Los 99 Novios de Micah Summers (Edición Española) - Adam Sass - 1, 2023 - Martínez Roca - 9788427051508 - Anna's Archive
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Los 99 Novios de Micah Summers (Edición Española) - Adam Sass - 1, 2023 - Martínez Roca - 9788427051508 - Anna's Archive
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
1. El chico número 100
2. El príncipe
3. La calabaza
4. El decreto
5. La biblioteca
6. El amigo político
7. El escudero
8. El palacio
9. El prólogo
10. La «Dama Encantada»
11. La «Princesa Caballero»
12. Deseo concedido
13. Los regalos
14. El ratón
15. El escudero capturado
16. El festival
17. La mala suerte
18. La colaboración
19. El creyente
20. La musa del mural
21. Las pequeñas preocupaciones
22. La jaula
23. La partida del escudero
24. El baile
25. La búsqueda del escudero
26. El consejo del rey
27. La ayuda del reino
28. Las doce en punto
29. Fin
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Adam Sass
El chico
número 100
El príncipe
La calabaza
Dos semanas después del desastre de Grant Park, llega el fin del penúltimo
año (¿Andy? ¿Quién es ese?). Todos los días, desde que acabaron las clases,
mi nueva personalidad, el príncipe azul, ¡ha estado invitando a salir a un
chico tras otro! Claro que cuando digo «chico» me refiero a mi reflejo en el
espejo.
Por el momento, no estoy ni por asomo cerca de encontrar a un chico
número 100 que me inspire a dar ese gran paso. El chico número 100 debe
ser especial y alguien que acepte mi invitación a salir. No puedo dar marcha
atrás y seguir viviendo en mis dibujos. Lo de invitar a salir a Andy
McDermott fue un desastre, pero solo porque su respuesta no fue la que yo
esperaba. ¡Estoy muy cerca de obtener un sí!
Lo malo es que, debido a estas reglas, Instaloves no ha tenido contenido
nuevo en más de tres semanas. Maggie y Hannah insisten en que estoy
siendo demasiado quisquilloso y en que el interés generado por la cuenta se
está apagando.
Aunque aún no lo he encontrado, no puedo dejar de pensar en él.
En quién será. En qué pinta tendrá.
El sentimiento ya está en mi interior. Solo me falta encontrar al chico
que corresponda a ese sentimiento.
Para apartar mi mente de la búsqueda, disfruto de un paseo vespertino
por el Old Town para comprar materiales de dibujo. Con sus calles
bordeadas de árboles, sus antiguas casas de ladrillo y la ausencia de
rascacielos, el Old Town parece la tierra del otoño perpetuo. Todos los
pensamientos relacionados con chicos se desvanecen cuando entro en mi
tienda favorita de materiales de dibujo, Rhapsody in You, y percibo el
aroma de la pintura acrílica mientras acaricio los envejecidos estantes.
Elijo un paquete nuevo de lápices y una libreta de bolsillo con espiral.
Tan pronto como salgo de la tienda, le pongo título a la libreta: Cuadernillo
de las primeras veces. En la primera página escribo «La primera vez que
invité a salir a un chico» y dejo al lado un espacio en blanco para la fecha
en que eso ocurra.
La libretita vibra entre mis dedos con un poder místico. Algún día estará
llena: primera cita, primer beso, primera noche juntos, etcétera, etcétera. Mi
corazonada fue correcta: en cuanto he comprado la libreta, en cuanto he
actuado con intención, el sentimiento deprimente de «¿Alguna vez volveré
a invitar a un chico a salir?» se ha visto reemplazado por la esperanza.
Va a pasar.
Puede que mi corazón explote y que yo me muera nada más invitarlo,
pero va a pasar.
Para inspirarme a dibujar, continúo con un pintoresco viaje en el L
alrededor del Loop. Y la mejor hora para hacerlo es el atardecer. Cuando el
tren va zigzagueando hacia el río, veo mi cara sonriéndome desde un cartel.
Bueno, no es mi cara exactamente, sino la de mi padre.
JEREMY SUMMERS, ¡EL REY DE CHICAGO! RADIO WNWC.
Encontrar una de sus vallas publicitarias es como encontrarme conmigo
mismo: tenemos los mismos ojos marrones, la misma nariz aguileña, los
mismos pómulos prominentes y rosados. Jeremy Summers es ineludible: su
rostro aparece en trenes, autobuses, bancos del parque, edificios y
fotografías autografiadas que cuelgan de todos los restaurantes, pizzerías y
túneles de lavado de coches que ha visitado en su vida.
Tal vez sea mi destino ser un príncipe azul. Al fin y al cabo, mi padre es
un rey.
En el cartel publicitario le falta uno de los dientes frontales y tiene un
moratón en el ojo derecho. La intención es evocar recuerdos gloriosos de su
época dorada como jugador de hockey, que culminó con una medalla
olímpica de plata en Vancouver, su aparición en una caja de cereales y, por
último, una medalla de bronce en Sochi. Todo lo anterior trajo como
resultado Pasa el disco, un reality show de una temporada que siguió a
Jeremy Summers y a su adorada familia.
Para mi desgracia, Pasa el disco fue el origen de Enano Llorón. El apodo
con el que mi hermana me llamaba se puso de moda e incluso engendró un
juego de beber: «¡Toma un chupito cada vez que Micah llore sin motivos!».
De ahí mi reticencia a que la gente sepa que estoy detrás de Instaloves.
La gente podría ver patéticas estas fantasías de repente si supiera quién ha
estado dibujándolas.
La silueta de los rascacielos que veo por la ventanilla hace desaparecer
los recuerdos desagradables. En Chicago resulta imposible ver las estrellas,
pero al menos tenemos puestas de sol gloriosas. Es todo un espectáculo. No
está tan oscuro como para que las ventanas se conviertan en espejos, pero
tampoco tan reluciente como para no poder mirar el fulgor. Solo pasa un
tren zigzagueando en un laberinto de rascacielos mientras el sol del ocaso
se cuela entre los edificios. Dejo caer los hombros y libero una tensión de la
que no era consciente.
Todos los pasajeros del tren son guapos. La luz naranja embellece todo
lo que toca. Con su brillo, los rostros resplandecen y los ojos centellean con
manchitas doradas como las brasas.
Este sería el momento perfecto para encontrarme con...
«No, Micah. ¡Olvídate por una noche del chico número 100!»
El tren se acerca a la parada Harold Washington Library Center. Con su
fachada de ladrillo rojo y su techo ornamentado de color verde cobre, la
biblioteca es una obra arquitectónica tan definida y acogedora como una
manzana recién cogida del árbol.
Un palacio. El escenario ideal para...
«¡No, Micah! Para de buscarlo. El chico número 100 aparecerá cuando
tenga que aparecer.»
El tren se detiene rechinando y varios de los pasajeros que van de pie
están a punto de perder el equilibrio. Yo me agarro a la barra y me ciño mi
pañuelo de cachemira color bronce. Pese al calor, llevo el pañuelo sobre la
camiseta para transmitir esa vibra de artista bohemio. Además, es muy
ligero y suave. Y hace que mis ojos color café claro destaquen como
golosinas.
Estoy muy mono esta noche. ¿Y si me encontrara con...?
«¡Te lo advierto por última vez, Micah!»
Las puertas se abren y entra él.
Es tan alto que necesita inclinarse un poco al pasar por la puerta. Tiene el
cuerpo de un hombre, pero el rostro de un muchacho. Melena negra y
rizada, y mejillas redondas, pellizcables, de color aceitunado.
La única palabra que viene a mi mente es destino. Soy literalmente
vidente. He sentido la energía en el aire. ¡El Cuadernillo de las primeras
veces ha obrado al instante su magia!
Mientras los demás se acomodan en el vagón, el chico arrastra dos
bolsas de tela por el atestado pasillo. Las bolsas están tan llenas de libros de
la biblioteca que le cuesta trabajo moverlas, incluso con esos brazos que se
abultan bajo las mangas de su chaqueta de piel negra. ¿Chaqueta en verano?
Se ve que no soy la única víctima de la moda.
Parece tan desamparado con esos libros que tengo que sonreír.
—Ha sido un día largo. Te aseguro que, por lo general, tengo mucha más
fuerza —dice con voz sorprendentemente grave.
¿Estaba hablando conmigo? Me estaba mirando. Seguro que se ha dado
cuenta de que estaba sonriendo.
«¡Haz algo, Micah!» Mis pies pesan mil kilos de repente.
El chico levanta las dos bolsas de la biblioteca al mismo tiempo, como
un levantador de pesos profesional. Sus ojos centelleantes se cruzan con los
míos. Me obligo a mantenerle la mirada, pero la vulnerabilidad del contacto
visual me hace sentir como si el vello de mis brazos se chamuscara.
Él sonríe y sus ojos desaparecen tras sus voluminosas mejillas. No hay
duda; es a mí a quien mira.
«¡Di algo!» Siento los labios secos, partidos.
Se me forma un nudo familiar en el estómago.
«En este momento no eres el rarito de Micah Summers que casi vomita
sobre el último chico al que ha invitado a salir. ¡Eres un príncipe azul y
puedes hacer lo que quieras!»
Si sigo dejando que estos momentos se me escapen sin hacer nada, sin
arriesgarme a un rechazo potencial, nunca estaré listo. No podría haber
señales más claras: estoy encerrado en un tren con un chico que se parece al
príncipe Eric, pero más bobalicón, y que ya me ha sonreído varias veces.
Tengo que actuar ya.
—¡Puedes sentarte aquí! —Me oigo pronunciar las palabras con
demasiada intensidad mientras doy un torpe salto para ponerme de pie.
—No, hombre, no te preocupes. Tampoco es como si estuviera
embarazado.
El chico es casi treinta centímetros más alto que yo. Las bolsas de la
biblioteca que lleva en las manos están casi a la altura de mi pecho. ¿Y si yo
fuera una tercera cosa que él tuviera que cargar y llevar? No peso mucho
más que una bolsa con libros. Apuesto a que podría hacerlo.
Quiero que lo haga.
—Bueno, ya me he levantado, así que podrías...
¡Ups!
Una mujer filipina de edad mediana con pantalones color azul eléctrico
se desliza por detrás de mí y se sienta antes de que el chico y yo podamos
seguir discutiendo educadamente. La mujer saca un libro de bolsillo y se
pone a leer como si nada.
El chico se encoge de hombros.
—Mira lo que has conseguido. Ahora no nos queda otra que hablar.
—¿Hablar? ¿No odias cuando pasa eso? ¡Uf!
El pesado tren vuelve a cobrar vida y yo salgo impulsado hacia delante.
Mi cara se estrella directamente en el cuello bronceado y musculoso del
chico. Podría morirme de vergüenza ahora mismo. Él me sujeta del hombro
con la mano derecha sin soltar la bolsa de libros hasta que recupero el
equilibrio. Unas ondas eléctricas y cosquilleantes emanan del lugar donde
me ha tocado. Su agarre es fuerte y seguro.
No había posibilidad alguna de que me hubiera dejado caer.
—Lo siento —digo, y me río.
Un aroma límpido y como acuático me sigue tras mi viaje a su pecho.
Aparto la vista. Mirarlo directamente resulta casi doloroso, sobre todo
después de haber hundido mi rostro en su pecho, como si hubiéramos
saltado de golpe a la cita número tres.
Él se ríe también. Una risa grave. Sus notas de bajo hacen vibrar mis
tímpanos.
—Ah, el viejo truco de «el tren me ha empujado hacia ti», ¿verdad?
¡Está ligando conmigo!
Respiro lenta y profundamente y vuelvo a buscar su mirada.
—Es un clásico y nunca falla.
No me atrevo a parpadear. Quiero que sepa que yo también estoy
ligando. Él me sostiene la mirada y tampoco parpadea. Definitivamente no
es un chico hetero, el típico chico hetero sensible y encantador que bromea
con los gais confundiendo a los gaydars. Sus ojos profundos como el
océano me miran fijamente. Tiene los labios ligeramente separados.
Me está mandando señales.
Me va a dar un ataque al corazón.
Su carácter juguetón, su calidez, su energía seductora hacen que mirarlo
y hablar con él resulte facilísimo. Nunca antes me había pasado. Así que
esto es lo que se siente al ser deseado.
Vista de cerca, la chaqueta de piel del chico no es negra. Unos hilos rojos
y anaranjados forman un delicado e intrincado diseño a lo largo de las
mangas.
—¿Son... enredaderas? —pregunto.
—Sí, mira.
El chico gira el torso y me muestra su amplia espalda. El diseño queda a
la vista: una calabaza. Una multitud de enredaderas llenas de hojas trepan
desde la calabaza y finalmente caen hacia las mangas de la chaqueta. Es
como si se hubiera apropiado del otoño y lo hubiera vuelto punk.
—¡Qué guay! ¿La temporada de calabazas empieza en junio para ti?
—Supongo.
Ríe y vuelve a mirarme. Unos hoyuelos aparecen en esas mejillas tan
pellizcables. Mientras el tren da una vuelta en torno al Loop, un haz de luz
dorada del atardecer se cuela entre los edificios y nos baña a ambos.
Y es como: «Vale, sol, ya lo pillo. Este es el chico número 100».
—Las cosas de temporada de calabazas suelen ser algo horteras —
afirmo—. Y no es que lo hortera sea malo, ¡me encanta lo hortera!, pero
esta es una chaqueta muy chic.
—Cuero vegano. No me gustaría que pensaras mal de mí.
—No me atrevería.
—Nada que diga «mu» ha sufrido daños en mi búsqueda de estilo. A
excepción de este dedo, que necesitó tres puntos. —El chico levanta la
bolsa de libros de la mano izquierda y me muestra la palma abierta. Tiene
una leve hendidura en la yema del dedo corazón.
Asiento mientras observo con los ojos muy abiertos la chaqueta.
—¿Lo has hecho tú?
Él sonríe.
Es artista también, y con mucho talento. Nos miramos el uno al otro
durante un tiempo brutalmente largo. El aire que hay entre nosotros se
solidifica y se transforma en una atadura. En una cinta elástica tan tensa que
está a punto de reventar. Sus labios se mueven un poco, pero sin emitir
sonido, como si quisiera decir algo.
«Dilo.»
«Dilo para que no tenga que hacerlo yo.»
«Pídeme mi número.»
«Dime tu nombre.»
El momento se prolonga en exceso. Esperamos demasiado tiempo. El
tren se detiene y decenas de personas salen volando a nuestro alrededor. Si
él se va con la multitud, si esta es su parada, me bajaré con él. Fingiré que
es mi parada. No me importa.
Pero el chico no se va.
Tras resoplar con fuerza, deja caer las bolsas de libros al suelo del tren.
—¡Mira, asientos libres! —dice señalando hacia una hilera de asientos
recién desocupada. Empuja las bolsas hacia el banco resoplando dos veces
más y finalmente me llama con un movimiento de la mano. Un simple
movimiento, pero es la señal: ¡quiere que me siente con él! Por lo que a mí
respecta, bien podría haberme recibido al pie de una fastuosa escalera para
besarme la mano.
No tiene que pedírmelo dos veces. Los dos nos sentamos despatarrados
ocupando los tres espacios disponibles. Hay muchos más asientos libres
ahora que nos alejamos del Loop y nos dirigimos al norte. No obstante, no
tengo mucho tiempo para admirar sus rizos enmarañados, negros y sedosos.
Le vibra el móvil y una sombra de preocupación atraviesa su rostro. Temor.
Malas noticias.
—¿Todo bien? —pregunto. Se me hace un nudo en la garganta.
—Perdona, tengo..., tengo que cogerlo. Es de la residencia de
estudiantes. He estado esperando esta llamada toda la semana y...
—Adelante, contesta.
—Lo siento, es de muy mala educación...
—No dejes perder la llamada.
—No vas a bajar pronto del tren, ¿ver...? ¡Ey, hola!
El chico número 100 contesta la llamada, pero no termina de plantear
esta pregunta tan importante. Me da la espalda, mostrando el mosaico de
calabaza en todo su esplendor, y continúa con su llamada en voz baja.
El nudo de mi garganta se hace tres veces más grande.
¿Me quedo aquí sin más, esperándolo? ¿Eso no me hace parecer un
pringado? No quiero que piense que estoy desesperado. Tampoco quiero
que sienta que lo presiono para que termine pronto su llamada y siga
haciéndome ojitos.
Aunque sería maravilloso si lo hiciera.
Por otra parte, si saco el móvil, igual piensa que estoy aburrido. ¡Uf!
¿Por qué no puedo parar de mover la rodilla arriba y abajo? Es como si no
pudiera controlarla. Siento como si me hubiera tomado cien cafés. Necesito
algo que me distraiga y que al mismo tiempo me haga parecer interesante y
despreocupado...
Mi mano se desliza hacia la mochila. En cuanto mis dedos tocan la fría
hebilla metálica, mi rodilla se tranquiliza. ¡Un boceto! Con eso sabrá que
soy artista también, y cuando cuelgue ya tendremos otro tema del que
hablar: el boceto que habré hecho de él. Nunca le he enseñado a un chico su
boceto; siempre ha sido una actividad más bien post mortem. Pero enfrentar
ese miedo será parte del hechizo que finalmente rompa mi racha de mala
suerte.
—Lo siento —articula con los labios el chico número 100 mientras una
voz amortiguada sigue parloteando al otro lado de la línea.
Su expresión afligida y su decepción alimentan mi confianza. Es la
prueba. Quiere hablar conmigo, quiere pedirme mi número, quiere salir
conmigo, quiere besarme.
«No, tonto. Lo que va a decir es: “Me siento halagado, pero...”.»
Si va a decir eso, que lo diga, pero tengo que intentarlo.
Suelto una risita y me encojo de hombros.
—No te preocupes —articulo con los labios también mientras saco mi
cuaderno de bocetos y mi lápiz.
Los ojos del chico número 100 se dirigen inmediatamente a mi cuaderno.
Alza la vista, sorprendido, y sonríe. Lo he impresionado. Luego vuelve a su
llamada.
—Estoy en el programa de alojamiento temporal de verano para becarios
y..., sí..., quería intercambiar compañero de cuarto porque ya tengo un
amigo...
Mientras trata su asunto discretamente (¡cómo se esfuerza por no
molestar a la gente!), el chico número 100 se quita la chaqueta de piel, la
dobla con cuidado y la pone sobre una mochila de lona verde tipo militar.
La aparición súbita de sus bíceps voluminosos y definidos casi provoca que
se me resbale el lápiz de los dedos.
Me quedo sin aliento. Sin sentido. Perdido.
Empiezo a dibujar. Al principio, mi mano atraviesa el papel de manera
irregular, pero al cabo de unos instantes, adquiero un ritmo conocido. Zum,
zum, zum. Como un molinete agitado por el viento. Otra señal del destino.
En el dibujo, el chico número 100 se yergue triunfante frente a un maniquí
en el que ha puesto un traje de cuero vegano que él mismo ha cosido a
mano. Hay calabazas, carretes gigantes de hilo y enormes agujas de coser
desparramados por todas partes en una cabaña de estilo antiguo. Los rasgos
fundamentales del chico número 100 están presentes, como sus brazos
fuertes y su cabello rizado, pero he exagerado y difuminado el rostro. Tiene
la cinta métrica enredada alrededor de su cuerpo de forma torpe e infantil.
—¡El príncipe de Chicago! —exclama un hombre que está cerca. El
lápiz sale volando de mi mano.
Agarrado de la barra que tengo encima está un anciano sonriente que se
parece a Danny DeVito en Colgados en Filadelfia, con el pelo suelto y ralo,
las aparatosas gafas y todo. Tan pronto como posa los ojos en mí, su sonrisa
de rana se hace más amplia. Luego levanta los dedos meñique e índice para
hacer el gesto de cuernos de toro.
—¡El príncipe de Chicago! —repite.
Los fans de mi padre nos reconocen al instante a mi hermana y a mí. Le
sonrío al hombre y le echo un rápido vistazo al chico número 100, que sigue
inmerso en su llamada telefónica.
—¿Eres fan de mi padre? —pregunto.
—¿Estás de broma? —DeVito resopla y me muestra la pantalla del
móvil: es la cara de mi padre en el cartel de su programa, que se emite por
radio y se publica en su pódcast al día siguiente—. Si no fuera por el rey de
Chicago, ¡nunca nos habríamos librado de la maldición de Billy Goat! Tú
eres demasiado joven como para acordarte de...
—Qué va. Crecí oyendo esa historia.
Según la leyenda, los Cubs estuvieron años sin ganar el campeonato a
causa de la maldición de un tipo que había llevado a su cabra de compañía a
un partido y fue expulsado del estadio. La maldición era de tal magnitud
que, cuando los Cubs finalmente ganaron, todos aseguraban que había sido
porque mi padre había negociado en secreto un acuerdo de paz entre el
dueño de los Cubs y los familiares vivos del tipo de la cabra.
Mi madre y yo preferiríamos no volver a oír nada sobre esa maldición,
pero nos da de comer y me permite comprar mis materiales de dibujo.
Cuando DeVito vuelve a llamarme «príncipe», recuerdo cómo me había
llamado Elliot, «príncipe azul», y todo parece posible de repente. Me pongo
a dar saltitos en mi asiento, con los pies rebotando en el suelo del vagón y
las entrañas latiendo, animadas por un motor invisible. ¡El chico número
100 está delante de mí! Solo tengo que invitarlo a salir. Quizá fracase, pero
no creo que el universo sea capaz de alinearse de manera tan perfecta solo
para burlarse de mí.
Vale, tal vez sí sea capaz, pero ¡no creo que lo haga en esta ocasión!
—Muchas gracias por su tiempo —le dice el chico número 100 a su
interlocutor.
¡Está a punto de colgar!
—Gracias por escuchar a mi padre —suelto enseguida para despachar a
DeVito.
El fan se anima aún más.
—¡Todos los días! Pero te dejo en paz.
El hombre recorre alegremente el vagón y yo le doy las gracias al
universo por hacerlo desaparecer a tiempo para que yo pueda continuar mi
cortejo.
El chico se vuelve hacia mí y sonríe avergonzado.
—Discúlpame.
«Es sencillo: pregúntale cómo se llama. Enséñale el boceto. Pídele su
número.»
Puedo hacerlo. Puede que mi caja torácica estalle a causa del redoble de
mi corazón, pero puedo hacerlo. Él quiere que lo haga. Puedo ofrecerle el
momento romántico e irresistible que yo ansiaba de los otros noventa y
nueve y nunca recibí. Esa es la razón por la que el universo hizo que todas
esas conexiones fracasaran: ¡estaba preparándome para esta!
—¿Todo en orden...? —le pregunto.
¡AAAH!
Salgo proyectado hacia delante y voy a chocar contra dos pasajeros que
van de pie. El L suele detenerse de forma gradual, pero en esta ocasión no
ha sido así. Mientras me disculpo con los confundidos pasajeros, el chico
número 100 me tira hacia él de manera firme pero delicada. Ambos
sonreímos.
—Maldito tren —suelta—. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Solo me ha pillado desprevenido y...
—Tu cuaderno... —El chico número 100 ya está inclinado delante de mí
cuando me doy cuenta: el cuaderno ha salido volando de mis manos y ha
caído al suelo del vagón, con el nuevo boceto hacia arriba.
El temor se me instala en la garganta. Lo va a ver. ¿Le gustará?
El chico número 100 tiene en las manos su propia imagen. La mira,
absorto, y me la devuelve. Su expresión deja claro que la reconoce. Aun
con los rasgos distorsionados sabe que se trata de él. Me siento desnudo,
calado hasta los huesos. Me atacan pensamientos abruptos y dolorosos: el
impulso de disculparme y huir, de abandonar ese cuaderno y no volver a
tocarlo jamás.
Nos miramos a los ojos sin decir nada. Cojo el cuaderno.
Una voz digitalizada anuncia por los altavoces la siguiente parada del
tren, Washington/Wabash. La sorpresa invade los delicados rasgos faciales
del chico número 100.
—¡Mierda, esta es mi parada!
—¡La mía también! —miento.
—¿En serio? —Sonríe aliviado—. Ya salimos. ¡Al fin «libros»! —dice
señalando con un gesto las bolsas de libros.
—Bobo —replico riendo.
Cuando el chico número 100 avanza hacia la salida del vagón, la veo: su
chaqueta de calabaza yace olvidada en el asqueroso suelo del L. La recojo y
voy tras él, pero sus zancadas de larguirucho ya lo han puesto un metro por
delante de mí. Montones de pasajeros entran en tropel. Yo lucho contra la
multitud cada vez más numerosa y el corazón me late tan fuerte que
empieza a dolerme de verdad. El chico número 100 salta al andén. Hay
demasiada gente, pero ya casi llego...
Resbalo en el suelo y, de no haberme agarrado de la barra más cercana,
podría haber aterrizado en el hueco entre el vagón y el andén. ¡Fiu! Ha
estado cerca, pero nada puede interponerse entre el chico número 100 y yo.
—¡Príncipe de Chicago! ¿Estás bien? —El señor DeVito me sujeta del
brazo, y yo quedo frente a frente con el preocupado fan de mi padre—.
Menudo resbalón.
—No, yo... —respondo tartamudeando.
«Cerrando puertas», dice la voz de los altavoces, y veo como las puertas
automáticas se juntan, separándome del chico número 100.
El corazón se me sale del pecho. Esa es la única explicación para este
dolor intolerable.
He titubeado solo un instante, pero eso ha sido suficiente.
—¡Esperad! —grito—. ¡Ey, abrid las puertas!
Al otro lado de las ventanas, los labios del chico se mueven rápidamente.
Intenta decirme algo, pero no oigo nada. Sacudo la cabeza y señalo con
movimientos bruscos mis oídos.
Esto es una pesadilla. Unos jadeos cortos y superficiales me constriñen
el pecho.
Aún no nos movemos. Todavía hay tiempo. ¿Dónde está el botón o la
palanca para avisar que necesito que abran las puertas? Podría intentar
separarlas como si fueran las mandíbulas de un dragón que se hubiera
interpuesto entre el valeroso príncipe y su damisela en apuros.
Pero estas mandíbulas están cerradas a la perfección y no hay manera de
agarrarlas.
Fuera, en el andén, el chico número 100 se mueve con inquietud y frunce
el ceño preocupado. Sabe lo mismo que yo, que es demasiado tarde para
decirnos eso que necesitamos más que nada en el mundo: nuestros nombres.
Articula con los labios unas últimas palabras que, tristemente, sí puedo
comprender: «Lo siento». En ese momento, otra sacudida hace temblar el
suelo del tren. Empezamos a avanzar. El hombre de mis sueños se hace
cada vez más pequeño.
Se ha ido.
El fan de mi padre pregunta con tacto y culpabilidad:
—¿Te encuentras bien?
Me vuelvo hacia él con un enorme peso oprimiéndome el pecho.
—Esa era mi parada.
4
El decreto
Lo he perdido.
Había encontrado al chico número 100 y lo he perdido.
En la siguiente parada, cojo la chaqueta de calabaza del irrepetible chico
de mis sueños y salgo a toda prisa al andén. Sin detenerme corro hasta
donde el destino y unas puertas automáticas nos separaron.
No hay nadie más que un joven violinista. El chico número 100 no me
ha esperado.
Una melodía dulce y melancólica hace eco en el espacio cavernoso y
vacío del andén, entre edificios de ladrillo y un toldo de vigas de acero.
Suena solo para mí.
Me tiro una hora volviendo sobre mis pasos y peinando las calles
aledañas, deseando ver alguna señal de él, alguna pista de adónde ha podido
ir, pero no encuentro nada. El atardecer morado se cierne sobre mí. Las
cafeterías encienden sus lámparas exteriores.
¿Cómo ha podido permitir el universo que esto ocurriera? ¿Brindarme a
un chico maravilloso, alinear los astros para juntarnos de manera tan
perfecta y luego dejar que una cagada lo arruinara todo?
¿Cómo se llamará? ¿Por qué no le he preguntado su nombre?
Después del fracaso de todos mis flechazos, este prometía ser mi cuento
de hadas. «Cuento de hadas...»
Una nueva sensación inunda mi pecho y expulsa la pesadez que se había
instalado ahí desde que aquellas puertas se cerraran en nuestras narices.
Debo ser fuerte. Este es mi cuento de hadas, como los que siempre he
escrito. Yo soy el príncipe y, de algún modo, tengo un reino a mi
disposición.
Instaloves.
Extiendo la chaqueta del chico número 100 sobre un banco desocupado,
con el magnífico diseño de calabaza hacia arriba, y la dibujo. Cada
enredadera, cada detalle bordado irradia un brillo místico, como de polvo de
hadas, bajo la luz de las lámparas de los restaurantes. Luego, sintiendo un
peso en el corazón, dibujo al chico número 100 vistiendo la chaqueta. Nada
más que destellos, todos de memoria (sus rizos, sus mejillas), cualquier
cosa lo bastante específica como para identificarlo. Cuando termino, le saco
una fotografía y la subo a Instagram. En Instaloves solo había publicado
dibujos escaneados, pero esta es una emergencia, así que voy a apartarme
de esa tradición.
Le doy al botón de compartir y respiro hondo.
Nuestra conexión era real. La manera en que me miraba, listo para que lo
invitara a salir. La sonrisa que le marcaba aún más las marcadas mejillas.
Un dolor pesado regresa a mi pecho.
Necesito refuerzos.
CHICO NÚMERO 100, ¿DÓNDE ESTÁS? Amigos y amigas, siempre he
mantenido el anonimato aquí (¡eso no cambiará hoy!), pero acabo de
conocer al chico número 100 en la línea marrón, en Harold Washington
Library. Coqueteamos y estuve a punto de invitarlo a salir. Por un golpe del
destino, perdí mi oportunidad. Íbamos a bajar en la misma parada,
Washington/Wabash, pero, cuando él salió, yo volví para coger la chaqueta
que se había dejado olvidada. Las puertas se cerraron en nuestras narices
y el tren se puso en marcha. No puedo encontrarlo. Ni siquiera sé su
nombre, pero ES el chico número 100. Si eres una de esas personas tontas
como yo que creen en el destino, en las señales y en los finales de cuentos
de hadas, por favor, ¡comparte esta publicación y ayúdame a encontrarlo!
El Audrey’s Café está más tranquilo tras el ajetreo de las horas de salir del
trabajo. De otra forma, no habríamos podido acomodarnos en estos sillones
de cuero junto a la ventana, una ubicación muy deseada. Los sillones están
al lado de una vetusta chimenea con estante de libros. Cuando la encienden,
durante el invierno, no hay en la ciudad un lugar más agradable que ese.
Rodeado por la acogedora bossa nova de la cafetería, extiendo la chaqueta
de calabaza del chico número 100 sobre nuestra mesa circular. Hannah y
Maggie se llevan a la nariz la piel vegana e inhalan el fresco olor del tejido
sintético sin saber que están untándose en la cara los gérmenes del tren.
Detrás de las chicas, en la terraza exterior, veo a Elliot borrando la pizarra
de caballete.
—Esa chaqueta ha estado en el suelo de la línea marrón —admito por
fin.
Hannah y Maggie retroceden asqueadas y dejan caer la chaqueta sobre la
mesa. Maggie me mira con rencor mientras se pone en la nariz unos
toquecitos de desinfectante de manos.
—Es una lástima que ese chico huyera antes de descubrir que eres un
idiota.
—¿No te ha escrito? —pregunta Hannah mientras se aplica gel
hidroalcohólico en la nariz.
—No, he estado mirando y nada —gruño. Luego vuelvo a revisar mis
mensajes.
¡Soy yo! Quería invitarte a salir, pero me ha dado
miedo.
Ey, ha sido guay hablar contigo, pero no siento lo
mismo que tú. ¿Podrías devolverme mi chaqueta?
¡Me encanta ser el chico número 100! ¡Y también he
notado esa chispa entre los dos! Todavía no me siento
lo suficientemente cómodo como para quedar en la
vida real, pero si me envías tus calcetines usados, te
haré una transferencia de 30 dólares. ¿Qué número
calzas?
Mamarrachos. Impostores. En las dos horas que han pasado desde que he
compartido esa publicación, me he convertido en un imán de todos los
mitómanos queer del área de Chicago. Y por si esto fuera poco, ¡incluso he
recibido un mensaje de alguien que vive en Hungría! ¿Hola? ¿He dicho que
nos hemos encontrado esta misma tarde en el L y ahora estás en Hungría?
—¿Es cierto que has encontrado al chico número 100? —comenta Elliot
mientras arrastra la pizarra de la cafetería.
—Sí, y sé que fue cosa del destino. —Cojo por las mangas la magnífica
chaqueta hecha a mano del chico número 100. Casi puedo sentir esos brazos
fuertes en su interior. He estado tan cerca...
—Entonces, el destino volverá a reuniros —asegura Elliot sonriendo. El
cabello le cae sobre el rostro redondo.
Le devuelvo la sonrisa. Su entusiasmo es contagioso.
—¿Qué os parece? —pregunto al tiempo que levanto la chaqueta como
si fuera una prueba—. ¿Buscamos pistas en los bolsillos o sería una
invasión de su privacidad?
—No sería más invasión que haberlo dibujado en el L —dice Maggie.
Entonces la señalo con el dedo.
—Lamento haber interrumpido otra noche de discutir con Manda en el
sofá, pero si vas a seguir atacándome...
Mientras Maggie pone los ojos en blanco, Hannah mete ambas manos en
los bolsillos delanteros de la chaqueta y dice:
—¡Ups, se le ha caído esto del bolsillo!
Contengo la respiración cuando saca algo blanco y pequeño. Entonces se
lo arrebato de las manos como si fuera un número de la lotería premiado.
—Un carné de la biblioteca.
Doy la vuelta con manos temblorosas a la delgada tarjeta de plástico.
Esas bolsas de libros que iba cargando... Siento que mi corazón se oprime al
recordar las últimas palabras que me dijo: «¡Al fin “libros”!». Un momento
bonito, tonto, interrumpido demasiado pronto.
—¿Le gusta leer? —pregunta Hannah animadamente.
—El plastificado está desgastado —digo agitando la endeble tarjeta. Por
delante, el nombre se ha borrado del todo. Por detrás, la firma es un
garabato ilegible. Toco con delicadeza el nombre difuminado como si
pudiera excavarlo del pasado como los huesos de un dinosaurio. Me parece
ver una R. ¿O es una H?
—Un gran lector. —Hannah empieza a bailotear en su asiento—. ¡Ya me
tiene ganada! ¿Sale el nombre en el carné?
—La tarjeta está demasiado vieja. ¡El nombre se ha borrado! —
refunfuño mientras le doy una patada a una silla desocupada. El chirrido
provoca que todos se giren hacia mí. Por debajo de la mesa, Hannah me da
un ligero apretón en la rodilla. No necesita mirarme para transmitir su
mensaje: «Tranquilo. Sé que esto es una mierda».
Todos volvemos a concentrarnos en la absoluta falta de información del
carné de la biblioteca. Suspiro.
—Bueno, Don Entrometido, los números de cuenta están asociados a un
nombre. ¿Por qué no vas a la biblioteca y lo buscas?
Suelto un grito ahogado y exclamo:
—¡Una pista!
—Me alegra que la persona de la relación aburrida haya sido de ayuda
—afirma Maggie. Luego vacía en su boca abierta las migajas de una bolsa
de papel.
Hace unos instantes, el camino para encontrar al chico número 100
estaba opacado por una niebla espesa e impenetrable, pero ahora... tengo
una pista. La esperanza estalla en mi interior como fuegos artificiales.
Puedo encontrarlo. Iremos a la biblioteca, buscaremos el nombre del chico
número 100 con el número de su carné y al fin podré invitarlo a salir.
¡En menos de veinticuatro horas recuperaré mi oportunidad!
Introduzco con cuidado mis delgados brazos en la enorme chaqueta y,
aunque estoy nadando en ella, me siento bien. Se me eriza el vello de los
brazos.
—Entonces, si vamos a buscar al Señor Destino, tengo que pedirte algo
que no te gusta —dice Hannah mirándome con seriedad—. ¿Puedes
enseñarnos el dibujo?
Cierro automáticamente los puños bajo la mesa. Tres rostros ilusionados
y expectantes me observan.
Esto va en contra de todos mis instintos, pero... así de seria está la cosa.
Hablamos nada menos que del chico número 100. Este es un día para
romper las reglas, sobre todo si eso aumenta mis posibilidades de
encontrarlo.
Como Elliot ha sido muy amable con su comentario del destino, le doy el
dibujo a él. Maggie, Hannah y él se congregan con afán alrededor de mi
boceto; ninguno de ellos está acostumbrado a verme tan obsequioso.
—¿Será diseñador? —pregunta Hannah. Luego da unos golpecitos con el
dedo sobre el cabello del dibujo—. Qué obsesión tienes con los rizos.
—Vaya brazos —susurra Maggie tan hipnotizada como quedé yo con el
rasgo más atractivo del chico número 100.
—¿Cuánto has tardado en dibujar esto? —se interesa Elliot.
—Unos diez minutos —respondo.
Una sonrisa de asombro se extiende sobre su rostro.
—No te creo —replica.
—Es solo un boceto. Aún tengo que ponerlo bonito. —Siento como el
color se me sube a las mejillas. Ya he compartido lo suficiente. ¡Aborten
misión! Le arrebato el cuaderno a Maggie y ella pone los ojos en blanco.
—Siempre me he preguntado cómo logras dibujar a esos chicos durante
un trayecto tan corto en tren —comenta Elliot apoyándose en la pizarra—.
¡A mí apenas me da tiempo a leer una página de un libro!
—Práctica —digo encogiéndome de hombros—. No solo es cuando voy
en tren. También en parques, en clase. Dondequiera que caiga el rayo...
De repente, alguien agarra a Elliot desde atrás. ¡Estos clientes están fuera
de control! Me levanto de la silla para ayudarlo, pero entonces reconozco al
atacante: Brandon Xue, el campeón de natación del insti. Es un chico de
ascendencia china, de 1,80 metros de estatura y unos brazos nacarados y tan
definidos como los de una estatua griega. Levanta por los aires a su novio
como si estuviera haciéndole la maniobra de Heimlich. Elliot suelta un grito
ahogado y, cuando ve de quién se trata, empieza a soltar unos adorables
chillidos.
—¡Brandon, paraaa! —se queja Elliot en un susurro—. ¡Estoy
trabajando!
La pureza de la alegría gay de Elliot y Brandon juntos me relaja los
hombros. Por alguna razón, siento que el chico número 100 está más cerca
de lo que estaba hace un instante. El chico número 100 podría levantarme
con la misma facilidad con sus fuertes brazos. Tal vez algún día me
sorprenda mientras estoy pintando el mural de mi cuarto, que es tan grande
e intrincado como el tapiz de un castillo medieval. Dos príncipes, felices
por fin.
Me alegra que Elliot conozca esa alegría. Nunca he visto a Maggie y a
Manda reír juntas así; siempre hay mucha tensión y malentendidos entre
ellas.
Mientras Elliot sigue riendo y suplicando que lo suelte, su jefa gruñe
desde la barra:
—¡Ejem! —La mujer lo fulmina con la mirada mientras vacía granos de
café en la máquina de expreso.
La alegría de Elliot desaparece.
—De acuerdo, bájame —le ordena a su novio, y Brandon obedece a
regañadientes.
Me duele ver que deban controlarse.
—Ah, eh... —Elliot señala el cuaderno de bocetos, que tengo apretado
contra el pecho—. ¡Estamos ayudando a Micah a buscar al chico número
100!
—Sí, he visto tu publicación —afirma Brandon volviéndose hacia mí
con expresión de tiburón—. Entonces, ¿es verdad que te pasas todo el día
en el tren eligiendo a chicos a los que seguir como un asesino en serie?
—No —replico acaloradamente.
—Eso es lo que hacía Jack el Destripador. Dicen que también era un tipo
rico que se aburría.
—Brandon... —susurra Elliot muerto de la vergüenza.
—Era una broma, bebé —se queja Brandon, y molesto por que sus
comentarios no nos parezcan graciosos.
—Micah no acosa a nadie —dice Hannah.
—Es un acoso light —añade Maggie.
Siento las orejas ardiendo mientras guardo mis cosas en la mochila para
marcharme, pero Hannah protesta:
—Oye, espera. —Entonces coge la chaqueta del chico número 100 antes
de que yo pueda alcanzarla—. Vamos a encontrar a este chico, y se va a
poner loco de alegría de verte de nuevo.
Sonrío.
—¿Vamos a la biblioteca por la mañana?
—La búsqueda ha comenzado.
Más tarde, cuando vamos saliendo del Audrey’s, Elliot anuncia una
bebida desde la barra.
—¡Dirty chai helado para el príncipe azul! —El sonriente chico me
entrega mi bebida insignia, cortesía de la casa.
Tras quedarme mudo un instante, le doy las gracias.
Él me guiña el ojo y susurra:
—¡Ve a por él!
Sonrío y miro el Cuadernillo de las primeras veces. Junto a «La primera
vez que invité a salir a un chico» hay un espacio en blanco que espera con
ilusión la fecha. La respuesta a todas estas preguntas, y a todas mis
esperanzas y sueños, está en el interior de la Harold Washington Library.
5
La biblioteca
El amigo político
El escudero
Aunque la noche de cine se prolongó y Elliot era quien debía hacer el viaje
más largo de regreso a casa, ya está en la estación de tren cuando Hannah y
yo llegamos por la mañana. No creo que exista un Elliot con sueño.
—Un dirty chai para el príncipe azul y su tropa de búsqueda —dice al
tiempo que me ofrece un vaso grande.
Mi corazón se reanima. Una vez más, es agradable verlo sin el delantal
del Audrey’s. Lleva una camiseta sin mangas azul turquesa y vaqueros
negros con las rodillas rasgadas.
—¡Gracias! —le digo—. ¿Ahora el Audrey’s entrega en andenes de
tren? —Bebo un par de sorbos y le paso el vaso a Hannah. Ella termina de
escribir un mensaje y luego le da un buen trago.
Elliot no tenía por qué hacer nada de esto, ni traer chai ni ayudarme. ¿Es
por lástima? ¿Se dará cuenta de mi desesperación? He estado insistiendo
con este chico al que apenas conozco y los queers tenemos un sexto sentido
para percibir las señales que dejan traslucir la soledad gay: irritabilidad,
montaña rusa emocional, fantasías delirantes...
Yo cubro prácticamente tres de tres.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, oh, líder de la misión? —le pregunto a
Elliot.
Él hace una reverencia.
—Mi señor, usted es el líder de la misión. Yo no soy sino un humilde
paje.
¿Siguiéndole el juego a mi fantasía tonta? Después de esto y de la noche
anterior, Elliot está sumando muchos puntos como amigo.
Señala con mucha seguridad un paso elevado y nos dirigimos hacia él a
través de una calle llena de basura. El último tramo antes de llegar al muelle
es una maraña de puentes, callejones sin salida y taxis compitiendo
desesperadamente por encontrar un atajo para llegar a la orilla del lago.
Debería haberme puesto mejor calzado. Mis chanclas lavanda no son
adecuadas para una caminata larga. Sin embargo, estoy dispuesto a sufrir,
pues cada doloroso paso me acerca a mi destino. Detrás de mí, Hannah le
da a enviar a otro largo mensaje y acelera para alcanzar a los dos gais de
paso rápido.
—Es la segunda bebida gratis seguida que te prepara —me dice en voz
baja.
—Ya lo sé —respondo también en voz baja—. Es una pasada tener un
agente encubierto en el Audrey’s.
—No son Starbucks, Micah. No dejan que los empleados inviten a
consumiciones. Y Elliot se moriría antes de coger algo a hurtadillas. Lo ha
pagado todo él.
—¿Qué? ¿Por qué? Podría haberme pedido el chai yo.
—Es un chico muy majo.
El té se me corta en el estómago. Elliot necesita todas las horas extra de
las que pueda echar mano. Depende de las becas que pueda ir a la
universidad y a la facultad de veterinaria, y su padre no puede ahorrar
mucho. ¿Y está comprándome tés? Yo tengo la suerte de contar con el
dinero del programa de radio del «rey de Chicago», pero no todos tienen un
padre que fue la estrella de Go to H. E. Double Hockey Sticks. Uf. Por otra
parte, no quiero hacer sentir mal a Elliot por los regalos que me ha hecho,
así que no puedo devolverle el dinero. Cojo el móvil y, con unos cuantos
movimientos, transfiero cincuenta dólares al bote de propinas digitales del
Audrey’s.
Hannah vuelve a teclear frenéticamente en su teléfono con sus uñas
pintadas y una sonrisa relajada y satisfecha.
Hago un gesto con la mano para llamar su atención y la interrogo:
—¿Quién es el feliz destinatario de tantos mensajes?
Ella aparta el móvil con actitud defensiva.
—Nadie.
—¿Ah, sí? —Empiezo a girar a su alrededor como un perrito
emocionado—. ¿Quién es este nadie?
Hannah siempre habla de los chicos con quienes sale. Es muy
predecible. Así que este debe de ser alguien que le guste de verdad. Elliot,
que ya iba una manzana por delante, vuelve corriendo hacia nosotros y
pregunta:
—¿Hannah también tiene un chico en el anzuelo?
Gracias a Dios que sus dos mejores amigos no saben nada del tema.
—¡Sois un par de bullies! —grita Hannah, pero no deja de sonreír ni de
escribir.
—¿Es tauro? —pregunta Elliot con sonrisa pícara.
Hannah se pone seria.
—No me enredo con chicos tauro.
—«Chicos del coro, no chicos tauro» —canturreo.
Hannah chasquea los dedos y me señala.
—Haz una camiseta con esa frase.
Hay un brillo en ella que no suele aparecer con su rutina de maquillaje
habitual. Es como si anduviera por ahí con un aro invisible de luz
apuntándola.
—Hannah, ¡no me puedo creer que los dos hayamos encontrado al
mismo tiempo al chico indicado! —exclamo al tiempo que Elliot y yo la
rodeamos.
—Bueno... —replica Hannah haciendo una mueca.
—¿Qué pasa?
—Aún no sé si es el indicado.
Me coloco enfrente de ella, la miro a los ojos y doy un paso hacia atrás.
—Vale, ¿qué fue lo primero que sentiste al conocerlo? —pregunto—.
¿Sentiste un cosquilleo por todo el cuerpo? Cuando yo conocí al chico
número 100, fue como si el universo me estuviera enviando señales. La luz
del sol hacía que todo se viera dorado y...
—Fue guay conocerlo. No sé.
Hannah me empuja a modo de juego y Elliot se aparta conforme nos
acercamos al muelle. Al parecer, su manera de ser un mejor amigo es
reconociendo cuándo Hannah no quiere hablar acerca de algo y dándole su
espacio.
Vale. Inteligencia emocional. Pero ¿es lo correcto?
Hannah siempre desvía la atención de sí misma. «No hablemos más de
mí» será su epitafio.
Levanta los ojos tras enviar otro mensaje y nos escudriñamos con la
mirada.
—De acuerdo, te dejaré en paz por ahora —digo, mientras me aplico
protector labial—. Te deseo lo mejor con este chico.
Hannah asiente de forma diplomática y yo me adelanto para alcanzar a
Elliot. No quiero apagar el entusiasmo de Hannah, pero, cuando es el
indicado, te das cuenta. No hay lugar a dudas. Puede que te pilles de un
chico divertido, puede que pienses que es mono, pero ¿el indicado? O te
alcanza el relámpago o no.
El chico número 100 me alcanzó con tantos relámpagos que bien podría
ser Zeus. Y yo soy Hera. Pero sin todas las infidelidades de Zeus.
Cuando atravesamos el último paso elevado, podemos contemplar al fin
el lago Michigan y las hileras de barcos, contenedores y muelles de carga.
Elliot nos conduce al bullicioso mercado del muelle, un océano de puestos y
compradores con montones de bolsas. Los trabajadores del mercado se
afanan colocando las bandejas de frutas, ensartando pollos en asadores o
rociando con cuidado los arreglos florales.
Cuando al fin llegamos donde está la mujer a la que Elliot llama Shirley,
la del Dockside, veo que es más joven de lo que esperaba, treintañera, y
exuda una energía muy poderosa para una persona tan pequeña. Tiene los
ojos muy abiertos y la piel oscura, y está rebosante de alegría. Lleva un
delantal de jardinería que le llega hasta los tobillos, de manera que cuando
camina tiene que arrastrar los pies para no caerse.
Elliot y Shirley se abrazan al verse, y él va de inmediato al grano:
—Mi amigo necesita tu ayuda. ¿Reconocerías a un chico que te compró
un montón de cosas hace un par de días?
Aunque ya estoy preparado con mi cuaderno abierto, las palmas de mis
manos humedecen los bordes del papel. Es mucho más fácil mostrar mi
trabajo en Instagram que en persona. En internet es como «¡Zum!, adiós,
me voy a mi escondite». En persona, la gente juzga al instante y no sabe
que esas valoraciones se reflejan en su rostro. Pero el artista las percibe.
No obstante, Shirley no hace ninguna valoración al estudiar mi dibujo
del chico número 100. Lo mira sin parpadear, como si fuera un espécimen
en un frasco. Contengo la respiración.
—No hay muchos detalles en el rostro —observa.
—Las caras que dibujo son abstracciones; tienen más que ver con la
emoción que con la persona —replico tartamudeando cada dos palabras.
Elliot, Hannah y Shirley se me quedan mirando sin decir nada.
—Bueno, el caso es que debería haber estado aquí antes de ayer. Es un
chico muy guay. Encantador. Ya sabes, de esas personas con las que es fácil
conversar. ¡Y llevaba puesta esta chaqueta! —Me giro para mostrarle el
fino bordado de calabaza.
—La chaqueta me suena... —admite Shirley al tiempo que se quita unos
guantes quirúrgicos cubiertos de tierra. En el puesto hay una amplia
variedad de frutas, flores y barriles abiertos llenos de especias. El olor a
canela y romero inunda el espacio. Shirley coge una cuchara y remueve el
contenido de los barriles mientras sigue pensando.
—Se gastó casi seiscientos dólares hace dos días —apunta Elliot
mientras la sigue—. Alguien tendría que llevarse la mitad de tus productos
para gastar tanto de una sola vez.
Shirley se acerca a una mesa de bayas y las empapa con el contenido de
una botella con una etiqueta que reza MEZCLA DE SHIRLEY PARA LAVAR
FRUTAS. Todos esperamos en silencio mientras ella limpia.
Por favor, por favor, acuérdate.
Justo cuando abro los labios, Shirley sonríe y afirma:
—Tenía el pelo oscuro y rizado.
—¡Sí! —exclamo, y me golpeo la rodilla con el barril de canela al tratar
de acercarme a ella.
—Me acuerdo de él. Un chico simpático, con un alma vieja. Como
Elliot.
—Bueno... —Elliot agacha la cabeza con timidez.
—¿Cómo se llamaba? —inquiero.
—Lo siento, no lo sé —responde Shirley—. Pero sí puedo deciros esto:
ciento veinticinco granadas.
Hannah deja de escribir en el móvil. Todos nos miramos unos a otros.
Shirley se echa a reír, como si se tratara de una broma personal.
—Perdón —dice—, me apetecía ver vuestras caras. Compró ciento
veinticinco granadas, cien cestas de uvas y trescientas rosas rojas de tallo
largo.
Hannah, Elliot y yo intercambiamos miradas de júbilo.
¡Rosas!
El chico número 100, un romántico empedernido, compró un número
inusitado de rosas, obviamente, como un gran gesto romántico. Siento
calidez en toda la cara. ¡Me ha comprado rosas!
Un momento.
Las rosas las compró antes de que nos conociéramos. Son para otra
persona.
—¿Dijo para qué quería todo eso? —Las palabras caen de mis labios
secos y trémulos.
Shirley asiente.
—Sí, para un proyecto de arte.
¡Aleluya!
Entonces el chico número 100 sí que es artista, como yo. Nuestro hogar
será un lugar de creatividad y afecto constantes. Dibujar, pintar, diseñar,
esculpir, bordar... ¡Él y yo haremos de todo! No nos quedaremos sentados
viendo la tele. Habrá tanta innovación y emoción en nuestro artístico hogar
que no habrá lugar para que algo tan ordinario como el aburrimiento invada
nuestras vidas.
Nunca había estado tan seguro como ahora de mi futuro con el chico
número 100.
—¿Cómo hizo para llevarse todas esas flores y granadas? —pregunta
Elliot.
—Pidió que se las llevaran.
Me pongo de puntillas.
—¡Dios mío! ¿Adónde?
—No puedo dar domicilios —dice Shirley—. Pero si mal no recuerdo,
preguntó dónde estaba la tienda más cercana de artículos para cocina. Tal
vez ahí puedan daros más datos.
Como en toda buena búsqueda, nuestro viaje está lejos de terminar.
¡Tenemos un nuevo destino por alcanzar! ¡Qué historia tan maravillosa
contaremos cuando la gente nos pregunte cómo nos conocimos!
Cada nueva revelación pinta una imagen más nítida del chico número
100.
Lector..., bromista..., fan de las calabazas, o sea que le encanta el otoño,
y por tanto, los jerséis calientitos..., quizá tenga un perro..., probablemente
se acurruque con su perrito también vestido con un jersey..., está montando
una especie de proyecto de arte a partir de comida...
¡Un verdadero artista con una perspectiva única! Tal vez podría
ayudarme a descubrir mi voz artística y a resolver la incógnita de mi mural.
Después de darle las gracias a Shirley, mis camaradas y yo continuamos
nuestra búsqueda y caminamos de vuelta al Loop, donde nos esperan las
tiendas de artículos para cocina.
—¿Y si las rosas son para una instalación de arte? —me pregunto en voz
alta. Voy saltando de emoción con cada paso—. ¡Una tarjeta gigante de San
Valentín hecha con flores! ¿O sería demasiado básico?
—No si está bien hecha —afirma Elliot—. Por ejemplo, si usara las
granadas para hacer un zumo que goteara de las rosas como si fuera sangre.
—¡Iuc!, ¡qué romántico! —exclama Hannah riendo.
Cada idea suena más emocionante que la anterior, y las conjeturas no
cesan durante todo el recorrido al centro de la ciudad.
¡Somos la Compañía de la Chaqueta!
Es increíble cuánto nos hemos unido los tres durante este último día, con
un propósito común y bromas internas acerca de granadas, chicos tauro y
antiguas comedias románticas. Para ser francos, todo ha sido gracias a
Elliot, con su gran sentido del humor y su manera tan relajada de
comportarse en situaciones desconocidas como si fueran cotidianas. Me
gustaría sentirme así de cómodo frente a la novedad.
Si lo fuera, tal vez sería experto en invitar a chicos a salir. Y tal vez si no
me avergonzara por todo, ¡podría mostrarle a la gente mis obras inacabadas
y recibir una buena instrucción artística!
Pero, bueno, soy como soy.
Cuando estamos a punto de llegar al Loop, Elliot nos pasa a los tres un
ventilador de mano como si fuera un oscilador humano. Hannah se abanica
con su bolsito, pero yo disfruto el calor, de modo que le doy otro trago a
nuestro dirty chai, que sigue caliente dentro del vaso.
—Gracias por venir anoche —le digo a Elliot—. Dile a Brandon que mi
padre siguió hablando con entusiasmo de él después de que os fuerais. Ya
tiene un nuevo admirador.
Elliot sonríe entre resoplidos de calor.
—Qué bien. Brandon entrena muy duro. Tu padre fue muy amable al
dedicarle su tiempo.
—Por favor, pero si le encanta... —Bebo otro trago—. Espero que tú
también te lo pasaras bien.
—¡De maravilla! —Me ofrece el ventilador, pero lo rechazo con un
movimiento de la mano—. Tu casa era..., ¡uff! ¡Cuántas ventanas! ¿Alguna
vez se calienta?
—Está climatizada, creo.
A decir verdad, nunca había pensado en eso.
—Guau, qué sofisticado. —Entonces se ríe y se da una palmada en la
frente—. Sofisticado. Menudo paleto estás hecho, Elliot. —Empiezo a decir
«No...», pero él continúa—: Yo también vivo en un ático, ¿sabes? Justo
encima de la pizzería de mi padre. Es un edificio de dos plantas, pero
estamos en la más alta. Lo primero que noto al despertar es el aroma de la
masa horneándose.
—¡Mmm! —exclamo—. Me encantaría...
Pero Elliot no había terminado.
—Y hace calor. Un calor infernal. Descubrimos que el tejado... —Elliot
intenta humedecerse los labios—, bueno, es negro, así que absorbe todo el
calor y lo transmite a mi cuarto. El tejado es lo bastante delgado como para
que pase eso, pero lo bastante grueso para cumplir con la normativa,
supongo. En cualquier caso, el dueño dice que un aparato de aire
acondicionado volaría los fusibles del edificio y que va a renovar la
instalación eléctrica, pero me da que eso no pasará hasta dentro de unos
setenta años, así que vamos tirando.
Hannah para de escribir en el móvil para dirigirme una mirada de
preocupación.
Yo he estado en el lugar de Elliot, y me duele ver en tiempo real cómo
ocurre: empiezas a hablar, a revelar cosas, y casi sin darte cuenta acabas
contando todos los asuntos de tu vida que por lo general procuras ignorar.
—¿Alguna vez has tenido tanto calor que te has echado a llorar? —me
plantea Elliot mientras se limpia la frente—. Ya de por sí soy caluroso, tal
vez porque soy más robusto...
—Oye —lo interrumpo. Es hora de que el príncipe azul entre en acción
—. Vamos a por algo de agua.
Pido un Uber y en menos de cinco minutos estamos en Jewel-Osco,
donde abastezco a mis camaradas de búsqueda con sendas aguas de coco. El
efecto de la hidratación se nota al instante. Los pensamientos fluyen con
más claridad. Las actitudes son más optimistas.
Mientras Hannah entra en el Potbelly’s para comprar algo de comer para
los tres, yo paso el ventilador portátil sobre Elliot mientras él se termina su
agua.
—Lo siento —dice.
—No, no; lo siento yo —replico—. Eso del aire acondicionado suena
terrible.
Elliot mueve la cabeza de un lado a otro.
—Es solo que no había vivido con mi padre desde que era niño, y odio
ese maldito lugar. Mi madre ha muerto, así que he estado viviendo en el
campo con mi tía. Se estaba a gusto allí, pero yo quería regresar a Chicago
porque... —Pone los ojos en blanco—. Había muchas cosas que quería
hacer. Que quería ser. Pero no supe que mi padre estaba tan mal
económicamente hasta que llegué aquí. Toda mi energía se va en... ir
tirando.
Si él fuera Hannah, lo cogería de la mano, pero me parece que no sería
apropiado. ¿Le toco el hombro? ¿Lo abrazo? Demasiado íntimo para un
amigo nuevo. ¿Dónde pongo las manos?
—Son muchas cosas a la vez... —es lo único que acierto a decir antes de
que se ponga de pie.
—Pero no hablemos más de mí —pide.
Yo me río.
—Oye, ¡esa es la frase de Hannah!
—¿Verdad? —exclama Elliot, y me coge de la muñeca. El contacto no es
incómodo.
—¿Cuál es mi frase? —pregunta Hannah cuando llega con tres
sándwiches del Potbelly’s.
—Nunca quieres hablar de ti misma —respondo.
—Y por una buena razón: ¡estoy rodeada de cotillas! —Hannah nos
lanza los bocadillos y discutimos alegremente sobre su personalidad
reservada hasta que encontramos un banco con sombra donde sentarnos a
comer. Es fácil sentirse cómodo con la dinámica de este nuevo trío.
Después de almorzar visitamos una tras otra las tiendas de artículos de
cocina. Los empleados de Sur La Table y Williams-Sonoma no recuerdan a
nadie con la descripción del chico número 100. Sin embargo, en Rudy’s
Culinary Emporium encontramos una pista. Rudy en persona está delante
de nosotros, con sus velludos brazos cruzados sobre una camisa granate de
manga corta, y se ríe.
—Chaqueta de piel, muy alto. Claro. Ha vuelto. Ahora mismo debe de
estar donde las licuadoras.
Hannah, Elliot y yo nos miramos unos a otros como pájaros alborotados.
—¿Está aquí? —pregunto—. ¿En este momento?
Me cuesta trabajo creerlo, como si debiera haber sentido un fuerte
movimiento tectónico si el chico número 100 estuviera cerca de mí. El
corazón me aporrea la caja torácica. Elliot avanza con paso firme hacia el
área de licuadoras mientras yo solo puedo seguirlo dando traspiés como
Bambi en un lago congelado.
Por fin tendré mi segunda oportunidad...
Pero el hombre corpulento con chaqueta de piel que está en las
licuadoras no es el chico número 100. Un hombre desaliñado de mediana
edad con un delantal asimismo de piel de color café está al final del pasillo,
eligiendo entre dos modelos de Cuisinart.
Nuestras sonrisas se desvanecen, y Elliot y yo nos apoyamos en el
hombro del otro como marionetas tristes.
Más tarde, mientras trazamos un círculo completo hasta llegar a las
tiendas para turistas de Michigan Avenue, el sol sube el calor al máximo.
—Solo una tienda más y terminamos —les prometo entre jadeos a mis
camaradas.
No puedo creer que sigan conmigo.
Elliot levanta un puño. Mientras Hannah se entretiene detrás de nosotros,
le susurro:
—Gracias por hacer esto, Elliot.
Él me da una palmada en el hombro y me dedica una sonrisa luminosa.
—No hay nada que agradecer. Es mi deber apoyarle en esta batalla
contra el dragón al que llamamos «invitar a salir a un chico». Sigo siendo su
humilde escudero.
Menos mal que le gusta hacer teatro tanto como a mí. El príncipe me da
fuerzas, así como el escudero alimenta la energía de Elliot.
—Creía que eras un paje —comento.
Elliot juguetea con una perilla invisible.
—¿No es lo mismo?
—No tengo ni idea. —Ambos reímos—. Quedémonos con escudero. El
escudero me gusta.
Mi cansancio se desvanece. Con esa energía fresca y reconfortante que
me ha dado el apoyo de mi escudero, los tres nos dirigimos a Fiddlestick’s
Restaurant Goods como uno solo, como una entidad inseparable y sudorosa.
Detrás del mostrador un hombre latino de rostro redondo, piel marrón clara
y bigote delgado y anguloso sonríe alegremente. Sin preámbulos, le
muestro con cansancio mi dibujo del chico número 100 y digo:
—Estoy buscando a este chico. Es alto. Le encantan los perros. Es muy
probable que se le den bien los juegos de mesa, pero no alardea de ello.
Sabe con exactitud quién es y, cuando te mira, es como si supiera quién eres
tú, y hace que te sientas visto y validado. —Hago una pausa para recuperar
el aliento—. ¿Ha pasado por aquí alguien así hace dos días?
La voz del hombre es como un ronroneo nasal.
—¿Llevaba puesta esa chaqueta de calabaza?
Hannah y Elliot se quedan sin respiración.
—¡Sí! —exclamo.
Como si estuviéramos en una película muda, los tres estiramos los
brazos y los entrelazamos. El hombre recuerda con claridad al chico
número 100.
—Sabía justo lo que quería. Muy seguro de sí mismo, como has dicho.
Recogió un pedido que había hecho...
—Planea con anticipación. Increíble —digo, y dejo que el hombre
mantenga su ritmo.
—Era una olla sopera de cien litros. La pagó y se fue.
—Trabaja en un restaurante —conjetura Hannah en voz alta.
—No, Shirley dijo que era para un proyecto de arte —replica Elliot—.
Va a preparar mermelada de uva y granada.
—¿Y eso es un proyecto de arte? —pregunta Hannah—. Y, entonces,
¿para qué son las rosas?
—No lo sé, pero ¡lo descubriremos! Micah, es él. ¡Lo hemos encontrado!
Ni siquiera puedo prestarle atención a Elliot porque una idea gris y fría
invade mi mente.
—No puede decirme su nombre y dónde puedo localizarlo, ¿verdad?
El hombre sonríe con dulzura y niega con la cabeza.
La realidad se derrumba a nuestro alrededor, y el hombre se convierte en
uno más de una larga sucesión de callejones sin salida.
La Compañía de la Chaqueta debe descansar.
Hannah y Elliot salen a la calle y yo los sigo arrastrando los pies con la
chaqueta cada vez más caliente del chico número 100 entre los dedos. Unos
árboles que dan sombra parecen llamarnos desde el otro lado de la calle,
pero unos trabajadores de la construcción bloquean el camino.
—Deberíamos pedirle a tu padre que anuncie en su programa de radio
que estamos buscando a este chico —dice Hannah mientras salimos con
lentitud de la tienda. Su amabilidad me va a matar. Ojalá pudiera
involucrarla en una historia mía que no tuviera que terminar con miradas
compasivas.
Esta era mi última esperanza de encontrar al chico número 100.
¿Dónde más podríamos buscar?
Todo el mundo se ha esforzado para ayudarme, pero lo único que he
logrado ha sido arrastrarlos a la ruina y a la deshidratación.
Bajo la sombra menguante de los rascacielos, levanto la preciosa
chaqueta del chico número 100, con su calabaza bordada de cuento de
hadas, una obra de arte desperdiciada, igual que nuestra conexión.
Entonces suspiro.
—Vale, ya es suficiente. Marchaos a casa.
Elliot chasquea la lengua con lástima, pero Hannah asiente. Está más
pálida de lo normal.
—Necesito una ducha —comenta con tono asqueado.
—Puede que tengas razón —afirmo, y río sin ganas—. Debería poner un
anuncio en el pódcast de mi padre, en plan: «Ey, amigos deportistas...».
Detrás de nosotros, en la escalera de la tienda, una joven latina con el
pelo rapado, tez oscura y los labios pintados de rosa brillante está vapeando.
Lleva el mismo chaleco verde azulado que el hombre que está dentro.
Además, nos mira fijamente. Después de exhalar una nube de vapor con
olor a uva, abre los ojos con entusiasmo.
—¿En el programa de tu padre? —pregunta—. ¡Eres el príncipe de
Chicago!
No, por favor. Otra aficionada a los deportes no. No tengo tiempo para
fingir que no soy el hijo de Jeremy Summers porque la mujer no tarda nada
en acercarse con el móvil en la mano. En la pantalla está mi publicación de
Instagram de la chaqueta del chico número 100.
—¡Sabía que había visto esa chaqueta en algún lado! —exclama ella—.
¿Tú eres Instaloves? ¡Qué romántico! Ojalá alguien se tomara tantas
molestias por mí.
Antes de que pueda pedirle que por favor mantenga mi identidad en
secreto, Elliot se adelanta.
—¿A que sí? —dice. Luego nos mira a la empleada de Fiddlestick’s y a
mí alternativamente—. Tú trabajas aquí, ¿verdad?
La sonrisa de la mujer desaparece. Sopesa durante una eternidad su
siguiente pensamiento y al fin susurra:
—La he visto aquí antes. Tu chaqueta. —Le da un tironcito a la manga
—. Estuvo aquí hace dos días. Esta mañana fui a entregarle su olla.
El aire se congela a mi alrededor. Hannah y Elliot se quedan paralizados
como estatuas.
—Nos han dicho que vino a recogerla —afirma Hannah en mi nombre.
Yo estoy demasiado emocionado como para emitir sonido alguno.
—Iba a hacerlo —contesta la mujer—, pero esa olla es difícil de
acarrear, así que le ofrecí llevársela gratis si no le importaba esperar hasta
hoy.
Mi cuerpo entero pende de un hilo cuando pregunto:
—¿Adónde?
—Al Instituto de Arte —responde esbozando una sonrisa, consciente de
la magnitud que tiene esa información para mí.
Cuando un «gracias» resbala débilmente de mis labios, un rayo de sol
celestial se abre camino hasta Elliot, Hannah y aquella maravillosa mujer.
Ya sé dónde encontrarlo.
8
El palacio
El prólogo
Sí.
He invitado a salir a un chico y ha dicho que sí. Lo había hecho un
millón de veces en mi mente con otros noventa y nueve chicos, pero mi
cuerpo no estaba preparado para la realidad de escuchar a Grant decir «sí»
con esa voz profunda y resonante de bajo que tiene. Sí. ¡Qué palabra tan
mágica! Ese «sí» me ha barrido de la mente todos los «no» que he oído o
imaginado.
El «sí» es tan potente que he aceptado salir a cenar con él ahora mismo.
Sin preparativos, sin planificación romántica, sin anuncio en Instaloves,
¡nada!
—Vamos a tomar algo al Potage, nada sofisticado —dice Grant.
¡Nada sofisticado! ¡Yo quería sofisticado! Esta es nuestra primera cita,
mi primera cita. ¿Nada sofisticado?
Sin nada más que un «¡Pasadlo bien!», la amiga de Grant se aleja lo más
rápido que puede con las bolsas de granadas.
—¡Eshana! ¿Y la olla? —grita él señalando su compra de la tienda de
artículos para cocina.
Me vuelvo a emocionar; Grant está en mitad de algo importante.
Tendremos que posponer esta primera cita hasta mañana, para cuando yo
pueda planificar. Cuando estoy a punto de sugerirlo, su amiga, Eshana,
responde sin siquiera girarse:
—¡Déjala! Vendré a por ella en cuanto lleve estas a su sitio.
Grant se vuelve hacia mí sonriendo con alivio, pero yo ya estoy tenso
otra vez.
—No sé si está bien que deje solo a mi amigo —digo señalando a Elliot
al otro extremo del patio, pero ya no está ahí. Se ha ido.
Reviso mi móvil y veo un mensaje suyo:
No quería que una despedida incómoda arruinara tu
PRIMERA CITA. ¡Pásalo genial!
Adorable. Le respondo:
¡Vale!
—Te enviaré los detalles de la cita cuando los haya planeado —indico.
Acto seguido salgo con Grant al atardecer. Al otro lado de la calle, frente
a la entrada del jardín norte, decidimos despedirnos. Se queda conmigo
hasta que llega mi Uber, pero, cuando aparece el coche, me agarra del codo.
Bajo el resplandor de las farolas, sus ojos luminosos dicen lo que yo no me
atrevía a admitir: es terrible separarnos otra vez después de que nuestra
última separación fuese tan dolorosa.
—No puedo creer que te haya encontrado —digo.
Sonríe.
—Aquí estoy.
Después de un instante que me deja sin aliento, yo también sonrío.
—Sí, aquí estás.
—¿Qué me pongo mañana?
Mientras el motor del Uber sigue zumbando, repaso en mi mente las
opciones. ¿Qué podría ser adecuado para el plan que tengo en mente, si aún
no lo he decidido? Al final, Grant siempre sabe obtener de mí las verdades
más simples:
—Ponte lo que llevarías si esta fuera tu última primera cita.
En esta ocasión soy yo quien lo deja sin aliento.
—Vale —accede aturdido pero sonriente—. Nos vemos mañana.
Subo al coche y el Uber emprende el recorrido del Loop a mi casa
mientras yo permanezco en un estado mental de ofuscamiento y felicidad.
Al final de un larguísimo día empiezo finalmente mi Cuadernillo de las
primeras veces. Junto a «La primera vez que invité a salir a un chico»,
escribo la fecha: 9/6/22.
Lo he hecho. No sabía que podía ser un chico tan guay.
10
La Dama Encantada
Mi padre se pone nervioso con solo verme usar su cafetera, así que
lograr que me preste el yate de la familia será todo un reto. Después de
intercambiar varios mensajes con él (y de recibir por la otra línea algunos
de mi madre en los que me asegura que lo convencerá), mi padre cede con
la condición de que nos veamos en la embarcación a las cinco y media,
seguro que para explicarme mil cosas antes de darme las llaves.
¡Victoria!
Mi segundo mensaje es para Hannah. Ya tengo una docena de mensajes
suyos pidiéndome que se lo cuente TODO, pero con mi renovada confianza
decido jugar un poco:
Te lo contaré todo cuando tú
me hables del hombre misterioso de anoche.
Su respuesta:
Adiós.
Los tres puntos que indican que Elliot está escribiendo aparecen incluso
antes de que yo termine de teclear. ¡Me encanta que sea tan impaciente
como yo con los mensajes! Su respuesta llega pronto:
¡Holaaaaaa! ¡Encantado de hacer otra misión con
vosotros! Y el dibujo que publicaste, ¡GUAU! Estoy
trabajando, pero saldré a mediodía. Espero que no sea
demasiado tarde.
Es Grant.
Mis labios se separan. Es como si se hubiera materializado de la nada en
mi habitación.
¿Cómo lo hace para saber qué decir en cada ocasión? Respondo lo más
rápido que puedo.
Iba a ser inolvidable, pero ahora tendrás que
conformarte con que te diga los detalles de la primera
cita definitiva.
¡Estoy listo!
La Princesa
Caballero
Deseo concedido
Entro a hurtadillas en mi oscuro ático. Las únicas luces son las que
provienen de la ciudad que se extiende detrás de la ventana panorámica. Las
luces brillantes y parpadeantes de los rascacielos se convierten en puntos
borrosos en mis ojos exhaustos. Camino de puntillas hacia mi habitación.
No hay nadie despierto que me regañe.
Nadie aparte de Maggie.
Su puerta se abre sin hacer ruido y yo ahogo un grito. Ella me mira de
arriba abajo con los cascos Beats tragándose su cabeza. Todas las luces de
su cuarto están encendidas. Tiene el portátil abierto sobre la cama y Lilith
está tumbada con indolencia junto a ella.
¿Va a echarme la bronca Maggie?
¿Pretende divertirse contándome lo cabreado que estaba mi padre porque
no he cumplido con la hora de volver a casa?
Entonces sonríe de oreja a oreja y me da unos aplausos silenciosos.
Durante un minuto eterno y precioso, bailamos juntos en la entrada de su
cuarto mientras Lilith nos observa con indiferencia. Antes de derrumbarme
en mi cama, veo en mi cómoda el Cuadernillo de las primeras veces y
reclamo triunfantemente mi victoria: «El primer beso: 10/6/22».
Los regalos
Estás resbalando. Estás a punto de caer a las rocas que hay decenas de
metros más abajo.
Pero tu apuesto héroe llega justo a tiempo. Alarga la mano y te pide que
la cojas, que confíes en él. ¿Confías en él?
Estás aterrorizado, pero entonces te das cuenta de que no te dejará
caer. Lo único que tienes que hacer es confiar en el momento y coger su
mano.
¡Busca a la persona que te haga sentir así y no la dejes ir!
#DeseoConcedido
Fragmento de la entrevista exclusiva de PopClique con los mejores amigos del príncipe
de Chicago, Hannah Bergstrom y Elliot Tremaine.
El ratón
Ya verás.
El escudero
capturado
El Taste of Chicago ha empezado por fin, pero mis planes se han venido
abajo en un segundo. Mientras Grant se cepilla los dientes, yo permanezco
tumbado en posición fetal en su cama, incapaz de despegar los ojos de una
condenada imagen en mi móvil: Elliot, detrás de su barra de expresos,
mirando con el rostro más triste del mundo cómo Grant y yo nos besamos.
Quienquiera que sacara esta foto espontánea desde el Audrey’s ha
convertido a Elliot en un meme que está EN TODAS PARTES.
Según recuerdo, Elliot no estaba tan abatido, al menos no tanto como en
la foto. Sin embargo, la cámara no miente.
De la noche a la mañana, Elliot se ha erigido como el nuevo rostro de los
sueños destrozados:
Mi vida amorosa.
Cuando él dice que te llamará.
Ese sentimiento cuando la máquina de helados de McDonald’s está estropeada.
La foto ha dado tantas vueltas en internet que los memes ya están muy
especializados. En uno de ellos, la leyenda que está sobre mí y Grant dice:
«La anciana Rose dejando atrás el pasado», y sobre los ojos llorosos de
Elliot: «El collar que tiró al océano».
Ya he visto once versiones diferentes pese a que he tratado de evitarlas.
—Estoy bien —dice Elliot por FaceTime cuando lo llamo, pero sus
ojeras cuentan una historia diferente—. Por cierto, el dibujo de los tritones
es increíble. Anoche lloré pensando en él.
Si bien esa noticia aligera el peso que oprime mi pecho, desearía que
Elliot lo hubiera recibido en mejores circunstancias. Nunca habíamos
hablado por FaceTime sin Hannah (y sorprendentemente no resulta para
nada raro), pero yo he insistido en hacerlo. Sus mensajes parecían vacíos,
distantes, carentes de su entusiasmo y de sus característicos signos de
exclamación. También tenía la necesidad egoísta de saber que todo estaba
bien entre nosotros, y de comunicarle que la fotografía no me había
turbado.
—¿Has dormido bien? —le pregunto.
Elliot resopla.
—Sé que parezco un muerto. Discutí con Brandon durante toda la noche.
Noto como si me sacaran el aire de los pulmones.
—Lo siento mucho.
—Al final lo resolvimos... —bosteza—, después de tres horas.
—Por lo menos lo arreglasteis. Entonces... no cree que..., que estés...
«Enamorado de mí. Que estés enamorado de mí.»
—¿Que esté celosísimo de ti y de Grant? —pregunta Elliot—. Sí, creo
que conseguí engañarlo. ¿Y qué tal Grant? ¿Disfrutasteis de una noche
romántica en lugar de pasar horas discutiendo sobre chorradas estúpidas y
paranoicas después de haber trabajado hasta tarde?
Una sensación de culpa me constriñe el estómago.
—Debe de haber sido terrible.
—No fue genial. —Elliot se frota el rostro—. Durante las horas que
estuvimos hablando de todo, Brandon no me preguntó en ningún momento
si yo estaba bien. No me preguntó si me sentía avergonzado.
—¿Te sientes avergonzado?
—Tendrían que inventar una nueva palabra para describir lo
avergonzado que me siento.
No me atrevo a decirle a Elliot que ahora mismo es el vivo retrato del
rostro del meme. Pero ese sufrimiento terminará hoy; de eso me encargo yo.
—Oye —le digo con voz seria. Elliot respira hondo y me mira—. Es una
estupidez de internet. Mañana, todo el mundo se habrá olvidado. No tienes
nada de que avergonzarte.
Elliot se gira en la cama para ponerse de espaldas llevando consigo el
móvil y vuelve a gruñir.
—Tal vez sea mejor que no hagamos la búsqueda del tesoro hoy —
propone—. Brandon está insoportable. Priscilla me ha enviado un mensaje.
El Audrey’s está llenísimo por lo del Taste, así que tengo que ir para cubrir
descansos.
Me enderezo bruscamente en la cama de Grant y le hablo con toda
seriedad:
—Elliot, no puedes ir al trabajo hoy. Te sentirás peor. La gente se pasará
todo el día enseñándote esos malditos memes.
Sus ojos se abren aterrorizados.
—Es verdad. Pero... no tengo opción. Estoy condenado.
—¡Tómate un día de salud mental!
La risa estruendosa de Elliot satura su micrófono.
—¡Oh, mi dulce niño estival! ¿Un día de salud mental? ¿Dónde te crees
que trabajo, en Pixar? Es hostelería. ¡Me pagan a cambio de destrozarme la
salud mental!
Hago un gesto desdeñoso con la mano.
—Entonces di que tienes gripe. No vayas. ¿Las propinas van a ser
buenas hoy siquiera?
Elliot pone los ojos en blanco.
—Estos turistas no dejan propina. —Tras otro suspiro lánguido, asiente
—. De acuerdo, le diré que tengo síntomas de algo.
—Bien. Y sé que estás molesto con Brandon, pero esta búsqueda del
tesoro será la oportunidad perfecta para que todo cambie.
Elliot parpadea y al final sonríe.
—¿De verdad lo crees?
—Tú creíste en mi cuento de hadas y ahora estoy acostado en su cama.
Somos creyentes.
Elliot está a punto de quedarse sin razones para no marcharse de
Chicago. No puedo permitir que el final de su relación con Brandon sea la
gota que colme el vaso. Este meme no ha podido llegar en peor momento,
pero voy a guiar a Elliot a través del fuego.
—Vale —accede al tiempo que se endereza con energía—. Brandon ya
se ha cogido el día libre, lo cual es un milagro, así que hagámoslo. ¿Adónde
lo llevo?
—No lo vas a llevar a ningún lado. ¡Eres el tesoro que estará buscando!
Nos vemos dentro de una hora en el Taste. Invéntate algo sobre adónde
vas...
Entonces Elliot deja caer el rostro sobre la almohada.
—¡Esto va a ser imposible!
—¡Claro que no!
—¿Cómo se supone que voy a hacer que Brandon vaya allí? Se limitará
a volver a su entrenamiento.
—No, porque Hannah lo llamará y le dirá que se reúna con ella en el
Taste para hablar de vuestra bronca de anoche. ¡Es perfecto! Hannah estará
trabajando todo el día en el puesto de sus padres, así que Brandon no se
extrañará de que lo cite ahí.
Elliot niega con la cabeza.
—Eso solo hará que Brandon sospeche. Es muy desconfiado. ¿Cómo
voy a desaparecer así como así? No puedo decirle que voy a la cafetería
porque para entonces ya habré dicho que estoy enfermo, y si él va ahí y
Priscilla le pregunta cómo me encuentro, y él dice «¿Qué?», y luego
Hannah le pide que queden en secreto... ¡Uf!
Con delicadeza, hago que se calle.
—Basta. No pienses. Solo déjamelo a mí. ¡Esta es tu búsqueda!
Después de que Elliot haya colgado para levantarse de la cama, me estiro
sobre el colchón de Grant y dejo que las preocupaciones me consuman. No
puedo evitar sentirme responsable, teniendo en cuenta todo lo que hemos
hecho para que nuestra relación sea tan popular. Aún no me siento del todo
cómodo publicando un selfi tras otro con el hashtag #RelationshipGoals.
Ahora, cada vez que Grant y yo estamos en público, siento que me miran.
Grant lo disfruta, pero yo no puedo creer que la popularidad sea parte de mi
vida otra vez. Esta visibilidad es justamente la razón por la que mi madre
canceló nuestro propio reality.
Ahora, Elliot ha caído en la misma trampa.
—¿Era Elliot? —pregunta Grant cuando sale del baño lamiéndose los
dientes recién cepillados. Ha estado haciéndolo durante varios minutos.
—Sí —respondo.
—¿Está bien?
—No, pero lo estará. —Me levanto de un salto para besar sus labios
sabor hierbabuena—. Ha sufrido varios reveses últimamente, así que
necesita un triunfo.
Grant me da un beso en la mejilla, pero noto en su mirada que lo agobia
un pensamiento.
—¿Sabes? —comenta—. Creo que le gustas mucho.
—No, para nada —repongo casi con culpa.
—Me sabe mal que tu amigo sea el hazmerreír de todos, pero esa foto es
verdaderamente triste. Triste en plan «estoy viendo a mi hombre irse con
otra persona». Conozco esa mirada. Yo mismo llegué a dominarla antes de
conocerte.
El dolor punzante de antiguos rechazos se materializa en los ojos de
Grant.
Aparto unos rizos de su frente.
—Le guste o no —le digo—, yo estoy contigo. No te voy a dejar.
Grant levanta el rostro y sonríe.
—Eres un buen amigo para él.
¿Estará Elliot colado por mí? Es halagador, pero no pienso que sea el
caso. Creo simplemente que su estado mental es el mismo que tenía yo hace
un mes: desesperado por un toque de magia.
Puede que para Grant yo sea el príncipe azul, pero para Elliot seré el
hada madrina.
16
El festival
Jejeje, no te preocupes.
¡Faltan pocas pistas!
La mala suerte
La colaboración
El creyente
La musa
del mural
Oh, no.
La sangre abandona mi cabeza y todo el cuarto me da vueltas.
¿Cómo he podido no poner a Grant en mi mural? Al chico número 100, a
mi príncipe, a mi novio.
Nunca he pintado tan rápido en mi vida. No hay tiempo para sopesar
opciones o arrepentirse. Ni siquiera trazo los contornos primero. Zum, zum.
Empiezo con añil para formar una capa larga en un hueco cerca del extremo
derecho del tren. Con dedos temblorosos abro tubos nuevos de azul klein,
gris y bronce. En menos de quince minutos, Grant se convierte en un
príncipe exuberante, la Bestia, que baila con otro príncipe, yo, poco
detallado y medio oculto en las sombras.
¿Por qué la Bestia? Bueno, la ansiedad ha inundado mi cerebro y
excluido cualquier pensamiento complejo, y la única idea que ha aflorado
acerca de Grant ha sido su sensación de estar maldito.
Envío al grupo un mensaje con la inclusión de Grant, acompañado de
una mentira para justificar mi retraso: había hecho una pausa para almorzar.
Después de cuatro tortuosos minutos sin recibir respuesta, Grant escribe:
¿La Bestia? ¿Cómo te atreves? Es broma, ¡me
encanta! ¡Estoy guapísimo! ¡Se te da genial esto!
Al día siguiente, una lluviosa tarde de domingo, los miembros del equipo
Deseo Concedido quedamos para el traslado oficial de mi mural al Instituto
de Arte. Grant, Elliot, Hannah y Jackson están reunidos en torno a la isleta
de la cocina, picando de la bandeja de fiambres que nos ha puesto mi
madre. Fuera de mi cuarto, Maggie viene a mi encuentro con un pijama con
estampado de hamburguesas y el pelo recién lavado. Va cargando a Lilith,
que parece literalmente una bola de pelos.
—No puedo bajarte —le dice Maggie con voz tranquilizadora—. Hay
gente moviendo cosas. Te pueden pisar.
Lilith me mira con recelo, como si supiera que soy la causa de todo esto.
La acaricio, algo muy difícil de hacer si no la tienen en brazos.
—¿Todo bien con Manda? —pregunto. La novia de Maggie está en la
calle reservando un lugar para el camión de mudanzas que llevará mi mural
al Instituto.
Maggie hace una mueca y mueve la cabeza para quitarse de los ojos un
mechón de cabello húmedo.
—Está bieeeen. Solo se pone nerviosa cuando tiene que reservar sitio,
como si eso la fuera a meter en problemas.
—¡Lo siento! —Reviso mis bolsillos para asegurarme de que llevo todo
lo necesario—. Ya bajamos.
—Estará bien. —Maggie me abraza con fuerza y Lilith gruñe al quedar
aplastada entre los dos—. Estoy orgullosa de ti. Nunca te había visto
trabajar tanto.
—Gracias —respondo—. Aun así, todavía no puedes ver el mural.
—¡Maldito enano! —Entonces me empuja y le lanza una última mirada
a mi puerta cerrada—. De todos modos, me alegro por ti.
Nos lanzamos unos besos, y Maggie y Lilith regresan a su habitación.
Mientras me dirijo a la cocina, no se me borra la sonrisa de la cara. Mi
mural está terminado. Va a salir al mundo. Y todas las personas a las que
aprecio están aquí para ayudar.
Enrollamos el mural como si fuera un tapete y lo metemos en una bolsa
sellada. No es hasta que los ayudantes más corpulentos, Grant y Jackson,
intentan levantarlo cuando nos damos cuenta de lo pesado que es cuando
está compactado. Si bien el Instituto le ha prestado a Grant un pequeño
camión de mudanzas para transportarlo, es necesario llevarlo a la planta
baja. El ascensor del ático es demasiado pequeño, así que tenemos que
bajarlo veinte plantas por las escaleras de emergencia.
La salida de la casa resulta complicada, no solo por el tamaño y el peso
del mural, sino por los comentarios sarcásticos de los que soy víctima.
—¡Te prometo que no estoy mirando! —exclama mi madre—. ¿Quieres
que me esconda en el cuarto de la lavadora?
—Ah, claro, ahora sí que pertenezco al equipo Deseo Concedido —dice
Hannah—, cuando hay que hacer el trabajo sucio.
La única persona que parece concentrada en la tarea es Jackson, que
sigue ganando puntos por la seguridad con que da indicaciones para mover
el mural. Cada vez que habla, me dan ganas de darle el visto bueno a
Hannah con los pulgares levantados.
Tienen una conexión increíble.
Las cosas que se susurran el uno al otro cuando nadie está mirando, la
manera en que se tocan suavemente en la muñeca o en la parte baja de la
espalda. La nostalgia me conmueve con intensidad; me recuerdan a Grant y
a mí en nuestra cita de prólogo en Le Petit Potage. Cuando no dejaba de
tocarme, no en plan sexual, sino con toquecitos suaves, como si fuéramos
animales desconocidos explorándonos mutuamente.
Esos toquecitos en presencia de otras personas ya apenas ocurren.
¿Es mi culpa? ¿Mis pensamientos negativos acerca de Instaloves me han
frenado de forma inconsciente?
«Los problemas pequeños se convierten en problemas grandes, Micah.»
Seguimos en la escalera de emergencia y faltan dieciocho pisos para
llegar a la calle. Otro factor que dificulta el traslado del mural es la
diferencia de estaturas. Grant y Jackson son bastante altos; por nuestra
parte, Hannah, Elliot y yo tenemos problemas tratando de evitar que la
bolsa toque el suelo.
Parecemos un balancín. Grant se ríe y le da un codazo a Elliot.
—Ahora nos vendría bien la altura de Brandon.
Hannah, que está a mi lado, se pone tensa. La escalera se queda en
silencio durante un segundo terrible. Yo sé de antemano lo que Elliot va a
decir:
—Ah..., sí, bueno, lo dejé el martes.
Veo como los ojos de Grant se abren como platos por encima de la bolsa.
—¡Vaya! Lo siento mucho.
—¡Elliot, yo también lo siento! —le grito desde el otro extremo del
mural.
Mis manos están resbaladizas por el sudor. No puedo creer que esté
enterándome de esto cuando estoy a miles de kilómetros de Elliot y no
puedo abrazarlo. Seguro que no me lo ha dicho para evitar que Grant y yo
nos sintiéramos mal por haber bombardeado su última oportunidad para
salvar la relación.
—Gracias —dice Elliot. Se detiene en el último escalón para recuperar el
aliento—. No quiero que nadie se sienta mal. Esto es algo bueno. Ya se veía
venir. Y vuestro espectáculo de aniversario fue muy bonito. Cualquier
persona tranquila habría visto claro que se trataba de un malentendido. El
hecho de que Brandon no lo hiciera —Elliot exhala con fuerza— me dijo
todo lo que necesitaba saber.
Las palabras de Elliot no son reconfortantes. Grant y yo intercambiamos
miradas de preocupación y culpa.
—¿De quién hablamos? —pregunta Jackson.
La escalera estalla en risas de alivio. Hannah ha elegido de maravilla.
Los ánimos regresan al grupo mientras los cinco acarreamos el mural a
través del recibidor hasta el camión que Manda ha mantenido fuera con el
motor encendido.
—¡Madre mía! —exclama al tiempo que baja del vehículo con su pijama
de patatas fritas, que hace juego con el de hamburguesas de mi hermana—.
Han venido como siete policías. ¡Ninguno de vosotros me cogía el teléfono!
—Lo siento muchísimo —me disculpo al tiempo que saco la rampa
posterior del camión—. Hemos tenido que bajar veinte pisos por una
escalera estrecha este monstruo. No volveré a pintar en casa.
Grant choca los cinco con Manda.
—¡Gracias! Ve a tomarte algo. Unos Crunch Berries, por ejemplo.
Manda suelta un suspiro de angustia y responde:
—Propuesta aceptada.
Después de que ella se aleje, Grant sube al asiento del conductor. Los
otros cargan mi mural en el camión y luego se van cada uno por su lado. Al
final, me reúno con mi novio en el asiento del copiloto. Grant no lo pone en
marcha de inmediato. Se gira hacia mí con expresión animada y la cámara
de su móvil abierta.
—Uuh, ¿un selfi en el que aparezcamos llevando una obra misteriosa al
espectáculo? —Grant saca una foto y yo salgo con el ceño fruncido.
Las pequeñas preocupaciones se convierten en preocupaciones grandes.
«¡Di algo, Micah!»
—Quiero recuperar Instaloves —declaro con la garganta seca por los
nervios. El estómago me da un vuelco cuando Grant arruga la frente,
confundido—. Creía que no me importaría promocionar el espectáculo,
pero... Instaloves es para mi arte. Ahora sé cuál es mi visión, y creo que
debería haber seguido siendo anónima.
Grant se me queda mirando sin parpadear.
—Vale...
—Lo siento...
—¿Te arrepientes de haberle dicho a la gente que soy tu novio?
Su tono de voz se ha sumergido de manera tan súbita en la oscuridad que
me quedo mudo por un instante.
—No. Nuestros selfis pertenecen a nuestra vida personal. Es solo que...
no quiero seguir poniendo en mi página más publicidad para Deseo
Concedido. Necesito mi propio espacio artístico...
Grant hace una mueca como si le hubiera dado un puñetazo en el
corazón.
—Entonces sí que desearías que yo fuera un secreto.
—Eso no es lo que estoy diciendo...
Mientras trato de encontrar las palabras adecuadas, Grant estruja el
volante.
—Solo dime que te estoy agobiando, Micah. No tienes por qué
inventarte todo esto de que necesitas tu propio espacio artístico.
—Grant, no estás escuchándome, ¡y ese es el problema! —La frustración
se me sale del pecho. No puedo controlarla. Grant, incapaz de mirarme de
frente, tiene los ojos clavados en el volante del camión. Respiro para
tranquilizarme—. No quiero que seas un secreto. Lo que quiero es...
Pero mi cerebro se ha desbordado. No sé cómo terminar la frase.
—¿Qué? —pregunta.
—Quiero que Instaloves sea mío, independiente de Deseo Concedido,
¿vale?
Grant cierra los ojos para contener las lágrimas. Siento un golpe en el
pecho al darme cuenta de que lo que ha entendido es: «Quiero separar a
Micah de Grant».
—Esta es mi única oportunidad —susurra—. Tú siempre has destacado.
Yo no. Tú eres la única razón por la que la gente va a venir a este estúpido
espectáculo y verá mi estúpido disfraz.
Ahí está: la verdad.
La vieja herida detrás de cada publicación promocional y de cada selfi
forzado.
Grant cree que no es nada sin mí.
Le limpio las lágrimas de los ojos y acaricio sus preciosas mejillas.
¿Dónde está ese chico sonriente y seguro de sí mismo que conocí en el tren,
el que cargaba con facilidad unas bolsas con libros y me robó el aliento con
sus hoyuelos? Pensé que era una estrella inmaculadamente segura y serena.
¿Por qué no se cree capaz de valerse por sí mismo?
¡Ha entrado en el Instituto de Arte antes de que a mí se me ocurriera
siquiera intentarlo!
—Tú has logrado algo que yo no he podido nunca —replico—. Has
entrado en este programa siendo alumno de instituto. Estás haciéndolo
increíble. Ya eres suficiente.
Grant solo mueve la cabeza de un lado a otro. Se niega a creerlo.
—Podemos seguir con la promoción —digo. Sus ojos rojos se abren—.
Pero cuando pase el espectáculo, regresaré a mis dibujos, ¿de acuerdo?
Haciendo un gran esfuerzo, Grant asiente y sonríe. Yo, por mi parte, no
puedo evitar sentir que he puesto mi corazón sobre la mesa y que Grant no
ha escuchado ni una palabra de lo que he dicho. Mis preocupaciones han
pasado por el filtro de su dolor, de su paranoia de que lo voy a abandonar
como siempre han hecho los demás, dejando el asunto sin resolución.
22
La jaula
La partida
del escudero
Elliot es un amigo maravilloso, pero no tengo ningún interés romántico en él. Es una pena
que dos chicos queers no puedan ser amigos sin que la gente piense que están liados a
escondidas. A ver si maduráis. Adiós.
El baile
La búsqueda
del escudero
El consejo
del rey
La ayuda
del reino
Las doce
en punto
11.59.
Envío el mensaje.
Tras un último aviso a los pasajeros, el tren se va.
29
Fin
La medianoche llegó y se fue. Con ella se han ido también mis esperanzas,
mis sueños, mi fe en la magia y, sobre todo, mi paciencia conmigo mismo.
«Grábate bien esto en la cabeza, Micah. No deberías haber perdido a
Elliot, pero lo has hecho, para siempre, porque eres un ratoncito tímido y
asustado. Te has enfrentado demasiado tarde a tus dragones. Si realmente
conocieras los cuentos de hadas, sabrías que la magia dura poco. El reloj lo
es todo.»
La carroza se transforma de nuevo en calabaza.
Cae el último pétalo de la rosa de la Bestia.
El sol se pone sin que el deseo de Ariel se cumpla.
He llegado demasiado tarde. La maldición de la soledad se ha vuelto
permanente.
Solo queda un tren en la estación. No hay nada más que raíles y unos
pocos trabajadores solitarios. Todo está vacío. Elliot ha debido de coger un
tren anterior, o quizá nadie lo ha visto subir al que acaba de marcharse. Eso,
o se encuentra en alguna parte de la ciudad pero está tan harto de mí que ya
no quiere ni responder. Esta última posibilidad es la que más odio, porque
es la que más probable me parece.
—¿Micah? —pregunta una voz tranquila.
Me vuelvo y me encuentro a Margaret, con su gorra de los Bulls sobre el
cabello cano y rizado y con la sonrisa más bondadosa que he visto en mi
vida. Me pone la mano sobre el hombro.
—El tren ya se ha ido. ¿Qué haces aquí, solo en este banco?
—Yo... —Las palabras se me atoran en la garganta. Las lágrimas brotan
en cuanto pronuncio la siguiente sílaba—. No puedo levantarme.
—¿No puedes?
—No me puedo mover. —Muevo la cabeza de un lado a otro. Siento
como si mis piernas estuvieran llenas de cemento. Se niegan a moverse. Si
me pusiera de pie, tendría que salir. Si saliera, tendría que decirles a todos
que he fracasado.
—Estoy segura de que puedes levantarte —insiste Margaret.
Muevo la cabeza con más fuerza.
—No puedo levantarme del banco.
—Nada de lágrimas. —Margaret me abraza y percibo el perfume White
Diamonds de Liz Taylor, el favorito de mi abuela. Cuando me da unas
palmadas en la espalda, me desplomo todavía más—. Nada de lágrimas.
Venga, arriba.
La idea de ponerme de pie me resulta espantosa, pero lo hago de todas
maneras. Margaret hace que parezca al menos un uno por ciento posible. Su
calidez y firmeza me obligan a obedecerla de inmediato. En este momento
en el que me siento tan perdido, eso resulta reconfortante. Regreso
arrastrando los pies por los pasillos de la estación LaSalle con mi jubilosa
hada madrina.
—Ha sido muy amable por su parte ayudarme —digo después de
aclararme la garganta.
—¡Olvídalo! —Ella agita sus manos con uñas pintadas de color rojo
sangre y vuelvo a percibir el olor a White Diamonds.
Mientras bajamos por las escaleras mecánicas del exterior, la luz
omnipresente de la carroza de calabaza se eleva desde la calle.
Ay, Dios. Ahora tenemos que hacer un recorrido mucho menos triunfante
para devolver esta cosa.
«¡Presta atención, Chicago! ¡Contempla al chico desolado en su
deslumbrante carroza de calabaza!»
Cuando la escalera mecánica nos escupe en la calle, la limusina de mi
familia está aparcada y todos esperan fuera. Un saco de arena cae sobre mi
corazón por cada ser querido al que tendré que contarle lo de Elliot. Pero
cuando miro hacia la carroza de calabaza, me doy cuenta de que no hace
falta que les hable de él.
Elliot está aquí.
El chico al que he estado buscando está esperándome con un pie en el
escalón de la carroza, con unos impecables Dockers de lino blanco y una
camisa del mismo color remangada hasta los codos. Un chico luminoso
como el sol, rodeado por las luces de la carroza. La imagen es tan perfecta,
tan romántica, que temo echarme a llorar a moco tendido delante de todos
nuestros conocidos y arruinar el momento.
—Elliot —digo con más aire que sonido. Aspiro tan rápido que me
cuesta más trabajo respirar que cuando creía que lo había perdido.
Recorro la distancia entre los dos con tanta precaución como si el suelo
fuera de cristal. Mis dedos se cierran en torno a los suyos... y su mirada no
se aparta de la mía. En el resplandor de las luces de la carroza veo un brillo
acuoso que centellea en sus ojos. Esto es tan emocionalmente peligroso
para él como para mí.
—Lo siento —me disculpo.
—Lo sé —responde, ni muy sonriente ni muy molesto.
—He cortado con Grant.
—Lo sé.
Sigue neutral. El miedo asciende por mi pecho como guerreros que
escalaran el muro de un castillo.
¿Cómo se siente? ¿Se alegra de verme? Nunca lo sabré con certeza si no
doy el salto, y en esta ocasión saltaré yo primero.
Elliot no está aquí para oír disculpas ni para hablar de mi ruptura. No sé
qué lo ha convencido para bajar de ese tren, pero creo que está aquí
buscando una sola cosa: que lo traten como en un cuento de hadas.
—Hasta ahora, me había dado mucho miedo hacer esto —expongo
mientras acaricio rítmicamente su palma con el pulgar. Él no se resiste. Me
mira con atención, como si aún no me creyera capaz de decir la verdad.
Pero voy a demostrarle que sí puedo—. Antes de conocerte bien, dibujé a
noventa y nueve novios, pero nunca encontré al indicado. Le pedí al
universo que pusiera en mi camino al chico número 100, aquel de quien yo
sabía que iba a enamorarme. Di por hecho que era Grant, pero me
equivoqué. Después de pedir ese deseo, hace tres meses, el primer chico al
que vi fuiste tú. Tú eras el chico número 100.
Elliot se muerde el labio inferior. Se esfuerza por mantener una
expresión neutral, tal vez para contener la ira, tal vez para ver cuánto más
voy a decir. Pero sus ojos, brillantes como polvo de estrellas por las luces
de la carroza, me dicen todo lo que quiero saber.
«Dilo, Micah. Dilo por fin.»
—El chico de las manos perfectas —digo al tiempo que acerco el dorso
de su mano a mis labios principescos. Un grito ahogado casi inaudible
escapa de su boca—. Te quiero, Elliot. Con cada momento que paso contigo
te quiero más. Si no es demasiado tarde, ¿podrías por favor quedarte y ser
mi novio?
Elliot no habla, pero le tiemblan los labios. A unos pasos de distancia,
Margaret nos mira con nerviosismo. Solo Hannah está igual de cerca;
nuestra mejor amiga está tapándose la boca con las manos. Hay que
reconocerles a todos los demás que han sabido mantener su distancia.
Incapaz de respirar, me limito a observar a Elliot.
Lentamente, sus labios forman una sonrisa.
—Yo también te quiero —confiesa.
Vuelvo a poder respirar, pero ahora es mi corazón el que se detiene. ¡Me
quiere! ¡Mi amor es correspondido!
Elliot se alborota el adorable cabello desgreñado, que nunca, por mucho
que lo intente, parecerá bien peinado.
—Cuando llegué a vivir a Chicago hace un año —prosigue—, no creí
que fuera a enamorarme. No creí que fuera a pasarme nada, nunca. Luego
empecé a seguir esta cuenta de dibujos en Instagram, que siempre hablaba
de cuentos de hadas y de creer que podías ser amado, aun cuando pareciera
imposible. —Elliot sonríe—. Después conocí al artista. Tú me diste un
verano vertiginoso: me diste las mejores partes... y las peores. —Suelta
unas risitas, pero las mías son mucho más fuertes—. Incluso cuando mi
relación con Brandon estaba terminando, me sentía feliz y seguro... porque
estaba contigo.
—¡Y yo! —grito, temblando de emoción—. Yo siento exactamente lo
mismo.
—Pero... —continúa, y su mandíbula se pone rígida—. Te quiero, pero...
necesito que hagas una cosa.
—Lo que sea, literalmente.
—No es opcional.
—Me lanzaré de un avión gritando tu nombre. Rodearé con mis brazos
la luna...
Elliot sonríe, levanta sus dedos inmaculados y los pone sobre mis labios
para callarme.
—Jamás interferiré con Instaloves, pero necesito que les digas a tus
seguidores que me dejen en paz.
—Hecho —acepto con sus dedos todavía sobre mis labios, y contengo
una risa de alivio.
Elliot retira la mano y entorna los ojos.
—Diles que estabas equivocado.
Levanto la mano para hacer un juramento solemne.
—Muy equivocado.
Él se acerca más. Está a cinco centímetros de mí. Se humedece los labios
y yo hago lo mismo con los míos.
—Diles que me quieres.
—Te quiero —declaro con voz más débil que un susurro.
Y por fin, sin avisar, lo beso. La luz de la carroza nos envuelve. No veo
nada, no siento nada, aparte de la cercanía de Elliot. Sabe a chai caliente y a
leche de avena. En la oscuridad, más allá de las luces brillantes, mi familia,
mis amigos y mis nuevos amigos aplauden y vitorean.
El reino se alegra.
No he llegado demasiado tarde. Y en realidad siempre me he merecido
que me quieran.
Elliot apoya su frente en la mía y pasamos un buen rato mirándonos
ahora que hemos completado nuestra gran búsqueda.
—¿Cómo ha sido? —pregunto de repente—. ¿Qué te ha hecho bajar del
tren? ¿Mis mensajes?
—Bueno —contesta mordiéndose el labio de nuevo. Siento ganas de
lanzarme a por otro beso, pero la curiosidad me va a matar—. Yo estaba en
el tren. Me prometí que mantendría el móvil apagado, pero me puse
nervioso. Recibí tus mensajes, pero seguía enfadado. Lo siento.
—¡Lo siento yo!
—Pero luego recibí este vídeo de Hannah.
Elliot saca el móvil y reproduce un vídeo borroso. De inmediato
reconozco el inestable ángulo de la cámara de Hannah mientras nos graba a
Margaret y a mí quemando el asfalto de Michigan Avenue en la carroza de
calabaza. El vídeo hace zoom en mí y, cuando salimos del cuadro, recorre
uno por uno a todos los pasajeros de la limusina hasta llegar a Hannah.
Entonces se acerca a la cámara, llenando el plano con su rostro tan bien
maquillado, y susurra: «¡Todos vamos a por ti! Por favor. Por favor, cariño,
baja de ese tren».
El vídeo termina.
Cuando levanto la vista, veo que Hannah se ha acercado con sigilo a
nosotros. Tiene su bolso de mano contra el pecho y nos mira con cautela,
preguntándose si es oportuno sumarse al momento.
—Bueno —dice ella encogiéndose de hombros—, esto era demasiado
importante como para dejarte toda la carga a ti, Micah.
Sin desperdiciar ni un instante más, Elliot y yo arrastramos a Hannah al
abrazo más agradecido de nuestras vidas. Hannah se limpia una lágrima,
llevándose con ella la mitad de su maquillaje, y regresa con Jackson, que
está junto a Maggie y Manda en la limusina.
Elliot aparta de mi frente unos mechones sudorosos. Este contacto, esta
intimidad, es algo que he estado deseando desde hace tanto tiempo que
resulta casi insoportable. Una sobrecarga para mi sistema.
—¿Qué pasará con tus estudios de veterinaria? —pregunto con cautela.
Aún no me termino de creer que Elliot haya vuelto para quedarse o, mejor
dicho, que me pueda pasar algo tan maravilloso sin ningún tipo de
consecuencias negativas.
Elliot se ríe.
—Cuando he vuelto a encender el móvil, también he visto que Grant me
había mandado un correo interesante.
El tiempo se detiene. Oh, Dios, no.
—¿Qué te decía?
—Era un correo reenviado. Alguien me ofrecía trabajo o algo así. Un
diseñador, un Geoff no sé qué... Yo estaba demasiado estresado bajando del
tren como para leerlo con atención, pero decía que había visto el show de
Grant y que quería que yo fuera el rostro de su campaña. Algo como «Moda
para el Pueblo». No sé, tengo que leerlo de nuevo, pero el sueldo era bueno,
mejor que en el Audrey’s, y el horario también. Puedo terminar mi último
semestre de clases en la ciudad mientras ahorro para estudiar veterinaria.
¡Elliot, modelo! Es todo lo que merece. Y Grant ha estado ahí para
Elliot. Dondequiera que esté Grant ahora, espero que se sienta como un rey.
Cojo a Elliot de los hombros, lleno de energía, como si pudiera llevarlo
conmigo hasta el cielo, y exclamo:
—¡Es increíble!
Cuando tomo entre mis manos sus mejillas, sorprendentemente rasposas,
él se relaja y me mira a los ojos.
—Mi vida es complicada —declara con seriedad—. Trabajo mucho. Me
enfrasco mucho en mis sentimientos. No soy una persona dulce y perfecta,
si es lo que crees que obtendrás conmigo.
—Me interesa Elliot —digo—. Y lo que sea que venga con él.
Elliot sonríe y se vuelve hacia la brillante carroza.
—Me has traído la calabaza.
—Te prometí un paseo si alguna vez...
—¿Decidías dejar de arruinarme la vida?
—Iba a decir «recuperaba la cordura y te invitaba a salir», pero sí, eso
también.
Me besa y la cabeza me zumba como si la hubiera alcanzado una
corriente de burbujas de champán. Vuelvo a cogerlo de la mano.
—Elliot, ¿me harías el honor de acompañarme en esta carroza de
calabaza para dar una vuelta de celebración por haber terminado nuestra
búsqueda mágica?
Ahora es él quien acerca mis manos a sus labios. Un príncipe y un
príncipe.
—Nuestra búsqueda no ha terminado —asevera—. Acaba de comenzar.
Me siento en las nubes. «Acaba de comenzar.»
Subo al asiento trasero de la carroza de calabaza y le tiendo la mano a
Elliot. Él les confía a Hannah y a Maggie sus maletas con ruedas y regresa
corriendo para aceptar mi invitación. Muy juntitos en el asiento, el interior
es más luminoso de lo que recordaba. Margaret sube al asiento del
conductor y, cuando la carroza dorada se enciende y empieza a avanzar,
nuestros familiares y amigos gritan y agitan las manos. Como un par de
Cenicientas, agitamos las manos también a través de la ventana trasera y
vemos cómo van haciéndose cada vez más pequeños en la calle oscura.
—¡Me encanta esta cosa! —exclama Margaret desde la parte delantera
—. ¡Vamos a ver toda la ciudad! ¡Tenemos otra hora antes de que haya que
devolverla!
No es exactamente la carroza que vuelve a convertirse en calabaza a
medianoche, pero este es un cuento de hadas gay, así que no es de extrañar
que vayamos con un poco de retraso.
En esta ocasión, hemos conseguido crear nuestro propio cuento de hadas.
Nuestra propia magia.
Yo tengo a mi príncipe, y él me tiene a mí.
Epílogo
Escribir acerca de Micah y sus novios ha sido un reto. Esta es una historia
sobre la alegría, y yo la escribí durante uno de los momentos más
turbulentos tanto de mi vida como del mundo entero. Era el primer año de
COVID. Fue durante la elección de Joe Biden y la posterior insurrección.
Yo había perdido mi trabajo y encontrar otro resultó ser casi imposible. Por
si fuera poco, mi marido y yo nos dimos cuenta de que no éramos felices en
el lugar en el que vivíamos y que debíamos reiniciar (una vez más) nuestra
búsqueda de hogar. Hubo ocasiones en las que no conseguía contagiarme de
la alegría de Micah y Elliot. Escribir sobre Grant fue más sencillo; como él,
yo sentía que si sonreía lo suficiente lograría escapar de una maldición.
Pero entonces ocurrió algo muy extraño.
Micah me salvó. Poco a poco, su alegría sobrevivió a las inclemencias y
prendió mi propia alegría.
¡Un mundo agotado se merece soñar un poco!
Resultó que esto era justo lo que necesitaba escribir en un momento
como ese. Y por esa razón, quiero dar las gracias a varias personas. Kelsey
Murphy, mi editora, siempre supo cuál era el tono correcto y se concentró
en lo que yo estaba tratando de hacer con este mundo donde se conjugan
John Hughes y Amélie. James Akinaka y todo el equipo de Penguin Teen
me animaron desde el primer día. La fenomenal portada, como de álbum lo-
fi, se la debemos a la diseñadora Kaitlin Yang y a la artista gráfica Anne
Pomel, quien también hizo las ilustraciones interiores que dieron vida a
InstalovesInChicago. A Kate Brauning y Lynn Weingarten de Dovetail,
gracias por estos maravillosos personajes y por elegirme para darles vida.
Gracias también a Chelsea Eberly por velar por que Micah llegara a la
mejor editorial. A Eric Smith, gracias por asegurarte de que cogiera esa
llamada tan importante en la que me convenciste de que podía escribir una
comedia romántica. Por último, gracias, Michael Bourret, por tu vista de
halcón.
Gracias a mi familia, que, a pesar de que vivíamos a varias horas de la
ciudad, me llevó con frecuencia a Chicago para fomentar mi gusto por el
arte, el teatro, la cultura y la cocina. Un chico queer necesita sentirse
sofisticado para no morir de inanición, y este sencillo acto me ayudó a salir
adelante en momentos de adversidad. He aquí un «huevo de Pascua»: mis
padres se comprometieron en el Instituto de Arte, así que, cuando llegó el
momento de elegir el escenario para las grandes aventuras románticas de
Micah, no tuve que pensarlo dos veces.
Aunque viví cerca de Chicago, eso fue hace algún tiempo, por lo que si
quería escribir una gran carta de amor a la ciudad necesitaría ayuda para
asegurarme de que Micah se sintiera en casa. Por esa razón acudí a viejos
amigos como Paul Anderson y a nuevos amigos como Simeon Tsanev.
Escribir es una actividad solitaria, pero, por fortuna, cuento con algunos
de los mejores amigos escritores que existen, que me apoyaron tanto en el
aspecto emocional como en el creativo durante la escritura de este libro.
Ryan La Sala, Robby Weber, Robbie Couch, Sophie Gonzales, Phil
Stamper, Caleb Roehrig, Kosoko Jackson, Kevin Savoie, Damian
Alexander, Tom Ryan, Alex London, Lev Rosen y Julian Winters fueron de
gran ayuda (sobre todo, Julian, que muy amablemente retiró su demanda
cuando accedí a cambiarle el apellido a Micah Winters por Summers). Pero
hubo dos mejores amigos literarios que mantuvieron mi vela encendida
cuando amenazaba con apagarse: David Nino, cuyo apoyo fue fundamental
para que Elliot se convirtiera en la estrella perfecta que es hoy, siempre
contestó mis llamadas (sin importar si quería hacerlo o no); y Terry Benton-
Walker, mi gemelo, que me ayudó con... ¿todo? ¿Con la vida? Le debo un
yate por todo lo que ha hecho por mí.
En último lugar, pero desde luego no por ello menos importante, está mi
marido, Michael, mi compañero en todo y la inspiración para muchos de los
momentos de Micah con Elliot. ¿La escena donde Elliot se hace amigo de la
arisca gata de la familia? Ese fue Michael. Como Elliot, Michael sabe hacer
que la gente se sienta bien, y durante la escritura de este libro tuvo que
trabajar horas extras haciendo eso. Gracias otra vez por llevarme sano y
salvo al final de otro libro. ¡Hagamos más!
Los 99 novios de Micah Summers
Adam Sass
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teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño, basado en un diseño original de Kaitlin Yang
Adaptación del lettering en español: David López
© de la ilustración de la portada y las ilustraciones del interior, Anne Pomel, 2022