Robinzon Crusoe

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EL MITO DE ROBINSON CRUSOE Y LA <FASE INVENTIVA> DEL DISEÑO

Robinson Crusoe, como es sabido, es la historia novelesca de un muchacho inglés que huyó de
su casa para liarse en una serie de aventuras marinas de diversa fortuna, la última de las cuales
consistió en ir en barco ajeno a encallar y naufragar frente a la costa de una isla abandonada,
quedando en ella completamente solo, como único superviviente del desastre. Lo que interesa
es lo que Robinson hizo a partir del momento que se halló solo en medio de una isla (virgen e
inhabitada).

El conjunto de operaciones intelectuales y manuales que desarrolla para reconstruir en la isla


un hábitat, un entorno objetual y, en cierto modo, un contexto de cultura, no hay cultura
humana. La isla está desierta, y ofrece sólo recursos naturales. Todo está dispuesto para que
Robinson reproduzca la vida de un hombre primitivo, hombre que no posee más herramientas
que sus manos ni mayor ayuda que sí mismo.

Ahora bien: Robinson no es un hombre primitivo. Algo fundamental lo separa de aquel hombre
antiguo, de verdad indefenso: el hombre primitivo tuvo que descubrir una serie de fenómenos
de la naturaleza que le permitieron organizar, por analogía, una pequeña y perentoria cultura
de objetos y de entorno. Robinson Crusoe sólo en parte pretende descubrir lo que la isla
encierra, y prefiere inventar el medio objetual y ambiental que va a permitirle sobrevivir en
aquella situación. Eso sí: Robinson inventará también por analogía, pero ya no sólo con lo
natural, también (y especialmente) con lo cultural.

Robinson es por cierto el mito profético del futuro conquistador: no está tan interesado

en conocer lo propio de un territorio extraño, como en marcar en él su huella civilizada,

distorsionar los elementos que le ofrece la naturaleza y someter su reino a su criterio

de individuo «ordenado», educado en una civilización cultural muy avanzada respecto

al desorden natural. Robinson es aquel que instala personalmente una cultura en

medio de la naturaleza virgen, valiéndose únicamente de una experiencia de hombre

‘culto» (el habitante medio de la Inglaterra del siglo XVII) y una memoria muy fresca

acerca de lo que era la ordenada vida urbana de aquella Inglaterra civilizada y pujante.

Robinson Crusoe, pues, no es en modo alguno una apología de la vida al aire libre —

como algunos románticos de ayer y de hoy han querido ver—, sino una tremenda

defensa del ordenamiento de lo natural bajo la fuerza progresista de una cultura

burguesa incipientemente industrial. Robinson no es el desgraciado náufrago que

va a quedar abandonado a la voluntad impetuosa de la naturaleza, ni un hombre

resignado que vaya a complacerse con las raíces que alimentan a los místicos en el

desierto. Robinson es el ciudadano experto y hábil que inventará todo lo que convenga

para poderle demostrar a la naturaleza que él es más fuerte que ella. La última

demostración de fuerza que la naturaleza se permite poner en juego en la novela es el


naufragio del «barco de unas ciento veinte toneladas, seis cañones y catorce

hombres» que salió de las costas europeas. A partir del momento que Robinson vence

las dificultades del naufragio y cubre a nado la distancia que separa los restos del

velero de la playa, entonces se inicia la venganza de Robinson contra la naturaleza, y

la demostración de la autoridad y el poderío del hombre cultural contra la naturaleza

en estado bruto. Robinson va a ser el señor de la isla (a la que acabará convirtiendo

en Estado) y va a demostrarles a la naturaleza que su cultura y su ingenio son más

poderosos que el huracán más indómito o la sequía más ensañada. Éste es nuestro

punto de partida, el punto de partida de Robinson Crusoe y el punto de partida de a

fase inventiva del diseño. Como dice claramente el propio Robinson: «Evidentemente,

la tierra era inculta y, como podía suponerse, solamente habitada por animales

salvajes.»

a) El recuerdo de una historia cultural

El primer elemento que nos permite caracterizar esta fase del diseño, digámoslo así,

es su memoria. La fase naturalista del diseño habría estado desprovista de ella, y las

herramientas no se habrían originado a partir del recuerdo de una u otra solución feliz,

sino como respuesta inmediata a una necesidad apremiante. Eso no quiere decir que

la fase naturalista del diseño no tuviera, propiamente, una historia evolutiva; es decir,

ello no quiere decir que los modelos primitivos no iniciaran ya el camino de lo que ha

venido en llamarse la tendencia a la optimización. Pero, en cualquier caso, lo óptimo

era más el fruto de una nueva adecuación casual e inmediata entre la naturaleza y la

herramienta, o la secuela del mero usar un objeto, que la consecuencia de una

reflexión, un recuerdo o un análisis del procedimiento que otros (de otro tiempo o de

otra tribu) habían seguido para llegar a la síntesis de una forma determinada.

La fase inventiva, ella sí, se caracteriza por esta memoria histórica, por esta reflexión

acerca de las soluciones que ya son históricas (pues forman parte del pasado), en

aras de una nueva solución que debemos considerar igualmente histórica, pues

colabora a su definición y a su progreso en la medida que aporta alguna novedad.

Como definiremos más adelante es propio de esta fase —aunque no es privativo de

ella— el que empiece a articular las pertinencias que se hubieran barajado en la

solución antigua a un problema proyectual, para obtener una nueva permutación de


las mismas, y, en consecuencia, una nueva (no siempre mejor) solución al mismo

problema.

De esta memoria hace gala Robinson, y en función de la misma desarrolla las

operaciones necesarias para llevar a buen fin su proyecto de instalarse en la isla:

En segundo término carecía de velas; la falta de luz me obligaba a acostarme apenas

oscurecía, lo que allí ocurre a eso de las siete. Me acordaba del pedazo de cera con el

cual hico velas durante mi aventura en África, pero ahora el único remedio a mi

alcance era aprovechar la grasa de las cabras que mataba; fabriqué un platillo de

arcilla que puse a cocer al sol, y agregándola un pabilo de estopa conseguí hacer una

lámpara que daba una luz mucho más débil y vacilante que la da una vela.

b) De lo invención necesaria a la ilusión inventiva

La fase inventiva que simboliza Robinson constituye, de hecho, un largo episodio en la

historia del diseño. La fase inventiva se desprende de la naturalista y sienta la base de

la fase consumista; en ella se forja la dialéctica que discute los datos de la fase

anterior y prepara el terreno a la próxima. Desde el punto de vista diacrónico, la fase

inventiva es, pues, la más dinámica de todas.

La fase inventiva vio nacer inventos tan necesarios como lo habían sido los objetos

inmediatamente necesarios de la fase naturalista (sin la «libertad» de ser otros ni

distintos de como son, habíamos dicho), pero dio también nacimiento a los primeros

artefactos absolutamente inútiles.

Se considerará del todo razonable que Robinson, después de haber habilitado una

caverna para vivir en ella pero viéndola desnuda, decidiera procurarse una mesa y una

silla — elementos que les siguen pareciendo imprescindibles, junto con una cama, a

todas las parejas que han decidido amueblar su piso vacío recién alquilado: Pude luego
dedicarme a fabricar aquellas cosas que más falta me hacía, corno por

ejemplo una mesa y una silla, sin las cuales no podría gozar de las pocas

comodidades que tenía en el mundo, ya que era difícil escribir o comer

agradablemente sin una mesa. Nunca había manejado una herramienta en mi vida,

pero con tiempo, ingenio, aplicación y perseverancia descubrí que si hubiera tenido los

elementos necesarios habría podido fabricar cuanto me faltaba. (...)Después, cuando

obtuve algunos tablones de la manera ya descrita, hice estantes de pie y -medio de


ancho, uno sobre otro, a lo largo de las paredes de mi cueva, que servían para poner

mis herramientas, clavos y herrajes, teniendo todo clasificado y puede decirse que al

alcance de la mano.

No hay duda que Robinson empieza ya a simbolizar algo más que un diseñador

correspondiente a la fase inventiva del diseño: empieza a parecernos el ejemplo de

una tendencia muy concreta del diseño: la racional-funcionalista. Por lo demás, no es

casual que, en nuestro ejemplo, los conceptos de orden, función de uso y sistema de

objetos corran paralelos con los mitos fundamentales de la naciente ideología

burguesa del XVII.

(...)

c) Del dominio de la naturaleza al nacimiento de una naturaleza correlativa

Hemos visto en el apartado a) cómo el mito de Robinson ilustró el nacimiento de una

cultura con memoria, una «cultura consciente» como dice Alexander, una cultura

capaz de remodelar sus módulos culturales de acuerdo con el peso específico de su

propia tradición y experiencia.

Pero este mecanismo, que en su lugar definiremos con mayor precisión, cristaliza en

un modismo muy peculiar en la historia de las «<formas artísticas»: se trata del

nacimiento de una ley de repetición y analogía entre elementos propia y únicamente

culturales, que viene a sustituir, como ya hemos analizado, a la ley de representación

mimética del orden de lo natural.

Digamos que la fase inventiva del diseño -que por lo que a esto respecta no arranca

del siglo XVII sino de mucho antes- se caracteriza también por el hecho de que sus

modelos no son generados directamente por lo natural ni son una articulación de

meros elementos naturales, sino que se generan mediatizadamente a partir de

elementos ya culturales, es decir, elementos que obedecen ya a un trabajo en el seno

de lo natural y a una transformación de lo natural en un ob-jectum, en algo separado

del contínuum natural, y que puede haber perdido ya las trazas de esta génesis o

procedencia remota.

Como apuntábamos más arriba, el diseño alcanzó en algún momento -propio de la

fase inventiva que ahora hay que entender una vez más diacrónicamente- la

capacidad de iniciar la configuración de un microcosmos objetivo que, poco a poco (el


hecho es hoy más que evidente) se superpone a la propia naturaleza, y la suplanta.

El siglo XVII es por excelencia el siglo de la conquista de los confines geográficos, el

siglo de la anexión de los territorios vírgenes en nombre de la civilización, el siglo de la

colonización de todo territorio considerado primitivo (y donde, por supuesto, impera el

«modo de producción» objetual propio de la fase naturalista).

Éste es, por fin, el siglo del gran desarrollo burgués iluminado en el campo de la

ciencia y la técnica, el siglo que prepara la emancipación revolucionaria de la

burguesía y el siglo que cobija la preciosa metáfora literaria que estamos comentando:

la vida del ciudadano Robinson Crusoe en medio de una isla desierta, no «civilizada»,

consiguiendo equilibrar la contingencia que lo natural ha señalado siempre para la

civilización humana.

Para decirlo en términos de hoy, Robinson Crusoe no es el primer manifiesto ecológico

moderno. Es todo lo contrario: precisamente porque es uno de los primeros libros del

nuevo espíritu burgués, es decir, de la vida moderna, por eso es ya un libro que

propugna abiertamente la conquista, la suplantación, y, si conviene, la destrucción de

la naturaleza.

En este orden de cosas se encuadra lo que ya hemos anotado en el apartado a). La

actividad de Robinson en la Isla de la Desesperanza significa sólo aparentemente un

retroceso en la historia del diseño. A primera vista, Robinson tiende a soluciones

típicamente artesanales. Pero no hay que olvidar que llega a estas soluciones a partir

del recuerdo (y el análisis) de soluciones ya propiamente tecnológicas, cuando no

proto-industriales. (...)

Lo importante a considerar en el mito del Robinson, a este respecto, no es, pues, el

resultado final conseguido, sino el camino recorrido por Robinson entre un proyecto de

diseño y su realización. En la isla de Crusoe los proyectos van por delante de las

necesidades o, para decirlo de otro modo, las necesidades no importan en sí ni de

acuerdo con una situación concreta, sino en función del marco de necesidades

heredado de la cultura plenamente organizada del Robinson continental.

Es decir, el recuerdo (nada nostálgico, por lo demás, sino operativo) de lo que ya

adquirió entidad de necesidad, se anticipa a las contingencias reales y concretas de la

isla. Se trata de una memoria proyectiva, en todos los sentidos: mira con esperanza
hacia adelante y proyecta las condiciones óptimas para dar satisfacción a esta

voluntad de futuro.

En este sentido, como ya dijimos, Robinson es un intelectual, un ingeniero y un

arquitecto, un profesional que se dispone a demostrar la supremacía del orden cultural

por encima del supuesto caos de la naturaleza.

¿No será esta capacidad de «organizarse un entorno» adecuado a nuestra posición en

el mundo, aquello que marca una línea divisoria rotunda entre las sociedades

primitivas y las sociedades que han conocido la fase inventiva del diseño proyectual?

El hombre primitivo -y en este sentido todavía el hombre medieval: peregrino, cruzado,

caballero o juglar, puede ser considerado primitivo- es el hombre nómada por

excelencia, aquel que se adapta a las condiciones de vida propias de las situaciones y

entornos con que va topando,

El hombre moderno, el burgués -Robinson Crusoe como metáfora paradigmática- es

todo lo contrario: no se adapta al medio ambiente, sino que distorsiona, contorsiona y

«tortura» al medio ambiente, hasta que ha conseguido darle la forma y la función

adecuadas a sus necesidades.

El hombre moderno no se conforma con un medio ambiente determinado, sino que

conforma el medio ambiente hasta adecuarlo con sus exigencias. El burgués moderno

es, propiamente, un creador del entorno, un inventor de entorno.

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