Morabito Fabio El Idioma Materno

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 87

El idioma materno

FABIO MORABITO
SGRITTORE TRADITORE

A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido


enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así
que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa era Massimo P., un
niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de
colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los
cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban
correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su fragilidad. «Pareces
una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el
recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos
hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí.

Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de
un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro
señalara a Massimo. El puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la
primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y
también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió
la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P.,
a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno.
Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho,
ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése
fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di
cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una
fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y
creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al
mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos
vocaciones estrechamente unidas.
ROBAR

A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las
monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima
agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba
prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de
lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía
disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla
que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi
no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el
cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la
breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco
de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que
necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda
más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si
no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de
ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia
introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos
cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que
enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque
cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los
bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo
esas palabras y ni una más.

Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano


para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una
actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima
agobiante de siempre. Gomo me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por
mi disciplina.
LADRÓN Y CENTINELA

Cuando empecé a escribir me impuse un horario estricto: despertar todos los


días a las 5:3o de la mañana para escribir al menos tres horas, salvo los domingos. Con
altas y bajas lo he mantenido durante más de treinta años. Me lavo la cara, preparo un
café y me pongo a escribir. No sé qué fue primero, si mi gusto por la escritura o por
estar despierto cuando los demás duermen todavía. De niño, cuando iba a la escuela
junto con mi hermano, él se adelantaba varios metros. Menor que él, tenía que
esforzarme para mantener su paso. El día que mi madre me dio permiso para ir solo
desperté muy temprano para adelantármele y me adelanté tanto, que fui el primero
en llegar al colegio, cuando todavía era de noche. Mi hermano dormía aún, todos
dormían aún. Esas salidas a destiempo se hicieron costumbre. Tal vez llegaba tan
temprano al colegio como una forma de suplir mi bajo rendimiento escolar. Ser el
testigo de las primeras ventanas encendidas me hacía sentir un centinela y creo que a
la larga determinó mi inclinación por la escritura, a juzgar por el hecho de que
siempre escribo en esta hora de patrullaje sigiloso, mientras los demás duermen. La
gente va despertando mientras escribo, y es como haberles cuidado el sueño. Hay
algo de centinela en escribir tan temprano, o de ladrón, o de ambas cosas. El ladrón
con su sigilo cuida el sueño de sus víctimas, y el centinela, por su parte, ¿no usurpa
algo a quienes están bajo su cuidado?

¿No se queda con algo de ellos de manera indebida? A fuerza de vigilarse


mutuamente, centinelas y ladrones han terminado por parecerse y de lejos es difícil
saber quién es quién. El escritor, en cierto modo, los fusiona, porque protege y roba,
sustrae y aprovisiona al mismo tiempo. Escribo cuando los demás duermen todavia y
por lo tanto escribo para que nadie despierte, para que sigan dormidos. Soy el que
protege pero también el que acecha, el que le cuida la espalda a los otros y el que
escribe a sus espaldas, la cabeza siempre inclinada sobre la escritura, como sólo la
escritura es capaz de inclinar una cabeza.
LA VANIDAD DE SUBRAYAR

Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano
para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela,
historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos.
Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad su ansia por
dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. El aspiraba a escribir, tenía un
indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que
yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una
de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener
ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene
que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos
y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en
un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos,
tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no
tuvieran algún subrayado.

Llegó a confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en


medio de miles de otros, no sólo por el tipo de rayas que hacía, que a mí en verdad me
parecían perfectamente normales, sino por el tipo de cosas que le gustaba destacar.
Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, sólo hizo un gesto vago e
intuí que ese hombre varios años mayor que yo nunca publicaría nada. Subrayaba de
manera compulsiva como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto se
defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas. Por eso nunca se animó a
escribir uno. No habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues
aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable de la primera hasta la última
palabra, y encontrarse con un lector que sólo hallara algunas partes dignas de
subrayarse, lo habría sumido en una profunda consternación.
LOS DEMASIADOS LIBROS

Hay árboles en los que se apoya un bosque. Puede que no sean los árboles más
viejos, ni los más grandes ni los más altos; puede que no se distingan de la mayoría de
los otros árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron un paso decisivo
en el subsuelo, que inclinaron el tronco en la dirección debida en el momento debido y
abrieron el camino a sus congéneres para transformar en bosque una simple arboleda.
Lo mismo ocurre con los libros. En unos cuantos de ellos se apoya nuestra biblioteca.
Puede que no sean los más viejos, ni los que más amemos, ni los que hayamos leído
más veces, pero por algún motivo han determinado la dirección y el carácter del
conjunto. En mi caso, uno de estos libros es El extranjero, de Albert Camus, un libro
que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada vez que lo releo, me gusta menos.
Sin embargo, reconozco en él un ascendente sobre los otros libros de mi biblioteca, y
ésta me parece impensable sin su presencia. Otro puntal de mi estantería es Esperando
a Godot, de Samuel Beckett. Al revés de El extranjero, cada vez que lo releo, me gusta
más. Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.

Pero el símil es exagerado, pues mi biblioteca no tiene nada de hercúleo, siendo


harto modesta, tanto en cantidad de libros como en rarezas. Guando ha caído en mis
manos algún libro raro, de esos que hacen la delicia de los coleccionistas, lo he
regalado en seguida. Carezco del menor orgullo bibliófilo y me aterran esas grandes
bibliotecas que a la muerte de su dueño son adquiridas por alguna fundación o
universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza
a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar
alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco en nuestra biblioteca, la
falta de cierto libro en particular, se justifica que tomemos la pluma para, de la
manera más decorosa posible, escribirlo nosotros. Escribir, pues, como un correctivo.
Escribir para seguir leyendo.
EL CABALLO DE TROYA

Después de diez años de asedio infructuoso, los griegos, al parecer, se han ido,
dejando un enorme caballo de madera delante de Troya. Los troyanos se acercan
circunspectos. Discuten durante tres días si es mejor introducir el caballo en la ciudad
o prenderle fuego. Entre ellos está Tairis, ciego de nacimiento y cuya agudeza de oído
es legendaria. Después de tres días cunde la desesperación entre los guerreros griegos
que se hallan en el vientre de la bestia. Sedientos y debilitados, han guardado un
silencio absoluto por temor a ser descubiertos, sobre todo por Tairis, a quien Odiseo
conoce. Al amanecer del cuarto día Tairis escucha un sonido casi imperceptible
proveniente del interior del caballo. Se queda inmóvil. ¿Dónde y cuándo escuchó algo
semejante? Ya recuerda: de joven acompañó a su padre comerciante en un largo viaje
y visitaron Itaca, cuyo rey, Odiseo, los recibió en su casa. Recuerda el tintineo de la
pulsera de oro del joven rey, que ahora ha vuelto a oír. Tairis va a hablar con el rey
Priamo y le comunica que Odiseo está dentro del caballo; con él, de seguro, hay otros
guerreros, posiblemente la crema y nata del ejército griego.

La treta ha sido descubierta. Priamo le ordena que no abra la boca. Sabe que si
se corre la voz, la gente quemará el caballo y el fuego hará irreconocibles los cuerpos
de los que ahí se esconden. El lleva diez años imaginando los rostros de Odiseo, de
Agamenón y Menelao. Quiere verlos y, después del trato cruel que ha sufrido su
adorado Héctor a manos de Aquiles, quiere que lo vean, que lo último que vean antes
de morir sea su rostro y el de la esplendente Troya, que resistió a su asedio. Luego los
colgará en la llanura, y los griegos, ante la visión de sus jefes ahorcados, se irán para
siempre. Ordena pues introducir el caballo en la ciudad. No cuenta con el ruidoso
festejo que esa noche estalla en todos los rincones y ablanda la vigilancia de los
soldados. Los griegos logran deslizarse fuera del caballo y abrir las puertas. Algunos
dicen que Odiseo, conociendo a Priamo, agitó su pulsera adrede.
LOS NOMBRES DE LOS MUERTOS

Los niños deberían aprender a leer y a escribir no por medio de sustantivos


(casa, mamá, árbol, montaña), sino de nombres: Luis, Susana, Juan, Filiberto. Si digo
montaña, todo el mundo sabe de lo que hablo, imaginará una montaña y hasta podrá
dibujarla, pero si digo Patricia, la gente preguntará: ¿Qué Patricia? Tan palabra es
Patricia como montaña, tan existentes son las Patricias como las montañas, pero
mientras todas las montañas se parecen entre sí, y por eso pueden dibujarse, ninguna
Patricia se parece a otra. Aprender a escribir con vocablos que carecen de un referente
preciso, que no remiten a ningún objeto y a ninguna idea y que, como las piedras de
los ríos, han perdido su significado a fuerza de tanto frotamiento, les enseñaría a los
niños a valorar el sinsentido de las palabras, a repetirlas sin más, con perplejidad o
alegría, lo que afinaría su capacidad conjetural, idiomática y, de paso, su oído.

Y para no caer en el abstraccionismo y dotar a los nombres de una seriedad


fuera de toda duda, ahí están los nombres de los muertos. Las clases de escritura se
trasladarían a los cementerios, donde los niños se pasearían entre las tumbas para
deletrear y memo rizar los nombres de los difuntos. Nada como esos nombres
grabados en las lápidas (los más puros que hay, porque con ellos ya no se llama a
nadie) para intimar con el sonido de las palabras, ese sonido que los actuales métodos
de enseñanza de la escritura, basados enteramente en la equivalencia del signo escrito
con la cosa que representa, subordinan demasiado pronto a la tiranía del concepto.
Nada mejor que ellos, que resplandecen como una cosa autónoma conforme se apaga
la memoria del difunto, para probar la arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a
pesar de la palabra montaña, ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente
de todo y que la vida está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no
tragarse la mentira de la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de
lenguaje la salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.
COCTEL DE BIENVENIDA

A los catorce años vacacioné por primera vez con mi familia en un gran hotel.
Mientras Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco revisé el folleto del
establecimiento, que traía la frase «Coctel de bienvenida», e imaginé un agasajo
organizado en alguno de los salones o en la orilla de la alberca para festejar nuestra
llegada. Aunque no se me escapaba el tinte algo inverosímil del asunto, al repasar las
fotos del hotel, con sus enormes espacios y jardines, su altura desmesurada, su clima
aséptico y sus elevadores futuristas, concluí que ahí las cosas obedecían a una lógica
nueva y sorprendente. No es que creyera que a nuestra llegada un destacamento de
empleados correría a abrir el salón del primer piso, con terraza al mar, para desplegar
decenas de manteles sobre las mesas, mientras otro destacamento tocaría las puertas
de los cuartos para invitar a los huéspedes al coctel organizado en honor de mis
padres, de mi hermano y mío; más bien supuse que en el salón con terraza al mar se
llevaba a cabo un coctel continuo y que a nuestra llegada se nos anunciaría a las
personas ahí reunidas, que harían un cerco festivo a nuestro alrededor, chocando sus
vasos con los nuestros y haciéndonos mil preguntas. Tal vez, quién sabe, los primeros
cocteles de bienvenida eran efectivamente así y se degradaron conforme se hizo
oneroso mantener un convite permanente en el cual era preciso ofrecer bebidas gratis
o a un precio muy bajo a los huéspedes encargados de dar la bienvenida a los otros.

Tal vez dichos convites fueron sustituidos en un principio por un corrillo


conformado únicamente por el empleado de la Recepción, el botones que sube la
maleta al cuarto y dos o tres afanadoras, que brindaban a toda prisa en honor del
huésped recién llegado, antes de regresar a sus labores; y acabaron en lo que son
ahora: una bebida solitaria que nos espera en nuestra habitación, un triste brebaje que
nos tomamos en la orilla de la alberca al lado de otros huéspedes que se asolean
aburridos y, como nosotros, esperaban secretamente otra cosa.
EL ÚLTIMO HABLANTE

Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de
extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a
veces dos, a veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que
desaparezcan de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan
diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes
todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre
viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos
nietas que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo
suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre
profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero.
Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el
último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Las
dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y tratan de adivinar la forma correcta
de cada palabra, «restando» los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no
les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate,
el tartamudeo facilita las cosas, porque deja cada palabra en estado puro, sin acento y
perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo.

Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido
con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las
palabras «sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico?
¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que estropeó durante
toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de
si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la
posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las
chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.
LENTITUD

Fernando y Alicia se conocen, se gustan y empiezan a salir. Ella vive sola, él


con sus padres. Una tarde ella le pide que la acompañe a su casa porque debe
cambiarse de ropa para ir a una cena. Lo invita a subir, pero él titubea y le dice que
todavía no está listo para conocer su casa. Ella insiste, pero él repite que no está listo.
A Alicia le gusta ese recato de él. Te taparé los ojos, le dice. Suben al departamento, le
cubre los ojos con un pañuelo, lo hace sentarse en el sofá de la sala y va a su cuarto a
cambiarse. Guando regresa, le ofrece un café. Platican, se dan un beso, toman otro café
y él sigue con los ojos vendados. ¿Te gusta mi casa?, le pregunta Alicia, y Fernando
contesta que se siente muy cómodo en ella. Entonces vente a cenar mañana, le dice. El
titubea, pero Alicia le asegura que volverá a cubrirle los ojos. En efecto, cuando llega
al otro día, ella le pone la venda y le hace un tour por el departamento, poniendo unos
objetos en su mano para que los conozca con el tacto, entre ellos una foto de sus
padres, y golpea cada cosa para que Femando escuche su sonido. Completa el
recorrido acústico arrastrando sillas, rompiendo un vaso, abriendo los grifos de la
cocina y corriendo el agua del retrete. Después lo lleva a su cuarto y ahí, en la cama, se
le entrega sin pedirle que se quite la venda. En las siguientes semanas hacen el amor
de la misma forma.

El ahora se mueve en esa casa con soltura, ya casi no choca contra los muebles
como los primeros días y, por fin, le anuncia que está listo. Llega sin la venda en los
ojos y cuando ella le abre la puerta, se queda inmóvil mirando la sala y el comedor,
que conoce tan bien. ¿Es como te lo imaginabas?, le pregunta ella temblando. Nunca
es como uno se lo imagina, responde él. Tómate tu tiempo, le dice ella, y se encierra en
su cuarto. El pasa revista a todo el departamento y acaricia cada objeto casi sin
mirarlo, inquieto por la idea de que la verá desnuda, y se acerca poco a poco a su
recámara donde ella aguarda nerviosa y ruega que le guste toda la casa, incluido su
cuerpo.
CUADERNOS USADOS

En una escuela de Alemania se llevó a cabo un experimento pedagógico


peculiar. A los alumnos de un grupo se les proporcionaron durante todo el ciclo
primario unos cuadernos usados por alumnos de años anteriores y se les dijo que se
las arreglaran para hacer en ellos sus tareas y deberes. Debían aprovechar el menor
espacio libre para plasmar sus dictados, sus operaciones aritméticas y sus dibujos,
porque no podrían pedir en ningún momento un cuaderno nuevo. Los chiquillos se
volvieron muy hábiles para acomodar en cada hoja sus propios signos y trazos, tarea
nada fácil que los obligaba a crear derroteros bastante complicados en medio de la
escritura ajena. Sobre todo a la hora de dibujar se veían exigidos a crear toda una serie
de puentes y de zurcidos para completar en varias hojas un dibujo que normalmente
hubiera cabido en una sola, lo que les hizo desarrollar una peculiar habilidad de
abstracción para «retener» la imagen completa del dibujo en medio de los saltos de
una hoja a otra. Así, durante todo el ciclo educativo primario se cimentó en ellos una
extraordinaria capacidad de planeación y de resolución de problemas en condiciones
adversas. Donde otros alumnos se daban por vencidos frente a situaciones muy
problemáticas, ellos conseguían sortear el obstáculo y salirse con la suya.

Tenacidad, sangre fría y aptitud para aprovechar la menor posibilidad


favorable fueron algunas de las inclinaciones más sobresalientes de los alumnos de
los cuadernos usados. Sin embargo, resultaron a la postre deficientes en otros rubros,
en especial en la capacidad de desprendimiento y de identificación con el prójimo. Su
don de empatía resultó bastante inferior al de los usuarios de cuadernos nuevos. Pero
lo que fue decisivo para no volver a aplicar el experimento fue el escaso o nulo talento
musical que se detectó en todos ellos, un talento para el cual parece imprescindible la
experiencia desde muy temprana edad de una blancura, una pureza y un silencio
profundos, elementos que sólo un cuaderno nuevo proporciona.
ESCRIBIR SIN LEVANTAR LA CABEZA

Tuve un maestro que nos leía cuentos mientras paseaba por el salón de clase.
Sostenía el libro abierto en la mano derecha y guardaba la izquierda en el bolsillo del
pantalón, que sacaba para dar vuelta a la hoja y, aprovechando el gesto, propinaba un
coscorrón a los que hablaban o miraban por la ventana. Si la falta era más grave
interrumpía la lectura, cambiaba el libro de mano y asestaba con la derecha un golpe
tremendo en la cabeza del desgraciado en turno. Lo veo todavía en su eterno traje gris,
gastado de tanto uso, caminando entre los pupitres. Su manera de sujetar el volumen
abierto con una mano, ocultando la otra en el bolsillo del pantalón, me hizo entender a
carta cabal qué es un libro. La mano golpeadora, oculta en el bolsillo, era la misma con
la que daba vuelta a las páginas con suma delicadeza. Ese hombre cuya autoridad
sobre nosotros era inmensa, con un libro en la mano sufría una metamorfosis y un
ablandamiento que llegaban a cambiarle los gestos y la voz.

Con ello, se nos hacía palpable el ascendente que un libro, ese objeto
relativamente sencillo, puede tener sobre una persona. No nos cautivaba tanto el
relato como la transformación del maestro. Pero nadie podía considerarse a salvo y
cuando sacaba la mano del bolsillo para dar vuelta a la hoja, volvíamos a temblar. La
mano aguardaba unos segundos, lista a descargar un golpe sobre algún
desprevenido. Esa pausa, muy breve si el cuento tenia atrapado a nuestro verdugo, se
alargaba peligrosamente si la historia resultaba floja. En cierto modo eso representó
una lección duradera de bien escribir, porque no me cabe la menor duda de que un
buen cuento y a veces tan sólo una buena línea nos ahorraron unos certeros golpes en
la nuca y en el cráneo. Habría pues que escribir siempre así: bajo una constante
amenaza física, en un pupitre incómodo, con la cabeza gacha y rogando por la eficacia
de cada frase. Pero hoy desgraciadamente en la mayoría de los talleres literarios se
enseña a escribir sin miedo y con la frente en alto.
PISOTEAR LIBROS

Cursé los estudios primarios en un inmenso caserón que parecía un cuartel.


Acorde con su aspecto, entre los hábitos pedagógicos que reinaban en él estaba el de
recurrir a bofetadas y reglazos para hacer entrar en razón a los alumnos. Era algo
normal, formaba parte del ideario educativo de la posguerra y nadie, ni alumnos ni
padres de familia, se quejaba por ello. Habla además un cierto código que regulaba los
golpes: nunca se pegaba en la cara, sólo en la cabeza; los reglazos a las manos eran en
el dorso y no en las palmas (¿acaso por el recuerdo de las llagas de Cristo?), y
bofetadas y reglazos podían ser fuertes, pero nunca más de tres o cuatro. En resumen,
a pesar de su aspecto siniestro, alumnos, maestros y padres de familia convivíamos
alrededor de ese cuartel en relativa armonía. Pero un día ese delicado equilibrio de
sobreentendidos se rompió. Yo fui la víctima. Después de la comida y un descanso
para la digestión que duraba una hora, comenzaban las clases vespertinas. Me tocó
una maestra joven, bajita e irascible. Una tarde, para castigarme por algo que había
hecho, en lugar de recurrir a la regla, agarró un libro de mi pupitre, lo tiró al suelo y
empezó a pisotearlo.

El código punitivo se había roto. Todos miramos consternados cómo saltaba


histérica sobre mi libro abierto. Le conté lo sucedido a mi madre, que habló en seguida
a la escuela, refirió el hecho y exigió un castigo para la maestra. Hubo una rápida
investigación y no volvimos a ver a la pisoteadora de libros. Se vallan los golpes a la
cabeza, los reglazos salvajes a las manos, los tremendos jalones de orejas, pero no
pisotear libros, y menos abiertos, porque en ellos se resguardaba en cierto modo lo
mejor de nosotros. Nos castigaban sin piedad en nuestros apéndices y en nuestras
partes dorsales, que son las más anónimas, pero nunca en el rostro, que es indefenso e
intransferible. Nuestros libros pertenecían a esa parte frontal e inerme, y pisotearlos
abiertos de par en par equivalía a desfigurarnos y deformarnos en lo más hondo.
GREGORIO SAMSA

Guando despierta transformado en un monstruoso insecto, Gregorio Samsa


comprende que en el estado en el que se encuentra, con esas patitas que le han salido a
los costados y se agitan sin parar, llegará tarde a la oficina. Es lo único que lo
preocupa. No lo estremece el hecho de hallarse convertido en un bicho repugnante,
sólo le angustia no poder abandonar la cama para presentarse puntual en el trabajo.
Es uno de los momentos geniales de la literatura. Kafka posterga la reacción de horror
de Gregorio Samsa, la guarda para sacarla después, en el momento debido, y cuando
descubre que no la necesita, se convierte realmente en Kafka. En el humilde cuarto de
Praga donde ambienta su historia, Kafka acaba de abrir para la literatura una puerta
salvadora, que podemos llamar la supresión del grito. Ha desmantelado una antigua
fortaleza y ganado un espacio nuevo para la subjetividad de los personajes. Esa
subjetividad, eximida del grito, se despliega ahora en ramificaciones que habían
quedado inexploradas.

Gregorio Samsa, el hombre que no grita, renuncia a todo vínculo con los otros,
porque el grito es el último lazo que nos une a nuestros semejantes. Por eso puede
decirse que Samsa se vuelve un insecto porque no grita; de haber gritado, es muy
posible que la espantosa alucinación que lo asalta a primeras horas de la mañana se
hubiera evaporado. En lugar de eso, Samsa prefiere razonar. Cada nuevo
razonamiento solidifica su metamorfosis hasta volverla real e irreversible. Se separa
de los demás a base de razonamientos. Por eso, en un sentido, el tema profundo de
esta fábula es la conversión de alguien en escritor, la aceptación de la esclavitud que
entrañan las palabras, la espantosa inmovilidad de quienes eligen convertir el grito en
especulación, que es, en esencia, el sino del escritor, pues todo relato surge de
suspender una exclamación de horror o de maravilla, y ahí, en el claro
momentáneamente abierto por la ausencia del grito o del llanto, deslizar unas
palabras antes de que se extinga la expectación general.
ANA KARENINA

Me acosté en la cama y puse una compresa caliente bajo la espalda. Tenía que
quedarme veinte minutos inmóvil, extendí el brazo hacia el librero y el primer libro
que alcancé fue Ana Karenina. No lo había leído, decidí hojear las primeras páginas
mientras duraba el efecto de la compresa y cuando el calor se disipó, había leído más
de cuarenta. Volví a poner el libro en su lugar. Me acordé de él hasta el otro día,
cuando me apliqué otra compresa. Extendí la mano, abrí el libro y seguí leyendo. No
tenía la intención de echarme semejante tabique, pero no quería quedarme mirando el
techo y llegué a la página ochenta cuando se disipó el calor de la compresa. Devolví el
libro a su lugar. Ochenta páginas eran un buen trozo para hacerme una idea del
conjunto. Me dije que podría acometer las ochocientas setenta páginas del libro en un
futuro no muy lejano, quizá dentro de unos meses. Tres días después me encontraba
en la sala de espera del dentista y en los anaqueles de las revistas había un solo libro
grueso: Ana Karenina. Lo agarré y reanudé la lectura en el punto en que la había
interrumpido. Era otra traducción, con un estilo más rebuscado.

El doctor me hizo esperar una hora y media, tiempo durante el cual avancé
hasta la página 160. Dije avancé, porque yo no estaba leyendo Ana Karenina, sino
echando las bases para leerlo en un futuro más o menos cercano. Al absorber cada
página sólo estaba tanteando el terreno. Eso no quiere decir que las absorbía de
manera descuidada, sino que me contenía en cuanto a emociones y pensamientos. Me
decía: aquí hay indignación, esto es para reírse, esto otro para conmoverse, pero no
me indignaba, no reía ni me sentía conmovido, porque no lo estaba leyendo. Es
verdad que a veces me dejaba llevar por los acontecimientos y tenía que decirme:
calma, es sólo un ensayo. Se juntaron varios factores que hicieron que, en cosa de tres
semanas, entre aplicaciones de compresas y visitas al dentista, llegué a la última
página. Satisfecho, guardé el libro en su sitio. Me había hecho una idea muy sólida de
él. Pronto lo leería.
EL VELADOR DE VALLE JO

No he leído un solo poema de Vallejo y sin embargo es el poeta que mejor


conozco. No lo he leído en sus libros sino en los artículos de quienes han escrito sobre
él y citan partes de sus poemas, rara vez un poema entero. Guando esto último ocurre
aparto instintivamente la mirada. Tengo todos los versos de Vallejo en la cabeza,
leídos infinidad de veces, pero no he leído un solo poema suyo, lo he amado desde el
comienzo a base de citaciones, o sea de fragmentos, sin enfrentarme nunca a un
poema completo, quizá por el temor de que los poemas de Vallejo no me gusten tanto
como sus versos o porque temo quedarme pasmado en el primero que lea y no pueda
salirme de él. No hay un solo verso de Vallejo que no haya sido citado en la vasta
bibliografía crítica que existe sobre su obra.

Conozco esa bibliografía al dedillo, no por un afán de erudición (¿qué clase de


erudito podría ser, si nunca he leído uno solo de sus poemas?), sino porque me he
acostumbrado a leer a Vallejo a través de otros lectores, buscando sus versos en los
intersticios de la prosa académica de sus críticos, como quien busca pepitas de oro en
una mina, y mi familiaridad con su obra es tan profunda, que casi siempre adivino
cuáles de sus versos traerá a colación el estudioso en turno para ilustrar lo que viene
afirmando. De hecho, aunque no he leído sus poemas, sé perfectamente cómo están
hechos y podría reconstruirlos colocando cada verso en el lugar que le corresponde y
también podría reconstruirlos de una manera que el propio Vallejo nunca imaginó y
que quizá no le desagradaría del todo. Gomo sea, no me cabe la menor duda de que
estoy compenetrado con sus versos como ni él mismo lo estuvo, abstraído como
estaba por sus poemas. Me siento así el auténtico velador de sus palabras, como quien
sigue a un hermano mayor que se aventura por las habitaciones de un palacio y, para
cuidarle la espalda y advertirle de algún peligro, se queda en el umbral de cada una,
renunciando a conocerlas íntimamente y, por eso mismo, por no distraerse con
ninguna de ellas, conoce el palacio mejor que nadie.
EXTINCIÓN DE LOS JARDINES

Tengo un amigo que apenas lee novelas y cuando se topa con una que lo
apasiona, entra en un estado de gran nerviosismo. Cada tres páginas sale a dar una
vuelta al jardín de su casa, preguntándose cómo evolucionará tal o cual situación de la
historia. Reanuda la lectura y, dos páginas después, regresa al jardín para rumiar lo
que leyó. Las ventajas de este método de lectura son evidentes. Para empezar, el
ejercicio. Mi amigo está en constante movimiento y en contacto con la naturaleza.
Puede que viva cien años. ¿Cuántas novelas habrá leído al cabo de ese tiempo? Con su
método, es probable que sólo una docena, lo cual representa otra ventaja. ¿Para qué
leer más? En realidad, lo que hace mi amigo es sabotear el final de las novelas que lee.
En su jardín, mientras pasea entre los arbustos y las flores, se hace tantas preguntas y
baraja tantas posibilidades de la trama que, cuando llega por fin a su desenlace, o ya
lo conoce, porque es una de las soluciones que contempló de antemano, o bien,
después de todas las perspectivas y los caminos que sondeó en su mente, el final ha
pasado a un segundo plano. Mi amigo, en resumen, lee todas las novelas como
historias inconclusas. Lee resignadamente, lo que le permite sumergirse en cada
página como si fuera la última. La clave está en su jardín.

Con un jardín a disposición donde poner a secar las frases leídas y darles
vuelta una y otra vez, mi amigo puede pasearse entre las flores mientras pondera tal
acción, tal diálogo, tal conflicto de los personajes. Para los que no tenemos esa suerte,
que somos la mayoría, nuestro único jardín es el final de la novela, que es el momento
en que nuestro espíritu podrá salir de paseo para rumiar lo que ha leído. Mientras no
llegue ese momento, hay que leer la historia de prisa, devorando sus páginas, casi sin
levantar la cabeza del libro, como obreros en una cadena de montaje o mineros en el
fondo de una mina. Así, la novela, género que, aún más que el cuento, se cimenta en
una lectura voraz y absorbente, no habría surgido sin la gradual extinción de los
jardines.
BAJAR EL VOLUMEN

A menudo, en un café, al observar la plática de dos personas en una mesa


vecina, como no puedo escuchar lo que dicen me concentro en sus gestos y quedo
atrapado por la elocuencia con que conversan. Percibo desde mi lugar una sintonía
envidiable entre los dos desconocidos. La expresión de sus rostros, sus miradas, la
forma que tienen de asentir a lo que dice el otro o de negarlo, sus arrebatos y sus
distensiones: todo lo absorbo con fruición e íntima solidaridad humana. No oigo lo
que dicen y lo agradezco, pues sé lo que va a ocurrir cuando, por poner un poco más
de atención o en virtud de un cambio en la acústica del lugar, me llegue el sonido de
su charla. Entonces unas pocas frases acabarán con toda mi ilusión. Aquello que
parecía una conversación extraordinaria y apremiante, resulta ser un intercambio de
frases trilladas, de razonamientos previsibles y de preguntas consabidas. ¡La pobreza
del intercambio humano! ¡Todo lo que dos seres humanos podrían comunicarse, a
juzgar por el rico abastecimiento de expresiones en su haber, y luego comprobar, al
oírlos de cerca, qué tan poco se dicen! ¡Todo lo que el cuerpo promete con sus gestos y
las palabras reducen a una aburrida secuencia de cordura y sentido común! He hecho
el mismo experimento frente a la televisión.

Quito el volumen en cualquier serie o telenovela de pacotilla y quedo


embelesado por la mímica facial y la intensidad de los ademanes de los actores; fluye
entre ellos una comunicación plena y trato de adivinar qué dicen, pero subo el
volumen y el soplo inspirador cesa con las primeras frases que oigo, imbuidas de un
raciocinio cerril y estrecho. ¡Cuánto desperdicio de lenguaje y de vida! ¿No será ésta la
función primordial de la poesía: bajar el volumen de las palabras, ponerlas en sordina
o en entredicho para recobrar la efusividad del arrebato comunicativo, que es anterior
a la transmisión de cualquier significado; para recobrar esa hermosa antesala del
sentido que sin embargo es pictórica de sentido y que uno busca en las miradas y los
gestos de la gente que no conoce?
EL ALMA Y LOS GESTOS

Se puede cambiar una cara con el maquillaje, una peluca o la cirugía plástica,
pero no se pueden cambiar los gestos. La manera de correr, de peinarse, de dar un
apretón de manos o de sostener el tenedor no puede alterarse con ninguna cirugía.
Nuestros ademanes son intransferibles. Nuestro olfato, en cambio, es uno de los más
pobres del reino animal. En cierto modo, la capacidad que tenemos de captar un sello
específico en los gestos de otra persona es el equivalente de la capacidad olfativa de
muchos animales. No sé si otras bestias poseen este don nuestro, pero supongo que el
cachorro de una camada reconoce a sus hermanos por el olor y no porque advierta un
parecido entre ellos. Lo que llamamos «parecido» pertenece al ámbito de la
gestualidad y no es gratuito que una de las acepciones de «gesto» sea la de
«semblante», porque nuestros gestos nos definen tan bien como nuestra cara.

Quizá hace falta una capacidad lingüística desarrollada para que una
característica física se transforme en una abstracción, o sea en un signo que podamos
identificar aun cuando la característica haya cambiado, como cuando reconocemos en
un anciano los gestos que tenía de joven. Los gestos del viejo no son los mismos
porque su cuerpo ya no es el mismo, pero el acorde, por llamarlo así, que los vincula y
forma un estilo gestual, no ha cambiado, y ese estilo, ese acorde, es la abstracción que
retenemos y reconocemos como peculiar e intransferible de su persona. Los humanos
tenemos la capacidad de ver personas y no individuos, y la persona es un conjunto de
rasgos en permanente conexión, y esta conexión, esta armonía, es aquello que
logramos abstraer, a tal grado de que podemos reconocerla en otros individuos.
Tienes gestos de Fulano, le decimos a alguien, o tienes su mirada. Es seguro que el
concepto de alma no habría surgido sin esta facultad de reconocer en los otros una
armonía, un sello singular en sus gestos. Le atribuimos un alma a alguien en virtud de
la misteriosa amalgama que los une y que en un eventual más allá sería casi lo único
que nos permitiría reconocerlo.
DESCONFIANZA EN EL OÍDO

He perdido con la edad algo de capacidad auditiva y si me dicen un nombre


nuevo que no entiendo, pregunto cómo se escribe. Sólo cuando me lo han deletreado
me siento a mis anchas. Ya no confío en mi oído. Debería esforzarme por escuchar
mejor y no aferrarme a la letra escrita como a una tabla de salvación, pues cuando
alguien nos deletrea un nombre o una palabra, nos está matando, porque nos excluye
del lenguaje; en rigor, las letras de una palabra no existen, porque los fonemas no se
pronuncian aisladamente; el fonema es una abstracción, una disección del habla o, en
el mejor de los casos, un balbuceo. La palabra es entera como un soplo. Cada vez que
deletreamos para oír mejor, detenemos ese soplo y nos separamos del mundo. La
escritura inventó los sonidos aislados y exhibió una desmembración del lenguaje que
era inconcebible antes de ella y que aquellos que no saben leer ni escribir desconocen
por completo. Un sordo inventó la escritura, o la escritura es la venganza de los
sordos, una artimaña que nos ha hecho desconfiar de la palabra desnuda, la palabra
que se oye, y nos hace recelar de nuestro oído.

El simple hecho de hablar de las palabras es ya una deformación derivada de


la escritura. Es por la escritura que ha surgido la palabra como la soberana
indiscutible del lenguaje, junto con la creencia de que hablar consiste en encadenar
palabras. Sabemos que no es así, que hablar es algo parecido a saltar sobre las piedras
de un torrente, donde pisamos sólo algunas piedras, aquellas que nos permiten saltar
hacia las otras. Sólo gracias a esta relativa refutación de cada piedra podemos cruzar
hasta la otra orilla. Del mismo modo, hablamos porque a cada paso nos
desentendemos de lo dicho y este desentendimiento alcanza su plenitud en la poesía.
Con ella nos apartamos definitivamente del deletreo de perico, de la conservación
juiciosa, pues en el poema la palabra es sometida a la mayor refutación posible, al
grado de que todo él puede verse como una sola palabra, una sola emisión de voz, un
único salto de una orilla a otra.
VERSO Y PROSA

La mayor diferencia entre la prosa y la poesía no radica en una cuestión de


ritmo, de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos
rubros, en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera
diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a
verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el
novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe,
de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así,
cada nuevo verso lo toma de sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de
quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se
reafirma a cada paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa un
arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de
concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas.

La prosa, en cambio, es industriosa. Se dirige hacia un punto, todo lo nebuloso


que se quiera, pero real. Gomo un hombre que avanza por un sendero en medio de
una espesura sofocante, no puede ver más allá de unos cuantos metros, pero algo ve;
la poesía es como un hombre en una cueva oscura, que antes de dar el siguiente paso
debe afianzar ambos pies y encomendarse a Dios. En esto radica su mayor dificultad,
pero también su condición más indolora con respecto a la prosa, que es dolorosísima,
porque al admitir cierto grado de planeación, nunca se deja abandonar por completo
y absorbe a su autor aun cuando éste no escribe, mientras que el poeta, no pudiendo
planear nada, cuando interrumpe su poema para dedicarse a otra cosa, lo olvida
fácilmente y no lo recuerda hasta el momento en que lo reanuda. La prosa es tiránica e
implacable, pero juega limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no
promete nada. El último verso de un poema sella algo que un segundo antes no
existía. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en un sentido, es
inconclusa.
LA CAPA EXTERIOR

Dicen que los traductores simultáneos retienen muy poco de lo que traducen;
la rapidez con que vierten palabras de uno a otro idioma los hace quedarse en una
zona del sentido lo bastante profunda como para saber de qué están hablando, pero
como no pueden extender su capacidad de retención más allá de un número corto de
frases, les es difícil captar alguna contradicción o incoherencia que comprometan
enunciados más largos. Viven al día, por así decirlo, pendientes de las peripecias
inmediatas del sentido y marginados de sus alcances globales. Ocurre lo mismo con
los revisores de las pruebas de imprenta, cuya atención se concentra en la capa más
exterior del lenguaje, en busca de erratas y deslices tipográficos; comprenden lo que
leen pero a vuelo de pájaro, atentos a la solvencia discursiva más que a su consistencia
de fondo. En ambos casos podríamos hablar de una distracción o de una sordera bajo
control. En cierto modo la poesía lleva esta sordera vigilante de los traductores
simultáneos y de los correctores a su grado más refinado.

Siendo el género discursivo que descansa como ninguno en la vinculación


estricta de las palabras, donde éstas se hallan al servicio, más que de un sentido
global, de las asociaciones y vecinazgos que establecen ante nuestros ojos,
reencontramos en ella la atención epidérmica, a vuelo de pájaro, de los correctores y
de los traductores simultáneos, con su misma actitud circunspecta ante un sentido
general que se presume existente pero que es difícil aprehender. Esto se hace claro a
medida que releemos un poema que nos gusta; el «asunto» del mismo se desvanece y
quedamos como apresados por el engarce de un verso con otro, de una palabra con
otra, hechizados por esta o aquella imagen que quisiéramos sustraer al poema mismo,
y a fuerza de relecturas el propio significado de los versos se desvanece, casi diríase
que nos estorba, y queda la capa exterior, el puro sonido y el puro ritmo, el poema
como un rezo o un conjuro, intraducible ya, duro como una piedra o como un idioma
recién inventado.
EL IDIOMA SOLITARIO

El idioma materno de mi mujer es un idioma que yo no hablo; ella, en cambio,


habla mi lengua materna. Nos comunicamos a través de un tercer idioma, que es el
idioma del país en el que vivimos. El que yo no hable ni entienda la lengua materna
de mi mujer, al revés de ella, que habla la mía sin dificultad, me otorga una gran
ventaja. Al estar expuesto en mi casa a un idioma extraño, que no entiendo ni quiero
entender, la calidad de misterio de mi vida es superior a la suya. Guando la oigo
hablar en su idioma, bien sea con su hermana por teléfono o con algún compatriota
que la visita, me doy cuenta de cuán poco la conozco, pues los sonidos de su lengua
no tienen correspondencia exacta con los de ningún otro idioma que he oído. En
especial, la aspereza de ciertas consonantes aspiradas me perturban todavía después
de más de treinta años de vida en común.

Hay allí, en esos sonidos que parecen comprometer no sólo su garganta sino su
estómago, un aspecto de mi mujer que escapa a mi comprensión, una cualidad de su
sistema nervioso que me resulta ajena y hasta amenazante. Ella ha de experimentar lo
mismo, pues me ha dicho que nunca se siente tan extranjera y tan sola en nuestra casa
como cuando habla su idioma, consciente de que ni yo ni mi hijo la entendemos. Así,
después de que acaba de hablar por teléfono con su hermana, lo primero que hace,
con la boca que todavía rezuma idioma materno, es ir a verme para referirme
detalladamente la conversación que tuvieron, temiendo quizá que su idioma haya
creado un abismo entre nosotros, como esos terremotos cuya intensidad hace que el
eje de la Tierra se desplace unos cuantos centímetros. Nos miramos con expresión
interrogante y entonces a menudo me ruega que aprenda su idioma, para no sentirse
en nuestra casa como una loca que desvaría. Pero yo le respondo que en esa soledad
lingüística suya, y en el misterio que eso supone, se cifra gran parte de su belleza y de
mi amor por ella, y se retira resignada, como quien ha cerrado un trato desventajoso
pero irrevocable.
EL GRAN POLÍGLOTA

Puedo imaginar al Gran Poliglota viviendo una vida larguísima, durante la


cual aprende una cantidad inusitada de lenguas, ni él mismo sabe cuántas, al grado de
que no recuerda cuál fue la primera, cuál de todas las lenguas que habla es su lengua
materna, algo que no sólo no lo perturba, sino que por el contrario lo llena de orgullo,
como la prueba tangible de su poliglotismo sin límites. Cree incluso que este olvido es
la causa de su desmesurada capacidad de asimilación lingüística y también, dicen
algunos, de su legendaria longevidad. Nadie sabe, en efecto, cuándo ni dónde nació
esa máquina de idiomas abocada a una incansable absorción de palabras de todas las
latitudes. Una capacidad monstruosa, pero pasiva; monstruosa porque pasiva,
afirman otros. En efecto, el Gran Poliglota, aprendido un idioma, no lo olvida, pero
tampoco lo actualiza porque no tiene materialmente el tiempo de practicarlo, ya que
siempre está ocupado en aprender un idioma nuevo. En el fondo, el Gran Poliglota no
habla ninguna lengua, pero aprende una nueva cada dos o tres meses. Es un archivo
muerto de lenguas, una especie de diccionario viviente. Se le puede consultar como a
un diccionario y toda consulta obtiene una respuesta instantánea y precisa.

Traduce de cualquier idioma a cualquier otro con celeridad y exactitud, pero


no habla con nadie, no conoce el arte de la conversación o lo ha olvidado, absorbido
por su trabajo de inmensa fagocitosis verbal. Y ha sido tan increíblemente longevo
(algunos dicen que tiene más de doscientos años, otros aventuran cifras aun
superiores), que los idiomas que conoce se han extinto, al menos en la forma en que
aprendió a hablarlos, y el Gran Poliglota no puede hacer nada para evitarlo, siente
cómo se desgajan de su ser día tras día, ya no aprende ninguno nuevo para tratar de
contener esa hemorragia, pero no puede evitar que se vayan cayendo a pedazos y
sabe que de este modo reconocerá al fin su idioma materno, cuando éste, que será el
último en abandonarlo, se caiga una mañana de su lengua, dejándolo definitivamente
mudo.
UN DICCIONARIO ESTÚPIDO

Lo compré hace años en una librería de viejo, cuyo dueño me previno: «Es un
diccionario estúpido. Si le interesa, se lo dejo a buen precio». Lo compré porque era
barato y me atrajo la idea de poseer un diccionario estúpido. En mi casa lo abrí y
busqué la definición de casa: «Construcción regular, por lo general con techo y
ventanas, de distintos materiales y formas, que defiende al ser humano de la
intemperie y los peligros exteriores». Me pareció una definición muy sensata.
Consulté el diccionario de la Real Academia, que define «casa» escuetamente:
«Edificio para habitar». Releí la definición del diccionario estúpido y, en efecto,
comparada con el laconismo del DRAE, era algo desmesurada. ¿Por qué construcción
«regular»? ¿Puede ser irregular una construcción? ¿Y por qué reducir la casa a un
espacio defensivo? La definición del DRAE era inmejorable. Nada de regularidad o
irregularidad, nada de techos y ventanas, nada de defenderse del exterior. Busqué
«jardín» en el diccionario estúpido: «Pedazo de la casa, de diferente forma y tamaño,
con plantas y flores, por lo general cercado y para retozo de los que viven en ella».
Busqué «jardín» en el DRAE.

Y leí: «Terreno donde se cultivan plantas con fines ornamentales». Conciso y


sin vuelta de hoja, ni siquiera se mencionan las flores. Cerré el diccionario estúpido y
lo guardé en el librero. Pecaba de locuaz y fantasioso, pero no era nada estúpido. Ya
puestos, es más estúpido un diccionario que al hablar de un jardín no menciona las
flores Y trae «plantas con fines ornamentales», lo que obligará a más de uno a hacer
una nueva consulta, mientras «flores» lo entienden hasta los niños. Pero recurrir a
definiciones que de tan lacónicas nos encarcelan a menudo en un círculo de
definiciones sin fin, tampoco es una estupidez, porque no es cierto que todos
entendemos la palabra «flores», ya que quizá excepto los niños nadie entiende
cabalmente ninguna palabra, ni con la ayuda de un diccionario que por abundar en
sentido común nos parece estúpido, ni de otro que por carecer por completo de él nos
lo parece aún más.
LA POESÍA Y LA CARA

Según los lingüistas, en los balbuceos anteriores al aprendizaje del idioma


materno el niño es capaz de proferir los sonidos de todas las lenguas, suprema
capacidad que pierde para siempre tan pronto como empieza a hablar. A cambio de
proveernos de lenguaje el idioma materno suprime aquellos sonidos que le son
ajenos, como si en el niño tuviera lugar una lucha entre todos los idiomas y aquel que
se corona vencedor procediera de inmediato a abolir la menor huella de los otros. Así,
el feliz interludio en que el niño ensaya todas las emisiones posibles de sonido se
termina con su ingreso al mundo del habla. Pero algo en nosotros no olvida la dicha
de esos balbuceos, cuando tal vez fuimos creativos como nunca. La poesía, con su
ruptura de la uniformidad semántica y fonética, es la mayor tentativa de revivir esa
libertad articulatoria, ese paraíso del que fuimos expulsados por el idioma que
hablamos. Antes de decir lo que dice, de comunicar una idea o una experiencia, un
poema es una ruptura de la dicción acostumbrada, un balbuceo liberador, la
reminiscencia de un idioma —el verdadero idioma materno— proveedor de todas las
articulaciones posibles, o sea de todas las muecas. Sí, porque el placer que nos causan
la rima y las aliteraciones, las consonancias y asonancias de palabras, el ritmo a partir
de una repetición y las variaciones a partir de una palabra, es de la misma clase del
que nos lleva a estirar y a contraer la cara, como quien busca una cara más primitiva,
tal vez aquella que tuvo a su disposición por única vez el arpegio completo del
lenguaje. Por eso, en los talleres de poesía debería trabajarse con la mímica y el dislate
facial, acompañados de la emisión de sonidos de toda clase, a cual gutural y
estridente, mejor, a fin de dilatar el espectro de nuestro aparato emisor, a la par que el
de nuestro oído y, de este modo, rearticular músculos y nervios olvidados para
diversificar nuestra cara, prematuramente fijada por el idioma materno.

La poesía, pues, como un vivificador no sólo de la prosa y del idioma, sino


también del semblante.
EL JUSTIFICANTE PERFECTO

Me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que


escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela. Mientras ella se
apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en
la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la
frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde
la paciencia, le arranca la hoja de las manos y sin ni siquiera sentarse garabatea unas
líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar, pero para el
marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más
intrascendente planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise escribir el
justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista, y no me extraña, porque
escritor es aquel que se enfrenta al fracaso de escribir y hace de ese fracaso, por decirlo
así, su misión, mientras los demás sencillamente redactan. Podemos estirar esa
anécdota e imaginar a alguien que, soga en mano, a punto de colgarse de una viga del
techo, se dispone a redactar unas líneas de despedida, toma un lápiz y escribe la
consabida frase de que no se culpe a nadie de su muerte.

Hasta ahí va bien la cosa, pero decide añadir unas líneas para pedir disculpa a
sus seres queridos y, como es un escritor, deja de redactar y se pone a escribir. Dos
horas después lo encontramos sentado a la mesa, la soga olvidada sobre una silla,
tachando adjetivos y corrigiendo una y otra vez la misma frase para dar con el tono
justo. Guando termina está agotado, tiene hambre y lo que menos desea es suicidarse.
El estilo le ha salvado la vida, pero quizá fue por el estilo que quiso acabar con ella; tal
vez uno de los resortes de su gesto fue la convicción de ser un escritor fallido y tal vez
lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto, que
son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la
pluma en una mano y una soga en la otra.
EL MUDO TACITURNO

Me contaron el siguiente error de traducción. En una novela extranjera aparecía


un personaje que quedaba anonadado frente a un suceso insólito. Donde el autor
escribió «quedó anonadado», el traductor al español prefirió la palabra «enmudeció»,
lo cual no estaría mal, si no fuera porque el personaje en cuestión era mudo de
nacimiento. El traductor hizo enmudecer a un mudo. Se trata de una torpeza, mas no
de un error, porque lo de enmudecer se dice en sentido figurado y, por lo tanto, puede
aplicarse también a los mudos, quienes, como todos saben, utilizan un lenguaje de
señas, tan lleno de sentidos figurados como el nuestro y, por consiguiente, tienen el
derecho de «enmudecer» igual que nosotros. Dicho de otro modo, hay mudos que
hablan más y mudos que hablan menos, por eso es posible imaginarse un diálogo en
el que un mudo se queje con otro mudo de la excesiva locuacidad de un tercer mudo,
y diga: «Fulano habla hasta por los codos», y el otro mudo, que es sordomudo de
nacimiento, replique: «Sí, tan pronto como empieza a hablar, dan ganas de taparse las
orejas», frase absurda desde luego, pues sería más lógico que dijera «dan ganas de
taparse los ojos», siendo el idioma de los sordomudos un idioma de señas.

Todo esto nos muestra que dos sordomudos que se quejen de la verbosidad de
un tercero, que es tan mudo como ellos, están HABLANDO, o sea usando la voz, igual
que todos. El hecho de que en ellos la voz haya sido sustituida por ademanes, no la
hace menos voz, y ellos no son ni un ápice menos hablantes que los que si «hablan», y
lo demuestran justamente al decir disparates, o sea hablando en sentido figurado, sin
el cual no hay lenguaje humano entendible. Pero hay algo más, y es que mientras los
no mudos no logremos entender que algunos mudos son más «mudos» que otros, o
sea que hay mudos de pocas palabras; mientras no podamos concebir a un mudo
taciturno, o a un mudo que enmudece de golpe, o a un sordo que se tapa las orejas, no
podremos entender a nadie que sea diferente de nosotros.
POR QUÉ TRADUCIMOS

Tal vez la gente de los siglos venideros se preguntará cómo fue posible que en
nuestra época hubo tantas traducciones y que gracias a ellas ningún idioma del
planeta, ni los hablados por unos pocos individuos, quedara separado totalmente de
los otros. La pobreza lingüística que les tocará vivir, hecha de dos o tres lenguas
maestras, si no es que de una sola, los inclinará a ver nuestro tiempo sumergido en un
caldo idiomático inagotable, constituido por innumerables lenguas y cientos de miles
de traducciones conectándolas a todas ellas, desde las más habladas hasta las más
remotas, traducciones hechas a menudo a partir de otras traducciones. Les causará
admiración ese ejercicio difundido de metamorfosis, de mimetismo cerebral y de
identificación portentosa. Incluso pensarán que traducir de un idioma a otro era
nuestra preocupación constante y nuestro entretenimiento principal. Con apenas dos
o tres lenguas funcionando en todo el planeta, no faltarán tampoco quienes pondrán
en duda que en nuestra época pudieron existir cientos de miles de idiomas
articulados en complejos árboles de parentesco, con otro tanto número de dialectos
derivados de esos idiomas, lo bastante disimiles como para hacer dificultosa la
comunicación entre regiones y poblados próximos.

Se preguntarán entonces cómo pudo ser posible vivir en un mundo así,


trasladarse en un mundo así, enamorarse en un mundo así, y una vez que se les
demostrara que efectivamente las cosas hablan marchado de ese modo, concluirán
que el número de traductores necesarios para sobrellevar esta monstruosa diversidad
lingüística debió de haber sido enorme, inconmensurable, y que la traducción en
todas sus facetas debió de ocupar prácticamente todos los intersticios de nuestra vida
cotidiana, y cuando los historiadores les prueben, documentos en mano, que no fue
absolutamente así y que sólo una porción microscópica de la población se dedicaba a
esos menesteres, sacudirán la cabeza agradeciendo haber nacido en una época tan
alejada de la nuestra.
LA SOLEDAD LINGÜÍSTICA

Si sólo existiera un idioma sobre la faz de la tierra, una sola lengua hablada por
todos los seres humanos, una lengua sin acentos ni matices regionales de ninguna
clase, en suma una lengua perfectamente uniforme; si tal cosa fuera posible, ¿sería tan
siquiera imaginable la existencia de otras lenguas? ¿Podría abrirse camino en la mente
de alguien, de manera razonable, la fantasía de una multiplicidad de idiomas, algunos
parecidos a otros y a menudo totalmente distintos entre sí? El sentido común parece
sugerir que una omnipotencia lingüística de tal calado aniquilaría de raíz la idea de
que pudiera haber otra manera de nombrar las cosas y quizá en algunas tribus
perdidas en lo más remoto de la selva se haya dado alguna vez esta situación. Pero,
¿existen o han existido alguna vez semejantes tribus? ¿Puede un grupo humano vivir
totalmente apartado de otros? Suponiendo que sí, y es mucho suponer, sigue la duda
en pie, pues ¿no es el lenguaje, de por sí, una forma de migración? Por el simple hecho
de hablar, de escoger ciertas palabras en lugar de otras, ¿no quedamos expuestos los
seres humanos a la intuición de la diversidad lingüística?

¿No existe en el seno de cualquier idioma, en el hecho de la pura interacción


verbal, con sus deslices y sus malentendidos inevitables, con sus correcciones y sus
pulimientos también inevitables, la conciencia latente de que sería posible decir de
otro modo lo que estoy diciendo, no sólo cambiando el lugar y la entonación de
ESTAS palabras, sino usando OTRAS palabras? He ahí la importancia del
malentendido. Todo malentendido es el germen de otro idioma. Y he ahí la
importancia de los mudos que, pese a que no hablan, entienden y se dan a entender.
Todo idioma lleva entonces la semilla de la incomprensión lingüística y por ende de la
diversidad idiomática, incluyendo a los que no pueden hablar. No es posible hablar
EXCLUSIVAMENTE un solo idioma. Siempre que hablamos, hablamos sobre un
trasfondo, conocido o meramente intuido, de una diversidad de lenguas. Sólo
podemos hablar porque nuestro idioma no está solo.
DRÁCULA Y EL IDIOMA

Quienes han leído DRÁCULA, de Bram Stoker, recordarán que el joven Harker
se halla prisionero en Transilvania, en el castillo del vampiro, porque Drácula, que se
dispone a partir hacia Inglaterra, desea dominar el inglés a la perfección, y por eso
necesita imperiosamente la compañía del joven. Por más que Harker le hace notar que
su dominio del inglés es impecable, Drácula no se da por satisfecho; desea
familiarizarse con los matices más íntimos de esa lengua porque, como él dice, quiere
pasar en Londres «como cualquier nativo». Para el vampiro sólo es posible hablar otro
idioma convirtiéndose en otra persona. Pasar de una lengua a otra exige la mutación
del ser. ¿Hay mayor menosprecio de la traducción que en esta simple premisa?
Drácula paladea una y otra vez la misma frase en inglés porque busca el barro secreto
del idioma, ese barro que una vez hallado le abrirá el idioma por completo.

No cree en un aprendizaje basado en la equivalencia, sino en la inspiración,


cosa que no es de extrañar en él, pues su método de contacto con el mundo, que es
chupar la sangre de otros, es un acto de inhalación profunda. En esto es igual al
escritor que escribe en una lengua extranjera, que absorbe el idioma ajeno para
renacer en el seno de una nueva expresividad y, al hacerlo, se convierte en otro
individuo. En efecto, si escribir nos impone una máscara, escribir en otro idioma nos
impone una máscara doble, o sea un nuevo rostro. Un muro se interpone entre el
escritor advenedizo y la porción de su pasado que se halla vinculado con el idioma
materno. Ese pasado queda como sellado herméticamente y surge la sensación de
haber vivido dos vidas, que es justamente el origen del vampirismo, porque todo
vampiro es un resucitado. Pero quien nace dos veces carece de acento nativo y lo que
busca Drácula es eso, el acento local, el secreto del habla. El escritor afincado en otro
idioma busca lo mismo y comparte la misma palidez lingüística, que en él suele
traducirse en un exceso de estilo, o sea un exceso de máscara, para ocultar, como el
vampiro, su condición de parásito.
QUÉ ES EL DIABLO

Si vivimos alejados de nuestro idioma materno no es fácil ni indoloro regresar


al lugar donde se habla. Puede ser una experiencia difícil y frustrante. Se ha perdido
su pleno dominio y los nativos nos miran sospechosamente, porque a pesar de que lo
hablamos con corrección, incluso con cierto acento local que los años vividos en el
extranjero no lograron suprimir del todo, hay en nuestras palabras una aleación
extraña, una timidez o un vago tartamudeo que se transmiten no sólo con la voz, sino
con la mirada y los gestos. Son en el fondo una mirada y unos gestos de disculpa, la
disculpa por haber perdido el señorío sobre un bien que nos fue obsequiado y no
supimos preservar como debíamos. Un hombre que conocí en un tren llevaba alejado
de su idioma natal cuarenta años. Me contó que cada vez que regresaba a su lugar de
origen le costaba tanto volver a adueñarse de su lengua materna, que un día decidió
estropearla voluntariamente y empezó a hablar con un falso acento extranjero. Así,
pasaba como un extranjero que la hablaba admirablemente bien y no como un nativo
que habla perdido su práctica.

Al principio le costaba, pero no tardaba en posesionarse del papel e incluso


cuando estaba solo y pensaba en voz alta en su idioma, lo hacía con ese acento falso.
Me hizo una pequeña demostración ahí mismo. Sentí lástima por él, y desprecio. Uno
puede entender a los hijos de emigrantes que renuncian a hablar su lengua por su
afán de integrarse a la nueva cultura que los acogió, pero desfigurar el propio idioma
con un acento foráneo para obtener la pequeña dádiva de un cumplido y de paso
ocultar la pérdida de su dominio, me pareció no sólo una fatuidad, sino ruin como
venderle el alma al diablo. Fue lo que pensé: este tipo no tiene alma; porque quizá el
último reducto del alma sea el ACENTO y él había decidido suprimir el suyo
recubriéndolo con uno postizo, y hasta cuando estaba solo no podía quitarse esa
máscara. No sólo había estropeado su lengua materna, sino su propio hablar, sin
importar el idioma que usara. Tal vez el diablo sea esto.
AL DICTADO

Mi amigo BR me entrega el manuscrito de su novela porque desea saber mi


opinión. Lo leo y nos citamos en un café para hablar. La novela es mediocre, como casi
todo lo que escribe BR. Le hago mi crítica, que estriba esencialmente en un problema:
se administra demasiado. Como si temiera que la historia que está contando no le
alcanzará para una novela, alarga las descripciones y divaga. Mientras el lector se
aburre, él acumula páginas. Tanta digresión se come el poco jugo que hay en la
historia y, cuando por fin sucede algo, apenas se nota. Le digo todo esto a BR con los
debidos modales y la menor crudeza posible, citando las partes del libro donde
encuentro este defecto más patente. El apunta todo lo que digo y apenas levanta los
ojos para mirarme. Su aplicación me conmueve, pero muy pronto me exaspera. Al
faltarme su mirada siento que estoy hablando solo, como si BR fuera mi secretaria y
yo su jefe, que le dicta una carta de negocios.

«Deja de apuntar», le digo para que me mire a los ojos, pero él después de una
pausa vuelve a tomar nota como un alumno. Entonces me doy cuenta de que su forma
de anotar puntillosamente mis críticas es una manera de eludirlas. Al ponerlas por
escrito puede dejar de oírme. No me oye, NO ME QUIERE OÍR, y nada mejor para
disimular su desinterés que transcribir lo que digo. Tan pronto como comprendió que
su novela no me había gustado, dejó de prestarme atención y se escondió detrás de
sus apuntes. Pensándolo bien, hace conmigo lo mismo que hace con sus novelas: se da
a la fuga por medio de una anotación febril. No es que se administre, sino que de
plano no escribe. Guando tiene una historia en puño, es tanto su miedo a no poder
escribirla, que la aparta sutilmente a base de digresiones, como me aparta a mí,
convirtiendo mis palabras en un frío dictado. Porque él sólo sabe escribir bajo dictado,
la cabeza gacha, acumulando frases que se vuelven puras palabras, palabras que se
vuelven puros signos, signos que se vuelven trazos, trazos que se vuelven nada. Sólo
le importan las páginas.
SUBRAYAR LIBROS

Los libros están hechos de frases, obvio, que son como los ladrillos de la
construcción, y del mismo modo que es difícil reparar en la hermosura de un ladrillo,
las frases, cuando leemos, pasan relativamente inadvertidas, arrastradas por el flujo
del discurso, como debe ser. El detenerse demasiado en una frase es signo de
inmadurez; lo que importa en un libro es el conjunto, el edificio verbal, no sus
componentes. Y sin embargo es costumbre bastante difusa subrayar libros. El
subrayado desmiente el edificio y realza el ladrillo, el humilde tabique comprimido
entre mil tabiques idénticos; es una suerte de operación de rescate, como si cada
subrayado dijera: salven esta frase de las garras del libro, liberen esta joya del pantano
que la rodea. Es bien sabido que, quien empieza a subrayar, no puede detenerse; los
subrayados se multiplican, una plaga se apodera del libro, surge otro libro en su
interior, una república autónoma.

El subrayador piensa: si subrayé aquella frase, ¿cómo no voy a subrayar ésta, y


esta otra, y también aquélla? El subrayador se vuelve un segundo autor del libro,
extrae de éste el libro que él hubiera querido escribir, entra en franca controversia con
el libro que lee, al que somete a una implacable cacería de frases subrayables. Un día
tuve que pedir un libro mío en una biblioteca universitaria para verificar un dato.
Descubrí que el ejemplar estaba profusamente subrayado. La cosa me halagó, por
supuesto, pues los subrayados son la evidencia de una lectura acuciosa y apasionada.
Muy pronto, sin embargo, me invadió una sensación ambigua que se tornó
francamente fastidiosa. No estaba de acuerdo con los subrayados. Mi anónimo lector
había pasado por alto pasajes que me parecían muy remarcables y resaltado en
cambio líneas meramente operativas, inertes. Me hallé en pugna con mi propio libro,
trazando mentalmente mis propios subrayados, sacándole a mi libro otro libro, aquel
que hubiera querido escribir y que, sólo ahora me daba cuenta, había escrito a medias.
PARIS

En la ILÍADA lo increpa todo el mundo, troyanos y griegos, y la acusación es


siempre la misma: blando, poco animoso para la batalla, mujeriego y sensual. Sin
embargo, Héctor, que es su hermano y el más acerbo de sus críticos, admite que es
valiente, pero acota: «a veces te abandonas y no quieres pelear». De todos los
guerreros que luchan en Troya, Paris es el que está más cerca de nosotros por su
conducta errática que rompe con el esquematismo del mundo homérico, donde los
varones son de una sola pieza.

El transita del ardor guerrero a un ausentismo profundo, ama a las mujeres y es


amado por ellas, incluso si son diosas. Su pecado es ser muy guapo. «A veces te
abandonas y no quieres pelear». En este «a veces» está la semilla de una literatura que
florecerá muchos siglos después, construida sobre los «aunque», los «pero» y los
«aveces», una literatura propiamente escrita, desasida de la elocuencia característica
de la narrativa oral sobre la cual están construidas la ILÍADA y la ODISEA. En rigor,
pues, ésta es una de las pocas frases realmente «escritas» en LA ILÍADA, porque Paris
anuncia a los antihéroes de la literatura del porvenir, que sólo la escritura hizo
posibles. En el mundo oral y altisonante de Homero, Paris nunca levanta la voz
cuando habla, se defiende sin perder los estribos, acepta sus defectos pero reivindica
su esencial lealtad a los suyos; en suma, se halla en una tonalidad distinta a la de los
demás personajes, como si el mundo homérico le quedara demasiado grande o
demasiado pequeño. Mata de un flechazo a Aquiles, su perfecta antitesis, pero la
tradición sugiere que no fue él el matador, sino el dios Apolo, quien guió su mano
indecisa, y hasta en esto Paris es moderno, pues mata como muchos siglos después
otro antihéroe de la literatura, el Meursault de EL EXTRANJERO de Camus, jalará del
gatillo de su revólver para matar a un hombre, no de forma premeditada sino
vacilante, llevado a ese gesto por el sol deslumbrante y aturdidor de una playa
africana, ese mismo sol que los griegos identificaban justamente con Apolo y su carro.
PULGARCITO

Conocemos la historia: Pulgarcito y sus seis hermanos son abandonados en el


bosque por su padre, que es muy pobre y no puede alimentarlos. La madre, que no se
resigna a la idea de perderlos, le entrega a Pulgarcito unas piedritas para que las deje
caer conforme se adentran en el monte y de esta manera encuentren el camino de
regreso. El truco funciona y Pulgarcito y sus hermanos vuelven a casa sanos y salvos.
Pero el hambre persiste, el padre tiene que abandonar de nuevo a sus siete hijos y esta
vez la madre sólo alcanza a darle a Pulgarcito unas migajas de pan. El pequeño las
deja caer en el camino, pero cuando llega el momento de volver, no las encuentra
porque las comieron los pájaros. Uno casi puede ver a éstos descender uno por uno
para coger las migajas con el pico y remontar el vuelo, en una escena tan silenciosa
como alucinante. Es uno de los grandes momentos de la literatura infantil y un
modelo de suspenso para toda la literatura.

Es difícil no preguntarse por qué la madre no tomó en cuenta a los pájaros; más
aún, por qué no tomó en cuenta el viento, que con una sola ráfaga puede dispersar las
migajas y del cual los pájaros son en cierto modo los sustitutos, por si aquél llegara a
faltar. ¿Será que la madre en el fondo quiere que a sus hijos se los trague el bosque y,
mientras los condena a perderse, finge que quiere salvarlos? Quizá tampoco
Pulgarcito es inocente. Ha comprendido igual que su madre que con tantos hijos la
familia nunca saldrá adelante. El suyo es el desquite del hijo más pequeño, el que
come menos que todos, el que se quedó chico por casi no comer. Deja que los pájaros
se coman las migajas para que sus hermanos tragones se mueran. El, tan chiquito, se
las arreglará para volver a casa. Este es el acuerdo tácito con su madre. Y al borrar su
rastro en el bosque, borra simbólicamente el de su propio nacimiento, para que nadie
nazca después de él. Le oculta a su madre el camino de la fertilización, la esteriliza
para seguir siendo el último, el benjamín, el pequeñuelo.
EN DEFENSA DEL HIJO DEL MEDIO

En los cuentos de hadas prevalece el número tres. Había tres hermanos que un
día dejaron la casa de su padre en busca de fortuna; el mayor hizo tal cosa, y fracasó;
el del medio hizo lo mismo, y fracasó; el menor hizo todo lo contrario y logró lo que
quería. Este esquema se repite hasta la saciedad. El hijo menor, el benjamín, triunfa
donde sus hermanos más expertos fracasan. Claro, piensa uno: al ver su fracaso,
aprendió; su triunfo se debe en parte al revés de ellos, pero esto no se dice nunca en
los cuentos de hadas, como tampoco se dice nada del hijo del medio, que es el que
pasa más inadvertido de los tres. El mayor fracasa, pero le toca la gloria de abrir
camino y recibe toda la atención del narrador; ni qué decir del más chico; en cambio,
del segundo no se dice casi nada, pues su función es repetir los pasos del mayor para
proporcionarle al más chico la prueba irrefutable de que la conducta seguida por sus
hermanos es errónea.

Así, el hijo del medio apenas ocupa espacio en los cuentos, y sin embargo es el
único de los tres hijos que merece el calificativo de interesante. Fracasa como el
hermano mayor, pero con una conciencia del fracaso que le falta a aquél, porque, en
el fondo, fracasa adrede; sabe que sólo después de un doble fracaso su otro hermano,
el más chico e indefenso, tomará el rumbo correcto. Su concepción del fracaso es pues
relativa, igual que su concepción del éxito y también su concepción del propio cuento,
pues sabe que cada hermano depende de los otros, y que por lo tanto es falso que con
cada uno recomienza la misma historia. Lejos de ser un mero repetidor del
primogénito, el hijo del medio es el único que entiende cabalmente la situación y el
único capaz de rebelarse contra ella. Le debemos nuestra insubordinación a los
cuentos de hadas. Fue gracias a su radio de visión, mucho más amplio que el de sus
dos hermanos, que pudimos atisbar un nuevo tipo de personajes y de historias, sin
vencedores ni vencidos y sin triadas ni dualismos. El arte de la novela es un perpetuo
tributo a ese hijo sin brillo.
SURCOS

Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años
escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la
cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para
que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se
convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos
surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos. Tenía cuidado de
lograr una profundidad pareja en todos los trazos, ya que el juego consistía en agarrar
el lápiz y, casi sin ejercer presión alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia
carretera me guiara por su laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no
ahondar en ningún trazo y dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Guando lo
conseguía, el lápiz parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano.
Debe de haber sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba
descubriendo en cada «viaje» la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero
no tan secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto
particularmente blando o en alguna desviación de hondura menos pronunciada.

Así, cada trayecto era distinto del anterior, siempre y cuando el pulso se
mantuviera estable, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la
presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola verdad
sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo contribuyó a
mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un método para, varios años
después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente en algo contribuyó a que
entendiera que también la escritura es una cuestión de pulso, de no forzar la red de
caminos, de ponerse en la condición de ser guiado por una huella sinuosa y
comprobar que escribir es descubrir esa huella y que basta ejercer un poco más de
presión de lo debido e intervenir un poco más de lo necesario, para quedar preso en
un solo surco y repetir lo ya dicho.
FINAL ABIERTO

En una entrevista que me hizo en ocasión de la aparición de un libro mío de


cuentos, un periodista aseguró que mis cuentos tenían un final abierto. Otra vez con
esa historia de los finales abiertos. Le pedí que me diera un ejemplo de su afirmación
y cité un par de cuentos que según él tenían irrefutablemente esa característica.
Intenté demostrarle que ambas historias no podían terminar sino de la forma en que
terminaban y que otra manera de clausurarlas habría sido un error; así que no eran
finales abiertos sino, a mi juicio, cerradísimos. El rebatió que no quedaban resueltas
ciertas cosas cuyo esclarecimiento se dejaba al criterio del lector. Ya me esperaba eso
del criterio del lector. Le dije que uno siempre cuenta con el criterio del lector, hasta
para una frase tan simple como «Llovía y eran las tres de la tarde» hay que contar con
él, y le expliqué que algunas cosas habían quedado algo indefinidas porque su
esclarecimiento era ocioso para la historia, del mismo modo que cuando un asesino
confiesa su crimen, no nos interesa saber qué desayunó ese día.

Entonces él me aclaró que eso del final abierto lo decía como elogio, porque él
era un admirador de los finales abiertos. Le dije que así lo había entendido y que por
mi parte ignoraba en qué consiste un final abierto y que no concebía cómo se podían
escribir cuentos cuyos finales obligan al lector a arremangarse la camisa para concluir
la historia que el narrador no supo concluir. «La vida rara vez concluye sus historias»,
sentenció mi brillante sinodal. Ahí lo quería. Le dije que la vida carece de historias y
que éstas son cosa de la literatura. «No estoy de acuerdo, pero no importa», exclamó
con una sonrisa. El tipo tenía lo suyo, sostenía su punto de vista con pasión, lástima
que fuera un punto de vista tan aburrido. Me levanté y le tendí la mano. Me miró con
sorpresa. «¿Se va usted? La entrevista todavía no termina», dijo. Sonreí a mi vez: «Y
no merece terminarse. Me acaba de convencer, los finales abiertos son lo mejor», y me
apresuré hacia la salida.
SAMSONITE

Entre los doce y los trece años me dio por dibujar interiores de casas rodantes.
En hojas cuadriculadas trazaba líneas que representaban el comedor, la cocineta, el
baño, el clóset y las alacenas. Había ido a una exposición de campismo y conocía las
medidas de cada objeto. El chiste de una casa rodante es aprovechar el espacio lo
mejor posible. En un habitáculo de cuatro metros por dos debe caber una familia de
cuatro miembros que comen, cocinan, duermen y van al baño. Las casas rodantes
están llenas de soluciones ingeniosas. Lo que de día es un gracioso comedor, de noche
se transforma en una cama matrimonial. Mucho tiempo después publiqué mi primer
libro de poemas. Estaba escrito todo él en versos cortos, casi siempre heptasílabos,
que me parece el habitáculo mínimo para decir algo en verso. Mis poemas buscaban la
concentración, no el despliegue y, tratándose del primer libro de un joven poeta, la
cosa llamó la atención. El libro fue recibido favorablemente y en las reseñas que se
ocuparon de él, uno de los términos más recurrentes era RIGOR.

Cuando me invitaron a una charla con el público y me preguntaron sobre mis


principales influencias, contesté que había escrito mis poemas del mismo modo como
varios años atrás había dibujado el interior de centenares de casas rodantes: haciendo
caber la mayor cantidad de materia en el menor espacio; por eso había recurrido a un
verso corto, porque necesitaba un marco reducido que me obligara a hallar las
soluciones más estrictas. Pero cuando la gente pregunta sobre las influencias literarias
quiere oír nombres de autores consagrados y noté cierta perplejidad en el público ante
mis elucubraciones sobre las casas rodantes. Ahora podría decir que siempre he
escrito poesía como quien comprime lo esencial de sus pertenencias en una valija de
poco peso, porque se marcha a un lugar que no conoce y no quiere cargar con un
bulto voluminoso, y me temo que tampoco esta vez se me tomaría en serio si afirmara
que mi mayor influencia literaria no es tal o cual poeta insigne, sino la línea de
maletas SAMSONITE.
NADIE LEE NADA

Un amigo mío me habla pestes de un escritor reconocido. Me dice que le parece


tan malo, que no ha leído una sola línea suya. Le pregunto cómo puede sustentar su
juicio si no lo ha leído, y me contesta: «Por puro olfato». Le digo que a mí me parece
un escritor pasable. Lo digo por puro olfato, porque tampoco lo he leído. Seguimos
discutiendo, él esgrimiendo sus razones olfativas y yo las mías. No es difícil imaginar
a un escritor cuyos libros nadie ha leído y sobre el cual todos opinan por olfato. Su
primer libro, por ejemplo, se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien
sea por olfato o por falta de tiempo, sólo hojea el manuscrito y luego lo entrega al
corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino que lo corrige, que es distinto. El
libro, una vez publicado, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído
sólo la contraportada, cosa bastante común, y es reseñado brevemente por reseñistas
que también sólo han leído la contraportada. Se vende poco, pero no menos que otros.
Los pocos compradores leen la contraportada y luego olvidan el libro en una repisa
del librero, como ocurre a menudo.

El autor publica un segundo, tercer y cuarto libro, que suscitan entrevistas,


reseñas, ventas bajas y cero lectores. Al cabo de una década tiene una trayectoria
sólida, pero nadie lo ha leído. Es más, ni él mismo se ha leído, porque, como suele
referir en las entrevistas, escribe en estado de trance, de modo que apenas revisa lo
que escribe. En resumen, el único que ha pasado reseña concienzuda a sus líneas es el
corrector de estilo de la editorial, que no lo ha leído propiamente, sino corregido, por
lo cual no representa una fuente contable para saber de qué tratan los libros de
nuestro autor. Entre más libros suyos se publican, más difícil se vuelve que alguien lo
lea, porque ha alcanzado esa modesta notoriedad que en lugar de azuzar la
curiosidad del público, la mata de raíz. En suma, es un autor, de tan invisible,
perfecto. Un clásico. Y a su muerte sus libros acaban en las escuelas, donde, como es
sabido, nadie lee nada.
LA HOGUERA

Con este título escribió Jack London uno de sus cuentos más célebres. Si se
quiere saber qué es el frío, el frío verdadero, hay que leer esta historia en la que una
tarde de invierno un hombre camina solo por una zona boscosa de Alaska, seguido
por un perro. Se dirige a un campamento que queda a cinco horas de camino. De
pronto, para evitar que se le congelen los pies, debe encender una hoguera, pero al
hacerlo comete un error que nadie debe cometer en un día tan frío y que le cuesta la
vida. La historia se reduce a eso. El hombre muere congelado y el perro sigue su
camino. London describe el desmoronamiento progresivo del hombre, registrando
cada uno de sus gestos y cada pensamiento deducible de ellos. London es el perro que
sigue al hombre a distancia y la historia procede infiriendo cada cosa de la anterior,
como un perro que oliera un rastro. Es la historia que habría escrito el perro si hubiese
sido capaz de escribir, y porque intuimos que el que relata el cuento es el perro,
sabemos que el hombre morirá. Lo que nos sacude es la forma como pierde su batalla
contra el frío: la nieve acumulada en una rama del pino debajo del cual encendió el
fuego se cae y apaga la hoguera. El hombre olvidó que no hay que encender hogueras
abajo de los árboles. Cometió un descuido imperdonable.

El cuento no pasarla de ser una anécdota ingeniosa si no fuera por la presencia


del perro, que se agranda conforme se hace patente su superioridad sobre el hombre,
que es la superioridad de su pelaje sobre el sofisticado pero frágil raciocinio humano.
London no quiere que nos identifiquemos con el hombre, por eso no nos dice cómo se
llama, y tampoco con el perro, cuyo nombre ignoramos a pesar de que el hombre lo
llama varias veces. Se limita a plantear una ecuación que el frió se encarga de
despejar. La historia descansa en una simple rama de pino y lo que vemos es cómo se
levanta una barrera infranqueable entre el perro y el hombre, cómo el antiguo pacto
entre las dos especies se rompe, y ésta es la mejor descripción del frío que uno puede
imaginar.
EL SUBRAYADOR

Cada vez más a menudo, en lugar de leer un libro, lee los subrayados que ha
hecho en tantos años de lectura. Ha subrayado libros desde la adolescencia y son
pocos los que se han salvado de tener alguna marca hecha a pluma o a lápiz. Guando
le da por observar los estantes de su biblioteca siente orgullo por tantos subrayados
que encierran. Representan una biblioteca dentro de otra, que ha ido creando con
esfuerzo. No ha vacilado nunca a la hora de poner un subrayado. En tantas cosas ha
sido tibio y negligente, pero no en eso. Aun cuando ha tenido el ánimo por los suelos,
ante una frase o un pasaje notables se ha puesto religiosamente de pie para buscar un
lápiz y cumplir su deber. Puede decirse que el día que no se levante se habrá acabado
todo. Mientras no renuncie a subrayar, habrá esperanza. Ahora que se acerca la vejez
empieza a beneficiarse del fruto de esos innumerables sacrificios. Sea cual sea el libro
que tome de sus estantes, sabe que le brindará a través de sus subrayados unos diez o
veinte minutos de lectura intensa y selectiva.

Ha llegado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuelvan parte de
aquello que él les dispensó a lo largo de tantos años de lectura. Le ofrecen sus
subrayados, haciéndose ellos mismos a un lado. Al repasar esos surcos dejados por su
pluma o su lápiz no sólo extrae una savia de conocimiento preciosa, sino que
profundiza en su introspección, pues no hay como leer los propios subrayados para
conocerse. En un gesto tan simple y espontáneo nos descubrimos sin tapujos, pues
decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de
otros. Mira con lástima a muchos amigos suyos, poseedores de espléndidas
bibliotecas que casi carecen de subrayados. Por permanecer cómodamente sentados
en vez de levantarse a buscar un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben
quiénes son y buscan en vano en los libros leídos una marca cualquiera hecha de
pasada, al descuido, para intuir algo de lo que eran, algo de lo que han sido.
FRASES CORTAS

Frases cortas, concisas y sencillas, repetía ufano el maestro de Español, y


agregaba: me lo agradecerán un día. Esto fue en secundaria. En el bachillerato oí la
misma cantilena en boca de la maestra de Redacción: frases breves, párrafos cortos,
ideas claras: se lo agradeceríamos a la larga. En la universidad, en la clase de
Metodología de la Investigación, la profesora, una monja afable, nos volvió a
conminar a escribir frases no más largas de un renglón, una idea a la vez y
«puntuación a modo». También se lo agradeceríamos. Yo no agradezco a ninguno de
esos maestros sus sabios consejos. Cuando a mi vez me tocó ser maestro me cuidé de
no imitarlos. Nunca he dicho a mis alumnos cómo deben escribir, sobre todo me he
cuidado de no aconsejarles las frases cortas y las ideas claras, que son cosa de sioux:
Hombre blanco cansado, yo tender yacija en el suelo para que duerma.

Con ellas se aspira a una prosa sin bacterias, de quirófano, libre de oraciones
subordinadas e incidentales, como si en la vida no existieran las subordinaciones de
todo tipo y los incidentes que desbaratan nuestra ilusión de estabilidad. A los
alumnos habría que decirles que tengan el valor de tener estilo, que escribir sin estilo
equivale a no escribir, y por eso es difícil escribir, hasta para redactar un justificante
escolar, como le ocurrió a aquel escritor de nuestros días, que usó frases cortas e ideas
claras y aun así encontró la redacción del justificante para su hijo endemoniadamente
complicada, al grado de que si su esposa no le hubiera arrancado el papel de las
manos, porque el camión escolar ya estaba en la puerta, lo tendríamos todavía
puliendo esos dos párrafos en busca del justificante perfecto. Esto habría que decirle a
los alumnos: que nunca se termina de escribir lo que uno escribe porque el mundo
apurado nos lo arranca de la mano y sin ese apuro no habría estilo ni casi razón de
escribir. Y decirles también que más allá de estilos y de géneros, de temas y
argumentos, quien escribe, escribe siempre y tan sólo un justificante.
LA HORA DE LA DIGESTIÓN

Era nuestro tormento cuando nos llevaban al balneario. Teníamos que esperar
dos horas y media después de comer antes de volver a entrar al agua, ni un minuto
menos, so pena de morir poruña congestión. Durante dos horas y media nos estaba
vedada la piscina. Todo parecía detenerse bajo el sol a plomo. La gran alberca se
vaciaba casi por completo, los mayores se abandonaban al sopor de la siesta y los
niños entrábamos en un sopor mucho más terrible, el de la inacción y la espera, antes
de obtener nuevamente el permiso de entrar al agua. No había nada que hacer. La
siesta era una prerrogativa adulta, sobre todo de los hombres, y un niño dormitando a
esa hora era algo inimaginable. Rondábamos sin ton ni son en pequeños grupos que
duraban el tiempo de una excursión a los baños o de una improvisada caza de
lagartijas y que se disgregaban tan rápidamente como se habían formado, pues
excepto las hormigas que trazaban largas hileras en el pasto, nada en la sequía de esa
hora permanecía mucho tiempo compacto, benditas hormigas, que nos
proporcionaban una de las raras diversiones en medio de aquel pasmo generalizado,
que era incinerarlas con una lente de aumento para admirar sus contorsiones cuando
el foco incandescente las clavaba en un punto. Morían en cosa de tres segundos, un
tiempo demasiado breve hasta para una hormiga, y nos preguntábamos si les daría
tiempo de sufrir.

Una vez uno de nosotros capturó una lagartija y la sometimos al mismo


tormento. Ella sí sufrió lo indecible, no nos cupo la menor duda al ver cómo se sacudía
mientras la mancha solar le llagaba el dorso, levantando una nubecilla de humo. La
dejamos agonizar en paz, inmovilizada por el dolor, y cuando volvimos donde la
habíamos dejado, estaba tiesa. Uno de nosotros sentenció que había muerto de infarto,
pero nadie intentó averiguarlo, porque acababan de concluir las dos horas y media de
la digestión, nuestras madres nos dieron la señal tan anhelada del fin de la pesadilla y
nos zambullimos ruidosamente en la alberca mientras nuestros padres volvían en sí.
LLUVIA NOCTURNA

La que empezó todo fue la abuela. Era de noche, llovía muy fuerte y alguien
tocó a nuestra casa. Ella levantó la bocina del interfono para contestar. La persona se
había equivocado y pidió disculpas, pero la abuela no colgó en seguida y se quedó
hechizada al oír el fragor de la lluvia a través del interfono. El aguacero arreciaba
contra el toldo de lona impermeable que daba acceso a nuestro edificio, uno de esos
toldos de hotel que resguardan de la lluvia a los clientes que llegan en taxi y cuya
instalación en la entrada del edificio había dividido a los inquilinos en dos bandos
opuestos. Escucha, me dijo pasándome la bocina, y me sorprendió el estrépito que oí,
nada que ver con el apacible repiqueteo de las gotas contra los vidrios de las ventanas.
La lluvia al golpear la lona del toldo producía un tamborileo sordo como el que se oye
debajo de un paraguas, pero multiplicado por una superficie diez o quince veces
mayor, de manera que el chubasco se oía como un diluvio.

Dame, dijo la abuela, arrancándome el aparato, y se puso a escuchar de nuevo.


Mi padre, mi madre y mis hermanos vinieron a pegar el oído a la bocina. La abuela
fue a traer una silla para escuchar la lluvia nocturna cómodamente sentada y con ese
gesto refrendó su derecho de propiedad sobre aquel fenómeno que había descubierto.
Nos pasaba la bocina unos cuantos segundos y volvía a apoderarse de ella. Un tío mío
vive en nuestro edificio y mi padre le habló para ponerlo al tanto del asunto. Mi tío
llamó al rato para decirnos que su interfono no servía muy bien, así que poco después
subió a nuestro departamento en compañía de su esposa y de sus dos hijos para
escuchar la lluvia a través de nuestro aparato. Yo llamé a mi primo Raúl, que vive
enfrente. Su edificio tiene interfonos pero carece de un toldo como el nuestro, así que
no tardó en tocarnos la puerta. Las lluvias nocturnas son la pasión de la familia. La
abuela organizó turnos de un minuto y medio de escucha y nadie osó disputarle su
reducto junto al interfono.
QUIÉN PERSIGUE A QUIÉN

Encuentra anotada en un papel la clave del correo electrónico de su esposa y


decide hurgar en su correspondencia, pues desde hace algún tiempo ella se comporta
de forma extraña. Así descubre que contrató a un investigador privado para que lo
siga a él. Le tiemblan las piernas. Lo suyo con Susana lleva tres meses y él ha actuado
con suma prudencia, limitando sus encuentros a dos citas semanales, siempre en
lugares distintos; pero, por lo visto, algo ha despertado las sospechas de Lucía. Lee
todos los correos del detective dirigidos a su esposa y en ninguno de ellos el hombre
declara que lo ha visto con una mujer. Aun la mañana en que se citó con Susana en un
cine, el tipo, que lo siguió dentro de la sala, no reportó los besos de ellos en la última
fila. Evidentemente se distrajo viendo la película, porque en el reporte dirigido a su
mujer resulta que él había estado todo el tiempo solo. ¡Idiota!, exclama para sí. Ama a
su esposa y no le gusta que la estén timando de esa forma. 0 el tipo no conoce su
trabajo o es un pillo que alarga las cosas para abultar sus honorarios. Ahora entiende
las frecuentes peticiones de dinero de Lucía, supuestamente para sufragar los gastos
médicos de su madre enferma. Comprende que le ha mentido, pero, por otra parte, no
soporta que el detective la esté esquilmando. Además, es su dinero.

¿Qué hacer? ¿Facilitarle las cosas al imbécil ese, delatando su aventura con
Susana? Ni pensarlo. Mientras tanto, sigue viéndose con su amante, pero cuando
están en la cama del motel no deja de mirar hacia todos lados y responde a sus
preguntas con monosílabos. Revisa a diario el buzón de su esposa y comprueba que el
hombre aún no los descubre. Susana empieza a quejarse de su conducta, la exaspera
su aire ausente cuando hacen el amor y un mes después lo manda al diablo. El respira
con alivio. Va al cine todas las tardes, buscando a su perseguidor. Comprueba por los
correos de su mujer que el tipo lo ha seguido a todas las salas de cine y, con todo, no
logra dar con él, es un sabueso astuto y la cuenta de gastos crece día a día.
LOS POETAS NO ESCRIBEN LIBROS

A los 55 años publiqué mi primera novela y cuando le regalé un ejemplar a mi


madre, exclamó: « ¡Un libro, al fin!». «¿Y los otros libros, qué?», le pregunté,
refriéndome a la decena de volúmenes de relatos y poesía que he publicado. «Me
encantan», cortó ella, y adiviné la frase que no quiso decir: «Pero no son propiamente
libros». Después del primer momento de enfado pensé que tenía razón. Libros, lo que
se dice libros, son las novelas, las memorias, los ensayos científicos y filosóficos. Por
comodidad llamamos libros también a los cuentos y a los poemas reunidos en un
volumen, aunque sepamos que el destino de cada poema y cada cuento es valerse por
sí solo, fuera del libro que lo incluye, que se antoja un abrigo momentáneo. Cuentos y
poemas conservan un vínculo con la oralidad del que carecen los otros géneros. En
especial la poesía tiene que ver menos con la escritura que con el aliento, con la voz y
el sonido. Puede decirse incluso que se escribe poesía a pesar de la escritura, a
contrapelo de la sordera de la escritura, en contra de la arritmia y de la techumbre de
la escritura.

Así, poner título a una colección de poemas, que es un gesto clausurador, es


desconocer la naturaleza antiescrituraria y antilibresca de la poesía. Habría que
regresar a la costumbre decimonónica de poner en la carátulas de los libros de poesía
la palabra «Poemas» y en los de cuentos la palabra «Cuentos» o «Relatos». Porque los
poetas y los cuentistas no son escritores, aunque creen que lo son. Sobre todo la
poesía, con su apego a la repetición y a la memorización, manifiesta su aversión hacia
el libro. Su persistencia en nuestra cultura puede verse como la señal de que el
individuo se resiste a prescindir de su propio aliento. Los libros, con su portentosa
artificialidad, con su tratamiento espiritual intensivo, han atenuado nuestro aliento
hasta lo inverosímil. Los renglones de la prosa, metódicamente alineados, proponen
una respiración artificial; en cambio, los versos de la poesía, que se resisten a
convertirse en renglones, alientan nuestra respiración perdida.
TRASCENDER LA CARA

Corro regularmente en una pista de atletismo y, cuando me aproximo a ella,


estoy todavía lejos como para distinguir a los corredores por sus caras, pero puedo
reconocerlos por su forma de correr, que es inconfundible y con la cual me he
familiarizado con el paso del tiempo. La capacidad de reconocer a un sujeto por su
forma de correr es la misma que nos permite intimar con el personaje de una novela.
En las novelas decimonónicas el autor se sentía obligado a darnos una descripción
exhaustiva de los personajes, desde el color del cabello y de los ojos hasta su
vestimenta. Les tomaba una foto, literalmente. Pero era una foto inútil puesto que los
personajes adquirían un rostro a través de sus acciones y sus palabras, un rostro
subjetivo y distinto para cada lector, un rostro recordable más no fotografiable. La
novela moderna asimiló esta lección y ahora sabemos que el lector no necesita
ponerles cara a los personajes. Se relaciona con ellos a través de ondas de baja
frecuencia, como las que usan los elefantes para comunicarse a gran distancia. Estas
ondas pueden llegar muy lejos porque se saltan las caras, que son un dato secundario,
y se atienen a lo más significativo que, en el caso de los elefantes, puede ser el tamaño
de otra manada, su ubicación y la dirección que sigue.

La baja frecuencia tanto en nosotros como en los elefantes sacrifica el rostro


para informarnos sobre la conducta del otro, gracias a la cual podemos reconocerlo
desde lejos sin entrar en detalles, y una de las razones por las que una película nos
decepciona cuando la comparamos con la novela que la inspiró es que en ella
aparecen las caras de los personajes, que la lectura del libro nos había ahorrado. Por
eso, los buenos actores son aquellos que nos transportan hacia esa cara, singular mas
no fotografiable, que está detrás de la cara aparente, y el arte de la novela, de manera
semejante, es el arte de trascender la cara, transportándonos a la dimensión
sumergida y singular de nuestra conducta, a nuestro estilo profundo, ahí donde no
llegan las máscaras.
LAS CARTAS COMERCIALES

Cuando tenía doce años mi padre se dio cuenta de que yo escribía mejor que él,
así que me pidió que lo ayudara a redactar unas cartas a sus clientes. Había comprado
un manual para ello, que me dio a leer para que me familiarizara con el lenguaje de
ese tipo de correspondencia. En él se recopilaba un gran número de ejemplos de cartas
comerciales, clasificándolas según diferentes criterios, uno de los cuales era cómo
reconvenir a la otra parte negociadora por algún incumplimiento, porque una sección
completa estaba dedicada a los reclamos, todo ello sin perder la pulcritud de una carta
de negocios. Leí el libro de cabo a rabo y aprendí rápidamente a imitar el estilo
desapegado de esas misivas, no exento de una fina obsequiosidad. Confieso que me
emocionó más que muchos libros de aventuras. Unos preámbulos me dejaban
hechizado, como éste: «Con la presente me permito distraer su valiosa atención para
notificarle que su pedido..., etc.». Distraer su valiosa atención: ¡qué frase admirable!
Yo sabía que nadie creía sinceramente en la valiosa atención de su destinatario, pero
intuía que esta y otras fórmulas de esmerada cortesía debían de incidir de algún
modo en una negociación y me apresuré a incorporarlas en las cartas que escribía para
mi padre.

Mi soltura alcanzó tal grado de maestría ante sus ojos, que dejó de revisarlas.
Las respuestas de sus clientes eran a vuelta de correo y descubrí que algunas de las
fórmulas que yo habla extraído del manual aparecían ahora en sus contestaciones. Sus
secretarias las hablan adoptado, sin duda cautivadas por los mismos motivos que a mí
me habían llevado a utilizarlas. De seguro lo habían hecho sin reparar demasiado en
ello, con mera eficiencia secretarial, pero ese contagio estilístico me causó una alegría
profunda. Me sentí LEÍDO, una emoción inédita para mí. Por debajo del trato
comercial, pues, algo fluía entre ellas y yo, más sutil que la transacción en curso. No
dije nada a mi padre porque me regañaría por no enfocarme en lo esencial y andarme,
como de costumbre, por las ramas.
KAFKA Y LOS NOMBRES

Los grandes relatos de Kafka empiezan siempre con un nombre: «Al despertar
Gregorio Samsa una mañana...»; «Seguramente se había calumniado a Josef K.»; «Ya
era de noche cuando K. llegó a la aldea». Kafka se aferra a un nombre como un
náufrago a una tabla. Nunca se aleja de esa fortaleza. Hallado un protagonista no lo
suelta un segundo y conforme avanza la historia cosecha nuevos nombres a
regañadientes, obligado por la mecánica del relato; si fuera por él se quedarla con un
solo personaje, con un solo nombre, y ese nombre estaría reducido a una sola letra y
esa letra seria siempre la misma, la emblemática K. de su propio apellido. Siente
aversión hacia los nombres propios porque rompen el tejido de la narración, que él
concibe como una secreción continua; basta ver qué tan poco usa el punto y aparte; es
el escritor del punto y seguido; su modelo de prosa es un murmullo en continua
expansión; elige nombrar en el arranque de la historia, cuando el lector está
desprevenido y puede aguantar ese trago amargo, pero una vez que la historia ha
levado anclas se cuida de nombrar lo menos posible.

Tuvo conciencia como pocos de la anomalía de los nombres propios, esas


palabras que designan a un solo individuo y por ello son una suerte de agujeros
negros del lenguaje. No olvidemos que era tenedor de libros en una compañía de
seguros. Su estilo escrupulosamente unitario tiene la pulcritud de los libros de
contabilidad. Soñó tal vez con escribir un libro sin ningún sobresalto, metódicamente
secuencial como un libro contable. Confesó en su diario: «Al escribir una historia no
tengo tiempo, como sería necesario, de extenderme en todas direcciones». Es el anhelo
de una araña: fabricar una tela de asociaciones infinitas, sin dejar un solo hueco. Por
eso evita los nombres propios, que alivian con su inocencia la tensión del lenguaje y
forman unos respiraderos, unos boquetes mágicos. Y forman también, en la apacible
distensión de la escritura, castillos impenetrables. ¡Todo lo que guarda en si un
nombre propio y no hay manera de averiguarlo!
DON JUAN Y LA CIUDAD

EL BURLADOR DE SEVILLA, de Tirso de Molina, donde por primera vez


aparece en forma acabada la figura de Don Juan, es un TRILLER internacional. La
acción se despliega entre España e Italia. Don Juan abandona España para pagar una
de sus felonías, llega a Italia, donde comete otra peor, y debe regresar de incógnito a
su patria. El duque Octavio abandona su patria, Nápoles, para huir de la justicia y
arriba a España. Otro personaje, Gonzalo de Ulloa, recién desembarcado de Portugal,
hace al rey de Castilla un recuento entusiasta de las maravillas de Lisboa. El eje de la
trama son Nápoles y Sevilla, ciudades portuarias y pujantes, pero también aparecen o
se citan Milán y Valencia, Tarragona, Lebrija y Sicilia, Ceuta y Tánger. Pareciera que
de pronto el mundo se hubiera empequeñecido y fuera facilísimo trasladarse de un
extremo a otro del continente. La incipiente metrópoli es el escenario perfecto de Don
Juan, quien precisa de lugares populosos para sus empresas, porque lo suyo es estar
en constante movimiento. Así, el mito del seductor, del mujeriego, corre parejo al de
la gran ciudad.

La fascinación que ejerce el primero se nutre de la fascinación que ejerce la


segunda y ambos se conjugan en otro elemento clave que es el poliglotismo.
Castellano, portugués e italiano forman el trasfondo idiomático de la obra de Tirso.
Don Juan se mueve como pez en el agua en este nuevo mundo bullicioso. Es el
hombre de todas las lenguas. Posee una elocuencia para la dama de corte y otra para
la humilde pescadora. «Un hombre sin nombre», se define a si mismo desde su
primera aparición, anticipando el moderno anonimato urbano. Su fuerza seductora
reside en su desarraigo, que se manifiesta en su falta de amigos. Las mujeres huelen
en él a la bestia solitaria y, sobre todo, apátrida. El Convidado de Piedra, con su
granítica homogeneidad, parecería ser su antitesis, pero en el fondo es sólo la otra cara
de la gran ciudad que está surgiendo: su cara dura, inmisericorde, helada, sin calor ni
sabor humanos, como la cena que le sirve a Don Juan antes de matarlo.
DOSTOIEVSKI

Leer a Dostoievski nos recuerda que la vida humana es antes que nada diálogo.
Ninguno de sus personajes se priva de la palabra. Tan pronto como se menciona el
nombre de un personaje, la historia parece contraer la obligación de conducirnos, no
importando los vericuetos que se precisen para ello, hasta hacernos oír su voz, porque
sólo la voz otorga a sus personajes un estatuto de realidad. Es significativo que
cuando Dostoievski se ve obligado a referir una serie de acontecimientos que son
necesarios para la inteligencia de la historia, lo hace como quien abre un paréntesis. A
menudo llama a esos trozos «resúmenes» y parece disculparse con el lector por tener
que recurrir a ellos. Los trata como cuerpos extraños y tan pronto como puede regresa
a sus diálogos, que son los verdaderos constructores de la trama. Los propios
pensamientos de los personajes son dialógicos, íntimas controversias que cada uno de
ellos sostiene consigo mismo. Dostoievski jamás habría podido escribir la historia de
Robinson Crusoe.

Le habría parecido una pérdida de tiempo contarnos cómo un náufrago se las


arregla para convertir su isla en una morada confortable. Robinson Crusoe nos
muestra al fin y al cabo que es posible vivir sin dialogar. Para Dostoievski el ser
humano es un náufrago, pero un náufrago en medio de otros náufragos, cada uno en
su isla de la que nunca logrará salir. Hoy día sus diálogos nos parecen extravagantes y
la fuerza que los sostiene, que es la atracción que siente cada personaje hacia los otros,
se antoja inconcebible. El prójimo ya no nos despierta curiosidad. Nuestra pasión es
hacer más y más confortable nuestra pequeña isla. Esos personajes impulsivos e
infantiles nos parecen ridículos, y el ridículo es una constante de las historias del
escritor ruso, el ridículo que es siempre un exceso de curiosidad, de expansión, de
entrega y entrometimiento, al revés de Robinson Crusoe, cuya saga puede verse como
la victoria más completa sobre la ridiculez, el triunfo del hombre que ha suprimido de
su entorno toda sorpresa y desmesura.
KAFKA Y LOS CELOS

Muchos se escandalizarían al oír que EL CASTILLO de Kafka es una novela de


amor. Replicarían que lo central en ella, como en todo Kafka, es la soledad, el
desarraigo, la dilación infinita, la impotencia y la culpa. Y sin embargo, la historia de
amor entre el agrimensor K. y Frieda, la joven cantinera, es la viga maestra del libro.
El amor, o cuando menos la atracción sexual, campea en toda la novela e involucra
incluso a Klamm, el misterioso e intangible amo del castillo, ni se salvan de él los
funcionarios más grises y siniestros, como Sordini, que trata sin éxito de seducir a
Clara, un ser femenino que merecería una novela aparte. Frieda, Clara, la señora
mesonera, Olga, Pepi y sus dos amigas: es larga la lista de mujeres enamoradizas o
urgidas de amor que aparecen en el libro. El agrimensor K. trata con todas ellas, se
enamora un poco de cada una, y con ninguna (si acaso con Frieda, pero no estamos
seguros) llega a consumar carnalmente su deseo.

¿Dónde está la soledad tan mentada? K. nunca está solo, se encuentra


perpetuamente acompañado y pese a ser un individuo insignificante su llegada a la
aldea provoca un torbellino de pasiones que repercute en los propios habitantes del
castillo. La novela avanza a golpe de revelaciones sucesivas, que son casi siempre
revelaciones eróticas o sentimentales, y las disputas amorosas entre K. y Frieda, detrás
de su ultra corrección lingüística que por momentos las tornan caricaturescas, son una
exploración implacable de los celos. Como en Flaubert, en Proust, en Svevo y en
tantos otros, los celos son el tema secreto de Kafka, que encuentra en ellos la prueba
de nuestro desvalimiento existencial: nunca estamos seguros del amor del otro
porque nunca estamos seguros de conocerlo y siempre mendigamos indicios y señales
que nos permitan adueñarnos de su alma. Es la misma situación que padece el
agrimensor frente al castillo: ahí está, a la vista, a un tiro de piedra de su posada,
siempre a punto de abrirle sus puertas pero, por una razón u otra, inalcanzable.
LA CARRERA DE RELEVOS

En la carrera de relevos de la antigua Grecia se trataba de atenuar lo más


posible el paso de la estafeta de un corredor a otro, para dar la impresión de que la
carrera fluía sin sobresaltos, como llevada a cabo por un único superatleta, y no por
cuatro atletas comunes y mortales que astutamente se repartían el esfuerzo. No había
que despertar a los dioses de su sueño y es probable que el trozo de madera que servía
de estafeta representara al propio dios, que había que pasarse de mano en mano con
mucho cuidado para que siguiera dormido. El riesgo era enorme y en algunas
ciudades se castigaba la caída de la estafeta con la muerte de los corredores, a menos
que éstos ganaran la competencia. Así, esa carrera fue sentida desde el comienzo
como la representación de algo prohibido, una artimaña de los hombres contra el
poder de la divinidad.

Aún no se ha perdido este antiguo dramatismo y la caída de la estafeta es


subrayada por la multitud de nuestros días con un grito de desmayo en el que no es
difícil oír la exclamación que en otros tiempos debió de acompañar este percance
trágico, el más trágico de los Juegos. Y todavía hoy, en la forma tan especial en que el
corredor que va a recibir la estafeta se adelanta a la llegada de su compañero y,
corriendo con la mirada al frente, EXTIENDE SU MANO HACIA ATRÁS para recibir
el precioso regalo que el otro le confía, es posible advertir el toque mágico y
perturbador que siempre ha acompañado a esta competencia. Porque este gesto
solapado es el gesto de un ladrón. Ninguno de los corredores mira la estafeta,
simplemente la sienten en su mano y huyen con ella; la tensión se libera de golpe y a
partir de ese instante sólo existe el frente, la velocidad pura, el vuelo hasta la meta o
hasta el siguiente compañero que aguarda. Surge el animal libre y pleno que ha
robado el fuego a la divinidad y corre a transmitírselo a los otros, quemando en un
soplo la propia porción de terreno para que los dioses, siempre adormilados pero en
extremo susceptibles, no adviertan la treta de la que fueron objeto.
EL DIOS PAN

Al dios Pan se le atribuye la invención de la siesta y de la masturbación. Es


significativo que estos inventos provengan de la misma divinidad. Ambas prácticas
van en contra de la normalidad y de lo socialmente deseable, ya que la masturbación
representa una pérdida de energía valiosa y la siesta es una pérdida de tiempo. De
hecho, la masturbación es como la siesta del sexo, y la siesta, ese sopor profundo, un
simulacro del sueño verdadero y reparador. En ambos casos lo principal cede el paso
a lo que es secundario o derivado. En lugar de procrear eyaculamos a solas, sin ton ni
son, y en lugar de dormir profundamente nos demoramos en la antesala del sueño a
plena luz del día. La siesta es el sueño de los ladrones: duermen a deshoras para
poder actuar en la noche cuando todos duermen. También la masturbación tiene que
ver con el robo: derrocha un capital, el orgasmo, destinado a la conservación de la
tribu, no sólo en lo que atañe a la concepción de nuevos individuos sino como el
depósito de la fuerza nativa que cohesiona el grupo. Así, no es casual que Pan, el gran
masturbador, sea el dios de los vagabundos, de los que ya no guardan obligaciones
con nadie.

La siesta es la noche del vagabundo: breve, anómala, se conforma con una


penumbra y no cría verdaderos sueños porque el solitario no tiene a quien contarle lo
que sueña. Se sueña dentro de la tribu, se sueña siempre en compañía de los otros y el
vagabundo, dejado a solas con sus sueños, no distingue lo que sueña de lo que es real,
como el artista. Hay en todo artista un marginado de la tribu y hay en todo arte, por
su mixtura de realidad y ensueño, un halo de penumbra al mediodía, de siesta
indebida, de negativa a procrear y de vicioso ensimismamiento. Hay en todo arte,
pues, una reclusión culpable y una dosis de vergüenza o de soledad vergonzosa. Pan,
con sus cuernos y sus pezuñas de cabra, es el retrato vivo de la vergüenza y de los
prodigios que la vergüenza, que es madre de la introspección, es capaz de generar: la
exhalación melancólica, la maravillosa flauta de Pan.
TAPARSE LOS OÍDOS

Pocos gestos de mayor desvalimiento como el de cubrirse las orejas con las
manos. Es un gesto que nos iguala a los niños porque es un gesto de terror, como se ve
en EL GRITO, el cuadro de Edvard Munch donde un hombre se tapa las orejas para
no oír el grito que no se sabe si prorrumpe de él mismo o de afuera, de suerte que
vemos a alguien sumido en un grito que sólo le concierne a él, que sólo él escucha, a
juzgar por la indiferencia de las demás figuras que salen en el cuadro. En efecto,
taparse las orejas es ya una manera de gritar, el primer paso del grito y la
manifestación de una ruptura en nuestro ser. No esperaríamos encontrar un gesto así
en una sala de conciertos de música clásica, y sin embargo, hace días, en una de esas
salas, mientras escuchaba una pieza contemporánea para flauta y clarinete, una
señora a mi lado incurrió en ese gesto cuando la flauta emitió su nota más aguda. Lo
hizo bajando la cabeza en señal de sufrimiento y, pasada la nota estridente, volvió a
levantarla para disfrutar de la música y al final aplaudió con calor.

¿Habrá sido de alivio? Gomo sea, su gesto de cubrirse las orejas en un sitio
donde se supone que vamos a abrirlas de par en par le daba a la pieza una hondura
insospechada. Tal vez el compositor había buscado una nota así, un sonido grosero
que nos lastimara para recordarnos que antes de ser una experiencia estética, la
música es una experiencia acústica, un RUIDO, algo que olvidamos fácilmente en una
sala de conciertos. Hay que despertar continuamente al público, arrancarlo de su
embotamiento y recordarle que tiene orejas. Pan, el dios inventor de la flauta, era el
mismo dios a quien los griegos temían a causa del horrendo alarido que profería
contra quienes estorbaban su siesta. Así, ningún instrumento musical es inocuo, todos
guardan una nota que lastima, como tampoco hay música sometida del todo a las
paredes de una sala, y me pregunto si en el aplauso entusiasta de la mujer estarla
incluida la nota maligna que la había hecho sufrir y, aún más, si su aplauso habría
sido menos caluroso de faltar esa nota.
LAS SIRENAS

Gomo sabemos, cuando su barco de remos cruza frente a la tranquila isla de las
sirenas Odiseo ordena a sus compañeros que se pongan cera en los oídos para no oír
el fatídico canto que ningún ser humano puede resistir, y él se amarra al mástil para
oírlo sin peligro de arrojarse al mar. Para no arrojarse al mar al oír el canto de las
sirenas que ningún ser humano puede resistir Odiseo, como sabemos, cuando su
barco cruza tranquilo frente a la fatídica isla, ordena a sus compañeros que lo amarren
al mástil y remen con cera en los oídos. Mientras reman tranquilos con cera en los
oídos cuando su barco cruza frente a las fatídicas sirenas cuyo canto ningún ser
humano puede resistir, sus compañeros, como sabemos, amarran al mástil a Odiseo
para que lo oiga sin peligro de que se arroje al mar para alcanzar la isla. Amarrado al
mástil del barco mientras las sirenas como sabemos cantan en su isla con los oídos
tapados con cera, Odiseo oye el tranquilo remar de sus compañeros sin peligro de
echarse al fatídico mar que ningún ser humano puede resistir.

Para no arrojarse al mar a la vista del mástil en pos de los tranquilos


compañeros de Odiseo, las cantadoras sirenas para quienes los seres humanos, como
sabemos, son irresistibles, se amarran a su isla mientras oyen sin cera en los oídos los
fatídicos remos del barco. Por no resistir el fatídico canto de sus remadores
compañeros que, como sabemos, no son lo que se dice sirenas sino todo un mástil en
el oído, Odiseo se arroja tranquilamente al mar tan pronto como su barco cruza frente
a una isla. El fatídico Odiseo a quien, como sabemos, las sirenas lo arrojan fuera de sí,
cada vez que el barco cruza frente a una isla nos pone cera en los oídos y pide que lo
amarremos al mástil por si llegara a oír su canto y nosotros, sus compañeros, ¡con
ganas de arrojarlo al mar mientras remamos tranquilos! Guando les ponga de nuevo
la fatídica cera en los oídos me arrojarán mis compañeros del barco, con o sin sirenas,
cansados ya, como sabemos, de su Odiseo, del mar tranquilo, los remos, el mástil, las
islas y el bel canto.
FALTA DE AVIONES

Vivimos durante muchos años cerca de un aeropuerto. El sonido de los aviones


que despegaban y aterrizaban se había vuelto tan familiar que, concentrándonos un
poco, podíamos identificar algunos vuelos. Había uno que mi padre no dejaba de
señalar, el de American proveniente de Chicago. Ahí viene, decía al oírlo, y sus hijos
verificábamos la exactitud de su afirmación porque el nombre de la aerolínea de cada
avión era visible desde las ventanas de nuestra sala. Nunca se retrasa, añadía con
satisfacción. Se cree que vivir en la proximidad de un aeropuerto afecta el sistema
nervioso, pero no es cierto. El tráfico aéreo, si es continuo, actúa como un filtro que
repele una amplia gama de sonidos menudos e irritantes. Se crea una campana
acústica protectora, como pudimos comprobar cuando nos mudamos de ahí, pues
durante los primeros meses no podíamos dormir en nuestra nueva casa por la falta
que nos hacía el paso de las aeronaves.

De día, nuestras palabras, que se recortaban perfectamente audibles, parecían


dichas por otros, como si actuáramos en una obra de teatro. Las cosas entre mis
padres empeoraron, ahora que sus pleitos ya no eran atenuados por la atronadora
admonición de los aviones que se aproximaban a la pista. Mientras a orillas del
aeropuerto no duraban más que unos pocos minutos, ahora se extendían
interminablemente. Acabaron por cruzar sólo las palabras necesarias, cosa que los
hijos agradecíamos, y toda la casa se sumió en un silencio angustioso. Un sábado,
luego de otra pelea violenta, mi padre me pidió que lo acompañara en el coche.
Estuvo manejando aparentemente sin rumbo, pero adiviné adonde nos dirigíamos.
Llegando al aeropuerto subimos al mirador a ver los aviones que aterrizaban y
despegaban. Hasta ese día yo sólo los había visto cruzar sobre nuestras cabezas. Ahí
viene, dijo señalándome uno que estaba bajando. Era el American proveniente de
Chicago. Miró su reloj y repitió su frase: «Este nunca se retrasa». Lo miramos con las
caras pegadas al vidrio hasta que desapareció de nuestra vista. Entonces me agarró de
la mano y nos fuimos.
HACER MALETAS

Viajo con cierta frecuencia y durante mucho tiempo, como la mayoría de las
personas, hice la maleta el día antes del viaje o pocas horas antes de salir, hasta que
me di cuenta de que era una costumbre pésima, no sólo porque en la maleta que se
hace a última hora suelen faltar prendas importantes que hay que sustituir
apuradamente con otras que no son de nuestro gusto, sino porque el pendiente de la
maleta nos carcome desde una semana antes. Uno cree que está nervioso por el viaje y
en realidad el núcleo de la angustia reside en la preparación de la maleta. Deberían
inventarse viajes con maleta incluida. Llega uno al aeropuerto y, junto con el pase de
abordar, le entregan una maleta arreglada de acuerdo con sus gustos y necesidades.
Que otros decidan cómo nos vestiremos durante el viaje.

De regreso, se devuelve la maleta a la compañía de aviación y se va uno a su


casa tan campante como salió. Los viajes serían mucho más llevaderos. Así que para
no cargar con la angustia de la maleta empecé a prepararla con una semana de
antelación, pero cerrar una maleta con tanto anticipo acarrea problemas, ya que se
guardan en ella prendas y accesorios de los que no podemos prescindir en nuestro
trajín diario. Me puse entonces a comprar más ropa y accesorios de los que necesitaba.
Si me gustaba un suéter compraba dos iguales, uno para mí y otro para ese otro yo
que se iba de viaje a cada rato. Con ese costoso sistema duplicativo podía cerrar una
maleta varios meses antes del viaje. En una ocasión llegué a olvidar una maleta hecha
seis meses antes y me fui de viaje con otra más reciente. Guando me acordé, ya estaba
en el avión. Ahora ya no preparo la maleta de acuerdo con el viaje, sino que preparo el
viaje de acuerdo con la maleta que tengo lista. Cada maleta preparada me muestra
tarde o temprano cuál es su destino más idóneo. Así deberla hacerse siempre. Llega
uno al aeropuerto con su maleta, se la revisan y le asignan un vuelo. Entonces, hacer
maletas dejaría de angustiarnos. Sin saber adonde nos llevará, ¡qué emoción elegir
cada prenda, cada accesorio!
QUEDARSE DORMIDA

Una amiga me contó que en una ocasión se quedó dormida en brazos de un


chico mientras hacían el amor, cosa que el chico tomó como una afrenta, y no se
vieron nunca más. Estaba agotada, me dijo mi amiga, y de repente, tendida sobre su
cuerpo, se me cerraron los ojos. Le dije a mi amiga que de haber sido yo el chico
habría tomado aquello como un halago y no como una afrenta, pues no se duerme
uno en brazos de cualquiera. Argumenté que ella había depositado en él una
confianza absoluta, como un bebé en sus padres, y el chico de haber sido más
inteligente lo habría apreciado en todo su valor. Pero hacíamos el amor, dijo mi
amiga, que se sentía culpable. Hacer el amor tampoco es cosa del otro mundo, repuse
yo, y afirmé que a través del sueño ella le había entregado su intimidad más
profundamente que si lo hubiera hecho por la vía tradicional del orgasmo. Mi amiga
me miró con gratitud, pero no se veía convencida.

Eres víctima de las convenciones, le dije, y ella replicó: «Puede ser, pero a ver,
tú que escribes libros, suponte que una mujer que te gusta va a tu casa y tú le das a
leer un libro tuyo mientras te metes a la regadera, luego sales del baño y la mujer está
dormida en el sofá con tu libro abierto en las manos. ¿Te gustaría?». Me quedé callado
un rato recreando la escena, y contesté: «Sí, me gustaría, o no me disgustaría, sería
como si se hubiera dormido en mis brazos». « ¡Sí, pero del aburrimiento!», replicó ella
al bote pronto. Volví a quedarme callado. «Vale, del aburrimiento, ¿y qué? Un libro
tiene el derecho de aburrir a su lector. Hay páginas soporíferas en LA MONTAÑA
MÁGICA y es un gran libro». «Pero tu libro no es una novela de setecientas páginas,
sino un delgado volumen de cuentos», contraatacó ella. «No importa. El
adormecimiento como quiera que sea crea un vínculo; el libro descansa sobre el pecho
del durmiente, aguarda con paciencia su regreso, deja de ser una abstracción», dije yo.
Me miró escéptica. «Ojalá me hubiera dormido en tus brazos, eres un santo», exclamó.
«Me habría encantado», le dije.
UN ACUERDO

Luego de tanto tiempo hemos llegado a un pacto. Antes de acostarme les dejo
unas migajas en un plato y ellas, por su parte, limitan su número a una docena de
individuos y restringen su radio de acción a la mesa de la cocina. Este acuerdo nos ha
costado meses de ensayos y ajustes. ¿Cuántas de ellas habré matado en ese lapso? Más
de doscientas, una cifra que aun para su especie no es irrisoria. Hubo momentos en
los que llegar a un acuerdo parecía imposible. Luego, mientras yo reducía su número
a dimensiones aceptables, fueron entendiendo. Después de una matanza memorable
se ausentaron un par de días y cuando reaparecieron, estaban considerablemente
diezmadas, si bien todavía en una cantidad que excedía mis posibilidades. Se lo hice
entender matando a la mitad del nuevo contingente, pero dejando viva a la otra
mitad, en contra de mi costumbre de aniquilarlas por completo.

De ahí en adelante no he tenido necesidad de matar a ninguna. Salen en


escuadras que no exceden los quince individuos, un número que me hace sentir
acompañado y no me produce ansiedad. Ignoro si son siempre las mismas. Supongo
que se turnan, porque no dejan de ser excursiones peligrosas. Puede que un día
despierte de mal humor y al ver su hilera sobre la formica de la cocina, las mate a
todas sin pensarlo. He aprendido a mirarme desde su óptica y cuando recién
despierto entro en la cocina, me veo a mí mismo enorme como un cíclope. Me han
otorgado una dimensión mía que ignoraba. Supongo que durante unos segundos
aguardan mi reacción y sé que nunca bajan la guardia. Unas pocas se atreven a subir
por mi mano, sin pasar jamás de la muñeca. Algunas murieron por cruzar esa frontera
y por lo visto aprendieron la lección. Las migajas que les dejo son demasiado valiosas
como para que echen a perder todo por una cuestión de venganza. Al fin y al cabo
cuido mi nido como ellas el suyo. Me gusta que me visiten y que se retiren en orden a
media mañana. No tenemos mucho que decirnos, pero podemos convivir. Ayer, que
cumplimos un mes de nuestro acuerdo, les dejé un terrón de azúcar en el plato.
DOBLE VIDRIO

Aislantes térmicos y acústicos, las ventanas de doble vidrio ejercen sobre mí


una intensa fascinación. Pocas cosas me emocionan tanto como la súbita desaparición
del mido exterior cuando se cierran. Se produce una suerte de alto vacio, que podría
llamar el «efecto Nautilus», pues debe de ser en un submarino donde esta sensación
de clausura profunda se logra a plenitud. Recuerdo esta frase leída en alguna parte:
«Los submarinistas aborrecen el ruido». También lo aborrecen los escritores, o mejor
dicho, la escritura; de hecho, un escritor puede escribir en medio del mido y a veces
hasta lo necesita, pero la escritura es incompatible con él; lo que ocurre es que un
escritor logra aislarse del mido que lo rodea y éste le sirve en la medida en que lo
obliga a concentrarse en lo que escribe. Porque lo que escribe, lo escribe en silencio.

La ficción necesita doble vidrio. El estilo es la capacidad de aislarse, la


expulsión del bullicio exterior. La sensación de pobreza estilística que
experimentamos al leer unos textos mediocres se reduce en el fondo a una sensación
de clausura incompleta, de abrigo defectuoso. Los primeros cuentos surgieron
alrededor del fuego y el fuego es la mejor clausura frente a la naturaleza. Los
animales que se ocultan en madrigueras y que incluso pasan una temporada
hibernando en ellas, lo hacen en condición de ocultos, siempre a un paso de ser
descubiertos, nunca del todo abrigados; como si dijéramos, sin estilo. No poseen el
fuego, que es el abrigo completo, el único capaz de proporcionar no una guarida, sino
un hábitat. A él le debemos la ficción, que es la clausura suprema, la separación
definitiva de las bestias. Amo los dobles vidrios como amo la ficción y percibo en ésta
esa especie de alto vacio y de interrupción del girar del mundo que producen los
dobles vidrios al cerrarse. Los escritores somos submarinistas. La escritura, que es
ficción aun cuando no lo parezca, ha inventado el silencio y la inmersión en
profundidad. Guando se cierra una ventana de doble vidrio nace un jardín.
EL LECTOR VAMPIRO

Entre las creencias relacionadas con la brujería está la que prescribe como
eficaz antídoto contra una bruja echar de noche un gato muerto en la puerta de la
propia casa. La bruja se inclinará sobre el animal para contar sus pelos, tarea que la
tendrá ocupada hasta que aclare y entonces se la podrá atrapar. Parece ser un rasgo de
los amos de la noche la compulsión del recuento. También los vampiros al chupar la
sangre de sus víctimas se enfrascan en una tarea de, por así decirlo, saneamiento
profundo. Y muchos lectores se comportan igual. Aunque no les guste el libro que
están leyendo no lo sueltan hasta acabarlo. No tienen en la mano un libro sino un gato
muerto, y no pueden librarse de su hechizo. Cuentan cada una de sus malditas
palabras, víctimas de la misma compulsión totalizadora que comparten brujas y
vampiros. Lo cual no es extraño, siendo la lectura una actividad fundamentalmente
nocturna, aunque se haga de día.

El que lee, abandona la realidad por la escritura; el penetrar en el recinto


sellado de lo escrito lo vuelve ciego frente al mundo, en su alma se hace de noche y él
se convierte en otra criatura que no puede dejar nada inconcluso. Es un imperativo de
la noche que lo que se empieza en ella debe acabarse en ella, pues de noche no hay
sombras reparadoras, resguardos donde ocultar algo que pueda retomarse más tarde.
Toda ella es una sola sombra. Por eso, mientras los días se vinculan entre sí, cada
noche es única. Gomo tal, la noche es el ámbito de las tareas de un solo aliento, de las
asimilaciones últimas, de los compendios, y el libro es el compendio por excelencia, el
animal muerto por antonomasia, hacia el cual nos inclinamos para olvidarnos de
nosotros, tal como las brujas y los vampiros, exánimes por naturaleza, chupan a sus
víctimas para olvidar que están muertos. Sumergido en su libro, en el recuento
absorbente de palabras, el lector, irreal y nocturno como ellos, aguarda paciente, aun
del peor libro que cayó en sus manos, aun de sus páginas más muertas, el sorbo
iluminador y la frase que todo lo aclare.
CARRIL DE ACOTAMIENTO

Me escribe con frecuencia una persona que firma con el nombre del
protagonista de una famosa novela. Muy bien escritos, sus correos delatan a alguien
culto e inteligente, y no he sentido la necesidad de preguntarle su nombre real, ya que
la calidad de lo que escribe compensa el que oculte su identidad. Al fin y al cabo
escribe desde un anonimato inocuo, que no utiliza para difamar a nadie ni para
pedirme favores. Podría perfectamente firmar con su nombre lo que escribe y, sin
embargo, por alguna razón, prefiere usar un pseudónimo. ¿Tendrá un nombre
ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las
críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias,
utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él sino su yo postizo.
Tal vez escribe con ese yo postizo mientras espera el momento de empuñar la pluma
de verdad y escribir con su yo «auténtico»; usa un pseudónimo mientras tantea el
terreno. Pero resulta que suyo postizo escribe cada vez más, mejor y más a gusto. ¿Se
habrá dado cuenta de ello su yo «auténtico», su yo paralizado?

¿O ese yo no se toma en serio lo que hace el postizo porque lo considera un


ejercicio de calentamiento en espera de que él, el verdadero, salga de su sopor? En este
caso lo mejor es que las cosas sigan tal cual, o sea que el yo profundo siga sumido en
su letargo y el yo postizo, el único de los dos capaz de escribir, prosiga su quehacer en
una posición replegada, más humilde pero efectiva. El yo profundo jamás despertará
del todo y, si lo hace, es probable que no haga nada relevante. En todo escritor hay un
yo así, genuino e infeliz, incapaz de algo digno de nota. Uno se hace escritor el día en
que encuentra un yo postizo que viaja modestamente en el carril de acotamiento para
no despertar al otro, el que ocupa el carril central. Hacerse escritor es deslizarse hacia
el borde, volverse un tanto anónimo y escurridizo, menos genuino y profundo, que es
el precio principal que hay que pagar en este oficio.
SÓCRATES

Cuando tenía cinco años tomé mis primeras clases particulares para aprobar un
examen que debía exonerarme de cursar el primer año de primaria, puesto que a esa
edad ya sabía leer y escribir. Las tomé con la madre de Giovanni, un amigo nuestro
que en realidad no era amigo, ya que su meningitis de nacimiento lo había convertido
en un retrasado mental. La casa de Giovanni era un departamento amplio y sombrío y
su madre vivía en un estado perpetuo de depresión a causa de la enfermedad de su
único hijo. De sus labios escuché por primera vez la palabra «Sócrates». « ¿Sabes qué
decía Sócrates?», me preguntó una tarde, y respondí: «No sé, pero debió de decir
muchas cosas». No se rió, ni siquiera sonrió, y comprendí más tarde que me veía
como un enemigo. Ante sus ojos yo era uno más de los niños crueles que se burlaban
de Giovanni cuando él bajaba a la calle con su flamante bicicleta.

De ser por ella, no me habría dejado entrar a su casa, pero tenía que darme
clases particulares obligada por la necesidad. Yo no había comprendido que Giovanni
no estaba en sus cabales y cuando asomaba su cabezota en el estudio y se me quedaba
viendo con una sonrisa alelada, le devolvía la sonrisa sin malas intenciones, pero su
madre debía de creer que lo hacía para burlarme y seguramente me maldecía para sus
adentros. Recuerdo cómo abría mi cuaderno al empezar la clase: pasaba con fuerza el
puño cerrado sobre la unión de ambas caras hasta dejarlo totalmente extendido, como
quien doma aúna criatura rebelde, y en ese gesto parecía condensarse toda su
amargura. «Sócrates decía: "Sólo sé que no sé nada”. ¿Sabes qué significa?» Respondí
que no lo sabía. «Significa entre otras cosas que todos somos iguales», dijo. Pasé el
examen exitosamente y mi madre quiso que fuera a despedirme para agradecerle sus
atenciones. Me abrió, recibió las flores que le había llevado y me dio las gracias, pero
no me dejó entrar. « ¿Sabes qué decía Sócrates?», me preguntó. «Que todos somos
iguales», contesté, y en ese momento Giovanni asomó su enorme cabeza y se rió
desaforadamente.
UN DESMAYO

Está entre los recuerdos más nítidos de mi infancia. Salía yo corriendo de no sé


qué escondite mirando hacia atrás y, al volver la cabeza, todo se oscureció de golpe,
caí de espaldas semiinconsciente y alcancé a darme cuenta de cómo me llevaban
cargando a mi casa, donde poco a poco volví en mí ante la cara angustiada de mi
madre. No he vuelto a desmayarme desde entonces. Lo que determina las
inclinaciones de una persona son hechos de índole muy diversa y, en mi caso, mi
inclinación por la escritura debió de iniciarse con ese desmayo infantil. Me explicaron
después que la colisión con la pobre señora no había sido muy fuerte y que había
perdido el sentido debido al shock del golpe. Recuerdo aún el color de su falda y
sobre todo la sensación de ingravidez al ser llevado en andas en medio de un vocerío
confuso; una sensación nada angustiosa, en la que me veo separado del suelo, liviano
como una pluma, con los pies hacia delante.

Este último detalle no carece de importancia. No me transportaron de reversa


sino con la vista al frente, algo que tal vez fue decisivo en la formación de mi carácter.
Tal vez, si me hubieran cargado con la cabeza en primer término, de espaldas al
sentido de la marcha, sería una persona distinta de la que soy. Sin embargo, entre mis
sueños más recurrentes hay uno en el que estoy volando justamente en esa postura,
bocarriba y de espaldas al sentido del vuelo, como un nadador de dorso; una forma
anómala de volar, no beligerante, en la que reaparece la sensación de ingravidez de
ese lejano episodio, sin duda el más místico de mi vida. El hecho de que no me
llevaran como a un herido, con la cabeza abriendo camino al resto del cuerpo, sino
con los pies al frente, como antes llevaban en una litera a los pachás, convirtió mi
desmayo en una experiencia de vuelo. Mis rescatistas no podían saber que al imprimir
ese sentido a la marcha estaban marcando mi espíritu, sensibilizándolo hacia lo aéreo
y lo contemplativo, y quizá este libro no existiría de haber elegido ellos el sentido
contrario.
VENAS Y ARTERIAS

Normalmente el corazón bombea sangre a las arterias a alta presión, mientras


que la sangre que regresa por las venas viaja a baja presión. Un colchón de capilares
actúa como amortiguador o zona neutra entre las arterias a alta presión y las venas a
baja presión. Si las venas y las arterias estuvieran conectadas directamente, las venas
no resistirían la alta presión de las arterias y terminarían reventando. Así, la salud del
sistema cardiovascular descansa en los finos capilares cuyo cometido es «domeñar» la
alta presión arterial. Donde hay capilaridad la presión disminuye, pues lo que era
conducido en un único cauce ahora debe fraccionarse en cauces menores. Divide y
vencerás, tal es el sencillo lema de toda estructura capilar. La traducción lingüística
sólo es posible cuando el idioma nativo tiene la suficiente capilaridad como para
resistir el impacto de un idioma extraño y absorberlo en su tejido a través de una red
más o menos amplia de soluciones.

Sin esa elasticidad, que permite decir una misma cosa de múltiples maneras,
ningún idioma puede traducir a otro, pues la verdadera traducción ocurre dentro del
propio idioma del traductor y consiste en un primer abanico de soluciones
alternativas, a partir de las cuales se seleccionarán aquellas que encajan mejor con lo
que se profirió en el idioma extranjero, en un movimiento que se asemeja al de un
bandoneón que se estira hasta su máxima apertura y luego regresa a su posición de
inicio. Así, podemos decir que un idioma respira verdaderamente cuando entra en
contacto con otro idioma, que lo obliga a desplegar todas sus variables expresivas,
pues traducir consiste antes que nada en abrazar, o sea en dilatarse al extremo para
recoger hasta la más pequeña partícula extraña que el otro idioma vierte en el cuenco
de nuestra lengua, justo como las venas, sabedoras de su fragilidad ante el Ímpetu
arterial, se sacrifican en un sinnúmero de capilares que van ansiosos al encuentro del
alud de sangre y lo reparten equitativamente para apaciguarlo y volverlo legible,
amistoso y sangre de la propia sangre.
PARA ELISA

Durante el año que viví en P. como estudiante me hice amigo de una familia
venezolana, mis vecinos del departamento contiguo. El padre tenía una beca de su
país para estudiar ingeniería en la universidad local, pero sus estudios avanzaban con
dificultad y el regreso a Venezuela se postergaba año tras año. La pareja tenía una hija
que estudiaba piano tres tardes a la semana. Tocaba PARA ELISA, de Beethoven, y se
equivocaba siempre en la misma nota. Guando a través de la pared yo oía el comienzo
de la melodía me ponía alerta, rogando que por fin franqueara aquel obstáculo, pero
invariablemente tropezaba en la nota y no había forma de que avanzara de ese punto.
La cosa empezó a angustiarme. Me ponía tapones en los oídos, pero era inútil: el
sonido del piano se filtraba atenuado, pero no tanto como para no distinguir el atasco
de Yumarlin a mitad de la pieza. Mis dedos se crispaban sobre el libro que estaba
leyendo, maldecía a Yumarlin y todavía hoy, después de tantos años, cuando escucho
PARA ELISA, algo en mí se pone tenso, aguardando el fatal error.

Una tarde su padre me invitó a tomar café y me confesó que le estaba costando
sangre sudor y lágrimas titularse de ingeniero. Había en especial una materia, cuyo
nombre me dijo, que no podía aprobar. ¡Dale y dale, y nada! La revelación de la
coincidencia me hizo exclamar: « ¡Igual que Yumarlin!». El hombre y su mujer me
miraron, sin entender. Era demasiado tarde para dar marcha atrás, así que del modo
más gentil posible dije que Yumarlin, según lo que podía oír a través de la pared de
mi departamento, se atoraba siempre en la misma nota de PARA ELISA, tal como él
estaba atorado en una asignatura de la carrera. Es curioso, dije, y sonreí para quitar
importancia a mis palabras. Pero los dos me miraron con consternación, luego la
mujer se puso de pie y se retiró a la cocina. De ahí a unos minutos me despedí. Al otro
día tocaba clase de piano y ya no escuché PARA ELISA. Ni esa tarde ni las que
siguieron. Tampoco volvieron a invitarme a su casa.
CALIMERO

Volví después de mucho tiempo a la ciudad de mi infancia y, en la calle donde


viví, entré en el bar de la esquina con la esperanza de encontrar a un viejo amigo.
Treinta años atrás habíamos tomado ahí nuestro último café. Pregunté por él y la
dueña del local me dijo que no conocía a nadie con ese nombre. Describí a mi amigo,
un tipo bastante inconfundible, y se le iluminó la cara. « ¡Ah, Calimero!», dijo, y
recordé el apodo que mi amigo tenía desde que lo conocí. La mujer me dijo que era
asiduo de ese lugar y su marido añadió: «Si pasa usted mañana a eso de las diez lo
encuentra de seguro». Les dije que por desgracia me iba de la ciudad esa misma
noche, les pedí un papel y escribí un mensaje de saludo para Calimero. No era verdad
que me iba esa noche, pero al oír su antiguo apodo se me habían quitado las ganas de
verlo. Un hombre que carga con el mismo apodo toda su vida, en quien el apodo se ha
vuelto tan consustancial a su persona que quienes lo conocen han olvidado su
nombre; un tal modelo de fidelidad a un solo lugar era en cierto modo mi antítesis y
me asusté, porque a los andariegos nos intimidan los que no se mueven nunca del
mismo sitio. ¿De qué hablaría con Calimero?

Me veía bombardeándolo de preguntas sobre personas que para él ya no


significaban nada, pues la infancia se torna mítica para aquel que se marcha, no para
aquel que se queda, que olvida rostros y nombres conforme éstos desaparecen de su
vista. No, no tenía caso. « ¿Así que usted es su amigo?», me preguntó la mujer. «Desde
que éramos niños», respondí, y a continuación dije para darme importancia: «Yo le
puse Calimero». Se me aceleraron los latidos, porque era mentira. « ¿En serio?», me
miró con admiración, como si hubiera dicho: «Yo pinté la Capilla Sixtina». Un cliente
que leía el periódico levantó la vista para mirarme. Calimero, claramente, era famoso
en ese lugar. Me sentí vil al atribuirme la autoría de su apodo. Se lo dirían, a no
dudarlo. Por suerte, pensé cuando salí del local, él de seguro tampoco recordaba
quién lo había bautizado de esa forma.
EXTINCIÓN DE LOS CONTINENTES

Hasta no hace mucho se podía contar todavía con ellos. Eran de las pocas cosas
confiables, cada uno con su forma precisa, sus climas y sus razas. Incluso las dos
grandes masas de frío situadas en ambos polos contribuían con su simétrica
disposición a transmitirnos un sentimiento de equilibrio general, de abrigo contra la
infinitud del cosmos. Uno, pues, nunca se cansaba de reconocer los continentes en los
atlas geográficos. Nos habían enseñado que en el principio existió una sola extensión
terrestre, llamada Pangea, que se enfrentaba ella sola a la gran masa del océano, una
enorme isla dentro de la isla mayor que era el planeta. Cuando Pangea se resquebrajó,
se originaron los continentes con sus contornos inconfundibles, y el océano también se
resquebrajó en océanos y mares diversos. ¡Cuánto le debemos a ese
resquebrajamiento! De haber vivido en una sola superficie amorfa, en un súper
continente compacto, nunca habríamos inventado la navegación, quizá tampoco
ningún tipo de viaje, y nos habríamos dividido en subespecies cada vez más aisladas.
Fue la fragmentación de Pangea lo que nos hizo movedizos, curiosos, adaptables y
humanos.

Ellos, cuando aún existían, cuando eran algo más que meras figuras en los
mapas del mundo, como ahora, eran a la tierra lo que las nubes son al cielo: formas
caprichosas que volvían habitable la dura monotonía de la esfera. Del mismo modo en
que una bóveda celeste absoluta, sin nubes, sería invisible, y sólo las nubes la
convierten en cielo, así el planeta, gracias a ellos, fue convertido en tierra. ¡Cuántos
suicidas no se salvaron porque recordaron en el último momento que existían otros
continentes, distintos a aquel que los había llevado a desear una muerte prematura!
Esa sencilla verdad los convencía de que la vida podía recomenzar en otra parte, pues
ésta fue siempre su función primordial mientras existieron: advertirnos que no todo
era lo mismo, que valía la pena moverse y que cruzar un gran mar de agua o de arena
o de hielo para arribar a la misma tierra conocida era por fin nacer en esta tierra.
EL MAR EN TODAS PARTES

Guando era niño creí firmemente que el mar dejaba de producir olas al
terminarse las vacaciones. Enterarme de que no era así, de que seguían rompiendo en
la playa cuando nosotros estábamos de vuelta a la escuela, me dejó atónito. No podía
entender semejante desperdicio de energía y belleza. Las olas eran para mí no sólo la
esencia del mar sino el adorno supremo del verano y no podía concebir que siguieran
trabajando cuando nadie estaba para verlas. Tal vez, me dije, alguien en la orilla se
quedaba vigilándolas mientras nosotros estudiábamos inclinados sobre nuestros
cuadernos, alguien se encargaba de no dejar al mar solo y su alma. Pero el daño ya
estaba hecho y ahora podía imaginar el mar abandonado a su suerte, idéntico a sí
mismo en verano y en invierno, con o sin vacacionistas, y eso significó entender la
desolación. ¿Qué es la desolación sino la falta de olas? Lo dijo el poeta: «un mar sin
olas, / desolado». Porque un mar cuyas olas no rompen para nadie es como un mar
que no las tiene, al revés de aquel que las guarda tan pronto como el último
veraneante le ha dado la espalda, que era como yo lo imaginaba de niño.

Tal vez ahí comenzó mi ateísmo, que casi no ha tenido titubeos y en los raros
momentos en que los tuvo, me bastó imaginar el mar en ese trance de ser más mar que
nunca cuando nadie lo ve, para saber que nuestra vida es como la suya: sin testigos y
abandonada a su suerte. De este primer pasmo metafísico debió de venirme mi
propensión a buscar el mar en todas partes, presente en cada cosa y objeto, un mar
incubado que para per- mearlo todo ha recogido, en efecto, sus olas. Así, mi creencia
infantil no era tan errónea. El mar no está abandonado a su suerte porque cuando le
damos la espalda lo llevamos con nosotros y las olas, que de niños creíamos mudas
durante casi todo el año, no dejan de trabajarnos en secreto hasta nuestro próximo
encuentro con él, y al verlas romper de nuevo en la orilla entendemos atónitos,
maravillados, que ninguna rompió durante nuestra ausencia sin que lo supiéramos y
que el mar nunca está solo y su alma.
EL TEMBLOR DE TROYA

Ahora sabemos gracias a los arqueólogos que lo que acabó con el sitio de Troya
fue un terremoto de seis o siete grados en la escala de Richter. El sismo fue
providencial para los griegos. Diez años de asedio infructuoso los hablan convencido
de que Troya era inexpugnable. A los pocos segundos de que la tierra empezara a
temblar se oyó un estruendo proveniente del sector oriental: parte de la muralla se
vino abajo dejando abierto un gran boquete. El factor decisivo fue la lentitud de los
troyanos. De haber colocado prontamente a todos sus soldados en ese punto,
formando una barrera apretada de lanzas y flechas, difícilmente los griegos hubieran
aprovechado el derrumbe; los albañiles habrían podido rehacer la parte derruida bajo
esa protección formidable y, aun con bajas importantes, Troya se habría salvado. Pero
los troyanos, adormecidos después de diez años de asedio, no actuaron con prontitud
y los griegos se colaron por la brecha.

Algunos se dedicaron a la masacre y al saqueo desde el primer minuto; otros,


ante los gritos de las mujeres y los niños sepultados bajo los escombros, no dudaron
en levantar piedras para salvarlos; otros más hicieron ambas cosas: rescataron a una
mujer y luego la violaron; salvaron a un niño pero para degollarlo en seguida. No
hubo órdenes que seguir ni ninguna conducta que acatar, porque los generales
griegos hablan perdido después de diez años de asedio su ascendente sobre la tropa.
Cada soldado actuó según sus instintos y un mismo sujeto podía mostrar en el giro de
pocos minutos dos formas de proceder opuestas. No es extraño que casi todas las
bajas de los griegos fueron a manos de otros griegos, pues muchos aprovecharon la
confusión del asalto para saldar viejas cuentas, durante una jornada demasiado
indescriptible y caótica para que la literatura de la época, todavía imbuida de
oralidad, pudiera desmenuzarla verazmente, y fue así que Homero, con la pobre
retórica a su disposición, optó por inventar un inofensivo caballo de madera que hoy
todos celebramos.
LA TAREA

Cursé la primaria en un edificio de aspecto militar en el cual, después de


comer, me quedaba en el turno vespertino a hacer las tareas que nos hablan asignado
en la mañana. Recuerdo una desmesurada que el maestro nos impuso para
castigarnos y que consistía en dos resúmenes, la memorización de un poema, varios
ejercicios de matemáticas, una lección de historia y el dibujo de dos mapas; todo eso
para el otro día. El propio maestro del turno vespertino se compadeció de nosotros.
Esa tarde se nos unieron los alumnos de otro grupo de tercero, porque hablan tenido
que fumigar su salón. El maestro los puso al tanto de la inusitada carga de trabajo que
Íbamos a despachar en las tres horas siguientes y los conminó a que no nos
distrajeran. Recuerdo la calma sepulcral del salón de clase apenas rota por los pasos
del maestro vespertino que caminaba entre los pupitres y la expresión de
recogimiento de los alumnos del otro grupo, quienes, una vez que terminaron sus
deberes, se quedaron mirándonos inmovilizados por la orden de no molestarnos.

En cierto modo tuvimos más suerte que ellos, pues abrumados y todo, por lo
menos realizábamos una actividad, mientras que ellos, intrusos en nuestro salón de
clase, no tenían nada que hacer. Sólo uno que otro de ellos abrió un libro; casi todos
acabaron por dormirse inclinados sobre sus pupitres, con beneplácito del maestro
vespertino que después de conminarlos a que no nos molestaran, nos conminó a
nosotros a no hacer mido para no despertarlos. En medio del espeso silencio de aquel
salón sobrepoblado nos llegaban de vez en cuando los gritos Y las risas provenientes
de otra parte del enorme edificio, señales de una vida que bullía lejos, inalcanzable.
Aquellos pocos del otro grupo que no estaban dormidos nos miraban con rencor y
envidia, pues la enorme tarea impuesta a mi grupo caía con igual o más peso sobre
ellos. Nos castigaba parejo, impidiéndonos establecer alguna empatía entre nosotros,
la más mínima alianza o el menor gesto de fraternidad.
UN SUENO RECURRENTE

Llego al colegio y me avisan que hay examen de matemáticas, el maestro no


tardará en llegar y yo no tengo un solo apunte en mi cuaderno porque nunca he
entrado a su clase. Ni siquiera me conoce. Pienso hablar con él para que entienda mi
situación: poseo un título de licenciatura y otro de maestría, varios libros míos han
sido traducidos, he recibido algunos premios e invitaciones al extranjero, estoy casado
y mi hijo no sólo tiene una licenciatura, sino una maestría. Por todo ello creo
merecerme una calificación aprobatoria en matemáticas. Me conformo con un seis,
pues necesito el certificado de bachillerato. Apartado de mis compañeros, todos ellos
jovenzuelos más chicos que mi hijo, aguardo a que llegue el maestro, pero el maestro
no llega, se retrasa mientras yo repaso en un rincón mis argumentos y contemplo la
posibilidad de echarme a llorar, por qué no, con tal de que me entreguen el maldito
papel de bachillerato.

Por alguna extraña razón pude hacerme de una trayectoria profesional sin él y
titularme en la universidad, y ahora estoy aquí aguardando un examen de
matemáticas que había olvidado. ¿Por qué lo postergué tanto tiempo? Poseo un título
universitario postizo cuya validez está condicionada a que apruebe este examen. He
escrito varios libros, pero nadie los ha leído, pues aguardan el resultado de este
examen para hacerlo. Son también libros postizos. Todo, en suma, depende de que
apruebe matemáticas. ¿También mi hijo? El no es postizo, es realísimo. ¿Qué va a
pasar con él si no apruebo? ¿Me prohibirán verlo? ¿Le asignarán otro padre? Creí que
mi hijo era el examen decisivo, creí que con él pagaría todas mis asignaturas
pendientes y por lo visto me equivoqué. Los jovenzuelos, al ver que el maestro no
llega, se han retirado, cosa que agradezco. Yo lo seguiré esperando. Mientras,
escribiré mi nombre muy despacio y con bonita caligrafía en la portada del cuaderno.
Siempre tuve bonita caligrafía. Guando termine será un cuaderno sin un solo apunte,
pero de presentación intachable. No puedo hacer más y tal vez con eso me aprueben.
BUSCAR UN LIBRO

Uno de los libros más entrañables de mi biblioteca había desaparecido. Llevaba


semanas buscándolo. Apenas tenía un poco de tiempo revisaba mis estantes y
siempre me quedaba la duda de si había buscado bien. Cada vez me llevaba una
sorpresa: libros que había olvidado que tenia, otros cuya existencia ignoraba, otros
más que hallaba fuera de lugar. Tal vez no encontrar el libro perdido era sólo una
artimaña para seguir con esas pesquisas que se estaban volviendo un vicio. Así, para
acabar con ellas, le hablé a uno de mis mejores amigos, que siempre encuentra todo,
para que buscara el libro por mí. Cuando llegó a mi casa me pidió que me fuera. Si
estás tú no puedo concentrarme, dijo. Fui al cine y cuando regresé él ya no estaba,
pero había dejado el libro perdido sobre la mesita del teléfono. Lo llamé para darle las
gracias y preguntarle dónde lo había encontrado. Contestó que en el segundo librero.
Siendo ése su lugar de costumbre me pregunté cómo era posible que no lo hubiera
visto. Mientras daba vueltas en la cama sin poder cerrar el ojo intuí la verdad, encendí
la luz y volví a llamarlo. Contestó con voz de angustia y le pregunté en qué estante del
segundo librero lo había encontrado.

Medio dormido balbuceó que no se acordaba, pero yo insistí, lo acosé a


preguntas, y acabó por confesar que unos meses atrás lo había sustraído de mi
biblioteca sin avisarme. Si pido prestado un libro no lo puedo leer: tengo que
llevármelo, explicó. Le pregunté si se había «llevado» otros y dijo que sí, una docena
durante el último año y me los había devuelto todos sin que yo me diera cuenta. Le
pregunté qué libros eran y me dijo que no se acordaba bien, porque hacía lo mismo
con los libros de todos sus amigos. Me gusta llevármelos, pero los devuelvo sin falta,
dijo con vergüenza. Sí, los devuelves a los estantes equivocados y seguramente
también al dueño equivocado, dije yo, y colgué. Fui a mi estudio y me pregunté
cuántos libros habría allí que no eran míos. Mis latidos habían aumentado de la
emoción, puse agua para café e inicié la pesquisa.
ENVEJECER

A los cinco años de edad envejecí por primera vez. Mi calle había sido cerrada
al tránsito a causa de las obras del metro y en ella se fue acumulando un montón de
herramientas y materiales, entre ellos una tarima de madera que nunca supimos para
qué servía. Tenía unos diez metros de longitud por un metro y medio de alto. La
usábamos para ganar impulso y saltar, compitiendo para ver quién llegaba más lejos.
Ahora me pregunto cómo podíamos saltar con ese impulso y desde esa altura
respetable, indiferentes a los raspones y heridas que nos dejaban nuestros aterrizajes
sobre el suelo de tierra. Tal vez entre los cinco y los siete años hay una edad especial
para caerse. Dura unos cuantos meses o unas pocas semanas, y en ese tiempo nuestra
flexibilidad nos hace entablar con las caídas una relación temeraria que se traduce en
una sensación de invulnerabilidad y nos proporciona el arrojo de los grillos. Acaba de
golpe y yo recuerdo la mañana en la que la perdí.

Corría como de costumbre a lo largo de la tarima para tomar impulso, pero a la


mitad de la carrera mi alegría se esfumó, cobré conciencia de la magnitud del salto y
tuve miedo. Me hice a un lado para que el niño que venía atrás no me embistiera y
miré con envidia cómo saltaba. El todavía se deslizaba por un tobogán oculto. Todos
brincaron menos yo, único viejo entre niños, cobarde entre héroes, despierto entre
hechizados. Muchos años después, con mi hijo de unos pocos días de nacido en mis
manos detecté el momento preciso en que lo venció el sueño, ya que sus facciones se
relajaron súbitamente. Más que dormido parecía haberse retirado a la calma
amniótica del estado fetal. Fue la primera y última vez que me fue dado ver aquel
relajamiento absoluto. Una semana después me encontraba en la misma situación,
sosteniéndolo luego de que mi mujer le había dado pecho, y volvió a dormirse en mis
manos, pero ahora una mínima inquietud, un encogimiento casi imperceptible
impidieron aquella asombrosa distensión de unos días antes, y supe que mi hijo de
quince días de nacido había empezado a envejecer.
FLUIDEZ

Fue su manera de poner las comas. Le daba a leer mis textos que ella puntuaba
como si cada punto y cada coma les fueran dictados por Dios. Traté de rebelarme. La
fluidez, le decía, con tantas comas acabas con la fluidez. Se quedaba en silencio,
sonreía y, a lo mucho, replicaba con un «Es tu texto, tú decides». Pero yo no decidla
nada, acababa por darle la razón en todo. ¿Qué es la fluidez, al fin y al cabo? En la
escuela, cuando el maestro nos pedía nuestras impresiones de lectura sobre algún
libro, decíamos invariablemente: «Tiene un estilo fluido», y la respuesta lo dejaba
satisfecho. «Estilo fluido» era una máxima incontrovertible como «Dios es bueno».
Todos los escritores tenían un estilo fluido. ¡Qué tonto debí de parecerle a ella
defendiendo la fluidez de mis textos, como si la literatura fuera una subdivisión de la
hidráulica! Ella nunca pronunció la palabra fluido o fluidez, pero ponía comas en
lugares recónditos que volvían el camino de la frase más pedregoso, y le otorgaban
una credibilidad que antes no tenía. Guando corregía sus ojos se concentraban como
un cazador que vislumbra la presa.

Era tímida, pero en esos momentos se volvía un ave rapaz y temible. Una vez
plasmada en la hoja, su puntuación, que podía parecer en extremo escrupulosa y casi
pusilánime, se volvía inatacable. Viniste al mundo a poner comas, le dije una vez. «Si,
las tuyas», contestó sin mirarme. Tenía razón. Antes de conocerla yo conocía las
comas, pero no las mías. Mis amigos, que nunca la vieron corregir, no lograban
entender que yo hubiera dejado a Susana por una correctora poco agraciada como
ella. «Me dio un estilo», les decía. «Te embrujó, que es distinto», decían ellos. «Puede
ser, pero me enseñó a embrujar a mi lector», replicaba yo. Sus comas cambiaron no
sólo la respiración de mis textos, sino mi respiración corporal. Un estilo, si no es puro
maquillaje, te cambia la vida. Y el estilo surge de la puntuación, sobre todo de las
comas. Sus comas terribles, casi gotas de plomo en la página, me abrieron los ojos, y
nunca se lo agradeceré bastante.
ALAMBRES RETORCIDOS

Patrizia Cavalli, la poeta italiana, refiere que de niña tenía la habilidad de abrir
cualquier armario, cualquier puerta o cajón de los que se hubiera perdido la llave.
«Ignoro cómo hacía: me inspiraba, / no era ciencia sino devoción», escribe en un
poema alusivo titulado «La guardiana». Le bastaba introducir en la cerradura unos
alambres retorcidos y entrecerrar los ojos para, «oyendo absorta como un rezo»,
alcanzar el «gatillo» oculto del mecanismo. Confiesa en el mismo poema que esa
habilidad le sirvió de adulta para escribir poesía. Las cerraduras fueron su
«ejercitación» para hacer versos. Leer a Cavalli sería muy saludable para aquellos
poetas a quienes nunca les ha pasado por la cabeza que la hechura de un poema
puede entrañar una dificultad real, de esas que a menudo nos vencen y nos obligan a
retirarnos sin haber conseguido nada, como puede ser el abrir una cerradura sin llave.
Muchos de los poemas que se escriben actualmente carecen de una mínima sensación
de dificultad, como si a su autor no lo hubiera rozado ni por un instante la duda de no
poder escribirlos.

La idea de la poesía entendida como faena, como apuesta, como jugada que
puede o no resultar ganadora, está del todo ausente de gran parte de la poesía que se
escribe hoy. Los poemas parecen más fruto de una decisión que de un golpe de suerte.
Con calma y empeño el poeta llevó a cabo su ejecución, y con eso se dio por satisfecho.
Parecen dictados de poemas más que poemas, o sea son poemas escritos no como
quien sale a buscar el poema, sino como quien fabrica el poema que le dictó su
conciencia. Ahora bien, la conciencia es sorda; actuar a conciencia es actuar con
determinación, o sea con los oídos tapados. Esa poesía parece haber sido escrita sin
oírse a sí misma. El dictado, de hecho, exime de oír. También exime del fracaso. Sería
bueno que en los talleres de poesía se les diera a los alumnos unos berros retorcidos
para entrenarlos a abrir cerraduras. Aprenderían a oír, a entrecerrar los ojos, a
aguardar con devoción, a calibrar el pulso y, sobre todo, a fracasar.
LA HERIDA Y LA CUEVA

Filoctetes tiene una herida en la pierna que supura un líquido apestoso y le


arranca unos gritos espeluznantes. Los aqueos, que navegan rumbo a Troya para
rescatar a Helena, deciden abandonarlo en una isla desierta porque no pueden cargar
con ese inválido que turba la paz del ejército. En su isla Filoctetes se convierte en un
Robinson Crusoe, con una diferencia fundamental: Crusoe, sano y emprendedor,
coloniza su isla hasta volverla confortable; Filoctetes, paradigma del resentimiento,
vive en una cueva cuidando su herida que no se cierra y maldiciendo a los aqueos que
lo abandonaron en ese páramo desolado. Pero muchos años después un oráculo
anuncia que sin su arco mágico, regalo de Heracles, los aqueos no podrán ganar la
guerra, así que hay que ir por él y llevarlo a Troya por las buenas o por las malas. La
dura labor de persuasión corre a cargo de Neoptolomeo, el hijo de Aquiles, que
fracasa ante el odio acérrimo que siente Filoctetes por los aqueos. Sólo la aparición de
una divinidad, Heracles, el dueño original del arco, que lo amonesta por su
terquedad, lo hará someterse a la razón de Estado y embarcarse rumbo a Troya.
Sófocles apunta en su tragedia que la cueva donde vive Filoctetes tiene dos entradas
y la atraviesa el viento.

Esto significa que vive en ella no como un animal, sino como un ser humano,
pero merced a lo imprevisto. Su herida en la pierna, de la que mana pus sin cesar,
imita la cueva, como si otro viento le impidiera cicatrizar, y ambas, la herida y la
cueva, lo mantienen absorto en sí mismo, mascullando su dolor y sin perspectivas de
alguna mejora. En realidad, se está afinando en la isla como el arma letal que es,
decisiva para ganar la guerra. No «amuebla» su isla, como Robinson Crusoe, que ha
cerrado sus heridas y por eso puede someter a la naturaleza que lo rodea, sino que
vive en ella en una penuria absoluta. Para los antiguos las islas perdidas no
representaban la ocasión de un test tecnológico, sino un paréntesis sagrado. Prosperar
en ellas era algo inconcebible. Sólo cabía, como Filoctetes, desangrarse y esperar.
LA HUMILLACIÓN

Con una frecuencia inusual para los parámetros de hoy los personajes de
Dostoievski humillan y son humillados. Léase esta frase de EL IDIOTA: «Gabriel
Ardalionovitch no se atrevía a presentarse en ninguna parte a causa de lo
avergonzado que estaba por las humillaciones que habla sufrido». Es una frase, por la
naturalidad con que se profieren en ella palabras como vergüenza y humillación,
inimaginable en una novela de hoy. Nuestra sociedad, que enarbola los derechos del
individuo y ha hecho de la individualidad un santuario, ha perdido la costumbre de
usarlas. Es como si fueran portadoras de una pestilencia insoportable y su sola
mención nos toma indefensos. Preferimos palabras menos comprometedoras como
discriminación, segregación, injusticia o, a lo mucho, vejación.

El caso de un buen novelista como Coetzee es paradigmático. Escribió una


excelente novela sobre la humillación y la tituló DESGRACIA. La palabra no hace
justicia al libro. La desgracia es un golpe de suerte adverso, una merma de la gracia,
pero ser humillados no tiene nada que ver con la buena o la mala suerte. La hija del
protagonista, de raza blanca, es violada por unos jóvenes negros, en un claro acto de
deshonra que es al mismo tiempo un acto de adopción de la victima por parte de sus
verdugos. Coetzee ha leído a Dostoievski y sabe que la humillación es un secreto
reconocimiento del otro. Se humilla para incorporar, para ingerir, porque el
humillado es parte de uno y no se puede humillarlo sin ponerse en su lugar, por eso
sólo humilla aquel que ha sido humillado a su vez, o que teme serlo y quizá lo desea
secretamente. La humillación mata pero también regenera. En este sentido, todo rito
iniciático es una humillación, y la humillación, como ocurre a menudo en Dostoievski,
es una forma radical de desprenderse de un yo gastado. Por eso puede decirse que
aquel que nunca ha padecido una humillación no se pertenece realmente a sí mismo.
Hoy, al cancelarla de nuestra vida, hemos perdido la confianza en una transformación
profunda y ésta es quizá nuestra auténtica desgracia.
PURA SANGRE FRÍA

Una noche me asaltaron tres jóvenes en un terreno baldío. Guando me tiraron


al suelo dejé de luchar, pero el más excitado de ellos agarró una piedra y la levantó
para pegarme en el rostro. Le dije con un nudo en el estómago: «No es para tanto, ni
siquiera puedo moverme, mejor suéltala». La frase, un discreto pedir permiso para
seguir viviendo, surtió efecto, él dejó en el suelo la piedra y sus compinches me
trataron con inusual delicadeza al despojarme de mis pertenencias. Podría pensarse
que me salvó mi sangre fría, pero yo creo que fue puro estilo literario. Algunos años
atrás, para ganar una apuesta, interrumpí una misa que se oficiaba para un colegio
femenino.

Entré en la iglesia y caminé con un nudo en el estómago hasta el altar en medio


de una multitud expectante; al llegar ante el sacerdote lo saludé con un gesto de
desparpajo y desaparecí en la sacristía provocando una explosión de risa general. El
que lograra recorrer el trecho hacia el altar con expresión risueña fue también cosa de
estilo literario. Muchos años después entregué a una editorial mi segundo libro de
cuentos, firmé el contrato y cuando leí las pruebas impresas descubrí que uno de los
seis cuentos era un cuento fallido. Al otro día, corrigiendo el último cuento
comprendí que también era fallido. Me invadió el pánico. Sin esos dos cuentos el libro
no existía y se iban a la basura tres años de trabajo. Hablé con el editor, que me dio
dos meses para reescribirlos. Me encerré a piedra y lodo, trabajaba doce horas diarias
e iba a la cama con un nudo en el estómago. Temía que, si fracasaba, no podría volver
a escribir. Era como tener otra vez la piedra levantada de aquel joven, a punto de
estrellarse en mi cara, y la multitud de ojos femeninos mirándome en medio de un
silencio atroz. Ignoro cómo logré sacar a flote las dos historias. Podría pensarse que
fue a base de estilo literario, pero esta vez contaron la sangre fría y el nudo en el
estómago, que es como se escriben los cuentos más difíciles, aquellos con los que
pedimos permiso para seguir escribiendo, para seguir viviendo.
EL LIBRO EN LLAMAS

Guando era joven acampé en una playa con unos amigos, y de noche, como es
típico, encendimos una fogata. Las pocas ramas que pudimos juntar no fueron
suficientes y el fuego empezó a menguar. Para avivarlo agarré una novela que había
terminado de leer, arranqué unas hojas y las eché a las llamas. De golpe surgió de la
oscuridad una mujer de aspecto nórdico, que me reprendió en un pésimo español y se
acercó apresuradamente a rescatar las hojas que se estaban quemando. Las juntó y,
apartándose unos cuantos metros de nosotros, se puso a reconstruir el libro en
silencio. Durante esa tarea el fuego no tardó en apagarse. Aún la veo, encorvada sobre
mi novela con expresión compungida, alisando cada hoja estropeada por las llamas.
La detesté, pero me faltó el valor de arrancarle el libro de las manos.

Era mi libro, pero, ¿los libros son enteramente de quien los posee? ¿No guardan
un estatuto que rebasa la lógica de la propiedad individual? ¿Era ese estatuto supra
individual lo que le había dado a esa mujer la fuerza de ir a rescatarlo de las llamas,
como si dijera: mientras un libro no se queme, es de quien lo adquirió; pero, una vez
que se arroja al fuego, deja de pertenecer a su propietario? Entre el fuego y el libro yo
había escogido el fuego, la rueda de los amigos, el calor no sólo físico de las llamas
sino el fuego que une y nos confunde con los demás; por eso había sacrificado el libro
sin pensarlo. Ella, aun sin saber qué libro era, no había dudado en poner a salvo la
palabra escrita, que para algunos es sagrada, porque encierra un testimonio
intransferible. Todo libro rompe un cerco, pero a su vez nace de él, de una voz que ha
sido capaz de volverse un cerco de voces, un murmullo junto al fuego. Yo no sabía si
detestar su puritanismo protestante, que endiosa la palabra hecha permanencia, aun a
costa de sacrificar el calor elemental de las cosas, o reconocer su valentía; no sabía, es
más, no sé todavía después de tantos años si aborrecer a esa mujer surgida de la
oscuridad o venerar su memoria.
EL IDIOMA MATERNO

Es un hueso duro de roer. Guando se cree que por fin nos liberamos de sus
palabras, sus giros sintácticos, sus modismos intraducibles a otros idiomas, y que
después de tantos años de hablar, soñar, amar e injuriar en otra lengua, uno se ha
emancipado de su atadura, resulta que, al igual que esas calcificaciones de materia
marina que se adhieren al cuerpo de las ballenas y que semejan enormes quistes, el
viejo idioma no ha desaparecido, sólo se ha replegado en ciertas zonas, una de las
cuales, quizá la más resistente, es el llanto. No se llora a secas, en abstracto, sino en el
seno de una lengua concreta, de ahí que muchos individuos que adoptaron otra
lengua, cuando lloran, sienten que lloran todavía en su primer idioma. Así, al dolor
que produjo el llanto se suma la congoja de saber que no se han desprendido de su
viejo llanto, de su viejo idioma; que siguen viviendo y hablando en materno, lo que es
particularmente duro para aquellos que se han aventurado a escribir unos libros en el
idioma de adopción, pues temen que tarde o temprano llegará alguien a quitarles la
fina cubierta y descubrirá debajo de lo que escribieron el hueso duro de roer, el
idioma remoto, el viejo llanto, y los acusará de no haber hecho más que trasladar
palabras de su primera lengua, o sea de haber fingido todo el tiempo. Así, el
extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de
una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir
en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta
traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que
puede aspirar un escritor por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo
escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua
madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una
lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto y se
abdica del llanto porque sólo dejando de llorar se puede escribir.
«Hay árboles en los que se apoya un bosque». Dentro de la magnífica obra de
Fablo Morábito, que Incluye poemas, cuentos, ensayos, traducciones y una novela,
escritos en el rigor del silencio, este libro representa uno de esos árboles que sintetizan
el bosque en el que se encuentran sumergidos. Si el aprendizaje del idioma materno
supone para el hablante la renuncia a ese momento inicial en el que todas las lenguas
se abren como una promesa, este libro «nos proporciona a base de lenguaje la salida
del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo».

Con el sigilo de un ladrón que entra en una casa por la noche mientras todos
duermen, el escritor traiciona a sus semejantes pero es también un centinela que vela
su sueño. Desde el primero de los ochenta y cuatro breves textos que conforman este
libro, los temas de la traición y de la vocación son los ejes a través de los cuales el
autor busca el episodio decisivo que determinó su destino de escritor. Sin ser ni
remotamente una autobiografía, impresiona la voluntad de desnudamiento que
recorre cada uno de estos textos, empezando por la aceptación de que escribir es una
forma de darle la espalda al prójimo.

Con ironía y a menudo con humor, Fabio Morábito emprende en EL IDIOMA


MATERNO un viaje en busca de sus raíces, entregándonos un libro que es también la
celebración de nuestra capacidad de escapar de la tiranía del concepto y llegar al
límite del lugar en el que el mundo se revela libre de cualquier mirada.

También podría gustarte