Espíritu Santo

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La Iglesia como Templo del Espíritu Santo:

Cuando la Iglesia se pregunta por su naturaleza, mira a Dios que es Espíritu Santo para descubrirlo, y
desde ello vislumbra en su ser una realidad santificada: Soy templo del Espíritu.

Esta fue la conclusión que cientos y miles de años de reflexión teológica de todos los miembros de la
Iglesia llevaron adelante (No solamente los grandes teólogos o la jerarquía, sino que fue el sentir de
todos, aún los más pequeños e ignorantes).

Algunos de los focos que iluminan esta reflexión son: El devenir histórico de la misma Iglesia y su misión;
Los santos de la Iglesia; Las obras de caridad y servicio que la Iglesia lleva desde siempre y que donde
cotidianamente reafirma su lugar en el mundo.

Pero lastimosamente, en la práctica cotidiana de la vida de religiosa occidental, muchas veces miramos
hacia la persona de Jesús y María o los santos (además que últimamente se ha recuperado bastante la
imagen de Dios como “Abba” o Padre cercano que nos cuida, acompaña y perdona). Pero por ahí
solemos olvidarnos de la acción del Espíritu Santo en nuestra vida: ¿Le solemos rezar? ¿nos acordamos
de él?

En las últimas décadas ha habido ciertos movimientos eclesiales que han intentado recuperar la
importancia del Espíritu, sobre todo desde la mirada de los escritos de San Pablo. Lo cual ha impulsado
un resurgir de la conciencia de la acción del Espíritu en nuestra vida.

En cambio, en el Oriente esta mirada fue muy distinta ya que El Espíritu Santo siempre tuvo una
preponderancia en su espiritualidad. Ellos le dedican muchas oraciones en su cotidianidad; por eso
dentro de la teología occidental se lo suele tener como modelo a seguir en algunas expresiones
teológicas o reflexiones.

Para adentrarnos en esta visión de la Iglesia como templo, debemos preguntarnos: ¿Quién es el Espíritu
Santo?

La tercera persona de la Trinidad:

Teológicamente hablando estamos de cara a la tercera persona de la Trinidad, ella nos ha sido revelada
en el Nuevo Testamento como una persona distinta del Padre. Si bien en el Antiguo Testamento ya
aparecía, pero no se lo identificaba cómo algo distinto de Él, sino como una de sus propiedades. Por
ejemplo, cuando Dios crea al Hombre en el segundo relato del génesis (Gn. 2, 7) nos vamos a encontrar
con qué Él toma el barro para formarlo, pero luego lo infunde con su “aliento de vida” (Ruaj o Ruach).
Esta palabra en realidad hace referencia al soplo De Dios, con el cual Él pone su Espíritu en nosotros.

A su vez, el Espíritu era el encargado de suscitar profetas, empuja al pueblo a la conversión y en Él


descansa la promesa de la instauración de una lianza definitiva. Pero todo esto es visto como una
actuación complementaria a la acción de Dios en sí mismo.
Tuvieron que pasar cientos de años para que en la teología judía haya una maduración de la conciencia
del Espíritu Santo y no fue extendida como norma común a todos, sino solo unas pocas corrientes. 1

Ya en el Nuevo Testamento, nos vamos a encontrar con una revelación más directa, por ejemplo en el
bautismo de Jesús. Al salir del agua desciende sobre él, el Espíritu Santo en forma de Paloma, dándonos
a entender que en la conciencia del autor del relato bíblico, hay una diferencia con el Padre ya que Él
aparece solamente con su voz:

“Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como
una paloma; y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda
mi predilección».” (Mc. 1, 10-11)2

También, en los distintos evangelios vamos a estar encontrando una preponderancia de su acción: El
Espíritu va acompañando la misión de Jesús desde el primer momento haciendo posible la Encarnación
(Lc. 1, 35) e iluminan a quienes la interpreta, como por ejemplo Isabel la prima de María cuándo se
encuentra con ella (Lc. 1, 67). Pero también guía los primeros pasos de Jesús, lo acompaña el desierto,
(Mt. 4, 1) y estar “lleno del Espíritu Santo” va a ser la condición para comenzar a hablar en público (Lc. 4,
14) y realizar obras maravillosas (Mt. 12,28).

Otro punto para destacar es la Promesa hecha por Jesús, la cual dice que nos enviará “El Paráclito” 3 (Jn.
14,26) que nos introducirá en “Toda la Verdad” (Jn. 16, 13). Dejando en claro su importancia, pero
también que es distinto no solo del Padre, sino también del Hijo; así como también su indispensabilidad
para llevar adelante la Iglesia.

La Iglesia como Templo del Espíritu Santo:


Para desarrollar esta analogía, vamos a partir de otra analogía: El Espíritu Santo es considerado el
“Alma” de la Iglesia. Es decir que el Espíritu Santo habita y actúa de manera privilegiada en la Iglesia:
Él es el que la “Anima” es decir le da vida, la guía y acompaña en su obrar.

Ya que desde el primer momento en el que la Iglesia le toca obrar como tal (es decir sin la presencia
visible de Jesús) Él está presente actuando.

1
“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo” Mc. 1, 8. Lo da a entender
Juan Bautista hablándole a sus discípulos, con lo cual indicaría que hay una corriente teológica previa en el
judaísmo que algo hablaban ya del Espíritu Santo, aunque se cree que posiblemente no le dan la misma identidad
que al Padre.
2
Utilizo este texto porque se estima que es el más antiguo de los relatos de los tres sobre del bautismo de Jesús, y
que los otros dos se basan en este para escribirse.
3
Esta palabra es utilizada para designar al abogado defensor en la estructura del derecho de la época.
Veamos a continuación el relato de Pentecostés:

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar.

De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la
casa donde se encontraban.

Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada
uno de ellos.

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el
Espíritu les permitía expresarse.

Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se
congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua.

Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos?
¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?...».

Unos a otros se decían con asombro: «¿Qué significa esto?». Algunos, burlándose, comentaban: «Han
tomado demasiado vino».

Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: «Hombres de Judea y todos los
que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido.

Estos hombres no están ebrios, como ustedes suponen, ya que no son más que las nueve de la
mañana, sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel: "En los últimos días, dice el Señor,
derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán
visiones y los ancianos tendrán sueños proféticos. Más aún, derramaré mi Espíritu sobre mis
servidores y servidoras, y ellos profetizarán. Haré prodigios arriba, en el cielo, y signos abajo, en la
tierra… Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará".

Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su
intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido
entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz
por medio de los infieles.

Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera
dominio sobre él…

Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha
hecho Señor y Mesías.

Palabra de Dios

Hchs. 2, 1-24
Este acontecimiento marca un antes y un después en la vida de la Iglesia, ya que por la venida del
Espíritu Santo la Iglesia comienza a caminar y activa su dimensión misionera en la que anuncia el
evangelio: “Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron,
Dios lo ha hecho Señor y Mesías”

Esta conciencia de ser movidos por el Espíritu estuvo muy presente en las primeras comunidades
Cristianas. Para ello miraremos a san Pablo, de manera resumida, que nos indica brevemente cómo
actúa la tercera persona de la trinidad en ellos:

“El Espíritu comunica fuerza y alegría a la predicación del evangelio (1 Tes 1,6-8), santifica a los llamados
y elegidos (2 Tes 2,13; 1 Pe 1,2), en el corazón de los creyentes (Gál 4,6) les ayuda a sondear las
profundidades de Dios (1 Cor 2,10), otorga la vida nueva (Gál 5,16.18.22.25) de la unión con Cristo (Rom
8,9; 1 Cor 12,7-11) y su filiación (Gál 4,6-7), garantiza la posesión de la herencia prometida (2 Cor 1,22).
Este ramillete de sugerencias paulinas quedan resumidas en la afirmación de san Ireneo: «Allí donde
está la Iglesia, está también el Espíritu de Dios, y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y
toda su gracia»”4

Estas líneas marcan una clara conciencia del obrar, siempre presente e importante del Espíritu Santo.

El espíritu Santo actúa en la vida de la Iglesia


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Santos
Obras
Liturgia
Fe del Pueblo

4
E. Bueno de la Fuente, Eclesiología. El Espíritu cofundador de la Iglesia. Madrid, 2001.

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