de cabellos.
—He pensado… —dijo el Mateo, sin dejar de frotarse el entrecejo— he pensado,
en un traje de mecánico. Y cómpreme un par de mudas, y un par de camisas de tela
dura y pañuelos. Ah, y unas alpargatas.
—Alpargatas le compré el otro día unas al César, que le venían grandes. Andan
ahí. —La mujer se las señaló, debajo de la caja que hacía de mesa—. Pruébeselas.
El Mateo se incorporó y el dolor se volvió a insinuar en sus ojos. Algo doblado
hacia delante, llegó hasta la banqueta, donde se sentó a quitarse los botines. Se rascó
los pies enrojecidos, los resaltes peludos del tobillo.
—¿Quié tomar café?
—No, gracias.
—Bueno, le hago uno y aquí lo dejo, por si luego entran las ganas. Yo sí que voy
a desayunar. —Y siguió hasta la cocina con las uñas rascando canas.
Después de que la mujer hubo desayunado y mientras se vestía, tras la cortina, le
dijo al Mateo que se esperase en la casa. Que no tardaría. Y también le advirtió, como
si no lo supiese, que no le abriese la puerta a nadie. Luego fue a la alcoba y salió con
el chico enfermo; la barbilla descolgada en babas, y el brazo rígido y desnutrido.
—Qué, ¿cómo le quedan las alpargatas?
El Mateo asintió con la cabeza. Entonces, la mujer agarró al chico y salió. Una
vez se hubo quedado solo, el Mateo sacó la pistola del bolsillo y la acarició. Así
estuvo un buen rato, con la mirada perpleja y apreciando la morbidez del hierro frío
al tacto de su mano huesuda. Luego, se fijó en las letras, en el dibujo de las iniciales
FN entrelazadas en el relieve de las cachas. Las rozó con los dedos de su mano
herida, como si se tratase de algo íntimo. Una Browning cargada con siete
Cuando el Mariano Álvarez llegó a Madrid, hacía cuatro años, el teniente Beltrán
ordenó que le marcaran la sombra. Todos los meses mandaba a alguien a hacerle una
visita para asegurarse de que seguía en su domicilio. Un día antes de la boda regia, se
personó él mismo en su casa y, al decirle la mujer que estaba en la Manigua, donde la
taberna del Gregorio, y como la mujer no era de su tipo, el teniente Beltrán se dirigió
hasta donde el Mariano Álvarez hacía tertulia. Fogatas de tasca donde ardían por
igual los policías que los ladrones. Cuando el teniente Beltrán hizo su aparición en la
taberna, el Mariano Álvarez disimuló. Era como si, de repente, hubiera cambiado la
conversación que mantenía con un joven de mirada atravesada y al que el teniente
Beltrán no había visto nunca. «Eh, tú», llamó al Mariano Álvarez, que se acercó hasta
él. Y agarrándole por el pescuezo le dijo: «No quiero chicha pa mañana. Hazlo saber
a los demás».
Y fue decirle esto y soltarle contra el mostrador de cinc. Entonces, el joven que
acompañaba al Mariano Álvarez apretó los puños, conteniendo la ira. Llevaba un
traje de mecánico arremangado y cubierto de grasa, dejando al aire los antebrazos
viriles, surcados con el nervio del que tiene que ganar el pan. El suyo y el del patrón.
«Nombre».
—Juan Robles.
—Mecánico de oficio, ¿verdad? —preguntó el teniente Beltrán, clavando el
plomo de sus pupilas sobre el luto de las uñas del joven. Y no terminó de preguntarlo
cuando ya le había lanzado las manos, como una tenaza, directas al cuello.
Presionándole con los dedos detrás de la oreja, el teniente Beltrán le redujo.
—Ya lo sabéis, mañana no quiero chicha.
Ahora tenía otra vez enfrente al Mariano Álvarez. Hizo sonar los nudillos,
después estiró y encogió los brazos varias veces. Fue en una de ésas que el teniente
Beltrán le soltó un codazo. En la boca.
—¿No quedamos en que no iba a haber chicha?
Como si masticase sus propios dientes, el Mariano Álvarez explicó que él, como
presidente de la huelga de mecánicos promovida para rebajar el horario laboral, había
dado orden en el Círculo de la Costanilla de los Ángeles para que no se originasen
disturbios. Y que el día de ayer, durante el atentado, lo pasó jugando al tute donde la
taberna del Gregorio, en la Manigua. Y que se enteró de lo de la bomba por el hijo del
Gregorio que entró en el bar contándolo, y que tenía pensado condenar el atentado en
la prensa.
—En qué prensa.
—En el Tierra y Libertad —consiguió murmurar.
—Ya.
El teniente Beltrán encendió un habano. Pegó una pitada y sopló el humo en la
Tras una larga noche de vigilia, el pueblo de Madrid se preparaba para enterrar a sus
muertos. Los periódicos se vendían como pan caliente, salpicando de tinta y metralla
los mármoles de los cafés. Los papeles no dejaban escapar el más mínimo detalle,
con los caballos agonizando de fiebre sobre las calles calientes, mientras el rey,
Alfonso XIII, blasfemaba esputos de sangre y munición. En apariencia fue un
generoso regalo de bodas ya que, el artefacto, venía disimulado en un ramo de flores.
Unos periódicos decían que eran rosas rojas y otros que las rosas eran blancas, pero
de lo que no había duda es de que el milagro ocurrió y que, a los recién casados, si
exceptuamos que a ella se le sacó de cuajo el apetito, y que a él se le descolgó la
mandíbula, no les pasó nada. «Gajes del oficio, darling».
Sin embargo, a esas horas, el número de muertos ascendía a dos docenas. De los
heridos mejor ni hablar, era interminable. Eso sin contar el ganado equino, caballos y
yeguas reales a los que la metralla alcanzó de lleno. Así, la yegua nombrada Fagina y
los caballos Flanqueador, Minero, Zapador y Señorito seguían mejorando, pero no el
caballo nombrado Macbeth, que continuaba en pronóstico reservado. Su dueño, don
Rodrigo Álvarez de Toledo, rezaba por él todas las noches. La policía no evitó la
masacre, tampoco apresó al osado que aprovechó el descontrol de su propio disparate
para borrarse de inmediato. A todo esto la reina tapaba sus ojos ante el espectáculo de
la sangre. «Oh, God».
El inspector Merlo leía con atención de analfabeto un periódico, arrugando la
frente y haciendo mucho esfuerzo en juntar las letras, intentando descifrar un código
que no era habitual para un policía. El teniente Beltrán se sentó a otra mesa. Abrió la
caja de habanos y sacó uno que ajustó a sus labios. Rascó un fósforo con la uña y
aspiró la primera llama del puro. Entonces, el inspector Merlo levantó la vista y le
miró de costado. A través de la nube de humo, divisó las ropas maltrechas, el color
que le asomaba por la tirilla del cuello, también se fijó en los dedos sangrantes y la
sortija prieta en el meñique. Luego esbozó una sonrisa pintada de blanco sobre los
labios crudos y siguió con el periódico. Apareció un camarero. «¿Qué va a ser?».
La puerta se abrió, la mujer cargaba una bolsa en una mano y al chico de la otra. El
chico traía las babas colgando de su mandíbula riente y señalaba la pistola. En cuanto
el Mateo se dio cuenta, bajó el arma y la volvió a guardar en el bolsillo.
—Tuve que ir hasta la calle Toledo —dijo la mujer, cerrando la puerta.
El Mateo retiró el vaso de café con leche, que seguía intacto. Sin mediar palabra,
cogió la bolsa y fue sacando la ropa, amontonándola sobre la mesa. Dos camisas, dos
calzoncillos y cuatro pañuelos de algodón a cuadros, así como dos pares de
calcetines. Encima puso la chaquetilla y el pantalón de mecánico. Tela azul y
consistente. Se sacó la pistola del bolsillo y la dejó a un lado. El chico la señaló,
babeante, y arrancó con la risa.
—Chisss —le reprendió la mujer.
El Mateo agarró una muda junto con el traje de mecánico, y fue hasta la cocina.
Tras el cortinaje se desnudó. Mientras lo hacía, pudo advertir la sombra del chico,
señalándole y riéndose. «Chisss, deja al señor vestirse».
—Qué, ¿le queda to bien?
El Mateo abrió la cortina e hizo un gesto afirmativo. Entonces, el chico se acercó
a él con la barbilla descolgada y una gorra negra, de pelo. Y el Mateo se la puso,
echando la visera hacia delante, marcándole sombras a su rostro demacrado.
—Pum pum. —El chico, con la mano como si fuera un arma.
—Chisss, deja al señor.
El Mateo cogió su pistola y se la guardó en el bolsillo del pantalón. El relieve
marcaba la tela gruesa.
—¿Tiene un saco a mano, para guardar esto? —señaló con la mirada el
batiburrillo de la ropa, en el suelo.
La mujer se rascó las canas cerrando los ojos cenicientos, como si quisiera hacer
memoria, y fue hasta la alcoba. Al poco apareció con uno de arpillera. Se lo tendió.
—Mire si le vale éste, anda un poco viejo.
El Mateo leyó en las letras sucias, «Azucarera de las Mercedes, Barcelona», y allí
fue metiendo las prendas. Americana, camisa, pantalón, sombrero, calcetines. Se lo
echó al hombro y, sin más y sin cerrar la puerta, se largó. El maldito sol de la mañana
le arañó los ojos. Un vaho cálido, de estiércol, llegó hasta sus narices. Se caló más la
gorra y comenzó a andar por una barriada de calles angostas, donde chiquillos le
salían al paso. «¡Es el anarquista! ¡Es el anarquista!», gritaban con crueldad,
señalándole. El Mateo se paraba ante ellos y saludaba como los militares, llevándose
enérgico los dedos a la visera como si, de esta forma guasona, pudiera ocultar su
verdadera identidad. Pasando un campo de trigos y cebadas, y cerca del sembrado
que había junto a una viña, el Mateo se deshizo del saco.
Luego siguió caminando junto a la cuneta abrasada por el sol, carretera de Aragón
Con el buche lleno y la caja de puros bajo el sobaco entró en el Gobierno Civil.
Mientras pasaba por el despacho del gobernador, escuchó la voz del inspector Merlo.
«En Barcelona, ayer mismo, señor, me dijo su excelencia que le diese la noticia en
persona». El teniente Beltrán se detuvo un instante, el puro humeando entre los
dientes y las ganas de saberlo todo. «Así que ¿eso es lo que se cuece en Barcelona?».
«Sí, señor».
Según le estaba contado el inspector Merlo al gobernador, ayer mismo, a eso de
las tres de la tarde, en Barcelona, un grupo de anarquistas tenía propuesto alterar el
orden público. Fueron vistos dirigiéndose a la Rambla, con el pérfido objetivo de
saber las noticias que la prensa publicaba en sus pizarras. De allí se largaron todos a
empeñar sus pistolas dando nombres supuestos. «Las armas estaban preparadas para
un movimiento revolucionario en caso de que el atentado de Madrid hubiese
ocasionado la muerte de su majestad». La voz aflautada de Merlo aún retumbaba en
el pasillo cuando el teniente Beltrán entró en su despacho, encontrándoselo vacío.
Dejó la caja de puros sobre la mesa y volvió a salir. El teniente Beltrán llegó hasta el
final del pasillo, luego rascó un fósforo y bajó la escalera que quedaba a su izquierda.
En la penumbra, su oído alcanzaba a escuchar los gemidos de las ratas aparearse,
el dolor de los presos y el pisar de las botas de los guardias. Cuando vieron al teniente
Beltrán se cuadraron.
—Vengo a por el Urales.
Los guardias se perdieron en lo espeso de la cueva y el eco de sus botas se
confundió con el de los cerrojos. Al poco le trajeron al de Reus. Conservaba la
soberbia en su rostro y los anteojos le daban cierto aire distinguido. «Nombre».
—Juan Montseny.
—Domicilio.
—Calle Cristóbal Bordiú.
—Número.
—Tapado con barro.
Entonces, el teniente Beltrán lanzó su mano abierta, y le cruzó el rostro. Los
lentes cayeron y el teniente Beltrán los pisó hasta hacer crujir el suelo de cristales.
Juan Montseny, el mismo que se hacía llamar Federico Urales, mantuvo el perfil
erguido y la mirada fija en el resplandor de plomo que le bañaba por completo.
—Cuéntame tus relaciones con el Isidro Ibarra, uno que ahora es tranviero y que
vive unas cuadras más arriba de tu hotelito.
—No sé de quién me habla.
—Vaya, vaya, con el soplón de Montjuïc. Perdió la memoria. —Y el teniente
Beltrán lanza el revés de su mano, otra vez, contra el rostro.
Los ojos del detenido emitieron un destello de rabia. Entonces de la calle llegó el
El calor pegaba las ropas y un tufo de fiebre subía hasta las aceras. Era lo más
parecido al resuello de un perro a punto de palmarla. El teniente Beltrán restregó su
gargajo con rabia y salió del Gobierno Civil. Cruzó la acera de enfrente y, de dos
zancadas, se puso en el número 88. Por su reloj de bolsillo daban las seis de la tarde.
Un día después, los curiosos seguían haciendo corrillos frente a la casa. Apiñados
alrededor de la grieta, esmaltaban con anécdotas e intrigas las circunstancias del
suceso. A esas horas, todo el pueblo de Madrid quería participar en el atentado. Los
unos fabulando con su cercanía en el momento de los hechos. Los otros pidiendo el
parné sin contemplaciones tras haber sido perjudicados por el remolino. En algunos
corrillos se hablaba del padre que había llevado a su hijo a ver pasar a los reyes y que
había vuelto a su casa sin él.
El teniente Beltrán se fue abriendo paso entre el gentío que ocupaba la entrada al
portal. Un hombre, pequeño y giboso, le salió al paso. «¿Adónde va?». El teniente
Beltrán le clavó las pupilas con la misma ferocidad de una rata ante un fósforo
encendido. Vestía guardapolvo abotonado hasta el cuello y andaba barriendo los
cristales del suelo. Todavía conservaba en su rostro el color de pergamino viejo que
se les pone a los que acaban de recibir otra oportunidad en la vida.
—Perdone, teniente, no le había reconocido. Mi nombre es Agapito Isla, para
servirle. Soy el portero de la finca. —Y sostuvo el escobón con firmeza, cruzado al
pecho como un rifle—. Si quieren que declare de nuevo, aquí, a su disposición.
El teniente Beltrán le apartó. «Con permiso». Igual que si le hubieran frotado una
guindilla por el trasero, subió escaleras arriba. La puerta de la casa estaba abierta y la
mujer del Pepe Cuesta, la señá Ana, sumergía las manos en el aguaducho,
fregoteando los platos del almuerzo. Una torre de ollas, cazuelas, palanganas y
orinales daban cuenta del trabajo acumulado en los días posteriores a la bomba. Sin
darle tiempo, el teniente Beltrán pellizcó con dominio la pantorrilla por encima de la
falda, llegando hasta el vientre, mientras con la otra mano acariciaba la culata de su
pistola. Las yemas de los dedos se detenían en el cuero sudado de la funda. El barniz
de plomo en los ojos advertía la urgencia. En la cocina no había nadie más. Entonces
la señá Ana preguntó por su Pepe. Y el teniente Beltrán le lanzó sus manos al cuello.
Y fue aflojando, de a poco, hasta decirle que no se preocupase, que pronto estaría de
vuelta. Con la voz jadeante, el teniente Beltrán siguió contando que habían pedido
certificados de buena conducta. Según decía el telegrama oficial, recibido hacía unas
horas de Sevilla, el Pepe Cuesta había trabajado en varias imprentas. «Y se le tiene
por hombre de ideas avanzadas».
La señá Ana dejó caer el plato, al suelo, y se llevó la espuma de las manos a la
cara. Esquirlas de loza saltaron hasta el teniente Beltrán que las recibió sin parpadear.
«Rozó en el balcón de abajo, primero, y desde allí efectuó la onda expansiva. Lanzó
Al final, ninguno de los parroquianos reunió lo suficiente para dar cambio al Mateo.
Así que el ventero, narcotizado por la tinta del billete, se acordó de que podía hacerle
un hueco. «Claro está, si no le importa dormir en donde las cuadras», le siguió
diciendo al Mateo, mientras le retiraba los platos y sin dejar de mirarle las manos. La
una herida y la otra en el bolsillo del pantalón, donde se marcaba el relieve de la
pistola. Una punzada de dolor asomó a su rostro cuando el ventero le recalcó que, por
un poco más de dinero, le pondría de cena un pan pringado con sardinas. «De los de
pico duro, eh, pan candeal, eh, del bueno».
Mateo resolvió pronto:
—Está bien, a la mañana temprano partiré. Ya me dará el cambio.
Una sonrisa le salió de cuajo al ventero. Tenía la cara hinchada de carnes y el
billete atenazado entre los dedos. «Ahora le preparan la cama», dijo, y pegó una voz a
la chiquilla que andaba detrás del mostrador. Los parroquianos estaban a la mira y a
la escucha, como si asistieran a la terminación de un acto que sabían ajeno. El Mateo,
con los ojos entornados, se frotó el entrecejo. Cuando la chiquilla acudió para decir,
«ya está», entonces el Mateo se levantó de la silla. Con la cintura envarada de dolor,
y la mano en el bolsillo, se acercó hasta el ventero y le pidió que le pusiera el pan con
sardinas, que se lo envolviese en un paño, que se lo llevaba.
—Qué, ¿cansao? —pregunta el ventero, con una sonrisa cruel en sus labios—.
Pues na. Ahora la niña le indica el camino.
Con un cuchillo de a tercia abrió el pan y, sobre el mostrador, fue rellenándolo
con unas cuantas sardinas tuertas que iba sacando de una barrica. Chupándose los
dedos, el ventero trituraba el pescado contra la miga. «Ahí tiene», le dijo al Mateo
cuando hubo acabado de envolver la vianda con el mismo paño que usaba para
secarse las manos. «Ahí tiene». El Mateo se lo puso bajo el sobaco y, sin sacar la
mano del bolsillo, siguió a la niña que le indicaba el camino. Llegó hasta los establos
y el olor caliente le provocó la arcada. La luz que se colaba por el ventanuco era una
lámina de polvo vivo. La niña señaló el jergón. «Si necesita algo pegue una voz».
Cuando se hubo cerrado la puerta, el Mateo sacó la pistola. Se arrimó a la pared y
miró por el ventanuco. Vio al ventero dirigirse hacia el puente, observó su figura
perdiéndose en la tarde tostada por el último sol. En la cara del Mateo se manifestó la
angustia. Cogió el pan y, sin guardar la pistola, salió de los establos y echó a correr a
la deriva por tierras de cardo y espino todo lo que el dolor le dejaba. A la caída del
sol, esquivó las sombras que le salieron al paso; siluetas de charol que recortaban su
camino. Extenuado, y con el reflejo de las primeras estrellas en sus ojos, el Mateo se
cubrió la cara con la gorra y se tiró a dormir. De fondo se escuchaban los aullidos
lejanos de los perros, el tibio rebuznar de alguna borrica y el quejido erótico de las
lechuzas. Los grillos habían dejado de cantar por un momento, para volver después
El pintor catalán se llamaba Auguste Henault. Era flaco, de maneras suaves y con la
pelusa de un incipiente bigotito que emborronaba su labio superior. Dijo tener
nacionalidad francesa aunque ahora vivía en Barcelona, donde había sido premiado.
—Entonces, en qué quedamos. ¿Eres polaco?
—Sólo unos cuartillos.
El teniente Beltrán puso una cara, como si alguien le machacara el hígado.
—Y el amigo al que le cediste la habitación, ¿también tiene unos cuartillos?
—¿Qué? —preguntó asombrado el joven pintor—. La primera vez que le vi fue
cuando apareció con Cuspineda, el huésped al que le dije que estaba haciendo un
retrato.
—¿Cuánto sacaste por la habitación?
—Nada.
El teniente Beltrán hizo un amago con la cabeza. El pintor retrocedió y fue a
tropezar contra la mesa de su despacho.
—Entonces, ese tal Narciso Cuspineda, ¿tiene cuartillos catalanes o no?
—Lo único que sé, es que es del barrio de Gracia. Mantengo con él una relación
laboral.
Eran las diez de la noche, el calor apretaba en Madrid y el pintor Henault tiritaba
de frío.
—¿Cuánto tiempo llevas en Madrid? —Yo, desde hace dos meses.
—¿Y ese tal Narciso, con el que mantienes una relación laboral?
—No sé, pero poco más de medio año. —En el momento de la explosión, ¿dónde
se encontraba?
—Conmigo, en el dintel del portal, yo estaba subido en una silla.
—¿Había alguien más?
—Sí, la Sara.
Entonces el teniente Beltrán tuvo un gesto de desprecio hacia el pintor,
acobardado ahora en un rincón del despacho. Sacó su reloj de bolsillo y se detuvo un
instante en su esfera, como si el tiempo hubiese empezado a atrasar desde el primer
momento en que se lo arrancó al cadáver del general Margallo. La sangre le teñía su
perilla cana. Tenía en la cabeza un balazo y los ojos abiertos en una interrogación
para la que no existían respuestas. El joven soldado, Perico Beltrán, escondió el reloj
en su bolsillo y miró a la redonda, por si alguien le había visto. En la torre, el que
vigilaba era una figura diminuta que seguía de espaldas, parecía ajeno a la guerra
intestinal que se había provocado entre los altos mandos.
Sara Roselló era conocida por todo Madrid como «la Sala». El mote tenía doble
acierto pues su marido llevaba un negocio de salazón situado en la misma calle
Mayor, cerca del Gobierno Civil. Un hombre con los mismos ojos que un jurel en
El teniente Beltrán se abotonó la bragueta y miró su reloj de bolsillo. Las once menos
cuarto. Sin más, se puso camino del embarcadero de Atocha. A esas horas de la
mañana, los de los carruajes esperaban a los viajeros del expreso de Barcelona. La
chiquilla le vio desaparecer por la calle San Marcos abajo, antes de que asomase por
la esquina un nuevo cliente, un hombre de aspecto extranjero y con el pelo como
estropajo al que ella conocía de vista y que le habían dicho que era polaco.
Al teniente Beltrán no le costó trabajo dar con el cochero que llevó al anarquista
hasta la fonda de Arenal. Entre carretillas, mozos de cuerda buscándose la vida, y
personal voceando fondas y pensiones, se abrió paso hasta él. «¿Está seguro?».
—Sí, por las señas que me da de su maleta, se trata del mismo. —Las mulas
movían el rabo, espantando las moscas. Los demás cocheros miraban con
desconfianza—. Sin duda alguna.
—Ya.
Tal como había sospechado el teniente Beltrán, el calesero del ómnibus número
92, bajó con su coche a la estación del Mediodía a recoger viajeros del expreso de
Barcelona. El mismo que llega todos los días a las once y veinte de la mañana. Y que
el día señalado, el calesero andaba en la marquesina de la salida cuando, entre los
viajeros procedentes del tren expreso, apareció un hombre joven con una maleta en la
mano.
—Piel de cerdo, legítima —añadió el cochero—. De la fetén y con to los cierres
metálicos.
—¿Llamó la atención algo más?
—Qué quiere que le diga, pero no me sorprendió el regateo, me lo supuse,
viniendo de Barcelona pocos hay que no lo hagan. Cuando le dije que apoquinase
cinco pesetas por llevarle hasta La Iberia, entonces se le abrió la boca como si viniese
del sacamuelas.
—¿Pesaba la maleta?
—No, poquito peso.
—Ya.
A los dos días del atentado, continuaban ingresadas dos yeguas con pronóstico leve y
cuatro caballos, de los cuales sólo el llamado Zapador y otro llamado Minero eran de
pronóstico reservado. Por lo demás, el calor deshacía los últimos colgajos de carne
enganchados en los balcones de una casa que ya empezaba a ser conocida como «La
casa de la bomba». La calle Mayor era una procesión de curiosos que contemplaba el
socavón del suelo, la metralla incrustada en las paredes, la cancela rota y el salpicón
de sangre sobre la fachada. Agapito Isla, el portero de la finca, seguía barriendo.
Por sacar la tripa de mal año, a finales del siglo XIX, el joven Perico Beltrán se alistó
en la Guardia Civil. Dónde iba a estar mejor, si allí podía mentir, estafar, asesinar y
encima, por todo ello, premiaban. Así que muy pronto se distinguió por sus ideas,
malas como un dolor y, con éstas, organizó su primera intriga. Fue en la primavera
del año 92, con un montaje oscuro que tenía por objeto la colocación de dos bombas
en el Congreso de los Diputados, implicando a dos anarquistas extranjeros y a un
confidente del cual se libraría entrándole preso. Tal estratagema tenía como fin
justificar una represión que iba en aumento. Al año o así, vino lo del atentado fallido
en el jardín de la casa del Cánovas, donde su autor, Paco Ruiz, un redactor de
panfletos incendiarios, murió por imprudencia al manipular la botella de pólvora.
Perico Beltrán se distinguió por su energía y temperamento a la hora de detener a
todos aquellos que, aunque no tuviesen relación con el hecho, pudieran tener
influencia sobre las blusas negras y las alpargatas proletarias.
Al Paco Ruiz le acompañaba el Francisco Suárez, al que Beltrán hizo masticar las
sobras de carne de su compañero ante la mirada bisoja del Cánovas. Luego, el joven
Perico Beltrán condujo al preso hasta el penal de Ocaña, jurándole que cuando saliese
le mataría. Nueve años después, cuando Perico Beltrán ya era jefe de la Judicial,
cumplió su promesa en el camino de Pinto. Así se fue forjando la leyenda del guardia
civil modelo, ideado por el duque de Ahumada, fundador de un cuerpo que mantuvo
durante años el hedor corrupto de la represión. «Paso corto, vista larga y mala
intención» era su lema.
Después de lo de Melilla, y con el grado de teniente trenzado en la bocamanga de
su uniforme, Perico Beltrán fue llamado a ocupar la jefatura del cuerpo especial de
policía para la represión del anarquismo. Diez mil pesetas anuales, más las propinas,
le hicieron abandonar el uniforme y ocupar un despacho cargado con el nutritivo olor
de los establos. No se daría cuenta hasta años más tarde, cuando la presencia del
abismo era inevitable. Si Primo de Rivera mató a Margallo de un tiro en la cabeza, a
él le mataría de una forma más cruel, interviniendo en la decisión de darle aquel
cargo.
El primer servicio que el teniente Beltrán prestó, como jefe de la Judicial, fue
marcando a Alejandro Lerroux, cuando este último aún no se había convertido en el
Emperador del Paralelo y, tan sólo, era un orador al estilo de un cura macho que
convertía todos sus mítines en un regajo de pólvora. Con los gestos precisos de un
crupier, y el verbo incendiario, se subía al púlpito y conquistaba a las masas
combinando la saliva y la metralla. El teniente Beltrán le tuvo tan cerca que bien
podía haberle disparado mientras calumniaba, muy tieso, como si le hubiesen metido
una escoba por el trasero, y con la panza semejante a una torre de neumáticos. Sobre
la tribuna, era un blanco fácil. Un tiro directo a la cabeza, igual que hizo Primo de
Los ojos del Mateo brillan como hoja de cuchillo cortando la luz. Toma asiento y, al
poco, aparecen los tres guardas. Traen el sudor en los trajes de rayadillo y el pecho
ceñido por bandoleras de cuero. Dejan las escopetas sobre el mostrador, con
familiaridad.
—¿Qué hay, Fermina? ¿Dónde anda tu Jenaro?
—Ha ido pa Torrejón.
El Mateo vio cómo la mujer le señalaba con los ojos. Y los tres guardas llevaron
sus miradas hacia la mesa donde él se encontraba. La mujer puso una jarra de vino
sobre el mostrador. Plam. Y los tres guardas se sirvieron. El Mateo observaba cada
uno de sus movimientos con la mano en la pistola. Luego, el más joven sacó una
petaca de tabaco e invitó a una ronda de picadura. El Mateo se fijó en la moneda
aplastada, amuleto para atraer la suerte, y fue cuando dijo:
—Parece ser que en palacio también son supersticiosos. Resulta que a la nueva
reina le han clavado herraduras en la puerta de su aposento, por ver si la hemofilia no
los invade.
Los guardas se miraron. El más alto destapó sus dientes en una risita propia del
ratón que ha descubierto el sitio donde guardan el queso. Agarró la escopeta y el
Mateo pudo leer la chapa de metal con el nombre «Soto de Aldovea».
—Usted es catalán, ¿verdad? —le preguntó al Mateo con chispazos de orgullo
cazador en cada una de sus pupilas.
—Sí —contestó éste, sin perderle los ojos desde la mesa en penumbras.
—¿Trae documentos?
—No —el Mateo, seco como un golpe de martillo.
—Entonces he de detenerle, llevarle a Torrejón, ya sabe, lo del anarquista ese.
El Mateo no contestó, se levantó de la silla y fue saliendo. Los otros dos guardas
continuaron en el mostrador. «Ahora vamos —le dijeron al compañero—. Adelántate
tú que ahora vamos».
—No hace falta, voy y vengo en na.
Fue entonces, cuando el Mateo empezó a contar cada uno de sus últimos pasos,
entre dientes y empezando desde atrás. «Cien, noventa y nueve, noventa y ocho,
noventa y siete», y así anduvo hasta que, al llegar al cero, la linterna mágica le
deslumbró su memoria por completo. Y llevó la mano herida hasta la muñeca que
sostenía el arma. En el momento de ajustar la puntería, creyó escuchar al viejo
Cuando el teniente Beltrán subió la escalera, por su reloj de bolsillo daban las once de
la noche. Llevaba la cara punteada de cortes, culpa de las esquirlas que saltaron de la
puerta del gobernador. Sin darse tiempo, agarró al pintor Henault del pescuezo y le
llevó hasta la habitación que ocupaba el fugitivo. Una vez allí, le empujó hasta la
pared. Y acercándole el plomo de sus ojos, el teniente Beltrán le dijo:
—Ahora me lo vas a contar todo.
Entonces el pintor, con voz nasal, culpa del impacto recibido durante el
interrogatorio anterior, y tiritando de miedo, declaró que volviendo del museo, por la
carrera de San Jerónimo, se encontró con el Narciso Cuspineda y con el dueño de la
casa, el Pepe Cuesta. Y allí mismo le dijeron que se había presentado un hombre
interesado por la habitación. «Quiere quedarse a ver el paso de la boda», añadió el
Pepe Cuesta, alegre ante el chollo. «Trae dineros».
—¿Por qué supiste que iba a pasar la comitiva bajo el balcón?
—Por el periódico.
—¿Qué periódico?
—El de La Correspondencia de España.
El teniente Beltrán le enganchó del cuello. Y presionó con las puntas de los
dedos, clavándoselas en la tráquea.
—Explícate mejor. —El teniente Beltrán soltó de golpe y el joven pintor tuvo un
vahído.
—El señor Cuesta tiene conocidos en el periódico, alterna con ellos en la taberna
de abajo. Nada más enterarse, hace un mes o así, me lo propuso.
—¿Cuánto dinero?
—Nada.
—Pocos cuartillos de sangre catalana tienes tú. —El teniente Beltrán volvió a
lanzar la garra—. O es que me engañas.
Y así estuvo un rato, apretándole del cuello contra la pared hasta que le vio
inflado como una goma, a punto de pinchar por los ojos. Entonces relajó la mano.
—¿De qué conoces a uno que apodan «el Quico» y que se llama Francisco
Ferrer?
Fue cuando el vahído vino más intenso y el pintor se desplomó, al suelo. Y el
teniente Beltrán pegó una voz para llamar al Pepe Cuesta, que apareció arrastrando
los pies y con la cabeza gacha. A pesar de haberle visto, el Pepe Cuesta tropezó con el
cuerpo del pintor, tendido en el suelo. Y con el impulso fue a parar sobre la maleta,
abierta en el centro de la habitación y semejante a un ataúd a la espera de ser
colmado. Al ir a levantarse, el Pepe Cuesta se pilló los dedos con uno de los cierres.
«A ver, que yo me entere. El anuncio en el periódico salió un domingo 20 de mayo,
¿verdad?», interrogó el teniente Beltrán con la voz ronca de flemas y la puntera del
Aunque nunca había visto un muerto de cerca, le dio que el teniente Beltrán lo estaba.
A la luz de la noche, yacía en el suelo igual a un muñeco con la cascara de la cabeza
abierta al medio. La Chelo, en cuclillas y descalza sobre la sangre, le arrancó la
pistola de la cintura y se la arrebujó en el delantal, como si, en vez de pistola, se
tratase de un recién nacido. Y así salió la Chelo, corriendo calle abajo, a la luz de las
candelas, quebrando las aceras indecentes de la noche. Sin apenas respirar, llegó a
Barquillo, donde la herrería de su Ulogio, junto a la farmacia. El cierre estaba echado.
En apariencia, no había nadie dentro.
A su Ulogio no le gustaba que ella se pasase por allí, le había dicho. Pero esta vez
era diferente. Ahora la Chelo buscaba algo más que sudar su amor en la penumbra de
un cuarto, ahora, necesitaba protección. Volvió a llamar con la mano prieta, sobre el
cristal de polvo, levantándose en puntillas, como si aún llevase los tacones puestos y
tensando los muslos, dejando reflejar en el trozo de vidrio el lechoso arranque de sus
senos; el delantal arrebujado donde dormita la pistola. Al otro lado de la puerta, los
pasos la llevan a destaparla con violencia. Unos ojos de animal salvaje asomaron tras
el cristal de polvo. Se abrió la puerta a medias y la mano indicó que entrase. «¿Qué te
pasa, prenda?».
—Na, ninchi, que creo que he matao a un hombre.
Y entonces ella, entre sombra y herrumbre, le contó a su Ulogio todo lo sucedido.
Desde el principio, desde la misma tarde que explotó la bomba, cuando el teniente
Beltrán llegó a la horchatería y empezó a pegar ladridos. A cada requerimiento suyo
se estremecía un pájaro en el surco de sus senos. «Lo peor de las mentiras, prenda, es
que luego te tienes que acordar de ellas», señaló su Ulogio. Ella pudo percibir
irritación en la mirada de lobo. Y el olor de la última jarana pegado a las ropas. «Trae
aquí, prenda».
La Chelo le tendió la pistola con la palma abierta, como si en vez de pistola fuese
un pez frío en la noche caliente. Y continuó con el relato:
—Luego estuvo hablando con el patrón. No sé qué ciscos se traían con la
máquina registradora.
La Chelo siguió contando que el teniente Beltrán salió con los bolsillos repletos
de parné. Y los ojos como dos duros sevillanos. En la mirada del Ulogio brillaron
pavesas. Chispas encendidas de un fuego que avivaba sus adentros. La Chelo,
entonces, va y cuenta el desenlace, el forcejeo que mantuvo esa misma tarde, cuando
el teniente Beltrán volvió a aparecer en lo de Candelas.
—Y to porque no quise irme con él a ver al muerto.
—¿Estás segura, prenda, que se trata del mismo? —preguntó su Ulogio,
rodeándola con los brazos.
«Sí, ninchi, sí». Y le dio los detalles del joven que apareció en la horchatería, el
Tocaba Luis «el Jorobao» que, más que tocar, removía los sonidos negros de la
sonanta. También andaba cerca el Ceniza, que era picaor de la cuadrilla del Gallo y
que manoseaba los muslos a una de las gitanas. Fue cuando la Chelo le pasó por
delante al Ulogio, mostrándose en el espejo colgado en la pared, junto al cartel de
toros que anunciaba la corrida regia con la que Madrid festejó la mayoría de edad de
Alfonso XIII. Bombita, Machaquito y Lagartijo.
Con el meneo de las reales hembras, la Chelo le arrancó un quiebro, «Aayyyy,
chulapona mía». Y tirando la bandeja, la Chelo entró en el cuarto y se arrancó a bailar
en crudo, haciendo crujir las tablas y las dentaduras, dejándose comer por el Ulogio,
que la devoró con descaro, encendiendo las brasas de su bajo vientre cada vez que le
Desde el final del mostrador, el inspector Merlo se pasaba la punta de la lengua por el
labio crudo. Hizo una seña al Ulogio, que hasta ahora no había abierto la boca y
continuaba con la pálida en el pellejo. Mantenía la mirada alerta del que se encuentra
acosado y listo para la torpeza. Por el reloj del teniente Beltrán pasaban veinte
minutos de las seis de la mañana y allí seguía la Emilia, con el teatro, intentando
ganar tiempo a lo irremediable. La caída del telón no tardaría en llegar.
—Tú, qué sabrás de cante, marqués —increpó la Emilia al de las barbas, a la vez
que ronchaba y tragaba—. Tú qué sabrás de cante por mu marqués que seas —
continuó ella, intentándole quitar peso al capote del momento, sin perder de vista al
Ulogio, que caminaba hacia el inspector Merlo.
La negrura de la noche se borró de los ojos del inspector Merlo cuando el Ulogio
llegó hasta él para cuchichearle. Como pintados por el rimel de un nuevo día,
recobraron el esmalte del vicio. Mojó la punta de la lengua y con ella se extendió la
saliva por el morro crudo. Debía de ser algo muy importante lo que el Ulogio le
refería, algo que, la Emilia, desde donde se encontraba, no conseguía alcanzar.
Entonces, a la Emilia no le quedó otra que aprovechar el momento y acercarse
hasta el oído del teniente Beltrán para decirle, con la lengua en la oreja, que ella sabía
dónde estaba la rubiala. «Anda escondía donde el Ulogio». —Ya.
Y el teniente Beltrán la apartó con el hombro. Apurando de un trago el
aguardiente, se restregó la boca con su brazo desnudo. Y con los dedos juguetones en
la culata de su pistola, el teniente Beltrán caminó hacia el fondo de la taberna, donde
el inspector Merlo y el Ulogio secreteaban con chasquido de saliva. Cuando pasó por
la mesa de los jóvenes tiñosos, éstos se plegaron. Sin embargo, el de las barbas, sin
bajarse de la mesa, siguió dándole a la perorata: «Que pongan la guillotina en la
Puerta el Sol, y que la estrenen con la cabeza de Chacón». La Emilia, perdida ya en
un laberinto interior donde van las mujeres rechazadas, fue tras el teniente Beltrán y
éste soltó el brazo, como un resorte, directo al pecho, que la dobló al suelo. Entonces
el Ulogio, desde el final del mostrador, hizo un ademán que el inspector Merlo
contuvo, retorciéndole la entrepierna como si fuera un trapo a escurrir. El Ulogio
emitió un grito ahogado, como si se atragantara. Entre todo, Julián, el dueño, había
salido de detrás del mostrador para asistir a la Emilia, que continuaba en el suelo.
Entonces, el teniente Beltrán, con la cabeza vendada pero sin perder aplomo, se
plantó frente a la mesa y replicó al de las barbas, tirándole de la manga vacía. «El
mejor es Chacón, ya ha oído usted a la gachí».
—Y éste es un payo que canta como un canario flauta —añadió Merlo, señalando
al Ulogio—. Te lo regalo. —Y empujó con fuerza al Ulogio, sobre el teniente Beltrán
que le agarró del pescuezo, y se lo llevó hasta el retrete.
Nada más abrir la puerta, un aliento de fiebre, le pegó de lleno. Arrugó la nariz y
Por el reloj de La Equitativa daban las siete y media. Hasta la calle Barquillo llegaba
la sonería de la mañana, sucia y picante de polvo tras el cristal de la fragua. Dentro
estaba la Chelo, acurrucada en un rincón y traspuesta por el cansancio. Mantenía la
pistola entre las manos. Creyó escuchar la puerta y tuvo un sobresalto, pero pronto
los párpados volvieron a cargarse de sueño. Cuando los abrió de nuevo, ya era tarde y
la pistola pesaba. El teniente Beltrán la apartó de un puntapié y se agachó a
recuperarla. Hubo un amago de sonrisa en sujeta, como si se reencontrase con una
antigua novia. Ahora tenía una pistola en cada mano y el brillo feroz en los ojos del
que no sucumbe ante la presencia del abismo. A la media luz de la herrería, sus
pómulos eran semejantes a dos nueces. Y por su laringe desfilaba una sombra
obsesiva, la cascara de un fruto que pinchaba a la vista.
—Vamos, rubiala. Que el Mateo nos va a contar.
Los ojos de plomo paralizaron a la Chelo. El teniente Beltrán se acuclilló ante ella
con el vendaje pegajoso de sangre a la cabeza. El aliento grosero calentó su morro.
—Déjeme ¿dónde está el Ulogio?
El teniente Beltrán no pudo completar la sonrisa y clavó el cañón de la pistola en
la espalda de la Chelo.
—Está cantando, en prevención. Le tiene el Merlo. Tu Ulogio va a necesitar
recuperar los derechos de propiedad de su culo. Da gracias a que yo esté aquí. De lo
contrario, a tu Ulogio, sólo le hubiera quedado de hombre el nombre. —El teniente
Beltrán se acercó tanto que su propio aliento le rebotó con asco—. Aun con un solo
testículo funcionaba bien tu Ulogio, ¿verdad, rubiala? —Lo de «testículo» lo dijo con
tal empaque que dio a entender más de lo que la palabra significaba.
Fue al ir a levantarse, cuando la Chelo vio el trozo de hierro, una vara maciza
cubierta de herrumbre, a pocos pasos. Entonces sus ojos se encendieron. Desde muy
pequeña tuvo fijación por los genitales masculinos. Con el tiempo, ya empleada en el
oficio de la calle, había aprendido a dañarlos de las dos maneras posibles. Y aunque
actuó rápido, el teniente Beltrán, que también andaba resabiado en daños genitales,
impidió el golpe. Y la vara cayó al suelo. El eco metálico se mantuvo en el aire
durante un soplo.
—No hagas tontunas, rubiala. Si colaboras no habrá problemas. Además tienes
buenas amistades en la política.
La Chelo contuvo su ira, prietos los puños, sin pestañear frente a las dos monedas
de plomo que ahora brillaban con el fuego de la muerte.
—Ya sabes, rubiala, los enredos son nuestro trabajo y, de no haberlos, pues nos
los inventamos.
Ella le miró resignada, con los ojos puestos en el suelo fue saliendo de la herrería.
Iba descalza. El teniente Beltrán iba detrás, con los dos cañones apuntando a su
En su cabeza, sólo le quedaba sitio para una bala. Por eso, cuando la Emilia le ajustó
el cañón, el teniente Beltrán se detuvo un instante y, con la muerte avanzando por el
plomo de sus ojos, completó la sonrisa. Antes de caer, dio dos pasos al frente.
Llevaba las pistolas por delante y la sangre había quedado detrás, cubriendo la cabina
del tranvía. Por el reloj de la iglesia del Buen Suceso pasaban cuarenta minutos de las
ocho de la mañana, y el barullo que se montó fue aprovechado por las autoridades,
dando orden de salida al cadáver de Mateo Morral y evitando así su linchamiento.
Un día después de practicarle la autopsia, el cuerpo de Mateo Morral fue
conducido en un furgón mortuorio al cementerio civil del Este, donde recibirá
sepultura en cuarta clase temporal, zona de adultos, cuartel 3, manzana 1.ª, letra C.
Unas horas antes, en una tumba vecina, dieron sepelio al teniente Beltrán. Fue una
ceremonia silenciosa a la que sólo asistió el sepulturero, un hombre que asomaba el
cardenillo de los dientes por cada paletada. Aquel día tuvo más trabajo de la cuenta.
Cosa así de diez minutos después de echar la última tierra sobre el tal Morral o
Morán, ya que los periódicos continuaban sin ponerse de acuerdo, cosa así, de diez
minutos después, vino otro más. Se trataba del cadáver de uno al que llamaban el
Ulogio y que tenía una herrería en Barquillo, justo pegando a la farmacia. El día
anterior, el inspector Merlo se lo había encontrado muerto en los retretes de una
taberna de la calle la Ruda, cerca del mercado. Por la hora que era, el inspector Merlo
se sirvió del cadáver.
Abrupto en sus pensamientos, así como en su acción, el inspector Merlo cargó
con él hasta un carro de bueyes que había frente al mercado. La Emilia iba por los
suelos, con las manos prietas en los tobillos del inspector Merlo y el pecho arrastrado
por llantos. Maldiciones estiradas como lamentos moriscos y que no pararon en todo
el camino. El inspector Merlo dio orden al dueño del carro, un labriego con sombrero
de paja y la frente sudorosa y encogida, semejante una manzana al horno. «A la cripta
del Buen Suceso», le dijo con dominación de señorito, al mismo tiempo que se
pasaba las palmas de las manos por sus aceitosos cabellos. «Dese prisa».
Llegaron a tiempo, cada vez aparecía más chusma con hoces y rastrillos. La salida
de la cripta del Buen Suceso se había taponado como una cloaca y el tufo a sumidero
atravesaba Madrid. Por la hora que era, andaban ultimando el traslado del cuerpo del
Mateo Morral al forense, donde le realizarían la autopsia. Y así fue como el cadáver
del Ulogio le vino al inspector Merlo que ni pintado. La misión que iba a desempeñar
sería el colofón miserable a toda una vida rozando el ilegalismo. Su cuerpo, después
de muerto, iba a servir para despistar a la chusma. Y de esta forma, se evitaría el
linchamiento del cadáver del Mateo. Sin embargo, el inspector Merlo dejó fuera de
sus cálculos al teniente Beltrán, como también dejó fuera de sus cálculos su reloj de
bolsillo, que siempre atrasaba. Razón de más por la que el teniente Beltrán se
Por esa condición que tienen los espejos de multiplicar los acontecimientos, en el
momento en que la Emilia aprieta el gatillo en Madrid, la policía de Barcelona tira
abajo la puerta de la casa donde el Quico se encontraba retozando con su amante,
Soledad Villafranca. Sin apenas darles tiempo a vestirse, se los llevaron presos. El
verdadero nombre del Quico era el de Francisco Ferrer Guardia, cuarenta y siete
años, amigo del Emperador del Paralelo y director de la Escuela Moderna, además de
hombre dedicado al magisterio de lenguas. Así que fue detenido, así declaró que
conocía al Mateo desde hacía unos tres años, con motivo de haber traído a la Escuela
a una hermanita suya llamada Adelina, para que se educara a la manera laica.
Hicieron amistad y Francisco Ferrer, ante el deseo que el Mateo mostraba, le propuso
encargarse de la biblioteca y de la dirección editorial de su Escuela.
A los dos días de su detención, el Quico fue conducido a Madrid en un tren
expreso. El vagón iba atestado de guardias. No sólo custodiaban al cautivo, sino
también el baúl donde iban las pertenencias del Mateo. Según el acta levantada en
Barcelona por el jefe de vigilancia Antonio Tressols, dentro compartían sitio: una
bota de vino, cinco cartas de su hermana Adelina, la licencia del servicio militar junto
a algunas facturas y toda la colección de cartas amorosas dirigidas a su nombre por
una tal Olga Brandt.
Al final, estas cartas se perdieron pues, para la versión oficial, lo más conveniente
era ofrecer el perfil de un loco no correspondido en el amor. Así, Mateo Morral
quedaría justificado por la Historia como un hombre obsesionado, un perdedor
radical que, por despecho, atenta contra los reyes. Para fortalecer la coartada oficial,
el mismo Mateo había participado con otras cartas, unas postales que mandó desde
Madrid a Soledad Villafranca, profesora de la Escuela Moderna y mujer a la que se
beneficiaba el Quico.
Cuando al beneficiario le preguntaron por este detalle, declaró desconocerlo. De
haber sabido que el Mateo mantenía relaciones amorosas con la misma mujer, eso, el
Quico no lo hubiera permitido. Entre otras cosas, el Quico era conocido por los
números que se calzaba. Le llamaban «el Sultán Rojo» y muchas otras cosas más.
Con tales virtudes, sus enemigos le acusaron hasta de montar misas negras. Además
de las cartas amorosas dirigidas a Mateo Morral por Olga Brandt, se decidió perder lo
restante, esto es, la bota de vino, la cartilla militar y las cartas de su hermana Adelina.
Por lo cual, el baúl llegó a Madrid vacío. La pérdida quedó registrada de tal manera
que, pronto, caería en el olvido.
Al día siguiente, con el resultado de la autopsia sobre el mármol fresco del
despacho real, en palacio, se llegó al convencimiento de que, las tripas de los muertos
civiles mezcladas con las de los muertos en acto de servicio, y puestas a hervir sobre
el aliento enfermo de los caballos, daban como resultado un plato infecto al que
Mientras tales cosas pasaban en la esquina del mapa donde la rosa de fuego ardía, en
el centro, en Madrid, en el barrio de Ciudad Lineal, acompañado por una fila de
guardias, el inspector Merlo se llevaba preso al Vicente Daza, de oficio zapatero. A
sus sesenta y cinco años, y como convenía a su estado de segunda infancia, quería
vivir tranquilo.
Su declaración fue la punta de una mecha que no tardaría en llegar a la carga. Tal
como quedó escrito en el sumario, en la tarde del atentado, estando el Vicente Daza
en el huerto de su casa, apareció el Isidro Ibarra, y con él fue a un merendero cercano,
donde encontró a cuatro individuos más, a ninguno de los cuales conocía. Uno de
ellos tenía una imperfección en el labio. Tras la declaración, el Vicente Daza estuvo
un día preso, quedando libre en el mismo momento en que ingresaban en prisión los
detenidos: Isidro Ibarra, Bernardo Mata, Aquilino Martínez, Pedro Mayoral y el
anciano del labio belfo y bigote teñido de nicotina, José Nakens.
A José Nakens le bajaron del coche celular como si fuera un asesino. Iba
esposado y su entrada en prisión hizo dividir a España. Por un lado estaban los que
veían al anciano periodista como un republicano «comecuras» que vivía en continua
contradicción tapando su maldad con franciscanismo de cabello de ángel. Entre otras
muchas cosas, le achacaban su implicación en el asesinato de Cánovas, por haberle
dado cobijo al Angiolillo. Y eso era asunto que aún escocía en los traseros más
conservadores. Desde el campanario mayor, el cardenal Sancha tocaba para sentar a
Nakens en un sillín, con el tronco erecto y pegado al palo del garrote. Sin embargo,
por el otro lado, José Nakens tendría sus defensores. Toda la plana mayor de las
figuras de la época. Empezando por el anticlerical Galdós y siguiendo por Sorolla y la
luz de sus pinceles, sin olvidar a Benavente, ni a Mariano de Cavia, ni tampoco a un
comprometido Dicenta. Los hermanos Álvarez Quintero también andaban indignados
y pidieron la libertad del anciano. Con la fibra de Unamuno y la música de Ruperto
Chapí, se terminó de montar el lío. Incluso, el mismísimo Moret, picado aún por las
pulgas de su caída, no tuvo más remedio que salir en su defensa. Desde el extranjero
se les uniría Edmundo de Amicis, Anatole France, Maeterlink y Lombroso. Fue lo
más parecido al caso Dreifus, pero en español.
Pedro Mayoral y Aquilino Martínez eran los dos hombres que escoltaron a Mateo
Morral, junto con José Nakens y el Isidro Ibarra, hasta la casa de Daza, primero, y de
Bernardo Mata, después. Pedro Mayoral era escritor, de cuarenta y tres años de edad,
pelo cano y bigotes largos como manubrios. En el momento de ser detenido, vestía
traje de americana oscuro y sombrero de paja. El otro, Aquilino Martínez, de sesenta
y dos años de edad y profesión litógrafo, era calvo, con el rostro pálido y cargado de
hombros. En el momento de ser detenido, vestía traje de americana negro y sombrero
hongo. Con los ojos nublados de cansancio, Aquilino Martínez quiso conservar su
Dos años más tarde de haber sido absuelto, el Quico se vio acusado de preparar el
terreno donde lanzar sus rosas de fuego. La Semana Trágica, en la que se incendió
Barcelona y poblaciones cercanas, necesitaba un culpable y el Quico venía señalado
desde Palacio. Después de jugar con soldaditos sobre el mapa de África, y de haber
limpiado del ejército el semen rancio que en su día dejase Riego, Alfonso XIII daría su
merecido al Quico, mandando que le fusilaran. Vestido de apache, es decir, como un
delincuente común, el Quico pasó su última noche en capilla, escribiendo a su amigo
Cosmo, es decir Charles Malato, anarquista que denunció desde Francia a la España
Inquisitorial con nombres y apellidos: Narciso Portas, Becerra del Toro, Alfonso XIII
y el teniente Beltrán.
Por seguir con el juego de espejos donde los destinos rebotan y toman idénticas
avenidas para acabar cruzándose, cabe señalar las horas finales del Quico, antes de
ser ejecutado, cuando en capilla apareció un cura al que conocía de pequeño.
Asaltado por el tiempo pretérito y con el futuro más negro que el foso que le
esperaba, el Quico se mordió la rabia. Rogó que no le vendasen los ojos y que no le
pusiesen de espaldas para recibir el fuego. «Me sobra valor para esperar a la muerte
de frente», les dice a sus verdugos. Su pasado ya no anda detrás, ahora camina con él.
De esto se daría cuenta en el momento de su detención, cuando el Quico huía de su
pueblo, Alella. Iba por la carretera que lleva hacia Granollers y las iglesias ardían a
sus ojos con el fuego escarlata. Ante tal espectáculo, nadie le iba a negar al Quico que
la iglesia que más alumbra es una iglesia incendiada. Sin embargo, las cenizas le
ahogan y el humo tapona sus fosas nasales. El Quico era la viva estampa del hombre
que ha perdido todo y espera el paso del tren para echarse a sus ruedas. En una de
éstas, es reconocido por unos de su pueblo, con los que había jugado de chico. Lejos
de salvarle, le torturan, atándole por los codos y dándole a beber orines en vez de
agua. En la jefatura de la policía le desnudan y le visten de apache… Es la noche del
31 de agosto de 1909. El pasado le ha cogido por el cuello y no tiene intención de
soltar.
Si en un primer momento, el miedo del rey a represalias europeas había salvado a
Ferrer, esta vez iba a ser distinto. Alfonso XIII taponó todas las grietas por donde
pudiera asomar jindama. Y pensó que lo mejor sería fusilar al Quico de inmediato,
antes de que empezaran con fuegos artificiales los de la prensa extranjera. Llegadas
las ocho y media de la noche, el 12 de octubre de 1909, resuena en el castillo de
Montjuïc la sentencia de muerte. Ferrer firma el edicto y no tirita. Cuando es
conducido a capilla pide que quiten del lugar ciertas figuras y atributos religiosos
para poder estar más cómodo, no fuera a cometer irreverencias, tan lejos de su ánimo.
Luego empiezan a llegar los curas y a todos les agradece el ofrecimiento. Dice no
comulgar con el cristianismo. Cuando después de irse el último jesuita, apareció el
Juan Soto y Conde, marido de Marcelina Sánchez Porras, siguió con su rutina de
cornudo, ejerciendo en su casa de la ronda de Segovia. No figuró como damnificado
y, por lo mismo, ni él ni su mujer cobraron un céntimo. Padre de familia numerosa,
cuando tocó preparar cuna para una nueva criatura, lo hizo con las astillas de sus
cuernos. Un recién nacido que, con los años, daría cuartos al pregonero, cuando a su
cara asomó la mueca del que sufre del hígado. El moco blanco con el que el teniente
Beltrán fecundó el vientre de Marcelina Sánchez Porras sería otro detalle más del
archivo que ocupa el atentado de Mateo Morral.
Fiel a sus principios, Joaquín Ruiz Jiménez continuaría pasándose por la Ronda
de Segovia. Primero, unas cuantas carantoñas a los niños y luego, unos gustos a la
madre. Aunque cesado como gobernador civil de Madrid, Joaquín Ruiz Jiménez
seguiría envejeciendo el cuero de las sillas oficiales. Subsecretario de Gracia y
Justicia, fiscal del Tribunal Supremo, vicepresidente del Congreso y alcalde de
Madrid hasta tres veces, entre medias tuvo tiempo para hacer de ministro y presidente
del Consejo de Estado. Demasiados cargos para levantar erección. Por lo mismo, las
visitas de Joaquín Ruiz Jiménez a la Ronda de Segovia eran tan fugaces. En lo que
tardaba Juan Soto y Conde en cambiar un pañal, Ruiz Jiménez resolvía su pesadez
prostática.
Por el otro lado, Juan Montseny, tonelero de Reus, que firmaba como Federico
Urales, fue desterrado de Madrid debido a una polémica que tuvo con los
constructores de Ciudad Lineal. Entonces marchó a Barcelona donde se consagrará a
escribir teatro y a enemistarse con algunos sindicalistas. Siempre a la greña, Juan
Montseny polemizaría con todo quisque que se le pusiera al paso. Cuando estalla la
guerra, y España entera pierde la paz, se mantiene firme ante la sublevación militar y
aconseja a su hija Federica Montseny que se encargue del Ministerio de Sanidad. Tras
la derrota, marcha al exilio donde muere. Contaba setenta y ocho años de edad.
El más longevo de todos fue «El Tigre», apodo que recibía Pedro Vallina por los
zarpazos que le pegaba al capitalismo. Médico y hombre de acción, luchó toda la vida
como el felino que era, muriendo de puro viejo, en el exilio, a los noventa y un años
de edad y después de haber visto perder todas las guerras desde su trinchera libertaria.
Dejó unas memorias suculentas, cargadas de dinamita cerebral. En cuanto al hombre
misterioso, de la chistera y el traje de etiqueta, hay que hacer notar que fue nacido en
Velilla de Ebro, Aragón, y que respondía al nombre de José Burgos Tella. Y que fue
llamado días antes del atentado y una vez que el Mateo hubo advertido al del enlace
que no lanzaría la bomba en la iglesia. La tarea de Burgos Tella consistiría en
favorecer la huida de Mateo Morral después de que la monarquía volase en pedazos.
Así que, decidido a crear un foco de atención que dejase el camino libre al regicida
durante los primeros instantes, Burgos Tella quedó dispuesto en la acera de Capitanía,
Un libro se debe a otros tantos libros y éste no iba a ser menos. En primer lugar, cabe
aquí citar el libro que me puso tras la pista de Mateo Morral, el escrito por José
Esteban y titulado: Mateo Morral, el anarquista. Fue editado por Blanco Chivite, y
fue Blanco Chivite el que me puso en contacto con Pepe Esteban. Ahí empezó todo.
Luego vinieron los demás libros sobre el atentado, como el escrito a pachas por
Susana March y Ricardo Fernández de la Reguera y titulado: La boda de Alfonso XIII.
Y también el firmado por Francisco Camba, Cuando la boda del rey.
Xavier Casals, historiador, me mandó un listado bibliográfico en el que cabe
destacar la biografía de Ferrer escrita por el profesor Juan Avilés. Y esa otra obra,
titulada La rosa de fuego y que fue escrita por Joaquín Romero-Maura, hoy
descatalogada y que mi padre, por prescripción médica, encontró revolviendo en una
librería de viejo. Susana Picos me hizo llegar dos libros fundamentales a la hora de
documentarme. Uno, el de Álvarez Junco, titulado: El Emperador del Paralelo, la
jugosa biografía de Lerroux. El otro, la biografía de Romanones a cargo de Javier
Moreno Luzón.
El editor Juan Cerezo, amigo y cómplice, me hizo envíos deslumbrantes. Las
memorias de Baroja y el libro dedicado a Ferrer fueron piezas claves para completar
esta novela. Cuando tocó conocer el funcionamiento de las fuerzas de represión de
aquellos tiempos fueron útiles los libros siguientes: Piltrafas del arroyo, de Roberto
Bueno, así como el titulado La Guardia Civil en la Restauración, de Miguel López
Corral. Para los uniformes y guerreras me serví del escrito por José María Bueno
Carrera acerca de la historia del uniforme en la Benemérita. También cabe citar aquí
el libro escrito por Martín Turrado Vidal, La policía en la historia contemporánea de
España.
Para el viaje por el Madrid de la época me dejé guiar por Rafael Cansinos Assens
y La novela de un literato, así como por Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de
Prada. Guía de Madrid de Fernández de los Ríos y Las calles de Madrid, de Pedro de
Répide hicieron el resto. De igual forma, Josep Maria de Sagarra me puso en contacto
con la Barcelona de la época. El color local, los giros y el argot se vieron
completados con el libro de Juan Antonio de Zunzunegui, La vida como es. Luis
Alberto de Cuenca me prestó su «soleá» para ponérsela a don Antonio Chacón, como
traje a medida.
La parte libertaria se fue haciendo gracias a la lectura del libro de Jean Maitron,
titulado Ravachol y los anarquistas. Y también de ese otro: La banda de Bonnot, de
Bernard Thomas. Charles Malato, Lombroso y el doctor Vallina, junto con el esbozo
enciclopédico de Miguel Iñíguez, me situaron en la doctrina. Nicole Muchnik me
regaló el libro El corto verano de la anarquía, de Enzensberger. Y mi adorada Irene
Lozano me hizo llegar su libro acerca de Federica Montseny, la hija del Urales. La
su madre, encargó al padre Coloma que escribiera un cuento sobre el diente caído.
Así fue como nació la leyenda del Ratoncito Pérez. En el citado cuento, el personaje
principal es el pequeño rey Buby I que, al perder su primer diente, recibe la visita del
Ratoncito Pérez. Éste le mete la punta de la cola en la nariz y le hace estornudar,
quedando así Buby convertido en ratón. Así, Buby acompaña a Pérez hasta su
morada, en la confitería de Carlos Prats, donde vive junto a su familia dentro de una
caja de galletas. El Ratón Pérez le presenta a su familia y le invita a una taza de té.
Después emprenderá su honrosa misión, que consiste en acompañar al Ratoncito
Pérez en todas las visitas a las casas donde un niño pierda su diente de leche. Y
cambiárselo por un regalo. De aquí le viene a Alfonso XIII el cariñoso apodo de Buby,
una tontuna como otra cualquiera. <<