Mateo 13

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alimentos moderados.

Y esto él mismo lo declara cuando de mil


modos protesta que le dañemos con tales excesos; y no sólo
protesta, sino que, en justa venganza del agravio que le hacemos,
nos impone los más severos castigos. Y lo primero que castiga son
los pies, que son los que nos llevan y conducen a aquellos
abominables convites; luego ata las manos, por haberle servido
tales y tantos manjares; y muchos hay que han sufrido de la boca,
de los ojos y de la cabeza. Y a la manera como un esclavo, si se le
manda algo que está sobre sus fuerzas, muchas veces, fuera de sí,
maldice a quien se lo mandó, así el vientre, aparte dañar a esos
miembros, muchas veces, por la violencia sufrida, ataca y
corrompe al cerebro mismo. Sabia providencia de Dios, que de tal
desmesura se sigan esos daños; así, ya que no quieras de tu
voluntad vivir filosóficamente, por lo menos, aun contra tu voluntad,
el miedo a tu propio daño te enseñe a ser moderado.

EXHORTACIÓN FINAL: HUYAMOS


LA INTEMPERANCIA
Sabiendo, pues, estas cosas, huyamos la gula, procuremos la
moderación, y así gozaremos de la salud del cuerpo y libraremos
de toda enfermedad a nuestra alma y alcanzaremos los bienes
venideros, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a
quien sea la gloria y el poder ahora y siempre y por los siglos de los
siglos. Amén.

HOMILIA 45

Y acercándosele sus discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas


en parábolas? Y Él, por respuesta, les dijo: A vosotros se os ha
dado conocer los misterios del reino de los cielos; pero a ellos no
se les ha dado (Mt 13,10ss).

POR QUÉ HABLA EL SEÑOR


EN PARÁBOLAS
Bien es que admiremos ante todo cómo los discípulos, no
obstante su deseo de saber, saben escoger el momento en que
han de preguntar al Señor. Porque no le preguntan delante de
todos; lo que dio a entender Mateo diciendo: Y acercándosele sus
discípulos. Y que esto no es 593
pura conjetura, lo manifiesta más
claramente Marcos (Mc 4,10) al contarnos que se le acercaron en
particular. Es lo que debieran haber hecho sus hermanos y su
madre, y no llamarle desde fuera, y hacer así un acto de
ostentación. Considerad también la caridad de los discípulos y
cuánta cuenta tienen de los demás. Antes, en efecto, buscan el
interés de los otros que el suyo propio. ¿Por qué —dicen— les
hablas en, parábolas? No dijeron: “¿Por qué nos hablas a nosotros
en parábolas?" En verdad, en muchas otras ocasiones se ve en
ellos este mismo espíritu de amor para con todos, como cuando le
dicen al Señor: Despide a las muchedumbres (Mt 14,15); y,
hablando de los fariseos: ¿Sabes que se han escandalizado? (Mt
15,12; Lc 9,12) ¿Qué contesta, pues, Cristo? A vosotros se os ha
dado —les dice— conocer los secretos del reino de los cielos; pero
a ellos no se les ha dado. Al hablar así, no trata el Señor de sentar
una necesidad ni una suerte o destino que se cumple sin razón ni
motivo. No. Por runa parte da a entender que son ellos los que
tienen la culpa de todos sus males y, por otra, quiere dejar bien
asentado que el conocimiento de los secretos del reino de los
cielos es puro don de Dios y gracia concedida de lo alto. Sin
embargo, no por ser don de Dios se suprime el libre albedrío, como
se nos pone seguidamente de manifiesto. Mirad, si no, cómo, para
que ni el pueblo se separara ni los discípulos, al oír decir que es
don de Dios, se descuidaran, a unos y otros hace ver el Señor que
el principio depende de nosotros: Porque a todo el que tiene, se le
dará y tendrá con más abundancia: mas al que no tiene, aun lo que
parece que tiene, se le quitará.

AL QUE TIENE SE LE DARÁ


Esta sentencia del Señor está llena de oscuridad; sin embargo,
en ella se nos muestra una inefable justicia. Lo que, en efecto,
quiere decir es esto: Al que es diligente y fervoroso, se le dará
también todo lo que depende de Dios; mas al que no tiene
diligencia y fervor ni hace lo que de él depende, tampoco se le dará
lo que depende de Dios. Porque aun lo que parece tener —dice el
Señor—, se le quitará; no porque Dios se lo quite, sino porque ya
no le tiene por digno de sus gracias. Es lo mismo que hacemos
nosotros: si vemos que se nos escucha flojamente y, por mucho
que roguemos que se nos preste atención, no lo conseguimos,
optamos por guardar silencio, puesto que, de obstinamos en
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hablar, sólo lograríamos aumentar la inatención. Pero cuando hay
quien tiene interés en saber, a ése, sí, nos le atraemos y sobre él
derramamos cuanto tenemos. Y muy bien dijo el Señor: Lo que
parece tener, puesto que ni siquiera eso lo tiene de verdad.
Seguidamente, aún pone más claro qué quiere decir que al que
tiene se le dará, diciendo: Pero al que no tiene, aun lo que parece
tener, se le quitará. Si les hablo en parábolas —quiere decir el
Señor— es porque, mirando, no ven. —Luego, si no veían —me
objetarás—, lo que había quehacer era abrirles los ojos. —Si la
ceguera hubiera sido natural, habría habido que abrirles los ojos;
mas como aquí se trata de ceguera voluntaria y querida, no dice el
Señor simplemente: "No ven", sino: Mirando no ven. Luego de su
malicia les viene la ceguera. Vieron, en efecto, expulsados los
demonios y dijeron: Por virtud de Belcebú, príncipe de los
demonios, expulsa éste á los demonios (Mt 9,34). Le habían oído
cómo los llevaba a Dios y cómo se mostraba en acuerdo absoluto
con Él, y dijeron: Este no viene de Dios (Jn 9,16). Como quiera,
pues, que afirmaban lo contrario de lo que veían y oían, de ahí —
dice el Señor— que les voy a quitar la vista y el oído; porque
ningún provecho sacan de ver y oír, sino más grave condenación.
No sólo no creían, sino que injuriaban al Señor, le acusaban y
tendían asechanzas. Sin embargo, a nada de esto alude ahora,
pues no quiere acusarlos demasiado duramente. Al comienzo,
desde luego, no les hablaba así, sino con mucha claridad. Pero ya
que ellos mismos se desviaron, el Señor les habla en adelante por
parábolas.
Luego, para que no pensaran que sus palabras eran pura acu-
sación; para que no pudieran decir: "Este es un enemigo nuestro,
no quiere sino acusarnos y calumniamos", adúceles el Señor el
testimonio del profeta, que pronuncia contra ellos la misma
sentencia. Porque en ellos se cumple —dice— la profecía de
Isaías, que dice: Con oído oiréis y no entenderéis; y con ojos
miraréis y no veréis. ¡Mirad con qué precisión los acusa el profeta!
Porque tampoco éste dijo: "No veis", sino: Miraréis y no veréis; ni:
"No oiréis", sino: Oiréis y no entenderéis. Ellos fueron, pues, los
que primero se quitaron vista y oído, tapándose las orejas y
cegándose los ojos y endureciendo su corazón. Porque no sólo no
oían, sino que oían mal. Y así lo hicieron —prosigue el Señor— por
temor que se conviertan y yo los cure; con lo que significa su
extrema malicia y cómo muy de595 propósito se apartaban de Dios (Is
6,9).

EL SEÑOR QUIERE LA CONVERSIÓN


Pero si el Señor habla de este modo es porque quiere
atraérselos, y a ello los incitó, haciéndoles ver que, si se conver-
tían, Él los curaría. Es como se dice: "No me quiso venir a ver y se
lo agradezco; pues de haber venido, yo estaba dispuesto a ceder
inmediatamente". Es un modo de decir cómo se hubiera llegado a
la reconciliación. Es exactamente lo que aquí dice el Señor: No sea
que se conviertan y yo los cure; que es darles a entender la
posibilidad de la conversión y que todo el que se arrepiente se
salva. Que se dieran, en fin, cuenta que Él lo hacía todo, no por su
propia gloria, sino para salvarlos a ellos. Y es así que, de no haber
querido oírlos y salvarlos, tenía que haber guardado silencio y no
hablarles en parábolas. Pero lo cierto es que con el mismo lenguaje
parabólico, con ese mismo dejar entre penumbra su pensamiento,
trata de excitar su curiosidad. Porque Dios no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva (Ez 18,23).

EL PECADO NO SE COMETE POR NECESIDAD


Porque que el pecado no viene de la naturaleza ni se comete por
fuerza y necesidad, oye cómo lo dice a los apóstoles:
Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos,
porque oyen; en que no tanto se refiere a la vista y al oído del
cuerpo, cuanto a los del espíritu. Porque también ellos eran judíos
y se habían educado en las mismas leyes que el resto del pueblo;
y, sin- embargo, no les alcanzaba en absoluto el daño predicho por
Isaías, pues conservaban sana la raíz de todos los bienes, es decir,
la voluntad y la intención. ¿Veis cómo decir: se os ha dado, no es
lo mismo que hablar de necesidad? Porque de no haber habido en
ello merecimiento alguno de parte de los apóstoles, no los hubiera
el Señor proclamado bienaventurados. No me vengas, en efecto,
con que el Señor hablaba oscuramente, pues podían todos
acercársele y preguntarle como sus discípulos; pero no lo hicieron
por ser desidiosos e indiferentes. Pero ¿qué digo que no quisieron
preguntarle? Se declararon además contrarios suyos. Porque no
sólo no creían, no sólo no le oían, sino que le hacían la guerra y se
molestaban gravemente de sus palabras; cosa que les acusa el
profeta cuando dice que oían de mala gana 8. No así los apóstoles,
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que fueron por eso proclamados bienaventurados.

MUCHOS JUSTOS Y PROFETAS


DESEARON VER
De otro modo confirma ahora el Señor a los suyos, diciéndoles:
Porque en verdad os digo: Muchos profetas y justos desearon ver
lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo
oyeron. Ver mi venida —quiere decir—, contemplar mis milagros y
oír mi voz y mi enseñanza. Porque aquí no pone el Señor a sus
discípulos por encima sólo de aquellos corrompidos escribas y
fariseos, sino por encima de los mismos que practicaron la virtud,
puesto que afirma haber sido más bienaventurados que ellos. ¿Por
qué? Porque no sólo veían lo que no veían los judíos, sino lo que
aquellos antiguos justos y profetas habían deseado ver. Porque
éstos sólo pudieron verlo por la fe; los discípulos, sin embargo, lo
contemplaron con sus ojos y con entera claridad. Mirad cómo
nuevamente enlaza el Señor el Antiguo y el Nuevo Testamento,
pues no sólo manifiesta que aquellos justos y profetas vieron lo por
venir, sino que ardientemente lo desearon ver; y no lo hubieran de-
seado si se hubiera tratado de un dios extraño y contrario a su
propio Dios.

EXPLICACIÓN DE LA PARÁBOLA
Vosotros, pues —prosigue el Señor—, escuchad la parábola del
sembrador. Y ahora les explica el Señor lo que ya hemos
comentado sobre la tibieza y el fervor, sobre la cobardía y el valor,
sobre las riquezas y la pobreza, haciéndoles ver el daño de lo uno
y el provecho de lo otro. Luego les expone los diferentes modos de
virtud. Porque, misericordioso como es, no nos abrió un solo
camino ni nos intimó: "El que no produzca ciento por uno, está
perdido". No, también el que produzca sesenta se salva; y no sólo
el de sesenta, sino también el de treinta. Así lo dispuso el Señor
para hacernos fácil la salvación. ¿Es que tú no puedes guardar la
virginidad? Cásate honestamente. ¿No tienes fuerza para hacerte
pobre? Da por lo menos limosna de lo que tienes. ¿No puedes con
la carga de la pobreza? Reparte por lo menos tus bienes con
Cristo. ¿No quieres desprenderte por Él de todo? Dale por lo
menos la mitad, dale la tercera parte. Hermano y coheredero tuyo
es. Hazle también aquí tu coheredero. Cuanto a Él le dieres, a ti
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mismo te lo das. ¿No oyes lo que dice el profeta: No desprecies a
los que son de tu mismo linaje? (Is 58,7) Pues si no es lícito
despreciar a los parientes, mucho menos a quien, aparte ser Señor
tuyo, tiene también contigo el título de parentesco y muchos otros
que se juntan al de su soberanía. Y es así que Él te hizo entrar a la
parte de tus bienes sin haber recibido nada de ti, sino empezando
Él por hacerte ese inefable beneficio. ¿No será, pues, el colmo de
la ingratitud que ni con ese regalo suyo te hagas misericordioso ni
le pagues esa gracia, siquiera le devuelvas poco por mucho? Él te
ha hecho heredero de los cielos, y ¿tú no le das parte ni de tus
bienes de la tierra? Él, sin mérito alguno tuyo, antes bien cuando
eras enemigo suyo, te reconcilió consigo, y ¿tú no correspondes al
que es tu amigo y bienhechor, cuando antes que por el reino de los
cielos, antes que por todos sus otros beneficios, tenías justamente
que darle gracias por el mero hecho de dignarse darte a ti nada? Y
es así que, cuando un criado convida a su señor a su mesa, no
cree hacer, sino recibir un favor; mas aquí sucede lo contrario.
Porque no fue el criado, sino el Señor, quien convidó primero a su
mesa, ¿y ni aun así le convidas tú a Él? Él te introdujo primero bajo
su techo, ¿y tú no le recibes ni segundo? Él te vistió cuando
estabas desnudo; ¿y tú ni aun después de eso le recibes contigo
cuando es forastero? Él te dio primero a beber de su cáliz, ¿y tú no
le das a Él ni una gota de agua fría? Él te dio a beber de su Espíritu
Santo, ¿y tú no le alivias a Él ni su sed corporal? Te dio a beber de
su Espíritu, cuando eras digno de castigo, ¿y tú no le miras cuando
Él está sediento? ¡Y todo eso cuando sólo le puedas dar de lo que
es suyo!

EXHORTACIÓN A LAS OBRAS DE MISERICORDIA


¿No tienes por alto honor ofrecer el vaso que ha de beber Cristo
mismo y llevárselo a la boca? ¿No ves que sólo al sacerdote es
lícito presentar el cáliz de la sangre del Señor? Yo, sin embargo,
parece decirte Él, no hago demasiado escrúpulo sobre eso. Aun
cuando seas tú mismo el que me lo ofrezcas, lo acepto; aun
cuando seas laico, no lo rechazo y, desde luego, no pido tanto
como lo que doy. No pido sangre, sino unas gotas de agua fría.
Considera a quién das de beber y estremécete. Considera que te
conviertes en sacerdote de Cristo al ofrecer por tu propia mano no
carne, sino pan; no sangre, sino un vaso de agua fría. Él te vistió
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vestido de salud (Is 61,10), y te vistió por su propia mano; tú vístele
a Él al menos por mano de ese siervo suyo. Él te ha hecho glorioso
en el cielo; tú líbrale por lo menos del frío, de la desnudez y de la
vergüenza. Él te ha hecho ciudadano de los ángeles; tú dale por lo
menos parte de tu techo y, siquiera como a tu esclavo, dale casa
donde cobijarse. No rechazaré —te dice— ese cobijo, aun cuando
yo te he abierto a ti el cielo entero. Yo te he librado de la más dura
cárcel, pero no te pido a ti otro tanto ni te digo: "Líbrame tú también
a mí". No, para mi consuelo bástame con que vengas a verme
cuando estoy entre cadenas. Estando tú muerto, yo te he
resucitado; yo no te pido a ti tanto, sino que te digo solamente:
"Visítame cuando esté enfermo". Si, pues, tan grande es lo que se
nos da y tan ligero lo que se nos pide, ¿qué infierno no
mereceremos si ni aun eso hacemos? Con mucha razón, puesto
que somos más insensibles que las rocas, se nos arrojará al fuego
aparejado para el diablo y sus ángeles. ¿Qué mayor insensibilidad,
decidme, que haber- recibido tanto, haber de recibir mucho más y
ser aún esclavos de unas riquezas que, mal que nos pese, hemos
de abandonar dentro de poco? Otros han dado su vida y
derramado su sangre, y ¿tú no te desprenderás ni aun de lo
superfluo a trueque de ganar el cielo y ceñir tan gloriosas coronas?
¿Y qué perdón puedes merecer, qué defensa alegar, cuando con
tanto gusto echas tu semilla a la tierra y no perdonas nada por dar
prestado a los hombres; para alimentar, sin embargo, a tu Señor
por medio de los necesitados eres cruel e inhumano?

EXHORTACIÓN FINAL: SEAMOS MANSOS Y


HUMANOS
Considerando, pues, todo esto y pensando en lo que hemos
recibido, y en lo que todavía hemos de recibir, y en lo que se nos
pide, no consumamos todo nuestro empeño en lo terreno. Seamos
por fin mansos y misericordiosos, a fin de no atraer sobre nosotros
un castigo incomportable. ¿Qué hay, en efecto, que no sea
bastante a condenarnos? Gozamos de tantos y tan grandes
gracias, que no se nos pide nada extraordinario; se nos pide lo que,
mal que nos pese, hemos de abandonar un día, y ponemos tanto
ahínco y afán en las cosas terrenas. Cada cosa de éstas, por sí
sola, es bastante para condenarnos; pues, si se juntan todas en
una, ¿qué esperanza nos queda de salvación? A fin, pues, de
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evitar toda esta larga condenación, mostrémonos generosos con
los necesitados. De este modo gozaremos de los bienes de la tierra
y de los del cielo, que así todos alcancemos por la gracia y amor de
nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Amén.

HOMILIA 46

Otra parábola les puso, diciendo: Semejante es el reino de


los cielos a un hombre que siembra semilla buena en su
campo. Pero mientras sus hombres dormían, vino un enemigo
suyo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando
nació el trigo y echó grano, entonces apareció también la
cizaña. Acercáronse, pues, los criados del amo de casa y le
dijeron: Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo?
¿De dónde, pues, ha salido la cizaña? Y él les respondió:
Algún enemigo mío ha hecho eso. Y los criados le dijeron:
¿Quieres, pues, que vayamos y la recojamos? Mas él les
contestó: No, no sea que al recoger la cizaña arranquéis con
ella el trigo. Dejadlos, pues, que crezcan juntos hasta la
siega y entonces diré yo a los segadores: Recoged primero la
cizaña... (Mt 13,24 y sig.).

DIFERENCIA ENTRE LA PARÁBOLA DEL SEMBRADOR


Y LA DE LA CIZAÑA
¿Qué diferencia hay entre ésta y la anterior parábola? En la
parábola del sembrador habla el Señor de quienes no le atendieron
siquiera, sino que se apartaron de Él y rechazaron su semilla; aquí,
en cambio, se refiere a los herejes y a sus artificios. Porque, como
no quería que tampoco esto turbara a sus discípulos, después de
explicarles por qué hablaba al pueblo en parábolas, les predice
también el advenimiento de los herejes. La primera parábola
significa que a Él no le recibieron; ésta nos dice que recibieron a
corruptores. En verdad, señal suele ser del diablo mezclar siempre
el error en verdad, coloreándolo muy bien con apariencia de ella a
fin de engañar fácilmente a los ingenuos. De ahí que el Señor no
habla de otra semilla, sino que la llama cizaña, pues ésta, a
primera vista, se asemeja al trigo. Seguidamente explica la manera
como procede el Diablo en su asechanza: Mientras sus hombres
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dormían—dice—. No es pequeño el peligro que aquí amenaza a
los superiores, a quienes está encomendada la guarda del
campo; y no sólo a los superiores, sino también a los súbditos. Y
da a entender el Señor que el error viene después de la verdad,
cosa que comprueban los hechos mismos. Después de los
profetas vinieron los falsos profetas; después de los apóstoles, los
falsos apóstoles, y después de Cristo, el anticristo. Y es que el
diablo, si no ve algo que imitar ni a quienes tender sus lazos, ni lo
intenta ni lo sabe. Así, entonces, como vio que parte de la semilla
había dado ciento por uno, parte sesenta y parte treinta, él se
echa por otro camino. Ya que no había podido arrancar lo que
había echado raíces, ni ahogarlo ni quemarlo, tiende sus ase-
chanzas por medio de otra trampa, que es sembrar su propia
semilla. —Y ¿qué diferencia va—me dirás— entre los que aquí
duermen y en la parábola del sembrador se asemejan al camino?
—La diferencia está aquí en que allí arrebató la semilla
inmediatamente, pero aquí necesitó de más artificio. Como quiera,
al hablarnos así Cristo, lo que pretende es enseñarnos que
estemos siempre vigilantes. Porque, aun cuando logres —dice
— escapar a los daños que puede allí sufrir la semilla, todavía
quedan otros. Y es así que como en la otra parábola se perdió la
semilla por el camino, o por la roca, o por las espinas, así aquí
puede perderse por el sueño. De suerte que es menester vigilar
continuamente. Por eso dijo también: El que perseverare hasta
el fin, ése se salvará (Mt 10,22).

LA CIZAÑA REPRESENTA A LOS HEREJES


Algo así sucedió también a los comienzos de la Iglesia. Por-
que muchos prelados, introduciendo en las iglesias hombres per-
versos, heresiarcas solapados, facilitaron enormemente estas in-
sidias del diablo, pues una vez plantados estos hombres en
medio de los fieles, poco trabajo le queda ya al diablo. —Y
¿cómo es posible no dormir? —me dirás—. —En cuanto al sueño
natural, no es posible; pero, en cuanto al de la voluntad, sí lo
es. De ahí que también Pablo nos diga: Vigilad, manteneos fir-
mes en la fe (1 Cor 16,13). También nos da a entender el Señor
que la obra del diablo sobre el campo del padre de familia, no sólo
es dañosa, sino superflua, pues el diablo va a sembrar encima des-
pués que el campo está perfectamente cultivado y no necesita
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ya de nada más. Exactamente como hacen los herejes, que,
sólo por vanagloria y no por otro algún motivo, derraman su
veneno. Y no sólo por ahí, sino también por lo que sigue, describe
muy puntualmente el Señor toda la comedia que el Diablo
representa: Porque cuando brotó —dice— la hierba y echó grano,
entonces apareció también la cizaña. Que es lo que hacen también
los herejes. Al principio, en efecto, se ocultan entre las sombras;
pero apenas cobran ellos confianza y hay quien les permita hablar,
entonces es cuando derraman su veneno. Mas ¿por qué motivo
introduce el Señor a los criados que van a contarle al amo lo
sucedido? Para decirles que no hay que matarlos. Ahora bien,
llama al diablo hombre enemigo por el daño que hace a los
hombres. El daño, ciertamente, es para nosotros; pero el principio
de donde procede no tanto es el odio que a nosotros nos tiene,
cuanto el que siente contra Dios. De donde se sigue evidentemente
que Dios nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Pero
mirad, por otra parte, la malicia del diablo. No se fue a sembrar
antes en el campo, pues no había nada que echar a perder;
cuando todas las labores estaban ya completas, entonces es
cuando él va a dañar todo el trabajo y afán del labrador. Tan íntima
enemistad contra éste le movía a hacerlo todo. Pero mirad también
la solicitud de los criados; pues, por ellos, inmediatamente
hubieran ido a arrancar la cizaña, siquiera en esto no obraran
discretamente. Lo que demuestra su cuidado por la siembra y que
sólo miraban una cosa: no que se castigara al enemigo, sino que
no se perdiera lo sembrado, pues el castigo del otro no era tan
urgente. De ahí que, por de pronto, lo que miran es la manera de
extirpar aquella maleza. Y aun esto no lo buscan al tuntún, pues no
se arrogan a sí mismos ese derecho, sino que esperan la orden del
amo, a quien le dicen: ¿Quieres que vayamos? ¿Qué hace, pues,
el amo? El amo se lo prohíbe diciendo: No, no sea que juntamente
con la cizaña arranquéis el trigo. Al hablar así, el Señor prohíbe
que haya guerras, derramamientos de sangre y matanzas. Porque
no se debe matar al hereje; pues sería como desencadenar una
guerra sin cuartel sobre la tierra entera.

EL SEÑOR SE RESERVA EL CASTIGO


DE LOS HEREJES
Por dos razones, pues, retiene el amo a sus criados:
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primera, para evitar que dañen al trigo; segunda, porque el cas-
tigo ha de alcanzar irremediablemente a los que sufren de esa
enfermedad incurable. De suerte que, si queréis que sean cas-
tigados, y lo sean sin daño del trigo, esperad al tiempo con-
veniente. Lo de: No sea que arranquéis juntamente el trigo con
la cizaña, quiere decir una de estas dos cosas: o que de mover
armas y matar a los herejes, habría por fuerza que envolver
también en la matanza a muchos de los santos, o, que es pro-
bable que muchos de los que de momento son cizaña se con-
viertan todavía en trigo. Si, pues, la arrancáis antes de tiempo,
dañáis a los que podían convertirse en trigo, matando a quienes todavía
cabe que se conviertan y se hagan mejores. No prohíbe, pues, el
Señor que se reprima a los herejes, que se los reduzca a
silencio, que se corte su libertad de palabra, y no se les con-
sienta reunirse y confabularse entre sí; pero sí que se los mate y
pase a cuchillo. Mas considerad también la mansedumbre del
Señor, que no sólo afirma y manda, sino que da también ra-
zones. ¿Qué tiene que ver que la cizaña permanezca en el camp o
hasta el fin? Entonces diré a los segadores: Recoged
p r i m e ro la cizaña y atadla en fajos, para pegarle fuego.
Nuevamente les trae a la memoria las palabras de Juan cuando
éste le presentaba como juez y dice: "Mientras los herejes estén
junto al trigo hay que perdonarlos, pues cabe aún que se conviertan
en trigo; mas una vez que hayan salido de este mundo sin provecho
alguno de tal proximidad, entonces necesariamente les alcanzará el
castigo inexorable. Porque entonces —dice— diré a los segadores:
Recoged primero la cizaña. ¿Por qué primero? Para que no teman
mis criados, como si con la cizaña hubieran de llevarse también el
trigo. Y atadla en fajos para pegarle fuego; m a s e l t r i g o ,
recogedlo en el granero.

EL GRANO DE MOSTAZA Y LA LEVADURA


Otra parábola les puso diciendo: Semejante es el reino de los
cielos a un grano de mostaza. Habíales dicho el Señor que tres
cuartas partes de la siembra se perdían y sólo una se lograba, y
aun en esta que se lograba, todavía cabía tanto daño, que podían
muy bien decirle sus discípulos: ¿Quiénes, pues, y cuántos serán
los que crean? A fin, pues, de quitarles este temor, incítalos a la fe
por medio de esta parábola del grano de mostaza y les hace ver
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que, de todos modos, se propagaría la predicación del Evangelio.
De ahí que les ponga delante la imagen de una legumbre muy
propia para el objeto que el Señor se proponía. Ese grano—dice—
es de las más pequeñas de las simientes; pero cuando crece, se
hace una de las mayores legumbres y hasta se convierte en un
árbol, de suerte que vienen las aves del cielo y hacen nido entre
sus ramas. Quiso el Señor con esto dar una prueba de su
grandeza. Pues así exactamente —dice—sucederá con la
predicación del reino de Dios. Y, en verdad, los más débiles, los
más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor;
mas como había en ellos una fuerza grande, desplegose ésta y se
difundió por todo el mundo. Seguidamente, a la imagen del grano
de mostaza, añade el Señor la de la levadura, diciendo:
Semejante es el reino de los cielos a la levadura que toma una
mujer y la esconde en tres medidas de harina, hasta que
fermenta toda la casa. Como la levadura trasfunde su propia
virtud en una gran masa de harina, así vosotros habéis de
transformar al mundo entero. Y mirad la sabiduría del Señor.
Pone, en efecto, ejemplos de la naturaleza para hacernos ver que
como es imposible que aquello no se realice, así también esto.
Porque no me digáis—parece decir a sus discípulos—: ¿Qué
vamos a poder doce hombres perdidos entre tanta
muchedumbre? Pues eso es precisamente lo que más hace brillar
vuestra fuerza: que, siendo tan pocos y perdidos entre tanta
muchedumbre, no huyáis. Lo mismo que la levadura entonces
hace fermentar la masa, cuando está cerca de la harina —y no
sólo cerca, sino envuelta con ella, pues no dijo simplemente
que la mujer puso la levadura, sino que la escondió entre la
masa—; así también vosotros, cuando estéis como pegados e
identificados con los mismos que os hacen la guerra, entonces
es cuando los venceréis. Y al modo como la levadura queda cier-
tamente sepultada, pero no desaparece, sino que poco a poco
lo va transformando todo en su propia calidad, de modo exac-
tamente igual sucederá con la predicación del Evangelio. Así,
pues, no temáis porque os haya dicho que tendréis que sufrir
muchos asaltos, pues de este modo brillaréis más y terminaréis
venciéndolos a todos. Y aquí habló de tres medidas de harina
para significar muchedumbre; pues sabía el Señor que este nú-
mero se emplea con esa significación. Por lo demás, no os sor-
prenda que, hablando el Señor 604
del reino de los cielos, se valga de
comparaciones como el grano de mostaza y la levadura, pues
hablaba con hombres rudos e ignorantes que necesitaban de tales
cosas para ser instruidos. Eran, en efecto, tan simples que, aun
después de esto, tenía el Señor que explicárselo todo con mucho
pormenor. ¿Dónde están, pues, los hijos de los gentiles?
Reconozcan el poder de Cristo, contemplando la realidad misma de
los hechos, y adórenle por doble motivo: por haber de antemano
predicho cosa tan grande y por haberla llevado Él mismo a
acabamiento. Porque, en verdad, Él dio esa virtud a la levadura. Y
también a nosotros, creyentes suyos, nos ha mezclado con la
muchedumbre, a fin de que hagamos a los demás partícipes de
nuestra misma fe. Que nadie, pues, eche la culpa al corto número;
porque mucha es la fuerza de la predicación evangélica, y lo que
una vez ha fermentado, se convierte en levadura para lo demás.
Una chispa de fuego prende un incendio y el incendio prendido
abrasa lo demás. Así, puntualmente, sucede con el Evangelio. Sin
embargo, no habló aquí el Señor de fuego, sino de levadura. ¿Por
qué? Sin duda porque en un incendio no todo depende de la chispa
de fuego, sino también de la materia en que prende; aquí, sin
embargo, todo lo hace la levadura por sí misma. Ahora bien, si
doce hombres hicieron fermentar toda la tierra, considerad qué
grande no es nuestra maldad cuando, siendo tantos, no somos
capaces de corregir a los que quedan, siendo así que debiéramos
bastar y convertirnos en levadura de mil mundos.

LOS MILAGROS NO SON NECESARIOS


—Mas ellos—me dirás—eran apóstoles. — ¿Y qué quiere decir
eso? ¿Es que no eran de tu propia naturaleza? ¿No se criaron en
ciudades? ¿No gozaron de lo que tú gozas? ¿No tuvieron sus
oficios? ¿Eran acaso ángeles? ¿Bajaron acaso del cielo? —Pero
hacían milagros—me replicas. —Mas no fueron los milagros los
que los hicieron admirables. ¿Hasta cuándo nos valdremos de tales
milagros como capa de nuestra tibieza? Mirad cómo el coro de los
santos no brilla precisamente por sus milagros. Porque muchos
que llegaron hasta expulsar a los demonios, por haber también
practicado la iniquidad, no sólo no fueron admirables, sino que
fueron castigados. —Entonces —me dirás—, ¿qué es lo que hizo
admirables a los apóstoles? —El despreciar las riquezas, el
desdeñar la gloria, el desprendimiento de todo lo terreno. De no
605
haber tenido estas virtudes; de haber sido esclavos de sus
pasiones, aun cuando hubieran resucitado infinitos muertos, no
sólo no les hubiera valido de nada, sino que se los hubiera tenido
por unos impostores. Su vida, su vida es la que brilla por
dondequiera; su vida es la que les atrae la gracia del Espíritu
Santo. ¿Qué milagros hizo Juan para tener colgadas de sí a
ciudades enteras? Porque que no hizo milagro alguno, oye cómo
lo dice el propio evangelista: Porque Juan no hizo milagro
alguno (Juan 10,41). ¿Por qué fue admirable Elías? ¿No lo fue
acaso por su libertad en hablar al rey? ¿No lo fue por su celo de la
gloria de Dios, por su pobreza, por aquella piel de oveja de que iba
vestido, por la cueva y los montes donde moraba?
Porque después de todo esto fue cuando obró todos sus mila-
gros. Y a Job, ¿qué milagro le vio hacer el diablo cuando se quedó
atónito delante de él? Milagro, ninguno, pero sí llevar una vida
brillante de virtud y mostrar una paciencia más dura que un
diamante. ¿Qué milagro hizo David, cuando era aún un muchacho,
para que Dios dijera de él: He hallado a David, hijo de Jessé,
varón conforme a mi corazón? (Hechos 13,22) Y Abrahán e
Isaac y Jacob, ¿qué muerto resucitaron, qué leproso limpiaron?
¿No sabéis que los milagros, si no vigilamos por nuestra parte,
antes bien dañan muchas veces? De este modo se escindieron entre
sí muchos de los corintios; de este modo se ensoberbecieron muchos
de los romanos; de este modo fue expulsado de la iglesia Simón
Mago. Así fue reprobado aquel que quiso en la ocasión que sa-
bemos seguir a Cristo, pero que le oyó decir: Las zorras tienen
sus madrigueras, y las aves del cielo nidos (Lc 9,58; Mt 8,20). Cada
uno de éstos se perdió y abandonaron a Cristo por una codicia:
el uno de riquezas, el otro de la gloria que esperaba del poder de
hacer milagros. Mas el cuidado de nuestra propia vida y el amor a
la virtud no sólo no engendran tales codicias, sino que, de existir,
las matan. Y el Señor mismo, cuando daba sus leyes a sus
discípulos, ¿qué es lo que decía? ¿Haced milagros para que
los hombres los contemplen? ¡De ninguna manera! ¿Qué decía,
pues?: Brille vuestra luz delante de los hombres, a fin de que
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que
está en los cielos. Y a Pedro no le dijo: "Si me amas, haz
milagros", sino: Si me amas, apacienta mis ovejas (Jn 21,15-17). Si a
Pedro, juntamente con Juan y con Santiago, vemos que los
prefería a los demás, ¿por qué motivo
606 los prefería? ¿Acaso por los
milagros? La verdad es que todos igualmente limpiaban leprosos y
resucitaban muertos, y a todos les había dado igual poder. ¿Por
qué, pues, tenían éstos la preferencia del Señor? Por la virtud de
sus almas. ¿Veis cómo por todas partes hay necesidad de buena
vida y de buenas obras? Por sus frutos —dice el Señor— /os
conoceréis (Mt 7,20).

LA SANTIDAD, PREFERIBLE A LOS


MILAGROS
Ahora bien, ¿qué es lo que recomienda nuestra vida? ¿Por
ventura los milagros o la perfección de una conducta
intachable? Esto último evidentemente. Los milagros, sin
embargo, de ahí toman su principio y ahí tienden como a fin. Y
es así que quien lleva esa conducta intachable es el que se
atrae de Dios esta gracia de obrar milagros, y el que esa gracia
recibe, para corregir la vida de los demás la recibe. Cristo
mismo hizo sus milagros para que así le dieran crédito y,
atrayéndose a sí mismo a los hombres, conducirlos a una vida
de virtud. De ahí que por esa misma vida de virtud es por lo que
Él muestra mayor empeño. No se contenta, en efecto, con
hacer milagros, sino que amenaza también con el infierno, y
promete el reino de los cielos, y promulga aquellas leyes suyas
maravillosas y, en fin, no deja piedra por mover para hacernos
semejantes a los ángeles. Mas ¿qué digo que Cristo lo hace
todo por este fin? Si a ti mismo, dime, se te diera a escoger
entre resucitar muertos en su nombre o morir por su nombre,
¿qué escogerías? ¿No está claro que lo segundo? Y, sin
embargo, lo uno es milagro y lo otro trabajo. ¿Y qué si se te
propusiera convertir la hierba en oro o tener tanta virtud que
despreciaras el oro como hierba, no escogerías también esto
último? Y con mucha razón, pues esto es lo que mejor
conquistaría a los hombres. De ver éstos la hierba convertida en
oro, también ellos desearían recibir ese poder, como aconteció
con Simón Mago, y aumentaría en ellos la codicia de dinero; si
nos vieran, en cambio, despreciar todo el oro como hierba,
tiempo ha que estarían libres de aquella pasión. ¿Veis cómo la
vida es lo que más nos puede aprovechar? Y vida llamo ahora
no simplemente practicar unos ayunos ni echarse sobre saco y
ceniza, sino que despreciéis las riquezas, como deben
607
despreciarse, que tengáis verdadera caridad, que deis al nece-
sitado de vuestro pan, que dominéis la ira, que desterréis la
vanagloria, que eliminéis y matéis la envidia. Así nos lo enseñó
el Señor mismo: Aprended—dice—de mí, porque yo soy manso y
humilde de corazón (Mt 11,29). Y no dijo: "Porque ayuné", a
pesar de que podía habernos recordado sus cuarenta días de ayuno.
Mas no fue eso lo que nos recordó, sino: Porque yo soy manso
y humilde de corazón. Y por el mismo estilo, cuando envió a sus
apóstoles, no les dijo precisamente: "Ayunad", sino: Comed de
todo lo que se os pusiere delante (Lc 10,8). En cambio, respecto
a las riquezas exigió desde el primer momento la más estricta
perfección: No poseáis oro, ni plata, ni moneda de cobre en vuestros
ceñidores (Mt 10,9). Mas si hablo así no es porque intente
rebajar el ayuno. ¡Dios me libre! ¡Yo lo alabo sobremanera! Lo que
me apena es que, descuidándoos de lo demás, creéis que
basta para vuestra salvación una obra que ocupa el último lugar
en el coro de las virtudes. Lo más importante es la caridad, la
modestia y la limosna, virtud esta que sobrepasa a la misma
virginidad. Así, si quieres llegar a ser igual a los apóstoles, nada
hay que te lo impida. Basta con que practiques esa virtud y en nada
eres inferior a ellos. Que nadie, pues, se escude en los milagros.
Le duele ciertamente al demonio verse expulsado de un cuerpo;
pero mucho más cuando ve a un alma libre de pecado. Porque el
pecado es su gran fuerza. Por el pecado —para destruirlo— murió
Cristo, pues el pecado es el que introdujo la muerte en el
mundo; él es el que lo ha trastornado todo de arriba abajo. Si
éste, pues, extirpas, le cortas sus nervios al diablo, le aplastas la
cabeza, destruyes todo su imperio, disipas su ejército y haces el
mayor de todos los milagros. No es mía esta doctrina, sino del
bienaventurado Pablo. Habiendo, en efecto, dicho: Emulad los
carismas mejores, y: Aún tengo que mostraros un camino sobre
toda ponderación (1 Cor 12,31), no habla seguidamente de
milagros, sino de la caridad, raíz que es de todos los bienes. Si
ésta, por tanto, ejercitamos, y con ella toda la filosofía que de
ella se deriva, para nada necesitaremos de milagros; como, por lo
contrario, si no tenemos caridad, de nada nos sirven los
milagros.

608
EXHORTACIÓN FINAL: IMITEMOS A LOS
A P ÓS T O L E S E N L O QU E F U E R ON D E
VERDAD ADMIRABLES
Considerando, pues, todo esto, imitemos a los apóstoles en
aquello en que fueron de verdad grandes. ¿En qué fueron, pues,
grandes los apóstoles? Oíd lo que dice Pedro: He aquí que nos-
otros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué
h a b r á , pues, para nosotros? Y escuchad también lo que Cristo les
contesta: Vosotros os sentaréis sobre doce tronos. Y: Todo el que
dejare casas, o hermanos, o padre, o madre, recibirá el ciento por
uno en este siglo y heredará la vida eterna. D e s p r e n d á m o n o s ,
pues, de todo lo terreno y consagrémonos a Cristo, a
fin de hacernos iguales a los apóstoles, según la sentencia del
mismo Cristo, y gozar de la vida eterna por la gracia y
a m o r de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder
por l o s s i g l o s d e l o s s i g l o s . A m é n .

HOMILIA 47

Todo esto les habló Jesús en parábolas a la muchedumbre,


y sin parábola no les hablaba nada. Para que se cumpliera la
palabra del profeta, cuando dice: Abriré en parábolas mi boca y
proclamaré lo escondido desde el origen del mundo (Mt 13,34 y
sig.).

TERMINA LA ENSEÑANZA PARABÓLICA


Marcos, por su parte, dice: Conforme podían oír, les hablaba
la palabra en parábolas (Mc 4,33), Seguidamente, para hacernos ver
que Cristo no introducía en ello novedad alguna, nos aduce el
evangelista al profeta, que predice este modo de enseñanza; y,
para darnos a conocer la intención de Cristo, que así hablaba a la
muchedumbre, no para mantenerla en la ignorancia, sino para
incitarlos a preguntarle, prosigue: Y sin parábola no les hablaba
nada. Realmente, muchas cosas les había hablado sin parábolas;
pero entonces, nada. Sin embargo, nadie se movió a
preguntarle. A los profetas solían sus contemporáneos pre-
guntarles muchas cosas, por ejemplo, a Ezequiel y a otros mu-
chos; no así éstos a Jesús. En verdad, lo que el Señor había
dicho, bien podía haberles producido
609 un poco de angustia y
despertarlos a preguntar, pues las parábolas encerraban un
sentido de muy grande amenaza. Mas ni aun así se movieron.
De ahí que, dejándolos, se fue Jesús a su casa: Entonces—
dice el evangelista—, dejando a las muchedumbres, se fue Jesús a
su casa. No le sigue ninguno de los escribas; de donde resulta
evidente que el único motivo que tenían de seguirle era su afán
de cogerle en algo. Mas como no le entendieron lo que les
había hablado, el Señor los abandonó en adelante.
EXPLICACIÓN DE LA PARÁBOLA DE LA CIZAÑA
Entonces se le acercaron sus discípulos a preguntarle el sentido
de la parábola de la cizaña. Hay ocasiones en que los
discípulos, aun con todo á - u deseo de saber, temen
preguntarle al Señor. ¿De dónde, pues, les viene ahora su
confianza? Es que le habían oído decir: A vosotros se os ha
dado conocer los secretos del reino de los cielos, y eso les
animó. De ahí que le preguntan en particular, no por
malquerencia a la muchedumbre, sino para guardar la ley
misma del Señor, que había dicho: Mas a ellos no se les ha
dado (Mt 13,11-12). Mas ¿por qué razón, dejando las parábolas
de la levadura y del grano de mostaza, preguntan sólo por el
sentido de la de la cizaña? Sin duda, aquéllas las dejaron por
más claras; ésta, en cambio, que tenía cierto parentesco con la
del sembrador, pero encerraba algo más que ella, tuvieron los
discípulos particular interés en conocerla en su significación.
Realmente, lo que desean no es oírla recitar nuevamente a
Jesús, pues bien veían que contenía en sí una grande
amenaza. De ahí que el Señor no los reprende, sino que les
completa lo que había dicho. Y lo que yo siempre he dicho: Que
no hay que explicar al pie de la letra las parábolas, pues de tal
literalidad se siguen muchos inconvenientes; eso mismo nos
enseña aquí el Señor al interpretar por sí mismo la parábola de
la cizaña, Así, nada dice sobre quiénes son los criados que se
acercan al amo del campo. Es que sólo por cierta lógica interna, y para
completar la imagen o cuadro de la parábola, los había introducido en
su relato; de ahí que, pasándolos por alto, explica lo que de
verdad importaba y apremiaba, es decir, poner de manifiesto
cómo Él es juez y Señor de todo y de todos. Y tomando la
palabra —dice el evangelista—, respondioles: El que siembra la
buena semilla es el Hijo del hombre. El campo es el mundo. La
610
buena semilla son los hijos del reino. La cizaña son los hijos del
maligno y el enemigo que los siembra es el diablo. La siega es la
consumación del tiempo. Los segadores son los ángeles. Ahora bien, al
modo como se recoge la cizaña y se le pega fuego, así será en la
consumación de este tiempo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles
y recogerán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran la
iniquidad y los arrojarán al horno de fuego. Allí habrá llanto y crujir de
dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su
Padre. Ahora bien, puesto que Él es el que siembra, y siembra
su propio campo y de su propio reino recoge, síguese
evidentemente que también el mundo presente es suyo. Mas considerad,
por otra parte, su inefable benignidad y su inclinación a hacer
bien y su repugnancia a castigar. Cuando se trata, en efecto, de sembrar,
siembra Él por sí mismo; cuando de castigar, se lo encomienda a los
ángeles. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su
Padre. No que hayan de brillar solamente como el sol. El Señor
emplea estos ejemplos conocidos, pues, en efecto, no sabemos de
astro más brillante para nosotros que el sol. En cuanto a la siega, en
otra ocasión dice que su tiempo había ya llegado, como cuando
hablaba de los samaritanos: Levantad vuestros ojos y mirad los
campos cómo blanquean ya para la siega (Juan 4,35). Y otra
vez: La mies es mucha, pero los obreros pocos Lc 10,2).
¿Cómo dijo, pues, entonces que la siega había ya llegado, y
aquí da a entender que está todavía por venir? Porque se entiende
en diverso sentido. Y ¿cómo es que en otra ocasión dijo: Uno es el
que siembra y otro el que siega? (Juan4, 37). Aquí dice ser Él
mismo el que siembra. Porque allí no se contrapone Él a sus
apóstoles, sino a éstos con los profetas, y se trataba de los judíos y
samaritanos. Y es así que también Él sembró por medio de los
profetas. Y aun hay ocasiones en que a lo mismo lo llama
siega y siembra, dando diverso nombre según el diverso fin que se
propone. —2. Así, cuando quiere significar la docilidad y obediencia
de los que oyen, habla de siega, como quien ha cumplido toda su
labor; cuando busca el fruto de la audición, de siembra; y entonces
la siega es la consumación del mundo. Y ¿cómo es que en otra
ocasión dice la Escritura que los justos serán arrebatados los
primeros? (Cf. 1 Tesal. 4,17 y sig.). Sí, serán arrebatados los pri-
meros al advenimiento de Cristo. Entonces los impíos serán en-
tregados al suplicio y los justos marcharán al reino de los
cielos. Porque en el cielo es donde611 ellos han de morar; Cristo, sin
embargo, vendrá a la tierra, y aquí juzgará a todos los hombres y
sobre todos pronunciará su sentencia; y luego, como un rey que se
levanta con sus amigos, conducirá a los suyos a aquella
bienaventurada herencia. Mirad, pues, cómo hay un doble
castigo para los impíos: el ser condenados al fuego y el
privárseles de la gloria bienaventurada.

EL SEÑOR PROPONE NUEVAS


PARÁBOLAS
—Mas ¿por qué razón ahora, cuando se han retirado de la
muchedumbre, habla el Señor nuevamente en parábolas a sus dis-
cípulos? —Es que sus palabras los habían hecho más
inteligentes, de modo que ya le entendían. Por lo menos, el
Señor les preguntó después de terminadas las parábolas: ¿Habéis
entendido todo esto? Y ellos le responden: Sí, Señor. Así, entre
otros bienes, las parábolas habían producido el de aumentar en
ellos la penetración de su visión. ¿Qué dice, pues, ahora el Señor?
Semejante es el reino de los cielos a un tesoro escondido en el
campo. Un hombre lo halló y lo escondió de nuevo y, de puro
gozo, vende cuanto tiene y compra aquel campo. Además,
semejante es el reino de los cielos a un mercader que busca
piedras preciosas. El cual, hallando que halló una muy preciosa,
fue, vendió cuanto tenía y la compró.

LAS PARÁBOLAS DEL TESORO ESCONDIDO Y


LA PIEDRA PRECIOSA
Al modo como las anteriores parábolas del grano de mostaza y
de la levadura no se diferenciaban mucho entre sí, así tam-
poco las del tesoro escondido y las piedras preciosas. En
verdad, lo que una y otra nos dan a entender es que debemos
estimar el Evangelio por encima de todo: las parábolas de la
levadura y del grano de mostaza se refieren particularmente a la
oculta fuerza del mismo Evangelio, que había de vencer
absolutamente a la tierra entera; éstas nos ponen más bien
de manifiesto su valor y precio. Se propaga, en efecto, como
la mostaza, lo invade todo como la levadura; pero es precioso
como una perla y nos procura magnificencia infinita como un
tesoro. Mas no sólo hemos de aprender de esas parábolas a
desnudarnos de todo lo demás para abrazarnos con el Evangelio,
612
sino que hay que hacerlo con alegría. Sepa el que renuncia a
sus bienes, que no ha sufrido una pérdida, sino que ha hecho un
negocio. ¡Mirad cómo el Evangelio es tesoro escondido en el
mundo y cómo en el Evangelio están escondidos los bienes! Si no
vendemos cuanto tenemos, no lo compramos; y si no tenemos un
alma que con todo afán se dé a la búsqueda, no lo encontramos.
Dos condiciones, pues, es menester que tengamos: despren-
dimiento de todo lo terreno y una suma vigilancia: Semejante es
el reino de los cielos—dice el Señor—a un mercader que busca
piedras preciosas; y hallando que halló una muy preciosa, lo
vendió todo y la compró. Una sola, en efecto, es la verdad, y no
es posible dividirla en muchas partes. Y así como quien es
dueño de una perla sabe que es rico; pero muchas veces su
riqueza, que le cabe en la mano—pues no se trata de peso
corporal—, es desconocida para los demás; así, puntualmente,
acontece con el Evangelio: los que lo poseemos, sabemos que
con él somos ricos; mas los infieles, que desconocen esté te-
soro, desconocen también nuestra riqueza.

LA PARÁBOLA DE LA RED ECHADA


AL MAR
Pero para que no pongamos toda nuestra confianza en la
mera predicación evangélica ni nos imaginemos que basta la fe
sola para la salvación, nos pone el Señor otra parábola
espantosa. ¿Qué parábola? La de la red echada al mar: Porque
semejante es el reino de los cielos a una red echada al mar y que
recoge todo género de cosas. Sacándola luego los pescadores a la
orilla, se sientan y recogen lo bueno en vasos y tiran afuera Io
malo. ¿Qué diferencia hay de esta parábola a la de la cizaña
En realidad también allí unos se salvan y otros se pierden; pero en
la de la cizaña es por seguir doctrinas malas y, aun ante de esto,
por no atender siquiera a la palabra divina; éstos, sin embargo, de
la red se pierden por la maldad de su vida y son lo más
desgraciados de todos, pues alcanzado ya el conocimiento de la
verdad, pescados ya en las redes del Señor, ni aun así fueron
capaces de salvarse. Por lo demás, en otra parte dice que Él
mismo, como pastor, separará a los buenos de los malos; mas
aquí, lo mismo que en la parábola de la cizaña, es función
incumbe a los ángeles ¿Qué decir a esto? En un caso les habla
613
de modo más rudo y en otro más elevado. Y notemos que esta
parábola la interpretó el Señor espontáneamente sin que nadie
se lo pidiera, siquiera sólo la declara en parte para aumentar el
temor. Al oír, en efecto, que los pescadores se contentaban con
tirar fuera lo malo, pudiera pensarse que aquella perdición no tenía
peligro alguno. De ahí que, en la interpretación, el Señor señala
el verdadero castigo, diciendo: Los arrojarán al horno de fuego,
y nos recordó el rechinar d dientes y nos dio a entender que el
dolor es inexplicable. ¡Y veis cuántos son los caminos de la
perdición! La perdición nos puede venir de la roca, de las espinas,
del camino, de la cizaña, de la red ahora. No sin razón dijo, pues, el
Señor: Ancho es el camino que lleva a la perdición y muchos son
los que andan por él (Mt 7,13). Habiendo, pues, dicho todo esto,
cerrado su razonamiento con el temor y habiéndoles sin duda
mostrado más cosas, pues con ellos habló más tiempo que con el
pueblo, terminó diciéndoles: ¿Habéis entendido todo esto? Y ellos
le respondieron: Sí, Señor. Luego, ya que le habían entendido,
los alabó diciendo: Por eso todo escriba instruido en el reino de
los cielos es semejante a un amo de casa que saca de su tesoro
cosas nuevas y cosas viejas. De ahí que en otra parte les dice:
Yo os enviaré sabios y escribas (Mt 23,34).

EL QUE NO CONOCE LAS ESCRITURAS


NO ES AMO DE CASA
Mirad cómo no excluye el Señor el Antiguo Testamento,
sino que lo alaba y públicamente lo llama un tesoro. De suerte
que quienes ignoran las Escrituras, no pueden ser amos de
casa; esos que ni de suyo tienen nada ni de los otros lo re-
ciben, sino que a sí mismos se consienten morir de hambre. Y no
sólo éstos. Tampoco los herejes gozan de esta bienaventuranza,
pues no pueden sacar de su tesoro lo nuevo y lo viejo. Lo viejo no
lo poseen y, por tanto, tampoco lo nuevo; como los que no tienen
lo nuevo, tampoco lo viejo. Lo uno está íntimamente ligado a lo
otro. Oigamos, pues, cuantos nos descuidamos de la lección de
las Escrituras, cuán grande daño, cuán grande pobreza
sufrimos. ¿Cuándo, en efecto, pondremos manos a la obra de
nuestra vida, si no sabemos las leyes mismas por las que ha de
regirse nuestra vida? Los ricos, los que sufren locura de las
riquezas, continuamente están sacudiendo sus vestidos para que
614
no los ataque la polilla; y ¿tú, que ves cómo el olvido, peor que
la polilla, ataca tu alma, no lees los libros santos, no arrojas de ti
esta polilla, no quieres embellecer tu alma, no quieres
contemplar continuamente la imagen de la virtud, y saber qué
miembros tiene y qué cabeza? Porque, sí, la virtud tiene
cabeza y tiene miembros, más magníficos que el más hermoso y
mejor configurado de los cuerpos.

LA CABEZA Y LOS MIEMBROS DE


LA VIRTUD
— ¿Cuál es pues—me preguntas— la cabeza de la virtud?
—La cabeza de la virtud es la humildad. De ahí que Cristo
empezara por ella sus bienaventuranzas, diciendo: Bienaventu-
rados los pobres de espíritu (Mt 5,3). Esta cabeza no tiene
ciertamente cabellera ni trenzas; pero sí tal belleza que enamora
al mismo Dios. Porque ¿sobre quién fijaré mi mirada —dice—, sino
sobre el manso y humilde, sobre el que tiembla de mis
palabras? (Is 66,2) Y: Los ojos del Señor sobre los mansos de
la tierra (Salmo 75,10). Y: Cerca está el Señor de los contritos de
corazón (Salmo 100,6). Esta cabeza, en lugar de cabellos y
cabellera, ofrece a Dios sacrificios agradables. Ella es altar de
oro y propiciatorio espiritual: Porque sacrificio es para Dios un
espíritu contrito (Salmo 50,19). La humildad es la madre de la
sabiduría. El que ésta tenga, tendrá todo lo demás. He ahí una
cabeza cual jamás la habíais contemplado. ¿Queréis contemplar
ahora, o mejor, saber cómo es su rostro?
Conoced, pues, ahora su color sonrosado y la flor de la belleza y
la mucha gracia que respira, y sabed de dónde le viene. ¿De
dónde, pues, le viene? De su pudor y su vergüenza. Por eso
alguien dijo: Delante del pudoroso caminará la gracia (Eccli 32,9). Y
este pudor, ¡cuánta belleza no derrama sobre los otros
miembros! Aun cuando combinarais cien colores, no lograrías
cuadro tan bello. Si queréis también contemplar los ojos,
miradlos suavemente pintados de modestia y castidad. De ahí que
sean tan bellos y penetrantes, que son capaces de ver al Señor
mismo: Bienaventurados —dice— los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios (Mt 5,8). Su boca es la sabiduría y la prudencia y
el conocimiento de los himnos espirituales. Su corazón es la
familiaridad con las Escrituras, la observación de las doctrinas
615
exactas, la caridad y la bondad. Y así como no es posible vivir
sin cabeza corporal, así tampoco es posible alcanzar la salva-
ción sin la cabeza espiritual. De ella, en efecto, proceden todos
los bienes. Tiene también la virtud sus pies y sus manos, que
son las buenas obras; tiene un alma, que es la piedad; tiene un
pecho de oro y más duro que el diamante, que es la fortaleza.
Todo es fácil vencerlo antes que romper este pecho. El espí-
ritu, en fin, que reside en el cerebro y en el corazón, es la
caridad.

EL EVANGELISTA MISMO, IMAGEN


VIVA DE LA VIRTUD
¿Queréis que os muestre ahora esa imagen en la realidad
misma? Considerad al mismo evangelista Mateo. Cierto que no
nos consta de todos los hechos de su vida; sin embargo, por lo
poco que sabemos, podemos contemplar una imagen brillante
de virtud. Para saber que fue humilde y contrito de corazón,
basta que le oigamos cómo, en su propio evangelio, se llama
a sí mismo publicano. Que fue misericordioso, lo prueba el
hecho de haberse desprendido de todo y seguido a Jesús.
Piadoso, bien se ve que lo fue por su doctrina. Su inteligencia,
no menos que su caridad, fácil es verla por el mismo evangelio
que escribió, pues por él quiso hacer un beneficio a la tierra
entera. Sus buenas obras se prueban por el trono en que ha de
sentarse; su valor por haber salido gozoso del sanhedrín (Cf.
Hechos 5,41).

LA HUMILDAD Y LA MISERICORDIA, VIRTUDES


NECESARIAS PARA SALVARSE
Imitemos, pues, esta virtud, y señaladamente la humildad y la
misericordia, sin las cuales no es posible la salvación. Así nos
lo ponen de manifiesto las cinco vírgenes fatuas, y no menos
que ellas el fariseo. Sin la virginidad, es posible ver el reino de
los cielos; sin misericordia, es imposible. La misericordia
pertenece a las cosas necesarias, a las que lo sustentan todo.
No sin razón, pues, la llamamos corazón de la virtud. Ahora
bien, el mismo corazón corporal, si no suministra aliento a to-
dos los otros miembros, rápidamente se extingue; una fuente, si
no se derivan de ella constantes arroyuelos, rápidamente se
616
corrompe; del mismo modo, los ricos, si para sí solos retienen
lo que poseen. De ahí que aun en el lenguaje corriente solemos
decir: ¡Qué corrupción de riqueza tiene fulano! Y no decimos:
¡Qué abundancia, qué tesoros de riqueza! Y en verdad, de co-
rrupción se trata, no sólo de los que las poseen, sino de las
mismas riquezas. Así, los vestidos amontonados se apolillan, se
toma de orín el oro, y el trigo es comido de gusanos. En cuanto
al alma de quien todo eso posee, tomada es de orín; corrom-
pida es también por las preocupaciones más que los mismos bie-
nes que posee. Si pudiéramos sacar a la luz el alma de un avaro,
como un vestido roído por infinitos gusanos, al que no le
queda parte sana, tal la hallaríamos a aquélla, agujereada por
todas partes a fuerza de preocupaciones, corrompida y tomada
de orín por sus pecados.

LA GLORIA DEL ALMA DEL POBRE


No así, ciertamente, el alma del pobre; del pobre, digo, vo-
luntario; sino que resplandece como el oro, brilla como una
perla y florece como una rosa. No hay en ella polilla, no hay
salteador, no hay preocupación mundana. No, la vida de estos
pobres es vida de ángeles. ¿Queréis contemplar la belleza de esta
alma? ¿Queréis saber la riqueza de la pobreza? No impera sobre
los hombres; pero impera sobre los demonios. No asiste ante el
emperador; pero asiste ante Dios. No sale a campaña con
hombres; pero sale con ángeles. No tiene un arca, ni dos, ni tres, ni
veinte; pero tiene tal opulencia que reputa por nada al mundo
entero. No tiene un tesoro; pero tiene el cielo. No necesita de
esclavos, o, por mejor decir, tiene por esclavas a sus pasiones;
tiene por esclavos a los pensamientos, que esclavizan a los
mismos emperadores. Esos pensamientos que mandan sobre los
que se visten de púrpura, tiemblan ante el pobre y no se atreven
a mirarle a la cara. El pobre se ríe de la realeza y del oro y todas
las cosas semejantes, como de juguetes de chiquillos, y todo eso
lo tiene por tan despreciable como los aros y las tabas y las
bolas y las pelotas de los niños. El tiene un adorno que no son
capaces ni de ver los que se entretienen en aquellos juegos.
¿Qué puede, pues, darse de mejor que un pobre de éstos? El
pavimento que pisa es el cielo. Y si tal es el pavimento, ¿qué tal será
el techo? —Pero el pobre no tiene—me dices—ni coche ni
617
caballos. — ¿Y qué, falta le hacen a quien ha de ser llevado sobre las
nubes y estar con Cristo?
Considerando, pues, todo esto, hombres y mujeres, busque-
mos aquella riqueza, busquemos la opulencia que no puede ser
consumida, a fin de alcanzar el reino de los cielos, por la gracia y
amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el
poder por los siglos de los siglos. Amén.

HOMILIA 48

Y fue que, cuando Jesús hubo terminado estas parábolas, se


marchó de allí... (Mt 13,53 y sig.).

JESÚS EN NAZARET: SU FRACASO


ENTRE SUS PAISANOS
— ¿Por qué razón dice el evangelista estas parábolas? —Porque
aun tenía que decir otras más. — ¿Por qué el Señor cambia de
lugar? —Porque quería sembrar por todas partes su doctrina. Y,
viniendo a su propia patria, les enseñaba en la sinagoga. — ¿A qué
pueblo llama ahora el evangelista patria de Jesús? —A mi
parecer, a Nazaret, pues allí—dice—no hizo muchos milagros, y
en Cafarnaún sí que los hizo. De ahí que Él mismo dijera: Y tú,
Cafarnaún, que te has levantado hasta el cielo, tú serás abatida
hasta el infierno; porque si en Sodoma se hubieran hecho los
milagros que en ti se han realizado, Sodoma estaría en pie hasta el
día de hoy (Mt 11,23). Viniendo, pues, allí, se abstuvo de obrar
milagros, a fin de no encender más la envidia y tenerlos que condenar
más duramente por su incredulidad, que así hubiera aumentado. Sí,
en cambio, les expone su doctrina, que no era menos maravillosa que
sus milagros. Porque aquellos insensatos—unos completos
insensatos—, cuando debieran admirarle y pasmarse de la virtud de
sus palabras, hacen lo contrario, que es vilipendiarle por la
humildad del que pasaba por padre suyo. Y. sin embargo,
muchos ejemplos tenían en lo antiguo de hijos ilustres nacidos de
padres oscuros. Así, David, hijo fue de Jessé, que no pasaba de
humilde labrador, y Amós lo fue de un cabrero, y cabrero él
mismo; y Moisés, el famoso legislador, tuvo un padre muy
inferior a lo que él mismo era. Más bien, pues, debieran haber
admirado al Señor de que, siendo de quienes se imaginaban,
618
hablaba tan maravillosamente, pues era evidente que ello no
podía ser obra de diligencia humana, sino de la gracia de Dios.
Mas, por lo que debieran admirarle, ellos le desprecian. Por otra
parte, el Señor frecuenta su sinagoga, pues de haber vivido
constantemente en el desierto, hubieran tenido pretexto para
acusarle como a solitario y enemigo del trato humano.
Sorprendidos, pues, y perplejos, decían sus paisanos: ¿De
dónde le viene a éste esa sabiduría y esas virtudes? Virtudes
llaman aquí o a sus milagros o a su misma sabiduría. ¿No es éste
el hijo del carpintero? Luego mayor es la maravilla y mayor
debiera ser vuestra admiración. ¿No se llama María su madre?
¿Y sus hermanos no se llaman Santiago y José y Simón y
Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? ¿De
dónde le viene a éste eso? Y se escandalizaban en Él. ¿Veis
cómo es Nazaret en donde hablaba? ¿No son—dicen—
hermanos suyos fulano y zutano? ¿Y qué tiene eso que ver?
Ésa debiera ser • para vosotros la mejor razón para creer en Él.
Pero no. La envidia es cosa mala y muchas veces se
contradice a sí misma. Lo que era sorprendente y maravilloso,
lo mismo que debiera haber bastado a arrastrarlos al Señor,
eso les escandalizaba. ¿Qué les contesta, pues, Cristo? Un
profeta—les dice—no es despreciado sino en su propia patria y
en su propia casa. Y no hizo—prosigue el evangelista—muchos
milagros entre ellos por causa de su incredulidad. No hizo allí muchos
milagros. —Y, sin embargo dirás—, era natural que los hubiera
hecho. Porque si todavía tenía éxito para ser admirado (y, en
efecto, también entonces se le admiraba), ¿por qué razón no los
hizo? —Porque no miraba a su propia ostentación, sino al provecho
de ellos. Ahora bien, como éste no se daba, prescindió también el
Señor de su propia manifestación, a fin de no aumentar el
castigo de sus paisanos. Y, sin embargo, mirad después de
cuánto tiempo, después de cuántos milagros, volvió a ellos. Y ni
aun así le soportaron, sino que se encendió más vivamente su
envidia. Mas ¿por qué, si no muchos, todavía hizo algunos
milagros? —Por que no le dijeran: Médico, cúrate a ti mismo (Lc
4,23). Para que no dijeran tampoco: Es nuestro enemigo, nos
tiene declarada la guerra, y desprecia a los de su propia casa".
Por que, en fin, no pudieran decir: "Si hubiera hecho entre nos-
otros milagros, también nosotros hubiéramos creído". De ahí que los
hizo y se detuvo entre ellos: por619una parte, para cumplir lo que a
Él le tocaba; por otra, para no condenarlos a ellos con más razón.
Mas considerad la fuerza de sus palabras, cuando, aun dominados
por la envidia, todavía le admiraban. Sin embargo, así como en
sus milagros no ponen tacha en cuanto a los hechos, pero se
inventan causas fantásticas, diciendo, por ejemplo: En virtud de
Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa los demonios (Lc 11,14);
así ahora, no pudiendo poner tacha en su doctrina, le desprecian por
lo humilde de su origen. Mas considerad, os ruego, la modestia
del maestro, que no los vitupera, sino que con toda mansedumbre
les responde: Un profeta no es despreciado sino en su propia
patria. Y no se detuvo aquí, sino que prosiguió: Y en su propia
casa. Con lo que, a mi parecer, aludía a sus propios hermanos.
Por lo demás, en el evangelio de Lucas el Señor aduce
ejemplos semejantes y les dice que tampoco Elías fue a los su-
yos, sino a una viuda extranjera; ni fue otro leproso alguno cu-
rado por Eliseo, sino el extranjero Naamán. No fueron, pues, los
israelitas quienes recibieron los beneficios y quienes a ellos
correspondieron, sino los extraños. Al hablarles así no hace sino
revelar su mala costumbre de siempre y que no era nuevo lo
que con Él hacían.

HERODES SE CONMUEVE
Por aquel tiempo llegó hasta Herodes, el tetrarca, la fama de
Jesús. Del tetrarca se trata, pues el rey Herodes, padre del
actual, aquel que ordenó la matanza de los niños, había
muerto ya. Y no sin motivo indica el evangelista el tiempo, sino
para que nos demos cuenta del orgullo y desdén de Herodes. No
se enteró, en efecto, en los comienzos de las cosas de Jesús,
sino después de infinito tiempo. Tales son los que están en el
poder y se rodean de mucho fausto. Sólo tardíamente se
enteran de estas cosas, pues es poco el caso que hacen de
ellas. Mas considerad, os ruego, cuán grande cosa sea la virtud,
pues Herodes teme a Juan aun después de muerto y el miedo le
obliga a filosofar sobre la resurrección. Porque dijo—nos
cuenta el evangelista— a sus servidores: Éste es Juan, a quien yo
mandé matar. Juan ha resucitado de entre los muertos, y por eso
obran en él los poderes milagrosos. ¿Veis el miedo exagerado?
Porque entonces no se atrevió a decirlo a los de fuera, sino que
empezó por hablar así con sus servidores. Sin embargo, su opinión
620
era soldadesca y absurda, pues muchos habían resucitado de
entre los muertos y ninguno había hecho lo que hacía Jesús. A
mi parecer, hay en las palabras de Herodes tanto de puntillo de
honor como de miedo. Tales son, en efecto, las almas que no
se guían por la razón, en las que muchas veces se da la extraña
mezcolanza de pasiones contradictorias. Lucas, por su parte, nos
dice que las gentes decían: Éste es Elías, o Jeremías, o uno de
los profetas antiguos (Lc 9,7 y sig.); mas Herodes, queriendo
decir algo más discreto que los otros, dijo lo que dijo. Lo
probable es que Herodes primero negara los dichos de las
gentes sobre que Jesús era Juan—muchos, en efecto, lo
afirmaban—, y que él, por punto de honor y como una gloria,
replicara: ''A Juan le mandé yo matar". El caso es que lo mismo
Marcos (Mc 6,16) que Lucas nos cuentan que Herodes solía decir:
Yo hice decapitar a Juan. Mas una vez que la voz se propagó,
Herodes acaba por decir lo mismo que el valgo.

LA MUERTE DE JUAN BAUTISTA


Seguidamente nos relata el evangelista la historia de la muerte
de Juan. — ¿Y por qué no la introduce anteriormente? —Por-
que todo su interés se centra en narrarnos la historia de Cristo,
y, de no contribuir a esta misma historia, los evangelistas no se
permitían digresión alguna. Y, aun ahora, no hubieran hecho
tampoco mención de la muerte de Juan, de no ser por motivo de
Cristo mismo y por haber dicho Herodes que Juan había
resucitado. Marcos, por su parte, nos cuenta que Herodes le
estimaba mucho, no obstante sus reprensiones. Tal es la
fuerza de la virtud. Narrando ya los hechos, dice así el
evangelista: Y fue así que Herodes, después de prender a
Juan, le mandó encadenar y meter en la cárcel por motivo de
Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Decíale, en efecto,
Juan: No te es lícito tenerla. Y hubiera querido matarle, pero
temió al pueblo, que tenía a Juan por un profeta. Y ¿por qué no
habla Juan con la mujer, sino con Herodes? Porque él tenía
más culpa. Pero mirad cuán suave es la acusación de Juan,
que más bien parece exposición de un hecho que no acusación.
Venido, pues, el natalicio de Herodes—prosigue el evangelista
—, salió al medio a danzar la hija de Herodías y agradó a
Herodes. ¡Oh convite diabólico! ¡Oh espectáculo satánico! ¡Oh
621
danza inicua y más inicuo galardón de aquella danza! Allí se
comete el asesinato más sacrílego de todos los asesinatos; allí
se degolló al que era digno de ser coronado y proclamado y
sobre la misma mesa se alzó el trofeo de los demonios. El
modo de la victoria fue digno del triunfo mismo: Salió al medio
—dice—a bailar la hija de Herodías y agradó a Herodes. Por lo
que le juró con juramento que le daría cuanto le pidiese. Y ella,
instruida por su madre: Dame aquí—le dijo—, sobre esta
fuente, la cabeza de Juan Bautista. Doble culpa: haber bailado
y haberle agradado, y haberle en tanto grado agradado, que
recibió por recompensa un homicidio. ¡Mirad qué cruel, qué
insensible, qué insensato! ¡Se obliga a sí mismo con juramento y
pone en manos de la chicuela la petición! Y luego que vio el mal que
de ahí resultó: Se entristeció —dice el evangelista—. Él fue, sin
embargo, quien desde el principio se había obligado. ¿Por qué,
pues, se entristece? ¡Tal es la fuerza de la virtud, que aun para
los malvados es digna de admiración y de alabanzas! Mas ¡oh
mujer furiosa de locura! Cuando debía haber admirado, cuando
debía haberse postrado en adoración ante Juan Bautista,
porque él la había vengado de su ultraje, ella es la que urde la
tragedia; ella le tiende el lazo, ella es la que hace la satánica
petición. Y Herodes—dice el evangelista—temió por razón del
juramento y de los comensales. Y ¿por qué no temiste de lo que
era más grave? Porque si temías tener testigos de tu perjurio,
mucho más era razón que hubieras temido tenerlos en tanto número
de un crimen, de una muerte tan inicua.

LA LEY DEL LEVIRATO


Como me figuro que muchos de vosotros ignoráis el
fundamento de la culpa de donde se siguió la muerte de Juan,
paréceme necesario explicaros también ese punto, a fin de que
comprendáis la prudencia del legislador. ¿Cuál fue, pues, la
antigua ley que pisoteó Herodes y que Juan intentó vindicar? La
ley por la que, muerto uno sin hijos, la viuda debía ser en-
tregada al hermano del difunto (Deut 25,5). Y es que, como la
muerte era un mal sin consuelo y todo se hacía por amor de la
presente vida, se puso ley que el hermano vivo se desposara
con la mujer del muerto y el nombre de éste se pusiera al hijo que
naciera, con el fin de que no desapareciera la familia del que
622
murió sin hijos. Porque al no haber dejado hijos el difunto, que es
el mayor de los consuelos en la muerte, el duelo tenía que ser
intolerable. De ahí que el legislador excogitó este consuelo
para quienes por la naturaleza estaban privados de hijos y
mandó que el nacido de la viuda se considerara como del
difunto. Ahora bien, habiendo un hijo, ya no era permitido este
matrimonio. — ¿Y por qué razón?—me dirás. Porque, si se
permitía a un extraño, mucho más había de permitírsele al
hermano. —De ninguna manera, puesto que la ley quería que el
parentesco se extendiera lo más posible y hubiera entre unos y
otros muchos lazos de afinidad. — ¿Por qué, pues, al morir uno
sin hijos, no podía tomar la viuda un extraño? —Porque de este
modo no se hubiera considerado al hijo como del difunto. En
cambio, siendo un hermano quien le engendraba, la atribución
resultaba creíble. Por otra parte, un extraño no sentía la nece-
sidad de mantener la memoria del difunto; un hermano, en
cambio, tenía para ello el título del parentesco. Ahora bien, como
Herodes había tomado la mujer de su hermano, no obstante
tener una hija, de ahí la reprensión de Juan. Moderada reprensión
por lo demás, pues en ella se une la franqueza con la modestia54.

ODIOSAS CIRCUNSTANCIAS DEL CRIMEN


Mas yo os ruego que consideréis cómo aquel espectáculo fue
totalmente satánico. En primer lugar estaba compuesto de
embriaguez y gula, de donde no era posible resultara nada bueno.
En segundo lugar, todos los espectadores eran corrompidos, y
más corrompido que todos el que ofrecía el banquete. En tercer
lugar, el placer a que se entregaban era contra razón. Cuarto, una
muchacha, aquella por la que el matrimonio resultaba ilegítimo,
y que más bien debiera haberse ocultado, pues ella era la
deshonra de su madre, ésa es la que entra a bailar y, doncella
como era, dejaba atrás a todas las rameras. El tiempo mismo no
contribuye poco a agravar la culpa de esta iniquidad; pues
cuando Herodes tenía que haber dado gracias a Dios porque en
aquel día le había hecho ver la luz, entonces fue justamente

54
Los modernos no opinan como San Juan Crisóstomo. El crimen de
Herodes Antipas consistió en haber tomado la mujer de su hermano cuando
éste aún vivía, no sin haber antes repudiado a su propia mujer, hija del rey
nabateo Aretas. 623
cuando se abalanzó a cometer aquella iniquidad. Cuando era
momento de haber dado libertad al encadenado, entonces fue
cuando a las cadenas añadió el asesinato. Escuchad aquellas
de entre las doncellas, o, más bien, escuchad también aquellas de
entre las casadas que con vuestros bailes y saltos y deshonrando
muestro común sexo hacéis que tales crímenes se cometan en
los matrimonios ajenos. Escuchad también los hombres que
frecuentáis esos convites espléndidos y llenos de embriaguez, y
temed el abismo que os abre el diablo. Porque con tanta
fuerza se apoderó entonces del desgraciado Herodes que llegó
éste a jurar dar a la bailarina hasta la mitad de su reino. Así lo
dice expresamente Marcos: Le juró: Todo lo que pidieres te lo
daré, aun cuando fuere la mitad de mi reino (Mc 6,23). Tal era la
estima que hacía de su imperio, tan cautivo se hizo de su pasión,
que estaba dispuesto a renunciar a él por un simple baile de
una chiquilla.

DONDE ESTÁ EL BAILE ESTÁ EL DIABLO


Mas ¿qué maravilla sucediera eso entonces, cuando ahora,
después de tan alta filosofía como se nos ha enseñado, por el
baile de esos jóvenes afeminados, muchos entregan sus almas,
sin que a ellos les fuerce juramento ninguno? Hechos prisione-
ros del placer, son conducidos como rebaños a donde el lobo
quiere. Tal sucedió entonces a aquel loco de Herodes. Dos lo-
curas ignominiosísimas cometió el infeliz: primero, hacer dueña
de su voluntad a una mujer furiosa y borracha de pasión, que
no había de detenerse en nada, y luego atarse a sí mismo con
la fuerza de un juramento. Sin embargo, por muy criminal que
fuera Herodes, la mujer era más criminal que todos juntos, más
que la muchacha y más que el rey. Ella fue la artífice de todos
aquellos males, ella urdió toda la tragedia —ella que debía
más que nadie estar agradecida al profeta—. Y es así que, si
la niña se descocó y bailó y pidió la cabeza de Juan, todo fue
sugestión de la madre, y en las redes de ésta estaba prendido
Herodes. Mirad con cuánta razón decía Cristo: El que ama a
su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí (Mt
10,37). Si la niña hubiera guardado esta ley, no hubiera
transgredido tantas otras ni hubiera cometido tan enorme
crimen. Porque ¿qué fiereza mayor pudiera darse que pedir a
624
guisa de gracia la muerte de un hombre: muerte inicua, muerte
ejecutada en medio de un convite, muerte cometida
públicamente y sin rubor alguno? Porque no se acercó
secretamente al tirano para hablarle sobre ello; no, públicamente, a
cara descubierta, arrojada la máscara, tomando al diablo mismo
por abogado, habla lo que habla. El diablo digo, porque éste fue
quien hizo que la muchacha se luciera entonces en sus danzas y
que Herodes quedara cogido entonces. Es que donde está el
baile, está el diablo. Porque no nos dio Dios los pies para
cometer indecencias, sino para caminar debidamente; no para
que saltemos como camellos (porque también éstos saltan
desagradablemente, y no sólo las mujeres), sino para que
entremos en los coros de los ángeles. Porque si el cuerpo es
feo, cuando con él se cometan tales indecencias, ¿cuánto más
no lo será el alma? Tales danzas los demonios las ejecutan;
tales diversiones propias son de los ministros de los demonios.

MÁS CIRCUNSTANCIAS ODIOSAS DEL


CRIMEN
Mas yo os ruego que consideréis la petición misma: Dame—dice
—aquí, sobre esta fuente, la cabeza de Juan Bautista. ¡Oh
mujer desvergonzada, oh mujer totalmente presa del diablo!
Recuerda la dignidad de Juan y ni aun así se ruboriza; antes
bien, como si se tratara de un manjar más de la mesa, pide que
se ponga sobre una fuente aquella sagrada y bienaventurada
cabeza. Y no alega causa ninguna, pues ninguna hubiera podido
alegar, sino que pretende, sin más, ser ella honrada con la ajena
desgracia. Y no dijo: "Tráele aquí y ejecútalo en mi presencia",
pues no hubiera podido sufrir la libertad de palabra del que iba a
morir. Temía, en efecto, la voz terrible aun de Juan ejecutado,
quien, a buen seguro, aun en el momento de ser degollado, no
hubiera guardado silencio. Por eso dice: Dámela aquí, en este
plato, porque tengo ganas de ver muda su lengua. Porque la mujer
no quería sólo verse libre de sus reproches, sino insultar también y
ultrajar al caído.

POR QUÉ DIOS PERMITE LA MUERTE DE JUAN


Y Dios lo permitió y ni disparó un rayo desde el cielo que abrasara
aquella impúdica cara, ni mandó que se abriera la tierra y se
625
tragara todo aquel convite de malvados. Es que quería coronar más
gloriosamente a aquel justo y dejar juntamente un gran consuelo a
quienes después de él habían también de sufrir injustamente.
Oigámoslo, pues, cuantos por vivir virtuosamente tenemos que
sufrir de parte de los hombres malvados, pues también
entonces permitió Dios que Juan, el morador del desierto, el que
llevaba ceñidor de piel y un cilicio por vestido, el que era profeta y
el más grande de los profetas, el que fue proclamado como el más
grande entre los nacidos de mujer, no sólo fuera degollado, sino
que lo fuera por complacer a una muchachuela intemperante y a
una ramera corrompida, y lo fuera cuando él defendía las leyes
divinas. Con esta consideración, bien podemos soportar
generosamente cuanto tengamos que sufrir. Entonces, en
verdad, esta mujer criminal y malvada logró tomar cuanta
venganza anhelaba de quien la había avergonzado y sació toda
su furia, y Dios se lo consintió. Y, sin embargo, Juan no le
había dicho a ella una palabra ni la había acusado, sino que su
reprensión había sido toda para el hombre. Pero su conciencia era
su más duro acusador. Por eso, dolida y herida, se abalanzó,
como una furia, a mayores males y deshonró a todos
juntamente: a sí misma, a su hija, al marido difunto y al adúltero
con quien vivía. Y a los crímenes pasados aun quiso añadir
otros nuevos. ¿Te dueles—parece decirle a Juan—de que
Herodes sea adúltero? Pues yo le voy a hacer asesino, yo haré que
degüelle al mismo que le recrimina su adulterio.

FIEREZA DE LA MALA MUJER


Escuchad los que estáis, más de lo debido, sujetos a vuestras
mujeres. Escuchad los que hacéis juramentos sobre cosas inciertas
y ponéis vuestra perdición en manos de los demás y os abrís una
sima para vosotros mismos. Porque así, efectivamente, se per-
dió Herodes. Él pensó, sin duda, que la muchacha pediría algo
para sí y propio de un convite. En una fiesta, en un convite,
en aquella magna reunión, ella, una muchachita, sin duda le
pediría una gracia espléndida y grata, no la cabeza de un
encarcelado. Así lo pensó y se equivocó. No es que esto le puede
servir de defensa ninguna. No. Si la mujer tenía alma de gladiador,
no por eso debía él haberse dejado sorprender ni someterse tan
mansamente a tan tiránicos mandatos. Porque, en primer lugar,
626
¿quién no había de horrorizarse al contemplar aquella sacra
cabeza, chorreando sangre, presentada ante un banquete? Mas
no se horrorizó el criminal Herodes, y menos aquella mujer
sacrílega. Tales son las mujeres perdidas: su desvergüenza y
crueldad no tienen rival posible. Porque si nosotros de sólo oír
el relato nos estremecemos, ¿qué impresión no hubo natu-
ralmente de producir entonces la vista misma? ¿Qué no hubie-
ron de sentir aquellos comensales al contemplar en medio del
banquete una cabeza recién degollada y chorreando sangre? Mas
aquella mujer sanguinaria y más furiosa que las Erinies no se
conmovió lo más mínimo ante aquel espectáculo, sino que
blasonó más bien de su hazaña; sin embargo, si no por otra
razón, por aquella sola vista debiera haberse calmado ya su furia.
Mas nada de eso sintió aquella mujer criminal, sedienta de la
sangre de los profetas. Tal es por naturaleza la lujuria: a quie-
nes domina, no sólo los hace disolutos, sino asesinos. Por lo
menos, las mujeres que anhelan el adulterio no se detienen ante
el asesinato del marido a quien van a deshonrar. Y no uno ni
dos, mil asesinatos estarían dispuestas a perpetrar. ¡Cuántos tes-
tigos no podrían presentarse de tales tragedias! Tal fue lo que
entonces hizo Herodías, con la esperanza, sin duda, de que su
crimen quedaría oculto en adelante. Lo contrario justamente de
lo sucedido; pues, aun degollado, Juan alzó su voz con más
fuerza que nunca.

LA MALDAD SÓLO MIRA AL MOMENTO


Pero la maldad sólo mira a lo presente, lo mismo que los
febricitantes cuando piden inoportunamente agua fría. En
verdad, de no haber degollado Herodes a su acusador, su crimen
no se hubiera revelado tan ampliamente. Lo cierto es que los
discípulos de Juan nada dijeron cuando lo metió en la cárcel;
mas ya que le hubo quitado la vida, no tuvieron otro remedio
que decir la verdadera causa de la muerte de su maestro. Por su
parte, bien hubieran querido dejar en la sombra a la adúltera, y
ninguna gana tenían de sacar a pública vergüenza las
desgracias del prójimo; mas como se vieron forzados a contar lo
sucedido, entonces tuvieron también que revelar todo el crimen.
No podían ellos consentir que se atribuyera a causa mala la
muerte de Juan, como la de Teudas y Judas (Cf. Hechos 5,36-
627
37); de ahí que por fuerza hubieron de revelar la verdadera
causa de su, asesinato. De suerte que cuanto más se pretende
de este modo ocultar un pecado, tanto más se publica. Un pecado
no se oculta con otro pecado, sino con la penitencia y la
confesión. Mirad, por otra parte, cómo el evangelista lo cuenta
todo sin animosidad y, en cuanto le es posible, trata de excusar
a los autores del crimen. En favor de Herodes dice que obró por
respeto al juramento y a los comensales, y hasta que se puso
triste. Por la muchacha, que fue instruida por su madre y que a
su madre le presentó la cabeza de Juan. Como si dijera: "La
niña no hizo sino cumplir lo que le mandara su madre". Los
justos todos, en efecto, no tanto se duelen por los que
injustamente padecen, cuanto por los que injustamente obran,
pues éstos son los que más padecen. No fue, no, Juan el que
sufrió, sino los que perpetraron el crimen contra él. Imitemos
también nosotros a esos justos y no nos ensañemos en los
pecados de nuestros prójimos, sino, cuando sea menester,
echemos un velo sobre ellos. Mostremos un alma filosófica.
Pues, en verdad, el mismo evangelista, aun hablando de una
mujer perdida y sanguinaria, se mostró lo más suave que le fue
posible. No dijo, en efecto, que la niña había sido previamente
instruida por aquella mujer criminal y sacrílega, sino por su
madre, dándole el nombre más suave que era posible. Tú, sin
embargo, no te cansas de insultar y acusar a tu prójimo, y a un
hermano que te haya ofendido no eres capaz de recordarle con
la mansedumbre con que el evangelista hace mención de una
ramera. No. Tú, con la mayor ferocidad y entre rociadas de los
peores insultos, le llamas traidor y malvado y criminal e
insensato, y aun cosas más graves que éstas. Porque aun nos
enfurecemos más y hablamos de él como de hombre de otra
raza, maldiciéndole, injuriándole e insultándole. No obran
ciertamente así los santos. Ellos más bien lloran que no maldicen
a los que pecan. Esto es lo que nosotros hemos de hacer también:
llorar a Herodías y a tantos como la imitan.

CONTRA LOS BANQUETES SUNTUOSOS


Porque muchos banquetes como el de Herodes se celebran
ahora, y si en ellos no se mata a Juan, sí, y de modo más grave,
a los miembros de Cristo. Los que ahora bailan, no piden sobre
628
un plato la cabeza de Juan Bautista, sino el alma de los comen-
sales. Y es así que, al hacerlos esclavos y excitarlos a
ilegítimos amores y echarlos en brazos de rameras, no les
cortan la cabeza, pero sí les degüellan el alma, haciéndolos
adúlteros, afeminados y disolutos. Porque no me vas a decir,
que, cargado de vino y ya borracho, y viendo a una mujer bailar
y decir indecencias, no sientes el menor atractivo hacia ella y
que, vencido por el placer, no te dejarás llevar a la disolución. Y
entonces se cumple en ti la terrible palabra del Apóstol: Que
haces de los miembros de Cristo miembros de una ramera (1
Cor 6,16). Porque si ahora no asiste la hija de Herodías; mas el
diablo, que bailó entonces por medio de ella, baila también
ahora por medio de estos que ahora bailan, y por su medio se
va con todo el botín de las almas de los comensales. Y aun
cuando vosotros podáis manteneros al margen de la
embriaguez, no por eso os hacéis menos partícipes y culpables
de otro pecado gravísimo: tales convites, en efecto, están llenos
de rapiñas. No mires sólo las carnes y los platos que se te
sirven: considera también de dónde proceden, y hallarás que
proceden de injusticia y avaricia, de violencia y de rapiña. —
Pero mis banquetes—me dices no son de ese jaez. ¡Dios me
libre, pues tampoco yo los quiero así! —Sin embargo, aun
suponiéndolos libres de esas máculas, no por eso carecen de culpa
los banquetes suntuosos. Escucha, si no, cómo, aun sin nada de eso, los
reprende el profeta diciendo: ¡Ay de los que beben vino colado y se ungen
de ungüentos primos! (Am 6,6) ¿Ves cómo aquí reprende
simplemente el placer? No los culpa aquí de avaricia, sino sólo de
disolución.

CONTRASTE ENTRE NOSOTROS Y


CRISTO
Y mientras tú comes hasta el exceso, Cristo no tiene ni lo
necesario; mientras tú escoges entre los platos que te placen,
Cristo no tiene ni un pedazo de pan seco. Tú te regalas con vino de
Taso55, y a Cristo no le das ni un vaso de agua fría para calmar
su sed. Tú duermes sobre lecho blando y precioso, y Cristo se
muere tiritando de frío. Por eso, aun cuando esos banquetes no
sean fruto de la avaricia, no por eso son menos execrables, pues
55
629
Taso, isla griega del mar Egeo, afamada por sus vinos.
tú gozas de todo más allá de la necesidad y a Cristo no le das ni
lo necesario. Y eso que con lo suyo tú te regalas. Si fueras tutor de
un niño y, tomándole sus bienes, nada se te diera de verle a él
en la miseria, a miles se levantarían los acusadores contra ti y
las mismas leyes te harían pagar tu merecido. Y, alzándote con
los bienes de Cristo y derrochándolos tan vanamente, ¿crees tú
que no tendrás que rendir estrecha cuenta?

CONNTRA LOS PARÁSITOS


Al hablar así, no me refiero a los que meten a las rameras n
sus convites. Tan lejos estoy de hablar con éstos como con tos
perros. Tampoco a los avaros que hartan a otros a costa de ro
que han robado. Con éstos tengo yo tanto de común como con
los puercos y los lobos. Me refiero a los que gozan, sí, de su
propia hacienda, pero no dan parte de sus bienes a su prójimo;
me refiero a los que gastan sin más ni más su patrimonio.
Porque tampoco éstos están sin culpa. ¿Cómo, dime por tu vida,
puedes tenerte por sin culpa, cuando se están hartando el
parásito y el perro que tienes a tu lado y Cristo no te merece la
atención que el perro y el parásito? Al uno le pagas así sus
bufonadas; a Cristo, sin embargo, ni por el reino de los cielos le
das un bocado. El uno se ha ido harto de tu casa por haber
dicho sus gracias; Cristo, sin embargo, que nos ha enseñado
doctrinas cuya ignorancia nos pone al nivel de los perros, no
te merece lo que no niegas al parásito. ¿Tiemblas al oír esto? Pues
tiembla también de hacerlo. Arroja de tu lado a los parásitos y
haz que se siente Cristo a tu mesa. Si le das parte de tu sal y
de tu mesa, Él será benigno cuando te juzgue. Él sabe respetar
la mesa. Porque si lo saben los bandidos, mucho más el
Señor. Considera, si no, cómo desde la mesa justificó a la mujer
pecadora, y reprendió, en cambio, a Simón, diciéndole: Beso de
paz no me diste (Lc 7,45). Porque si, aun sin hacer esto, Al te
alimenta, mucho más te recompensará si lo haces. No mires que el
pobre se te acerca sucio y maloliente; considera más bien que
Cristo entra por su medio en tu casa, y cesa en tu crueldad; no
digas esas palabras con que rocías infaliblemente a cuantos se
te acercan, llamándolos importunos y holgazanes y cosas to-
davía más duras. Cuando así hablas, considera qué grandes
obras realizan los parásitos y en qué han sido de provecho para
630
tu casa. ¿Es que, después de todo, hacen más agradable tu con-
vite? ¿Y qué agrado hay en verlos cómo se dejan abofetear y
oírlos decir chocarrerías? ¿Hay cosa más desagradable que gol-
pear al que fue hecho a la imagen de Dios y que tomes tú por
recreación el ultraje de tu prójimo, que hagas de tu casa un
teatro y llenes tus convites de farsantes, y que tú, en fin, hombre
noble y libre, te rebajes a imitar a los que han sido trasquilados
como esclavos sobre la escena? 56 Allí, en verdad, están en su
lugar la risa y las bofetadas. ¿Y a esto, dime, llamas tú placer: a
lo que es digno de ser llorado y lamentado y gemido larga-
mente? Guando debieras tú llevarlos a una vida seria y exhor-
tarlos a la decencia, tú eres el que los incitas a sus perjurios y
palabras indecentes, y a eso le das tú nombre de placer. Lo que
conduce al infierno, ¿eso lo tienes tú por motivo de placer?
Porque es así que, cuando esos desgraciados agotan su repertorio
de chistes, todo se resuelve en juramentos y perjurios.
¿Merece, pues, esto risa o lágrimas y lamentos? Ningún hombre
sensato puede decir que eso merezca risa.

ALIMÉNTESE A LOS PARÁSITOS,


PERO POR OTRO MOTIVÓ
Al hablar así, no es que yo prohíba que se les dé de comer. Lo
que quiero decir es que no se les dé por ese motivo. Sea motivo la
caridad, no la crueldad; la compasión, no el insulto. Aliméntalos
porque son pobres; aliméntalos porque en ellos mentas a Cristo, no
porque pronuncian palabras satánicas y deshonran su propia vida.
No los mires sólo cómo ríen por fuera; examina también su
conciencia y entonces verás cómo se maldicen mil veces a sí
mismos, cómo gimen y se lamentan. Si no lo dejan traslucir, ello
es por respeto a ti. Sean, pues, hombres pobres y libres los
que contigo se sienten a tu mesa, no juros ni farsantes. Y si
quieres pedirles pago de la comida que les das, mándales que,
si ven algo inconveniente, lo reprendan, que exhorten a
corregirlo, que tomen contigo parte en el cuidado de tu casa, que
se pongan al frente de tu servidumbre. ¿Tienes hijos? Sean
contigo padres suyos, participen contigo en la dirección de tus
negocios, tráigante ganancias agradables a Dios. Ponlos en un
espiritual comercio. Si ves alguien que necesita protección,
56
631
El corte de pelo era señal de esclavitud.
ordénales que le ayuden, mándales que le presten sus servicios.
Por medio de éstos puedes recoger a los peregrinos; por su
medio vestir a los desnudos, visitar las cárceles, socorrer las
ajenas necesidades. Éste sea el pago que te den por darles tú
de comer —pago que a ellos y a ti es provechoso y que no merece
reproche alguno—. Por estos medios se estrecha también más la
amistad. Porque ahora, aun cuando parezca que se los ama;
ellos, sin embargo, están avergonzados, pues están viviendo sin
razón a costa tuya. Si te prestan, sin embargo, esos servicios,
ellos mismos se sentirán más a gusto y tú les darás de comer
de mejor gana, pues ya no gastarás inútilmente. Entonces, ellos
te asistirán con confianza y con la conveniente libertad, tu casa
se convertirá, en vez de teatro, en fina iglesia y huirá el diablo, y en
ella entrará Cristo, y con Cristo, los coros de los ángeles Porque
donde está Cristo, allí están los ángeles, y donde está Cristo y
los ángeles, allí está también el cielo, allí brilla una luz más
esplendente que la del mismo sol.

LA LECTURA DE LOS LIBROS SANTOS, BUENA


OCUPACIÓN DE LOS PARÁSITOS
Y si quieres recoger de tus parásitos otro fruto de consuelo,
mándales, cuando te halles desocupado, que tomen los Libros
santos y te lean la divina ley. Este servicio te lo prestarán con más
gusto que el de sus chocarrerías, pues esto os hará mejores a ti y a
ellos, así como lo otro os deshonra a todos juntamente. A ti, por
insolente y loco; y a ellos, por miserables y glotones. Alimentarlos
para insultarlos es peor que si les quitaras la vida; alimentarlos, en
cambio, para común utilidad y provecho es mejor que si, al ser
conducidos al suplicio, tú los salvaras de la muerte. En el primer
caso, los rebajas por bajo de tus mismos esclavos y, de hecho,
éstos gozan de más franqueza y más conciencia libre que no
tus parásitos; en el otro, los haces semejantes a los ángeles.
Libérate, pues, a ti mismo y a ellos. Suprime ese nombre de
parásito y llámalos tus comensales; destierra también el nombre
de aduladores y sustitúyelo por el de amigos. Al unir Dios a los
hombres por la amistad, no lo hizo para daño de los que
quieren y de los que son queridos, sino para bien y provecho
de unos y otros. Esotras amistades, sin embargo, de
aduladores y parásitos son más funestas que la misma ene-
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mistad. De los enemigos, en efecto, si queremos, aun podemos
sacar algún provecho; de ésos, en cambio, no puede venirnos,
irremediable y necesariamente, sino daño. No mantengas, pues,
anos amigos maestros en el arte de dañar; no mantengas unos
amigos que aman más tu mesa que tu persona.
T o d a e s a r a l e a d e gentes, apenas se termina el banquete,
se acabó también la amistad. Mas los que se te unen por amor
de la virtud, ésos permanecen constantes y resisten todas las
vicisitudes. Mas esa casta de los parásitos muchas veces serán
capaces de atacarte y hasta te cubrirán de baldón e ignominia.
Por lo menos, yo sé de muchos hombres libres que han sufrido
las peores sospechas. A unos se los ha calumniado de magia, a
otros de adulterio, a otros de corrupción de muchachos. Y es
que, como son gentes que no tienen nada que hacer, sino que
viven a la ventura, la gente cree que su único oficio es ponerse
al servicio de todos p a r a t a l e s i n f a m i a s .

EXHORTACIÓN FINAL: ACABEMOS CON


E S A D IA B Ó L I C A C O S T U M B R E D E L OS
PARÁSITOS
Para librarnos, pues, de toda mala fama, y, ante todo, del
infierno venidero, y para cumplir la voluntad de
D i o s , a c a b e m o s con la diabólica costumbre de los
parásitos; y así, ora comam o s , o r a b e b a m o s , t o d o l o
h a r e m o s a g l o r i a d e D i o s y u n d í a gozaremos de su
propia gloria. La cual quiera Él que alcancemos todos, por la
gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria
y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

HOMILIA 49

Jesús que lo hubo oído, se retiró de allí en una barca a un


lugar desierto, solo; y, oyéndolo las turbas, le siguier o n a
pie desde las ciudades (Mt 14,13ss).

PRELUDIOS DE LA MULTIPLICACIÓN DE LOS


PANES
Mirad cómo en todo momento se retira el Señor: cuando Juan fue
prendido, cuando se le mató, cuando
633 los judíos oyeron decir que

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