10 - Kant - Fundamentación de La Metafísica de Las Costumbres

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 6

Immanuel Kant

Fundamentación
para una metafísica
de las costumbres

Versión castellana y estudio preliminar


de Roberto R. Aramayo

H Alianza editorial
El libro de bolsillo
Fundamentación para una metafísica de las costumbres

facción, pueda prevalecer sobre una idea tan variable


y el hombre, pongamos por caso un enfermo de gota,
pueda elegir comer lo que le gusta y sufrir lo que re-
sista, porque según su cálculo al menos no aniquila el
goce del momento presente por las expectativas, aca-
so infundadas, de una dicha que debe hallarse en la
salud. Sin embargo, también en este caso, si la incli-
nación universal hacia la felicidad no determinase su
voluntad, siempre que la salud no formara parte ne-
cesariamente de dicho cálculo, cuando menos para
él, aquí como en todos los demás casos queda todavía
[A131 una ley, cual es la de propiciar su | felicidad no por
inclinación, sino por deber, y sólo entonces cobra su
conducta un genuino valor moral.
Sin duda, así hay que entender también aquellos pa-
sajes de la Sagrada Escritura donde se manda amar al
prójimo, aun cuando éste sea nuestro enemigo. Pues
el amor no puede ser mandado en cuanto inclinación,
pero hacer el bien por deber, cuando ninguna inclina-
ción en absoluto impulse a ello y hasta vaya en contra
de una natural e invencible antipatía, es un amor pra'c-
tico y no patológzco7, que mora en la voluntad y no en una
tendencia de la sensación, sustentándose así en princi-
pios de acción y no en una tierna compasión; este
amor es el único que puede ser mandado.
La segunda tesis es ésta: una acción por deber tiene
su valor moral no en el propósito que debe ser alcan-

7. El término «patológico›› no tiene para Kant el significado que aho-


ra le damos en castellano y equivale a verse pasivamente afectado por
la sensibilidad. [N. TÍ]

90
1. Tránsito del conocimiento moral común...

zado gracias a ella, sino en la máxima que decidió tal


acción; por lo tanto no depende \ de la realidad del <Alt. IV, 400>

objeto de la acción, sino simplemente del principio


del querer según el cual ha sucedido tal acción, sin
atender a objeto alguno de la capacidad desiderativa.
Resulta claro que, a la vista de lo dicho con anteriori-
dad, los propósitos que pudiéramos tener en las ac-
ciones, así como sus efectos, en cuanto fines y móviles
de la voluntad, no pueden conferir a las acciones nin-
gún valor moral incondicionado. Así pues, ¿dónde
puede residir dicho valor, si éste no debe subsistir l [A 141
en la voluntad con relación a su efecto esperado? No
puede residir sino en el principio de la voluntad, al
margen de los fines que puedan ser producidos por
tales acciones; pues la voltmtad está en medio de una
encrucijada, entre su principio a priori, que es formal,
y su móvil a posteriori, que es material; y como, sin
embargo, ha de quedar determinada por algo, tendrá
que verse determinada por el principio formal del
querer en general, si tma acción tiene lugar por de-
ber, puesto que se le ha sustraído todo principio ma-
terial.
La tercera tesis, consecuencia de las dos anteriores,
podría expresarse así: el deber significa que una acción es
necesaria por respeto hacia la ley. Hacia el objeto, como
efecto de mi acción proyectada, puedo tener ciertamen-
te inclinación, mas nunca respeto, precisamente por ser
un mero efecto y no la tarea de una voluntad. Igualmen-
te, a una inclinación en general, ya sea mía o de cual-
quier otro, no puedo tenerle respeto; a lo sumo puedo
aprobarla en el primer caso y a veces incluso amarla en

91
Fundamentación para una metafísica de las costumbres

el segundo, al considerarla como favorable a mi propio


provecho. Sólo aquello que se vincule con mi voluntad
simplemente como ftmdamento, pero nunca como efec-
to, aquello que no sirve a mi inclinación, sino que preva-
[A 151 lece sobre ella o al menos | la excluye por completo del
cálculo de la elección, puede ser un objeto de respeto y
por ello de mandato. Como una acción por deber debe
apartar el influjo de la inclinación y con ello todo objeto
de la voluntad, a ésta no le queda nada que pueda deter-
minarla objetivamente salvo la ley y, subjetivamente, el
puro respeto hacia esa ley práctica, por consiguiente la
<Al<. IV, 401> máxima" de dar \ cumplimiento a una ley semejante,
aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.
El valor moral de la acción no reside, pues, en el
efecto que se aguarda de ella, ni tampoco en algún
principio de acción que precise tomar prestado su mo-
tivo del efecto aguardado. Pues todos esos efectos (es-
tar a gusto con su estado e incluso el fomento de la fe-
licidad ajena) podían haber acontecido tatnbién merced
a otras causas y no se necesitaba para ello la voluntad
de un ser racional, único lugar donde puede ser encon-
trado el bien supremo e incondicionado. Ninguna otra
cosa, salvo esa representación de la ley en sí misma l
[A 16] que sólo tiene lugar en seres racionales, en tanto que di-
cha representación, y no el efecto esperado, es el mo-
tivo de la voluntad, puede constituir ese bien tan ex-
celente al que llamamos «bien moral», el cual está

* Máxima es el principio subjetivo del querer; el principio objetivo


(esto es, aquel que también serviría de principio práctico subjetivo
a todos los seres racionales) es la ley práctica.

92
l. Tránsito del conocimiento moral común...

presente ya en la persona misma que luego actúa de


acuerdo con ello, pero no cabe aguardarlo a partir del
efecto”. \ l

* Se me podría reprochar que tras la palabra respeto sólo busca-


ra refugio para un oscuro sentimiento, en lugar de solventar con
claridad este asunto mediante un concepto de la razón. Ahora
bien, aun cuando el respeto es desde luego un sentimiento, no
se trata de un sentimiento devengado merced a influjo alguno,
sino de un sentimiento espontáneo que se produce gracias a un
concepto de la razón y por eso se diferencia específicamente de
todos los sentimientos del primer tipo, que pueden reducirse a
la inclinación o el miedo. Aquello que reconozco inmediata-
mente como una ley para mí, lo reconozco con respeto, lo cual
significa simplemente que cobro consciencia de la subordina-
ción de mi voltmtad bajo una ley sin la mediación de otros influ-
jos sobre mi sentido. La voltmtad se ve inmediatamente deter-
minada por la ley, y la consciencia de tal determinación se llatna
respeto, siempre que éste sea contemplado como efecto de la ley
sobre el sujeto y no como causa. A decir verdad, el respeto es la
representación de un valor que doblega mi amor propio. Por lo
tanto, es algo alo que no se considera objeto de la inclinación ni
tampoco del miedo, aunque presente ciertas analogías con am-
bas cosas al mismo tiempo. Así pues, el objeto del respeto es
exclusivamente la ley, aquella ley que nos imponemos a nosotros
mismos como necesaria de suyo. En cuanto ley nos hallamos so-
metidos a ella sin interrogar al amor propio y en cuanto se ve
impuesta por nosotros mismos es una consecuencia de nuestra
voluntad; atendiendo a lo primero presenta cierta analogía con
el miedo y tomando en cuenta lo segundo tiene analogía con la
inclinación. I Todo respeto hacia una persona es propiamente [A 17]
sólo respeto hacia esa ley (de la honestidad, etc.) de la cual dicha
persona nos brinda el ejemplo. Al entender como tm deber el
aumento de nuestros talentos, en una persona de talento nos re-
presentamos también, por decirlo así, el ejemplo de una ley (ase-
mejamos a ella en ese aspecto gracias a esa ejercitación), y esto
constituye nuestro respeto. Cualquier interés que se califique de
moral no consiste sino en el respeto hacia la ley.

93
Fundamentación para una metafísica de las costumbres

<Alt. IV,402> Mas, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, sin
[A 17] tomar en cuenta el efecto aguardado merced a ella, tiene
que determinar la voluntad, para que ésta pueda ser ca-
lificada de <<buena›› en términos absolutos y sin paliati-
vos? Como he despojado a la voluntad de todos los aci-
cates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de
cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad tmiver-
sal de las acciones en general, que debe servir como
co principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo
proceder de otro modo salvo que pueda querer también
ver convertida en ley universal a mi máxima. Aqtií es la
simple legitimidad en general (sin colocar como ftinda-
mento para ciertas acciones una determinada ley) lo que
sirve de principio a la voluntad y así tiene que servirle, si
el deber no debe ser por doquier una vana ilusión y un
concepto qtiimérico; con esto coincide perfectamente la
razón del hombre común en su enjuiciamiento práctico,
ya que siempre tiene ante sus ojos el mencionado prin-
cipio. l
[A 13] Valga como ejemplo esta cuestión: ¿Acaso no me
resulta lícito, cuando me hallo en un aprieto, hacer
una promesa con el propósito de no mantenerla?
Aquí me resulta sencillo distinguir que la pregunta
puede tener uno u otro significado, según se cuestio-
ne si hacer una falsa promesa es algo prudente o con-
forme al deber. Sin duda, lo primero puede tener
lugar muy a menudo. Advierto que no basta con es-
quivar un apuro actual por medio de semejante sub-
terfugio, y habría de meditar cuidadosamente si lue-
go no podría derivarse a partir de esa mentira una
molestia mucho mayor que aquellas de las cuales me

94

También podría gustarte