Al Niño No Se Le Había Dado Plata
Al Niño No Se Le Había Dado Plata
Al Niño No Se Le Había Dado Plata
familia. La abuela, los esposos e hijos de sus tías Giovanna, Marina y Zully
estaban allí, tomando vino, pues ya habían terminado el almuerzo. Saludó y
dijo que se cambiaría, al subir se dio cuenta que estaban hablando de cómo él
y Ana se habían enamorado.
Mientras Aron bajaba, escuchaba a su tía Marina detallar la historia que según
ella era la verídica. La familia se percató de los pasos, y el tío Julio dijo
fuerte: “estamos escuchando tu historia”. Todos se rieron mirando a Aron, él
sonrió, y la tía siguió hablando. Había notado a Ana sonrosada.
Se quedó escuchando al frente de la puerta, apoyando lo en el pasamanos de la
escalera, pensando que así no habían pasado las cosas, que habían mentiras
que se habían creído: “En realidad las cosas no habían pasado así. Mis papás
me molestaban a cada rato, y no había un solo día que no tuviera la culpa de
algo. Creo que lo hacían por tener una razón para no comprarme lo que les
pedía: unas galletas, no; unas mejores zapatillas, no; medias, no. No me daban
nada, y no era porque faltara dinero, mi papá era abogado, y mi mamá
peluquera, solo que mi papá ni cambiaba sus medias rotas por no gastar. Ni en
los cumpleaños de mi mamá le regalaba algo, la última vez que recuerdo un
regalo suyo para ella fue un racimo de flores, cuando estaba en primaria, y de
ahí, “ni un calzón”, como ella misma decía cuando se acercaba alguna fecha
suya. Incluso, un día la vi llorando porque la familia de mi tía Ana, a pesar de
su condición deudora, la llevó a la Rosa Náutica. Y a ella, mi papá que tiene
plata, a ningún lado, encima creo que se olvidó de su cumpleaños, como lo
hacía a veces con su aniversario. Mi papá ahorra para su entierro, como dicen
todos.
>> Entonces llegó un día en que no me quisieron dar plata en un día
importante. La noche anterior les había rogado que, por favor, no fuéramos
ese día a la casa de mi abuela pues tenía que salir con Jimena en la mañana. A
ella la conocía del colegio y era por esos días que intentaba conquistarla.
En las tardes salíamos por el barrio, ya que vivíamos cerca. Casi todos los
días, luego del colegio la esperaba en la canchita que estaba fuera de su casa e
íbamos a caminar mientras conversábamos. Ella tenía enamorado. Ella era una
descarada y no le importaba que Mendoza, que venía por nuestro camino, nos
mirara juntos coqueteando, seguramente ya le había dicho alguna mentira
creíble, pero bueno, la ingenuidad de él también tenía la culpa.
En cualquier ocasión aprovechaba para decirle que me gustaba, que era
hermosa y que no me importaba perder un amigo si estaba con ella. Y cada
vez respondía a mis insinuaciones: “Sabes que está mal”. Pero si estaba mal
por qué seguía saliendo conmigo, y porqué pegaba su cuerpo al mío
haciéndose la coqueta. Que me siguiera la corriente me daba esperanzas de
que uno de esos días, me dijera que yo también le gustaba y así aprovechar y
besarla.
Un día me hice el ofendido, y dejamos de hablar porque yo me había cansado
de decirle cuánto la quería y que a ella no le importara. Intenté ignorarla por
un tiempo. Ya le había escrito que dejaríamos de ser amigos por un año, y
cuando se acercaba a mí en la mañana, a la hora de entrada, me ponía serio y
me iba, aunque por adentro me mordía labio para no reírme. Toda la clase me
la pasaba pensando en ella. En el recreo notaba que no se juntaba con
Mendoza y que se ponía a hablar con alguien que estuviera a mi alrededor.
El segundo día no aguanté, se notaba ya en mi sonrisa de la mañana, cuando
se acercaba a mí y me tocaba la mano, que pronto acabaría este juego. Y así
sucedió, en el recreo no aguanté mirarla y ella también me fijó la mirada y nos
reímos. Se acercó y fuimos a las escaleras, y mientras la ceñía por la cintura y
se apegaba a mí, me dijo que tenía que decirme algo. Ya suponía qué era, y le
decía riendo: yo también, aunque ya te lo he dicho. Le pedí que me lo diga en
ese instante, y me dijo que no podía y que quizás no me lo diría. Y así me tuvo
esa hora de recreo y en la salida del colegio, rogándole que lo hiciera, que ya
no aguantaba, y que en todo caso mi plazo de un año se alargaría a una
década. Me pidió que saliera a buscarla esa noche.
Me sentí bañado por una angustia terrible, luego de que, aunque me hubiera
vuelto a decir que le gustaba, volteó su cabeza a un lado cuando me acerqué
para darle un beso. “No puedo, estoy con Alonso, lo que hacemos está mal.
Me arrepiento de lo que te he dicho”. Más cínica era. Pensé que era mentira lo
que me decía, e insistí hasta acompañarla a su casa, pero no me dejó. “Ni lo
intentes”, peñiscándome cuando mi labio había rozado el suyo. Se despidió
riéndose, y yo todo resentido.
Sentí rabia. Al llegar a mi casa, aunque me dijera que se le había quedado mi
perfume, como si en realidad no estuviera arrepentida, aún así estuve
realmente furioso, y le escribí a Mendoza diciéndole que lo esperaba en la loza
del barrio. Tuve el plan maquiavélico de decirle lo que había hecho, que había
venido a mi casa, que me dijo que le gustaba y que solo por él no podíamos
estar juntos. Y si no me creía, que lo compruebe en nuestras conversaciones,
donde decía que no le podía contar a nadie lo que pasó, y que esto quedaba
entre los dos.
Lo hice sin piedad, insensible por la angustia. Los ojos de Mendoza se
pusieron rojos esforzándose por no soltar lágrimas, y dejó de hablar para que
su voz, entrecortada por la pena, no se escuchara. No se atrevía a golpearme.
“Termínala, ¿ves cómo es? Te lo digo porque eres mi amigo, no es la única
vez que se ha portado así”. “¿En verdad crees que lo que decía ella era
verdad?”. “¡Pero no has visto cómo se me pone en el colegio!”. Se hizo
nomás.
Al día siguiente vi de soslayo a Jimena en el tragaluz del colegio, llorando al
lado de mis amigos, diciendo: “en verdad no quiero terminar con él”. Allí me
sentí un idiota, no debí haber hecho eso, debía haber seguido esos jueguitos
hasta volver a llevarla a mi casa y poder besarla. Mis amigos me miraron
negando con la cabeza, “ya vino el traidor”, “cagón de mierda eres, huevón”,
“cómo le vas a hacer eso a Mendoza, huevón, está triste”. No debí hacerlo, en
gran parte porque a partir de allí me distancié de Jimena hasta ignorarnos
cuando nos cruzábamos, ya sin sus risitas, hasta que acabó el colegio. Cuando
dejé mi orgullo, intenté escribirle, y me di cuenta que me había bloqueado de
todos lados. Acepté que no volveríamos a ser amigos, dejé de insistir.
No supe de ella durante el verano de ese año, hasta que, al entrar el primer día
al salón de la academia, para prepararme para el examen de la universidad, la
vi… Mi interés por ella volvió cuando, al presentarnos todos los de la clase,
dijo que postularía a la carrera de literatura, y que su sueño era poder vivir del
arte. Yo también quería vivir del arte, pero yéndome más para lo audiovisual.
Así que por lo menos teníamos un punto en común y me servía como excusa
para hablarle en la salida.
Conversamos sobre nuestros gustos literarios, y libros, películas
No llegué ni a besarla cuando éramos adolescentes. Pero sí cuando nos tocó
prepararnos para la universidad
Al igual que cuando niños, acercaba su cuerpo al mío, y tuve que
No solo la empecé a amar por su cuerpo de pera, sino también
intelectualmente. Con ella discutía temas filosóficos, sobre si había sido una
casualidad nuestro amor por nuestra formación semejante, qué tan difícil sería
para los que tienen que encontrar entre millones a alguien que se parezca a
uno, sobre cómo podríamos ser felices en un mundo cruel, si podríamos ser
felices, aunque nuestro futuro artístico sea estéril, ya nadie lee, pero aún
quedaba la posibilidad de adaptarnos a los tiempos modernos e irnos a lo
audiovisual, satisfaciendo a la sociedad del espectáculo.