Kant Ética

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Historia de la Filosofía

Immanuel Kant
Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Alianza
editorial. Madrid. 2010

CURSO 23-24
IES MIGUEL HERNÁNDEZ (OCAÑA)
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
PRÓLOGO

(…) la filosofía moral descansa enteramente sobre su parte pura y, aplicada al hombre,
no toma prestado nada del conocimiento relativo al mismo (antropología), sino que le
otorga en cuanto ser racional leyes a priori.

Una metafísica de las costumbres es, por lo tanto, absolutamente necesaria, no sólo
por un motivo de índole especulativa, para explorar la fuente de todos los principios a
priori que subyacen a nuestra razón práctica, sino porque las propias costumbres
quedan expuestas a toda suerte de perversidades, mientras falte aquel hilo conductor
y norma suprema de su correcto enjuiciamiento.

Esta fundamentación no es sino la búsqueda y el establecimiento del principio


supremo de la moralidad.

PRIMER CAPÍTULO: TRÁNSITO DEL CONOCIMIENTO MORAL COMÚN DE LA RAZÓN AL


FILOSÓFICO

No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del
mismo, que pueda ser herido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena
voluntad, Inteligencia, ingenio, discernimiento y como quieran llamarse los demás
talentos del espíritu, o coraje, tenacidad, perseverancia en las resoluciones, como
cualidades del temperamento, sin duda son todas ellas cosas buenas y deseables en
más de un sentidos pero también pueden ser extremadamente malas y dañinas, si la
voluntad que debe utilizar esos dones de la naturaleza, y cuya peculiar modalidad se
denomina por ello carácter, no es buena.

Para desarrollar el concepto de una buena voluntad que sea estimable por sí misma sin
un propósito ulterior, como quiera que se da ya en el sano entendimiento natural y no
precisa tanto ser enseñado cuanto más bien explicado, para desarrollar -decía- este
concepto que preside la estimación del valor global de nuestras acciones y constituye
la condición de todo lo demás, vamos a examinar antes el concepto del deber, el cual
entraña la noción de una buena voluntad, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos
objetivos que, lejos de ocultarlo o hacerlo irreconocible, más bien lo resalta con más
claridad gracias a ese contraste.

Precisamente ahí se cifra el valor del carácter, que sin parangón posible representa el
supremo valor moral, a saber, que se haga el bien por deber y no por inclinación.

(…) hacer el bien por deber, cuando ninguna inclinación en absoluto impulse a ello y
hasta vaya en contra de una natural e invencible antipatía, (…), que mora en la
voluntad y no en una tendencia de la sensación, sustentándose así en principios de
acción y no en una tierna compasión.

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(…) una acción por deber tiene su valor moral, no en el propósito que debe ser
alcanzado gracias a ella, sino en la máxima que decidió acción; por lo tanto no
depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del
querer según el cual ha sucedido tal acción, sin atender a objeto alguno de la
capacidad desiderativa.

(…) el deber significa que una acción es necesaria por respeto hacia la ley.

Sólo aquello que se vincule con mi voluntad simplemente como fundamento, pero
nunca como efecto, aquello que no sirve a mi inclinación, sino que prevalece sobre ella
o al menos la excluye por completo de cálculo de la elección, puede ser un objeto de
respeto y por ello de mandato.

El valor moral de la acción no reside, pues, en el efecto que se aguarda de ella, ni


tampoco en algún principio de acción que precise tomar prestado su motivo del efecto
aguardado.

Ninguna otra cosa, salvo esa representación de la ley en sí misma que sólo tiene lugar
en seres racionales, en tanto que dicha representación, y no el efecto esperado, es el
motivo de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente al que llamamos “bien
moral”, el cual está presente ya en la persona misma que luego actúa de acuerdo con
ello. Pero cabe aguardarlo a partir del efecto.

Mas, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, sin tomar en cuenta el efecto
aguardado merced a ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda ser
calificada de “buena” en términos absolutos y sin paliativos? Como he despojado a la
voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de
cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general,
que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo
proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley
universal a mi máxima. Aquí es la simple legitimidad en general (sin colocar como
fundamento para ciertas acciones una determinada ley) lo que sirve de principio a la
voluntad y así tiene que servirle, si el deber no debe ser por doquier una vana ilusión y
un concepto quimérico; con esto coincide perfectamente la razón del hombre común
en su enjuiciamiento práctico, ya que siempre tiene antes sus ojos el mencionado
principio.

Qué he de hacer por lo tanto para que mi querer sea moralmente bueno. (…) basta
con que me pregunte: ¿Puedes querer también que tu máxima se convierta en una ley
universal? De no ser así, es una máxima reprobable, no por causa de algún perjuicio
inminente para ti o para otros, sino porque no puede cuadrar como principio en una
posible legislación universal, algo hacia lo que la razón me arranca un respeto

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inmediato aun antes de pasar a examinar en qué se basa. (…) la necesidad de mi
acción merced al puro respeto hacia la ley práctica es aquella que forja el deber y
cualquier otro motivo ha de plegarse a ello, puesto que supone la condición de una
voluntad buena en sí, cuyo valor se halla por encima de todo.

Hemos recorrido el conocimiento moral de la razón del hombre común hasta llegar a
su principio, que aun cuando no es pensado aisladamente por esa razón bajo una
forma universal, tampoco deja de tenerlo siempre a la vista y lo utiliza como criterio
de su enjuiciamiento.

SEGUNDO CAPÍTULO: TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL POPULAR A UNA


METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES.

Si hasta ahora hemos ido sacando nuestro concepto relativo al deber. del uso común
de nuestra razón práctica, no cabe concluir en modo alguno a partir de ahí que lo
hayamos tratado como un concepto empírico. Antes bien, cuando prestamos atención
a la experiencia de hacer y dejar de hacer de los hombres, encontramos repetidas
quejas, cuyo acierto suscribimos, respecto a que no puede aducirse ningún ejemplo
fiable sobre la intención de obrar por puro deber, de suerte que, aun cuando más de
una acontezca algo conforme a lo que manda de deber, siempre resulta dudoso si
ocurre propiamente por deber y posee un valor moral.

(…) cuando se trata del valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos
principios íntimos de las acciones mismas que no se ven.

Pues la representación pura del deber, y en general de la ley moral, sin mezcla de
adiciones ajenas provistas por acicates empíricos, ejerce sobre el corazón humano, a
través del solitario camino de la razón (que así se da cuenta de que también puede ser
práctica por sí misma), un influjo cuyo poder es muy superior al del resto de los
móviles que pudieran reclutarse desde el campo empírico, ya que aquella
representación pura del deber desprecia estos móviles empíricos al hacerse consciente
de su dignidad y puede aprender a dominarlas poco a poco; en su lugar una teoría
moral mixta que combine sentimientos e inclinaciones y al mismo tiempo conceptos
racionales, ha de hacer oscilar al ánimo entre motivaciones que no se dejan subsumir
bajo principio alguno y que sólo pueden conducir al bien por casualidad, pero también
desembocan con suma frecuencia en el mal.

La representación de un principio objetivo, en tanto que resulta apremiante para una


voluntad, se llama un mandato (de la razón) y la fórmula del mismo se denomina
imperativo.

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Los imperativos sean tan sólo fórmulas para expresar la relación de las leyes objetivas
del querer en general con la imperfección subjetiva de la voluntad de este o aquel ser
racional, de la voluntad humana.

Todos los imperativos mandan hipotética o categóricamente. Los primeros


representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para conseguir
alguna otra cosa que se quiere (o es posible que se quiera). El imperativo categórico
seria el que representaría una acción como objetivamente necesita por sí misma, sin
referencia a ningún otro fin.

(…) todos los imperativos constituyen fórmulas para determinar la acción que es
necesaria según el principio de una voluntad buena de uno u otro modo. Si la acción
fuese simplemente buena como medio para otra cosa, entonces el imperativo es
hipotético; si se representa como buena en sí, o sea, como necesaria en una voluntad
conforme de suyo con la razón, entonces es categórico.

El imperativo hipotético dice tan sólo que la acción es buena para algún propósito
posible o real.

El imperativo categórico que, sin referirse a ningún otro propósito, declara la acción
como objetivamente necesaria de suyo, al margen de cualquier otro fin.

Este imperativo es categórico. No concierne a la materia de la acción y a lo que debe


resultar de ella, sino a la forma y al principio de donde se sigue la propia acción y lo
esencialmente bueno de la misma consiste en la intención, sea cual fuere su éxito. Este
imperativo puede ser llamado el de la moralidad.

(…) cómo sea posible el imperativo de la moralidad es, sin duda, la única pregunta
necesitada de una solución, ya que, al no ser hipotético en modo alguno, la necesidad
objetivamente representada no puede apoyarse sobre ninguna presuposición, tal
como sucedía en los imperativos hipotéticos. Aquí nunca debemos olvidar que no
puede estipularse a través de ningún ejemplo, esto es, empíricamente.

Por lo tanto tendremos que indagar enteramente a priori la posibilidad de un


imperativo categórico, al no contar aquí con la ventaja de que su realidad esté dada en
la experiencia, (…) A título provisional hay que comprender lo siguiente: el imperativo
categórico es el único que se expresa como una ley práctica y los demás pueden
ciertamente ser llamados en su conjunto principios de la voluntad, mas no leyes.

(…) al pensar un imperativo categórico, sé al instante lo que contiene. Pues como este
imperativo, aparte de la ley, sólo contiene la necesidad de la máxima de ser conforme
a la ley, pero la ley no entraña condición alguna a la que se vea limitada, no queda
nada más salvo la universalidad de una ley en general, universalidad a la que debe ser
conforme la máxima de la acción y esta conformidad es lo único que el imperativo
representa propiamente como necesario.
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Así pues, el imperativo categórico es único y, sin duda, es éste: obra sólo según
aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una
ley universal.

Pues bien, si a partir de este único imperativo pueden ser deducidos -como de su
principio-, todos los imperativos del deber, aun cuando dejemos sin decidir si aquello
que se llama deber acaso no sea un concepto vacío, al menos sí podremos mostrar lo
que pensamos con ello y lo que quiere decir este concepto del deber.

Como la universalidad de la ley por la cual tienen lugar los efectos constituye aquello
que propiamente se llama naturaleza en su sentido más lato (según la forma), o sea, la
existencia de las cosas en cuanto se ve determinada según leyes universales, entonces
el imperativo universal del deber podría rezar también así: obra como si la máxima de
tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza.

Al menos hemos mostrado que, si el deber es un concepto cuyo significado debe


entrañar una legislación real para nuestras acciones, éste tan sólo puede ser expresado
en imperativos categóricos, pero de ningún modo en imperativos hipotéticos; también
hemos expuesto claramente para su uso-lo cual ya es mucho- el contenido del
imperativo categórico que de albergar el principio de todo deber (si tal cosa existiera).
Pero todavía estamos muy lejos de demostrar a priori que un imperativo semejante
tiene lugar realmente, o sea, que hay una ley práctica que manda sin más de suyo al
margen de cualquier móvil y que la observancia de esa ley sea un deber.

Con el propósito de llegar a ello es de la máxima importancia tener presente esta


advertencia: que no tiene ningún sentido querer deducir la realidad de ese principio a
partir de algún peculiar atributo de la naturaleza humana. Pues el deber debe ser una
necesidad práctico-incondicionada de la acción; tiene que valer por lo tanto para todo
ser racional (el único capaz de interpretar un imperativo) y solo por ello ha de ser
también una ley para toda voluntad humana.

La cuestión entonces es ésta: ¿supone una ley necesaria para todos los seres
racionales enjuiciar siempre sus acciones según máximas acerca de las cuales ellos
mismos podrían querer que sirvieran como leyes universales? Si existe una ley tal, ésta
ha de hallarse ya vinculada (plenamente a priori) con el concepto de la voluntad de un
ser racional en general.

(…) no necesitamos emprender indagación sobre los fundamentos del por qué no
agrada o desagrada, ni sobre cómo el delito del mera sensación se diferencia del gusto
y si este se distingue a su vez de un deleite universal de la razón; no precisamos
indagar sobre qué descansa el sentimiento del placer y displacer, ni como se originan a
partir de ahí apetitos e inclinaciones y finalmente máximas gracias al concurso de la
razón (…) aquí se trata de leyes objetivo-prácticas, o sea, de la relación de una
voluntad consigo misma, en tanto que dicha voluntad se determina simplemente por

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la razón y todo cuanto tiene relación con lo empírico queda suprimido de suyo;
porque, si la razón por sí sola determina la conducta (algo cuya posibilidad queremos
pasar a indagar justamente ahora), ha de hacerlo necesariamente a priori.

La voluntad es pensada como una capacidad para que uno se autodetermine a obrar
conforme a la representación de ciertas leyes. Y una facultad así sólo puede
encontrarse entre los seres racionales. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad
como fundamento objetivo de su autodeterminación y, cuando dicho fin es dado por la
mera razón, ha de valer igualmente para todo ser racional. En cambio, lo que entraña
simplemente el fundamento de la posibilidad de la acción cuyo efecto es el fin, se
denomina medio.

Los fines que un ser racional se propone arbitrariamente como efectos de su acción
(fines materiales) son todos ellos relativos, pues sólo su relación con una peculiar
capacidad desiderativa del sujetos confiere algún valor y tampoco pueden suministra
principios necesarios que valgan para todo querer, es decir, leyes prácticas. De ahí que
todos esos fines relativos sólo sean el fundamento de imperativos hipotéticos.

Suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto,
algo que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de leyes bien definidas, ahí
es donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico,
esto es, de una ley práctica.

Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en mi todo ser racional existe como un fin en


sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por
esta o aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo
como en las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado
siempre al mismo tiempo como un fin. Todos los objetos de la inclinación sólo
poseen un valor condicionado, pues si no se dieran las inclinaciones y las
necesidades sustentadas en ellas, su objeto quedaría sin valor alguno. Pero, en
cuanto fuentes de necesidades, las inclinaciones mismas distan tanto de albergar un
valor absoluto para desearlas por ellas mismas, que más bien ha de suponer el deseo
universal de cualquier ser racional el estar totalmente libre de ellas. Así pues, el valor
de todos los objetos a obtener mediante nuestras acciones es siempre condicionado.
Sin embargo, los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la
naturaleza, tienen sólo un valor relativo como medio, siempre que sean seres
irracionales y por eso se llaman cosas; en cambio los seres racionales reciben el
nombre de personas porque su naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos, o
sea, como algo que no cabe ser utilizado simplemente como medio y restringe así
cualquier arbitrariedad (al constituir un objeto de respeto)1. Las personas, por lo
tanto, no son meros fines subjetivos cuya existencia tiene un valor para nosotros como
efecto de nuestra acción, sino que constituyen fines objetivos, es decir, cosas cuya

1 TEXTO DE EVAU

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existencia supone un fin con sí mismo y a decir verdad un fin tal en cuyo lugar no
puede ser colocado ningún otro fin al servicio de cual debiera quedar aquel
simplemente como medio, porque sin ello no encontraríamos en parte alguna nada de
ningún valor absoluto; pero si todo valor estuviese condicionado y fuera por lo tanto
contingente, entonces no se podría encontrar en parte alguna para la razón ningún
principio práctico supremo.

Así pues, si debe darse un supremo principio práctico y un imperativo categórico con
respecto a la voluntad humana, ha de ser tal porque la representación de lo que
supone un fin para cualquiera por suponer un fin en sí mismo constituye un principio
objetivo de Ia voluntad y, por lo tanto, puede servir como ley práctica universal. El
fundamento de este principio estriba en que la naturaleza racional existe como fin en
sí mismo.

Supone un principio objetivo a partir del cual, en cuanto fundamento práctico


supremo, tendrían que poder derivar todas las leyes de la voluntad. El imperativo
práctico será por lo tanto este: Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu
persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y
nunca simplemente.com medio.

Este principio de la humanidad y de cualquier ser racional en general como fin en sí


mismo no está tomado de la experiencia: 1) por causa de su universalidad, puesto que
abarca a todos los seres racionales en general y ser esto algo que ninguna experiencia
alcanza a determinar 2) porque en ese principio la humanidad es representada como
fin objetivo que, cuales fueran los fines que queramos, debe constituir en cuanto ley la
suprema condición restrictiva de cualquier fin subjetivo, teniendo que provenir por lo
tanto de la razón pura (…) el principio práctico de voluntad, como suprema condición
de la concordancia de la voluntad con la razón práctica universal, la idea de la voluntad
de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente.

No se trata tan sólo de que la voluntad quede sometida a la ley, sino que se somete a
ella como autolegisladora y justamente por ello ha de comenzar a considerársela
sometida a la ley (de la cual ella misma puede considerarse como autora).

El principio de toda voluntad humana como de una voluntad que legisla


universalmente a través de todas sus máximas, si fuese aparejado de exactitud,
resultaría harto conveniente como imperativo categórico, puesto que a causa de la
idea de legislación universal no se fundamenta sobre interés alguno y por lo tanto es el
único entre todos los imperativos posibles que puede ser incondicionado.

El principio de la autonomía de la voluntad.

El concepto de cada ser racional que ha de ser considerado como legislando


universalmente a través de todas las máximas de su voluntad, para enjuiciarse a sí

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mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto inherente al
mismo y muy fructífero: el de un reino de las fines.

Entiendo por reino la conjunción sistemática de distintos seres racionales gracias a


leyes comunes.

Pues los seres racionales están todos bajo la ley de que cada cual no debe tratarse a sí
mismo ni los demás nunca simplemente como medio, sino siempre al mismo tiempo
como un fin en sí mismo. Mas de aquí nace una conjunción sistemática de los seres
racionales merced a leyes objetivas comunes, esto es, nace un reino que, como dichas
leyes tienen justamente por propósito la relación de tales seres entre sí como fines y
medios, puede ser llamado un reino de los fines (que, claro está, solo es un ideal).

La moralidad consiste, pues, en la relación de cualquier acción con la única legislación


por medio de la cual es posible un reino de los fines. Esta legislación tiene que poder
ser encontrada en todo ser racional y tiene que poder emanar de su voluntad, cuyo
principio por lo tanto es éste: no cometer ninguna acción con arreglo a otra máxima
que aquella según la cual pueda compadecerse con ella el ser una ley universal y, por
consiguiente, sólo de tal modo que la voluntad pueda considerarse a sí misma por su
máxima al mismo tiempo como universalmente legisladora.

La necesidad práctica de obrar según este principio, o sea, el deber, no descansa en


sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino simplemente en la relación de los seres
racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional tiene que ser considerada
siempre al mismo tiempo como legisladora, porque de lo contrario no podría pensarse
como fin en sí mismo.

En el reino de los fines todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. En el lugar de
lo que tiene un precio puede ser colocado algo equivalente; en cambio, lo que se halla
por encima de todo precio y no se presta a equivalencia, eso posee una dignidad. (…)
lo que constituye la única condición bajo la cual puede algo ser fin en sí mismo, no
posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor intrínseco: la
dignidad.

Ahora bien, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional puede ser un
fin en sí mismo; porque sólo a través suyo es posible ser un miembro legislador en el
reino de los fines. Así pues, la moralidad y la humanidad, en la medida en que ésta es
susceptible de aquella es lo único que posee dignidad.

¿qué significa entonces lo que autoriza a la buena intención moral o a la virtud a tener
tan altas pretensiones? Ni más ni menos que la participación en la legislación universal

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que le procura al ser racional, haciéndole por ello bueno para un posible reino de los
fines, al cual ya estaba destinado por su propia naturaleza como fin en sí mismo, y
justamente por ser quien legisla en el reino de los fines, como libre con respecto a
todas las leyes de la naturaleza, al obedecer sólo aquellas leyes que se da él mismo y
según las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que
simultáneamente se somete él mismo). Pues nada tiene un valor al margen del que le
determina la ley. Si bien la propia legislación que determina todo valor ha de poseer
por ello una dignidad, o sea, un valor incondicionado e incomparable para el cual tan
solo la palabra respeto aporta la expresión conveniente de la estima que ha de
profesarle un ser racional. Así pues, la autonomía es el fundamento de dignidad de la
naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

Ahora podemos acabar allí de dónde partíamos, a saber, el concepto de una voluntad
incondicionalmente buena. Es absolutamente buena la voluntad que no puede ser
mala y cuya máxima nunca puede autocontradecirse cuando es convertida en una ley
universal. Este principio supone también por tanto una ley suprema: Obra siempre
según aquella máxima cuya universalidad como ley puedas querer a la vez; ésta es la
única condición bajo la que una voluntad nunca puede estar en contradicción consigo
misma, y tal imperativo es categórico.

La naturaleza racional se exceptúa de las demás por fijarse a sí misma un fin. Este sería
la materia de toda buena voluntad.

Todo ser racional, como fin en sí mismo, habría de poder considerarse al mismo
tiempo como legislador universal con respecto a todas las leyes a las que pueda verse
sometido, porque justamente esa pertinencia de sus máximas para con una legislación
universal es lo que le distingue como fin en sí mismo, e igualmente esta dignidad
(prerrogativa) suya por encima de todos los seres simplemente naturales comporta
que siempre haya de adoptar sus máximas desde su propio punto de vista, pero al
mismo tiempo haya de asumir también el punto de vista de cualesquiera otros seres
racionales como legisladores (a los que por eso se les llama también personas). De tal
modo es posible un mundo de seres racionales (mundus intelligibilis) como un reino de
los fines, y ciertamente por la propia legislación de todas las personas como
miembros. En virtud de lo cual, todo ser racional ha de obrar como si merced a sus
máximas fuera siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El
principio formal de esta máxima es este: Obra como si máxima fuese a servir al mismo
tiempo de ley universal (de todo ser racional).

Moralidad es, por tanto, la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad,
esto es, con la legislación universal posible gracias a sus máximas.

(…) la dignidad de la humanidad consiste justo en esa capacidad para dar leyes
universales, aunque con la condición de quedar sometida ella misma a esa legislación.

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El principio de autonomía es por lo tanto éste: no elegir sino de tal modo que las
máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer
como ley universal.

Así pues, la voluntad absolutamente buena, cuyo principio ha de ser un imperativo


categórico, al mostrarse indeterminada con respecto a cualquier objeto, albergará
simplemente la forma del querer en general y ciertamente como autonomía, esto es,
la propia idoneidad de la máxima de toda buena voluntad para convertirse ella misma
en ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser
racional, sin colocar como fundamento de dicha voluntad móvil e interés algunos.

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