El Gato Negro

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EL GATO NEGRO

Edgar Allan Poe


El Gato Negro (1843)
Edgar Allan Poe (EEUU)
No espero ni pido que alguien crea en la extraña historia que voy a relatar. Sería insensato esperar que
alguien lo hiciera, cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy
loco, y ciertamente lo que pretendo contar tampoco es un sueño. Pero, por si muero mañana, quiero
aliviar hoy mi alma. Mi propósito consiste en poner de manifiesto ante el mundo una serie de sucesos
domésticos que me han ocurrido y que por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han
anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. En mí solo han causado mucho horror. Quizá más tarde
surja una inteligencia más serena, más lógica, y mucho menos excitable que la mía, que no encuentre en
las circunstancias que relato, más que una sucesión de causas y de efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Sentía
extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad
de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de
comer o acariciaba. Este rasgo de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre
vino a constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e
inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede
proporcionar. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón
de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Al conocer
mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdió oportunidad de agradarme, proporcionándome las
especies más agradables. Teníamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño
mono y un gato. Este último animal era hermoso, completamente negro y de una sagacidad maravillosa.
Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes
alusiones a la antigua creencia popular, que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas.
Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y él me seguía
por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado que, incluso, llegué a permitirle que me
acompañe por calles y plazas.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la
intemperancia, aunque me avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Día a día me fui
volviendo más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un
lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres
favoritos, naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los descuidaba, sino
que llegué a maltratarlos. A Plutón, sin embargo, por el afecto que aún le tenía, me abstenía de pegarle;
lo que no sucedía con el mono, con el perro y con los conejos que no me daba escrúpulos de maltratarlos
cuando por casualidad o movidos por el afecto se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, me
invadía cada vez más, pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, Con el tiempo, hasta el mismo
Plutón, que ya envejecía, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche que regrese a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió levemente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que
hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de mi cuerpo. Saqué del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un
ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más
me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un
horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante benevolencia de mi
antigua forma de ser como para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez
me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, en mi
caída final se presentó el espíritu de la perversidad, Este espíritu de perversidad, causó mi ruina
completa. El anhelo ardiente, que tenía mi alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia
naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me impulsaba a continuar el suplicio a que había condenado
al inofensivo animal.
Una mañana, obrando a completa sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de
un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que
no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un
pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia de Dios.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!”
“¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran
dificultad logramos escapar mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No quisiera establecer una relación de causa y efecto entre el incendio y mi criminal acción con el gato,
pero estoy detallando una cadena de hechos y no quisiera dejar ningún eslabón incompleto.
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas de la casa. Todas las paredes se habían
desplomado, excepto una. La que quedaba en pie era una pared delgada situada en el centro de la casa, y
contra la cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. Esta había quedado a salvo de la acción del
fuego, cosa que atribuí a su reciente edificación. En torno a la pared se encontraban reunidas muchas
personas, algunas de ellas mirando fijamente hacia un punto de la misma y exclamaban: ¡Extraño!
¡Curioso!. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la
imagen de un gigantesco gato que tenía alrededor de su cuello una soga enlazada.
Al ver esta aparición me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín
habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido descolgado del árbol
por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta, esto seguramente lo hicieron con el
fin de despertarme. Al caer el animal en la pared recién construida produjeron la imagen que acababa de
ver.
De esta forma quedo satisfecha mi razón pero no mi conciencia. Lo ocurrido impresionó profundamente
mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento extraño que se parecía al remordimiento. Llegué al punto de lamentar
la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que frecuentaba, algún otro animal de la misma especie
y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que me hallaba a medio embriagar en una taberna, llamó mi atención un objeto negro que
reposaba en lo alto de uno de esos enormes toneles de ginebra que había en aquel lugar. Me aproximé y
lo toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón era totalmente negro, mientras que este gato mostraba una mancha blanca
que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se levantó súbitamente ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y
pareció encantado de mis atenciones. Acababa de encontrar el animal que estaba buscando. De
inmediato, le propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo
había visto antes por ahí, ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal intento seguirme. Yo deje
que lo hiciera. Por el camino me inclinaba una y otra vez para acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró de inmediato a ella, además de convertirse en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, bien pronto sentí nacer en mí, una antipatía hacia él. Era exactamente lo contrario de lo
que yo había esperado. Su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal, quizá por la vergüenza de acordarme de mi mal
proceder con mi antiguo animal. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con un inexplicable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia.
Lo que contribuyó a aumentar mi odio, fue descubrir, a la mañana siguiente, que aquel gato era tuerto, al igual
que Plutón. Esta circunstancia, fue precisamente lo que hizo que el animal sea de mayor agrado de mi mujer,
que como ya dije, siempre destaco por sus sentimientos humanitarios.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión hacia el. Seguía mis pasos con
demasiada impertinencia. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme
caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra
manera. Desde aquí, desde esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el espanto
que aquel animal me inspiraba se debía a una peculiaridad que el tenia. Más de una vez, mi mujer me había
llamado a notar sobre eso. La forma de la mancha blanca que lucía sobre su pecho, y que constituía la única
diferencia entre este animal y el que yo había matado. Al principio me había parecido la mancha de forma
indefinida pero gradualmente, ante mis ojos la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme
del monstruo. Representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra… ¡La imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre
y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante
había yo destruido, era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado por Dios! ¡Ay, ni de
día ni de noche pude ya gozar de reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba cada hora de los más horrorosos sueños.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba, y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual víctima de mis repentinos arrebatos de ciega
cólera a la que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, baje al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos
obligaba a vivir. El gato me siguió y mientras bajaba la empinada escalera estuvo a punto de tirarme cabeza
abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los temores que hasta
entonces me habían detenido, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Su interrupción me enfureció tanto, que me llevo
a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido,
cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía
que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me
observara. Diversos proyectos cruzaron por mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también, si no convenía
arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de
casa como si se tratara de una mercadería. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién
revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en
una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera
semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el
cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar
cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la
mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que
no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido
hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido
a matarla. Si en aquel momento, el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por
lo visto, el astuto animal, alarmado por mi violencia, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara. No se
presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada, pude dormir profunda y tranquilamente; Aun
con el peso del crimen cometido con mi esposa, sí que pude dormir.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre.
¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición
en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y
rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los
oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había
cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. Yo Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una
palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construida… (En mi frenético deseo de decir algo con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis
palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano
sobre la pared del enladrillado, detrás del cual, se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un
largo y continuo alarido, anormal, inhumano; un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de
triunfo, como sólo puede haber brotado de los infiernos, de la garganta de los condenados y de los demonios
exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared
opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena
de brazos derribaban la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca roja y abierta y el
único ojo de fuego, estaba agazapada la horrible bestia, aquel gato cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

FIN

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