Identidad y Alteridad, Posturas en Liza Según Albert Camus

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IDENTIDAD Y ALTERIDAD, POSTURAS EN LIZA SEGÚN ALBERT CAMUS

M. Carme Figuerola
Universitat de Lleida

J’imagine cependant que le lecteur de ce manuscrit sera au moins aussi fatigué que moi et je
ne sais pas si la continuelle tension qu’on y sent ne découragera pas beaucoup d’esprits. (Pingaud,
1992 : 147)
De este modo anunciaba Albert Camus a Francine Faure la noche del 30 de abril de 1940 que
había concluido la primera versión de L’Étranger. Poco imaginaba entonces la diversidad de
interpretaciones que habría de generar un relato de apariencia simple pero cuyo alcance
filosófico sigue manteniendo su vigencia en la sociedad de nuestros días. El mismo autor
menciona un término clave en torno al cual construye la trama, tensión, y que constituye el
punto de partida de nuestro análisis. Si L’Étranger marca un hito en la literatura, se debe,
entre otros motivos, a su capacidad de mostrar cómo el individuo vive al borde de una
frontera en la que constantemente debe buscar el equilibrio entre su identidad y la alteridad,
entre su aptitud de aceptar al otro, de reconocer lo que del otro existe en uno. Nuestras
reflexiones pretenden mostrar cómo ese proceso de apertura destinado a disminuir los efectos
del absurdo y paso previo a la consecución de un espíritu libre, se encuentra intrínsecamente
relacionado con la hospitalidad.
A través de ese tópico que organiza el primer ciclo de sus obras, el escritor alude desde una
óptica moderna de este último concepto, entendido como una interacción social cuyo fracaso
justificaría desenlaces trágicos al estilo del de Meursault pero también de Jan, el personaje
central de Le Malentendu o incluso del mismo Caligula. En los tres casos el narrador incide en
la soledad del hombre, en su miseria –incluso para el Emperador romano que insiste en su
estrechez denominándose a sí mismo « le pauvre Caligula» puesto que carece de un elemento
inalcanzable, la luna-. En el caso particular de Le Malentendu, el tema de la hospitalidad
adquiere una importancia estratégica desde que se anuncia como proyecto. En 1942 cuando el
autor considera un título para su obra, piensa en L’Exilé, sugiriendo así un aspecto
íntimamente relacionado: la paradoja del inmigrante que, a su regreso, se ha transformado en
un ser distinto, forzado a reemprender una nueva experiencia de la alteridad, que se ha
convertido en doblemente extranjero pues no siempre su retorno se acompaña de
circunstancias felices. En el título definitivo la noción ha desaparecido aunque, como asegura
el mismo Camus en el prólogo de la edición teatral americana, sigue manteniéndose como
esencia de la trama:
Le Malentendu est certainement une pièce sombre. Elle a été écrite en 1943, au milieu d’un
pays encerclé et occupé, loin de tout ce que j’aimais. Elle porte les couleurs de l’exil.(Grenier, 1987:
125)
Observaremos cómo los distintos protagonistas ponen de manifiesto que la hospitalidad no es
un don gratuito, un maná divino que fluye de forma innata. Ese Meursault, aparentemente
inofensivo, que renuncia a plegarse a las normas de esa práctica social, sólo puede mostrarse
como un extranjero a los ojos de los demás. Lejos de ser banal, el título traduce el sentido del
relato: por una parte el comportamiento del personaje epónimo es rechazado por la
comunidad, por otra, ni siquiera él se reconoce en la imagen que de él se ofrece al círculo
social durante el proceso. Esa divergencia perceptiva resulta mucho más significativa si se
tiene en cuenta, como subraya Alain Montandon (Montandon, 1999: 12), que el
reconocimiento es el principal recurso para contrarrestar la noción de barbarie en el seno de
un grupo. En otros términos, nos remitimos a René Schérer cuando sostiene que la virtud de la
hospitalidad moderna se condensa en la fórmula «Deviens ce que tu es; Je est un autre»
(Schérer, 1993: 155). Únicamente cuando Meursault se reconoce a sí mismo entre los
asistentes al juicio será capaz de aceptarse y de abrirse al Otro.
Veamos en qué consiste dicho proceso. En el prólogo a la edición americana Albert Camus
transcribe el siguiente comentario:
Je voulais dire seulement que le héros du livre est condamné parce qu’il ne joue pas le jeu.
En ce sens, il est étranger à la société où il vit, il erre, en marge, dans les faubourgs de la société pri-
vée, solitaire, sensuelle. (Pingaud, 1992 : 193)
Dicha apreciación esboza el carácter de un personaje reacio a establecer conexiones con la
sociedad. Al principio el lector se encuentra ante un individuo consciente de su voluntad de
alcanzar una felicidad que dependa única y exclusivamente de sí mismo, al igual que sucede
con otros héroes creados por Camus en sus primeras obras. Por consiguiente, cuando se le
obliga a abandonar su aislamiento, reacciona con un proceder violento que el Otro no
consigue comprender. Es negación de al intercambio se pone de manifiesto en repetidas
ocasiones a lo largo del relato. He aquí unos ejemplos.
En relación a su entorno la actitud de Meursault es la de alguien que no se interesa por el
Otro, sino que se niega a franquear la distancia entre él y sus sucesivos interlocutores. Una
prueba de esta conducta se desprende de su relación con los vecinos. Incluso cuando acepta
intercambiar unas palabras, no llega a establecer una verdadera comunicación. Salamano y su
perro forman una pareja inseparable, un todo, de forma que sus rasgos se entremezclan hasta
el punto de llegar a confundirlos (Camus, 1980: 45-46). A primera vista la historia de tal
imbricación entre dos seres tiene poco que ver con la del propio Meursault; sin embargo, si
examinamos de cerca sus trayectorias, se aprecia una simetría reveladora. Cuando ese héroe
de la negatividad se cruza con su vecino de rellano mientras golpea al perro, como suele
hacerlo habitualmente, los argumentos que se intercambian denotan a dos individuos que no
logran dejar de lado sus propios intereses: Meursault pregunta qué fechoría ha cometido la
bestia y permanece indiferente, sin tomar partido ni por uno ni por otro. En cuanto a
Salamano, se encuentra tan concentrado en castigar al animal que olvida cualquier indicio de
hospitalidad.
El protagonista parece aceptar la presencia del Otro para contentarlo. Incluso si la desnudez
del relato impide al lector obtener una visión profunda del ritual de acogida, es obvio que la
disolución del yo, característica de la hospitalidad absoluta, está ausente en ese encuentro.
Meursault no efectúa ningún intento de unirse a su huésped, de buscar la comprensión de sus
diferencias para abrir paso a la vía del entendimiento. Salamano es el único que en ese
segundo episodio se empeña en ello. Se muestra así consciente de que la hospitalidad no
consiste tan sólo en ser acogido, en compartir un techo sino en establecer una comunión entre
anfitrión e invitado, es decir, en compartir aquello por lo que el otro muestra mayor aprecio.
En virtud de ese principio, Salamano aporta sus obsequios: en primer lugar, la síntesis de su
vida, del recorrido existencial que lo condujo a confraternizar con el perro; en segunda
instancia, el recuerdo de la madre de Meursault y de su fallecimiento. Ante la oportunidad de
compartir su experiencia, el citado personaje no se limita a aceptar al otro sino que intenta
ponerse en su propia piel. A los ojos del lector es manifiesto que el «épagneul», con toda la
carga negativa que ese denominativo implica 1, ocupa el lugar más destacado en la escala de
valores del infeliz vecino. Narrar su historia es, pues, una vía de catarsis destinada a ofrecer su
intimidad. Ahora bien, ese paso se revela insuficiente para desencadenar una verdadera
comunicación, por lo cual el recién llegado incita al Otro a participar en ese intercambio con
la ayuda de la figura materna ignorando que, en realidad, el entierro ha obligado a su vecino a
abandonar su propio medio forzándolo a una reflexión existencial ante la cual ha reaccionado
con indiferencia.
Salamano no se da cuenta de que todos los componentes de ese escenario están dispuestos con
tal de truncar el funcionamiento de los resortes de la comunicación. Ante todo, Meursault no
comparte mesa con su vecino. Además ni siquiera se descubre la cabeza en una postura que
roza los límites de la buena conducta. Si consideramos con Dominique Picard que
La structuration normative du savoir-vivre apparaît donc comme une structuration essentiel-
lement différentielle du champ social qui répond au principe de la distinction et de la séparation (des
territoires, des places, des statuts, des sexes...). La première scission qu’il opère est, d’abord, celle qui
sépare la sphère sociale et la sphère intime, (Montandon, 1994 : 375)
1
Por aquél entonces en Argel, el gentilicio “español” designaba a quienes no se encontraban totalmente integrados
socialmente. ( Lévi-Valensi, 2003: 140)
deberemos concluir que el invitado no franquea el umbral de la intimidad. A ello se añade que
«Il [Salamano] mâchonnait des bouts de phrases sous sa moustache jaunie». Los elementos
convergen para impedir la interacción, de forma que al final del encuentro de Salamano se
sienta obligado a intentar vencer por medio de un último gesto la distancia: al estrechar la
mano el propietario del perro persigue ese contacto moral anhelado a lo largo de su diálogo.
Pese a todo Meursault no abandona su coraza y tan sólo advierte la sensación física: «... d’un
geste furtif, il [Salamano] m’a tendu la main et j’ai senti les écailles de sa peau» (Camus,
1980: 76). Su comportamiento no deja de parecer acorde con el de alguien capaz de no variar
sus hábitos en el bar de Céleste antes de desplazarse al asilo pese a haber fallecido su madre.
A los ojos del lector ambos personajes han experimentado una vivencia común –la pérdida de
su ser más próximo y más querido- y, con todo, su reacción se revela diametralmente opuesta:
mientras el amo del perro expresa su duelo de manera ostensible mediante sus lágrimas o por
la confusión que padece a la hora de reorganizar su vida, el héroe carece de ese dolor,
flaqueza en la cual va a sustentarse la acusación (Camus, 1980: 140). Esa diferencia en su
comportamiento explica porqué al evocar Salamano a su madre Meursault reacciona con un
silencio revelado que constituye el eslabón inicial de un exilio metafísico. El mutismo como
ejemplo del aislamiento respecto al mundo exterior se convierte en el primer paso del héroe
para encauzar su vida hacia un tipo de sabiduría mucho más íntima y popular que, a su
entender, emana de la figura materna y mediante la cual podrá alcanzar la felicidad.
Recordemos que precisamente la pérdida materna genera esa trayectoria errante de Meursault
y que lo convierte en extranjero. Por recurrir a la expresión de Julia Kristeva (Kristeva, 2001:
14), se trata de un «fanatique de l’absence. Al ignorar que su actitud provoca el desaire por
doquier puede refugiarse en la satisfacción que le provoca ser el único en poseer la certeza de
los hechos. Desde esa óptica, su voluntad de aportar su propia versión, su viaje compartido,
puesto que incluye al lector, hacia su memoria actúa a modo de periplo hacia la libertad
puesto que, como ya le enseñó su progenitor, la condena a muerte es el acto más interesante
para un hombre, ergo, aquél donde Meursault se siente libre.
En ese sentido las relaciones entre el protagonista y su vecino Raymond Sintès son también
elocuentes. En el relato todo evoca la rareza tras la cual se refugia el héroe y que le sirve de
coraza. Como había sucedido con Salamano y aunque en esta ocasión el protagonista se sitúa
en la piel del invitado, paso a paso se destruyen los lazos que podrían desembocar en un
verdadero intercambio. En medio de tal sucedáneo comunicativo Meursault desvela un rasgo
fundamental de su temperamento: la ausencia de prejuicios, de criterios relativos a los
miembros de su círculo de amistades. Ante los comentarios del barrio a propósito de Sintès,
argumentos que en cierta medida lo relegan a una marginalidad próxima a la suya, él
permanece neutro, como lo permanece ante el reproche de Raymond sobre Salamano o
asimismo a la aventura desencadenante de la venganza de Sintès. Meursault encarna, como
señala Raymond Gay-Crosier, a un « type qui ne veut ni ne fait d’histoires (sauf celle de son
crime), le type, donc, désireux d’éviter, pour autant que cela soit possible, de devoir
s’expliquer et se raconter publiquement » (Gay-Crosier, 1995 : 151-152).
Por ese motivo, su indiferencia convierte el ofrecimiento de Sintès en una transacción
comercial: el banquete donde se sella la amistad que el huésped perseguía se convierte en el
precio que éste debe pagar por el consejo que se supone debería ofrecerle el protagonista pero
que acabará sin ser formulado. Al fin y al cabo, escribir la carta como le ruega Sintès exige
únicamente de Meursault su savoir-faire, sin implicar adhesión moral alguna. Se genera así
un paralelismo respecto al episodio de Salamano, la apertura hacia el Otro sólo se da por
parte de Sintès: el anfitrión es el único en exhibir su empeño de marcar esa hospitalidad
latente en el tuteo a su interlocutor, mediante las alusiones a su amistad y la evocación de la
difunta madre y que nuevamente provoca la extrañeza de Meursault. Por tanto, es el otro
quien toma la decisión de acortar distancias físicas y recrear un espacio común que debería
aproximarlos sentimentalmente antes de concluir el encuentro. Por el contrario, Meursault
participa pasivamente en ese ritual y sus respuestas se reducen a un ámbito superficial puesto
que se trata de actitudes físicas según deja constancia de su despedida, descrita en los
términos siguientes:
Je me suis levé, Raymond m’a serré la main très fort et m’a dit qu’entre hommes on se com -
prenait toujours. En sortant de chez lui, j’ai refermé la porte et je suis resté un moment dans le noir,
sur le palier. La maison était calme et des profondeurs de la cage d’escalier montait un souffle obscur
et humide. Je n’entendais que les coups de mon sang qui bourdonnait à mes oreilles. (Camus, 1980 :
55)
Cuando la puerta se cierra, mientras que para Raymond ha dado comienzo una amistad
sincera que en el próximo encuentro le permitirá abordar a su interlocutor con una expresión
muy familiar, mientras la sociabilidad del protagonista permanece indemne.
Y si hablamos de comidas, debemos referirnos al pasaje protagonizado por Masson. Creemos
que la insistencia del autor en el ritual alimentario no es nada baladí sino que admite el hecho
de que con frecuencia ese tipo de encuentros juegan un papel determinante en el proceso de
comunión con los demás (Kristeva 2001: 22). En el caso actual durante las presentaciones el
invitado elude las manifestaciones que pudieran revelar su personalidad. A los argumentos
acogedores del huésped les sigue, por parte de Meursault, un juicio de valor sobre el edificio.
En lugar de recuerdos, sueños, proyectos… en la mesa reina el silencio y al lector le resulta
complicado descifrar el enigma que esconde ese extranjero puesto que él oculta las razones de
su conducta. La confraternidad habitualmente atribuida al banquete permanece ajena a
Meursault cuya expresión seca, casi mordaz, pone de relieve el individualismo del cual hace
gala.
Pese a su comportamiento simple en apariencia, el héroe pesa a menudo los pros y los contras.
Al principio de la novela medita sobre el descontento de su jefe por los dos días libres. El «Ce
n’est pas de ma faute» esgrimido a su superior representa el principio de un autoproceso en
que el inculpado se fuerza a dar cuenta públicamente de su diferencia. El escritor insiste en
ese aspecto cuando al principio del tercer capítulo presenta a un jefe cuyos rasgos no
coinciden con los de ese personaje aparecido al inicio, sino que se caracteriza por su respeto a
los ritos sociales, su amabilidad y delicadeza patentes cuando intenta acortar distancias con su
empleado sobre aspectos personales como la edad de su madre y su estado.
El asesinato del árabe es el resultado de una tensión interior. Es evidente que el episodio
marca una inflexión en su existencia, en su progreso madurativo. Podríamos afirmar que da
paso al nacimiento de un nuevo individuo, capaz de abrirse al recuerdo, a la introspección
meditativa. Por ese motivo consiste en un argumento débil para la acusación durante el
proceso. Desde ese punto de vista, Meursault en la primera parte de la obra adquiere el papel
del hombre relegado al exilio del absurdo y que, por tanto, no logra tender ningún puente
respecto a los demás.
La actitud de Marie durante su primer baño contribuye también a reforzar esa imagen: para un
solitario de la talla de Meursault coincidir con la chica en una actividad rítmica como la
natación evoca el concierto que debe existir en toda unión amorosa. No obstante, ese latido al
unísono se muestra fugaz puesto que tampoco ella consigue contrarrestar la falla entre su
amigo y el entorno. Así se percibe cuando Meursault responde con una postura unilateral a la
demanda de boda de su compañera:
... [Marie] m’a demandé si je voulais me marier avec elle. J’ai dit que cela m’était égal et que
nous pourrions le faire si elle le voulait. Elle a voulu savoir alors si je l’aimais. J’ai répondu comme je
l’avais déjà fait une fois, que cela ne signifiait rien mais que sans doute je ne l’aimais pas. (Camus,
1980 : 69-70)
Si aceptamos con Schérer que «il n’y a pas d’hospitalité sans relation d’amour» (Schérer,
1993: 115), desde la postura del hombre sumido en su soledad la mujer aparece como un
objeto de deseo, lo cual sugeriría una lectura freudiana de la obra. Del mismo modo el
episodio sugiere uno de los aspectos cruciales del extranjero: Meursault encarna a un
individuo fascinante y repulsivo a la vez. Su singularidad lo aleja de lo banal y lo convierte en
alguien a los ojos de los demás. Por lo general su alteridad se pone de manifiesto mediante la
comparación con otros personajes. Esa premisa justificaría porqué Meursault consiente al
matrimonio con su compañera sólo cuando visita a Masson y ve cómo su mujer y Marie
entablan amistad.
Otro de los escenarios cruciales se presenta en el asilo. Pese a tratarse de un lugar propicio a
la hospitalidad, Meursault no encuentra tampoco razón alguna para recrearla limitándose a
revelar su singularidad respecto a los hábitos del conjunto social. Por ese motivo el episodio
será interpretado durante el proceso como una prueba en contra del acusado aunque tenga
escasa relación con el asesinato del árabe. También en este pasaje el protagonista trunca
cualquier indicio de comunicación; los intentos por iniciar un intercambio permanecen
reiteradamente unidireccionales: en su trayecto en autobús rehúsa conversar con el militar, en
el despacho del director del asilo, este último formula todas las conclusiones sin que
Meursault aporte ningún argumento a las mismas. Por el contrario, las únicas impresiones que
se consignan quedan reducidas a un ámbito superficial puesto que pertenecen al mundo de las
sensaciones: el recién llegado describe los ojos del interlocutor sin interpretar su significado;
consiente a estrecharle la mano pero, pese a que el director sólo persigue unirse a su supuesta
tristeza, Meursault se siente indispuesto ante ese gesto. Durante el velatorio, lejos de
compartir las oraciones con los ancianos, de sumarse a sus oraciones, la única impresión que
obtiene de ellos radica en la luz que sus cuerpos emanan y que, paradójicamente, a los ojos
del protagonista los convierte en seres un tanto irreales. Su participación es nimia, ni siquiera
para guardar las formas. El escritor subraya la distancia que lo separa de los demás al
contraponer sus gestos a los de la mujer que llora la muerte de su compañera y la de Pérez.
Los dos evocan públicamente la memoria de la difunta y el significado que para ambos
suponía su amistad; por el contrario, Meursault no sobrepasa la esfera de lo sensorial y se
limita a manifestar deseos físicos: se toma su café con leche, apura su cigarrillo y se rinde a
un sueño inapropiado durante ese tiempo que se supone de vigilia entre quienes
confraternizan. De esa postura se desprende un rechazo por parte del héroe a desvelar el
acceso a su foro interno, rechazo también a unas normas establecidas que él no comparte. Por
ello, mientras los otros hacen uso de la palabra, él se niega a cualquier explicación pública o a
cualquier otra señal de duelo y concluye: «En sortant, et à mon grand étonnement, ils m’ont
tous serré la main –comme si cette nuit où nous n’avions pas échangé un mot avait accru notre
intimité». (Camus, 1980 : 22)
Los ejemplos anteriores muestran hasta qué punto en la primera parte Meursault se encierra
en ese mundo del absurdo, desechando una tras otra las ofertas de alianza que su mundo le
brinda, por medio de actos enmarcados en la más pura hospitalidad. Pone así de manifiesto la
naturaleza de ese absurdo, que como él mismo asegura en otros pasajes, nace de la relación
entre el hombre y su mundo2. Sin embargo, la actitud de Meursault cambia en la segunda
parte de la obra que, de forma complementaria, da sentido a la precedente: el protagonista
abandona su silencio para relatar las circunstancias del crimen.
Pese a que durante el proceso el acusado se advierte reacio a mantener un diálogo con los
representantes de la justicia, pese a que a los ojos de la justicia sigue siendo un extraño y por
consiguiente, recibe la condena final, desde su óptica particular el héroe aprende a actuar
como el Otro al descubrir la amistad y el dolor. El cambio anuncia la importancia de la
comunicación como factor que permite un proceso introspectivo conducente al
descubrimiento de sí mismo. La toma de la palabra se revela el paso previo a su acceso a la
libertad puesto que tan sólo cuando logra expresarse se reconcilia con su destino, lo cual
permite deducir el matiz negativo que adquiere el silencio puesto que permite a los demás
forjarse una imagen falsa. Por ello esa «fábula o cuento moral», recurrimos a la conocida
metáfora sartriana, contiene una búsqueda iniciática puesto que Meursault efectúa un
aprendizaje sobre sí mismo. La originalidad de Camus se sitúa en el hecho de que para
superar dicha iniciación, para aprender a actuar como el resto de los individuos, el héroe está
obligado a pasar por un desdoblamiento de su personalidad: la clarividencia se alcanza
únicamente cuando logra contemplarse a sí mismo como si de un ser distinto se tratara.
Meursault se observa como ha observado a su mundo antes de su ingreso en la cárcel. Esa
capacidad de escrutinio le permite concluir el trecho que separa los hechos reales –cuya
transcripción ocuparía la primera parte del relato- y los hechos presentados por esos Otros :
«En quelque sorte, -confiesa- on avait l’air de traiter cette affaire en dehors de moi. Tout se
déroulait sans mon intervention. »
Es importante detenerse en cómo accede a esta última etapa. Los primeros momentos del
juicio marcan la distancia que singulariza a Meursault entre los asistentes: el reo evita
instaurar cierta familiaridad con los policías no sólo rechazando el cigarrillo que le ofrecen,
sino disintiendo de sus opiniones sobre la justicia. El lector apreciará con nitidez la distancia
que separa al preso de los miembros del jurado o de los periodistas a quienes asimila con los
miembros del cuerpo policial. A nuestro entender, existe un paralelismo claro entre esta
escena y la del velatorio. En ambos casos la comunicación entre el individuo Meursault –
habitualmente dado a describir de forma precisa los objetos y situaciones de su interés- y el
colectivo que le rodea es inexistente porque el primero resulta incapaz de identificar a los
seres. En el asilo, el narrador advierte:

2
« L’absurde est essentiellement un divorce. Il n’est ni dans l’un, ni dans l’autre des éléments comparés. Il naît de leur
confrontation. » (Ginestier, 1964 : 43).
Ce qui me frappait de leurs visages c’est que je ne voyais pas leurs yeux, mais seulement une
lueur sans éclat au milieu d’un nid de rides.[...]C’est à ce moment que je me suis aperçu qu’ils étaient
tous assis en face de moi à dodeliner de la tête, autour du concierge. J’ai eu un moment l’impression
ridicule qu’ils étaient là pour me juger. (Camus, 1980 : 19)
mientras que en los tribunales constata el hecho siguiente:
Mais je ne peux pas dire ce qui les distinguait les uns des autres[les jurés]. Je n’ai eu qu’une
impression: j’étais devant une banquette de tramway et tous ces voyageurs anonymes épiaient le nou-
vel arrivant pour en apercevoir les ridicules.
[...]J’ai regardé encore le prétoire et je n’ai distingué aucun visage. (Camus, 1980 : 129).
La falta de reconocimiento, ese elemento indispensable para que exista la hospitalidad, denota
la extrañeza del héroe. No sorprende que se sienta doblemente juzgado, ya que en ambas
ocasiones plantea un único asunto: la relación entre crimen y sentido del ridículo. Camus
observará este mismo aspecto en las siguientes obras del ciclo del absurdo, particularmente en
Caligula, escrita dos años después de L’Étranger3. Por mucho que la experiencia del proceso
mude al protagonista, su transformación pasa desapercibida por una sociedad que persiste en
condenarlo más bien por la muerte de su madre que por el asesinato del árabe. Así se
justificaría la comparación de su caso con el parricidio, las intervenciones de los testigos
referidas a su comportamiento en el asilo o la evocación del entierro que provocan la queja de
la defensa. Teniendo en cuenta tales argumentos puede concluirse que Meursault es castigado
por no haber hecho prueba de las exigencias de la hospitalidad. Desde ese punto de vista el
procurador dota al asunto de un matiz moral (Camus, 1980 :157). Corresponde al lector -la
originalidad de Camus radica en ofrecerle ese poder- juzgar hasta qué punto la justicia se
tergiversa en pro de un razonamiento insuficiente al ignorar la transformación del
protagonista que por primera vez es capaz de experimentar un sentimiento más allá de lo
puramente físico.
Y puesto que la escritura camusiana es también dialéctica en las partes que la componen,
cabe evocar un episodio que capta la atención del prisionero y que se convierte en eje central
de otro drama donde cobra especial énfasis el tema de la hospitalidad. Recluido en su celda,
Meursault se entretiene con la lectura de un suceso que él cree acaecido en Checoslovaquia 4:
una madre y una hija dueñas de un albergue asesinan a su propio hijo y hermano para
arrebatarle su fortuna después de que este regrese al hogar sin ser reconocido.

3
También allí el emperador romano se convierte en víctima de una muerte mal aceptada, la de Drusilla. A partir de entonces
experimenta una transformación que a los ojos de los patricios lo convierte en denigrante por dos motivos: por sus asesinatos
y por el objetivo grotesco que guía sus actos -alcanzar la luna-. Esa tensión extrema hacia el lado del absurdo no puede
satisfacer las expectativas de su mundo, como se encarga de manifestar Cherea, y ocasiona la muerte voluntaria de Caligula,
otro extraño en su mundo.
4
Roger Grenier precisa el origen de ese suceso que tuvo lugar en Yugoslavia y que fue publicado el 6 de enero de 1935 por
L’Écho d’Alger. El crítico asegura que Camus debió modificar el escenario geográfico debido a su completo
desconocimiento sobre dicho país y porque además había viajado a Praga “dans une des périodes les plus noires de sa vie.
[...]Peut-être aussi par une intuition sur le génie spécifique d’un peuple.” (Grenier, 1987 : 131.)
Como ha señalado la crítica (Brian T. Fitch, 1972: 128), Camus se interesó reiteradamente por
el tema de la muerte. En concreto el sórdido acontecimiento se retoma en Le Malentendu,
donde constituye el núcleo central que organiza la trama. Considerando las circunstancias en
las cuales se produce el crimen del hijo camuflado bajo la apariencia del extranjero, hay que
subrayar que el sinsentido de esa situación emana del hecho de que la madre, la hermana y el
protagonista encarnan la negación de la hospitalidad. Los tres insisten en conservar sus
costumbres, en no desviarse de su camino, como si ese medio bastara para anular el
descubrimiento del otro (Camus, 1998 : 161).
Ese empeño en descuidar lo esencial esconde su profundo temor frente al elemento extraño
puesto que supone una amenaza para su integridad moral. Martha y su madre descartan
abordar el alma del cliente por miedo a adivinar en ella aspectos distintos a los que ellas, de
acuerdo con sus criterios atribuyen el estatuto de «víctima» que ellas mismas han construido.
En el fondo temen reconocerse ellas mismas en ese otro ya que el asesinato no puede
realizarse sino porque el otro resulta diferente e inaceptable. El odio facilita el abordaje a la
presa. Por parte de Jan, el empeño en mantener su incógnita traduce el deseo de observar
detenidamente a su familia, como si la distancia facilitara el examen de esos seres, con lo cual
persigue -como si de un desdoblamiento se tratara- una reflexión sobre su propia identidad.
Pero además, en Le Malentendu se añade la particular condición del huésped que no es otro
que el hijo. Ese caso implica tener en cuenta otro matiz, el del retorno, situación un tanto
especial puesto que enfrenta al individuo con el dilema propio del exilio. Dilema que Camus
conoce de sobras a juzgar por sus palabras referidas a los ciudadanos de Oran en La Peste
(Camus, 1980b :72). El ser que regresa no es el mismo que se fue y no sólo a nivel físico. Su
identidad se ha alterado, por eso Jan se siente un extranjero en su propio hogar y no puede
lograr el reencuentro consigo mismo. Su esperanza consiste en ser reconocido y, por
consiguiente, ver así autorizada su antigua identidad. El absurdo de la situación se acentúa al
tener en cuenta que ese espacio al cual acude, su espacio, se trata de un albergue, lugar
intrínsecamente relacionado con la práctica de la hospitalidad. Puesto que se ha desvanecido
su identificación de antaño, el protagonista se cree obligado a establecer un nuevo marco de
interacción donde ambas partes sean capaces de desarrollar ese tipo de relaciones. Ahora bien,
todos los elementos se conjugan para boicotear ese intercambio. Jan intenta sobrepasar los
límites de la simple transacción comercial interesándose por los sentimientos de esas mujeres
pero falsea el proceso: quiere liberarlas de ese caparazón propio del extranjero sin por ello
desnudarse del suyo: tampoco él se muestra de forma nítida porque no revela la verdad, no
descubre a ese otro que lo habita. A su vez, Martha y la madre rechazan acortar la distancia
establecida como muro de protección contra su presa. Insisten en avivar la rareza del huésped
y desde esa perspectiva acuerdan establecer sus relaciones con los términos de un contrato de
mercancías:
Écoutez, -assène Martha- je vois qu’il me faut vous donner un avertissement. Le voici. En
entrant ici, vous n’avez que les droits d’un client. En revanche, vous les recevez tous. Vous serez bien
servi et je ne pense pas que vous aurez un jour à vous plaindre de notre accueil. Mais vous n’avez pas
à vous soucier de notre solitude, comme vous ne devez pas vous inquiéter de nous gêner, d’être im-
portun ou de ne l’être pas. Prenez toute la place d’un client, elle est à vous de droit. Mais n’en prenez
pas plus.
[...] Puisque, avant ce jour, il n’y avait rien de commun entre nous, il n’y a vraiment aucune
raison pour que, tout d’un coup, nous nous trouvions une intimité. (Camus, 1998 :181,183)
La pluma de Camus es incisiva al comparar el banquete del hijo pródigo con la situación de
Jan encerrado en su habitación, costeándose una cerveza o bebiendo por error el té funesto.
Desde esa óptica cuando la hija niega cualquier indicio de familiaridad y define su bienvenida
como «indifférence bienveillante» recuerda a L’Étranger a la par que pone de relieve el
sentimiento propio del extranjero para quien la indiferencia es el paso previo a su aislamiento.
En unos comentarios sobre la crítica a su novela el escritor había definido la actitud de
Meursault con el término bienveillance (Grenier 1987: 92). Existe un paralelismo indiscutible
entre ese Meursault víctima de un problema de comunicación y los huéspedes de ese albergue
que se enfrentan a ese mismo obstáculo. En no pocas ocasiones Jan lamenta su dificultad para
encontrar los términos adecuados con tal de reanudar ese hilo comunicativo entrecortado por
su exilio. Camus reflexiona en la ficción sobre la eficacia del lenguaje e insiste en ese fallo
comunicativo a través de la voz escéptica de María: la esposa intenta evitar que su marido
prosiga con la farsa mediante un razonamiento basado en el poder de la comunicación 5. Le
reprocha que muestre su soledad en lugar de su amor –porque este último exigiría establecer
aspectos afines más allá de su persona. En cambio, por parte de Martha –personaje antitético
al de la otra protagonista- el exilio se presenta como ese paraíso dorado que autoriza todos los
medios con tal de alcanzarlo y que, incluso tras el dramático desenlace, explica su obstinada
negación a establecer un espacio interactivo entre ella y lo que queda del asesinado, su mujer
Maria.
Si se comparan las dos obras, el absurdo nace cuando ambos héroes se ven obligados a
explicarse públicamente, empujados a franquear la distancia que los aísla del Otro, empujados
a reconocerse a sí mismos y al Otro que llevan en su interior. Aunque ambos libros se sitúen
en un mismo ciclo, se adivina una evolución en la pieza teatral: la pasión que el escritor
inflige en el foro interno de Martha, en su firme esperanza de encontrar consuelo con el mar,
permite entrever una cierta esperanza, una cierta posibilidad de redención.
5
“MARIA: Quand on veut être reconnu, on se nomme, c’est l’évidence même” (Camus, 1998 : 167).
No es extraño que Meursault evoque esa historia para matar su tedio. De hecho comparte con
ella su esencia: Jan y él son meros exiliados en su propio mundo. Un rasgo los distingue:
Camus presenta al héroe de L’Étranger como alguien «qui ne joue pas le jeu» (Pingaud,
1992 :193). A nuestro parecer, esa conducta traduce la voluntad de ser él mismo, de aceptar su
propia alteridad, lo cual lo separa de la postura de ese hijo disfrazado y que guarda la
apariencia de un huésped cualquiera.
La rebelión de Meursault contra el capellán, lejos de constituir una simple protesta contra la
justicia, traduce un último grito contra esa apariencia forjada durante el proceso y en relación
a la cual el protagonista se siente extranjero. La explosión final se convierte en una ruptura
definitiva con su mundo pero a la vez, aporta la imagen de un Meursault que inaugura una
nueva etapa para sí mismo: por fin puede dejar atrás el estado que definía su extrañeza, es
decir, su indiferencia, para ejercitar con pleno derecho su flamante libertad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CAMUS, Albert (1980). L’Étranger. Paris : Gallimard.
CAMUS, Albert (1980b). La Peste. Paris : Gallimard.
CAMUS, Albert (1998). Le Malentendu. Paris : Gallimard.
DUCREY, A. (1998). « Le crime de Meursault: une machine à fictions ». Karen Haddad-Wotling (éd.). Romans
du crime. Paris : Ellipses, 79-101.
FITCH, Brian T. (1972). L’Étranger d’Albert Camus, un texte, ses lecteurs, ses lectures. Paris : Larousse
Université.
GAY-CROSIER, Raymond (1995). « Une Étrangeté peu commune: Camus et Robbe-Grillet » . La Revue des
Lettres Modernes, “Albert Camus 16”, p. 148-156.
GINESTIER, Paul (1964), Pour connaître la pensée de Camus. Paris : Bordas.
GRENIER, Roger (1987). Albert Camus soleil et ombre. Une biographie intellectuelle. Paris : Gallimard.
KRISTEVA, Julia (2001). Étrangers à nous-mêmes. Paris : Gallimard.
LÉVI-VALENSI, Jacqueline (2003). «La España de Camus: símbolo de libertad y humanismo» in Anthropos, nº
199, 138-146.
MONTANDON, Alain (1994). Pour une histoire des traités de savoir-vivre en Europe. Clermont-Ferrand :
Association des Publications de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines de Clermont-Ferrand.
MONTANDON, Alain (1999). Mythes et représentations de l’hospitalité. Clermont-Ferrand : Presses
Universitaires Blaise Pascal.
PINGAUD, Bernard (1992). Pingaud commente L’Étranger d’Albert Camus. Paris : Gallimard.
SCHÉRER, Roger (1993). Zeus hospitalier. Éloge de l’hospitalité. Paris : Armand Colin.

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