PD 45 - Lewis Haroc - Odio Bajo Las Bombas

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Título del original, en inglés:

HATE BELOW THE BOMBS

© EDITORIAL ROLLAN, S. A.

Amaro García, 17

Madrid-5. España

Número de Registro: 2.269-1965.

Depósito Legal: M. 9.599-1965.

Printed in Spain

JOSE RUIZ ALONSO — Impresor — Madrid


LEWIS HAROC

ODIO
BAJO
LAS
BOMBAS

Primera edición

EDITORIAL ROLLAN, S. A.
Amaro García, 17
Madrid-5 España
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EN NUESTRAS COLECCIONES
Colección GANGSTERS:
Núm. 023. —Tatuaje mortal.
» 091. —Una mujer condenada.
» 156. —Exterminio total
» 182. —Orgía de sangre.
» 191. —Tú último amanecer.
» 194. —Dinero sangriento.
» 198. —Fiel a sí mismo.
» 211. —El muerto vuelve.
Colección PATRULLA DE COMBATE:
Núm. 078. —Pelotón de valientes.
» 116. —Al otro lado del río.
» 123. —Una bala perdida.
» 135. —Piratas de guerra.
» 142. —Héroes de retaguardia.
» 145. —La tumba verde.
» 149. —El Vietnam en llamas.
» 161. —Fuga nocturna.
» 158. —Horas de angustia.
Colección EXTRA-OESTE:
Núm. 693. —El rastro del hombre rojo.
» 696. —El salvaje.
» 101. —La torre de los diablos.
» 521. —La senda del delito.
Colección SELECCIONES DEL F. B. I.:
Núm. 138. —Club nocturno.
» 220. —Escondite para un cadáver.
» 254. —La araña verde.
» 263. —Con bandera falsa.
» 271. —Reto al F. B. I.
» 280. —El robo de 1.000.000 de dólares.
» 286. —Los zpztos del muerto.
» 295. —Todd, «El Escurridizo».
Colección F. B. I.:
Núm. 647. —Un Lucky… ¡Y a morir!
» 650. —¡Ahora ataco yo!
» 659. —¿Vivo o muerto?
» 664. —Operación «Cebo».
» 671. —El resucitado.
» 704. —La larga mano del F. B. I.
» 724. —El tercer encuentro.
» 733. —Te regalo mi cabeza.
ODIO BAJO LAS BOMBAS
LEWIS HAROC

______________

1
DURANTE la primera guerra mundial, Inglaterra,
aun cuando sufrió severas pérdidas en los campos de
batalla de Francia y Bélgica, pudo dormir tranquila todas
las noches, porque la Aviación se encontraba aún en sus
balbuceos iniciales.
Pero no ocurrió lo mismo en la segunda.
Cuando las tropas de Hitler ocuparon las costas
holandesas, belgas y gran parte de las francesas, antes
siquiera de que los ingleses hubieran tenido tiempo de
abrir los ojos, los alemanes se situaron en una inmejorable
situación para llevar la guerra a la soberbia Albión.
Los osados pilotos nazis paseaban una y otra vez, con
la seguridad del triunfo, la cruz alemana en las alas de sus
aparatos por el cielo británico.
El país no disponía de aviones ni de pilotos suficientes
para contener su audacia.
Inglaterra sólo confiaba en su flota para evitar la
invasión, mientras Goering, con una clara visión del
futuro, había logrado levantar una aviación fuerte y
poderosa con que combatir a los colosos de los mares.
Demasiado tarde comprendieron los ingleses su error.
Toda su flota alineada ante la costa era incapaz de formar
una barrera de fuego que contuviese a los pilotos
germanos.
Día tras día, noche tras noche, con tiempo bueno y
malo, ingentes cargas de bombas de todos los calibres
abrían nuevas heridas en las ciudades inglesas, dejando
miles de cadáveres entre los escombros
Particularmente, Coventry sufrió tan completa
destrucción en un solo ataque, que la palabra
«coventrizar» pasó desde aquel instante al diccionario
aéreo como un sinónimo de aniquilamiento.
Pero los ingleses contaban con un hombre. Un solo
hombre duro y tenaz como un bulldog; el único capaz de
enfrentarse con Hitler: Winston Churchill.
Puede afirmarse que él fue quien ganó la guerra,
levantando la moral de sus compatriotas, influyéndoles
ánimos, empujándoles a trabajar sin descanso para
transformar la industria de paz en industria de guerra.
Lo primero que creó fue un símbolo. Una V dibujaba
con dos dedos delante de su clásico puro en la boca,
asegurando a los ingleses que significaba victoria y que
llegarían a ella cruzando charcos de sangre, sudor y
lágrimas.
6
Las carcajadas que debían de lanzar Hitler y sus
generales cada vez que aquella V se dibujaba como un
sarcasmo sangriento sobre las ruinas de una ciudad inglesa
destrozada, llegarían sin duda a los oídos de Churchill,
que, sin embargo, no cesó en su empeño.
Contaba para ello con una buena base. Los ingleses
poseían un avión, el «Spitfire» (escupe-fuego) que era el
más rápido de cuantos se conocían, Ni el terrible «Fiat»
italiano, ni los «Heinkel» germanos, ni mucho menos los
«Cero» nipones ni los «Martin Bomber» rusos, podían
competir con él.
Los ingleses se dedicaron con verdadero frenesí a la
tarea de producirlo en cadena, a la vez que miles de
voluntarios de todas las profesiones y clases sociales se
convertían en improvisados pilotos en no menos
improvisadas escuelas.
Los ingleses cambiaron, siguiendo su espíritu
deportivo, la caza del zorro por la caza de aviones
alemanes, aunque a decir verdad, eran ellos los cazados...
al principio.
La llamada batalla de Inglaterra duró de cinco a seis
meses.
Ellos vieron día tras día cómo aumentaba el poderío
inglés con rapidez y seguridad, apoyado por sus aliados,
arrancando paulatinamente la iniciativa de manos de los
alemanes.
Los primeros pilotos, agotados de tanto combatir,
encontraron por fin algún descanso al ser relevados por
neófitos, cuya falta de práctica era suplida por el
entusiasmo v el heroísmo.
7
Cuando Hitler hizo un recuento de sus pérdidas,
comprobó que más de dos millares de aparatos no habían
regresado, estrellados contra el suelo inglés, o hundidos en
el mar.
Entonces él y sus generales dejaron de burlarse de la V
de la victoria.
Lo» ingleses, avanzando como dijo Churchill sobre
sangre, sudor y lágrimas habían hecho algo que nadie creía
posible unos meses antes: que el mundo comenzase a
dudar sobré el resultado final de la guerra.
El pueblo británico empezó a respirar, pero no por eso
disminuyó su esfuerzo.
Las defensas estaban bien organizadas y la presencia
de aparatos enemigos era detectada antes de que pudiesen
alcanzar la costa.
Hasta que al fin llegó el día en que Churchill pudo
anunciar que ninguna ciudad inglesa había sido
bombardeada.
El comandante Rogers Adams sonrió al leer la noticia
y dejó el periódico sobre la mesita, tomando la taza de
café.
El y sus oficiales se encontraban en el aeródromo
situado en la llanura de El Wead, entre Londres y
Tumbridge Wells.
—Bien—dijo—. ¿Lo habéis leído? Primer día sin
bombardeos sobre nuestras islas. ¿Qué os parece?
Media docena de rostros se volvieron hacia él. Los
pilotos esperaban la orden de partida en aquella estancia
destinada al reposo de la cual se salía directamente al

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aeródromo, donde los «Spitfires» y «Hurricanes» estaban
siempre prontos a emprender el vuelo
Todos ellos vestían sus monos de vuelo y permanecían
con los cascos puestos, en constante vigilancia para no
perder un solo segundo.
El capitán Thomas Andrews preguntó:
—¿Crees que hemos terminado de sufrir por eso?
—No—replicó Adams—. Es simplemente una pausa,
pero quiera Dios que dure mucho tiempo. Estoy
derrengado y no me vendría mal una temporadita de
descanso.
Se puso en pie, desperezándose, poniendo de
manifiesto su alta estatura.
—¿Te has parado a pensar que llevamos seis meses
volando sin descanso? —preguntó a Andrews.
—Y menos mal que esos muchachos salidos de las
Escuelas nos han ayudado mucho —replicó el capitán.
Roger Adams le miró frunciendo el ceño,
—¿Tú crees? —preguntó al fin—. ¡Valiente ayuda! Lo
único que han hecho ha sido formar bulto y destrozar
excelentes aparatos.
El espíritu que animaba a todos los presentes a causa
de las buenas noticias, se eclipsó ante la despectiva
respuesta de Adams. Thomas repuso secamente.
—Tengo que recordarte que muchos de ellos
desaparecieron para siempre con los aparatos que
tripulaban. No debes hablar así.
Rogers Adams se encogió de hombros.

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Uno de los pilotos se puso en pie con el rostro
demudado y avanzó dos pasos hacia él.
—Y yo le recuerdo, señor —dijo con tono tan seco
como respetuoso—que he derribado ya tres aparatos
alemanes. Y que sigo volando con el primero que me
asignaron.
—Usted es la excepción de la regla—replicó Adams
—. Uno entre mil.
Miró de arriba abajo al teniente piloto Henry Balch y
abandonó la estancia, seguido por la mirada ceñuda de los
demás.
—Maldito orgulloso—estalló el teniente Faurot.
—No hables así de él —repuso el capitán Thomas—.
Está volando desde el primer día de la guerra. Ha hecho
seguramente mil salidas y ha derribado sesenta aparatos
enemigos. Tiene los nervios hechos trizas.
—Pero eso no le da derecho a menospreciar a los
demás —replicó Balch—. Llevo un mes en su escuadrilla
y aún no me ha dirigido una palabra de felicitación, ni
siquiera de aliento.
—Cada uno es como es, Bach. No lo olvide. Y además
es nuestro comandante.
Las palabras del capitán Thomas dieron por terminada
la discusión, pero aunque intentó justificar a Rogers, sabía
que aquellos muchachos tenían razón.
Todo su sacrificio, todo el heroísmo que se necesitaba
para enfrentarse a los expertos pilotos alemanes apenas
salidos de las academias, merecía algo más que aquellas
despectivas palabras de Roger.

10
Si hubiese tenido otra forma de ser, hubiese alcanzado
los más altos puestos.
Su pericia en el pilotaje, unida a una vasta cultura
teórica, hacían de él el hombre adecuado para instruir
pilotos de los que tan necesitada estaba Inglaterra en
aquellos momentos.
Pero su paso por la Escuela como profesor, resultó un
fracaso a causa de su orgullo.
Dos meses después, agradeciéndole los servicios
prestados con un ascenso a capitán, que fue sólo el
pretexto para darle el mando de una escuadrilla, fue
apartado de la academia y destinado a El Weald.
En poco tiempo, Roger Adams derribó sesenta
aparatos enemigos sin sufrir un solo accidente. Esto le
puso a la cabeza de los pilotos británicos y su orgullo
aumentó de un modo increíble.
En el fondo de su corazón, Andrews no ignoraba el
odio que profesaban a su jefe los pilotos de la escuadrilla y
comprendía que tenían una sólida base en que apoyarse.
Durante varios días, no tuvieron que realizar una sola
misión de combate.
Sólo algunos aparatos sobrevolaron el Canal en misión
de reconocimiento. En una ocasión, cuando los pilotos se
encontraron reunidos en la estancia donde pasaban sus
escasos ratos de ocio, Adams se encaró con Jacobs.
—Procure poner más atención al aterrizar —le dijo—.
Me importa poco que usted se mate de una manera o de
otra, pero un aparato es demasiado valioso para arriesgarlo
tan estúpidamente.
Jacobs le miró con la boca abierta.
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—Sí... señor—fue todo lo que acertó a responder,
estupefacto.
Henry Balch apretó los labios para ahogar la respuesta
que pugnaba por salir de su boca.
—¡Maldita sea! —estalló sin poderse contener.
Se dejó caer en un sillón, Jacobs y Faurot guardaban
un silencio cortante. El único que no parecía encontrarse a
disgusto era el propio Roger, que miró a Balch con ironía,
pero no dijo nada y se sumió en la lectura de los boletines.
—Qué raro—murmuró.
El capitán Thomas creyó haber encontrado un buen
pretexto para romper el hielo.
—¿Qué sucede?—preguntó.
—Escucha.
Andrews era el único a quien no hacía blanco de sus
sarcasmos. Con voz pausada, en medio de un silencio
glacial, leyó:
—Ayer se cumplió un mes sin que la aviación enemiga
hiciese acto de presencia. Sin embargo se registraron tres
explosiones en Londres, Dover y Plimouth. Algunos
testigos presenciales aseguran haber oído claramente el
silbido de una bomba antes de tener lugar la explosión.
—¿Sabotajes?—preguntó Andrews.
—No lo parece—repuso el comandante—. Los
técnicos opinan que tal vez se trate de un arma nueva que
los alemanes han empezado a utilizar. ¿Qué te parece?
—No sé qué pensar —repuso Thomas.
—¡Armas nuevas! —rio Adams—. ¿Desde dónde van
a lanzar esos proyectiles? Desde la costa francesa del
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Canal a Londres hay ciento cincuenta kilómetros en línea
recta. No existe ningún arma que tenga ese alcance.
Tampoco fue registrada la presencia de aviones enemigos.
—Tal vez pasó alguno volando a enorme altura—
opinó Faurot.
—Es posible, pero improbable—repuso el comandante
con cierta condescendencia—. Claro que hay que admitir
esa hipótesis. Bien, señores. El Mando indica que si
alguno de nosotros tiene alguna sugerencia que hacer, se le
comunique inmediatamente. Por mi parte estoy seguro de
que acabarán admitiendo la idea de sabotaje. No puede ser
otra cosa.
—Pues yo lamento no estar de acuerdo con usted—
repuso agresivo Henry Balch.
Roger se detuvo en su tarea de encender un cigarrillo
después de haber sentado cátedra con su afirmación.
Los demás miraron al teniente y decidieron que tenía
deseos de entablar polémica con el comandante.
Balch, por su parte sostuvo la mirada de Roger, que
acabó de encender el cigarrillo y repuso:
—Díganos su teoría, Balch. Tal vez sea interesante.
Henry, como los demás, advirtió el tono burlón de
Roger. El capitán frunció el ceño como si intuyese que
nada bueno saldría de aquel encuentro.
—Vamos, teniente Estamos esperando sus interesantes
declaraciones —continuó Roger—. ¿De qué supone que se
trata?
—De cohetes—repuso el oficial sin vacilar.

13
Adams le contempló entre asombrado y burlón.
Thomas sonrió aliviado y hasta los defensores de Balch en
cuantas polémicas entablaba con Roger se negaron a dar
crédito a lo que acababan de oír.
—¿Qué es esto?--inquinó burlón el comandante—.
¿Una guerra o una fiesta popular?
Algunos le rieron la gracia. Rimeall preguntó:
—-¿Te ha hecho daño el jerez, Henry?
—Sólo bebí una copa —repuso serenamente Balch—.
Podéis reír cuanto queráis pero insisto en que esas
explosiones pudieron ser provocadas por cohetes más o
menos transformados.
—Ningún cohete puede tener tal alcance—repuso
Thomas, interesado por las palabras del joven oficial.
—Depende del tamaño y de la carga. He estudiado
mucho este asunto.
—¿Con qué motivo?—preguntó Roger.
—Es un aspecto muy interesante de la aviación—
repuso Balch—. Los alemanes han avanzado en él de una
manera extraordinaria, porque llevan muchos años
consagrados a su estudio.
—Y naturalmente, el Gobierno con todos sus medios
lo ignora, mientras que usted... —el acento de Roger era
satírico, insultante—. ¡Bah! ¿Lo ha soñado acaso? ¿O tal
vez le dio el informe algún técnico alemán agradecido por
algo?
—Lo acertó, señor—repuso Balch—fue un ingeniero
alemán quien despertó mi interés por los cohetes más o
menos modificados y dirigidos, como arma de guerra para
bombardeos a gran distancia.
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Roger se puso en pie.
—¡Por todos los Santos! —estalló—. En mi vida he
oído mayor sarta de estupideces.
Balch apretó los puños.
—¿Comunicará usted mi opinión al Mando o no ?—
preguntó.
—No —volvió a explotar Roger—. ¿Es que quiere que
me tomen por loco?
—Entonces lo haré yo—repuso obstinadamente Balch
—. Estoy seguro de lo que digo y cada hora que pase sin
tomar las medidas necesarias aumentará el número de
víctimas.
Los dos hombres se contemplaron durante unos
segundos como gallos de pelea en manifiesta hostilidad.
Apenas se oía en la estancia el rumor de las respiraciones.
—Le prohíbo que lo haga—repuso Adams con voz
glacial—. Se lo prohíbo, ¿lo oye? Si lo hace lo consideraré
como un acto de indisciplina.
Henry no contestó. Se limitó a saludar a su superior y
abandonó la estancia.
Las últimas palabras llenas de sarcasmo y desprecio de
Roger Adams, llegaron hasta él.
—¡Cohetes! En mi vida he oído cosa semejante. Es
para morirse de risa.

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2
L A perplejidad del capitán Thomas aumentaba varios
grados cada vez que pensaba en aquel estúpido encuentro.
Adams no podía ignorar que muchas naciones,
Inglaterra entre ellas, estaban interesadas en los cohetes
dirigidos cuando comenzó la guerra.
—Entonces ¿por qué diablos le llevó la contraria a
Balch ?—se preguntó.
La respuesta no tardó en surgir.
—Por despecho. Por herirle—se dijo.
Claro que él mismo dudó, incrédulo, cuando Balch
expuso su teoría acerca del motivo de aquellas misteriosas
explosiones.
Pero no era porque fuese imposible, sino porque se
negaba a admitir que en el plazo de seis o siete meses los
técnicos alemanes hubiesen hecho la asombrosa hazaña de
dominar el problema de los proyectiles dirigidos.
Sin embargo, recapacitando sobre ello, se dijo que era
posible que así fuese y sintió un profundo respeto hacia
Balch.

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—¿Dónde habrá aprendido lo que sabe acerca de eso ?
—volvió a preguntarse.
Entonces recordó que Henry Balch había afirmado
haber recibido informes de un técnico alemán.
—Tendría que ser antes de la guerra—se dijo.
Desde luego, Adams hacía mal en no dar curso a la
información del oficial. Tal vez Balch supiese más de lo
que ellos suponían, lo cual, en aquellos momentos de
incertidumbre, podía tener un valor inestimable.
Aquella noche, Thomas y Roger con sus respectivas
escuadrillas llevaron la guerra a territorios ocupados por
los alemanes.
Cuando regresaron al amanecer, los boletines del
Mando, les llevaron una nueva sorpresa.
Al penetrar en los subterráneos del aeródromo,
Thomas les echó un vistazo, tomando uno de ellos, lleno
de curiosidad.
No tardó en encontrar la información que buscaba.
Los técnicos habían conseguido sacar de entre las
ruinas de algunos edificios siniestrados, trozos de metralla
y una espoleta, con cuyos datos y los conocimientos que
poseían acerca del asunto, habían logrado reconstruir uno
de los proyectiles, aunque sólo fuese en dibujo.
Era un artefacto de unos cuatro metros de largo, muy
parecido a los torpedos utilizados por los submarinos de la
armada, aunque más grueso y puntiagudo.
Los técnicos opinaban que llevaría una carga de dos
mil libras de trilita y que estaba provisto de un pequeño
motor que le permitía deslizarse en el aire a enorme
velocidad hasta estar encima del blanco.
17
Aquella noticia dejaba a Roger en el más espantoso de
los ridículos ante quienes habían presenciado su encuentro
con Balch.
No quiso ser él quien lo descubriese y volvió a dejar el
boletín sobre la mesa, disponiéndose a abandonar la
estancia, pero la voz de Faurot le contuvo.
—¡Eh ! —chilló—. ¿Habéis visto esto?
Media docena de pilotos le rodearon y Faurot leyó la
noticia en voz alta, mirando dé vez en cuando de reojo al
comandante, que se mantenía a distancia con una copa de
jerez en la mano.
Cuando terminó de leer se hizo un silencio ominoso.
Al fin, Jacobs dijo:
—¡A que va a resultar que Henry tenía razón!
Balch no contestó, porque no deseaba ahondar la
herida en el orgullo de Roger, pero Faurot se acercó a él
con la mano derecha extendida,
—Chócala—dijo—. Acertaste.
—No era difícil—repuso Balch—. Tengo algunos
conocimientos sobre esa materia.
Todos se enzarzaron en una discusión acerca de la
nueva arma.
Unos sostenían que eran soltadas por los aviones cerca
de la costa inglesa a altura suficiente para que al caer se
dirigiese a su objetivo.
Otros decían que su mecanismo les permitía llegar
incluso a Londres, como una especie de aviones sin alas.
—Tal vez las disparen con un cañón—sugirió Ruoff.
—No es posible—repuso Balch.
18
—¿Por qué?—preguntó Ruoff.
—Ésas aletas de atrás y la pequeña hélice que aparecen
en el dibujo no tendrían objeto en ese caso.
La voz de Roger se dejó oír.
—Tal vez sí—dijo. Todos se volvieron hacia él y el
comandante agregó—: Hay antecedentes de las aletas de la
cola. Las granadas de mortero las llevan.
Su tono era agresivo, pero Henry no aceptó la
provocación. Limitóse a encogerse de hombros y repuso:
—Pronto se sabrá la verdad.
No podía explicarse la acritud del comandante hacia él,
ni los demás tampoco.
No había nadie en la escuadrilla que pudiese competir
con Roger. Los aviones que derribaba aumentaban cada
semana, demostrando que era el mejor de todos
Algunas veces tenía que cambiar de aparato porque el
suyo era ya conocido por los pilotos alemanes, que rehuían
el combate con él.
Roger se plantó ante el oficial
—Bien, ¿Cuál opina usted que es e1 medio de que se
valen los alemanes para enviarnos esos regalos?
Su tono quería ser festivo, indicándole claramente que
había acertado por casualidad.
Henry sonrió, trasladando los ojos al capitán, que,
detrás de Roger, le hacía señas para que rehuyese la
contestación.
Una mirada a Balch convenció al capitán de que el
muchacho estaba bien seguro de su opinión. Y, además,
ardía en deseos de revolcar a Adams por segunda vez.
19
—No puedo decirlo. No tengo la seguridad...
—Y no quiere exponerse a decir una tontería, ¿no es
así?
Henry sintió hervir en su propio pecho la lava de la
indignación y a pesar de las mudas advertencias de
Thomas repuso:
—También le pareció a usted tontería mi opinión sobre
esas armas, ¿lo recuerda, mi comandante? Y sin embargo,
ahí tiene ese boletín que la confirma.
—Es una creencia de los técnicos, pero no hay nada
que lo demuestre —repuso Adams—. Concedo que puede
tratarse de proyectiles dirigidos, pero no se sabe de fijo.
—¿Apostaría diez contra uno a que lo son? —preguntó
vivamente Balch.
Roger miró a sus oficiales. Repuso:
—No me gusta apostar. Ahora bien. Usted dijo que
poseía conocimientos acerca de proyectiles dirigidos, pero
estoy empezando a creer que no son tan extensos como
pretende.
Estaba claro que intentaba obligar a Balch a dar una
opinión concreta y el muchacho aceptó el reto, sin podarse
dominar.
—¿Me promete darle curso si le doy mi opinión? —
preguntó
—Prometido—repuso el comandante con rapidez—. Si
usted se obstina en hacer el ridículo ante nuestros jefes, yo
nada tengo que objetar. Veamos.
Se hizo una atmósfera de expectación.

20
Dos docenas de ojos estaban fijos en Balch, que
lamentó haberse dejado llevar al terreno que Roger quería,
obligándole a manifestar su opinión.
—Esos proyectiles no pueden ser lanzaros con un
cañón—dijo—. Tienen que emplear un método muy
diferente.
—¿Soltarlos desde un avión en vuelo?—inquirió
Faurot.
—Tampoco. Creo que hay algo más adecuado para
disparar un arma de esa naturaleza—repuso Henry—.
Algo semejante, por ejemplo a las rampas engrasadas por
las cuales salen los buques hasta el mar.
Se hizo el silencio. Le contemplaron atónitos,
reflejándose en algunos rostros el mayor desencanto.
Roger sonrió burlonamente, pero Henry estaba bien
seguro del terreno que pisaba.
—Supongamos una rampa de varios metros de
longitud. Creo que cuarenta o cincuenta serían suficientes.
Esta rampa tendría una inclinación de unos cuarenta
grados y estaría provista de carriles. La bomba se
deslizaría por ellos hacia arriba, con velocidad creciente,
impulsada tal vez por una carga y seguiría avanzando por
sus propios medios una vez fuera de la rampa.
—¿En vuelo horizontal? —preguntó burlonamente el
comandante
—Es claro que no. Ascendiendo continuamente con el
ángulo de la rampa, hasta haber alcanzado una gran altura,
en cuyo momento comenzaría a ser dirigida en su
descenso hacia el objetivo.
Se hizo de nuevo el silencio.
21
De pronto, todos estallaron en comentarios excitados,
entre los cuales predominaba la opinión, especialmente
apoyada por Rogers Adams, de que aquello no era más
que una fantasía de Henry Balch.
—¡Absurdo!—masculló—. En mi vida...
—Eso mismo dijo usted en otra ocasión —le
interrumpió Henry—. Bien. ¿Le dará usted curso o no?
Usted me prometió hacerlo.
—Y lo haré—repuso Adams—. Como también tendré
el gusto de entregarle la respuesta del Alto Mando, que sé
muy bien cuál va a ser. Recomendarle para un manicomio.
Cumpliendo su palabra, el mismo día Roger informó a
sus superiores la opinión sustentada por Balch y el
resultado no se hizo esperar.
Aquella noche, Henry fue sacado del apacible sueño en
que se encontraba sumido por el capitán Thomas.
—Dese prisa. Ha llegado la respuesta al informe de
Roger.
—¿Van a llevarme a un manicomio?—preguntó Balch
soñoliento.
—De momento sólo a Londres. Hay un coche
esperándole fuera.
Los dos hombres abandonaron el subterráneo. Ante el
coche, Thomas tendió su mano al oficial.
—Me alegraré de que tenga éxito—dijo.
—Gracias, señor.
Henry subió al automóvil, que se perdió en la neblina y
el capitán regresó al subterráneo, donde encontró a Roger,
enfrentado a una botella de champán.
22
—Balch acaba de marcharse—le dijo.
—Ya lo sé—repuso Adams—. Thomas, ¿qué opinas
tú?
—Creo que tiene razón.
—Yo también—fue la sorprendente respuesta del
comandante.
—Thomas le contempló perplejo.
—¡Demonios! —estalló—. Entonces ¿por qué le llevas
la contraria?
—No lo sé—replicó Adams—. Ese hombre me pone
nervioso. Reconozco que es buen piloto. El mejor que
tengo... pero...
Thomas sonrió.
—Te comprendo—replicó y Adams frunció el ceño al
advertir que su compañero había descubierto la envidia o
los celos que le corroían las entrañas.
—No me gustará tenerlo a mis órdenes, si resulta ser
un teórico en materia de aviación—dijo
—Me preocupa ese muchacho—dijo Thomas.
—¿Por qué?
—Sabe mucho más de 1o que aparenta y dice mucho
menos de lo que sabe. Creo que ha estudiado a fondo
algunos aspectos de la aviación. Materias que ni tú ni yo
hemos tocado siquiera.
—No te comprendo—repuso Adams.
—Tú y yo somos pilotos viejos y experimentados—
continuó Thomas—. Conocemos cientos de triquiñuelas
para sacar partida de cualquier error de nuestros enemigos,
pero la juventud de hoy es mucho más estudiosa que lo fue
23
la nuestra. ¿Sabes que Balch estuvo tres años en
Alemania?
—No—replicó Adams—. No lo sabía. ¿Crees que
sería conveniente investigar acerca de él?
Thomas movió la cabeza negativamente.
—Si supones que podrían encontrar algo oscuro en su
vida estás en un error—replicó—. Es tan clara y tan
diáfana como pueda serlo la tuya.
—¿Cómo sabes que estuvo en Alemania?
—Lo dijo él mismo en cierta ocasión.
—¿A qué fue allí?
—A seguir unos cursos de mecánica y electricidad
aplicada a los motores de aviación.
—¿Por qué demonios se alistó? —farfulló Roger-—.
Podía estar diseñando prototipos en cualquier sitio.
—Supongo que quiso completar la teoría con la
práctica. En una palabra: pilotar y pelear como el primero.
Se lo preguntaré cuando regrese.
Pero tal cosa no sucedió aquel día ni en muchos otros.
Al día siguiente se presentó un soldado a recoger sus
efectos personales.
Los jefes de Mando Táctico de Bombardeo,
escucharon las opiniones de Henry con la mayor atención.
El muchacho desarrolló toda una lección de mecánica
bajo la sonrisa llena de orgullo del general Wrigth y
cuando terminó su disertación, fue acogida con una salva
de aplausos.
—Me alegra comprobar que opina usted como yo y
como la mayoría de los técnicos de Mando Táctico—le
24
dijo el general—. ¿Qué longitud supone que puedan tener
esas rampas en caso de que sea ese el medio de que se
valen los alemanes?
—Unos cincuenta metros —repuso Henry—. Las
bombas deben salir de ellas con un ángulo de cincuenta a
sesenta grados, hasta alcanzar una altura de unos diez mil
pies.
—¿Cómo ha llegado a esas conclusiones? —preguntó
uno de los técnicos.
—He estudiado a fondo el asunto —replicó Henry—.
Antes de la guerra recorrí varios países en busca de datos.
Además he mantenido correspondencia con técnicos
alemanes y norteamericanos hasta que comenzaron las
hostilidades.
Wrigth le golpeó amistosamente en la espalda
—-Teniente Balch —dijo—. Nos ha prestado usted un
servicio inestimable. Mucho me temo que por el momento
no pueda incorporarse a su escuadrilla. Nos llevará algún
tiempo cambiar impresiones, sacar consecuencias y
encontrar la forma de defendernos de ese nuevo peligro
—Estoy a sus órdenes, señor —repuso Balch.
—Durante seis meses —prosiguió el general— hemos
soportado terribles bombardeos con los que el enemigo
intentó minar nuestra moral. Todos ustedes saben los
sacrificios que nos ha costado superar la crisis hasta llegar
al momento actual, en que ni un avión enemigo se atreve a
volar sobre Inglaterra. Y no sólo ha sido así, sino que
además hemos llevado al continente el horror de los
bombardeos.

25
Henry y los demás estaban pendientes de sus palabras.
El general continuó:
—Ahora nos encontramos ante algo que ensombrece
nuestras esperanzas. El enemigo posee un arma nueva con
la cual puede destruirnos a distancia y nuestro deber es no
descansar hasta encontrar la forma de neutralizarla.
A partir de entonces, Henry, integrando un equipo de
técnicos, se entregó con ardor al estudio de la cuestión.
La lluvia de bombas se hacía más intensa cada vez,
hasta que llegó un momento en que la población civil
prefirió verse bombardeada por aviones.
Estos al menos anunciaban la presencia con el tronar
de sus motores y eran descubiertos a tiempo para correr a
los refugios.
En cambio aquellos traidores proyectiles llovían del
cielo a cualquier hora, en cualquier momento,
anunciándose sólo por un lúgubre silbido cuando ya era
demasiado tarde para escapar de los devastadores efectos
de su carga explosiva.
El Gobierno apremiaba a los técnicos para que
encontrasen la manera de defenderse de aquel peligro y
Henry y los demás pasaban incontables noches en vela.
Los pilotos de reconocimiento sacaron numerosas
fotografías de las costas y sus cercanías.
Esto, unido a los informes del servicio de espionaje, de
los maquis franceses y belgas y de algunos prisioneros
evadidos de los campos de concentración alemanes que
pudieron llegar a Inglaterra, les permitieron formarse una
idea acerca de la forma, la velocidad, la carga de las
bombas y número de rampas de lanzamiento, así como
26
otros detalles que, en verdad, les servían para bien poca
cosa.
Quince días después de su salida de la escuadrilla,
Henry Balch, como las otras quince noches anteriores,
daba vueltas al asunto en su cabeza, sin lograr conciliar el
sueño.
Su pensamiento estaba puesto en aquellas fatídicas
bombas, que día a día destruían las ciudades y
comenzaban a minar la moral de victoria de los ingleses
con su efecto psicológico.
Balch notaba un desasosiego, una sensación de
ansiedad que le impedía estarse quieto en el lecho.
Otras veces, en vísperas de la resolución de algún
problema que le atormentaba, había sentido idéntica
ansiedad.
Sin poderse contener se arrojó del lecho en pijama,
mirando a través de la ventana, hacia la enorme ciudad
dormida.
Una luz, apenas una chispa, luchaba por agigantarse en
su cerebro.
Todo su ser estaba concentrado en el problema de la
velocidad de las V-2.
Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que
aquellas no podían ser detenidas en su caída, aunque sí tal
vez desviadas,
—Pero ¿cómo?—se preguntó rechinando los dientes
de ira.
Encendió un cigarrillo, volviendo junto a la ventana.

27
En aquel momento, una enorme llamarada se alzó en la
oscuridad a media milla de distancia. La explosión fue tan
terrible que trepidaron los cristales de la ventana.
—Otra bomba —murmuró—. O tal vez un avión
derribado, cargado de...
Se detuvo. La chispa comenzó a danzar de nuevo en su
cerebro, convirtiéndose en una llamita.
—-Un avión —murmuró—. Claro. Eso es. Sólo un
avión puede interceptar esas bombas
—Tendría que desarrollar más velocidad que ellas—
contestó la voz interior que le servía de interlocutor.
Su cerebro se detuvo en aquel punto, fascinado por la
idea.
De pronto, Balch sintió alumbrada su conciencia por la
llama de la inspiración, que le hizo lanzar una
exclamación de alegría y salir en pijama al pasillo
desierto.
—¡Eh, Clay! —llamó, aporreando la puerta de su
amigo—. Abre pronto.
Clay abrió la puerta. Como él, debía de estar en vela,
reflexionando, pues apenas tardó dos segundos en
franquearle el paso.
—¡Balch! —exclamó—, ¿qué te ocurre?
—Lo encontré —replicó Henry con los ojos
relucientes de entusiasmo.
Clay sonrió con ironía
—Vaya —repuso. Eso mismo dijo Arquímedes hace
muchos años. ¿Qué es lo que has encontrado? ¿Algo que
habías perdido?
28
Balch le agarró del pijama, zarandeándole.
—¿No lo comprendes? He encontrado el medio de
contrarrestar esas malditas bombas —estalló.
Clay le contempló con la boca abierta.
Para él, el estudio y la preocupación habían acabado
por afectar seriamente el cerebro de aquel pobre
muchacho.
—Se ha vuelto loco —murmuró—. Loco de remate.
Lo mismo que él pensó el general cuando pocos
minutos después le despertó para comunicarle su idea.
Y cuando la oyó, cruzó una mirada de estupor con
Clay, encogiéndose de hombros.
A pesar de todo, convocó inmediatamente a los
técnicos, en los cuales la absurda idea de Henry Balch
causó la misma penosa impresión que en él.
—Balch —dijo, con cautela—. Usted necesita un
descanso—. Ha trabajado endemoniadamente durante este
mes y…
Henry sonrió, sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—Nunca me he encontrado tan pleno de facultades
como ahora —replicó—. Ustedes creen que estoy a punto
de volverme loco de agotamiento, pero les aseguro que
están equivocados.
Sonrió, abarcándolos a todos con la mirada.
La reunión se celebraba en las primeras horas de la
mañana de aquel día histórico en el despacho del general
Wrigth, que se encogió de hombros al oírle.
—Pero vamos a ver, hijo —repuso en todo paternal—.
¿Cómo ha podido pensar tal cosa? En cuanto el ala de un
29
aparato toque el cuerpo de la bomba, saltará hecho
pedazos.
—No —replicó rotundamente Henry—. Estoy seguro
de que no sucederá nada, Claro que existe cierto riesgo
para el piloto. Por eso recabo para mí el honor de realizar
la experiencia.
El general, en medio de un silencio impresionante,
consultó con los ojos al resto de los técnicos.
Uno de ellos, Messner, el más viejo y experimentado,
repuso a su mirada con una afirmación de cabeza.
Era el único que tenía cierta esperanza de que la idea
de Balch no resultase un fracaso.
—No estamos en condiciones de elegir —repuso.
—Bien—replicó el general sin entusiasmo—. Haremos
la prueba, pero no será usted quien lo intente.
—Haré lo que usted ordene—repuso Henry— pero sí
le aconsejo que busque un piloto con experiencia.
—¿Sugiere usted alguno?
—Si—dijo Henry sin vacilar—. El comandante Roger
Adams.
El general, que conocía la rivalidad entre los dos
hombres, le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Por qué él?—preguntó con cierta dureza.
Henry creyó adivinar sus pensamientos y repuso:
—Porque le considero el mejor piloto de la Royal Air
Force.
Wrigth afirmó con la cabeza. Se hizo hacia adelante en
su asiento y respondió:

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—Oiga, Balch—dijo con voz pausada—. El hombre
que lleve a cabo esa experiencia, será considerado como
un héroe nacional, tanto si triunfa como si fracasa y
muere. La única diferencia consistirá en que en este caso
le levantaremos un monumento.
Había cierta ironía en sus palabras. Henry y los demás
le contemplaban, preguntándose donde quería ir a parar.
Wrigth continuó:
—Conozco la rivalidad existente entre Adams y usted.
Tal vez me la hayan exagerado, pero yo estaba dispuesto a
sacarle a usted de su escuadrilla por que nada bueno podía
resultar de esa enemistad.
Una nueva pausa. Henry le escuchaba con el ceño
fruncido.
—Y ahora es usted quien le propone para algo que le
dará una gloria inmensa o, por el contrario, le llevará a la
tumba ¿Cuál de los dos intenciones le guía para proponer a
Adams para esa prueba ?—preguntó con acento acerado.
El rostro de Henry Balch se convirtió de pronto en una
máscara de frialdad.
Lentamente se puso en pie y repuso:
—Señor. Le ruego me conceda la licencia y el permiso
oportuno para enrolarme en Infantería. No puedo
continuar prestando mis servicios donde se me tiene en tal
concepto. Si mencioné al comandante Adams, es porque le
considero el mejor piloto de las fuerzas aéreas, ya se lo
dije.
Wrigth sonrió conciliador.
—Suponía que era por eso—dijo, pero no pude resistir
la tentación de decir lo que dije. Bien. Será Adams el
31
designado, pero ¿cree que aceptará cuando sepa que la
propuesta ha partido de usted?
—No es preciso que se entere de ello—replico Henry,
calmado ya—. Además, estoy convencido de que lo hará
sea de quien sea la sugerencia. Adams es por encima de
todo un gran patriota. Lo reconozco a pesar de nuestra
enemistad. Si es preciso sacrificar la vida por Inglaterra,
no dude de que lo hará.
La mirada que le dirigió el general, contenía todo un
interrogante.
—Al menos existe la base para una reconciliación—-
se dijo.
Después de discutir largamente, la reunión se disolvió,
pero durante largo rato cada uno de sus miembros
continuó dándole vueltas a la extraña idea de Henry Balch.

32
3
UNA ligera neblina se cernía sobre el aeródromo de
El Wead, aquella mañana de abril.
Pero lejos brillaba el sol, anunciando un día
magnífico, tal y como todos lo deseaban para efectuar el
experimento.
Los técnicos de la comisión se encontraban presentes,
sin faltar uno solo.
Estaban persuadidos de que, si la idea de Balch tenía
éxito, se evitarían muchas ruinas, dolor y desolación.
En el despacho del jefe del aeródromo, Wrigth
reposaba su humanidad en un sillón.
Ante él se mantenía en píe Roger Adams,
escuchándole con atención.
Cuando el general acabó de exponer lo que se esperaba
de él, agregó:
—Esta es la idea, Adams. Peligrosa, muy peligrosa
como puede comprender. Si no desea llevarla a cabo,
33
estará en su derecho. Nadie se lo reprochará y
nombraremos a otro.
Adams sonrió. Aquel momento estaba lleno de gloria
para él, por haber sido el elegido entre millares.
—Será un gran honor para mí el intentarlo—repuso —
pero dígame, señor, ¿a quién se le ha ocurrido la idea?
Su pregunta estaba llena de suspicacia, pero Wrigth era
un maestro en el arte de la diplomacia.
—A un miembro de la comisión—repuso vagamente,
poniéndose en pie—. No tengo nada que decirle acerca de
la forma de hacer las cosas, porque usted es nuestro mejor
piloto. Lo que intentamos es librar a Inglaterra de muchas
pérdidas en vidas y edificios. ¿Lo ha comprendido?
—Perfectamente, mi general.
Roger volvió a sonreír y Wrigth pudo leer lo que
estaba pensando. Al haber sido preferido, tenía un motivo
más para despreciar a sus compañeros.
El orgullo de aquel hombre era insoportable.
Wrigth masculló una maldición para sus adentros,
preguntándose si no se daba cuenta del daño que hacía y
de los odios que acumulaba contra él.
O tal vez su manera de comportarse encerraba una
consciente provocación'.
—Adelante entonces—repuso— ¿Qué aparato llevaré?
—¿Le parece bien un «Spitfire»?
—De acuerdo.
Los dos hombres abandonaron el despacho.

34
Todos. Técnicos, pilotos y los hombres que atendían
los servicios del aeródromo estaban allí, al tener
conocimiento de que se iba a realizar un experimento
desconocido.
Eran las diez de la mañana.
Desde hacía más de una hora, las bombas volantes, tras
una corta pausa al amanecer, continuaban pasando por las
cercanías del campo en dirección a Londres.
Cada una de ellas llevaba un mensaje de muerte para
muchas personas.
Cerca de un centenar de hombres iban y venían
alrededor de las instalaciones.
Sobre el terreno de aterrizaje, varios «Spitfires» y
«Hurricanes», resaltaban sus finas siluetas de aves de caza,
prontas a emprender el vuelo.
Junto a ellos destacaban los contornos de varios
«Havilland» de bombardeo y un caza de un tipo
desconocido para Henry.
—¿Qué aparato es ese ?—preguntó con curiosidad.
—Un nuevo modelo—-replicó Jacob—. Lo llaman el
«Tiphoon». Roger tenía que probarlo hoy.
—Lo trajeron hace dos días—intervino Faurot—. Se
las prometen muy felices con él. Esperan hacer más de las
trescientas cincuenta millas por hora.
Henry silbó por lo bajo. Adivinando tal vez lo que
estaba pensando, Faurot le preguntó:
—Henry— ¿ha sido tuya esa descabellada idea?

35
—Si—replicó el teniente—. Y no es tan descabellada
como podéis suponer.
—¿Y el nombramiento del comandante para la prueba,
también se te ocurrió a ti?
Esta vez fue Jacobs quien hizo la pregunta.
—También—replicó Henry—. ¿Por qué?
—Por nada.
Henry apretó los dientes.
Ahora le pesaba haber mencionado siquiera el nombre
de Adams, porque estaba visto que todos interpretaban
mal sus intenciones.
Roger subió al caza, levantó el brazo en el aire y el
«Spitfire» se deslizó sobre la rampa de firme, hasta que
sus ruedas se despegaron del suelo y se elevó en el
espacio.
Medio centenar de prismáticos se fijaron en él,
prendiéndolo en sus círculos visuales.
Roger hizo maniobrar diestramente al avión. Por un
momento se perdió de vista hacia el sur, pero no tardó en
reaparecer, vigilando incesantemente el cielo en busca de
bombas volantes.
Wrigth, sentado ante una mesa sobre la cual había un
teléfono, contemplaba sus evoluciones. Al fin aquél
comenzó a repicar y el general tomó el auricular.
Era la torre de mando quien llamaba, para anunciarle
que la barrera de protección de costa anunciaba el paso de
bombas que avanzaban en distintas direcciones
—Comuníqueselo al comandante—ordenó.
36
El «Spitfire» volaba sin rumbo fijo, pero, de pronto,
emprendió decididamente la marcha hacia el sur.
El experimento iba a comenzar. Durante unos
segundos fue visible aún, pero luego se perdió del alcance
de los prismáticos.
—No tardaremos en verlo de nuevo—sentenció
Wrigth.
Las órdenes recibidas por Roger eran las de perseguir
una de las bombas volantes, pero no comenzar el
experimento hasta encontrarse cerca del aeródromo, para
que pudiesen ser observados sus resultados desde el suelo.
Los nervios de Adams se mantenían en tensión
mientras escudriñaba el horizonte, volando en sentido
paralelo a la costa a diferentes alturas.
Al fin percibió a lo lejos la silueta de un artefacto que
avanzaba hacia él a enorme velocidad y maniobró
diestramente para salirle al encuentro.
No podía ser un avión, porque Wrigth acababa de
asegurar que había circulado una orden prohibiendo los
vuelos a aquellas horas en un vasto perímetro.
Tampoco podía tratarse de un aparato alemán, porque
los puestos de observación no habían registrado su paso.
Tenía que ser uno de aquellos proyectiles, cuyo dibujo
le había enseñado el general, y se preguntó si la idea de
perseguirlos como si se tratase de conejos sería obra del
desorganizado cerebro de Henry Balch.
Poco a poco la bomba se fue haciendo más distinta.
Roger supuso que produciría algún ruido, pero si era así,
quedaba ahogado por el de los motores de su propio avión.
37
La V-2 avanzaba en dirección descendente hacía
Londres, perdiendo paulatinamente altura.
La caída acelerada por su peso, debía de resultar
escalofriante contemplada desde abajo, pero Roger,
lanzado con su aparato a la máxima velocidad le pareció
que apenas se movía y creyó poder situarse a su lado con
facilidad.
Pronto salió de su error. Cuando la divisó, la bomba
comenzaba a caer y su velocidad era más pequeña que la
del «Spitfire» que tripulaba.
Roger consiguió ponerse a su altura y, ejerciendo un
magnífico dominio sobre sus nervios, aumentó la
velocidad del aparato para situarse junto al artefacto.
El negro lomo de éste brilló por un instante un poco
más allá del extremo del ala derecha del «Spitfire». Roger
acercóse más a él, al mismo tiempo que aumentaba su
velocidad para mantenerse a su altura.
El aeródromo estaba cerca, pero aquella maldita
bomba no iba a cruzar sobre él, sino un poco más al este,
con lo cual tal vez no fuese visible.
El ala derecha del avión llegó a rozar el peligroso
artefacto.
Roger se preparó para lo peor.
A aquella velocidad, cualquier roce podía desarticular
o arrancar el ala, precipitándole a él contra el suelo con el
resto del aparato, pero nada sucedió.
Sin embargo, observó que el suave roce del ala derecha
desviaba la bomba ligeramente de su rumbo y sonrió
complacido, por tener algo que ofrecer a Wrigth.
38
De nuevo maniobró hasta pegar el «Spitfire» al
artefacto, esta vez con una pasmosa suavidad.
La atmósfera era pura y diáfana y ni una sola depresión
aérea obstaculizó sus propósitos.
Roger maniobró en los mandos y consiguió empujar el
proyectil, haciéndole desviarse unos quince grados de su
dirección inicial.
La bomba resbalaba hacia adelante. Cuando quiso
darse cuenta de ello, se había adelantado un poco al
aparato y continuaba haciéndolo a velocidad creciente,
acelerada por la fuerza de la gravedad.
Roger intentó sacar más del «Spitfire», pero no lo
consiguió, y con los ojos brillantes vio alejarse el artefacto
hasta que le perdió de vista, sin poder hacer nada para
alcanzarlo.
Regresó al aeródromo. Los que observaban desde él
las evoluciones apenas habían visto nada. Si acaso el
momento final de la experiencia, por el cual se percataron
de la impotencia del aparato para alcanzar el proyectil.
Roger enfiló la pista de aterrizaje y llegó con el
«Spitfire» a pocas yardas del grupo que se abalanzó hacia
él.
El piloto se cuadró ante el general y los dos hombres
se interrogaron con la mirada, en una muda pregunta por
parte de Wrigth y en no menos silenciosa respuesta de
Roger.
—Vamos al despacho—ordenó aquél, antes que
Adams pudiese pronunciar una sola palabra.

39
Una vez en él, repleto de hombres que se disputaban el
honor de escuchar de labios del héroe el relato de su
experiencia, Roger, hinchado de orgullo como un sapo
enfrentó con Wripth.
—Perfectamente posible—dijo—, pero se necesita un
avión más veloz. Con un «Spitfire» sólo es posible
mantener el contacto cuatro o seis segundos, tiempo
insuficiente para desviar esos proyectiles.
—¿A qué velocidad cree que avanzan?—preguntó
Wrigth.
—A la misma de nuestros aparatos cuando comienzan
a caer, pero la van aumentando paulatinamente hasta
alcanzar... no sé, tal vez las cuatrocientas millas.
—¿Han probado el «Typhoon» que se envió hace un
par de días?
—Me disponía a hacerlo hoy —repuso Roger.
—¿Cree que con él...?
—No lo sé, mi general, pero si alcanza la velocidad
para la cual ha sido diseñado, tal vez consigamos
interceptarlas.
—¿Cuándo lo sabremos?
—Pues... ¿por qué no ahora mismo? —preguntó Roger
—. El aparato está a punto. Si siguen pasando bombas…
La respuesta de la torre de mando fue afirmativa.
Todos se trasladaron de nuevo al campo y la misma
ansiedad y silencio que la vez anterior presidieron los
preparativos.

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Roger se elevó en el aire, sintiéndose dueño del
espacio con aquel nuevo y airoso aparato, que obedecía
dócilmente a los mandos.
Aquella vez el proyectil no pudo eludir la persecución
del rápido «Typhoon».
Este sobrepasó las esperanzas puestas en él, y Wrigth,
Thomas, Henry y todos los demás, pudieron observar, con
los ojos dilatados por el asombro, como la punta del ala,
pegada al centro del siniestro corpachón metálico, lo
empujaba suavemente hacia la derecha, poco a poco, hasta
hacerle describir un semicírculo.
Cuando el proyectil estuvo apuntando hacia el mar,
Roger desvió el «Tiphoon», perdiendo el contacto con él y
regresó al aeródromo.
El peligro estaba conjurado. Gracias a su habilidad y a
la de otros muchos aviadores, las bombas V-2 tendrían en
lo sucesivo una relativa efectividad.
Roger miró a cuantos le rodeaban con una sonrisa en
los labios, deteniendo la altiva mirada en Henry, que le
contemplaba desde más allá de las personas arremolinadas
alrededor del aparato.
Entre ambos se cruzó un mudo desafío. Era como si
Roger preguntase:
—Ahí queda eso—. ¿Serías capaz de hacer otro tanto?
Faurot apretó los puños.
—El muy —murmuró por lo bajo—. Me parece que no
podré aguantarme las ganas de decirle que todo ha sido
obra tuya.
Henry le aferró por un brazo.
41
—Te guardarás muy bien de hacerlo, Leland —repuso
—. No debe saber nada jamás. Es orden del general.
—Me habría gustado hacerle comer ese maldito
orgullo que tiene. ¡Cualquiera lo soporta ahora!
Roger Adams era conducido triunfalmente a hombros
de los mecánicos hasta la torre de mando.
Wrigth sonrió satisfecho al verle, pero no olvidó que
aquella idea era de otro hombre, aunque el piloto la
hubiese puesto en práctica.
Se dirigió hacia Henry y sonrió alegremente al
estrechar su mano.
—Todo salió bien—dijo—. Gracias en nombre de
Inglaterra.
Desde lejos, Roger volvió la cabeza y sorprendió el
amistoso gesto que se cruzaba entre los dos hombres.
No adivinó el motivo, pero sí lo sospechó, y aquello
amargó un tanto su triunfo, porque quería ser siempre el
único para todo.

* * *
Un periodista indiscreto apuntó algo en un periódico
del día siguiente.
Nadie supo nunca cómo había llegado la noticia a sus
oídos. Tal vez se la hizo saber alguno de los mecánicos del
aeródromo.
El caso fue que el público dejó correr sus ojos ávidos
de emoción sobre el encabezamiento y las escasas líneas
de la noticia, haciendo apasionados comentarios.
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«¿Se ha descubierto al fin, la contraarma de las
bombas volantes V-2?» preguntaba el periodista.
El general Wrigth fue llamado a informar ante el
Gobierno y como consecuencia de tal medida, sucedieron
dos cosas:
Primero: Se incrementaron las medidas para producir
más aviones «Typhoon», a la vez que comenzaba a
adiestrarse un nutrido grupo de pilotos, que se dedicasen
especialmente a la caza de bombas volantes.
Segundo: Roger Adams y Henry Balch recibieron
sendas condecoraciones, que no hicieron más que
aumentar la animadversión del piloto hacia el que había
sido su subordinado.
Después de la imposición de las condecoraciones tuvo
lugar un animado baile, que duró toda la tarde, en la finca
que el general Wrigth poseía cerca del aeródromo, durante
el cual les fue presentada a los dos hombres la hija del
general.
Tessa Wrigth era una muchacha sumamente atractiva.
Su rostro recordaba vagamente al de la hermosa mujer que
aparecía en el cuadro situado sobre la chimenea, en la
biblioteca.
Tenía los ojos negros, bellos y rasgados, el pelo del
mismo color y, por contraste, la piel blanca y fina.
En aquellos momentos luciendo el costoso y elegante
traje de noche que dejaba al descubierto sus hermosos
hombros, estaba fascinadora, y Henry Balch sintió que se
le cortaba la respiración cuando la joven le tendió la mano
acompañada de una suave sonrisa.

43
—¿No viene usted, Balch? Por favor. Me gustaría oír
de sus propios labios cómo se le ocurrió tan espléndida
idea.
Henry vio a Roger morderse el labio inferior y suspiró
al pensar que un nuevo motivo de antagonismo iba a
establecerse entre ellos.
La muchacha tendió sus brazos hacia él y se encaminó
hacia la terraza apoyada en los de ambos. Faurot no dejó
de advertir aquel detalle y dijo a Jacobs:
—Se aproximan nuevos conflictos, Warren. Mucho me
temo que esa dama sea la mecha que hará explotar la
carga.
—Eres un pesimista, Leland. No sucederá nada. ¿Crees
que los dos van a pretenderla?
—Tal vez mi imaginación vuela muy aprisa, pero ¿te
has fijado en la mirada de ternera moribunda que le ha
dirigido Henry? Bueno, pues estoy seguro de que como
Roger se de cuenta, cortejará a esa muchacha tan sólo por
molestarle.
—Está furioso. Hubiese sido preferible que le
condecorasen sólo a él—admitió Jacobs.
—Eso sería reconocer que es el único para todo. Henry
lo ha revolcado por dos veces y me estoy preguntando en
que va a terminar esto.
—Tal vez en un duelo—apuntó sonriente Jacobs.
El tiempo diría si el piloto tenía razón o no.

44
4
POR el momento el único duelo que acababa de
entablarse entre los dos rivales, era solo de palabras de
doble sentido y mala intención.
Por fortuna, Tessa se interponía entre ambos y la
presencia de la muchacha les obligaba a mantener una
actitud correcta, evitando que sus mordaces sarcasmos
fuesen demasiado afilados.
A pesar de ello, la muchacha advirtió el antagonismo
que reinaba entre los dos hombres y procuraba limar
asperezas.
Roger era el más caustico de los dos. Sus punzadas
eran verdaderas obras maestras en el arte de herir, casi sin
decir nada.
Henry mostraba a veces ciertos deseos de
apaciguamiento que el comandante rehuía, como si
estuviese cargado de electricidad contraria.
—La teoría nada vale sin la práctica—dijo,
respondiendo a una pregunta de Tessa—. Balch ideó la
forma de desviar esos proyectiles al mar, de acuerdo, pero
¿de qué hubiera servido si yo no la hubiese llevado a la
práctica?
45
—Alguien lo hubiese hecho en lugar suyo—repuso
Henry.
—¿Por ejemplo… usted?
—Y ¿por qué no? Después de todo la cosa tiene su
dificultad pero no es imposible—replicó Henry.
Roger apretó los dientes.
—A usted le parece todo fácil—replicó—. Lo que no
me explico es por qué no lo hizo usted.
—Se lo propuse al general, pero él le eligió a usted—
mintió noblemente Henry.
—Por algo sería ¿no cree?
—Desde luego. Y no tengo inconveniente en decírselo.
Usted es nuestro mejor piloto y nadie lo niega.
Roger sonrió, halagado y Henry agregó con malicioso
acento:
—Pero eso no quita para que cualquier otro hubiese
podido hacerlo.
Adams perdió la sonrisa y hasta el color de la cara.
Durante un segundo pareció que iba a estallar, pero al
fin irguió su alta estatura ante Tessa y le ofreció su brazo,
mientras le preguntaba, ignorando a Balch.
—¿Me concede el honor de este baile?
Dentro, en el salón, la orquesta desgranaba las notas de
«El Murciélago», de Strauss.
Mientras los veía alejarse, Henry pensó que sería
delicioso deslizarse a su compás, llevando a Tessa entre
los brazos.
A los pocos pasos, la muchacha se volvió hacia él, con
una sonrisa en los labios.
—No olvide que también usted tiene que bailar
conmigo—dijo.

46
Henry lo agradeció con una sonrisa, sentándose de
nuevo en el banco de piedra, en el cual había tenido lugar
la desagradable escena con Adams, y lanzó un hondo
suspiro.
¿Por qué Roger y él tenían que ser enemigos?
Repasó sus actos desde que se incorporó a la
escuadrilla del comandante y no pudo encontrar la menor
base para su antagonismo.
—Como no fuesen los cuatro aparatos que derribé en
pocos días. —se dijo.
Adams deseaba siempre mantener la atención de todos
los que le rodeaban fija en él, sin permitir que otro la
desviase.
Era absorbente y orgulloso y no podía tolerar a su lado
a nadie que, con cualquier virtud o con cualquier vicio,
pudiese eclipsarle.
No había otra explicación a su conducta
Y, para colmo de desdichas, Wrigth le había impuesto
una condecoración exactamente igual a la que prendió en
el pecho a Roger.
Henry encendió un cigarro.
—Al parecer esto no tiene remedio—se dijo—. Tarde
o temprano ese hombre y yo tendremos un choque
irremediable.
Oscurecía. En el salón, las notas del vals, habían sido
sustituidas por otras más movidas.
Henry se levantó dispuesto a reunirse con sus
compañeros, pero se detuvo al ver cruzar a Tessa una de
las puertas y avanzar hacía él.
La muchacha se detuvo y sonrió.

47
—¿Cómo es que aún está usted aquí? —preguntó—.
Le vi a través de las puertas cuando le suponía bailando.
¿En qué pensaba?
—En usted —repuso Henry.
—Y en el comandante, ¿no es cierto?
—Sí. También en él.
Tessa tomó asiento en el banco y Henry lo hizo a su
lado.
—¿Qué sucede entre ustedes? —preguntó la muchacha
—. El perro y el gato son un ejemplo de amistad a su lado,
Henry se encogió de hombros.
—Tal vez le parezca absurdo que le diga que no lo sé,
pero así es. Entre Adams y yo se interpone una irrazonable
antipatía, como se establece a veces entre dos personas
que se ven por primera vez. Por mi parte, nunca hice nada
que pudiera molestarle; se lo aseguro.
Tessa movió afirmativamente la cabeza.
—Lo supongo — repuso—. Mi padre conoce bien al
comandante y me ha explicado algo acerca de su vida y de
su temperamento. A veces debe de resultar insoportable
servir a sus órdenes.
—No tanto como parece —replicó Henry
—En cambio con las mujeres es encantador —
prosiguió la muchacha—. Bien ¿qué le parece si
bailamos?
—Es una excelente idea —repuso Henry.
Se puso en píe, ofreciéndole su brazo, y ambos se
encaminaron hacia el salón.
El talle de Tessa era elástico y de su persona emanaba
un encanto y un perfume que Henry se dijo que no podría
olvidar jamás.

48
Roger y sus oficiales habían partido ya
Aquella noche tenían como misión acompañar a los
bombarderos que no tardando mucho cruzarían el canal
una vez más, para arrojar su mortífera carga sobre campos
y ciudades ocupados por el enemigo.
Poco después el general dio por terminada la reunión y
se dispuso a despedir a los invitados.
Cuando le llegó el turno, a Henry, estrechó
fuertemente su mano.
—Enhorabuena —dijo sonriendo—. Estoy orgulloso
de usted. Se merece esa condecoración.
Henry deseó que Roger hubiese estado allí para
escuchar aquellas palabras pero casi inmediatamente se
alegró de que se hubiese marchado.
Volvió los ojos hacia Tessa quien le sonrió levemente.
En la puerta había estacionados varios coches y un
gran autocar para trasladar a Londres a Henry y sus
compañeros de equipo.
Tessa le tendió la mano, que él estrechó,
preguntándole:
—¿Cuándo podre verla de nuevo?
—Usted siempre será bien recibido en esta casa —
repuso la muchacha.
—¿No va usted a Londres?
—No mucho, pero tal vez mañana lo haga.
—¡Magnífico! —exclamó Henry—. Será un placer
acompañarla. ¿Tiene inconveniente en telefonearme?
—Haré algo mejor —repuso Tessa—. Iré a buscarle.
De todas formas tengo que ir al despacho de mi padre.
—Es usted encantadora— murmuró Henry.

49
Su afirmación fue apoyada por el entusiasmo que
reflejaban sus ojos.
Tessa retiró suavemente la mano y Henry subió al
autocar, acomodándose junto a uno de sus compañeros.
Cuando el vehículo se puso en marcha, miró hacia
atrás.
Por la ventanilla posterior vio a Tessa que, de pie junto
a su padre, les hacía señas de despedida.
Pero Henry estaba seguro de que aquello iba
especialmente dirigido a él.

* * *
El canal de la Mancha apareció ante los ojos de los
pilotos que integraban el grupo de protección de los
bombarderos.
Las aguas brillaban a la luz de la luna, frías y
solitarias, y en cuanto alcanzaba la vista no se percibía el
menor signo de vida, ni una sola luz en aquel pozo de
negrura.
Era peligroso volar de noche.
Los aviones podían entrar en colisión, a pesar de sus
luces si la maniobra no se efectuaba con gran precisión,
pero Roger estaba habituado a ello y apenas si se dedicaba
a echar alguna mirada al resto de los aviones, ni a los
aparatos de navegación.
Pensaba en Tessa.
La muchacha era encantadora, no cabía negarlo y
había impresionado su corazón como nunca lo hiciera
mujer alguna.
—Es demasiado joven para ti —le anunció una voz
interior.
50
—¡Tonterías! —murmuró.
Se encontraba fuerte como nunca y optimista respecto
al porvenir.
Ellos ganarían la guerra. Tal vez esto les llevase dos o
tres años, aún con la ayuda de los Estados Unidos; pero al
fin conseguirían derrotar a Alemania.
Para entonces, con un poco de suerte, él sería coronel y
tendría por delante una bonita carrera que ninguna
muchacha despreciaría.
—¿Y Balch?
La misma vocecita indiscreta le hizo esta pregunta,
obligándole a contraer el rostro. Luego sonrió, seguro de sí
mismo.
Claro que había advertido la mirada de adoración que
el joven dirigía a Tessa, lo cual daba a entender que la
belleza de la muchacha le había impresionado más aún
que a él.
Pero Roger, en su orgullo, no pensaba que pudiese
tener la menor probabilidad de triunfar.
Tessa parecía ser una muchacha inteligente y reposada
y, con toda seguridad, sabría elegir lo que le convenía. Un
hombre un poco maduro, pero joven y fuerte aún, y con
experiencia de la vida. O sea, como él.
Miró hacia abajo. La línea de la costa se dibujaba con
cierta claridad mostrando a sus ojos sus irregulares
contornos. La hora había llegado.
—¡Atención pilotos de la escuadrilla B!—dijo por el
micro situado cerca de su boca—. ¡Atención! Llama el
comandante Roger. Penetramos en Francia. Voy a iniciar
la maniobra. Síganme.

51
Obedeciendo a su mandato, el avión viró levemente
hacia el oeste.
Roger sabía que los demás le seguirían también,
porque, a pesar de todo, estaba seguro y orgulloso de sus
pilotos.
Los había instruido él y no tenían más remedio que ser
lo mejores.
El recuerdo de Tessa huyó de su pensamiento. La
oscuridad abajo era absoluta, pero no tardaría en verse
rasgada por los reflectores.
¡Ya! Un cono largo y estrecho de luz blanca, cuyo
vértice estaba en la tierra, prendió al aparato.
Casi al mismo tiempo llegó a sus oídos el estruendo de
varios cañonazos y supuso que los proyectiles iban
dirigidos contra él.
Diestramente maniobró en los mandos, consiguiendo
eludir el peligro, pero Jacobs, que iba detrás, cayó en él.
Mirando hacia los lados, Roger pudo ver que el cielo
estaba surcado por las franjas blanquecinas de
innumerables reflectores que prendían a los aparatos,
facilitando la labor a los antiaéreos.
Jacobs se lanzó en vertiginoso picado, siguiendo la
estela de la luz.
Pronto las ametralladoras del «Spitfire» entraron en
acción y el foco se deshizo en mil pedazos.
—¡Bravo! —exclamó, involuntariamente Roger.
Los cazas habían conseguido plenamente su propósito,
como era atraer sobre sí la atención de las defensas
antiaéreas, para que los bombarderos pudiesen atravesar
aquella zona de peligro.

52
Roger y sus pilotos pusieron proa hacia el lugar en que
iba a tener el bombardeo.
Dunquerque, Calais y St. Omer eran esta vez los
puntos elegidos, y antes de llegar a ellos las explosiones
comenzaron a atronar el espacio a la vez que los incendios
iluminaban una pavorosa escena de destrucción y muerte.
Durante quince minutos oleadas de bombarderos se
cebaron en las tres ciudades francesas, sin que los cazas
alemanes presentasen batalla.
En cambio, los cañones antiaéreos debían de florecer
en los campos, más espesos que los trigos, y sus
proyectiles derribaron una docena de aparatos
incursionistas.
El regreso fue bastante más fácil, y cuando aterrizaron
en El Wead, con una misión más en su haber, Roger se
dirigió a Jacobs con la mano extendida.
—El ataque contra el reflector fue magnífico—le
felicito.
Jacobs le estrechó la mano, aturdido ante aquella
felicitación sin precedentes, pero su rostro se frunció al
proseguir Adams:
—Se nota que aprendió usted en mi escuela.
Se alejó, dejando al muchacho con la boca abierta.
Faurot acercóse a él riendo,
—Me estaba preguntando qué le habría cambiado de
esa manera —dijo—; pero veo que todo sigue igual.
Jacobs explotó entre dientes:
—¡Maldita sea...!

53
54
5
L AS escuadrillas de Roger Adams y de Thomas
Andrews fueron las primeras en dedicarse al deporte de
persecución de bombas volantes.
Luego otras fueron adiestradas, y en el espacio de un
par de meses el Mando de Bombardeo pudo anunciar que
el peligro de las V estaba prácticamente anulado, sobre
todo durante el día, porque de cada cien de ellas
disparadas, setenta eran desviadas al mar.
Mientras tanto, las relaciones entre Henry Balch y
Tessa Wrigth marchaban viento en popa, por la sencilla
razón de que ambos ponían de su parte todo lo necesario
para que así sucediese.
Era raro el día que no sostenían alguna entrevista que
acercaba más y más sus corazones, estableciendo entre
ellos una profunda compenetración.
Como no podía por menos de suceder, Roger se
percató de la asiduidad de Henry Balch y, como Faurot
anticipó mucho antes, la muchacha se convirtió en otro
motivo de hostilidad entre los dos hombres.
Sin embargo Henry se mostraba remiso en declararle
su amor, porque opinaba que, encontrándose en guerra, era
55
preferible continuar con aquella buena amistad que haría
menos dolorosa una posible separación.
Cierta tarde se encontraban bajo las frondas del Hyde
Park, cogidos de la mano.
El día había sido especialmente caluroso y la brisa
llevaba hasta ellos los efluvios de las flores.
De vez en cuando alguna lejana explosión o la
presencia de uniformes, les recordaba que se encontraban
en guerra contra un poderoso enemigo.
Ambos estaban sentados en un banco, junto a un
minúsculo estanque. Tessa suspiró de pronto y dijo:
—Tengo que irme, Henry. Es muy tarde.
Se volvió hacia él. A la luz de la luna, Henry apenas
podía verle el rostro, pero lo adivinaba muy cerca del
suyo.
Tessa estaba preciosa con aquel vestido verde de
amplios vuelos, que se amoldaba deliciosamente a su
busto maravilloso.
Era un calvario para Henry tener que soportar los
deseos de estrecharla entre sus brazos y confesarle su
amor, pero logró dominarse y se puso en pie junto a la
muchacha.
—Cuando quieras —dijo.
La cogió de ambas, manos, y Tessa permaneció
inmóvil ante él. Henry tragó saliva y dio gracias al cielo
porque la oscuridad no permitiese a su adorada adivinar su
turbación.
—Henry...—murmuró ella.
—¿Qué?

56
Tessa se acercó más, a él. Ningún hombre, aun
animado de los mejores propósitos hubiera podido
resistirlo.
De pronto, Henry la estrechó entre sus brazos y buscó
sus labios, que le fueron rendidamente ofrecidos.
—Tessa, te quiero —dijo—, te quiero con toda mi
alma.
Ella suspiró.
—Ya era hora de que te decidieses —-repuso,
sonriente—. Lo he estado esperando tanto tiempo que me
parece mentira que haya llegado al fin.
Mientras avanzaban hacia la salida del parque,
estrechamente cogidos del brazo, Henry le explicó los
motivos que había tenido para retrasar tanto tiempo su
declaración.
Tessa hizo un mohín de extrañeza y repuso:
—Tonterías. No puede sucederte nada; pero, aunque
así fuese, habríamos vivido unas horas maravillosas.
Henry, ahora vendré a verte a diario cuando tú no puedas
ir a mi casa.
—Me temo que estás equivocada, mi vida—replicó el
joven.
Estaban cerca de la entrada. Los escasos faroles que
pintados de azul permanecían encendidos, no bastaban
para ahuyentar las tinieblas.
Tessa se volvió hacia él, alarmada, dirigiéndole una
mirada interrogante.
—No comprendo —dijo—. ¿Qué quieres decir?
—Mañana tengo que incorporarme a mi escuadrilla —
repuso Henry.
57
La muchacha guardó un corto silencio.
—¿Por qué? —preguntó desilusionada.
—Yo no formo parte del Mando de Bombardeo más
que accidentalmente. Lo de las bombas volantes está
solucionado y nada me detiene aquí. Yo mismo he pedido
el traslado a mi escuadrilla.
—¿Por qué has hecho eso? —exclamó la muchacha—.
Ahora que podíamos ser tan dichosos.
—Estoy a disgusto haciendo lo que hago, Tessa —
agregó el piloto—. Me da la sensación de que estoy
eludiendo la lucha, mientras mis camaradas exponen la
vida y esto no es justo.
—Tú también realizas aquí una labor. Si no hubiese
sido por ti las bombas seguirían causando víctimas
inocentes.
—Ya lo sé; pero, como te dije, eso está solucionado.
Lo he decidido, Tessa. Me incorporaré mañana.
—¿Vuelves con Adams?
—Sí —replicó Henry.
—Ese hombre te odia. Procurará enviarte siempre a los
sitios de mayor peligro.
El corazón de la muchacha intuía el peligro. Henry
denegó con la cabeza, sonriendo.
—No creo que me odie tanto como para desear mi
muerte —repuso—. Es justo reconocer que Adams va
siempre en cabeza allí donde hay peligro.
—De todas formas pediré a mi padre que te destine a
otra escuadrilla —dijo Tessa.
Henry oprimió su mano.

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—No lo hagas, querida. No me gustaría. Quiero estar
con Roger. Nuestra enemistad es absurda. Espero que
algún día se dé cuenta y rectifique su conducta.
—No lo conseguirás — repuso Tessa—. Y ahora
menos que nunca.
—¿Por qué? —preguntó el piloto extrañado.
—El... también me quiere —repuso Tessa tras corta
vacilación.
Henry la contempló con la boca abierta.
—¿Te lo ha dicho? —-preguntó.
—No—replicó Tessa—, pero lo sé. Una mujer no se
engaña nunca acerca de esas cosas. Me quiere y temo que
llegue el momento de que me lo diga porque adivinará el
motivo de mi negativa.
—Eso tiene fácil arreglo.
—¿Cuál ?
—Anunciar nuestro compromiso antes de que Roger se
decida —dijo el piloto
—Eso no arreglará nada, te lo aseguro. Roger te odiará
más que nunca.
Henry se encogió de hombros.
—Entonces tendremos que tomar las cosas como
vengan —dijo.
—Déjame que hable a mi padre —suplicó la
muchacha.
Henry caviló unos segundos. Estaba seguro de que, a
pesar de todo, Tessa pediría al general Wrigth que lo
destinase a otra escuadrilla.
—Está bien —cedió—, pero pídele que me envíe a la
de Thomas. Roger no tendría ninguna autoridad sobre mí,
59
pero al mismo tiempo seguiríamos viéndonos con
frecuencia.
—Así lo haré —prometió la muchacha.
Salieron del parque.
Henry acompañó a Tessa hasta el edificio donde estaba
instalado el Mando de Bombardeo.
Allí la muchacha pidió a su padre que destinase a
Henry a la escuadrilla de Thomas y apenas se marchó, el
general mandó llamar a Balch.
El joven se cuadró ante él. Wrigth le dirigió una
mirada, acompañada de un leve plegamiento de labios, que
podía tomarse como una sonrisa.
—Tessa acaba de marcharse —dijo al fin— pero antes
me ha pedido algo. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí—repuso Henry—. Qué me envíe a la escuadrilla
de Thomas, ¿no es así?
—Exacto. ¿Sabe los motivos?
El general estaba bien al tanto de la frecuencia con que
se entrevistaban los dos jóvenes y la verdad era que no le
desagradaban tales relaciones.
—Sí—repuso Henry—. Ella sabe la enemistad que
existe entre el comandante y yo. Por parte suya —agregó
precipitadamente—. Yo le dije a Tessa que dejase rodar
las cosas, pero ella se negó.
—¿Por qué tanta insistencia? —preguntó el general
con cierta sequedad—. ¿Es que cree que Roger va a ser tan
desalmado que intente algo contra usted?
—Yo no, pero Tessa, sí —repuso Henry—. Aparte de
eso. Tessa dice que Roger está enamorado de ella.

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—¿Y eso puede representar un factor más para hacer
temer que Roger... ? —comenzó el general.
—Es que Tessa y yo acabamos de prometernos —
repuso Henry—. De todas formas por mi parte no hay
inconveniente en que…
Wrigth le atajó con un movimiento de mano.
—Me alegro —repuso—, pero ¿no cree que debieron
decírmelo?
—Seguramente lo hará mañana Tessa.
—Bueno. ¿Usted qué opina?
—Tessa no tiene razón—replicó Henry—. Roger no
sería capaz de una acción como la que ella supone que
pueda hacer. Ahora bien, si no hay inconveniente sería una
manera de evitar roces desagradables enviarme con el
Capitán Thomas.
—Yo también lo creo así —replicó el general—. Irá a
la escuadrilla de Thomas —pulsó un timbre y agregó—:
Ahora mismo redactaré la orden. ¿Ha pensado hacer
públicas sus relaciones? —preguntó.
—Si, señor. Me parece que es la mejor manera de
impedir que Tessa pueda causar a Roger un desengaño.
Wrigth afirmó con la cabeza.

* * *
Lo que ignoraban ambos era que ya no estaba en su
mano impedir los acontecimientos y que el comandante
sufriese un tremendo desengaño que encendiese aún más
su enemistad hacia Henry.

61
Tessa lo ignoraba también, pero tuvo la sensación de
que algo desagradable iba a suceder cuando penetró en el
amplio «hall» de la casa.
Su doncella estaba allí, esperándola. Apenas entró, la
muchacha se puso en pie, dirigiéndose hacia ella.
—El comandante Adams la espera en el salón —dijo.
Tessa se quedó clavada en el pavimento.
Por un instante pensó en regresar a Londres o poner
cualquier pretexto para evitar la que adivinaba enojosa
entrevista.
Hasta comenzó a decir a la doncella algo que la
disculpase ante el comandante, pero la aparición de
Adams en el hueco de la puerta de la terraza se lo impidió.
No había escape.
Adams avanzó hacia ella sonriente y la doncella se
apresuró a desaparecer.
—Buenas noches —dijo el comandante—. Seguro que
no esperaba verme aquí, ¿no es así? ¿Molesto?
—Usted no molesta nunca—replicó Tessa con otra
sonrisa de conejo—. ¿A qué ha venido? Mi padre...
—No es a su padre a quien quiero ver, sino a usted —
repuso el comandante—. ¿Nos sentamos?
Tessa se dejó caer en el sofá del salón, con la
sensación de que el cielo se derrumbaba sobre su cabeza.
Adams era muy atractivo, no cabía negarlo. Y más
aquella noche en que a su aureola de héroe, a su alta
estatura y a su rostro correcto, añadíase una sonrisa
cautivadora.
Sentóse junto a la muchacha y comenzó entre los dos
una conversación trivial, de la cual Tessa sacó en
62
consecuencia, mientras pensaba en otras cosas, que
aquella noche estaba libre y que había aprovechado la
ocasión para ir a visitarla.
—Tessa. He venido porque tengo algo que decirle. Ya
no soy joven, pero tampoco puedo considerarme viejo.
Tengo una buena posición que no tardaré en mejorar y...
Se detuvo un instante observando el rostro de la
muchacha.
—Todo ello lo pongo a sus pies, Tessa —prosiguió—.
Quiero decir que me consideraré muy honrado si acepta
ser mi esposa. ¿Qué me contesta?
La muchacha permaneció silenciosa mascullando en su
interior maldiciones violentas hacia el momento en que se
la ocurrió regresar a su casa.
—Comprendo que hay bastante diferencia de edad
entre ambos, pero le aseguro que yo la haría olvidar esa
circunstancia. No le pido una respuesta rápida —agregó
Adams—. Medítelo y mañana...
Era preferible no dejarle seguir por aquel camino,
manteniendo un silencio que alimentase sus esperanzas.
Tessa sintió una profunda pena al mover la cabeza
negativamente.
A cualquier hombre le dolería ser rechazado, pero con
la carga de orgullo de Roger Adams, el dolor podía llegar
a ser insoportable.
Y tenía que ser ella quien se lo produjese.
Lo miró al rostro con toda franqueza y repuso con voz
firme.
—Lo lamento, Adams. Aprecio su proposición en todo
lo que vale, pero no puedo aceptar.

63
—¿Está enamorada de otro hombre? —-preguntó el
comandante con ansiedad.
Tessa movió la cabeza afirmativamente, sintiendo un
nudo en la garganta.
—No quisiera causarle esta pena, Roger —murmuró
—. Lo siento de veras, pero es mejor que lo sepa ahora.
—¿Quién es él? —preguntó—. ¿Le conozco yo?
En su tono se encerraba el despecho que le
atormentaba. Había llegado el momento de acabar de
hundirle el puñal en la herida que acababa de inferirle.
Pero no podía mentir. No. No lo haría por nada del
mundo.
—Sí —repuso—. Estoy prometida a...
—¿A Balch? —preguntó de nuevo Adams.
Tessa afirmó con la cabeza El comandante mordióse el
labio inferior.
—Debí suponerlo —replicó resentido—. ¿Desde
cuándo son novios?
—Desde esta misma noche. Hace apenas dos horas.
Roger no contestó.
Tessa le contempló de reojo, observando que el rostro
del comandante conservaba toda su serenidad y suspiró un
tanto aliviada al comprobar que se tomaba las cosas con
más tranquilidad de la que había esperado.
—Tal vez no esté tan enamorado de ti como pretende
darte a entender—le dijo una voz interior—. Su
declaración puede haber sido motivada por el deseo de
fastidiar a Henry.
Roger se puso en pie, acercándose a una de las
ventanas. Poco después se volvió hacia Tessa.
64
—¿Usted… le quiere mucho?—preguntó.
—Sí —replicó Tessa—. De otra forma no me habría
prometido con él, como puede suponer.
—Desde luego —dijo el comandante con voz metálica
—. Ese hombre... —Tessa alzó la cabeza hacia él,
retadora, pero Adams no pareció advertirlo—. Desde que
le conozco se interpone en mi camino —masculló—.
Ahora me cierra el paso hacia la felicidad.
—El también tiene derecho a ser feliz —repuso Tessa.
—Desde luego, pero no por eso resulta menos
doloroso.
—Además —agregó Tessa—, en el corazón no se
manda y el mío se ha inclinado hacia él. Tal vez aunque
no le hubiera conocido tampoco hubiese podido quererle a
usted, Roger. Como dijo hace unos instantes hay
demasiada diferencia de edad entre los dos.
Adams sonrió con amargura.
—Lo comprendo —replicó—. Perdóneme. Tengo que
retirarme
Tomó una mano de la muchacha, estrechándola
levemente.
Tessa sintió una intensa piedad por él, pero no estaba
en su mano aliviar su dolor.
Sólo podía haberlo hecho aceptándole y esto era
imposible,
—Adiós, Roger —dijo con voz temblorosa—. Crea
que lo siento.
—No se puede ir contra el destino —repuso el
comandante, casi desde la puerta.
Desapareció de su vista.
65
Tessa salió al vestíbulo. Toda la alegría había huido de
su alma al pensar en el sufrimiento que acababa de
causarle.
Mientras tanto, Roger regresaba en su «scooter» al
aeródromo.
Lejos de Tessa, con la fina brisa de la noche
acariciándole la cara y la oscuridad cubriendo como fiel
aliada sus pensamientos, rechinó los dientes con furia,
mientras pensaba en Henry Balch con un odio insano y sin
paliativos.
Su orgullo estaba al rojo vivo y no pudo por menos de
sonreír torcidamente al pensar que el hombre que ocupaba
sus pensamientos se incorporaría al día siguiente a su
escuadrilla.
—Volveremos a vernos las caras—masculló.
Poco podría o hundiría la carrera de Henry Balch,
denigrándole hasta tal punto que ni siquiera pudiese ir por
la calle con la cara levantada.
Pensando en su venganza, se quedó dormido.
El hecho de que Henry estuviese de nuevo a sus
órdenes era su arma contra él. Por eso, cuando a la mañana
siguiente encontró a Thomas en el saloncito y éste le dijo
que Balch actuaría bajo su mando, entornó los ojos
despechado y repuso:
—Te lo regalo, querido. No quiero sabihondos en mi
escuadrilla
Repitió la frase ante media docena de pilotos, cuando
Henry efectuó su presencia en el aeródromo y le preguntó.
—¿Sabe cuál ha sido el motivo de esta contraorden?

66
Henry ignoraba aún la entrevista sostenida por Adams
con su prometida la noche anterior.
No obstante, intuyó que le iba a ser muy difícil llevar
adelante sus buenos propósitos de acercamiento.
—No —mintió—. No lo sé.
—Pues yo... me lo figuro —repuso Adams—. Tal vez
haya sido el miedo.
Thomas le miró sin comprender.
—¿El miedo? ¿A qué? —preguntó—. ¿Y por parte de
quién?
—Creo que Balch podría informarte ampliamente
sobre esos puntos —repuso con insultante tono.
Thomas volvióse hacia Henry, pero se abstuvo de
hacerle pregunta alguna al ver la contracción de su
mandíbula.
—Venga, muchacho —-dijo—. Quiero presentarle a
sus compañeros. Hay dos o tres a quienes no conoce.

67
6
L A vida se deslizaba más pacífica, tranquila y feliz
de lo que Henry se había atrevido a esperar, en lo que se
refería a su trato con Adams.
Éste parecía haberse hecho el firme propósito de
ignorarlo y Henry no podía desear nada mejor.
Todas las noches en que no estaba de servicio
aprovechaba la ocasión para ir a ver a Tessa y hacer planes
para el futuro.
Mientras tanto, proseguían los bombardeos contra las
ciudades alemanas. Colonia, la cuenca del Rhur,
Dusseldorf y el propio Berlín conocieron el horror de los
bombardeos en masa, realizados conjuntamente por
aparatos ingleses y norteamericanos-
Las escuadrillas de Adams y Thomas se apuntaban
nuevos triunfos en cada jornada, sobre todo la del
comandante y particularmente él, cuya audacia no
reconocía límites.
Unos días antes de la invasión fue ascendido
nuevamente por méritos de guerra y nombrado jefe de las
ocho escuadrillas que tenían su base en el aeródromo, con

68
lo cual Henry temió que iniciase de nuevo la guerra contra
él.
En cierta ocasión Thomas recibió la orden de proponer
a dos de sus pilotos para ascenso, y Henry fue uno de los
designados.
Roger Adams rechazó la propuesta del joven, que así
se convenció de que su jefe no había olvidado al único
hombre que le hizo conocer la derrota.
Sin embargo, Henry fue ascendido, provocando un
cáustico comentario de Roger cuando le entregó el
nombramiento.
—Tiene usted buenas agarraderas, capitán —le dijo.
—Y mejores méritos, señor —repuso Henry—.
Después de usted, soy el que ha derribado más aparatos de
todos los oficiales del aeródromo.
Adams sonrió y no repuso nada a sus palabras.
En sus manos, las ocho escuadrillas, integradas por
cerca de cien aparatos, se convirtieron en una fuerza de
terrible eficacia.
Apenas había día en que los periódicos no hablasen de
él. Los aparatos derribados por aquel coloso del aire
aumentaban en cada jornada en cifras realmente
impresionantes, mientras él parecía ser invulnerable.
El enemigo llegó incluso a formar un grupo especial de
caza con la única misión de terminar con él, pero esto sólo
supo arrancar de labios de Roger un comentario y una
sonrisa.
—Perfectamente —dijo—. Nos veremos las caras.
Y se las vieron. Y en las dos ocasiones que tal sucedió,
Roger salió vencedor, derribando cinco aparatos enemigos

69
sin sufrir el menor rasguño, lo cual acabó de darle fama de
invulnerable.
Henry y los demás sentían crecer su admiración por él,
lamentándose de que a su pericia y valor como piloto no
uniese otras cualidades.
Pero Adams, como si sus triunfos le hubiesen
ensoberbecido más aún, o como si no le importase los
odios que acumulaba con su actitud, persistió en ella,
dirigiéndose a sus hombres para criticarles de una manera
despiadada y feroz, hasta el punto de que el propio
Thomas, su mejor amigo, dijo en cierta ocasión:
—Esto no puede seguir así. Ese hombre… —movió la
cabeza negativamente negándose a criticarle abiertamente,
delante de sus subordinados, pero Faurot repuso:
—Es insoportable. Cualquier día…
Sus palabras podían tomarse por una amenaza: El día
antes había recibido una seria reprimenda de Adams, y
todos los que conocían el violento carácter del muchacho
temieron que hiciese alguna barbaridad.
Henry asistía a todo aquello procurando conservar la
calma, pero llegó el momento en que le fue imposible
hacerlo.
Fue un día en que tuvo precisión de ir a Londres para
arreglar con el Mando de Bombardeo ciertos suministros
referentes al aeródromo.
Una vez realizada aquella misión, se vistió de paisano,
cosa que no hiciera desde mucho tiempo atrás, y se
dispuso a esperar la llegada de Tessa en un restaurante
típico situado en Charing Cross.

70
Estaba sentado en una mesa, saboreando un vermut
mientras llegaba aquélla, cuando vio entrar a Adams,
acompañado por otro hombre.
Al pasar su jefe ante él, Henry se puso en pie y le
saludó con una ligera inclinación de cabeza que sólo
consiguió una mirada de indiferencia como respuesta.
Roger se sentó dos mesas más allá, dando la espalda a
Henry.
Este pensó que lo mejor sería abandonar el
establecimiento y esperar a su prometida en la puerta, y
decidido a ello llamó al camarero a quien abonó el importe
de la consumición realizada.
Luego se puso en pie, pero apenas había dado dos
pasos, cuando Adams le interpeló:
—Balch. Haga el favor.
Henry se encaminó hacia él y Roger le preguntó
cuando estuvo a su lado:
—¿Por qué se marcha?
—Estoy citado con cierta persona en otro lado, señor
—mintió el joven.
—¿Con Tessa Wrigth?
Henry afirmó con la cabeza.
—¿No será más cierto que se marcha porque estoy yo
aquí ?
La pregunta irresponsable de su jefe dejó anonadado al
muchacho.
Se preguntó qué pretendía Adams con ella y tuvo en la
punta de la lengua una violenta contestación, pero se
contuvo a tiempo.
—No—repuso secamente.
71
En aquel momento Tessa entró en el comedor. Adams
la vio avanzar hacia ellos por entre las mesas y repuso:
—No sabe usted mentir, capitán. Ahí está su
prometida. La esperaba usted aquí, y de pronto, ha sentido
la necesidad de marcharse.
Tessa llegó junto a Henry a tiempo de oír su respuesta.
—Mi vida privada la gobierno yo. Ahora no estamos
en el aeródromo. A sus órdenes.
—¡Espere!—la orden de Adams resonó como un
trallazo que atrajo sobre él la atención de los concurrentes.
Henry se volvió, echando lumbre por los ojos y Adams
continuó—. Usted vino a Londres a resolver cierto asunto.
¿Lo ha terminado ya?
—Sí, señor.
—En ese caso, vuelva al aeródromo inmediatamente
—ordenó de nuevo Adams—. Inmediatamente —recalcó.
Los dos hombres se midieron con la mirada, Henry
apretó los labios y repuso
—Así lo haré, señor.
Tessa palideció. Como Henry, se había dado cuenta de
que Roger deseaba solamente humillarle delante de los
comensales.
Pero ella no estaba sujeta a las órdenes de Adams y
avanzó un paso hacia él, diciendo con la mirada
chispeante:
—Es usted odioso, Roger. Será una verdadera fiesta el
día que lo entierren los alemanes en el canal.
Adams la miró perplejo, más que por sus palabras por
la fiereza con que habían sido pronunciadas. Sonrió
fríamente y dijo:
72
—Gracias, señorita. Supongo que su prometido
comparte tal punto de vista.
Permaneció en pie, esperando una respuesta. Henry
sintió hervir la sangre en sus venas.
—Sus dotes de adivino son envidiables, señor —dijo
con causticidad—. Y ahora, si me lo permite... Vámonos,
Tessa.
Antes de que el enfurecido Adams saliese de su
asombro, la joven y él se encaminaron a la salida, dando
fin al desagradable espectáculo.
Una vez fuera del restaurante, Henry masculló una
maldición.
—Se merece que lo maten —gruñó—. No he visto
nunca un hombre más... —lanzó un bufido para desahogar
su furia.
—¿Dónde vamos?
—No lo sé. Ese hombre me ha amargado la tarde. Dijo
que volviese al aeródromo.
—¿Vas a hacerlo?
—Sí. Es muy capaz de ganarme la delantera tan sólo
por tener el gustazo de dar parte de mí —apretó el brazo
de la muchacha y agregó—: Tessa, algún día no podré
contenerme y haré cualquier barbaridad.
En este tono siguieron haciendo comentarios mientras
caminaban.
Henry juraba y perjuraba que cualquier día propinaría
a Roger una paliza, y la muchacha procuraba tranquilizarle
como Dios le daba a entender, pero nunca le había visto
tan furioso.

73
—Ahora mismo voy a contárselo a mi padre —dijo—.
No hay derecho a que a un oficial le pongan al borde de
cometer una barbaridad. Te ha ofendido en público,
Henry. Estaba deseoso de molestarte.
—No dirás nada, ¿lo oyes? Todos mis compañeros
creerán que no sé dar un paso sin andaderas. Tessa, por
favor, no se lo digas.
Ella accedió a su petición, pero resultó inútil porque
cuando fue a ver a su padre para que la dejase llevarse el
coche, Wrigth le preguntó por qué se marchaba tan pronto,
y Tessa le relató lo sucedido, agregando:
—Nos ha amargado la tarde. Henry y yo pensábamos
pasarla juntos.
—Yo arreglaré eso—repuso Wrigth sonriendo
bondadosamente—. ¿En qué restaurante lo habéis dejado?
Tessa se lo dijo. Su padre buscó en la guía el número
de teléfono y habló con Roger, tras una corta espera.
Naturalmente, aquél no podía negarse a lo que le pedía
y accedió a que Henry permaneciese en Londres,
advirtiendo:
—Pero debe estar allí mañana al amanecer. Es
indispensable.
Cuando Tessa comunicó la noticia a Henry, éste se
enfureció un poco, pero se le pasó y los dos muchachos
pasaron unas horas deliciosas en Londres, hasta que Tessa
creyó prudente retirarse a su casa.
Aquella noche pensaba quedarse en la ciudad. Henry la
dejó en la puerta y la besó fugazmente en los labios.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Tessa.
—Me voy al aeródromo. Volamos al amanecer.

74
La muchacha le arrojó otro beso con la punta de los
dedos desde la escalera y desapareció de su vista.
Henry lanzó un suspiro y se alejó por la calle sumida
en la oscuridad, sin percatarse de que dos hombres,
ocultos en la negra noche, le seguían a corta distancia.
Uno de ellos adelantóse al fin. En el mismo momento,
un vehículo con las luces apagadas apareció por el
extremo de la calle.
Henry lo miró con curiosidad al llegar junto a él, e
intentó seguir su camino, pero una voz de hombre le hizo
detenerse.
—Por favor, ¿me permite?
Henry se acercó al coche. El que le había interpelado
hablaba con un marcado acento americano y pensó que tal
vez iba a pedirle alguna información.
La penumbra no le permitía distinguir bien su rostro, y,
por otra parte, su interlocutor procuraba no descubrirlo
demasiado.
—¿Qué desea de mí?
El otro le hizo una pregunta, que Henry fue a
responder. En aquel momento oyó pasos a su espalda y se
volvió ligeramente, a tiempo de ver a dos hombres que se
dirigían hacia él.
Su actitud le llamó la atención, pero no sospechó nada
y se volvió de nuevo hacia el conductor del coche para
darle la indicación que le pedía.
En el mismo momento un objeto duro y romo cayó
sobre su cabeza, despertando mil ecos en ella.
Notó que la vista le faltaba e hizo un esfuerzo para
sobreponerse, pero otro golpe completó la acción del

75
primero y Henry se derrumbó al suelo, agitando las manos
en el aire, en busca de algo donde asirse.
—Metedle en el coche. Aprisa —ordenó el conductor.

* * *
Henry Balch tenía la sensación de que un travieso
ratón se entretenía en roerle el cerebro.
Los oídos le zumbaban, pero las últimas neblinas
provocadas por el golpe recibido en la cabeza se disiparon
al oír hablar muy cerca de él en alemán.
Entonces se percató de que estaba tendido en el suelo
de un automóvil, cuyo motor runruneaba con ritmo y
seguridad.
Se movió ligeramente y la misma voz de antes se dejó
oír:
—Está despertando.
Balch comenzó a recordar. Acababa de separarse de
Tessa, cuando vio aquel coche. Se había acercado a él.
—Pero ¿quién diablos son ustedes? —preguntó—.
¿Por qué me golpearon?
—Tenemos nuestros motivos; se lo aseguro.
Incorpórese.
Balch lo hizo con cierta dificultad. Los hombres le
hicieron sitio y quedó instalado entre ellos.
Miró a ambos lados, pero el automóvil avanzaba por
una mala carretera que atravesaba un yermo en el cual no
se divisaba una sola luz.
—¿Dónde me llevan? —preguntó.

76
—No podemos decírselo. Sea buen muchacho y nada
le sucederá.
De pronto recordó algo. El tenía que estar en el campo
de aviación al amanecer, para emprender el vuelo.
De no hacerlo, daría a Adams una magnífica
oportunidad para cargar contra él con todo el peso de su
resentimiento.
Un sudor frío penetró a través de su piel, helándole la
sangre.
Había oído muchas historias acerca de espías. De vez
en cuando los periódicos sensacionalistas publicaban
retazos de noticias, que se negaba a admitir por absurdas.
Pero ya no se lo parecía.
En vano se devanó los sesos pensando qué podía tener
él que representase un valor para aquellos alemanes o lo
que fuesen.
Uno de los hombres le hizo una pregunta en alemán.
Balch tuvo la respuesta a flor de labios, pero se detuvo a
tiempo.
El solo pensamiento de que acababa de caer en poder
de una banda de espionaje, acabó de despertar su cerebro,
y se dijo que tal vez fuese mucho mejor para él que
aquellos hombres ignorasen que sabía su idioma.
Continuó, pues, como si no hubiese oído nada.
El hombre repitió la pregunta:
—¿Cómo se llama usted?
Henry no contestó a pesar de haberle comprendido
perfectamente y, tras una corta pausa, aquél agregó,
dirigiéndose a su compañero:
—No nos entiende.
77
—Por si acaso, no hables mucho delante de él —
repuso el otro.
—¿En qué idioma hablan? —preguntó Henry—. Les
aseguro que me gustaría enterarme de algo de lo que
dicen.
Uno de los desconocidos lanzó una risita.
—Eso no le interesa —dijo.
—¿Qué piensan hacer conmigo?
—¿Supone que vamos a hacer algo?
—Claro que sí. No se golpea a un hombre en la cabeza
y se le lleva contra su voluntad en un automóvil tan sólo
para mostrarle la velocidad que puede desarrollar.
Nueva risita de uno de ellos.
—Por ahora dejémoslo en un agradable paseo entre
amigos —dijo.
—Ni es agradable, ni estoy entre amigos, señor —
repuso Balch —. Me agradaría saber unas cuantas cosas,
pero supongo que no me las dirán.
—Ha acertado. Cállese.
Rumió su ira en silencio. Diez minutos después el
automóvil tomó por un camino solitario y desierto.
Balch tuvo la rápida visión de un poste pintado de
blanco y azul, sin ningún cartel indicador encima. Uno de
los hombres dijo:
—Tendremos que vendarle los ojos. ¿O prefiere otro
golpe? —preguntó con suavidad.
—Gracias. Con uno hay bastante.
Le vendaron con ágiles manos. Balch sintió el trepidar
de la caja de cambios y supuso que comenzaban a subir
una pendiente.
78
Luego el coche torció bruscamente hacia la izquierda y
el conductor metió de nuevo la velocidad directa.
Su cerebro registraba cada detalle. Oyó decir:
—Estamos llegando.
Supuso que uno de los que iban con él no conocía cuál
era su destino, y unos minutos después el coche se detuvo
suavemente, se abrieron las portezuelas y le ordenaron:
—Baje
Una mano le cogió por un brazo para guiarle y sintió
rechinar una especie de gravilla bajo sus pies, mientras
avanzaba.
El cambio de sonido de los pasos le indicó que acababa
de penetrar en algún sitio cubierto
—Suba.
Tanteó el suelo con el pie derecho y al tropezar con un
escalón de madera, lo puso en él.
Contó los escalones. Doce. Luego avanzó veinte pasos
sobre un piso de madera, rechinó una puerta ante él, que se
cerró a sus espaldas, y una voz dijo desde el otro lado:
—Puede quitarse la venda.
Henry lo hizo así, encontrándose solo en una pequeña
estancia sucia y triste.
No había luz eléctrica en ella y la única iluminación
provenía de una larga vela colocada en una palmatoria,
sobre un cajón que hacía las veces de mesilla de noche.
Un sucio camastro en un rincón y un mueble
antiquísimo de indeterminado uso, constituían el resto del
mobiliario de aquella zahúrda.
Henry se volvió con rapidez, pero el ventanillo de
madera abierto en la puerta cerróse con tal rapidez, que
79
apenas si pudo entrever un rostro, cuyos ojos miraban con
fijeza
Se palpó los bolsillos de la guerrera y al comprobar
que le habían dejado los cigarrillos, encendió uno,
decidido a tomarse las cosas con tranquilidad.

80
7
SENTADO en el borde del camastro meditó acerca de
la situación. Seguía ignorando lo que aquellos hombres
pretendían de él.
Un rumor de conversación que llegó a sus oídos, le
hizo fijar su atención en el rincón de que parecía provenir.
Aunque no estaba muy seguro, se puso en pie,
dirigiéndose hacia él, pero, aunque el rumor se hizo más
audible, su origen continuaba siendo impreciso.
Henry se rascó la nuca perplejo. Al parecer, los
hombres que le habían traído a aquella zahúrda (1) no
habían comprobado antes sus condiciones acústicas.
O tal vez los tabiques eran de madera. Todo aquello
que había podido ver tenía el aspecto de un barracón
abandonado, acaso una antigua fábrica.
Mirando hacía el rincón, descubrió un trozo de
arpillera que, al parecer, tapaba de una manera primitiva
un agujero practicado en el suelo,
Henry se arrodilló, comprobando satisfecho que la
conversación llegaba hasta él a través del agujero y

1
chiquero, cochiquera, pocilga, porqueriza
81
procedió a separar la arpillera con mil precauciones, con el
rostro vuelto hacia la puerta.
El ventanillo no se abrió mientras realizaba la
operación.
Cuando terminó, apareció ante sus ojos un agujero
circular de unas veinte pulgadas de diámetro.
Henry echó por el un rápido vistazo, pero no pudo ver
a nadie en la habitación de abajo, aunque la luz que salía a
través del agujero le indicó que estaba mejor iluminada
que la suya.
Caviló intensamente. Con toda seguridad por aquel
orificio había pasado en otros tiempos una chimenea,
correa de transmisión o algo por el estilo.
Sea como fuere, ello le daba la oportunidad de
escuchar cuanto se hablase abajo y no desaprovechó la
ocasión.
A juzgar por las apariencias había tres o cuatro
personas.
De vez en cuando se oía un ruido semejante a un
repiqueteo, y pensando en él, llegó a la conclusión de que
alguien estaba transmitiendo en Morse.
—Comunique que todo ha salido bien —dijo la voz de
uno de los hombres que le habían acompañado en el coche
—. Gert ocupará el puesto de Balch.
Tras una corta pausa —tal vez la precisa para poner
aquellas palabras en clave —sonó el ruido del Morse.
—Ya está —dijo la voz del que lo manipulaba—.
Seguiremos transmitiendo informes, cuando nos
entrevistemos con Gert.
82
Nueva puesta en marcha del telégrafo.
—Cierre la comunicación. Bien. Nosotros nos
marchamos. Volveremos dentro de unas horas. Mientras
tanto estén con los ojos bien abiertos y tengan cuidado con
el prisionero.
—¿Qué vamos a hacer con él?
Henry aguzó el oído.
—Tiene que desaparecer. No podemos correr el riesgo
de que haya podido conseguir alguna indicación que
ponga sobre nuestra pista a los agentes de contraespionaje.
De nuevo, la perplejidad se adueñó del cerebro del
piloto.
¿Iban a borrarle del mundo de los vivos sin hacerle
pregunta alguna. Entonces, ¿por qué lo habían
secuestrado? ¿Quién era aquel Gert que iba a ocupar su
lugar? ¿A qué puesto se referían aquellos hombres?
Demasiadas preguntas.
Sólo una cosa era segura. Dos de aquellos hombres
iban a marcharse, lo cual dejaba reducido a otros dos el
número de sus enemigos.
Ello significaba que tendría que devanarse los sesos
para salir de allí antes de que regresasen los otros.
—Priest. Ve a arriba a ver que hace.
Aquellas palabras, que sólo podían referirse a él, le
pusieron en guardia. Colocó la arpillera en su lugar y se
tendió en el camastro con el rostro vuelto hacia la puerta y
semicubierto con un brazo.

83
Poco después oyó ruido de pasos en la escalera y el
ventanillo se abrió, pero volvió a cerrarse en seguida.
Henry se puso en pie, se acercó al agujero y quitó la
arpillera.
—Está dormido —oyó decir poco después.
—Estos tipos se toman las cosas con una calma que les
va a costar cara —aseguró el que parecía ser el jefe—.
Vámonos.
Una serie de ruidos indicadores de que acababan de
abandonar la estancia se dejaron oír.
Henry tapó el agujero y se sentó en el borde del
camastro.
Unos segundos de recapacitación acerca de lo que
acababa de oír le indujeron a pensar que el puesto que
debía ocupar aquel Gert era el de piloto de su propio
avión.
No podía ser de otra forma, porque en aquellos
momentos su destino era aquel.
Para ello necesitaban tenerle fuera de la circulación
algunas horas y luego le matarían.
Esto era seguro, pero implicaba otra pregunta: ¿Qué
iba a hacer el tal Gert con su aparato?
Al amanecer, su escuadrilla partiría en misión de
combate. ¿Volaría Gert con los demás aparatos o se
quedaría en tierra?
Renunció a adivinarlo, concentrándose en su presente
situación.

84
El ruido del coche que se alejaba le impulsó a
acercarse de nuevo al agujero. Los dos hombres que
quedaban en la casa acababan de regresar a la estancia de
abajo.
—Es un fastidio tener que estar aquí —dijo uno de
ellos.
—Tú terminarás mañana, Priest, cuando vengan a por
ese piloto para darle el paseíto —repuso el otro, riendo
desagradablemente—; pero ¿y yo? Llevo dos meses aquí,
pegado al receptor y no veo esperanza de ser relevado.
—No me gusta este asunto —repuso Priest. Debió
escanciar alguna bebida en un vaso. Hizo un ruido de
placer con la boca al saborearla y agregó: —Me refiero al
aviador. Por muy bien que ocultemos su cadáver, le
encontrarán y todo se vendrá abajo.
—Pero habremos conseguido ya nuestro objetivo. Ese
Adams no volverá a combatir, ¡Así reviente!
La conversación era mantenida en alemán, pero Henry
no tenía dificultades para comprenderla y lo que acababa
de oír le llenó de confusión.
—¿Qué tendrá que ver Adams con mi secuestro? —se
preguntó.
La voz del telegrafista sonó de nuevo.
—Voy a echarme un rato —dijo a Priest—. En
cualquier momento puede sonar el aparato, de manera que
no dejes de vigilarlo. Hace dos meses que no duermo tres
horas seguidas.
—Bueno —repuso Priest—. Yo vigilaré.
Se hizo el silencio.
85
Henry sentóse en el camastro y caviló intensamente
hasta llegar a la conclusión de que, cuanto antes se pusiese
en movimiento, sería mucho mejor para él.
Decidido a actuar, buscó con la vista algo que pudiese
servirle como arma ofensiva o defensiva, y sus ojos se
posaron en el viejo mueble, arrumbado en un rincón.
Era una especie de aparador de buena madera de roble.
Las columnas talladas de la parte superior, junto a las
puertas sin cristales, le sugirieron una idea.
Asió una de ellas y tiró con fuerza.
La columna de madera se desprendió con tanta
facilidad, que Henry trastrabilló hacia atrás y quedó
sentado otra vez en el camastro.
Tenía en sus manos una barra de madera torneada, de
una yarda de longitud y cuatro pulgadas de diámetro. Era
más de lo que podía esperar en aquellas circunstancias y se
sintió satisfecho.
Con ella en la mano derecha, fue hacia la puerta,
tanteándola por varios puntos, y comprobó que no estaba
en buenas condiciones para resistir un esfuerzo decidido.
Arrimó el hombro empujando con suavidad. La
plancha rechinó débilmente y cedió un poco.
Henry retrocedió varios pasos, dispuesto a lanzarse
contra ella, pero cuando se disponía a hacerlo lo pensó
mejor, deteniéndose en seco.
El factor sorpresa era muy importante y desaparecería
si cargaba contra la puerta.
Las probabilidades que tenía de vencer eran muy
escasas.
86
Aquellos tipos estaban decididos a terminar con él y lo
harían allí mismo, sin la menor vacilación, si les daba pie
para ello.
No. No podía darles la menor oportunidad. El
pensamiento que acababa de ocurrírsele, le pareció mejor
que su primera idea.
La estancia no tenía ventana alguna. Sólo la puerta le
ofrecía una salida, pero debía tantear los tabiques.
Pasó media hora haciéndolo, agradeciendo que
hubiesen dejado luz en la estancia para vigilarle.
Una vez sintió pasos en la escalera y se apresuró a
tenderse en el camastro, escondiendo la estaca, hasta que
los pasos de Priest se alejaron, tras haber comprobado que
se encontraba allí.
No tardó en comprobar que una de las paredes era de
madera y supuso que estaba tan carcomida como el resto
de las que había explorado.
Hurgando en ella con el garrote, logró separar dos
tablas lo suficiente para mirar al otro lado. La obscuridad
era absoluta y no pudo ver nada.
Aferró una tabla con ambas manos y tiró de ella con
fuerza sostenida.
Los clavos rechinaron al ceder. Henry se detuvo en su
tarea, pero nadie acudió, atraído por el débil ruido.
Diez minutos después, había practicado en el tabique
un hueco suficiente para poder pasar a través de él
Cogió la vela y atravesó la pared, encontrándose en
otra estancia del mismo tamaño que la anterior, pero
desprovista por completo de muebles.
87
Sus únicos dueños eran el polvo y los ratones.
Dirigióse de puntillas hacia la puerta, temiendo que
rechinase el piso, y comprobó que estaba abierta.
La abrió lentamente, pulgada a pulgada, para aminorar
el rechinamiento de los goznes desengrasados.
Su pensamiento era atraer la atención de Priest en el
momento oportuno, pero lo consiguió antes de lo que
proponía, quizá porque oyó ruidos sospechosos arriba o
porque sintió la necesidad de echar un vistazo al
prisionero.
Henry sintió sus pasos al subir la escalera y se dispuso
a actuar.
Dejó la puerta como estaba y regresó a su calabozo,
pero esta vez no ocupó el camastro sino que se situó ante
el ventanillo con la barra de madera firmemente
empuñada, y los nervios en tensión.
El corazón le golpeaba locamente en el pecho.
Priest llegó arriba y abrió el ventanillo.
En el mismo instante que su rostro llenaba el hueco por
completo, Henry levantó la barra de madera
horizontalmente, disparándola contra él.
Priest recibió un golpe brutal entre ambos ojos y vaciló
un segundo.
Henry le golpeó de nuevo con el improvisado ariete y
su guardián lanzó un gemido de dolor al mismo tiempo
que se doblaban sus rodillas.

88
Sin pérdida de tiempo, Henry atravesó el agujero del
tabique, cruzó la estancia abandonada y salió a la galería,
conservando la estaca en la mano derecha.
De abajo llegó la voz del telegrafista, despertado de su
sueño.
—Priest, ¿qué ocurre?
Henry se apresuró a responder con un gruñido,
semejante a una respuesta tranquilizadora.
—Esta maldita escalera.
Corrió hacia Priest que, caído en el suelo, pugnaba por
ponerse en pie.
La galería estaba mal iluminada con dos sucias
bombillas. A uno de los lados se abrían varias puertas, y al
otro había una barandilla que la separaba del resto de una
nave de grandes proporciones.
Sin la menor vacilación enarboló el arma, dejándola
caer en la cabeza de Priest, que se vino al suelo con un
gemido.
Henry se inclinó sobre él y palpó sus ropas, alzándose
de nuevo con una pistola de grueso calibre en la mano.
El telegrafista debía tener los nervios en tensión.
—Priest—aulló— ¿Qué diablos haces?
Henry comenzó a bajar la escalera lentamente. Dos
escalones rechinaron bajo su peso y comenzó a canturrear
como poco antes oyera hacerlo a Priest.
Así pudo llegar a la nave sin dificultad y se encaminó
hacia el rectángulo de una puerta por la cual salía luz,
penetrando por ella sin vacilar.
89
El radiotelegrafista se disponía a conciliar de nuevo el
sueño, tranquilizado.
Cuando Henry apareció ante él, abrió una boca de a
palmo, al mismo tiempo que quedaba sentado en el
camastro a impulsos de la sorpresa y del miedo.
Henry sonrió burlonamente.
—Hola—dijo en alemán—. ¿Cómo está?
La boca del otro se abrió más aún, al oírle hablar en su
idioma.
Avanzó hacia él sin dejar de encañonarle con la
pistola, dispuesto a hacerle hablar, pero el radiotelegrafista
no parecía estar dispuesto a darle facilidades.
Su mano derecha se hundió rápidamente debajo de la
almohada, volviendo a aparecer de nuevo, armada con una
pistola.
El piloto no perdió la serenidad y apretó el gatillo por
dos veces.
El proyectil de su enemigo zumbó su oído, clavándose
en el techo de la estancia.
El radiotelegrafista lanzó un gemido y cayó hacia
atrás, soltando la pistola.
Henry comprobó que estaba herido en el pecho.
El pensamiento de que Priest podía volver en sí, le
impulsó a abandonar la estancia y correr hacia arriba, pero
aquél continuaba inmóvil en el suelo.
Inclinóse sobre él, tomándole el pulso.
—Muerto—murmuró con un gruñido—. Le di
demasiado fuerte. Pues si que la he hecho buena.
90
No sentía la muerte de los dos hombres. Por el
contrario. Habían representado un enorme peligro para él
y ahora se sentía libre como los pájaros.
Pero ninguno de los dos podía contestar a las preguntas
que aún se estaba haciendo.
Volvió al cuarto de trasmisión. Como suponía el
radiotelegrafista no podría volver a transmitir información
alguna.
Yacía inmóvil sobre el lecho, que se teñía lentamente
con su sangre, alcanzado tal vez en el corazón.
Henry revolvió la estancia, encontrando algunos
papeles que le parecieron de interés, entre ellos una
especie de clave utilizada para transmitir mensajes.
Había también varias direcciones telefónicas de
Londres, que se guardó en el bolsillo con los otros papeles.
Al volver los ojos hacia la ventana, advirtió que la
aurora se iniciaba fuera.
La inquietud hizo presa de él, al recordar que en
aquellos momentos numerosos aviones estarían
despegando del aeródromo, camino de Alemania, con sus
panzas repletas de bombas.
Su primer movimiento fue correr hacia la puerta, pero
se contuvo.
Después de todo ignoraba donde se encontraba y, por
muchos esfuerzos que hiciese, no llegaría a tiempo de
tomar la salida con los demás
Cierto que Adams volaría aquella vez sin llevarlo en su
compañía, pero, había descubierto una banda dedicada al
espionaje.
91
—El cambio es favorable—gruñó—. Tal vez no noten
mi falta si ese Gert va a pilotar mi avión. ¿Para qué
diablos?—estalló.
Era preciso avisar al aeródromo, comunicar la
presencia en él de un espía enemigo, para evitar que
pudiese hacer algún daño.
Henry estaba sobre ascuas.
Por un lado tenía que avisar cuanto antes al aeródromo,
pero por otro le convenía continuar allí, en espera de que
volviesen los otros dos hombres.
Si él no estaba para impedirlo, cuando llegasen y
advirtiesen lo ocurrido, se apresurarían a ponerse fuera del
alcance de las autoridades y con ellos algunos más que
debían de trabajar en Londres.
Al fin decidió quedarse.
Durante cerca de una hora espió el camino que llevaba
al pabellón, hasta que al fin, columbró la silueta de un
automóvil que se acercaba.
—¿Cuántos vendrán?—se preguntó con inquietud.
Se habían ido dos, pero tal vez volviesen más.
Cuando el vehículo se detuvo ante la casa, sólo dos
hombres se apearon de él, pero un tercero continuó
sentado detrás del volante, haciendo fruncir el ceño a
Henry.
Junto a él, apoyado en la pared, estaba el garrote de
madera, que contempló especulativamente.
Una breve inspección le había hecho saber que la nave
tenía otra salida y mientras los dos hombres se dirigían

92
hacia la principal, Henry corrió a la parte posterior,
saliendo del edificio.
Era preciso actuar con silencio y rapidez, y velozmente
corrió a lo largo de la pared, llegando a la esquina de la
casa.
El coche estaba ante él. Henry se acercó en silencio,
acercándose al conductor, que levantó los ojos, haciendo
un gesto al verse encañonado por una pistola.
—Baje—ordenó Henry en alemán—. ¡Pronto!
El chófer abrió la portezuela, afirmando con la cabeza
al mismo tiempo.
Cuando la inclinó para bajar, Henry le propinó en ella
un culatazo
El automóvil ocultó el cuerpo del hombre cuando cayó
hacia adelante, estrellándose el rostro contra el suelo.
Para estar más seguro, Henry le golpeó por segunda
vez.
Sin pérdida de tiempo, arrojó el cuerpo del conductor
dentro del coche y ocupó su lugar, echándose ligeramente
el sombrero sobre los ojos.
Sabía que no tendría que esperar mucho, y no se
equivocó. Apenas cinco minutos después, los dos hombres
que habían entrado en la casa, aparecieron de nuevo en la
puerta, corriendo hacia el coche.
En sus rostros se reflejaba el terror. Habían descubierto
lo ocurrido y sólo pensaban en ponerse a salvo, sabiendo
lo que les esperaba si eran atrapados.
—Meinen—tartamudeó uno de ellos.

93
Cuando se encontraban a diez pasos de distancia,
Henry se arrojó del coche pistola en mano. Los dos
hombres se detuvieron, sorprendidos.
—Levanten los brazos—dijo el piloto
Obedecieron lentamente, sumidos en su estupor.
El cerebro de Henry entró en ebullición. Estaba
decidido a no concederles un sólo segundo de ventaja.
Seguramente estaban armados y serían peligrosos en
cuanto reaccionasen.
Sin embargo, no podía matarlos a sangre fría.
—Vuélvanse—ordenó.
Los otros lo hicieron así, creyendo sin duda que se
disponía a registrarlos.
Pero Henry no hizo tal cosa, sino que volvió a
empuñar la pistola por el cañón. Le había dado buenos
resultados utilizarla como maza y confiaba en que así
seguiría ocurriendo.
La práctica le había convertido en un verdadero
técnico en la materia. Uno de los hombres cayó al primer
golpe. El otro se tambaleó y fue preciso un segundo
culatazo para ponerlo fuera de combate.
Henry sintió el mayor placer al golpearlos,
devolviéndoles así la medicina que poco antes acababan
de administrarle a él en Londres.
Sin concederles una sola mirada, volvió a la casa,
regresando al momento con unas cuerdas y las ropas de la
cama del telegrafista.

94
Mientras ataba a conciencia a uno de ellos el otro
comenzó a rebullirse.
Henry cesó por un momento en su tarea y le propinó
otro culatazo, el octavo golpe de la mañana, si llevaba bien
la cuenta, al mismo tiempo que murmuraba:
—A dormir otro rato, amigo.
Cuando los tuvo bien atados, los despojó de sus armas
y trasladó su atención al conductor.
Seguía sumido en la inconsciencia, tendido como un
fardo en el suelo del coche.
Henry lo ató allí mismo como pudo, con una de las
sábanas y a continuación echó encima de él los cuerpos de
los otros dos.
Cuando terminó la tarea, jadeaba penosamente y
sudaba por todos los poros de su cuerpo, pero no se
concedió ni un minuto de reposo
Dejó las cuatro pistolas en el asiento anterior, y se
situó tras el volante, poniendo el coche en marcha.
Antes de arrancar colocó el espejo retrovisor de forma
que le permitía ver los cuerpos de sus enemigos.
Había ya luz suficiente para conducir sin encender los
faros.
Henry salió al camino. Era muy malo y avanzó por él,
satisfecho de sí mismo y del sesgo que habían tomado los
acontecimientos.
Vencer a cinco hombres y llevar bien empaquetados a
tres de ellos, era ciertamente una hazaña.

95
Claro que la suerte le había ayudado mucho, pero eso
no restaba méritos a lo que acababa de hacer y se preguntó
qué diría Adams al saberlo.
Se figuró su rostro, cuando, en lugar de recibir una
reprimenda por no haber hecho acto de presencia en el
aeródromo a tiempo de tomar la salida, fuese felicitado por
haber terminado con una red de espionaje.
De cuando en cuando echaba una mirada hacia atrás
por el espejo retrovisor.
De esta forma llegó a la carretera, donde encontró a un
campesino, detenido en el cruce, junto a un tractor.
Henry paró el coche junto a él.
—Oiga ¿puede decirme donde estoy?— preguntó.
El campesino fijó en él sus agudos ojillos,
contemplándole como si estuviese loco.
—En la carretera de Londres a Canterverry—dijo al
fin.
—¿A qué distancia de Londres?
—A unas quince millas ¡Eh! ¿Qué lleva ahí?—
preguntó el campesino, tras echar una mirada al interior
del coche.
—Tres amigos borrachos—repuso Henry—. No sé
porque beben como lo hacen, si no saben soportarlo.
El campesino tenía la vista fija en él.
—¿Por qué los lleva atados?—preguntó receloso.
A Henry se le ocurrió una idea.
—Bueno—repuso—. La verdad es que son espías
alemanes.
96
El campesino abrió una boca de a palmo.
Probablemente estaba pensando que se había escapado del
cercano manicomio de Aldeist.
Henry le relató brevemente lo sucedido y la mirada
cargada de sospechas del campesino, se aclaró.
—¿Puede ayudarme?—preguntó el piloto.
—Desde luego ¿Qué puedo hacer?
—Yo no puedo conducir y vigilarlos al mismo tiempo
¿Sabe manejar una maza?
—¿Una... maza?—preguntó extrañado el campesino.
—Sí. Acomódese en el asiento de atrás —dijo Henry,
entregándole una de las pistolas que tenía al lado—. En
cuanto note que alguno de ellos se mueve, dele un buen
porrazo en la cabeza, pero no demasiado fuerte. A mis
jefes les gustará interrogarles.
El campesino tomó el arma. Hasta entonces no había
estado muy seguro de si Henry hablaba en broma o en
serio.
Con gesto decidido abrió la portezuela del coche y se
dejó caer en el asiento.
Henry volvió la cabeza hacia él, sonriendo con
simpatía.
—Abra bien los ojos, compañero—dijo—. Esto le va a
valer una medalla... y algo que contar a sus amigos.
Lanzó el coche carretera adelante. Unos minutos
después, ante una bifurcación se volvió hacia el
campesino.
—Este camino va a El Weald ¿no es así?—le preguntó.
97
El campesino repuso afirmativamente. Henry metió el
coche por el camino y apretó de nuevo el acelerador.
Diez minutos después cruzaba el pequeño pueblo y
enfiló el morro del coche hacia el aeródromo.
Había varios aviones en las pistas. Algunos hombres
deambulaban entre ellos.
Al ver acercarse el coche, dos centinelas armados Le
cerraron el paso y un oficial apareció a su lado haciéndole
señas de que se detuviese
Henry lo hizo así, sonriendo ampliamente aunque su
sonrisa no encontró eco en el oficial.
—Hola—dijo—. ¿Sucede algo?
El oficial le contemplaba como si no pudiese creer lo
que estaba viendo, pero no miraba al interior del coche,
sino a él, a Henry.
De pronto, el oficial sacó la pistola de la funda,
encañonándole con ella.
—Baje del coche—dijo.
Henry le contempló con la boca abierta, perdida la
sonrisa.
—Oiga—repuso irritado—. ¿Es que se ha vuelto loco?
Mire ahí detrás. Traigo...
—-No me importa lo que traiga—replicó el oficial y el
campesino tragó saliva pensando si no se había metido en
un buen lío—. Hay una orden de detención contra usted.
Henry parpadeó sorprendido, pero no tardó en sonreír.
—Comprendo—dijo—. Anoche no me presenté a la
hora del despegue ¿no es así? Es que estuve muy ocupado
98
—agregó señalando la trasera del coche con un
movimiento de cabeza.
El oficial le miró con dureza.
—Hizo algo más que eso—-masculló—. Algo
incalificable. Más le valía estar muerto.
Henry frunció el ceño sin comprender. El oficial
prosiguió:
—El capitán Thomas dijo que había caído usted al
mar, pero por lo visto tuvo la suerte de salvarse. Lo que no
comprendo es como ha tenido la desfachatez de volver
aquí ¿Cree acaso que no le vio nadie hacer lo que hizo?
—Me está hablando usted en chino—estalló Henry
colérico—. ¿Qué es lo que se supone que hice, si puede
saberse?
—Derribar el aparato del teniente coronel Adams, bien
lo sabe usted—farfulló el oficial, no menos irritado que él.
—¡Santo Cielo! —exclamó Henry— ¿Quiere decir
que...?
—¿Es que va a hacerse el ignorante? —preguntó
enfurecido el oficial—. Todos sus compañeros le vieron.
Haga el favor de seguirme.
Hizo un elocuente movimiento con la pistola. Henry se
apeó del coche y repuso:
—Está bien, pero encargue a sus hombres que no
pierdan de vista a los tipos que traigo atados ahí dentro. Le
pesará si no lo hace.
—Ande delante de mí—replicó el teniente con áspero
tono.

99
El oficial y él se pusieron en marcha hacia los
barracones.

8
B AJO la luz del amanecer, medio centenar de
aparatos se alineaban en las pistas de despegue.
Delante de todos ellos, el de Roger Adams, como una
nave capitana, lanzaba ya al aire el tronar de sus motores.
Uno a uno los capitanes de las cuatro escuadrillas
fueron llevándole la novedad.
Todos estaban en sus puestos, excepto Henry Balch.
La noticia le fue llevada por el teniente Pendleton.
—¿No sabe donde está?—preguntó Roger a gritos,
para dominar el estruendo de los motores.

100
—No—replicó Pendleton—. Desde luego no está en su
habitación. No ha dormido en ella
—¿Donde diablos puede haberse metido? —masculló
Adams—. Faltan sólo dos minutos para el despegue.
Pendleton no podía resolver su duda, en vista de lo
cual tomó una decisión.
—Partiremos sin él—dijo—. Tome usted el mando de
la escuadrilla y ordene que retiren el aparato del capitán.
Ocupó su asiento en el caza e hizo señas al mecánico
para que se apartase.
Cuando el aparato comenzó a deslizarse por la pista,
Roger estaba casi de buen humor.
Al fin, Henry Balch había resbalado, faltando a la lista,
tal vez porque Tessa lo había entretenido demasiado.
Bien. El se encargaría de que le costase cara la
deserción. Y aquella vez ni el general ni nadie podrían
librarle del castigo y del deshonor.
Si se hubiese molestado en mirar hacia abajo, hubiese
podido ver un automóvil que avanzaba a toda velocidad
hacia el aeródromo.
Su único ocupante además del conductor, gritó algo al
pasar junto al centinela y el coche siguió avanzando hasta
el borde del campo, sin que aquél hiciese nada por
detenerle.
Aún se movían las ruedas del coche, cuando su
ocupante se tiró de él, corriendo hacia la pista de
despegue.
La escuadrilla de Thomas estaba ya en el aire y los
mecánicos apartaban el avión de Balch.

101
El hombre corrió hacia ellos. Llevaba subido el cuello
del mono, forrado de piel, el casco puesto y los ojos
cubiertos en las grandes gafas.
—Ese aparato—chilló imperativo—. Colóquenlo en
línea.
Los mecánicos obedecieron con presteza.
Aquel hombre no podía ser otro que el capitán Balch.
Desde la cabina de su aparato, presto a lanzarse al
espacio, Pendleton le vio subir a la del otro «Spitfire» y
gruñó:
—Menos mal que ha llegado. ¿Dónde diablos habrá
estado metido?
Apreciaba a Henry y lamentaba que Roger hubiese
encontrado la ocasión para perjudicarle.
Balch agitó una mano en el aire y el avión comenzó a
moverse
Pendleton le dejó ganar trescientas yardas en la pista y
le siguió. Estaba en el aire cuando observó que el avión
tripulado por el capitán se volvía ligeramente y lanzó un
suspiro de satisfacción.
Era costumbre de Balch hacer aquello, para comprobar
que todos los aparatos a sus órdenes habían despegado ya.
El medio centenar de cazas protegían a otros tantos
bombarderos, que una vez más iban a descargar su carga
en territorio ocupado por el enemigo.
Ante ellos, Roger pasaba una y otra vez alrededor de
los panzudos «Havilland», que llevaban la muerte en sus
entrañas.
En una de ellas comprobó que la cuadrilla de Balch iba
completa e intentó hablar con él.
102
—Balch—llamó sin obtener respuesta—. Balch ¿me
oye? Soy el coronel Adams.
Nada. Y los doce aviones de la escuadrilla volaban en
delta a la derecha de los bombarderos.
—Ese maldito —masculló Roger—. No quiere
contestarme. Pendleton —llamó.
La respuesta no se hizo esperar.
—Teniente Pendleton al habla. Diga.
—¿Va el capitán Balch en su aparato?
—Sí. Subió en el último instante.
—Le estoy llamando y no me contesta.
—Tal vez tenga estropeada la escucha —dijo
Pendleton.
La formación pasó sobre el canal. Unos segundos y
empezarían a volar sobre Francia.
Entonces sucedió algo asombroso.
Todos pudieron verlo, pero en especial los hombres de
la escuadrilla de Balch y los que mandaba Thomas.
Sin haber recibido orden alguna de Adams, Balch se
apartó de pronto de la formación, volando en línea recta
hacia el aparato de jefe de grupo.
Ante la mirada asombrada e incrédula de una veintena
de pilotos, el aparato se situó detrás del de Roger a una
altura ligeramente superior.
De pronto se precipitó hacia abajo como una avispa
enfurecida, disparando las cuatro ametralladoras.
El caza de Roger apuntó al cielo con el morro durante
un instante y una leve llama partió del motor,
convirtiéndose en una hoguera.
—Ese loco —bramó Thomas—. ¡Traidor!
103
Por mucho que fuese el odio que Balch sentía contra
Adams, aquello era una felonía, que no estaba dispuesto a
consentir.
Debajo de él, el «Spitfire» de Adams se precipitaba
hacia el mar
Thomas tomó inmediatamente la iniciativa.
—Atención todos los pilotos —dijo—. El coronel ha
sufrido un accidente. Tomo el mando. Sigan adelante con
los bombarderos.
Obedeciendo a los mandos, su caza se alejó de la
formación, que siguió su majestuosa marcha hacia el sur.
Debajo de ellos, el canal de la Mancha mostraba sus
aguas azuladas y frías.
Thomas miró hacia abajo al mismo tiempo que hacía
girar al avión.
Adams no debía haber muerto por cuanto había
logrado controlar su aparato, impidiendo que se hundiese
bruscamente de morro en el agua.
De pronto vio a Adams arrojarse fuera del aparato, que
continuó su caída hacia el mar.
El cielo escuchó sus súplicas y el paracaídas de Adams
se abrió a mitad del camino.
—Supongo que ese maldito loco recobrará la razón —
masculló Thomas.
Pero ¿qué podía hacerse por él? Había atentado contra
la vida de un superior y aquello no tenía más que un
castigo en tiempo de guerra. La muerte ante un pelotón de
ejecución.
De pronto, Thomas masculló una maldición

104
Horrorizado, vio cómo el «Spitfire» de Balch volvía a
lo lejos y cerraba contra Adams, que se balanceaba en el
aire cayendo lentamente al mar.
Thomas apretó los dientes y lanzó su avión al
encuentro del agresor, pero no pudo alcanzarle.
Con los ojos desorbitados por la ansiedad, sumido en
un sueño de pesadilla, le vio cruzar ante él como una
exhalación y se lanzó en pos de su estela.
Sus ojos no se apartaban de Adams, que se encontraba
inerme ante las ametralladoras del caza de aquel loco
Thomas comprendió que Balch había empezado a
disparar contra Adams, cuando le vio a éste retorcerse
bruscamente, provocando un vaivén en el tranquilo
descenso del paracaídas.
El «Spitfire» se remontó a las alturas y Thomas tuvo la
impresión de que se disponía a volver a la carga.
—No —masculló—. No puedo consentirlo.
Costase lo que costase, debía castigar a aquel traidor e
impedir que volviese a disparar contra Adams.
Toda su pericia fue puesta a contribución de sus
propósitos.
El caza se encabritó como un potro castigado por la
espuela y hendió los aires con la velocidad de un
relámpago, encontrándose debajo y a retaguardia del de
Balch.
Thomas torció ligeramente y el aparato ascendió en el
cielo como una saeta, mientras el piloto mantenía los ojos
fijos en el colimador de la mira.

105
Cuando tuvo prendido en él al «Spitfire» asesino,
accionó los mandos, enviándole cuatro chorros de
proyectiles.
Pasó de largo sin haber podido observar el resultado,
pero al mirar hacia atrás vio cómo el avión de Balch
cabeceaba en el aire.
Seguro de haberle alcanzado describió un semicírculo
y volvió a la carga.
La nueva rociada de proyectiles precipitó al otro avión
hacia el mar en siniestro picado sin control.
Thomas lo contempló como hipnotizado hasta que el
aparato se estrelló contra la superficie del agua.
Por un momento permaneció sobre ella, pero no tardó
en desaparecer, tragado por el mar.
Adams seguía descendiendo. Se encontraba
escasamente a cincuenta metros de la superficie del agua
cuando Thomas pasó muy cerca de él a la menor velocidad
que le permitía su propia seguridad.
Roger tenía la cabeza hundida en el pecho.
Tal vez estuviese vivo aún, pero si caía al agua en
aquel estado, lo más seguro sería que no pudiese librarse
del paracaídas y el mar lo sepultase.
Rápidamente tomó una decisión.
A poca velocidad comenzó a describir círculos
alrededor de Adams, cada vez más bajos, al mismo tiempo
que emitía desesperadas llamadas de socorro.
La costa inglesa con sus numerosas estaciones de
escucha estaba muy cerca y alguna de ellas recogería sus
señales.
Roger estaba a punto de tocar el agua con los pies.
106
La conciencia del peligro le había devuelto el sentido y
Thomas comprobó con alegría que estaba vivo y que se
esforzaba por caer en el agua en la mejor posición posible.
Detuvo el motor y siguió descendiendo en vuelo
planeado
El avión disminuyó rápidamente la velocidad. Cuando
llegó al nivel de Roger se encontraba a escasos metros
sobre la superficie del mar.
Sin una vacilación, Thomas desprendióse del cinturón
de seguridad, se incorporó en la carlinga y midió las
distancias con los ojos.
—¡Ahora! —murmuró.
Saltó limpiamente al aire. Vio avanzar hacia él la masa
azul del agua y aspiró profundamente el aire, preparándose
para la zambullida.
Todo su ser sintió un golpetazo al ponerse en contacto
con el agua, pero iba prevenido y de un taconazo se
encontró de nuevo en la superficie.
Rápidamente puso en acción el mecanismo que llenaba
de gas su chaleco salvavidas por la mezcla de dos
productos químicos y miró a su alrededor.
La espuma causada por el avión al hundirse era visible
aún.
Cerca, Roger se esforzaba por desprenderse del
paracaídas, que le cubría por completo.
Thomas llegó a su lado mediante vigorosas brazadas y
le ayudó a desembarazarse del estorbo.
—Animo —dijo—. Estoy a tu lado.
Adams sonrió débilmente.
—Estoy herido —murmuró.
107
—Ya lo sé. Tendremos que aguantar unos minutos. He
estado pidiendo socorro durante mucho tiempo y no
tardarán en encontrarnos.
Situóse a su lado y agregó la ayuda de su brazo al
chaleco inflado ya de Roger, para mantener a flote a su
compañero.
Este volvió hacia él su rostro macilento y preguntó:
—¿Qué sucedió? Debí sufrir una avería,
—¡Qué avería, ni qué...! —estalló Thomas—. No
debiera decírtelo pero vas a enterarte tarde o temprano.
—¿Qué pretendes con tanto preámbulo? ¿Decirme
acaso que me han derribado? —interrogó Adams con
ansiedad.
—Algo peor que eso masculló Thomas.
Roger le contempló ceñudo, preguntándose qué habría
peor para él que aquel contratiempo que empañaba su
fama de invulnerable.
—Fue... Balch quien te derribó —le hizo saber
Thomas, tras una corta vacilación.
El herido salió de su aparente marasmo. Abrió los ojos
y miró a Thomas como si le viese por primera vez en su
vida.
—No comprendo. —murmuró—. Debes de estar
equivocado, Thomas. Por mucho que me odie...
—No lo estoy. Le vi perfectamente arrojarse contra tu
avión con su «Spitfire», disparando las ametralladoras.
Dio dos pasadas por encima de ti antes de que yo lograse
derribarlo.
—¿Dices que lo has derribado?

108
—Sí. Disparó contra ti mientras descendías. No le dejé
hacerlo por segunda vez.
—¡Dios mío! —murmuró Roger.
Guardó un largo silencio, con los ojos cerrados, que
Thomas respetó.
Ningún sentimiento humano servía para disculpar la
acción de Balch, no sólo por intentar terminar con Adams
sino porque al hacerlo causaba a Inglaterra un grave daño.
Pero a la hora de buscar atenuantes habría que poner
en la balanza la desdeñosa e insultante actitud de Roger
hacia sus oficiales.
Tal vez Adams estaba haciendo en aquellos momentos
acto de contrición de sus errores pasados, pero el precio de
su posible rectificación era demasiado caro.
—Roger —llamó al fin, alarmado ante el prolongado
silencio de su compañero.
—No me ocurre nada... que no sepas —-repuso Adams
—. Estoy herido en la pierna, pero me duele más aquí —se
señaló el pecho—. ¿Crees que se habrá salvado?
—¿Quién? ¿Balch? No lo creo. Se hundió en el mar
con su avión y no le he visto volver a aparecer.
—Dios quiera que estés equivocado—murmuró el
herido—. Tendré que pedirle perdón. A él y a todos. He
sido un verdadero borrico para esos muchachos.
Thomas no contestó. No podía decirle que lo que
estaba diciendo era la pura verdad.
Adams agregó:
—Si se ha salvado y comparece ante un tribunal
militar... yo declararé en su favor.
—No hables —dijo,
109
—Eso no me perjudica—repuso Adams—. En cambio
me hace bien.
El agua estaba fría. Aun para un hombre sano la
prolongada permanencia en ella no podía ser buena.
Thomas notaba violentos escalofríos a lo largo de todo
su ser y se imaginó lo que estaría pasando Adams.
Además había otra cosa
Roger estaba herido en las piernas. Si las heridas
sangraban cuando llegó al mar seguirían sangrando ahora,
porque la acción del agua impediría la coagulación.
Se preguntó cuánto podría resistir y si seguiría
viviendo aún cuando recibiesen auxilio.
Sus ojos recorrieron el mar sin percibir otra cosa que
las rizadas olas, que se tornasolaban a la luz de la mañana.
Roger estaba intensamente pálido y respiraba con
dificultad.
El peligro de que se hundiese en los abismos del mar
era casi nulo gracias a los chalecos llenos de gas, pero no
daba un penique por la vida de su compañero.
Transcurrió cerca de una hora sin que ninguno de los
dos pronunciase una sola palabra, conscientes de que
debían de ahorrar fuerzas.
Ambos tiritaban intensamente, sobre todo Roger, cuya
resistencia parecía ser sobrehumana.
Thomas intentó hacer algunos ejercicios para crear
algún calor, pero el trabajo de mover los músculos era
mucho peor que el frío.
De pronto le pareció oír un rumor lejano.
Tan sólo su cabeza sobresalía del agua y su campo
visual era muy limitado, pero el rumor iba en aumento.
110
Miró hacia el cielo, creyendo que se trataba de un
avión, pero no vio el menor rastro de auxilio.
—Debe de ser una gasolinera —se dijo.
Unos segundos después comprobó que estaba en lo
cierto y zarandeó ligeramente a Roger.
—Animo —dijo—. Ya vienen en busca nuestra.
Adams no contestó. El rumor seguía sonando, cada vez
más cerca, pero Thomas no podía descubrir su origen.
Al fin la estilizada silueta de una motora se destacó en
la superficie del mar, un cuarto de milla de distancia.
No navegaba en línea recta hacia ellos sino haciendo
un pronunciado zigzag, tal vez para abarcar mayor
extensión.
Thomas agitó un brazo en el aire a la vez que lanzaba
estentóreos gritos, pero aquélla siguió su rumbo.
Thomas siguió gritando, con la impresión de que
apenas conseguía hacerse oír a la distancia de diez metros.
Fuera de sí, volvió a agitar el brazo frenéticamente en
el aire.
Durante unos segundos que le parecieron otras tantas
eternidades, la gasolinera continuó la dirección, que la
llevaría a pasar a doscientos metros de distancia.
Las probabilidades de ser recogidos eran muy escasas,
según le pareció.
De pronto la embarcación torció el rumbo,
encaminándose hacia ellos.
Thomas exhaló un suspiro de alivio y cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo distinguió perfectamente la
fina silueta de la motora y el movimiento de los hombres
sobre cubierta.
111
Los habían visto.
Poco después la embarcación se detuvo junto a ellos y
tres rostros ansiosos se inclinaron sobre la bordilla.
Un oficial que aún conservaba los prismáticos en la
mano, preguntó, señalando a Roger:
—¿Está herido?
—Sí —repuso Thomas.
Adams fue izado a bordo por hercúleos brazos que
ayudaron a Thomas después.
El mayor dejóse caer sobre cubierta, agotado, pero el
oficial no le dejó permanecer allí.
—Tiene que ir abajo, señor —dijo—. Le acostaremos
en una litera. Está usted helado.
Thomas se dejó conducir. Roger estaba acomodado ya
en su estrecha litera y un hombre de rudo aspecto
examinaba sus heridas.
—¿Cómo está?—preguntó envolviéndose en la manta
que le echaron por encima de los hombros.
—Mal repuso el marinero—. Ha perdido mucha
sangre.
El motor de la gasolinera aumentó el ritmo y volumen
de sus explosiones, a la vez que maniobraba para dirigirse
a la costa inglesa.
En la escotilla, Thomas, con el rostro ceñudo,
contemplaba el pálido semblante de Roger, preguntándose
qué especie de locura había atacado de pronto a Henry
Balch, induciéndole a perpetrar aquella cobarde agresión.
De pronto llegaron desde cubierta estentóreos gritos de
mando. Una voz estalló:
—¡Cuidado! Lo tenemos encima.
112
La exclamación fue coreada por el rítmico tronar de
una ametralladora, cuyos proyectiles crepitaron al astillar
la cubierta.
—¡A la ametralladora, Rudgins! —estalló la voz del
oficial.
Thomas supuso que eran atacados por un avión
germano y no se equivocó.
El «Stuka» describió un amplio semicírculo y se
enfrentó de nuevo con la motora, atacándola de costado.
Detrás de la ametralladora, Rudgins pulsó los
contactos con mano firme dando al aparato alemán la
réplica adecuada.
Dos rosarios de proyectiles se cruzaron en el aire.
El avión rozó casi el mástil de la embarcación,
tomando inmediatamente altura con horrísono trepidar de
sus motores, mientras el ametrallador se doblaba por la
cintura.
El oficial rechinó los dientes.
Con escasa suavidad, dada la urgencia del caso, apartó
al herido de la ametralladora ordenando al timonel:
—¡Navegación en zigzag!
El avión alemán volvió a la carga.
Su piloto era un osado, atreviéndose a acercarse en
solitario a tan corta distancia de la costa inglesa.
El oficial apretó los dientes. Cuando el «Stuka» enfiló
de nuevo su morro contra la embarcación, apretó los
contactos de las ametralladoras, enviándole una cuádruple
andanada de proyectiles del calibre 32.
El avión, por su parte, regó de nuevo de proyectiles la
cubierta.
113
Ni su piloto ni el marino hicieron blanco, pero el avión
no volvió a la carga, seguramente porque la motora se
encontraba muy cerca de la costa.
Con un ancho suspiro de alivio, la dotación del frágil
navío lo vio alejarse hacia el sur hasta perderse de vista.
El oficial limpióse el sudor que perlaba su frente.
—De buena hemos escapado —dijo.
—Menos mal que no llevaba bombas —repuso a su
lado el timonel.
El oficial se volvió hacia Rudgins, que continuaba
tendido en el suelo semiapoyado en la borda.
—Bájenlo a la sentina —dijo.
Había sólo dos literas en ella.
Haciendo de tripas corazón, Thomas abandonó la que
ocupaba, dejándose caer en el banco adosado a la pared,
junto al aparato de radio.
Rudgins fue acostado en su lugar y, mientras eran
examinadas sus heridas, la motora aumentó su velocidad
hacia la costa inglesa.

114
115
9
E L general Wrigth frunció el ceño al oír lo que le
estaban diciendo por teléfono.
—Imposible —masculló al fin—. Tiene que haber
alguna equivocación.
—No la hay, señor —fue la respuesta—. Fueron
muchos los que le vieron hacerlo.
Henry Balch había derribado sobre el canal al aparato
tripulado por Roger Adams, cargando de improviso sobre
el, sin darle tiempo a reaccionar.
El mayor Thomas a su vez, había hecho caer al mar el
avión pilotado por Balch, que se hundió en las aguas con
su piloto.
Por fortuna, Roger había sido salvado de morir gracias
al heroísmo de su compañero y en aquellos momentos se
encontraba en un hospital, recibiendo la asistencia
adecuada.
Wrigth preguntó con tono descompuesto.
—¿Y el mayor Thomas?
—Va camino de su casa, señor —fue la respuesta.
Wrigth dejóse caer en un sillón, perplejo

116
Nunca hubiese supuesto siquiera que la escondida
rivalidad entre aquellos hombres termínase de aquella
manera.
Por supuesto, Balch tenía motivos para odiar a Adams,
pero no más que otros pilotos.
Había tenido que ser él quien reaccionase de aquella
forma desleal para terminar enterrado bajo las aguas, lleno
de vergüenza y deshonor.
¿Qué pensaría Tessa de todo aquello?
El general sabía que ambos jóvenes estaban
enamorados. Henry había formalizado poco antes su
compromiso con la muchacha. ¿Por qué entonces había
hecho aquello?
—Ha debido volverse loco —masculló.
La puerta del despacho se abrió y 1a silueta de Tessa
apareció en el umbral.
Cubría su cuerpo con una elegante bata casera y el
pelo, despeinado, cayendo en alborozada cascada sobre
sus hombros, resaltaba su belleza.
—¿Sucede algo, papá? —preguntó al advertir el rostro
del general.
Wrigth mordióse el labio inferior...
La muchacha iba a recibir un golpe terrible, pero tal
vez sería preferible que supiese lo ocurrido por él mismo,
en vez de saberlo por otro conducto.
Se puso en píe y avanzó hacia su hija, poniéndole
ambas manos en los hombros.
—Tessa —dijo con voz ronca—. Es algo que te afecta
particularmente. Apenas conozco otra cosa que la noticia
escueta, pero debes prepararte para lo peor.
117
La alarma se reflejó en el rostro de h, muchacha,
—¿Henry? —preguntó.
Wrigth afirmó con la cabeza.
—¿Ha... muerto? —volvió a preguntar Tessa,
esperando la respuesta con la respiración contenida.
—Ha derribado el aparato de Adams, mientras volaban
sobre el canal —repuso su padre.
La reacción de Tessa fue explosiva.
—No lo creo —exclamó—. No puedo creedlo. Ha
debido suceder algo que no te han dicho. Henry es incapaz
de hacer eso por mucho que lo odiase. Tal vez Adams.
Se detuvo, no sabiendo qué decir.
—Los informes no dejan lugar a dudas —repuso el
general—. Volaban en formación cuando de pronto Balch
se arrojó sobre Adams por la espalda. Lo lamento, hija,
pero…
—¿Y Henry? —preguntó Tessa con ansiedad.
El general bajó los ojos, incapaz de sostener su mirada.
La muchacha tragó saliva, Preguntó con voz temblorosa:
—Ha muerto... ¿verdad?
—Sí —repuso su padre con voz ronca—. Thomas le
derribó.
La muchacha enterró el rostro entre las manos,
estallando en sollozos.
Pero su pena duró poco. Clavó los ojos llenos de
lágrimas en su padre y repuso:
—No creó una palabra de todo eso. Me refiero al
ataque de Henry. Algo tuvo que ocurrir si lo hizo.
—Thomas está al llegar —-repuso el general—. El nos
lo dirá.
118
Pasó media hora larga, angustiosa y deprimente, antes
de que llegase el mayor, pálido y demudado, con un
aspecto que decía por sí sólo que debía de estar en el
hospital y no allí.
Wrigth le obligó a tomar asiento y, tras servirle una
copa de «brandy», le hizo ir derecho al grano.
Thomas miró a Tessa y murmuró:
—Lo siento.
Explicó lo ocurrido en breves palabras, sin quitar m
poner nada ni hacer el menor comentario por su parte.
Dos pares de ojos estaban fijos en él, bebiendo
materialmente sus palabras. Cuando acabó de hablar se
reclinó en el respaldo del sillón con aspecto cansado y
abatido, Wrigth le preguntó:
—¿Seguro que fue así? ¿No hay algún error en lo que
acaba de decirnos?
—Desgraciadamente, no. Vi con mis propios ojos
cómo Balch se lanzaba contra Roger. Cuando Adams se
lanzó en paracaídas, intentó ametrallarle. Lo ametralló una
vez, mejor dicho, hiriéndole en las piernas. Si no hubiese
tenido la suerte de derribarlo lo habría matado —miró a
Tessa y volvió a repetir—: Lo siento.
La muchacha no lloraba, como si no tuviese lágrimas.
Thomas se dijo que él en su caso estaría inconsolable,
porque para nadie era un secreto las relaciones que la
unían a Henry.
—¿Sucedió algo entre ellos antes de emprender el
vuelo? —preguntó el general.

119
—Nada, que yo sepa —repuso Thomas—. Balch fue
ayer a Londres y se presentó en el aeródromo con retraso,
cuando todos los aparatos habían despegado ya.
Tessa saltó como si tuviese muelles.
—Estuvo conmigo —repuso—. Encontramos a Adams
en un restaurante de Charling Cross y estuvo grosero y
odioso con Henry. Le ordenó que se fuese al aeródromo
inmediatamente.
Wrigth movió afirmativamente la cabeza.
—Lo recuerdo —dijo—. ¿Fue violenta la discusión
entre ambos?
—Pero... si apenas hubo discusión, papá. Henry se
marchó enfurecido pero por el camino se tranquilizó. No
—agregó Tessa—. No puede haber sido ese el motivo.
Tiene que haber otras razones...
—Ya lo aclararemos ¿Y Roger?
—En el hospital —repuso Thomas—. Al parecer, se
salvará.
Wrigth marcó un número en el teléfono.
Llamaba al hospital, donde le informaron que Adams
se encontraba mucho mejor y, desde luego, fuera de
peligro, después de una transfusión de sangre que le había
sido practicada.
Las heridas eran poco importantes y la mayor gravedad
provenía de la pérdida de sangre.
Tranquilizado respecto a aquel punto Wrigth colgó el
auricular.
—¿Qué opina Adams? —preguntó.
—Está muy pesaroso de su actitud —repuso Thomas
—. Me dijo que si Balch se había salvado y comparecía
120
ante un tribunal, declararía en su favor. Desgraciadamente
no servirá para nada.
—Eso tenía que haberlo pensado antes —estalló Tessa
—. Es un hombre inhumano, orgulloso y cruel. Tarde o
temprano alguien tenía que darle una lección y lo único
que lamento es que no esté haciendo compañía a Henry en
el fondo del mar.
—¡Tessa! —exclamó el general—. Te prohíbo que
hables así.
—Perdóname, papá —repuso la muchacha.
Dejóse caer en un sillón, sollozando convulsivamente.
Para ella, lo peor que podía ocurrir era que su
prometido hubiese muerto.
Y después de esto, que su nombre fuese arrastrado por
el lodo en lugar de figurar en un lugar de honor entre una
corona de laurel.
Durante unos segundos los dos hombres charlaron con
desgana, impresionados por el suceso.
Al fin el general se puso en pie, recordando que
Thomas necesitaba urgentes cuidados médicos.
Se estaban despidiendo de él cuando sonó el timbre del
teléfono.
Wrigth tomó el auricular.
—Diga —hizo una pausa—. ¿Cómo? ¿Es que pretende
tomarme el pelo?
Escuchó con atención. Thomas y Tessa le
contemplaban con ansiedad. En los ojos de la muchacha
relucía una llama de esperanza.
—Ahora mismo vamos —dijo el general colgando el
auricular—. No lo comprendo —murmuró.
121
—¿Qué sucede? —preguntó Tessa.
—Se trata de Henry —repuso su padre—. Al menos él
está vivo. Acaba de presentarse al aeródromo y lo tienen
detenido allí.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó la joven.
Thomas y el general se miraron. Los dos estaban
pensando lo mismo. ¿Si Henry era culpable, por qué había
vuelto al aeródromo?
—Es imposible —masculló Thomas hecho un lío—.
Yo lo vi hundirse en el mar con su aparato. Debe de haber
un error.
—No tardaremos en saberlo. ¿Quiere venir?
—Desde luego —repuso Thomas.
—Yo les acompaño —dijo Tessa.
Su padre no intentó oponerse, persuadido de su
ansiedad.

* * *
Mientras avanzaban hacia el despacho del coronel
Ranges, jefe del aeródromo, Henry recobró la presencia
del ánimo, que casi le había quitado cuanto acababa de oír.
Tenía una vaga idea de cuál había sido el objeto de su
sustitución por aquel Gert, cuyo nombre había oído.
—Ya le he dicho que hay tres hombres en el coche a
quien conviene vigilar —dijo al oficial—. Son espías
alemanes.
—Y yo el príncipe consorte —repuso el teniente con
causticidad.
Los ojos de Henry se achicaron.

122
—No trate de hacerse el gracioso. Ordene que esos
hombres sean conducidos a un calabozo sin pérdida de
tiempo y póngales una buena guardia. Le aseguro que se
va a arrepentir si no lo hace.
Impresionado por sus palabras, el oficial dio una
orden. Más tranquilo ya Henry siguió su camino vigilado
por él.
Ranges ocupaba su sillón. Tenía el rostro contraído y
cuando vio aparecer a Henry ante él, estalló:
—¡Por Cristo! Pero, ¿de dónde sale usted?
—Del fondo del mar, no. Se lo aseguro. No fui yo a
quien derribó el mayor Thomas.
Ranges le contempló con los ojos cargados de
sospechas.
—No me venga con... —empezó a decir, pero se
contuvo—. Espere. Voy a comunicar al general que está
usted aquí.
Mientras marcaba el número, Henry dijo:
—Dígale también que no soy culpable de nada en
absoluto. Por el contrario creo que me merezco otro
ascenso.
Cuando terminó de hablar con el general, Ranges se
volvió hacia él con el rostro estirado.
—¿Qué especie de locura le dio para hacer lo que
hizo? Todos le apreciamos mucho pero esto no va a
salvarle de…
—No tiene que salvarme de nada. Le digo que están
todos en un error, mi coronel. Yo no ataqué al teniente
coronel Roger.

123
—Es inútil que lo niegue. Thomas le vio
perfectamente. Le derribó a usted y...
—Vio mi aparato, que no es lo mismo —repuso
Henry;
—¿Qué quiere decir?
—Que yo no era quien ocupaba mi «Spitfire» cuando
atacó a Roger.
Ranges lanzó un bufido.
—No logrará engañarme—chilló—. ¿Cómo logró
salvarse?
—Manejando un garrote —repuso Henry del mejor
humor del mundo—. Nunca en mi vida he repartido tantos
estacazos como esta noche.
Los ojos de Ranges fulguraban. Más que nunca, creía
que Henry estaba sumido aún en la locura que le había
empujado a atacar a Roger.
—Balch —murmuró—. No intente burlarse de mí. El
asunto es más serio de lo que usted supone.
—Me hago perfecto cargo de la situación, señor, pero
le digo que no era yo quien ocupaba el aparato, sino un
piloto alemán llamado Gert.
El coronel y el oficial se miraron unos segundos con la
boca abierta.
—¿Es que quiere hacerme pasar por tonto? —preguntó
Ranges.
—Nada más lejos de mi ánimo, señor.
—Entonces, ¿cómo puede afirmar eso? Veamos.
De nuevo miró al oficial, como diciéndole:
«Dispóngase a escuchar una verdadera historia propia del
cerebro de un lunático.
124
Henry relató en pocas palabras lo sucedido y el coronel
parpadeó sorprendido.
—¿Es realmente cierto? —preguntó vacilante.
—Tengo la prueba ahí fuera, en el coche. El teniente
ha visto a los tres hombres que traigo, pero no quiso creer
que fuesen espías. Supongo que ahora...
—¿Ha ordenado usted que los vigilen?—preguntó el
coronel al oficial.
—Sí, señor. Desde luego —repuso el teniente,
satisfecho de haber obedecido la sugerencia de Henry.
Ranges llamó a Wrigth otra vez por teléfono,
recibiendo la respuesta de que iba camino del aeródromo.
Unos minutos después, cuando Wrigth seguido de
Tessa y el mayor Thomas, penetró en el despacho, todo
estaba aclarado.
Tessa cayó en sus brazos y Balch la apretó sonriente.
Luego estrechó las manos de Thomas y del general.
Ahora fue Ranges quien relató la aventura de Henry, y
Wrigth se volvió hacia Balch, que mantenía a Tessa
enlazada por la cintura.
—Vaya peso que me ha quitado de encima —suspiró
—. Bueno, muchacho. Me alegro de que todo haya
resultado falso.
El mayor parecía haber recuperado unos cuantos años
y con ellos la energía. Apreciaba a Balch y se alegraba de
poder pregonar a los cuatro vientos su inocencia y su valor
—Llame al hospital y comunique a Roger lo sucedido
—ordenó el general.
Ranges lo hizo así. La respuesta fue inmediata.

125
—Adams desea que vaya a verle cuanto antes —dijo a
Henry
—¿Yo? —preguntó extrañado el joven—. ¡Maldito si
voy a hacerlo!
Wrigth le miró con severidad. Tessa dijo:
—Debes hacerlo.
Y Thomas hecho su cuarto a espadas
—Roger está arrepentido de su actitud. Si él es
generoso, usted debe serlo también.
Henry afirmó con la cabeza.
—Perdonen —dijo—. Voy allá. ¿Vienes, Tessa?
Los dos jóvenes salieron del despacho, dirigiéndose
radiantes miradas. Thomas encendió un cigarrillo y aspiró
el humo con fruición. Wrigth movió la cabeza y dijo:
—Me alegro de lo sucedido, si ello sirve para
transformar a Adams en otro hombre.
Fuera, el automóvil que conducía a una pareja feliz, se
puso en marcha, perdiéndose de vista.

* * *
Toda la gravedad de Roger provenía de la pérdida de
sangre.
Cuando Henry y Tessa llegaron junto a su lecho,
conducidos por una enfermera, fumaba tranquilamente,
reanimado por la transfusión que le había sido practicada.
Estaba pálido aún, pero su rostro reflejaba la
resolución de siempre, aunque su mirada era un tanto
apagada.

126
Al ver aparecer a Henry frunció ligeramente el ceño,
como si preguntase hasta qué punto llegaba su audacia,
presentándose ante él después de haberle derribado.
No se explicaba, sobre todo, cómo estaba en libertad.
Algo debía de haber sucedido, pero las horas pasadas
en el hospital, invitándole a la reflexión, le hicieron
comprobar que no podía seguir tratando como lo hiciera
hasta entonces a los hombres que se jugaban la vida con él
con la mejor voluntad del mundo.
Su heroísmo era mayor que el suyo, porque ellos se
lanzaban al combate ignorando casi lo que era un avión,
mientras que el arte de volar no tenía secretos para él.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y sonrió a la pareja,
que, de pie junto a la cama, le miraba sin saber cómo
romper el hielo.
—Hola, Balch, ¿Qué hay, Tessa? —dijo—. Me alegro
de que estéis aquí. Eso me indica que Thomas estaba
equivocado cuando me dijo.
—No, del todo, señor —repaso Henry—. Fue mi
avión, pero no yo, quien le derribó.
Se incorporó Roger en el lecho.
—¿Cómo? —preguntó extrañado—. No comprendo.
Henry se lo explicó en breves palabras, provocando el
mayor asombro por parte de Roger Adams.
El muchacho iba bien predispuesto hacia él, después
de lo que le dijera Thomas.
La antipatía que mostraba hacia Roger, en justa
correspondencia por la que éste sentía hacia él, se
desvaneció, disuelta por el cambio que adivinaba en su
jefe.

127
—¡Demonios, Balch! —exclamó sin poderse contener-
—. Perdone, Tessa... pero es que me ha sorprendido tanto.
Lamento que usted y yo nos entendiésemos tan mal desde
el principio. Ahora veo que, mientras yo sólo sé pilotar
aviones, usted sabe, además, deshacerse de toda una
cuadrilla de espías sin ayuda de nadie. Henry...
No se disculpaba con franqueza. Su orgullo había sido
mucho para quedar reducido con una sola lección hasta el
punto de declarar su falta sin rodeos.
Pero algo era algo y Henry no quiso ceder una sola
pulgada de terreno en cuanto a generosidad.
—Óigame, señor —le interrumpió—. Adivino por sus
palabras que intenta usted disculparse... Bueno, quiero
decir, que no es preciso que lo haga. Tal vez tanta culpa
como usted tengamos nosotros… yo mismo que... bien, no
se si comprende lo que quiero decirle, pero una cosa es
segura: Por mi parte, queda olvidado todo.
Roger le tendió la mano y durante un segundo los dos
hombres se las apretaron con fuerza, mirándose sonrientes,
bajo la alegre mirada de Tessa.
—Y ahora señor permítame que le exprese mi
admiración. No se organiza todos los días un complot del
calibre de éste tan sólo para librarse de un hombre y esto
indica que le consideran a usted como...
—El más inteligente y peligroso de los pilotos
británicos, ¿no es así, Balch? —le interrumpió Adams. El
muchacho afirmó con la cabeza—. No me temen a mí sino
a mi grupo y este temor lo constituyen todos los pilotos
que lo integran y no yo solo. Lo que sucede es que soy la
cabeza y...
Entornó los ojos. Henry no repuso.
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Era evidente que en el interior de Adams se estaba
verificado un cambio radical en su modo de pensar acerca
de los demás.
—Diga a los oficiales de las escuadrillas que deseo que
vengan a verme cuando puedan —continuó—. ¿Sabe que
hasta ahora no ha venido nadie a interesarse por mí? Otros
oficiales reciben muchas visitas, pero yo... Bien,
muchacho, esto me ha hecho ver claro. Uno puede reñir
con una persona y queda la duda de quién tiene razón,
pero cuando todo el mundo demuestra antipatía por él, no
cabe duda acerca de quién es el equivocado. Por más que
uno se empeñe en creer lo contrario.
Hizo una nueva pausa.
—¿Se lo dirá, Balch?—preguntó. Este afirmó con la
cabeza y Roger continuó—: Dígales que me gustaría
verles aquí... a todos. Será la mejor señal de que acceden a
reanudar una nueva época de relaciones conmigo. Sobre
todo Warren y Faurot. He sido con ellos un poco...
—Ya está bien, señor. Les comunicaré sus deseos y
estoy seguro de que no tardarán en venir, como si nada
hubiese pasado. Por mi parte, hágase cuenta de que nos
conocemos hoy, en circunstancias propicias para entablar
relaciones de simpatía.
Roger Adams sonrió conmovido. Los dos hombres se
estrecharon de nuevo las manos.
Luego, el teniente coronel tendió la suya a la
muchacha.
—Tessa, a usted también...
—No, por Dios —bromeó ella—. ¿No ve que estoy a
punto de echarme a llorar? No resistiría más.

129
Los tres rieron de buena gana. Aún charlaron de mil
cosas.
Sí Roger Adams estaba pesaroso ante el inminente
casamiento de ambos jóvenes, supo disimular muy bien su
amargura, y les felicitó calurosamente, prometiendo
enviarles un obsequio.
Cuando Henry y Tessa abandonaron la habitación,
dejaron en ella a un hombre que experimentaba una
sensación de bienestar como nunca lo había sentido.
Henry, por su parte, tenía la impresión de haberse
quitado un peso de encima.
—Bueno, Tessa —dijo—. Todo arreglado. Todo O. K.
como dicen los yanquis. ¿Sabes que me alegro de lo
sucedido... ahora que ha salido bien? Creo que esto
ayudará a Roger a encontrarse a sí mismo. Sólo siento no
haber podido acceder a otro de sus deseos.
—¿A cuál? —preguntó Tessa intrigada.
—A uno que no manifestó con palabras. El te quiere,
Tessa, pero yo no renunciaría a ti por nada del mundo.
La muchacha le apretó fuertemente el brazo.
Cuando salieron del hospital, Roger, a través de los
cristales de la ventana, los vio alejarse de él, con una
mirada de añoranza.

FIN

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