Otra Historia de Detectives

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Otra historia de detectives.

La dueña del restaurante recibió una llamada. Otra reserva para la noche. El comedor estaba
completamente reservado, lleno. 'Será una noche dura, pero recompensada.', pensó. ¿Que por
qué? Pues… porque la gente que le acababa de llamar dijo que pagaría 70€/Persona.

Llegó la noche. Había luna llena. Por lo tanto, la reserva que he mencionado antes, decidió cenar
en la terraza, a la luz del hermoso satélite de la Tierra.

Pidieron y esperaron. La mesa estaba compuesta por ocho personas. La mitad hombres, la otra
mitad, mujeres.

-¡Siempre haces lo mismo! ¡Eres un desgraciado! ¡Qué el diablo te lleve al infierno! –un hombre,
de 21 años, molesto por un comentario del que había insultado, le alteró. Su nombre era Steve, un
importante empresario.

-¿Disculpa? ¿A caso quieres que salga a la luz aquello…? –le respondió el insultado, de la misma
edad que el otro. Se llamaba Carl.

Steve calló y se sentó. Este no habló en toda la cena, tan solo –si le preguntaban algo– con
monosílabos. Acabaron la cena y Steve fue al baño. Pasó allí diez minutos.

-Chicos, vuelvo ahora. –Carl se dirigió a los servicios. Al levantarse, llegó Steve.

-Te acompaño. –dijo James, amigo de Carl.

Los dos caballeros permanecieron tres minutos en el servicio.

-¡Ayuda! ¡Carl está muerto! –James era presa del pánico. Todos los amigos fueron hasta el baño.
Allí vieron a Carl con cara de angustia –claramente muerto por veneno–.

-¿Qué ha pasado? –preguntó la dueña del local.– ¡Oh! Llamaré a la policía. Qué desgracia…

-¡Tú eres el asesino!– la novia de Carl acusó a James.

-No. Él no ha sido. –dijo un hombre, que tenía poco más que diez y ocho años.

-¿Y tú quién eres para decirlo? –dijo, de nuevo, la novia, llorando.

-Soy detective. Llámenme Arthur.

El detective inspeccionó la puerta, luego, el cuerpo de la víctima. Habló con los amigos de esta
última y resolvió el caso.

-El asesino es usted, señor Steve. Fue al baño y puso una trampa. Al primero que abriese la puerta
le caería una gota del veneno en la cabeza. Pero solo al primero. Como usted conoce a la víctima,
supo que se llevaría el dedo índice a la cabeza, lo mojaría con el líquido y después humedecería el
índice. Sr. Steve, comprobó esto ayer, ¿verdad? Ayer llovió. Carl hizo esto mismo con la lluvia,
¿no?

-No tiene pruebas. Además, podría haber entrado cualquier persona antes que él.
-¡No! Yo escuché como le decías a Carl que entrase al baño justo después que tú. –dijo James.
-Y no solo eso, para asegurarse, añadió en la copa del Sr. Carl un líquido que provoca escapes de
orina.
-Maldito detective… Pues sí. Lo maté. Pero se lo merecía. Sobornaba a mi hermana, la acosaba.
Una persona así no tiene otro sitio en el Universo que el infierno. He tenido valor. Le maté.
-Te equivocas. –el detective rió– Valor es una palabra de justicia. Es la capacidad que nos permite
hacer frente al miedo con confianza y determinación. No puede usarse como excusa para matar a
alguien.*
Efectivamente, él fue el asesino. Fue condenado a prisión. Pero nunca olvidó las palabras de ese
detective.

Aylmer Vance y la vampiresa.

Aylmer Vance and the Vampire, Alice Askew y Claude Askew.

Aylmer Vance tenía habitaciones en Dover Street, Picadilly. Tras decidir seguir sus pasos y tenerle
como profesor mío en materias paranormales, pensé que lo mejor era alojarme en la misma casa
que él. Aylmer y yo en seguida nos hicimos buenos amigos. Fue él quien me enseñó a utilizar la
clarividencia, facultad que yo desconocía poseer. He de decir que esta facultad mía nos fue de
gran utilidad en más de una ocasión.

Sin embargo, más de una vez también le serví a Vance de memoria de sus aventuras más extrañas.
En lo que a él respecta, nunca se preocupó demasiado de hacerse famoso, aunque un día por fin
pude convencerle de que, en nombre de la ciencia, me dejase divulgar algunos de sus hallazgos.

Los incidentes que voy a contar a continuación ocurrieron poco después de que estableciéramos
nuestra residencia juntos y mientras yo todavía era, por decirlo de alguna forma, un principiante.
Serían las diez de la mañana cuando anunciaron la llegada de una visita. La tarjeta era de un tal
Paul Davenant.

El nombre me resultaba familiar. ¿Tendría algo que ver con aquél Davenant con el jugador de polo
y jinete, famoso por sus concursos de salto? Había oído que era un joven de buena posición y que,
hacía más o menos un año, se había casado con una chica considerada la más guapa de la
temporada. Todas las revistas publicaron fotos suyas, y recuerdo que pensé en lo buena pareja
que hacían.

En ese momento apareció el señor Davenant. Al principio, dudé de si aquel individuo era el tipo en
el que yo estaba pensando, pues parecía terriblemente demacrado, pálido y enfermo. De las fotos
de su boda, de aquel hombre atractivo y fornido, sólo quedaba un joven caído de hombros, que
arrastraba los pies al andar, y su rostro, sobre todo alrededor de los labios, parecía el de un ser
anémico. Pero seguía siendo el mismo hombre, pues debajo de aquel aspecto macilento pude
reconocer la huella del porte que una vez distinguió a Paul Davenant.

Tomó la silla que le ofreció Aylmer, después de saludarse cortésmente y, a continuación, me miró
con desconfianza.

–Me gustaría hablar con usted en privado, señor Vance –le dijo–. El asunto que me trae hasta aquí
es de gran importancia para mí, y podría decir que es una cuestión de delicada naturaleza.

Al oír aquello, me levanté inmediatamente para retirarme a mi habitación, pero Vance me sujetó
por el brazo.

–Si ha venido porque conoce mi forma de trabajar, señor Davenant –le contestó–, si lo que desea
es que lleve a cabo algún tipo de investigación en su nombre, le agradecería que hiciera partícipe
al señor Dexter de todos los detalles. Dexter es mi ayudante. Pero, por supuesto, si usted no…

–¡Oh, no! – le interrumpió–. Si es su ayudante, ruego al señor Dexter que se quede. Tengo oído,
además –añadió dedicándome una sonrisa–, que usted es de Oxford, ¿no es así, señor Dexter? Eso
fue antes de que yo estuviera allí, pero sé que su nombre tiene algo que ver con el rio. Usted
remaba en Henley, ¿no?, a menos que yo esté equivocado.

Admití el hecho con una agradable sensación de orgullo. Por aquella época, era un gran aficionado
al remo. Las hazañas del colegio y de la Facultad siempre se recuerdan con cariño. Olvidados estos
primeros recelos, Paul Davenant se dispuso a contarnos a Aylmer y a mí lo que ocurría.

Empezó pidiéndonos que nos fijáramos en su aspecto.

–Seguro que no podrían reconocerme como el hombre que era hace un año –nos dijo–. Durante
los últimos seis meses he perdido peso. Hace una semana vine a Escocia para consultar a un
doctor de Londres. He visitado a dos; me han visto, pero el resultado está muy lejos de ser
satisfactorio. No parecen saber qué es lo que me ocurre en realidad.

–Anemia… corazón –sugirió Vance. Desde el principio no había dejado de estudiar al joven sin que
éste se diera cuenta–. Los atletas suelen castigarse mucho, someten a demasiado esfuerzo a su
corazón.

–Mi corazón está perfectamente –respondió Davenant–. Está en perfecto estado. El problema
parece ser que no tiene suficiente sangre que bombear a mis venas. Los doctores me preguntaron
si había tenido algún accidente en el que hubiera perdido mucha sangre, pero no he tenido
ninguno. Nunca he tenido ningún accidente, y tampoco creo que sea anemia, pues no tengo
ninguno de los síntomas. Lo inexplicable es que parece que llevo algún tiempo perdiendo sangre
sin saberlo y que me he ido poniendo cada vez peor. Al principio era algo casi imperceptible. No se
trata de un colapso repentino, sino de un deterioro gradual de mi estado de salud.

–Pero –dijo Vance pensando en sus palabras–, ¿por qué ha venido a consultarme a mí? Usted ya
sabe cuál es mi campo de investigación. ¿Puedo preguntarle si tiene alguna razón para creer que
su estado de salud se debe a alguna causa que podamos describir como sobrenatural?

Las blancas mejillas de Davenant tomaron un ligero color.

–Todo es muy extraño –dijo con tono serio–. Le he estado dando mil vueltas, he intentado
encontrarle una explicación. Me atrevo a decir que todo esto es una locura. Deben saber que no
soy para nada un tipo supersticioso. Bueno, tampoco vayan a pensar que soy un incrédulo, pero
jamás me había parado a pensar en causas de este tipo. He tenido una vida llena de actividad.
Pero, como ya le he dicho, todo es muy extraño, y eso es lo que me ha llevado a recurrir a usted.

–¿Me lo va a contar todo, sin ningún tipo de reserva? –le preguntó Vance.

Y pude ver que el caso le interesaba. Estaba sentado en su silla, con los pies apoyado en un
escabel, los codos sobre las rodillas y con la barbilla sujeta entre las manos, una de sus posturas
favoritas.

–¿Tiene alguna herida –le insinuó–, algo que se pueda asociar, aunque sea remotamente, con su
debilidad?

Es curioso que me haga esa pregunta –le contestó Davenant–, porque tengo una extraña marca,
una especie de cicatriz, a la que no encuentro explicación alguna. Pero se la enseñé a los doctores
y me dijeron que no tenía nada que ver con mi estado. En cualquier caso, no sabían qué podía ser.

Supongo que imaginaron que era un antojo, algo parecido a un lunar. Me preguntaron si la había
tenido siempre, pero puedo jurar que no ha sido así. Me la vi por primera vez hará unos seis
meses, justo cuando me empecé a sentir mal. Pero, véalo usted mismo.

Se desabrochó el cuello de la camisa y dejó al descubierto su garganta. Vance se levantó y examinó


detenidamente la sospechosa marca. Se encontraba ligeramente a la izquierda de la columna
vertebral, justo sobre la clavícula y, como Vance señaló, directamente sobre las gruesas venas de
la garganta. Mi amigo me pidió que me acercara para que yo también lo examinara. Fuera la que
fuera la opinión de los doctores, a Aylmer se le veía terriblemente interesado.

Pero allí había poco que ver. La piel estaba casi intacta y no había signo alguno de inflamación. Lo
que sí había eran dos marcas rojas, a dos centímetros una de otra, con forma de medialuna, pero
destacaban más por la lividez de la piel de Davenant.

–Seguro que no es nada –dijo Davenant con una risa nerviosa–. Yo creo que las marcas están
desapareciendo.

–¿Ha notado que estuviesen en algún momento más inflamadas que ahora? –preguntó Vance–. Y
si es así, ¿es en alguna circunstancia especial?

Davenant reflexionó durante un instante.

–Sí respondió pensativo–, ha habido veces, creo que sin motivo aparente, que me despertaba por
las mañanas y las marcas parecían más grandes y tenían peor aspecto. Yo tenía una ligera
sensación de dolor, un ligero hormigueo, pero nunca le di la menor importancia. Pero, ahora que
lo dice creo que esas mismas mañanas me he sentido especialmente cansado y agotado; tenía una
sensación de cansancio absolutamente rara en mí. Y en una ocasión, señor Vance, recuerdo que
me vi una manchita de sangre cerca de la marca. En ese momento no le presté ninguna atención.
Me lavé y ya está.

–Comparado. –Aylmer Vance volvió a sentarse e invitó al joven a que hiciera lo mismo–. Y ahora, –
continuó– dice usted, señor Davenant, que hay ciertos detalles que quiere contarme. ¿Está listo?

Y, entonces, Davenant se abrochó el cuello de la camisa y se dispuso a contar su historia. Yo voy a


repetirla lo mejor que pueda, sin mencionar las interrupciones que hizo Vance y yo mismo.

Paul Davenant, como ya he dicho, era un hombre rico, de cierta posición social y, también, en
todos los sentidos de la expresión, el marido ideal para la señorita Jessica MacThane, la joven que
con el tiempo llegaría a ser su esposa. Antes de pasar a contarnos todo lo relacionado con su
estado de salud, Davenant se detuvo en los pormenores sobre la señorita MacThane y la familia de
ésta. La joven era de familia escocesa y, aunque tenía algún rasgo típico de su raza, en realidad, no
parecía escocesa. Su belleza respondía más a la típica belleza del lejano sur que a la de las tierras
altas, de donde procedía.

Lo que más llamaba la atención de la señorita MacThane era su maravillosa melena pelirroja, color
que rara vez se pueden fuera de Italia, no así el rojo celta; la melena le llegaba hasta los pies y
tenía un brillo tan extraordinario que parecía tener vida propia. Además, la joven tenía el cutis que
uno puedo esperar con ese cabello, el blanco del marfil, y ni una sola peca, como suele ocurrir con
la mayoría de las chicas pelirrojas. Aquella belleza le venía de algún antepasado que la habría
traído a Escocia de alguna tierra extranjera, aunque nadie sabía exactamente de dónde.

Davenant se enamoró de ella la primera vez que la vio y estaba casi seguro de que, a pesar de sus
muchos admiradores, ella también le amaba. Por aquella época, apenas sabía nada de ella, sólo
que era rica por derecho propio, huérfana y el último eslabón de una familia que se había hecho
famosa en los anales de la historia por su infamia. A los MacThame se les recordaba más por su
crueldad y por su sed de sangre que por sus hazañas. Aquel clan de bandidos había ayudado a
añadir muchas páginas sangrientas a la historia de su país.

Jessica había vivido con su padre, que tenía una casa en Londres, hasta que éste murió, cuando
ella tenía unos quince años. Su madre falleció en Escocia cuando ella no era más que una niña. Al
señor MacThane le afectó tanto la muerte de su mujer que cogió a su pequeña y juntos
abandonaron la finca donde vivían en Escocia, o por lo menos eso fue lo que se creyó que hicieron;
la propiedad la dejó a cargo de un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había
para un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, pues
apenas quedaba arrendatarios. El Castillo de Blackwick se había ganado con los años una
reputación poco envidiable.

Tras la muerte de su padre, la señorita MacThane se fue a vivir con la señora Meredith, pariente
de su madre pues, por parte de su padre, no le quedaba familia. Jessica era el último miembro de
un clan que en su día llegó a ser tan grande que establecieron como tradición casarse entre ellos,
pero esta norma había ido desapareciendo poco a poco en los últimos doscientos años hasta su
desaparición. La señora Meredith presentó a Jessica en sociedad, honor que jamás habría tenido la
joven si su padre, el señor MacThane, siguiera con vida, ya que Paul Davenant, como ya he dicho,
era un hombre rico, de cierta posición social y, también, en todos los sentidos de la expresión, el
marido ideal para la señorita Jessica MacThane, la joven que con el tiempo llegaría a ser su esposa.
Antes de pasar a contarnos todo lo relacionado con su estado de salud, Davenant se detuvo en los
pormenores sobre la señorita MacThane y la familia de ésta.

La joven era de familia escocesa y, aunque tenía algún rasgo típico de su raza, en realidad, no
parecía escocesa. Su belleza respondía más a la típica belleza del lejano sur que a la de las tierras
altas, de donde procedía.

Lo que más llamaba la atención de la señorita MacThane era su maravillosa melena pelirroja, color
que rara vez se pueden fuera de Italia, no así el rojo celta; la melena le llegaba hasta los pies y
tenía un brillo tan extraordinario que parecía tener vida propia. Además, la joven tenía el cutis que
uno puedo esperar con ese cabello, el blanco del marfil, y ni una sola peca, como suele ocurrir con
la mayoría de las chicas pelirrojas. Aquella belleza le venía de algún antepasado que la habría
traído a Escocia de alguna tierra extranjera, aunque nadie sabía exactamente de dónde.

Davenant se enamoró de ella la primera vez que la vio y estaba casi seguro de que, a pesar de sus
muchos admiradores, ella también le amaba. Por aquella época, apenas sabía nada de ella, sólo
que era rica por derecho propio, huérfana y el último eslabón de una familia que se había hecho
famosa en los anales de la historia por su infamia. A los MacThame se les recordaba más por su
crueldad y por su sed de sangre que por sus hazañas. Aquel clan de bandidos había ayudado a
añadir muchas páginas sangrientas a la historia de su país. Jessica había vivido con su padre, que
tenía una casa en Londres, hasta que éste murió, cuando ella tenía unos quince años. Su madre
falleció en Escocia cuando ella no era más que una niña.

Al señor MacThane le afectó tanto la muerte de su mujer que cogió a su pequeña y juntos
abandonaron la finca donde vivían en Escocia, o por lo menos eso fue lo que se creyó que hicieron;
la propiedad la dejó a cargo de un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había
para un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, pues
apenas quedaba arrendatarios. El Castillo de Blackwick se había ganado con los años una
reputación poco envidiable.

Tras la muerte de su padre, la señorita MacThane se fue a vivir con la señora Meredith, pariente
de su madre pues, por parte de su padre, no le quedaba familia. Jessica era el último miembro de
un clan que en su día llegó a ser tan grande que establecieron como tradición casarse entre ellos,
pero esta norma había ido desapareciendo poco a poco en los últimos doscientos años hasta su
desaparición. La señora Meredith presentó a Jessica en sociedad, honor que jamás habría tenido la
joven si su padre, el señor MacThane, siguiera con vida, ya que éste era un hombre malhumorado,
ensimismado en su mundo y que había envejecido prematuramente, como si no hubiera podido
con el peso de su gran pena.

Bien, ya he dicho que Paul Davenant se enamoró a primera vista de Jessica, y no pasó mucho
tiempo antes de que le pidiera su mano. Pero, para su sorpresa, pues el joven creía tener razones
suficientes para pensar que ella le quería, se encontró con una negativa. Ella no le dio ninguna
explicación, aunque rompió a llorar. Desconcertado y desengañado, habló con la señora Meredith,
de quien supo que Jessica había recibido varias proposiciones de matrimonio, todas de buenos
hombres, pero que uno tras otro habían sido rechazados.

Paul se consoló a sí mismo con la idea de que quizá Jessica no les amase, pero estaba seguro de
que a él sí le quería. Y así, decidió intentarlo de nuevo. Y lo hizo, y con mejor resultado. Jessica
reconoció que le amaba, pero le volvió a repetir que no se casaría con él. El amor y el matrimonio
no estaban hechos para ella. Entonces, para asombro de Davenant, le contó que había nacido bajo
una maldición que, tarde o temprano, se cumpliría y se cernería fatalmente sobre aquel que se
uniera a ella. ¿Cómo iba a consentir que el hombre que amaba corriese un riesgo tal? Además,
puesto que sabía que aquella maldición había pasado de generación en generación, había tomado
una decisión firme; ningún niño la llamaría mamá. Ella debía ser el último eslabón de su estirpe.

Davenant se quedó sorprendido ante aquella declaración y no pudo por más que pensar que
podría quitarle de la cabeza aquella idea absurda.
Bien, ya he dicho que Paul Davenant se enamoró a primera vista de Jessica, y no pasó mucho
tiempo antes de que le pidiera su mano. Pero, para su sorpresa, pues el joven creía tener razones
suficientes para pensar que ella le quería, se encontró con una negativa. Ella no le dio ninguna
explicación, aunque rompió a llorar. Desconcertado y desengañado, habló con la señora Meredith,
de quien supo que Jessica había recibido varias proposiciones de matrimonio, todas de buenos
hombres, pero que uno tras otro habían sido rechazados.

Paul se consoló a sí mismo con la idea de que quizá Jessica no les amase, pero estaba seguro de
que a él sí le quería. Y así, decidió intentarlo de nuevo. Y lo hizo, y con mejor resultado. Jessica
reconoció que le amaba, pero le volvió a repetir que no se casaría con él. El amor y el matrimonio
no estaban hechos para ella. Entonces, para asombro de Davenant, le contó que había nacido bajo
una maldición que, tarde o temprano, se cumpliría y se cernería fatalmente sobre aquel que se
uniera a ella. ¿Cómo iba a consentir que el hombre que amaba corriese un riesgo tal? Además,
puesto que sabía que aquella maldición había pasado de generación en generación, había tomado
una decisión firme; ningún niño la llamaría mamá. Ella debía ser el último eslabón de su estirpe.

Davenant se quedó sorprendido ante aquella declaración y no pudo por más que pensar que
podría quitarle de la cabeza aquella idea absurda razonándolo con ella. Sólo había otra posible
explicación. ¿Acaso tenía miedo de volverse loca? Pero Jessica hizo un gesto con la cabeza. En su
familia no había habido ningún loco. La enfermedad de la que hablaba era mucho más terrible,
más sutil que todo eso. Y, entonces, le contó lo que sabía. La maldición, ella utilizaba esa palabra
porque no encontraba otra que lo describiese mejor, venía de tiempos inmemoriales. Su padre la
había sufrido y el padre de éste y, antes que ellos, su abuelo. Los tres se habían casado con
mujeres jóvenes que habían fallecido de forma misteriosa, de alguna enfermedad que las
consumía en pocos años. Pensaron que quizá, si hubieran seguido la antigua tradición de contraer
matrimonio con un miembro de la propia familia, nada habría ocurrido, pero eso era imposible,
puesto que la familia estaba a punto de extinguirse.

La maldición, o lo que fuese aquello, no acababa con los que llevaban el apellido MacThane; sólo
suponía un peligro para sus cónyuges. Era como si los muros ensangrentados de su castillo
desprendieran una enfermedad mortal que actuaba de forma terrible sobre aquellos con quienes
se relacionaban, especialmente sus seres más queridos.

–¿Sabes en qué decía mi padre que nos íbamos a convertir? –le comentó un día Jessica mientras le
recorría un escalofrío–. Él usaba la palabra vampiros. Paul date cuente. Vampiros que se alimentan
de la sangre de los demás.

Y, a continuación, cuando Davenant se iba a echar a reír, elle le detuvo.

–No –gritó horrorizada–, no es tan imposible. Piénsalo bien. Somo una estirpe diabólica. Desde el
principio, nuestra historia ha estado marcada por el derramamiento de sangre y la crueldad. Los
muros del Castillo de Blackwick están impregnados del mal, cada piedra podría contar una historia
diferente de violencia, dolor, lujuria y asesinato. ¿Qué se puede esperar de alguien que ha pasado
toda su vida entre esos muros?

–Pero tú has vivido en el castillo –le contestó Paul–. Te salvaron de eso, Jessica. Te sacaron de allí
al morir tu madre, y no conservas ningún recuerdo del Castillo de Blackwick, ninguno. No tienes
por qué volver a poner tus pi es en él nunca más.

–Tengo miedo de que el mal ya esté en mi sangre –contestó entristecida–, aunque yo no lo sepa
todavía. Y en cuanto a lo de no volver a Blackwick, no  estoy segura de que sirviera de mucho. Al
menos, eso fue lo que me advirtió mi padre. Dijo que había algo allí, una fuerza irresistible que me
atraería en contra de mi voluntad. Pero no sé nada, no sé nada, y eso es, precisamente, lo que
hace tan difícil. Si yo pudiese creer que todo esto no es más que una superstición, podría ser feliz
de nuevo, disfrutar de la vida. Soy muy joven todavía, pero no puedo olvidar que mi padre me dijo
todaas estas cosas cuando él estaba en su lecho de muerte.

Parecía aterrorizada. Paul la animó a que le contase todo lo que sabía y, finalmente, ella le reveló
otra parte de la historia de su familia, que parecía tener relación con lo que ocurría. Y era el
terrible parecido que ella guardaba con un antepasado suyo de hacía unos doscientos años, cuya
vida presagiaba ya la caída de la estirpe de los MacThane.

Un tal Robert MacThane, violando la tradición que establecía que no podía casarse con nadie que
no fuera de la familia, contrajo matrimonio con una mujer extranjera, una mujer hermosísima, con
una larga melena color rojizo y tez pálida como el marfil. A partir de entonces, estos rasgos se
repitieron una y otra vez en todas las mujeres que descendían en línea directa de ella. Al poco
tiempo de llegar a la familia, la gente empezó a decir que aquella mujer era bruja. Circulaban
extrañas historias sobre ella, y el nombre del castillo de Blackwick corrió de boca en boca. Un día la
joven desapareció. Robert MacThane había estado fuera un día entero por negocios y fue al
regresar a casa cuando se encontró con que ella no estaba. Buscaron por todas partes sin ningún
resultado. Y, entonces, Robert, que era un hombre violento y adoraba a su esposa, reunió a
algunas de las personas que vivían en sus tierras, de quienes sospechaba que le habían hecho
malas jugadas, y los asesinó a sangre fría.

En aquellos días, no era difícil asesinar a una persona, pero se produjo tal revuelo que Robert tuvo
que marcharse. A sus dos hijos los dejó al cuidado de una niñera, y durante mucho tiempo el
Castillo de Blackwick estuvo sin dueño. Pero su mala reputación no desapareció con él. Los
rumores decían que Zaida, la bruja, aun muerta, dejaba sentir su presencia. Muchos de los hijos de
los arrendatarios y otros jóvenes de la zona enfermaron y murieron, quizá por causas naturales,
pero eso no impidió que el miedo se apoderara de todos. Decían que habían visto a Zaida, una
mujer pálida, vestida de blanco, merodeando de noche por entre las casas, y que había sembrado
la enfermedad y la muerte por donde pasaba.

Y, a partir de entonces, la suerte de la familia MacThane cambió. Es cierto que a un heredero le


sucedía otro, pero nada más llegar al Castillo de Blackwick, su carácter, fuera cual fuera éste,
parecía sufrir un cambio. Era como si cayera sobre su persona todo el peso del mal que había
manchado el nombre de la familia, como si se convirtiera en un vampiro que llevara la destrucción
a todo aquel que no fuera de su estirpe.

Poco a poco, los arrendatarios se fueron marchando de Blackwick. La tierra quedó sin cultivar, las
granjas estaban vacías. Y así es en la actualidad, pues los supersticiosos campesinos siguen
contando historias sobre la misteriosa mujer vestida de blanco que merodea por aquellas tierras y
cuya sola presencia trae la muerte o algo incluso pero que ésta.

Los últimos miembros de la familia MacThane tampoco parecían poder abandonar la que había
sido residencia de todos sus antepasados. Tenían riqueza suficiente para vivir felizmente en
cualquier otro lugar, pero llevados por una fuerza que no podían dominar, preferían pasar el resto
de suv ida en la soledad de un castillo medio derruido, rechazados por sus vecinos y temidos y
odiados por los pocos arrendatarios que aún quedaban en sus tierras. Eso es lo que les había
ocurrido al abuelo y al bisabuelo de Jessica. Ambos se habían casado con una mujer joven, pero
sus historias de amor fueron demasiado breves. El espíritu del vampiro seguía vivo y se
manifestaba, o eso parcía, generación tras generación. Un espíritu que reclamaba sangre joven
como sacrificio. Y, después, fue el padre de Jessica, quien, no escarmentado con lo ocurrido, siguió
los pasos de su propio padre. Y el mismo destino cayó sobre la mujer a la que amaba
apasionadamente. La joven murió de una anemia perniciosa; al menos, ése fue el diagnóstico de
los médicos, pero él siempre se culpó de su muerte.

A diferencia de sus predecesores, el padre de Jessica se marchó de Blackwick por el bin de su hija.
Sin embargo, y sin que ella lo supiese, regresaba año tras año atraído por la llamada de los
tenebrosos pasillos del viejo castillo, por el escuro páramo y la melancolía de los bosques de pinos.
Y fue entonces cuando se dio cuenta que ni su hija ni él se salvarían de la maldición y, ya en el
lecho de muerte, le advirtió de cuál iba a ser su destino.

Esta es la historia que Jessica le contó al hombre que deseaba hacerla su esposa, y él, como habría
hecho cualquiera, le quitó importancia; todo aquello no era más que una superstición inocente,
fruto del delirio de una mente cansada. Y, al final, como ella le amaba con todo su corazón y toda
su alma, Davenant consiguió que Jessica pensara como él; le quitó aquellas ideas enfermizas de la
cabeza, así es como él las llamaba, y logró que aceptara casarse con él.

–Haré todo lo que quieras –le dijo–. Estoy dispuesto a irme a vivir a Blackwick, si es lo que deseas.
¿Penar que eres una vampira? No he escuchado una tontería así en toda mi vida.

–Padre decía que me parezco mucho a Zaida, la bruja –añadió ella. Pero él silencio sus palabras
con un beso.

Y, así, se cansaron y fueron a pasar la luna de miel fuera del país. Llegó el otoño, y Paul aceptó una
invitación para ir a pasar la luna de miel fuera del país. Llegó el otoño, y Paul aceptó una invitación
para ir a pasar unos días a Escocia y participar en la caza del urogallo, deporte que adoraba. A
Jessica le pareció bien. No había ninguna razón para dejar de hacer lo que más le gustaba.

Quizá no fue lo más indicado marcharse a Escocia pero, en aquel momento, la joven pareja, más
enamorados que nunca, había dejado ya atrás sus miedos. Jessica rebosada de salud. En más de
una ocasión le repitió a Paul que, si alguna vez pasaban cerca de Blackwick, le gustaría ver el viejo
castillo, sólo por curiosidad y por demostrarse a sí misma que había conseguido vencer los
estúpidos miedos que solían asaltarla en el pasado.

Paul estuvo de acuerdo y, así, un día que no se encontraba muy lejos, se dirigieron a Blackwick; allí
se encontraron con el administrador y le pidieron que les enseñase el castillo. Era un gran edificio
almenado. Con el paso de los años había ido adquiriendo un tono grisáceo, y en algunas partes
estaba a punto de venirse abajo. Se alzaba en la ladera de una montaña, con la que llegaba a
confundirse; a unos cincuenta metros más abajo había una caída de agua de un arroyo. Los
MacThane jamás hubiera imaginado una fortaleza mejor. Por detrás, subiendo por la ladera de la
montaña, había oscuros bosques de pinos, entre los que sobresalían, aquí y allá, escarpados riscos
de caprichosas formas humanas, que parecían montar guardia sobre el castillo y la angosta
garganta, único medio de llegar a aquél. En esta garganta siempre resonaban misteriosos sonidos.
El viento se escondía allí e, incluso en los días calmos, corría arriba y abajo como si buscase una
salida. Gemía entre los pinos y silbaba entre los peñascos; gritaba con una risa burlona e invadía
las rocosas alturas. Parecía el lamento de las almas perdidas. Así lo llamaba Davenant: el lamento
de las almas perdidas.

¡Y el castillo! Aunque Davenant empleó contadas palabras para describirlo, todavía puedo ver
aquel tenebroso edificio dibujado en mi mente. Parte del horror que contenía invadió mis
pensamientos. Quizá fue la clarividencia lo que me ayudó porque, mientras él hablaba, tuve la
sensación de haber visto antes aquellos amplios vestíbulos de piedra con sus largos pasillos,
oscuros y fríos incluso en los días más luminosos y calurosos, aquellas habitaciones oscuras y
cubiertas de madera de roble, y la escalera central desde la que uno de los primeros MacThane
mandó a una docena de hombres a caballo salir a perseguir a un ciervo que se había refugiado
dentro del recinto del castillo. El castillo tenía también una torre del homenaje, cuyos gruesos
muros permanecían intactos al paso del tiempo y, en sus sótanos, había mazmorras que podrían
contar terribles historias de injusticia y dolor.

Bueno, el señor y la señora Davenant recorrieron con el administrador una gran parte del funesto
castillo. A Paul se le vino a la cabeza su casa de Derbyshire, una bella mansión Georgina con todas
las comodidades, donde había decidido irse a vivir con su mujer. Por eso, se sobresaltó cuando,
mientras regresaban, Jessica puso su mano sobre la de él y le dijo en voz baja:

–Paul, me prometiste que no me negarías nada, ¿verdad?

Hasta ese momento su mujer había permanecido en silencio. Paul, un poco preocupado, le dijo
que solo tenía que pedir, pero aquello no era del todo cierto pues podía adivinar qué era lo que
deseaba. Quería vivir en el castillo, pero solo durante algún tiempo. Seguro que se cansaba en
seguida. Además, el administrador el había dicho que había dicho que había papeles, documentos
que debía examinar, porque la propiedad era ahora suya. Allí habían vivido sus antepasados y
quería conocer el castillo. Oh, no, su decisión no estaba influenciada ni mucho menos por la vieja
maldición, eso no era lo que la atraía del castillo. Ya se había olvidado de todas aquellas estúpidas
ideas. Paul la había curado. Puesto que él sabía que la maldición no tenía ningún fundamento, no
había motivo alguno para no concederle aquel capricho.

Era una argumento convincente, difícil de refutar. Al final, Paul cedió, aunque puso algunas
objeciones. ¿Por qué no esperaban a que el castillo estuviera arreglado (lo que llevaría su tiempo),
por qué no dejaban el traslado para el año siguiente, en verano, y no ahora, cuando estaba a
punto de llegar el invierno? Pero Jessica no quería retrasarlo más tiempo, y no le gustó nada la
idea de arreglar el castillo. Eso le quitaría todo el encanto y, además, sería una pérdida de dinero,
pues lo único que ella quería era pasar allí una semana o dos. La casa de Derbyshire todavía no
estaba terminada del todo; tenían que esperar que se secase el papel de las paredes.

Así, unas semanas después, y tras pasar unos días con sus amigos, se fueron a Blackwick. El
administrador había contratado a varios criados sin mucha experiencia y había intentado que el
castillo estuviese lo más acogedor posible. Paul estaba preocupado e inquieto, pero no podía
reconocerlo delante de su mujer. Él mismo la había convencido de lo estúpido que parecía aquella
superstición. Por entonces llevaban casados tres meses. Y pasaron nueve más. Sólo salían de
Blackwick durante una pocas horas. Paul iba a Londres solo.

–Mi mujer quiere que me vaya –siguió contándoles–. Con lágrimas en los ojos y casi de rodillas me
suplica una y  otra vez que la deje sola, pero yo me he negado a menos que ella me acompañe.
Pero ése es el problema, señor Vance, que no puede. Hay algo, cierto temor, que la tiene atada a
aquel lugar, la atrae con más fuerza de lo que atrajo a su padre. Nos hemos enterado de que él
solía pasar al menos seis meses al año en Blackwick con la excusa de que tenía que viajar al
extranjero. El hechizo, lo que quiera que sea, siempre fue con él.

–¿Y nunca ha intentado sacar a su mujer de allí? –le preguntó Vance.

–Sí, varias veces, pero ha sido en vano. En cuanto cruzábamos el límite del Estado, se ponía
enferma y siempre tenía que llevarla de nuevo al castillo. Una vez que llegamos hasta Dorekirk, la
ciudad que está más cerca, y pensé que lo conseguiría si al menos podíamos pasar allí la noche.
Pero se escapó, saltó por una ventana. Pretendía regresar a pie, de noche, andar todos aquellos
kilómetro. Entonces, hice venir a los doctores pero parecía que era yo quien necesitaba un médico
y no ella. Me ordenaron que la dejase sola, pero yo me he negado a hacerles caso hasta ahora.

–¿Ha cambiado en algo el aspecto físico de su mujer? –le interrumpió Vance.

Davenant se quedó pensativo.


–Ha cambiado –dijo–, sí, pero de una forma tan sutil que me cuesta describirlo. Está mucho más
hermosa que nunca, pero no es su belleza de siempre. No sé si me explico. Ya les he hablado de la
lividez de su piel. Pues bien, ahora es mucho más patente porque sus labios se han vuelto
extremadamente rojos; parecen una salpicadura de sangre en su rostro. En el labio superior tiene
una incisión que no creo que tuviera antes y, cuando se ríe, no sonríe. ¿Saben lo que quiero decir?
Su pelo ha perdido el brillo. Sé que está preocupada por mí, pero también esto es muy extraño.
Unas veces, como ya les he contado, me ruega que me vaya y la deja sola y, a continuación, unos
minutos después, me abraza y me dice que no puede vivir sin mí. Me doy cuenta de que se debate
contra una fuerza que se ha apoderado de ella, una fuerza, sea lo que sea, ante la que va
cediendo. Es ella la que me pide que me marche, pero cuando me suplica que me quede… es
entonces cuando se vuelve más hermosa. No puedo dejar de pensar en lo que me dijo antes de
casarnos, en esa palabra..

Y entre susurros, dijo:

–En la palabra vampiro.

Se pasó la mano por la frente, humedecida por el sudor.

–Pero eso es absurdo, ridículo –murmuró–. Hace años que se desecharon esas ideas. Estamos en
el siglo XX.

Hubo un instante de silencio y, a continuación, Vance comenzó a hablar:

–Señor Davenant, ya que me ha hecho partícipe de su confianza, ya que los médicos no le han
servido de mucho, ¿va a dejar que intente ayudarle? Creo que algo podré hacer, si no es
demasiado tarde. Si le parece, bien, el señor Dexter y yo le acompañaremos, como usted mismo lo
ha sugerido, al castillo de Blackwick tan pronto como sea posible, quizá en el correo del Norte de
esta noche. En condiciones normales, le pediría que, si le tiene algún aprecio a su vida, no
regresara…

Davenant movió la cabeza.

–Eso es algo que nunca haré –respondió–. He decidido que, pase lo que pase, cogeré este tren
esta noche. Estoy encantado de que me acompañen.

Quedamos en encontrarnos en la estación, y Paul Davenant se marchó a solas–, ¿Qué piensas de


todo esto, Dexter?
–Supongo –contesté no sin cierta cautela– que incluso en estos días que corren hay vampirismo.
Fíjese en la influencia que ejerce una persona anciana sobre una joven, si se relacionan
constantemente. Aquélla le va arrebatando la vitalidad a ésta para poder seguir viviendo. Y hay
personas, y se me ocurre más de una, que roban la energía de los que tienen a su alrededor, eso
sí, de forma totalmente inconsciente. Parece como si te quitaran parte de tu fuerza. Pues bien, en
el caso que nos ocupa, el mal se hace patente en la esposa de Davenant, y no es muy descabellado
pensar que también le afecte físicamente a él, aunque se trate de algo puramente mental.

–¿Eso quiere decir que crees –le preguntó Vance– que es algo mental? De ser así, ¿cómo explicas
las marcas que tiene Davenant en el cuello?

No encontré ninguna respuesta y, aunque le pedía a Vance que me diera su punto de vista, éste no
quiso comprometerse con ninguna explicación. De nuestro largo viaje a Escocia no hay nada digno
de mención. No llegamos al castillo de Blackwick hasta bien entrada la tarde del día siguiente. El
lugar era tal como yo me lo había imaginado, tal y como yo lo he descrito. A medida que nuestro
coche avanzaba traqueteante por el camino que cruza la Garganta de los Vientos, me invadió una
sensación de tristeza que me hizo aún mayor cuando entramos en el inmenso y frío vestíbulo del
castillo.

La señora Davenant, a quien avisaron de nuestra llegada mediante telegrama, nos recibió
cordialmente. Ella no sabía nada de por qué estábamos allí, y creyó que éramos simples amigos de
su marido. En todo momento estuvo inquieta. Me daba la sensación de que había una fuerza que
la obligaba a decir y hacer todo o que hacía y decía pero, por supuesto, ésta era una conclusión
lógica ante los datos que yo conocía. Por lo demás, la mujer de Davenant era una persona
encantadora y muy atractiva. Eso me  hizo comprender el comentario que hizo Davenant durante
el viaje.

–Daría mi vida por Jessica, por sacarla de Blackwick, Vance. Sé que todo va a salir bien. Iría hasta el
infierno con tal de que volviese a ser… como era.

Y ahora que yo había visto a la señora Davenant, comprendí lo que quería decir su esposo con
aquellas palabras. Jessica estaba más atractiva que nunca, pero no era un atractivo natural, no el
de una mujer normal, como lo había sido ella en otro tiempo. Era el encanto de una Circe, de una
bruja, de una hechicera y, como tal, era irresistible.

Al poco de nuestra llegada, fuimos testigos de la naturaleza del mal que la dominaba. Vance
preparó una prueba. Davenant había mencionado que en Blackwick no crecía flor alguna, y a
Vance se le ocurrió que debíamos llevarle algunas flores como regalo a la señora de la casa.
Compró un ramo de rosas blancas en el pueblo donde nos dejó el tren y donde iba a recogernos el
coche. Nada más llegar al castillo, se las dio a la señora Davenant. Ella cogió las flores muy nerviosa
y, a penas su mano las hubo tocado, las rosas empezaron a deshacerse en una lluvia de pétalos.
–No podemos esperar más –me dijo Vance mientras bajábamos a cenar esa misma noche–. Hay
que hacer algo.

–¿Qué es lo que temes? –le pregunté en voz baja.

–Davenant ha estado fuera una semana –contestó de forma solemne–. Se encuentra mejor que
cuando se fue, pero no lo suficiente como para perder más sangre. Hay que protegerle. Esta noche
corre peligro.

–¿Crees que es su  mujer? –me estremecí ante lo horrible de la sugerencia.

–Eso el tiempo lo dirá.

–La señora Davenant, Dexter, se debate entre dos mundos. El mal aún no ha dominado por
completo. ¿Recuerdas lo que dijo Davenant, de cómo ella pedía que se marchara y al instante le
imploraba que se quedase? Jessica está librando una batalla, el mal se va apoderando de ella. Esta
última que ha estado aquí sola el mal se ha hecho fuerte. Y contra eso es contra lo que  voy a
luchar, Dexter. Será una batalla de mi voluntad contra la del mal, una batalla que acabará cuando
uno de los dos haya ganado. Y vas a ser testigo de ello. Cuando se produzca algún cambio en la
señora Davenant, sabrás que he ganado.

De esta manera, supe cómo se proponía actuar mi amigo. La batalla enfrentaba su voluntad contra
la misteriosa fuerza que se había apoderado de la casa de los MacThane. Había que arrebatar a la
señora Davenant del fatal encanto que la dominaba. Y yo, sabiendo lo que iba a ocurrir, podía
observar y analizar la situación paso a paso. Me di cuenta de que la contienda había comenzado
mientras cenábamos. La señora Davenant apenas comió nada y parecía enferma; no hacía más
que moverse en la silla, hablaba sin parar y se reía. Era una risa sin sonrisa, como tan bien había
descrito Davenant. En cuanto pudo, se retiró.

Más tarde, cuando ya estábamos en el salón, pude sentir que algo pasaba. El ambiente se había
electrificado, cargado por una fuerza tremenda e invisible. Y fuera, alrededor del castillo, el viento
susurraba, gritaba y gemía; parecía como si todos los antepasados de los MacThane, un ejército
siniestro, se hubiesen reunido para entablar la batalla final de toda su estirpe. ¡Y todo esto
mientras nosotros cuatro charlábamos en el salón de las típicas cosas que se comentaban en la
sobremesa! Eso era lo más curioso de toda la situación… Paul Davenant no sospechaba nada, y yo,
que lo sabía todo, tenía que representar mi papel. Pero no podía apartar la mirada del rostro de
Jessica. No quería que el cambio, o lo que quisiera que fuese, me pillara de sorpresa. Por fin,
Davenant se levantó y dijo que estaba cansado y que se iba a la cama. No hacía falta que Jessica le
acompañara. Nosotros podíamos dormir esa noche en su vestidor.  Y fue justo en ese momento,
cuando sus labios se encontraron con los de ella en un beso de buenas noches y ella le abrazó con
ternura, ajena a nuestra presencia, cuando sus ojos brillaron ávidamente y se produjo el cambio.
El viento aulló en un grito fiero y amenazador, y las contraventanas empezaron a batirse como si
una horda de fantasmas fuera a romperlas contra nosotros. Jessica lanzó un largo y tembloroso
suspiro; sus brazo dejaron de rodear a su esposo y ella misma retrocedió tambaleándose de una
lado a otro.

–¡Paul! –gritó.

Aquél no era su tono de voz.

–¡Qué malvada he sido trayéndote a Blackwick, con lo enfermo que estás! Pero nos vamos a ir,
querido. Sí, yo también me voy a ir. ¿Me vas a sacar de aquí, me llevarás contigo mañana?

Hablaba con una gran solemnidad y había perdido la noción del tiempo. Las convulsiones
estremecían todo su cuerpo.

–No sé por qué he venido aquí –repetía una y otra vez–. Odio este lugar. Este maldito… maldito.

Estas palabras me llenaron de alegría. Vance había vencido, pero pronto me iba a dar cuenta de
que el peligro no había pasado todavía.

Marido y mujer separados, casa uno a una habitación. Davenant le dedicó una mirada de
agradecimiento a Vance, pues era más o menos consciente de que mi amigo tenía algo que ver en
lo que había sucedido. A la mañana siguiente se harían los preparativos para abandonar el castillo.

–Ha salido bien –dijo Vance en cuanto nos quedamos a solar–. Pero este cambio podría ser
meramente transitorio. Estaré alerta lo que dure de la noche. Dexter, tú vete a la cama. No hay
nada que puedas hacer.

Obedecí, aunque yo también me hubiera quedado vigilando, pendiente de un peligro desconocido.


Me fui a mi habitación, una estancia lúgubre y con muy pocos muebles. Sabía que no iba a poder
dormirme. Y así, vestido como estaba, me senté junto a la ventana abierta. El viento, que horas
antes había bramado alrededor del castillo, gemía ahora entre los pinos en doloroso llanto. Y
mientras permanecía allí, me pareció ver una silueta blanca que salía del castillo por una puerta
que no pude distinguir; con los puños cerrados, atravesó corriendo la terraza en dirección al pinar.
La vi sólo un instante, pero lo suficiente para saber que era Jessica Davenant.

Instintivamente, supe que algo iba a pasar, quizá llevado por la sensación de desesperación que
transmitían aquellos puños cerrados. En cualquier caso, no lo dudé ni un solo instante. La ventana
se encontraba a cierta distancia del suelo, pero la pared estaba cubierta de hiedra. Podría apoyar
bien los pies. Resultó ser más fácil de lo que esperaba. Bajé justo a tiempo de no equivocar la
dirección de la persecución hacia la espesura del bosque que colgaba de la ladera de la montaña.
Jamás podré olvidar aquella terrible búsqueda. Sólo había sitio para avanzar por el escarpado
camino; afortunadamente, era el único camino que Jessica podía haber tomado, pues yo la había
perdido de vista. No había ninguna otra senda, y el bosque tenía demasiada extensión como para
que ella hubiera cambiado de dirección.

Y en el bosque resonaban tenebrosos ruidos: gemidos, lamentos y risas. Sabía que era el viento,
por supuesto, y los gritos de los mochuelos (hubo una vez que llegué a sentir el revoloteo de unas
alas junto a mi cara). Pero no pude dejar de pensar que, a la vuelta, las fuerzas del infierno se
confabularían contra mí. El camino acababa sobre el borde del lago que mencioné antes. Y,
entonces, me di cuenta de que había llegado justo a tiempo pues, delante de mí, zambulléndose
en el agua, estaba la figura vestida de blanco de  la mujer a la que yo perseguía. Al escuchar mis
pasos, se volvió, alzó los brazos y se puso a gritar. La melena roja le caía sobre los hombros, y su
rostro, o al menos eso me pareció a mí en aquel momento, estaba desfigurado por el dolor del
remordimiento.

–¡Vete! –gritaba–. ¡Por el amor de Dios, déjame morir!

Pero yo estaba muy cerca de ella mientras pronunciaba estas palabras. Forcejeó por deshacerse
de mí; me imploraba entre jadeos que la dejase morir ahogada.

–¡Es la única forma de salvarle! –gritó–. ¿No entiendes que soy un ser despreciable? Soy yo
quien… Yo…Soy yo quien se bebe su sangre. Lo sé, lo he sabido esta noche. Soy una vampira. Ya
nada se puede hacer. Así que, por su bien, por el bien de su hijo no nacido, ¡déjame morir!

¿Acaso puede haber una súplica más terrible? Y yo… ¿Yo qué podía hacer? Dejé de sujetarla y la
llevé hasta la orilla. Ella se apoyaba sobre mi brazo como un peso muerto. La tendí sobre un banco
cubierto de musgo; me arrodillé a su lado y la miré fijamente. Y, entonces, me di cuenta de que
había obrado bien. Aquel rostro no era el de Jessica la vampira, no era el rostro que había visto
aquella misma tarde; eran los rasgos de Jessica, la mujer a la que amaba Paul Davenant.

Aylmer Vance también tenía algo que contar.

–Esperé –dijo– hasta que vi que Davenant se había dormido y, entonces, entré en su habitación
para observarle de cerca. Al poco tiempo, llegó ella (como yo había imaginado que ocurría), la
vampira, ese ser maldito que ha estado alimentándose de las almas de sus familiares, haciéndoles
lo que le hicieron a ella cuando éstos vivían en el Mundo de las Sombras: buscar una y otra vez la
sangre de aquellos que no pertenecen a su estirpe. Es el cuerpo de Paul y el alma de Jessica,
Dexter, lo que hay que salvar.

–¿Te refieres –ahí dudé– a Zaida la bruja?


–Sí –dijo confirmando mis sospechas–. Sí, ella es el espíritu maligno que ha caído como una plaga
sobre la casa de los MacThane. Pero creo que la he exorcizado para siempre.

–Cuéntame.

–Ella entró en la habitación de Paul Davenant como ha debido de hacer siempre, disfrazada de su
mujer. Ya sabes que Jessica se le parecía mucho. Él iba a abrazarla, pero yo ya había tomado mis
precauciones. Mientras Davenant dormía, le coloqué sobre el pecho esto, que arrebata al vampiro
su poder. Ella corrió aullando por la habitación. Solo era una sombra; ella, que un minuto antes
había mirado a Paul con los ojos de Jessica y le había hablado con la voz de Jessica. Sus labios rojos
eran los labios de Jessica. Esos labios se acercaron a los de él, pero los ojos del joven la miraron, la
vieron como realmente: el horrible fantasma del maligno. Y, entonces, la maldición se desvaneció
y ella huyó al lugar del que venía.

Hizo pausa.

–¿Y ahora? –le pregunté.

–Hay que demoler el castillo de Blackwick –me contestó–. Es la única solución. Hay que acabar con
cada piedra, con cada ladrillo, convertirlos en polvo y quemarlos. En ellos está la causa de todo el
mal. Davenant ha dado su permiso.

–¿Y la señora Davenant?

–Creo –contestó Vance tímidamente– que todo va a salir bien. La maldición desparecerá cuando
destruyamos el castillo. Ella sigue viva gracias a ti. Era menos culpable de lo que ella misma
pensaba, mejor dicho, era la víctima. Pero, ¿puedes imaginar cómo se sintió cuando comprendió el
papel que había jugado en toda esa historia, cuando supo que iba a tener un hijo, la terrible
herencia que le dejaba...?

–Sí, me hago cargo –murmuré mientras me recorría un escalofrío.

Y, entonces, susurré:

–¡Sí, gracias a Dios!


Una cama terriblemente extraña (W. W. Collins)

El autor de este relato, William Wilkie Collins cuenta una peligrosa aventura en la que se ve
envuelto un estudiante inglés en Paris al cual están a punto de asesinar en una misteriosa casa de
juego.

La historia comienza en un barrio de París, donde dos amigos ingleses, buscando nuevas
emociones deciden acudir a un garito de juego, uno de ellos decide sentarse a jugar al “rojo y
negro” comenzando inmediatamente a ganar todas las apuestas que realizaba, a pesar de los
consejos de su amigo el jugador continuó apostando y apostando hasta hacer saltar la banca. Tras
esto, se le acerca un sospechoso hombre que dice ser militar le invita unas copas hasta que
consigue emborracharle y luego convencerle para que se quede a dormir en el propio local.
Durante la larga noche el protagonista, que no conseguía conciliar el sueño, busca sin tener éxito
métodos para distraer su mente, hasta que sucede algo inesperado, el techo de la cama comienza
a descender súbitamente sobre él, y justo en el último instante consigue escapar de esta cama
asesina. El joven protagonista decide escapar por la ventana sigilosamente y descender por unas
tuberías para dirigirse a continuación a la subprefectura de la policía donde consigue, mediante un
francés deficiente, que los agentes lo acompañen a la casa de juego y comprobar que lo que decía
era cierto. Por último, entra en el local con los agentes y el subprefecto y tras una inspección
comprobó que existía un mecanismo en la habitación de arriba que hacía que el techo de la cama
descendiera, con lo que se consiguió desenmascarar a los culpables de numerosos asesinatos, el
soldado y sus secuaces, que fueron condenados a galeras.

La banda moteada (A. Conan Doyle)

Artur Conan Doyle creador del célebre personaje Sherlock Holmes, cuenta a través de Watson el
inseparable ayudante de Sherlok, un intrigante caso acaecido a dos hermanas gemelas en el
condado de Surrey, que naturalmente es resuelto de forma brillante por el prestigioso detective
gracias a su grandes dotes deductivas.

La historia es recordada por Watson pasado el tiempo y una vez fallecida la protagonista a la que
hizo promesa de no contarla. La acción se sitúa a primeros de abril de 1893, una mañana. Watson
se despierta y ve extrañado a Holmes ya esta despierto, éste le explica que se le ha presentado un
nuevo caso y ambos bajan a la planta donde les aguarda una misteriosa mujer que, aterrada y
muerta de frío, comenzó a relatar que pertenecía a la rica y conocida familia de los Roylott de
Stoke Moran; vivía con su padrastro, el Dr Roylott, y su hermana gemela en una mansión muy
antigua, a la que se habían trasladado tras la muerte de su madre. Dicho esto fue directamente al
grano: hacía entonces dos años, su hermana a la que le faltaban dos semanas para contraer
matrimonio, falleció en extrañas circunstancias. La mansión en la que vivían, constaba de tres
habitaciones incomunicadas que daban a un pasillo, la noche de los hechos sólo pudo recordar
que se escuchó un silbido tras el alarido de su hermana, salió al pasillo donde la encontró tendida
y señalando a la habitación de su padrastro dijo sus últimas palabras,“la banda moteada”
falleciendo en el acto.

Tras este relato, la señorita Stoner se marchó y quedó con ambos para que fueran a investigar el
caso; instantes después entró el Dr. Roylott que había seguido a su hijastra y le dijo que no quería
que nadie se relacionara con ella y dicho esto se marchó. A pesar de la amenaza Holmes decidió
continuar su investigación y tras desayunar se dirigió con Watson a Surrey, cogieron un tren hasta
Leatherhead, donde alquilaron un cabriolé hasta el camino de la mansión, justamente allí
encontraron a la señorita Stoner, se encaminaron juntos a la mansión mientras les contaba que el
Dr. Roylott había salido y no volvería hasta la noche.

Una vez en la habitación de la señorita Stoner, el detective se puso a observar todo


detenidamente como era su costumbre, encontrando un baúl, un extraño llamador que no
funcionaba si no conectaba a un ventilador que a su vez se hallaba comunicado con la habitación
del doctor, un plato con leche, una silla y pocas cosas mas de interés. Holmes parecía convencido
de conocer la respuesta del misterio pero decidió reservárselo y esperar nuevos acontecimientos,
para ello y a fin de que el padrastro no se percatara de su presencia se alojó en una posada
cercana, donde esperaron la señal de la señorita Stoner, una vez recibida se dirigieron a su
habitación.

La cliente se durmió y los dos detectives se quedaron esperando, sin hacer ruido, la confirmación
de sus sospechas, tras varias horas de espera, sucedió algo, de repente surgió un destello de luz y
un fuerte olor a aceite que fue aumentando, después oyeron un silbido, lo que hizo que Holmes
comenzara a golpear la cuerda de la campanilla y encendiera el fósforo; instantes después, se
escuchó un espantoso alarido. Corrieron a la habitación del Dr. Roylott donde lo encontraron
muerto con una cinta moteada en la cabeza, que al moverse resultó ser una víbora de los marjales,
lo que le sirvió a nuestro detective para resolver el caso.

En conclusión, el padrastro había amaestrado a una víbora para que atacase a través del conducto
que unía las habitaciones, la señal para que el animal volviera era su silbido y como premio le daba
la leche. Asesinando a sus hijastras conseguía que no se casaran y por consiguiente no tener que
repartir su dinero y vivir en la miseria, en cuanto a la muerte del doctor lo que realmente sucedió
fue que Holmes al escuchar el silbido asustó al animal que se volvió por donde había venido y
atacó a su propio dueño.

El azar vengador (Anthony Berkeley Cox)

En este relato el autor narra un caso sobre un crimen perfecto aunque, en esta ocasión lo hace en
tercera persona. Su protagonista es un detective llamado Roger Sheringham que tras haber
resuelto muchos casos importantes comienzan a recordarlos.

La historia comienza una semana después de lo ocurrido dando a continuación un salto hacia atrás
en el tiempo:
La mañana del viernes 15 de noviembre a las 10:30, Sir William Anstruther entró, como era de
costumbre, en el elegante club Rainbow de Picadilly del que era socio, recogió una cartas y un
pequeño paquete, al momento, llegó Graham Beresford, quien también recogió su
correspondencia y se sentó junto a él. El paquete resultó ser una caja de bombones que el
fabricante enviaba a Sir William para que diera su opinión sobre ellos, cosa que lo ofendió mucho.
Tras una corta conversación con el señor Beresford, éste consiguió convencerle para que le
regalara el paquete. Concluida la conversación, Beresford se fue a su casa para darle la caja de
bombones a su mujer, ya que se la debía al haberle ganado una apuesta, la cual consistía en
adivinar el culpable de una obra de teatro que vieron. Comenzaron a degustar los chocolates, pero
al marido le resultaron demasiado fuertes por lo que sólo comió dos, no así su mujer que le
resultaron exquisitos y continuó comiéndolos. Mr Beresford dijo que iba a atender sus negocios a
la city, o al menos eso fue lo que le hizo creer a su esposa, ya que lo que en realidad hizo fue
volver de nuevo al club a recriminar a Sir William el mal estado de los bombones, dicho esto cayó
sin conocimiento.

Beresford consiguió salvarse pero su mujer no tuvo tanta suerte, a partir de este extraño
asesinato, Roger Sheringham inicia las investigaciones, interroga a Sir William que resultó a su
juicio inocente llegando a la conclusión, tras descartar varias opiniones, de que el culpable podría
ser cualquier lunático, decidieron por tanto dejarlo en manos de la policía.

El azar quiso que el misterio se desvelara, un día en el que iba de compras por la ciudad, se
encontró a la señora Verreker-le-flemming, intima de la difunta señora de Beresford, que le contó
que en realidad su amiga había hecho trampas en la apuesta, ya que conocía de antemano la obra,
este encuentro le animó a seguir investigando. A la mañana siguiente se dirigió a una tienda de
maquinas de escribir donde averiguó el modelo de máquina y el papel usado en la nota que
acompañaba a la caja de bombones. Hizo que el inspector Moresby le consiguiera a todos los
taxistas que recogieron a gente entre las 9.10 y las 9.20, este así lo hizo, tras interrogarlos y
mostrarles unas fotos de los sospechosos logró que uno de ellos reconociera al supuesto asesino.

Había sido el propio esposo para quedarse con la fortuna de ella . Lo primero que hizo fue
preparar una buena coartada llevando a su esposa al teatro, salió a mitad de entreacto, y cogió un
taxi, ya que sabía que Sir William, hombre muy puntual estaría en el club y que no pondría
impedimento en darle los bombones. Acto seguido volvió al teatro para evitar sospechas,
cambiando en el camino los bombones por los envenenados que fueron los que finalmente
acabaron con la vida de su mujer.

La aventura de la acróbata ahorcada (Ellery Queen)

En esta novela de misterio, cuyos autores reales son Frederic Dannay y Manfred B. Lee, se narra
un suceso sobre el asesinato de la mujer de un acróbata. La principal característica es la muestra
de habilidad de los escritores, quienes durante la investigación despistan constantemente al lector
y donde finalmente se desvela la solución con un juego de palabras.

Todo comienza un día en que el acróbata Hugo Brinkerhof , componente de la compañía “Atlas &
Cia”, tras terminar de ensayar un número con Myra, una guapísima acróbata con la que estaba
casado, sale rápidamente a unos asuntos con Bregman, el contratista, hechas las gestiones, vuelve
a la pensión donde se hallaban alojados, sin embargo, Myra no estaba ni apareció en toda la
noche.
Hugo, preocupado decide llamar al capitán de la policía al que tuvo que convencer para que
enviara a un agente, finalmente mandó a Baldy un policía de barrio o al que acompañaba otro más
fornido. A la mañana siguiente, cuando Perk, el encargado de abrir el teatro llegó, tanto Baldy
como el otro agente quedaron asombrados de lo que había ocurrido en el camerino, Myra había
sido asesinada, estaba colgada de una tubería de incendios y con el brazo y las piernas atadas.

Para investigar este espantoso y extraño suceso eligieron a Ellery Queen, un joven inspector hijo
del también inspector Richard Queen; que inmediatamente convocó a los componentes de la
compañía: Ted Crosby el cowboy-cantante, Gordy el ilusionista el pequeño Sam el cómico y a Joe
Kelly. El inspector Ellery comenzó interrogarlos a uno tras otro sin averiguar nada de interés hasta
llegar a Kelly quien parecía saber demasiado sobre Myra, esto hizo que su marido el acróbata
Hugo Brinkerhof, se abalanzara sobre él teniendo que ser desalojado, lo que Joe Kelly sabía era
que Gordy y Myra habían mantenido una relación como amantes, lo que dejó a todo el mundo
perplejo.

El siguiente paso fue analizar el cuerpo de la victima y su habitación, allí consiguió encontrar
cuatro instrumentos que podía haber utilizado el asesino, pero que sin embargo no utilizó. Por
otra parte, el doctor Prouty el forense del caso, descubrió que el nudo de su cuello era poco
corriente y se llevó el cuerpo el cuerpo a su laboratorio para examinarlo con más detenimiento.

Gracias a la declaración del viejo Perk, conocieron que la puerta trasera del teatro había estado
abierta por ordenes de Brinkerhof, lo que desconcertó al inspector, quien tras interrogar al resto
de artistas prefirió seguir investigando. El espectáculo continuaba, los inspectores infiltrados
merodeaban pero sin llamar la atención y entre bastidores, con unos gemelos conseguidos por
Kelly, el inspector Queen y su hijo observaron las distintas actuaciones de Atlas y Cia, la de Sam el
marinero, la de Tex Crosby y finalmente la de Gordy, el ilusionista, cuyo truco final les sirvió para
descubrir una pista muy destacable. En este número, Gordy hacía un nudo exactamente igual al
que usó el asesino para atar a Myra, y el mismo que ésta empleaba para atarse al trapecio
mientras estaba en el aire; sin embargo, llegó a la conclusión de que el asesino no podía ser Gordy,
ya que habría dejado una pista demasiado fácil para la policía. Mas tarde apareció el doctor Prouty
con al solución definitiva al caso, o por lo menos para Ellery, se habían descubierto huellas en el
cuello de la victima y lo más especial era que estaban del revés. El joven detective tenía la solución
pero no quiso desvelarla hasta llegar al Metropole y reunirlos a todos. Ellery amenazó con decir
quien era el culpable si él mismo no lo desvelaba y así lo hizo, explicó como el asesino había
marcado sus huellas en el cuello del revés y que tras esto había colocado la cuerda con el nudo de
la misma forma que lo hacía Gordi para despistar a la propia policía. Instantes antes de que el
detective terminara, el propio autor del crimen confesó, Brinkerhof lo hizo tras ver que le era infiel
con Gordi la asesinó esa misma noche. El final se resume como una noticia del periódico, “El caso
del nudo gordiano”.

Sólo pueden ahorcarse una vez (Dashiell Hammett)

Esta novela relata un caso de un detective llamado Samuel Spade tomando el propio autor el
papel de dicho protagonista.

Todo comienza en la puerta de una mansión a la que un mayordomo vino a recibirle, para
conseguir entrar decide hacerle creer que se llama Ronald Ames y que tiene un asunto importante
que tratar con el dueño de la casa, un tal señor Binnet. Traspasado el umbral, fue conducido hasta
el piso de arriba donde le estaba esperando el sobrino de Binnet, Wallace Binnet, allí estuvieron
charlando hasta que apareció una mujer alta y morena, era la cuñada de Wallace, Joyde Court,
tenía que decirle algo importante a éste así que ambos salieron de la sala mientras el detective
esperaba dentro. Instantes después se oyó un grito y seguidamente un disparo, Samuel salió de la
habitación y descubrió el cuerpo de una mujer junto al que se encontraba el del propio Wallace.
Asombrado y perplejo no supo que hacer hasta que oyó tras de él un débil gemido, provenía de
una habitación, allí estaba un hombre mayor con pijama con su cabeza y brazo fuera de la cama y
con su otra mano se agarraba la garganta. Spade se acercó y comprobó que tenía unas marcas en
el cuello y tras preguntarle por el disparo señaló hacia la parte trasera de la casa. Eso fue lo que
hizo dirigirse hacia allí pero no había nadie ni ninguno de los allí presentes había visto a nadie.

La investigación policial fue encargada al sargento Polhaus y el teniente Dundy quienes hicieron
varias preguntas al anciano acerca del hombre que le hizo las marcas y después a Wallace sobre el
arma que se utilizó. Preguntaron su opinión sobre el caso a Spade quién dio a conocer su teoría
según la cual, el asesino podía ser Ira Binnet, el primo de Wallace. En ese momento les
interrumpió una llamada a la puerta, era un policía que había encontrado a Binnet por los
alrededores. Mientras que el teniente y Dundy comenzaron a interrogarlo, Spade prefirió irse a la
planta de arriba donde encontró al mayordomo espiando por la mirilla de la habitación del
anciano y el cual tras esto entró en la habitación.

Samuel Spade buscó a la señorita Court para que le explicase lo que intentó decirle a Wallace
antes del asesinato y lo que hizo gustosa, el anciano pidió que llamaran a Ira Jaboe. Enseguida
consiguieron que alguien les contase algo más, aunque en un principio no dijo nada importante,
culminó revelando que su esposa no tenía dinero y que tras quedarse con el suyo no quiso
devolvérselo. En ese mismo instante se escuchó un disparo y tras esto se apagaron las luces. Todos
bajaron precipitadamente hasta la planta de abajo donde encontraron el cuerpo de Jaboe al lado
de Ira Binnet. De repente, Spade creyó comprenderlo todo, subió rápidamente las escaleras y
corrió hasta la habitación de Timothy Binnet donde algo le golpeó en la cabeza y lo derribó.
Cuando consiguió levantarse las luces ya se habían encendido y Tom yacía en el suelo, esto le
pareció una farsa y comenzó a gritarle que se levantara, en ese momento aparecieron los
detectives. Spade cogió la linterna y se dirigió a la ventana donde pudo encontrar en un escondite
secreto un papel que decía que les había engañado ya que no tenía ninguna fortuna ahorrada mas
que la de ellos mismos. Pasado un rato el anciano recobró el sentido y comenzó a contar toda la
verdad de lo sucedido, en realidad el tiempo que sus sobrinos creían que había pasado e Australia
acumulando dinero, se lo había pasado en la cárcel, prosiguió diciendo que el asesinato de Molly
fue sin intención. Finalmente, Spade concluyó, el anciano también había asesinado al mayordomo
solo que este lo hizo rápidamente y tras esto apagó las luces para no ser descubierto.

Hombre muerto (J. Cain)

La historia se desarrolla en plena depresión económica en los Estados Unidos de América donde la
gran pobreza existente había creado un gran número de personas sin techo. Comienza el relato en
un tren, el detective del ferrocarril inspecciona minuciosamente todos los compartimentos con el
fin de desalojar a los numerosos vagabundos que suben al mismo de incógnito. El protagonista, de
apodo Lucky, es uno de ellos, un joven que en la primera revisión, había conseguido eludir al
detective escondiéndose en los resbaladeros del carbón, sin embargo, en una parada del convoy
para añadir vagones, es descubierto. Tras esto inicia una precipitada huida perseguido por el
policía que finalmente le da alcance, se produce un forcejeo entre ambos que acaba con el agente
desnucado por un golpe propinado con un perno de ferrocarril por Lucky.

En la escapada llega a una carretera donde descubre por un cartel que se halla a 25 Km de la
ciudad de Los Ángeles, buscando una coartada que lo justifique piensa que debe llegar cuanto
antes a la cocina de beneficencia de esa ciudad donde se dirige a toda prisa. Cena en el lugar y
busca un refugio donde dormir, observando al despertar que lo había hecho en el zoológico de la
ciudad, mientras se limpia la ropa de heno descubre que se había manchado de carbón, y acuden a
su mente entonces preguntas imaginarias sobre el hecho de que pudiera ser descubierto.
Comprendió entonces que debía deshacerse inmediatamente de esas ropas y pensó que sería
buena idea cambiarlo por un mono de trabajo que supuestamente le era exigido por el patrón de
la gasolinera donde pidió trabajo que finalmente no le dio. A pesar de todo, se dirigió a una zona
de tiendas donde tras convencer a unos mejicanos consigue que deshagan de su ropa y conseguir
el mono de trabajo, le dejaron fiado la ropa y además un dólar más. Tras vestirse y comer como
nunca en un bar gastándose el dinero que le había dado el mejicano, se dio cuenta de que la
noticia de la muerte del empleado de los ferrocarriles se encontraba en todos los periódicos. Se
subió a un camión de heno con el periódico bajo el brazo sin valor para leerla hasta que pararon
para que el conductor arreglara un problema con la manguera de aire, mientras Lucky se bajó y
comenzó a leer la noticia mientras miraba al fondo de la calle unas luces de la policía, comenzó a
darle vueltas a la cabeza hasta que finalmente se dirigió al camionero y le contó que había
asesinado a un hombre y que se iba a entregar.

Si muriera antes de despertar (William Irish)

Tommy Lee se encontraba en la escuela, como de costumbre, delante de él se sentaba Millie


Adams, una niña a la que continuamente molestaban los niños incluido Tommy. Pero aquel día
sucedió algo que hizo cambiar la situación, Millie tenía un caramelo de limón, de esos que le
encantaban a Tommy, en su caja para el almuerzo, el chico comenzó entonces a convencerla para
que lo compartiera con él, así lo hizo y a continuación le contó su secreto, el caramelo se lo había
dado un hombre del que decía Millie, era muy buena persona. Al día siguiente trajo otro caramelo,
esta vez de naranja, y tras compartirlo le contó que el hombre de los caramelos la había invitado a
su casa donde tenía muchos más, pero que no iba porque no quería perderse el premio de
puntualidad a clase, así que seguramente iría al día siguiente un poco mas temprano.

A las tres salieron todos, Tommy se alejó de Millie para no servir de burla a sus compañeros, tras
recorrer una manzana Millie le indicó quien era el hombre de los caramelos, una persona alta y
con los brazos muy largos. Al día siguiente, Millie se quedó sin el premio de puntualidad, ya que no
fue a la escuela en todo el día. Entraron entonces unos hombres vestidos de gris con el director
preguntando si alguien había visto a Millie Adams camino de la escuela el día anterior. Solo
respondió una chica que había ido a buscarla, Tommy sin embargo, decidió guardar lo que sabía
en secreto, Millie nunca mas volvió.

Varios años después aquel suceso se borró de la mente de Tommy, estaba ya en 7º y una chica
nueva había llegado, se llamaba Jeanie, gracias a ella sacaba buenas notas ya que le dejaba copiar
en los exámenes, por lo demás era igual de tonta que las demás chicas, tenía debilidad por las tizas
de colores y dejaba marcas de sus tizas por todo lugar por el que pasaba.
Un buen día en el recreo, Tommy observó como Jeanie a pesar de no haberlo querido invitar el día
anterior, sacó un caramelo de los de cinco centavos. Tommy se dirigió a ella y le recriminó lo que
le había dicho el día anterior, ella como respuesta dijo que no lo había comprado sino que un
hombre se lo había regalado. Aquello hizo que Tommy intentara recordar algo que le parecía
haber vivido ya pero no consiguió acordarse, pero durante toda la noche Tommy tuvo pesadillas
sobre aquello.

Al día siguiente, al llegar a clase se dio cuenta de que delante de él había un hueco, Jeanie no
había llegado, esto le preocupó, por suerte apareció unos minutos mas tarde junto a Emma Dolan.
Jeanie fue castigada por ello así que Tommy decidió esperarla fuera, entretenido jugando con el
balón, sin darse cuenta llegó dos manzanas abajo donde la pelota fue a detenerse junto a un
hombre corpulento de brazos largos, Tommy paró un momento pensando que antes lo había
visto, entonces recordó que se trataba del mismo hombre que hizo que Millie no volviera más.
Inmediatamente después volvió corriendo hacia la escuela donde no se le ocurrió otra cosa que
entrar dentro y avisar a Jenie dando porracitos en el cristal, cual fue su desgracia que la profesora
se dio cuenta y también lo castigó a él. Intentó por todos los medios decirle a Jenie que no debía ir
con aquel hombre pero no logró hacerse entender. La profesora se había enfadado mucho por
aquel escándalo así que cuando el castigo de Jenie terminó Tommy se tuvo que quedar y llevar a
sus padres una nota por su mal comportamiento.

En cuanto el castigo terminó, Tommy corrió hacía la casa de Jeanie donde la madre le dijo que aún
había llegado que probara en casa de Emma, así lo hizo pero sin obtener resultado. A Tommy solo
le quedó una elección ir a su casa y contárselo a su padre quien al ver la nota no lo dejó continuar
y lo mandó a su cuarto castigado. Allí se sentó y comenzó a darle vueltas a la cabeza, no podía
dejar a Jenie por ahí sabiendo que al igual que Millie no iba a volver, decidió bajar por la ventana
de su cuarto hasta la calle e investigar, cogió el camino que hacía Jenie para volver a su casa y fue
entonces cuando recordó que ella le había dicho que tenía que comprar tizas, eso podía ser la
clave. En una boca de riego había marcas de tiza de color rosa, eso quería decir que Jeanie había
pasado por allí, lo único que tuvo que hacer fue seguir las marcas de tiza hasta una empalizada
primero y después hacia unos postes de alumbrado que le conducían hacia el bosque y que le
alejaban cada vez mas de la ciudad.

Tommy empezó a tener miedo y a dudar si debía penetrar en el bosque, en ese instante, un coche
que venía a toda velocidad casi lo atropella, por suerte saltó a tiempo y comenzó a correr asustado
hacia la espesura del bosque. Ya estaba anocheciendo cuando Tommy encontró la caja del
almuerzo y un trozo del lazo de Jeanie, continuó adentrándose en el bosque hasta llegar a un claro
en el que había una casa vieja. El pequeño Tommy estaba muerto de miedo pero pudo entrar por
la ventana y subir por las escaleras de la casa, entró en una habitación cuando de repente oyó
toser a alguien y vio asombrado como uno de los bultos del suelo comenzó a moverse, era Jeanie,
estaba atada de pies y manos y amordazada. Hábilmente consiguió desatarla y ayudarla a bajar las
escaleras hacia el exterior que sería su salvación, pero, por desgracia una de las tablas cedió y el
pie de Tommy quedó atrapado. Intentaron sacarlo pero no hubo suerte, allí se sentaron los dos
hasta que oyeron un ruido, era el hombre de brazos largos que había vuelto y los había
descubierto. Tommy reaccionó ante la amenaza pegándole una patada con su pierna libre que hizo
que el hombre resbalara y cayera por las escaleras destrozando parte de ella. La pierna de Tommy
quedó al fin libre y el secuestrador malherido por la caída, a pesar de ello, consiguió levantarse y
sacar un cuchillo. Los niños prefirieron esconderse en la habitación donde había estado Jeanie e
intentar atrancar la puerta, sin embargo, solo consiguieron dos cajas vacías para ello. El hombre de
brazos largos subió las destrozadas escaleras y comenzó a empujar la puerta mientras Jeanie y
Tommy aguantaban con todas sus fuerzas, cada vez resistían menos, el hombre tenía mucha mas
fuerza que ellos. Tommy no sabía que hacer no podían saltar por la ventana, no tenían
escapatoria, le dijo a Jeanie que rezara con todas sus fuerzas. Al fin, el hombre consiguió abrir la
puerta e hizo que ambos niños rodaran por el suelo. Tommy le lanzó una caja al hombre que hizo
que este se quedara atontado, se volviera, fuera hacia él y le pegara un manotazo que hizo que
saliera despedido contra la pared, a consecuencia del golpe Tommy quedó inconsciente. Por
suerte en ese instante la policía y entre ellos su padre, entró por la puerta y consiguió atrapar al
lunático asesino y salvar la vida de ambos. Ya en su casa, Tommy fue felicitado por su padre que lo
animó a ser policía.

Gas de Nevada (Raymond Chandler)

Hugo Candless y George Dial, jefe y empleado estaban jugando un partido de squash, Candless
jugaba mucho mejor y por consiguiente ganó la partida, acabada la misma se dirigieron a los
vestuarios y se ducharon. Hugo, mientras se vestía, pidió una botella de Johnny Walker, bebieron
un trago charlando y tras lo cual George se fue. Hugo terminó de vestirse y tomó su segundo
trago, se fumó un cigarro y se dirigió hacia el exterior de Delmar Club donde le esperaba su
limusina; era una Lincoln azul con rayas amarillas de matricula 5A6. Mandó a Sam, el portero, a
que avisara a su chofer para ir a casa. Hugo quiso abrir la ventanilla, ya que hacía mucho calor,
cual fue su sorpresa al observar que no estaba la manivela, además no había teléfono y el chofer
no se dirigía a su casa sino a una ladera larga y solitaria. El conductor pulsó un botón que hizo que
Candless respirara el cianuro que comenzó a salir de unos orificios. El coche había alcanzado la
cima, el chofer le dio de nuevo al botón y el silbido cesó, se bajó del coche y tapándose la boca y la
nariz consiguió comprobar que Hugo no se movía.

Mientras tanto en otro lugar, Francine Ley estaba fumando cuando llegó George Dial, se inclinó y
la besó con fuerza en los labios y comenzaron a hablar, bebieron un vaso de whisky. Una sombra
se vio en la puerta, era Johnny De Ruse quien se dirigió a la mesa donde estaba la pareja a los que
saludó y se sirvió otro vaso de whisky, acto seguido, se dirigió a la habitación contigua donde cogió
una maleta y una pistola del armario volviendo de nuevo al cuarto principal donde ya solo estaba
Francine que comenzó a charlar con él, este le dijo que no podía perder el tiempo pues debía
marcharse de la ciudad ya que había denunciado a Mops Parisi.

Tras despedirse se dirigió a su coche, de donde surgió un individuo con una pistola que le apuntó
al pecho, apareciendo detrás otro que le apuntaba por la espalda. Comenzaron a registrarlo y tras
quitarle una de las pistolas que llevaba, lo obligaron a subir a un coche que tenía un fuerte olor a
almendras. El coche comenzó a rodar por las calles a toda velocidad, los que venían de frente
reflejaban sus luces cegadoras, esto le sirvió para que uno de los hombres que lo habían
secuestrado y que estaba sentado junto a él, no se percatara de que se estaba agachando para
coger su pistola de la pernera, consiguió hacerse con ella y se la colocó en la pierna izquierda.
Cuando tuvo ocasión sacó el arma escondida y le pegó un tiro en el hombro a su acompañante, la
respuesta de este fue tirarle la pistola al suelo de una patada, tras recogerla nuevamente asestó
con ella un golpe en la sien al secuestrador herido. El conductor pulsó un botón y comenzó a
intensificarse el olor a almendras, característico del cianuro, De Ruse se colocó un pañuelo en la
boca y comenzó a disparar contra el cristal pero parecía irrompible, solo consiguió astillarlo y tras
un golpe consiguió hacer un agujero.

El conductor al verse amenazado abrió la puerta y saltó tras cambiar la dirección del coche que se
dirigió hasta un terraplén y chocó contra un árbol. De Ruse consiguió salir y con la pistola comenzó
a disparar al conductor hasta alcanzarlo. Registró a ambos asesinos encontrando una caja de
cerillas del Club Egypt, un par de cargadores de 9mm y la llave del hotel Metropole marcada con el
número 809. Llevó su coche a Boulevard hollywood y en un taxi se dirigió a Chatterton de nuevo
donde no había nadie, se sirvió otro vaso de whisky, se lavó las manos y comenzó a llamar por
teléfono a las personas que le podrían dar mas pistas sobre todo aquello. La primera llamada la
hizo al Chronicle donde le informaron que la limusina de matrícula 5A6 pertenecía a Hugo
Candless. Intentando encontrar a Hugo, de Ruse llamó a La Casa de Oro donde la propia mujer de
Hugo le dijo que este había salido de la ciudad y que su club era el Delmar Club.

De Ruse se acercó al club y se detuvo junto al portero, Sam, al que comenzó a hacerle preguntas
sobornándolo con dinero hasta que consiguió sonsacarle que en realidad no conocía al conductor
que aquella noche había recogido a Candless. Se dirigió a La Casa de Oro donde preguntó al
hombre del garaje que si el chofer del coche de matricula 5A6 había salido aquella noche , este le
respondió esta que el chofer, llamado Mattrick, no había llegado a recogerlo, y que su alojamiento
era el Hotel Metropole. Hacia allí se dirigió y descubrió que a ese hotel correspondía la llave que
había cogido, llegó a la habitación 809 y dentro encontró a un hombre tendido de bruces en el
suelo con dos tiros en la cabeza.

Salió de la habitación al comprobar que el hombre estaba muerto, colocó el cartel de “no
molesten” en la puerta y se marchó del hotel. Volvió a Chatterton donde permaneció hasta que
llegó Francine, que venía un poco borracha, comenzó a contarle lo que le había pasado al chofer
de Candless y a él mismo y a preguntarle si ella sabía algo más, a cambio ella le contó que Candless
le hizo una jugada muy sucia a Zapparty, un tipo de duro de Reno. A los pocos segundos De Rose
ya había conseguido convencer a Francine para que lo acompañara.

Una vez dentro del casino, De Ruse se sentó a jugar mientras observaba los movimientos del
crupier y junto a él un jugador rubio, la manga derecha del crupier, era bastante sospechosa, ya
que no se separaba de la mesa, empezó a protestar pues iba perdiendo una importante cantidad
Al instante apareció un hombre muy corpulento que le dijo que abandonara inmediatamente el
local, De Ruse se negó y pidió ayuda al joven rubio llamado Nicky, quien sacó una porra y golpeó
con ella al corpulento guardia dejándolo inconsciente. De Ruse amenazó entonces al crupier para
que le devolviera el dinero y le llevara ante su jefe, lo que hizo tras conducirles a través de un
balcón hacia una habitación secreta, entraron un cuarto donde estaban tanto Zapparty como
Parisi. Comenzó a indagar sobre el tema del coche de gas, esto hizo que se desencadenara un
tiroteo que acabó con Marusi muerto, De Ruse, obligó a Zapparty a acompañarle en coche a los
apartamentos de North Kenmore donde se apearon todos menos Francine Ley, quien continuó en
el propio vehículo hacia Chatterton. Los tres hombres se dirigieron hacia el coche del gas,
obligando a Zapparty a sentarse detrás, consiguieron así que les indicara el camino hacía una casa
de piedra. Allí hallaron el cuerpo de Hugo Candless en una cama y consiguieron que Zapparty
confesara que era él el que estaba detrás de todo aquello, pero De Ruse quería averiguar quien
había intentado matarle. Zapparty siguió confesando que él había matado a Candless por pura
venganza mientras que Parisi había matado al chofer pero, desconocía quien había intentado
matarlo a él. Tenía solo una hora antes de que Nicky llevara a Zapparty a comisaría, así que
inmediatamente se dirigió de nuevo a La Casa de Oro, preguntó por el número de bungalow de
Candless, tras un incidente con el encargado apareció Kuvalick, el guardia de seguridad, que se
ofreció a dirigirse él primero al apartamento, ante la tardanza, De Ruse decidió acudir él mismo, lo
encontró cerrado por lo que tubo que partir el cristal de la puerta, ya dentro encontró a Kuvalick
amordazado y metido en un armario, le ayudó a salir y este le contó que George Dial y la señora
Candless lo habían engañado y amordazado. En ese momento entró en la habitación Dial
empuñando una pistola con silenciador, disparó dos veces contra Kuvalick, quien cayó abatido al
suelo.

Dial le contó a De Ruse mientras le apuntaba todo lo ocurrido, George era el amante de la mujer
de Candless y juntos planearon todo para quedarse con el dinero de este. En ese momento en el
que la señora Candless entraba en la habitación, De Ruse intentó sacar su pistola pero se le
adelantó Kuvalick, quien disparó contra la cabeza de Dial que salió lanzado contra la pared y cayó
muerto en el suelo.

De Ruse disparó contra la mujer también, quien cayó sobre Dial. Kuvalick, resultaba tener camisa
antibalas.

Mientras en Chatterton, Francine Ley, esperaba nerviosa la vuelta de De Ruse, que finalmente
llegó, se sirvió una bebida, le contó lo sucedido y le pidió que se casara con él con la respuesta
afirmativa como era de esperar.

Perro dormido (Ross MacDonald)

Otto el perro de Fay Hooper había desaparecido así que llamaron a De Archer, un detective
privado conocido por tratar los casos de desapariciones. La casa de Fay estaba en las colinas al
norte de Malibu, antes de dirigirse hacia allí, el detective paró en la academia canina Pacific
Palisades para hablar con su amigo Fernando Rambeau. Estando en la puerta vino a recibirle
Rambeau y su esposa, estuvieron hablando sobre las posibles causas de la desaparición de Otto sin
sacar muchas conclusiones.

Acto seguido continuó su camino hasta la casa de Fay Hooper donde Allan, el marido de la misma,
le amenazó con una escopeta y le dijo que se marchara, así lo hizo, se dirigió a la carretera
principal para esperar a la señora Hooper. Antes de que apareciera llegó el sheriff Carlson quien le
explicó que el señor Hooper tenía bastante poder en la zona y controlaba gran parte de los
terrenos. Pasado un rato apareció la señora Hooper, ella le contó que sospechaba de su propio
marido ya que además de no gustarle el perro, el día anterior lo había observado cuidando las
flores, cosa inusual en él.

Llegaron a la casa, que ahora estaba abierta, y se dirigieron al lugar cultivado por el marido, allí De
Archer cogió una pala y tras cavar encontró el cadáver de Otto. Allan, que estaba escuchando la
conversación, desmintió toda relación con el crimen, y dijo haber visto entrar a un extraño que
disparó contra el perro, dando como explicación las amenazas telefónicas que había recibido
durante todo el mes. El sheriff se hizo cargo del cadáver del perro para identificar las balas,
mientras que el marido también se marchó sin decir donde iba. De Archer se dirigió de nuevo a
hablar con Rambeau, este no se encontraba en la casa estaba su mujer sola, Fernando le había
dicho que se iba a vengar de Allan por lo de su hermano sin dar mas explicaciones. De Archer
volvió urgentemente a la casa de los Hooper donde encontró el cadáver de Allan junto al portón,
llamó al sheriff que vino a recogerlo y lo llevó al edificio administrativo del condado. Habían
arrestado a Rambeau para interrogarlo, ya que era el principal sospechoso y al parecer entre
Hooper y Rambeau había ocurrido algo.

Fernando no abrió la boca, así que De Archer llamó al cuartel general de Canadá para recibir
información, al parecer los cuerpos del hermano de Rambeau y su perro no fueron encontrados
hasta el año siguiente de su desaparición. El interrogatorio tuvo que continuar el día siguiente, tras
investigar las balas comprobaron que Rambeau había disparado contra el perro y se dirigieron con
él hacia la escena del crimen, el sujeto se reveló por el camino hacia la casa de los Hooper y
comenzó entonces a contestar a las preguntas de De Archer. Confesó que él había matado al perro
pero que sin embargo desmintió toda relación con el asesinato de Allan Hooper, tras lo cual
explicó su ira ante lo ocurrido con su hermano, Allan Hooper había asesinado a su hermano
cuando se disponía a salir del bosque, o por lo menos así lo creía. Llegó la señora Hooper en un
taxi e inmediatamente el sheriff se dirigió hacia la casa, De Archer lo siguió y tuvo que tirarlo al
suelo al forcejear con Fay, el sheriff se levantó empuñando su pistola y apuntando hacia el propio
detective momento en el cual la señora Hooper se colocó delante impidiendo que disparara contra
el detective, Carlson sabía que George Rambeau había muerto a manos de Allan o por lo menos
eso decía, lo que hacía prever que había presenciado la escena del crimen. El sheriff había mentido
por dos veces, había asesinado a George Rambeau, y no como decía que había hecho Allan, y tras
lo cual tuvo que asesinar a Allan para que no saliera a la luz dejando a Fernando sin sentido y había
usado su propia arma para incriminarlo en el asesinato.

Un suicidio curioso (Patricia Highsmith)

El doctor Stephen McCullough viajaba en primera clase en tren desde Paris hacia Ginebra, para
visitar a Roger Fane, todo por culpa de su mujer que le había obligado a ello. El doctor McCullough
odiaba a Roger desde que este se casó con Margaret, la mujer que él amaba y que tras un grave
accidente murió. Todo esto se le vino a mente y comenzó a plantearse el placer que le daría
asesinar a Roger de manera que nadie se diera cuenta y realizando el crimen perfecto. Llegó a casa
de Roger donde lo estaba esperando excusándose por no haber ido a esperarlo a la estación.
Comenzaron a charlar mientras tomaban un whisky, al doctor le resultaba todo aquello demasiado
falso por lo que se limitó a seguirle la corriente a la vez que su mente planeaba el asesinato, Roger
se marchaba a la mañana siguiente a Zurich y una chica venía a limpiar de diez a doce, debía de
asesinarlo por lo tanto aquella misma noche. Observó en un estante de la habitación un trozo de
mármol y asestó con toda su furia un golpe en la cabeza a Roger que cayó muerto al instante, acto
seguido subió a su cuarto. Por la mañana, se levantó tranquilamente, se duchó y afeitó y salió de la
casa sin mirar siquiera hacia la puerta de la sala donde estaba el muerto. A las cinco de la tarde de
aquel día, se encontraba en Roma, en un taxi hacia el hotel donde le esperaba su mujer, Lillian,
cuando se dio cuenta de que había olvidado la cartera en casa de Roger. Cenó con Lillian y dio un
paseo en carruaje por la ciudad, al día siguiente recibió la sorpresa de ver en la primera plana de
un periódico italiano la noticia de la muerte de Roger Fane. Lillian se asustó y le pidió una
explicación sobre como no sabía nada si él estaba ese día en la casa de Roger, este contestó
mintiendo que no había escuchado nada y que creyó que Roger se había ido a Zurich como le
había dicho la noche antes.
Regresaron al hotel donde la policía esperaba al doctor para interrogarle y así lo hicieron, tras lo
cual le devolvieron su cartera y consideraron que no estaba implicado en el asesinato, más bien
creyeron en la posibilidad de que lo había hecho el hermano de la sirvienta. Al perecer pegaba a su
hermana para quitarle el dinero y Roger ya le había amenazado con denunciarlo, además aquella
noche el sujeto estaba borracho y no volvió hasta entrada la mañana con la llave de la casa de
Roger.

Todo parecía a favor del doctor McCullough hasta que volvió a hablar con Lillian para explicarle lo
que le habían dicho los policías, ella le recriminó que estaba mintiendo pues sabía que él había
asesinado a Roger al estar todavía estaba enamorado de Margaret. McCullough comprendió que
debía confesar, pero decidió que no sería ese el momento y mintió nuevamente diciéndole que él
no había asesinado a nadie, fueron al museo juntos pero no volvieron a hablar del tema.

Repentinamente por la cabeza del doctor pasó la idea de dirigirse a Ginebra y confesarlo todo,
cogió un avión y a las once llegó a Ginebra y en el acto llamó a la policía diciendo que tenía que dar
una información muy valiosa y se dirigió inmediatamente hacia la cárcel donde estaba el falso
acusado del asesinato. Fue recibido por uno de los policías que le habían interrogado quien le
avisó que el hombre que estaba buscando acababa de suicidarse dándose cabezazos contra la
pared de su celda, momento tras el cual el doctor se acobardó y no fue capaz de confesarse
culpable.

Estaba muy confuso, se puso a pasear mientras pensaba en lo que había pasado a raíz de lo
ocurrido, ya estaba cerca del lago, era su oportunidad de cambiar su cobardía por algo que jamás
había hecho pero finalmente no lo hizo, siguió andando y todo continuó igual.

No mire atrás (Fredic Brown)

La historia comienza por así decirlo en Springfield, Ohio, lugar donde Harley, hombre imponente,
conoce a Justin Dean, un hombre bajito que trabajaba de impresor en una compañía. Todo
sucedió de la siguiente manera, Harley le pidió a Justin que le hiciera unas planchas con su firma
grabada, Justin quedó impresionado con Harley ya que era todo lo que él quiso ser y nunca
consiguió, así que le hizo las placas usando toda su destreza y realizándolas de manera perfecta. Al
día siguiente Harley vino a recogerlas y al verlas quedo sorprendido, tanto que preguntó que quien
las había hecho y tras esto convencerlo para que se asociaran.

Transcurrió el tiempo y Harley cogió confianza con Justin y junto a otros contactos comenzó la
preparación de una red de falsificación de dinero. En Nueva York montaron una pequeña imprenta
como tapadera en la que Justin realizaba tanto los trabajos de perfeccionamiento de las planchas
de los billetes como cualquier trabajo de imprenta que llegaba al taller. Así, y tras un año de
trabajo día y noche consiguió la plancha perfecta, junto con Harley fueron a celebrarlo, iban a ser
ricos. A partir de entonces la empresa fue un éxito, tenían muchos contactos, a Bull Mallon,
encargado de la parte final de la distribución, al capitán John Willys del Departamento de Policía,
ha quien lo tenía sobornado, a grandes conocidos y a gentes sin mucha importancia. Hasta que un
día, una llamada turbó la situación, Harley le había dicho que se deshiciera de las planchas e
instantes después se publicó que Harley había sido asesinado. Justin Dean hizo caso de la llamada
de Harley y se deshizo del dinero, quemándolos en el incinerador de un hotel en el que nunca
había estado y de las planchas arrojándolas en el mar. Tenía que descubrir quien había asesinado a
Harley, así que cogió el primer hacia Albany, pero nada mas bajarse fue detenido por la policía, no
por ser el asesino de Harley, ya que comprobaron que eso era imposible, sino por el tema de las
planchas. Lo mantuvieron despierto y sin parar de interrogarlo para intentar descubrir donde
estaba pero Justin no se lo dijo para que no descubrieran que él estaba implicado. La policía
registró el local de Nueva York de ambos miembros sin encontrar pruebas y tras un tiempo lo
dejaron libre, Justin lo único que quería era comprobar si Harley verdaderamente había muerto, le
mostraron el cadáver pero a Dean le siguió pareciendo extraño la expresión de su cara. Ya libre
consiguió llegar a la imprenta sin que nadie le siguiera, allí no estaba Harley ni su nombre estaba
registrado en el hotel e el que estuvieron alojados. Telefoneó a Bull, quien, tras hablar sobre el
tema de las planchas vino a recoger a Justin junto con dos hombres, se montaron en un coche y se
dirigieron hacia el lugar done estaba Harley, o eso es lo que le dijeron al pobre Dean. Llegaron a
una cabaña en medio de un paraje solitario y a gran distancia de Nueva York, metieron a Justin a la
fuerza en ella, lo ataron a una silla y comenzaron a preguntarle por las planchas. Dean le contestó
con la versión verdadera de los hechos pero ellos no lo creyeron y lo torturaron una y otra vez
durante semanas y sin darle nada de comer. Hasta que Justin cayó inconsciente el interrogatorio
no terminó, creyeron que había muerto y lo dejaron en un lago, allí despertó y consiguió salir del
agua y cayó dormido por la gran falta que llevaba acumulada. A la mañana siguiente, cuando Justin
despertó junto a él estaba Harley quien le dijo que tenían que salir de allí, eso fue lo que hicieron y
tras recorrer un gran recorrido durante varios días hasta que consiguieron llegar a una zona seca
con campos donde había un arroyo con aguas limpias. Justin se lavó en ella siguiendo las
instrucciones de Harley y juntos continuaron caminando hasta que llegaron a una pequeña cabaña
de la que salía un olor a pan seco recién salido del horno, Justin no se pudo contener y se dirigió
rápidamente hacia ella, llamó a la puerta y una mujer abrió y le cerró la puerta en las narices antes
de que pudiera ni siquiera decir una palabra. Inmediatamente una fuerza interior le obligó a echar
la puerta abajo con un tronco y luego golpear a la mujer hasta matarla tras lo cual se comió el pan
caliente. Tras esto vino un hombre al que también mato esta vez asentándole una puñalada. El
pan le había sentado mal así que se durmió, Harley lo despertó en mitad de la noche diciéndole
que tenían que escapar de allí antes de que amaneciera, así lo hizo tras cambiarse de ropa,
afeitarse y coger el cuchillo el dinero de la casa se marcharon hacia la vía del ferrocarril.

ACTIVIDADES

2 La Banda Moteada

Este relato es narrado también desde dentro, desde la perspectiva de un personaje, Watson, que
da testimonio de uno de los casos de su amigo Holmes. Sin embargo, ¿se limita a describir los
hechos o también los valora y los juzga?

Los describe y añade su opinión, es decir, juzga y valora la actuación de Holmes en el caso.

Conan Doyle sabía muy bien lo que se hacía al elegir a Watson como narrador y colocarlo en un
segundo plano de la acción.

¿Qué pretendía con ello?

Pretende situar al doctor en el sitio del lector de la novela plateándose las mismas dudas que uno
se plantea al leer el libro.

Observa los casos en los que Watson interpreta los indicios de manera incorrecta.
¿Has cometido tú los mismos errores?¿A quién crees, pues, que puede representar este
personaje?

Si. Al propio lector de la novela.

En la introducción (p. XI) se sugieren las principales características de Holmes.

¿Cuáles aparecen en el relato y cuáles no?

Aparecen su implacable lógica y el modo original en que resuelve el enigma de la habitación. No


aparece en la introducción como un hombre tranquilo, típico modelo inglés con mucha astucia y
grandes dotes para la investigación.

¿Qué rasgos esenciales del doctor obtenemos a través de Helen Stoner o de la propia actitud de
Roylott en su visita a Holmes?

Es un hombre fornido, de muy mal genio, egoísta, misterioso y avaro.

¿Contribuye el ambiente de Stoke Moran a perfilar al personaje?

Si ya que la mansión tiene el mismo aspecto misterioso y extraño de su propietario que resultó ser
el asesino.

¿Qué enigma plantea Helen Stoner? ¿Cuáles son los primeros indicios y qué explicaciones iniciales
se proponen para resolver el misterio?

La misteriosa muerte de su hermana. Al principio se cree que podían haber sido los gitanos que
habitaban en el jardín de la mansión.

¿Qué indicios encuentra Holmes en las habitaciones de Helen Stoner y del Doctor Stoner que
resultan determinantes para elaborar una hipótesis sobre lo sucedido y sobre lo que puede
ocurrir?¿ Que relación establece Holmes entre estos indicios?

Holmes observa que por la ventana no habían podido entrar porque no se podía abrir desde fuera,
el ventilador que comunicaba una habitación con otra y el indicio de la silla situada bajo la rejilla
en la habitación del doctor había sido usada para subirse encima.

¿Cuál es la hipótesis que va a resolver el caso y qué hace Holmes para comprobarla?

La hipótesis de Holmes era que de alguna manera, para llevar a cabo el asesinato, habían usado la
rejilla de ventilación, única vía de comunicación con el exterior.

Para verificarlo, Holmes y Watson se quedaron toda la noche con Helen hasta que descubrieron
que el doctor usaba una serpiente que tenía amaestrada para meterla por la rejilla de ventilación.

Haz una diagrama con la argumentación de Holmes, explicando cuál es la tesis y relacionando los
distintos eslabones de sus conclusiones.

El ventilador--------La situación de la silla de la habitación contigua------- lo estrecho del agujero


(solo podía ser usado por un reptil)----------el doctor había estado mucho tiempo en la India--------el
cuenco de leche.
Este caso se plantea desde el inicio siguiendo el enigma clásico de Poe: un crimen cometido en una
habitación cerrada.

¿Qué características presenta aquí? ¿Se trata de una habitación verdaderamente cerrada?
Compara el planteamiento llevado a cabo por Conan Doyle con el relato anterior de Wilkie Collins.
¿Qué similitudes y diferencias observas?

Al principio parece una habitación cerrada ya que tras observarlo mas detenidamente descubre la
rejilla del ventilador. En ambos relatos la base del crimen es hacer perfecto y en ambas se realiza
en una habitación que aparenta ser normal y que esta cerrada y que luego resulta o tener una
abertura, como es el caso de la novela de Conan Doyle, o tiene un mecanismo trampa como es el
caso del relato de Wikie Collins.

7. Si muriera antes de despertarme

¿En qué momentos del relato existe mayor suspense?

Casi al final de la historia donde son descubiertos por el lunático.

¿Son las palabras de Luckács una buena descripción de lo que ocurre en este relato? ¿Serían
aplicables a otros relatos de la antología?

Si, ya que se trata de una novela policíaca en la que priva la angustia la inseguridad de la
existencia, la posibilidad de que le espanto irrumpa en cualquier momento en la vida de los
personajes que finalmente resulta ser protegida por una feliz casualidad.

Si, a algunos de ellos.

¿Cómo afecta esa incomunicación al héroe?

Al héroe le causa gran impotencia y angustia.

Cita pasajes en los que el suspense al final sea mayor.

... “La sombra empezó a moverse y a acercarse; se iba agrandando como una mancha de tinta
sobre papel secante. Al fin me pareció, muy larga, como si usara zancos. Ahora estaba ya en el
vestíbulo” ...

¿Cómo crees que influye en el lector?

Al mostrarse el mundo a través del niño que no comprende lo que esta ocurriendo a su alrededor,
el lector siente el miedo que el niño no percibe.

Señala algún aspecto del relato que no te parezca verosímil ¿podrías justificar esta falta de
verosimilitud en función del suspense?

Un ejemplo sería el momento en el que el joven protagonista consigue llegar hasta la casa del
lunático siguiendo unas marcas de tiza, me parece bastante improbable que esto ocurra, sin
embargo sirve para darle suspense a la búsqueda.

¿En qué momento relaciona nuestro héroe los casos de Millie Adams y Jeannie Myers?
En el momento que reconoce haber visto la cara del lunático antes y lo relaciona rápidamente con
la desaparición de su antigua compañera de clase.

¿Cómo se caracteriza al psicópata? ¿Hay algún rasgo físico que sea indicio de su talante moral?

Un hombre alto fuerte de brazos muy largos. Sus movimientos extraños y sus huidas precipitadas
cuando pasaba la policía.

¿En qué se diferencia la visión que tienen de la policía el niño, la madre y el padre?

El niño lo ve como un juego y sueña con ser policía de mayor, como es normal en los chiquillos. El
padre lo ve como su trabajo, le interesa pero no lo mezcla con su vida personal sin embargo por
otra parte le gustaría que su hijo fuera también policía como él. Finalmente, a la madre le parece
mal que su hijo sea policía por el riesgo que lleva este trabajo.

La obra es un relato de formación o aprendizaje que inicia al protagonista en el mundo de los


adultos. Demuestra esta aseveración.

El niño al principio es ignorante de todo los sucesos que acontecen, es decir, es un niño que poco a
poco en la historia va uniendo cabos al comprobar que la historia se repite con una nueva
compañera de colegio.

¿Se separan aquí el bien y el mal? ¿Es este un relato moralista?

Si, se separan claramente, el niño y la parte de la policía son la parte buena y el psicópata es la
mala. Se puede considerar que si ya que nos advierte sobre el peligro que pueden ocasionar los
extraños que se acercan a los niños.

Cita pasajes en que aparezcan temas obsesivos. Señala otros leitmotivs de este relato.

El ejemplo mas claro es el momento en el que el niño esta en el bosque, sólo, con miedo y en la
oscuridad de la noche.

¿Qué implicaciones tiene la formula condicional con que se expresa la intriga?

Temor a la muerte, es decir, miedo a dormirte una noche y no volverte a levantar.

La inclinación de Irish al romanticismo domina sobre una visión crítica de la sociedad; así introduce
la naturaleza en el decorado urbano del relato policial cuando el protagonista va hacia la casa del
bosque.

¿qué valor expresivo tiene?

Tiene un gran valor descriptivo ya que parece que el propio bosque tiene vida.

La descripción que el autor hace del bosque y de la cabaña, ¿es una mera descripción o constituye
una atmósfera?

Crea toda una atmósfera tenebrosa.

El decorado refleja los sentimientos del personaje.

Señala algunos ejemplos donde se compruebe la afirmación anterior.


“la habitación estaba iluminada por la luz de la luna aunque las persianas estaban echadas los
rayitos de luz penetraban en ella”

“había una casa vieja en estado ruinoso; las ventanas no tenían cristales y parecía desabitada
desde hace mucho tiempo”

¿Se persigue con ello un efecto estético o dramático?

Dramático.

Indica cuáles y donde aparecen en estos mismos pasajes finales:

Equívocos sensoriales: “esperaba que unas manos surgieran de improviso de la oscuridad para
atraparme”

Dinamización expresiva: “Le propiné un puntapié con la pierna que tenía libre, mientras sostenía a
Jeanie en mis brazos. El golpe le alcanzó de lleno en el estómago de forma inesperada para él”

Materialización de lo inmaterial: “a la luz de la luna el viejo edificio parecía decirme: Ven,


pequeño, acércate, para poder devorarme a continuación”.

Animación de lo inanimado: “los bultos, o lo que fuera que había en el suelo empezaron a


moverse. Me parecía que de ese promontorio salían ratas víboras”.

Concreción de lo abstracto: “lo que salió de ese promontorio fueron dos pies... uno era negro
porque estaba calzado y otro blanco por carecer de calzado”.

Oraciones breves: “¿estas ahí Jeanie?” “Salgamos de aquí” “Tal ves no vuelva más”

¿Qué otros rasgos de raíz romántica señalarías en el relato?

“cuando desperté, me pareció que estaba flotando entre el suelo y el techo..., pensé que
estábamos muertos y convertidos en ángeles”

Un ejemplo de lenguaje cinematográfico aparece en la escena clave en la que el niño está jugando
con la pelota mientras espera a su amiga Jeanie.

¿Qué angulaciones y planos cinematográficos articulan esta secuencia?

Cuando el niño va a recoger la pelota la camara se agacha al igual que él a recogerla y se ven
primeros los pies del hombre, después los brazos y se detiene en las manos que se abren y se
cierran como si quisieran agarrar algo que se le escapara.

Explica el significado de los puntos suspensivos en algunas de ellas y complétalas para


comprobarlo.

“Se los había dado él y de resultas de esos regalos... Millie no volvió mas a la escuela”

Quiere decir que Millie fue asesinada.

“Había una marca de tiza en el siguiente poste de alumbrado, pero no en el más allá... En algún
lugar por allí cerca habían desviado la ruta”

Indica que ha perdido el rastro de su amiga y deduce que han cambiado de ruta.
“...por alguno de estos lugares”

El padre le esta diciendo a su compañero que el asesino debía hallarse cerca.

Para crear el suspense, el autor retarda la acción a través de incisos y aclaraciones que van
prolongando la situación.

Resume por eliminación, suprimiéndolas. ¿Se gana o se pierde en suspense?

“cuando llegué arriba encontré a un lado una puerta cerrada... al fin mire al interior por la
abertura ... en el suelo había un montón de desperdicios... el miedo se me pasó repentinamente
pues la reconocí”.

Se pierde suspense porque cuando la frase tiene aclaraciones el lector esta deseando llegar mas
adelante para ver lo que ocurre.

Tommy Lee intenta reconstruir a través de las tizas el itinerario seguido por Jeanie y el psicópata
para ello, utiliza una serie de oraciones subordinadas que permiten montar y desmontar hipótesis.

Escribe alguna de estas oraciones y di de que clase son.

“ Al llegar a la esquina, estaba a punto de volverme, cuando vi una boca de riego que tenía una


marca de tiza de color rosa a su alrededor”

Oración subordinada que hace función de sujeto.

“ Era tan fácil de seguir que empecé a correr en lugar que a caminar”

Oración subordinada adjetiva.

 MISTERIO 1.

         Marga escuchó la charla que provenía del despacho de su tío, el conocido criminalista Adán
Palacín. 
         -... Y mientras yo dejaba los esquís, Roberto se quedó en el porche. Al volverme para salir,
pude ver con toda claridad a través del ventanuco del bungalow, cómo el miserable apuñalaba por
la espalda a mi amigo. 
         - "Pasa querida", saludó a Adán al ver a la joven en la puerta. "Estoy tomando declaración a
Antonio Lago, el actor de cine, en relación con la muerte de Roberto Ganderas, su compañero de
rodaje Sangre en la nieve". 
         - "Su rostro me era familiar, señor Lago, pero me despistaron esas gafas" saludó ella
sonriente al entrar. 
         - "¡Ya! Necesito llevarlas. Únicamente me las quito para rodar", asintió. Y volviéndose a su
interlocutor, añadió: "La productora había contratado a Francis para unas escenas difíciles, sin
tener en cuenta sus antecedentes. Ayer, aprovechando que Roberto había cobrado una fuerte
cantidad de dinero, y creyendo que estaba solo en el porche, le apuñaló por la espalda, le despojó
del dinero y huyó. Gracias a Dios, yo lo presencié todo". 
         El criminalista se volvió hacia su sobrina, que permanecía sentada en uno de los sillones del
despacho: 
         - Al tal Francis le cogieron esta mañana en el aeropuerto de Barajas, cuando iba a tomar el
avión de Londres. En la maleta llevaba más de dos millones de pesetas, el dinero robado a la
víctima ... Sin embargo, jura y perjura que él no cometió el crimen ... 
         - "Y eso creo yo también, tío ... ", contestó la joven. 
         ¿Sabe ya Vd. quién es el asesino?

        MISTERIO 2.

         El cuerpo sin vida de Sebastián Perales, propietario de una firma de lavadoras, había
aparecido en su despacho con una profunda cuchillada en el cuello que le habla causado la muerte
instantánea. Un gran charco de sangre manchaba el parqué y cubría buena parte del crepé de la
suela de sus zapatos de ante. 
         El inspector Castañares reunió a las tres personas que aquella tarde habían estado en la
oficina e inició los interrogatorios. 
         Antonio Morales, el contable de la, empresa, fue el primero en responder: 
         - "Cuando don Sebastián se encerraba en su despacho no quería que nadie le molestara.
Estuve esperándole en la antesala junto a Marisa, su secretaria, más de una hora, hasta que,
cansado, me marché. 
         - "¿Cómo sabia que él estaba dentro?", preguntó el inspector. 
         - "Tanto ella como yo oímos sus recias pisadas en el parqué." 
         La guapa rubia corroboró las palabras del contable. Por su parte, Andrés Eizaguirre, el
administrativo, declaró que había estado toda la tarde en el archivo y que no había oído nada que
le llamara la atención. El archivo se encontraba en la misma planta que el despacho de la víctima,
separado de éste por un pequeño patio al que ambas piezas estaban comunicadas por una
ventana. 
         Con todos estos datos, ¿puede Vd. resolver este caso?

        MISTERIO 3.

         Cristóbal Higueras se había quedado casi sin olfato debido a la terrible paliza recibida tres
días antes; pero ya podía declarar: 
         -"Sólo recuerdo que paseaba al atardecer, cuando me echaron encima una manta, o algo
parecido, que olía a almacén de patatas; luego, me golpearon hasta dejarme sin sentido". 
         El comisario Romero continuó mirando a quien pasaba por ser "el profe más duro de todo el
Instituto", y que en aquel momento parecía una momia a causa de sus vendajes. Con esa imagen
en su mente, volvió a interrogar a los principales sospechosos. 
         -"Todos teníamos motivos para darle una paliza por suspendernos injustamente... Por otra
parte, esa tarde yo estaba en la disco con los colegas", declaró Luis. 
         -"Vamos, comisario, no creerá que yo iba a exponerme de ese modo, sabiendo que don
Cristóbal te huele a un kilómetro de distancia. Además, cubrirle con un viejo saco de patatas... ¡Es
propio de skins!", explicó Antonio al mismo tiempo que contenía una carcajada. 
         -"Lamento lo ocurrido al profe de mates, señor comisario. Y no tiene por qué sospechar de
mí, pues nunca me ha suspendido. Además, ese atardecer yo estaba en la disco, como todos los
demás", concluyó Felipe. 
         Con los datos que le hemos dado, ¿puede resolver este caso?

       MISTERIO 4.

        Adriana Martín, programadora de informática, había sido asesinada de dos balazos en su
apartamento. La postura de su cuerpo, vestido tan solo con ropa interior, sobrecogió al inspector
Luis Cardoso quién, tras revisar la reducida estancia empezó a interrogar a los tres sospechosos
que habían visitado a la víctima la noche anterior. Marcos García, ejecutivo de la oficina de
Adriana, fue el primero de ellos. 
         -"Vine para recoger un trabajo que debía presentar a primera hora. Tras estar un rato con
ella, y como se iba a duchar, me fui." Lucas Sánchez, un amigo de Adriana, se limitó a explicar: 
         -"Llevábamos algunos días disgustados; anoche quise verla para disculparme... Pero no me
abrió la puerta, según me dijo, por qué iba a ducharse. Adriana era una estúpida puritana." Aurora
Ríos, antigua amante del anterior, fue la siguiente: 
         -"Créame inspector, no le guardaba rencor, pese a que me hubiera quitado a Lucas... Ahora
se que el y yo no hubiéramos terminado bien. Lucas es un hombre que trata de conseguirlo todo
de la mujer que le gusta. Pero Adriana había logrado controlarle. Era muy estricta en sus principios
religiosos." 
         Añadió que había estado con la víctima a la misma hora que los otros dos sospechosos. El
informe pericial reveló más tarde que Adriana no había sido forzada. 
         ¿Podría decir quién es el asesino?

       MISTERIO 5.

        Para Julián, el policía municipal de Torrecaballeros, el cadáver del tío Andrés, de bruces en el
salón de su casa, sólo podía significar que la muerte le había sorprendido mientras estaba liando
uno de sus cigarros de picadura. Sin embargo, el informe del forense fue explícito: el muerto,
dueño de una de las fincas más importantes de la localidad, había fallecido a consecuencia de una
fuerte dosis de veneno. 
         - "Si, yo estaba ayer en la casa, pero no quise ver el cadáver - dijo Miguel Ángel, sobrino de la
víctima -. Como mi profesión es la de bioquímico, soy aprensivo de estas cosas". 
         Ricardo, el capataz, declaró: 
         - "Estoy seguro de que esto ha sido obra de Miguel Ángel, que la tenía tomada conmigo
porque Susana y yo nos llevamos muy bien". 
         Que Ricardo y Susana, la hija del muerto, se entendieran daba otro cariz al caso, que Julián se
apuntó. 
         - "Creo que no le descubro nada nuevo si le digo que mi padre nos había desheredado a mi
primo Miguel Ángel y a mí -confirmó Susana -. Yo estaba ayer aquí para suplicarme que me
perdonara". 
         - "Mi querida prima, creo que por ti y por ese tal Ricardo mi pobre tío quedó sobre la preciosa
alfombra, sumido en el descanso eterno", concluyó sarcástico Miguel Ángel. 
         ¿Sabe ya quién es el asesino?

  MISTERIO 1. "Había algo en las palabras de Lago que no encajaba -empezó a explicar Marga-. ¿Te
has fijado en lo que les ocurre a los cristales de unas gafas cuando desde un lugar frío se penetra
en un lugar caldeado? ¿Y en cómo están los cristales de las ventanas de esa estancia?
Naturalmente, empañados por la condensación del calor, producto de la diferencia de
temperatura con el exterior ... Siendo así, querido tío, ¿cómo pudo distinguir Antonio Lago al
asesino de su amigo? Su mentira es evidente: Él apuñaló a Ganderas por algún motivo que
averiguaremos.

        MISTERIO 2. Tanto Antonio Morales, el contable, como su cómplice, Andrés Eizaguirre, habían
cometido un error que al inspector no le pasó inadvertido. Después de acuchillar a Sebastían
Perales, el administrativo había estado caminando, con pisadas firmes por el despacho para que
Marisa, la secretaria, pudiera corroborar la coartada de su cómplice. Pero no advirtió que los
zapatos de ante de su víctima llevaban suela de crepé ...

        MISTERIO 3. El comisario Romero detuvo a Antonio y a Felipe como autores de la paliza al
profesor Higueras. Ambos se habían acusado al mencionar, uno "el saco viejo de patatas",
mientras el otro había aludido en su declaración al "atardecer" como momento del asalto. Unos
datos señalados sólo por el herido cuando pudo declarar y que únicamente podían conocer
también los autores de la casi mortal paliza.

        MISTERIO 4. Una mujer con los atributos morales de Adriana Martín era incapaz de recibir en
ropa interior a ningún hombre, aunque este fuese Lucas Sánchez. Sólo una visita imprevista, la de
una mujer muy conocida, podría lograrlo. ¿Verdad, señorita Ríos? Pese a todo cuanto me ha dicho,
creo que nunca llegó a perdonarle que le quitase al hombre al que usted amaba... Por eso le
asesinó, -explicó el inspector Cardoso poniendo las esposas a su interlocutora-.

        MISTERIO 5. A mi me parece que Miguel Ángel el sobrino, es el autor material del crimen. En
primer lugar, es bioquímico, lo que indica que eso de los venenos no es desconocido para él. Y en
segundo, porque creo que se descubrió con su contradicción. A mí me dijo que no había querido
pasar a ver a su tío porque era muy aprensivo, sin embargo, hablando con su primas se descubrió
al decir como se encontraba exactamente el cadáver en el salón.

El asesino.
L'assassin, Guy de Maupassant (1850-1893)

El culpable era defendido por un jovencísimo abogado, un novato que habló así:

-Los hechos son innegables, señores del jurado. Mi cliente, un hombre honesto, un empleado
irreprochable, bondadoso y tímido, ha asesinado a su patrón en un arrebato de cólera que resulta
incomprensible. ¿Me permiten ustedes hacer una sicología de este crimen, si puedo hablar así, sin
atenuar nada, sin excusar nada? Después ustedes juzgarán.

Jean-Nicolas Lougère es hijo de personas muy honorables que hicieron de él un hombre simple y
respetuoso. Este es su crimen: ¡el respeto! Este es un sentimiento, señores, que nosotros hoy ya
no conocemos, del que únicamente parece quedar todavía el nombre, y cuya fuerza ha
desaparecido. Es necesario entrar en determinadas familias antiguas y modestas, para encontrar
esta tradición severa, esta devoción a la cosa o al hombre, al sentimiento o a la creencia revestida
de un carácter sagrado, esta fe que no soporta ni la duda ni la sonrisa ni el roce de la sospecha. No
se puede ser un hombre honesto, un hombre honesto de verdad, con toda la fuerza que este
término implica, si no se es respetuoso. El hombre que respeta con los ojos cerrados, cree.
Nosotros, con nuestros ojos muy abiertos sobre el mundo, que vivimos aquí, en este palacio de
justicia que es la cloaca de la sociedad, donde vienen a parar todas las infamias, nosotros que
somos los confidentes de todas las vergüenzas, los defensores consagrados de todas las miserias
humanas, el sostén, por no decir los defensores de todos los bribones y de todos los
desvergonzados, desde los príncipes hasta los vagabundos de los arrabales, nosotros que
acogemos con indulgencia, con complacencia, con una benevolencia sonriente a todos los
culpables para defenderlos delante de ustedes, nosotros que, si amamos verdaderamente nuestro
oficio, armonizamos nuestra simpatía de abogado con la dimensión del crimen, nosotros ya no
podemos tener el alma respetuosa. Vemos demasiado este río de corrupción que fluye de los más
poderosos a los últimos pordioseros, sabemos muy bien cómo ocurre todo, cómo todo se da,
cómo todo se vende. Plazas, funciones, honores, brutalmente a cambio de un poco de oro,
hábilmente a cambio de títulos y de lotes de reparto en las empresas industriales, o simplemente
por un beso de mujer. Nuestro deber y nuestra profesión nos fuerzan a no ignorar nada, a
desconfiar de todo el mundo, ya que todo el mundo es sospechoso, y quedamos sorprendidos
cuando nos encontramos enfrente de un hombre que tiene, como el asesino sentado delante de
ustedes, la religión del respeto tan arraigada como para llegar a convertirse en un mártir.

Nosotros, señores, hacemos uso del honor igual que del aseo personal, por repugnancia a la
bajeza, por un sentimiento de dignidad personal y de orgullo; pero no llevamos al fondo del
corazón la fe ciega, innata, brutal, como este hombre. Déjenme contarles su vida.

Fue educado, como se educaba antaño a los niños, dividiendo en dos clases todos los actos
humanos: lo que está bien y lo que está mal. Se le enseñó el bien, con una autoridad tan
irresistible, que se le hizo distinguir del mal como se distingue el día de la noche. Su padre no
pertenecía a esa raza de espíritus superiores que, mirando desde lo alto, ven los orígenes de las
creencias y reconocen las necesidades sociales de donde nacen estas distinciones. Creció, pues,
religioso y confiado, entusiasta e íntegro. Con veintidós años se casó. Se le hizo casar con una
prima, educada como él, sencilla como él, pura como él. Tuvo cierta suerte inestimable de tener
por compañía una honesta mujer virtuosa, es decir, lo que hay de más escaso y respetable en el
mundo. Tenía hacia su madre la veneración que rodea a las madres en las familias patriarcales, el
culto profundo que se reserva a las divinidades. Trasladó sobre su madre un poco de esta religión,
apenas atenuada por las familiaridades conyugales. Y vivió en una ignorancia absoluta de la
picardía, en un estado de rectitud obstinada y de tranquila dicha que hizo de él un ser aparte. No
engañando a nadie, no sospechaba que se le pudiera engañar a él.

Algún tiempo antes de su boda había entrado como contable en la empresa del señor Langlais,
asesinado por él hace unos días. Sabemos, señores del jurado, por los testimonios de la señora
Langlais, de su hermano, el señor Perthuis, asociado de su marido, de toda la familia y de todos los
empleados superiores de este banco, que Lougère fue un empleado modelo, ejemplo de probidad,
de sumisión, de dulzura, de deferencia hacia sus jefes y ejemplo de regularidad. Se le trataba, por
otra parte, con la consideración merecida por su conducta ejemplar. Estaba acostumbrado a este
respeto y a la especie de veneración manifestada a la señora Lougère, cuyo elogio estaba en boca
de todos.
Unos días después, ella murió de unas fiebres tifoideas. Él sintió seguramente un dolor profundo,
pero un dolor frío y tranquilo en su corazón metódico. Sólo se vio en su palidez y en la alteración
de sus rasgos hasta qué punto había sido herido. Entonces, señores, ocurrió algo muy natural. Este
hombre estaba casado desde hacía diez años. Desde hacía diez años tenía la costumbre de sentir
una mujer cerca de él, siempre. Estaba acostumbrado a sus cuidados, a esta voz familiar cuando
uno llega a casa, al adiós de la tarde, a los buenos días de la mañana, a ese suave sonido del
vestido, tan del gusto femenino, a esta caricia ora amorosa, ora maternal que alivia la existencia, a
esta presencia amada que hace menos lento el transcurrir de las horas. Estaba también
acostumbrado a la condescendencia material de la mesa, a todas las atenciones que no se notan y
que se vuelven poco a poco indispensables. Ya no podía vivir solo. Entonces, para pasar las
interminables tardes, cogió la costumbre de ir a sentarse una hora o dos a la cervecería vecina.
Bebía un bock y se quedaba allí, inmóvil, siguiendo con una mirada distraída las bolas de billar
corriendo una detrás de la otra bajo el humo de las pipas, escuchando, sin pensar en ello, las
disputas de los jugadores, las discusiones de los vecinos sobre política y las carcajadas que
provocaban a veces una broma pesada al otro extremo de la sala. Acababa a menudo por
quedarse dormido de lasitud y aburrimiento. Pero tenía en el fondo de su corazón y de sus
entrañas, la necesidad irresistible de un corazón y de un cuerpo de mujer; y sin pensarlo, se fue
aproximando, un poco cada tarde, al mostrador donde reinaba la cajera, una rubia pequeña,
atraído hacia ella invenciblemente por tratarse de una mujer.

Pronto conversaron, y él cogió la costumbre, muy agradable, de pasar todas las tardes a su lado.
Era graciosa y atenta como se tiene que ser en estos amables ambientes, y se divertía renovando
su consumición lo más a menudo posible, lo cual beneficiaba al negocio. Pero cada día Lougère se
ataba más a esta mujer que no conocía, de la que ignoraba toda su existencia y que quiso
únicamente porque no veía otra. La muchacha, que era astuta, pronto se dio cuenta que podría
sacar partido de este ingenuo y buscó cuál sería la mejor forma de explotarlo. Lo más seguro era
casarse.

A esta conclusión llegó sin remordimiento alguno.

Tengo que decirles, señores del jurado, que la conducta de esta chica era de lo más irregular y que
la boda, lejos de poner freno a sus extravíos, pareció al contrario hacerla más desvergonzada. Por
juego natural de la astucia femenina, pareció cogerle gusto a engañar a este honesto hombre con
todos los empleados de su despacho. Digo "con todos". Tenemos cartas, señores. Pronto se
convirtió en un escándalo público, que únicamente el marido, como todo, ignoraba. Al fin esta
pícara, con un interés fácil de concebir, sedujo al hijo del mismísimo patrón, joven de diecinueve
años, sobre cuyo espíritu y sentido tuvo pronto ella una influencia deplorable. El señor Langlais,
que hasta ese momento tenía los ojos cerrados por la bondad, por amistad hacia su empleado,
sintió, viendo a su hijo entre las manos, -debería decir entre los brazos de esta peligrosa criatura-
una cólera legítima.

Cometió el error de llamar inmediatamente a Lougère y de hablarle impelido por su indignación


paternal. Ya no me queda, señores, más que leerles el relato del crimen, formulado por los labios
del mismo moribundo y recogido por la instrucción:
"Acababa de saber que mi hijo había donado, la misma víspera, diez mil francos a esta mujer y mi
cólera ha sido más fuerte que mi razón. Verdaderamente, nunca he sospechado de la
honorabilidad de Lougère, pero ciertas cegueras son más peligrosas que auténticas faltas.

Le hice pues llamar a mi lado y le dije que me veía obligado a privarme de sus servicios. Él
permanecía de pie delante de mí, azorado, sin comprender. Terminó por pedir explicaciones con
cierta vivacidad. Yo rechacé dárselas, afirmando que mis razones eran de naturaleza íntima. Él
creyó entonces que yo tenía sospechas de su falta de delicadeza, y, muy pálido, me rogó, me
requirió que me explicara. Convencido de esto, se mostró arrogante y se tomó el derecho de
levantarme la voz.

Como yo seguía callado, me injurió, me insultó, llegó a tal grado de exasperación que yo temía que
pasara a la acción. Ahora bien, de repente, con una palabra hiriente que me llegó a pleno corazón,
le dije toda la verdad a la cara. Se quedó de pie algunos segundos, mirándome con ojos huraños;
después le vi coger de su despacho las largas tijeras que utilizo para recortar el margen de algunos
documentos; a continuación le vi caer sobre mí con el brazo levantado, y sentí entrar algo en mi
garganta, encima del pecho, sin sentir ningún dolor."

He aquí, señores del jurado, el sencillo relato de su muerte. ¿Qué más se puede decir para su
defensa? Él ha respetado a su segunda mujer con ceguera porque había respetado a la primera
con la razón.

Después de una corta deliberación, el acusado fue absuelto.


Historia de un marido asesinado.
Histoire d' un mari assassiné, Charles Nodier (1780-1844)

El señor de la Courtinière, gentilhombre bretón, pasaba la mayor parte del tiempo cazando en sus
bosques y visitando a sus amigos. Recibió un día en su castillo a varios señores, vecinos y
parientes, y les trató muy bien durante tres o cuatro días. Cuando esta compañía se hubo retirado,
se produjo entre el señor de la Courtinière y su mujer una pequeña disputa porque a él le parecía
que ella no había puesto muy buena cara a sus amigos. Sin embargo, la amonestó con palabras
amables y sinceras que no deberían haberla irritado; pero esta dama, de humor altivo, no
respondió nada y resolvió interiormente vengarse.

El señor de la Courtinière se acostó esa noche dos horas antes de lo acostumbrado, pues estaba
muy cansado. Se durmió profundamente. Cuando llegó la hora en que la señora solía acostarse,
ésta observó que su marido estaba sumido en un sueño muy profundo. Pensó que el momento era
favorable para la venganza que meditaba, tanto por la disputa que acababan de tener como, tal
vez, por alguna otra antigua hostilidad. Puso pues todo su empeño en seducir a un doméstico de la
casa y a una sirviente, a sabiendas de que ambos eran fáciles de corromper por medio de buenas
recompensas.

Después de haber obtenido de ellos, valiéndose de promesas y horribles juramentos, la seguridad


de que no declararían nada, les anunció sus culpables intenciones; y para obtener su rápido
consentimiento, dio a cada uno la suma de seiscientos francos, que ellos aceptaron. Hecho esto,
entraron los tres —la dama en primer lugar— en la habitación donde estaba acostado el marido; y,
como todo dormía en la casa, degollaron a la víctima sin ser oídos. Llevaron el cuerpo a uno de los
sótanos del castillo, cavaron una fosa y le enterraron en ella; y para evitar que se pudieran obtener
indicios de la tierra recientemente removida, colocaron sobre la fosa un tonel lleno de carne de
cerdo salada. Tras lo cual, cada uno se fue a acostar.

Al día siguiente, el resto de los domésticos, al no ver a su dueño, se preguntaban unos a otros si
estaba enfermo. La dama les dijo que uno de sus amigos había venido a buscarle la noche anterior
y se lo había llevado precipitadamente para ir a separar a unos hidalgos que estaban a punto de
batirse en duelo. Este subterfugio funcionó durante algún tiempo; pero al cabo de quince días,
como el señor de la Courtinière no aparecía, empezaron a inquietarse. Su viuda difundió el rumor
de que le habían notificado que su marido se había encontrado con unos ladrones cuando
atravesaba un bosque, y que le habían asesinado. Entonces se vistió de luto, expresó fingidas
lamentaciones y mandó que se hicieran servicios y oraciones para el descanso del alma del difunto
en las parroquias de las que había sido señor.

Todos los parientes y vecinos vinieron a consolarla, y simuló tan bien el dolor, que nadie habría
descubierto nunca el crimen si el cielo no hubiera permitido que fuera desvelado.
El difunto tenía un hermano que venía de vez en cuando a ver a su cuñada, tanto para distraerla
de sus pretendidas penas como para velar por los asuntos e intereses de los cuatro hijos menores
del difunto. Un día que se paseaba, sobre las cuatro o las cinco de la tarde, por el jardín del
castillo, mientras contemplaba un arriate adornado con bellos tulipanes y otras flores raras que
gustaban tanto a su hermano, tuvo de repente una hemorragia nasal, lo que le alarmó bastante,
pues nunca le había ocurrido antes. En ese momento, pensó con intensidad en su hermano; le
pareció que veía la sombra del señor de la Courtinière que le hacía señales con la mano, como si le
llamara. No se asustó; siguió al espectro hasta el sótano de la casa y le vio desaparecer justamente
en la fosa donde había sido enterrado. Este prodigio despertó en él algunas sospechas sobre el
crimen cometido. Para asegurarse de ello, fue a contar lo que acababa de ver a su cuñada. La
dama palideció, se le mudó el rostro y balbuceó palabras inconexas. Las sospechas del hermano se
acrecentaron ante tal turbación y pidió que se cavara en el lugar donde había visto desaparecer al
fantasma. La viuda, a quien esta súbita resolución llenó de espanto, hizo un esfuerzo por
controlarse, adoptó una actitud firme, se burló de la aparición y trató de mitigar las inquietudes de
su cuñado. Le expresó que si pretendía haber tenido una visión semejante, todos se burlarían de él
y sería el hazmerreír de todo el mundo.

Pero todos estos discursos no pudieron desviarle de su propósito. Mandó cavar en el sótano, en
presencia de testigos, y descubrieron el cadáver de su hermano, medio corrupto. Levantaron el
cuerpo y el juez de Quimper-Corentin lo reconoció. La viuda fue arrestada, junto con los
domésticos, y los tres culpables fueron condenados a la hoguera. Todos los bienes de la dama
fueron confiscados para ser empleados en obras piadosas.
Algo llamado Enoch.
Enoch, Robert Bloch (1917-1994)

Empieza siempre de la misma manera.

Ante todo, la sensación.¿No habéis notado nunca el paso de un pequeño pie que camina sobre
vuestro cráneo? ¿Un sonido de pasos sobre vuestra calavera, arriba y abajo, arriba y abajo?
Empieza siempre así. No podéis ver quién es el que camina. Después de todo, está encima de
vuestra cabeza. Si sois hábiles, esperáis el momento oportuno y pasáis súbitamente una mano por
vuestros cabellos. Pero nunca podréis atrapar a quien camina de esa manera, y él lo sabe. Aunque
apretéis ambas manos contra la cabeza, él siempre consigue escabullirse. O tal vez salta. Es
terriblemente rápido. Y no podéis ignorarlo. Si intentáis no escuchar sus pasos, hace más ruido. Se
desliza hacia atrás, a lo largo de vuestro cráneo, y os musita algo al oído. Podéis sentir su cuerpo,
minúsculo y frío, apretado, adherido a la base de vuestro cerebro. Sus garras deben de ser suaves,
pues no hacen daño, pero más tarde encontraréis pequeños arañazos en el cuello, que sangran y
sangran.

Todo lo que sabéis es que algo minúsculo y frío está ahí adherido. Está pegado, y os susurra al
oído. Esto ocurre cuando quereis combatirlo. Intentáis no escuchar lo que dice. Porque Si lo
escucháis, estáis perdidos. Y luego tenéis que obedecerle. ¡Oh, es sabio y malvado!

Él sabe cómo luchar y amenazar si osáis oponerle resistencia. Pero yo mismo, alguna vez, lo
intento, aunque es mejor para mí escuchar y obedecer. Mientras esté dispuesto a escucharlo, por
otra parte, las cosas no marchan demasiado mal. Porque él sabe ser persuasivo, sabe tentar.
¡Cuántas cosas ha prometido en sus pequeños, insinuantes cuchicheos! Y mantiene sus promesas. 

La gente cree que soy pobre, porque nunca tengo un céntimo y porque vivo en una vieja choza a la
orilla del pantano. Pero él me ha hecho rico. Cuando hago lo que él quiere, me lleva consigo, fuera
de mí mismo, durante días y días. Hay otros lugares más allá de este mundo. Lugares donde yo soy
rey. La gente se burla de mí y dice que no tengo amigos: las chicas de la ciudad me llaman
"espantapájaros".A veces -después de que he cumplido sus órdenes- me trae reinas que
comparten mi lecho.¿Sueños? No creo. Es la otra vida la que sólo es un sueño; la vida en la choza a
la orilla del pantano. Esa vida no me parece real. Y tampoco los homicidios. ¡Sí, yo mato gente!

Enoch lo desea, ¿sabéis? Me lo ordena. Me pide que mate para él.

No me gusta matar. Alguna vez he intentado combatirlo, rebelarme -ya os lo he dicho, ¿os
acordáis?-, pero ahora ya no puedo. Él quiere que yo mate. Enoch. La cosa que vive encima de mi
cabeza. No puedo verlo, no puedo atraparlo. Sólo puedo notarlo, escucharlo. Sólo puedo
obedecerle. A veces me deja solo durante días y días. Luego, de pronto, lo noto ahí, rascando
sobre mi cerebro. Oigo su murmullo uniforme, y me habla de alguien que está atravesando el
pantano. No sé cómo hace para saberlo.
Él no puede haberlos visto, y, sin embargo, los describe perfectamente.

-Hay un vagabundo que pasea por la calle Aylesworthy. Un hombre bajo, grueso, de aspecto fiero.
Se llama Mike. Lleva un vestido marrón. Dentro de diez minutos, cuando se ponga el sol, estará en
el pantano y se detendrá bajo el gran árbol, cerca del depósito de desperdicios. Convendrá que te
escondas detrás del árbol. Espera hasta que empiece a buscar leña para el fuego. Después ya
sabes lo que tienes que hacer. ¡Ahora coge el hacha, corre!

A veces le pregunto a Enoch qué me va a dar. Me fío de él. Y sé que tengo que hacerle caso de
todas formas. Por tanto, me conviene hacerlo en seguida.

Enoch nunca se equivoca, nunca me compromete. Siempre ha sido así, hasta la última vez. Una
noche estaba en mi cabaña, comiendo sopa, cuando me habló de aquella chica.

-Vendrá aquí -me susurró-, Es una chica muy hermosa, vestida de negro. Tiene una magnífica
cabeza, con estupendos huesos. ¡Estupendos! 

En un principio pensé que estaba hablando de una recompensa para mí. Pero Enoch hablaba de
una persona de verdad.

-Llamará a la puerta y te pedirá que la ayudes a arreglar su automóvil. Ha tomado este camino
para llegar antes a la ciudad. Ahora el coche está precisamente en el pantano. Hay que cambiar
una rueda. 

Era gracioso oír a Enoch hablar de coches. Pero él lo sabe todo también de los coches. Lo sabe
todo de todo.

-Saldrás para ayudarla cuando te lo pida. No cojas nada. En el coche lleva una llave inglesa. Úsala. 

Esa vez intenté rebelarme.

-No quiero hacerlo, no quiero hacerlo.

Se echó a reír. Luego me dijo lo que haría si yo me negaba. Habló y habló.

-Es mejor que se lo haga a ella y no a ti...,-dijo Enoch-. O acaso prefieres que yo...
-No –grité-. No. ¡Lo haré!
-¡Por fin! -musitó Enoch- No puedo evitarlo. Debe suceder a menudo. Para que yo pueda vivir,
para que sea fuerte. De este modo puedo servirte. Puedo darte todo lo que desees. Por eso debes
obedecerme. Si no quieres, quédate aquí y...
-¡No! -dije-. lo haré.

Y lo hice.
La chica llamó a mi puerta algunos minutos después, y sucedió exactamente lo que Enoch había
dicho. Era una hermosa chica, con el pelo rubio. Me gusta el pelo rubio. Mientras iba con ella hacia
el pantano, estaba contento de no tener que estropear sus cabellos. La golpeé en el cuello con la
llave inglesa. Enoch me dijo lo que tenía que hacer, paso a paso. Después usé el hacha y arrojé el
cuerpo a las arenas movedizas.

Enoch estaba conmigo y me aconsejó que no dejara huellas. Me deshice de los zapatos. Le
pregunté que tenía que hacer con el auto. Enoch me sugirió que lo empujara hasta la arena
movediza con un largo tronco. No estaba seguro de conseguirlo, pero lo logré. Incluso antes de lo
que pensaba. Era un alivio ver el coche hundirse en el pantano. Tiré también la llave inglesa. Luego
Enoch me dijo que volviera a casa. Empecé a notar una acolchada sensación de sueño. Noté
vagamente que Enoch me abandonaba, corriendo locamente hacia el pantano para tomar su
recompensa...No sé cuanto tiempo dormí. Creo que mucho. Todo lo que recuerdo es que por fin
comencé a despertar. Sabía que Enoch estaba de nuevo conmigo, pero presentí que algo no
marchaba como era debido. Luego me desperté por completo, pues comprendí que estaban
llamando a la puerta. Esperé un momento. Pensé que Enoch me habría sugerido lo que tenía que
hacer. Pero Enoch dormía.

Él duerme siempre después de... Nada puede despertarlo durante días y días. Y durante ese
tiempo, yo estoy libre. Normalmente me gusta esa libertad. Pero no en aquel momento. ¡En aquel
momento necesitaba su ayuda! Los golpes en mi puerta se intensificaron, por lo que me levanté a
abrir. Entró el viejo sheriff Shelby.

-Vamos, Seth -me dijo-. Estás detenido.

No dije nada. Sus ojuelos negros rebuscaban por todos los rincones de la cabaña. Cuando me miró,
hubiera querido esconderme. Estaba muy asustado.

-La familia de Emily Robbins nos ha informado que la chica tenía que pasar por el pantano-me dijo
el sheriff-. Entonces hemos seguido el rastro de las ruedas hasta las arenas movedizas.

Enoch se había olvidado del rastro de los neumáticos... ¿Qué debía decir?

-Cualquier cosa que digas puede ser usada en tu contra -añadió el sheriff Shelby-. ¡Vamos Seth!

Fui con él. No podía hacer otra cosa. Fui con él a la ciudad, y una gran multitud corría tras el coche.
Había también mujeres, y les gritaban a los hombres que me colgasen. Pero el sheriff Shelby los
mantuvo alejados, y por fin llegué sano y salvo a la prisión. El sheriff me hizo pasar a la celda
central. Las dos celdas a ambos lados estaban vacías, y por tanto, estaba solo. Solo, sin contar a
Enoch, que seguía durmiendo a pesar de todo.

Todavía era temprano, y el sheriff salió con otros hombres. Me imaginé que irían a sacarlos
cuerpos de las arenas movedizas. Pero no pregunté nada, aunque me inspiraba curiosidad. Con
Charley Potter era otra cosa. Quería saberlo todo. El sheriff Shelby lo había dejado de guardia
durante su ausencia. Me trajo el desayuno y empezó a hacerme un montón de preguntas. Pero yo
permanecí callado. Sólo me faltaba ponerme a hablar con un chiflado como Charley Potter. Él
pensaba que yo estaba loco. Igual que la plebe de allí fuera. Mucha gente, en la ciudad, estaba
convencida de mi locura, posiblemente por lo de mi madre, y también porque vivía solo cerca del
pantano.¿Qué le podía decir a Charley Potter? Si le hubiera hablado de Enoch no me habría creído.
Por eso no hablé. 

Me limité a escuchar. Charley Potter me habló de la búsqueda de Emily Robbins. Me habló


también de las dudas que el sheriff albergaba sobre la desaparición de otras personas. Me dijo que
habría un gran proceso y que vendría el Procurador del Distrito desde Country Seat. Había oído
decir también que mandarían un médico para que me visitara. En efecto, era verdad. En cuanto
terminé de desayunar, llegó el doctor. Charley Potter lo vio llegar y salió a su encuentro. Le costó
bastante trabajo dispersar a la gente que quería entrar. Creo que querían lincharme.

El doctor era un hombre pequeño, con una ridícula barbita. Le dijo a Charley Potter que se alejara,
se sentó fuera de la celda y comenzó a hablarme. Se llamaba Silversmith. Hasta aquel momento yo
no había comprendido gran cosa. Había pasado todo demasiado de prisa y no había tenido tiempo
ni de pensar. Parecía un sueño: el sheriff, la multitud y aquella conversación sobre el proceso; el
linchamiento, el cuerpo en el pantano...Pero, de alguna manera, la visita del doctor Silversmith
cambió la situación. Era una persona de verdad. Era un médico que había intentado hacerme
internar cuando encontraron a mi madre. Ésa fue la primera cosa que el doctor Silversmith me
preguntó: qué le había pasado a mi madre. Parecía como si lo supiera casi todo sobre mí, y por eso
me resultó más sencillo hablar. Me puse a hablarle de mil cosas. De cómo mi madre y yo vivíamos
en la cabaña. Cómo fabricaba ella los filtros y los vendía. Le hablé de la gran olla, de cómo
recogíamos hierbas aromáticas por la noche. De cuando mi madre salió sola y de los extraños
ruidos que oí. No quería decirle más. Pero el doctor sabía que a mi madre la llamaban "bruja".
Sabía también cómo había muerto, cuando Sante Dinorelli había venido a nuestra choza aquella
tarde y la había apuñalado por hacer un filtro para su hija, que se había fugado con aquel hombre.
Sabía que vivía solo en el pantano. Pero no sabía de Enoch.

Enoch, que estaba durmiendo sobre mi cabeza, que no sabía lo que me estaba pasando...De
alguna manera le hablé de Enoch al doctor Silversmith. Quería explicarle que en realidad no había
sido yo quien había matado a la chica. Por eso tuve que hablar de Enoch y de cómo mi madre
había hecho el pacto en el bosque. No me llevó consigo, yo sólo tenía doce años; pero se llevó un
poco de sangre mía en un frasco. Cuando volvió, Enoch estaba con ella. Y sería mío para siempre,
me aseguró mi madre, y me ayudaría y protegería siempre. Dije estas cosas con mucha cautela, y
expliqué por qué no podía hacer nada solo: desde que había muerto mi madre, Enoch me había
guiado siempre. Sí, durante todos aquellos años, Enoch me había protegido siempre, como había
acordado con mi madre. Ella sabía que yo no podía quedarme solo. 

Le expliqué esto al doctor Silversmith,  porque  me  parecía  un  hombre  sabio,  capaz  de 
comprenderme.  Pero  me equivocaba. Me di cuenta en seguida. Porque mientras el doctor
meneaba la cabeza y repetía continuamente "sí, sí", yo notaba sus ojos sobre mí. La misma mirada
de la plebe. Ojos mezquinos. Ojos que no te creen cuando te miran. Ojos curiosos, furtivos. Me
hizo un montón de preguntas ridículas. Sobre Enoch, ante todo. Yo sabía que no creía en él. Me
preguntó cómo podía sentir a Enoch si no era capaz de verlo. Me preguntó si había oído otras
voces. Me preguntó qué había sentido mientras mataba a Emily Robbins y si yo...Pero yo no tenía
la menor intención de contestar a sus preguntas. Me hablaba como si estuviera loco. Me había
engañado, hablando de Enoch. Me lo demostró al preguntarme cuántas personas más había
matado. Y además quería saber dónde estaban sus cabezas. No podía engañarme otra vez. Me reí
de él y me encerré en mí mismo como una ostra. El doctor se marchó meneando la cabeza. Me reí
de él porque sabia que no había encontrado lo que buscaba. Él quería descubrir todos los secretos
de mi madre, los míos y los de Enoch. Pero no lo había conseguido y yo me reía. Luego me acosté.
Dormí casi toda la tarde. Cuando desperté había otra persona junto a mi celda. Tenía un rostro
grande y sonriente y ojos simpáticos.

-Hola Seth -dijo amigablemente-. ¿Has dormido bien?

Me toqué la cabeza. Enoch estaba allí y dormía. Se mueve incluso mientras duerme.

-No te asustes -dijo el hombre-. No quiero hacerte daño.


-¿Le ha mandado el doctor? -le pregunté.

El hombre rió.

-No, no te preocupes. Me llamo Cassidy. Edwin Cassidy. Soy el Procurador del distrito.¿Puedo
entrar?
-Estoy encerrado -le dije.
-Le he pedido la llave al sheriff -me informó.

Abrió la celda, entró y se sentó en la litera, junto a mí.

-¿No tiene miedo? -le pregunté-. Dicen que soy un asesino.


-¿Por qué, Seth? -Mr. Cassidy rió-. No tengo miedo de ti. Yo sé que tú no querías matar. 

Apoyó su mano sobre mi hombro y yo no me aparté. Era una mano suave, blanda, gruesa.Llevaba
un enorme brillante en un dedo.

-¿Cómo es Enoch? -preguntó.

Me sobresalté.

-No te preocupes. El imbécil del doctor me ha hablado de él. No entiende estas cosas,¿no es así,
Seth? Pero tú y yo, sí.
-El doctor cree que estoy loco -musité.
-Bueno, Seth; hay que reconocer que es un asunto un poco difícil de entender. Yo vengo del
pantano,  donde  el sheriff  Shelby  y otros  hombres  están  todavía  trabajando.  Han encontrado
el cuerpo de Emily Robbins hace unos minutos. Y también otros cuerpos. Un hombre grueso, un
muchacho, varios indios... Las arenas movedizas conservan los cuerpos, ¿lo sabías?

Miré sus ojos. Aún sonreían; podía fiarme de aquel hombre.


-Encontrarán más cuerpos, ¿no es cierto, Seth?

Asentí.

-Pero no me he quedado más tiempo en el pantano. He visto lo suficiente para comprender que
decías la verdad. Enoch te ha obligado a hacerlo, ¿verdad?

Asentí otra vez.

-Bien -dijo Mr. Cassidy, apretando mi hombro-. ¿Ves?, nosotros dos nos comprendernos. Por eso
quiero preguntarte algo.
-¿Qué quiere saber? -pregunté.
-Oh, muchas cosas. Me interesa Enoch, ¿sabes? ¿Cuántas personas te ha pedido que mataras?
-Nueve.
-¿Están todas en las arenas movedizas?
-Sí.
-¿Sabes sus nombres?
-Sólo alguno. -le dije los nombres que conocía-. A veces Enoch me las describe y yo voy a su
encuentro -le expliqué. 

Mr. Cassidy me ofreció cigarrillos:

-¿Quieres fumar?
-No gracias, no me gusta. Mi madre no me permitía fumar.

Mr. Cassidy rió. Guardó los cigarrillos.

-Tú puedes ayudarme mucho, Seth -me susurró-. Supongo que sabes lo que debe hacer el
Procurador del distrito.
-Un proceso, con un abogado y cosas por el estilo, ¿no?
-Exacto. Y yo estaré en tu proceso, Seth. Tú no quieres hablar de lo que ha ocurrido delante de
toda esa gente, ¿verdad?
-No, no quiero. No ante la gente de la ciudad. Me odian.
-Bien. Entonces, lo que tienes que hacer es decírmelo todo y yo hablaré por ti. ¿Te parece un pacto
amistoso? 

Esperé ardientemente que Enoch me ayudara. Pero dormía. Miré a Mr. Cassidy.

-Sí, le diré todo.

Le conté todo lo que sabía. Me miraba lleno de interés, limitándose a escucharme.

-Una cosa mas –dijo-. Hemos encontrado muchos cuerpos en el pantano. Hemos podido identificar
a Emily Robbins y a otros. Pero sería más sencillo si supiéramos más cosas. Debes decirmelas, Seth.
¿Dónde están las cabezas?

Me levanté y le di la espalda.

-Quisiera decírselo, pero no lo sé.


-¿No lo sabes?
-Yo se las doy a Enoch –expliqué-, ¿no comprende? Es precisamente por eso que tengo que matar
para él. Quiere las cabezas.

Mr. Cassidy parecía perplejo.

-Él siempre me hace cortar las cabezas –proseguí-. Arrojo los cuerpos a las arenas movedizas, y
dejo las cabezas. Luego vuelvo a casa. Él me hace dormir para darme la recompensa. Luego se va.
Va donde están las cabezas. ¡Es eso lo que quiere!
-¿Para qué las quiere, Seth?

Se lo dije.

-No  sería  agradable  para  ustedes  si  las  encontraran,  ¿sabe?  Probablemente  no reconocerían
nada.
-¿Por qué le dejas a Enoch hacer estas cosas?
-No tengo más remedio. De lo contrario me lo haría a mí. Me amenaza constantemente. Y sé que
lo haría. Por eso tengo que obedecerle.

Mr. Cassidy me miraba, mientras caminaba arriba y abajo. No decía una palabra. Parecía muy
nervioso. Cuando me acerqué a él, casi me pareció que se apartaba de mí.

-¿Hablará de todo esto en el proceso? -le pregunté-. ¿De Enoch y de todo lo demás?

Negó con la cabeza.

-No hablaré de Enoch en el proceso, y tampoco de las demás cosas -me contestó-. Nadie creería
que Enoch existe.
-¿Por qué?
-Quiero ayudarte, Seth. ¿No sabes qué diría la gente si les hablara de Enoch? ¡Dirían que estás
loco! Y tú no quieres que eso ocurra, ¿verdad?
-No; pero ¿qué quiere usted hacer? ¿Cómo puede ayudarme? 

Mr. Cassidy sonrió.

-Tú tienes miedo de Enoch, ¿verdad? Bien, he encontrado una solución. Supón que me das a
Enoch...

Me sobresalté.
-Sí, supón que me das a Enoch. Deja que me cuide de él durante el proceso. Ya no sería tuyo, y tú
no tendrías que hablar de él. Probablemente él no quiere que la gente sepa que existe.
-En efecto –admití-. Enoch es un secreto. Pero no puedo dárselo sin antes pedirle su opinión. Y
ahora está durmiendo.
-¿Está durmiendo?
-Sí, encima de mi cabeza. Tal vez usted pueda verlo.

Mr. Cassidy miró sobre mi cabeza y sonrió.

-Oh, yo puedo explicárselo todo cuando despierte. Cuando sepa que lo hemos hecho por su bien,
estoy seguro de que se pondrá contento.
-Bueno, supongo que tiene razón -suspiré-. Pero tiene que prometerme que cuidará de él.
-¡Por supuesto! -me aseguró Mr. Cassidy.
-¿Y le dará lo que le pida?
-Claro.
-¿Y no le dirá nada a nadie?
-A nadie.
-¿Sabe lo que le ocurriría si se negara a darle a Enoch lo que desea? -advertí a Mr. Cassidy-.

Él lo tomaría de usted a la fuerza.

-No te preocupes, Seth.

Quedé inmóvil algunos minutos. De pronto noté algo moverse sobre mi oreja.

-Enoch -susurré-, ¿me oyes?

Me oía. Le expliqué todo. Le expliqué por qué lo iba a dar a Mr. Cassidy. Enoch no dijo una palabra.
Mr. Cassidy callaba. Permanecía sentado, sonriendo. Debía de ser divertido verme hablar con
"nada".

-¡Ve con Mr. Cassidy! -Susurré-. ¡Ve con él, ahora!

Enoch fue con él. Noté que el peso abandonaba mi cabeza. Ninguna otra sensación, pero supe que
se había ido.

-¿Lo nota, Mr. Cassidy? -pregunté.


-Que... ¡Oh, por supuesto! -contestó mientras se levantaba.
-Cuide de Enoch.
-Lo cuidaré.
-No se ponga el sombrero -le advertí-. A Enoch no le gustan los sombreros.
-Perdona, no me había dado cuenta. Ahora me voy. Me has ayudado mucho. Desde este momento
podemos olvidarnos de Enoch y evitar hablar de él. Volveré a verte y hablaremos del proceso. El
doctor Silversmith dirá que estás loco. Creo que es mejor que niegues cuanto has dicho. Ahora
Enoch está conmigo.
Me pareció una buena idea. Mr. Cassidy sabía lo que se hacía.

-Como usted diga, Mr. Cassidy. Sea bueno con Enoch y él será bueno con usted.

Mr. Cassidy me dio la mano y se fue con Enoch.

Me sentí cansado. Tal vez por la tensión de todo el día, o acaso porque Enoch ya no estaba
conmigo. Volví a dormirme. Me desperté muy avanzada la noche. El viejo Charley Potter estaba
junto a la puerta de la celda. Me traía la cena. Dio un respingo cuando lo saludé, y se alejó
dándome la espalda.

-¡Asesino! -gritó-. ¡Han encontrado nueve cadáveres en el pantano! ¡Loco, demonio!


-Charley -le dije-, creía que eras mi amigo.
-¡Por todos los diablos! Me voy corriendo de aquí. Ya se encargará el sheriff, si quiere, deque nadie
te linche. Pero para mí que pierde el tiempo.

Charley apagó las luces y se marchó. Lo oí cerrar la puerta principal y correr el cerrojo. Estaba solo
en la cárcel. Me resultaba extraño estar solo. Era la primera vez, después de tantos años: solo, sin
Enoch. Pasé los dedos por mis cabellos. Noté mi cabeza desolada y vacía. La luna brillaba alta a
través de la ventana. Me quedé de pie mirando al exterior. Enoch amaba la luna. Se volvía vivaz,
inquieto... y glotón. Me pregunté cómo se sentiría con Mr. Cassidy. Permanecí largo tiempo
mirando la luna. Mis piernas estaban entumecidas cuando me volví al oír ruido en la puerta
principal. Luego se abrió la puerta de mi celda y Mr. Cassidy entró corriendo:

-¡Quítamelo de encima! –gritó-. ¡Quítamelo!


-¿Qué ocurre?- pregunté.
-Enoch... Creía que estabas loco... ¡Tal vez yo mismo esté loco! Pero quítamelo...
-¿Por qué, Mr. Cassidy? Yo le había dicho cómo era Enoch.
-Se está arrastrando sobre mi cabeza. Lo noto. Y oigo sus palabras, ¡las cosas que susurra!
-Ya se lo dije. Enoch quiere algo, ¿no es cierto? Usted sabe lo que quiere. Y debe dárselo.¡Lo ha
prometido!
-¡No puedo! ¡No quiero matar para él! ¡No puede obligarme!
-Sí puede. Él necesita eso.

Mr. Cassidy se asió a los barrotes de mi celda.

-¡Seth, tienes que ayudarme! Llama a Enoch. Hazlo volver contigo. ¡De prisa...
-Está bien, Mr. Cassidy.
Llamé a Enoch.
No contestó. 
Lo volví a llamar. 

Silencio.
Mr. Cassidy comenzó a gritar. Sentí escalofríos y me dio mucha pena. Pero no había querido
hacerme caso. ¡Sé lo que es capaz de hacer Enoch cuando susurra de esa manera! Primero intenta
persuadir, luego suplica, por fin amenaza...

-Es mejor que obedezca -le dije a Mr. Cassidy-. ¿Le ha dicho a quién tiene que matar?
-¡No quiero! –sollozó-. ¡No quiero, no quiero!
-¿Qué es lo que no quiere?
-No quiero matar al doctor Silversmith para darle su cabeza a Enoch. Me quedaré aquí en la celda,
donde estoy a salvo...

Se sentó, acurrucado, apretándose la cabeza con las manos.

-Es mejor que obedezca –grité-, de lo contrario Enoch hará algo. ¡Por favor, Mr. Cassidy, dese
prisa...!

Mr. Cassidy gimió débilmente y pensé que se había desmayado. No hablaba, no se movía. Lo llamé
varias veces, pero no me contestó. ¿Qué podía hacer? Me senté en un rincón y miré la luna. 

La luna siempre vuelve violento a Enoch.

Mr. Cassidy comenzó a gritar. No en voz alta, sino en lo profundo de su garganta. No se movía:
gritaba tan sólo. Supe que era Enoch: ¡estaba tomando de él lo que deseaba! ¿Qué podía hacer
yo? No podía detener a Enoch. Había advertido a Mr. Cassidy. Permanecí sentado y me tapé los
oídos con las manos hasta que hubo acabado todo. Cuando me volví, Mr. Cassidy seguía agarrado
a los barrotes. No se oía ningún ruido. ¡Oh, sí! ¡Sí, se oía un ruido! Un ronroneo. Un dulce y lejano
ronroneo. El ronroneo de Enoch después de haber comido. Luego percibí como un ligero raspar.
¡Las garras de Enoch, cuando da saltitos de satisfacción! Los ruidos procedían del interior de la
cabeza de Mr. Cassidy. Era Enoch, claro, y estaba contento.

Yo también estaba contento.

Cogí lentamente las llaves del bolsillo de Mr. Cassidy. Abrí la celda y fui otra vez libre. No hacía
ninguna falta que yo me quedara allí, ahora que Mr. Cassidy estaba muerto. Y tampoco
Enoch quería quedarse allí. Lo llamé:

-¡Aquí, Enoch! 

Vi una especie de luz blanca surgir del gran agujero rojo en el que había comido. Luego sentí el
blando, frío, ligero peso posarse otra vez sobre mi cabeza: ¡Enoch había vuelto a casa!

Atravesé los pasillos y abrí la puerta de la prisión. Sentí los pasitos de Enoch arriba y abajo sobre
mi cráneo, sobre mi cerebro. Caminamos juntos en la noche. La luna brillaba. Todo era silencio.
Sólo oía el parloteo y las ahogadas risitas de Enoch junto a mi oído.
Un buen hombre es difícil de encontrar.
A Good Man Is Hard To Find, Mary Flannery O' Connor (1925-1964)

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee
y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien
vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la
sección deportiva del Journal.

—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo.

Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva
de su hijo con el periódico.

—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se
encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna
parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.

Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños,
una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un
pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba
sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.

—Los niños y'han estao en Florida —dijo la anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa
variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de
Tennessee.

La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con
anteojos, dijo:

—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban
leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día —dijo June Star sin levantar su
cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un
millón de dólares —afirmó June Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—. Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te
ondule el pelo.

A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado
dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella
escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo
al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la
llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre
de los niños, y el bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y
cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería
interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos
en llegar a las afueras de la ciudad.

La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la
repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada
con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un
ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El
cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un
ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la
viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.

Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni
demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora,
que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de
árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha.
Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos
lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente
rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles
estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos
leían tebeos y su madre se había dormido.

—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee
tiene montañas y Georgia, colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de pueblerinos y Georgia es también un estado
asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían
más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces.
¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una
choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?

Todos se volvieron para mirar al negrito por la luneta trasera. Él saludó con la mano.

—Ese chico no llevaba pantalones —observó June Star.


—Probablemente no tiene —explicó la abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que
nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.

Los niños intercambiaron sus historietas. La abuela se ofreció a tomar al bebé y la madre de los
chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el
caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y
apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le
dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis
tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.

—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia.


Pertenecía a la plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—. Ja, ja.

Cuando los chicos terminaron de leer todos las historietas que habían llevado, abrieron la caja del
almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una
aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla.
Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían
que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la
vaca y John Wesley dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a
pegarse por encima de la abuela.

La abuela dijo que les contaría un cuento si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento,
ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era
jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era
un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía
con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la
sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa,
pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E.
A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que
no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía
los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque
era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y había
muerto, hacía unos pocos años, muy rico.

Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y
sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo
regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio
y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban:

PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL
GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!

Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta,
mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso
pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas
vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.

El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en
el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos
y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel,
llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y
se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas
de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como
ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza
de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella
pudiera bailar claqué. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más
movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.

—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte
aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un
millón de dólares. Y salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.

Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a
servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre
ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa
cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.

—No hay manera. No hay manera —dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—.
En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes —sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos —explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler.
Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que
trabajaban en el molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron?
¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.

La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja,
dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.

—No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no
excluyo a nadie de la lista, a nadie —afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí,
no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería
que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto
del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar —dijo Red Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada
vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.

Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la
culpa de la situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar
que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía
toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono
encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se
tratase de un bocado exquisito.

De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus
propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación
que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis
columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos
pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de
pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí.
Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más
hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas
seguían en pie.

—Había un panel secreto en la casa —afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que
lo fuera—, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman,
pero nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo! ¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y
l'encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con
el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.

Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.

—No —dijo.

Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John
Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del
hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en
vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley
pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.

—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren
cerrar la boca? ¿Quieren cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por
algo así. La primera y la última.
—El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi
cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.

Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la
casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John
Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.

—No se puede entrar en esa casa —dijo Bailey—. No sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y
entraré por una ventana —propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la madre.

Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a tropezones en un remolino de polvo


colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer
cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente
se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en
lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían
a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una
capa de polvillo.

—Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.

Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.

—No falta mucho —comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento
horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus
pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que
se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty
Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.

Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y
se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio
una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en
el asiento del conductor con el gato —de rayas grises, cara blanca y hocico naranja— todavía
agarrado al cuello como una oruga.

Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas,
salieron arrastrándose del coche y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha
un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera sobre
ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era que la casa que recordaba
tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en Tennessee.

Bailey se quitó el gato del cuello con las manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un
pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la
cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero sçolo había sufrido un corte en la
cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un accidente!», gritaban los chicos en un delirio de
felicidad.

—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía
rengueando del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto
y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.

Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban
todos temblando.

—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de los niños con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano —comentó la abuela apretándose el costado, pero
nadie le prestó atención.

A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de
loros en un azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar
que la casa en cuestión estaba en Tennessee.

La carretera quedaba unos tres metros más arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro
lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los
pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente
como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos
dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud,
desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la
que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre.
Había tres hombres dentro.

Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía
donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se
apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental
plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con
la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una
chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara.
Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.

El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo
empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto
académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos tejanos
que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos
muchachos llevaban pistolas.

—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.

La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara
que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó
del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar.
Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.

—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente de na.


—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz
baja al muchacho del sombrero gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se
sienten a su lao? Los niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? —preguntó June Star.

Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.

—Vengan aquí —dijo la madre.


—Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un apuro. Estamos en...

La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.

—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!


—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo
hubieran reconocido—, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese
reconocío.

Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La
anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.

—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya
querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño
y empezó a secarse los ojos.

El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de
nuevo.

—No me gustaría na tener qu'hacerlo.


—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma
sangre que los demás. ¡Sé que debes de venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes
dientes blancos—. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón
d'oro puro.

El muchacho de la sudadera roja se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El
Desequilibrado se acuclilló.

—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—. Sabes que me ponen nervioso.

Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera
qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay
nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado,
porque yo sé que en el fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en
cuclillas como un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el coche —avisó Hiram mirando por encima del capó
abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a
Bailey y a John Wesley—. Los muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le
importaría acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto.
—Y se le quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se
quedó absolutamente inmóvil.

La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él,
pero se le desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer
al suelo. Hiram levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano.
John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se encaminaron
hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio la vuelta y, apoyándose contra el
tronco gris y pelado de un pino, gritó:

—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!


—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey,
hijo! —gritó con voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que
estaba acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con
desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera
considerado su afirmación con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo
decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía mi
viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y otros que tienen que
saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va estar en to!»

Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se
sintiera incómodo.

—Perdonen qu'esté sin camisa delante de ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los
hombros—. Enterramos la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que
tenemos hasta que consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que
encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—. No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo
problemas con las autoridades. Tenía l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería
establecerse en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el
tiempo.

El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando


sobre estas palabras.

—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote —murmuró.

La abuela reparó en cuán delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie
y lo miraba desde arriba.

—¿Rezas alguna vez? —preguntó.

Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.

—No.

Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza
de la anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como
una larga inspiración satisfecha.

—¡Bailey, hijo! —gritó.


—Durante un tiempo fui cantante de gospel —explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en
el Ejército de Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de
sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una vez vi
quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que estaban sentadas muy
juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—, reza, reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo —prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora
—, pero en algún momento hice algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.

Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela con una mirada fija.

—Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te
enviaran a la penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared —explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia
el cielo sin nubes—. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo,
mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba sentado allí
tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando
pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había
pruebas contra mí. —Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.

—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había
hecho fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve
de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el cementerio de la
iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.

Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa
amarilla con loros azules estampados.

—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado.

La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le
hacía recordar esa camisa.

—No, señora —prosiguió el Desequilibrado mientras se abrochaba los botones—, comprendí que
el delito da igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del
coche, porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan por ello.

La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.

—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde
está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que
se había quedado dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir
por la zanja—. Y tú, Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June Star—. Parece un cerdo.

El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de
Hiram y la madre.

Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola
nube en el cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que
debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se encontró a sí
misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús t'ayudará», pero de la manera en que lo decía
era como si estuviera maldiciendo.

—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si le estuviera dando la razón. Jesús rompió el
equilibrio de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en
mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra mí. Por
supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma. Dije hace mucho
tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás
lo qu'has hecho y podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final
tendrás algo pa probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado
porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao
durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé
que vienes d'una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el
dinero que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que
diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo
agua y gritó: «¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría
qu'haberlo hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda
dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que
tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna
otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y
sintiéndose tan mareada que se dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá
hubiera estado allí —añadió golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí,
porque d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber estao allí,
yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara
del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera
mordido una serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se
quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la
abuela, que estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas
cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e
indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando
contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó a la zanja cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le
disparara cada minuto de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—. No hay verdadero placer en la vida.

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