A.G. Bajo La Puerta de Los Susurros

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TJ Klune

Bajo la puerta de los susurros


Índice
Nota del autor
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Agradecimientos
Staff
Sobre el autor
Para Eric:

Espero que te hayas despertado en un


lugar extraño.
Nota del autor
Esta historia explora la vida y el amor, así como la
pérdida y el dolor.
Hay discusiones sobre la muerte en diferentes
formas: silenciosa, inesperada y muerte por suicidio.
Por favor, lee con cuidado.
Sinopsis
Bienvenido a Charon's Crossing.

El té está caliente, los pasteles están frescos y los


muertos están de paso.

Cuando una Segadora va a recoger a Wallace en su propio


funeral, éste empieza a sospechar que podría estar muerto.

Y cuando Hugo, el dueño de una peculiar casa de té, le


promete ayudarle a cruzar, Wallace decide que está
definitivamente muerto.

Pero ni siquiera en la muerte está dispuesto a abandonar la


vida que apenas ha vivido, así que cuando le dan una
semana para cruzar, se dispone a vivir toda una vida en
siete días.

Divertida, inquietante y amable, Bajo la puerta de los


susurros es una historia edificante sobre una vida pasada en
la oficina y una muerte pasada construyendo un hogar.
Capítulo 1
Patricia estaba llorando.

Wallace Price detestaba cuando las personas lloraban.

No importaba si se trataba de pequeñas o grandes lágrimas,


o de sollozos que le destrozaban todo el cuerpo. Las
lágrimas no tenían ningún sentido, y ella sólo estaba
retrasando algo inevitable.

—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó ella, mientras sus


mejillas se humedecían y alcanzaba la caja de pañuelos que
había sobre su escritorio. Ni siquiera notó el gesto por parte
de él. Probablemente fue lo mejor.

—¿Cómo no iba a hacerlo? —contestó. Cruzó los brazos


sobre el escritorio de roble, mientras su silla estilo Arper
Aston rechinaba al acomodarse ante lo que, sin duda, se
convertiría en un lamentable episodio dramático, mientras
intentaba evitar hacer gestos de desagrado al sentir el olor
a blanqueador y a detergente. Uno de los trabajadores
nocturnos debió de verter algo en su despacho, cuyo aroma
resultaba denso y empalagoso. Hizo una nota para recordar
a todo el mundo que tenía sensibilidad nasal y que no debía
trabajar en tales condiciones. Aquello era una absoluta
salvajada.

Las cortinas de su despacho estaban cerradas para evitar el


sol de la tarde, con el aire acondicionado a todo volumen,
para mantenerlo despierto. Tres años atrás, hubo alguien
que le preguntó si era posible subir la temperatura a
veintiún grados. Se rió. Un ambiente más cálido daba lugar
a la pereza. Cuando uno tenía frío, no dejaba de moverse.
Fuera de su despacho, el bufete se movía como una
máquina perfectamente engrasada, con mucho trabajo y
autosuficiente, es decir, exactamente como le gustaba a
Wallace. La empresa no habría llegado tan lejos si hubiera
tenido que controlar a todos los empleados. Naturalmente,
no perdía de vista a sus trabajadores, quienes sabían que
debían trabajar sin descanso. Sus clientes eran las personas
más importantes del mundo. Si decía ‘salten’, confiaba en
que aquellos que estuvieran a su alcance, saltaran sin
preguntar cosas insignificantes como ¿hasta dónde?

Lo cual le llevó de nuevo a Patricia. La máquina se había


averiado y, si bien nadie resultaba totalmente infalible,
Wallace necesitaba sustituir esta pieza por una nueva.
Había trabajado mucho como para dejar que fallase ahora.
El año anterior fue el más lucrativo para la empresa en toda
su historia. Y este año se perfilaba para ser aún mejor.
Independientemente de las condiciones en las que se
encontrara el mundo, siempre era necesario demandar a
alguien.

Patricia se sonó la nariz.

—No pensé para nada que te importara.

Se quedó mirándola fijamente.

—¿Por qué motivo pensarías eso?

Patricia sonrió de una manera vacía.

—No es usted precisamente de ese estilo...

Él reaccionó con furia. ¿Cómo se atrevía a decir algo así,


especialmente a su jefe? Debería haberse dado cuenta hace
diez años, cuando la entrevistó para el puesto de asistente
legal, de que aquello se volvería en su contra. Ella había
sido alegre, cosa que Wallace creyó que se reduciría al cabo
de los años, puesto que un despacho de abogados no es
lugar para la alegría. Y qué equivocado estaba.

—Por supuesto que...

—Es que las cosas han sido muy difíciles últimamente —dijo
ella, como si él no hubiera hablado en absoluto—. Traté de
mantenerlo en secreto, sin embargo, tendría que haberlo
notado.

—Exactamente —dijo, tratando de llevar la conversación de


nuevo a su curso. Cuanto más rápido superara esto, mejor
estarían los dos. Patricia se daría cuenta de eso,
eventualmente—. Lo he notado. Y ahora, si pudieras...

—Y sí le importa —dijo ella—. Sé de sobra que le importa.


Me di cuenta cuando me regaló un ramo de flores para mi
cumpleaños el mes pasado. Fue un gesto muy amable el
que hizo. Aunque no llevaba ni una tarjeta ni nada, yo sabía
lo que intentaba decirme. Que me aprecia. Y yo le tengo
mucho aprecio a usted, Sr. Price.

Él no sabía a qué demonios se refería. Nunca le había dado


nada. Seguramente se trataba de su asistente
administrativa legal. Iba a tener que hablar con ella. No era
necesario que le regalaran flores. ¿Para qué? Resultaban
bonitas al principio, pero después morían, sus hojas y
pétalos se curvaban y se descomponían, formando un
desastre que se podría haber evitado si no las hubiesen
enviado en primer lugar. Con esta idea en mente, levantó su
ridículamente costosa lapicera Montblanc, apuntando algo
(‘IDEA PARA MEMO: LAS PLANTAS SON TERRIBLES Y NADIE
DEBERÍA TENERLAS’). Y sin levantar la mirada, afirmó:

—No estaba intentando...


—Kyle fue despedido hace dos meses —dijo ella, y le tomó
más tiempo de lo que le importaba admitir situar de quién
estaba hablando. Kyle era su esposo. Wallace lo había
conocido en un acontecimiento del bufete. Kyle estaba
borracho, disfrutando evidentemente del champán que
Moore, Price, Hernandez & Worthington le habían ofrecido
después de otro año de éxitos. Con el rostro sonrosado, Kyle
regaló a la fiesta una historia muy detallada a la que
Wallace no pudo hacer caso, especialmente porque,
aparentemente, Kyle consideraba necesario contar historias
llenas de detalles.

—Lamento escuchar eso —dijo con rigidez, dejando su


teléfono en el escritorio—. Sin embargo, considero que
deberíamos enfocar el asunto en...

—Está teniendo problemas para encontrar trabajo —dijo


Patricia, arrugando su pañuelo antes de alcanzar otro. Se
secó los ojos y se corrió el maquillaje—. Y no podría llegar
en peor momento. Este verano se casa nuestro hijo y se
supone que tenemos que pagar la mitad de la boda. La
verdad es que no sé cómo lo conseguiremos, pero
hallaremos la forma de hacerlo. Nosotros siempre lo
hacemos. No es más que una etapa difícil.

—Mazel tov[1]. —Él ni siquiera era consciente del hecho de


que ella tuviese hijos. No era partidario de profundizar en la
vida personal de sus empleados. No le gustaban los niños,
porque eran una distracción. Provocaban que sus padres,
sus empleados, solicitaran días libres para cosas como
recitales y enfermedades, por lo que otros debían hacerse
cargo de las tareas. Y desde que Recursos Humanos le
había aconsejado que no podía pedir a sus empleados que
evitaran formar una familia (‘¡No puede decirles que se
compren un perro, señor Price!’), había que lidiar con padres
y madres a los que se les imponía la necesidad de tener una
tarde libre para poder escuchar a sus hijos vomitar o chillar
canciones sobre formas y nubes u otras tonterías.

Patricia volvió a sonar en su pañuelo, un sonido largo y


terriblemente húmedo que le puso la piel de gallina.

—Además, también está nuestra hija. Yo pensaba que no


tendría rumbo y que terminaría acumulando hurones, pero
entonces la empresa le proporcionó gentilmente una beca, y
ella finalmente encontró su camino. En la escuela de
negocios, de todas las cosas. ¿Acaso no es maravilloso?

Entrecerró los ojos para mirarla. Tendría que ponerse en


contacto con los colaboradores. Desconocía que ofrecieran
becas. Hacían donaciones a organizaciones benéficas, sí,
pero las desgravaciones fiscales lo compensaban con
creces. En cambio, ignoraba el beneficio que les
proporcionaría la donación de dinero para algo tan
insignificante y ridículo como una escuela de negocios,
aunque también se pudiera amortizar. Probablemente su
hija querría dedicarse a algo tan absurdo como abrir un
restaurante o fundar una organización sin ánimo de lucro—.
Creo que tenemos una definición diferente de maravilloso.

Ella asintió, pero él no pensó que lo estaba escuchando.

—Este trabajo es muy importante para mí, ahora más que


nunca. Las personas que trabajan en esta empresa son
como mi familia. Todos nos apoyamos, y no sé cómo habría
llegado hasta aquí sin ellos. El hecho de que hayan
percibido que algo iba mal y que me hayan pedido que
viniera aquí para que pudiera desahogarme representa
mucho más para mí de lo que jamás sabrán. Me da igual lo
que digan los demás, Sr. Price. Usted es un buen hombre.

¿Qué se suponía que significaba eso?


—¿Qué dicen todos sobre mí?

Ella palideció.

—Oh, no es nada malo. Ya sabe cómo es esto. Usted inició


este bufete. Su nombre se encuentra en el encabezado. Es...
amenazante.

Wallace se relajó. Y se sintió mejor.

—Sí, bueno, me parece que eso es...

—Sí, las personas comentan sobre cómo puede llegar a ser


un hombre frío y sumamente calculador, y que si algo no se
hace en el momento que quiere, suele alzar la voz hasta
niveles aterradores, sin embargo, ellos no lo ven como yo lo
hago. Yo sé se trata de una fachada en la que se encuentra
un hombre bondadoso escondido debajo de los trajes caros

—Una fachada —repitió, aunque se alegraba de que ella


admirara su estilo. Sus trajes eran muy lujosos. Después de
todo, eran los mejores. Por eso, parte del paquete de
bienvenida a los nuevos empleados incluía una lista
detallada de lo que era un atuendo aceptable. Aunque no
exigía marcas de diseño para todos (especialmente porque
podía apreciar la deuda de los estudiantes), si alguien
llevaba algo obviamente adquirido en un estante de rebajas,
recibiría una severa charla sobre el orgullo de la apariencia.

—Es duro por fuera, pero por dentro es un malvavisco —dijo.

Nunca había estado más ofendido en su vida.

—Sra. Ryan…

—Patricia, por favor. Se lo he dicho antes muchas veces.


Lo había hecho.

—Sra. Ryan —dijo con firmeza—. Si bien aprecio su


entusiasmo, me parece que hay otros asuntos que debemos
conversar.

—Correcto —dijo ella apresuradamente—. Por supuesto. Sé


que no le gusta cuando la gente lo felicita. Le prometo que
no volverá a suceder. No estamos aquí para hablar de
usted, después de todo.

Se sintió aliviado.

—Exactamente.

Su labio tembló.

—Estamos aquí para hablar sobre mí y lo difíciles que se


han vuelto las cosas últimamente. Por eso me llamó
después de encontrarme llorando en el armario de
suministros.

Pensó que había estado haciendo un inventario y que el


polvo había afectado sus alergias.

—Creo que tenemos que reenfocarnos...

—Kyle se niega a tocarme —susurró ella—. Hace años que


no siento sus manos sobre mí. Me dije que es lo que pasa
cuando una pareja lleva tanto tiempo junta, pero no puedo
evitar pensar que hay algo más.

Él se estremeció.

—No sé si esto es apropiado, especialmente cuando usted...

—¡Lo sé! —ella lloró—. ¿Qué tan inapropiado puede ser? Sé


que he estado trabajando setenta horas a la semana, pero
¿es demasiado pedirle a mi esposo que cumpla con sus
deberes matrimoniales? Estaba en nuestros votos...

Qué boda tan horrible debió ser. Seguramente celebraron la


recepción en un Holiday Inn. No. Peor. Un Holiday Inn
Express. Se estremeció al pensarlo. No dudó que el Karaoke
había estado involucrado. Por lo que recordaba de Kyle (que
era muy poco), era probable que hubiera cantado un
repertorio de Journey y Whitesnake mientras se tomaba lo
que él llamaba con cariño una cerveza.

—Pero no me importan las largas horas —continuó—. Es


parte del trabajo. Lo supe cuando me contrató.

¡Ay! ¡Una abertura!

—Hablando de contratar...

—Mi hija se perforó el tabique —dijo Patricia con tristeza—.


Parece un toro. Mi niña, queriendo que un torero la persiga y
le meta cosas.

—Jesucristo —murmuró Wallace, pasándose una mano por la


cara. No tenía tiempo para esto. Tenía una reunión en media
hora para la que necesitaba prepararse.

—¡Lo sé! —exclamó Patricia—. Kyle dijo que es parte de


crecer. Que debemos dejarla extender sus alas y cometer
sus propios errores. ¡No sabía que eso significaba que ella
se pusiera un maldito anillo en la nariz! Y ni siquiera me
hagas empezar con mi hijo.

—Está bien —dijo Wallace—. No lo haré.

—¡Él quiere que Applebee's[2] atienda la boda! Applebee´s.


Wallace se quedó boquiabierto. No sabía que planear una
boda horrible era algo genético.

Patricia asintió con furia.

—Como si pudiéramos permitirnos eso. ¡El dinero no crece


en los árboles! Hicimos todo lo posible para infundir en
nuestros hijos el sentido de la responsabilidad financiera,
pero cuando eres joven, por lo general no lo entiendes bien.
Y ahora que su futura esposa está embarazada, nos está
pidiendo ayuda. —Ella suspiró dramáticamente—. La única
razón por la que puedo levantarme por la mañana es saber
que puedo venir aquí y… escapar de todo.

Sintió una extraña torcedura en el pecho. Se frotó el


esternón. Seguramente era acidez de estómago. Debería
haberse saltado el chile.

—Me alegro de que podamos ser un refugio de su


existencia, pero no es por eso que le pedí esta reunión.

Ella sollozó.

—¿Oh? —Patricia rió de nuevo. Fue más fuerte esta vez—.


Entonces, ¿por qué, Sr. Price?

Él dijo:

—Está despedida.

Ella parpadeó.

Esperó. Seguramente ahora ella lo entendería y él podría


volver al trabajo.

Miró a su alrededor, con una sonrisa confundida en su


rostro.
—¿Este es uno de esos reality shows? —Ella se rio, un
fantasma de su anterior alegría que él había pensado que
había sido desterrado hacía mucho tiempo—. ¿Me están
filmando? ¿Alguien va a saltar y gritar sorpresa? ¿Cómo se
llama el programa? ¿Estás despedido, pero no realmente?

—Lo dudo mucho —dijo Wallace—. No he dado autorización


para ser filmado. —Miró el bolso que tenía en el regazo—. O
grabado.

Su sonrisa se desvaneció ligeramente.

—Entonces no entiendo. ¿Qué quiere decir?

—No sé cómo dejarlo más claro, Sra. Ryan. A partir de hoy,


usted ya no es empleada de Moore, Price, Hernandez &
Worthington. Cuando salga de aquí, el personal de
seguridad le permitirá recoger sus pertenencias y luego
será escoltada fuera del edificio. Recursos Humanos se
pondrá en contacto en breve para realizar los últimos
trámites en caso de que necesite inscribirse en... oh, ¿cómo
se llamaba? —Revisó los papeles que había sobre el
escritorio—. Ah, sí. Prestaciones por desempleo. Porque, al
parecer, aunque no tenga trabajo, todavía puede seguir
absorbiendo el dinero de mis impuestos de la teta del
gobierno. —Agitó la cabeza—. Entonces, en cierto modo, es
como si le siguieran pagando. Pero no tanto. Ni tampoco
mientras trabaje aquí. Porque no es así.

Ella ya no estaba sonriendo.

—Yo... ¿qué?

—Está despedida —dijo lentamente. No sabía qué era tan


difícil de entender para ella.

—¿Por qué? —exigió.


Ahora estaban hablando. El porqué de las cosas era la
especialidad de Wallace. Nada más que los hechos.

—Por el informe amicus[3] en el asunto Cortaro. Usted lo


presentó con dos horas de retraso. La única razón por la que
se aprobó fue porque el juez Smith me debía un favor, pero
casi no funcionó. Le tuve que recordar que lo había visto con
su niñera convertida en amante en el... no importa. Podrías
haberle costado al bufete miles de dólares, y eso ni siquiera
empieza a cubrir el daño que habría causado a nuestro
cliente. Esa clase de errores no serán tolerados. Le
agradezco sus años de dedicación a Moore, Price,
Hernandez & Worthington, no obstante, sus servicios ya no
serán necesarios.

Se puso de pie abruptamente, la silla raspando los pisos de


madera.

—No lo presenté tarde.

—Lo hiciste —dijo Wallace uniformemente—. Tengo la marca


de tiempo de la oficina del secretario aquí si desea verla. —
Golpeó con los dedos la carpeta que estaba sobre su
escritorio.

Ella entrecerró los ojos. Al menos ya no lloraba. Wallace


podía manejar la ira. En su primer día en la facultad de
derecho, le dijeron que los abogados, si bien eran una
necesidad en una sociedad que funciona, siempre iban a ser
el punto focal de la ira.

—Incluso si lo presenté tarde, nunca antes había hecho algo


así. Fue una vez.

—Y puede estar tranquila sabiendo que no volverá a hacer


nada parecido —dijo Wallace—. Porque ya no trabajas aquí.
—Pero… pero mi esposo. Y mi hijo ¡Y mi hija!

—Correcto —dijo Wallace—. Qué bueno que lo mencionó.


Evidentemente, si su hija estaba recibiendo algún tipo de
beca por nuestra parte, ahora está anulada.

Presionó un botón en su teléfono de escritorio.

—¿Shirley? ¿Puedes hacer una nota para el departamento


de recursos humanos indicando el hecho de que la hija de la
Sra. Ryan ha dejado de tener una beca a través de
nosotros? Desconozco lo que implica, sin embargo, estoy
convencido de que tienen que rellenar algún formulario que
tengo que firmar. Encárgate de ello de inmediato.

La voz de su asistente crujió a través del altavoz.

—Sí, señor Price.

Miró a su antigua asistente legal.

—Listo. ¿Lo ve? Todo solucionado. Antes de que se vaya, me


gustaría que recordara que somos profesionales. No hace
falta gritar ni lanzar cosas o hacer amenazas que sin duda
serán consideradas un delito. Y, si puede, por favor,
asegúrese de que cuando limpie su mesa no se lleve nada
que pertenezca a la empresa. Su sustituto empezará el
lunes, y no quiero ni pensar lo que supondría para él que le
faltara una grapadora o un dispensador de cinta adhesiva.
Cualquier cachivache que haya acumulado es suyo, por
supuesto. —Recogió la pelota contra el estrés que había en
su escritorio con el logotipo de la empresa—. Estás son
maravillosas, ¿no? Recuerdo que recibió una con motivo de
sus siete años en la empresa. Tómela, bajo mi bendición.
Presiento que le será útil.

—Habla en serio —susurró ella.


—Como un infarto —dijo—. Ahora, si me disculpa, tengo
que...

—¡Tú... tú... tú monstruo ! —ella gritó—. ¡Exijo una disculpa!

Por supuesto que lo haría.

—Una disculpa implicaría que he hecho algo malo. Y no es


así. De hecho, usted debería disculparse conmigo...

Su grito de respuesta no contenía una disculpa.

Wallace mantuvo la calma mientras presionaba el botón de


su teléfono nuevamente.

—¿Shirley? ¿Ha llegado la seguridad?

—Sí, señor Price.

—Bueno. Envíalos antes de que me arrojen algo a la cabeza.

La última vez que Wallace Price vio a Patricia Ryan fue


cuando un hombre corpulento llamado Geraldo la arrastró,
pateando y gritando, aparentemente ignorando la
advertencia de Wallace sobre amenazas criminales. Estaba
impresionado a regañadientes con la dedicación de la Sra.
Ryan de querer clavarle lo que ella llamaba un atizador de
fuego caliente en su garganta hasta que, en sus palabras,
perforara sus regiones inferiores y le causara una agonía
extrema.

—¡Caerás de pie! —dijo desde la puerta de su oficina,


sabiendo que todo el piso estaba escuchando. Quería
asegurarse de que supieran que le importaba—. Se cierra
una puerta, se abre una ventana y todo eso.
Las puertas del ascensor se cerraron, interrumpiendo su
indignación.

—Ah —dijo Wallace—. Eso me gusta más. De vuelta al


trabajo, todos. El hecho de que sea viernes no significa que
puedan holgazanear.

Todo el mundo empezó a moverse inmediatamente.

Todo perfecto. Las máquinas volvían a funcionar sin


problemas.

Regresó a su despacho, y cerró la puerta tras de sí.

Esa tarde sólo pensó en Patricia una vez más, al recibir un


correo electrónico de la jefa de RRHH en el que le decía que
ella se encargaría de la beca. La punzada en el pecho volvió
a aparecer, pero todo estaba bien. De camino a casa,
pararía a comprar un frasco de Tums[4]. No pensó más en
ello, y tampoco en Patricia Ryan. Avanza siempre, se dijo
mientras trasladaba el correo electrónico a una carpeta
marcada con el nombre de ‘QUEJAS DE LOS EMPLEADOS’.

Siempre hacia adelante.

Se sintió mejor. Por lo menos ahora estaba tranquilo.

La semana siguiente comenzaría su nueva asistente legal y


se encargaría de que ella supiera que no iba a tolerar
errores. Resultaba mejor infundir miedo desde el principio
que enfrentarse más adelante a la incompetencia.

***

Pero nunca tuvo la oportunidad.

En lugar de eso, dos días después, Wallace Price murió


[1] En hebreo: buena suerte.

[2] Es una cadena de restaurantes de comida rápida.

[3] El amicus curiae (amigo de la corte o amigo del tribunal)


es una expresión latina utilizada para referirse a
presentaciones realizadas por terceros ajenos a un litigio,
que ofrecen voluntariamente su opinión, jurídica , alegatos,
demanda o exhorto jurídico vinculante frente a algún punto
de derecho u otro aspecto relacionado, para colaborar con
el tribunal en la resolución de la materia objeto del proceso.

[4] Antiácidos.
Capítulo 2
Su funeral fue poco concurrido. Wallace no se sentía
contento. Ni siquiera podía estar seguro de cómo había
acabado allí. En un momento, había estado contemplando
su cuerpo. Y luego parpadeó y se encontraba ante una
iglesia, cuyas puertas estaban abiertas mientras las
campanas repicaban. Desde luego, no le sirvió de nada ver
el destacado letrero que había en la fachada. Se leía:
‘CELEBRACIÓN DE LA VIDA DE WALLACE PRICE’. Si era
sincero consigo mismo, aquel cartel no le gustaba. No, no le
gustaba nada. Quizás alguien que estuviera dentro pudiera
explicarle qué diablos estaba ocurriendo.

Ocupó un asiento en un banco de la parte trasera. La iglesia


en sí era todo lo que odiaba: ostentosa, con grandes
vidrieras y varias representaciones que mostraban a Jesús
en distintas poses de dolor y sufrimiento, con las manos
clavadas en una cruz que parecía ser de piedra. A Wallace
no le gustaba que la figura más destacada de la iglesia
estuviera en estado de agonía. Él nunca entendería la
religión.

Esperó a que llegara más gente. El letrero de la entrada


decía que su funeral debía de empezar puntualmente a las
nueve. Según el reloj decorativo de la pared (donde había
otro Jesús con sus brazos como manecillas del reloj,
aparentemente para recordar que el único hijo de Dios era
un contorsionista), ya eran las cinco y sólo había seis
personas en la iglesia.

Conocía a cinco de ellas.

La primera era su ex mujer. Se habían divorciado de forma


muy amarga, acusándose mutuamente sin fundamento, sin
que sus abogados pudieran evitar que se gritaran a través
de la mesa. Ella tendría que haber volado, dado que se
había mudado al otro extremo del país para alejarse de él.
No la culpaba.

Principalmente.

Pero no lloraba. Se sentía molesto por motivos que no podía


explicar. ¿Acaso ella no debería estar sollozando?

La segunda, tercera y cuarta persona que conocía eran los


socios del bufete de abogados Moore, Price, Hernandez &
Worthington. Esperaba que otros miembros del bufete se
unieran a ellos, ya que la empresa MPH&W había
comenzado en un garaje veinte años antes y se había
convertido en uno de los bufetes más poderosos del Estado.
Al menos, esperaba que su asistente, Shirley, estuviera allí,
con el maquillaje corrido y un pañuelo en las manos
mientras se lamentaba de no saber cómo iba a seguir sin él.

Ella no estaba. Se concentró todo lo que pudo, deseando


que apareciera, lamentándose de que no era justo, de que
ella necesitaba un jefe como Wallace para mantenerla en el
buen camino. Frunció el ceño cuando no ocurrió
absolutamente nada, sintiendo un pequeño temor en el
fondo de su mente.

Los socios se reunieron en el fondo de la iglesia, muy cerca


del banco de Wallace, hablando en voz baja. Wallace había
desistido de intentar que se dieran cuenta de que seguía
aquí, sentado frente a ellos. Ya no podían verle. Ni podían
oírle.

—Esto es muy triste —dijo Moore.

—Demasiado —coincidió Hernandez.


—Simplemente lo peor —dijo Worthington—. La pobre
Shirley, haber encontrado su cuerpo así.

Los socios se detuvieron, y miraron hacia el frente de la


iglesia, haciendo una inclinación de cabeza respetuosa
cuando Naomi les devolvió la mirada. Ella los miró con
desprecio antes de volverse hacia el frente.

Al cabo de unos minutos, siguieron conversando:

—Cosas así te hacen pensar —dijo Moore.

—Realmente lo hace —estuvo de acuerdo Hernandez.

—Absolutamente —dijo Worthington—. Te hace pensar en


muchas cosas.

—Nunca has tenido un pensamiento original en tu vida —le


dijo Wallace.

Durante un momento guardaron silencio, y Wallace estuvo


convencido de que los tres se habían perdido en sus
recuerdos más preciados sobre él. En un momento,
empezarían a recordarlo con cariño, y cada uno de ellos, por
turnos, contaría una pequeña historia sobre el hombre que
habían conocido durante la mitad de sus vidas y el impacto
que había tenido en ellos.

Puede que incluso se les escapara al menos una lágrima. Así


lo esperaba él.

—Era un imbécil —dijo Moore finalmente.

—Un gilipollas de lo peor —coincidió Hernandez.

—El más grande —dijo Worthington.


Todos se rieron, aunque trataron de disimularlo para que no
resonara. Dos cosas concretas sorprendieron a Wallace. La
primera era que no sabía que estaba permitido reírse en la
iglesia, sobre todo cuando se asistía a un funeral. Pensaba
que tenía que ser una práctica prohibida. Si bien era cierto
que hacía años que no entraba en una iglesia, posiblemente
las normas habían cambiado. Y en segundo lugar, ¿por qué
lo llamaban imbécil? Se sintió decepcionado cuando no
fueron inmediatamente fulminados por un rayo.

—¡Mátalos! —gritó, mirando al techo—. Golpéalos ahora


mismo... ahora... —Se detuvo. ¿Por qué su voz no tenía eco?

Moore, aparentemente habiendo decidido que su dolor


había pasado, dijo:

—¿Pudieron ver el partido de anoche? Amigo, Rodríguez


estuvo inusual. Es increíble que hayan hecho esa jugada...

Y entonces se fueron, conversando de deportes como si su


antiguo colega no estuviera acostado dentro de un ataúd de
madera roja sólida con un valor de siete mil dólares en la
entrada de la iglesia, con los brazos cruzados sobre el
pecho, la piel pálida y los ojos cerrados.

Wallace se giró decididamente hacia adelante, con la


mandíbula apretada. Ellos habían ido juntos a la facultad de
Derecho y decidieron fundar su propio bufete nada más
licenciarse, ante el horror de sus padres. Sus socios y él
habían empezado como amigos, cada uno joven e idealista.
Pero con el paso de los años, se convirtieron en algo más
que amigos: se convirtieron en colegas, lo cual, para
Wallace, resultaba mucho más importante. Él no tenía
tiempo para los amigos. Ni tampoco los necesitaba. Había
tenido su trabajo en la trigésima planta del mayor
rascacielos de la ciudad, sus muebles de oficina importados
y un apartamento excesivamente grande en el que apenas
pasaba tiempo. Lo había tenido todo, y ahora...

Bueno.

Por lo menos su ataúd era caro, aunque desde que llegó


había evitado mirarlo.

La quinta de las personas de la iglesia era alguien a quien


no reconocía. Se trataba de una mujer joven con el pelo
negro desordenado y corto. Tenía los ojos oscuros sobre una
nariz fina, levantada y el pálido corte de sus labios. Llevaba
las orejas perforadas, con pequeñas tachuelas que brillaban
a la luz del sol que se filtraba por las ventanas. Llevaba un
elegante traje negro de rayas, con una corbata roja
brillante. Una corbata poderosa, si es que existía alguna.
Wallace lo aprobaba. Todas sus corbatas eran poderosas. En
este momento él no llevaba exactamente una corbata de
gala. Por lo visto, cuando uno muere, sigue llevando lo
último que tenía puesto antes de morir. Era lamentable,
realmente, dado que aparentemente había muerto en su
oficina un domingo. Había llegado para prepararse para la
semana siguiente y se había puesto una sudadera, una vieja
camiseta de los Rolling Stones y unas chanclas, sabiendo
que la oficina estaría vacía.

Y eso es lo que llevaba ahora, para su desgracia.

La mujer miró en su dirección, como si lo hubiera oído.


Aunque no la conocía, asumió que, si estaba aquí, había
tocado su vida en algún momento. A lo mejor había sido una
clienta suya agradecida en algún momento. Todos
empezaron a ser iguales después de un tiempo, así que
también podría ser eso. Probablemente había demandado a
una gran empresa a su favor por café caliente o acoso o
algo así, y ella había obtenido un enorme pago por ello.
Obviamente, ella estaría agradecida. ¿Quién no lo estaría?

Moore, Hernandez y Worthington parecieron decidir


amablemente que su conversación desenfrenada sobre el
evento deportivo podía quedar en suspensión, y pasaron
junto a Wallace sin siquiera dirigirle la mirada y se fueron
hacia el frente de la iglesia, todos ellos con una mirada
formal. No hicieron caso a la joven del traje, sino que se
pararon cerca de Naomi, acercándose uno por uno para
ofrecer sus condolencias. Ella asintió. Y Wallace se quedó
esperando las lágrimas, convencido ya de que se trataba de
un dique a punto de estallar.

Cada uno de ellos se paró un momento frente al ataúd,


inclinando la cabeza lentamente. La sensación de malestar
que había invadido a Wallace desde que parpadeó frente a
la iglesia se hizo más fuerte, desconcertante y atroz. Aquí
estaba, sentado en la parte trasera de la iglesia, mirándose
a sí mismo en la parte delantera de la iglesia, tumbado en
un ataúd. Wallace no tenía la impresión de ser un hombre
atractivo. Era demasiado alto, demasiado desgarbado, y sus
pómulos eran muy afilados, por lo que su pálido rostro
estaba siempre demacrado. En una ocasión, en una fiesta
de Halloween de la empresa, un grupo de niños quedó
encantado con su disfraz, y un joven atrevido dijo que era
una excelente Parca.

No llevaba ningún disfraz.

Se estudió a sí mismo desde su asiento, vislumbrando su


cuerpo mientras sus socios se movían a su alrededor, con la
terrible sensación de que algo no encajaba en él. Su cuerpo
estaba vestido con uno de sus mejores trajes, uno de dos
piezas fabricado por Tom Ford a base de lana y piel de
tiburón. Se adaptaba bien a su delgada figura y hacía
resaltar sus ojos verdes. A decir verdad, no era exactamente
halagador ahora, dado que tenía los ojos cerrados y las
mejillas cubiertas con suficiente colorete como para que
pareciera que había sido un prostituto en lugar de un
abogado de alto nivel. Tenía la frente extrañamente pálida y
el cabello oscuro cortado hacia atrás, que brillaba húmedo
bajo las luces del techo.

Eventualmente, los socios se sentaron en el banco frente a


Naomi, sus rostros secos.

Una puerta se abrió, y Wallace se giró para ver a un


sacerdote (alguien a quien no reconoció, y volvió a sentir
una discordancia a modo de peso en el pecho, algo
apagado, que no iba bien) atravesando el nártex[1], con una
túnica tan ridícula como la iglesia que les rodeaba. El
sacerdote parpadeó un par de veces, como si no pudiera
creer lo vacía que se encontraba la iglesia. Se apartó la
manga de la túnica para mirar su reloj y sacudió la cabeza
antes de fijar una tranquila sonrisa en su rostro. Pasó junto a
Wallace sin reconocerlo.

—Está bien —gritó Wallace detrás de él—. Estoy seguro de


que te crees importante. No es de extrañar que la religión
organizada esté en el estado en que se encuentra.

El sacerdote se quedó junto a Naomi, tomándole la mano,


hablándole con suaves palabras de cortesía, diciéndole que
lamentaba su pérdida, que Dios obraba de forma misteriosa
y que, aunque no siempre entendiéramos su plan, podía
estar seguro de que había uno, y éste formaba ya parte de
él.

Naomi dijo:

—No lo dudo, padre. Pero dejémonos de tonterías y sigamos


adelante con este show. Tiene que ser enterrado en dos
horas, ya que tengo que volar esta tarde.

Wallace puso los ojos en blanco.

—Por Dios, Naomi. ¿Por qué no muestras un poco de


respeto? Estás en una iglesia. —Y yo estoy muerto, quiso
añadir, pero no lo hizo, ya que eso lo hacía real, y nada de
esto podía ser real. Era imposible.

El sacerdote asintió.

—Por supuesto. —Le dio unas palmaditas en el dorso de la


mano antes de pasar a los bancos opuestos donde se
sentaban los socios—. Siento tu pérdida. El Señor obra en
formas misteriosas...

—Por supuesto que sí —dijo Moore.

—Muy misteriosas —estuvo de acuerdo Hernandez.

—Gran hombre el de arriba con sus planes —dijo


Worthington.

La mujer, la extraña que no reconoció, resopló, sacudiendo


la cabeza.

Wallace la miró.

El sacerdote siguió adelante, deteniéndose frente al ataúd,


con la cabeza gacha.

Antes, había habido dolor en el brazo de Wallace, una


sensación de ardor en el pecho, una pequeña y salvaje
punzada de náuseas en el estómago. Por un momento, casi
se convenció a sí mismo de que había sido el chili sobrante
que había comido la noche anterior. Pero luego estaba en el
piso de su oficina, acostado sobre la alfombra persa
importada en la que había gastado una cantidad
exorbitante, escuchando la fuente en el vestíbulo gorgotear
mientras trataba de recuperar el aliento. —Maldito chili —se
las arregló para jadear, sus últimas palabras antes de
encontrarse de pie sobre su propio cuerpo, sintiéndose
como si estuviera en dos lugares a la vez, mirando hacia el
techo mientras también se miraba a sí mismo. Pasó un
momento antes de que esa división se calmara, dejándolo
con la boca abierta, el único sonido que salía de su garganta
era un leve chirrido como un globo que se desinfla.

Lo cual estaba bien, ¡porque sólo se había desmayado! Sólo


se trataba de eso. Solamente un ardor de estómago y una
necesidad imperiosa de dormir en el piso. Todo el mundo se
desmayaba en algún momento. Él había estado trabajando
demasiado últimamente. Desde luego, por fin le había
pasado factura.

Con eso decidido, se sintió un poco mejor al llevar


sudaderas, chanclas y una camiseta vieja en la iglesia en su
funeral. Ni siquiera le gustaban los Rolling Stones. No tenía
ni idea de dónde había salido la camiseta.

El sacerdote se aclaró la garganta mientras miraba a las


pocas personas reunidas. Él dijo:

—Está escrito en el Buen Libro que...

—Oh, por el amor de Dios —murmuró Wallace.

La extraña se atragantó.

Wallace sacudió la cabeza hacia arriba mientras el


sacerdote seguía hablando.

La mujer tenía su mano sobre su boca como si estuviera


tratando de sofocar su risa. Wallace estaba indignado. Si
encontraba su muerte tan graciosa, ¿por qué diablos estaba
allí?

A no ser que…

No, no puede ser, ¿verdad?

Él la miró, tratando de ubicarla.

¿Y si ella hubiera sido una clienta suya?

¿Y si hubiera obtenido un resultado menos que deseable?

Una demanda colectiva, tal vez. Una que no había


producido tanto como ella esperaba. Hacía promesas cada
vez que conseguía un nuevo cliente, grandes promesas de
justicia y extraordinaria compensación económica. Donde
una vez pudo haber templado las expectativas, solo se
había vuelto más confiado con cada juicio a su favor. Su
nombre era susurrado con gran reverencia en los sagrados
salones de los tribunales. Era un tiburón despiadado, y
cualquiera que se interpusiera en su camino por lo general
terminaba de espaldas, preguntándose qué diablos había
sucedido.

Pero tal vez fue más que eso.

¿Lo que comenzó como una relación profesional abogado-


cliente se había convertido en algo más oscuro? Tal vez se
había obsesionado con él, enamorada de sus costosos trajes
y del dominio en la sala del tribunal. Se dijo a sí misma que
tendría a Wallace Price, o nadie lo haría. Ella lo había
acechado, parada fuera de su ventana por la noche,
observándolo mientras dormía (su apartamento en el piso
quince no lo disuadió de esta idea; por lo que sabía, ella
había trepado por el costado del edificio a su balcón). Y
cuando él estaba en el trabajo, ella irrumpía y se acostaba
sobre su almohada, respirando su olor, soñando con el día
en que podría convertirse en la señora de Wallace Price.
Entonces tal vez él la había rechazado sin saberlo, y el amor
que ella sentía por él se había convertido en una furia
negra.

Eso era.

Eso lo explicaba. Después de todo, había precedentes,


¿verdad? Porque era probable que Patricia Ryan también
estuviera obsesionada con él, dada su desafortunada
reacción cuando la despidió. Por lo que él sabía, estaban
confabuladas entre sí, y cuando Wallace había hecho lo que
hizo, ellas... ¿qué? Unieron fuerzas para... espera. Bueno. La
línea de tiempo estaba un poco borrosa para que eso
funcionara, pero aun así.

—... y ahora, me gustaría invitar a cualquiera que quiera


decir unas palabras sobre nuestro querido Wallace a que se
presente y lo haga en este momento. —El sacerdote sonrió
serenamente. La sonrisa se desvaneció un poco cuando
nadie se movió—. Cualquiera puede venir.

Los socios inclinaron la cabeza.

Naomi suspiró.

Obviamente, estaban abrumados, incapaces de encontrar


las palabras adecuadas para resumir una vida bien vivida.
Wallace no los culpó por eso. ¿Cómo se empezaba a
encapsular todo lo que él era? Exitoso, inteligente,
trabajador hasta el punto de la obsesión, y mucho más. Por
supuesto que serían reticentes.

—Levántense —murmuró, mirando fijamente a los que


estaban en el frente de la iglesia—. Levántense y digan
cosas bonitas sobre mí. Ahora. Se los ordeno.
Jadeó cuando Naomi se levantó.

—¡Funcionó! —susurró con fervor—. Sí. Sí...

El sacerdote asintió mientras se hacía a un lado. Naomi se


quedó mirando el cuerpo de Wallace durante un largo
momento, y Wallace se sorprendió al ver que su cara se
torcía como si estuviera a punto de llorar. Al fin. Al fin
alguien iba a mostrar algún tipo de emoción. Él se preguntó
si ella se lanzaría sobre el ataúd, exigiendo saber por qué,
por qué, por qué la vida tenía que ser tan injusta, y Wallace,
yo siempre te he querido, incluso cuando me acostaba con
el jardinero. Tú sabes, ese que parecía reacio a usar camisas
mientras trabajaba, mientras el sol brillaba sobre sus
anchos hombros, con el sudor resbalando por sus
esculturales músculos abdominales como si fuera una
maldita estatua griega a la que tú también fingías no mirar,
pero ambos sabemos que eso es una mierda, ya que
teníamos el mismo gusto por los hombres.

Ella no lloró.

En cambio, estornudó.

—Disculpe —dijo, limpiándose la nariz—. Eso ha estado


acumulándose por un tiempo.

Wallace se hundió más en el banco. No tenía un buen


presentimiento sobre esto.

Se movió frente a la iglesia en el estrado al lado del


sacerdote. Ella dijo:

— Wallace Price estaba... vivo, ciertamente. Pero ahora no lo


está. En mi opinión, yo no puedo decir que eso sea algo
malo. Él no era una buena persona.
—Oh, Dios mío —dijo el sacerdote.

Naomi lo ignoró.

—Era un hombre obstinado, imprudente y que sólo se


preocupaba por sí mismo. Pude haberme casado con Bill
Nicholson, pero en su lugar, me enganché al Wallace Price
Express, rumbo a un destino de comidas perdidas,
cumpleaños y aniversarios olvidados, y la repugnante
costumbre de dejar los pedazos de uñas del pie en el suelo
del baño. Venga ya. El cubo de la basura estaba justo ahí.
¿Como puedes no verlo?

—Terrible —dijo Moore.

—Exactamente —estuvo de acuerdo Hernandez.

—Tirar los recortes a la basura —dijo Worthington—. No es


tan difícil.

—Espera —dijo Wallace en voz alta—. No es eso lo que


debes decir. Necesitas estar triste, y mientras te secas las
lágrimas, dices todo lo que vas a extrañar de mí. ¿Qué tipo
de funeral es este?

Pero Naomi no quiso escuchar, cosa que, en realidad.


¿Cuándo lo había hecho?

—He pasado los últimos días desde que recibí la noticia


intentando encontrar un solo recuerdo de nuestro tiempo
juntos que no me llenara de arrepentimiento o de apatía e
incluso de una furia ardiente que me hiciera sentir como si
estuviese de pie bajo el sol. Me costó tiempo, hasta que
encontré uno. Una vez, Wallace me llevó una taza de sopa
mientras estaba enferma. Le di las gracias. Luego se fue a
trabajar y no le vi durante seis días.
—¿Eso es todo? — exclamó Wallace—. ¿Estás bromeando?

La expresión de Naomi se endureció.

—Se supone que debemos comportarnos y emocionarnos


cuando alguien muere, sin embargo, vengo a decirles que
eso es una mierda. Lo siento, Padre.

El sacerdote asintió.

—Está bien, hija mía. Sácalo todo. El Señor no...

—Y no me hagas hablar del hecho de que se preocupaba


más por su trabajo que por formar una familia. Marqué mi
ciclo de ovulación en su calendario de trabajo. ¿Sabes lo
que hizo? Me mandó una tarjeta que decía ENHORABUENA,
LICENCIADA.

—Aún nos aferramos a eso, ¿verdad? —Wallace preguntó en


voz alta—. ¿Cómo te va con esa terapia, Naomi? Parece que
deberías recibir un reembolso.

—Vaya —dijo la mujer en el banco.

Wallace la miró.

—¿Algo que te gustaría agregar? ¡Sé que soy un buen


partido, pero el hecho de que no te ame no te da derecho a
asesinarme!

El sonido que hizo cuando la mujer lo miró directamente es


mejor dejarlo a la imaginación, especialmente cuando dijo
en voz muy alta:

—Nah. No eres exactamente mi tipo, y el asesinato es malo,


¿sabes?
Wallace prácticamente se cayó del banco mientras Naomi
continuaba calumniándolo en la casa de Dios como si la
extraña mujer no hubiera hablado en absoluto. Se las
arregló para agarrar la parte de atrás del banco, clavando
las uñas en la madera. Miró por encima, con los ojos
desorbitados mientras miraba a la mujer.

Ella sonrió y arqueó una ceja.

Wallace luchó por encontrar su voz.

—¿Tú... puedes verme?

Ella asintió mientras giraba en su propio banco, apoyando el


codo en el respaldo.

—Sí, puedo hacer eso.

Comenzó a temblar, sus manos agarraban el banco con


tanta fuerza que pensó que sus dedos se romperían.

—Cómo. Qué. Yo no... ¿qué?

—Sé que estás confundido, Wallace, y las cosas pueden


ser…

—¡Nunca te dije mi nombre! —dijo con altanería, incapaz de


evitar que su voz se rompiera.

Ella resopló.

—Hay literalmente un letrero con tu foto bajo tu nombre que


está en la entrada de la iglesia.

—Eso no es… —¿Qué? ¿Qué no era exactamente? Se


incorporó. Sus piernas no funcionaban como él quería—.
Olvídate del maldito cartel. ¿Cómo está pasando esto? ¿Qué
diablos está pasando?
La mujer sonrió.

—Estas muerto.

Se echó a reír. Sí, podía ver su cuerpo en un ataúd, pero eso


no significaba nada. Tenía que haber algún error. Dejó de
reír cuando se dio cuenta de que la mujer no se estaba
uniendo.

—¿Qué? —dijo rotundamente.

—Falleciste, Wallace. —Su rostro se arrugó—. Un momento.


Intento recordar cuál fue la causa. Es mi primera vez, y
estoy un poco nerviosa. —Ella se iluminó—. ¡Oh, es cierto!
Ataque al corazón.

Y así fue como supo que esto no era real. ¿Un ataque al
corazón? Y una mierda. Nunca fumaba, se alimentaba lo
mejor que podía y hacía ejercicio cuando se acordaba. Su
último examen físico había terminado con el médico
diciéndole que si bien su presión arterial era un poco alta,
todo lo demás parecía estar en orden. No podía estar
muerto de un ataque al corazón. Eso no era posible. Se lo
dijo, seguro de que eso sería el final.

—Ciiiierto —repitió ella lentamente, como si él fuera el idiota


—. Odio ser un fastidio, hombre, pero eso es lo que pasó.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Sabría si… me hubiera


sentido… —¿Qué sintió? ¿Un pinchazo en el brazo? ¿Un
dolor en el pecho? ¿La forma en que no podía recuperar el
aliento por más que lo intentara?

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que es una de esas cosas que pasan. —Se


estremeció cuando ella se levantó del banco y se dirigió
hacia él. Era más baja de lo que esperaba, la parte superior
de su cabeza probablemente le llegaba a la barbilla. Se
alejó lo más que pudo, pero no llegó muy lejos.

Naomi estaba despotricando sobre un viaje a los Poconos


que aparentemente habían hecho (¡Se quedó en la
habitación del hotel todo el tiempo en conferencias
telefónicas! ¡Era nuestra luna de miel!) mientras la mujer se
sentaba en su banco, manteniendo un poco de distancia
entre ellos. Parecía incluso más joven de lo que pensó en un
primer momento, quizás de veinticinco años, lo que en
cierto modo empeoraba las cosas. Su tez era ligeramente
más oscura que la de él, y sus labios se contraían sobre
unos pequeños dientes en un intento de sonrisa. Golpeó con
los dedos el respaldo del banco antes de mirarlo.

—Wallace Price —dijo— Mi nombre es Meiying, pero me


puedes decir Mei, así como el mes[2], sólo que escrito un
poco diferente. Vengo a llevarte a casa.

Él la miró fijamente, incapaz de hablar.

—Oh. Ni me imaginaba que eso te haría callar. Debí haber


intentado eso desde el principio.

—No voy a ir a ninguna parte contigo —dijo con los dientes


apretados—. No te conozco.

—Espero que no —dijo—. Si lo hicieras, sería muy raro. —


Hizo una pausa, considerando—. O más raro, al menos. —
Ella asintió hacia el frente de la iglesia—. Bonito ataúd, por
cierto. No parece barato.

Se erizó.

—No lo es. Sólo lo mejor para…


—Oh, estoy segura —dijo Mei—. Aun así. Bastante retorcido,
¿verdad? Mirando tu propio cuerpo de esa manera. Aunque
no es un mal cuerpo. Un poco flaco para mis gustos, pero
cada uno lo suyo.

Se erizó.

—Quiero que sepas que me fue bien con mi flaco... no. ¡No
me distraeré! Exijo que me digas lo que está pasando en
este mismo segundo .

—Está bien —dijo ella en voz baja—. Puedo hacer eso. Sé


que esto puede ser difícil de entender, pero tu corazón se
rindió y moriste. Hubo una autopsia y resultó que tenías
obstrucciones en las arterias coronarias. Puedo mostrarte la
incisión en Y, si quieres, aunque te no te lo aconsejo. Es
bastante asqueroso. ¿Sabías que una vez que realizan la
autopsia, a veces vuelven a poner los órganos dentro de
una bolsa junto con aserrín antes de encerrarte? —Ella se
iluminó—. Oh, y soy tu Segadora[3], estoy aquí para llevarte
a donde perteneces. —Y luego, como si el momento no
fuera lo suficientemente extraño, hizo manos de jazz[4]—.
Ta-da.

—Segadora —dijo aturdido—. ¿Qué es eso?

—Yo —dijo ella, acercándose más—. Soy una Cosechadora.


Una vez que alguien muere, hay confusión. Realmente no
sabes lo que está pasando, y estás asustado.

—¡No tengo miedo! —Eso era una mentira. Nunca había


estado más asustado en su vida.

—Está bien —dijo ella—. Así que no tienes miedo. Está bien.
De todos modos, es un momento difícil para cualquiera.
Necesitas ayuda para hacer la transición. Ahí es donde entro
yo. Estoy aquí para asegurarme de que dicha transición sea
lo más fluida posible. —Ella hizo una pausa. Entonces—: Eso
es todo. Creo que me acordé de decir todo. Tuve que
memorizar mucho para conseguir este trabajo, y podría
haber olvidado un detalle aquí y allá, pero esa es la esencia.

Él la miró boquiabierto. Apenas escuchó a Naomi gritar de


fondo, llamándolo bastardo egoísta sin ninguna conciencia
de sí mismo.

—Transición.

Mei asintió.

No le gustó el sonido de eso.

—¿A qué ?

Ella sonrió.

—Oh, hombre. Solo espera. —Ella levantó la mano hacia él,


girando la palma hacia arriba. Presionó el pulgar y el dedo
medio juntos y chasqueó.

El fresco sol primaveral le dio en la cara.

Dio un paso atrás tambaleándose, mirando a su alrededor


como un loco.

Cementerio. Estaban en un cementerio.

—Lo siento —dijo Mei, apareciendo a su lado—. Aún no le


cojo el truco. —Ella frunció el ceño—. Soy un poco nueva en
esto.

—¿Qué está pasando? — le gritó.

—Te están enterrando —dijo alegremente. Ella le agarró por


el brazo con fuerza y tiró de él. Tropezó con sus propios
pies, pero logró mantenerse parado. Sus chanclas golpearon
contra sus talones mientras luchaba por sostenerse.
Entraron y salieron de las lápidas, rodeados por el ruido del
tráfico mientras los impacientes taxistas tocaban el claxon y
gritaban improperios por las ventanas abiertas. Intentó
separarse de Mei, pero su agarre era firme. Era más fuerte
de lo que parecía.

—Aquí estamos —dijo, deteniéndose—. Justo a tiempo.

Miró por encima de su hombro. Naomi estaba allí, al igual


que sus socios, todos ellos de pie alrededor de un agujero
rectangular recién cavado. El costoso ataúd estaba
descendiendo a la tierra. Ninguno lloraba. Worthington
seguía mirando su reloj y suspirando de forma dramática.
Naomi estaba escribiendo en su teléfono.

De todas las cosas en las que Wallace debía concentrarse,


estaba estupefacto por el hecho de que no había una losa.

—¿Dónde está la lápida? Mi nombre. Fecha de nacimiento.


Un mensaje inspirador que diga que viví la vida al máximo.

—¿Es eso lo que hiciste?—preguntó Mei. No sonaba como si


se estuviera burlando de él, simplemente curiosa.

Apartó la mano y se cruzó de brazos a la defensiva.

—Sí.

—Espectacular. Y las lápidas suelen venir después del


servicio. Aún tienen que tallarla y todo eso. Se trata de un
proceso completo. Así que no te preocupes. Fíjate. Aquí
estamos. ¡Despídete!

Él no hizo aquello que se le pidió.


Sin embargo, Mei sí, moviendo los dedos.

—¿Cómo llegamos aquí?—preguntó—. Estábamos en la


iglesia.

—Tan observador. Eso es realmente bueno, Wallace.


Estábamos en la iglesia. Me siento orgullosa de ti. Digamos
que me salté un par de cosas. Debo ponerme en marcha. —
Hizo una mueca—. Y eso es mi culpa, amigo. En serio, por
favor, no te lo tomes a mal porque no era mi intención, pero
me retrasé bastante en llegar a ti. Es la primera vez que
cosecho sin ayuda, y me equivoqué. Fui al lugar equivocado
por accidente. —Ella sonrió de manera placida—. ¿Estamos
bien?

—No —le gruñó—. No estamos bien.

—Oh. Eso es una mierda. Lo siento. Te prometo que no


volverá a pasar. Es una experiencia de aprendizaje para mí.
Ojalá califiques mi servicio con un diez cuando recibas la
encuesta. Eso significaría mucho para mí.

No tenía idea de lo que ella estaba hablando. Casi podía


convencerse a sí mismo de que ella era la loca, y nada más
que un producto de su imaginación.

—¡Han pasado tres días

Ella le sonrió.

—¡Exactamente! Esto hace que mi trabajo sea mucho más


fácil. Hugo va a estar muy contento conmigo. No puedo
esperar para decírselo.

—¿Quién diablos es...?

—Espera. Esta es una de mis partes favoritas.


Miró hacia donde ella señalaba. Sus compañeros formaban
una fila, con Naomi situada detrás de ellos. Contempló
cómo todos se inclinaban, de uno en uno, para recoger un
puñado de tierra y dejarlo caer en la tumba. El sonido de la
tierra al golpear la tapa del ataúd hizo que a Wallace le
temblaran las manos. Naomi se puso de pie con su puñado
de tierra sobre la tumba abierta y, antes de soltarlo, una
extraña expresión cruzó su mirada, luego desapareció. Agitó
la cabeza, arrojó la tierra y se dio la vuelta. Lo último que
vio de su ex mujer fue la luz del sol en su pelo mientras se
apresuraba hacia un taxi que la esperaba.

—Es como si todo ello tuviera sentido —dijo Mei—. El círculo


completo. De la tierra venimos, hacia la tierra volvemos. Es
bonito, si lo piensas.

—¿Que está pasando? — él susurró.

Mei tocó el dorso de su mano. Su piel estaba fría, pero no


tan desagradable.

—¿Necesitas un abrazo? Puedo darte un abrazo si quieres.

Echó el brazo hacia atrás.

—No quiero un abrazo.

Ella asintió.

—Límites. Estupendo. Eso lo respeto. Te prometo que no te


voy a abrazar sin tu consentimiento.

Cuando Wallace tenía siete años, sus padres le llevaron a la


playa. Estuvo de pie en las olas, mirando cómo la arena se
metía entre los dedos de sus pies. Hubo una extraña
sensación que le subió por las piernas hasta la boca del
estómago. Estaba hundiéndose, aunque la combinación de
la arena que se arremolinaba y el agua de color blanco lo
hacían parecer algo mucho más. Se había aterrorizado y se
había negado a volver a meterse en el mar, por mucho que
sus padres le hubieran suplicado.

Esa era la sensación que Wallace Price sentía ahora. Puede


que fuera el sonido de la tierra en el ataúd. Quizá fuera el
hecho de que su foto estuviera apoyada junto a la tumba
abierta, con una corona de flores pegada debajo. En esta
foto, sonreía con fuerza. Llevaba el pelo perfectamente
peinado, con la raya a la derecha. Sus ojos eran brillantes.
Naomi dijo una vez que le recordaba al espantapájaros de
Oz: —Si tan solo tuvieras un cerebro —dijo. Eso había sido
durante uno de sus procedimientos de divorcio, por lo que lo
descartó como nada más que ella tratando de lastimarlo.

Se sentó con fuerza en el suelo, con los dedos de los pies


flexionados en la hierba sobre la punta de sus chanclas. Mei
se acomodó junto a él, doblando las piernas debajo de ella,
picando un pequeño diente de león. Ella lo arrancó del
suelo, sosteniéndolo cerca de su boca.

—Pide un deseo —dijo ella.

No pidió un deseo.

Suspiró y ella misma sopló las semillas de diente de león.


Explotaron en una nube blanca, los pedazos se impregnaron
en la brisa y se agolparon alrededor de la tumba abierta.

—Es mucho para asimilar, lo sé.

—¿Sí? —murmuró, con la cara entre las manos.

—No literalmente —admitió—. Pero tengo una idea.

Él la miró con los ojos entrecerrados.


—Dijiste que esta era tu primera vez.

—Lo es. Es decir, en solitario. Pero pasé por el


entrenamiento, y lo hice bastante bien. ¿Necesitas
comprensión? Puedo dártela. ¿Quieres golpear algo porque
estás enojado? También puedo ayudarte con eso. Aunque no
a mí. Puede que a una pared. —Se encogió de hombros—. O
podemos sentarnos aquí y ver como con el tiempo vienen
con una pequeña excavadora y echan toda la tierra encima
de tu antiguo cuerpo consolidando así el hecho de que todo
ha terminado. Tú elección.

Él la miró fijamente.

Ella asintió.

—Sí, claro. Podría haberlo expresado mejor. Lo siento.


Todavía estoy aprendiendo.

—¿Qué es lo…? —Trató de tragar más allá del nudo en su


garganta—. ¿Qué está pasando?

Ella dijo:

—Lo que ocurre es que has vivido tu vida. Hiciste lo tuyo y


ahora se acabó. Por lo menos esa parte lo está. En el
momento en que estés listo para salir de aquí, te dejaré con
Hugo. Él te explicará el resto.

—Dejarme —murmuró—. Con Hugo.

Ella negó con la cabeza antes de detenerse.

—Bueno, en cierto modo. Él es un barquero.

—¿Un qué?

—Barquero —repitió ella—. El que te ayudará a cruzar.


Su mente estaba acelerada. No podía concentrarse en una
sola cosa. Todo se sentía demasiado grandioso para
comprenderlo.

—Pero pensé que se suponía que tú...

—Ay. Te gusto. Eso es dulce. —Ella rio—. Pero sólo soy una
Segadora, Wallace. Mi trabajo es asegurarme de que llegues
al barquero. Él se encargará del resto. Ya lo verás. Una vez
que lleguemos a él, todo irá sobre ruedas. Hugo tiende a
tener ese efecto en la gente. Él te explicará todo antes de
que cruces, cualquiera de esas molestas y persistentes
preguntas.

—Jesús —dijo Wallace con voz apagada—. ¿A dónde?

Mei ladeó la cabeza.

— Pues a lo que sigue, por supuesto...

—¿El cielo? —Palideció, un terrible pensamiento se abrió


paso a través de la tensión que sentía— ¿o te refieres al
Infierno?

Ella se encogió de hombros.

—Por supuesto.

—Eso no explica nada en absoluto.

Ella rio.

—Lo sé, ¿verdad? Esto es divertido. Estoy divirtiéndome. ¿Tú


no?

No, no lo estaba.

***
Ella por su parte no lo apuró. Permanecieron allí mientras el
cielo comenzaba a teñirse con tonos rosados y anaranjados
mientras el sol de marzo se ocultaba en el horizonte.
Estuvieron allí incluso cuando llegó la prometida
excavadora, que la mujer manejaba hábilmente con un
cigarrillo entre los dientes y el humo saliendo de su nariz. La
tumba se llenó más rápido de lo que Wallace esperaba. Las
primeras estrellas empezaban a aparecer cuando ella
terminó, aunque eran débiles debido a la contaminación
lumínica de la ciudad.

Y eso fue todo.

Lo único que quedó de Wallace Price fue un montón de


tierra y un cuerpo que no iba a ser más que comida para
gusanos. Fue una experiencia profundamente devastadora.
No había imaginado que lo sería. Extraño, pensó para sí
mismo. Muy extraño.

Miró a Mei.

Ella le sonrió.

Dijo:

—Yo… —No supo cómo terminar.

Ella tocó el dorso de su mano.

—Sí, Wallace. Es real.

Y, entre todas las maravillas, le creyó.

Ella dijo:

—¿Te gustaría conocer a Hugo?


No. No quería. Tenía ganas de correr. Deseaba gritar. Quería
levantar los puños hacia las estrellas y despotricar sobre la
injusticia de todo esto. Tenía planes. Tenía objetivos. Había
tantas cosas por hacer, y ahora no podría...

Se sobresaltó cuando una lágrima se deslizó por su mejilla.

—¿Tengo otra opción?

—¿En la vida? Siempre.

—¿Y en la muerte?

Ella se encogió de hombros.

—Es un poco más... reglamentado. Pero es por tu propio


bien. Lo juro —añadió rápidamente—. Hay razones por las
que estas cosas suceden de la manera en que lo hacen.
Hugo te lo explicará todo. Es un gran tipo. Verás que tengo
razón.

Eso no lo hizo sentir mejor.

Pero aun así, cuando se colocó frente a él, extendiendo su


mano, él solo la miró por un instante antes de tomarla,
permitiendo que lo levantara.

Dirigió su rostro hacia el cielo. Inhaló y exhaló.

Mei dijo:

—Esto probablemente se sentirá un poco extraño. Pero es


una distancia más larga, así que es de esperar. Terminará
antes de que te des cuenta.

Pero antes de que pudiera reaccionar, ella chasqueó de


nuevo y todo explotó.
[1]El nártex en las basílicas románicas es el pórtico situado
entre el atrio y las naves del templo, del que está separado
por divisiones fijas, destinado a los penitentes y a los
catecúmenos.

Se refiere a que fonéticamente May (mayo) suena igual a


[2]
Mei.

[3] Los reaper ( , shinigami) significa Segador de Almas o también Dios de la


Muerte, son una raza de seres espirituales encargados de mantener el equilibrio
en el flujo de almas en el mundo.

[4]Las manos de jazz en la danza escénica son la extensión


de las manos de un artista con las palmas hacia la audiencia
y los dedos extendidos
Capítulo 3
Wallace estaba gritando cuando aterrizaron en un camino
pavimentado en medio de un bosque. El aire era frío, pero
aunque seguía gritando, no se formaba ninguna nube de
aire delante de él. No tenía sentido. ¿Cómo podía tener frío
si estaba muerto? ¿Realmente estaba respirando o...? No.
No. Concéntrate. Concéntrate en el presente. Concéntrate
en el ahora. Una cosa a la vez.

—¿Has terminado? —Mei le preguntó.

Se dio cuenta de que seguía gritando. Cerró la boca de


golpe, sintiendo un dolor intenso al morderse la lengua. Lo
que, por supuesto, provocó que volviera a reaccionar,
porque ¿cómo demonios podía sentir dolor?

—No —murmuró, alejándose de Mei, con los pensamientos


confundidos en un infinito nudo—. No puedes
simplemente...

Y entonces fue atropellado por un coche.

Espera.

Debería haber sido atropellado por un coche. El coche se


acercó, con los faros brillantes. Consiguió levantar las
manos a tiempo para bloquearse la cara, sólo para que el
coche lo atravesara. Por el rabillo del ojo, vio la cara del
conductor pasar a centímetros de la suya. No sintió nada de
eso.

El coche continuó por la carretera, con las luces traseras


parpadeando una vez antes de doblar una esquina y
desaparecer por completo.
Se quedó congelado, con las manos extendidas frente a él,
una pierna levantada, el muslo presionado contra el
estómago.

Mei se rió con fuerza.

—Oh, amigo. Deberías ver la cara que pones. Dios mío, es


increíble.

Bajó la pierna poco a poco, medio convencido de que se


caería al suelo. No lo hizo. Era sólido bajo sus pies. No podía
dejar de temblar.

—Cómo. Qué. Por qué. ¿Qué? ¿Qué?

Se limpió los ojos, todavía riendo.

—Culpa mía. Debería haberte avisado de que eso podía


pasar. —Sacudió la cabeza—. Pero todo está bien, ¿no?
Quiero decir, ¿qué tan bueno es que ya no te puedan
atropellar los coches?

—¿Eso es lo que sacaste de esto? —preguntó incrédulo.

—Es algo bastante grande si lo piensas.

—No quiero pensar en ello —espetó—. ¡No quiero pensar en


nada de esto!

Inexplicablemente, ella dijo:

—Si los deseos fuesen peces, todos nadaríamos en la


riqueza.

Él se quedó mirando fijamente detrás de ella, mientras ésta


emprendía el camino.

—¡Eso no explica nada!


—Sólo porque estás siendo obstinado. Relájate, hombre.

La persiguió, no quería quedarse solo en medio de la nada.


A lo lejos, pudo ver las luces de lo que parecía un pequeño
pueblo. No reconocía nada de lo que les rodeaba, pero ella
hablaba a toda velocidad y él no podía decir nada.

—No permanece en la ceremonia ni nada, así que no te


preocupes por eso. No le llames Sr. Freeman porque él odia
eso. Es Hugo para todo el mundo, ¿vale? Además, deja de
fruncir tanto el ceño. O quizás no, eso depende de ti. No te
diré como tienes que ser. Él sabe que tú... —Tosió
torpemente—. Bueno, él sabe lo complicadas que pueden
ser estas cosas, así que no te preocupes. Haz todas las
preguntas que necesites. Para eso estamos aquí. —Y
entonces—: ¿Ya lo ves?

Empezó a preguntar de qué demonios estaba hablando,


pero entonces ella asintió hacia su pecho. Él miró hacia
abajo y frunció el ceño.

La réplica concisa que tenía en la punta de la lengua fue


sustituida por un grito de horror.

Allí, sobresaliendo de su pecho, había una pieza de metal


curvada, casi como un anzuelo del tamaño de su mano. De
color plateado, brillaba en la escasa luz. No le dolía, pero
parecía que debería haberlo hecho, dado que la punta
afilada parecía estar incrustada en su esternón. En el otro
extremo del gancho había un... ¿cable? Una delgada banda
de lo que casi parecía plástico que destellaba con una luz
apagada. El cable se extendía por el camino delante de
ellos, alejándose. Se dio una palmada en el pecho, tratando
de soltar el gancho, pero sus manos lo atravesaron. La luz
del cable se intensificó, y el gancho vibró cálidamente,
llenándolo de una extraña sensación de alivio que no había
esperado dado que había sido ensartado. Esta sensación
fue, por supuesto, atenuada por el hecho de que había sido
ensartado.

—¿Qué es? —gritó, todavía golpeando su pecho—. ¡Quítalo,


quítalo!

—No —dijo Mei, acercándose y agarrando sus manos—.


Realmente no queremos hacer eso. Créeme cuando te digo
que te está ayudando. Lo necesitas. No te va a hacer daño.
No puedo verlo, pero a juzgar por tu reacción, es lo mismo
que los demás. No te preocupes por eso. Hugo te lo
explicará, te lo prometo.

—¿Qué es? —volvió a preguntar, con la piel erizada. Se


quedó mirando el cable que se extendía a lo largo de la
carretera frente a ellos.

—Una conexión. —Ella le golpeó el hombro—. Te mantiene


conectado a tierra. Te conduce a Hugo. Él sabe que estamos
cerca. Vamos. No puedo esperar a que lo conozcas.

El pueblo estaba tranquilo. Parecía haber una sola vía


principal que atravesaba el centro. No había semáforos, ni
bullicio de gente en las aceras. Pasaron un par de coches
(Wallace se apartó de un salto, no quería volver a vivir
aquella experiencia), pero aparte de eso, estaba casi todo
en silencio. Las tiendas de ambos lados de la calle ya
habían cerrado por el día, con los escaparates oscurecidos y
los carteles colgando de las puertas prometiendo que
volverían a primera hora de la mañana. Sus toldos se
extendían sobre la acera, todos con colores brillantes de
color rojo y verde y azul y naranja.

Las farolas se alineaban a ambos lados de la calle, con luces


cálidas y suaves. La calle estaba empedrada y Wallace se
apartó del camino cuando un grupo de niños en bicicleta
pasó junto a él. No le saludaron ni a él ni a Mei. Reían y
gritaban, con tarjetas sujetas a los radios de sus ruedas con
pinzas de la ropa, y su aliento corría detrás de ellos como
pequeños trenes. A Wallace le dolió un poco la idea. Eran
libres, libres como no lo habían sido en mucho tiempo.
Luchó con esto, incapaz de darle forma a algo reconocible. Y
entonces la sensación desapareció, dejándole hueco y
temblando.

—¿Este lugar es real? —preguntó, sintiendo que el gancho


de su pecho se calentaba. El cable no se aflojó como él
esperaba mientras continuaban. Pensó que ya estaría
tropezando con él. En cambio, seguía tan tenso como lo
había estado desde que lo notó por primera vez.

Mei lo miró.

—¿Qué quieres decir?

No lo sabía bien.

—¿Están... están todos muertos?

—Oh. Sí, claro que no. Ya lo he entendido. Sí, este lugar es


real. Sin embargo, no todo el mundo está muerto. Esto es
como cualquier otro lugar, supongo. Tuvimos que viajar
bastante lejos, aunque no es ningún lugar al que no
hubieras podido ir por tu cuenta si hubieras decidido salir de
la ciudad. No parece que hayas salido mucho.

—Estaba demasiado ocupado —murmuró.

—Ahora tienes todo el tiempo del mundo —dijo Mei, y le


sorprendió lo acertado que era. Se le encogió el pecho y
parpadeó contra el repentino ardor de sus ojos. Mei caminó
perezosamente por la acera, mirando por encima del
hombro para asegurarse de que él la seguía.
Lo hizo, pero sólo porque no quería quedarse atrás en un
lugar desconocido. Los edificios que habían parecido casi
pintorescos ahora se cernían a su alrededor de forma
inquietante, las ventanas sombrías eran como ojos muertos.
Se miró los pies, concentrándose en poner un pie delante
del otro. Su visión comenzó a ser un túnel, su piel palpitaba.
Ese gancho en el pecho se hacía más intenso.

Nunca había estado más asustado en su vida.

—Oye, oye —oyó decir a Mei, y cuando abrió los ojos, se


encontró agachado en el suelo, con los brazos rodeándole el
estómago, y los dedos hundiéndose en su piel con la
suficiente fuerza como para dejarle moratones. Si es que
podía tener moratones—. Está bien, Wallace. Estoy aquí.

—Porque se supone que eso me hace sentir mejor — se


atragantó.

—Es mucho para cualquiera. Podemos sentarnos aquí un


momento, si es lo que necesitas. No voy a apresurarte,
Wallace.

No sabía lo que necesitaba. No podía pensar con claridad.


Trató de entenderlo, de encontrar algo a lo que agarrarse. Y
cuando lo consiguió, brotó de su interior, como un recuerdo
olvidado que surgía como un fantasma.

Tenía nueve años y su padre le pidió que entrara en el salón.


Acababa de llegar de la escuela y estaba en la cocina
preparando un sándwich de mantequilla de cacahuete y
plátano. Se quedó helado ante la petición de su padre,
tratando de pensar qué podía haber hecho para meterse en
problemas. Había fumado un cigarrillo detrás de las gradas,
pero eso había sido hace semanas, y no había forma de que
sus padres lo supieran a menos que alguien se lo hubiera
dicho.
Dejó el sándwich en la encimera, ya creando excusas en su
cabeza, formando promesas de no lo volvería a hacer, lo
juraría, sólo había sido una vez.

Estaban sentados en el sofá, y se detuvo ante los ojos de su


madre, que estaba llorando, a pesar de que parecía que
intentaba reprimirlo. Tenía las mejillas manchadas y llevaba
un pañuelo de papel apretado en la mano. Le goteaba la
nariz y, aunque intentaba sonreír al verlo, la sonrisa le
temblaba y se le torcía al tiempo que le flaqueaban los
hombros. La única vez que la había visto llorar antes había
sido por una película cualquiera en la que un perro había
superado la adversidad (púas de puercoespín) para reunirse
con su dueño.

—¿Qué pasa? —le preguntó, sin saber qué debía hacer.


Entendía la idea de consolar a alguien, pero nunca la había
puesto en práctica. No eran una familia afectuosa. Como
mucho, su padre le estrechaba la mano y su madre le
apretaba el hombro cada vez que estaban contentos con él.
A él no le importaba. Así eran las cosas.

Su padre dijo:

—Tu abuelo ha fallecido.

—Oh —respiró Wallace, con un repentino picor en todo el


cuerpo.

—¿Entiendes la muerte?

No, no, no la entendía. Sabía lo que era, sabía lo que


significaba la palabra, pero era algo indefinido, un
acontecimiento que ocurría para otras personas muy, muy
lejanas. A Wallace nunca se le había pasado por la cabeza
que alguien que conocía pudiera morir. El abuelo vivía a
cuatro horas de distancia, y su casa siempre olía a leche
agria. Le gustaba hacer manualidades con sus latas de
cerveza desechadas: aviones con hélices que se movían de
verdad, gatitos que colgaban con cuerdas del techo de su
porche.

Y como era un niño lidiando con un concepto mucho más


grande que él, las siguientes palabras que salieron de su
boca fueron:

—¿Alguien lo asesinó? —Al abuelo le gustaba decir que


había luchado en la guerra (qué guerra, exactamente, no
sabía; nunca había sido capaz de hacer una pregunta de
seguimiento), lo que solía ir acompañado de palabras que
hacían que la madre de Wallace le gritara a su padre
mientras le tapaba los oídos, y más tarde, le decía a su
único hijo que nunca repitiera lo que había oído porque era
tremendamente racista. Podía entender que alguien hubiera
asesinado a su abuelo. En realidad tenía mucho sentido.

—No, Wallace —se atragantó su madre—. No fue así. Fue un


cáncer. Se enfermó y no pudo seguir adelante. Se... se
acabó.

Este fue el momento en que Wallace Price decidió, de la


forma en que suelen hacerlo los niños, absoluta e
audazmente, que nunca le pasaría eso. El abuelo estaba
vivo, y luego no lo estaba. Sus padres estaban trastornados
por la pérdida. A Wallace no le gustaba estar trastornado.
Así que lo reprimió, lo metió en una caja y lo cerró con llave.

***

Parpadeó lentamente, siendo consciente de su entorno.


Todavía estaba en el pueblo. Y con la mujer.

Mei se agachó ante él, con la corbata colgando entre las


piernas.
—¿Estás bien?

No confiaba en hablar, así que asintió, aunque estaba muy


lejos de estar bien.

—Esto es normal —dijo ella, golpeando los dedos contra su


rodilla—. Le ocurre a todo el mundo después de su muerte.
Y no te sorprendas si te pasa unas cuantas veces más. Es
mucho para asimilar.

—¿Cómo lo sabes? — murmuró—. Dijiste que era tu primera


vez.

—Primera vez sola —corrigió ella—. Hice más de cien horas


de entrenamiento antes de poder salir por mi cuenta, así
que ya lo he visto antes. ¿Crees que puedes aguantar?

No, no lo creía. Lo hizo de todos modos. Estaba un poco


inseguro sobre sus pies, pero se las arregló para
mantenerse erguido por pura fuerza de voluntad. El gancho
seguía ahí en su pecho, el cable seguía parpadeando
tenuemente. Por un momento, creyó sentir un suave tirón,
pero no podía estar seguro.

—Ya está —dijo Mei. Y le dio una palmadita en el pecho—. Lo


estás haciendo bien, Wallace.

Él la fulminó con la mirada.

—No soy un niño.

—Oh, lo sé. Es más fácil con los niños, si puedes creerlo. Los
adultos son los que suelen ser el problema.

Él no sabía qué decir a eso, así que no dijo nada.

—Vamos —dijo ella—. Hugo nos está esperando.


***

Llegaron al final del pueblo poco después. Los edificios se


detuvieron, y la carretera que se extendía ante ellos se
abría paso a través del bosque de coníferas, el aroma del
pino le recordaba a Wallace la Navidad, una época en la que
todo el mundo parecía tomarse un respiro y olvidar, aunque
fuera por un rato, lo dura que podía ser la vida.

Estaba a punto de preguntar cuánto les quedaba por andar


cuando llegaron a un sendero de tierra a las afueras del
pueblo. Había un cartel de madera junto a la carretera. No
pudo distinguir las palabras en la oscuridad, hasta que se
acercó.

Las letras habían sido talladas en la madera con sumo


cuidado.

CHARON'S CROSSING
TÉ Y PASTELES

—¿Char-ron? —dijo. Nunca había oído esa palabra.

—Kay-ron —dijo Mei, pronunciando lentamente—. Es un


poco de broma. Hugo es así de gracioso.

—No lo entiendo.

Mei suspiró.

—Claro que no lo entiendes. No te preocupes por eso. En


cuanto lleguemos a la casa de té[1], se...

—Casa de té —repitió Wallace, mirando el cartel con


desdén.

Mei hizo una pausa.


—Vaya. ¿Tienes algo contra el té, tío? Eso no va a salir bien.

—No tengo nada en contra, pensé que íbamos a conocer a


Dios. ¿Por qué iba a...?

Mei se echó a reír.

—¿Qué?

—Hugo —dijo él, nervioso—. O a quien sea.

—Oh, no puedo esperar a contarle que has dicho eso.


Maldita sea. Eso se le va a meter en la cabeza. —Ella frunció
el ceño—. Tal vez no se lo diga.

—No veo qué tiene de gracioso.

—Lo sé —dijo ella—. Eso es lo que tiene gracia. Hugo no es


Dios, Wallace. Es un barquero. Ya te lo dije. Dios es... la idea
de Dios es humana. Es un poco más complicado que eso.

—¿Qué? —dijo Wallace débilmente. Se preguntó si era


posible tener un segundo ataque al corazón, aunque ya
estuviera muerto. Y entonces recordó que ya no podía sentir
los latidos de su corazón, y el deseo de acurrucarse en una
bolita empezó a apoderarse de él una vez más. Agnóstico o
no, no había esperado escuchar algo tan enorme dicho con
tanta facilidad.

—Oh, no —dijo Mei, agarrándolo de la mano para


asegurarse de que se mantuviera en pie—. No vamos a
acostarnos aquí. Es sólo un poco más lejos. Será más
cómodo dentro.

Se dejó arrastrar por el camino. Los árboles eran más


gruesos, viejos pinos que se extendían hacia el cielo
estrellado como dedos de la tierra. No recordaba la última
vez que había estado en un bosque, y mucho menos de
noche. Prefería el ruido del acero y de las bocinas, los
sonidos de una ciudad que nunca dormía. El ruido
significaba que no estaba solo, estuviera donde estuviera.
Aquí, el silencio lo consumía todo, era sofocante.

Doblaron una esquina y pudo ver luces cálidas entre los


árboles como un faro que le llamaba, le llamaba, le llamaba.
Apenas sentía sus pies en el suelo. Pensó que podría estar
flotando, pero no se atrevió a mirar hacia abajo para ver.

Cuanto más se acercaban, más le tiraba el gancho del


pecho. No era del todo irritante, pero no podía ignorarlo. El
cable continuaba por el camino.

Estaba a punto de preguntarle a Mei cuando algo se movió


en la carretera delante de ellos. Se estremeció, la mente
construyendo una terrible criatura que se arrastraba desde
los sombríos bosques con colmillos afilados y ojos brillantes.
En su lugar, apareció una mujer que se apresuraba por el
camino. Cuanto más se acercaba, más detalles se iban
revelando. Parecía de mediana edad, con la boca en una
línea mientras se ceñía el abrigo. Tenía bolsas bajo los ojos,
ojeras que parecían haber sido tatuadas en su rostro.
Wallace no sabía por qué esperaba algún tipo de
reconocimiento, pero ella pasó junto a ellos sin ni siquiera
mirar en su dirección, con el pelo rubio arrastrándose detrás
de ella mientras avanzaba rápidamente por el camino.

Mei tenía una mirada nerviosa, pero sacudió la cabeza y


desapareció.

—Vamos. No queremos hacerle esperar más de lo que ya lo


hemos hecho.

***
No sabía lo que esperaba después de leer el cartel. Nunca
había entrado en algo que pudiera llamarse una casa de té.
Había tomado su café matutino en el carrito frente al
edificio de oficinas. No era un hipster. No tenía un moño ni
un sentido irónico de la moda, ni siquiera su ropa actual. Las
gafas que solía llevar para leer eran, aunque caras,
utilitarias. No pertenecía a algo que pudiera describirse
como una casa de té. Qué idea más absurda.

Por eso se sorprendió cuando llegaron a la tienda en sí al


ver que parecía una casa. Es cierto que no se parecía a
ninguna casa que hubiera visto antes, pero era una casa al
fin y al cabo. Un porche de madera envolvía la fachada,
grandes ventanas a ambos lados de una puerta verde
brillante, con una luz que parpadeaba desde el interior
como si se hubieran encendido velas. Una chimenea de
ladrillos se asentaba en el tejado con un pequeño rizo de
humo saliendo de la parte superior.

Pero ahí terminaba el parecido con cualquier casa que


Wallace hubiera visto. En parte tenía que ver con el cable
que se extendía desde el gancho de su pecho y subía las
escaleras, desapareciendo en la puerta cerrada. A través de
la puerta cerrada.

La casa en sí parecía como si hubiera empezado de una


manera, y luego, a mitad de camino, los constructores
hubieran decidido ir en otra dirección por completo. La
mejor forma que se le ocurrió a Wallace para describirla fue
que parecía un niño apilando un bloque tras otro, formando
una precaria torre. La casa parecía como si la más mínima
brisa pudiera hacerla caer. La chimenea no estaba torcida,
sino más bien retorcida, y los ladrillos sobresalían en
ángulos imposibles. El piso inferior de la casa parecía
robusto, pero el segundo piso colgaba hacia un lado, el
tercero hacia el lado opuesto, el cuarto piso justo en el
centro, formando una torreta con cortinas dibujadas en
múltiples ventanas. Wallace creyó ver que una de las
cortinas se movía como si alguien se asomara, pero podía
ser un truco de la luz.

El exterior de la casa estaba construido con paneles de


revestimiento.

Pero también de ladrillo.

¿Y... adobe?

Un lado parecía estar construido con troncos, como si


hubiera sido una cabaña en algún momento. Parecía algo
sacado de un cuento de hadas, una casa inusual escondida
en el bosque. Tal vez hubiera un amable leñador en su
interior, o una bruja que quisiera cocinar a Wallace en su
horno, agrietando su piel mientras se ennegrecía. Wallace
no sabía qué era peor. Había oído demasiadas historias
sobre cosas terribles que ocurrían en esas casas, todo en
nombre de la enseñanza de una Lección Muy Valiosa. Esto
no hizo que se sintiera mejor.

—¿Qué es este lugar? — preguntó Wallace cuando se


detuvieron cerca del porche. Un pequeño scooter verde
estaba ubicado junto a un macizo de flores, las flores
salvajes en amarillos y verdes y rojos y blancos, pero
apagados en la oscuridad.

—Impresionante, ¿verdad? —dijo Mei—. Es aún más loco por


dentro. La gente viene de todas partes para verlo. Es
bastante famoso, por razones obvias.

Le quitó el brazo de encima mientras ella intentaba caminar


hacia el porche.

—No voy a entrar.


Ella miró por encima del hombro.

—¿Por qué no?

Hizo un gesto hacia la casa.

—No parece segura. Es obvio que no está en condiciones.


Se va a caer en cualquier momento.

—¿Cómo lo sabes?

La miró fijamente.

—Estamos viendo lo mismo, ¿verdad? No voy a estar


atrapado dentro cuando se derrumbe. Es una demanda
esperando a suceder. Y yo sé de demandas.

—Huh —dijo Mei, mirando de nuevo a la casa. Inclinó la


cabeza hacia atrás todo lo que pudo—. Pero...

—¿Pero?

—Tú estás muerto —dijo ella—. Aunque se cayera, no


importaría.

—Eso es... —Él no sabía qué era eso.

—Y además, ha sido así desde que vivo aquí. Aún no se ha


caído. Y tampoco creo que hoy sea ese día.

La miró boquiabierto.

—¿Vives aquí?

—Sí —dijo ella—. Es nuestra casa, así que quizás ¿podrías


mostrar algo de respeto? Y no te preocupes por ella. Si nos
preocupamos todo el tiempo por las cosas pequeñas,
corremos el riesgo de perdernos las más grandes.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que suenas como una
galleta de la fortuna? —murmuró Wallace.

—No —dijo Mei—. Porque eso es un poco racista, teniendo


en cuenta que soy asiática y todo eso.

Wallace palideció.

—Yo... eso no es... no quería decir...

Ella lo miró fijamente durante un largo rato, dejando que él


balbuceara antes de decir:

—De acuerdo, así que no querías decir eso. Me alegro de


oírlo. Sé que todo esto es nuevo para ti, pero quizá deberías
pensar antes de hablar, ¿no? Sobre todo porque soy una de
las pocas personas que pueden verte.

Subió los escalones del porche de dos en dos y se detuvo


frente a la puerta. Del techo colgaban plantas en maceta y
largas enredaderas. En la ventana había un cartel que decía
"CERRADO POR EVENTO PRIVADO". La puerta tenía una
vieja palanca de metal con forma de hoja. Mei levantó la
palanca y la golpeó tres veces contra la puerta verde.

—¿Por qué llamas a la puerta? —preguntó—. ¿No vives aquí?

Mei le devolvió la mirada.

—Ah, sí, pero esta noche es diferente. Así es como van las
cosas. ¿Listo?

—Quizá deberíamos volver más tarde.

Ella sonrió como si se divirtiera, y a pesar de todo, Wallace


no podía ver qué era tan divertido.
—Ahora es tan buen momento como cualquier otro. Se trata
de dar el primer paso, Wallace. Tú puedes hacerlo. Sé que la
fe es difícil, especialmente ante lo desconocido. Pero tengo
fe en ti. ¿Tal vez tienes un poco en mí?

—Yo ni siquiera te conozco.

Ella tarareó un poco en voz baja.

—Claro que no. Pero sólo hay una manera de arreglar eso,
¿no?

Él la fulminó con la mirada.

—Realmente trabajas para ese diez, ¿no es así?

Ella se rió.

—Siempre. —Puso la mano en el pomo de la puerta—.


¿Vienes?

Wallace miró hacia atrás por la carretera. Estaba


completamente oscuro. El cielo era un campo de estrellas,
más de las que había visto en su vida. Se sintió pequeño,
insignificante. Y perdido. Oh, estaba perdido.

—El primer paso — susurró para sí mismo.

Regresó hacia la casa. Respiró profundamente e infló el


pecho. Ignoró el ridículo golpe de sus chanclas al subir los
escalones del porche. Podía hacerlo. Era Wallace Phineas
Price. La gente se acobardaba al oír su nombre. Se paraban
ante él con asombro. Era frío y calculador. Era un tiburón en
el agua, siempre dando vueltas. Era...

...Se tropezó cuando el escalón superior se hundió,


haciéndole caer hacia delante.
—Sí —dijo Mei—. Cuidado con el último. Lo siento por eso.
Quería decirle a Hugo que lo arreglara. No quería
interrumpir tu momento o lo que fuera que estuviera
pasando. Parecía ser importante.

—Detesto todo —dijo Wallace con los dientes apretados.

Mei empujó la puerta de la casa de té y pasteles Charon's


Crossing. Crujió en sus bisagras, y la luz cálida se extendió,
seguida por el espeso aroma de las especias y las hierbas:
jengibre y canela, menta y cardamomo. No sabía cómo era
capaz de distinguirlas, pero allí estaba todo igual. No era
como la oficina, un lugar más familiar que incluso su propia
casa, que apestaba a líquidos de limpieza y aire artificial,
todo acero y sin caprichos, y aunque odiaba aquel hedor,
estaba acostumbrado a él. Era la seguridad. Era la realidad.
Era lo que conocía. Era todo lo que conocía, se dio cuenta
con consternación. ¿Qué decía eso de él?

El cable unido al gancho vibró una vez más, pareciendo


hacerle señas para que avanzara.

Quería correr todo lo que sus pies pudieran llevarle.

En cambio, sin nada que perder, Wallace siguió a Mei a


través de la puerta.

[1]A lo largo de la historia usaremos Casa de té y tienda


indistintamente.
Capítulo 4
Esperaba que el interior de la casa se pareciera al del
exterior, es decir, una mezcolanza de atrocidades
arquitectónicas más adecuadas para la demolición que para
ser habitadas.

No le decepcionó.

La luz era escasa y provenía de unos candelabros


desiguales atornillados a las paredes y de una vela
excesivamente grande colocada en una mesita cerca de la
puerta. Las plantas colgaban del techo en forma de cestas
de madera, y aunque ninguna de ellas estaba en plena
floración, su aroma era casi abrumador, mezclado con el
poderoso olor de las especias que parecían incrustadas en
las paredes. Las lianas se arrastraban hacia el suelo,
meciéndose suavemente con la brisa a través de la ventana
abierta en la pared del fondo. Empezó a coger una,
repentinamente desesperado por sentir las hojas contra su
piel, pero en el último momento encogió la mano. Podía
olerlas, así que sabía que estaban allí aunque sus ojos le
jugaran una mala pasada. Y Mei podía tocarlo, de hecho,
aún podía sentir el fantasma de sus dedos en su piel, pero
¿y si eso era todo? Wallace nunca había sido un hombre de
ocio, que se detuviera a oler las rosas, o eso decía el refrán.
La duda, entonces, se deslizó sobre sus hombros y le hizo
sentir el peso de sus dedos como garras.

En el centro de la gran sala había una docena de mesas,


cuyas superficies brillaban como si estuvieran recién
lavadas. Las sillas colocadas debajo eran viejas y
desgastadas, aunque no estaban en mal estado. También
estaban desparejadas, algunas con asientos y respaldos de
madera, otras con cojines gruesos y descoloridos. Incluso
vio una silla de luna en una esquina. No había visto una de
esas desde que era un niño.

Apenas oyó a Mei cerrar la puerta tras ellos. Se distrajo con


las paredes de la habitación, sus pies lo movían hacia ellas
por voluntad propia. Estaban cubiertas de fotos y carteles,
algunos enmarcados, otros sujetos con alfileres. Pensó que
contaban una historia, pero que no podía seguir. Había una
foto de una cascada en la que el agua se reflejaba en la luz
del sol en forma de arco iris. También había una foto de una
isla en un mar cerúleo, con árboles tan densos que no podía
ver el suelo. A continuación, un gigantesco mural de las
pirámides, dibujado con una mano hábil pero sin práctica. Y
aquí había una fotografía de un castillo en un acantilado,
con la piedra desmoronándose y siendo invadida por el
musgo. Allí estaba un cartel enmarcado de un volcán
elevándose por encima de las nubes, con la lava estallando
en arcos calientes. Y un cuadro de una ciudad en pleno
invierno, con luces brillantes y casi centelleantes que se
reflejaban en una capa de nieve no marcada. Extrañamente,
todos ellos provocaron un nudo en la garganta de Wallace.
Nunca había tenido tiempo para esos lugares, y ahora
nunca lo tendría.

Sacudiendo la cabeza, siguió adelante, echando un vistazo a


una chimenea que ocupaba la mitad de la pared a su
derecha, la madera se movía mientras las brasas echaban
chispas. Era de piedra blanca, el manto, de roble. Encima de
la chimenea había pequeñas chucherías: un lobo tallado en
piedra, una piña, una rosa seca, una cesta de piedras
blancas. Sobre la chimenea, un reloj, pero parecía estar
roto. El segundero se movía, pero no avanzaba. Frente a la
chimenea había una silla de respaldo alto, con una pesada
manta colgando del brazo. Parecía... acogedor.
Wallace miró a la izquierda y vio un mostrador con una caja
registradora y una vitrina vacía y oscura con pequeños
carteles escritos a mano pegados al cristal que anunciaban
una docena de tipos de pasteles. Los tarros se alineaban en
las paredes detrás del mostrador. Algunos estaban llenos de
hojas finas, otros de polvo en varios tonos. Delante de cada
uno había pequeñas etiquetas escritas a mano que
describían aún más variedades de té.

Una gran pizarra colgaba de la pared por encima de los


tarros, junto a un par de puertas batientes con ventanas de
ojo de buey. Alguien había dibujado pequeños ciervos,
ardillas y pájaros en la pizarra con tiza verde y azul,
rodeando un menú que parecía interminable. Té verde y té
de hierbas, té negro y de oolong. Té blanco, té amarillo, té
fermentado. Sencha, rosa, yerba, senna, rooibos, té chaga,
manzanilla. Hibiscus, essiac, matcha, moringa, pu-erh,
ortiga, té de diente de león... y recordó el cementerio donde
Mei había arrancado del suelo la bola de diente de león y
había soplado sobre ella, las pequeñas volutas blancas
flotando.

Todas estaban impresas alrededor de un mensaje en el


centro del tablero. Las palabras, escritas en letras
puntiagudas e inclinadas, decían:

La primera vez que compartes el té, eres un extraño.


La segunda vez que compartes el té, eres un invitado de
honor.
La tercera vez que compartes el té, te conviertes en
familia[1].

Todo el lugar parecía un sueño irreal. No podía ser posible.


Era demasiado... algo, algo que Wallace no podía
determinar. Se detuvo frente a la vitrina, mirando el
mensaje en la pizarra, incapaz de apartar la vista.
Incapaz, eso fue, hasta que un perro salió corriendo de una
pared.

Chilló mientras se tambaleaba hacia atrás, sin poder creer


lo que veía. El perro, un gran chucho negro con un dibujo
blanco en el pecho que casi parecía una estrella, se
precipitó hacia él, ladrando como un loco. Con su cola
moviéndose furiosamente, rodeó a Mei, moviendo el lomo
mientras se frotaba contra ella.

—¿Quién es un buen chico? —Mei arrulló con un tono de voz


que Wallace despreciaba—. ¿Quién es el mejor chico de
todo el mundo? ¿Eres tú? Creo que eres tú.

El perro, aparentemente de acuerdo en que era el mejor


chico de todo el mundo, ladró alegremente. Sus orejas eran
grandes y puntiagudas, aunque la izquierda estaba caída.
Se desplomó frente a Mei, rodando sobre su espalda, con las
patas pataleando mientras ella se arrodillaba, pareciendo
ignorar el hecho de que llevaba un traje, para consternación
de Wallace, frotando sus manos a lo largo de su estómago.
La lengua se le salió de la boca mientras lo miraba. Volvió a
rodar y se puso en pie, sacudiéndose de un lado a otro.

Y entonces saltó sobre Wallace.

Apenas pudo levantar las manos a tiempo antes de que se


estrellara contra él, haciéndole perder el equilibrio. Aterrizó
de espaldas, tratando de protegerse la cara de la frenética y
húmeda lengua que lamía toda la piel expuesta que
encontraba.

—¡Ayúdenme! —gritó—. ¡Está tratando de matarme!

—Sí —dijo Mei—. Eso no es exactamente lo que está


haciendo. Apollo no mata. Ama. —Frunció el ceño—.
Bastante, al parecer. ¡Apollo, no! Nosotros no nos tiramos a
la gente.

Y entonces Wallace oyó una risa seca y oxidada, seguida de


una voz profunda y crujiente.

—No suelo verle tan excitado. Me pregunto por qué será.

Antes de que Wallace pudiera concentrarse en eso, el perro


saltó de él y se dirigió hacia las puertas dobles cerradas
detrás del mostrador. Pero en lugar de empujar las puertas
para abrirlas, las atravesó, sin que se movieran. Wallace se
incorporó a tiempo para ver cómo desaparecía la punta de
su cola. El cable de su pecho se enroscó alrededor del
mostrador, y no pudo ver a dónde conducía.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó, oyendo al perro


ladrar en algún lugar de la casa.

—Ese es Apollo —dijo Mei.

—Pero... caminó a través de las paredes.

Mei se encogió de hombros.

—Bueno, claro. Está muerto, como tú.

—¿Qué?

—Qué rápido lo has conseguido —dijo aquella voz


chasqueante, y Wallace giró la cabeza hacia la chimenea.
Pegó un grito al ver a un anciano asomado al lado de la silla
de respaldo alto. Parecía anciano, con la piel morena muy
arrugada. Sonrió, y sus fuertes dientes reflejaron la luz del
fuego. Sus cejas eran grandes y tupidas, y su afro blanco se
posaba sobre su cabeza como una nube difusa. Se relamió
los labios y volvió a reírse—. Bien por ti, Mei. Sabía que
podías hacerlo.

Mei se sonrojó, arrastrando los pies.

—Gracias. Tuve un pequeño problema al principio, pero lo


solucioné. —Wallace apenas la escuchó mientras seguía
mencionando a los perros fantasmas sexualmente agresivos
y a los ancianos que aparecían de la nada—. Creo.

El hombre se levantó de la silla. Era bajo y ligeramente


encorvado. Si llegaba al metro y medio, Wallace se
sorprendería. Llevaba un pijama de franela y un viejo par de
zapatillas. Un bastón se apoyaba en el lateral de la silla. El
anciano lo cogió y avanzó arrastrando los pies. Se detuvo
junto a Mei, mirando a Wallace en el suelo. Golpeó el
extremo del bastón contra el tobillo de Wallace.

—Ah —dijo—. Ya veo.

Wallace no quería saber lo que había visto. No debería


haber seguido a Mei a la casa de té.

El hombre dijo:

—Eres un poco astuto, ¿no? —Volvió a golpear su bastón


contra Wallace.

Wallace lo apartó.

—¿Quieres dejar de hacer eso?

El hombre no dejó de hacerlo. De hecho, lo hizo una vez


más.

—Tratando de hacer un punto.


—¿Qué estás...? —Y entonces Wallace lo supo. Este tenía
que ser Hugo, el hombre que Mei le trajo a ver. El hombre
que no era Dios, sino algo que ella había llamado un
barquero. Wallace no sabía lo que esperaba; tal vez un
hombre con túnica blanca y una larga barba, rodeado de
una luz resplandeciente, con un bastón de madera en vez
de una vara. Este hombre parecía tener al menos mil años.
Tenía una presencia, algo que Wallace no podía identificar.
Era... ¿calmante? O tan cercano a ello que no importaba.
Quizá fuera parte del proceso, lo que Mei había llamado la
transición. Wallace no estaba seguro de por qué tenía que
ser golpeado con un bastón, pero si Hugo lo consideraba
necesario, ¿quién era él para decir lo contrario?

El hombre retiró el bastón.

—¿Lo entiendes ahora?

No, realmente no lo hizo.

—Creo que sí.

Hugo asintió.

—Bien. Arriba, arriba. No deberías quedarte en el suelo. Se


pone con corriente de aire. No quiero que te mueras. —Se
rió como si fuera la cosa más divertida del mundo.

Wallace también se rió, aunque fue increíblemente forzado.

—Ja, ja, sí. Eso es... histérico. Lo entiendo. Chistes. Tú


cuentas chistes.

Los ojos de Hugo centellearon con una alegría no


disimulada.
—Ayuda a reír, incluso cuando no tienes ganas de reír. No
puedes estar triste cuando te ríes. Por lo general.

Wallace se levantó lentamente, mirando con recelo a los dos


que tenía delante. Se sacudió, consciente de lo ridículo que
parecía. Se puso en pie, cuadrando los hombros. En vida,
había sido un hombre intimidante. El hecho de que
estuviera muerto no significaba que fuera a dejarse llevar
por los tirones.

Dijo:

—Me llamo Wallace...

El hombre dijo:

—Un tipo alto, ¿no?

Wallace parpadeó.

—Uh, yo... ¿supongo?

El hombre asintió.

—Por si no lo sabías. ¿Cómo está el tiempo allí arriba?

Wallace lo miró fijamente.

—¿Qué?

Mei se cubrió la boca con la mano, pero no antes de que


Wallace pudiera ver cómo crecía la sonrisa.

El hombre (¿Hugo? ¿Dios?) avanzó arrastrando los pies,


golpeando de nuevo su bastón contra la pierna de Wallace
mientras lo rodeaba.
—Ajá. Bien. Ya veo. Entonces. Bien. Podemos trabajar con
esto, creo. — Levantó la mano y pellizcó el costado de
Wallace. Wallace chilló, apartando la mano de un golpe.
Hugo sacudió la cabeza mientras completaba su círculo, de
nuevo de pie junto a Mei, apoyado en su bastón—. Menudo
primer caso para que te asignen, Mei.

—¿Verdad? Pero creo que le estoy entendiendo. —Miró a


Wallace con el ceño fruncido—. Tal vez.

—No has hecho nada — espetó Wallace.

Hugo asintió.

—Este nos va a dar problemas. Esperen y verán. —Sonrió,


las líneas alrededor de sus ojos cavernosos—. Me gustan los
que causan problemas.

Wallace se erizó.

—Me llamo Wallace Price. Soy un abogado de...

Hugo lo ignoró, mirando a Mei y sonriendo.

—¿Qué tal el viaje, querida? Te perdiste un poco, ¿no?

—Sí —dijo Mei—. El mundo es más grande de lo que


recordaba, sobre todo yendo sola.

—Normalmente lo es— dijo Hugo—. Eso es lo bueno. Pero


ahora estás en casa, así que no te preocupes. Con suerte,
no te volverán a echar a la calle enseguida.

Mei asintió mientras estiraba los brazos por encima de la


cabeza, con la espalda haciendo ruido.

—Ningún lugar como el hogar.


Wallace lo intentó de nuevo.

—Me han dicho que he muerto de un ataque al corazón. Me


gustaría presentar una queja formal, ya que...

—Se toma la muerte bastante bien —dijo Hugo, mirando a


Wallace de arriba a abajo—. Normalmente hay gritos y
amenazas. Me gusta cuando amenazan.

—Oh, tuvo sus momentos —dijo Mei—. Pero en general, no


está tan mal. Adivina dónde lo encontré.

Hugo miró a Wallace de arriba abajo. Luego:

—Donde murió. No, espera. En su casa, intentando


averiguar por qué no podía hacer funcionar nada.

—Su funeral —dijo Mei, y Wallace se sintió ofendido por lo


alegre que sonaba.

—No —respiró Hugo—. ¿En serio?

—Sentado en un banco y todo.

—Vaya —dijo Hugo—. Eso es vergonzoso.

—Estoy aquí mismo — espetó Wallace.

—Por supuesto que lo estás —dijo Hugo, no sin maldad—.


Pero gracias por darlo a conocer.

—Mira, Hugo, Mei dijo que podías ayudarme. Dijo que tenía
que traerme a ti porque eres el barquero, y se supone que
debes hacer... algo. Admito que no estaba prestando
atención a esa parte, pero ese no es el punto. No sé qué
tipo de fraude estás llevando a cabo aquí, y no sé quién te
ha metido en esto, pero realmente preferiría no estar
muerto si es posible. Tengo demasiado trabajo que hacer, y
esto ha sido un terrible inconveniente. Tengo clientes. Tengo
un informe para el final de la semana que no puede
retrasarse. —Se quejó, con la mente acelerada—. Y tengo
que estar en el juzgado el viernes para una vista a la que no
puedo faltar. ¿Sabes quién soy? Porque si lo sabes, entonces
sabes que no tengo tiempo para esto. Tengo
responsabilidades, sí, responsabilidades extremadamente
importantes que no pueden ser ignoradas.

—Por supuesto que sé quién eres —dijo Hugo secamente—.


Eres Wallace.

Un alivio como nunca antes había experimentado lo inundó.


Había acudido a la persona adecuada. Mei, quienquiera que
fuera, o lo que fuera, parecía ser una subordinada. Un
zángano. Hugo estaba en una posición de poder. Siempre,
siempre, habla con el gerente para obtener buenos
resultados.

—Bien. Entonces entiendes que esto no servirá para nada.


Así que si pudieras hacer lo que sea necesario para arreglar
esto, te lo agradecería mucho. —Y entonces, sólo porque no
podía estar absolutamente seguro de que este hombre no
era Dios, añadió—: Por favor. Gracias. Señor.

—Huh —dijo Hugo—. Eso fue un poco de ensalada de


palabras.

—Tiende a hacer eso — susurró Mei en voz alta—.


Probablemente porque era abogado.

El anciano miró a Wallace de arriba abajo.

—Me llamó Hugo. ¿Lo has oído?

—Lo hice —dijo Mei—. Tal vez deberíamos...


—Hugo Freeman, a su servicio. —Se inclinó lo más bajo que
pudo.

Mei suspiró.

—O podríamos hacerlo así.

Hugo resopló.

—Aprende a divertirte un poco. No tiene por qué ser


siempre una situación de fatalidad y tristeza. Ahora, ¿en qué
estábamos? Ah, sí. Soy Hugo, y estás molesto porque estás
muerto, pero no por los amigos o la familia o alguna otra
tontería, sino porque tienes trabajo que hacer, y esto es un
inconveniente. —Hizo una pausa, considerando—. Un
terrible inconveniente.

Wallace se sintió aliviado. Esperaba más de una pelea. Se


alegró de no tener que recurrir a las amenazas de acciones
legales.

—Exactamente. Eso es exactamente.

Hugo se encogió de hombros.

—Está bien.

—¿De verdad? —Podría volver a la oficina como muy tarde


mañana por la tarde, tal vez al día siguiente, dependiendo
de lo que tardara en llegar a casa. Tendría que exigirle a Mei
que le trajera de vuelta, ya que no tenía su cartera. En caso
de necesidad, llamaría a la empresa para que su asistente
le comprara un billete de avión. Claro que no tenía el carné
de conducir, pero algo tan trivial no detendría a Wallace
Price. Como último recurso, podía tomar el autobús, pero
quería evitarlo si podía. Tenía que ponerse al día con casi
una semana de trabajo, pero era un pequeño precio que
pagar. Tendría que encontrar una forma de explicar todo el
asunto del funeral y el ataúd abierto, pero ya se las
arreglaría. Naomi estaría decepcionada por no recibir nada
de su herencia, pero que se joda. Ella había sido mala en el
funeral.

—De acuerdo —dijo—. Estoy listo. ¿Cómo hacemos esto?


¿Cantamos o algo así? ¿Sacrificamos una cabra? —Hizo una
mueca—. Realmente espero que no tenga que sacrificar una
cabra. Me da escalofríos la sangre.

—Estás de suerte —dijo Hugo—. Nos hemos quedado sin


cabras.

Wallace se relajó.

—Genial. Estoy listo para estar vivo de nuevo. He aprendido


la lección. Prometo ser más amable con la gente y bla, bla,
bla.

—La alegría que siento no tiene límites —dijo Hugo—.


Levanta los brazos por encima de la cabeza.

Wallace lo hizo.

—Ahora salta hacia arriba y hacia abajo.

Wallace lo hizo, el cable subiendo y bajando del suelo.

—Repite después de mí: 'Quiero estar vivo'.

—Quiero estar vivo.

Hugo suspiró.

—Tienes que decirlo en serio. Haz que lo escuche de verdad.


Hazme creer.
—¡Quiero estar vivo! —gritó Wallace mientras saltaba, con
los brazos por encima de la cabeza—. ¡Quiero estar vivo!
Quiero estar vivo!

—¡Ahí está! —gritó Hugo—. Puedo sentir que algo sucede.


Está llegando de verdad. ¡Sigue adelante! ¡Salta en círculos!

—¡Quiero estar vivo! —Wallace gritó mientras saltaba en


círculos—. ¡Quiero estar vivo! ¡Yo quiero estar vivo!

—Y para. Haga lo que haga, no te muevas.

Wallace se quedó inmóvil, con los brazos por encima de la


cabeza, una pierna levantada y la chancla colgando del pie.
Podía sentir que funcionaba. No sabía cómo, pero lo hacía.
Pronto, todo esto terminaría y él volvería a vivir.

Los ojos de Hugo se abrieron de par en par.

—Quédate así hasta que yo lo diga. Ni siquiera parpadees.

Wallace no lo hizo. Se quedó exactamente como estaba.


Haría cualquier cosa para que esto volviera a estar bien.

Hugo asintió.

—Bien. Ahora, quiero que repitas después de mí otra vez:


‘Soy un idiota’.

—Soy un idiota.

—Y estoy muerto.

—Y estoy muerto.

—Y no hay manera de que vuelva a la vida porque no


funciona así.
—Y no hay... ¿qué?

Hugo se dobló, soltando una risa chirriante.

—Oh. Oh Dios. Deberías ver la expresión de tu cara. No


tiene precio.

La piel bajo el ojo derecho de Wallace se crispó mientras


bajaba los brazos lentamente, volviendo a poner el pie en el
suelo.

—¿Qué?

—Estás muerto— exclamó Hugo—. No puedes volver a la


vida. Así no funciona nada. De verdad. —Le dio un codazo a
Mei en el costado—. ¿Ves esto? Qué bobo. A mí me gusta.
Será una pena verle marchar. Es divertido.

Mei miró hacia las puertas dobles.

—Nos vas a meter en problemas, Nelson.

—Bah. La muerte no tiene por qué ser siempre triste.


Tenemos que aprender a reírnos de nosotros mismos antes
de...

—Nelson —dijo Wallace lentamente.

El hombre lo miró.

—¿Sí?

—Te ha llamado Nelson.

—Eso es porque es mi nombre.

—Y por supuesto que no es Hugo.


Nelson agitó la mano.

—Hugo es mi nieto. —Entrecerró los ojos—. Y no le dirás lo


que hicimos si sabes lo que te conviene.

Wallace se quedó boquiabierto.

—¿Estás... estás hablando en serio?

—Como un ataque al corazón —dijo Nelson mientras Mei se


atragantó—. Uy. ¿Demasiado pronto?

Wallace dio un paso vacilante hacia el hombre, para hacer


qué, no lo sabía. No podía pensar, no podía formar una sola
palabra. Tropezó con sus propios pies, cayendo hacia
delante, hacia Nelson, con los ojos muy abiertos, y un
sonido como el de una puerta que cruje escapando de su
garganta.

Pero no chocó con Nelson, porque éste desapareció,


haciendo que Wallace aterrizara bruscamente en el suelo,
boca abajo.

Levantó la cabeza a tiempo para ver cómo Nelson volvía a


existir a unos metros de distancia, cerca de la chimenea.
Movió los dedos hacia Wallace.

Wallace rodó sobre su espalda, mirando al techo. Su pecho


se agitó (algo molesto, ya que sus pulmones no eran
exactamente necesarios en ese momento), y su piel palpitó.

—Estás muerto.

—Como una roca —dijo Nelson—. Fue un alivio, realmente.


Este viejo cuerpo se había desgastado y, por mucho que lo
intentara, ya no podía hacerlo funcionar como quería. A
veces, la muerte es una bendición, aunque no nos demos
cuenta enseguida.

Llegó entonces otra voz, profunda y cálida, las palabras


sonaban como si tuvieran peso, y hubo un poderoso tirón en
ese gancho del pecho de Wallace. Debería haber dolido. No
lo hizo.

Casi se sintió como un alivio.

—Abuelo, ¿estás causando problemas otra vez?

Wallace giró la cabeza hacia la voz.

Un hombre apareció por las puertas dobles.

Wallace parpadeó lentamente.

El hombre sonrió tranquilamente, sus dientes eran


asombrosamente brillantes. Los dos delanteros estaban un
poco torcidos y eran extrañamente encantadores. Era,
quizás, uno o dos centímetros más bajo que Wallace, con
brazos y piernas delgados. Llevaba pantalones vaqueros y
una camisa de cuello abierto bajo un delantal con las
palabras CHARON'S CROSSING cosidas en la parte
delantera. La parte delantera del delantal se abultaba
ligeramente contra la suave hinchazón de su estómago. Su
piel era de un color marrón intenso, sus ojos casi avellana
con trazos de verde a través de ellos. Su cabello era similar
al del anciano, con bucles apretados en un afro corto,
aunque el suyo era negro. Parecía joven; no tanto como Mei,
pero seguramente más joven que Wallace. Las tablas del
suelo crujían con cada paso que daba.

Dejó la bandeja que llevaba sobre la encimera, una tetera


repiqueteó contra las tazas de té de gran tamaño. Olía a
menta. Dio la vuelta al mostrador. Wallace vio al perro,
Apollo, que se movía alrededor y luego a través de las
piernas del hombre. El hombre se rió del perro.

—Ya lo veo. Curioso, ¿verdad?

El perro ladró de acuerdo.

Wallace se quedó mirando mientras el hombre se acercaba.


No supo por qué se fijó en las manos del hombre, de dedos
extrañamente delicados, palmas más claras que los dorsos,
uñas como lunas crecientes. Se frotó las manos antes de
ponerse en cuclillas cerca de Wallace, guardando cierta
distancia con él, como si pensara que Wallace estaba
asustado. Fue entonces cuando Wallace se dio cuenta de
que el cable atado a su pecho se extendía hasta el hombre,
aunque no parecía haber ningún gancho. El cable
desaparecía en su caja torácica, justo donde debería estar
su corazón.

—Hola —dijo el hombre—. Wallace, ¿verdad? ¿Wallace Price?

Wallace asintió, incapaz de encontrar su voz.

La sonrisa del hombre se amplió, y el gancho en el pecho de


Wallace se sintió como si estuviera ardiendo.

—Me llamo Hugo Freeman. Soy un barquero. Estoy seguro


de que tienes preguntas. Haré lo posible por responderlas
todas. Pero lo primero es lo primero. ¿Quiere una taza de té?

[1] Proverbio Balti. Baltistan (en urdu: ‫ﺑﻠﺘﺴﺘﺎن‬, también


conocido como Baltiyul, en balti: ) es una
región al norte de la Cachemira, lindera con la región
autónoma uigur de Sinkiang en la China.
Capítulo 5
Wallace nunca había sido un fanático del té. Si se le
presionaba, diría que nunca había visto por qué tanto
alboroto. Eran hojas secas en agua caliente.

Y probablemente no ayudaba que siguiera mirando al


hombre conocido como Hugo Freeman. Se movía con gracia,
cada acción era deliberada, casi como si estuviera bailando.
No extendió la mano para ayudar a Wallace a ponerse en
pie, sino que le indicó que se levantara del suelo. Wallace lo
hizo, aunque mantuvo la distancia. Si alguna vez existiera
un dios, sería este hombre, sin importar lo que Mei le
hubiera dicho. Por lo que sabía, era otro truco, una prueba
para ver cómo actuaba. Debía tener cuidado, sobre todo si
iba a insistir en que ese hombre le devolviera la vida. No
ayudaba el hecho de que el cable pareciera conectar a los
dos, estirándose y encogiéndose, dependiendo de lo cerca
que estuvieran el uno del otro.

Apollo se sentó a los pies de Hugo cerca del mostrador,


mirándolo con adoración, con la cola golpeando
silenciosamente contra el suelo. Mei ayudó a Nelson hacia el
mostrador, aunque refunfuñaba que podía hacerlo él mismo.

Wallace observó cómo Hugo recogía la humeante tetera de


peltre de la bandeja. Levantó la tetera hacia su cara,
inhalando profundamente. Asintió y dijo:

—Ha tenido tiempo de remojarse. Debería estar listo ahora.


—Miró a Wallace casi con disculpa—. Es hoja suelta
orgánica, lo que no parecía encajar con lo que sé de ti, pero
tengo un historial bastante bueno para esas cosas. Por lo
que sé, todo lo que te gusta es orgánico. Y la menta.
—No me gusta nada orgánico —murmuró Wallace.

—No pasa nada —dijo Hugo mientras empezaba a servir el


té—. Creo que esto te gustará. —Había cuatro tazas, cada
una con un diseño floral diferente. Le indicó a Wallace que
tomara la taza con las flores que se elevaban a lo largo de
los lados y en el interior de la taza.

—Estoy muerto —dijo Wallace.

Hugo le sonrió.

—Sí. Sí, lo estás.

Wallace apretó los dientes.

—Eso no es lo que... olvídalo. ¿Cómo diablos voy a recoger


la taza?

Hugo se rió. Era una cosa baja y ronca que empezaba en su


pecho y salía de su boca.

—Ah. Ya veo. Y en cualquier otro lugar, podrías tener razón.


Pero aquí no. No con esto. Pruébalo. Te prometo que no te
decepcionará.

Nadie podía prometer eso con certeza. Lo único que había


podido tocar era Mei y el suelo bajo sus pies. Y a Apollo,
pero entre menos se dijera sobre eso, mucho mejor. Esto se
sentía como una prueba, y no confiaba en este hombre
hasta donde podía arrojarlo. Wallace nunca había lanzado a
un hombre antes, y no quería empezar ahora.

Suspiró y alcanzó la taza, esperando que su mano la


atravesara, dispuesto a mirar a Hugo como si dijera ¿Ves?
Pero entonces sintió el calor del té, y jadeó cuando sus
dedos tocaron la superficie de la taza. Era sólida.

Sólida.

Siseó cuando levantó la mano, derramando el té por el lado


de la taza y sobre sus dedos. Hubo un breve destello de
calor, pero luego desapareció. Se miró los dedos. Estaban
tan pálidos como siempre, con la piel intacta.

—Estas tazas de té son especiales —dijo Hugo—. Para gente


como tú.

—Gente como yo —repitió Wallace monótonamente, sin


dejar de mirarse los dedos.

—Sí —dijo Hugo. Terminó de verter el té en las tazas


restantes y volvió a colocar la tetera en la bandeja—. Los
que han dejado una vida para prepararse para otra. Fueron
un regalo cuando me convertí en lo que soy ahora.

—Un barquero —dijo Wallace.

Hugo asintió.

—Sí. —Se golpeó las letras cosidas en el pecho. No pareció


notar el cable, sus dedos desaparecieron a través de él—.
¿Conoces a Caronte[1]?

—No.

—Era el barquero griego que llevaba las almas al Hades por


los ríos Estigia y Aqueronte que dividían el mundo entre los
vivos y los muertos —Hugo se rió—. Le falta sutileza, lo sé,
pero yo era más joven cuando nombré este lugar.
—Más joven —repitió Wallace—. Tú ya eres joven —Luego,
inseguro de estar insultando a una especie de deidad que
aparentemente estaba a cargo de... algo, añadió
rápidamente—: Al menos parece que lo eres. Quiero decir,
no sé cómo funciona esto, y...

—Gracias —dijo Hugo, frunciendo los labios como si


encontrara divertida la incomodidad de Wallace.

—Oh, chico —refunfuñó Nelson, cogiendo su taza de té y


sorbiendo los bordes—. Ya es un anciano. Tal vez no tan
viejo como yo, pero se está acercando.

—Tengo treinta años —dijo Hugo secamente. Señaló la taza


que había en la mesa frente a Wallace—. Bebe. Es mejor
cuando está caliente.

Wallace miró el té. Había trozos de algo flotando en la parte


superior. No estaba seguro de querer beberlo, pero Hugo lo
observaba con atención. No parecía hacerle daño a Mei ni a
Nelson, así que Wallace cogió la taza con cautela y se la
acercó a la cara. El olor a menta era fuerte, y sus ojos se
cerraron por sí solos. Podía oír los bostezos de Apollo, tal y
como hacen los perros, y los huesos de la casa al asentarse,
pero el suelo y las paredes se desprendieron, el techo se
elevó hacia el cielo, y él estaba, estaba, estaba...

Abrió los ojos.

Estaba en su casa.

No en su casa actual, el piso alto con muebles importados y


la pared roja que pensó en pintar y los ventanales que se
abrían a una ciudad de metales y cristal.

No, era la casa de su infancia, la de las escaleras que


crujían y el calentador de agua que nunca tenía suficiente
agua caliente. Estaba en la puerta de la cocina, con Bing
Crosby cantando en la vieja radio, diciéndole a todo el que
pudiera oírlo que tuviera una feliz Navidad.

—Hasta entonces — cantaba su madre mientras daba


vueltas por la cocina— tendremos que arreglárnoslas como
sea.

Estaba nevando en la calle, y las guirnaldas se extendían a


lo largo de la parte superior de los armarios y en los
alféizares de las ventanas. Su madre se rió para sus
adentros cuando sonó el horno. Cogió de la encimera un
guante de cocina con un muñeco de nieve impreso. Abrió la
puerta del horno, con las bisagras chirriando, y sacó una
hoja de bastones de caramelo caseros. Su especialidad
navideña, una receta que había aprendido de su madre, una
mujer polaca de complexión fuerte que llamaba a Wallace
pociecha[2]. El aroma a menta llenó la habitación.

Su madre lo miró desde la puerta, parecía que tenía diez y


cuarenta años al mismo tiempo, con su chándal y sus
chanclas, pero también con un pijama de franela, el pelo
revuelto y los dedos de los pies desnudos sobre el frío suelo.

—Mira —dijo ella, mostrándole los bastones de caramelo—.


Creo que es el mejor lote hasta ahora. Creo que Mamusia[3]
estaría orgullosa.

Wallace lo dudaba. Su abuela había sido una mujer temible,


de lengua afilada e insultos contundentes. Murió en una
residencia de ancianos. Wallace se había sentido triste y
aliviado a la vez, aunque se había guardado ese
pensamiento para sí mismo.

Dio un paso hacia su madre, y al mismo tiempo sintió el


cálido florecimiento del té cuando se deslizó por su
garganta y se asentó en su vientre. Sabía cómo olían los
bastones de caramelo, y era demasiado, demasiado
chocante, porque no podía ser real. Sin embargo, pudo
saborear sus bastones de caramelo como si ella estuviera
realmente allí, y dijo:

—¿Mamá? —pero ella no respondió, sino que tarareó


mientras Bing Crosby daba paso a Ol' Blue Eyes.

Parpadeó lentamente.

Estaba en una casa de té.

Volvió a parpadear.

Estaba en la cocina de la casa de su infancia.

Dijo:

—Mamá, yo... —y sintió una punzada en el corazón, un


golpe seco que le hizo gruñir. Su madre había muerto. Un
minuto estaba allí, y al siguiente ya no estaba, su padre
hablaba bruscamente por teléfono, diciéndole que había
sido rápido, que cuando se dieron cuenta, ya era demasiado
tarde. Una de sus primas le dijo después que había hecho
metástasis en los pulmones. Ella no quería que Wallace lo
supiera, sobre todo porque no habían hablado en casi un
año. Se había enfadado mucho con ella por esto. Por todo.

A eso sabía el té. A recuerdos. A su hogar. A juventud. A


traición. Con sabor agridulce y cálido.

Wallace parpadeó y se encontró todavía en la casa de té,


con la taza temblando en sus manos. Volvió a dejarla en el
mostrador antes de que se derramara más.

Hugo dijo:
—Tienes preguntas.

Con voz temblorosa, Wallace respondió:

—Es muy posible que eso sea el mayor eufemismo


pronunciado hasta ahora por la lengua humana.

—Tiende a ser hiperbólico[4] —le dijo Mei a Hugo, como si


eso lo explicara todo.

Hugo levantó su propia taza de té y bebió un sorbo. Su ceño


se frunció por un momento antes de suavizarse.

—Voy a tratar de contestar lo mejor que pueda, pero no lo


sé todo.

—¿No lo sabes?

Hugo negó con la cabeza.

—Por supuesto que no. ¿Cómo podría hacerlo?

Frustrado, Wallace espetó:

—Entonces lo haré lo más sencillo posible. ¿Por qué estoy


aquí? ¿Qué sentido tiene todo esto?

Mei se rió.

—¿A eso le llamas sencillo? Muy bien, amigo. Me


impresiona.

—Estás aquí porque has muerto —dijo Hugo—. En cuanto a


tu otra pregunta, no sé si puedo responderte, al menos no
en la escala a la que te refieres. No creo que nadie pueda,
no del todo.

—Entonces, ¿qué sentido tienes? —preguntó.


Hugo asintió.

—A eso puedo responder. Soy un barquero.

—Ya se lo dije —susurró Mei a Nelson.

—Es difícil retener la información justo después —le susurró


Nelson—. Le daremos un poco más de tiempo.

—¿Y qué hace un barquero? —preguntó Wallace—. ¿Eres el


único?

Hugo negó con la cabeza.

—Somos muchos. Gente que... bueno. Gente a la que se le


ha dado un trabajo. Para ayudar a otros como tú. Para dar
sentido a lo que sientes en este momento.

—Ya tengo un terapeuta —espetó Wallace—. Él cumple con


lo que le pago, y no tengo ninguna queja.

—¿De verdad? —dijo Mei—. Sin quejas. Ninguna en absoluto.

—Mei —advirtió Hugo por segunda vez.

—Sí, sí —murmuró ella. Bebió de su propio té. Sus ojos se


abrieron ligeramente antes de beber el resto en tres
enormes tragos—. Mierda, esto es bueno. —Miró a Wallace
—. No esperaba eso de ti. Felicidades.

Wallace no sabía a qué se refería y no le importaba


preguntar. Ese gancho en su pecho se sentía más pesado, y
aunque tiraba agradablemente, le estaba molestando la
sensación.

—Estoy en las montañas.

—Lo estás —convino Hugo.


—No hay montañas cerca de la ciudad.

—No las hay.

—Lo que significa que hemos recorrido un largo camino.

—Es verdad.

—Si no eres el barquero de todos —dijo Wallace— ¿cómo


funciona eso? La gente muere todo el tiempo. Cientos.
Miles. Debería haber más aquí. ¿Por qué no hay una fila en
la puerta?

—La mayoría de la gente de la ciudad va a la barquera de la


ciudad — dijo Hugo, y Wallace se sintió desconcertado por el
cuidado con que parecía elegir sus palabras—. A veces, los
envían a mí.

—Por exceso.

—Algo así —dijo Hugo—. Para ser sincero, no siempre sé por


qué me traen a gente como tú. Pero no es mi trabajo
cuestionar el por qué. Estás aquí, y eso es lo único que
importa.

Wallace se quedó boquiabierto.

—¿No cuestionas el por qué? ¿Por qué diablos no? —El


porqué de las cosas era la especialidad de Wallace.
Revelaba las verdades que algunos intentaban mantener
ocultas. Miró a Mei, que le sonrió. No le sirvió de nada. Sin
embargo, Nelson. Nelson estaba en el mismo barco que él.
Tal vez podría ser de alguna utilidad—. Nelson, tú...

—Oh, no —dijo Nelson, echando un vistazo a su muñeca


descubierta—. ¿Podrías mirar la hora? Creo que debería
estar sentado en mi silla frente al fuego. —Se alejó
arrastrando los pies hacia la chimenea, apoyándose en su
bastón. Apollo le siguió, aunque miró a Hugo como para
asegurarse de que se quedaba dónde estaba.

Eso no hizo que Wallace se sintiera mejor.

—Será mejor que alguien me dé algunas respuestas antes


de que... —No supo cómo terminar eso.

Hugo se levantó y se rascó la nuca.

—Mira, Wallace, ¿puedo llamarte Wallace? —Luego, sin


esperar respuesta—: Wallace, la muerte es... complicada.
No puedo ni empezar a imaginar lo que está pasando por tu
cabeza ahora mismo. Es diferente para todos. No hay dos
personas iguales, ya sea en la vida o en la muerte. Quieres
gritar y amenazar. Lo entiendo. Quieres negociar, llegar a un
acuerdo. También lo entiendo. Y si te hace sentir mejor,
puedes decir lo que quieras aquí. Nadie te juzgará.

—Al menos no en voz alta —dijo Nelson desde su silla.

—Tuviste un ataque al corazón —dijo Hugo en voz baja—.


Fue repentino. No había nada que pudieras haber hecho
para evitarlo. No fue tu culpa.

—Ya lo sé —espetó Wallace—. No hice nada. —Hizo una


pausa—. Espera, ¿cómo sabías que yo...? —No pudo
terminar.

—Sé cosas —dijo Hugo—. O, mejor dicho, se me muestran


cosas. A veces es... vago. Un esbozo. Otras veces, es claro
como el cristal, aunque esas son raras. Tú fuiste claro para
mí.

—Supongo que lo sería —dijo Wallace con rigidez—. Lo que


hace esto más fácil, porque no sé cuánto más claro puedo
ser. Devuélveme a la oficina.

—No puedo hacer eso.

—Entonces búscame a alguien que pueda.

—Tampoco puedo hacer eso. Así no es cómo funciona,


Wallace. La corriente sólo se mueve en una dirección.

Wallace asintió, con la mente en blanco. Era evidente que


no le escuchaban. No encontraría ninguna ayuda aquí.

—Entonces les deseo un buen día, y pido que me devuelvan


a la ciudad. Si no pueden ayudarme, lo resolveré por mi
cuenta. —Aunque no sabía exactamente cómo, cualquier
cosa sería mejor que estar aquí y no escuchar más que a
esos tres idiotas hablando en círculos.

Hugo negó con la cabeza.

—No puedes irte.

Wallace entrecerró los ojos.

—¿Estás diciendo que estoy atrapado aquí?


¿Manteniéndome en contra de mi voluntad? Eso es un
secuestro. Los veré a todos con cargos por esto, no crean
que no lo haré.

Hugo dijo:

—Estás de pie.

—¿Qué?

Hugo asintió hacia el suelo.

—¿Puedes sentir el suelo bajo tus pies?


Wallace flexionó los dedos de los pies. A través de las
delgadas y baratas chanclas, podía sentir la presión del
suelo de madera contra la planta de sus pies.

—Sí.

Hugo levantó una cuchara de la bandeja y la puso sobre la


encimera.

—Recoge esa cuchara.

—¿Por qué?

—Porque te lo he pedido. Por favor.

Wallace no quería hacerlo. No podía ver el punto. Pero en


lugar de discutir, volvió a acercarse al mostrador. Miró
fijamente la cuchara. Era una cosa tan pequeña. Había
flores talladas en el mango. Se agachó para cogerla. Sus
manos temblaron cuando su dedo se enroscó alrededor del
mango, y la levantó.

—Bien —dijo Hugo—. Ahora vuelve a bajarla.

Refunfuñando en voz baja, hizo lo que le dijeron.

—¿Y ahora qué?

Hugo lo miró.

—Eres un fantasma, Wallace. Estás muerto. Recógela de


nuevo.

Poniendo los ojos en blanco, hizo lo mismo. Sólo que esta


vez, su mano pasó a través de ella. No sólo eso, su mano
entró en la encimera. Una extraña sensación de zumbido
recorrió su piel y jadeó mientras retiraba la mano como si
estuviera quemada. Todos sus dedos seguían unidos, y el
zumbido ya estaba desapareciendo. Lo intentó de nuevo. Y
otra vez. Y otra vez. Cada vez, su mano atravesaba la
cuchara y entraba en el mostrador.

Hugo alargó la mano de Wallace, pero se detuvo por encima


de ella, revoloteando y sin acercarse.

—Fuiste capaz de hacerlo la primera vez porque siempre


has sido capaz. Lo esperabas porque siempre te ha
funcionado así. Pero entonces te recordé que habías muerto,
y ya no podías tocarlo. Tus expectativas cambiaron. Tendrías
que habértelo esperado. —Se dio un golpecito en un lado de
la cabeza—. Todo depende de tu mente y de cómo la
enfocas.

Wallace empezó a sentir pánico, con la garganta cerrada y


las manos temblando.

—¡Eso no tiene ningún sentido!

—Eso es porque has estado condicionado toda tu vida a


pensar de una manera. Ahora las cosas son diferentes.

—Eso lo dices tú. —Volvió a coger la cuchara, pero levantó


el brazo cuando la atravesó una vez más. Su mano atrapó la
taza de té, haciéndola caer. El té se derramó sobre la
encimera. Se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy
abiertos y los dientes rechinando—. Yo... no puedo estar
aquí. Quiero ir a casa. Llévame a casa.

Hugo frunció el ceño al rodear el mostrador.

—Wallace, tienes que calmarte, ¿vale? Respira.

—¡No me digas que me calme! —gritó Wallace—. Y si estoy


muerto, ¿por qué me dices que respire? Eso es imposible.
—Tiene razón —dijo Mei mientras terminaba su segunda
taza de té.

Por cada paso que Hugo daba hacia él, Wallace daba un
paso atrás en respuesta. Nelson se asomó al borde de la
silla, con una mano apoyada en la parte superior de la
cabeza de Apollo. La cola del perro se movía al compás de
un silencioso metrónomo.

—No te acerques —le gruñó a Hugo.

Hugo levantó las manos en señal de paz.

—No voy a hacerte daño.

—No te creo. No te acerques a mí. Me voy, y no hay nada


que puedas hacer para detenerme.

—Oh, no —respiró Mei. Dejó su taza de té y miró fijamente a


Wallace—. Definitivamente no es una buena idea. Wallace,
no puedes...

—¡No me digas lo que no puedo hacer! —le gritó él, y la


bombilla de uno de los apliques chisporroteó y se rompió
antes de que el cristal se hiciera añicos. Wallace sacudió la
cabeza hacia ella.

—Uh-oh —susurró Nelson.

Wallace se dio la vuelta y salió corriendo.

[1] Caronte es una figura de la mitología griega: es el barquero que lleva las
almas de los muertos al Hades, donde serán juzgadas para decidir su lugar de
descanso. Los griegos creían que los muertos necesitaban una moneda para
pagar a Caronte por sus servicios, así que les ponían una en la boca a los
difuntos. En inglés Caronte se escribe Charon y la casa de té se llama Charon's
Crossing como algo burlón.

[2] En polaco: Consuelo.

[3] En polaco: Mami.

[4] Que es muy exagerado o desproporcionado.


Capítulo 6
El primer obstáculo fue la puerta.

Agarró el picaporte.

Su mano la atravesó.

Con un grito ahogado, saltó hacia la puerta. Y traspasó la


puerta. Abrió los ojos y se encontró en el porche de la casa
de té. Miró hacia abajo. Todas sus piezas parecían estar
todavía sujetas, aunque el gancho y el cable seguían allí, y
este último se extendía hacia el interior de la casa de té.
Algo pesado se movió estruendosamente hacia la puerta, y
él saltó del porche, aterrizando en la grava. Las estrellas
tartamudeaban en el cielo sobre él, los árboles eran más
siniestros que cuando llegó. Parecían doblarse y balancearse
como si le hicieran una señal. Se tropezó cuando creyó ver
movimiento entre los árboles a su izquierda, una gran bestia
que lo observaba, con una corona de cuernos sobre su
cabeza, pero tenía que ser un truco de las sombras porque
cuando parpadeó, todo lo que vio fueron ramas.

Se alejó por el camino, volviendo por donde había venido


antes con Mei. Si llegaba al pueblo, podría encontrar a
alguien que le ayudara. Les contaría lo de los locos de la
casa de té en medio del bosque.

El gancho de su pecho tiró bruscamente, el cable se tensó al


envolver su costado. Casi cayó de rodillas. Consiguió
mantenerse en pie, con las chanclas chasqueando contra la
planta de sus pies. ¿Cómo se le había ocurrido que las
chanclas eran una buena idea?
Miró por encima del hombro hacia la casa de té a tiempo de
ver cómo Mei y Hugo salían al porche gritando tras él.

Mei dijo:

—De todas las estupideces —justo cuando Hugo dijo—:


Wallace, Wallace, no puedes, no sabes lo que hay ahí
fuera... —pero Wallace se replegó, corriendo tan rápido
como pudo.

Nunca había sido muy aficionado a correr, y mucho menos a


hacer cualquier tipo de ejercicio. Tenía una cinta de correr
en su oficina y a menudo recorría largas distancias en ella
mientras participaba en conferencias telefónicas. No tenía
tiempo para nada más, pero al menos era algo.

Se sorprendió al comprobar que no se le cortaba la


respiración en el pecho, que no se le formaba ningún punto
en el costado. Ni siquiera el hecho de llevar chanclas
parecía disminuir su velocidad. El aire estaba extrañamente
estancado, espeso y opresivo, pero él corría, más rápido
que nunca en su vida. Miró con sorpresa sus propias
piernas. Eran casi un borrón cuando sus pies se encontraron
con el pavimento del camino que llevaba al pueblo. Se rió a
su pesar, un alarido salvaje que nunca se había oído a sí
mismo, sonando como si estuviera medio loco.

Volvió a mirar por encima del hombro.

Allí no había nada, nadie le perseguía, nadie gritaba su


nombre, sólo el camino vacío y oscuro que conducía a
destinos desconocidos.

Eso debió haberlo hecho sentir mejor.

Sin embargo, no lo hizo.


Corrió lo más rápido que pudo hacia una gasolinera que
tenía delante, las luces de arco de sodio iluminadas como
un faro, con polillas que revoloteaban a su alrededor. Cerca
de uno de los surtidores había una vieja furgoneta, en cuyo
interior se veía gente moviéndose. Corrió hacia ella, y sólo
se detuvo al llegar a las puertas automáticas.

No se abrieron.

Saltó delante de ellas, agitando los brazos.

Nada.

Gritó:

—¡Abran las puertas!

El hombre que estaba detrás del mostrador seguía con cara


de aburrimiento, tecleando en su teléfono.

Una mujer que se encontraba en la parte trasera de la


tienda estaba de pie frente a una nevera de bebidas,
rascándose la barbilla mientras bostezaba.

Gruñó en voz baja antes de alargar la mano para abrir las


puertas. Sus manos las atravesaron.

—Oh, claro —dijo—. Estoy muerto. Maldita sea.

Atravesó las puertas.

En el momento en que entró, las luces fluorescentes de la


tienda que tenía encima se encendieron y zumbaron. El
hombre que estaba detrás del mostrador, un chico con
enormes cejas y una cara salpicada de docenas de pecas,
frunció el ceño al levantar la vista. Se encogió de hombros
antes de volver a su teléfono.
Wallace se lo quitó de las manos de un golpe.

Al menos lo intentó.

No funcionó.

También intentó agarrar al hombre por la cara y obtuvo el


mismo resultado. Wallace retrocedió cuando su pulgar entró
en el ojo del hombre.

—Esto es muy estúpido —murmuró. Se volvió hacia la mujer


del fondo, que seguía mirando las neveras. Se dirigió a ella
sin mucha esperanza. No lo escuchó. Ni tampoco le vio. En
cambio, sacó un refresco de dos litros de la marca Mountain
Dew.

—Eso es asqueroso —le dijo—. Deberías sentirte


avergonzada. ¿Acaso sabes lo que contiene?

Pero su opinión pasó desapercibida.

Las puertas automáticas se abrieron, y Wallace se agachó


cuando el empleado dijo:

—Hola, Hugo. Vienes tarde.

—No podía dormir —dijo Hugo—. Pensé en recoger algunas


cosas.

Wallace intentó apoyarse en un estante de patatas fritas.


Maldijo cuando cayó a través de ellas, parpadeando
rápidamente al encontrarse dentro del estante. Se sacudió
hacia adelante, listo para huir cuando las puertas se
abrieron de nuevo. Se quedó helado cuando el hombre
detrás del mostrador dijo:

—Hola, Mei. ¿Tampoco puedes dormir?


—Ya sabes cómo es —dijo Mei—. El jefe está despierto, así
que eso significa que yo también.

El hombre podía verla.

Él podía verla.

Lo que significaba...

Wallace no tenía ni idea de lo que eso significaba.

Antes de que pudiera empezar a procesar esta nueva


información, ocurrió algo curioso: trozos de polvo flotaron a
su alrededor.

Frunció el ceño y observó cómo se elevaban ante su cara,


dirigiéndose hacia el techo. Las motas de polvo eran de un
color extraño, casi como carne. Extendió la mano para tocar
un copo bastante grande, pero su mano se congeló cuando
vio de dónde venía el polvo.

De sus propios brazos.

Su piel se estaba desprendiendo, poco a poco, y la capa


superior de la dermis flotaba hacia arriba y se alejaba.

Gritó mientras se frotaba furiosamente los brazos.

—Te tengo —dijo Mei, apareciendo a su lado. Y luego—: Oh,


mierda. Wallace, tenemos que conseguirte...

Saltó hacia la nevera.

Atravesó la nevera.

Gritó incoherentemente mientras atravesaba una hilera de


refrescos, y luego una pared de cemento. Estaba de nuevo
afuera, en el lado de la tienda. Se pasó las manos por los
brazos mientras su piel seguía desprendiéndose. El gancho
de su pecho se retorcía con rabia, el cable volvía a entrar en
la pared que acababa de atravesar a toda prisa. Corrió por
la parte trasera de la tienda. Detrás se extendía un campo
vacío bajo un cielo nocturno que parecía infinito. Al otro lado
había otro barrio, con las casas muy juntas, algunas con las
luces encendidas, otras oscuras y premonitorias. Se dirigió
hacia ellas, todavía frotándose los brazos frenéticamente.

Cruzó el campo y pasó entre dos casas. En la casa de la


derecha sonaba música; la de la izquierda estaba silenciosa
y oscura. Atravesó la pared de la casa de la derecha y entró
directamente en un dormitorio en el que una mujer con un
traje de cuerpo entero de cuero rojo golpeaba una fusta
contra la palma de su mano, con la atención puesta en un
hombre en pijama que decía:

—Esto va a ser increíble.

—Oh, Dios mío —graznó Wallace antes de salir lentamente


de la casa. Se dirigió hacia la calle frente a las casas.

Se detuvo cuando sus pies se encontraron con el


pavimento. No estaba seguro de adónde ir, y ahora la piel
de sus piernas se desprendía a través de sus pantalones y
de la parte superior de sus pies. Le zumbaban los oídos y el
mundo había adquirido un brillo nebuloso, los colores se
confundían. El cable parpadeaba violentamente y el gancho
se agitaba.

Se apresuró a bajar la acera, queriendo llegar lo más lejos


posible. Pero era como si las suelas de sus chanclas se
hubieran derretido, pegándose al hormigón. Cada paso era
más difícil que el anterior, como si se moviera bajo el agua.
Gruñó por el esfuerzo. El zumbido de sus oídos se hizo más
fuerte y no pudo concentrarse. Apretó los dientes mientras
intentaba sobreponerse. La uña del meñique de su mano
derecha se deslizó y se desintegró.

Cerró la mano en un puño mientras miraba hacia arriba. Allí,


de pie en medio de la calle, había un hombre.

Pero estaba mal, de alguna manera, fuera de lugar, lo que


hizo que la piel de Wallace se convirtiera en hielo. El hombre
estaba encorvado, de espaldas a Wallace, con el torso sin
camisa cubierto de piel gris y enfermiza, y la columna
vertebral sobresaliendo con fuerza. Los hombros le
temblaban como si se estuviera agitando. Los pantalones le
colgaban de las caderas. Sus zapatillas de deporte estaban
sucias y desgastadas. Sus brazos colgaban sin huesos a los
lados.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Wallace incluso


cuando dio un paso más, todo en él gritando que
retrocediera, que corriera antes de que el hombre se diera
la vuelta. No quería ver el rostro del hombre, seguro de que
sería tan terrible como el resto de él. Todo sonido parecía
amortiguado, como si sus oídos estuvieran rellenos de
algodón. Cuando hablaba, sonaba como si viniera de otra
persona, su voz se quebraba.

—¿Hola? ¿Me... me oyes?

La cabeza del hombre se levantó de golpe mientras sus


brazos se agitaban. En cada muñeca, unas furiosas ronchas
se alzaban a lo largo de sus antebrazos, formando una T.

Se dio la vuelta lentamente.

Wallace Price era clínico hasta un grado casi inhumano. Los


detalles eran su trabajo, las pequeñas cosas que otros
podrían haber pasado por alto, algo dicho de pasada en una
declaración o durante las entrevistas de admisión. Y era
este atributo el que le hizo catalogar todos y cada uno de
los trozos del hombre que tenía delante: el pelo apagado y
muerto, la boca abierta con los dientes ennegrecidos, la
mirada horrible y plana de sus ojos. Aquella cosa tenía
forma de humano, pero su aspecto era feroz, peligroso, y si
Wallace había sentido miedo antes, no era nada comparado
con lo que le rugía ahora. Un error. Había cometido un error.
Nunca debería haber intentado hablar con esta... esta cosa,
sea lo que sea. Incluso mientras su piel seguía
desprendiéndose a su alrededor, Wallace intentó dar un
paso atrás.

Sus piernas no funcionaron.

Las estrellas se borraron hasta que todo lo que conoció fue


la oscuridad de la noche, las sombras que se extendían a su
alrededor, llegando, llegando.

El hombre se movió hacia él, pero fue torpe, como si las


articulaciones de sus rodillas estuvieran congeladas. Se
balanceaba de lado a lado con cada paso. Levantó un brazo,
con todos los dedos apuntando hacia el suelo, excepto uno
que apuntaba a Wallace. Volvió a abrir la boca, pero no salió
ninguna palabra, sólo un gruñido bajo y animal. La mente
de Wallace se apagó de terror, y supo, que cuando ese
hombre lo tocara, su piel sería delgada como el papel, seca
y catastrófica. Aunque le habían dicho que Dios no existía,
Wallace rezó entonces, por primera vez en años, un jadeo
agonizante con un pensamiento que atravesó su cabeza
como una estrella fugaz: ¡AYÚDAME, POR FAVOR, HAZ QUE
PARE!

Entonces se produjo un movimiento, repentino y rápido, ya


que Hugo apareció entre ellos, de espaldas a Wallace. Un
alivio como el que Wallace nunca había sentido antes lo
recorrió, golpeando violentamente su caja torácica. El cable
se había reducido a sólo un par de metros, extendiéndose
desde Wallace hasta el pecho de Hugo. Dijo:

—Cameron, no. No puedes. No es tuyo.

Siguió un sonido sordo y, aunque Wallace no podía ver al


hombre, sabía que el ruido provenía de cómo chasqueaba
los dientes.

—Lo sé —dijo Hugo en voz baja—. Pero él no es para ti.


Nunca lo fue.

Wallace sacudió la cabeza cuando Mei apareció a su lado.


Frunció el ceño mientras se ponía de puntillas, mirando por
encima del hombro de Hugo.

—Mierda. —Se dejó caer sobre los talones antes de levantar


las manos junto al pecho, con la palma izquierda hacia el
cielo. Golpeó con los dedos de la mano derecha la palma de
la izquierda con un ritmo staccato. Una pequeña ráfaga de
luz salió de su mano y se acercó a ella, agarrando a Wallace
por el brazo.

—Llévalo a casa —dijo Hugo.

—¿Y tú? —preguntó ella, apartando ya a Wallace. Hizo una


mueca cuando la piel de su muñeca se filtró a través de su
agarre.

—Los seguiré —dijo Hugo, mirando fijamente al hombre que


tenía delante—. Tengo que asegurarme de que Cameron se
quede dónde está.

Mei suspiró.

—No hagas nada estúpido. Ya hemos tenido suficiente por


un día.
Justo antes de que Mei lo arrastrara a la esquina, Wallace
miró hacia atrás una vez. Cameron había inclinado la
cabeza hacia el cielo, con la boca abierta y la lengua blanca
asomada como si intentara atrapar la nieve. Más tarde,
Wallace se daría cuenta de que no eran copos de nieve los
que caían sobre la lengua de Cameron.

***

No pronunció palabra en todo el camino de regreso.

Sin embargo, Mei murmuró en voz baja que, por supuesto,


su primera tarea iba a ser un auténtico dolor de cabeza, que
la estaban poniendo a prueba, pero que, por Dios, iba a
llevar esto a cabo aunque fuera lo último que hiciera.

La mente de Wallace daba vueltas. Percibió, con notable


temor, que cuanto más se acercaban a la casa de té, menos
se le desintegraba la piel. Cada vez era menor hasta que
llegaron al camino de tierra que conducía a Charon's
Crossing, donde cesó por completo. Bajó la mirada a sus
brazos y vio que tenían el mismo aspecto de siempre,
aunque los pelos se le erizaban. El gancho y el cable
seguían sujetos a él, aunque el propio cable ahora llevaba al
lugar de donde acababan de salir.

Mei lo arrastró hasta las escaleras del porche y lo empujó a


través de la puerta.

—Quédate aquí —dijo antes de cerrarle la puerta en la cara.


Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Se quedó en el
porche, retorciéndose las manos mientras miraba la
oscuridad.

—¿Qué demonios? —susurró Wallace.

—Has visto uno, ¿verdad?


Se dio la vuelta. Se trataba de Nelson, sentado en su silla
frente a la chimenea. El fuego era ahora mayormente
brasas, el tronco carbonizado restante brillaba en rojo y
naranja. Apollo estaba tumbado frente a la silla de espaldas,
con las piernas pataleando en el aire. Resopló al caer de
lado, abriendo las mandíbulas en un bostezo antes de cerrar
los ojos.

Wallace sacudió la cabeza.

—Yo... no sé lo que he visto.

Nelson gruñó mientras se levantaba de la silla, utilizando el


bastón para apoyarse. Wallace no sabía por qué no se había
dado cuenta antes, pero las zapatillas de Nelson eran
pequeños conejos de fieltro, con las orejas caídas y
deshilachadas. Volvió a mirar por la ventana. Mei se
paseaba, el camino frente a la casa de té estaba oscuro y
vacío.

Nelson lamió sus labios mientras se acercaba a él


arrastrando los pies. Miró a Wallace de arriba abajo antes de
asomarse a la ventana.

—Veo que sigues intacto. Deberías dar gracias a tus


estrellas de la suerte.

Wallace no estaba seguro de estar intacto. Era como si su


mente se hubiera esfumado con el viento junto con las
demás partes de él. No podía concentrarse y sentía frío.

—¿Qué me ha pasado? El... hombre. Cameron.

Nelson suspiró.

—Pobre alma. Me imaginé que todavía estaba al acecho por


ahí.
—¿Qué pasa con él?

—Está muerto —dijo Nelson—. Un par de años, o algo así. El


tiempo... se desliza un poco aquí. A veces se arrastra hasta
detenerse, y luego salta y salta. Es parte de vivir con un
barquero. Mire, Sr. Price, necesita...

—Wallace.

Nelson parpadeó como un búho. Y luego:

—Wallace, tienes que concentrarte en ti mismo. Cameron no


te concierne. No hay nada que puedas hacer por él. ¿Hasta
dónde llegaste antes de que te sucediera?

Wallace consideró fingir que no tenía idea de lo que Nelson


estaba hablando. En su lugar, dijo:

—La gasolinera.

Nelson silbó por lo bajo.

—Más lejos de lo que esperaba, lo reconozco. —Dudó—. Ese


mundo es para los vivos. Ya no nos pertenece a los que
hemos pasado. Y los que intentan hacerlo, se pierden.
Llámalo locura, o llámalo otra forma de muerte. En
cualquier caso, en el momento en que sales por estas
puertas, empieza a tirar de ti. Y cuanto más tiempo
permanezcas ahí fuera, peor será.

Horrorizado, Wallace dijo:

—Estuve ahí fuera. Durante días. Mei no apareció hasta mi


funeral.

—El proceso se aceleró en el momento en que pusiste un


pie en el Charon's Crossing. Y si intentas salir, te ocurrirá lo
mismo que a Cameron.

Wallace se echó hacia atrás.

—Estoy atrapado aquí.

Nelson suspiró.

—Eso no es...

—Lo es. Me estás diciendo que no puedo irme. Mei me


secuestró y me trajo aquí, ¡y soy un maldito prisionero!

—Mentira —dijo Nelson—. Hay una escalera en la parte


trasera de la casa. Te llevará al cuarto piso. En el cuarto piso
hay una puerta. Puedes pasar por ella y todo esto, todo se
desvanecerá. Dejarás este lugar atrás, y sólo conocerás la
paz.

Entonces Wallace se dio cuenta de algo que ni siquiera


había considerado. No sabía por qué no lo había visto antes.
Estaba tan claro como el día.

—Todavía estás aquí.

Nelson le miró con desconfianza.

—Lo estoy.

—Y tú estás muerto.

—Nada se te escapa, ¿verdad?

—No has cruzado. —La voz de Wallace comenzó a elevarse


—. Lo que significa que todo lo que dices es una mierda.

Nelson puso su mano en el brazo de Wallace, apretando


más de lo que esperaba.
—No lo es. No te mentiría, no sobre esto. Si te vas de aquí,
acabarás como Cameron.

—Pero tú no terminaste así.

—No —dijo Nelson lentamente—. Porque nunca me he ido.

—¿Cuánto tiempo has estado...?

Nelson resopló.

—Es de mala educación preguntar por la muerte de otra


persona.

Wallace palideció, extrañamente nervioso.

—No quería...

Nelson se rió.

—Te estoy molestando, muchacho. Necesito divertirme


donde pueda. Llevo unos cuantos años muerto.

Wallace se tambaleó. Años.

—Pero todavía estás aquí —dijo débilmente.

—En efecto, lo estoy. Y tengo mis razones, pero no te


preocupes por cuáles son. Me quedo aquí porque lo elijo.
Conozco los riesgos. Sé lo que significa. Intentaron que me
fuera, pero les di la razón. —Sacudió la cabeza—. Pero no
puedes dejar que eso afecte a lo que Hugo tiene que hacer
por ti. Tómate el tiempo que necesites, Wallace. No hay
prisa, siempre que te des cuenta de que éste es el último
lugar en el que estarás antes de cruzar, si sabes lo que te
conviene. Si puedes aceptar eso, entonces estaremos bien
como la lluvia. Mira. Aquí viene.
Wallace se volvió hacia la ventana. Hugo caminaba por la
carretera, con las manos en los bolsillos del delantal y la
cabeza inclinada.

—Qué buen chico —dijo Nelson con cariño—. Empático casi


hasta la saciedad, desde que era un chiquillo. Le hace llevar
el peso del mundo sobre sus hombros. Harías bien en
escucharle y aprender de él. No sé si podrías encontrarte en
mejores manos. Recuérdalo antes de empezar a lanzar
acusaciones.

Mei esperaba a Hugo en el porche. Hugo la miró, sonriendo


con cansancio. Cuando hablaron, sus voces eran apagadas,
aunque claras.

—Está bien —dijo—. Cameron es... bueno. Es Cameron.


¿Wallace?

—Adentro —dijo Mei. Y luego—: ¿Crees que traerá al


Gerente?

Hugo negó con la cabeza.

—Probablemente no. Pero han ocurrido cosas más raras. Si


viene, se lo explicaremos.

—¿El Gerente? —susurró Wallace.

—Oh, no quieres saberlo —murmuró Nelson, recogiendo su


bastón mientras arrastraba los pies hacia su silla—. Confía
en mí con respecto a eso. El jefe de Mei y Hugo. Un tipo
desagradable. Reza para que no tengas que conocerlo
nunca. Si lo haces, te sugiero que hagas lo que él diga. —
Pasó una mano por el lomo de Apollo mientras el perro se
levantaba. Apollo ladró alegremente mientras se paseaba
de un lado a otro frente a la puerta. Retrocedió cuando se
abrió, Mei hablaba a mil por hora mientras Hugo entraba
tras ella. Apollo rodeó a los dos. Hugo le tendió la mano.
Apollo olfateó sus dedos e intentó lamerlos, pero su lengua
atravesó la mano de Hugo.

—¿Estás bien? —preguntó Hugo mientras Mei miraba a


Wallace.

No, Wallace no estaba bien. Nada de esto estaba bien.

—¿Por qué no me has dicho que soy un prisionero?

Hugo suspiró.

—Abuelo.

—¿Qué? —dijo Nelson—. Tenía que asustarlo directamente.


—Hizo una pausa, considerándolo—. Algo de lo que
probablemente no sabes nada, ¿no es así? Debido a todo el
asunto de los homosexuales...

—Abuelo.

—Soy viejo. Se me permite decir lo que quiera. Tú lo sabes.

—Eres un dolor en el culo —murmuró Hugo, pero Wallace


pudo ver la tranquila sonrisa en su rostro. El gancho tiró
suavemente de su pecho, cálido y suave. La sonrisa de
Hugo se desvaneció cuando miró a Wallace—. Ven conmigo.

—No quiero pasar por la puerta —soltó Wallace—. No estoy


preparado.

—La puerta —repitió Hugo.

—Que está al final de la escalera.

—Abuelo.
—¿Eh? —dijo Nelson, ahuecando su oído—. No puedo oírte.
Debo estar quedándome sordo. Qué pena me da. Como si
mi vida no fuera ya lo suficientemente dura. Nadie debería
hablarme durante el resto de la noche para que pueda
recuperarme.

Hugo sacudió la cabeza.

—Ya tendrás lo tuyo, viejo.

Nelson resopló.

—Demuestra lo que sabes.

Hugo miró a Wallace.

—No voy a llevarte a la puerta. No hasta que estés listo. Te


lo prometo.

Wallace no sabía por qué, pero le creyó.

—¿A dónde vamos?

—Quiero mostrarte algo. No llevará mucho tiempo.

Mei le miraba fijamente.

—Si intentas huir de nuevo, te arrastraré por el pelo.

Wallace ya había sido amenazado antes, muchas veces, de


hecho; así era la vida de un abogado, pero ésta era una de
las primeras veces que se lo creía de verdad. Para alguien
tan pequeño, ella era positivamente aterradora.

Antes de que pudiera hablar, Hugo dijo:

—Mei, ¿podrías terminar el trabajo de preparación para


mañana? No debería quedar mucho. Lo hice casi todo antes
de que volvieras.

Murmuró más amenazas mientras empujaba a Hugo y se


dirigía a las puertas dobles detrás del mostrador. Cuando las
puertas se abrieron y cerraron, Wallace pudo ver lo que
parecía ser una gran cocina, con electrodomésticos de acero
y el suelo cubierto de baldosas cuadradas.

Hugo señaló con la cabeza un pasillo al fondo de la


habitación.

—Vamos. Creo que esto te gustará.

Wallace lo dudaba enormemente.


Capítulo 7
Apollo parecía saber a dónde iban, brincando por el pasillo,
moviendo la cola. De vez en cuando miraba hacia atrás para
asegurarse de que Hugo le seguía.

Hugo atravesó otra entrada sin mirar atrás para ver si


Wallace le seguía. Las paredes estaban cubiertas de papel
pintado, viejo pero limpio: había pequeñas flores grabadas
que parecían florecer al pasar, aunque Wallace pensó que
podría ser un truco de la luz. Una puerta a la derecha
conducía a un pequeño despacho, con un escritorio cubierto
de papeles junto a un antiguo ordenador.

Una puerta a la izquierda estaba cerrada, pero parecía ser


otra vía de acceso a la cocina. Podía oír a Mei moviéndose
en el interior junto con el estruendo de los platos mientras
cantaba a pleno pulmón una canción de rock que debía ser
más antigua que ella. Pero como Wallace no podía estar
seguro de la edad que debía tener (o, si era sincero consigo
mismo, de la cantidad que tenía), decidió dejarlo pasar sin
comentar nada.

Otra puerta a la derecha conducía a un medio baño con un


cartel colgado que decía: CHICOS, CHICAS Y NUESTROS
AMIGOS NO BINARIOS. Más allá había unas escaleras, y si a
Wallace aún le latía el corazón, estaba seguro de que se le
aceleraría.

Pero Hugo no le dio importancia, pasó las escaleras y se


dirigió a una puerta al final del pasillo. Apollo no esperó a
que la abriera, sino que la atravesó. Wallace se dio cuenta
entonces de que aún no estaba acostumbrado a esas cosas,
y aunque estaba seguro de que podía hacer lo mismo,
esperó a que Hugo abriera la puerta.
Ésta conducía al exterior y a la oscuridad.

Wallace dudó hasta que Hugo le indicó que pasara.

—No pasa nada. Es sólo el patio trasero. No te pasará nada


ahí fuera.

El aire era aún más fresco. Wallace se estremeció y volvió a


preguntarse por qué temblaba. Pudo distinguir la cola de
Apollo en el patio, pero sus ojos tardaron en adaptarse.
Jadeó en silencio cuando Hugo accionó un interruptor cerca
de la puerta.

Los hilos de luz que colgaban sobre ellos cobraron vida.


Estaban en una especie de terraza trasera. Había más
mesas en ella, las sillas volteadas y colocadas encima. Las
luces se habían colocado alrededor de la barandilla de la
terraza y del alero. Había más plantas colgando, flores
brillantes que se habían replegado sobre sí mismas contra la
noche.

—Aquí —dijo Hugo. —Observa—. Se dirigió al borde de la


cubierta, cerca de unas escaleras. Accionó otro interruptor
colocado contra un puntal de madera y se encendieron más
luces bajo la cubierta, revelando un suelo seco y arenoso y
una fila tras otra de...

—Plantas de té —dijo Hugo antes de que Wallace pudiera


preguntar—. Intento cultivar todo lo que puedo, sólo
importo las hojas que no sobrevivirían al clima. No hay nada
como una taza de té de hojas que has cultivado tú mismo.

Wallace observó cómo Apollo trotaba por las hileras de


plantas, deteniéndose sólo brevemente para olfatear las
hojas. Se preguntó si realmente podía oler algo. Él pudo
hacerlo, un olor profundo y terroso, que lo centró más de lo
que esperaba.
—No sabía que crecían del suelo —admitió Wallace.

—¿De dónde crees que vienen? —preguntó Hugo, sonando


divertido.

—Yo... nunca lo había pensado, supongo. No tengo tiempo


para esas cosas. —Tan pronto como las palabras salieron de
su boca, se dio cuenta de cómo había sonado.
Normalmente, no habría pensado en ello, pero estos eran
días extraños—. No es que sea algo malo, pero...

—La vida se te escapa —dijo Hugo simplemente.

—Sí —murmuró Wallace—. Algo así —Entonces—: ¿Por qué


el té?

Siguió a Hugo por las escaleras. Las plantas eran altas, la


más grande y madura llegaba a la cintura de Wallace. En un
momento dado, casi en el fondo de su mente, se dio cuenta
del cable tensado entre Hugo y él.

Se detuvo cuando Hugo se agachó y extendió la mano para


tocar las hojas de una de las plantas más altas. Las hojas
eran pequeñas, planas y verdes. Tocó una de ellas
ligeramente y sus dedos recorrieron la punta.

—Adivina cuántos años tiene esta planta.

—No lo sé. —Miró a las otras plantas—. ¿Seis meses? ¿Un


año?

Hugo se rió.

—Un poco más que eso. Esta fue una de mis primeras.
Cumple diez años la semana que viene.

Wallace parpadeó.
—¿Cómo es eso?

—Cultivar té no es para todo el mundo —dijo Hugo—. La


mayoría de las plantas de té no maduran hasta los tres o
cuatro años. Puedes cosechar las hojas antes, no obstante,
algo falta en el sabor y el aroma. Hay que dedicar tiempo y
tener paciencia. Si te adelantas demasiado, corres el riesgo
de matar la planta y tener que volver a empezar.

—¿Es una de esas veces en las que estamos hablando de


una cosa, pero te refieres a otra totalmente distinta?

Hugo se encogió de hombros.

—Yo estoy hablando de las plantas de té, Wallace. ¿Tienes


algo en mente?

Wallace no estaba seguro de creerle.

—Tengo un montón de cosas en la cabeza.

Hugo dijo:

—En otoño, algunas de las plantas florecen, estas pequeñas


cosas con un centro amarillo y pétalos blancos. El olor es
indescriptible. Se mezcla con el olor del bosque, y no hay
nada parecido en todo el mundo. Es mi época favorita del
año. ¿Cuál es la tuya?

—¿Por qué crees que es importante?

—Es sólo una pregunta, Wallace.

Wallace le miró fijamente.

Hugo lo dejó pasar.


—A veces, hablo con las plantas. Suena raro, lo sé, pero se
han hecho estudios que demuestran que las plantas
responden al estímulo. No es concluyente, y no se trata
necesariamente de las palabras sino de las vibraciones de la
voz. Estoy pensando en poner pronto unos altavoces para
que las plantas escuchen música. ¿Has hablado alguna vez
con una planta?

—No —dijo, distraído por las filas de plantas y la tierra


oscura que las mantenía en su sitio. Estaban plantadas con
un espacio de unos cuatro o cinco centímetros entre ellas,
las hojas brillaban a la luz de las estrellas y tenían un olor
penetrante, tanto que hizo que arrugara la nariz. No era un
mal olor (de hecho, al contrario), sólo resultaba abrumador
—. Eso es una estupidez.

Hugo sonrió.

—En parte. Pero lo hago de todos modos. ¿Qué daño puede


hacer, verdad? —Volvió a mirar la planta que tenía delante
—. Hay que tener cuidado cuando se cosechan las hojas. Si
eres demasiado brusco, puedes acabar matando la planta.
Me llevó mucho tiempo hacerlo bien. No puedo ni empezar a
decirte cuántas he tenido que arrancar y tirar por culpa de
mis apresuramientos.

—Las plantas son seres vivos —dijo Wallace.

—Lo son. No como nosotros, pero sí a su manera.

—¿Hay plantas fantasma?

Hugo le miró fijamente, con la boca abierta.

Wallace le frunció el ceño.

—No me mires así. Me dijiste que hiciera preguntas.


Hugo cerró la boca mientras negaba con la cabeza.

—No, la verdad es que nunca me lo había planteado así. Es


curioso. —Entornó los ojos hacia Wallace—. Me gusta a
dónde va tu mente.

Wallace apartó la mirada.

—No —dijo Hugo—. No creo que haya plantas fantasma,


aunque sería maravilloso que las hubiera. Están vivas, sí. Y
tal vez respondan a los estímulos. O tal vez no y es una
pequeña historia que nos gusta contarnos para que el
mundo parezca más misterioso de lo que es en realidad.
Pero no tienen alma, al menos ninguna que yo conozca. Esa
es la diferencia entre nosotros y ellas. Se mueren, y eso es
todo. Nosotros morimos y...

—Acabamos en una casa de té en medio de la nada y en


contra de nuestra voluntad —dijo Wallace con amargura.

Hugo suspiró.

—Probemos otra cosa. ¿Te gustó estar vivo?

Sorprendido, Wallace dijo:

—Por supuesto que sí. —Su expresión se endureció—. Sí. Por


supuesto que sí. —Sonó falso incluso para sus propios oídos.

Hugo se frotó las manos contra el delantal mientras se


ponía en pie lentamente.

—¿Qué te ha gustado? —Siguió avanzando por la hilera de


plantas.

En contra de su buen juicio, Wallace le siguió.

—¿No le gusta a todo el mundo estar vivo?


—A la mayor parte de las personas, es lo que creo —dijo
Hugo—. No puedo hablar por todos. Pero tú no eres la
mayoría de la gente, y nadie más está aquí, por eso te lo
pregunto.

—¿Qué es lo que te gusta? —preguntó Wallace, replicando la


pregunta. Se sintió nervioso, mientras la irritación crecía.

—Muchas cosas —dijo Hugo con facilidad—. Las plantas, por


ejemplo. La tierra bajo mis pies. Este lugar. Es diferente
aquí, y no sólo por lo que soy o por lo que hago. Durante
mucho tiempo, no podía respirar. Me sentía... ahogado.
Aplastado. Como si tuviera un peso sobre mis hombros y no
supiera cómo quitármelo. —Volvió a mirar a Wallace—.
¿Sabes lo que se siente?

Si lo sabía, pero no iba a confesarlo aquí. Al menos no


ahora. O nunca.

—Tú no eres mi terapeuta.

Hugo negó con la cabeza.

—No, no lo soy. No estoy precisamente capacitado para algo


como eso, pero de vez en cuando actúo como tal. Forma
parte del trabajo.

—Es parte del trabajo —repitió Wallace.

—Vender té —dijo Hugo—. La gente viene, y algunos no


tienen ni idea de lo que buscan. Trato de conocerlos, de
saber de qué se trata antes de decidir qué tipo de té sería el
más adecuado. Es un proceso de descubrimiento. Suelo
acertar, aunque a veces no.

—Menta —dijo Wallace.


—Menta —coincidió Hugo—. ¿He acertado?

—Ni siquiera me habías conocido.

Se encogió de hombros.

—A veces tengo sensaciones.

—A veces tienes sensaciones —Wallace no hizo nada para


evitar que el desprecio goteara de sus palabras—. Tienes
que saber cómo suena eso.

—Lo sé. Pero es sólo un té. Nada para ponerse tan nervioso.

Wallace tenía ganas de gritar.

—Tuviste la sensación de que te decía que era menta.

—Así es. —Se detuvo frente a otra planta, agachándose y


recogiendo hojas muertas del suelo. Las guardó en un
bolsillo de su delantal con sumo cuidado, como si le
preocupara aplastarlas—. ¿Estuvo mal?

—No —dijo Wallace a regañadientes—. No estuvo mal. —


Pensó que Hugo le pediría que le explicara, qué significaba
la menta.

No lo hizo.

—Bien. Me gusta pensar que doy en el clavo, pero como he


dicho, no siempre funciona. Trato de ser cuidadoso al
respecto. No quieres acabar perdiéndote el bosque por los
árboles.

Wallace no tenía ni idea de lo que eso significaba. Todo


estaba patas arriba, y el anzuelo de su pecho volvía a tirar.
Quería arrancarlo, sin importar las consecuencias.
—Me gustaba estar vivo. Quiero volver a estar vivo.

—Kübler-Ross[1].

—¿Qué?

—Había una mujer llamada Elisabeth Kübler-Ross. ¿Has oído


hablar de ella?

—No.

—Era una psiquiatra...

—Oh, Dios mío.

—Una psiquiatra que estudiaba la muerte y las experiencias


cercanas a ella. Ya sabes, te elevas por encima de tu cuerpo
hacia una luz blanca brillante, aunque supongo que es un
poco más complicado que eso. Gran parte de ello puede ser
difícil de entender. —Se frotó la mandíbula—. Kübler-Ross
hablaba de cosas como la trascendencia del ego y los
límites espacio-temporales. Es complejo. Y yo realmente no
lo soy.

—¿No lo eres? —preguntó Wallace con incredulidad.

—Cuidado, Wallace —dijo Hugo, frunciendo los labios—. Eso


casi ha sonado como un cumplido.

—No lo fue.

Hugo le ignoró.

—Era conocida por muchas cosas, pero creo que su mayor


logro fue el modelo Kübler-Ross[2]. ¿Sabes qué es eso?

Wallace negó con la cabeza.


—Probablemente sí, aunque no con ese nombre. Y claro,
algunas de las investigaciones realizadas desde entonces no
coinciden con sus conclusiones, pero creo que es un buen
punto de partida. Son las cinco etapas del duelo.

Wallace quería volver a entrar. Hugo volvió a ponerse en


pie, girándose hacia él. No se acercó más, pero Wallace no
podía moverse, con la boca casi dolorosamente seca. Era
una planta de té, arraigada en su lugar, aún no lo
suficientemente madura como para ser cosechada. El cable
vibraba entre ellos.

Hugo dijo:

—He hecho esto el tiempo suficiente para ver cuánta razón


tenía. Negación. Ira. Negociación. Depresión. Aceptación. No
siempre es en ese orden, y no siempre es cada paso. Mírate
a ti, por ejemplo. Parece que te saltaste la negación. Tienes
la parte de la rabia bien definida con un poco de
negociación mezclada. Quizá más que un poco.

Wallace se puso rígido.

—Eso no suena como si fuera para los muertos. Es para la


gente que queda atrás. No puedo llorar por mí mismo.

Hugo sacudió la cabeza lentamente.

—Claro que puedes. Lo hacemos todo el tiempo,


independientemente de si estamos vivos o no, por las cosas
pequeñas y las grandes. Todo el mundo está un poco triste
todo el tiempo. Sí, Kübler-Ross hablaba de los vivos, pero
encaja igual de bien para gente como tú. Tal vez incluso
mejor. A menudo me he preguntado cómo fue para ella,
después de su muerte. Si lo pasó todo ella misma, o si aún
le quedaban sorpresas por encontrar. ¿Qué piensas?
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—De acuerdo —dijo Hugo.

—¿De acuerdo?

—Claro. ¿Te gustan las plantas?

Wallace lo fulminó con la mirada.

—Son plantas.

—Silencio —dijo Hugo—. Que no te oigan decir eso. Son muy


sensibles.

—Estás loco.

—Prefiero pensar que soy un excéntrico. —Volvió a sonreír


—. Al menos eso es lo que la gente del pueblo piensa de mí.
Algunos incluso creen que este lugar está embrujado —dijo
riéndose entre dientes. Wallace nunca se había fijado en
cómo sonaba la gente cuando se reía, pero había una
primera vez para todo. Para Hugo era algo que le llegaba a
todo el cuerpo, bajo y profundo.

—¿No te molesta?

Hugo ladeó la cabeza.

—No. ¿Por qué habría de hacerlo? Es cierto. Eres un


fantasma. El abuelo y Apollo también. Y no eres el primero,
ni serás el último. Charon's Crossing siempre está
embrujado, aunque no como la mayoría de la gente piensa.
No tenemos a nadie haciendo sonar las cadenas o causando
un alboroto. —Frunció el ceño—. Bueno, la mayoría de las
veces no. El abuelo puede ponerse un poco intratable
cuando viene el inspector de sanidad, pero por lo general
evitamos las trampas de una casa encantada. Sería malo
para el negocio.

—Todavía están aquí —dijo Wallace—. Nelson. Apollo.

Hugo dio un paso alrededor de él, dirigiéndose de nuevo


hacia la casa. Pasó sus dedos por la parte superior de las
plantas más altas. Se doblaron con su toque antes de volver
a ponerse en pie.

—Es cierto.

Wallace le siguió.

—¿Por qué?

—No puedo hablar por el abuelo —dijo Hugo—. Tendrás que


preguntarle a él.

—Ya lo hice.

Hugo miró hacia atrás, con una expresión de sorpresa en su


rostro.

—¿Qué dijo?

—Que no era asunto mío.

—Suena como él. Es así de testarudo.

—¿Y Apollo?

El perro ladró al oír su nombre, de forma gutural y aguda.


Subió saltando por una de las filas a su izquierda. No se
levantó el polvo ni la tierra cuando sus patas tocaron el
suelo. Se detuvo cerca del porche, con el lomo arqueado, el
hocico y los bigotes crispados mientras miraba fijamente
hacia el oscuro bosque. Wallace no podía ver muy lejos, y le
llamó la atención lo diferente que era la noche aquí en
comparación con la ciudad, las sombras prácticamente
tenían vida, se hacían sentir.

—Tampoco sé si puedo responder a eso —dijo Hugo. Antes


de que Wallace pudiera responder, añadió—: No porque no
quiera, sino porque no lo sé exactamente. Los perros no son
como nosotros. Son... puros de una manera que nosotros
no. Nunca he tenido otro perro que venga aquí, necesitando
ayuda para cruzar. He oído historias de barqueros y mujeres
cuyo trabajo es manejar ciertos animales, pero eso no es lo
que hago. Sin embargo, me encantaría. Los animales no son
tan complicados como las personas.

—Entonces, ¿por qué...? —Wallace se detuvo. Luego—: Era


tuyo.

Hugo se detuvo al pie de la escalera. Apollo lo miraba con


adoración, con una sonrisa tonta en la cara, olvidándose de
lo que había captado su atención en los árboles. Hugo
acercó su mano al hocico de Apollo. El perro le olió los
dedos.

—Lo era —dijo Hugo en voz baja—. Lo es. Era un perro de


servicio. O al menos lo intentó. Falló en la mayor parte de su
entrenamiento, pero no importa. Lo sigo queriendo igual.

—¿Perro de servicio? —preguntó Wallace—. Como para... —


No sabía cómo terminar.

—Oh, probablemente no como estás pensando —dijo Hugo


—. No soy un veterano. No tengo TEPT. —Se encogió de
hombros—. Cuando era más joven, las cosas eran difíciles.
Había días en los que apenas podía levantarme de la cama.
Depresión, ansiedad, toda una serie de diagnósticos que no
sabía cómo manejar. Había médicos y medicamentos y ‘Haz
esto, Hugo, haz aquello, Hugo, te sentirás mejor si te
permites sentirte mejor, Hugo’. —Se rió. —Yo era una
persona diferente entonces. No sabía lo que sé ahora,
aunque siempre será parte de mí. —Señaló con la cabeza a
Apollo—. Un día, oí un pequeño aullido fuera de mi ventana.
Estaba lloviendo y llevaba semanas haciéndolo. Casi ignoré
el sonido que oía, queriendo taparme con las sábanas y
dejar todo fuera. Pero algo me hizo levantarme y salir.
Encontré a un perro temblando bajo un arbusto al lado de
mi casa, tan demacrado que podía contar sus costillas a
través de la piel. Lo recogí y lo llevé adentro. Lo sequé y le
di de comer. Nunca se fue. Es curioso, ¿verdad?

—No lo sé.

—Está bien no saber —dijo Hugo—. No sabemos la mayoría


de las cosas, y nunca lo haremos. No sé cómo llegó a estar
aquí, o de dónde vino. Pensé que podría ser un buen perro
de servicio. Parecía bastante inteligente. Y lo era, lo es. Sin
embargo, no se llevó a cabo. Estaba demasiado distraído
por casi todo, pero ¿quién podría culparlo? Ciertamente yo
no, porque él hizo lo mejor que pudo, y eso es todo lo que
importa. Resultó que él era esta... esta parte que no sabía
que me faltaba. No era la respuesta a todo, pero era un
comienzo. Vivió una buena vida. No tan larga como me
hubiera gustado, pero aún así buena.

—Pero él está aquí.

—Por supuesto que sí — Hugo estuvo de acuerdo.

—Atrapado aquí —dijo Wallace, con las manos cerradas en


puños.

Hugo negó con la cabeza.

—No. Él tiene una opción. Intenté guiarle hacia la puerta de


la parte superior de la escalera una y otra vez. Le dije que
estaba bien ir a lo que fuera. Que nunca lo olvidaría y que
siempre estaría agradecido por el tiempo que tuvimos
juntos. Pero él tomó su decisión. El abuelo tomó su decisión.
—Volvió a mirar a Wallace—. Tú también puedes elegir,
Wallace.

—¿Elegir? —Wallace escupió—. Si me voy, me convierto en


una de esas... esas cosas. Si pongo un pie fuera de este
lugar, me convierto en polvo. Y no me hagas hablar de esa
cosa ridícula que tengo en el pecho. —Miró el cable que se
extendía entre ellos. Parpadeó una vez—. ¿Qué es esto?

—Mei lo llama el hilo rojo del destino.

Wallace parpadeó.

—No es rojo. O un hilo.

—Ya lo sé —dijo Hugo—. Pero es apto, creo. Mei dijo... ¿cómo


lo dijo? Ah, sí. En el mito chino, los viejos dioses atan un hilo
rojo alrededor de los tobillos de aquellos que están
destinados a encontrarse, que están destinados a ayudarse
mutuamente. Es un pensamiento bonito, ¿no?

—No —dijo Wallace sin rodeos—. Es un grillete. Una cadena.

—O es un grillete —dijo Hugo, no sin maldad—. Aunque sé


que ahora no te parece eso. Te mantiene con los pies en la
tierra mientras estás aquí. Me ayuda a encontrarte si alguna
vez te pierdes.

Eso ciertamente no lo hizo sentir mejor.

—¿Qué pasa si me lo quito?

Hugo tenía un aspecto sombrío.


—Saldrás flotando.

Wallace se quedó boquiabierto.

—¿Qué?

—Si intentas quitártelo mientras estás en el terreno de la


casa de té, te... elevarás. Y no sé si te detendrás. Pero si te
lo quitas fuera de los terrenos, empiezas a perder tu
humanidad, a escamarte hasta que todo lo que quede sea
una cáscara.

Wallace balbuceó.

—¡Eso... eso no tiene ningún sentido! ¿Quién demonios hace


estas reglas?

Hugo se encogió de hombros.

—El universo, supongo. No es algo malo, Wallace. Me ayuda


a ayudarte. Y mientras estés aquí, lo único que puedo hacer
es mostrarte tus opciones, las opciones que se te presentan.
Para asegurarme de que entiendas que no hay nada que
temer.

Los ojos de Wallace picaban. Parpadeó rápidamente,


incapaz de encontrar la mirada de Hugo.

—No puedes decir eso. No sabes lo que es. No es justo.

—¿Qué no lo es?

—¡Esto! —gritó Wallace, agitando los brazos salvajemente


—. Todo. Todo. Yo no pedí esto. No quiero esto. Tengo cosas
que hacer. Tengo responsabilidades. Tengo una vida. ¿Cómo
puedes decir que tengo una opción cuando se trata de ser
como Cameron o pasar por tu maldita puerta?
—Supongo que la negación estuvo ahí todo el tiempo.

Wallace lo fulminó con la mirada.

—No me gustas —Fue petulante y mezquino, pero no se


atrevió a darle importancia.

Hugo no mordió el anzuelo.

—No importa. Ya lo conseguiremos. No te obligaré a nada


que no quieras hacer. Estoy aquí para guiarte. Todo lo que
pido es que me dejes intentarlo.

Wallace se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—¿Por qué te importa tanto? ¿Por qué haces esto? ¿Cómo es


que lo haces? ¿Cuál es el objetivo de todo esto?

Hugo sonrió.

—Eso es un comienzo. Puede que aún haya esperanza para


ti.

Y con eso, subió las escaleras del porche, Apollo saltando a


su lado. Se detuvo en la puerta, mirando de nuevo a
Wallace que seguía de pie entre las hojas de té.

—¿Vienes?

Wallace agachó la cabeza y subió las escaleras con


dificultad.

***

Hugo bostezó al cerrar la puerta tras ellos. Parpadeó con


sueño y se frotó la mandíbula. Wallace oía el tic-tac del reloj
de la entrada. Antes de salir de la casa de té, los segundos
parecían perdidos, tartamudeando y deteniéndose,
tartamudeando y deteniéndose. Ahora parecía que se había
suavizado. Nuevamente era normal. Wallace no sabía qué
significaba eso.

—Es tarde —le dijo Hugo—. Aquí nuestros días empiezan


temprano. Hay que hornear los pasteles, y el té necesita
tiempo para remojarse.

Wallace se sintió incómodo, inseguro. No sabía qué debía


pasar a continuación.

—Bien. Si pudieras acompañarme a mi habitación, te dejaré


en paz.

—¿Tu habitación?

Wallace apretó los dientes.

—O darme una manta y puedo dormir en el suelo.

—No necesitas dormir.

Wallace se estremeció.

—¿Qué?

Hugo le miró con curiosidad.

—¿Has dormido desde que moriste?

Pues... no. No lo había hecho. Pero no había tenido tiempo.


Había estado demasiado ocupado tratando de encontrarle
sentido a toda esta tontería. La idea de dormir ni siquiera se
le había pasado por la cabeza, incluso cuando las cosas se
habían vuelto un poco confusas y se había encontrado en su
propio funeral. Y luego Mei había aparecido y lo había
arrastrado a este lugar. Así que no. No había dormido.
—Tenía cosas que hacer.

—Por supuesto que sí. ¿Estás cansado?

No lo estaba, lo cual era extraño. Debería estar agotado.


Con todo lo que había pasado, esperaba sentirse agotado y
moverse con lentitud. Pero no lo estaba. Nunca se había
sentido más despierto.

—No —murmuró—. Eso no tiene sentido.

—Estás muerto —le recordó Hugo—. Creo que descubrirás


que el sueño es la menor de tus preocupaciones de aquí en
adelante. En todos mis años como barquero, nunca me he
encontrado con un fantasma dormido. Eso sería algo nuevo.
Podrías intentarlo, supongo. Hazme saber cómo funciona.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer? —preguntó


Wallace—. ¿Quedarme aquí y esperar a que te despiertes?

—Si quieres —dijo Hugo—. Pero hay lugares más cómodos


para que esperes.

Wallace le frunció el ceño.

—No tienes gracia.

—Un poco —dijo Hugo—. Puedes hacer lo que quieras,


siempre que no salgas del recinto de la casa de té. Prefiero
no tener que perseguirte de nuevo.

—¿Lo que yo quiera?

—Claro.

Por primera vez desde que llegó a la casa de té, Wallace


sonrió.
***

—Mei.

—Y’voy.

—Mei.

—Neslahra

—Mei. Mei. Mei.

Se sentó en su cama, las mantas cayendo alrededor de su


cintura. Llevaba una camiseta de gran tamaño con la cara
de Friedrich Nietzsche impresa en ella. Sacudió la cabeza de
un lado a otro antes de posarse en Wallace, de pie en la
esquina de su habitación.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué está mal? ¿Nos están atacando?

—No —dijo Wallace—. ¿Qué estás haciendo?

Ella lo miró fijamente.

—Estoy tratando de dormir.

—¿Ah, sí? ¿Cómo te está resultando eso?

Ella empezó a fruncir el ceño.

—No muy bien.

—¿Sabías que no puedo dormir nunca más?

—Sí —dijo ella lentamente.

Él asintió.
—Bien. —Se dio la vuelta y atravesó la pared para salir de
su habitación.

***

—¡Oooooh! —gimió tan fuerte como pudo—. ¡Ooooooooh! —


Se paseó arriba y abajo por el pasillo de la planta baja, un
poco perturbado porque parecía que no podía pisar fuerte
por mucho que lo intentara. Golpeó con las manos las
paredes, pero estuvo a punto de caerse. Por eso se encontró
bramando todos los ruidos de fantasmas que había
escuchado en las películas de terror. Le decepcionó no tener
cadenas que hacer sonar—. Estoy muertoooo. ¡Muertoooo!
Pobre de mí.

—¡Cállate! —gritó Mei desde su habitación.

—¡Oblígame! —le contestó con gritos, y luego intensificó sus


pasos.

***

Wallace continuó durante dieciséis minutos más antes de


recibir un bastonazo en la cabeza.

—¡Ay! —gritó, frotándose la parte posterior del cráneo. Se


giró para ver a Nelson de pie ante él, con el ceño fruncido—.
¿Por qué hiciste eso?

—¿Quieres comportarte? Si la cosa no es así, lo puedo


volver a hacer.

Alcanzó el bastón de Nelson, con la intención de quitárselo y


aventarlo, sólo para no conseguir nada, dando un paso a
tropezones hacia el lugar donde Nelson se había parado
antes de desaparecer en el aire.
Los ojos de Wallace se abrieron de par en par mientras
miraba la casa de té vacía de forma exagerada.

—Eh... —dijo—. ¿Hola? ¿Dónde... dónde has ido?

—Boo —le susurró una voz al oído.

Wallace no gritó sino más bien chilló. Casi se cayó al darse


la vuelta. Nelson estaba detrás de él, levantando una ceja
blanca y gruesa.

—¿Cómo has hecho eso?

—Soy un fantasma —dijo Nelson secamente—. Puedo hacer


casi cualquier cosa. —Levantó el bastón como si fuera a
golpear de nuevo a Wallace. Wallace se echó hacia atrás—.
Así está mejor. Basta ya de tonterías. Puede que no te guste
estar aquí, pero eso no significa que puedas hacernos sufrir
a los demás por ello. O mantienes la boca cerrada o vienes
conmigo.

—¿Por qué iba a ir a algún sitio contigo?

—Oh, no lo sé —dijo Nelson—. ¿Tal vez porque soy el único


fantasma humano aquí además de ti? ¿Tal vez porque he
estado muerto mucho más tiempo que tú, y por lo tanto sé
mucho más que tú? ¿O tal vez, sólo tal vez, porque yo
tampoco duermo y sería bueno tener a alguien con quien
quedarse despierto? Escoge una, chico, o no escojas nada,
siempre que dejes de hacer este ruido infernal antes de que
te enseñe otra vez la punta de mi bastón.

—¿Por qué querrías ayudarme?

Las cejas de Nelson se alzaron sobre su frente.


—¿Crees que esto se trata de ti? —Se burló—. No lo es.
Estoy ayudando a mi nieto. Y no lo olvides. —Empujó a
Wallace y arrastró los pies por el pasillo hacia la parte
delantera de la casa, con las orejitas de sus zapatillas de
conejo revoloteando—. Sobre ti —murmuró—. Bah.

Wallace se quedó mirando su espalda. Pensó en continuar


donde lo había dejado, pero la amenaza del bastón no era
agradable. Se apresuró a seguir al anciano.

Nelson volvió a su silla frente al fuego, gruñendo al


sentarse. Apollo estaba tumbado de lado frente al fuego,
con el pecho subiendo y bajando lentamente. Alguien había
limpiado los cristales de la bombilla que se había roto antes,
y las luces de los apliques estaban atenuadas.

—Acerca una silla —dijo Nelson sin mirarlo.

Wallace suspiró, pero hizo lo que le pidieron.

Al menos lo intentó.

Se dirigió a la mesa más cercana y alcanzó una de las sillas


volcadas. Frunció el ceño cuando su mano atravesó la pata
de la silla. Respiró con fuerza por la nariz mientras lo
intentaba de nuevo y obtenía el mismo resultado. Una y otra
vez.

Wallace oyó que Nelson se reía, pero lo ignoró. Si Nelson


podía sentarse en una silla, entonces era algo que él
también podía hacer. Sólo tenía que averiguar cómo.

Se frustró aún más unos momentos después, cuando seguía


sin poder tocar la silla.

—Aceptación.
—¿Qué?

—Has aceptado que estás muerto —dijo Nelson—. Al menos


un poco. Crees que no puedes interactuar con el mundo
corpóreo por ello. Tu mente te está jugando una mala
pasada.

Wallace se burló.

—¿No es eso lo que todos querían que hiciera? ¿Aceptar que


estoy muerto?

No le gustó la sonrisa que se dibujó en el rostro de Nelson.

—Ven aquí.

Wallace lo hizo.

Nelson le indicó que se sentara en el suelo ante él. Wallace


suspiró, pero no tenía otra opción. Se hundió en el suelo,
cruzando las piernas, con las manos crispadas sobre las
rodillas. Apollo levantó la cabeza y lo miró. Su cola se agitó.
Se giró hacia Wallace, rodando sobre su espalda, con las
piernas pataleando en el aire. Cuando Wallace no aceptó la
evidente invitación a rascarle el estómago, gimió
lastimosamente.

—No —dijo Wallace—. Perro malo.

Apollo se tiró un pedo en respuesta, un sonido largo y


sonoro.

—Dios mío —murmuró Wallace, sin saber cómo iba a


encontrar las fuerzas para pasar la noche.

—¿Quién es un buen chico? —Nelson arrulló. Apollo casi


derriba a Wallace mientras se contoneaba ante los elogios.
—¿Me vas a ayudar o no?

—Pídemelo amablemente —dijo Nelson, sentándose de


nuevo en su silla—. El hecho de que estemos muertos no
significa que no tengamos que usar nuestros modales.

—Por favor —dijo Wallace, apretando los dientes.

—¿Por favor qué?

Wallace deseó que los dos estuvieran vivos para poder


asesinar a Nelson.

—Por favor, ayúdame.

—Así está mejor —dijo Nelson—. ¿Qué tal el suelo? ¿Es


cómodo?

—No.

—Pero estás sentado en él. Es algo que esperas. El suelo


siempre está ahí. No piensas en ello. Excepto que ahora lo
haces, ¿no?

Lo estaba haciendo. Estaba pensando bastante en ello.

Por eso se encontró de repente hundiéndose en el suelo.

Trató de agarrar algo que le impidiera seguir cayendo.


Cuando Nelson le tendió el bastón, con una carcajada, ya le
llegaba al pecho. Wallace se agarró a él como si fuera un
salvavidas y volvió a levantarse, para empezar a hundirse
de nuevo casi inmediatamente.

—Deja de pensar en ello —le dijo Nelson.

—¡No puedo! —De hecho, era lo único en lo que podía


pensar. Y lo que era peor, se preguntaba qué pasaría si se
hundía por completo en el suelo, chocando con la tierra que
había debajo y atravesándola.

Pero antes de hundirse en el centro de la tierra sólo para


perecer (posiblemente) en el núcleo fundido, Nelson dijo:

—¿Te dolió cuando moriste?

Parpadeó, con su agarre del bastón apretado.

—¿Qué?

—Cuando moriste —dijo Nelson—. ¿Te dolió?

—Yo... un poco. Fue rápido. Un momento estaba allí, y luego


no lo estaba. No sabía lo que estaba pasando. No veo qué
tiene que ver eso con...

—Y cuando estabas allí y luego no, ¿qué fue lo primero que


se te pasó por la cabeza?

—Que no podía ser real. Que tenía que haber algún error. Tal
vez sólo un sueño horrible.

Nelson asintió como si esa fuera la respuesta que esperaba.

—¿Qué te hizo darte cuenta de que no estaba soñando?

Dudó, su agarre del bastón se hizo más fuerte.

—Algo que recordé. Lo había oído o leído. Que no era


posible que uno viera su propia cara en un sueño con
verdadera claridad.

—Ah —dijo Nelson—. Y era claro para ti.

—Por supuesto —dijo Wallace—. Era capaz de ver las


marcas de mis gafas de lectura en la nariz, los pelos de la
barbilla y las mejillas. Fue entonces cuando me puse a
pensar que podría no ser un sueño. —Un pensamiento
fugaz, que apartó con todas sus fuerzas—. Y entonces... —
Tragó grueso—. En el funeral. Estaba Mei... nunca la había
visto.

—Exactamente —dijo Nelson—. La mente es una cosa


curiosa. Cuando soñamos, nuestro subconsciente no es
capaz de construir nuevas caras de la nada. Cualquier
persona que vemos en nuestros sueños es alguien que
hemos visto antes, aunque sea de pasada. Y cuando
estamos despiertos, todo está claro porque lo vemos con
nuestros ojos. O lo oímos con los oídos, lo olemos con la
nariz. No es así cuando estás muerto. Tienes que empezar
de cero. Tienes que aprender a engañarte a ti mismo para
creer lo inesperado. Y mira eso. Lo hiciste. Es un comienzo.

Wallace miró hacia abajo. Estaba de nuevo sentado en el


suelo. Se sentía sólido debajo de él. Antes de que pudiera
pensar en caerse una vez más, dijo:

—Me has distraído.

—Funcionó, ¿no? —Tiró de su bastón hacia atrás y lo apoyó


en la silla—. Tienes mucha suerte de tenerme.

—¿La tengo? —Se mostró dudoso en el mejor de los casos.

—Absolutamente —dijo Nelson—. Cuando morí, tuve que


aprender todo esto por mi cuenta. Hugo no estaba contento
conmigo, pero mantuvo sus protestas al mínimo. Después
de todo, no se debe hablar mal de los muertos. Me llevó
tiempo. Fue como aprender a caminar de nuevo. —Se rió—.
Tuve bastantes tropiezos aquí y allá. Rompí algunas tazas de
té, para consternación de Hugo. Le encantan las tazas de té.
—Parece que tiene una fascinación malsana por el té —
murmuró Wallace.

—Eso lo heredó de mí —dijo Nelson, y Wallace casi se sintió


mal. Casi—. Le enseñé todo lo que sabe. Necesitaba
concentrarse, y el cultivo de plantas de té se lo proporcionó.

—¿Por qué me ayudas?

Nelson ladeó la cabeza.

—¿Por qué no lo haría? Es lo correcto.

Wallace estaba confundido.

—Pero no te voy a dar nada a cambio. No puedo. No así.

Nelson suspiró.

—Esa es una forma extraña de ver las cosas. No te estoy


ayudando porque espero que me des algo. Sinceramente,
Wallace. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin
esperar algo a cambio?

2006. Wallace tenía monedas sueltas en el bolsillo que le


molestaban. Un vagabundo había estado mendigando en la
esquina de la calle cerca de su oficina. Había dejado caer el
cambio en la taza del hombre. Eran setenta y cuatro
centavos. El hombre le dio las gracias. Diez minutos
después, Wallace se había olvidado de su existencia. Hasta
ahora.

Dijo:

—No lo sé.

—Huh —dijo Nelson—. Eso sí que es... una cosa. Ya tienes


una ventaja sobre mí en un aspecto.
—¿Lo tengo?

Nelson señaló los apliques de la pared.

—Se fundió la bombilla. Rompiste el cristal. Me llevó mucho


tiempo conseguir esa cantidad de energía.

—No era mi intención —admitió Wallace—. Yo no... estaba


enfadado.

—Ya me he dado cuenta. —Su ceño se frunció de nuevo—.


Es mejor que evites la ira si es posible. Puede provocar todo
tipo de situaciones que es mejor evitar.

Wallace cerró los ojos.

—Tengo la sensación de que es más fácil decirlo que


hacerlo.

—Y lo es —dijo Nelson—. Pero lo lograrás. Al menos así será


en el caso de que no decidas atravesar esa puerta.

Los ojos de Wallace se abrieron de golpe.

—No quiero...

Nelson levantó las manos.

—Lo sabrás cuando sea el momento adecuado. Diré que es


agradable tener a alguien con quien hablar tan tarde en la
noche. Ayuda a pasar el tiempo.

—Años —dijo Wallace—. Dijiste que llevabas unos cuantos


años muerto.

—Así es.
El estómago de Wallace se retorció extrañamente. No era
diferente al gancho que tenía en el pecho, aunque ardía
más.

—¿Has estado aquí todas las noches solo?

—La mayoría de las noches —corrigió Nelson con suavidad


—. De vez en cuando viene alguien como tú, aunque no
suelen quedarse mucho tiempo. Es un lugar de transición.
Un pie en un mundo y el otro en el siguiente.

Wallace se volvió hacia el fuego. Estaba casi apagado.

—No quiero hablar más de ello.

—Ah —dijo Nelson—. Por supuesto que no. ¿De qué quieres
hablar?

Pero Wallace no respondió. Se tumbó en el suelo y se


acurrucó sobre sí mismo, con los brazos alrededor del pecho
y las rodillas contra el estómago. El gancho de su pecho
vibraba, y lo odiaba. Cerró los ojos y deseó poder volver
atrás en el tiempo, cuando todo tenía sentido. Le dolía más
de lo que esperaba.

—Vale —dijo Nelson en voz baja—. Nosotros también


podemos hacerlo. Tómate todo el tiempo que necesites,
Wallace. Estaremos aquí cuando estés listo. ¿No es así,
Apollo?

Apollo emitió un ladrido, con la cola golpeando


silenciosamente el suelo.

[1]Elisabeth Kübler Ross fue una psiquiatra y escritora suizo-


estadounidense, una de las mayores expertas mundiales en
la muerte, las personas moribundas y los cuidados
paliativos

[2] La teoría de las 5 fases del duelo de la psiquiatra


Elisabeth Kübler-Ross es uno de los modelos psicológicos
más célebres en todo el mundo. Estos cinco estadios son la
negación, la ira, la negociación, la depresión y la
aceptación, y tienen lugar en mayor o menor grado siempre
que sufrimos una pérdida.
Capítulo 8
Volvió a abrir los ojos cuando oyó sonar el despertador en
algún lugar del piso superior. Todavía estaba oscuro afuera y
el reloj sobre la chimenea decía que eran las cuatro y media
de la mañana.

No había dormido. Por mucho que lo intentara, no conseguía


relajarse. No ayudaba el hecho de que no estuviera ni
remotamente cansado. Se había quedado a la deriva, sin
llegar a adormecerse. Repitió una y otra vez en su mente el
momento justo antes de su muerte, preguntándose si podría
haber hecho algo diferente. No se le ocurría nada, y eso sólo
le hacía sentirse peor.

Las tuberías de las paredes gimieron y crujieron cuando


alguien abrió la ducha. El sonido del agua le trajo una nueva
oleada de miseria. No volvería a ducharse nunca más.

Mei fue la primera en bajar las escaleras. Apollo la saludó


moviendo la cola. Ella bostezó, con la mandíbula crujiendo
mientras le frotaba entre sus orejas. No llevaba traje como
el día anterior. En su lugar, llevaba un pantalón negro y una
camisa de cuello blanco debajo de un delantal como el que
había llevado Hugo la noche anterior.

Nelson se había ido de su silla. Wallace ni siquiera le había


oído marcharse.

—¿Por qué estás acostado en el suelo? —preguntó Mei.

—¿Por qué tenemos que hacer todo esto? —dijo Wallace con
desgana—. No tiene sentido.
—Oh, amigo —dijo Mei—. Todavía es muy temprano para
tener que lidiar con tu angustia existencial. Al menos deja
que me despeje más antes de tener que aguantar
semejante cagada.

Volvió a cerrar los ojos.

Y los abrió cuando sintió a alguien encima de él.

Hugo estaba allí, mirándole fijamente, vestido como el día


anterior. La única diferencia era el pañuelo rosa brillante
que llevaba en la cabeza. Wallace ni siquiera le había oído
acercarse. Miró el cable que los unía.

Hugo sonrió.

—¿Qué es esto?

—¿Cómo es que eres tan silencioso? —preguntó Wallace.

—Práctica —dijo Hugo con una risita mientras se daba unas


palmaditas en la parte baja del estómago—. O tal vez no
estabas prestando atención. Vamos. Levántate.

—¿Por qué? —Se estrechó las piernas con más fuerza.

—Porque quiero enseñarte la cocina.

—Es una cocina —dijo Wallace—. En cuanto has visto una,


ya has visto todas.

—Sígueme el juego.

—Dudo mucho que quiera hacer eso.

Hugo asintió.

—Como quieras. Apollo.


Wallace gritó cuando el perro corrió a través de la pared
más cercana. Rodeó a Hugo, olfateando sus pies y piernas.
Una vez que terminó su inspección, se sentó al lado de
Hugo, con su única oreja cayendo.

—Buen chico —dijo Hugo. Señaló con la cabeza a Wallace—.


Lame.

Wallace dijo:

—¿Qué? Espera, ¡no! ¡Sin lamer! No...

Apollo lamió con bastante furia. Su lengua babeó la cara de


Wallace y luego sus brazos cuando éste trató de protegerse
de lo que sin duda era una agresión canina. Intentó apartar
al perro de él, pero Apollo era pesado. Su aliento era terrible
y, por un breve momento, Wallace se preguntó por su propio
aliento, ya que hacía días que no se lavaba los dientes. Pero
entonces esa línea de pensamiento se desvió totalmente
cuando abrió la boca para gritar, y la lengua del perro le
rozó la suya.

—Puaj, ¿por qué? ¿Por qué?

—Apollo —dijo Hugo suavemente.

Apollo retrocedió inmediatamente, sentándose de nuevo al


lado de Hugo, mirando a Wallace como si fuera el imbécil de
la situación.

—¿Preparado para ir a la cocina? —preguntó Hugo.

—Destruiré todo lo que amas —amenazó Wallace.

—¿Eso funcionó alguna vez con alguien? —Hugo sonaba


honestamente curioso.
—Sí. Todo el tiempo. —Aunque no había utilizado esas
mismas palabras, la gente había aprendido a temerle. Los
que estaban a su servicio, los que no lo estaban. Sus
colegas. Miembros del jurado. Unos cuantos niños, la
verdad, pero cuanto menos se hable de eso, mejor.

—Oh —dijo Hugo—. Bueno. Hasta que lo hagas, deberías


venir a ver mis panecillos. Estoy orgulloso de ellos.

—¿Tus panecillos? —Mei gritó desde la cocina—. ¡Cómo te


atreves!

Hugo se rió.

—¿Ves con lo que tengo que lidiar? Levántate, Wallace. No


querrás estar ahí cuando abramos. La gente te pasará por
encima, y nadie quiere eso. Tú menos que nadie.

Giró sobre sus talones y rodeó el mostrador antes de


atravesar las puertas dobles, con Apollo siguiéndole.

Wallace pensó seriamente en quedarse donde estaba.

Al final, se levantó.

Pero sólo porque así lo decidió.

***

La cocina era mucho más grande de lo que pensaba. Era


una cocina recta: en un lado había dos hornos de tamaño
industrial y una cocina con ocho fogones metálicos
diferentes, casi todos en uso. En el otro había un fregadero
y un refrigerador que era el más grande que Wallace había
visto. Al fondo de la cocina había un pequeño rincón para
desayunar con una mesa cerca de unos ventanales que
daban al jardín de té.
Mei tenía harina en la frente mientras se movía de un lado a
otro en la cocina, frunciendo el ceño ante las ollas que
burbujeaban en los fogones antes de murmurar:

—¿Se supone que hace eso? —Se encogió de hombros y se


inclinó para mirar cada horno.

Encima de un mueble había una radio, y Wallace se


sorprendió de la música heavy metal que salía de los
altavoces, atronadora y horrible y en... ¿alemán? Mei lo
empeoró cantando con una voz gutural poco agradable.
Parecía que intentaba invocar a Satanás. Wallace no se
extrañaría de que estuviera haciendo precisamente eso. Y,
oh, eso inició una línea de pensamiento que él no quería ni
considerar.

Se sobresaltó cuando vio a Nelson sentado en una de las


sillas de la mesa, con las manos apoyadas en su bastón. ¿Se
había cambiado de ropa? Ya no estaba el pijama ni las
zapatillas de conejo. Ahora llevaba un grueso jersey azul
sobre unos pantalones de color canela y unos zapatos con
tiras de autocierre. Y también gruñía al ritmo de la música
como si se supiera todas y cada una de las palabras.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Wallace.

Todo el mundo se detuvo para mirarlo, mientras Hugo se


ataba el delantal.

—¿Hacer qué? —preguntó Mei mientras alzaba la mano para


bajar el volumen de la radio.

—No estoy hablando conti... Nelson, ¿cómo has hecho eso?

Nelson miró a su alrededor como si hubiera algún otro


Nelson en la cocina. Cuando vio que no lo había, dijo:
—¿Es a mí?

Tal vez hundirse en el suelo no era tan mala idea.

—Sí, tú. Te has cambiado de ropa.

Nelson se miró a sí mismo.

—¿Por qué no iba a hacerlo? El pijama es para la noche. ¿No


lo sabes?

—Pero... es que… estamos muertos.

—Aceptación —dijo Mei—. Genial. —Empezó a remover


furiosamente las ollas de nuevo, una tras otra.

—¿Y? —dijo Nelson—. El hecho de que esté muerto no


significa que no me guste lucir lo mejor posible. —Levantó
sus zapatos, moviendo los pies—. ¿Te gustan? Son de cierre
de velcro, porque los cordones son para los tontos.

No, a Wallace no le gustaban.

—¿Cómo lo has hecho?

—¡Oh! —dijo Nelson alegremente—. Bueno, es la cosa


inesperada de la que hablábamos anoche después de que
te hundieras en el suelo.

—¿Después de qué? —preguntó Hugo, con las cejas


arqueadas.

Wallace le ignoró.

—¿Es posible hacer eso?

Nelson se encogió de hombros.


—No lo sé. ¿Puedes? —Levantó el bastón y lo golpeó contra
el suelo. Y así, sin más, se puso un traje a rayas, no muy
diferente de uno que Wallace tenía colgado en su propio
armario. Volvió a golpear el bastón y se puso unos vaqueros
y un pesado abrigo de invierno. Volvió a golpear el bastón, y
llevaba un esmoquin, con el sombrero de copa inclinado
alegremente sobre la cabeza. El bastón golpeó el suelo una
vez más y se puso su traje original, con zapatos de velcro y
todo.

Wallace se quedó boquiabierto.

Nelson se lució.

—Soy muy bueno en casi todo.

—Abuelo —advirtió Hugo.

Nelson puso los ojos en blanco.

—Cállate, muchacho. Deja que me divierta. Wallace, ven


aquí.

Wallace se acercó. Se detuvo frente a Nelson, que lo miró de


arriba a abajo críticamente.

—Ajá. Sí. Bastante. Ya veo. Eso es... desafortunado. —


Entrecerró los ojos mirando los pies de Wallace—. Chanclas.
Yo nunca las he usado. Tengo las uñas de los pies
demasiado largas.

Wallace hizo una mueca.

—Eso no parece algo que se pueda compartir.

Nelson se encogió de hombros.

—Aquí no tenemos secretos.


—Deberíamos —murmuró Hugo, sacando una bandeja de
panecillos de uno de los hornos. Eran gruesos y esponjosos,
con trozos de chocolate chorreando. Wallace podría haberse
fijado más en ellos si no hubiera estado completamente
distraído por el hecho de que podía cambiarse de ropa a su
antojo.

—¿Cómo funciona? —preguntó.

Nelson arrugó la cara.

—Tienes que desearlo con fuerza.

Wallace lo deseaba por encima de todo. Prácticamente


cualquier cosa.

—Listo. ¿Qué más?

—Eso es.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Ni por asomo —le aseguró Nelson—. Piensa en lo que te


gustaría ponerte, cómo se siente contra tu piel, cómo se ve
en tu cuerpo. Cierra los ojos.

Wallace lo hizo, sintiéndose un poco incómodo. La última


vez que Nelson le dijo que hiciera algo, había estado dando
vueltas sin parar. La canción terminó y comenzó otra, ésta
aparentemente con más gritos.

—Ahora, imagina un traje en tu mente. Empieza con algo


sencillo. Un par de pantalones y una camisa. No quieras
probar con capas, al menos no todavía. Ya lo conseguirás.

—Vale —susurró Wallace—. Pantalones y una camisa.


Pantalones y una camisa. Lo tengo.
—¿Puedes verte?

Se veía. Estaba de pie en el dormitorio de su apartamento


frente al espejo que colgaba de la parte posterior de la
puerta. Su armario estaba abierto. En las calles de abajo
sonaban bocinas, hombres y mujeres con sombreros de
construcción gritaban y reían. Un músico callejero tocaba el
violonchelo en la esquina.

—Sí, ya lo veo.

—Ahora, hazlo realidad.

Wallace abrió un ojo con mala cara.

—Creo que voy a necesitar un poco más que eso.

Gritó cuando recibió un bastonazo en uno de sus muslos.

—No te estás centrando.

Volvió a cerrar los ojos y tomó aire, dejándolo salir


lentamente.

—Sí. Estoy concentrado. Unos pantalones y una camisa


abotonada. Pantalones y camisa abotonada.

Sucedió algo muy extraño.

Sintió un cosquilleo en la piel como si una baja corriente


eléctrica comenzara a recorrerlo. Comenzó en los dedos de
los pies y subió por las piernas hasta llegar al pecho. El
gancho, siempre ahí, y ya se estaba acostumbrando a él,
para su disgusto, se torció ligeramente.

—Oh, Dios —dijo Nelson mientras Mei empezaba a


ahogarse.
Wallace abrió los ojos.

—¿Qué? ¿Funcionó?

—Um —dijo Nelson. Se aclaró la garganta—. Yo... ¿creo que


sí? ¿Te encuentras a menudo usando eso? Sin juzgar, por
supuesto. Lo que hagas en tu tiempo libre es asunto tuyo.
Sólo que no sé si es apropiado para la casa de té.

—¿Qué...? —Wallace bajó la mirada.

Se había cambiado de ropa. El chándal, la camiseta y las


chanclas habían desaparecido.

Hizo un ruido estrangulado al ver que ahora llevaba un


bikini de rayas que dejaba poco a la imaginación. Y no era
sólo la parte inferior del bikini, no. También llevaba la parte
superior sobre el pecho, los tirantes atados al cuello y los
extremos colgando por la espalda. Sus pies estaban
desnudos, pero ese era el menor de sus problemas.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué me has hecho?

Nelson resopló.

—Eso no tiene nada que ver conmigo. Es todo tuyo. —


Entornó los ojos hacia Wallace—. ¿Esto es lo que llevabas en
tu tiempo libre? Parece un poco... ajustado. De nuevo, sin
juzgar. —Estaba mintiendo, obviamente. Su voz tenía un
poco de juicio.

Fue en ese momento que Wallace lamentó que los humanos


hubieran evolucionado con sólo dos manos. Intentó cubrirse
la entrepierna con una mano mientras presionaba
inútilmente la otra contra el pecho, como si fuera a hacer
algo.
Mei silbó por lo bajo.

—Lo consigues mejor de lo que hubiera pensado. La verdad


es que estoy un poco celosa. Tienes un bonito trasero.

Se giró, con las dos manos cubriendo su trasero. Miró


fijamente a Mei. Ella le sonrió dulcemente.

—Abuelo —dijo Hugo.

Nelson frunció el ceño.

—No he sido yo. Sinceramente, no esperaba que funcionara.


Tardé meses en descubrir cómo cambiarme de ropa. ¿Cómo
iba a saber que él sería capaz de hacerlo en su primer
intento? Es bastante bueno en esto de los fantasmas. —Hizo
una mueca mientras miraba a Wallace—. Quizá demasiado
bueno.

Wallace se preguntó qué decía de su vida (y de su muerte)


el hecho de que hubiera acabado en la cocina de una casa
asimétrica en medio de la nada sin más ropa que un bikini.

—No pasa nada —dijo Hugo con suavidad mientras Wallace


buscaba a su alrededor algo con lo que cubrirse, sólo para
recordar que en realidad no podía tocar nada—. No siempre
funciona la primera vez. Sólo has tenido un pequeño fallo.

—Fallo —dijo Wallace con un gruñido—. Se ha montado en


mi... ¿cómo puedo arreglar esto?

—No sé si puedes —dijo Nelson con gravedad—. Puede que


te quedes así el resto de tu tiempo aquí. Y más allá.

Hugo suspiró.
—No lo harás. El abuelo te está tomando el pelo. Deberías
haber visto la primera vez que consiguió cambiarse de ropa.
Acabó llevando un disfraz completo de conejo de Pascua.

—Incluso tenía una cesta con huevitos de plástico —


coincidió Nelson—. Fue extraño, eso. Los huevos estaban
rellenos de coliflor, que es, por supuesto, repugnante.

—Sabías que esto iba a pasar —espetó Wallace.

—Por supuesto que no lo sabía —respondió Nelson—. Creí


que te quedarías ahí arrugando la cara durante unos buenos
treinta minutos antes de rendirte. —Se rió—. Esto es mucho
más entretenido. Me alegro mucho de que hayas venido.
Ciertamente sabes cómo dar vida a este lugar. —Sonrió—.
¿Lo entiendes? ¿Dar vida? Es gracioso porque no estás vivo.
Oh, juego de palabras. Cómo te adoro.

Wallace tuvo que recordar que, desde el punto de vista


legal, golpear a los ancianos estaba mal visto (y era
contrario a la ley), aunque dichos ancianos lo merecieran.

—¡Cámbiame!

Pero antes de que Nelson pudiera abrir la boca, y sin duda


empeorar las cosas, pensó Wallace, Hugo dijo:

—Wallace, mírame.

Lo hizo. Se sintió casi impotente para no hacerlo. El cable


vibraba entre ellos.

Hugo asintió.

—No pasa nada. Un pequeño contratiempo. Son cosas que


pasan. Nada por qué molestarse.
—No eres tú el que lleva bikini —le recordó Wallace.

Hugo sonrió.

—No, supongo que no soy yo. No está tan mal, creo. Tienes
las piernas para hacerlo.

Wallace gimió cuando Mei empezó a atragantarse de nuevo.

Hugo levantó la mano hacia el pecho de Wallace, con los


dedos y la palma a pocos centímetros de su piel. El gancho
vibró suavemente. Wallace aspiró un poco. Su rabia se
estaba desvaneciendo junto con su vergüenza. No se sentía
bien, no exactamente, pero se estaba tranquilizando.

—¿Qué estás haciendo?

—Ayudando —dijo Hugo, apareciendo líneas en su frente—.


Cierra los ojos.

Lo hizo.

Y, extrañamente, le pareció que podía sentir el calor de la


mano de Hugo, aunque eso debería haber sido imposible.
Wallace podía tocar al perro, podía tocar a Nelson y a Mei (y
a todos ellos), pero no podía tocar a Hugo. Parecía que
había reglas, reglas que estaba empezando a aprender
aunque fueran absurdas. La sensación de hormigueo volvió
a recorrer su piel.

—Viene de la tierra —dijo Hugo en voz baja—. Energía. Vida.


Muerte. Todo ello. Nos levantamos y caemos y luego nos
levantamos una vez más. Todos estamos en caminos
diferentes, pero la muerte no discrimina. Llega para todos.
Es lo que haces con ella lo que te diferencia. Concéntrate,
Wallace. Te mostraré dónde buscar. Lo conseguirás. Todo lo
que se necesita es un poco… así. ¿Ves?
Wallace abrió los ojos y miró hacia abajo.

Chanclas. Sudaderas. Camiseta vieja. Igual que antes.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó, tirando de la camiseta.

—No hice nada —dijo Hugo—. Lo has hecho tú. Yo


simplemente te ayudé a encontrar la dirección. ¿Está mejor?

Sí, mucho. Nunca pensó que se sentiría tan aliviado de


volver a ver sus chanclas.

—Supongo.

Hugo asintió.

—Lo resolverás. Tengo fe en ti. —Dio un paso atrás—. Si te


quedas mucho tiempo, claro. —Una mirada divertida cruzó
su rostro, pero desapareció antes de que Wallace pudiera
encontrarle sentido—. Estoy seguro de que, sea lo que sea
lo que venga, ya no tendrás que preocuparte por esas
cosas.

Eso sonó siniestro.

—¿La gente no lleva ropa en el... Cielo? ¿La vida después de


la muerte? ¿Cómo lo llamo?

Nelson se rió.

—Oh, estoy seguro de que lo descubrirás de un modo u otro.


Por lo que sabemos, es una gigantesca colonia nudista.

—Entonces, el infierno —murmuró Wallace.

—¿Qué te parecen los panecillos? —preguntó Hugo,


señalando con la cabeza la bandeja que estaba sobre la
estufa.
Wallace suspiró.

—No puedo comerlos, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué demonios iba a importarme su


aspecto? —No dijo que podía olerlos, el aroma espeso y
cálido, porque le hacía sentir solo. Es extraño que los
panecillos puedan hacer tal cosa, casi haciéndole alargar la
mano y fracasar en el intento de tocar algo que nunca
podría tener.

Hugo los miró y luego volvió a mirar a Wallace.

—Porque se ven bien. No siempre se trata de lo que


podemos o no podemos tener, sino del trabajo que ponemos
en ello.

Wallace levantó las manos.

—Eso no... ¿sabes qué? Está bien. Parecen panecillos.

—Gracias —dijo Hugo con seriedad—. Es bonito que lo


digas.

Wallace gimió.

***

A las siete y media, Charon's Crossing abrió sus puertas.

Wallace vio cómo Hugo abría la puerta principal y cambiaba


el letrero del escaparate de CERRADO a ABIERTO. ¡ENTREN!
No sabía qué esperar. La casa de té estaba apartada de la
ciudad, y pensó que si había algún cliente, llegaría poco a
poco a lo largo del día.
Así que imaginen su sorpresa cuando vio que la gente ya
estaba esperando fuera. Tan pronto como la cerradura hizo
clic en la puerta, ésta se abrió, y una multitud de personas
entró.

Algunos formaron una fila en el mostrador, saludando a


Hugo como si lo conocieran desde hace tiempo. Otros se
sentaron en las mesas, frotándose el ojo mientras
bostezaban. Llevaban ropa de negocios o uniformes de sus
lugares de trabajo. Había jóvenes con gorras, con sus bolsos
colgados al hombro. Se sorprendió cuando nadie sacó
inmediatamente un portátil o miró sus teléfonos.

—No hay Wi-Fi —dijo Mei cuando preguntó. Se movía por la


cocina con facilidad—. Cuando la gente viene aquí, Hugo
quiere que hablen entre ellos en lugar de estar fijados en
una pantalla.

—Por supuesto que sí —dijo Wallace—. Es una cosa de


hipsters, ¿no?

Mei se giró despacio para mirarle a los ojos.

—Por favor, permíteme estar allí cuando le digas eso a


Hugo. Quiero ver la expresión de su cara cuando le llames
hipster. Lo necesito así como el oxígeno.

Hugo registró los pedidos en su vieja caja registradora, su


sonrisa nunca vaciló mientras ponía pasteles en bolsitas o
entregaba teteras a las mesas que esperaban. Wallace se
quedó en la cocina, observándolo a través de las ventanas
de ojo de buey. Pensó en salir al frente, pero se quedó
dónde estaba. Se dijo que era porque no quería estorbar.

No es que pudiera.
Nelson volvió a su silla frente a la chimenea. Wallace se dio
cuenta de que nadie intentaba sentarse en la silla, aunque
no podían ver que estaba ocupada. Apollo se movía de
mesa en mesa, moviendo la cola a pesar de ser ignorado.

Eran cerca de las nueve cuando la puerta se abrió de nuevo.


Entró una mujer. Llevaba un pesado abrigo, con la parte
delantera abotonada hasta la garganta. Estaba pálida y
apagada, con ojeras. No se dirigió al mostrador, sino que se
sentó en una mesa vacía cerca de la chimenea.

Wallace frunció el ceño a través de la ventana. Tardó un


momento en localizarla. La había visto la noche anterior,
cuando Mei lo había llevado a Charon's Crossing. Se había
alejado rápidamente de la casa de té.

—¿Quién es? —preguntó Wallace.

—¿Quién? —Mei se acercó a la puerta, poniéndose de


puntillas para mirar a través del ojo de buey que tenía al
lado.

—La mujer cerca de Nelson. Ella estaba aquí anoche cuando


llegamos. Pasó por delante de nosotros.

Mei suspiró mientras se dejaba caer sobre sus talones.

—Esa es Nancy. Mierda, llega temprano. Normalmente viene


por la tarde. Debe haber sido una mala noche. —Se limpió
las manos en el delantal—. Voy a tener que salir y llevar la
caja registradora. ¿Te quedas aquí?

—¿Por qué tienes que...? —Dio un paso atrás cuando Mei se


abrió paso a través de la puerta. Observó cómo se dirigía a
Hugo, susurrándole al oído. Él miró a la mujer sentada en la
mesa antes de asentir. Luego se movió alrededor del
mostrador, cogiendo otra tetera y una sola taza,
poniéndolas en una bandeja. Se la llevó a la mujer. Ella no lo
reconoció mientras él colocaba la bandeja en la mesa.
Siguió mirando por la ventana mientras agarraba el bolso en
su regazo.

Hugo se sentó en la silla vacía del otro lado de la mesa. No


habló. Vertió el té en la taza y el vapor se elevó en
espirales. Volvió a dejar la tetera en la bandeja antes de
levantar la taza y dejarla en la mesa frente a la mujer.

Ella la ignoró, y a él también.

Hugo no parecía estar molesto. Cruzó las manos sobre la


mesa y esperó.

Wallace se preguntó si esta mujer era otro fantasma, un


espíritu como él. Pero entonces un hombre se acercó a la
mesa, puso la mano en el hombro de Hugo y habló en voz
baja. El hombre asintió a la mujer antes de salir por la
puerta principal.

Hugo y la mujer permanecieron así durante casi una hora.


La mujer nunca bebió del té ofrecido, y nunca habló.
Tampoco lo hizo Hugo. Era como si simplemente existieran
en el mismo espacio.

Cuando la fila en el mostrador se redujo, Mei volvió a la


cocina.

—¿Qué están haciendo?

Mei negó con la cabeza.

—No creo que me corresponda decirlo.

Wallace se burló.
—¿Acaso aquí nadie dice nada sustancial?

—Sí lo hacemos —dijo Mei, abriendo una puerta de la


despensa y sacando una tarrina de plástico llena de
paquetes individuales de azúcar y crema—. Simplemente no
oyes lo que quieres oír. Sé que puede ser difícil de entender,
pero no todo gira en torno a ti, Wallace. Tú tienes tu propia
historia. Ella tiene la suya. Si estás destinado a saber cuál
es, lo sabrás.

Se sintió debidamente reprendido. Y lo que es peor, pensó


que ella tenía razón.

Mei suspiró.

—Se te permite hacer preguntas. De hecho, es bueno que lo


hagas. Pero sus asuntos son entre Hugo y ella. —Llevó la
tarrina hacia las puertas. Wallace se apartó de su camino.
Antes de pasar, se detuvo, mirándolo. Dudó. Luego—: Hugo
probablemente te dará los detalles si le preguntas, pero
debes saber que ella tiene sus razones para estar aquí.
¿Sabes que eres mi primer caso en solitario?

Wallace asintió.

Mei se mordió el labio inferior.

—Hugo tuvo otro Segador antes que yo. Había estado con él
desde que empezó como barquero. Hubo... complicaciones,
y no sólo relacionadas con Cameron. El Segador presionó
cuando no debía, y se cometieron errores. Yo no lo conocía,
pero escuché las historias. —Se apartó el flequillo de la
frente—. Estamos aquí para guiar, para ayudar a Hugo y a la
gente que traemos aquí. Pero su primer Segador olvidó eso.
Pensó que sabía más que Hugo. Y no terminó bien. El
Gerente tuvo que involucrarse.
Wallace había oído ese nombre antes. Nelson lo había
llamado un tipo desagradable.

—¿El Gerente?

—Es mejor que no lo conozcas —dijo rápidamente Mei—. Es


nuestro jefe. Él es quien me asignó a Hugo y me entrenó en
cómo cosechar. Es... mejor cuando no está aquí. No
queremos llamar su atención.

Los pelos de su nuca se erizaron.

—¿Qué hace él?

—Gestiona —dijo Mei como si eso lo explicara todo—. No te


preocupes por eso. No tiene nada que ver contigo, y no creo
que tengas que conocerlo nunca. —Y luego, en voz baja—:
Al menos espero que no lo hagas. —Se abrió paso a través
de las puertas.

Wallace volvió a mirar por el ojo de buey a tiempo de ver a


la mujer, Nancy, como si estuviera a punto de hablar. Abrió
la boca y la cerró. Sus labios se estiraron formando una
línea fina y sin sangre. Se levantó bruscamente, y la silla se
deslizó por el suelo. El bullicio de la casa de té se calmó
cuando todos se volvieron para mirarla, pero ella sólo tenía
ojos para Hugo. Wallace se estremeció ante su expresión de
rabia. Sus ojos eran casi negros. Creyó que iba a extender la
mano y golpear a Hugo. Pero no lo hizo, sino que rodeó la
mesa y se dirigió a la puerta.

Sólo se detuvo cuando Hugo dijo:

—Estaré aquí. En todo momento. Cuando estés lista, aquí


estaré.
Sus hombros se desplomaron mientras salía de Charon's
Crossing.

Hugo la observó a través de la ventana mientras se alejaba.


Mei se acercó a la mesa y le puso la mano en el hombro.
Habló en voz baja, con palabras que Wallace no pudo
entender.

Los hombros de ella se hundieron cuando salió de Charon's


Crossing.

Hugo suspiró y sacudió la cabeza antes de recoger la taza


de té y ponerla de nuevo en la bandeja. Mei dio un paso
atrás mientras se levantaba, alzando la bandeja con una
mano y caminando de nuevo hacia la cocina.

Wallace retrocedió rápidamente, sin querer que lo atraparan


espiando. Fingió estar estudiando los electrodomésticos
cuando las puertas se abrieron y Hugo entró en la cocina. El
ruido del Charon's Crossing volvió a aumentar.

—No tienes que quedarte aquí —dijo Hugo.

Wallace se encogió de hombros torpemente.

—No quería molestar. —Era consciente de lo ridículo que


sonaba eso. Pero no sabía cómo expresar con palabras lo
que realmente quería decir, es decir, que no quería que la
gente caminara a su alrededor (o, Dios no lo quiera, a
través de él) como si no estuviera allí.

Hugo dejó la bandeja cerca del fregadero.

—Este lugar es tan tuyo como nuestro mientras estés aquí.


No quiero que te sientas acorralado.
—Sin embargo, lo estoy —le recordó Wallace, asintiendo
hacia el cable—. ¿Recuerdas? Anoche fue todo un calvario.

—Lo recuerdo —dijo Hugo. Miró el té en la taza, sacudiendo


la cabeza—. Pero mientras estés aquí, puedes ir a cualquier
lugar del recinto que desees. No quiero que sientas que no
puedes.

—¿Por qué te importa si me siento atrapado?

Hugo lo miró.

—¿Por qué no habría de hacerlo?

Era tan malditamente frustrante.

—No te entiendo.

—No me conoces. —No lo dijo con malicia, sólo una


afirmación de los hechos. Hugo levantó la mano antes de
que Wallace pudiera replicar—. Sé cómo suena eso. No
estoy tratando de ser frívolo, lo prometo. —Bajó la mano y
miró la bandeja. El té se había enfriado, el líquido era oscuro
—. Es fácil dejarse llevar por la espiral y caer. Y yo estuve
cayendo durante mucho tiempo. Intenté no hacerlo, pero lo
hice. Las cosas no siempre fueron así. No siempre hubo un
Charon's Crossing. No siempre fui un barquero. Cometí
errores.

—¿Los cometiste? —Wallace no sabía por qué sonaba tan


incrédulo.

Hugo parpadeó lentamente.

—Por supuesto que los cometí. Independientemente de lo


que sea o de lo que haga, sigo siendo humano. Cometo
errores todo el tiempo. La mujer con la que estaba sentado,
Nancy, es... —Sacudió la cabeza—. Intento ser el mejor
barquero que puedo porque sé que la gente cuenta
conmigo. Creo que eso es todo lo que se puede pedir. He
aprendido de mis errores, aunque sigo cometiendo otros
nuevos.

—No sé si eso me hace sentir mejor —dijo Wallace.

Hugo se rió.

—No puedo prometer que no meteré la pata de alguna


manera, pero quiero asegurarme de que tu tiempo aquí sea
tranquilo y descansado. Te lo mereces, después de todo.

Wallace apartó la mirada.

—No me conoces.

—No lo hago —dijo Hugo—. Pero por eso estamos haciendo


lo que hacemos ahora. Estoy aprendiendo sobre ti para
saber cómo ayudarte mejor.

—No quiero tu ayuda.

—Sé que piensas eso —dijo Hugo—. Pero espero que te des
cuenta de que no tienes que pasar por esto solo. ¿Puedo
hacerte una pregunta?

—¿Qué pasa si digo que no?

—Entonces, di que no. No voy a presionarte para que hagas


algo para lo que no estás preparado.

No supo qué más tenía que perder.

—Bien. Pregunta lo que quieras.

—¿Tuviste una buena vida?


Wallace levantó la cabeza.

—¿Que?

—Tu vida —dijo Hugo—. ¿Fue buena?

—Define bueno.

—Estás dudando.

Lo estaba haciendo, y odiaba la facilidad con la que Hugo lo


veía. Hacía que le picara la piel. Se sentía exhibido,
mostrando cosas que no creía estar preparado para mostrar.
No estaba confundido; realmente nunca había pensado en
ello de esa manera. Se levantaba. Iba a trabajar. Se
quedaba allí. Hacía su trabajo, y lo hacía bien. Algunas
veces perdía. La mayor parte de las veces no. Por algo la
empresa había tenido tanto éxito. ¿Qué más había en la
vida aparte del éxito? Nada, en realidad.

Claro, no tenía amigos. Ni familia. No tenía un compañero,


ni nadie que llorara por él mientras descansaba en un
costoso ataúd en la entrada de una ridícula iglesia, pero eso
no debía ser la única medida de una vida bien vivida. Todo
era cuestión de perspectiva. Había hecho cosas importantes
y, al final, nadie podía pedirle más.

Dijo:

—Yo viví.

—Lo hiciste —dijo Hugo, todavía sosteniendo la taza de té—.


Con eso no respondes a mi pregunta.

Wallace frunció el ceño.

—No eres mi terapeuta.


—Sí, ya lo sé. —Levantó la taza y vertió el té en el
fregadero. Parecía que le dolía hacerlo. El líquido oscuro
salpicó antes de que Hugo abriera el grifo y lavara los
posos.

—¿Es así... es así como eres con los demás?

Hugo cerró el grifo y dejó la taza de té suavemente en el


fregadero.

—Cada persona es diferente, Wallace. No hay una sola


forma de actuar, no hay reglas únicas que puedan aplicarse
a todas las personas que, como tú, entran por mis puertas.
Eso no tendría sentido porque tú no eres como los demás,
así como ellos tampoco son como tú. —Miró por la ventana
sobre el lavabo—. Todavía no sé quién o qué eres. Pero
estoy aprendiendo. Sé que tienes miedo, y tienes todo el
derecho a tenerlo.

—Claro que sí —dijo Wallace—. ¿Cómo podría no sentirlo?

Hugo sonrió tranquilamente mientras se volvía hacia


Wallace.

—Eso podría ser lo más honesto que has dicho desde que
llegaste aquí. ¿Podrías ver eso? Estás progresando. Eso es
estupendo.

El elogio no debería haberle calentado tanto como lo hizo.


Se sentía inmerecido, especialmente cuando él no lo quería.

—Mei dijo que tuviste otro Segador antes que ella.

La sonrisa de Hugo se desvaneció mientras su expresión se


endurecía.
—Así es. Pero esa discusión está fuera de los límites. No
tiene nada que ver contigo.

Wallace dio un paso atrás y, por primera vez desde que


tenía memoria, quiso disculparse. Era extraño, peor aún por
lo difícil que le resultaba pronunciar las palabras. Frunció el
ceño y se esforzó.

—Lo... siento.

Hugo se hundió, con las manos sobre la encimera frente al


fregadero.

—Si yo voy a hacerte preguntas, tú deberías poder hacer lo


mismo. Hay algunas cosas de las que no me gusta hablar, al
menos no todavía.

—Entonces puedes entender que a mí me pase lo mismo.

Hugo levantó la vista sorprendido. Volvió a sonreír.

—Yo... sí. De acuerdo. Puedo entenderlo. Es justo.

Y con eso, se dio la vuelta y salió de la cocina, dejando a


Wallace mirando tras él.
Capítulo 9
Charon's Crossing estuvo relativamente ocupado durante la
mayor parte del día. Hubo una pausa a media tarde antes
de que llegara más gente cuando el cielo azul empezó a
cambiar hacia la oscuridad. Wallace se quedó en la cocina,
sintiéndose un auténtico mirón al ver a los clientes entrar y
salir.

Le sorprendió (maldita Mei) ver que ni una sola persona


intentaba arrancar un portátil o pasar un rato con sus
teléfonos. Incluso los que venían solos parecían contentos
de sentarse en sus sillas, absorbiendo el ruido de la casa de
té. Se sintió ligeramente divertido (y más que un poco
horrorizado) cuando intentó averiguar qué día era, sólo para
darse cuenta de que no tenía ni idea. Tardó un momento en
contar los días. Había muerto un domingo. Su funeral había
sido el miércoles.

Lo que significaba que hoy era jueves, aunque parecía que


habían pasado semanas. Si aún estuviera vivo, estaría en la
oficina, a horas de terminar su jornada. Siempre se
mantenía ocupado hasta la extenuación, hasta el punto de
que solía desmayarse al llegar a casa, cayendo de bruces en
la cama hasta que el despertador sonaba a primera hora de
la mañana siguiente para volver a empezar.

Fue esclarecedor.

Todo ese trabajo, todo lo que había hecho, la vida que había
construido. ¿Había importado? ¿De qué había servido todo?

No lo sabía. Y le dolía pensar en eso.


Con estos pensamientos retumbando en su cabeza, hizo el
papel de mirón, ya que no tenía otra cosa que hacer.

Mei entraba y salía de la cocina, diciéndole a Wallace que


prefería quedarse atrás si era posible.

—Hugo es la persona de la gente —le dijo—. Le gusta hablar


con todo el mundo. A mí no.

—Si es así, te has equivocado de profesión.

Se encogió de hombros.

—Me gustan más los muertos que los vivos. Los muertos no
suelen preocuparse por las pequeñas molestias de la vida.

Él no lo había pensado así. Daría cualquier cosa por esas


molestias de nuevo. La retrospectiva era una cosa muy
mala.

Nelson permaneció, la mayor parte del tiempo, en su silla


frente a la chimenea. Otras veces, se paseaba por las
mesas, asintiendo a conversaciones en las que no podía
participar.

Apollo entraba y salía de la casa. Wallace le oyó ladrar


ferozmente a una ardilla, indignado porque ésta le ignoraba
por completo.

Pero era a Hugo a quien observaba más.

Hugo, que parecía tener todo el tiempo del mundo para


cualquiera que le pidiera atención. A primera hora de la
tarde acudió una pandilla de mujeres mayores que le
adoraban y mimaban, le pellizcaban las mejillas y se reían
cuando se ruborizaba. Las conocía a todas por su nombre y
estaba claro que le adoraban. Todas se marcharon con una
sonrisa en la cara y con tazas de té humeantes en la mano.

No eran sólo las mujeres mayores. Era todo el mundo. Los


niños le exigían que los levantara y él lo hacía, pero no con
las manos. Se aferraban a sus bíceps poco musculados
mientras él levantaba los brazos, sus pies pataleaban en la
nada, sus risas eran brillantes y ruidosas. Las mujeres más
jóvenes coqueteaban, lanzándole miradas. Los hombres le
estrechaban la mano con fuerza, sus agarres parecían
fuertes mientras sus brazos subían y bajaban. Le llamaban
por su nombre de pila. Todos parecían encantados de verle.

Para cuando Hugo puso el cartel de CERRADO en la ventana


y bloqueó la puerta, Wallace estaba agotado. No sabía cómo
Hugo y Mei podían hacer esto día tras día. Se preguntaba si
alguna vez les parecía demasiado, enfrentándose a la clara
evidencia de la vida, sabiendo lo que les esperaba a todos
después.

Hablando de eso.

—¿Por qué no hay más gente aquí? —preguntó mientras Mei


arrastraba un cubo lleno de platos sucios. A través de la
puerta batiente, pudo ver que Hugo había cogido una
escoba y estaba barriendo el suelo mientras volcaba las
sillas.

Ella gruñó mientras ponía el cubo en la encimera junto al


fregadero.

—¿Qué?

—Otras personas —repitió Wallace. Luego—: Fantasmas. O


lo que sea.
—¿Por qué habría de haberlos? —preguntó Mei, empezando
a llenar el lavavajillas por sexta vez ese día.

—La gente muere todo el tiempo.

Mei jadeó.

—¿Lo hacen? Dios mío, esto lo cambia todo. No puedo creer


que nunca... oh, ahora sí que se te ve la cara.

Wallace hizo una mueca.

—Quien te haya dicho que eres graciosa obviamente mintió


y deberías sentirte mal por ello.

—No lo hago —le aseguró Mei—. Como, en absoluto.

—Como, totalmente.

—Parece que hemos hablado con la misma persona.

—¡Oye!

—No hay otros fantasmas aquí porque aún no hemos


recibido una nueva asignación. Algunos días, son
consecutivos y las cosas se superponen. Y luego hay otros
días en los que no recibimos a nadie. —Le miró antes de
volver al lavavajillas—. No solemos tener inquilinos a largo
plazo. Y no, Nelson y Apollo no cuentan. Creo que lo máximo
que tuvimos a la vez fueron... tres, sin incluirlos a ellos. Se
llenó un poco de gente.

—Por supuesto que no cuentan —murmuró Wallace—. ¿Cuál


es el mayor tiempo que alguien ha estado aquí?

—¿Por qué? ¿Piensas establecer lazos?

Se cruzó de brazos a la defensiva.


—No. Sólo estoy preguntando.

—Ah. Claro. Bueno, sé que Hugo tuvo a alguien que se


quedó dos semanas. Ese fue... un caso difícil. Las muertes
por suicidio suelen serlo.

Wallace tragó grueso.

—No puedo imaginarme tener que lidiar con eso.

—Yo no lidio con eso —dijo Mei bruscamente—. Y tampoco lo


hace Hugo. Nosotros hacemos esto porque queremos
ayudar a las personas. No estamos aquí porque tenemos la
obligación de estar. Estamos aquí porque decidimos que así
sea. Recuerda esa diferencia, ¿vale?

—De acuerdo, de acuerdo. No quise decir nada al respecto.


—Había tocado un nervio al que ni siquiera había apuntado.
Debía tener cuidado.

Ella se relajó.

—No voy a pretender decir que entiendo por lo que estás


pasando. ¿Cómo podría hacerlo? Y aunque creyera saber
cómo es, probablemente seguiría estando equivocada. Es
diferente para cada uno, hombre. Lo que la gente pasó
antes que tú y los que pasarán después, nunca va a ser lo
mismo dos veces. Pero eso no significa que no sepa lo que
estoy haciendo.

—Eres nueva —le recordó Wallace.

—Así es. Estuve entrenando sólo dos años antes de que me


dieran tu caso. Eso es más rápido que cualquier otro
Segador de la historia.
Eso no le hizo sentirse mejor. Cambió de táctica, un viejo
truco que había aprendido para intentar atrapar a la gente
con la guardia baja. Era sobre todo la fuerza de la
costumbre porque no estaba muy seguro de lo que buscaba.

—En la tienda de conveniencia.

—¿Qué pasa con eso? —Cerró el lavavajillas antes de


apoyarse en él, esperando que continuara.

—El dependiente —dijo Wallace—. Él pudo verte. Y la gente


de aquí también puede.

—Pueden —dijo ella lentamente.

—En cambio, las personas que asistieron a mi funeral no lo


hicieron.

—¿Hay una pregunta en alguna parte?

Él frunció el ceño.

—¿Siempre eres tan irritante?

Ella se encogió de hombros.

—Depende de a quién le preguntes.

—¿Eres... humana? —Sabía lo ridículo que sonaba, pero


entonces recordó que era un fantasma hablando con una
mujer que podía chasquear los dedos y arrastrarlo cientos
de kilómetros en un instante.

—Más o menos —dijo ella. Se subió a la encimera, con las


piernas y los pies colgando contra una fila de armarios de
madera—. O, más bien, solía serlo. Todavía tengo todas mis
partes humanas, si eso es lo que quieres decir.
—No creo que sea eso lo que quería decir en absoluto. No
estoy pensando en tus partes.

Ella resopló.

—Lo sé. Sólo estoy molestando, amigo. Relájate de una vez.


Ya no hay mucho por lo que preocuparse.

Eso le dolió más de lo que se atrevió a admitir.

—Eso no es cierto —dijo con rigidez.

Ella se puso seria.

—Oye, no. No quise decir eso... puedes hacer preguntas,


Wallace. De hecho, si no lo hicieras, me preocuparía. Es
natural. Esto es algo que nunca has experimentado antes.
Por supuesto que querrás tratar de entender todo de
inmediato. No debe ser fácil no obtener las respuestas que
estás acostumbrado a escuchar. Ojalá pudiera darte todas,
pero no las tengo. No sé si alguien las tiene, la verdad. —
Ella le miró con los ojos entrecerrados—. ¿Te ha servido de
algo?

—No tengo ni idea de cómo responder a eso.

—Bien —dijo ella.

Parpadeó, confundido.

—¿Bien?

Ella asintió.

—Tal vez sea sólo yo, pero creo que me sentiría aliviada al
descubrir que hay cosas que desconozco. No puede ser
saludable lo contrario, ¿sabes?
—Obviamente —dijo débilmente—. Me he muerto.

Ella se rió y pareció sorprendida por ello.

—Obviamente. No intentes forzarlo, Wallace. Vendrá en el


momento en que se produzca. Lo he visto antes. Sabrás
cuando sea el momento adecuado.

Pensó que ella estaba hablando de algo más que del


contenido de su conversación, y su mente se dirigió a la
puerta de arriba. No había tenido el valor de encontrarla, y
mucho menos de preguntar más sobre ella.

—El tiempo se mueve un poco diferente aquí —dijo ella—.


No sé si lo has notado, pero hay...

—El reloj.

Ella arqueó una ceja.

—¿El reloj?

—Cuando llegamos aquí, ayer por la noche. El segundero


tambaleaba. Se movía de un lado a otro o en ocasiones no
lo hacía.

Parecía impresionada.

—Te diste cuenta de eso, ¿eh?

—Es difícil no hacerlo. ¿Siempre es así?

Negó con la cabeza.

—Sólo cuando tenemos visitantes como tú, y sólo el primer


día. Es para darte tiempo a adaptarte. Para que entiendas la
posición en la que te encuentras. La mayoría de las veces,
significa estar sentado, esperando que alguien como tú
hable.

—En cambio, yo corrí —dijo Wallace.

—Lo hiciste. Y el reloj comenzó a moverse como lo hace


normalmente en el momento en que te fuiste. Sucede en
todos los lugares como éste.

—Nelson lo llamó una estación de paso.

—Esa es una buena manera de decirlo —dijo Mei—. Aunque,


yo lo veo más como una estación de espera.

—¿Qué estoy esperando? —preguntó Wallace, consciente de


lo monumental que le parecía la pregunta.

—Eso lo tienes que decidir tú, Wallace. No puedes forzar


esto, y nadie aquí va a tratar de presionarte para que hagas
algo para lo que no estás preparado. Hay que esperar lo
mejor, ¿sabes?

—Eso no es muy tranquilizador.

—De momento ha funcionado. Principalmente.

Cameron. Ese no era un tema para el que estuviera


preparado. Todavía podía escuchar el sonido sin palabras
que el hombre había hecho al verlo. Si todavía podía soñar,
pensó que tendría pesadillas por ello.

—¿Por qué haces esto?

—Eso es un poco personal.

Parpadeó.
—Oh. Yo... supongo que lo es. No tienes que decir nada si no
quieres.

—¿Por qué quieres saberlo? —Su tono no revelaba nada.

Wallace se esforzó por saber qué decir. Aterrizó en:

—Lo estoy intentando.

Ella no lo dejó escapar. Se sintió un poco intimidado frente a


ella.

—¿Intentar qué, Wallace?

Él miró sus manos.

—Tratando de ser... mejor. ¿No es eso lo que se supone que


debes ayudarme?

Los tacos de sus zapatos golpearon los armarios inferiores,


haciendo que las puertas traquetearan.

—No creo que nuestro trabajo sea hacerlos mejorar. Nuestro


trabajo es hacerte pasar por la puerta. Te damos el tiempo
necesario para hacer las paces, pero todo lo demás
depende de ti.

—De acuerdo —dijo con impotencia—. Yo... lo recordaré.

Ella lo miró fijamente durante un largo momento. Luego:

—Antes de venir aquí, no sabía hornear.

Él frunció el ceño. ¿Qué tenía eso que ver?

—Tuve que aprender —continuó—: Al crecer, no


horneábamos. No usábamos horno. Teníamos un
lavavajillas, pero nunca lo usábamos porque había que lavar
la vajilla a mano y luego meterla en el lavavajillas para que
sirviera de secador. —Hizo una mueca—. ¿Has intentado
alguna vez batir huevos? Amigo, esa mierda es difícil. Y
luego hubo una vez que hice que el lavavajillas se
desbordara de jabón hasta inundar la cocina. Me sentí un
poco mal por eso.

—No lo entiendo —admitió Wallace.

—Sí —murmuró Mei, frotándose una mano en la cara—. Es


algo cultural. Mis padres emigraron a este país cuando yo
tenía cinco años. Mi madre, ella... bueno. Le fascinaba la
idea de ser americana. No china. Tampoco americana de
origen chino. Estadounidense. A ella no le gustaba su
historia. La China del siglo XX estaba llena de guerras y
hambrunas, de opresión y violencia. Durante la Revolución
Cultural, la religión estaba prohibida, y cualquiera que
desobedecía era golpeado, ejecutado o simplemente...
desaparecía en el aire.

—No puedo imaginar lo que es eso —admitió Wallace.

—Por supuesto que no — dijo ella sin rodeos—. Mi madre


quería escapar de todo. Quería fuegos artificiales el cuatro
de julio y vallas, convertirse en alguien diferente. Quería lo
mismo para mí. Pero incluso viniendo aquí, había ciertas
cosas en las que todavía creía. No te vayas a la cama con el
pelo mojado porque te vas a resfriar. No escribas nombres
con tinta roja, porque eso es tabú. —Miró hacia otro lado—.
Cuando empecé... a manifestar, pensé que algo estaba mal
en mí, que estaba enferma. Que veía cosas que no existían.
No quería ni oír hablar de ello. —Se rió con ganas—. Sé que
probablemente no lo entiendas, pero en mi familia no
hablamos de esas cosas. Está... arraigado. No me dejaba
buscar ayuda, ver a un médico, porque a pesar de todo lo
que quería ser americana, había algunas cosas que
simplemente no hacía. Después de todo, ¿qué pensarían los
vecinos si se enteraran?

—¿Qué pasó? —preguntó Wallace, sin saber si le


correspondía.

—Intentó mantenerme oculta —dijo Mei—. Me mantuvo en


casa, diciéndome que estaba actuando, que no me pasaba
nada. ¿Por qué iba a hacerle esto después de todo lo que
había hecho para darme una buena vida? —Sonrió
débilmente—. Cuando eso no funcionó, me dieron a elegir. A
su manera o sin ella. Lo dijo sin más, y estaba tan orgullosa
de ello, porque era algo tan estadounidense.

—Cristo —respiró Wallace—. ¿Qué edad tenías?

—A los diecisiete años. Ya hace casi diez años. —Se agarró a


la encimera a ambos lados de las piernas—. Me fui por mi
cuenta. Tomé buenas decisiones. A veces decisiones no tan
buenas, pero aprendí de ellas. Y ella... bueno. No ha
mejorado, exactamente, pero creo que lo está intentando.
Llevará tiempo reconstruir lo que teníamos antes, si es que
eso es posible, pero hablamos por teléfono unas cuantas
veces al mes. De hecho, ella fue la primera en tender la
mano. Lo hablé con Hugo, y él pensó que podría ser una
rama de olivo, pero en última instancia, era yo quien tenía
que decidir. —Se encogió de hombros—. La echaba de
menos. Incluso con todo lo que pasó. Era... agradable
escuchar su voz. Hacia el final del año pasado, incluso me
pidió que volviera a visitarla. Le dije que no estaba
preparada para eso, al menos no todavía. No he olvidado lo
que me dijo antes. Se sintió decepcionada, pero dijo que lo
entendía y no me presionó. Aún así no cambia lo que veo.

—¿Y qué es eso?


—Gente como tú. Fantasmas. Almas errantes que aún no
han encontrado su camino. —Ella suspiró—. ¿Conoces las
lámparas atrapainsectos? Esas luces azules eléctricas que
cuelgan en los porches y que incendian a los bichos que
vuelan hacia ellos.

Él asintió.

—Yo soy algo así —dijo ella—. Excepto que para los
fantasmas, no para los bichos, y no los frio cuando se
acercan. Se sienten atraídos por algo en mí. Cuando
empecé a verlos, no sabía cómo hacer que pararan. No fue
hasta que...

—¿Hasta qué?

Sus ojos se desenfocaron mientras miraba a la nada.

—Hasta que alguien vino a buscarme y me ofreció un


trabajo. Me dijo quién era. Y con la formación adecuada, lo
que podía hacer. Me trajo aquí a Hugo, para ver si hacíamos
buena pareja

—El Gerente —dijo Wallace.

—Sí. Pero no te preocupes por él. No es nada que no


podamos manejar.

—¿Entonces por qué te da tanto miedo?

Se sobresaltó.

—No tengo miedo de nada.

Él no creía que eso fuera cierto. Si ella decía la verdad y era


humana, siempre debería tener miedo de algo. Así
funcionaba la humanidad. El instinto de supervivencia se
basaba en una buena dosis de miedo.

—Desconfío de él —dijo—. Es... intenso. Y eso es decir poco.


Le agradezco que me haya traído aquí y me haya enseñado
lo que sabe, pero es mejor cuando se va.

Por todo lo que había oído sobre el Gerente, Wallace


esperaba que se quedara fuera.

—¿Y él... qué? ¿Te hizo así?

Ella negó con la cabeza.

—Afinó lo que ya existía. Soy una especie de médium, y sí,


sé cómo suena eso, así que puedes cerrar la boca.

Lo hizo.

—Tengo... —Hizo una pausa. Luego—: Es como cuando estás


parado en una puerta. Tienes un pie en un lado, y el otro pie
en el otro lado. Estás en dos sitios a la vez. Así soy yo. Me
ha enseñado a apoyarme en un lado de la puerta y a
echarme hacia atrás.

—¿Cómo puedes hacer esto? —preguntó Wallace,


sintiéndose de repente muy pequeño—. ¿Cómo puedes
estar rodeado de muerte todo el tiempo y no dejar que te
afecte?

—Ojalá pudiera decirte que es porque siempre he querido


ayudar a la gente —afirmó Mei—. Pero eso sería una
mentira. No... no sabía cómo serlo. Tuve que olvidar muchas
cosas que me habían enseñado. La primera vez que Hugo
me abrazó, no le devolví el abrazo porque eso no lo había
hecho nunca. No estaba acostumbrada al contacto, y mucho
menos al afecto físico. Me llevó un tiempo apreciarlo por lo
que era. —Le sonrió—. Ahora, soy la que mejor abraza.

Wallace recordó cómo había sentido su mano en la suya la


primera vez, el alivio que lo había inundado. No podía
imaginar pasar toda una vida sin conocer algo así.

—Yo también era como tú, en cierto modo —dijo ella—.


Necesitas olvidar todo lo que sabes. Desearía poder apretar
un interruptor por ti, pero no es así como funciona. Es un
proceso, Wallace, y lleva tiempo. Para mí, comenzó cuando
me mostraron la verdad. Me cambió, aunque
definitivamente no de inmediato. —Bajó del mostrador de
un salto, aunque mantuvo la distancia entre ellos—. Hago
esto porque sé que nunca ha habido un momento en tu vida
en el que hayas estado más confundido o más vulnerable. Y
si puedo hacer algo para al menos aliviar eso un poco, que
así sea. La muerte no significa un final, Wallace. Claro que
es un cierre, pero sólo te prepara para un nuevo comienzo.

Se quedó atónito cuando sintió que una lágrima caía sobre


su mejilla. Se la quitó, sin poder mirar a Mei mientras lo
hacía.

—Eres muy extraña.

Oyó la sonrisa en su voz.

—Gracias. Puede que sea lo más bonito que me hayas dicho


nunca. Tú también eres muy extraño, Wallace Price.

***

Hugo estaba frente a la chimenea cuando Wallace salió de


la cocina, colocando troncos bajo la directa supervisión de
Nelson. Apollo estaba sentado sobre sus patas, mirando
entre los dos, con la lengua fuera de la boca mientras
jadeaba.

—Más alto —dijo Nelson—. Que sea grande. Tengo un


escalofrío en los huesos. Va a ser una noche fría. La
primavera suele serlo con toques de verde y sol.

—Por supuesto que sí —dijo Hugo—. No quiero que tengas


frío.

—Por supuesto —coincidió Nelson—. Podría morirme, y


entonces, ¿dónde estarías tú?

Hugo negó con la cabeza.

—No quiero ni imaginarlo.

—¡Qué buen chico! Ah, ya está —El fuego fue creciendo, con
las llamas brillantes—. Siempre se ha dicho que tener un
buen fuego y una buena compañía es todo lo que una
persona necesita.

—Curioso —dijo Hugo—. Me parece que nunca te he oído


decir eso antes.

Nelson resopló.

—Entonces no estabas escuchando. Lo digo todo el tiempo.


Soy tu abuelo, Hugo, lo que significa que deberías estar
pendiente de cada una de mis palabras y creer todo lo que
digo.

—Lo hago —le aseguró Hugo mientras se ponía de pie—. No


podría ignorarte aunque lo intentara.

—Maldita sea —dijo Nelson. Dio un golpecito con su bastón


en el suelo y volvió a ponerse el pijama, con zapatillas de
conejo y todo—. Así está mejor. Wallace, no te quedes ahí
embobado. Es incorrecto. Trae tu trasero aquí y déjame
mirarte.

Wallace se acercó.

—¿Todo bien? —preguntó Hugo cuando Wallace se detuvo


torpemente junto a la silla de Nelson.

—No tengo ni idea —dijo Wallace.

Hugo le sonrió como si Wallace hubiera dicho algo profundo.

—Eso es maravilloso.

Wallace parpadeó.

—¿Lo es?

—La verdad es que sí. El hecho de no saber algo es


preferible a fingir que lo sabes.

—Si tú lo dices —murmuró Wallace.

Hugo sonrió.

—Lo digo. Quédate aquí junto al abuelo hasta que llegue,


¿vale? Volveré dentro de un rato.

Se dirigió a la cocina antes de que Wallace pudiera


preguntar a dónde iba.

Nelson giró el cuello alrededor de la silla y esperó a que las


puertas de la cocina se cerraran antes de mirar a Wallace.

—Están comiendo —susurró como si revelara un gran


secreto.
Wallace lo miró.

—¿Qué? —Pero ahora que Nelson lo había mencionado,


podía olerlo, los olores le llenaban la nariz. ¿Pastel de carne?
Sí, pastel de carne. Brócoli asado al lado.

—La cena —dijo Nelson—. No comen delante de nosotros. Es


de mala educación.

—¿Lo es? —Hizo una mueca—. ¿Hablan con la boca llena de


comida?

Nelson puso los ojos en blanco.

—No comen delante de nosotros porque no podemos comer.


Hugo piensa que es como poner un hueso delante de un
perro y luego quitárselo.

Las orejas de Apollo se agitaron ante la palabra hueso. Se


puso de pie y comenzó a olfatear las rodillas de Nelson
como si pensara que éste tenía una golosina que ofrecerle.
En cambio, Nelson le rascó entre las orejas.

—¿No podemos... comer? —dijo Wallace.

Nelson lo miró.

—¿Tienes hambre?

No, no tenía. Ni siquiera había pensado en comer, incluso


cuando los panecillos habían salido del horno esa mañana.
Habían olido delicioso, y sabía que serían ligeros y
esponjosos, derritiéndose en su lengua, pero era casi una
idea tardía.

—No podemos comer — dijo.

—No.
—Y no podemos dormir.

—Nada de eso.

Wallace gimió.

—Entonces, ¿qué diablos podemos hacer?

—Me imagino que usar un bikini. Eso lo tienes claro.

—Nunca vas a dejar que lo olvide, ¿verdad?

—Nunca —dijo Nelson—. Fue ilustrativo ver que eras un


defensor del "manscaping[1]" cuando estabas vivo. Odiaría
pensar que lo has descuidado sólo para pasar tu tiempo
aquí con un jardín botánico en los pantalones.

Wallace se quedó boquiabierto.

Nelson golpeó el suelo con su bastón.

—Siéntate. No me gusta que la gente se quede parada.

—No me voy a sentar en el suelo.

—De acuerdo —dijo Nelson—. Entonces acerca una silla.

Wallace se giró para hacer eso, deteniéndose a medio


camino de la mesa más cercana antes de recordar que no
podía. Frunció el ceño al volverse hacia Nelson.

—Eso no es gracioso.

Nelson le miró con los ojos entrecerrados.

—No se suponía que lo fuera. No estaba contando un chiste.


¿Quieres que te cuente un chiste?
No, realmente no le gustaría.

—Está bien, no es necesario que...

—¿Cuál es la fruta favorita de un fantasma?

Esto era definitivamente el infierno. No le importaba lo que


Mei o Hugo dijeran.

—Realmente no...

—Los arándanos[2].

Wallace sintió que su ojo se contraía.

—Puedo sentarme en el suelo.

—¿En qué tipo de calle vive un fantasma?

—No me importa.

—Un callejón sin salida[3].

Silencio.

—Huh —dijo Nelson—. ¿Nada? ¿En serio? Ese fue uno de mis
mejores chistes. —Frunció el ceño—. Supongo que puedo
sacar la artillería pesada, si crees que eso ayudará. ¿Qué
hace un fantasma para estar seguro en un coche? Se pone
un cinturón de sábanas.

Wallace se hundió en el suelo. Apollo se alegró de ello, se


tumbó junto a él y rodó sobre su espalda, mirándolo
fijamente.

—No más. Por favor. Haré lo que sea. —Se acercó


distraídamente y rascó el vientre de Apollo.
—¿Cualquier cosa? —dijo Nelson, sonando bastante alegre
—. Deberé tenerlo en cuenta.

—No era una oferta.

—Sonó como una. No escribas cheques que tu trasero no


pueda cobrar es lo que siempre digo.

Wallace lo dudaba. Miró el fuego. Podía sentir el calor que


desprendía, aunque no entendía cómo era posible.

—¿Cómo puedes soportarlo?

—¿Qué? —preguntó Nelson, acomodándose en su silla.

—Estar aquí.

—No es un mal lugar —dijo Nelson bruscamente—. Es


bastante agradable, si me preguntas. Hay peores lugares en
los que podría estar.

—No, yo... eso no es lo que quise decir.

—Entonces di lo que quieres decir. Parece bastante fácil,


¿verdad?

—Y eso es otra cosa —dijo Wallace sin pensar—. Puedes


cambiarte de ropa.

—No es tan difícil. Sólo hay que tener concentración.

Wallace sacudió la cabeza.

—¿Por qué eres así?

—En plan... ¿físicamente? ¿O filosóficamente? Si es esto


último, espero que estés preparado para una larga historia.
Todo empezó cuando estaba...
—Físicamente —dijo Wallace—. ¿Por qué sigues siendo
viejo?

Nelson ladeó la cabeza.

—Porque soy viejo. Ochenta y siete, para ser exactos. O,


mejor dicho, esa es la edad que tenía en el momento en que
partí.

—¿Por qué no te haces más joven? —preguntó Wallace—.


¿Estás, estamos, aunque eso no se dijo, atrapados así para
siempre?

Se sobresaltó cuando Nelson soltó una sonora carcajada.


Levantó la vista a tiempo para verlo limpiándose los ojos.

—Oh, eres una delicia. Llegando directamente al grano de la


cuestión. Pensaba que eso te llevaría al menos una o dos
semanas más. Tal vez siete.

—Me alegro de poder burlar tus expectativas —murmuró


Wallace.

—Es sencillo, en realidad —dijo Nelson, y Wallace trató de


ocultar lo ansioso que estaba por escuchar la respuesta—.
Me gusta ser viejo.

Esa... no era la respuesta que él esperaba.

—¿Te gusta? ¿Por qué?

—Hablas como una persona joven.

—No soy tan joven.

—Puedo ver eso —dijo Nelson—. Líneas de preocupación


alrededor de tus ojos, pero ninguna alrededor de tu boca.
No te has reído mucho, ¿verdad?
No era una pregunta. Y aunque lo fuera, Wallace no sabía
cómo responder sin sonar a la defensiva. En su lugar, se
llevó la mano a la cara, tocando la piel cerca de los ojos.
Nunca se había preocupado por esas cosas. Llevaba ropa
cara y sus cortes de pelo costaban lo suficiente para
alimentar a una familia de cuatro personas durante una
semana. Pero aunque se mostraba imponente, nunca
pensaba mucho en la persona que había debajo de todo
eso. Estaba demasiado ocupado para preocuparse por esas
cosas. Si alguna vez se veía reflejado en el espejo de su
habitación, sólo pensaba en ello de pasada. No había
rejuvenecido. Quizá si se hubiera preocupado más, no
estaría aquí. Esa línea de pensamiento le pareció peligrosa,
y la apartó.

—Podría cambiar mi aspecto —dijo Nelson—. Creo. Nunca lo


he intentado, así que no sé si funcionaría o no. Pero no me
imagino que tengamos que quedarnos como estábamos al
morir si no queremos.

Wallace miró al suelo con recelo. No se estaba hundiendo,


así que supuso que eso era un comienzo.

—Dime algo que nadie más sepa.

—¿Por qué?

—Porque te lo he pedido. No tienes que hacerlo si no


quieres, pero creo que ayuda decir algunas cosas en voz
alta en lugar de mantenerlas reprimidas. Rápido. No pienses
en ello. Lo primero que se te ocurra.

Y Wallace dijo:

—Creo que me sentía solo —sorprendiéndose incluso a sí


mismo. Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Eso... no es lo
que quería decir. No sé por qué salió eso. Olvídalo.
—Si quieres, lo hablamos —dijo Nelson, no con poca
amabilidad.

No insistió. Wallace sintió una extraña oleada de simpatía


hacia él, algo desconocido y cálido. Era... una sensación
extraña. No recordaba la última vez que se había
preocupado por alguien que no fuera él mismo. No sabía en
qué lo convertía eso.

—No tenía... esto.

—¿Esto?

Wallace agitó la mano.

—Este lugar. Esta gente, como tú.

—Ah —dijo Nelson, como si eso tuviera mucho sentido.

Se preguntó cómo este hombre podía decir tanto diciendo


tan poco. Aunque las palabras siempre habían sido fáciles
para Wallace, era su poder de observación lo que lo
diferenciaba de sus compañeros. Se daba cuenta de los
pequeños gestos de la gente cuando estaban tristes, felices
o preocupados. Cuando mentían, con la mirada hacia abajo,
moviéndose de lado a lado, con la boca torcida, algo que
Wallace se enorgullecía de conocer. Qué extraño, entonces,
que no haya sido capaz de verse a sí mismo. ¿Negación, tal
vez? Eso no le hacía sentir mejor. La intuición no era
precisamente su fuerte, pero ¿cómo podía no haber visto
nada de esto antes?

Nelson no parecía tener ese problema, lo que humilló a


Wallace más de lo que esperaba.

—No lo vi, entonces —admitió. Se pasó una mano por la


cara—. Tuve privilegios. Viví una vida de lujo. Tenía todo lo
que creía que quería y ahora... —No sabía cómo terminar.

—Y ahora todo eso te ha sido arrebatado, dejándote sólo a ti


mismo —dijo Nelson en voz baja—. La perspectiva es algo
poderoso, Wallace. No siempre vemos lo que está delante
de nosotros, y mucho menos lo apreciamos. No es hasta
que miramos hacia atrás que encontramos lo que
deberíamos haber sabido todo el tiempo. No quiero que
pienses que soy un hombre perfecto. Sería una mentira.
Pero he aprendido que tal vez era mejor persona de lo que
esperaba. Creo que eso es todo lo que se puede pedir. —
Entonces —: ¿Tuviste a alguien que te ayudara a ahuyentar
la soledad?

No lo tuvo. Intentó recordar cómo habían sido las cosas


antes de que todo se desmoronara, cómo Naomi le había
mirado con luz en los ojos, las comisuras de la boca
curvándose suavemente. No siempre lo había despreciado.
Hubo amor entre ellos, en un momento dado. Él lo había
dado por sentado, pensando que siempre estaría allí. ¿No
era eso parte de sus votos? Hasta que la muerte los separe.
Pero su separación había llegado mucho antes de que la
muerte encontrara a Wallace, y con su salida, el
desmoronamiento de la vida que habían construido juntos.
Ella se marchó y Wallace se entregó a su trabajo, pero
¿había sido realmente diferente de cuando ella había estado
allí? Recordó uno de los últimos días de su matrimonio,
cuando ella se puso delante de él, con los ojos fríos,
diciéndole que tenía que elegir, que quería más de lo que él
le ofrecía.

Él no había dicho nada.

No importaba. Ella escuchó todo lo que él no dijo. No era su


culpa. Nada de eso lo era, no importaba lo que tratara de
decirse a sí mismo. Por eso no había impugnado el divorcio,
dándole a ella todo lo que había pedido. Pensó que era
porque era mejor acabar con ello. Ahora se daba cuenta de
que era porque el sentimiento de culpa le corroía, aunque
en ese momento no le había puesto nombre. Era demasiado
orgulloso para eso.

O lo había sido, al menos.

—No —susurró—. No creo que lo tuviera.

Nelson asintió como si esa fuera la respuesta que esperaba.

—Ya veo.

Wallace no quería seguir pensando en ello.

—Dime algo que nadie más sepa.

Nelson sonrió.

—Me parece justo. —Se frotó la barbilla pensativo—. No


puedes decírselo a nadie.

Wallace se inclinó hacia delante, sorprendido por su propio


afán.

—No lo haré.

Nelson echó un vistazo a la cocina antes de mirar a Wallace.

—Hay un inspector de sanidad que viene aquí. Un hombre


repugnante. Tiene un problema de resentimiento. Se cree
con derecho a cosas que no puede tener. Le persigo
mientras está aquí.

—¿Qué?
—Pequeñas cosas. Le quito el bolígrafo de la mano o le
muevo la silla cuando intenta sentarse.

—¿Puedes hacer eso?

—Puedo hacer muchas cosas —dijo Nelson—. El hombre se


la tiene jurada a mi Hugo. Me aseguro de responder con la
misma moneda.

Antes de que Wallace pudiera preguntar más al respecto,


Apollo se dio la vuelta, levantando la cabeza hacia la cocina.
Un momento después, Hugo apareció por las puertas, con
Mei siguiéndole.

Dijo:

—¿De qué están hablando ustedes dos, y tendría que


preocuparme?

—Lo más probable —dijo Nelson, guiñando un ojo a Wallace


—. Definitivamente, no estamos tramando nada bueno.

Hugo sonrió.

—Wallace, ¿podrías venir conmigo? Me gustaría enseñarte


algo.

Wallace miró a Nelson, quien asintió.

—Ve. Tengo a Mei y a Apollo para que me hagan compañía.

Wallace suspiró mientras se ponía de pie.

—¿Otra sesión de terapia?

Hugo se encogió de hombros.


—Si quieres verlo así, claro. O puede ser simplemente que
dos personas se conozcan. Casi como amigos, incluso.

Wallace refunfuñó en voz baja mientras seguía a Hugo por


el pasillo.

***

Salieron de nuevo a la terraza trasera con vistas al jardín de


té. Hugo encendió las cuerdas de luces que rodeaban la
barandilla de la terraza, blancas y parpadeantes.

Antes de que cerrara la puerta de la casa tras ellos, metió la


mano y apagó la luz de la terraza. Los árboles se
balanceaban en la oscuridad.

—¿Buena charla con el abuelo? —preguntó, acercándose a


Wallace cerca de los escalones.

—Supongo.

—Puede ser un poco... insistente —dijo Hugo—. No sientas


que tienes que hacer todo lo que dice. —Frunció el ceño—.
Especialmente si suena como si fuera ilegal.

—No es que eso importe ahora, ¿verdad?

—No —dijo Hugo—. No creo que importe. Aun así, sígueme


la corriente. Para mi propia tranquilidad. —Levantó la mano
y alisó su pañuelo rosa—. Tu primer día completo aquí.
¿Cómo te fue?

—Me quedé en la cocina todo el tiempo.

—Ya lo he visto. —Se apoyó en la barandilla—. No tienes que


hacerlo.

—¿Se supone que eso me hace sentir mejor?


—No lo sé. ¿Acaso lo hace?

—Sabes, para alguien que dijo que no está capacitado para


ser terapeuta, realmente sabes desempeñarte como uno.

Hugo se rió.

—Llevo un tiempo haciendo esto.

—Es parte del trabajo —dijo Wallace.

Hugo pareció alegrarse de que lo recordara. Wallace no


estaba seguro de por qué eso le parecía importante. Se
rascó el pecho, el gancho tirando suavemente.

—Exactamente.

—¿Qué querías enseñarme?

—Mira hacia arriba.

Wallace lo hizo.

—¿Qué ves?

—El cielo.

—¿Qué más?

Era como la noche anterior, caminando por un camino de


tierra con una mujer extraña a su lado. Las estrellas eran
brillantes. Una vez, cuando era un niño, se le metió en la
cabeza que tenía que contarlas todas. Cada noche, miraba
por la ventana de su habitación y las contaba una a una.
Nunca llegaba muy lejos antes de quedarse dormido, y a la
mañana siguiente se despertaba más decidido a intentarlo
de nuevo.
—Estrellas —susurró Wallace, mientras se esforzaba por
recordar la última vez que había vuelto la cara hacia el cielo
antes de llegar a la casa de té—. Todas esas estrellas. —No
era así en la ciudad. La contaminación lumínica se
encargaba de ello, dejando sólo los más mínimos indicios de
lo que colgaba en el cielo por la noche—. Hay tantas. —Se
sintió muy pequeño.

—Así es aquí —dijo Hugo—. Lejos de todo lo demás. No


puedo imaginar cómo debe ser de dónde vienes. No
conozco mucho más aparte de este lugar.

Wallace lo miró.

—¿Por qué? ¿Nunca te alejas?

—Realmente no puedo hacerlo —dijo Hugo—. Nunca se sabe


cuándo va a venir alguien como tú. Siempre tengo que estar
preparado.

—¿Estás atrapado aquí? —preguntó Wallace, sonando


horrorizado—. ¿Por qué demonios aceptaste eso?

—No estoy atrapado —dijo Hugo—. Eso implica que no


tengo, o no tuve, elección. La tuve. No me obligaron a ser
barquero. Elegí serlo. Y no es que no pueda salir nunca. Voy
a la ciudad todo el tiempo. Tengo mi motoneta y, a veces,
salgo a dar un paseo sólo para despejarme y respirar.

—Tu motoneta —repitió Wallace—. Tú vas en eso.

Hugo arqueó una ceja.

—Sí, lo hago. ¿Por qué?

—Oh, no lo sé —dijo Wallace, levantando las manos—. ¿Tal


vez porque si te estrellas, morirás?
—Entonces es bueno que no lo estrelle. —Sus labios se
torcieron—. Tengo cuidado, Wallace, pero aprecio tu
preocupación. Gracias por cuidarme. —Sonaba encantado, y
Wallace se negó a dejarse cautivar por él.

Fracasó miserablemente.

—Alguien tiene que hacerlo —murmuró, y tan pronto como


las palabras salieron de su boca, deseó con desesperación
poder retirarlas. Siguió adelante, desviando la mirada
torpemente—. Este lugar sigue siendo una prisión.

—¿Lo es? ¿Por qué? No necesito mucho. Jamás he


necesitado nada. Tengo todo lo que quiero aquí.

—Pero... eso es... —Wallace no sabía qué era eso. Extraño,


sin duda. Nunca había conocido a alguien tan asentado en
su propia piel—. ¿No te afecta? Toda esta muerte, todo el
tiempo.

Hugo negó con la cabeza.

—No lo veo así, aunque entiendo lo que quieres decir. Creo


que... —Hizo una pausa como si estuviera eligiendo
cuidadosamente sus palabras—. La muerte no siempre es
algo que hay que temer. No es lo más importante y el fin de
todo.

Wallace recordó lo que Mei le había dicho.

—Un final. Que lleva a un nuevo comienzo.

—Así es —contestó Hugo—. Estás aprendiendo. Puede ser


hermoso, si lo dejas, aunque entiendo que no lo creas. —
Miró a las estrellas—. La mejor forma de describirlo es la
sensación de alivio que siente la mayoría de las personas
cuando están listas para atravesar la puerta. Puede que les
lleve un tiempo conseguir ese punto, pero resulta siempre
igual. —Dudó—. Podría decirte cómo es, lo que he visto. La
mirada en sus rostros en el momento en que se abre la
puerta, el momento en que escuchan los sonidos que
vienen del otro lado. Pero no sé si puedo hacerle justicia,
porque no importa lo que diga, apenas empieza a arañar la
superficie. Te cambia, Wallace, te cambia de una manera
que no esperas. Al menos a mí me cambió. Llámalo fe,
llámalo prueba, lo que quieras. Pero sé que estoy haciendo
lo correcto porque he visto las miradas en sus caras, llenas
de asombro y maravilla. Puede que no sea capaz de oír lo
que ellos oyen, pero elijo creer que es todo lo que podrían
haber querido.

—¿No te molesta no poder oírlo?

Hugo negó con la cabeza.

—Algún día lo descubriré. Y hasta entonces, haré lo que he


venido a hacer, prepararte para que lo descubras por ti
mismo.

Wallace deseaba poder creerle. Pero la sola idea de la


puerta que aún no había visto le aterraba. Le puso la piel de
gallina, y se desvió de la única manera que sabía.

—¿Cómo te convertiste en barquero?

—Uf —dijo Hugo, aunque Wallace pensó que no se


engañaba—. Sólo vas a por ello, ¿eh?

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —repitió Hugo—. Fue por accidente, si


puedes creerlo.

No podía. Para nada.


—Accidentalmente te convertiste en la persona que ayuda a
los fantasmas a cruzar a... donde sea.

—Bueno, cuando lo dices así, entiendo que pueda sonar


ridículo.

—¡Así es como lo has dicho!

Hugo le miró. Wallace se obligó a no apartar la mirada. Fue


más fácil de lo que esperaba.

—Mis padres murieron.

—Lo siento —dijo Wallace, consciente de que las disculpas


parecían ser más fáciles ahora.

Hugo le hizo un gesto para que no se preocupara.

—Gracias, pero no hace falta que te disculpes por ello.

—Es lo que se supone que debes decir.

—Lo es, ¿no? Me pregunto por qué. ¿Lo decías en serio?

—Yo... ¿creo que sí?

Hugo asintió.

—Bastante bien. Todavía vivía en casa. Crecí a unos pocos


kilómetros de aquí. Probablemente pasaste por la casa en tu
pequeña aventura de anoche.

No estaba seguro de si debía disculparse de nuevo o no, así


que se quedó callado.

—Fue rápido —dijo Hugo, mirando a la oscuridad. Dejó que


sus manos colgaran sobre el borde de la barandilla—. Las
carreteras estaban resbaladizas. Había caído aguanieve y
lluvia helada durante todo el día, y mamá y papá iban a salir
a una cita. Habían pensado en quedarse en casa, pero les
dije que siguieran adelante, siempre que tuvieran cuidado.
Trabajaban mucho, y pensé que se merecían una noche
fuera, ¿sabes? Así que los presioné. Les dije que se fueran.
—Sacudió la cabeza—. Yo no... es raro. No sabía que era la
última vez que los vería como estaban entonces. Papá me
apretó el hombro y mamá me besó en la mejilla. Refunfuñé
por ello y les dije que ya no era un niño. Se rieron de mí y
me dijeron que siempre iba a ser su niño, aunque hacía
tiempo que no lo era. Murieron. El coche se deslizó por una
placa de hielo y se salió de la carretera. Rodó. Me dijeron
que había terminado en un instante. Pero eso se me quedó
grabado durante mucho tiempo, porque se acabó para mí
en un instante y, sin embargo, se siente como si todavía
estuviera pasando, a veces.

—Mierda —respiró Wallace.

—Me quedé dormido en el sofá. Y me desperté porque


alguien estaba encima de mí. Abrí los ojos, y... allí estaban.
De pie, mirándome, con sus bonitas ropas. Papá odiaba su
corbata, decía que se sentía como si se ahogara, pero
mamá le hizo ponérsela de todos modos, diciéndole que
estaba muy guapo. Les pregunté qué hora era. ¿Sabes lo
que dijeron?

Wallace negó con la cabeza.

Hugo se rió húmedamente.

—Nada. No dijeron nada en absoluto. Aparecieron y


desaparecieron, y pensé que estaba soñando. Y entonces
apareció un Segador.

—Vaya.
—Sí —dijo Hugo—. Eso fue... algo más. Cogió a mis padres
por las manos, y exigí saber quién era y qué demonios
estaba haciendo en nuestra casa. Nunca olvidaré la
expresión de asombro en su cara. Se suponía que no podía
verlo.

—¿Cómo lo hiciste?

—No lo sé —admitió Hugo—. No soy como Mei. Nunca había


visto fantasmas ni nada parecido. Nunca tuve ningún tipo
de tacto o vista o lo que sea que hace que la gente como
Mei sea lo que es. Yo sólo era... yo. Pero aquí estaba,
tratando de agarrar a mis padres, de alejarlos de este
extraño, pero mis manos seguían atravesándolos. Alcancé al
hombre desconocido y, por un momento, funcionó. Lo sentí.
Fue como si se dispararan fuegos artificiales en mi cabeza,
las explosiones eran brillantes. Me dolían. Cuando mi visión
se aclaró, ya habían desaparecido. Intenté decirme a mí
mismo que lo había imaginado todo, pero entonces alguien
llamó a la puerta diez minutos después, y supe que no
estaba sólo en mi cabeza porque la policía estaba allí,
diciendo cosas que no quería oír. Les dije que era un error,
que tenía que ser un error. Les grité que se alejaran de mí.
El abuelo apareció poco después y le rogué que me dijera la
verdad. Lo hizo.

—¿Qué edad tenías?

—Veinticinco —dijo Hugo.

—Jesús.

—Sí. Era... mucho. Y entonces el Gerente vino a verme. —Su


voz se endureció ligeramente—. Tres días después de su
funeral. En un momento estaba revisando las cosas de la
casa que creía que podían ser donadas a la beneficencia, y
al siguiente él estaba de pie frente a mí. Él... me dijo cosas.
Sobre la vida y la muerte. Cómo es un ciclo que nunca
termina y nunca lo hará. El dolor, dijo, es un catalizador.
Una transformación. Y luego me ofreció un trabajo.

—¿Y lo aceptaste? ¿Le creíste?

Hugo asintió.

—El Gerente es muchas cosas, la mayoría de las cuales ni


siquiera puedo empezar a describir. Pero no es un
mentiroso. Sólo habla con verdades, aunque no queramos
oír lo que tiene que decir. No confié en él de inmediato. No
sé si lo hago incluso ahora. Pero me mostró cosas, cosas
que deberían haber sido imposibles. La muerte tiene una
belleza. No la vemos porque no queremos. Y eso tiene
sentido. ¿Por qué querríamos concentrarnos en algo que nos
aleja de todo lo que conocemos? ¿Cómo empezamos a
entender que hay más de lo que vemos?

—No sé la respuesta a eso —admitió Wallace—. A nada de


eso. —Aquello le preocupó, porque sentía que debería
saberlo, como si la respuesta estuviera en la punta de la
lengua.

—Fe —dijo Hugo, y Wallace gimió—. Oh, basta. No estoy


hablando de religión o de Dios o de lo que sea que estés
pensando. La fe no es siempre... no se trata sólo de esas
cosas. No es algo que pueda forzarte, aunque creas que eso
es lo que estoy haciendo.

—¿No es así? —preguntó Wallace, tratando de mantener la


voz uniforme—. Estás tratando de hacerme creer en algo
que no quiero.

—¿Por qué crees que es eso?

Wallace no lo sabía.
Hugo pareció dejarlo pasar.

—El Gerente dijo que yo era desinteresado, que por eso


estaba bajo cualquier consideración. Lo veía en mí. Me reí
en su cara. ¿Cómo iba a ser desinteresado si habría dado
cualquier cosa por recuperarlos? Le dije que si me ponía a
mis padres delante de una persona al azar y me decía que
tenía que elegir quién vivía o moría, elegiría a mi madre y a
mi padre sin dudarlo. Así no actúa una persona
desinteresada.

—¿Por qué no?

Hugo pareció sorprendido.

—Porque elegiría lo que me hiciera feliz.

—Eso no significa que no seas desinteresado. Si nunca


quisiéramos algo sólo para nosotros, ¿en qué nos convertiría
eso? Estabas afligido. Por supuesto que eso es lo que dirías.

—Eso es lo que dijo el Gerente.

Wallace no estaba seguro de cómo se sentía al respecto. En


cierto modo, había sido una especie de gerente, y esa
comparación no le gustaba.

—Pero aun así dijiste que sí.

Hugo asintió lentamente, cogiendo la cuerda de luces de la


barandilla.

—No de inmediato. Me dijo que me daría tiempo, pero que


la oferta no iba a estar siempre sobre la mesa. Y durante un
tiempo, iba a decir que no, sobre todo después de que me
contara todo lo que supondría. No podría... no tendría una
vida normal. No como los demás. El trabajo sería lo primero,
por encima de todas las cosas. Era un compromiso, uno que
si aceptaba, sería vinculante mientras respirara.

A Wallace Price le habían acusado de muchas cosas en su


vida, pero el desinterés no era una de ellas. Pensaba poco
en los que le rodeaban, a menos que se interpusieran en su
camino. Y que Dios les ayude si lo hacen. Pero aun así,
podía sentir el peso de las palabras de Hugo, y era pesado
sobre sus hombros. No necesariamente por lo que había
dicho, sino por lo que significaba. Se parecían en algo que
Wallace no había esperado: elegir un trabajo y ponerlo por
encima de todas las cosas. Pero ahí terminaban las
comparaciones. Tal vez, cuando Wallace era joven y de ojos
brillantes, había comenzado con intenciones nobles, pero
éstas se habían quedado en el camino rápidamente, ¿no fue
así? Siempre sobre la línea de fondo y lo que significaba
para la empresa. Para Wallace.

Tal vez en un nivel superficial, Hugo y él podrían


considerarse similares, pero no iba mucho más allá de eso.
Hugo era mejor de lo que él podría ser. Wallace no creía que
el hombre tomara las mismas decisiones que él.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Hugo se pasó la mano por el pelo. Una acción tan pequeña,


y maravillosamente humana, pero que hizo reflexionar a
Wallace. Todo lo relacionado con Hugo lo hacía. Le llamaba
la atención ese hombre y el poder silencioso que emanaba
de él. Hugo era inesperado, y Wallace pensó que se hundía
una vez más.

—¿Curiosidad, tal vez? Un deseo de comprender que rozaba


la desesperación. Me dije a mí mismo que si hacía esto,
podría encontrar respuestas a preguntas que ni siquiera
sabía que tenía. Llevo cinco años en esto y todavía tengo
preguntas. No las mismas, pero no sé si alguna vez dejaré
de preguntar. —Se rió, aunque de forma estrangulada y
suave—. Incluso me convencí de que podría volver a verlos.

—No lo hiciste, ¿verdad?

Hugo miró hacia las plantas de té.

—No. Ellos... ya se habían ido. No se quedaron. Hubo días en


los que me enfadé por eso, pero cuanto más hacía este
trabajo, cuanto más ayudaba a los demás en sus momentos
de necesidad, más entendía el porqué. Vivieron una buena
vida. Habían hecho lo correcto por ellos mismos y por mí. No
les quedaba nada por hacer aquí. Por supuesto que
cruzarían.

—Y ahora estás atrapado con gente como yo —murmuró


Wallace.

Volvió la sonrisa.

—No es tan malo. El bikini fue un buen detalle.

Wallace gimió.

—Lo odio todo.

—No me lo creo ni por un minuto. Puedes pensar que lo


haces, pero no es así. En realidad, no.

—Pues yo lo odio.

Hugo hizo un esfuerzo fallido por alcanzarlo. Sus dedos


revolotearon sobre la mano de Wallace en la barandilla
antes de apartarse, curvando su mano en un puño.

—Vivimos y respiramos. Morimos y seguimos teniendo


ganas de respirar. Tampoco son siempre las grandes
muertes. Hay pequeñas muertes, porque eso es el duelo. Yo
morí una pequeña muerte, y el Gerente me mostró un
camino para cruzar más allá. No intentó quitármela porque
sabía que era mía y sólo mía. Sea lo que sea, esté o no de
acuerdo con algunas de sus decisiones, lo recuerdo. Crees
que soy un prisionero aquí. Que estoy atrapado, que tú
estás atrapado. Y en cierto modo, tal vez lo estemos. Pero
no puedo llamarlo una prisión cuando no hay otro lugar en
el que preferiría estar.

—Las fotos. Las fotografías. Los carteles que cuelgan en las


paredes del interior.

Hugo le miró pero no habló. Estaba esperando a que


Wallace atara cabos, las pequeñas piezas del rompecabezas
dispersas entre ellos.

—Nunca podrás ir a verlos —dijo Wallace lentamente—.


Verlos en persona. Son un... ¿recuerdo? —Eso no le pareció
del todo bien—. ¿Una puerta?

Hugo asintió.

—Son fotografías de lugares que ni siquiera puedo empezar


a imaginar. Hay todo un mundo ahí fuera, pero sólo puedo
verlo a través de estos pequeños destellos. ¿Desearía poder
verlos en persona? Por supuesto que sí. Y, sin embargo,
volvería a tomar la misma decisión si tuviera que hacerlo.
Hay cosas más importantes que los castillos que se
desmoronan en los acantilados sobre el océano. Me llevó
mucho tiempo darme cuenta de ello. No diré que estoy
contento, pero he hecho las paces porque sé lo crucial que
es mi trabajo. Sin embargo, me sigue gustando mirarlas. Me
recuerdan lo pequeños que somos realmente frente a todo.

Wallace se frotó el pecho, con el gancho dolorido.


—Sigo sin entenderte.

—Sigues sin conocerme. Pero te prometo que no soy tan


complicado.

—No me lo creo ni por un momento.

Hugo le observó durante un largo momento, formando una


lenta sonrisa.

—Gracias, Wallace. Te lo agradezco.

Wallace se sonrojó, las manos se apretaron en la barandilla.

—¿No te sientes solo?

Hugo parpadeó.

—¿Por qué habría de hacerlo? Tengo mi tienda. Tengo mi


familia. Tengo un trabajo que me encanta por lo que aporta
a los demás. ¿Qué más puedo pedir?

Wallace volvió su rostro hacia las estrellas. Eran realmente


algo más. Se preguntó por qué nunca se había fijado en
ellas. No así.

—¿Qué hay de...? —Tosió, aclarándose la garganta—. Una


novia. Una esposa, o, como...

Hugo le sonrió.

—Soy gay. Probablemente sería bastante difícil encontrarme


una novia o una esposa.

Wallace se puso nervioso.

—Un novio, entonces. Un compañero. —Se miró las manos


—. Ya sabes lo que quiero decir.
—Lo sé. Sólo estoy jugando contigo. Relájate, Wallace. No
todo tiene que ser tan serio. —Se puso sobrio—. Tal vez un
día. No lo sé. Sería un poco difícil explicar que mi casa de té
es en realidad una fachada para que los muertos
mantengan conversaciones pseudointelectuales.

Wallace se burló.

—Te haré saber que soy extremadamente intelectual.

—¿Es eso cierto? Nunca lo hubiera imaginado.

—Imbécil.

—Eh —dijo Hugo—. A veces. Intento no serlo. Es que lo


haces muy fácil. ¿Y tú?

—¿Qué pasa conmigo?

Hugo se encogió de hombros, con los dedos crispados en la


barandilla.

—Estuviste casado.

Wallace suspiró.

—Se acabó hace mucho tiempo.

—¿Mei dijo que estaba allí en el funeral?

—Apuesto a que lo hizo —murmuró Wallace—. ¿Te mencionó


lo que dijo?

Los labios de Hugo se movieron.

—Un poco de todo. Parecía todo un espectáculo.

Wallace apoyó la cabeza en el dorso de las manos.


—Esa es una forma de decirlo.

—¿La echas de menos?

—No. —Dudó—. Y aunque lo hiciera, no tendría derecho. Lo


estropeé todo. No fui una buena persona. No para ella. Ella
está mejor sin mí. Sin embargo, creo que todavía se está
tirando al jardinero.

—¿No es una mierda?

—No me lo digas. Pero no la culpo. Está bastante bueno.


Probablemente yo habría hecho lo mismo si creyera que
estaba interesado.

—Vaya —dijo Hugo—. No me lo esperaba. Tienes grandes


cualidades, Wallace. Estoy impresionado.

Wallace resopló con delicadeza.

—Sí, bueno, tengo ojos, y... le gustaba trabajar en el patio


sin camiseta. Probablemente se metía con la mitad de las
mujeres del barrio. Si yo tuviera ese aspecto, habría hecho
lo mismo.

Hugo lo miró de arriba abajo, y Wallace se removió


incómodo.

—No estás tan mal.

—Por favor, para. Eres demasiado amable. No lo soporto.


¿Cómo es posible que sigas soltero con semejante arsenal
en la manga?

Hugo le miró con los ojos entornados.

—¿Crees que eso es lo que diría?


Abortar. Abortar. Abortar.

—Eh, no... ¿lo sé?

—Multitudes —dijo de nuevo como si eso lo explicara todo.

Miró a Hugo, aliviado de que ignorara su torpeza.

—¿Eso es algo bueno?

—Creo que sí.

Wallace hurgó en la pintura desconchada de la barandilla,


sin apenas darse cuenta de que lo hacía.

—Nunca he sido muy sorprendente con nadie antes.

—Hay una primera vez para todo.

Y tal vez fuera porque las estrellas eran brillantes y se


extendían eternamente por el cielo. O tal vez era porque
nunca había tenido una conversación como la que acababa
de tener con Hugo: honesta, abierta. Real, con toda la
palabrería y el ruido de una vida fabricada cayendo. O tal
vez, sólo tal vez, era porque estaba encontrando la verdad
dentro de sí mismo. Sea cual sea la razón, no intentó
detenerse cuando dijo:

—Ojalá hubiera conocido a alguien como tú antes.

Hugo se quedó callado durante un largo momento. Luego:

—¿Antes?

Se encogió de hombros, negándose a encontrar la mirada


de Hugo.
—Antes de morir. Las cosas podrían haber sido diferentes.
Podríamos haber sido amigos. —Se sintió como un gran
secreto, algo silencioso y devastador.

—Ahora podemos ser amigos. No hay nada que nos lo


impida.

—Aparte de todo el asunto de los muertos, claro.

Se sobresaltó cuando Hugo se apartó de la barandilla, con


una mirada decidida. Observó cómo extendía su mano hacia
él. La miró fijamente antes de levantar la vista hacia Hugo.

—¿Qué?

Hugo movió los dedos.

—Soy Hugo Freeman. Es un placer conocerte. Creo que


deberíamos ser amigos.

—No puedo... —Sacudió la cabeza—. Sabes que no puedo


darte la mano.

—Lo sé. Pero extiende la mano de todos modos.

Wallace lo hizo.

Y así, bajo el campo de estrellas, Wallace se situó ante


Hugo, con las manos extendidas el uno hacia el otro. Las
palmas de las manos estaban separadas por centímetros, y
aunque todavía se sentía como un abismo interminable
entre ellos, Wallace estaba seguro de que, por un momento,
sintió algo. No era el calor de la piel de Hugo, pero se sentía
cerca. Se reflejó en Hugo, levantando la mano arriba y
abajo, arriba y abajo en lo que se parecía a un apretón de
manos. El cable que los unía brillaba con fuerza.
Por primera vez desde que se encontró sobre sí mismo en
su despacho, sin aliento para siempre, Wallace sintió alivio,
salvaje y vasto.

Era un comienzo.

Y le aterrorizó.

[1]Depilación masculina con sentido estético. La barba, el


pecho, las extremidades e incluso las partes íntimas… ya
ninguna parte del cuerpo se escapa a la depilación
masculina.

[2]La broma se pierde en nuestro idioma pero existe una


marca de cereales llamadas Monster y una de sus
variedades se llama BooBerries que es un cereal de
arándanos cuya imagen de logo en la caja es un fantasma.
https://en.m.wikipedia.org/wiki/Monster_Cereals

[3]La broma pierde sentido en nuestro idioma, en el original


Nelson dice: A dead end, cuya traducción literal sería Una
calle muerta.
Capítulo 10
Unas noches más tarde, Wallace estaba decidido. Irritado,
pero decidido.

Se detuvo frente a una silla. Nelson la había retirado de una


de las mesas, poniéndola en el centro de la habitación. A su
alrededor, la casa crujía y gemía al acomodarse. Podía oír
los ronquidos de Mei en su habitación. Hugo probablemente
estaba haciendo lo mismo en algún lugar de arriba, donde
Wallace aún no se había atrevido a ir por razones que no
podía explicar. Sabía que tenía que ver con la puerta, pero
pensaba que Hugo también formaba parte de ello.

Los únicos que estaban arriba eran los muertos, y Wallace


no era fanático en este momento de dos tercios de ellos.
Nelson lo observaba con calma y Apollo tenía esa sonrisa
bobalicona en la cara mientras se recostaba junto a la silla
de Nelson.

—Bien —dijo Nelson—. Ahora, ¿qué te he dicho?

Apretó los dientes.

—Es una silla.

—¿Qué más?

—Sin expectativas.

—¿Y?

—Y no puedo forzarlo.

—Exactamente —dijo Nelson, como si eso lo explicara todo.


—Así no funciona nada de esto.

—De verdad —dijo Nelson secamente—. Porque tienes una


idea muy buena de cómo funciona este asunto. Qué estaba
pensando.

Wallace gruñó de frustración. No estaba acostumbrado a


fracasar, y menos de forma tan notoria. Cuando Nelson le
había dicho que iba a empezar a enseñarle el fino arte de
ser un fantasma, Wallace había supuesto que lo tomaría
como había hecho con todo lo demás: con gran éxito y poca
atención a lo que se interpusiera en el camino.

Eso había sido la primera hora.

Y ahora estaban en la quinta, y la silla estaba ahí,


burlándose de él.

—Quizá esté rota —dijo Wallace—. Deberíamos probar con


otra silla.

—De acuerdo —dijo Nelson—. Entonces toma otra de una


mesa.

—¿Estás seguro de que no quieres cruzar? —preguntó


Wallace—. Porque puedo ir a buscar a Hugo ahora mismo y
él puede acompañarte a la puerta.

—Me extrañarías demasiado.

—Sigue diciéndote eso. —Respiró profundamente, dejándolo


salir lentamente—. Sin expectativas. Sin expectativas. Sin
expectativas.

Alcanzó la silla.

Su mano la atravesó.
Y oh, eso lo enfureció. Gruñó contra ella, golpeándola una y
otra vez, su mano siempre atravesando la madera como si
ella (o él) no estuvieran allí. Con un grito, le dio una patada
que, por supuesto, hizo que su pie atravesara también la
silla. El impulso llevó su pierna hacia arriba y se tambaleó
hacia atrás antes de caer al suelo. Parpadeó hacia el techo.

—Eso sí que ha ido bien —dijo Nelson—. ¿Te sientes mejor?

Empezó a decir que no, pero se detuvo. Porque,


extrañamente, sí se sentía mejor.

Dijo:

—Esto es una estupidez.

—¿Cierto? —dijo Nelson—. Realmente lo es.

Wallace giró la cabeza hacia él.

—¿Cuánto tiempo te llevó descubrir todo esto?

Nelson se encogió de hombros.

—No sé si lo he averiguado todo. Pero me llevó más de una


semana, lo reconozco.

Wallace se levantó.

—Entonces, ¿por qué crees que voy a ser diferente?

—Porque me tienes a mí, por supuesto. —Nelson sonrió—.


Levántate.

Wallace se empujó para levantarse del suelo.

Nelson asintió hacia la silla.


—Inténtalo de nuevo.

Wallace cerró las manos en puños. Si Nelson era capaz de


hacerlo, él también lo sería. Ciertamente, Nelson no estaba
ofreciendo exactamente detalles sobre cómo lograrlo, pero
Wallace estaba decidido.

Miró la silla antes de cerrar los ojos. Dejó que sus


pensamientos vagaran, sabiendo que cuanto más se
concentrara, peor le iría. Intentó no pensar en nada en
absoluto, pero había pequeños destellos de luz detrás de
sus párpados, como estrellas fugaces, y un recuerdo surgía
en torno a ellos. Era una cosa trivial, algo sin importancia.
Naomi y él acababan de empezar a salir. Se sentía nervioso
con ella. Estaba fuera de su alcance y era muy lista. No
sabía qué demonios estaba haciendo con él, ni cómo habían
llegado hasta allí en primer lugar. No había tenido esto
antes, demasiado tímido y torpe para provocar algo. Había
tenido intentos furtivos al final del instituto y en la
universidad, mujeres en su cama con las que intentaba
fingir que sabía lo que estaba haciendo, y algún que otro
hombre, aunque eran torpes intentos en rincones oscuros
que provocaban una extraña y estimulante emoción. Tardó
en admitirse a sí mismo que era bisexual, algo por lo que
sintió alivio, al darle por fin un nombre. Y cuando se lo había
dicho a Naomi, un poco nervioso pero con firmeza, a ella no
le había importado nada, diciéndole que podía ser quien
quisiera.

Pero eso no había ocurrido hasta luego de seis meses. En


ese momento, era su segunda ¿tercera? cita y estaban en
un restaurante caro que él no podía permitirse en absoluto
pero que pensaba que ella disfrutaría. Se habían vestido con
ropa elegante (lo de elegante era un término relativo: las
mangas del traje de él eran demasiado cortas y las perneras
del pantalón se le subían por los tobillos, pero ella parecía
una modelo, con su vestido azul, azul, azul) y un ayudante
de aparcamiento le había llevado su coche de mierda sin ni
siquiera levantar una ceja. Él le abrió la puerta y ella se rió
de él, una risa baja y gutural.

—Gracias —dijo—. Es usted muy amable.

El maître los miró con desconfianza y su pequeño bigote


presumido se agitó cuando Wallace dio su nombre para la
reserva. Los condujo a la mesa del fondo del restaurante,
con un olor a marisco espeso y penetrante que hizo que a
Wallace se le retorciera el estómago. Antes de que el maître
pudiera actuar, se apresuró a rodear la mesa, apartando la
silla para Naomi.

Ella volvió a reírse, se sonrojó y apartó la mirada antes de


sentarse.

Pensó en lo guapa que estaba.

Las cosas se desmoronarían para ellos. Se lanzaron


acusaciones como si fueran granadas, sin importarles que
ambos estuvieran en el radio de explosión. Se amaron, y
tuvieron buenos años, pero no fue suficiente para evitar que
todo se desmoronara. Durante mucho tiempo, Wallace se
negó a aceptar la culpa. Ella era la que se había metido con
el jardinero. Ella era la que sabía lo importante que era su
trabajo. Ella fue la que le empujó a meterse de lleno en su
propia empresa, incluso cuando sus padres no hacían más
que advertirle de que en un año estaría en la indigencia y
en la calle sin nada.

La culpa fue de ella, se dijo a sí mismo mientras se sentaba


frente a ella en la sala de conferencias de su abogado,
observando cómo él le acercaba la silla. Ella le dio las
gracias. Su vestido era azul. No era el mismo vestido, por
supuesto, pero podría haberlo sido. No era el mismo vestido,
y no eran las mismas personas que habían sido en aquella
segunda o tercera cita en la que él derramó vino sobre su
camisa y le dio trozos de un caro pastel de cangrejo con el
tenedor.

Y ahora, en una casa de té tan lejos de todo lo que había


conocido, sintió una gran oleada de tristeza por todo lo que
había tenido y todo lo que había perdido. Una silla. Era sólo
una silla, y sin embargo ni siquiera podía hacer eso bien. No
era de extrañar que le hubiera fallado a Naomi.

—¿Quieres ver eso? —oyó decir a Nelson en voz baja.

Abrió los ojos.

Tenía la silla en sus manos. Podía sentir el grano de la


madera contra sus dedos. Se sorprendió tanto que la dejó
caer. Se golpeó contra el suelo, pero no se cayó. Miró a
Nelson con los ojos muy abiertos.

—¡Lo hice!

Nelson sonrió, mostrando los dientes que le quedaban.

—¿Ves? Sólo necesitabas un poco de paciencia. Inténtalo de


nuevo.

Lo hizo.

Sólo que esta vez, cuando alcanzó la silla, hubo un extraño


crujido el momento antes de que pudiera agarrarla. Los
apliques de las paredes se encendieron brevemente, y la
silla salió disparada por la habitación, estrellándose contra
la pared del fondo. Cayó de lado en el suelo, con una de las
patas rota.

Wallace se quedó boquiabierto.


—Yo... ¿no quería hacer eso?

Incluso Nelson parecía sorprendido.

—¿Qué demonios?

Apollo empezó a ladrar mientras el techo sobre ellos crujía.


Un momento después, Hugo y Mei bajaron corriendo las
escaleras, ambos mirando a su alrededor de forma salvaje.
Mei llevaba unos pantalones cortos y una camiseta vieja,
con el cuello estirado sobre el hombro y el pelo revuelto
alrededor de la cara.

Hugo llevaba un par de pantalones cortos para dormir y


nada más. Había kilómetros de piel morena a la vista, y
Wallace encontró algo muy interesante que mirar en la
dirección opuesta que no fuera un pecho delgado y un
estómago grueso.

—¿Qué ha pasado? —Mei exigió—. ¿Nos están atacando?


¿Alguien está tratando de entrar? Voy a patear tantos culos
que ni te imaginas.

—Wallace tiró una silla —dijo Nelson suavemente.

Mei y Hugo se quedaron mirando a Wallace.

—Traidor —murmuró Wallace. Luego—: Yo no la arrojé.


Simplemente... la lancé al otro lado de la habitación con el
poder del pensamiento positivo. —Frunció el ceño—. Tal vez.

Mei se acercó a la silla y se agachó junto a ella, pinchando


la pata rota con el dedo.

—Huh —dijo.

Hugo no miraba la silla.


Seguía mirando a Wallace.

—¿Qué? —preguntó Wallace, tratando de hacerse más


pequeño.

Hugo negó lentamente con la cabeza.

—Multitudes. —Como si eso explicara algo. Miró a Nelson—.


Tal vez podrías no enseñarle a la gente a destruir mis sillas.

—Bah —dijo Nelson, agitando la mano—. Una silla es una


silla. Apenas la tocó, Hugo. Tardé semanas en ser capaz de
sentirla siquiera. —Sonaba extrañamente orgulloso, y fue
todo lo que Wallace pudo hacer para no hinchar el pecho—.
Se está tomando todo esto de los fantasmas bastante bien,
si me preguntas.

—Asesinando mis muebles —dijo Hugo con ironía—. Sea lo


que sea que estés planeando, sácalo de tu cabeza ahora
mismo.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —dijo Nelson—.


No estoy planeando nada en absoluto.

Ni siquiera Wallace le creyó. No quería saber qué pasaba por


la cabeza de Nelson para provocar la expresión de absoluta
falsedad que llevaba.

Mei levantó la silla. La pata cayó al suelo.

—Tiene algo de razón, Hugo. ¿Has visto alguna vez a


alguien hacer esto sólo después de unos días?

Hugo negó con la cabeza, sin dejar de mirar a Wallace.

—No. Supongo que no lo he hecho. Curioso, ¿no? —Entonces


—: ¿Cómo lo hiciste?
—Yo... recordé algo. De cuando era más joven. No sé, un
recuerdo.

Esperó a que Hugo preguntara de qué recuerdo se trataba.


En su lugar, dijo:

—¿Fue uno bueno?

Fue bueno. A pesar de todo lo que vino después, del montón


de errores que cometió, el hecho de retirar la silla de Naomi
era algo en lo que no había pensado en años, pero que
aparentemente no había olvidado.

—Creo que sí.

Hugo sonrió.

—Trata de que mis sillas estén enteras, si puedes.

—No prometo nada —dijo Nelson—. No puedo esperar a ver


qué más puede hacer. Si tenemos que sacrificar algunas
sillas en el proceso, que así sea. No te atrevas a pensar en
asfixiarnos, Hugo. No lo permitiré.

Hugo suspiró.

—Por supuesto que no.

***

Todos ellos se ajustaron a una especie de calendario. O, más


bien, agregaron a Wallace al que ya seguían. Mei y Hugo se
levantaron antes que el sol, parpadeando débilmente
mientras bostezaban y bajaban las escaleras, listos para
empezar otro día en la casa de té y pasteles Charon's
Crossing. Al principio, Wallace no estaba seguro de cómo lo
hacían, ya que la casa de té nunca tenía un día libre, ni
siquiera el fin de semana, y no había más empleados. Mei y
Hugo lo llevaban todo, Mei se encargaba sobre todo de la
cocina durante el día mientras Hugo llevaba la caja
registradora y preparaba el té. Eran un equipo, se movían el
uno alrededor del otro como si estuvieran bailando, y él
sintió que el anzuelo le tiraba suavemente del pecho al
verlo.

Aquellos primeros días, Wallace se quedó en la cocina,


escuchando la terrible música de Mei, observando a Hugo a
través de los ojos de buey. Hugo saludaba a casi todo el
mundo por su nombre, preguntando por sus amigos, sus
familias y sus trabajos mientras pulsaba las antiguas teclas
de la caja registradora. Se reía con ellos, asintiendo
pacientemente incluso con los clientes que más tardaban en
hablar. De vez en cuando, echaba un vistazo a las puertas
de la cocina y veía a Wallace mirando hacia fuera. Esbozaba
una pequeña sonrisa antes de darse la vuelta para saludar a
la siguiente persona de la cola.

Fue en su octavo día en la casa de té cuando Wallace tomó


una decisión. Había pasado buena parte de la mañana
armándose de valor, sin saber por qué tardaba tanto. La
gente de la casa de té no podría verlo. Nunca sabrían que
estaba allí.

Mei le contaba cómo había intentado hacer té pero, de


alguna manera, había acabado casi quemando la cocina y,
por lo tanto, no se le permitió volver a tocar ni la más
pequeña de las hojas de té.

—Hugo estaba horrorizado —dijo ella, inclinándose para


mirar una tanda de galletas en el horno—. Habrías pensado
que le había apuñalado por la espalda. Creo que se están
quemando. O tal vez se supone que deben tener ese
aspecto.
—Ajá —dijo Wallace, distraído—. Voy a salir.

—¿De verdad? Quiero decir, no es tan malo. Sólo daños por


humo, pero... espera. ¿Qué?

—Voy a salir —dijo de nuevo. Y luego atravesó las puertas y


salió a la casa de té, sin esperar respuesta.

Una parte de él todavía esperaba que todos se detuvieran a


mitad de la frase y se volvieran lentamente para mirarlo.
Aunque había sido capaz de mover una silla (sólo rompió
dos más, aunque una dejó muescas en el techo cuando
Wallace la pateó accidentalmente con toda su fuerza), aún
no había descubierto cómo cambiarse de ropa. Sus chanclas
chocaban contra el suelo y se sentía extrañamente
vulnerable con su vieja camiseta y sudadera.

Pero nadie le hizo caso. Continuaron como si no estuviera


allí.

No sabía si se sentía aliviado o decepcionado.

Antes de que pudiera decidirse, sintió que le miraban y miró


hacia el mostrador. Una mujer diminuta y mayor parloteaba
sobre cómo no podía haber nueces en su panecillo, no podía
ni siquiera tocar una nuez de ningún tipo o su garganta se
estrecharía y tendría una muerte terrible: Hugo, sé que te lo
he dicho antes, pero es serio.

—Por supuesto —dijo Hugo, pero no la miraba.

Miraba a Wallace, con esa sonrisa tranquila en la cara.

—No hagas de esto un gran problema —murmuró Wallace.

—Nunca lo haría —dijo Hugo.


—Gracias —dijo la anciana—. La lengua se me hincha y se
me infla la cara, y parezco un espanto. ¡Nada de nueces,
Hugo! Nada de nueces.

Y después de eso, Wallace pasó la mayor parte de sus días


en la parte delantera de la casa de té.

Nelson estaba encantado.

—Puedes escuchar algunas de las cosas más extrañas —le


dijo a Wallace mientras caminaban entre las mesas—. La
gente no es muy cuidadosa con sus secretos, incluso
cuando están en público. Y no se trata de escuchar a
escondidas, no realmente.

—Sí, no creo que eso sea cierto. En absoluto.

Nelson se encogió de hombros.

—Tenemos que conseguir nuestras emociones de alguna


parte. Mientras no nos metamos, a Hugo no parece
importarle.

—Me importa mucho —murmuró Hugo mientras pasaba


junto a ellos, llevando una bandeja de té a una pareja
sentada cerca de la ventana.

—Dice eso, pero no lo dice en serio —susurró Nelson—. Oh,


mira. La señora Benson está aquí con sus amigas. Hablan
de culos todo el tiempo. Vamos a escuchar.

Sí que hablaban de culos. Incluyendo el de Hugo. Se rieron


entre ellas mientras lo observaban, batiendo las pestañas
cuando se detuvo en su mesa para preguntar si necesitaban
algo más.
—Oh, las cosas que le permitiría que me hiciera —respiró
una de las mujeres cuando Hugo se acercó a la pizarra
sobre el mostrador para anotar una nueva especialidad del
día: té de bálsamo de limón—. Qué manos tan bonitas.

Una de las otras mujeres dijo:

—Mi madre las habría llamado manos de pianista[1].

—Ciertamente le dejaría tocar mi piano —murmuró la


señora Benson, haciendo girar su llamativo anillo de boda—.
Y por piano, quiero decir...

—Oh, por favor —dijo una tercera mujer—. Él es uno de esos


gays. Te faltan algunas piezas fundamentales para que
descubras lo que pueden hacer sus dedos.

—Mira esto —susurró Nelson, dando un codazo a Wallace en


el estómago. Luego, elevó la voz hasta el grito—: ¡Oye,
Hugo! Hugo. ¡Están hablando de tus dedos de una manera
inapropiada otra vez y está haciendo que Wallace se
ruborice!

La tiza en la mano de Hugo se cayó mientras se alejaba de


la pizarra, haciendo sonar las tazas de té en el mostrador.

Nelson se rió cuando su nieto los miró a ambos, ignorando


la forma en que los demás en la casa de té lo miraban con
curiosidad.

—Lo siento —dijo—. Me resbalé un poco.

—No me estoy sonrojando —gruñó Wallace a Nelson.

—Un poco —dijo Nelson—. Ni siquiera sabía que todavía se


podía hacer eso. Huh. ¿Debo decir algo más para ver hasta
dónde puede llegar ese rubor?
Wallace debería haberse quedado en la cocina.

***

La mujer regresó. No lo hacía todos los días, en ocasiones lo


hacía por la mañana, y en otras, a última hora de la tarde,
cuando el sol empezaba a hundirse en el cielo.

Siempre era lo mismo. Se sentaba en la mesa junto a la


ventana. Mei salía a trabajar en la caja registradora y Hugo
llevaba una bandeja de té con una sola taza y la ponía sobre
la mesa. Se sentaba frente a ella, con las manos cruzadas, y
esperaba.

La mujer, Nancy, apenas reconocía su presencia, pero


Wallace podía ver la tensión alrededor de sus ojos cuando
Hugo acercaba la silla y se sentaba.

Algunos días parecía estar llena de rabia, con los ojos


brillantes y la piel extendida sobre las mejillas hundidas.
Otros días, sus hombros estaban caídos y apenas levantaba
la cabeza. Pero siempre parecía agotada, como si ella
también fuera un fantasma y ya no pudiera dormir. A
Wallace se le revolvía el estómago y no sabía cómo podía
soportarlo Hugo.

Se mantenía alejado. Nelson también.

Nelson observó cómo la mujer se ponía en pie, con la silla


rozando el suelo.

Nancy se detuvo cuando Hugo dijo:

—Estaré aquí. Siempre. Cuando estés lista, estaré aquí. —


Era lo mismo que él decía cada vez que ella se iba. Y cada
vez, ella se detenía como si realmente lo estuviera
escuchando.
Pero nunca hablaba.

La mayoría de los días, Hugo suspiraba y recogía la bandeja


del té antes de llevarla a la cocina. Se quedaba allí un rato,
con Mei vigilando las puertas con cara de preocupación. Al
final, volvía a salir y era como si no hubiera pasado nada.

Pero hoy fue diferente.

Hoy, la puerta se cerró de golpe, traqueteando en el marco.

Hugo se quedó mirando por la ventana persiguiéndola,


observando cómo bajaba por la calle, con los hombros
encorvados, apretando más el abrigo contra el aire fresco.

Se levantó cuando ella se perdió de vista, pero no recogió la


bandeja. Fue detrás del mostrador, rebuscando en un cajón
hasta sacar un juego de llaves.

—Ahora vuelvo —le dijo a Mei.

Ella asintió.

—Tómate tu tiempo. Nosotros nos encargaremos de la


seguridad. Te avisaré si pasa algo.

—Gracias, Mei.

Wallace se sintió extrañamente alarmado cuando Hugo salió


de la tienda sin decir ni una palabra más. Se quedó en la
ventana y observó cómo se dirigía a la motoneta. Levantó
una pierna antes de acomodarse en el asiento. El motor
retumbó y se alejó, levantando polvo tras los neumáticos.

Wallace se preguntó cómo sería viajar con él, con la espalda


de Hugo protegiéndole del viento, con las manos agarrando
su cintura. Era un pensamiento melancólico, aunque se
perdía ante un extraño pánico creciente.

—¿Se va? —preguntó Wallace, con la voz alta y áspera. El


cable se estiró y estiró mientras Hugo desaparecía al doblar
la esquina—. No creí que pudiera... —Tragó grueso,
resistiendo a duras penas el impulso de perseguir a Hugo.
Esperaba que el cable se rompiera. No lo hizo.

—No va muy lejos —dijo Nelson desde su silla—. Nunca lo


hace. Sólo para despejar la cabeza. Volverá, Wallace. No se
iría.

—Porque no puede —dijo Wallace sombrío.

—Porque no quiere —dijo Nelson—. Hay una diferencia.

Sin nada mejor que hacer, Wallace esperó en la ventana.


Ignoró a Mei cuando puso el cartel de CERRADO cuando el
último cliente abandonó Charon's Crossing. Ignoró a Apollo,
que le olía los dedos. Ignoró a Nelson, sentado frente a la
chimenea.

Ya era de noche cuando Hugo regresó.

Wallace se encontró con él en la puerta.

—Hola —dijo.

—Hola —dijo Hugo—. Siento lo de antes. Yo...

Wallace negó con la cabeza.

—No tienes que dar explicaciones. — Sintiéndose


extrañamente vulnerable, miró a sus pies—. Puedes ir a
donde quieras. —Hizo una mueca, porque eso no era
exactamente cierto, ¿verdad?
Un tiempo de silencio. Entonces Hugo dijo:

—Vamos. Vamos fuera.

Esa noche no hablaron. En cambio, se mantuvieron casi


hombro con hombro. Cada vez que Wallace abría la boca
para decir algo, cualquier cosa, se detenía. Todo se sentía...
trivial. Sin importancia. Así que no dijo nada en absoluto,
preguntándose por qué sentía la constante necesidad de
llenar el silencio.

En cambio, observó a Hugo con el rabillo del ojo, esperando


contra toda esperanza que fuera suficiente.

Antes de que volvieran a entrar para pasar la noche, Hugo


dijo:

—Gracias, Wallace. Lo necesitaba. —Golpeó los nudillos


contra la barandilla de la cubierta antes de entrar.

Wallace se quedó mirando tras él, con un nudo en la


garganta.

[1] Hugo tiene dedos largos y manos finas XD


Capítulo 11
El decimotercer día de la estancia de Wallace Price en
Charon's Crossing, ocurrieron dos cosas importantes.

La primera de ellas resultó inesperada.

La segunda también lo fue, aunque el desorden que siguió


pudo atribuirse firmemente a Mei y nadie pudo convencer a
Wallace de lo contrario, aunque fuera en gran parte culpa
suya.

***

Había amanecido. Los despertadores no tardarían en sonar,


otro día que comenzaba en la casa de té. Hugo y Mei
estaban durmiendo.

Y Wallace deseaba estar en cualquier sitio menos en el que


se encontraba.

—¿Quieres dejar de pegarme? —gruñó, frotándose el brazo


donde le habían golpeado con el bastón por lo que parecía
la centésima vez.

—No lo estás haciendo bien —dijo Nelson—. No pareces un


hombre al que le guste fallar, así que ¿por qué eres tan
bueno en ello?

Apollo hizo un bufido silencioso como si estuviera de


acuerdo, observando a Wallace con una inclinación de
cabeza, con las orejas levantadas.

—Voy a hacerme un bastón y luego te golpearé con él. A ver


si te gusta.
—Oh, tengo mucho miedo —dijo Nelson—. Adelante. Haz un
bastón de la nada. Desde luego sería mejor que estar aquí
esperando a que se te ocurra cambiarte de ropa. Por lo
menos, así pasaría algo. —Suspiró dramáticamente—. Qué
desperdicio. Y yo que pensaba que serías diferente.
Supongo que lo de la silla fue una casualidad.

Wallace se mordió una réplica afilada cuando las plantas de


los pies empezaron a sentir un cosquilleo. Miró hacia abajo.
Las chanclas habían desaparecido.

—Vaya —susurró—. ¿Cómo he podido...?

—Pareciera que reaccionas más a la ira que a otra cosa —


dijo Nelson alegremente—. Qué raro, pero ¿quién soy yo
para juzgar? Puedo volver a golpearte si crees que eso
ayudará.

Wallace dijo:

—No, no lo hagas. Sólo... espera un minuto. —Frunció el


ceño y se miró los pies. Podía sentir el suelo contra sus
talones. Había una miga de galleta entre sus dedos. Imaginó
su par de zapatos Berluti Scritto, los de cuero que costaban
más de lo que mucha gente ganaba en un mes.

No aparecieron.

En cambio, se encontró de repente con unas zapatillas de


ballet.

—Huh —dijo Nelson, también mirando los pies de Wallace—.


Eso es ciertamente... diferente. No sabía que fueras bailarín.
—Levantó la vista, entrecerrando los ojos a Wallace—.
Tienes las piernas para ello, supongo.
—¿Qué es lo que pasa con ustedes y mis piernas? —Wallace
se quejó. Luego, sin esperar respuesta—: No sé qué pasó.

—Claro. Igual que no sabes cómo ocurrió lo del bikini. Te


creo completamente.

Wallace le gruñó, pero entonces las zapatillas de ballet


desaparecieron, sustituidas por un par de zapatillas viejas. Y
luego por unas pantuflas. Y luego unas chanclas de nuevo.
Después, botas de vaquero con espuelas. Y finalmente, para
su horror, unas sandalias marrones con calcetines azules.

Empezó a entrar en pánico, saltando de un pie a otro


mientras Apollo bailaba a su alrededor, ladrando con
entusiasmo.

—Dios mío, ¿cómo puedo hacer que se detenga? ¿Por qué


no se detiene?

Nelson frunció el ceño al ver sus pies justo cuando las


sandalias y los calcetines dieron paso a unos tacones más
adecuados para una bailarina exótica en un escenario
haciendo que llueva dinero. Se disparó diez centímetros, y
luego volvió a caer cuando los tacones fueron sustituidos
por botas de goma amarillas con patos en el lateral.

—Aquí —dijo Nelson—. Deja que te ayude.

Golpeó las espinillas de Wallace con su bastón.

—Ay —gritó Wallace, agachándose para frotarse las piernas


—. No tenías que...

—Lo detuve, ¿no es así?

Lo había hecho. Wallace llevaba ahora... ¿botines de fútbol?


Nunca había jugado al fútbol en su vida y, por lo tanto,
nunca había llevado botines. Por supuesto, nunca había
llevado tacones de aguja o un bikini, pero aún así. Era una
elección extraña, aunque Wallace no estaba seguro de que
elección fuera la palabra correcta.

—Esto es ridículo —murmuró Wallace mientras Apollo


olfateaba los botines antes de estornudar de forma odiosa.

—Lo es —coincidió Nelson—. Quién iba a decir que eras tan


excéntrico. Quizá sean simplemente manifestaciones de lo
que tu corazón realmente desea.

—Lo dudo mucho. —Wallace dio un paso tentativo, los


botines no le eran familiares. Esperó a que desaparecieran,
a que se transformaran en algo diferente. No lo hicieron.
Respiró aliviado mientras cerraba los ojos—. Creo que se
acabó.

—Um —dijo Nelson—. Sobre eso.

Eso no sonaba bien. Wallace volvió a abrir los ojos.

La sudadera ya no estaba.

La camiseta de los Rolling Stones había desaparecido.

Ah, los botines seguían ahí, así que podía dar las gracias por
los pequeños favores, pero ahora llevaba un traje de licra
que no dejaba absolutamente nada a la imaginación. Para
colmo, no se trataba de un traje de licra normal y corriente;
no, como la vida posterior de Wallace era aparentemente
una farsa, el traje llevaba impresa la silueta de un
esqueleto, como si fuera un disfraz de Halloween, aunque
estuviéramos a finales de marzo.

Fue entonces cuando comprendió que todo era terrible. Se


lo dijo a Nelson, sonando desolado mientras tiraba de la
licra, viendo cómo se estiraba. Ahuyentó a Apollo cuando el
perro trató de agarrar el material y arrancarlo.

—Podría ser peor —dijo Nelson, mirándole de arriba abajo


de una forma que Wallace estaba seguro de que era ilegal
en al menos quince estados—. Aunque, diré que te felicito
por tu negocio de abajo. El tamaño no importa, por
supuesto, pero no parece que tengas que preocuparte por
eso.

—Gracias —dijo Wallace distraído mientras Apollo intentaba


colarse entre sus piernas, con la lengua suelta y una
expresión de alegría bobalicona en la cara. Entonces—:
Espera, ¿qué?

Para cuando Hugo y Mei bajaron, Wallace estaba en estado


de pánico, ya que ahora sólo llevaba puestos unos
calzoncillos de colores brillantes y unas botas de cuero
hasta el muslo. Nelson fue perdiendo poco a poco la
compostura mientras Wallace iba dando trompicones,
prometiendo a quien quisiera escucharle que no volvería a
quejarse de los pantalones de chándal y las chanclas. Se
detuvo al ver que los recién llegados le miraban sin
comprender.

—Puedo explicarlo —dijo Wallace, cubriéndose lo mejor que


pudo. Al parecer, Apollo decidió que eso no serviría,
mordiéndole la mano suavemente y tirando de ella.

—Es demasiado temprano para esto —murmuró Mei, pero


eso no pareció impedirle echar un vistazo mientras se
dirigía a la cocina.

—Has tenido una noche muy ocupada —dijo Hugo con


suavidad.

Wallace lo fulminó con la mirada.


—Esto no es lo que parece.

Hugo se encogió de hombros mientras Apollo le rodeaba las


piernas.

—Es justo, ya que, para empezar, no sé qué debería


parecer.

—Hace que mi traje de Pascua se avergüence —dijo Nelson,


limpiándose los ojos.

Wallace palideció cuando Hugo se acercó a él, con los dedos


moviéndose a los lados. Esperó a que se burlara de él, pero
no lo hizo.

—Ya le cogerás el truco —dijo—. No es fácil, o eso me han


dicho, pero creo que lo descubrirás. —Frunció el ceño
mientras ladeaba la cabeza. Empezó a acercarse a Wallace,
pero se detuvo—. Dependiendo de cuánto tiempo estés
aquí, claro. —Sonrió con fuerza.

Ahí estaba. Esa cosa que Wallace había estado evitando


cuidadosamente. Aparte de los primeros días que llevaba
aquí, no se había vuelto a hablar de cruces ni de puertas ni
de lo que había más allá de la media vida que llevaba en la
casa de té. Había estado agradecido, aunque receloso,
seguro de que Hugo iba a presionar. No lo había hecho, y
casi se había convencido de que lo había olvidado. Por
supuesto que Hugo no lo había hecho. Era su trabajo. Esto
no era definitivo. Nunca iba a serlo, y Wallace era un tonto
por pensar lo contrario.

No sabía qué decir. Tenía miedo de lo que Hugo pudiera


hacer a continuación.

—Será mejor que me ponga a trabajar —dijo Hugo, con una


voz extrañamente áspera. Se giró hacia la cocina, Apollo
brincando alrededor de sus pies mientras seguía a Hugo a
través de las puertas.

—Oh, Dios —dijo Nelson.

—¿Qué? —preguntó Wallace, mirando fijamente tras Hugo,


sintiendo el gancho en el pecho más pesado que nunca.

Nelson dudó antes de sacudir la cabeza.

—Yo... no es nada. No te preocupes por eso.

—Porque decir que no me preocupe por algo sólo hace que


no me preocupe.

Nelson suspiró.

—Concéntrate. A menos que estés bien con lo que llevas


puesto, eso es.

Y así empezaron de nuevo mientras salía el sol, la luz fría se


extendía por el suelo y la pared.

***

Cuando se produjo el segundo acontecimiento importante,


en el decimotercer día de Wallace en la casa de té, se las
había arreglado para vestirse con unos vaqueros y un jersey
demasiado grande, con las mangas demasiado largas que le
caían sobre las manos. Las botas habían desaparecido. En
su lugar había un par de mocasines. Había pensado en
probarse uno de sus trajes, pero había desechado la idea
después de pensarlo durante un largo momento. El traje
adecuado estaba hecho para mostrar poder. Si se llevaba
correctamente, podía dar una imagen intimidatoria, dejando
claro que su portador era importante y sabía de lo que
hablaba, incluso cuando no lo hacía. Pero aquí, ahora, ¿qué
propósito tendría?

Ninguno, pensó Wallace. De ahí los vaqueros y el jersey.

El bullicio de la tienda era fuerte a su alrededor, aún no era


mediodía, aunque ya se estaba formando la multitud del
almuerzo, pero Wallace estaba demasiado impresionado
consigo mismo como para darse cuenta. No podía creer que
una cosa tan pequeña como un atuendo nuevo le diera
tanta paz.

—Ya está —dijo, después de haber esperado diez minutos


para asegurarse de que no era una casualidad—. Así está
mejor. ¿Verdad?

—Depende de a quién le preguntes —murmuró Nelson.

Wallace le miró con los ojos entornados.

—¿Qué?

—Puede que a algunas personas les haya gustado más lo


que llevabas puesto que a otras.

Wallace no sabía qué hacer con eso.

—Oh, eh. ¿Gracias? Me siento halagado, pero no creo que tú


y yo seamos...

Nelson resopló.

—Sí, eso suena bien. No siempre ves lo que está delante de


ti, ¿verdad, abogado?

Wallace parpadeó.

—¿Qué hay delante de mí?


Nelson se recostó en su silla, inclinando la cabeza hacia el
techo.

—Qué pregunta tan profunda y significativa. ¿Te la haces


con frecuencia?

—No —dijo Wallace.

Nelson se rió.

—Alentador. Frustrante, pero alentador. ¿Cómo van tus


conversaciones con Hugo?

El latigazo conversacional desequilibró a Wallace,


haciéndole preguntarse si Nelson había captado uno de sus
trucos profesionales.

—Están... yendo. —Eso podría haber sido un eufemismo. Las


últimas noches, habían estado hablando de nada en
particular. Anoche, habían discutido durante casi una hora
sobre si era aceptable hacer trampas en el juego del
Scrabble en determinadas circunstancias, especialmente
cuando se jugaba contra un políglota. Wallace no podía
estar seguro de cómo había terminado su conversación allí,
pero estaba seguro de que Hugo estaba equivocado.
Siempre era aceptable hacer trampa en el Scrabble contra
un políglota.

—¿Están ayudando?

—No estoy seguro —admitió Wallace—. No sé qué se supone


que estoy haciendo.

Nelson no parecía sorprendido.

—Lo sabrás cuando llegue el momento.


—Bastardo críptico —murmuró Wallace—. ¿Qué crees que
estoy...?

No tuvo la oportunidad de terminar.

Algo le hizo cosquillas en el fondo de su mente.

Frunció el ceño y levantó la cabeza para mirar a su


alrededor.

Todo tenía el mismo aspecto de siempre. La gente estaba


sentada en las mesas, con las manos envueltas en tazas
humeantes de té y café. Reían y hablaban, y los sonidos
resonaban con fuerza en la tienda. Se había formado una
pequeña cola en el mostrador y Hugo estaba metiendo
pasteles en una bolsa de papel para un joven con uniforme
de mecánico, con las puntas de los dedos manchadas de
aceite. Wallace podía oír la radio a través de las puertas de
la cocina. Vio a Mei a través de los ojos de buey, yendo y
viniendo entre los mostradores.

—¿Qué pasa? —preguntó Nelson.

—No... lo sé. ¿Sientes eso?

Nelson se inclinó hacia adelante.

—¿Sentir qué?

Wallace no estaba seguro.

—Es como... —Miró hacia la puerta principal—. Algo se


acerca.

La puerta principal se abrió.

Dos hombres entraron. Llevaban trajes negros, sus zapatos


lustrados. Uno de ellos estaba encorvado, como si hubiera
alcanzado un techo invisible durante sus años de formación
y se hubiera expandido hacia adelante en lugar de hacia
arriba. Tenía la frente cubierta de sudor y los ojos brillantes
recorrían la tienda.

El otro hombre no habría podido ser más diferente. Aunque


vestía de forma similar, era tan delgado como un suspiro y
casi tan alto como Wallace. El traje le colgaba de forma
holgada. Parecía estar hecho sólo de piel y huesos. Llevaba
un viejo maletín en la mano, con los laterales desgastados y
astillados.

Los hombres se colocaron a ambos lados de la puerta,


inmóviles.

El sonido de la casa de té a mediodía se detuvo cuando


todos se volvieron para mirar a los recién llegados.

—Oh, no —murmuró Nelson—. Otra vez no. A Mei no le va a


gustar esto.

Antes de que Wallace pudiera preguntar, una tercera


persona apareció en la puerta. Era una visión extraña.
Parecía joven, posiblemente de la edad de Hugo, o quizás
más. Era diminuta, la parte superior de su cabeza apenas
llegaba a los hombros del hombre encorvado. Se movía con
seguridad, sus ojos brillantes, su pelo encrespado y
antinaturalmente rojo debajo de un sombrero de fieltro
anticuado con una pluma de cuervo que sobresalía de la
banda. El resto de su atuendo probablemente estaba de
moda a principios del siglo XIX. Llevaba unos botines con
gruesos cordones sobre unas medias negras. El vestido le
llegaba hasta la pantorrilla y parecía pesado, con un tejido
negro y rojo. Se ceñía a la cintura y quedaba bajo el pecho,
con senos pálidos y generosos. Sus guantes blancos hacían
juego con el pañuelo de pashmina que llevaba sobre los
hombros.

Todo el mundo la miraba.

Ella los ignoró. Levantó una mano hacia la otra y empezó a


arrancar el guante dedo a dedo.

—Sí —dijo, con una voz más grave de lo que Wallace


esperaba. Sonaba como si hubiera fumado al menos dos
cajetillas al día desde que aprendió a caminar—. Hoy se
siente... diferente.

—Estoy de acuerdo —dijo el Hombre Encorvado.

—Absolutamente —dijo el Hombre Delgado.

Se quitó el guante de la mano izquierda antes de extender


la mano frente a ella, con la palma hacia el techo. Sus
dedos se movieron.

—Bastante diferente. Creo que hoy encontraremos lo que


buscamos. —Bajó la mano mientras se acercaba al
mostrador, las tablas del suelo crujían a cada paso que
daba.

Los clientes de la tienda empezaron a susurrar mientras los


hombres la seguían. Pasaron por delante de Wallace y
Nelson sin ni siquiera mirar en su dirección. Quienquiera
que fuera esta mujer, no era la Gerente que Wallace había
temido. A no ser que lo ignorara a propósito para medir su
reacción. Wallace mantuvo una expresión neutra, aunque se
le erizó la piel.

Hugo, por su parte, no parecía tan perturbado como


Wallace. En todo caso, estaba resignado. Los clientes del
mostrador se dispersaron cuando la mujer se acercó.
—¿Vuelves tan pronto? —preguntó Hugo, con voz uniforme.

—Hugo —dijo la mujer a modo de saludo—. Espero que no


me pongas las cosas difíciles, ¿verdad?

Hugo se encogió de hombros.

—Sabe que siempre es bienvenida, señora Tripplethorne.


Charon's Crossing está abierto para todos.

—Oh —respiró ella—. Qué encantador eres, tonto coqueto.


¿Abierto para todos, dices? ¿Qué podrías querer decir con
eso?

—Ya sabes lo que quiero decir.

Se inclinó hacia delante. A Wallace le recordó un


documental de naturaleza que había visto una vez sobre los
hábitos de apareamiento de las aves del paraíso, con su
plumaje en plena exhibición. Obviamente, ella era
consciente de sus rasgos más... sustanciales.

—Lo sé. Y tú sabes lo que quiero decir, dulce hombre. No


creas que me has engañado. Las cosas que he visto en todo
el mundo serían suficientes para infundirte miedo hasta en
el corazón. —Ella trazó su dedo sobre el dorso de la mano
de Hugo en el mostrador.

—No tengo ninguna duda —dijo Hugo—. Siempre y cuando


no molestes a mis otros clientes, y te mantengas al margen
de...

—Oh, diablos, no —gruñó una voz. Las puertas detrás del


mostrador se abrieron, golpeando contra la pared y
haciendo sonar las jarras llenas de té mientras Mei salía de
la cocina, con una pequeña toalla en las manos.
—Así es Mei, estaremos bien —terminó Hugo.

—Mei —dijo la mujer con no poco desprecio.

—Desdemona —gruñó Mei.

—Veo que sigues en la cocina. Bien por ti.

Hugo consiguió retener a Mei antes de que se lanzara sobre


el mostrador.

La mujer, Desdemona Tripplethorne, una bocona si las


había, no se inmutó. Golpeó sus guantes contra la mano
mientras miraba a Mei con desprecio.

—Deberías trabajar en esos problemas de ira, cariño. Son


impropios de una dama, incluso de una como tú. Hugo,
tomaré mi té en mi mesa habitual. Que sea rápido. Los
espíritus están inquietos hoy aquí, y no voy a perder mi
oportunidad.

Mei no lo tenía.

—Puedes coger el té y metértelo por el culo... —Pero


cualquier amenaza que quisiera hacer se quedó en el tintero
cuando Hugo tiró de ella hacia la cocina.

Desdemona se dio la vuelta y miró a todos los que estaban


en la tienda y que la miraban fijamente. Su labio se curvó
en una aproximación a una mueca de desprecio.

—Continúen —dijo. —Estos son asuntos que van más allá de


su comprensión terrenal. Vamos.

Todo el mundo se apartó casi de inmediato, los murmullos


alcanzaron un tono febril.
Nelson agarró a Wallace de la mano y lo empujó hacia la
cocina. Miró hacia atrás antes de que atravesaran las
puertas y vio a la mujer y a los dos hombres dirigiéndose a
una mesa cerca de la pared más lejana, bajo el póster
enmarcado de las pirámides. Ella frotó el dedo por el tablero
de la mesa antes de sacudir la cabeza.

—Y si me dejas, le pondré un poco de veneno en el té —le


decía Mei a Hugo mientras entraban en la cocina. Apollo se
sentó a su lado, con la oreja caída mientras miraba entre los
dos—. No lo suficiente como para matarla, pero sí para que
se considere un delito grave por el que aceptaré
absolutamente la cárcel. Es una situación en la que todos
gana.

Hugo parecía horrorizado.

—No puedes arruinar el té así. Cada taza es especial y


ponerle veneno arruinaría el sabor.

—No si es insípido —replicó Mei—. Estoy bastante segura de


haber leído que el arsénico no tiene sabor. —Hizo una pausa
—. No es que sepa dónde conseguir arsénico en este
momento. Maldita sea. Debería haber mirado eso después
de la última vez.

—Nosotros no asesinamos a la gente —dijo Hugo, y por lo


visto no era la primera vez que se lo decía.

—Mutilamos, entonces.

—Tampoco hacemos eso —dijo Hugo.

Ella se cruzó de brazos e hizo un puchero.

—No hay nada que nos detenga. Me dijiste que siempre


debíamos intentar alcanzar nuestros sueños.
—No tenía en mente el asesinato cuando te dije eso —dijo
Hugo secamente.

—Eso es porque piensas demasiado en pequeñeces. Haz


algo grande o márchate a casa. —Miró a Wallace—. Díselo.
Estás de mi lado, ¿verdad? Y conoces la ley mejor que
cualquiera de nosotros aquí. ¿Qué es lo que establece la ley
sobre matar a alguien que se lo merece?

—Es ilegal —dijo Wallace.

—Sin embargo, no es completamente ilegal, ¿verdad? El


homicidio justificado es una cosa. Creo.

—Quiero decir, siempre hay una declaración de no


culpabilidad por razón de locura, pero eso es difícil de
sacar...

Mei asintió con furia.

—Eso es. Esa será mi defensa. Estoy tan loca que no sabía
lo que hacía cuando puse arsénico en su té.

Wallace se encogió de hombros.

—No es que pueda testificar contra ti demostrando


premeditación.

—No ayudas —dijo Hugo.

Probablemente no, pero no era como si él pensara que Mei


realmente iba a asesinar a alguien. O eso esperaba.

—¿Qué pasa con esa mujer? ¿Quién es ella? ¿Qué ha hecho


además de tener un nombre terrible?

—Se llama a sí misma médium —escupió Mei—. Una


psíquica. Y está enamorada de Hugo.
Hugo suspiró.

—Ella en realidad no lo está.

—Claro —dijo Nelson—. Porque la mayoría de la gente pone


sus tetas en el mostrador como ella lo hace. Es
perfectamente natural.

—Ella es inofensiva —dijo Hugo, como si estuviera tratando


de convencer a Wallace—. Ella viene aquí cada pocos meses
y trata de hacer una sesión de espiritismo. Pero nunca pasa
nada y se va. Nunca es por mucho tiempo, y no hace daño a
nadie.

—¿Te estás escuchando? —exclamó Mei.

Wallace seguía atascado con la palabra enamoramiento. Le


hizo erizarse más de lo que esperaba.

—Creía que eras gay.

Hugo parpadeó.

—Yo... ¿lo soy?

—¿Entonces por qué coquetea contigo?

—Yo... ¿no lo sé?

—Porque es horrible —dijo Mei—. Se trata, literalmente, de


la peor persona que existe. —Comenzó a caminar—. Le da
mala fama a la gente como yo. Estafa a otros por dinero,
diciéndoles que les ayudará a comunicarse con sus seres
queridos. Es un desastre. Lo único que hace es darles falsas
esperanzas, diciéndoles lo que creen que quieren oír. No
tiene ni idea de lo que he tenido que pasar, y aunque lo
supiera, dudo que eso la detuviera. Entra aquí como si fuera
la dueña del lugar y se burla de todo lo que hacemos.

Hugo suspiró.

—No podemos echarla, Mei.

—Podemos —replicó Mei—. Es muy fácil. Mira, lo haré ahora


mismo.

La detuvo antes de que pudiera atravesar la puerta.

Por un momento, Wallace pensó que todo era un


espectáculo. Que Mei estaba siendo demasiado dramática,
interpretando un papel. Pero la boca de Mei se torcía como
nunca antes había visto, y sus ojos tenían un brillo que no
existía hace un momento. Se mordía el labio inferior
mientras parpadeaba rápidamente. Recordó lo que le había
contado sobre lo que había sido para ella cuando era más
joven, cuando nadie la escuchaba cuando intentaba decirles
que algo iba mal.

—¿Qué hace ella? —preguntó.

—Tablero de ouija —dijo Nelson—. Dijo que la encontró en


una tienda de antigüedades, y que una vez perteneció a los
satanistas en la década de 1800. Hay una pegatina en la
parte inferior que dice que fue hecha por Hasbro en
2004[1].

—Porque está llena de mierda —espetó Mei.

—Más o menos —dijo Nelson—. Además, lo graba todo y lo


pone en internet. Mei lo buscó una vez. Tiene un canal de
YouTube llamado Desdemona Tripplethorne's Sexy Seances.
—Hizo una mueca—. No es exactamente contenido de
calidad, si me preguntas, pero qué sé yo.
—Pero... —Wallace dudó. Luego—: Si le dice a la gente lo
que quiere oír, ¿qué daño hace?

Los ojos de Mei brillaron.

—Porque les está mintiendo. Aunque les haga sentir mejor,


sigue mintiendo. No sabe nada de lo que hacemos, ni de lo
que viene después. ¿Quieres que te mientan?

No, no creía que lo quisiera. Pero también podía verlo desde


el otro lado, y si la gente quería darle dinero sólo para tener
seguridad, ¿no era su problema?

—¿Cobra por ello?

Mei asintió. Hugo le rodeó el hombro con un brazo, pero ella


se encogió de hombros.

—Después de lo que le hizo a Nancy, realmente pensé que


te darías cuenta de su existencia. Pero aquí estamos.

Hugo se desinfló.

—Yo... —Se pasó una mano por la cara—. Fue su elección,


Mei.

—¿Qué le hizo a Nancy? —preguntó Wallace.

Todos lo miraron fijamente, el silencio era ensordecedor.


Wallace se preguntaba en qué demonios se había metido
ahora.

—Ella encontró a Nancy —dijo finalmente Mei—. O Nancy la


encontró a ella. No sé cuál de las dos cosas, pero no
importa. Lo que importa es que Desdemona le llenó la
cabeza a Nancy con todo tipo de tonterías sobre espíritus y
su capacidad para contactar con ellos. Le dio a Nancy falsas
esperanzas, y fue lo más cruel que pudo haber hecho.
Nancy la creyó cuando dijo que podía ayudar. Y luego vino
aquí pareciendo más viva que nunca desde que llegó. No
pasó nada. Nancy estaba destrozada, pero Desdemona
siguió cobrando sus honorarios. —Para cuando terminó, Mei
tenía las mejillas manchadas y saliva en el labio.

Antes de que Wallace pudiera preguntar qué le había


pasado a Nancy para que hablara con alguien como
Desdemona, Hugo dijo:

—Eso no es... no estoy tratando de... mira, Mei. Entiendo lo


que dices. Pero fue la elección de Nancy. Ella está buscando
cualquier cosa que pueda...

Fue entonces cuando Wallace Price tomó una decisión. Se


dijo a sí mismo que era porque no podía soportar ver la
mirada de Mei, y que ciertamente no tenía nada que ver con
el hecho de que se estuviera coqueteando con Hugo.

Era el momento de tomar cartas en el asunto.

Se dio la vuelta y atravesó las puertas, ignorando a los


demás que le llamaban.

Desdemona Tripplethorne había tomado asiento en una


mesa. El Hombre Encorvado y el Hombre Delgado estaban
junto a ella. El maletín estaba abierto. Había velas
encendidas en la mesa, con un olor odioso y empalagoso,
como si alguien se hubiera comido una barra de manzanas
y luego las hubiera vomitado y cubierto los restos con
canela. La mayoría de los demás clientes se habían
marchado, aunque algunos todavía la observaban con
recelo.

El tablero de la ouija se había colocado en la mesa sobre un


paño negro que no había estado allí antes. La teatralidad de
todo ello hizo que Wallace hiciera una mueca. Sobre el
tablero había una plancheta de madera, aunque
Desdemona no la tocaba. Junto al tablero de la ouija había
una pluma de ave, apoyada sobre hojas de papel sueltas.

Desdemona estaba sentada en su silla con la cabeza recta,


mirando fijamente a una cámara que había sido instalada
junto a la mesa en un trípode. Una pequeña luz roja
parpadeaba en la parte superior. Sin que nadie se lo dijera,
el Hombre Encorvado se adelantó, le quitó el chal de los
hombros y lo dobló con cuidado. El Hombre Delgado sacó un
frasco de líquido del maletín junto con un cuentagotas de
cristal. Lo sumergió en el vial y apretó la parte superior del
cuentagotas, extrayendo líquido. Lo puso sobre las manos
de Desdemona, con dos gotas en cada una, antes de dejarlo
a un lado. Le frotó las gotas en el dorso de las manos. Olía a
lavanda. —

Sí —respiró mientras el Hombre Delgado terminaba—. Lo


siento. Hay alguien aquí. Una presencia. Trae la caja de
espíritus. Rápido. —Sonrió a la cámara—. Como saben mis
seguidores, la ouija es mi opción preferida de comunicación,
pero me gustaría probar algo nuevo, si los espíritus lo
permiten. —Pasó un dedo por la pluma—. Escritura
automática. Si los espíritus están dispuestos, les doy pleno
permiso para que tomen el control de mis manos y escriban
el mensaje que consideren oportuno. ¿No es emocionante?

El Hombre Encorvado metió la mano en el maletín y sacó un


dispositivo distinto a todo lo que Wallace había visto. Tenía
el tamaño y la forma de un mando a distancia, aunque la
comparación terminaba ahí. De la parte superior salían unos
cables rígidos, cada uno de los cuales terminaba en una
pequeña bombilla. El Hombre Encorvado giró un interruptor
en el lateral y el dispositivo cobró vida, con luces que
parpadeaban en verde. Chilló, un ruido agudo lleno de
estática. El Hombre Encorvado lo miró con los ojos muy
abiertos. Lo golpeó contra la palma de la mano. El chillido se
apagó y las luces se desvanecieron.

—Qué raro —murmuró—. Nunca había hecho eso antes.

—Estás arruinando el ambiente —siseó Desdemona por un


lado de la boca, sin apartar la vista de la cámara—. ¿Has
cargado la maldita cosa?

El Hombre Encorvado se limpió el sudor de la frente.

—Me aseguré de ello. La batería está llena. —La hizo girar


de un lado a otro a su alrededor. Wallace se apartó del
camino. Apenas hizo un parpadeo cuando se acercó a pocos
centímetros de él.

—¿Qué estás haciendo? —susurró una voz a su lado—. Sea


lo que sea, cuenta conmigo, especialmente si causa
problemas.

Miró a su lado y vio a Nelson sonriendo de forma malvada.


Wallace no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Voy a meterme con ella.

—Ooh —dijo Nelson—. Lo apruebo.

El Hombre Delgado frunció el ceño.

—¿Has oído algo?

—Sólo el sonido de tu voz, la cual desprecio —dijo


Desdemona. Miró a los pocos clientes que quedaban hasta
que ellos también se levantaron y se fueron—. Menos charla
y más concentración.
El Hombre Delgado cerró la boca con un chasquido,
mientras el Hombre Encorvado se subía a una silla y
levantaba el aparato hacia el techo.

—¡Espíritus! —dijo Desdemona con voz chillona—. ¡Ordeno


que hablen conmigo! Sé que están aquí. —Puso las manos
sobre la plancheta—. Este tablero nos permitirá
comunicarnos entre nosotros. ¿Lo entienden? No hay nada
que temer. Sólo deseo hablar con ustedes. No pienso
causarles ningún daño. Si prefieren la pluma y el papel,
manifiesten sus intenciones. Entren en mí. Permítanme ser
su voz.

No ocurrió nada.

Desdemona frunció el ceño.

—Tómense su tiempo.

Nada.

—¡Todo el tiempo que... podrías dejar de revolotear! Lo


estás arruinando.

El Hombre Delgado se levantó rápidamente y se alejó.

—Raro —murmuró el Hombre Delgado mientras se detenía


cerca de la chimenea. El aparato volvió a chirriar cuando lo
hizo girar sobre la silla de Nelson—. Es como si hubiera algo
aquí. O estuviera. O pudiera estarlo. O nunca lo hubiera
habido.

—Claro que lo hubo —dijo Desdemona—. Si hubieras


estudiado el expediente que te di, sabrías que el abuelo de
Hugo vivió aquí antes de morir. Lo más probable es que sea
su espíritu el que sienta hoy. O tal vez este lugar perteneció
a un asesino en serie, y sus víctimas están saliendo de la
tumba después de haber sido horriblemente mutiladas y
luego asesinadas. —Miró a la cámara, moviendo los
hombros, el pecho subiendo y bajando. Wallace no sabía por
qué no se había dado cuenta de lo violentamente rojo que
era su carmín—. Como cuando estuvimos en la Casa del
Arenque el año pasado. Esas pobres, pobres almas.

—Huh —dijo Nelson—. Tal vez ella puede sentir algo


después de todo.

—Vuelve a la cocina —murmuró Hugo mientras pasaba junto


a ellos, llevando una bandeja de té. Wallace volvió a mirar
hacia la cocina para ver a Mei mirándolos a través de los
ojos de buey.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Desdemona—. ¿Has dicho


algo, Hugo? —Volvió a mirar a la cámara—. Los seguidores
de mi canal recordarán a Hugo de nuestra última visita. Sé
que es muy popular entre algunos de ustedes. —Se rió
mientras Hugo dejaba la bandeja junto al tablero de ouija.
Wallace quería sacarle los ojos—. Es un hombre muy
querido. —Ella arrastró un dedo a lo largo del brazo de Hugo
antes de que él pudiera apartarse—. ¿Te gustaría quedarte y
participar en lo que seguramente será el evento paranormal
de la década? Puedes sentarte a mi lado. No me importaría.
Incluso podríamos compartir una silla, si quieres.

Hugo negó con la cabeza.

—Esta vez no. ¿Hay algo más que pueda ofrecerle, Srta.
Tripplethorne?

—Oh, lo hay —dijo ella—. Pero los niños ven mis vídeos y no
quiero corromper sus preciosas mentes.

—Oh, Dios mío —dijo Wallace—. ¿Cómo es ella una persona?


Hugo tosió bruscamente.

—Eso es... lo que es. —Dio un paso atrás—. Si no hay nada


más que pueda hacer por ti, yo me apartaré de tu camino.
De hecho, si quedara alguien más en la habitación aparte
de ustedes tres, les diría lo mismo. Apártense de mi camino.

Wallace resopló.

—Oh, sí. Eso es lo que haré. Observa. Hugo. ¿Estás


mirando? Mira cómo me quito de en medio.

Hugo lo miró.

Wallace le dio la espalda.

Nelson rió antes de hacer lo mismo.

A Hugo no le hizo ninguna gracia. Volvió a rodear el


mostrador, sacó un trapo y empezó a limpiarlo mientras
miraba fijamente a Wallace y Nelson. Cuando Desdemona y
sus lacayos se distrajeron, se apuntó con dos dedos a los
ojos y luego los volvió hacia Wallace. Para, dijo con la boca.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Wallace, levantando la voz—. ¡No


te oigo!

Hugo soltó el suspiro de cansancio del que ha sido


abandonado y limpió furiosamente el mostrador mientras
murmuraba en voz baja. Probablemente no ayudó el hecho
de que Mei siguiera en la ventana, pero ahora tenía un gran
cuchillo de carnicero que fingía pasar sobre su cuello, con
los ojos en blanco y la lengua fuera de la boca.

Mientras el Hombre Encorvado continuaba su recorrido por


la casa de té (acordando con bastante rapidez que no debía
pasar por detrás del mostrador cuando Hugo lo miró con
desprecio), el Hombre Delgado sacó otro bloc de papel y
una pluma estilográfica del maletín. Se colocó junto a
Desdemona, dispuesto a tomar notas de algún tipo. No se
dio cuenta de que Apollo estaba a su lado, el perro levantó
la pata y orinó en los zapatos de Hombre Delgado. Wallace
se distrajo momentáneamente con el chorro de orina del
que El Hombre Delgado no parecía ser consciente, pero
entonces Desdemona volvió a poner las manos en la
plancheta y se aclaró la garganta.

—¡Espíritus! —volvió a decir—. No soy más que su


recipiente. Hablen a través de mí y cuéntenme los secretos
de los muertos. No tengan miedo, porque sólo estoy aquí
para ayudarles. —Movió los hombros, flexionando los dedos
sobre la plancheta.

Wallace resopló. Giró el cuello de lado a lado y crujió los


nudillos.

—De acuerdo. Vamos a darle la experiencia fantasmal que


tanto desea.

—Ooh —respiró Desdemona—. Puedo sentirlo. —Se chupó el


labio inferior entre los dientes—. Es cálido y hormigueante.
Como una caricia contra mi piel. Ooh. Ooh.

Wallace respiró profundamente, sacudiendo las manos antes


de posarlas en el lado opuesto de la plancheta, ignorando la
pluma. Al principio, sus dedos la atravesaron, y frunció el
ceño.

—Sin expectativas — susurró —. Sin expectativas.

La plancheta se hizo sólida contra sus manos. Él se sacudió


sorprendido, tirando la plancheta ligeramente hacia un lado.

Desdemona jadeó y retiró las manos rápidamente.


—¿Has... has visto eso?

El Hombre Delgado asintió, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. —Se inclinó hacia delante, con la cara a


centímetros del tablero de la ouija. Entonces pareció
recordar que la estaban grabando, pues volvió a mirar a la
cámara y dijo—: Comienza. Los espíritus han decidido
hablar. —Volvió a poner las manos en la plancheta—. Oh,
queridos difuntos. Úsenme. Úsenme todo lo que puedan.
Entréguenme su mensaje y lo revelaré al mundo.

Wallace no era un fanático de Desdemona Tripplethorne.


Empujó la plancheta, tratando de desplazarla, pero
Desdemona la tenía firmemente agarrada.

—Se está moviendo —murmuró con la comisura de la boca


—. Prepárate. Esto va a conseguirnos cuatro millones de
visitas y un contrato de televisión, lo juro por Dios.

El Hombre Delgado asintió y garabateó en el bloc de papel.

—¿Qué debemos decir? —preguntó Wallace a Nelson.

La cara de Nelson se arrugó antes de suavizarse, con un


brillo malvado en los ojos.

—Algo aterrador. Sáltate el sí o el no en la pizarra. Eso es


aburrido. Imagina que eres un demonio y que quieres
cosechar su alma y su garganta.

—Nada de cosechar almas —dijo Hugo en voz alta.

Desdemona, El Hombre Delgado y el Hombre Encorvado se


volvieron para mirarle.
—¿Qué fue eso? —preguntó Desdemona.

Hugo palideció.

—He dicho... que estoy pensando en ofrecer cuencos de


burritos.

—¡En mi casa de té no lo harás! —gritó Mei desde la cocina.


De alguna manera había encontrado un segundo cuchillo, y
era más grande que el primero. Parecía bastante alocada a
través del ojo de buey. Wallace estaba impresionado.

—Tiene razón —dijo Desdemona a Hugo—. Eso no encajaría


con tu menú. Sinceramente, Hugo, conoce tu base de
consumidores. —Se volvió hacia el tablero, con las puntas
de los dedos firmemente presionadas contra la plancheta—.
¡Espíritus! ¡Llénenme con su ectoplasma fantasmal! No
dejen nada al azar. Déjenme ser su voz increíblemente
sensual. Cuéntenme sus secretos. Oooh.

—Ya lo tiene, señora —dijo Wallace, y empezó a mover la


plancheta. Le costó más concentración de lo que esperaba.
La ropa era una cosa; mover sillas era otra. Esto era
pequeño y, sin embargo, era más difícil de lo que pensaba.
Gruñó y, si todavía era capaz de sudar, estaba seguro de
que le chorreaba por la frente. Desdemona jadeó cuando la
plancheta se movió de lado a lado antes de empezar a girar
en círculos lentos.

—En realidad tienes que hacer una pausa en las letras


individuales —dijo Nelson.

—Lo estoy intentando —espetó Wallace—. Es más difícil de


lo que parece. —Arrugó la frente en señal de concentración,
sacando la lengua entre los dientes. Se movió más
despacio, y sólo tardó unos instantes más en cogerle el
truco.
—Ho —susurró Desdemona.

—Ho —repitió El Hombre Delgado, anotándolo en el bloc.

—La.

—La.

Wallace se detuvo.

Desdemona frunció el ceño.

—¿Eso es... eso es todo? —Miró a El Hombre Delgado—.


¿Qué dijo?

El Hombre Delgado palideció mientras giraba el bloc hacia


ella, con las manos temblorosas.

Desdemona entornó los ojos antes de echarse atrás.

—Hola. Dice hola. Oh, Dios mío. Es real. Es realmente real.


—Tosió bruscamente—. Quiero decir, por supuesto que es
real. Lo sabía. Obviamente. —Sonrió a la cámara, aunque
más tensa que antes—. Los espíritus nos hablan. —Se aclaró
la garganta una vez más—. Hola, espíritus. He recibido su
mensaje. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es lo que quieren?
¿Han muerto de forma horrible, tal vez a golpes de martillo
en un crimen pasional, y tienen asuntos pendientes en los
que sólo yo, Desdemona Tripplethorne, de las sesiones de
espiritismo sexy de Desdemona Tripplethorne (marca
registrada pendiente), puedo ayudarles? ¿Quién es su
asesino? ¿Es alguien de esta habitación?

—¡Te voy a asesinar directamente! —gritó Mei desde la


cocina.
—Sí —dijo Desdomona después de que Wallace moviera la
plancheta sobre la misma palabra en el tablero—. Te han
asesinado. ¡Lo sabía! Dime, oh, gran espíritu. Dime quién te
asesinó. Buscaré justicia en tu nombre y, cuando tenga mi
propio trato con la televisión, te prometo que nunca te
olvidaré. Dame un nombre.

La plancheta se movió de nuevo.

—D —susurró—. E. S. D. E. M. O. N...

El Hombre Delgado dejó escapar un ruido estrangulado.

—Eso deletrea demonio.

—Realmente se está tocando el fondo del barril con estos


dos —dijo Nelson, mirando al Hombre Encorvado mientras
estaba de pie en una silla, sosteniendo su dispositivo hacia
el techo.

—A —dijo Desdemona cuando la plancheta dejó de moverse


—. Eso no es demonio. Tiene demasiadas letras. ¿Lo has
conseguido todo?

El Hombre Delgado asintió lentamente.

—¿Y bien? —preguntó ella—. ¿Qué dice?

Le mostró de nuevo el bloc de papel.

En letras mayúsculas, la página decía: DESDEMONA.

Ella entornó los ojos, luego miró el tablero de la ouija y


volvió a mirar el bloc de papel cuando El Hombre Delgado
se volvió y señaló la palabra hacia la cámara.

—Ese es mi nombre. —La sangre se le escurrió de la cara


cuando apartó las manos de la plancheta—. ¿Estás... estás
diciendo que te he asesinado? —Ella se rió incómodamente
—. Eso es imposible. Nunca he asesinado a nadie.

El Hombre Delgado y Desdemona se quedaron paralizados


cuando la plancheta empezó a moverse sin que ella la
tocara. Ella recitó las letras en las que se detuvo Wallace y
El Hombre Delgado las anotó.

—Me has matado totalmente —leyó Desdemona en el papel


antes de parpadear—. ¿Qué? No lo hice. ¿Quién es? ¿Es esto
una especie de broma? —Se inclinó sobre la parte inferior
de la mesa antes de volver a sentarse—. No hay imanes.
Hugo. Hugo. ¿Estás haciendo esto? No me gusta que me
engañen.

—Estás jugando con fuerzas que ni siquiera puedes


empezar a comprender —dijo Hugo en tono serio.

La plancheta volvió a moverse.

—Ja, ja —leyó El Hombre Delgado en voz alta mientras


anotaba las letras—. Apestas.

—¿Qué tienes, diez años? —preguntó Nelson, aunque


parecía estar luchando contra una sonrisa—. Tienes que dar
más miedo. Dile que eres Satanás y que te vas a comer su
hígado.

—Soy Satanás —dijo El Hombre Delgado mientras la


plancheta se movía—. Me voy a comer tu buzo[2].

—Hígado —dijo Nelson. —Hígado.

—Lo estoy intentando —dijo Wallace entre dientes


apretados—. ¡Está resbaladizo!
—¿Mi buzo? —Desdemona preguntó, sonando confusa—. No
he buceado en mi vida.

La plancheta volvió a moverse.

—Lo siento —leyó El Hombre Delgado mientras escribía el


nuevo mensaje—. Estúpido autocorrector. Quise decir
hígado.

Hugo puso la cara entre las manos y gimió.

Desdemona se levantó bruscamente, con la silla rozando el


suelo. Miró a su alrededor con desesperación. El Hombre
Delgado apretaba el bloc de papel contra su pecho, y el
Hombre Encorvado se había unido a ellos, sosteniendo el
dispositivo sobre el tablero de la ouija. Volvió a chillar, más
fuerte que antes, con las bombillas de la parte superior
brillando.

—Nos estamos entrometiendo —respiró Desdemona— en


cosas que no entendemos. —Se puso el dorso de la mano
contra la frente mientras su pecho se agitaba, y miró a la
cámara—. Lo han visto aquí primero. Satanás está aquí y
quiere comerse mi hígado. Pero no me dejaré intimidar. —
Dejó caer su mano—. Seas Satanás o cualquier otro
demonio, ¡no eres bienvenido aquí! Este es un lugar de paz
y de confitería sobrevalorada.

—¡Oye! —espetó Hugo.

Wallace movió la plancheta más rápido.

—Eres tú la que no es bienvenida aquí —dijo en voz baja,


incluso cuando El Hombre Delgado dijo lo mismo en voz alta
—. Abandona este lugar. Y no vuelvas nunca. —Hizo una
pausa, considerando. Luego—: Además, sé más amable con
Mei o también te comeré el cerebro.
—Mira —dijo el Hombre Encorvado, señalando con un dedo
tembloroso.

Wallace giró la cabeza para ver a Nelson de pie cerca de los


apliques de la pared. Apretó las manos contra ellos y las
bombillas del interior empezaron a parpadear. Wallace
sonrió cuando Nelson le guiñó un ojo. Las bombillas
tintinearon.

—Vete —dijo Wallace, moviendo la plancheta más rápido—.


Vete. Vete. Vete. —Cuando terminó, empujó tan fuerte como
pudo, haciendo caer la plancheta por la habitación. Aterrizó
en la chimenea y comenzó a arder. El tablero de la ouija
salió volando de la mesa y cayó al suelo.

—Yo no me apunté a esta mierda —dijo el Hombre


Encorvado, retrocediendo lentamente. Chilló al chocar con
una silla y se dio la vuelta.

Nelson dejó los apliques y se dirigió a la cámara. La estudió


detenidamente antes de asentir para sí mismo.

—Esto parece caro. —Y entonces la derribó. Se estrelló


contra el suelo y la lente se rompió—. Uy.

Hugo suspiró una vez más mientras Wallace decía:

—Sí, Nelson. Sí.

—Tenemos que salir de aquí —susurró El Hombre Delgado


en tono febril. Se dirigió a la puerta, pero Wallace pateó una
silla hacia él. Se deslizó por el suelo, golpeando las
espinillas del Hombre Delgado. Gritó y casi se cayó, con el
bloc de papel golpeando el suelo.

—¡No lo permitiré! —exclamó Desdemona—. ¡No nos


dejaremos intimidar por gente como tú! Soy Desdemona
Tripplethorne. Tengo cincuenta mil seguidores, y te ordeno
que...

Pero todo lo que Desdemona hubiera exigido se perdió


cuando Mei irrumpió por las puertas, con los dos cuchillos
levantados por encima de la cabeza, gritando:

—¡Soy Satanás! ¡Soy Satanás!

Lo último que Wallace vio de Desdemona, El Hombre


Delgado y el Hombre Encorvado fue su espalda mientras
huían de Charon's Crossing Té y Pasteles. El Hombre
Delgado y el Hombre Encorvado intentaron atravesar la
puerta al mismo tiempo y se quedaron atascados hasta que
Desdemona chocó con ellos, tirándolos al porche. Gritaron
cuando ella les pisó la espalda y los brazos para pasar por
encima, con el vestido levantado de forma casi obscena. El
Hombre Delgado y el Hombre Encorvado consiguieron
levantarse y la persiguieron.

Se hizo un silencio en Charon's Crossing.

Pero no duró mucho.

Nelson comenzó a reírse, primero en voz baja, luego cada


vez más fuerte. Mei también lo hizo, con una tos que dejaba
escapar el hipo y que se convirtió en un bufido húmedo
antes de soltar una carcajada mientras bajaba los cuchillos.

Y entonces otro sonido llenó los rincones de la casa de té,


uno nunca antes escuchado. Este sonido hizo que Nelson y
Mei se callaran, y que Hugo recorriera el mostrador
lentamente.

Wallace se estaba riendo. Se reía tan fuerte como nunca lo


había hecho, con un brazo envuelto alrededor de su
estómago y la mano libre golpeando su rodilla.
—¿Has visto eso? —gritó—. ¿Viste las miradas en sus caras?
Dios mío, ha sido increíble.

Y todavía se reía. Algo se aflojó en su pecho, algo que ni


siquiera había sido consciente de que estaba enredado y
atascado. Se sintió más ligero, de alguna manera. Más libre.
Sus hombros temblaron mientras se inclinaba, jadeando por
un aire que no necesitaba. Incluso cuando la risa se
convirtió en suaves carcajadas, esa ligereza no se
desvaneció. En todo caso, ardía más, y el gancho, esa
maldita cosa que nunca dejaba de ser, por fin no se sentía
como un collar, que lo atrapaba en su lugar. Pensó que,
quizás por primera vez en su vida, había hecho algo bueno
sin esperar nada a cambio. ¿Cómo no se había planteado
eso antes?

Se enjugó los ojos mientras se incorporaba.

Nelson tenía una expresión de asombro en su rostro.


Coincidía con la de su nieto.

Fue Mei quien habló primero.

—Voy a darte un abrazo.

Eso lo dejó atónito, sobre todo cuando recordó lo que Mei le


había dicho sobre el afecto físico.

—Sólo tú puedes hacer que eso suene como una amenaza.

Puso los cuchillos en la mesa más cercana antes de golpear


los dedos contra la palma de la mano. Hubo un pequeño
pulso en el aire que los rodeaba, y luego Mei estaba sobre
él. Casi se cayó cuando ella le rodeó la espalda con sus
brazos, agarrándolo con fuerza. Se quedó aturdido, pero
sólo por un momento. Era frágil, y Wallace no recordaba la
última vez que alguien lo había abrazado. Levantó los
brazos con cuidado y las manos se dirigieron a la parte baja
de la espalda de Mei.

—Aprieta más fuerte —dijo ella en su cuello—. No me voy a


romper.

Sus ojos ardían. No sabía por qué. Pero hizo lo que ella le
pedía. Apretó tan fuerte como pudo.

Cuando abrió los ojos, se encontró con que Hugo le


observaba, con una extraña expresión en su rostro. Se
miraron durante mucho tiempo.

[1]La Ouija en realidad es un juguete para niños inventado


por Hasbro
https://verne.elpais.com/verne/2017/08/29/articulo/1504004
170_501628.html

[2] Wallace se equivoca y escribe diver que se traduce


significa buzo, en vez de liver que es hígado.
Capítulo 12
Esa noche, Wallace siguió el cable y encontró a Hugo en la
parte trasera, apoyado en la barandilla de la cubierta.
Estaba nublado, las estrellas estaban ocultas. Se detuvo en
la puerta, inseguro de su llegada. Un extraño sentimiento de
culpa lo invadió, aunque no permitió que aumentara. Había
valido la pena ver la sonrisa en la cara de Mei.

Antes de que pudiera darse la vuelta y entrar, Hugo dijo:

—Hola.

Wallace se rascó la nuca.

—Hola, Hugo.

—¿Todo bien?

—Creo que sí. ¿Quieres... que te dejen solo? No quiero


molestar ni nada.

Hugo negó con la cabeza sin voltearse.

—No, está bien. No me importa.

Wallace se acercó a la barandilla, manteniendo un poco de


distancia entre Hugo y él. Le preocupaba que estuviera
enfadado con él, aunque no creía que tuviera que enfadarse
por algo tan insignificante como usar una ouija para
ahuyentar a un estafador. Sin embargo, no le correspondía a
él decirle a Hugo lo que podría o no sentir, sobre todo
porque esta era su tienda. Su casa.

Hugo dijo:
—Estás pensando en pedir disculpas, ¿verdad?

Wallace suspiró.

—Se nota, ¿no?

—Algo así. Pero no lo hagas.

—¿No?

Hugo asintió, mirando hacia él antes de dirigir su atención


hacia el jardín de té.

—Hiciste lo correcto.

—Le dije a una mujer que yo era Satanás y que iba a hacer
canibalismo con su buzo. —Hizo una mueca—. Eso no es
algo que jamás pensé que diría en voz alta.

—Siempre hay una primera vez para todo —dijo Hugo—.


¿Puedo hacerte una pregunta?

—De acuerdo.

—¿Por qué lo hiciste?

Wallace frunció el ceño mientras se cruzaba de brazos.

—¿Meterme así con ellos?

—Sí.

—Porque podía.

—¿Eso es todo?

Pues no. Sin embargo, el hecho de que no le hubiera


gustado la forma en que Desdemona había coqueteado con
él era algo que Wallace nunca admitiría. Le hacía parecer
ridículo, aunque en el fondo hubiera algo de verdad. No se
podía hacer nada al respecto, y no iba a decir algo que
hiciera parecer que estaba enamorado. La mera idea le
provocó una oleada de vergüenza y sintió que se le
calentaba la cara. Era una estupidez, en realidad. No saldría
nada de ello. Él estaba muerto. Hugo no.

Así que dijo la primera cosa a la que se aferró y que no le


hizo sonar como si estuviera a punto de desmayarse.

—Mei. —Y con esa sola palabra, supo que era la verdad,


para su consternación.

—¿Qué pasa con ella?

Wallace suspiró.

—Yo... Ella estaba molesta. No me gustó la forma en que


Desdemona le habló con desprecio. Como si Mei estuviera
por debajo de ella. Nadie debería sentirse así. —Y como
todavía era Wallace, añadió—: Es decir, Mei quería cometer
un delito, claro, pero está bien, supongo.

—Eso es un respaldo bastante sonoro.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Se sorprendió cuando Hugo dijo:

—Lo sé. Te has dado cuenta de que le pasaba algo a una


persona a la que consideras una amiga y has sentido la
necesidad de intervenir.

—Yo no la llamaría amiga...

—Wallace.
Gimió.

—Bien. Lo que sea. Somos amigos. —No fue tan difícil de


decir en voz alta como pensó que sería. Se preguntó si
siempre se había hecho las cosas tan difíciles—. ¿Por qué
dejaste que pasara?

Hugo parecía sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—No es la primera vez que ella viene aquí. Me refiero a


Desdemona.

—No —dijo Hugo lentamente—. No lo es.

—Y ya sabes que a Mei no le gusta. Especialmente cuando


involucró a Nancy.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no le pusiste límites? —Se cuidó de no


poner ninguna censura en su voz. No estaba enfadado con
Hugo, pero no lo entendía. Sinceramente, esperaba más. No
sabía cuándo había empezado eso, pero estaba ahí de todos
modos—. Mei también es tu amiga. ¿No viste lo mucho que
la molestó?

—No tanto como debería —dijo Hugo. Se quedó mirando en


la oscuridad del bosque que los rodeaba.

—Conoces su historia —dijo Wallace, sin saber por qué


estaba insistiendo en ello. Todo lo que sabía era que se
sentía importante—. Lo que le ocurrió. Antes.

—Ella te lo contó.
—Sí. lo hizo. No le desearía eso a nadie. No puedo ni
imaginar lo que sería no tener a nadie que te escuche
cuando estás... —Se detuvo, recordando cómo había pedido
a gritos que alguien lo escuchara después de desvanecerse
en su oficina. Cómo había intentado que alguien, cualquier
persona, le viera. Se había sentido invisible—. No está bien.

—No —dijo Hugo—. No creo que lo esté. —Su mandíbula se


tensó—. Y si sirve de algo, me he disculpado con Mei. No
debería haber dejado que llegase tan lejos. —Sacudió la
cabeza—. Creo que una parte de mí quería ver lo que
harías, incluso después de haberte dicho que no.

—¿Por qué?

—Porque quería ver de lo que eras capaz —dijo Hugo en voz


baja—. No estás vivo, Wallace. Pero todavía existes. Creo
que no te has dado cuenta hasta hoy.

Casi podía creerlo, viniendo de Hugo.

—Todavía no debería haberle hecho eso a ella. O dejar que


Desdemona interfiriera con Nancy como lo hizo.

—Sí. Ahora lo veo. No soy perfecto. Nunca he pretendido


serlo. Sigo cometiendo errores como todo el mundo, aunque
me esfuerce al máximo. Ser un barquero no me absuelve de
ser humano. En todo caso, sólo hace las cosas más difíciles.
Si cometo un error, la gente puede salir herida. Lo único que
puedo hacer es prometer que lo haré mejor y que no dejaré
que algo así vuelva a suceder. —Sonrió con pesar—. No es
que crea que Desdemona vaya a volver. Al menos no en
mucho tiempo. Tú te encargaste de ello.

—Maldita sea —dijo Wallace, hinchando el pecho—. Les di el


viejo lo que se merece.
—Realmente tienes que dejar de juntarte con el abuelo.

—Eh. Él está bien. Pero no le digas que he dicho eso. Nunca


me dejaría escuchar el final. —Wallace alargó el brazo para
tocar la mano de Hugo hasta que recordó que no podía.
Apartó el brazo rápidamente. Hugo, por su parte, no
reaccionó. Wallace se sintió agradecido por ello, incluso al
recordar lo que había sentido al tener a Mei abrazándole con
toda su fuerza. No sabía cuándo se había vuelto tan
desesperado por el contacto.

Luchó por encontrar algo que decir, algo que los distrajera a
ambos.

—Yo también cometí errores. Antes. —Hizo una pausa—. No,


eso no es del todo correcto. Todavía cometo errores.

—¿Por qué? —preguntó Hugo.

Por qué, en efecto.

—Errar es humano, supongo. Sin embargo, yo no era como


tú. No dejé que me afectara. Debería haberlo hecho, pero
simplemente... no sé. Siempre culpaba a los demás y me
decía que aprendiera de sus errores, y no necesariamente
de los míos.

—¿Qué crees que significa eso?

Era una verdad difícil de afrontar, y para la que aún no


estaba seguro de estar preparado.

—No sé si fui una buena persona. —Dejó que las palabras


flotaran entre ellos por un momento, aunque fueran
amargas.
—¿Qué hace buena a una persona? —preguntó Hugo—. ¿Las
acciones? ¿Las motivaciones? ¿El desinterés?

—Tal vez todo eso —dijo Wallace—. O tal vez nada de eso.
Dijiste que no sabes lo que hay al otro lado de esa puerta,
aunque ves las miradas de sus caras cuando cruzan. ¿Cómo
sabes que no hay ni cielo ni infierno? ¿Qué pasa si atravieso
esa puerta y me juzgan por todo el mal que he hecho y
supera todo lo demás? ¿Merecería estar en el mismo lugar
que alguien que dedicó su vida a... lo que sea? Como, no sé.
Una monja, o algo así.

—Una monja —repitió Hugo, luchando contra la risa—. Te


estás comparando con una monja.

—Cállate —refunfuñó Wallace—. Ya sabes lo que quiero


decir.

—Lo sé —dijo, con voz ligera y burlona—. Aunque daría casi


cualquier cosa por verte con un hábito de monja.

Wallace suspiró.

—Estoy seguro de que eso es una blasfemia.

Hugo resopló antes de recuperar la compostura. Parecía


estar meditando algo en su mente. Wallace esperó, sin
querer presionar. Finalmente, dijo:

—¿Puedo decirte algo?

—Sí. Por supuesto. Cualquier cosa.

—No siempre es así —dijo Hugo, con la voz baja—. Podría


decirte que soy firme en mis creencias, pero eso no sería del
todo cierto. Es... como este lugar. La casa de té. Es robusto,
los cimientos están puestos, pero no creo que haga falta
mucho para que todo se derrumbe. Un temblor. Un
terremoto. Las paredes se desmoronarían, el suelo se
agrietaría y sólo quedarían escombros y polvo.

—Tú has tenido un terremoto —dijo Wallace.

—Lo he tenido. Dos, de hecho.

No quería saberlo. Quería cambiar de tema, hablar de


cualquier otra cosa para que Hugo no pareciera tan
miserable como lucia. Pero al final, no dijo nada en absoluto.
No sabía qué era más cobarde.

Hugo dijo:

—Cameron estaba... preocupado, cuando vino a verme.


Pude verlo en el momento en que entró por la puerta,
siguiendo a mi Segador.

—No era Mei.

Sacudió la cabeza.

—No. Esto fue antes que ella. —Frunció el ceño—. Este


Segador no era... como ella. Trabajábamos juntos, pero
chocábamos con frecuencia. Pero pensé que sabía lo que
hacía. Llevaba mucho más tiempo como Segador que yo
como barquero, y me decía que sabía más de lo que yo
podría saber, sobre todo teniendo en cuenta que yo era
nuevo en todo esto. No quería causar problemas, y mientras
mantuviera la cabeza baja, supuse que podríamos hacer
que funcionara.

Él trajo a Cameron. No quería estar aquí. Se negaba a


creer que estaba muerto. Estaba enfadado, tan enfadado
que casi podía saborearlo. Era de esperar, por supuesto. Es
difícil aceptar una nueva realidad cuando la única vida que
has conocido se ha ido para siempre. No quería escuchar
nada de lo que tenía que decir. Me dijo que este lugar no
era más que una prisión, que él estaba atrapado aquí y yo
no era más que su captor.

Ahí estaba la culpa que Wallace había tratado de evitar. Le


arañaba el pecho.

—Yo no...

—Lo sé —dijo Hugo—. No es... no eres como él. Nunca lo


fuiste. Sabía que todo lo que tenía que hacer era darte
tiempo, y lo verías. Aunque no estuvieras de acuerdo,
aunque no te gustara, lo entenderías. Y no creo que aún
estés ahí, pero lo estarás.

—¿Cómo? —preguntó Wallace—. ¿Cómo lo sabes?

—Té de menta —dijo Hugo—. Era tan fuerte, más fuerte que
casi cualquier té que haya preparado antes para alguien
como tú. No estabas enfadado. Estabas asustado y
actuabas como si estuvieras enfadado. Hay una diferencia.

Wallace pensó en su madre en la cocina, con los bastones


de caramelo en el horno.

—¿Qué pasó con Cameron?

—Se fue —dijo Hugo—. Y nada de lo que pude hacer o decir


lo detuvo. —Su voz se endureció—. El Segador me dijo que
lo dejara ir. Que aprendería la lección y volvería corriendo
en cuanto viera que su piel empezaba a escamarse. Y como
no sabía qué otra cosa hacer, le hice caso al Segador.

Wallace sintió su propio temblor, vibrando a través de su


piel.
—No volvió.

Hugo estaba afectado. Wallace podía verlo claramente en su


rostro. Le hacía parecer imposiblemente joven.

—No. No lo hizo. Ya me habían avisado, antes, de lo que


podía pasar si alguien como tú se iba. En lo que podría
convertirse esa gente. Pero no pensé que pudiera suceder
tan rápido. Quería darle espacio, permitirle tomar la
decisión de volver por sí mismo. El Segador me dijo que
estaba perdiendo el tiempo. La única razón por la que fui en
primer lugar fue que el lazo entre nosotros simplemente...
se rompió. El Segador tenía razón, a su manera. Cuando lo
encontré, ya era demasiado tarde. —Dudó. Luego—: Los
llamamos Husks[1].

Wallace frunció el ceño.

—¿Husks? ¿Qué significa eso?

Hugo inclinó la cabeza.

—Es... adecuado. Para lo que es. Una cáscara vacía de lo


que solía ser. Su humanidad ha desaparecido. Todo lo que le
hizo ser quien es, cada recuerdo, cada sentimiento,
simplemente... ha desaparecido. Y no hay nada que pueda
hacer para traerlo de vuelta. Ese fue mi primer desastre
como barquero. Le fallé a alguien.

Wallace se acercó a él, para ofrecerle consuelo, pero se


detuvo cuando recordó que no podía tocar a Hugo. Curvó los
dedos mientras dejaba caer la mano.

—Pero no te has detenido.

—No —dijo Hugo—. ¿Cómo iba a hacerlo? Me dije a mí


mismo que había cometido un error, y aunque era terrible,
no podía permitir que le sucediera a nadie más. Vino el
Gerente. Me dijo que era parte del trabajo y que no podía
hacer nada para ayudar a Cameron. Él tomó su decisión. El
Gerente dijo que era una desgracia y que debía hacer todo
lo posible para que no volviera a ocurrir. Y yo le creí. No fue
hasta un par de meses después, cuando el Segador trajo a
una niña, que me di cuenta de lo poco que sabía.

Una niña pequeña.

Wallace cerró los ojos. Nancy estaba allí, en la oscuridad,


con los ojos cansados, las líneas de su rostro pronunciadas.

—Era vibrante —dijo Hugo, y Wallace deseó que dejara de


hacerlo—. Su pelo era un desastre, pero creo que siempre
fue así. Hablaba, hablaba y hablaba, haciendo una pregunta
tras otra. ¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?
¿Cuándo puedo ir a casa? —Se le quebró la voz—. ¿Dónde
está mi madre? El Segador no le contestó. No era como Mei.
Mei tiene esta... bondad innata en ella. Puede ser un poco
brusca, pero hay una reverencia en ella. Entiende lo
importante que es este trabajo. No queremos causar más
traumas. Tenemos que ofrecer bondad, porque nunca hay
un momento en la vida o en la muerte en el que alguien sea
más vulnerable.

—¿Cómo murió? —susurró Wallace.

—Sarcoma de Ewing[2]. Tumores en los huesos. Luchó hasta


el final. Pensaron que estaba mejorando. Y tal vez lo estaba,
al menos por un tiempo. Pero resultó ser demasiado para
ella. —Wallace abrió los ojos a tiempo para ver cómo Hugo
se limpiaba la cara mientras moqueaba—. Estuvo aquí seis
días. Su té sabía a pan de jengibre. Decía que era porque su
madre hacía las más bellas casas y castillos de pan de
jengibre. Puertas de goma y torres de galletas. Fosos hechos
de glaseado azul. Ella era... maravillosa. Nunca se enfadaba,
sólo sentía curiosidad. Los niños no siempre tienen tanto
miedo como los adultos. No de la muerte.

—¿Cómo se llamaba?

—Lea.

—Es bonito.

—Lo es —estuvo de acuerdo Hugo—. Se reía mucho. Al


abuelo le gustaba. A todos nos gustaba.

Y aunque no quería saberlo, preguntó:

—¿Qué pasó con ella?

Hugo agachó la cabeza.

—Los niños son diferentes. Sus conexiones con la vida son


más fuertes. Aman con todo su corazón porque no saben de
qué otra manera ser. El cuerpo de Lea había sido devastado
durante años. Hacia el final, nunca vio el exterior de su
habitación de hospital. Me habló de un gorrión que se
acercaba a la ventana casi todas las mañanas. Se quedaba
allí, observándola. Siempre volvía. Se preguntaba si tendría
alas donde iba. Le dije que tendría todo lo que quisiera. Y
ella me miró, Wallace. Me miró y dijo: No todo. Todavía no. Y
supe lo que quería decir.

—A su madre.

Hugo dijo:

—Una parte de ellos persiste porque arden tan


intensamente en tan poco tiempo. Mientras dormía, Lea
pensaba en su madre. Y de alguna manera se manifestó a
Nancy. Ella estaba a cientos de kilómetros. —Sus palabras
tomaron un giro amargo—. No sé muy bien cómo nos
encontró. Pero vino aquí, a este lugar, exigiendo que le
devolviéramos a su hija. —Parecía afectado cuando añadió
—: Llamó a la policía.

—Oh, no.

Hugo sonó como si se estuviera ahogando.

—No encontraron nada, por supuesto. Y cuando se


enteraron de lo que le había pasado a su hija, pensaron que
estaba... mal. Que había enloquecido. ¿Y quién podría
culparla por eso? Ninguno de ellos sabía que Lea estaba allí,
que estaba pidiendo por su madre, que estaba gritando. Las
luces se rompieron. Las tazas de té se rompieron. Ella dijo
que quería ir a casa. Traté de detenerla. El Segador. Traté de
detenerlo cuando la agarró de la mano. Traté de detenerlo
cuando la arrastró por las escaleras. Traté de detenerlo
cuando la obligó a cruzar la puerta. Ella no quería ir.
Suplicaba. Por favor, no me hagas desaparecer.

La piel de Wallace se convirtió en hielo.

—El Segador la hizo cruzar —dijo Hugo, su amargura era


palpable—. La puerta se cerró de golpe antes de que
pudiera llegar a ella. Y cuando intenté abrirla de nuevo, no
se movió. Había cumplido su función, y no había razón para
que se abriera de nuevo. Y oh, Wallace, estaba tan
enfadado. El Segador me dijo que era lo correcto, que si
dejábamos que siguiera, corríamos el riesgo de hacer más
daño a los dos. Y más que eso, era lo que el Gerente
querría, lo que nos dijo que teníamos que hacer. Pero no le
creí. ¿Cómo podría hacerlo? Se supone que no debemos
forzar a alguien antes de que esté listo. Ese no es nuestro
trabajo. Estamos aquí para asegurarnos de que vean que la
vida no siempre es vivir. Hay muchas partes en ella, y
continúa, incluso después de la muerte. Es hermosa, incluso
cuando duele. Creo que Lea lo habría entendido. Ella habría
entendido.

—¿Qué le pasó? —preguntó Wallace sombrío—. Al Segador.

El rostro de Hugo se endureció.

—Metió la pata. Nunca tuvo el temperamento que yo creía


que necesitaba un Segador, pero ¿qué diablos sabía yo? —
Sacudió la cabeza—. Dijo que era lo único que se podía
hacer, y que al final, lo vería. Pero sólo me hizo enfadar
más. Y entonces llegó el Gerente.

Wallace pudo ver el panorama general, formándose


lentamente frente a él.

—¿Qué es él?

—Es un guardián de las puertas —dijo Hugo en voz baja—.


Un pequeño dios. Uno de los seres más antiguos que
existen. Elige el que quieras. Cualquiera servirá. Dice que es
el Orden en el Caos. También es un tipo duro al que no le
gusta que las cosas alteren su orden. Vino a la casa de té. El
Segador trató de excusar lo que había hecho. Díselo, Hugo.
Dile que lo que hice fue correcto, que era necesario.

—¿Lo hiciste? —preguntó Wallace.

—No —dijo Hugo, con la voz más fría que Wallace había oído
nunca—. No lo hice. Porque aunque se supone que un
Segador debe ayudar a un barquero, no le corresponde
obligar a una persona a algo para lo que no está preparada.
Hay orden, sí; el Gerente se nutre de él, pero también sabe
que estas cosas llevan su tiempo. En un momento, el
Segador estaba a mi lado, suplicando que lo escucharan, y
lo único que podía pensar era que sonaba igual que Lea. Y
luego se fue. Simplemente... desapareció de la existencia. El
Gerente ni siquiera movió un dedo. Yo estaba sorprendido.
Horrorizado. Y la culpa que sentí entonces, Wallace. Fue
abrumadora. Yo había hecho esto. Fue mi culpa.

—No fue así —dijo Wallace, repentinamente furioso, aunque


no podía estar seguro de por qué—. Hiciste todo lo que
pudiste. Tú no lo arruinaste, Hugo. Lo hizo él.

—¿Recibió su merecido?

Wallace palideció.

—Yo...

—El Gerente dijo que lo hizo. Dijo que era lo mejor. Que la
muerte es un proceso, y que cualquier cosa que perjudique
ese proceso sólo es un perjuicio.

—Nancy no lo sabe, ¿verdad?

—No —susurró Hugo—. Ella no lo sabe. Ella era ajena a todo.


Se quedó en un hotel durante semanas, viniendo aquí todos
los días, aunque cada vez hablaba menos. Creo que una
parte de ella sabía que ya no era como antes. Todo lo que
había sentido con respecto a Lea había desaparecido porque
Lea se había ido. Había una finalidad para la que no estaba
preparada. Se había convencido a sí misma de que la
muerte de su hija era una casualidad. Que de alguna
manera seguía aquí. Tenía razón, en cierto modo, hasta que
dejó de tenerla. Y esa luz en sus ojos, esa misma luz que
había visto en los de Lea, comenzó a chisporrotear y morir.

—Todavía está aquí —dijo Wallace, aunque no sabía qué


significaba eso. La mujer que había visto no parecía ser
diferente a él: un fantasma.
—Lo está —dijo Hugo—. Se fue durante unos meses, y
pensé que era el final, que de alguna manera empezaría a
curarse. El Gerente trajo a Mei, y me dije que era lo mejor.
Estaba ocupado aprendiendo sobre mi nuevo Segador,
intentando asegurarme de que no era como su antecesor.
Me llevó mucho tiempo confiar en ella. Mei te dirá que al
principio fui un idiota, y probablemente sea cierto. Me costó
volver a confiar en alguien como ella.

—Pero lo hiciste.

Hugo se encogió de hombros.

—Ella se lo ganó. No es como los demás. Sabe la


importancia de lo que hacemos y no lo da por sentado. Pero,
sobre todo, es amable. No sé si puedo explicar
adecuadamente lo importante que es eso. Esta vida no es
fácil. Día tras día estamos rodeados de muerte. O aprendes
a vivir con ella, o dejas que te destruya. Mi primer Segador
no lo entendió. Y la gente pagó el precio por ello, gente
inocente que no merecía lo que les pasó. —Se miró las
manos, con los ojos apagados en la oscuridad—. Nancy
volvió. Alquiló un apartamento en la ciudad, y la mayoría de
los días viene hasta aquí. No habla. Se sienta en la misma
mesa. Está esperando, creo.

—¿A qué?

—Cualquier cosa —dijo Hugo—. Cualquier cosa para


mostrarle que los que amamos nunca se han ido de verdad.
Ella está perdida, y todo lo que puedo hacer es estar allí
para ella cuando encuentre su voz de nuevo. Se lo debo.
Nunca la presionaré. Nunca la forzaré a hacer algo para lo
que no está preparada. ¿Cómo podría hacerlo? Ya le fallé
una vez. No quiero que eso ocurra de nuevo.

—No fuiste tú. Tú no...


—Lo hice —le espetó Hugo, y Wallace apenas pudo evitar
estremecerse—. Podría haber hecho más. Debería haber
hecho más.

—¿Cómo? —preguntó Wallace—. ¿Qué más podrías haber


hecho? —Antes de que Hugo pudiera replicar, Wallace
continuó—: No forzaste a Lea a atravesar la puerta. No
causaste su muerte. Estuviste aquí cuando más te
necesitaba, y ahora estás haciendo lo mismo por su madre.
¿Qué más puedes dar, Hugo?

Hugo se hundió contra la barandilla. Abrió la boca, pero no


salió ningún sonido.

Sin pensarlo, Wallace volvió a acercarse a él, queriendo


tranquilizarlo.

Su mano atravesó el hombro de Hugo.

Éste se apartó, con la cara fruncida.

—No estoy realmente aquí —susurró.

—Lo estás, Wallace.

Tres palabras, y Wallace no estaba seguro de haber


escuchado algo más profundo.

—¿Lo estoy?

—Sí.

—¿Qué significa eso?

—No puedo decírtelo —dijo Hugo—. Ojalá pudiera. Todo lo


que puedo hacer es mostrarte el camino que tienes ante ti,
y ayudarte a tomar tus propias decisiones.
—¿Y si me equivoco?

—Entonces empezamos de nuevo —dijo Hugo—. Y


esperemos lo mejor.

Wallace resopló.

—Ahí está otra vez eso de la fe.

Hugo se rió, pareciendo sorprendido al hacerlo.

—Sí, supongo que sí. Eres un hombre distinto, Wallace Price.

Un destello de memoria. De llamar a Mei extraña.

—Puede que eso sea lo más bonito que me han dicho


nunca.

—¿Lo es? Lo tendré en cuenta. —Su sonrisa se desvaneció


—. Va a ser duro. Cuando te vayas.

Wallace tragó grueso.

—¿Por qué?

—Porque eres mi amigo —dijo Hugo, como si fuera lo más


fácil del mundo. Nunca nadie le había dicho eso, y se sintió
desolado por ello. Aquí, al final, había encontrado un amigo
—. Tú...

Recordó lo que Nelson le había dicho.

—Encajo.

—Sí —dijo Hugo—. Encajas. No me lo esperaba.

Y como podía, dijo:


—Deberías esperar lo inesperado.

Hugo volvió a reírse, y se quedaron de pie uno al lado del


otro, observando cómo las plantas de té se balanceaban de
un extremo a otro.

***

La casa estaba en silencio.

Wallace se sentó en el suelo.

Miraba las brasas de la chimenea, con la cabeza de Apollo


en su regazo. Frotó las orejas del perro de forma distraída,
perdido en sus pensamientos.

No fue consciente de que iba a hablar hasta que lo hizo.

—Nunca llegué a envejecer.

—No —dijo Nelson desde su silla—. Supongo que no lo


hiciste. Y si quieres, puedo decirte que no es tan bueno, que
todos los dolores son terribles y que no se lo desearía a
nadie, pero eso sería una mentira.

—Eso no me gustaría.

—No pensé que te gustaría. —Nelson tocó el hombro de


Wallace con su bastón—. ¿Desearías haberlo hecho?

¿Y eso no era un enigma?

—No como era.

—¿Cómo eras?

—No muy bueno —murmuró Wallace. Miró sus manos en el


regazo—. Fui cruel y egoísta. No me preocupaba de nada
más que de mí mismo. Esto es una mierda.

—¿Qué lo es?

—Esto —dijo Wallace, templando su frustración—. Ver cómo


era, saber que no hay nada que pueda hacer para
cambiarlo.

—¿Qué harías si pudieras?

¿Y no era ése el punto central? Una pregunta en la que


cualquier respuesta sólo serviría para demostrar que había
fracasado en casi todos los aspectos de su vida. ¿Y para
qué? Al final, ¿qué había conseguido? ¿Trajes elegantes y
una oficina impresionante? ¿Gente que hacía lo que él decía
en cuanto lo decía? Salta, decía él, y ellos lo hacían. No por
lealtad a él, sino por miedo a las consecuencias, a lo que él
haría si le fallaban.

Tenían miedo de él. Y él había utilizado ese miedo contra


ellos porque era más fácil que volcarlo sobre sí mismo,
iluminando todos sus lugares oscuros. El miedo era un
poderoso factor de motivación, y ahora, ahora, ahora, él
conocía el miedo. Tenía miedo de muchas cosas, pero sobre
todo de lo desconocido.

Fue este pensamiento el que hizo que Wallace se levantara


del suelo, repentinamente decidido. Las manos le
temblaban, la piel le picaba, pero no se detuvo.

Nelson le miró con los ojos entornados.

—¿Qué estás haciendo?

—Voy a ver la puerta.


Los ojos de Nelson se abrieron de par en par mientras
luchaba por levantarse de la silla.

—¿Qué? Espera, Wallace, no, no quieres hacer eso. No hasta


que Hugo esté allí contigo.

Sacudió la cabeza.

—No voy a pasar. Sólo quiero verla.

Eso no calmó a Nelson. Gruñó mientras se ponía de pie,


usando el bastón para levantarse.

—Esa no es la cuestión, muchacho. Debes tener cuidado.


Piensa, Wallace. Más duro de lo que has hecho en tu vida.

Miró hacia las escaleras.

—Lo estoy haciendo.

***

Subió las escaleras, Nelson refunfuñando detrás de él. Se


detuvieron en el segundo piso, las paredes de color amarillo
pálido, los suelos de madera silenciosos bajo sus pies,
observando cómo Apollo caminaba por el pasillo hacia una
puerta verde vibrante cerrada al final. Atravesó la puerta,
moviendo la cola antes de desaparecer.

—Es la habitación de Hugo —dijo Nelson.

Wallace ya lo sabía, aunque no había entrado. En el otro


extremo del pasillo estaba la habitación de Mei, la puerta
blanca también cerrada, con un cartel colgando torcido que
decía RECUERDA TENER UN GRAN DÍA. El primer día que
había ido allí y la había despertado era la única vez que
había estado en el segundo piso.
Pensó en volver a bajar, en esperar a que sonaran los
despertadores y empezar otro día.

Se dio la vuelta...

...y subió las escaleras hasta el tercer piso.

El gancho de su pecho vibraba al subir cada escalón. Sentía


casi calor, y si se concentraba lo suficiente, le parecía oír
susurros procedentes del aire que le rodeaba.

Comprendió, entonces, que no era de Hugo como había


pensado al principio. No sólo de Hugo, al menos. Oh,
Wallace estaba seguro de que Hugo formaba parte de ello,
al igual que Mei y Nelson y Apollo y esta extraña casa. Pero
había algo más, algo mucho más grande de lo que
esperaba. El aire que lo rodeaba se llenó de murmullos, casi
como una canción que no podía descifrar. Le llamaba, le
instaba a subir. Parpadeó rápidamente contra el escozor de
sus ojos, preguntándose si Lea había sido capaz de
escuchar algo de esto mientras era arrastrada hacia la
puerta, luchando contra el fuerte agarre alrededor de su
muñeca.

Jadeó al llegar al rellano del tercer piso. A su derecha, un


desván abierto, con la luz de la luna entrando por la única
ventana. Una hilera de estanterías se alineaba en la pared,
llena de cientos de libros. Las plantas colgaban del techo,
con sus flores doradas, azules, amarillas y rosas.

A su izquierda, un pasillo con puertas cerradas. De las


paredes colgaban cuadros: puestas de sol en playas
blancas, nieve cayendo en gruesos macizos en un viejo
bosque, una iglesia cubierta de musgo con una vidriera
intacta.
—Aquí es donde vivía —dijo Nelson, con las manos
agarrando con fuerza su bastón—. Mi habitación está al final
del pasillo.

—¿La echas de menos?

—¿La habitación?

—La vida —dijo Wallace distraídamente, el gancho tirando


de él hacia adelante.

—Algunos días. Pero he aprendido a adaptarme.

—Porque todavía estás aquí.

—Lo estoy —dijo Nelson—. Lo estoy.

—¿Sientes eso? —susurró. Inmóvil, como si estuviera


flotando, la canción, los susurros llenando sus oídos.

Nelson parecía preocupado.

—Sí, pero no es lo mismo para mí. Ya no lo es. No como


antes.

Y por primera vez, Wallace pensó que Nelson mentía.

Continuó subiendo las escaleras. Era más estrecha, y supo


que subía hacia la extraña torrecilla que había visto por
primera vez al llegar con Mei. Había sido algo sacado de un
cuento de hadas, de reyes y reinas, una princesa atrapada
en una torre. Por supuesto, aquí estaba la puerta. No podía
imaginársela en otro lugar.

Dio cada paso lentamente.

—¿Intentaste detenerlo?
—¿A quién?

Wallace no miró hacia atrás.

—El Segador. Con Lea.

Nelson suspiró.

—Él te lo dijo.

—Sí.

—Lo hice —dijo Nelson, pero sonó lejano, como si una gran
distancia los separara. Un sueño, los bordes nebulosos
alrededor de una fina membrana—. Lo intenté con todas mis
fuerzas. Pero no fui lo suficientemente fuerte. El Segador,
él... no quiso escuchar. Hice todo lo que pude. Hugo también
lo hizo.

La escalera se curvó. Wallace se agarró a la barandilla sin


pensarlo. La madera era suave bajo sus dedos.

—¿Por qué crees que hizo aquello?

—No lo sé. Quizá pensó que era lo correcto.

—¿Lo era?

—No —dijo Nelson con dureza—. Nunca debió ponerle la


mano encima a esa niña. Había hecho su trabajo al traerla
aquí. Debería haber dejado el asunto en paz. Wallace,
¿estás seguro de esto? Podríamos volver abajo. Despertar a
Hugo. A él no le importaría. Debería estar aquí para esto.

Wallace no estaba seguro de nada. Ya no.

—Yo necesito verla.


Y así subió.

Las ventanas se alineaban en las paredes, ventanas que no


había visto en el exterior de la casa. Se rió al ver la luz del
sol que entraba por ellas, aunque sabía que era de noche.
Se detuvo ante una de las ventanas, mirando a través de
ella. Debería haber una gran extensión de bosque al otro
lado, tal vez incluso un vistazo a una ciudad en la distancia,
pero en su lugar, la ventana daba a una cocina familiar. Los
débiles sonidos de la música navideña se filtraban a través
del cristal de la ventana, y una mujer sacaba bastones de
caramelo caseros del horno.

Siguió adelante.

No supo cuánto tiempo tardó en llegar a lo alto de la


escalera. Le parecieron horas, aunque sospechó que sólo
fueron uno o dos minutos. Se preguntó si era así para todos
los que habían llegado antes que él, y casi deseó que Hugo
estuviera allí, llevándolo de la mano. Un pensamiento tan
divertido, pensó para sí mismo. Cómo le complacía la idea
de tomar la mano de Hugo. No había mentido cuando le
había dicho que deseaba haberlo conocido antes. Pensó que
las cosas podrían haber sido diferentes, de alguna manera.

Llegó al cuarto piso.

Estaba rodeado de ventanas, aunque las cortinas estaban


cerradas. Una pequeña silla estaba junto a una pequeña
mesa. Encima de la mesa había un juego de té: una tetera y
dos tazas. Junto a las tazas había un jarrón lleno de flores
rojas.

Pero no había puerta.

Miró a su alrededor.
—Yo no... ¿Dónde está?

Nelson levantó un dedo, señalando hacia arriba. Wallace


levantó la cabeza. Y allí, sobre ellos, había una puerta en el
techo.

No era como él había esperado. En su miedo, la había


construido en su mente, una gran cosa de metal con una
pesada y premonitoria cerradura. Sería negra y ominosa, y
nunca tendría el valor de atravesarla.

No era así.

Era sólo una puerta. En el techo, sí, pero seguía siendo sólo
una puerta. Era de madera, el marco alrededor pintado de
blanco. El pomo de la puerta era un cristal transparente con
un centro verde en forma de hoja de té. Los susurros que le
habían seguido por las escaleras habían desaparecido. El
insistente tirón del gancho en su pecho había disminuido.
Un silencio había caído en la casa alrededor de ellos como si
contuviera su propia respiración.

Dijo:

—No es mucho, ¿verdad?

—No —dijo Nelson—. No lo parece, pero las apariencias


engañan.

—¿Por qué está en el techo? Es un lugar extraño para


ponerla. ¿Siempre ha estado ahí? —La casa en sí era
extraña, así que no le sorprendería que hubiera sido parte
de la construcción original, aunque no sabía a qué podía
llevar aparte del techo.

—Ahí lo puso el Gerente cuando eligió a Hugo como


barquero —dijo Nelson—. Hugo abre la puerta y nos
elevamos a lo que venga después.

—¿Qué pasaría si la abriera? —preguntó Wallace, todavía


mirando la puerta.

Nelson sonó alarmado.

—Por favor. Deja que llame a Hugo.

Apartó la mirada y volvió a mirar por encima del hombro.


Nelson estaba preocupado, con el ceño fruncido, pero ya no
había nada que Wallace pudiera hacer al respecto. Apenas
podía moverse.

—¿Puedes sentirlo?

No necesitó explicarlo. Nelson sabía lo que quería decir.

—No siempre, y no tan fuerte como antes. Se desvanece


con el tiempo. Siempre está ahí, en el fondo de mi mente,
pero he aprendido a ignorarlo.

Wallace quería tocar la puerta. Quería rodear con sus dedos


el pomo de la puerta, sentir la hoja de té presionada contra
su palma. Podía verlo claramente en su mente: giraría la
hoja de té hasta que el picaporte hiciera clic, y entonces...

¿Qué?

No lo sabía, y no saberlo era lo más aterrador de todo.

Dio un paso atrás, chocando con Nelson, que le agarró del


brazo.

—¿Estás bien?

—No lo sé —dijo Wallace. Tragó más allá del nudo en la


garganta—. Creo que me gustaría volver abajo ahora.
Nelson le guió.

Las ventanas estaban a oscuras mientras bajaban las


escaleras. Afuera, el bosque estaba como siempre.

Antes de que llegaran al rellano del tercer piso, miró por la


última ventana hacia el largo camino de tierra que llevaba a
la casa de té y, extrañamente, un recuerdo revoloteó por su
cabeza, uno que no parecía suyo. De estar fuera, con la cara
dirigida hacia el cálido sol.

El recuerdo se desvaneció, la noche volvió, y vio a alguien


de pie en el camino de tierra.

Cameron, mirando directamente a Wallace. Extendió el


brazo, la palma hacia el cielo, los dedos abriendo y
cerrando, abriendo y cerrando.

—¿Qué es? —le preguntó Nelson.

—Nada —dijo Wallace, apartándose de la ventana—. Nada


en absoluto.

[1] Cáscara.

[2] El sarcoma de Ewing suele afectar a los niños y adultos jóvenes.


Generalmente comienza en las piernas, los huesos de la pelvis y los brazos. Los
síntomas son dolor de hueso, inflamación localizada y sensibilidad. En algunos
casos, también puede haber fracturas de hueso. El tratamiento incluye
quimioterapia, cirugía y radioterapia.
Capítulo 13
Al comienzo de su vigésimo segundo día en Charon's
Crossing, apareció una carpeta en el mostrador junto a la
caja registradora. La casa de té aún no había abierto, y Mei
y Hugo estaban en la cocina, preparándose para el
comienzo del día.

Nelson estaba sentado en su silla frente a la chimenea, con


Apollo a sus pies.

Wallace se movía por la tienda, bajando las sillas de las


mesas y colocándolas debajo. Cada vez le resultaba más
fácil, y era lo menos que podía hacer para ayudar. Nunca
pensó que encontraría alegría en un trabajo tan servicial,
pero estos eran días extraños.

Estaba perdido en sus pensamientos, bajando las sillas,


cuando la habitación pareció cambiar ligeramente. El aire se
volvió espeso y estancado. El reloj de la pared, que marcaba
los segundos, vaciló. Levantó la vista para ver cómo el
segundero se movió hacia delante una, dos, tres veces
antes de retroceder. Se movió de un lado a otro mientras los
pelos de los brazos de Wallace se erizaban.

—¿Qué demonios? —murmuró—. Nelson, ¿has visto...?

Se interrumpió cuando la carpeta de expedientes apareció


junto a la caja registradora con un cómico estallido. Unas
volutas de humo surgieron a su alrededor mientras se
depositaba en el mostrador. Era delgada, como si sólo
contuviera unos pocos trozos de papel en su interior.

—Oh, muchacho —dijo Nelson—. Aquí vamos de nuevo.


Antes de que Wallace pudiera averiguar qué significaba eso,
Hugo y Mei entraron por las puertas, con Apollo
siguiéndolos. Hugo frunció el ceño mientras miraba el reloj,
cuyas manecillas estaban congeladas.

—Maldita sea —dijo Mei—. Por supuesto que viene cuando


estoy haciendo magdalenas. —Refunfuñó mientras se dirigía
a las escaleras, desatándose el delantal antes de subírselo
por la cabeza—. No dejes que se quemen —gritó hacia abajo
—. Me voy a enfadar mucho.

—Por supuesto —dijo Hugo, mirando la carpeta. La tocó con


un solo dedo, trazando los bordes.

—¿Qué es eso? —preguntó Wallace, acercándose al


mostrador.

—Vamos a tener un nuevo invitado —dijo Nelson,


levantándose de su silla. Se acercó cojeando a Hugo y
Wallace, con el bastón golpeando el suelo—. Dobló la
apuesta. Hacía tiempo que no lo hacían.

—¿Otro invitado? —preguntó Wallace.

—Alguien como nosotros —respondió Nelson. Se detuvo


junto a su nieto, mirando la carpeta con un interés apenas
disimulado.

—Sí —dijo Hugo, tocando la carpeta casi con reverencia—.


Mei lo recuperará y lo traerá aquí.

Wallace no estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Se


había acostumbrado a tener toda la atención de Hugo, y la
idea de que otro fantasma se la quitara le provocaba una
extraña torsión en el gancho de su pecho. Se dijo a sí mismo
que estaba siendo tonto. Hugo tenía un trabajo que hacer.
Había habido muchos antes que él, y habría aún más
después de que él se fuera. Era temporal. Todo esto era
temporal.

Le dolió más de lo que esperaba.

—¿Para qué es eso? —preguntó, frotándose el pecho con


una mueca—. La carpeta.

Hugo levantó la vista hacia él.

—¿Estás bien?

—Estoy bien —dijo Wallace, dejando caer la mano.

Hugo le observó durante un tiempo demasiado largo antes


de asentir.

—Esto me dice quién viene. No está completo, por


supuesto. Una vida no puede desglosarse en viñetas y ser
completa. Piensa en ello como una especie de Resumen.

—Resumen —repitió Wallace—. Me estás diciendo que cada


vez que alguien muere, recibes un resumen sobre su vida.

—Uh-oh —dijo Nelson, mirando entre los dos. Apollo gimió,


con las orejas aplastadas contra el cráneo.

—Sí —dijo Hugo—. Eso es lo que te estoy diciendo.

Wallace se mostró incrédulo.

—¿Y no se te ocurrió decir nada de esto antes?

—¿Por qué? —preguntó Hugo—. No es que pueda enseñarte


lo que hay aquí. No es para...

—Eso no me importa —espetó Wallace, aunque no era toda


la verdad—. ¿Tienes uno sobre mí?
Hugo se encogió de hombros. Era irritante.

—Sí, lo tenía.

—¿Qué decía? ¿Dónde está? Quiero verlo. —Y eso tampoco


era del todo cierto. ¿Y si era malo? ¿Y si en la parte superior,
escrito en negrita (y en letra Comic Sans) había un resumen
de la vida de Wallace Price que era menos que halagador?
¡NO HIZO MUCHO, PERO TUVO BUENOS TRAJES! o,
peor aún, ¡NO ES TAN GRANDE, SI ESTOY SIENDO
HONESTO!

—Ya no está —dijo Hugo, volviendo a mirar la carpeta sobre


el mostrador—. En cuanto la reviso, vuelve a desaparecer.

Wallace estaba indignado.

—Ah, ¿sí? Simplemente desaparece de vuelta al lugar de


donde vino.

—Así es.

—Y no ves el problema de eso.

—No —dijo Hugo. O preguntó. Wallace no estaba seguro.

Wallace levantó las manos con exasperación.

—¿Quién lo envía? ¿De dónde viene? ¿Quién lo escribe?


¿Son objetivos, o están llenos de tonterías de opinión
destinadas a difamar? Eso es difamación. Hay leyes que lo
prohíben. Exijo que me diga qué se dijo de mí.

—Uf —dijo Nelson—. Estoy muy viejo y también muy muerto


como para esto. —Se alejó del mostrador hacia su silla—.
Avísame cuando llegue nuestro nuevo invitado. Me pondré
mis mejores galas.
Wallace lo fulminó con la mirada.

—Llevabas el pijama cuando llegué.

—Tu capacidad de observación no tiene comparación. Bien


por ti.

Wallace pensó en lanzarle una silla. Al final, decidió no


hacerlo. No querría que fuera a parar a un archivo.

—Estás pensando demasiado —dijo Hugo, reprendiéndolo


suavemente—. No hay una lista de pros y contras, o de cada
acción que alguien ha realizado, ya sea buena o mala. Son
sólo... notas.

Wallace apretó los dientes.

—¿Qué decían mis notas?

Hugo le miró con los ojos entrecerrados.

—¿Importa?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque si alguien ha escrito algo sobre mí, me gustaría


saberlo.

Hugo sonrió.

—¿Buscabas críticas de tu empresa cuando estabas vivo?

Todos los martes a las nueve de la mañana.

—No —dijo Wallace. Entonces—: A menos que eso estuviera


escrito en mi expediente. Y si lo estaba, tenía una muy
buena razón. Cabreé a mucha gente, y todo el mundo sabe
que si quieres quejarte de algo, lo escribes en Internet,
aunque seas un mentiroso que no sabe de lo que hablas.

—Parece que hay una historia ahí.

Wallace le frunció el ceño.

—O no —dijo Hugo. Se frotó la barbilla pensativo—. ¿Seguro


que quieres saberlo?

Wallace se resistió.

—¿Es... malo? ¿Como realmente malo? ¡Mentiras! ¡Es todo


mentira! Yo era una persona mayormente competente. —Se
encogió por dentro. Una vez, podría haber luchado con uñas
y dientes para venderse a sí mismo, pero ahora, no podía
hacerlo. Se sentía... bueno. Ridículo era quizás la mejor
manera de decirlo. Ridículo y sin sentido.

Nelson resopló desde su silla.

—Dispara a las estrellas.

Wallace le ignoró.

—No importa. No quiero saberlo. Te quedas ahí actuando de


forma presumida como siempre haces.

—Me has herido —dijo Hugo.

Wallace resopló.

—Lo dudo mucho. Ni siquiera me importa. Mira. Mira lo poco


que me importa. —Y con eso, Wallace giró sobre sus
talones, volviendo a la tarea que tenía entre manos.
Consiguió derribar dos sillas más antes de ceder. Hugo se
divirtió mientras regresaba al mostrador—. Cállate —
murmuró Wallace—. Sólo dime.

—Has durado un minuto entero —dijo Hugo—. Más de lo que


creía que ibas a aguantar. Estoy impresionado.

—Estás disfrutando demasiado de esto.

Hugo se encogió de hombros.

—Tengo que sacar mis emociones de alguna parte, ¿verdad,


abuelo?

—Precisamente —dijo Nelson mientras Wallace ponía los


ojos en blanco.

Hugo miró a Wallace.

—Pero no es lo que estés pensando. No mentía cuando dije


que no pretendía ser un desprecio hacia ti. Piensa en ello
más bien como un... esquema.

Eso ciertamente no lo hizo sentir mejor.

—¿Escrito por quién? Y no digas una mierda de


esoterismo[1] como el universo o lo que sea.

—El Gerente —dijo Hugo.

Eso paró en seco a Wallace.

—El Gerente. El ser al que todos temen y que toma


decisiones a nivel cósmico.

—No tengo miedo de...

—¿Cómo sabe de mí? —Wallace preguntó—. ¿Me estaba


espiando? —Miró a su alrededor de forma alocada mientras
bajaba la voz—. ¿Está escuchando todo lo que estoy
diciendo en este momento?

—Probablemente —dijo Nelson—. Él es una especie de


mirón.

Hugo suspiró.

—Abuelo.

—¿Qué? El hombre tiene derecho a saber que un ser


superior le vio hacer caca o tirar la comida al suelo y luego
recogerla y comerla. —Nelson miró alrededor de su silla—.
¿Se hurgó la nariz? También lo vio. No tiene nada de malo,
supongo. Los humanos son asquerosos en ese sentido. Está
en nuestra naturaleza.

—No lo hizo —dijo Hugo en voz alta—. No es así como


funciona.

—Bien —dijo Wallace—. Entonces lo veré por mí mismo. —


Se sorprendió cuando Hugo no intentó impedirle que
cogiera la carpeta. Sorprendido, hasta que descubrió que no
podía cogerla. Su mano pasó a través de la carpeta hasta el
mostrador de abajo. Volvió a mover la mano antes de volver
a intentarlo. Y otra vez. Y otra vez.

—Avísame cuando hayas terminado —dijo Hugo—. Sobre


todo porque soy el único que puede levantarla y ver lo que
hay dentro.

—Por supuesto que sí —murmuró Wallace. Se hundió, con


las manos apoyadas en el mostrador.

Hugo lo alcanzó de nuevo. Cada vez ocurría más, como si se


olvidara de que no podían tocarse. Se detuvo, con una
mano sobre la de Wallace. Wallace se preguntó cómo se
sentiría su piel. Pensó que sería cálida y suave. Pero nunca
lo descubriría. En su lugar, Hugo apoyó su mano entre las
de Wallace, golpeando con el dedo índice. Los dedos de
Wallace se movieron. Apenas unos centímetros los
separaban.

—Está bien —dijo Hugo—. Te lo prometo. No había nada


malo. Tu expediente decía que eras decidido. Que
trabajabas duro. Que no aceptabas un no por respuesta.

Hace un mes, eso habría complacido a Wallace.

Ahora, no estaba tan seguro.

—Soy más que eso —dijo sombrío.

—Me alegra oírte decir eso —dijo Hugo—. Yo también lo


creo. —Cogió el expediente del mostrador y lo abrió.
Wallace intentó inclinarse despreocupadamente, pero acabó
cayendo a través del mostrador. Hugo lo miró por encima de
la carpeta. Incluso sus ojos sonreían.

—Me caes inmensamente mal —dijo Wallace, sintiéndose


bastante petulante mientras se ponía de pie.

—No lo creo.

—Deberías.

—Lo tendré en cuenta.

—Jesucristo —murmuró Nelson—. De todos los obtusos... —


Cualquier otra cosa que tuviera que decir se convirtió en un
murmullo en voz baja.

Mei apareció por las escaleras, vestida elegantemente con


el mismo traje que había llevado al funeral de Wallace. Se
quitó el pelo de la cara.

—Hablo en serio de esos panecillos, hombre. Si regreso y


descubro que se han quemado, habrá un infierno que pagar.
¿A quién tenemos ahora? —Le arrebató el expediente a
Hugo y comenzó a leer, con los ojos lanzados de un lado a
otro—. Huh. Oh. Oh. Bueno. Ya veo. Interesante. —Su ceño
se frunció—. Esto... no va a ser fácil.

Wallace miró fijamente a Hugo.

—Dijiste que eras el único que podía tocarlo.

—¿Lo dije? —preguntó Hugo—. Mi error. Mei también puede.

Sonrió a Wallace.

—Vi el tuyo. Había muchas cosas buenas ahí. Una pregunta:


¿Por qué pensaste que llevar pantalones de paracaidista era
genial en 2003?

—Todos son personas terribles —anunció Wallace con


grandilocuencia—. Y no quiero tener nada más que ver con
ustedes. —Y con eso, volvió a bajar las sillas, negándose a
mirar siquiera en su dirección.

—Oh no —dijo Mei—. Por favor, no. Cualquier cosa menos


eso. —Ella empujó el archivo de nuevo en las manos de
Hugo—. Muy bien. Número dos, aquí vamos.

—Asegúrate de no aparecer tres días tarde —dijo Wallace—.


Que el cielo no te permita hacer tu trabajo correctamente.

—Aw —dijo Mei—. Sí te importa. Me conmueve. —Se puso


de puntillas y besó la mejilla de Hugo—. No te olvides de...
—Los panecillos. Lo sé. No lo haré. —Él le pasó un brazo por
los hombros, abrazándola con fuerza. Wallace no estaba
celoso. En absoluto—. Ten cuidado. Este no va a ser como
los otros.

A Wallace no le gustaba lo preocupado que parecía estar.

—Lo haré —dijo Mei, devolviéndole el abrazo—. Volveré en


cuanto pueda.

Wallace se volteó para decirle que el número de personas


que se presentaban en un funeral no era un indicativo del
valor de una persona, pero Mei ya se había ido.

El reloj de la pared retomó su ritmo normal, los segundos


pasaban.

—Nunca entenderé cómo funciona todo esto —dijo Wallace.

La única respuesta de Hugo fue reírse mientras se daba la


vuelta y atravesaba las puertas de la cocina.

***

La casa de té estuvo ocupada todo el día. Desde que se fue


Mei, Hugo no paró de moverse, apenas tuvo tiempo de
atender a Wallace, y mucho menos de responder a más
preguntas sobre lo que había en su expediente. Eso le
irritaba, aunque si se le presionaba, no sería capaz de
explicar por qué.

Fue Nelson el que cortó por lo sano, para desgracia suya.


Wallace estaba ensimismado, sentado en el suelo junto a la
silla de Nelson.

—No se va a olvidar de ti sólo porque haya alguien nuevo.


Wallace, resueltamente, no le miró. Se quedó con la mirada
fija en la chimenea, las llamas chasqueando y estallando.

—No me preocupa en absoluto.

—Claro —dijo Nelson lentamente—. Por supuesto que no.


Sería absurdo.

—Exactamente —dijo Wallace.

Se sentaron en silencio durante al menos diez minutos más.


Luego:

—Pero si eso es lo que te preocupa, no lo hagas. Hugo es


inteligente. Centrado. Sabe lo importante que es esto. Al
menos, creo que lo sabe.

Wallace lo miró. Nelson estaba sonriendo, pero por qué, no


lo sabía.

—¿Por la nueva persona que viene aquí?

—Claro —dijo Nelson—. Eso también.

—¿De qué estás hablando?

Nelson agitó la mano con desprecio.

—Sólo estoy divagando, supongo —Dudó—. ¿Amabas a tu


mujer?

Wallace parpadeó.

—¿Qué?

—A tu mujer.

Wallace volvió a mirar al fuego.


—La amaba. Pero no fue suficiente.

—¿Te esforzaste al máximo?

Quería decir que sí, que había hecho todo lo posible para
asegurarse de que Naomi supiera que era la persona más
importante de todo su mundo.

—No. No lo hice.

—¿Por qué crees que fue así? —No había censura en su voz,
ni juicio. Wallace estaba absurdamente agradecido por ello.

—No lo sé —dijo, hurgando en un cordón de sus vaqueros.


No se había puesto nada parecido a un traje desde que
pudo cambiarse de ropa. Le hizo sentirse mejor, como si se
hubiera desprendido de una coraza que no sabía que
llevaba—. Las cosas se interpusieron.

—Amaba a mi esposa —dijo Nelson, y cualquier otra cosa


que Wallace tuviera que decir murió en su lengua—. Ella
era... vibrante. Una fiera. No había nadie como ella en todo
el mundo, y por alguna razón, me eligió a mí. Me quería. —
Sonrió, aunque Wallace pensó que era más para sí mismo
que para otra cosa—. Ella tenía esa costumbre. Me ponía de
los nervios. Llegaba a casa del trabajo y lo primero que
hacía era quitarse los zapatos y dejarlos junto a la puerta.
Le seguían los calcetines, tirados en el suelo. Un rastro de
ropa dejado allí, esperando que yo lo recogiera. Le pregunté
por qué no las ponía en el cesto como una persona normal.
¿Sabes lo que dijo?

—¿Qué? —preguntó Wallace.

—Dijo que la vida era algo más que calcetines sucios.

Wallace lo miró fijamente.


—Eso... no significa nada.

La sonrisa de Nelson se amplió.

—¿Verdad? Pero para ella tenía mucho sentido. —Su sonrisa


tembló—. Un día llegué a casa. Llegaba tarde. Abrí la puerta
y no había zapatos dentro. Ni calcetines en el suelo. Ningún
rastro de ropa. Pensé que por una vez había recogido sus
cosas. Me sentí... ¿aliviado? Estaba cansado y no quería
tener que limpiar su desorden. La llamé. No contestó.
Recorrí la casa, habitación por habitación, pero no estaba.
Es tarde, me dije. Eso es lo que pasa. Y entonces sonó el
teléfono. Ese fue el día en que supe que mi esposa había
fallecido inesperadamente. Y es curioso, realmente. Porque
incluso mientras me decían que se había ido, que había sido
rápido y que no había sufrido, lo único que podía pensar era
en cómo daría cualquier cosa por tener sus zapatos junto a
la puerta. Sus calcetines sucios en el suelo. Un rastro de
ropa que llevara al dormitorio.

—Lo siento —dijo Wallace en voz baja.

—No es necesario que lo sientas —dijo Nelson—. Teníamos


una buena vida. Ella me amaba y yo me aseguraba de que
supiera que la amaba todos los días, incluso si tenía que
recoger lo que ella hacía. Es lo que uno hace.

—¿No la echas de menos? —preguntó Wallace sin pensarlo.


Hizo una mueca de dolor—. Mierda. Eso no ha salido como
quería. Por supuesto que sí.

—Lo hago —aceptó Nelson—. Con cada fibra de mi ser.

—Pero todavía estás aquí.

—Lo estoy —dijo Nelson—. Y sé que cuando esté listo para


dejar este lugar, ella me estará esperando. Pero le prometí
que velaría por Hugo mientras pudiera. Ella lo entenderá.
¿Qué son unos años frente a la eternidad?

—¿Qué se necesita? —preguntó Wallace—. Para que cruces.


—Recordó lo que le había dicho Nelson cuando habían
estado bajo la puerta—. Para que levites hasta ella.

—Ah —dijo Nelson—. Esa es la cuestión, ¿no? ¿Qué se


necesita? —Se inclinó hacia adelante, golpeando
suavemente su bastón contra la pierna de Wallace—. Saber
que está en buenas manos. Que su vida está llena de
alegría incluso ante la muerte. No se trata de lo que
necesita, necesariamente, porque eso podría implicar que le
falta algo. Se trata de lo que quiere. Hay una diferencia.
Creo que a veces lo olvidamos.

—¿Qué quiere? —preguntó Wallace.

En lugar de responder, Nelson dijo:

—Ahora sonríe más. ¿Lo sabías?

—¿Lo hace? —Pensó que Hugo era del tipo que siempre
sonreía.

—Me pregunto por qué será —dijo Nelson. Se sentó de


nuevo en su silla—. Estoy deseando averiguarlo.

Wallace miró a Hugo detrás del mostrador. Debió sentir que


le observaba, porque miró hacia él y sonrió.

Wallace susurró:

—Es fácil dejarse llevar por la espiral y caer.

—Lo es —coincidió Nelson—. Pero lo más importante es lo


que haces para salir de él.
***

El segundero del reloj empezó a funcionar de forma


vacilante media hora después de que Charon's Crossing
cerrara por la noche. Hugo colocó un cartel familiar en el
escaparate: CERRADO POR UN EVENTO PRIVADO. Le dijo a
Wallace que era sólo por precaución.

—No estamos aquí —dijo Hugo—. En realidad, no. Cuando el


reloj comienza a ralentizarse, el mundo se mueve a nuestro
alrededor. Si alguien viniera a la tienda en un momento
como éste, sólo vería una casa oscurecida con el cartel en la
ventana.

Wallace le siguió hasta la cocina. Le picaba la piel y el


gancho en el pecho le resultaba incómodo.

—¿Ha intentado alguien entrar?

Hugo negó con la cabeza.

—No que yo sepa. Es... no del todo mágico, creo. Más bien
una ilusión que otra cosa.

—Para alguien que es barquero, hay muchas cosas que no


sabes.

Hugo se rió.

—¿No es genial? No me gustaría saberlo todo. No quedaría


ningún misterio. ¿Qué sentido tendría?

—Pero sabrías qué esperar. —Se dio cuenta de cómo sonaba


en el momento en que lo dijo—. Por eso no esperamos.

—Exactamente —dijo Hugo, como si eso tuviera algún tipo


de sentido. Wallace estaba aprendiendo que era más fácil
seguir la corriente. Mantenía su cordura casi intacta. Hugo
se dirigió a la despensa, frunciendo el ceño ante su
contenido. Wallace miró por encima de su hombro. Había
más tarros alineados en los estantes, cada uno con un tipo
diferente de té en su interior. A diferencia de los que
estaban detrás del mostrador en la parte delantera de la
tienda, éstos no estaban etiquetados. La mayoría estaban
en polvo.

—¿Matcha[2]? —Hugo murmuró para sí mismo—. No. Eso no


está bien. ¿Yupon[3]? No. Tampoco es eso, aunque creo que
se acerca.

—¿Qué estás haciendo?

—Tratando de encontrar el té que mejor se adapte a nuestro


invitado —dijo Hugo.

—¿Hiciste esto conmigo?

Asintió mientras señalaba un polvo oscuro hacia la parte


superior de la estantería.

—Fuiste fácil. Más fácil que casi todos los que había tenido
antes.

—Vaya —dijo Wallace—. Es la primera vez que alguien dice


eso de mí. No sé cómo me siento al respecto.

Hugo se echó a reír.

—Eso no es... oh, ya sabes lo que quería decir.

—Lo has dicho tú, no yo.

—Es un arte —dijo Hugo—. O al menos eso es lo que me


digo a mí mismo. Elegir el té perfecto para una persona. No
siempre lo hago bien, pero cada vez lo hago mejor. —
Alcanzó una jarra, tocando el cristal antes de retirar la mano
—. Tampoco es eso. ¿Qué podría...? ¿De verdad? Eso es... un
gusto adquirido. —Cogió un tarro de la estantería, lleno de
hojas retorcidas y ennegrecidas—. No es una de las mías.
No creo que pueda cultivarla aquí. Tenía esto importado.

—¿Qué es? —preguntó Wallace, mirando el frasco. Las hojas


parecían muertas.

—Kuding cha —dijo Hugo, volviéndose hacia el mostrador


opuesto para preparar el té—. Es una infusión china. La
traducción literal es té de clavo amargo. Suele hacerse con
un tipo de árbol de cera y acebo. El sabor no es para todos.
Es muy amargo, aunque se dice que es medicinal. Se
supone que ayuda a despejar los ojos y la cabeza. Resuelve
las toxinas.

—¿Y esto es lo que le vas a dar? —preguntó Wallace,


observando cómo Hugo sacaba una hoja retorcida del
frasco. El aroma terroso era penetrante, lo que hizo que
estornudara.

—Creo que sí —dijo Hugo—. Es inusual. Nunca había hecho


que alguien tomara este té. —Se quedó mirando la hoja
antes de sacudir la cabeza—. Probablemente no sea nada.
Observa.

Wallace se puso a su lado mientras Hugo vertía agua


caliente en el mismo juego de tazas de té que había
utilizado cuando Mei trajo a Wallace la primera noche. El
vapor se elevó cuando bajó la tetera. Sostuvo la hoja entre
dos dedos mientras la bajaba suavemente en el agua. Una
vez sumergida, la hoja se desplegó como una flor. El agua
empezó a oscurecerse hasta alcanzar un extraño tono
marrón, mientras la hoja se aclaraba hasta alcanzar un color
verde apagado.

—¿A qué huele? —preguntó Hugo.

Wallace se inclinó hacia delante e inhaló el vapor. Le


obstruyó las fosas nasales y movió la nariz mientras se
retiraba.

—¿Hierba?

Hugo asintió, obviamente complacido.

—Exactamente. Debajo del amargor, tiene una nota herbal


con un regusto que es como la miel persistente. Sin
embargo, hay que atravesar el amargo para encontrarlo.

Wallace suspiró.

—Una de esas cosas en las que dices una cosa, pero quieres
decir otra.

Hugo sonrió.

—O es sólo té. No hace falta que signifique algo cuando ya


es tan complejo. Pruébalo. Creo que te sorprenderá.
Probablemente necesite más tiempo de reposo, pero te dará
una buena idea.

Volvió a pensar en el proverbio colgado en la casa de té.


Hugo debió de pensar lo mismo cuando le entregó la taza a
Wallace y le dijo:

—Es tu segundo.

Invitado de honor.
Wallace tragó grueso mientras tomaba la taza de Hugo. No
se le escapaba que aquello era lo más cerca que podían
estar de tocarse. Sintió la mirada de Hugo mientras ambos
sostenían la taza más tiempo del necesario. Finalmente,
Hugo soltó la mano.

El agua seguía siendo clara, aunque el tinte marrón había


dado paso a un verde más cercano al color de la hoja. Se la
llevó a los labios y bebió un sorbo.

Tuvo una arcada, el té se deslizó por su garganta y floreció


con fuerza en su estómago. Era amargo, sí, y luego la hierba
lo golpeó y le supo como si se hubiera comido medio
césped. La nota de miel de después estaba allí, pero la
dulzura se perdía por el hecho de que Wallace odiaba todo.

—Mierda —dijo, limpiándose la boca mientras le devolvía la


taza de té a Hugo—. Eso es terrible. ¿Quién demonios
bebería eso de buena gana?

Observó cómo Hugo se llevaba la taza a sus propios labios.


Hizo una mueca mientras su garganta trabajaba.

—Sí —dijo, apartando la taza—. Que me guste el té no


significa que me gusten todos los tipos de té. —Se relamió
los labios—. Ah. Ahí está la miel. Casi vale la pena.

—¿Te has equivocado alguna vez eligiendo un té?

—¿Para los que vienen vivos? Sí.

—Pero con los muertos no.

—Con los muertos, no —convino Hugo.

—Eso es... notable. Extraño, pero notable.


—¿Es otro elogio, Wallace?

—¿Seguro? —dijo Wallace, repentinamente incómodo.


Estaba de pie más cerca de Hugo de lo que se dio cuenta.
Se aclaró la garganta mientras daba un paso atrás—.
Hombre, ese sabor no se va.

Hugo se rió.

—Se queda contigo. Me gustaba mucho más el tuyo.

Eso no debería haber hecho a Wallace más feliz de lo que lo


hizo.

—¿Fue eso un cumplido, Hugo?

—Es un cumplido —dijo Hugo con sencillez.

Wallace tomó esas tres palabras y las mantuvo cerca, la


amargura que sintió no pudo con el dulce del sabor final.

Hugo sacó más hojas del frasco y las puso en un pequeño


plato junto a la tetera y las tazas.

—Ya está. ¿Qué aspecto tiene?

—Como si hubieras salido a la calle y recogido lo primero


que encontraste en el suelo.

—Perfecto —dijo Hugo alegremente—. Eso significa que...

En la parte delantera de la tienda, el reloj emitió un fuerte


sonido de pitido y luego se detuvo, con el segundero
moviéndose.

—Están aquí —dijo Hugo.

Wallace no estaba seguro de lo que debía hacer.


—¿Debería...? —Agitó la mano en señal de explicación.

—Puedes salir conmigo si quieres —dijo Hugo, recogiendo la


bandeja—. Aunque, te pido que me dejes encargarme de él
o de cualquier pregunta que pueda tener. Si te habla,
puedes responderle, pero hazlo de manera uniforme y
calmada. No queremos que se agite más de lo que ya puede
estar.

—Estás preocupado —dijo Wallace. No sabía cómo se había


perdido la tensión alrededor de los ojos de Hugo, la forma
en que sus manos agarraban la bandeja—. ¿Por qué?

Hugo dudó.

—La muerte no siempre es rápida. Ya sé que no lo crees,


pero tuviste suerte. No es así para todos. A veces, es
violenta y espantosa, y te alcanza. Algunos están
devastados, otros están furiosos, y algunos... algunos dejan
que se convierta en todo lo que conocen. Tenemos gente así
más de lo que crees, si es que puedes hacerlo.

Él podía. Pensó que sabía lo que Hugo quería decir, pero no


se atrevió a preguntar. El mundo podía ser bello, y así lo
mostraban las paredes de la casa de té con las pirámides y
los castillos y las cascadas que parecían caer desde las
mayores alturas, pero también era cruel y oscuro.

Hugo miró hacia las puertas de la cocina.

—Se acercan por la carretera. ¿Confías en mí?

—Sí —dijo Wallace inmediatamente, y tuvo que luchar


contra el impulso de impedir que Hugo saliera de la cocina.
No sabía lo que se avecinaba, pero no le gustaba cómo
sonaba.
—Bien —dijo Hugo—. Observa. Escucha. Cuento contigo,
Wallace.

Atravesó las puertas, dejando a Wallace mirando su


espalda.

[1] Cualidad de lo que está oculto a los sentidos y a la ciencia o es difícil de


entender.

[2] El Matcha es un té originario de China

[3]El té yaupon es un té de hierbas elaborado con las hojas


del acebo de yaupon. Un primo cercano de la yerba mate
Capítulo 14
Wallace se detuvo en la puerta, frunciendo el ceño. Las
luces estaban encendidas como de costumbre, pero
parecían... más tenues, como si hubieran cambiado las
bombillas. Apollo se quejó, con las orejas caídas, mientras
Nelson le frotaba la cabeza para calmarlo.

—Está bien —dijo Nelson en voz baja—. Todo irá bien.

Hugo había puesto el té en una de las mesas altas, aunque


no era la misma que había utilizado para su llegada. Wallace
se acercó a Nelson y a Apollo, dejando a Hugo de pie junto a
la mesa, con las manos juntas detrás de él.

Ahora estaba diferente, incluso de pie. Era sutil, y si Wallace


no hubiera estado observándolo desde que llegó, tal vez no
lo hubiera notado. Pero lo había hecho, y catalogó todos los
pequeños cambios. Estaba en la postura de sus hombros, en
la forma en que su expresión era cuidadosamente
inexpresiva, aunque no desinteresada. Wallace pensó en su
propia llegada y se preguntó si Hugo había sido así
entonces.

Apartó la mirada, observando alrededor de la habitación,


tratando de concentrarse en algo, en cualquier cosa, que le
distrajera.

—¿Qué pasa con las luces? —preguntó a Nelson. Miró a la


puerta—. ¿Las has bajado?

Nelson negó con la cabeza.

—Esto va a ser muy difícil.


A Wallace no le gustó cómo sonaba eso.

—¿Difícil?

—Por lo general, las personas no desean morir —murmuró


Nelson, pasando un dedo por el hocico de Apollo—. Pero
aprenden a aceptarlo. A veces llega con el tiempo, como tú.
Pero hay quienes se niegan a considerarlo siquiera. “Los
placeres violentos poseen finales violentos y tienen en su
triunfo su propia muerte, del mismo modo en que se
consumen el fuego y la pólvora en un beso voraz.”

—Shakespeare —dijo Wallace, mirando a Hugo, que no


había apartado la vista de la puerta.

—Evidentemente —dijo Nelson. Levantó la mano y agarró la


de Wallace, apretándola con fuerza. Wallace no intentó
apartarse. Se dijo a sí mismo que el anciano lo necesitaba.
Era lo menos que podía hacer.

El porche crujió cuando alguien subió las escaleras. Wallace


se esforzó por oír voces, pero nadie hablaba. Le pareció
extraño. Con él, Mei había parloteado todo el camino,
aunque hubiera sido por las innumerables preguntas de
Wallace. El hecho de que nadie hablara le inquietaba.

Tres golpes en la puerta. La llamada de la aldaba. Un golpe


de nada, y luego la puerta se abrió.

Mei entró primero, con una sonrisa sombría fijada en su


rostro que no llegaba a sus ojos. Estaba más pálida de lo
normal, sus labios eran un delgado corte con una pizca de
dientes blancos. Observó la habitación, empezando por
Hugo, luego Nelson, Wallace y Apollo. El perro trató de
levantarse para ir hacia ella, pero ella negó con la cabeza, y
él gimió mientras se acomodaba en sus ancas. Nelson volvió
a apretar la mano de Wallace.
Si le hubieran preguntado, Wallace no habría estado seguro
de quién esperaba que entrara tras ella. El té le había dado
una pista, pero era una pequeña, y no encontraba la forma
de hacerla encajar en el panorama general. El amargor,
áspero y mordaz, seguido de la hierba como un campo, y el
final de miel, tan empalagoso que se le atascó en la
garganta.

Quizás alguien enfadado, más de lo que él había estado.


Alguien gritando, lleno de rabia por lo injusto de todo.
Wallace podía entenderlo. ¿No había hecho él lo mismo?
Pensó que era parte del proceso, estar firmemente plantado
en la negación y la ira.

Pensara lo que pensara, el hombre que entró en Charon's


Crossing esta noche no era lo que él esperaba. Era más
joven, probablemente de unos veinte años. Llevaba una
camisa negra suelta sobre unos vaqueros con las rodillas
rotas. Tenía el pelo rubio y largo, despejado hacia atrás,
como si se hubiera pasado continuamente las manos por la
frente. Sus ojos eran oscuros y brillantes, y su rostro era una
máscara tensada sobre los huesos. El hombre se mostró
nervioso cuando observó la habitación que tenía delante, la
luz era escasa y la mirada se posó sólo brevemente en
Nelson y Apollo. Miró fijamente durante un largo rato a
Wallace. Sus labios se movieron como si estuviera luchando
contra una terrible sonrisa. Se frotó el pecho con la mano, y
Wallace se sobresaltó cuando se dio cuenta de que no podía
ver el gancho en el pecho, el cable que debería haberse
extendido hasta Hugo. No sabía por qué no lo había
considerado antes. ¿Tenía Nelson uno? ¿Apollo? ¿Mei?

Mei cerró la puerta. El pestillo volvió a hacer clic, y había


una finalidad en ello que a Wallace no le gustó. Ella dijo:
—Este es Hugo. El barquero, de quien te hablé. Está aquí
para ayudarte. —Le dio al hombre un amplio margen
mientras caminaba hacia Hugo. Su expresión no vaciló, y no
miró a Wallace ni a Nelson. Se detuvo junto a Hugo. No
intentó tocarlo.

El hombre se quedó cerca de la puerta.

Y Hugo dijo:

—Hola.

El hombre se estremeció.

—Hola. He oído cosas sobre ti. —Su voz era más ligera de lo
que Wallace pensó, aunque llevaba un trasfondo palpable
de algo más oscuro, más pesado.

—¿Has oído? —preguntó Hugo con ligereza—. Espero que no


sea nada malo.

El hombre sacudió la cabeza lentamente.

—Oh, no. Fue bueno. —Ladeó la cabeza—. Todo fue bueno.


Demasiado bueno, si soy sincero.

—Mei se expresa bien de mí —dijo Hugo—. Intenté que


dejara ese hábito, pero no me escucha.

—No, no lo hace —dijo el hombre, y ahí estaba la sonrisa. La


máscara se estiró más, los pómulos afilados. Eso heló a
Wallace—. En absoluto. ¿Me escuchas?

—Lo intento —dijo Hugo, con las manos aún unidas a la


espalda—. Sé que es difícil. Aprender lo que has aprendido.
Saber que las cosas nunca van a ser iguales. Venir aquí, a
un lugar en el que nunca has estado, con gente que no
conoces. Pero te prometo que estoy aquí para ayudarte lo
mejor que pueda.

—¿Y si no quiero tu ayuda?

Hugo se encogió de hombros.

—La querrás. Y no lo digo por gusto. Estás en un proceso


que no se parece a nada que hayas hecho antes. Esto es
sólo una parada en ese viaje.

El hombre volvió a mirar a su alrededor.

—Ella dijo que esto era una casa de té.

—Lo es.

—¿Es tuya?

—Sí.

Sacudió la cabeza hacia Nelson y Wallace.

—¿Quiénes son?

—Mi abuelo, Nelson. Y mi amigo Wallace.

—Son... —Cerró los ojos brevemente antes de volver a


abrirlos—. ¿Como tú? ¿O como yo?

Wallace se mordió una réplica. No se parecían en nada a él.


Había una frialdad que emanaba de él. Impregnaba la
habitación, haciendo que Wallace se estremeciera.

—Como tú, en cierto modo —dijo Hugo—. Tienen su propio


viaje que hacer.

El hombre dijo:
—¿Sabes mi nombre?

—Alan Flynn.

La piel bajo el ojo derecho de Alan se crispó.

—Ella dijo que estoy muerto.

—Así es —dijo Hugo, moviéndose por primera vez. Sacó las


manos de la espalda y las colocó en la mesa frente a él. Las
tazas de té sonaron en la bandeja cuando la mesa se movió
ligeramente—. Y lo siento.

Alan miró hacia el techo.

—Lo siento —dijo, sonando divertido—. Lo sientes. ¿Por qué


lo sientes? Tú no me has hecho esto.

—No —dijo Hugo—. No lo hice. Pero aun así, lo siento. Sé lo


que debe parecerte. No voy a pretender entender todo lo
que estás pasando...

—¡Qué bien! —dijo el hombre bruscamente—. Porque no


tienes ni idea.

Hugo asintió. —

¿Quieres un poco de té?

Alan hizo una mueca.

—Nunca me ha gustado el té. Es insípido. —Volvió a frotarse


el pecho—. Y aburrido.

—Esto no lo es —dijo Hugo—. Puedes confiar en mí en eso.

Alan no parecía convencido, pero dio un paso cuidadoso


hacia la mesa. Las luces de los apliques parpadeaban con
un bajo zumbido eléctrico.

—Estás aquí para ayudarme. —Dio otro paso—. Eso es lo


que dijiste. —Otro paso.

—Lo estoy —dijo Hugo—. No tiene que ser hoy. No es


necesario que sea mañana. Pero pronto, cuando estés
preparado, responderé a todas las preguntas que pueda. No
lo sé todo. Ni pretendo saberlo. Sólo soy un guía, Alan.

—¿Un guía? —preguntó Alan, con un tono sarcástico en la


voz—. ¿Y dónde se supone que me vas a guiar?

—Hacia lo que sigue.

Alan llegó a la mesa. Intentó poner las manos sobre ella,


pero las atravesó. Su boca se torció mientras retiraba las
manos.

—¿El infierno? ¿El purgatorio? La mujer no tenía ganas de


ofrecer detalles. —El desprecio en su voz era nítido y
mordaz.

—No es el Infierno —dijo Hugo mientras Mei entrecerraba


los ojos—. Ni el Purgatorio. No es un lugar intermedio.

—¿Entonces qué es? —preguntó Alan.

—Algo que tendrás que descubrir por ti mismo. No tengo


esas respuestas, Alan. Ojalá las tuviera, pero no las tengo.
No te mentiría sobre eso, ni sobre ninguna otra cosa. Te lo
prometo, y haré todo lo que pueda para ayudarte. Pero
primero, ¿quieres una taza de té?

Alan miró la bandeja que había sobre la mesa. Extendió la


mano para tocar el frasco de hojas, pero sus dedos se
crisparon y volvió a bajar el brazo.
—Esas hojas. Nunca había visto un té así. Creía que venía
en bolsitas con las pequeñas cuerdas. Mi padre, él... —
Sacudió la cabeza—. No importa.

—El té viene en todas las formas —dijo Hugo—. Hay muchas


clases, incluso más de las que puedas imaginar.

—¿Y crees que voy a beber tu té?

—No tienes que hacerlo —dijo Hugo—. Es una ofrenda para


darte la bienvenida a mi casa de té. Cuando la gente
comparte el té, me he dado cuenta de que tiene el poder de
acercarlos.

Alan resopló burlonamente.

—Lo dudo. —Respiró profundamente, inclinando la cabeza


de un lado a otro—. He sangrado. ¿Lo sabías? Me desangré
en un callejón. Podía oír a la gente que pasaba a unos
metros de distancia. Los llamé. Y me ignoraron. —Su mirada
se desenfocó. Las luces volvieron a parpadear—. Pedí
ayuda. Supliqué que me ayudaran. ¿Te han apuñalado
alguna vez?

—No —dijo Hugo en voz baja.

—A mí sí —dijo Alan. Levantó la mano hacia su lado—. Aquí.


—Se llevó la mano al pecho, con los dedos curvados—. Aquí.
—Al lado de su garganta—. Aquí. Yo... le debía un dinero que
no tenía. Intenté explicárselo, pero él... mostró el cuchillo, y
le dije que lo tendría. Lo haría. Me valía para eso. Pero ya se
lo había dicho antes, una y otra vez, y... —Sus ojos se
estrecharon—. Saqué la cartera para darle los pocos dólares
que llevaba. Sabía que no sería suficiente, pero tenía que
intentarlo. Debió pensar que iba a por un arma porque
simplemente... me apuñaló. No sabía lo que estaba
pasando. Al principio no me dolió. ¿Verdad que es extraño?
Pude ver el cuchillo entrando en mí, pero no me dolió.
Incluso con toda la sangre, no era real. Y entonces mis
piernas cedieron y caí en un montón de basura. Tenía un
envoltorio de comida rápida en la cara. Olía fatal.

—No merecías eso —dijo Hugo.

—¿Lo merece alguien? —Luego, sin esperar respuesta—: Se


escapó con siete dólares y una tarjeta de débito de la que
no tiene el número PIN. Intenté arrastrarme, pero mis
piernas no funcionaban. Mis brazos no funcionaban. Y la
gente de la vereda seguía... caminando. Es injusto.

—No —dijo Hugo—. Jamás es justo.

—Ayúdame —dijo Alan—. Ayúdame.

—Lo haré. Prometo que haré lo que pueda.

Alan asintió, casi aliviado.

—Bien. Tenemos que encontrarlo. No sé dónde vive, pero si


regresamos, puedo hallar...

—Te lo dije —dijo Mei—. No podemos volver. —Parecía


perturbada. Wallace se preguntó qué había pasado para que
pareciera tan asustada—. Sólo se puede avanzar.

A Alan no le gustó eso. Miró a Mei con los dientes desnudos.

—Eso has dicho, sí. Pero dejémoslo en manos de tu jefe,


¿eh? Ya has dicho bastante. No me gusta que hables. No me
dices lo que quiero oír.

Hugo levantó la tetera y comenzó a verter agua caliente en


las tazas de la bandeja. El vapor salía a borbotones. Arqueó
una ceja hacia Wallace y Nelson. Nelson negó con la cabeza.
Hugo llenó tres tazas antes de volver a bajar la tetera.

—¿Qué harías? —preguntó mientras sacaba hojas de té de


la jarra. Colocó una sola hoja en cada una de las tazas—. ¿Si
pudieras encontrarlo? ¿Si supieras dónde está?

Alan se estremeció y frunció el ceño. Sus manos se cerraron


en puños.

—Le haría el mismo daño que él me hizo a mí.

—¿Por qué?

—Es que se lo merece por lo que me ha hecho.

—¿Y eso te haría sentir mejor?

—Sí.

—Ojo por ojo.

—Sí.

—Este té se llama Kuding Cha —dijo Hugo—. No se parece a


ningún té que tenga aquí en mi tienda. No puedo recordar la
última vez que lo hice. No es para todo el mundo. Se dice
que tiene propiedades medicinales, y algunas personas
dependen de él.

—Te he dicho que no quiero té.

—Lo sé —dijo Hugo—. Y aunque lo quisieras, no podría


dártelo todavía. Necesita tiempo para reposar, ya ves. El
buen té es paciencia. No se trata de una gratificación
instantánea, no como las bolsas con las cuerditas. Esos
pueden ser fugaces, aquí y se van de nuevo antes de que te
des cuenta. Un té como éste te hace apreciar el esfuerzo
que le dedicas. Cuanto más se empapa, más fuerte es el
sabor.

—El reloj —dijo Alan—. No se mueve.

—No —dijo Hugo—. Se ha parado para darnos todo el


tiempo que necesites. —Cogió una taza de té y la acercó a
Alan—. Dale otro momento, luego pruébalo y dime qué te
parece.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Alan.

—No estás escuchando.

—Sí lo hago —dijo Hugo—. Más de lo que crees. Nunca sabré


qué sentiste en ese callejón. Nadie debería sentirse así de
solo.

—No estás escuchando. —Se volvió hacia la puerta.

—No puedes irte —dijo Mei. Dio un paso hacia él, pero Hugo
la retuvo. Espera, le dijo con la boca. Ella suspiró, con los
hombros caídos.

—Sí que puedo —dijo Alan—. La puerta está ahí mismo.

—Si te vas —dijo Hugo— empezarás a desmoronarte, algo


que sólo empeorará cuanto más lejos vayas. Fuera de estas
paredes está el mundo vivo, un mundo al que ya no
perteneces. Alan, lo siento mucho. Sé que tal vez no me
creas, pero lo siento. No te mentiría, especialmente no
sobre algo tan importante como esto. Irte de aquí sólo
empeorará las cosas. Perderás todo lo que eres.

—Es que ya lo he hecho —espetó Alan.


—No lo has hecho —dijo Hugo—. Sigues aquí. Sigues siendo
tú. Y yo puedo ayudarte. Puedo mostrarte el camino y
ayudarte a cruzar.

Alan se dio la vuelta.

—¿Y si no deseo cruzar?

—Lo harás —dijo Hugo—. Con el tiempo. Pero no hay prisa.


Tenemos tiempo.

—Tiempo —repitió Alan. Miró la taza de té—. ¿Está listo?

—Lo está. —Hugo parecía aliviado, pero Wallace seguía


dudando.

—¿Y puedo tocar la taza?

—Puedes hacerlo. Pero con cuidado. Estará caliente.

Alan asintió. Le tembló la mano al coger la taza. Mei y Hugo


hicieron lo mismo. Wallace pensó en cómo había sido para
él, el aroma de la menta en el aire, la forma en que su
mente se había acelerado, tratando de encontrar una
manera de salir de esto. Sabía que a Alan le ocurriría lo
mismo.

Hugo y Mei esperaron hasta que Alan dio el primer sorbo.


Tragó con una mueca.

Hugo bebió de su propio té.

Mei también lo hizo, y si no le gustaba el sabor, no lo


demostraba en su rostro.

—Estoy muerto —dijo Alan, mirando su taza. La hizo girar. El


té cayó sobre la mesa.
—Sí —dijo Hugo.

—Me han asesinado.

—Sí.

Dejó la taza de té en la bandeja. Flexionó las manos. Respiró


profundamente, dejándolo salir lentamente.

Luego, pasó el brazo por la mesa, golpeando la tetera. Cayó


al suelo y se hizo añicos, derramando el líquido. Dio un paso
atrás, con el pecho agitado. Se llevó las manos a los lados
de la cabeza, agarrándose el cráneo, antes de agacharse y
gritar. Wallace nunca había oído un sonido semejante. Ardía
como si el agua caliente del té le hubiera escaldado la piel.
Siguió y siguió, sin que la voz de Alan se quebrara. Las luces
de los candelabros brillaron antes de apagarse, sumiendo la
casa de té en la oscuridad. Apollo gruñó y se puso delante
de Nelson y Wallace, con los pelos de punta y la cola
erguida.

Alan trató de volcar las mesas, las sillas, todo lo que pudiera
agarrar. Se enfadó aún más cuando las sillas apenas se
movieron y las mesas no se movieron en absoluto. Les dio
patadas, pero fue inútil. Se paseó por la sala. Apollo gruñó
cuando se acercó demasiado a ellos. Wallace se puso
rápidamente en pie, interponiéndose entre Nelson y Alan,
pero éste los ignoró, con los ojos encendidos mientras
intentaba destruir todo lo que podía en vano.

Al final se cansó, el pelo le colgaba de la cabeza mientras se


agachaba, con las manos en las rodillas, los ojos
desorbitados.

—Esto no es real— murmuró—. Esto no es real. Esto no es


real.
Hugo dio un paso adelante. Wallace trató de detenerlo, pero
Nelson lo agarró del brazo, reteniéndolo.

—No lo hagas —susurró en el oído de Wallace—. Sabe lo que


está haciendo. Confía en él.

Hugo se detuvo a un par de metros de Alan, mirándolo con


expresión de pena. Se agachó frente a él, que se dejó caer
de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo,
balanceándose de un lado a otro.

—Es real —susurró Hugo—. Te lo prometo. Y tienes razón: no


es justo. Nunca lo es realmente. No te culpo por pensar eso.
Pero si me dejas, haré lo que pueda para mostrarte que hay
más en este mundo de lo que jamás creíste posible.

El hombre volvió a sentarse sobre sus rodillas, inclinando la


cabeza hacia el techo. Volvió a gritar, y los tendones de su
cuello sobresalieron con fuerza.

Parecía no terminar nunca.

***

Wallace intentó discutir cuando Hugo les pidió que se


fueran, diciéndoles que Alan necesitaba espacio. No le
gustaba la idea de que se quedara solo con él. En el fondo
sabía que Hugo era más que capaz, pero la mirada salvaje
de Alan era casi feroz. Mei lo detuvo antes de que le dijera a
Hugo con toda claridad que no se iban a ir. Señaló con la
cabeza la parte trasera de la casa.

—Está bien —dijo Nelson, aunque también sonaba


preocupado—. Hugo puede encargarse de él.

Apollo se negó a moverse. No importaba lo que Mei hiciera


o dijera, no se movía. Hugo sacudió la cabeza.
—No pasa nada. Puede quedarse. Te avisaré si te necesito.
—Intercambiaron una mirada que Wallace no pudo analizar.
Alan gruñó al suelo, con motas de saliva en los labios.

Lo último que vio fue a Hugo sentado con las piernas


cruzadas frente a Alan, con las manos sobre las rodillas.

Siguió a Nelson mientras arrastraba los pies tras Mei.


Caminaron por el pasillo hacia la puerta trasera. El aire era
más frío que en las últimas noches, como si la primavera
hubiera perdido momentáneamente su fuerza. Wallace se
consternó cuando se dio cuenta de que no sabía la fecha.
Creía que era miércoles, y ya tenía que ser abril. El tiempo
se le escapaba. No se había dado cuenta, tan metido en la
vida que llevaba. Llevaba casi cuatro semanas en Charon's
Crossing. Mei había dicho que lo máximo que alguien había
estado en la casa de té eran dos. Y sin embargo, nadie le
había empujado hacia la puerta. Nadie lo había mencionado
siquiera desde los primeros días.

—¿Estás bien? —le preguntó Nelson a Mei mientras se


paseaba de un lado a otro de la cubierta. Alargó la mano y
la cogió por la muñeca—. Ha tenido que ser difícil.

Ella suspiró.

—Lo fue. Sabía que podía ser así. El Gerente me lo


demostró. No es la primera persona con la que trato que ha
sido asesinada.

—Pero es la primera vez que estás sola —dijo Nelson en voz


baja.

—Puedo manejarlo.

—Sé que puedes. Nunca lo he dudado ni un segundo. Pero


está bien no estar bien. —Ella se desplomó contra él, con la
cabeza apoyada en su hombro—. Lo has hecho bien. Estoy
orgulloso de ti.

—Gracias —murmuró ella—. Estaba medio convencida de


que iba a escuchar. Al menos al principio.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Wallace, mirando el


jardín de té de abajo. A nadie se le había ocurrido encender
las luces, y la luna estaba oculta tras las nubes. Las plantas
de té parecían muertas en la oscuridad.

—Cerca de donde fue asesinado —dijo ella—. Él estaba...


gritando. Intentando llamar la atención de alguien. Parecía
tan aliviado cuando supo que le había oído.

Si Alan era como Wallace, sólo habría sido temporal.

—¿Lo sabías?

—¿Saber qué?

No volvió a mirar hacia ellos. Había un hilo del que tiraba en


su mente, uno que sabía que debía dejar en paz, pero era
insistente. Se preocupó por ello mientras elegía
cuidadosamente sus palabras.

—¿Estaba ya muerto cuando llegó el archivo?

Hubo un tiempo de silencio. Luego:

—Sí, Wallace. Por supuesto que lo estaba. Si no, no nos lo


habrían enviado.

Asintió con fuerza, con las manos agarrando la barandilla de


la cubierta.

—¿Y tú... qué? ¿Lo aceptas con fe?


—¿De qué estás hablando? —preguntó Nelson.

No estaba seguro. Tiró del hilo.

—Te envían los archivos. Nuestros archivos. Pero sólo


después de que muramos.

—Sí —dijo Mei.

—¿Por qué no te lo han enviado antes? —preguntó mirando


a la noche—. ¿Qué impide al Gerente o a quien sea enviarlo
antes de que ocurra?

Sabía que le estaban mirando fijamente. Podía sentir sus


miradas clavadas en su espalda, pero no podía darse la
vuelta. Estaba luchando, y no quería que lo vieran en su
cara.

—Esto no funciona así —dijo Mei lentamente—. No


podemos... Wallace. No se podía hacer nada para salvarle.

—Cierto —dijo Wallace con amargura—. Porque su suerte en


la vida era morir desangrado en un callejón.

—Así son las cosas —dijo Nelson.

—Eso es un desastre si me preguntas.

—La muerte sí es un desastre —dijo Mei. Se acercó a él, la


cubierta crujiendo con cada paso que daba—. No me oirás
intentar argumentar lo contrario, amigo. No es... hay un
orden en las cosas. Un proceso por el que todos tenemos
que pasar. La muerte no es algo con lo que se pueda
interferir...

Wallace se burló.
—Orden. Me estás diciendo que ese hombre es parte de un
orden. Ese hombre que sufrió y nadie se detuvo a ayudarlo.
Eso es en lo que crees. Esa es tu fe. Ese es tu orden.

—¿Qué quieres que haga? —exigió ella. Se apoyó en la


barandilla junto a él—. No podemos detener la muerte.
Nadie puede. No es algo que se pueda conquistar. Todo el
mundo muere, Wallace. Tú. Nelson. Alan. Yo. Hugo. Todos
nosotros. Nada dura para siempre.

—Mentira —espetó Wallace, repentinamente enfurecido—.


El Gerente podría haberlo detenido si hubiera querido.
Podría haberte dicho lo que le iba a pasar a Alan. Podría
haberte avisado, y tú podrías haber...

—Nunca —dijo Mei, sonando sorprendida—. No interferimos


con la muerte. No podemos.

—¿Por qué no?

—Porque siempre está ahí. No importa lo que hagas, no


importa el tipo de vida que lleves, buena o mala o en algún
punto intermedio, siempre va a estar esperándote. Desde el
momento en que naces, estás a punto de morir.

Suspiró cansado.

—Tienes que saber lo desolador que suena eso.

—Lo sé —dijo ella—. Porque es la verdad. ¿Preferirías que te


mintiera?

—No. Es que... ¿qué sentido tiene, entonces? ¿Todo esto?


¿Algo de esto? Si nada de lo que hacemos importa,
entonces ¿por qué deberíamos intentarlo? —Estaba en
espiral, lo sabía. Agitado y en espiral. Su piel era como el
hielo, y no tenía nada que ver con el aire que le rodeaba.
Apretó la mandíbula para que no le castañetearan los
dientes.

—Porque es tu vida —dijo Nelson, llegando al otro lado de él


—. Es lo que tú haces de ella. No, no siempre es justa. No,
no siempre es buena. Quema y desgarra, y hay veces que
te aplasta hasta hacerte irreconocible. Algunas personas
luchan contra ello. Otros... no pueden, aunque no creo que
se les pueda culpar por ello. Rendirse es fácil. Levantarse no
lo es. Pero tenemos que creer que si lo hacemos, podemos
dar otro paso. Podemos...

—¿Seguir adelante? —replicó Wallace—. Porque no lo has


hecho. Todavía estás aquí, así que no intentes dar vueltas a
la misma mierda. Puedes decir todo lo que quieras, pero
eres hipócrita al igual que ellos.

—Y esa es la diferencia entre tú y yo —dijo Nelson—. Porque


nunca he afirmado no serlo.

Wallace se desinfló.

—Maldita sea —murmuró—. No debería haber dicho eso. Lo


siento. No te lo merecías. Ninguno de los dos lo merece.
Yo... —Miró a Mei—. Estoy orgulloso de ti. Nunca lo había
dicho antes, y eso es cosa mía, pero lo estoy. No puedo
imaginarme hacer lo que haces, el desgaste que debe
suponer para ti. Y tratar con gente como él —Tragó grueso
—. Como yo... —Sacudió la cabeza—. Necesito un momento,
¿vale?

Los dejó atrás, con los pensamientos arremolinándose en


una enorme tormenta.

Subió y bajó por las hileras del jardín, dejando que sus
dedos pasaran suavemente por la parte superior de las
plantas, con cuidado de evitar las delicadas hojas. Miró más
allá, hacia el bosque. Se preguntó hasta dónde podría llegar
antes de que su piel empezara a escamarse. ¿Qué sentiría
al ceder? ¿Dejarse llevar? Debería haberle asustado más de
lo que lo hizo. Por lo que había visto, estaba vacío y oscuro,
una cáscara hueca de una vida vivida en otro tiempo.

Y, sin embargo, seguía pensando en ello. Pensó en


encontrar una forma de arrancar el anzuelo de su pecho, y
elevarse, elevarse, elevarse a través de las nubes hacia las
estrellas. O correr, correr hasta que no pudiera correr más.
Era algo fugaz, porque si hacía eso, podría perderse y
convertirse en lo que Hugo más temía. Un Husk. ¿Qué le
haría eso, verlo con los ojos muertos y vacíos? La culpa lo
consumiría, y Wallace no podía hacer eso. No ahora. Nunca.

Hugo era importante. No porque fuera un barquero, sino


porque era Hugo.

Wallace empezó a volverse hacia la cubierta, con otra


disculpa en la punta de la lengua. Se congeló cuando oyó un
suspiro, un sonido largo y jadeante como el viento entre las
hojas muertas. Las sombras a su alrededor se hicieron más
densas, como si fueran sensibles, y las estrellas se
desvanecieron hasta que sólo hubo negro.

Movimiento, a su derecha.

Wallace miró, con la columna vertebral convertida en un


bloque de hielo.

Cameron estaba entre las plantas de té. A sólo unos metros


de distancia. Vestido como antes. Pantalones sucios.
Zapatillas de deporte desgastadas. Sin camiseta, su piel
enfermiza y gris. La boca abierta, la lengua gruesa, los
dientes negros.
Wallace no tuvo tiempo de reaccionar, no tuvo tiempo de
hacer ningún ruido. Cameron se precipitó hacia delante, con
las manos extendidas como garras. Agarró el brazo de
Wallace, y todo lo que hacía que Wallace fuese quien era se
desvaneció cuando los dedos se clavaron, la piel correosa y
fría.

Wallace susurró:

—No, por favor, no —mientras Mei gritaba por Hugo.

Cameron se inclinó hacia delante, con la cara a escasos


centímetros de la de Wallace, con los ojos negros como la
tinta. Mostró los dientes, con un gruñido bajo saliendo de su
garganta.

Los colores oscuros del mundo nocturno empezaron a


desangrarse alrededor de Wallace, derritiéndose como la
cera. Pensó en apartarse, pero fue un impulso lejano, casi
insignificante. Era una planta de té, con raíces profundas en
la tierra y hojas esperando a ser arrancadas.

Grandes destellos de luz cruzaron su visión, las estrellas


más brillantes atravesando toda la negrura. En cada una de
esas estrellas, un destello, un eco. Vio a Cameron y luego
fue Cameron. Era discordante, duro y áspero. Era brillante,
adormecedor y terrible. Era...

Cameron se rió. Un hombre se sentó frente a él, y era


luminoso como el sol. En las nebulosas afueras, pasaba un
violinista, la música de las cuerdas era dulce y cálida. No
había ningún otro lugar en el que Cameron quisiera estar.
Amaba a este hombre, lo amaba con cada pieza y parte de
él.

El hombre dijo:
—¿A qué viene esa sonrisa?

Y Cameron dijo:

—Sólo te amo, es todo.

Otra estrella. El violín se apagó. Era joven. Más joven. Le


dolía. Dos personas estaban ante él, un hombre y una
mujer, ambos severos. La mujer dijo: —Qué decepción eres,
y el hombre dijo: —¿Por qué eres así? ¿Por qué eres tan
desagradecido? ¿No sabes lo que hemos hecho por ti? ¿Y así
es como eliges pagarnos?

Y oh, qué aplastante fue eso, cómo lo devastó. Le dolía el


corazón y tenía náuseas, quería decirles que podía ser
mejor, que podía ser quien ellos querían que fuera, no sabía
cómo, él...

Una tercera estrella. El hombre y la mujer se habían ido,


pero su desprecio permaneció como una infección que
recorría la sangre y los huesos.

El hombre, luminoso como el sol, volvió a salir, salvo que la


luz se desvanecía. Estaban luchando. No importaba por qué,
sólo que sus voces se alzaban, y se arañaban y escarbaban,
cada palabra como un puñetazo en las tripas. Él no quería
esto. Lo sentía, lo sentía mucho, no sabía qué le pasaba, lo
estaba intentando: —Te juro que lo estoy intentando, Zach,
pero no puedo...

—Lo sé —dijo Zach. Suspiró mientras se hundía—. Estoy


tratando de ser fuerte aquí. Realmente lo estoy haciendo.
Tienes que hablar conmigo, ¿vale? Déjame entrar. No me
dejes adivinando. No podemos seguir así. Nos está
matando.
—Matándonos —susurró Cameron mientras las estrellas
llovían a su alrededor.

Wallace vio trozos de una vida que no era la suya. Había


amigos y risas, días oscuros en los que Cameron apenas
podía levantarse de la cama, una sensación generalizada de
acritud cuando estaba junto a su madre, viendo a su padre
dar sus últimos suspiros desde la cama del hospital. Lo
odiaba y lo amaba y esperaba, esperaba, esperaba a que su
pecho dejara de subir, y cuando lo hacía, su pena se atenuó
con un alivio salvaje.

Años. Wallace percibió cómo pasaban los años en los que


Cameron estaba solo, en los que no estaba solo, en los que
se miraba en el espejo, preguntándose si alguna vez sería
más fácil, mientras las ojeras se le agrandaban como si
fueran moratones. Era un niño montando en bicicleta en el
calor del verano. Tenía catorce años y andaba a tientas en el
asiento trasero de un coche con una chica cuyo nombre no
recordaba. Tenía diecisiete años cuando besó a un chico por
primera vez, el raspado de la barba incipiente del chico
como un rayo contra su piel. Tenía cuatro y seis y
diecinueve y veinticuatro y entonces Zach, Zach, Zach
estaba allí, el hombre luminoso, y oh, cómo le saltó el
corazón al verlo al otro lado de la habitación. No sabía qué
tenía, qué le atrajo tan rápidamente, pero los sonidos de la
fiesta se desvanecieron a su alrededor mientras caminaba
hacia él, con el corazón en vilo. Cameron era torpe y se le
trababa la lengua, pero consiguió decir su nombre cuando el
hombre luminoso le preguntó, y sonrió, oh Dios, sonrió y
dijo: —Hola, Cameron, soy Zach. No te he visto antes por
aquí. ¿Qué te ha parecido?

Fue bueno. Fue tan condenadamente bueno.


Al final, tuvieron tres años. Tres años buenos, felices y
aterradores, con altibajos y parpadeos lentos a la luz de la
mañana cuando se despertaban uno al lado del otro, con la
piel caliente por el sueño mientras se buscaban. Tres años
de peleas y pasión y viajes a las montañas en la nieve y al
océano donde el agua era de color azul y cálida.

Fue hacia el final del tercer año cuando Zach dijo: —No me
siento bien. —Intentó sonreír, pero se convirtió en una
mueca. Y entonces sus ojos rodaron hacia atrás en su
cabeza, y se derrumbó.

En un momento, todo estaba bien.

Al siguiente, Zach había muerto.

La destrucción que siguió fue catalogada como catastrófica.


Todo lo que habían construido fue arrasado hasta los
cimientos, dejando a Cameron gritando entre los
escombros. Aullaba y se enfurecía por lo injusto de todo, y
no había nada, nada que pudiera sacarlo de allí. Se
desvaneció, se esfumó hasta ser una sombra que se movía
por el mundo por pura fuerza de la costumbre.

Wallace dijo:

—Oh, no, por favor, no —pero era demasiado tarde, ya era


demasiado tarde porque esto era el pasado, esto ya había
pasado, ya estaba hecho.

Otra estrella en la distancia, pero no era de Cameron.

Era de Wallace.

¿Cuál es el mayor tiempo que alguien ha estado aquí?

¿Por qué? ¿Pensando en echar raíces?


No. Sólo estoy preguntando.

Ah. Bien. Bueno, sé que Hugo tuvo a alguien que se quedó


dos semanas. Ese fue... un caso difícil. Las muertes por
suicidio suelen serlo.

Dijo:

—Cameron, lo siento mucho.

Y Cameron dijo:

—Todavía estoy aquí. Todavía estoy aquí.

Las estrellas estallaron, y fue arrastrado lejos, lejos, lejos.

Wallace sacudió la cabeza. Estaba en el jardín de té, con la


mano de Mei rodeando su brazo, y ella decía:

—¿Wallace? Wallace. Mírame. Estás bien. Te tengo.

Él luchó contra ella.

—No, no lo hagas, no entiendes... —Miró por encima de su


hombro para ver a Hugo de pie frente a Cameron entre las
plantas de té, cerca de la que había estado tan orgulloso, la
que tenía diez años. El Cameron que había visto en las
estrellas había desaparecido, sustituido por el horrible
caparazón. Tenía los dientes negros al descubierto, los ojos
hundidos y la mirada de un animal.

—Cameron —dijo Hugo en un susurro silencioso.

Los dedos de Cameron se movieron a los lados. No salió


ningún sonido de su boca abierta.

Mientras Mei subía a Wallace a la cubierta, Apollo ladraba


furiosamente, Nelson tenía los ojos muy abiertos, Cameron
se dio la vuelta y caminó lentamente hacia los árboles.

Lo último que Wallace vio de él fue su espalda mientras


desaparecía en el bosque.

Hugo se volvió hacia la casa. Parecía desolado.

Wallace no quería volver a verlo así.

Mientras las nubes se alejaban de la luna, se observaron


mutuamente en este pequeño rincón del mundo.
Capítulo 15
Alan intentó marcharse.

No llegó muy lejos antes de que su piel empezara a


escamarse.

Regresó con una expresión tormentosa.

—¿Qué me está pasando? —preguntó—. ¿Qué me has


hecho? —Se arañó el pecho—. No quiero esto, sea lo que
sea. Es una cadena. ¿No ves que es una cadena?

Hugo suspiró.

—Te lo explicaré lo mejor que pueda.

Wallace no creía que fuera suficiente.

Charon's Crossing abrió con normalidad al día siguiente,


bien temprano.

La gente vino como siempre. Sonreían y reían, bebían su té


y comían sus panecillos y magdalenas. Se sentaron en sus
sillas, despertando lentamente, listos para comenzar otro
día en este pueblo de las montañas.

No podían ver al hombre enfadado que se paseaba por la


casa de té, deteniéndose para gritar a cada uno de ellos.
Una mujer se limpiaba la boca con delicadeza, sin saber que
Alan le gritaba al oído. Un niño tenía nata montada en la
punta de la nariz, sin saber que Alan estaba detrás de él,
con la cara torcida por la furia.

—Quizá deberías cerrar la tienda —murmuró Wallace,


mirando por las ventanas de los ojos de buey.
Mei tenía ojeras. Ni ella ni Hugo habían dormido, pues Alan
les había mantenido despiertos durante toda la noche.

—No puede hacer daño a nadie —dijo en voz baja—. ¿Qué


sentido tendría?

—Puedo mover sillas. Puedo romper bombillas. Y no estaba


ni la mitad de enfadado que él. ¿De verdad quieres correr
ese riesgo?

Ella suspiró.

—Hugo sabe lo que está haciendo. No dejará que eso


ocurra.

Hugo estaba de pie detrás del mostrador, con una sonrisa


forzada en su rostro. Saludaba a cada cliente como si fuera
un amigo perdido hace tiempo, pero había algo raro en él,
aunque la mayoría no parecía notarlo. En el mejor de los
casos, la pandilla de ancianas le decía que debía cuidarse
más.

—Descansa un poco —le regañaron—. Pareces agotado.

—Lo haré —dijo Hugo, mirando a Alan que intentaba volcar


una mesa sin éxito.

No fue hasta que Alan empezó a dirigirse a Nelson que


Wallace salió a la casa de té por primera vez esa mañana.

—Hola —dijo—. Hola, Alan.

Alan se giró, con los ojos encendidos.

—¿Qué? ¿Qué demonios quieres?

No lo sabía. Sólo quería mantener a Alan alejado de Nelson.


No creía que pudiera hacerle daño, no realmente, pero no
quería correr ese riesgo. Hugo empezó a acercarse a ellos,
pero Wallace sacudió la cabeza, rogando en silencio que se
quedara atrás. No podía soportar la idea de que se pusiera
en peligro, no otra vez.

Wallace se volvió hacia Alan.

—Déjalo ya.

Eso sobresaltó a Alan, y parte de su rabia se desvaneció


ligeramente.

—¿Qué?

—Déjalo ya —repitió Wallace con firmeza—. No sé qué crees


que estás haciendo, pero ¿realmente está ayudando a tu
situación?

—¿Qué demonios sabes tú? —Alan empezó a darse la


vuelta.

—Soy como tú —dijo rápidamente, aunque se sintió como


una mentira—. Estoy muerto, así que sé de lo que hablo. —
No se lo creyó ni por un momento, pero si Alan lo creía, que
así fuera.

Alan se detuvo y entrecerró los ojos al mirar hacia atrás.

—Entonces ayúdame a hacer algo al respecto. No sé qué fue


lo de anoche, pero no podemos quedarnos atrapados aquí.
Quiero ir a casa. Tengo una vida. Tengo que...

—Tienes dos opciones. Puedes quedarte aquí, en esta casa.


O puedes dejar que Hugo te lleve arriba y salir por la puerta.

—Me parece que hay una tercera opción. Pensar en cómo


salir de aquí. Mantenerme en movimiento hasta que esté
libre de todo esto.

Wallace dudó. Luego:

—Nadie aquí quiere hacerte daño. Nunca lo han hecho. No


se trata de eso. Es una estación de paso. Una parada en el
camino que todos recorremos.

Alan negó con la cabeza.

—¿Quieres quedarte aquí? Bien. Me importa una mierda lo


que hagas. ¿Si ese viejo bastardo de allí quiere hacer lo
mismo? Bien por él. Yo no quiero esto. Yo no pedí...

—Ninguno lo hizo —espetó Wallace—. ¿Crees que esto es


fácil para cualquiera de nosotros? Tú moriste. No puedo ni
empezar a imaginar lo que debiste sentir. Pero eso no
significa que puedas actuar como un imbécil al respecto. —
Oh, la hipocresía. Wallace se encogió interiormente,
recordando todo lo que había dicho y hecho a Hugo, a Mei, a
Nelson, tres personas que sólo intentaban ayudarle. Les
debía todo y se lo había echado en cara, todo porque tenía
miedo. ¿De dónde sacaba que regañara a Alan cuando él
había actuado de la misma manera? Odiaba la comparación,
pero era la verdad, ¿no?—. ¿Quieres irte? Pues adelante. A
ver hasta dónde llegas. Quizá llegues más lejos que yo, pero
no importará. Te convertirás en nada. Serás nada. ¿Es eso lo
que realmente quieres? —Alan empezó a hablar, pero
Wallace se adelantó a él—. No creo que lo sea. Y en el
fondo, creo que lo sabes. Por una vez en tu vida, usa tu
maldita cabeza.

Y con eso, giró sobre sus talones y se alejó dejando a Alan


atrás.

—Ha ido bien —murmuró Nelson cuando Wallace puso la


mano en el respaldo de su silla.
Wallace suspiró.

—No sé si tenía derecho a decirle algo de eso.

—¿Qué quieres decir?

—Yo sólo... él soy yo. —Las palabras fueron más fáciles de lo


que esperaba—. De una manera que no me gusta mirar
porque me muestra como quien era. Demonios, quién soy.
No lo sé. Está todo revuelto en mi cabeza. ¿Cómo puedo
decirle que no puede ser un imbécil con todo esto cuando
yo actué exactamente igual?

—Lo hiciste —dijo Nelson uniformemente.

—No debería haber hecho eso —susurró Wallace,


avergonzado—. Estaba asustado, más de lo que había
estado en mi vida, pero eso no justifica la forma en que los
traté a todos ustedes. —Sacudió la cabeza—. Mei dijo algo
la primera noche que me trajo aquí. Que tenía que pensar
en lo que estaba diciendo. No lo hice. —Humilde, miró a
Nelson—. Siento cómo te he tratado. No espero que me
perdones, pero a pesar de todo, es algo que necesitaba
decir.

Nelson le observó durante un largo momento. Aunque


Wallace quería apartar la mirada, no lo hizo. Finalmente,
Nelson dijo:

—De acuerdo, te lo agradezco. Mei tiene razón.


Normalmente la tiene, pero con esto ha dado en el clavo. Y
si hay esperanza para ti, lo mismo podría decirse de Alan.

—No sé si será suficiente —admitió.

—Tal vez. Pero quizás sí lo sea. Hugo hará lo mejor que


pueda. Eso es todo lo que se puede pedir. No obstante, me
alegro de que estés aquí. Y sé que no soy el único.

Wallace miró a Hugo. Le estaba entregando a un cliente una


taza llena de té, con la misma sonrisa fija en la cara.

Pero parecía que sólo tenía ojos para Wallace.

***

El resto del día fue más tranquilo de lo que había empezado.


Alan se quedó junto a la ventana, ignorando a los demás.
Tenía los hombros rígidos y, de vez en cuando, se levantaba
y se tocaba el estómago, el pecho o la garganta. Wallace se
preguntaba si había una especie de dolor fantasma allí.
Esperaba que no. No podía imaginarse cómo se sentiría.

Cuando el último cliente se marchó por ese día, Hugo cerró


la puerta tras de sí y cambió el cartel del escaparate de
ABIERTO a CERRADO. Mei estaba limpiando en la cocina,
con su terrible música a todo volumen.

—Wallace —dijo Hugo—. ¿Puedo hablar contigo un


momento?

Wallace miró con desconfianza a Alan, que seguía de pie


junto a la ventana.

—Está bien —dijo Nelson—. Puedo encargarme de él si es


necesario. Puedo parecer viejo, pero puedo patear traseros
y tomar nombres[1] con los mejores.

Wallace le creyó.

Siguió a Hugo por el pasillo hacia la puerta trasera. Pensó


que iban a salir a la terraza, como hacían la mayoría de las
noches, pero se detuvo al final del pasillo. Se apoyó en la
pared y se frotó las manos en la cara. Su pañuelo, hoy de
color naranja brillante, estaba torcido en la cabeza. Wallace
deseó poder arreglárselo. De repente se encontró deseando
muchas cosas imposibles.

Hugo habló primero.

—Va a ser un poco diferente durante los próximos días. —


Sonaba a disculpa.

—¿Qué quieres decir?

—Alan. Tengo que ayudarlo. Intentar que hable, si puedo. —


Suspiró—. Lo que significa que no podremos hablar como lo
hacemos normalmente por la noche, a menos que podamos
hacerlo después...

—Oh, oye, no —dijo Wallace, aun cuando un pequeño


destello de celos se encendió en su interior—. Lo entiendo.
Es... Tienes que hacer lo que haces. No te preocupes por mí.
Sé lo que es importante aquí.

Hugo parecía frustrado.

—Tú lo eres. Al igual que él.

Wallace parpadeó.

—¿Gracias?

Hugo asintió con furia, mirando al suelo entre ellos.

—No quiero que pienses que no lo eres. Me... gusta cuando


hablamos. Es una de mis partes favoritas del día.

—Oh —dijo Wallace. Su cara se sintió caliente. Se aclaró la


garganta—. A mí también me gusta cuando hablamos.

—¿En serio?
—Sí.

—Bien.

—Bien —dijo Wallace. No sabía qué más decir.

Hugo se mordió el labio inferior.

—Actúo como si supiera lo que estoy haciendo. Y me gusta


pensar que soy bueno en ello, incluso cuando está fuera de
mi alcance. Es... diferente. Cada persona es diferente. Es
difícil, pero la muerte siempre lo será. A veces nos toca
gente como tú, y otras veces...

—Te toca un Alan.

—Sí —dijo, sonando aliviado—. Y tengo que trabajar más


duro en ello, pero vale la pena si puedo llegar a ellos. No
quiero que nadie que venga aquí se dé la vuelta y haga lo
que hizo Cameron. Que piense que no hay esperanza. Que
no les queda nada.

—Él es... —¿Qué? Wallace no estaba seguro de lo que


estaba tratando de decir. Se sentía demasiado grande. Lo
atravesó hasta llegar a la verdad—. Se quitó la vida.

Hugo parpadeó.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

No habían tenido tiempo de hablar de lo que había pasado


en el jardín de té. Todo lo que había visto. Todo lo que había
sentido. Todo lo que Cameron le había mostrado.

—Lo vi cuando Cameron me tocó. Estas estrellas, estos


pedazos de él. Destellos. Recuerdos. Sentí su felicidad y su
tristeza y todo lo que hay en medio. Y había una parte de él
que sabía que yo podía verlo.

Hugo se desplomó contra la pared como si sus piernas


hubieran cedido.

—Oh, Dios. Eso no es... el Gerente dijo... —Colgó la cabeza


—. ¿Él... me mintió?

—No lo sé —dijo Wallace rápidamente—. No sé por qué te


dijo esas cosas, pero... —Le costó encontrar las palabras
adecuadas—. Pero, ¿y si no se han ido tanto como crees? ¿Y
si una parte de ellos todavía existe?

—Entonces eso significaría... no sé lo que podría significar.


—Hugo levantó la cabeza, los ojos tristes, la boca tirando
hacia abajo—. Intenté con todas mis fuerzas llegar a él,
hacerle ver que no estaba definido por su final. Que, aunque
no viera otra opción, ya se había acabado y no podía volver
a ser herido.

—Perdió a alguien —susurró Wallace. El hombre luminoso.

—Lo sé. Y no importó lo que dije, no pude convencerle de


que se encontrarían de nuevo. —Miró hacia la puerta que
daba al jardín.

—¿Alguien ha vuelto alguna vez de ser un Husk?

Hugo negó con la cabeza.

—No que yo haya oído. Son raros. —Su boca adoptó un giro
amargo—. Al menos eso es lo que me dijo el Gerente.

—De acuerdo —dijo Wallace—. Pero incluso si ese es el caso,


¿por qué no hay cientos de ellos? ¿Miles? No puede ser el
primero. ¿Por qué no vi ninguno en la ciudad después de
morir?

—No lo sé —dijo Hugo—. El Gerente dijo que ... no importa


lo que dijo, no ahora. No si... Wallace. ¿Sabes lo que esto
significa? —Se apartó de la pared.

—Uh. ¿No?

—Necesito pensar en esto. No puedo... mi cabeza está


demasiado llena ahora mismo. Pero gracias.

—¿Por qué?

—Por ser quién eres.

—No es mucho —dijo Wallace, repentinamente incómodo—.


Para empezar no era tan bueno, como sabes.

Hugo parecía que iba a discutir. En cambio, llamó a Mei.

La música subió brevemente de volumen cuando ella entró


por las puertas, apurando el pasillo.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Nos están atacando? ¿A quién tengo


que patear el culo?

Y sin apartar la vista de Wallace, Hugo dijo:

—Necesito que me hagas un favor.

Miró entre ellos con curiosidad.

—De acuerdo. ¿Qué?

—Necesito que abraces a Wallace por mí.

Wallace balbuceó.
—Vaya —dijo Mei—. Estoy tan contenta de haber corrido
hasta aquí para esto. —Golpeó los dedos contra la palma de
la mano. Una pequeña luz estalló antes de desvanecerse
tan rápidamente como había llegado—. ¿Alguna razón
específica?

—Porque no puedo hacerlo —dijo Hugo—. Y es lo que quiero


hacer.

Mei dudó, pero sólo por un momento. Y entonces Wallace se


tropezó con la pared mientras se aferraba a él, con los
brazos alrededor de su cintura, con la cabeza apoyada en su
pecho.

—Devuélveme el abrazo —exigió ella—. Es raro si no lo


haces. Lo que el jefe quiere, el jefe lo consigue.

—Esto ya es raro —murmuró Wallace, pero hizo lo que ella


le pidió. Se sentía bien, teniendo esto. Más de lo que
esperaba. No era como había sido después de Desdemona.
Era... más.

—Esto es de Hugo —le dijo ella, innecesariamente.

—Lo sé —susurró él.

***

Alan parecía que iba a discutir. Tenía el ceño fruncido, los


brazos cruzados a la defensiva, la ira era evidente. Pero
parecía estar escuchando.

—Lo conseguirá —dijo Nelson, observando a su nieto y a su


nuevo invitado.

Wallace no estaba tan seguro. Creía en Hugo, pero no sabía


qué haría Alan en respuesta. No estaba del todo de acuerdo
con la idea de que se fueran solos, aunque sólo fuera al
patio trasero.

—¿Y si no lo hace?

—Entonces no lo hace —dijo Nelson—. Y aunque no será por


culpa suya, cargará con ella igual que ha hecho con
Cameron y Lea. ¿Recuerdas lo que te dije? Empático hasta
la saciedad. Ese es nuestro Hugo.

—No ha venido hoy.

Nelson sabía a quién se refería.

—Ella volverá. Nancy puede tardar un día o tres, pero


siempre vuelve.

—¿Va a entrar en razón?

—No lo sé. Me gustaría pensar que lo hará, pero hay... —


Tosió en el dorso de su mano—. Hay algo en la pérdida de
un hijo que destruye a una persona.

Wallace se sintió como un idiota. Por supuesto que Nelson lo


entendería. Hugo había perdido a sus padres, lo que
también significaba que Nelson había perdido un hijo. Se
sintió culpable por no haber pensado en preguntar.

—¿Quién fue?

—Mi hijo —dijo Nelson—. Un buen hombre. Testarudo, pero


bueno. Un niño muy serio, pero que aprendió a sonreír a su
debido tiempo. La madre de Hugo se encargó de ello. Eran
dos gotas de agua. Recuerdo la primera vez que nos habló
de ella. Tenía los ojos llenos de estrellas. Supe entonces que
estaba perdido por ella, aunque ni siquiera la había
conocido. No tenía por qué preocuparme. Era una mujer
maravillosa, tan llena de esperanza y alegría. Pero, por
encima de todo, era paciente y amable. Y tomó las mejores
partes de sí misma y las puso en Hugo. Las veo en él,
siempre.

—Ojalá hubiera podido conocerlos —dijo Wallace,


observando cómo Alan seguía a Hugo por el largo pasillo
hacia la cubierta trasera, mientras Apollo ya ladraba desde
fuera.

—Les habrías gustado —dijo Nelson—. Te habrían echado


mierda, por supuesto, pero habrías participado en la broma
con ellos. —Sonrió para sí mismo—. Me muero de ganas de
volver a verlos, de tener la cara de mi hijo en mis manos y
decirle lo orgulloso que estoy de él. Creemos que tenemos
tiempo para esas cosas, pero nunca hay suficiente para
todo lo que deberíamos haber dicho. —Su mirada era astuta
—. Harías bien en recordarlo.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

Nelson se rió.

—Apuesto a que no la tienes. —Se puso serio—. ¿Hay algo


que le dirías a alguien que queda atrás si pudieras?

—Nadie me escucharía.

Nelson sacudió la cabeza lentamente.

—No lo creo ni por un momento.

***

Alan volvió a entrar primero. Parecía desconcertado.


Asustado. La casa de té parecía más pesada con su
presencia, y más pequeña, como si las paredes hubieran
empezado a cerrarse. Wallace no sabía si era él el que
proyectaba, o si venía del propio Alan. Alan, por quien
Wallace casi sintió lástima mientras giraba otra silla y la
colocaba sobre la mesa. Todo esto de la simpatía no era
todo lo que se creía.

Mei se detuvo, con la escoba en la mano.

—¿Todo bien? —preguntó, mirando a Alan.

Alan la ignoró. Se quedó mirando a Wallace, con la


mandíbula caída. A Wallace no le gustó.

—¿Qué?

—La silla —dijo Alan—. ¿Cómo lo haces?

Wallace parpadeó.

—Oh, eh. Practicando, supongo. No es tan difícil como


parece, una vez que le coges el truco. Sólo se necesita
tiempo para aprender a concentrarse...

—Tienes que mostrarme cómo hacerlo.

Desde luego, eso no sonaba como una buena idea. Las


visiones del caos llenaron la cabeza de Wallace, los clientes
gritando mientras las sillas eran arrojadas a su alrededor
por una mano invisible.

—Me llevó mucho tiempo, probablemente más del que tú...

—Puedo aprender —insistió Alan—. ¿Qué tan difícil puede


ser?

Mei dejó la escoba contra el mostrador y los miró antes de


dirigirse al pasillo hacia la cubierta trasera.
—Bueno —dijo Wallace—. Yo... no sé exactamente cómo
empezar.

—Yo sí —dijo Nelson desde su silla—. Le enseñé todo lo que


sabe.

Alan no estaba impresionado.

—¿Tú? De verdad. Tú.

—De verdad —dijo Nelson secamente—. Pero no tienes que


creer en mi palabra. De hecho, no tienes que aceptar
ninguna palabra con esa actitud.

—No te necesito —dijo Alan—. Wallace puede mostrarme.


¿No es así, Wallace?

Wallace negó con la cabeza.

—No. Nelson es el experto. Si quieres saber algo, pasa por


él.

—Es demasiado viejo para...

Nelson desapareció de su silla.

Alan se atragantó con la lengua.

Y entonces cayó de espaldas cuando Nelson apareció detrás


de él, barriendo sus piernas con su bastón. Alan aterrizó
bruscamente de espaldas, y las luces de los apliques se
encendieron brevemente.

—No soy demasiado viejo para enseñarte un truco o tres,


niño insolente —dijo Nelson con frialdad—. Y si sabes lo que
te conviene, te morderás la lengua antes de que te muestre
lo que realmente puedo hacer. —Se volvió hacia su silla,
pero no antes de guiñar un ojo a un Wallace boquiabierto.
—No, espera —dijo Alan, levantándose del suelo mientras la
tienda se asentaba a su alrededor—. Yo... —Apretó los
dientes—. Te escucharé.

Nelson lo miró críticamente.

—Lo creeré cuando lo vea. Lo primero que tienes que hacer


es sentarte ahí sin hablar. Si escucho tan solo un gemido
tuyo antes de que te diga que vuelvas a hablar, no te
enseñaré nada.

—Pero...

—Basta. De. Hablar.

Alan cerró la boca con un chasquido, aunque parecía furioso


por ello.

—Ve a ver cómo están —le dijo Nelson a Wallace mientras


se volvía a sentar—. Yo me encargaré de las cosas aquí.

Wallace lo creyó. Sabía cuánto le dolía el bastón.

Sólo miró hacia atrás una vez mientras se apresuraba a


recorrer el pasillo.

Alan no se había movido.

Tal vez, después de todo, le hiciera caso.

***

—Y no tienes por qué aguantar ese tipo de abusos —decía


Mei acaloradamente mientras Wallace atravesaba la puerta
y entraba en el aire fresco de la noche—. No me importa
quién se crea que es, nadie puede hablarte así. Que se joda
ese tipo. Que le den en su estúpida cara.
Hugo sonrió con ironía.

—Gracias, Mei. Puntual como siempre.

—Que esté enfadado y asustado no le da derecho a ser un


gilipollas. Díselo, Wallace.

—Sí —dijo Wallace—. Probablemente no sea la mejor


persona, ya que yo solía ser un imbécil.

Mei resopló.

—Solía serlo. Eso es muy bonito. —Entonces dijo—: ¿Dejaste


a Nelson solo con él?

Levantó las manos.

—No creo que tengas que preocuparte por eso. Nelson ya lo


puso en su sitio. Estoy más preocupado por Alan que por
cualquier otra cosa.

Hugo gimió.

—¿Qué hizo el abuelo?

—Como... ¿Karate fantasmal?

Mei se rió.

—Oh, hombre, ¿y me lo perdí? Tengo que ir a ver si lo vuelve


a hacer. Tienes esto, Wallace, ¿verdad? —Ella no esperó una
respuesta. Se puso de puntillas y besó a Hugo en la mejilla
antes de volver a entrar. Wallace la oyó gritar a Nelson
antes de que cerrara la puerta.

—Un grano en el culo —murmuró Hugo.

Wallace se acercó a él.


—¿Quién? ¿Nelson o Mei?

—Sí —dijo Hugo antes de bostezar, su mandíbula crujiendo


audiblemente.

—Deberías ir a la cama —dijo Wallace—. Descansa un poco.


Creo que esta noche estará más tranquilo. —Si tenían
suerte, Nelson le convencería de que mantuviera la boca
cerrada al menos durante unas horas.

—Lo haré. Sólo... necesitaba despejar mi cabeza por un


momento.

—¿Cómo te fue?

Hugo comenzó a encogerse de hombros, pero se detuvo a


mitad de camino.

—Anduvo bien.

—Así de bien, ¿eh?

—Está enfadado. Lo entiendo. De verdad que lo entiendo. Y


por mucho que quiera, no puedo quitárselo. Es suyo. Lo
mejor que puedo hacer es asegurarme de que sepa que no
tiene que aferrarse a ello para siempre.

Wallace se mostró dudoso en el mejor de los casos.

—¿Crees que te escuchará?

—Eso espero. —Hugo sonrió con cansancio—. Es demasiado


pronto para saberlo. Pero si empieza a descontrolarse... —
Una expresión complicada cruzó su rostro—. Bueno,
digamos que es mejor evitarlo si es posible.

—El Gerente.
—Sí.

—No te gusta.

Hugo miró hacia la oscuridad.

—No es el tipo de hombre al que se quiere. Con tal de que


se haga el trabajo, nada más le importa. Yo no soy
exactamente una persona ambivalente, pero...

—Te asusta —dijo Wallace, repentinamente seguro.

—Es un ser cósmico que supervisa la muerte —dijo Hugo


secamente—. Por supuesto que me asusta. Asusta a todo el
mundo. De eso se trata.

—Aun así, le hiciste caso cuando te ofreció un trabajo.

Hugo negó con la cabeza.

—Eso no tiene nada que ver. Acepté el trabajo porque


quería hacerlo. ¿Cómo no iba a hacerlo? ¿Ayudar a la gente
cuando más lo necesita, cuando cree que todo está perdido?
Por supuesto que aceptaría.

—Como Jesús —dijo Wallace solemnemente—. Tiene ese


complejo de salvador a la perfección.

Hugo se echó a reír.

—Sí, sí. Entiendo, Wallace. —Se puso un poco serio—. Y


luego está el hecho de que podría ser un mentiroso dado lo
que ha dicho sobre los Husks, y eso me asusta aún más. Me
hace preguntarme qué más me ha ocultado.

—¿Hiciste algún progreso con eso?


—Todavía no. Todavía estoy pensando. Ya llegaré a eso. Pero
todavía no.

Se quedaron en silencio, apoyados en la barandilla.

—Creo que va a escuchar —dijo Hugo finalmente—. Alan.


Debo tener cuidado con él. Es frágil en este momento. Pero
sé que puedo llegar a él. Sólo necesita tiempo para
superarlo. Y cuando esté mejor y pueda enseñarle a cruzar,
podremos volver a la normalidad. —Extendió la mano hacia
Wallace, sólo para detenerse y curvar los dedos.

—Sí —dijo Wallace—. Normalidad.

—Eso no es... Lo sigo olvidando. —Su ceño se arrugó por


encima de una expresión fruncida mientras respiraba con
fuerza por la nariz—. Que eres...

—Lo sé —dijo Wallace.

La cara de Hugo se arrugó.

—Estoy perdiendo la concentración. Sigo pensando que


eres... —Sacudió la cabeza. Empezó a dirigirse a la puerta,
silbando a Apollo que ladraba desde el jardín de té.

Y antes de que pudiera atravesar la puerta abierta, Wallace


dijo:

—Hugo.

Se detuvo, pero no se volvió.

Wallace miró a las estrellas.

¿Existe alguna cosa que le dirías a alguien que se ha


quedado en el pasado si pudieras?
Dijo:

—Si las cosas fueran diferentes, si yo fuera yo, y tú fueras


tú... ¿crees que alguna vez me verías como alguien que
pudieras..?

No pensó que Hugo fuera a responder. Saldría por la puerta


sin decir una palabra, dejándolo solo y sintiéndose tonto.

No lo hizo.

Dijo:

—Sí. —Y luego entró.

Wallace se quedó mirando tras él, ardiendo como el sol.

[1] Lo más probable es que se originó en las fuerzas


armadas, probablemente durante Vietnam . "Patear
traseros" se aplica genéricamente a vencer al oponente,
mientras que tomar nombres se refiere a matar al enemigo
o "tomar sus nombres". Ha sido adoptado en el uso común
como una declaración de motivación general.
Capítulo 16
—¿Estás seguro de esto? —murmuró Wallace, mirando a
Alan con desconfianza. Era el tercer día con su nuevo
invitado, y aún no estaba seguro de qué hacer con él. Desde
que Nelson lo había puesto de rodillas, había... bueno, no
había cambiado, no del todo. Se había acostumbrado a
observar todos sus movimientos y, aunque no hacía muchas
preguntas, Wallace tenía la sensación de que lo estaba
comprendiendo todo, sin ser un animal acorralado a la
espera de atacar, pero casi. No ayudaba, desde luego, el
hecho de que nunca apartara la vista de él cuando
empezaba a retirar las sillas cada mañana, preparando la
casa de té para un día más. Cada vez que agarraba una silla
diferente, podía sentir la mirada de Alan sobre él. Se le
ponía la piel de gallina.

—No puedo imaginar lo que es para él —dijo Nelson, con la


voz baja por si Alan intentaba escuchar—. Sé que es un
poco brusco en los bordes...

—Está bien ser exagerado. De verdad. Lo juro. No te


contengas.

—Pero a las víctimas de un asesinato les cuesta más


entender que la vida que conocían se ha acabado. —Nelson
sacudió la cabeza—. Murió no por su propia elección, ni
porque su cuerpo le abandonara, sino porque alguien le
arrebató la vida. Es una violación. Tenemos que ir con
cuidado, Hugo más que el resto.

Wallace se sintió incómodo mientras dejaba la última silla,


oyendo a Mei cantar en la cocina a pleno pulmón. Miró a
través de las ventanas de los ojos de buey y vislumbró a
Hugo moviéndose de un lado a otro. No habían tenido
ocasión de hablar más desde su última noche en la cubierta,
aunque Wallace no estaba seguro de qué más se podía
decir. Hugo necesitaba centrarse en Alan, y Wallace estaba
muerto. Nada iba a cambiar eso. Era ridículo pensar lo
contrario, o eso era lo que se decía. Las declaraciones no
tenían sentido ante la vida y la muerte.

Wallace nunca había sido un fanático del qué pasaría si.

El problema era que también era un mentiroso, porque cada


vez era más difícil pensar en otra cosa que no fuera el y si.

Y eso era peligroso. Porque Wallace había estado sentado


frente al fuego la noche anterior, escuchando a duras penas
mientras Nelson hablaba con Alan, diciéndole que antes de
pensar en hacer lo que Wallace y él podían hacer,
necesitaba aclarar su mente, necesitaba concentrarse.
Wallace estaba muy, muy lejos. Era un día soleado. Se
encontraba en un pequeño pueblo. Estaba perdido.
Necesitaba parar y preguntar por una dirección. Encontró un
curioso cartel junto a un camino de tierra que anunciaba
CHARON'S CROSSING TÉ Y PASTELES. Giró por la carretera.
A veces iba en coche. Otras veces iba a pie. En cualquier
caso, su destino nunca cambiaba. Llegó a la casa al final del
camino de tierra, maravillándose de cómo podía existir algo
así sin derrumbarse. Entró por la puerta.

Y allí, de pie detrás del mostrador, había un hombre con un


pañuelo brillante alrededor de la cabeza, con una sonrisa
tranquila en el rostro.

Lo que pasaba después variaba, aunque el corazón que latía


era el mismo. A veces, el hombre detrás del mostrador le
sonreía y le decía: Hola. Te he estado esperando. Me llamo
Hugo, ¿cuál es el tuyo? Otras veces, Hugo ya sabía su
nombre (cómo, no importaba; los pequeños sueños como
estos no necesitaban lógica), y decía: Wallace, me alegro
mucho de que estés aquí. Parece que te vendría bien un té
de menta.

—Sí —respondía Wallace.—. Eso suena maravilloso. Gracias.

Y Hugo le serviría una taza y luego una para él. Lo llevaría a


la cubierta trasera, apoyándose en la barandilla. Había
versiones de esta fantasía en las que no hablaban en
absoluto. Bebían a sorbos su té y simplemente... existían
cerca el uno del otro.

Pero había otras versiones.

Hugo diría:

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

Y Wallace respondería:

—No lo sé. Realmente no lo he pensado. Ni siquiera sé cómo


he llegado aquí. Me he perdido. ¿No es gracioso?

—Lo es —Hugo le miraría, sonriendo tranquilamente—. Tal


vez sea el destino. Tal vez es aquí donde se supone que
debes estar.

Wallace nunca sabría qué decir a esta versión de él, a este


Hugo que no tenía el peso de la muerte sobre sus hombros,
y a un Wallace al que le corría la sangre por las venas. Su
rostro se calentaría y miraría su té, murmurando en voz baja
que no creía realmente en el destino.

Hugo reiría.

—No importa. Yo creo en él lo suficiente por los dos. Bébete


el té antes de que se enfríe.
Se sobresaltó cuando Nelson chasqueó los dedos a
centímetros de su cara.

—¿Qué?

Nelson parecía divertido.

—¿Adónde has ido?

—A ningún sitio —dijo Wallace, con la cara caliente.

—Oh, muchacho —dijo Nelson—. ¿Tienes algo en mente que


te gustaría discutir?

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

Nelson suspiró.

—No sé qué es peor. Si lo crees o no y lo dices de todos


modos.

—No tiene importancia.

Nelson sonrió con tristeza.

—No, supongo que no importa.

***

El día transcurrió como siempre, aunque la casa de té se


sentía un poco más movida de lo normal. No era como si
Alan estuviera amenazando a ninguno de ellos. No lo hacía.
De hecho, apenas hablaba. Se paseó por la casa de té como
el día anterior, escuchando las conversaciones, estudiando
a los clientes. A veces se agachaba delante de ellos, con la
punta de la nariz a escasos centímetros de la suya. Nadie se
daba cuenta de que algo iba mal y, en lugar de enfadarse
más, Alan parecía encantado, y no de una forma que
pareciera aterradora o amenazadora. Era un regocijo casi
infantil, su sonrisa parecía genuina por primera vez desde
que había llegado a la casa de té. Wallace pudo ver al
hombre que podría haber sido antes de que sus decisiones
lo llevaran a ese callejón.

—Es como cuando era un niño —le dijo Alan a Nelson—.


¿Sabes cuando piensas en querer ser un superhéroe? Como
los láseres de tus ojos, o la capacidad de volar. Yo siempre
quise el poder de volverme invisible.

—¿Por qué? —inquirió Nelson.

Alan se encogió de hombros.

—Porque si la gente no puede verte, no sabe lo que estás


haciendo y puedes hacer cualquier cosa.

Al tercer día de la llegada de Alan, Nancy volvió a Charon's


Crossing.

Entró por la puerta como siempre, con la boca apretada, las


ojeras como moratones. Se dirigió a su mesa habitual y se
sentó sin hablar con nadie, aunque algunos de los clientes
de la casa de té la saludaron con la cabeza.

Hugo volvió a la cocina, y antes de que las puertas tuvieran


la oportunidad de dejar de oscilar, se abrieron de nuevo
cuando Mei salió, de pie junto a la caja registradora.

—Pobrecita —murmuró Nelson desde su silla—. Sigue sin


dormir. No sé cuánto tiempo más podrá aguantar. Ojalá
pudiéramos hacer algo más por ella.

—Siempre que no tenga nada que ver con Desdemona —


dijo Wallace—. No puedo creer que ella...
—¿Quién es?

Se giraron para mirar a Alan. Estaba de pie en medio de la


casa de té, junto a una mesa llena de gente de su edad. Los
había rodeado desde que llegaron. Ahora se había detenido,
con la mirada fija en la mesa cercana a la ventana y en la
mujer que estaba sentada allí.

Empezó a dar un paso hacia ella. Wallace se movió antes de


que se diera cuenta. Alan parpadeó cuando Wallace
apareció frente a él, con una mano apretada contra su
pecho. Miró hacia abajo, frunciendo el ceño, y Wallace retiró
la mano.

—¿Qué estás haciendo?

—Déjala en paz —dijo Wallace con rigidez—. No me importa


lo que le hagas a los demás aquí, pero aléjate de ella.

Los ojos de Alan se entrecerraron.

—¿Por qué? —Miró por encima del hombro de Wallace antes


de volver a mirarlo—. No es que ella pueda verme. ¿A quién
le importa? —Empezó a moverse alrededor de Wallace, pero
se detuvo cuando éste le agarró la muñeca.

—Ella está prohibida.

Alan apartó el brazo de un tirón.

—Puedes sentirlo, ¿verdad? Es como... un faro. Está en


llamas. Puedo saborearlo. ¿Qué le pasa?

Wallace casi se quejó de que no le importaba. Corrigió el


rumbo en el último momento, aunque la idea de jugar con la
humanidad de Alan parecía tan absurda que era ridícula.
—Está de duelo. Perdió a su hija por una enfermedad. Fue...
malo. Los detalles no importan. Ella viene aquí porque no
sabe a dónde más ir. Hugo se sienta con ella y los dejamos
solos.

Se sorprendió gratamente cuando Alan asintió lentamente.

—Está perdida.

—Sí —dijo Wallace—. Y que encuentre o no el camino no


depende de nosotros. Me importa una mierda a quién más
te acerques, pero deja a Nancy en paz. Aunque ninguno de
ellos pueda oírnos, no querrás correr el riesgo de empeorar
las cosas para ella.

—Empeorar —repitió Alan—. Crees que soy yo quien podría


empeorar las cosas. —Ladeó la cabeza—. ¿Le ha contado
Hugo todo esto? ¿Es por eso que viene aquí, porque sabe
que Hugo ayudó a su hija a cruzar?

—No —dijo Wallace—. No lo ha hecho. No le está permitido.


Es parte de ser un barquero.

—Pero sí ayudó a su hija a cruzar —dijo Alan—. Y de alguna


manera, una parte de ella lo sabe, si no, no estaría aquí.
¿Qué hace Hugo si le está mintiendo? Y si una parte de ella
lo sabe, eso significa que no es como los demás. Tal vez ella
puede vernos. Quizá pueda verme a mí.

Wallace volvió a ponerse delante de Alan cuando éste


intentó pasar.

—No puede. Y aunque pudiera, no puedes hacerla pasar por


eso. No sé lo que es ser tú. Nunca entenderé lo que te pasó,
o lo que debes haber sentido. Pero no puedes utilizarla para
intentar sentirte mejor.
Alan abrió la boca para replicar, pero se detuvo cuando
Hugo atravesó las puertas de la cocina. El bullicio de la casa
de té continuaba a su alrededor, pero Hugo miraba
fijamente a Wallace y a Alan, con una bandeja de té en las
manos. Mei se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Él
no reaccionó. Los miró, y si Wallace no la conociera, no
habría pensado en su expresión en blanco. Pero sí la
conocía, y no estaba contenta.

Hugo recorrió el mostrador, fijando una sonrisa en su rostro.


Saludó con la cabeza a todos los que le saludaban. Al pasar
junto a Wallace y Alan, habló por la comisura de los labios.

—Por favor, no se acerquen a ella.

Siguió adelante sin detenerse.

Nancy miró por la ventana mientras Hugo dejaba la bandeja


de té sobre la mesa. Ella no reaccionó cuando él sirvió el té
en la taza. Puso la taza frente a ella antes de tomar asiento,
cruzando las manos sobre la mesa como siempre hacía.

Alan los observó, esperando.

Cuando no ocurrió nada, preguntó:

—¿Qué está haciendo?

—Estar ahí para ella —dijo Wallace, deseando que Alan lo


dejara pasar—. Esperando a que esté preparada para
hablar. A veces la mejor manera de ayudar a alguien es no
decir nada.

—Mentira —murmuró Alan. Se cruzó de brazos y miró


fijamente a Hugo—. ¿La ha cagado o algo así? Tiene la culpa
escrita por todas partes. ¿Qué ha hecho?
—Si quiere decírtelo, lo hará. Déjalo tranquilo.

Y, maravilla de todas las maravillas, Alan pareció escuchar a


su manera. Levantó las manos antes de dirigirse al lado
opuesto de la habitación, hacia una mesa donde se sentaba
un pequeño grupo de mujeres.

Wallace suspiró aliviado y volvió a mirar a Mei.

Ella le asintió antes de poner los ojos en blanco.

—Cierto —dijo él—. Los niños de hoy en día.

Ella tosió en su mano, pero él pudo ver la curva de su


sonrisa.

Y eso debería haber sido todo. Eso debería haber sido el


final.

Nancy sentada allí, sin hablar. Hugo esperando, sin


presionar. La taza de té frente a ella, sin reconocerla. Al
cabo de una hora (o quizá dos), se pondría en pie, con la
silla rozando el suelo, mientras Hugo le decía que estaría
allí, siempre, cuando ella estuviera preparada.

Y luego se iría. Tal vez volvería mañana, y al día siguiente, y


al siguiente, o tal vez faltaría uno o dos días.

Nancy se sentó en su silla. Hugo se sentó frente a ella.


Después de una hora, se puso de pie.

Hugo dijo:

—Estaré aquí. Siempre. Cuando estés lista, estaré aquí.

Se dirigió hacia la puerta.

Fin.
Excepto que Alan gritó:

—¡Nancy!

Las bombillas de los apliques se encendieron. Nancy se


detuvo, con la mano en el pomo de la puerta.

—¡Nancy! —Alan volvió a gritar, aturdiendo a Wallace hasta


la inmovilidad.

Nancy se giró hacia el sonido de su voz mientras fruncía el


ceño.

Alan dio un salto en el centro de la casa de té, agitando sus


brazos salvajemente, gritando su nombre una y otra vez.
Las mesas a ambos lados de él se movieron como si alguien
hubiera chocado contra ellas, haciendo chapotear el té y
derribando panecillos.

—¿Qué demonios? —preguntó un hombre, mirando a la


mesa—. ¿Has sentido eso?

—Sí —dijo su acompañante, una joven con brillo de labios


rosa chicle—. Ha temblado, ¿verdad? Casi como...

Las mesas volvieron a saltar cuando Alan dio un paso hacia


Nancy.

Nancy, cuyo agarre se tensó en el pomo de la puerta hasta


que sus nudillos se volvieron blancos.

—¿Quién está ahí? —preguntó, con la voz en alto, haciendo


que todos se volvieran y la miraran.

—Sí —jadeó Alan—. Sí. Estoy aquí. Dios mío, estoy aquí.
Escúchame, tienes que...

Wallace no pensó.
Un momento, era una planta de té, inmóvil. Al siguiente,
estaba de nuevo frente a Alan, con la mano sobre su boca y
los dientes rozando su palma.

—Basta —siseó.

Alan luchó contra él, tratando de apartarlo. Pero Wallace era


más grande y, a pesar de su delgadez, se mantuvo firme.
Los ojos de Alan brillaron con furia por encima de su mano.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntó una mujer a Nancy,


girándose en su silla para mirarla.

Nancy ni siquiera la miró. Siguió mirando en dirección a


Wallace y Alan, pero si los vio, no reaccionó. Abrió la boca
como si fuera a hablar de nuevo, pero negó con la cabeza
antes de cruzar la puerta, cerrándola de golpe.

Alan gritó contra la mano que le cubría la boca antes de


empujar a Wallace con toda la fuerza que pudo. Wallace
retrocedió a tropezones, golpeando una silla detrás de él. El
hombre que estaba sentado en la silla miró a su alrededor
de forma salvaje mientras las patas raspaban el suelo.

—Me ha oído —gruñó Alan—. Me ha oído. Ella puede... —No


llegó a terminar. Se precipitó hacia la puerta.

Hugo dijo:

—Si sales por esa puerta, te perderás. Y no sé cómo traerte


de vuelta.

Alan se detuvo, con el pecho agitado.

El silencio llenó los rincones de Charon's Crossing. Todos se


volvieron lentamente para mirar a Hugo. Nelson gimió, con
la cara entre las manos, mientras Apollo gruñía a Alan.
—¡Bien! —dijo Mei alegremente—. Porque si no te has
terminado la taza de té antes de irte, te pasarás el resto del
día preocupándote por lo que has perdido. Y no sabemos
cómo devolverlo, porque el té recalentado es lo peor. ¿No es
así, Hugo?

Hugo no respondió. Se quedó mirando a Alan, sin pestañear.

—Por el amor de todo lo sagrado, escúchalo —dijo Nelson


irritado—. Sé que no tienes un ápice de sentido común, pero
no seas idiota. Te han dicho lo que te pasará si te vas.
¿Quieres eso? Bien. Vete. Pero no esperes que ninguno de
nosotros venga corriendo a salvarte si lo haces.

Los hombros de Alan eran una línea rígida. Su garganta


trabajaba mientras tragaba, con los ojos húmedos y
perdidos.

—Ella pudo oírme— susurró.

—¡Oh, mira! —dijo Mei en voz alta—. Acabo de darme


cuenta de que hoy es el Día Nacional del Té y el Panecillo
Gratis. Tenemos que celebrarlo. Si alguien quiere una taza
de té o un panecillo gratis, que se acerque y le daré algo.

Casi todo el mundo se dirigió hacia el mostrador, con las


sillas rozando el suelo. Al fin y al cabo, era seguir mirando al
extraño propietario de Charon's Crossing, o conseguir algo
gratis. Parecía una elección fácil.

Finalmente, Alan se retiró, aunque Wallace aún podía sentir


la ira y la desesperación que emanaban de él. Se dio la
vuelta y se dirigió a la esquina más alejada de la casa de té,
apoyando la frente en la pared mientras temblaba.

—Déjalo —dijo Nelson en voz baja—. Creo que está


aprendiendo lo que significa todo esto. Dale tiempo. Se
recuperará. Lo sé.

Nelson estaba equivocado.

***

El resto del día transcurrió como un borrón.

Alan no se movió de la esquina. No habló. Wallace le dejó


solo.

Mei se quedó detrás de la caja registradora, con los brazos


cruzados, observando, siempre observando. Sonrió cada vez
que alguien se acercó al mostrador para hacer su pedido,
pero fue una sonrisa forzada, delgada.

Nelson permaneció en su silla, con el bastón sobre el


regazo, los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás.

Hugo había desaparecido en la cocina y Apollo le siguió,


gimiendo por lo bajo. Wallace quiso seguirlos, pero se
encontró congelado en su sitio, con los pensamientos
desbocados.

Me ha oído. Me ha oído. Eso era lo que había dicho Alan.

Y había tenido razón. Wallace lo había visto con sus propios


ojos.

No sabía qué hacer con esa información, si es que había que


hacer algo.

¿Acaso importaba?

Odiaba lo mucho que se concentraba en ello, lo


esperanzado que casi le hacía sentir. Mei le había dicho que
Nancy era un poco como ella, aunque no tan fuerte. No
sabía si tenía que ver con la muerte de su hija, su dolor se
manifestaba en algo extraordinario, o si siempre había sido
así. Una parte oscura de él se preguntaba si podría utilizar
eso, de alguna manera, para ser visto y escuchado y...

Se interrumpió, asustado.

No.

Él no era... nunca podría hacer algo así. Él no era como


Alan. Ya no.

¿Verdad?

Se volvió hacia la cocina.

Mei observó cada paso que daba mientras llamaba a una


joven pareja, con los rostros enrojecidos mientras el hombre
sonreía a su amiga.

—Es nuestra segunda cita —dijo el hombre, y sonaba muy


asombrado por ello.

—Nuestra tercera —dijo la mujer, chocando con su hombro


—. Esa vez en la tienda de comestibles contó.

—Oh —dijo el hombre, y sonrió—. Nuestra tercera,


entonces.

Wallace atravesó las puertas dobles hasta llegar a una


cocina vacía.

Frunció el ceño. ¿Adónde habían ido? No había oído que la


motoneta se pusiera en marcha, así que no creía que Hugo
se hubiera ido, y no era como si Apollo pudiera seguirle
aunque lo hiciera. Tenían que estar por aquí.

Wallace se acercó a la puerta y miró hacia la terraza trasera.


El aire primaveral seguía siendo un poco agresivo, aunque
las plantas de té y el bosque que había detrás de la tienda
estaban más vivos que nunca desde que llegó. ¿Qué
aspecto tendría este lugar en pleno verano? Verde,
esperaba, tan verde que sería capaz de saborearlo, algo que
no había sabido hasta ese momento que deseaba
desesperadamente ver. El mundo fuera de Charon's
Crossing seguía avanzando.

Allí, sentado contra la barandilla, estaba Hugo.

Apollo estaba sentado a sus pies, con las patas plegadas


una sobre otra. Tenía las orejas erguidas y retorcidas, la
cabeza levantada mientras parpadeaba lentamente hacia
Hugo.

Hugo, que parecía resbaladizo por el sudor, con la


respiración agitada.

Alarmado, Wallace se apresuró a cruzar la puerta.

Hugo no abrió los ojos mientras Wallace se acercaba


lentamente, manteniendo la distancia. Parecía que estaba
tratando de controlarse, respirando por la nariz y saliendo
por la boca. Su pañuelo, púrpura hoy, con estrellitas
amarillas, estaba torcido en la cabeza.

Apollo giró la cabeza, mirando a Wallace. Volvió a gemir.

—No pasa nada —le dijo Wallace—. Todo está bien.

Mantuvo la distancia, deteniéndose en medio de la cubierta.


Dejó las sillas, decidiendo sentarse donde estaba.

Esperó.

Tardó mucho, pero Wallace no presionó. No lo haría. No


cuando Hugo estaba así. No serviría de nada. Así que se
sentó allí, con la cabeza inclinada, dando golpecitos con el
dedo en las tablas debajo de él, un pequeño sonido para
que Hugo supiera que estaba allí. Tap. Tap. Tap. Silencioso,
suave, pero una conexión, un recordatorio. Tap, tap, tap. No
estás solo. Estoy aquí. Respira. Respira. Él sabía lo que era
esto. Lo había visto antes.

Hugo respiraba con dificultad, con el pecho agitado, la cara


arrugada, los ojos desenfocados, aturdidos. Y Wallace no se
movió, no intentó hablarle. Siguió golpeando la cubierta,
manteniendo el ritmo, como un metrónomo.

Wallace debió de golpear el dedo cien veces antes de que


Hugo hablara.

—Estoy bien —dijo, con la voz ronca.

—Bueno —dijo Wallace con facilidad—. Pero no pasa nada si


no lo estás. —Dudó—. Los ataques de pánico no son una
broma.

Hugo abrió los ojos, vidriosos y húmedos. Se pasó una mano


por la cara, gimiendo en voz baja.

—Eso es un eufemismo. ¿Cómo sabías que...? —Señaló con


la mano a Wallace y la distancia que los separaba.

—Naomi los tenía cuando era más joven.

—¿Tu esposa?

—En realidad, ex-esposa —dijo Wallace automáticamente—.


Ella... no los entendía, ni lo que podía desencadenarlos. Me
lo explicó, pero no sé si le hice mucho caso. Eran pocos y
distantes entre sí, pero cuando se producían, eran salvajes.
Intenté ayudarla, traté de decirle que respirara, y ella... —
Sacudió la cabeza—. Me dijo que era como si una docena de
manos la estuvieran arañando, ahogándola. Apretando sus
pulmones. Dijo que eran irracionales. Caóticos. Como si su
cuerpo estuviera luchando contra ella. Y aún así pensé que
podría superarlos si realmente lo quisiera.

—Si sólo fuera así como funciona.

—Lo sé —dijo Wallace simplemente. Entonces—: Apollo


ayuda.

Apollo golpeó su cola al oír su nombre

—Lo hace —dijo Hugo. Parecía agotado—. Aunque haya


suspendido el entrenamiento de perros de servicio, todavía
lo sabe. Fue peor para mí, después de... bueno. Después de
todo. No sabía cómo detenerlos. No sabía cómo luchar
contra ellos. Ni siquiera podía encontrar las palabras para
explicar cómo se sentían. Caótico se acerca bastante, creo.
La ansiedad es... una traición, mi cerebro y mi cuerpo
trabajando contra mí. —Sonrió débilmente—. Apollo es un
buen chico. Sabe lo que tiene que hacer.

—Puedo volver a entrar —dijo Wallace—. Si quieres que te


dejen solo. Algunos lo hacen, pero a Naomi le gustaba
tenerme cerca. No tocándola, sino cerca para que supiera
que no estaba sola. Le daba golpecitos en la pared o en el
suelo para que supiera que seguía allí sin hablar. Parecía
ayudarla, así que me arriesgué a que ocurriera lo mismo
contigo.

—Te lo agradezco. —Hugo volvió a cerrar los ojos—. Es


difícil.

—¿Qué?

Hugo se encogió de hombros.


—Esto. Todo.

—Eso es...

—¿Vago?

—Iba a decir que todo lo abarca.

Hugo resopló.

—Supongo.

—No sabía que te afectara tanto —admitió Wallace.

—Es la muerte, Wallace. Por supuesto que afecta.

—No, lo sé. No quería decir eso. —Hizo una pausa,


reflexionando—. Supongo que pensé que estabas
acostumbrado.

Hugo abrió los ojos de nuevo. Estaban más claros que antes.

—No sé si alguna vez lo estaré. —Gruñó mientras se


cambiaba a una posición más cómoda—. No quiero que me
afecte como lo hace, pero no siempre puedo evitarlo. Sé lo
que debo hacer, sé que mi trabajo es importante. Pero lo
que quiero y lo que hace mi cuerpo son a veces dos cosas
diferentes.

—Eres humano —susurró Wallace.

—Así es —aceptó Hugo—. Y todo lo que conlleva. Que sea


un barquero no significa que las demás partes de mí no
sigan estando ahí, con sus verrugas. —Entonces—: ¿Qué
quieres?

Wallace parpadeó.
—Asegurarme de que...

Hugo negó con la cabeza.

—Eso no. ¿Qué quieres, Wallace? Fuera de tu tiempo aquí.


Fuera de mí. De este lugar.

—Yo... ¿no sé? —Sus propias palabras lo confundían. Había


muchas, muchas cosas que quería, pero cada una sonaba
más insignificante que la anterior. Y ese era el problema,
¿no? Una vida construida sobre cosas intrascendentes
convertidas en importantes simplemente porque él lo
deseaba.

Hugo no parecía decepcionado. En todo caso, la respuesta


de Wallace pareció calmarlo aún más.

—Está bien no saberlo. En cierto modo, facilita las cosas.

—¿Cómo?

Hugo acomodó las manos en su regazo. Apollo bajó el


hocico a sus patas, aunque mantuvo su mirada fija en Hugo,
parpadeando lentamente, con la cola enroscada alrededor
de sus patas.

—Porque es más difícil convencer a alguien de lo que


necesita frente a lo que quiere. A menudo ignoramos la
verdad porque no nos gusta lo que nos muestra.

—Alan.

—Lo estoy intentando —dijo Hugo—. Realmente lo estoy


haciendo. Pero no sé si estoy llegando a él. Sólo han pasado
unos días, pero se siente más alejado que cuando llegó. —
Su boca se torció hacia abajo—. Es como Cameron de
nuevo, sólo que peor porque no hay nadie que intente
socavar mi trabajo.

Wallace se sobresaltó.

—No son culpa tuya.

—¿No lo son? Han acudido a mí porque soy quien debe


ayudarles. Pero no importa lo que diga, no importa lo que
haga, no pueden escuchar. Y no los culpo por eso. Es como
un ataque de pánico. Puedo tratar de explicártelo, pero a
menos que hayas tenido uno tú mismo, nunca entenderás lo
duros que pueden ser. Y aunque estoy rodeado de muerte,
nunca podré entender lo que le hace a una persona porque
nunca he muerto.

—Eres mejor que la mayoría —dijo Wallace.

Hugo le miró con los ojos entrecerrados.

—¿Otro cumplido, Wallace?

—Sí —dijo Wallace, hurgando en los extremos deshilachados


de sus vaqueros.

—Ah. Gracias.

—Yo nunca podría ser tú.

—Por supuesto que no —dijo Hugo—. Porque tú eres tú, y


eso es lo que se supone que eres.

—No me refería a eso. Haces todo lo que te propones, y no


puedo ni imaginarme el desgaste que implica. Este don que
tienes... está más allá de mí. No creo que pueda ser lo
suficientemente fuerte para ser un barquero.

—Te subestimas.
—O conozco mis límites —replicó Wallace—. De lo que soy
capaz, aunque debería haber cuestionado algunas de las
decisiones que tomé. —Hizo una pausa—. Vale, quizá
muchas de las decisiones que tomé.

Hugo golpeó suavemente su cabeza contra la barandilla.

—¿Pero no es así la vida? Nos cuestionamos todo porque


está en nuestra naturaleza. Las personas con ansiedad y
depresión tienden a hacerlo más.

—Tal vez ese sea Alan —dijo Wallace—. No voy a pretender


que entiendo todo sobre él. No lo hago. Pero el mundo que
él conoce ha desaparecido. Todo ha cambiado. Él lo verá
como lo que es, con el tiempo. Sólo se necesita tiempo.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque tengo fe en ti —dijo Wallace, sintiéndose frágil y


expuesto—. Y en todo lo que eres. No hay nadie como tú. No
sé si habría llegado hasta aquí sin ti. No quiero ni pensar
cómo habría sido con otro barquero. O mujer. ¿Barquera?

Hugo se rió, pareciendo sorprendido al hacerlo.

—Tienes fe en mí.

Wallace asintió mientras agitaba la mano torpemente.

—Si esto es una estación de paso, si esto es sólo una


parada en un viaje, tú eres la mejor parte. —Se quedó en
silencio un momento. Luego—: ¿Hugo?

—¿Sí?

—Yo también deseo cosas.

—¿Cómo por ejemplo?


La honestidad era un arma. Podía usarse para apuñalar y
desgarrar y derramar sangre sobre la tierra. Wallace lo
sabía; tenía su buena cuota de sangre en sus manos por
ello. Pero ahora era diferente. La estaba usando sobre sí
mismo, y estaba despellejado por eso, con las
terminaciones nerviosas expuestas.

Y tal vez por eso dijo:

—Ojalá te hubiera encontrado antes. No a alguien como tú.


Pero sí a ti.

Hugo inhaló bruscamente. Por un momento, Wallace pensó


que había cruzado una línea, pero entonces Hugo dijo:

—Yo también lo deseo.

—Es una tontería, ¿verdad?

—No, no creo que lo sea.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé —dijo Hugo—. Lo que podamos, supongo.

—Aprovechar el tiempo que nos queda —susurró Wallace.

Y Hugo dijo:

—Eso es todo lo que se nos puede pedir.

El sol se deslizó lentamente por el cielo.

***

El último cliente se fue con un saludo alegre. Mei estaba de


vuelta en la cocina, Nelson en su silla. Apollo se mantuvo
cerca de Hugo, como si quisiera asegurarse de que no
tuviera una recaída. Alan seguía de pie en el rincón, con los
hombros encogidos alrededor de las orejas. Lo habían
dejado solo, pero Wallace sabía que eso no podía durar,
sobre todo cuando Nancy volviera. Tenían que hacerle
entender que ella estaba fuera de los límites. Wallace no
tenía ganas de hacerlo.

Hugo volteó el cartel de la ventana.

Estaba a punto de cerrar la puerta cuando se congeló.

—Oh, no —respiró—. Ahora no.

—¿Qué pasa? —preguntó Nelson—. No me digas que viene


otro invitado. Ya se está llenando de gente. —Miró fijamente
a Alan.

—No es eso —dijo Hugo con firmeza.

A lo lejos, Wallace oyó el estruendo del motor de un coche


que se acercaba por la carretera. Se acercó a una ventana.
Los faros se acercaban.

—¿Quién es?

—El inspector de sanidad —dijo Hugo.

Nelson apareció de repente junto a Wallace, que gritó.


Nelson lo ignoró, mirando por la ventana.

—¿Otra vez? Pero si estuvo aquí hace un par de meses. Te


juro que ese hombre la tiene contra ti, Hugo. ¡Rápido!
Apaga todas las luces y cierra la puerta. Tal vez se vaya.

Hugo suspiró.

—Sabes de sobra que no puedo hacer eso. Simplemente


volvería mañana y estaría de peor humor. —Miró a Nelson—.
Déjalo en paz esta vez.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Abuelo.

—Bien —dijo Nelson irritado—. Me comportaré lo mejor


posible. —Bajó la voz para que sólo Wallace pudiera
escuchar—. Pero recuerda mis palabras, si intenta algo, voy
a meterle la pluma por el culo.

Wallace hizo una mueca.

—¿Puedes hacer eso?

—Claro que puedo. Y además se lo merece. Prepárate para


conocer al mayor desperdicio de espacio que hayas
conocido en tu vida.

—Conozco cientos de abogados.

Nelson puso los ojos en blanco.

—Él es peor.

Wallace no estaba seguro de quién esperaba que saliera del


pequeño coche, pero quien vio ciertamente no lo era. El
hombre era joven, más o menos de la edad de Hugo. Era
fríamente guapo, aunque su bigote de manillar hacía que
Wallace quisiera darle un puñetazo en la cara. Llevaba un
traje elegante, uno que Wallace podría haber llevado
cuando aún vivía, caro, cortado a la perfección, la corbata
de cuadros escoceses completaba el look, y una terrible
sonrisa de desprecio. Wallace observó cómo metía la mano
en el coche y sacaba un portapapeles. Sacó una pluma
estilográfica del bolsillo interior de la chaqueta del traje,
presionando la punta contra su lengua antes de empezar a
garabatear notas.

—¿Qué está escribiendo? —preguntó Wallace.

—Quién demonios sabe —dijo Nelson—. Probablemente algo


malo. Siempre está buscando cualquier cosa que pueda
encontrar para usarla contra Hugo. Una vez intentó decir
que teníamos ratas en las paredes. ¿Te imaginas? Ratas.
Hombre odioso.

—¿Y de quién fue la culpa? —preguntó Hugo, apartándose


de la puerta sin cerrarla.

—Mía —dijo Nelson con facilidad—. Pero yo trataba de


asustarlo, no de hacerle creer que teníamos roedores —
Levantó la voz—. ¡Mei! Mei. Tenemos compañía.

Mei irrumpió por la puerta, con una olla cubierta de jabón en


una mano y un cuchillo de carnicero en la otra.

—¿Quién? ¿Estamos bajo ataque?

—Sí —dijo Nelson.

—No —dijo Hugo en voz alta—. No lo estamos. El inspector


de sanidad.

Mei jadeó.

—¿Otra vez? Nos están atacando. ¡Cierra la puerta! Quizá


piense que nos hemos ido. —Agitó el cuchillo hasta que miró
a Alan, que la miraba con recelo. Lo escondió rápidamente
detrás de ella—. No tengo un cuchillo. Estabas viendo cosas.

—Estás goteando agua en el suelo —le dijo Hugo—. Lo cual


nos va a echar en cara.
Mei gruñó mientras giraba y se apresuraba a volver a la
cocina.

—Por favor, conténtalo tanto como puedas. Me aseguraré de


que todo esté bien aquí antes de que entre.

—¿No debería estarlo ya? —preguntó Wallace.

—Por supuesto que lo está —dijo Nelson mientras el


inspector de sanidad tiraba de un poco de pintura
desconchada a lo largo de la barandilla de la escalera—.
Pero él no lo verá así. Tendrías que haber visto su cara
cuando vino aquí por primera vez. Pensé que le iba a dar un
ataque al corazón cuando vio a Apollo. —Miró a Wallace—.
¿Sigue siendo demasiado pronto o...?

Wallace lo fulminó con la mirada.

—No tienes gracia.

—Sí que la tengo.

Wallace volvió a mirar por la ventana.

—No veo qué tiene de malo. Seguro que sólo quiere


asegurarse de que la casa de té está limpia, ¿no? ¿Por qué
iba a despreciar a Hugo? —Un pensamiento terrible cruzó su
mente—. Dios mío, ¿es porque es negro? De todos los...

—Oh, no —dijo Nelson—. Nada tan repugnante como eso. —


Se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Una vez le pidió a
Hugo una cita. Hugo dijo que no. No le hizo gracia y desde
entonces nos ha estado torturando a todos.

La piel bajo el ojo derecho de Wallace se crispó.

—¿Qué?
Nelson le dio una palmadita en el hombro.

—Sabía que lo verías a mi manera.

—¡Mei! —Wallace gritó—. ¡Trae el cuchillo!

Mei irrumpió de nuevo por las puertas, ahora llevando un


cuchillo en cada mano.

—¡Sin cuchillos! —Hugo ladró.

Se dio la vuelta y volvió a entrar en la cocina.

La puerta de Charon's Crossing se abrió.

—Hmm —dijo el inspector de sanidad con una mueca


mientras miraba a su alrededor—. No es el mejor comienzo,
¿verdad, Hugo? —Sonaba como si tuviera el acento
británico más atroz que el mundo hubiera oído jamás.
Wallace lo despreció de inmediato, diciéndose a sí mismo
que no tenía nada que ver con el hecho de que este hombre
aparentemente quería trepar en Hugo como un árbol.
Aunque este hombre no pudiera verlo, Wallace seguiría
siendo el profesional completo.

—Harvey —dijo Hugo de manera uniforme.

—¿Harvey? —exclamó Wallace—. ¿Se llama Harvey? Eso es


ridículo.

Hugo tosió bruscamente.

Harvey le miró fijamente.

Hugo levantó la mano.

—Lo siento. Tengo algo en la garganta.


—Ya lo veo —dijo Harvey—. Probablemente todo el polvo
que parece cubrir este lugar. Espero que hayas hecho un
mejor intento de mantener las cosas más limpias esta vez.
—Olfateó con delicadeza—. Al menos ya no tenemos que
preocuparnos por ese chucho. ¿Caspa de animales
alrededor de toda esa comida? Maldita bolas, si me lo
preguntas.

Apollo ladró enfadado, con la saliva saliendo de sus labios y


cayendo al suelo.

—Es de Seattle —susurró Nelson—. Fue a Londres una vez


hace unos años y volvió hablando así. Nadie sabe por qué.

—Porque es ridículo —dijo Wallace—. Obviamente.

Hugo se contuvo, a pesar de los insultos sobre su perro.

—Estoy seguro de que descubrirás que todo es como debe


ser, igual que cuando estuviste aquí en febrero. Hablando
de eso, ¿qué te trae de vuelta tan pronto?

Harvey garabateó furiosamente en su portapapeles.

—Soy inspector de sanidad. Estoy inspeccionando. Y yo seré


quien juzgue si todo está como corresponde. Es el objetivo
de las inspecciones sorpresa. No permite encubrir ninguna...
infracción. —Se dirigió hacia las vitrinas, sin percatarse de
que los tres fantasmas (y un perro fantasma) lo observaban
con diversos matices de animosidad. Wallace no estaba
seguro de por qué Alan parecía tan agraviado, a no ser que
esa fuera su configuración por defecto.

Harvey se detuvo frente a las vitrinas y se inclinó para


verlas. Estaban inmaculadas, como siempre, y las luces
eran suaves y cálidas sobre los pasteles que quedaban del
día, aunque fueran pocos.
—Mei está en la cocina, supongo. Dígale que suspenda
todas las actividades inmediatamente. No me gustaría
pensar que está encubriendo algún crimen contra la
humanidad como suele hacer.

Mei apareció en uno de los ojos de buey, con una mirada de


absoluta furia en su rostro.

—¿Crímenes? ¿Crímenes? Ven aquí y dímelo a la cara, tú...

—Ella está haciendo lo que normalmente hace al final del


día —dijo Hugo suavemente—. Como bien sabes.

—Seguro que sí —murmuró Harvey. Se puso de pie,


poniendo una vez más su pluma en el portapapeles—. Yo no
soy el enemigo aquí, Hugo. Nunca querría ver este lugar
cerrado. Temo lo que le haría a Mei si se viera obligada a
salir a la calle si tuviera que cerrar tu casa de té. Ella es
bastante... delicada.

Hugo se puso delante de las puertas dobles a tiempo de


impedir que Mei las atravesara. Gruñó cuando las puertas le
golpearon la espalda, pero por lo demás no reaccionó.

Harvey arqueó una ceja.

Hugo se encogió de hombros.

—Hoy está muy exuberante.

—¿Exuberante? Te voy a mostrar mi exuberancia, tú...

Harvey suspiró con fuerza.

—Carácter, carácter. Aunque sea un inspector de sanidad,


me gusta pensar que el cargo me permite opinar también
sobre la salud mental. La suya parece estar en una situación
desesperada. Le sugiero que se lo haga ver cuanto antes.

—¿Cómo no le han dado un puñetazo en la cara? —preguntó


Wallace.

—Hugo dijo que no podemos —dijo Nelson.

—Eso es exactamente correcto —dijo Hugo uniformemente.

—¿Lo es? —dijo Harvey, sonando sorprendido—. Pues


gracias, Hugo. Creo que es la primera vez que estás de
acuerdo conmigo. —Sonrió, y Wallace sintió que se le
erizaba la piel—. Te queda bien. —Se acercó al mostrador—.
Como a mí.

—Dios mío —dijo Wallace en voz alta—. ¿Eso realmente


funciona en alguien? Hugo, dale una patada en los huevos.

—No sé si puedo hacer eso —dijo Hugo, sin apartar la


mirada de Harvey.

—¿Por qué no? —preguntaron Harvey y Wallace al mismo


tiempo.

—Ya sabes por qué —dijo Hugo.

Harvey suspiró mientras Wallace levantaba las manos en


señal de frustración.

—Lo voy a lograr igual —dijo Harvey— Sólo tienes que


esperar y ver. Ahora, volvamos al asunto que nos ocupa.
Necesito meter mi termómetro en muchas cosas. —Movió
las cejas.

—Vaya —dijo Wallace—. Eso es acoso sexual. Vamos a


demandarlo. Vamos a demandarlo por todo lo que vale, sólo
espera y verás. Redactaré los papeles tan pronto como... oh.
Sí, claro. Estoy muerto. Maldita sea. No dejes que meta su
termómetro en tus productos horneados.

Las cejas de Hugo se elevaron casi hasta su pañuelo.

Harvey presionó un dedo contra el mostrador, arrastrándolo


por la superficie antes de apartarlo e inspeccionar la punta.

—Impecable —dijo—. Eso es bueno. La limpieza está junto a


la piedad, como siempre digo.

Wallace se atragantó cuando Apollo se puso al lado de


Harvey, levantando la pierna. Un chorro de orina roció sus
zapatos. Apollo parecía satisfecho de sí mismo mientras se
alejaba haciendo brincos, sin que Harvey se diera cuenta.

—Buen chico —arrulló Nelson—. Sí, lo eres. Sí, lo eres. Has


orinado sobre el hombre malo como un buen chico.

Harvey dijo:

—Vamos a ver lo que hay en la cocina, ¿de acuerdo? Tal vez


consideres decirle a Mei que se retire del lugar. El hecho de
que mi orden de alejamiento contra ella haya sido anulada
por falta de pruebas no significa que pueda acercarse a
menos de tres metros de mí. No después de lo que pasó el
año pasado.

—Tiró un tazón entero de glaseado en su cabeza —dijo


Nelson a Wallace—. Dijo que fue un accidente. No lo fue.

Wallace le tenía un cariño absurdo a Mei por razones que no


tenían nada que ver con su situación actual. Empezó a
seguirlos hacia la cocina cuando Hugo abrió la puerta de un
empujón, pero se detuvo al oír una respiración entrecortada
detrás de él. Se giró para ver a Alan saliendo de su rincón,
con las manos cerradas en un puño y una expresión
extrañamente inexpresiva en el rostro.

—Se parece a él —dijo Alan a nadie, con la mirada clavada


en Harvey—. Se parece a él.

—¿A quién? —preguntó Wallace.

Pero Alan le ignoró.

Los apliques de la pared se encendieron con un gruñido


eléctrico.

Harvey miró por encima del hombro.

—¿Qué ha sido eso? ¿Ratas mordiendo el cableado, Hugo?


Sabes que eso... no... —Frunció el ceño y se frotó el pecho—.
Oh. ¿Hace calor aquí? Se siente...

Cualquier otra cosa que quisiera decir se perdió cuando el


portapapeles y el bolígrafo se le escaparon de las manos,
cayendo al suelo. Dio un paso atrás, tartamudeando, y la
sangre se le escurrió de la cara.

Los ojos de Hugo se abrieron de par en par.

—Alan, no.

Demasiado tarde. Antes de que ninguno de ellos pudiera


reaccionar, las bombillas de las paredes y el techo se
hicieron añicos a la vez, lloviendo cristales a su alrededor.
Harvey se sacudió como si fuera una marioneta con hilos,
con la cabeza balanceándose hacia atrás. Sus brazos se
levantaron a ambos lados, con las manos flexionadas y los
dedos temblorosos.

Alan apretó los dientes y dio otro paso hacia adelante.


Harvey se levantó unos centímetros del suelo, con las
puntas de los zapatos apuntando hacia abajo. Alan levantó
la mano hacia él, con la palma hacia el techo. Metió todo el
dedo menos el índice y, mientras Wallace lo observaba, lo
movió de un lado a otro como si le hiciera una señal.

Harvey flotó hacia él mientras Hugo gritaba por Mei.

El blanco de los ojos de Harvey brillaba en la luz mortecina.


Se detuvo, suspendido, frente a Alan.

—Te pareces a él —volvió a susurrar Alan—. El hombre. En el


callejón. Casi podrías ser tú.

Hugo estaba alrededor del mostrador incluso cuando las


puertas de la cocina se abrieron de golpe, Mei corrió a
través, golpeando sus dedos contra la palma de la mano.

Alan dijo:

—Quédate atrás —y Wallace gritó mientras Hugo y Mei


salían despedidos de él, chocando cada uno contra paredes
opuestas, con los marcos de madera de los cuadros
resquebrajándose. Apollo se abalanzó sobre Alan, con los
dientes desnudos, y chilló cuando Alan agitó su otra mano.
Apollo aterrizó bruscamente en el suelo, cerca de la
chimenea, y pareció aturdido al levantar la cabeza.

Nelson desapareció de su lugar junto a Wallace, para


reaparecer detrás de Alan. Levantó el bastón por encima de
su cabeza con un gruñido. Wallace rugió de furia cuando
Alan echó el brazo hacia atrás, dándole un codazo a Nelson
en la barriga, haciéndole dar un fuerte paso atrás, con el
bastón cayendo al suelo.

Alan se volvió hacia Harvey, que seguía suspendido frente a


él.
—Esto es lo que esperaba que fuera ser un fantasma —dijo,
casi conversando—. No es tan difícil como pensé que sería.
Lo que puedo hacer. Es la ira. Eso es todo lo que es. Y puedo
usarla porque estoy enojado.

Harvey se atragantó, con la saliva goteando de su boca y en


su barbilla.

—No lo hagas —suplicó Hugo, luchando contra lo que lo


sujetaba a la pared—. Alan, no puedes hacerle daño.

—Oh, sí puedo —dijo Alan—. Puedo hacerle bastante daño.

—No es tu asesino —espetó Mei—. Él no fue quien te hizo


daño. Él nunca...

—Eso no importa —dijo Alan—. Me hará sentir mejor. ¿Y no


se trata de eso? De encontrar la paz. Esto me traerá la paz.

Wallace Price nunca había sido lo que la mayoría


consideraría un hombre valiente. Una vez, vio cómo
asaltaban a alguien en un andén del metro y se apartó,
diciéndose a sí mismo que no quería involucrarse, que
estaba seguro de que todo saldría bien. Apenas sintió una
punzada de culpabilidad. El asaltante había escapado con
un bolso, y Wallace sabía que lo que había dentro podía ser
reemplazado fácilmente.

La valentía significaba la posibilidad de la muerte. ¿Y no era


eso gracioso? Porque fue necesario que estuviese muerto
para que fuera finalmente valiente.

Hugo gritó su nombre mientras corría hacia adelante, pero


Wallace lo ignoró.

ajó el hombro mientras cargaba, preparándose para el


impacto. Todavía se sacudió cuando chocó con el costado de
Alan. Los dientes le traquetearon en sus encías mientras
casi se mordía la lengua en dos. Alan apenas emitió un
sonido al ser derribado. Wallace perdió el equilibrio y le cayó
encima. Se movió tan rápido como pudo, girando y
colocándose a horcajadas sobre la cintura de Alan. Harvey
se desplomó en el suelo y no se movió. Hugo y Mei también
cayeron al suelo, ya que el control de Alan sobre ellos se
había disipado.

Los ojos de Alan brillaron en la oscuridad mientras miraba


fijamente a Wallace.

—No debiste hacer eso.

Antes de que pudiera reaccionar (y, en realidad, no había


pensado tanto; ¿qué iba a hacer, ahorcar a un hombre
muerto?), el aire se movió a su alrededor y salió despedido
hacia atrás. Jadeó cuando la parte inferior de su espalda se
golpeó contra una de las vitrinas, y el cristal se rompió
debajo de él.

Alan se levantó lentamente, señalando con un dedo a


Wallace.

—Realmente no debiste...

Y entonces se detuvo.

Wallace parpadeó.

Esperó a que Alan terminara su amenaza.

No lo hizo.

Parecía... congelado en su sitio.

—Um —dijo Wallace—. ¿Qué ha pasado?


Nadie le respondió.

Giró la cabeza hacia la izquierda.

Mei había estado en el proceso de levantarse del suelo, su


pelo colgando en su cara.

No se movía.

Wallace miró hacia delante. Nelson había empezado a


levantarse con su bastón, pero sólo llegó a la mitad antes
de que él también se... detuviera.

Wallace giró la cabeza hacia la derecha.

Apollo estaba de pie frente a Hugo, con los dientes


desnudos en un gruñido silencioso. El propio Hugo se
apoyaba en la pared, con una expresión de ira mezclada con
desesperación en su rostro.

Wallace se apartó de la vitrina y se sorprendió cuando lo


hizo sin resistencia.

—¿Chicos? —dijo, con la voz resonando rotundamente en la


oscura casa de té—. ¿Qué está pasando?

Nadie le respondió.

Sólo entonces se dio cuenta de que el segundero del reloj


no se movía. Ni siquiera se movía.

Se había detenido.

Todo se había detenido.

—Oh, no —susurró Wallace.


No sabía qué estaba pasando. La única vez que el reloj se
detenía era cuando llegaba un nuevo fantasma a Charon's
Crossing, pero el tiempo no se había detenido dentro de la
casa de té.

—¿Hugo? —susurró, dando un paso hacia él—. ¿Estás...?

Levantó la mano para protegerse los ojos cuando una luz


azul brillante brilló desde el exterior de la casa de té. Llenó
las ventanas de forma brillante, proyectando sombras que
se alargaban. La luz se repitió una y otra vez. Dio un paso
hacia el frente de la tienda, sólo para llevarse una mano a
su pecho.

El gancho. El cable.

Los sentía muertos.

Estaban muertos.

—¿Qué es esto? —susurró.

Llegó a la ventana más cercana y miró hacia la fachada de


la casa de té, entrecerrando los ojos contra la luz brillante
que iluminaba el bosque, las sombras bailando.

Una forma imprecisa se destacaba en el camino de tierra.


Cuando la luz se desvaneció, la forma se llenó, y Wallace vio
lo que era.

Recordó el breve atisbo que había visto en el bosque la


noche que había intentado escapar. La silueta de una
extraña bestia de la que se había convencido de que era un
truco de las sombras.

No era un truco.
Era real.

Y estaba aquí.

Allí, parado en el camino, había un ciervo.


Capítulo 17
Era más grande que cualquier ciervo que Wallace hubiera
visto en fotos. Incluso desde la distancia, la criatura parecía
que se elevaría por encima de todos ellos. Llevaba la cabeza
en alto, con las múltiples puntas de su cuerno como una
corona ósea. A medida que el ciervo se acercaba a la casa
de té, Wallace pudo ver las flores que colgaban de los
cuernos, sus raíces incrustadas en el terciopelo, flores en
tonos ocres y fucsias, cerúleos y escarlatas, canarios y
magentas. En las puntas de sus cuernos había pequeñas
luces blancas, como si los huesos estuvieran llenos de
estrellas.

Wallace no podía moverse, un sonido salió de su boca como


si le hubieran dado un puñetazo en las tripas.

Las fosas nasales del ciervo se abrieron, sus ojos parecían


agujeros negros mientras clavaba sus pezuñas en la tierra.
Su pelo era marrón con manchas blancas a lo largo del lomo
y el pecho. Su cola se agitaba de un lado a otro. Cuando el
ciervo bajó la cabeza, los pétalos de las flores cayeron al
suelo.

Wallace dijo:

—Oh. Oh. Oh.

El ciervo volvió a levantar la cabeza como si le hubiera oído.


Baló suavemente, un grito largo y lastimero que hizo que se
formara un nudo en la garganta de Wallace.

Dijo:

—Hugo. Hugo, ¿estás viendo esto?


Hugo no respondió.

El ciervo se detuvo a unos metros de las escaleras de la


casa de té. Las flores que crecían en su cuerno se
recogieron sobre sí mismas, como si se cerraran contra la
noche. El ciervo se levantó sobre sus patas traseras. Su
vientre era completamente blanco.

Y entonces desapareció, una vacilación en la velocidad de


los fotogramas, un fallo en la realidad. El ciervo estaba allí,
y luego ya no.

En su lugar había un niño.

Un niño.

Era joven, quizá de nueve o diez años, con la piel dorada y


los ojos de un extraño tono violeta. Tenía el pelo largo y
desgreñado alrededor de las orejas, castaño con mechones
blancos y flores desplegadas entre los mechones. Llevaba
una camiseta sobre unos vaqueros. Wallace tardó un
momento en distinguir las palabras de la camiseta en la
oscuridad.

SÓLO UN CHICO DE TOPEKA

Los pies del chico estaban descalzos. Flexionó los dedos de


las manos y de los pies, e inclinó la cabeza de un lado a otro
antes de volver a mirar a la ventana, directamente a
Wallace. El chico asintió, y Wallace sintió que se le cerraba
la garganta.

El chico empezó a subir las escaleras.

Wallace retrocedió a trompicones desde la ventana.


Consiguió mantenerse erguido, aunque por poco. Miró a su
alrededor con desesperación, buscando que alguien,
cualquiera, viera lo que él estaba viendo. Hugo y Mei
estaban como antes. Apollo y Nelson también. Alan, igual.

Estaba solo.

El chico llamó a la puerta.

Una.

Dos.

Tres veces.

—Vete —graznó Wallace—. Por favor, vete.

—No puedo hacer eso, Wallace —dijo el chico, su voz ligera,


las palabras casi como notas musicales. No estaba
cantando, pero tampoco era un discurso normal. Había un
peso en él, una presencia que Wallace podía sentir incluso a
través de la puerta, pesada y etérea—. Es hora de que
tengamos una pequeña charla.

—¿Quién eres tú? —Wallace susurró.

—Ya sabes quién soy —dijo el chico, con la voz apagada—.


No voy a hacerte daño. Nunca lo haría.

—No te creo.

—Es comprensible. No me conoces. Cambiemos eso, ¿de


acuerdo?

El pomo de la puerta giró.

La puerta se abrió.

El chico entró a Charon's Crossing. El suelo de madera crujió


bajo sus pies. Mientras cerraba lentamente la puerta tras de
sí, las paredes de la casa de té empezaron a ondular como
la brisa que sopla sobre la superficie de un estanque.
Wallace se preguntó qué pasaría si intentaba tocarlas, si se
hundiría en las paredes y se ahogaría.

El chico asintió a Wallace antes de echar un vistazo a la


habitación. Ladeó la cabeza hacia Alan, frunciendo el ceño.

—Está enfadado, ¿no? Es extraño, en realidad. El universo


es más grande de lo que uno puede imaginar, una verdad
más allá de la comprensión, y sin embargo todo lo que
conoce es la ira y el dolor. Dolor y sufrimiento. —Suspiró,
sacudiendo la cabeza—. Nunca lo entenderé, por mucho que
lo intente. Es ilógico.

—¿Qué quieres? —preguntó Wallace. Tenía la espalda


apoyada en el mostrador. Pensó en correr, pero no creía que
llegaría muy lejos. Y no iba a dejar a Hugo, Mei, Nelson y
Apollo. No mientras no pudieran defenderse.

—No voy a hacerles daño —dijo el niño, y por un momento


terrible, Wallace se preguntó si podía leerle la mente—.
Jamás he hecho daño a nadie.

—No te creo —volvió a decir Wallace.

—¿No lo crees? —El niño arrugó la cara—. ¿Por qué?

—Por lo que eres.

—¿Qué soy, Wallace?

Y con las últimas fuerzas, Wallace susurró:

—Eres el Gerente.

El chico pareció satisfecho con su respuesta.


—Lo soy. Es un título tonto, pero se ajusta, supongo. Mi
verdadero nombre es mucho más complicado, y dudo que
tu lengua humana sea capaz de pronunciarlo. Se te volvería
la boca papilla si lo intentaras. —Levantó la mano y arrancó
una flor de su cabeza, metiéndosela en la boca. Sus ojos se
cerraron mientras chupaba los pétalos—. Ah. Así está mejor.
Me resulta difícil adoptar esta forma y mantenerla durante
mucho tiempo. Las flores ayudan. —Miró a una de las
plantas en maceta que colgaban del techo—. Las has estado
regando.

—Es mi trabajo —dijo Wallace débilmente.

—¿Lo es? —Golpeó con un dedo la maceta. Las hojas


crecieron. Las enredaderas se alargaron. La tierra cayó al
suelo, con pequeñas motas de polvo y suciedad que
capturaron la luz del fuego moribundo de la chimenea—.
¿Sabes cuál es mi trabajo?

Wallace negó con la cabeza, con la lengua en la boca.

—Es todo —dijo el muchacho—. Mi trabajo lo es todo.

—¿Eres Dios? —Wallace se atragantó.

El chico se rió. Parecía que estaba cantando.

—No. Por supuesto que no. No hay ningún Dios, al menos no


como estás pensando. Es una construcción humana, capaz
de una gran paz y de una violenta ira. Es una disyuntiva que
sólo se encuentra en la mente humana, así que por
supuesto que estaría hecho a su imagen y semejanza. Pero
me temo que no es más que un cuento de hadas en un libro
de ficción. La verdad es infinitamente más complicada que
eso. Dime, Wallace. ¿Qué estás haciendo aquí?

Mantuvo la distancia, lo que Wallace agradeció.


—Vivo aquí.

—¿Lo haces? —preguntó el chico—. ¿Cómo lo sabes?

—Me trajeron aquí.

El chico asintió.

—Así es. Mei, ella es una buena chica. Un poco testaruda,


pero un Segador tiene que serlo por todo lo que trata. No
hay nadie como ella en todo el mundo. Lo mismo podría
decirse de Hugo. Y de Nelson. Apollo. Incluso Alan y tú,
aunque no de la misma manera. —Se acercó a una de las
mesas y se agarró a una silla. Gruñó mientras la bajaba. Era
más grande que él y Wallace pensó que iba a caer sobre su
cabeza. No fue así, y la dejó en el suelo antes de subirse a
ella y sentarse. Sus pies colgaban mientras los pateaba de
un lado a otro. Se cruzó las manos en el regazo, haciendo
girar los pulgares—. Es un placer conocerte por fin, Wallace.
Sé mucho de ti, pero es bueno verte cara a cara.

Una nueva oleada de terror le invadió.

—¿Por qué estás aquí?

El chico se encogió de hombros.

—¿Por qué estamos aquí cualquiera de nosotros?

Wallace entrecerró los ojos.

—¿Siempre respondes a una pregunta con una pregunta?

El chico volvió a reírse.

—Me gustas. Siempre me has gustado, incluso cuando


eras... ya sabes. Un bastardo.
Wallace parpadeó.

—¿Perdón?

—Un bastardo —repitió el chico—. Te costó morir para


encontrar tu humanidad. Es histérico si lo piensas.

Una llamarada de ira ardió en el pecho de Wallace.

—Me alegro mucho de que todo esto te resulte tan histérico.

—No hay necesidad de eso. No estoy bromeando. Ya no eres


como antes. ¿Por qué crees que es así?

Wallace dijo:

—No lo sé.

—Está bien no saberlo. —El chico inclinó la cabeza contra el


respaldo de la silla, mirando al techo. También éste brillaba
como las paredes, como si fuera líquido en lugar de sólido—.
De hecho, se podría argumentar que es mejor así. Aun así...
eres una sorpresa. Y eso significa que tienes mi atención.

—¿Les hiciste esto? —Wallace exigió—. Si les haces daño,


yo...

—¿Qué harás? —preguntó el chico.

Wallace no dijo nada.

El chico asintió.

—Te dije que no iba a hacerte daño a ti ni a ellos. En cierto


modo, están durmiendo. Cuando hayamos terminado,
despertarán y las cosas serán como siempre fueron y serán.
¿Te gusta esto?
—Sí.

El chico miró a su alrededor, con un movimiento


extrañamente rígido, como si los huesos de su cuello
estuvieran fusionados.

—Desde fuera no parece gran cosa, ¿verdad? Una casa


extraña hecha de muchas ideas diferentes. Deberían chocar.
Deberían desmoronarse hasta los cimientos. No debería
sostenerse como lo hace, y sin embargo no temes que el
techo se derrumbe sobre tu cabeza. —Entonces—: ¿Por qué
interviniste para protegerlos? El Wallace Price del mundo de
los vivos no habría levantado un dedo a menos que se
beneficiara a sí mismo.

—Son mis amigos —dijo Wallace, inundado de irrealidad. La


habitación que lo rodeaba se sentía nebulosa y apagada,
sólo el Gerente era claro como el cristal, un punto focal, el
centro de todo.

—¿Lo son? —preguntó el chico—. No tenías muchos de esos.


—Frunció el ceño—. Ninguno de esos.

Wallace apartó la mirada.

—Lo sé.

—Entonces moriste —dijo el chico—. Y viniste aquí. A este


lugar. A esta... estación de paso. Una parada en un viaje
mucho más grande. Y tú hiciste precisamente eso, ¿no? Te
detuviste.

—No quiero pasar por la puerta —dijo Wallace, alzando la


voz y quebrándose por la mitad—. No puedes obligarme.

—Podría —dijo el chico—. Sería fácil. Sin ningún esfuerzo por


mi parte. ¿Quieres que te lo enseñe?
El miedo, brillante y vidrioso. Rodeó con sus manos las
costillas de Wallace, clavando los dedos.

—No lo haré —dijo el chico—. Porque eso no es lo que


necesitas. —Miró a Hugo, con una expresión más suave—.
Es un buen barquero, Hugo, aunque su corazón a menudo
se interpone. Cuando lo encontré, estaba enojado y
confundido. A la deriva. No entendía el camino de las cosas
y, sin embargo, tenía esa luz en él, feroz pero en peligro de
apagarse. Le enseñé a aprovecharla. La gente como él, es
rara. Hay belleza en el caos, si sabes dónde buscarla. Pero
tú lo sabrías, ¿no? Tú también lo ves.

Wallace tragó grueso.

—Es distinto.

—Esa es ciertamente una manera de decirlo. —El chico


volvió a dar una sacudida a sus pies mientras se
acomodaba en la silla, con las manos en el estómago—.
Pero sí, lo es.

La ira regresó, quemando el miedo.

—Y tú le has hecho esto.

El chico arqueó una ceja.

—¿Perdón?

Las manos de Wallace se cerraron en puños.

—He oído hablar de ti.

—Oh, chico —dijo—. Esto debe ser bueno. Adelante.


Cuéntame lo que has oído.

—Lo hiciste el barq... dios.


—Lo hice —dijo el chico— aunque no quiero que pienses que
los elijo sin ton ni son. Ciertas personas... bueno. Brillan con
luz propia. Hugo resultó ser una de ellas.

Wallace apretó la mandíbula.

—Se supone que eres esta... esta cosa...

—Grosero.

—Esta gran cosa que supervisa la vida y la muerte,


delegando las responsabilidades a otros...

—Bueno, sí. Soy el Gerente. Yo dirijo.

—…y pones el peso de la muerte en alguien como Hugo. Le


haces ver y hacer cosas que...

—Vaya —dijo el chico, sentándose rápidamente—. Espera un


segundo. Yo no hago que nadie haga nada. Por Dios,
Wallace, ¿qué te han contado de mí?

—Eres insensible —escupió Wallace—. Y cruel. ¿Cómo


pudiste pensar que ponerle algo así a un hombre que
acababa de perder a su familia era lo correcto?

—Hmm —dijo el chico—. Creo que tenemos los cables


cruzados en alguna parte. Ese no es el caso en absoluto. Es
una elección, Wallace. Todo se reduce a una elección. No he
obligado a Hugo a hacer nada. Me limité a exponerle las
opciones y dejé que tomara su propia decisión.

Wallace golpeó las manos contra el mostrador.

—Sus padres acababan de morir. Estaba sufriendo. Estaba


de duelo. Y le abriste una puerta para mostrarle que había
algo más allá de lo que conocía. Por supuesto que aceptó lo
que le ofreciste. Te aprovechaste de él cuando estaba más
débil, sabiendo perfectamente que no estaba en su sano
juicio. —Wallace estaba jadeando cuando terminó, con las
palmas de las manos escocidas.

—Vaya —dijo el chico. Entornó los ojos hacia Wallace—. Eres


protector con él.

Wallace palideció.

—Yo...

El chico asintió como si esto fuera respuesta suficiente.

—No me lo esperaba. No sé por qué. Pero con todo lo que


he visto, lo más maravilloso es que aún pueda
sorprenderme alguien como tú. Te preocupas mucho por él.

—Todos ellos —dijo Wallace—. Me importan todos ellos.

—Porque son tus amigos.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no confías en Hugo lo suficiente como


para que tome decisiones por sí mismo?

—Lo hago —dijo Wallace débilmente.

—¿Lo haces? Porque parece que estás cuestionando sus


decisiones. Esperaría que pudieras distinguir la diferencia
entre ser protector y dudar de alguien a quien llamas amigo.

Wallace no dijo nada. Por mucho que odiara admitirlo, el


Gerente tenía razón. ¿No debería confiar en que Hugo sabía
lo que era correcto para él?
El chico asintió como si el silencio de Wallace hubiera sido
un acuerdo implícito. Se deslizó de la silla antes de darse la
vuelta y levantarla. Le dio la vuelta y la volvió a dejar sobre
la mesa, limpiándose las manos en los vaqueros una vez
que hubo terminado. Miró al inspector de sanidad y suspiró
—. La gente es tan extraña. Justo cuando creo que lo tengo
todo resuelto, va y lo estropea todo. —Absurdamente,
sonaba casi cariñoso.

Se volvió hacia Wallace, dando una palmada.

—De acuerdo. Vamos a movernos. El tiempo es escaso.


Bueno, no para mí, sino para el resto de ustedes. Sígueme,
por favor.

—¿A dónde vamos?

—A mostrarte la verdad —dijo el chico. Se acercó a Alan, lo


miró y sonrió con tristeza. Extendió la mano y le tocó la
cadera, sacudiendo la cabeza—. Ah, sí. Este. Siento lo que
has pasado. Haré todo lo posible por mejorarlo.

Y entonces, antes de que Wallace pudiera hacer algo para


detenerlo, frunció los labios y sopló un fino chorro de aire
hacia Alan, con las mejillas abultadas. Wallace parpadeó
cuando un gancho se materializó en el pecho de Alan, un
cable que crecía y se extendía entre Hugo y él. El Gerente
enroscó sus dedos alrededor del gancho y tiró. Se liberó. El
cable que conectaba a Alan con Hugo se apagó. El Gerente
dejó caer el gancho y, al caer al suelo, éste y el cable se
convirtieron en polvo—. Ya está —dijo—. Así está mejor. —Se
dio la vuelta y se dirigió hacia el interior de la casa.

Wallace miró su propio cable, que aún lo conectaba a Hugo.


El cable parpadeaba débilmente, el gancho temblaba en su
pecho. Estaba a punto de tocarlo, para permitirse recordar
que estaba ahí, que era real, cuando Alan se levantó unos
centímetros del suelo, flotando aunque todavía congelado.
El chico volvió a mirar a Wallace desde la entrada del
pasillo.

—¿Vienes, Wallace?

—Y si digo que no.

El chico se encogió de hombros.

—Entonces lo haces. Pero me gustaría que no lo hicieras.

Wallace retrocedió a trompicones cuando Alan comenzó a


elevarse hacia el techo.

—¿Adónde lo llevas?

—A casa —dijo el chico simplemente. Desapareció por el


pasillo. Wallace miró a Alan a tiempo de ver cómo sus pies
desaparecían a través del techo, con círculos concéntricos
ondulando hacia fuera.

Hizo lo único que podía hacer.

Siguió al Gerente.

Sabía a dónde iban, y aunque nunca había estado más


asustado en su vida, siguió subiendo las escaleras, cada
paso más duro que el anterior.

Pasó por el segundo piso. El tercero. Todas las ventanas


estaban negras, como si toda la luz hubiera desaparecido
del mundo.

Se detuvo cerca del rellano del cuarto piso, mirando a


través de la barandilla. El Gerente estaba debajo de la
puerta. Alan subió flotando por el suelo y se detuvo junto a
él, suspendido en el aire.
—No voy a obligarte a pasar por la puerta —dijo el chico con
suavidad—. Si eso es lo que estás pensando.

—¿Y Alan? —preguntó Wallace, subiendo las últimas


escaleras.

—Alan es un caso diferente. Haré lo que tenga que hacer


por él.

—¿Por qué?

El chico se rió.

—Tantas preguntas. Por qué, por qué, por qué. Eres


gracioso, Wallace. Es porque se está volviendo peligroso.
Obviamente.

—Lo vas a hacer pasar por la puerta.

El chico le miró por encima del hombro.

—Sí.

—¿Cómo es eso justo?

El chico pareció confundido.

—¿La muerte? ¿Cómo no lo es? Naces, sí. Vives y respiras y


bailas y te duele, pero mueres. Todo el mundo muere. Todo
muere. La muerte es una limpieza. Desaparece el dolor de
una vida mortal.

—Dile eso a Alan —gruñó Wallace—. Está sufriendo. Está


lleno de ira...

El chico se volvió, frunciendo el ceño.


—Porque sigue atrapado aquí. No ve cómo deberían ser las
cosas. No todo el mundo puede adaptarse tan bien como tú.
—Se mordió el labio inferior—. O Nelson o Apollo. A mí
también me gustan. No estarían aquí si no fuera así.

—¿Y Lea? —Wallace se quejó—. ¿Qué pasa con ella? ¿Dónde


estabas cuando te necesitaba? ¿Cuándo Hugo te necesitó?
—Un pensamiento lo golpeó, terrible y duro—. ¿O lo que le
pasó a Cameron te mantuvo alejado?

Los hombros del chico se desplomaron.

—Nunca he pretendido ser perfecto, Wallace. La perfección


es un defecto en sí misma. Lo de Lea fue... no debería haber
sucedido como lo hizo. El Segador se pasó de la raya y lo
pagó caro. —Sacudió la cabeza—. Me las arreglo, Wallace.
Pero ni siquiera yo puedo manejar a todo el mundo todo el
tiempo. El libre albedrío es primordial, aunque a veces
puede ser un poco complicado. No interfiero a menos que
no haya otra manera.

—¿Y entonces se supone que deben sufrir por lo que tú no


puedes hacer?

El chico suspiró.

—Puedo ver de dónde viene. Gracias por la devolución,


Wallace. Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.

—¿Devolución? —dijo Wallace, indignado—. ¿Así es como lo


llamas?

—Es eso o me estás diciendo lo que puedo y no puedo


hacer. Te doy el beneficio de la duda, porque elijo creer que
no es posible que seas tan estúpido. —Volvió la cara hacia la
puerta. Vibraba en su marco, las hojas y flores talladas en la
madera cobraban vida. La hoja de cristal del pomo brilló.
—Me gustas —volvió a decir el chico sin mirarle. Levantó la
mano hacia la puerta, curvando los dedos—. Por eso voy a
decirte cómo van a ir las cosas. —Torció la mano
bruscamente.

El pomo de la puerta en el techo sobre ellos giró.

El picaporte hizo clic, y la hoja de cristal parpadeó con


fuerza.

La puerta se abrió lentamente, balanceándose hacia ellos.

Hugo le había contado lo que había visto cuando se abrió la


puerta, lo que le hizo sentir. Y aun así, Wallace no estaba
preparado para lo que ocurrió a continuación. La luz se
derramó con tanta intensidad que tuvo que apartar la vista.
Le pareció oír el canto de los pájaros al otro lado, pero los
susurros de la puerta eran demasiado fuertes para estar
seguro. Levantó la cabeza a tiempo para ver cómo el
Gerente empujaba suavemente la planta de los pies de
Alan. Antes de que Wallace pudiera abrir la boca, Alan se
levantó rápidamente, atravesando la puerta. La luz
parpadeó antes de desvanecerse. La puerta se cerró de
golpe. Sólo tardó unos segundos.

—Encontrará la paz —dijo el chico—. Con el tiempo, volverá


a encontrarse a sí mismo. —Se dio la vuelta y se hundió en
el suelo, con las piernas cruzadas por delante. Miró a
Wallace que seguía de pie cerca de las escaleras.

—¿Qué has hecho? —susurró Wallace.

—Le ayudé en su viaje —dijo el chico—. Me parece que a


veces la gente necesita un pequeño empujón en la dirección
correcta.

—¿Qué pasó con el libre albedrío?


El chico sonrió. A Wallace le llegó hasta los huesos.

—Eres más inteligente de lo que creía. Qué divertido. Piensa


en ello como... hmm. Ah. Piensa en ello como un suave
empujón en la dirección correcta. No podemos permitir que
se convierta en un Husk. No me gusta pensar lo que le haría
a Hugo. No otra vez. Se lo tomó muy mal la primera. Es por
lo que he permitido que Nelson y Apollo se queden tanto
tiempo como lo han hecho, para evitar que abandone su
vocación.

—Entonces sólo tenemos libre albedrío hasta que... ¿qué?


¿Interfiere con tu orden?

El Gerente se rió.

—¡Precisamente! Bien por ti, Wallace. El orden es


absolutamente primordial. Sin él, estaríamos dando tumbos
en la oscuridad. Lo que me lleva a ti. Llevas mucho tiempo
aquí, mucho más que cualquier otro aparte de Nelson y
Apollo. ¿Y para qué? ¿Acaso lo sabes? ¿Cuál es tu propósito?

Wallace se sintió como si estuviera en llamas.

—Yo...

—Sí —dijo el Gerente—. Ya me lo imaginaba. Déjame


ayudarte a responder a eso. Tu presencia aquí te convierte
en una distracción en formas que Nelson y Apollo no son. Un
barquero distraído es uno que cometerá errores. Hugo tiene
un trabajo que hacer, uno mucho más importante que sus
sentimientos. —Hizo una mueca—. Cosas terribles, esas. He
observado y esperado, permitiendo que esta farsa de un
pequeño hogar feliz se desarrolle, pero es hora de mover las
cosas para asegurar que Hugo haga lo que fue contratado
para hacer. —Sonrió—. Por eso te voy a contar lo que va a
pasar a continuación.
A Wallace no le gustó cómo sonaba eso.

—¿Qué?

El chico ladeó la cabeza mientras estudiaba a Wallace.

—Cómo poner esto en formas que puedas entender. Cómo...


poner... ¡Ah! —Dio una palmada—. Eres un abogado. —Sus
labios se torcieron—. Bueno, lo eras. Soy como tú, en cierto
modo. La muerte, mi querido hombre, es la ley, y yo soy el
juez. Hay normas y reglamentos. Claro, la burocracia de
todo esto puede ser un poco fastidiosa, y la monotonía es
mortal, pero necesitamos el imperio de la ley para saber
cómo ser, cómo actuar. —La sonrisa se le borró de la cara—.
Y sin embargo, siempre es por qué. Por qué, por qué, por
qué. Odio esa pregunta por encima de todas las demás. —Y
entonces su voz cambió, convirtiéndose en la de una mujer
asustada—: ¿Por qué tengo que ir? —Su voz volvió a
cambiar, convirtiéndose en la de un hombre, viejo y frágil—:
¿Por qué no puedo tener más tiempo? —De nuevo, esta vez
un niño—: ¿Por qué no puedo quedarme?

—Para —dijo Wallace con voz ronca—. Por favor, detente.

Cuando el Gerente volvió a hablar, su voz volvió a ser


normal.

—Lo he oído todo. —Frunció el ceño—. Lo odio. Pero nunca


tanto como ahora, porque me encuentro preguntando por
qué. ¿Por qué Wallace Price sigue aquí? ¿Por qué no sigue
adelante? —Sacudió la cabeza como si estuviera
decepcionado—. Eso me lleva a preguntarme por qué
debería importarme. ¿Quieres saber de qué me he dado
cuenta?

—No —susurró Wallace.


—Me di cuenta de que eres una aberración. Un defecto en el
sistema que ha funcionado tan bien. ¿Y qué hace uno con
los defectos como responsable, Wallace? ¿Mantener las
cosas funcionando como deberían?

Despedirlos. Eliminarlos de la ecuación. Reemplazar la pieza


para que la máquina funcione bien. A lo lejos, Wallace pensó
en Patricia Ryan, sentada frente a él en su despacho.

—Exactamente —dijo el Gerente como si Wallace hubiera


hablado en voz alta. Se golpeó los dedos contra la rodilla.
Las plantas de sus pies estaban sucias—. Por eso he tomado
una decisión ejecutiva. —Sonrió, el violeta de sus ojos se
movía como un líquido—. Una semana. Te doy una semana
más para que pongas tus asuntos en orden. Esto no está
destinado a ser para siempre, Wallace. Una estación de
paso como ésta existe para permitirte reagruparte, para
aceptar lo inevitable. Has cambiado en las semanas desde
tu llegada. Tan diferente del hombre que vi huyendo en la
oscuridad de la noche.

—Pero...

El chico levantó la mano.

—No he terminado. Por favor, no me interrumpas de nuevo.


No me gusta que me interrumpan. —Cuando vio que
Wallace cerraba la boca, continuó—: Has tenido tiempo más
que suficiente para procesar tu vida pasada en esta Tierra.
No fuiste un hombre amable, Wallace, ni siquiera uno justo.
Fuiste egoísta y mezquino. No tan cruel como dices que soy,
pero estuvo cerca. No reconozco a ese hombre en ti. Ya no.
La muerte te ha abierto los ojos. Puedo ver el bien en ti
ahora, y lo que estás dispuesto a hacer por aquellos que te
importan. Porque te preocupas por ellos, ¿no es así?

—Sí —dijo Wallace con aspereza.


—Me lo imaginaba. Y realmente, puedo ver por qué. Son
ciertamente... únicos.

—Sé que lo son. No hay nadie como ellos.

El chico volvió a reírse.

—Me alegro de que al menos estemos de acuerdo en eso. —


Se puso serio—. Una semana, querido Wallace. Te daré una
semana más. En siete días, volveré. Te traeré a esta puerta.
Te veré pasar a través de ella porque así es como debe ser.

—¿Y si me niego?

El chico se encogió de hombros.

—Entonces lo harás. Espero que no lo hagas, pero no puedo


prometer que esto vaya a durar mucho más. No estás
destinado a estar aquí. No así. Tal vez en otra vida, podrías
haber encontrado el camino a este lugar, y aprovecharlo al
máximo.

—No quiero irme —dijo Wallace—. No estoy preparado.

—Lo sé —dijo el chico, por primera vez sonando irritado—.


Por eso te doy una semana en lugar de obligarte a ir ahora.
—Su rostro se ensombreció—. No confundas mi oferta con
nada más que lo que es. No hay ninguna laguna jurídica,
ninguna prueba de última hora que puedas arrojar a la sala
en un alarde de tu destreza legal. Puedo obligarte a hacer
cosas, Wallace. No quiero, pero puedo.

Aturdido, Wallace dijo:

—Yo... tal vez sería diferente. He cambiado. Ya lo has dicho.


Yo...
—No —dijo el chico, sacudiendo la cabeza—. No es lo
mismo. No eres Nelson, el abuelo que guió a Hugo tras la
pérdida de sus padres. No eres Apollo, que ayudó a Hugo a
respirar cuando sus pulmones se colapsaron en su pecho.
Eres un extraño, una excepción. Las opciones que te he
planteado, pasar por la puerta o correr el riesgo de perder
todo lo que has ganado, son tus únicas opciones. Eres una
perturbación, Wallace, y aunque he permitido ciertas...
concesiones en el espíritu de la generosidad, no cometas el
error de pensar que voy a mirar hacia otro lado por ti. Esto
siempre fue temporal.

—¿Y qué pasa con Cameron? —preguntó Wallace—. ¿Y todos


los demás como él?

El chico pareció sorprendido.

—¿Los Husks? ¿Por qué te importa?

Todavía estoy aquí. Todavía estoy aquí.

—No se ha ido —dijo Wallace—. Todavía está ahí. Una parte


de él todavía existe. Ayúdale y haré lo que quieras.

El chico negó lentamente con la cabeza.

—No estoy aquí para negociar contigo, Wallace. Creí que ya


habías superado esa etapa. Estás en la legendaria tierra de
la aceptación, o al menos lo estabas. No te eches atrás
ahora.

—No es por mí —espetó Wallace—. Es por él.

—Ah —dijo el chico—. ¿Lo es? ¿Qué quieres que haga?


¿Curarlo? Conocía los riesgos cuando eligió salir de los
terrenos. —Se puso de pie, limpiándose las manos en la
parte delantera de sus pantalones vaqueros—. Me alegro de
que hayamos tenido esta charla. Ha sido un placer
conocerte, y créeme, eso no es algo que diga a menudo. —
Hizo una mueca—. Los humanos son desordenados. Prefiero
mantener las distancias si es posible. Es más fácil cuando
están de acuerdo conmigo, como tú.

—¡No he estado de acuerdo con nada! —gritó Wallace.

El chico hizo un pequeño gruñido.

—Ah. Bueno, estoy seguro de que te darás cuenta. Una


semana, Wallace. ¿Qué harás con el tiempo que te queda?
No puedo esperar a averiguarlo. Cuéntaselo a los demás, o
no lo hagas. No me preocupa de ninguna manera. Y no te
preocupes por el inspector de sanidad. No se acordará de
nada. —El chico saludó a Wallace con un gesto de alegría—.
Hasta pronto.

Y luego desapareció.

Las rodillas de Wallace se sintieron débiles, flojas, y se


agarró a la barandilla para sostenerse mientras oía los gritos
procedentes del piso inferior. Cerró los ojos cuando Hugo
empezó a gritar su nombre frenéticamente.

—Aquí —susurró—. Todavía estoy aquí.


Capítulo 18
Hugo dijo:

—Alan. Wallace, ¿dónde está Alan?

Wallace miró la puerta del techo.

—Ha cruzado.

Hugo estaba desconcertado.

—¿Qué? ¿Por su cuenta? ¿Cómo?

Wallace negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero se ha ido. Encontró el camino y se fue.

Hugo lo miró fijamente.

—Yo no... ¿estás bien?

Wallace sonrió, pero su peso era grande.

—Por supuesto.

***

De vuelta a la planta baja, Harvey dijo:

—Creo que me he perdido por un momento. Discúlpame,


¿quieres? Necesito ir a casa. Tengo un terrible dolor de
cabeza. —Estaba pálido mientras caminaba hacia la puerta
—. Mantén este lugar en orden, Hugo. No te gustará lo que
pasará si no lo haces.

Atravesó la puerta, cerrándola silenciosamente tras él.


—¿Qué demonios? —Mei murmuró—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé —dijo Nelson, frotándose la frente con las manos


—. Me siento como si acabara de despertarme. ¿No es
extraño?

Hugo no dijo nada. Su mirada no abandonó a Wallace.

Y Wallace apartó la suya.

***

Siete días.

¿Qué es lo que haría con el tiempo que le quedaba?

Wallace reflexionó sobre esto mientras salía el sol del primer


día.

No lo sabía.

Nunca se había sentido más perdido en su vida.

***

Wallace sabía que el dolor tenía el poder de consumir, de


carcomer hasta que no quedaban más que huesos huecos.
La forma de la persona seguía siendo la misma, aunque las
mejillas se volvieran pálidas y se formaran ojeras. Huecos y
en carne viva, seguían siendo reconocibles como humanos.
Se producía en etapas, algunas más pequeñas que otras,
pero innegables.

Éstas fueron las etapas de Wallace Price:

En el primero de los días que le quedaban, estuvo en


negación.
La tienda abrió como siempre, bien temprano. Los
panecillos y las magdalenas colocados en la vitrina, con un
aroma cálido y espeso. El té se preparaba y asentaba, se
vertía en tazas y se sorbía lentamente. La gente se reía. La
gente sonreía. Se abrazaban unos a otros como si no se
hubieran visto en años, palmeando espaldas y agarrando
hombros.

Los observó a todos a través de los ojos de buey de la


cocina, agobiado por la certeza de que podían abandonar
este lugar cuando lo desearan. La amargura que sintió fue
sorprendente, tirando del fondo de su mente. La mantuvo
en su sitio, sin permitir que rugiera hacia delante por mucho
que lo deseara.

—No es real —murmuró para sí mismo—. Nada de esto es


real.

—¿Qué?

Miró por encima del hombro. Mei estaba de pie junto al


fregadero, con una mirada de preocupación en su rostro.
Negó con la cabeza.

—Nada.

Ella no le creyó.

—¿Qué pasa?

Él se rió con ganas.

—Nada en absoluto. Estoy muerto. ¿Qué podría estar mal?

Ella dudó.

—¿Pasó algo? ¿Con Alan, o...?


—Ya te lo he dicho. Atravesó la puerta. No sé cómo. No sé
por qué. Ni siquiera sé cómo llegó allí. Pero se ha ido.

—Eso dijiste. Yo sólo... —Ella sacudió la cabeza—. Sabes que


puedes hablar con nosotros, ¿verdad? Cualquier cosa que
necesites.

La dejó en la cocina y salió por la puerta trasera.

Caminó entre las plantas de té, arrastrando los dedos por


las hojas.

***

La primera noche fue de ira.

Oh, pero estaba enfadado.

Enfadado con Nelson. Con Apollo. Estaban rondando. Nelson


levantó las manos mientras Apollo metía el rabo entre las
piernas.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nelson.

—No es asunto tuyo —gruñó Wallace—. Déjame en paz por


un maldito segundo.

Nelson estaba dolido, con los hombros rígidos mientras


tiraba de Apollo.

—Deberías ver a un médico.

Wallace parpadeó.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Para que te quiten ese palo que tienes en el culo.


Antes de que pudiera replicar, Hugo estaba frente a él, con
el ceño fruncido.

—Fuera.

Wallace lo fulminó con la mirada.

—No quiero salir.

—Ahora. —Se dio la vuelta y se dirigió al pasillo, sin mirar


atrás para ver si Wallace le seguía.

Pensó en quedarse donde estaba.

Al final, no lo hizo.

Hugo se quedó en la cubierta, con la cara vuelta hacia el


cielo.

—¿Qué quieres? —Wallace refunfuñó, permaneciendo cerca


de la puerta.

—Grita —dijo Hugo—. Quiero que grites.

Eso sobresaltó a Wallace.

—¿Qué?

Hugo no le miró.

—Grita. Grita. Con rabia. Tan fuerte como puedas. Sácalo


todo. Ayudará. Confía en mí. Cuanto más tiempo
permanezca en ti, más te envenenarás. Es mejor sacarlo
mientras puedas.

—No voy a gritar...


Hugo aspiró profundamente y gritó. Fue profundo, el sonido
de él rodó por el bosque que los rodeaba. Era como si todos
los árboles estuvieran gritando. Su voz se quebró cerca del
final, y cuando su voz se apagó, su pecho se agitó. Se limpió
la saliva de los labios con el dorso de la mano.

—Tu turno.

—Eso fue una estupidez.

—¿Confías en mí?

Wallace se hundió.

—Sabes que sí.

—Entonces hazlo. No sé qué ha pasado para provocar esta


recaída, pero no me gusta.

—Y crees que gritando en la nada me sentiré mejor.

Hugo se encogió de hombros.

—¿Qué daño puede hacer?

Wallace suspiró antes de unirse a Hugo en la barandilla.


Sintió sus ojos sobre él mientras miraba hacia las estrellas.
Nunca se había sentido más pequeño que en ese momento.
Le dolía más de lo que le importaba admitir.

—Hazlo —dijo Hugo en voz baja—. Deja que te escuche.

Se preguntó cuándo se había cruzado el umbral en el que


no podía negarle nada a Hugo.

Así que gritó tan fuerte como pudo.


Puso todo lo que tenía. Sus padres, diciéndole que era una
vergüenza. Su madre, dando sus últimos suspiros, su padre
junto a él, aunque se sentía como un extraño. Cuando murió
dos años después, Wallace no derramó ni una lágrima. Se
dijo a sí mismo que ya había llorado lo suficiente por ellos.

Y por Naomi. La había amado. Realmente lo había hecho. No


había sido suficiente, y ella no se merecía en lo que él se
había convertido. Pensó en los últimos días buenos que
tuvieron, cuando casi pudo convencerse de que lo harían
funcionar. Había sido una tontería pensar así. El toque de
muerte ya había sonado, simplemente lo habían ignorado
durante todo el tiempo que habían podido con la esperanza
de que no fuera el final. Se fueron a la costa, los dos solos,
un par de días lejos de todo. Se tomaron de la mano durante
el trayecto, y fue casi como antes. Se rieron. Cantaron con
la radio. Él había alquilado un coche de dos plazas, y el
viento les azotó el pelo, mientras el sol brillaba. No hablaron
de trabajo, ni de hijos, ni de dinero, ni de discusiones
pasadas. En el fondo, él sabía que ésta era la última
oportunidad.

No había sido suficiente.

Habían pasado un solo día antes de volver a pelearse. Las


heridas que creía cicatrizadas se reabrieron y volvieron a
sangrar.

El viaje de vuelta en coche fue silencioso, con los brazos


cruzados a la defensiva. Él ignoró la lágrima que resbalaba
por su mejilla desde debajo de las gafas de sol.

Una semana más tarde, ella le entregó los papeles del


divorcio. Él no se opuso. Era más fácil así. Ella estaría mejor.
Era lo que ambos querían.
Se ahogó, sin saber que se había deslizado bajo la
superficie.

Y por eso, en este momento, gritó tan fuerte como pudo.


Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y casi pudo
convencerse de que eran producto del esfuerzo. La saliva
salió de su boca. Le dolía la garganta.

Cuando no pudo gritar más, puso la cara entre las manos,


con los hombros temblando.

Hugo dijo:

—Así es la vida, Wallace. Incluso cuando estás muerto, sigue


siendo vida. Tú existes. Eres real. Eres fuerte y valiente, y
me alegro mucho de conocerte. Ahora, cuéntame lo que
pasó con Alan. Todo. No dejes nada fuera.

Wallace le contó todo.

***

La tercera etapa del duelo era la negociación, y también


llegó la primera noche.

Pero no fue Wallace quien negoció.

Fue Hugo.

Negoció gritando, exigiendo que el Gerente se presentara


para explicar qué demonios había querido decir. Mei se
quedó sin palabras. No había dicho ni una palabra desde
que Hugo les había contado la verdad a ella y a Nelson.
Nelson seguía con la boca abierta, con las manos apretadas
alrededor de su bastón.
—Te estoy llamando —dijo Hugo mientras se paseaba por la
sala principal de la casa de té, mirando al techo—. Necesito
hablar contigo. Sé que estás ahí. Siempre estás ahí. Me
debes esto. Nunca pido nada, pero en este momento te pido
que estés aquí. Te escucharé. Te juro que te escucharé.

Apollo le siguió, de un lado a otro, de un lado a otro, con las


orejas atentas mientras escuchaba a su dueño enfadarse
más.

Wallace intentó detener a Hugo, intentó decirle que estaba


bien, que estaba bien, que siempre había sabido que
llegaría a esto.

—Esto no es para siempre —dijo—. Tú lo sabes. Me lo has


dicho. Es una parada, Hugo. Una parada en un viaje.

Pero Hugo no escuchó.

—¡Gerente! —gritó—. ¡Muéstrate!

El Gerente no vino.

Cuando el reloj se acercaba a la medianoche, Mei convenció


a Hugo de que necesitaba dormir. Él discutió amargamente,
pero al final, accedió.

—Lo resolveremos mañana —le dijo a Wallace—. Pensaré en


algo. No sé qué, pero lo pensaré. No vas a ir a ninguna parte
si no quieres.

Wallace asintió.

—Vete a la cama. Que el día empieza pronto.

Hugo negó con la cabeza. Murmurando en voz baja, subió


las escaleras, Apollo le siguió.
Mei esperó a que la puerta se cerrara sobre ellos antes de
volverse hacia Wallace.

—Hará lo que pueda —dijo en voz baja.

—Lo sé —dijo Wallace—. Pero no sé si debería hacerlo.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Qué?

Suspiró mientras miraba hacia otro lado.

—Tiene un trabajo que hacer. Nada es más importante que


eso. No puede tirarlo por la borda por mi culpa.

—No está tirando nada por la borda —dijo ella bruscamente


—. Está luchando para darte el tiempo que te mereces, para
que elijas tú mismo cuándo estes preparado. ¿No lo ves?

—¿Acaso importa?

—¿Qué demonios se supone que significa eso?

—Estoy muerto —dijo—. No hay vuelta atrás de eso. Un río


sólo se mueve en una dirección.

—Pero...

—Es lo que es. Todos ustedes me lo han enseñado. No


escuché al principio, pero aprendí. Y me hizo mejor gracias
a ello. ¿No es ese el punto?

Ella lloriqueó.

—Oh, Wallace. Ahora es más que eso.


—Tal vez —dijo él—. Tal vez si las cosas fueran diferentes,
nosotros... —No pudo terminar—. Todavía queda tiempo. Lo
mejor que puedo hacer es aprovecharlo al máximo.

Poco después, ella se fue a la cama.

El reloj marcaba, marcaba y marcaba los segundos, los


minutos y las horas.

Nelson dijo:

—Me alegro de que estés aquí.

Wallace levantó la cabeza.

—¿Qué?

Nelson sonrió con tristeza.

—Cuando llegaste por primera vez, pensé que eras un


visitante más. Te quedarías un tiempo y luego verías la luz.
—Se rió—. Perdona la expresión. Es un cliché, lo sé. Hugo
haría lo que hace, y tú seguirías adelante sin problemas,
aunque te empeñaras en no hacerlo. Serías como todos los
que te antecedieron.

—Lo soy.

—Tal vez —admitió Nelson—. Pero eso no quita lo que has


hecho en tu tiempo aquí. El trabajo que has hecho para
convertirte en una mejor persona. —Se acercó a Wallace,
colocando el bastón contra la mesa en la que él se apoyaba.
Wallace no se inmutó cuando Nelson levantó la mano y se la
acercó a la cara. Sus manos estaban calientes—.
Enorgullécete de lo que has logrado, Wallace. Te has ganado
ese derecho.
—Tengo miedo —susurró Wallace—. No quiero sentirlo, pero
lo tengo.

—Sé que lo tienes —dijo Nelson—. Yo también lo tengo. Pero


mientras estemos juntos, podremos ayudarnos mutuamente
hasta el final. Nuestra fuerza será tu fuerza. No te
cargaremos porque no nos necesitas. Pero estaremos a tu
lado. —Entonces—: ¿Puedo preguntarte algo?

Wallace asintió mientras Nelson dejaba caer sus manos.

—Si las cosas fueran diferentes, y tú aún estuvieras... aquí.


No sé cómo. Digamos que hiciste un viaje por tu cuenta, y
terminaste en nuestra pequeña ciudad. Encontraste el
camino a esta casa de té, y Hugo era como es él, y tú fueras
como tú. ¿Qué harías?

Wallace se rió húmedamente.

—Probablemente haría un desastre.

—Por supuesto que lo harías. Pero eso es lo bonito, ¿no


crees? La vida es desordenada y terrible y maravillosa, todo
al mismo tiempo. ¿Qué harías si Hugo estuviera ante ti y no
hubiera nada que te detuviera? La vida o la muerte o
cualquier otra cosa. ¿Qué harías?

Wallace cerró los ojos.

—Todo.

***

La depresión llegó a la segunda mañana, aunque fue breve.


Wallace se permitió la tristeza que se agitaba en su interior,
recordando cómo Hugo le había dicho que el dolor no era
sólo para los vivos. Estaba en la terraza trasera, mirando el
amanecer. Podía oír a Hugo y a Mei moviéndose en la
cocina. Hugo había querido cerrar la tienda por hoy, pero
Wallace le dijo que siguiera como siempre. Tenía a Mei de su
lado y Hugo finalmente cedió, aunque no estaba contento
con ello.

La luz del sol se filtraba entre los árboles, derritiendo la fina


capa de escarcha del suelo. Se agarró a la barandilla
mientras la luz se extendía hacia él. Primero le tocó las
manos. Luego las muñecas, los brazos y finalmente la cara.
Le calentó. Le calmó. Esperaba que, dondequiera que fuera,
siguieran existiendo el sol, la luna y las estrellas. Había
pasado la mayor parte de su vida con la cabeza hacia abajo.
Parecía justo que la eternidad le permitiera levantar el
rostro hacia el cielo.

La tristeza retrocedió, aunque no se fue del todo. Todavía


burbujeaba bajo la superficie, pero ahora flotaba sobre ella.
Sabía que se trataba de una pena diferente, pero que
seguía siendo suya.

Lo aceptó.

¿Qué haría con el tiempo que le quedaba?

Y entonces lo supo.

***

—¿Perdiste la maldita cabeza? —le espetó Mei. Se quedó de


pie en la cocina, mirándole como si Wallace fuera la persona
más estúpida que jamás hubiera visto. Hugo atendía la caja
registradora, la tienda estaba ocupada.

Se encogió de hombros.

—¿Probablemente? Pero creo que es lo correcto.


Ella levantó las manos.

—Nada que involucre a Desdemona Tripplethorne es lo


correcto. Es una persona terrible, y cuando finalmente
muerda el polvo, voy a...

—¿Ayudarla como has ayudado a todos los demás si te la


asignan a ti?

Mei se desinfló.

—Por supuesto que lo haré. Pero hombre, no me gustará. Y


no puedes obligarme.

—Ni se me ocurriría. Sé que no te gusta, Mei. Y tienes muy


buenas razones para no hacerlo. Pero dijiste que Nancy
confía en ella, por la razón que sea. Si viniera de ti o de
Hugo, ella podría no escuchar. Al menos con Desdemona,
tendríamos una oportunidad. Y si lo que tengo en mente
funciona, ella no estará aquí mucho tiempo. —Sacudió la
cabeza—. Sin embargo, no lo haré sin tu aprobación.

—¿Por qué?

Ella realmente iba a hacer que lo dijera, ¿no es así?

—Porque tú importas.

Ella se sobresaltó, una lenta sonrisa floreciendo en su rostro.

—¿Soy importante?

Él gimió.

—Cállate.

Ella apartó la mirada, aunque él pudo notar que estaba


complacida.
—Hugo no va a estar contento con esto.

—Lo sé. Pero el objetivo de todo esto es ayudar a todas las


personas que puedas, ¿no? Y Nancy necesita ayuda, Mei.
Está atascada, y eso la está matando. Tal vez no funcione, y
no mejorará nada. ¿Pero qué pasa si lo hace? ¿No le
debemos el intentarlo?

Mei se limpió los ojos.

—Creo que me gustabas más cuando eras un imbécil.

Él se rió.

—Tú también me gustas, Mei.

La rodeó con sus brazos cuando se abalanzó sobre él,


abrazándola.

***

—No —dijo Hugo.

—Pero...

—No.

—Te lo dije —murmuró Mei mientras se abría paso a través


de las puertas dobles—. Vigilaré la caja registradora.

—Ella necesita esto, Hugo —dijo Wallace mientras las


puertas se cerraban—. Algo, cualquier cosa que le
demuestre que no todo está perdido, aunque pueda
parecerlo.

—Ella es frágil —dijo Hugo—. Se puede romper. Si saliera


mal, no quiero pensar lo que le haría.
—Le debemos un intento —dijo Wallace. Levantó la mano
cuando Hugo empezó a replicar—. No sólo tú, Hugo. Todos
nosotros. Lo que les pasó a ella y a Lea no es culpa tuya. Sé
qué crees que lo es, y sé que piensas que deberías haber
hecho más, pero lo que hizo el otro Segador es culpa suya,
no tuya. Aun así, es pesada. La pena. Tú lo sabes mejor que
nadie. Te aplastará si se lo permites. Y ella está siendo
aplastada. Si yo estuviera donde ella está ahora, esperaría
que alguien hiciera lo mismo por mí. ¿No lo harías tú?

—Puede que ni siquiera esté de acuerdo —murmuró Hugo,


negándose a mirar a Wallace. Tenía el ceño fruncido, los ojos
entrecerrados y los hombros encorvados—. No pasó nada la
primera vez.

—Lo sé —dijo Wallace—. Pero esta vez va a ser diferente.


Conociste a Lea, al menos durante un tiempo. Hablaste con
ella. Te preocupaste por ella.

Wallace pensó que Hugo seguiría negándose. En cambio,


dijo:

—¿Qué vamos a hacer?

***

A la tercera noche, Hugo cambió el cartel del ventanal por el


de CERRADO POR EVENTO PRIVADO.

—¿Estás seguro de esto? —susurró Nelson, viendo a su nieto


moverse por la casa de té, preparándose para sus invitados.

—Todo lo seguro que puedo estar —le susurró Wallace.

—Un asunto delicado requiere manos delicadas.

—¿No crees que podamos hacerlo?


—No me refería a eso. Eres brusco y cortante, pero has
aprendido un poco de tolerancia, Wallace. Bondad y
tolerancia.

—Gracias a ti —dijo Wallace—. A ti, a Mei y a Hugo.

Nelson le sonrió.

—¿Eso crees?

Lo hacía.

—Ojalá...

Pero lo que Wallace deseaba se quedó dentro de él mientras


las luces llenaban las ventanas.

—Están aquí —dijo Mei mientras Hugo volvía a la cocina—.


¿Lo dices en serio?

—Como un ataque al corazón —dijo Wallace, Nelson riendo


a su lado.

Oyó cómo se abrían y cerraban las puertas de los coches y


cómo Desdemona hablaba en voz alta, aunque no pudo
distinguir las palabras. Sabía con quién estaba hablando. Si
habían hecho lo que Hugo les había pedido, habían
conducido por separado. Era ahora o nunca.

El Hombre Encorvado abrió la puerta. Desdemona entró


primero, con la cabeza alta, vestida tan ridículamente como
antes. Su imponente sombrero era negro y estaba cubierto
de encaje; su pelo rojo y encrespado estaba recogido en una
gruesa trenza que colgaba sobre un hombro. Su vestido era
de rayas blancas y negras, con el dobladillo justo por debajo
de las rodillas. Sus piernas estaban enfundadas en medias
rojas y sus botas parecían recién lustradas.
—Sí —dijo mientras entraba en la casa de té quitándose los
guantes—. Puedo sentirlo. Es como la última vez. Los
espíritus están activos. —Giró la cabeza lentamente,
observando la habitación. Su mirada se deslizó sobre Nelson
y Wallace sin detenerse—. Creo que vamos a llegar a alguna
parte. Mei, qué alegría ver que sigues... viva.

Mei la fulminó con la mirada.

—Robar tumbas es ilegal.

Desdemona parpadeó.

—¿Perdón?

—Sea cual sea la tumba que profanaste para conseguir ese


vestido...

Nancy apareció en la puerta. El Hombre Encorvado y el


Hombre Delgado se agolparon detrás de ella, como si
prefirieran estar en cualquier otro lugar. Nancy agarraba con
fuerza la correa de su bolso, su expresión era apretada, su
respiración ligera y rápida. Parecía agotada, pero con una
determinación que Wallace no había visto antes. Entró en la
casa de té lentamente, mordiéndose el labio como si
estuviera nerviosa.

Hugo entró por la puerta, con una bandeja de té en las


manos.

—Hugo —dijo Desdemona, mirándolo de arriba abajo—. Me


sorprendió recibir tu invitación, sobre todo después de que
me devolvieras mi ouija sin ni siquiera una nota adjunta al
correo. Ya es hora de que empieces a apreciar mi trabajo.
Hay más cosas en este mundo de las que podemos ver. Es
alentador saber que empiezas a entenderlo.
—Desdemona —dijo Hugo a modo de saludo, dejando la
bandeja sobre la mesa—. Te tomo la palabra. —Se volvió
hacia Nancy—. Gracias por venir. Sé que es un poco más
tarde que cuando normalmente estás aquí, pero sólo quiero
ayudar.

Nancy miró la bandeja de té antes de volver a mirar a Hugo.

—Eso dices. —Su voz era áspera y cascajosa, como si no


estuviera acostumbrada a hablar. A Wallace le dolía el
sonido—. Desdemona dijo que nos habías invitado aquí.

—Lo hice —dijo Hugo—. No puedo prometer que salga nada


de esto. Y aunque no sea así, quiero que sepas que siempre
eres bienvenida. Para lo que necesites.

Ella asintió con fuerza pero no respondió.

El Hombre Encorvado y el Hombre Delgado empezaron a


prepararse. El Hombre Delgado sacó una cámara, un
modelo más nuevo ya que la última se había roto. La colocó
en el trípode, apuntando hacia donde estaría sentada
Desdemona. Hombre Encorvado sacó el mismo aparato que
había tenido antes, y lo encendió. Chilló casi de inmediato,
con las luces parpadeando intensamente. Frunció el ceño y
lo golpeó contra su mano antes de negar con la cabeza—. Ni
siquiera sé por qué utilizo esta estupidez —murmuró antes
de agitarla por la habitación.

El Hombre Delgado sacó el tablero de la ouija de su bolso y


lo puso sobre la mesa junto con una nueva plancheta. La
última se había quemado en la chimenea, convirtiéndose en
nada más que cenizas y humo gracias a Wallace. Junto al
tablero de la ouija, dejó la pluma y las hojas de papel
sueltas.

Desdemona acercó una silla a Nancy.


—Siéntate aquí, querida. Así seguirás en cuadro pero no me
bloquearás.

—Vaya —murmuró Nelson mientras Mei se burlaba.

Nancy hizo lo que le pidieron, sujetando su bolso en el


regazo. No miró a ninguno de ellos, rechazando en silencio
la oferta de té de Hugo mientras Desdemona tomaba
asiento a su lado.

Desdemona le sonrió.

—Sé que no nos pusimos en contacto la última vez que


estuvimos aquí. Pero eso no significa que no vaya a ocurrir
ahora. Cuando vinimos hace un par de semanas, los
espíritus estaban... activos. No creo que ninguno de ellos
fuera Lea, pero tú no estabas con nosotros entonces.
Ayudará tenerte aquí para concentrarte. Tengo la sensación
de que hoy te traerá las respuestas que buscas. —Se acercó
y tocó el codo de Nancy—. Si necesitas un descanso, o
quieres parar del todo, dilo.

Nancy asintió. Miró el tablero de la Ouija.

—¿Crees que esta vez conseguiremos algo?

—Eso espero —dijo Desdemona—. Ya sea a través del


tablero o de la escritura automática. Pero si no lo
conseguimos, lo volveremos a intentar. Te acuerdas de lo
que hay que hacer, ¿verdad? Dirige tus preguntas hacia mí,
manteniéndolas con respuestas de sí o no si puedes.
Preguntaré lo que quieras, y si todo va bien, la energía del
espíritu pasará por mí. Sé paciente, sobre todo si otro
espíritu intenta hablar primero.

—De acuerdo —susurró Nancy mientras moqueaba.


Desdemona miró a El Hombre Delgado.

—¿Está todo listo?

—Como siempre —murmuró El Hombre Delgado mientras


pulsaba un botón de la cámara. Sonó un pitido y una luz roja
empezó a parpadear. Sacó un bloc de papel y un bolígrafo
de su bolso. Miró a su alrededor con nerviosismo, como si
recordara la última vez que estuvieron aquí y el caos que se
produjo.

—Y como ya hemos hablado —dijo Desdemona a Nancy—


no vamos a transmitir en directo a petición suya.
Publicaremos el vídeo más tarde, pero sólo después de que
hayas visto la versión editada y estés de acuerdo con ella.
Todo lo que no quieras que se muestre, lo mantendremos
para nosotros.

Nancy agarró su bolso con más fuerza.

—¿Tienes alguna pregunta antes de empezar? Si es así, no


hay problema. Puedes preguntarme lo que quieras. No
empezaré hasta que estés lista.

Sacudió la cabeza.

Desdemona movió los hombros, inspirando por la nariz y


expirando por la boca. Hizo crujir los nudillos antes de posar
las manos sobre la plancheta en el centro del tablero de la
ouija.

—¡Espíritus! Les ordeno que hablen conmigo. Sé que están


ahí. Esto nos permitirá comunicarnos entre nosotros. ¿Lo
entienden? No hay nada que temer. No estamos aquí para
hacerte daño. Si prefieres la pluma, hazme una señal.

La plancheta no se movió. Tampoco el bolígrafo.


—Está bien —le dijo Desdemona a Nancy—. Lleva un poco
de tiempo. —Volvió a levantar la voz—. Estoy aquí con
Nancy Donovan. Ella cree que el espíritu de su hija, Lea
Donovan, reside en este lugar, por razones que aún no
tengo muy claras, pero no importa. Si Lea Donovan está
aquí, necesitamos saber de ella. Si hay otros espíritus, les
pedimos que se aparten y permitan a Lea su momento para
decir lo que debe.

—¿Están seguros de esto? —preguntó Nelson en voz baja.

—Sí —dijo Wallace—. Esperamos.

Durante la siguiente hora, Desdemona intentó todo tipo de


preguntas, algunas dulces y persuasivas, otras más
contundentes y exigentes. Nada cambió. La plancheta
permaneció inmóvil.

Desdemona se frustró, El Hombre Delgado disimuló un


bostezo con el dorso de la mano mientras el Hombre
Encorvado llevaba la caja de espíritus por la habitación, la
máquina en silencio.

Finalmente, Desdemona se sentó en su silla con un suspiro.

—Lo siento —murmuró, mirando al tablero de la ouija—.


Realmente pensé que pasaría algo. —Forzó una sonrisa—.
No siempre funciona. Los espíritus pueden ser algo
inconstante. Sólo hacen lo que quieren cuando quieren.

Nancy asintió, aunque Wallace pudo ver lo dolida que


estaba por ello. Le dolía el sufrimiento que irradiaba de ella,
rogándole en silencio que aguantara sólo un poco más.

Nancy no se movió mientras El Hombre Delgado y el


Hombre Encorvado guardaban la ouija y la cámara.
Desdemona habló en voz baja con Nancy, cogiéndole las
manos, diciéndole que no podía rendirse, que lo volverían a
intentar en cuanto pudieran.

—Dale tiempo —le dijo en voz baja—. Lo resolveremos.

Nancy asintió, con una expresión floja e inexpresiva.

Se levantó de la silla mientras los demás se dirigían a la


puerta, sujetando su bolso contra el pecho como un escudo.
El Hombre Delgado y el Hombre Encorvado se fueron sin
mirar atrás. Desdemona se detuvo en la puerta, mirando a
Hugo.

—Sabes que hay algo aquí.

Hugo no respondió.

—Ven, querida —le dijo Desdemona a Nancy—. Puedes


seguirnos hasta el pueblo, así sabremos que estás a salvo.

Mei ladeó la cabeza como si estuviera confundida, mirando


de un lado a otro a Desdemona y Nancy.

Hugo se aclaró la garganta.

—Me gustaría hablar con Nancy en privado, si ella lo


permite.

Desdemona entrecerró los ojos.

—Todo lo que quieras decirle, puedes decírselo conmigo


presente.

—Si eso es lo que ella quiere —dijo Hugo—. Si no quiere


compartir lo que le digo, entonces también está bien.

—¿Nancy? —preguntó Desdemona.


Nancy estudió a Hugo antes de asentir.

—Está... está bien. Ve. No tardaré mucho.

Desdemona dudó, como si fuera a discutir. En lugar de eso,


suspiró.

—Está bien. Si estás segura.

—Lo estoy —dijo Nancy.

Desdemona le apretó el hombro y salió de la casa de té.

Se hizo el silencio, todos esperaron hasta que el sonido de


un coche se puso en marcha, con el motor retumbando. Se
desvaneció, y el reloj hizo tic-tac, tic-tac.

—¿Y bien? —preguntó Nancy, con la voz temblorosa—. ¿Qué


quieres?

Hugo respiró profundamente, dejándolo salir lentamente.

—Tu hija no está aquí.

Nancy retrocedió como si la hubieran abofeteado. Las


lágrimas de rabia llenaron sus ojos.

—¿Qué?

—Ella no está aquí —dijo Hugo con suavidad—. Se ha ido a


un lugar mejor. Un lugar donde nada puede volver a hacerle
daño.

—¿Cómo te atreves? —susurró Nancy—. ¿Qué demonios te


pasa? —Dio un paso atrás hacia la puerta. —Pensé que... —
Sacudió la cabeza con furia—. No voy a quedarme aquí y
dejar que seas tan cruel. No puedo. —Se le encogió el pecho
—. No lo haré. —Con una última mirada, se volvió hacia la
puerta.

Agarró el pomo de la puerta y Wallace supo que era ahora o


nunca. Alan, el asustado y condenado Alan, le había
mostrado el camino. Nancy ardía como el fuego, su dolor
era un combustible interminable. Fuera lo que fuera, como
Mei o algo más, le había oído cuando Alan había gritado su
nombre.

Por eso Wallace gritó:

—¡Nancy!

Ella se congeló, la espalda rígida, los hombros encorvados


cerca de las orejas.

—¡Nancy!

Se giró lentamente, con las lágrimas derramándose por las


mejillas.

—¿Has... has oído eso?

—Sí —dijo Hugo. Levantó las manos como si estuviera


calmando a un animal asustado—. Y te prometo que no hay
nada que temer.

Soltó una carcajada, húmeda y áspera.

—No puedes decirme lo que...

Jadeó cuando Wallace agarró una silla y la levantó del suelo.


La sangre se le escurrió de la cara y la mano se le fue a la
garganta. Wallace no le acercó la silla, no queriendo
asustarla más de lo que ya estaba.
En su lugar, llevó la silla detrás del mostrador hacia la
pizarra.

—Cuidado, Wallace —advirtió Nelson—. No le des más cosas


de las que está preparada.

—Lo sé —dijo Wallace con los dientes apretados, apartando


a Apollo de su camino mientras saltaba a su alrededor,
tratando de entender por qué Wallace llevaba una silla.
Parecía querer ayudar, mordiendo una de las patas antes de
distraerse con su cola.

Wallace dejó la silla en el suelo antes de mirar hacia atrás.


Nancy no se había movido, boquiabierta al ver una silla
flotando en el aire. Gruñó mientras se subía a la silla.

—Perdona por esto —murmuró antes de pasar la mano por


la pizarra. Las palabras: especiales, precios, todo alrededor
de la cita sobre el té y la familia, se mancharon de blanco.

—Dios mío —susurró Nancy—. ¿Qué es esto? ¿Qué está


pasando?

Wallace levantó un trozo de tiza de la base de la pizarra.


Escribió una palabra.

GORRIÓN.

Nancy dejó escapar un sollozo estrangulado antes de


precipitarse hacia delante.

—¿Lea? Dios mío, ¿Lea?

Debajo de GORRIÓN, Wallace escribió: NO. TU HIJA NO. NO


AQUÍ. OJALÁ ESTUVIERA. ELLA HA PASADO A UN LUGAR
MEJOR.
—¿Esto es una broma? —preguntó Nancy, con la voz gruesa
y los ojos húmedos—. ¿Cómo demonios sabías lo del
gorrión? Fue... fuera de su habitación del hospital.
Siempre... ¿quién eres tú?

Wallace borró las palabras antes de volver a escribir, con la


tiza raspando la pizarra.

HE MUERTO. HUGO ME ESTÁ CUIDANDO.

—¿Por qué me hablas, entonces? —preguntó Nancy,


limpiándose la cara con rabia—. No eres quien quiero.

LO SÉ. PERO ESPERO QUE AL ESCUCHARME, ENTIENDAS


QUE HAY ALGO MÁS ALLÁ DE LO QUE CONOCES.

—¿Cómo voy a creerte? —Nancy gritó—. Para. Deja de jugar


conmigo. Me duele. ¿No lo ves? Duele mucho. —Su voz se
quebró.

EL ÁRBOL DE LOS REGALOS.

Nancy se estremeció.

—¿Qué?

—Hugo —susurró Wallace—. Yo... no puedo. Es demasiado.


Ahora depende de ti. —Dejó caer la tiza al suelo. Se hizo
añicos. Estuvo a punto de caerse de la silla, pero Nelson
estaba allí, agarrando sus piernas, evitando que se
desplomara. Se sentó bruscamente, con las fuerzas
agotadas.

—No —susurró Nancy, dando un paso adelante


tartamudeando—. No, no, vuelve. Vuelve.

—Nancy —dijo el barquero.


Nancy se volvió, blanca como un hueso.

—Era su libro favorito —dijo Hugo en voz baja, y Wallace se


sentó erguido, con Nelson agarrando su mano con fuerza.
Apollo se sentó junto a ellos, moviendo la cola de un lado a
otro. Mei estaba pálida, con la mano en la garganta—. Le
encantaban las voces que hacías cuando se lo leías. Aunque
aprendió a leer sola, siempre quería que se lo leyeras tú.
Había algo en tu voz, algo cálido y hermoso que ella
siempre quería escuchar.

—Eso no lo puedes saber —dijo ella con voz ronca—. Éramos


sólo ella y yo. Lo nuestro. —Sonaba como si se estuviera
ahogando.

—Ella me lo dijo —dijo Hugo—. Estaba tan feliz cuando lo


hizo. Hablaba de recoger manzanas en otoño, y de la forma
en que te reías cuando comía más de lo que recogía.

Nancy se tapó la boca con la mano.

Hugo dio un paso hacia ella, lento y deliberado.

—También estaba triste, porque te extrañaba. —Su voz se


quebró, pero se esforzó—. Su cuerpo estaba cansado. Luchó
todo lo que pudo, pero fue demasiado para ella. Fue
valiente por ti. Para ti. Le enseñaste la alegría, el amor y el
fuego. Fuiste al zoológico porque ella quería ver osos
polares. La llevaste al museo porque quería tocar huesos de
dinosaurio. Bailaste en el salón de tu casa. La música estaba
muy alta y ustedes bailaban. Una vez, ella tiró un jarrón. Le
dijiste que sólo era un pequeño detalle y que no había
necesidad de enfadarse cuando se podía reemplazar.

Nancy comenzó a sollozar. Se arrastró desde su pecho, el


monstruo de la pena, tratando de arrastrarla a las
profundidades.
—Lucha —susurró Wallace—. Oh, por favor, lucha.

—Ella te quería —continuó Hugo— y te sigue queriendo. No


importa lo que venga, eso nunca cambiará. Un día, la
volverás a ver. Un día, mirarás su rostro. No habrá más
dolor. No habrá más tristeza. Conocerás la paz porque
estarán juntas. Pero ese día no será hoy.

—¿Por qué? —Dijo Nancy, y fue algo tan desesperado que


Wallace agachó la cabeza—. ¿Por qué no puedo tenerla?
¿Por qué tiene que doler tanto? ¿Por qué no puedo respirar?

Hugo se detuvo frente a ella. Dudó antes de tocar el dorso


de su mano brevemente. Nancy no intentó apartarse.

—Ella no se ha ido. En realidad, no. Sólo... ha avanzado.

—¿Quién eres tú? —susurró ella.

—Alguien que se preocupa —respondió Hugo—. Yo... te


mentí. Antes. Cuando llegaste aquí por primera vez. Y por
eso, estoy más apenado de lo que podrías saber. No quise
herirte. No quise hacerte sentir peor. Ayudo a la gente.
Como a ella. Les ayudo a cruzar. Y nosotros... —Tragó
grueso—. Y yo-nosotros lo hicimos. Le mostramos el camino
a seguir. Las vidas no terminan. Siguen adelante. —Hizo una
pausa—. ¿Recuerdas lo último que le dijiste?

Nancy se desinfló, acurrucándose sobre sí misma.

—Sí.

—Le dijiste que se fuera. Ve a donde tengas que ir. Al centro


de la tierra. A las estrellas. A la...

—A la luna para ver si está hecha de queso —susurró ella.


Hugo sonrió.

—La enfermedad ha desaparecido.

Nancy miró la pizarra, la mancha de palabras, antes de


volverse hacia Hugo.

—¿Has hecho esto?

Él negó con la cabeza.

—No fui yo. Pero fue alguien muy importante para mí. Y
puedes creer cada una de las palabras escritas.

Ella lo observó durante mucho tiempo.

—Estaré aquí. Cuando estés lista, estaré aquí. Eso es lo que


me dices siempre.

Él asintió.

—¿Por qué? —preguntó ella mientras temblaba—. ¿Por qué


te importa tanto?

—Porque no sé de qué otra manera ser.

Por un momento, Wallace pensó que sería demasiado para


ella. Que habían presionado demasiado. Se sorprendió
cuando cuadró los hombros. Miró a Mei, que la saludó con
una pequeña sonrisa. Luego, a Hugo:

—Me gustaría una taza de té, si te parece bien.

—De acuerdo —dijo Hugo—. Siempre he pensado que el té


es un buen punto de partida. Y cuando estés lista, si es que
lo estás, sabrás dónde encontrarme. —Señaló con la cabeza
hacia la mesa donde estaba la bandeja de té—. ¿Leche o
azúcar?
—No. Sólo.

Wallace miró cómo Hugo servía el té en dos tazas, una para


ella y otra para él. Le entregó a Nancy una taza antes de
tomar la suya. La observó mientras se llevaba la taza de té
a la cara, inhalando profundamente. Sus manos empezaron
a temblar, aunque no se derramó el té.

—Eso es...

—Pan de jengibre —dijo Hugo—. Su favorito.

Otra lágrima resbaló por la mejilla de Nancy. Bebió


profundamente, con la garganta trabajando mientras
tragaba. Bebió otro sorbo antes de dejar la taza en la
bandeja. Se alejó un paso de Hugo.

—Me gustaría irme ahora. Ya he visto suficiente por hoy.

Mei se apresuró a tomar a Nancy por el codo y guiarla hacia


la puerta. Nancy se detuvo antes de que Mei pudiera abrirla.
Volvió a mirar a Hugo, el color volvía lentamente a su rostro.

—¿Qué eres?

—Soy Hugo —dijo él—. Tengo una casa de té.

—¿Eso es todo?

—No —dijo él.

Nancy parecía que iba a hablar de nuevo, pero sacudió la


cabeza cuando Mei le abrió la puerta. Se apresuró a bajar al
porche, mirando hacia atrás sólo una vez. Un momento
después, las luces de su coche iluminaron la casa de té
mientras retrocedía lentamente, dando la vuelta antes de
alejarse.
Mei cerró la puerta, se giró y se apoyó en ella. Se secó los
ojos mientras lloraba.

Hugo se precipitó hacia Wallace.

—¿Estás bien? —preguntó. Extendió la mano hacia él y se


mostró afectado cuando sus manos lo atravesaron. Wallace
sintió lo mismo—. Tú...

Wallace sonrió débilmente.

—Estoy bien. Es... estoy bien. De verdad. Me costó más de


lo que esperaba. Sin embargo, lo hiciste. Sabía que podías.
¿Crees que ayudó?

Hugo se quedó boquiabierto.

—¿Creo que ayudó?

—Eso es... lo que he preguntado, sí.

Hugo negó con la cabeza.

—Wallace, le dimos esperanza. Ella... tal vez tenga una


oportunidad ahora. —Wallace se sorprendió al ver que los
propios ojos de Hugo estaban húmedos—. Mei. Necesito
que...

—No —dijo Wallace antes de que Mei pudiera moverse—.


Esto no se trataba de mí. Este es tu momento, Hugo. Tú
hiciste esto. —Miró a Mei—. ¿Puedes hacerme un favor?

—Sí —dijo ella—. Sí.

—Necesito que abraces a Hugo por mí. Porque yo no puedo,


y lo deseo más que nada.
Los ojos de Hugo se abrieron cómicamente cuando Mei se
lanzó sobre él, con las piernas rodeando su cintura, con los
brazos alrededor de su cuello. Hugo tardó un segundo, pero
levantó los brazos y la abrazó, con su cara en el cuello y la
de él en el pelo. Apollo ladró excitado, bailando alrededor de
ellos, con la lengua colgando de su boca.

—Lo hicimos, jefe —susurró Mei—. Dios mío, lo hemos


conseguido.

Wallace observó con feroz orgullo cómo Nelson se acercaba


a ellos y, aunque no podía tocarlos, hizo la siguiente mejor
cosa. Se paro junto a su nieto y Mei.

Wallace sonrió y cerró los ojos.


Capítulo 19
Aceptación.

Fue más fácil de lo que Wallace había esperado.

Lo que sea que había sentido antes de conocer al Gerente,


lo que sea a lo que se había resignado, no había sido así.

Tenía la cabeza despejada.

No creía que fuera paz lo que sentía, al menos no todavía.


Seguía teniendo miedo. Por supuesto que lo sentía. Lo
desconocido siempre provocaba miedo. Su vida, lo que hubo
de ella, había sido estrictamente reglamentada. Se
despertaba. Se duchaba. Se vestía. Se bebía dos tazas de
un café terrible. Iba a trabajar. Se reunía con los socios. Se
reunía con los clientes. Iba al juzgado. Nunca le había
gustado la actuación teatral. Sólo los hechos, señora. Se
sentía cómodo frente a un juez. Frente a la oposición. La
mayoría de las veces ganaba. A veces no. Había altibajos,
contratiempos y victorias. El día se acababa cuando volvía a
casa. Comía una cena congelada frente al televisor. Si se
sentía especialmente satisfecho, se tomaba una copa de
vino. Luego entraba en su despacho y trabajaba hasta
medianoche. Cuando terminaba, se daba otra ducha antes
de irse a la cama.

Día tras día tras día.

Era la vida que conocía. La vida con la que se sentía


cómodo, la que había hecho para sí mismo. Incluso después
de que Naomi se fuera y sintiera que todo se desmoronaba,
lo mantuvo todo unido por pura fuerza de voluntad. Era su
pérdida, se dijo a sí mismo. Era su culpa.
Lo había aceptado.

—Eres un hombre blanco —le dijo su asistente en la fiesta


de Navidad de la oficina, con las mejillas sonrojadas por un
exceso de Manhattans[1]—. Fallarás. Siempre lo hacen.

La sorprendió cuando se rió a carcajadas. Él también estaba


un poco borracho. Probablemente nunca lo había visto reír
antes.

Si pudiera verlo ahora.

Aquí, en Charon's Crossing, a falta de tres días para que


volviera el Gerente, Wallace corría por el patio trasero
mientras la noche daba paso al sol naciente, Apollo le
perseguía en una especie de juego de la mancha, ladrando
alegremente. Wallace se preocupó por un momento de
molestar a las plantas de té, pero Apollo y él estaban
muertos. Las plantas no se molestarían si él no quería que
lo hicieran.

—Te tengo —dijo, presionando sus dedos entre las orejas de


Apollo antes de volver a correr.

Se rió cuando Apollo saltó sobre él, golpeando su espalda


con las patas, haciéndole perder el equilibrio. Aterrizó
bruscamente en el suelo y consiguió rodar a tiempo para
que le lamieran la cara de forma espectacular.

—¡Uf! —gritó—. Tu aliento es horrible.

A Apollo no pareció importarle.

Wallace dejó que siguiera unos instantes más antes de


apartar al perro. Apollo se agachó sobre sus patas
delanteras, con las orejas agitadas, dispuesto a jugar de
nuevo.
—¿Has tenido alguna vez un perro? —le preguntó Nelson
desde su posición en la parte trasera de la cubierta.

Wallace negó con la cabeza mientras se levantaba del suelo.

—Demasiado ocupado. Parecía un poco mezquino tener uno,


sólo para estar fuera la mayor parte del día. Especialmente
en la ciudad.

—¿Cuándo eras más joven?

—Mi padre era alérgico. Teníamos un gato, pero era un


idiota.

—Los gatos suelen serlo. Es un buen chico. Me preocupé,


cuando supimos que había llegado su hora. No sabíamos lo
que les pasaba a los perros cuando morían. Se llevan un
pedazo de nuestras almas cuando se van. Pensé... no sabía
lo que le haría a Hugo. —Señaló con la cabeza hacia las
plantas de té—. Hacia el final, Apollo apenas podía caminar.
Hugo tuvo que tomar una decisión difícil. Dejar que se
quedara como estaba, y que sufriera, o darle el último
regalo. Fue una decisión más fácil para él de lo que
esperaba. El veterinario vino y le pusieron una manta en el
jardín. Fue rápido. Hugo se despidió. Apollo sonrió de esa
manera que hacen los perros, como si supiera lo que estaba
pasando. Tomó un respiro y luego otro y luego otro. Y
luego... no lo hizo. Sus ojos se cerraron. El veterinario dijo
que estaba hecho. Pero él no podía ver lo que nosotros sí.

—Todavía estaba aquí —dijo Wallace mientras Apollo


presionaba su cabeza contra su rodilla, intentando que
volviera a correr.

—Lo estaba —coincidió Nelson—. Lleno de ánimo y vigor,


como si todos los achaques y las trampas de la vida se
hubieran desvanecido. Hugo intentó llevarlo hasta la puerta,
pero Apollo se negó. Es muy testarudo.

—Suena como alguien que conozco.

Nelson se rió.

—Supongo, aunque lo mismo podría decirse de ti. —Su


sonrisa se desvaneció—. O al menos solía serlo. Wallace, no
tienes que...

—Lo sé —dijo Wallace—. ¿Pero qué opción tengo?

Nelson guardó silencio durante un largo momento, y


Wallace casi se convenció de que la conversación había
terminado. No fue así. Nelson sonrió con tristeza y dijo:

—Nunca es suficiente, ¿verdad? El tiempo. Siempre


pensamos que tenemos mucho, pero cuando realmente
cuenta, no tenemos suficiente.

Wallace se encogió de hombros mientras Apollo hacía sus


pinitos con las plantas de té.

—Entonces lo aprovecharemos al máximo.

Nelson no respondió.

***

Pasó el día en la cocina con Mei. Se había recuperado lo


suficiente de la sesión de espiritismo con Nancy como para
poder sacar bandejas de pasteles del horno y levantar las
teteras de los fogones. Si alguien hubiera mirado por los
ojos de buey, habría visto los utensilios de cocina flotando
en el aire con la mayor facilidad.
—¿Por qué no calientas el agua en el microondas? —
preguntó, vertiendo el agua en una tetera de cerámica.

—Oh, Dios mío —dijo Mei—. Que Hugo nunca te oiga decir
eso. No, ¿sabes qué? He cambiado de opinión. Díselo, pero
asegúrate de que yo esté allí cuando lo hagas. Quiero ver la
expresión de su cara.

—No estaría muy contento, ¿eh?

—Subestimado. El té es un asunto serio, Wallace. No se


calienta agua para el té en el maldito microondas. Ten un
poco de clase, hombre. —Recogió la bandeja en la que
Wallace había estado trabajando y retrocedió hasta las
puertas—. Pero aun así, díselo. Quiero grabar su reacción. —
Las puertas se cerraron tras ella.

Se acercó a los ojos de buey y miró hacia la casa de té.


Estaba tan concurrida como de costumbre. Había llegado la
gente del almuerzo y la mayoría de las mesas estaban
llenas. Mei se movió con destreza entre la gente antes de
dejar la bandeja en una mesa. Miró hacia la esquina más
alejada. La mesa de Nancy estaba vacía. No le sorprendió.
Pensó que volvería, pero probablemente no sería hasta que
él se hubiera ido. No sabía si lo que habían hecho había sido
suficiente. No era tan tonto como para pensar que había
aliviado su dolor, pero esperaba que al menos tuviera los
cimientos para empezar a construir de nuevo si lo deseaba.

Hugo estaba detrás de la caja registradora, con una sonrisa,


aunque distante. Había estado callado esa mañana, como si
estuviera perdido en sus pensamientos. Wallace no quiso
presionar. Lo dejó tranquilo.

La puerta principal de la casa de té se abrió y entró una


pareja joven, con el pelo al viento y los ojos brillantes.
Habían estado aquí antes, el hombre decía que era su
segunda cita, cuando en realidad era la tercera. Él le abrió
la puerta a su amiga, y ella se rió cuando él se inclinó
ligeramente. Incluso por encima del estruendo, Wallace
pudo oírle.

—Después de ti, mi reina.

—Eres muy raro —dijo ella con cariño.

—Sólo lo mejor para ti.

Le agarró la mano, tirando de él hacia el mostrador. La besó


en la mejilla mientras ella pedía para los dos.

Y Wallace supo lo que tenía que hacer con el tiempo que le


quedaba.

***

—No tienes que hacer esto —dijo Hugo después de que la


casa de té hubiera cerrado por la noche. Wallace había
pedido a Mei y Nelson que les dieran un poco de privacidad.
Ellos habían accedido, aunque Nelson enarcó las cejas de
forma sugerente mientras Mei tiraba de él hacia la cocina,
con Apollo siguiéndolos.

—A lo mejor. Pero creo que sí. Si no puedes, puedo pedirle a


Mei que...

Hugo negó con la cabeza.

—No. Lo haré yo. ¿Qué quieres que le diga?

Wallace le dijo. Fue breve y sencillo. No le pareció suficiente.


No sabía qué más añadir.

Si todavía le latiera el corazón, pensó que lo tendría en la


garganta mientras Hugo ponía el teléfono en altavoz
después de marcar el número que Wallace le había dado. No
sabía si alguien contestaría. Sería un número extraño que
aparecería en su pantalla, y probablemente acabaría
ignorándolo como hacía la mayoría de la gente.

Ella no lo hizo.

—¿Hola?

Hugo dijo:

—¿Puedo hablar con Naomi Byrne?

—Soy yo quien habla. ¿Quién llama, por favor? —La última


palabra fue más silenciosa, y Wallace supo que ella había
apartado el teléfono para mirar el número, frunciendo el
ceño al hacerlo. Podía verla con toda claridad en los
rincones de su mente.

—Señora Byrne, me llamo Hugo. Usted no me conoce, pero


yo conozco a su marido.

Una larga pausa.

—Ex-marido —dijo finalmente—. Si te refieres a Wallace.

—Me refiero a él.

—Bueno, siento ser yo quien tenga que decirte esto, pero


Wallace murió hace un par de meses.

—Lo sé —dijo Hugo.

—¿Tú... lo sabes? Hablaste de él en tiempo presente, y


supuse que no lo sabías. ¿Qué puedo hacer por ti, Hugo? Me
temo que no tengo mucho tiempo. Tengo que llegar a una
cena.
—No te quitaré mucho tiempo —dijo Hugo, mirando a
Wallace, que asintió.

—¿Era un cliente suyo? Si hay un problema legal, tienes que


llamar al bufete. Estoy segura de que estarán encantados
de ayudarte...

—No —dijo Hugo—. No era cliente suyo. Supongo que se


puede decir que es...

—Era —siseó Wallace—. Era.

Hugo puso los ojos en blanco.

—Era un cliente mío, a su manera.

Una pausa más larga.

—¿Eres su terapeuta? No reconozco el código de área.


¿Desde dónde llamas? —Luego—: ¿Y por qué llamas?

—No —dijo Hugo—. No soy terapeuta. Tengo una casa de té.

Naomi se rió.

—Una casa de té. Y dices que Wallace era un cliente tuyo.


Wallace Price.

—Sí.

—Creo que no le vi bebiendo una taza de té en su vida.


Perdóname por sonar dudosa, pero no era exactamente el
tipo que tomaba té.

—Lo sé —dijo Hugo mientras Wallace gemía—. Pero creo


que te sorprendería saber que aprendió a disfrutarlo a pesar
de todo.
—¿Lo hizo? Eso es... extraño. ¿Por qué iba a hacerlo? No
importa. ¿Qué quieres, Hugo?

—Era un cliente mío. Pero también era mi amigo. Lamento


tu pérdida. Sé que debe haber sido difícil.

—Gracias —dijo Naomi con rigidez, y Wallace supo que se


estaba devanando los sesos, tratando de averiguar qué
ángulo estaba trabajando Hugo—. Si lo conociste, estoy
segura de que eres consciente de que nos divorciamos.

—Lo sé —dijo Hugo.

Se estaba irritando.

—¿Hay algún punto en esta conversación? ¿O era ese? Mira,


te agradezco que me hayas llamado, pero yo...

—Él te quería. Bastante. Y sé que las cosas se pusieron


difíciles, y que se separaron por buenas razones, pero nunca
se arrepintió de un solo momento que pasó contigo. Quería
que lo supieras. Esperaba que encontraras la felicidad de
nuevo. Que tuvieras una vida plena, y que lamentaba
mucho lo ocurrido.

Naomi no habló. Wallace habría creído que había


desconectado, pero aún podía oír su respiración.

—Dilo —susurró—. Por favor.

Hugo dijo:

—Me habló del día de tu boda. Dijo que nunca había habido
nadie más hermoso que tú en ese momento. Era feliz. Y
aunque las cosas cambiaron, nunca olvidó la forma en que
le sonreías en aquella pequeña iglesia. —Se rió en voz baja
—. Dijo que le entró el pánico justo antes de la ceremonia.
Tuviste que hablar con él a través de una puerta para
intentar que se calmara.

Silencio. Luego:

—Él... dijo que no podía hacer funcionar su corbata. Que


más valía suspender todo el asunto.

—Pero no lo hizo.

Naomi lloriqueó.

—No. No lo hicimos, porque era algo tan Wallace que yo...


Cristo. Tenías que llamar y arruinar mi maquillaje, ¿no?

Hugo se rió.

—No era mi intención.

—No, no espero que lo fuera. ¿Por qué me llamas ahora con


esto?

—Porque pensaba que te merecías oírlo. Sé qué hacía


mucho tiempo que no hablabas con él antes de que
falleciera, pero el hombre que yo conocía era diferente al
que tú recuerdas. Aprendió a ser amable.

—Eso no suena para nada a Wallace.

—Lo sé —dijo Hugo—. Pero la gente puede cambiar cuando


se enfrenta a la eternidad.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Es lo que es.

Sonaba insegura cuando dijo:


—Lo conociste.

—Sí.

—Lo conocías de verdad.

—Sí.

—Y te contó lo que pasó con nosotros.

—Así fue.

—Así que decidiste llamarme de la nada, de la bondad de tu


corazón.

—Sí.

—Mira. Hugo, ¿verdad? No sé qué pretendes con esto, pero


no...

—Nada. No quiero nada. Todo lo que quería era decirte que


le importabas. Incluso cuando todo estaba hecho, le
importabas.

Ella no respondió.

—Eso es todo —dijo Hugo—. Eso es todo lo que necesitaba


decir. Me disculpo por haber interrumpido tu velada. Gracias
por...

—Te preocupabas por él.

Hugo se sobresaltó. Miró a Wallace antes de apartar la


mirada.

—Así es.

—Amigos —dijo ella, casi divertida—. ¿Sólo amigos?


—¡Cuelga! —dijo Wallace frenéticamente—. ¡Dios mío,
cuelga el teléfono! —Intentó arremeter contra él, pero Hugo
fue más rápido, arrancándolo de la encimera y
manteniéndolo fuera de su alcance.

—Sólo amigos —dijo Hugo, corriendo alrededor del


mostrador para alejar a Wallace del teléfono. Wallace le
gruñó, dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer para que
este nuevo infierno terminara lo antes posible.

—¿Estás seguro? Porque, y no puedo creer que lo sepa,


pareces el tipo de hombre que le gustaría. No creía que me
diera cuenta, pero se embelesaba cada vez que...

—¡Yo no me embeleso! —bramó Wallace.

—¿En serio? —dijo Hugo en el teléfono—. ¿Embelesarse,


dices?

—Sí. Era vergonzoso. Había un amigo mío, que hablaba


como tú, con la misma tonalidad, al que Wallace adoraba. Él
lo negaba, por supuesto, pero no me sorprendería que fuera
así contigo.

—Tengo las peores ideas —murmuró Wallace—. Todo es


terrible.

—Es bueno saberlo —dijo Hugo a Naomi—. Pero no, sólo


éramos amigos.

—Aunque ahora no importa, ¿verdad? —preguntó Naomi—.


Porque se ha ido.

Wallace se detuvo, con las manos apoyadas en el


mostrador. Inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—No sé si realmente se ha ido —dijo finalmente Hugo—.
Creo que una parte de él permanece.

—Bonitos pensamientos, y nada más. Hizo... —Soltó un


suspiro—. ¿Le querías? Dios, no puedo creer que esté
teniendo esta conversación. No te conozco. Ni siquiera me
importa si tú y él eran...

—No lo éramos —dijo Hugo simplemente.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Lo sé —dijo, y Wallace sintió calor y frío, todo al mismo


tiempo—. No sé cómo responder a esa pregunta.

—Sí o no. No es difícil. Pero que no digas que no es toda la


respuesta que necesito. —Volvió a sollozar—. No estuviste
en el funeral.

—No lo sabía.

—Fue... rápido. Para él. Me han dicho que no sufrió. Estaba


allí y se fue como si nunca hubiera estado.

—Pero estuvo —dijo Hugo, y no apartó la mirada de Wallace


—. Lo estuvo.

Ella se rió, aunque sonó como un sollozo.

—Lo hizo, ¿no es así? Para bien o para mal, lo estaba. Hugo,
no sé quién eres. No sé cómo conociste a Wallace, y no creo
ni por un minuto que fuera por el té. Lo... siento. Por tu
pérdida. Gracias, pero por favor no me vuelvas a llamar.
Estoy lista para seguir adelante. He seguido adelante. No sé
qué más decir.
—No necesitas decir nada más —dijo Hugo—. Te agradezco
tu tiempo.

El teléfono emitió un pitido mientras ella desconectaba la


llamada.

El silencio llenó la casa de té.

Wallace se rompió.

—No puedes... Hugo.

—Lo sé —dijo Hugo, sonando extrañamente vulnerable.


Wallace levantó la vista para verlo juguetear con su
pañuelo, verde con perros blancos impresos en él—. Pero es
mío. Es para mí. Y no puedes quitármelo.

—No lo estoy intentando —espetó Wallace—. Es... eres... —


Se le encogió el pecho. El gancho se sentía fundido—. Lo
estás haciendo más difícil. Por favor, no me hagas esto. No
puedo soportarlo. Simplemente no puedo.

—¿Por qué? —Preguntó Hugo—. ¿Qué tiene de malo?

—¡Porque estoy muerto! —gritó Wallace.

Dejó a Hugo de pie en la sala principal de la casa de té, con


las sombras extendiéndose.

[1]El Manhattan es un cóctel clásico a base de whiskey y


vermut rojo, que se suele tomar como aperitivo.
Capítulo 20
El día siguiente fue muy difícil.

Wallace se quedó pensativo, paseando de un lado a otro


como un animal enjaulado. Los demás le daban vueltas
mientras él murmuraba:

—Dos días. Dos días más.

Se estremeció. Se agitó. Tembló.

Y no había nada que pudiera hacer para detenerlo.

Miró por la ventana delantera.

Allí, aparcada frente a la casa de té, como siempre, estaba


la motoneta de Hugo. De color verde guisante y con
neumáticos de banda blanca. Un espejo lateral con una
pequeña baratija colgando de él, un fantasma de dibujos
animados con una pequeña burbuja de palabras que decía
¡BOO! El asiento era pequeño, pero había un manillar de
metal en la parte trasera.

Recordó la forma en que el sol se había sentido sobre él


mientras estaba de pie en la cubierta trasera. Otra vez. Otra
vez. Necesitaba sentirlo de nuevo. Una cosa tan pequeña,
pero cuanto más pensaba en ello, no podía evitarlo. El sol.
Quería sentir el sol. Le llamaba, el gancho de su pecho
vibraba, el cable era más brillante ahora que antes. Los
susurros acariciaban sus oídos, pero no eran como las voces
de la puerta. Aquellas eran relajantes y tranquilas. Esto
parecía urgente.
Se dirigió a Mei en la cocina. Ella lo miró con desconfianza,
como si esperara que le arrancara la cabeza. Se sintió
culpable.

—¿Puedes vigilar la tienda esta tarde?

Ella asintió lentamente.

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Necesito salir de aquí.

Parecía alarmada.

—¿Qué? Wallace, sabes lo que pasará si intentas...

—Lo sé. Pero no iré muy lejos. Sé lo que duré la primera vez.
Puedo soportarlo.

Ella no estaba convencida.

—No puedes correr ese riesgo. No cuando estás tan cerca


de... —Ella no necesitaba terminar. Ambos sabían lo que
quería decir.

Él se rió con ganas.

—Si no es ahora, ¿cuándo? Ah, y me llevo a Hugo conmigo.

Mei parpadeó.

—¿Llevarlo contigo a dónde?

Sonrió. Se sentía enloquecido, y le ardía por dentro.

—No lo sé. ¿No es maravilloso?

***
Hugo escuchó las explicaciones de Wallace. No respondió de
inmediato y Wallace pensó que iba a negarse. Finalmente,
dijo:

—¿Estás seguro?

Wallace asintió.

—Lo sabrás, ¿no? Hasta dónde podemos llegar. Cuán lejos.

—Es peligroso.

—Necesito esto —dijo Wallace claramente—. Y quiero que


sea contigo.

Fue lo equivocado que decir. La expresión de Hugo se


apagó.

—¿Cambiaste de opinión? Anoche parecías muy seguro de


que no querías escuchar lo que siento.

—Tengo miedo —admitió Wallace—. Y no sé cómo no


tenerlo. Pero si esto es todo, si esto es lo que me queda,
entonces quiero hacer esto. Contigo.

Hugo suspiró.

—¿Es realmente lo que quieres?

—Sí.

—Tengo que preguntarle a Mei si...

—Ya está hecho —dijo Mei, asomando la cabeza por las


puertas de la cocina. Wallace resopló al ver que Nelson
miraba por debajo de sus brazos. Por supuesto que habían
estado escuchando—. Lo tengo, jefe. Dale al hombre lo que
quiere. Les hará bien a los dos. Un poco de aire fresco y bla,
bla, bla. Nosotros cuidaremos a la gente.

—Ni siquiera sabemos si puede montar —dijo Hugo.

Wallace hinchó el pecho.

—Puedo hacer cualquier cosa.

***

No pudo hacer nada.

—¿Qué demonios? —gruñó mientras caía por la motoneta al


suelo por quinta vez.

—La gente está mirando —murmuró Hugo por un lado de la


boca.

—Oh, lo siento mucho —Wallace se levantó del suelo—. Y no


es que puedan verme. Por lo que saben, estás hablando con
tu motoneta como un bicho raro.

Hugo se cruzó de brazos y se miró los pies.

Wallace frunció el ceño hacia la motoneta. Debería ser fácil.


Era igual que las sillas.

—Sin expectativas —murmuró para sí mismo—. Sin


expectativas. Sin expectativas.

Levantó la pierna una vez más, lanzándola sobre la parte


trasera de la motoneta. Sabía que se veía ridículo mientras
bajaba lentamente, pero no le importaba. Iba a hacer esto
aunque fuera lo último.

Gimió con triunfo cuando sintió el asiento de la motoneta


presionado contra su trasero y sus muslos.
—¡Claro que sí! Soy el mejor fantasma de la historia.

Miró a Hugo, que luchó contra una sonrisa.

—Te vas a caer y...

—¿Matarme? Tengo la sensación de que no tengo que


preocuparme por eso. Sube. Vamos, vamos, vamos. —
Palmeó el asiento frente a él.

Fue incómodo, más de lo que Wallace pensó que sería. La


motoneta era pequeña y ellos no lo eran. Tragando grueso,
Wallace evitó cuidadosamente mirar el trasero de Hugo
mientras lanzaba su pierna sobre un lado y se acomodaba
en el asiento. La motoneta crujió cuando Hugo la apuntaló,
levantando el caballete con el tacón de su zapato. Estaban
cerca, tan cerca que las piernas de Wallace desaparecían
dentro de Hugo. El cable se extendía entre ellos con fuerza.
Era extrañamente íntimo, y Wallace se preguntó cómo sería
rodear la cintura de Hugo con sus brazos, agarrándose tan
fuerte como pudiera.

En lugar de eso, se echó hacia atrás y se agarró a las barras


de metal de los lados, asentando los pies en los reposapiés.

Hugo giró la cabeza.

—No vamos lejos.

—Lo sé.

—Y me lo dirás cuando empiece a ir mal.

—Lo haré.

—Lo digo en serio, Wallace.


—Lo prometo —dijo, y nunca lo había dicho más en serio.
Los susurros que había escuchado en la casa eran más
fuertes ahora, y ya no podía ignorarlos. No sabía hacia qué
le llamaban, pero no era la puerta. Le llamaban para que se
alejara de la casa de té.

Hugo giró la llave. El motor de la motoneta emitió un


gemido y el asiento vibró agradablemente debajo de
Wallace. Su risa se convirtió en un aullido cuando
empezaron a rodar hacia delante lentamente, cogiendo
velocidad mientras el polvo se levantaba detrás de ellos.

Wallace sintió el tirón en cuanto salieron a la carretera.


Apretó los dientes contra ella. Antes no sabía lo que era.
Ahora sí. Se miró los brazos, esperando ver que la piel
empezaba a desprenderse. Todavía no, pero pronto.

Wallace pensó que Hugo se volvería hacia la ciudad, quizás


conduciendo por la calle principal y volviendo a la tienda.

No lo hizo.

Fue en dirección contraria, dejando todo atrás. El bosque se


hacía más frondoso a ambos lados de la carretera, los
árboles se balanceaban con una brisa fresca, las ramas
chocaban entre sí como si fueran huesos. El sol se hundía
frente a ellos, el cielo rosa y naranja y tonos de azul que
Wallace no podía creer que existieran, profundos, oscuros,
como las más lejanas profundidades del océano.

Nadie les seguía; ningún coche de la carretera se cruzaba


con ellos. Era como si fueran las únicas dos personas en
todo el mundo en un tramo solitario de carretera que
llevaba a ninguna parte y a todas partes a la vez.

—Más rápido —dijo en el oído de Hugo—. Por favor, ve más


rápido.
Hugo lo hizo, y el motor de la motoneta emitió un gemido
lastimero. No estaba hecho para la velocidad, pero no
importaba. Era suficiente. El viento les azotó el pelo
mientras se inclinaban en cada curva, la carretera era un
borrón debajo de ellos, destellos de líneas blancas y
amarillas que atravesaban la visión de Wallace.

Sólo unos minutos más tarde, la piel de Wallace empezó a


levantarse y a descascararse, quedando detrás de ellos.
Hugo lo vio con el rabillo del ojo, pero antes de que pudiera
hablar, Wallace dijo:

—Estoy bien. Lo juro. Vamos. Adelante. Anda.

Hugo siguió.

Wallace se preguntó qué pasaría si nunca se detuvieran. Tal


vez si iban lo suficientemente lejos, Wallace se alejaría en la
nada, dejando todos los pedazos de él atrás. No un Husk. Ni
un fantasma. Sólo partículas de polvo a lo largo de un tramo
de carretera de montaña, cenizas esparcidas como si él
hubiera importado.

Y tal vez lo había hecho. No para el mundo en general, no


para mucha gente en el gran esquema de las cosas, pero
aquí, en este lugar... ¿Con Hugo y Mei y Apollo y Nelson? Sí,
pensó que tal vez él importaba después de todo, una
lección de lo inesperado. ¿No era ese el objetivo? ¿No era
esa la gran respuesta al misterio de la vida? Aprovechar al
máximo lo que tienes mientras lo tienes, lo bueno y lo malo,
lo bonito y lo feo.

Aun estando muerto, Wallace se sentía más vivo que nunca.

Apretó los muslos contra los lados de la motoneta,


sujetándose. Levantó los brazos como si fueran alas, con
trozos de sus brazos desprendiéndose detrás de ellos.
Inclinó la cabeza hacia el sol y cerró los ojos. Ahí, ahí, ahí
estaba, el calor, la luz cubriéndole por completo. Sin querer
que terminara, gritó su salvaje alegría hacia el cielo.

Hugo parecía tener un destino en mente. Giró por un


camino que Wallace habría pasado por alto si hubiera
estado solo. Se abría paso a través del bosque en una
pendiente. El tirón de su piel pelada era insignificante. Un
rizo oscuro parpadeó en el fondo de su mente, pero lo tenía
controlado. Los susurros se desvanecían.

A un lado de la carretera había un pequeño desvío, nada


más que un parche de grava. Hugo dirigió la motoneta hacia
ella. Wallace se quedó boquiabierto cuando vio lo que había
al otro lado del barandal.

El desvío estaba situado en un acantilado. La caída era


pronunciada, aunque las copas de los árboles de abajo se
alzaban frente a ellos. El sol se ponía en el oeste, y cuando
la motoneta se detuvo, Wallace saltó y se precipitó hacia el
barandal. En su apuro, casi lo atravesó, pero logró derrapar
hasta detenerse justo antes.

—Eso habría sido malo —dijo, mirando hacia abajo, con la


emoción del mareo que le invadía.

Oyó a Hugo apagar la motoneta y apoyarla en el caballete


antes de bajarse él mismo.

—No podemos quedarnos mucho tiempo. Está empeorando.

Y así era. Los copos eran más grandes. El rizo en su mente


era más fuerte. Le dolía la mandíbula. Le temblaban las
manos.

—Sólo unos minutos —susurró. Hugo se unió a él en la


barandilla—. ¿Por qué aquí? ¿Qué es este lugar para ti?
—Mi padre solía traerme aquí —dijo Hugo, con el rostro
inundado por la luz del sol moribundo—. Cuando era un
niño. Aquí era donde hablábamos de todas las cosas
importantes. —Sonrió con pesar—. Aquí fue donde me
hablaron de sexo. Aquí era donde me castigaban porque
suspendía álgebra. Aquí tuve que decirle que era gay. Me
dijo que si lo hubiera sabido, la charla sobre sexo habría
sido muy diferente.

—¿Buen hombre?

—Buen hombre —aceptó Hugo—. El mejor, en realidad.


Cometió errores, pero siempre los reconoció. Le habrías
gustado. —Hizo una pausa—. Bueno, como eres ahora. No le
gustaban los abogados.

—A nadie le gustan. Somos masoquistas en ese sentido.

Cuando el sol se puso, se quedaron uno al lado del otro, la


sombra de Hugo se extendía detrás de ellos.

—Cuando me vaya —dijo Wallace— por favor, no me


olvides. No hay mucha gente que me recuerde, al menos no
en el buen sentido. Quiero que tú seas una de ellas. —Sus
uñas comenzaron a romperse.

La garganta de Hugo se esforzó mientras tragaba.

—¿Cómo podría olvidarte?

Wallace pensó que sería muy fácil.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.
La puesta de sol era brillante. Deseó haberse tomado más
tiempo para volver la cara hacia el cielo.

—¿Crees que nos volveremos a ver?

—Eso espero.

Era la mejor respuesta que podía pedir.

—Pero no hasta dentro de mucho tiempo. Tienes trabajo que


hacer. —Parpadeó para alejar el ardor de sus ojos—. Y
será...

Pero no llegó a terminar. El rizo se hizo más profundo. Jaló.


Empujó. Tiró. El cable parpadeó.

—Oh —gruñó Wallace mientras tropezaba.

—Tenemos que volver —dijo Hugo, sonando preocupado—.


Ahora.

—Sí —susurró Wallace mientras el sol se sumergía en el


horizonte.

***

Se sintió como si flotara en el viaje de vuelta. Hugo empujó


la motoneta tan rápido como pudo, pero Wallace no estaba
preocupado. No estaba asustado, no como lo había estado
antes. Había una sensación de calma en él, algo parecido al
alivio.

—¡Aguanta! —le gritó Hugo, pero sonaba muy lejano. Los


susurros habían vuelto, cada vez más fuertes, más
insistentes.

Su cabeza se despejó cuando llegaron al camino que


conducía a la casa de té. Para entonces, sus manos habían
desaparecido, sus brazos no estaban y pensó que había
perdido la nariz. Gimió cuando se reformaron, los trozos
volvieron a encajar en su sitio como un complejo
rompecabezas. Jadeó cuando Hugo tiró la motoneta hacia la
derecha. Pensó que iban a chocar y, por un momento, se
preguntó por qué no había insistido en que Hugo llevara un
casco. Pero el pensamiento se esfumó cuando vio por el
rabillo del ojo lo que había hecho que Hugo perdiera el
control.

Cameron.

De pie en medio de la carretera.

Todavía estoy aquí.

Las rocas y el polvo se levantaron alrededor de los


neumáticos mientras derrapaban. Un árbol se alzaba frente
a ellos, una gran cosa vieja con la corteza agrietada que
goteaba savia como lágrimas. Wallace pasó a través de
Hugo, rodeando con sus manos el manillar, apretando los
frenos tan fuerte como pudo. Chirriaron y la motoneta se
tambaleó. El neumático trasero se levantó
momentáneamente de la carretera antes de volver a caer
de golpe cuando la motoneta se detuvo, con el neumático
delantero a centímetros del árbol.

—Mierda —murmuró Hugo. Miró hacia abajo mientras


Wallace retiraba las manos—. Si no hubieras...

Wallace se bajó de la motoneta antes de que Hugo pudiera


terminar. Se volvió hacia la carretera.

La cara de Cameron estaba orientada hacia las estrellas,


con la boca abierta y los dientes negros al descubierto. Sus
brazos estaban inertes a los lados, con los dedos colgando.
Bajó la cabeza como si sintiera que Wallace le observaba,
con los ojos planos y fríos.

El gancho del pecho de Wallace vibró con la mayor fuerza


que jamás había sentido. Era casi como si estuviera vivo.
Los susurros eran ahora una tormenta que giraba a su
alrededor, las palabras se perdían, pero Wallace supo
entonces lo que significaban, por qué había sentido el
impulso de abandonar la casa de té en primer lugar.

Era Cameron quien le llamaba.

Detrás de él, Hugo bajó la pata de la motoneta antes de


apagarla, pero Wallace no iba a distraerse. Ahora no. Dijo:

—Cameron. Sigues ahí, ¿verdad? Dios mío, te escucho.

Cameron parpadeó lentamente.

Wallace recordó cómo se había sentido en el jardín de té, las


manos de Cameron envolviéndolo. La felicidad. La furia. Los
momentos brillantes del hombre luminoso, de Zach, Zach,
Zach. La estruendosa pena que le invadió cuando todo se
perdió. Le habían dicho después que sólo había durado
segundos, su extraña unión, pero había sentido toda una
vida de cimas y abismos. Él era Cameron, había visto todo
lo que Cameron había vivido, había sufrido junto a él la
extraordinaria injusticia de la vida. No había entendido los
matices entonces; todo había sido demasiado, demasiado
rápido. No creía que pudiera entenderlo ahora, no del todo,
pero las partes estaban más claras que antes.

Incluso cuando Hugo le gritó que se detuviera, Wallace


extendió la mano de Cameron y la tomó entre las suyas.

—Muéstrame —susurró.
Y así lo hizo Cameron.

Los recuerdos surgieron como fantasmas, y Zach dijo:

—No me siento bien.

Intentó sonreír.

No lo consiguió.

Sus ojos se pusieron en blanco.

Vivo, luego muerto.

Pero no había sido tan rápido, ¿verdad? No, había habido


más, mucho más que Wallace no había podido analizar la
primera vez. Ahora, captaba destellos de ello, flashes como
una película entrecortada, carretes de cinta que se movían
de un cuadro a otro. Era Cameron, pero no.

Se llamaba Wallace Price. Había vivido. Había muerto. Y, sin


embargo, había persistido, una y otra vez, pero eso era
insignificante, eso era menor, eso había desaparecido,
porque Cameron se hizo cargo, mostrándole todo lo que se
escondía bajo la superficie.

—Zach —susurró Wallace mientras Cameron decía— ¿Zach?


¿Zach? — avanzando, pero él (ellos) no pudieron atrapar a
Zach antes de que se desplomara, con la cabeza rebotando
en el suelo con un terrible golpe.

Wallace ya no tenía el control, atrapado en los recuerdos


sangrantes que le rodeaban como un universo infinito,
Cameron al teléfono, gritando a la operadora del 911 que no
sabía qué pasaba, que no sabía qué hacer, ayúdanos, oh,
por favor, Dios, ayúdanos.
—Ayúdanos —susurró Wallace—. Por favor.

Otro salto, áspero y chirriante, y Cameron abrió de golpe la


puerta principal, con los paramédicos empujando a su lado,
las luces parpadeando de una ambulancia y un camión de
bomberos frente a la casa.

Cameron exigió saber qué ocurría mientras cargaban a Zach


en una camilla, los paramédicos hablaban rápidamente
sobre la dilatación de las pupilas y la caída de la presión
arterial. Zach tenía los ojos cerrados, el cuerpo inerte, y
Wallace sintió el horror de Cameron como si fuera el suyo
propio, su mente repitiendo una y otra vez QUÉ PASA QUÉ
PASA.

Estaba en la parte trasera de la ambulancia mientras abrían


la camisa de Zach, preguntando a Cameron si conocía algún
antecedente de enfermedad, si tomaba drogas, si había
sufrido una sobredosis, tienes que contarnos todo para que
sepamos cómo ayudarle.

Apenas podía pensar.

—No —dijo, sonando incrédulo—. Nunca ha tomado una


droga en su vida. Ni siquiera le gusta tomar aspirinas. No
está enfermo. Nunca ha estado enfermo.

Estaba en el hospital, entumecido como si todo su cuerpo


hubiera estado sumergido en hielo, rodeado de amigos y de
la familia de Zach cuando el médico salió y rompió todo su
mundo. Sangrado en el cerebro, dijo el médico. Una ruptura.
Una fisura. Hemorragia subaracnoidea aneurismática.

Daño cerebral.

Daño cerebral.
Daño cerebral.

Cameron dijo:

—Pero puedes ayudarlo, ¿verdad? Puedes arreglarlo,


¿verdad? Puedes hacer que mejore, ¿verdad? —Gritó y gritó,
con manos en los hombros, con manos en los brazos,
sujetándolo, impidiendo que se abalanzara sobre el médico,
que retrocedió lentamente.

Llevaron a Zach al quirófano inmediatamente.

Murió en la mesa de operaciones.

Cameron se puso su mejor traje para el funeral.

Se aseguró de que Zach tuviera el mismo.

Un coro cantó un himno de luz y maravilla, de Dios y su plan


divino, y Wallace gritó en su cabeza, pero no como él
mismo. Como Cameron, gritando en silencio que todo esto
era un sueño, que no podía ser real. ¡Despierta! gritó
Cameron en su cabeza. Por favor, ¡despierta!

El sacerdote habló del dolor y la pena, de que nunca


podríamos entender por qué alguien tan lleno de vida pudo
ser arrebatado tan pronto, pero que Dios nunca daba más
de lo que creía que podíamos soportar.

Todos lloraron.

Cameron no lo hizo.

Oh, lo intentó. Trató de forzar las lágrimas, trató de forzarse


a sentir algo más que el frío entumecedor e invasor.

El ataúd estaba abierto.


No podía mirar el cuerpo que yacía dentro.

—¿Estás seguro? —le preguntó un amigo—. ¿No quieres ir a


despedirte antes de...? —Sus palabras se cortaron en un
húmedo ahogo.

Cameron estaba de pie junto a un agujero en el suelo


mientras el mismo sacerdote zumbaba una y otra vez sobre
Dios y sus planes y el misterioso e inconsciente mundo.
Observó cómo bajaban a Zach a ese agujero, y aún así no
sintió nada más que frío. Era lo único que conocía, y no
importaba lo que Wallace hiciera, ni lo que intentara, no
podía ahuyentar el frío.

La gente pasaba la noche con él. Durante semanas, no


estuvo solo.

Dijeron:

—Cameron, necesitas comer.

Dijeron:

—Cameron, necesitas ducharte.

Decían:

—Cameron, salgamos fuera, ¿eh? Para que tomes un poco


de aire fresco.

Y finalmente, dijeron:

—¿Seguro que vas a estar bien solo?

—Estaré bien —les dijo—. Estaré bien.

No lo estuvo.
Duró cuatro meses.

Cuatro meses rondando su casa, moviéndose de habitación


en habitación, llamando a Zach, diciendo:

—Íbamos a hacer tantas cosas. ¡Me lo prometiste!

Y aún así las lágrimas no salían.

Tenía frío todo el tiempo.

Había días en los que no se levantaba de la cama, días en


los que no tenía fuerzas más que para darse la vuelta,
tirando del edredón sobre su cabeza, persiguiendo los olores
de Zach, que olía a humo de bosque y a tierra y a árboles, a
tantos árboles.

Hacia el final, sus amigos volvieron.

—Estamos preocupados por ti —dijeron—. Tenemos que


asegurarnos de que vas a estar bien.

—Estaré bien —les dijo—. Estaré bien.

El último día, se despertó.

El último día, comió un bol de cereales. Lavó el bol y la


cuchara en el fregadero antes de guardarlos.

El último día se paseó por la casa, pero no habló.

El último día, se rindió.

No le dolió, de verdad.

Fin.

Sólo estaba entumecido.


Y luego se fue.

Excepto que no lo hizo, ¿verdad?

No.

Porque estaba sobre sí mismo, viendo su sangre derramarse


de él, y dijo:

—Oh. Esto es el infierno.

Y todavía estaba solo.

Hasta que llegó un hombre. Se llamaba a sí mismo Segador.


Sonrió, aunque no llegó a sus ojos. Había un rizo en sus
labios que no era amable.

—Te llevaré —dijo el Segador—. Todo tendrá sentido, lo


prometo. Aunque hayas regalado tu vida como si no fuera
nada, cuidaré de ti.

Se paró frente a una casa de té al anochecer, mirando un


cartel en el escaparate.

CERRADO POR UN EVENTO PRIVADO

Hugo le esperaba dentro. Le ofreció a Cameron un té.

Cameron lo rechazó.

—Lo siento —le dijo Hugo—. Por todo lo que has perdido.

El Segador resopló.

—Lo hizo por su cuenta.

Y fue como un veneno en los oídos de Cameron.


Había una puerta, lo sabía, pero no se confiaba. El Segador
le había dicho que podía llevar a casi cualquier sitio. Él no lo
sabía. Hugo no lo sabía. Nadie lo sabía.

—Podría ser sólo una oscuridad infinita —reflexionó el


Segador a altas horas de la noche mientras Hugo dormía—.
Podría no ser nada en absoluto.

Cameron huyó de la casa de té.

Su piel se descamó.

El cable se rompió y desapareció.

El gancho en su pecho se disolvió.

Llegó al pueblo antes de caer de rodillas en medio de la


carretera.

Su último pensamiento consciente fue por Zach, y cómo


sonreía al igual que el sol, y Wallace supo que su deseo de
sentir lo mismo no había surgido sólo de él mismo. Fue el
último y contundente jadeo del hombre cuya mente
compartía ahora, el sol la última cosa a la que se había
aferrado antes del fin de su humanidad.

Y aquí, ahora, Wallace dijo:

—No es justo. Nada lo es.

—Ayúdame —dijo Cameron.

Wallace miró hacia abajo mientras su pecho ardía como si


estuviera en llamas.

Una curva de metal sobresalía de su esternón. El extremo


estaba unido al grueso y brillante cable que se extendía
hacia Hugo. Una conexión, una atadura, una línea de vida
entre los vivos y los muertos, que les impedía flotar hacia la
nada.

Wallace alcanzó el gancho, dudando brevemente.

—Ahora lo veo. No siempre se trata de las cosas que has


hecho o de los errores que has cometido. Se trata de la
gente y de lo que estamos dispuestos a hacer por los
demás. Los sacrificios que hacemos. Ellos me enseñaron
eso. Aquí, en este lugar.

—Por favor —susurró Cameron—. No quiero seguir perdido.

—Sin expectativas —dijo Wallace.

Agarró el gancho, el metal caliente contra sus palmas y


dedos, pero no quemaba. Tiró tan fuerte como pudo, el
dolor era inmenso y le hizo apretar los dientes. Las lágrimas
inundaron sus ojos y gritó cuando el gancho se liberó. La
pesadez se aflojó, y una oleada de alivio le invadió como el
sol y las estrellas.

Levantó el gancho por encima de su cabeza.

Y lo clavó en el pecho de Cameron.

***

Sus ojos se abrieron de golpe cuando su cabeza se


tambaleó hacia un lado por una cruel bofetada.

—¡Ay! ¿Qué demonios?

Parpadeó mientras Mei lo miraba con desprecio. Estaban en


la casa de té y Wallace miraba desde el suelo.

—Cabrón —le espetó Mei—. ¿Qué demonios creías que


estabas haciendo?
Se frotó el costado de la cara, con la mejilla todavía
dolorida, mientras se incorporaba.

—¿Qué estás...? —Sus ojos se abrieron de par en par—. Oh,


mierda.

—Sí, imbécil. Oh, mierda es cierto. ¿Tienes idea de lo que


has...?

—¿Funcionó? —preguntó desesperadamente—. ¿Funcionó?

Ella suspiró, con los hombros caídos.

—Míralo tú mismo. —Se agachó, le agarró del brazo y le


levantó del suelo. Gritó sorprendido cuando salió disparado,
con los pies abandonando el suelo como si no pesara nada.
Con los ojos muy abiertos, miró hacia abajo. Jadeó cuando
se vio flotando a pocos centímetros del suelo. Agitó los
brazos hacia arriba, tratando de impulsarse hacia abajo. No
funcionó. Mei lo miró fijamente mientras lo intentaba de
nuevo—. Sí, eso es culpa tuya. Tienes suerte de que aún
tengamos la correa de Apollo o ya te habrías ido. —Señaló
su tobillo. Enrollada alrededor de él había una correa de
perro. Siguió la correa hasta que vio a Nelson sosteniendo el
otro extremo.

—¿Qué me pasa? —susurró.

Nelson se inclinó hacia delante, besando el dorso de su


mano, con los labios secos y agrietados.

—Hombre tonto. Hombre tonto y maravilloso. Estás flotando


porque ya no hay nada que te sujete. Pero no te preocupes.
Te tengo. No te dejaré flotar. No lo esperes, Wallace, y confía
en que te tenemos.
Apollo olfateó el tobillo de Wallace, lamiendo frenéticamente
la correa como si quisiera asegurarse de que Wallace seguía
allí.

—Lo estoy —susurró Wallace, con una voz suave y soñadora


—. Sigo aquí.

Levantó la cabeza y todo lo demás se desvaneció. Mei.


Apollo. Nelson. La correa, la casa de té, el hecho de que no
podía sentir el suelo. Todo ello.

Porque un hombre estaba de pie junto a Hugo frente a la


chimenea, con la cabeza inclinada. Era guapo, aunque tenía
las mejillas hundidas y los ojos enrojecidos como si hubiera
llorado recientemente. Su pelo claro le colgaba alrededor de
la cara. Llevaba unos vaqueros y un jersey grueso, con las
mangas colgando sobre el dorso de las manos.

—¿Cameron? —preguntó Wallace, con la voz entrecortada.

Cameron levantó la cabeza. Su sonrisa temblaba.

—Hola, Wallace. —Se alejó de Hugo, con aspecto inseguro.


Una lágrima resbaló por su mejilla—. Tú... me has
encontrado.

Wallace afirmó con la cabeza.

Y entonces fue abrazado apretadamente, la cara de


Cameron presionada contra su estómago mientras Wallace
se elevaba en el aire tanto como la correa lo permitía. Era
diferente de lo que había sido antes. Atrás quedaban los
destellos de la vida vivida antaño. Cameron no tenía frío
como antes. Su piel estaba caliente como la fiebre y sus
hombros temblaban mientras se agarraba tan fuerte como
podía. Wallace no pudo hacer nada más que poner sus
manos en el pelo de Cameron, sujetándolo con suavidad.
—Gracias —susurró Cameron contra su estómago—. Dios
mío, gracias. Gracias. Gracias.

—Sí —dijo Wallace con brusquedad—. Sí. Por supuesto.


Capítulo 21
Al día siguiente, Charon's Crossing no abrió como de
costumbre. Las ventanas estaban cerradas, las luces
apagadas y una persiana bajada en la ventana de la puerta
principal. Los que venían a tomar su té y sus pasteles
diarios se decepcionaron al encontrar la puerta cerrada, con
un cartel en la ventana.

QUERIDOS AMIGOS:
Charon's Crossing permanecerá cerrado durante los
próximos dos días debido a unas pequeñas
reformas.
ESPERAMOS VOLVER A SERVIRLES CUANDO
VOLVAMOS A ABRIR.
HUGO Y MEI
 
***

Wallace flotó unos metros por encima de la terraza trasera,


viendo a Apollo correr entre las plantas de té, persiguiendo
a un grupo de ardillas que no sabían que estaba allí. Se rió
en silencio cuando el perro tropezó con sus propios pies,
cayendo al suelo antes de levantarse y volver a correr entre
las plantas de té. Wallace apenas sintió el tirón de la correa
en el tobillo, atada a la barandilla de la cubierta para evitar
que saliera a flote.

Miró al hombre que estaba a su lado, las rodillas de Wallace


a la altura de los hombros del hombre.
—No recuerdo realmente —dijo Cameron, y Wallace no se
sorprendió—. Cómo era ser... un Husk. Hay destellos, pero
apenas puedo distinguirlos, y mucho menos recordarlos.

—Probablemente sea lo mejor. —Wallace no sabía lo que le


haría a una persona recordar su tiempo como Husk. Nada
bueno.

—Dos años —susurró Cameron—. Hugo dijo que fueron más


de dos años.

—No puedes culparlo. Él no lo sabía. Le dijeron que no se


podía hacer nada cuando alguien...

—No lo culpo —dijo Cameron. Wallace le creyó—. Tomé mi


propia decisión. Me advirtió lo que pasaría si me iba, pero
no pude escuchar.

—No ayudó que el Segador intentara obligarte —dijo


Wallace con amargura.

Cameron suspiró.

—Sí, pero eso no es culpa de Hugo. Todo lo que quiere es


ayudar, y yo no estaba dispuesto a dejarlo. Estaba tan
enfadado por todo. Pensé que había encontrado la manera
de hacer que se detuviera. Todo lo que estaba sintiendo. Fue
una bofetada en la cara cuando me di cuenta de que no
había terminado. Sigue y sigue. ¿Sabes lo que es eso?

—Sí, lo sé. —Y luego—: Tal vez no en la medida en que te


refieres, pero lo entiendo.

Cameron lo miró.

—Lo entiendes, ¿verdad?


—Creo que sí. Es mucho para cualquiera darse cuenta de
que seguimos adelante, incluso cuando nuestros corazones
dejan de latir. Que el dolor de la vida puede seguirnos
incluso a través de la muerte. No te culpo por lo que pasó.
No creo que nadie pueda hacerlo. Y no deberías culparte.
Aprende de ello. Sigue creciendo, pero no permitas que te
consuma de nuevo. Es más fácil decirlo que hacerlo, lo sé.

—Pero mírate —dijo Cameron—. Eres...

Wallace se rió contra el nudo en la garganta.

—Lo sé. Pero no quiero que te preocupes por eso. Creo...


creo que me ayudaste a enseñar lo que debía aprender.

—¿Y qué era eso? —preguntó Cameron.

Wallace miró hacia el cielo, inclinándose hacia atrás hasta


quedar casi horizontal con el suelo. Las nubes pasaban,
cosas blancas y esponjosas sin un destino real. Levantó las
manos, iluminadas por el cálido sol.

—Que hay que dejarse llevar, por mucho miedo que dé.

—He perdido mucho tiempo. Zach debe estar enfadado


conmigo.

—Pronto lo descubrirás. ¿Le amas?

—Sí. —Lo dijo con una fiereza tan tangible que Wallace pudo
saborearlo en el fondo de su garganta, los restos de un
fuego que ardía y chispeaba.

—¿Y él te ama a ti?

Cameron se rió húmedamente.


—Imposiblemente. Yo no era la mejor persona para estar
cerca, pero él tomó las peores partes de mí y las sacó a la
luz. —Agachó la cabeza—. Tengo miedo, Wallace. ¿Y si es
demasiado tarde? ¿Y si he tardado demasiado?

Wallace se giró en el aire, mirando a Cameron. No


proyectaba ninguna sombra. Ninguno de los dos lo hacía,
pero no importaba. Estaban allí. Eran reales.

—¿Qué son un par de años frente a la eternidad?

Cameron lloriqueó.

—¿Tú crees?

—Sí —dijo Wallace—. Lo creo.

***

El tiempo pareció moverse a trompicones durante el resto


del día. Hugo pasó la mayor parte del tiempo con Cameron.
Por un breve momento, se sintió intensamente celoso, pero
lo dejó pasar. Cameron necesitaba más a Hugo. Wallace
había hecho su elección.

—¿Cómo es? —le preguntó Mei. Estaban en la cocina, ella se


movía de un lado a otro entre uno de los hornos y la estufa.
Que la tienda estuviera cerrada, le había dicho, no
significaba que el trabajo también se detuviera.

—¿Qué? —La correa estaba atada alrededor de la parte


inferior de la nevera, ceñida con fuerza para que sus pies
rozaran el suelo.

Ella dudó.

—Hugo dijo que... —Señaló su pecho.


Se encogió de hombros.

—Es lo que es.

—Wallace.

—Sin ataduras —dijo finalmente.

Ella tomó su mano entre las suyas, tirando suavemente


para que sus pies chocaran con el suelo.

—Te tengo.

Él le sonrió.

—Sé que lo haces.

—No te dejaré flotar. No eres un globo.

Se rió hasta que apenas pudo respirar.

No sabía lo que estaban planeando.

***

Debería haber sabido que era algo. No eran de los que


dejaban las cosas como estaban.

Recorrió la planta baja de la casa de té, Apollo tirando


alegremente de la correa para mantenerlo en su sitio,
Wallace haciendo todo lo posible por ignorar los pequeños
susurros en la parte posterior de su cabeza. No eran como
los que había escuchado con Cameron. Estos susurros eran
más contundentes, procedían de la puerta y, aunque no
podía distinguir las palabras, tenían una cadencia que
parecía un discurso, que le asustaba y le cautivaba a partes
iguales. Estaba rondando la casa de té, un pequeño barco
en un vasto océano. Sus pies nunca tocaban el suelo.
Nelson lo observaba desde su silla frente a la chimenea.
Cuando Apollo tiró de Wallace junto a él, Nelson dijo:

—Lo sientes, ¿verdad?

—¿Qué? —preguntó Wallace, con voz melancólica y


desviada.

—La puerta. Te llama.

—Sí —susurró Wallace. Giró perezosamente en el aire.

—Este gancho. El cable. Tenías uno.

Wallace parpadeó lentamente, volviendo a la realidad. Al


menos un poco.

—Tú también. Claro que lo tienes. Nunca se me ocurrió


preguntar. ¿De qué se trata?

—No lo sé —admitió Nelson—. La verdad es que no. Siempre


ha estado ahí. Creo que es una manifestación de una
conexión, que nos une a Hugo, que nos recuerda que no
estamos solos.

—Ya no está —susurró Wallace, mirando el fuego crepitante.


Cerró los ojos. Hugo estaba allí, sonriendo en la oscuridad.

—Tal vez —dijo Nelson—. Pero lo que representaba no. Eso


nunca te lo podrán quitar. ¿Recuerdas lo que te dije sobre la
necesidad frente al deseo? No te necesitamos porque eso
implica que tuviste que arreglar algo en nosotros. Nunca
estuvimos rotos. Te queremos, Wallace. Cada pieza. Cada
parte. Porque somos una familia. ¿Puedes ver la diferencia?

Wallace se rió en voz baja.

—Pero no he tomado mi tercera taza de té.


Nelson golpeó su bastón en el suelo.

—No. Supongo que no lo has hecho. Vamos a cambiar eso,


¿de acuerdo?

Wallace abrió los ojos.

—¿Qué?

Nelson señaló con la cabeza hacia la cocina.

Hugo y Mei aparecieron por las puertas dobles. Hugo


llevaba una bandeja llena de tazas familiares y una tetera
de barro. Cameron los siguió con los ojos brillantes.

Hugo dejó la bandeja sobre una mesa. Les indicó que se


unieran a la mesa. Dijo:

—Cameron, tengo algo para ti.

Cameron parpadeó.

—¿Para mí? Pensé que esto era para... —Miró a Wallace.

Wallace negó con la cabeza.

—No. Esto es para ti. Tú primero.

Nelson se levantó de la silla y tiró de la correa de la boca de


Apollo. El perro pensó que estaban jugando y trató de tirar
de ella. Wallace se sacudió de un lado a otro, sonriendo
tanto que pensó que su cara se partiría por la mitad. Apollo
acabó soltándole, ladrando a los pies de Wallace mientras
Nelson tiraba de él hacia la mesa.

—¿Se ha asentado lo suficiente? —preguntó Wallace


mientras el aroma de... ¿naranjas? Sí, el aroma de las
naranjas llenaba la casa de té.
—Sí —dijo Hugo. Sus manos temblaron al levantar la tetera.
Mei le puso la mano en el dorso para estabilizarlo. Sirvió el
té en cada taza. Una vez que terminó, vertió más té en un
pequeño cuenco con las mismas marcas que las tazas. Dejó
la tetera antes de levantar el cuenco y colocarlo en el suelo
frente a Apollo. El perro se sentó frente a él, con la cabeza
ladeada mientras esperaba.

—Está listo.

Cameron dudó antes de inclinarse sobre la tetera, inhalando


profundamente.

—Oh. Eso es... —Miró a Hugo con los ojos muy abiertos—.
Conozco ese olor. Nosotros... teníamos un naranjo. En
nuestro patio trasero. Era... a Zach le gustaba acostarse
debajo de él y mirar la luz del sol a través de las ramas. —
Cerró los ojos mientras su garganta trabajaba—. Huele a
hogar.

—Hugo sabe lo que hace —dijo Wallace—. Es bueno así. —


Los miró a todos—. ¿Cómo era?

Ellos sabían a qué se refería.

—La primera vez que compartes el té, eres un extraño —dijo


Mei.

—La segunda vez que compartes el té —dijo Nelson— eres


un invitado de honor.

Hugo asintió.

—Y la tercera vez que compartes el té, te conviertes en


familia. Es un proverbio Balti. Me tomé esas palabras a
pecho porque hay algo especial en el hecho de compartir el
té. El abuelo me lo enseñó. Decía que cuando tomas el té
con alguien, es íntimo y tranquilo. Profundo. Los diferentes
sabores se mezclan, su aroma es fuerte. Es pequeño, pero
cuando bebemos, lo hacemos juntos. —Les entregó una taza
a cada uno. Primero Cameron. Luego Mei. Luego Nelson.
Wallace fue el último. El té chapoteó cuando cogió la taza
de Hugo, sus dedos estaban cerca pero no se tocaban,
nunca se tocaban. Tuvo cuidado al girar en el aire,
apuntando con los pies hacia el suelo mientras Nelson ataba
la correa contra una pata de la mesa—. Por favor, beban
conmigo.

Esperó a que Cameron fuera el primero. Cameron se llevó la


taza a los labios, inhalando de nuevo, con los ojos cerrados.
Sus labios se curvaron en una tranquila sonrisa antes de
beber. Mei fue la siguiente, y luego Nelson y Hugo. Apollo
también lo hizo, sorbiendo la taza.

Wallace se llevó la taza a los labios, respirando el aroma a


naranja mezclado con especias. Casi podía imaginárselo,
tumbado en el suelo, en la hierba, mirando a un árbol
cargado de fruta, con las hojas meciéndose suavemente con
la brisa fresca y la luz del sol colándose entre las ramas.
Bebió profundamente, el té se deslizó por su garganta,
calentándolo desde el interior.

Una vez terminado el té, Wallace se sintió como un


momento antes.

Excepto que...

Excepto que eso no era del todo cierto, ¿verdad?

Porque había tomado su tercera taza de té. Su mirada se


desvió hacia el proverbio de Balti que colgaba sobre el
mostrador.

Extraño. Invitado. Familia.


Ahora les pertenecía a ellos tanto como ellos le pertenecían
a él.

Dejó la taza de té en la mesa antes de que se le cayera. Se


golpeó contra la mesa, pero los restos del té no se
derramaron. Cameron hizo lo mismo. Se quedó mirando la
taza de té, con una expresión de asombro en su rostro.

—Puedo... —Dirigió su mirada hacia el techo—. ¿Puedes oír


eso? Es... suena como una canción. Es lo más bonito que he
oído nunca.

—Sí —dijo Nelson en voz baja mientras Apollo ladraba.

—Yo también —dijo Wallace.

Mei negó con la cabeza.

Hugo tenía una cara de asombro, pero Wallace no esperaba


que escuchara lo que podían. No era para él, al menos no
todavía.

—Me está llamando —susurró Cameron.

Wallace sonrió.

Se pusieron alrededor de la mesa, Wallace flotando entre


ellos, bebiendo el té hasta que no quedaban más que los
residuos.

***

Hugo lo encontró en la cubierta trasera, flotando


horizontalmente hacia el suelo, con las manos cruzadas
detrás de la cabeza mientras miraba el cielo nocturno. Mei
había atado la correa a una barandilla de la cubierta
después de que él se lo pidiera, diciéndole que no podía
desatarla por ningún motivo. Las estrellas eran tan
brillantes como siempre. Se extendían eternamente. Se
preguntó si habría estrellas en el lugar al que iba. Esperaba
que así fuera. Tal vez Hugo y él podrían mirar el mismo cielo
al mismo tiempo.

Hugo se sentó a su lado, rodeando sus piernas con los


brazos, las rodillas contra su pecho.

—¿Otra sesión, doctor? —preguntó Wallace mientras


agarraba la correa y se acercaba a Hugo. Su trasero chocó
con la cubierta. Se agarró al borde por detrás y se mantuvo
en su sitio.

Hugo resopló antes de sacudir la cabeza.

—No sé si queda algo por decir.

—¿Dónde está Cameron?

—Con el abuelo y Mei. —Se aclaró la garganta—. Él...


Mañana.

—¿Qué pasará mañana? —Una gran pregunta, pero nunca


más que ahora.

—Va a cruzar.

Wallace giró la cabeza hacia Hugo.

—¿Ya?

Hugo asintió.

—Sabe lo que quiere.

—Y quiere esto.
—Sí. Le dije que no había prisa, pero no quiso ni oírlo. Piensa
que ha perdido demasiado tiempo. Quiere ir a casa.

—A casa —susurró Wallace.

—A casa —asintió Hugo, con la garganta enronquecida—.


Será el primero. —Miró fijamente a Wallace durante un largo
momento. Luego—: Podemos ayudarles. Si... si funcionó con
Cameron, quizá pueda funcionar con otros. —Miró hacia las
plantas de té—. Aunque al Gerente no le va a gustar.

Wallace se rió.

—No, no espero que lo haga. Pero independientemente de lo


que sea, es un burócrata. Y lo que es peor, es que es un
burócrata aburrido. Necesita lo que yo tuve.

—¿Qué?

—Un shock para el sistema.

—Un shock para el sistema —repitió Hugo, meditando las


palabras—. Yo... —Sacudió la cabeza—. ¿Quieres venir
conmigo? Quiero enseñarte algo.

—¿Qué?

—Ya lo verás. Vamos.

Wallace se impulsó desde la cubierta, flotando hacia arriba.


Rebotó cuando la correa se tensó. Se balanceó de un lado a
otro, parpadeando lentamente. Se preguntó qué pasaría si
se desataba la correa, si seguiría subiendo y subiendo y
subiendo hasta ocupar su lugar entre las estrellas. Era un
pensamiento terriblemente maravilloso.
En cambio, Hugo tiró de él hacia la casa, con cuidado de
que Wallace no se golpeara la cabeza con el marco de la
puerta.

El reloj pasaba los segundos.

Mei y Cameron estaban sentados en el suelo frente a la


chimenea, Apollo de espaldas, con las piernas al aire.
Nelson estaba en su silla. No hablaron mientras Hugo subía
las escaleras, Wallace iba detrás de él, con los pies sin tocar
el suelo.

Pensó que Hugo le llevaría hasta la puerta y le hablaría más


de lo que podría significar, de lo que podría haber al otro
lado. Se sorprendió cuando se dirigió a una de las puertas
cerradas del segundo piso.

La puerta que daba a su habitación, la única en la que


Wallace no había entrado.

Hugo se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta.


Volvió a mirar a Wallace.

—¿Estás listo?

—¿Para qué?

—Para mí.

Wallace se rió.

—Por supuesto.

Hugo abrió la puerta y se hizo a un lado. Hizo un gesto para


que Wallace pasara.

Agarrando el marco, se metió en la habitación, agachando


la cabeza.
Era más pequeña de lo que pensaba. Sabía que el
dormitorio principal estaba en el tercer piso y que había
pertenecido a Nelson y a su esposa antes de que fallecieran.

Esta habitación estaba limpia y ordenada. Harvey, el


inspector de sanidad, estaría sin duda satisfecho. No había
ni una mota de polvo, ni un poco de desorden o una cosa
fuera de lugar.

Al igual que el primer piso, las paredes estaban cubiertas de


carteles y fotos de lugares lejanos. Un bosque interminable
de árboles antiguos. Una estatua antigua a orillas de un río
verde. Cintas brillantes que colgaban sobre un colorido
mercado lleno de gente con túnicas fluidas. Casas con
tejados de paja. El sol saliendo sobre un campo de trigo.
Una isla en medio del mar, una extraña casa asentada en
sus acantilados.

Pero no todo eran sueños inalcanzables.

Un hombre y una mujer que se parecían a Hugo sonreían


desde una fotografía enmarcada que colgaba en el centro.
Debajo había otra fotografía, ésta de un perro sarnoso con
aspecto malhumorado mientras Hugo lo bañaba. Junto a
ésta, Hugo y Nelson estaban de pie frente a la casa de té,
con los brazos cruzados sobre el pecho y una amplia
sonrisa. Debajo de ésta había una foto de Mei en la cocina,
con la cara salpicada de harina, los ojos brillantes y una
espátula apuntando a la cámara.

Y así sucesivamente, al menos una docena más, contando


la historia de una vida vivida con fuerza y amor.

—Esto es maravilloso —dijo Wallace, estudiando una


fotografía de un joven Hugo sobre los hombros de un
hombre que parecía ser su padre. El hombre tenía un bigote
espeso y tupido y una chispa tortuosa en los ojos.
—Me ayudan a recordar —dijo Hugo en voz baja, cerrando la
puerta tras de sí—. Todo lo que tengo. Todo lo que he tenido.

—Los volverás a ver.

—¿Eso crees?

Asintió.

—Tal vez pueda encontrarlos primero. Puedo... no sé.


Hablarles de ti. Todo lo que has hecho. Estarán muy
orgullosos de ti.

Hugo dijo:

—Esto no es fácil para mí.

Wallace se dio la vuelta en el aire. Hugo frunció el ceño, con


la frente marcada. Levantó la mano y se quitó el pañuelo de
la cabeza.

—¿Qué no es fácil?

—Esto —dijo Hugo, señalando entre los dos—. Tú y yo. Me


paso la vida hablando, hablando, hablando. La gente como
tú viene a mí y yo les hablo del mundo que dejan atrás y de
lo que les espera. Que no hay nada que temer y que
volverán a encontrar la paz incluso cuando estén en lo más
bajo.

—¿Pero?

Hugo negó con la cabeza.

—No sé qué hacer contigo. No sé cómo decir lo que quiero


decir.

—No tienes que hacer nada con...


—No lo hagas —dijo Hugo con voz ronca—. No digas eso.
Sabes que no es cierto. —Dejó caer el pañuelo al suelo—.
Quiero hacerlo todo contigo. —Luego, en un susurro, como
si decirlo más alto los rompiera por completo, Hugo dijo—:
Yo no quiero que te vayas.

Seis pequeñas palabras. Seis palabras que nadie había


dicho antes a Wallace Price. Eran frágiles, y él las asimiló,
sosteniéndolas cerca.

Hugo se levantó el delantal por encima de la cabeza,


dejándolo caer junto al pañuelo. Se quitó los zapatos. Sus
calcetines eran blancos, con un agujero cerca de uno de sus
dedos.

Wallace dijo:

—Yo...

—Lo sé —dijo Hugo—. Quédate conmigo. Sólo por esta


noche.

Wallace estaba devastado. Si fueran cualquier otra persona,


esto podría ser el comienzo de algo. Un comienzo en lugar
de un final. Pero no eran nadie más. Eran Wallace y Hugo,
muerto y vivo. Un gran abismo se extendía entre ellos.

Hugo apagó la luz, dejando la habitación en penumbra. Se


dirigió a la cama. Era sencilla. Estructura de madera. Un
gran colchón. Sábanas azules y edredón. Las almohadas
parecían suaves. La cama crujió cuando Hugo se sentó en
ella, con las manos colgando entre las piernas.

—Por favor —dijo Hugo en voz baja.

—Sólo por esta noche —dijo Wallace.


Miró sus propios pies, que flotaban sobre el suelo de
madera. Arrugó la cara y sus zapatos desaparecieron. No se
preocupó por el resto. No iba a dormir.

Hugo levantó la vista cuando Wallace flotó hacia él. Tenía


una expresión extraña en el rostro, y Wallace se preguntó
por qué Hugo lo había elegido, qué había hecho en la vida
para merecer este momento.

Hugo asintió y se deslizó hacia atrás en la cama,


estirándose contra el otro lado. Agarró la correa que colgaba
y la ató al cabecero.

Wallace se agachó y apoyó las manos en la cama, deseando


poder acostarse junto a Hugo. Sus dedos se enroscaron en
el suave edredón. Se tiró hacia abajo hasta que su cara se
apretó contra la manta, respirando profundamente. Olía a
Hugo, a vainilla, a canela y a miel. Suspiró, moviéndose
hasta flotar sobre Hugo, que apoyaba la cabeza en la
almohada, con los ojos brillando en la oscuridad mientras
observaba a Wallace.

Al principio no hablaron. Wallace tenía tantas cosas que


quería decir, pero no sabía cómo empezar.

Hugo lo hizo. Siempre lo hacía.

—Hola.

Wallace dijo:

—Hola, Hugo.

Hugo levantó la mano hacia Wallace, con los dedos


extendidos. Wallace hizo lo mismo, sus manos estaban a
centímetros de distancia. No podían tocarse. Wallace estaba
muerto, después de todo. Pero estaba bien. Todavía estaba
bien. Wallace imaginó que podía sentir el calor de la piel de
Hugo.

Hugo dijo:

—Creo que sé por qué te trajeron a mí.

—¿Por qué? —preguntó Wallace.

La voz era baja, suave. Secreta.

Hugo volvió a bajar la mano a la cama, y la pena que sintió


Wallace por ello fue enorme.

—Me haces cuestionar las cosas. Por qué tiene que ser así.
Mi lugar en este mundo. Me haces desear cosas que no
puedo tener.

—Hugo. —Se quebró por la mitad.

—Ojalá las cosas fueran diferentes —susurró Hugo—. Ojalá


estuvieras vivo y encontraras el camino hasta aquí. Podría
ser un día como cualquier otro. Tal vez con el sol brillando.
Tal vez esté lloviendo. Estoy detrás del mostrador. La puerta
se abre. Miro hacia arriba. Entras tú. Frunces el ceño, porque
no sabes qué demonios haces en una casa de té en medio
de la nada.

Wallace resopló.

—Eso suena bastante bien.

—Quizá estés de paso —continuó Hugo—. Te has perdido y


necesitas ayuda para encontrar el camino. O tal vez estás
aquí para quedarte. Te acercas al mostrador. Te saludo y te
doy la bienvenida a Charon's Crossing.

—Te digo que nunca he tomado té antes. Pareces indignado.


Hugo sonrió con pesar.

—Quizá no indignado.

—Sí, sí. Sigue diciéndote eso. Estarías muy irritado. Pero


también tendrías paciencia.

—Te preguntaría qué sabores te gustan.

—Menta. Me gusta la menta.

—Entonces tengo justo el té para ti. Confía en mí, es bueno.


¿Qué te trae por aquí?

—No lo sé —dijo Wallace, atrapado en una fantasía en la


que todo era hermoso y nada dolía. Ya había estado allí en
secreto. Pero ahora estaba fuera, y no quería que terminara
nunca—. Vi el cartel cerca de la carretera y me arriesgué.

—¿Lo hiciste?

—Sí.

—Gracias por arriesgarte.

Wallace se resistió a cerrar los ojos. No quería perder este


momento. Se obligó a memorizar cada centímetro de la cara
de Hugo, el rizo de sus labios, el rastrojo que se le había
escapado en la mandíbula al afeitarse antes.

—Prepararías el té. Lo pondrías en una pequeña tetera y lo


pondrías en una bandeja. Yo me sentaría en la mesa cerca
de la ventana.

—Te llevaría la bandeja —dijo Hugo—. Habría una segunda


taza, porque quiero que me pidas que me siente contigo.

—Sí, quiero.
—Lo haces —aceptó Hugo—. Siéntate un rato, dices. Toma
una taza de té conmigo.

—¿Lo harás?

—Sí. Me siento en la silla frente a ti. Todo lo demás se


desvanece hasta que sólo estamos tú y yo.

—Soy Wallace.

—Yo soy Hugo. Encantado de conocerte, Wallace.

—Tú sirves el té.

—Te paso la taza.

—Espero a que te sirvas la tuya.

—Bebemos al mismo tiempo —dijo Hugo—. Y veo el


momento en que el sabor llega a tu lengua, la forma en que
tus ojos se ensanchan. No esperabas que supiera como lo
hace.

—Me recuerda a cuando era más joven. Cuando las cosas


tenían sentido.

—Es bueno, ¿verdad?

Wallace asintió, con los ojos encendidos.

—Es muy bueno. Hugo, yo...

Hugo dijo:

—Y tal vez nos sentamos allí, perdiendo la tarde. Hablamos.


Tú me hablas de la ciudad, de la gente que va deprisa a
todas partes. Yo te hablo del aspecto de los árboles en
invierno, de la nieve que se acumula en las ramas hasta que
cuelgan hasta el suelo. Me hablas de todas las cosas que
has visto, de todos los lugares que has visitado. Te escucho,
porque yo también quiero verlos.

—Puedes hacerlo.

—¿Puedo?

—Sí —dijo Wallace—. Puedo enseñarte.

—¿Lo harás?

—Tal vez decida quedarme —dijo Wallace, y nunca lo había


dicho más en serio—. En esta ciudad. En este lugar.

—Vendrías todos los días, probando diferentes tipos de té.

—No me gustan muchos.

Hugo se rió.

—No, porque eres muy particular. Pero encuentro los que sí


te gustan y me aseguro de tenerlos siempre a mano.

—En la primera taza soy un extraño.

—En la segunda eres un invitado de honor.

Y Wallace dijo:

—Y luego tengo una más. Y luego otra. Y luego otra. ¿En qué
me convierte eso?

—En familia —dijo Hugo—. Te hace familia.

—¿Hugo?

—¿Sí?
—No me olvides. Por favor, no me olvides.

—¿Cómo podría hacerlo?

—¿Incluso cuando me haya ido?

—Incluso cuando te hayas ido. No pienses en ello ahora.


Todavía tenemos tiempo.

Lo tenían.

No lo tenían.

Los ojos de Hugo se volvieron pesados. Luchó contra ello,


parpadeando lentamente, pero ya había perdido.

—Creo que estaría bien —dijo, arrastrando ligeramente las


palabras—. Si vinieras aquí. Si te quedaras. Tomaríamos té y
hablaríamos y un día te diría que te amo. Que no puedo
imaginar mi vida sin ti. Que me has hecho desear más de lo
que nunca pensé que podría tener. Un pequeño sueño
divertido.

Sus ojos se cerraron y no volvieron a abrirse. Inhaló y


exhaló, con los labios entreabiertos.

Después de un rato, Wallace dijo:

—Y yo te diría que me hiciste más feliz de lo que nunca fui.


Tú, Mei, Nelson y Apollo. Que si pudiera, me quedaría
contigo para siempre. Que yo también te amo. Por supuesto
que sí. ¿Cómo podría no hacerlo? Mírate. Sólo mírate. Un
pequeño sueño divertido.

Durante el resto de la noche, flotó sobre Hugo, observando,


esperando.
Capítulo 22
A la mañana siguiente, en el séptimo, el final, el último,
Cameron dijo:

—¿Me acompañas a la puerta?

Wallace parpadeó sorprendido mientras miraba a Cameron.

—¿Quieres que vaya?

Asintió.

—No... no puedo ir... todavía no. No voy a pasar todavía.

—Lo sé —dijo Cameron—. Pero creo que ayudará, tenerte


allí.

—¿Por qué? —preguntó Wallace con impotencia.

—Porque me has salvado. Y tengo miedo. No sé cómo voy a


subir las escaleras. ¿Y si mis piernas no funcionan? ¿Y si no
puedo hacerlo?

Wallace pensó en todo lo que había aprendido desde que


atravesó las puertas de Charon's Crossing por primera vez.
Lo que Hugo le había enseñado. Y Mei. Y Nelson y Apollo.
Dijo:

—Cada paso adelante es un paso más cerca de casa.

—¿Entonces por qué es tan difícil?

—Porque así es la vida —dijo Wallace.

Cameron se mordió el labio inferior.


—Él estará allí.

Zach.

—Lo hará.

—Me gritará.

—¿De verdad?

—Sí —dijo Cameron—. Así sabré que todavía me ama. —Sus


ojos estaban húmedos—. Espero que grite tan fuerte como
pueda.

—Hasta que crea que le van a estallar los tímpanos —dijo


Wallace, dándole una palmadita en la parte superior de la
cabeza—. Y entonces nunca te dejará ir.

—Eso me gustaría. —Apartó la mirada—. Te encontraré.


Cuando vengas. Quiero que te conozca. Necesita conocerte
y saber lo que has hecho por mí.

Wallace no podía. Todo estaba borroso. Los colores se


fundían a su alrededor. Sus cuerdas se habían cortado, y
estaba flotando lejos, lejos, lejos.

—Entonces sí —dijo Wallace—. No te olvides de que estaré


allí cuando te vayas.

***

Cameron abrazó a Mei.

Abrazó a Nelson.

Le dio una palmadita a Apollo en la cabeza.

Dijo:
—¿Dolerá?

—No —dijo Hugo—. No lo hará.

Miró a Wallace y le tendió la mano.

—¿Lo harás?

Wallace no dudó. Tomó la mano de Cameron entre las suyas.


Cameron lo agarró con fuerza como si quisiera evitar que
Wallace se alejara flotando.

Mei, Nelson y Apollo se quedaron en el piso inferior.

—Espero que vuelvas enseguida, Wallace —gritó Nelson—.


Todavía no he terminado contigo.

—Lo sé —dijo Wallace, apretando la mano de Cameron para


que se detuviera. Volvió a mirar hacia ellos—. No
tardaremos mucho.

Nelson no parecía creerle, pero Wallace no podía hacer nada


al respecto ahora.

Hugo les guió por las escaleras hasta el segundo piso.

—¿Oyes eso? —preguntó Cameron—. Está cantando.

Al tercer piso.

—Oh —dijo Cameron, con lágrimas cayendo por sus mejillas


—. Es tan fuerte. —Miró por las ventanas mientras las
pasaban, y se reía y reía. Wallace no sabía lo que veía, no
era para él.

Al cuarto piso.

Se detuvieron en el rellano.
Las flores talladas en la madera de la puerta florecieron en
el techo sobre ellos.

Las hojas crecieron.

—Cuando estés listo, quita el gancho y suéltalo. Yo abriré la


puerta. Sólo dime cuándo —dijo Hugo.

Cameron asintió y miró a Wallace que flotaba sobre ellos.


Apretó la mano de Wallace antes de tirar de él hasta la
altura de los ojos.

—Lo sé —susurró—. Cuando me trajiste aquí, cuando me


clavaste el gancho en el pecho, lo sentí. Son tuyos, Wallace.
Y tú eres de ellos. Asegúrate de que lo sepan. No sabes
cuándo volverás a tener la oportunidad.

—Lo haré —le susurró Wallace.

Cameron le besó la mejilla antes de soltar a Wallace. Hugo


agarró la correa, con ojos suaves y tristes.

Cameron inhaló y exhaló una, dos, tres veces. Dijo:

—¿Hugo?

—Estoy aquí.

—He encontrado el camino de regreso. Me costó un poco,


pero lo hice. Gracias por creer en mí. Creo que ya estoy
listo. —Y con eso, agarró el gancho que Wallace no podía
ver. Cameron hizo una mueca al sacarlo de su pecho. Jadeó
de alivio al abrir la mano.

—Se ha ido —dijo Hugo en voz baja—. Ya es hora.

—Lo siento —dijo Cameron, mirando hacia la puerta—. Me


estoy levantando. Hugo, por favor. Abre la puerta.
Hugo lo hizo. Levantó la mano, los dedos rozando el pomo
de la puerta. Lo agarró y lo giró una vez.

Fue como había sido con Alan. La luz se derramó hacia


abajo, tan brillante que Wallace tuvo que apartar la mirada.
Los susurros dieron paso al canto de los pájaros. Wallace
oyó el jadeo de Cameron cuando sus pies abandonaron el
suelo. Levantó la mano para protegerse los ojos, tratando
de distinguir a Cameron en medio de la luz cegadora.

—Oh, Dios mío —respiró Cameron mientras se elevaba en el


aire hacia la puerta abierta—. Oh, Wallace. Es... el sol. Es el
sol. —Entonces, el momento antes de que se elevara por la
puerta, una gran y poderosa alegría llenó su voz mientras
decía—. Hola, mi amor. Hola, hola, hola.

Lo último que Wallace vio de él fueron las suelas de sus


zapatos.

La puerta se cerró de golpe tras él.

La luz se desvaneció.

Las flores se enroscaron sobre sí mismas.

Las hojas se encogieron cuando la puerta se asentó en su


marco.

Cameron se había ido.

***

Estuvieron bajo la puerta durante lo que parecieron horas,


con la correa en la mano de Hugo mientras Wallace flotaba.
Ya casi era la hora. Todavía no, pero casi.

***
Tomaron el té como si fuera cualquier otro día, la mañana se
convirtió en tarde mientras fingían que nada cambiaba.

Se rieron. Contaron historias. Nelson y Mei le recordaron a


Wallace cómo se veía en bikini. Nelson dijo que si fuera un
par de décadas más joven, podría considerar la posibilidad
de ir tras Wallace, para consternación de Hugo. Wallace hizo
que Nelson le mostrara el disfraz de conejo. Era bastante
sorprendente. La cesta de huevos de colores brillantes no
hacía más que empeorar la situación, sobre todo cuando las
orejas se movían por todas partes y la nariz se agitaba.
Nelson no necesitó abrir los huevos para que Wallace
supiera que estaban rellenos de coliflor.

Wallace tuvo que agarrarse a la parte inferior de la mesa


para no seguir subiendo. Intentó pasar desapercibido, pero
ellos lo sabían. Todos lo sabían. Se olvidó de la correa, no
quería ninguna distracción para lo que vendría después.

Mientras el sol se movía por el cielo, Wallace reflexionó


sobre la vida que había tenido antes de este lugar. No había
sido gran cosa. Había cometido errores. No había sido
amable. Y sí, hubo momentos de absoluta crueldad. Podría
haber hecho más. Debería haber hecho más. Pero pensó
que había hecho una diferencia, al final, con la ayuda de los
otros. Recordó el aspecto de Nancy antes de salir de la casa
de té la última vez. La forma en que Naomi había sonado en
el teléfono. El alivio en la cara de Cameron cuando el Husk
en el que se había convertido se desvaneció, la vida
volviendo a los muertos.

Wallace había hecho más en la muerte que en la vida, pero


no lo había hecho solo.

Y tal vez esa era la cuestión. Todavía tenía remordimientos.


Pensó que siempre los tendría. Ya no se podía hacer nada al
respecto. Había encontrado dentro de sí mismo al hombre
en el que había creído convertirse antes de que la pesadez
de la vida descendiera sobre él. Era libre. Los grilletes de
una vida mortal habían caído. No había nada que lo
retuviera. Ya no.

Dolía, pero era un buen dolor.

Hugo trató de mantener las apariencias, pero cuanto más se


acercaba el anochecer, más se agitaba. Se quedó en
silencio. Frunció el ceño. Se cruzó de brazos a la defensiva.

Wallace dijo:

—¿Hugo? —mientras Mei y Nelson se callaban. Wallace se


agarró a la mesa.

Hugo negó con la cabeza.

—Ahora no —dijo Wallace—. Quiero que seas fuerte por mí.

Tenía una mandíbula obstinada.

—¿Y qué pasa con lo que yo quiero?

Nelson suspiró.

—Sé que esto es duro para ti. No creo que...

La risa de Hugo fue ronca mientras sus manos se cerraban


en puños.

—Lo sé. Es que... no sé qué hacer.

Mei apoyó la cabeza en su hombro.

—Lo que tengas que hacer —susurró—. Y estaremos allí


contigo. Los dos. A cada paso del camino. —Miró a Wallace
—. Te has convertido en un buen tipo, Wallace Price.

—No tan bueno como tú, Meiying... ¿cuál es tu maldito


apellido?

Ella se rió.

—Freeman. Me lo cambié el año pasado. El mejor nombre


que he tenido.

—Maldita sea —dijo Nelson.

Tenía mucho más que decirles a todos ellos. Pero antes de


que pudiera hacerlo, Apollo gruñó, dirigiéndose a la ventana
que daba a la fachada de la casa de té. Las manecillas del
reloj comenzaron a titubear mientras el tiempo se
ralentizaba.

—No —susurró mientras una luz azul empezaba a llenar el


Charon’s Crossing—. Todavía no. Por favor, todavía no...

Apollo aulló, un sonido largo y lúgubre mientras la luz se


desvanecía. El reloj se congeló por completo, las manecillas
inmóviles.

Un ligero golpeteo en la puerta: golpe, golpe, golpe.

Hugo se levantó lentamente de su silla, con pasos pesados


mientras se dirigía a la puerta. Colgó la cabeza, con la mano
en el pomo de la puerta.

La abrió.

El Gerente estaba de pie en el porche. Llevaba una camiseta


en la que se leía SI TE PARECE QUE SOY BONITO, DEBERÍAS
VER A MI TÍA. De su pelo colgaban flores que se abrían y
cerraban, se abrían y cerraban.
—Hugo —dijo el chico a modo de saludo—. Qué bueno verte
de nuevo. Veo que te va bien. O tan bien como se puede
esperar.

Hugo dio un paso atrás pero no respondió.

El Gerente entró en la casa de té, el suelo crujió bajo sus


pies descalzos, las paredes y el techo empezaron a ondular
como antes. Miró a cada uno de ellos por turno, la mirada se
detuvo en Mei antes de volverse hacia Nelson y Apollo, que
le gruñó pero mantuvo la distancia.

—Buen perro —dijo el chico.

Apollo ladró salvajemente en respuesta.

—Bueno, sobre todo un buen perro. Mei, te has adaptado a


este asunto del Segador como un pez al agua. Sabía que
asignarte a Hugo era lo correcto. Me impresiona.

—Francamente, me importa una mierda lo que...

—Ah —dijo el chico—. No es necesario. Soy tu jefe, después


de todo. No me gustaría pensar que necesitas una marca en
tu expediente permanente.— Resopló—. Nelson. Todavía
aquí, veo. Como... se esperaba.

—Claro que sí —gruñó Nelson. Apuntó con su bastón al


Gerente—. Y no creas que vas a obligar a nadie a hacer algo
que no quiera hacer. No lo permitiré.

El chico le miró fijamente durante un largo momento.

—Interesante. Realmente creí esa amenaza, por muy


insignificante que fuera. Por favor, recuerda que es poco lo
que podrías hacerme para detener lo que debe suceder. Yo
soy el universo. Tú eres una mota de polvo. Me gustas,
Nelson. Por favor, no hagas que me arrepienta.

Nelson le miró con recelo, pero no respondió.

El Gerente se acercó a la mesa. Wallace se quedó quieto


mientras Hugo cerraba la puerta. La cerradura hizo clic.

El chico se detuvo en la mesa frente a Wallace,


inspeccionando la tetera y las tazas. Pasó un dedo por el
pico de la tetera. Cogió una gota de líquido de la punta
antes de presionarla contra su lengua.

—Menta —dijo, sonando divertido—. Bastones de caramelo.


¿No es así, Wallace? Tu madre los hacía en la cocina en
invierno. Qué extraño es que un recuerdo tan reconfortante
venga de alguien a quien creciste despreciando.

—No la desprecio —dijo Wallace con rigidez.

El chico arqueó una ceja.

—¿Es así? ¿Por qué no? Ella era, en el mejor de los casos,
distante. Tus dos padres lo eran. Dime, Wallace, ¿qué harás
cuando los vuelvas a ver? ¿Qué dirás?

No había pensado en ello. No sabía en qué le convertía eso.

El chico asintió.

—Ya veo. Bueno, supongo que eso es mejor dejarlo en tus


manos que en las mías. Toma asiento, Hugo, para que
podamos empezar.

Hugo volvió a la mesa, apartando la silla antes de volver a


sentarse, con un gesto inexpresivo y frío. Wallace odiaba
verlo en él.
El chico dio una palmada.

—Así está mejor. Espera un momento. —Se dirigió a la mesa


cercana a ellos, sacando la silla y arrastrándola por el suelo
hasta su mesa. La empujó entre Mei y Nelson antes de
subirse a ella, sentándose sobre sus rodillas. Apoyó los
codos en la mesa, con la barbilla entre las manos—. Ya está.
Ahora estamos todos igual. Me gustaría una taza de té.
Siempre me ha gustado tu té, Hugo. ¿Me lo sirves?

Y Hugo dijo:

—No. No lo haré.

El chico parpadeó lentamente, sus pestañas negras como el


hollín contra la piel dorada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, con la voz aguda y dulce,


como las cuchillas recubiertas de caramelo.

—No vas a tomar el té —dijo Hugo.

—Oh. —El chico ladeó la cabeza—. ¿Por qué no?

—Porque vas a escucharme, y no quiero que te distraigas.

—Ooh —el chico respiró—. ¿De verdad? Esto debería ser


interesante. Tienes mi atención. Adelante. Te escucho. —
Lanzó una mirada socarrona a Wallace antes de volver a
mirar a Hugo—. Pero yo me daría prisa si fuera tú. Parece
que a nuestro Wallace le cuesta mantenerse sentado. No
me gustaría que se fuera flotando mientras tú estás...
¿cómo decirlo? Dándome mi merecido.

Hugo cruzó las manos sobre la mesa frente a él, con las
yemas de los pulgares juntas.
—Me has mentido.

—¿Lo hice? ¿Sobre qué, exactamente?

—Cameron.

—Ah —dijo el Gerente—. El Husk.

—Sí.

—Atravesó la puerta.

—Porque le ayudamos.

—¿Lo hicisteis? —Golpeó sus dedos contra sus mejillas—.


Fascinante.

Wallace sintió ganas de gritar, pero mantuvo la boca


cerrada. No podía dejar que sus emociones se apoderaran
de él, no cuando esto contaba más que nada. Y confiaba en
Hugo con cada fibra de su ser. Hugo sabía lo que estaba
haciendo.

La voz de Hugo fue uniforme cuando dijo:

—Le dejaste ser como era. Me dijiste que no había nada que
pudiéramos hacer.

—¿Yo dije eso? —se rió el Gerente—. Supongo que sí. Me


alegra saber que estabas escuchando.

—Podrías haber intervenido en cualquier momento para


ayudarle.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó el Gerente,


sonando desconcertado—. Él tomó su decisión. Como le dije
a Wallace, el libre albedrío es primordial. Es vital para...
—Hasta que decides que no lo es —dijo Hugo con
rotundidad—. Esto no es un juego. No puedes elegir cuándo
intervenir.

—¿No? —preguntó el chico. Miró a los demás como si dijera


¿Puedes creer a este tipo? Su mirada se detuvo en Wallace
por un momento antes de volver a mirar a Hugo—. Pero, por
el bien de la discusión, ¿por qué no me dices lo que yo, un
ser infinito de polvo y estrellas, debería haber hecho?

Hugo se inclinó hacia delante, con el rostro pétreo.

—Estaba sufriendo. Perdido. Mi antiguo Segador lo sabía. Se


alimentaba de ello. Y aun así no hiciste nada. Incluso
después de que Cameron se convirtiera en un Husk, no
moviste un dedo. No fue hasta Lea que decidiste hacer algo
al respecto. No debería haber tardado tanto.

El chico se burló.

—Tal vez, pero al final todo salió bien. La madre de Lea está
en el camino de la curación. Cameron se reencontró a sí
mismo y continuó su viaje hacia el inmenso y sagrado más
allá. No veo el problema aquí. Todo el mundo es feliz. —
Sonrió—. Deberías sentirte orgulloso de ti mismo. Aplausos
para todos. ¡Hurra! —Aplaudió.

—¿Podrías haberle ayudado? —preguntó Mei.

El Gerente giró la cabeza lentamente hacia ella.

Ella no apartó la mirada.

—Bueno —dijo el Gerente, alargando la palabra durante


varias sílabas—. Quiero decir, claro, si vamos al grano.
Puedo hacer prácticamente lo que quiera. —Entrecerró los
ojos. Wallace sintió un escalofrío que le recorrió la columna
vertebral cuando la voz del chico se volvió cortante—.
Podría haber evitado la muerte de tus padres, Hugo. Podría
haber hecho que el corazón de Wallace siguiera latiendo con
su pequeño ritmo de jazz. Podría haber agarrado a Cameron
por el cuello el día que decidió huir y haberlo obligado a
cruzar la puerta.

—Pero no lo hiciste —dijo Hugo.

—No lo hice —asintió el chico—. Porque hay un orden en las


cosas. Un plan, uno que está muy por encima de tu
categoría. Harías bien en recordarlo. No estoy seguro de que
me guste tu tono. —Hizo un mohín, con el labio inferior
sobresaliendo—. No es muy agradable.

—¿Cuál es ese plan? —preguntó Wallace.

El chico volvió a mirarle.

—¿Perdón?

—El plan —dijo Wallace—. ¿Cuál es?

—Algo que va mucho más allá de tu capacidad de


comprensión. Es...

—Bien —dijo Wallace—. ¿Qué hay al otro lado de la puerta?

Fue sutil, allí y se fue en un instante, pero Wallace vio la


expresión de desconcierto antes de que desapareciera.

—Por qué, todo, por supuesto.

—Detalles concretos. Dime una cosa además de lo que ya


sabemos.

Su labio inferior sobresalió más.


—Oh, Wallace. No hay nada que debas temer. Ya te lo he
dicho. Encontrarás...

—Sí, verás, creo que no lo sabes —dijo Wallace. Se inclinó


hacia delante mientras Mei inspiraba, mientras Nelson
golpeaba su bastón en el suelo—. Creo que quieres hacerlo.
Intentas imitarnos. Intentas hacernos creer que nos
entiendes, pero ¿cómo podrías hacerlo? No tienes nuestra
humanidad. No sabes lo que es tener un corazón que late, y
sentirlo romperse. No sabes lo que significa ser feliz, o lo
que significa sufrir. Quizá una parte de ti esté envidiosa de
todas las cosas que somos y que tú nunca podrás ser, y
aunque no me creas, te lo deseo más de lo que crees.
Porque sé que hay algo al otro lado de esa puerta. Lo he
sentido. He oído los susurros. He oído las canciones que
canta. He visto la luz que sale de ella. ¿Puedes siquiera
empezar a imaginar cómo es eso?

—Cuidado, Wallace —dijo el Gerente, con un mohín que se


convertía en acero—. Recuerda con quién estás hablando.

—Él lo sabe —dijo Hugo en voz baja—. Todos lo sabemos.

El Gerente frunció el ceño mientras miraba a Hugo.

—¿Y tú? Eso espero.

—¿Qué son los Husks? —Wallace hizo una pausa, pensando


como nunca lo había hecho—. ¿Una manifestación de una
vida basada en el miedo? —Parecía la dirección correcta,
pero no conseguía enfocar la imagen—. Ellos... ¿qué? Son
más susceptibles a...

—La vida basada en el miedo —repitió lentamente el


Gerente—. Eso es... eh. —Entornó los ojos hacia Wallace—.
Lo has descubierto por tu cuenta, ¿verdad? Bien por ti. Sí,
Wallace. Aquellos que vivieron en el miedo y la
desesperación son más... ¿cómo lo has dicho? Susceptibles.
Todo lo que conocen es el miedo, y los sigue a través de la
muerte. Aunque no les afecta a todos de la misma manera,
la gente como Cameron a veces no puede aceptar su nueva
realidad. Huyen de ella y... bueno. Ya sabes lo que pasa
después.

—¿Cuántos son? —preguntó Hugo.

El Gerente se echó hacia atrás.

—¿Qué?

Hugo miró fijamente al Gerente, apenas parpadeando.

—Gente como Cameron. Gente que ha sido llevada a los


barqueros de todo el mundo y se ha perdido. ¿Cuántos de
ellos hay?

—No veo qué tiene que ver eso con...

—¡Es toda la cuestión! —exclamó Wallace—. No se trata de


una sola persona. Se trata de todos nosotros, y de lo que
hacemos por los demás. La puerta no discrimina. Está ahí
para todos los que sean lo suficientemente valientes como
para mirar hacia arriba. Algunos se pierden, pero no es
culpa suya. Tienen miedo. Dios mío, claro que lo tienen.
¿Cómo podrían no tenerlo? Todo el mundo pierde el rumbo
en algún momento, y no es sólo por sus errores o por las
decisiones que toman. Es porque son horrible y
maravillosamente humanos. Y lo único que he aprendido
sobre ser humano es que no podemos hacerlo solos.
Cuando estamos perdidos, necesitamos ayuda para tratar
de encontrar nuestro camino de nuevo. Tenemos la
oportunidad de hacer algo importante, algo que nunca se ha
hecho antes.
—Nosotros —dijo el Gerente—. ¿No querrás decir ellos?
Porque, por si lo has olvidado, estás muerto.

—Lo sé —dijo Wallace—. Lo sé.

El chico frunció el ceño.

—Te lo dije una vez, Wallace. Yo no hago tratos. No negocio.


Creía que habíamos superado eso. —Suspiró con fuerza—.
Estoy muy decepcionado contigo. Fui muy claro en el
asunto. Y hablas de los Husks como si supieras algo de
ellos.

—Los he visto —dijo Wallace—. De cerca. A Cameron. Vi lo


que era, independientemente de en qué se había
convertido.

—Uno —dijo el Gerente—. Has visto a uno de ellos.

—Es suficiente —dijo Hugo—. Más que eso, incluso. Porque


si el resto de los Husks son como Cameron, entonces
merecen una oportunidad, igual que nosotros. —Se inclinó
hacia adelante, la mirada nunca dejó el Gerente—. Puedo
hacerlo. Sabes que puedo —Miró a los demás en la mesa—.
Podemos hacerlo.

El Gerente permaneció en silencio durante un largo


momento. Wallace tuvo que evitar moverse. Apenas evitó
gritar de alivio cuando el Gerente dijo:

—Tienes mi atención. No la desperdicies.

Los argumentos de finalización, pero no vinieron de Wallace.


No podía. Miró a la única persona que conocía la vida y la
muerte mejor que nadie en la casa de té. Hugo cuadró los
hombros, respirando profundamente y dejándolo salir
lentamente.
—Los Husks. Tráelos aquí. Déjanos ayudarlos. No merecen
quedarse como están. Deberían poder encontrar el camino
a casa como todos los demás. —Miró a Wallace, que seguía
agarrado a la mesa con toda la fuerza que podía. Cada vez
era más difícil hacerlo. Su trasero se levantaba de la silla
unos centímetros, sus rodillas se apoyaban en la parte
inferior de la mesa, sus pies se levantaban del suelo. Y si
escuchaba lo suficiente, si realmente lo intentaba, podía oír
los susurros de la puerta una vez más. Casi había
terminado.

El Gerente le miró fijamente.

—¿Por qué iba a aceptar esto?

—Porque sabes que podemos hacerlo —dijo Mei—. O, al


menos, podemos intentarlo.

—Y porque es lo correcto —dijo Wallace, y nunca había


creído nada más. Qué sencillo. Qué aterradoramente
profundo—. La única razón por la que los Husk eligieron
como lo hicieron fue por miedo a lo desconocido.

El Gerente asintió lentamente.

—Digamos que me entretengo con esto. Digamos, por un


momento, que considero tu oferta. ¿Qué me darás a
cambio?

Y Wallace dijo:

—Me soltaré.

Hugo se alarmó.

—Wallace, no, no...


—Qué extraño eres —dijo el Gerente—. Has cambiado. ¿Qué
lo ha provocado? ¿Acaso lo sabes?

Wallace rió, salvaje y brillante.

—Tú, creo. O al menos eres parte de ello, aunque nada de lo


que hagas tenga sentido. Pero eso es lo normal en la
existencia, porque la vida no tiene sentido, y en el caso de
que encontremos algo que sí lo tenga, nos aferramos a ello
con todas nuestras fuerzas. Me encontré a mí mismo gracias
a ti. Pero en comparación con Mei, tú eres muy poca cosa.
Hasta Nelson. Apollo. —Tragó grueso—. Y Hugo.

Hugo se levantó bruscamente, la silla se volcó y cayó al


suelo.

—No —dijo con dureza—. No te dejaré hacer esto. No voy


a...

—No se trata de mí —le dijo Wallace—. O de nosotros. Me


has dado más de lo que podría pedir. Hugo, ¿no lo ves? Soy
quien soy porque me mostraste el camino. Te negaste a
renunciar a mí. Por eso sé que ayudarás a todos los que
vengan después de mí y te necesiten tanto como yo.

—Bien —dijo de repente el Gerente, y todo el aire fue


aspirado de la habitación—. Tienes un trato. Traeré a los
Husks aquí, uno por uno. Si los curas, entonces que así sea.
Si no lo haces, se quedan como están. Será mucho trabajo
de cualquier manera, y no sé el éxito que tendrá.

El agarre de Wallace sobre la mesa se aflojó mientras su


mandíbula caía.

—¿Lo dices en serio?

—Sí —dijo el Gerente—. Mi palabra es mi obligación.


—¿Por qué? —preguntó Wallace. El Gerente había accedido
más rápido de lo que esperaba. Tenía que haber algo más.

El Gerente se encogió de hombros.

—Por curiosidad. Quiero ver qué pasa. Con el orden viene la


rutina. La rutina puede llevar al aburrimiento, sobre todo
cuando se eterniza. Esto es... diferente. —Sus ojos se
entrecerraron al mirar a Hugo y a Mei—. No confundas mi
aquiescencia con un signo de complacencia.

—¿Lo juras? —insistió Wallace.

—Sí —dijo el Gerente, poniendo los ojos en blanco—. Lo juro.


He oído el alegato final, abogado. El jurado ha vuelto con un
veredicto a su favor. Hemos llegado a un acuerdo. Es el
momento, Wallace. Es hora de abandonar.

Wallace dijo:

—Yo...

Miró a Mei. Una lágrima resbaló por su mejilla.

Miró a Nelson. Tenía los ojos cerrados mientras fruncía el


ceño profundamente.

Miró a Apollo. El perro gimió e inclinó la cabeza.

Miró a Hugo. Wallace recordó el primer día que llegó a la


casa de té y lo asustado que había estado de Hugo. Si
hubiera sabido entonces lo que sabía ahora.

¿Qué harás con el tiempo que te queda?

Lo sabía. Aquí, al final, lo sabía.


—Los amo. A todos. Han hecho que mi memoria valga la
pena. Gracias por haberme ayudado a vivir.

Y entonces Wallace Price se soltó de la mesa.

Libre, sin ataduras, se levantó.

La parte superior de sus rodillas golpeó la mesa, haciéndola


saltar. La tetera y las tazas traquetearon sobre la mesa. Qué
liberador fue soltarse. Por fin, por fin. No tenía miedo. Ya no.

Cerró los ojos mientras flotaba hacia el techo.

La atracción de la puerta era tan fuerte como siempre. Le


estaba cantando, susurrando su nombre.

Abrió los ojos cuando dejó de elevarse.

Miró hacia abajo.

Nelson le tenía agarrado el tobillo, con los dedos clavados,


con una mirada de determinación en su rostro que se
transformó en sorpresa cuando él también empezó a
levantarse del suelo.

Pero entonces Apollo saltó hacia delante, cerrando las


mandíbulas alrededor del extremo del bastón de Nelson,
sujetándolo. Gimió cuando sus patas delanteras se
levantaron del suelo, la parte superior de la cabeza de
Wallace cerca del techo.

Mei se agarró a los cuartos traseros de Apollo, cuya cola la


golpeó en la cara.

—No —le espetó—. No es el momento. No puedes hacer


esto. No puedes hacerlo.
Entonces empezó a levantarse, con los pies pataleando al
dejar el suelo.

Hugo intentó agarrarla, pero sus manos la atravesaron una


y otra vez.

Wallace les sonrió.

—No pasa nada. Te lo prometo. Suéltame.

—Nunca en tu vida —gruñó Nelson, apretando el tobillo de


Wallace. La mano de Nelson se deslizó hasta el zapato de
Wallace. Sus ojos se abrieron de par en par—. No.

—Adiós —susurró Wallace.

El zapato se desprendió. Nelson, Apollo y Mei se cayeron al


suelo apilados.

Wallace levantó la cara. Los susurros se hicieron más


fuertes.

Se elevó por el techo del primer piso hasta el segundo. Oyó


a los demás gritar debajo de él mientras corrían hacia las
escaleras. Nelson apareció de la nada, alcanzándolo, pero
Wallace estaba demasiado alto. Mei y Hugo llegaron al
segundo piso a tiempo de verle subir por el techo.

—¡Wallace! —gritó Hugo.

El tercer piso. Deseó haber pasado más tiempo en la


habitación de Hugo. Se preguntó qué clase de vida podrían
haber hecho si hubiera encontrado el camino a este
pequeño lugar antes de que su corazón se hubiera rendido.
Pensó que habría sido maravilloso. Pero era mejor haberla
tenido durante el tiempo que la tuvo que no haberla tenido
nunca. Qué tremendo pensamiento era ese.
Pero entonces fue una muerte tremenda, ¿no? Por lo que
había encontrado después de la vida.

Los susurros de la puerta lo llamaban, cantando su nombre


una y otra vez, y en su pecho, una luz, como el sol. Ardía
dentro de él. Quedó en posición horizontal con respecto al
piso de abajo, con los brazos extendidos como cuando había
ido detrás de Hugo en la motoneta. Chocó con el techo del
tercer piso, que cedió mientras él se elevaba a través de él
hasta el cuarto piso.

No le sorprendió ver al Gerente esperándole bajo la puerta,


con la cabeza ladeada. Por un momento, Wallace pensó que
seguiría subiendo y subiendo y subiendo. Tal vez la puerta
no se abriera y se elevara por el techo de la casa hacia el
cielo nocturno y las interminables estrellas. No sería un
camino tan malo.

Pero no lo hizo.

Se detuvo, suspendido en el aire. Nelson apareció cerca del


rellano, pero no habló.

Por primera vez, el Gerente parecía inseguro. Sólo un niño


con flores en el pelo.

Wallace sonrió.

—No tengo miedo. No de ti. Ni de la puerta. Ni de nada de lo


que vino antes o vendrá después.

Nelson apoyó su rostro en sus manos.

—No tienes miedo —repitió el Gerente—. Ya lo veo. Has


soltado la mesa como si... —Se quedó mirando a Wallace
durante un largo momento antes de levantar la vista hacia
la puerta mientras los susurros se hacían más fuertes, más
ininteligibles—. Me pregunto. Cómo sería si...

Los susurros se convirtieron en una auténtica tempestad. El


Gerente negó con la cabeza, como un niño al que se le dice
que no.

—No, no creo que eso sea del todo cierto. ¿Y si...? ¿Sabes
qué? Me estoy cansando de tu...

La tempestad se convirtió en un huracán, furioso y ruidoso.

—He hecho todo lo que me has pedido. Siempre. —Miró


hacia la puerta—. ¿Y a dónde nos ha llevado? Si esto es para
todos, entonces tiene que ser para todos. ¿No quieres ver lo
que puede pasar? Creo que podrían acabar
sorprendiéndonos a todos. Ya han demostrado su valía. Y
necesitarán toda la ayuda posible. ¿Qué daño puede hacer?

La puerta traqueteó en su marco, la hoja del pomo se


desplegó.

—Sí —dijo el Gerente—. Lo sé. Pero esto... esto es una


elección. Mi elección. Y correrá por mi cuenta, pase lo que
pase. Tienes mi palabra. Seré responsable de lo que ocurra
después.

El huracán se desvaneció, cayendo el silencio en el cuarto


piso de la casa de té.

—Huh —dijo el Gerente—. No puedo creer que haya


funcionado. Me pregunto qué más puedo hacer. —Miró a
Wallace antes de sacudir la cabeza. Wallace cayó al suelo,
aterrizando bruscamente sobre sus pies, pero logrando
mantenerse erguido. Por primera vez desde que le había
dado el gancho a Cameron, se sentía con los pies en la
tierra, como si tuviera peso.
Mei llegó al rellano, jadeando mientras se agachaba, con las
manos en las rodillas. Las uñas de Apollo se deslizaron por
el suelo cuando saltó los últimos peldaños, dando tumbos
antes de aterrizar de espaldas. Parpadeó hacia Wallace, con
la lengua fuera de la boca mientras sonreía y movía la cola.

Hugo llegó el último. Se detuvo con la boca abierta.

—Ha habido un cambio de planes —dijo el Gerente, sonando


extrañamente divertido—. He hecho un cambio de planes.
—Se rió a carcajadas, sacudiendo la cabeza—. Esto va a ser
divertido. —El aire que los rodeaba se espesó antes de
explotar en un cómico ¡pop! El Gerente sostenía una
carpeta, frunciendo el ceño mientras la abría, moviendo la
boca mientras leía en silencio, hojeando las páginas.
Wallace intentó ver lo que estaba leyendo, pero el Gerente
cerró la carpeta antes de que pudiera acercarse lo suficiente
—. Interesante. Tu currículum es muy completo. Demasiado
minucioso, en mi opinión, pero como nadie lo hizo, eso no
es aparentemente ni de aquí ni allá.

Wallace sintió que se le abrían los ojos.

—¿Mi qué?

El Gerente lanzó la carpeta al aire. Quedó suspendida


brevemente antes de desaparecer.

—Entrevistas de trabajo —dijo—. Todo este maldito papeleo,


pero la muerte es un negocio, así que supongo que es una
necesidad. ¿Quién iba a pensar que esto se convertiría en
un trabajo de oficina? —Se estremeció—. No importa.
Felicidades, Wallace. Estás contratado. —Sonrió con fuerza
—. Uno temporal, por supuesto, uno cuyos términos serán
negociados en caso de que esto pase a un puesto más
permanente.
—¿Para qué?

El Gerente alzó la mano y arrancó una flor de su pelo, la


enredadera se rompió. Los pétalos eran amarillos, rosas y
naranjas. Se la tendió a Wallace, con la palma hacia el
techo. La hoja del pomo de cristal que tenían encima se
agitó como si la hubiera atrapado la brisa. La flor flotó por
encima de su mano mientras florecía brillantemente.

—Traer a los Husky será un trabajo más grande de lo que


crees. Los demás necesitarán la ayuda. En cuanto a tu
currículum, ciertamente pareces calificado, y aunque
hubiera preferido a alguien un poco menos... tú, un
currículum como éste no miente. Abre la boca, Wallace.

—¿Qué? —preguntó Wallace, echándose hacia atrás—. ¿Por


qué?

El Gerente refunfuñó en voz baja antes de decir:

—Hazlo antes de que cambie de opinión. Si supieras lo que


estoy arriesgando aquí, abrirías la maldita boca.

Wallace abrió la boca.

El Gerente infló sus mejillas, soplando un chorro de aire


contra la flor sobre su palma. Se hizo más grande mientras
flotaba hacia Wallace. Los pétalos le rozaron los labios. Le
hicieron cosquillas en la nariz. Se metieron en su boca,
presionando su lengua. Tenían un sabor dulce, como la miel
en el té. Jadeó y tosió cuando la flor le llenó la boca. Mordió,
intentando retenerla en vano. La flor se deslizó por su
garganta.

Cayó al suelo sobre las manos y las rodillas, con la cabeza


inclinada mientras le daban arcadas.
Lo sintió en el momento en que la flor tocó su pecho y
floreció.

Pulsó una vez.

Dos.

Tres.

Una y otra y otra vez.

Alguien se agachó junto a él.

—¿Wallace? —Hugo preguntó, sonando preocupado—. ¿Qué


le has hecho?

—Um, ¿Hugo? —dijo Mei, con la voz temblorosa.

—Lo que quería —dijo el Gerente—. Es hora de cambiar. No


les gusta, pero son viejos y están atascados en sus
costumbres. Puedo manejarlos.

—Hugo.

—¿Qué, Mei?

Ella susurró:

—Lo estás tocando.

Wallace levantó la cabeza.

Hugo estaba a su lado de rodillas, con la mano sobre su


espalda, frotando de arriba abajo. Se aquietó cuando Mei
habló, el peso de ella como una marca.

Hugo se atragantó:
—¿Estás...?

—¿Vivo? —preguntó el Gerente—. Sí, lo está. Un regalo para


ti, Hugo, y que no debes tomar a la ligera. —Resopló—. Se
puede quitar con la misma facilidad. Y seré el primero en
venir por él en caso de que surja la necesidad. No me
decepciones, Wallace. Me estoy arriesgando contigo.
Preferiría no lamentarlo. Estoy seguro de que las
repercusiones serían infinitas.

—Mi corazón —graznó Wallace mientras el pulso de su


pecho tronaba contra su caja torácica—. Puedo sentir mi...

Hugo le besó. Sus manos ahuecaron el rostro de Wallace y


lo besó como si fuera lo último que haría. Wallace jadeó en
su boca, sus labios cálidos y suaves. Los dedos de Hugo se
clavaron en sus mejillas, una presión distinta a todo lo que
Wallace había sentido antes.

Hizo lo único que pudo mientras las estrellas estallaban en


sus ojos.

Le devolvió el beso a Hugo. Lo respiró, persiguiendo los


restos de menta en su lengua. Lo besó con todas sus
fuerzas, dándole todo lo que podía. Él estaba llorando, o
Hugo lo hacía, o ambos estaban llorando, pero no
importaba. Besó a Hugo Freeman con todas sus fuerzas.

Hugo se apartó, pero apenas, presionando sus frentes.

—Hola.

—Hola, Hugo.

Hugo intentó sonreír, pero se derrumbó.

—¿Esto es real?
—Creo que sí.

Y Hugo le besó de nuevo, dulce y brillante, y Wallace lo


sintió hasta la punta de los pies.

Lo besó en los labios y en las mejillas y en los párpados


cuando Wallace ya no podía soportar mirarlo tan de cerca.
Le dio un beso para quitarle las lágrimas y le dijo:

—Eres real. Eres real. Eres real.

Finalmente, se separaron.

Finalmente, Hugo se puso de pie, con las piernas estiradas.

Extendió una mano hacia Wallace.

Wallace no dudó.

El agarre de Hugo era fuerte y tiró de Wallace hacia arriba.


Miró sus manos unidas con asombro antes de acercarlo.
Bajó la cabeza hasta el pecho de Wallace, con la oreja
pegada al lado izquierdo de su caja torácica.

—Puedo oírlo —susurró—. Tu corazón.

Y entonces se incorporó y abrazó a Wallace con fuerza.


Wallace se quedó sin aliento en el pecho cuando Hugo le
apretó con toda su fuerza. Lo levantó de sus pies mientras
Hugo reía, haciéndolos girar a ambos.

—¡Hugo! —Wallace gritó, mareado mientras la habitación


giraba a su alrededor—. ¡Me vas a poner enfermo si no me
bajas!

Hugo lo hizo. Intentó dar un paso atrás, pero Wallace no le


dejó llegar lejos. Entrelazó sus dedos con los de Hugo,
palma con palma. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes
de que Mei se abalanzara sobre él, con las piernas
enredadas en su cintura y el pelo en la nariz. Se rió cuando
ella empezó a golpear sus puños contra su pecho,
exigiéndole que no volviera a hacer algo tan estúpido, y
cómo pudiste ser tan tonto, Wallace, cómo pudiste pensar
que podrías despedirte.

Le besó el pelo. Su frente. Ella chilló cuando él le hizo


cosquillas en el costado, saltando hacia atrás.

Y entonces Nelson y Apollo vinieron corriendo.

Pero pasaron por encima de él.

Nelson casi cayó al suelo. Apollo lo hizo, estrellándose


contra la pared detrás de ellos. Las ventanas traquetearon
en la torreta. Se levantó, sacudiendo la cabeza, con cara de
confusión.

—Está vivo —dijo secamente el Gerente—. No puedes


tocarlo. Al menos, todavía no. Mei tendrá que enseñarte
cómo.

Miraron al Gerente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Wallace, todavía aturdido


—. ¿Cómo puedo...?

Mei dijo:

—Un Segador.

El Gerente asintió.

—El trabajo será más grande de lo que puedes manejar. Si


vas a ocuparte de los Husks, necesitarás a otro Segador
para que te ayude. Wallace ya entiende cómo funciona.
Todo el mundo sabe que es más barato mantener a los
empleados que tienes que contratar a alguien nuevo.
Wallace, tiende la mano.

Wallace miró a Hugo, que asintió. Le tendió la mano.

—Mei —dijo el gerente—. Ya sabes lo que hay que hacer.

—Claro que sí —dijo Mei—. Wallace, obsérvame, ¿de


acuerdo? —Levantó su propia mano, flexionando los dedos.
Levantó su otra mano y golpeó un patrón familiar en su
palma. Una luz brilló brevemente en su mano.

Wallace soltó a Hugo, aunque se resistió a hacerlo. Golpeó


el mismo patrón en su propia mano.

Al principio no ocurrió nada.

Frunció el ceño.

—Quizá lo haya hecho...

La habitación se estremeció y tembló. Su piel vibró. Se le


puso la piel de gallina en la nuca. Sus manos temblaron. El
aire a su alrededor se expandió como si estuviera en la
superficie de una burbuja de jabón. La burbuja estalló.

Wallace miró hacia arriba.

Los colores del cuarto piso eran más nítidos. Podía ver las
vetas de las paredes, las grietas finitas del suelo. Alcanzó a
Hugo y su mano lo atravesó. Entró en pánico hasta que el
Gerente dijo:

—Puedes volver a cambiar, como Mei. Repite el patrón, y


estarás entre los vivos una vez más. Es parte de ser un
Segador. Esto te permitirá interactuar con los que han
fallecido. —Hizo una mueca—. Con los Husks,
desafortunadas criaturas que son.

Apollo se acercó a él lentamente, con las fosas nasales


abiertas. Encorvó el cuello hasta que su hocico presionó la
mano de Wallace. Su cola empezó a moverse furiosamente
mientras le lamía los dedos.

—Sí —dijo Wallace con una mueca—. Yo también me alegro


de sentirte.

Y entonces Nelson estaba sobre él, abrazándolo casi tan


fuerte como lo había hecho su nieto.

—Lo sabía —susurró Nelson—. Sabía que encontraríamos


una manera.

Wallace le devolvió el abrazo.

—¿Lo sabías?

Nelson se burló al separarse.

—Por supuesto que lo sabía. Nunca lo dudé, ni siquiera por


un segundo.

—Vuelve a cambiar —dijo el Gerente.

Wallace repitió el mismo patrón en su palma. La habitación


volvió a tambalearse a su alrededor, la nitidez se
desvaneció tan rápidamente como había llegado.
Necesitando asegurarse de que había funcionado, se acercó
a Hugo una vez más y le cogió la mano. Se la llevó a los
labios y le besó el dorso. Hugo lo miró con asombro.

—Es real —le susurró Wallace.

—No lo entiendo —admitió Hugo—. ¿Cómo?


Se volvieron a dirigir al Gerente. El chico suspiró mientras se
cruzaba de brazos.

—Sí, sí. Estás vivo de nuevo. Qué maravilla para ti. —Tenía
un aspecto sombrío—. Esto no es algo que deba tomarse a
la ligera, Wallace. En toda la historia, sólo ha habido una
persona que ha sido devuelta a la vida de esa manera.

Wallace se quedó boquiabierto.

—¡Mierda! ¿Soy como Jesús?

El Gerente frunció el ceño.

—¿Qué? Por supuesto que no. Se llamaba Pablo. Vivió en


España en el siglo XV. Era... bueno. No es importante quién
era. Lo único que importa es que sepas que esto es un
regalo, y que te lo pueden quitar con la misma facilidad. —
Sacudió la cabeza—. No puedes volver a la vida que viviste,
Wallace. A todos los efectos, esa vida sigue muerta. La
gente que te conoció, la gente que... te aguantó, para ellos,
estás muerto y enterrado sin que quede nada más que una
lápida que demuestre que has existido. No puedes volver.
Crearía desorden, y no lo permitiré. Se te ha dado una
segunda oportunidad. No se te dará otra. Yo sugeriría que te
hicieras ver ese corazón lo antes posible. Más vale prevenir
que lamentar. ¿Entiendes?

No. Realmente no lo entendía.

—¿Y si me ve alguien que me conocía? —Pensaba que era


una posibilidad muy baja, pero las últimas semanas le
habían mostrado lo extraño que era el mundo.

—Entonces nos ocuparemos de ello —dijo el Gerente—. Lo


digo en serio, Wallace. Tu lugar es...
—Aquí —dijo Wallace, apretando la mano de Hugo porque
podía hacerlo—. Mi lugar está aquí.

—Exactamente. Tienes mucho trabajo por delante. Depende


de ti demostrarme que mi fe en ti no está equivocada. Sin
presión. —El Gerente bostezó ampliamente, haciendo crujir
la mandíbula—. Creo que es suficiente emoción por un día.
Volveré en breve para explicar lo que sigue. Mei será tu
entrenadora. Escúchala. Es buena en lo que hace. Quizá
incluso la mejor que he visto.

Mei se sonrojó mientras seguía mirando al Gerente.

—Me voy —dijo el Gerente—. Estaré vigilando a todos


ustedes. Considérenlo una evaluación de los que están a
nuestro servicio. Vuelvan a orientarse con el mundo de los
vivos. —Miró a Hugo antes de volver a mirar a Wallace—.
Haz lo que los humanos hacen cuando están enamorados.
Sácatelo del sistema. No quiero volver y encontrarlos en
flagrante delito. —Hizo un gesto obsceno con las manos,
algo que Wallace nunca había querido ver hacer a un niño,
aunque dicho niño pareciera ser tan viejo como el universo.

Hugo farfulló.

—Dios mío —murmuró Wallace, sabiendo que sus mejillas


estaban rojas.

—Sí —dijo el Gerente—. Lo sé. Es terriblemente molesto. No


sé cómo lo soportas. El amor parece positivamente
espantoso. —Se volvió hacia las escaleras, con una
cornamenta que empezaba a crecer en su cabeza, con
flores que brotaban del terciopelo. Se detuvo, mirando hacia
atrás por encima del hombro. Sonrió, guiñó un ojo y bajó las
escaleras. Cuando llegó al final, pudieron oír el sonido de los
cascos en el suelo de la casa de té. Una luz azul parpadeó a
través de la ventana que apuntaba hacia la parte delantera
de la casa.

Y eso, él, desapareció.

Se quedaron en silencio, escuchando cómo los relojes de la


casa de té empezaban a sonar de nuevo.

Nelson habló primero.

—Qué día tan extraño ha sido éste. Mei, creo que me


vendría bien una taza de té. ¿Me acompañas?

—Síp —dijo ella, dirigiéndose ya a las escaleras—. Estoy


pensando en algo elegante para celebrar.

—Las grandes mentes piensan igual —respondió Nelson. Se


dirigió cojeando hacia las escaleras, con Apollo y Mei
siguiéndole. Al igual que el Gerente, se detuvo antes de
bajar. Cuando volvió a mirar a Wallace y Hugo, tenía los ojos
húmedos y sonreía—. Mi querido muchacho —dijo—: Mi
adorable Hugo. Ahora es tu momento. Aprovéchalo al
máximo.

Y con eso, bajó las escaleras, diciendo a Mei y Apollo que


estaba pensando en el té Da Hong Pao[1], algo que hizo que
Mei jadeara de alegría. Lo último que vieron de ellos fue la
punta de la cola de Apollo mientras se movía de un lado a
otro.

—Dios —dijo Wallace, restregándose una mano por la cara


—. No puedo creer lo cansado que estoy. Siento que podría
dormir durante un...

—Yo también te amo —dijo Hugo.

Wallace aspiró un poco mientras cerraba los ojos.


—¿Qué?

Sintió que Hugo estaba ante él. Su mano acarició un lado de


su cara. Se inclinó hacia él. Cómo había durado todas estas
semanas sin su contacto, Wallace nunca lo sabría.

—Yo también te amo —volvió a decir Hugo, y lo hizo con una


reverencia silenciosa parecida a una oración.

Wallace abrió los ojos. Hugo llenó su mundo hasta que fue
todo lo que pudo ver.

—¿De verdad?

Hugo asintió.

Wallace soltó un suspiro.

—Claro que sí. Tienes mucha suerte de tener...

Hugo lo besó una vez más.

—Creo —dijo Wallace contra los labios de Hugo— que


deberíamos renunciar al té, al menos por ahora.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó Hugo, con la nariz


rozando la de Wallace.

Wallace se encogió de hombros.

—Quizá podrías darme una vuelta por tu dormitorio.

—Ya lo has visto antes.

—Sí —dijo Wallace—. Pero eso fue cuando llevaba ropa.


Supongo que será diferente si nos deshacemos de... —Gritó
cuando el mundo se inclinó cuando Hugo lo levantó,
lanzándolo sobre su hombro. Era más fuerte de lo que
parecía—. ¡Oh, Dios mío! Hugo, bájame. —Golpeó sus
manos contra la espalda de Hugo, riendo mientras lo hacía.

—Nunca —dijo Hugo—. Nunca, jamás, jamás.

Wallace levantó la cabeza y miró hacia la puerta mientras


Hugo se dirigía a las escaleras. Por un breve momento, vio
las flores y las hojas que crecían a lo largo de la madera.

—Gracias —susurró.

Pero la puerta era sólo eso: una puerta.

No respondió.

Algún día lo haría. Los esperaba a todos.

***

El tour por el dormitorio de Hugo fue un éxito. Realmente


era mejor sin ropa.

[1]Es considerado el té más caro del mundo debido a la


antigüedad de las plantas que lo producen, su escases y la
ubicación única de su cultivo, si quieres conocer más
puedes leer este articulo
https://hindie.com.mx/blogs/news/da-hong-pao-el-te-mas-
caro-del-mundo
Epílogo
Una tarde en pleno verano, Nelson Freeman dijo:

—Creo que es la hora.

Wallace levantó la vista. Estaba lavando el mostrador


después de otro día atendiendo la caja registradora de
Charon's Crossing. Hugo y Mei estaban en la cocina,
preparándose para la mañana siguiente. Era un buen
trabajo, un trabajo duro. Se cansaba más de lo que no, pero
se iba a la cama cada noche con una sensación de logro.

No era de extrañar que Hugo y él trabajaran tan bien juntos


como lo hacían. Después de que el Gerente se marchara, y
una vez que el ardiente brillo de la vida se había
desvanecido un poco, a Wallace le preocupaba que fuera
demasiado pronto. Una cosa era tener un fantasma viviendo
en tu casa. Otra cosa muy distinta era tenerlos hechos de
carne y hueso y compartiendo cama. Había pensado en
mudarse a algún lugar de la ciudad para darles algo de
espacio o, como mínimo, a otra habitación de la casa.

Nancy había decidido volver a su lugar de origen y su


apartamento había quedado disponible. Había venido a
despedirse, abrazando a Hugo antes de irse. Parecía... más
brillante, de alguna manera. No estaba recuperada, y
probablemente no lo estaría durante mucho tiempo, si es
que lo lograba, pero la vida estaba volviendo lentamente a
ella. Le dijo a Hugo:

—Estoy empezando de nuevo. No sé si alguna vez volveré.


Pero no olvidaré lo que pasó aquí.

Y con eso, se fue.


Hugo había desechado la idea de que Wallace se hiciera
cargo de su apartamento con una expresión malhumorada,
cruzado de brazos.

—Puedes quedarte aquí.

—¿No crees que es demasiado pronto?

Negó con la cabeza.

—Ya nos hemos quitado de encima la parte difícil, Wallace.


Te quiero aquí. —Frunció el ceño, parecía inseguro—. A
menos que quieras irte.

—No, no —se apresuró a decir Wallace—. Me gusta bastante


donde estoy.

Hugo le sonrió.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es exactamente lo que te gusta?

Wallace se sonrojó, murmurando en voz baja lo engreído


que se había vuelto Hugo.

Y esa fue la última vez que lo mencionó.

Poco después de su resurrección (palabra en la que


intentaba no pensar demasiado), hizo que Hugo llamara a
su antiguo bufete de abogados. Al principio, nadie le
escuchó, pero Hugo fue persistente, Wallace le dio las
palabras adecuadas. Wallace había cometido un terrible
error, y Patricia Ryan debía ser contratada de nuevo
inmediatamente, y la beca de su hija restaurada. Hugo
tardó casi una semana en conseguir que uno de los socios
se pusiera al teléfono, Worthington, y cuando Hugo le dijo
por qué llamaba, Worthington dijo:
—¿Wallace quería esto? ¿Wallace Price? ¿Está seguro? Él fue
quien la despidió. Y si conocías a Wallace, sabrías que nunca
admitía errores.

—Lo hizo esta vez —dijo Hugo—. Antes de morir, me envió


una carta manuscrita. No la recibí hasta hace unos días.

—La oficina de correos —dijo Worthington—. Siempre va con


retraso. —Silencio. Entonces—: No me estás tomando el
pelo, ¿verdad? ¿No es una broma de ultratumba con la que
Wallace quería que te pusieras en contacto? —Resopló—. No
importa, no puede ser eso. Wallace no sabía bromear.

Wallace murmuró en voz baja sobre la ridiculez de los


abogados.

—Puedo enviarte la carta —dijo Hugo—. Puedes verificar su


letra. Es muy claro al decir que quiere que la señora Ryan
recupere su trabajo.

El sudor resbalaba por la nuca de Wallace mientras


esperaba con la mirada fija en el teléfono del mostrador.

Worthington suspiró.

—Nunca pensé que se mereciera lo que le pasó. Ella era


buena. Algo más que eso, incluso. De hecho, he estado
pensando en llamarla y... —Hizo una pausa—. Te diré qué:
envíame lo que tienes, le echaré un vistazo y partiré de ahí.
Si quiere volver a trabajar con nosotros, estaremos
encantados de tenerla.

—Gracias —dijo Hugo mientras Wallace aplaudía en silencio


—. Te lo agradezco. Sé que Wallace querría...

—¿Cómo conociste a Wallace? —preguntó Worthington.


Wallace se congeló.

Hugo no lo hizo. Miró a Wallace mientras decía:

—Le quería. Todavía le quiero.

—Oh —dijo Worthington—. Eso es... siento su pérdida. No


sabía que... tenía a alguien.

—Lo tiene —dijo Hugo simplemente.

Worthington se desconectó, y Wallace abrazó a Hugo tan


fuerte como pudo.

—Gracias —susurró en el hombro de Hugo—. Gracias.

***

No fue fácil. Por supuesto que no lo fue. Wallace estaba


aprendiendo a vivir de nuevo, una adaptación que resultó
más difícil de lo que esperaba. Todavía cometía errores. Pero
ya no era como antes de que su corazón se detuviera.

Discutían, a veces, pero siempre eran cosas pequeñas, y no


dejaban cosas sin decir. Hacían que funcionara. Wallace
estaba seguro de que siempre lo harían.

Y no era como si estuvieran en el bolsillo del otro todo el


tiempo. Todos tenían trabajos que hacer. Mei asumió con
gusto su papel de entrenadora de Wallace. Se apresuraba a
señalar cuando él se equivocaba, pero nunca se lo
reprochaba. Le hacía trabajar duro, pero sólo porque sabía
de lo que era capaz.

—Un día —le dijo— harás esto por tu cuenta. Tienes que
creer en ti mismo, amigo. Sé que yo lo hago.
Era más de lo que él esperaba. Nunca pensó en la muerte
hasta que murió. Y ahora que había regresado, a veces
luchaba con el panorama general, el sentido de todo. Pero
tenía a Mei, a Nelson y a Apollo para recurrir a ellos cuando
las cosas se volvían confusas. Y Hugo, por supuesto.
Siempre Hugo.

El Gerente había regresado una semana después de


devolverle la vida a Wallace. Y con él llegó su segundo Husk,
una mujer de dientes negros y mirada vacía. Wallace frunció
el ceño al verla, pero no tuvo miedo.

—Haz lo que quieras —dijo el Gerente, sin ofrecer más


ayuda. Se sentó en una silla, masticando un plato de
pasteles sobrantes.

—¿No vas a ayudar? —preguntó Wallace.

El Gerente negó con la cabeza.

—¿Por qué iba a hacerlo? Un Gerente de éxito sabe delegar.


Ya lo verás.

Lo hicieron, finalmente, gracias a Mei. Mientras el Gerente


miraba, ella se paró frente a la Husk. Le cogió la mano. Mei
hizo una mueca, y si era algo parecido a lo que había
ocurrido con Cameron, Wallace sabía que estaba viendo
destellos de la vida de la mujer, todas las decisiones que
había tomado y que la habían llevado a ser como era.
Cuando se alejó de la mujer, estaba llorando. Hugo se
acercó a ella, pero Mei negó con la cabeza.

—Está bien —dijo débilmente—. Es sólo que... es mucho.


Todo de golpe. —Se secó los ojos—. Sé cómo ayudarla. Es
como fue con Wallace y Cameron. Hugo, depende de ti.
Hugo dio un paso adelante y, aunque Wallace no podía
verlo, supo que agarró el gancho de su propio pecho,
sacándolo con un gruñido. El aire de la casa de té se calentó
mientras él presionaba el gancho en la Husk. Ella tuvo una
arcada mientras su piel se llenaba de los colores de la vida.
Se agachó, agarrándose los costados mientras el negro de
sus dientes se volvía blanco.

—Qué —dijo la mujer—. ¿Qué es... esto? ¿Qué. ¿Está


pasando?

—Estás a salvo —dijo Hugo. Miró a Wallace, que arqueó una


ceja, con una mirada aguda hacia el pecho de Hugo. Hugo
asintió, y Wallace respiró aliviado. Otro gancho había
aparecido en el pecho de Hugo, conectándolo a la mujer.
Había funcionado—. Te tengo. ¿Puedes decirme tu nombre?

—Adriana —susurró ella.

El Gerente murmuró entre un bocado de bizcocho.

Desde ese día, habían ayudado a una docena más de Husks.


A veces fue Mei. Otras veces, fue Wallace. Había días en los
que salían a buscar a los Husks ellos mismos, y otros en los
que los Husks aparecían en el camino que llevaba a la casa
de té, rodeados de huellas de cascos en la tierra. Algunos
eran más duros que otros. Uno llevaba cerca de doscientos
años como Husky y no hablaba inglés. Habían conseguido
ayudarlo a duras penas, pero Wallace sabía que a partir de
ahí todo sería más fácil. Harían lo que pudieran por todos
los que acudieran a ellos.

La gente del pueblo sentía curiosidad por esta nueva


incorporación a Charon's Crossing. No tardaron en correr
rumores sobre Wallace y su relación con Hugo. La gente se
acercaba a mirarlo fijamente. Las mujeres mayores se
mostraban coquetas, las más jóvenes parecían
decepcionadas de que Hugo estuviera fuera del mercado (al
igual que algunos hombres, para complicado regocijo de
Wallace), y no pasó mucho tiempo antes de que la novedad
se desvaneciera y Wallace se convirtiera en un elemento
más del pueblo. Lo saludaban cuando lo veían en la acera o
en la tienda de comestibles. Él siempre devolvía el saludo.

Wallace Price se convirtió en Wallace Reid. Al menos, eso es


lo que decía su nuevo documento de identidad y su tarjeta
de la Seguridad Social. Mei le dijo que no hiciera
demasiadas preguntas cuando se las entregó tras regresar
de un viaje de tres días para visitar a su madre, que, según
ella, había ido mejor de lo que esperaba.

—Mamá conoce gente —dijo, frunciendo los labios—. Ella


eligió el apellido para ti. Le enseñé un par de fotos tuyas y
me dijo que te dijera que el apellido es porque estás
delgado como un junco y que tienes que comer más.

—Le escribiré una nota de agradecimiento —dijo Wallace,


distraído mientras rozaba con un dedo su nuevo nombre.

—Bien. La está esperando.

Desdemona Tripplethorne volvió a la casa de té, diciéndoles


que quería ver por sí misma al nuevo empleado de Charon's
Crossing. El Hombre Encorvado y el Hombre Delgado se
agolparon detrás de ella, mirando fijamente a Wallace.
Desdemona lo estudió mientras se inquietaba. Finalmente,
frunció el ceño y dijo:

—¿Nos conocemos? Juro que te conozco de alguna parte.

—No —dijo Wallace—. ¿Cómo podríamos hacerlo? Nunca he


estado aquí antes.
—Supongo que tienes razón —dijo ella lentamente. Sacudió
la cabeza—. Me llamo Desdemona Tripplethorne, seguro que
has oído hablar de mí. Soy clarividente...

Mei tosió. Sonó extrañamente como una burla.

Desdemona la ignoró.

—Y vengo aquí de vez en cuando para hablar con los


espíritus que rondan este lugar. Sé cómo suena. Pero hay
más cosas en el mundo de las que conoces.

—¿Sí? —preguntó Wallace—. ¿Cómo lo sabes?

Se dio un golpecito en un lado de la cabeza.

—Tengo un don.

Se marchó una hora más tarde, decepcionada cuando la


plancheta de su tablero de ouija y la pluma no se movieron
ni un milímetro. Volvería, anunció a bombo y platillo antes
de salir de la casa de té en un remolino de autoestima, con
el Hombre Delgado y el Hombre Encorvado corriendo tras
ella.

La vida continuaba, siempre hacia adelante. Los días


buenos, los no tan buenos, los días en los que se
preguntaba cómo podría soportar estar rodeado de muerte
durante mucho más tiempo. También sacudía a Hugo;
aunque pocos y distantes entre sí, todavía tenía ataques de
pánico, días en los que su respiración se atascaba en el
pecho, los pulmones se contraían. Wallace nunca intentaba
forzarle a superar los ataques, simplemente se sentaba en
la cubierta trasera con él, golpecito, golpecito, golpecitos,
Apollo alerta a los pies de Hugo. Cuando Hugo se
recuperaba, con respiraciones lentas y profundas, Wallace le
susurraba:
—¿Estás bien?

—Lo estaré —decía Hugo, tomando la mano de Wallace


entre las suyas.

No siempre se trataba de Husks. Los espíritus seguían


acudiendo a ellos, espíritus que necesitaban a alguien como
Hugo como su barquero. A menudo, se mostraban furiosos y
destructivos, amargos y fríos. Algunos se quedaban durante
semanas, despotricando que no querían estar muertos, que
no querían estar atrapados aquí, que se iban a ir y que nada
los iba a detener, tirando de los cables que se extendían
desde sus pechos hasta el de Hugo, amenazando con quitar
el gancho que los mantenía en tierra.

No lo hicieron.

Siempre se quedaban.

Escuchaban.

Aprendían.

Entendían, después de un tiempo. Algunos tardaban más


que otros.

Pero eso estaba bien.

Cada uno de ellos encontraba su camino hacia la puerta, y


hacia lo que venía después.

Después de todo, Charon's Crossing no era más que una


estación de paso.

Al menos para los muertos.

Eran los vivos los que encontraban sus raíces creciendo en


lo profundo de la tierra. Las plantas de té, le había dicho
una vez Hugo a Wallace, requerían paciencia. Había que
dedicar tiempo y tener paciencia.

Por eso, en una tarde de verano, cuando Nelson dijo:

—Creo que es hora. —Wallace supo lo que quería decir.

Pero cualquier respuesta que tuviera se secó en su garganta


cuando vio quién estaba ante él.

Había desaparecido el anciano que se apoyaba en un


bastón.

En su lugar había un hombre mucho más joven, con la


espalda recta, las manos juntas detrás de él mientras
miraba por la ventana, el bastón desaparecido como si
nunca hubiera estado allí. Wallace lo reconoció
inmediatamente. Había visto a ese mismo hombre en
muchas de las fotografías que colgaban en las paredes de la
casa de té y en la habitación de Hugo, la mayoría en blanco
y negro o en color granulado.

—¿Nelson? —susurró.

Nelson giró la cabeza y sonrió. Sus arrugas habían


desaparecido, sustituidas por la piel suave de alguien
mucho más joven. Sus ojos brillaban. Era más grande, más
fuerte. Su pelo se asentaba en un afro negro sobre su
cabeza, como el de su nieto. Las décadas se habían
derretido hasta que ante Wallace se encontró ante un
hombre que parecía tan joven como Hugo. ¿Qué había dicho
Nelson?

Es sencillo, en realidad. Me gusta ser viejo.

—Te quedaste como estabas porque es como te conoció


Hugo cuando estabas vivo —dijo Wallace con voz ronca.
—Sí —dijo Nelson—. Lo hice. Y lo volvería a hacer si tuviera
que, pero creo que ha llegado el momento de lo que quiero.
Y Wallace, quiero esto.

Wallace se secó las lágrimas.

—Estás seguro.

Volvió a mirar por la ventana.

—Lo estoy.

***

Mei les preparó un té mientras el resto se reunía en la


oscura casa de té, con la luz de la luna bañando el bosque a
su alrededor. Hugo estaba sentado en una silla, con un
pañuelo en el regazo (negro con pequeños patos amarillos),
mirando la casa de té con una sonrisa tranquila.

Mei sacó la bandeja de té y la puso sobre la mesa. El aroma


del chai llenaba la habitación, espeso y embriagador. Hugo
sirvió té para cada uno de ellos, las tazas se llenaron hasta
el borde. Les dio una taza a cada uno y dejó un cuenco en el
suelo para Apollo, que empezó a sorber el líquido
frenéticamente. Wallace no se atrevía a beber de su propia
taza, pues le preocupaba que le temblaran demasiado las
manos.

—Esto está bien —dijo Hugo mientras Mei se sentaba a su


lado. Todavía no había comentado el aspecto de su abuelo.
Había parecido momentáneamente aturdido cuando había
visto a Nelson tal y como estaba ahora, pero lo había
disimulado rápidamente. Wallace sabía que estaba
esperando que Nelson sacara el tema—. Deberíamos hacer
esto más a menudo. Sólo nosotros, al final del día. —Miró a
cada uno de ellos por turnos, la sonrisa se desvaneció
cuando su mirada encontró a Wallace, que fracasó
estrepitosamente en su intento de educar su expresión—.
¿Qué pasa? ¿Qué está mal?

Wallace se aclaró la garganta y dijo:

—Nada. No es nada. Yo...

—Hugo —dijo Nelson, con una fina línea de chai en su labio


superior—. Mi querido Hugo.

Hugo lo miró.

Y así, sin más, lo supo.

Empático hasta el extremo.

Hugo dejó su taza sobre la mesa.

Cerró los ojos.

Dijo:

—¿Abuelo? —en voz baja.

—Ya es hora —dijo Nelson—. He vivido una larga vida. Una


buena vida. He amado. He sido amado a cambio. Hice algo
de la nada. Este lugar. Esta pequeña casa de té. Mi esposa,
mi corazón. Mis hijos. Y tú, Hugo. Incluso cuando nos
quedamos los dos solos, me agarré tan fuerte como pude.
Me preocupaba que no fuera suficiente, que quisieras más
de lo que podía darte.

—No lo quería —graznó Hugo—. No quería nada más.

—Tal vez no —aceptó Nelson con suavidad—. Pero lo has


encontrado igualmente. Lo has encontrado en Mei y
Wallace, pero incluso antes de ellos, ya estabas en tu
camino. Has construido esta vida, esta maravillosa vida con
tus propias manos. Tomaste las herramientas que te di y las
hiciste tuyas. ¿Qué más puede pedir un hombre?

—Me duele —dijo Hugo mientras levantaba la cabeza.


Apretó una mano contra su pecho por encima del corazón.

Mei sollozaba entre sus manos, con pequeñas respiraciones


que quitaban el hipo.

—Lo sé —dijo Nelson—. Pero puedo irme ahora, con la


seguridad de que te mantienes en pie por ti mismo. Y
cuando lleguen los días en los que creas que no serás
capaz, tendrás a otros para asegurarte de que lo harás. Ese
es el punto, Hugo. Ese es el sentido de todo esto.

—Duele —Hugo se ahogó—. Esto duele. —Apollo trató de


olfatear su mano, siempre como el perro de servicio que
había sido en vida. Se acomodó en el suelo junto a los pies
de Hugo, con la nariz a centímetros de sus dedos.

—Lo hace —convino Nelson—. Nos volveremos a ver. Pero


no durante mucho, mucho tiempo. Tienes una vida que
vivir, y estará llena de tanto color y alegría que te dejará sin
aliento. Sólo deseo... —Sacudió la cabeza.

—¿Qué? —preguntó Hugo.

—Me gustaría poder abrazarte —dijo Nelson—. Una última


vez.

—Mei.

—De acuerdo, jefe —dijo Mei. Se movió rápidamente,


golpeando su dedo contra su palma. El aire tartamudeó, y
luego estaba abrazando a Nelson con todas sus fuerzas.
Nelson rió alegremente, con la cara hacia el techo, las
lágrimas cayendo por su rostro.

—Sí —dijo—. Esto está bien. Esto está bien, de verdad.

Cuando Mei se apartó, Nelson sonrió.

—¿Cuándo? —preguntó Hugo.

—Creo que al amanecer.

***

Los que acudieron a Charon's Crossing a la mañana


siguiente se sorprendieron al encontrar la puerta principal
cerrada una vez más, un cartel en la ventana con una
disculpa, diciendo que la casa de té estaría cerrada esa
mañana por un evento especial. No pasaba nada. Ya
volverían.

Dentro, Hugo se puso en pie con dificultad. Habían pasado


la noche juntos frente a la chimenea, Nelson en su silla, con
el fuego crepitando. Wallace, Mei y Apollo habían escuchado
como los dos hombres contaban historias de su juventud,
historias de su familia que se había ido antes que ellos.

Pero un río sólo se mueve en una dirección, por mucho que


deseemos que no sea así.

El cielo nocturno comenzó a aclararse.

Nelson tenía los ojos cerrados. Susurró:

—Puedo oírla. La puerta. Los susurros. La canción que está


cantando. Sabe que estoy preparado.

Hugo agarró con fuerza la mano de Wallace.


—¿Abuelo?

—¿Sí?

—Gracias.

—¿Por?

—Por todo.

Nelson se rió.

—Eso es mucho para estar agradecido.

—Lo digo en serio.

—Sé que lo haces. —Abrió los ojos—. Estoy un poco


asustado, Hugo. Sé que no debería estarlo, pero de todas
formas lo estoy. ¿No es extraño?

Hugo sacudió la cabeza lentamente. Enderezó los hombros


y se convirtió en el barquero que era.

—No hay nada que debas temer. Ya no conocerás el dolor. Ya


no conocerás el sufrimiento. Habrá paz para ti. Todo lo que
tienes que hacer es salir por la puerta.

—¿Me ayudarás? —preguntó Nelson.

Y Hugo dijo:

—Sí. Te ayudaré. Siempre.

Nelson se levantó de su silla lentamente. Estaba inseguro


sobre sus pies, balanceándose de lado a lado.

—Oh —susurró—. Ahora es más fuerte.


Hugo se puso de pie. Miró a Mei, a Wallace y a Apollo.

—¿Van a venir con nosotros?

Mei agachó la cabeza.

—¿Están seguros?

—Sí —dijo Hugo—. Estoy seguro. ¿Abuelo?

—Me gustaría mucho —dijo Nelson.

Y así lo hicieron.

Siguieron a Nelson y a Hugo por las escaleras hasta el


segundo piso.

Al tercero.

Al cuarto.

Se reunieron debajo de la puerta. Wallace sabía lo que


Nelson estaba escuchando, aunque él mismo ya no podía
oírlo.

Nelson se volvió hacia ellos.

—Mei. Mírame.

Ella lo hizo.

—Tienes un don— le dijo Nelson—. Uno que no se puede


negar. Pero es la inmensidad de tu corazón lo que te hace
ser quién eres. Nunca olvides de dónde vienes, pero no
permitas que te defina. Te has hecho un hueco aquí, y dudo
que haya alguna vez una Segadora mejor que tú.

—Gracias —susurró ella.


—Wallace —dijo Nelson—. Fuiste un imbécil.

Wallace se atragantó.

—Y sin embargo, has conseguido superarlo para convertirte


en el hombre que está ante mí. Un Freeman honorario. Tal
vez un día te conviertas en un Freeman de verdad, como
Mei. No se me ocurre un hombre mejor con el que compartir
un nombre.

Wallace asintió estupefacto.

—Apollo —dijo Nelson—. Tú...

—Debería ir contigo —dijo Hugo en voz baja.

Apollo ladeó la cabeza hacia Hugo.

Hugo se agachó ante él. Apollo intentó lamerle la cara, pero


su lengua atravesó la mejilla de Hugo.

—Oye, chico —dijo Hugo—. Necesito que me escuches,


¿vale? Tengo un trabajo para ti. Siéntate.

Apollo se sentó rápidamente, ladeando la cabeza mientras


miraba a Hugo.

Hugo dijo:

—Eres mi mejor amigo. Has hecho más por mí que casi


nadie. Cuando estaba perdido y no podía respirar, me
llevaste a tierra. Me recordaste que estaba bien sufrir
mientras no dejara que me consumiera. Hiciste tu parte, y
ahora yo necesito hacer lo mismo por ti. Quiero que me
hagas un favor. Vigila al abuelo por mí. Asegúrate de que no
se meta en demasiados problemas, ¿vale? Al menos hasta
que pueda reunirme contigo.
Las orejas de Apollo se aplanaron contra su cráneo mientras
su cabeza se inclinaba. Se quejó suavemente, tratando de
golpear su cabeza contra la rodilla de Hugo en vano.

—Lo sé —susurró Hugo—. Pero te juro que algún día


volveremos a correr juntos. No lo olvidaré, ni a ti. Ve, Apollo.
Ve con el abuelo.

Apollo se puso de pie. Miró entre Hugo y Nelson como si


estuviera inseguro. Por un momento, Wallace pensó que
ignoraría la orden de Hugo y se quedaría dónde estaba.

No lo hizo.

Ladró a Hugo, un ladrido bajo antes de volverse hacia


Nelson. Lo rodeó, olfateando sus piernas antes de presionar
su hocico contra su mano. Nelson le sonrió.

—¿Estás listo, Apollo? Creo que nos vamos de aventura. Me


pregunto qué veremos.

Apollo le lamió los dedos.

Hugo se levantó de su cuclillas. Se movió hasta situarse


frente a su abuelo. Wallace pensó que dudaría, aunque sólo
fuera un momento. No lo hizo. Levantó la mano hacia el
pecho de Nelson, y en el momento en que sus dedos se
cerraron alrededor del gancho que sólo ellos podían ver,
Nelson dijo:

—¿Hugo?

Hugo le miró.

Nelson dijo:

—Nos veremos, ¿vale?


Hugo sonrió brillantemente.

—Malditamente cierto que lo haremos. —Y entonces tiró del


gancho para liberarlo. Se dio la vuelta e hizo lo mismo con
Apollo, el perro emitió un aullido.

Hugo se puso de pie, respirando profundamente mientras


levantaba la mano por encima de su cabeza hacia el pomo
de la puerta. Sus dedos cubrieron la hoja y, con un giro de
muñeca, la puerta se abrió.

La luz blanca se derramó, la canción de la vida y la muerte


como una sinfonía.

—Oh —dijo Nelson, con la voz apagada por la reverencia—.


Nunca... nunca pensé... Toda esta luz. Todos estos colores.
Creo que... sí. Sí, te oigo. Te veo, Dios mío, te veo. —Se rió
salvajemente mientras sus pies abandonaban el suelo,
Apollo parecía cómicamente sorprendido mientras los suyos
hacían lo mismo—. ¡Hugo! —Nelson gritó—. Hugo, es real.
Todo es real. Es la vida. Es la vida.

Parpadeando contra la luz cegadora, Wallace vio la silueta


de Nelson y Apollo mientras se elevaban por el aire. Apollo
miró a su alrededor, con la lengua fuera. Casi parecía que
estaba sonriendo.

Y entonces ambos cruzaron la puerta.

Antes de que la puerta se cerrara, Wallace oyó por última


vez la voz de Nelson mientras Apollo ladraba alegremente.

Dijo:

—Estoy en casa.

La puerta se cerró de golpe.


La luz se desvaneció.

Nelson y Apollo se habían ido.

El silencio se instaló como un manto sobre el cuarto piso de


la casa de té.

—¿Qué crees que ha visto? —preguntó finalmente Mei


mientras se limpiaba los ojos.

Hugo se quedó mirando la puerta. Aunque tenía la cara


húmeda, sonrió.

—No lo sé. ¿Y no es esa la cuestión? No lo sabemos hasta


que llega nuestro momento. ¿Puedes darme un momento?
Quiero... bajaré enseguida.

Wallace le tocó el dorso de la mano antes de seguir a Mei


por las escaleras. Le pareció oír a Hugo hablar en voz baja,
casi como una oración.

***

Esa noche, Wallace encontró a Hugo en la terraza trasera.


Mei estaba en la cocina, con su terrible música a todo
volumen, haciendo temblar los huesos de la casa. Sacudió
la cabeza mientras cerraba la puerta trasera tras él.

Hugo le devolvió la mirada.

—Hola.

—Hola, Hugo —dijo Wallace—. ¿Estás bien? —Hizo una


mueca de dolor mientras se unía a Hugo en la barandilla—.
Pregunta estúpida.

—No —dijo Hugo mientras apoyaba la cabeza en el hombro


de Wallace—. No creo que lo sea. ¿Y honestamente? No sé si
estoy bien. Es extraño. ¿Oíste su voz al final?

—Lo hice —dijo Wallace.

—Sonaba...

—Libre.

Wallace sintió que Hugo asentía contra él. Rodeó la cintura


de Hugo con un brazo.

—No puedo ni empezar a imaginar el alivio que debe haber


sentido. Yo... —Dudó. Luego—: ¿Estás enfadado con él?

—No —dijo Hugo—. ¿Cómo podría estarlo? Ha velado por mí


durante mucho tiempo, y ha ayudado a enseñarme a ser
una buena persona. Y además, sabía que estaba en buenas
manos.

—¿Lo estás?

Hugo se rió.

—Creo que sí. Eres bastante bueno con tu...

Wallace gimió.

—Estoy tratando de tener un momento aquí.

Hugo giró la cabeza para poder besar la parte inferior de la


mandíbula de Wallace con un fuerte golpe. Wallace sonrió
contra su pelo.

—Lo estoy —susurró Hugo—. En buenas manos. Las


mejores, en realidad. Y tiene razón: esto no es un adiós. Nos
volveremos a ver. Todos nosotros. Pero antes de eso,
todavía tenemos trabajo que hacer. Y lo haremos juntos.
—Lo haremos —aceptó Wallace—. Creo que...

La puerta trasera se abrió.

La luz se derramó.

Se giraron.

Mei estaba en la puerta.

—Dejen de ser tan asquerosos y amorosos. Ha aparecido un


nuevo expediente.

Hugo se apartó de la barandilla.

—Cuéntame.

Mei empezó a recitar de memoria el contenido del archivo.


Hugo no intervino, y escuchó cómo Mei iba desgranando
datos sobre su nueva invitada.

Wallace volvió a mirar las plantas de té.

Sus hojas se agitaban con la cálida brisa. Eran fuertes,


estaban firmemente arraigadas en el suelo. Hugo se había
encargado de ello.

—Wallace —llamó Hugo desde la puerta—. ¿Vienes?

—Sí —dijo Wallace, apartándose del jardín—. Vamos a hacer


esto. ¿Quién va a ser nuestro nuevo invitado?

Al llegar a la puerta, Wallace tomó la mano extendida de


Hugo sin dudarlo. La puerta se cerró tras ellos. Un momento
después, la luz de la cubierta trasera se apagó y el jardín de
té quedó bañado sólo por la luz de la luna.
Si hubieran mirado hacia atrás una última vez, habrían visto
movimiento en el bosque. En la línea de los árboles, allí, en
la oscuridad, un gran ciervo bajó la cabeza hacia la tierra en
señal de veneración, con flores colgando de su cornamenta.
Al poco tiempo, volvió a moverse entre los árboles, con los
pétalos arrastrados a su paso.

Fin
Agradecimientos
Bajo la puerta de los susurros es una historia
profundamente personal para mí; por lo tanto, fue muy
difícil de escribir. Me costó mucho terminarla, ya que me
obligó a explorar mi propio dolor por la pérdida de alguien a
quien quería mucho, más de lo que lo había hecho antes, al
menos fuera de la terapia. Hay una especie de catarsis en el
duelo, aunque no solemos verla en medio de esta
experiencia. No diré que escribir este libro me ayudó a
sanar, porque eso sería una mentira. En cambio, diré que
me hizo sentir un poco más esperanzado que antes, de
forma agridulce. Si vives lo suficiente como para aprender a
amar a alguien, conocerás el dolor en un momento u otro.
Así es como funciona el mundo.

Algunas personas increíbles ayudaron a que este libro


llegara a ustedes, así que me gustaría darles las gracias
ahora.

La primera es Deidre Knight, mi agente, que defiende


ferozmente mis libros y cree en ellos, quizá más que nadie.
Es la mejor agente que un autor puede pedir. Gracias a
Deidre y al equipo de la Agencia Knight, incluida Elaine
Spencer, que se encarga de todos los derechos extranjeros
de mis libros. Ella es la razón por la que La casa en el mar
Cerúleo y Bajo la puerta de los susurros se están
traduciendo a tantos idiomas diferentes.

Ali Fisher, mi editora, me dio los mejores consejos de


escritura que he recibido nunca. Mientras estábamos en
medio de la edición de este libro, me dijo una palabra que
cambió mi forma de ver la historia de Wallace:
descentralizar. Eso no significará mucho para ti, pero
créeme cuando te digo que fue como si el sol atravesara las
nubes por primera vez en semanas, y me permitió poner el
foco donde debía estar en primer lugar. Esta historia es tan
buena como es gracias a ella. Gracias, Ali.

También en el lado de la edición está la editora asistente


Kristin Temple. Kristin tuvo una aportación clave en el
personaje del Gerente (ya que tiendo a intentar romper mis
propias reglas en el mundo), y ese extraño chico que no es
realmente un chico es quien es gracias a ella. Gracias,
Kristin.

A continuación, los lectores de sensibilidad. No es por


desmerecer el trabajo de los demás en este libro, pero los
lectores de sensibilidad fueron, quizás, algunos de los más
importantes. De los cinco personajes centrales, Wallace,
Hugo, Nelson, Mei y Apollo, tres son de color. Los lectores de
sensibilidad examinaron varias versiones con un peine de
dientes finos y proporcionaron notas extremadamente
beneficiosas. Me gustaría dar las gracias a los lectores de
sensibilidad de Editorial Tessera, así como a los Moukies,
que hicieron que el personaje de Hugo fuera mucho mejor.

Saraciea Fennell y Anneliese Merz son mis publicistas y


animadoras, y en general algunas de las mejores personas
que un autor podría pedir en su equipo. No sé cómo hacen
lo que hacen, pero todos somos mejores gracias a ellas y al
incansable trabajo que realizan.

Los de más arriba son el editor de Tor, Devi Pillai, el


presidente de la TDA Fritz Foy, la vicepresidenta y Gerente
de marketing Eileen Lawrence, la ejecutiva de publicidad
Sarah Reidy, la vicepresidenta de marketing y publicidad
Lucille Rettino y el presidente/fundador de la TDA Tom
Doherty. Creen en el poder de la narrativa queer, y les
agradezco que me permitan hacer que el género fantástico
sea mucho más alegre.
Becky Yeager es la responsable de marketing, lo que
significa que su trabajo es dar a conocer mis libros. Una de
las grandes razones por las que se han leído tanto es su
trabajo. Gracias, Becky.

Rachel Taylor, la coordinadora de marketing digital, se


encarga de las cuentas de redes sociales de Tor y se
asegura de que todo el mundo vea mis tweets tontos sobre
mis libros. Gracias, Rachel.

En cuanto a la producción, tenemos a la editora de


producción Melanie Sanders, al Gerente de producción
Steven Bucsok, a la diseñadora de interiores Heather
Saunders y a la diseñadora de cubiertas Katie Klimowicz.
Ellos hacen que todo tenga el aspecto que tiene. Además,
me gustaría dar las gracias a Michelle Foytek, Gerente de
Operaciones Editoriales, que se coordina con la producción
para conseguir todos los materiales exclusivos en las
ediciones correctas.

Y la portada, amigo. La portada. Mírenla por un momento.


¿Ven lo increíble que es? Eso es gracias a Red Nose Studios.
Chris tiene la extraña habilidad de meterse en mi cerebro y
hacer que mi imaginación cobre vida en forma del increíble
arte de portada que ha hecho para mí. Me asombra
constantemente el trabajo que hace. Gracias, Chris.

También me gustaría dar las gracias al equipo de ventas de


Macmillan por todo su apoyo y su duro trabajo para hacer
llegar este libro, y todos los demás, a las librerías de todo el
mundo. Son los mejores animadores que un autor puede
pedir.

Gracias a Lynn y Mia, mis lectoras beta. Ellas leen las


historias antes que nadie y, hasta ahora, no han salido
corriendo, así que lo cuento como una victoria.
Gracias a Barnes & Noble por seleccionar Bajo la puerta de
los susurros como edición exclusiva (si no has visto el
pequeño extra en la edición de B&N, deberías comprobarlo).
También, a los libreros y bibliotecarios independientes de
todo el mundo que han defendido mis libros ante los
lectores, gracias. Estaré siempre en deuda con ustedes y
haré todo lo que me pidan, incluso si eso significa ayudarles
a esconder un cadáver.

Por último, a ti, como lector. Gracias también a ti, tengo la


posibilidad de hacer todo esto de la escritura como mi
trabajo. Gracias por permitirme hacer lo que más me gusta.
No puedo esperar a que veas lo que viene después.

TJ Klune
11 de abril de 2021
INTRODUCCIÓN A LA COSECHA
PARA MEI
Bienvenida, MEIYING. Has sido asignada para recoger
SERES HUMANOS. Si ha habido un error administrativo y
se supone que no debes recoger SERES HUMANOS, por
favor presenta una solicitud al Gerente para obtener los
materiales correctos. Dado que el tiempo es esencial, tu
solicitud será revisada con la máxima urgencia.
Actualmente, el tiempo de espera es de DOS AÑOS SIETE
MESES DIEZ DÍAS.

INTRODUCCIÓN A LA COSECHA
¡Felicidades! Si estás leyendo esto, has sido seleccionado
para uno de los puestos más honorables del universo
conocido: ¡Segador! Cosechar es tan antiguo como el
tiempo mismo porque donde hay vida, la muerte
seguramente seguirá. La mortalidad es un tema denso y
complicado, y aunque esta introducción no es exhaustiva,
las siguientes 7598 páginas le proporcionarán un resumen
de lo que requerirá su nuevo trabajo. Tenga en cuenta que
cada cultura en el PLANETA TIERRA tiene sus propios puntos de
vista y costumbres cuando se trata de la muerte, por lo que
es importante que un Segador tenga una comprensión clara
de lo que eso podría implicar. El programa de cosecha es
intensivo, pero tiene que serlo. Nunca hay un momento en
que un sujeto sea más vulnerable. Es importante que un
Segador sea amable, cortés y empático, al mismo tiempo
que recuerda que el Segador representa el Universo. Eres el
rostro de la muerte y debes actuar en consecuencia: con
profesionalismo y diplomacia. Comencemos, ¿de acuerdo?
SECCIÓN I
¿QUÉ ES UN SEGADOR?
Los segadores tienen una larga historia en el PLANETA TIERRA.
Remontándose a los primeros días de la HUMANIDAD, la
cosecha ha desempeñado un papel importante en el paso
del final de la vida al comienzo de la eternidad, y se ha
representado de muchas formas diferentes.

Por ejemplo, en EUROPA OCCIDENTAL, el espectro de la muerte


se representaba como un ESQUELETO HUMANO. ¡Divertido! En el
MEDIO ORIENTE, se demostró que la Muerte era EL DIOS CONOCIDO
COMO MOT O MAWETH. ¡Esto también es divertido!

Si bien estos son solo un par de ejemplos, significan lo


mismo: ¡tú! Y con esto, te estarás preguntando: ¿Qué es
exactamente un Segador? Esa es una muy buena pregunta,
MEIYING. Con ese fin, exploremos lo que significa para que tu
CEREBRO HUMANO pueda comenzar a comprender tu nueva
posición. En el IDIOMA INGLÉS, Segador significa[1]:

Responder

Eficientemente

Y con

Paciencia,

Empatía y

Respeto

Sí, sí. Las siglas también nos emocionan. Esperamos que te


diviertas tanto como nosotros, MEIYING.
Pero con toda seriedad, ser un Segador significa tratar con
HUMANOS cuando están asustados, tristes y, a veces,
enojados. A la mayoría de los seres no les gusta considerar
su propia mortalidad, y es el trabajo del Segador asegurarse
de que su fallecimiento se maneje con cuidado mientras
trabaja en conjunto con los Barqueros (más sobre ellos en la
Sección III).

Por ejemplo, LAS MUJERES HUMANAS BLANCAS experimentan alegría


con LA FRASE VIVE, RÍE, AMA. Si te asignan una MUJER HUMANA
BLANCA, recuérdale VIVE, RÍE, AMA, y seguramente verás una
SONRISA en SU CARA HUMANA.

Esto es, por supuesto, sólo un ejemplo. Dado que los HUMANOS
vienen en TODAS LAS FORMAS, TAMAÑOS Y COLORES, se le pedirá que
adapte cada experiencia de Queridos Difuntos (QD) para
que coincida con ese QD específico. Un tamaño no sirve
para todos en la vida o la muerte, y es importante que el
Segador pueda tomar decisiones en una fracción de
segundo en función del QD que se le asigna. Lo que sigue es
una lista de 927 puntos destinados a ayudarlo a tomar
dichas decisiones. Por favor, asegúrese de memorizar cada
uno. Serás probado. ¡Si te equivocas en uno, es posible que
te borren la mente antes de que te devuelvan al lugar de
donde viniste!

1. ¡NO ENTRES EN PÁNICO! EL PÁNICO SOLO


EMPEORA LAS COSAS.

SECCIÓN DXLI
¡UH OH! TU QD ESTÁ MOLESTO. ¿AHORA
QUE?
Has recibido una nueva tarea. Has revisado el archivo junto
con tu barquero y han ideado un plan para recuperar tu QD
para comenzar el proceso de transición. Recordando lo que
significa ser un Segador: responder de manera eficiente y
con paciencia, empatía y respeto, viaja al lugar donde le
espera su QD.

¡Oh, no!

Tu QD está enojado. No quieren estar muerto. Dado que los


HUMANOS son ALGO INTELIGENTES, es posible que no estén
preparados para aceptar el hecho de que han muerto.
Estarán gritando y tratando de romper cosas, como TU CARA o
UNA TAZA DE CAFÉ. Tú:

A) Diles que están exagerando


B) Rompe cosas con ellos
C) Trata de idear un plan para frustrar la
muerte y destruir el sistema que ha
funcionado perfectamente desde tiempos
inmemoriales y así llevar el equilibrio
natural al caos.
D) Déjalos donde los encontraste y vuelve a
casa.

Si seleccionó alguno de los anteriores, notifique al Gerente


de inmediato para una reevaluación de su empleo, ya que
se trataba de una pregunta capciosa. La respuesta correcta
es E): Permíteles expulsar su ira mientras mantienes una
presencia tranquilizadora y garantizas su seguridad, la del
QD y cualquier persona que pueda estar en las
inmediaciones.

La ira es de esperar. La mayoría no quiere estar muerto. Si


bien la ira es una emoción en su mayoría inútil, es válida
para el QD. Creen que tienen derecho a estar molestos. ¡Y lo
tienen! Pero si bien esto es aceptable, depende del Segador
asegurarse de que la ira no sea todo lo que el QD conozca.
Ya que revisó el archivo del QD antes de su llegada, debe
estar en posesión de las herramientas que necesitará para
ayudar a su QD a superar su ira.

Por ejemplo, se le ha asignado a un HOMBRE HUMANO LLAMADO


BILL. BILL está enojado porque ÉL no quiere estar muerto. ÉL
exige que tú, como el Segador, lo devuelvas a la vida. ÉL te
amenaza, diciéndote que si no corriges esta desafortunada
situación, ÉL DESTRUIRÁ TODO LO QUE AMAS.

¡No temas! Hemos anticipado esto, y sabemos que algunos


de los que han muerto dirán o harán cualquier cosa para
tratar de refutar su nueva realidad. Si bien a nadie le gusta
que lo amenacen, se deben hacer ciertas concesiones
cuando se trata de un QD. Es prudente que un Segador
escuche y muestre comprensión mientras mantiene un aire
de autoridad. Ser comprensivo con la difícil situación del QD
es primordial. Y, sin embargo, un Segador no puede en
ninguna circunstancia permitir que el QD asuma el control
de la situación. El Segador debe ser firme pero práctico.

En el caso del HOMBRE HUMANO LLAMADO BILL, siempre y cuando


ÉL no te esté haciendo daño a ti, A SÍ MISMO o a otros,
permitirle que exprese SUS FRUSTRACIONES podría diluir la
situación por sí sola. Si ese es el caso, y ÉL se ha cansado,
puede recordarle lo que aprendió de SU ARCHIVO. Recuérdale
que, en vida, al HOMBRE HUMANO LLAMADO BILL le gustaban los
JUEGOS DE MESA Y LOS VIDEOS DE INTERNET DE PEREZOSOS ARRASTRÁNDOSE
LENTAMENTE POR UNA CARRETERA.
Con este conocimiento, puede
recordarle a su QD estas cosas y experimentar una
sensación de logro cuando vea a BILL SONRIENDO CON SU BOCA
HUMANA.
SECCIÓN VMCDLI
¡AHORA ES TU MOMENTO DE BRILLAR!
Esta guía introductoria a la cosecha no es todo lo que hay
que saber sobre su nuevo puesto. Si bien tiene la intención
de brindarle las herramientas que necesita para tener éxito,
debe entenderse que LOS SERES HUMANOS son complicados y
pueden ser GROSEROS, CONTRADICTORIOS Y A VECES HUELEN. Pero las
herramientas que ha aprendido de este primer volumen le
proporcionarán los medios para comenzar el trabajo para el
que fue contratado.

Tú importas. No estarías leyendo esto si no lo hicieras. Si


bien se le mantiene en un nivel alto, la fe que se ha
depositado en ti no debe tomarse a la ligera. Eres una BUENA
PERSONA CAPAZ DE HACER COSAS BUENAS, MEIYING.

Dicho esto, una palabra de precaución: cualquier desviación


de esta guía o de las siguientes puede tener consecuencias.
Dependiendo de la naturaleza de la desviación, dichas
consecuencias podrían incluir la terminación o el
desmantelamiento a nivel subatómico. Si bien se entiende
que cada situación es diferente, existe un orden de vida y
muerte que no debe ser interrumpido. Si eso sucede, podría
conducir a la DESTRUCCIÓN DEL PLANETA TIERRA.

Esperamos que hayas disfrutado de esta introducción.


Tómate los próximos quince minutos para procesar lo que
has aprendido y escribir cualquier pregunta que puedas
tener. Si hay preguntas, puede enviarlas al Gerente
utilizando el formulario Q6G-97Z, y recibirás una respuesta
oportuna dentro de DIEZ MESES.

¡Felicidades! Has llegado al final del Volumen I. Después de


haber tomado el descanso asignado para BEBER JUGO Y
CONTEMPLAR LOS MISTERIOS DEL UNIVERSO,continúa con el Volumen
II, donde aprenderás todo sobre la emocionante historia de
la cosecha en el PLANETA TIERRA, incluida una de los primeros
Cosechadores, un NEANDERTAL llamado *CÓDIGO DE ERROR ALC-FMG-
600-010*.

Y recuerda: la muerte puede ser un negocio, pero somos


una familia. Y las familias nunca, nunca cuestionan a los que
están a cargo.

¡Creemos en ti!

El Gerente
cc: Universo

A continuación usan las siglas de Reaper (Segador) para


[1]
desglosarla, en nuestro idioma pierde un poco el sentido.
Staff
Traducción
Kaulitz Way
Revisión y Diseño
Lelu
Sobre el autor
TJ Klune es el autor más vendido del New York Times y USA
Today y ganador del Premio Literario Lambda. Siendo él
mismo queer, Klune cree que es importante, ahora más que
nunca, tener una representación precisa y positiva en las
historias.

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