2014-12 - 03 Estratagema de Nick Kyme

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LA HEREJÍA DE HORUS

ESTRATAGEMA

NICK KYME

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DRAMATIS PERSONAE

Primarcas
ROBOUTE GUILLIMAN Primarca de los Ultramarines

La Legión de los Ultramarines


AEONID THIEL Sargento de la 135ª compañía de los Ultramarines

Todo este trabajo se ha realizado sin ningún ánimo de lucro, por simples aficionados,
respetando en todo momento el material con copyright; si se difundiera por otros
motivos, no contaría con la aprobación de los creadores y sería denunciado.

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Sus pisadas resonaron en la solemne galería precediendo su entrada. Las lámparas
de fósforo parpadeaban en la oscuridad.
Aquella era la segunda vez que atravesaba aquel patio de la residencia, o al menos
eso le habían dicho. La primera vez lo había hecho acompañado por una escuadra
de otros nueve guerreros de servoarmaduras azul cobalto. Ahora caminaba solo, y
las placas de su equipo de combate no lucían marca alguna de la guerra, a diferencia
de su anterior servoarmadura, la que había desaparecido desde que había regresado
a Macragge. Había querido que fuera un regalo, pero ahora se había perdido en
virtud de la mezquina burocracia que parecía estar floreciendo en Ultramar; los
servidores se la habían llevado en cuanto había aterrizado.
Una fila de ojos lo contemplaba desde semblantes de mármol medio ocultos en las
hornacinas de las paredes, y no podía evitar sentirse juzgado por sus miradas. No
era muy dado a las fantasear —aquello no era nada práctico—, pero no podía evitar
preguntarse si acaso lo reconocían de la vez anterior.
Unas puertas se alzaban al final del corredor, enmarcadas en acero y bronce, con
relieves dorados que representaban al anterior rey-guerrero de Macragge sobre sus
amplias hojas de madera. Konor, padre de Roboute Guilliman. El artífice había
captado en aquel retrato un porte sereno pero feroz. Quizá eso era lo que esperaba
a Thiel al otro lado.
Le llamaba la atención que aquel edificio conservará el estilo antiguo, más acorde
con la herencia cultural de Macragge; en todos los demás sitios que había recorrido
últimamente la estética era más ecléctica, como si la piedra y el acero quisieran
expresar la alianza de varias legiones y convertirlas en una sola, subsumirlas en el
ideal unificador de Imperium Secundus. Se preguntaba si ese era el motivo por el
que estaba allí: para discutir su rol en el nuevo régimen… o para sufrir una nueva
censura por lo que había estado haciendo desde su regreso de Calth.
Los dos exterminadores de la escuadra Invictus que guardaban las puertas lo
devolvieron al momento presente.
—Entrega tus armas, hermano sargento.
Su determinación era patente, envestidos del blindaje del color de la XIII Legión,
los visores activos, las alabardas de energía cruzadas con las que le bloqueaban la
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entada. Se trataba de la guardia pretoriana, protectores incuestionables, pero era
patente en ellos una tensión subyacente, algo en el tono de sus palabras que
denotaba la pasada ocasión en la que habían fallado.
Junto con las armas, solicitaron el casco de combate que llevaba bajo el brazo. Thiel
se lo entregó sin dudar. Sin embargo, le permitieron conservar la hoja que llevaba a
la espalda, la espada larga de energía. Aquello era también extraño, otra pregunta
sin respuesta que añadir a las que ya se había formulado en su interior. Se le
ocurrieron tantos planteamientos teóricos… que no pudo evitar sentirse tenso.
A una señal invisible los guardias se apartaron para franquearle el paso a la vez que
las puertas comenzaron a abrirse. Thiel atravesó rápidamente el umbral, y entonces
esas mismas puertas volvieron a cerrarse tras él.
Las sombras persistían en el interior de la residencia. Se las permitía en un esfuerzo
por enmascarar los daños. Aun así, las cicatrices del ataque adoptaban la forma de
las astillas todavía incrustadas en los marcos de las pictografías o en el residuo de
polvo junto al busto de Konor recientemente restaurado.
Roboute Guilliman era una figura impresionante. El primarca estaba en pie junto a
su escritorio. En la sala el mobiliario presentaba algunas piezas en tonos más
frescos, elementos más lustrosos que delataban que hacía poco que habían sido
llevados a la residencia. Lo nuevo reemplazaba a lo viejo. Sobre la mesa había gran
cantidad de pergaminos y papeles, soportes de un trabajo diligente y exhaustivo.
—Sargento Thiel.
El primarca sólo había pronunciado aquel correcto saludo, pero el brillo de sus
ojos anunciaba una mayor calidez que la que había calculado que impregnara sus
palabras. Una armadura ceremonial reemplazaba su servoarmadura de batalla, un
enunciado deliberado de confianza en su seguridad. La coraza lucía la ubicua
Ultima de la legión, y del par de guardas de los hombros partía una capa roja. No
llevaba encima ni pistola bólter ni espada alguna. «No tengo miedo», decía todo
aquello, «estos son, y siempre serán, mis dominios».
Thiel se inclinó.
—Mi señor.

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Guilliman sonrió, aunque su poderosa mandíbula siguió firme. Parte de su pelo
rubio parecía desigual, algo más claro en las zonas en las que las heridas sanadas
habían dejado un inexplicable cambio de tono. Las heridas curan, las cicatrices no.
Otra figura en servoarmadura permanecía inmóvil en un rincón en sombras, pero
Thiel fingió que no se había percatado de ella. Otro guardaespaldas, posiblemente;
o quizá Drakus Gorod había logrado convencer finalmente a Guilliman de que
necesitaba una sombra.
—¿Puedo ver la espada?
Thiel obedeció y desenvainó el arma inmediatamente. Su hoja capturó un haz de
luz y brilló intensamente. Activó brevemente el filo electromagnético. No fue un
temblor lo que vio en el primarca, pero sí hubo una reacción, un sutil movimiento
en una de sus mejillas.
—¿Queréis que os la devuelva?
Guilliman negó una única vez con la cabeza.
—Enváinala, Aeonid. Ahora es tu espada.
Thiel a punto estuvo de dar las gracias, pero le pareció que aquello sería algo
absurdo después de haber robado aquel arma en un primer momento. En lugar de
eso asintió y graciosamente aceptó el regalo.
La ausencia de sonido al desactivar el arma subrayó el silencio entre padre e hijo.
—¿Puedo hablar libremente, mi señor?
—Por supuesto. ¿Quieres sentarte?
Guilliman ofreció a Thiel una silla con un gesto antes de sentarse al otro lado de la
mesa.
—Prefiero seguir de pie.
Guilliman respondió con un ligero encogimiento de hombros, dando a entender
que aquello no importaba.
—¿Qué es lo que ocurrió aquí? —preguntó el sargento.

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—Creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta.
—¿Entonces por qué volver? ¿Por qué no tomar más precauciones? ¿Por qué
revivirlo?
—Porque un señor debe poder disfrutar de su libertad en sus propios dominios.
Ésta es mi residencia privada. No voy a permitir que se convierta en la celda de una
prisión con Gorod y Euten como mis celadores —Guilliman juntó las yemas de los
dedos frente a su cara, su mirada pensativa, penetrante—. Cuando un legionario
que se presentó con tu nombre caminó por esta cámara la última vez, lo hizo para
matarme. Y no vino solo: nueve de sus camaradas lo acompañaban. Sufrí su ataque,
y sobreviví. Ese es un poderoso mensaje que quiero que resuene.
El tono del primarca estaba teñido de confianza y desdén, pero también con una
nota que indicaba claramente que no querría provocar otro intento de asesinato.
Aquella era una reacción muy práctica, que le recordó a Thiel lo inteligente que era
su padre, cómo estaba constantemente calculando, evaluando, planeando.
Guilliman señaló con el dedo al ventanal desde el que se podía contemplar la
panorámica de Macragge Civitas.
—¿Qué ves tras ese cristal, Aeonid?
Había caído la noche, por lo que gran parte de la magnificencia de la ciudad estaba
envuelta en la oscuridad. Pero una estructura dominaba la vista, fuertemente
iluminada por los focos que la rodeaban.
—La Fortaleza de Hera.
—Exacto. El palacio de un emperador que no se sienta en su trono, y del consejo
que forman sus hombres.
—Lord Sanguinius.
—Encontrar a mi hermano no es tarea fácil… Sé que el León ha tenido ciertas
dificultades para ello últimamente.
Guilliman sonrió casi para sí. Sus pensamientos eran difíciles de imaginar, pero a
Thiel le pareció notar cierta satisfacción y diversión, nacida de una rivalidad
fraternal, ante el infortunio del primarca de los Ángeles Oscuros.

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—Sé que tengo enemigos a lo largo de lo que ha quedado de los Quinientos
Mundos… pero me niego a mostrarles nada que no sea mi desafío y mi poder.
Thiel percibió otro temblor: rabia esta vez, no inquietud. El estadista en Guilliman
se preocupaba por la consolidación y el levantamiento de un imperio, pero el
guerrero en su interior todavía clamaba venganza. El sargento sabía que tales
deudas nunca quedaban saldadas, y eso fue lo que le llevó a formular una pregunta:
—¿Es por eso por lo que todavía luchamos por Calth? ¿Para enviar un mensaje?
Posando las palmas de las manos en la mesa, Guilliman entornó ligeramente los
ojos.
—Tú y yo tenemos puntos de vista muy diferentes sobre esa cuestión, un hecho de
sobra conocido por ambos… ¿qué es lo que de verdad quieres preguntarme,
Aeonid?
El disimulo no era una de las aptitudes de Thiel, por lo que decidió optar por ser
honesto.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque necesito tu ayuda.
—Estoy a vuestro servicio, mi señor.
Guilliman sonrió de nuevo, mucho más cálidamente esta vez, pero como ocultando
algo. Sin embargo, el primarca no esperó demasiado para revelar de qué se trataba.
—Dime, sargento Thiel, ¿quiénes son los Marcados de Rojo?
Thiel se permitió a sí mismo una sonrisa indulgente.
—¿Es así como nos llaman?
—¿«Nos»? Luego admites la existencia de ese grupo…
—Por supuesto. Yo mismo lo fundé, mi señor. Voluntarios exclusivamente,
hombres de los que podíais prescindir…
—¿No es acaso decisión mía de quién puedo prescindir, Aeonid? —lo interrumpió
Guilliman.

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Thiel inclinó la cabeza, pero rápidamente volvió a alzarla, poco dispuesto a mostrar
contrición alguna.
—Vi lo que era necesario, y actué en consecuencia.
Guilliman lo intentó, pero no pudo ocultar completamente la admiración que
sentía por el carácter y la resolución del sargento: aquello era lo que hacía de Thiel
un guerrero tan singular.
—¿Y qué es lo que es, en tú opinión, necesario?
—La defensa de nuestro reino y sus fronteras. Vos mismo habéis dicho que tenéis
enemigos, y estoy de acuerdo. Se esconden en las ruinas de nuestros antiguos
mundos. Algunos cuentan con naves y están formando grupos de batalla. Si los
dejamos actuar se unirán en nuestra contra. Los Marcados de Rojo se dedican a
arrancar de raíz esos núcleos de renegados.
Guilliman se inclinó hacia adelante.
—Háblame de vosotros, Aeonid. ¿Cómo operáis?
Era inusual verse interrogado por quien normalmente proporcionaba las
respuestas, que un líder y estratega de su talla le preguntara.
—Con divisiones pequeñas. Dos o tres escuadras, en ocasiones incluso menos.
—¿Es así más rápido? ¿El despliegue, la reactividad?
—Sí. Proporciona flexibilidad, un legionario puede cumplir los roles de varios en
dichas situaciones.
—Eliminando, por tanto, la redundancia…
Thiel asintió sin decir nada.
—¿Y su composición?
—Adaptable, sobre una base táctica, con provisión para incontables
potencialidades: asigno especialistas a cada escuadra.
—Así que has roto con la convención e ignorado las bases de los Principia
belicosa…

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A Thiel aquella frase le sonó como una acusación. Había estado en lo correcto al
esperar algún tipo de sanción.
—Lo hice, mi señor. Si he errado, entonces…
—No, Thiel, no lo has hecho —lo interrumpió de nuevo el primarca—. Tengo
intención de dar mi soporte a tu labor. Toma los hombres que necesites para los
Marcados de Rojo, limpia nuestras caóticas fronteras. Y debes saber que recibirás la
autoridad necesaria para ello.
Autoridad. Thiel dirigió la mirada a la figura semioculta en la habitación, a la que
había estado ignorando hasta ese momento, la que no se había movido ni había
hablado desde que había entrado en la sala.
—¿Es ese el motivo por el que no estamos solos? —Thiel hizo un gesto hacia el
guerrero silencioso, un guerrero más fuerte, más experimentado… no, menos
temerario, sin duda—. Por favor, mi señor, presentadnos. Decidme qué noble
legionario será mi superior.
Guilliman dejó escapar su risa.
—Has malinterpretado mis intenciones, Aeonid.
El primarca activó las luces. Un lumen derramaba su luz justo encima de la figura
que Thiel creía haber identificado como el legionario bajo cuyo mando quedaría.
Enseguida reconoció la servoarmadura vacía, porque una vez le perteneció: un
equipo de combate con instrucciones grabadas en su superficie en su propio argot
táctico.
Guilliman se puso en pie, sonriendo.
—Tu regalo.
—Uno que creí perdido…
Guilliman hizo un gesto con el que abarcó todos los papeles y pergaminos que
había sobre su mesa.
—¿Sabes qué es esto? Tácticas, doctrina, estratagemas, Aeonid.
El primarca se acercó a la servoarmadura.

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—Pero estas anotaciones…
Guilliman recorrió la superficie marcada con su mirada, absorbiendo los datos y
procesándolos. Entonces volvió su vista a Thiel, y dijo algo que éste jamás habría
imaginado que llegaría a oír de los labios de su primarca.
—Reconozco las tácticas que describen, pero además puedo ver una metodología
emerger de ellas, una que no había considerado hasta ahora. ¿Acaso la
yuxtaposición de cada estratagema junto a las demás tiene un sentido más
profundo? Creo que hay correlaciones con mis propios trabajos.
Thiel estaba perplejo por la capacidad de su primarca para descifrar algún
significado e interpretar un propósito final de un conjunto de instrucciones tan
particular. Él mismo no había considerado cómo cada pieza de doctrina táctica
podía afectar a las otras y formar un todo coherente.
Respondió lo mejor que pudo.
—Las utilicé como fundamentos para los Marcados de Rojo. Cada planteamiento
práctico, todo lo que aprendí en Calth.
—Una estructura más pequeña y más flexible, los conocimientos especializados
repartidos por escuadras, no por compañías…
Thiel asintió, de nuevo sin decir una palabra, consciente de que poco podía añadir
al formidable proceso lógico de la mente de Guilliman.
—Éramos pocos, y estábamos luchando una guerra de guerrilla. Es la misma
situación en la que combaten los Marcados de Rojo. Desde el punto de vista
práctico tiene sentido.
—¿Eficacia?
—Excediendo mis expectativas.
—¿Óptima, entonces?
—En el contexto de la situación, sí.
Guilliman transmitía su hambre de saber. Su intelecto, su mente militar, había
sufrido una revelación parcial, una que deseaba abrazar, adaptar, pulir y modificar
hasta llevarla a su más perfecta expresión estratégica. Thiel comprendió que él había
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sido el catalizador para ese salto cuantitativo en los insondables procesos cognitivos
de su padre, y se sintió profundamente honrado.
—Estaba equivocado con respecto a varias cosas…
Guilliman volvió a su escritorio. Con un amplio movimiento —cuya intención era
más ser un símbolo que un método efectivo de destrucción—, arrojó de la mesa
todos los manuscritos acumulados.
Thiel se sintió horrorizado.
—¿Qué hacéis? ¡Es vuestra doctrina, vuestro trabajo!
—Es erróneo, Aeonid. Y has sido tú quien me ha mostrado los fallos que contenía.
—¿Lo es? Quiero decir… ¿lo he hecho?
—Seguir funcionando como lo hemos hecho en las legiones ha dejado de ser
sostenible. Había aceptado su estructura sin someterla a juicio, creía que era la
manera más eficiente de desplegar y encauzar nuestra fuerza de combate. Pero en
mi satisfecha ceguera no fui capaz de ver el recurso que tenía justo delante de mis
ojos —Guilliman inclinó la cabeza hacia Thiel—: tú, Aeonid.
El sargento arrugó el ceño.
—Yo… creo que no os sigo, mi señor.
—No somos como los ejércitos de la antigüedad, un señor guerrero y una horda
que lo sigue. No somos una legión, nunca más —Guilliman sonrió, sus ojos
iluminados con las perspectivas que se abrían ante él—. Somos cientos de miles de
legionarios individuales, cada uno soporte de los demás, adaptándonos,
reformándonos. Moldeados no para un único propósito, sino para muchos, para
cualquiera, para todos.
Thiel estaba sorprendido por la vehemencia con la que su primarca hablaba: nunca
lo había visto tan animado.
Guilliman no había terminado. Cerró los dedos en un puño.
—Hasta que no vi tu servoarmadura y oí hablar de tus Marcados de Rojo, nos veía
como un mazo. Lo somos, podemos serlo, pero no tenemos que serlo. Un mazo
exige habilidad y un gran esfuerzo para blandirlo: es un gasto innecesario de
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recursos —en un momento de pausa abrió la mano, los dedos extendidos
firmemente—. Un estoque mata con un único golpe: quirúrgico, eficiente, mortal.
Debemos convertirnos en la muerte rápida, en la hoja directa al corazón.
Guilliman se aproximó a Thiel y le puso una mano en el hombro, mirando a su hijo
a los ojos por un momento, agradecido por la revelación que le había traído.
—Tú eres el planteamiento práctico para este planteamiento teórico, Aeonid.
Lorgar me superó una vez: no contaba con ningún escenario teórico en el que
hubiera previsto su traición, ninguna respuesta práctica preparada. Eso no volverá a
pasar. La división entre planteamiento teórico y planteamiento práctico… el
pensamiento original debe prevalecer sobre esos conceptos obsoletos. Nuestro
planteamiento debe ser primordialmente táctico.
Thiel se descubrió asintiendo. Entonces hizo la pregunta obvia:
—¿Pero cómo?
—Un Codex, la suma de todo conocimiento práctico y su aplicación. Porque si esta
guerra me ha enseñado algo, es el peligro de la hybris. Esa es tu sabiduría, Thiel.
El sargento se inclinó sobre una rodilla en el suelo, sobrepasado, exultante de
orgullo.
—Me hacéis el mayor honor al que hubiera podido aspirar.
—Así debe ser, puesto que te lo has ganado. Ahora, en pie. Nuestro trabajo de
verdad comienza ahora. Tengo un Codex que terminar. Tu visión me ha inspirado.
Y el futuro de las legiones no puede esperar.

FIN DEL RELATO

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