Rubén Darío Azul
Rubén Darío Azul
Rubén Darío Azul
Rubén Darío
poesía
Ñ
AZUL...
RUBéN DARío
Azul...
[texto impreso] / Rubén Darío
I.S.B.N.: 978-956-8558-14-7
RUBéN DARío
SERIE POPULAR
CONTENIDO
Biografía 11
Cuentos en Prosa 15
El Rey Burgués 17
El Sátiro Sordo 23
La Ninfa 29
El Fardo 34
El Velo De La Reina Mab 40
La Canción del Oro 44
El Rubí 49
El Palacio del Sol 57
El Pájaro Azul 62
Palomas Blancas y Garzas Morenas 67
En Chile 75
I. Álbum Porteño 77
II. Álbum Santiagués 83
La Muerte de la Emperatriz de la China 90
A Una Estrella 98
Medallones 139
I. Leconte De Lisle 141
II. Catulle Mendès 142
III. Walt Whitman 143
IV. J. J. Palma 144
V. Parodi 145
VI. Salvador Díaz Mirón 146
Èchos 147
A Mademoiselle... 149
Pensée 150
Chanson Crépusculaire 151
Nota de la edición
La primera edición de Azul. fue realizada en 1888, en la imprenta y lito-
grafía Excelsior en Valparaíso, Chile. En esta edición de la Serie Popular
hemos respetado la dedicatoria a Varela y se han omitido la carta de Varela,
el prólogo de E. De La Barra y las notas de Rubén Darío a la segunda edi-
ción. En lo demás nos hemos basado fundamentalmente en textos de las
tres primeras ediciones (1888, 1890 y 1905).
Rubén Darío
11
Al Sr. D. Federico Varela
R.D.
Cuentos en Prosa
EL REY BURGUÉS
CUENTO ALEGRE
18
conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con
hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas
de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas
en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta
los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había un salón griego, lleno de mármoles:
diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galan-
tes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres,
cuatro, ¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de
cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como
un rey de naipe.
Comenzó:
–Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He
tendido mis alas al huracán, he nacido en el tiempo de la
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aurora: busco la raza escogida que debe inspirar con el himno
en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He aban-
donado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena
de perfume, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y
el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las
cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras don-
de espuma el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado
el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido
de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He
ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche
fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero,
sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como
un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensaya-
do el yambo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado, al calor
del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cie-
lo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He
querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes
revoluciones, con un Mesías que es todo luz, todo agitación
y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que
sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de
estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol,
ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Se-
ñor!, el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone
puntos en todas la íes. Él es augusto, tiene mantos de oro, o de
llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta
con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o
zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso,
preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro
de marfil.
¡Oh, la Poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares
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de las mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor,
el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de
farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos
lo autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal...
El rey interrumpió:
–Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
–Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una
caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los
cisnes, para cuando os paseéis.
–Sí –dijo el rey, y dirigiéndose al poeta–: Daréis vueltas
a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de
música que toca valses, cuadrillas y galopas como no prefi-
ráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan.
Nada de jerigonzas ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los
cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: ti-
ririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pa-
saba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín...! ¿Había que
rellenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre la burla de los pá-
jaros libres que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre
el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban
los ojos de lágrimas... ¡lágrimas que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en
el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes
himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coro-
nada de águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas
al manubrio, ¡tiririrín!
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus va-
sallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial
que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de
plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de
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las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre
las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se
aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de
retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios,
mientras en las copas cristalizadas hervía el champaña con
su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de
fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba
vueltas al manubrio para calentarse tembloroso y aterido, in-
sultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada,
en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin
hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó
muerto..., pensando en que nacería el sol del día venidero, y
con él el ideal... y en que el arte no vestiría pantalones sino
manto de llamas, o de oro... Hasta que al día siguiente lo
hallaron el rey y sus cortesanos, como gorrión que mata el
hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la
mano en el manubrio.
22
EL SÁTIRO SORDO
CUENTO GRIEGO
23
*
27
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispues-
to a ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.
28
LA NINFA
CUENTO PARISIENSE
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Además, viole el emperador en Antioquía.
Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humede-
cía la lengua en el licor verde como lo haría un animal felino.
–Dice Alberto Magno, que en su tiempo cogieron a dos
sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura
que en tierras de Tartana había hombres con un solo pie,
y un solo brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un
monstruo que trajeron al rey de Francia; tenía cabeza de pe-
rro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vello
como los nuestros (Lesbia se agitaba como una chicuela a
quien hiciesen cosquillas); comía carne cocida y bebía vino
con todas ganas.
–¡Colombine! –gritó Lesbia. Y llegó Colombine, una fal-
derilla que parecía un copo de algodón. Tomóla su ama, y
entre las explosiones de risa de todos:
–Toma, el monstruo que tenía tu cara!
Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estre-
mecía e inflamaba las naricitas como lleno de voluptuosidad.
–Y Filegón Traliano –concluyó el sabio elegantemente–
afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de
ellas como elefantes. Además...
–Basta de sabiduría –dijo Lesbia. Y acabó de beber menta.
Yo estaba feliz. No había despegado mis labios. –¡Oh!
–exclamé– ¡para mí las ninfas! Yo desearía contemplar esas
desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque como
Acteón, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas
no existen.
Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de
risas, y de personas.
¡Y qué! –me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de
faunesa y con voz callada como para que sólo yo la oyera–,
¡las ninfas existen, tú las verás!
31
*
32
letas, más allá de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi
vista, hasta perderse, ¡ay!, por un recodo; y quedé yo, poeta
lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas
como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en
cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.
33
EL FARDO
34
resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado,
y tuvo un hijo, y...
Y aquí el tío Lucas:
–Si, patrón, ¡hace dos años que se me murió!
Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y
peludas, se humedecieron entonces.
–¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de co-
mer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que
entonces me hallaba enfermo.
Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras
las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces;
él, en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su
negra pipa y de colocársela en la oreja, y de estirar y cruzar
sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pan-
talones arremangados hasta el tobillo.
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hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas,
viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas,
hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos fa-
roles, y donde resuenan en perpetua llamada a las zambras
de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los
marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad
de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar
y patalear como condenados. ¡Sí!, entre la podredumbre, al
estrépito de las fiestas tunantescas, el chico vivió, y pronto
estuvo sano y en pie.
Luego, llegaron después sus quince años.
36
*
37
las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo,
el son del hierro; traqueteos por doquiera, y el viento pasan-
do por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.
Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo
del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa.
Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en
tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio, y en-
tonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o
del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado
para otro, como un badajo, en el vacío.
La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamen- te
de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos.
Éstos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había
uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos,
ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha.
Un hombre de pie sobre él, era una pequeña figura para el
grueso zócalo.
Era algo como todos los prosaísmos de la importación,
envueltos en lona y fijados con correas de hierro. Sobre sus
costados, en medio de líneas y triángulos, había letras que
miraban como ojos. –Letras en «diamante» –decía el tío Lu-
cas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezu-
dos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando
menos, linones y percales.
Sólo él faltaba.
–¡Se va el bruto! –dijo uno de los lancheros.
–¡El barrigón! –agregó otro.
Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pron-
to, se alistaba para ir a cobrar y desayunarse, anudándose un
pañuelo de cuadros al pescuezo.
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Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran
lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó: ¡Iza!
mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantán-
dola en vilo.
Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se
preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible.
El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo, como de un collar
holgado saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío
Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto, quedó
con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando san-
gre negra por la boca.
Aquel día no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas,
sino el muchacho destrozado al que se abrazaba llorando el
reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuan-
do llevaban el cadáver a Playa-Ancha.
39
EL VELO DE LA REINA MAB
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fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio
y augusto como un semidiós, en el recinto de la eterna belle-
za, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan
el magnífico chitón, mostrando la esplendidez de la forma,
en sus cuerpos de rosa y nieve.
Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe ar-
mónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol,
oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los
Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas.
Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el col-
millo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza sien- to
el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos
gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque
contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a
medida que cincelo el bloque me ataraza el desaliento.
43
LA CANCIÓN DEL ORO
(Muere la tarde.
Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado,
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negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la man-
sión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hem-
bra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta
arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche.)
¡Cantemos el oro!
Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por
donde va, como los fragmentos de un sol despedazado.
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Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre
tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca.
Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace
jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes maravi-
llosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los
pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales; y
porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e
inunda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y
sostiene al Dios eterno en las custodias radiantes.
Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y
él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la
taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos el oro, porque al saltar del cuño lleva en su dis-
co el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas de
sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y da la
vida, y hace engordar los tocinos de los privilegiados.
Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes,
los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garri-
das; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas
de los labios eternamente sonrientes.
Cantemos el oro, padre del pan.
Cantemos el oro, porque es, en las orejas de las lindas da-
mas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan
sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el la-
tido de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de
amor y de santa promesa.
Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan;
detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los
pillos que nos sirven.
Cantemos el oro, porque su voz es música encantada; por-
que es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos,
y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en
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las manzanas del jardín de las Hespérides.
Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las gran-
des liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los granos de
la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos el oro, premio y gloria del trabajador y pasto
del bandido.
Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo,
disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos el oro, amarillo como la muerte.
Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos;
hermano del carbón, oro negro que incuba el diamante; rey
de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; po-
deroso en el poniente, donde se tiñe de sangre; carne de ído-
lo, tela de que Fidias hace el traje de Minerva.
Cantemos el oro, en el arnés del caballo, en el carro de
guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas
luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en el alfiler que
hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champa-
ña que burbujea como una disolución de topacios hirvientes.
Cantemos el oro, porque nos hace gentiles, educados
y pulcros.
Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre
por el sufrimiento; mordido por la lima, como el hombre por
la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la
necesidad; realzado por el estuche de seda, como el hombre
por el palacio de mármol.
Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Gerónimo, arro-
jado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por
Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por
alcázar una cueva bronca y por amigos las estrellas de la noche,
los pájaros del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos el oro, dios becerro, tuétano de roca, misterioso
y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol
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y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de
astros, residuo de luz, encarnación de éter.
Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya
camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después del úl-
timo beso, como una gran muchedumbre de libras esterlinas.
¡Eh, miserables, beodos, pobres de solemnidad, prostitu-
tas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregri-
nos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y
sobre todo, vosotros, oh poetas!
¡Unámonos a los felices, a los poderosos, a los banqueros,
a los semidioses de la tierra!
Cantemos el oro.
48
EL RUBÍ
49
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el
eco resonó por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio,
un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña
y blanca. Era la claridad de los carbúnculos que en el techo
de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados en
focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo.
A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa man-
sión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de
plata y oro, entre venas de lapislázuli, formaban capricho-
sos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran mu-
chedumbre de piedras preciosas. Los diamantes, blancos y
limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus crista-
lizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las
esmeraldas esparcían sus resplandores verdes y los zafiros, en
amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del cuar-
zo, semejaban grandes flores azules y temblorosas.
Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en
franjas el recinto; y en el pavimento, cuajado de ópalos,
sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en
trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical,
a gotas armónicas, como las de una flauta metálica soplada
muy levemente.
Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él
había llevado el cuerpo del delito, el rubí falsificado, el que
estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación entre
el centelleo de todo aquel encanto.
Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus mar-
tillos y cortas hachas en las manos, otros de gala, con caperu-
zas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos curiosos,
Puck dijo así:
–Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva
falsificación humana, y he satisfecho esos deseos.
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Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes,
daban las gracias a Puck, con una pausada inclinación de ca-
beza, y los más cercanos a él examinaban con gesto de asom-
bro las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo.
Continuó:
–¡Oh, Tierra! ¡Oh, Mujer! Desde el tiempo en que veía a
Titania no he sido sino un esclavo de la una, un adorador casi
místico de la otra.
Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:
–¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invi-
sible, los vi por todas partes. Brillaban en los collares de las
cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastaquers,
en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de
las primadonas.
Y con pícara sonrisa siempre:
–Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga...
Había una hermosa mujer dormida. Del cuello le arranqué
un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis. Todos sol-
taron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!
–¡Eh, amigo Puck!
Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra fal-
sa, obra de hombre, o de sabio, que es peor!
–¡Vidrio!
–¡Maleficio!
–¡Ponzoña y cábala!
–¡Química!
–¡Pretender imitar un fragmento del iris!
–¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!
–¡Hecho de rayos del poniente solidificados!
El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas,
su gran barba nevada, su aspecto de patriarca hecho pasa, su
cara llena de arrugas:
–¡Señores! –dijo–, ¡que no sabéis de lo que habláis!
51
Todos escucharon.
–Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que ape-
nas sirvo ya para martillar las facetas de los diamantes; yo,
que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cince-
lado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he
dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un
lago donde violé una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo
se hizo el rubí.
Oíd.
–Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo,
abría la arena negra y llegaba a mi dominio. ¡Vosotros, pobre-
cillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!
Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre
unas piedras deslavadas por la corriente espumosa, y parlan-
te; y a ella, a la hermosa, a la mujer, la agarré de la cintura,
con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo;
descendimos. Arriba quedó el asombro, abajo el gnomo so-
berbio y vencedor.
Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso,
que brillaba como un astro y que al golpe de mi maza se
hacía pedazos.
El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un
sol hecho trizas. La mujer amada descansaba a un lado, rosa
de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un
lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como
una diosa.
Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida,
mi bella, me engañaba. Cuando el hombre ama de veras, su
pasión lo penetra todo, y es capaz de traspasar la tierra.
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Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba
suspiros. Éstos pasaban los poros de la corteza terrestre y lle-
gaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de cierto
jardín; y ella, la enamorada, tenía –yo lo notaba– convulsio-
nes súbitas en que estiraba sus labios rosados y frescos como
pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser
quien soy, no lo sé.
54
*
Pausa.
–¿Habéis comprendido?
Los gnomos muy graves se levantaron.
Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del sabio.
–¡Mirad, no tiene facetas!
–¡Brilla pálidamente!
–¡Impostura!
–¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar
de los muros pedazos de arabesco, rubíes grandes como una
naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre;
y decían: –He aquí lo nuestro, ¡oh madre Tierra!.
–Aquello era una orgía de brillo y de color.
Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.
De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:
–¡Y bien!, el desprecio.
Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despe-
dazaron y arrojaron los fragmentos –con desdén terrible– a
un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva carbonizada.
Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas
paredes resplandecientes, empezaron a bailar asidos de las
manos una farandola loca y sonora.
¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra!
55
savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina y
la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! Y tú,
¡Mujer!, eres –espíritu y carne– toda amor.
56
EL PALACIO DEL SOL
57
flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un
cuento azul.
59
que sus manos se tomaban ardientes, y que su corazoncito le
saltaba como henchido de sangre impetuosa. –Oye –siguió el
hada–. Yo soy la buena hada de los sueños de las niñas ado-
lescentes: yo soy la que curo a las cloróticas con sólo llevarlas
en mi carro de oro al palacio del sol, a donde vas tú. Mira,
chiquita, cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de
no desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos.
Pronto volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del sol
deja en los cuerpos y en las almas años de fuego, niña mía.
En verdad, estaban en un lindo palacio encantado, donde
parecía sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz!, ¡qué in-
cendios! Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de aire
de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro
esparcimientos de armonía, y como que se ponía más elásti-
ca y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio, vio sueños
reales, y oyó, oyó músicas embriagantes. En vastas galerías
deslumbradoras, llenas de claridades y de aromas, de sederías
y de mármoles, vio un torbellino de parejas, arrebatadas por
las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que otras
tantas anémicas como ella llegaban pálidas y entristecidas,
respiraban aquel aire, y luego se arrojaban en brazos de jóve-
nes vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos
brillaban a la luz; y danzaban con ellos, en una ardiente estre-
chez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respi-
rando de tanto en tanto como hálitos de vainilla, de haba de
Tonka, de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jadeantes,
rendidas, como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían
sobre cojines de seda, los senos palpitantes, las gargantas son-
rosadas, y así, soñando, soñando en cosas embriagadoras...
–¡Y ella también! cayó al remolino, al maelstrón atrayente, y
bailó y giró, pasó, entre los espasmos de un placer agitado;
y recordaba entonces que no debía de embriagarse tanto con
el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al hermoso
60
compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él
la arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle, y hablán-
dola al oído, en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos
apacibles, de las frases irisadas y olorosas, de los periodos cris-
talinos y orientales. Y entonces ella sintió que su cuerpo y su
alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No,
no esperéis más!
61
EL PÁJARO AZUL
62
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los
aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era
un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. ¡Oh, el pájaro
azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!
Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades,
el cielo y el amor; es decir, las pupilas de Niní.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neu-
rosis a la imbecilidad.
A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los boulevares; veía pasar indiferentes los lu-
josos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al
escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de
un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras husmeaba, y al
ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envi-
dioso, arrugaba la frente; para desahogarse, volvía el rostro
hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros,
conmovido, exaltado, casi llorando, pedía su vaso de ajenjo,
y nos decía:
–Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro
azul que quiere su libertad...
63
Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Nor-
mandía, comerciante de trapos, una carta que decía lo si-
guiente, poco más o menos:
«Sé de tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese
modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de
mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscri-
tos de tonterías, tendrás mi dinero.»
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
–¿Y te irás?
–¿No te irás?
–¿Aceptas?
–¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y saltando el trapo a la
vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal
no recuerdo:
64
donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen
versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar y abre
las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos
del cielo, se arruga la frente y se bebe el ajenjo con poca agua,
fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
66
PALOMAS BLANCAS Y GARZAS MORENAS
67
mente– en mi prima Inés.
Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas.
Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.
Tiempo.
Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí
de vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa.
¡Libertad!
–Inés...
–¿...?
Y estábamos solos, a la luz de la luna argentina, dulce, ¡una
bella luna de aquellas del país de Nicaragua!
Le dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echan-
do las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso.
¡Sí!, se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en
mí experimentaba cerca de ella, el amor, el ansia, los tristes
insomnios del deseo, mis ideas fijas en ella, allá en mis me-
ditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada
la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi
adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...
Esperé.
La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos
llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban propicios
para los fogosos amores. ¡Cabellos áureos, ojos paradisíacos,
labios encendidos y entreabiertos!
De repente, y con un mohín:
–¡Ve!, la tontería...
Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena
abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios.
Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de
locuela:
–¡Eh, abuelita!, ya me dijo...
¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir»!
Con su reír interrumpía el rezo de la anciana, que se quedó
pensativa acariciando las cuentas de su camándula. Y yo, que
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todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas
amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre!
71
nuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte
del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en
el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y des-
fallecientes, los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo,
me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ar-
dorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban al
unísono embriagador como dos invisibles y divinas filomelas.
Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su ca-
bellera castaña que acariciaba con mis manos su rostro color
de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y
virginal; y oía su voz queda, que me decía frases cariñosas,
tan bajo, como que sólo eran para mí, temerosa quizás de que
se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban
de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que deben
siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas
por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla,
se detuvo un gran grupo de garzas. Garzas blancas, garzas
morenas, de esas que cuando el día calienta, llegan a las ribe-
ras a espantar a los cocodrilos, que, con las anchas mandíbu-
las abiertas, beben el sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas!
Algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala,
y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas,
móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba
con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural o
hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en
el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos
dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.
Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la
altura, me traerían las garzas muchos versos desconocidos y
soñadores. Las garzas las encontraba más puras y voluptuosas,
con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne; garri-
das con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas
que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en
72
que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delica-
das y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales;
todas –bien dice un poeta– como cinceladas en jaspe.
¡Ah, pero las otras tenían algo de más encantador para mí!
Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color
de canela y de rosa, gallarda y gentil.
Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta
de rey oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente
con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos se-
guíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos
sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados mística-
mente uno a otro.
De pronto y como atraídos por una fuerza secreta, en un
momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos tré-
mulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer
beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y
real poeta! Tú lo dijiste como nadie: Mel et lac sub lingua tua
Aquel día no soñamos más.
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En Chile
I. ÁLBUM PORTEÑO
I. EN BUSCA DE CUADROS
Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta
lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulen-
cias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de
los tranvías y el chocar de los caballos con su repiqueteo de
caracoles sobre las piedras; de las carreras de los corredores
frente a la Bolsa; del tropel de los comerciantes; del grito de
los vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable
hervor de este puerto; en busca de impresiones y cuadros,
subió al cerro Alegre, que, gallardo como una gran roca flo-
recida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de
casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines,
con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, ja-
rras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas.
Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace
transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla
los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana
terno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y
por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso sombrero
de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz
que brota en las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres
que pasan.
Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupo, el
horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol.
Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto
del cerro, apenas si se sentían los estremecimientos de abajo.
Erraba él a lo largo del Camino de la Cintura, e iba pensando
en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que
fuera millonario.
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Había allí aire fresco para sus pulmones, cosas sobre cum-
bres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto
de colocar parejas enamoradas; y tenía además el inmenso
espacio azul, del cual –él lo sabía perfectamente–, los que ha-
cen los salmos y los himnos pueden disponer como les venga
en antojo.
De pronto escuchó:–«Mary, Mary.» Y él, que andaba a
caza de impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista.
II. ACUARELA
Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más
violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín con jarrones,
pero sin estatuas: con una pila blanca, pero sin surtidores,
cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.
En la pila un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudien-
do las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la
forma del brazo de una lira o del ansa de un ánfora y movien-
do el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en
un ágata de color de rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de una novela de
Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clá-
sicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el
cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de
manzana madura y salud rica. Sobre la saya oscura, el delantal.
Llamaba:
–¡Mary!
El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín, her-
mosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para
meditar en que son adorables los cabellos dorados cuando
flotan sobre las nucas marmóreas y en que hay rostros que
bien valen un alba.
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Luego todo era delicioso. Aquellos quince años entre las ro-
sas –quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas sere-
nas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y
una falda hasta el tobillo, que dejaba ver el comienzo turbador
de una media de color de carne; aquellos rosales temblorosos
que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos durazneros con
sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas
errantes llenas de polvos de oro, y las libélulas de alas cristalinas
e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro
de sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas,
con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita lim-
pia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de
felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de
toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí
con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.
Y la anciana y la joven:
–¿Qué traes?
–Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas,
que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa, mien-
tras sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos
en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una hu-
medad radiosa.
El poeta siguió adelante.
III. PAISAJE
79
el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra,
tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauces
agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas filosóficas –¡oh,
gran maestro Hugo!– unos asnos; y cerca de ellos un buey,
gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde
ruedan miradas y ternuras de éxtasis supremos y desconoci-
dos, mascaba despacioso y con cierta pereza la pastura. Sobre
todo flotaba un vaho cálido, y el grato olor campestre de las
hierbas chafadas. Veíase en lo profundo un trozo de azul. Un
huaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércu-
les que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto
de los barrancos. Tenía tras de sí el vasto cielo. Las piernas,
todas músculos, las llevaba desnudas. En uno de sus brazos
traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre su cabeza, como un
gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvajes.
Llegóse al buey enseguida y le echó el lazo a los cuernos.
Cerca de él, un perro con la lengua de fuera, acezando, movía
el rabo y daba brincos:
–¡Bien!, dijo Ricardo.
Y pasó.
IV. AGUAFUERTE
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rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques
ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los ma-
chos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una
lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de cuellos
abiertos, y largos delantales de cuero. Alcanzábaseles a ver el
pescuezo gordo y el principio del pecho velludo; y salían de
las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como los
de Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que
deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna,
al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un
lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de
sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una
muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de ho-
llín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban
desnudos, hacían resaltar su bello color de lis, con un casi
imperceptible tono dorado.
Ricardo pensaba:
«Decididamente, una excursión feliz al país del arte.»
V. LA VIRGEN DE LA PALOMA
Anduvo, anduvo.
Volvió ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó
una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los
labios de donde brotaba aquella risa.
Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y
maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre,
con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus bra-
zos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una
de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones de alas
tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y
abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.
81
La madre mostraba al niño la paloma, y el niño en su afán
de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y
su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre con la tierna
beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil,
con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los
labios, era como una azucena sagrada, como una María llena
de gracia, irradiando la luz de un calor inefable. El niño Je-
sús, real como un Dios infante, precioso como un querubín
paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula
inmensa del cielo azul.
Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa.
VI. LA CABEZA
82
II. ÁLBUM SANTIAGUÉS
I. ACUARELA
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del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran
blancuras incitantes; el talle ceñido que se balancea, y el rico
faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato de
tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo ma-
ravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un
recuerdo de un amor galante, del madrigal recitado junto al
tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto,
tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos;
calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del
vello casi impalpable que agita el viento de la danza en su
nuca fragrante y sonrosada. Y piensa, y suspira; y flota aquel
suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay
en un tocador de mujer.
Entretanto la contempla con sus ojos de mármol una Dia-
na que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe
con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pám-
panos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón
de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y
los pechos una sirena con la cola corva y llena de escamas
argentinas, mientras en el plafond de forma de óvalo va por el
fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de un toro robusto
y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones cor-
pulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar
el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y
calza las manos en seda; ya se dirige a la puerta donde el ca-
rruaje espera y el tronco piafa. Y hela aquí, vanidosa y gentil,
a esta aristocracia santiaguesa que se dirige a un baile de fan-
tasía de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.
85
III. NATURALEZA MUERTA
IV. AL CARBÓN
86
teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario.
Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los
labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en la
negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos
blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada
momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces por un
ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una
luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber en la re-
gión de los coros prosternados y de los querubines ardientes;
luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña
los ramos de lirio de los bienaventurados.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y
en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema
admirable para un estudio al carbón.
V. PAISAJE
VI. EL IDEAL
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que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la naturaleza y de
Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido
luminoso del hada, la estrella de su diadema, y pensé en la
promesa ansiada del amor hermoso. Más de aquel rayo su-
premo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro
de mujer, un sueño azul...
89
LA MUERTE DE LA EMPERATRIZ DE LA CHINA
90
*
91
¡Cómo se amaban! Él la contemplaba sobre las estrellas de
Dios; su amor recorría toda la escala de la pasión, y era ya
contenido, ya tempestuoso en su querer, a veces casi místico.
En ocasiones dijérase aquel artista un theósofo, que veía en
la amada mujer algo supremo y extrahumano, como la Ayes-
ha de Rider Haggardl; la aspiraba como una flor, le sonreía
como a un astro, y se sentía soberbiamente vencedor al es-
trechar contra su pecho aquella adorable cabeza, que cuando
estaba pensativa y quieta, era comparable al perfil hierático
de la medalla de una emperatriz bizantina.
Mi buen Recaredo:
94
Predominaba la nota amarilla. Toda la gama, oro, fuego, ocre
de oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza fundido
en la blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro,
se alzaba sonriendo la exótica imperial. Alrededor de ella había
colocado Recaredo todas sus japonerías y curiosidades chinas.
La cubría un gran quitasol nipón, pintado de camelias y de
anchas rosas sangrientas. Era cosa de risa, cuando el artista
soñador, después de dejar la pipa y los pinceles, llegaba frente
a la emperatriz, con las manos cruzadas sobre el pecho, a ha-
cer zalemas. Una, dos, diez, veinte veces la visitaba. Era una
pasión. En un plato de laca yokoanesa le ponía flores frescas,
todos los días. Tenía en momentos, verdaderos arrobos delante
del busto asiático que le conmovía en su deleitable e inmóvil
majestad. Estudiaba sus menores detalles, el caracol de la ore-
ja, el arco del labio, la nariz pulida, el epicantus del párpado.
¡Un ídolo, la famosa emperatriz! Susette le llamaba de lejos:
–¡Recaredo! –¡Voy! Y seguía en la contemplación de su obra de
arte. Hasta que Susette llegaba a llevárselo a rastras y a besos.
Un día, las flores del plato de laca desaparecieron como
por encanto.
–¿Quién ha quitado las flores? –gritó el artista desde
el taller.
–Yo –dijo una voz Vibradora.
Era Susette que entreabría una cortina, toda sonrosada y
haciendo relampaguear sus ojos negros.
95
rados por la espátula de marfil, estaban en el pequeño estante
negro, con sus hojas cerradas, sufriendo la nostalgia de las
blandas manos de rosa, y del tibio regazo perfumado. El se-
ñor Recaredo la veía triste. ¿Qué tendrá mi mujercita? En la
mesa no quería comer. Estaba seria; ¡qué seria! Le miraba a
veces con el rabillo del ojo, y el mando veía aquellas pupilas
oscuras, húmedas como que querían llorar. Y ella al respon-
der, hablaba como los niños a quienes se ha negado un dulce.
¿Qué tendrá mi mujercita? ¡Nada! Aquel «nada» lo decía ella
con voz de queja, y entre sílaba y sílaba había lágrimas.
¡Oh, señor Recaredo!, lo que tiene vuestra mujercita es que
sois un hombre abominable. ¿No habéis notado que desde
que esa buena de la emperatriz de la China ha llegado a vues-
tra casa, el saloncito azul se ha entristecido, y el mirlo no
canta ni ríe con su risa perlada? Susette despierta a Chopin,
y lentamente, lentamente, hace brotar la melodía enferma y
melancólica del negro piano sonoro. Tiene celos, señor Reca-
redo! Tiene el mal de los celos, ahogador y quemante, como
una serpiente encendida que aprieta el alma. ¡Celos! Quizás
él lo comprendió, porque una tarde dijo a la muchachita de
su corazón estas palabras, frente a frente, a través del humo
de una taza de café: –Eres demasiado injusta. ¿Acaso no te
amo con toda mi alma?; ¿acaso no sabes leer en mis ojos lo
que hay dentro de mi corazón?
Susette rompió a llorar. ¡Que la amaba! No, ya no la amaba.
Habían huido las buenas y radiantes horas, y los besos que
chasqueaban también eran idos, como pájaros en fuga. Ya no
la quería. Y a ella, a la que en él veía su religión, su delicia, su
ensueño, su rey, a ella, a su Susette, la había dejado por otra.
¡La otra! Recaredo dio un salto. Estaba engañada. ¿Lo
diría por la rubia Eulogia, a quien en un tiempo había diri-
gido madrigales?
Ella movió la cabeza: –No.
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¿Por la ricachona Gabriela, de largos cabellos negros,
blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿O por
aquella Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa,
un seno de buena nodriza y unos ojos incendiarios?
¿O por la viudita Andrea, que al reír sacaba la punta de la
lengua, roja y felina, entre sus dientes brillantes y amarfilados?
No, no era ninguna de esas. Recaredo se quedó con gran
asombro. –Mira, chiquilla, dime la verdad. ¿Quién es ella?
Sabes cuánto te adoro. Mi Elsa, mi Julieta, alma, amor mío...
Temblaba tanta verdad de amor en aquellas palabras entre-
cortadas y trémulas, que Susette, con los ojos enrojecidos, secos
ya de las lágrimas, se levantó irguiendo su linda cabeza heráldica.
–¿Me amas?
–¡Bien lo sabes!
–Deja, pues, que me vengue de mi rival. Ella o yo: escoge.
Si es cierto que me adoras ¿querrás permitir que la aparte siem-
pre de tu camino, que quede yo sola, confiada en tu pasión?
–Sea –dijo Recaredo. Y viendo irse a su avecita celosa y
terca, prosiguió sorbiendo el café, tan negro como la tinta.
No había tomado tres sorbos, cuando oyó un gran ruido
de fracaso, en el recinto de su taller.
Fue. ¿Qué miraron sus ojos? El busto había desaparecido
del pedestal de negro y oro, y entre minúsculos mandarines
caídos y descolgados abanicos, se veían por el suelo pedazos de
porcelana que crujían bajo los pequeños zapatos de Susette,
quien toda encendida y con el cabello suelto, aguardando los
besos, decía entre carcajadas argentinas al maridito asustado:
–¡Estoy vengada! ¡Ha muerto ya para ti la emperatriz de
la China!
Y cuando comenzó la ardiente reconciliación de los labios,
en el saloncito azul, todo lleno de regocijo, el mirlo, en su
jaula primorosa, se moría de risa.
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A UNA ESTRELLA
ROMANZA EN PROSA
Princesa del divino imperio azul, ¡quién besara tus labios lu-
minosos!
Yo soy el enamorado exótico que, soñando mi sueño de
amor, estoy de rodillas, con los ojos fijos en tu inefable cla-
ridad, estrella mía, que estás tan lejos! ¡Oh!, ¡cómo ardo en
celos, cómo tiembla mi alma cuando pienso que tú, cándida
hija de la aurora, puedes fijar tus miradas en el hermoso Prín-
cipe Sol que viene del Oriente, gallardo y bello en su carro de
oro, celeste flechero triunfador, de coraza adamantina, que
trae a la espalda el carcaj brillante lleno de flechas de fuego!
Pero no, tú me has sonreído bajo tu palio, y tu sonrisa era
dulce como la esperanza. ¡Cuántas veces mi espíritu quiso
volar hacia ti y quedó desalentado! ¡Está tan lejano tu alcázar!
He cantado en mis sonetos y en mis madrigales tu místico
florecimiento, tus cabellos de luz, tu alba vestidura. Te he vis-
to como una pálida Beatriz del firmamento, lírica y amorosa
en tu sublime resplandor. Princesa del divino imperio azul,
¡quién besara tus labios luminosos!
98
donde hay que andar descalzo sobre cambroneras y abrojos; y
desnudo, bajo una eterna granizada; y a oscuras, cerca de
hondos abismos, llenos de sombra como la muerte. Me ha-
blaste del vergel Amor, donde es casi imposible cortar una
rosa sin morir, porque rara es la flor en que no anida un ás-
pid. Y me dijiste de la terrible y muda esfinge de bronce que
está a la entrada de la tumba. Y yo estaba espantado, porque
la gloria me había atraído, con su hermosa palma en la mano,
y el Amor me llenaba con su embriaguez, y la vida era para
mí encantadora y alegre como la ven las flores y los pájaros.
Y ya presa de mi desesperanza, esclavo tuyo, oscuro genio
Desaliento, huí de mi triste lugar de labor –donde entre una
corte de bardos antiguos y de poetas modernos, resplandecía
el dios Hugo, en la edición de Hetzel– y busqué el aire libre
bajo el cielo de la noche. Entonces fue, adorable y buena
princesa, cuando tuviste compasión de aquel pobre poeta, y le
miraste con tu mirada inefable y le sonreíste, y de tu son-risa
emergía el divino verso de la esperanza! Estrella mía queestás
tan lejos, ¡quién besara tus labios luminosos!
99
Te he Visto una noche aparecer en el horizonte sobre el
mar, y el gigantesco viejo, ebrio de sal, te saludó con salvas de
sus olas sonantes y roncas. Tú caminabas con un manto tenue
y dorado: tus reflejos alegraban las vastas aguas palpitantes.
Otra vez era una selva oscura donde poblaban el aire los
grillos monótonos, con las notas chillonas de sus nocturnos
y rudos violines. A través de un ramaje, te contemplé en tu
deleitable serenidad, y vi sobre los árboles negros, trémulos
hilos de luz, como si hubieran caído de la altura, hebras de tu
cabellera. Princesa del divino imperio azul, ¡quién besara tus
labios luminosos!
100
El Año Lírico
PRIMAVERAL
106
*
108
ESTIVAL
La tigre de Bengala,
con su lustrosa piel manchada a trechos
está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
de un ribazo, al tupido
carrizal de un bambú; luego, a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
se agita como loca
y enza de placer su piel hirsuta.
109
en alas del bochorno,
lanza, bajo el sereno
cielo, un soplo de sí. La tigre ufana
respira, a pulmón lleno,
y al verse hermosa, altiva, soberana,
le late el corazón, se le hincha el seno.
110
II
III
Después, el misterioso
tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso;
y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso
bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas,
suaves, expresivas, en las rientes auroras
y las azules noches pensativas;
sino el que todo enciende, anima, exalta,
polen, savia, calor, nervio, corteza,
112
y en torrentes de vida brota y salta
del seno de la gran naturaleza.
IV
113
*
El príncipe atrevido
adelanta, se acerca, ya se para;
ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;
ya del alma el estruendo
por el espeso bosque ha resonado.
El tigre sale huyendo.
Y la hembra queda, el vientre desgarrado.
115
Dije al hada amorosa:
–Quiero en el alma mía
tener la inspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: ¡Ven! con el acento
con que hablaría un arpa. En él había
un divino idioma de esperanza.
¡Oh, sed del ideal!
Sobre la cima
de un monte, a media noche,
me mostró las estrellas encendidas.
Era un jardín de oro
con pétalos de llama que titilan.
Exclamé: –¡Más!...
La aurora
vino después. La aurora sonreía,
con la luz en la frente,
como la joven tímida
que abre la reja, y la sorprenden luego
ciertas curiosas, mágicas pupilas.
Y dije: –¡Más!... Sonriendo
la celeste hada amiga
prorrumpió: –¡Y bien!... ¡Las flores!
116
*
Y las flores
estaban frescas, lindas,
empapadas de olor: la rosa virgen,
la blanca margarita,
la azucena gentil, y las volúbilis
que cuelgan de la rama estremecida.
Y dije: –¡Más!...
El viento
arrastraba rumores, ecos, risas,
murmullos misteriosos, aleteos,
músicas nunca oídas.
El hada entonces me llevó hasta el velo
que nos cubre las ansias infinitas,
la inspiración profunda,
y el alma de las liras.
Y lo rasgó. Y allí todo era aurora.
En el fondo se vía
un bello rostro de mujer.
¡Oh, nunca
Piérides, diréis las sacras dichas
que en el alma sintiera!
Con su vaga sonrisa:
¿Más ? dijo el hada. Y yo tenía entonces,
clavadas las pupilas
en el azul; y en mis ardientes manos
se posó mi cabeza pensativa...
117
INVERNAL
119
*
120
*
Ardor adolescente,
miradas y caricias;
121
¡cómo estaría trémula en mis brazos
la dulce amada mía,
dándome con sus ojos luz sagrada,
con su aroma de flor, savia divina!
En la alcoba la lámpara
derramando sus luces opalinas;
oyéndose tan sólo
suspiros, ecos, risas;
el ruido de los besos;
la música triunfante de mis rimas
y en la negra y cercana chimenea
el tuero brillador que estalla en chispas.
Dentro, el amor que abrasa;
fuera, la noche fría.
122
PENSAMIENTO DE OTOÑO
De Armand Silvestre
123
*
Canción de despedida
fingen las fuentes túrbidas.
Si te place, amor mío,
volvamos a la ruta
que allá en la primavera
ambos, las manos juntas,
seguimos, embriagados
de amor y de ternura
por los gratos senderos
do sus ramas columpian
olientes avenidas
que las flores perfuman.
Canción de despedida
fingen las fuentes túrbidas.
Un cántico de amores
brota mi pecho ardiente
que eterno Abril fecundo
de juventud florece.
¡Que mueran en buena hora
los bellos días! Llegue
otra vez el invierno;
renazca áspero y fuerte.
Del viento entre el quejido,
cual mágico himno alegre,
un cántico de amores
brota mi pecho ardiente.
124
*
Un cántico de amores
a tu sacra beldad,
¡mujer, eterno estío,
primavera inmortal!
Hermana del ígneo astro
que por la inmensidad
en toda estación vierte
fecundo, sin cesar,
de su luz esplendente
el dorado raudal.
Un cántico de amores
a tu sacra beldad,
¡mujer, eterno estío
primavera inmortal!
125
A UN POETA
126
Cante valiente y al cantar trabaje,
Que ofrezca robles si se juzga monte;
Que su idea, en el mal rompa y desgaje
Como en la selva virgen el bisonte.
127
ANAGKE
Y dijo la paloma:
Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo,
en el árbol en flor, junto a la poma
llena de miel, junto al retoño suave
y húmedo por las gotas del rocío,
tengo mi hogar. Y vuelo,
con mis anhelos de ave,
del amado árbol mío
hasta el bosque lejano,
cuando el himno jocundo
del despertar de Oriente,
sale el alba desnuda, y muestra al mundo
el pudor de la luz sobre su frente.
128
Yo soy la mensajera
de los tristes y ardientes soñadores,
que va a revolotear diciendo amores
junto a una perfumada cabellera.
129
de las flotantes brumas,
donde tiendo a los aires cariñosos
el sedeño abanico de mis plumas.
130
Sonetos Aúreos
CAUPOLICÁN
135
VENUS
136
DE INVIERNO
ACUARELA
137
Medallones
I. LECONTE DE LISLE
141
II. CATULLE MENDÈS
142
III. WALT WHITMAN
143
IV. J. J. PALMA
144
V. PARODI
145
VI. SALVADOR DÍAZ MIRÓN
146
Èchos
FIN
148
DE LA MISMA SERIE