Morabito Fabio El Idioma Materno
Morabito Fabio El Idioma Materno
Morabito Fabio El Idioma Materno
FABIO MORABITO
SGRITTORE TRADITORE
Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de
un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro
señalara a Massimo. El puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la
primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y
también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió
la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P.,
a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno.
Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho,
ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése
fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di
cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una
fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y
creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al
mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos
vocaciones estrechamente unidas.
ROBAR
A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las
monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima
agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba
prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de
lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía
disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla
que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi
no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el
cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la
breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco
de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que
necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda
más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si
no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de
ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia
introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos
cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que
enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque
cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los
bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo
esas palabras y ni una más.
Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano
para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela,
historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos.
Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad su ansia por
dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. El aspiraba a escribir, tenía un
indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que
yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una
de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener
ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene
que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos
y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en
un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos,
tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no
tuvieran algún subrayado.
Hay árboles en los que se apoya un bosque. Puede que no sean los árboles más
viejos, ni los más grandes ni los más altos; puede que no se distingan de la mayoría de
los otros árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron un paso decisivo
en el subsuelo, que inclinaron el tronco en la dirección debida en el momento debido y
abrieron el camino a sus congéneres para transformar en bosque una simple arboleda.
Lo mismo ocurre con los libros. En unos cuantos de ellos se apoya nuestra biblioteca.
Puede que no sean los más viejos, ni los que más amemos, ni los que hayamos leído
más veces, pero por algún motivo han determinado la dirección y el carácter del
conjunto. En mi caso, uno de estos libros es El extranjero, de Albert Camus, un libro
que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada vez que lo releo, me gusta menos.
Sin embargo, reconozco en él un ascendente sobre los otros libros de mi biblioteca, y
ésta me parece impensable sin su presencia. Otro puntal de mi estantería es Esperando
a Godot, de Samuel Beckett. Al revés de El extranjero, cada vez que lo releo, me gusta
más. Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.
Después de diez años de asedio infructuoso, los griegos, al parecer, se han ido,
dejando un enorme caballo de madera delante de Troya. Los troyanos se acercan
circunspectos. Discuten durante tres días si es mejor introducir el caballo en la ciudad
o prenderle fuego. Entre ellos está Tairis, ciego de nacimiento y cuya agudeza de oído
es legendaria. Después de tres días cunde la desesperación entre los guerreros griegos
que se hallan en el vientre de la bestia. Sedientos y debilitados, han guardado un
silencio absoluto por temor a ser descubiertos, sobre todo por Tairis, a quien Odiseo
conoce. Al amanecer del cuarto día Tairis escucha un sonido casi imperceptible
proveniente del interior del caballo. Se queda inmóvil. ¿Dónde y cuándo escuchó algo
semejante? Ya recuerda: de joven acompañó a su padre comerciante en un largo viaje
y visitaron Itaca, cuyo rey, Odiseo, los recibió en su casa. Recuerda el tintineo de la
pulsera de oro del joven rey, que ahora ha vuelto a oír. Tairis va a hablar con el rey
Priamo y le comunica que Odiseo está dentro del caballo; con él, de seguro, hay otros
guerreros, posiblemente la crema y nata del ejército griego.
La treta ha sido descubierta. Priamo le ordena que no abra la boca. Sabe que si
se corre la voz, la gente quemará el caballo y el fuego hará irreconocibles los cuerpos
de los que ahí se esconden. El lleva diez años imaginando los rostros de Odiseo, de
Agamenón y Menelao. Quiere verlos y, después del trato cruel que ha sufrido su
adorado Héctor a manos de Aquiles, quiere que lo vean, que lo último que vean antes
de morir sea su rostro y el de la esplendente Troya, que resistió a su asedio. Luego los
colgará en la llanura, y los griegos, ante la visión de sus jefes ahorcados, se irán para
siempre. Ordena pues introducir el caballo en la ciudad. No cuenta con el ruidoso
festejo que esa noche estalla en todos los rincones y ablanda la vigilancia de los
soldados. Los griegos logran deslizarse fuera del caballo y abrir las puertas. Algunos
dicen que Odiseo, conociendo a Priamo, agitó su pulsera adrede.
LOS NOMBRES DE LOS MUERTOS
A los catorce años vacacioné por primera vez con mi familia en un gran hotel.
Mientras Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco revisé el folleto del
establecimiento, que traía la frase «Coctel de bienvenida», e imaginé un agasajo
organizado en alguno de los salones o en la orilla de la alberca para festejar nuestra
llegada. Aunque no se me escapaba el tinte algo inverosímil del asunto, al repasar las
fotos del hotel, con sus enormes espacios y jardines, su altura desmesurada, su clima
aséptico y sus elevadores futuristas, concluí que ahí las cosas obedecían a una lógica
nueva y sorprendente. No es que creyera que a nuestra llegada un destacamento de
empleados correría a abrir el salón del primer piso, con terraza al mar, para desplegar
decenas de manteles sobre las mesas, mientras otro destacamento tocaría las puertas
de los cuartos para invitar a los huéspedes al coctel organizado en honor de mis
padres, de mi hermano y mío; más bien supuse que en el salón con terraza al mar se
llevaba a cabo un coctel continuo y que a nuestra llegada se nos anunciaría a las
personas ahí reunidas, que harían un cerco festivo a nuestro alrededor, chocando sus
vasos con los nuestros y haciéndonos mil preguntas. Tal vez, quién sabe, los primeros
cocteles de bienvenida eran efectivamente así y se degradaron conforme se hizo
oneroso mantener un convite permanente en el cual era preciso ofrecer bebidas gratis
o a un precio muy bajo a los huéspedes encargados de dar la bienvenida a los otros.
Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de
extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a
veces dos, a veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que
desaparezcan de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan
diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes
todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre
viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos
nietas que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo
suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre
profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero.
Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el
último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Las
dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y tratan de adivinar la forma correcta
de cada palabra, «restando» los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no
les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate,
el tartamudeo facilita las cosas, porque deja cada palabra en estado puro, sin acento y
perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo.
Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido
con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las
palabras «sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico?
¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que estropeó durante
toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de
si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la
posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las
chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.
LENTITUD
El ahora se mueve en esa casa con soltura, ya casi no choca contra los muebles
como los primeros días y, por fin, le anuncia que está listo. Llega sin la venda en los
ojos y cuando ella le abre la puerta, se queda inmóvil mirando la sala y el comedor,
que conoce tan bien. ¿Es como te lo imaginabas?, le pregunta ella temblando. Nunca
es como uno se lo imagina, responde él. Tómate tu tiempo, le dice ella, y se encierra en
su cuarto. El pasa revista a todo el departamento y acaricia cada objeto casi sin
mirarlo, inquieto por la idea de que la verá desnuda, y se acerca poco a poco a su
recámara donde ella aguarda nerviosa y ruega que le guste toda la casa, incluido su
cuerpo.
CUADERNOS USADOS
Tuve un maestro que nos leía cuentos mientras paseaba por el salón de clase.
Sostenía el libro abierto en la mano derecha y guardaba la izquierda en el bolsillo del
pantalón, que sacaba para dar vuelta a la hoja y, aprovechando el gesto, propinaba un
coscorrón a los que hablaban o miraban por la ventana. Si la falta era más grave
interrumpía la lectura, cambiaba el libro de mano y asestaba con la derecha un golpe
tremendo en la cabeza del desgraciado en turno. Lo veo todavía en su eterno traje gris,
gastado de tanto uso, caminando entre los pupitres. Su manera de sujetar el volumen
abierto con una mano, ocultando la otra en el bolsillo del pantalón, me hizo entender a
carta cabal qué es un libro. La mano golpeadora, oculta en el bolsillo, era la misma con
la que daba vuelta a las páginas con suma delicadeza. Ese hombre cuya autoridad
sobre nosotros era inmensa, con un libro en la mano sufría una metamorfosis y un
ablandamiento que llegaban a cambiarle los gestos y la voz.
Con ello, se nos hacía palpable el ascendente que un libro, ese objeto
relativamente sencillo, puede tener sobre una persona. No nos cautivaba tanto el
relato como la transformación del maestro. Pero nadie podía considerarse a salvo y
cuando sacaba la mano del bolsillo para dar vuelta a la hoja, volvíamos a temblar. La
mano aguardaba unos segundos, lista a descargar un golpe sobre algún
desprevenido. Esa pausa, muy breve si el cuento tenia atrapado a nuestro verdugo, se
alargaba peligrosamente si la historia resultaba floja. En cierto modo eso representó
una lección duradera de bien escribir, porque no me cabe la menor duda de que un
buen cuento y a veces tan sólo una buena línea nos ahorraron unos certeros golpes en
la nuca y en el cráneo. Habría pues que escribir siempre así: bajo una constante
amenaza física, en un pupitre incómodo, con la cabeza gacha y rogando por la eficacia
de cada frase. Pero hoy desgraciadamente en la mayoría de los talleres literarios se
enseña a escribir sin miedo y con la frente en alto.
PISOTEAR LIBROS
Gregorio Samsa, el hombre que no grita, renuncia a todo vínculo con los otros,
porque el grito es el último lazo que nos une a nuestros semejantes. Por eso puede
decirse que Samsa se vuelve un insecto porque no grita; de haber gritado, es muy
posible que la espantosa alucinación que lo asalta a primeras horas de la mañana se
hubiera evaporado. En lugar de eso, Samsa prefiere razonar. Cada nuevo
razonamiento solidifica su metamorfosis hasta volverla real e irreversible. Se separa
de los demás a base de razonamientos. Por eso, en un sentido, el tema profundo de
esta fábula es la conversión de alguien en escritor, la aceptación de la esclavitud que
entrañan las palabras, la espantosa inmovilidad de quienes eligen convertir el grito en
especulación, que es, en esencia, el sino del escritor, pues todo relato surge de
suspender una exclamación de horror o de maravilla, y ahí, en el claro
momentáneamente abierto por la ausencia del grito o del llanto, deslizar unas
palabras antes de que se extinga la expectación general.
ANA KARENINA
Me acosté en la cama y puse una compresa caliente bajo la espalda. Tenía que
quedarme veinte minutos inmóvil, extendí el brazo hacia el librero y el primer libro
que alcancé fue Ana Karenina. No lo había leído, decidí hojear las primeras páginas
mientras duraba el efecto de la compresa y cuando el calor se disipó, había leído más
de cuarenta. Volví a poner el libro en su lugar. Me acordé de él hasta el otro día,
cuando me apliqué otra compresa. Extendí la mano, abrí el libro y seguí leyendo. No
tenía la intención de echarme semejante tabique, pero no quería quedarme mirando el
techo y llegué a la página ochenta cuando se disipó el calor de la compresa. Devolví el
libro a su lugar. Ochenta páginas eran un buen trozo para hacerme una idea del
conjunto. Me dije que podría acometer las ochocientas setenta páginas del libro en un
futuro no muy lejano, quizá dentro de unos meses. Tres días después me encontraba
en la sala de espera del dentista y en los anaqueles de las revistas había un solo libro
grueso: Ana Karenina. Lo agarré y reanudé la lectura en el punto en que la había
interrumpido. Era otra traducción, con un estilo más rebuscado.
El doctor me hizo esperar una hora y media, tiempo durante el cual avancé
hasta la página 160. Dije avancé, porque yo no estaba leyendo Ana Karenina, sino
echando las bases para leerlo en un futuro más o menos cercano. Al absorber cada
página sólo estaba tanteando el terreno. Eso no quiere decir que las absorbía de
manera descuidada, sino que me contenía en cuanto a emociones y pensamientos. Me
decía: aquí hay indignación, esto es para reírse, esto otro para conmoverse, pero no
me indignaba, no reía ni me sentía conmovido, porque no lo estaba leyendo. Es
verdad que a veces me dejaba llevar por los acontecimientos y tenía que decirme:
calma, es sólo un ensayo. Se juntaron varios factores que hicieron que, en cosa de tres
semanas, entre aplicaciones de compresas y visitas al dentista, llegué a la última
página. Satisfecho, guardé el libro en su sitio. Me había hecho una idea muy sólida de
él. Pronto lo leería.
EL VELADOR DE VALLE JO
Tengo un amigo que apenas lee novelas y cuando se topa con una que lo
apasiona, entra en un estado de gran nerviosismo. Cada tres páginas sale a dar una
vuelta al jardín de su casa, preguntándose cómo evolucionará tal o cual situación de la
historia. Reanuda la lectura y, dos páginas después, regresa al jardín para rumiar lo
que leyó. Las ventajas de este método de lectura son evidentes. Para empezar, el
ejercicio. Mi amigo está en constante movimiento y en contacto con la naturaleza.
Puede que viva cien años. ¿Cuántas novelas habrá leído al cabo de ese tiempo? Con su
método, es probable que sólo una docena, lo cual representa otra ventaja. ¿Para qué
leer más? En realidad, lo que hace mi amigo es sabotear el final de las novelas que lee.
En su jardín, mientras pasea entre los arbustos y las flores, se hace tantas preguntas y
baraja tantas posibilidades de la trama que, cuando llega por fin a su desenlace, o ya
lo conoce, porque es una de las soluciones que contempló de antemano, o bien,
después de todas las perspectivas y los caminos que sondeó en su mente, el final ha
pasado a un segundo plano. Mi amigo, en resumen, lee todas las novelas como
historias inconclusas. Lee resignadamente, lo que le permite sumergirse en cada
página como si fuera la última. La clave está en su jardín.
Con un jardín a disposición donde poner a secar las frases leídas y darles
vuelta una y otra vez, mi amigo puede pasearse entre las flores mientras pondera tal
acción, tal diálogo, tal conflicto de los personajes. Para los que no tenemos esa suerte,
que somos la mayoría, nuestro único jardín es el final de la novela, que es el momento
en que nuestro espíritu podrá salir de paseo para rumiar lo que ha leído. Mientras no
llegue ese momento, hay que leer la historia de prisa, devorando sus páginas, casi sin
levantar la cabeza del libro, como obreros en una cadena de montaje o mineros en el
fondo de una mina. Así, la novela, género que, aún más que el cuento, se cimenta en
una lectura voraz y absorbente, no habría surgido sin la gradual extinción de los
jardines.
BAJAR EL VOLUMEN
Se puede cambiar una cara con el maquillaje, una peluca o la cirugía plástica,
pero no se pueden cambiar los gestos. La manera de correr, de peinarse, de dar un
apretón de manos o de sostener el tenedor no puede alterarse con ninguna cirugía.
Nuestros ademanes son intransferibles. Nuestro olfato, en cambio, es uno de los más
pobres del reino animal. En cierto modo, la capacidad que tenemos de captar un sello
específico en los gestos de otra persona es el equivalente de la capacidad olfativa de
muchos animales. No sé si otras bestias poseen este don nuestro, pero supongo que el
cachorro de una camada reconoce a sus hermanos por el olor y no porque advierta un
parecido entre ellos. Lo que llamamos «parecido» pertenece al ámbito de la
gestualidad y no es gratuito que una de las acepciones de «gesto» sea la de
«semblante», porque nuestros gestos nos definen tan bien como nuestra cara.
Quizá hace falta una capacidad lingüística desarrollada para que una
característica física se transforme en una abstracción, o sea en un signo que podamos
identificar aun cuando la característica haya cambiado, como cuando reconocemos en
un anciano los gestos que tenía de joven. Los gestos del viejo no son los mismos
porque su cuerpo ya no es el mismo, pero el acorde, por llamarlo así, que los vincula y
forma un estilo gestual, no ha cambiado, y ese estilo, ese acorde, es la abstracción que
retenemos y reconocemos como peculiar e intransferible de su persona. Los humanos
tenemos la capacidad de ver personas y no individuos, y la persona es un conjunto de
rasgos en permanente conexión, y esta conexión, esta armonía, es aquello que
logramos abstraer, a tal grado de que podemos reconocerla en otros individuos.
Tienes gestos de Fulano, le decimos a alguien, o tienes su mirada. Es seguro que el
concepto de alma no habría surgido sin esta facultad de reconocer en los otros una
armonía, un sello singular en sus gestos. Le atribuimos un alma a alguien en virtud de
la misteriosa amalgama que los une y que en un eventual más allá sería casi lo único
que nos permitiría reconocerlo.
DESCONFIANZA EN EL OÍDO
Dicen que los traductores simultáneos retienen muy poco de lo que traducen;
la rapidez con que vierten palabras de uno a otro idioma los hace quedarse en una
zona del sentido lo bastante profunda como para saber de qué están hablando, pero
como no pueden extender su capacidad de retención más allá de un número corto de
frases, les es difícil captar alguna contradicción o incoherencia que comprometan
enunciados más largos. Viven al día, por así decirlo, pendientes de las peripecias
inmediatas del sentido y marginados de sus alcances globales. Ocurre lo mismo con
los revisores de las pruebas de imprenta, cuya atención se concentra en la capa más
exterior del lenguaje, en busca de erratas y deslices tipográficos; comprenden lo que
leen pero a vuelo de pájaro, atentos a la solvencia discursiva más que a su consistencia
de fondo. En ambos casos podríamos hablar de una distracción o de una sordera bajo
control. En cierto modo la poesía lleva esta sordera vigilante de los traductores
simultáneos y de los correctores a su grado más refinado.
Hay allí, en esos sonidos que parecen comprometer no sólo su garganta sino su
estómago, un aspecto de mi mujer que escapa a mi comprensión, una cualidad de su
sistema nervioso que me resulta ajena y hasta amenazante. Ella ha de experimentar lo
mismo, pues me ha dicho que nunca se siente tan extranjera y tan sola en nuestra casa
como cuando habla su idioma, consciente de que ni yo ni mi hijo la entendemos. Así,
después de que acaba de hablar por teléfono con su hermana, lo primero que hace,
con la boca que todavía rezuma idioma materno, es ir a verme para referirme
detalladamente la conversación que tuvieron, temiendo quizá que su idioma haya
creado un abismo entre nosotros, como esos terremotos cuya intensidad hace que el
eje de la Tierra se desplace unos cuantos centímetros. Nos miramos con expresión
interrogante y entonces a menudo me ruega que aprenda su idioma, para no sentirse
en nuestra casa como una loca que desvaría. Pero yo le respondo que en esa soledad
lingüística suya, y en el misterio que eso supone, se cifra gran parte de su belleza y de
mi amor por ella, y se retira resignada, como quien ha cerrado un trato desventajoso
pero irrevocable.
EL GRAN POLÍGLOTA
Lo compré hace años en una librería de viejo, cuyo dueño me previno: «Es un
diccionario estúpido. Si le interesa, se lo dejo a buen precio». Lo compré porque era
barato y me atrajo la idea de poseer un diccionario estúpido. En mi casa lo abrí y
busqué la definición de casa: «Construcción regular, por lo general con techo y
ventanas, de distintos materiales y formas, que defiende al ser humano de la
intemperie y los peligros exteriores». Me pareció una definición muy sensata.
Consulté el diccionario de la Real Academia, que define «casa» escuetamente:
«Edificio para habitar». Releí la definición del diccionario estúpido y, en efecto,
comparada con el laconismo del DRAE, era algo desmesurada. ¿Por qué construcción
«regular»? ¿Puede ser irregular una construcción? ¿Y por qué reducir la casa a un
espacio defensivo? La definición del DRAE era inmejorable. Nada de regularidad o
irregularidad, nada de techos y ventanas, nada de defenderse del exterior. Busqué
«jardín» en el diccionario estúpido: «Pedazo de la casa, de diferente forma y tamaño,
con plantas y flores, por lo general cercado y para retozo de los que viven en ella».
Busqué «jardín» en el DRAE.
Hasta ahí va bien la cosa, pero decide añadir unas líneas para pedir disculpa a
sus seres queridos y, como es un escritor, deja de redactar y se pone a escribir. Dos
horas después lo encontramos sentado a la mesa, la soga olvidada sobre una silla,
tachando adjetivos y corrigiendo una y otra vez la misma frase para dar con el tono
justo. Guando termina está agotado, tiene hambre y lo que menos desea es suicidarse.
El estilo le ha salvado la vida, pero quizá fue por el estilo que quiso acabar con ella; tal
vez uno de los resortes de su gesto fue la convicción de ser un escritor fallido y tal vez
lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto, que
son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la
pluma en una mano y una soga en la otra.
EL MUDO TACITURNO
Todo esto nos muestra que dos sordomudos que se quejen de la verbosidad de
un tercero, que es tan mudo como ellos, están HABLANDO, o sea usando la voz, igual
que todos. El hecho de que en ellos la voz haya sido sustituida por ademanes, no la
hace menos voz, y ellos no son ni un ápice menos hablantes que los que si «hablan», y
lo demuestran justamente al decir disparates, o sea hablando en sentido figurado, sin
el cual no hay lenguaje humano entendible. Pero hay algo más, y es que mientras los
no mudos no logremos entender que algunos mudos son más «mudos» que otros, o
sea que hay mudos de pocas palabras; mientras no podamos concebir a un mudo
taciturno, o a un mudo que enmudece de golpe, o a un sordo que se tapa las orejas, no
podremos entender a nadie que sea diferente de nosotros.
POR QUÉ TRADUCIMOS
Tal vez la gente de los siglos venideros se preguntará cómo fue posible que en
nuestra época hubo tantas traducciones y que gracias a ellas ningún idioma del
planeta, ni los hablados por unos pocos individuos, quedara separado totalmente de
los otros. La pobreza lingüística que les tocará vivir, hecha de dos o tres lenguas
maestras, si no es que de una sola, los inclinará a ver nuestro tiempo sumergido en un
caldo idiomático inagotable, constituido por innumerables lenguas y cientos de miles
de traducciones conectándolas a todas ellas, desde las más habladas hasta las más
remotas, traducciones hechas a menudo a partir de otras traducciones. Les causará
admiración ese ejercicio difundido de metamorfosis, de mimetismo cerebral y de
identificación portentosa. Incluso pensarán que traducir de un idioma a otro era
nuestra preocupación constante y nuestro entretenimiento principal. Con apenas dos
o tres lenguas funcionando en todo el planeta, no faltarán tampoco quienes pondrán
en duda que en nuestra época pudieron existir cientos de miles de idiomas
articulados en complejos árboles de parentesco, con otro tanto número de dialectos
derivados de esos idiomas, lo bastante disimiles como para hacer dificultosa la
comunicación entre regiones y poblados próximos.
Si sólo existiera un idioma sobre la faz de la tierra, una sola lengua hablada por
todos los seres humanos, una lengua sin acentos ni matices regionales de ninguna
clase, en suma una lengua perfectamente uniforme; si tal cosa fuera posible, ¿sería tan
siquiera imaginable la existencia de otras lenguas? ¿Podría abrirse camino en la mente
de alguien, de manera razonable, la fantasía de una multiplicidad de idiomas, algunos
parecidos a otros y a menudo totalmente distintos entre sí? El sentido común parece
sugerir que una omnipotencia lingüística de tal calado aniquilaría de raíz la idea de
que pudiera haber otra manera de nombrar las cosas y quizá en algunas tribus
perdidas en lo más remoto de la selva se haya dado alguna vez esta situación. Pero,
¿existen o han existido alguna vez semejantes tribus? ¿Puede un grupo humano vivir
totalmente apartado de otros? Suponiendo que sí, y es mucho suponer, sigue la duda
en pie, pues ¿no es el lenguaje, de por sí, una forma de migración? Por el simple hecho
de hablar, de escoger ciertas palabras en lugar de otras, ¿no quedamos expuestos los
seres humanos a la intuición de la diversidad lingüística?
Quienes han leído DRÁCULA, de Bram Stoker, recordarán que el joven Harker
se halla prisionero en Transilvania, en el castillo del vampiro, porque Drácula, que se
dispone a partir hacia Inglaterra, desea dominar el inglés a la perfección, y por eso
necesita imperiosamente la compañía del joven. Por más que Harker le hace notar que
su dominio del inglés es impecable, Drácula no se da por satisfecho; desea
familiarizarse con los matices más íntimos de esa lengua porque, como él dice, quiere
pasar en Londres «como cualquier nativo». Para el vampiro sólo es posible hablar otro
idioma convirtiéndose en otra persona. Pasar de una lengua a otra exige la mutación
del ser. ¿Hay mayor menosprecio de la traducción que en esta simple premisa?
Drácula paladea una y otra vez la misma frase en inglés porque busca el barro secreto
del idioma, ese barro que una vez hallado le abrirá el idioma por completo.
«Deja de apuntar», le digo para que me mire a los ojos, pero él después de una
pausa vuelve a tomar nota como un alumno. Entonces me doy cuenta de que su forma
de anotar puntillosamente mis críticas es una manera de eludirlas. Al ponerlas por
escrito puede dejar de oírme. No me oye, NO ME QUIERE OÍR, y nada mejor para
disimular su desinterés que transcribir lo que digo. Tan pronto como comprendió que
su novela no me había gustado, dejó de prestarme atención y se escondió detrás de
sus apuntes. Pensándolo bien, hace conmigo lo mismo que hace con sus novelas: se da
a la fuga por medio de una anotación febril. No es que se administre, sino que de
plano no escribe. Guando tiene una historia en puño, es tanto su miedo a no poder
escribirla, que la aparta sutilmente a base de digresiones, como me aparta a mí,
convirtiendo mis palabras en un frío dictado. Porque él sólo sabe escribir bajo dictado,
la cabeza gacha, acumulando frases que se vuelven puras palabras, palabras que se
vuelven puros signos, signos que se vuelven trazos, trazos que se vuelven nada. Sólo
le importan las páginas.
SUBRAYAR LIBROS
Los libros están hechos de frases, obvio, que son como los ladrillos de la
construcción, y del mismo modo que es difícil reparar en la hermosura de un ladrillo,
las frases, cuando leemos, pasan relativamente inadvertidas, arrastradas por el flujo
del discurso, como debe ser. El detenerse demasiado en una frase es signo de
inmadurez; lo que importa en un libro es el conjunto, el edificio verbal, no sus
componentes. Y sin embargo es costumbre bastante difusa subrayar libros. El
subrayado desmiente el edificio y realza el ladrillo, el humilde tabique comprimido
entre mil tabiques idénticos; es una suerte de operación de rescate, como si cada
subrayado dijera: salven esta frase de las garras del libro, liberen esta joya del pantano
que la rodea. Es bien sabido que, quien empieza a subrayar, no puede detenerse; los
subrayados se multiplican, una plaga se apodera del libro, surge otro libro en su
interior, una república autónoma.
Es difícil no preguntarse por qué la madre no tomó en cuenta a los pájaros; más
aún, por qué no tomó en cuenta el viento, que con una sola ráfaga puede dispersar las
migajas y del cual los pájaros son en cierto modo los sustitutos, por si aquél llegara a
faltar. ¿Será que la madre en el fondo quiere que a sus hijos se los trague el bosque y,
mientras los condena a perderse, finge que quiere salvarlos? Quizá tampoco
Pulgarcito es inocente. Ha comprendido igual que su madre que con tantos hijos la
familia nunca saldrá adelante. El suyo es el desquite del hijo más pequeño, el que
come menos que todos, el que se quedó chico por casi no comer. Deja que los pájaros
se coman las migajas para que sus hermanos tragones se mueran. El, tan chiquito, se
las arreglará para volver a casa. Este es el acuerdo tácito con su madre. Y al borrar su
rastro en el bosque, borra simbólicamente el de su propio nacimiento, para que nadie
nazca después de él. Le oculta a su madre el camino de la fertilización, la esteriliza
para seguir siendo el último, el benjamín, el pequeñuelo.
EN DEFENSA DEL HIJO DEL MEDIO
En los cuentos de hadas prevalece el número tres. Había tres hermanos que un
día dejaron la casa de su padre en busca de fortuna; el mayor hizo tal cosa, y fracasó;
el del medio hizo lo mismo, y fracasó; el menor hizo todo lo contrario y logró lo que
quería. Este esquema se repite hasta la saciedad. El hijo menor, el benjamín, triunfa
donde sus hermanos más expertos fracasan. Claro, piensa uno: al ver su fracaso,
aprendió; su triunfo se debe en parte al revés de ellos, pero esto no se dice nunca en
los cuentos de hadas, como tampoco se dice nada del hijo del medio, que es el que
pasa más inadvertido de los tres. El mayor fracasa, pero le toca la gloria de abrir
camino y recibe toda la atención del narrador; ni qué decir del más chico; en cambio,
del segundo no se dice casi nada, pues su función es repetir los pasos del mayor para
proporcionarle al más chico la prueba irrefutable de que la conducta seguida por sus
hermanos es errónea.
Así, el hijo del medio apenas ocupa espacio en los cuentos, y sin embargo es el
único de los tres hijos que merece el calificativo de interesante. Fracasa como el
hermano mayor, pero con una conciencia del fracaso que le falta a aquél, porque, en
el fondo, fracasa adrede; sabe que sólo después de un doble fracaso su otro hermano,
el más chico e indefenso, tomará el rumbo correcto. Su concepción del fracaso es pues
relativa, igual que su concepción del éxito y también su concepción del propio cuento,
pues sabe que cada hermano depende de los otros, y que por lo tanto es falso que con
cada uno recomienza la misma historia. Lejos de ser un mero repetidor del
primogénito, el hijo del medio es el único que entiende cabalmente la situación y el
único capaz de rebelarse contra ella. Le debemos nuestra insubordinación a los
cuentos de hadas. Fue gracias a su radio de visión, mucho más amplio que el de sus
dos hermanos, que pudimos atisbar un nuevo tipo de personajes y de historias, sin
vencedores ni vencidos y sin triadas ni dualismos. El arte de la novela es un perpetuo
tributo a ese hijo sin brillo.
SURCOS
Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años
escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la
cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para
que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se
convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos
surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos. Tenía cuidado de
lograr una profundidad pareja en todos los trazos, ya que el juego consistía en agarrar
el lápiz y, casi sin ejercer presión alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia
carretera me guiara por su laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no
ahondar en ningún trazo y dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Guando lo
conseguía, el lápiz parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano.
Debe de haber sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba
descubriendo en cada «viaje» la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero
no tan secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto
particularmente blando o en alguna desviación de hondura menos pronunciada.
Así, cada trayecto era distinto del anterior, siempre y cuando el pulso se
mantuviera estable, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la
presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola verdad
sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo contribuyó a
mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un método para, varios años
después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente en algo contribuyó a que
entendiera que también la escritura es una cuestión de pulso, de no forzar la red de
caminos, de ponerse en la condición de ser guiado por una huella sinuosa y
comprobar que escribir es descubrir esa huella y que basta ejercer un poco más de
presión de lo debido e intervenir un poco más de lo necesario, para quedar preso en
un solo surco y repetir lo ya dicho.
FINAL ABIERTO
Entonces él me aclaró que eso del final abierto lo decía como elogio, porque él
era un admirador de los finales abiertos. Le dije que así lo había entendido y que por
mi parte ignoraba en qué consiste un final abierto y que no concebía cómo se podían
escribir cuentos cuyos finales obligan al lector a arremangarse la camisa para concluir
la historia que el narrador no supo concluir. «La vida rara vez concluye sus historias»,
sentenció mi brillante sinodal. Ahí lo quería. Le dije que la vida carece de historias y
que éstas son cosa de la literatura. «No estoy de acuerdo, pero no importa», exclamó
con una sonrisa. El tipo tenía lo suyo, sostenía su punto de vista con pasión, lástima
que fuera un punto de vista tan aburrido. Me levanté y le tendí la mano. Me miró con
sorpresa. «¿Se va usted? La entrevista todavía no termina», dijo. Sonreí a mi vez: «Y
no merece terminarse. Me acaba de convencer, los finales abiertos son lo mejor», y me
apresuré hacia la salida.
SAMSONITE
Entre los doce y los trece años me dio por dibujar interiores de casas rodantes.
En hojas cuadriculadas trazaba líneas que representaban el comedor, la cocineta, el
baño, el clóset y las alacenas. Había ido a una exposición de campismo y conocía las
medidas de cada objeto. El chiste de una casa rodante es aprovechar el espacio lo
mejor posible. En un habitáculo de cuatro metros por dos debe caber una familia de
cuatro miembros que comen, cocinan, duermen y van al baño. Las casas rodantes
están llenas de soluciones ingeniosas. Lo que de día es un gracioso comedor, de noche
se transforma en una cama matrimonial. Mucho tiempo después publiqué mi primer
libro de poemas. Estaba escrito todo él en versos cortos, casi siempre heptasílabos,
que me parece el habitáculo mínimo para decir algo en verso. Mis poemas buscaban la
concentración, no el despliegue y, tratándose del primer libro de un joven poeta, la
cosa llamó la atención. El libro fue recibido favorablemente y en las reseñas que se
ocuparon de él, uno de los términos más recurrentes era RIGOR.
Con este título escribió Jack London uno de sus cuentos más célebres. Si se
quiere saber qué es el frío, el frío verdadero, hay que leer esta historia en la que una
tarde de invierno un hombre camina solo por una zona boscosa de Alaska, seguido
por un perro. Se dirige a un campamento que queda a cinco horas de camino. De
pronto, para evitar que se le congelen los pies, debe encender una hoguera, pero al
hacerlo comete un error que nadie debe cometer en un día tan frío y que le cuesta la
vida. La historia se reduce a eso. El hombre muere congelado y el perro sigue su
camino. London describe el desmoronamiento progresivo del hombre, registrando
cada uno de sus gestos y cada pensamiento deducible de ellos. London es el perro que
sigue al hombre a distancia y la historia procede infiriendo cada cosa de la anterior,
como un perro que oliera un rastro. Es la historia que habría escrito el perro si hubiese
sido capaz de escribir, y porque intuimos que el que relata el cuento es el perro,
sabemos que el hombre morirá. Lo que nos sacude es la forma como pierde su batalla
contra el frío: la nieve acumulada en una rama del pino debajo del cual encendió el
fuego se cae y apaga la hoguera. El hombre olvidó que no hay que encender hogueras
abajo de los árboles. Cometió un descuido imperdonable.
Cada vez más a menudo, en lugar de leer un libro, lee los subrayados que ha
hecho en tantos años de lectura. Ha subrayado libros desde la adolescencia y son
pocos los que se han salvado de tener alguna marca hecha a pluma o a lápiz. Guando
le da por observar los estantes de su biblioteca siente orgullo por tantos subrayados
que encierran. Representan una biblioteca dentro de otra, que ha ido creando con
esfuerzo. No ha vacilado nunca a la hora de poner un subrayado. En tantas cosas ha
sido tibio y negligente, pero no en eso. Aun cuando ha tenido el ánimo por los suelos,
ante una frase o un pasaje notables se ha puesto religiosamente de pie para buscar un
lápiz y cumplir su deber. Puede decirse que el día que no se levante se habrá acabado
todo. Mientras no renuncie a subrayar, habrá esperanza. Ahora que se acerca la vejez
empieza a beneficiarse del fruto de esos innumerables sacrificios. Sea cual sea el libro
que tome de sus estantes, sabe que le brindará a través de sus subrayados unos diez o
veinte minutos de lectura intensa y selectiva.
Ha llegado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuelvan parte de
aquello que él les dispensó a lo largo de tantos años de lectura. Le ofrecen sus
subrayados, haciéndose ellos mismos a un lado. Al repasar esos surcos dejados por su
pluma o su lápiz no sólo extrae una savia de conocimiento preciosa, sino que
profundiza en su introspección, pues no hay como leer los propios subrayados para
conocerse. En un gesto tan simple y espontáneo nos descubrimos sin tapujos, pues
decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de
otros. Mira con lástima a muchos amigos suyos, poseedores de espléndidas
bibliotecas que casi carecen de subrayados. Por permanecer cómodamente sentados
en vez de levantarse a buscar un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben
quiénes son y buscan en vano en los libros leídos una marca cualquiera hecha de
pasada, al descuido, para intuir algo de lo que eran, algo de lo que han sido.
FRASES CORTAS
Con ellas se aspira a una prosa sin bacterias, de quirófano, libre de oraciones
subordinadas e incidentales, como si en la vida no existieran las subordinaciones de
todo tipo y los incidentes que desbaratan nuestra ilusión de estabilidad. A los
alumnos habría que decirles que tengan el valor de tener estilo, que escribir sin estilo
equivale a no escribir, y por eso es difícil escribir, hasta para redactar un justificante
escolar, como le ocurrió a aquel escritor de nuestros días, que usó frases cortas e ideas
claras y aun así encontró la redacción del justificante para su hijo endemoniadamente
complicada, al grado de que si su esposa no le hubiera arrancado el papel de las
manos, porque el camión escolar ya estaba en la puerta, lo tendríamos todavía
puliendo esos dos párrafos en busca del justificante perfecto. Esto habría que decirle a
los alumnos: que nunca se termina de escribir lo que uno escribe porque el mundo
apurado nos lo arranca de la mano y sin ese apuro no habría estilo ni casi razón de
escribir. Y decirles también que más allá de estilos y de géneros, de temas y
argumentos, quien escribe, escribe siempre y tan sólo un justificante.
LA HORA DE LA DIGESTIÓN
Era nuestro tormento cuando nos llevaban al balneario. Teníamos que esperar
dos horas y media después de comer antes de volver a entrar al agua, ni un minuto
menos, so pena de morir poruña congestión. Durante dos horas y media nos estaba
vedada la piscina. Todo parecía detenerse bajo el sol a plomo. La gran alberca se
vaciaba casi por completo, los mayores se abandonaban al sopor de la siesta y los
niños entrábamos en un sopor mucho más terrible, el de la inacción y la espera, antes
de obtener nuevamente el permiso de entrar al agua. No había nada que hacer. La
siesta era una prerrogativa adulta, sobre todo de los hombres, y un niño dormitando a
esa hora era algo inimaginable. Rondábamos sin ton ni son en pequeños grupos que
duraban el tiempo de una excursión a los baños o de una improvisada caza de
lagartijas y que se disgregaban tan rápidamente como se habían formado, pues
excepto las hormigas que trazaban largas hileras en el pasto, nada en la sequía de esa
hora permanecía mucho tiempo compacto, benditas hormigas, que nos
proporcionaban una de las raras diversiones en medio de aquel pasmo generalizado,
que era incinerarlas con una lente de aumento para admirar sus contorsiones cuando
el foco incandescente las clavaba en un punto. Morían en cosa de tres segundos, un
tiempo demasiado breve hasta para una hormiga, y nos preguntábamos si les daría
tiempo de sufrir.
La que empezó todo fue la abuela. Era de noche, llovía muy fuerte y alguien
tocó a nuestra casa. Ella levantó la bocina del interfono para contestar. La persona se
había equivocado y pidió disculpas, pero la abuela no colgó en seguida y se quedó
hechizada al oír el fragor de la lluvia a través del interfono. El aguacero arreciaba
contra el toldo de lona impermeable que daba acceso a nuestro edificio, uno de esos
toldos de hotel que resguardan de la lluvia a los clientes que llegan en taxi y cuya
instalación en la entrada del edificio había dividido a los inquilinos en dos bandos
opuestos. Escucha, me dijo pasándome la bocina, y me sorprendió el estrépito que oí,
nada que ver con el apacible repiqueteo de las gotas contra los vidrios de las ventanas.
La lluvia al golpear la lona del toldo producía un tamborileo sordo como el que se oye
debajo de un paraguas, pero multiplicado por una superficie diez o quince veces
mayor, de manera que el chubasco se oía como un diluvio.
¿Qué hacer? ¿Facilitarle las cosas al imbécil ese, delatando su aventura con
Susana? Ni pensarlo. Mientras tanto, sigue viéndose con su amante, pero cuando
están en la cama del motel no deja de mirar hacia todos lados y responde a sus
preguntas con monosílabos. Revisa a diario el buzón de su esposa y comprueba que el
hombre aún no los descubre. Susana empieza a quejarse de su conducta, la exaspera
su aire ausente cuando hacen el amor y un mes después lo manda al diablo. El respira
con alivio. Va al cine todas las tardes, buscando a su perseguidor. Comprueba por los
correos de su mujer que el tipo lo ha seguido a todas las salas de cine y, con todo, no
logra dar con él, es un sabueso astuto y la cuenta de gastos crece día a día.
LOS POETAS NO ESCRIBEN LIBROS
Cuando tenía doce años mi padre se dio cuenta de que yo escribía mejor que él,
así que me pidió que lo ayudara a redactar unas cartas a sus clientes. Había comprado
un manual para ello, que me dio a leer para que me familiarizara con el lenguaje de
ese tipo de correspondencia. En él se recopilaba un gran número de ejemplos de cartas
comerciales, clasificándolas según diferentes criterios, uno de los cuales era cómo
reconvenir a la otra parte negociadora por algún incumplimiento, porque una sección
completa estaba dedicada a los reclamos, todo ello sin perder la pulcritud de una carta
de negocios. Leí el libro de cabo a rabo y aprendí rápidamente a imitar el estilo
desapegado de esas misivas, no exento de una fina obsequiosidad. Confieso que me
emocionó más que muchos libros de aventuras. Unos preámbulos me dejaban
hechizado, como éste: «Con la presente me permito distraer su valiosa atención para
notificarle que su pedido..., etc.». Distraer su valiosa atención: ¡qué frase admirable!
Yo sabía que nadie creía sinceramente en la valiosa atención de su destinatario, pero
intuía que esta y otras fórmulas de esmerada cortesía debían de incidir de algún
modo en una negociación y me apresuré a incorporarlas en las cartas que escribía para
mi padre.
Mi soltura alcanzó tal grado de maestría ante sus ojos, que dejó de revisarlas.
Las respuestas de sus clientes eran a vuelta de correo y descubrí que algunas de las
fórmulas que yo habla extraído del manual aparecían ahora en sus contestaciones. Sus
secretarias las hablan adoptado, sin duda cautivadas por los mismos motivos que a mí
me habían llevado a utilizarlas. De seguro lo habían hecho sin reparar demasiado en
ello, con mera eficiencia secretarial, pero ese contagio estilístico me causó una alegría
profunda. Me sentí LEÍDO, una emoción inédita para mí. Por debajo del trato
comercial, pues, algo fluía entre ellas y yo, más sutil que la transacción en curso. No
dije nada a mi padre porque me regañaría por no enfocarme en lo esencial y andarme,
como de costumbre, por las ramas.
KAFKA Y LOS NOMBRES
Los grandes relatos de Kafka empiezan siempre con un nombre: «Al despertar
Gregorio Samsa una mañana...»; «Seguramente se había calumniado a Josef K.»; «Ya
era de noche cuando K. llegó a la aldea». Kafka se aferra a un nombre como un
náufrago a una tabla. Nunca se aleja de esa fortaleza. Hallado un protagonista no lo
suelta un segundo y conforme avanza la historia cosecha nuevos nombres a
regañadientes, obligado por la mecánica del relato; si fuera por él se quedarla con un
solo personaje, con un solo nombre, y ese nombre estaría reducido a una sola letra y
esa letra seria siempre la misma, la emblemática K. de su propio apellido. Siente
aversión hacia los nombres propios porque rompen el tejido de la narración, que él
concibe como una secreción continua; basta ver qué tan poco usa el punto y aparte; es
el escritor del punto y seguido; su modelo de prosa es un murmullo en continua
expansión; elige nombrar en el arranque de la historia, cuando el lector está
desprevenido y puede aguantar ese trago amargo, pero una vez que la historia ha
levado anclas se cuida de nombrar lo menos posible.
Leer a Dostoievski nos recuerda que la vida humana es antes que nada diálogo.
Ninguno de sus personajes se priva de la palabra. Tan pronto como se menciona el
nombre de un personaje, la historia parece contraer la obligación de conducirnos, no
importando los vericuetos que se precisen para ello, hasta hacernos oír su voz, porque
sólo la voz otorga a sus personajes un estatuto de realidad. Es significativo que
cuando Dostoievski se ve obligado a referir una serie de acontecimientos que son
necesarios para la inteligencia de la historia, lo hace como quien abre un paréntesis. A
menudo llama a esos trozos «resúmenes» y parece disculparse con el lector por tener
que recurrir a ellos. Los trata como cuerpos extraños y tan pronto como puede regresa
a sus diálogos, que son los verdaderos constructores de la trama. Los propios
pensamientos de los personajes son dialógicos, íntimas controversias que cada uno de
ellos sostiene consigo mismo. Dostoievski jamás habría podido escribir la historia de
Robinson Crusoe.
Pocos gestos de mayor desvalimiento como el de cubrirse las orejas con las
manos. Es un gesto que nos iguala a los niños porque es un gesto de terror, como se ve
en EL GRITO, el cuadro de Edvard Munch donde un hombre se tapa las orejas para
no oír el grito que no se sabe si prorrumpe de él mismo o de afuera, de suerte que
vemos a alguien sumido en un grito que sólo le concierne a él, que sólo él escucha, a
juzgar por la indiferencia de las demás figuras que salen en el cuadro. En efecto,
taparse las orejas es ya una manera de gritar, el primer paso del grito y la
manifestación de una ruptura en nuestro ser. No esperaríamos encontrar un gesto así
en una sala de conciertos de música clásica, y sin embargo, hace días, en una de esas
salas, mientras escuchaba una pieza contemporánea para flauta y clarinete, una
señora a mi lado incurrió en ese gesto cuando la flauta emitió su nota más aguda. Lo
hizo bajando la cabeza en señal de sufrimiento y, pasada la nota estridente, volvió a
levantarla para disfrutar de la música y al final aplaudió con calor.
¿Habrá sido de alivio? Gomo sea, su gesto de cubrirse las orejas en un sitio
donde se supone que vamos a abrirlas de par en par le daba a la pieza una hondura
insospechada. Tal vez el compositor había buscado una nota así, un sonido grosero
que nos lastimara para recordarnos que antes de ser una experiencia estética, la
música es una experiencia acústica, un RUIDO, algo que olvidamos fácilmente en una
sala de conciertos. Hay que despertar continuamente al público, arrancarlo de su
embotamiento y recordarle que tiene orejas. Pan, el dios inventor de la flauta, era el
mismo dios a quien los griegos temían a causa del horrendo alarido que profería
contra quienes estorbaban su siesta. Así, ningún instrumento musical es inocuo, todos
guardan una nota que lastima, como tampoco hay música sometida del todo a las
paredes de una sala, y me pregunto si en el aplauso entusiasta de la mujer estarla
incluida la nota maligna que la había hecho sufrir y, aún más, si su aplauso habría
sido menos caluroso de faltar esa nota.
LAS SIRENAS
Gomo sabemos, cuando su barco de remos cruza frente a la tranquila isla de las
sirenas Odiseo ordena a sus compañeros que se pongan cera en los oídos para no oír
el fatídico canto que ningún ser humano puede resistir, y él se amarra al mástil para
oírlo sin peligro de arrojarse al mar. Para no arrojarse al mar al oír el canto de las
sirenas que ningún ser humano puede resistir Odiseo, como sabemos, cuando su
barco cruza tranquilo frente a la fatídica isla, ordena a sus compañeros que lo amarren
al mástil y remen con cera en los oídos. Mientras reman tranquilos con cera en los
oídos cuando su barco cruza frente a las fatídicas sirenas cuyo canto ningún ser
humano puede resistir, sus compañeros, como sabemos, amarran al mástil a Odiseo
para que lo oiga sin peligro de que se arroje al mar para alcanzar la isla. Amarrado al
mástil del barco mientras las sirenas como sabemos cantan en su isla con los oídos
tapados con cera, Odiseo oye el tranquilo remar de sus compañeros sin peligro de
echarse al fatídico mar que ningún ser humano puede resistir.
Viajo con cierta frecuencia y durante mucho tiempo, como la mayoría de las
personas, hice la maleta el día antes del viaje o pocas horas antes de salir, hasta que
me di cuenta de que era una costumbre pésima, no sólo porque en la maleta que se
hace a última hora suelen faltar prendas importantes que hay que sustituir
apuradamente con otras que no son de nuestro gusto, sino porque el pendiente de la
maleta nos carcome desde una semana antes. Uno cree que está nervioso por el viaje y
en realidad el núcleo de la angustia reside en la preparación de la maleta. Deberían
inventarse viajes con maleta incluida. Llega uno al aeropuerto y, junto con el pase de
abordar, le entregan una maleta arreglada de acuerdo con sus gustos y necesidades.
Que otros decidan cómo nos vestiremos durante el viaje.
Eres víctima de las convenciones, le dije, y ella replicó: «Puede ser, pero a ver,
tú que escribes libros, suponte que una mujer que te gusta va a tu casa y tú le das a
leer un libro tuyo mientras te metes a la regadera, luego sales del baño y la mujer está
dormida en el sofá con tu libro abierto en las manos. ¿Te gustaría?». Me quedé callado
un rato recreando la escena, y contesté: «Sí, me gustaría, o no me disgustaría, sería
como si se hubiera dormido en mis brazos». « ¡Sí, pero del aburrimiento!», replicó ella
al bote pronto. Volví a quedarme callado. «Vale, del aburrimiento, ¿y qué? Un libro
tiene el derecho de aburrir a su lector. Hay páginas soporíferas en LA MONTAÑA
MÁGICA y es un gran libro». «Pero tu libro no es una novela de setecientas páginas,
sino un delgado volumen de cuentos», contraatacó ella. «No importa. El
adormecimiento como quiera que sea crea un vínculo; el libro descansa sobre el pecho
del durmiente, aguarda con paciencia su regreso, deja de ser una abstracción», dije yo.
Me miró escéptica. «Ojalá me hubiera dormido en tus brazos, eres un santo», exclamó.
«Me habría encantado», le dije.
UN ACUERDO
Luego de tanto tiempo hemos llegado a un pacto. Antes de acostarme les dejo
unas migajas en un plato y ellas, por su parte, limitan su número a una docena de
individuos y restringen su radio de acción a la mesa de la cocina. Este acuerdo nos ha
costado meses de ensayos y ajustes. ¿Cuántas de ellas habré matado en ese lapso? Más
de doscientas, una cifra que aun para su especie no es irrisoria. Hubo momentos en
los que llegar a un acuerdo parecía imposible. Luego, mientras yo reducía su número
a dimensiones aceptables, fueron entendiendo. Después de una matanza memorable
se ausentaron un par de días y cuando reaparecieron, estaban considerablemente
diezmadas, si bien todavía en una cantidad que excedía mis posibilidades. Se lo hice
entender matando a la mitad del nuevo contingente, pero dejando viva a la otra
mitad, en contra de mi costumbre de aniquilarlas por completo.
Entre las creencias relacionadas con la brujería está la que prescribe como
eficaz antídoto contra una bruja echar de noche un gato muerto en la puerta de la
propia casa. La bruja se inclinará sobre el animal para contar sus pelos, tarea que la
tendrá ocupada hasta que aclare y entonces se la podrá atrapar. Parece ser un rasgo de
los amos de la noche la compulsión del recuento. También los vampiros al chupar la
sangre de sus víctimas se enfrascan en una tarea de, por así decirlo, saneamiento
profundo. Y muchos lectores se comportan igual. Aunque no les guste el libro que
están leyendo no lo sueltan hasta acabarlo. No tienen en la mano un libro sino un gato
muerto, y no pueden librarse de su hechizo. Cuentan cada una de sus malditas
palabras, víctimas de la misma compulsión totalizadora que comparten brujas y
vampiros. Lo cual no es extraño, siendo la lectura una actividad fundamentalmente
nocturna, aunque se haga de día.
Me escribe con frecuencia una persona que firma con el nombre del
protagonista de una famosa novela. Muy bien escritos, sus correos delatan a alguien
culto e inteligente, y no he sentido la necesidad de preguntarle su nombre real, ya que
la calidad de lo que escribe compensa el que oculte su identidad. Al fin y al cabo
escribe desde un anonimato inocuo, que no utiliza para difamar a nadie ni para
pedirme favores. Podría perfectamente firmar con su nombre lo que escribe y, sin
embargo, por alguna razón, prefiere usar un pseudónimo. ¿Tendrá un nombre
ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las
críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias,
utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él sino su yo postizo.
Tal vez escribe con ese yo postizo mientras espera el momento de empuñar la pluma
de verdad y escribir con su yo «auténtico»; usa un pseudónimo mientras tantea el
terreno. Pero resulta que suyo postizo escribe cada vez más, mejor y más a gusto. ¿Se
habrá dado cuenta de ello su yo «auténtico», su yo paralizado?
Cuando tenía cinco años tomé mis primeras clases particulares para aprobar un
examen que debía exonerarme de cursar el primer año de primaria, puesto que a esa
edad ya sabía leer y escribir. Las tomé con la madre de Giovanni, un amigo nuestro
que en realidad no era amigo, ya que su meningitis de nacimiento lo había convertido
en un retrasado mental. La casa de Giovanni era un departamento amplio y sombrío y
su madre vivía en un estado perpetuo de depresión a causa de la enfermedad de su
único hijo. De sus labios escuché por primera vez la palabra «Sócrates». « ¿Sabes qué
decía Sócrates?», me preguntó una tarde, y respondí: «No sé, pero debió de decir
muchas cosas». No se rió, ni siquiera sonrió, y comprendí más tarde que me veía
como un enemigo. Ante sus ojos yo era uno más de los niños crueles que se burlaban
de Giovanni cuando él bajaba a la calle con su flamante bicicleta.
De ser por ella, no me habría dejado entrar a su casa, pero tenía que darme
clases particulares obligada por la necesidad. Yo no había comprendido que Giovanni
no estaba en sus cabales y cuando asomaba su cabezota en el estudio y se me quedaba
viendo con una sonrisa alelada, le devolvía la sonrisa sin malas intenciones, pero su
madre debía de creer que lo hacía para burlarme y seguramente me maldecía para sus
adentros. Recuerdo cómo abría mi cuaderno al empezar la clase: pasaba con fuerza el
puño cerrado sobre la unión de ambas caras hasta dejarlo totalmente extendido, como
quien doma aúna criatura rebelde, y en ese gesto parecía condensarse toda su
amargura. «Sócrates decía: "Sólo sé que no sé nada”. ¿Sabes qué significa?» Respondí
que no lo sabía. «Significa entre otras cosas que todos somos iguales», dijo. Pasé el
examen exitosamente y mi madre quiso que fuera a despedirme para agradecerle sus
atenciones. Me abrió, recibió las flores que le había llevado y me dio las gracias, pero
no me dejó entrar. « ¿Sabes qué decía Sócrates?», me preguntó. «Que todos somos
iguales», contesté, y en ese momento Giovanni asomó su enorme cabeza y se rió
desaforadamente.
UN DESMAYO
Sin esa elasticidad, que permite decir una misma cosa de múltiples maneras,
ningún idioma puede traducir a otro, pues la verdadera traducción ocurre dentro del
propio idioma del traductor y consiste en un primer abanico de soluciones
alternativas, a partir de las cuales se seleccionarán aquellas que encajan mejor con lo
que se profirió en el idioma extranjero, en un movimiento que se asemeja al de un
bandoneón que se estira hasta su máxima apertura y luego regresa a su posición de
inicio. Así, podemos decir que un idioma respira verdaderamente cuando entra en
contacto con otro idioma, que lo obliga a desplegar todas sus variables expresivas,
pues traducir consiste antes que nada en abrazar, o sea en dilatarse al extremo para
recoger hasta la más pequeña partícula extraña que el otro idioma vierte en el cuenco
de nuestra lengua, justo como las venas, sabedoras de su fragilidad ante el Ímpetu
arterial, se sacrifican en un sinnúmero de capilares que van ansiosos al encuentro del
alud de sangre y lo reparten equitativamente para apaciguarlo y volverlo legible,
amistoso y sangre de la propia sangre.
PARA ELISA
Durante el año que viví en P. como estudiante me hice amigo de una familia
venezolana, mis vecinos del departamento contiguo. El padre tenía una beca de su
país para estudiar ingeniería en la universidad local, pero sus estudios avanzaban con
dificultad y el regreso a Venezuela se postergaba año tras año. La pareja tenía una hija
que estudiaba piano tres tardes a la semana. Tocaba PARA ELISA, de Beethoven, y se
equivocaba siempre en la misma nota. Guando a través de la pared yo oía el comienzo
de la melodía me ponía alerta, rogando que por fin franqueara aquel obstáculo, pero
invariablemente tropezaba en la nota y no había forma de que avanzara de ese punto.
La cosa empezó a angustiarme. Me ponía tapones en los oídos, pero era inútil: el
sonido del piano se filtraba atenuado, pero no tanto como para no distinguir el atasco
de Yumarlin a mitad de la pieza. Mis dedos se crispaban sobre el libro que estaba
leyendo, maldecía a Yumarlin y todavía hoy, después de tantos años, cuando escucho
PARA ELISA, algo en mí se pone tenso, aguardando el fatal error.
Una tarde su padre me invitó a tomar café y me confesó que le estaba costando
sangre sudor y lágrimas titularse de ingeniero. Había en especial una materia, cuyo
nombre me dijo, que no podía aprobar. ¡Dale y dale, y nada! La revelación de la
coincidencia me hizo exclamar: « ¡Igual que Yumarlin!». El hombre y su mujer me
miraron, sin entender. Era demasiado tarde para dar marcha atrás, así que del modo
más gentil posible dije que Yumarlin, según lo que podía oír a través de la pared de
mi departamento, se atoraba siempre en la misma nota de PARA ELISA, tal como él
estaba atorado en una asignatura de la carrera. Es curioso, dije, y sonreí para quitar
importancia a mis palabras. Pero los dos me miraron con consternación, luego la
mujer se puso de pie y se retiró a la cocina. De ahí a unos minutos me despedí. Al otro
día tocaba clase de piano y ya no escuché PARA ELISA. Ni esa tarde ni las que
siguieron. Tampoco volvieron a invitarme a su casa.
CALIMERO
Hasta no hace mucho se podía contar todavía con ellos. Eran de las pocas cosas
confiables, cada uno con su forma precisa, sus climas y sus razas. Incluso las dos
grandes masas de frío situadas en ambos polos contribuían con su simétrica
disposición a transmitirnos un sentimiento de equilibrio general, de abrigo contra la
infinitud del cosmos. Uno, pues, nunca se cansaba de reconocer los continentes en los
atlas geográficos. Nos habían enseñado que en el principio existió una sola extensión
terrestre, llamada Pangea, que se enfrentaba ella sola a la gran masa del océano, una
enorme isla dentro de la isla mayor que era el planeta. Cuando Pangea se resquebrajó,
se originaron los continentes con sus contornos inconfundibles, y el océano también se
resquebrajó en océanos y mares diversos. ¡Cuánto le debemos a ese
resquebrajamiento! De haber vivido en una sola superficie amorfa, en un súper
continente compacto, nunca habríamos inventado la navegación, quizá tampoco
ningún tipo de viaje, y nos habríamos dividido en subespecies cada vez más aisladas.
Fue la fragmentación de Pangea lo que nos hizo movedizos, curiosos, adaptables y
humanos.
Ellos, cuando aún existían, cuando eran algo más que meras figuras en los
mapas del mundo, como ahora, eran a la tierra lo que las nubes son al cielo: formas
caprichosas que volvían habitable la dura monotonía de la esfera. Del mismo modo en
que una bóveda celeste absoluta, sin nubes, sería invisible, y sólo las nubes la
convierten en cielo, así el planeta, gracias a ellos, fue convertido en tierra. ¡Cuántos
suicidas no se salvaron porque recordaron en el último momento que existían otros
continentes, distintos a aquel que los había llevado a desear una muerte prematura!
Esa sencilla verdad los convencía de que la vida podía recomenzar en otra parte, pues
ésta fue siempre su función primordial mientras existieron: advertirnos que no todo
era lo mismo, que valía la pena moverse y que cruzar un gran mar de agua o de arena
o de hielo para arribar a la misma tierra conocida era por fin nacer en esta tierra.
EL MAR EN TODAS PARTES
Guando era niño creí firmemente que el mar dejaba de producir olas al
terminarse las vacaciones. Enterarme de que no era así, de que seguían rompiendo en
la playa cuando nosotros estábamos de vuelta a la escuela, me dejó atónito. No podía
entender semejante desperdicio de energía y belleza. Las olas eran para mí no sólo la
esencia del mar sino el adorno supremo del verano y no podía concebir que siguieran
trabajando cuando nadie estaba para verlas. Tal vez, me dije, alguien en la orilla se
quedaba vigilándolas mientras nosotros estudiábamos inclinados sobre nuestros
cuadernos, alguien se encargaba de no dejar al mar solo y su alma. Pero el daño ya
estaba hecho y ahora podía imaginar el mar abandonado a su suerte, idéntico a sí
mismo en verano y en invierno, con o sin vacacionistas, y eso significó entender la
desolación. ¿Qué es la desolación sino la falta de olas? Lo dijo el poeta: «un mar sin
olas, / desolado». Porque un mar cuyas olas no rompen para nadie es como un mar
que no las tiene, al revés de aquel que las guarda tan pronto como el último
veraneante le ha dado la espalda, que era como yo lo imaginaba de niño.
Tal vez ahí comenzó mi ateísmo, que casi no ha tenido titubeos y en los raros
momentos en que los tuvo, me bastó imaginar el mar en ese trance de ser más mar que
nunca cuando nadie lo ve, para saber que nuestra vida es como la suya: sin testigos y
abandonada a su suerte. De este primer pasmo metafísico debió de venirme mi
propensión a buscar el mar en todas partes, presente en cada cosa y objeto, un mar
incubado que para per- mearlo todo ha recogido, en efecto, sus olas. Así, mi creencia
infantil no era tan errónea. El mar no está abandonado a su suerte porque cuando le
damos la espalda lo llevamos con nosotros y las olas, que de niños creíamos mudas
durante casi todo el año, no dejan de trabajarnos en secreto hasta nuestro próximo
encuentro con él, y al verlas romper de nuevo en la orilla entendemos atónitos,
maravillados, que ninguna rompió durante nuestra ausencia sin que lo supiéramos y
que el mar nunca está solo y su alma.
EL TEMBLOR DE TROYA
Ahora sabemos gracias a los arqueólogos que lo que acabó con el sitio de Troya
fue un terremoto de seis o siete grados en la escala de Richter. El sismo fue
providencial para los griegos. Diez años de asedio infructuoso los hablan convencido
de que Troya era inexpugnable. A los pocos segundos de que la tierra empezara a
temblar se oyó un estruendo proveniente del sector oriental: parte de la muralla se
vino abajo dejando abierto un gran boquete. El factor decisivo fue la lentitud de los
troyanos. De haber colocado prontamente a todos sus soldados en ese punto,
formando una barrera apretada de lanzas y flechas, difícilmente los griegos hubieran
aprovechado el derrumbe; los albañiles habrían podido rehacer la parte derruida bajo
esa protección formidable y, aun con bajas importantes, Troya se habría salvado. Pero
los troyanos, adormecidos después de diez años de asedio, no actuaron con prontitud
y los griegos se colaron por la brecha.
En cierto modo tuvimos más suerte que ellos, pues abrumados y todo, por lo
menos realizábamos una actividad, mientras que ellos, intrusos en nuestro salón de
clase, no tenían nada que hacer. Sólo uno que otro de ellos abrió un libro; casi todos
acabaron por dormirse inclinados sobre sus pupitres, con beneplácito del maestro
vespertino que después de conminarlos a que no nos molestaran, nos conminó a
nosotros a no hacer mido para no despertarlos. En medio del espeso silencio de aquel
salón sobrepoblado nos llegaban de vez en cuando los gritos Y las risas provenientes
de otra parte del enorme edificio, señales de una vida que bullía lejos, inalcanzable.
Aquellos pocos del otro grupo que no estaban dormidos nos miraban con rencor y
envidia, pues la enorme tarea impuesta a mi grupo caía con igual o más peso sobre
ellos. Nos castigaba parejo, impidiéndonos establecer alguna empatía entre nosotros,
la más mínima alianza o el menor gesto de fraternidad.
UN SUENO RECURRENTE
Por alguna extraña razón pude hacerme de una trayectoria profesional sin él y
titularme en la universidad, y ahora estoy aquí aguardando un examen de
matemáticas que había olvidado. ¿Por qué lo postergué tanto tiempo? Poseo un título
universitario postizo cuya validez está condicionada a que apruebe este examen. He
escrito varios libros, pero nadie los ha leído, pues aguardan el resultado de este
examen para hacerlo. Son también libros postizos. Todo, en suma, depende de que
apruebe matemáticas. ¿También mi hijo? El no es postizo, es realísimo. ¿Qué va a
pasar con él si no apruebo? ¿Me prohibirán verlo? ¿Le asignarán otro padre? Creí que
mi hijo era el examen decisivo, creí que con él pagaría todas mis asignaturas
pendientes y por lo visto me equivoqué. Los jovenzuelos, al ver que el maestro no
llega, se han retirado, cosa que agradezco. Yo lo seguiré esperando. Mientras,
escribiré mi nombre muy despacio y con bonita caligrafía en la portada del cuaderno.
Siempre tuve bonita caligrafía. Guando termine será un cuaderno sin un solo apunte,
pero de presentación intachable. No puedo hacer más y tal vez con eso me aprueben.
BUSCAR UN LIBRO
A los cinco años de edad envejecí por primera vez. Mi calle había sido cerrada
al tránsito a causa de las obras del metro y en ella se fue acumulando un montón de
herramientas y materiales, entre ellos una tarima de madera que nunca supimos para
qué servía. Tenía unos diez metros de longitud por un metro y medio de alto. La
usábamos para ganar impulso y saltar, compitiendo para ver quién llegaba más lejos.
Ahora me pregunto cómo podíamos saltar con ese impulso y desde esa altura
respetable, indiferentes a los raspones y heridas que nos dejaban nuestros aterrizajes
sobre el suelo de tierra. Tal vez entre los cinco y los siete años hay una edad especial
para caerse. Dura unos cuantos meses o unas pocas semanas, y en ese tiempo nuestra
flexibilidad nos hace entablar con las caídas una relación temeraria que se traduce en
una sensación de invulnerabilidad y nos proporciona el arrojo de los grillos. Acaba de
golpe y yo recuerdo la mañana en la que la perdí.
Fue su manera de poner las comas. Le daba a leer mis textos que ella puntuaba
como si cada punto y cada coma les fueran dictados por Dios. Traté de rebelarme. La
fluidez, le decía, con tantas comas acabas con la fluidez. Se quedaba en silencio,
sonreía y, a lo mucho, replicaba con un «Es tu texto, tú decides». Pero yo no decidla
nada, acababa por darle la razón en todo. ¿Qué es la fluidez, al fin y al cabo? En la
escuela, cuando el maestro nos pedía nuestras impresiones de lectura sobre algún
libro, decíamos invariablemente: «Tiene un estilo fluido», y la respuesta lo dejaba
satisfecho. «Estilo fluido» era una máxima incontrovertible como «Dios es bueno».
Todos los escritores tenían un estilo fluido. ¡Qué tonto debí de parecerle a ella
defendiendo la fluidez de mis textos, como si la literatura fuera una subdivisión de la
hidráulica! Ella nunca pronunció la palabra fluido o fluidez, pero ponía comas en
lugares recónditos que volvían el camino de la frase más pedregoso, y le otorgaban
una credibilidad que antes no tenía. Guando corregía sus ojos se concentraban como
un cazador que vislumbra la presa.
Era tímida, pero en esos momentos se volvía un ave rapaz y temible. Una vez
plasmada en la hoja, su puntuación, que podía parecer en extremo escrupulosa y casi
pusilánime, se volvía inatacable. Viniste al mundo a poner comas, le dije una vez. «Si,
las tuyas», contestó sin mirarme. Tenía razón. Antes de conocerla yo conocía las
comas, pero no las mías. Mis amigos, que nunca la vieron corregir, no lograban
entender que yo hubiera dejado a Susana por una correctora poco agraciada como
ella. «Me dio un estilo», les decía. «Te embrujó, que es distinto», decían ellos. «Puede
ser, pero me enseñó a embrujar a mi lector», replicaba yo. Sus comas cambiaron no
sólo la respiración de mis textos, sino mi respiración corporal. Un estilo, si no es puro
maquillaje, te cambia la vida. Y el estilo surge de la puntuación, sobre todo de las
comas. Sus comas terribles, casi gotas de plomo en la página, me abrieron los ojos, y
nunca se lo agradeceré bastante.
ALAMBRES RETORCIDOS
Patrizia Cavalli, la poeta italiana, refiere que de niña tenía la habilidad de abrir
cualquier armario, cualquier puerta o cajón de los que se hubiera perdido la llave.
«Ignoro cómo hacía: me inspiraba, / no era ciencia sino devoción», escribe en un
poema alusivo titulado «La guardiana». Le bastaba introducir en la cerradura unos
alambres retorcidos y entrecerrar los ojos para, «oyendo absorta como un rezo»,
alcanzar el «gatillo» oculto del mecanismo. Confiesa en el mismo poema que esa
habilidad le sirvió de adulta para escribir poesía. Las cerraduras fueron su
«ejercitación» para hacer versos. Leer a Cavalli sería muy saludable para aquellos
poetas a quienes nunca les ha pasado por la cabeza que la hechura de un poema
puede entrañar una dificultad real, de esas que a menudo nos vencen y nos obligan a
retirarnos sin haber conseguido nada, como puede ser el abrir una cerradura sin llave.
Muchos de los poemas que se escriben actualmente carecen de una mínima sensación
de dificultad, como si a su autor no lo hubiera rozado ni por un instante la duda de no
poder escribirlos.
La idea de la poesía entendida como faena, como apuesta, como jugada que
puede o no resultar ganadora, está del todo ausente de gran parte de la poesía que se
escribe hoy. Los poemas parecen más fruto de una decisión que de un golpe de suerte.
Con calma y empeño el poeta llevó a cabo su ejecución, y con eso se dio por satisfecho.
Parecen dictados de poemas más que poemas, o sea son poemas escritos no como
quien sale a buscar el poema, sino como quien fabrica el poema que le dictó su
conciencia. Ahora bien, la conciencia es sorda; actuar a conciencia es actuar con
determinación, o sea con los oídos tapados. Esa poesía parece haber sido escrita sin
oírse a sí misma. El dictado, de hecho, exime de oír. También exime del fracaso. Sería
bueno que en los talleres de poesía se les diera a los alumnos unos berros retorcidos
para entrenarlos a abrir cerraduras. Aprenderían a oír, a entrecerrar los ojos, a
aguardar con devoción, a calibrar el pulso y, sobre todo, a fracasar.
LA HERIDA Y LA CUEVA
Esto significa que vive en ella no como un animal, sino como un ser humano,
pero merced a lo imprevisto. Su herida en la pierna, de la que mana pus sin cesar,
imita la cueva, como si otro viento le impidiera cicatrizar, y ambas, la herida y la
cueva, lo mantienen absorto en sí mismo, mascullando su dolor y sin perspectivas de
alguna mejora. En realidad, se está afinando en la isla como el arma letal que es,
decisiva para ganar la guerra. No «amuebla» su isla, como Robinson Crusoe, que ha
cerrado sus heridas y por eso puede someter a la naturaleza que lo rodea, sino que
vive en ella en una penuria absoluta. Para los antiguos las islas perdidas no
representaban la ocasión de un test tecnológico, sino un paréntesis sagrado. Prosperar
en ellas era algo inconcebible. Sólo cabía, como Filoctetes, desangrarse y esperar.
LA HUMILLACIÓN
Con una frecuencia inusual para los parámetros de hoy los personajes de
Dostoievski humillan y son humillados. Léase esta frase de EL IDIOTA: «Gabriel
Ardalionovitch no se atrevía a presentarse en ninguna parte a causa de lo
avergonzado que estaba por las humillaciones que habla sufrido». Es una frase, por la
naturalidad con que se profieren en ella palabras como vergüenza y humillación,
inimaginable en una novela de hoy. Nuestra sociedad, que enarbola los derechos del
individuo y ha hecho de la individualidad un santuario, ha perdido la costumbre de
usarlas. Es como si fueran portadoras de una pestilencia insoportable y su sola
mención nos toma indefensos. Preferimos palabras menos comprometedoras como
discriminación, segregación, injusticia o, a lo mucho, vejación.
Guando era joven acampé en una playa con unos amigos, y de noche, como es
típico, encendimos una fogata. Las pocas ramas que pudimos juntar no fueron
suficientes y el fuego empezó a menguar. Para avivarlo agarré una novela que había
terminado de leer, arranqué unas hojas y las eché a las llamas. De golpe surgió de la
oscuridad una mujer de aspecto nórdico, que me reprendió en un pésimo español y se
acercó apresuradamente a rescatar las hojas que se estaban quemando. Las juntó y,
apartándose unos cuantos metros de nosotros, se puso a reconstruir el libro en
silencio. Durante esa tarea el fuego no tardó en apagarse. Aún la veo, encorvada sobre
mi novela con expresión compungida, alisando cada hoja estropeada por las llamas.
La detesté, pero me faltó el valor de arrancarle el libro de las manos.
Era mi libro, pero, ¿los libros son enteramente de quien los posee? ¿No guardan
un estatuto que rebasa la lógica de la propiedad individual? ¿Era ese estatuto supra
individual lo que le había dado a esa mujer la fuerza de ir a rescatarlo de las llamas,
como si dijera: mientras un libro no se queme, es de quien lo adquirió; pero, una vez
que se arroja al fuego, deja de pertenecer a su propietario? Entre el fuego y el libro yo
había escogido el fuego, la rueda de los amigos, el calor no sólo físico de las llamas
sino el fuego que une y nos confunde con los demás; por eso había sacrificado el libro
sin pensarlo. Ella, aun sin saber qué libro era, no había dudado en poner a salvo la
palabra escrita, que para algunos es sagrada, porque encierra un testimonio
intransferible. Todo libro rompe un cerco, pero a su vez nace de él, de una voz que ha
sido capaz de volverse un cerco de voces, un murmullo junto al fuego. Yo no sabía si
detestar su puritanismo protestante, que endiosa la palabra hecha permanencia, aun a
costa de sacrificar el calor elemental de las cosas, o reconocer su valentía; no sabía, es
más, no sé todavía después de tantos años si aborrecer a esa mujer surgida de la
oscuridad o venerar su memoria.
EL IDIOMA MATERNO
Es un hueso duro de roer. Guando se cree que por fin nos liberamos de sus
palabras, sus giros sintácticos, sus modismos intraducibles a otros idiomas, y que
después de tantos años de hablar, soñar, amar e injuriar en otra lengua, uno se ha
emancipado de su atadura, resulta que, al igual que esas calcificaciones de materia
marina que se adhieren al cuerpo de las ballenas y que semejan enormes quistes, el
viejo idioma no ha desaparecido, sólo se ha replegado en ciertas zonas, una de las
cuales, quizá la más resistente, es el llanto. No se llora a secas, en abstracto, sino en el
seno de una lengua concreta, de ahí que muchos individuos que adoptaron otra
lengua, cuando lloran, sienten que lloran todavía en su primer idioma. Así, al dolor
que produjo el llanto se suma la congoja de saber que no se han desprendido de su
viejo llanto, de su viejo idioma; que siguen viviendo y hablando en materno, lo que es
particularmente duro para aquellos que se han aventurado a escribir unos libros en el
idioma de adopción, pues temen que tarde o temprano llegará alguien a quitarles la
fina cubierta y descubrirá debajo de lo que escribieron el hueso duro de roer, el
idioma remoto, el viejo llanto, y los acusará de no haber hecho más que trasladar
palabras de su primera lengua, o sea de haber fingido todo el tiempo. Así, el
extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de
una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir
en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta
traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que
puede aspirar un escritor por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo
escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua
madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una
lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto y se
abdica del llanto porque sólo dejando de llorar se puede escribir.
«Hay árboles en los que se apoya un bosque». Dentro de la magnífica obra de
Fablo Morábito, que Incluye poemas, cuentos, ensayos, traducciones y una novela,
escritos en el rigor del silencio, este libro representa uno de esos árboles que sintetizan
el bosque en el que se encuentran sumergidos. Si el aprendizaje del idioma materno
supone para el hablante la renuncia a ese momento inicial en el que todas las lenguas
se abren como una promesa, este libro «nos proporciona a base de lenguaje la salida
del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo».
Con el sigilo de un ladrón que entra en una casa por la noche mientras todos
duermen, el escritor traiciona a sus semejantes pero es también un centinela que vela
su sueño. Desde el primero de los ochenta y cuatro breves textos que conforman este
libro, los temas de la traición y de la vocación son los ejes a través de los cuales el
autor busca el episodio decisivo que determinó su destino de escritor. Sin ser ni
remotamente una autobiografía, impresiona la voluntad de desnudamiento que
recorre cada uno de estos textos, empezando por la aceptación de que escribir es una
forma de darle la espalda al prójimo.