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La cárcel de aire
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Libro electrónico393 páginas38 horas

La cárcel de aire

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De la mano de la creadora de las ficciones televisivas más potentes de la última década, nos llega este thriller fascinante sobre el robo de obras de arte, secretos ocultos durante décadas, amor improbable y desigualdades sociales lleno de humor descarnado y grandes dosis de venganza.
Carlota es una superviviente nata. Es una chica lista, deslenguada y que aprende rápido: así sobrevivió durante su infancia en un orfanato que prefiere no recordar demasiado. Trabaja de camarera en un bar de Madrid y cuando ya debe, como es habitual, varios meses de alquiler del cuchitril donde vive, piensa en sacarse algún extra con el robo de unas acuarelas en la galería de arte donde está sirviendo un catering…. Tras el fenomenal revuelo, sale airosa, pero alguien la ha estado observando… Se trata de Armando, un ladrón de guante blanco guapo, sofisticado y experto en arte, que lleva a su casa a Carlota y la convence de que sea su alumna para aprender a robar en museos.
Florencia, Barcelona, ropa cara, modales refinados, hoteles de lujo, joyas, subastas… Carlota podría acostumbrarse a esa nueva vida. Pero ¿quién es realmente la misteriosa y riquísima mujer para la que ambos trabajan? ¿Por qué vive aislada en su "cárcel de aire"? ¿Y qué nexos comunes y turbios conectan el pasado de los tres personajes?
Una vez fuera Carlota aspiró el frescor de la lluvia, que caía abundante. No le importaba el frío, había sudado como una gorda en una sauna. Sólo esperaba que la pintura no se estuviera deshaciendo con el calor de su cuerpo y la humedad. Apretó el paso hacia el metro, sin sentir el peso de su gran bolso, ni de la culpa. La adrenalina la transportaba a través de un río de energía. Las calles aún se poblaban de viandantes que iban de bar en bar, era viernes, y en Madrid se sale sí o sí. Ni lluvia, ni frío, ni leches. No iba a mirar atrás, no quería ni volver a ver la galería. Se subió la capucha de la parka, el semáforo la obligó a detenerse. Impaciente, taconeaba. Le dolían los pies y los sentía helados. Malditos tacones. Debió traerse unas zapatillas para volver a casa más cómoda. Cuando la luz verde iluminó el asfalto mojado, Carlota avanzó el pie, pero una voz le congeló el movimiento.
—La acuarela tiene poco aguante al agua.
A la ladrona se le paró el corazón. A través de la cortina de agua que caía de su capucha, elevó los ojos para encontrar los del dueño de la voz. Unos ojos castaños y burlones al final de un altísimo tronco. Ese tipo estaba en la exposición. Giró bruscamente para escapar de él, pero éste, rápido y elástico, se le interpuso. Sintió que una mano le agarraba el antebrazo, firme, mientras con la otra le abría el anorak y con habilidad tocaba las acuarelas, escondidas entre su camiseta y su piel. El tipo sonrió. Estaba jodida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2023
ISBN9788491399797
La cárcel de aire

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    La cárcel de aire - Aurora Guerra

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    La cárcel de aire

    © Aurora Guerra, 2023

    © 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Lookatcia.com

    Imagen de cubierta: Stocksy

    I.S.B.N.: 9788491399797

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    1994

    Capítulo 1

    1994

    Capítulo 2

    1994

    Capítulo 3

    1994

    Capítulo 4

    1994

    Capítulo 5

    1994

    Capítulo 6

    1994

    1994

    Capítulo 7

    1994

    Capítulo 8

    1994

    Capítulo 9

    1994

    1994

    Capítulo 10

    1997

    Capítulo 11

    1994

    Epílogo

    Agradecimientos

    A Aurelio, Marina y Sergio, gracias a ellos los perros y el gato comen cuando yo estoy desaparecida. Os quiero.

    Y por supuesto a Triana, mi galga, la mejor ladrona del mundo.

    1994

    La soledad la perseguía. Desde siempre. Odiaba sentirse desvalida, mimetizada con el resto de criaturas sin rostro, acompañadas por un nombre que bien podría haber sido un número, puesto que era dicho con la misma desafección al pasar lista en clase, al hacer el recuento antes de apagar las luces de los dormitorios. No hay peor pesadilla para un niño que el abandono, la orfandad, el ser despojado del único refugio asignado por nacimiento: la familia.

    Por las noches se revolvía al escuchar cómo sus compañeros aún llamaban a sus madres en el duermevela. Un patético y estéril clamor; no había madre a quien llamar. Pero ellos lo olvidaban, débiles, demandantes.

    Los odiaba. Odiaba su vida. Haría cualquier cosa por escapar de ella. Cualquier cosa.

    1

    Bullicio mañanero en una cafetería de barrio castizo. Ese tipo de barrios en los que se juntan en amalgama perfecta los antiguos habitantes, humildes y con el deje propio de un pueblo grande llamado Madrid, y los recién llegados, más relamidos y afectados, hípsteres, nuevos ricos y estudiantes hijos de papá. Carlota acababa de servir el décimo-no-sé-cuántos café con porras. En vaso, en taza, en taza grande, con leche fría, templada y hasta de avena. Desde que trabajaba en el bar (llamado pomposamente «En lo de Gloria», lo que viene siendo una cafetería de toda la vida pero con ínfulas), no soportaba el café. Desayunaba en su minúsculo apartamento un té y a la calle. Esa mañana ni eso, porque había tenido que salir por patas en cuanto escuchó a su casera levantar la persiana de su piso con un fuerte y desagradable chasquido que se propagó por todo el patio de luces. Esa bruja iba a pillarla saliendo del portal y Carlota no disponía de los quinientos cincuenta euros del mes. Ni de los del mes anterior. La áspera y ronca voz de Carmen atravesó los viejos muros enladrillados del edificio, típico de la protección oficial de los años setenta: ventanas de aluminio, suelos de loseta, paredes de gotelé y olor a guiso.

    —¡A esta caradura se le ha acabado estar a la sopa boba; de esta tarde no pasa, a la puta calle!

    Si a Carlota le hubieran dado un euro cada vez que le habían dedicado esas palabras, sería millonaria. Así que se enfundó sus gastados vaqueros imitación de Zara, se recogió la media melena ambarina de rizos blandos en una coleta, rebuscó entre las múltiples facturas de agua y luz impagadas y, bajo el montón, encontró las llaves. Antes de salir se miró con sus líquidos ojos grises en el espejo de la entrada, cogiendo aire con fuerza. Esa inspiración pareció insuflarle valor. Vertió con puntería el contenido de una cacerola llena de agua por la ventana, justo sobre la ropa tendida de los vecinos del bajo, provocando primero un ruido sordo al golpearse las gotas contra la colada, luego un alboroto de voces airadas protestando contra la afrenta. Conociendo a Carmen, sería la primera en unirse a la algarada vecinal, asomando la gaita por la ventana del patio, justo en el extremo opuesto a la escalera. Con un portazo, dejó la casa vacía y a su casera con tres palmos de narices. Carlota había hecho de la huida un arte.

    Mientras recogía vasos de la barra, atendía sin interés la conversación que mantenía su estirada jefa con la empleada favorita, una gallega estudiante de Enfermería que se sacaba unos euros para caprichos trabajando en el bar. Al ser tan pija como la dueña, se llevaban de perlas. Resulta que le habían encargado el cáterin de una galería de arte recién llegada al barrio, antes viejuno, ahora de moda. Le estaba proponiendo a la gallega atenderlo.

    —Lo de siempre: servir unos bocatines, algo de tortilla, cava y vinos.

    —Me viene estupendo, Gloria —dijo la gallega con ese tono de «somos-guais-y-superamigas»—. Tengo el cumple de Jon en nada y me quería hacer con un vestido nuevo.

    —Pues hecho —respondió Gloria con su sonrisa pintada de rosa y sus paletos algo montados el uno sobre el otro—. Ya sabes, tacones, medias y el uniforme con el delantal negro.

    El «uniforme con el delantal negro» era la última gilipollez de Gloria, de la cual se sentía muy orgullosa porque creía estar en el culmen de la modernidad chic del barrio. Carlota metió baza, a ella sí que le vendría bien ese dinero extra, no para un vestidito, sino, simplemente, para no quedarse en la calle.

    —Gloria, perdona —dijo con su marcado acento medio mostoleño, medio cheli—. ¿No necesitas un par de manos más? Estoy canina este mes.

    La mujer meneó su larga melena repleta de mechas rubias, le dedicó una mirada displicente y luego cruzó otra con su favorita, la gallega, en modo «mira esta, quién coño se cree».

    —La verdad es que no, Carlotita. Y si te administraras, no estarías a la cuarta pregunta siempre. Siendo soltera, sin ninguna carga, hija, no sé dónde se te va el dinero.

    «En mi último Jaguar, no te jode», pensó Carlota. Pero de su boca no salió ni una queja. Suplicar no le serviría de nada y, si algo les queda a los pobres, es el orgullo. Asintió y fue a servir a tres estudiantes que postureaban en la mesa cuatro y bebían Aquarius. Al alejarse alcanzó a escuchar a Gloria, brazo en jarra, viboreando con la gallega.

    —Esta se cree que es igual servir en una galería de arte que poner cuatro churros en el bar.

    Carlota negó para sus adentros. No, guapa. No lo creía. Por eso ansiaba hacerlo.

    Esa noche, aguardando bajo las sombras de las acacias desnudas que sorprendentemente sobrevivían en su inerte barrio, tiritaba contemplando su portal. Llovía y estaba aterida, en febrero en Madrid hace un frío que te cagas, pero «la Carmen», la casera, no cejaba en su empeño de atraparla para reclamarle el alquiler. Merodeaba por el rellano como un ave de presa, abrigada con un plumas de color chillón y en zapatillas de andar por casa. A Carlota le iba a dar un pasmo si no lograba llegar a su pisucho; la ropa empapada se le pegaba al cuerpo y bajo sus pies se formaba ya un charquito. Exhalando vaho por la boca, se escabulló hacia la trasera del edificio albergando una tibia esperanza. Negativo. La muy zorra había cerrado la puerta de atrás. Se frotó las manos, se las sopló y se puso a escalar por las rejas que afortunadamente habían puesto en los pisos bajos, rezando para que ningún municipal estuviera de ronda con aquella nochecita. Podían detenerla por escalo y, aunque era cosa menor, la verdad, no era plan. Tratando de agarrarse con fuerza a lo que fuera con sus extremidades entumecidas, llegó hasta su ventana, situada en el primer piso. Tanteó con dedos húmedos la colilla que había dejado incrustada entre la ventana y el raíl, para impedir que se cerrase del todo. Pero sus yemas estaban torpes por el frío, y le dolían al tratar de hacerles un hueco entre el cristal y el metal, tan helado que cortaba. Tras maldecir la lluvia, a su casera y a la vida en general, Carlota intentó afianzar las puntas de los pies en la cornisa de la ventana del bajo, y comenzó con paciencia y sobre todo con cuidado (una caída de cuatro metros no iba a ayudarla a resolver sus problemas) a mover la hoja de la ventana hacia sí. La lluvia le resbalaba por el pelo, entrando en sus ojos, para mayor diversión. Pero al fin la puñetera ventana cedió, desequilibrándola un poco. Por un instante, Carlota pensó que se iba a dar de bruces contra el suelo, agarrada a una hoja de cristal, pero en el último momento logró asirse al alféizar. Con un último esfuerzo, se metió en la cocina. Se dio una ducha para entrar en calor e hizo una sopa de sobre. No porque no tuviera más hambre, sino porque poco más podía permitirse. Se arrellanó en el incómodo y desfondado sofá de horrendas flores estampadas. Soplando el borde de la taza para dar pequeños sorbitos de caldo, buscó en el móvil el nombre de la galería de arte en la que iba a servir Gloria. Encontró varias referencias del autor de las obras que iban a exponerse y el anuncio de su presencia en el evento. Además de él y de algún que otro nombre, la dueña de la mayoría de las acuarelas, una tal Lula Quirós, asistiría al acto para darse el baño de masas, pero por Skype. Era una pirada podrida de pasta que tenía agorafobia y no podía ni pisar la puerta de la calle; al parecer compensaba su tara con un afán desmedido por la notoriedad. Unos porrazos en la puerta sacaron a Carlota de sus reflexiones. Carmen vociferaba desde el rellano.

    —¡Sé que estás ahí! ¡Abre, joder! —Carlota apagó la luz—. ¡O me das mañana la pasta o te echo a hostias, ¿estamos?!

    «Estamos», pensó Carlota. Escuchó cómo la vieja se metía en su madriguera, cerrando con mil cerrojos la puerta. Odiaba ese sonido. Desde que era niña. No debía de tener más de doce años y cada vez que escuchaba abrirse el pestillo se le revolvía el estómago. Se le revolvería toda su vida. No soportaba los cierres de pasador y cadenilla. La ponían enferma.

    Escuchó el doble chasquido. Soltó el cuchillo redondeado con el que untaba margarina en pan de molde. Estaba preparándose el almuerzo, en verano acababa el cole antes, por el calor. No había nadie en casa a esas horas. Salvo él.

    Él cambiaba turnos a veces para llegar antes. Sospechaba que para tener esos encuentros con ella. A juzgar por los pasos que se aproximaban hasta la cocina, estaba a punto de repetirse. El hombre entró en la estancia saludando, alegre. La manera en la que la llamaba «mi pequeña», «mi niñita» o «mi bebé» distaba mucho de sonar cariñosa. Sonaba sucia, melosa, viscosa como su tacto. Se le pegaba a la espalda, le acariciaba la cabeza de modo paternal, pero lo que notaba presionándola a la altura de la cintura no era nada paternal. Mientras le preguntaba cómo habían ido las clases, muy cerca, se frotaba el miembro contra la curva que formaba la espalda de la niña al ir transformándose en nalga. Ella notaba la respiración cada vez más agitada de su padre de acogida, su aliento, sus palabras entrecortadas y la presión cada vez más fuerte contra su camiseta. Cuando sentía la piel mojada, sabía que todo había acabado. Por esa vez. Y agarraba muy fuerte el cuchillo de la margarina deseando que tuviera filo.

    Salió de casa aun antes de que empezara a clarear. No quería toparse con su casera. Aguardaba aterida a que abriesen una farmacia cerca de la estación de cercanías donde cogía el tren para ir al trabajo. Dando saltitos, trataba de mantenerse caliente. Al fin comenzó a descorrerse el cierre. Compró algo y salió de nuevo, dispuesta a enfrentarse a más cafés En lo de Gloria.

    —¿Dónde se mete la gallega?

    Carlota, con la bandeja cargada de tazas de porcelana blanca con café con leche y churros espolvoreados de azúcar, señaló con la cabeza los servicios. La jefa miró hacia allí.

    —Lleva ahí toda la mañana, por Dios, teniendo esto de bote en bote —se quejó Gloria.

    La joven salió en ese instante, pálida y con mala cara.

    —¿Qué te pasa?

    —Me duele horrores la tripa.

    —Va a ser gastroenteritis. Hay una epidemia.

    Gloria chistó a Carlota fuertemente.

    —Baja la voz, leche. Te van a oír los clientes y pensarán que les vamos a contagiar el ébola.

    Miró la cara de la joven, más gris que las piedras de la catedral de Santiago de Compostela, de donde era oriunda. Esta se ataba el delantal con gesto de dolor.

    —No sé lo que es, esta mañana me encontraba estupendamente y no he desayunado más que un té y algo de fruta.

    —El virus. Ya te lo digo yo —apostilló Carlota, ceniza. Su jefa la miró molesta.

    —¿No me irás a dejar colgada esta noche, galleguiña? Mira que no puedo fallarles…

    Como única respuesta la chica volvió a agarrarse la barriga, notando un retortijón, y desapareció a buen paso por la puerta del baño. Gloria hizo un mohín de disgusto; estaba apañada. Miró a Carlota.

    —Al final vas a tener suerte. ¿Tienes unos tacones negros?

    Carlota asintió.

    La galería de arte recién remodelada brillaba en la negrura de la tarde temprana. Había dejado de llover, pero en el cielo amenazaban blancos nubarrones preñados de agua. Carlota admiraba el titilar de las lucecitas que adornaban los árboles que flanqueaban la entrada, el escaparate iluminado, la hermosa carpintería granate. Caminaba con dificultad con los dichosos tacones que había robado esa misma tarde en la meca de cleptómanos y descuideros: El Corte Inglés. No sabía cómo iba a poder servir el cóctel. Esperaba no darse de morros en mitad del salón delante de todos los asistentes. Hacer el ridículo no entraba ni de lejos en sus planes para esa noche. Gloria, ataviada con unos Levi’s ceñidos y camisa verde con una gran lazada al cuello, le salió al paso con cara de malas pulgas, la agarró del brazo y se la llevó para la trastienda.

    —¿No te dije que entraras por la puerta de atrás, joder? Empezamos bien. Mira que esta gente me da muchos encargos, no vamos a pifiarla, ¿me oyes?

    —Te oigo.

    Su jefa le dio el uniforme, el discreto pero ceñido traje de chaqueta con falda de tubo y el famoso delantal negro.

    —Cámbiate ahí, luego te vas a sacar las cosas de las cajas y las colocas como te he dicho.

    —Vale. Oye, ¿lo de los tacones es obligatorio? No soy yo muy dada a llevarlos y…

    —Lo de los tacones ES. Encima eres un tapón, te hago un favor.

    «Vamos, el favorazo de mi vida. Esto y pagarme una miseria, lo mejor que me ha pasado nunca», pensó Carlota mientras se enfundaba la jodida falda de tubo. Se miró en el espejo. La verdad es que era un tapón (metro cincuenta y seis centímetros), pero no estaba mal. Un poco esmirriada, aunque la falda resaltaba sus curvas. Con las tetas y el culo la naturaleza había sido algo más generosa. En sus treinta y tres años de azarosa vida había aprendido a no llamar la atención, a pasar desapercibida. Si no se fijaban en que era una mujer, mejor que mejor. Pero quizá esa noche su aspecto podía ayudarla. Armada con un cúter, se dirigió a una de las salas, donde habían montado la mesa del cóctel. Rasgó el precinto de las cajas de cartón y se dispuso a colocar vasos y copas, cubiertos y platos tal y como le había ordenado Gloria. Los invitados estarían allí en media hora.

    En media hora empezaba todo.

    El público abarrotaba la galería. Sobre todo, la sala donde se situaba la mesa que Carlota había dispuesto. Un monitor de proporciones desmesuradas colgaba de la pared, para que nadie pudiera evadirse de la anunciada conexión con la joven coleccionista rarita. Vais a verme sí o sí, porque voy a aparecer al estilo de los políticos, sin respiraros ni tocaros, justo encima de las bandejas repletas de la comida que habéis venido a engullir, debía de pensar la tipa. Porque mucho arte, mucha tontería, pero al final todos esos pijos se arremolinaban en torno a los platos de jamón ibérico igual que hubieran hecho sus vecinos de Parla. Carlota escuchaba las vanas conversaciones, la frivolidad con que la mayoría de los asistentes ignoraba las obras expuestas para sumergirse en cotilleos, chafardeos y dimes y diretes. Unos pocos se centraban en las acuarelas de motivos florales lanzando pomposos comentarios acerca de la técnica o el color: «Tanto realismo recuerda a la mata de hierba de Durero», «¿No da ese blanco del fondo un halo de orden?». Eran los genuinamente interesados en el arte, en los trazos, en la composición. El resto se limitaba a hacer acto de presencia y a colgar en Instagram que ellos también eran cultivados, molones e intensos. Carlota, mientras reponía copas de cava y de vino tinto, ojeaba con disimulo a las mujeres. Algunas impecables, otras impecablemente desaliñadas. También se fijaba en los hombres que sopesaban los precios de las acuarelas para llevarse una pieza que adornara sus bellas casas. Su mirada se detuvo en un varón de unos cuarenta años que destacaba por encima de los demás. Más que alto, que también, casi dos metros, era largo. Como esos negros tan guapos que dan saltos agarrados a una lanza en África y que tienen las extremidades elegantemente esbeltas, los comosellamen. Le sirvió un rioja, pero él ni la miró. Ni la veía, más bien. Perra vida. Carlota se fijó en el precio de esos cuadritos colgados en las paredes. Y ella sin un euro para pagar el alquiler. La dueña de la galería, una mujer de unos sesenta años, atractiva y refinada, vestida con un traje de chaqueta de corte exquisito, con unas ces cruzadas al revés estampadas en la cinturilla, llamó la atención del público. El artista iba a pronunciar unas palabras y a presentar a la coleccionista que había donado parte de sus obras para ser expuestas y vendidas, yendo los beneficios íntegros a los comedores sociales. La prensa asistente se arremolinó en torno al hombrecillo, un ser redondo y con unas enormes gafas de pasta también redondas, a juego con su cuerpo; los focos se reflejaban chillones en su calva. Al parecer había cambiado el óleo por la acuarela y lo había petado. Aunque Carlota no entendía el motivo del éxito, la verdad. La mecenas Quirós fue la primera en descubrir su extraordinario talento, según decía el Minion. Los invitados trataban de acercarse al pintor y, de paso, salir en la foto. Se hizo el silencio y comenzaron el discurso y las preguntas. Carlota, agotada de llevar tacones, vio el momento de escabullirse; Gloria se había situado con buen ojo tras el pintor y junto al monitor, y como hay Dios que no se iba a mover de allí mientras los fotógrafos estuvieran frente a ella. Justo cuando arrancó la conexión con la tal Lula Quirós y la sala se llenó de murmullos de peloteo/admiración, Carlota se dirigió a una pequeña sala, casi en penumbra, donde tres cuadritos de proporciones mínimas eran iluminados con mimo. Se apoyó en la pared, no se atrevió a quitarse los zapatos porque temía el momento de volver a meter el pie en esa diminuta sala de torturas. Levantó una pierna, se frotó un tobillo; luego cambió, se frotó el otro. Y miraba y remiraba el precio de las pinturas. Señor. Qué barbaridad. Un montón de florecillas amarillas hechas a base de manchurrones, a su entender. Monos, sí. Pero cada uno valía la friolera de seiscientos pavos. Mil ochocientos pavazos en total por un montón de margaritas o lo que coño fueran. Carlota se fijó en las cámaras de seguridad. Ese cuarto no tenía ninguna; había una en la sala principal que parecía enfocar hacia allí, pero con pinta de ser más bien disuasoria. Desde ese ángulo mal iba a ver lo que sucedía con las tres miniacuarelas. Luego posó los ojos en la apartada sala principal, donde todos los asistentes, incluido el segurata, se agolpaban en torno al artista, que ahora contaba no sé qué zarandajas acerca de reservar blancos y realzar texturas; al parecer, interesantísimo. Carlota vio su oportunidad. Sacó el cúter del bolsillo del delantal y, sin detenerse ni a pensarlo, rasgó el papel para llevarse las acuarelas. Las tres. O todo o nada.

    —¡Se han llevado unos cuadros!

    Carlota irrumpió en la charla del pintor con una expresión de susto tan genuina que hubiera hecho morir de envidia a la mismísima Meryl Streep. Pero lo cierto es que algo de susto llevaba en el cuerpo. Se jugaba mucho. De inmediato, el revuelo se instaló en la galería. Se cerraron las puertas, se revisaron los bolsos de invitados y trabajadores, se interrogó a Carlota. Fingía tan a la perfección que hasta su jefa la hizo sentarse y le ofreció un té calentito. El hombre alto y desgarbado contemplaba divertido a la acalorada chica de melena anaranjada, mostrando que, cuando sonreía, dos hoyuelos horadaban sus mejillas. El guardia de seguridad descubrió una ventana abierta en la trastienda. Todo encajaba. Mientras estaban pendientes de las palabras del artista, el caco entró, vio y venció. Hora de interponer la denuncia ante la policía y de llamar al seguro, dijo la dueña. La gente desalojó el local entre murmullos. «Qué mala pata», «Menudo estreno», «Esto lo subo a stories a la de ya». Carlota fue eximida de recoger; Gloria, agobiada, la mandó a casa. Humilde y agradecida, la joven obedeció.

    Una vez fuera, Carlota aspiró el frescor de la lluvia, que caía abundante. No le importaba el frío, había sudado como un directivo haciendo negocios en una sauna. Solo esperaba que la pintura no se estuviera deshaciendo con el calor de su cuerpo y la humedad. Apretó el paso hacia el metro, sin sentir el peso del cansancio, ni de la culpa. La adrenalina la transportaba a través de un río de energía. Las calles aún estaban pobladas de viandantes que iban de bar en bar, era viernes, y en Madrid se sale sí o sí. Ni lluvia, ni frío, ni leches. No iba a mirar atrás, no quería volver a ver la galería. Se subió la capucha de la parka, el semáforo la obligó a detenerse. Impaciente, taconeaba. Le dolían los pies y los sentía helados. Malditos tacones. Debió traerse unas zapatillas para volver a casa más cómoda. Cuando la luz verde iluminó el asfalto mojado, Carlota avanzó el pie, pero una voz le congeló el movimiento.

    —La acuarela tiene poco aguante al agua.

    A la ladrona se le paró el corazón. A través de la cortina de agua que caía de su capucha, elevó los ojos para encontrar los del dueño de la voz. Unos ojos castaños y burlones al final de un altísimo tronco. Ese tipo estaba en la exposición. Giró bruscamente para escapar de él, pero este, rápido y elástico, se le interpuso. Sintió que una mano le agarraba el antebrazo, firme, mientras la otra le abría el anorak y con habilidad tocaba las acuarelas, escondidas entre su camiseta y su piel. El tipo sonrió. Estaba jodida.

    Deseo que pillen al desgraciado que me ha arruinado esta noche. No por los cuadros. Esas acuarelas chillonas imitación Van Gogh me importan un ardite. Subvencionar a estos patanes con ínfulas de artistas es parte del precio que pago por aparentar que soy una bondadosa patrocinadora que invierte una indecente cantidad de dinero al año en apoyar a pintores y escultores. Para ocupar portadas y ser una figura respetada en el fatuo y engolado mundo del arte, con la novedad de que no soy una anciana decrépita que chochea y regala sus millones. Deseo que le atrapen porque ha interrumpido mi momento de contacto con el mundo exterior. Ese instante en el que casi parezco normal, una amante de la creación, de la cultura. Me gusta que me miren con respeto, con veneración. La mecenas, la misteriosa dama del arte, la sofisticada ermitaña. Si supieran cuánto desprecio esos patéticos intentos de crear belleza. Lo que yo amo es otra cosa, algo que no tiene nombre, infinitamente superior. Esa especie de tormenta eléctrica que me envuelve cuando contemplo la verdadera belleza, esa que me permite salir de estas cuatro paredes para aspirar aire fresco, para sentir la tibieza del sol en la piel, escuchar mis pasos en la gravilla crujiente de un sendero que conduce a un horizonte que no existe más que en la ilusión de un punto de fuga, de una perspectiva, de unas luces y sombras que simulan tres dimensiones.

    Mi vida es plana, un trampantojo. Quizá la patética soy yo.

    El captor de Carlota se llamaba Armando Elorza. Casi dos metros de hombre, casi todo extremidades. De voz tan profunda como sus ojos, que a veces tenían un toque ámbar, y con una pizca de cinismo que hacía imposible saber cuándo hablaba en serio o en broma. Su rostro era extrañamente armónico y emanaba tal seguridad que Carlota se supo insignificante y mínima de manera instantánea. Armando la llevó a su casa, un piso enorme y señorial de la zona noble/carísima de la ciudad: techos altos ribeteados con molduras labradas, en el suelo madera oscura, madera-madera, no tarima de esa que sonaba a plástico al pisarla; gruesas alfombras de lana tejida con motivos étnicos en colores granates, crema, mostaza, que amortiguaban el sonido. El silencio envolvía sus movimientos como una cálida manta invisible. «Igualito que en mi piso, que escucho hasta cuando el de arriba escupe un gargajo». Armando le pasó una toalla blanca y mullida y una copa de vino tinto. Cuando fue a quitarle la mojada parka, Carlota se apartó instintivamente. Armando sonrió del modo más burlesco que ella había visto nunca.

    —Tranquila, guapa, no es tu cuerpo lo que me interesa.

    Sin apenas rozarla, le quitó las acuarelas. Carlota se sintió bastante estúpida. Dio un sorbo al vino, se secó el pelo y contempló al extraño mientras este no apartaba la mirada de las obras. Su manera de moverse, sus gestos al acariciar la pintura, la absoluta falta de interés en su persona… Carlota no había sentido esa sensación en toda su vida, ser transparente, invisible. Aunque bien es verdad que la había buscado. Deseaba que nadie se fijara en su belleza, en su pelo claro y en sus ojos grises; en su cuerpo menudo pero sensual, bien proporcionado. Ser mujer y hermosa solo le había traído sinsabores. Pero al tal Armando parecía importarle una mierda si era mineral, animal o vegetal. Y, por primera vez, le molestó justo lo que siempre había buscado, que no la admirara. Observaba al extraño de quien era cautiva sin disimulo, pues él estaba enfrascado en las acuarelas y en mover sin cesar entre los dedos de la mano izquierda una vieja moneda. De dedo a dedo, una y otra vez. El silencio, ahora, la estaba poniendo muy incómoda.

    —Quédate las acuarelas. Yo me piro y listo.

    Armando clavó sus ojos en Carlota con tanta atención que la joven se sintió enrojecer. Enrojecer por la mirada de un hombre… A estas alturas y con lo que había vivido. Pero sentía que a través de sus ojos trataba de averiguar quién era ella y lo que pretendía, quién era de verdad. Al fin habló:

    —Tu robo ha sido patético. Chapucero, peligroso. Pero no he visto a nadie con más morro en mi vida.

    —Gracias. ¿Puedo largarme ya?

    —No te has bebido el vino. Y esa botella, niña, vale doscientos cincuenta euros.

    —Mira, casi lo que debo de alquiler. —Se bebió la copa de un trago—. Listo, me voy.

    —No.

    Carlota tragó saliva. No, por favor. Por favor, no. Que no le pidiera una guarrada… Por favor.

    —¿Vas a… denunciarme?

    Armando la miró y sonrió.

    —No. Te voy a convertir en ladrona.

    1994

    En el orfanato, poseer algo era extraordinario. Esa muñeca sin bragas pero aún con el vestidito rosa y casi toda la melena rubia en la redonda cabecita era un talismán para su dueña, una cursi con fama de dulce y gafas de culo de vaso que empequeñecían sus ojos hasta hacerlos diminutos; era el amuleto para el miedo en la noche, la amiga en las horas febriles de enfermería. Un día, la Gitana, la niña más fea del orfanato o así la veían el resto de internos, la percha para los golpes de los camorristas, se la pidió prestada. «Déjame a Amapola». Así llamaba la cuatro ojos a su muñeca. El resto de niños se carcajearon. Burlándose de sus pretensiones. La Gitana quiere la muñeca. La nariz de bruja está llorando. La pelo sucio se sorbe los mocos. Nadie la defendió. La dueña de Amapola abrazó fuerte a su muñeca mientras contemplaba cómo las risas sádicas, crueles expulsaron del patio a la Gitana, como empujada por una onda expansiva de maldad infantil.

    Al día siguiente, la codiciada muñeca había desaparecido. Durante la noche, alguien debió de deslizarse en la oscuridad de los pasillos y arrancarla de las manos de su dueña mientras dormía. Era domingo, con lo cual nadie se prestó a buscar con demasiado ahínco, pues los educadores sociales solían sacar a la chavalería a merendar a algún burguer o los llevaban a cualquier espectáculo deportivo de tercera. Cambiar horas fuera de las paredes de la institución por buscar una muñeca era impensable para los internos. La desesperación hacía presa en el corazón de la niña miope. Sin su juguete se sentía doblemente huérfana. Y sola. En ese lugar, la soledad se pegaba a la piel como una capa de aceite ardiente. Era imposible librarse de ella; cada compañero era un rival. Un contrincante que quizá consiguiera abandonar aquel páramo de infelicidad antes que tú.

    La dueña de la muñeca al fin se dio por vencida. Se quitó las gafas empañadas por las lágrimas, hipando de disgusto, temblando su cuerpecillo de desconsuelo. La Gitana lo supo. Estaba a punto. A punto de recibir su ayuda, la generosa ayuda de aquella a quien antes había ignorado. Por fea, por ser la nueva, por ser distinta. Sonriendo, le puso la aceitunada mano en el hombro. Ya

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