Los 99 Novios de Micah Summers (Edición Española) - Adam Sass - 1, 2023 - Martínez Roca - 9788427051508 - Anna's Archive

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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
1. El chico número 100
2. El príncipe
3. La calabaza
4. El decreto
5. La biblioteca
6. El amigo político
7. El escudero
8. El palacio
9. El prólogo
10. La «Dama Encantada»
11. La «Princesa Caballero»
12. Deseo concedido
13. Los regalos
14. El ratón
15. El escudero capturado
16. El festival
17. La mala suerte
18. La colaboración
19. El creyente
20. La musa del mural
21. Las pequeñas preocupaciones
22. La jaula
23. La partida del escudero
24. El baile
25. La búsqueda del escudero
26. El consejo del rey
27. La ayuda del reino
28. Las doce en punto
29. Fin
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
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Sinopsis

Micah es un adolescente normal, encantador y tiene todo a su favor.


Sin embargo, aunque sueña con conocer al chico de sus sueños,
cuando llega la hora de la verdad se pone tan nervioso que no se
atreve a dar el paso e invitarlos a salir.
En cambio, en sus redes sí que da rienda suelta a su imaginación
dibujando a todos sus crushes y las citas imaginarias que tendría
con ellos. Por eso, cuando en el metro empiece a charlar con un
atractivo chico que lleva una cazadora de cuero bordada a mano y
una pila de libros de la biblioteca, lo interpretará como una señal.
Sin embargo, justo antes de que pueda pedirle el teléfono, el chico
sale presuroso del vagón, dejándose su chaqueta. Y así, como en
La Cenicienta, Micah iniciará una búsqueda para encontrar a su
dueño. Y, por el camino, descubrirá que tal vez las mejores
relaciones no son como los cuentos de hadas y que a veces no
hace falta soñar con príncipes azules para encontrar el amor.
LOS 99 NOVIOS DE MICAH
SUMMERS

Adam Sass

Traducción de Gerardo Hernández Clark


Para David, que luchó para que el novio
de este libro fuera el adecuado
1

El chico
número 100

¿Cómo sé que es amor? Porque ya he vomitado dos veces y ni siquiera lo he


invitado a salir aún. Aunque mis amigos habrían preferido prescindir de esa
información, todos estuvieron de acuerdo en que mis problemas
estomacales producto de la ansiedad eran el pretexto perfecto para faltar a
clase e invitar a salir a un chico por primera vez en mi vida.
¿Cómo iba, en un día como este, a tener la cabeza para pensar en
números imaginarios o en temas de política del siglo XX? Las señales de
que ha llegado el momento de actuar están por todas partes: la capa de
nubes grises que suele cubrir el cielo de Chicago se ha disipado por fin,
dando lugar a un esperanzador azul Tiffany. Es el primer día cálido que
hemos tenido en medio año, lo cual resulta perfecto para mi misión actual
porque por fin puedo llevar mi camiseta de tirantes negra favorita, que hace
que parezca que estoy cachas (spoiler: no lo estoy). No me siento culpable
por faltar a clase. Ya he hecho la mayor parte de los exámenes finales. De
hecho, prácticamente he terminado el penúltimo año, y la mitad de los de
último curso no asistirán hoy.
Entre ellos, Andy McDermott.
He estado revoloteando alrededor de Andy durante todo el mes de mayo
con la férrea concentración de un tiburón acechando a un marinero caído al
agua. Estuvo saliendo durante casi un año con una chica de mi clase de
cerámica. Luego, ella le puso los cuernos durante las vacaciones de
primavera, rompieron y Andy empezó a asomarse a las reuniones del club
LGTBQ+ del instituto.
Como secretario del club, lo único que registré ese día en el acta de la
reunión fue: «DIOS MÍO DE MI VIDA, ANDY ESTÁ AQUÍ».
Hannah, mi mejor amiga (y la mejor espía), se enteró de que Andy iba a
faltar a clase para ir al Grant Park y grabar unos tiktoks con su banda. Y ahí
es adonde me dirijo, todo lo rápido que puedo ir con mi skate Penny.
La pequeña tabla rosa fucsia de mi monopatín da sacudidas bajo el peso
de mi mochila a reventar, pero logro mantener el equilibro. Me guste o no,
definitivamente soy un tirillas de diecisiete años con pintas de niño de doce.
El aire primaveral me acaricia el rostro mientras me deslizo por el puente de
color ladrillo que une el distrito Gold Coast, donde está mi casa, con el
Loop, en el centro de la ciudad. Al llegar al lago me doy cuenta de que la
ciudad entera ha decidido pasar de las clases: hay gente navegando en sus
veleros, montando en bici, corriendo, de pícnic..., todos desesperados por
aprovechar el primer atisbo de calor desde octubre.
Sin embargo, el viento reconfortante que corre aquí no logra apaciguar la
acidez que burbujea en mi estómago.
Hoy es el día en que Micah Summers invitará a salir a un chico por
primera vez, pase lo que pase.
¡Espero no liarla!
Cuando al fin me detengo frente al murete de piedra que da acceso al
Grant Park, tengo un golpe de suerte: Andy McDermott ya está aquí. Y está
solo. Es muy raro encontrar a Andy sin su círculo de intimidantes amigos.
Pero aquí está, sin ellos, haciendo cola en un puesto de perritos calientes.
Andy es un chico sacado de un cuento de hadas, pero del rollo así un
poco punk como de Los descendientes. Tiene el pelo oscuro y rizado teñido
de azul verdoso en las puntas, pecas en los pómulos ligeramente
bronceados, un pendiente brillante en la oreja, una camisa de franela atada a
la cintura y anillos plateados en casi todos los dedos. El look ideal para un
videoclip retro.
Procuro respirar de forma regular. Me humedezco los labios secos, me
cuelgo el monopatín de la parte de atrás de la mochila y me uno a la fila
detrás de Andy.
No repara en mi presencia. El corazón me late con fuerza.
La vendedora de perritos calientes, una escandalosa señora mayor blanca
ataviada con prendas de los Chicago Bulls, le hace una seña a Andy para
que se acerque a pedir.
¿Cómo se supone que voy a iniciar una conversación? Y una vez que lo
logre, ¿cómo voy a invitarlo a salir con la naturalidad suficiente para que no
se asuste pero con la claridad suficiente para que nuestra cita no se
convierta en una fría quedada en plan amigos?
En la vida real, los chicos no son príncipes de cuentos de hadas: son
criaturas aterradoras e insondables salidas de bosques misteriosos.
No hay tiempo para respirar. Saco el móvil y le escribo a Hannah en
busca de apoyo.
¡Ayuda! Tengo a McDermott delante comprando
perritos calientes. ¿Qué hago?

La respuesta llega de inmediato:


¡Invítalo a salir!

Por poco no estrangulo el móvil. Desde séptimo, Hannah ha salido con


los chicos más maravillosos y populares, y siempre son ellos los que le
piden salir a ella. No sé cómo se me ha ocurrido que sus consejos podrían
servirme a mí, un chico gay que ni siquiera tiene la experiencia en citas de
un niño de trece años.
Gracias, Hannah, pero ¿cómo?

Tú proponle tomaros los perritos calientes juntos. Pero


haz que suene como si con «perrito caliente» quisieras
decir otra cosa...

Mírala cómo se burla mientras


yo aquí desespero.

¡Dile que le invitas a su perrito!

Por fin un consejo concreto y práctico. Hannah es una reina.


—Uno completo —le pide Andy a la vendedora con su voz áspera y
ronca.
—Serán cuatro cincuenta —responde ella.
Yo me inclino hacia delante y le ofrezco mi tarjeta de crédito mientras
Andy sigue buscando la cartera.
—Yonvito —suelto abruptamente en una especie de batiburrillo de
fonemas.
Andy da un paso atrás. Su rostro de aspecto descuidado refleja sorpresa.
Mierda. Me he precipitado.
—¡Lo siento! —Por motivos que desconozco, levanto los brazos en un
gesto de rendición—. Quería decir que... yo... ¿invito?
Andy sacude sus largas pestañas y su expresión de desconcierto se
disuelve en una media sonrisa. Perfecto. Vuelvo a respirar.
—Ah, hola —saluda—. Micah, ¿verdad? Del club ese de la escuela.
¡Me reconoce!
—Sí, eh... —asiento mientras le entrego mi tarjeta a la vendedora. Mis
ojos saltan de un lado a otro, posándose en todo menos en Andy. El plan se
está desmoronando. Para Andy, este chiquillo blanco al que apenas conoce
acaba de salir de la nada sin explicar por qué.
—¿Vas a pedir para ti también, cariño, o solo pagas el suyo? —pregunta
la mujer.
Todo me da vueltas. Imposible que pueda comer nada.
—Solo el suyo —respondo con voz débil.
—Vaya, pues gracias —replica Andy, pero su tono amistoso no logra
relajarme.
Haciendo un gran esfuerzo, lo miro a los ojos. Son marrón oscuro,
salpicados de dorado. Está sonriendo.
Demasiada atención. Me da un vuelco el estómago.
«Sonríe, Micah.» Obedezco. «¡No enseñes tanto los dientes!» Cierro los
labios. «Ahora parece que tengas náuseas.» ¡Es que tengo náuseas! La
sonrisa de Andy empieza a desvanecerse. «¡Lo estás perdiendo!»
—No sé qué haces esta noche —suelto de repente.
La ceja con piercing de Andy se levanta.
—Tú... ¿no sabes qué hago esta noche?
Lo que intentaba decir era: «No sé qué haces esta noche, pero, si no estás
ocupado, ¿te apetecería ir a ver una peli/cenar/lo que sea?». Por supuesto,
me he acobardado en la parte importante y he terminado sonando como un
pervertido.
—Aquí tienes la tarjeta, cielo —me dice la vendedora. Luego le entrega
a Andy un perrito caliente envuelto en papel de aluminio y una bolsa de
patatas fritas.
La mujer que está detrás de nosotros se abre paso a codazos para que sus
hijos se acerquen a pedir; Andy y yo salimos al mismo tiempo de la fila.
¿Qué se supone que estoy haciendo? ¿Voy a ir detrás de él todo el día,
como un fantasma triste?
—Quiero decir, si no tienes nada que hacer esta noche..., eh... —
balbuceo.
Por fortuna, Andy comprende adónde quiero ir a parar.
Hace una mueca y se acerca un poco.
—Verás, Micah, me siento superhalagado, pero...
—¡No hay problema! —exclamo—. Feliz graduación, feliz perrito
caliente, ¡adiós!
Echo a correr en dirección contraria con la urgencia de una gacela que
está a punto de convertirse en la cena de un jaguar, y no me detengo hasta
que no desaparece el tóxico charco de ácido de mi interior.
El corazón se me marchita en el pecho. Una vez más, no he podido
hacerlo.
En cuanto me siento seguro, a varias manzanas de distancia de Andy,
pongo en el suelo el skate y me deslizo hacia el Millennium Park, un lugar
más bien turístico, pero donde al menos puedo desaparecer entre la
multitud. Desaparecer es justo lo que necesito ahora mismo. Bajo del
monopatín, lo hago saltar con el pie hacia mis manos y me siento con las
piernas cruzadas a unos metros de la Alubia, una gigantesca instalación de
arte reflectante con la forma de..., bueno, de alubia.
Abro la mochila y saco un lápiz y un cuaderno de bocetos de Moleskine.
En cuanto siento la textura del papel bajo los dedos, el fuego de la
humillación comienza a aplacarse.
Me he lanzado (más o menos) y he sido rechazado (también más o
menos).
Menuda mierda. Es hora de dejar de lado ese flechazo y dibujar a Andy
hasta expulsarlo de mi mente.
Empiezo a dibujar a Andy McDermott con trazos amplios y rápidos,
pero no como es en realidad, sino como mi flechazo me lo ha hecho ver.
Exagero sus rasgos: el cabello de puntas azules se convierte en una melena
que le llega hasta los hombros, sus ojos se convierten en lunas doradas y
relucientes, la camisa de franela se transforma en un tartán medieval, roto y
agitado por el viento.
Es un pirata, como Westley en La princesa prometida. O un hombre lobo
como los de las novelas románticas que solía coger a escondidas de la
mesilla de noche de mi madre.
Un lobo pirata.
Añado florituras visuales, como un bosque nocturno tatuado a lo largo de
su brazo izquierdo. Un piercing de aro en vez del brillante que lleva. Un par
de colmillos diminutos bajo un grueso bigote.
No se parece en nada a Andy McDermott. En mi fantasía, Andy, el lobo
pirata, me lleva a su casa en lo más profundo de un bosque espeluznante.
Nada de invitarlo a salir ni de tartamudear. No soy más que el prisionero
voluntario de un lobo pirata. En esta fantasía, no soy un chico de diecisiete
años que nunca ha tenido una cita...
A diferencia de mis amigos, a mí nunca han dejado de gustarme los
cuentos de hadas, porque no creo que sean tontos ni falsos. Para un chico
solitario y queer pueden ser tan reales como cualquier otra cosa, incluso
más, porque yo controlo la historia. En el mundo real, soy un desastre. No
sé hablar. Ni siquiera puedo mirar a los ojos a la persona que me gusta. No
tengo control sobre nada. Pero en los cuentos de hadas puedo idealizar el
amor tanto como quiera. Puedo ser quien yo quiera.
Cuando dibujo, soy yo mismo.
Abro Instagram y unas fuerzas renovadas me inundan el corazón.
Aunque mi cuenta artística —@InstalovesInChicago— ha estado inactiva
durante toda la semana a causa de los exámenes finales, tengo mil
seguidores más. ¡Ya casi son cincuenta mil! Por lo general, no leo los
comentarios, así que no sé si son positivos o negativos, pero el simple
hecho de saber que todas esas personas están viendo mis dibujos me basta
para contrarrestar la decepción de hoy.
«Me siento superhalagado, pero...» Ni siquiera he dejado que Andy
terminara la frase, como si esa interrupción minimizara el rechazo. Da igual
que el final de la frase hubiera sido «pero no me interesas» o «pero todavía
no me siento preparado después de mi última ruptura», el hecho es que no
corresponde mis sentimientos. Como el cordón de una zapatilla que se
desata de repente, ese sentimiento que parecía amor se revela como lo que
es en realidad: un encaprichamiento unilateral. El amor siempre es
correspondido.
En fin. Otro fracaso para Micah Summers.
Como los otros noventa y nueve fracasos (o «éxitos casi alcanzados»,
como suelo llamarlos con optimismo), el espíritu de mi enamorado sigue
viviendo en el dibujo romántico de lo que pudo haber sido.
Cuando me regalaron este cuaderno de bocetos hace dos años, por mi
cumpleaños, tenía doscientas ocho páginas en blanco. Ahora, noventa y
nueve de ellas contienen los dibujos a lápiz de mis «novios de Instaloves»,
cada uno rociado amorosamente con espray Krylon permanente.
Sellados. Colgados en Instagram. Perfecto. Noventa y nueve novios.
Menos mal que nadie sabe que yo estoy detrás de esa cuenta. Mi familia
participó en un reality show hace unos años (y todo el mundo conoce a mi
padre), así que lo último que quiero es que todo internet sepa cuántos
flechazos fallidos ha sufrido Micah Summers. Gracias a que es anónima,
Instaloves gira en torno al arte, no a los cotilleos. Me ha dado un espacio
para explorar y hallar mi voz artística.
Reviso las notificaciones de la cuenta, una columna infinita de mensajes
no leídos. En las diminutas ventanas de vista previa, todos formulan
variaciones de la misma pregunta:
¿Dónde está el chico número 100?
¿Cuándo publicarás al chico número 100?
Chico número 100, ¿CUÁNDO?

«¿Cuándo llegará mi príncipe?»


El corazón me da un vuelco. Noventa y nueve flechazos, y he invitado a
salir a cero.
Durante toda la semana he creído que Andy sería el chico número 100, el
flechazo que por fin se convertiría en algo más. Pero el destino ha decidido
que el chico número 100 siga ahí fuera, esperándome igual que yo lo espero
a él.
2

El príncipe

El lobo pirata huele tu miedo, pero no tolera tu inquietud.


—No hace falta que digas nada —susurra—. Conozco un lugar donde
podemos estar tú y yo solos.
Lo miras a esos ojos dorados, bestiales, y de inmediato te sientes
seguro. Este desaliñado desconocido sabe lo que necesitas. Sabe ser
cuidadoso con tus emociones pero al mismo tiempo ser lo bastante valiente
como para burlarse de ti en su justa medida.
Os embarcáis en su navío y zarpáis hacia el antiguo castillo de su
familia. Una vez allí, acampáis en las montañas. Te sirve sidra caliente con
especias en una taza de cerámica que él mismo ha moldeado. Un fiel perro
lobo se echa a tu lado.

Cierro Instagram sin publicar el dibujo.


Las manos de Andy salieron demasiado grandes. No están bien.
¡Nada está bien!
Por lo general, lo que hace que mi Instaloves sea tan real es que me
mantengo al margen. Cuando miras mis dibujos y lees los pies de foto, eres
tú quien se siente arrebatado, quien vive la fantasía. Todos están basados en
mis flechazos reales, y mi trabajo consiste en exagerarlos para que los
demás sientan lo que yo siento. No obstante, en esta ocasión, una bota
pesada e invisible me oprime el estómago mientras Andy me mira desde el
cuaderno de bocetos con esas manos deformes. Por alguna razón, su
atractivo está ausente.
¿En qué he fallado esta vez?
Suspiro. Este flechazo frustrado me duele. Me ha parecido ver algo en
sus ojos, algo de interés. Tal vez esté haciéndome ilusiones. Pero tal vez sí
que está interesado, solo que aún no ha procesado la ruptura. Tal vez habría
estado dispuesto a salir conmigo si yo no hubiera metido tanto la pata.
Mi móvil empieza a zumbar. Mensaje de Hannah.
¿Y bien?

Cuando respondo con un pulgar hacia abajo, escribe:


¿Nos vemos en el Audrey’s en
20 minutos? Elliot te preparará un chai.
Elliot.
Hannah insiste en que me haga amigo de ese chico. ¡El hecho de que los
dos seamos gais no significa que debamos ser amigos! Tengo ganas de
responder con un insolente «¡No, gracias!», pero se está portando muy bien
conmigo. Mientras atravieso patinando la ciudad, el primer día cálido de
verano de Chicago me chamusca el vello del cuello. Madre mía, ¡cómo
echaba de menos el calorcito! Estoy seguro de que para julio estaré rogando
por que llegue octubre, pero, por lo pronto, esta calidez es justo lo que
necesito para animarme.
Eso y un chai del Audrey’s.
El Audrey’s Café es mi obsesión más reciente. Hannah lo trajo a mi vida
en el momento perfecto porque ya no puedo presentarme en mi antiguo
lugar favorito, el Intelligentsia.
Un antiguo novio de Instaloves, el número 59, está trabajando ahí.
De hecho, cuando doblo la esquina hacia el Audrey’s, lo veo en la
ventana del Intelligentsia, colocando el letrero con las sugerencias de
verano. Casi puedo ver el número 59 sobre su cabeza. Él me mira mientras
atravieso la calle, con el flequillo oscuro cayéndole sobre los ojos. Sonríe,
pero estoy demasiado traumatizado con mi último desastre como para
corresponderle. Hace el gesto de la paz y, milagrosamente, logro hacer lo
mismo a medida que me alejo.
Antes de entrar al Audrey’s Café, una acogedora cafetería francesa, saco
mi cuaderno de bocetos para echarle otra mirada a Andy, el lobo pirata.
Algunos pelos diminutos me chisporrotean en la nuca. No siento nada.
Este chico, que estaba seguro de que se convertiría en el amor de mi vida,
sale en mi cuaderno de bocetos con un aspecto tan ridículo como me siento
yo.
Quiero más que una mirada seductora. Quiero conexión.
El chico número 100 tiene que ser especial: una cita real, no otra
decepción. Andy no era esa persona. El chico número 100 no puede ser
alguien con quien me haga ilusiones solo porque me ha sonreído a medias.
Las señales deben ser más fuertes y los sentimientos, mutuos.
Rodeado de personas alegres sorbiendo sus lattes, paso un cúter por el
borde de mi dibujo y tiro a Andy, el lobo pirata, a la basura.
—Descanse en paz —dice Hannah.
Casi como salida de una nube de humo, mi mejor amiga —una chica
negra, bajita y estilosa, con piel siempre radiante— aparece junto a mí.
Ambos miramos en la basura mi dibujo de Andy.
—¿Quién era ese? —inquiere.
Hannah ni siquiera reconoce a Andy, pero yo recuerdo de repente el
aroma a mostaza, a cebollas recién hechas y a la colonia almizcleña de
Andy.
—El chico de mis sueños.
Hannah ríe y se cuelga de mi brazo.
—Ah, otro de esos.
—Bueno, algún día lo diré y será verdad.

Me interno entre el agitado gentío del Audrey’s y mi mortificación empieza


a disiparse. Estas personas no saben que acabo de hacer el ridículo frente a
Andy McDermott ni les importa.
En el interior de la cafetería con paredes de ladrillo, Maggie, mi
hermana, nos hace señas a Hannah y a mí entre una multitud de otras almas
perdidas que esperan sus lattes. Ella ya ha pedido los nuestros. Aunque
nuestra familia tiene dinero de sobra para llenar un enorme armario, Maggie
y yo siempre terminamos usando la misma ropa, como si fuéramos
personajes de dibujos animados. Ella, con el pelo castaño y a capas y la piel
blanca como una columna de mármol, lleva su típico atuendo deportivo
pero elegante. Yo voy con mi uniforme de chico blanco gay: joggers con
una camiseta de tirantes negra barata cubierta de manchas de pintura.
Hannah, por su parte, cuida mucho más su aspecto, y hoy trae otro conjunto
digno de Instagram: gafas con montura de carey decoradas con pedrería,
falda verde azulado y una blusa de manga corta a juego.
Hannah y yo nos abrimos paso entre la apretujada multitud para esperar
con Maggie en la barra.
—¿Por qué estabais ahí fuera mirando el cubo de basura? —pregunta mi
hermana.
—Otro chico número 100 desechado —responde Hannah con mirada
compasiva.
Maggie parece abatida.
—¿Qué tenía de malo? Solo elige cualquier flechazo y publícalo. Tus
seguidores se van a cansar de esperar.
Me pongo tenso. Maggie va para el segundo año de la carrera de
Medicina deportiva. No es artista ni influencer.
—¿A qué viene esa miradita? —Maggie aprieta los labios—. Ah, ¿que
no me meta donde no me llaman?
Me encojo de hombros y muevo las manos buscando la manera más
delicada de decir esto:
—Estoy tratando de encontrar al indicado. No puedo elegir a cualquier
flechazo y publicarlo así sin más.
Maggie levanta las manos como diciendo: «Vale, haz lo que quieras».
Hannah camina a lo largo de la barra para reunirse con su amigo Elliot, un
barista bajito, blanco y regordete, de cabello rubio y desgreñado, solo un
poco más oscuro que su piel. Elliot anuncia la siguiente bebida:
—¡Cold brew de canela!
Varias personas se quejan del tiempo que llevan esperando. Algunos
protestan de que ese cold brew de canela lo ordenaron después de que ellos
pidieran bebidas más fáciles de preparar. Al parecer, todos son expertos en
café.
Mientras Elliot se disculpa entre murmullos y regresa al espumador de
leche, yo distingo mi chai aún por preparar entre una fila de tazas que se
extiende por toda la barra y llega hasta la caja.
Pobre chico. Es una fila sin fin y sin remedio. Maggie se vuelve hacia mí
con una ceja levantada.
—Déjame adivinar —dice—. Has tirado a la basura tu boceto sin que
Hannah ni nadie más lo viera.
Le lanzo un beso y rezo por que no me sonsaque toda la historia. Por
suerte, mi flechazo con Andy no ha durado lo suficiente como para que
nadie, aparte de Hannah, se enterara de él.
—No entiendo por qué no quieres enseñarle tus dibujos a nadie —
comenta Maggie.
—Es solo una manía, ¿vale? —respondo—. ¿Por qué crees que tenía
clases privadas de dibujo el año pasado?
Maggie se encoge de hombros.
—Ya lo sé, es solo que ha pasado mucho tiempo, y con todo el éxito de
Instaloves, creía que habías superado esa reticencia a mostrar tus obras.
—Los seguidores de Instaloves no saben que se trata de mí.
Maggie y yo tenemos esta discusión al menos una vez al mes, así que o
sufre amnesia selectiva o intenta desgastar mi determinación, como un
negociador de rehenes.
Hannah me hace señas para que me acerque, así que dejo a Maggie
publicando sus estadísticas de running en Instagram Stories.
—¿Ya te ha sacado de tus casillas Maggie? —pregunta Hannah
sonriendo.
—Más o menos —contesto—. No me deja en paz con lo de que tengo
que enseñar mis dibujos.
—Solo quiere que seas más fuerte y que así quizá por fin invites a salir a
uno de esos chicos.
Vuelvo a sentir el ácido en el estómago y como la sangre abandona mi
rostro. Hannah debe de tener visión de rayos X para cuando me siento de
cierta manera, porque me coge de la mano.
—¿Tan mal ha ido? —me plantea.
Yo suspiro.
—No he podido hacerlo. He estado a punto, pero... ¿cuándo podré
mantener la calma cerca de un chico para tener una conversación básica?
Era como si todo mi cuerpo rechazara la situación.
Hannah se pone de puntillas y me da un beso en la frente. Un escalofrío
agradable me baja por el cuello.
—Siento mucho no tener consejos para darte. Yo no soy la que invito;
me invitan a mí. ¡Deberías pasarte a mi lado!
—¡Lo intento!
Ambos reímos y luego suspiramos. Al menos nos tenemos el uno al otro.
Mientras esperamos, la jefa de Elliot sale de la cocina que hay detrás de
él. Es una mujer blanca, arrogante y quemada por el sol, que viste una
camisa impecable y lleva el cabello recogido con fuerza en una coleta como
las que dejan calvas a las bailarinas por alopecia por tracción.
—Elliot, ¿cuánto falta para tu descanso?
—Diez minutos —responde él sin dejar de trabajar.
La jefa no dice nada. Mira a los demás empleados, pero todos están
demasiado atareados como para cubrir a Elliot.
—Si quieres, puedo seguir trabajando —propone Elliot, desalentado.
—Gracias por tu buena disposición —dice la gerente mientras le estruja
alegremente el hombro, como si fueran mejores amigos.
Hannah fulmina a la jefa con la mirada mientras esta desaparece en la
cocina sin ofrecerse a ayudar.
Yo echo un vistazo a la interminable fila de bebidas por preparar y hago
una mueca. Solo de pensar en lo que le espera a Elliot me agoto. No ha casi
ni empezado el verano y ya hay tanta gente, ¡y eso que ni siquiera hemos
llegado al nivel del Taste of Chicago!
Dentro de poco más de un mes, el histórico festival gastronómico a
orillas del lago hará que los ciudadanos abandonen sus aires acondicionados
y salgan a probar muestras de los chefs más célebres del país (por ley,
Chicago no incluye a Nueva York en esta valoración). El Taste es
maravilloso si vas a comer. Sin embargo, si trabajas en hostelería, es una
pesadilla, pues hace que una ciudad sofocante y atestada triplique de la
noche a la mañana su población.
El Taste va a volver loco al pobre Elliot.
Por ahora, parece impasible en medio de este caos. O tal vez siempre
esté así de tranquilo. No lo sé, porque es más o menos nuevo en la ciudad.
Como vamos a diferentes institutos, básicamente nos conocemos entre
nosotros como «el otro amigo gay de Hannah». A decir verdad, siento
envidia y me quedo callado cada vez que su nombre sale a colación.
No es que él haya hecho algo para merecer esos sentimientos. El verano
pasado, Hannah y él se conocieron mientras trabajaban como voluntarios en
una clínica veterinaria. Los animales enfermos y sin hogar fueron
demasiado para ella, pero para Elliot era el trabajo de sus sueños, así que le
enseñó a hacer todas las cosas difíciles. Solo les llevó un mes volverse tan
inseparables como ella y yo lo somos desde que nacimos.
De los dos mejores amigos de Hannah, él es el más encantador. Jamás se
le pasaría por la cabeza no enseñarle sus dibujos a Hannah.
«Tal vez esa es la razón por la que Elliot tiene novio y tú no.»
Siento un cosquilleo entumecedor en las puntas de los dedos. Para
distraerme de la decepción de hoy, abro Instaloves y ojeo mis viejos
dibujos. Está el chico de los auriculares, bailando a solas en el L, y mi
historia sobre el bohemio apartamento en Boystown que habríamos
compartido y donde habríamos creado música y dibujos todos los días.
También está el chico Biología avanzada con su corte de pelo estilo militar,
que chocó conmigo después de su entrenamiento nocturno de baloncesto.
En esa publicación cambié su deporte a esquí, y él me llevaba a una cabaña
en los Alpes desde donde esquiábamos montaña abajo a la hora del
crepúsculo.
Instaloves lo empecé para mí, pero, sorprendentemente, otras personas
encontraron mis publicaciones y conectaron con esos dibujos anónimos y
extravagantes. Parece que las personas necesitan la fantasía, sobre todo
cuando el mundo no está construido en torno a un amor como el nuestro.
Los queers tenemos que crear desde cero nuestras historias mágicas, y yo
voy a hacer todo lo que pueda para ayudar a la gente queer a soñar.
Un mundo agotado se merece soñar.
—Tal vez Maggie tenga razón —dice Hannah—. Saca ese dibujo de la
basura y haz una nueva versión. Aprovecha el impulso que traes. ¡La gente
está emocionada por conocer al chico número 100!
Su voz estridente se oye incluso por encima del silbido del espumador de
leche de Elliot. Algunos curiosos se giran hacia nosotros.
—Baja la voz —susurro encogiendo la cabeza como una tortuga—. No
quiero que Elliot se entere de que la cuenta es mía.
—Mierda. —Hannah hace una mueca y mira a Elliot mientras este sirve
un capuchino—. Se lo he contado.
—Hannah...
—No sabía que no debía enterarse absolutamente nadie, en plan, cero
personas.
—¿Y ahora qué pasa, Enano Llorón? —pregunta Maggie, que está de
vuelta con nosotros. Se me tensa la espalda como la de un gato al oír ese
apodo. Decido ignorarla.
Las manos de Elliot se mueven entre las bebidas con la gracia de un
bailarín. Sin reducir la velocidad, se vuelve hacia mí y susurra:
—Será nuestro secreto. Tus dibujos de Instaloves son preciosos.
Felicidades.
Siento las mejillas encendidas y sonrío a regañadientes.
—Gracias, Elliot.
—Brandon es el crítico de arte, pero yo creo que son geniales.
Mi sonrisa se desvanece. Traducción: «También se lo he contado a mi
novio y él piensa que eres basura».
Hago un esfuerzo para no gruñir. Supongo que no hay problema con que
el encantador, perfecto e infalible de Elliot lo sepa.
Sirve hielo en una bandeja con cuatro cafés helados grandes, pero
cuando anuncia la orden, la bandeja se ladea. Logra estabilizarla, suspira y
se aparta con un soplido un mechón de cabello que le caía sobre los ojos.
Cuando vuelve a anunciar las bebidas, un hombre corpulento y con bigote
se abre paso entre la multitud y pone frente a él una taza de café.
—Está frío —gruñe, y Elliot se estremece.
La bandeja vuelve a ladearse.
Contengo la respiración, pero Elliot logra equilibrarla.
—Lo siento, señor —dice con serenidad—. Puedo prepararle otro.
—¿Y hacerme esperar otra media hora? —El hombre mira hacia los
demás clientes y resopla burlonamente, como esperando que nos unamos
para atacar a Elliot—. ¿Qué te parece si lo haces bien a la primera?
—Le serviré uno ahora mismo. No me llevará más de un segundo...
—Solo devuélveme mi dinero. —El hombre empuja a Elliot con la taza.
Este suelta un grito ahogado.
Le tiemblan las manos.
La bandeja con los cafés se cae.
No se puede hacer nada más que ver cómo las cuatro bebidas impactan
contra el suelo y explotan una tras otra como globos de agua. Todos
retroceden, incluido Elliot, que se lleva las manos a la boca al ver el
desenlace: el área que rodea la barra es un campo de batalla con café
cremoso, cubitos de hielo y tapas decapitadas.
—¡Estoy empapado! —grita el hombre del bigote.
Yo solo veo unas tenues salpicaduras en los pantalones. Es un exagerado.
Elliot estaba trabajando muy bien con las bebidas. Era una máquina de
productividad. Ahora solo está ahí de pie, conmocionado, mientras los
demás lo miran con ira, y todo porque este ogro ha invadido su espacio.
La jefa vuelve a salir de la cocina y mira a Elliot con las fosas nasales
dilatadas.
—Límpialo. Yo me encargo de la barra.
Mientras ella se ata un delantal manchado de leche, Elliot corre a por una
fregona.
—Más vale que ese chico me pague la cuenta de la tintorería —brama el
hombre.
La jefa asiente mientras calienta una jarra de leche.
—Nos haremos cargo de ello, señor. —Entrecierra los ojos y se gira
hacia Elliot, que trae un cubo con ruedas desde la parte trasera—. Elliot, ya
van como cien veces que te pasa lo mismo. Esto va a tener que empezar a
salir de tu sueldo.
Elliot no responde. El labio inferior le tiembla mientras exhala de
manera lenta y controlada.
Siento que me va a explotar el corazón. Hace una hora yo estaba igual:
suplicando en silencio al universo que me hiciera desaparecer.
La ira se eleva en mí como un globo.
Ese cretino ha hecho que Elliot tirara los cafés, ¿y ahora él debe pagarlo?
Camino hacia el océano de café y cubitos de hielo derramados y le
pongo al Señor Bigotes dos billetes de veinte dólares delante de la cara.
—Mire, ha sido un accidente. Yo le pago la tintorería. Llévese allí sus
malas pulgas, a ver si se las aguantan. Ah, y el café se había enfriado
porque usted le había echado nata por encima. Para eso sirve la nata.
Juraría que el bigote del hombre se pone blanco cuando algunos clientes
empiezan a aplaudir. El hombre me arrebata los billetes y se marcha
airadamente mientras farfulla:
—Millennials...
—Y, por cierto, ¡somos generación Z!
Hannah y Maggie me miran sorprendidas. Yo mismo estoy algo
sorprendido.
¡Acabo de enfrentarme a un desconocido! Eso es nuevo.
Elliot trabaja muy duro como para que le hablen así. Y aunque no
trabajara duro, no se merece esa actitud. Nadie la merece. Elliot me sonríe
antes de doblar la esquina con la fregona y un cartel de SUELO MOJADO.
—Gracias —susurra mientras sigue fregando.
—Solidaridad gay —le respondo en voz baja—. No hay de qué.
—Sí que eres un príncipe azul después de todo, ¿eh?
¿Príncipe?
Cuando el cumplido de Elliot me llega a los oídos, las puntas de los
dedos me empiezan a vibrar. No muevo los pies con nerviosismo. No me
estoy meciendo adelante y atrás. Por extraño que parezca, mis zapatos están
firmemente plantados en el suelo.
No puedo contener una sonrisa.
Justo en este momento, en un lugar lleno de gente, he accedido por
primera vez a algo poderoso. ¿Confianza en mí mismo?
De pronto, todo cobra sentido. No puedo ser la persona a la que invitan,
como Hannah. Si espero a que otro haga el primer movimiento, me quedaré
esperando para siempre. Debo ser el príncipe azul. Cuando invite a salir al
chico número 100, no tengo que ser Micah Summers, el chaval nervioso
que nunca ha tenido una cita. No tengo que preocuparme de lo que piensen
los demás de mí. Es un papel que puedo interpretar.
Si en Instaloves interpreto un papel anónimo, ¿qué me impide ser
alguien más en mi mente si eso me ayuda a calmar los nervios cuando
invite a salir al próximo chico? No es que vaya a fingir ser alguien que no
soy; es solo un pequeño truco mental para sentirme más seguro.
Quienquiera que seas, chico número 100, dondequiera que estés,
¡prepárate para conocer a tu príncipe azul!
3

La calabaza

Dos semanas después del desastre de Grant Park, llega el fin del penúltimo
año (¿Andy? ¿Quién es ese?). Todos los días, desde que acabaron las clases,
mi nueva personalidad, el príncipe azul, ¡ha estado invitando a salir a un
chico tras otro! Claro que cuando digo «chico» me refiero a mi reflejo en el
espejo.
Por el momento, no estoy ni por asomo cerca de encontrar a un chico
número 100 que me inspire a dar ese gran paso. El chico número 100 debe
ser especial y alguien que acepte mi invitación a salir. No puedo dar marcha
atrás y seguir viviendo en mis dibujos. Lo de invitar a salir a Andy
McDermott fue un desastre, pero solo porque su respuesta no fue la que yo
esperaba. ¡Estoy muy cerca de obtener un sí!
Lo malo es que, debido a estas reglas, Instaloves no ha tenido contenido
nuevo en más de tres semanas. Maggie y Hannah insisten en que estoy
siendo demasiado quisquilloso y en que el interés generado por la cuenta se
está apagando.
Aunque aún no lo he encontrado, no puedo dejar de pensar en él.
En quién será. En qué pinta tendrá.
El sentimiento ya está en mi interior. Solo me falta encontrar al chico
que corresponda a ese sentimiento.
Para apartar mi mente de la búsqueda, disfruto de un paseo vespertino
por el Old Town para comprar materiales de dibujo. Con sus calles
bordeadas de árboles, sus antiguas casas de ladrillo y la ausencia de
rascacielos, el Old Town parece la tierra del otoño perpetuo. Todos los
pensamientos relacionados con chicos se desvanecen cuando entro en mi
tienda favorita de materiales de dibujo, Rhapsody in You, y percibo el
aroma de la pintura acrílica mientras acaricio los envejecidos estantes.
Elijo un paquete nuevo de lápices y una libreta de bolsillo con espiral.
Tan pronto como salgo de la tienda, le pongo título a la libreta: Cuadernillo
de las primeras veces. En la primera página escribo «La primera vez que
invité a salir a un chico» y dejo al lado un espacio en blanco para la fecha
en que eso ocurra.
La libretita vibra entre mis dedos con un poder místico. Algún día estará
llena: primera cita, primer beso, primera noche juntos, etcétera, etcétera. Mi
corazonada fue correcta: en cuanto he comprado la libreta, en cuanto he
actuado con intención, el sentimiento deprimente de «¿Alguna vez volveré
a invitar a un chico a salir?» se ha visto reemplazado por la esperanza.
Va a pasar.
Puede que mi corazón explote y que yo me muera nada más invitarlo,
pero va a pasar.
Para inspirarme a dibujar, continúo con un pintoresco viaje en el L
alrededor del Loop. Y la mejor hora para hacerlo es el atardecer. Cuando el
tren va zigzagueando hacia el río, veo mi cara sonriéndome desde un cartel.
Bueno, no es mi cara exactamente, sino la de mi padre.
JEREMY SUMMERS, ¡EL REY DE CHICAGO! RADIO WNWC.
Encontrar una de sus vallas publicitarias es como encontrarme conmigo
mismo: tenemos los mismos ojos marrones, la misma nariz aguileña, los
mismos pómulos prominentes y rosados. Jeremy Summers es ineludible: su
rostro aparece en trenes, autobuses, bancos del parque, edificios y
fotografías autografiadas que cuelgan de todos los restaurantes, pizzerías y
túneles de lavado de coches que ha visitado en su vida.
Tal vez sea mi destino ser un príncipe azul. Al fin y al cabo, mi padre es
un rey.
En el cartel publicitario le falta uno de los dientes frontales y tiene un
moratón en el ojo derecho. La intención es evocar recuerdos gloriosos de su
época dorada como jugador de hockey, que culminó con una medalla
olímpica de plata en Vancouver, su aparición en una caja de cereales y, por
último, una medalla de bronce en Sochi. Todo lo anterior trajo como
resultado Pasa el disco, un reality show de una temporada que siguió a
Jeremy Summers y a su adorada familia.
Para mi desgracia, Pasa el disco fue el origen de Enano Llorón. El apodo
con el que mi hermana me llamaba se puso de moda e incluso engendró un
juego de beber: «¡Toma un chupito cada vez que Micah llore sin motivos!».
De ahí mi reticencia a que la gente sepa que estoy detrás de Instaloves.
La gente podría ver patéticas estas fantasías de repente si supiera quién ha
estado dibujándolas.
La silueta de los rascacielos que veo por la ventanilla hace desaparecer
los recuerdos desagradables. En Chicago resulta imposible ver las estrellas,
pero al menos tenemos puestas de sol gloriosas. Es todo un espectáculo. No
está tan oscuro como para que las ventanas se conviertan en espejos, pero
tampoco tan reluciente como para no poder mirar el fulgor. Solo pasa un
tren zigzagueando en un laberinto de rascacielos mientras el sol del ocaso
se cuela entre los edificios. Dejo caer los hombros y libero una tensión de la
que no era consciente.
Todos los pasajeros del tren son guapos. La luz naranja embellece todo
lo que toca. Con su brillo, los rostros resplandecen y los ojos centellean con
manchitas doradas como las brasas.
Este sería el momento perfecto para encontrarme con...
«No, Micah. ¡Olvídate por una noche del chico número 100!»
El tren se acerca a la parada Harold Washington Library Center. Con su
fachada de ladrillo rojo y su techo ornamentado de color verde cobre, la
biblioteca es una obra arquitectónica tan definida y acogedora como una
manzana recién cogida del árbol.
Un palacio. El escenario ideal para...
«¡No, Micah! Para de buscarlo. El chico número 100 aparecerá cuando
tenga que aparecer.»
El tren se detiene rechinando y varios de los pasajeros que van de pie
están a punto de perder el equilibrio. Yo me agarro a la barra y me ciño mi
pañuelo de cachemira color bronce. Pese al calor, llevo el pañuelo sobre la
camiseta para transmitir esa vibra de artista bohemio. Además, es muy
ligero y suave. Y hace que mis ojos color café claro destaquen como
golosinas.
Estoy muy mono esta noche. ¿Y si me encontrara con...?
«¡Te lo advierto por última vez, Micah!»
Las puertas se abren y entra él.
Es tan alto que necesita inclinarse un poco al pasar por la puerta. Tiene el
cuerpo de un hombre, pero el rostro de un muchacho. Melena negra y
rizada, y mejillas redondas, pellizcables, de color aceitunado.
La única palabra que viene a mi mente es destino. Soy literalmente
vidente. He sentido la energía en el aire. ¡El Cuadernillo de las primeras
veces ha obrado al instante su magia!
Mientras los demás se acomodan en el vagón, el chico arrastra dos
bolsas de tela por el atestado pasillo. Las bolsas están tan llenas de libros de
la biblioteca que le cuesta trabajo moverlas, incluso con esos brazos que se
abultan bajo las mangas de su chaqueta de piel negra. ¿Chaqueta en verano?
Se ve que no soy la única víctima de la moda.
Parece tan desamparado con esos libros que tengo que sonreír.
—Ha sido un día largo. Te aseguro que, por lo general, tengo mucha más
fuerza —dice con voz sorprendentemente grave.
¿Estaba hablando conmigo? Me estaba mirando. Seguro que se ha dado
cuenta de que estaba sonriendo.
«¡Haz algo, Micah!» Mis pies pesan mil kilos de repente.
El chico levanta las dos bolsas de la biblioteca al mismo tiempo, como
un levantador de pesos profesional. Sus ojos centelleantes se cruzan con los
míos. Me obligo a mantenerle la mirada, pero la vulnerabilidad del contacto
visual me hace sentir como si el vello de mis brazos se chamuscara.
Él sonríe y sus ojos desaparecen tras sus voluminosas mejillas. No hay
duda; es a mí a quien mira.
«¡Di algo!» Siento los labios secos, partidos.
Se me forma un nudo familiar en el estómago.
«En este momento no eres el rarito de Micah Summers que casi vomita
sobre el último chico al que ha invitado a salir. ¡Eres un príncipe azul y
puedes hacer lo que quieras!»
Si sigo dejando que estos momentos se me escapen sin hacer nada, sin
arriesgarme a un rechazo potencial, nunca estaré listo. No podría haber
señales más claras: estoy encerrado en un tren con un chico que se parece al
príncipe Eric, pero más bobalicón, y que ya me ha sonreído varias veces.
Tengo que actuar ya.
—¡Puedes sentarte aquí! —Me oigo pronunciar las palabras con
demasiada intensidad mientras doy un torpe salto para ponerme de pie.
—No, hombre, no te preocupes. Tampoco es como si estuviera
embarazado.
El chico es casi treinta centímetros más alto que yo. Las bolsas de la
biblioteca que lleva en las manos están casi a la altura de mi pecho. ¿Y si yo
fuera una tercera cosa que él tuviera que cargar y llevar? No peso mucho
más que una bolsa con libros. Apuesto a que podría hacerlo.
Quiero que lo haga.
—Bueno, ya me he levantado, así que podrías...
¡Ups!
Una mujer filipina de edad mediana con pantalones color azul eléctrico
se desliza por detrás de mí y se sienta antes de que el chico y yo podamos
seguir discutiendo educadamente. La mujer saca un libro de bolsillo y se
pone a leer como si nada.
El chico se encoge de hombros.
—Mira lo que has conseguido. Ahora no nos queda otra que hablar.
—¿Hablar? ¿No odias cuando pasa eso? ¡Uf!
El pesado tren vuelve a cobrar vida y yo salgo impulsado hacia delante.
Mi cara se estrella directamente en el cuello bronceado y musculoso del
chico. Podría morirme de vergüenza ahora mismo. Él me sujeta del hombro
con la mano derecha sin soltar la bolsa de libros hasta que recupero el
equilibrio. Unas ondas eléctricas y cosquilleantes emanan del lugar donde
me ha tocado. Su agarre es fuerte y seguro.
No había posibilidad alguna de que me hubiera dejado caer.
—Lo siento —digo, y me río.
Un aroma límpido y como acuático me sigue tras mi viaje a su pecho.
Aparto la vista. Mirarlo directamente resulta casi doloroso, sobre todo
después de haber hundido mi rostro en su pecho, como si hubiéramos
saltado de golpe a la cita número tres.
Él se ríe también. Una risa grave. Sus notas de bajo hacen vibrar mis
tímpanos.
—Ah, el viejo truco de «el tren me ha empujado hacia ti», ¿verdad?
¡Está ligando conmigo!
Respiro lenta y profundamente y vuelvo a buscar su mirada.
—Es un clásico y nunca falla.
No me atrevo a parpadear. Quiero que sepa que yo también estoy
ligando. Él me sostiene la mirada y tampoco parpadea. Definitivamente no
es un chico hetero, el típico chico hetero sensible y encantador que bromea
con los gais confundiendo a los gaydars. Sus ojos profundos como el
océano me miran fijamente. Tiene los labios ligeramente separados.
Me está mandando señales.
Me va a dar un ataque al corazón.
Su carácter juguetón, su calidez, su energía seductora hacen que mirarlo
y hablar con él resulte facilísimo. Nunca antes me había pasado. Así que
esto es lo que se siente al ser deseado.
Vista de cerca, la chaqueta de piel del chico no es negra. Unos hilos rojos
y anaranjados forman un delicado e intrincado diseño a lo largo de las
mangas.
—¿Son... enredaderas? —pregunto.
—Sí, mira.
El chico gira el torso y me muestra su amplia espalda. El diseño queda a
la vista: una calabaza. Una multitud de enredaderas llenas de hojas trepan
desde la calabaza y finalmente caen hacia las mangas de la chaqueta. Es
como si se hubiera apropiado del otoño y lo hubiera vuelto punk.
—¡Qué guay! ¿La temporada de calabazas empieza en junio para ti?
—Supongo.
Ríe y vuelve a mirarme. Unos hoyuelos aparecen en esas mejillas tan
pellizcables. Mientras el tren da una vuelta en torno al Loop, un haz de luz
dorada del atardecer se cuela entre los edificios y nos baña a ambos.
Y es como: «Vale, sol, ya lo pillo. Este es el chico número 100».
—Las cosas de temporada de calabazas suelen ser algo horteras —
afirmo—. Y no es que lo hortera sea malo, ¡me encanta lo hortera!, pero
esta es una chaqueta muy chic.
—Cuero vegano. No me gustaría que pensaras mal de mí.
—No me atrevería.
—Nada que diga «mu» ha sufrido daños en mi búsqueda de estilo. A
excepción de este dedo, que necesitó tres puntos. —El chico levanta la
bolsa de libros de la mano izquierda y me muestra la palma abierta. Tiene
una leve hendidura en la yema del dedo corazón.
Asiento mientras observo con los ojos muy abiertos la chaqueta.
—¿Lo has hecho tú?
Él sonríe.
Es artista también, y con mucho talento. Nos miramos el uno al otro
durante un tiempo brutalmente largo. El aire que hay entre nosotros se
solidifica y se transforma en una atadura. En una cinta elástica tan tensa que
está a punto de reventar. Sus labios se mueven un poco, pero sin emitir
sonido, como si quisiera decir algo.
«Dilo.»
«Dilo para que no tenga que hacerlo yo.»
«Pídeme mi número.»
«Dime tu nombre.»
El momento se prolonga en exceso. Esperamos demasiado tiempo. El
tren se detiene y decenas de personas salen volando a nuestro alrededor. Si
él se va con la multitud, si esta es su parada, me bajaré con él. Fingiré que
es mi parada. No me importa.
Pero el chico no se va.
Tras resoplar con fuerza, deja caer las bolsas de libros al suelo del tren.
—¡Mira, asientos libres! —dice señalando hacia una hilera de asientos
recién desocupada. Empuja las bolsas hacia el banco resoplando dos veces
más y finalmente me llama con un movimiento de la mano. Un simple
movimiento, pero es la señal: ¡quiere que me siente con él! Por lo que a mí
respecta, bien podría haberme recibido al pie de una fastuosa escalera para
besarme la mano.
No tiene que pedírmelo dos veces. Los dos nos sentamos despatarrados
ocupando los tres espacios disponibles. Hay muchos más asientos libres
ahora que nos alejamos del Loop y nos dirigimos al norte. No obstante, no
tengo mucho tiempo para admirar sus rizos enmarañados, negros y sedosos.
Le vibra el móvil y una sombra de preocupación atraviesa su rostro. Temor.
Malas noticias.
—¿Todo bien? —pregunto. Se me hace un nudo en la garganta.
—Perdona, tengo..., tengo que cogerlo. Es de la residencia de
estudiantes. He estado esperando esta llamada toda la semana y...
—Adelante, contesta.
—Lo siento, es de muy mala educación...
—No dejes perder la llamada.
—No vas a bajar pronto del tren, ¿ver...? ¡Ey, hola!
El chico número 100 contesta la llamada, pero no termina de plantear
esta pregunta tan importante. Me da la espalda, mostrando el mosaico de
calabaza en todo su esplendor, y continúa con su llamada en voz baja.
El nudo de mi garganta se hace tres veces más grande.
¿Me quedo aquí sin más, esperándolo? ¿Eso no me hace parecer un
pringado? No quiero que piense que estoy desesperado. Tampoco quiero
que sienta que lo presiono para que termine pronto su llamada y siga
haciéndome ojitos.
Aunque sería maravilloso si lo hiciera.
Por otra parte, si saco el móvil, igual piensa que estoy aburrido. ¡Uf!
¿Por qué no puedo parar de mover la rodilla arriba y abajo? Es como si no
pudiera controlarla. Siento como si me hubiera tomado cien cafés. Necesito
algo que me distraiga y que al mismo tiempo me haga parecer interesante y
despreocupado...
Mi mano se desliza hacia la mochila. En cuanto mis dedos tocan la fría
hebilla metálica, mi rodilla se tranquiliza. ¡Un boceto! Con eso sabrá que
soy artista también, y cuando cuelgue ya tendremos otro tema del que
hablar: el boceto que habré hecho de él. Nunca le he enseñado a un chico su
boceto; siempre ha sido una actividad más bien post mortem. Pero enfrentar
ese miedo será parte del hechizo que finalmente rompa mi racha de mala
suerte.
—Lo siento —articula con los labios el chico número 100 mientras una
voz amortiguada sigue parloteando al otro lado de la línea.
Su expresión afligida y su decepción alimentan mi confianza. Es la
prueba. Quiere hablar conmigo, quiere pedirme mi número, quiere salir
conmigo, quiere besarme.
«No, tonto. Lo que va a decir es: “Me siento halagado, pero...”.»
Si va a decir eso, que lo diga, pero tengo que intentarlo.
Suelto una risita y me encojo de hombros.
—No te preocupes —articulo con los labios también mientras saco mi
cuaderno de bocetos y mi lápiz.
Los ojos del chico número 100 se dirigen inmediatamente a mi cuaderno.
Alza la vista, sorprendido, y sonríe. Lo he impresionado. Luego vuelve a su
llamada.
—Estoy en el programa de alojamiento temporal de verano para becarios
y..., sí..., quería intercambiar compañero de cuarto porque ya tengo un
amigo...
Mientras trata su asunto discretamente (¡cómo se esfuerza por no
molestar a la gente!), el chico número 100 se quita la chaqueta de piel, la
dobla con cuidado y la pone sobre una mochila de lona verde tipo militar.
La aparición súbita de sus bíceps voluminosos y definidos casi provoca que
se me resbale el lápiz de los dedos.
Me quedo sin aliento. Sin sentido. Perdido.
Empiezo a dibujar. Al principio, mi mano atraviesa el papel de manera
irregular, pero al cabo de unos instantes, adquiero un ritmo conocido. Zum,
zum, zum. Como un molinete agitado por el viento. Otra señal del destino.
En el dibujo, el chico número 100 se yergue triunfante frente a un maniquí
en el que ha puesto un traje de cuero vegano que él mismo ha cosido a
mano. Hay calabazas, carretes gigantes de hilo y enormes agujas de coser
desparramados por todas partes en una cabaña de estilo antiguo. Los rasgos
fundamentales del chico número 100 están presentes, como sus brazos
fuertes y su cabello rizado, pero he exagerado y difuminado el rostro. Tiene
la cinta métrica enredada alrededor de su cuerpo de forma torpe e infantil.
—¡El príncipe de Chicago! —exclama un hombre que está cerca. El
lápiz sale volando de mi mano.
Agarrado de la barra que tengo encima está un anciano sonriente que se
parece a Danny DeVito en Colgados en Filadelfia, con el pelo suelto y ralo,
las aparatosas gafas y todo. Tan pronto como posa los ojos en mí, su sonrisa
de rana se hace más amplia. Luego levanta los dedos meñique e índice para
hacer el gesto de cuernos de toro.
—¡El príncipe de Chicago! —repite.
Los fans de mi padre nos reconocen al instante a mi hermana y a mí. Le
sonrío al hombre y le echo un rápido vistazo al chico número 100, que sigue
inmerso en su llamada telefónica.
—¿Eres fan de mi padre? —pregunto.
—¿Estás de broma? —DeVito resopla y me muestra la pantalla del
móvil: es la cara de mi padre en el cartel de su programa, que se emite por
radio y se publica en su pódcast al día siguiente—. Si no fuera por el rey de
Chicago, ¡nunca nos habríamos librado de la maldición de Billy Goat! Tú
eres demasiado joven como para acordarte de...
—Qué va. Crecí oyendo esa historia.
Según la leyenda, los Cubs estuvieron años sin ganar el campeonato a
causa de la maldición de un tipo que había llevado a su cabra de compañía a
un partido y fue expulsado del estadio. La maldición era de tal magnitud
que, cuando los Cubs finalmente ganaron, todos aseguraban que había sido
porque mi padre había negociado en secreto un acuerdo de paz entre el
dueño de los Cubs y los familiares vivos del tipo de la cabra.
Mi madre y yo preferiríamos no volver a oír nada sobre esa maldición,
pero nos da de comer y me permite comprar mis materiales de dibujo.
Cuando DeVito vuelve a llamarme «príncipe», recuerdo cómo me había
llamado Elliot, «príncipe azul», y todo parece posible de repente. Me pongo
a dar saltitos en mi asiento, con los pies rebotando en el suelo del vagón y
las entrañas latiendo, animadas por un motor invisible. ¡El chico número
100 está delante de mí! Solo tengo que invitarlo a salir. Quizá fracase, pero
no creo que el universo sea capaz de alinearse de manera tan perfecta solo
para burlarse de mí.
Vale, tal vez sí sea capaz, pero ¡no creo que lo haga en esta ocasión!
—Muchas gracias por su tiempo —le dice el chico número 100 a su
interlocutor.
¡Está a punto de colgar!
—Gracias por escuchar a mi padre —suelto enseguida para despachar a
DeVito.
El fan se anima aún más.
—¡Todos los días! Pero te dejo en paz.
El hombre recorre alegremente el vagón y yo le doy las gracias al
universo por hacerlo desaparecer a tiempo para que yo pueda continuar mi
cortejo.
El chico se vuelve hacia mí y sonríe avergonzado.
—Discúlpame.
«Es sencillo: pregúntale cómo se llama. Enséñale el boceto. Pídele su
número.»
Puedo hacerlo. Puede que mi caja torácica estalle a causa del redoble de
mi corazón, pero puedo hacerlo. Él quiere que lo haga. Puedo ofrecerle el
momento romántico e irresistible que yo ansiaba de los otros noventa y
nueve y nunca recibí. Esa es la razón por la que el universo hizo que todas
esas conexiones fracasaran: ¡estaba preparándome para esta!
—¿Todo en orden...? —le pregunto.
¡AAAH!
Salgo proyectado hacia delante y voy a chocar contra dos pasajeros que
van de pie. El L suele detenerse de forma gradual, pero en esta ocasión no
ha sido así. Mientras me disculpo con los confundidos pasajeros, el chico
número 100 me tira hacia él de manera firme pero delicada. Ambos
sonreímos.
—Maldito tren —suelta—. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Solo me ha pillado desprevenido y...
—Tu cuaderno... —El chico número 100 ya está inclinado delante de mí
cuando me doy cuenta: el cuaderno ha salido volando de mis manos y ha
caído al suelo del vagón, con el nuevo boceto hacia arriba.
El temor se me instala en la garganta. Lo va a ver. ¿Le gustará?
El chico número 100 tiene en las manos su propia imagen. La mira,
absorto, y me la devuelve. Su expresión deja claro que la reconoce. Aun
con los rasgos distorsionados sabe que se trata de él. Me siento desnudo,
calado hasta los huesos. Me atacan pensamientos abruptos y dolorosos: el
impulso de disculparme y huir, de abandonar ese cuaderno y no volver a
tocarlo jamás.
Nos miramos a los ojos sin decir nada. Cojo el cuaderno.
Una voz digitalizada anuncia por los altavoces la siguiente parada del
tren, Washington/Wabash. La sorpresa invade los delicados rasgos faciales
del chico número 100.
—¡Mierda, esta es mi parada!
—¡La mía también! —miento.
—¿En serio? —Sonríe aliviado—. Ya salimos. ¡Al fin «libros»! —dice
señalando con un gesto las bolsas de libros.
—Bobo —replico riendo.
Cuando el chico número 100 avanza hacia la salida del vagón, la veo: su
chaqueta de calabaza yace olvidada en el asqueroso suelo del L. La recojo y
voy tras él, pero sus zancadas de larguirucho ya lo han puesto un metro por
delante de mí. Montones de pasajeros entran en tropel. Yo lucho contra la
multitud cada vez más numerosa y el corazón me late tan fuerte que
empieza a dolerme de verdad. El chico número 100 salta al andén. Hay
demasiada gente, pero ya casi llego...
Resbalo en el suelo y, de no haberme agarrado de la barra más cercana,
podría haber aterrizado en el hueco entre el vagón y el andén. ¡Fiu! Ha
estado cerca, pero nada puede interponerse entre el chico número 100 y yo.
—¡Príncipe de Chicago! ¿Estás bien? —El señor DeVito me sujeta del
brazo, y yo quedo frente a frente con el preocupado fan de mi padre—.
Menudo resbalón.
—No, yo... —respondo tartamudeando.
«Cerrando puertas», dice la voz de los altavoces, y veo como las puertas
automáticas se juntan, separándome del chico número 100.
El corazón se me sale del pecho. Esa es la única explicación para este
dolor intolerable.
He titubeado solo un instante, pero eso ha sido suficiente.
—¡Esperad! —grito—. ¡Ey, abrid las puertas!
Al otro lado de las ventanas, los labios del chico se mueven rápidamente.
Intenta decirme algo, pero no oigo nada. Sacudo la cabeza y señalo con
movimientos bruscos mis oídos.
Esto es una pesadilla. Unos jadeos cortos y superficiales me constriñen
el pecho.
Aún no nos movemos. Todavía hay tiempo. ¿Dónde está el botón o la
palanca para avisar que necesito que abran las puertas? Podría intentar
separarlas como si fueran las mandíbulas de un dragón que se hubiera
interpuesto entre el valeroso príncipe y su damisela en apuros.
Pero estas mandíbulas están cerradas a la perfección y no hay manera de
agarrarlas.
Fuera, en el andén, el chico número 100 se mueve con inquietud y frunce
el ceño preocupado. Sabe lo mismo que yo, que es demasiado tarde para
decirnos eso que necesitamos más que nada en el mundo: nuestros nombres.
Articula con los labios unas últimas palabras que, tristemente, sí puedo
comprender: «Lo siento». En ese momento, otra sacudida hace temblar el
suelo del tren. Empezamos a avanzar. El hombre de mis sueños se hace
cada vez más pequeño.
Se ha ido.
El fan de mi padre pregunta con tacto y culpabilidad:
—¿Te encuentras bien?
Me vuelvo hacia él con un enorme peso oprimiéndome el pecho.
—Esa era mi parada.
4

El decreto

Lo he perdido.
Había encontrado al chico número 100 y lo he perdido.
En la siguiente parada, cojo la chaqueta de calabaza del irrepetible chico
de mis sueños y salgo a toda prisa al andén. Sin detenerme corro hasta
donde el destino y unas puertas automáticas nos separaron.
No hay nadie más que un joven violinista. El chico número 100 no me
ha esperado.
Una melodía dulce y melancólica hace eco en el espacio cavernoso y
vacío del andén, entre edificios de ladrillo y un toldo de vigas de acero.
Suena solo para mí.
Me tiro una hora volviendo sobre mis pasos y peinando las calles
aledañas, deseando ver alguna señal de él, alguna pista de adónde ha podido
ir, pero no encuentro nada. El atardecer morado se cierne sobre mí. Las
cafeterías encienden sus lámparas exteriores.
¿Cómo ha podido permitir el universo que esto ocurriera? ¿Brindarme a
un chico maravilloso, alinear los astros para juntarnos de manera tan
perfecta y luego dejar que una cagada lo arruinara todo?
¿Cómo se llamará? ¿Por qué no le he preguntado su nombre?
Después del fracaso de todos mis flechazos, este prometía ser mi cuento
de hadas. «Cuento de hadas...»
Una nueva sensación inunda mi pecho y expulsa la pesadez que se había
instalado ahí desde que aquellas puertas se cerraran en nuestras narices.
Debo ser fuerte. Este es mi cuento de hadas, como los que siempre he
escrito. Yo soy el príncipe y, de algún modo, tengo un reino a mi
disposición.
Instaloves.
Extiendo la chaqueta del chico número 100 sobre un banco desocupado,
con el magnífico diseño de calabaza hacia arriba, y la dibujo. Cada
enredadera, cada detalle bordado irradia un brillo místico, como de polvo de
hadas, bajo la luz de las lámparas de los restaurantes. Luego, sintiendo un
peso en el corazón, dibujo al chico número 100 vistiendo la chaqueta. Nada
más que destellos, todos de memoria (sus rizos, sus mejillas), cualquier
cosa lo bastante específica como para identificarlo. Cuando termino, le saco
una fotografía y la subo a Instagram. En Instaloves solo había publicado
dibujos escaneados, pero esta es una emergencia, así que voy a apartarme
de esa tradición.
Le doy al botón de compartir y respiro hondo.
Nuestra conexión era real. La manera en que me miraba, listo para que lo
invitara a salir. La sonrisa que le marcaba aún más las marcadas mejillas.
Un dolor pesado regresa a mi pecho.
Necesito refuerzos.
CHICO NÚMERO 100, ¿DÓNDE ESTÁS? Amigos y amigas, siempre he
mantenido el anonimato aquí (¡eso no cambiará hoy!), pero acabo de
conocer al chico número 100 en la línea marrón, en Harold Washington
Library. Coqueteamos y estuve a punto de invitarlo a salir. Por un golpe del
destino, perdí mi oportunidad. Íbamos a bajar en la misma parada,
Washington/Wabash, pero, cuando él salió, yo volví para coger la chaqueta
que se había dejado olvidada. Las puertas se cerraron en nuestras narices
y el tren se puso en marcha. No puedo encontrarlo. Ni siquiera sé su
nombre, pero ES el chico número 100. Si eres una de esas personas tontas
como yo que creen en el destino, en las señales y en los finales de cuentos
de hadas, por favor, ¡comparte esta publicación y ayúdame a encontrarlo!

El Audrey’s Café está más tranquilo tras el ajetreo de las horas de salir del
trabajo. De otra forma, no habríamos podido acomodarnos en estos sillones
de cuero junto a la ventana, una ubicación muy deseada. Los sillones están
al lado de una vetusta chimenea con estante de libros. Cuando la encienden,
durante el invierno, no hay en la ciudad un lugar más agradable que ese.
Rodeado por la acogedora bossa nova de la cafetería, extiendo la chaqueta
de calabaza del chico número 100 sobre nuestra mesa circular. Hannah y
Maggie se llevan a la nariz la piel vegana e inhalan el fresco olor del tejido
sintético sin saber que están untándose en la cara los gérmenes del tren.
Detrás de las chicas, en la terraza exterior, veo a Elliot borrando la pizarra
de caballete.
—Esa chaqueta ha estado en el suelo de la línea marrón —admito por
fin.
Hannah y Maggie retroceden asqueadas y dejan caer la chaqueta sobre la
mesa. Maggie me mira con rencor mientras se pone en la nariz unos
toquecitos de desinfectante de manos.
—Es una lástima que ese chico huyera antes de descubrir que eres un
idiota.
—¿No te ha escrito? —pregunta Hannah mientras se aplica gel
hidroalcohólico en la nariz.
—No, he estado mirando y nada —gruño. Luego vuelvo a revisar mis
mensajes.
¡Soy yo! Quería invitarte a salir, pero me ha dado
miedo.
Ey, ha sido guay hablar contigo, pero no siento lo
mismo que tú. ¿Podrías devolverme mi chaqueta?
¡Me encanta ser el chico número 100! ¡Y también he
notado esa chispa entre los dos! Todavía no me siento
lo suficientemente cómodo como para quedar en la
vida real, pero si me envías tus calcetines usados, te
haré una transferencia de 30 dólares. ¿Qué número
calzas?

Mamarrachos. Impostores. En las dos horas que han pasado desde que he
compartido esa publicación, me he convertido en un imán de todos los
mitómanos queer del área de Chicago. Y por si esto fuera poco, ¡incluso he
recibido un mensaje de alguien que vive en Hungría! ¿Hola? ¿He dicho que
nos hemos encontrado esta misma tarde en el L y ahora estás en Hungría?
—¿Es cierto que has encontrado al chico número 100? —comenta Elliot
mientras arrastra la pizarra de la cafetería.
—Sí, y sé que fue cosa del destino. —Cojo por las mangas la magnífica
chaqueta hecha a mano del chico número 100. Casi puedo sentir esos brazos
fuertes en su interior. He estado tan cerca...
—Entonces, el destino volverá a reuniros —asegura Elliot sonriendo. El
cabello le cae sobre el rostro redondo.
Le devuelvo la sonrisa. Su entusiasmo es contagioso.
—¿Qué os parece? —pregunto al tiempo que levanto la chaqueta como
si fuera una prueba—. ¿Buscamos pistas en los bolsillos o sería una
invasión de su privacidad?
—No sería más invasión que haberlo dibujado en el L —dice Maggie.
Entonces la señalo con el dedo.
—Lamento haber interrumpido otra noche de discutir con Manda en el
sofá, pero si vas a seguir atacándome...
Mientras Maggie pone los ojos en blanco, Hannah mete ambas manos en
los bolsillos delanteros de la chaqueta y dice:
—¡Ups, se le ha caído esto del bolsillo!
Contengo la respiración cuando saca algo blanco y pequeño. Entonces se
lo arrebato de las manos como si fuera un número de la lotería premiado.
—Un carné de la biblioteca.
Doy la vuelta con manos temblorosas a la delgada tarjeta de plástico.
Esas bolsas de libros que iba cargando... Siento que mi corazón se oprime al
recordar las últimas palabras que me dijo: «¡Al fin “libros”!». Un momento
bonito, tonto, interrumpido demasiado pronto.
—¿Le gusta leer? —pregunta Hannah animadamente.
—El plastificado está desgastado —digo agitando la endeble tarjeta. Por
delante, el nombre se ha borrado del todo. Por detrás, la firma es un
garabato ilegible. Toco con delicadeza el nombre difuminado como si
pudiera excavarlo del pasado como los huesos de un dinosaurio. Me parece
ver una R. ¿O es una H?
—Un gran lector. —Hannah empieza a bailotear en su asiento—. ¡Ya me
tiene ganada! ¿Sale el nombre en el carné?
—La tarjeta está demasiado vieja. ¡El nombre se ha borrado! —
refunfuño mientras le doy una patada a una silla desocupada. El chirrido
provoca que todos se giren hacia mí. Por debajo de la mesa, Hannah me da
un ligero apretón en la rodilla. No necesita mirarme para transmitir su
mensaje: «Tranquilo. Sé que esto es una mierda».
Todos volvemos a concentrarnos en la absoluta falta de información del
carné de la biblioteca. Suspiro.
—Bueno, Don Entrometido, los números de cuenta están asociados a un
nombre. ¿Por qué no vas a la biblioteca y lo buscas?
Suelto un grito ahogado y exclamo:
—¡Una pista!
—Me alegra que la persona de la relación aburrida haya sido de ayuda
—afirma Maggie. Luego vacía en su boca abierta las migajas de una bolsa
de papel.
Hace unos instantes, el camino para encontrar al chico número 100
estaba opacado por una niebla espesa e impenetrable, pero ahora... tengo
una pista. La esperanza estalla en mi interior como fuegos artificiales.
Puedo encontrarlo. Iremos a la biblioteca, buscaremos el nombre del chico
número 100 con el número de su carné y al fin podré invitarlo a salir.
¡En menos de veinticuatro horas recuperaré mi oportunidad!
Introduzco con cuidado mis delgados brazos en la enorme chaqueta y,
aunque estoy nadando en ella, me siento bien. Se me eriza el vello de los
brazos.
—Entonces, si vamos a buscar al Señor Destino, tengo que pedirte algo
que no te gusta —dice Hannah mirándome con seriedad—. ¿Puedes
enseñarnos el dibujo?
Cierro automáticamente los puños bajo la mesa. Tres rostros ilusionados
y expectantes me observan.
Esto va en contra de todos mis instintos, pero... así de seria está la cosa.
Hablamos nada menos que del chico número 100. Este es un día para
romper las reglas, sobre todo si eso aumenta mis posibilidades de
encontrarlo.
Como Elliot ha sido muy amable con su comentario del destino, le doy el
dibujo a él. Maggie, Hannah y él se congregan con afán alrededor de mi
boceto; ninguno de ellos está acostumbrado a verme tan obsequioso.
—¿Será diseñador? —pregunta Hannah. Luego da unos golpecitos con el
dedo sobre el cabello del dibujo—. Qué obsesión tienes con los rizos.
—Vaya brazos —susurra Maggie tan hipnotizada como quedé yo con el
rasgo más atractivo del chico número 100.
—¿Cuánto has tardado en dibujar esto? —se interesa Elliot.
—Unos diez minutos —respondo.
Una sonrisa de asombro se extiende sobre su rostro.
—No te creo —replica.
—Es solo un boceto. Aún tengo que ponerlo bonito. —Siento como el
color se me sube a las mejillas. Ya he compartido lo suficiente. ¡Aborten
misión! Le arrebato el cuaderno a Maggie y ella pone los ojos en blanco.
—Siempre me he preguntado cómo logras dibujar a esos chicos durante
un trayecto tan corto en tren —comenta Elliot apoyándose en la pizarra—.
¡A mí apenas me da tiempo a leer una página de un libro!
—Práctica —digo encogiéndome de hombros—. No solo es cuando voy
en tren. También en parques, en clase. Dondequiera que caiga el rayo...
De repente, alguien agarra a Elliot desde atrás. ¡Estos clientes están fuera
de control! Me levanto de la silla para ayudarlo, pero entonces reconozco al
atacante: Brandon Xue, el campeón de natación del insti. Es un chico de
ascendencia china, de 1,80 metros de estatura y unos brazos nacarados y tan
definidos como los de una estatua griega. Levanta por los aires a su novio
como si estuviera haciéndole la maniobra de Heimlich. Elliot suelta un grito
ahogado y, cuando ve de quién se trata, empieza a soltar unos adorables
chillidos.
—¡Brandon, paraaa! —se queja Elliot en un susurro—. ¡Estoy
trabajando!
La pureza de la alegría gay de Elliot y Brandon juntos me relaja los
hombros. Por alguna razón, siento que el chico número 100 está más cerca
de lo que estaba hace un instante. El chico número 100 podría levantarme
con la misma facilidad con sus fuertes brazos. Tal vez algún día me
sorprenda mientras estoy pintando el mural de mi cuarto, que es tan grande
e intrincado como el tapiz de un castillo medieval. Dos príncipes, felices
por fin.
Me alegra que Elliot conozca esa alegría. Nunca he visto a Maggie y a
Manda reír juntas así; siempre hay mucha tensión y malentendidos entre
ellas.
Mientras Elliot sigue riendo y suplicando que lo suelte, su jefa gruñe
desde la barra:
—¡Ejem! —La mujer lo fulmina con la mirada mientras vacía granos de
café en la máquina de expreso.
La alegría de Elliot desaparece.
—De acuerdo, bájame —le ordena a su novio, y Brandon obedece a
regañadientes.
Me duele ver que deban controlarse.
—Ah, eh... —Elliot señala el cuaderno de bocetos, que tengo apretado
contra el pecho—. ¡Estamos ayudando a Micah a buscar al chico número
100!
—Sí, he visto tu publicación —afirma Brandon volviéndose hacia mí
con expresión de tiburón—. Entonces, ¿es verdad que te pasas todo el día
en el tren eligiendo a chicos a los que seguir como un asesino en serie?
—No —replico acaloradamente.
—Eso es lo que hacía Jack el Destripador. Dicen que también era un tipo
rico que se aburría.
—Brandon... —susurra Elliot muerto de la vergüenza.
—Era una broma, bebé —se queja Brandon, y molesto por que sus
comentarios no nos parezcan graciosos.
—Micah no acosa a nadie —dice Hannah.
—Es un acoso light —añade Maggie.
Siento las orejas ardiendo mientras guardo mis cosas en la mochila para
marcharme, pero Hannah protesta:
—Oye, espera. —Entonces coge la chaqueta del chico número 100 antes
de que yo pueda alcanzarla—. Vamos a encontrar a este chico, y se va a
poner loco de alegría de verte de nuevo.
Sonrío.
—¿Vamos a la biblioteca por la mañana?
—La búsqueda ha comenzado.
Más tarde, cuando vamos saliendo del Audrey’s, Elliot anuncia una
bebida desde la barra.
—¡Dirty chai helado para el príncipe azul! —El sonriente chico me
entrega mi bebida insignia, cortesía de la casa.
Tras quedarme mudo un instante, le doy las gracias.
Él me guiña el ojo y susurra:
—¡Ve a por él!
Sonrío y miro el Cuadernillo de las primeras veces. Junto a «La primera
vez que invité a salir a un chico» hay un espacio en blanco que espera con
ilusión la fecha. La respuesta a todas estas preguntas, y a todas mis
esperanzas y sueños, está en el interior de la Harold Washington Library.
5

La biblioteca

Estoy despierto desde el amanecer. Siento como si fuera la mañana de


Navidad.
Dentro de unas horas, cuando abran la biblioteca, podría descubrir el
nombre del chico número 100. Lo buscaré en internet y por fin lo invitaré a
salir. Teniendo en cuenta cómo estábamos coqueteando, ¡no hay manera de
que la respuesta sea no!
Emocionado por la posibilidad, abro Instaloves con dedos temblorosos.
Tal vez ya me haya enviado un mensaje. Sin embargo, de los cientos de
mensajes que se han acumulado durante la noche, ninguno es de su perfil.
Nada. Ningún chico guapo de rizos negros y sonrisa que haga desaparecer
sus ojos.
Esa sonrisa...
Me giro sobre mi cama para ver cómo sale el sol sobre el lago Michigan.
En nuestro ático, todas las paredes son ventanas panorámicas, de techo a
suelo, y desde aquí los edificios parecen prolongarse hasta el infinito.
Estamos tan por encima de las construcciones circundantes que no
necesitamos persianas para tener privacidad.
Todavía falta una hora para que me reúna con Hannah, así que ocupo mis
manos inquietas con un pincel que ha estado sumergido en aguarrás. Me
acerco al mural gigantesco e inacabado, trazado en una muselina extendida
a lo largo de la única pared sólida de mi habitación. En él, decenas de
parejas de la realeza —príncipes y princesas, parejas de todo tipo— danzan
en los laterales de un salón de baile dorado, dejando un espacio vacío en el
centro. Algún día pintaré algo en ese espacio. Aún no sé qué, pero debe ser
algo lo bastante grande para ser el foco de atención.
La pintura es más difícil que el dibujo a lápiz. Cuando iba a clases
particulares, la mezcla de colores siempre era lo que más dolor de cabeza
me daba. Los colores se enturbian fácilmente si cambio de idea en mitad del
proceso (lo cual ocurre con frecuencia) y quiero oscurecer o aclarar un tono.
Odio mezclar colores.
Desecho dos vasos de pintura en los que he hecho un experimento para
no obtener más que algo parecido a mostaza turbia. Se me forma un nudo
en la garganta. No me gusta sentir que se me da mal esto.
¿Por qué dibujar es tan fácil y pintar tan difícil?
«Porque es un desafío, Micah. Atrévete a salir de tu zona de confort.
¿Nunca te lo han dicho?»
Con Instaloves me siento mucho más cerca de encontrar mi auténtica
voz artística, pero este mural me hace sentir que estoy a mil kilómetros de
alcanzarla. Los temas principales de ambos son la experiencia queer y los
cuentos de hadas. Entonces, ¿cuál es la diferencia? ¿Es solo la técnica?
Algo que no he comentado con nadie de mi familia es que me gustaría
volver a recibir clases profesionales de pintura. Mi sueño es estudiar en el
Instituto de Arte de Chicago. Este museo cuenta con una escuela legendaria,
y ni siquiera tendría que irme de casa ni dejar a mis amigos. Sin embargo,
atreverse no es tan fácil. Cada vez que me imagino estudiando en el
Instituto de Arte, el corazón me aletea dentro del pecho como una poderosa
águila, la respiración me sale entrecortada y no puedo pensar en nada más
hasta que no vuelvo a enterrarlo en un rincón.
«Ya estás otra vez, Micah. Respira y ponte al lío.»
Colores limpios, líneas limpias. Venga.
Abandono el estilo delicado y realista de mis dibujos de Instaloves y
pinto en la muselina unos puntos plateados en staccato, con golpes casi
violentos, para crear una textura ondulada. Esta textura no está mezclada;
los colores se yuxtaponen con brusquedad. Es un estilo que mi profesor de
historia del arte llamaba «pictórico», es decir, pintar de manera que el
espectador se fije en las pinceladas, haciéndolo consciente de la mano del
artista.
Exhalo. Bien. Me siento un poco mejor.
Después de limpiarme la pintura de las uñas, me visto como un príncipe:
camiseta de marinero de rayas, pantalones piratas ajustados y, de remate, la
chaqueta extragrande del chico número 100.
Esperaba poder ir a la cocina por un café y marcharme deprisa, pero
parece que todos en mi familia han tenido la misma idea. Cuatro adultos y
la leonina gata Maine Coon se apiñan en torno a nuestra larga isleta de
mármol. Mi madre, la doctora Jane Summers, es bajita como yo y lleva
pantalones negros y unas gafas grandes como si fuera una versión joven de
Edna Moda. Mientras que mi padre me dio su tono aceitunado de piel,
mamá y Maggie comparten la palidez de Morticia Addams. Necesitan sol,
pero las destruiría. Cuando la cafetera empieza a llenarse de café recién
hecho, mi madre la agarra con impaciencia por el mango, lista para cogerla
en cuanto deje de caer líquido. Mi padre, Maggie y Manda, la novia de mi
hermana, permanecen inmóviles. Mi hermana y su novia llevan ropa
deportiva estampada con hileras de tazas de café, obra de Manda; ambas
suelen llevar prendas a juego que ella misma confecciona con estampados
relacionados con comida. Gracias a eso, ahora Maggie viste con un poco de
estilo.
—¿Me cederíais la segunda taza? —le pregunto en voz baja a Manda—.
Tengo que irme corriendo.
Manda Choi es alta, de ascendencia coreana, y lleva el pelo con las
puntas rosas recogido en una trenza francesa. Su piel siempre tiene un brillo
plateado muy guay. Lo mejor que ha hecho por mi hermana es enseñarle los
secretos del cuidado de la piel con retinol. Es mi conspiradora de cabecera
cuando todos en mi familia se ponen muy intensos.
—Por mí no hay problema —me susurra Manda con una mueca—, pero
tu padre está a punto de saltar sobre la cafetera.
—Conque a la biblioteca, ¿eh? —dice papá al sentirse aludido.
Jeremy Summers, el rey de Chicago, tiene toda la altura que a mí me
falta. Su ADN me dio su rostro y su tendencia al aislamiento, pero luego
desapareció y dejó que el ADN de mi madre terminara de construirme. Papá
abraza a Maggie por los hombros con un brazo como si fueran viejos
amigos. Por la manera en que ha dicho: «Conque a la biblioteca, ¿eh?»...
Seguro que sabe lo que está pasando.
Dedico a Maggie una mirada asesina.
—Sí, a la biblioteca —respondo cortante.
Maggie, la niñita de papá, sonríe con engreimiento.
—Vale, se lo conté. Tampoco es como si fuera un gran secreto. Lo
anunciaste por todo lo alto en Instagram.
Sigo fulminándola con la mirada mientras mis dedos golpetean
furiosamente la isla de la cocina.
—Pero tú siempre cuentas mal la historia para hacerme parecer un rarito.
Ella pone los ojos en blanco.
—No «siempre» hago eso.
—Micah, no te enfades —tercia mi padre. Ya no está sonriendo—. Es
emocionante, tu primera cita...
—¿Lo ves? —exclamo alzando los brazos—. La historia está mal. No es
una cita.
Manda no presta atención al altercado familiar y se termina un smoothie
verde mientras Maggie explica:
—Papá, te he dicho que Micah está buscando al chico. Que conectaron
en el L, pero luego se separaron.
—¡Ah, sí! —Se da un golpecito en el cráneo—. ¡Qué cabeza la mía! Lo
siento, Micah.
—Como La Cenicienta —dice mamá con los ojos fijos en el café—. Tu
hermana nos contó bien la historia, cariño. ¡Estamos todos muy
emocionados por ti! Te habría dicho algo cuando has entrado a la cocina,
pero no quería molestarte o gafarlo.
Sonrío mientras noto que la tensión se disipa en mi interior. Mi madre sí
que me comprende.
Cuando esta termina de servirse café, mi padre llena su taza de la
WNWC y la sigue afuera. Mientras remuevo la leche en mi vaso, Maggie
pisa juguetonamente el pie de Manda para llamar su atención.
—Hagamos algo esta noche.
—¡Genial! —exclama Manda—. En Netflix acaba de salir otra
temporada de...
Doy un sorbo a mi café y no alcanzo a oír cuál es la enésima serie que
planean ver. Maggie me mira de reojo.
—Bueno..., tal vez podríamos hacer algo más emocionante.
Manda se repliega un poco.
—No sabía que era una idea aburrida.
—No he dicho que tú seas aburrida.
La discusión ha comenzado. Seguirán así durante unos cuantos rounds
hasta que Maggie ceda y acepte que el plan de Manda de «limitémonos a
hacer lo mismo de siempre» está bien. Manda tiene esa clase de presencia
despreocupada, de amigo fumeta, que mi hermana necesita para atemperar
su intensidad, pero deberían estar haciendo escalada o piragüismo o lo que
sea en lugar de seguir en casa sin hacer nada.
El amor necesita imaginación. Si quieres que el amor sea realista y,
bueno, aburrido, así será. ¡El chico número 100 y yo siempre tendremos
esta emocionante historia sobre cómo nos conocimos! Sobre cómo luché
contra la adversidad para encontrarlo de nuevo. Para mí, eso compensa todo
el nerviosismo y la incertidumbre.

Más tarde, ese nerviosismo reaparece cuando me reúno con Hannah en la


estación del L.
El tren. De vuelta en el escenario de mi trauma.
La bestia metálica e imponente se detiene chirriando en el andén. Las
puertas del vagón —esas horribles puertas, instrumentos del destino— se
abren y muestran el interior lleno de personas que van al trabajo. Titubeo,
pero Hannah me coge de la mano y me guiña un ojo.
—Ánimo.
Allá vamos. Con este primer paso en el vagón del tren, ¡la búsqueda
comienza oficialmente!
Mientras nos dirigimos a la biblioteca, me pongo protector labial con
manos temblorosas. Vamos en el mismo tren donde conocí de manera tan
mágica al chico número 100, solo que al atardecer dorado lo sustituye la luz
azul y pálida de la mañana.
La ausencia del chico número 100 resulta casi fantasmal. Ninguno de
estos rostros es el suyo.
A Hannah, nada de esto parece preocuparle. Rebota con alegría sobre las
puntas de los pies conforme nos acercamos a la parada de la biblioteca. Está
tan elegante como yo, con un vestido del color del crepúsculo y gafas ojo de
gato. Formamos un equipo perfecto porque siempre ponemos mucho
cuidado en lo que hacemos.
—No puedo creer que la búsqueda de tu alma gemela esté llevándonos a
la biblioteca donde voy a casarme —dice.
—Pero no hasta que tengas veintiocho años —le recuerdo.
—Por supuesto. Estoy esperando mi retorno de Saturno; cualquier otra
cosa sería meterse en problemas. Tiene que llegar después de que haya
publicado tres bestsellers...
—... para que la relación no frene mi productividad —termino la frase al
unísono con ella.
Hannah no cree en el destino. Considera que todo en la vida es
consecuencia de la fuerza de voluntad y de una planificación adecuada.
Percibo un sabor agridulce en la boca. No es la primera vez que me
ocurre en presencia de Hannah.
Los heteros tienen tantas opciones que resulta difícil no ofenderse
cuando son tan quisquillosos con las personas con quienes salen. Hannah ha
salido con muchos chicos de nuestra clase. Y bueno, bien por ella, si es lo
que quiere. Ya me gustaría a mí tener tantas opciones donde elegir.
Disponer de una fila de chicos esperando por mí y poder elegir entre ellos.
La mayoría de mis opciones ya tienen pareja, siguen en el armario, no
buscan pareja o aún no saben qué quieren.
Simple y llanamente, nuestras reservas son más limitadas. Cuando
pienso en mis noventa y nueve novios, siento que he llegado al límite de
mis posibilidades. Como si tuviera que encontrar al chico número 100
porque no habrá nadie más después de él.
A veces siento que me he quedado atrás, como un niño pequeño, y
desearía que Hannah lo entendiera mejor.
Cierro los ojos y procuro reordenar mis pensamientos. No necesito
noventa y nueve novios. Solo necesito uno.
En la biblioteca, paso trotando (casi corriendo) entre los altísimos estantes.
Todas las cabezas se giran hacia Hannah y hacia mí mientras avanzamos
rumbo al mostrador de los bibliotecarios. Su expresión perpleja dice:
«Ninguna persona normal entra con tanta emoción en una biblioteca a las
nueve de la mañana».
Detrás del mostrador de madera oscura, cuatro bibliotecarios llenan sus
carritos mientras un quinto, un joven alto y de aspecto somnoliento, se
acerca para atendernos.
—¡Hola! —saludo al tiempo que golpeteo con el carné del chico número
100 sobre el mostrador—. Mi familia acaba de mudarse...
—Ah, felicidades —contesta el bibliotecario. Su sinceridad no
concuerda con su rostro receloso, como de gato.
—Muchas cajas de mudanza. ¡Uf! No quiero volver a ver otra caja en mi
vida.
—No sé qué decirte. Yo solo he vivido en un lugar. Si no salgo pronto de
Homewood, voy a volverme loco. —Habla con voz monótona y tediosa.
Hannah y yo nos limitamos a mirarlo sonriendo en silencio—. ¿En qué
puedo ayudaros?
Aunque en el tren hemos ensayado mil veces estos diálogos, me quedo
en blanco. Hannah se inclina hacia delante.
—Se ha mudado y necesita cambiar su domicilio.
—¡Sí! —confirmo. La seguridad con la que actúa Hannah hace que salga
de mi letargo—. Necesito entrar en mi cuenta con el número de este carné
para ver si debo cambiar mi dirección. La he cambiado en tantos sitios que
no recuerdo si ya lo hice o no.
El bibliotecario suspira; es obvio que está fantaseando sobre su futura
mudanza.
—Sí, ya lo sé —digo haciendo una mueca de «lo siento».
El bibliotecario, Hannah y yo nos quedamos un momento en silencio
hasta que él empieza a teclear el número de cuenta del carné del chico
número 100.
Siento que se me cierra la garganta. Está ocurriendo: en cuestión de
segundos conoceré el nombre de mi futuro novio. ¿Nathan? ¿Eric? ¿Isaac?
¿Cuál será el nombre que cantaré desde el balcón de nuestro palacio?
Cuando lo llamo, su nombre (¿Gregory? ¿Frederic? ¿Ludwig?) hace eco por
toda nuestra espectacular vista de los Alpes. Mi voz basta para convocarlo.
Montado en un águila enorme, vuela cada vez más bajo a través de las
ráfagas de las montañas hasta llegar a mí.
Hannah me aprieta la mano.
—¡Ha llegado el momento!
—¿Y el nombre de la cuenta? —pregunta el bibliotecario.
Hannah y yo gruñimos. Siento ganas de decir: «¡Eso es lo que quiero
saber!».
Después de un tiempo demasiado largo, espeto:
—De hecho, podría tener varios nombres, así que no estoy seguro...
—Vale... —Los párpados caídos del bibliotecario se cierran aún más—.
¿Quieres probar con alguno de esos nombres?
—Lo siento. Como decía, no estoy superseguro. ¿No aparece ahí en la
base de datos?
—¿No conoces ninguno de los nombres que podría tener?
—Mmm, ¿qué tal si me das el apellido para acotar las posibilidades?
Lo estoy echando todo a perder. Me paso la lengua por los labios; están
secos como un camino rural. Hannah se ha quedado muda como una piedra.
Nuestro plan está fracasando y lo peor es que el bibliotecario lo sabe.
Entorna los ojos hasta prácticamente cerrarlos.
—¿Qué tal si empiezas por decirme cómo te llamas?
Me quedo helado. Michael... ¿Summerset? ¿Marcus Swiggins?
Hannah suelta un gemido:
—Maldita sea.

Las puertas principales de la biblioteca se abren de golpe y salgo corriendo


al hall. Histérico como un pollo, subo unas escaleras. No sé adónde me
dirijo, pero aún no estoy dispuesto a darme por vencido. Hannah cierra con
cuidado las puertas de doble hoja a nuestras espaldas y me sigue mientras
me alejo del escenario de una más de mis muchas humillaciones.
—¡Solo es un carné de biblioteca! —me lamento entre dientes—. Me ha
tratado como si fuera un ladrón de identidades. ¿Qué creía que iba a hacer?
¿Registrar a su nombre un montón de multas?
—Eh, baja la voz —me pide Hannah.
—¡Estoy hablando en voz baja! No estaba gritando ni...
—Estabas empezando a alterarte. ¿Quieres que te graben y convertirte en
el siguiente supervillano de internet?
—No me he puesto tan mal.
—Al chico número 100 le encantará eso.
Siento palpitaciones en la cabeza. La chaqueta del chico número 100
pesa una tonelada.
—Hannah, lo perdí. No le pregunté su nombre, y ahora no voy a volver
a...
Hannah me detiene a la entrada de un vestíbulo amplio con una cúpula
de cristal. Me mira, mira mi interior, con esos ojos serios pero amables. Me
siento culpable por haber pensado todas esas cosas desagradables acerca de
ella. Nunca ha puesto a ninguno de sus novios antes que a mí. Una vez,
incluso canceló una cita porque yo entré en crisis durante la clase de
educación física porque no pude invitar a salir a Matthew, el chico con ese
collar de serpiente tan mono. Nos quedamos despiertos toda la noche
viendo comedias románticas en su cuarto hasta que recuperé la compostura.
Soy un desagradecido.
—En esta ocasión era distinto —le digo, y trago saliva con dificultad—.
Iba a invitarlo a salir; por fin iba a hacerlo. Tú sabes que habría planeado
hasta el último detalle de esa cita.
Hannah toca con un dedo mi húmeda mejilla.
—Y lo vas a hacer. Repite conmigo.
—Lo voy a encontrar. —Exhalo lentamente y mi frustración se disipa—.
Gracias, Hannah. Te he hecho venir hasta aquí para nada.
—¡Aún no hemos terminado! Voy a volver para hablar con otro
bibliotecario.
—Pero ya nos han visto todos.
Hannah saca de su bolso de mimbre un sombrero de alas enormes.
Suelto un grito ahogado y exclamo:
—¡El sombrero de «di algo»!
Se trata de un sombrero tan grande que quien lo vea tiene que decir algo.
—Correcto —responde ella. El sombrero la envuelve por completo—.
Ya no soy la chica de hace un rato, no, no: ahora soy «la chica del
sombrero».
—¡Eres genial!
Hannah se cambia las gafas por unas de sol grandes y decoradas con
pedrería.
—Tú quédate aquí. —Hannah habla con el típico acento del sur de
Estados Unidos—. Mi hermano está muy enfermo. Tiene multas en la
biblioteca que debe liquidar. He venido en esta soleada mañana para saldar
sus deudas.
Trato de contener la risa.
—¡Una maestra del disfraz! ¿Qué haría yo sin ti?
—Sufrir. —Hannah me guiña un ojo por encima de las gafas de sol y
baja las escaleras.
Sonriendo, me interno en el vestíbulo con techo abovedado de cristal,
parecido a un invernadero gigante. El jardín de invierno. Unos cuantos
arbustos podados artísticamente decoran el recinto bañado en luz tenue.
Hay hileras de sillas blancas de cara a un podio cubierto de raso color
crema, todo enmarcado con celosías de color marfil.
Una boda, justo como la que quiere Hannah.
Seguro que el evento ya ha terminado, porque unos trabajadores están
descolgando guirnaldas de flores de la celosía con ayuda de una escalera.
No obstante, aún se percibe en el recinto una energía romántica. En un
rincón, un soporte de caballete muestra una fotografía en cartón pluma del
novio y la novia: LA BODA DE JESSE PETERSEN Y ALLYSON HICKS. Una pareja
abrazada baila lentamente. Qué cursi. Entonces, ¿por qué siento esta
opresión en el pecho? ¿Por qué estoy apretando los dientes? Unas lágrimas
ardientes me inundan los ojos.
«Deja de llorar, Micah. ¿Por qué eres así?»
Me siento solo.
La claridad de ese pensamiento, su fría simplicidad, me pilla por
sorpresa. Espero no haberlo dicho en voz alta. Me vuelvo para asegurarme
de que los hombres de la escalera no hayan oído al estúpido chico queer
decirle a la foto de dos desconocidos que se siente solo. No me han oído o
están tan concentrados en su trabajo que no les ha importado.
Me siento solo.
Estoy a punto de empezar el último año de instituto, pero no he salido
con nadie. No he besado a nadie. Si cuando llegue a la universidad sigo en
esta situación de Nunca me han besado, que me entierren.
Intento distraerme con Instagram, pero me recibe una avalancha de
mensajes privados, y todos son alguna variante de «¡Yo soy el chico número
100!», «¿Quién es el chico número 100?» o «¿Dónde está el chico número
100?».
¡Estoy tratando de averiguarlo!
—Cariño —dice Hannah detrás de mí al tiempo que se quita con
abatimiento el sombrero de «di algo».
No ha conseguido el nombre. Aun así, sonrío y la abrazo. Todo lo que sé
acerca de luchar por mí lo aprendí de ella.
Hannah suspira.
—El bibliotecario no ha querido darme el nombre, pero sí ha cogido el
dinero que le he dado para pagar las multas.
—¡Noooo! —Me río y ella hace lo mismo. La opresión de mi pecho
desaparece al fin.
—Tres dólares. Me debes un cake pop. ¿Quieres saber qué libro no ha
devuelto aún ese delincuente al que llamas alma gemela?
—¿Te han dicho qué está leyendo pero no su nombre?
—Conversaciones de física con mi perro.
Por supuesto que es el típico gay amante de los perros: un bobalicón
encantador, con ese cabello revuelto y actitud juguetona. La familia
Summers somos gente de gatos, personas independientes, cautelosas,
siempre en movimiento.
Nos imagino al chico número 100 y a mí como voluntarios en la clínica
veterinaria de Elliot, bañando a los obstinados cachorros, y él me salpica
con agua pese a que sabe que odio mojarme. Uno de los perros que están en
adopción es tan torpe y adorable que no nos queda más remedio que
adoptarlo. Los tres damos largos paseos matutinos a la orilla del lago y
siempre acabamos en el Audrey’s...
Cuando vuelvo a la realidad, siento sobre los hombros el peso de la
chaqueta extragrande del chico número 100. Es casi como un abrazo.
Cuando me la acomodo, oigo un leve crujido. Palpo la chaqueta. Otro
crujido; proviene del bolsillo del pecho.
Hay algo ahí. Es un ticket de compra.
Un ticket del chico número 100. Lo examino con dedos sudorosos. No
tiene nombre ni dice qué compró, pero ayer por la mañana pagó casi
seiscientos dólares en un lugar llamado Dockside Farm Stand.
Mucho dinero para gastar en un puesto de productos de granja...
—¿Qué pasa? —pregunta Hannah—. ¿Estás bien?
Con fuerza renovada, aprieto el ticket que tengo en la mano. Luego,
asiento con la cabeza.
—La búsqueda no ha terminado. ¡Tenemos la siguiente pista!
6

El amigo político

En cuanto salimos de la biblioteca nos comunicamos por FaceTime con


Elliot. Hannah dice que va al Dockside Farm Stand al menos una vez a la
semana para recoger pedidos para el Audrey’s.
A solas en la parte trasera del local, Elliot acomoda su móvil a un lado
del fregadero y echa agua caliente en una jarra llena de pegajosos
dispensadores de sirope.
—Sé exactamente a quién le compró el chico número 100.
Las piernas empiezan a temblarme. Emocionada, Hannah me abraza de
la cintura mientras esperamos el tren.
—Elliot, ¿de quién se trata? —pregunto con las manos entrelazadas—.
¿Estará trabajando hoy?
—Shirley la del Dockside—responde al tiempo que cierra el grifo. Como
no quiere que nadie lo oiga, se acerca al móvil, pero se acerca tanto que
solo le vemos la nariz—. Pero ella solo está a primera hora de la mañana. Si
no te molesta esperar, yo podría presentártela mañana. Shirley puede ser un
poco rarita con la gente que no conoce.
—Perfecto. Gracias. ¡Gracias! —Me pongo a dar vueltas alegremente en
el andén. Todo empieza a salir bien.
El resto de los pasajeros miran alarmados cómo giro una última vez de
forma menos que elegante.
—Ni un trago más de chai para ti —dice Hannah riendo mientras me
ayuda a recuperar el equilibrio.
La alegría de haber descubierto otra pista anula mi impaciencia por tener
que esperar otra noche para encontrar al chico número 100. Aunque para
entonces ya habrán pasado varios días, él seguirá recordándome.
¿O no?
A medida que avanza el día, la seguridad me va abandonando. Gracias a
Dios, hoy toca noche de cine.
Este evento mensual reúne a familia y amigos para ver una comedia
romántica (el único género permitido). Sacamos la televisión de la
habitación de Maggie al salón, lugar que mi madre resguarda como espacio
libre de pantallas. Según ella, si pagamos por una vista panorámica de la
ciudad, ¿qué sentido tiene taparla con una pantalla? Sin embargo, en estas
noches especiales, ni siquiera ella puede resistirse a la magia de ver una
película con la ciudad de Chicago como fondo, iluminada como un campo
de estrellas.
Papá prepara palomitas, mamá trae bolsitas de dulces de Dylan’s Candy
Bar y yo saco el nombre de la persona que elegirá la película. Maggie no es
capaz de distinguir entre una comedia romántica y un documental sobre
asesinos en serie, así que esta noche está vetada. No puedo arriesgarme a
que elija algo deprimente como la última vez: Historia de un matrimonio.
Adam Driver y Scarlett Johansson no hicieron más que gritar, llorar y
golpear paredes durante toda la película.
Desde el momento en que las puertas del ascensor del ático se abren,
nuestros nuevos invitados, Elliot y Brandon, entran con lentitud y cautela,
como si hubieran llegado a Oz. Elliot viene directo del trabajo y todavía
lleva el uniforme del Audrey’s: polo negro y pantalones cortos caqui. Tiene
ojeras, seguro que a consecuencia de una larga jornada matutina después de
haber cerrado el local la noche anterior.
Yo estaría echando chispas, pero él está radiante. Nada lo desanima.
—¡Gracias por venir! —exclamo, y abrazo a Elliot en cuanto entra.
Incluso abrazo a mi eneamigo Brandon, que, por alguna razón, no para
de mirar a todos lados. Es un buen día para dejar atrás al viejo Micah. El
nuevo Micah invita a salir a desconocidos, forja un vínculo con su amigo
político Elliot y es amable con la persona que lo llamó «Jack el
Destripador».
—Tengo manchas de leche de avena en los zapatos, ¿te importa? —me
pregunta Elliot en privado.
Hago una mueca.
—¡Sí, qué asco! —Una expresión de angustia se apodera de su rostro, así
que dejo de bromear—. ¡Claro que no me importa! Son tus zapatos.
Él ríe y suspira aliviado.
—Perdón, es que todo esto es muy... de rico.
—No, es... —repongo tontamente, pero luego me encojo de hombros.
Tiene razón—. Bueno, sí. ¡Siéntete como en casa!
Hannah lleva a Brandon a la cocina, donde mi madre les entrega una
bolsita de dulces.
—Gracias —empieza a decir Brandon, pero luego se queda mudo
cuando mi padre deja la máquina de palomitas y se vuelve para estrecharle
la mano. Deslumbrado, Brandon ahoga un grito—. ¡Guau! Vaya.
En la entrada de la cocina, Elliot y yo sonreímos al ver a Brandon tan
impresionado con mi padre.
—Casi nunca tengo una oportunidad así de alejarlo de la natación —
confiesa Elliot—. Su entrenador le hace cumplir unos horarios muy
intensos. Para natación olímpica, ¿te lo ha contado Hannah?
Asiento, aunque ella no me ha dicho nada. Hasta esta semana, yo no
había mostrado mucho interés en oír hablar de su otro mejor amigo, Elliot,
mucho menos del novio de este, a quien le caigo fatal.
—Bueno, Brandon estaba tan emocionado por conocer a tu padre que lo
ha cancelado todo, así que gracias por esta noche tan especial.
—¡No hay de qué! —replico dándole un golpecito en el hombro—.
Mañana me vas a ayudar un montón presentándome a Shirley, la del
Dockside, y estoy impaciente por que llegue el momento, así que relájate y
diviértete ahora que no tienes que lidiar con clientes horribles.
Elliot vuelve a reír y dice:
—Tal vez nunca me vaya. Tendrás que sacarme a patadas.
Cuando ya tenemos todos nuestros snacks, nos trasladamos al salón.
Maggie y Manda se acomodan en el sofá bajo una manta que Manda
confeccionó específicamente para las noches de cine. Está hecha de
cachemira suave y estampada de manera que parece hecha de palomitas de
maíz. A diferencia de mí, Manda no tiene interés en desarrollar una carrera
profesional con su creatividad. Su objetivo es vivir la vida como en una
película de Wes Anderson. Junto a ellas, mi madre, con los pies en la
otomana, trastea en su iPad con las gafas en la punta de la nariz. Hannah,
Elliot y yo nos congregamos en el resto de los futones que juntamos.
Si bien me alegra que Elliot y Brandon puedan disfrutar de una escapada
nocturna, no parece que estén en una cita. Más bien es como si fuera una
cita de Brandon con mi padre, pues siguen en la cocina sin parar de reír.
—¿Has cogido palomitas? —le pregunta mi padre al notar que todos los
boles han desaparecido.
Brandon hace un gesto de rechazo.
—No están en mi plan.
Papá sonríe.
—Ah, sí, ya recuerdo. Gana tus medallas, retírate y luego recupera el
tiempo perdido. —Entonces se da palmaditas en su musculoso vientre, que
a él le parece más abultado de lo que es en realidad. Es peor que los tíos
gais. Pero es agradable verlo recordar su estilo de vida de joven atleta
olímpico.
Tal vez me haya equivocado con Brandon igual que me pasó con Elliot.
En el otro extremo del salón, Elliot y yo nos miramos con los ojos muy
abiertos.
—¿Tu novio está coqueteando con mi padre? —le pregunto.
—¿Y tu padre le está correspondiendo? —pregunta a su vez Elliot.
—Solo le gusta la atención —asegura mi madre sin levantar la mirada
del iPad.
Elliot se inclina hacia mí y comenta en voz baja:
—Después de que nos invitaras, Brandon estuvo viendo en YouTube
fragmentos de Go to H. E. Double Hockey Sticks.
Eso llama la atención de mi madre. Alza la vista y el iPad cae sobre sus
piernas. Hannah y yo nos quedamos mudos. Go to H. E. Double Hockey
Sticks fue la primera y única vez que un estudio le pagó a mi padre por
actuar. En la película, mi padre interpretaba a un adorable Satán que ayuda
a un chico de los suburbios a mejorar en hockey a cambio de su alma...
hasta que Satán se enamora de la madre soltera del chico, interpretada por
Lauren Graham. ESPN lo galardonó con el título de «peor atleta actor de
todos los tiempos».
Brandon debe de ser la única persona que ha visto esa película en años.
Mientras Hannah, Elliot y yo nos reímos, una sensación extracorporal
me asalta de golpe: ¿Elliot es mi amigo ahora? No hay pausas incómodas.
Parece como si los tres fuéramos amigos de toda la vida.
Esto debe de ser lo que hace Elliot. El año pasado, Hannah y él se
convirtieron muy rápido en amigos íntimos, para disgusto mío. A Elliot
parece envolverlo un aura de bondad.
Cuando va a empezar la selección de la película, escribimos los nombres
de todos (excepto el de Maggie) en trozos de papel. Al estilo de Los juegos
del hambre, saco un nombre del tazón.
—¡Hannah!
Elliot es quien más aplaude mientras Hannah se levanta del sillón y se
acerca a mí como si fuera a recibir un Óscar.
—Vaya —dice—. Creía que no volvería a estar aquí después de esa larga
racha de selecciones de Manda. —Manda asiente con aire digno, lo que da
inicio a una pacífica transición de poder—. Como Micah está a punto de
localizar al chico número 100 —Hannah cruza los dedos y Elliot, mamá y
yo la imitamos—, he elegido una película que trata de esperar a la persona
correcta, tardes el tiempo que tardes. La gran obra de Cher de 1987 —
Hannah agita las manos—: ¡Hechizo de luna!
Todos vitoreamos. ¡Lo sabía!
—¿De qué va? —me pregunta Elliot en el futón.
Un gato malvado sonríe en mi interior. Sigo siendo el mejor mejor
amigo.
—Ah, es la película favorita de Hannah —respondo.
Cuando la sonrisa de Elliot se desvanece, siento que la culpa rasga mi
corazón como una guitarra. Está bien, le daré algunas pistas.
—Cher se va a casar con la persona equivocada —le explico en voz baja
—. Luego se enamora del hermano de su prometido, que claramente es la
persona adecuada.
Elliot acomoda la barbilla sobre su brazo.
—¿Qué hace que sea la persona adecuada? —murmura.
Me llevo un dedo a los labios.
—Es complicado. El hombre equivocado es... aburrido. No es un desafío
para ella. No tiene ni idea de lo que pasa en su vida ni en su cabeza. El
hombre correcto es emocionante y lleno de sorpresas. —Señalo mis ojos
con los dedos—. El hombre adecuado es intenso, pero sabe verla. —
Chasqueo los dedos—. La tiene pillada desde el principio.
—¡Guau! —exclama Elliot, cautivado—. ¿Eso fue lo que sentiste al
conocer al chico número 100?
Se me corta la respiración. No me había dado cuenta de lo mucho que
había estado hablando de mí mismo.
—Sí —afirmo sonriendo—. Solo nos hemos visto una vez, pero ha
trastocado por completo mi vida.
Y mañana, cuando Elliot me presente a Shirley, la del Dockside, e
indaguemos qué le compró el chico número 100, ¡estaré un paso más cerca
de reencontrarme con él!
Elliot chilla de emoción y me da una palmadita en la mano.
Su piel es increíblemente suave.
—¡Qué pasada! —dice—. Es lo que me encanta de Instaloves: esos
encuentros fortuitos y pequeños momentos que se transforman en algo más
grande. Es lo que la gente necesita. ¿Qué es lo que sueles decir? «Un
mundo agotado se merece soñar.»
Me quedo pasmado. Nunca nadie me había citado.
Cuando empiezan a proyectarse los créditos de la película, Elliot susurra:
—Y tú también te lo mereces. ¡Vamos a encontrarlo seguro!
El volumen de la película está muy alto, así que no creo que haya
escuchado el «gracias» que he susurrado, pero las palabras de Elliot me
tienen por las nubes. La posibilidad de sorpresas todos los días. Podría ser
mañana o pasado mañana, pero siento que de un momento a otro encontraré
al chico número 100.
La búsqueda será simplemente una parte de nuestra legendaria historia.
7

El escudero

Aunque la noche de cine se prolongó y Elliot era quien debía hacer el viaje
más largo de regreso a casa, ya está en la estación de tren cuando Hannah y
yo llegamos por la mañana. No creo que exista un Elliot con sueño.
—Un dirty chai para el príncipe azul y su tropa de búsqueda —dice al
tiempo que me ofrece un vaso grande.
Mi corazón se reanima. Una vez más, es agradable verlo sin el delantal
del Audrey’s. Lleva una camiseta sin mangas azul turquesa y vaqueros
negros con las rodillas rasgadas.
—¡Gracias! —le digo—. ¿Ahora el Audrey’s entrega en andenes de
tren? —Bebo un par de sorbos y le paso el vaso a Hannah. Ella termina de
escribir un mensaje y luego le da un buen trago.
Elliot no tenía por qué hacer nada de esto, ni traer chai ni ayudarme. ¿Es
por lástima? ¿Se dará cuenta de mi desesperación? He estado insistiendo
con este chico al que apenas conozco y los queers tenemos un sexto sentido
para percibir las señales que dejan traslucir la soledad gay: irritabilidad,
montaña rusa emocional, fantasías delirantes...
Yo cubro prácticamente tres de tres.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, oh, líder de la misión? —le pregunto a
Elliot.
Él hace una reverencia.
—Mi señor, usted es el líder de la misión. Yo no soy sino un humilde
paje.
¿Siguiéndole el juego a mi fantasía tonta? Después de esto y de la noche
anterior, Elliot está sumando muchos puntos como amigo.
Señala con mucha seguridad un paso elevado y nos dirigimos hacia él a
través de una calle llena de basura. El último tramo antes de llegar al muelle
es una maraña de puentes, callejones sin salida y taxis compitiendo
desesperadamente por encontrar un atajo para llegar a la orilla del lago.
Debería haberme puesto mejor calzado. Mis chanclas lavanda no son
adecuadas para una caminata larga. Sin embargo, estoy dispuesto a sufrir,
pues cada doloroso paso me acerca a mi destino. Detrás de mí, Hannah le
da a enviar a otro largo mensaje y acelera para alcanzar a los dos gais de
paso rápido.
—Es la segunda bebida gratis seguida que te prepara —me dice en voz
baja.
—Ya lo sé —respondo también en voz baja—. Es una pasada tener un
agente encubierto en el Audrey’s.
—No son Starbucks, Micah. No dejan que los empleados inviten a
consumiciones. Y Elliot se moriría antes de coger algo a hurtadillas. Lo ha
pagado todo él.
—¿Qué? ¿Por qué? Podría haberme pedido el chai yo.
—Es un chico muy majo.
El té se me corta en el estómago. Elliot necesita todas las horas extra de
las que pueda echar mano. Depende de las becas que pueda ir a la
universidad y a la facultad de veterinaria, y su padre no puede ahorrar
mucho. ¿Y está comprándome tés? Yo tengo la suerte de contar con el
dinero del programa de radio del «rey de Chicago», pero no todos tienen un
padre que fue la estrella de Go to H. E. Double Hockey Sticks. Uf. Por otra
parte, no quiero hacer sentir mal a Elliot por los regalos que me ha hecho,
así que no puedo devolverle el dinero. Cojo el móvil y, con unos cuantos
movimientos, transfiero cincuenta dólares al bote de propinas digitales del
Audrey’s.
Hannah vuelve a teclear frenéticamente en su teléfono con sus uñas
pintadas y una sonrisa relajada y satisfecha.
Hago un gesto con la mano para llamar su atención y la interrogo:
—¿Quién es el feliz destinatario de tantos mensajes?
Ella aparta el móvil con actitud defensiva.
—Nadie.
—¿Ah, sí? —Empiezo a girar a su alrededor como un perrito
emocionado—. ¿Quién es este nadie?
Hannah siempre habla de los chicos con quienes sale. Es muy
predecible. Así que este debe de ser alguien que le guste de verdad. Elliot,
que ya iba una manzana por delante, vuelve corriendo hacia nosotros y
pregunta:
—¿Hannah también tiene un chico en el anzuelo?
Gracias a Dios que sus dos mejores amigos no saben nada del tema.
—¡Sois un par de bullies! —grita Hannah, pero no deja de sonreír ni de
escribir.
—¿Es tauro? —pregunta Elliot con sonrisa pícara.
Hannah se pone seria.
—No me enredo con chicos tauro.
—«Chicos del coro, no chicos tauro» —canturreo.
Hannah chasquea los dedos y me señala.
—Haz una camiseta con esa frase.
Hay un brillo en ella que no suele aparecer con su rutina de maquillaje
habitual. Es como si anduviera por ahí con un aro invisible de luz
apuntándola.
—Hannah, ¡no me puedo creer que los dos hayamos encontrado al
mismo tiempo al chico indicado! —exclamo al tiempo que Elliot y yo la
rodeamos.
—Bueno... —replica Hannah haciendo una mueca.
—¿Qué pasa?
—Aún no sé si es el indicado.
Me coloco enfrente de ella, la miro a los ojos y doy un paso hacia atrás.
—Vale, ¿qué fue lo primero que sentiste al conocerlo? —pregunto—.
¿Sentiste un cosquilleo por todo el cuerpo? Cuando yo conocí al chico
número 100, fue como si el universo me estuviera enviando señales. La luz
del sol hacía que todo se viera dorado y...
—Fue guay conocerlo. No sé.
Hannah me empuja a modo de juego y Elliot se aparta conforme nos
acercamos al muelle. Al parecer, su manera de ser un mejor amigo es
reconociendo cuándo Hannah no quiere hablar acerca de algo y dándole su
espacio.
Vale. Inteligencia emocional. Pero ¿es lo correcto?
Hannah siempre desvía la atención de sí misma. «No hablemos más de
mí» será su epitafio.
Levanta los ojos tras enviar otro mensaje y nos escudriñamos con la
mirada.
—De acuerdo, te dejaré en paz por ahora —digo, mientras me aplico
protector labial—. Te deseo lo mejor con este chico.
Hannah asiente de forma diplomática y yo me adelanto para alcanzar a
Elliot. No quiero apagar el entusiasmo de Hannah, pero, cuando es el
indicado, te das cuenta. No hay lugar a dudas. Puede que te pilles de un
chico divertido, puede que pienses que es mono, pero ¿el indicado? O te
alcanza el relámpago o no.
El chico número 100 me alcanzó con tantos relámpagos que bien podría
ser Zeus. Y yo soy Hera. Pero sin todas las infidelidades de Zeus.
Cuando atravesamos el último paso elevado, podemos contemplar al fin
el lago Michigan y las hileras de barcos, contenedores y muelles de carga.
Elliot nos conduce al bullicioso mercado del muelle, un océano de puestos y
compradores con montones de bolsas. Los trabajadores del mercado se
afanan colocando las bandejas de frutas, ensartando pollos en asadores o
rociando con cuidado los arreglos florales.
Cuando al fin llegamos donde está la mujer a la que Elliot llama Shirley,
la del Dockside, veo que es más joven de lo que esperaba, treintañera, y
exuda una energía muy poderosa para una persona tan pequeña. Tiene los
ojos muy abiertos y la piel oscura, y está rebosante de alegría. Lleva un
delantal de jardinería que le llega hasta los tobillos, de manera que cuando
camina tiene que arrastrar los pies para no caerse.
Elliot y Shirley se abrazan al verse, y él va de inmediato al grano:
—Mi amigo necesita tu ayuda. ¿Reconocerías a un chico que te compró
un montón de cosas hace un par de días?
Aunque ya estoy preparado con mi cuaderno abierto, las palmas de mis
manos humedecen los bordes del papel. Es mucho más fácil mostrar mi
trabajo en Instagram que en persona. En internet es como «¡Zum!, adiós,
me voy a mi escondite». En persona, la gente juzga al instante y no sabe
que esas valoraciones se reflejan en su rostro. Pero el artista las percibe.
No obstante, Shirley no hace ninguna valoración al estudiar mi dibujo
del chico número 100. Lo mira sin parpadear, como si fuera un espécimen
en un frasco. Contengo la respiración.
—No hay muchos detalles en el rostro —observa.
—Las caras que dibujo son abstracciones; tienen más que ver con la
emoción que con la persona —replico tartamudeando cada dos palabras.
Elliot, Hannah y Shirley se me quedan mirando sin decir nada.
—Bueno, el caso es que debería haber estado aquí antes de ayer. Es un
chico muy guay. Encantador. Ya sabes, de esas personas con las que es fácil
conversar. ¡Y llevaba puesta esta chaqueta! —Me giro para mostrarle el
fino bordado de calabaza.
—La chaqueta me suena... —admite Shirley al tiempo que se quita unos
guantes quirúrgicos cubiertos de tierra. En el puesto hay una amplia
variedad de frutas, flores y barriles abiertos llenos de especias. El olor a
canela y romero inunda el espacio. Shirley coge una cuchara y remueve el
contenido de los barriles mientras sigue pensando.
—Se gastó casi seiscientos dólares hace dos días —apunta Elliot
mientras la sigue—. Alguien tendría que llevarse la mitad de tus productos
para gastar tanto de una sola vez.
Shirley se acerca a una mesa de bayas y las empapa con el contenido de
una botella con una etiqueta que reza MEZCLA DE SHIRLEY PARA LAVAR
FRUTAS. Todos esperamos en silencio mientras ella limpia.
Por favor, por favor, acuérdate.
Justo cuando abro los labios, Shirley sonríe y afirma:
—Tenía el pelo oscuro y rizado.
—¡Sí! —exclamo, y me golpeo la rodilla con el barril de canela al tratar
de acercarme a ella.
—Me acuerdo de él. Un chico simpático, con un alma vieja. Como
Elliot.
—Bueno... —Elliot agacha la cabeza con timidez.
—¿Cómo se llamaba? —inquiero.
—Lo siento, no lo sé —responde Shirley—. Pero sí puedo deciros esto:
ciento veinticinco granadas.
Hannah deja de escribir en el móvil. Todos nos miramos unos a otros.
Shirley se echa a reír, como si se tratara de una broma personal.
—Perdón —dice—, me apetecía ver vuestras caras. Compró ciento
veinticinco granadas, cien cestas de uvas y trescientas rosas rojas de tallo
largo.
Hannah, Elliot y yo intercambiamos miradas de júbilo.
¡Rosas!
El chico número 100, un romántico empedernido, compró un número
inusitado de rosas, obviamente, como un gran gesto romántico. Siento
calidez en toda la cara. ¡Me ha comprado rosas!
Un momento.
Las rosas las compró antes de que nos conociéramos. Son para otra
persona.
—¿Dijo para qué quería todo eso? —Las palabras caen de mis labios
secos y trémulos.
Shirley asiente.
—Sí, para un proyecto de arte.
¡Aleluya!
Entonces el chico número 100 sí que es artista, como yo. Nuestro hogar
será un lugar de creatividad y afecto constantes. Dibujar, pintar, diseñar,
esculpir, bordar... ¡Él y yo haremos de todo! No nos quedaremos sentados
viendo la tele. Habrá tanta innovación y emoción en nuestro artístico hogar
que no habrá lugar para que algo tan ordinario como el aburrimiento invada
nuestras vidas.
Nunca había estado tan seguro como ahora de mi futuro con el chico
número 100.
—¿Cómo hizo para llevarse todas esas flores y granadas? —pregunta
Elliot.
—Pidió que se las llevaran.
Me pongo de puntillas.
—¡Dios mío! ¿Adónde?
—No puedo dar domicilios —dice Shirley—. Pero si mal no recuerdo,
preguntó dónde estaba la tienda más cercana de artículos para cocina. Tal
vez ahí puedan daros más datos.
Como en toda buena búsqueda, nuestro viaje está lejos de terminar.
¡Tenemos un nuevo destino por alcanzar! ¡Qué historia tan maravillosa
contaremos cuando la gente nos pregunte cómo nos conocimos!
Cada nueva revelación pinta una imagen más nítida del chico número
100.
Lector..., bromista..., fan de las calabazas, o sea que le encanta el otoño,
y por tanto, los jerséis calientitos..., quizá tenga un perro..., probablemente
se acurruque con su perrito también vestido con un jersey..., está montando
una especie de proyecto de arte a partir de comida...
¡Un verdadero artista con una perspectiva única! Tal vez podría
ayudarme a descubrir mi voz artística y a resolver la incógnita de mi mural.
Después de darle las gracias a Shirley, mis camaradas y yo continuamos
nuestra búsqueda y caminamos de vuelta al Loop, donde nos esperan las
tiendas de artículos para cocina.
—¿Y si las rosas son para una instalación de arte? —me pregunto en voz
alta. Voy saltando de emoción con cada paso—. ¡Una tarjeta gigante de San
Valentín hecha con flores! ¿O sería demasiado básico?
—No si está bien hecha —afirma Elliot—. Por ejemplo, si usara las
granadas para hacer un zumo que goteara de las rosas como si fuera sangre.
—¡Iuc!, ¡qué romántico! —exclama Hannah riendo.
Cada idea suena más emocionante que la anterior, y las conjeturas no
cesan durante todo el recorrido al centro de la ciudad.
¡Somos la Compañía de la Chaqueta!
Es increíble cuánto nos hemos unido los tres durante este último día, con
un propósito común y bromas internas acerca de granadas, chicos tauro y
antiguas comedias románticas. Para ser francos, todo ha sido gracias a
Elliot, con su gran sentido del humor y su manera tan relajada de
comportarse en situaciones desconocidas como si fueran cotidianas. Me
gustaría sentirme así de cómodo frente a la novedad.
Si lo fuera, tal vez sería experto en invitar a chicos a salir. Y tal vez si no
me avergonzara por todo, ¡podría mostrarle a la gente mis obras inacabadas
y recibir una buena instrucción artística!
Pero, bueno, soy como soy.
Cuando estamos a punto de llegar al Loop, Elliot nos pasa a los tres un
ventilador de mano como si fuera un oscilador humano. Hannah se abanica
con su bolsito, pero yo disfruto el calor, de modo que le doy otro trago a
nuestro dirty chai, que sigue caliente dentro del vaso.
—Gracias por venir anoche —le digo a Elliot—. Dile a Brandon que mi
padre siguió hablando con entusiasmo de él después de que os fuerais. Ya
tiene un nuevo admirador.
Elliot sonríe entre resoplidos de calor.
—Qué bien. Brandon entrena muy duro. Tu padre fue muy amable al
dedicarle su tiempo.
—Por favor, pero si le encanta... —Bebo otro trago—. Espero que tú
también te lo pasaras bien.
—¡De maravilla! —Me ofrece el ventilador, pero lo rechazo con un
movimiento de la mano—. Tu casa era..., ¡uff! ¡Cuántas ventanas! ¿Alguna
vez se calienta?
—Está climatizada, creo.
A decir verdad, nunca había pensado en eso.
—Guau, qué sofisticado. —Entonces se ríe y se da una palmada en la
frente—. Sofisticado. Menudo paleto estás hecho, Elliot. —Empiezo a decir
«No...», pero él continúa—: Yo también vivo en un ático, ¿sabes? Justo
encima de la pizzería de mi padre. Es un edificio de dos plantas, pero
estamos en la más alta. Lo primero que noto al despertar es el aroma de la
masa horneándose.
—¡Mmm! —exclamo—. Me encantaría...
Pero Elliot no había terminado.
—Y hace calor. Un calor infernal. Descubrimos que el tejado... —Elliot
intenta humedecerse los labios—, bueno, es negro, así que absorbe todo el
calor y lo transmite a mi cuarto. El tejado es lo bastante delgado como para
que pase eso, pero lo bastante grueso para cumplir con la normativa,
supongo. En cualquier caso, el dueño dice que un aparato de aire
acondicionado volaría los fusibles del edificio y que va a renovar la
instalación eléctrica, pero me da que eso no pasará hasta dentro de unos
setenta años, así que vamos tirando.
Hannah para de escribir en el móvil para dirigirme una mirada de
preocupación.
Yo he estado en el lugar de Elliot, y me duele ver en tiempo real cómo
ocurre: empiezas a hablar, a revelar cosas, y casi sin darte cuenta acabas
contando todos los asuntos de tu vida que por lo general procuras ignorar.
—¿Alguna vez has tenido tanto calor que te has echado a llorar? —me
plantea Elliot mientras se limpia la frente—. Ya de por sí soy caluroso, tal
vez porque soy más robusto...
—Oye —lo interrumpo. Es hora de que el príncipe azul entre en acción
—. Vamos a por algo de agua.
Pido un Uber y en menos de cinco minutos estamos en Jewel-Osco,
donde abastezco a mis camaradas de búsqueda con sendas aguas de coco. El
efecto de la hidratación se nota al instante. Los pensamientos fluyen con
más claridad. Las actitudes son más optimistas.
Mientras Hannah entra en el Potbelly’s para comprar algo de comer para
los tres, yo paso el ventilador portátil sobre Elliot mientras él se termina su
agua.
—Lo siento —dice.
—No, no; lo siento yo —replico—. Eso del aire acondicionado suena
terrible.
Elliot mueve la cabeza de un lado a otro.
—Es solo que no había vivido con mi padre desde que era niño, y odio
ese maldito lugar. Mi madre ha muerto, así que he estado viviendo en el
campo con mi tía. Se estaba a gusto allí, pero yo quería regresar a Chicago
porque... —Pone los ojos en blanco—. Había muchas cosas que quería
hacer. Que quería ser. Pero no supe que mi padre estaba tan mal
económicamente hasta que llegué aquí. Toda mi energía se va en... ir
tirando.
Si él fuera Hannah, lo cogería de la mano, pero me parece que no sería
apropiado. ¿Le toco el hombro? ¿Lo abrazo? Demasiado íntimo para un
amigo nuevo. ¿Dónde pongo las manos?
—Son muchas cosas a la vez... —es lo único que acierto a decir antes de
que se ponga de pie.
—Pero no hablemos más de mí —pide.
Yo me río.
—Oye, ¡esa es la frase de Hannah!
—¿Verdad? —exclama Elliot, y me coge de la muñeca. El contacto no es
incómodo.
—¿Cuál es mi frase? —pregunta Hannah cuando llega con tres
sándwiches del Potbelly’s.
—Nunca quieres hablar de ti misma —respondo.
—Y por una buena razón: ¡estoy rodeada de cotillas! —Hannah nos
lanza los bocadillos y discutimos alegremente sobre su personalidad
reservada hasta que encontramos un banco con sombra donde sentarnos a
comer. Es fácil sentirse cómodo con la dinámica de este nuevo trío.
Después de almorzar visitamos una tras otra las tiendas de artículos de
cocina. Los empleados de Sur La Table y Williams-Sonoma no recuerdan a
nadie con la descripción del chico número 100. Sin embargo, en Rudy’s
Culinary Emporium encontramos una pista. Rudy en persona está delante
de nosotros, con sus velludos brazos cruzados sobre una camisa granate de
manga corta, y se ríe.
—Chaqueta de piel, muy alto. Claro. Ha vuelto. Ahora mismo debe de
estar donde las licuadoras.
Hannah, Elliot y yo nos miramos unos a otros como pájaros alborotados.
—¿Está aquí? —pregunto—. ¿En este momento?
Me cuesta trabajo creerlo, como si debiera haber sentido un fuerte
movimiento tectónico si el chico número 100 estuviera cerca de mí. El
corazón me aporrea la caja torácica. Elliot avanza con paso firme hacia el
área de licuadoras mientras yo solo puedo seguirlo dando traspiés como
Bambi en un lago congelado.
Por fin tendré mi segunda oportunidad...
Pero el hombre corpulento con chaqueta de piel que está en las
licuadoras no es el chico número 100. Un hombre desaliñado de mediana
edad con un delantal asimismo de piel de color café está al final del pasillo,
eligiendo entre dos modelos de Cuisinart.
Nuestras sonrisas se desvanecen, y Elliot y yo nos apoyamos en el
hombro del otro como marionetas tristes.
Más tarde, mientras trazamos un círculo completo hasta llegar a las
tiendas para turistas de Michigan Avenue, el sol sube el calor al máximo.
—Solo una tienda más y terminamos —les prometo entre jadeos a mis
camaradas.
No puedo creer que sigan conmigo.
Elliot levanta un puño. Mientras Hannah se entretiene detrás de nosotros,
le susurro:
—Gracias por hacer esto, Elliot.
Él me da una palmada en el hombro y me dedica una sonrisa luminosa.
—No hay nada que agradecer. Es mi deber apoyarle en esta batalla
contra el dragón al que llamamos «invitar a salir a un chico». Sigo siendo su
humilde escudero.
Menos mal que le gusta hacer teatro tanto como a mí. El príncipe me da
fuerzas, así como el escudero alimenta la energía de Elliot.
—Creía que eras un paje —comento.
Elliot juguetea con una perilla invisible.
—¿No es lo mismo?
—No tengo ni idea. —Ambos reímos—. Quedémonos con escudero. El
escudero me gusta.
Mi cansancio se desvanece. Con esa energía fresca y reconfortante que
me ha dado el apoyo de mi escudero, los tres nos dirigimos a Fiddlestick’s
Restaurant Goods como uno solo, como una entidad inseparable y sudorosa.
Detrás del mostrador un hombre latino de rostro redondo, piel marrón clara
y bigote delgado y anguloso sonríe alegremente. Sin preámbulos, le
muestro con cansancio mi dibujo del chico número 100 y digo:
—Estoy buscando a este chico. Es alto. Le encantan los perros. Es muy
probable que se le den bien los juegos de mesa, pero no alardea de ello.
Sabe con exactitud quién es y, cuando te mira, es como si supiera quién eres
tú, y hace que te sientas visto y validado. —Hago una pausa para recuperar
el aliento—. ¿Ha pasado por aquí alguien así hace dos días?
La voz del hombre es como un ronroneo nasal.
—¿Llevaba puesta esa chaqueta de calabaza?
Hannah y Elliot se quedan sin respiración.
—¡Sí! —exclamo.
Como si estuviéramos en una película muda, los tres estiramos los
brazos y los entrelazamos. El hombre recuerda con claridad al chico
número 100.
—Sabía justo lo que quería. Muy seguro de sí mismo, como has dicho.
Recogió un pedido que había hecho...
—Planea con anticipación. Increíble —digo, y dejo que el hombre
mantenga su ritmo.
—Era una olla sopera de cien litros. La pagó y se fue.
—Trabaja en un restaurante —conjetura Hannah en voz alta.
—No, Shirley dijo que era para un proyecto de arte —replica Elliot—.
Va a preparar mermelada de uva y granada.
—¿Y eso es un proyecto de arte? —pregunta Hannah—. Y, entonces,
¿para qué son las rosas?
—No lo sé, pero ¡lo descubriremos! Micah, es él. ¡Lo hemos encontrado!
Ni siquiera puedo prestarle atención a Elliot porque una idea gris y fría
invade mi mente.
—No puede decirme su nombre y dónde puedo localizarlo, ¿verdad?
El hombre sonríe con dulzura y niega con la cabeza.
La realidad se derrumba a nuestro alrededor, y el hombre se convierte en
uno más de una larga sucesión de callejones sin salida.
La Compañía de la Chaqueta debe descansar.
Hannah y Elliot salen a la calle y yo los sigo arrastrando los pies con la
chaqueta cada vez más caliente del chico número 100 entre los dedos. Unos
árboles que dan sombra parecen llamarnos desde el otro lado de la calle,
pero unos trabajadores de la construcción bloquean el camino.
—Deberíamos pedirle a tu padre que anuncie en su programa de radio
que estamos buscando a este chico —dice Hannah mientras salimos con
lentitud de la tienda. Su amabilidad me va a matar. Ojalá pudiera
involucrarla en una historia mía que no tuviera que terminar con miradas
compasivas.
Esta era mi última esperanza de encontrar al chico número 100.
¿Dónde más podríamos buscar?
Todo el mundo se ha esforzado para ayudarme, pero lo único que he
logrado ha sido arrastrarlos a la ruina y a la deshidratación.
Bajo la sombra menguante de los rascacielos, levanto la preciosa
chaqueta del chico número 100, con su calabaza bordada de cuento de
hadas, una obra de arte desperdiciada, igual que nuestra conexión.
Entonces suspiro.
—Vale, ya es suficiente. Marchaos a casa.
Elliot chasquea la lengua con lástima, pero Hannah asiente. Está más
pálida de lo normal.
—Necesito una ducha —comenta con tono asqueado.
—Puede que tengas razón —afirmo, y río sin ganas—. Debería poner un
anuncio en el pódcast de mi padre, en plan: «Ey, amigos deportistas...».
Detrás de nosotros, en la escalera de la tienda, una joven latina con el
pelo rapado, tez oscura y los labios pintados de rosa brillante está vapeando.
Lleva el mismo chaleco verde azulado que el hombre que está dentro.
Además, nos mira fijamente. Después de exhalar una nube de vapor con
olor a uva, abre los ojos con entusiasmo.
—¿En el programa de tu padre? —pregunta—. ¡Eres el príncipe de
Chicago!
No, por favor. Otra aficionada a los deportes no. No tengo tiempo para
fingir que no soy el hijo de Jeremy Summers porque la mujer no tarda nada
en acercarse con el móvil en la mano. En la pantalla está mi publicación de
Instagram de la chaqueta del chico número 100.
—¡Sabía que había visto esa chaqueta en algún lado! —exclama ella—.
¿Tú eres Instaloves? ¡Qué romántico! Ojalá alguien se tomara tantas
molestias por mí.
Antes de que pueda pedirle que por favor mantenga mi identidad en
secreto, Elliot se adelanta.
—¿A que sí? —dice. Luego nos mira a la empleada de Fiddlestick’s y a
mí alternativamente—. Tú trabajas aquí, ¿verdad?
La sonrisa de la mujer desaparece. Sopesa durante una eternidad su
siguiente pensamiento y al fin susurra:
—La he visto aquí antes. Tu chaqueta. —Le da un tironcito a la manga
—. Estuvo aquí hace dos días. Esta mañana fui a entregarle su olla.
El aire se congela a mi alrededor. Hannah y Elliot se quedan paralizados
como estatuas.
—Nos han dicho que vino a recogerla —afirma Hannah en mi nombre.
Yo estoy demasiado emocionado como para emitir sonido alguno.
—Iba a hacerlo —contesta la mujer—, pero esa olla es difícil de
acarrear, así que le ofrecí llevársela gratis si no le importaba esperar hasta
hoy.
Mi cuerpo entero pende de un hilo cuando pregunto:
—¿Adónde?
—Al Instituto de Arte —responde esbozando una sonrisa, consciente de
la magnitud que tiene esa información para mí.
Cuando un «gracias» resbala débilmente de mis labios, un rayo de sol
celestial se abre camino hasta Elliot, Hannah y aquella maravillosa mujer.
Ya sé dónde encontrarlo.
8

El palacio

El Instituto de Arte. Un reino de creatividad. El palacio de mis sueños.


Siempre supe que me ayudaría a descubrir mi visión artística, y ¿en qué
otro lugar podrían comenzar su épico romance dos artistas?
Todo encaja. La parada del chico número 100, Washington/Wabash
(donde el destino cerró sus puertas y nos separó), está a pocas manzanas del
Instituto. Su llamada con la gente del alojamiento temporal debe de haber
sido sobre esa escuela. Después de googlear frenéticamente, descubro que
el Instituto de Arte tiene un programa de becas para estudiantes de instituto.
Por un instante me enfado conmigo mismo por haber pasado por alto la
oportunidad de estar estudiando ahora mismo en el Instituto de Arte,
dominando la mezcla de pinturas, expandiendo mis límites con el mural,
cristalizando mi visión con la ayuda de expertos de primera línea...
Pero luego leo en la parte baja de la página que las becas son solo para
diseñadores de moda.
A juzgar por la preciosa chaqueta de calabaza bordada a mano, ¡el chico
número 100 ya tiene ventaja sobre sus competidores!
Como hace rato que Hannah tenía que haber regresado a casa, la
Compañía de la Chaqueta se separa de manera temporal bajo una torre
imponente: la Cheesecake Factory que está en los bajos del edificio John
Hancock. Hannah, Elliot y yo descansamos nuestros cansados pies en las
escaleras que bajan a la plaza comercial McUpsale, donde turistas y
oficinistas almuerzan bajo la luz del sol.
—Son las dos menos cuarto —dice Elliot tras mirar la hora en el móvil
—. ¿Quedamos en casa de Micah a las cinco para la última etapa de la
búsqueda?
—¡Sí! —exclamamos Hannah y yo al unísono.
Mi corazón se eleva como si estuviera en la cima de un géiser.
Elliot se queja teatralmente mientras se levanta.
—Bueno, tengo que ir al Target a comprar un ventilador para mi cuarto
infernal.
Me pongo en pie de un salto.
—¡Otra búsqueda! Tal vez podríamos acompañarte.
Hannah se pone de pie a su vez sin dejar de abanicarse.
—Elliot, sabes que te quiero, pero, en serio, necesito una ducha.
Mi sonrisa se mantiene invicta. Yo puedo apoyar a Elliot tal como él me
ha apoyado a mí.
—Bien, pues entonces ¡iremos nosotros! Podría ponerse feo. En verano
no hay piedad en la sección de aparatos de aire acondicionado de Target.
Elliot se ríe y baja la mirada.
—¿Y qué sabrá un príncipe que vive en un palacio climatizado lo que es
pelearse por el último ventilador?
Hannah se ríe a su vez del comentario sarcástico. Aunque lo siento como
una patada en el estómago, sé que lo dice en broma. Por otra parte, tiene
razón.
—Bueno, lo he visto en TikTok —repongo siguiéndole el juego—.
Siempre hay que estar en contacto con la gente de a pie.
Elliot sonríe; el fantasma del apuesto hombre en el que se convertirá
aparece y desaparece súbitamente, dejando de vuelta al chico que es.
—Iré yo solo esta vez, pero gracias.
Entonces se despide con la mano y se aleja para enfrentarse solo a los
dragones del Target, mientras Hannah y yo cogemos un Uber hacia el norte
para ir a nuestro edificio en el distrito Gold Coast.
—Te dije que era majo —dice ella durante el recorrido—. Mira todo lo
que te has perdido por culpa de los celos.
—Sí, sí —replico. Odio cuando tiene la razón.
Para ser sinceros, hoy ha sido el día más divertido y menos estresante
que he tenido en siglos. En cuanto Hannah sale del ascensor en el piso
catorce, donde vive, siento una pesadez en los hombros.
La Compañía de la Chaqueta me ha permitido mantener a raya la
ansiedad relacionada con la búsqueda del chico número 100. Estando con
mis amigos, la empresa no parecía un desafío insuperable. Era una cruzada
en favor de una causa mayor: el amor.
Me llevo la mano al pecho e intento respirar con normalidad. «Relájate.
Lo encontrarás esta noche y por fin tendrás la oportunidad de invitarlo a
salir.» Si dice que no (no lo hará), está en su derecho; es muy posible que
yo haya malinterpretado las señales (no lo hice) y, si fue así, al menos lo
habré intentado. Lo habré hecho lo mejor que he podido. Le devolveré la
chaqueta, le desearé lo mejor, regresaré a casa y me ocultaré bajo las
sábanas el resto de la eternidad.
El ascensor se abre en mi piso. El sol está poniéndose y da de lleno en
las ventanas panorámicas del salón vacío, pero no siento ni una pizca de
calor por encima de la temperatura razonable y preprogramada de veintitrés
grados centígrados. Ese mismo sol ha estado a punto de freírnos el cerebro,
pero, de haber estado aquí, jamás habría imaginado por lo que la gente
estaba pasando fuera.
Me alegra estar saliendo más.
Ahora que estoy más fresco, me pongo la chaqueta del chico número
100. Su peso y su aroma me llevan de regreso al reino de fantasía donde
puedo coquetear, despertar el interés de un chico y ser la mejor versión de
mí mismo.
Cuando atravieso el salón para ir a mi cuarto, Lilith, nuestra gata Maine
Coon gris y negra, me pasa entre las piernas y se detiene brevemente para
bufarme. Esta tigresa grande y vieja es de Maggie, y estoy convencido de
que la entrenó para que me tratara así.
Maggie está estudiando en su habitación. Por su ventana se ve una
panorámica completa de Lake Shore Drive, con todos esos patinadores que
parecen hormigas desde tanta altura. Está acostada boca abajo con un libro
de kinesiología abierto y un montón de apuntes dispersos a su alrededor.
Lleva el pelo suelto y viste unos pantalones grises y viejos en lugar de sus
habituales prendas deportivas elegantes de colores negro y neón. Vuelve la
cabeza hacia la entrada de su cuarto para mirarme.
—¿Cómo ha ido la búsqueda? Ah, antes se me olvidó reírme de ti por
esto, pero ¿en serio te estás poniendo la chaqueta de ese chico, Hannibal
Lecter?
Cruzo los brazos sobre la chaqueta en actitud defensiva.
—¡Ha sido un día maravilloso! Siento que no hayas estado ahí para
minarme la confianza, pero estoy seguro de que también te habrás divertido
aquí, discutiendo con Manda por cualquier chorrada.
Maggie hace una mueca y se sienta de pronto, desordenando aún más sus
montones de papeles.
—Deja de bromear sobre eso. No me gusta nada.
—Tú también deberías ser más agradable conmigo. Esto es muy
importante para mí.
Maggie me mira fijamente.
—¿Acaso crees que el chico número 100 y tú no vais a discutir nunca?
—¡Pues claro que no! —Alzo los brazos, exasperado—. Esteremos
demasiado ocupados divirtiéndonos. Las personas discuten cuando están
aburridas. —Entro en la habitación resoplando, pero me arrepiento y vuelvo
a salir. Luego, entro de nuevo—. Te lo he dicho una y otra vez, pero nunca
me haces caso porque crees que soy un niño idiota que no se entera de nada.
Cuanto más me altero, más se relaja Maggie, sentada en la cama con una
irritante sonrisa burlona.
—¿Qué? —le espeto.
—Es un hecho que no sabes nada sobre relaciones, Enano Llorón.
—¿Por qué sigues llamándome así? ¿Nunca te has parado a pensar que la
razón por la que no sé nada sobre relaciones, por la que no puedo invitar a
nadie a salir sin mearme encima, es porque mi hermana, la persona que
debería quererme, me dejó en ridículo en un programa de la tele?
Solo un gran esfuerzo de voluntad impide que le diga todo lo anterior a
gritos. La sonrisa de Maggie desaparece. Baja de la cama y camina hacia
mí.
—Lo siento. Intento enseñarte a ser fuerte porque vives en un mundo de
fantasía, y si empiezas a salir con este chico..., cuando salgas con este
chico, él no será una fantasía. Será un chico real, y habrá días en los que se
portará como un auténtico imbécil.
—¡Estoy preparado para la realidad! —Mi expresión severa se
desvanece—. Maggie, ¿y si...? ¿Y si el chico número 100 piensa que soy un
acosador por andar buscándolo de esta manera? Hice un dibujo de él, he
seguido su rastro por toda la ciudad... ¿Y si me dice: «¡Aléjate de mí,
tarado!»?
No veo la reacción de Maggie porque tengo la mirada fija en el suelo.
Ella me abraza y mi pequeño cuerpo se arruga como una bolsa de patatas
fritas vacía.
—¿Y si el chico número 100 no quiere ser el primer novio de alguien?
Es un tío guay y diseña chaquetas. Tal vez ya haya tenido una relación
larga.
Maggie gruñe y me acerca a la vista panorámica del lago, que rebosa de
alegría y movimiento, de ciclistas y marineros.
—Para el amor no hay horarios —declara—. No a todo el mundo le
interesa tener pareja. No todo el mundo puede hacerlo. No todos deberían
hacerlo. Pero si tú quieres, a nadie le importa cuánto tiempo hayas tardado
en empezar.
La fuerte marejada de mi corazón se apacigua hasta asentarse en un
ritmo suave.
Somos hermanos otra vez.
Sobre el escritorio de Maggie hay un cartel enmarcado de Pasa el disco.
En él, mi padre (diez años más joven, en el auge de su carrera deportiva)
lleva puesta la ropa de hockey y le ruge a la cámara, evocando su
reputación de hombre salvaje. Es literalmente igual que yo, si yo midiera
treinta centímetros más y me deshiciera de la redondez de mis mejillas
(algún día). En el cartel, mamá está dándole la espalda y va vestida toda de
negro, el paradigma de la esposa exasperada que, pese a todo, ama a ese
extravagante hombre. Papá me sostiene con una mano sobre sus hombros, a
mis siete años, y con la otra mano a Maggie, de diez. Mi hermana agarra
orgullosa las medallas olímpicas de bronce y plata de papá, mientras yo
levanto sobre mi cabeza la Copa Stanley (suspendida por cables que luego
eliminaron retocando la foto, por supuesto). La enorme copa plateada era
más grande que yo.
Qué niño tan inocente. No sabe que sus cuentos de hadas favoritos se
harán realidad.

Después de darme una ducha y desprenderme de todo el sudor del día, me


sumerjo de lleno en el mundo de mi mural. Todavía falta una hora para que
vayamos al Instituto de Arte y quiero quitarme de encima un poco de estrés.
El mural está perpetuamente inacabado. Con pinceladas rápidas y
enérgicas les pongo color a los esmóquines de dos príncipes danzantes: azul
verdoso y amarillo canario, mis dos colores favoritos. Tengo que planear
bien cada pincelada. Este no es un boceto que pueda desechar así, sin más,
para empezar de nuevo, y mis manos no responden igual al pincel que al
lápiz.
Aquí las cosas no fluyen. No está ese zum, zum, zum que dimensiona a
través de las sombras. Los pinceles son grandes y poco manejables en mi
mano sudorosa. Una gota de pintura, por pequeña que sea, cambia de
manera irreversible todo el dibujo.
Tuve suerte de haber contado con un profesor particular y de no haber
tenido que someterme a las críticas ni a las miradas de otros alumnos, de
modo que aprendí a crear, a equivocarme y a recrear en paz.
No es sencillo, nada de esto lo es, pero no hay nada más terapéutico que
la creación. El acto físico de pintar apacigua mi acelerado corazón y
expulsa todas las preocupaciones relacionadas con el chico número 100.
—Ey. —Una voz suave y conocida me saluda desde atrás.
Al dar media vuelta, dejo caer el pincel sobre el carrito de pinturas.
Busco con la mano el cordón que hace caer una cortina negra frente a mi
mural (una medida de seguridad contra familiares curiosos que quieran
espiar mi obra), pero algo hace que me detenga.
Elliot.
Está en la puerta de mi cuarto. Viste unos pantalones cortos color salmón
y una camiseta estampada en tonos pastel y está tapándose los ojos con
ambas manos. La gente irrumpe en mi habitación constantemente (mis
padres, Maggie, incluso Hannah), y a todos les gustaría que dejara de ser
tan quisquilloso con eso de no permitir que vean el mural inconcluso.
Pero Elliot está aquí y, de algún modo, ha sabido que debía mantener los
ojos cerrados.
—No estoy mirando —dice—. Hannah me contó que no te gusta que
nadie vea tus obras antes de que estén terminadas.
Me quedo con la boca abierta.
—¿Cómo has entrado? —le pregunto.
—¿Te refieres a cómo ha entrado aquí semejante gentuza? —contesta sin
destaparse los ojos—. Me he colado por una ratonera. Solo he venido en
busca de queso.
—No me refería a...
—Es broma. Tu hermana me ha dejado pasar.
Todo lo que puedo ver bajo sus manos son los hoyuelos que se le forman
al sonreír.
—Espera un momento. —Me acerco al cordón y, tras darle un tirón, la
cortina negra cae frente a mi pared y oculta el mural—. De acuerdo, ya
puedes mirar.
Elliot aparta las manos y abre los ojos como platos ante la vista ilimitada
del lago Michigan que ofrece mi ventana y que se extiende hasta el
horizonte bajo el sol del ocaso. Se queda mudo por un instante, como un
niño en un museo contemplando el esqueleto de un T-Rex.
—Joder, me encanta tu cuarto. Qué pasada.
Me paso la mano nerviosamente por el pelo al recordar lo caluroso y
desagradable que dice que es el suyo.
—¿Has derrotado a los demonios del Target? —pregunto.
Elliot se lleva las manos al pecho fingiendo desesperación.
—Ellos me han derrotado a mí. —Entonces baja las manos—. Los
estantes ya estaban vacíos cuando he llegado.
Uf. Me siento fatal por él. ¿Es que no puede tener un poco de suerte?
—Lo siento mucho. ¿Hay alguien ahí con quien podamos hablar?
—¿Como quién, el jefe? —Me clava un dedo en el estómago y se ríe—.
¡Cómo sois los ricos!
Retrocedo en medio de un ataque de risa.
—¡No! Lo que quería decir es... No sé, ¿no hay algo que podamos
hacer?
Elliot se encoge de hombros. Parece que de verdad le da igual algo por
lo que yo ya estaría montando un escándalo.
—Es verano. Se les han acabado los ventiladores. Nuestro edificio no
admite aparatos de aire acondicionado, y en internet los ventiladores ya
están agotados temporalmente. Fin de la historia. —Entonces da una
palmada—. Pero, bueno, la búsqueda. El misterioso «amigo» de Hannah ha
adelantado su cita a esta tarde, así que... no va a poder ayudarnos.
Las noticias me llegan como una flecha. ¿La compañía está
desmoronándose justo antes del final de la búsqueda? Y más aún: ¿Hannah
ha avisado a Elliot en vez de a mí?
Elliot levanta las manos y dice:
—Le daba apuro decírtelo porque no quería hacerte sentir mal. —Elliot
debe de ser vidente, o tal vez yo soy demasiado obvio—. ¿Sería una enorme
decepción si termináramos la búsqueda tú y yo?
Avergonzado, aparto la mirada. No quiero que Elliot piense que su
compañía es menos valiosa.
—¡Claro que no! Pero ¿a ti no te importa? Tienes todo el día libre. ¿No
tienes planes con Brandon?
Elliot me guiña un ojo.
—¿Qué clase de escudero sería yo si desapareciera antes del gran final?
Tal vez sea su seguridad o su respeto por mis deseos, pero, al estar con
él, siento que todo es posible. Tras estos últimos dos días, se ha ganado de
lleno su lugar como amigo.
Elliot espera en el salón mientras me quito mis harapos salpicados de
pintura. Le envío un mensaje a Hannah:
¡Podías haberme dicho sin problemas que querías
salir esta noche! No todo gira en torno a mí, y me
alegro muchísimo por ti. Buena suerte con el chico que
podría ser o no ser el indicado, jajaja.
No hay respuesta ni globo de diálogo que indique que está tecleando.
Seguro que ya está en su cita.
Mientras contemplo un armario atestado de opciones para el final de la
búsqueda, me distraigo revisando en Amazon un listado de aparatos de
refrigeración que no sean de aire acondicionado. La mayoría de los
ventiladores más comunes ya están agotados. Pero cuando busco en Google
«¿Cuál es el que enfría más?», encuentro un ventilador de suelo tan potente
como un reactor, como los que usa Beyoncé para que parezca que le está
dando el viento. Pido que envíen dos a mi casa, uno para Elliot y uno para
mí: es justo lo que necesito para que se sequen más rápido algunas partes de
mi mural.
Cuando termino con eso, le grito a Elliot a través de la puerta cerrada:
—Ignora a la gata. Odia a todo el mundo.
—¡Estoy acariciándola justo ahora! —dice Elliot alegremente.
No oigo más que los maullidos melosos de Lilith. Solo Maggie había
podido sacarle algo así a esa gata. Este chico será un veterinario excelente.
Elliot continúa cantándole a Lilith.
—¿Dóóónde estaba esta preciosidad durante la películaaaaa? ¿Estabas
escondiiiiida? Mucha gente desconocida, ¿verdaaaad?
Finalmente, cambio mis harapos por algo más principesco para que
podamos salir a matar al dragón. En esta ocasión no me equivoco con el
calzado. Me pongo unas botas de imitación de ante con plantillas
almohadilladas. Con ellas y con mi camisa desabotonada hasta la mitad del
pecho, soy una princesa de hielo serena y segura de sí misma.
Cuando voy bien vestido, camino con más soltura y la risa me sale con
más facilidad.
¿Cómo le voy a pedir que salga conmigo? «Ey, chico número 100. ¿Que
cómo te he encontrado? No ha sido fácil, pero tenía que devolverte esta
chaqueta tan especial. Venga, vamos a cenar.»
Por enésima ocasión en este día, Elliot y yo subimos a un Uber que nos
lleva al Instituto de Arte, que está justo entre el Millennium Park y el Grant
Park. ¡Debo regresar a la escena del crimen!
El tráfico aumenta conforme nos acercamos a los parques, así que tomo
la decisión ejecutiva (y principesca) de hacer el resto del recorrido a pie.
Con el lago y el verde de los parques a nuestra izquierda, zigzagueamos en
silencio entre los turistas que caminan por la acera. El príncipe y su
escudero, galopando con decisión y valentía hacia la torre.
Hasta el momento en el que veo la torre.
La residencia de estudiantes del Instituto de Arte es literalmente una
torre de mármol y piedra que se alza imponente en la distancia. Abrazo
fuerte la chaqueta de calabaza del chico número 100 e inclino la cabeza
hacia atrás, maravillado. Elliot se acerca con cautela por detrás, como lo
haría Lilith. Dice «mmm» y los dos nos quedamos mirando el destino final
de nuestra búsqueda.
—Mi señor, ¿le molestaría si le diera un consejo? —pregunta.
A Elliot se le da genial seguir el juego y hacer que la gente se sienta
cómoda. Sus diálogos sobre nuestra búsqueda no son vergonzosos ni
condescendientes, y aún conserva ese carácter juguetón que temía que se
perdiera en ausencia de nuestra amiga política, Hannah.
—¿Cuál es su consejo, escudero Elliot? —pregunto como todo un
soberano.
Él suspira, se pone serio y coloca las manos (Dios, son demasiado
suaves) sobre mis hombros. Este movimiento me desconcierta, pero no me
muevo. Clava sus ojos marrón claro en los míos, pero de manera
reconfortante y apacible, como si nos conociéramos de toda la vida.
—El miedo es una trampa —dice ya sin actuar—. Si el chico número
100 quiere salir contigo, nada va a impedirlo. Si, por alguna razón, te dice
que no, recuerda: no es más que un chico cualquiera.
Podría haberme dado una bofetada y habría sido lo mismo.
—Él es el indicado, lo sé —replico, pero Elliot continúa mirándome
fijamente.
—¡Seguro que sí! —Entonces aparta la vista hacia la acera. ¿Le ha dado
vergüenza?—. Antes de Brandon, yo habría dado lo que fuera por estar con
cualquier chico, aun si este me trataba mal. Pero cuando conocí a Brandon,
él era tan independiente que por fin pude relajarme. —Una simple sonrisa
en su rostro logra aliviar la tensión que se había acumulado en mi cuello—.
El indicado no es nada más que un chico.
A Elliot se le dan bien estas charlas motivacionales.
Cuando aparta las manos de mis brazos siento como si perdiera mi
chaleco salvavidas. Menos mal que Elliot está acompañándome hasta el
final.
Nos dirigimos a la torre de la residencia de estudiantes. Un edificio
entero de artistas profesionales de mi edad que trabajan en un santuario
dedicado a la creatividad mientras que yo ni siquiera puedo terminar un
mural. ¿De verdad estoy a punto de entrar a la cueva del lobo e invitar a
salir por primera vez a un chico?
«Sí, Micah. Te has puesto la ropa sexy. Tienes una cuenta de Instagram
muy popular. Todo el mundo confía en ti.
»Ha llegado el momento. Entra y haz lo tuyo.»
—Adelante —digo en un susurro.
En cuanto cruzamos el umbral y accedemos al patio interior de cemento
que lleva a las residencias, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo
vamos a entrar en el edificio. Un grupo de universitarias altas nos adelanta
y se dirige a las puertas de seguridad, pero yo no puedo colarme así como
así en una residencia. No sería digno de un príncipe.
—Los becarios del programa de diseño están en el séptimo piso —le
indico a Elliot mientras le muestro la pantalla del móvil—. Es el foro del
Instituto de Arte. —Él asiente, impresionado, y yo hago una mueca—. La
idea de entrar me hace sentir como un acosador.
Elliot frunce el ceño.
—Sí —asiente mientras echa un vistazo al patio. Está tan vacío que
resulta espeluznante—. Tal vez podamos estar aquí pasando el rato, fingir
que somos alumnos, como en una operación encubierta de vigilancia.
Me muerdo los labios. No es otro callejón sin salida. Solo respira y
espera. Seguimos avanzando y pasamos frente a un tablero con anuncios
que solicitan modelos para pintar y artistas de performance, y con un
colorido cartel de un espectáculo de fin de curso para los becarios de
diseño. ¡A esto es a lo que había venido el chico número 100! Aún faltan
dos meses para el espectáculo, pero le saco una foto al cartel por si mi
búsqueda se prolonga hasta entonces y literalmente tengo que asistir al
evento solo para buscarlo a él.
Dios. ¿Te imaginas? «¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en un tren
hace como MIL MESES.»
Elliot y yo seguimos avanzando. El patio transmite una sensación de
aletargamiento, como de vacaciones de verano. Solo hay unos cuantos
profesores que corren de un edificio a otro. Es la hora de cenar, así que
podríamos ir a husmear a la cafetería. Creía que tendría la oportunidad de
preguntarles al personal y alumnos del instituto si habían visto al chico 100;
no contaba con que no habría absolutamente nadie.
—¿Qué hacemos? —pregunta Elliot.
—Estoy pensando —respondo.
El patio está tan silencioso que alcanzamos a oír el zumbido de los aires
acondicionados en lo alto de las ventanas, ese sonido arremolinado de
turbina de agua.
—Micah —susurra Elliot. Tiene los ojos abiertos como platos.
Los pelitos de la nuca se me ponen como escarpias.
Es la misma energía crepitante que sentí en el tren antes de ver por
primera vez al chico número 100.
Una puerta de doble hoja se abre en el extremo opuesto del patio, y mi
respiración se detiene de manera inesperada. Una pequeña chica sudasiática
de piel dorada oscura y flequillo está sacando a rastras un par de bolsas de
tela hasta los topes. Mis hombros se hunden. Son iguales que las bolsas del
chico número 100, solo que las suyas estaban repletas de libros. Las de la
chica están llenas de algo oscuro y rojo que no logro identificar.
—Granadas —murmura Elliot.
—No puede ser —digo al tiempo que los pies se me hielan.
En efecto, la chica está cargando bolsas llenas de granadas.
No sé si son las ciento veinticinco, pero sé que son las suyas.
En ese preciso instante, un chico alto con cabello negro y rizado sale por
las puertas dobles cargando con sus poderosos brazos una olla de cien litros.
Es él.
«¡Rápido, ocúltate detrás de Elliot!», me grita el cerebro. Yo me coloco
ligeramente detrás de Elliot. «¡No hagas eso, bicho raro!»
El chico número 100 está de espaldas a mí. No me ve. Él y su amiga
están cargando las bolsas y la olla hacia el extremo contrario del patio...
Están yéndose, y a gran velocidad.
«No conseguirás una tercera oportunidad, Micah.»
¿Debo correr tras él y arriesgarme a que piensen que estoy trastornado?
Si no me muevo rápido, podría perderlo otra vez.
Mi conmoción se disipa y empiezo a caminar. Elliot me coge del brazo y
una expresión franca y optimista se instala en su rostro. Como si quisiera
decir algo.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
Elliot se queda sin palabras. Sus labios se separan un poco, como si
estuviera asustado.
—Mmm... Solo ve por él.
—Como tú digas —murmuro asintiendo.
Me empuja con actitud juguetona y así, casi sin darme cuenta, me
encuentro avanzando hacia mi destino. Caminando cada vez más rápido,
cierro la brecha que me separa del chico número 100. Él está demasiado
distraído con su olla como para notar mi presencia.
Es mejor así.
Es ese momento mágico de la historia en el que él no está prestando
atención, en el que puedo verlo ante mí, de carne y hueso, hasta que
súbitamente dirija esos ojos hacia mí, me vea y todo comience. Mi vida
comience.
—Creo que has perdido algo —anuncio en medio del patio lleno de
árboles magníficos y florecientes, con una voz tan grandiosa como la de
cualquier príncipe azul de cuento de hadas.
La amiga del chico número 100 es la primera que me ve. Una sonrisa se
extiende por su rostro cuando comprende lo que está pasando, y entonces le
da una palmada en la parte baja de la espalda, con la fuerza con la que solo
una mejor amiga podría hacerlo.
—Es él —le susurra.
El chico número 100 se da la vuelta.
Un rizo negro cae frente a sus ojos resplandecientes. Le ofrezco la
chaqueta como si fuera un tributo. Me saluda con esa sonrisa de mejillas
redondeadas que tan bien recuerdo.
—Me has encontrado —dice. Las notas bajas resuenan en mis oídos—.
¿Por qué has tardado tanto?
Ha estado esperándome. ¿Me habrá echado de menos tanto como yo a
él? Su sonrisa me calienta como el sol. Me río y doy un paso hacia él.
—Siento haberte hecho esperar.
—Puedo ser muy impaciente.
Deja en el suelo la olla, se separa de su amiga y el espacio entre los dos
se reduce a un metro, medio metro..., unos cuantos centímetros. Está de
nuevo mirándome, el gigante bonachón y yo bajo los árboles y el cielo
despejado.
—No me lo pusiste fácil. Las granadas, la olla. Ah, y por cierto, me
debes tres dólares en multas de la biblioteca por Conversaciones de física
con mi perro.
Él se ríe y niega con la cabeza con incredulidad.
—Tenemos que ponernos al día de muchas cosas.
—Sí. —Nuestras miradas se cruzan—. ¿Cómo te llamas?
—Grant.
«Grant, Grant, Grant, Grant, Grant.» El nombre hace eco en mis oídos.
Es casi como de la realeza. Es perfecto, es el destino, es magia.
Ya está.
Vamos con todo. El tratamiento completo de príncipe azul de cuento de
hadas que rescata a la princesa de la torre.
—Yo soy Micah Summers. ¿Te apetecería salir a cenar conmigo?
Cada milisegundo que no responde parece durar un siglo.
No rompo el contacto visual.
Grant asiente.
—Sí —dice sonriendo—. ¿Te parece si vamos ya? Me muero de hambre.
Cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo estalla de alegría.
De los dedos de la mano hasta los dedos de los pies, desde la cabeza hasta
el estómago, todo crepita con una energía extraña. El príncipe azul ha
cumplido su cometido.
¡Por fin he logrado invitar a salir a un chico!
—Perfecto. —Sonrío—. Pero antes... Ha habido varias personas, cientos
de ellas más bien, que me han mentido y me han dicho que esta chaqueta
les pertenece. —Desdoblo su chaqueta bordada con calabazas y enredaderas
—. Necesito saber si te está bien. Ya sabes, para asegurarme de que de
verdad eres tú.
Grant sonríe y sus hoyuelos resplandecen.
—Debemos ser rigurosos.
Entonces se gira y espera a que lo invista con la chaqueta. Le sonrío a
Elliot. Sin él, no habría podido vencer mi miedo de venir aquí. A solas en el
otro extremo del patio, me devuelve la sonrisa. Pero no es la sonrisa amplia
y luminosa de siempre. Esta es pequeña, colmada de emoción.
Un viento frío corre entre mis extremidades. ¿Por qué Elliot parece estar
diferente?
—Hazlo —articula con los labios, y luego vuelve a esbozar una sonrisa
que aplaca mi desbocado corazón.
Grant extiende los brazos, y los músculos de la espalda se le destacan
bajo la camiseta mientras me acerco con la chaqueta. Deslizo una manga
por su mano grande y delicada. Es arrebatador estar tan cerca de él. Me
muerdo la lengua para que mi felicidad no me haga emitir ningún ruidito
extraño.
Luego le pongo la otra manga.
—Te está perfecta —digo.
Y así es.
9

El prólogo

Sí.
He invitado a salir a un chico y ha dicho que sí. Lo había hecho un
millón de veces en mi mente con otros noventa y nueve chicos, pero mi
cuerpo no estaba preparado para la realidad de escuchar a Grant decir «sí»
con esa voz profunda y resonante de bajo que tiene. Sí. ¡Qué palabra tan
mágica! Ese «sí» me ha barrido de la mente todos los «no» que he oído o
imaginado.
El «sí» es tan potente que he aceptado salir a cenar con él ahora mismo.
Sin preparativos, sin planificación romántica, sin anuncio en Instaloves,
¡nada!
—Vamos a tomar algo al Potage, nada sofisticado —dice Grant.
¡Nada sofisticado! ¡Yo quería sofisticado! Esta es nuestra primera cita,
mi primera cita. ¿Nada sofisticado?
Sin nada más que un «¡Pasadlo bien!», la amiga de Grant se aleja lo más
rápido que puede con las bolsas de granadas.
—¡Eshana! ¿Y la olla? —grita él señalando su compra de la tienda de
artículos para cocina.
Me vuelvo a emocionar; Grant está en mitad de algo importante.
Tendremos que posponer esta primera cita hasta mañana, para cuando yo
pueda planificar. Cuando estoy a punto de sugerirlo, su amiga, Eshana,
responde sin siquiera girarse:
—¡Déjala! Vendré a por ella en cuanto lleve estas a su sitio.
Grant se vuelve hacia mí sonriendo con alivio, pero yo ya estoy tenso
otra vez.
—No sé si está bien que deje solo a mi amigo —digo señalando a Elliot
al otro extremo del patio, pero ya no está ahí. Se ha ido.
Reviso mi móvil y veo un mensaje suyo:
No quería que una despedida incómoda arruinara tu
PRIMERA CITA. ¡Pásalo genial!

—Elliot —gruño. ¿No podía haber esperado un minuto más?


Y así, como si nada, me encuentro a solas con Grant. Me mira con las
manos en los bolsillos y una sonrisa de pronto un poco más pequeña.
Percibe el cambio en mi energía.
«¡Explica la situación, Micah!»
—Verás... —empiezo a decir.
—Micah —me interrumpe, y me agarra de los brazos. Siento su fuerza
incluso a través de su delicadeza. Aunque sus labios, dos almohadas
esponjosas y rosadas, están un poco separados, no me besa. Pero está cerca.
Muy cerca. La garganta se me cierra—. No te estreses —continúa—.
Seguro que quieres que nuestra primera cita sea un gran acontecimiento y
ponerle mucha dedicación. ¿Me estoy acercando?
—Mucho —respondo. Es perfecto. Un telépata absolutamente perfecto.
Y lo único que quiero es dormir apoyado en su pecho tras un día tan
cansado y tenso.
Grant sonríe triunfante.
—Pero estoy muriéndome de hambre y me gustaría que fuéramos a
comer algo aquí enfrente. Esta no es nuestra primera cita. ¿Por qué no la
llamamos...?
—¿Una prueba?
—Uf, suena estresante. —Grant tuerce los labios mientras piensa—.
¿Entrevista? No, eso es peor.
—Ya...
Permanecemos tranquilos y en silencio bajo los arces, mientras un viento
cálido sacude las ramas y libera semillas voladoras, que giran y giran y
giran.
Estamos en un libro de cuentos. Es nuestro cuento. Y ¿qué va antes del
primer capítulo?
—Un prólogo —propongo, y los ojos de Grant se encienden como
fuegos artificiales.
Me ofrece su brazo para que lo coja y la piel de la chaqueta rechina
cuando lo flexiona.
—Micah Summers, ¿te gustaría tener un prólogo conmigo?
¡Nuestro primer prólogo!
En Le Petit Potage, comemos en la barra de la ventana, que da a la
frondosa entrada del jardín norte del Instituto de Arte. Mientras Grant ataca
su sándwich a mordisquitos rápidos, remuevo mi sopa con movimientos
circulares e hipnóticos.
—No hacía falta que pagaras —le digo—. Yo iba a...
Grant sonríe.
—No te preocupes, Micah Summers. Yo me encargo del prólogo; tú
puedes encargarte de la cita.
—¡Hecho! —Soplo la cuchara para enfriar la sopa—. ¿Cómo te
apellidas? Para poder localizarte.
—Rossi.
«Micah Rossi... Micah Summers-Rossi... Micah Rossi-Summers...
Bienvenido a la casa Summers-Rossi; quítate los zapatos, por favor...»
Me cuesta trabajo creer que tengo acceso a toda esta información de
Grant Rossi tras haber subsistido a base de migajas y conjeturas.
Durante nuestro prólogo, Grant se confiesa conmigo como si yo fuera la
CIA. Es el más pequeño de ocho hermanos (¡!), tiene una sobrina que este
año entrará al instituto en el que él estudió, odia el maíz en mazorca pero le
encanta en caldo, piensa que David Lynch es el pintor más importante de
todos los tiempos y, si no pudiera ser artista, le gustaría trabajar en Seadog
como guía de tours en lancha motora, que vendrían a ser un tour en barco
de los de toda la vida pero como si lo condujera Guy Fieri.
Cuando Grant comenta esto, me río.
—El primer novio de Instaloves que dibujé era un guía turístico de
Seadog que me parecía mono.
En mi dibujo de fantasía, el guía turístico de Seadog era el fornido
capitán de un clíper.
—¿En serio? —Grant se recuesta en su asiento y apoya el brazo en la
barra. Sin una chaqueta que lo cubra, su bíceps alcanza el tamaño de una
calabaza pequeña. Me harían falta las dos manos para rodearlo—. Me
encantan los guías de Seadog. ¡Son tan estrafalarios! ¿Te gustaba cómo
gritaba sin parar por el micrófono?
Me tapo los ojos con las manos.
—Calla, calla. Nunca se lo había dicho a nadie.
Su sonrisa con hoyuelos desciende unos milímetros.
—Entonces, ¿por qué me lo has dicho a mí?
Le sostengo la mirada. Es extrañamente agradable.
—Yo solo... Es fácil hablar contigo.
Mientras el ocaso se disuelve en azul pervinca, nuestro prólogo se reduce
a envoltorios con migajas y boles vacíos. Con Grant, el tiempo desaparece.
No hay en mi mente negociaciones constantes sobre qué decir. Estoy siendo
yo mismo y, por primera vez en mi vida, eso parece suficiente.
—Entonces —le digo al tiempo que toco con el pie su tobillo—. Sobre
nuestra primera cita...
Grant apoya la barbilla en el puño.
—¿No acabamos de tener nuestra primera cita? —El pánico debe de
haberse apoderado de mi rostro, porque me da de inmediato un golpe en el
hombro—. ¡Es broma!
El golpe es más fuerte de lo esperado, pero con la fuerza precisa para
que resulte emocionante. De hecho, me da la impresión de que está
tocándome de todas las maneras posibles, salvo cogerme de la mano. Es
como si tuviera la necesidad de tocarme. Me muerdo los labios mientras
unos pensamientos no aptos para menores de diecisiete se arremolinan en
mi mente.
«Tranquilo, Micah. Tienes que dar los pasos A, B y C antes de dar el D.»
—La primera cita —repito. Él asiente como un estudiante aplicado—.
¿Tienes algo que hacer mañana por la noche?
—No.
—Buena respuesta.
—¿Qué vamos a hacer?
—Aún no lo he decidido. —Nos quedamos mirándonos el uno al otro
mientras los empleados del Potage barren a nuestro alrededor. Extiendo mi
mano abierta—. Voy a darte mi número.
Grant desbloquea su móvil y me lo da. En la parte de atrás hay una
pegatina de la reina de Blancanieves que parece estar sosteniendo el logo de
Apple.
Siento como si una mariposa me revoloteara en el pecho. Me gustaría
poder enviarle a Elliot una foto del móvil. Él entendería de inmediato que
es como si el universo estuviera guiñándome el ojo.
Mando un mensaje a mi número de móvil:
Hola, Micah, soy Micah y estoy aquí con Grant.
Y entonces se lo devuelvo. Lo he hecho. Le he dado mi número a un
chico, pero no es un chico cualquiera; es el chico. Grant me envía un
mensaje debajo del que me he enviado yo:
Hola, Micah, soy Grant y estoy aquí con Micah. Por
favor, guarda el número de este bombón, ¿vale?

Adorable. Le respondo:
¡Vale!

—Te enviaré los detalles de la cita cuando los haya planeado —indico.
Acto seguido salgo con Grant al atardecer. Al otro lado de la calle, frente
a la entrada del jardín norte, decidimos despedirnos. Se queda conmigo
hasta que llega mi Uber, pero, cuando aparece el coche, me agarra del codo.
Bajo el resplandor de las farolas, sus ojos luminosos dicen lo que yo no me
atrevía a admitir: es terrible separarnos otra vez después de que nuestra
última separación fuese tan dolorosa.
—No puedo creer que te haya encontrado —digo.
Sonríe.
—Aquí estoy.
Después de un instante que me deja sin aliento, yo también sonrío.
—Sí, aquí estás.
—¿Qué me pongo mañana?
Mientras el motor del Uber sigue zumbando, repaso en mi mente las
opciones. ¿Qué podría ser adecuado para el plan que tengo en mente, si aún
no lo he decidido? Al final, Grant siempre sabe obtener de mí las verdades
más simples:
—Ponte lo que llevarías si esta fuera tu última primera cita.
En esta ocasión soy yo quien lo deja sin aliento.
—Vale —accede aturdido pero sonriente—. Nos vemos mañana.
Subo al coche y el Uber emprende el recorrido del Loop a mi casa
mientras yo permanezco en un estado mental de ofuscamiento y felicidad.
Al final de un larguísimo día empiezo finalmente mi Cuadernillo de las
primeras veces. Junto a «La primera vez que invité a salir a un chico»,
escribo la fecha: 9/6/22.
Lo he hecho. No sabía que podía ser un chico tan guay.
10

La Dama Encantada

¡La búsqueda ha terminado! ¡Hemos encontrado al chico número 100!


Como con el zapato de cristal de Cenicienta, la chaqueta era justo de su
talla. Hubo muchos obstáculos, pero nunca nos rendimos. ¡Y vosotros
tampoco deberíais hacerlo! Un mundo agotado se merece soñar un poco, y
hay sorpresas a la vuelta de cada esquina.
¿Qué pasará con el chico número 100 y conmigo a partir de ahora? Esta
noche tendremos nuestra primera cita (¡uf!), así que estad pendientes de
esta cuenta, porque nuestra historia apenas acaba de empezar…

Cuando me despierto, siento en cada átomo de mi cuerpo como si llevara un


siglo durmiendo.
Después del mejor descanso de toda mi vida, la primera cita definitiva
aparece de pronto en mi mente. He soñado que Grant y yo estábamos en la
cubierta de una lancha motora de Seadog, en un tour para nosotros dos en
exclusiva, solo que, en vez de Chicago, veíamos playas magníficas,
fantásticas, llenas de sirenas y de castillos en ruinas.
¡Nuestra primera cita debe ser en el mar!
Si quiero que el plan esté listo a tiempo debo ponerme manos a la obra.
Envío cuatro mensajes siguiendo un orden estricto. El primero es para mi
padre:
No sé si has visto mi publicación de Instaloves,
pero ¡mi PRIMERA cita será esta noche! Quiero que
sea muy especial. Nunca te he pedido esto, pero
¿podría usar esta noche a la Dama Encantada?

Mi padre se pone nervioso con solo verme usar su cafetera, así que
lograr que me preste el yate de la familia será todo un reto. Después de
intercambiar varios mensajes con él (y de recibir por la otra línea algunos
de mi madre en los que me asegura que lo convencerá), mi padre cede con
la condición de que nos veamos en la embarcación a las cinco y media,
seguro que para explicarme mil cosas antes de darme las llaves.
¡Victoria!
Mi segundo mensaje es para Hannah. Ya tengo una docena de mensajes
suyos pidiéndome que se lo cuente TODO, pero con mi renovada confianza
decido jugar un poco:
Te lo contaré todo cuando tú
me hables del hombre misterioso de anoche.

Su respuesta:
Adiós.

Sonriendo, me pongo boca abajo en la cama y le escribo:


¡La primera cita oficial será esta noche! Mi padre
me va a dejar usar la Dama Encantada. ¿Quieres
ayudarme a decorarla? Yo pongo el almuerzo y
muchas historias de anoche.

Al cabo de unos segundos, responde:


Eres tonto. Lo habría hecho
solo por el almuerzo.

Traducción: no pienso contarte nada sobre el hombre misterioso. Por lo


general, Hannah me da todos los detalles de los chicos con los que sale,
desde el número que calzan hasta su nota media. La trama se complica con
este último. Tras un segundo, añade:
Nos vemos en media hora. ¡Va
a quedar que flipas ese bote!

Me encanta Hannah. Se pone en modo trabajo a la menor provocación.


Esta es mi gran Primera Cita de la que hemos hablado desde hace años. De
hecho, fue una promesa que me hizo durante el baile de séptimo grado, una
noche en la que creí que estaríamos ella y yo pasando el rato como siempre
pero que terminó con su primer beso en la pista de baile. Su Cuadernillo de
las primeras veces empezó hace tiempo. Aunque me alegré por ella, fue en
ese momento cuando entendí (mejor dicho, sentí) la diferencia entre los dos.
Por mucho que yo hubiera salido del armario, tendría que esperar hasta que
otros chicos se pusieran al día para mi primer beso. Después de eso, estuve
muy alterado emocionalmente, no sabía por qué. Pero Hannah sí. Ella lo
entiende todo. Se acercó a mí en la biblioteca, entrelazó su dedo meñique
con el mío y me prometió que me ayudaría a planear hasta el último detalle
de mi primera cita, cuando fuera que ocurriera.
Más de cuatro años después, al fin está pasando. Inundado por una
sensación de calidez, le mando un mensaje a Elliot, que no me ha escrito
desde anoche.
¡Lo logramos! Grant y yo hablamos durante horas.
Fue increíble. ¡No habría podido hacerlo sin ti! Esta
noche tendremos nuestra primera cita oficial. Hannah
va a subir para ayudarme a planearla. ¿Estás
trabajando? Me encantaría continuar haciendo
misiones con mi trío favorito, si estás libre.

Los tres puntos que indican que Elliot está escribiendo aparecen incluso
antes de que yo termine de teclear. ¡Me encanta que sea tan impaciente
como yo con los mensajes! Su respuesta llega pronto:
¡Holaaaaaa! ¡Encantado de hacer otra misión con
vosotros! Y el dibujo que publicaste, ¡GUAU! Estoy
trabajando, pero saldré a mediodía. Espero que no sea
demasiado tarde.

¡La Compañía de la Chaqueta vive!


Le escribo que nos veamos en el Club de Yates Columbia, pero me
detengo antes de darle a enviar. Si hay algo que no puedo hacer es decirle:
«Cuando acabes de fregar posos de café, camina un kilómetro hasta mi yate
de lujo para ayudarme a planear una cita romántica. Al terminar, podrás
volver a tu sofocante apartamento».
¡Tómate tu tiempo! Ve a casa, descansa un rato,
etc. Si te parece, nos vemos en Scully & Sokol’s (ese
supermercado pijo que está cerca del Audrey’s)
a eso de las 3.

Elliot responde emocionado, y yo reviso el estado del pedido del


ventilador industrial que encargué. Aún no lo han enviado. Se retrasará
varias semanas. Me río. Elliot se burló de mí cuando dije que quería hablar
con un gerente en lugar de aceptar que a veces hay límites.
Tal vez los haya, pero si puedo ayudar a Elliot a mejorar sus condiciones
de vida, ¿por qué no intentarlo?
Mientras busco en mi mente otras alternativas de refrigeración, empiezo
a redactar mi cuarto y último mensaje, el más importante: el que le enviaré
a Grant. Tecleo y borro decenas de mensajes, pero ninguno tiene el tono
adecuado. Debe ser despreocupado pero al mismo tiempo rotundo.
Importante. No puede ser un simple «Hola».
¿«Buenos días, guapo»?
Suena estúpido, ¿verdad? Además, me gustaría guardar mi primer
«Buenos días, guapo» para cuando me dé la vuelta en la cama para
despertarlo.
¿Estás tratando de enviarme
un mensaje inolvidable, Micah Summers?

Es Grant.
Mis labios se separan. Es como si se hubiera materializado de la nada en
mi habitación.
¿Cómo lo hace para saber qué decir en cada ocasión? Respondo lo más
rápido que puedo.
Iba a ser inolvidable, pero ahora tendrás que
conformarte con que te diga los detalles de la primera
cita definitiva.

¡Estoy listo!

Club de Yates Columbia. 8 p. m. Busca a la Dama


Encantada.

Tras una larga pausa, un pensamiento horrible hace que se me revuelva


el estómago: es demasiado opulento. Soy un niño malcriado con un yate, y
él va a pensar que estoy presumiendo. Tal vez esté escribiendo que esto es
demasiado y que deberíamos posponer la cita para otra noche en la que no
esté tan ocupado (pero no la pospondremos; simplemente me escribirá cada
vez menos hasta que yo pille el mensaje y desaparezca).
Al fin responde.
Madre mía. No te andas por las ramas. ¡Nos vemos a
las ocho! No olvides llevar ese cuaderno mágico de
bocetos. Deberías tener algo nuevo que publicar
mañana.

Conciso. Coqueto. Perspicaz. Elocuente.


Grant Rossi no podría ser más perfecto ni aunque lo hubiera inventado
yo.
El día es un frenesí de preparativos. Mientras saqueamos todas las
tiendas de manualidades del distrito Gold Coast, le voy contando a Hannah
lo ocurrido la noche anterior: cómo me topé con él en el patio, cómo le puse
la chaqueta, la cita prólogo, cómo no dejaba de tocarme, cómo parecía oír
mis pensamientos en el instante exacto en que los concebía. Con los brazos
llenos de enredaderas y flores de plástico, y con lágrimas en los ojos,
Hannah me da un abrazo. Ha estado esperando este momento casi con
tantas ansias como yo.
—¿Te acuerdas? —dice en un susurro mientras entrelaza su dedo
meñique con el mío—. Te prometí que ocurriría.
Aprieto su dedo con el mío y sonrío.
—Y yo te prometí que después te contaría todos los detalles.
Hannah guiña un ojo.
—Eso no era una promesa cualquiera, sino un juramento de sangre.
Cuando nos encontramos con Elliot en Scully & Sokol’s, un
supermercado en el West Loop, empieza de inmediato a burlarse de mí.
—Ah, entonces ¿vamos a decorar tu yate? Se te ha olvidado mencionar
ese pequeño detalle antes, ¿eh?
Avergonzado, acabo perdiendo la paciencia en la sección de frutas y
verduras.
—Creía que te había dicho que...
Elliot se coge el cuello de su polo oscuro con ambas manos y lo ciñe
contra su piel como haría una antigua estrella de Hollywood con su abrigo
de visón.
—Es solo un yatecito, nada ostentoso. Algo para la familia.
Hannah se cubre la boca al reír, y Elliot es tan gracioso que yo tampoco
puedo contener la risa.
—Si me ayudas con esta cita, ¡Brandon y tú podréis usar el yate cuando
queráis!
Elliot da un silbido mientras coge una cesta con fresas.
—¡Olvídate de Brandon! Si tiene aire acondicionado, ¡será mi nueva
casa de verano!
Para cuando terminamos de reunir todas las cosas de mi lista, ya
llevamos un retraso de casi una hora para la cita con mi padre. Susurro una
breve petición a los dioses gais para que la charla acabe pronto y podamos
ponernos a decorar antes de las ocho.
Mi móvil vibra. Es un mensaje de Grant.
En el caleidoscopio de ansiedad en el que me encuentro, mi cerebro
transforma su mensaje en «No podré llegar. Esto es un error terrible.
¡Adiós!». Un parpadeo después, surge el verdadero mensaje:
He ido a comprar mi outfit para la cita en yate. ¿Qué
opinas?

Grant me manda una imagen de banco de fotos de un anciano


pretencioso con uniforme de capitán mirando una puesta de sol.
Una sonrisa emerge en mi rostro, y respondo:
Es perfecto.
Para cuando llegamos a los embarcaderos del Club de Yates Columbia,
el sol empieza a ponerse sobre el lago Michigan. En la distancia, la enorme
noria de Navy Pier ya tiene prendidas sus luces multicolor. La escena es tan
idílica que no puedo ver el momento de dejar de ir con prisas y disfrutar por
fin del fruto de mi labor. Hannah, Elliot y yo acarreamos bolsas con
comida, flores y adornos por el embarcadero, que es como una parada de
taxis pero con hileras de pequeños yates privados casi idénticos. Debe de
haber unos cincuenta.
—Buscamos la Dama Encantada —les indico mientras camino con
prisa, pero tratando de no tropezar.
Hannah hace piruetas con su falda azul de cuadros.
—No busquéis más. ¡La Dama Encantada está aquí!
—¡Uuuuh, todos a bordo! —entona Elliot al tiempo que se coge del
brazo de Hannah.
—¡Más quisieras! —replica Hannah al tiempo que intenta darle una
patada en los tobillos, pero él la esquiva y se aleja riendo.
—Más quisiera tu hombre misterioso —le comento cuando la alcanzo.
Como era de esperar, la sonrisa de Hannah desaparece.
—Buen intento, señor Summers, pero esta noche no hablaremos del
hombre misterioso. Esta noche nos dedicaremos a hacer realidad la primera
cita de tus sueños.
Elliot me da un empujoncito en la cintura con su bolsa.
—Somos tus ratones ayudantes, como en La Cenicienta —dice
sonriendo.
—Yo quiero ser Gus —declara Hannah—. A mí también me gusta ir solo
en camiseta.
Cuanto más nos reímos, más aumenta mi seguridad, aunque es como un
castillo de naipes: en apariencia intacta pero fácil de derribar. Esta cita debe
ser, y será, legendaria.
Por fin aparece la Dama Encantada. A primera vista, no es distinta de
los demás yates que salpican el lago. Bonita, pero de una monotonía que
resulta agobiante. Aun así, cuanto más nos acercamos a la rampa de
abordaje, más veo su rasgo distintivo: en vez de ser color hueso, como los
demás, la Dama Encantada es de color azul turquesa. Tiene su nombre
estampado al costado con letras arremolinadas y también azules, pero más
brillantes y oscuras.
—Y aquí está el príncipe —anuncia mi padre desde el yate, en la cima
de la rampa. Cuando está fuera de casa viste siempre de negro, como mi
madre: camiseta negra de cuello en V y pantalones negros de tiro alto,
aunque estilizados con mocasines blancos. Es tan reconocible que siempre
que está en público tiene que ir superelegante. Sin embargo, en casa,
siempre parece que acabe de volver del gimnasio.
—¿Te habías perdido? —pregunta dando golpecitos en un reloj de
pulsera cuya marca no puedo pronunciar.
—¡Perdón! Nos hemos retrasado un poco en la tienda.
Subo la rampa a toda prisa, con Elliot y Hannah pisándome los talones.
Parece que estemos compitiendo por demostrarle a mi padre que no
estábamos haciendo el vago. Por alguna razón, mi padre siempre te hace
sentir que no te estás esforzando lo suficiente.
—Cincuenta minutos tarde, Principito —repone después de dar un
silbido.
Nos sigue al interior de la Dama Encantada, chasqueando la lengua con
desaprobación. Tengo que hacer un esfuerzo para no contestarle. Ya estoy
bastante estresado con lo de la cita como para tener que lidiar con su
obsesión con la puntualidad.
No obstante, el yate hace que todas sus críticas valgan la pena. Hannah y
Elliot ponen las bolsas sobre la mesa de comedor que hay en el medio de
una majestuosa estancia. A lo largo de las paredes, tapizadas con patrones
texturizados color merlot, hay sillones de estilo moderno cubiertos con
mantas de cachemira. Unas puertas de doble hoja dan a la cubierta
exterior...
Ahí es donde Grant y yo contemplaremos las estrellas después de la
cena, y donde tal vez (ojalá) haremos algo más.
A mi padre, visiblemente nervioso, lo acompaña su productora, Theresa,
una alegre puertorriqueña de piel bronceada y cabello oscuro recogido en
una coleta larga y tensa al estilo Ariana Grande. La mujer ladea la cabeza al
mirar a Elliot, quien vacía con diligencia las bolsas de comida mientras ojea
con asombro la imponente habitación.
—¿Eso es para la cocina? —pregunta ella—. Mejor tráelo aquí, cariño.
A Elliot no parece molestarle tener que recogerlo todo de nuevo. Tal vez
esté acostumbrado a ese tipo de órdenes contradictorias en el Audrey’s.
Mientras Hannah y yo sacamos las guirnaldas de luces y las enredaderas
de plástico, mi padre repite:
—Cincuenta minutos. —Queda claro que no me he disculpado lo
suficiente—. ¿Tú sabes quién me tuvo esperando tanto tiempo, Theresa?
Esta responde despreocupadamente mientras ayuda a Elliot a recoger:
—El récord mundial de tener esperando a Jeremy Summers lo ostenta el
nuevo dueño de los Cubs, con veintiséis minutos.
—Ajá. ¿Y qué hice cuando llegó?
—Canceló la cita.
—Al instante. —Mi padre chasquea los dedos.
Hannah se me queda mirando sin parpadear.
Suspiro y me vuelvo hacia él.
—Lo siento por haber llegado tarde. Gracias por esperarnos y por
confiarme a la Dama Encantada. Estoy muy nervioso por lo de esta noche.
Mi cerebro está en Júpiter, así que ni siquiera sé qué es el tiempo, como
concepto.
La expresión de dureza y enfado de mi padre se disuelve.
—Oooh, ven aquí. —Me atrae hacia él y me abraza—. Lo siento, Micah.
Me he alterado esperándote. ¡Tu primera cita! Pero ¿en qué momento has
crecido tanto? Debes de haberlo hecho en secreto. —Entonces emite un
gruñido de dolor—. Agh, lo odio.
Jeremy Summers siempre ha estado en guerra con su enemigo: el
tiempo.
Elliot inclina la cabeza cuando pasa con la compra hacia la cocina. Mi
padre se interpone en su camino.
—Ey, hola. —Extiende la mano amistosamente—. Soy Jeremy
Summers, el padre de Micah.
Elliot intenta estrecharle la mano mientras carga con tres bolsas.
—Sí, ya lo sé, mmm... Me alegro de verlo...
Mi padre se lanza de lleno a su discurso sin darse cuenta de que ya se
había presentado la otra noche.
—Conque tú eres el chico especial. Espero que os divirtáis esta noche,
pero quiero que mi hijo esté de vuelta en casa a las once en punto. Nada de
«hemos perdido la noción del tiempo». No me gusta espiar, pero os aviso de
que esta embarcación está equipada con cámaras de transmisión en directo a
las que tendré acceso. Ahora bien, las cámaras capturan imagen, pero no
sonido. Sentíos libres de hablar de lo que queráis, pero si usáis la Dama
Encantada para otra cosa que no sea cenar, lo sabré. Y, a propósito de eso,
Micah, ¿por qué está cocinando él? Creía que querías impresionarlo.
Me muero, esto es demasiado divertido.
Hannah se cubre la boca con las enredaderas de plástico para ocultar su
ataque de risa. El pobre Elliot ha estado asintiendo cortésmente durante
todo este tiempo. Yo bajo mis bolsas y junto las manos como un estricto
profesor de colegio.
—Bueno, padre, eso es porque te has equivocado de chico. Este es Elliot.
Mi cita de esta noche es con Grant.
Papá se vuelve hacia Elliot, que parece estar tratando de refrescar la
memoria de mi padre mediante sonrisas, pero este solo parpadea como un
tonto y dice:
—Creo que voy a tirarme al lago.
Durante la siguiente hora trabajamos sin parar. Hannah y yo nos
movemos como bailarines, montando enredaderas y luces en todos los
barandales, mientras Elliot abastece el frigorífico que está bajo la cubierta.
Al cabo de una decena de velas, Hannah y yo transformamos la estancia
principal en un oasis de bosque de hadas. Cuando llegue Grant, será como
si un leñador entrara en un claro mágico y me encontrara ahí, esperándolo.
El cuento de hadas ya no está únicamente en mi cabeza.
Ha llegado el momento de que todos se vayan y me dejen solo a esperar
esta cita tan trascendental. Hannah guarda las bolsas vacías en una alacena
y me desea buena suerte con un fortísimo abrazo.
—¡Está ocurriendo! —susurra con emoción.
Yo hago un bailecito entre sus brazos.
—Por fin —digo.
Entonces me suelta y me mira con seriedad.
—Escucha. En caso de que tu príncipe resulte ser un asesino en serie,
puedes llamarme y me planto aquí en un segundo con varios cuchillos y
movimientos de karate. —Me río y le doy un empujoncito juguetón, pero
ella no quita su cara de madre—. No estaré lejos. Estaré en el Old Town, en
mi propia cita.
—Con el hombre misterioso, ¿verdad? —pregunto juntando las manos.
—Nada de preguntas ahora, Micah.
En cuanto dice esto, Hannah se pone las gafas de sol, me lanza un beso y
se marcha. Al poco rato, mi padre se va con Theresa, que agita con
entusiasmo la mano para despedirse. Cuando va por la mitad de la rampa,
mi padre se da la vuelta.
No dice nada. Solo se queda mirándome, como tratando de asimilarlo
todo.
—¿Papá? —preguntó
Él sacude la cabeza como para despertarse.
—Nada. Pásatelo bien. —Termina de bajar la rampa y se vuelve una vez
más—. ¿Te avergonzarías si te dijera que te quiero?
Yo inhalo con fuerza.
—Sí.
Él chasquea la lengua.
—Pues menos mal que no lo he dicho. ¡Disfruta de tu cita!
Flotando de nuevo en un cálido aturdimiento, abandono la cubierta con
Elliot y bajamos a la cabina. Lo ha dejado todo perfecto. En la isleta de la
cocina hay una vitrocerámica nueva y, sobre ella, cuelga una completa
batería de cocina de cobre. Elliot está apoyado contra el frigorífico de acero
inoxidable mientras contempla su obra maestra de la organización: cada uno
de los ingredientes necesarios para la cena de hoy (crepes dulces y galettes
saladas) está dispuesto en perfecto orden.
—¡Qué pasada! —exclamo desde la entrada de la cocina. Mi voz hace
eco en el espacio vacío. Solo quedamos él y yo.
Elliot sonríe y pasa la mano sobre la superficie de cristal negro de la
vitrocerámica.
—Este lugar es muy bonito —declara—. Puedo imaginarte de pequeño
corriendo de un lado a otro y volviendo loca a tu madre.
La imagen parece darle tanta satisfacción que no me atrevo a confesarle
que he pisado esta cocina exactamente dos veces en mi vida y que en ambas
fue porque me perdí.
—Será mejor que me vaya —dice mirando con ternura la mesa—. Solo
estoy viendo cómo está dispuesto. Me gustaría poder hacer algo así para
Brandon, hacerlo especial, como al principio. Hace tiempo que no tenemos
una cita de verdad, ¿sabes?
—Aún podéis tenerla.
Elliot asiente; su mente está a kilómetros de distancia.
—Me refiero a que me gustaría que él hiciera algo como esto para mí.
—Trabajas muy duro —digo—. Mereces más que nadie una cita
espléndida y espectacular. —Elliot trata de sonreír pese al mareo que le
provoca estar en el yate. Se oye el sonido del agua en el embarcadero—.
¿Cuál es tu recuerdo favorito con Brandon?
La expresión de Elliot se ilumina como si le hubieran esparcido polvo de
hadas.
—Nadó conmigo. —Sea cual sea el recuerdo de Elliot,
independientemente de lo positivo que sea, lo lleva de inmediato al borde
de las lágrimas—. Llevábamos unos pocos meses saliendo, era casi
Navidad y me llevó a un restaurante de marisco con vistas al río. Madre
mía, creo que comí mi propio peso en patas de cangrejo. Y la mantequilla...
En fin, luego me llevó a la piscina donde entrena. Le habían dado un juego
de llaves por si quería ir fuera del horario de servicio. Quería verme nadar.
A mí me preocupaba que me diera un calambre; no te olvides de que me
había atiborrado. Entonces él... —Elliot ríe—. Nadó conmigo. Me rodeó
con sus brazos como si fuéramos un par de nutrias y nadamos de espaldas
durante horas. Me podría haber dormido ahí mismo, ese nivel de confianza
tenía mi cuerpo en él.
Sonrío cuando una imagen se forma en mi mente: Elliot y Brandon como
tritones sin camisa, abrazándose. ¿Dónde está mi cuaderno de bocetos
cuando lo necesito?
La sonrisa de Elliot desaparece tan pronto como había aparecido.
—Ahora Brandon está muy ocupado con la natación. Su entrenador
olímpico —añade poniendo los ojos en blanco— le ha dicho que la
excelencia y las relaciones no van de la mano.
Resoplo por la nariz.
—Pues se equivoca.
—Brandon le dijo que no se metiera donde no lo llamaban, pero lo cierto
es que nunca puedo planear nada para los dos...
Elliot se pierde con la mirada clavada en sus zapatos, y a mí me invade
una sensación de lástima. ¿Cómo es posible que un comienzo tan bonito, de
cuento de hadas, termine en tanta decepción para Elliot? Ninguna persona
queer merece algo así. Debemos crear nuestra propia magia, y no pienso
permitir que esa magia abandone a Elliot.
—Aférrate a ese recuerdo —le aconsejo poniéndole la mano en el
hombro—. Volveréis a eso. Hay sorpresas a la vuelta de cada esquina,
¿recuerdas? —Elliot se limpia una lágrima y asiente—. Tú y yo somos
distintos a los demás. No somos de los que creen que no vale la pena
enamorarse o seguir enamorados. Nos esforzamos por mí; ahora hagámoslo
por ti y por Brandon.
Elliot se muerde el labio.
—¿De veras?
—Príncipe y escudero, juntos una vez más para vencer a otro dragón: el
novio atareado.
La risa de Elliot atraviesa el silencio como una espada. El simple hecho
de verlo sonreír hace que me eleve diez centímetros sobre el suelo. Suspira.
—Eso sería genial. Gracias.
Hago una amplia reverencia y él me imita.
—Buena suerte, Micah —me desea abrazándome.
Luego sale sin mirar atrás, ni siquiera cuando le digo:
—¡Hablamos mañana!
Fuera, los relámpagos veraniegos suenan a lo lejos. Tras la súbita partida
de Elliot, me quedo solo y mi vulnerabilidad regresa. Bueno, no hay más
remedio que tener mi primera cita.
Grant llegará en cuestión de minutos.
11

La Princesa
Caballero

Cuando me quedo a solas, empiezan los verdaderos preparativos para la


cita.
En el baño del yate, me quito tres pelillos fuera de lugar de las cejas.
Luego, me retoco el rostro con un corrector cosmético y una base de tono
tan cálido y sutil que me engaña incluso a mí. Me abstengo de usar mi rímel
por cuestión de tiempo, no porque me inquiete llevar maquillaje en una cita
(con estas pestañas, sabrá que voy en serio). Luego vienen las uñas. Corto y
limo todas, incluso las de los pies, porque no sé cómo de reveladora se va a
poner esta noche, y Micah Summers siempre está preparado. Termino con
el importantísimo paso de hacer mis necesidades una última vez, pues
quiero proyectarle a Grant que soy un elfo luminoso y siempre bello que ha
evolucionado y dejado atrás esas necesidades mortales asquerosas como ir
al baño.
Nadie va al baño en los cuentos de hadas.
Me desvisto y saco con cuidado mi atuendo para la cita: pantalones de
pitillo y camisa negra con cuello alto que se abotona a la mitad de este. Mi
camisa de príncipe azul. Hace que destaquen mis hombros y me endereza la
postura, lo cual hace que dé impresión de más altura... y de seguridad.
Una última peinada con mi cepillo de cerdas de caballo y estoy perfecto.
Me miro al espejo, exhalo y me digo:
—Solo respira, Micah.
—¿Micah? —llama una voz desde fuera.
Un espasmo me sube por la columna y el miedo me golpea como una
bala de cañón.
Grant ya está aquí.
—¡Mierda! —exclamo entre dientes. «¡Deshazte de la evidencia!» Tan
silenciosamente como una hormiga tosiendo durante la misa, guardo todas
las cosas en el armario que hay debajo del lavabo: las pinzas, los calcetines
sucios, la camiseta sudada, la gomina, todo. Saco el cepillo de dientes del
estuche de maquillaje.
Mierda, se me ha olvidado cepillarme la lengua. ¿Y si tengo mal aliento?
Voy a abrir el grifo, pero me detengo. No. Si Grant oye agua corriendo,
pensará que acabo de hacer mis necesidades. Nada de agua. ¡Chicle! Me
meto en la boca un chicle de menta y mastico como si la cita dependiera de
ello.
—¿Micah? —Esa preciosa voz grave me llama de nuevo, pero esta vez
suena más alto. Se está acercando.
«¡Mastica rápido, maldita sea! ¡Más rápido!»
Si mastico más rápido, se me va a romper la mandíbula. No debe quedar
ninguna evidencia, así que abro el estuche de maquillaje y meto el chicle
usado ahí. Iugh. Me rocío (y rocío el baño) con el frasco de Jean Paul
Gaultier con forma del torso de marinero, respiro hondo y abro la puerta.
Si ya antes me faltaba el aliento, Grant Rossi me roba lo que me
quedaba. Su cabello rizado resplandece aún más; un brazalete plateado
cuelga holgadamente de su musculosa muñeca; un collar plateado, a juego
con el brazalete, cae sobre la camisa de manga corta oscura y estampada
con flores que se ciñe a su pecho, y se ha remangado un cuarto de vuelta las
mangas, lo que hace destacar sus fuertes brazos.
Un chico que sabe de estética. Un artista, como yo.
—¡Grant, estás aquí! —digo tras soltar un grito ahogado para fingir que
me ha sorprendido.
—Creía que me había equivocado de sitio —se ríe—. Debería haberte
enviado un mensaje para avisarte de que ya había llegado, pero me he
dejado llevar por la emoción. Perdona. ¿Te he sorprendido mientras estabas
en el baño?
Mi sonrisa se congela.
—No. Solo estaba mirando cómo tengo el pelo.
—Está precioso.
Me doy de manera distraída unas palmadas en la nuca.
—Qué va... No tanto como el tuyo.
Grant se queja inseguro mientras tira de uno de sus rizos. El mechón se
estira y luego vuelve a su forma original como un resorte.
—Siempre rebota así, sin importar lo que haga. Lo odio.
—Me encanta.
DIOS MÍO, AYÚDAME. HE ESTADO A PUNTO DE DECIR «ME ENCANTAS».
Permanecemos un instante en la entrada, contemplándonos. El silencio
me hace presión en los oídos. Grant se lame el labio inferior. Ocurre muy
rápido, en una fracción de segundo, pero es suficiente para expulsar
cualquier otro pensamiento. Si me besara en este momento, esta cita se
transformaría de inmediato en un encuentro sexual fortuito, y adiós a la
cena.
Pero ¿qué clase de cuento de hadas sería ese? No. Nuestro primer beso
no puede tener lugar tan pronto.
—¿Tienes hambre? —pregunto.
—Siempre —sonríe.
La preparación de las crepes empieza con dificultades. Se me caen
fragmentos de cáscara de huevo en la mezcla y estoy tan nervioso por que
todo salga a la perfección que me paralizo. No me atrevo a levantar la
cabeza. Todo lo que veo es el bol con huevos y las manos de Grant
acercándose para cogerlo.
—Mi madre me enseñó un truco para quitar las cáscaras —dice con voz
tranquilizadora. Mis hombros se relajan. Alzo la vista. Sus manos están
flotando sobre el bol—. ¿Confías en mí?
Sonrío mientras mi seguridad regresa a cuentagotas.
—Ya veremos.
¡Plaf! Grant sumerge toda la mano en la mezcla de huevo y la remueve
buscando los pedacitos de cáscara como si fuera un oso atrapando salmones
en un río. Una risa incontrolable sacude mi cuerpo mientras las yemas
salpican el mármol, el fregadero y los armarios. Cuando ya no queda casi
nada de huevo en el bol, Grant saca el último pedacito de cáscara y me
muestra con orgullo la mano, de la que escurre la mezcla amarilla.
—Los he sacado todos.
—Buen truco —comento entre risas.
Entonces me toca la barbilla con los dedos húmedos y pegajosos.
—¿Has visto la que he montado?
Es mi turno para humedecerme los labios.
—Sí.
—Ahora ya no tienes que preocuparte de hacerlo todo bien, porque
nunca montarás un desastre peor que el mío.
Sonrío. La primera sonrisa natural y no planeada de la noche.
—¿Te parece si hacemos esto juntos? —propone.
—Me encantaría.
Entrelazo mis dedos con sus dedos pringosos. Un nuevo hito: la primera
vez que cojo de la mano a un chico. Un terremoto asola mi cuerpo. Esto no
podría pasar con un apretón de manos común. Este cogerse de las manos
guarda un poder y una promesa que hasta ahora solo había podido imaginar.
Es suave. Fuerte. Seguro. Peligroso. Inocente. No tan inocente. Me
quedo sin aliento.
Las primeras tres crepes resultan un desastre. La cocina del yate se
convierte en una zona de guerra de salpicaduras de mantequilla, manchas de
fresa y una neblina persistente en el aire de «¿qué es ese olor a quemado?».
Pero, estando con Grant, cada error se convierte en un recuerdo. Una risa de
alivio sustituye a cada uno de los intentos de mi cuerpo por generar
ansiedad.
¿Mantequilla quemada? ¡Qué importa! ¿Crepe desastrosa? ¡Deliciosos
restos de crepe!
Cuando la cocina queda limpia de yemas de huevo, llevamos los platos
de crepes atiborradas y las galettes al comedor. Mientras camino, Grant va
detrás de mí diciendo que no cree que mi muñeca temblorosa logre
mantener el plato equilibrado. La risa hace que me mueva, complicando aún
más el acto de malabarismo.
—Que no se caiga, que no se caiga —susurra él—. Que no se
caigaaaaa...
—¡Basta! Se me va a caer de verdad —le suplico sin poder contener la
risa.
¡Uf! Estas bromas son lo mejor y lo peor.
Mientras comemos entre el resplandor de las luces del comedor boscoso,
empieza a llover. Incluso la lluvia es perfecta. El suave golpeteo sirve de
acompañamiento a la agradable lista de reproducción de bossa nova que
Elliot compiló con sus canciones favoritas del Audrey’s Café.
Hannah, Elliot y yo somos el equipo perfecto del amor. Vamos a hacer
algo tan especial para Elliot y Brandon que solucionará todos los problemas
que puedan tener. Elliot, ese adorable tritón, ¡volverá a nadar!
Grant corta su galette en pedacitos tan finos como una zanahoria baby.
Toma cada bocado cuidadosamente. Yo he estado comiendo bocados el
doble de grandes.
Empiezo a partir porciones del mismo tamaño que las suyas. No voy al
baño y tampoco como bocados del tamaño de un gigante.
Cuando nos acabamos nuestras crepes, sirvo café de un decantador de
cristal y Grant me muestra con orgullo el proyecto en que está trabajando
para el Instituto de Arte.
—Te lo enseñaré —dice—, pero por lo general me pondría a gritar como
un loco si alguien viera mis diseños antes de que estén terminados.
—¡Yo soy igual! —exclamo mientras le llevo una taza—. Por eso quería
que Instaloves fuera anónimo. Nadie lo entiende.
Grant busca en su móvil y abre una serie de bocetos.
—¿Verdad que no? Es como con mi padre. Siempre le digo: «Oye, yo no
estoy espiándote cuando estás en mitad de una cirugía».
—¡Sí! Y, por cierto, no tienes por qué enseñármelo.
—Vaya, ¿no quieres verlo?
—¡Sí! Claro que quiero, pero digo que no estás obligado.
Sonríe. Esos hoyuelos...
—Ven aquí —dice, y da unas palmaditas sobre su rodilla. Casi se me cae
la taza.
¿Me siento en sus piernas? ¿Sería raro hacerlo? ¿Y si lo que quería decir
era «acércate», y no «siéntate aquí»? ¿Es raro que me pida eso? O sea, claro
que me gustaría, pero... esas estúpidas cámaras de mi padre están por todas
partes.
Decido arrastrar mi silla hasta que está tocando la suya. Rodilla con
rodilla. Eso no es demasiado sexual.
«Micah, ¡eso no sería demasiado sexual ni para una monja!»
Nos acomodamos hombro con hombro sobre su móvil.
—Hueles bien —dice.
—Tú también —respondo al percibir el aroma a canela—. ¿No huelo
demasiado fuerte?
Grant ríe.
—Me gustan las colonias fuertes. Soy italiano. Somos alienígenas del
planeta Colonia.
Esta noche no logro recuperar el aliento. Me gusta MUCHÍSIMO.
Los bocetos que hay en el móvil de Grant son de ideas suyas, pero los
dibujos se los hizo un amigo con un programa de diseño. La figura lleva un
atuendo que va ganando detalles con cada nueva versión, y sugiere fluidez
de género: la parte superior de su atuendo es metálica y voluminosa y va
suavizándose hasta transformarse en un largo vestido de cola.
—La llamo la Princesa Caballero —me cuenta, pasando las fotos con su
mano fuerte y atractiva (no sé cómo explicar por qué una mano puede ser
atractiva, pero ¡lo es!)—. El curso de diseño concluirá con un desfile de
moda, y este es mi proyecto final.
En este momento recuerdo el póster que Elliot y yo vimos en el patio del
insti: el espectáculo de fin de curso es en agosto.
—Qué guay —susurro—. La Princesa Caballero parece salida de...
—De un cuento de hadas. Sabía que lo apreciarías.
—¿Para eso necesitabas todas esas rosas y granadas?
—Eso es. Estoy usando objetos característicos de los cuentos de hadas
para teñir la tela con métodos naturales, como se habría hecho en esa época.
Es una lata, pero lo hace más mágico, ¿no?
—Desde luego. Yo pensé en hacer lo mismo, en elaborar mis propias
pinturas para el mural.
—¿El mural?
La palabra se me ha escapado de la boca antes de que pudiera detenerla.
Una sensación nauseabunda de envidia me golpea el corazón. Grant está
mostrando con orgullo su gran proyecto, y yo no soy capaz siquiera de
hablar de mi mural.
—¿Micah? —dice con mirada inquisitiva.
Su tono amable logra sacarme de mis cavilaciones.
—Estoy pintando un mural —admito—. Aún no sé qué quiero hacer con
él. Tengo una visión mucho más clara para Instaloves, pero para este
mural... Tal vez soy yo. Desearía tener la seguridad para embarcarme en un
proyecto tan grande como el tuyo, pero no la tengo.
—Todavía.
La fuerza invisible que oprime mi corazón se debilita. «Todavía.» Es tan
bueno...
—No me puedo creer que te haya contado esto —continúo—. Estamos
en una primera cita, ha sido demasiado personal y...
—Ey. —Grant cubre mi mano con la suya. No es como la mano suave de
Elliot. Es más tosca, más fuerte, y dispara una sensación de calidez por mis
venas—. Deja de preocuparte por lo que pueda pensar de ti. Ya me has
impresionado, y yo no soy para tanto.
Me río.
—Cállate.
—En serio. No creo que la Princesa Caballero sea una idea brillante
todavía, y tiene que estar terminada en dos meses. Deberías ver las cosas
que están haciendo los demás en el curso. La mayoría son más mayores, en
edad universitaria, y luego estoy yo..., un chico de instituto que tuvo suerte
con una idea simpática. Tengo que demostrar que me merezco estar ahí.
Mi mano se calienta bajo la de Grant. Tenemos muchas cosas en común,
incluso nuestros temores.
—Tal vez podamos ayudarnos uno al otro —sugiero.
—Parece que nos hubiera juntado el destino después de todo —sonríe.
Los truenos retumban mientras la lluvia azota la cubierta. Grant no
aparta los ojos de mí. Y, sobre todo, no ha movido su mano. Le ordeno a mi
cuerpo que siga respirando.
Ni siquiera puedo asentir. Me muero por besarlo.
¿Nos besamos? Parece el momento correcto para hacerlo.
Grant es el primero que parpadea. Se levanta y dice:
—Ven conmigo a un sitio.
Me tiende la mano y su bonito brazalete se queda colgando
delicadamente de su muñeca. Mi padre me dijo que regresara a casa a las
once, pero Grant quiere que vaya con él y no dejaré escapar esa
oportunidad.
Salimos a la tormenta sin paraguas ni chaquetas. La única cosa
responsable que hago es cerrar el yate, pero en cuanto me meto la llave de
nuevo en el bolsillo, mi cuerpo se somete a lo que sea que Grant tenga en
mente. Corre por el muelle hasta la orilla y yo lo sigo. Bajo la lluvia, su
maraña de rizos se aplasta hasta formar una desordenada cortina que
enmarca su rostro. Ya estamos empapados, y las prendas que con tanto
cuidado hemos escogido para la cita se nos pegan en distintos ángulos y
curvas. La lluvia ha adherido la camiseta de Grant a su torso... y a mí me
dan ganas de arrancársela.
Cualquier pensamiento distinto a este abandona mi mente.
Un relámpago alumbra el lago Michigan con un efecto estroboscópico.
La silueta de los edificios de Chicago (esa silueta que conozco desde la
infancia) se ilumina en medio de la noche.
A la cuenta de cuatro «Mississippi», un trueno estalla con lentitud, como
un velcro separándose.
Grant aúlla y se ríe. Los músculos de las piernas me arden por seguirle el
paso según sale a toda velocidad del club de yates.
—¡No soy tan alto como tú! —le grito a través de la tormenta—. ¡No me
hagas perseguirte de nuevo por toda la ciudad!
Grant se gira, pero no se detiene. Sigue corriendo de espaldas y me
vocea:
—¡Creía que te gustaba perseguirme!
Tiene razón.
Otro trueno retumba en el cielo. Grant corre hacia mí y me atrae hacia él.
La lluvia cae de su rostro al mío. Sus labios brillan bajo la luz de la luna. Se
acerca un poco más...
Y se detiene. Luego sonríe.
—Esta noche nos besaremos, pero todavía no. Tengo que hacerlo bien.
Una sensación de alivio me azota con tanta fuerza como la lluvia.
—Más te vale —le digo.
Me empuja hacia delante a través de un chaparrón que se niega a ceder.
Vamos a toda prisa cogidos de la cintura hasta que hallamos refugio bajo los
toldos de las tiendas de Michigan Avenue. Los clientes corren de las puertas
hasta los taxis y los Uber que los esperan, chillando alegremente mientras
se cubren las cabezas con sus compras.
Grant y yo recuperamos el aliento, pero no nos soltamos.
El simple hecho de tocar su cintura por encima de su ropa ya me parece
arriesgado. Mi cabeza está apoyada en su hombro y estoy prácticamente
acurrucado en su brazo.
—¿Conseguimos un paraguas? —pregunto.
Grant se ríe y su pecho vibra bajo mi mejilla.
—¿Para qué? ¿Para no mojarnos?
Continuamos en dirección al centro de la ciudad, de toldo en toldo, y
cada una de nuestras pisadas arroja hacia el cielo un charco de agua de
lluvia. No sé adónde se dirige, pero avanza con mucha seguridad como para
estar perdido.
Al final, en una calle más tranquila cerca del Old Town, me lleva hacia
la entrada posterior de un almacén de ladrillo. Espero temblando al pie de la
escalera de incendios mientras Grant habla en la puerta con una mujer
vestida con elegancia. No sé qué está diciendo, pero ella se ríe.
Se conocen.
Quienquiera que se tope con Grant se enamora al instante de él.
La mujer abre la entrada trasera y Grant me lleva de la mano al interior;
no me suelta. Una música clásica de ensueño inunda aquel espacio oscuro.
Cuerdas alegres y pesadas. Varios grupos de personas se amontonan y
miran con atención las paredes de ladrillo. Los iluminan unas luces
estroboscópicas de color azul. Debe de ser una especie de club subterráneo
exclusivo para gente guay.
Y entonces lo reconozco: America Windows.
La gran vidriera azul brillante que Chagall le obsequió al Instituto de
Arte.
Una proyección inmersiva se derrama sobre toda la estancia. Los ángeles
que revolotean y las menorás de la obra son casi tan grandes como yo.
Manchones amarillos y blancos, maravillosos y milagrosos, entre las vastas
olas de azul. Estamos rodeados de arte, sumergidos en su enormidad. La
obra maestra baila en la palma abierta de mi mano, la que Grant no está
estrechando.
En el centro del recinto, me abraza.
Nada de besos; solo un abrazo firme mientras la lluvia se amontona gota
a gota en torno a nuestros pies.
No me preocupa lo que va a pasar ni lo que debería estar haciendo.
Siento en el pecho una emoción curiosa, nueva, que no sé definir. Pero es
como... adultez. No estoy aquí con mis padres ni con amigos. Nadie sabe
dónde estoy.
Algo nuevo está ocurriendo. Algo divertido. Terroríficamente divertido.
Después de un zumbido en la banda sonora y un remolino de color, la
obra cambia. La habitación se ilumina con tonos rosados y azules. Los
Almiares de Monet. Otra selección del Instituto de Arte.
—¿Te gusta? —pregunta Grant.
—Sí —es todo lo que acierto a decir.
Unas manos poderosas me hacen girar hacia él. La lluvia cuelga de sus
pestañas como rocío matutino.
—Quería traerte aquí en la segunda cita —admite; su seguridad flaquea
—. Pero no quería perder la ocasión de mostrártelo si no había una segunda
oportunidad.
—Va a haber una segunda cita.
Grant desvía brevemente la mirada.
—Tengo como una especie de maldición. Los chicos cortan toda
comunicación conmigo sin dar explicaciones. O elijo a uno hetero. O me
dejan. Por eso no suelo dar por sentado que habrá una segunda cita.
Una luz rosada nada sobre Grant cuando la obra cambia de nuevo. Esta
luz le da un aspecto infantil. Esos ojos heridos me suplican que no les haga
más daño.
—Eres el primer chico al que invito a salir —confieso al tiempo que le
aprieto la mano—. Al menos tú has tenido las agallas para hacer eso.
Él niega con la cabeza.
—Hace mucho tiempo que no. En abril le dije a una amiga mía que ya
estaba harto. Que no iba a permitir que volvieran a tomarme el pelo. Por eso
no te invité a salir en el tren. —Sus ojos se desvían, avergonzados. Después
de tragar saliva, reconoce—: Mi amiga me envió tu publicación al poco rato
de que nos separáramos. Esa en la que estabas buscándome. Podría haberte
enviado un mensaje. Te dejé escapar, y lo siento. Dejé que me buscaras
porque... me gustaba ver que alguien estuviera dispuesto a tanto por mí. Me
hizo pensar que tal vez querrías quedarte conmigo.
Trato de disimular mi conmoción. Está mostrando tanta vulnerabilidad
que no puedo traicionar esa confianza ofendiéndome y mucho menos
enfadándome. Todo ese correr de un lado para otro, todas las dudas, todo el
temor, mis amigos ayudándome en la búsqueda... Nada de eso tenía por qué
haber ocurrido. Podría haber quedado con él esa misma noche.
Pero la persecución... me encantó.
Quiero indignarme, pero no puedo. Parece asustado de pensar que lo
nuestro podría haber terminado ya.
—No te diste por vencido —dice, y su voz grave se quiebra—. Eres un
chico de final de cuento de hadas y yo... —hace una pausa para recobrar el
aliento—, yo ya no creo en eso.
Me alzo de puntillas y sello sus labios con los míos.
Bajo las luces melancólicas y brillantes de Noctámbulos, de Hopper, dos
artistas se dan su primer beso. Con suerte, Grant empezará a creer de nuevo
en los cuentos de hadas.
12

Deseo concedido

Menos de veinte segundos después de nuestro primer beso, Grant me


pregunta lo impensable:
—¿Quieres ser mi novio?
Tiene el temor grabado en cada pliegue de su rostro. Es la pregunta que
he querido hacerle toda la noche pero que estaba dispuesto a postergar
durante meses con tal de encontrar el momento apropiado, sea cual fuere.
Pero aquí está Grant, el chico más auténtico y franco que he conocido,
planteándola de inmediato.
—¡Sí! —grito para hacerme oír sobre la música clásica. No quiero que
quede ni pizca de duda.
Grant suelta una sola carcajada de alivio.
—¿En serio?
—He estado esperando para preguntártelo, pero nunca he hecho algo así
y no sabía cuánto hay que esperar por lo general.
—Yo lo he hecho de inmediato y también después de meses. Nunca es el
momento adecuado.
Resopla por la nariz y desvía la mirada sonriendo con amargura, pero lo
tomo de la barbilla y lo guio de vuelta a mis ojos.
—Nunca es el momento adecuado, solo el chico adecuado.
Grant se derrite como caramelo. Nos besamos de nuevo y él sostiene mi
rostro entre las manos. El segundo beso es aún más intenso que el primero.
Durante el primero, mis sentidos no podían seguirle el ritmo a tanta
novedad. La segunda vez, el carácter único de su beso se hace más nítido.
Su rasgo distintivo son los aromas intensos: colonia, fresas, menta polar.
Estos son los que él pretendía que percibiera, pero hay notas más sutiles que
no fueron intencionales: sudor, sal, saliva...
Estos aromas son más profundos. Nacen de él.
—¿Vas a dibujar este momento? —pregunta Grant apoyando su frente en
la mía.
—Uy —susurro—. Me he dejado las cosas en la Dama Encantada.
La música cambia de las cuerdas introspectivas que acompañaban a
Noctámbulos a una melodía alegre y más a tono con la proyección actual:
las cálidas luces de los cabarés de En el Moulin Rouge, de Toulouse-
Lautrec. ¡Es como si el Audrey’s hubiera hecho erupción a nuestro
alrededor por arte de magia!
—Esta tiene que ser nuestra primera foto de pareja —digo mientras abro
mi cámara.
Grant se agacha para adaptarse a mi altura hasta que estamos juntitos,
mejilla con mejilla, y con la pared del Moulin Rouge enmarcada a la
perfección sobre nosotros. Saco la foto rápidamente; quiero que parezca
casi espontánea. Sin pensarlo demasiado al estilo Micah. Sin arreglarnos el
pelo ni secarnos la cara empapada de sudor y lluvia.
Nuestras sonrisas son relajadas y auténticas.
Dos chicos que, exhaustos después de muchas citas fracasadas, se
encuentran y por fin pueden relajarse. Su búsqueda ha terminado. Sus
deseos fueron concedidos.
Quiero publicar la foto en Instaloves. Ya no mantendré el anonimato.
¡Esta es una noche para romper las reglas!
—¿Harías eso por mí? —pregunta Grant mientras subo la fotografía.
Vuelvo a besarlo como respuesta. Siento las manos sin sangre,
empapadas en un sudor frío de temor, pero estoy decidido. El beso de Grant
me ha dado una seguridad temeraria, como cuando Hannah y yo nos
emborrachamos con una botella de cabernet añejo que le robamos a su
padre.
—Sí —contesto sonriendo.
Decidimos que #DeseoConcedido será el hashtag oficial de nuestra
relación. Da un poco de vergüenza ajena, sí, pero me he pasado toda la vida
tratando de evitar la vergüenza. El nuevo Micah está haciendo todas las
cosas cursis que quiere hacer. ¡Sin miedo al ridículo!
Publico nuestro selfi en Instaloves, solo con #DeseoConcedido y el
nombre de Grant. Ningún pie de foto, solo nosotros: la fantasía hecha
realidad.
Grant entrelaza sus dedos con los míos y me lleva a la salida por el
mismo camino por el que llegamos.
—Esperaba que te gustara la galería —susurra cerca de mi pelo.
—Me encanta —respondo.
—Haremos obras de arte maravillosas juntos.
Presiono mi mejilla contra su cuello y gimo de placer. ¡Qué idea! Sí que
crearemos obras de arte maravillosas juntos. Colaboraremos en el diseño de
su Princesa Caballero y quizá también en mi mural. A partir de esta noche,
¡todo es posible!
Cuando la puerta de atrás se abre, es como si me hubiera llevado a otra
galería, una más impresionante aún si cabe: la silueta de los edificios de la
ciudad reluciente bajo la lluvia, que se ha reducido a una leve llovizna. La
ciudad es el telón de fondo y nosotros somos los protagonistas, que bajan
las escaleras casi deslizándose sin más pensamiento que cómo poner las
manos sobre el otro lo antes posible.
En cuanto pisamos la calle, Grant se gira y clava los ojos en mí de
manera tan hipnótica que parece que estuvieran girando. Yo solo tengo
tiempo para humedecerme los labios. Me hace caminar hacia atrás, hasta la
pared de ladrillos de la galería, y se da un festín con mis labios.
Era bastante más cuidadoso cuando comía crepes.
Su barba rala me raspa la barbilla, y los pinchazos duros y dolorosos se
alternan con besos tan suaves como el algodón. Duro, suave, duro, suave.
Si duele, ¿por qué lo disfruto?
Agarro su pelo rizado y lo atraigo más a mi boca, más profundo. Apenas
puedo tomar aliento. Mi única oportunidad para respirar es cuando gimo.
Soy incapaz de separarme de sus labios.
Grant me acaricia con intensidad, pero siempre por encima de la cintura.
Me alegra que se controle porque estamos en la vía pública y yo ya la tengo
dura.
Tengo ganas de suplicarle que me baje la cremallera y me la toque.
Pero no puedo. ¡El príncipe de Cenicienta nunca tuvo una erección
dolorosa en la parte de atrás de una galería de arte!
O tal vez sí, pero dejaron fuera esa parte de la historia. Nunca te dicen
que cuando los cuentos de hadas se hacen realidad, también tienes que lidiar
con las realidades de tu cuerpo y con todos los sentimientos extraños y
embarazosos que conllevan.
—Regresemos al yate —dice Grant entre besos más rudos.
—Tiene cámaras.
Desabotono mi cuello de príncipe para recuperar el aliento. Al igual que
un vampiro, Grant se abalanza hacia mi garganta descubierta y concentra
sus besos ahí. La sensación de succión me resulta extraña, pero, una vez
más, agradable. Un chisporroteo que me recuerda los Peta Zetas estalla en
mí con cada uno de sus besos.
Ya debería estar en casa.
He estado demasiado nervioso como para mirar el móvil, aunque ha ido
vibrando con regularidad conforme se acercaba la medianoche. Voy a llegar
tarde. Están enfadados conmigo.
Qué le voy a hacer.
Grant alza finalmente la cabeza para tomar aire.
—Ven a mi cuarto —me pide a milímetros de mis labios—. Por favor.
Mi compañera de habitación está fuera toda la semana.
Si no lo detengo pronto...
Pongo la mano sobre su pecho. Siento el golpeteo de su corazón: tom-
tom, tom-tom, tom-tom, tom-tom. Nos quedamos mirándonos mientras
nuestra respiración se regulariza poco a poco.
—Ha sido una noche de primeras veces —le digo—. Pero no para esto.
Todavía no. ¿De acuerdo?
Grant asiente y regresa a la realidad. Ambos sonreímos.
—¿Quieres ser mi novio? —pregunto. Redundante, sí, pero me gusta oír
la respuesta.
—Sí —contesta en voz baja, y me da un último beso en la mejilla. Me ha
escuchado.

Entro a hurtadillas en mi oscuro ático. Las únicas luces son las que
provienen de la ciudad que se extiende detrás de la ventana panorámica. Las
luces brillantes y parpadeantes de los rascacielos se convierten en puntos
borrosos en mis ojos exhaustos. Camino de puntillas hacia mi habitación.
No hay nadie despierto que me regañe.
Nadie aparte de Maggie.
Su puerta se abre sin hacer ruido y yo ahogo un grito. Ella me mira de
arriba abajo con los cascos Beats tragándose su cabeza. Todas las luces de
su cuarto están encendidas. Tiene el portátil abierto sobre la cama y Lilith
está tumbada con indolencia junto a ella.
¿Va a echarme la bronca Maggie?
¿Pretende divertirse contándome lo cabreado que estaba mi padre porque
no he cumplido con la hora de volver a casa?
Entonces sonríe de oreja a oreja y me da unos aplausos silenciosos.
Durante un minuto eterno y precioso, bailamos juntos en la entrada de su
cuarto mientras Lilith nos observa con indiferencia. Antes de derrumbarme
en mi cama, veo en mi cómoda el Cuadernillo de las primeras veces y
reclamo triunfantemente mi victoria: «El primer beso: 10/6/22».

A la mañana siguiente, ni siquiera estoy seguro de haber dormido. Busco a


manotazos en mi cómoda el protector labial, pero no lo encuentro. Fijo que
ha rodado bajo la cama. Mierda, lo necesito. Apenas puedo abrir los labios.
Me noto todo el cuerpo seco y entumecido. Ningún pensamiento penetra mi
cerebro, que siento quebradizo, frágil, como si se separara de mi cabeza
como la piel del pollo.
Mi móvil vibra con insistencia en alguna parte del cuarto. El sonido está
amortiguado; debe de estar bajo la colcha. Tal vez se me cayó con las prisas
por encontrar la almohada. La noche anterior solo tuve fuerza suficiente
para quitarme los calcetines y la camisa.
Sonrío débilmente al pasar los dedos por el anillo de piel irritada que
Grant me hizo con su barba alrededor de los labios. Me pica, pero es un
dolor dulce. Todavía percibo su aroma.
El aroma de su pelo. De su piel. No encuentro otra manera de nombrarlo
que no sea «Grant».
Eau de Grant.
Noventa y nueve novios llegaron y se fueron, pero con ninguno hubo ni
una pizca de realidad. Fueron dulces cuentos de hadas, una protección que
nunca permitió que la alegría viajara más allá de la neblina de mi
imaginación. Grant hizo realidad el cuento de hadas, y esa realidad, como el
agua que busca su nivel, está llenando de forma inexorable y brutal cada
rincón de mi vida.
Los besos picaban.
La hora de volver a casa, ignorada. Mi anonimato, abandonado.
¿Dónde está mi móvil? En algún lugar. ¿Dónde está el protector labial?
Extraviado. ¿Qué hora es? ¿Qué día es? ¿Tengo algún compromiso? ¿Hay
alguien que esté esperándome? No lo sé. No me importa.
Algo muy grande y salvaje ha invadido mi vida y no soy el mismo
Micah Summers que era ayer. No volveré a serlo.
Qué bien.
Mi móvil vibra de nuevo mientras trato de enderezarme y de recordar
cómo usar las piernas. Tengo que dibujar algo. Esta necesidad es más fuerte
que la de tomar agua, ir al baño o escribir el mejor mensaje posible para
darle los buenos días a Grant sin parecer muy dependiente. No he podido
dejar de pensar en su diseño de la Princesa Caballero y en lo receptivo que
parecía a mi opinión artística.
¿Dos novios artistas trabajando en el mismo proyecto? ¡Un sueño!
La cena es como una bruma y solo tengo recuerdos fragmentarios de su
diseño. Decido trabajar a partir de las emociones que me transmitió:
fantasía ilimitada, fortaleza surgida de la vulnerabilidad y deconstrucción de
las normas de género.
En medio del desorden irremediable de mi habitación, encuentro un lápiz
y un viejo cuaderno de bocetos con unas cuantas páginas en blanco al final.
En cuestión de segundos termino un borrador de la Princesa Caballero 2.0.
También conocida como la Princesa Caballero de Grant Rossi, con la
colaboración especial de Micah Summers.
Con unas cuantas modificaciones, el concepto de Grant se convierte en
algo que solo una diosa podría vestir: corpiño metálico y blindado que
contrasta con un vestido largo que remata en una larga cola, similar a la de
un vestido de novia, hecha de cota de malla. Combino una tiara de princesa
con un casco de caballero para crear algo fabulosamente mutante. El aro
está cargado de joyas, y la visera ya no es metálica, sino de largas cortinas
de terciopelo.
¿Por qué es mucho más sencillo ejecutar la visión de otro que darte
cuenta de la propia?
Aun si este boceto no se ajusta con exactitud a la visión de Grant, tal vez
le sirva de inspiración.
Además, es una buena manera de empezar la conversación del día
siguiente, de mostrarle que no he dejado de pensar en él sin admitirlo
expresamente.
¿Dónde está ese móvil que no para de sonar?
Busco entre mis sábanas revueltas la fuente de esas vibraciones
constantes. Seguramente serán montones de mensajes de mis amigos
queriendo saber cómo salió todo, y de mi padre preguntándome en qué
diablos estaba pensando al regresar tan tarde. Cuando mi mano se cierra por
fin en torno al móvil, alguien llama a la puerta y la abre.
Hannah entra vistiendo una boina color lavanda y botas hasta la rodilla
del mismo color. Tiene dos vasos para llevar del Audrey’s.
—Graciaaaaas —le digo cuando me ofrece uno de los vasos.
—De parte de Elliot —me informa al tiempo que se sienta de piernas
cruzadas en mi cama—. Él invita. —Cuando hago amago de protestar, ella
levanta la mano para callarme—. He intentado pagarle, pero se ha negado.
Es su manera de felicitarte por una primera cita fabulosa.
Elliot tiene un alma muy pura. No hacía falta que hiciera esto.
Hannah da un sorbo y va directamente al grano.
—Conque «deseo concedido». ¡Vaya manera de salir del armario!
Bueno, por segunda vez.
Trato de ocultarme detrás de mi vaso vacío.
—¿Ya lo has visto?
Hannah se endereza con tal brusquedad que casi se da con el cabecero de
la cama.
—Eh..., sí, lo hemos visto todo.
Me enjuago la boca con el chai caliente y confieso:
—Grant es... tooodo.
Toda la noche es como un sueño dentro de un sueño. Como si no hubiera
podido ocurrirle a Micah Summers, el Enano Llorón, el romántico
empedernido que siempre está con la cabeza en las nubes y los ojos
clavados en el ombligo.
—¡Quiero más detalles! —Hannah da un manotazo en mi cama—. La
promesa que hicimos también me daba el derecho a ser la primera en recibir
un informe completo de lo ocurrido. —Antes de que pueda responder,
Hannah abre los ojos como platos y me señala—. ¡Tienes chupetones en el
cuello!
Mierda.
Sin prestar atención a los millones de notificaciones de llamadas
perdidas y mensajes, abro la cámara frontal y pego un grito. Tengo en la
barbilla un leve sarpullido. En efecto, la barba de Grant me irritó la piel. Y,
por si fuera poco, tengo dos moratones grandes, uno en el borde de la
mandíbula y otro en la garganta.
Chupetones.
Al instante, me tapo las marcas con las manos, pero ya es tarde: Hannah
ha visto todo. Entonces me abraza con efusividad.
—¡Oooh, me alegro tanto! ¡Mi mejor amigo es un cochino!
Me río descontroladamente en su hombro.
—¡Sí que lo soy! Y él es dulce, divertido, guapo, seguro de sí mismo, y
además le gusto. —Nos invade la risa—. Y me preguntó si quería ser su
novio. —Ella ahoga un grito—. Y estuvimos besándonos mucho tiempo. —
Ella vitorea—. Y me pidió que fuera a su piso, su dormitorio o lo que sea.
En plan, ¡me rogó que lo hiciera, Hannah! —Ella pega un chillidito—. Pero
yo, pues..., necesito más tiempo. Y él se portó como todo un caballero.
Hannah y yo chocamos los cinco con fuerza.
No puedo dejar de sonreír. Tras años de oírla contarme historias como
esta, por fin tengo una propia. La distancia que nos separaba después de
aquel baile al fin ha quedado salvada.
Hannah se marcha insistiéndome en que le dé más detalles luego y
haciendo una petición misteriosa:
—Llama a Grant antes de leer cualquier mensaje. No abras Instaloves
hasta hablar con él. Confía en mí.
—Mmm..., vale... —respondo al tiempo que tiro mi vaso de chai a la
basura—. Pero ¿por qué...?
—Confía en mí. ¡Adiós!
«Qué raro.»
No puedo llamar a Grant así como así. Tiene que haber un mensaje como
preámbulo, y mi dibujo de la Princesa Caballero actualizada es la excusa
perfecta. Me cepillo el pelo, me pongo una camiseta limpia y me saco un
selfi mostrando el dibujo.
«¡Joder! Menudos chupetones.» Grant estaba hambriento anoche. Canto
en voz baja «That boy is a monster» mientras retoco en FaceApp el
sarpullido, los chupetones y... las enormes ojeras que gasto.
¡Listo! En la foto salgo fresco como una lechuga y perfectamente
descansado. Qué arte.
Le envío a Grant la imagen con un mensaje sencillo y no demasiado
largo:
Buenos días, chico número 100. Desecha este
mensaje si te parezco demasiado atrevido, pero no he
dejado de pensar en la Princesa Caballero y en tu
intención de mejorarla. Aquí va un boceto con algunas
ideas. Como dije, tal vez podamos ayudarnos
mutuamente. Y si en este momento no necesitas
nuevas ideas, entonces solo disfruta de esta foto mía.

¿Y si no responde a mi mensaje? ¿Y si no le gusta? ¿Y si...?


No me torturo durante demasiado tiempo.
La llamada de Grant por FaceTime llega de inmediato. La emoción que
se dispara en mi pecho se ve reemplazada al instante por unos nervios
aplastantes.
SI CONTESTO, ME VERÁ LA CARA TODA MORDIDA Y SABRÁ QUE HE RETOCADO
LA FOTO.
«Bueno, Micah, fue él quien te mordisqueó. No lo dejes esperando.»
Me arremolino el edredón en el cuello como si fuera una capa para tapar
los chupetones, y cojo la llamada.
—Qué rápido. Yo...
Pero Grant está demasiado emocionado como para dejarme terminar.
—Madre mía, Micah, ¿te lo puedes creer?
Parece casi sin aliento. Está al aire libre. El vídeo tiene un ángulo bajo,
como si estuviera caminando mientras hablamos. Aun desde este ángulo
poco favorable, Grant sigue siendo el chico más guapo de la historia.
Incluso tiene un pequeño chupetón en el cuello, así que supongo que no es
la única bestia.
—¡Es tan emocionante! —exclama entre jadeos mientras saluda a
alguien fuera de cámara—. ¡Hola, Elise!
—¡Grant! —dice la voz distante de la tal Elise—. Pero ¿qué está
pasando?
—¡Ojalá pudiera explicarlo! —contesta Grant entre risas—. Voy tarde
para mi tutoría con Tamiko.
—Luego te invito a un café, ¡y tendrás que contármelo todo!
—Si termino a buena hora, ¡por supuesto!
Y con eso, ni Elise ni yo obtenemos una explicación de qué es lo que lo
tiene tan entusiasmado. Grant acerca su móvil hasta un primer plano
extremo y confiesa:
—Elise es la persona más mala que te puedas imaginar. Es superfalsa.
Nunca me ha dedicado ni cinco segundos y ahora quiere invitarme a un
café. Vaya, sí que voy a disfrutar de esto.
Mis dedos están cada vez más inquietos. ¿Qué está pasando? ¿Ni
siquiera va a mencionar mi dibujo? ¿Ha sido de mal gusto que se lo
enviara?
—Suena a que es una petarda —comento—. Pero ¡yupi! Me alegro
mucho por ti. Creo.
—¡Graaant! —grita otra voz fuera de la pantalla mientras él sigue
caminando a paso veloz por las calles.
Después de sonreír y saludar con la mano, Grant se me acerca de nuevo.
—¡Otro más! Deberías haberme visto ayer en el campus: un don nadie.
Ahora soy como el superhéroe del lugar y mi móvil está que estalla...
—¡Grant, deja de caminar! —espeto. Si no lo interrumpía, iba a explotar.
Él obedece. Su cámara le apunta desde un ángulo normal, en un plano
perfecto y en calma. Después de andar de un lado a otro en este calor, Grant
tiene las mejillas coloradas.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Lo siento si estoy retrasándote para tu reunión...
—No te preocupes. Puedo llegar un poco tarde. Solo lo he dicho para
deshacerme de Elise.
Respiro hondo. «No te pongas ansioso, Micah. No estés insoportable.»
—En primer lugar, quiero decir que anoche fue increíble y que estás muy
guapo.
—¡Fue genial! Tú también estás guapo. Muy sexy. ¿Eso que tienes en el
cuello es una manta?
Me ciño más el edredón.
—En segundo lugar, siento haberte enviado esa Princesa Caballero sin
preguntar primero si querías ayuda...
—Todavía no me he sentado a verla bien, pero ¡estoy emocionado! Ha
sido un detallazo de tu parte. Me encantaría trabajar contigo en ideas
creativas y todo eso... ¡y presentarte a las personas adecuadas del Instituto!
Quería mirarla cuando tuviera tiempo para ponerle la atención que te
mereces.
Las arrugas de estrés que habían estado apretándome la frente desde el
inicio de esta caótica llamada por fin se relajan. Quiere colaborar conmigo.
Quiere ayudarme a realizar mis sueños. Piensa que merezco total atención.
Piensa que soy sexy.
Pero... aún no me ha explicado nada.
—Entonces —digo—, ¿por qué te has vuelto de repente tan popular y
todas estas malas personas son tan amables contigo?
Grant abre los ojos como platos.
—¿Qué quieres decir? ¿No has recibido ningún mensaje?
—He recibido un millón de mensajes, pero no los he leído. Me acabo de
despertar.
Grant ríe diabólicamente.
—Micah. Lee los mensajes, hazme caso. —Grant está actuando de
manera tan misteriosa como Hannah—. No, espera. Puede que los mensajes
te confundan. Abre Instagram. No leas las notificaciones. Solo busca el
hashtag #DeseoConcedido.
Mi sonrisa se extiende aún más. Grant me manda un beso y yo le mando
otro. Solo ha pasado un día, pero el ritmo que hay entre los dos es muy
cómodo; incluso estos besos a través de una pantalla hacen que sienta como
si nos conociéramos de toda la vida.
¡Esto es lo que se siente cuando el universo junta dos piezas del
rompecabezas!
—Escríbeme luego —me pide, y la llamada termina.
Si el suspense se prolonga un minuto más, se me va a salir el corazón del
pecho.
Busco con dedos temblorosos el hashtag y la aplicación me bombardea
con la imagen que había anticipado: nuestro selfi de anoche. Sin embargo,
al verlo ahora, me doy cuenta de cuántas personas estaban esperando el
desenlace de la historia del chico número 100, así como conocer la
identidad de la persona que está detrás de la cuenta, el misterioso hijo de
una celebridad. #DeseoConcedido está por todas partes. Nuestra foto está
por todas partes. Innumerables personas la han compartido: gente famosa,
la emisora de radio de mi padre, varios atletas olímpicos, el productor de la
película donde mi padre hizo de Satán..., pero sobre todo son las personas
de a pie quienes han compartido la foto (y mis dibujos de Instaloves)
cientos de miles de veces en Instagram y TikTok.
Mis seguidores de Instaloves se han duplicado de la noche a la mañana.
La publicación original tiene millones de likes.
No solo somos una pareja formal; somos una pareja famosa.
13

Los regalos

Estás resbalando. Estás a punto de caer a las rocas que hay decenas de
metros más abajo.
Pero tu apuesto héroe llega justo a tiempo. Alarga la mano y te pide que
la cojas, que confíes en él. ¿Confías en él?
Estás aterrorizado, pero entonces te das cuenta de que no te dejará
caer. Lo único que tienes que hacer es confiar en el momento y coger su
mano.
¡Busca a la persona que te haga sentir así y no la dejes ir!
#DeseoConcedido

Han pasado dos semanas y todo es diferente.


Grant y yo hemos pasado de novios incipientes a novios serios. Después
de haber vivido con él dos de los momentos más íntimos de mi vida (uno,
en el tren, cuando nos conocimos, y el otro cuando estuvimos abrazados en
la galería de arte), el simple hecho de pensar en él hace que se me ponga la
piel de gallina. Ya no me da miedo pensar, cada vez que nos despedimos,
que pueda cambiar de opinión y se olvide de mí. Mi confianza en él
aumenta con cada cita, y estamos viéndonos a diario: escalada (¡no morí de
una caída!), espléndidos almuerzos en el patio, besos, noches hablando
hasta tarde sobre su diseño de la Princesa Caballero, más besos. Aunque
todo va muy rápido, cada momento se siente completamente natural. Como
si fuera el destino. He encontrado a mi gemelo artístico. No pienso frenar
las cosas solo porque la sociedad dice que es lo que hay que hacer. Siento
que es lo correcto, así que por mí que vaya más rápido.
Al parecer, internet está de acuerdo.
Mis dibujos de fantasía sobre Grant me granjean hordas de seguidores
nuevos con cada publicación. Sin embargo, el hecho de que Instaloves ya
no sea anónimo ha traído una consecuencia desafortunada: estoy tardando
cinco veces más en terminar los dibujos. Ahora soy mucho más consciente
de la atención de la gente. Cuestiono mucho más mis decisiones. Instaloves
siempre había sido el sitio donde podía lanzarme de lleno con mi
creatividad y producir algo. ¿Y si la felicidad de mi relación erosiona mi
visión e Instaloves acaba anquilosándose como mi mural? No, eso no puede
pasar ni pasará porque Grant es artista, como yo. Mi instinto me dice que, al
estar con él, y pese a cualquier revés temporal, encontraré una voz artística
más auténtica y fuerte.
Lo que sea que esto signifique.
Pese a mis nervios, a mis seguidores continúa gustándoles lo que publico
y están felices de verme progresar de una serie de flechazos fracasados al
felices para siempre. He abierto una cuenta de correo electrónico y un
apartado de correos para Deseo Concedido porque las notificaciones se
habían saturado de mensajes en los que las personas me contaban sus
historias de amores imposibles y me daban las gracias por ayudarlos a
mantener la esperanza. Incluso la galería de arte inmersivo nos envió una
torre de chocolatinas Milkybar para agradecernos la publicidad gratuita. Su
shortcake de fresa de tres pisos ayudó a limar asperezas con mi padre, que
se abstuvo de presentar cargos en mi contra por haber regresado a casa
después de la hora acordada.
—¡El correo! —grita mi madre mientras arrastra a la cocina unas bolsas
de plástico llenas de correspondencia.
—Podría haberlas traído yo —digo mientras empiezo a revisar las pilas
de cartas, tarjetas y cajas.
—No quiero que nadie te saque una foto recogiendo las cartas de tus
admiradores —replica mi madre, exasperada—. Si ven que tú mismo bajas
a por ellas, ¡se presentarán en el portal y querrán secuestrarte!
—Mamá, eso no me ayuda en absoluto a reducir la ansiedad por haber
salido del anonimato.
Mientras abro las cartas, Maggie, Manda y la gata llegan corriendo al
salón para ver qué movidas han llegado hoy. Ambas llevan batas color
verde esmeralda con M & M bordado en los bolsillos. Manda me rodea para
servirse Crunch Berries en un tazón. Mi hermana palidece al ver las bolsas
de correspondencia.
—¿Más? —inquiere—. ¿Todas estas cartas son para ti? ¿Quién eres,
Papá Noel?
—Ya era hora de que tuviéramos una versión gay de Papá Noel —dice
Manda mientras coge una enorme pila de sobres y mastica los cereales.
—Timothée Chalamet ya se me adelantó con eso —contesto, y le quito
de las manos los sobres.
Manda frunce el ceño y dice «vaya» mientras mi madre no para quieta.
—No me gusta que todo el mundo esté tocando las cartas —confiesa—.
Dejadlas ahí hasta que vuestro padre y yo decidamos qué hacer con ellas.
—¿Por qué? —pregunto mientras me las llevo al pecho.
—¿Por qué? —replica ella—. Ántrax. Veneno. Podrían contener un dedo
cercenado. ¡Nunca se sabe!
Maggie y yo gruñimos al unísono. Manda abre la boca con gesto de
asco.
—Mamá —digo pacientemente—, solo son mensajes de personas que
están felices por mí y por Grant. Deberías leer algunos.
—Ya lo he hecho.
—Entonces ya sabes lo monos que son. —Abrazo las bolsas—. Pero te
avisaré si encuentro un dedo del pie.
Maggie y Manda ríen por lo bajo y mi madre frunce los labios.
—¿Crees que no sé exactamente lo que significa que tu nueva y
emocionante relación atraiga la atención del público? —plantea—. Yo
empecé a salir con Jeremy Summers. Él había estado con modelos, con
actrices, y luego llegué yo, la estudiante de Medicina que no sabía
distinguir a un diseñador de otro. ¡La gente estaba cabreadísima! ¡Alguien
me envió por correo un feto de cerdo!
—Santo cielo... —exclamo.
Manda deja de masticar, conmocionada, pero Maggie solo pone los ojos
en blanco.
—Eso no pasó.
—¡Pregúntaselo a tu padre! —repone mamá señalándome con el dedo
mientras se va hacia su habitación—. Deseo Concedido es emocionante.
Todos estamos felices por ti, pero ten cuidado. Este es el monstruo de la
fama, ¿recuerdas? ¿Lady Gaga?
—Supongo —respondo con expresión desconcertada.
—Bueno, nosotras te dejamos con tus fetos de cerdo —anuncia Manda
mientras camina con su tazón hacia Maggie. Con la apariencia de unos
padres de otros tiempos, vistiendo batas sedosas, se cogen del brazo y
regresan sin prisa a su cuarto.
—¿Planes emocionantes para hoy? —le pregunto a Maggie.
—Día de relax —contesta mi hermana volviéndose hacia mí—. De relax
y autocuidados.
—Ah, otro de esos.
—Deberías probarlo alguna vez con Grant —propone Manda con la boca
llena de cereales crujientes—. ¡No todos los días pueden ser aventuras
épicas!
Las miro con compasión y me abstengo de decir: «¿Qué te apuestas?».
Las dejaré disfrutar de su millonésimo día de sosiego. Grant y yo tenemos
muchas aventuras por delante.

Pese a mis elevadas expectativas, el resto de la tarde lo paso encerrado y


malhumorado. Veo que el sol empieza a ponerse sobre el lago Michigan a
través de mi ventana panorámica mientras me meto bajo las sábanas y leo el
post que me ha enviado Hannah. PopClique, un famoso blog de cultura
popular, los entrevistó a ella y a Elliot a propósito del papel que jugaron en
Deseo Concedido y de cómo fue mantener en secreto la identidad de la
persona que estaba detrás de Instaloves.
¿Entrevistas acerca de mí? Esto se está volviendo grande de verdad.
¿Tendrá razón Maggie? ¿Será algo demasiado grande para mí? Me gusta
que mi arte obtenga reconocimiento, y sé que para llegar al Instituto de Arte
y más allá debo habituarme a compartir más de mí mismo, pero... ¿mi
cuerpo lo sabe también?
Se me tensa el estómago en cuanto hago clic en el vínculo.
CONOCE A LOS RATONES MÁGICOS QUE ESTUVIERON DETRÁS DEL FINAL DE
CUENTO DE HADAS DE DESEO CONCEDIDO

Fragmento de la entrevista exclusiva de PopClique con los mejores amigos del príncipe
de Chicago, Hannah Bergstrom y Elliot Tremaine.

ELLIOT: Micah es el príncipe de los grandes sueños, pero nosotros somos el


sostén. Sea lo que sea que estés persiguiendo, para seguir adelante necesitas amigos
que crean en ti (risas). Y nosotros..., pues somos los mejores.
HANNAH: (Risas.) Definitivamente. En todo momento nos vimos como los ratones
ayudantes en esta búsqueda. Los cuentos de hadas siempre han sido una parte
importante en la vida de Micah. Asumir en la vida real el papel de príncipe azul lo ayudó
a creer que todo saldría bien al final.
POPCLIQUE: ¿Micah no siempre creyó que llegaría su final de cuento de hadas?
ELLIOT: Así es el amor. Si no tienes dudas, estás engañándote a ti mismo. Eso es
lo que le gusta a la gente de Instaloves: ver cómo esta persona fracasa noventa y
nueve veces pero triunfa en la número 100. Es lo que me gustaba a mí incluso antes de
conocer a Micah. Que dijera: «Aquí estoy. Lo he intentado y he fracasado, pero sigo
adelante». ¡La determinación lo es todo!

Dejo de leer. El ácido de mi estómago no me permite continuar. ¿Elliot


me veía como un fracasado?
«No, tonto. ¡Piensa que eres genial porque te levantas después de cada
caída!»
Es increíble cómo de diferentes son Elliot y Grant. Grant sentía que tenía
una maldición a causa de los fracasos en sus relaciones; ni siquiera fue
capaz de ponerse en contacto conmigo cuando vio mi publicación en
Instagram. En cuanto a Elliot, no puedo imaginar nada que pueda
mantenerlo desanimado durante mucho tiempo. Entonces sonrío. Él cree
que somos personas muy parecidas. Personas que no tardan mucho tiempo
en levantarse tras un descalabro. Nunca me he visto como una persona guay
ni fuerte, pero supongo que Elliot tiene razón. No me rendí hasta encontrar
a Grant.
Elliot es como un espejo que solo refleja lo mejor de ti.
Con nuevas energías, dejo a un lado el móvil y cojo mi cuaderno de
bocetos.
No sé qué voy a dibujar, pero, cuando cierro los ojos, mi mano empieza
a moverse sobre la página. Entonces aparece la imagen de Elliot y Brandon
nadando juntos durante su cita mágica. El recuerdo feliz de Elliot al que le
pedí que se aferrara hasta que pudiéramos reavivar la llama. Zum, zum,
zum. Mi mano vuela a través de la página y la fantasía emerge del recuerdo
de Elliot: ¡Brandon y él se convierten en tritones! Brandon, alto y esbelto,
lleva a Elliot, bajito y rechoncho, a través del mar, nadando de espaldas y
juntos como un par de adorables nutrias.
Una sonrisa se me pinta en la cara.
¡Guau! ¡Este es el dibujo más rápido que he hecho en semanas! Supongo
que no he perdido mi visión aún. Gracias, Elliot.
Dedicaré unos cuantos días a colorearlo y darle los retoques finales y se
lo regalaré a Elliot. Este dibujo no es para Instaloves; es solo para él. Con
suerte, hará que le sea más fácil aferrarse a sus recuerdos felices. Si hay
alguien que merezca un final de cuento de hadas, es él.

Esa noche, Grant y yo quedamos en su dormitorio para una sesión de


creación artística. Grant debe entregar su diseño revisado de la Princesa
Caballero antes del fin de semana, así que ha llegado el momento de la
verdad. He traído mi cuaderno para continuar con Elliot el tritón... y para
garabatear algunos conceptos nuevos para ayudar a Grant.
Pese a que me ha pedido dos veces que le ayude con la Princesa
Caballero (y a que llevamos dos semanas de ser novios formales), aún me
preocupa parecer demasiado insistente. Pero el hecho de estar aquí, en el
Instituto de Arte, el palacio donde un día podría aprender de maestros y
expandir mis fronteras artísticas, fortalece mi confianza.
El dormitorio de Grant es sobrio y beige. Sin embargo, nada más entrar,
siento como si un universo entero estuviera aguardando mi llegada. Ritmos
lo-fi inundan la habitación mientras mi novio se inclina sobre su escritorio y
traza siluetas en una tablet Surface Studio. Yo estoy detrás de él,
despatarrado en su cama individual, coloreando la aleta de tritón de Elliot
con distintos tonos de violeta. La pared que hay encima de la cama está
cubierta de varios bocetos de la Princesa Caballero. Decenas de versiones
descartadas. En el centro, pegada con cinta adhesiva, está la que yo dibujé
impresa.
Sonrío.
—¿Crees que mi boceto te ayudará con la Princesa Caballero?
Sin levantar la vista, Grant hace otro trazo en un corpiño blindado y
pregunta:
—¿Qué? Ah, ¡por supuesto! A decir verdad, creo que tu presencia aquí
me ayuda. He estado muy nervioso. Ni siquiera he tenido tiempo de pensar
en la Princesa Caballero durante la semana. Me está explotando la cabeza
con toda la atención que atrajo Deseo Concedido y... contigo. —Mira hacia
atrás y sonríe luciendo sus hoyuelos. Es demasiado como para mirarlo
directamente, de modo que sigo contemplando sus bocetos—. Tengo que
concentrarme, porque el espectáculo es dentro de seis semanas y, de
repente, todo el mundo quiere ver en qué estoy trabajando.
—Ah, ¿sí?
—Madre mía, Deseo Concedido lo ha cambiado todo. Antes, a nadie le
interesaba la Princesa Caballero. Ahora, todos mis compañeros de clase
quieren salir a comer conmigo. Son demasiadas cosas, pero es... —Deja la
pluma sobre la mesa y respira hondo—. Podría resultar muy bueno para mí,
¿sabes? Todo esto. Podría destacar por fin.
—¡Te lo mereces! Estoy aquí para ayudarte.
Sonreímos y yo me relajo más en su cama. Compartimos la
preocupación de que esta relación tan positiva y maravillosa frene nuestros
motores creativos. Y él no se guarda nada de lo que está pasando por su
mente. Me tranquiliza saber que mi presencia lo tranquiliza.
—De hecho... —Grant se gira para mirarme—. Nada, olvídalo.
Me enderezo en la cama.
—¿Qué?
Él se muerde el labio inferior.
—Bueno, me he dado cuenta de que las dos veces que has publicado
fotos nuestras en Instaloves han tenido muchísimos likes. Tal vez... ¿Te
plantearías la posibilidad de alternar los bocetos con fotos nuestras
trabajando en los diseños? ¿Y de etiquetar al Instituto? ¡Podría ser genial
para los dos si los likes siguen multiplicándose como hasta ahora!
Mis pies se plantan en el suelo y mi espalda se tensa.
—Vaya...
Grant advierte mi expresión conmocionada, porque de inmediato sacude
la mano.
—Olvídalo. ¡Es tu cuenta!
Lo que no le digo es: «Aún no me conoces bien, pero ya cambié
radicalmente mi cuenta por ti una vez y ya he tenido suficiente estrés».
Pero como sigo tratando de decidir qué dirección quiero que tome
Instaloves, quizá me venga bien expandir mis fronteras una vez más.
—De hecho, tu idea tiene mucho sentido —contesto animadamente.
Entusiasmado por mi respuesta, Grant se vuelve hacia mí—. He estado
tratando de decidir hacia dónde quiero que vaya Instaloves ahora que,
bueno, ya no estoy dibujando a flechazos. Estoy dispuesto a experimentar
con la cuenta.
Rebosante de alegría, Grant regresa a su trabajo. Este chico es perfecto.
Su concentración aumenta, pero la mía disminuye. Mi guapísimo novio
lleva una camiseta de tirantes negra, igual que yo, pero su pecho amplio la
llena de manera mucho más impresionante. Nunca le había visto los brazos
y los hombros tan al descubierto: lisos y redondeados, y de apariencia
suave. Durante estas dos semanas no han faltado los besos y las caricias,
pero poco a poco nos vamos acercando a algo más. Una nueva búsqueda,
una en la que nuestras expectativas han ido creciendo.
Y aquí, los dos solos en su cuarto, siento que es el momento correcto.
Quiero ir más allá.
—¿Adónde dices que ha ido tu compañera de habitación? —pregunto al
tiempo que me cubro la erección con el cuaderno.
—A Suiza, con su familia —responde sin despegar los ojos de su
trabajo. Los bíceps se le hinchan mientras dibuja; son como dos pistones de
coche. Lleva los pantalones un poco bajos, lo que deja a la vista un área de
piel velluda por encima de su trasero. Sus pies (descalzos, suaves y
grandes) se mueven con inquietud bajo la silla.
Hagamos que se olvide de su fecha de entrega.
—Oye —digo con voz grave y seria. Tal como había previsto, el cambio
de tono lo pone en alerta. Entonces se vuelve...
Estoy tumbado sobre su cama, meneando los dedos de los pies. Al
instante, sus ojos se posan justo donde quiero que mire. Deja caer
descuidadamente el lápiz sobre el escritorio y su pecho se agita con
respiraciones rápidas y superficiales. El brillo depredador vuelve a sus ojos
grandes; es la misma mirada del león que quería devorarme fuera de la
galería de arte cuando yo aún no estaba listo.
Pero ahora lo estoy.
—Primero, cierra la puerta —le ordeno.
Grant apaga la tablet y, cuando cruza la habitación para dejarnos
encerrados, noto que ya la tiene tan dura como yo.
Necesitamos una iluminación adecuada. De haber tenido tiempo para
prepararme, me habría gustado encender velas, pero sé improvisar. Cubro
las lámparas de la cómoda y del escritorio con unas colchas de su
compañera, lo que proyecta un resplandor ambarino sobre las paredes beige
como de cárcel. En la semioscuridad, Grant se yergue de manera
imponente. Veo sus poderosos brazos a punto de agarrarme, pero parece tan
asustado como yo, como si estuviéramos a punto de saltar en paracaídas.
—¿Has hecho esto antes? —pregunto.
—Sí —admite en voz baja.
—Pareces nervioso.
Grant traga saliva.
—Nunca lo he hecho contigo.
Qué respuesta tan perfecta.
Lo atraigo hacia mí y nos besamos. Él me quita la camiseta y me
recuesta en el colchón. Tumbado de espaldas, respiro hondo tratando de
prepararme para lo que sea que venga. Un sentimiento de terror invade mi
pecho de repente. «Se va a poner encima. Es un chico corpulento. ¿Me va a
doler? Su polla va a estar dentro de mí. ¿Y si duele mucho y necesito que
pare?»
Los resortes del colchón rechinan cuando se sube. En la penumbra no
puedo ver más que sus rizos, su pecho descubierto y macizo, y la luz de la
lámpara titilando en sus ojos húmedos.
—¿Tienes que volver a casa a alguna hora hoy? —susurra.
—Puedo quedarme toda la noche.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para que suene como una afirmación y
no como una pregunta.
Grant se acerca gateando y por fin puedo ver sus rasgos suaves y
oscuros.
—No te preocupes, no vamos a hacerlo todo de inmediato. —Ambos
empezamos a reír y al fin puedo respirar. Grant me toca con delicadeza la
nariz—. Y no te preocupes si no ocurre esta noche.
—¡No! Yo sí quiero...
—Sí, nos vamos a divertir, pero a veces hacen falta varios intentos para
que el cuerpo se sienta preparado.
Yo asiento con la cabeza. Mi confianza en Grant se incrementa a cada
segundo. Frota su cuerpo contra el mío y yo proyecto rítmicamente mis
caderas hacia él. Por un instante dejo de respirar, no sé si por miedo o por
expectación.
—¿Me dolerá? —pregunto.
Él niega con la cabeza.
—Esto no. —Sus manos descienden por mi torso y me cogen de la
cintura—. Tú dame una palmadita si empiezas a asustarte.
Sonrío. Estoy a salvo con él.
Grant me quita los pantalones, liberándome de la última capa de ropa y
de la última capa del antiguo Micah. En cuanto su melena rizada desaparece
bajo mi cintura, el miedo a que esto pudiera dolerme se esfuma por
completo. El placer me sacude, me atraviesa, y tengo que arquear la espalda
para resistir las ondas expansivas.
Los cuentos de hadas nunca incluyen esta parte, pero deberían. El amor
gira en torno a la confianza, y esta es la prueba de confianza más
atemorizante y satisfactoria a la que ambos nos hemos enfrentado en las dos
semanas que llevamos juntos. Me gustaría volver atrás en el tiempo y
decirle al pequeño y asustado Micah lo cerca que se va a sentir de Grant
después de esto.
¿Cómo he podido preocuparme por el dolor? ¡Solo una conspiración
homofóbica mundial podría hacer que un chico gay se preocupe tanto!
Cuando terminamos, Grant y yo coincidimos en hacer «todo lo demás»
en otra ocasión. No porque no me sienta listo, sino porque quiero prolongar
estos momentos, esta novedad, durante el mayor tiempo posible. Me dejo
caer en el colchón, exhausto, jadeante y deliciosamente mareado. Por fin
tengo lo que siempre he querido: un atractivo príncipe de pecho mullido
donde apoyar la cabeza.
Cuando Grant comienza a roncar, mi alma sale de mi cuerpo y flota por
encima de mí. Ha estado superpendiente de que me sintiera a gusto. Se ha
preocupado por si estaba nervioso. Soy importante para él. Sonrío y,
mientras el vello de su pecho me hace cosquillas en la nariz, dejo ir la
consciencia y, con ella, todo lo que mañana ya será cosa del pasado.
14

El ratón

A la mañana siguiente, me despierto en una cama que no es la mía y encima


del chico más calentito de la historia, y todo es agradablemente confuso.
Los rizos oscuros de Grant son más monos aún cuando están alborotados y
sin arreglar. Parpadea al abrir los ojos y me alegro al darme cuenta de que al
fin ha llegado mi oportunidad:
—Buenos días, guapo —susurro.
«La primera vez que me desperté con un chico»: otra para el
Cuadernillo.
—Buenos días, precioso —responde sonriendo. Los resortes de la cama
rechinan cuando saca el brazo de debajo de mí y se estira como un gato. Da
un manotazo sobre una caja de galletas, casi como si estuviera apagando un
despertador. Parte en dos una galleta grande y me da la mitad—. Es
gracioso estar comiendo contigo así, en la cama. —Grant lame migajas de
su pulgar y yo vuelvo a acurrucarme junto a él—: Cuando preparamos las
crepes, comí bocados muy pequeños. —Sus mejillas se sonrojan—. No
quería engullirlas delante de ti porque ya me conozco y sé que podría
zamparme un plato entero.
—¿En serio? —digo entre risas.
—Éramos diez en casa. Si no defendías tu ración y comías rápido, te
quedabas sin comer.
Me muerdo el labio inferior.
—Yo me di cuenta de que cortabas porciones pequeñas y empecé a hacer
lo mismo.
—¿De veras? —Grant se ríe mientras me pasa los dedos por el pelo. Eso
me hace sentir un cinco por ciento más tranquilo.
—Me alegra que ya estés cómodo comiendo delante de mí con
normalidad. Es horrible que sintamos la necesidad de ocultar eso durante
una cita, como si no comiéramos. Todos comemos.
—Ya. —Su voz grave y suave podría arrullarme y hacerme dormir de
nuevo.
—También... me da vergüenza decirlo... —Me tapo los ojos. Él me da
toquecitos con el dedo en la parte baja de la espalda hasta que continúo—.
Durante esa cita no fui al baño. No he ido en ninguna de nuestras citas. —A
Grant se le escapa una carcajada—. No quería que supieras que voy al baño.
Grant hace una mueca de repugnancia.
—Pero... ¿tú vas al baño?
—Ya lo sé, ya. Es horrible.
Grant me da con el dedo en el pecho.
—¡Sal ahora mismo de mi cama, guarro! Conque ir al baño...
—¡Está bien, ya me voy! —digo mientras me bajo de la cama encorvado
como un perro avergonzado.
—¿Adónde te crees que vas, marrano? —Grant me atrae hacia él con su
poderoso brazo y ambos nos reímos cuando los resortes de su colchón
barato nos hacen rebotar.
El chico perfecto es... perfecto.
Nos miramos con las narices a un centímetro de distancia mientras los
rayos de sol atraviesan la habitación e iluminan las motas de polvo que
bailan en el aire.
—Me siento seguro contigo. ¿Tú te sientes seguro conmigo? —pregunto
con el corazón constreñido.
—¿Qué quieres decir? —pregunta a su vez, pero yo creo que ya lo sabe;
su rostro se endurece con un gesto de preocupación.
—¿Aún sientes que tienes una maldición o ya la he roto?
Los ojos se le ponen vidriosos, como si se hubiera teletransportado a otro
tiempo, a otro lugar, con quienquiera que lo haya hecho sentir que tenía una
maldición. Justo cuando empiezo a temer haberlo desanimado y haber
echado a perder nuestra primera mañana de despertar juntos, parpadea y me
sonríe gentilmente.
—Si tú no puedes romper la maldición, nadie más lo hará. —Y entonces
me besa.
Si bien ha sido una respuesta muy dulce, no ha contestado mi pregunta.
«Su dolor cala hondo, Micah. No va a desaparecer de la noche a la
mañana.»

Mis padres estaban preocupadísimos por que no volviera anoche a casa,


pero Maggie me cubrió las espaldas y les dijo (mintiendo parcialmente) que
yo la había avisado de dónde iba a estar. La realidad es que había usado la
aplicación Family Finder y había visto que el punto que señalaba mi
ubicación no había salido en toda la noche del Instituto de Arte. A la
mañana siguiente, mis padres entran en mi cuarto sin previo aviso y me
preguntan sin rodeos si estoy teniendo relaciones sexuales con Grant.
—Le hicimos la misma pregunta a tu hermana cuando empezó a salir
con Manda —puntualiza mi padre cubriéndose la cara como si fuera a
lanzarle una almohada por la insolencia.
Mientras intento ocultar el rostro entre las manos, mi madre declara:
—Ya estás en edad de tomar tus propias decisiones. Nosotros solo
ponemos tres reglas. La primera: tenemos que conocerlo. Nos
organizaremos para que venga a cenar algún día de esta semana.
—De acuerdo —accedo mientras me agarro las piernas y apoyo la
barbilla entre mis rodillas. Un millón de luciérnagas revolotean en mi pecho
ante la emocionante (y terrorífica) idea de que Grant esté en mi casa, con mi
familia.
—La segunda —prosigue papá—: no volverás a pasar la noche fuera sin
avisar. Y no cuenta que se lo digas a tu hermana.
Hundo más la barbilla entre mis rodillas. No he podido pensar en nada
más aparte de estar de nuevo con Grant, pero su compañera de habitación
ya ha vuelto esta mañana. Tendremos que idear algo que nos vaya bien a los
dos.
—Por último —dice mamá con un tono de voz incisivo; se aclara la
garganta y continúa—: vas a ir conmigo a la médica de cabecera para hablar
de la profilaxis preexposición.
—¡Dios mío de mi vida! —exclamo cubriéndome el rostro con la
almohada. Tal vez pueda asfixiarme con ella.
—Soy médica, y si eres una persona sexualmente activa...
—No puedo hablar de esto con la doctora Walcott —afirmo sin despegar
el rostro de la almohada—. Ha sido mi médica desde que tuve la varicela
con cuatro años. ¿Cómo se supone que voy a hablar con ella de mi actividad
sexual y del tratamiento para la prevención del sida?
Mamá me quita la almohada con dos fuertes tirones.
—Bueno, si ya eres un chico mayor que toma sus propias decisiones,
tienes que hacerlo.
—¿Qué es la profilaxis de preexposición? —pregunta papá
desconcertado.
Empiezo a plantearme excavar un túnel para huir de esta habitación.
—Luego te cuento —responde mi madre mientras le indica con señas
que salga de mi cuarto—. Es mejor que Micah no vea tu reacción.
Y con esa nota positiva, por fin me dejan a solas. Con todo, la charla
podría haber sido mucho peor.

La semana siguiente pasa volando. Se va junio y llega julio. Paso todo el


tiempo que puedo con Grant, y es como vivir en un sueño. Aunque es casi
imposible encontrar lugares donde podamos estar a solas ahora que ha
vuelto su compañera de cuarto, seguimos encontrando momentos para estar
juntos. Cuando por fin lo hacemos «todo», resulta doloroso, pero para
entonces ya me siento tan seguro con Grant y confío tanto en él que me dejo
guiar. Me asegura que cada vez dolerá menos. Y más que dolor es una
sensación alarmante, rara, de tener a alguien conectado a ti.
Y vaya si estamos conectados.
Cuando mi familia lo recibe para cenar, Grant se los gana a todos a pesar
de su nerviosismo. Siento que todo va muy rápido, con todos estos hitos
sucediéndose uno tras otro, pero también siento que está bien. Que es el
destino. Durante mucho tiempo, Grant y yo hemos estado privados de estas
primeras veces, y quizá el universo está tratando de ponerse al día. Mi
Cuadernillo de las primeras veces está que explota con entradas nuevas:
«La primera vez que cenamos con mis padres: 1/7/22». Escribo la siguiente
fecha, aunque todavía falta una semana: «El primer aniversario: ¡1 mes!,
7/7/22». Un mes desde el día en el que nos conocimos en el tren y creí que
no volvería a verlo.
Aún no sé qué prepararé para esa fecha, pero tendrá que estar en otro
nivel.
Como se acerca el Cuatro de Julio, Hannah me escribe para proponerme
que lo celebremos con Elliot. Cuando leo su nombre en la pantalla del
móvil, mi alegría se torna agridulce. No he hablado con él con la frecuencia
con que lo hice durante la búsqueda. He estado tan concentrado en Grant
que me he olvidado de la promesa que le hice de ayudarlo a planear una cita
especial con Brandon.
Le envío un mensaje para disculparme y responde enseguida:
No te preocupes. Estás viviendo muchas aventuras
con Grant (y probablemente estás abrumado con tanta
atención). Pero te lo mereces. Estaré haciendo
cierreaperturas en el Audrey’s durante el fin de
semana de fiesta (jejeje, para los chicos ricos del
público, cierreaperturas son los turnos consecutivos de
cierre y apertura del local). ¡Pásate si tienes tiempo!

Como de costumbre, las palabras bondadosas de Elliot solidifican el


suelo donde piso.
Es hora de que tenga su final de cuento de hadas.
Mientras me ducho, las piezas del rompecabezas de Elliot y Brandon
empiezan a unirse: música..., un pícnic, pero en grande..., algo que
convenza a Brandon de hacer hueco en su horario..., algo donde Elliot sea el
protagonista, donde no prepare la comida, sino que se la sirvan...
El festival.
El Taste of Chicago empieza después del fin de semana de fiesta y
abarca tanto el Millennium como el Grant Park. Hay montones de comida y
mi padre hace cada año una transmisión en vivo desde uno de los puestos.
Elliot dijo que Brandon había dejado de lado todo cuando se enteró de que
estaba invitado a mi casa para conocer a mi padre. ¡Tal vez puedo hacer que
esa magia se repita!
Le comunico a Elliot las ideas generales del plan: una búsqueda del
tesoro en la que Brandon tendrá que recorrer el Taste of Chicago y recoger
pistas que lo guiarán a un pícnic sorpresa con Elliot en Grant Park y a un
programa en directo con Jeremy Summers.
Responde con la afabilidad de siempre:
¡ESO SERÍA INCREÍBLE!

Mándame en cuanto puedas una lista de tus


recuerdos favoritos con Brandon. No hay respuestas
incorrectas. Comidas favoritas, cosas especiales que
habéis vivido juntos, bromas internas... Eso me servirá
para escribir las pistas.

¡Esta noche lo hago! ¡Gracias!

Elliot trabajará el Cuatro de Julio y el día siguiente, y mi aniversario de


un mes con Grant será el día 7, de modo que reservamos el 6 para la gran
cita.
Faltan tres días.
Me llega otro mensaje suyo.
¿De verdad crees que podremos organizar todo esto a
tiempo?

Ya verás.

El día anterior a la búsqueda del tesoro de Elliot, Grant me libera de la


responsabilidad de planear nuestro aniversario de un mes.
No quiero que organices NADA. Es mi turno de
cortejarte. ¡He estado planeando algo toda la semana!
Bueno, ahora olvida todo lo que he dicho.
Sentado en un taburete en la cocina de Hannah, me llevo el móvil al
pecho y echo la cabeza hacia atrás. Estoy en éxtasis. ¿Qué estará planeando
Grant que requiere semanas de preparativos? ¿Un viaje? ¿Está diseñando
algo para mí?
¡Ay, Dios! ¿Y si está confeccionando algo para mí?
El apartamento de la familia de Hannah tiene la misma distribución que
el nuestro, pero es la mitad de grande y está varios pisos por debajo.
Palmeras en maceta, almohadas con motivos tropicales y cortinas opacas y
ondulantes le dan al hogar de los Bergstrom la atmósfera de un carísimo
hotel de Miami. Hannah está subida en una escalera, escribiendo
frenéticamente en una pizarra que se extiende a lo largo de la pared
posterior de la cocina. La pizarra está dividida en secciones para cada
miembro de la familia (Mamá, Papá, Hannah y Red Velvet, su perro) y
categorizada en diversas tareas: Trabajo, Instituto, Preparación para la
universidad, Ejercicio, Autocuidado, Espiritualidad y Salud.
La pizarra refleja las tareas de un solo día, y las categorías están
divididas por horas, muchas veces en bloques de quince minutos. Hannah
borra el fantasma de una mancha de tiza en su hilera de Autocuidado y
extiende la franja de media hora a una hora. Antes había escrito: «Planear la
cita de Elliot». En el tiempo adicional anota: «Museo».
No tenemos planes de visitar ningún museo. ¿Será una excursión con el
hombre misterioso?
—Listo —dice Hannah mientras baja de la escalera. Tiene un brillo
frenético en la mirada—. Subamos a tu casa.
Yo me bajo del taburete.
—Creía que íbamos a quedar con Elliot...
—Vale, iremos al Audrey’s. —Luego añade con un susurro intenso—:
Pero vámonos de aquí.
—¡Oigo murmullos! —dice una voz grave y animada desde la habitación
contigua.
Hannah cierra los ojos y acepta con pesadumbre su destino. Yann
Bergstrom, el padre de Hannah, entra en la cocina por unas puertas
batientes que llevan a otra cocina más pequeña con equipamiento
profesional. Yann y su mujer, Jean, son dueños de un restaurante y bastante
mayores; ambos tenían cuarenta y tantos años cuando Hannah nació. Tanto
sus padres como los míos trabajaban muchas horas, así que, cuando éramos
pequeños, Maggie y yo bajábamos a casa de Hannah para probar los polos
gourmet que Jean prepara todos los veranos. A los niños Summers nos
encantaban los sabores como limonada con romero y ciruela con boniato.
Hannah, en cambio, solo quería un granizado de color azul.
Yann trae de la cocina profesional una fuente con algo fresco, de color
rosa. Es alto y atractivo, tiene la cabeza rapada, barba entrecana y bien
afeitada, y tez canela, igual que Hannah. Ambos comparten el gusto por las
gafas estrafalarias. Yann lleva unas enormes Tom Ford rectangulares que
casi se le caen cuando se interpone entre Hannah y yo y la salida.
—Micah, no puedes irte sin haber probado esto. —Me acerca la fuente
—. Serás mi catador para el Taste.
Cada verano, a medida que se acerca el Taste of Chicago (donde las
cafeterías de moda, los restaurantes emergentes y los food trucks despliegan
muestras de recetas tanto novedosas como clásicas), la casa de los
Bergstrom se llena de ansiedad. Hannah bromea a menudo acerca de irse a
algún otro lugar durante el verano para alejarse de sus padres durante la
época que menos disfruta del año.
Yann baja la fuente, que contiene tres piezas elegantemente dispuestas de
sushi de frutas.
—¡Frushi! —anuncia con orgullo—. Fresa, piña, melón. Reducción de
frambuesa negra y... caqui asado. —Engullo una pieza entera. Yann intenta
detenerme, pero es demasiado tarde—. ¡No, no! ¡Tienes que saborearlo!
—Papá —dice Hannah—. Ya lo ha probado. Tenemos que irnos.
—¡Estaba increíble! —exclamo al tiempo que le devuelvo la fuente.
—Increíble... —repite Yann con desconfianza—. ¿Sensación en boca?
Levanto una mano como gesto de alabanza.
—Sensación en boca, diez de diez.
—¿Sensación en nariz?
—¿Sensación en nariz? —Cada vez me cuesta más trabajo mantener el
entusiasmo.
—Te estás inventando cosas otra vez —le recrimina Hannah.
—Señorita Bergstrom, el aroma es el noventa por ciento de una cata. —
Yann se come por estrés las piezas restantes—. «Te estás inventando
cosas.» ¿Sabes quiénes entienden de lo que estoy hablando? ¡Nuestros
amigos de Time Out Chicago!
Mientras Hannah me empuja hacia la salida, Yann nos sigue farfullando
más información.
—Este año habrá un nuevo menú en el Taste, Hannah, así que esperamos
que nos ayudes en el puesto...
—Ahí estaré, no te preocupes —responde ella, lista para cerrar con un
portazo en cuanto salgamos.
Antes de marcharnos, acaricio con la nariz a Red Velvet, la esponjosa
pomerania que suele ocultarse en el armario porque las voces fuertes la
ponen nerviosa. Después de darle un besito en la cabeza, la dejo en su
oscuro refugio.
A Red Velvet también le gustaría escapar de su familia durante el
verano.
Últimamente resulta estresante venir a casa de Hannah. Cuanto más
compruebo lo controladores y sobreprotectores que son sus padres, más me
preocupo de que cumpla sus amenazas de mudarse lo más lejos posible.
Habla del tema vagamente (programas de escritura creativa en la
Universidad de Nueva York o en Iowa), pero se niega a dar más detalles.
Quiero pensar que, si se estuviera planteando algo así, me lo diría, pero los
últimos días se ha comportado como la reina de los secretos. Sigue sin
contarme nada sobre ese chico nuevo.
¿Y si el próximo año es nuestro último año juntos? ¿Y si ella se va, y
Elliot y yo pasamos de ser amigos políticos a amigos cercanos, hasta que un
día nos miremos y digamos: «¿Te acuerdas de Hannah?»?
La cojo de la mano y balanceamos los brazos mientras caminamos, como
cuando éramos pequeños.
Eso basta para apaciguar mi mente, por el momento.
El Audrey’s Café está llenísimo. Hay el doble de clientes que de
costumbre, pero Elliot parece estar capeando el temporal. Mientras Hannah
y yo nos apretujamos en un banco esquinero, Elliot pasa a toda velocidad
entre las mesas repartiendo pasteles recién horneados y sándwiches. En
cuanto alguien deja un asiento libre, Elliot corre a limpiarlo con un trapo
húmedo. Sus manos son muy ágiles y limpian con la misma destreza con la
que preparan una hilera de bebidas calientes.
La jefa de Elliot, Priscilla, se ha mostrado recelosa con nosotros desde
que nos hemos sentado. Nos mira con actitud amenazante desde detrás de
las palancas del espumador mientras prepara una hilera de lattes.
Siento demasiados ojos fijos en mí. Nadie me ha reconocido
abiertamente (gracias a mis enormes gafas de sol y a mi bandana con
brillitos), pero un grupo de chicas se ha quedado mirándome mientras salía,
y una pareja queer de veintitantos años no deja de girarse hacia mí. Cuanto
más me hundo en mi asiento, más entrecierran los ojos.
Hace mucho que no tenía que lidiar con tantas miradas de extraños. ¡Ese
cosquilleo en la nuca! Cuando se emitía Pasa el disco y la gente se me
quedaba mirando, yo me paralizaba y desaparecía en algún rincón de mi
interior.
Pero ya no soy un niño. Soy el príncipe; no le temo a nada.
—Para Hannah —dice Elliot al entregarle su cruasán de almendra.
Luego se gira hacia mí con un sándwich de queso, tomate y albahaca—.
Para Elizabeth Taylor.
—¡Oye! ¡No atraigas más atención hacia mí! —exclamo en broma—.
¿Cómo estás?
—¿Yo? De maravilla —responde Elliot.
Los clientes de la mesa de al lado se levantan. Elliot les agradece su
visita, saca un trapo húmedo del delantal y limpia la mesa. Hannah hace una
mueca de asco.
—¿Llevas eso en el delantal?
—¡Oye! ¿Quién es el barista exhausto, tú o yo? —Elliot se coloca cuatro
platos sucios en el antebrazo—. No me da tiempo de ir al cubo del jabón.
Para cuando regrese, ya se habrá sentado alguien. A la gente solo le interesa
ver la mesa húmeda.
Antes de que pueda terminar de hablar, una familia de cuatro se deja caer
pesadamente sobre las sillas.
Como no tendremos a Elliot mucho tiempo, voy directo al grano. Giro
mi cuaderno para mostrarle el diagrama que he trazado de los puestos del
Taste y la línea retorcida que recorre todo el evento. Parece un laberinto
dibujado por un niño en un mantel de papel.
—Se trata de una búsqueda del tesoro a través del Taste —le explico—.
Cada pista llevará a Brandon a un puesto diferente. Todos los puestos que
elegimos se relacionan con alguno de vuestros recuerdos felices, que
también han servido de inspiración para las pistas. Gracias por enviarme la
lista de lugares.
—Fue sencillo —admite Elliot, y se recoloca los platos—. Ha sido
agradable volver a pensar en esos recuerdos.
Ambos sonreímos. Eso es. Ese sentimiento es la razón por la que
estamos haciendo esto.
Con el rabillo de mis gafas de sol cazo a Hannah observándonos
alternativamente a los dos. Tiene esa mirada de cuando algo jugoso llama
su atención. ¿Qué habrá visto?
Entonces señalo mi cuaderno.
—Todo termina en el puesto de mi padre, desde donde hará un programa
en directo...
—Disculpa, esta mesa está pegajosa —dice gruñendo el hombre que está
junto a Hannah.
Esta pone los ojos en blanco, pero Elliot aborda la interrupción con toda
tranquilidad.
—Está limpia —repone haciendo girar el trapo en el dedo como si fuera
un pistolero—. Acabo de limpiarla yo mismo.
El hombre pasa los dedos sobre una mancha de sirope en el borde de la
mesa.
—No muy bien que digamos —replica mientras se echa gel
desinfectante en las manos.
—¡Vaya, lo siento! —Elliot se encoge de hombros y limpia la mancha.
Luego le guiña un ojo al hombre—. ¡Listo!
—Ese trapo no parece muy limpio —comenta el hombre en tono burlón.
—Señor, puedo asegurarle que este trapo viene directamente del cubo de
desinfectante. Su mesa está impoluta. ¿Hay algo más que pueda hacer por
usted?
—Podrías limpiar mi mesa con un trapo limpio.
La sonrisa de Elliot se congela. Parece que va a abalanzarse sobre el
hombre en cualquier momento. Yo ya habría explotado siete veces en este
rato, pero Elliot lo capea con fortaleza. Este no es el primer cliente
fanfarrón con el que ha lidiado, ni será el último.
—Señor, la mesa está limpia —asegura Elliot—. Tenemos muchos
clientes que atender, así que, por desgracia, debo retirarme. Pero ¿qué le
parecería uno de nuestros famosos rollos gigantes de canela a cuenta de la
casa? ¿Un dulce pegajoso para una mesa pegajosa? —Elliot pone la mano
con forma de pistola y señala al hombre.
Este se relaja e incluso parece alegrarse.
—Bueno, eso sería maravilloso.
Con una intención asesina detrás de su sonrisa, Elliot da un golpecito en
la mesa con los nudillos y se aleja. Mientras Hannah hierve de ira, yo corro
tras él y le digo por lo bajo:
—Oye, carga a mi cuenta ese rollo de canela.
Elliot se ríe y me da un golpecito en el brazo.
—Son solo cuatro dólares, niño rico. El mejor gasto que puedo hacer con
tal de quitarme a esos zoquetes de encima.
—Ya ves —convengo mientras lo veo caminar a zancadas detrás del
mostrador.
¡Madre mía! Elliot sí que sabe lidiar con las cosas que a mí me harían
perder los estribos.
Cuando vuelvo a nuestra mesa, veo que Hannah ha guardado todas mis
cosas en mi mochila y que va abriéndose camino entre la gente para salir a
la terraza. La sigo fuera. Me entrega la mochila y dice entre dientes:
—Mi hora de autocuidado está a punto de terminar, y no pienso pasarla
al lado de esas personas.
—¿Te encuentras bien? —pregunto.
—Estoy bien —responde asintiendo y con los ojos cerrados—. Esa
gente... La manera en la que tratan a Elliot...
—Ya, pero mañana le daremos un gran día.
Hannah respira hondo y rodea mi rostro con esas uñas perfectas verde
azulado.
—Me alegra mucho que al fin os hayáis hecho amigos.
—Sí —afirmo riendo entre sus manos—. En la vida nunca faltan giros
inesperados.
De repente, esboza una sonrisa triste.
—Sí. Y no creo que esos giros hayan terminado.
—¿Qué quieres decir?
La seriedad con la que ha hablado hace que me dé un vuelco el
estómago. Me muero por gritarle que deje de una vez de hablar de forma
tan enigmática.
—Nada —responde riendo—. Es el Taste. Mis padres están
insoportables y tengo el cerebro frito. Lo que me recuerda que me quedan
—consulta el móvil— treinta y un minutos de autocuidado, así que me voy,
que he quedado con un amigo.
Nos abrazamos. Poco a poco, la calidez regresa a mi cuerpo.
—Ya ha pasado un mes —susurro—. Soy tu mejor amigo. ¿No puedes
decirme ni cómo se llama?
Con su elegancia natural, Hannah baja de un saltito a la calle y para un
taxi en cuestión de segundos. Ha estado parando taxis para ambos desde
que descubrimos cómo hackear el Apple Pay de nuestras familias. Antes de
subir al asiento trasero, se gira y dice:
—Jackson. Se llama Jackson, y es todo lo que voy a decirte.
Después de que se haya marchado, me instalo en la terraza del Audrey’s
mientras el atardecer se transforma en noche y el cálido brillo de las
guirnaldas de luces me envuelven en un resplandor dorado. Me paso horas
dándole los últimos toques de color a la fantasía de tritones de Elliot y
Brandon. Incluso hago que las colas centelleen. Jamás ha habido una
imagen más gay. Cuando termino, garabateo el resto de mi plan para la
búsqueda del tesoro de la cita de Elliot con tinta morada y negra. Algo
bonito que él y Brandon puedan conservar como recuerdo.
Por fin aparece Elliot. Gruñendo, se deja caer en la silla de enfrente. Se
ha quitado el delantal y tiene, una vez más, el pelo adherido con sudor a la
frente. Sé que está exhausto, pero es especialmente adorable cuando está
colorado y sudoroso, en plan: «Este chico está hecho polvo; necesita una
siesta». Yo no le puedo ofrecer eso, pero sí la siguiente mejor opción para
alegrarlo: giro con impaciencia el diagrama para la búsqueda del tesoro,
pero él está masajeándose todo el rostro.
—Me sabe fatal lo de ese hombre de hace un rato —digo con cautela. Tal
vez no sea un buen momento.
Elliot se ríe y niega con la cabeza.
—Así son todos los días, no te preocupes. —Bebe con avidez un vaso de
agua helada—. Estoy muriéndome de calor, y luego tendré que volver al
infierno que tengo por cuarto.
Estoy a punto de saltar de mi asiento al ver la oportunidad de animar a
Elliot.
—Jo, quería que fuera sorpresa, pero te he comprado un ventilador
superpotente.
Elliot parpadea y sus ojos brillan como piedras preciosas.
—¿En serio?
—Sí, eh... —mis puños se cierran cuando tengo que decirle la siguiente
parte—, ahora mismo no hay existencias, por lo de las fiestas. Pero lo estoy
rastreando y llegará pronto. Cuando lo tengas, vas a dormir con sudadera
del frío que hará.
Elliot tiene que esforzarse para mantener su sonrisa, que de pronto
parece pesar una tonelada.
—Gracias, pero no hace falta que me compres cosas. Me da un poco de
vergüenza...
El estómago me da un vuelco. «¡Mierda!» ¿Pensará que se lo he
comprado para alardear de mi dinero?
—Lo siento —digo precipitadamente—. Es solo que creía que ya te
habías dado por vencido con el aire acondicionado y..., no sé, quería ayudar.
¡Pero cancelaré el pedido!
Elliot sonríe pese a una cefalea tensional dolorosamente obvia.
—Seguro que piensas que siempre necesito ayuda: me rescatas de los
clientes, me compras un ventilador potente, intentas arreglar mi relación
rota...
—¡No está rota!
Alargo las manos hacia él, pero Elliot se echa para atrás.
—Tengo que volver al trabajo. —Sacude la cabeza y parece que está a
punto de gritar—. Es este trabajo. Ni siquiera me da lo suficiente para
quedarme aquí.
Elliot se detiene justo cuando dice la palabra aquí, pero es demasiado
tarde. Mis ojos se abren como platos. Mi cabeza ya ha atado cabos.
—¿Piensas... irte de Chicago?
Él se encoge de hombros, tratando de contener un torrente de angustia.
—Tal vez tenga que hacerlo.
—¿Por qué?
—Dinero. Ya ves todo lo que hago, todo este trabajo, y apenas logro
juntar lo que necesito para estudiar Veterinaria. ¿Cuándo voy a ir a clase
siquiera si me cogen? No he podido cumplir con las horas de clínica en todo
lo que va de verano. ¿Cómo se supone que voy a salir adelante?
Mientras Elliot mira los coches pasar, yo siento como si una puerta se
cerrara de golpe y me aplastara las entrañas.
¿Elliot también? Se suponía que nuestras aventuras iban a continuar.
El estómago vuelve a darme un vuelco cuando una imagen del próximo
verano sale a la superficie: sin Hannah y sin Elliot. La compañía rota para
siempre.
Siento un nudo en la garganta. No quiero plantear una pregunta tan
vulnerable, tan egoísta, pero esta noticia no deja de rondarme la cabeza.
—¿Y qué pasa con Brandon?
Elliot mira a través de la rejilla de la mesa.
—No me echará de menos.
—¡Eso no es verdad! Te quiere. Mira, creo que solo estás superestresado
por un mal día en el trabajo. Te sentirás mejor cuando Brando termine la
búsqueda del tesoro mañana y te encuentre esperándolo.
Con la totalidad de mi sistema nervioso a punto de saltar de mi cuerpo,
abro mi cuaderno y le enseño a Elliot su regalo. Su expresión sombría no
cambia cuando coge el dibujo de los tritones nadando de espaldas y
flotando juntos en el mar. Pero, de repente, su rostro se ilumina como un
amanecer.
—¡Mi recuerdo feliz con Brandon! —exclama, y me da un golpe con el
cuaderno—. Sabía que tramabas algo cuando me lo preguntaste en el bote.
Sonrío tontamente. Como no sé qué hacer con las manos, le doy un
manotazo en el hombro.
—Es un yate, no un bote —bromeo—. No te confundas.
Él pone los ojos en blanco y se ríe de nuevo.
—Por supuesto. Qué error más de plebeyo.
Me muerdo el labio.
—Es como tu propio Instaloves privado. Algo a lo que puedes aferrarte
cuando las cosas se pongan difíciles. Hasta que mejoren.
La enorme sonrisa de Elliot se derrumba. El silencio chisporrotea en la
terraza del Audrey’s.
¡Uf! ¿Lo he echado todo a perder otra vez? No era mi intención hacerlo
sentir como un desamparado que necesita ayuda.
Pero entonces... rodea mis hombros con sus brazos. Unas descargas
eléctricas recorren mis extremidades cuando la piel suave y sudada de Elliot
me abraza el cuello.
—Gracias por intentarlo siempre —susurra.
Cuando se va, me quedo en la terraza otros treinta minutos. Por mucho
que dibujo, no logro apartar de mi pecho esa sensación de terror. ¿Y si
pierdo la amistad de Elliot justo cuando empezábamos a conocernos?
¿Llegará algún día en el que pase frente al Audrey’s y él no esté?
Impensable.
Googleo con nerviosismo «¿Cuánto cuesta estudiar Veterinaria?», pero
obtengo resultados muy dispares. Es bastante caro. Tal vez pueda hablar
con mi padre. «Oye, papá, necesito treinta mil dólares para pagarle los
estudios a este chico que no es mi novio y que así siga viviendo en esta
ciudad tan cara y preparándome chai».
Quizá debería hacerle caso a Elliot y no tratar de arreglarlo con dinero
cada vez que tengo un problema. Lo único que he de hacer es ser su amigo
y ayudarlo a superar esto, pase lo que pase. La mejor manera de
convencerlo de que se quede es apoyar su relación con Brandon, y esa es
una misión que me va que ni pintada.
Al otro lado de la ventana, Elliot se mueve como un tornado detrás de la
barra de expresos, sonriendo con calidez mientras les entrega a las personas
sus pedidos. No está actuando. Irradia verdadera alegría, ya esté feliz o
triste. Incluso sonríe con sinceridad mientras prepara las bebidas. No es una
línea de montaje de lattes ni intenta quedar bien con la jefa. Compite
consigo mismo. Gamifica su trabajo. Se encarga con cuidado de cada
bebida.
Tal como lo haría si estuviera cuidando del perro o del gato de alguien.
O de la serpiente o lo que fuera. Él los querría exactamente como hay que
quererlos.
Él merece la misma atención.
Justo cuando siento que mi preocupación por Elliot está a punto de
consumirme, llega Grant. Mi novio, con esos hoyuelos, esos rizos, esas
largas piernas en pantalones muy cortos, atraviesa rápidamente el paso de
peatones para alcanzarme. Su abrazo me eleva unos centímetros por encima
del suelo. En el momento en que sus manos me tocan, mi ansiedad
desaparece como humo en el viento.
—Tengo el resto de la noche libre —dice—. ¿Quieres llevarme de cita
romántica?
—Sí, creo que sí.
Nos besamos. Cada vez que lo hacemos, es como si fuera la primera.
Grant entrelaza sus dedos con los míos. Iría a cualquier lugar con él.
Cuando nos alejamos del Audrey’s, vuelvo la cabeza un segundo. Detrás de
las volutas de vapor del espumador, Elliot nos mira partir.
15

El escudero
capturado

El Taste of Chicago ha empezado por fin, pero mis planes se han venido
abajo en un segundo. Mientras Grant se cepilla los dientes, yo permanezco
tumbado en posición fetal en su cama, incapaz de despegar los ojos de una
condenada imagen en mi móvil: Elliot, detrás de su barra de expresos,
mirando con el rostro más triste del mundo cómo Grant y yo nos besamos.
Quienquiera que sacara esta foto espontánea desde el Audrey’s ha
convertido a Elliot en un meme que está EN TODAS PARTES.
Según recuerdo, Elliot no estaba tan abatido, al menos no tanto como en
la foto. Sin embargo, la cámara no miente.
De la noche a la mañana, Elliot se ha erigido como el nuevo rostro de los
sueños destrozados:
Mi vida amorosa.
Cuando él dice que te llamará.
Ese sentimiento cuando la máquina de helados de McDonald’s está estropeada.

La foto ha dado tantas vueltas en internet que los memes ya están muy
especializados. En uno de ellos, la leyenda que está sobre mí y Grant dice:
«La anciana Rose dejando atrás el pasado», y sobre los ojos llorosos de
Elliot: «El collar que tiró al océano».
Ya he visto once versiones diferentes pese a que he tratado de evitarlas.
—Estoy bien —dice Elliot por FaceTime cuando lo llamo, pero sus
ojeras cuentan una historia diferente—. Por cierto, el dibujo de los tritones
es increíble. Anoche lloré pensando en él.
Si bien esa noticia aligera el peso que oprime mi pecho, desearía que
Elliot lo hubiera recibido en mejores circunstancias. Nunca habíamos
hablado por FaceTime sin Hannah (y sorprendentemente no resulta para
nada raro), pero yo he insistido en hacerlo. Sus mensajes parecían vacíos,
distantes, carentes de su entusiasmo y de sus característicos signos de
exclamación. También tenía la necesidad egoísta de saber que todo estaba
bien entre nosotros, y de comunicarle que la fotografía no me había
turbado.
—¿Has dormido bien? —le pregunto.
Elliot resopla.
—Sé que parezco un muerto. Discutí con Brandon durante toda la noche.
Noto como si me sacaran el aire de los pulmones.
—Lo siento mucho.
—Al final lo resolvimos... —bosteza—, después de tres horas.
—Por lo menos lo arreglasteis. Entonces... no cree que..., que estés...
«Enamorado de mí. Que estés enamorado de mí.»
—¿Que esté celosísimo de ti y de Grant? —pregunta Elliot—. Sí, creo
que conseguí engañarlo. ¿Y qué tal Grant? ¿Disfrutasteis de una noche
romántica en lugar de pasar horas discutiendo sobre chorradas estúpidas y
paranoicas después de haber trabajado hasta tarde?
Una sensación de culpa me constriñe el estómago.
—Debe de haber sido terrible.
—No fue genial. —Elliot se frota el rostro—. Durante las horas que
estuvimos hablando de todo, Brandon no me preguntó en ningún momento
si yo estaba bien. No me preguntó si me sentía avergonzado.
—¿Te sientes avergonzado?
—Tendrían que inventar una nueva palabra para describir lo
avergonzado que me siento.
No me atrevo a decirle a Elliot que ahora mismo es el vivo retrato del
rostro del meme. Pero ese sufrimiento terminará hoy; de eso me encargo yo.
—Oye —le digo con voz seria. Elliot respira hondo y me mira—. Es una
estupidez de internet. Mañana, todo el mundo se habrá olvidado. No tienes
nada de que avergonzarte.
Elliot se gira en la cama para ponerse de espaldas llevando consigo el
móvil y vuelve a gruñir.
—Tal vez sea mejor que no hagamos la búsqueda del tesoro hoy —
propone—. Brandon está insoportable. Priscilla me ha enviado un mensaje.
El Audrey’s está llenísimo por lo del Taste, así que tengo que ir para cubrir
descansos.
Me enderezo bruscamente en la cama de Grant y le hablo con toda
seriedad:
—Elliot, no puedes ir al trabajo hoy. Te sentirás peor. La gente se pasará
todo el día enseñándote esos malditos memes.
Sus ojos se abren aterrorizados.
—Es verdad. Pero... no tengo opción. Estoy condenado.
—¡Tómate un día de salud mental!
La risa estruendosa de Elliot satura su micrófono.
—¡Oh, mi dulce niño estival! ¿Un día de salud mental? ¿Dónde te crees
que trabajo, en Pixar? Es hostelería. ¡Me pagan a cambio de destrozarme la
salud mental!
Hago un gesto desdeñoso con la mano.
—Entonces di que tienes gripe. No vayas. ¿Las propinas van a ser
buenas hoy siquiera?
Elliot pone los ojos en blanco.
—Estos turistas no dejan propina. —Tras otro suspiro lánguido, asiente
—. De acuerdo, le diré que tengo síntomas de algo.
—Bien. Y sé que estás molesto con Brandon, pero esta búsqueda del
tesoro será la oportunidad perfecta para que todo cambie.
Elliot parpadea y al final sonríe.
—¿De verdad lo crees?
—Tú creíste en mi cuento de hadas y ahora estoy acostado en su cama.
Somos creyentes.
Elliot está a punto de quedarse sin razones para no marcharse de
Chicago. No puedo permitir que el final de su relación con Brandon sea la
gota que colme el vaso. Este meme no ha podido llegar en peor momento,
pero voy a guiar a Elliot a través del fuego.
—Vale —accede al tiempo que se endereza con energía—. Brandon ya
se ha cogido el día libre, lo cual es un milagro, así que hagámoslo. ¿Adónde
lo llevo?
—No lo vas a llevar a ningún lado. ¡Eres el tesoro que estará buscando!
Nos vemos dentro de una hora en el Taste. Invéntate algo sobre adónde
vas...
Entonces Elliot deja caer el rostro sobre la almohada.
—¡Esto va a ser imposible!
—¡Claro que no!
—¿Cómo se supone que voy a hacer que Brandon vaya allí? Se limitará
a volver a su entrenamiento.
—No, porque Hannah lo llamará y le dirá que se reúna con ella en el
Taste para hablar de vuestra bronca de anoche. ¡Es perfecto! Hannah estará
trabajando todo el día en el puesto de sus padres, así que Brandon no se
extrañará de que lo cite ahí.
Elliot niega con la cabeza.
—Eso solo hará que Brandon sospeche. Es muy desconfiado. ¿Cómo
voy a desaparecer así como así? No puedo decirle que voy a la cafetería
porque para entonces ya habré dicho que estoy enfermo, y si él va ahí y
Priscilla le pregunta cómo me encuentro, y él dice «¿Qué?», y luego
Hannah le pide que queden en secreto... ¡Uf!
Con delicadeza, hago que se calle.
—Basta. No pienses. Solo déjamelo a mí. ¡Esta es tu búsqueda!
Después de que Elliot haya colgado para levantarse de la cama, me estiro
sobre el colchón de Grant y dejo que las preocupaciones me consuman. No
puedo evitar sentirme responsable, teniendo en cuenta todo lo que hemos
hecho para que nuestra relación sea tan popular. Aún no me siento del todo
cómodo publicando un selfi tras otro con el hashtag #RelationshipGoals.
Ahora, cada vez que Grant y yo estamos en público, siento que me miran.
Grant lo disfruta, pero yo no puedo creer que la popularidad sea parte de mi
vida otra vez. Esta visibilidad es justamente la razón por la que mi madre
canceló nuestro propio reality.
Ahora, Elliot ha caído en la misma trampa.
—¿Era Elliot? —pregunta Grant cuando sale del baño lamiéndose los
dientes recién cepillados. Ha estado haciéndolo durante varios minutos.
—Sí —respondo.
—¿Está bien?
—No, pero lo estará. —Me levanto de un salto para besar sus labios
sabor hierbabuena—. Ha sufrido varios reveses últimamente, así que
necesita un triunfo.
Grant me da un beso en la mejilla, pero noto en su mirada que lo agobia
un pensamiento.
—¿Sabes? —comenta—. Creo que le gustas mucho.
—No, para nada —repongo casi con culpa.
—Me sabe mal que tu amigo sea el hazmerreír de todos, pero esa foto es
verdaderamente triste. Triste en plan «estoy viendo a mi hombre irse con
otra persona». Conozco esa mirada. Yo mismo llegué a dominarla antes de
conocerte.
El dolor punzante de antiguos rechazos se materializa en los ojos de
Grant.
Aparto unos rizos de su frente.
—Le guste o no —le digo—, yo estoy contigo. No te voy a dejar.
Grant levanta el rostro y sonríe.
—Eres un buen amigo para él.
¿Estará Elliot colado por mí? Es halagador, pero no pienso que sea el
caso. Creo simplemente que su estado mental es el mismo que tenía yo hace
un mes: desesperado por un toque de magia.
Puede que para Grant yo sea el príncipe azul, pero para Elliot seré el
hada madrina.
16

El festival

Mi padre está transmitiendo en vivo desde el Taste of Chicago, así que al


menos tengo un lugar relativamente tranquilo para terminar la búsqueda del
tesoro romántica de Elliot y Brandon. Oleadas de personas llenan el festival
callejero, que se extiende casi medio kilómetro a la orilla del lago.
Cincuenta carpas, más de treinta puestos y decenas de food trucks reparten
con entusiasmo manjares bien calientes a cambio de tickets prepagados.
Otra cosa bien caliente es el sol.
Aunque apenas es mediodía, ya estamos a 38 grados. No hay fuentes,
pero en todos los puestos puedes conseguir botellas de agua y de Gatorade...
siempre que cuentes con los tickets necesarios, por supuesto.
Un ruidoso ventilador de techo es lo único que refresca de manera
parcial el aire en el interior del puesto de la emisora de radio WNWC.
Frente a este, la fuente de Buckingham lanza al aire sus chorros de agua
mientras los asistentes recogen el líquido con las manos y lo vierten sobre
sus cuellos. La emisora ha acordonado el área circundante a la fuente,
gracias a lo cual tenemos mucho espacio para montar una romántica mesa
de pícnic detrás de la carpa.
¿Qué sentido tiene contar con las influencias del rey de Chicago si no se
aprovechan para ayudar a un amigo?
La camiseta de «noche de citas» color salmón con cuello en V de Elliot
ya está empapada por las axilas mientras preparamos la elegante mesa
dentro del puesto. Esta será la meta de la búsqueda del tesoro de Brandon, y
cuando se encuentre cerca, le enviaré un mensaje a Elliot para que abra la
tienda y saque el pícnic que hemos preparado: mantel de lino, flores recién
cortadas y sándwiches de brie, pollo y manzanas.
Maravillosamente fresco, maravillosamente veraniego, maravillosamente
encantador.
La organización no ha sido sencilla, pero me anima saber que si la
relación de Elliot con Brandon mejora, disminuirán las probabilidades de
que se mude.
No tendré que despedirme del amigo que me hace sentir que vale la pena
arriesgarse; del amigo que ve a través de todas mis tonterías como con
rayos X; de la única persona de mi vida que no intenta fisgonear mis obras
antes de que yo me sienta preparado.
Además, si Elliot decide quedarse, lo veré convertirse en veterinario. No
quiero perderme eso. Eso bien vale todas las búsquedas del mundo.
Elliot y yo trabajamos en silencio porque mi padre está transmitiendo en
vivo a tres metros de distancia. Está sentado a horcajadas en un taburete y
su voz retumba en altavoces gigantescos mientras anima a la multitud.
—... una tarde ardiente aquí en el Taste. Estoy cociéndome en este
puesto. Alguien va a terminar sirviéndome en una brocheta. —Papá me
mira de reojo cuando pongo unas botellas de sidra espumosa en la cubitera
—. Venga, ahora vamos con DJ Gummi Worm. Manteneos frescos, amigos
de Chicago, y ¡comed al ritmo de la música!
La luz roja del micrófono de mi padre se apaga, dando paso a los beats
electrónicos de DJ Gummi Worm. Su productora, Theresa (que por alguna
razón no parece sudar en su impecable polo blanco), le da un Gatorade.
Papá se desploma como una marioneta.
—Ese aire acondicionado no funciona.
—Ya hay alguien tratando de solucionarlo —dice Theresa—. Estás
haciéndolo muy bien, pero recuerda, es «disfrutad de la comida y de la
música».
Papá bebe un trago de Gatorade.
—Espera, ¿qué es lo que he dicho?
—Comed al ritmo de la música. No puedes decir eso en un festival
patrocinado. Es marca registrada de Disney.
Papá se queja y por poco escupe su bebida.
—Comed al ritmo de la música suena mejor.
—Por eso lo registraron.
Papá gruñe en voz baja.
—¿Y a nuestros abogados les preocupa también qué pasaría si me
desmayara y muriera en esta carpa?
Tras decir esto, sale apresuradamente, no sin antes llamarnos a Elliot y a
mí con un silbido. De camino a la salida, arreglo un poco el pequeño
florero. Fuera se está más fresco que en el puesto. Mientras Elliot se
abanica para secar la humedad de su camiseta, yo le entrego a mi padre un
papel doblado que contiene la última pista que guiará a Brandon hasta aquí.
Hannah ya está en la entrada más lejana del festival, esperando a Brandon
para darle las instrucciones iniciales. Dentro de unos minutos iré con ella
para monitorizar el avance de Brandon por el Taste, lo cual significa que
tendré que dejar a Elliot con mi padre.
—Siento tener que dejarte en otro lugar sin aire acondicionado —le digo
a Elliot.
Él se ríe con nerviosismo y bebe de su Gatorade.
—¡Mi hábitat natural!
Está inquieto. Su voz suena a kilómetros de distancia. Yo he sufrido esa
ansiedad millones de veces; es la ansiedad de «por favor, que todo salga
bien en mi cita».
Esto no se va a arruinar; no si yo puedo impedirlo. Abrazo con fuerza a
Elliot y susurro:
—Olvídate de ese meme. Sacúdete los malos rollos de tu relación con
Brandon. Hoy será un nuevo comienzo.
—Gracias por preparar esto. —Elliot agita su cuello en V—. Me siento
todo pegajoso.
—Estás perfecto. —Saco de mi mochila una camiseta de tirantes de
color negro—. Ponte esto. No se verá el sudor y hará que tu cita sea más
sexy.
—¡Increíble!
Sumamente agradecido, Elliot se quita la camiseta. Su pecho es más
peludo de lo que imaginaba. Un fino rastro de vello baja desde la mitad de
su torso hasta...
Siento que unos ojos me miran.
Los ojos de mi padre. Está a medio trago de Gatorade y observa cómo
miro a Elliot ponerse la camiseta. Sus cejas se alzan hasta el nacimiento del
cabello y mueve un dedo de un lado a otro.
Mis labios se fruncen.
Mi padre es experto en meterse en donde no lo llaman. Sí, Elliot se ha
quitado la camiseta delante de mí y yo me he quedado mirándolo unos
segundos. ¿Y qué?
«Pues que unos segundos es demasiado tiempo, Micah.»
Por suerte, mi padre no monta un escándalo por eso y lleva a Elliot de
vuelta al interior de la tienda.
—Me sabe mal lo del meme —le dice mi padre.
—Créame, es en lo que menos pienso ahora mismo.
Elliot va riéndose cuando desaparecen en el interior de aquella cámara
de tortura. Por primera vez desde que empezó a circular aquel terrible
meme, siento mi cuerpo ligero.
Tiene un superpoder fundamental: igual que mi padre, sabe cómo hacer
que la gente se sienta bien.
Es hora de que yo haga sentir bien a Elliot.

Por medio de mensajes, Hannah me confirma que ha logrado escaparse del


puesto de sus padres para encontrarse con Brandon, y que este ha
comenzado de manera oficial la búsqueda del tesoro. Los bailarines de
claqué que tengo en el estómago por fin se toman un descanso. Brandon no
ha ido a entrenar, ha acudido al festival y está siguiéndonos el juego sin
atosigar a Hannah con demasiadas preguntas. Según ella, Brandon parecía
casi ilusionado.
Un verdadero milagro. Tal vez consigan arreglarlo después de todo.
Mi sonrisa se viene abajo. En realidad sería mejor que Elliot estuviera
con alguien a quien no tuviera que insistirle tanto para pasar un buen rato
juntos, alguien que lo admirara, alguien que se esforzara por hacerlo sentir
especial, alguien que supiera lo afortunado que es de estar con un chico tan
genuinamente bondadoso como Elliot.
Aunque quizá ese alguien todavía es Brandon, y hoy marca el comienzo
de un cambio positivo.
Voy desde la fuente hasta la entrada del festival en el Millennium Park
caminando con la cautela de un espía. Gracias a mi atuendo desaliñado de
camiseta holgada con manchas de pintura y bermudas, no creo que nadie
reconozca al príncipe de Chicago. No quiero que Brandon me descubra, y si
alguien armara un alboroto, él empezaría a sospechar.
Además, el simple hecho de verme le recordaría que su novio está por
todo internet fantaseando con mi romance de cuento de hadas, y yo necesito
que se mantenga del lado de Elliot.
Hay tanta gente que tardo varios minutos en localizar a Brandon, que
está muy mono con su sudadera holgada y sus pantalones cortos rosas.
Lleva en la mano dos trozos de papel, uno naranja y el otro azul neón, y
camina mirando a su alrededor como un niño que hubiera perdido de vista a
su madre. Retrocedo rápidamente y me escondo detrás de un barril de
petróleo cortado por la mitad y transformado en parrilla. Las cortinas de
humo que se elevan hacia el cielo me cubren sin problemas.
Además, el aroma de la carne de cerdo crepitando en la parrilla es
irresistible.
Sin embargo, hace demasiado calor como para comer nada. Siento mi
propia piel como carne asada.
Esto significa que a Brandon le faltan dos pistas, así que perfecto. Le
comunico a Elliot el avance de Brandon y él responde al instante con
«!!!!!!!!!!».
Tras un rato de reflexión sobre su pista, Brandon se dirige al puesto de
Lavish Sweets, el negocio de los Bergstrom. Yann lleva un delantal rosa
sobre la camisa arremangada. Está repartiendo porciones de tarta fría azul a
la multitud que se arremolina alrededor de su carpa. Parece que no se
cansan de él. No veo a Hannah por ninguna parte. Tal vez no haya vuelto
después de haber ido a guiar a Brandon al inicio de la búsqueda del tesoro.
Pero regresará; no es normal que se salga durante mucho rato de la rutina
establecida por sus padres.
Brandon está de pie detrás de la multitud y mira a Yann con el ceño
fruncido.
No quiere entrometerse en una fila tan larga.
Yo aprieto los dientes.
«Vamos, Brandon, ¡tú te has entrometido en conversaciones mías cientos
de veces!»
Salgo de mi escondite de humo y me oculto detrás del puesto de Lao Sze
Chuan para estar más cerca. Yann, alto como Brandon, lo ve entre la gente.
—¡Ven por aquí! —grita Yann sonriendo.
Aliviado, Brandon se dirige a la parte posterior de la tienda, donde se
encuentra con la madre de Hannah, Jean, una mujer diminuta de piel oscura
y broncínea que está rociándose agua con un espray. Sus ojos se iluminan al
abrazar a Brandon.
Elliot y Brandon han ido muchas veces a casa de Hannah, y se tratan
como viejos amigos. Me cuesta trabajo creer que Elliot y Hannah hayan
sido mejores amigos durante meses antes de que yo lo conociera a él. Ella
no paraba de contarme cosas sobre él y de decirme que nos llevaríamos bien
y bla, bla, bla. ¿Quién iba a decir que yo sería la siguiente persona que
hablaría maravillas de Elliot?
Es fácil hablar maravillas de él.
Tras una breve conversación, Jean le entrega a Brandon un papel rosa
eléctrico con la siguiente pista. Él se marcha mientras lee la pista que lo
llevará hacia donde hay gente tocando los tambores metálicos, cerca de la
carpa de cervezas. Recibo un mensaje de Elliot:
¡Gracias! Aquí nos morimos de calor. Tu padre está a
punto de ponerse en huelga.

Jejeje, no te preocupes.
¡Faltan pocas pistas!

Elliot me envía el emoji de las manos rezando.


En esta ocasión no sigo a Brandon. Me quedo agazapado detrás de las
sartenes humeantes de Lao Sze Chuan porque una pareja romántica que está
detrás de mi puesto me ha llamado la atención.
Tengo que hacer un esfuerzo para contener un grito.
¡Son Hannah y su amigo misterioso! Conque eso es lo que estaba
haciendo, ¡bribona!
Están disfrutando de un pícnic en un banco del parque. Son una pareja de
opuestos. Ella está perfectamente maquillada y lleva una impecable falda de
tubo con estampado de cerezas y sandalias con tiras. Jackson, un chico
guapo con un rostro que brilla como el cobre bajo la luz intensa del sol,
viste como un gato callejero. El pelo negro le cae sobre la espalda. Lleva
Keds rotas, vaqueros negros rotos y una camiseta de Mario Kart que está a
un lavado de disolverse. Hannah, perfecta como siempre, se come un
pastelito con dos servilletas extendidas sobre las piernas. Jackson
mordisquea una mazorca de maíz y tiene restos de comida en las mejillas.
Ella le señala los restos de maíz . Él no solo se abstiene de limpiarse,
sino que la besa.
Los dos se echan a reír.
La impecable Hannah Bergstrom, siempre lista para Instagram, tiene
restos de maíz en la cara y eso la hace reír. Yo sonrío con ella.
Entonces mira el móvil y se levanta del banco con un salto. Explica
rápidamente algo, tal vez que sus padres la esperan en el puesto. Con toda
la calma del mundo, él solo sonríe y se despide agitando la mano.
Hannah se limpia el rostro, sonríe con tristeza y se aleja corriendo.
Mi amiga está pilladísima. Es una lástima que sus padres la tengan bajo
un horario tan estricto. Me pregunto si tendrá tiempo suficiente para estar a
solas con Jackson o si solo pueden verse durante esas fugaces medias horas.
La mejor noche de mi vida fue cuando Grant hizo que lo persiguiera bajo la
lluvia hasta la exhibición del Instituto de Arte. No estuvo planeado. Fue
solo la vida, que por fin estaba ocurriendo, y ocurrió antes de Deseo
Concedido y de todo el alboroto. Nadie sabía que yo estaba detrás de
Instaloves.
No había más ojos sobre nosotros que los nuestros.
Ya echo de menos esa época tranquila con Grant.
Por eso Hannah quiere que Jackson siga siendo un secreto. Para ser solo
ellos dos.
Pues bien, Hannah se merece más que esas efímeras medias horas. Me
desplazo en cuclillas detrás del puesto de Jeni’s Ice Creams y empiezo a
correr por el pasillo de puestos paralelo al que va siguiendo Hannah. Si
logro adelantarme dos o tres puestos, podré encontrarme con ella antes de
que dé la vuelta a la izquierda y llegue con sus padres. No debe saber que
he visto a Jackson; eso tiene que permanecer en secreto.
Me he adelantado lo suficiente. Giro a la derecha, detrás del puesto de
Drunken Donut y...
Hannah y yo chocamos. Su grito se disuelve en risas cuando me
reconoce. Muy al estilo de Julia Roberts en Pretty Woman. Mientras me
apoyo en las rodillas para recuperar el aliento, Hannah se apacigua
colocando la mano sobre el colgante con forma de cereza que lleva al cuello
haciendo juego con las cerezas de su falda.
—Pensé que eras un ladrón —comenta riendo.
—Bueno, igual ese colgante sí que lo quiero —replico con la mayor
naturalidad posible, para que no sepa que me he interpuesto a propósito en
su camino—. Lo siento, Brandon me tiene corriendo de un lado para otro.
Hannah se estremece de alegría.
—¡Todo está funcionando! Me alegro por Elliot.
—¡Sí!
Tras una gran bocanada de aire, hago mi jugada.
«Vale, Micah, si te sales con la tuya, habrás ayudado a dos parejas hoy.»
—Es importante que Elliot pueda disfrutar estos momentos —le digo—.
Brandon sigue un horario muy estricto, y genial por él, ¿eh?, pero Elliot...,
bueno, no lo lleva muy bien.
Hannah asiente porque comprende la situación de su amigo, pero no creo
que haya captado mi insinuación.
—Elliot es paciente. Esperaría a Brandon toda la vida. Pero, después de
su cita de hoy, confío en que Brandon se dé cuenta de que podrían haber
vivido muchos momentos como este y no lo hicieron. Oportunidades
perdidas, ¿verdad?
—Claro —asiente Hanna. Su sonrisa se marchita como una planta
abandonada—. Tú sabes cómo es mi vida con mi horario. Siempre tengo
que estar pensando en el reloj y pegada a Yann y a Jean. —Resopla—.
¡Dios mío! ¿Soy el Brandon en mi relación?
Ni siquiera he tenido que decírselo. Ella es el Brandon y Jackson, el
Elliot.
Al darse cuenta se queda muda.
En torno a nosotros, la ciudad por fin se toma un descanso. Los adultos
se llevan pastelitos a la boca y los niños aplauden mientras esperan sus
brochetas ante los carritos de carne. Sea lo que sea lo que esté pasando en
nuestras vidas, decidimos estar aquí, sin preocupaciones, creando
recuerdos.
Cojo a Hannah de las manos y las balanceo alegremente. Estamos de pie
en medio de una calle atestada, haciendo tralará, tralará, como si no
tuviéramos nada mejor que hacer.
—Esa primera vez..., ya sabes, con Grant, no le dije a nadie que pasaría
la noche con él —le comento. Tralará, tralará—. No miré el móvil, solo...
me perdí con él.
—¿Se cabreó tu padre? —inquiere Hannah con un brillo de
vulnerabilidad en la mirada.
Me río.
—Uf, ya te digo. —Tralará, tralará—. Pero se le pasó.
Hannah sonríe.
—¿Alguna vez te preguntas por qué nos preocupamos tanto por lo que
digan nuestros padres?
Me encojo de hombros. Nuestros dedos siguen entrelazados.
—Ni idea. Lo que sí sé es que algún día me olvidaré de lo enfadado que
estaba mi padre, pero nunca olvidaré esa noche con Grant.
Hannah me abraza con fuerza.
—El último año se acerca como una avalancha —menciona ella—. No
dejo de pensar que tal vez no nos quede tanto tiempo como pensamos.
La estrecho entre mis brazos. No me siento capaz de pensar en eso
ahora, pero debo darle a Hannah otro empujoncito.
—Entonces hay que hacer que el tiempo que nos queda valga la pena.
Asiente y se separa de mí. Entonces me mira fijamente.
—Hablando de tiempo —comento tras consultar la hora en el móvil—,
¡tengo que encontrar a Brandon!
Perdida en sus pensamientos, Hannah dice:
—Buena suerte con Elliot. —Y se va por el mismo camino por el que
vino. ¿Irá con sus padres o con Jackson?
—Oye, ¿no está por allí el puesto de tus padres? —le pregunto señalando
la dirección opuesta, solo para estar seguro.
Ella mira hacia atrás mientras mil pensamientos se atascan en su cerebro.
Al final sacude la cabeza.
—No, yo... —Señala el camino por donde ha venido, hacia el lugar
donde ha dejado a Jackson—. Hoy no voy a ir con ellos.
¡¡SÍ!!
Regreso lo más rápida y discretamente posible por donde he venido. Doy
la vuelta en el Drunken Donut, corro por la vía de carpas y ocupo de nuevo
mi escondite detrás de Jeni’s Ice Creams.
Jackson no se ha movido del banco. El melenudo y despreocupado chico
sigue disfrutando de su mazorca de maíz. Hannah se acerca a él bajando por
el caminillo, aún con expresión seria. «¡Eso es, Hannah!» Cuando llega al
final del sendero, donde el cemento se junta con el césped, hace lo
impensable, algo que no la he visto hacer en todos los años que llevo
conociéndola.
Sin estar en su casa, se quita los zapatos de tacón.
Descalza, camina sobre el césped del parque hacia su novio secreto,
Jackson, que continúa en el banco. Las cejas del chico dan un salto cuando
la ve. Ella dice algo que no consigo oír. Cuando termina, Jackson da unas
palmaditas en el lugar que ocupaba Hannah en el asiento. Ella recoge el
pastelito que había dejado ahí y comen juntos. Mi amiga vuelve a sonreír.
Desde mi escondite, levanto un puño y susurro: «¡Sí!».
El amor de cuento de hadas de mi amiga se ha hecho realidad; solo
queda uno.
Tomo un atajo para alcanzar a Brandon. Para asegurarme, voy
directamente al penúltimo punto de la búsqueda del tesoro, entre Connie’s
Pizza y el jardín de vinos de Stella Rosa. Cuando Elliot empezó a salir con
Brandon, le robaron a la hermana de este una botella de vino rosado, así que
Elliot escogió ese recuerdo para una de las últimas pistas.
Nuestro plan sentimental parece estar funcionando.
Mientras estoy agazapado detrás del puesto de pizzas, Brandon llega con
ojos vidriosos al jardín de vinos y vuelve a leer la pista que está encima de
su pila de papeles. La pista de Elliot le ha tocado la fibra sensible. En la
carpa del jardín de vinos, Brandon le susurra algo a una mujer mayor
caucásica con el pelo teñido de rojo.
Esta desaparece bajo su mesa y reaparece al cabo con una costosa
invitación dorada.
—La última —anuncia al tiempo que se la entrega a Brandon.
Él le da las gracias y abre la invitación. Mientras la lee, va alejándose del
jardín de vinos y acercándose... a mí.
Me pongo tenso, pero no huyo.
Se detiene para terminar de leer. Sonríe con franqueza. El recuerdo lo ha
puesto nostálgico.
Me llevo una mano al pecho. No puedo creer que esté alegrándome por
Brandon. Pero no se trata de él. Su felicidad llevará a la felicidad de Elliot,
que se merece un día especial más que nadie en el mundo.
La invitación no tiene pista; tan solo invita a Brandon a un almuerzo en
la fuente de Buckingham. Coordinamos todo a la perfección. Justo detrás de
la siguiente esquina de puestos se puede ver la fuente lanzando chorros de
agua.
Brandon corre hacia ella.
—¡Mierda! —exclamo entre dientes, y saco apresuradamente el móvil
para enviarle un mensaje:
¡Está yendo para allá!

No hay respuesta. Contengo la respiración. Seguro que Elliot está


haciendo los últimos retoques en la mesa y no puede contestar.
Lo sigo a una distancia prudente. No pienso dejarme ver ahora que
estamos en la recta final de mi obra maestra de ingeniería romántica. De
cualquier forma, el gentío no me permite avanzar con facilidad. Cuanto más
se acerca la hora del almuerzo, más personas hay con las que lidiar. Mi
mirada está a punto de cruzarse con las de dos chicas, Lauren y Sarah, a
quienes reconozco porque están en el programa de Grant. Ambas visten
corsés con cintas como si estuvieran en una feria renacentista.
Nunca había visto tanta gente en el festival. En todos los puestos hay
largas filas de gente.
Todos son estrellas hoy, sobre todo Elliot.
Cuando llego a la gran fuente, la sorpresa ya ha tenido lugar. Brandon se
ríe con las manos sobre el rostro; Elliot lo abraza y lo lleva al elegante
pícnic en el exterior de la tienda de la emisora. Brandon articula con la boca
«madre mía» cuando ve a mi padre aplaudiéndoles.
La feliz pareja se sienta a comer. Se besan por encima de las flores.
Vuelvo a alzar el puño.
—¡Hecho! —susurro.
Hace un rato, Elliot era más sudor que persona. Ahora está radiante.
Tiene a Brandon. Nada de discusiones. Nada de momentos robados. Solo él
y Brandon saboreando juntos un recuerdo especial.
—¿Una rosa para el príncipe? —pregunta una voz.
Cuando me vuelvo, encuentro una rosa de tallo largo a pocos centímetros
de mi cara. La voz pertenece a una conocida chica asiática de cabello
oscuro ataviada con un vestido azul de estilo antiguo y un delantal blanco
por encima. Un lazo azul a juego con el vestido le adorna la cabeza.
Parece Bella de La Bella y la Bestia. O sea, es idéntica a ella.
Acepto la rosa, susurro un agradecimiento y hago un gesto para pedirle
que baje la voz. No quiero que nadie ande llamándome «príncipe» por aquí
ni que atraiga la atención sobre mí.
Bella camina hacia la fuente, pero, antes de llegar a ella, otra
desconocida me acerca algo al rostro: una manzana roja.
—¿Una manzana dulce y jugosa para el príncipe? —pregunta la chica.
Por alguna razón, habla con la voz de una vieja. Lleva una capa larga y la
capucha le oscurece el rostro.
Cuando cojo la manzana, la bruja se aleja rápidamente con el cuerpo
encorvado.
El estómago me da un vuelco. Está pasando algo.
—¿Té para el príncipe? —pregunta a todo pulmón una mujer latina alta
con un vestido rojo y negro. Por suerte, no lleva té en las manos, pues yo ya
no puedo cargar nada más.
—¿Qué narices está pasando? —digo.
—¡QUE LE CORTEN LA CABEZA! —grita ella mientras su tiara dorada se
sacude.
Entonces, agitando teatralmente su capa, se dirige hacia la fuente...
Donde hay decenas de actores disfrazados que dan vueltas unos en torno
a otros.
Personajes de cuentos de hadas. Todos están ahí: Bella, la Bruja, la
Reina de Corazones, un hombre con orejas blancas y esponjosas de conejo,
un hada madrina... Deben de ser más de una docena.
No sé qué está pasando, pero está coreografiado.
Brandon y Elliot miran emocionados el espectáculo callejero
improvisado. Entre los actores están Lauren y Sarah, bailando con sus
corsés con cintas; doncellas y campesinas, todas salidas de un libro de
cuentos. Cuando comprendo lo que está ocurriendo, siento como si mi
corazón se cayera al suelo.
Los conozco a todos. Están en el programa de diseño de Grant.
«Atención, por favor», dice una voz grave y dolorosamente conocida
desde unos altavoces. Sé que no proviene del puesto de la emisora; en este
preciso instante, mi padre está llamando a los ganadores de una rifa.
Entonces, ¿dónde se encuentra? ¿Dónde está Grant?
«El festival de hoy se engalana aún más con la presencia de alguien que
no necesita presentación. Una persona que ha cambiado mi vida para bien.
Que me ha enseñado a creer en los cuentos de hadas.»
La preciosa voz de mi novio nunca me había asustado, pero siempre hay
una primera vez.
Por favor, no lo hagas. ¡No anuncies mi nombre en medio de la cita de
Elliot!
¡Mis planes, mis preciosos planes!
—¿Es cosa tuya? —le pregunta Brandon a Elliot. Sigue anonadado y
pensando que todo esto es para ellos.
Elliot continúa encantado, pero su sonrisa empieza a menguar. Sabe que
yo no he organizado esto y, sobre todo, que no lo sorprendería de esta
manera.
Cuando por fin comprendo de qué va esto, siento un impacto similar al
de un camión estrellándose contra una reja: es la sorpresa de aniversario de
Grant. Lo que ha estado planeando durante semanas.
Coreografía. Disfraces.
Un. Día. Antes.
«Esta canción es para mi novio, mi Deseo Concedido, el príncipe de
Chicago salido de un cuento de hadas...»
GRANT, NO DIGAS MI NOMBRE.
«¡Micah Summers!»
La pesadilla se cierne sobre nosotros.
Tres compañeras de Grant, vestidas como sirenas, sostienen sobre sus
cabezas sendos altavoces que ahogan la transmisión de mi padre. Entonces
empieza a sonar la música: «Percusión, cuerda, viento, letra». La canción
«Bésala» de La sirenita. Inconfundible.
Grant sale de la parte de atrás de la fuente, más guapo que nunca, tanto
que me siento incapaz de frenar este espectáculo. Está disfrazado del
príncipe Eric, con una camisa de seda algo abierta. Grant y su flash mob de
la muerte canturrean por encima de la canción mientras todos y cada uno de
ellos me miran directamente a los ojos.
Me quedo paralizado. Demasiada atención.
El antiguo Micah regresa con toda su fuerza. Vuelvo a tener ocho años y
los equipos de filmación invaden mi casa. Respiro hondo para combatir el
cosquilleo de mis dedos.
Papá y DJ Gummi Worm se asoman desde la tienda con la boca abierta.
Theresa se cubre la boca con ambas manos; a esta distancia, es difícil saber
si está conmovida u horrorizada. Me inclino por horrorizada, sobre todo
ahora que el Conejo Blanco y Bella levantan a Elliot y a Brandon de sus
sillas con la intención de promover la participación del público.
No les queda más remedio que ponerse de pie.
Elliot aplaude al ritmo de la canción aun cuando su rostro ha perdido
todo vestigio de vida. Brandon permanece de pie, retorciendo su servilleta
con ambas manos como si se tratara de mi garganta.
Cuando Grant por fin llega conmigo, y la canción alcanza su estruendoso
clímax, todos los ojos del festival nos observan. Decenas de espectadores
nos rodean mientras mastican dónuts, brochetas de carne y trozos de pizzas.
Y las manos que no están sosteniendo un plato están sosteniendo un
teléfono móvil.
Fotos. Vídeos. Directos.
Nosotros somos el espectáculo.
La canción termina. Sudoroso, jadeante y luminoso, Grant dice:
—Tú has hecho que mis deseos se volvieran realidad. Has roto la
maldición. Así es como me haces sentir. Feliz aniversario.
Esos hoyuelos. Ese cabello rizado y con gotas de sudor.
La tensión endurece mi cuerpo y lo convierte en una figura rígida,
horrorizada, tal como seguramente ocurre segundos antes de que te destruya
una bomba que sabes que ya ha detonado.
El reino está mirándonos.
Nos besamos. Tenemos que hacerlo.
El reino estalla en vítores y aplausos.
Detrás del hombro de Grant, Elliot y Brandon nos observan; simples
espectadores, como siempre, de mi gran show. El rostro de Elliot vuelve a
transformarse en su abatido meme. La frente de Brandon se arruga aún más
cuando nuestras miradas se cruzan.
Entonces coge aire y grita:
—¡ME CAGO EN T...!
17

La mala suerte

Cuando un aspirante a atleta olímpico te dirige un epíteto que la televisión


tiene que censurar mientras tú estás sufriendo un ataque de pánico en medio
de personajes de Disney, yo llamo a eso un giro desafortunado de
acontecimientos.
Bella, Rapunzel y yo nos apiñamos junto a la fuente mientras el príncipe
Eric, mi novio, avanza hacia Brandon con una furia que nunca le había
visto.
—¿Qué acabas de decirle? —brama Grant.
Dios mío. Va a pegarle.
La multitud se queda sin aliento; algunos los animan a pelearse.
Brandon hierve de ira. Grant y él están nariz con nariz. Mi padre, Elliot y
yo corremos hacia la pareja, cada uno con emociones distintas en el rostro:
papá, confundido; Elliot, histérico; yo, horrorizado.
¿Cómo han podido salir tan mal tantas cosas tan de repente?
Mi único objetivo es llegar con Grant antes de que empiecen los golpes.
Una vez que lo haya detenido podré desmayarme. Siento una pulsación en
la nuca, pues soy el que tiene que recorrer una distancia mayor.
—¡No, no, no! —les suplicamos Elliot y yo a nuestros novios, que solo
pueden oír su propia ira.
Fuera de la tienda de la emisora, DJ Gummi Worm y Theresa
contemplan el panorama con incredulidad. Los compañeros del programa
de Grant se dispersan mientras los asistentes al festival nos confinan en un
círculo cada vez más pequeño.
El corazón se me encoge como una pasa.
Hay cámaras por todas partes. Móviles. Demasiados móviles.
—¡Tranquilizaos! —Mi padre es la única persona lo bastante alta para
separar a Grant y Brandon, dos chicos corpulentos que por alguna razón han
crecido más durante este último minuto, como osos en posición de ataque.
Por ahora, están enzarzados en un duelo de miradas y ceños fruncidos.
Nada físico, gracias a Dios.
Elliot y yo, sus pequeños novios, hacemos un esfuerzo heroico y vano
para separarlos.
—¡Es Brandon, el novio de Elliot! —grito atropelladamente, como si
Grant fuera a cambiar su estado de ánimo y a decir: «¡Ah! ¿Por qué no me
lo habías dicho antes? ¡Lo siento, amigo!».
—¡Ya sé quién es! —gruñe Grant mientras su pecho sube y baja de
forma amenazadora bajo su principesca camisa abierta.
—No hay manera de librarse de vosotros dos, ¿verdad? —suelta
Brandon echando chispas por los ojos.
Elliot tiene la boca abierta. Sus ojos recorren el espacio cada vez más
pequeño, como si estuviera planteándose huir.
—Brandon, no pasa nada —dice intentando cogerlo de los brazos. Pero
este no deja que lo toque. Elliot se ve tan destrozado que siento ganas de
abrazarlo, pero eso sería como encender una cerilla en una refinería de
petróleo. Entonces me señala y añade—: Micah solo me estaba ayudando...
—Micah, Micah, Micah —repite Brandon. Luego suelta un enorme
suspiro—. ¡Estoy harto!
Y ahí está. El meme ha vuelto.
Todo internet vio en el rostro de Elliot lo que Brandon al parecer ha
estado viendo desde hace un tiempo: que su novio está enamorado de otra
persona. ¿De mí?
No. Elliot solo está frustrado por una relación que Brandon está
empeñado en dejar morir. Está con una persona imposible, así que se siente
solo y un poco celoso de lo que Grant y yo tenemos, lo cual se complica
aún más por el hecho de que Deseo Concedido sea tan público y ostentoso.
Y ahora acabamos de hacer lo más público y ostentoso de la historia de
la humanidad.
Pero no puedo pensar en eso en este momento. Es necesario que todos
nosotros salgamos de este parque antes de que los vídeos de TikTok
empiecen a circular. «LOL. Mirad a estos desastres de gais atacándose los
unos a los otros. LMAO.»
—¿Ya estamos más tranquilos? —pregunta mi padre colocando la mano
de manera firme pero cautelosa sobre el hombro de Grant. Sabe que todas
las cámaras están sobre él tanto como sobre nosotros.
—Estamos tranquilos —responde Grant. Su mirada comienza a
suavizarse—. Solo estaba defendiendo a Micah.
Mi padre asiente y habla con la frágil tranquilidad de un negociador de
rehenes:
—Muy loable por tu parte, pero vamos a tener que abordar esto sin
pelearnos. Creo que lo que ha ocurrido aquí ha sido producto de la mala
suerte. —Se vuelve hacia Brandon, que tiene los ojos rojos y llorosos—.
Micah ha organizado esta cita sorpresa para sus amigos, que por desgracia
ha coincidido con la sorpresa de aniversario de Grant.
—Sí, claro —repone Brandon fulminándome con la mirada—. ¿Has
organizado esta cita para nosotros en un día cualquiera que casualmente es
tu aniversario?
—¡Nuestro aniversario es mañana! —comento interponiendo mi cuerpo
de 1,67 entre dos de más de 1,80—. ¡No sé por qué ha montado este
espectáculo hoy!
—No sabía que Micah había organizado algo, y era el único día en que
todos estaban disponibles —replica Grant en tono defensivo. Luego levanta
los brazos como diciendo: «¿Qué queréis que le haga?».
Brandon resopla por la nariz.
—No me creo una sola palabra vuestra —declara—. Solo lo habéis
hecho para seguir acaparando toda la atención.
Esto es un infierno. Literalmente, un infierno.
Todos estos personajes de cuentos de hadas y ningún genio de la
lámpara. Desearía no haberle dicho a nadie que yo estaba detrás de
Instaloves. Desearía que Grant y yo hubiéramos disfrutado de nuestras fotos
en privado, como una pareja normal, sin la publicidad que ha producido
este desastre.
Sobre todo por Elliot. Tiene entre sus manos tensas el mantel de lino de
la mesa abandonada de pícnic. Me llevará semanas reparar este daño, si es
que puede repararse.
—Me largo de aquí —anuncia Brandon al tiempo que se marcha sin
mirar a Elliot. La gente se aparta para dejarlo pasar. Al fin y al cabo, él no
es la estrella de este espectáculo.
Y ese es el problema.
Elliot, otro personaje secundario, tiene el ceño fruncido y podría
quedársele así para siempre si no hago algo pronto. Cuando me acerco a él,
su móvil empieza a vibrar. Sus hombros se derrumban en cuanto ve quién lo
llama. Me mira con impotencia y me muestra la pantalla: «Audrey’s Café».
Dios mío, no. No, por favor.
Alguien ha debido de ver a Elliot aquí y ha corrido la noticia. Se suponía
que estaba enfermo.
Elliot acepta su lúgubre destino y contesta la llamada:
—Hola, Priscilla.
Mientras escucha a su jefa, que seguro que está echándole la bronca, él
saca energías no sé de dónde, se levanta y recoge sus llaves.
—Sí, sí, era yo. Ya voy para allá. Lo siento.
Desplazándose como un fantasma, Elliot sale del círculo, que empieza a
dispersarse ahora que es obvio que no habrá más gritos. El espectáculo ha
terminado.
Mi cuerpo se ha quedado sin sangre. No habría podido destruir la vida de
Elliot de manera más completa ni aunque me lo hubiera propuesto.
Cuando todos se han marchado, mi padre nos permite a Grant y a mí
ocultarnos de los móviles de la gente en la privacidad de su tienda sin aire
acondicionado. Ya no quiero estar ahí, pero no puedo volver a casa ni ir al
cuarto de Grant sin haberle planteado dos importantes preguntas.
Grant está sentado bajo el ventilador roto. La vergüenza lo aplasta y hace
que parezca más pequeño. Este chico de ojos muy abiertos, cabello rizado y
vulnerable espera mi veredicto. Espera que corte con él, como hicieron los
demás.
Cojo el móvil con ambas manos. El hecho de tenerlo así me ayuda a
recuperar la sensibilidad de mis extremidades... y evita que le envíe
millones de mensajes de disculpa a Elliot (lo haré, pero no en este
momento).
—Lo primero, ha sido un espectáculo precioso —le digo—. Estoy
conmovido por todo el trabajo y la emoción que has puesto en él.
—¿Te ha gustado?
La barbilla le tiembla, y la mía empieza a temblar por empatía.
—Me ha encantado. Solo me habría gustado haber podido disfrutarlo.
Grant cierra los ojos y asiente, como diciendo «sé que lo he echado todo
a perder». Meto los dedos entre la preciosa melena llena de rizos y él acepta
el gesto como un perro al que estuvieran acariciando.
—¿De verdad no sabías que estaba planeando esto para Elliot hoy? —
pregunto.
Grant sorbe por la nariz. En ese momento, unas lágrimas empiezan a
correr por sus mejillas como las líneas de una carretera. Siento como si
unos anzuelos de pesca invisibles me desgarraran el corazón. ¿Cómo puede
parecer tan pequeño?
—Creí oír que estabas organizando algo —responde—, pero pensaba
que sería dentro de unos días. No era mi intención arruinar todo esto, te lo
juro.
—Pero ¿por qué hoy? —inquiero—. ¿Por qué no mañana?
Grant mira al suelo.
—Me dejé llevar por la emoción. La mañana que pasamos juntos fue
maravillosa. Rompiste la maldición.
Entonces extiende los brazos como un niño y me envuelve en su amplia
envergadura. El abrazo solo hace que se derrumbe más. Intenta hablar, pero
las lágrimas se lo impiden. Acaricio con delicadeza sus rizos hasta que se
tranquiliza. Sin soltarlo, alargo una mano hacia el equipo de radio y tiro de
la cuerda que libera la solapa superior de la tienda. Con esto se cierra la
ventana por la que mi padre podía ver la fuente durante el programa.
Necesitamos completa privacidad.
Mi ansiedad desaparece ante su aflicción. Lo único que quiero es que se
sienta bien.
—Oye, ¿qué ocurre? —le planteo.
—Está todo mal —responde con voz ahogada—. Todo.
—No pasa nada. —Lo acaricio cuando la emoción vuelve a embargarlo
—. Estoy aquí. Me encantaría escuchar qué está ocurriendo.
Grant intenta hacer una inhalación larga, pero los hipos de tristeza la
parten en un ritmo staccato.
—El espectáculo de diseño me está volviendo loco. La fecha límite es en
menos de un mes. Siento que estoy perdiendo la cabeza. Van a venir
cazatalentos de escuelas de diseño; mis profesores y todos los demás se
mueren de ganas de ver cuál será la propuesta de Deseo Concedido, y ayer
perdí a mi modelo.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunto con voz quejumbrosa, con cuidado de
ser empático pero no catastrofista.
Grant echa hacia atrás sus ojos enrojecidos.
—Consiguió un trabajo mejor pagado ese fin de semana.
—Lo siento... Encontraremos a otra persona.
Grant me contempla un buen rato con expresión franca y vulnerable.
—He estado haciendo tantas cosas que no me enteré de cuándo harías lo
de Elliot. Luego he venido aquí, he hecho que todos se disfrazaran y ya era
demasiado tarde.
Le acaricio los brazos.
—Es increíble que hayas juntado a todas esas personas solo para mí.
—Bueno, les encanta exhibirse. La mayoría ya tenía su disfraz.
Me río y continúo acariciándole el brazo. Cuanto más lo hago, más
rápido se restablece nuestra conexión.
—Siento mucho que no haya terminado bien. Solo estaba tratando de
ayudar a Elliot a no sentirse ignorado.
—Ya, yo también lo siento... —susurra—. Se lo compensaré.
Es hora de salir de este calor antes de que caigamos muertos. Mientras
ayudo a Grant a levantarse, no dejo de pensar en Elliot, que está ahí fuera,
solo, con un novio que lo ignora y una jefa furiosa. No sé si alguno de
nosotros podrá reparar el daño que le hemos hecho.
18

La colaboración

Feliz aniversario de un mes al chico número 100, Grant, mi


#DeseoConcedido. Hace un mes, el destino nos separó en el L. Me costó
mucho trabajo encontrarte, ¡y no dejaré que nada nos vuelva a separar!
Aun después de dormir con ayuda de una pastilla de melatonina, no me
siento mejor con respecto al flash mob de Grant. El desastre público inundó
mi sistema nervioso y me hizo regresar al estado mental del antiguo Micah.
En ese momento no importaba que el nuevo Micah hubiera ayudado a que
muchas personas creyeran de nuevo en los cuentos de hadas, o a que Grant
pensara que la maldición se había roto. En cuanto los móviles de todos los
presentes empezaron a grabarnos, el Enano Llorón volvió a tener el control.
Ni siquiera me atrevo a mirar mi mural o, mejor dicho, la cortina negra
que lo cubre. Para satisfacer mi curiosidad, saco mi cuaderno e intento
dibujar el evento. Al menos las mejores partes: el heroico esfuerzo de Grant
para cortejarme y celebrar nuestro primer mes juntos. Un reino observando
a un galante sastre dando una serenata romántica.
Después de cinco minutos de ver mi lápiz revolotear sobre la página, mi
peor temor queda confirmado: he perdido la inspiración. Por millones de
razones que resuenan en mi cabeza, no quiero capturar este momento para
convertirlo en un capítulo de nuestro cuento de hadas. Tal vez sería
diferente si siguiera siendo anónimo. Mi creatividad siempre ha fluido
mejor de esa manera. La pregunta que no puedo sacarme de la cabeza es:
¿cómo me sentiría acerca del flash mob si no hubiera interrumpido la cita de
Elliot?
No estoy del todo seguro de que la respuesta sea «¡increíble!».
Hasta ahora, mi publicación de aniversario no ha distraído a la gente del
fiasco del festival. Todos los comentarios son críticas hacia Grant y hacia
mí, hacia Brandon, hacia mi padre por no haberlos detenido antes, o
preguntas para que contemos detalles de lo que pasó después de que las
cámaras se apagaran.
«¡Pues feliz aniversario!»
Los problemas de mi padre no se reducen a Instagram. Cuando salgo de
mi cuarto, sin afeitar y con resaca de la melatonina, él está atendiendo una
llamada telefónica mientras camina de un lado a otro del salón. Maggie está
desayunando en la isleta de la cocina. Mi padre lleva más de una hora al
teléfono; lo oía a través de mi puerta. Después de todo, la emisora de radio
acabó recibiendo una llamada de los abogados de Disney, pero no por decir
«comed al ritmo de la música», sino por la mucho más obvia violación que
supone transmitir por las ondas de radio una famosa canción de La sirenita,
completa y sin autorización. La cadena tardó toda la noche en convencer a
Mickey Mouse de que mi padre no la había retransmitido, sino que había
sido el desastroso novio de su desastroso hijo quien la reprodujo a todo
volumen cerca de los altavoces de la emisora.
—Le agradezco su comprensión —dice mi padre con una risa amistosa,
esa que usa cuando está cabreado y no puede mostrarlo—. Me alegro de oír
que su sobrino es seguidor de Instaloves. ¡Estos chicos y sus cosas!
Papá me fulmina con la mirada. Yo no estoy de humor para que me
echen culpas, de modo que guardo un montón de snacks en mi mochila para
llevarlos al dormitorio de Grant. Maggie sumerge despreocupadamente
unos palitos de zanahoria en humus.
—Si yo fuera tú —me susurra—, no discutiría con él hoy. Pide perdón y
vete.
No puedo evitar poner los ojos en blanco.
—¡No es mi culpa que me sorprendieran con un flash mob! ¡Yo quería
ser invisible por Elliot!
Maggie frunce el ceño.
—¿Cómo está él?
—Mal. —Mastico con rabia una de sus zanahorias—. Hannah dice que
está discutiendo más que nunca con Brandon, y las fotos que nos sacaron
durante esa... —elijo con cuidado mis palabrotas frente a mi padre—
maldita canción han circulado por todas partes, así que su jefa lo vio en el
Taste después de que la llamara para decir que estaba enfermo, lo cual fue
idea mía, por lo que ahora tiene una sanción disciplinaria.
Ella hace una mueca y sumerge otra zanahoria.
—En pocas palabras, le has arruinado la vida.
—¡No a propósito!
—Pero ¿sin querer?
—Sí.
—Estoy segura de que no te culpa. ¿Por qué no vas al Audrey’s y te
disculpas?
—No. —Ajusto las hebillas de mi mochila para eludir su mirada
omnisciente—. Si alguien me ve, armará un escándalo y Elliot terminará
metiéndose en problemas otra vez. Y necesita ese trabajo.
—Sí, ya me ha dicho Hannah. —Maggie deja caer una mano sobre mi
mochila para detenerme—. ¿De verdad crees que si desapareces de repente
le alegrarás esta horrible semana?
Tal vez Elliot no pueda prosperar aquí. Tal vez sea lo mejor que esté
concentrándose en su futuro.
Grant está concentrándose en su futuro con ese programa.
La única persona que no está avanzando soy yo. A dos habitaciones de
distancia, mi mural está acumulando polvo bajo una lona, y mi visión
artística se desintegra con cada día que pasa. Esta tarde, cuando regrese de
estar con Grant, continuaré mi trabajo y prepararé el porfolio para el
Instituto de Arte. No pienso quedarme de brazos cruzados el próximo año
cuando Hannah se mude para escribir en Nueva York y Elliot se vaya de
veterinario a un pueblecito.

Durante toda la semana siguiente, evito el Audrey’s como si fuera uno de


mis antiguos Instaloves. No quedo con Elliot, solo le mando mensajes para
saber si está bien. Es momento de que nos concentremos en nuestras
respectivas relaciones. Sin embargo, no estoy a gusto. Incluso echo de
menos que me pique diciendo que soy un niño rico.
Ya volverán esos tiempos cuando todo se tranquilice y él haya mejorado
su relación con Brandon. Y no podrá hacerlo si yo estoy revoloteando por
ahí y haciendo que Brandon se sienta triste y furioso.
Ya se encuentran trabajando en ello: en una ojeada rápida al Instagram
de Elliot he visto a los dos felices novios nadando en el lago. ¡Están
nadando de espaldas juntos de nuevo! Y vaya si es una foto provocativa. El
vello del pecho de Elliot está apelmazado y forma una franja larga y oscura
que llega hasta su bañador empapado, el cual está tan adherido a sus muslos
que se le ve...
Bloqueo el móvil de un manotazo. ¿Qué estoy haciendo? Elliot terminó
fatal después de la debacle del Taste, y yo me siento tan culpable por ello
que estoy aquí espiando sus fotos solo porque me siento mal por él.
En cualquier caso, me alegra que Brandon y él estén arreglando las
cosas.
Ese fin de semana ocurre otra emocionante primera vez: mi novio y yo
salimos de brunch con sus amigos. Los compañeros de su programa (todos
esos personajes del flash mob, ahora con ropa normal), Grant y yo
compartimos los mejores y más grandes sticky buns de la ciudad.
—¡No me esperaba ver a Grant con una camisa de príncipe Eric! —
exclama entre risitas Bethany, la chica caucásica, muy bronceada y con
trenzas que estaba bajo la capa de la Bruja.
Todo el grupo de colegas (tanto queers como heteros) alza sus tazas de
café como si fueran jarras de cerveza en honor al sublime pecho de Grant.
Él hunde la cabeza en mi hombro fingiendo vergüenza, y las oleadas de risa
liberan mi mente de todo pensamiento negativo que pueda haber tenido
acerca del flash mob. Las mesas vecinas nos lanzan miradas asesinas por lo
fuerte que reímos, pero a nadie le importa.
Esto es justo lo que necesito. Aunque detrás de mi risa hay un eco
distante. Un tintineo vacío. Sé lo que es: Elliot necesita más que yo este
brunch con amigos ruidosos. Le habría encantado. Debería haberlo
invitado.
Cuando aparto de mi cabeza ese pensamiento deprimente, una joven
pecosa y que usa gafas de sol pese a que estamos en un interior se inclina
por delante de dos personas para atraer mi atención.
—Entonces, Micah, estás juntándote con Grant para el diseño de la
Princesa Caballero, ¿verdad? Seguro que atraéis a una gran multitud al
espectáculo.
—Vaya, no te andas por las ramas —le dice Grant mientras rasga con
nerviosismo unos sobrecitos de azúcar vacíos.
Mientras las palabras «gran multitud» hacen eco lóbregamente en mi
cabeza, la joven levanta las manos como pidiendo disculpas. Miro a mi
alrededor y me doy cuenta de que todos sin excepción me observan. Ya
nadie está dando sorbos de café ni masticando beicon.
Solo hay una docena de pares de ojos clavados en Grant y en mí.
—¿Multitud? —pregunto al tiempo que cojo la inquieta mano de Grant
—. ¿No se supone que el espectáculo de fin de curso es solo para vosotros,
la gente del Instituto?
Grant se aclara la garganta y se endereza en su asiento. Hora de hablar de
negocios.
—No, mmm..., lo que Hartman quiere decir es que el espectáculo de fin
de curso no solo es la culminación de nuestro programa; es un evento para
establecer conexiones profesionales. Una oportunidad única en la vida. El
espectáculo será una gran producción abierta al público. En años anteriores
han traído a diseñadores de renombre que buscan nuevos talentos, algunos
influencers, muchos inversores. Los estudiantes de diseño pueden integrar a
artistas externos a sus equipos. Así es siempre. Podría ser... muy guay.
En medio de un silencio absoluto, Grant se vuelve hacia mí con
expresión esperanzada.
—Entonces... —miro hacia mi atento público—, queréis que use esto
que Grant y yo tenemos en internet para suscitar interés en el espectáculo de
este año y conseguir que acudan muchos peces gordos de la industria. —
Sostengo un trozo de beicon entre los dientes a modo de puro—. ¿Es así?
Nadie parpadea.
Grant cierra su mano sobre la mía y me mira con expresión inocente.
—¿Si... te parece... bien?
Mi relación con Grant ha modificado Instaloves de manera radical. No
me entusiasma lo que la visibilidad de Deseo Concedido ha hecho con mi
creatividad, pero esto podría cambiarlo todo. Ser una parte muy
promocionada del espectáculo de Grant podría convertirse en mi billete de
entrada al Instituto de Arte, con mi propio porfolio y mi propia visión.
¡Yo! En ese edificio histórico, puliendo mis habilidades artísticas y
descubriendo por fin cómo trasladar mi pasión por Instaloves al siguiente
nivel, creando obras enormes, épicas.
Muerdo el beicon y contesto:
—¡Claro!
Una vez más, las tazas se elevan al cielo. Tres hurras para Deseo
Concedido: «¡Hip, hip, hurra!». Los compañeros de Grant empiezan a
charlar animadamente, satisfechos de ver cumplido el que al parecer era el
objetivo principal de esta reunión. Esta «idea espontánea» ha salido de los
labios de Grant perfectamente formada. Siento en la boca un gusto como de
café amargo. De veras no creo que sea una mala idea. Tal vez sea el
empujón que me ayude a entrar al Instituto de Arte. Solo que preferiría que
me lo hubiera pedido en privado, solos él y yo, de modo que no me sintiera
tan comprometido a decir que sí.
—Empecemos como Dios manda —dice Grant al tiempo que hace girar
nuestras sillas—. ¡Selfi con el grupo! Podemos publicarlo en Instaloves y
anunciar que Deseo Concedido está colaborando en algo grande con el
Instituto de Arte. Y etiquetar al centro y a los profesores. Ya sabes, para
involucrarlos.
Casi me caigo de mi asiento ante aquel torrente de información. Doy el
visto bueno a la fotografía y, aunque es una buena idea de promoción,
habría preferido que la trabajáramos juntos en privado. Yo podría haber
propuesto algunas ideas para integrar la promoción de la Princesa
Caballero con Instaloves.
Es increíble lo rápido que me arrepiento de haber accedido a todo esto.

La promoción no para. Conforme avanza la semana, Grant tiene una


brillante idea tras otra acerca de cómo podemos dar a nuestros seguidores
algún avance de la Princesa Caballero. Si nos detenemos a comprar un
batido de chocolate, él saca una foto y me pide que la publique con el
hashtag #CitaDeTrabajo. Si comemos en su dormitorio, lo primero que hace
es encender el anillo de luz. Incluso convierte el viaje en ascensor a mi ático
en un momento instagrameable.
—¡Oh, hay que etiquetar a tu padre! —dice Grant alzando la vista de su
móvil con una sonrisa tonta—. ¿Crees que lo compartirá? ¿Está en TikTok?
Seguro que lo hace de forma graciosísima.
—Mmmm... —Creo que merezco un Óscar por lo bien que he borrado
de mi rostro la expresión de horror.
¡Solo me gustaría tener una cita con Grant sin que la transmita en vivo!
Hacia mediados de julio, tengo que pedirle que dejemos de publicitar en
qué estamos trabajando y que trabajemos de verdad en ello. La compañera
de habitación de Grant está pasando los últimos días antes del espectáculo
con su propio grupo de amigos, así que requisamos el cuarto y lo
convertimos en un estudio improvisado para finalizar el diseño de la
Princesa Caballero. Este sitio es perfecto para cuando tenemos que trabajar
hasta tarde y también para cuando queremos tocarnos el trasero.
Ambos deambulamos por el cuarto con ropa deportiva de ayer, de modo
que ninguno nos vemos ni nos sentimos demasiado atractivos, lo cual nos
ayuda a concentrarnos en el diseño. Grant me pide con señas que me
acerque a su escritorio para contemplar el diseño terminado en la pantalla
de su Surface Studio.
La Princesa Caballero me devuelve la energía de un plumazo.
Grant se las ha arreglado para mezclar su personaje original de género
fluido con las decenas de diseños que cubren sus paredes, incluido el mío.
—¡Has usado mi casco tiara! —Me llevo las manos al pecho.
Grant sonríe desde su escritorio y yo entierro un beso en su barba de dos
días.
—Todavía no es la versión final final —se queja—. Nuestra promo de
Deseo Concedido está incrementando las expectativas de la gente. Esta es
mi oportunidad de destacar. Quiero decir, nuestra oportunidad. No podemos
decepcionarlos. Debe provocar un efecto mayor. Esto es..., bueno, sin más.
Necesitamos algo que deje sin aliento.
Paso lentamente el dedo por el borde de su diseño.
—Que los deje sin aliento...
Nos quedamos contemplando los diseños con la esperanza de que las
piezas del rompecabezas se unan por fin. La figura del diseño es ideal, pero
de alguna manera se siente vacía. Ojalá los bocetos de moda tuvieran algo
de fondo que los hiciera destacar.
¿Dónde se encuentra la Princesa Caballero? ¿Qué hay a su alrededor?
¿Quién hay a su alrededor?
¿Un castillo? ¿Un baile?
«Bailarines... en un castillo...»
—¡Ah! —exclamo al tiempo que cojo el brazo de Grant—. ¿Y si la
Princesa Caballero fuera solo parte de una obra mayor, una obra que ya he
comenzado? —Me agarro del pelo con ambas manos—. No me puedo creer
que esté diciendo esto: mi mural.
Eso es. Así es como al fin me pondré manos a la obra y realizaré mi
visión. ¡No voy a permitir que mi arte siga marchitándose en la oscuridad!
Grant levanta las cejas, sorprendido.
—Ni siquiera yo he visto tu mural. Esto lo va a ver... todo el mundo.
—Lo sé, lo sé. —Me cubro los oídos con las manos y camino de un lado
a otro de la habitación. Esto está a kilómetros de distancia de mi zona de
confort, pero esa es la idea. Es el empujón que necesita el nuevo Micah—.
Lo superaré. Mi mural está inacabado porque es un fondo de figuras de
cuentos de hadas, pero le falta un centro.
Grant se levanta como si lo hubieran electrocutado. Luego sonríe.
—Y mi diseño es un centro sin fondo. Sin atmósfera.
—Si los juntamos... —digo entrelazando dos dedos.
—Se convierten en uno —termina Grant—, serán como nosotros.
Grant aúlla de alegría y se lanza hacia mí. Su cuerpo voluminoso me
oprime contra la ventana con una firmeza que me da seguridad. Me siento
como un bebé envuelto en mantas. Entonces nos besamos. Me alegro de
que no se haya afeitado. Su barba raspa más que en nuestra primera noche
juntos.
—¡La Princesa Caballero puede ser una estatua viviente! —proclama,
desbordado de creatividad. Recorre de un extremo a otro la habitación con
la camisa desabotonada—. Es una performance, no un desfile. Abriremos
con tu mural. La gente pensará que es solo una pintura. Una pintura genial,
pero nadie sabe que la Princesa Caballero está viva en ella. Y entonces...
¡sale de un salto!
—¿Y se quedarán sin aliento? —pregunto sonriendo
—¡Se quedarán sin aliento! —conviene.
Grant y yo entrelazamos las manos. Nuestra antigua conexión echa
chispas. Mi idea lo ha arreglado todo. Grant y yo nos acercaremos aún más.
Su diseño se vuelve más grande. Yo consigo un porfolio listo para entregar
al Instituto de Arte. Y lo mejor de todo es que esto me obligará a finalizar
mi mural, porque lo necesitaremos en...
Tres semanas.
Vaya. Solo debo terminar en tres semanas algo que no he podido
concluir en años y presentarlo ante la escuela de arte de mis sueños, o, en
caso contrario, arruinar los sueños de mi novio y también los míos.
Sin presión.
19

El creyente

Una sensación de zozobra me sigue desde el Instituto de Arte hasta el


Audrey’s. Juré que no visitaría el café para darle espacio a Elliot, pero
necesito desesperadamente un chai y echo de menos a mi amigo. Él siempre
me inspira valentía, y ahora me hace más falta que nunca.
Mi mural está esperándome en casa, riéndose de mí.
«No eres un artista de verdad, Micah. No eres como Grant. No tienes
visión, cariño.»
Elliot me ayudará a poner los pies en la tierra, como siempre.
Sin embargo, cuando llego al Audrey’s no lo veo por ninguna parte. Su
alegre compañero de trabajo me dice que está en la trastienda preparando
sirope de moca y que podría tardar un rato. Por suerte, no he venido solo.
Venir aquí ha sido idea de Hannah, que me ha convencido con la promesa
de presentarme por fin a Jackson, su novio supersecreto. Resulta que
Jackson es justo la clase de persona con la que yo necesitaba pasar el rato:
un chico hetero y relajado que no sabe nada de mí ni de mi obra. En la
cafetería, Jackson está un poco más arreglado que cuando lo espié en el
parque. Tiene el pelo recogido en una coleta (tal vez a solicitud de Hannah
para esta presentación). Sigue vistiendo ropa negra y lisa, pero menos
rasgada que la del otro día. Vacía siete sobrecitos de azúcar en un café
pequeño y los deja desperdigados sobre la mesa, como si dondequiera que
fuera tuviera que formar un nido de basura a su alrededor.
Hannah está sentada a su lado con los tobillos cruzados. Se la ve
nerviosa. Desesperada por que esto salga bien.
Lo que ignora es que Jackson ya se ha ganado mi simpatía por la manera
en que la hizo sentirse tranquila durante el Taste.
—Me gusta mucho leer manga —dice Jackson dando un trago de café—.
Pero a todo el mundo le gusta, así que no es algo demasiado especial acerca
de mí.
Hannah se mueve inquieta y se inclina hacia delante.
—Jackson dibuja muy bien a Naruto en sus carpetas.
—Ah, ¿dibujas? —pregunto.
—Más o menos.
—¿Has ido a Rhapsody in You? Venden colores muy buenos.
—No, no soy artista. Solo uso un boli Bic o lo que tenga a la mano.
Hannah se inclina otra vez, mucho más nerviosa que antes.
—El primo de Jackson trabaja en sets de rodaje. Le ha dicho que tal vez
pueda conseguirle un trabajo como asistente.
Jackson suelta una carcajada y se tapa la boca.
—¿Y eso a qué viene?
—Bueno, sí que lo dijo —replica Hannah.
—Sí, pero ¿qué tiene que ver con nada?
—¿No es lo que te gustaría hacer?
—De hecho, no. A veces graban aquí alguna de Batman y pensé que
sería divertido hacer una de Batman, pero... —Se ríe, pero no de ella. Le
coge la mano como si estuviera tratando de despertarla—. Estás un poco
rara esta noche.
—No, no estoy rara —niega ella entre dientes, pero su rígida armadura
empieza a caer poco a poco. Los dos sonríen y ella vuelve a la vida. Luego
se gira hacia mí—. He estado muy tensa por cuando os conocierais. Quiero
que Jackson te caiga bien. Dime que te cae bien y me calmaré.
Levanto las manos en señal de rendición.
—¡Jackson me cae muy bien!
Ella chasquea los dedos.
—Pero ¿en serio o porque te he obligado a decirlo?
—En serio. Hacéis muy buena pareja. Él es muy guay. Tenemos que
vernos más, por favor.
Jackson sonríe y se pone de pie.
—¡Demasiados halagos! Ahora vuelvo, voy al baño. —Le da un beso a
Hannah.
—Me encanta cómo no omites ningún detalle —confiesa ella.
Cuando Jackson se aleja para ir al baño, me acerco a mi amiga, la cojo
del brazo y le doy las buenas noticias:
—¡Le gustas en serio!
Hannah se tapa los ojos y susurra:
—No tiene ningún plan. Ninguno. Ni solicitudes de ingreso a la
universidad ni sueños ni metas, nada. Creo que ni siquiera piensa hacer el
examen de acceso.
—En ese caso, déjame llamar al FBI.
Nos miramos fijamente hasta que a Hannah le da la risa.
—Hablo en serio. ¿Qué hago? Yo conozco cada milímetro de mis
sueños: tres hijos (dos niñas y un niño) para cuando tenga treinta y cuatro
años, en cuanto mi tercer bestseller se publique en edición de bolsillo.
¿Dónde encaja él ahí?
La abrazo.
—No lo sé. Pero mientras lo descubres, deja que este chico que te quiere
y con quien puedes ser tú misma siga adorándote.
Un resplandor dorado tiñe sus mejillas. Hannah suspira con melancolía.
—Si insistes...
Mi consejo de «no pierdas la calma y deja que las cosas sigan su curso»
se ve puesto a prueba de inmediato cuando Hannah y Jackson se preparan
para irse. Elliot sale de entre las puertas batientes de la trastienda con el
cabello empapado en sudor y adherido a la frente, cargando un contenedor
obscenamente grande de sirope de moca.
Mi cuerpo se relaja al verlo. Ha pasado mucho tiempo. Elliot suelta un
gruñido al poner el contenedor en su lugar.
Cuando levanta la cabeza, nuestras miradas se cruzan. Por alguna razón,
me muevo detrás de una de las columnas de estilo parisino del café,
intentando ocultarme, y como no estamos en unos dibujos animados, todo el
mundo se da cuenta, incluido Elliot.
Jackson suelta una carcajada.
—¡Tus amigos son la monda! —exclama.
Hannah me da unas palmaditas en el hombro y me dice:
—Es el Elliot de siempre. —Entonces agita la mano para despedirse—.
Tengo que coger un tren a Orland Park. —Me mira de soslayo después de
mencionar este suburbio tan a las afueras.
Resulta obvio que la excursión es por Jackson, por lo que evito que la
sorpresa se refleje en mi rostro.
—¿Quién vive en Orland Park?
—Unos amigos míos —responde Jackson al tiempo que se estira y hace
crujir su espalda—. Han creado un juego de mesa de zombis y la
encantadora Hannah Bergstrom y yo hemos accedido a probar la versión
beta.
Ella hace una reverencia para Elliot y para mí, que estamos pasmados.
—Así es, chicos —comenta ella—. Esta chica de ciudad irá a los
suburbios a lanzar dados con unos dulces hobbits.
Jackson sonríe de oreja a oreja. La descripción no le ha molestado en
absoluto. Se besan.
—Todos tenemos nuestro propio viaje de cuento de hadas.
¿Se le están pegando a Hannah, la reina de las relaciones, mis propios
consejos?
Cuando ella y Jackson se marchan, Elliot hace entrega del sirope de
moca a su compañero mientras yo permanezco apoyado contra la columna
detrás de la cual he intentado esconderme.
¿Me quedo o me voy? ¿Estará de humor para verme?
—Me tomaré mi descanso antes, ¿vale? —le dice a su compañero, que le
responde que se divierta mientras transfiere el moca a un dispensador de la
barra. Con un movimiento ágil, Elliot pasa por debajo del mostrador y se
desata el delantal. Se echa para atrás el cabello húmedo y sonríe—. ¿Te
apetece un chai? —Es extraño verlo sonreír, como si nuestro último
encuentro no hubiera sido agonía pura. Asiento con la cabeza porque de
repente me cuesta trabajo hablar. Elliot me da un toquecito en el estómago
para arrancarme unas risas—. Vamos, no seas tímido.
Con esa simple frase, el peso de nuestro fiasco en el festival abandona
mis hombros.
¡No está enfadado conmigo! Y parece que su empleo está a salvo. Lo
único que no está a salvo es su relación.
—Brandon y yo prácticamente no hemos hablado desde el Taste —
confiesa frente a un chai grande.
Sus palabras se clavan como un cuchillo en mi pecho.
—Lo siento muchísimo. Y Grant también.
—Lo sé. Me ha llamado antes de que llegaras.
—¿En serio?
Elliot asiente. Se me quita otro peso de encima. Me encantaría que Grant
y Elliot fueran amigos.
—Tienes un buen novio. —Elliot mira fijamente el remolino en su chai
como si este guardara alguna respuesta mística—. Yo no.
—Yo puedo hacer que mejore, te lo juro.
Elliot levanta la mirada. Una nueva sombra vela sus ojos.
—No quiero que mejore. Estoy harto.
Un peso se me quita, otro cuchillo se me clava.
«No digas que estás harto de Chicago. Por favor, no digas que estás harto
de Chicago.»
—Me dijo que en realidad no le intereso —explica Elliot—. Que no
merece la pena cambiar el entrenamiento olímpico por mí ni siquiera un día.
—Da un sorbo mientras yo hiervo de ira; no sabía que Brandon podía ser
tan cruel—. Luego se retractó; me aseguró que no lo había dicho en serio,
que había sido por el estrés del entrenamiento y el bochorno del festival,
bla, bla, bla. Me da igual todo eso.
—Pero acabáis de ir al lago —repongo, confundido—. He visto en
Instagram esa foto tan bonita de los dos nadando de nuevo.
Elliot suelta una risa vacía.
—Micah, has caído en el truco más viejo de Instagram. Publica una foto
antigua de cuando eras feliz para que nadie sepa que ya no lo eres.
—Mierda —farfullo. Por supuesto. Se los veía hasta demasiado felices
en esa foto. Siento que el pecho me arde. Sacudo la cabeza—. Bueno, pues
Brandon se equivoca. Tú eres una persona por la que valdría la pena
cambiar lo que fuera.
Elliot inhala intensamente, como si mi comentario le hubiera dolido más
que los insultos de Brandon. Entonces mueve los brazos como si estuviera
borrando una pizarra.
—¿Podemos cambiar de tema? Mi relación está en cuidados intensivos y
yo estoy bañado en sirope. ¿Hablamos de otra cosa, por favor?
—Eh... —digo mientras pienso en algo que decir—, voy a estar en el
espectáculo de Grant.
Elliot pone la mano con forma de pistola y me señala sonriendo con
malevolencia.
—Me lo ha contado Grant. Tu mural. ¡Qué emoción! Y, obviamente, te
arrepentiste al instante, ¿me equivoco? Solo tienes unas pocas semanas para
terminarlo y ahora te odias a ti mismo, ¿verdad?
TODO EL PESO SE ME QUITA DE ENCIMA.
¿Cómo lo hace Elliot para entenderlo todo siempre?
—¡Sí! —exclamo mientras me dejo caer teatralmente sobre la mesa—.
Necesito una máquina del tiempo. ¡Quiero volver atrás y retractarme!
—Relájate. Bebe. —Me acerca el chai y sorbo los últimos posos de
sirope—. Responde con honestidad: ¿por qué ese mural ha estado durante
tanto tiempo detrás de esa cortina vieja y deprimente?
¿Que por qué no tengo para él una visión tan clara como la que tengo (o
tenía) para Instaloves?
Por lo general, habría eludido la pregunta o afirmado que hay cientos de
razones. Pero Elliot y yo hemos sido tan brutalmente honestos entre
nosotros (y estamos tan relajados en esta cafetería, con este latte perfecto y
estas guirnaldas de luces cálidas perfectas) que no me da miedo que me
juzgue.
—No me gusta —admito.
—Guau, a eso es a lo que llamo honestidad —exclama riendo—. ¿Por
qué?
—Cuando lo concebí tenía catorce años. Es infantil. Es sobre un amor de
cuento de hadas, pero desde la perspectiva de un niño.
De súbito, Elliot abre la boca.
—Venga ya. ¿Ya no crees en cuentos de hadas? ¡Estás viviendo en uno!
Me muerdo las uñas mientras busco la manera de articular la verdad para
Elliot... y para mí.
—Sí, estoy viviendo un cuento de hadas, pero es diferente; tiene una
dimensión caótica ahora. Creo que el mural me está quedando como
acartonado, artificial.
Elliot se lleva un dedo a los labios y se da unos golpecitos.
—Tus dibujos de Instaloves eran fantasías sacadas de la realidad. Eran
personas reales, ¿verdad?
Con unos pocos movimientos, abre en su móvil viejas publicaciones de
Instaloves. Ecos del pasado. Mi flechazo del Intelligentsia, reelaborado
como un magnífico príncipe pájaro de un reino celeste (en concordancia
con el gorrión que tenía tatuado en la muñeca). Después de varias semanas
de que Grant haya estado usando Instaloves como si este fuera nuestro
publicista personal, resulta refrescante que Elliot vuelva a la esencia de mis
dibujos.
Cojo el móvil de Elliot y veo otras de mis publicaciones. La proximidad
de mis manos con las suyas produce un chisporroteo de electricidad estática
que me recorre todo el brazo.
—Eran reales —confirmo—. La realidad transformada en fantasía.
Elliot acerca su silla más a mí. Su rodilla descubierta está a pocos
centímetros de la mía.
—Y todos los personajes de tu mural eran inventados. ¿No había nadie
real?
—No —respondo. Entonces trago saliva, tratando de ignorar el vello de
su rodilla rozándose con el mío.
Elliot se levanta de un salto. Su descanso ha terminado, lo que da inicio a
mi descanso de estar sentado tan cerca de él. Se cuelga el delantal y dice:
—Vale. Pues empieza de nuevo el mural.
Mi risotada, parecida a un ladrido, se oye por encima de la música de
piano que suena en el local.
—¡No puedo!
—¿Por qué no?
—Solo tengo unas pocas semanas.
—Dibujaste a Grant en el tren en diez minutos. Cuando te gusta lo que
haces, lo sacas adelante.
Siento que todo a mi alrededor da vueltas. Esto no tiene sentido. No
puedo descartar así sin más la obra en la que he estado trabajando durante
años y crear una nueva en unos cuantos fines de semana.
¿O sí?
—Cancela todos tus compromisos para mañana —me indica Elliot
mientras se anuda a la espalda el delantal.
«No le mires el culo en esos shorts. No le mires...» Vale. He mirado.
Mierda. No me explico cómo no tira siempre los surtidores de sirope al
pasar con ese culo.
Respiro para tranquilizarme. Ha sido una larga semana con sentimientos
encontrados acerca de mi novio, y Elliot no es nada más que un chico mono
a quien aprecio y que me aprecia.
—Bien, compromisos cancelados —digo mientras me cuelgo la mochila
—. ¿Qué haremos mañana?
—Te voy a llevar de paseo por la ciudad —anuncia Elliot mientras pasa
por debajo del mostrador—. Trae tu cuaderno. Trae dos. Y muchos lápices.
Te vas a inspirar.
—No quiero hacerte perder todo el día —protesto.
—Mañana no trabajo. Y tengo un novio al que prefiero evitar. —Sus
ojos centellean—. Además, tengo razones personales para querer que ese
mural quede genial.
Me acerco a la barra, reduciendo la distancia entre los dos.
—Ah, ¿sí?
Elliot extiende sus brazos salpicados de moca y hace una pose
majestuosa.
—Te presento a la Princesa Caballero.
Vale, ahora el mundo está definitivamente del revés.
—¿QUÉ?
—Cuando Grant me ha llamado para disculparse por lo del Taste, me ha
contado que su modelo había renunciado. Yo tengo las medidas perfectas —
expone dándose una palmada en el trasero—. Me sacaré algo de dinero, y
me ha dicho que te había prometido que me compensaría, así que... soy tu
estrella. ¡Ahora somos un trío!
«Cuida tus palabras, Elliot. Cuida tus palabras.»
No me puedo creer que Grant le haya conseguido a Elliot un trabajo en
donde no tenga que lidiar con clientes. ¡Eso podría evitar que se fuera de la
ciudad! Y es algo en lo que los tres podemos trabajar juntos. ¡En lo que los
tres podemos triunfar! Todos salimos ganando.
Siento que estoy en las nubes.
20

La musa
del mural

A la mañana siguiente, cojo dos cuadernos y muchos lápices para mi día de


búsqueda de rostros que inspiren los personajes del mural. Tiene que ser un
reflejo de Deseo Concedido y servir como fondo unificador para afianzar el
mensaje de la Princesa Caballero. Mientras los trenes matutinos corren
sobre mi cabeza, mi monopatín vibra con estruendosa energía, la misma
energía que nos juntó a Grant y a mí en una colisión inolvidable.
El tren fue el comienzo de todo. El mural tiene que ser un tren. Detengo
el monopatín debajo de las vías. Con dedos sudorosos tecleo mi idea en la
app de notas: «El mural será un largo tren, ocupado por decenas de
personajes de fantasía inspirados en los habitantes de Chicago. En el centro
estará el traje de la Princesa Caballero, confeccionado por Grant y lucido
por Elliot».
Aprieto mi móvil con alegría desatada. El poder de esta idea, y la
posibilidad de colaborar con los dos chicos que más aprecio, me ha
devuelto el entusiasmo por el mural como nada lo había hecho hasta ahora.
Elliot tiene razón: mientras más aplique el espíritu de Instaloves al mural,
más «yo» lo sentiré. No importa si es a lápiz o al óleo; lo que importa es la
idea conductora.
Tenemos un reino que crear.
Elliot y yo comenzamos nuestra búsqueda de autenticidad en el centro
comercial Water Tower (¿dónde si no?). En Nordstrom, zigzagueamos entre
las hileras de ropa de primavera en rebajas, siguiendo el rastro de un
vendedor que, según Elliot, «tiene cierto rollo». Mientras Elliot separa la
ropa colgada en los percheros para fisgonear, yo no puedo más que
concentrarme en sus dedos, sorprendentemente largos y elegantes para
chicos de poca estatura como nosotros. Más sorprendentes aún son sus
uñas, cortadas y pulidas a la perfección. Teniendo en cuenta que prepara
cientos de bebidas a diario, la ausencia de manchas resulta impactante.
Elliot me mira y sonríe.
—¿Estás mirando esto? —pregunta mientras luce las uñas como garras
de gato.
Reprimo una risa nerviosa. Odio cuando me pillan.
—Creía que trabajar en hostelería era lo peor para la manicura —
respondo en voz baja—. Al menos eso me dijo Hannah.
—Lo es si no eres constante. —Elliot, con su camiseta de tirantes con
estampado tropical, sonríe y se besa las uñas—. Me las arreglo yo mismo.
Si quieres, puedo arreglarte las tuyas, porque... —Observa con desdén mis
uñas, que no necesito mirar para saber que están mordisqueadas y tienen
bordes irregulares y costras de pintura. Elliot chasquea la lengua y niega
con la cabeza—. Todo ese dinero y tú con esos dedos mugrientos. ¿Qué tal
un poco menos de yate y un poco más de estilo?
Me río y le doy un golpecito en el hombro.
—Estás contratado. Ahora, ¿podemos concentrarnos en el trabajo?
—Ah, claro. —Sonríe y me indica con señas que me acerque—. Este es
el chico que he visto antes. Vendedor de ropa para caballero. ¿Crees que
podría ser un cochero o un guardia de palacio?
Me pongo de puntillas para espiar a nuestra presa: un joven blanco,
esbelto y seguro de sí mismo con un traje vistosamente estampado atiende a
un cliente. Me río y me agazapo de nuevo.
—Ya lo dibujé una vez.
Elliot se vuelve de improviso, muy confundido.
—¡Es el novio número 71 de Instaloves! Le vendió a mi padre un traje
Varvatos.
Elliot suelta un grito ahogado al recordarlo.
—¡El pistolero del Viejo Oeste!
¿Se acuerda de un dibujo que hice la Navidad pasada? No sé cómo
reaccionar. Me halaga que haya sido seguidor de Instaloves desde antes de
conocernos, en la época en que yo solía decirle a Hannah: «Vaya, ¿conque
Elliot ha dicho algo graciosísimo hoy? Pff».
Dejamos atrás al vendedor. La inspiración para el mural debe ser
independiente de Instaloves.
—Después de todo —dice Elliot—, hay personas interesantes en la
ciudad aparte de aquellas con las que te gustaría salir.
Entonces me da un codazo en las costillas y yo agito el puño.
Cada vez que se burla de mí, y yo de él, me da un vuelco en el estómago.
Es imprudente hacer algo tan cercano al coqueteo. Por otra parte, ¿por
qué no pueden dos amigos gais coquetear un poco sin hacer una montaña de
un grano de arena?
Él es monísimo y hoy lleva un outfit adorable y muy revelador. Si
aprecio su apariencia es solo porque soy gay. Y si lo encuentro guapo es
porque ese es un hecho objetivo, no una opinión ni un flechazo.
Aun si no encontráramos rostros que me inspiraran, este día valdría la
pena por el simple hecho de que Elliot no tiene que preocuparse por su
horrible trabajo ni por su horrible novio, y porque yo no tengo que
detenerme en cada esquina para capturar otro momento instagrameable con
Grant.
Por suerte, no tenemos que esperar demasiado para que la inspiración
vuelva a iluminar a Elliot.
—¡Ella! —grita señalando a una mujer que está frente al edificio de
ladrillo y cristal del Eataly. Es una violinista callejera y lleva un vestido
vaporoso de color rojo combinado con un pañuelo infinito. Está deleitando
a los comensales de la terraza del Eataly con una melodía rápida pero
serena.
«Un músico de la corte.»
Emocionado, pongo mi mochila en un banco a la sombra al otro lado de
la calle y dibujo a la violinista. Plasmo el ambiente con todo detalle: una
mujer con prendas medievales y joyas tintineantes rasguea un laúd para los
invitados del rey. El boceto me lleva cinco minutos.
—¡Eso! —exclama Elliot señalando mi cuaderno—. ¡Justo eso!
Esto podría funcionar. Otra docena más así y tendré el mural completo.
Le doy a Elliot un abrazo de celebración. La piel que su camiseta deja
expuesta es suave y confortable, como una manta térmica. Debería
abrazarlo más a menudo; es agradable. Mientras está entre mis brazos caigo
en la cuenta de que es la primera vez que permito que alguien me vea
dibujar algo desde cero. No me ha dado vergüenza. Ni siquiera he reparado
en ello.
Ese es el don de Elliot: hacer que la gente se sienta bien.
¿O es más que eso?
Solo sé que, en presencia de Elliot, ¡mi visión creativa ha resurgido de
las cenizas como un ave fénix!
La tarde se pasa volando. Elliot y yo cruzamos el río en nuestro camino a
los parques y nos topamos con una fuente de inspiración tras otra. Cada
nuevo rostro que dibujo hace que el siguiente sea más fácil de encontrar:
una pareja de ancianos que atraviesa el puente se convierte en un «todavía
felices para siempre»; una pareja que ayuda a su hijo pequeño a limpiarse
una mancha de helado se convierte en una familia de ogros de pantano; un
grupo de patinadores se convierte en un trío de hadas punk con alas de
cuero.
Cuando llegamos al Millennium Park, una carroza de calabaza de verdad
pasa por delante de nosotros, como si Cenicienta fuera de camino al baile.
La enorme calabaza, color crema y decorada con luces de hadas, está
montada sobre un anticuado automóvil. En el interior, una madre y sus dos
hijas dan gritos de alegría, se sacan selfis y atraen la atención de todos los
transeúntes, en particular, la de Elliot y la mía.
—Guau —murmuro mientras miro con envidia a la familia—. ¿Por qué
nunca había visto una de estas?
—¡Están por todas partes! —afirma Elliot—. Parece que las hayan
inventado solo para ti.
—¡Ya ves! —Junto las manos y me vuelvo hacia él—. Alquilemos una.
¡Será genial para los dibujos!
Elliot aparta la vista y se ríe con amargura.
—Demasiado romántico, ¿no te parece? Deberías alquilar una para ti y
para Grant.
Quiero poner los ojos en blanco, pero no por Elliot. Estoy enfadado
conmigo. A Grant le encantaría dar un paseo romántico en una de esas
carrozas, como a mí. Se ajustaría al estilo de ambos... si esta fuera nuestra
primera cita nocturna, cuando el mundo entero éramos solo nosotros.
Cuando yo solo era Micah y él solo era Grant, y nos abrazábamos después
de escapar de la lluvia y de compartir nuestros mayores miedos. Rodeados
de arte. Cuando el arte era más grande que nosotros y no tratábamos de ser
más grandes que él.
Me duele la garganta con ese recuerdo que ahora parece tan lejano. Hoy,
Grant solo vería esta carroza como una buena publicidad para Deseo
Concedido.
—¿He dicho algo que no debía? —pregunta Elliot haciendo una mueca.
Sacudo la cabeza como si me hubieran despertado de repente.
—¿Eh? No. Solo estaba pensando en la carroza de calabaza y en lo
divertido que sería pasear en ella de noche, con todas las luces encendidas.
Se lo comentaré a Grant.
Él me da un golpecito en el brazo. Parece preocupado.
—¡Me encantaría que alquiláramos una! No era mi intención
desanimarte. Seguro que sería muy divertido, pero... Después de lo del
meme, no sé. Tus seguidores podrían verlo y sacar conclusiones
equivocadas.
Suelto un quejido.
—¿Mis seguidores? No te preocupes por ellos.
Golpeo a Elliot en el hombro y recibo otra agradable descarga de
suavidad. Todo este día ha escalado hasta convertirse en un juego de
golpecitos incesantes entre los dos. Es la manera más segura de tocarnos
cuando siento la repentina necesidad de cogerlo de la mano o de volverlo a
abrazar.
No es porque esté pillado por él, insisto. Es solo porque es un chico
abrazable, como cuando ves un cachorrito y te dan ganas de acariciarlo. Su
hombro bien podría tener un letrero que dijera: SI QUIERE SENTIR SUAVIDAD,
GOLPEE AQUÍ. Además, él siempre es el primero en golpear.
—Se me ocurre una idea —anuncia Elliot después de darme otro
golpecito—. Si Grant no quiere dar un paseo en la calabaza o no lográis
encontrar el tiempo, tú y yo nos reservamos una noche y la alquilamos.
¡SÍ!
Elliot sería la compañía perfecta para pasear en la carroza, porque
cuando lo haga quiero estar riendo, no retransmitiendo en directo todo el
recorrido. Ya puedo sentir el viento alborotándome el pelo mientras
viajamos en carroza en una noche de verano bajo las luces centellantes de la
ciudad.
Nuestra siguiente parada es Crown Fountain, donde dos monolitos
imponentes se yerguen uno frente al otro. En las caras enfrentadas de los
monolitos aparecen los rostros digitalizados de personas reales, tan altas
como un edificio de tres plantas, que observan, parpadean y escupen.
Mediante mangueras invisibles, unos arcos de agua salen disparados hacia
la gente desde las gigantescas bocas digitales. Los niños corren de un lado a
otro y gritan mientras tratan de eludir los chorros de agua.
—Madre mía, me encantaría estar mojado —dice Elliot con voz
quejumbrosa mientras se abanica.
«Cuida tus palabras», pienso y me río.
Elliot corre, gritando de alegría, hacia uno de los rostros (los niños se
han congregado temporalmente frente al otro; no hay necesidad de
escandalizar a sus padres). Aullando de emoción, choca con el chorro de
agua y luego se sacude como un cachorrito. Todos los pelos se le ponen en
punta.
Sin que se dé cuenta, le saco una foto. No puedo evitarlo.
El momento queda capturado con sorprendente nitidez: Elliot,
hermosamente solo, sonríe mientras la luz de la tarde atrapa con su brillo
las gotas de agua que caen.
Para cuando Elliot regresa chapoteando, yo ya estoy dibujándolo.
—¡Refrescante! —dice con entusiasmo—. ¡Pruébalo!
—Gracias, pero ya estoy con el siguiente boceto.
—Ah, ¿sí? ¿Quién es?
Mi mano se desliza por encima del papel haciendo trazos amplios y
sólidos con el lápiz. La imagen se materializa en cuestión de minutos. Elliot
contempla sobre mi hombro la figura inacabada: un enorme rostro de piedra
escupe por la boca una cascada. Debajo, una criatura de baja estatura y
abrazable, un duendecillo del agua, mágico y homosexual, baila como un
pez surfista.
Elliot se sienta en cuclillas junto a mí, mejilla con mejilla, para verlo
más de cerca. El agua gotea sobre mi espalda, lo que me refresca después
de nuestro paseo al aire libre en un día tan caluroso.
—Menudo pez más voluptuoso.
—Tonto —digo riendo y dándole un manotazo en el brazo.
—Pero ¡mira esas curvas! ¿Soy yo?
Asiento y me sonrojo. No quiero que Elliot piense que he dibujado su
cuerpo de una manera en la que él no lo ve o de una forma, digamos,
sexual. Él tiene curvas, y por eso lo he dibujado así.
Pero no parece molesto. De hecho, no deja de sonreír mientras
contempla mi obra.
—Se me ve feliz.
—Te mereces serlo —murmuro.
Un cosquilleo reconfortante sube por mi cuello. Es una sensación
conocida de los días de melancolía y anhelo que dieron origen a Instaloves.
No tiene nada que ver con Elliot; siempre me siento raro e inquieto cuando
un chico guapo se asoma sobre mis hombros, ya sea para ver mis dibujos o
mi móvil. ¿Cómo no te vas a poner nervioso cuando una persona atractiva
acerca su piel descubierta a un centímetro de la tuya?
El aire tenso que nos separa se hace añicos cuando Elliot da una palmada
para animarnos. Me tira del brazo y entona:
—¿Ahora adónde? ¿Ahora adónde?
Adonde sea. No importa. Solo quiero que esto continúe.
En el prado verde que baja del parque a la calle hay una madre negra y
joven con camiseta de Nubia and the Amazons de rodillas junto a su hijo de
seis años. El niño le susurra algo al oído y ella responde: «Es una buena
idea. ¡Pregúntaselo!». La madre habla con voz fuerte y reconfortante. Al
parecer, demasiado fuerte para su hijo, que mira a su alrededor para
comprobar que nadie esté escuchando.
Por consideración al niño, Elliot y yo apartamos la vista.
La madre lleva al niño hacia una mujer blanca y mayor que atiende un
carrito de perritos calientes Sabrett. El cabello de la vendedora es cano y
muy rizado, como el de una abuela. Está ataviada con prendas rojas de los
Chicago Bulls. Con una mezcla de alegría y náuseas violentas, recuerdo
dónde la he visto antes: es la que me vendió el perrito de Andy McDermott.
Han transcurrido setecientas vidas durante los últimos dos meses.
La vendedora se refresca con un ventilador eléctrico y se inclina hacia el
niño.
—¿Cómo lo quieres? ¿Sencillo, con mostaza, completo?
El niño hincha el pecho con valentía, seguro que recordando sus horas de
entrenamiento para hablar con adultos desconocidos.
—Mmm, eh..., señora Sabrett...
La madre del pequeño y la vendedora se miran y sonríen.
—Es señorita Sabrett, cariño. —La vendedora señala el logo de Sabrett
en la sombrilla del carrito—. No hay un señor Sabrett, está desaparecido en
combate. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Eh... Quiero subirme a la carroza de calabaza de Cenicienta. ¿Adónde
tengo que ir?
Elliot me da un golpe en el brazo.
—¡Es un tú en miniatura! —exclama juntando los dedos índice y pulgar.
Yo le devuelvo el golpe. Una sensación de ligereza se derrama sobre mí.
Bien por el niño. No es fácil ser pequeño y pedir algo de princesas, por
muy guay que sea. A mí me daba miedo hablar de cosas de cuentos de
hadas con personas que no fueran de la familia. Cuando estaba en una
tienda y veía algo relacionado con princesas, siempre necesitaba una
prolongada negociación interior para reunir el valor de pedirlo.
Cuando la vendedora de perritos calientes le indica al niño cómo llegar a
la cochera, él le da las gracias y tira del brazo a su madre para ir en busca de
su cuento de hadas. Una sensación de melancolía cae sobre mí como un
pesado abrigo. «Buena suerte», le deseo en silencio al niño. «Los cuentos
de hadas existen, pero en la vida real las cosas no siempre son como
esperas.»
Grant y yo seguimos en un cuento de hadas, pero, después de este día
con Elliot, me siento más confundido que nunca. ¿Un chico de cuento de
hadas no se daría cuenta de que toda esta publicidad me tiene muy alterado?
¿Un príncipe de cuento de hadas pasaría todo el día con otro chico guapo
prácticamente sin pensar en su novio?
Ahora mismo no echo mucho de menos a Grant, lo cual me parece
horrible, pero necesitaba reírme un poco. Siento que ha pasado una
eternidad desde la última vez que me pude reír tanto sin que un momento
incómodo lo arruinara todo. Y me hacía falta sentirme comprendido sin
tener que explicar una y otra vez por qué me siento de cierta manera, por
qué no quiero sacar esa foto, por qué no quiero ese flash mob.
Esta es la primera vez que pienso en Grant en lo que va del día, y de
inmediato siento la necesidad de echarme una siesta nivel Bella Durmiente.
Antes de continuar, dibujo a nuestros nuevos sujetos: la vendedora del
pelo blanco y las prendas de los Bulls se convierte en una jubilosa hada
madrina que conjura perritos calientes voladores que giran alrededor de una
carroza de calabaza. A sus pies, un ratoncito baila con su madre ratón.
Gracias a Elliot, mi mural estará rebosante de alegría auténtica.
Cuando volvemos por el puente de River North, nos atrae el aroma
embriagador de las palomitas de caramelo. Incluso el aire que rodea Garrett
Popcorn huele a azúcar. La cola sale de la tienda y continúa por la acera,
como si las palomitas fueran una celebridad que hiciera una insólita
aparición.
—¡Vaya trampa para turistas! —murmuro entre dientes.
—Hay cosas por las que vale la pena dejarse atrapar —dice Elliot.
La alegría de su voz es como un puñetazo en mi garganta. Su relación
está en cuidados intensivos, pero da la impresión de que no tiene ni una
preocupación en el mundo. Si yo estuviera en su lugar, no habría forma
humana de sacarme de la cama.
Su optimismo me obliga a cuestionar el mío. Pienso en todos esos
mensajes en los que personas desconocidas me decían que yo los había
hecho creer de nuevo en cuentos de hadas. Ellos no tienen ni idea de mis
dudas, de mi indecisión. No me han oído criticar despiadadamente a estas
personas por hacer cola para comprar las mejores palomitas de maíz del
universo.
¿En qué momento dejé de ser ese niño fascinado por una calabaza de
Cenicienta? En lugar de pensar: «Guau, ¡qué maravilla!», he pensado: «¡Uf!
Mi novio va a querer que nos subamos a esto para hacernos publicidad».
—Bueno, oblígame —le pido a Elliot—. ¿Quieres unas palomitas?
Él me mira con expresión de sorpresa.
—De hecho..., no es mala idea eso de comer. Pero lo que tengo en mente
es otra trampa para turistas, si no te opones.
—Dejémonos atrapar. Al fin y al cabo, es una c... —Me detengo antes de
que la palabra se me escape de la boca—. Eh..., ¡vamos!
¡No puedo creer que estuve a punto de decir «es una cita»! Después del
susto, siento como si un caballo me hubiera dado una coz en el pecho. No
sé cuántas veces he metido la pata y le he dicho a un profesor o a un
empleado de la compañía de internet: «Vale, adiós, te quiero», porque es
como siempre me despido por teléfono de Hannah.
Si Elliot es el amigo que creo que es, empezará a burlarse de mí por estar
a punto de decir «cita». Le encanta aprovechar esos errores para
molestarme. Y a mí también me encanta.
Sin embargo, cuando nos detenemos para comer, las burlas no llegan. Tal
vez no se haya dado cuenta.
Si estallara una guerra nuclear en Chicago, puedes estar seguro de que la
Pizzería Uno se mantendría intacta entre los escombros. La Uno, cuna de la
pizza deep dish, es una taberna oscura en el interior de un edificio de
ladrillo (un antiguo parque de bomberos) proveniente de una época en que
la gente no se preocupaba por incluir ventanas o espacios amplios en el
diseño de los restaurantes. Por otra parte, tiene la ventaja de ofrecer
privacidad, algo valioso para cuando quiero ocultarme del mundo y
comerme mis emociones.
—¿Qué pensabas de mí antes de que nos conociéramos? —le pregunto a
Elliot, que está sentado frente a mí en el reservado—. Cuando yo no era
más que el chico del que Hannah te hablaba.
—Ah —responde Elliot, y da un sorbito a su Pepsi—. El gran Micah
Summers. Pensaba que seguramente eras un buen tío. Ya sabes, ella está
obsesionada contigo. Yo solo aspiraba a un segundo puesto.
—¡Por favor! —exclamo dando una palmada en la mesa. Luego corto y
sirvo otras dos porciones, una para él y otra para mí—. Durante el semestre
de primavera, no hacía más que hablar de ti. Elliot y sus animales, la
princesita de Disney.
Elliot sonríe mientras mordisquea un mondadientes.
—Seguro que pensabas: «¿Quién es esa zorra?».
—Sí.
Elliot se ríe tan fuerte que los demás clientes se giran para mirarnos.
—Bueno, no te preocupes. Siempre serás el protagonista para Hannah.
Yo soy el que aparece en la tercera temporada.
Le apunto con mi tenedor.
—Oye, esos son los mejores personajes.
—Uuh, ¡el favorito de los fans! —Elliot pasa las manos por delante de su
cara mientras agita los dedos, simulando una cascada.
—Ya eres el favorito del espectáculo Deseo Concedido. Para ser sincero,
yo desearía estar menos en este espectáculo.
Elliot hace un gesto de desdén.
—El mural te va a quedar increíble.
Tomo otro bocado y el estómago me da un vuelco.
—No es por eso. Solo es que desearía recuperar mi cuenta de bocetos.
Era un lugar seguro al que podía acudir cuando me sentía agobiado. Ahora
es una herramienta de marketing. —El silencio se cierne sobre nosotros
mientras sorbo con la pajita entre el hielo triturado—. Desearía poder
publicar de manera anónima otra vez. En cuanto subí esa foto en la que
salíamos Grant y yo, Instaloves empezó a girar en torno a... nosotros, a
conseguir «buena prensa», no sé. No he publicado ni un solo dibujo en
semanas. Todo ha sido promoción.
Por cortesía, Elliot mantiene el rostro inexpresivo.
—Si yo tuviera una varita mágica y pudiera hacerte anónimo de nuevo,
¿qué dibujarías? ¿Más flechazos? —pregunta riendo.
—No —respondo, y me río también—. A decir verdad, hoy ha sido tan
divertido... Quiero seguir dibujando esto. —Conforme digo las palabras, me
da la impresión de que son verdades profundas a la par que simples. Como
si siempre las hubiera sabido—. Personas. Cuentos de hadas cotidianos. Esa
es mi auténtica visión. Y quiero usar Instaloves a modo de porfolio para
estudiar pintura en el Instituto de Arte, salir de mi zona de confort y
desarrollar mis habilidades para pintar, trasladar mi visión a un lienzo
mayor.
—¿Le has dicho algo de esto a Grant?
Trago saliva y contesto:
—Eso puede esperar.
Elliot hace una mueca y mordisquea el extremo de su pajita.
—Como un individuo que está a punto de ser brutalmente soltero, te
recomiendo encarecidamente que digas esas pequeñas cosas que sientes
antes de que se conviertan en cosas grandes.
Durante un breve silencio, nuestras miradas se cruzan.
«Brutalmente soltero.» Eso suena horrible. No quiero eso para ninguno
de los dos. Lo único que quiero es ir al otro lado del reservado y abrazarlo.
Mi cerebro me grita que lo haga, pero, por alguna razón, me siento
paralizado.
Elliot sonríe casi con tristeza y sorbe entre el hielo de su vaso. Luego
levanta la mirada.
—Voy a echar de menos Chicago. Esta pizza me lleva a mi lugar feliz.
Muchas personas se quejan de que en realidad no es pizza, sino casserole.
Y todas creen que son las primeras en decirlo. ¿Qué importa si es casserole
o pizza? Tiene salsa, tiene queso, está caliente. Sea lo que sea, está
deliciosa.
Ya sea amigo o el favorito de los fans, Elliot no es ningún personaje
secundario. Sea lo que sea para mí, sabe llevarme a mi lugar feliz. Puedo
contarle cualquier cosa y él lo entiende sin más.
No puedo perderlo.
«¡Por favor, universo! Haz que Elliot se convierta en el protagonista de
la historia de algún chico afortunado; haz que esta estrella en ciernes pueda
ser apreciada y adorada y haz que yo pueda dejar de preocuparme por que
desaparezca de mi vida.»
Porque ahora que Brandon ya no pinta nada, ¿qué va a mantener a Elliot
aquí?
21

Las pequeñas preocupaciones

Ya estamos a finales de julio y solo falta una semana para el espectáculo.


Debido a la cercanía de la fecha límite, mis citas con Grant se han
reducido a un almuerzo rápido y a un encuentro aún más breve en su cama
antes de que él regrese al taller. La Princesa Caballero se ha graduado de
diseño a construcción, de modo que los días en que Grant y yo nos
encerrábamos en su cuarto para crear y divertirnos se han quedado atrás.
Toda la actividad se ha trasladado al cavernoso taller de diseño del Instituto
de Arte, que compartimos con una docena de estudiantes. Ahí no hay
romance; ni siquiera hay tranquilidad. De hecho, cuanto más nos acercamos
a la fecha del espectáculo, más intensas son las vibras que todos irradiamos:
entornamos los ojos cada vez que alguien usa la máquina de coser, o
resoplamos con cada tijeretazo.
Cuando estoy en este espacio con Grant, siento que soy el tercero en
discordia, no un colaborador artístico activo. Me duele recordar el día en
que estuve dibujando con Elliot. Pude ser yo mismo, no un simple
personaje de apoyo cuya única función es promocionar el espectáculo desde
una cuenta famosa.
«Tienes un mural que terminar, bobo. Ve a hacer eso.»
Solo desearía poder trabajarlo en compañía de Grant y sentir de nuevo
ese arrebato colaborativo.
—Bueno, ¡me voy! —Le doy a Grant un beso en la oreja mientras está
encorvado en una mesa midiendo tramos de cota de malla.
—¡Que te vaya bien! —dice al tiempo que alza la mirada—. Ah, oye,
hoy no hemos hecho nada para Instaloves. ¿Qué tal si sacas una foto de la
puerta del taller y publicas algo como «¡Solo falta una semana!»? O «Uuuh,
¿qué habrá detrás de esta puerta?». Algo que intrigue a la gente. A ti se te
dan bien los pies de foto.
Mi sonrisa se congela.
A lo largo de todo el día he querido publicar uno de mis dibujos de
ciudadanos de Chicago, volver a ser creativo y auténtico, y dejar de
publicar contenido exclusivo de Deseo Concedido, pero, por supuesto,
Grant tiene en mente más ideas de promoción. Fotografías que no tienen
nada que ver con mi perspectiva artística. Antes, mi mosaico de fotos era
muy atractivo; ahora es solo una mezcla de selfis y letreros de PUEDES
ADQUIRIR TU TICKET EN MI LINKTREE.
¿Dónde quedó mi visión?
Con Elliot tuve este enorme avance creativo donde por fin se cristalizó
mi visión —trasladar la realidad a la fantasía—, pero ahora no hay espacio
para eso. Grant está tan concentrado en su espectáculo que está succionando
todo el oxígeno de la habitación. Desde luego, él está dando prioridad a su
perspectiva artística. ¿Por qué yo no estoy luchando por la mía?
Mientras veo a Grant inmerso en su trabajo, ajeno a la tormenta que está
gestándose en mi interior, las sabias palabras de Elliot se hacen eco en mi
cabeza: «Di esas pequeñas cosas que sientes antes de que se conviertan en
cosas grandes».
Eso fue hace dos semanas. No solo no he expresado esas cosas
pequeñas; temo que ya no sean pequeñas.
Sin embargo, una vez más, me falta el valor y publico una foto mía junto
a una estúpida puerta.

Expulso de mi mente todos los pensamientos negativos acerca de Grant y


Deseo Concedido; en mi cabeza solo hay lugar para mi mural. El tictac del
reloj ha hecho que mi arte cobre vida. Después de la noche de pizzas con
Elliot, llevé mis bocetos a mi cuarto y prácticamente no he dejado de pintar
durante dos semanas. Ha sido como regresar a casa.
El mural anterior lo enrollé y lo guardé en el armario con el resto de mis
cosas de la infancia. Liberado de mi polvorienta idea original, trasladé cada
uno de los bocetos a un reino viviente a bordo de un tren mágico: el hada
madrina que hace aparecer perritos calientes; Maggie y Manda como
gnomos de jardín en atuendos a juego, y Elliot como un jubiloso
duendecillo del agua bailando en una cascada.
Elliot tenía razón: mi superpoder es transformar la realidad en fantasía.
Para horror de mi madre, he estado durmiendo un promedio de cinco
horas por la noche, pero me resulta imposible descansar ahora que mi motor
por fin está en marcha. Mis preocupaciones relacionadas con Instaloves
desaparecen. Las pinceladas no parecen arbitrarias: mis colores se
yuxtaponen con una armonía espectacular. No titubeo al seleccionar los
tonos; un instinto agudísimo guía mi mano. Si bien la pintura sigue siendo
más laboriosa que el dibujo (cada detalle implica más negociaciones
internas antes de llevarlo a la muselina), estoy preparado para el desafío.
¡Mi profesor de pintura de segundo no me reconocería! Debo
asegurarme de que reciba una invitación al espectáculo. Cuando solo faltan
unos detalles finales, les envío actualizaciones a Elliot y a Grant, pero solo
a ellos y porque forman parte del equipo creativo de la Princesa Caballero.
Hago zoom en Elliot, el voluptuoso duendecillo del agua, y envío un
mensaje al grupo acerca de su cameo en el mural. Me arrepiento al instante.
Grant contesta:
Dios mío, qué guay. ¿Cuál
de los personajes soy yo?

Oh, no.
La sangre abandona mi cabeza y todo el cuarto me da vueltas.
¿Cómo he podido no poner a Grant en mi mural? Al chico número 100, a
mi príncipe, a mi novio.
Nunca he pintado tan rápido en mi vida. No hay tiempo para sopesar
opciones o arrepentirse. Ni siquiera trazo los contornos primero. Zum, zum.
Empiezo con añil para formar una capa larga en un hueco cerca del extremo
derecho del tren. Con dedos temblorosos abro tubos nuevos de azul klein,
gris y bronce. En menos de quince minutos, Grant se convierte en un
príncipe exuberante, la Bestia, que baila con otro príncipe, yo, poco
detallado y medio oculto en las sombras.
¿Por qué la Bestia? Bueno, la ansiedad ha inundado mi cerebro y
excluido cualquier pensamiento complejo, y la única idea que ha aflorado
acerca de Grant ha sido su sensación de estar maldito.
Envío al grupo un mensaje con la inclusión de Grant, acompañado de
una mentira para justificar mi retraso: había hecho una pausa para almorzar.
Después de cuatro tortuosos minutos sin recibir respuesta, Grant escribe:
¿La Bestia? ¿Cómo te atreves? Es broma, ¡me
encanta! ¡Estoy guapísimo! ¡Se te da genial esto!

Al fin puedo respirar.


Ahora sí que necesito una pausa para almorzar. Salgo de mi cuarto y lo
cierro con llave. En los tres minutos que tardo en calentar una sopa en el
microondas, Maggie y mi madre se las arreglan para entrar casi por
completo en mi cuarto.
—¡Alto! —les ordeno mientras balanceo el bol con sopa de cebolla—.
Había cerrado con llave. ¿Cómo...? —Hay una llave metida en la cerradura.
Clavo la mirada en mi madre. Cuando cumplí dieciséis años, me prometió
que contaría con mi propia cerradura y que nadie más tendría la llave.
Ella aparta la vista con sentimiento de culpabilidad y musita:
—Es mi casa.
—Entonces me debes un nuevo regalo de cumpleaños.

Al día siguiente, una lluviosa tarde de domingo, los miembros del equipo
Deseo Concedido quedamos para el traslado oficial de mi mural al Instituto
de Arte. Grant, Elliot, Hannah y Jackson están reunidos en torno a la isleta
de la cocina, picando de la bandeja de fiambres que nos ha puesto mi
madre. Fuera de mi cuarto, Maggie viene a mi encuentro con un pijama con
estampado de hamburguesas y el pelo recién lavado. Va cargando a Lilith,
que parece literalmente una bola de pelos.
—No puedo bajarte —le dice Maggie con voz tranquilizadora—. Hay
gente moviendo cosas. Te pueden pisar.
Lilith me mira con recelo, como si supiera que soy la causa de todo esto.
La acaricio, algo muy difícil de hacer si no la tienen en brazos.
—¿Todo bien con Manda? —pregunto. La novia de Maggie está en la
calle reservando un lugar para el camión de mudanzas que llevará mi mural
al Instituto.
Maggie hace una mueca y mueve la cabeza para quitarse de los ojos un
mechón de cabello húmedo.
—Está bieeeen. Solo se pone nerviosa cuando tiene que reservar sitio,
como si eso la fuera a meter en problemas.
—¡Lo siento! —Reviso mis bolsillos para asegurarme de que llevo todo
lo necesario—. Ya bajamos.
—Estará bien. —Maggie me abraza con fuerza y Lilith gruñe al quedar
aplastada entre los dos—. Estoy orgullosa de ti. Nunca te había visto
trabajar tanto.
—Gracias —respondo—. Aun así, todavía no puedes ver el mural.
—¡Maldito enano! —Entonces me empuja y le lanza una última mirada
a mi puerta cerrada—. De todos modos, me alegro por ti.
Nos lanzamos unos besos, y Maggie y Lilith regresan a su habitación.
Mientras me dirijo a la cocina, no se me borra la sonrisa de la cara. Mi
mural está terminado. Va a salir al mundo. Y todas las personas a las que
aprecio están aquí para ayudar.
Enrollamos el mural como si fuera un tapete y lo metemos en una bolsa
sellada. No es hasta que los ayudantes más corpulentos, Grant y Jackson,
intentan levantarlo cuando nos damos cuenta de lo pesado que es cuando
está compactado. Si bien el Instituto le ha prestado a Grant un pequeño
camión de mudanzas para transportarlo, es necesario llevarlo a la planta
baja. El ascensor del ático es demasiado pequeño, así que tenemos que
bajarlo veinte plantas por las escaleras de emergencia.
La salida de la casa resulta complicada, no solo por el tamaño y el peso
del mural, sino por los comentarios sarcásticos de los que soy víctima.
—¡Te prometo que no estoy mirando! —exclama mi madre—. ¿Quieres
que me esconda en el cuarto de la lavadora?
—Ah, claro, ahora sí que pertenezco al equipo Deseo Concedido —dice
Hannah—, cuando hay que hacer el trabajo sucio.
La única persona que parece concentrada en la tarea es Jackson, que
sigue ganando puntos por la seguridad con que da indicaciones para mover
el mural. Cada vez que habla, me dan ganas de darle el visto bueno a
Hannah con los pulgares levantados.
Tienen una conexión increíble.
Las cosas que se susurran el uno al otro cuando nadie está mirando, la
manera en que se tocan suavemente en la muñeca o en la parte baja de la
espalda. La nostalgia me conmueve con intensidad; me recuerdan a Grant y
a mí en nuestra cita de prólogo en Le Petit Potage. Cuando no dejaba de
tocarme, no en plan sexual, sino con toquecitos suaves, como si fuéramos
animales desconocidos explorándonos mutuamente.
Esos toquecitos en presencia de otras personas ya apenas ocurren.
¿Es mi culpa? ¿Mis pensamientos negativos acerca de Instaloves me han
frenado de forma inconsciente?
«Los problemas pequeños se convierten en problemas grandes, Micah.»
Seguimos en la escalera de emergencia y faltan dieciocho pisos para
llegar a la calle. Otro factor que dificulta el traslado del mural es la
diferencia de estaturas. Grant y Jackson son bastante altos; por nuestra
parte, Hannah, Elliot y yo tenemos problemas tratando de evitar que la
bolsa toque el suelo.
Parecemos un balancín. Grant se ríe y le da un codazo a Elliot.
—Ahora nos vendría bien la altura de Brandon.
Hannah, que está a mi lado, se pone tensa. La escalera se queda en
silencio durante un segundo terrible. Yo sé de antemano lo que Elliot va a
decir:
—Ah..., sí, bueno, lo dejé el martes.
Veo como los ojos de Grant se abren como platos por encima de la bolsa.
—¡Vaya! Lo siento mucho.
—¡Elliot, yo también lo siento! —le grito desde el otro extremo del
mural.
Mis manos están resbaladizas por el sudor. No puedo creer que esté
enterándome de esto cuando estoy a miles de kilómetros de Elliot y no
puedo abrazarlo. Seguro que no me lo ha dicho para evitar que Grant y yo
nos sintiéramos mal por haber bombardeado su última oportunidad para
salvar la relación.
—Gracias —dice Elliot. Se detiene en el último escalón para recuperar el
aliento—. No quiero que nadie se sienta mal. Esto es algo bueno. Ya se veía
venir. Y vuestro espectáculo de aniversario fue muy bonito. Cualquier
persona tranquila habría visto claro que se trataba de un malentendido. El
hecho de que Brandon no lo hiciera —Elliot exhala con fuerza— me dijo
todo lo que necesitaba saber.
Las palabras de Elliot no son reconfortantes. Grant y yo intercambiamos
miradas de preocupación y culpa.
—¿De quién hablamos? —pregunta Jackson.
La escalera estalla en risas de alivio. Hannah ha elegido de maravilla.
Los ánimos regresan al grupo mientras los cinco acarreamos el mural a
través del recibidor hasta el camión que Manda ha mantenido fuera con el
motor encendido.
—¡Madre mía! —exclama al tiempo que baja del vehículo con su pijama
de patatas fritas, que hace juego con el de hamburguesas de mi hermana—.
Han venido como siete policías. ¡Ninguno de vosotros me cogía el teléfono!
—Lo siento muchísimo —me disculpo al tiempo que saco la rampa
posterior del camión—. Hemos tenido que bajar veinte pisos por una
escalera estrecha este monstruo. No volveré a pintar en casa.
Grant choca los cinco con Manda.
—¡Gracias! Ve a tomarte algo. Unos Crunch Berries, por ejemplo.
Manda suelta un suspiro de angustia y responde:
—Propuesta aceptada.
Después de que ella se aleje, Grant sube al asiento del conductor. Los
otros cargan mi mural en el camión y luego se van cada uno por su lado. Al
final, me reúno con mi novio en el asiento del copiloto. Grant no lo pone en
marcha de inmediato. Se gira hacia mí con expresión animada y la cámara
de su móvil abierta.
—Uuh, ¿un selfi en el que aparezcamos llevando una obra misteriosa al
espectáculo? —Grant saca una foto y yo salgo con el ceño fruncido.
Las pequeñas preocupaciones se convierten en preocupaciones grandes.
«¡Di algo, Micah!»
—Quiero recuperar Instaloves —declaro con la garganta seca por los
nervios. El estómago me da un vuelco cuando Grant arruga la frente,
confundido—. Creía que no me importaría promocionar el espectáculo,
pero... Instaloves es para mi arte. Ahora sé cuál es mi visión, y creo que
debería haber seguido siendo anónima.
Grant se me queda mirando sin parpadear.
—Vale...
—Lo siento...
—¿Te arrepientes de haberle dicho a la gente que soy tu novio?
Su tono de voz se ha sumergido de manera tan súbita en la oscuridad que
me quedo mudo por un instante.
—No. Nuestros selfis pertenecen a nuestra vida personal. Es solo que...
no quiero seguir poniendo en mi página más publicidad para Deseo
Concedido. Necesito mi propio espacio artístico...
Grant hace una mueca como si le hubiera dado un puñetazo en el
corazón.
—Entonces sí que desearías que yo fuera un secreto.
—Eso no es lo que estoy diciendo...
Mientras trato de encontrar las palabras adecuadas, Grant estruja el
volante.
—Solo dime que te estoy agobiando, Micah. No tienes por qué
inventarte todo esto de que necesitas tu propio espacio artístico.
—Grant, no estás escuchándome, ¡y ese es el problema! —La frustración
se me sale del pecho. No puedo controlarla. Grant, incapaz de mirarme de
frente, tiene los ojos clavados en el volante del camión. Respiro para
tranquilizarme—. No quiero que seas un secreto. Lo que quiero es...
Pero mi cerebro se ha desbordado. No sé cómo terminar la frase.
—¿Qué? —pregunta.
—Quiero que Instaloves sea mío, independiente de Deseo Concedido,
¿vale?
Grant cierra los ojos para contener las lágrimas. Siento un golpe en el
pecho al darme cuenta de que lo que ha entendido es: «Quiero separar a
Micah de Grant».
—Esta es mi única oportunidad —susurra—. Tú siempre has destacado.
Yo no. Tú eres la única razón por la que la gente va a venir a este estúpido
espectáculo y verá mi estúpido disfraz.
Ahí está: la verdad.
La vieja herida detrás de cada publicación promocional y de cada selfi
forzado.
Grant cree que no es nada sin mí.
Le limpio las lágrimas de los ojos y acaricio sus preciosas mejillas.
¿Dónde está ese chico sonriente y seguro de sí mismo que conocí en el tren,
el que cargaba con facilidad unas bolsas con libros y me robó el aliento con
sus hoyuelos? Pensé que era una estrella inmaculadamente segura y serena.
¿Por qué no se cree capaz de valerse por sí mismo?
¡Ha entrado en el Instituto de Arte antes de que a mí se me ocurriera
siquiera intentarlo!
—Tú has logrado algo que yo no he podido nunca —replico—. Has
entrado en este programa siendo alumno de instituto. Estás haciéndolo
increíble. Ya eres suficiente.
Grant solo mueve la cabeza de un lado a otro. Se niega a creerlo.
—Podemos seguir con la promoción —digo. Sus ojos rojos se abren—.
Pero cuando pase el espectáculo, regresaré a mis dibujos, ¿de acuerdo?
Haciendo un gran esfuerzo, Grant asiente y sonríe. Yo, por mi parte, no
puedo evitar sentir que he puesto mi corazón sobre la mesa y que Grant no
ha escuchado ni una palabra de lo que he dicho. Mis preocupaciones han
pasado por el filtro de su dolor, de su paranoia de que lo voy a abandonar
como siempre han hecho los demás, dejando el asunto sin resolución.
22

La jaula

Los relámpagos atraviesan el cielo durante nuestro trayecto al Instituto de


Arte. Unas nubes plomizas se ciernen sobre nuestras cabezas, pero las gotas
de lluvia no empiezan a caer hasta que no estamos en el último tramo del
trayecto al auditorio. Dos de los compañeros de Grant están reservándonos
un lugar en el bordillo detrás del edificio.
Grant y Jackson cargan el mural sujetándolo de los extremos mientras
los demás nos adelantamos para abrir la entrada de atrás. Las risas se
transforman en gritos de emoción cuando empieza a llover con más fuerza.
Empujo con el cuerpo las puertas del auditorio para que Grant y Jackson
puedan llevar mi obra dentro. Empapado, pero ya protegido de la lluvia, río
histéricamente apoyado en las puertas de doble hoja hasta que me vuelvo...
Y me encuentro a tres centímetros de Elliot. Tiene la camisa y el pelo
adheridos al cuerpo.
Unas gotas de lluvia se escurren de su nariz a mi cuerpo; así de cerca
estamos.
Percibo su aroma, dulce y afrutado...
Está tan sobresaltado como yo de encontrarse tan cerca de mí. Por suerte,
nuestro trance se rompe cuando el enorme auditorio que tiene delante llama
su atención.
—¡Guau! —exclama.
Yo también quedo admirado. Nunca había visitado el interior del
auditorio, pero imaginaba que sería algo como un escenario cutre de
instituto. En realidad, es una combinación de Broadway y de la Semana de
la Moda de Nueva York: una impresionante pasarela blanca que se extiende
desde el arco del proscenio con asientos vips a cada lado y gradas al frente.
El aforo debe de ser de miles de personas.
Elliot señala la interminable pasarela, que brilla como el cristal.
—¿Por ahí es por donde voy a caminar?
Señalo el altísimo telón de gasa que está detrás de la pasarela.
—Sí, y ahí es donde va mi mural.
—Va a ir bien.
Elliot me lanza una sonrisa triunfante y húmeda. Yo le sonrío también y
nos cogemos de la mano. La confianza regresa de repente a mi corazón.
Pero solo por un instante.
—¿Listos? —pregunta una voz grave que me hace pegar un salto.
Grant nos espera al otro lado del recinto con rostro inexpresivo. La
alegría de correr bajo la lluvia se ha extinguido.
—¡Sí! —Me aparto de Elliot sin mirar atrás.
«Ha sido sin querer, ha sido sin querer, ha sido sin querer.»

Media hora después, Hannah y Jackson salen a cenar mientras el equipo


Deseo Concedido colabora en el teatro en penumbras. El director de escena,
el maquillador, el director artístico y el director del espectáculo están
reunidos varias gradas por encima de Grant y de mí. El director del
espectáculo pide varios cambios de luces hasta que está satisfecho con el
tono exacto de rosa para nuestra presentación.
Rosa de cuento de hadas.
Aparte de la música, Grant no tiene mucho que decir con respecto a la
dirección del espectáculo, aunque de todos modos es mejor dejar estas
decisiones a los profesionales. Como el director sabe que Deseo Concedido
es la parte más publicitada del show, nos pone al final para asegurarse de
que ningún miembro del público se vaya antes. Las otras obras (desfiles de
moda, performances e instalaciones de arte) se han programado con
meticulosidad para que todo el espectáculo desemboque en la nuestra: el
gran final.
La realización física del ensayo técnico aumenta hasta once la
electricidad de mi cuerpo.
Cuentos de hadas en nuestro mundo. El arte se encuentra con la realidad.
Por suerte, Grant parece haber olvidado todo acerca de Elliot y de
nuestro contacto accidental. El trajín de energía creativa del ensayo lo ha
dejado con una sonrisa alocada permanente entre esos hoyuelos. Rodeo su
pecho con el brazo y lo estrecho.
—Lo siento —susurro sin saber por qué. ¿Por tocar la mano de Elliot?
¿Por expresarle mis preocupaciones a tan poco tiempo de este espectáculo
tan importante? Sea cual sea la razón, «lo siento» son las únicas palabras
que salen a la superficie.
Grant gruñe alegremente y apoya su cabeza en la mía.
—Yo también lo siento.
Lo dice con franqueza. Cuando este show haya pasado, recuperaremos
esos toquecitos.
Por fin llega el gran momento: es hora de que Elliot suba a la pasarela.
Se ha quitado la ropa mojada y se ha puesto mallas y una camiseta de
tirantes de color pastel, muy al estilo de los vídeos para hacer ejercicio de
los años ochenta. El coreógrafo le va mostrando los pasos y mi dulce barista
se mueve con una energía increíble. Aunque esto no es aún la presentación,
sus movimientos son tan naturales y fluidos que me recuerdan a cómo hace
malabares al preparar cuatro lattes al mismo tiempo.
Grant no puede cerrar la boca. Está pasmado. Ninguno de los dos
esperaba que nuestro amigo se luciera de esta manera.
No sé cómo de bueno sería el otro modelo, pero desde luego Elliot no es
ningún reemplazo de segunda.
Permanezco en las gradas mientras Grant se reúne en la pasarela con
Elliot y el coreógrafo. Como el intérprete anterior era bailarín profesional y
Elliot no tiene entrenamiento, reducen los movimientos a unas cuantas
variaciones sencillas. Sin embargo, nos sorprende a todos. Con gracia y
naturalidad, Elliot se lanza de lleno en el personaje de la Princesa
Caballero, que comienza como una criatura frágil y asustada y termina con
unos movimientos felinos que hacen temblar la pasarela.
Elegante pero feroz, y Elliot lo borda.
Le está yendo muy bien sin Brandon. Obedece a sus instintos. Disfruta
de los momentos. Salta con valentía hacia lo desconocido. Libre y sin
cargas.
Dios mío. La idea aparece de súbito en mi mente, formada en su
totalidad.
—Eh..., ¿Grant? —grito desde la oscuridad.
Grant, Elliot y el coreógrafo se protegen los ojos de la luz y marcan el
lugar donde hay que detenerse.
—¿Se ve bien todo desde ahí? —me pregunta Grant.
Cojo un cuaderno y un carboncillo y corro por el pasillo hacia la
pasarela. Las luces son muy intensas y tengo que frotarme los ojos cuando
llego con ellos.
—Una pausa de tres minutos —anuncia el coreógrafo al tiempo que
recoge su botella de agua—. Solo tenéis una hora más antes de que
montemos lo del siguiente equipo.
Elliot y Grant se acercan a mi grupo de tres.
Casi es demasiada cercanía. Una colonia especiada, otra dulce.
«Tres minutos, Micah. Escúpelo ya.»
—Grant, todavía no estás cien por cien seguro de la falda, ¿verdad? —
pregunto.
Él se mueve con nerviosismo junto a Elliot y nos mira alternativamente a
los dos, como si yo estuviera sacando sus trapos sucios al sol.
—Sí, sí que lo estoy. La cola de arcoíris la completa.
Cojo la muñeca de Grant para tranquilizarlo. Pequeños toquecitos.
—¡La cola de arcoíris es genial! Sin embargo, dijiste que querías hacerla
más grande, más espectacular. Darle un giro inesperado. ¿Tienes tiempo
para añadirle un concepto nuevo?
Elliot hace una mueca y Grant se sonroja más a cada segundo.
—La declaración que quieres hacer con la Princesa Caballero es que la
gente no tiene por qué elegir entre dos compartimentos estancos: el del
caballero y el de la princesa.
—Sí... —Grant relaja los puños al fin y se inclina hacia delante,
intrigado.
Elliot sigue nuestra conversación como si estuviera viendo un partido de
tenis.
—¿Y si no hubiera compartimentos? —continúo—. Los compartimentos
son trampas. Una jaula. —Abro mi cuaderno en una página en blanco.
Grant y Elliot observan por encima de mis hombros mientras dibujo la
nueva falda: una jaula para pájaros—. La jaula es la continuación del
corpiño blindado. Sé que esto implica un poco de trabajo, pero...
Grant recorta la distancia entre los dos. Me pone la mano sobre el
hombro y sonríe.
—La cola de arcoíris está oculta dentro de la jaula —dice.
—Eso es. —Con unos cuantos trazos más, termino la imagen—. Cuando
la cola está recogida, la jaula está cerrada. Es un compartimento. Cuando
está suelta...
—La cola de arcoíris se desparrama —añade Elliot, ansioso por
participar.
Grant se lleva la mano a la boca. Los pensamientos se arremolinan detrás
de sus ojos.
—¿Hay tiempo para hacerlo? —pregunto.
—Tiene que haberlo, ¡porque es la idea definitiva!
Entonces nos rodea a Elliot y a mí con esos maravillosos brazos.
Ninguno de los dos se queja.
¡Por fin tenemos un trío creativo!
La hora que teníamos con el coreógrafo termina muy pronto, pero los
tres estamos demasiado llenos de energía como para preocuparnos por la
presentación. Cuando nos hacen salir del auditorio, Elliot y yo seguimos a
Grant fuera, donde llueve cada vez menos, y atravesamos el patio donde
comenzó nuestra historia. En el tablón de avisos todavía está el cartel del
espectáculo de fin de curso. ¿Quién habría podido imaginar que ese show
nos juntaría a los tres?
Dejamos a Grant en el taller del programa de diseño cuando se hace
evidente que tiene por delante varias noches en vela para construir la falda
de jaula de mi concepto actualizado. ¡El espectáculo es en seis días! Pero a
Grant no le preocupa; apenas habla mientras corta una lámina de material
elástico en franjas de armadura para la jaula.
Mi idea le ha prendido fuego a su mente. Un artista no puede pensar en
nada más una vez que su mente está en llamas. Me pasó lo mismo con
Elliot y el mural, la inspiración me llegó en el momento adecuado.
Hacemos buena pareja.
Al menos en el aspecto creativo.
No puedo olvidar el hecho de haberle confiado a Grant un temor horrible
y de que él se haya concentrado en él mismo hasta que me he retractado.
Pero ahora no hay tiempo para darle mil vueltas al asunto, como siempre
tiendo a hacer. Todos estamos sobreexcitados y con pocas horas de sueño
encima.
—Micah, ¿podrías acompañarme a casa? —pregunta Elliot.
Antes incluso de girarme hacia Elliot, me vuelvo hacia Grant, que ya
está mirándome. Aunque sigue encorvado sobre las tiras elásticas de su
mesa, ha dejado de trabajar en el momento en que Elliot ha despegado los
labios.
—Por mí no hay problema —dice Grant al tiempo que se concentra de
nuevo en su mesa—. Estaré ocupado toda la noche. No seré una compañía
muy divertida.
Ahí está otra vez ese tono de voz lúgubre.
Elliot se retuerce los dedos, como avergonzado de haber preguntado.
—Solo son unas pocas manzanas, pero está oscuro y voy en mallas.
Nunca se sabe quién podría estar ahí fuera dispuesto a darle una paliza a un
mariquita.
Con el rabillo del ojo, admiro brevemente la silueta de las piernas anchas
(bueno, voluptuosas) de Elliot en esos pantalones.
—Con mucho gusto —contesto, y me despido de Grant dándole un beso.
El beso con el que me responde es más frío de lo normal y siento un
escalofrío en el corazón. Acabamos de tener la experiencia creativa más
emocionante de todo el espectáculo, y Grant actúa raro sin motivo en el
último minuto.
¿Así es como van a ser las cosas?
Antes de cerrar la puerta del taller, echo un último vistazo a Grant, con
su preciosa espalda ancha inclinada sobre su lugar de trabajo. No sé por qué
he mirado hacia atrás.
Algo se siente diferente.
Más tarde, Elliot y yo caminamos en silencio y tranquilamente por una
ciudad casi vacía en dirección a la pizzería de su padre. Hace una noche
cálida pero neblinosa. Los conocidos rascacielos se elevan hacia la noche,
pero desaparecen de repente en la densa neblina, como si un mago hubiera
hecho desaparecer sus picos.
—Has sido toda una estrella esta noche —le comento.
—No tienes que hacerme sentir bien por la ruptura —replica—. Estoy
bien.
—He tenido la idea de la jaula al verte bailar.
Se gira y me mira con los ojos entornados.
—Es en serio. Te has visto de pronto en una situación nueva y caótica, y
has echado a volar, así sin más.
—¿Hablas de mí? —dice Elliot riendo.
—Oye. —Le doy un golpecito en el hombro. Todavía está en camiseta
de tirantes. Cuando mi mano entra en contacto con su piel fresca y
descubierta, olvido brevemente lo que iba a decir—. ¿Cómo se siente hacer
un trabajo distinto al del Audrey’s?
Elliot resopla por la nariz.
—No lo he sentido como un trabajo. No he sentido que fuera yo.
—Pero ¡has estado genial!
—No me refiero a eso. Cuando estaba ahí arriba sentía como si..., como
si fuera otra persona. He trabajado tantos turnos en la cafetería que mi
memoria muscular hace esto sin más. —Hace el gesto de servir expreso y
verter sirope en tazas invisibles—. Incluso en los días de descanso, en mi
cama, mis manos siguen haciendo los movimientos. Es extraño. Así que
cuando estaba en el escenario, haciendo algo físico..., mi cuerpo ha
comprendido al fin que no estaba preparando café. —Exhala—. Por fin he
estado presente en un lugar nuevo.
Me alegro por él. Necesitaba esta victoria.
Una porción de pizza de luces de neón zumba en la ventana del Little
Parisi’s, local del que, por alguna razón, nunca he oído hablar pese a que no
queda demasiado lejos de mi casa. En la primera planta que está encima del
negocio, un aparato de aire acondicionado cuelga por fuera de una ventana
oscura. ¿Será el cuarto de Elliot?
—Anda, ¿al final has conseguido un aparato de aire acondicionado? —
pregunto.
—¡No! Está roto. —Elliot le dedica una peineta al aparato—. El
propietario se niega a repararlo mientras el edificio no tenga una instalación
eléctrica nueva.
Me siento demasiado cansado como para decir algo más aparte de:
—¡Uffff!
Como de costumbre, Elliot solo se encoge de hombros.
Por la ventana del establecimiento se ve a un hombre con bigote oscuro
y grueso que entrega en el mostrador unas porciones de pizza de pepperoni
en platos de cartón llenos de grasa.
—Ese es Stuart —me informa Elliot—. Mi padre. Solemos llamarnos
por nuestro nombre de pila.
Elliot saluda por la ventana. Stuart, idéntico a su hijo pero con veinte
años más y bigote, responde al saludo y sonríe, dejando a la vista unos
enormes dientes de ardilla.
Adorable.
Pero cuando Stuart me ve detrás de la porción de neón, su sonrisa
desaparece.
—Ups —suelto.
—Es solo que está ocupado —dice Elliot, avergonzado.
—No quiere que andes por ahí con un desconocido.
—¡No eres un desconocido! Yo... —me rehúye la mirada— le he
hablado de ti.
Elliot, tan mono con su camiseta de tirantes y sus mallas, parece de
repente un adulto, como un bailarín profesional de Broadway. Libre del
delantal que lo hace parecer encorvado y bajito, se yergue sin nada que lo
oprima.
—¿Qué le has contado de mí? —pregunto. No sé por qué susurro las
palabras, pero... ya no hay vuelta atrás.
Elliot me mira con los ojos desorbitados y vulnerables de un animal
acorralado, de un cervatillo.
No sé cómo ha ocurrido, pero otra vez estamos muy cerca.
La distancia entre ambos es tan pequeña que, si me besara, no podría
detenerlo. Lo cojo de la mano. Pequeños toquecitos. Stuart está distraído
con sus clientes. No puede ver lo cerca que estoy de su hijo. Peligrosamente
cerca. Elliot sigue salvando la distancia entre los dos. Dos centímetros y
nuestros labios se tocarán. No es como con Grant, que tiene que inclinarse
para besarme. Elliot y yo somos de la misma estatura. Estamos igualados.
Besar a Elliot no requeriría la intervención del pensamiento. Cada célula
de mi cuerpo pide a gritos la cercanía con este chico. La exige. Todas mis
células sueltan chispas. No hay ni un centímetro de mí que no esté despierto
y suplicando que me acerque.
Besar a Elliot sería tan fácil como cuando mi mano se desplaza por el
cuaderno de bocetos sabiendo lo que quiero dibujar antes incluso de que lo
sepa mi cerebro.
Y ahora, de nuevo, mi cerebro es más lento que mis manos.
Mis manos dicen: «Tócalo. Bésalo. Quieres esto más que nada en el
mundo, y él también». Pero mi cerebro, siempre un paso por detrás, dice:
«¡Problemas, problemas! ¡No lo hagas! ¡Espera!».
Pero es que se lo ve tan fuerte y guapo bajo la luz de las farolas...
Yo lo cuidaría muy bien, y sé que él me cuidaría a mí.
Tengo que besarlo...
El universo nos está juntando. Resistirnos sería como resistirse a las
mareas...
«Así no es como debería suceder. ¡En los cuentos de hadas no hay
infidelidades!»
—¿La has hecho? —susurra una voz al otro lado de la calle—. ¿La has
hecho?
Elliot y yo nos volvemos hacia la voz como conejos asustados. En la
oscuridad, detrás de un coche aparcado, dos adolescentes nos miran. Tienen
los rostros ocultos bajo las capuchas de sus sudaderas, pero hay un detalle
brutalmente claro: están apuntando sus móviles hacia nosotros.
—¡Vámonos, venga! —grita uno de ellos, y se pierden de vista.
Llevándose un buen puñado de fotos de Elliot y mías.
23

La partida
del escudero

Internet es como un casino. A veces, si tienes suerte, ganas a lo grande. A


unos cuantos aún más afortunados les puede cambiar la vida. Pero, por lo
general, solo te la arruina.
Y eso es lo que me ha tocado hoy: la ruina.
Una foto de Elliot y de mí, a centímetros de besarnos, ha golpeado
Instagram y TikTok como un meteorito. ¿Cómo he podido perder el control
de manera tan estúpida? Estábamos al aire libre. Incluso antes de Deseo
Concedido, todos conocían mi nombre y mi rostro; después de Deseo
Concedido, se volvió rentable rastrear cada uno de mis movimientos y
capturar cada una de mis cagadas.
Pues bien, esto ha sido una cagada y ha quedado capturada.
¿En qué estaba pensando al acercarme tanto a Elliot? Estaba molesto con
Grant por su ansia de fama y por haber ignorado mis temores cuando se los
he expresado. Elliot y yo hemos pasado el último mes disfrutando del arte
que estábamos creando y de nuestras conversaciones, y él me ha escuchado
de verdad. Tal vez yo me sentiría más cómodo compartiendo en internet los
detalles de mi relación si Grant fuera más consciente del efecto que esa
atención ejerce sobre mí. Desde el momento en que nos conocimos, Elliot
se cubría los ojos cuando advertía que yo estaba trabajando, me preguntaba
cómo estaba y comprendió que Deseo Concedido no se trataba de lo que la
gente pudiera hacer por el proyecto, sino de lo que el proyecto podía hacer
por la gente.
Sacar a relucir la fantasía contenida en la realidad. Recordarles que
siempre es posible recibir una sorpresa agradable.
Elliot y yo compartimos eso.
Bajo el resplandor eléctrico de la pizzería de su padre, Elliot estaba..., no
sé. Solo tenía ganas de estar cerca de él. Creo que yo quería besarlo y que él
quería besarme, pero fue porque somos víctimas de la soledad. Elliot
todavía se siente despechado por la manera en que Brandon lo trató, y Grant
ha estado ignorando lo que le he dicho acerca de mi trabajo artístico.
Además, he trabajado sin apenas descanso para terminar el mural, así que
no puedo confiar en mis impulsos en este momento.
Por lo pronto, hay evidencia fotográfica de mi último impulso, y he
estado en una videollamada con Grant durante horas, tratando de explicarle
en qué diablos estaba pensando. Ambos seguimos acostados, yo en mi
cuarto y él en el suyo. Tiene los ojos rojos a causa del llanto, el cabello
alborotado y enredado, y habla en susurros para no despertar a su
compañera de habitación.
Lleva horas susurrando. Es impresionante.
—Si quieres dejarme, Micah, solo te ruego que esperes a que pase el
espectáculo, porque ahora mismo no doy más de mí.
—¡No quiero dejarte, Grant! —Por alguna razón, estoy susurrando
también pese a que estoy a solas. Creo que me ha parecido lo más
adecuado.
En la pantalla, Grant se agarra la cabeza como tratando de arrancarse los
pensamientos negativos.
—Todo es por esta maldición...
—Las maldiciones no existen.
—O sea, para ti creer en finales de cuentos de hadas y en que el universo
une a las personas es normal, pero si yo digo que tengo una maldición ¿me
estoy inventando cosas?
Suspiro. Me estoy quedando sin fuerzas. Esta discusión ya no trata de
nada; es solo un monólogo interminable de Grant sobre cómo sabía desde el
principio que la maldición terminaría por separarnos.
Tal vez esté en lo cierto, pero no con respecto a la maldición.
Tal vez los cuentos de hadas sean una vara de medir mi vida igual de
absurda. Grant es el chico número 100. Mi Cenicienta. Al cabo de solo dos
meses, estamos discutiendo por FaceTime acerca de maldiciones y yo he
estado a punto de besar a otro chico.
¡Vaya final de cuento de hadas!
Lo único que sé es que tengo al teléfono a un chico de carne y hueso que
me quiere, y estoy perdiéndolo.
—Te juro que esa fotografía no es lo que parece —digo—. La gente se
ha aburrido de vernos felices y se ha inventado esta basura para causar
revuelo. No quiero besar a Elliot.
Por alguna razón, las palabras «besar a Elliot» se quedan haciendo eco
en mi mente.
«Besar a Elliot.»
—Eso no importa —replica Grant—. En la foto parece que quieres
besarlo. Todos piensan que soy un fracasado a quien están a punto de dejar,
y el espectáculo va a ser una decepción monumental. —Se frota con dos
dedos el puente de la nariz, como para aliviar el dolor de cabeza—. Van a
venir cazatalentos de escuelas de diseño...
Me empieza a temblar el labio. Si bien Grant acaba de centrar todo esto
en lo que la gente piensa de él y en su espectáculo, ignorando mis
sentimientos, no soporto verlo tan alterado.
Este espectáculo es su sueño, y yo sé lo que se siente cuando tus sueños
se ven amenazados.
Voy a ponerle fin a todo esto ahora mismo. Internet no va a decidir lo
que mi vida es o deja de ser.
Después de colgar, abro Instaloves y publico una foto de tres chicos
creativos en plena actividad: Elliot, Grant y yo entre bambalinas en el
Instituto de Arte, riendo mientras trabajamos en la Princesa Caballero. Una
de mis nuevas fotografías favoritas. Esta es una de esas que pasan a la
historia y hay que conservar hasta que están borrosas y amarillentas, hasta
que seamos viejos y tengamos el pelo blanco.
Y va a cumplir un propósito importante. Voy a dejar las cosas claras.
En el pie de foto explico lo que ha pasado.

¡Hola, seguidores de #DeseoConcedido! Tenemos que hablar. Estos somos Grant y yo


trabajando en el gran proyecto que revelaremos este domingo en @artinstitutechi. Es
probable que reconozcáis a la otra persona que aparece en la foto. Es Elliot, uno de mis
mejores amigos y colaborador clave en el proyecto Deseo Concedido. Él recorrió la ciudad
de un lado a otro ayudándome a encontrar a Grant cuando lo conocíamos únicamente
como el chico número 100. Solo somos amigos. La foto que ha estado circulando es de dos
amigos pasando el rato. Nada más. Y quienquiera que la haya tomado solo pretende
causar problemas.

Respiro hondo y leo lo que he escrito.


No es suficiente. Debo ser más claro. Inequívoco. De otro modo, Grant
no me va a creer. Continúo escribiendo:

Elliot es un amigo maravilloso, pero no tengo ningún interés romántico en él. Es una pena
que dos chicos queers no puedan ser amigos sin que la gente piense que están liados a
escondidas. A ver si maduráis. Adiós.

Concluyo con un emoji del signo de la paz y lo envío al mundo. Si


Instaloves se ha convertido en una máquina de publicidad, es hora de que
empiece a hacer algo de provecho.
Tiro el móvil a la cama para alejar de mí todas esas mentiras. Saco mi
Cuadernillo de las primeras veces y escribo la verdad: «La primera vez que
estuve a punto de besar a otra persona: 31/7/22» y «La primera vez que
mentí a mis seguidores: 1/8/22».
Después de poner los puntos sobres las íes, lanzo mi Cuadernillo de las
primeras veces a la otra punta de la habitación. Se estrella contra el cesto de
la ropa sucia y yo entierro el rostro en mis manos, furioso conmigo mismo.
No estoy exhausto ni desvelado ni cabreado con Grant. Me gusta Elliot.
Quería besar a Elliot en ese momento y quiero besarlo ahora. Quiero
besarlo por lo que conozco de él, no por un cuento de hadas que haya
imaginado sobre él, como con Grant. Elliot me escucha, me conoce, me
inspira valentía y sencillamente me lo paso genial cuando estoy a su lado.
Pero Elliot está inmerso en esta pesadilla de ruptura, puede que pronto se
vaya de la ciudad y quizá no le gusto de la misma manera. Seguro que es
tan buena persona que hace que todos se sientan igual de valorados que yo.
Mierda. ¿Qué acabo de hacer?
«No tengo ningún interés romántico en él.»
La mentira más grande de mi vida.

A medida que el lunes da paso al martes, el miércoles y el jueves, queda


claro que Elliot, como siempre, fue el primero en salir herido. El primero a
quien yo herí. No me ha enviado mensajes. No me ha respondido. Me lo
merezco. Y, por si fuera poco, mi publicación de Instaloves le echó leña al
fuego. Me enteré de que lo que está pasándole a Elliot se llama «efecto
Streisand»: pídele a internet que ignore una historia y este la amplificará y
la validará.
Podéis llamarme Babs a partir de ahora, pues mi publicación se está
Streisando por todas partes.
Los mismos blogs que cubrieron mi relación a bombo y platillo el mes
pasado ahora están publicando artículos en los que me acusan de ser
simplemente otro privilegiado e iluso hijo de una celebridad. Están
escribiendo perfiles completos sobre «Quién es en realidad Elliot» que lo
hacen ver como un arribista que intenta colarse en el «imperio Summers»,
sea lo que sea. Lo peor de todo es que nada de esto sirvió para aliviar los
temores de Grant. Las revistas queer de internet no dejan de publicar
esquelas de luto por mi relación:
Deseo desconcedido.
El final del cuento de hadas: análisis de una expareja perfecta.
Micah Summers: un ejemplo que no hay que seguir.

Es difícil no sentirse ofendido con el último. Al parecer, soy un


asqueroso infiel que fomenta estereotipos gay negativos y da un pésimo
ejemplo a las legiones de jóvenes queers que quieren ser como Grant y yo
cuando sean mayores.
Grant y yo... Él no ha dejado de actuar con frialdad desde que escribí la
publicación. Y eso si se digna a responder mis mensajes.
Por último, y no por ello menos importante, Elliot ha desaparecido de la
vida de todos.
—Tampoco me responde a mí —dice Hannah—. La última vez que lo
hizo fue ayer por la mañana.
Hannah, Maggie y yo estamos sentados con caras tristes en los taburetes
de la cocina, cada uno con una toalla envolviendo nuestros bañadores
mojados. Ni siquiera un chapuzón vespertino en la piscina del edificio ha
podido mejorar mi estado de ánimo. Hay demasiados ceños fruncidos.
Hannah está preocupada por Elliot y Maggie está preocupada por mí (o tal
vez solo haya adoptado por cortesía el sombrío estado de ánimo de la
habitación). No obstante, su aspecto es el más lúgubre: mientras que
Hannah y yo lucimos unos chillones bañadores de color rosa, Maggie lleva
puesto el traje de baño de Miércoles Addams, una prenda al estilo años
veinte que compró de broma pero luego terminó gustándole.
Ojalá yo pudiera ser el estrafalario traje de baño en la vida de Elliot.
Algo que no parece ni remotamente posible en este momento.
Hannah acaricia la nariz húmeda de Red Velvet con su propia nariz,
mientras nosotros picoteamos del pastel de crema de coco que ha preparado
su madre. El pastel no está ayudando para nada a llenar el vacío grande
como el hueco de un ascensor que siento en el pecho.
Sin embargo, sigo comiéndolo de manera mecánica.
Maggie se corta un trozo de pastel sin glaseado, como una asesina en
serie.
—Me gustaría hablar en nombre de Elliot, alguien que, como yo,
siempre odiará las redes sociales —expone mientras se pone una segunda
toalla sobre los hombros para que su traje de baño no gotee—. Todo internet
está tratándolo como si fuera «la otra», y el simple hecho de leer esos
comentarios (que no tienen nada que ver conmigo) hace que sienta ganas de
ocultarme bajo las sábanas y arrancar el wifi de la pared. Así que dadle
tiempo.
—Yo no he estado leyendo los comentarios —comento mientras me
sirvo con tristeza la cobertura que ella ha desechado.
Maggie hace otra mueca que no me gusta.
—Digamos que, si yo fuera Elliot y leyera esos comentarios, no me
sentiría superemocionada de recibir una llamada tuya.
Estrello mi tenedor sobre la isleta, asustando al pequeño pomerania.
—Pero ¡no es mi culpa! Odio esto tanto como Elliot.
¿Cuántas veces tengo que decir que lo único que quiero es mi antigua
relación con Grant, mi antigua amistad con Elliot y crear arte con los dos?
—Mmm —exclama Hannah mientras piensa y menea el tenedor con la
boca. Red Velvet forcejea en sus brazos queriendo alcanzar la cobertura del
pastel.
—¿Qué? —pregunto.
Hannah deja el tenedor y toquetea su gorro de baño, que está colocado a
la perfección. No necesita ajustarlo; está evitando decir algo.
—¿QUÉ?
—Díselo tú —le pide a Maggie, que baja la mirada hacia su plato—. Se
te dan mejor estas cosas.
—¿Qué se me da mejor? —pregunta Maggie—. ¿Ser una aguafiestas?
—El amor con mano dura.
Hannah besa la cabeza de Red Velvet y evita mis ojos desesperados.
Siento un vacío en el estómago. Lo que menos necesito después de esta
semana infernal es amor con mano dura. Aunque el hecho de que no quiera
escuchar a Maggie nunca ha sido obstáculo para ella.
—Heriste sus sentimientos, Micah. Eres un idiota por pensar que esa
publicación conseguiría algo aparte de hacer daño a Elliot.
—Pero yo no... —empiezo a decir.
—Y lo hiciste para contentar a Grant, un motivo noble pero inútil.
No le respondo. Las paredes de mi cerebro se me vienen encima. Lo que
dice tiene sentido.
—Claro que quiero contentar a Grant —declaro por fin—. Es mi novio,
y en esa foto salía yo a punto de besar a otra persona.
—Pero Grant no puede ser feliz, Micah —replica Hannah sin soltar a la
pobre y sobreexcitada Red Velvet—. Tiene muchos problemas que resolver.
Lo único que le importa es lo que internet piense de él, y eso no va a traerle
nada bueno. Y aunque hayas destruido la reputación de Elliot por él, sigue
tratándote con indiferencia.
La cobertura del pastel se vuelve amarga en mi boca. Necesito agua.
—Solo quería dejar claro...
—Dejar claro ¿qué? —repone Maggie—. ¿Que Elliot no significa nada
para ti? ¿Es eso verdad siquiera?
Mi hermana está mirándome con rayos X y sin misericordia. La
vergüenza me invade como si mi bañador hubiera desaparecido de repente.
¿Cómo ha podido saber que él me gusta? ¿Resulta tan obvio? ¿Todo el
mundo lo sabe? ¿Lo sabe Elliot y le doy tanta lástima que no tiene el valor
para rechazarme?
Maggie se quita la toalla de los hombros y la usa para secarse con
palmaditas el resto del pelo.
—Acaba de perder a Brandon —dice—. Y en vez de dejar las cosas en
paz, hiciste que todos tus seguidores se fijaran en él. Sean cuales sean tus
verdaderos sentimientos, eso solo le va a causar problemas.
En efecto, amor con mano dura.
Etiqueté a Elliot en esa horrible publicación. Volví a comprometerme
con un chico a quien ni siquiera estoy seguro de seguir queriendo, pero eso
no importa porque nunca va a pasar nada con Elliot. Él se va a ir de la
ciudad (es demasiado amable como para rechazarme), mi relación con
Grant se va a marchitar y yo voy a regresar al punto de partida, dibujando
flechazos no correspondidos. Me horrorizo al caer en la cuenta de que
terminaré dibujando a Elliot durante el resto de mi vida, hasta mucho
después de que él haya empezado una nueva vida como veterinario en un
pequeño pueblo, con un marido que no seré yo.
No puedo perder a Elliot.
—Entonces, ¿cómo reparo el daño? —pregunto con la esperanza de que
Hannah, Maggie o el universo respondan al instante con un plan fácilmente
ejecutable. En este punto, incluso estoy dispuesto a escuchar sugerencias de
Red Velvet.
Todos masticamos en silencio hasta que Maggie vuelve a hablar:
—En primer lugar, debes admitir que tu relación con Grant tal vez no
esté funcionando.
Mis puños se cierran para contener mi berrinche.
—Pero ¡Manda y tú discutís!
Aunque ya lo he admitido de puertas para dentro, hay algo que me
impide hacerlo delante de otras personas. Admitir el fracaso.
Maggie suspira y se envuelve la cabeza con la colorida toalla, que
contrasta con su traje de niña fantasma de la revolución industrial. Tiene un
aspecto tan estrambótico que casi me alegra.
—Manda y yo hemos estado juntas durante mucho tiempo, y resolvemos
nuestras discusiones en una hora —dice con serenidad—. No nos
castigamos constantemente. Grant y tú habéis estado juntos durante poco
más de un mes. Es la etapa en que se supone que todo es mágico.
Se acabó el pastel. Mis hombros se niegan a erguirse. Hannah alarga la
mano sobre la isleta y estrecha la mía.
—Lo siento —dice—, pero Maggie tiene razón. Jackson y yo...
—¡VALE, YA LO PILLO!
Retiro bruscamente la mano y me bajo del taburete. Red Velvet escapa
de los brazos de Hannah y huye a la seguridad de su armario. Maggie y
Hannah me miran desde sus asientos mientras mi pecho retumba con furia.
No puedo seguir aquí sentado ni dejar que estas personas con relaciones
perfectas me sermoneen sobre lo terrible que he resultado ser como novio.
He esperado mucho para decir esto, desde el rincón más solitario y
oscuro de mi estómago:
—Me alegro de que tengáis tantos consejos que darme. —Me vuelvo
hacia Hannah—. Y por tu increíble nueva relación que va bien mientras que
la mía no. Me alegro de que Jackson sea un gran chico. Te lo mereces.
—¡Pues sí, me lo merezco! —Hannah se pone de pie. Me mira con
seriedad, pero sin exaltarse—. Y tú te lo mereces también, pero te has
enamorado de otra persona, ¡de alguien mejor para ti!
Me desplomo sobre el taburete, desinflado como un envase vacío de
Capri Sun, y al fin me permito admitir la verdad:
—¡Pues sí! Con Grant me siento una persona grandiosa. Pero con Elliot
—suspiro al pensar en la causa perdida— me siento buena persona, noble,
fuerte. Mi arte es mejor con él. Vemos el mundo del mismo modo. —El
corazón me golpea violentamente el pecho. Sí, estar con Elliot sería genial,
pero no ocurrirá nunca. No he hecho más que gastar saliva al confesar todo
esto—. ¿Qué narices se supone que debo hacer ahora?
Maggie me coge la mano y Hannah se acerca a mí con aspecto afligido,
pero me echo para atrás. Corro del piso de Hannah al ascensor, pero estas
estúpidas paredes de espejo no dejan de reflejar mi cara de mentiroso, infiel
y mal amigo.
Por suerte, en casa no hay nadie que me importune con preguntas, así
que me encierro a toda prisa en mi cuarto. Encima de la cama hay dos cajas
de cartón idénticas. Seguro que mi madre ha subido el correo y ha visto que
no provenía de seguidores mentalmente inestables.
Cuando abro la primera caja siento como si el estómago se me cayera
hasta el sótano.
El universo aún no ha terminado de gastarme bromas. La caja no es de
un seguidor; es un ventilador.
El ventilador de uso industrial que compré para Elliot. Uno para mí, para
secar mi mural, y otro para que él pudiera soportar los veranos en la ciudad.
Todavía es verano y todavía puedo compensar a Elliot por aquella
publicación.
Lo importante no es lo que yo necesito, sino lo que él necesita, y necesita
un amigo.
El Uber que me lleva al Audrey’s Café está tardando demasiado. Me cuesta
trabajo respirar, pero eso tal vez se deba a la enorme caja que llevo sobre las
piernas.
Esta será la primera vez que vea a Elliot desde que me di cuenta de...
todo.
Para cuando llego al Audrey’s, el sol ya se ha ocultado detrás de los
rascacielos. Las cálidas luces de la terraza ya están encendidas. Una música
de piano sale por las puertas abiertas de la entrada principal. Y lo más
agradable es el chico que tiene la cadera apoyada contra la barra de
expresos.
Elliot.
Está del lado de los clientes, con ropa de calle y su delantal colgando de
la muñeca.
Por primera vez en una semana, una sonrisa se dibuja en mi rostro
exhausto. Y lo mejor de todo: cuando le doy un golpecito en el hombro con
el dedo, él me sonríe. Antes de decirme nada, Elliot le pide a su compañera
que me prepare un dirty chai. La nostalgia de ese momento me estruja el
corazón, como si mi deseo ferviente me hubiera hecho retroceder en el
tiempo hasta antes de echarlo todo a perder.
—Uno para llevar —anuncia la compañera de Elliot cuando le entrega
mi chai.
—Gracias, Ani —murmura él, y le da un sorbo a su café.
—Vengo con las manos llenas —digo con rostro sonriente y sudoroso
mientras muevo la caja del ventilador.
—Eso veo.
Elliot sonríe, menos que de costumbre, y señala los sillones que están
junto a la chimenea. ¡El mejor lugar! La mesita en la que desciframos el
acertijo de la chaqueta de Grant.
Tiempos más simples.
—¿Es el ventilador cuyo pedido ibas a cancelar? —pregunta.
—¡Se me olvidó por completo cancelarlo! —Dejo con cuidado la caja a
sus pies—. Ha llegado hoy y tenía que traértelo. Espero que te guste.
—Gracias. —Elliot no vuelve a mirar el ventilador. No está actuando
con frialdad, solo con... precaución. Como si acabara de salir de una cirugía
y tuviera que moverse con sumo cuidado para que no se soltaran los puntos.
—Hemos estado buscándote por todas partes.
—Estoy aquí —responde Elliot con una risita hueca.
—¿Estás bien? Siento mucho lo de esa publicación. Creía de veras que
estaba ayudando.
Elliot no parpadea.
—No te preocupes. Ya apenas uso Instagram. ¿Cómo está Grant?
—Eh... Mejor cambiemos de tema.
—Vale. —Elliot ríe con amargura.
—Elliot, quería preguntarte algo —le anuncio.
Al fin, su rostro se ilumina.
«Pregúntaselo, Micah. Pregúntale si de verdad quería besarte esa noche.»
No puedo. No en este momento. Elliot necesita apoyo, no presión, y yo
todavía no he decidido qué hacer con Grant.
Me acobardo y carraspeo mientras busco un nuevo tema:
—Eh, con todo lo que está pasando, comprendería si tu respuesta fuera
«no». ¿Sigues..., sigues pensando en participar en el espectáculo de Grant?
La expresión de Elliot se oscurece, como si un globo se hubiera
reventado. Se bebe su café de dos tragos largos.
—Micah... —dice—. Micah, Micah. Sí, sigo pensando en hacerlo.
Todo mi cuerpo exhala.
—Genial, porque he disfrutado mucho preparando el show contigo y...
—No he terminado —gruñe. Literalmente ha gruñido. Yo me pongo
tenso cuando me mira con ojos duros, heridos—. Micah, tú me metiste en
problemas con tus seguidores y, por si eso fuera poco, tuve que enterarme
por una publicación, no porque me lo dijeras de frente, por una publicación,
de lo que significo para ti: nada. No, peor que nada: soy tu ratón ayudante.
Y ahora vienes aquí con tu regalo de compasión después de que te dijese
que me hace sentir vergüenza, dispuesto a resolver mis problemas,
diciéndome que quieres preguntarme algo importante, ¿y se trata del
espectáculo?
Me quedo paralizado como si Elliot fuera un coche a punto de
embestirme.
—Lo..., lo siento.
Él parpadea con mirada bondadosa, tal vez herida.
Siento una punzada excitante aunque dolorosa en el pecho. ¿Elliot quería
que le preguntara sobre el beso? ¿Le ha decepcionado que no le preguntara?
¿Será posible que quiera... lo mismo que yo?
Sin embargo, en un parpadeo, su mirada se endurece. El recinto se
enfría.
—¿Que lo sientes? —pregunta, y su voz alcanza un registro más bajo de
lo que yo habría creído posible—. ¿Sientes haberles dicho a tus seguidores
lo poco que significo para ti? ¿Sientes haberles dicho la verdad?
Joder. Es posible que yo también le guste.
Emocionado, trato de intervenir, pero él se pone de pie y derriba su silla,
que cae ruidosamente al suelo. Yo miro a mi alrededor. Si su horrible jefa
está aquí y lo sorprende montando una escena...
—Estoy harto de ser tu segundo plato —admite Elliot mientras se pasa la
mano por el cabello—. Fui el segundo plato de Brandon y eso me destruyó,
como bien sabes.
He perdido el control de mi cuerpo. Permanezco sentado, inmóvil, como
un robot apagado.
Mierda. Desearía gritarle que no es mi segundo plato, que quiero que sea
mi plato principal, pero no parece apropiado interrumpirlo cuando está tan
alterado. Mi cerebro no me permite hablar.
¿Por qué no le he dicho la verdad? ¿O ya lo he arruinado todo hasta tal
punto que no habría marcado ninguna diferencia?
Elliot tira su delantal al suelo y yo me estremezco.
—Cuando casi nos besamos, fue increíble porque supe que no era solo
yo quien se sentía así —confiesa—. Estaba dispuesto a mantener mi
flechazo en secreto para siempre, pero entonces tú te me acercaste. Y supe
que no eran imaginaciones mías.
Se cubre el rostro. Pese a que siento el fuerte impulso de abrazarlo, no lo
hago.
Le gusto. Y él me gusta a mí.
¿POR QUÉ ESTAMOS DESCUBRIÉNDOLO AHORA? ¿EL UNIVERSO NOS ODIA O QUÉ?
—Estaba demasiado deprimido como para salir de la cama o coger el
móvil —revela—. Demasiado deprimido como para ir a trabajar. Ni
siquiera llamé para avisar de que estaba enfermo; solo desaparecí. ¿Dices
que me has llamado, que me has enviado mensajes? Sabes dónde vivo. No
he salido de la cama hasta esta mañana. Podías haberme encontrado si
hubieras querido.
—Lo siento —susurro—. Solo..., por favor. No quiero que te metas en
problemas en el trabajo. —Hago un gesto con las manos para pedirle que se
siente. Si se mete en problemas o pierde este trabajo, será el fin. Se irá de
Chicago y, aun si logro arreglar las cosas entre los dos, ya no importará.
Habremos perdido nuestra oportunidad.
Pero Elliot no se sienta. Solo se ríe.
—¿No me has oído? No he venido a trabajar. La jefa me ha despedido.
Me levanto de la silla como si me hubieran dado una descarga eléctrica.
—¡No! ¿Dónde está? Le explicaré lo que pasó.
—Le explicarás ¿qué? ¿Que estoy obsesionado con el novio de otra
persona, que..., que..., que...? —Elliot pierde el hilo de lo que estaba
diciendo y se agarra el pelo.
—Elliot, ¿y si yo no fuera...? —«El novio de otra persona.» «Si no fuera
novio de otra persona.» DILO—. Desearía no haber escrito esa publicación.
Intento cogerle las manos, pero él retrocede. Esto es diez veces peor que
las puertas del tren cerrándose entre Grant y yo.
—Díselo a tus seguidores —responde—. Díselo a Grant. Pero no me lo
digas a mí, a menos que vayas a hacer algo al respecto, porque esto —me
señala con la mano— está acabando conmigo. —Elliot tira su vaso a la
basura, pero deja el delantal en el suelo—. Solo he venido a recoger mi
última paga. Nos vemos en el espectáculo.
No digo nada. Todo lo que sale de mi boca empeora las cosas.
Elliot levanta con rabia la caja del ventilador.
—Me llevo esto solo porque sigo viviendo en el infierno.
Entonces sale del Audrey’s Café, nuestro lugar, por última vez.
Este ha sido nuestro último chai.
Él ya no trabaja aquí.
24

El baile

La mañana del espectáculo de fin de curso, Grant decide que ya no está


resentido conmigo y me llama por FaceTime para celebrar nuestro éxito
inminente, como si ninguna vida hubiera sido arruinada. Mientras que él ya
está duchado y afeitado, yo apenas estoy asomándome entre las sábanas. No
me he movido de aquí en dos días. Cuarenta y ocho horas después de mis
peleas con Elliot y con Hannah, el suelo de mi cuarto está cubierto de
vestigios de servicios a domicilio: botellas de Pepsi, bolsas de palomitas
dulces, cajas de pizza deep dish, vasos del Audrey’s..., todo lo que solía
compartir con Elliot.
Como si el consumo de estos productos pudiera traerlo de vuelta a mi
vida por arte de magia.
Decenas de clínex sucios por todos lados. Maratones de películas de
Disney.
No siento nada.
El niño creyente que solía ser ha desaparecido. El chico en el que he
acabado convirtiéndome me repugna.
Por lo demás, mi cuarto está vacío. Mis materiales de arte están en el
estudio de Grant. Mi mural ya lo llevamos al Instituto de Arte. La pared
donde estaba colgado está desnuda. Así es mi vida cuando está privada de
arte.
Nunca me ha interesado llenarla con fotos o recuerdos felices.
Mientras pintaba a Elliot y a Grant en mi mural, empecé a comprender
algo que no terminó de hacer clic hasta que todo estalló: he estado
tratándolos de la peor manera posible. Lo sentía con cada pincelada que
daba. He estado jugando con ellos como si fueran pinturas, florituras en el
mural de mi vida.
No como personas reales que podrían resultar heridas.
Estuve tonteando durante tanto tiempo con novios imaginarios que no se
me ocurrió pensar que uno verdadero requiere una responsabilidad real, y
todo lo que esto implica. Cuando amas a alguien, de igual manera te abres a
la posibilidad de hacerle daño. Es algo que aprendí demasiado tarde.
—¡Vístete de una vez! —exclama felizmente Grant a través de
FaceTime. Va sin camiseta, pero no puedo disfrutarlo. Está saltando en su
cama, alegre como un pájaro. Desearía poder estar de nuevo en esa cama,
sintiéndome como la primera noche que dormimos juntos: asustado pero
seguro de que estaría a salvo con él.
Está muy feliz, pero yo no.
—Enseguida me arreglo —digo—. Hay tiempo de sobra.
—¡Vamos! —Grant brinda con su taza de café y la choca contra el móvil
—. Sé que te vas a currar el outfit, como siempre, pero ¡acabo de enterarme
de que va a haber una alfombra roja!
Oh, Dios. Más momentos instagrameables. Justo ahora que me siento
como si fuera un monstruo.
—¿Suelen hacer alfombra roja para el espectáculo? —pregunto.
—A veces hay un evento en plan de etiqueta, pero han querido hacer
algo más grande debido a todo el trabajo que hemos estado haciendo para
promocionarlo. —Grant vuelve a vitorear y yo suelto un forzado «¡yupi!».
Él hace una mueca—. Dijiste que te parecía bien hacer en Instaloves una
última publicación promocional para Deseo Concedido. Por el show,
¿recuerdas?
Asiento. Al menos se quedó con algo de esa conversación.
—Sí, eh..., buscaré algo para publicar.
Grant sonríe con alivio. Su rostro es todo hoyuelos.
—Genial. También, si no te importa, ¿podrías por favor, por favor,
pedirle a tu padre que lo comparta para darnos un último empujón?
Antes de este momento, no podía concebir algo que me entusiasmara
menos que publicar en Instaloves alguna tontería como «Cree en la magia
del amor». Ahora, después de hablar con Grant, me doy cuenta de que hay
algo peor: tener que pedirle a mi padre que le dé «un empujón».
Grant se despide estampando un beso en la pantalla, pero cuelga antes de
que yo reúna la energía necesaria para corresponderle. Vuelvo a publicar
una antigua foto de Instaloves, Grant y yo en la galería inmersiva, y
modifico el pie de foto para promocionar la presentación de hoy,
asegurándome de etiquetar a las personas indicadas, y se la mando a mi
padre sin ninguna explicación.
Él sabrá lo que hay que hacer.
Una hora más tarde, abro la puerta de mi habitación para embarcarme en
la misión más arriesgada que he realizado hasta ahora: conseguir más zumo
de naranja. Nada más salir al pasillo, oigo risas provenientes de otra
habitación. Como un cazador en un safari, avanzo sin hacer ruido frente a la
puerta abierta de Maggie para evitar que me descubran.
En el interior del cuarto, Manda está acostada en la cama de mi hermana,
con la cabeza apoyada en una almohada y cerca de ella. Maggie está
sentada y juguetea con el pelo de su novia. Están viendo uno de sus
programas favoritos, Parks and Recreation, y ríen al unísono.
En sincronía. Tranquilas. Felices.
Como un Gollum rechazado y deprimido, las miro con profunda envidia.
Con una mueca de resentimiento que llevaré por siempre.
Creía saberlo todo. Siempre que veía una oportunidad, me burlaba de
Maggie y Manda y de sus rutinarias y aburridas noches de Netflix. Pero no
están aburridas. Están contentas.
Y yo estoy pudriéndome.
Sería capaz de vender un pulmón con tal de disfrutar con Elliot de una
aburrida noche de películas mientras reímos y yo jugueteo con su cabello.
El corazón me da un vuelco. He pensado en Elliot, no en Grant. Él es
con quien quiero estar. Pero ¿cortar con Grant? ¿Cómo? Imposible.
¿Seguiríamos siendo amigos? ¿Cómo? Él se sentiría traicionado,
triplemente maldito.
Le prometí que no tenía ninguna maldición. Se lo prometí. ¿Le mentí?
En ese momento lo creía de verdad. Mis sentimientos hacia él no eran
distintos entonces. ¿Cómo puedo querer a otra persona y al mismo tiempo
sentirme mal de perder a la que tengo ahora?
De vuelta en mi habitación, el sol desciende rápidamente como en un
time-lapse, pero yo sigo en mi cama, sintiendo lástima de mí mismo. La
gente llama a mi puerta de vez en cuando queriendo darme comida,
confirmar detalles sobre el espectáculo o simplemente verificar que sigo
con vida.
—Estoy bien —afirmo con medio rostro hundido en la almohada—.
Solo estoy tratando de decidir qué ponerme.
Media hora después, alguien llama, pero no dice nada. La puerta se abre.
Por imposible que parezca, el chico larguirucho que entra es Jackson, listo
para el evento con un deslumbrante traje negro, corbata de cordón y el pelo
recogido. Asimismo, alguien le ha aplicado maquillaje ahumado en los ojos
(o quizá haya sido él mismo).
—Perdón por la intromisión —se disculpa Jackson—. Hannah dice que
siempre lo hace y que no te molesta.
Vestido todavía con mi pijama de la depresión, me subo las sábanas
hasta la barbilla.
—No, no me molesta.
—Eh..., me han mandado a por ti, para que me asegure de que te arreglas
para tu gran noche. —Entonces da una vuelta para enseñarme su atuendo—.
Este es el elevado estándar que tienes que alcanzar.
Me río ruidosamente tras siglos sin hacerlo. Sin embargo, como en una
montaña rusa, todo lo que sube tiene que bajar: Hannah ha enviado a su
novio a por mí en lugar de venir ella misma.
—¿No quiere verme?
Jackson hace el gesto de cortarse el cuello.
—No sabía si querías verla. Es tu gran noche. Estás lidiando con muchas
cosas. No quería molestarte.
—Hannah siempre puede molestarme —replico reanimándome—.
¿Puedes decirle eso? Que tiene permiso de por vida para molestarme,
presionarme y decirme cuándo estoy actuando como un idiota.
Jackson mete las manos en los bolsillos de su elegante pantalón.
—¿Y yo también tengo ese permiso de por vida, por extensión?
—Venga. Vale.
No había anticipado que todo el mundo querría opinar sobre mis
elecciones de vida, pero ¿por qué no? Vamos, coge una piedra y lánzamela.
Jackson emite un sonido largo e indeciso y dice:
—Tienes que dejar de fustigarte, en plan, ahora mismo.
Yo retrocedo como si Jackson acabara de escupirme. ¿Dejar de
fustigarme? ¿Qué clase de...?
—Por lo que me ha dicho Hannah —continúa—, y por lo que he visto
por aquí, eres un buen amigo. Inteligente. Apasionado. Comprensivo. Grant
es superdivertido y tiene una vena artística. Elliot es básicamente el mejor.
Pero... bueno, es como si hubierais tenido un pequeño accidente de coche.
Ninguno de los tres es malo, así que..., no sé, intercambiad la información
de vuestros seguros y volved a la carretera.
¿Ninguno es malo? Los tres merecemos amor, pero tal vez deba venir de
otras personas.
¿Es posible que sea tan simple?
—¿Ha sido una metáfora demasiado tonta? —pregunta entrecerrando los
ojos.
—¡No! Es solo que... me siento fatal, y Elliot está cabreadísimo
conmigo. Y tengo muchos sentimientos de mierda hacia Grant, pero
también muchos positivos... —Busco con actitud suplicante el rostro de
Jackson—. Quiero que todos estemos bien.
Con la serenidad que lo caracteriza, Jackson se limita a asentir.
—Vístete, ve al show y resuelve la situación.
Su honestidad me hace sonreír.
Tiene razón. Pase lo que pase, tengo que acudir. Se lo debo a los dos.
Haciendo un gran esfuerzo, aparto a un lado las sábanas. Jackson vuelve
a bajar y quedo en reunirme con él y con Hannah en la calle. Me pongo el
outfit que decidí hace semanas: chaqueta militar negra con borlas plateadas
en los hombros y cuello alto y rígido que engulle toda mi garganta. Una
larga cadena de plata que cuelga de manera exquisita sobre mi pecho. El
espejo refleja al príncipe que creí ser y que tal vez nunca seré.
«Guarda las apariencias una noche más, Micah.»
Mis estrechos zapatos de vestir con puntera de acero resuenan mientras
salgo del apartamento vacío. Cuando llego a la calle, me encuentro a
Hannah con un atuendo a juego con el de Jackson. Son la pareja más guay
que ha visto Chicago desde los últimos «locos años veinte». En lugar de sus
inocentes faldas de tubo, Hannah lleva un vestido entallado blanco y negro,
con brillos, que termina con un fleco justo por encima de las rodillas.
Además, luce un tocado de plumas plateadas y los ojos maquillados con el
mismo estilo ahumado que obviamente le ha aplicado a Jackson, solo que el
suyo es plateado.
—Guau —exclamo—. Estoy sin palabras.
—Ese cuello alto, Micah... —Hannah se besa la punta de los dedos.
—Su Majestad —dice Jackson haciéndome una reverencia sumamente
teatral.
Estos cumplidos hacen que sienta el impulso de volver bajo las sábanas.
—Por favor —protesto—. En este momento me siento tan popular como
la familia real.
Hannah se ríe y sacude una pelusa de mi hombro.
—Tendrías que hacer cosas mucho peores para llegar a ese nivel, cariño.
—Me mira a los ojos y sonríe hasta que yo hago lo mismo.
—Lo siento —decimos los dos al unísono.
—¡No tengo nada que perdonarte! —replico mientras me llevo una mano
al pecho.
Ella me abraza. Luego retrocede y me guiña el ojo.
—Pero no hablemos más de mí. Vamos a apoyar a Grant y a ver cómo se
luce Elliot. Vamos a celebrar que tu mural POR FIN salió de tu habitación.
Asiento con la cabeza, que me pesa como si fuera de cemento. Es
verdad. Puede que los tres tengamos el corazón roto, pero no por eso esta
noche dejará de ser un momento significativo, trascendental, para Elliot,
para Grant y para mí.
Al menos tenemos eso.

Viajamos en Uber hasta el Millennium Park y hacemos a pie el resto del


camino hasta el Instituto de Arte. Estoy seguro de que el área circundante
será un hervidero de medios de comunicación, y habría sido muy difícil
llegar por ahí. El telón morado del atardecer en esta cálida tarde de verano
embellece nuestro paseo por Michigan Avenue, el lago y el parque, que se
extienden hacia el infinito a nuestra izquierda. Cuando Jackson se adelanta
al grupo, me giro hacia Hannah:
—Estás deslumbrante.
Ella me coge de la mano.
—Estoy muy feliz.
—Jackson es un gran chico.
—Es un bichito raro.
Andamos en silencio, salvo por los taconazos de Hannah y por el oleaje
del lago que choca con los elevados muros de carga. Ella se apoya en mi
cuello y la presión que me estrujaba el corazón por fin disminuye... y luego
regresa con más fuerza cuando el Instituto de Arte aparece al doblar la
esquina. De manera instintiva, le aprieto la mano.
—¿Qué sucede? —pregunta.
La verdad quiere salir de mí a borbotones, pero logro contenerla en un
susurro rabioso:
—La primera vez que hice este recorrido fue cuando estaba buscando al
chico número 100 y... Elliot estaba conmigo. Encontramos a Grant aquí,
juntos. Yo todavía le gustaba a Elliot. Grant se alegró muchísimo de verme.
No volveré a ver esa expresión en sus rostros nunca más.
—Chist, chist, chist —dice Hannah acariciándome las mejillas.
—Hannah..., me tengo que aclarar las ideas. Elliot me ayudó a darme
cuenta de que lo mejor que hago con mi arte es encontrar cuentos de hadas
en las personas normales y corrientes, pero estos chicos no son cuentos de
hadas. Nada ha salido bien. —Hago una pausa para recuperar el aliento,
pero Hannah no me interrumpe. Me mira con mucha concentración—. Lo
eché a perder todo porque —se me escapa una risa de agotamiento— me
daba miedo que todo se echara a perder. Creo que necesito empezar a
expresar lo que siento y dejar que pase lo que tenga que pasar.
Hannah ríe suavemente y me coge la mano.
—Me gustaría ver eso.
En el Instituto de Arte, una alfombra roja se desparrama sobre las
escaleras de piedra de la entrada. Unos potentes focos atraen hacia el
palacio a una procesión de limusinas. Es uno de los eventos más elegantes y
lujosos que he visto en mi vida. Todas esas publicaciones con la etiqueta de
Deseo Concedido han dado sus frutos. Al menos en eso Grant tenía razón.
Las entrevistas comienzan en cuanto me veo arrastrado por un río de
personas con pases vip. Al verme, dos representantes del Instituto me sacan
de la corriente y me dicen:
—Ya vamos tarde. Grant está esperándote.
Al instante, me veo separado de Hannah y de Jackson por una fuerza tan
poderosa como la marea: la publicidad. Entre gigantescos e innumerables
focos, los profesores y compañeros de Grant aparecen con sus propias
prendas de gala. Todos los diseñadores y los representantes de escuelas de
diseño importantes deben de estar aquí, porque todos los atuendos son
impecables. Siento el estómago revuelto. Pese a ello, los nerviosos
empleados del instituto siguen haciéndome avanzar.
¿Hacia dónde? No tengo idea. Supongo que alguno me llevará adonde
debo ir, o por lo menos me dejará morir en los escalones, aplastado por la
multitud.
Entonces llega a mí una voz conocida y reconfortante.
Los veo. Mi corazón se alegra como si hubiera estado ahogándome y me
hubiera encontrado un bote salvavidas.
Mis padres.
Mamá viste un elegante traje pantalón color negro, mientras que papá
luce un traje blanco y negro con estampado floral y puntadas
intencionalmente visibles como parte de un diseño personalizado. Una
multitud de reporteros los tiene atrapados.
—Yo no soy gente de arte —dice papá entre risas—. Cuando me
hablaron de Pablo Picasso, creí que era un defensa de los White Sox.
Mi madre lo azota con su bolso de mano.
—Qué malo, Jeremy.
Papá levanta las manos y hace un gesto de arrepentimiento.
—Vale, está bien, no es de mis mejores chistes.
El grupo de reporteros los aclama. Siempre los han apreciado. Mis
padres saben actuar ante las cámaras cuando están juntos, como un pequeño
equipo de comedia. A todo el mundo le encanta eso. Incluso a mí, aunque
odie admitirlo. Aun estando en mi peor momento, resulta muy reconfortante
verlos en ese papel y sentirme de nuevo como un niño.
Son una pareja perfecta que sabe usar la publicidad a su favor y no deja
que los hunda como ha ocurrido con Grant y conmigo. Grant se merece a
alguien que pueda estar ahí arriba, bromeando con él.
—Pero, dejando de lado las bromas —dice papá—, estamos muy
orgullosos de Micah. No sé de dónde ha sacado ese talento. Yo soy un
deportista tarugo, ella es una lumbrera...
—¡Oye! —Mamá vuelve a azotarlo, pero luego se encoge de hombros—.
Bueno, es verdad.
Los reporteros y yo no podemos contener la risa.
—Pero es un chico maravilloso —continúa él—. Es muy sensible... y
supertímido. —Como si hubiera sentido mi presencia, la mirada de mi
padre se traslada de los reporteros a mí—. Eso explica por qué ha estado
oculto detrás de ustedes todo este tiempo. Micah, el hombre del momento,
¡ven aquí!
Papá me pide con señas que me acerque. Mamá aplaude. Las cámaras
giran hacia mí.
Unas manos anónimas me empujan hacia delante. Papá me abraza de
costado.
—¡Uf! ¡Mira que hacerme venir aquí para hablar de arte!
En la penumbra, detrás de los micrófonos de los reporteros, Maggie y
Manda esperan con sus vestidos de noche color negro, los cuales, si te fijas,
están decorados con burbujas doradas de champán. Una sensación de
calidez envuelve mi corazón. Incluso con ropa formal, Manda ha
encontrado la manera de decorar sus prendas con motivos relacionados con
comida. Les hago señas para que se acerquen, pero Maggie cruza los brazos
frente al pecho y forma una X como diciendo «ni de coña».
Los hermanos Summers no heredamos de nuestros padres el gen de la
publicidad.
—Micah, este es tu primer proyecto en directo de Instaloves —dice una
voz desde las lámparas—. ¿Grant y tú sois la siguiente pareja Summers
ideal?
—¡Uy! —exclama mi madre a la vez que da una palmada. Esa palmada
me parte el corazón en dos. No tengo manera de saberlo, pero creo que
acabo de hacer una mueca frente a las cámaras. Seguro que me han visto
todos.
No puedo decepcionar otra vez a Grant, y menos en su gran noche.
—Dependerá de cómo salga todo esta noche —respondo mientras trato
de imitar la mirada traviesa de mi padre—. Pero me alegro muchísimo de
que hayáis venido a ver lo que Grant ha hecho. Ha estado trabajando con un
modelo increíble llamado Ell...
Un clamor ahoga el nombre de Elliot.
Grant se ha materializado a mi lado, casi diez centímetros más alto que
de costumbre gracias a las botas de cuero negro con tacón que ciñen sus
enormes pantorrillas.
—Hola, bebé —dice, y me da un beso en la frente. Luego sonríe ante la
erupción de cámaras que ahora forman un círculo tan estrecho en torno a
nosotros que incluso mi padre, el rey, ha quedado excluido.
Grant está guapísimo con su atuendo de hombre renacentista: chaqueta
azul de terciopelo aplastado y camisa con volantes. Un lazo a juego con la
chaqueta sujeta sus rizos color negro medianoche.
Adopto de mi madre su tono de «¡Cómo eres!» mientras Grant responde
pregunta tras pregunta con una calidez y un humor naturales. Es una figura
pública nata.
¿Cómo es posible que una persona tan brillante piense que no es nada sin
mí?

Cuando Grant y yo entramos en los pasillos subterráneos de los camerinos


del Instituto de Arte, él se detiene frente a mí. Su máscara se ha caído un
poco; empieza a ser presa de los nervios.
—¿Estás bien? —me pregunta—. Esta mañana, en la llamada de
FaceTime... no parecías el de siempre.
«Miente, Micah. Refuerza su confianza. No atraigas la atención hacia ti.
No sería justo para él.»
—No he estado durmiendo bien —respondo—, pero estoy genial. Este
show los va a dejar pasmados. —Le doy unos golpecitos en el pecho, lo
cual hace surgir esos hoyuelos suyos—. La Princesa Caballero por fin está
aquí.
Grant me da un beso en la mano.
—Lo hemos conseguido juntos.
Al menos mantenemos las apariencias.
Continuamos adentrándonos en los camerinos. La confianza que todos
han mostrado en la alfombra roja se ha desprendido como piel muerta.
Fuera, todo era sonrisas y respuestas ingeniosas, pero aquí abajo, lejos de la
prensa, una monstruosa ansiedad colectiva está consumiéndolos. Los
alumnos y sus equipos sostienen alfileres entre los dientes mientras hacen
ajustes de última hora a las prendas. Los modelos se agarran firmemente de
los percheros anticipando los inevitables pinchazos accidentales.
Siento un extraño cosquilleo en el estómago. Ojalá yo pudiera hacerle a
mi mural algunos ajustes de última hora, pero ya está montado en el
escenario. Mientras tanto, el teatro está recibiendo a mis seres queridos más
cercanos y a los diseñadores más criticones de la historia de la humanidad.
«Ya no se puede abortar misión, Micah.»
Cuando llegamos a nuestro camerino, el atuendo de la Princesa
Caballero espera con gallardía en su maniquí junto a tres espejos para
maquillaje. Al final de la hilera de espejos está Elliot, esperando a solas.
Sonríe.
Al fin puedo respirar de nuevo.
Elliot coge de una bandeja dos vasos desechables del Audrey’s y nos los
entrega:
—Un americano helado para Grant y un dirty chai para Micah.
No puedo parar de sonreír.
—Elliot...
Pero me abstengo de decir: «¡Has venido!». Eso es lo que me metió en
problemas con Elliot en primer lugar: dar por hecho que podría dejarnos
tirados, como si alguna vez en su vida hubiera hecho algo así. Como si no
fuera lo que la gente le hace de forma constante a él.
Sin embargo, la alegría desaparece en un parpadeo. Elliot pasa por mi
lado con los ojos en el suelo. Mi sonrisa se derrumba. Me vuelvo hacia
Grant, pero él ya está mirándome. Parece herido.
Se me retuerce el estómago.
Grant lo ha visto todo: mi alegría genuina por ver a Elliot, la actitud
distante de este, la manera en que esa actitud me ha borrado la sonrisa..., y
ha atado cabos.
—¿Qué necesitas que haga, jefe? —pregunta Elliot.
—Eh..., te tienen que maquillar. —Grant mira hacia los espejos
buscando a alguien que no puede encontrar.
—Ah, Kris está detrás de ti —señala Elliot.
Una chica de pelo verde entra en el camerino con su propio vaso del
Audrey’s. Después de disculparse, le dice a Elliot:
—¿Listo para ponerte guapo? ¿Más guapo?
Kris y Elliot se ríen mientras se dirigen hacia los espejos, dejando atrás a
un par de chicos tristes.
El silencio que reina entre Grant y yo se endurece, y el tiempo se
detiene. Mi verano con Elliot pasa por mi mente como en las páginas de un
libro.
Elliot bailando en la fuente mientras su relación se desmoronaba. Elliot
caminando por la pasarela con pasos seguros y elegantes, intrépido y libre.
Elliot se sentía libre en ese escenario porque había hecho lo que yo no
era capaz de hacer: poner fin a una relación que ya no le hacía bien a él ni
tampoco a Brandon.
Al otro lado de mi ruptura con Grant está esa libertad para ambos. Y no
estoy ayudando en nada a sus sentimientos al actuar de manera extraña con
él ni al prolongar esto.
Doy unos tironcitos a la manga de terciopelo aplastado de Grant y le
pregunto:
—Oye, ¿quieres que vayamos a hablar a algún lugar?
Grant mira sin expresión a la Princesa Caballero.
—Sí —responde en voz baja.
El pasillo de los camerinos conduce a unas escaleras. Cuando llegamos a
la parte posterior del escenario, Grant y yo deambulamos a través de la
cortina de cuerdas y poleas como dos prisioneros condenados a muerte. Hay
unos pocos tramoyistas que corren de un lado a otro, pero por lo demás
estamos solos. Grant, tan guapo con sus galas de príncipe, se yergue
imponente frente a mí. Antes de que yo pueda hablar, coge mi cara entre sus
manos fuertes y hábiles y me besa los labios. Mis extremidades se ponen
rígidas. Mis labios aterrorizados no responden.
Es angustiosamente breve.
—Guau —dice—. Sé que soy tu primer novio, Micah, pero... ¿alguna
vez has besado a alguien que ha dejado de estar enamorado de ti?
Una lágrima corre por mi mejilla. No puedo hacer esto. Es peor que una
película de terror.
—No —respondo con voz ahogada.
—Es la sensación más vacía del mundo. —Un nudo en la garganta
sofoca su voz grave—. No se lo recomiendo a nadie.
Tras inhalar profunda y valerosamente, digo:
—Tenemos que romper.
Por mucho que ambos lo anticipáramos, parece como si Grant hubiera
recibido un puñetazo en el estómago.
Mi valentía se quiebra. No puedo permitir que crea que nunca me ha
importado. Me pongo de puntillas, cojo su rostro entre mis manos y lo beso.
Grant tenía razón.
Es realmente la sensación más vacía del mundo.
—Lo siento —digo—. Lo siento mucho. ¿Podemos seguir siendo
amigos?
—No.
Hago una mueca como si me hubiera pinchado con una aguja. Me da
igual lo que haya pasado entre nosotros; aunque cada vez nos alejáramos
más, sigo queriéndolo. Eso no era una fantasía.
—No quiero no volver a verte —digo—. Estar contigo, trabajar contigo,
enamorarme de ti... me ha cambiado. No quiero perderme tu éxito. Sigo
creyendo en ti...
—Micah. —La pechera con volantes sube y baja al ritmo de su
respiración profunda y sonora—. Deja de aferrarte a mí. Yo nunca fui tu
príncipe.
—¡Claro que sí! —insisto mientras agito los brazos inútilmente. ¿Cómo
puedo hacer que me crea?
—No. Solo fuiste el mío.
Un gemido de dolor escapa de mis labios. Grant inhala otra vez y se
aleja con pesadez a través del laberinto de cuerdas hasta convertirse en una
silueta en medio de la oscuridad.
—Por favor... —empiezo a decir.
La figura de Grant se detiene.
—Micah —dice—, deja que me adelante al camerino. Todavía tenemos
un show que dar.
Siento como si estuviera desnudo detrás del escenario.
Sin amigos, sin novio, sin Elliot, sin arte, sin cuaderno de bocetos, sin
sonidos aparte del rumor de las personas que están entrando al teatro, listas
para que les muestre lo que valgo.
¿Por qué el universo nos juntó a Grant y a mí en aquella situación tan
entrañable si todo iba a terminar aquí, en una pila de escombros debajo del
Instituto de Arte?
El cuello de la chaqueta me asfixia. No puedo respirar.
Abro el broche y tomo grandes bocanadas de aire.
«Por favor —le ruego al universo—, haz que Grant esté bien. Haz que
encuentre rápido a alguien. A alguien que lo ame de verdad. No quiero que
esté solo.»
Exhalo con fuerza una sola vez y, por fin, mis manos dejan de temblar.
Han pasado más de tres minutos. Es hora del espectáculo.
Dando un doloroso paso tras otro, regreso al mundo de los vivos en el
pasillo de los camerinos. Todas las personas con las que me voy
encontrando (tramoyistas, electricistas, directores de escena, personal de
maquillaje y peluquería) beben de vasos del Audrey’s Café. Sus nombres
están escritos en los vasos con la misma letra cursiva e inclinada: la de
Elliot.
Ha traído café para todos.
Mi cerebro no alcanza a comprender ese nivel de bondad.
Cada vez que me llevaba un dirty chai, yo pensaba que era algo muy
especial que hacía por mí, pero es mucho más que eso. Esta es la
especialidad de Elliot: cuidar de las personas.
Y de los perros abandonados.
Y de los aspirantes a príncipe que están en busca de su visión.
Por la entrada del camerino veo a Elliot mientras le aplican el
maquillaje. La esperanza empieza a crecer en mi interior como una
obstinada brizna de césped que se hace hueco entre la escarcha. Tengo
miedo. Estoy exhausto. Siento que soy basura. Pero ver a Elliot hace que
todos esos horribles sentimientos se desvanezcan, como si nunca hubieran
estado ahí.
Sería el príncipe más afortunado del universo si tan solo se girara para
mirarme.

Menos de una hora después, vuelvo a estar en medio de la oscuridad con


Grant, pero en esta ocasión nuestro futuro ya ha salido a la luz. Estamos
sentados uno junto al otro en los asientos vip que corren a lo largo de la
pasarela y que están reservados para los diseñadores y los cazatalentos de
más alto nivel. Los asientos nos los asignaron con anticipación, pero, aun si
hubiéramos podido elegir, nos habríamos sentado juntos. La historia de la
noche no será lo que ha ocurrido con Deseo Concedido; será el triunfo
creativo que hemos logrado Grant, Elliot y yo.
La tensión que había entre nosotros en el camerino ha desaparecido.
Todo lo que había entre nosotros ha desaparecido.
Así como estamos en este momento es lo más cerca que él querrá estar
de mí durante el resto de mi vida. La enormidad de este pensamiento
amenaza con hacer naufragar mi cerebro. ¿Por qué no he hecho esto antes,
cuando ambos podíamos haber tenido tiempo para procesarlo y lamernos
las heridas?
Me traslado mentalmente a mi cuarto, busco el Cuadernillo de las
primeras veces y escribo: «La primera ruptura: 6/8/22». Entonces el
auditorio se queda a oscuras (gracias a Dios) y la tempestad que azota mi
cabeza por fin se apacigua.
Deseo Concedido es la última presentación del espectáculo, pero todas
las que la preceden son portentosas muestras de creatividad: audaces
patrones de costura, instalaciones con ingeniosas combinaciones de música
y luz, cautivadores artistas de performance. Todos vitoreamos. Grant
aplaude de pie cada una de las presentaciones y yo sigo su ejemplo.
En estos momentos fugaces nos olvidamos de nuestro romance destinado
al fracaso y nos dejamos llevar por la fiebre mágica que solo se manifiesta
cuando personas creativas ven a otras personas creativas liberar su
verdadero potencial.
El estímulo que siento en mis venas es innegable. Quiero más. Quiero
formar parte de este mundo.
Al final, llega nuestro turno. Las luces se apagan. El aire está cargado de
electricidad. Una ligera música de piano, parecida al golpeteo de la lluvia
en una ventana, inunda el recinto.
Grant se pone tenso. Yo me muerdo el labio con anticipación.
En la oscuridad, un látigo chasquea y una bandera se despliega. Una
suave luz rosa ilumina el escenario y el público aspira al unísono. Mi mural
bordea la pared del escenario, un tren L en el que viajan los habitantes de
un reino de cuento de hadas: hadas, príncipes, princesas, reyes, reinas,
bufones, dragones, sirenas y ratones. La ciudad que llamamos hogar
reimaginada como un sitio donde puede ocurrir la magia.
Las candilejas hacen que mi mural brille con una tridimensionalidad que
no habría previsto ni en mis mejores sueños.
Elliot está en el centro, inmóvil y apoyado en el mural. Forma parte del
diseño. Tiene el rostro pintado como si fuera una elegante reina pájaro y
lleva un antifaz negro con plumas texturizadas rojas y azules.
Una diosa de otro reino.
Grant hizo magia con su máquina de coser: esa falda de jaula parece que
pesa cien kilos, pero la hizo más ligera que el aire para que los movimientos
de Elliot fueran lo más fluidos posible.
Grant es un artista increíble. Aun si no lo conociera, diría que su
presentación es objetivamente la mejor del espectáculo.
Una orquesta de cuerdas se suma al piano. La selección musical de Grant
es exquisita, como de un bistró de París. Cuando la música cambia, la
Princesa Caballero emerge de la pintura. El público aplaude al ver que el
mural cobra vida. Elliot avanza por la pasarela con la precaución y
fragilidad de un animal que está descubriendo un nuevo mundo.
Lo logramos.
El diseño de Grant. Mi ilustración. La interpretación de Elliot.
Trabajando juntos y en armonía como no hemos sido capaces de hacer en
nuestras vidas personales.
Este pensamiento me oprime el corazón como una bota que me
pisoteara: yo podría haber hecho arte así desde hace tiempo, pero me
preocupaba tanto que la gente lo considerara imperfecto que me acobardé.
Elliot me animó a sacarlo de mí, creó un entorno en el que yo pudiera
prosperar.
Resulta muy extraño ver a Elliot moverse como un cisne. Esa persona a
la que creía conocer de pe a pa me está demostrando que apenas he logrado
rascar la superficie. Existen océanos de Elliot que están pendientes de
explorar.
«Por favor. Que mi historia con Elliot no haya terminado.»
El frágil animal del escenario ya no se mueve con cautela. Toma
velocidad, corre hacia el final de la pasarela y, conforme avanza, gira, gira y
gira. Y con cada giro se ve un destello de color puro hasta que la cola
arcoíris se libera de la jaula blindada. La cortina se despliega y ondea en el
aire en torno a Elliot como la cinta de una gimnasta, como la propia luz
bajo el control de una bruja.
En el auditorio, los flashes de todas las cámaras centellean al mismo
tiempo.
Elliot lo ha logrado. Es una estrella.
Lo quiero tanto...
Esto no es ninguna novedad. Lo he querido desde hace mucho tiempo.
Desde la primera búsqueda. Su sola presencia saca lo mejor de las personas.
Su calidez neutraliza todos mis temores, que son muchos. Quiero hacer lo
mismo por él. No debo acobardarme. Podemos ser maravillosos.
Elliot hace la pose final y las luces se apagan. El público lo aclama.
Cuando las luces del proscenio se encienden de manera gradual, el
público está aplaudiendo de pie en la sección vip y en las gradas, que se
elevan hasta perderse en la oscuridad. Hay cientos, miles de personas
aplaudiendo. Grant se une cortésmente a los aplausos, por los proyectos de
sus compañeros, pero no se da cuenta de lo que yo estoy viendo: todas las
personas que aplauden están mirándolo a él.
No a nosotros dos ni a mí: a Grant. Grant Rossi, el diseñador de la
Princesa Caballero.
—¡Este aplauso es para ti! —le digo mientras le agito el brazo, ese
precioso brazo que no volveré a estrechar, pero por la mejor razón del
mundo. Él se sobresalta cuando lo toco, no porque le haya molestado, sino
porque está confundido. Nuestros ojos se cruzan, quizá por última vez, y
asiento con la cabeza—. Es para ti.
Su rostro se ilumina como un amanecer.
—¿Para mí? —Desconcertado, se gira hacia el público.
Personas con vestidos de noche y trajes a medida aplauden, silban y
gritan: «¡Bravo!».
—Levántate y disfrútalo —le indico mientras le doy golpecitos en el
costado.
Grant se pone en pie de un salto y el clamor se intensifica. Ni siquiera
puede sonreír; está tratando de asimilar muchas cosas al mismo tiempo. Es
suficiente por sí mismo. Siempre lo ha sido.
Sin embargo, hay alguien más a quien es preciso recordarle lo
maravilloso que es. Tengo que encontrar a Elliot ya.
Corro hacia las escaleras de la parte posterior del escenario, chocando
con las rodillas de otros miembros del público. No puedo desperdiciar un
segundo más. Nada de perder el tiempo, nada de cámaras, nada de tonterías
de Deseo Concedido. Solo lo necesito a él.
Las luces del teatro se encienden cuando estoy a medio camino de las
escaleras.
Veo a Elliot correr entre las ondulantes cortinas tras bambalinas. Levanta
la cola de su vestido y baja las escaleras hacia los camerinos.
—¡Micah! ¡Impresionante trabajo! —exclama una voz desde el pasillo.
Yo paso volando junto a ella. Más adelante, un grupo de personas con
elegantes prendas se interpone en mi camino. No sé quiénes son, pero
sonríen e intentan tocarme. Otros desconocidos se apiñan en torno a ellos y
el camino hacia Elliot se cierra.
Me hacen preguntas y me felicitan. Yo digo entre dientes «Gracias,
gracias», pero nada disminuye su entusiasmo. Con un último empujón, el
muro de personas se abre lo suficiente para dejarme pasar. Echo a correr a
través del laberinto de cuerdas que ha visto el fin de mi primera relación y
bajo las escaleras hacia los camerinos.
—¡Elliot! —lo llamo al entrar en nuestro camerino.
Kris cierra su caja de maquillaje y me mira. Tengo el rostro colorado y
estoy jadeando. Elliot no está aquí, pero el vestido de la Princesa Caballero
está colocado de cualquier manera en el maniquí. La cola de arcoíris está
amontonada sobre la mesa de maquillaje.
Kris se sobresalta y dice:
—Lo siento, se ha ido.
25

La búsqueda
del escudero

El clamor de la gente celebrando un espectáculo exitoso suena apagado y


distante desde los escalones del Instituto de Arte. Fuera, la ciudad está
oscura y desierta. Los coches pasan zumbando por Michigan Avenue.
Dondequiera que haya ido Elliot, hace tiempo que se ha marchado.
Mi estómago se constriñe como una pasa. Una oleada de sobreexcitación
extrae toda la fuerza de mis extremidades mientras marco su número.
Directo al buzón de voz. «Por favor llámame, Elliot.»
Le escribo:
Elliot, ¿sigues aquí?
Necesito hablar contigo. Siento muchísimo todo lo
que ha pasado. He roto con Grant.

Cada uno de los mensajes tarda en enviarse y luego se pone en verde.


Ese temible color: verde de no disponible. Como si el mensaje fuera una
planta y se hubiera marchitado antes de dar frutos. En plan, quizá si el
mensaje hubiera sido mejor, más significativo, más interesante, más
pesaroso, habría adquirido ese adorable azul iMessage: el color de la
conexión.
Pero este verde no significa «avanza».
Mi conexión con Elliot ha sido interrumpida.
Su móvil se ha quedado sin batería. «No, Elliot no sería tan descuidado.»
Está en una zona con poca cobertura. «No. Está en la misma zona que
yo, y tengo todas las rayitas de señal.»
Ha apagado el móvil. «¡Sí, eso es! Quiere que lo deje en paz.»
Sí. En paz.
Lo único que se me ocurre es que quiere que lo deje en paz. Recuerdo su
rostro con expresión herida en el Audrey’s. Él quería que le dijera que lo
quería, siempre y cuando hubiera concluido mis asuntos con Grant y
estuviera dispuesto a hacer algo al respecto.
No más miedos. No más indecisión.
Por fin ha llegado el momento de decirle a Elliot lo que siento. El resto
dependerá de él.
Me siento mareado y tengo náuseas. Mi historia con Elliot no empezó
como un cuento de hadas clásico; no obstante, ya tenemos una historia: el
príncipe que descubre a quién pertenece en realidad su corazón..., pero
demasiado tarde. Los cuentos de hadas de este tipo siempre tienen este
momento, antes de que el príncipe se embarque con temeridad en la
búsqueda definitiva del amor. Es lo que estoy viviendo ahora mismo.
«Has estado entrenando para esto toda tu vida, Micah. Ve a por él.»
Corriendo con mis estrechos zapatos con puntera de acero, atravieso el
centro de la ciudad hasta llegar al resplandor neón de una porción de pizza
eléctrica. Un ladrillo mantiene abierta la puerta del Little Parisi’s, tal vez
para atraer a los clientes con el aroma a mozzarella fundida. O, más
probablemente, para atraer un poco de brisa fresca. Encima de la puerta,
montado en la fachada, hay un aparato de aire acondicionado. Un letrero de
cartón pegado con cinta adhesiva al aparato reza: NO ENCENDER.
La tierra que el aire acondicionado olvidó. Por supuesto, es la casa de
Elliot.
En el interior del negocio, el aire se siente denso, tanto que, por instinto,
me cubro la cara cuando entro. Stuart, el padre de Elliot, con su bigote de
Bob’s Burgers, está sudando detrás del mostrador mientras entrega
porciones de pizza en platos de cartón. Un enjambre de clientes
acaloradísimos sale del lugar en cuanto recibe su comida.
Sofocado tras la carrera, me quito la chaqueta y me desabotono el cuello
mientras espero detrás de los últimos clientes, un padre y su hijo
lloriqueando. El padre se abanica inútilmente mientras pide.
Stuart abre y cierra los párpados sudorosos mientras lo escucha, pero le
cuesta trabajo concentrarse. No deja de mirarme por encima del hombro del
cliente.
Hay algo en su expresión que me oprime las entrañas.
Cuando el hombre se va, haciendo equilibrio con los dos platos mientras
empuja a su hijo hacia la salida, el padre de Elliot exhala ruidosamente.
Mete las manos en una cubitera que hay junto a sus pies (los trocitos
restantes de hielo chapotean en un océano de hielo derretido) y saca una
botella de Pepsi.
—Señor Summers, si no va a pedir nada, ¿me permite tomarme esto y
sentarme un rato?
—Por supuesto, adelante —respondo.
Se bebe la Pepsi, segundo tras segundo, sorbo tras sorbo, y al final se
sienta a una de las mesas. Señala con sequedad la silla que está frente a la
suya y sé que debo sentarme sin cuestionarlo.
—No, desde luego no has venido a por una porción de pizza. No está a
tu altura.
—Señor Tremaine, yo...
—¿Qué tal si me dejas hablar unos minutos? Tengo unas cuantas cosas
que decir.
Su mirada exhausta me hace guardar silencio. De mis labios no salen
réplicas ni protestas. La culpa invade mi cerebro, crepitando como grasa de
beicon. Demasiadas caras amistosas (Elliot, Grant, Stuart) me han mirado
esta noche ensombrecidas por la aflicción, la traición o la tristeza. Un
espejo oscuro de las interacciones que solíamos tener.
—Elliot habla mucho de ti —dice—. ¿Lo sabías? Durante mucho tiempo
fue infeliz, pero luego te conoció, empezó a vivir esas aventuras contigo, y
fue como si mi hijo volviera a la vida. —Unas lágrimas le nublan los ojos.
Se muerde un labio para contenerlas.
—Lo quiero —digo de repente.
Su expresión se ilumina.
—¿Se lo has dicho a Elliot?
—Eh..., yo..., no me he dado cuenta hasta esta noche.
El cuerpo del hombre da la impresión de desinflarse.
—No he podido ir al espectáculo. ¿Cómo le ha ido?
En mi mente aparece la imagen del vestido de Elliot desplegándose
como luz dorada.
—Ha sido una estrella.
Él sonríe sin energía.
—Entonces, ¿has venido a buscarlo?
Asiento con la cabeza.
—Necesito encontrarlo. Tengo que decirle lo que siento. ¿Sabe dónde
está?
Su pecho y el mío suben y bajan en medio de este calor sofocante. No es
de sorprender que haya agotado a Elliot. Ambos nos miramos sin parpadear.
Ambos queremos a Elliot (su ausencia llena cada molécula de este edificio),
pero no me gusta la expresión derrotada del rostro de su padre.
—Elliot necesita un cambio —admite—. Le encantan los animales..., los
animales pueden ayudarlo. Hará el último año de instituto con mi hermana
en River Valley. Tiene una granja con caballos y ovejas. Ese lugar siempre
le ha sentado bien.
No me queda ni un ápice de agua en el cuerpo. Una corriente de aire
podría llevarse mis labios como si fueran polvo.
Elliot... se va.
—¿Cuándo? —pregunto con voz ahogada.
—Con el tren de medianoche que sale de la estación LaSalle. Se había
quedado en la ciudad solo para hacer el espectáculo. —El hombre ya no es
capaz de mirarme a los ojos—. Se ha marchado hace poco. Ya nos hemos
despedido.
Medianoche. Hoy. En poco más de una hora.
En cuanto el reloj dé las doce, la magia habrá terminado.
Es momento de ser fuerte. Esta última búsqueda no ha acabado. En todo
caso, es la prueba de que Elliot y yo estamos viviendo en la secuencia
inalterable e inevitable de un cuento de hadas hecho realidad. Lo encontraré
antes de medianoche.
Se quedará aquí.
—¿Cómo de lejos está River Valley? —pregunto.
—Muy muy lejos —responde mientras se seca la frente con un montón
de servilletas.
Un grupo de jóvenes entra al establecimiento riendo escandalosamente.
Uno de ellos hace rebotar una pelota de baloncesto. En cuanto cruzan el
umbral, exclaman:
—¡Uuuuf! ¡Qué calor!
Él los recibe sin emoción con un «Hola, caballeros», y regresa al otro
lado del mostrador.
Mientras los baloncestistas discuten sobre lo que van a pedir, siento de
manera casi física cómo los segundos se me escapan de los dedos. Tengo
hasta medianoche. ¿Querrá verme Elliot? ¿Podré convencerlo de que no se
vaya?
Debo intentarlo.
«¡Valor, Micah!»
Cuando estoy a punto de salir al aire fresco, el último baloncestista de la
fila chasquea los dedos como si acabara de recordar algo importante.
—¡Ey! ¡El príncipe de Chicago!
Sus amigos se vuelven y me señalan con entusiasmo.
—¡Guau! —exclama uno—. ¡El rey también está aquí!
Levanto la mirada y por poco me da un infarto. Una limusina negra está
aparcada en el bordillo de Little Parisi’s. Apoyado en el coche está mi
padre; todavía lleva su traje hecho a medida, pero con el cuello abierto.
Junto a él están mamá, Maggie, Manda, Hannah y Jackson. Todos han
estado esperándome.
Siento que voy a estallar de amor por cada uno de ellos.
—Micah, te has ido antes de que pudiéramos felicitarte —dice mi padre
sonriendo—. Yo ya iba a quejarme porque era de muy mala educación, pero
Hannah nos ha contado que había otro asunto que debías atender. Y han
tenido la corazonada de que vendrías aquí.
A mi búsqueda de Elliot se acaba de sumar todo un equipo de escuderos.
26

El consejo
del rey

Las canciones de Smashing Pumpkins y Earth, Wind & Fire de la lista de


reproducción de mi padre retumban en el interior de la limusina mientras
las luces de discoteca iluminan el espacio normalmente amplio, pero hoy
abarrotado con toda mi familia, Manda, Hannah y Jackson: todas las
personas que aprecio en el mundo.
Bueno, casi todas.
Grant todavía está en el Instituto de Arte, con el corazón roto, pero
recibiendo merecidos elogios por su sensacional diseño. Elliot debe de estar
ya en la estación de trenes de LaSalle, a punto de irse de mi vida para
siempre. Pero si podemos encontrarlo primero y le abro mi corazón, habrá
una oportunidad de que eso no ocurra. Antes de que pueda decirles a todos
que no me encuentro bien y que me queda muy poco tiempo, me doy cuenta
de que no tengo que hacerlo. Mi madre intercambia miradas de
preocupación con Maggie y Hannah: saben que algo va mal. Esperaban
pasar la noche celebrando mi éxito con el mural, y yo mismo me sorprendo
de lo poco que eso me interesa ahora que tengo la peor fecha límite del
mundo.
—¿Qué sucede? —pregunta mamá dándome palmaditas en las manos.
Todos me observan. Lleno de miedo, aspiro bocanadas superficiales de
aire.
—¿Has cortado con Grant? —pregunta a su vez Maggie.
Solo tengo energía suficiente para asentir. Mientras mis padres sueltan
un gemido de tristeza, Maggie coge a Manda de la mano y ambas me
sonríen como madres orgullosas.
—Bien hecho.
Quiero darle las gracias, pero no quiero ponerme a llorar, y encima esta
noche podría perder mucho más que eso.
Jackson rodea con un brazo a Hannah. Mi mejor amiga no ha hablado
desde que ha aparecido. Parece aterrorizada. Nuestras miradas se cruzan
mientras las luces rosas de discoteca giran sobre nuestros rostros serios.
Lo sabe.
—¿Cuándo te ha dicho Elliot que se iba a marchar? —inquiero.
El silencio invade el interior de la limusina.
—Al salir del espectáculo —contesta mientras descarga su estrés
estrangulando una servilleta—. Me ha mandado un correo electrónico. Muy
largo. Seguro que lo había programado para que se enviara al final del
show.
—Cuando fuera demasiado tarde para detenerlo.
Ella asiente y Jackson la abraza. Yo cierro los ojos y trato de recuperar el
aliento.
No quiere que lo detengan.
Yo ni siquiera he recibido un correo de despedida. Tal vez no tenga nada
más que decirme.
«¡Da igual, Micah! ¡Debes encontrarlo y hablar con él!»
Una mano grande se posa afectuosamente sobre mi cuello. Abro los ojos
y veo a papá. Su expresión refleja angustia, pero también determinación, y
está inclinado hacia delante con la concentración y la energía que lo
hicieron ganar una medalla olímpica.
—Pasa algo, hijo. Cuéntanoslo.
Como si me hubieran dado permiso, al fin suelto todo:
—He estado saliendo con el chico equivocado, y el correcto, Elliot, se va
a ir para siempre de Chicago esta noche, dentro de una hora, a menos que
pueda encontrarlo.
Sin dar oportunidad para que nadie intervenga, hago un rápido recuento
de esta noche infernal: cómo he cortado con Grant, mis verdaderos
sentimientos hacia Elliot, cómo he dejado que todo se fuera al traste, y la
inminente desaparición de Elliot de nuestras vidas. Hablo tan rápido que la
emoción no se cuela en mi voz hasta el final, cuando una cacofonía de
abatimiento sale de mi boca:
—Le hice daño a la persona a la que quiero haciéndole creer que no la
quería. Y, si se va, nunca podré arreglar este desastre.
La verdad de la que he estado huyendo toda la noche.
La terrible posibilidad de perder a Elliot hoy mismo. Nunca podré
decirle lo que siento realmente. Nunca podré estar con él.
Mi padre no dice nada. No parece abatido, como el padre de Elliot, ni
preocupado, como mi madre.
Está tranquilo. Pensando.
—Antes que nada, ven aquí —dice.
La piel de los asientos rechina cuando se inclina hacia delante para
abrazarme. Mamá nos rodea con los brazos. Al poco, seis pares de brazos
me envuelven en el abrazo más grande del mundo. Mi padre es el primero
que se separa; los demás hacen lo mismo y vuelven a sus sitios dejando solo
a Hannah, que me da un último apretón. Ella lo necesitaba casi tanto como
yo. Mi padre me da unas palmaditas en las mejillas húmedas y anuncia:
—Voy a hacer eso que a ninguno de vosotros os gusta, que es llevarlo
todo al ámbito de los deportes, pero tened paciencia, ¿vale?
Todos en la limusina nos ponemos tensos y asentimos al unísono.
—Vale —acepto.
Papá no rompe en ningún segundo el contacto visual conmigo mientras
me dice:
—La vida está llena de momentos de juego y de momentos de no juego.
Ahora estás en un momento de juego. En la pista de hielo, en el juego, todo
lo demás que está ocurriendo en tu vida queda excluido. Solo estáis tú, el
reloj y el juego. Ahora estás en el juego.
—Vale.
—Tu abuela murió justo antes del mejor momento de juego de mi vida.
Tomé la decisión de estar en el juego porque ese era el espacio donde no la
había perdido. En ese espacio, ni siquiera tenía una madre. Me iba a otra
parte, ¿me sigues?
—Sí.
El mundo se vuelve nítido a mi alrededor. Las palabras de mi padre
ejercen en mí un efecto mágico. Estoy en el juego. Aunque el resto de mi
familia está mirándonos a centímetros de distancia, para mí solo estamos él
y yo.
—Tu juego es encontrar a Elliot, y cuentas con una hora —continúa él
—. Todas las veces que cometí un error en la pista de hielo fue porque me
estaba precipitando, porque no estaba respirando, porque no estaba
presente. Tú necesitas encontrarlo antes de medianoche. No solo eso, tienes
que arreglarlo todo con él. —Hace una pausa e inhala de manera rápida y
serena, como dando un sorbo de aire. Yo hago lo mismo. La inhalación
breve y profunda me despeja la cabeza—. No tienes tiempo para cometer
errores, así que respira y concéntrate en tu objetivo.
La risa de Elliot inunda mi cabeza.
La esperanza inunda mi corazón.
Puedo hacerlo. Valor, valor, valor.
—Entonces —dice mi padre volviéndose a apoyar en su asiento—,
¿dices que este Elliot es el indicado?
Me aclaro la garganta.
—Si él todavía me acepta..., sí, es el indicado.
Hannah me mira sonriendo y con ojos relucientes.
Mi padre se ríe.
—Os burlasteis de mí cuando confundí a Elliot con tu novio, pero ¡eso
no fue más que otra prueba de que nunca me equivoco!
Maggie y yo gruñimos mientras él aplaude, satisfecho de haber tenido la
razón una vez más.
—Bueno, he pedido esta limusina para la familia, pero la fiesta no puede
comenzar porque falta un miembro de la familia.
«Falta un miembro de la familia.»
—Micah, este es tu juego —insiste mi padre dándome una palmada en la
rodilla—. ¿Qué debemos hacer?
Un fuego se propaga en mi corazón y mis pulmones. Mi barra de energía
se llena por completo.
Estoy en el juego.
Haga lo que haga, tiene que ser algo significativo para Elliot.
«Elliot baila bajo el chorro de agua de la fuente como un duendecillo del
agua.»
Algo personal. Algo que nos represente a los dos. Algo que pueda
organizar en menos de una hora.
«¡Es un tú en miniatura!», susurra Elliot mirando al niño que está fuera
del Millennium Park.
¡Ya sé lo que tengo que hacer!
—¿Micah? —La voz de mi padre me trae de vuelta a la limusina—.
¿Quieres que vayamos a LaSalle? ¿En qué podemos ayudarte?
Sonriendo de oreja a oreja, respondo:
—Solo hay una persona que puede ayudarme.
27

La ayuda
del reino

El parque. De vuelta al principio. El lugar donde no fui capaz de invitar a


salir a Andy McDermott, donde le pedí por primera vez al universo que me
ayudara a encontrar al chico número 100. Menos de un minuto después,
Hannah me envió un mensaje pidiéndome que fuera al Audrey’s Café. Me
dijo que Elliot me prepararía un chai que me haría sentir mejor. «Sí que eres
un príncipe azul después de todo, ¿eh?», dijo él. Sería la primera de muchas
veces en las que Elliot hizo que el valor expulsara de mi cuerpo la ansiedad.
Ahora estoy aquí, fuera del parque, con mi familia y mis amigos en una
limusina detrás de mí, frente a la única persona que puede ayudarme a
recuperar a Elliot: la vendedora de perritos calientes.
—¿Qué clase de perrito quieres, cariño? —pregunta la mujer con cabello
rizado y canoso bajo una gorra de los Bulls.
El hada madrina de mi mural, quien, con suerte, se convertirá en mi hada
madrina de la vida real. Junto a ella hay un hombre de treinta años con los
brazos cruzados; sus ojos me observan con severidad bajo una gorra
idéntica de los Bulls. Nunca lo he visto cerca de este carrito, pero supongo
que ahora está aquí para garantizar la seguridad de la vendedora. El
Millennium Park está completamente oscuro y casi desierto a esta hora de
la noche, salvo por unos pocos transeúntes que van de camino a la parada
del tren.
—Te ha preguntado que qué quieres, chico —gruñe el hombre.
Su tono de voz hace que me ponga rígido. He estado ahí parado
demasiado tiempo, pero no tengo ni idea de cómo plantear esta pregunta tan
extraña.
La vendedora chasquea la lengua y mira con ojos entornados al hombre.
—No le hagas caso a mi hijo. ¡Le pedí que me cuidara, no que
ahuyentara a los clientes! —Los dos sonríen y la vendedora continúa
hablándome con voz dulce—: ¡Oye, pero qué elegante! ¿Esa limusina es
para ti?
A mis espaldas, mi familia espera dentro de la limusina junto con Stuart,
que cerró una hora antes para venir con nosotros.
Reviso mi móvil. Son las 11.11 p. m.
«Pide un deseo, Micah.»
—Lo siento, es que no tengo tiempo para un perrito —respondo.
—Entonces márchate —dice el hombre con el ceño más fruncido que
antes—. Y llévate tu limusina contigo.
La vendedora vuelve a lanzarle una mirada recriminatoria a su hijo. Yo
doy un paso adelante.
—Necesito su ayuda. Hace unas semanas vi que le dio indicaciones a un
niño para encontrar las carrozas de Cenicienta que dan paseos por aquí. No
tengo tiempo para explicarlo, pero es extremadamente importante que
alquile una de esas calabazas esta noche, ahora mismo. —La vendedora y
su hijo se quedan parpadeando en silencio—. Por favor. Alguien muy
importante para mí se va a ir para siempre de la ciudad a medianoche. Esta
calabaza significó mucho para ambos en un momento difícil de nuestras
vidas. Si la consigo y voy a por él antes de medianoche..., tal vez se quede.
Mi corazón late desbocado.
Con un último aliento, como si fuera mi última oportunidad, añado:
—Es amor verdadero.
La expresión desconcertada de la vendedora se suaviza, y sus mejillas se
sonrojan un poco.
—Me encantaría ayudarte, cielo, pero las personas que alquilan las
carrozas ya han cerrado.
Mi plan ha fracasado antes siquiera de haber comenzado. Cuando estoy
al borde de sufrir un ataque al corazón, la vendedora da unas palmadas
sobre su gorra de los Bulls.
—A menos que... —Un pesado llavero emerge de su chaqueta. Me
quedo sin respiración. Riendo pícaramente, la vendedora le dice a su hijo—:
Cuida mi carrito.
—¡Mamá, no! —exclama él arrebatándole el llavero.
—¡Damian!
La mujer y su hijo discuten acaloradamente en griego mientras se pelean
por las llaves. Cuando ella se da cuenta de que la estatura de su hijo no le
permitirá recuperarlas, se vuelve hacia mí con expresión suplicante.
—Algunos de los del parque tenemos duplicados de otros por si se
presenta una emergencia. Nos ayudamos entre todos. —Hace otro intento
por alcanzar las llaves—. ¡Y yo siempre he querido conducir esa calabaza!
—¡Ni siquiera conoces a este chaval!
Aprieto los dientes. La calabaza está tan cerca, parece tan posible..., pero
esta discusión agotará todo el tiempo. Al cabo de un minuto en el que
ambos no hacen más que dar saltitos con su atuendo de los Bulls, la
vendedora acierta un manotazo que hace que las llaves caigan
repiqueteando a la acera.
Me llevo las manos al pecho y casi me desmayo cuando la vendedora se
lanza a recogerlas. Luego deja a su hijo a cargo del carrito y me conduce a
la última etapa de mi búsqueda final.
Ya es hora de que le pregunte su nombre a esta mágica mujer.
—Margaret Kastellanos —responde al tiempo que abre la reja de la
cochera tras haber desactivado la alarma.
La cochera es un pequeño establo detrás del parque que al parecer fue
transformado en bodega cuando la ciudadanía por fin se opuso a los
transportes tirados por caballos. Las luces del techo se encienden de manera
sucesiva, emitiendo cada una un satisfactorio clac, e iluminan la calabaza
del centro del recinto. La carroza es básicamente un esqueleto de barrotes
con forma de calabaza forrados de luces todavía apagadas. Como si hubiera
permanecido aquí desde el día en el que Elliot y yo la vimos, esperando a
que por fin me presentara.
Margaret sube de inmediato al asiento del conductor, que queda fuera de
la esfera, y empieza a manipular los interruptores. Mis dedos se cierran en
torno a la fría jaula metálica. Hago una pausa en el último momento.
—¿Está segura de que podemos usarla?
—Ya le he mandado un mensaje a la dueña para avisarla. —El motor
trasero de la calabaza traquetea y cobra vida—. ¡Se ha puesto tan celosa
cuando le he dicho a quién estaba ayudando! Quería salirse de la cama y
venir así, en camisón, para llevarte ella misma. No hay tiempo, le he dicho.
—Margaret ríe con malicia al pulsar el último interruptor, y las miles de
luces que rodean la calabaza se encienden, inundando el almacén con un
brillo blanco y cegador. Ella se recuesta en su asiento—. Bueno, ¡súbete! El
tiempo corre.
Mi móvil marca las 11.29, y siento que una aguja se me clava en el
corazón.
Salto al asiento trasero y Margaret pisa el acelerador. Salimos disparados
con la velocidad de un kart, tal vez más lento que un coche, pero como el
viento sopla libremente entre los barrotes, siento que estoy volando. La
calabaza no disminuye la velocidad cuando pasamos junto al carrito de
perritos calientes y a la limusina, de la que todos se han bajado para saludar
y animarnos. Hannah es la que más ruido hace, dando saltitos al lado de mis
padres, Maggie, Manda y Jackson. Mi mejor amiga grita con alegría y graba
el momento con el móvil.
Casi al instante, reaparecen detrás de nosotros, y Margaret se integra al
tráfico de Michigan Avenue. Aunque Margaret no quita el pie del
acelerador, le resulta difícil igualar la velocidad de los demás vehículos.
Otros coches nos rebasan por ambos lados, algunos con molestia, pero la
mayoría vitoreando por sus ventanas. No me conocen ni saben por qué voy
a toda velocidad en una calabaza para alcanzar un tren, pero sea lo que sea
que se imaginen, somos un ejemplo radiante de alegría de cuento de hadas.
Resisto la necesidad de cerrar los ojos. La emoción y la ansiedad están
librando una batalla épica en mi estómago.
11.36 p. m. Los pasajeros ya deben de estar montándose en el tren de
Elliot, pero vamos a lograr llegar a tiempo.
Le escribo a Elliot otro mensaje:
Por favor, no te vayas. ¡Voy
de camino a la estación!

Una medida desesperada, pero da frutos. El mensaje se pone en azul.


¡Tiene el teléfono encendido de nuevo! Me muerdo el labio. Todavía no
veo un globo de diálogo que indique que está escribiendo, pero al menos
recibe los mensajes.
Entre los árboles, los rostros digitalizados de Crown Fountain siguen
escupiendo en la noche. Me inclino hacia delante mientras me agarro al
esqueleto metálico de la calabaza para no caer en la Magnificent Mile.
Quiero ver a Elliot bailando otra vez en esa fuente. La próxima vez bailaré
con él. Debería haberlo hecho en esa ocasión, pero tuve miedo, como
siempre.
Por favor, por favor, que pueda verlo una vez más.
A continuación, a nuestra izquierda, el Instituto de Arte aparece y
desaparece. Las luces han sido atenuadas y el circo de medios de
comunicación ya no está en la calle, pero el equipo de limpieza sigue
trabajando con ayuda de luces de trabajo para retirar los últimos retazos de
la alfombra roja. Me duelen los pulmones. Es como si estuvieran retirando
los escombros de Deseo Concedido.
Espero que, en algún día no muy lejano, cuando esté ahí bajo mis
propios términos y por mi propia obra, no me resulte tan doloroso pensar en
el Instituto de Arte. Aun así, nunca olvidaré a Grant ni la manera en que
despertó mi creatividad.
Margaret gira bruscamente de Michigan a LaSalle. El tren de Elliot sale
en veintiún minutos. Los recuerdos inundan mi mente y amenazan con
ahogarme. Recuerdos de todos mis días perfectos con él: Shirley, la del
Dockside; el chai; la pizza; las palomitas... «¡Vaya trampa para turistas!»,
comenté. «Hay cosas por las que vale la pena dejarse atrapar», replicó él.
Debería habérselo dicho entonces. Podría haber evitado que se fuera.
Se acabó el tener miedo.
«El miedo es una trampa», me dijo Elliot durante nuestra primera
búsqueda. Me preocupaba encontrar a Grant, lo que le diría, lo que él
pensaría de mí, si aquello funcionaría. Me repito este consejo para combatir
las mismas dudas con respecto a Elliot.
Reviso el mapa. Estamos a unas pocas manzanas. Tal vez incluso lo
veamos en la calle.
Siento que el corazón me va a estallar, pero uso mis poderes psíquicos
sobrenaturales para controlarlo, al menos hasta que encuentre a Elliot.
La estación de tren aparece a la distancia. Quedan dieciocho minutos. Es
el momento.
Y creo en el amor.
28

Las doce
en punto

Son las 11.44 de la noche. No es demasiado tarde. Salto a la calle antes de


que la carroza se detenga por completo. Mis zapatos con puntera de acero
aterrizan causándome una punzada que me recorre la espalda, pero no hay
nada que me detenga.
—¡Gracias, Margaret! —grito mientras subo corriendo las escaleras—.
¡Tengo que alcanzarlo, pero regresaré!
—¡Estaré esperando! —responde ella—. ¡Corre, corre!
Unas pisadas solitarias y distantes hacen eco en los pasillos de mármol
marrón rojizo de LaSalle Street Metra Station. Si coges un tren a estas horas
de la noche, es casi seguro que estarás solo.
Como Elliot.
«Elliot, estás aquí solo, pero te juro que no habrá más noches solitarias
para ti. ¡Para ninguno de los dos!»
Durante el día, hay un ajetreo abrumador en estos pasillos. Un aluvión de
personas tratando de no perder el tren o saliendo de uno para ir al trabajo.
La estación comparte un muro con el edificio de la Bolsa de Chicago, de
modo que estos trenes tienen ese aire viciado de grandiosidad y lujo. Los
corredores de bolsa que viajan desde los suburbios tienen que llegar sí o sí a
tiempo para que el entramado financiero de la sociedad no se derrumbe.
Pero esta noche no.
Oigo pisadas, pero apenas hay nadie a la vista. Yo soy el único que corre.
Siento los pulmones como si alguien los hubiera pasado por un rallador
de queso. El penetrante dolor me impide inhalar a fondo cuando me detengo
para escudriñar el lugar en busca de Elliot. Al hacerlo, mis zapatos rechinan
en el suelo de la entrada. Un desgarbado empleado de limpieza despega los
ojos del cubo de la fregona y levanta la mirada. Yo la bajo. Acabo de dejar
una oscura marca de zapato en el suelo recién fregado.
—Lo siento —digo con pulmones vacíos mientras rodeo el área que
acaba de fregar.
Le mando un mensaje a Elliot.
¡¡¡Ya he llegado!!!

Como antes, el mensaje se pone azul, pero no hay respuesta ni se ve que


esté escribiendo.
Me resisto a que los pensamientos negativos entren en mi mente.
Elliot está en este edificio.
Corro el resto del trayecto desde el vestíbulo hasta el andén. Mis
pulmones siguen regenerándose, así que continúo caminando deprisa pese a
que mi cerebro insiste en que no pare de correr.
El andén de LaSalle está cubierto parcialmente, pero por lo demás está al
aire libre. Unos altavoces emiten desde lo alto una fantasmal música retro.
El cálido viento nocturno propaga Black Velvet, de Alannah Myles. Una
canción perfecta para la prueba de «haz playback para seguir participando»
de RuPaul’s Drag Race; justo como me siento en este momento. Hileras de
vagones grises esperan como balas listas para ser disparadas, listas para
llevarse a Elliot lejos de aquí para siempre. El reloj digital que está sobre el
tablón de salidas próximas indica las 11.48. Solo hay unos cuantos
pasajeros desperdigados en el andén, pero ninguno es Elliot.
Sigo esperando que uno de ellos dé media vuelta y, tachán, sea mi dulce
bailarín barista. Y cada vez que compruebo que no se trata de él, siento
como si Donkey Kong me estrujara el corazón. Jadeando de manera cada
vez más alarmante, corro a lo largo del tren programado para salir a la
medianoche. Las primeras puertas están vacías. No hay empleados. Ni
siquiera hay muchos pasajeros. Desde fuera, acerco la cara a las ventanas
(ignorando los gérmenes) para ver a las personas que ya están
acomodándose en sus asientos para echarse una larga siesta. Elliot no está
aquí, según lo poco que puedo ver a través del brillo de mi propio reflejo.
Nunca lo encontraré de este modo. Necesito la ayuda de un empleado.
Al fin veo a uno en la puerta más alejada, un hombre mayor con un
refinado chaleco granate, con un pie en el tren y el otro en el andén. Está
agarrado a un asidero del vagón y se balancea suavemente. Un hombre
aburrido sin mucho que hacer.
¡Perfecto!
—Perdone, ¿ha visto a todos los que han subido a este tren? —pregunto
mientras busco en la galería del móvil.
—¿Cómo? —dice el empleado mientras despierta de su letargo.
Le enseño la foto que le hice a Elliot corriendo bajo los chorros de agua
de Crown Fountain.
—Este chico, Elliot. Tiene un billete para este tren. ¿Lo ha visto? ¿Ya ha
llegado?
El aire se queda atrapado en mis pulmones mientras el hombre entorna
los ojos y mira de cerca la foto. Luego niega con la cabeza.
—Lo siento —contesta—. Ninguno de los pasajeros que han subido es
tan joven.
No sé si me siento consternado o aliviado de que no haya visto a Elliot.
Este es el tren. ¿En qué otro lugar podría estar?
—Gracias por su ayuda —replico al empleado.
«Gracias por su ayuda» les digo una y otra vez, en cada ocasión más
cerca de un ataque de pánico, a los diferentes empleados a los que voy
preguntando mientras corro de una puerta a otra e incluso en otros trenes.
Nadie ha visto a Elliot.
Aún no está aquí.
Faltan ocho minutos. Tal vez llega tarde.
Pero Elliot nunca ha llegado tarde ni me ha hecho esperar.
Ignoro este hecho inmutable. Es una mudanza importante. Siempre
pasan cosas cuando uno se muda. Te retrasas. Te olvidas de cosas.
«Como yo. Me he quedado aquí olvidado.»
Lo espero. Me siento en un banco, respiro con regularidad, reviso el
móvil no menos de cien veces esperando un mensaje que no llega y
aguardo. Elliot y yo en el Audrey’s Café: eso es todo lo que quiero ahora.
Haría lo que fuera, vendería lo que fuera, para regresar a esa mesita del
Audrey’s, cuando Elliot todavía pensaba que yo era la persona más guay del
mundo.
Pero eso no volverá. ¿Cómo he podido dejar que este sueño se me
escapara? Ya tenía todo lo que quería.
11.58.
Nadie ha atravesado esas puertas.
Mi móvil no ha recibido mensajes de Elliot.
Me muerdo con tal fuerza el labio inferior que siento que voy a
arrancármelo. Al final, me obligo a hacer un último intento.
Con la cabeza alerta por si veo a Elliot, le escribo con pulgares
temblorosos:
Elliot, estoy en la estación, a punto de ver partir tu
tren. Ojalá no estés ahí dentro, pero si lo estás, deseo
más que nada en el mundo que consigas tu final feliz.
Aunque no sea conmigo. Vas a ser el mejor veterinario
de la historia, aunque yo no esté ahí para presenciarlo.

Respiro hondo y termino el mensaje:


Un mundo agotado se merece soñar, y nadie se lo
merece más que tú.

11.59.
Envío el mensaje.
Tras un último aviso a los pasajeros, el tren se va.
29

Fin

La medianoche llegó y se fue. Con ella se han ido también mis esperanzas,
mis sueños, mi fe en la magia y, sobre todo, mi paciencia conmigo mismo.
«Grábate bien esto en la cabeza, Micah. No deberías haber perdido a
Elliot, pero lo has hecho, para siempre, porque eres un ratoncito tímido y
asustado. Te has enfrentado demasiado tarde a tus dragones. Si realmente
conocieras los cuentos de hadas, sabrías que la magia dura poco. El reloj lo
es todo.»
La carroza se transforma de nuevo en calabaza.
Cae el último pétalo de la rosa de la Bestia.
El sol se pone sin que el deseo de Ariel se cumpla.
He llegado demasiado tarde. La maldición de la soledad se ha vuelto
permanente.
Solo queda un tren en la estación. No hay nada más que raíles y unos
pocos trabajadores solitarios. Todo está vacío. Elliot ha debido de coger un
tren anterior, o quizá nadie lo ha visto subir al que acaba de marcharse. Eso,
o se encuentra en alguna parte de la ciudad pero está tan harto de mí que ya
no quiere ni responder. Esta última posibilidad es la que más odio, porque
es la que más probable me parece.
—¿Micah? —pregunta una voz tranquila.
Me vuelvo y me encuentro a Margaret, con su gorra de los Bulls sobre el
cabello cano y rizado y con la sonrisa más bondadosa que he visto en mi
vida. Me pone la mano sobre el hombro.
—El tren ya se ha ido. ¿Qué haces aquí, solo en este banco?
—Yo... —Las palabras se me atoran en la garganta. Las lágrimas brotan
en cuanto pronuncio la siguiente sílaba—. No puedo levantarme.
—¿No puedes?
—No me puedo mover. —Muevo la cabeza de un lado a otro. Siento
como si mis piernas estuvieran llenas de cemento. Se niegan a moverse. Si
me pusiera de pie, tendría que salir. Si saliera, tendría que decirles a todos
que he fracasado.
—Estoy segura de que puedes levantarte —insiste Margaret.
Muevo la cabeza con más fuerza.
—No puedo levantarme del banco.
—Nada de lágrimas. —Margaret me abraza y percibo el perfume White
Diamonds de Liz Taylor, el favorito de mi abuela. Cuando me da unas
palmadas en la espalda, me desplomo todavía más—. Nada de lágrimas.
Venga, arriba.
La idea de ponerme de pie me resulta espantosa, pero lo hago de todas
maneras. Margaret hace que parezca al menos un uno por ciento posible. Su
calidez y firmeza me obligan a obedecerla de inmediato. En este momento
en el que me siento tan perdido, eso resulta reconfortante. Regreso
arrastrando los pies por los pasillos de la estación LaSalle con mi jubilosa
hada madrina.
—Ha sido muy amable por su parte ayudarme —digo después de
aclararme la garganta.
—¡Olvídalo! —Ella agita sus manos con uñas pintadas de color rojo
sangre y vuelvo a percibir el olor a White Diamonds.
Mientras bajamos por las escaleras mecánicas del exterior, la luz
omnipresente de la carroza de calabaza se eleva desde la calle.
Ay, Dios. Ahora tenemos que hacer un recorrido mucho menos triunfante
para devolver esta cosa.
«¡Presta atención, Chicago! ¡Contempla al chico desolado en su
deslumbrante carroza de calabaza!»
Cuando la escalera mecánica nos escupe en la calle, la limusina de mi
familia está aparcada y todos esperan fuera. Un saco de arena cae sobre mi
corazón por cada ser querido al que tendré que contarle lo de Elliot. Pero
cuando miro hacia la carroza de calabaza, me doy cuenta de que no hace
falta que les hable de él.
Elliot está aquí.
El chico al que he estado buscando está esperándome con un pie en el
escalón de la carroza, con unos impecables Dockers de lino blanco y una
camisa del mismo color remangada hasta los codos. Un chico luminoso
como el sol, rodeado por las luces de la carroza. La imagen es tan perfecta,
tan romántica, que temo echarme a llorar a moco tendido delante de todos
nuestros conocidos y arruinar el momento.
—Elliot —digo con más aire que sonido. Aspiro tan rápido que me
cuesta más trabajo respirar que cuando creía que lo había perdido.
Recorro la distancia entre los dos con tanta precaución como si el suelo
fuera de cristal. Mis dedos se cierran en torno a los suyos... y su mirada no
se aparta de la mía. En el resplandor de las luces de la carroza veo un brillo
acuoso que centellea en sus ojos. Esto es tan emocionalmente peligroso
para él como para mí.
—Lo siento —me disculpo.
—Lo sé —responde, ni muy sonriente ni muy molesto.
—He cortado con Grant.
—Lo sé.
Sigue neutral. El miedo asciende por mi pecho como guerreros que
escalaran el muro de un castillo.
¿Cómo se siente? ¿Se alegra de verme? Nunca lo sabré con certeza si no
doy el salto, y en esta ocasión saltaré yo primero.
Elliot no está aquí para oír disculpas ni para hablar de mi ruptura. No sé
qué lo ha convencido para bajar de ese tren, pero creo que está aquí
buscando una sola cosa: que lo traten como en un cuento de hadas.
—Hasta ahora, me había dado mucho miedo hacer esto —expongo
mientras acaricio rítmicamente su palma con el pulgar. Él no se resiste. Me
mira con atención, como si aún no me creyera capaz de decir la verdad.
Pero voy a demostrarle que sí puedo—. Antes de conocerte bien, dibujé a
noventa y nueve novios, pero nunca encontré al indicado. Le pedí al
universo que pusiera en mi camino al chico número 100, aquel de quien yo
sabía que iba a enamorarme. Di por hecho que era Grant, pero me
equivoqué. Después de pedir ese deseo, hace tres meses, el primer chico al
que vi fuiste tú. Tú eras el chico número 100.
Elliot se muerde el labio inferior. Se esfuerza por mantener una
expresión neutral, tal vez para contener la ira, tal vez para ver cuánto más
voy a decir. Pero sus ojos, brillantes como polvo de estrellas por las luces
de la carroza, me dicen todo lo que quiero saber.
«Dilo, Micah. Dilo por fin.»
—El chico de las manos perfectas —digo al tiempo que acerco el dorso
de su mano a mis labios principescos. Un grito ahogado casi inaudible
escapa de su boca—. Te quiero, Elliot. Con cada momento que paso contigo
te quiero más. Si no es demasiado tarde, ¿podrías por favor quedarte y ser
mi novio?
Elliot no habla, pero le tiemblan los labios. A unos pasos de distancia,
Margaret nos mira con nerviosismo. Solo Hannah está igual de cerca;
nuestra mejor amiga está tapándose la boca con las manos. Hay que
reconocerles a todos los demás que han sabido mantener su distancia.
Incapaz de respirar, me limito a observar a Elliot.
Lentamente, sus labios forman una sonrisa.
—Yo también te quiero —confiesa.
Vuelvo a poder respirar, pero ahora es mi corazón el que se detiene. ¡Me
quiere! ¡Mi amor es correspondido!
Elliot se alborota el adorable cabello desgreñado, que nunca, por mucho
que lo intente, parecerá bien peinado.
—Cuando llegué a vivir a Chicago hace un año —prosigue—, no creí
que fuera a enamorarme. No creí que fuera a pasarme nada, nunca. Luego
empecé a seguir esta cuenta de dibujos en Instagram, que siempre hablaba
de cuentos de hadas y de creer que podías ser amado, aun cuando pareciera
imposible. —Elliot sonríe—. Después conocí al artista. Tú me diste un
verano vertiginoso: me diste las mejores partes... y las peores. —Suelta
unas risitas, pero las mías son mucho más fuertes—. Incluso cuando mi
relación con Brandon estaba terminando, me sentía feliz y seguro... porque
estaba contigo.
—¡Y yo! —grito, temblando de emoción—. Yo siento exactamente lo
mismo.
—Pero... —continúa, y su mandíbula se pone rígida—. Te quiero, pero...
necesito que hagas una cosa.
—Lo que sea, literalmente.
—No es opcional.
—Me lanzaré de un avión gritando tu nombre. Rodearé con mis brazos
la luna...
Elliot sonríe, levanta sus dedos inmaculados y los pone sobre mis labios
para callarme.
—Jamás interferiré con Instaloves, pero necesito que les digas a tus
seguidores que me dejen en paz.
—Hecho —acepto con sus dedos todavía sobre mis labios, y contengo
una risa de alivio.
Elliot retira la mano y entorna los ojos.
—Diles que estabas equivocado.
Levanto la mano para hacer un juramento solemne.
—Muy equivocado.
Él se acerca más. Está a cinco centímetros de mí. Se humedece los labios
y yo hago lo mismo con los míos.
—Diles que me quieres.
—Te quiero —declaro con voz más débil que un susurro.
Y por fin, sin avisar, lo beso. La luz de la carroza nos envuelve. No veo
nada, no siento nada, aparte de la cercanía de Elliot. Sabe a chai caliente y a
leche de avena. En la oscuridad, más allá de las luces brillantes, mi familia,
mis amigos y mis nuevos amigos aplauden y vitorean.
El reino se alegra.
No he llegado demasiado tarde. Y en realidad siempre me he merecido
que me quieran.
Elliot apoya su frente en la mía y pasamos un buen rato mirándonos
ahora que hemos completado nuestra gran búsqueda.
—¿Cómo ha sido? —pregunto de repente—. ¿Qué te ha hecho bajar del
tren? ¿Mis mensajes?
—Bueno —contesta mordiéndose el labio de nuevo. Siento ganas de
lanzarme a por otro beso, pero la curiosidad me va a matar—. Yo estaba en
el tren. Me prometí que mantendría el móvil apagado, pero me puse
nervioso. Recibí tus mensajes, pero seguía enfadado. Lo siento.
—¡Lo siento yo!
—Pero luego recibí este vídeo de Hannah.
Elliot saca el móvil y reproduce un vídeo borroso. De inmediato
reconozco el inestable ángulo de la cámara de Hannah mientras nos graba a
Margaret y a mí quemando el asfalto de Michigan Avenue en la carroza de
calabaza. El vídeo hace zoom en mí y, cuando salimos del cuadro, recorre
uno por uno a todos los pasajeros de la limusina hasta llegar a Hannah.
Entonces se acerca a la cámara, llenando el plano con su rostro tan bien
maquillado, y susurra: «¡Todos vamos a por ti! Por favor. Por favor, cariño,
baja de ese tren».
El vídeo termina.
Cuando levanto la vista, veo que Hannah se ha acercado con sigilo a
nosotros. Tiene su bolso de mano contra el pecho y nos mira con cautela,
preguntándose si es oportuno sumarse al momento.
—Bueno —dice ella encogiéndose de hombros—, esto era demasiado
importante como para dejarte toda la carga a ti, Micah.
Sin desperdiciar ni un instante más, Elliot y yo arrastramos a Hannah al
abrazo más agradecido de nuestras vidas. Hannah se limpia una lágrima,
llevándose con ella la mitad de su maquillaje, y regresa con Jackson, que
está junto a Maggie y Manda en la limusina.
Elliot aparta de mi frente unos mechones sudorosos. Este contacto, esta
intimidad, es algo que he estado deseando desde hace tanto tiempo que
resulta casi insoportable. Una sobrecarga para mi sistema.
—¿Qué pasará con tus estudios de veterinaria? —pregunto con cautela.
Aún no me termino de creer que Elliot haya vuelto para quedarse o, mejor
dicho, que me pueda pasar algo tan maravilloso sin ningún tipo de
consecuencias negativas.
Elliot se ríe.
—Cuando he vuelto a encender el móvil, también he visto que Grant me
había mandado un correo interesante.
El tiempo se detiene. Oh, Dios, no.
—¿Qué te decía?
—Era un correo reenviado. Alguien me ofrecía trabajo o algo así. Un
diseñador, un Geoff no sé qué... Yo estaba demasiado estresado bajando del
tren como para leerlo con atención, pero decía que había visto el show de
Grant y que quería que yo fuera el rostro de su campaña. Algo como «Moda
para el Pueblo». No sé, tengo que leerlo de nuevo, pero el sueldo era bueno,
mejor que en el Audrey’s, y el horario también. Puedo terminar mi último
semestre de clases en la ciudad mientras ahorro para estudiar veterinaria.
¡Elliot, modelo! Es todo lo que merece. Y Grant ha estado ahí para
Elliot. Dondequiera que esté Grant ahora, espero que se sienta como un rey.
Cojo a Elliot de los hombros, lleno de energía, como si pudiera llevarlo
conmigo hasta el cielo, y exclamo:
—¡Es increíble!
Cuando tomo entre mis manos sus mejillas, sorprendentemente rasposas,
él se relaja y me mira a los ojos.
—Mi vida es complicada —declara con seriedad—. Trabajo mucho. Me
enfrasco mucho en mis sentimientos. No soy una persona dulce y perfecta,
si es lo que crees que obtendrás conmigo.
—Me interesa Elliot —digo—. Y lo que sea que venga con él.
Elliot sonríe y se vuelve hacia la brillante carroza.
—Me has traído la calabaza.
—Te prometí un paseo si alguna vez...
—¿Decidías dejar de arruinarme la vida?
—Iba a decir «recuperaba la cordura y te invitaba a salir», pero sí, eso
también.
Me besa y la cabeza me zumba como si la hubiera alcanzado una
corriente de burbujas de champán. Vuelvo a cogerlo de la mano.
—Elliot, ¿me harías el honor de acompañarme en esta carroza de
calabaza para dar una vuelta de celebración por haber terminado nuestra
búsqueda mágica?
Ahora es él quien acerca mis manos a sus labios. Un príncipe y un
príncipe.
—Nuestra búsqueda no ha terminado —asevera—. Acaba de comenzar.
Me siento en las nubes. «Acaba de comenzar.»
Subo al asiento trasero de la carroza de calabaza y le tiendo la mano a
Elliot. Él les confía a Hannah y a Maggie sus maletas con ruedas y regresa
corriendo para aceptar mi invitación. Muy juntitos en el asiento, el interior
es más luminoso de lo que recordaba. Margaret sube al asiento del
conductor y, cuando la carroza dorada se enciende y empieza a avanzar,
nuestros familiares y amigos gritan y agitan las manos. Como un par de
Cenicientas, agitamos las manos también a través de la ventana trasera y
vemos cómo van haciéndose cada vez más pequeños en la calle oscura.
—¡Me encanta esta cosa! —exclama Margaret desde la parte delantera
—. ¡Vamos a ver toda la ciudad! ¡Tenemos otra hora antes de que haya que
devolverla!
No es exactamente la carroza que vuelve a convertirse en calabaza a
medianoche, pero este es un cuento de hadas gay, así que no es de extrañar
que vayamos con un poco de retraso.
En esta ocasión, hemos conseguido crear nuestro propio cuento de hadas.
Nuestra propia magia.
Yo tengo a mi príncipe, y él me tiene a mí.
Epílogo

Instaloves está cambiando. A partir de hoy, no solo tratará de mí y de mi


historia de amor. Cuando estaba pintando mi mural para el espectáculo
Deseo Concedido, materialicé mi amor por todas las clases de personas
que viven en este maravilloso reino de Chicago. Los cuentos de hadas no
solo van de amor; van de encontrar la fantasía en la vida diaria.
Ese es mi arte, mi misión, mi búsqueda.
En vez de grandes citas de cuento de hadas, voy a dibujar esos
pequeños momentos llenos de magia que conforman el ADN de nuestras
relaciones y nuestras vidas.
¿Cuál es tu historia de amor? ¿Qué es lo que más te gusta de esta
ciudad, o de ti mismo? Esa es la historia que quiero contar. Envíame esos
pequeños momentos de tu vida que te gustaría ver en Instaloves, y tal vez
el año próximo te incluya en un dibujo. (¡Haré todo lo posible para dibujaros
a todos!) Mientras tanto, os voy a enseñar algunos momentos «felices para
siempre» de mi propia vida.

Saludando a tres cachorros en la clínica veterinaria.


Gracias a su novio, Jackson, mi mejor amiga, Hannah, se ha vuelto
oficialmente gamer.
Dejando a Elliot echar un vistazo a mi próximo proyecto para el Instituto de
Arte (a cambio de un chai).
¡Felices fiestas! Mi hermana lo ha hecho oficial. Iugh.
(Es broma. Os quiero, hermanita y futura cuñada.)
Un final de cuento de hadas que nunca termina
Agradecimintos

Escribir acerca de Micah y sus novios ha sido un reto. Esta es una historia
sobre la alegría, y yo la escribí durante uno de los momentos más
turbulentos tanto de mi vida como del mundo entero. Era el primer año de
COVID. Fue durante la elección de Joe Biden y la posterior insurrección.
Yo había perdido mi trabajo y encontrar otro resultó ser casi imposible. Por
si fuera poco, mi marido y yo nos dimos cuenta de que no éramos felices en
el lugar en el que vivíamos y que debíamos reiniciar (una vez más) nuestra
búsqueda de hogar. Hubo ocasiones en las que no conseguía contagiarme de
la alegría de Micah y Elliot. Escribir sobre Grant fue más sencillo; como él,
yo sentía que si sonreía lo suficiente lograría escapar de una maldición.
Pero entonces ocurrió algo muy extraño.
Micah me salvó. Poco a poco, su alegría sobrevivió a las inclemencias y
prendió mi propia alegría.
¡Un mundo agotado se merece soñar un poco!
Resultó que esto era justo lo que necesitaba escribir en un momento
como ese. Y por esa razón, quiero dar las gracias a varias personas. Kelsey
Murphy, mi editora, siempre supo cuál era el tono correcto y se concentró
en lo que yo estaba tratando de hacer con este mundo donde se conjugan
John Hughes y Amélie. James Akinaka y todo el equipo de Penguin Teen
me animaron desde el primer día. La fenomenal portada, como de álbum lo-
fi, se la debemos a la diseñadora Kaitlin Yang y a la artista gráfica Anne
Pomel, quien también hizo las ilustraciones interiores que dieron vida a
InstalovesInChicago. A Kate Brauning y Lynn Weingarten de Dovetail,
gracias por estos maravillosos personajes y por elegirme para darles vida.
Gracias también a Chelsea Eberly por velar por que Micah llegara a la
mejor editorial. A Eric Smith, gracias por asegurarte de que cogiera esa
llamada tan importante en la que me convenciste de que podía escribir una
comedia romántica. Por último, gracias, Michael Bourret, por tu vista de
halcón.
Gracias a mi familia, que, a pesar de que vivíamos a varias horas de la
ciudad, me llevó con frecuencia a Chicago para fomentar mi gusto por el
arte, el teatro, la cultura y la cocina. Un chico queer necesita sentirse
sofisticado para no morir de inanición, y este sencillo acto me ayudó a salir
adelante en momentos de adversidad. He aquí un «huevo de Pascua»: mis
padres se comprometieron en el Instituto de Arte, así que, cuando llegó el
momento de elegir el escenario para las grandes aventuras románticas de
Micah, no tuve que pensarlo dos veces.
Aunque viví cerca de Chicago, eso fue hace algún tiempo, por lo que si
quería escribir una gran carta de amor a la ciudad necesitaría ayuda para
asegurarme de que Micah se sintiera en casa. Por esa razón acudí a viejos
amigos como Paul Anderson y a nuevos amigos como Simeon Tsanev.
Escribir es una actividad solitaria, pero, por fortuna, cuento con algunos
de los mejores amigos escritores que existen, que me apoyaron tanto en el
aspecto emocional como en el creativo durante la escritura de este libro.
Ryan La Sala, Robby Weber, Robbie Couch, Sophie Gonzales, Phil
Stamper, Caleb Roehrig, Kosoko Jackson, Kevin Savoie, Damian
Alexander, Tom Ryan, Alex London, Lev Rosen y Julian Winters fueron de
gran ayuda (sobre todo, Julian, que muy amablemente retiró su demanda
cuando accedí a cambiarle el apellido a Micah Winters por Summers). Pero
hubo dos mejores amigos literarios que mantuvieron mi vela encendida
cuando amenazaba con apagarse: David Nino, cuyo apoyo fue fundamental
para que Elliot se convirtiera en la estrella perfecta que es hoy, siempre
contestó mis llamadas (sin importar si quería hacerlo o no); y Terry Benton-
Walker, mi gemelo, que me ayudó con... ¿todo? ¿Con la vida? Le debo un
yate por todo lo que ha hecho por mí.
En último lugar, pero desde luego no por ello menos importante, está mi
marido, Michael, mi compañero en todo y la inspiración para muchos de los
momentos de Micah con Elliot. ¿La escena donde Elliot se hace amigo de la
arisca gata de la familia? Ese fue Michael. Como Elliot, Michael sabe hacer
que la gente se sienta bien, y durante la escritura de este libro tuvo que
trabajar horas extras haciendo eso. Gracias otra vez por llevarme sano y
salvo al final de otro libro. ¡Hagamos más!
Los 99 novios de Micah Summers
Adam Sass

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intelectual es clave en la creación de contenidos culturales porque sostiene el ecosistema de quienes
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teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Título original: The 99 Boyfriends of Micah Summers

Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño, basado en un diseño original de Kaitlin Yang
Adaptación del lettering en español: David López
© de la ilustración de la portada y las ilustraciones del interior, Anne Pomel, 2022

© 2022 by Dovetail Fiction, a division of Working Partners Limited

© de la traducción, Gerardo Hernández Clark, 2023

© Editorial Planeta, S. A., 2023


Ediciones Martínez Roca, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): mayo de 2023

ISBN: 978-84-270-5150-8 (epub)

Conversión a libro electrónico: Realización Planeta


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