Matrimonio y Familia. Ética. MJ Carravilla. Con Índice Final y Bibl

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Programa sobre Matrimonio y familia.

ÉTICA.
INDICE
INTRODUCCIÓN
1. Ética, familia y sociedad. Una mirada a la Historia …………. pg. 2
1.1 Bases culturales de Occidente y Familia tradicional ………... pg. 2
1.2 El emerger de la libertad y sus formas sociales.
La familia a partir de la modernidad …………………………. pg. 7
1.2.1 La ética y el subjetivismo moderno: la autonomía ………….. pg. 9
1.2.2 Otras formas de autonomía: Traducción socio-política
del concepto de libertad en la modernidad …………………. pg. 11
1.2.3 La autonomía: ruptura entre verdad y libertad. Efecto social
(Retomando reflexiones de Ratzinger) ………………………. pg. 12
1.3 Sociedades modernas y familia nuclear ……………………… pg. 19
1.4 La imagen evolucionista de la familia.
La influencia del darwinismo y el marxismo ………………… pg. 23
1.5 Las teorías funcionalista y estructuralista de la familia …….. pg. 24
1.6 El feminismo, sus formas y aspectos críticos ……………….. pg. 24
1.7 Del feminismo al género ……………………………………… pg. 29
1.8 Una mirada al ethos actual y su incidencia en
el matrimonio y la familia …………………………………….. pg. 31
1.8.1 Individualismo, bienestar y postdeber. Heridas afectivas …. pg. 33
1.8.2 El amor líquido o la liquidación del amor …………………… pg. 35
2 El nuevo realismo moral. La verdad y la libertad del amor …. pg. 38
2.1 El discernimiento y disposición moral. Categorías de valor.
Centros de la persona ………………………………………… pg. 40
2.2 Verdad y libertad ……………………………………………… pg. 42
2.3 La verdad de la libertad como responsabilidad. Fundamento. pg. 47
2.4 Libertad y amor. La educación en el amor y la virtud,
fundamentos del matrimonio y la familia ……………………. Pg. 49
2.4.1. La libertad del amor ………………………………………….... pg. 50
2.4.2 La libertad indirecta o la libertad cooperadora con el afecto ... pg. 51
2.4.3 Remisión de la libertad y descontrol de la sexualidad ……… pg. 54
2.5 Amor y moralidad ……………………………………………… pg. 55
2.6 La fidelidad ……………………………………………………. pg. 57
2.7 El orden del amor ……………………………………………… pg. 58
2.8 Amor y presencia: comunión interpersonal
en el matrimonio y la familia …………………………………. pg. 60
3 Familia y educación. Algunas virtudes fundamentales.
-Anexo sobre Coloquio familiar de T. Morales-. …………… pg. 66
3.1 La educación de la inteligencia. Enseñar a pensar …………. pg. 67
3.2 La educación de la voluntad …………………………………. pg. 70
3.3 Educación del corazón ……………………………………….. pg. 73
3.4 Pautas en la educación del corazón. Valores y virtudes ……. pg. 76
3.5 El orden y otros valores en la educación familiar …………… pg. 79
3.6 La unidad de la familia y la educación por la presencia …… pg. 80
1
INTRODUCCIÓN
Nos proponemos seguidamente una reflexión en torno al matrimonio y la familia desde las
bases de la ética. En primer lugar nos asomaremos a la historia, para otear la interna
relación entre la condición moral y social del hombre como bases del matrimonio y la
familia. Ahondaremos aquí en las diferentes formas de familias que han ido configurándose
a lo largo de la historia, en interna relación a las distintas formas sociales que han
caracterizado nuestra cultura occidental.
Libertad y amor son los dos conceptos que debemos poner en relación, tanto en su
dimensión ético-antropológica como social, pero ambos conceptos no pueden darse al
margen de un tercero, como es la verdad.
Dos líneas en nuestra reflexión: una la histórico-cultural, otra la ético-antropológica.

1. Ética, familia y sociedad. Una mirada a la Historia.

Familia y sociedad se autorrefieren mutuamente. De modo que la influencia de la sociedad


en la familia es paralela a la influencia de la familia en la sociedad. La condición social
humana, es exponente de la racionalidad, así como de la capacidad de libertad y amor del
ser humano; por tanto, de la condición moral que lo define. De ahí que sociedad y familia
se entreveren en lo que ha constituido la base del ethos, la costumbre social.

Haremos, en primer lugar, un recorrido por las características socio-culturales más


sobresalientes en las diversas etapas de la historia, centrándonos fundamentalmente en los
contextos de la cultura occidental, señalando de qué modo han influido en la concepción
del matrimonio y la familia. Las costumbres sociales, definidas clásicamente como ethos,
constituirán el trasfondo de nuestro análisis. Un tema fundamental en ese trasfondo será la
relación entre libertad y amor; base a su vez de toda relación interpersonal.

1.1 Bases culturales de Occidente y Familia tradicional

La palabra tradición, del verbo tradere, entregar, hace alusión a la transmisión cultural como
base fundamental de la sociedad. Transmisión cultural, de lo que se recibe y se “cultiva” y
acrecienta de generación en generación. Podemos afirmar que Occidente está vertebrado
por tres vetas culturales: la razón griega, el derecho romano y el cristianismo. Las tres
configuran la “urdimbre” social, el hilo conductor de nuestra historia.

Para el mundo griego, naturaleza, sociedad, racionalidad, ética, son conceptos


autorreferenciales. Pero quizá la racionalidad, el logos, haya constituido el vértice desde el
que se expliciten todos los demás conceptos. Desde ese vértice, que tenía antes que nada la
significación de orden cósmico, Aristóteles consideraba la sociabilidad como algo
natural en el hombre, e internamente unida a la moralidad. De modo que la sociedad
humana se definía en torno al bien común, base de la política; o al bien de la familia, base
de la economía –de oikos, casa-; o al bien individual, base de la ética. Pero todos ellos
constituían el ethos social, las buenas costumbres, en un orden racional para la Polis.

Ese orden estaba, de algún modo inscrito en la naturaleza humana; aparece en el hombre
como tendencia, del latín tendere, del prefijo indoeuropeo ten- dirigirse a, pero que al mismo
2
tiempo, dio el verbo tenere, sujetar, poseer, tener. Por ello, el bien quedaba referido al fin, telos,
de la vida humana, que es conseguir la felicidad; “una tendencia a poseer” el bien supremo.
Así pues, la felicidad constituía el fin último y por ello el “bien supremo e
independiente”. La noción de fin es fundamental en el logos griego. El medio para
conseguir el bien, el fin, en sus diversas formas, no era otro que la virtud. Hábito o
costumbre en la dirección del bien.

La conexión interna entre fin, bien y virtud la ofrece la razón. Las acciones virtuosas
emanaban de “la facultad de la razón en acción”, que vislumbra el fin, el bien, y elige en
esa dirección. Esta modalidad de la razón es distinta a “la parte que no hace más que
obedecer a la razón”. Podríamos señalar aquí dos modalidades distintas de la razón: la que
conoce, y la que decide y actúa: “Debe distinguirse la parte que no hace más que obedecer a
la razón y la parte que posee directamente y se sirve de ella para pensar. Además, como esta
misma facultad de la razón puede comprenderse en un doble sentido, es preciso fijarse en
que de lo que se trata, sobre todo, es de la facultad en acción, la cual merece más
particularmente el nombre que llevan ambas”1. La facultad de la razón en acción no es otra
cosa que la voluntad, el ejercicio de la libertad. Observamos, pues, que en el corpus
aristotélico, condición social y moral van referidas a la condición racional, y ésta incluye la
voluntad libre.

Así pues, en este contexto de orden cósmico, en relación a determinados fines, naturales,
racionales y morales, que constituyen el bien y la felicidad, es donde se entienden la vida
humana, la sociedad, la familia y el hombre mismo.

La libertad no ocupa mayor relieve, se trata de la función de la razón en la elección de los


bienes que se presentan como fines, hacia el bien o fin supremo que es la felicidad. El
referente máximo de racionalidad en el mundo griego –y también en el romano- va a ser el
universo, el cosmos ordenado, que se postula frente al caos o universo en desorden. El
cosmos es un universo ordenado, racional y eterno, que es también sede de los
inmortales, los dioses y las almas de los hombres, en un transcurrir que explicaban desde el
eterno retorno. No existe otro horizonte.

El eterno retorno era el último referente de la vida; y las acciones humanas se veían
inscritas en ese horizonte de destino cósmico. Más allá del cosmos material no había otro
horizonte, de ahí la falta de relieve que tenía la libertad que, en el fondo, queda reducida a la
elección de los bienes conducentes al fin de este orden cósmico. La libertad no tenía otro
sentido sino dentro del “destino” cósmico. Aquí encontramos el significado de la tragedia
en el teatro griego; el destino cósmico se presenta como fatalidad para la libertad humana.

El panorama empieza a cambiar con la llegada del cristianismo. A decir verdad, la


libertad empieza a tener su lugar propio en el mundo judío, en relación a acciones con
sentido trascendente, más allá del tiempo, del orden cósmico material. Al ampliar el
significado de la libertad, se amplía también el de la moralidad, que va más allá de la finitud
y la temporalidad cósmica. Aparece así una noción de libertad y de moralidad ligadas a la
trascendencia. La ley mosaica –ley moral- ofrecía esa novedad: la libertad moral frente a
los destinos cósmicos o a los sucesivos ciclos de purificaciones, situados siempre en la
inmanencia cósmica.

1 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco. Espasa·Calpe, Madrid, 1978. Libro I, cap. IV, pp.67-70.

3
Es evidente que ello requería un nuevo concepto de Dios y, también, de hombre y de
historia. Pero será a partir de otros contextos de revelación, creación y providencia. La
revelación veterotestamentaria tiene un punto central en la ley mosaica, ley moral, que
oriente al hombre en una adecuada relación con los otros hombres y con Dios.
La ley mosaica remite a otros contextos de moralidad, no referidos a la arbitrariedad de los
dioses, o a los fines inscritos en el cosmos material, sino a otro ámbito de relación con el
Dios único y todopoderoso, espiritual, que ofrecía otros parámetros de moralidad al
hombre. La razón de fondo: el hombre es creado a imagen de Dios, con una dimensión
espiritual y, por tanto, con esa capacidad de libertad y horizonte de bien moral más allá del
orden cósmico temporal.

Así pues, estas nociones de moralidad y libertad, van a requerir la trascendencia del
tiempo, e irán acompañadas de una ampliación del concepto de alma racional del mundo
griego –ser vivo dotado de razón- por el concepto de alma racional de signo espiritual.
Progresivamente van ampliándose estas nociones: alma racional, espiritual, concepto de
persona, poseedora de una dignidad ontológica inalienable, fin en sí misma, y sujeto de
derechos.

Ahora bien, la realización moral de la persona, la actualización de la libertad, se efectúa en


la relación interpersonal de amor. La persona, en su condición social, está llamada a la
interpersonalidad; a la comunión de amor. Ahora ya según otro orden de revelación que
es el ofrecido por el cristianismo. Moralmente hablando, a la creación le faltaba el
complemento de la redención; la superación del mal moral real existente en el mundo, en el
hombre. El Dios todopoderoso veterotestamentario, es un Dios que ama, posee
“entrañas de amor”, y revela y realiza ese amor como acontecimiento redentor para el
hombre. “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Esta vida en referencia al
amor es impensable en el contexto del telos griego.

Al concepto de persona y de libertad se une el del amor en el cristianismo.


Progresivamente, la revelación del amor cristiano será la clave de la revelación de Dios y del
mismo hombre: hecho para amar, vocacionado –que significa “llamado”- al amor y la
entrega de sí. El hombre descubre esa llamada desde el otro, en la relación interpersonal, y
desde el “Otro” –con mayúsculas- cuya revelación primordial es que es amor, nos ama y
nos invita a vivir en relación de amor, con Dios y con los demás hombres.

De todos los nombres del amor, presentes en el mundo griego, eros, ágape, philia -amor
erótico, amor de donación, amor de amistad- se resaltó en el cristianismo, al menos al
principio, el amor como ágape, precisamente para resaltar la trascendencia del amor en esa
donación al otro, y evitar así la significación pasional que podía tener el eros –y que de
hecho tenía, por ejemplo, en relación a las orgías y ritos de fertilidad, con la “prostitución
sagrada”; que no era sino una forma abusiva de la mujer-. Sin embargo, hay una visión
positiva del eros que se ha ido poniendo de manifiesto paulatinamente. En realidad, todo
amor tiene una vertiente de eros y otra de ágape, de amor descendente y ascendente2, o
bien, de amor que hunde sus raíces en la propia inmanencia y está llamado a trascenderse, a
salir de sí. Es más, Dios mismo revela esas dos dimensiones; tiene “pasión” de amor, y “se
le conmueven las entrañas”.

2 Cf. BENEDICTO XVI, Deus charitas est. Carta Encíclica. 2005.


4
Esta revelación del amor de Dios es símbolo fundamental del amor conyugal, prototipo
de todo amor. De modo que el cristianismo ofreció una visión del amor conyugal, del
matrimonio, como no se había dado hasta entonces.

De hecho, fue esta vivencia del amor, del matrimonio y de la familia, la principal
influencia social del cristianismo, en aquellos primeros siglos de expansión; fue lo que
regeneró las costumbres paganas y la corrupción moral y, por tanto, social en que
habían derivado. No hay más que echar una ojeada a la historia y ver cómo se había ido
degradando paulatinamente el imperio romano, precisamente en esos primeros siglos de la
era cristiana.

Pero, del mismo modo que Roma asumió la razón griega y perfiló lo genuino de su
organización social con el Corpus iuris civilis, posteriormente, el cristianismo, asumiría con el
logos el derecho romano. Resultó así la amalgama de las tres vetas culturales que
señalábamos al principio, la razón griega, con el ethos que se derivaba, el derecho y la
organización cívica romana y el cristianismo. Son aspectos positivos de las tres vertientes
culturales de Europa que, lejos de contraponerse, se unieron en simbiosis cultural.
Ciertamente, no todos los momentos de la historia vivieron la plenitud de esos logros
culturales; quizá la aportación genuina de cada uno permitió que se afianzaran los aspectos
positivos de los otros en momentos de decaimiento y, al mismo tiempo, que fuesen
decantados y criticados los lastres sociales que en determinados momentos se hacían
presentes. Así puede decirse de la esclavitud, pero también de las dictaduras, las rivalidades
entre los pueblos y las corrupciones sociales que fueron sucediéndose.

Las aportaciones del cristianismo fueron decisivas para que se decantara y perfilara
progresivamente, la noción de dignidad, igual para todos los hombres, como iguales hijos
de Dios, y por tanto, la abolición de la esclavitud, el afianzamiento del derecho.
Ciertamente, esto ocurrió en un proceso de inculturación donde llevaba la delantera la
experiencia vital, la vivencia del cristianismo; “mostrando” otro modo de vida. (Así se ve en
“Fabiola”, la novela del Cardenal Wiseman: la “señora” de familia patricia que queda
sorprendida y conmovida por la actitud respetuosa, amorosa, de la esclava cristiana Syra, a
pesar del trato que recibe; y se pregunta por el nuevo modo de vida… Las relaciones entre
“señora” y “esclava” se acercan, se hermanan y se extienden a toda la familia y se van
produciendo conversiones sucesivas. Es una novela, pero que refleja el influjo social que
paulatinamente fue ejerciendo el cristianismo)

Se extiende una nueva dimensión del amor que hermana a todos los hombres, amor
que, de hecho, pondrá en crisis la noción de esclavitud e iniciará el proceso hacia el
reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres, así como hacia un concepto
universal de fraternidad desconocido hasta entonces.

Esto sucedió, precisamente, en el modo de vivir las relaciones familiares, en un


contexto de familia extensa, que incluía toda la parentela, la servidumbre, etc.

En otros momentos, siglos más adelante, será el cristianismo lo que decaiga. Fueron los
ámbitos eclesiales, los monasterios, los que se dejaron influir por ambiciones de poder,
derivando en la consiguiente corrupción de costumbres: consideremos el famoso problema
de las investiduras o la degradación de costumbres en que cayeron algunas órdenes
religiosas en el siglo XIV. Entonces fue la propia cristiandad la que decayó, la que
reclamaba renovación. Y de nuevo un proceso de regeneración, esta vez interior, como
5
fue por ejemplo, el iniciado por los místicos reformadores españoles; también ellos
tuvieron que decantarse y al mismo tiempo decantar, lo que era una verdadera renovación
interior en unos momentos de alumbradismo y extremos pseudo-espiritualistas.

Pero, en general, podemos decir que, en Occidente, fueron amalgamándose las tres esferas
culturales que nos caracterizan: la razón griega, el derecho romano y el cristianismo.

La familia era la base social en que se sustentaban –y que a su vez sustentaba- estas formas
culturales. La familia era el centro de la sociedad. Era considerada en un sentido amplio
o clan familiar: se trataba de una familia extensa que albergada a toda la parentela, y que
estaba ligada a la tierra, a la producción agrícola o ganadera, por tanto al ámbito rural.
Transmisora de valores culturales y religiosos, constituía el marco de socialización primaria
y secundaria.

La familia lo era todo en la cultura agrícola. Era muy común que la mujer participase en
las tareas del campo y estuviese al tanto de la economía familiar, si bien la autoridad la
sustentaba el hombre. Las relaciones externas de la familia también le correspondían al
hombre; ya fuesen comerciales o de otra índole. Por supuesto las participaciones en
torneos y cacerías eran cosa del varón. Igualmente, la participación en las contiendas
bélicas. De hecho ésta era una de las causas más comunes de muerte en el caso de los
hombres. El clan familiar mantenía sin embargo el estatus social, precisamente al tratarse de
grupos familiares extensos. Y los nuevos matrimonios aumentaban el clan.

Estos han sido los parámetros comunes a la cultura occidental durante siglos, con algunas
variantes en relación a los modos de producción, a la base económica que procuraba el
sustento familiar. Es lo que ha venido denominándose “familia tradicional”3.

Las notas que caracterizaban esta familia eran principalmente: la procreación, la educación,
que se llevaba a cabo fundamentalmente en el seno familiar, la conservación de las
tradiciones, la conservación del patrimonio, la transmisión de riqueza, la relación con otras
familias, etc. Otras notas que interna o externamente afianzan las anteriores es que era
familia de signo patriarcal, sustentada en un principio de autoridad que ostentaba el padre
de familia y que se valoraba la posición social e institucional frente a las relaciones
afectivas, que quedaban en segundo lugar. De este modo, la decisión del matrimonio de
los hijos correspondía a los padres, y se hacía en referencia a las relaciones con otras
familias, a la conservación y ampliación del patrimonio y a otras “razones de conveniencia
familiar”. En este contexto, la familia tradicional tenía un gran peso social; constituía la
base de la estructuración social; el “feudo” familiar, más o menos extenso, era el elemento
sustentante de la sociedad. Por ello se llamaba “sociedad feudal”, que fue afianzándose
durante la edad media, sobre todo durante los siglo IX al XV.

Las relaciones afectivo-sexuales fuera de la familia, tenían diferente estatus si se trataba del
hombre o de la mujer. Eran socialmente aceptadas si se trataba del hombre, que podía
mantenerlas sin que menguase en nada el status social que poseía, y por tanto familiar; no
así en el caso de la mujer, que o mantenía la honestidad o era relegada al status de la
prostitución. Pero estos hechos o situaciones ad hoc, no interferían en la consideración
general y central de la familia, ni la desestabilizaba; precisamente por el papel central que

3 Cf. BURGOS, J.M., Diagnóstico sobre la familia. Palabra, Madrid, 2004.


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socialmente mantenía el hombre. La estabilidad de la familia era la base de la estabilidad
social. Se trataba de una familia fuerte y estable.

La extensión de la familia no fue la misma durante todo el periodo antiguo y medieval.


Según ciertos autores, como Bloch, Duby, Ariès… la contracción o extensión de la familia
variaba según circunstancias históricas. Según los estudios de Bloch, en Europa, antes del
siglo IX, predominó la familia matrimonial o conyugal; después del siglo IX prevaleció
la familia extensa, precisamente al debilitarse las monarquías y cobrar relevancia los
señores feudales, las razones de defensa de la tierra eran la causa de ese fortalecimiento de
los clanes familiares. En España esta situación se acentuaba con las necesidades de la
reconquista. Después del siglo XIV comenzaría otra vez el predominio de la familia
matrimonial. Estamos ya en la antesala del renacimiento, con nuevas perspectivas
comerciales que afianzarían las urbes. Las relaciones sociales, los intercambios, abrían
también nuevas perspectivas culturales y sociales, al mismo tiempo que empezaba a hacer
crisis la estabilidad de la vida medieval.

Evidentemente, todo ello iba acompañado de conflictos políticos, rivalidades entre los
pueblos, lucha por hegemonías, presencia de otras formas culturales y religiosas (judaísmo e
islam)
Como puede comprenderse, la familia sufría y, al mismo tiempo, se adaptaba a las
situaciones socio-políticas; pero siempre manteniendo el status familiar como eje social.

1.2 El emerger de la libertad y sus formas sociales. La familia a partir de


la modernidad.

Nuevos vientos surcan la historia. Renace la cultura clásica; emerge la razón y con ella la
naturaleza, la ciencia, la técnica, el progreso, el Estado, y de modo especial, como
referente de todos los demás conceptos, la libertad. Emergen estas nuevas formas de ver
el mundo y el hombre, estas nuevas formas de vida social, frente a las formas de vida
tradicional, frente a la primacía de la trascendencia, la tradición, el orden institucional, el
principio de autoridad. Así, esas emergencias socio-culturales se han considerado
exponentes de una primera secularización, la secularización moderna: emerge la razón que
se superpone a la fe. (Posteriormente vendrá la segunda, la postmoderna, precisamente
como contrapunto a esta primera, y en donde se producirán la caída de la razón y la
emergencia del deseo individual).

El orden social cambia también, acompañado de nuevos modos de producción facilitados


por la revolución industrial. La población dedicada a la vida rural, la central del periodo
medieval, se desvía hacia los centros urbanos, por exigencia de las grandes factorías que
requieren abundante mano de obra.

Todo ello va a remitirnos a un nuevo hombre, centrado en sí mismo, en su conocimiento,


en sus posibilidades técnicas, transformadoras de la realidad que le rodea. Ya no es
dependiente del acontecer estacional, de los ciclos de la tierra. Tampoco la Tierra es el
centro, pues ha cambiado la referencia geocéntrica a la heliocéntrica, ni es el único referente
de sus acciones. Además, los nuevos descubrimientos, el Nuevo Mundo, han puesto la
Tierra en sus manos. No nos podemos hacer hoy cabal idea de lo que supuso el
descubrimiento de América, la proyección que tuvo sobre la vida y perspectiva de aquel
momento histórico.
7
El centro de referencia para el pensamiento moderno ya no es el Universo, ni siquiera la
Tierra y tampoco es Dios; es el propio hombre, su razón, su ciencia, sus proyecciones y
acciones, sus logros técnicos, sus factorías y empresas, desde los que puede prever que el
mundo, con el tiempo, estará en sus manos. Esta es la clave de lo que se ha venido
denominando el antropocentrismo moderno. Ideológicamente esta proyección de sí
mismo en una acción transformadora del mundo material se perfilará en la idea de
progreso. Socialmente en la consecución del bienestar.

El desarrollo industrial va a ser un hito fundamental en el afianzamiento de esta


mentalidad: se pueden “fabricar” en serie las cosas, los artefactos. Toda fabricación, toda
producción factorial, es igualatoria; la naturaleza, en cambio, es en sí misma desigual,
singular. La posibilidad de igualación va a constituir el embrujo fundamental de la
mentalidad moderna: del mismo modo que podemos igualar los artefactos, podremos
igualar la sociedad, los hombres, sus acciones. Y esto conlleva, al mismo tiempo, gran carga
de utopía: eliminar las injusticias, igualar los estratos sociales… pero eso sí, salido todo de
las manos “manufactoradoras” del hombre.
He aquí cómo la libertad de acción, -primeramente económica-, se asocia a la igualdad,
configurándose así las dos formas ideológicas más centrales que sucesivamente emanarán
de la modernidad, donde la cuestión económica va a constituir el común horizonte: el
liberalismo y el marxismo.

Un texto de Condorcet es exponente de esta mentalidad moderna:


“Nuestra esperanza en el porvenir de la especie humana puede reducirse a tres puntos importantes:
la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la igualdad dentro de un mismo
pueblo, y, en fin, el perfeccionamiento real del hombre. Llegará pues el día en que el sol no
alumbrará en la tierra más que a hombres libres, que no reconozcan a otro señor que su propia
razón (...). Con una buena elección tanto de los conocimientos como de los métodos para enseñarlos,
se puede instruir a todo un pueblo de todo lo que cada hombre necesita saber sobre la economía
doméstica, la administración de sus negocios, el desarrollo de sus facultades, el conocimiento de sus
derechos (...), para ser dueño de sí mismo.
La igualdad de la instrucción corregiría la desigualdad de las facultades, lo mismo que una
legislación previsora disminuiría la desigualdad de riquezas. Aceleraría el progreso de las ciencias y
de las artes creándole un medio favorable y multiplicando los artesanos (...). El efecto sería el
crecimiento del bienestar para todos”4.

Lógicamente, la vida social y, por tanto, familiar, va a cambiar en relación a estos


nuevos horizontes. La proyección al futuro, el progreso material, la creación de riqueza, y
con ellos la liberalización de trabas que impidan estos objetivos, constituirán los nuevos
propósitos a alcanzar; ello supondrá un cambio de perspectiva para la familia. Nos
encontraremos con la familia nuclear, cuyo centro es el matrimonio y los hijos, centrada
más en las nuevas formas de vida urbana y en relación a la producción industrial. La familia
ya no está referida a sí misma, en el mantenimiento de la tradición, del depósito legado y su
transmisión al futuro, sino a la producción de riqueza, que, además, puede no constituir su
patrimonio.

Pero, antes de analizar estos contextos familiares, veamos los trasfondos ideológicos de la
modernidad y su significado para la ética y para estas formas sociales y familiares.
4 Cf. CONDORCET, N., Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. 1793.

8
1.2.1 La ética y el subjetivismo moderno: el emerger de la autonomía.

La modernidad se ha caracterizado, tanto en el orden del pensamiento como en el orden de


la acción, por un viraje a la subjetividad. Kant dirá que el conocimiento sufrirá un “giro
copernicano” respecto del realismo clásico: si antes el centro de referencia lo constituía el
objeto, ahora lo constituirá el sujeto. Con este autor, exponente junto a Hegel del
idealismo, se consolida y afianza el subjetivismo moderno, que ya se había iniciado con el
racionalismo francés y el empirismo inglés.

También el subjetivismo ocuparía el lugar central en el orden práctico, en el orden de la


acción moral. Esta andadura la inició Hume con el emotivismo moral. Para este autor,
exponente de la tradición empirista inglesa, el bien y el mal tienen como referente de
valoración el sentimiento de agrado y desagrado. Ni la razón ni la percepción permiten
deducir bien o mal alguno; sólo cuando experimento en mí el sentimiento de agrado o
desagrado puedo calificar como buena o mala una acción. No es, por tanto, el
conocimiento sino el sentimiento el referente de la moralidad.

Encontramos en esta posición ética, primicia de la modernidad, una escisión entre razón y
sentimiento, entre verdad y bien, entre inteligencia y amor. Hume formuló fehacientemente
esa escisión desde la denuncia de la llamada falacia naturalista, término que no acuñaría él
sino posteriormente Moore. Significaba que del ser no se deriva el deber; de la metafísica
no se deriva la ética. O de otro modo, metafísica y ética no podían ir unidas. Entonces
la ética, se remitía a sí misma, al orden del sentimiento. Es decir, se hacía autónoma
respecto de la metafísica. Tenemos ya la primera forma de autonomía moral en el
emotivismo: es la autonomía del sentimiento.

Propiamente será Kant quien postule la autonomía moral según es comúnmente


considerada. Pero este pensador no era empirista, como Hume, y mucho menos emotivista.
El orden del sentimiento quedó relegado en Kant a la trastera de las facultades humanas; la
sensibilidad era algo que controlar y superar desde la razón y la voluntad. Será justamente
este factor, la voluntad, más bien las condiciones internas de la misma, cifradas en la ley
moral o voluntad pura, lo que constituya la base de la autonomía moral. Esa ley moral
queda referida al principio del deber. Así pues, la autonomía moral significa que la acción
moral está referida a sí misma, a principios internos y no a resortes externos, al principio
fundamental del deber; que, además, debe ser el único motivo moral -“el deber por el
deber”-. Así nació el deontologismo moral o la ética formal o la moral autónoma.

Esta ética pretendía responder a las éticas anteriores: la ética del sentimiento de Hume o la
ética de la felicidad, de bienes y contenidos morales de Aristóteles. Así, presenta todo su
mérito en ser “incondicionada” respecto de la sensibilidad, por un lado, y de contenidos o
resortes externos; pues en ambos casos, se desviaría la intención de ese único principio y
motivo moral legítimo que es el deber.

La moral autónoma constituiría, pues, la auténtica moral, frente a la moral clásica de la


felicidad y del bien, a la que calificaría como heterónoma ya que, inclinada hacia resortes o
condicionantes externos, se desvía de ese único principio legítimo del deber. La moral o es
autónoma o no es auténtica moral.

9
Ciertamente fue una aportación singularísima la de Kant el mostrar la relevancia de la
intención, del deber, como factor fundamental de la moralidad. Y con el deber la
responsabilidad, que sería el referente fundamental de la libertad. Pero la autonomía moral
reduce a ese elemento del deber todo motivo moral; inscrito además en la sola esfera
de la subjetividad. Este fue el reduccionismo de la ética del deber, de la autonomía formal
kantiana.

Así pues, ética del sentimiento, postulada por Hume, y ética del deber, por Kant,
reducirán los motivos morales a factores meramente internos de la acción, a la esfera de la
subjetividad; referenciada ésta al ámbito del sentimiento o de la voluntad pura,
pretendidamente “autónomos”. La moral, que ya llevará el apellido de autónoma
inseparablemente, se justifica a sí misma, se postula frente a cualquier otro referente
externo; se posiciona como dueña y señora no sólo de la acción moral o técnica, sino de
todo otro orden de pensamiento y relación humana.

Así, poco a poco, la autonomía tendrá su incursión paulatina e irá aquilatándose y


extendiéndose hacia los otros ámbitos de la modernidad: la razón, la libertad, la
naturaleza, la ciencia y su hija predilecta la técnica, el progreso, el Estado y,
conclusivamente, el mismo hombre. La peculiar característica de los mismos es
precisamente la pretendida autonomía.

Pero debemos perfilar aún más este concepto, precisamente frente a estas emergencias
de la modernidad que hemos señalado. Porque ¿acaso la razón no debe ser autónoma? ¿Y
qué diremos de la libertad? ¿Y no lo es, de hecho, la naturaleza? ¿Y no debe serlo la ciencia?
¿Y la técnica? ¿De qué otra forma el progreso es progreso, si no es autónomo? ¿Qué vamos
a decir del estado, de los estados, tan celosos de su propia autonomía? Y en los ámbitos
sociales ¿no debemos hablar de autonomía de los pueblos?, ¿y qué diremos de la autonomía
de la familia? Y como colofón ¿no es, justamente, la autonomía el mayor logro de la
persona?

Llegamos al centro mismo de nuestra reflexión. Efectivamente, la autonomía moral –la


principal de todas las demás formas de autonomía- tiene su razón de ser; y la autonomía de
todas esas emergencias también. Sólo en su autonomía (autó, interno y nomos, ley), en su
propia legislación interna y en su propia identidad, tienen su razón de ser la libertad, la
ciencia, el progreso, el estado, la familia, el hombre mismo. Pero esto es muy distinto que
“hacerse” autónomos cada uno de esos sectores de pensamiento y acción y, además, frente
a los demás. O más bien, extrapolando el término del ámbito de la libertad moral, –su
lugar propio, con el significado de seguir la propia ley interna, ley de moralidad, frente a
otras leyes naturales, causales-, extrapolándolo a todas esas otras vertientes de
conocimiento, producción, relación humana u organización social. Así es como se derivó
en una absolutización del término. De modo que, canonizado de antemano, se
convertiría en justificador de todo otro contexto de conocimiento o acción.

Sobre esa absolutización de la autonomía se impone la realidad misma. Ni la acción


humana, ni el hombre, ni ninguno de esos sectores sociales o económicos o del tipo que
sea pueden considerarse “autónomos”, referidos exclusivamente a sí mismos, a su propia
legislación interna, y exentos de referencia a los demás.

A esta absolutización de la autonomía en la moralidad humana se llegó desde la prevalencia


del sentimiento –Hume- o del deber –Kant-. Y es evidente que sentimiento y deber deben
10
ser referentes de la moralidad, pero no exclusivos, no al margen de la razón y de una razón
abierta a los significados que ofrecen la realidad, su valoración, los demás hombres, la
relación de amor y, ya en el ámbito mismo de la moralidad, el valor de las propias acciones,
así como el de los resultados de las mismas… Referentes de la moralidad son, pues, el
sentimiento, el deber, pero también el valor y, sobre todo, el amor en nuestras relaciones
interpersonales. Se trata, pues, de ampliar los referentes de la moralidad y no de
extrapolar el concepto de autonomía moral.

1.2.2 Otras formas de autonomía: Traducción socio-política del concepto


de libertad en la modernidad.

La traducción social del concepto de libertad en la modernidad ha revestido diversas


formas, según nos situemos en los principios de la modernidad o en la modernidad tardía o
ilustración o, incluso, en los efectos de la modernidad en el siglo XX.

En primer lugar debemos hablar de la incursión del liberalismo, como forma genuina de
libertad social moderna. Podemos considerar tres significados fundamentales del
liberalismo moderno: de signo ético, político-jurídico y económico. Irán asociados a
una concepción socio-antropológica: el individualismo.

En el orden ético el liberalismo se asoció al utilitarismo. La concepción emotivista y


hedonista de Hume se uniría al hedonismo de corte social propugnado por Mill y
Bentham. Esta dimensión de “utilidad” social quería ser respuesta práctica al idealismo
alemán. Al mismo tiempo, se asociaba a las posibilidades técnicas y económicas que la
revolución industrial propició.

Los otros dos signos del liberalismo, el político-social y económico se darán unidos.
Evidentemente el nuevo orden social, urbano, floreciente económicamente, estaba
requiriendo un orden jurídico. Es lo que favoreció la emergencia del parlamentarismo
inglés: forma de diálogo político para buscar soluciones a los imperativos sociales y
económicos que se presentaban. Destaca en el pensamiento político, junto a los pensadores
citados, la figura de Locke. La reivindicación de los derechos naturales, la división de
poderes y la democracia constitucional, como sistema político más adecuado, constituyeron
los grandes temas de discusión parlamentaria.

En el mundo francés, desde otros contextos, nos encontramos con la figura de Rousseau,
que presentó desde su consideración de la bondad natural del hombre, una noción de
libertad como total autarquía. Junto a él no podemos olvidar la influencia de Montesquieu y
Voltaire. El contrato, el acuerdo, el sufragio como forma de participación política, la
exigencia de que las instituciones respeten los derechos del individuo, fueron motivos
comunes que, paulatinamente, constituyeron los temas centrales de discusión entre los
ilustrados; junto a ellos, el espíritu crítico hacia los modos tradicionales de ejercicio de
autoridad monárquica, único ejercicio de poder en Francia en aquel momento.

De ahí la preocupación y reivindicación del derecho y de la constitución y organización de


los estados, que se irían afianzando asociados a los nacionalismos. Empiezó a originarse la
noción de derechos humanos, como derechos innatos al hombre, a todo hombre,
anteriores al derecho positivo. Es la forma fundamental de fundamentación jurídica en un

11
contexto de organización política cada vez más compleja, que se imponía ante los
imperativos de desarrollo económico.

El espíritu crítico, estaba representado fundamentalmente en el sapere aude kantiano:


“atrévete a pensar”, a usar de la propia inteligencia. De modo que política y filosofía se iban
uniendo en un único afán de que la razón se impusiese sobre cualquier otra forma de
autoridad.

Estas eran las bases de las ideas liberales más comunes, las pretensiones muy loables; en
cambio, su plasmación político-social fue ambivalente. Por un lado logros inimaginables
iban a sucederse en el ámbito de la ciencia, la técnica, la revolución industrial; logros
también en el ámbito del derecho y la participación democrática parlamentaria; logros en el
desarrollo económico. Por otro lado, lacras sociales y políticas dictatoriales de las que los
siglos venideros darían cuenta; como ocurrió con los terrores de la revolución francesa, del
comunismo o el nacionalsocialismo.

No nos pasa por alto que las formas ideológicas derivadas de la modernidad ilustrada
encierran un erróneo concepto de libertad; esta vez asociado a la autonomía del
propio sistema ideológico respecto de otros parámetros antropológicos, éticos y sociales.
Por un lado, una deficiente concepción del hombre sacrificada a los diferentes sistemas
político-económicos (ya sean liberales o marxistas); por otro, unas estructuras sociales que
se hacen deudoras de los imperativos ideológicos, sufriendo las consecuencias el mismo
cuerpo social, el hombre y la familia. Y, en el fondo, una ruptura entre verdad y libertad, los
dos conceptos de fondo que operan como cimientos de los demás.

1.2.3 La autonomía como ruptura entre verdad y libertad. Efectos sociales.


Retomando reflexiones de Ratzinger.

Una magnífica reflexión de Ratzinger en torno a esta relación entre verdad y libertad5
desde un análisis socio-histórico, nos servirá de fondo para ahondar en esa trayectoria de la
libertad desde el liberalismo moderno y redescubrir las falacias a las que sucumbió.

Como hemos visto, la libertad fue abriéndose camino en la modernidad como emblema
supremo y referente de toda acción y toda consideración del hombre y la sociedad. El
significado primario de la libertad, abarcando todos los ámbitos señalados, sería el de
autonomía de la voluntad. A este respecto, “la libertad significaría que nuestra propia
voluntad es la única norma de nuestra acción”. Se iniciaba así la trayectoria que uniría
paulatinamente liberalismo e individualismo.

El camino surcado por esa andadura se inició precisamente con Lutero, en el terreno
religioso, con una reivindicación de la libertad al margen de la autoridad
supraindividual. La segunda etapa estaría representada por la Ilustración, asociando la
libertad a una suerte de emancipación en el pensamiento. El sapere aude kantiano tiene
ese significado. Libertad y racionalidad irían unidas, pero ambas situadas en un mismo
contexto de “autonomía” que si bien empezó siendo una propiedad de la voluntad –libre
porque es autónoma-, se trasladaría rápidamente a la razón. Sería entonces la razón
individual la que debía adquirir la autonomía; ante todo, sobreponiéndose a toda autoridad.

5 Cf. RATZINGER, J., “Verdad y Libertad”. Rev. Humanitas. n. 14, 2005.


12
Razón y libertad, racionalismo y liberalismo, empezarían a caminar juntos; ya hemos
visto, en el texto de Condorcet, cómo la razón y la libertad constituían el emblema de la
modernidad. La Ilustración tuvo su traducción socio-política, con diversas tendencias desde
una misma raíz. “Este programa filosófico es por su propia naturaleza también de carácter
político: la razón reinará y en definitiva no se acepta otra autoridad fuera de la razón. Sólo
tiene validez lo accesible para la razón; es decir, lo no accesible para la razón, tampoco
puede ser valedero. Esta tendencia fundamental de la Ilustración se manifiesta con todo en
filosofías sociales y programas políticos diferentes e incluso contrarios”6. Las dos corrientes
principales fueron la anglosajona, referida a la democracia constitucional, como vía realista
de ejercicio de la libertad, y en el extremo opuesto la concepción autárquica de Rousseau,
en una posición más radical.

Libertad y racionalidad se unirían a otro concepto, emblemático también en la


modernidad: el de naturaleza humana. De ahí surgió la noción de los derechos
naturales, el primero de todos, la libertad. “La libertad no se otorga al hombre desde el
exterior. Él es el titular de derechos porque ha sido creado como ser libre. Este
pensamiento dio origen a la idea de derechos humanos; carta magna de la lucha moderna
por la libertad. Cuando se alude a la naturaleza en este contexto, no se hace referencia
únicamente a un sistema de procesos biológicos. Lo importante es más bien el hecho de
que los derechos se encuentran presentes naturalmente en el hombre mismo con
anterioridad a toda construcción legal. En este sentido, la idea de los derechos humanos es
en primer lugar de carácter revolucionario: se opone al absolutismo del estado y a los
caprichos de la legislación positiva; pero también es una afirmación metafísica, contiene en
sí misma una afirmación ética y legal”. Frente a esa concepción de la libertad ligada a
la naturaleza racional y al derecho, la roussoniana partirá de un concepto de naturaleza
humana antimetafísico, al margen de la “ley natural” y previo a toda acción de la razón y la
voluntad que la corrompe; a esa naturaleza asocia “el sueño de una total libertad;
absolutamente no reglamentada”; es la versión autárquica de la libertad.

En cualquier caso, el leitmotiv de las reivindicaciones políticas y sociales, común a ambas


corrientes, sería entonces conseguir “el acuerdo” o “el contrato” para que el Estado y
las instituciones respeten los derechos del individuo, ya se tome la libertad en un
sentido o en otro. De este modo, la institución se verá como el polo opuesto de la libertad
del individuo. Pero, al mismo tiempo, el Estado, otra de las emergencias en la modernidad,
resurgirá con fuerza, precisamente como la organización política que garantice las
libertades.

Como puede observarse, el árbol de la libertad sigue creciendo con diversidad de ramas y
tendencias. Así, la dirección anárquica de la libertad la retomará posteriormente
Nietzsche, oponiendo el orden apolíneo al frenesí dionisiaco, el orden racional y político a
los impulsos vitales, exponentes de la libertad individual. De modo similar procede Klages
oponiendo el espíritu, pretendido principio de orden superior, al alma con su pasión y
libertad. Ésta será la base ideológica del Nacional Socialismo posterior. “En cierto sentido
esta declaración de guerra al espíritu es enemiga de la Ilustración, y en esa medida el
Nacional Socialismo, con su hostilidad a la Ilustración y su culto a la sangre y el suelo,
podía recurrir a este tipo de corrientes”7. Son comunes formas de considerar una libertad
autárquica en contra de toda forma de “libertad domesticada democráticamente”. Esa

6 Ibid. p. 3 y ss.
7 Ibid. p.4.
13
libertad, es decir, la voluntad sin el concurso de la razón, puede caer en la “tiranía de la
sinrazón”. Pero se puede caer, por otro lado, en los excesos de “la razón de Estado”,
con los totalitarismos de Estado; de hecho, desde distintos puntos de vista, el aparato
estatal irá manteniéndose y cobrando relieve paulatinamente.

En una línea igualmente radical –aunque desde otra perspectiva- se encuentra el


marxismo, que criticó la libertad democrática como una impostura y abogó por una
libertad superior, más radical, una liberación en función de “un camino científicamente
garantizado hacia la libertad”, que sustentase toda la trama del sistema marxista. Dos
aspectos sobresalen en ese sistema. Uno: “la libertad está unida a la igualdad. La
existencia de la libertad exige ante todo el establecimiento de la igualdad. Por consiguiente,
es necesario renunciar a la libertad con el fin de alcanzar la meta de la total libertad”. Otro:
“la lucha por la libertad no debe trabarse principalmente para asegurar los derechos del
individuo, sino para modificar la estructura del mundo... Sin embargo, ninguna de sus
estructuras permite realmente que la libertad en nombre de la cual se hacía una llamada a
los hombres, deje de lado la misma libertad”. De hecho, si estructural e históricamente, la
consecución de la sociedad igualitaria vendría a partir de la “dictadura del proletariado”, lo
que en realidad aconteció fue una dictadura de Estado. Termina afirmando Ratzinger que
esta forma ideológica supone en el fondo abjurar de todo realismo y refugiarse en la
mitología del hombre nuevo. “Las verdades parciales son correlativas con una mentira y
este hecho anula la totalidad: toda mentira sobre la libertad neutraliza incluso los elementos
de verdad asociados con la misma. La libertad sin verdad no es en absoluto libertad”8.

Por tanto, asociar la voluntad a la racionalidad fue la primera pretensión del liberalismo
unido al racionalismo, como hemos visto más arriba. Posteriormente se dará la otra versión
de la libertad autárquica. Ambas participan de un común denominador: la autonomía
del individuo frente a cualquier forma de autoridad institucional, ya se ampare en la ley y
la razón o en la sinrazón. Una tercera consideración es la de la libertad como liberación
de las desigualdades sociales y consecución de la igualdad utópica. Aquí la autonomía
de la ideología, del propio sistema ideológico, sería la consecución a lograr.

La historia ha mostrado los notorios excesos de estas concepciones del hombre y la


libertad; éstas han obtenido también la consiguiente crítica y revisión, ante todo en las
últimas décadas. “Está claramente a la vista de todos el hecho de que el sistema marxista
no funcionó en la forma prometida. Nadie puede seguir negando seriamente que este
ostensible movimiento de liberación ha sido, junto con el Nacional Socialismo, el mayor
sistema de esclavitud de la historia moderna. El alcance de esta cínica destrucción del
hombre y el medio ambiente se ha aquietado con cierta vergüenza, pero ya nadie puede
ponerlo en duda”9.

Y todavía se dará otra concepción radical de la libertad, justamente en periodos de caída


de las ideologías y los sistemas políticos que las secundaron: es el caso del existencialismo
y su concepción de la libertad como “condena”. Destaca al respecto la figura de Sartre y
su concepción de que el hombre “no tiene naturaleza”, esencia que lo defina, sino que es
“pura libertad”; desde la que debe decidir qué entiende por “humanidad”, qué hacer con la
misma. “Su vida debe tomar alguna dirección, pero en definitiva a nada llega. Esta libertad
absurda es el infierno del hombre. Lo inquietante de este enfoque es el hecho de

8 Ibid. p. 4.
9 Ibid. p. 2.
14
conducir a una separación de la libertad y la verdad hasta llegar a la conclusión más
radical: no existe en absoluto la verdad. La libertad no tiene dirección ni medida. En todo
caso, esta ausencia total de la verdad, esta ausencia total de todo vínculo moral y metafísico,
esta libertad absolutamente anárquica, entendida como cualidad esencial del hombre, se
manifiesta a un individuo que procura vivirla no como supremo realce de la existencia, sino
como frustración en la vida, vacío absoluto y definición de la condenación. El aislamiento
de un concepto radical de la libertad, que para Sartre fue una experiencia vivida, muestra
con toda la claridad deseable que al liberarnos de la verdad no obtenemos la libertad
pura, sino su abolición. La libertad anárquica, considerada radicalmente, no redime, sino
convierte al hombre en una criatura extraviada, un ser sin sentido”10.

A finales de los años 80 se constata una situación de declive moral en Occidente. La


deriva de la libertad y los sistemas políticos e ideológicos que han ido surcando el siglo XX
constituirán la base de las revisiones críticas posteriores. Algunas no exentas de
escepticismo, como las presentadas por el filósofo polaco Andrej Szizpiorski en las
Semanas Universitarias de Salzburgo, en 1995. Lo hacía desde una reflexión en torno al
dilema de la libertad que ha surgido con posterioridad a la caída del muro de Berlín.
“Sabemos ahora cuál es la mentira, al menos en relación con las formas en que se ha dado
hasta ahora el marxismo; pero todavía estamos lejos de saber qué es la verdad. En realidad,
se intensifica nuestra aprensión: ¿tal vez no existe verdad alguna? ¿Es posible que
simplemente no exista derecho alguno?” Y de modo más general: “¿Se equivocó después
de todo el Occidente? Y si el Occidente no tenía la razón, ¿quién la tenía entonces?”

Estas preguntas se hacían teniendo como base, no sólo la trayectoria histórica, sino la
situación político-social más actual, en que las democracias modernas han magnificado
el poder del Estado que, desde una especie de bunker tecnócrata, en manos de unos
cuantos, somete toda voluntad individual; perfilándose así las nuevas oligarquías políticas
y la consiguiente desconfianza en las democracias occidentales, sean del tipo que sean.

“La sensación de que la democracia no es la forma correcta de libertad es bastante común y


se propaga cada vez más. No es fácil descartar simplemente la crítica marxista de la
democracia: ¿en qué medida son libres las elecciones? ¿En qué medida son manipulados los
resultados por la propaganda, es decir, por el capital, por un pequeño número de
individuos que domina la opinión pública? ¿No existe una nueva oligarquía, que
determina lo que es moderno y progresista, lo que un hombre ilustrado debe pensar? Es
suficientemente notoria la crueldad de esta oligarquía y su poder de ejecución pública.
Cualquiera que interfiera su tarea es un enemigo de la libertad, porque después de todo está
obstaculizando la expresión libre de la opinión. ¿Y cómo se llega a tomar decisiones en
los órganos representativos? ¿Quién podría seguir creyendo que el bienestar general de la
comunidad orienta realmente el proceso de toma de decisiones? ¿Quién podría dudar del
poder de ciertos intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada vez con
mayor frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayoría y minoría realmente
un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos de intereses de todo tipo manifiestamente
más fuertes que el parlamento, órgano esencial de la representación política? En este
enmarañado juego de poderes surge el problema de la ingobernabilidad en forma aún más

10 Ibid. p. 5.
15
amenazadora: el predominio de la voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la
libertad de la totalidad”11.

Ciertamente, no pasa de largo el desprestigio que la esfera política ha ido cobrando. Los
estados parece que hubiesen puesto las miras en sí mismos, de modo que el interés de
unos pocos sobrenade al “bien común”. También podemos ver en ello una forma en
que el aparato estatal –en definitiva, los intereses de unos pocos- se ha hecho autónomo
respecto del bien de la mayoría. Esto es lo que caracterizaba las oligarquías. “Agustín
señaló al respecto que si un Estado se mide a sí mismo únicamente por sus intereses
comunes y no por la justicia misma, por la verdadera justicia, no se diferencia
estructuralmente de una banda de ladrones debidamente organizada… Vemos hoy día
cómo incluso Estados debidamente ordenados y civilizados tenían en algunos aspectos
semejanzas con la naturaleza de las bandas de ladrones, ya que pensaban únicamente en
términos de su propio bien y no del bien en sí mismo. Por consiguiente, la libertad
garantizada en esta forma tiene algo de la libertad del bandido. No es una libertad
verdadera y auténticamente humana. En la búsqueda de la justa medida, toda la humanidad
debe ser considerada y nuevamente -como lo vemos cada vez con más claridad- no sólo la
humanidad actual, sino también futura”12.

En el ínterin siguen dándose las tendencias básicas de la libertad en las diferentes


direcciones socio-políticas. Por un lado, “existe indudablemente un coqueteo con las
soluciones autoritarias y un alejamiento de una libertad que se escapa”. Por otro, “la
tendencia anarquista del anhelo de libertad está adquiriendo mayor fuerza porque las
formas ordenadas de la libertad pública son insatisfactorias”. Y también se observa que “la
forma democráticamente ordenada de la libertad no puede seguir defendiéndose puramente
mediante una reforma legal determinada”.

Pero en definitiva, “la interrogante se remonta a los fundamentos mismos, está vinculada
con lo que el hombre es y cómo puede vivir adecuadamente tanto individual como
colectivamente”.

En la actualidad, además, entre las formas más radicales de concebir la libertad, hay que
agregar otra, la más actual. Una libertad que se centra no tanto en la cuestión social como
en la antropológica; que se refiere incluso a la autodefinición del propio hombre a
partir de la propia voluntad o deseo. Efectivamente, se han exacerbado los derechos de la
libertad individual, asociados a la pretendida autonomía de la decisión y acción humanas -
cuando no el simple deseo- exentas de todo condicionante que contravenga esa propia
voluntad y deseo. Las posibilidades técnicas acompañan sin duda esta pretensión. Se ha
extendido así el concepto de autonomía de la libertad a la autonomía de la ciencia, la
técnica, la acción política o económica; y ello como cumplimiento de la voluntad o deseo
individual. Al antropocentrismo moderno se ha unido el “objetocentrismo” actual, en
denominación de Miguel Delibes. Así es como se ha ido fraguando y acentuando el
individualismo actual; el también llamado hiper-individualismo, que más adelante
abordaremos.

El hombre como fruto de su “autonomía”, a la que se agregan esas otras autonomías, ha


creído poder actuar sin cortapisas sobre el propio ser del hombre, sobre la base de las

11 Ibid. p.6.
12 Ibid. p.8.
16
posibilidades científico-técnicas, y actuando sin cortapisas sobre el medio ambiente…
Se abren aquí los grandes problemas de las éticas aplicadas.

Quizá entre todos ellos destaquen los problemas bioéticos, que pueden cifrarse desde las
formas de relación sexual hasta la identidad sexual, desde las formas de contracepción hasta
el aborto, desde la fecundación in vitro hasta la eugenesia, desde los tratamientos paliativos
hasta la eutanasia, etc. La cuestión social ha devenido en cuestión antropológica; el ejercicio
de la libertad y la consideración de la libertad misma se han postulado exentos de todo
referente de valoración objetiva. Y todo ello se ha convertido en cuestión ideológica: la
ideología de género. Es la radicalización de la tendencia individualista de la libertad.
Quizá el tema de mayor repercusión sea el aborto, por los efectos terribles que ya se están
notando socialmente, generacionalmente. Pero además, por el significado que posee,
respecto de la concepción de la libertad y las repercusiones en el Derecho.

“El aborto aparece como un derecho propio de la libertad: la mujer debe estar en
condiciones de hacerse cargo de sí misma… Lo que está en juego es el derecho a la
autodeterminación. ¿Pero realmente está tomando una decisión sobre su propia vida la
mujer que aborta? ¿No está decidiendo precisamente sobre otro ser, decidiendo que no
debe otorgársele libertad alguna, y en ese espacio de libertad, que es vida, debe ser
despojado de la misma porque está compitiendo con su propia libertad? Por consiguiente,
la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿exactamente qué tipo de libertad
tiene incluso derecho a anular la libertad de otro ser tan pronto como ésta surge?”13

Pero, además, en el caso del aborto, como en tantos otros casos de ejercicio de libertad
“autónoma”, se cierra la perspectiva de la acción a la propia consideración subjetiva,
respecto de toda otra valoración objetiva. En el aborto, “el ser de otra persona está tan
íntimamente vinculado con el de la madre que en el presente sólo puede sobrevivir
encontrándose físicamente con ella, en una unidad física con la misma. Sin embargo, dicha
unidad no anula el hecho de que este ser sea otro, ni nos autoriza a poner en duda su
individualidad propia. Con todo, el ser uno mismo en esta forma proviene radicalmente de
otro ser y se da a través de éste. A la inversa, el ser-con exige al ser del otro, es decir, de la
madre, a convertirse en un ser-para, en contradicción con su propio deseo de autonomía,
y por consiguiente ella lo experimenta como la antítesis de su propia libertad. Debemos
agregar que incluso después de nacer el hijo y cambiar la forma exterior de su ser a partir de
y con, sigue siendo igualmente dependiente y encontrándose a merced de un ser-para”.

Ante todo, la libertad ha de partir de la premisa de la dignidad humana, de su valor


inalienable, fundamento de todo derecho, de su condición interpersonal, social; esa
condición nos remite a una interna relación entre verdad, libertad y amor.

“Para no conducir al engaño y la autodestrucción, la libertad debe estar orientada por la


verdad, es decir, por lo que realmente somos, y debe corresponder con nuestro ser. Puesto
que la esencia del hombre consiste en ser a partir de, ser con y ser para, la libertad
humana sólo puede existir en la comunión ordenada de las libertades. Por consiguiente,
el derecho no es la antítesis de la libertad, sino una condición, ciertamente un
elemento constitutivo de la misma. La liberación no reside en la abolición gradual del

13 Ibid. p. 6 y ss.
17
derecho y las normas, sino en la purificación de nosotros mismos y las normas de tal
manera que sea posible la coexistencia humana de las libertades”14.

Esta noción de libertad supone descartar la noción de autonomía absoluta, pero también de
los distintos sectores de pensamiento y acción que han pretendido hacerse autónomos
como formas de “liberación”; ya consideremos la autonomía de la razón, del sentimiento,
de la voluntad; o bien, del Estado, la economía, la técnica, la política… “Debemos también
descartar de una vez y para siempre el sueño de la autonomía absoluta y la
autosuficiencia de la razón… Ni siquiera la ética filosófica puede ser incondicionalmente
autónoma. No puede renunciar a la idea de Dios ni a la idea de una verdad del ser con
carácter ético. Si no existe una verdad acerca del hombre, éste carece de libertad.
Sólo la verdad nos hace libres”15.

Por otro lado, y quizá como consecuencia de la deriva de estos excesos, se ha ido
repensando la necesaria referencia de la libertad a la responsabilidad. Las formas ético-
sociales en que se han plasmado las diferentes formas de responsabilidad –Habermas,
Rawls, Jonas- han ido perfilando la necesidad de “la búsqueda de la razón de los
criterios de nuestra responsabilidad”; que no pueden reducirse al mero consenso o
equidad o previsión de consecuencias futuras –que siempre se nos escaparán de las manos-,
sino que han de encontrarse en la naturaleza humana y su condición social; por lo que el
hombre en el ejercicio de su libertad se remitirá en primer lugar a la interpersonalidad que
lo define.

Recomponer esta consideración del hombre sería la tarea actual más urgente. Ello supone,
al mismo tiempo, recomponer las bases del orden social, el derecho, la justicia; todo ello
ancla en un concepto de libertad que abarca la verdad de la persona precisamente en su
ser comunitario más fundamental.

“¿Cómo encontramos este orden justo? Esta es la gran interrogante de la verdadera


historia de la libertad, planteada en definitiva en su forma correcta. Como lo hemos hecho
hasta ahora, abstengámonos de trabajar con consideraciones filosóficas abstractas.
Procuremos más bien enfocar una respuesta en forma inductiva a partir de las realidades
de la historia tal como están dadas efectivamente. Si comenzamos con una pequeña
comunidad de proporciones manejables, sus posibilidades y límites nos entregan cierta
base para detectar el orden más adecuado para la vida compartida por todos los miembros,
de tal manera que surge una forma común de libertad de su existencia conjunta. En todo
caso, semejante pequeña comunidad no es autónoma; está ubicada dentro de órdenes
mayores, que junto con otros factores determinan su esencia”16.

La más pequeña comunidad es la familia. El bien de la familia sería el referente


fundamental del bien social, del bien de la totalidad. A ello debe encaminarse el derecho
y todo orden social.

14 Ibid. p.10.
15 Ibid. p.11.
16 Ibid. 8.

18
La tarea de desenmascarar el falso derecho pasa por poner de relieve el criterio del
verdadero derecho: “el bien de la totalidad, el bien en sí mismo”. Sólo éste puede
propiciar un orden justo. Pero ese bien de la totalidad -en Aristóteles el bien común-, es
meramente ilusorio si no comenzamos por considerar la propia persona, la primera
comunidad de personas, la existencia en libertad de las mismas; es decir, el buen ser de la
familia, y la libertad que se ejerce, primeramente, en esa interrelación humana más
elemental. Ciertamente si se da el orden social justo que lo propicie: “el orden más
adecuado para la vida compartida por todos los miembros, de tal manera que surge una
forma común de libertad de su existencia conjunta”, se posibilitará la libertad del individuo,
que no puede separase de su existencia conjunta con otros hombres. La “libertad-de”,
junto a la “libertad-para” y “la libertad-con”; pues el hombre no vive solo, sino que es
social y nace y se desarrolla en esa relación social que también define su libertad y, por
tanto, las bases de la libertad social y política. Es evidente que esa noción de libertad no
puede separarse de la verdad del hombre, de su ser social, comunitario; su relación
interpersonal, amorosa. Ésta tiene su lugar primordial en la familia.

Nos centraremos seguidamente en las formas familiares que han ido surcando las sucesivas
etapas de los últimos siglos.

1.3 Sociedades modernas y familia nuclear

Después de la larga reflexión en torno a la libertad y sus formas socio-políticas, retomamos


la consideración histórica de las formas familiares, que no puede entenderse sin esas bases
previas.

Las formas de vida cambian; los contextos sociales así lo imponen. En la época moderna,
del liberalismo y la revolución industrial, los ámbitos familiares pasaron del medio rural y el
trabajo de la tierra -desempeñado por la familia extensa, tradicional-, al medio urbano con
el desempeño del trabajo industrial, organizado al margen de la vida familiar, lo cual
propiciará la nueva figura de la familia nuclear17.

Como muy bien señala Juan Manuel Burgos, la primera exigencia de estas sociedades
modernas es que el trabajo se separe del núcleo familiar. En principio, el padre era el
que se ocupaba del trabajo industrial, pasando mucho tiempo fuera de la familia. La madre,
en cambio, se ocupaba de las tareas domésticas. Esta separación de funciones se hace
notoria en este periodo de la historia. En la familia tradicional era común que la mujer
colaborase en las tareas del campo; ahora surge la figura del “ama de casa”, como
exclusiva tarea de la mujer. Además, la formación, la cualificación profesional de los
hijos, no estaba ligada a la familia; ni tampoco tenía que mantenerse la misma profesión
del padre. Empezó a darse una mayor movilidad en el seno de la familia; sobre todo, en el
caso de los hombres.

Asimismo, la vida urbana impuesta por esas formas de trabajo industrial, comúnmente en
grandes factorías, exigía hogares familiares reducidos al matrimonio y los hijos. Las
relaciones familiares de segunda línea se distancian o se pierden. La familia, en general, deja
de ser el centro de atención, la institución de referencia social y de producción. El centro lo

17 Cf. BURGOS, J.M., Diagnóstico sobre la familia. Cap. 2.


19
van a constituir las grandes factorías. La exigencia del trabajo mecánico, en serie, fuera del
ámbito familiar, va a cambiar las formas de vida. El hogar familiar deja de ser el único
centro de referencia para la vida, que se desarrolla en gran parte fuera de este ámbito, en
los trabajos industriales.

La producción ocupa el centro de atención de las sociedades modernas. Hay que tomar
decisiones, primero para implantar estos grandes centros de producción; segundo para
organizarlos socialmente. La autoridad patriarcal de la familia deja paso a los ámbitos de
libertad, de decisión y acción, como requerían los imperativos de producción. La familia
se reduce y deja de ser el centro institucional de primer orden. Se privatiza.

“El concepto de privatización recoge acertadamente muchos de los cambios que sufrió la
familia tradicional. Ante todo, la familia se privatizó de hecho porque las funciones sociales
que desempeñaba declinaron en importancia o desaparecieron. Ya hemos indicado que la
familia moderna deja de ser un centro de producción económica, que no es la
responsable de la socialización secundaria, que tampoco constituye el lugar de trabajo,
etc. Pero, además, se privatizó desde un punto de vista vital y simbólico. Frente a un
mundo externo –el de las grandes urbes- que resultaba cada vez más difícil y hostil
(especialmente si se compara con la monótona y estable vida campesina), la familia se
convirtió en el refugio afectivo para los individuos, en un recinto privado e inaccesible
en el que ningún extraño podía ni debía entrar porque era el lugar donde habían depositado
sus valores y relaciones más personales e íntimos”.18 Por otro lado, como ya hemos visto
más arriba, dejan de tener importancia las relaciones institucionales, las tradiciones y el
estatus social, y se valoran más las libertades personales.

Los hijos empiezan a constituirse en centro de referencia; disminuye la mortalidad infantil,


están más tiempo en la casa, se les puede proyectar hacia un futuro. Pero las miras se
orientarán hacia las formas de producción que emergen; la fábrica, el comercio, etc. se
intensifican. Los ámbitos de producción van a ser los reguladores de los cambios sociales
que fueron dándose.

Posiblemente, como señala Burgos, en un principio, se diesen casi las mismas formas
sociales que en la familia tradicional: la colaboración de la mujer con el comercio, la
participación de más miembros de la familia; pero, poco a poco, la producción fue
creciendo, la exigencia de organización económica también, los contratos, etc. La
mujer no tenía derechos desde el punto de vista legal y jurídico. Esto motivó que se
ocupase en las tareas domésticas, y se afianzase el papel del ama de casa. Lo cual fue
acompañado de la creación de casas familiares alejadas de los lugares de producción;
separándose cada vez más la vida familiar y el trabajo. Separándose también los papeles del
hombre y la mujer en relación al trabajo que debían desempeñar.

A nivel social, sin embargo, la familia quedaba reducida, respecto de la importancia y


centralidad que tenía la familia tradicional. Es la tesis de Durkheim, la ley de contracción:
según este autor, la familia se contrae en la medida en que se amplía el ámbito social de
relación, que es lo que ocurre en las familias urbanas modernas.

Curiosamente, la familia pierde importancia, además, en la medida en que crece el


individualismo. Y con él, las decisiones personales, el ejercicio de la libertad, la autonomía

18 Ibid. p.41.
20
del sujeto. No se puede pasar por alto el hecho de que todo ello coincide con la prevalencia
de la producción industrial; el centro no es la vida familiar que incluía el trabajo agrícola
como parte de la misma, sino la producción factorial y el comercio, que además es externo
a la familia. Las relaciones sociales, se amplían, pero son de signo individual, no
familiar. Se requiere en estos contextos una “autonomía” del sujeto, frente a la dependencia
y mayor integración en el núcleo familiar tradicional.

Pero el sujeto ha de ser educado, preparado para esas funciones sociales. Aquí nos
encontramos con la centralidad de la familia nuclear, precisamente en ese contexto
funcional. Ésta es la posición de Parsons al analizar la familia americana. Algunas notas
podemos considerar como base de esa funcionalidad:

En primer lugar la centralidad del matrimonio. Si antes el matrimonio se apoyaba en la


familia, ahora es la familia la que se apoya en el matrimonio. Éste se hace autónomo
respecto de las otras relaciones de parentela de segunda fila. Antes era el principio de
autoridad, ahora es la decisión individual, si bien, seguía primándose la del varón sobre la
mujer. No obstante, las decisiones y actitudes individuales, se imponen sobre reglas sociales
impuestas, también sobre la estabilidad familiar como valor primario. Empieza a invocarse
la exigencia del divorcio.

En segundo lugar, la dialéctica entre lo universal y lo particular. Empieza a ponerse de


relieve una nueva dinámica entre familia y sociedad, que ya no estará basada en los
privilegios de clase y los valores tradicionales, sino en el universalismo de la razón y el
mérito individual de la propia acción. Ahora bien, estos valores sociales, entran en
conflicto a veces con los valores típicamente familiares, centrados, necesariamente, en los
individuos particulares y en su “adscripción” por nacimiento, antes que en el mérito que
pueda conseguirse.

En tercer lugar, la diferenciación de roles familiares. Parsons considera que la solución


al conflicto entre lo universal y lo particular, supone la diferenciación de roles entre el
hombre y la mujer: el marido se ocuparía del trabajo externo al hogar, las relaciones
sociales, lo universal; la mujer se ocuparía de las cuestiones internas al hogar, la atención
a la casa, al marido, la educación de los hijos, la atención a lo particular.

Los puntos en los que se significó Parsons (funcionalismo, división de roles familiares)
fueron objeto de crítica, sobre todo, al aparecer datos sociológicos que no secundaban sus
posiciones19.

En conclusión, Parsons señalaba la importancia de la familia nuclear, aunque no dejaba de


reconocer que había quedado relegada en algunas funciones que tenía la familia tradicional
(que eran todas). No obstante las funciones económica, social y educativa, seguían siendo
patrimonio de la familia nuclear, típicamente funcional. Si bien, otras instituciones iban
arraigándose socialmente en el complemento de esas funciones: la industria, el mercado, el
colegio, los medios de comunicación, la Iglesia, el Estado. Ahora bien, la importancia de las
funciones de la familia, en las que además se especializó, no pueden pasar por alto, como
indica Ardigò: “Para Talcott Parsons, no sólo la tesis –que tanto gusta a los evolucionistas-
sobre la inexorable decadencia de la familia en la sociedad industrial es errónea, sino que,

19 Cf. HARRIS, C.C., Familia y sociedad industrial. Península, Barcelona, 1986. También: MICHEL, A., Sociología de
la familia y el matrimonio. Península, Barcelona, 1974.
21
por el contrario, la familia aumentaría su importancia en la sociedad moderna,
aunque especializándose y haciéndose funcional para la sociedad más amplia en la que
se encuentra inserta como la agencia más importante de socialización y estabilización”20

Estas funciones no podemos desconectarlas de la trayectoria cultural y social del momento,


trayectoria tipificada desde las características del pensamiento moderno. Concretamente, la
familia es afectada por el individualismo, el utilitarismo y el capitalismo de las
sociedades incipientes. Se acomoda a los imperativos de la época y colabora en esa misma
dirección.

Evidentemente no todas las familias poseen el mismo status social. Y esto afecta al papel
que desempeñan hombre y mujer en el seno de la familia. En las clases bajas, la mujer
debía trabajar, e incluso los hijos a edades tempranas. Uno de los abusos del capitalismo
que se desarrolló a partir de la efervescencia de la producción industrial y de la necesidad de
mano de obra abundante y barata, fue precisamente el trabajo de niños y mujeres en
jornadas agotadoras; situación que agravaba la explotación abusiva que fue extendiéndose
en las llamadas sociedades capitalistas burguesas.

Esta situación de injusticia social fue la que provocó los grandes conflictos sociales, las
huelgas y reivindicaciones de todo tipo.

Además de los movimientos sociales y económicos, fueron dándose los primeros pasos de
la liberalización sexual. Así fue ya en el siglo XVII, con los libertinos, que consideraban
la sexualidad cosa natural que no debía someterse a ninguna regla moral. Estas
concepciones suponían un choque enorme en relación a las convicciones de la familia
tradicional; por lo que se trataban de ocultar las conductas derivadas de ellas. Se daba así
una doble moral: la que se vivía de puertas adentro de la casa y la que se procuraba, y
ocultaba, de puertas afuera; que era mejor vista en el caso del hombre que de la mujer.
Se conserva la opinión de Hume en este sentido: “Una mujer tiene tantas posibilidades de
satisfacer secretamente sus apetitos, que nada nos puede dar seguridad en este punto más
que la más rigurosa modestia y discreción; porque una vez que se haya abierto una brecha
en este punto ya no se puede reparar de manera completa. Si un hombre se comporta
como un bellaco en una ocasión, una acción contraria le puede devolver su carácter. Pero
una mujer que se haya comportado disolutamente una vez, ¿de qué modo nos podrá dar la
seguridad de que ha adoptado resoluciones mejores y que posee el suficiente control de sí
para ponerlas en acto?”21.

Se acentuaban así las dos figuras de la mujer: fiel y honesta, cuidadora de la familia,
educadora de los hijos; o bien mujer pública al margen de la vida familiar. Esto en cambio
no pasaba con el varón que podía llevar una doble vida sin mayor problema. Bien es verdad
que esta situación no era la generalizada, sino que todavía en aquellas sociedades se
mantenía fundamentalmente la unidad familiar.

El movimiento libertino fue el anticipo de lo que posteriormente constituiría la revolución


sexual del 68.

20ARDIGÒ, A, Elementi di sociología della familia e dell´educazione. La Scuola, Brescia, 1996. pp.73-74. pp. 301-302 .
21HUME, D., Ricerca sui principi de la moralle. Laterza, Roma-Bari, 1978. pp.301-302 (Tomado de BURGOS,
Diagnóstico sobre la familia).
22
1.4 La imagen evolucionista de la familia. La influencia del darwinismo y el
marxismo.

Desde un contexto biologista o desde otro socio-económico, la común consideración del


evolucionismo y del marxismo derivaba en que la familia era producto de una evolución
histórica de esos diversos signos y no protagonista de su propia historia.

Sobre todo en el caso del marxismo, la familia tradicional se asociaba a una estructura
de clase social capitalista, burguesa, que habría que superar. El devenir de la familia
estaría condicionado al devenir de la sociedad y encaminado, en función de la acción
revolucionaria, a la eliminación de clases. Así esta acción en relación a la familia,
proclamaría el amor libre y la eliminación de vínculos familiares.

Desde esta perspectiva, la eliminación de la familia es una de las etapas que hay que
conseguir en la trayectoria de la emancipación socio-económica, pues es una de las
estructuras fundamentales del mantenimiento de la burguesía capitalista. De ahí los
estudios de Engels sobre la familia en relación a la propiedad privada y el estado como
superestructuras opresoras que había que eliminar22. La solución que propone es abolir
la “monogamia histórica”, y así eliminar la propiedad privada, pues a ello contribuía
fundamentalmente; liberar también a la mujer del trabajo doméstico, para dedicarla a
actividades laborales y sociales, al modo de los matriarcados de otras épocas. Tres
liberaciones llevaría la anulación de la familia tradicional o nuclear: “la libertad sexual de
las mujeres y los hombres, la liberación de la mujer del dominio por parte del hombre, la
liberación de la educación de los hijos que serían confiados a agencias especializadas”.
En definitiva, subyace “la consideración de la familia como una institución reaccionaria que
había que debilitar…”, una institución completamente histórica23.

A esta perspectiva se une la otra teoría evolucionista representada por Morgan y


Bachofen, que considera la familia como un mero producto de la evolución, a merced
exclusivamente de cambios históricos. Así entiende Morgan, por ejemplo, la familia
monogámica: “Estamos habituados a considerar la familia monogámica como la forma
familiar por excelencia, la que siempre ha existido aunque haya sido sustituida en algunas
áreas por la familia patriarcal. La idea de familia, por el contrario, ha sido el resultado de
una evolución a través de estudios sucesivos de desarrollo, del que la familia
monogámica constituye la última forma”24.

La teoría evolucionista de la familia ofrecía puntos de crítica por la falta de datación de


culturas antiguas que permitieran certificar esa evolución. Morgan, sobre todo, salió al paso
de esas críticas mediante la teoría de los residuos de elementos culturales no
fundamentales en un determinado momento, pero que constituían costumbres importantes
en épocas pasadas, mantenidas por un pueblo a modo de inercia. Así, por ejemplo, se
encontraron “residuos” de sociedades matriarcales, como la genealogía considerada de
modo matrilineal en sociedades primitivas de iroqueses, aunque derivase posteriormente en
sociedades con el predominio social de los hombres25.

22 ENGELS, F., El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. 1884.


23 BURGOS, J.M., Diagnóstico sobre la familia. p.77.
24 MORGAN, L.H., La sociedad antigua. Las líneas del progreso humano desde el estado salvaje hasta la civilización. CEAL,

Buenos Aires, 1977.


25 Cf. BURGOS, J.M., Ibid. p.79.

23
1.5 Las teorías funcionalista y estructuralista de la familia

La teoría funcionalista representada por B. Malinowsky, sostiene que la familia ha de


considerarse desde la función social que desempeña, antes de mirar otras perspectivas.
La referencia exclusiva al pasado, como afirman teorías evolucionistas, no da explicación
adecuada de esas funciones. Sobre todo centra su crítica en la teoría de los residuos,
señalando que no es adecuado analizar esos “residuos” como la forma que resta del pasado,
sino que habría que ver el significado de esa situación de la familia en el propio contexto
histórico, no por los “residuos” que tampoco podremos juzgar adecuadamente. Así,
siguiendo con el ejemplo anterior, “residuos matrilineales” no serían base suficiente para la
afirmación de sociedades matriarcales, a no ser que se poseyeran datos de éstas; pero esto
es precisamente lo que falta y por ello sólo se puede presuponer.

La antropología estructural de C. Lévi-Strauss, la teoría estructuralista referida a la


familia, considera que la familia, como toda estructura social, obedece a principios y reglas
estructurales. En el caso de la familia esa estructura social tiene su base en relaciones
sexuales y de parentesco. Así, es común denominador en toda sociedad el tabú del
incesto, por lo que se prohíben las relaciones sexuales con consanguíneos. Por tanto, ha de
buscarse la mujer fuera del grupo familiar –ley de exogamia-. Esta ley permite analizar la
familia en su contexto interno y las relaciones externas de la misma; la estructura familiar y
social, derivada precisamente de aquella. Esta teoría suponía una crítica a la teoría
evolucionista e historicista de la familia. Efectivamente, “la existencia generalizada del tabú
del incesto y del átomo de parentesco suponen que la sociedad humana tiene unas
claves estructurales fijas que, si bien varían de cultura a cultura, no lo hacen de modo
absoluto, lo cual implica a su vez que el evolucionismo radical, que afirma que han existido
sociedades sin familia, sin estructura familiar, es simplemente falso. En segundo
lugar, la antropología estructural se opone a la existencia de la horda primitiva caracterizada
por la promiscuidad sexual. El tabú del incesto implica que existen reglas de
comportamiento sexual en todas las sociedades conocidas, lo que supone, como
contrapartida, que no hay constancia de que hayan existido sociedades humanas con las
características propuestas por Morgan”26.

1.6 El feminismo, sus formas y aspectos críticos

El fenómeno del feminismo no puede pasarse por alto en un análisis del devenir de la
familia en estos últimos siglos. En un principio, el feminismo se preguntó por el papel de
la mujer en el seno de la familia y de la sociedad, en comparación con el hombre.
Sucesivamente la mujer ha ido reivindicando el status de igualdad con el varón en los
ámbitos socio-económicos, políticos y laborales. En un tercer momento el feminismo ha
desembocado en una oposición a la feminidad en la reivindicación de la no diferencia
primero cultural-social y después incluso antropológico-biológica; es el feminismo extremo
derivado de la ideología de género, que propiamente ya no es feminismo.

Desde un análisis histórico-cultural, el feminismo tiene su incursión a finales del siglo


XIX en Inglaterra. Se inició reivindicando27 la igualdad de derechos civiles, sociales,
legislativos y laborales de la mujer respecto del hombre. Estas reivindicaciones se
concretaron en los siguientes puntos: “derecho al voto, posibilidad de acceder a todas las

26 BURGOS, J.M., Ibid. p.85.


27 Cf. SOLÉ, G., Historia del feminismo (siglos XIX y XX). Eunsa, Pamplona, 1995.
24
profesiones, igualdad de derechos jurídicos, educación para las mujeres, independencia
económica, igual salario por el mismo trabajo, capacidad jurídica de la esposa para
administrar sus propios bienes, eliminación del trato injusto a las madres solteras y a sus
hijos, reforma de la vestimenta, etc28.

Quizá la reivindicación conseguida más notable fue el derecho al voto, que enseguida se
extendió por toda Europa y Estados Unidos; por ello, el primer feminismo se denominó
también sufragismo.

En general, estas reivindicaciones, se extendieron rápidamente, pues el desarrollo de los


medios de comunicación lo propició. Si bien, como señala J. M. Burgos, estas reformas
tuvieron diferente signo según se llevasen a cabo por liberales o por socialistas. “Hubo
corrientes liberales y moderadas favorables a la familia, mientras las feministas de raíz
socialista, por el contrario, fueron generalmente contrarias y se opusieron a los otros
grupos tildándolos de burgueses. Inicialmente el feminismo tuvo un carácter pacífico,
excepto en los años 1906-14, en los que hubo algunos ramalazos de violencia al considerar
las mujeres que se desatendía o incluso se hacía mofa de sus peticiones”29.

Las décadas inmediatas a la postguerra no supusieron una reivindicación especial del


feminismo; había que recuperarse de las catástrofes vividas y poco más se pretendía.

Sin embargo, los años 60 se caracterizaron por una efervescencia del feminismo.
Algunos factores lo propiciaron como la expansión económica, la participación cada vez
mayor de la mujer en el mundo laboral, el acceso generalizado de la mujer a la enseñanza
universitaria, con su consiguiente cualificación profesional, la industria farmacéutica
con la facilitación de la contracepción y el aborto, el ambiente social y político de
permisivismo… Fueron éstos factores que propiciaron la acentuación de un feminismo
radical, asociado al marxismo vigente entonces en Europa. “Su principal diferencia con
respecto al de la primera época es la radicalidad, tanto por el modo de acción política, por
la ideología en la que se apoyaba (con frecuencia, el marxismo), como por las propuestas
específicas que se realizaban: igualdad total con el hombre, rechazo de la maternidad,
emancipación de cualquier autoridad, aborto, etc. Simplificando se puede decir que el
primer feminismo es reformista y el segundo, revolucionario. Este último, de todos modos,
incluye una multitud de grupos y tendencias que es necesario discriminar”30.

Así pues, se consideran varias formas de feminismo: el liberal reformista, cifrado


fundamentalmente en la consecución del sufragio universal; el feminismo radical, que
consideraba la opresión de la mujer por parte del hombre, ya fuese sexualmente, y para ello
debería usar los medios de control correspondientes; ya fuese por las estructuras sociales
favorecedoras del machismo; ya se tratase de procesos psicoanalíticos. De cualquier modo,
se pretendía la “liberación” de la mujer de la opresión que padecía por parte del
hombre.

Algunos autores tuvieron una especial incidencia en el feminismo radical; es el caso de


Simone de Beauvoir, con su obra El segundo sexo, en 1949, en la que considera que la
mujer es un producto cultural, “no nace sino que se hace”, y se hace desde la cultura

28 BURGOS, Ibid. p.87.


29 Ibid. p.88.
30 Ibid. p.89.

25
opresora, con la preponderancia del varón en los ámbitos sociales y familiares. Lo que
habría que conseguir, a este respecto, es cambiar los roles de la mujer.

Kate Millet consideraba las estructuras sociales como las causantes de esta opresión sobre
la mujer. Su tesis, en 1970, sobre Sexual Politics, ofrece sus críticas sobre lo que considera
una sociedad y política sexista en detrimento de la mujer. Terminó afirmando el
lesbianismo como forma de superación de la heterosexualidad y de las “opresiones” que
ésta genera. Otros nombres que lideraron movimientos feministas son: Betty Friedan,
Germaine Greer, Susan Brownmiller, etc. En todos estos casos, además de las
reivindicaciones sociales, jurídicas y laborales para la mujer, que se mantenían de
feminismos anteriores, se dan unas tendencias comunes: eliminar las desigualdades de
todo tipo, menospreciar los rasgos propiamente femeninos, con asimilación de rasgos
masculinos como forma de igualación.

Frente a estas formas de feminismo radical se darán una serie de reacciones a lo largo de
los años 80 y 90. Se consideraba que era un flaco servicio el que se hacía al feminismo y a la
mujer con estas posturas tan radicales. Así, empezó a producirse una revisión crítica de las
actitudes y resultados del feminismo radical. Se trataba de una evolución del feminismo
hacia formas más moderadas y que reivindicase la igualdad de derechos entre el hombre
y la mujer pero respetando la diferencia.

En estos contextos se sitúan B. Berger y P. L. Berger. Concretamente hacen una


clasificación de los diferentes feminismos que han ido apareciendo, acentuando siempre el
peso de la cultura en la creación de los mismos, y señalan los siguientes puntos: “1) las
diferencias entre los hombres y las mujeres son innatas y por eso conducen
necesariamente a la diferenciación de las asignaciones de funciones que se dan
tradicionalmente a los dos sexos; 2) las diferencias de funciones no son en buena medida
el resultado de la biología sino de construcciones socioculturales que, en principio,
podrían cambiar radicalmente; 3) las mujeres son superiores a los hombres por naturaleza;
4) y la naturaleza innata de las mujeres es, en realidad, diferente e igual”31. (La superioridad
se supone que es referida a la resistencia –no a la fortaleza- biológica. La diferencia sería
biológica y la igualdad en la dignidad)

Giulia Paola di Nicola señalaba, por su parte, en qué aspectos ese feminismo radical va
en detrimento de la feminidad, ya sea pretendiendo abarcar el terreno masculino, ya sea
minusvalorando la propia condición femenina. Se expresaba así: “Se comprendió que la
lucha por la paridad, la participación social y política, no había dado hasta ahora resultados
satisfactorios (no solo en el plano de la cantidad, sino también en el de la calidad) en parte
porque las mujeres conquistaban espacios en el interior de un mundo masculino
establecido sin ser capaces de ofrecer una presencia alternativa: la subordinación de la
exclusión se sustituía por la subordinación de la asimilación sin diferencia”32.

Además señalaba esta autora el detrimento de la feminidad y de lo peculiar femenino por


parte de esos feminismos extremos: la devaluación de los rasgos psicológicos típicamente
femeninos, como la sensibilidad, la intuición…, aspectos que van ligados a notas bio-
psicológicas características de la feminidad vinculadas a la maternidad. Es este,

31 Cf. BERGER, B. Y BERGER, P.L., In difesa della famiglia Borghese. Il Mulino, Bologna, 1984, p. 81. (Tomado de
J.M. BURGOS)
32 NICOLA G.P. di, Uguaglianza e differenza. La reciprocitâ uomo-donna. Citta Nuova, Roma, 1989. p.77.

26
precisamente, el factor más devaluado, acentuándolo como algo negativo a superar, que
abarca todos los aspectos de sometimiento de la mujer: “Si se resume el contenido de los
ataques feministas a la maternidad, se pueden señalar cuatro razones principales: la
dependencia de la mujer respecto de la madre, la coincidencia entre la fecundidad y el valor
de la mujer; la naturalidad del sufrimiento del parto como castigo y como base
indispensable del amor materno; la subordinación de la mujer según la secuencia:
maternidad=amor=servicio=sumisión; la pecaminosidad e impureza del cuerpo femenino
(antigua distinción entre partes honestas y deshonestas) y, en particular, de la menstruación
y del parto”33. Por el contrario, habría que recomponer la feminidad, situar en su lugar
propio la maternidad, redescubrir toda su dignidad. Todo ello, evidentemente, sin
perder los logros jurídico-sociales que el feminismo moderado logró.

Ya más adelante, Guilles Lipovetksy34, va a ofrecer una nueva versión de la mujer actual,
acuñando el término tercera mujer. Este autor hace un recorrido histórico de la ética
clásica y la ética moderna o del deber a las que contrapone, para la actualidad, una ética
operativa, posmoralista, indolora, centrada en el self-interest y el self-service. Es lo que
corresponde a las características típicas de la sociedad del siglo XXI, en un contexto de
hipermodernidad e hiperindividualismo. (Desde ahí asumirá las cuestiones aplicadas, la
bioética, los problemas ambientales o de los media, las redes y las nuevas tecnologías)

Desde estas perspectivas culturales, ofrece sus reflexiones en torno a la mujer. Considera
Lipovetksy que se han dado tres etapas en la consideración de la mujer,
correspondientes a las tres etapas de caracterización ética. La primera mujer sería la del
contexto antiguo y medieval: era la situación del “menosprecio” de la mujer y su
“sometimiento” al varón, el verdadero protagonista de la historia y de la vida familiar. A
partir de la baja edad media comenzará un cambio social y cultural: empieza a sublimarse la
figura de la “dama” idolatrada, acentuándose precisamente sus funciones femeninas:
esposa, madre, educadora de los hijos y también del hombre, mantenedora de las
costumbres. “El amor cortés” va a constituir el aspecto en el que la sublimación de la mujer
se convertirá en fuente de inspiración para literatos y pensadores de los siglos XVIII y
XIX, resaltando sus perfecciones morales y estéticas. El moralismo, el referente del deber,
caracterizará esta etapa. Es el momento en que se afianzan los roles de la mujer ama de casa
y que hemos analizado más atrás en la familia nuclear. La figura de la segunda mujer es la
que correspondería a estos periodos históricos, donde no se da el reconocimiento social,
jurídico, profesional, de la mujer, que se considera totalmente dependiente del varón y sin
ninguna autonomía, pero se subliman sus aspectos femeninos y de “ama de casa”.
Figura tipificada y desacreditada en la obra de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo,
posteriormente será objeto de crítica por toda la suerte de feminismos ya señalados. El
punto más álgido lo constituirá la incursión de la ideología de género; si bien, no se trata ya
de un feminismo, sino de una abolición de la feminidad, de toda diferencia sexual.

La tercera mujer supone una revisión del feminismo radical, sobre todo a partir de los
años 90, por la misma mujer, es lo que Lipovetksy, va a denominar el “rescate de la
diferencia”. La mujer -ahora ya “sujeto” activo de su propio status social-, quiere
mantener su diferencia, afianzarla, sin declinar en los logros socio-políticos conseguidos.

33NICOLA, G.P. de, Uguaglianza e differenza. ¿¿¿¿o. c.???? p.73.


34LIPOVETSKY, G., La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino. Anagrama, Barcelona, 1999. (Sexta
edición en 2007).

27
Considera algunos aspectos diferenciales que la mujer mantiene sobre todas las formas de
feminismo previas, como la valoración del mundo privado, que supone la permanencia de
su rol al interior de la familia, los aspectos psicológico-afectivos, el mundo del
sentimiento, la belleza como forma de seducción, el cuidado del cuerpo, de la
salud… Así, esos roles personales y familiares, se mantienen no solamente a causa del peso
cultural y de la preponderancia social de los hombres, sino porque a través de ellos su vida,
su relación amorosa, se ve enriquecida y encuentra así en su existencia una dimensión de
sentido.

“Tanto la primera como la segunda mujer se hallaban subordinadas al hombre. La primera


mujer está sujeta a sí misma; la segunda mujer era una creación ideal de los hombres; la
tercera supone una autocreación femenina”35.

La tercera mujer, entonces, ya no pretende suplantar al hombre, ni se postula en pugna con él,
ni lo demoniza, tampoco elimina las diferencias, ni renuncia a la vida privada, ni a la belleza
física36, ni a la estética de la vanidad propia del eros seductor, que afianza precisamente los
rasgos femeninos, etc., sino que representa una suerte de reconciliación de las mujeres
con el rol tradicional, el reconocimiento de una positividad en la diferencia hombre-
mujer. “La persistencia de ‘lo femenino’ no sería ya un aplastamiento de la mujer y un
obstáculo a su voluntad de autonomía, sino un enriquecimiento de sí misma”. Este cambio
“no significa una mutación histórica absoluta que hace tabla rasa del pasado. Nos
equivocamos, yo incluido, cuando creímos que se había instalado un modelo de similitud
de los sexos, es decir, un proceso de intercambiabilidad o de indistinción de los roles
masculino y femenino”.

Parece ser que "el segundo sexo", como Simone de Beauvoir definió la mujer por su
subordinación al hombre, ya no describe la nueva condición de la mujer. En la situación
actual, tampoco la consideración de la misma como producto cultural es válida. En nuestro
momento, surgen otros aspectos a considerar; quizá habría que decir que esa nueva figura
de la mujer sujeto, dueña de sí, ha podido incluso desestabilizar al varón. “Muchos
hombres ya no entienden lo que las mujeres esperan de ellos. Si se muestran protectores y
ligones, son tildados de machistas; si permanecen en segundo plano, ellas deploran la
“desaparición del macho”. Desamparados frente a las “nuevas mujeres” independientes,
que se niegan a vivir a la sombra de los hombres, estos se sentirían en la actualidad
ansiosos, frágiles, desestabilizados en su identidad, inquietos respecto de sus capacidades
viriles”37. Es decir, la excesiva afirmación de la mujer puede dejar en la sombra al varón.
Tampoco eso sería un logro; lo propio sería que cada cual pueda afirmarse junto al otro y
no precisamente frente al otro o haciéndole sombra.

En los ámbitos sociales, la tercera mujer, también mantendrá los rasgos típicos de lo
femenino. "Los códigos sociales que como las responsabilidades familiares permiten la
auto-organización, el dominio de un universo propio, la constitución de un mundo
íntimo emocional y comunicacional, se prolongan cualquiera sea la crítica que los
acompañen por parte de las propias mujeres"38.

35 LIPOVETSKY, o.c., p.210ss.


36 Es más, habla de “la nueva fiebre de la belleza-delgadez-juventud… las conminaciones a la belleza
constituirían el último recurso para recomponer la jerarquía tradicional de los sexos”, p.120.
37 o.c., p.48.
38 o.c., p.229.

28
En este sentido explica este autor que los ámbitos de poder, político o económico, no
hayan sido conquistados aún por las mujeres; no sólo porque los han acaparado los
hombres, sino por la priorización que dan las mujeres a los valores privados. Señala que
preferirá, en todo caso, los puestos políticos que económicos. "Aceptarán mejor
sacrificar una parte importante de sus vidas privadas por causas que vehiculicen un sentido
de progreso para los otros, que expresen un ideal común, que sacrificarse por funciones
económicas marcadas sobre todo por el gusto del poder por el poder”39. El hombre sigue
asociado de manera prioritaria a los roles públicos e “instrumentales”; la mujer a los
roles privados, estéticos y afectivos.

Ahora bien, es en el marco del nuevo individualismo que caracteriza a esta


hipermodernidad, donde sitúa Lipovetsky a la tercera mujer, fruto de su propia creación
autónoma. “Desvitalización del ideal de la mujer de su casa, legitimidad de los estudios y el
trabajo femeninos, derecho de sufragio, «descasamiento», libertad sexual, control sobre la
procreación son otras tantas manifestaciones del acceso de las mujeres a la completa
disposición de sí mismas en todas las esferas de la existencia, otros tantos dispositivos que
construyen el modelo de la «tercera mujer».

Ciertamente la descripción que hace Lipovetsky de la situación social de la mujer hay que
tenerla en cuenta; es fruto, asimismo, del individualismo y del hedonismo que
caracteriza nuestro tiempo, y que afecta igualmente a hombres y a mujeres. Dos cuestiones
a considerar: primera, éticamente ese individualismo hedonista requiere su crítica, pero,
segunda cuestión: ha consolidado la diferencia que se había pretendido eludir o abolir en
la última versión del feminismo, que sería representada por la ideología de género. Al final
la naturaleza se impone por sí misma.

Al respecto nos parece muy apropiado el juicio de J. M. Burgos: “Las identidades


masculina y femenina son diversas por constitución, lo cual no significa que sean
diversas sólo biológicamente, sino desde un punto de vista global, personal. Los hombres y
las mujeres tenemos diferente sensibilidad y afectividad, diferente modo de utilización de la
inteligencia, diferente jerarquía de valores, etcétera. Sobre esa base constitucionalmente
diversa opera la cultura, que puede operar cambios y modificaciones muy profundos. Pero
de ahí a considerar que los hombre y las mujeres son mera biología sobre la que opera
la cultura y que sus modos de comportamiento y sus identidades podrían cambiar
radicalmente sólo con modificar la cultura va todo un mundo, un mundo que parece
claramente en contradicción con la experiencia tanto individual como histórica”40.

Superadas las formas ideológicas del feminismo, nos queda una valoración de lo positivo
del mismo: la aceptación social de la igual dignidad -ya reconocida socialmente, al menos en
Occidente- junto a la valoración de la diferencia, de lo original femenino, sin necesidad de
oponerse a ello o asimilarse a lo masculino41.

1.7 Del feminismo al género

Ya hemos señalado en el temario de Antropología toda la gestación de la ideología de


género. No vamos a incidir aquí en ello, pero sí nos fijaremos en la construcción del
término “género” frente al de sexo.
39 o.c. p.252.
40 BURGOS. Cit. p.94.
41 Cf. BURGGRAF, J., Hacia un nuevo feminismo para el siglo XXI. Promesa, San José de Costa Rica, 2001.

29
La primera pretensión de la ideología de género era precisamente la eliminación de la
diferencia social entre el hombre y la mujer. Para ello, se pensó que habría que lograr una
igualdad sexual o indiferencia sexual. El sexo hace referencia directa a la diferencia
biológica: sexo masculino y sexo femenino. Con el término “género” (gender) se pretendía
eliminar esa diferencia. Claro está, esa diferencia tenía una base biológica y, a partir de ella,
otra cultural. La de mayor peso era la biológica; pero suplantando lo biológico por lo
cultural se lograría la deseada igualación. De ahí toda la incidencia en la crítica a los factores
culturales de lo femenino, el lastre de opresión que llevaban. Superando estos factores,
estas diferencias culturales y sociales, se terminaría por superar la diferencia
biológica; en ese momento se habría conseguido la deseada igualdad. Para ello era preciso
iniciar un proceso cultural y socio-educativo que empezase por cambiar el “leguaje
sexista”: el término que se encontró más a propósito, dada la “neutralidad” propia del
mismo, fue el término “género”.

La forma ideológica estriba en una serie de factores: la consideración del proceso


histórico como algo irreversible –en este caso hacia la anulación de la diferencia sexual
como superación de toda forma de opresión-, la acción política en la dirección de esa
consecución histórico-social, la consideración de la libertad, de la liberación, como
acción dentro de este marco socio-político.

En este sentido se puede comprender el tratamiento de la familia por parte de Engels a


través de la historia hasta la situación de la familia nuclear moderna –la forma de
privatización de la familia- como el desarrollo de sucesivas etapas de superestructura
opresora, y el consiguiente nacimiento del Estado como superestructura de esta primera
realidad familiar. En este contexto puede considerarse la diferencia de sexos como la base
de la opresión en el seno de la familia al modo como la diferencia de clases en el ámbito
social42. De ahí que la lucha por la igualación, ya sea sexual o social, fuese el móvil de la
“revolución” a implantar.

Es significativo que el surgimiento de la ideología de género sea coincidente con la


efervescencia del marxismo, de la revolución sexual y de la extensión del feminismo
radical; los tres factores se unirán progresivamente a lo largo de los años 60 a los 80.

Es conocida la sucesiva derivación de la ideología de género en la reivindicación de las


diferentes formas de sexualidad: homosexualidad, bisexualidad, travestismo, lesbianismo, y
ya transgénero y las formas más extremas de la Queer Theory y el Mito Cyborg, donde se
reivindica la indeterminación sexual biológica, haciéndola depender de la elección según
preferencias del momento. En el caso del Cyborg, el hombre-cibernético, lo es con la ayuda
o implantación de medios cibernéticos.

Historia, acción política y libertad entran, pues, en juego interactuando en la dirección


ideológica pretendida. “Parece obligado idear a modo de estrategia una auténtica
ingeniería social por la cual provocar por todos los medios posibles a la capacidad política
el futuro que se ha previsto ideológicamente”43.

Las formas ideológicas del género, sin embargo, van más allá de esta “cuestión social”; la
ingeniería social que se pretende pasa por una “transformación antropológica”: abolir

42 ENGELS, F., El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Prólogo.


43 PÉREZ-SOBA J. J. “La ideología de género y la libertad del amor” o.c. p.26.
30
la diferencia sexual como forma de abolición de las diferencias sociales. Ello supone todo
un propósito “deconstructivo”, incidente en las realidades “sustantivas” del hombre
como hombre y de la mujer como mujer, las mantenidas por el pensamiento clásico.

El proceso de deconstrucción se irá asociando a la “cultura de la muerte”, cuyos peldaños


se iniciaron con la muerte de Dios, y siguieron con la muerte del hombre, de la realidad, del
lenguaje, propuestos por los postmodernos. En los momentos de efervescencia de la
cuestión del género, la deconstrucción del lenguaje será la forma concreta en que se
perfila e implanta la ideología de género. Derrida será el máximo exponente de la
“deconstrucción”, pero los demás postmodernos franceses tendrán también enorme
influencia. “Es un intento que está muy relacionado con el sentido mismo de la sexualidad
a modo de material maleable y relativo a un significado simplemente cultural que aúna toda
una serie de autores, empezando por Foucault y su interpretación histórica de la
sexualidad”44.

Así pues, en el sustrato de esta ideología podemos considerar, con J. J. Pérez–Soba,


algunos puntos a destacar: “el primero es la deformación de la historia, en continuidad
con el marxismo que lo aplica sobre todo en lo que concierne a la familia; el segundo, la
manipulación del lenguaje, que alcanza su máxima expresión en el deconstructivismo
social que se vuelca sobre todo en la comprensión de la sexualidad en relación a la
intimidad humana. Son éstas las bases que se han puesto para poder luego hacer efectiva la
ideología de género a modo de un laboratorio social de máxima efectividad. En todo ello,
el amor no tiene nada que decir y, con él, también desaparece la referencia real a la
libertad. Todo se interpreta simplemente como un juego de funciones y de poder en un
marco de claro determinismo”45.

La consideración de la historia no puede desligarse de la noción de libertad, pero tampoco


del amor. La deriva de la cuestión del género nos pone ante la pregunta por las grandes
cuestiones humanas: la verdad, la libertad, el amor.

1.8 Una mirada al ethos actual y su incidencia en el matrimonio y la familia

Ahondamos ahora en el ethos, las costumbres, los modos de vida más extendidos en
Occidente, por tanto, en el entramado interno del matrimonio y la familia. Ciertamente,
todos estos trasuntos históricos, sociales y culturales que venimos considerando nos dan las
claves de esta situación actual.

Las sociedades del primer mundo se caracterizan por la extensión del individualismo, el
hedonismo y el utilitarismo, como formas éticas más comunes. Van unidas,
comúnmente, al emotivismo moral, de modo que el sentimiento de agrado o desagrado se
convierte en el criterio de discernimiento. Suelen derivar en las distintas formas de
relativismo moral, haciendo depender el valor moral de las acciones de intereses
individuales, placenteros o útiles, tan afincados en las sociedades de consumo occidentales.

44 PÉREZ-SOBA, J. J., Ibid. p. 28. Cf. M. FOUCAULT, Historia de la sexualidad. Siglo XXI España, Madrid, 2005.
También: DERRIDA, J., De la grammatologie, Minuit, Paris, 1967. QUEVEDO, A., De Foucault a Derrida. Pasando
fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Baudrillard, EUNSA, Pamplona, 2001.
45 PÉREZ-SOBA, J. J., “La ideología de género y la libertad del amor”. o.c. p.25.

31
La justificación de la norma social, el criterio de responsabilidad social, tendrán como
base estas motivaciones fundamentales y como forma ético-política el “consenso”
democrático que permita el equilibrio de los intereses individuales.

El basamento común a estas variedades del ethos será el subjetivismo, tanto


gnoseológico como práctico, y los hábitos en que se expresan: consumo fácil y rápido,
búsqueda del goce inmediato y sofisticado, preocupación por “la calidad de vida”,
extensión -y tantas veces dependencia- de los medios virtuales en todos los ámbitos de la
vida personal y familiar, preferencia de lo espontáneo y fugaz sobre lo sólido y durable,
prevalencia del bienestar individual y la consecución de los propios deseos e intereses
sobre las relaciones humanas de mayor estabilidad y permanencia. Se observa, con más o
menos preponderancia -según el lugar- una globalización de estas praxis en todo el
mundo civilizado.

Sería explicable que unas tales prácticas, -cifradas, en definitiva, en las variadas formas de
consumo, más o menos sofisticado-, se extendiesen porque nos hacen más felices; a fin de
cuentas, ésta es la “aspiración natural” más arraigada en el hombre y, sin embargo, no
parece que la realidad sea así. Al respecto señala Livio Melina: “Lo que es verdad es
precisamente lo contrario; y las observaciones que lo apoyan provienen de autores que son
todo menos tradicionalistas o clericales. El publicista francés Frédéric Beigbeder, nihilista y
anarquista, ha escrito que la insatisfacción es el alma verdadera del comercio: quien
nos impone los estilos de vida a través de la comunicación no desea nuestra felicidad, por la
simple razón de que la gente feliz no consume. En la película de Alessandro D’Alatri
Casomai (en español: “Comprométete”), la actriz Stefania Rocca dice: «De vez en cuando
pienso que la infelicidad es la que produce beneficio y desarrollo. Dos que se separan dan
trabajo a abogados y jueces, multiplican por dos el número de casas y de coches,
multiplican el consumo. Cuando me siento infeliz, yo voy a comprarme un vestido rojo. La
persona feliz consume menos». Una vez más en Inglaterra, se ha identificado una nueva
categoría social emergente: los Dink, un acrónimo que corresponde a la expresión inglesa
doublé-income, no kids (pareja con doble sueldo y sin hijos). Los Dink no tienen pasado ni
pretenden tener futuro. Flotan en un presente eterno, provisional y líquido. No llevan a
cabo proyectos, excepto algunos a muy corto plazo. ¿Cómo podrían hacerlo si no piensan
en el futuro, ignorando si el futuro los sorprenderá aún juntos? Por este motivo, los Dink
son mucho más dóciles a las lisonjas de la publicidad. Al estímulo (¡gasta el dinero así!)
sigue inmediatamente la reacción. Mientras que los Dink son consumidores perfectos, la
pareja estable, casada y con hijos representa un consumidor imperfecto: antes de
cambiar de coche, de televisor o de teléfono móvil tiene que pensárselo no una sino diez
veces...”46

Ciertamente, la “liquidez” es una característica que refleja muy bien esta sociedad
postmoderna o hipermoderna, junto al individualismo y hedonismo cifrados en una ética
indolora o del bienestar. Se comprende que todo lo más que podemos considerar, como
base de una normativa, es el cálculo “inteligente” de los propios beneficios, del
bienestar, ya sea en el orden de la salud, del consumo, de la ecología, del comercio o de los
media, y, por supuesto, de las relaciones interpersonales. Esta es la pragmática más
extendida. Con ella, ese relativismo de corte utilitarista y emotivista. Este último
sobrenada en las relaciones interpersonales; quizá únicamente medido a partir de cierto
utilitarismo.

46 MELINA, L., “Analfabetismo afectivo y cultura del amor”, en Rev. Educar el amor humano, 2010, nº 19, p.3.
32
Nos detenemos en dos notas características de este ethos de la llamada postmodernidad o
hipermodernidad: el individualismo y el amor líquido. Lipovestsky y Bauman los han
caracterizado magníficamente.

1.8.1 Individualismo, bienestar y postdeber. Heridas afectivas

Lipovetsky considera que estamos en la era postmoralista o del postdeber o de una


moral indolora, donde la razón se une a la aplicación inteligente de normas y principios
morales que responden, en primer lugar a los intereses y deseos del individuo. Así, el
hombre actual, acostumbrado a cálculos útiles, comprueba que le es más “rentable”
vigilarse en la salud física y psíquica, ponderar las relaciones humanas, cuidar la familia, lo
femenino en el caso de la mujer, incluso la fidelidad, las relaciones de concordia, la no
violencia, el cuidado de la naturaleza y un razonable uso de los medios técnicos, ya sea en el
terreno de la bioética o de los mas media… Se trata, entonces, de seguir el ethos de esta
racionalidad calculadora de los propios intereses. Estamos lejos de extremismos o
apelaciones a principios –no ya religiosos, que han quedado muy lejos; ni siquiera éticos, no
place la moralina-, se trata, simplemente, de un cálculo razonable y “responsable”, de
bienestar individual y, de este modo, del bienestar social.

“Sociedad posmoralista: entendemos por ella una sociedad que repudia la retórica del deber
austero, integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales a la
autonomía, al deseo, a la felicidad. Sociedad desvalijada en su trasfondo de prédicas
maximalistas y que sólo otorga crédito a las normas indoloras de la vida ética… No hay
recomposición del deber heroico, sólo reconciliación del corazón y de la fiesta, de la virtud
y el interés, de los imperativos del futuro y de la calidad de vida en el presente. Lejos de
oponerse frontalmente a la cultura individualista posmoralista, el efecto ético es una de sus
manifestaciones ejemplares”47.

El ethos actual está, por tanto, impregnado de individualismo, pero asociado a un


modo de responsabilidad que asumiendo, en primer lugar el self-interest, conseguirá
como consecuencia –así se piensa- una extensión de la responsabilidad colectiva, de
orden social.

“En términos éticos, individualismo responsable contra individualismo irresponsable… El


ideal de autonomía individual es más legítimo que nunca, pero al mismo tiempo se
impone la necesidad de contrarrestar la tendencia individualista a emanciparse de cualquier
obligación colectiva… El gesto ético es el que reacciona contra los excesos del
«pasemos de todo» individualista, tecnológico, capitalista, mediático, con miras a reforzar
el espíritu de responsabilidad”48.

Siguiendo esta “lógica”, en el terreno de las éticas aplicadas se aboga por una ética
“inteligente” y responsable respecto de los nuevos contextos de aplicaciones tecnológicas;
ya sea en el terreno del medio ambiente, la bioética, los media, o la misma economía. “Lo

47 LYPOVETSKY, G., El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Anagrama, Barcelona,
2000. p.12.
48 Ibid. p.209.

33
que necesitamos no es exhortación a la virtud pura, sino inteligencia responsable y
humanismo aplicado, los únicos capaces de estar a la altura de los desafíos de la época”49.

En concordancia con ese “individualismo responsable”, el referente ético fundamental será


la “calidad de vida”, entendida en un sentido tanto individualista-utilitarista como social.
“Tras las conquistas históricas de los derechos-libertades y los derechos sociales, vemos
desarrollarse las reivindicaciones al derecho a la calidad de vida, que es la expresión
misma del individualismo posmoderno. Sin duda, la cultura ecológica y su
preocupación de responsabilidad hacia las generaciones futuras, señala un frenazo en la
lógica desresponsabilizadora del individualismo radical”50.

En relación a la familia, podemos entender las relaciones de la pareja desde estos


parámetros: el bienestrar será el referente primordial de la calidad de vida, que prevalece
frente a cualquier otra consideración. El otro es considerado en tanto en cuanto entra en
esa dinámica de proporcionar y mantener mi bienestar; de lo contrario, se convierte en rival
o usurpador de “mis derechos”. Así, el cálculo razonable de estas proporciones de
bienestar será lo que mantenga las relaciones familiares, incluyendo aquí, la fidelidad de
la pareja, la “medida” de las relaciones sexuales.

En relación a estos contextos sociales encuentra también Lipovestsky deficiencias afectivas:


el narcisismo, la desconfianza, el pansensualismo -las “heridas afectivas” que
señalábamos en la antropología de la familia-. La situación psicológica puede considerarse,
unas veces, derivación de esas deficiencias, otras, reacción a las mismas; y siempre, la
pretensión común será la “higiene individualista”.

Así pues, no es que el narcisismo haya desaparecido, más bien se ha sofisticado en la


línea de ese individualismo inteligente e “higiénico”, que cuenta con la fidelidad
como un medio eficaz. En este sentido podemos entender las reflexiones de Lipovetsky.

“En la raíz del valor concedido a la fidelidad, está la fragilidad narcisista contemporánea, la
voluntad más o menos explícita de instaurar lo idéntico y la permanencia, la esperanza de
una vida íntima al abrigo de las turbulencias del mundo… Más que el sexo, la obsesión del
individuo narcisista es el déficit relacional, la soledad, la incomprensión. Lo que se expresa
a través de la fidelidad erigida en ideal, es la angustia de la separación de las
conciencias, una aspiración a la transparencia y a la comunicación intersubjetivas. Paradoja:
cuanto más se absorbe Narciso, en sí mismo, más sueña con una larga vida a dos”51

La “higiene de vida” es la aspiración del narciso actual. En este sentido puede entenderse la
“depuración” de las relaciones sexuales, pero no disminuye el egocentrismo que las
motiva. “No ya el goce sino la templanza, no ya las aventuras repetidas sino la higiene de
vida, no ya la revolución sexual sino la «sexualidad apacible», no ya las compatibilidades
libidinales sino la ternura y las idealizaciones amorosas… Menos ansiedad sexualista no
significa renuncia a uno mismo sino pasión más ansiosa del ego, exigencia de excelencia,
reorientación de las ambiciones narcisistas hacia la higiene de vida y hacia la
actividad profesional, preocupación de autocontrol, de reequilibrio y de diversificación de
las motivaciones existenciales”.

49 Ibid. p.212.
50 Ibid.. p.217.
51 Ibid., pp.65,71,83.

34
De igual modo, podríamos decir que el pansexualismo no ha pasado de moda, pero se ha
modificado la modalidad de usos, según la prevalencia de esa “lógica individualista”, de
ese “ethos de autosuficiencia”: “La «nueva castidad» no tiene significación virtuosa, ya no
es un deber obligatorio dominado por la idea de respeto en sí de la persona humana, sino
una autorregulación guiada por el amor y la religión del ego. Ethos de autosuficiencia y
de autoprotección característico de una época en la que el otro es más un peligro o una
molestia que una potencia atractiva, donde la prioridad es la gestión con éxito de uno
mismo. El no sex ilustra el proceso de desocialización y de autoabsorción individualista, no
la reviviscencia de los deberes hacia uno mismo; tras la huella de la relativización del
referente libidinal, la dinámica narcisista prosigue su camino para lo mejor y para lo peor:
nos encontramos en una sociedad sin tabú opresivo pero clean, libre pero apagada, tolerante
pero ordenada, virtualmente abierta pero cerrada en el yo”

En definitiva, las bases éticas de esta sociedad post-moralista, según Lipovetsky, asumen los
trasuntos clásicos del deber y la prudencia y la utilidad, pero en la línea del hiper-
individualismo que venimos caracterizando.

“Dignidad e interés, trabajo y felicidad, respeto a uno mismo e higiene han sido inculcados
a la vez; una mezcla contra natura de kantismo y utilitarismo, de idealismo
incondicional y de prudencia pragmática, de razón pura y de preocupación social
regeneradora, de imperativo categórico y de imperativo productivo, que subyace en los
panegíricos modernos de la moral personal… ¿Cómo no?, lo que era un imperativo
universal e irrefragable se ha metamorfoseado en derecho individual… La cultura de la
obligación moral ha dejado paso a la de la gestión integral de uno mismo, el reino del
pragmatismo individualista ha reemplazado al del idealismo categórico, los criterios de
respeto hacia sí mismo han entrado en el ciclo móvil e indeterminado de la personalización,
de la psicologización, de la operacionalización… las obligaciones internas categóricas están
obsoletas, pero la nueva cultura sanitaria y profesional no deja de fortalecer la
interiorización de las normas colectivas”52.

1.8.2 El amor líquido o la liquidación del amor.

Junto a este individualismo caracteriza el ethos actual un emotivismo -presente también,


como hemos visto, en el individualismo- cifrado en lo fugaz e intensivo, frente a lo estable
y permanente y que ha derivado en lo que Bauman califica como amor líquido53.
Veamos algunas notas características que describen las relaciones humanas en nuestras
sociedades occidentales.

“Los habitantes de nuestro mundo líquido no son como los de Leonia, preocupados por
una cosa mientras hablan de otra. Dicen que su deseo, su pasión, su propósito es
relacionarse, pero ¿en realidad no están más bien preocupados de que sus relaciones no
cristalicen y se cuajen? ¿Buscan realmente relaciones sostenidas tal como dicen, o desean
más que nada que esas relaciones sean ligeras y laxas, siguiendo el patrón de Richard

52Ibid., p.81ss.
53BAUMAN, Z,. Amor Líquido, acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Fondo de Cultura Económica, Buenos
Aires, 2006.
35
Baster, según el cual se supone que las riquezas deben descansar sobre los hombros como
un abrigo liviano, para poder deshacerse de ellas en cualquier momento?”54.

Situados en la superficie de nuestras relaciones “ligeras y laxas”, cifradas en la superficie del


sentimiento que despiertan, en la esfera de la satisfacción del deseo más que del amor,
es lógico que se trasladen los afectos a la mera emotividad, abundando en la imaginación
y sentimentalismo como modos “fortuitos” de alimentar los afectos. Estas formas se
asocian perfectamente a las características de la relación virtual. “Las conexiones son
relaciones virtuales. A diferencia de las relaciones a la antigua, (por no hablar de las
relaciones comprometidas y menos aún de los compromisos a largo plazo), parecen estar
hechas a la medida del entorno de la moderna vida líquida, en la que se supone y
espera que las “posibilidades románticas” (y no solo las románticas) fluctúen cada vez con
mayor velocidad entre multitudes que no decrecen, desalojándose entre sí con la promesa
de ser “más gratificantes y satisfactorias” que las anteriores. A diferencia de “las verdaderas
relaciones”, “las relaciones virtuales” son de fácil acceso y salida. Parecen sensatas e
higiénicas, fáciles de usar, y amistosas con el usuario cuando se las compara con la “cosa
real”, pesada, lenta, inerte y complicada. Un hombre de Bart, de 28 años, entrevistado por
la creciente popularidad de las citas por internet, en desmedro de los bares de solas y solos
y las columnas de corazones solitarios, señaló una ventaja decisiva de la relación
electrónica: uno siempre puede oprimir la tecla delete”55.

Ahora bien, estos modos de proceder llevan su precio; la falsificación de los afectos se
deja notar en el propio sujeto. “Cuando la calidad no nos da sostén tendemos a
buscar remedio en la cantidad. Si el compromiso no tiene sentido y las relaciones ya no
son confiables, y difícilmente duren, nos inclinamos a cambiar la pareja por las redes.
Sin embargo, una vez que alguien lo ha hecho, sentar cabeza se vuelve aún más difícil (y
desalentador) que antes, -ya que ahora carece de las habilidades que podrían hacer que la
cosa funcionara-. Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora
en obligación. Mantener la velocidad, antes una aventura gozosa, se convierte en un deber
agotador. Y sobre todo la fea incertidumbre y la insoportable confusión que
supuestamente la velocidad ahuyentaría, aun sigue allí. La facilidad que ofrecen el
descompromiso y la ruptura a voluntad no reducen los riesgos, sino que tan sólo los
distribuyen, junto con las angustias que generan, de manera diferente”56

El “amor líquido” es exponente de un vacío de contenido tanto en el orden de la libertad


como de los afectos. Partiendo de ahí se ha pretendido anular la propia identidad del
sujeto. Este vaciamiento de contenido es lo que ha caracterizado buena parte de la praxis,
del ethos actual. Ha constituido también el punto conclusivo de la ideología de género.

“El espacio vacío de libertad unido al emotivismo es posiblemente la raíz más


profunda de la crisis moral actual. Pero esto conlleva en primer lugar un claro desprecio
de los afectos en lo que se ha de denominar un “analfabetismo afectivo”, dentro de una
idea de amor que no cuenta con dirección alguna, sino que simplemente se vivencia a
modo de un impulso irracional. Es inhumano quitar el significado íntimo de los afectos
humanos en la medida en que dan un contenido a las acciones y califican las relaciones

54 Ibid, p.11.
55 BAUMAN, Ibid. p.13.
56 Ibid. p.14.

36
personales. La ideología de género tenderá a imponer una especie de “relación pura”57 que
se sostiene por el simple hecho de elegirla fuera de cualquier otro tipo de vínculo”58.

Se trata de una consideración de los afectos ligados al mero sentimiento puntual y


superficial, sin referencia a vínculo alguno, sin conexión tampoco con la libertad, con la
responsabilidad, que ha de cooperar con el afecto, y, por tanto, sin un discernimiento del
propio afecto, lo que le hace sucumbir a la irracionalidad. En el trasfondo encontramos
una ruptura entre las aspiraciones profundas del corazón humano, el ejercicio de la libertad
y la verdad de esa relación.

Por el contrario, la esfera afectiva, el corazón humano, constituye el centro mismo de la


persona, delata la situación afectiva real así como la disposición moral de la misma. Así, la
relación humana supone “un yo” y “un tú” con toda la consistencia interna de una historia
personal, cifrada en una identidad y permanencia y no sólo en el espejismo del emotivismo
puntual y pasajero.

El individualismo y el emotivismo han usurpado la interioridad humana. El hombre


que vive así en la superficie de sí mismo, o bien sufre el “vacío interior”, desgarrador e
insoportable, con tanta desconfianza como desesperación, o bien se vuelca con frenesí a
incentivar esos impulsos, sentimentales o eróticos, de las mil maneras que se le ofrecen,
entre las que destacan las nuevas redes virtuales. Bien puede decirse que el resultado ha
sido el deslizamiento desde el amor líquido a la liquidación del amor59, con los efectos
consiguientes para el matrimonio y la familia.

Efectivamente, el deterioro de las costumbres se ha extendido. La cuestión que se nos


plantea es, primero, si ese ethos, -por definición costumbre-, si ese ambiente que,
efectivamente se da, es “todo lo que se da”, y, segundo, si por definición, no ha de
compararse con lo que “debe darse”; es decir, si el ocaso del deber y la prevalencia de ese
hiper-individualismo y ese emotivismo pueden afirmarse tan drásticamente, si no se dan
otros parámetros para la acción, si está tan sumamente extendido este modus vivendi que no
podamos hablar sino de corrupción de las costumbres, de corrupción moral y, por tanto,
corrupción social.

Ciertamente, los efectos en lo que toca al matrimonio y la familia no se han dejado


esperar: situación real de familias desestructuradas, descenso demográfico alarmante,
explotación del sexo, pretensión de indiferenciación sexual, inversión de valores...
Brevemente podemos recordar algunos datos significativos, ya expuestos en el temario de
Antropología, como es el alarmante descenso de natalidad, sobre todo en Europa, y
concretamente en Eslovaquia, Rumanía y España, -países de mayor descenso, que no
garantizan ni el repuesto generacional-. No pueden separarse estos datos de la práctica de la
contracepción y el aborto, que impiden la gestación o el nacimiento, y que han ido
asentando paulatinamente una “cultura de la muerte”.

57 Cf. A. GIDDENS, The Trasformation of Intimacy. Sexuality, Love and Eroticism in Modern Society. Polity Press,
Cambridge. 1992.
58 PEREZ-SOBA, J.J., “La ideología de género y la libertad del amor” Cit. p.23.
59 MELINA, L., “Analfabetismo afectivo y cultura del amor”, en Por una cultura de la familia. El lenguaje del amor.

Edicep, Valencia. 2009, 63-81. (También en Educar el amor humano, Asoc. Persona y familia. Madrid, 2010, nº
19).

37
Hay que añadir el aumento de rupturas matrimoniales, divorcios y separaciones y, al
mismo tiempo, es notable la disminución de la nupcialidad, acompañada de la extensión
de las parejas de hecho, la praxis de sexo sin hijos o hijos sin sexo, “producidos” por
inseminación artificial, etc. y la separación amor y sexo. A esto hay que añadir los
conflictos sociales, la violencia doméstica, el abandono de la educación y de la atención
a los hijos…

La conciencia moral no puede dejar de lado la situación que observamos; aparece una
nueva lucidez. Es un momento de emergencia de la ética. Ya no sirve una ética anclada
en el individualismo, ni siquiera “el individualismo responsable” que señalara Lipovetsky;
una ética que no supera el subjetivismo refinado, la idolatría del ego, una “liquidación” del
amor, no es la solución. Juntamente podemos hablar, de igual modo, de una emergencia
educativa.

2. El nuevo realismo moral. La verdad y la libertad del amor.

Desde la perspectiva de las direcciones éticas más generales de nuestro tiempo,


podemos preguntarnos:

¿Vivimos en una sociedad post-moralista, del post-deber? Ciertamente, la ética del


deber, en el contexto del formalismo moral kantiano, ha sido revisada; pero sigue vigente
su aportación genuina de la centralidad del deber como tal y sus bases universales y
racionales.

¿Es el utilitarismo, en la forma de consumismo y bienestar el referente social de nuestro


primer mundo? Ese utilitarismo craso, también parece recibir su crítica; pero no pueden
decaer la utilización racional de los medios y el bienestar colectivo, es decir, el bien social y
la virtud que propugnaran Mill y Bentham

¿Es el consenso de intereses –el consensualismo- el único referente de normativa y


legalidad? Precisamente, el descubrimiento del partidismo que los consensos encerraban ha
permitido distinguir entre lo que es meramente interés relativo y lo que es referente de
legalidad y responsabilidad; los imperativos de la crisis económica han ayudado a este
discernimiento. Pero no cabe duda que el diálogo consensuado es base del ejercicio de
responsabilidad en un estado de derecho.

¿Es el hiper-individualismo en su actual self-interest y self-service el único referente de la


acción? Ciertamente, ese individualismo narcisista está cobrando su crítica; al mismo
tiempo, parece que la sensibilidad, la responsabilidad hacia lo social y ambiental se han
hecho relevantes; si bien, el “cuidado de sí” es la forma básica de responsabilidad que no
puede obviarse.

Y en la esfera de la sexualidad, ¿el emotivismo y hedonismo, el pansexualismo con la


moda del género como trasunto, son la última palabra? Es evidente que se está dando, se
ha dado ya, una revisión crítica que sitúa las actitudes en su lugar de normalidad o
excepcionalidad. Y ello sin menospreciar la importancia de la esfera emotiva así como la
vertiente erótica del amor.

38
El subjetivismo que caracteriza estas formas éticas o estos aspectos éticos deficientes,
se ha asentado en un factor común a todos ellos: la pretendida autonomía de cada uno de
ellos. Así, el deber -incluida la responsabilidad-, la utilidad, el consenso, el sentimiento, el
placer… se han erigido en autónomos respecto de los demás referentes del pensamiento y
la acción y, por tanto también, respecto de los demás hombres y las demás realidades
destinatarias de la acción. Todos estos “motivos” de la acción humana no pueden anularse;
han constituido las grandes direcciones éticas y han dado su buen fruto; pero se han hecho
caducos cuando han terminado por referirse a sí mismos, cuando se han hecho
“autónomos” respecto de los demás referentes de la acción y relación humana.

De ese modo, libertad y verdad quedan escindidas. Así es como se han configurado los
distintos “-ismos” éticos; empezando por el formalismo, que ha supuesto el
enarbolamiento de la propia autonomía, concibiendo la libertad exenta de todo otro
referente de la acción. Pero también el utilitarismo, con la autonomía de la utilidad
tecnológica, -configurándose el “objetocentrismo”, que diría Delibes-. Igualmente
podemos decir del consensualismo, erigiendo la opinión de un determinado grupo –a veces
grupo de presión, directa o indirectamente- como único rector de la norma social, de la
ley y el derecho. De igual modo podemos hablar de la autonomía del sentimiento en el
emotivismo moral; como si el agrado o desagrado -postulados como únicos referentes de
moralidad- no fueran susceptibles de juicio ético. Por referirnos a las direcciones éticas más
generales.

Estas variedades de subjetivismo moral derivan en la forma común de relativismo ético;


que, paradójicamente, se convierte en actitud dictatorial. Efectivamente así es en el
momento en que, al margen de los otros aspectos de la moralidad, han de postular el
propio sector “autónomo” como único referente de la acción. Así es como se termina
invocando “el deber por el deber” o “la utilidad por la utilidad” o “el agrado por el agrado”
o “el consenso de los que consensuan”. Son las fórmulas en que derivan estos motivos
morales escindidos de otros referentes de la acción. Este es el resultado cuando la voluntad,
la libertad, el deseo o el sentimiento están disociados de toda referencia a la verdad, a la
realidad60.

Se requiere una revisión ética. Esto no significa volver a postular imperativos categóricos
en la “religión del deber secular”, que –como critican los postmodernos- caracterizó los
enarbolados titulares de la Ilustración.

La ética que se exige en la actualidad partirá de un humilde realismo: se tienen que


recomponer el hombre, las relaciones amorosas, las relaciones sociales, las
aplicaciones técnicas. Hemos vivido ebrios de sexolatría y de molicie consumista. Ni
satisface ni basta. Y parece que despertamos de la resaca. Quizá la crisis económica ha
ayudado a despertar. Se renuevan los anhelos de una vida sencilla, austera, auténtica, sin
parafernalias, ni formalismos ni postizos.

Parece que hay un resurgir de los valores éticos, de los referentes fundamentales de la
moralidad, que hoy vuelven a ser relevantes; precisamente restablecidos en un marco de
realismo moral y superando el subjetivismo que ha caracterizado las últimas décadas.

60 Cf. RATZINGER, J., “Verdad y libertad”. Rev. Humanitas, 2005. nº 14.


39
La ética emergente es, pues, una ética realista, que tiene como centro la persona en
relación, la interpersonalidad, la condición social humana. Una ética que asume el bien,
el deber, la felicidad y la virtud -y la prudencia, como eje de las demás virtudes- como
referentes fundamentales de la acción humana; pero no serán tales si no se asumen en una
perspectiva de valoración objetiva. Ésta sólo puede darse en relación a la persona, a su
dignidad, a su más alta realización en la relación amorosa interpersonal.

Términos de respeto y no de dominio; esta es la nueva perspectiva que se reclama. Pero


no sólo en las relaciones humanas, sino también en lo que toca al medio ambiente -
evitando la explotación impune-, a los usos de los medios tecnológicos, a las modalidades
de comunicación social…, a todos aquellos terrenos de aplicación tecnológica. Como
consecuencia, se reivindican también los términos de respeto en relación a los pueblos del
tercer mundo.

Así, vuelve a hablarse de las éticas de la responsabilidad y de la prudencia y, junto a


ellas, de la ética de los valores. Y en todas ellas están vigentes esos parámetros de la
acción que podemos resumir en la obligación moral, el valor de la propia acción, el fin o
resultado de la misma, la orientación general hacia el bien, la divinidad como referente
último de moralidad, la felicidad como aspiración fundamental del hombre61. El común
objetivo de las nuevas éticas es superar el subjetivismo moral que ha caracterizado buena
parte de las éticas modernas y postmodernas. El discernimiento moral se ha dado, como
no puede ser menos, a partir de los referentes de moralidad de siempre con una nueva
significación para la situación actual.

2.1 El discernimiento y disposición moral. Categorías de valor. Centros


de la persona.

¿Cómo se da, en nuestro vivir cotidiano, el discernimiento moral? Dos puntos de


referencia en las nuevas éticas: uno, el realismo en el conocimiento moral, la actitud
objetivista en la consideración de los valores62; el otro, un cambio metodológico, tomando
como punto de partida la experiencia. Efectivamente, en el aspecto metodológico, el
nuevo realismo parte del método reductivo, presentado por el personalismo ético63: el
punto de partida es la experiencia moral y, ante todo, la experiencia amorosa64. La
relación con los demás nos permite el discernimiento moral; nos ilustra sobre el amor o el
egoísmo, se decantan las actitudes, las capacidades humanas; se discierne la verdad de
nuestros actos. También encontramos diferentes niveles de discernimiento, muy ligados
a las actitudes morales que se hayan cosechado y a las circunstancias que rodeen nuestras
decisiones y acciones.

El juicio moral se hará en “relación a” las circunstancias internas o externas que lo


motiven; pero no quiere decir que sea “relativo a” esas circunstancias, es decir, referido
exclusivamente a ellas. Si nos reducimos meramente a las circunstancias internas, al
sentimiento o interés de algún tipo, esa remisión a la pura subjetividad emotiva o
interesada significaría caer en el relativismo. Pero, por el contrario, hacemos el
discernimiento de ese interés como interés y de ese emotivismo como tal; como lo

61 Cf. SEIFERT, J., Qué es y qué motiva la acción moral. Univ. Francisco de Vitoria, Madrid, 1997.
62 Cf. HILDEBRAND, D. VON, Ética. Encuentro, Madrid, 1983.
63 Cf. WOJTYLA, K., Persona y acción. BAC, Madrid, 1983. También: Mi visión del hombre. Palabra, Madrid, 2006.
64 Cf. WOJTYLA, K., Amor y responsabilidad. Plaza & Janés, Barcelona, 1996. También: MELINA, L., PÉREZ-

SOBA, J. J., NORIEGA, J., Una luz para el obrar. Palabra, Madrid, 2006.
40
hacemos de los actos injustos como injustos, los justos como justos y los errores y
rectificaciones como tales; en ello se implica la razón que, fuera del propio interés o
sentimiento, objetiva el acto y sus componentes y lo juzga. Así es como podemos decir
que el juicio sobre nuestros actos es adecuado, es objetivo, no es relativista.

Efectivamente, si nos detenemos en la experiencia moral y el juicio que conlleva


observamos que en nuestra vida práctica, en base a tales juicios hacemos una serie de
distinciones. Primero sobre el objeto de nuestros actos, la valoración que requiere. Esa
valoración supone la distinción de diferentes categorías de valor o categorías de
importancia, como diría Hildebrand65. Hacemos, de hecho, una clara distinción entre lo que
tiene valor en sí (como la persona), el bien objetivo para la persona (como la salud), y lo
solo subjetivamente satisfactorio (como las preferencias según gustos). Desde esta
distinción hacemos otra: si el acto moral correspondiente asume realmente esa distinción
o la tergiversa. Es claro que no puede prevalecer el gusto sobre el valor en sí o los bienes
objetivos. Distinguimos también, al mismo tiempo, la situación de la conciencia
subjetiva, lo recto o torcido de la intención –la referencia al deber- y el trasfondo del
propio yo de donde emana.

Hildebrand señala al respecto los “centros de la persona” que originan esas acciones y
además se afianzan por ellas; desarrollándose, así, las diferentes actitudes o disposiciones
morales. Esos centros son tres y de dos signos distintos. Por un lado, encontramos los dos
centros de signo negativo: uno el orgullo y otro la concupiscencia, distintos según nos
refiramos a acciones o actitudes como la ira o la soberbia, más ligadas al ego irascible; o
bien a la pereza o la incontinencia, más ligadas a la dependencia del cuerpo. Por otro lado,
encontramos el centro positivo o centro amoroso, del que emanan las intenciones nobles
y los actos buenos. Esos centros son a su vez fruto de nuestras acciones; por tanto, se
cumple aquí una de las características de la condición moral humana, la paradoja de la
libertad humana: somos, al mismo tiempo, padres e hijos de nuestras obras.

Así pues, en el discernimiento moral distinguimos, por un lado, los diferentes motivos
morales que rodean nuestros actos: la intención, la acción misma, las consecuencias de
la acción, la orientación general de la voluntad, la adhesión o no a Dios -o a la divinidad,
según sea el contexto religioso- como último referente moral, la felicidad como aspiración
primordial –y su motivación primaria y egocéntrica o secundaria, derivada del bien que se
procura al otro-. Por otro lado, también distinguimos la actitud o disposición moral que
va configurando en nosotros el carácter moral, a partir del ejercicio de las virtudes o de los
vicios.

Puede ocurrir que la pasión y el vicio se afiancen de tal manera que impidan incluso la
mínima lucidez, entonces también la libertad queda capturada por la fuerza de la pasión;
estaríamos en lo que Hildebrand llama “ceguera moral”. Pero incluso esta situación es
discernible como tal, como fruto del embotamiento de la conciencia capturada por la
pasión. Bien es verdad que se precisa tiempo, un cierto salir de ese estado; pero, al cabo, la
conciencia moral se hace lúcida, se llega al discernimiento del propio embotamiento. Es
la constatación de nuestra condición moral, que siempre ha de referirse a la situación de
nuestra conciencia frente al bien y al mal morales. (Otra cosa es que se tenga fuerza para
poder salir de esa situación).

65Cfr. HILDEBRAND, D. VON, Ética. Encuentro, Madrid, 1983. C. III “Aspectos esenciales de la esfera de los
valores”
41
En definitiva, tanto acciones como actitudes quedan referidas a la realización de
valores o de disvalores morales: actos buenos o malos, actitudes virtuosas o viciosas. De
modo que el discernimiento moral supone la mutua referencia entre verdad y libertad;
entre valor y bien, por un lado, acción y virtud, por otro.

El discernimiento moral, el bien y el mal de nuestras acciones, su valor o disvalor moral,


el ejercicio adecuado o inadecuado de la libertad, se decanta fundamentalmente en las
relaciones interpersonales. En ellas, en esa confrontación de un yo y un tú, se dilucida la
verdad de nuestros actos: si están dirigidos por el bien y hacia el bien o por el mal y hacia el
mal, y los diferentes centros que los originan –y que a su vez se afianzan-; y entonces, si el
otro es el rival –el infierno para mí, que diría Sartre- o es una llamada a la auto-
donación; por tanto, si es motivo de “coacción” para “mi” libertad –que tiene como única
referencia el yo-, o es término, fin y sentido de la misma: “libertad-para” la entrega
amorosa; que llegará a ser “libertad-con”, en la propia realización amorosa.

Así resulta que el otro, su presencia, mi relación con él, necesariamente me cuestiona;
apela a lo más íntimo de mi persona: mis centros espirituales se activan, según la
disposición moral que haya en mí. Se activa mi orgullo, mi concupiscencia, o bien mi
disposición a la entrega amorosa. El hombre no puede prescindir de su condición moral y
ésta, necesariamente, se traduce en determinada “disposición moral”, hacia el bien o hacia
el mal; hacia el amor o hacia el egoísmo; o hacia uno u otro en diferente grado.
Evidentemente, esas disposiciones denotan los hábitos adquiridos: las virtudes o los
vicios.

2.2 Verdad y libertad

De lo visto se deduce que la libertad que no va referida a la verdad, al valor, a la


referencia al bien como bien y a evitar el mal como mal, no se realiza como tal. Eso sí,
debemos distinguir la “condición” de libertad del hombre y la realización de la misma. No
es que se anule la condición de libertad, pues sigue la posibilidad de elección, pero sí queda
reducida la realización de la misma si ésta es cada vez más acaparada por el mal, por el
vicio, con cada vez menos atención al bien. Ello lleva consigo que se oscurece el bien y el
valor, se oscurece la verdad. (Por ello decían los griegos que saber y virtud se requerían
unidos).

Se han dado diferentes formas de escisión entre verdad y libertad a lo largo de la


historia de la ética; en cualquier caso, se trata de una libertad remitida a sí misma, encerrada
en la propia subjetividad de signo egoísta y, por ello, escindida de toda verdad, de toda
objetividad; de todo bien y valor.

Esas formas de subjetivismo moral han ido surgiendo al mismo tiempo que el
subjetivismo en el orden del conocimiento y, en consonancia, al ámbito socio-cultural en
que se situaban.

Remitiéndonos al subjetivismo moderno, encontramos el primer exponente en el


emotivismo. Bien y mal al quedar referidos al mundo del sentimiento, al agrado o
desagrado que nos deparan, no tienen que ver con la verdad o con la falsedad del acto y del
resultado del mismo. Hume, primer autor en reivindicar esta dirección ética, prescribió la
primera escisión entre el orden del ser y el orden del deber –falacia naturalista, denominada
así posteriormente por Moore-. Parecía obvio que el deber se remitiese exclusivamente al
42
orden interno del sentimiento y al margen del “juicio” asertórico en torno a lo que es o no
es. Sin embargo, la experiencia moral delata otro orden de cosas. Juzgamos de hecho los
propios sentimientos como buenos o malos a veces coincidiendo y otras contraviniendo
el agrado o desagrado, y ello sólo es posible en la valoración de lo bueno o malo -
incluido el sentimiento- como adecuación o no del sentir y el obrar en relación a la
realidad objetiva a que se refieran, al valor o disvalor moral que realicen, al bien o mal que
otorgamos al otro por nuestro acto –y no sólo a la ofensa o al sentimiento de ofensa-. Por
ello también, podemos distinguir, por ejemplo, sentimientos de agrado que juzgamos como
malos porque tergiversan la verdad del objeto al que se refieren, son inadecuados y
engendran disvalor moral. Así ocurre por ejemplo con la envidia y el alegrarse con el mal
ajeno: se denigra a la persona objeto de envidia. Todo mal moral lleva consigo una
determinada falsificación de la realidad. El ser y el deber no pueden escindirse, tampoco el
conocimiento y la acción; como no pueden separarse verdad y libertad. Pero tampoco
pueden separarse, y es aún más obvio, en la relación interpersonal amorosa, propiamente
emotiva. Ahí es donde debe decantarse la falsificación del amor.

Escisión similar ocurre en el formalismo moral, aunque en otra dirección de pensamiento.


El subjetivismo aquí aparece bajo la fórmula de la propia autonomía moral, ley de
libertad, ley de moralidad, presente a la conciencia como deber. Ciertamente sin conciencia
de deber ni hay libertad ni hay moralidad –de igual modo que sin moralidad y libertad no
hay conciencia del deber-. El deber, la intención, la cualidad moral de la misma, es
exponente primordial de la moralidad humana. Pero no el único exponente, ni se remite
exclusivamente a sí mismo. “El deber por el deber” es la falacia del formalismo moral.
Efectivamente, esta remisión del deber a sí mismo y de toda moralidad al exclusivo respeto
al deber, de nuevo supone un referenciarse la libertad a sí misma; quedar encerrada en sí y
escindida de todo otro referente de realidad, pero también de moralidad. El deber, como
la libertad, es siempre “de” y “para” –y en la relación amorosa conyugal, paternal o de
amistad, “con”- y no puede escindirse de estos sentidos y significación. De nuevo libertad
y verdad se exigen. Y esto en las dos direcciones señaladas más arriba: el propio
significado del “ser” libre del hombre y de la realización de la libertad en la acción moral.
Efectivamente. Primero, el hombre “es” libre en cuanto a su ser mismo pero con un
significado: como posibilitador de intenciones, respuestas y acciones, no es una
libertad en el vacío o meramente formal y remitida exclusivamente a sí misma o a la
intención que precede a la acción. Segundo, en cuanto a la realización moral, la libertad no
puede disociarse del significado de tal realización, que no se agota en la referencia al
deber, sino que va referida también al significado del propio acto y a las consecuencias del
mismo, de los que decimos es responsable. Por ello, se le imputan al sujeto, precisamente
en tanto realiza tal “acto libre” –y no sólo en función de la intención-. Tercero, no puede
obviarse la referencia al otro en los actos amorosos; no solo hay un objeto del acto, sino
un sujeto depositario de mi actuación.

La libertad, pues, emana del sujeto y se orienta a una realización concreta, en una
comunicación interpersonal. Es libertad-de y libertad-para y libertad-con. En definitiva, la
condición de libertad y la realización de la libertad están referenciadas a un objeto
de deseo, intención, acción, realización, que posee un significado; y un significado moral
sensu stricto, ni físico, ni lógico, ni metafísico; aunque estos significados acompañen la
significación moral. En la relación interpersonal, amorosa, el significado se amplía y se
sublima. Sin este amplio significado no existe la libertad y, por tanto, tampoco existen la
responsabilidad ni el amor.

43
De igual modo podemos hablar de cierta escisión entre verdad y libertad en el utilitarismo.
En este caso, la libertad queda remitida al objeto de la acción con una fijación en la
consecución “útil” del acto correspondiente. No cabe duda, que en su momento, el
utilitarismo se presentó como una forma de superación del formalismo ético, del idealismo.
De nuevo se acudió a la felicidad, al bien, a la virtud como “realizaciones” morales,
computables además socialmente; la fórmula del hedonismo “social”, sería respuesta al
formalismo alemán. Unido, además, a las fases de liberalismo económico en que se situó, y
que más atrás hemos referido, es comprensible que se aliara al capitalismo incipiente.
Y también cayó en los excesos correspondientes. Hoy, las sociedades del bienestar y del
consumo son el exponente más logrado del utilitarismo clásico; muy asociado, por otro
lado, no sólo al hedonismo sino también al emotivismo. El error más sobresaliente del
utilitarismo en nuestro momento actual es la tentación del absolutismo de la técnica, o
de otro modo, la autonomía tecnológica. El terrible axioma utilitarista: lo que se puede
técnicamente, se debe éticamente…

También se dio otra forma de sobrevaloración de la libertad remitida a sí misma de un


modo más radical. Es lo que ocurrió en el existencialismo. Se trata de una libertad que,
pretendidamente, se sostiene, se remite y se realiza a sí misma; y esto de forma ineludible,
pues es la “condición” humana. Este sostener la acción libre sobre la nada, se convertirá en
el modo de ser “auténtico”; -con la misma raíz de la autonomía y la autorreferencia-. La
vida, así, se hace problemática, angustiosa; el pesimismo pesa terriblemente sobre el
hombre, éste es el sino del existencialismo. El existencialismo fue una forma muy sutil de
subjetivismo.

La consideración de una existencia “desnuda” de todo sentido, es lo que subyace a esa


vertiente de la libertad, sin otro significado que ella misma; así se absolutiza y radicaliza
la libertad. Al final de esa radicalización, la libertad propugnada por el existencialismo,
remitida exclusivamente a sí misma, desconectada de toda referencia a la verdad, resulta
una condena, y los otros un infierno, rivales y opositores al despliegue de mis querencias,
que tienen como única referencia el yo del que parten. La propia existencia se construye en
el propio ejercicio de la libertad, y eso sin ningún otro sentido o valor. Así, en el
existencialismo paradójicamente se absolutiza la libertad; el sujeto se cree dueño
exclusivo de todos los parámetros de la acción; por tanto, sumamente responsable de todo
lo que hace o deja de hacer, sin nada más como referente de su acción que la pura acción.

Propiamente, una libertad así concebida, queda absorbida en la propia tendencia,


anulada en sí misma, pues no hay término de la acción ni sentido de la misma. Es una
libertad sin referencia a la realidad -a lo otro y los otros-, a la responsabilidad que de
ella emana. Responsabilidad tiene su raíz en el prefijo res-, “cosa”, sobre la que se actúa
desde la lectura del significado y la llamada o motivación que tal cosa supone. No hay una
libertad exenta de estas referencias, pues sería exclusivamente autorreferencial, egocéntrica,
sin término alguno de la acción. Esto es una caricatura de la libertad. Lógicamente, el
resultado de una tal actitud, contradictoria del propio ser del hombre y del significado
mismo de la libertad, no puede menos que terminar en la angustia y en la desesperación,
que fueron el patrimonio del existencialismo.

Por el contrario, la libertad ha de referirse a la verdad; de esta relación emana la


responsabilidad: se ha de responder a algo o alguien con significado concreto y en un
marco de sentido de la vida, donde tienen su razón de ser las acciones y las relaciones
humanas.
44
Emotivismo, formalismo, utilitarismo, existencialismo… Pero quizá en la actualidad se ha
dado una interrelación entre esas formas éticas que podríamos sintetizar en ese
individualismo del que hemos hablado más atrás. Efectivamente, se aúnan en él una
suerte de emotivismo no exento de hedonismo, de utilitarismo y de formalismo –en el
sentido de privilegiar la autonomía del sujeto-, al mismo tiempo que una radicalización
de la libertad.

En la actualidad, la forma ideológica en que se muestran estas actitudes éticas, estas


concepciones de la libertad, es la ideología de género. Efectivamente, se justifican las
actitudes que acompañan esta forma ideológica reivindicando el propio sentimiento, la
propia autonomía de la libertad, el utilitarismo y el pragmatismo, y la más sutil versión del
individualismo; y ello al margen de toda valoración objetiva de la persona o de la
moralidad. El egocentrismo es la resultante, muy comúnmente manifestado en las formas y
actitudes más arriba consideradas: el narcisismo, la desconfianza, el pansexualismo.

La ética social, la justificación normativa que acompaña a estas actitudes se presenta bajo
la forma del “consensualismo”. Acerca de esta ética ofrece Ratzinger una aguda reflexión:
“La pregunta que surge es: ¿el consenso de quiénes? La respuesta común es “el consenso
de quienes son capaces de elaborar argumentos racionales”. Como es imposible
desconocer la arrogancia elitista de semejante dictadura intelectual, se dice entonces que
las personas capaces de elaborar argumentos racionales también deberían comprometerse
en la “defensa” de quienes no tienen esa capacidad. Toda esta línea de pensamiento
difícilmente puede inspirar confianza. Es evidente para todos la fragilidad de los
consensos y la facilidad con que en cierto clima intelectual los grupos partidistas pueden
afirmar que son los únicos representantes equitativos del progreso y la responsabilidad”66.
Al final los términos de poder nuevamente se imponen sobre los términos de respeto.

La remisión de la libertad a la mera subjetividad –considerada en sus diversas formas- o la


suma de las subjetividades, emana de la ruptura entre libertad y verdad, entre
responsabilidad y verdad.

Pero ¿se puede hablar de verdad? y ¿se puede hablar de moralidad? Éste es el punto
neurálgico en que debemos aterrizar. La persona, su naturaleza esencial, su dignidad
ontológica, el valor moral de las acciones, el amor, la interpersonalidad, etc., son
realidades y valoraciones objetivas, asertos fundamentales a los que nos referimos
tácitamente en nuestros juicios, en nuestras actitudes y responsabilidades. Ya hemos visto
más arriba que precisamente esa verdad es el referente fundamental de nuestros juicios
morales.

Efectivamente, en nuestras actuaciones y relaciones interpersonales, “descubrimos” que el


dinamismo fundamental del ser humano, su actuar libre, su amar, también su conocer,
se nos presenta como un “responder a” aquello que nos mueve. Pero sólo nos mueve
aquello que es significativo para nuestro entendimiento, libertad o afectos67. En primer
lugar, los otros seres humanos, en su singularidad y concreción, con quienes tenemos
determinados vínculos, y con ellos todo el ámbito de relación que nos rodea. De ahí que
nos sintamos interpelados en nuestras respuestas, nuestra responsabilidad y afectos.

66RATZINGER, “Verdad y libertad”. Cit. p. 9 y ss.


67Cf. HILDEBRAND, D. VON, Ética. “El hombre ser de respuestas”, 2ª, parte, Cap. I. Igualmente en Esencia del
amor: “El amor como respuesta afectiva al valor”, Cap. II y III.
45
Además, la relación entre libertad y verdad no puede prescindir de un sentido de
responsabilidad que asuma la realidad de la persona y, al mismo tiempo, la situación
social y cultural en que se encuentre, y que debe ser capaz de discernir. Ello requiere la
referencia a la verdad del hombre y a la perspectiva histórica en que nos situemos.
Magníficamente lo presenta Ratzinger en sus reflexiones sobre verdad y libertad.

“La mayor libertad debe ser mayor responsabilidad, y eso incluye la aceptación de los
vínculos cada vez mayores requeridos por las exigencias de la existencia en común de la humanidad y por
la conformidad con la esencia del hombre... El tema mismo de la responsabilidad es el problema de anclar
la libertad en la verdad del bien del hombre y el mundo… La responsabilidad consistiría entonces en
vivir nuestro ser como respuesta a lo que somos en verdad. Esta verdad del hombre,
en la cual la libertad y el bien de la totalidad son correlativos en forma inextricable, se expresa
centralmente en la tradición bíblica en el Decálogo, que a propósito coincide en muchos aspectos con las
grandes tradiciones éticas de otras religiones.

Es falsa una comprensión de la libertad que tiende a considerar la liberación exclusivamente como la
anulación cada vez más total de las normas y una permanente ampliación de las libertades
individuales hasta el punto de llegar a la emancipación completa de todo orden. Para no conducir al
engaño y la autodestrucción, la libertad debe estar orientada por la verdad, es decir, por lo que
realmente somos, y debe corresponder con nuestro ser. Puesto que la esencia del hombre consiste en ser
a partir de, ser con y ser para, la libertad humana sólo puede existir en la comunión ordenada
de las libertades...

De la verdad de nuestro ser esencial se desprende otro punto: nunca existirá un estado absolutamente ideal
de cosas en nuestra historia humana y jamás se establecerá el orden definitivo de la libertad… es
el mito del mundo liberado del futuro, en el cual todo será diferente y bueno. Podemos establecer
únicamente órdenes relativos, que sólo pueden ser justos en forma relativa; pero debemos
esforzarnos precisamente por lograr esta aproximación lo mejor posible a lo que es realmente justo.

La historia siempre tendrá sus vicisitudes. En cuanto a la naturaleza ética del hombre en sentido estricto,
las cosas no se dan en línea recta, sino en ciclos. Nuestra tarea consiste en todo momento en luchar en el
presente por la constitución relativamente mejor de la existencia en común del hombre y
al hacerlo preservar el bien ya obtenido, superar los males existentes y resistir la irrupción de las fuerzas
destructivas.

Las desviaciones de la libertad surgen entonces, al no tener en cuenta la esencia misma del
hombre y las vicisitudes históricas en que se sitúa. El espejismo de la autonomía absoluta es
el error más común en las diversas concepciones actuales de la libertad, una libertad que se
mira a sí misma al margen de la verdad. La concepción de la libertad autónoma derivó en la
autonomía de la razón. Así, continúa Ratzinger:

Debemos también descartar de una vez y para siempre el sueño de la autonomía absoluta y la
autosuficiencia de la razón… Ni siquiera la ética filosófica puede ser incondicionalmente autónoma.
No puede renunciar a la idea de Dios ni a la idea de una verdad del ser con carácter ético. Si no existe
una verdad acerca del hombre, éste carece de libertad. Sólo la verdad nos hace libres.

De modo que podemos afirmar que una libertad que no tenga como referencia “la verdad
acerca del hombre”, no es tal; una libertad postulada como autónoma respecto del ser
46
mismo del hombre, del “respeto” que merece su propio ser, sería una caricatura de la
libertad, pues queda exenta de la adecuada referencia al otro, al margen de toda relación
de amor. Una libertad sin contar con la verdad no es tal.

2.3 La verdad de la libertad como responsabilidad; su fundamento


factual.

La responsabilidad constituye un aspecto central en la reflexión en torno a la relación


entre verdad y libertad. Veamos seguidamente cómo ambas se exigen en un contexto
tanto metafísico como antropológico y moral; cómo la interpersonalidad, la relación
amorosa, sólo se puede concebir en estrecha relación con el significado de la
responsabilidad. Tomamos como referencia las reflexiones de Ingarden en torno a la
responsabilidad, en el marco de una ética axiológica.

La responsabilidad es la característica esencial del ejercicio de la libertad, de toda


respuesta o decisión y toda acción moral, pues sólo se conciben éstas como un
“responder” a valores morales, ya sea en los bienes que los realizan o en los que los
realizarán. No puede concebirse la libertad sin esa referencia a la responsabilidad, a este
responder intencional; de ahí viene precisamente “responsabilidad”.

La responsabilidad, al ser la médula de la libertad, lo es también de la moralidad, de la


persona misma en su configuración moral. Una adecuada consideración de la libertad pasa
por la referencia a la responsabilidad; esta referencia nos presenta el necesario atenimiento
a la realidad, a la verdad de la persona y a la verdad moral como referentes de toda
acción humana. Esto es lo que de hecho se da; toda posición que prescinda o contravenga
esta primordial referencia a la realidad, a la experiencia más básica del hombre, será una
mera posición subjetiva, fácil a actitudes que son ya de antemano resultado de posiciones
subjetivistas.

¿Por qué decíamos más arriba que la libertad sólo se concibe como libertad-de, libertad-
para, y libertad-con; es decir, libertad “situada”? Porque no se concibe la libertad sin
referencia a la responsabilidad, a un “responder-de”, “responder-para”, y
“responder–con”. De ahí que la esencia de la libertad, de la responsabilidad, sólo se
conciba en referencia a la realidad a la que se responde o de la que se responde. Es decir,
no hay libertad sin verdad; no hay responsabilidad sin referencia a la realidad. Ciertamente,
el problema de la concepción de la realidad, es el problema que subyace aquí. Pero
justamente la referencia cotidiana a ella nos “enseña” la concepción fundamental que
subyace a las experiencias morales más elementales; esas que nos revelan, además,
quién es el hombre, qué es la verdad, la libertad y el amor. Esa concepción de la realidad,
que se revela en nuestras experiencias cotidianas, es la que han tratado de descubrir
pensadores que se han situado en el llamado “nuevo realismo”, como hemos señalado
más arriba. Nuevo realismo, caracterizado por el método reductivo: partir de la
experiencia humana para descubrir en ella las premisas que la hacen posible.

Destaca Roman Ingarden en su análisis de la responsabilidad, del “hecho” de la


responsabilidad. Al respecto señala Juan Miguel Palacios en el prólogo a la traducción de
una de sus obras, sobre el tema de la responsabilidad y la novedad metodológica que
ofrece: “El autor parte de experiencias tan cotidianas y accesibles a todos como las de
47
tener la responsabilidad de algo, asumir una responsabilidad, ser hecho responsable
de algo o, en general obrar responsablemente, e investiga cómo tiene que ser la realidad
para que el hombre pueda ser sujeto de tales experiencias. Y pronto se echa de ver que las
implicaciones de estos hechos desbordan con mucho el terreno de la Ética, en que se había
mantenido tradicionalmente la discusión de este problema, y abren directamente el campo
de toda la filosofía. Al hilo claro y ordenado de la investigación de Ingarden comparecen
la libertad, el valor, la identidad del sujeto, la condición sustancial de la persona y la
estructura causal del mundo real, así como una concepción realista de la temporalidad
enteramente contraria a la idealista de Kant, como condiciones objetivas de la posibilidad
de la experiencia indubitable del obrar responsable”68.

Desgrana Ingarden cómo el tener responsabilidad supone un “alguien que tiene


responsabilidad de algo”; ahí está implicado el sujeto de la acción con la intención
correspondiente, la acción misma y el resultado, su valor. Las diferentes variantes de la
responsabilidad conjugan la decisión y acción libre, con la realidad sobre la que se
ejerce la acción. Es decir, las acciones propias, en definitiva, suponen una libertad en el
hombre y una realidad sobre la que responde; sólo son posibles desde “la naturaleza propia
del hombre y la estructura del mundo real… Aquí se encuentra un fundamento óntico
esencial de la responsabilidad”69.

Asumir la responsabilidad de nuestros actos, conlleva responder del acto y resultado


del mismo, es decir, del valor o disvalor que engendra; ello supone la asunción del bien o
del mal que se deriva de la acción y el mérito o la culpa correspondientes. Incluso, en el
caso de la culpa, “la asunción de la responsabilidad y la aceptación de las exigencias
dirigidas al agente que se siguen de ella, así como el cumplimiento de lo que le exigen, le
descarga de su culpa y con ello, queda su responsabilidad debilitada y anulada”70.

De igual modo, puede decirse que el obrar responsable, sólo tiene razón de ser en
relación a los valores o disvalores reales que engendramos a través de nuestros actos,
por ello somos responsables de haber obrado de determinado modo. El fundamento real de
nuestros actos no puede obviarse. Éste ha de dilucidarse en referencia al valor o disvalor
que emana de los mismos.

Concluye, pues, Ingarden en sus reflexiones que el valor o disvalor moral que emana de
nuestros actos es el fundamento de nuestra responsabilidad, y que encontramos referencia
a ese valor en la intención, en la acción misma, en el resultado de nuestras
acciones, así como en el sujeto mismo que realiza las diferentes acciones. Pero además
considera que es exponente de responsabilidad “el valor de aquello que se realiza como
reparación y que elimina y compensa el daño (injusticia) infligido a alguien”71; así como “el
valor del arrepentimiento, que anula o compensa el disvalor de la propia acción… y el
valor de la recompensa o valor apropiado al valor del mérito”.

68 INGARDEN, R., Sobre la responsabilidad. Dorcas, Madrid, 1980. Prólogo del traductor: Juan Miguel Palacios,
p.11.
69 Ibid. p.28.
70 Ibid. p.37.
71 Ibid. p.43.

48
Evidentemente, estas consideraciones requieren “la existencia y modo de ser de los
valores que ha de implicar la esencia de la responsabilidad y su realización”72, y, por
tanto, la superación de toda referencia meramente subjetivista y relativista de los valores.

Señala también Ingarden que el hecho de la responsabilidad y todo su significado, exige


la identidad personal, así como una estructura sustancial de la persona. “Todas las teorías
que reducen la persona a las multiplicidades de las puras vivencias son insuficientes para
aclarar los fundamentos ónticos (reales) de la responsabilidad. Sólo en la medida en que se
tiene al hombre y, especialmente, a su alma y a su persona por un objeto real permanente
en el tiempo que tiene una forma especial y característica es posible satisfacer los
postulados de la responsabilidad. El agente, como persona operante, tiene que tener una
forma especial que haga posible su obrar en el mundo real y los tipos específicos de
conducta del tener y asumir la responsabilidad”73.

Se remonta, de este modo, a la consideración del hombre como un sistema corpóreo-


anímico que abarca otros subsistemas –orgánicos- y que, asumiendo esa interacción, puede,
sin embargo, ejercer con cierta “independencia” o autonomía su libertad. Sólo de esta
manera puede superarse el determinismo y asumir una libertad en la asunción de la
responsabilidad del propio obrar. “La concepción del hombre como un sistema
relativamente aislado compuesto de varios subsistemas abre la posibilidad de que el
hombre alcance un obrar propio, independiente del mundo exterior, por muy
causalmente condicionado que esté este obrar en el hombre.”74.

Ciertamente, la posibilidad de este obrar propio no excluye la repercusión del mismo en la


propia configuración personal. Y éste sería el más hondo significado de la responsabilidad:
aquel que revierte sobre nuestro propio yo. Se cumple, nuevamente, que somos al
mismo tiempo, padres e hijos de nuestras obras; ello tiene significado de manera específica
en el ámbito de la responsabilidad.

Concluye Ingarden que el hecho de la responsabilidad nos remite también a una


consideración causal y temporal del mundo, en contraposición a la concepción
kantiana. Sin la concepción realista del tiempo no sería posible asumir la responsabilidad.
“Una responsabilidad meramente fenoménica y apariencial no puede tener un valor moral
en sentido auténtico, ni sería capaz de pesar realmente sobre el agente ni de imponerle
deberes para su descargo. Los valores morales y su realización exigen, por así decirlo, algo
más que una mera realidad apariencial. Por tanto, la responsabilidad y la satisfacción de
sus exigencias sólo pueden ser reales y tener sentido en el caso de una auténtica
realidad no meramente apariencial del tiempo y lo que sucede en él.”75

Esto tiene especial relevancia en relación a la realización o destrucción de valores, y a la


referencia temporal de ellos. Sólo tiene sentido la responsabilidad en la consideración de
esa realidad temporal, pasada o presente, del valor. “Este es el hecho responsable, más
exactamente, de la destrucción o producción de una objetividad real en cuanto ser que
fundamenta un determinado valor concretizado. Si no permaneciesen tanto la destrucción

72 Ibid. p.45.
73 Ibid. p.69.
74 Ibid. p.95.
75 Ibid. p.109.

49
(o producción) cuanto el valor concretizado… sino que desapareciesen en general, no se
daría ya entonces fundamento factual alguno para el hacer responsable de algo”76.

De lo visto se deduce que la responsabilidad nos pone en clave de realidad para la


comprensión del ejercicio efectivo de la libertad. Midamos, pues, en la verdad de nuestra
responsabilidad la verdad de nuestros actos y la repercusión de nuestras realizaciones. Ésta
es la base de la libertad, de la moralidad, de la cualificación moral de nuestros actos y de
nuestra vida.

2.4 Libertad y amor. La educación en el amor y la virtud, fundamentos


del matrimonio y la familia

Si verdad y libertad se requerían unidas y el exponente más propio de tal unión era la
responsabilidad, cuánto más deberán concursar a una en las relaciones amorosas. Podemos
señalar que esa unidad es expresión de las relaciones auténticas, siendo la responsabilidad
efectiva muestra de esa interna relación. Por algo Karol Wojtyla, de la misma escuela que
Ingarden o Hildebrand, va a referir la verdad del amor a la acción responsable.

El amor tiene muchos nombres, como vimos en antropología: conyugal, paterno-filial, de


amistad, al prójimo… Pero es uno en definitiva, y supone siempre el salir del yo en el
camino hacia el otro.

El amor, entonces, no puede prescindir de las disposiciones morales. El que libertad y


amor se exijan unidos supone que también amor y virtud se requieren mutuamente. Es la
experiencia humana la que delata esta exigencia, esta interna relación. Experiencia que es
base del discernimiento moral, y también del aprendizaje y perfeccionamiento moral.

Tres aspectos debemos considerar: primero: la relación amor y moralidad, o lo que es lo


mismo, amor y libertad; en segundo lugar: la educación, el aprendizaje del amor; tercero: el
amor en el matrimonio y la familia.

2.4.1. La libertad del amor

Ahondemos primeramente en esta relación entre amor y libertad.

El amor, el corazón, nos remite al centro mismo de la persona; nos presenta el yo real.
Una persona se define, en su ser más íntimo, por su capacidad de amar. Es además el
aspecto de plenitud de la vida. Ciertamente, si alguien posee de todo pero no ama ni es
amado, será un desgraciado. Por el contrario, si tiene el amor, aunque no posea grandes
cosas, será dichoso.

Lo primero a tener en cuenta en el análisis de este dinamismo amoroso, es que se trata de


un “responder a”77, una respuesta afectiva al valor, a lo valioso en sí; por tanto, un

76Ibid. p.118.
77Cf. HILDEBRAND, D. VON, La esencia del amor. Eunsa, Pamplona, 1998. En el marco de una filosofía de las
respuestas al valor, señala el amor como la respuesta afectiva al valor.
50
responder afectivo, significativo y responsable78. Esa mutua referencia entre verdad,
libertad y amor nos permite distinguir el amor de otros dinamismos afectivos, como son
las sensaciones corporales y los estados psíquicos. Estos son causados y tienen su
significación en la dependencia del cuerpo, mientras que las respuestas afectivas de
carácter espiritual son intencionales, significativas, suponen la intervención de un
conocimiento significativo que motiva la respuesta; de la libertad, que confirma o rechaza
el afecto –que interviene de modo indirecto, no directo, como en los actos de voluntad-; y
del corazón, de donde emana propiamente el afecto.

De esa interrelación entre las tres esferas de la persona se derivan las notas características
de las respuestas amorosas: la significación, la trascendencia, la intención benevolente
y unitiva, la felicidad o plenitud que originan y, sobre todo, la condición de “don” que las
caracteriza, nota que es común a todas las demás.

Además, como derivación de esa interrelación de las tres esferas, debemos considerar los
dos dinamismos fundamentales de la afectividad: el ser afectados y la respuesta
afectiva, que tendrán un signo u otro, serán buenos o malos, según sea la “situación” o
disposición moral de la persona. Efectivamente, las afecciones, pueden ser buenas o malas.
No es lo mismo la afección o respuesta afectiva del hombre poseído por la envidia que la
del generoso. Esta situación dependerá de los centros activados en la persona: el orgullo o
la concupiscencia o el centro amoroso, que señalábamos más atrás.

En este sentido podríamos señalar dos signos y, a la vez, dos direcciones afectivas
fundamentales en la persona: centrípeta y centrífuga; la egoísta y la de donación. La
primera es la que suele prevalecer en el cumplimiento de las tendencias que se inscriben
en las sensaciones corporales y estados psíquicos, o las respuestas intencionales pero
movidas por los centros negativos de la persona; están caracterizadas, además por la
inmanencia del afecto, la primacía y a veces exclusividad de la tendencia. La segunda
dirección, la centrífuga, la de donación, estará caracterizada por la intención benevolente
o la unión con el amado, además de la especial plenitud o felicidad. Las notas peculiares
de esta dirección afectiva, que presiden las demás serán la significación del amado –el
amante, el hijo, el amigo…- y la trascendencia del afecto, es decir, el estar motivado por el
bien del otro.

En estas experiencias fundamentales de la persona es donde comprobamos que cuerpo y


espíritu se dan unidos. La lectura de los estados y las respuestas afectivos nos delata
precisamente si la afectividad está más dirigida por las tendencias concupiscible e irascible o
por el afecto y el don de carácter espiritual. De otro modo, si la tendencia del cuerpo
arrastra tras de sí la voluntad y el afecto o el centro amoroso integra la tendencia del
cuerpo. Propiamente habría que hablar de integración, cuando los afectos “buenos”
prevalecen sobre los afectos “malos”. En este caso, en el egoísmo, lo que se da es una
desintegración de la persona entre su ser y aspiraciones y la “cosecha” afectiva. La
infelicidad es el resultado.

Aquí encontramos la interna unidad entre libertad, realización de la libertad, y afectos,


realización en el amor. Ello supone, exige, una maduración de la persona. Sólo al final de
este proceso se puede hablar de amor libre y responsable.

78 Cf. WOJTYLA, K., Amor y responsabilidad. Plaza & Janés, Barcelona, 1996.
51
Veamos, concretamente, de qué modo interviene la libertad en los afectos.

2.4.2 La libertad indirecta o la libertad cooperadora con el afecto

Se suele confundir la espontaneidad del deseo y del sentimiento con libertad. Es más, se
afirma muy a menudo que el sentimiento es libre cuando no se somete a normas morales;
cuando se prescinde del signo de “bueno” o “malo” para calificar precisamente una
afección, un deseo o un sentimiento.

Pero ¿cómo puede hablarse de un “sentimiento” bueno o malo?, ¿no es la bondad o


maldad cualidad de los actos, según el ejercicio de la libertad, de la responsabilidad?,
¿somos responsables de nuestros afectos?

Ciertamente libertad y afectividad no se identifican; pero no se conciben separadas.


Pocos autores como Hildebrand han profundizado en estas dimensiones de la persona. Lo
hace analizando los dos polos de las mismas: la dimensión interna, subjetiva, referida a los
centros de la persona y la externa u objetiva, referida a las respuestas a valores o
disvalores. De su mano profundizamos en ambas dimensiones.

Hildebrand llama libertad cooperadora o indirecta a la que podemos ejercer en lo que


toca a las “respuestas afectivas” y al “ser afectados”; señala que en esta esfera de la
afectividad no interviene la libertad de manera directa y propia como en las respuestas
volitivas.

La esfera de la afectividad se traduce en vivencias que encontramos en el alma. El ser


afectados y las respuestas afectivas surgen espontáneamente. No podemos engendrarlas
libremente como las respuestas de la voluntad, ni mandarlas como las acciones. ¿De qué
manera podemos intervenir cuando somos afectados o ante las motivaciones a
respuestas afectivas? Antes de que esas vivencias se den, podemos preparar el terreno de
nuestra alma para cuando lleguen; cuando se presentan podemos adoptar una postura de
aceptación o rechazo, y ésta sin duda es libre; podemos también hacer determinado uso de
esas vivencias una vez que han pasado. Es decir, la interacción entre libertad y
afectividad es real, pero se trata de esferas diferentes de la persona, aunque se den unidas,
en cooperación estrecha.

“Cuando comparamos las respuestas volitivas con las afectivas, percibimos fácilmente la
superioridad que poseen aquéllas sobre éstas: la libertad. Pero también podemos ver que
las respuestas afectivas poseen una plenitud de la que carecen las volitivas. En las
respuestas afectivas se actualizan el corazón y la plenitud de la personalidad humana. Al
hombre no se le ha concedido poseer esta plenitud y la libertad en uno y el mismo acto”79.

Bien, no parece que puedan darse plenitud afectiva y libertad “en el mismo acto”. Una cosa
es el ámbito de lo que podemos hacer y otra el de lo que somos y se nos ofrece como don
en la plenitud de ser, que sólo acogemos, aceptamos o rechazamos desde nuestro ser más
íntimo. No hay poder sobre el don; este ámbito escapa a nuestro “dominio”; pero este
ámbito es el de nuestro ser más íntimo y nos abarca en totalidad. Profundiza Hildebrand en
esta distinción entre afectividad y libertad.

79 HILDEBRAND D. VON, Etica. Encuentro, Madrid, 1984. p.313.


52
La experiencia afectiva, por lo que hemos ido viendo, posee varios niveles. El más bajo
es el de las sensaciones, que se sitúan incluso por debajo del campo inmediato de nuestra
libertad. Es el nivel de los estados afectivos corporales o psíquicos, también el nivel de
las pasiones, en sentido estricto, y de aquellas respuestas afectivas no motivadas por
valores. Pero hay un nivel superior en la esfera afectiva. “Bajo ciertos aspectos este nivel
se halla por encima de los actos volitivos, aunque no de la voluntad como tal. Y es
precisamente esta porción de la esfera afectiva la que lleva un carácter de don, así como la
marca especial de ser la “voz” del corazón en el sentido estricto de la palabra. Estas
respuestas afectivas proceden de las mismísimas profundidades del alma humana... Típico
de la condición de criatura del hombre es la existencia de una profunda dimensión de su
alma que no cae bajo su control, como les ocurre a los actos volitivos. El hombre es más
grande y más profundo que el ámbito de cosas que puede controlar con su libre
voluntad; su ser alcanza misteriosas profundidades que van más allá de lo que él puede
engendrar o crear”80.

Pero hemos señalado anteriormente que nuestra libertad podía influir en el dominio
afectivo. La confirmación y la desautorización son los dos modos posibles de influencia.

¿Qué significa confirmar o desautorizar? No significa crear o eliminar una respuesta


afectiva, que no está en nuestro poder hacerlo; significa modificar esa respuesta desde el
punto de vista moral. Si la respuesta es positiva, la alegría por un bien ajeno, por ejemplo,
con la confirmación adquiere un nuevo valor, pues nos adherimos voluntariamente a esa
respuesta, reconocemos el valor que la provoca y la respuesta adquiere el elemento de
libertad. Si es negativa, por ejemplo, un sentimiento de ira ante una faena, al
desautorizarla no se erradica la respuesta afectiva, pero la privamos de su poder sobre
nosotros, se evita la contaminación moral que podría derivarse, se deshace la solidaridad
indiscutida que la persona tiene con su respuesta afectiva. Desautorización es también
desviar la atención hacia otros objetivos, de manera que se diluya la respuesta afectiva a
base de no hacer caso. Mediante un largo esfuerzo se puede desarraigar también esa
respuesta. En estos procesos de acción indirecta se encuentra la clave de la educación
afectiva.

Hay una diferencia entre la cooperación con la respuesta afectiva y la cooperación con el
ser afectados. La respuesta es ya propiamente una postura ante un objeto; la sanción o
la confirmación lo único que hace es secundar esa respuesta, llegando a ser una misma
actitud. El ser afectados tiene un carácter más receptivo, la cooperación libre supone
aquí una nueva dirección, pues supone una toma de postura. En ambos casos, ya sea de
manera más directa o más indirecta, las respuestas afectivas y el ser afectados, por esa
cooperación del centro libre personal, se convierten, en definitiva, en tomas de postura de
nosotros mismos.

La confirmación y la desautorización, por tanto, desde el objeto, sólo son posibles


respecto de las respuestas afectivas al valor o al disvalor; desde el sujeto, suponen una
consciencia moral, una actualización del estrato más profundo de la libertad; para ello es
imprescindible esa voluntad general orientada al bien, y no dirigida por el egoísmo y los
centros de donde surge. Dado que la posibilidad de la confirmación o de la desautorización
existe, somos responsables de no obrar, al respecto, convenientemente. De modo que si se
dan respuestas no sancionadas, por el hecho de coincidir con los valores moralmente

80 HILDEBRAND, DIETRICH Y ALICE VON, El arte de vivir. Club de Lectores, Buenos Aires, 1996. p.142.
53
positivos no son moralmente positivas, no suponen mérito ni perfección moral. Es el caso
del que se alegra siguiendo su natural. Pero en el caso contrario, si falta la desautorización
de un disvalor, entonces se incurre en falta moral.

Sobre todo por esta confirmación y desautorización la persona se coloca en el nivel de


los valores moralmente relevantes, reconociéndolos en su dignidad, se actualiza su libre
centro personal, y otorga a las respuestas afectivas el elemento de auténtica libertad,
elevándolas al nivel de una toma de postura libre. Sólo mediante la sanción la respuesta se
hace realmente nuestra, de manera que nos otorga un valor moral y un mérito moral.

Vemos, por tanto, que nuestra libertad tiene un gran papel en el desarrollo de las respuestas
afectivas o en su desaparición. La sanción y desautorización constituyen el plano más
profundo de la libertad y “surgen de una consonancia definitiva con el logos del mundo de
los valores”81.

La libertad cooperadora con las respuestas afectivas se complementa con la libertad


indirecta: aquella que va orientada a preparar la tierra de nuestra alma para que en ella
puedan brotar las respuestas positivas. Esa tierra la componen el carácter de la persona,
su corazón, su sensibilidad, y especialmente su actitud sobreactual y su orientación
fundamental. La libertad indirecta se refiere, por tanto, al modelado de nuestra
personalidad.

2.4.3 Remisión de la libertad y descontrol de la sexualidad

La dirección que cobra el afecto es muy relevante en la vida moral. El sentimiento, el


afecto ha de ser orientado por nuestra libertad; ha de serlo en relación al objeto del
sentimiento y al centro del sujeto que esté activado. Los dos polos del afecto son
significativos y relevantes moralmente. Sin embargo, esto es totalmente ignorado o dejado
de lado por esa exaltación del sentimiento típico del emotivismo.

Este es el dilema importante que ha de dilucidarse en la problemática de la relación entre


sexualidad y amor, también entre sexualidad y genitalidad, como vimos en antropología; la
problemática que subyace a la ideología de género. La ruptura entre amor, sexualidad y
genitalidad supone hipotecar la libertad hacia la tendencia del cuerpo; ello supone, a su
vez, reducir afectos a sensaciones placenteras. Si se explota la sensación puede
desviarse incluso de su significado primordial, ligado a las demás dimensiones de la
persona, a una forma de ser, a una identidad sexual, a un contexto familiar y social acorde
con las mismas. Esta es la raíz de la escisión y pugna entre identidad sexual y las
pretensiones de igualdad de género.

La anulación de la diferencia sexual propugnada por la igualdad de género supone, pues,


una explotación del sexo hasta llegar a la tergiversación de su significado natural; ello
lleva consigo una desviación en la dirección de la tendencia del sujeto correspondiente;
tendencia que previamente se ha explotado hipotecando la libertad en la dirección ya no del
sexo sino de su reducción a las sensaciones físicas o psíquicas, magnificadas y
extraídas de otro significado que no sea la propia sensación.

81 HILDEBRAND, Ética. p. 327.


54
En definitiva, una ruptura entre amor y sexualidad, que conlleva otra entre amor y
mera sensación; amplificando ésta hasta la anulación del amor y tergiversando –
pretendidamente- incluso la configuración sexual. La comunicación, la relación
interpersonal, propiamente desaparece. La referencia al otro es sustituida por una
autorreferencia a la propia satisfacción; la inmanencia caracteriza estas relaciones, que están
dañadas en su raíz y pueden llegar a torcer la significación originaria.

Pero esa ruptura supone una previa ruptura en la persona y, casi siempre también, otras
rupturas en el ámbito familiar o una precaria educación y socialización.

Por ello, lo que apremia es la atención a la educación afectiva, que requiere de suyo,
como hemos podido comprender, una educación de la voluntad y un ejercicio de la virtud;
en definitiva una formación del carácter.

Pero antes de ver estas dimensiones de la educación en la familia, veamos algunos aspectos
fundamentales de la relación entre amor y libertad, amor y moralidad.

De todas las exigencias que la relación amorosa conlleva, nos fijaremos primero en la
relación general entre amor y moralidad, posteriormente en la fidelidad como forma
esencial de la relación de amor, que integra precisamente afectividad y libertad. Al final,
veremos también las exigencias morales de un orden en el amor.

2.5 Amor y moralidad.

De la mano de Hildebrand82 analizamos el gran tema de la cualidad del amor, de su


grandeza y la de la persona que ama y que es depositaria del amor; analizamos la relación
entre amor y moralidad.

El amor como respuesta afectiva al valor, conlleva una significación, el concurso de la


libertad y la palabra del corazón. La quiebra de alguno de estos factores implica una
falsificación o un error en la actitud amorosa. Es lo que podemos decantar desde la relación
entre amor y moralidad. Esta relación presenta una forma negativa: los errores que el
amor puede presentar, o una forma positiva: el bien moral que aporta.

Veamos primero los errores que puede encerrar el amor. Propiamente no son errores que
emanen del propio amor sino de las actitudes egoístas que le rodean. Se puede preferir
cometer una falta moral a renunciar a una felicidad noble en sí misma. Este error no nace
de que el amor sea muy grande o intenso, ni de ningún elemento específico del amor, sino
de que es desordenado, es decir, el que ama no concede primacía a las exigencias
morales. Otro error puede estar en la influencia del amado en el amante. Las malas
influencias, en este sentido, pueden ser múltiples, desde una personalidad dominante o
pervertida, hasta toda forma de engaño o de vivir en la irrealidad.

Otros errores más directamente vinculados con el amor son la propia relación amorosa
ilícita, el peligro de que el amor degenere en pasión -se entiende cuando es motivada por
lo solo subjetivamente satisfactorio-, los celos, la infidelidad. Son todas actitudes
negativas que rodean o revierten o se conectan directamente con el amor, pero que no
emanan directamente de él.

82 Cf. HILDEBRAND, D VON, La esencia del amor. Cap. último: “Amor y moralidad”.
55
Pero hay otra relación positiva entre el amor y la moralidad, entre el amor y el bien moral.
Existen múltiples relaciones entre el amor natural y la moralidad, resultan tanto de la
función de respuesta al valor propia del amor, como del don del amor y la altura moral
del que ama. También hay que tener en cuenta, por otro lado, la importancia moral del
“efecto” de un gran amor. Igualmente hay que considerar “la obligación moralmente
relevante” de aceptar el regalo del amor y no rehusarlo si no hay razones de otro tipo para
ello.

Veamos, en primer lugar, los valores morales que resultan de un amor que es, a su vez,
respuesta moral. Como el amor es una respuesta al valor -prescindimos aquí de la relación
de deber- la correspondencia será entre la “palabra” del amor y aquel valor que lo motiva,
es decir, los valores de la persona amada. El valor que enciende el amor es la belleza
integral de una individualidad; esta belleza integral puede estar precedida por los valores
intelectuales o morales o del tipo que sean, pero es función del amor extender el resplandor
de esos valores a toda la persona. Se trata de los “valores morales que nacen del amor,
no por su función de respuesta a la persona amada, sino por el “don” que, en sí mismo,
representa. Extender la línea, a esa acción que el amor realiza, es un gesto que se funda en
el “don” que éste supone”83.

La función de los valores a los que respondemos tiene gran importancia en todas las
categorías naturales del amor. El auténtico amor de amistad se da cuando el mundo de los
valores morales juega un papel relevante en la relación. Esto ya lo dejó claro Aristóteles 84 al
valorar como auténtica amistad la que se construye sobre los valores morales más
que la que se construye sobre el placer o la utilidad. En el amor paternal destaca el valor
ontológico de la persona, más que los valores cualitativos que, cuando los hijos son
pequeños, aún no han aparecido, así como también el hecho de que son fruto del amor de
los esposos. El amor de los hijos a los padres está revestido de la peculiar autoridad que
el ser padres conlleva.

En segundo lugar, nos ocuparemos de los valores morales del amor por el rango moral de la
persona del amante. Cuanto más grande es un hombre tanto más profundo es su
amor, decía Leonardo da Vinci. La persona se distingue por la entrega, por la capacidad de
entregarse de manera especial, teniendo en cuenta que aquí no sólo interviene la aptitud
sino la decisión libre de esa entrega. Ya hemos visto que esa entrega, en lo que tiene de
respuesta afectiva, no está en nuestro poder del mismo modo que la originada por una
decisión libre; aunque también la respuesta afectiva depende de nuestra libre orientación
general. También hay una diferencia entre la entrega del amor y la entrega general de las
demás respuestas al valor. Así vemos que, unos hombres invierten lo mejor de ellos
mismos en el amor, otros en su relación con la belleza, el arte, otros en alguna tarea
especial, etc. En la inversión del amor lo que cuenta es el estado moral de la persona, la
profundidad, la fidelidad, la bondad; esto es lo que hace del amor un portador de valores
morales.

En tercer lugar consideramos la relación entre amor y moralidad en relación al efecto que
aquel tiene sobre la persona entera; el nuevo modo de ver la vida, de despertar al valor, el
hacerse humilde. Es la experiencia de ser abarcados por algo más grande que nosotros;
surge la vivencia de la condición creatural de modo gozoso, no se pone tanto la confianza

83 HILDEBRAND, D. VON, La esencia del amor. p. 360.


84 Cf. Etica a Nicómaco. Libro VIII.
56
en las propias fuerzas. El efecto, el grado y profundidad del efecto depende de la
cualidad del amor y de la personalidad del amante. Cuanto más sublime sea la cualidad
del amor, tanto más alto será su efecto moral. Pero siempre hay un efecto positivo del
amor en cuanto amor, que, por otro lado, no puede ser sustituido por ninguna otra
respuesta. Las respuestas al valor de la verdad y la belleza y el tipo de valor que entrañan,
no pueden sustituir la entrega de sí mismo en el amor. No hay sustituto de la entrega
del amor.

La cuarta relación presenta el problema de la obligación moral en el marco del amor natural,
los valores y contravalores en la aceptación y el rechazo del amor. El amor de amistad y
el conyugal poseen el carácter de regalo; no se puede hablar de que exista obligación moral
de amar a alguien con amor así. Pero podemos preguntarnos, si ese regalo se presenta, en
qué medida estamos moralmente obligados a responder. A veces es legítimo e incluso
obligado moralmente rechazar un amor o una amistad, cuando otros compromisos nos lo
impiden o cuando de ello se deriva un mal moral. Otras veces se rechaza ilegítimamente el
amor, por obstáculos interiores como la dureza de corazón, el orgullo o la
concupiscencia. Estos obstáculos se pueden presentar de muchos modos: pereza espiritual
y miedo a la entrega, típicos del hombre perezoso, mediocre, mezquino; miedo al
desengaño, típico del trágico; miedo a perder la independencia, que se traduce a veces en la
“actitud de soltero”. Otras veces será lo moralmente indicado aceptar o rechazar el regalo
del amor, según se presenten otros motivos moralmente relevantes. En otras ocasiones
existe la exigencia, moralmente relevante de responder a ese regalo, por ejemplo, cuando se
da la llamada de Dios a una vocación religiosa. Hay que señalar aquí que en el caso de la
vocación religiosa el tema central no es lo moral, aunque toda llamada a una vocación
religiosa es moralmente relevante.

2.6 La fidelidad.

Sobresale en la relación amorosa la exigencia de fidelidad –sería la quinta relación-; se puede


hablar incluso de la obligación moral de la fidelidad en el amor. Pero veamos primero en
qué consiste la fidelidad.

En sentido amplio, la fidelidad es una actitud moral básica. Supone continuidad,


aunque no toda continuidad es fidelidad. La continuidad es algo más general, se requiere
como condición de toda forma de desarrollo y crecimiento humano. También se requiere la
continuidad como condición de la perseverancia, y en este caso hay que incluir una relación
con el valor. “La fidelidad, en sentido amplio, es la perseverancia en las respuestas
sobreactuales al valor, es perseverar en las respuestas a todos los bienes que son portadores
de valores elevados... Lo valioso no es la continuidad como tal, sino la continuidad en
la verdad... La fidelidad, en sentido estricto, no consiste en la perseverancia en algo a lo
que estamos obligados, sino en una fuente peculiar de la moralidad, en comportarse ante
un bien al que no tendría que dirigirme por motivos morales, pero que, una vez que lo he
hecho, es una exigencia moral perseverar en él”85.

Desde esta perspectiva la mera perseverancia en unos compromisos contraídos no es


fidelidad, puede ser sinceridad, escrupulosidad, pero no fidelidad en sentido pleno. La
fidelidad supone un vínculo personal, supone la perseverancia, pero en ese especial

85 Ibid. p.384.
57
vínculo. Así, se habla del discípulo fiel, el amigo fiel; en el caso del matrimonio la fidelidad
se exige como la condición básica del amor conyugal.

Algunas notas nos permitirán entender mejor esta virtud de la fidelidad. En primer lugar,
la fidelidad, hemos dicho, requiere continuidad. Pero continuidad en una perseverancia
en la actitud, que supone estar por encima de impresiones superficiales; supone entender la
exigencia de los valores, de los vínculos con las personas, de las actitudes duraderas.
La verdadera fidelidad supone profundidad, no superficialidad, ni vivir en la periferia,
confundiendo lo novedoso con lo valioso. Pero fidelidad no es tampoco un mero dejarse
llevar por la costumbre, que también puede hacerse por pura pereza o por pura
conveniencia egoísta. La verdadera fidelidad sabe arraigar en lo valioso. Otra nota
característica es la abnegación, estar dispuestos a soportar la carga que se requiera por el
amigo o la persona amada; este es el verdadero síntoma de la grandeza y profundidad del
amor. La fidelidad requiere también esperanza, que es propiamente el soporte de la
fidelidad, y fe en la persona amada, es decir, saber darle el crédito debido y
mantenernos en él a pesar de las dificultades.

Hay que tener en cuenta que, la fidelidad supone siempre el valor del objeto, sería falsa
fidelidad aquella que se dirige a un principio incorrecto, una mala costumbre, una persona
deplorable. En realidad no se debería emplear el término fidelidad en estos casos. Pero
puede ocurrir que sucumbamos a una ilusión en el principio de una relación con otra
persona, en esos casos no hay obligación moral de perseverar en esa relación si propicia
males morales.

La fidelidad tiene distintas tonalidades según la categoría de amor a la que nos estemos
refiriendo. En todos los casos, la fidelidad está siempre unida al amor, es una exigencia que
brota del vínculo de amor con otra persona; propiamente se refiere a la perseverancia en
el amor. En el caso de la amistad bien podemos decir que su esencia está fundada en la
fidelidad.

En el amor conyugal la fidelidad, además de las notas precedentes, supone


exclusividad. Como hemos señalado, la fidelidad será fundamental en el amor conyugal.
Precisamente esta relación al valor moral que estamos considerando, distancia esta
fidelidad de la señalada más arriba, en el contexto de la fragilidad narcisista, y que sería
propiamente un mecanismo de defensa ante la angustia de la soledad. En fin, propiamente
no sería fidelidad, pues no sería virtud, sino mera permanencia como mecanismo de
defensa, en el contexto de la “higiene individualista”. Esta “fidelidad” comienza y
termina en el egocentrismo. Por el contrario, la fidelidad conyugal supone alimentar el
amor, la entrega; arraigar en lo valioso.

Ciertamente, la fidelidad en el amor es la gran tarea en nuestros días. Lo es en toda


forma de amor, pero mucho más en el matrimonio. ¡Son tantas las rupturas matrimoniales!
Esta es una de las mayores deficiencias de la familia en nuestros días. Pero para que la
fidelidad se dé y con las notas que hemos señalado, se requiere primero una formación del
carácter, de la voluntad, una educación afectiva. Sólo así se logrará una relación amorosa
estable y fiel.

2.7 El orden del amor.


58
La especial relación entre amor y moralidad se refiere a la cuestión del orden del amor, ya
se tome en sentido amplio o en sentido estricto; orden que es consumado por la caridad,
donde a la exigencia moral se le añade la tarea, no sólo moral, sino religiosa, cristiana.
Cuando esa tarea se ha consumado las formas naturales del amor se convierten en
portadoras de valores morales elevados.

El orden del amor, en sentido amplio, abarca el orden completo de nuestras preferencias,
de nuestras respuestas y actitudes, e implica la exigencia de preferir el bien más elevado
sobre el más bajo. En este amplio sentido, abarca el orden de la voluntad, por tanto la
esfera de las acciones y su interna relación con los bienes morales. Abarca también, el
orden de los bienes que afectan nuestra alma, el gozo que nos otorgan y la respuesta que
damos. Podríamos decir que supone el marco de los bienes legítimos; queda fuera toda
negación de valor, por tanto, de lo subjetivamente satisfactorio que sea ilegítimo.

Hay alguna diferencia entre Scheler y Hildebrand en la consideración de este tema. Scheler
reduce la moral justamente a este orden del amor; la preferencia del bien más alto
constituirá lo moralmente bueno; la preferencia del bien más bajo, lo moralmente malo.
Hildebrand, en cambio, considera que la exigencia moral está en relación directa al
valor del bien, no en la relación jerárquica entre unos y otros bienes. Scheler reduce lo
moralmente malo a la preferencia equivocada en esa relación jerárquica; pero la
preferencia equivocada, según Hildebrand, emana de la ceguera moral para el valor, la cual
es culpable, como ya señalábamos más arriba. Lo moralmente malo reside en la actitud de
preferencia de lo subjetivamente satisfactorio frente a la actitud de respuesta al valor.

Pero vamos a detenernos en el orden del amor en sentido estricto. Se refiere a la relación
interna de las relaciones de amor con las personas, supone, por tanto, el problema de a qué
personas debemos amar más que a otras. Ciertamente el amor a Dios y al prójimo, son
obligatorios desde el punto de vista moral, pero el amor conyugal y el amor de amistad
son un regalo, y sólo cuando existen estos amores se puede hablar de exigencia moral de
amar. En estos casos es moralmente relevante no sólo amar, sino amar más, aunque
esto no podemos decir que sea moralmente obligatorio.

Los puntos de vista relevantes en el orden del amor, en este sentido estricto, es decir, los
que señalan cuándo debemos amar a una persona más que a otra, estarán en relación
con diversos factores. Por un lado, la altura moral del bien en cuestión; hay personas que
merecen más amor que otras, una persona noble y bondadosa merece más amistad que un
egoísta superficial. Pero además hay que contar con la afinidad objetiva. Se ama más a un
hijo o a un amigo que a un extraño.

La afinidad afectiva es una misteriosa conexión que se establece entre dos personas.
No supone semejanza, personas de caracteres muy distintos pueden ser muy amigas. Ahora
bien, esa afinidad puede ser recíproca o tener un carácter unilateral; es el caso de
personas que sienten predilección por otras, las cuales no sienten nada semejante. En el
orden del amor, tenemos un deber de correspondencia ante aquellos que nos aman
especialmente, que se interesan objetivamente por nosotros.

En la amistad y en el amor conyugal la afinidad juega un papel decisivo, aquí sí se halla


unida a la reciprocidad de amor. La particular categoría del amor conyugal entraña la
exigencia de que el amado ocupe el primer lugar, pero no excluye otros amores de
amistad, que se hallan en otra categoría. En la amistad, el lugar que ocupan los amigos en
59
nuestro corazón, depende de muchos factores; unos ocuparán un lugar más destacado
que otros, a veces dos amigos poseen un lugar igualmente destacado. Otro asunto es la
perspectiva de lo que el amigo necesite, deberemos atender más al más necesitado, lo que
ocurriría en general, respecto del amor al prójimo.

En el caso del amor de los padres, basado en una afinidad objetiva, esta exigencia de
entrega mayor al hijo más necesitado también aparece. Aquí además se da una
incondicionalidad en el amor que no poseen las otras categorías, que está basada en el
lugar extraordinario que los hijos, por serlo, poseen de suyo.

Por otro lado, hay unas exigencias del orden del amor que han de ser respetadas
siempre. A veces deberán posponerse si se presentan otros deberes morales, pero no las
anulan; por ejemplo, la ayuda al más necesitado.

La caridad debe tener en cuenta el orden del amor, la primacía que procede del significado,
del logos, del significado, correspondiente a la relación que se mantenga, es más, la caridad
misma nos exige atenernos a ese logos y ofrecer la respuesta amorosa a la que la otra
persona tiene derecho debido a la reciprocidad del amor. Los factores de este logos son,
por un lado, la categoría del amor en que nos encontremos; por otro, su cualidad e
intensidad.

Concluye Hildebrand su reflexión sobre la esencia del amor señalando las tres formas de
entrega en el reino del amor. La primera la del amor al prójimo, donde no entregamos la
propia vida sino que sólo salimos de ella. La segunda, la de la caridad, donde el corazón se
funde derramando bondad, sea cual sea la categoría de amor en que nos encontremos; es la
entrega de la bondad que perfecciona las demás entregas. La tercera es la entrega del
corazón, de la propia vida, donde la persona amada es el centro de nuestra vida. La forma
más alta de esta entrega se da en el amor a Dios, también en el amor conyugal y en el
amor de amistad. En todos ellos prevalece la intención unitiva que se da estrechamente
vinculada a la entrega.

Termina señalando la abismática profundidad de este fenómeno originario que es el amor,


e invita a acercarnos a él con espíritu de admiración, como cuando descubrimos algo cuya
sublimidad nos sobrepasa.

Es necesario recalar en el significado del amor, ahondar en la experiencia amorosa que


constituye la trama de la vida. Valorizar lo más hermoso de la vida, -aunque también lo
más costoso- que es la relación amorosa. Valorizarla sobre todo en el matrimonio y la
familia, las relaciones de amor primordiales. Pero ello no se da al margen de una formación
humana, de una educación adecuada de la libertad y la afectividad.

2.8 Amor y presencia: comunión interpersonal en el matrimonio y la familia

De todo lo visto deducimos que un amor verdadero conlleva la implicación de toda la


persona. Pero es quizá el aspecto de comunicación-comunión en el amor lo que más
nos presenta la verdad de ese amor, la responsabilidad lograda, la plenitud afectiva. La
comunión en el amor constituye el exponente fundamental de la relación conyugal y,
como consecuencia, de la familiar.
60
Efectivamente, el amor conyugal ha de ser comunicación y comunión interpersonal; las
dos cosas. Primero, “comunicación de bienes” y a través de ello, “comunión” de personas.
Las notas del amor sobresalen aquí como las fundamentales de la comunión en el amor: el
don, la intención benevolente y unitiva, la entrega y trascendencia, la felicidad, el crédito
que se otorga a la otra persona, el compromiso de caminar juntos, la felicidad que redunda.
La comunión en el amor ofrece la consecución de los bienes y valores más altos, que el
propio amor engendra.

Esta relación amorosa ha de incluir las variadas circunstancias de la vida, asumiendo el


sufrimiento, la enfermedad, las dificultades de toda índole; ha de ayudar a caminar con ellas.
El amante y el amado, en su propio ser, viven en una referencia fundamental del uno
al otro, referencia primordial que abarca y asume cualesquiera vicisitudes de la vida. Esa
auto-referencia del uno al otro, no es algo pasajero, sino que define y estabiliza la vida.

De aquí se derivan las consecuencias propias de la vida matrimonial y familiar: el amor


conyugal está llamado a la unión estable, de una vida con otra vida; por tanto, a la
fidelidad. Está llamado a la fecundidad; el abrazo conyugal, el amor unitivo más pleno
entre un hombre y una mujer, la unión en cuerpo y alma de todo el ser del uno con todo el
ser del otro, es el lugar de la fecundidad, el lugar digno para engendrar la vida de otro ser
humano. La dignidad de la persona, de la unión amorosa entre personas, no sufre
falsificaciones o sustitutivos de ningún tipo; ni el deseo, ni la utilidad técnica, ni ningún
otro fin particular, puede ser motivo adecuado para tergiversar las bases fundamentales
del amor y de la fecundidad humanas. Repugna a la dignidad del amor conyugal y a la
dignidad de la persona cualquier modo de “utilización” de la vida humana para otros fines,
que de facto la convertirían en “un medio para” otros propósitos; ya sea en la propia
relación conyugal o en los modos de fecundación. La vida humana ha de ser fruto del
amor. La dignidad de la vida humana exige la dignidad del amor entre un hombre y
una mujer; un amor fiel, estable, fecundo.
La entrega y dignidad de ese amor serán la raíz de la felicidad conyugal y familiar. Ésta
supone la fidelidad, la verdadera maduración del amor. Ciertamente, se trata de un
camino que conlleva toda una vida.

En la actualidad se han recorrido otros caminos; ya sea en la relación sexual, o en las


formas de fecundación artificial, o en los pretendidos sustitutos de la relación paterno-
filial. No han dado buenos frutos. Sí muchas rupturas familiares, mucha insatisfacción y
deficiencias, mucho sufrimiento. Las consecuencias no se dan sólo en la relación conyugal
sino en la maduración afectiva de los hijos, en la educación, en el desarrollo adecuado. A
veces, se ha logrado superar esas carencias a base de mucha atención y complementación
educativa, pero generalmente, las deficiencias afectivas y educativas de la familia se pagan.

Se dice que también en el matrimonio o en la relación entre un hombre y una mujer


ocurren violaciones o hijos que son fruto de la pasión y no del amor; ciertamente, la
naturaleza no tergiversa sus leyes por la acción humana, del signo que sea, sino que las
sigue. Pero, puede ocurrir que el hombre trate de tergiversar esas leyes al incidir en ellas
según sus deseos o propósitos, ya no sólo trastocando el orden moral, de los valores, sino
el natural. Así se ha transitado desde el sexo sin hijos, a hijos sin sexo, a sexo por el sexo,
al margen del amor y la fecundidad, a cambio de sexo según tendencias momentáneas o
sencillamente por dejarse llevar de los imperativos de la satisfacción inmediata, sin contar
con ningún otro referente en la vida. No podemos pretender que nuestras elecciones no
tengan un signo u otro en la dirección del bien y del valor; que un trastrueque así del
61
orden del amor y el orden natural no tenga el significado moral que de hecho tiene; y
más, no tenga las correspondientes repercusiones en la propia vida. No se puede
pretender que, además, ese orden no sea tal por hacer nuestras propias componendas,
según el relativismo del ambiente.

Al final nos encontramos ante el dilema correspondiente: o se camina en la dirección de la


propia satisfacción, de lo “solo” subjetivo satisfactorio, y se acaba en el vértigo de la
propia concupiscencia, del desamor, incluso en la violencia, como tantas veces ocurre; o
se camina en la dirección del bien y el amor, que lleva a la apertura y donación y, por tanto
a la comunión interpersonal.

Los signos de la llamada violencia de género, son exponente de estas situaciones


pasionales. Los de la llamada violencia homófoba, perpetrados dentro de la propia pareja
homosexual, son mucho más terribles que los de la violencia entre heterosexuales, según
los informes policiales. De igual modo ocurre respecto de la violencia por cuestiones
homófobas en general.

Ningún signo de violencia puede ser justificado. Toda persona merece respeto. Es
necesario incidir en la distinción entre la vertiente ontológica y la cualitativa de la persona;
entre la persona misma y su cualificación moral, profesional o del tipo que sea. La persona
en cuanto tal, en la dignidad ontológica que le es propia, merece siempre respeto; las
actitudes en cambio, han de ser juzgadas en la justa valoración moral. Los violentos, en
cuanto que son personas, requieren respeto; no así la violencia, que ha de ser prevenida
y contrarrestada.

El amor y el odio serán los referentes últimos de estas actitudes. Llega el momento en que
hay que revisar el camino que se inicia, y justamente en los inicios. ¿Qué dirección
llevan tus deseos?, ¿qué intención tus actos?, ¿qué acciones la expresan?, ¿qué resultados
se observan? Todas estas preguntas no pueden ir separadas de la primordial: ¿qué actitud
general te mueve? Y en el ámbito afectivo: ¿es el otro, el amado o la amada en cuanto tal,
quien te mueve?, ¿es su “belleza integral” la que te “encanta”?, ¿te eleva, te saca de tu yo
egocéntrico su presencia?, ¿te serena, te integra su presencia?, ¿te reconoces, te descubres,
en tus propias debilidades y te mueves a superarlas por él, por ella?, ¿te reconoces en su
compañía de por vida y capaz de construir con él un futuro, una familia? Y, por otro
lado, ¿descubres que estas cuestiones vitales son comunes a los dos? La verdad del amor
reluce en las actitudes verdaderas de cada uno de los amantes y en la autenticidad y gozo
de la relación misma.

En último término, ¿dónde se comprende esa verdad del amor? La respuesta es: si lleva
realmente a la comunicación-comunión interpersonal, no en el mero ámbito de la
satisfacción momentánea, placentera. Reducir el amor a esto es hacerlo sucumbir a un
espejismo. Es decir, en la relación conyugal ha de darse “la comunión”, la unión común,
“en la carne”, que es tal si va acompañada de la comunión afectiva, anímica, psicológica,
espiritual, de la vida misma; y no al revés. El camino opuesto lleva al sexo sin amor;
incluso al mero placer genital sin la consideración personal, sexual, de cada cual. Se tratará
entonces de una falsificación del amor y de la vida misma.

Como decíamos antes, se requiere tiempo para conseguir la maduración y plenitud en esa
comunión, pero el camino que se inicia debe tener esa dirección.

62
Esta comunión en el matrimonio, ha de completarse con la presencia de los hijos y ha de
trasladarse a la comunión de la familia; ese es el fruto más excelso del amor. La unión
familiar es la forma más genuina de comunión; es el exponente del amor paterno-filial.

Pero el verdadero amor sólo se concibe como comunión de presencias, en la presencia.


En la actualidad vivimos tan llenos de ocupaciones, de prisas, de movilidad, de utilizaciones
técnicas… que corremos el riesgo de reducir o sustituir la presencia, las relaciones
familiares de presencia, por otros sucedáneos. Este es el principio en el que se quiebra la
comunicación y, paulatinamente, la comunión.

La presencia amorosa de los padres con los hijos, es lo que nutre el hogar familiar, la
casa; es lo que ayuda a crecer, lo que educa. El modo de presencia dice el modo de amar
que hemos labrado en el camino de la vida. Dice del hogar (del latín focus, “fuego”, el lugar
de la casa donde se preparaba el fuego, donde se reunía la familia), dice del calor familiar,
de la relación amorosa que nos engendra y nos cubre y nos hace crecer. El hogar es la
presencia amorosa de los padres, el exponente de la unión común.

La presencia no sufre sustitutos; como no lo sufre el amor. A pesar de todas las


dificultades hay que poner el empeño en “asegurar a los hijos uno de los bienes más
preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir
el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se
adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo”86.

El amor de la familia, la comunicación de amor, la presencia y experiencia de ese amor,


constituyen la memoria de la vida, configuran el hogar, lo primordial de la vida humana.
Configuran la persona que, en ese aprendizaje del amor familiar, ella misma aprende a
amar, se hace hogar, acogida y donación para los demás; esto sólo es posible desde la
presencia.

En el mundo que nos ha tocado vivir, es preciso señalar la primacía del amor como
presencia ante otros sustitutivos explotadores de la mera sensación placentera, de la
emotividad, de la sola utilidad tecnológica, del abuso de la relación virtual, tan al alcance
de la mano. El “absolutismo de la técnica”, el abuso y la invasión en la vida personal de
estos medios actuales han afianzado el individualismo y utilitarismo, han deteriorado las
relaciones interpersonales o han ocasionado tantas veces las consiguientes rupturas.

La relación amorosa, la comunión con el otro, se rompe cuando el hombre previamente


se ha quebrado internamente; cuando se ha preferido a sí mismo, a través de todos esos
modos tan fáciles a su alcance, y no al otro. Ello se aprecia en su modo de presencia.
Efectivamente, esa referencia de la “presencia amorosa” nos permite el
discernimiento, pues la presencia nos muestra la identidad y proyección de la persona: si
es el ámbito de la donación, de la relación amorosa, o es el “cuidarse de sí”, en ese
individualismo –y a veces narcisismo-. Ciertamente, se descubre a la postre la proyección
de la persona en una dirección o en su contraria; la presencia la denota; el amor o el
egoísmo se descubren en las actitudes.

86 BENEDICTO XVI, Mensaje para la jornada mundial de la paz. 1 de enero de 2013.


63
No vamos a denigrar de las ventajas tecnológicas, del bienestar conseguido en nuestra
sociedad; pero sí se hace precisa la actitud crítica al respecto. Todas esas ventajas sólo
serán tales si, en fin de cuentas, tienen primacía la persona, la familia, las auténticas
relaciones humanas; la intercomunicación y comunión personal. No pueden ser sustitutivos
de la persona; del regalo mayor de su presencia e interrelación amorosa.

Esto supone valorar la familia en sí y como fundamento de la vida y la sociedad. «Las


condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en
ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con estos progresos.
Junto a ellos deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y
ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el
marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento,
en su crecimiento y en su término natural»87.

La mutua presencia amorosa del hombre y de la mujer, y la memoria de esta presencia a


lo largo de la vida, por la fidelidad y el crecimiento en la mutua donación, es lo que sustenta
el matrimonio y la familia. Una presencia que revela y sostiene el compromiso renovado, la
mutua responsabilidad, la verdad de un amor edificado a lo largo de una vida.

“El amor conyugal y la institución matrimonial son realidades que no se pueden separar.
Si faltara el amor verdadero en la relación de los que se casan, el discurrir de sus vidas no se
desarrollaría en conformidad con su dignidad de personas. Y sin la garantía de la
institución, la libertad con la que se entregan y relacionan no respondería a la verdad,
porque faltaría el compromiso de fidelidad, condición absolutamente necesaria de la
verdad de su amor. La institución matrimonial es algo tan necesario para el amor conyugal
que éste no puede darse sin aquella”88.

Ciertamente, el amor reflejado en la presencia, se convierte así en el sentido y la orientación


para la vida, es la guía en el caminar de la vida. «El amor auténtico se convierte en una luz
que guía toda la vida hacia su plenitud generando una sociedad habitable para el
hombre»89

No es concebible un amor sin la donación que le es propia, sin la trascendencia. Pero la


trascendencia humana no es completa sin referencia a la Trascendencia divina. “La
construcción de esa “casa” auténticamente humana, es decir, de la familia en la que las
relaciones entre todos sus miembros se miden por la ley de la gratuidad, tiene necesidad de
abrirse a una trascendencia que dé acceso al sentido más profundo de comunión”90.

La difícil situación social en que nos situamos es adversa en primer lugar para la familia;
pero el testimonio de las familias que viven en ese amor, en esa trascendencia, dan
testimonio de que Dios está presente en el amor humano, sostiene la vida familiar. Este

87BENEDICTO XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia. 7 de noviembre
de 2010.
88 La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación
actual. CEE, 2012. n. 96.
89 BENEDICTO XVI, Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Juan
Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. 11 de mayo de 2006.
90 La verdad del amor humano. n.140. Cf. también, BENEDICTO XVI, Caritas in veritate. n.11: «Este

desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios».


64
testimonio es un imán y una llamada para vivir esa experiencia amorosa como experiencia
originaria de la vida.

“A pesar de todas las dificultades, nuestra mirada no pierde la esperanza en la luz que brilla
en el corazón humano como eco y presencia permanente del acto creador de Dios. Es más,
se sabe iluminada por ella. De hecho, el asombro mayor que causa el amor es su
maravillosa capacidad de comunicación. Cualquier hombre se siente afectado por él y desea
que llene su intimidad91, porque esa experiencia pertenece a su estructura original. Por
eso, oír hablar del amor de un modo real y significativo engendra esperanza incluso en
las personas desengañadas y dolidas en su corazón, en la medida en que pueden sentirse
queridas de verdad”92.

91 Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est. n.4.


92 La verdad del amor humano. n.116. Cf. BENEDICTO XVI, Spe salvi. n.3.
65
3 Familia y educación. Algunas virtudes fundamentales.
-Anexo sobre Coloquio familiar de T. Morales-.

La educación, la formación del carácter es el lugar donde se decide el éxito o fracaso en


las relaciones humanas; donde se invierte en el futuro de la persona y por tanto también
en el futuro de la familia y de la sociedad.

El ámbito familiar, la acción educativa de los padres en primer lugar, y después de los
educadores, será la clave para esa formación del carácter y desarrollo de la personalidad. A
este respecto estamos ante una auténtica “emergencia educativa”. En la situación social
en que nos encontramos, la acción educativa se plantea como una superación del ambiente
social de relativismo y escepticismo, de la falsa autonomía de la libertad, de una
generalización del “amor débil” o “amor líquido”. Estas son las bases de la
desestructuración de la familia, de la proliferación de formas ideológicas que tergiversan
los fundamentos antropológicos y éticos del ser humano y las relaciones personales más
fundamentales.

Son también las bases de la inmadurez que se observa en los jóvenes, precisamente por
falta de atención a estos factores educativos. Con viveza lo muestra T. Morales, educador
consumado de nuestros días, en su Coloquio familiar: “Vives en un mundo masificado,
despersonalizado. Te rodea una masa de hombres aniñados, esclavos de sus instintos.
Puede que tengas talla de gigante... y que no seas más que un niño. No has desarrollado tus
valores naturales. Se han atrofiado. Eres un nene. No tienes ideas propias. No has
asimilado quizá, con esfuerzo personal, las que se te dan. Como el niño, acaso eres todavía
egocentrista. No punto de circunferencia, sino centro. Eres aún imaginativo, fantasmilla. Te
hace falta la madurez, que es objetividad, adecuación a la realidad del mundo material,
psicológico, espiritual en que te mueves”93.

Estas notas de simple inmadurez, se acentúan y agravan cuando se trata ya de vicios o


defectos de carácter por situaciones familiares deficitarias o por malas costumbres
adquiridas, que son cada vez más generalizadas, y que denotan una dejación en la
educación.

La superación de estas deficiencias ha de partir de una conciencia de que la tarea


educativa hay que tomarla en serio; además de tomar conciencia de la situación social que
nos rodea y salir al paso de la misma, esta tarea exige dedicación. Para ello debemos tener
claro el horizonte. Se necesita un nuevo realismo que, considerando esa situación social,
reasuma la persona en su integridad y el desarrollo educativo, que sólo es tal en referencia a
la adquisición de valores y virtudes que la perfeccionen, tanto en sí misma como en sus
relaciones interpersonales.

La educación de la persona, la formación del carácter, conlleva la educación de la


inteligencia, de la voluntad y del corazón. En definitiva, se trata de la educación moral,
de la adquisición de valores humanos. Ésta se irá logrando mediante las respuestas a
valores morales, que constituyen la principal fuente de moralidad, y las acciones y
virtudes, como confirmación de esas respuestas. De este modo se asientan en la persona

93 Cf. MORALES, T., Coloquio familiar. BAC, Madrid, 2013. p.8.


66
las actitudes, las virtudes o disposiciones morales, se encarnan los valores, se consiguen los
bienes morales y se perfeccionan las relaciones interpersonales.

La atención a esas respuestas, acciones y virtudes será el fundamento de toda acción


educativa. Las virtudes, al suponer el asentamiento de la disposición moral al bien, serán ya
el signo de los logros educativos más fundamentales.

Para una educación en la virtud se requieren unas premisas previas por parte del educador:
antes de nada, tener en cuenta al propio educando, sus bases temperamentales, sus
capacidades, sus cualidades intelectuales, volitivas, afectivas; observar qué potencialidades
posee. Y ya en la concreta acción educativa es fundamental, por un lado, la exigencia,
sin la cual ni se pone en marcha ni se mantiene el proceso educativo, pues se trata de un
continuo salir de una situación de imperfección hacia otra de mayor perfección; y la
exigencia, como podemos suponer, conlleva un motor: saber bien adónde vamos, tener
claros los objetivos educativos. Es fundamental también por otro lado, el orden, que
supone un método, y un atemperar la exigencia con la flexibilidad, en relación a la
situación concreta del educando. Si no se amalgaman exigencia y flexibilidad se caerá
fácilmente en la rigidez; entonces se detiene o se deteriora todo proceso educativo.
“Exigencia amorosa”, es como calificaba T. Morales esa amalgama de exigencia y
flexibilidad; es decir, tener en cuenta al educando, su situación, sus concretas posibilidades,
ir al paso de las mismas en esa adquisición de virtudes. Ésta es la clave del éxito educativo.

Como decíamos más arriba, las virtudes se distinguen y cualifican en relación al desarrollo
de las facultades humanas. La acción educativa debe considerar, sobre todo, aquellas que
son más centrales en el proceso del desarrollo de la personalidad. En orden al cultivo de la
inteligencia debemos destacar la reflexión, muy asociada a la prudencia; en lo que toca a la
formación de la voluntad es destacable la responsabilidad, pero con ella la constancia, y
muy cercana, la fortaleza; en orden al dominio de las tendencias del cuerpo y el equilibrio
afectivo destacan la templanza, la castidad, la magnanimidad.

Ciertamente, cada una de las virtudes va asociada fundamentalmente a una dimensión de la


persona; sin embargo, las virtudes como los vicios, se suelen dar en racimo, muy en
consonancia a la interna relación entre verdad, libertad y amor. Junto a las virtudes
señaladas, sobresalen también algunos valores humanos, muy necesarios para la
convivencia; destacamos la alegría y el buen humor, el agradecimiento, la nobleza.

Así pues, la emergencia educativa lleva consigo la atención a estas virtudes concretas, que
facilitarán el desarrollo de todas las dimensiones humanas: intelectuales, morales, afectivas,
físicas, estéticas y espirituales.

De la mano de Tomás Morales, nos detenemos en algunas de las más fundamentales.


Presentamos un resumen de su obra Coloquio familiar, que ahonda en estas claves educativas
de la persona.

3.1 La educación de la inteligencia. Enseñar a pensar

La reflexión ocupa un lugar primordial en el cultivo de la inteligencia. La reflexión supone


el ejercicio del pensamiento en la consecución de la verdad. Es la base de la formación del
criterio. “Pone a tu alcance valores humanos insospechados. Los desentierra como la
excavadora. Dejas de ser superficial. Te haces profundo. Empiezas a conocerte y a
67
conocer a los demás. Conocer bien un corazón, el propio, es conocer el de la humanidad.
Descubres la verdadera causa de los fenómenos sociales, siempre complejos e intrincados.
No te fías mucho de palabras que oyes, noticias que te dan, encuestas que se hacen. Sabes
que no es oro todo lo que reluce”94

La reflexión nos saca de la superficialidad, patrimonio de la sociedad líquida que nos ha


tocado vivir y base de los juicios banales, guiados por el emotivismo o estímulos
superficiales y meramente subjetivos. Por el contrario, la reflexión nos permite conseguir
un criterio objetivo, certero; nos aporta una seguridad en el juicio; una visión realista de
los acontecimientos y las personas; un juicio recto. Esto proporciona un “espíritu
constructivo”, capaz de verdadera crítica.

El reflexionar, aprender a pensar con criterio, supone discernimiento en un mundo donde


los medios de comunicación, -internet, redes sociales- han abarcado todas las esferas de
la vida; confundiendo a menudo pensamiento con información, sensacionalismo,
acumulación de noticias e imágenes, y todo ello a velocidad trepidante. Estos escenarios
invaden la vida del niño y del joven y si no se encauzan adecuadamente hacen fracasar todo
modo de pensamiento auténtico, toda labor educativa.

La reflexión, el adecuado ejercicio del pensamiento, nos permite el autoconocimiento y el


conocimiento de los demás. El discernimiento de lo bueno y de lo malo, el valor y el
disvalor. Nos permite discernir entre pensar y cavilar, ese dar vueltas sobre uno mismo
con ideas obsesivas. Cavilar es un vicio de la inteligencia; que casi siempre lleva asociado
algún vicio en el orden de la voluntad o del afecto.

La reflexión es también la clave del éxito profesional; de los grandes descubrimientos de


la historia. Le preguntaban a Newton cómo descubrió la ley de gravitación universal.
Respondió: «Pensando, pensando, pensando».

Pero el pensamiento no se da sin intervención de las demás facultades humanas. Decía


García Morente que “se parece el pensamiento a la libre, serena y fácil actividad de la
mirada”95; libertad y serenidad lo acompañan; entonces se hace fácil. Como puede
deducirse, esta facilidad es el resultado de un largo proceso de esfuerzos continuados. Así
es como surgen la chispa del genio, los grandes descubrimientos de la historia, las grandes
decisiones o las pequeñas de cada día, la consecución de las grandes personalidades.

Y decía Pascal que “pensar bien es el principio de la moral”96. La reflexión origina la


virtud vertebral en el ámbito de las decisiones, que abarca de alguna manera toda la vida
moral: es la virtud de la prudencia, que conlleva, al mismo tiempo, el juicio justo y la
decisión adecuada. Como venimos viendo, ni uno ni otra pueden llevarse a cabo sin
referencia al bien y al valor.

Así pues, enseñar a pensar es tarea educativa de primer orden. Los medios para este
ejercicio del pensamiento, de la reflexión los señala T. Morales en dos direcciones. Uno,

94 Ibid. p.11.
95 GARCÍA MORENTE, M.,“Símbolos del pensador”, Escritos Pedagógicos. Espasa-Calpe, Madrid, 1975. pp.
179-195.
96 PASCAL, B., Pensamientos. 347 (200). (Trad. X. Zubiri) Buenos Aires, 1940.
68
abrirse con realismo a la realidad: escuchar, observar, leer, meditar. Otro, buscar el
ambiente que propicie ese pensamiento y en este sentido es imprescindible el silencio.

Nos detenemos brevemente en este punto del silencio, tan necesario al pensamiento,
resumiendo algunas páginas de la obra señalada de T. Morales, donde destaca el estilo
directo y motivador que caracteriza sus escritos.

“La reflexión sólo nace y se mece en cuna de silencio… Encuentro contigo mismo
es la primera feliz consecuencia del silencio. Te revela tu propio ser, te empiezas a conocer.
Los antiguos griegos legaron a la cultura occidental uno de los principios más decisivos del
progreso humano. Es una de las máximas del santuario de Delfos: «Conócete a ti
mismo». Para el hombre de hoy, como decía Anatole France, la cosa es distinta: «Lejos de
procurar conocerme, me he esforzado siempre en ignorarme. Yo me frecuento a mí mismo
lo menos posible. Siempre he vivido lo más lejos posible de mí mismo».

Regresa a ti mismo. Es en el silencio donde podrás realizar la unidad. Encuentro con los
demás es el segundo delicioso encuentro que te proporciona el silencio. Te enlazas con
ellos por la palabra. Pero todo el valor de la palabra se apoya en el silencio. La idea de
Maeterlinck es mucho más que una expresión literaria: «Las almas se pesan en el
silencio, como el oro y la plata en el agua pura. Las palabras que pronunciamos, no tienen
sentido si no gracias al silencio que las baña». La palabra que vale es la que sale de los labios
precedida del silencio del corazón… Es la gran verdad del Eclesiastés: «La voz necia es de
muchas palabras» (5,2). Sin silencio, sin espíritu, las palabras proferidas son sólo corteza de
palabras, cáscara sin nuez, algo que se tira. Lo del célebre personaje de Shakespeare:
«palabras, palabras, palabras» (Hamlet a Polonio).

Encuentro con Dios. El silencio no es vacío. Es plenitud, es encuentro con Dios… «El
silencio, ese palpitar del corazón de Dios» (E. Psichari). El silencio es el clima de
Dios… Cada uno de nosotros es un templo. Tienes que admitir las cosas que te rodean en
el atrio, a los hombres en la nave, pero saber reservar el santuario para sólo Dios… Las
luces divinas más elevadas descienden al alma en el silencio del amor.

Ante la civilización del ruido que te aleja de ti mismo, de los demás, de Dios, tienes que
rehacer en ti los diques del silencio. En su tiempo, algo menos clamoroso que el nuestro
(finales del siglo XIX), un pensador hacía esta llamada: «El mundo, la vida entera están
enfermos. Si fuera médico y me pidieran consejo, respondería: ¡Callad, haced silencio!» (S.
Kierkegaard).

Tienes que triunfar con valentía del ambiente. El mundo de hoy te arrastra, te ensordece
como nunca en atmósfera de ruido. Te inutiliza para la reflexión profunda.

Tienes que hacer saborear a todos que el silencio, la soledad es «rica, pura, inmensa,
como un jardín al despertar el alba» (R.M. Rilke). Enséñales a cantar con san Juan de la
Cruz: «La noche sosegada / al par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la
soledad sonora, / la cena que recrea y enamora» (Cántico espiritual, 15).

La estatura del hombre se mide por la capacidad de silencio que sabe soportar, decía
Nietzsche.

69
Pero el silencio, la reflexión no se dan solos. El silencio abre puerta a la reflexión y
arrastra al amor, su satélite”97.

El silencio es, pues, el medio indispensable para el pensamiento. Y enseñar a pensar es la


tarea educativa primordial, porque sin pensamiento no puede haber progreso alguno en la
formación del carácter. Esta tarea comienza en la familia: comprender el significado de las
cosas, de las propias acciones, de los demás. Es la base de la responsabilidad, de la
educación moral.

3.2 La educación de la voluntad

La reflexión, el pensamiento, van siempre acompañados de la acción, de la vivencia; se


requieren unidos, pues “las ideas no se comprenden hasta que se viven y dejan de
comprenderse cuando dejan de vivirse”, o también “quien no vive como piensa, acaba
pensando como vive”.

El ámbito de la voluntad, como decíamos más arriba, se mide por las respuestas, las
acciones y las virtudes. Las tres vertientes de la acción constituyen la base de la moralidad;
sólo se conciben en referencia a los valores morales que engendran, a la realización del
bien. Esta realización posee siempre dos caras, una objetiva: la encarnación de valores
morales, los bienes morales; otra subjetiva: la configuración de disposiciones morales,
las virtudes en la persona. De modo que se entiende que respuestas, acciones y virtudes
sean las fuentes de la moralidad98. Constituyen el gran tema de la educación de la voluntad.

Dos virtudes destacamos aquí: la constancia y su hermana gemela, la paciencia. Ambas


proporcionan la virtud de la fortaleza.

Es destacable la constancia entre las virtudes que se centran propiamente en el ejercicio


de la voluntad pues sin constancia ninguna otra virtud es tal, faltaría la continuidad de la
voluntad que caracteriza toda virtud. Seguimos de nuevo a Tomás Morales en sus
reflexiones sobre estas virtudes fundamentales.

“La constancia suple muchas cualidades, pero no se suple con ninguna. Talentos
medianos, e incluso ínfimos, llegan lejos si son perseverantes. Grandes genios se esterilizan
perdiéndose en el vacío si la inconstancia paraliza su desarrollo. La fuerza de voluntad todo
lo logra. Más si se apoya en la gracia de Dios”99.

Ciertamente, se comprueba a menudo cómo inteligencias brillantes quedan en la cuneta por


falta de voluntad, de constancia. La influencia de un ambiente indolente que pone las
miras ante todo en la comodidad tiene aquí una incidencia particular.

“Vivimos en un mundo que rezuma molicie por todos sus poros. Rehúye sistemáticamente
el esfuerzo. El ambiente enmohece tu voluntad. La juventud actual muere por comprender
demasiado y por querer poco. La sociedad que te rodea está llena de semi-voluntades. La
mayoría de las personas «querrían», no son capaces de «querer»… el «yo quisiera» no
conduce a nada. El «yo quiero» es lo único eficaz”.

97 MORALES, T., Coloquio familiar. Pg. 11 y ss.


98 Cf. HILDEBRAND, Etica. Cap. III
99 MORALES, T., Coloquio familiar. p.27ss.

70
La educación de la voluntad, la formación del carácter, ha de ser atendida directamente, no
puede sustituirse ni suplirse con otras pretensiones; muy común es escudarnos en el
ambiente, en las estructuras sociales, en lugar de aterrizar en los ámbitos propiamente
volitivos. En el fondo la dejadez o incluso la abulia, salen a relucir; a veces disfrazadas
de activismo.

“Queremos remediarlo todo, reformar estructuras, sin corregirnos a nosotros mismos.


Preferimos hablar en lugar de hacer. Es lo más cómodo, pero lo menos eficaz. Es
relativamente fácil encontrar gente para reunirse, proyectar, criticar lo existente. Muy difícil
hallar uno que quiera hacer. «Entre los hombres es un gran defecto querer arreglarlo todo,
sin arreglarse a sí mismos» (J. B. Bossuet). ¿Quieres empezar a arreglarte a ti mismo? Cae en
la cuenta de que eres voluble”.

La educación de la voluntad supone proceder con orden, considerando la propia


voluntad; ordenar, aclarar, incidir en el propio acto de querer. Anotamos algunos
consejos educativos al respecto:

“Primero: Querer pocas cosas, mejor una sola, aunque parezca insignificante. Nada lo es
cuando se trata de vencerte a ti mismo. No se te ocurre empezar a barrer la casa al mismo
tiempo por todas partes. «Querer pocas cosas a la vez, pero quererlas a cualquier precio; ahí
está el secreto de la victoria» (F. Foch). Una vez que te la has propuesto, no cejes hasta
alcanzarla. No olvides que «el triunfo sobre sí mismo es el más noble de los triunfos»
(san Ignacio). La verdadera libertad consiste en poder hacer lo que se debe hacer.”

Desde ese estilo vivo y ágil presenta algunos ejemplos: “Años de estudio en el taller de su
padrastro. Disciplina severa. Ghiberti labra pacientemente en bronce un modelo del
sacrificio de Isaac. Se le adjudica la construcción de las dos primeras puertas del baptisterio
de la catedral de Florencia. Sólo cuenta veinte años. Más de veintidós tarda en esculpir los
relieves de las dos últimas. Escenas del Antiguo Testamento avaloradas con orlas de
adornos vegetales y cabezas de profetas que superan los más perfectos frisos romanos de la
época de Augusto. «Son tan bellas —dijo Miguel Ángel al contemplarlas— que estarían
muy bien a las puertas del Paraíso». Ghiberti quiso una sola cosa. Sabía que no hay
voluntad más libre que una voluntad disciplinada.”

“Segundo: No fantasear, no proponerte cosas imposibles, no viajar en alas de la


imaginación. Sé realista: No pierdas tu tiempo en buscar ideas grandiosas, salvadoras.
Conténtate con realizar las que tienes, aunque te parezcan insignificantes. Proponte sólo lo
realizable, aunque sea difícil, heroico. Para una voluntad enérgica no hay obstáculos.

“Tercero: Paciencia. No cansarte nunca de estar empezando siempre. La impaciencia


tiene alas y se pasa de la raya. La intención hace las maletas y pierde el tren. La voluntad
sale a pie y llega. «No estés nunca contento con lo que eres, si quieres llegar a ser lo que no
eres» (san Agustín).

Casi todos son capaces de secundar un impulso inicial, de empezar algo, de hacer una obra
de caridad, incluso un heroísmo momentáneo. Pero es en la continuidad donde se dan a
conocer las almas grandes. La vida es una perseverancia (G. Clemenceau), pero no
olvides que al lado de la perseverancia del que no cae jamás está la del que siempre vuelve a
levantarse.

71
La paciencia es la medida del amor. Es el amor cristalizando silenciosamente en
multitud de pequeñeces. Las ilumina de belleza eterna... No crece un árbol tirando del
tronco, sino esperando a que se desarrolle. Te doy el consejo de san Francisco de Sales:
«Ten paciencia con todos, con todo, pero en especial contigo mismo».

Paciencia. Humilde y sencilla virtud es como la violeta. Se esconde desapercibida en los


jardines. Los salpica de oculta y misteriosa hermosura”100.

La constancia es la manifestación más luminosa de la virtud de la fortaleza. Esta virtud fue


muy considerada en el mundo clásico, era exponente de la voluntad forjada. En Platón
tenía su simbolismo en el caballo blanco –del mito del carro alado, simbolismo a su vez del
alma- que representaba las aspiraciones nobles, la orientación de la voluntad al bien. Hoy
parece que se huye de ella, se asocia a la rigidez, a lo pesado y “sólido”, frente a lo líquido,
fugaz y momentáneo, a lo instantáneo, que es lo que está de moda.

Su falta es la causa de grandes deficiencias en la formación de los jóvenes. La debilidad, la


inconsistencia parecen haber abarcado la vida. Tenemos muchos jóvenes sin ninguna
resistencia, la primera dificultad les tumba. Son tremendamente frágiles ante la
adversidad. Brilla por su ausencia la fortaleza.

La resistencia unida a la flexibilidad son signo de fortaleza; pero a su vez, es la valentía la


que muestra más claramente la virtud consumada de la fortaleza. El valiente sabe correr
riesgos, sabe avanzar y mantenerse en retaguardia cuando se hace necesario. Es lo contrario
de la actitud pusilánime y cobarde, por un lado, y de la temeraria o impulsiva, por otro.

“Hacerse” responsable. En definitiva, la educación de la voluntad; conseguir


constancia, paciencia, fortaleza, supone el fruto granado de la libertad: la responsabilidad
lograda.

Transmitimos algunas vías educativas que aúnan la consecución de estas virtudes, vías
que abarcan todo el amplio campo de la responsabilidad en la vida de las personas, desde
los actos minúsculos hasta el trabajo profesional o la amistad:

“Primera: realizar lo que se te encomienda con diligencia, pero sin precipitación.


Cumplirlo con precisión, sin descuidar el detalle. No distraerte con otra cosa mientras no lo
hayas realizado con exactitud matemática, pero sin rigidez, con flexibilidad.

Segunda: Autocorrección101 que te impones cuando hayas fallado en esto… La pedagogía


no debe perder nunca de vista este postulado evidente.

Tercera: Cumplimiento del deber. Aquí sí que nos perdemos en la inmensidad. El


cumplimiento del deber abarca extensiones ilimitadas, pero no abrumadoras si tienes calma
y serenidad para vivir sólo el momento presente:

100 MORALES. T. Coloquio familiar. 32ss.


Sobre este punto, original en la pedagogía de T. MORALES, ver su obra Forja de hombres. Madrid, 1987. pp.
101

210-214.

72
1. La reforma del carácter, primer ámbito del cumplimiento del deber ejercitando la
propia responsabilidad. Todos los hombres somos escultores de nuestro carácter.
Nos toca modelar nuestro mármol.
2. El trabajo profesional es otro nuevo y fecundo campo para ejercitar la
responsabilidad. Es quizá el más amplio. Abarca la mayor parte del día. Absorbe
casi toda la actividad del hombre. La competencia profesional es imposible
conquistarla si no tienes un gran sentido de responsabilidad...
3. Sentido de responsabilidad cumpliendo los menudos deberes que entraña el
compañerismo en el trabajo profesional. Dos amigos deben ayudarse siempre y
más si trabajan en común, como se ayudan para andar los dos pies. El azar hace
camaradas, pero la elección y dedicación responsable a cada uno, hace amigos. El
único modo de tener un amigo es serlo. Comprender al compañero, por muy
distinto a ti que te parezca, es ya la mitad de una amistad.
4. Responsabilidad trabajando para asegurar la fidelidad… ¿Qué es una vida llena?
Un ideal, soñado en la juventud y realizado en la edad madura hasta la muerte. El
ideal es entrega, trabajo amoroso, continuo, responsabilidad siempre en ejercicio. Si
eres responsable, vivirás siempre con pensamientos generosos y magníficos.

Las fuentes brotan en las alturas. Los manantiales alumbran siempre entre montañas.
Emprende la escalada. Sólo ella crea nuevos horizontes. Paso a paso. Sólo hay una manera
de hacer las cosas: trabajo monótono y responsable de cada momento. No hay cosas
pequeñas. Por insignificantes que sean, bien se pueden engrandecer a la luz de un ideal
noble. Un gran ideal es un gran amor. El que tú buscas. Tienes que conquistarlo con
esfuerzo y responsabilidad”102.

La responsabilidad, en todos los amplios campos que abarca, es lo que nos muestra la
talla moral de la persona; el efecto de un carácter labrado. Es la medida del éxito en la
acción educativa. Abarca fundamentalmente la voluntad, pero lleva asociado el desarrollo
de las otras facultades, de todo el ser humano. Propiamente es el objetivo más directo de la
acción educativa; el principal a tener en cuenta en la educación familiar.

3.3 Educación del corazón

Así como la reflexión, la constancia, la responsabilidad, son educables directamente, la


afectividad, por las características que hemos señalado más arriba, es susceptible de una
acción educativa indirecta. La razón es obvia, del mismo modo que la libertad no se
ejerce directamente sobre la afectividad, sino de modo indirecto –la libertad cooperadora, la
confirmación o desautorización del afecto- así, la acción educativa incidirá sobre el afecto
desde la acción indirecta de la voluntad. Esto tiene mucho que ver con las características
de la afectividad: es la persona globalmente la que entra en juego, la afectada, la que siente o
ama, la que integra en una unidad los demás aspectos de la personalidad. Por algo decía
Hildebrand que el corazón es el yo real. Lo que sale de nuestras manos, los actos de
voluntad, son unidireccionales; lo que afecta al corazón lo invade de manera global.

Así pues, la educación afectiva tendrá que procurar la orientación general del afecto. Se
trata, en definitiva, de darle cauce adecuado. Es evidente que la adecuación se ha de medir
en relación a la modalidad y contenido del afecto: sensaciones psíquicas, sentimientos
espirituales, el “ser afectados”, las respuestas afectivas.

102 MORALES, T., Coloquio familiar. 37ss.


73
No puede dejarse entre paréntesis el significado moral de los afectos. Se precisa la
necesaria colaboración de la voluntad, de la libertad, en la confirmación o desautorización
de los mismos. La responsabilidad del afianzamiento de sentimientos buenos y la
anulación de los malos es fundamental en la moralidad de la persona. Esta es la base de la
acción educativa en el terreno afectivo, la primordial en el ámbito familiar. Sobre todo,
es importante en las etapas de pubertad y adolescencia, donde la sensibilidad está a flor
de piel y la espontaneidad e intensidad del sentimiento oscurecen, a menudo, el signo del
mismo.

Ello ocurre en todos los ámbitos de relación; sobre todo en la familia y en las
amistades. Además la confusión en estas etapas suele presentar un signo negativo en las
relaciones familiares –sentimientos de oposición, de incomprensión-, y un signo positivo
respecto de los amigos –sentimientos de aprobación y de cierta complicidad-. Es evidente
que el joven debe ir descubriendo que ni unos sentimientos ni otros son asumibles como
“parecen”. Hacerles conscientes de su situación de desconcierto sentimental es la
primera tarea en el reconocimiento de los propios afectos para colaborar desde la voluntad
para confirmarlos o para desautorizarlos.

Esta consideración de los afectos en su “objetividad” es muy importante en la educación


afectiva; más cuando se asocia al despertar de la atracción sexual. Es una gran ayuda y
colaboración en la educación del carácter hacer pensar al púber o al adolescente sobre los
propios sentimientos, sobre las atracciones sexuales que experimentan; es necesario que
descubran la diferencia entre sentimientos y sentimientos, entre atracciones y
atracciones; la intensidad y abarcamiento de los mismos no deben impedir la distinción
fundamental: unos pueden ser buenos, adecuados, y otros no.

¿Qué me permite la distinción, el discernimiento de los afectos? El análisis del propio


sentimiento, los efectos que deja en el alma, la libertad o dependencia que se deriva. Esto
no es posible sin distinguir los contenidos del afecto, su adecuación o inadecuación al bien
de la persona, al valor moral. Intención, acción, efecto, estado que deja en la persona
son los aspectos fundamentales que discernir aquí. Ello sólo es posible en la consideración
de la relación de amistad o amor que se dé con la otra persona. Esa relación descubrirá y
decantará si es el bien objetivo, el valor en sí y la belleza integral de la otra persona, a los
que acompaña la satisfacción correspondiente, lo que motiva el afecto, o es más bien la
mera satisfacción subjetiva lo primordial o incluso lo exclusivo de tal afecto. En definitiva,
estas distinciones nos llevarán a descubrir los centros que se activan en nosotros: los
egoístas –orgullo, concupiscencia- o el amoroso, de donación de sí. Al mismo tiempo, en el
sentimiento habrá que ver la consideración, adecuada o inadecuada, de la persona que es
objeto del sentimiento: en sí misma, en su valor, o como simple objeto de satisfacción. Es
la cuestión de la bondad y, al mismo tiempo, la verdad del afecto.

Esta distinción entre afectos buenos o malos se pasa por alto muy a menudo, pero ello
supone ya una toma de postura de la que somos responsables. La toma de postura no es un
mero sentir sino una confirmación del sentir. La relación nos permite descubrir,
precisamente, si la responsabilidad acompaña o no al sentimiento, al afecto, al amor.

La responsabilidad supone, por tanto, tener en cuenta a la otra persona en sí misma en mi


relación afectiva con ella, y no como mero “objeto” de mi sentir; supone, al mismo tiempo,
discernir el propio sentimiento y el centro que lo motiva; supone también colaborar en la
dirección adecuada, confirmando o desautorizando el afecto.
74
Desatender esa responsabilidad sobre el signo del sentimiento, es fomentar relaciones
inadecuadas, actitudes egoístas e incluso desviaciones afectivo-sexuales. Éstas nacen
siempre de la no consideración del signo del sentimiento, del afecto, del atractivo
espontáneo que a veces surge, pero que hay que encauzar en relación a la totalidad de la
persona, en el discernimiento del bien; en una palabra, en el amor o egoísmo que se está
fomentando.

“Es necesario introducirse en ese mundo de una forma significativa para abrirle al camino
de la virtud mediante el reconocimiento de qué forma los afectos crean vínculos103 y
estos son significativos para la propia identidad. El punto clave para ello es que la
verdad del afecto no consiste en probar una satisfacción, sino en el asombro de la promesa
que despierta el encuentro con una persona y que incluye la llamada hacia un amor de
entrega”104.

El ambiente que nos rodea actualmente es tal que, en otros ámbitos de relación, de justicia
o injusticia que se comete, de derechos que se violan… lo que está bien o mal es asumible y
discernible como tal. Cualquier actitud o sentimiento que acompañe a estos actos es
enjuiciable moralmente, sin poner en entredicho su objetividad. En el ámbito del
sentimiento o de la atracción sexual parece que, de antemano, ha de asumirse lo que se
siente, como punto de partida. No se cuestiona si es bueno o malo, simplemente se
mide cómo mantenerlo, o incluso explotarlo. Debemos preguntarnos por qué es así. ¿No
hay acaso una intención, un objeto de la acción, un resultado de la misma que sea
objetivable? Es como negar la posibilidad del discernimiento moral, precisamente en
este campo tan fundamental de las relaciones humanas. Discernimiento que, al final, se
decanta solo, pues amor y egoísmo no son lo mismo, y se acaba descubriendo lo uno y lo
otro; sólo hace falta tiempo. Se descubre también la base de subjetivismo que encierran
tales actitudes en forma de hedonismo, emotivismo, utilitarismo,… acompañados siempre
del relativismo correspondiente.

“El primer momento en este itinerario es vencer un obstáculo: la dificultad del


emotivismo que deforma la intencionalidad intrínseca del amor hacia el amado y la
concentra en el simple sentirse bien y normalmente dentro de un nivel simplemente
sensitivo”105 Amor y sentimientos no se identifican; es un error asociar exclusivamente
el sentimiento al amor. Como lo es también, según hemos visto, asociar la libertad de modo
directo al sentimiento.

Una afectividad integrada supone tiempo, reflexión, dominio de las propias inclinaciones;
una relación humana adecuada, atendida, integrada en la vida de las personas. El terreno
del corazón hay que cultivarlo. Hay que quitar las malas hierbas, sembrar las buenas,
abonar. Hay que aprender a amar; darle tiempo al tiempo.

Toda la tarea se orientará a conseguir una unificación de la persona en su sentir y


obrar, en su amar. Esa unificación supone que cuerpo, psiquismo y espíritu van al unísono
en la dirección del bien, de la libertad e integración de los afectos; del respeto y del amor a
la otra persona como tal. Supone que se distinguen las relaciones amorosas, la paterno-

103 Cf. F. BOTTURI –C. VIGNA (eds.), Affetti e legami. Vita e Pensiero, Milano, 2004.
104 PÉREZ-SOBA, J.J. "La ideología de género y la libertad del amor", en LYDIA JIMÉNEZ (dir), El hombre,
¿fruto o producto? Fundación Universitaria Española, Madrid, 2013. p.30.
105 Ibid. p.49.

75
filial, la de amistad, la conyugal. En esta última, supone que sexualidad y sentimiento se
integran en la totalidad del amor, que el eros tiene su más alto lugar en esa totalidad del
amor. Entonces se da una especial comunión de personas, en que cada una responde de la
otra en el vínculo de unión especial que se ha establecido entre ambas; vínculo que conlleva
el sentimiento, el atractivo sexual, pero ante todo la entrega de la propia vida en un proceso
continuo de maduración en el amor.

“Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la
totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración
mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno
sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las
potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad”106

En este contexto de madurez y de totalidad del amor, que supera la inmediatez y se


orienta a la vida entera, es donde se entiende la base fundamental de la fidelidad.

Esa maduración en el amor requiere el ejercicio de la virtud. En el terreno afectivo-sexual


es la virtud de la castidad, que no es otra cosa que el dominio e integración de los afectos
en esa totalidad de la vida y totalidad del amor. Lo cual supone que la relación
interpersonal se considera por encima de los sentimientos momentáneos que van y
vienen, y que pueden ser asumidos e integrados en esa relación o desautorizados y
progresivamente anulados.

3.4 Pautas en la educación del corazón. Algunos valores y virtudes

Seguimos, como anteriormente, las consideraciones de T. Morales en su Coloquio familiar.

Lo primero necesario es constatar la situación de confusionismo en que vivimos. “Amor es


quizá la palabra más confundida que existe. Se la identifica con sus caricaturas:
sensiblería, sentimentalismo, pasión… No se enseña a la juventud a controlarse. «¿Cuál es
el mejor gobierno?» preguntaba Ch. Dickens. Respondía: «el que nos enseña a
gobernarnos a nosotros mismos»…

Se hace necesaria una atención expresa al terreno afectivo. “Educar el corazón debería ser
la médula de toda pedagogía, en la familia, en la escuela. No lo suele ser. Por eso la mayoría
llega a la edad adulta sin ese equilibrio afectivo, indispensable para formar la futura
familia”.

Dos factores de gran influencia a tener en cuenta en la educación afectiva: la imaginación,


el sentimentalismo. La imaginación guiada por el deseo o el sentimiento puede
desbordarse del marco del dominio afectivo. El sentimiento si se nutre de la imaginación
desbordada y se vierte sobre sí mismo se convierte en sentimentalismo.

“Si quieres aprender a amar, a tener seguridad en tu vida, domina el binomio


comprometedor –sensibilidad, imaginación-. Dominar no es matar. Es encauzar. A
nadie se le ocurre matar sus corceles. Se limita a ponerles brida, conducirlos por las riendas.

106BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est. n. 17. Ver también: NORIEGA, J., “La chispa del sentimiento
y la totalidad del amor”, en L. Melina –C. Anderson (eds.), La vía del amor. Reflexiones sobre la encíclica Deus
caritas est de BENEDICTO XVI. Monte Carmelo –Instituto Juan Pablo II, Burgos 2006. pp.267-278.
76
Para que nazca el amor tienes que purificarlo, dominar la sensiblería, superar el
sentimentalismo”.

Se constata que esa inmadurez puede derivar en determinadas deficiencias afectivas:


sentimentalismo, sensualidad, inseguridad, o incluso en una actitud narcisista. El
centramiento en el yo, el bloqueo en el propio sentimiento, es el resultado. Como
consecuencia la inacción, la falta de voluntad, pero también la falta de amor, de capacidad
de donación de sí. “Un hombre sin corazón es un mendigo, pero un joven sensiblero es un
inútil. Ha secado la gran fuente de riqueza que Dios alumbró al crearle: su corazón. Queda
congelado. No puede actuar, porque el corazón, aunque no lo parezca, sugiere ideas,
impulsa a la acción. En cambio, las ideas no dan corazón. Cuando falta el amor ¿para qué
sirve la instrucción? Las ideas no se realizarán nunca. Sólo al calor de los estados afectivos,
las ideas se funden en actos, se encarnan fecundas en la vida, cristalizan en acción
bienhechora para el mundo”.

Ahora bien, la educación indirecta que conlleva la esfera afectiva, la preparación de la


tierra del afecto, la superación de los “-ismos” –sentimentalismo, emotivismo- que la
deterioran, supone tiempo.

“La maduración afectiva estabiliza una vida. Pero no se consigue en un día. Es el


producto de una lenta multiplicación. También la suma es la resultante de una agregación
de sumandos. Una serie ininterrumpida de actos superando la sensibilidad asegura la
victoria. Casi los cuarenta primeros años de su vida necesitó santa Teresa para alcanzar el
equilibrio afectivo necesario… Los veinte primeros años se los pasó oscilando en su
corazón. Feminidad exquisita, fina sensibilidad, corazón apasionado de mujer.
Balanceándose alternativamente entre el amor de Dios y los «amorcejos» de la tierra,
«esotras afecciones bajas que le tienen usurpado el nombre al verdadero Amor (Camino de
perfección, 6,7)”.

La liberación de los lastres del amor egoísta supone la virtud de la castidad. Podemos
señalar dos fases en esta virtud: una, expansiva, de donación de sí se identifica con el
corazón noble; otra, de reserva y dominio de las tendencias egoístas.

“El corazón es el tesoro más hermoso que Dios te ha regalado, la gran fuerza que ha
puesto a tu disposición y del mundo. Te ofrezco unas consignas para que lo cultives, y
adquieras ese equilibrio afectivo que te haga adulto equilibrado.

1ª Ama con amor noble. Hay un atractivo de instinto, bajo, inferior. Eso no es amor. Es
envilecimiento, profanación del corazón... no produce ninguna verdadera alegría. Hay un
amor sensible. Es más elevado, pero tienes que saber gobernarlo para que no te esclavice.
Tiende a alimentarse de ensueños... En el fondo, es amor egoísta, es decir, no es amor.
Conduce a decepciones. No se sacia nunca. Amar con amor en que predominan los
sentidos, es tener hambre siempre, no saciarse nunca, morir sin amar.

Tú ama con amor noble. No se busca, se da. No se preocupa de recibir, sino de irradiar.
Va hacia los demás para consolarlos, elevarlos, iluminar su vida. No busca más dicha que la
felicidad del que ama. No es celoso, tiránico, monopolizador. Un corazón generoso para
entregarse, tierno para compadecerse. Un corazón que ama sin exigir retorno. No se cierra
ante la ingratitud. No se cansa frente a la indiferencia. Un corazón noble es, sobre todo, fiel

77
hasta la muerte. Un corazón así, es una grandeza para el que lo tiene, un tesoro para los
demás.

2ª Domina tu corazón. Vela para que no entre nada turbio, malsano... Cuida tu vista,
domina la curiosidad, vence la vanidad… Conserva un corazón de niño, puro y
transparente como una fuente, aunque sufras magulladuras o decepciones. En la cara, los
años descubren siempre arrugas, por mucho que se disimulen. Tu corazón debe conservar
siempre su frescor”.

Hay fases en la vida en que los dinamismos afectivos se desequilibran: pubertad,


adolescencia; pero también ocurre en otros momentos posteriores, en situación de
“madurez”. Se presentan momentos de soledad y vacío; se experimentan sucesivas crisis.

“Crisis de confianza. Se reproduce, quizá más atenuado, el fenómeno de tu adolescencia.


Cierto desequilibrio se apodera de ti, como al iniciarse la pubertad. Te sientes tímido.
Tiendes a encerrarte en ti mismo, insistes en el autoanálisis”.

“Crisis de sentidos. Tu alma se encuentra, como cuando tenías doce o catorce años,
aunque con menos intensidad, desconcertada. Experimentas emociones más intensas. Te
parecen nuevas, desconocidas. Son el triste fruto del pecado original. Te turba hasta lo más
profundo la tentación impura.”

“Crisis del corazón. El del adolescente despierta hacia el amor humano. Despertar
providencial que le prepara a la futura paternidad y maternidad”. Pero en el estado de crisis
posterior, es un despertar sobre todo del deseo de ser amado; ser centro, llamar la
atención; con un centramiento en el yo, actitudes y efervescencia adolescentes.

Sólo acompañados de la virtud –la castidad en este terreno del corazón-, la entrega noble y
el dominio de sí, se superan estas crisis y ayudan a madurar. La salida será siempre la
entrega, no el encerramiento en sí; el verdadero amor, no la autocomplacencia; la
comunicación y mutua ayuda, no el solipsismo egoísta.

La consecución del equilibrio afectivo, de la nobleza de corazón, producen una


personalidad con gran ascendiente para los demás. Es lo que caracteriza a los grandes
hombres, que tienen verdadera autoridad, la autoridad moral.

Los ejemplos son los que mejor ilustran su significado. Seguimos las reflexiones de T.
Morales107.

“Aníbal ejercía una influencia mágica gracias a su nobleza unida a su energía. Los
contemporáneos, admirados de la voluntad con que mantenía disciplinados ejércitos tan
heterogéneos, comentaban: «Un gran hombre. Aparecía, y todas las miradas quedaban
pendientes de él». El hombre de temple, cuando amalgama nobleza con bondad enérgica y
energía bondadosa, triunfa siempre, aunque ni se le comprenda, ni se le siga. «No se trata
de ser felices, de caer en gracia, de agradar, sino de ser nobles» (Ch. Péguy).

La nobleza de corazón va acompañada de otras virtudes y valores de la esfera afectiva:


delicadeza, gratitud, rectitud, bondad, sencillez.

107 MORALES, T., Coloquio familiar. p.77.


78
“Suena la nota fundamental, enseguida vibran las armónicas. Eso sucede con la nobleza.
Suena y vibra la primera armónica. Es la delicadeza. Cuando se esfuma, la nobleza
desaparece. La urbanidad del espíritu consiste en pensar y actuar siempre con delicadeza, en
dominarnos a nosotros mismos y respetar con finura de alma a los demás.

La gratitud, segunda armónica de la nobleza. Es como esas flores alpinas. Crecen en las
cimas y mueren en las llanuras. La gratitud sólo florece en las naturalezas nobles. Tienes
que escribir en mármol los beneficios que te hacen. En la arena, mejor en el agua, los
desprecios y olvidos. Una fuente oculta sacia la sed de todos sin recibir gratitud de nadie.
Así debes ser tú. ¡Gracias! Una palabra que se repite a todas horas maquinalmente. La
etiqueta social de las llamadas buenas maneras la postula.

Rectitud, tercera armónica. «Derecho y firme», era la divisa de san Juan Berchmans.
«Recto, pase lo que pase», es el lema de una familia piamontesa. No olvides que el que va
recto, no tropieza.

Bondad. Imprime a la nobleza toda su distinción. La dota de irresistible atractivo. Fenelón


decía que la belleza fascina, el ingenio atrae, pero sólo la bondad retiene. «Más moscas se
atrapan con una gota de miel que con un barril de vinagre» (san Francisco de Sales).

Después de haber vivido largos años, un viejo llegaba a la conclusión de que lo más útil en
la vida era la bondad. La bondad es la verdadera y única urbanidad. Lo que pasa es que el
oro es raro. Por eso se inventó el oropel. Así, para reemplazar la bondad que quizá nos
falta, inventamos la cortesía que tiene todas sus apariencias.

«Devolver bien por mal, señal inequívoca de nobleza de alma. El que siempre ha sabido
hacerlo, es el único que ha vivido de veras» (M. Gandhi). E. Marlitte da un consejo
saludable: «¿No quieres hacerte feo con los años? Pues apresúrate a ser bueno cuanto
antes».

La nobleza, como las armónicas que vibran con ella, hunde sus raíces en la sencillez que
todo lo aquilata y embalsama. «Cuanto más noble es el corazón, menos tieso es el cuello»,
dice un viejo refrán flamenco. La sencillez comprende a todos, sin pretender ser
comprendida de nadie. Olvida la propia desventura ante la angustia del dolor ajeno. Sonríe
con ánimo sereno. Siembra el desierto de rosales, prodiga fragancias de consuelo, aun
sabiendo que cosechará ingratitudes y olvidos”.

3.5 El orden y otros valores en la educación familiar.

Toda educación ha de partir de unas pautas de conducta que son básicas y anteriores a
los demás objetivos educativos, así ocurre con el orden, el deporte, el descanso.
Constituyen el basamento humano sobre el que edificar cualquier otro logro educativo.

“Entre los valores humanos el orden es el valor de los valores. ¿Por qué? En él se
sustentan todos. De él arrancan los demás. Del capitel que remata la columna parten los
arcos para unirse en la bóveda de crucería… el orden hace de capitel indispensable.

79
Sin orden no hay reflexión ni constancia ni responsabilidad ni trabajo competente ni
educación del corazón. Además, tiene cuatro ventajas de valor incalculable: ayuda a la
memoria, ahorra tiempo, permite que trabajes más y te canses menos.

Extensión: el orden abarca toda tu vida. En su conjunto y en sus detalles. Ante todo,
implica un horario. Sin plan de vida bien pensado y mejor conjuntado, aunque con
flexibilidad y sin escrúpulos, imposible coronar la cima en que el orden reina sereno y
luminoso.

El plan de vida incluye jornadas de trabajo, días festivos, temporadas de descanso.


Deporte, ejercicio físico metódico son indispensables cada día, cada semana, cada mes,
cada año. No sólo para reparar las fuerzas agotadas por el esfuerzo. Son necesarios para
cultivar el orden, y ejercitar todos los valores naturales y sobrenaturales que reposan en él.

La formación física, el cultivo del cuerpo es parte integrante del orden. Es uno de los
valores humanos… La salud y buena complexión valen más que todo el oro, y un cuerpo
robusto es preferible a una inmensa fortuna.

Saber descansar. Lo necesitas. Cada día, cada semana, cada año… «Descanso sí, ocio no»
es la inscripción que leí en el vestíbulo de una casa de campo. Hay que saber descansar.
Diversión, según la etimología latina, es cambiar de dirección, hacer otra cosa. Es no
olvidar que el reposo del cuerpo se logra mediante el trabajo del espíritu, y el descanso del
espíritu se consigue con el trabajo corporal.

Descansar es cambiar de pista, circular por otra vía, distraerte en actividades que exigen
esfuerzo de distinto signo. No podemos matar el tiempo descansando sin hacer nada…

El tiempo es la espera de Dios que mendiga nuestro amor… Lo que distingue a los
hombres no es su manera de ser o de ganarse la vida, sino más bien su modo de vivir el
tiempo.

Lee. Es otra manera de descansar, pero observando lo que ya te he dicho. «Los libros son
la mejor munición que he encontrado en mi viaje por la vida» (M. Montaigne). La juventud
debe lanzar antenas en todas las direcciones para captar todo lo que de noble y grande
hay en el mundo. Todo lo hermoso y bello es un sendero radiante hacia lo bueno.
«Haceos hermosos y divinos, y podréis contemplar la hermosura y la divinidad» (Platón).
Hay muchas más cosas bellas y hermosas en el mundo que las que a primera vista aparecen.
Cuando creas que la hermosura abandona el mundo, piensa que antes ha abandonado tu
corazón”.

Orden, deporte, descanso, lectura… constituyen la trama básica de toda acción


educativa. En la familia han de tenerse en cuenta estos aspectos de la vida cotidiana como
basamento en el que se enlazan todos los demás valores y virtudes para el desarrollo de la
personalidad. Sin orden, no se pueden conseguir ni reflexión, ni constancia, ni equilibrio
afectivo… De modo que la familia, y todo otro ámbito educativo deben considerar estos
aspectos primordiales donde asentar cualquier otro objetivo para la formación del carácter.

3.6 La unidad de la familia y la educación por la presencia.

80
De todos los aprendizajes, de todos los factores educativos, el primordial es el de la
esfera afectiva.

Todo lo aprendemos, pero, sobre todo, se aprende a amar; y esto sin darnos cuenta.
Forma parte del currículum oculto de nuestra vida. Del amor venimos; fuimos engendrados
en el amor; el amor de nuestros padres nos ha sostenido y educado, nos ha hecho crecer.
Ahora bien, no hay amor sin perdón, sin integración del mal, sin asunción del sufrimiento;
no hay amor sin trascendencia. El amor constituye el aprendizaje de la vida.

Aprender a amar significa aprender a discernir lo bueno y lo malo en el ejercicio de


nuestra libertad; significa distinguir los bienes y males que nos sobrevienen de aquellos que
engendramos a partir de nuestras elecciones. Ahí es donde libertad y amor se entreveran
en nuestras relaciones personales. Ese discernimiento de nuestras elecciones, nuestros
actos, nuestros amores y desamores, nos lo ofrece la presencia de los otros, sus respuestas a
las nuestras. El amor requiere interpersonalidad.

Hay diferentes niveles de relación interpersonal, diferentes niveles de amor. Esto es


reflejo de la actitud ante la vida, y ésta, a su vez, se delata en la presencia. Un yo ante un
tú, que se refieren el uno al otro en su ser entero. En la relación amorosa ofrecemos, ante
todo, lo que somos; pues “el corazón es el yo real”108. Por nuestros actos ofrecemos algo
de nosotros, en la relación de amor nos ofrecemos a nosotros mismos. El carácter de esa
relación diferirá según se trate de una u otra relación amorosa: la conyugal, la paterno-filial,
la de amistad…, pero en cualquier caso, el “nivel” de amor será medido por la donación,
el trascenderse de la persona, el bien y la felicidad que suscita y recibe.

La recíproca donación es el lugar de aprendizaje del amor. No hay otro. Por ello, la
actitud amorosa delata cuál es nuestra relación de amor previa, de la que partimos. La
presencia delata de dónde venimos, qué relación de amor mantenemos, qué
interpersonalidad nos sostiene en el camino de la vida. Delata la memoria, la experiencia
de amor que configura nuestra existencia. Así, la relación de amor define a los hombres.
Dice de ti, pero también de tu familia, de aquellos con quienes convives. Dice también de
tu relación con Dios o si falta esta relación esencial.

En la educación en el amor es un capítulo importante la educación sexual; hoy diríamos


que es importante para el futuro mismo de la familia.
“La educación afectivo-sexual, acorde con la dignidad del ser humano, no puede reducirse
a una información biológica de la sexualidad humana. Tampoco debe consistir en unas
orientaciones generales de comportamiento, a merced de las estadísticas del momento.
Sobre la base de una “antropología adecuada”, como subrayaba el beato Juan Pablo II 109, la
educación en esta materia debe consistir en la iluminación de las experiencias básicas que
todo hombre vive y en las que encuentra el sentido de su existencia. Así se evitará el
subjetivismo que conduce a nuestros jóvenes a juzgar sus actos tan sólo por el sentimiento
que despiertan, lo que les hace poco menos que incapaces para construir una vida en la
solidez de las virtudes. Esa educación, que debe comenzar en la infancia, se ha de

108 Cf. HILDEBRAND, D. VON, El corazón. Ed. Palabra, Madrid, 1997.


109 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis. 2 de abril de 1980. nn.3-6.
81
prolongar después en la pre-adolescencia; las instituciones educativas deben de velar
por ella, siempre en estrecha colaboración con la ya dada por los padres en la familia”110.
Es la labor educativa de primer orden que enseña, en primer lugar, el propio
conocimiento, el propio dominio y la apertura de sí a los demás.
“Descubrir la verdad y significado del lenguaje del cuerpo permitirá saber identificar las
expresiones del amor auténtico y distinguirlas de aquellas que lo falsean. Se estará en
disposición de valorar debidamente el significado de la fecundidad, sin cuyo respeto no
es posible asumir responsablemente la donación propia de la sexualidad en todo su valor
personal. Se abre así a los jóvenes un camino de conocimiento de sí mismos, que, mediante
la integración de las dimensiones implicadas en la sexualidad –la inclinación natural, las
respuestas afectivas, la complementariedad psicológica y la decisión personal–, les llevará a
apreciar el don maravilloso de la sexualidad y la exigencia moral de vivirlo en su integridad.
Se comprende enseguida que una educación afectivo-sexual auténtica no es sino una
educación en la virtud de la castidad111.

La función educativa fundamental en este ámbito de la afectividad, de la educación en el


amor, ha de ser en primer lugar testimonial. Se educa ante todo desde la presencia,
que delata el testimonio de lo vivido.
Ciertamente, la “educación por la presencia”, por ese traslucir lo que se es, lo cosechado
a partir de otras presencias, es insustituible. Ésta es la base del único aprendizaje
adecuado en el amor, la experiencia de vida.

La verdadera educación se basa en la experiencia, se cifra en una pedagogía de la


presencia; esa que permite aprender por ósmosis, por contagio, sin objetivos ni
competencias ni metodologías premeditadas. Se trata de la educación del que posee ese
ascendiente moral que ha labrado con el ejercicio de la virtud y que tiene el peculiar arte de
dejarlo traslucir, sin mostrarlo; que ofrece un atractivo y un interrogante para los alumnos;
es el educador en quien, sin pretenderlo, verdad y amor van unidos en su tarea
educativa. Ésta es la clave del éxito educativo. A esa interna unidad se refería Platón
cuando en el Banquete hablaba de “conductas bellas y saberes bellos”, que eran
precisamente la culminación del camino del amor.

110 CEE, La verdad del amor humano. n.124.


111Cf. JUAN PABLO II, Familiaris consortio. n. 37: habla de la castidad «como virtud que desarrolla la
auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el “significado esponsal”
del cuerpo; también Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones educativas
sobre el amor humano. nn.90-93.
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