Antología de Géneros Literarios

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Antología de géneros literarios

Cuento
MONSTRUOS – María Fernanda Ampuero
Narcisa siempre decía hay que tenerle más miedo a los vivos que a los
muertos, pero nosotras no le creíamos porque en todas las películas de terror
los que daban miedo eran los muertos, los regresados, los poseídos. A
Mercedes la aterrorizaban los demonios y a mí los vampiros. Hablábamos de
eso todo el tiempo. De posesiones satánicas y de hombres con colmillos que se
alimentan de la sangre de las niñas. Papá y mamá nos compraban muñecas y
cuentos de hadas y nosotras recreábamos El exorcista con las muñecas e
imaginábamos que el príncipe azul era en realidad un vampiro que despertaba
a Blancanieves para convertirla en no-muerta. Por el día todo bien, éramos
valientes, pero por la noche le pedíamos a Narcisa que subiera a
acompañarnos. A papá no le gustaba que Narcisa —la llamaba el servicio—
durmiera en nuestro cuarto, pero era inevitable: le decíamos que si no venía
bajaríamos nosotras a dormir a la habitación del servicio. Eso, por ejemplo, le
daba miedo a ella. Más que el demonio y los vampiros. Y entonces Narcisa,
que tendría unos catorce años, fingiendo que protestaba, que no quería dormir
con nosotras, decía eso de que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los
muertos. Y nos parecía una estupidez porque cómo le puedes tener más miedo,
por ejemplo, a Narcisa que a Reagan, la niña de El exorcista o a Don Pepe, el
jardinero, que al vampiro de Salem o a Demian, el hijo del diablo, o a mi papá
que al Hombre Lobo. Absurdo.
Papá y mamá nunca estaban en casa, papá trabajaba y mamá jugaba naipes,
por eso era posible que Mercedes y yo fuéramos todas las tardes, después del
colegio, a alquilar las películas de terror del videoclub. El chico no nos decía
nada. Claro que nos fijábamos que en la caja decía para mayores de dieciséis o
dieciocho, pero el chico no nos decía nada. Tenía la cara llena de granos y era
gordísimo, tenía un ventilador siempre apuntando a su entrepierna. La única
vez que nos habló fue cuando alquilamos El resplandor. Miró la caja, nos miró
a nosotras y dijo:
—Aquí salen unas igualitas a ustedes. Las dos están muertas, las mató el
papá.
Mercedes me agarró la mano. Y así nos quedamos, de la mano, con el
uniforme idéntico, mirándolo, hasta que nos dio la película.
Mercedes era miedosísima. Blanquita, debilucha. Mamá decía que yo me le
comí todo lo que venía en el cordón umbilical porque nació mínima: una
gusanita y que yo, en cambio, nací como un toro. Usaban esa palabra: toro. Y
el toro tenía que encargarse de la gusana, ¿qué se le iba a hacer? A veces me
apetecía ser la gusana, pero eso era imposible. Fui el toro y Mercedes la
gusana. Seguro que a Mercedes le hubiera gustado ser el toro alguna vez y no
ir siempre detrás de mí, a mi sombra, esperar que yo hable y simplemente
asentir.
—Yo también.
Nunca yo. Siempre yo también.
Mercedes nunca quiso ver películas de terror, pero yo me emperré porque
una del colegio dijo que yo no era capaz de ver todas las películas que ella
había visto con su hermano grande porque yo no tenía hermano grande, sino a
Mercedes, famosa por gallina, y no lo soporté y esa tarde arrastré a Mercedes
al videoclub y alquilamos todas las de Pesadilla en la calle Elm y esa noche y
las siguientes tuvimos que decirle a Narcisa que subiera a dormir con nosotras
porque Freddy se te mete en los sueños y te mata en los sueños y nadie se
entera porque parece que tuviste un infarto o te ahogaste con tu baba, algo
normal y entonces nunca nadie se entera de que te mató un monstruo con los
dedos de cuchillos afiladitos.
Tener ciertos hermanos es una bendición. Tener ciertos hermanos es una
condena: eso aprendimos en las películas. Y que siempre hay un hermano que
salva al otro.
Mercedes empezó a tener pesadillas. Narcisa y yo hacíamos todo lo posible
por callarla, porque papá y mamá no se enteraran. Me castigarían: las películas
de terror, todo es culpa del toro. Pobre gusanita, pobre Merceditas, qué cruz
ser hermana de semejante bestia, de una chica tan poco chica, tan indomable.
¿Por qué no eres más como Merceditas, tan dulce, tan calladita, tan dócil?
Las pesadillas de Mercedes eran peores que cualquiera de las películas que
veíamos. Tenían que ver con el colegio, con las monjas, las monjas poseídas
por el diablo, bailando desnudas, tocándose ahí abajo, apareciéndose en el
espejo mientras te estabas lavando los dientes o cuando te duchabas. Las
monjas como Freddy, metidas en tus sueños. Y nosotras no habíamos
alquilado una película de eso.
—¿Y qué más, Mercedes? —le preguntaba yo, pero ella ya no decía, solo
chillaba.
Los gritos de Mercedes perforaban la piel. Parecían aullidos, rasguños,
mordiscos, cosas animales. Cuando abría los ojos todavía seguía allí, donde
sea que fuera allí y Narcisa y yo la abrazábamos para que volviera, pero a
veces tardaba muchísimo en volver y yo pensaba en que, otra vez, como
cuando estábamos en el vientre de mamá, le estaba robando algo. Mercedes
empezó a ponerse flaquita. Éramos iguales, pero cada vez menos, porque yo
cada vez era más toro y ella cada vez más gusanita: ojerosa, jorobada,
huesuda.
Yo nunca le tuve demasiado cariño a las Hermanas del colegio ni ellas a
mí. Quiero decir, nos detestábamos. Ellas tenían un radar para las almas
díscolas, esa frase utilizaban, y yo era de eso, pero no me importaba, díscola
sonaba a disco y a cola, las dos cosas me encantaban. Yo odiaba su hipocresía.
Eran malas e iban de buenas. A mí me mandaban a borrar todos los pizarrones
del colegio, a limpiar la capilla, a ayudar a la Madre Superiora a hacer su
beneficencia, que no era más que repartir lo que daban otros, nuestros padres,
a los pobres, o sea, intermediar para quedarse con un buen pellizco, comer
pescado del bueno y dormir en edredón de plumas. Lo mío era castigo tras
castigo porque yo preguntaba que por qué a los pobres les daban arroz
mientras ellas comían corvina y decía que eso a nuestro señor no le hubiera
gustado porque él hizo los peces para todos. Mercedes me apretaba el brazo y
se ponía a llorar. Mercedes se hincaba y rezaba por mí con los ojos
cerradísimos. Parecía un angelito. Mientras ella rezaba el Ave María a mí me
daban ganas de hacer que todo se parara por completo porque me parecía que
el rezo de mi hermana era el único que valía la pena de todo el hijueputa
mundo. Las monjas decían a mis padres que mi hermana era perfecta para
formar parte de la congregación y yo me la imaginaba encerrada en esa vida,
como una cárcel de ropa horrible y grillete de crucifijo grandote: no lo podía
soportar.
Esas vacaciones nos vino la regla. Primero a Mercedes, luego a mí. Narcisa
fue quien nos explicó lo que había que hacer con la compresa porque mamá no
estaba y se rio cuando empezamos a caminar como patos. También nos dijo
que esa sangre significaba, ni más ni menos, que, con la ayuda de un hombre,
ya podíamos hacer bebés. Eso era absurdo. Ayer no podíamos hacer una cosa
tan demencial como crear a un niño y hoy sí. Es mentira, le dijimos. Y nos
agarró a las dos del brazo. Las manos de Narcisa eran muy fuertes, grandes,
masculinas. Las uñas, largas y en punta, eran capaces de abrir Página 14
botellas de refresco sin necesidad de destapador. Narcisa era pequeña de
tamaño y de edad, apenas dos años mayor a nosotras, pero parecía haber
vivido unas cuatrocientas vidas más. Nos estaba haciendo daño cuando dijo
que ahora sí que teníamos que cuidarnos más de los vivos que de los muertos,
que ahora sí que teníamos que tenerles más miedo a los vivos que a los
muertos.
—Ahora son mujeres —dijo—. La vida ya no es un juego. Mercedes se
puso a llorar. No quería ser mujer. Yo tampoco, pero prefería ser mujer que
toro.
Una noche, Mercedes tuvo una de sus pesadillas. Ya no eran monjas, sino
hombres, hombres sin cara que jugaban con su sangre menstrual y se la
frotaban por el cuerpo y entonces aparecían por todos lados bebés
monstruosos, pequeñitos como ratas, a comérsela a bocaditos. No había
manera de tranquilizarla. Fuimos a buscar a Narcisa, pero la puerta del garaje
estaba cerrada por dentro. Escuchamos ruidos. Luego silencio. Luego otra vez
ruidos. Nos quedamos sentadas en la cocina, a oscuras, esperándola. Cuando
por fin se abrió la puerta nos abalanzamos sobre ella, necesitábamos tanto su
abrazo, sus manos siempre con olor a cebolla y a cilantro, su frase sanadora de
que había que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. A unos
centímetros de su cuerpo nos dimos cuenta de que no era ella. Paramos
aterrorizadas, mudas, inmóviles. Lo que había entrado por la puerta de nuestro
garaje no era Narcisa. El corazón nos saltaba como una bomba. Había algo
ajeno y propio en esa silueta que hizo que nos invadiera una sensación física
de asco y horror.
Tardé en reaccionar, no pude taparle la boca a Mercedes. Gritó.
Papá nos dio una bofetada a cada una y subió las escaleras con calma.
Ni Narcisa ni sus cosas amanecieron en casa.
Insomnio
Las pantuflas de madre duermen a pierna suelta toda la noche. Ella las vigila.
- Teresa Constanza Rodríguez Roca.
Crónica
La última oportunidad de Cariguante – Tonas Lima
Con la voz entrecortada por un llanto que se esfuerza por ocultar, Edgar Cuenca —también
conocido como Cariguante— me advierte que su historia no es la del deportista
disciplinado, que no se droga y que deja un mensaje de inspiración para los demás. No
quiere que se lleven una idea falsa de lo que realmente es —o de cómo se piensa a sí mismo
—: un vendedor de dulces divorciado que muchas veces tiene que dejar el entrenamiento
para trabajar y poder enviarles dinero a sus hijos y que, además, fuma mariguana
cotidianamente.
Si algo exige el boxeo es tiempo. Tiempo para correr, ir al gimnasio, cuidar la
alimentación, dormir. Tiempo es lo que le falta a Cariguante. A sus 32 años es un hombre
corpulento. Mide un metro con 73 centímetros. Pesa 82 kilos, de los cuales gran parte son
músculos. Su aspecto podría parecer amenazante: nariz ancha, marcas de acné, labios
gruesos y una mirada penetrante de ojos verde olivo. Habla con voz cantadita y gruesa, en
un tono chilango, imperativo. Usa gorra, bandolera al hombro y ropa deportiva. Siempre va
limpio y con el porte firme estilo militar. A Cariguante se le encuentra en la esquina de Eje
3 con Calzada del Hueso, en los límites de las alcaldías Coyoacán y Tlalpan. Allí vende
dulces en los camiones de la ruta 13 desde el 2011, esos que rezan “Tláhuac paradero” en el
parabrisas. A la par, entrena boxeo desde hace tres años. Aunque en realidad toda su vida
ha estado atravesada por los golpes.

Ensayo literario
Manifiesto sobre el uso de pantuflas en la oficina – Laura Sofía Rivero
Animada por la desazón de nuestros tiempos burocráticos que unen a todo trabajador, y por
la fe que conservo en quienes aún creen posible la restauración del alma individual, hago un
llamado a todos aquellos empleados gubernamentales, oficinistas grises deslavados, obreros
sin casco, secretarias decadentes de rímel corrido y el resto de esta infinita fauna que vive
en reducidos cubículos con hábitos malsanos a abogar por la reforma que me propongo
explicar rigurosamente a continuación.
Planteamiento del problema
Durante décadas se pensó ingenuamente que la oficina era un sitio nulamente riesgoso. A
diferencia de las fábricas y los oficios manuales, pareciera que el escritorio lleva la
delantera en cuanto a seguridad se refiere. Sin sierras gigantes de metal ni engranes que
puedan reducir los miembros a muñones, una cortadura con papel o dedo engrapado se
presenta como nimio inconveniente. Sin embargo, nadie imaginó que la silla giratoria fuera
cuna de una enfermedad más terrible que avanza como víbora cancerosa y nos muerde
envenenando lo que encuentra a su paso.
Este mal que aqueja a todo esclavo de la oficina nace en la imposibilidad del ocio. El
rutinario transcurso de las horas se repite día tras día como un espeso grumo que crece
durante toda la semana laboral. Saber que el sol sólo aparece en la sombra que va tiñendo la
pared como una pincelada ralentizada resulta triste para quien sale de casa a oscuras y, en
las mismas condiciones, regresa sin que su piel sea tocada por un rayo encendido. ¿Qué
mayor enfermedad existe que la melancolía, afección que no se cura con clips gratuitos ni
con un arcón navideño de latas y embutidos importados, ni siquiera con un aguinaldo
gastado en una casa que ya no se siente como propia por falta de costumbre?
El mayor riesgo del oficinista es su propensión a la tristeza. Supera por mucho a los
dolores de las vértebras de la espalda y al síndrome del túnel carpiano. Ninguno de los dos
es esa mariposa negra atrapada en un rincón del pecho. La vida privada se minimiza como
ventana emergente.
De ahí que resulte imprescindible recuperar un poco de la intimidad en el espacio
colectivo donde las impresoras industriales no reconocen las incontables manos de quienes
las usan. Es urgente rebelarnos en defensa del ocio y del placer. Si bien es cierto que el
hedonismo de cada uno termina donde comienza el del otro, también es verdad que a la
oficina le hace falta más sensación de retorno a casa, menos grifos de agua comunales
donde las bacterias se acomodan con holgura; más sillones mullidos que huelen a domingo,
menos comida en tupper calentada en microondas; más confortabilidad de pantufla.
Y debido a ello, sin negar jamás que el trabajo es fuente primordial de nuestros ingresos,
reconquistar el tipo de calzado es dar un primer paso en el sendero de las libertades
laborales que dignificarán al oficinista. ¿Para qué hacer esperar a nuestros pies hasta las
diez de la noche, si las pantuflas aguardan con disposición absoluta nuestras plantas
callosas sin reclamo alguno? Recuperar una mínima parte de la comodidad perdida es lo
que necesita el burócrata para reencontrar su decoro. Nuestra humanidad se extiende por los
mínimos placeres. Y a ellos debemos de volver. Sí, la vida de cubículo requiere de
estiramientos y ejercicios para la postura, pero también —y muy urgentemente— de unas
pantuflas que den reposo, sosiego y dignidad.

Poemas
Hace algún tiempo – Fabián Casas
Hace algún tiempo
fuimos todas las películas de amor mundiales
todos los árboles del infierno.
Viajábamos en trenes que unían nuestros cuerpos
a la velocidad del deseo.

Como siempre, la lluvia caía en todas partes.


Hoy nos encontramos en la calle.
Ella estaba con su marido y su hijo;
éramos el gran anacronismo del amor,
la parte pendiente de un montaje absurdo.
Parece una ley: todo lo que se pudre forma una
familia.
El poeta del jardín – Ricardo Castillo
Hace tiempo se me ocurrió

que tenía la obligación

como poeta consciente de lo que su trabajo debe ser,

poner un escritorio público

cobrando sólo el papel.

La idea no me dejaba dormir,

así que me instalé en el jardín del Santuario.

Sólo he tenido un cliente,

fue un hombre al que ojalá haya auxiliado

a encontrar una solución mejor que el suicidio.


Tímido me dijo de golpe:

“señor poeta, haga un poema de un triste pendejo”.

Su amargura me hizo hacer gestos.

Escribí:

“no hay tristes que sean pendejos”

y nos fuimos a emborrachar.


Curriculum vitae – Blanca Varela
digamos que ganaste la carrera
y que el premio era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora.

Amor eterno - Gustavo Adolfo Bécquer


Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
Como un débil cristal.
¡todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.

Epístola
Chiquilla:

¿Sabes una cosa?


He llegado a saber, después de muchas vueltas, que tienes los ojos
azucarados. Ayer nada menos soñé que te besaba los ojos, arribita de las
pestañas, y resultó que la boca me supo a azúcar; ni más ni menos, a esa
azúcar que comemos robándonosla de la cocina, a escondidas de la mamá,
cuando somos niños.
También he concluido por saber que los cachetitos, el derecho y el izquierdo,
los dos, tienen sabor a durazno, quizá porque del corazón sube algo de ese
sabor.
Bueno, la cosa es que, del modo que sea, ya no encuentro la hora de volverte
a ver.
No me conformo, no; me desespero.
I am hurry because finished me the ink.

Juan Rulfo

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