El Cartero Del Rey (Texto Completo) PDF

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1

El cartero del rey


Rabindranath Tagore

Personajes
Madav
Amal: hijo adoptivo de Madav
Sada: niña que vende flores
El médico
El lechero
El guarda
El viejo
El jefe de la aldea: un fanfarrón
El heraldo del rey
El médico real
Chiquillos de la aldea

(En casa de Madav)

Acto primero
Escena primera

(Madav y el médico)

Madav. - ... ¡Yo no sé qué es esto! Antes de venir él, todo me era lo mismo, ¡y me
sentía tan libre! Pero ahora que ha venido, Dios sabe de dónde, su cariño me llena el
corazón. Y estoy seguro de que mi casa no será ya casa si él se va... (Al médico). ¿Tú
crees?...

El médico. - Si su destino es que viva, vivirá años y años; pero, por lo que los libros
dicen, me parece...

Madav. - ¡Ay, cielo santo, ¡qué...!

El médico. - Bien claro lo dicen: “Humor bilioso o parálisis agitante *, resfriado o gota,
todo empieza lo mismo...”

Madav. - ¡Déjame en paz con los libros, hombre! Con tanta y tanta cosa, no consigues
sino preocuparme más. Lo que quiero que me digas es lo que se puede hacer...

El médico (tomando rapé). - Pues sí; el enfermo necesita el más escrupuloso


cuidado...

Madav. - Eso ya lo sé yo... Pero dime qué hago...

El médico. - Ya te lo tengo dicho: que de ninguna manera se le deje salir de casa.

Madav. - ¡Pobre criatura! Tenerlo encerrado todo el día... Eso es demasiado...

El médico. - Pues no hay otro remedio. Este sol de otoño y esta humedad pueden
hacerle mucho daño, porque, como dicen los libros: “En ahoguidos, en desmayos, en
temblor nervioso, en ictericia y en ojo de plomo...”
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Madav. - ¡Hombre, por Dios, déjame ya de libros!... Entonces, no queda otro remedio
que encerrar al pobrecillo, ¿eh? ¿No se puede hacer otra cosa?

El médico. - No, no; “viento y sol” ...

Madav. - Pero ¡qué me importa a mí ahora que si esto o que si lo otro!... Vamos a
dejarnos de tonterías. Al grano. Lo que tú dices es muy duro para la pobre criaturita...;
y como además él lo lleva todo con esa paciencia, y hace cuanto se le dice... ¡Me
parte el corazón ver su cara cuando está tomando esa medicina que le has
mandado!...

El médico. - Pues cuantos más visajes haga, mejor. Ya lo dice el sabio Chiavana:
“Medicina y buenos consejos; lo que menos gusta es lo que mejor sienta...” Sí, sí... Y
me voy corriendo, que tengo mucho que hacer... (Sale).

Escena segunda

(Madav y el viejo)

Madav. - (Al viejo, que entra) ... ¡Bueno! Pero, ¿ahí estás tú, viejo maldito?

El viejo. - ¡No tengas cuidado, hombre, que no te voy a morder!

Madav. - Sí; pero es que eres el diablo; siempre les estás llenando de viento la cabeza
a las criaturas...

El viejo. - Tú no eres ningún niño, ni tienes niños en tu casa... ¿Qué más te da?

Madav. - Es que ahora tengo un niño...

El viejo. - ¡Un niño!... ¿De verdad? ¿Pues qué ha pasado?

Madav. - Tú recordarás que mi mujer estaba siempre con el capricho de que


recogiéramos un niño...

El viejo. - Pero eso ya es muy antiguo; y además, que a ti no te hacía chispa de


gracia...

Madav. - Tienes razón. ¡Tú no sabes lo que me ha costado juntar este dinerillo! Y que
el hijo de otro se me entrara por las puertas a tirarme lo que yo, con tanto sudor, había
ido ahorrando... ¡No podía con eso!... ¡Pero este chiquillo se me ha metido en el
corazón de una manera tan rara...!

El viejo. - ¡Buena la hemos hecho! Y ahora se te irá todo en darle gusto al niño... ¡Y
tan contentos de que se vaya!

Madav. - El dinero, antes era como un vicio para mí. Trabajaba por avaricia. Ahora,
como sé que es para este niño, que quiero tanto, ¡lo gano con una alegría...!

El viejo. - Bueno, bueno; y ¿dónde encontraste ese niño?

Madav. - Es hijo de un hombre que era hermano de leche de mi mujer. Su madre


murió poco después de nacer él, y no hace mucho se quedó también sin padre...

El viejo. - ¡Pobrecillo! Así le hago yo más falta...


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Madav. - El médico dice que no hay parte sana en su cuerpecito, y que no tiene
esperanza de que viva. Dice que lo único que hay que hacer es guardarlo de este
viento del otoño y de este sol... ¡Pero tú eres el demonio!... ¡Cuidado con tu manía de
irte por ahí, a tus años, con los chiquillos!

El viejo. - ¡Bendito Dios! ¿Conque tan malo como el viento y el sol del otoño, ¿eh?
¡Pues también sé hacer que se estén los niños quietecitos en casa, amigo!... Esta
tarde, cuando acabe el trabajo, me vendré por aquí a jugar con tu niño... (Sale).

Escena tercera

(Madav y Amal)

Amal (entrando). - Tío; oye, tío...

Madav. - Amal, hijo, ¿eres tú?

Amal. - ¿No me dejas salir un poquito del patio?

Madav. - No, rey de mi corazón, no salgas...

Amal. - ¡Anda, un poquito nada más!... Voy con tita, a verla majar las lentejas. ¡Mira la
ardilla, allí sentada con su rabo tieso; mira cómo coje con sus manitas las semillas y se
las come!... ¿Voy de una carrera?

Madav. - No, vida mía, no...

Amal. - ¡Ojalá fuera yo una ardilla! ¡Iba a jugar más!... Tío, ¿por qué no me dejas ir
donde yo quiera?

Madav. - Porque el médico dice que no es bueno para ti, hijo.

Amal. - ¿Y cómo lo sabe él, di?

Madav. - ¡Qué ocurrencias tienes! ¿Cómo no ha de saberlo, con esos libros tan gordos
que lee?

Amal. - ¿Y en los libros lo pone todo?

Madav. - Claro, ¿no sabes que sí?

Amal (suspirando). - Yo qué sé... Como yo no leo libros...

Madav. - Pues para que lo sepas; los hombres sabios, que lo saben todo, son como tú;
nunca salen de casa...

Amal. - ¿De veras? ¿Nunca?

Madav. - Nunca. ¿Cómo quieres que salgan? Desde que se levantan hasta que se
acuestan, están dale que le das a los libros, y no les queda tiempo, ni tienen ojos para
otra cosa. Cuando tú seas mayor, serás sabio. Siempre estarás metido en casa,
leyendo librotes. Y la gente que pase se quedará mirándote, y dirá: “¡Lo que sabe! ¡Es
una maravilla!”
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Amal. - ¡No, tío, no; por tus queridos pies; no, yo no quiero ser sabio; no quiero, ¡no
quiero!...

Madav. - Pues mira, mira, mi suerte hubiera sido ser sabio...

Amal. - A mí me gustaría más ir a muchos sitios y ver todo lo que hay que ver.

Madav. - ¡Tontón, ver! ¿Y qué quieres ver? ¡Vamos! ¿Qué es eso que tiene tanto que
ver?

Amal. - Mira esa montaña que se divisa desde la ventana... ¡Algunas veces me dan
unas ganas de irme corriendo por encima de ella!

Madav. - ¡Eres tonto! ¿Tú crees que no hay más que ir y subirse a la punta de la
montaña? ¿Y luego qué, vamos a ver?... ¡Tú estás loco, hijo! ¿No comprendes tú que
si esa montaña está ahí de pie, como está, está para algo? Si pudiéramos ir más allá,
¿para qué amontonar tanto pedrote? ¿A qué habrían hecho una cosa tan grande?
Vamos hombre...

Amal. - ¿Tú crees, tío, que la han hecho para que nadie pase? Pues a mí me parece
que es que como la tierra no puede hablar, levanta las manos hasta el cielo y nos
llama; y los que viven lejos y están sentados, solos siempre, en su ventana, la ven
llamar... Pero será que los que son sabios...

Madav. - ¡Te figurarás tú que los sabios no tienen que pensar más que en esas
tonterías! ¡Tendrían que estar tan locos como tú!...

Amal. - Pues oye, ayer conocí a uno que está entonces tan loco como yo...

Madav. - ¡Dios santo! ¿De veras? ¿Quién?

Amal. - ...Llevaba un palo de bambú al hombro, con un lío en la punta, y llevaba un


perol en las manos, y tenía puestas unas botas más viejas... Iba, camino de los
montes, por aquel prado que está allí... Y yo le grité: “¿Dónde vas?” Él contestó: “Qué
sé yo, no sé, a cualquier parte...” Y yo le pregunté otra vez: “¿Por qué te vas?” Y me
dijo: “Voy a buscar trabajo...” Tío, di, ¿tú no tienes que buscar trabajo?

Madav. - ¡Claro que sí! Hay mucha gente que busca trabajo por ahí...

Amal. - ¡Qué gusto! Pues yo me voy a ir también por ahí a buscar cosas que hacer...

Madav. - Pon que no encuentres nada. ¿Entonces?

Amal. - ¡Eso sí que sería divertido! Pues entonces iría más lejos todavía... Tío, yo
estuve mirando mucho tiempo a aquel hombre que se iba, despacio, despacio, con sus
botas viejas... Cuando llegó a ese sitio por donde el arroyo pasa debajo de la higuera,
se puso a lavarse los pies... Luego, sacó de su lío una poca de harina de grama, le
echaba un chorrito de agua, y se la comía... Luego, ató su lío y se lo cargó otra vez al
hombro; se recogió el faldón hasta la rodilla, y pasó el arroyo... Ya le he dicho yo a tita
que me tiene que dejar ir al arroyo a comerme mi harina de grama, como él...

Madav. - ¿Y qué te ha dicho tita?

Amal. - Me dijo: “Ponte bueno, y entonces te llevaré al arroyo...” Di tú, ¿cuándo voy a
ponerme bueno?
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Madav. - Ya pronto, vida mía.

Amal. - ¡Qué bien! Entonces, en cuantito esté bueno otra vez, me iré, ¿verdad?

Madav. - Y ¿adónde quieres ir, di?

Amal. - No sé. Me iré andando, andando... Pasaré muchos arroyos, metiéndome en el


agua. Toda la gente estará dormida, con las puertas cerradas, porque hará ya mucho
calor... Y yo seguiré andando, andando; y buscaré trabajo lejos, muy lejos, más lejos
cada vez...

Madav. - Bueno; pero creo que primero debes procurar ponerte bien, y después...

Amal. - Entonces, ¿ya no vas tú a querer que yo sea sabio, verdad, tío?

Madav. - ¿Y qué te gustaría ser a ti, vamos a ver?

Amal. - Ahora no lo tengo pensado; pero ya te lo diré yo luego.

Madav. - Y mira: no quiero que llames a ningún desconocido ni que te pongas a hablar
con todo el que pasa, ¿sabes?

Amal. - ¡Si a mí me gusta tanto hablar con ellos!

Madav. - ¿Y si te robaran?

Amal. - ¡Eso sí que me gustaría! Pero no; nadie me lleva nunca; todos quieren que me
quede siempre aquí...

Madav. - Tengo que irme a trabajar, hijo. ¿Verdad que tú no saldrás?

Amal. - No, tío, no saldré, pero déjame estar en este cuarto que da al camino... (Sale
Madav).

Escena cuarta

(Amal y el lechero)

El lechero (fuera). - ... ¡Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos!

Amal. - ¡El de los quesitos, oye, el de los quesitos!

El lechero (entrando). - ¿Me has llamado, niño? ¿Quieres comprarme quesitos?

Amal. - ¿Cómo quieres que te los compre, si no tengo dinero?

El lechero. - Entonces, niño, ¿para qué me llamas? ¡Uf! ¡Vaya una manera de perder
el tiempo, hombre!

Amal. - Si yo pudiera, me iría contigo...

El lechero. - ¡Conmigo!... ¿Qué estás diciendo?

Amal. - Sí; ¡me entra una tristeza cuando te oigo pregonar allá lejos, por el camino!...
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El lechero (dejando en el suelo su balancín). - Y tú, ¿qué es lo que haces aquí, hijo?

Amal. - El médico me ha mandado que no salga, y aquí donde tú me ves estoy


sentado todo el día...

El lechero. - ¡Pobre! ¿Qué tienes?

Amal. - No sé; como no soy sabio, no sé qué tengo. Pero di tú, lechero; tú, ¿de dónde
eres?

El lechero. - De mi pueblo...

Amal. - ¿De tu pueblo? ¿Y está muy lejos de aquí tu pueblo?

El lechero. - Mi pueblo está junto al río Shamli, al pie de los montes de Panchmura.

Amal. - ¿Los montes de Panchmura has dicho? ¿El río Shamli? Sí, sí; yo creo que he
visto una vez tu pueblo; pero no sé cuándo ha sido...

El lechero. - ¿Que has visto tú mi pueblo? ¿Tú has ido hasta los montes de
Panchmura?

Amal. - No, yo no he ido; pero me parece que me acuerdo de haber visto tu pueblo...
Tu pueblo está debajo de unos árboles muy grandes, muy viejos que hay allí, ¿no?;
junto a un camino colorado, ¿no?

El lechero. - Sí, sí, allí está...

Amal. - Y en la ladera está el ganado comiendo...

El lechero. - ¡Qué maravilloso! El ganado comiendo... Pues es verdad...

Amal. - Y las mujeres, con sus saris granas, van y llenan los cántaros en el río, y luego
vuelven con ellos en la cabeza...

El lechero. - Así mismo. Las mujeres de mi pueblo lechero todas van por agua al río;
pero no creas tú que tienen todo un sari grana que ponerse... Pues sí, no cabe duda;
tú has estado alguna vez de paseo en el pueblo de los lecheros...

Amal. - Te digo, lechero, que no he estado nunca allí. Pero el primer día que me deje
el médico salir, ¿vas tú a llevarme a tu pueblo?

El lechero. - Sí; me gustaría mucho que vinieras conmigo.

Amal. - ¿Y me vas a enseñar a pregonar quesitos, y a ponerme el balancín en los


hombros, como tú, y a andar por ese camino tan largo, tan largo...?

El lechero. - Calla, calla... ¡Pues estaría bueno! ¿Y para qué ibas tú a vender quesitos?
No, hombre; tú leerás unos libros muy grandes, y serás sabio...

Amal. - ¡No, no; yo no quiero ser sabio nunca! Yo quiero ser como tú... Vendré con mis
quesitos de un pueblo que está en un camino colorado, junto a un viejo baniano, y los
iré vendiendo de choza en choza... Qué bien pregonas tú: “¡Quesitos, quesitos, a los
ricos quesitos!” ¿Me quieres enseñar a echar tu pregón?
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El lechero. - ¿Para qué quieres tú saber mi pregón? ¡Qué cosas tienes!

Amal. - ¡Sí, enséñamelo! Me gusta tanto oírte... Yo no te puedo explicar lo que me


pasa cuando te oigo en la vuelta de ese camino, entre esa hilerita de árboles...
¿Sabes? Lo mismo que siento cuando oigo los gritos de los milanos, tan altos, allá en
el fin del cielo...

El lechero. - Bueno, bueno; anda, ten unos quesitos; ten, cógelos...

Amal. - Pero si no tengo dinero...

El lechero. - ¡Deja el dinero! ¡Me iría tan alegre si quisieras tomar esos quesitos!

Amal. - ...Lechero, ¿te he entretenido mucho?

El lechero. - No, hombre, nada. No sabes tú lo contento que me voy... Ya ves; me has
enseñado a ser feliz vendiendo quesitos (Sale).

Escena quinta

(Amal solo)

Amal (pregonando). - ... ¡Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos del pueblo de los
lecheros, en el campo de los montes de Panchmura, junto al río Shamil! ¡Quesitos, a
los buenos quesitos! ¡Al amanecer, las mujeres ponen en fila las vacas, debajo de los
árboles, y las ordeñan; ¡por la tarde, hacen quesitos con la leche! ¡Quesitos, quesitos,
a los ricos quesitos!... Ya está ahí el Guarda... Ahora viene para abajo (Al Guarda).

¡Guarda, oye, ven a hablar un ratito conmigo!

Escena sexta

(Amal y el guarda)

El guarda (entrando). - Pero, ¿qué escándalo es éste? ¿No me tienes miedo a mí?

Amal. - ¿Yo? ¿Por qué voy a tenerte miedo?

El guarda. - ¡A que te llevo preso!

Amal. - ¿Adónde me llevarías, di? ¿Muy lejos? ¿Más allá de esos montes?

El guarda. - Me parece que a quien voy a llevarte es al Rey.

Amal. - ¡El Rey! Sí, sí, llévame, ¿quieres? Pero el médico no me deja salir... ¡Nunca
puede nadie llevarme!... ¡Todo el santo día tengo que estar aquí sentado!

El guarda. - ¿No te deja el médico verdad? ¡Pobrecillo! Sí que estás descolorido; y


¡qué ojeras tan negras tienes, hijo mío! ¡Cómo te resaltan las venas en las manos tan
delgaditas!

Amal. - ¿Quieres tocar el gongo, guarda?

El guarda. - Después, que todavía no es tiempo.


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Amal. - ¡Qué raro! Unos dicen que el tiempo no ha venido y otros que el tiempo ha
pasado. Pero yo estoy seguro que si tocas el gongo será el tiempo.

El guarda. - No, hombre; eso no puede ser; yo no puedo tocar el gongo sino cuando es
el tiempo.

Amal. - Sí; y ¡cómo me gusta oír el gongo! Al mediodía, cuando acabamos de comer,
mi tío se va al trabajo, y mi tita se duerme leyendo su Ramayana; y el perro, con el
hocico metido en su rabo enroscado, se echa a la sombra de la pared... Entonces tu
gongo suena: ¡Don, don, don!... Di, ¿por qué tocas tu gongo?

El guarda. - Pues lo toco para decirles a todos que el tiempo no se espera, sino que
está siempre andando...

Amal. - ¿Y adónde, a qué pueblo va el tiempo, di?

El guarda. - ¡Eso sí que no lo sabe nadie!

Amal. - Entonces será que nadie ha estado allí nunca... ¡cómo me gustaría a mí irme
con el tiempo a ese país que nadie ha visto!

El guarda. - Todos tenemos que ir allí algún día, hijo.

Amal. - ¿Y yo también?

El guarda. - Sí; tú también...

Amal. - Pero como el médico no me deja salir...

El guarda. - Quizás él mismo te lleve de la mano algún día...

Amal. - ¡No, no lo hará, estoy seguro! ¡Tú no lo conoces! ¡Si tú vieras; no quiere más
que tenerme aquí encerrado!

El guarda. - Pero hay uno más grande que él, y viene, y nos abre la puerta...

Amal. - Pues que venga ya por mí ese gran médico, y me saque de aquí, ¡que ya no
puedo más!

El guarda. - No debías decir eso, hijo...

Amal. - Bueno, no lo digo, Aquí me estaré, donde me han puesto, y no me moveré ni


un poquito. Pero cuando tocas tu gongo: Don, don, don. ¡me da una cosa!... Di,
guarda...

El guarda. - ¿Qué quieres?

Amal. - ¿Qué hay en esa casa grande del otro lado del camino, que tiene arriba,
volando, una bandera? Entra y sale más gente, más gente...

El guarda. - ¡Ah! Es el Correo nuevo...

Amal. - ¿El Correo nuevo? ¿Y de quién es?

El guarda. - ¿Pues de quién ha de ser? Del Rey...


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Amal. - Y entonces, ¿vienen cartas del Rey aquí, a su Correo nuevo?

El guarda. - Claro está. El día menos pensado hay una carta para ti.

Amal. - ¿Para mí? Si yo soy un niño chico...

El guarda. - Sí; pero es que el Rey también escribe cartitas a los niños chicos.

Amal. - ¡Qué bien! Y ¿cuándo recibiré yo mi carta, di? ¿Quién te lo dijo a ti, guarda?

El guarda. - Si no, ¿para qué iría a poner el Rey su Correo frente a tu ventana abierta,
con su bandera amarilla volando?

Amal. - Pero, ¿quién va a traerme la carta de mi Rey, cuando me escriba?

El guarda. - El Rey tiene muchos carteros... ¿Tú no los ves cómo corren por ahí? Unos
que llevan un redondel dorado en el pecho...

Amal. - ¿Y adónde van, di?

El guarda. - Pues a todas partes...

Amal. - ¡Ay qué bien! ¡Yo voy a ser cartero del Rey cuando sea grande!

El guarda (riéndose). - ¡Qué ocurrencia! ¡Cartero! ¿Pero tú sabes lo que dices? Que
llueva o que haga sol, al rico y al pobre, de puerta en puerta, cartas y más cartas,
siempre, siempre, siempre... ¡Vamos! ¡Que creerás tú que eso no es trabajo!

Amal. - ¡Ya lo creo que es! ¡Cómo me gustaría! ¿Por qué te ríes? ¡Si ya sé yo que tú
también trabajas mucho!... Cuando, al mediodía, hace tanto calor, y no se oye nada, tu
gongo suena: Don, don, don... Y algunas veces que me despierto de pronto, por la
noche, y que se ha apagado la mariposa, oigo en la oscuridad tu gongo, muy
despacito: Don, don, don...

El guarda. - ¡Ahí viene el jefe! Me voy, que, si llega a cogerme hablando contigo, para
qué quiero más...

Amal. - ¿El jefe? ¿Dónde?

El guarda. - Ya está aquí, míralo. ¿No ves ese quitasol grande de palma, que parece
que viene saltando? Ése.

Amal. - Será que el Rey le ha dicho que sea jefe de aquí, ¿no?

El guarda. - El Rey... ¡No!... ¡Es un tío fastidioso! ¡No le gusta más que molestar! Si
vieras... Hace todo lo que puede por ser desagradable, y no hay quien lo pueda ver.
Eso es lo que les gusta a los que son como él, jeringar a todo el mundo... Bueno, me
voy. ¡Fuera pereza! Ya me dejaré caer por aquí mañana temprano y te contaré todo lo
que pase por el pueblo... (Sale).

Escena séptima

(Amal solo)
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Amal. - ¡Si yo recibiera todos los días una carta del Rey!... Las leería aquí en la
ventana... Pero si no sé leer todavía... ¿Quién querría leérmelas? Quizás tita entienda
la letra del Rey... Como lee su Ramayana... Y si no sabe nadie, entonces las tendré
que guardar con mucho cuidadito y las leeré cuando sea mayor... Y ahora que me
acuerdo, ¿y si el cartero no sabe quién soy? (Al jefe). ¡Señor jefe, señor jefe!, ¿puedo
decirte una cosa?

Escena octava

(Amal y el jefe)

El jefe (entrando). - ¿Qué gritos son éstos? ¡Y en el camino! ¡Vaya con el monigote!

Amal. - ¿Tú eres el jefe verdad? Todo el mundo hace lo que tú dices, ¿no?

El jefe (con satisfacción). - ¡Pues no faltaría más que no lo hicieran!

Amal. - ¿Y también mandas tú en los carteros del Rey?

El jefe. - ¡También! ¡Tendría que ver!

Amal. - ¿Querrías decirle al cartero, que Amal es el niño que está sentado aquí en la
ventana?

El jefe. - ¿Y para qué?

Amal. - Porque si viniera una carta para mí...

El jefe. - ¡Para ti! ¿Quién va a escribirte una carta a ti?

Amal. - Quizás me la escriba el Rey...

El jefe (a risotadas). - ¡El Rey! ¡Vamos, tú estás soñando! ¡Pues no digo nada, lo que
quiere el niño! ¡Claro, como que tú eres su mejor amigo, y no os habéis visto en tanto
tiempo el Rey no puede con el disgusto, y…! ¡Sí, espera ahí sentado, que mañana
tendrás la carta!

Amal. - Señor jefe, ¿por qué me hablas así? ¿Estás enfadado conmigo?

El jefe. - Contigo, ¿eh? ¡Conque el Rey!... ¡Pues no se da tono Madav, que digamos!
¡Claro, como ha ganado ese fortunón, ya no se habla más que de reyes y padishas en
su casa! ¡Que yo lo vea y no va a ser Rey lo que le voy a dar...! Y tú, mequetrefe, ¡ya
diré yo que te traigan la carta del Rey; ten la seguridad!

Amal. - No, no; si te molesta, que no me la traigan.

El jefe. - ¡Sí, hombre!, ¿por qué no?; ¡si se lo voy a decir ahora mismo al Rey! ¡No te
apures, que no tardará la carta! ¡En cuanto el Rey lo sepa, te mandará un criado suyo
a saber de ti! ¡No faltaba otra cosa!... ¡Valiente impertinencia! ¡Lo que es como el Rey
se entere, ya le dará a Madav tono, ya!... (Sale).

Escena novena

(Amal y Sada)
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Amal. - ¿Quién eres tú, niña? ¡Cómo repican tus ajorcas! ¡Espérate un poquito!,
¿quieres? (Entra una niña).

Niña. - ¡No puedo, no tengo tiempo, es muy tarde!

Amal. - Ya lo sé. Pero, ¿no quieres esperarte? ¡Tampoco a mí me gusta quedarme


aquí!

Niña. - ¿Qué tienes, que pareces una estrella tardía de la mañana?

Amal. - No sé; el médico no quiere que salga...

Niña. - ¡Ay, pues no salgas! Debes hacer caso de lo que te diga el médico, porque si
eres malo, se va a enfadar contigo. Ya sé yo que te cansará mucho estar siempre
mirando por esa ventana... Deja que te la cierre un poquito...

Amal. - No, no la cierres. Ésta es la única ventana que hay abierta...Todas las demás
están cerradas... ¿Quieres decirme quién eres tú? Me parece que no te conozco...

Niña. - Yo soy Sada.

Amal. - ¿Sada? ¿Qué Sada?

Sada. - Yo soy la hija de la vendedora de flores del pueblo. ¿No lo sabías?

Amal. - Y tú, ¿qué haces, di?

Sada. - ¿Yo? Yo cojo flores en mi canasto.

Amal. - ¡Cojes flores! ¡Por eso tienes tan alegres los pies, y tus ajorcas cantan tan
contentas cuando vas andando! ¡Quién pudiera irse por ahí, como tú!... Yo te cojería
flores de las ramas más altas, que ya no se ven...

Sada. - ¿De veras? ¿A que no sabes tú tantas cosas de las flores como yo?

Amal. - Sí, tanto como tú. Sé todo lo de Champaca, el del cuento de hadas, y sus siete
hermanos. Y si me dejaran un momentito siquiera, me iría corriendo al bosque aquel
tan grande, y me perdería; y en aquel sitio en donde el colibrí que chupa la miel se
mece en la punta de su ramita, me abriría yo como una flor de champaca... ¿Quieres
tú ser mi hermana Parul?

Sada. - ¡Qué tontísimo eres! ¿Cómo voy yo a ser tu hermana Parul, si yo soy Sada, y
mi madre es Sasi, la que vende flores? ¡Si supieras tú las biznagas que tengo que
hacer todos los días!... ¡Ay! ¡Que no me iba a divertir yo si pudiera estarme aquí sin
hacer nada, como tú!

Amal. - ¿Y qué ibas a hacer en todo el día, tan largo?

Sada. - ¡Pues poco que iba yo a jugar con mi muñeca Beney, la novia, y con la gata
Meni, y con...! Pero mira, es muy tarde, y no puedo quedarme más; que, si no, me voy
a volver sin una flor.

Amal. - ¡Espérate otro poquito, anda, que estoy tan bien contigo!
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Sada. - ¡No seas así! Si eres bueno y te estás aquí quietecito, cuando vuelva yo con
las flores, me pararé a hablar contigo.

Amal. - ¿Y me vas a traer una flor?

Sada. - ¡No puedo!... Tienen que comprarse...

Amal. - Yo te la pagaré cuando sea grande, antes de irme a buscar trabajo más allá de
aquel arroyo que está allí...

Sada. - Bueno.

Amal. - Di, ¿vas a volver, cuando hayas cogido las flores?

Sada. - Sí, volveré.

Amal. - ¿De veras volverás?

Sada. - Sí, de veras.

Amal. - ¿Te acordarás bien de mí? Yo soy Amal, acuérdate bien...

Sada. - ¡Ya tú verás cómo me acuerdo! (Sale).

Escena décima

(Amal y unos chiquillos)

Amal. - ¿Adónde vais, hermanos? ¡No os vayáis todos; estaos conmigo un poquito!

Chiquillos (entrando). - Si vamos a jugar...

Amal. - ¿A qué vais a jugar, hermanos?

Chiquillos. - Vamos a jugar a los aradores.

Primer chiquillo (con un palo). - ¡Aquí está el arado!

Segundo chiquillo. - Y éste y yo somos la yunta de bueyes.

Amal. - ¿Y os vais a pasar jugando todo el día?

Chiquillos. - ¡Todo el día!

Amal. - Y cuando oscurezca, volveréis a casa por el camino de la ribera, ¿no?

Chiquillos. - Por la mismita orilla...

Amal. - ¿Y pasaréis por aquí delante?

Chiquillos. - ... ¡Anda, vente a jugar con nosotros, vente!

Amal. - ¡Si no me deja salir el médico!


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Chiquillos. - ¿El médico? ¿Y tú haces caso del médico? ¡Anda, vámonos, que es ya
muy tarde; anda vente!

Amal. - No, no. ¿Por qué no jugáis aquí en el camino, delante de mi ventana, para que
yo os vea?

Chiquillos. - ¿Y a qué vamos a jugar aquí?

Amal. - ¡Yo os daré todos mis juguetes! ¡Sí, ya está; tened mis juguetes! Yo no puedo
jugar solo, y se están empolvando; ¿para qué los quiero yo?

Chiquillos. - ¡Ay, qué juguetes tan bonitos! ¡Un barco! ¡Aquí está la abuela Yatai! ¡Qué
cipayo tan precioso! Y ¿nos los vas a dar todos? ¿No te importa dárnoslos?

Amal. - No, no, tenedlos; yo, ¿para qué los quiero?

Chiquillos. - ¿No los querrás ya nunca más?

Amal. - No, no; para vosotros. A mí no me sirven para nada.

Chiquillos. - ¡Mira que van a reñirte!

Amal. - No, no me riñe nadie. Pero, ¿vais a venir a jugar con ellos delante de mi
puerta, todas las mañanas?... Cuando se rompan, yo os daré otros...

Chiquillos. - Pues ¿no hemos de venir? ¡Vamos a jugar a la guerra! ¡Poned en fila
estos cipayos! ¿Dónde habrá un fusil? Esta caña sirve... Pero, ¿ya te estás
durmiendo?

Amal. - Me parece que me está dando sueño... ¡Qué sé yo! Muchas veces me pasa.
Como estoy siempre sentado, me canso; y luego, me duele tanto la espalda...

Chiquillos. - ¡Pero si no es más que mediodía!... ¡No te duermas, hombre! Oye el


gongo; ahora está dando la primera vela...

Amal. - Sí... Don, don, don... ¡Qué sueño tengo!

Chiquillos. - Pues entonces, mejor será que nos vayamos, y mañana por la mañana
volveremos.

Amal. - ¡Esperad un momento! Vosotros que estáis siempre por el camino, ¿no
conocéis a los carteros del Rey?

Chiquillos. - ¡Sí, ya lo creo!

Amal. - ¿Cómo se llaman? ¿Quiénes son?

Chiquillos. - Uno, Badal. Otro, Sarat. Otro... ¡Hay muchos!

Amal. - ¿Y me conocerían si viniese una carta para mí?

Chiquillos. - Claro que sí. Si pone tu nombre...

Amal. - Cuando vengáis mañana por la mañana, ¿queréis traerme a uno para que
sepa quién soy?
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Chiquillos. - Bueno, si tú quieres...

Acto segundo
Escena primera

(Amal –“en la cama”- y Madav)

Amal. - ¿Y tampoco me deja ya el médico sentarme en la ventana?

Madav. - Ya ves que te has puesto peor de estar siempre echado en ella...

Amal. - Puede que me haya puesto peor; pero mientras estoy en la ventana, ¡me
encuentro tan bien!...

Madav. - Eso te parece a ti; pero no, hijo. Luego, sacas la cabeza y te pones a hablar
con todo el que pasa, como si fuera esto una feria; y tú, hijo, estás malo y no puedes
hacer eso. ¡Mira qué carita tienes!

Amal. - ...Y mi faquir, como no me verá en la ventana, se irá.

Madav. - ¿Tu faquir? ¿Quién es tu faquir?

Amal. - Pues mi faquir... Viene, y me cuenta cosas de todos los sitios donde él ha
estado. ¡Unas cosas más bonitas!

Madav. - Pero, ¿qué es lo que dices? Yo no conozco a ningún faquir...

Amal. - Pues ya no tardará... ¡Anda, por tus queridos pies; dile que entre aquí un ratito
a hablar conmigo!

Escena segunda

(Amal, Madav y el viejo – “que viene vestido de faquir”-)

Amal. - ¡Míralo, ahí está! ¡Faquir, faquir, vente conmigo! ¡Siéntate aquí en mi cama!

Madav. - ¡Tonto!, pero si es... El viejo (guiñándole un ojo a Madav). - ¡Yo soy el faquir!

Madav (al viejo). - ¡El diablo eres! ¡Si no lo viera, no lo creería!

Amal. - ¿Dónde has estado hoy, faquir?

El viejo. - Pues ahora mismo vengo de la Isla de los Loros.

Madav. - ¿La Isla de los Loros?

El viejo (a Madav). - ¡Sí, la Isla de los Loros! ¡Qué! ¿Te crees, hombre, que yo soy
como tú?... No tengo más que coger mis pies, y me voy adonde quiero; ¡y sin
costarme nada!...

Amal (palmoteando). - ¡Qué bien! ¡Qué gusto debe dar eso! ¿No olvidarás que me has
prometido llevarme en tu comitiva cuando esté bueno?
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El viejo. - Sí. ¡Y te voy a enseñar unos mantras de caminantes, que nada, por mares,
bosques ni montañas, podrá cerrarte el paso!

Madav. - Pero ¿qué enredo es éste?

El viejo. - Amal, hijo; nada, en mares ni montañas, puede hacerme retroceder... Ahora,
que, si el médico y este tío que tienes se conjuran contra mí, no hay magia que me
valga...

Amal. - No; tío no se lo dirá al médico, y yo te prometo no moverme de la cama. Pero


el primer día que me ponga bueno, me iré contigo; ¡y nada, en mares, ni montañas ni
torrentes, podrá cerrarme el paso!

Madav. - Me das pena, hijo, siempre pensando en irte...

Amal. - Oye, faquir, ¿cómo es la Isla de los Loros?

El viejo. - Pues es la tierra de las maravillas. Allí viven todos los pájaros del mundo, y
no hay un hombre siquiera; y no creas tú que se habla allí ni se anda; sólo cantar y
volar.

Amal. - ¡Qué hermosura! ¿Y hay algún mar allí junto?

El viejo. - ¡Claro!, la Isla está en medio del mar...

Amal. - ¡Y habrá unos montes muy verdes!...

El viejo. - Toda la Isla está llena de montes verdes. Y cuando va a ponerse el sol, y las
laderas, rojas, resplandecen, los pájaros vuelven en bandadas, volando con sus alas
verdes, a sus nidos.

Amal. - ¿Y hay cascadas?

El viejo. - ¡Pues no ha de haberlas! Todos los montes tienen su cascada; y parecen de


diamantes derretidos. ¡Si tú vieras lo que juega el agua, y cómo cantan las piedras con
ella cuando se echa al mar, saltando! ¡Al agua sí que no la para ningún diantre de
médico!... Sigo; los pájaros me miraban como miran a los hombres. Ya tú ves, ¡como
nosotros no tenemos alas!... Y no querían nada conmigo... Si no fuera por eso, yo te
aseguro que me haría una choza entre los nidos y me pasaría allí mi vida contando las
olas del mar.

Amal. - ¡Ay, si yo fuese pájaro! Entonces...

El viejo. - Pero eso ya no podría ser, Amal. A mí me han dicho que tú le has hablado al
lechero para vender quesitos con él, cuando seas mayor; y como a los pájaros no les
gustan los quesitos, me parece que te saldría mal tu negocio...

Madav. - ¡Vamos, me vais a volver loco entre los dos! ¡No puedo con vosotros! ¡Me
voy!

Amal. - ...Tío, ¿vino el lechero?

Madav. - ¿Pues querías que no viniera? Él no se romperá la cabeza entre los nidos de
la Isla de los Loros, llevando recados a tu faquir favorito; pero ha dejado una lata de
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quesitos para ti, y me ha dicho que te diga que no ha podido detenerse más porque
como se casa su sobrina, tenía que ir a Kamlipara por la banda de música.

Amal. - ¡Si me iba a casar a mí con su sobrinita!

El viejo. - ¡Dios del cielo! ¡Pues buena la hemos hecho!

Amal. - ...Me dijo a mí que ella iba a ser mi novia chiquitita, y que iba a estar tan linda
con sus zarcillos de perlas en las orejas y vestida con un preciosísimo sari grana... Y al
amanecer, ella ordeñaría con sus propias manos la vaca negra, y me traería la leche
calentita, toda llena de espuma, en un cantarillo nuevo, para que yo me la bebiera. Y
cuando oscureciese, iría ella al establo con la lámpara, a dar una vuelta... Y luego
vendría y se sentaría a mi lado a contarme el cuento de Champaca y sus siete
hermanos...

El viejo. - ¡Qué bien! La verdad es que, aunque soy un faquir, ¡me están dando unas
tentaciones!... ¡Pero no te importe a ti que se case la sobrina del lechero! ¡Déjalo! ¡Lo
que te sobrarán serán sobrinas del lechero cuando tú vayas a casarte!

Madav. - ¡Cállate de una vez! ¡No puedo oírte con calma! (Sale).

Escena tercera

(Amal y el viejo)

Amal. - Oye, faquir, ahora que se ha ido mi tío; ¿no habrá venido al Correo nuevo una
carta del Rey para mí?

El viejo. - La carta sé yo que ha salido ya del palacio; pero todavía viene de camino.

Amal. - ¿De camino? ¿Y por dónde vendrá? ¿Vendrá por esa veredita que viene
dando vueltas entre los árboles?; la veredita esa que se ve hasta lo último del campo,
cuando sale el sol después de llover...

El viejo. - Por ahí, por ahí viene. ¿Cómo lo sabías tú?

Amal. - Sí; todo lo sé.

El viejo. - Ya lo estoy viendo; pero, ¿cómo lo has sabido?

Amal. - Pues no sé cómo; pero lo veo tan clarito... Me parece que lo he visto muchas
veces en unos días que pasaron hace ya mucho tiempo... No sé cuánto... ¿Sabes tú
cuánto?, di... ¡Si vieras qué bien lo veo todo! El cartero del Rey viene bajando la
cuesta del monte, solo, con un farol en la mano izquierda y un saco muy grande, lleno
de cartas, en la espalda... Viene bajando, bajando, ¡hace ya mucho tiempo!, sin
descansar, ¡muchos días, muchas noches!, y cuando va llegando a aquel sitio de la
montaña donde la cascada es ya el arroyo, coje por la orilla y sigue, sigue andando
entre el centeno... Luego, entra en el cañaveral, por ese callejón estrecho que hay
entre las cañas de azúcar, esas tan altas; y no se ve... Luego, sale a la pradera
grande, donde cantan los grillos... Mira, no hay nadie más que él; sólo las perdices,
picoteando en el barro y meneando la cola... Lo siento venir más cerca, más cerca
cada vez... ¡Estoy más contento!

El viejo. - Mis ojos, hijo ven ya poco; pero me cuentas de una manera las cosas, que lo
veo todo como cuando era niño...
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Amal. - Di, faquir, ¿conoces tú al Rey que ha puesto aquí este Correo?

El viejo. - Sí, mucho; todos los días voy a pedirle mi limosna.

Amal. - ¿Sí? Cuando yo me ponga bueno, iré también a pedirle mi limosna, ¿no?

El viejo. - Tú no tendrás que pedírsela, hombre; él te la dará por su gusto...

Amal. - No, no; yo iré a su portal y gritaré: ¡Viva mi Rey! Y bailando al son del tamboril,
le pediré mi limosna. ¿No crees tú que estaría bien así?, di...

El viejo. - ¡Ya lo creo; estaría magnífico! Y si fuéramos juntos, me tocaría a mí buena


parte; pero, ¿qué le vas a pedir?

Amal. - Le diré: “¡Hazme cartero tuyo, para ir con mi farol repartiendo cartas de puerta
en puerta! ¡No me tengas en casa todo el día!”

El viejo. - Pero, vamos a ver, ¿por qué estás tú tan triste en tu casa?

Amal. - ¡No, si no estoy triste! Al principio, cuando me encerraron aquí, ¡me parecían
más largos los días!; pero desde que han puesto enfrente el Correo del Rey, cada vez
estoy más contento en mi cuarto...; y luego, como sé que un día voy a tener una
carta... ¡Sí, no me importa nada estarme aquí quieto, aunque esté solo!... Oye, ¿y
sabré yo leer la carta del Rey?

El viejo. - ¡Qué más te da! ¿No tienes bastante con que ponga tu nombre?

Escena cuarta

(Dichos y Madav)

Madav (entrando). - ¡Buena la habéis hecho entre los dos!

El viejo. - ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre?

Madav. - ¡Pues que, por culpa vuestra, todo el mundo anda diciendo que el Rey ha
puesto ahí enfrente su Correo para estaros escribiendo siempre a los dos!

El viejo. - Bueno, ¿y qué?

Madav. - Que Panchanan, el jefe, se lo ha hecho decir al Rey en secreto...

El viejo. - ¿Y no sabemos todos que el Rey se entera de cuanto pasa?

Madav. - Entonces ¿por qué no tienes más cuidado? ¡No debieras nombrar en vano al
Rey! ¡Me vas a arruinar con tus cosas!

Amal. - Faquir, faquir, ¿de veras se enfadará el Rey?

El viejo. - ¡Qué se ha de enfadar, hombre! ¡Con un niño como tú y un faquir como yo!...
¡A ver si tengo que ir a decirle cuatro frescas!

Amal. - ...Faquir; desde esta mañana estoy sintiendo como un velo por delante de los
ojos... ¡Me parecen más raras las cosas!... No tengo ganas de hablar... Si me pudiera
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estar quieto... ¿Cuándo va a venir la carta del Rey?... Si este cuarto se deshiciera de
pronto y... Si...

El viejo (abanicando a Amal). - Seguramente vendrá hoy la carta, hijo mío...

Escena quinta

(Dichos y el médico)

El médico (entrando) (a Amal). - ¿Cómo estás hoy?

Amal. - Muy bien, señor médico; hoy no me duele nada.

El médico (a Madav, aparte). - No me gusta esa sonrisa. Mala señal que se sienta tan
bien. Chakradan dice...

Madav. - ¡Bueno, por amor de Dios, déjame de Chakradan!; lo que quiero saber es
cómo está hoy mi niño...

El médico. - Me parece que tenemos para poco tiempo... Ya te lo dije... Aseguro que
se ha vuelto a enfriar...

Madav. - No, pues el niño no ha salido; eso te lo digo yo. Hasta las ventanas han
estado cerradas.

El médico. - ¡No sé qué tiene hoy el aire! ¡Había una corriente por la puerta principal
cuando entré...! Lo mejor sería cerrar la puerta con llave... Creo que no te importará no
recibir visitas en dos o tres días; y si alguien tiene necesidad de verte, ahí está la
puerta falsa... Y esas maderas también debieran cerrarse... Los rayos del sol poniente
no sirven más que para desvelar al enfermo.

Madav. - ...Ha cerrado los ojos. Debe haberse dormido. ¡Qué carita tiene! ¡Ay, médico,
yo me lo traje como si fuera mío, y después de haberle tomado este cariño, perderlo
para siempre!...

El médico. - ¿Quién, quién es? ¡Este jefe, que tiene que meterse en todo! ¡Valiente
hombre!... Bueno, tengo que irme. (A Madav). Mejor será que vengas conmigo a ver si
está todo bien cerrado... En cuanto llegue a casa, mandaré una buena dosis de esa
medicina, a ver si así conseguimos algo... Aunque me parece... (Salen Madav y el
Médico).

Escena sexta

(Amal, el viejo y el jefe)

El jefe (entrando). - ¡Hola, mequetrefe!

El viejo (levantándose aprisa). - ¡Calla!

Amal. - No importa, faquir; ¡si no estaba dormido! Todo lo estoy oyendo... Y también
unas voces muy lejanas... Mira, mi padre y mi madre... están sentados aquí a mi
cabecera, y me están hablando...
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Escena séptima

(Dichos y Madav –“que entra”-)

El jefe. - Oye, Madav; me han dicho que te tuteas ya con personajes...

Madav. - ¡No andes con bromas, jefe! Ya sabes que somos unos infelices...

El jefe. - Pero tu niño está esperando una carta del Rey...

Madav. - Déjalo en paz al pobre, que es un tontaina...

El jefe. - No, no; ¿por qué no había de recibirla? ¿Pues dónde va a encontrar el Rey
familia mejor? ¡Por algo ha puesto su Correo nuevo frente a tu casa!... (A Amal). ¡Tú,
monigote!; aquí traigo una carta del Rey para ti...

Amal (incorporándose con sobresalto). - ¿Dónde? ¿Es verdad?

El jefe. - ¡Pues va a ser mentira! ¡Si eres su mejor amigo! ¡Mírala! (Mostrando un papel
en blanco). ¡Tenla! (A carcajadas).

Amal. - ¡No te burles de mí!... Faquir, di tú, ¿es verdad?

El viejo. - Sí, hijo mío. ¡Yo que soy faquir, te digo que ésa es la carta del Rey!

Amal. - ¡Pero si no veo nada! ¡Me parece que está todo tan en blanco! Señor jefe,
¿qué dice la carta?

El jefe. - Dice el Rey: “Voy corriendo a verte. Prepárame arroz dorado, que la comida
de palacio empieza a fastidiarme...” (A carcajadas).

Madav (suplicando con las manos). - ¡jefe, te ruego que no bromees más con esto!

El viejo. - ¿Eh? ¡Que se atreva!

Madav. - ¿También tú te has vuelto loco?...

El viejo. - ¿Loco? ¡Pues bueno, estoy loco! Y aquí dice bien claro que el Rey en
persona viene a ver a Amal, con el médico de la corte...

Amal. - ¡Faquir, faquir, oye!... ¡La trompeta del Rey!... ¡Oye!...

El jefe (a carcajadas). - Me parece que tendrás que perder otro poquito más la cabeza
para oírla!...

Amal. - Señor jefe, yo creía que tú estabas enfadado conmigo y que no me querías...
¿Cómo me había de figurar que fueras tú quien me trajera la carta del Rey? ¡Déjame
que te quite el polvo de los pies!

El jefe. - ...La verdad es que esta criatura tiene instinto de veneración. Es un poco
simple, pero su corazón no es malo...

Amal. - Creo que ya es la cuarta vela. Escucha el gongo: Don, don, din... Don, don,
din... ¿Ha salido ya la estrella de la tarde? No sé qué tengo, que no veo...
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El viejo. - Es que está todo cerrado, hijo. Voy a abrir... (Llaman fuera).

Madav. - ¡Llaman! ¿Quién será? ¡Qué fastidio! Llamar a estas horas...

(Una voz afuera). - ¡Abrid la puerta!

Madav. - ¿Lo has oído, jefe? ¡A ver si son ladrones!

El jefe. - ¿Quién llama? ¡Lo pregunta Panchanan, el jefe! ¡Atreveos!... Ya lo estáis


viendo; se acabó el ruido... ¡Que no puede nada la voz de Panchanan!... ¡A ver, venga
ese ladrón valiente!

Madav (mirando receloso por la ventana). - Sí, sí; ¿no habían de callar? ¡Como que
han echado abajo la puerta!

Escena octava

(Dichos y el Heraldo del Rey)

El Heraldo del Rey (entrando). - ¡Nuestro Rey soberano llega esta noche!

El jefe. - ¡Dios santo!

Amal. - ¡Heraldo, Heraldo!, ¿a qué hora llegará?

El Heraldo del Rey. - En la segunda vela.

Amal. - ¿Cuándo mi amigo el guarda toque el gongo en las puertas del pueblo: Din,
don, din... Din, don, din?...

El Heraldo del Rey. - Sí, entonces. Y el Rey manda delante a su médico más sabio,
para que cuide a su amiguito.

Escena novena

(Dichos y el Médico Real)

El Médico Real (entrando). - ¿Qué es esto? ¿Por qué está todo tan cerrado? Abrid de
par en par... (Toca a Amal). ¿Cómo estás tú, hijo mío?

Amal. - Muy bien, señor médico del Rey; estoy muy bien. Ya no me duele nada... ¡Ay,
qué gusto da esto tan abierto y tan fresco! ¡Ahora sí que veo temblar las estrellas en la
oscuridad!

El Médico Real. - ¿Crees que podrás levantarte esta noche, a las velas medias,
cuando llegue el Rey?

Amal. - ¡Ya lo creo que sí! ¡Tengo unas ganas de levantarme hace tanto tiempo! Le
voy a decir al Rey que me enseñe la estrella polar... Debo haberla visto muchas veces,
pero no sé bien cuál es...

El Médico Real. - Él te lo dirá todo. (A Madav). Adornad de flores el cuarto, para el


Rey. (Señalando al jefe). Y ése, que se vaya de aquí...
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Amal. - ¡No, déjalo, señor médico, que es amigo mío! Él fue quien me trajo la carta del
Rey...

El Médico Real. - Muy bien, hijo mío; si es tu amigo, que se quede.


Madav (hablando al oído a Amal). - Amal, hijo, ya ves cuánto te quiere el Rey, que él
mismo viene a verte... Pídele algo, que ya tú sabes lo desgraciados que somos...
Amal. - Sí, sí, tío; no te apures tú; ya lo tengo pensado.

Madav. - ¿Y qué le vas a pedir?


Amal. - Le voy a pedir que me haga cartero suyo, para ir de puerta en puerta, por
todas partes, repartiendo sus cartas...
Madav (golpeándose la frente). - ¡Pobres de nosotros! ¿Eso le vas a pedir?
Amal. - ...Tío, ¿y qué le daremos al Rey, cuando venga?
El Heraldo del Rey. - Ha dicho que se le prepare arroz dorado...

Amal. - ¡Arroz dorado! ¡Señor jefe, tú tenías razón! ¡Sí, tú fuiste el primero que lo dijo!
¡Tú lo sabías todo, todo!...
El jefe (al Heraldo). - Si avisan a mi casa, podría el Rey...
El Médico Real. - No es necesario... Y ahora, callad todos, que se está durmiendo... yo
me sentaré a su cabecera... Se está quedando dormido... Apagad la lámpara... Que
sólo entre el resplandor de las estrellas... Callad, que se ha dormido...
Madav (al viejo). - ¿Qué haces ahí, como una estatua, con esas manos juntas?...
¡Estoy más nervioso! ... ¿Tú crees que es bueno todo esto? ¡Este cuarto tan oscuro!
...Yo no creo que le haga ningún beneficio al niño la luz de las estrellas...

El viejo. - ¡Descreído, calla!

Escena décima

(Dichos y Sada)
Sada (entrando). - ¡Amal!
El Médico Real. - Está dormido.
Sada. - Es que le traía unas flores... ¿Me dejas que se las ponga en sus manos?

El Médico Real. - Sí, pónselas.


Sada. - ¿Cuándo se despertará?
El Médico Real. - Cuando el Rey venga y lo llame.

Sada. - ¿Quieres decirle bajito una cosa de mi parte?


El Médico Real. - ¿Qué quieres que le diga?
Sada. - Dile que Sada no lo ha olvidado… Fin de la obra

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