El Gato Negro
El Gato Negro
El Gato Negro
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal intento seguirme. Yo deje
que lo hiciera. Por el camino me inclinaba una y otra vez para acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró de inmediato a ella, además de convertirse en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, bien pronto sentí nacer en mí, una antipatía hacia él. Era exactamente lo contrario de lo
que yo había esperado. Su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal, quizá por la vergüenza de acordarme de mi mal
proceder con mi antiguo animal. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con un inexplicable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia.
Lo que contribuyó a aumentar mi odio, fue descubrir, a la mañana siguiente, que aquel gato era tuerto, al igual
que Plutón. Esta circunstancia, fue precisamente lo que hizo que el animal sea de mayor agrado de mi mujer,
que como ya dije, siempre destaco por sus sentimientos humanitarios.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión hacia el. Seguía mis pasos con
demasiada impertinencia. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme
caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra
manera. Desde aquí, desde esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el espanto
que aquel animal me inspiraba se debía a una peculiaridad que el tenia. Más de una vez, mi mujer me había
llamado a notar sobre eso. La forma de la mancha blanca que lucía sobre su pecho, y que constituía la única
diferencia entre este animal y el que yo había matado. Al principio me había parecido la mancha de forma
indefinida pero gradualmente, ante mis ojos la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme
del monstruo. Representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra… ¡La imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre
y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante
había yo destruido, era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado por Dios! ¡Ay, ni de
día ni de noche pude ya gozar de reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba cada hora de los más horrorosos sueños.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba, y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual víctima de mis repentinos arrebatos de ciega
cólera a la que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, baje al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos
obligaba a vivir. El gato me siguió y mientras bajaba la empinada escalera estuvo a punto de tirarme cabeza
abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los temores que hasta
entonces me habían detenido, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Su interrupción me enfureció tanto, que me llevo
a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido,
cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía
que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me
observara. Diversos proyectos cruzaron por mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también, si no convenía
arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de
casa como si se tratara de una mercadería. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién
revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en
una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera
semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el
cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar
cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la
mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que
no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido
hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido
a matarla. Si en aquel momento, el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por
lo visto, el astuto animal, alarmado por mi violencia, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara. No se
presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada, pude dormir profunda y tranquilamente; Aun
con el peso del crimen cometido con mi esposa, sí que pude dormir.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre.
¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición
en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y
rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los
oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había
cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. Yo Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una
palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construida… (En mi frenético deseo de decir algo con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis
palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano
sobre la pared del enladrillado, detrás del cual, se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un
largo y continuo alarido, anormal, inhumano; un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de
triunfo, como sólo puede haber brotado de los infiernos, de la garganta de los condenados y de los demonios
exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared
opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena
de brazos derribaban la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca roja y abierta y el
único ojo de fuego, estaba agazapada la horrible bestia, aquel gato cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
FIN