Crítica 2

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Siempre dos muertes de Humbert Humbert (el tema del doble en Lolita de Nabokov)

La vieja leyenda todos tendríamos en alguna parte del mundo un misterioso doble que
lleva una vida paralela a la nuestra. Poco probable esto, lo que sí es cierto es que el
tema ha obsesionado, desde los albores de las sociedades, la mente de artistas,
rapsodas, cantores y literatos. El nostálgico y desgraciado niño que se piensa dichoso
al otro extremo del mundo; el reprimido y cobarde adolescente que imagina una
versión fantástica de sí mismo frente a las mujeres; la imagen que nos devuelven por
azar las aguas y los espejos; el hermano gemelo y el descubrimiento de la imponente
presencia de lo inconsciente en nuestras conductas, podrían ser algunos de los muchos
motivos que han impulsado a la humanidad a “imaginarse” otra vida, otra suerte.
 
Exteriorización fantasmática de un conflicto de nuestra psique, en la literatura, el tema
del “Doppelgänger” (en alemán: el doble que camina junto a ti) ha sido de una riqueza
muy oscura y ambigua, pues se lo ha tratado de muy diversas formas. Desde los
griegos reconocemos la sombra de su influencia en obras como Edipo Rey o en el
acuático reflejo de narciso y su egofilia. La tradición y religión judía ha bebido también
de este mito hasta empacharse; así desde sus inicios vemos en el mismo Lucifer una
contrapartida resentida y nostálgica de Yahvé. Sin embargo, para ser precisos será con
el tema del Golem (ese “seudohombre de barro” hecho a imagen y semejanza del
rabino judío que lo crea) con el que la idea ingrese a bocajarro (en 1847, aparece una
versión impresa de este relato de tradición oral) en la fauna arquetípica de la que
beberán muchos escritores. Borges pudo definir de manera precisa este asunto: “el
Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios; y es también, lo que el
poema es al poeta”. Palabras que nos dan a entender el hecho de que el tema del
doble se convierte en uno de los arquetipos más antiguos y básicos del humano
porque en él se halla el impulso mimético, en parte, de transformar la realidad y la
vida por medio de la representación artística.
 
En este mismo siglo (el XIX), será el movimiento romántico el que se sienta fascinado
por el tema de las relaciones entre una persona y su álter ego. Así, la tradición artística
se adelanta a la científica con ejemplos, tipos y representaciones de los que después
beberá la teoría psicoanalítica que esbozará Freud respecto del tema (recordemos su
famoso análisis Lo siniestro, trabajo en el que hace un análisis del doble en un cuento
de Hoffmann). Como se conoce para finales del siglo XIX y principios del XX Freud
empieza a hacer suyo el tema del “otro yo” que, según él, permanecería escondido en
los oscuros habitáculos de nuestra mente inconsciente, sin embargo, será uno de sus
discípulos, Carl Jung, el que aportará a la teoría psicoanalítica una noción decisiva: la
de la sombra.
 
Solo para demostrar la variedad e importancia del tema en la historia literaria
evocaremos textos tan paradigmáticos de nuestro asunto como la novela, de
1818, Frankenstein de Mary Shelley o el cuento insigne de Edgar Allan
Poe, William Wilson. Por otra parte, no se pueden olvidar dos novelas, distintas entre sí
pero que desarrollan el tema en sus amplitudes psicológicas más profundas: El doble
de Dostoyevski (escritor que, a pesar de lo que diga el propio Nabokov, influyó
decisivamente en la narrativa de este último) y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde, de Stevenson. Todos estos títulos sirven de verbigracia para comprender los
complejos y diferentes modos de expresión literaria que alcanzó la representación de
este tema en la tradición occidental, de la que sin duda Vladimir Nabokov, nacido en
1899, en San Petesburgo, bebe de manera sedienta en su infancia y adolescencia.
 
Para comprobar esto, basta echar una mirada ligera a su obra y notar que es uno de
los temas esenciales en ella, pues es prácticamente (junto al tema de las nínfulas, esto
último a decir de Martín Amis) el que domina y salpica con sus sombras chinescas a
casi todos sus relatos, poemas y novelas. Sobre todo a estas últimas. Y de estas,
según nuestra experiencia como lectores de casi todas ellas, a
cuatro: Desesperación,La verdadera vida de Sebastian Knight , Pálido Fuego, y su
novela más famosa y popular, pero no por ello menos fascinante, Lolita, de la que
proponemos esta lectura. No olvidemos que Lolita fue publicada por el editor Maurice
Girodias, bajo el sello editorial Olympia Press, en 1956.
 
Así de las múltiples lecturas que ha recibido esta novela, la particular y enigmática
manera en que el asunto del doble, del que venimos hablando, se materializa en ella,
es la que nos interesa. Luego de esta elemental descripción de nuestro asunto es
necesario que entremos directamente en el juego, pues de eso se trata esto, de una
partida de ajedrez.
 
Apertura
 
Lolita no es una novela para la lectura sino para la relectura. Desde su concepción
como obra artística se reconocerá su carácter dual, especular, doblístico. Tanto el
profano que (con todo el derecho) la lee por entretenimiento y disfruta de las
desventuras de ese maduro profesor de Literatura obsesionado por la doceañera Lolita,
como el erudito, que persigue los detalles más minuciosos de su diabólica trama,
podrán obtener de ella -y quien sabe si a la vez- dos de los encantos que no siempre
se conjugan en una obra literaria: el emocional y el intelectual.
 
La primera vez que leí la novela, he de ser honesto, tuve que regresar sus páginas,
para definir no solo algunos de los rasgos de su complejo protagonista, Humbert
Humbert, sino, sobre todo, para perfilar una sombra mucho más compleja e intrigante:
la de ese hombre cuarentón, pornófilo y pederasta (lo mismo que Humbert) que a
través de la novela se había vuelto la pesadilla de nuestro profesor de Literatura y que
es el que le arrebata el amor de su nínfula.
 
Comprendí, entonces, que estaba lejos de la verdad al suponer que el nudo conflictivo
más rico de la novela era el que se tejía entre los tristes destinos (porque sobre todo, y
a pesar de su humor maquiavélico, Lolita es una novela triste) de la ninphette de doce
años y el erudito y obsesivo suizo. Por el contrario tuve conciencia de que la relación
que dotaba de magia misteriosa y tracción narrativa a la novela era la que se tejía
subrepticiamente entre Humbert Humbert y el pornógrafo autor teatral del que nunca
se revela su nombre directamente: Clare Quilty.
 
Nina Berberova, una gran escritora rusa, poco conocida en nuestro medio, opina igual
que nosotros cuando afirma que Lolita no es solo “una novela sobre el deseo perverso
o sobre el amor, sino también una novela sobre el doble, el doble-rival, el doble-
enemigo, al que no se mata en un combate leal ni en un duelo honesto, sino después
de una escena cómica, grotesca, en un estado semiinconsciente, casi bestial, [...] todo
eso para librarse de sí mismo, para salir del infierno, para matarse a sí mismo en el
doble”.
 
Por otra parte, esta relación de desafío entre estos dos hombres, parece ser un reflejo
muy similar al reto que Nabokov opone con esta novela a sus lectores, pues la obra se
presenta como un enigma intelectual, un acertijo, un juego de ajedrez. No olvidemos
que Nabokov, solía decir, que cuando escribía pensaba en un solo tipo lector: él
mismo. Sombras, silencios significativos, espejos, lagos, cuadros, bruma, el mismo
nombre duplicado del protagonista, Humbert Humbert, son algunos de los elementos
simbólicos que reafirman en la novela su estructura doble y que refuerzan un aspecto
misterioso y decisivo en la narrativa del escritor ruso: ¿A qué llamamos realidad y a
qué ficción?
 
Rey Blanco
 
Humbert Humbert es un elegante ciudadano suizo nacido en 1910 que ha perdido a su
madre en su temprana infancia. Es un hombre de “aire melancólico y solitario” que
vive del pasado y se alimenta de las ilusiones perdidas. En pocas palabras: un
romántico. Lleva un trauma: a los 12 años el destino le arrebata a su primer amor,
Annabel Leight, que en Corfú, enferma de tifus y muere. Este hecho ejercerá en su
madurez un extraño efecto psicológico: una detención temporal en su gusto amoroso y
sexual que lo confina a hallar satisfacción libidinal en un tipo de ser que él describe de
esta forma: “entre los límites de los 9 y 14 años, surgen doncellas que revelan a
ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera
naturaleza no humana sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar nínfulas a esas
criaturas escogidas.”
 
Cuando Humbert Humbert llega a Estados Unidos, en 1947, conoce a Lolita de la que
se obsesiona. A pesar de describirse como un hombre de un peculiar atractivo para
mujeres de todo tipo y edad (“seudocéltico, seductoramente simiesco, juvenilmente
varonil”) deja correr, hasta descarriarlas, todas sus emociones y pulsiones tras de esta
nínfula, aspecto de el que la púber sacará sádicamente ventaja.
 
Esta fijación, sin embargo, es percibida por él mismo como una enfermedad (ha sido
internado un par de veces en “casas de descanso”) lo condenaría a ser rechazado por
un mundo que llegara a conocer esta aberrante obsesión.
 
Rey negro
 
Si somos minuciosos nos daremos cuenta que su nombre se evidencia desde el
principio de la novela, en el apartado numero ocho de la primera parte, cuando
Humbert Humbert, ya en prisión, revisa para distraerse uno de los libros que posee la
biblioteca del sitio. Se halla entonces con una obra, Quién es quién en el teatro, en la
que encuentra una reseña sucinta de Clare Quilty, en la que se lee: “Dramaturgo
norteamericano. Nació en Ocean City, Nueva Jersey. 1911 (…) Es autor de La pequeña
ninfa, Amor Paternal… ”.
 
¿Pero quién es este enigmático autor teatral disoluto (apenas un año menor que
Humbert Humbert), impotente, experto en proporcionar placer sexual a las mujeres,
que cita a Kipling el momento en que le apuntan con un arma, que hace acertijos con
referencias al Marqués de Sade, Baudelaire o Shakespeare y que siempre se refiere
burlonamente por medio de los títulos de su obras a su pedofilia?
 
Pues es el culpable. Y no solo porque su nombre sea una paranomasia inglesa
de guilty tanto como porque en él se revela con desfachatez esos rasgos que Humbert
desprecia, odia y teme de sí mismo; ese lado oscuro y monstruoso que a Humbert
Humbert le aterraría volver público. Pero esto es solo en parte cierto, pues
percibiremos que a pesar de la evidente aversión que demuestra Humbert Humbert
por Quilty, en el fondo lo admira, y esto por dos razones: su inmoralidad abierta (esa
desfachatez que exhibe respecto de sus perversiones) y el don de enamorar a Lolita.
 
Por otro lado, hay que recalcar que estos dos personajes comparten un rasgo (esencial
al tono, entre paródico y espectral, de la novela) que los une: no creen en la realidad.
Para ellos esta se presenta como fantasmática, algo sin contundencia, un conjunto de
informaciones cuya credibilidad no es segura y por lo mismo vulnerable de ser
alterada, de ser minada, de ser parodiada y echada a juego. Y en efecto eso es lo que
sucede.
 
Así, después de que la madre de Lolita, Charlotte Haze, ha muerto, la “ nynphette” se
queda a cargo de su casi estrenado padrastro, Humbert Humbert, que no se lo piensa
mucho para ejecutar un plan que le permita gozar de ella. Sin embargo, desde la
primera vez que la posee, en ese hotel emblemático llamado El cazador encantado,
Humbert Humbert, percibe una sombra a su acecho. Una sombra, “una persona
sentada en una silla de la galería” que en principio adopta una función de conciencia y
que en ese mismo hotel lo acosa con exclamaciones indecorosas como “¿de dónde ha
sacado a la niña?”, “¿quién es la chiquilla?”, “¡miente, no es su hija!”.
 
Esta presencia molesta para Humbert Humbert tiene el descaro de invitarlos, a él y a la
niña, a un almuerzo que, desde luego, el inseguro y lleno de miedo profesor rechaza.
Vemos, entonces, como esta espectral figura del doble ingresa en un primer momento
de la narración bajo la forma de “conciencia de culpa”, de figura represora y juzgadora
muy similar en su función a la que cumple el dios de la religión judeocristiana en la
conciencia de sus creyentes.
 
Luego, veremos a Quilty transformarse en ese ente perseguidor que atosiga a Humbert
y Lolita por el prolongado viaje que realizan por todo los Estados Unidos. Así,
cambiando siempre de autos, Quilty se presenta como amenaza, como obstáculo a ese
deseo ferviente que siente Humbert de no ser separado de su amada. Aquí Quilty se
metamorfosea en ese tipo de doble que amenaza con arrebatar “el puesto”, el
privilegio de una situación (en este caso, la de amante), recordándonos mucho a ese
doble que termina reemplazando a Goliadkin en la novela de Fedor Dostoyevski.
 
Finalmente, Quilty luego de que Lolita se ha fugado con él (hacia ese rancho en el que
el dramaturgo quiere filmar una orgía con múltiples nínfulas y faunos) pasa a
representar para Humbert Humbert el doble enemigo, ese opositor que se le parece y
que cumple con determinadas exigencias intelectuales y físicas para desafiarlo a ese
juego que emprenden los dos cuarentones y que tiene mucho de provocación y algo
de burla. Este desafío será, pues, el que motive que Humbert Humbert, después de
perder a Lolita, vuelva tras las pistas que en el camino le ha dejado su rival (acertijos,
criptogramas, anagramas, palíndromos y un sinnúmero de juegos lingüísticos que solo
el ingenio del lector podrá resolver) para vengarse de él.
 
Jaque a la Reina
 
Mientras el uno es obvio el otro es un misterio. Mientras el uno se ha entregado
completamente a la perversa nínfula el otro la manipula y, de cierta forma, la
desprecia. La diferencia entre lo obtenido y lo anhelado, entre lo rutinario y lo
aventurado, es la diferencia entre el hombre despreciado y el hombre amado.
 
En uno de los capítulos más intensos del libro, aquel en que Humbert Humbert se
reencuentra con una Lolita casada y embarazada, vemos nuevamente a la pareja
reproducir ese esquema adoración-desprecio que han mantenido a lo largo de toda la
novela. Observamos al europeo llorando y casi suplicando a una indiferente Lolita que
por algo de dinero está dispuesta a acostarse nuevamente con su padrastro. Pero él no
quiere eso, sino lo imposible: que ella lo ame y que abandone a su simplón y joven
esposo, para llevar una vida con él. Es entonces, cuando la cruel Lolita sentencia que
no solo jamás volvería con Humbert sino que preferiría hacerlo con el otro, con Clare
Quilty, pues “él me destrozo el corazón. Tú apenas me destruiste la vida”.
 
Princesa frígida llama Humbert Humbert a la indiferente Lolita que “nunca tiembla bajo
su caricia”. Sin embargo, sería bueno entender que la seducción que ejerce Quilty
sobre ella responde a una regla sencilla y parecida a la del ajedrez: la razón que
manipula a la emoción.
 
Final de partida
 
Según Vargas Llosa, en un ensayo sobre Lolita, incluido en su libro La verdad de las
mentiras, la escena cumbre de la novela no es como podría creerse “la primera noche
de amor de Humbert Humbert –reducida a su mínima expresión y poco menos que
convertida en un dato escondido- sino el demorado y coreográfico asesinato de Clare
Quilty”.
 
Y sin duda lo es, pues en este capítulo (35 de la segunda parte) la agilidad narrativa es
demoníaca lo mismo que su sentido del humor: las vertiginosas referencias eruditas
que los dos literatos se interpelan, nos hacen concebir ese clima de duelo en el que
más que el enfrentamiento físico sobresale la pugna intelectual. Todo esto, sin
embargo, es expresado sin perder el carácter lúdico, pues, como ya hemos señalado,
el conocimiento y la realidad son vistos por estos personajes como un juego. Así,
incluso, cuando Quilty ha recibido unos cuantos balazos por parte de Humbert
Humbert leemos en el libro que el dramaturgo “crispaba la cara de modo absurdo,
como un payaso, como si exagerara el dolor. Caía lentamente (…), lanzaba un “¡ah!”
femenino y decía: ¡Ah! Esto duele mi amigo, desista”.
 
Entonces el lector comprende: se está burlando de la vida y de la muerte. Y es en este
momento, en que este pornógrafo, drogadicto y pedófilo, que lleva una vida sin
sentido e “inmoral”, se vuelve uno de los personajes más entrañables y ambiguos de la
literatura universal (comparable solo, a mi parecer, con el Stavogrin de Los demonios
de Dostoyevski) pues simboliza el silencio aterrador del mundo, la sombra irracional y
grotesca que habita en todas las personas, incluso en el más erudito y tradicional de
los europeos: Humbert Humbert. Este monstruo que todos queremos lejos pero que
está más cerca de lo que pensamos (quizá en ese doble que llevamos adentro), es el
que posibilita, ya muerto, la sospecha en el lector de que todo esto no haya sido sino
una pesadilla esquizofrénica, una invención proyectada por la enferma cabeza de
Humbert Humbert que ha necesitado crear esta fantasmagoría para poder dar muerte
a esa parte que el cree abominable de sí mismo y solo así, ya libre de esta terrorífica
imagen, poder pagar su culpa en la cárcel que lo recibe y en la que muere
(nuevamente) el año de 1952, de una trombosis coronaria.

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